Viernes, 06 Mayo 2022 08:25

JESUCRISTO EN ESCRITOS Y AUTORES: ALBERT VANHOYE EL SIGNO DE LA SANGRE Y DEL AGUA

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JESUCRISTO EN ESCRITOS Y AUTORES:

 

ALBERT VANHOYE

 

EL SIGNO DE LA SANGRE Y DEL AGUA

 

   Comprender el significado de la sangre, que aparece en el último episodio de la pasión según Juan, hace necesario tomar en consideración no solo el pasasaje de transfición del costado sino tambi´ne el pasaje más amplio, que reifere la muerte de Jesús.

 

1 Evangelio de Juan nos encontramos tres modos significativos de presentar la muerte de Jesús y el valor de su sangre.

l primer modo es la palabra de Jesús antes de morir: “Sabiendo -dice el evangelista- que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: ‘Tengo sed” (Ja 19,28-30). Los soldados, entonces, le acercaron una caña empapada en vinagre, y “cuando tomó el rinagre, Jesás djo: ‘Está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu”. Esta última expresión de Jesús: “Está cumplido” (en griego, tetelestaL) en el cuarto Evangelio está en estrecha relación con el inicio cJe la pasión, donde el evangelista afirma que Jesús “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo [en griego, eis telos]” (Jn 13,1). Jesús pudo decir sobre la cruz: “Está cumplido” (19,30) porque “ha amado hasta el extremo” (13,1). “Nadie tiene mayor amor que el que da su pida por sus amtqos” (Ja 15,13). La expresión bfblica “ofrecer la pida” es equivalente a aquella otra de “ofrecer la sangre”. Por tanto, Jesús ha llegado hasta el extremo del amor. Es este amor el que da valor a su sangre, la cual se convierte precisamente por eso en expresión del amor llevado hasta el extremo. La sangre derramada no es, por tanto, signo de un castigo o de un suplicio sufrido pasivamente, sino un ofrecimiento de amor:

“Yo doy mi pida [...]. Ninguno me la quita, yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 17-18).

El segundo fragmento significativo es el modo como el evangelista expresa el instante de la muerte de Jesús. No dice él mur4í o “expiré”, sino que afirma que Jesús, “inclinada la cabeza, entreqó [en griego, paredoken] el espíritu” (Jn 19, 30). Esto es un modo completamente insólito de hablar de la muerte. Con esta expresión Juan ha querido afirmar que, con el don de su vida, Jesús nos ha dado el Espíritu Santo. El cuarto evangelista no ha esperado al día de Pentecostés para hablar del don del Espíritu, sino que ha querido mostrar que la fuente del Espíritu es justamente el don que Jesús ha hecho de su propia vida por nosotros.

Finalmente, tras la muerte de Jesús, encontramos el episodio del costado traspasado, del que brota sangre y agua. Para el evangelista éste es un signo excepcional, no común. ¿Qué significa ese signo? La sangre significa la muerte aceptada por amor; agua es el don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39). Este signo corresponde a la intuición de Juan, que ha descrito el momento de muerte de Jesús como un “en- tregar el espíritu” El signo de la sangre y del agua es un signo divino que glorifica a Cristo. Todo el relato de la pasión según Juan, de hecho, es el relato de una pasión glorificadora: “Padre, glortfica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique” (Jn 17,1). Esta oración, que Jesús ha dirigido al Padre antes de su pasión, explica el sentido de la pasión misma: el Padre no espera a la resurrec para glorificar al Hijo, sino que ya durante la pasión lo glorifica de modo misterioso, no obstante las intenciones contrarias de los hombres. Esta glorificación alcanzará su pun- to culminante después de la muerte de Jesús. La sangre y el agua no son signo de la muerte de Jesús, sino de la fecun- didad de esa muerte, la cual se transforma en fuente de vida: la sangre de Jesús, esto es, su vida ofrecida en sacrificio de amor, nos da el agua del Espí- ritu, que vivifica y santifica.

Así, gracias a la sangre de Jesús, se nos comunica el Espíritu, se realiza la nueva alianza. Los pasajes de la Escritura citados por el evangelista se refieren precisamente a la alianza. El primer texto corresponde a las prescripciones concernientes al cordero pascual (cf. Ex 12,46), en referencia a la alian- za sinaítica. La otra cita: “Mi- ,j

rarán a/que traspasaron”, proviene de Zc 12,10, que se halla en e1 contexto de la promesa del Es-

píritu: “Derramaré [...J un espóritu de gracia y de consolación; y mirarán hacia aquel a quien tras- pasaron” (Zc 12,10). Aquí se trata del mismo Espíritu prometido por Ezequiel: “Os daré un co- razón nuevo, os daré un espíritu nue vo , pondré mi Espíritu en vuestro corazón” (Ez 36, 36-37). Por medio de la sangre de Cristo derramada, esto es, por medio de su muerte aceptada con amoise nos da el Espíritu de la vida.

Contemplemos, pues, también nosotros, junto con el evangelista, el don del amor del Padre: el signo del corazón abierto, fuente de vida en el Espíntu. Acojamos la sangre de la alianza, la sangre que nos pu rifica, nos da vida, nos une con Dios y entre nosotros, haciéndonos hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

Albert Vanhoye

Prof Édir del RontficiÉ Instituto (R

 

 

INTRODUCCION

 
Y vosotros ¿quién decís que soy yo? (Mc 8, 27). Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. El ylos que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama «cultura». No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos —uno precisamente el que hacía la pregunta— morirían antes de dos años con la más violenta de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido. Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía alguna vez que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía. La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer —su madre— que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores —aún los más opuestos a él— siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse - Dos mil años después de su vida y su muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y su doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo —su familia, sus costumbres, tal vez hasta su patria— para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también —jay!—— tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en la boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también —iay!— ¡cuántos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuántos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes —por fin!— hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre —o cuya falsificación— produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adonnila? ¿Quién es? ¿Quién es? Piensó que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro, de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una - vez: Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús. ¿Y qué pensar entonces de los cristianos —4cuántos, Dios mío?— que todo lo desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?

Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.
Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos y fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días, no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marchame a hablar de él a una aldehuela del corazón de Africa.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. El asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). Por tanto —si esto es verdad— nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona.
¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado, a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?
       Este libro que tienes en las manos, es, simplemente, lector, el testimonio de un hombre, de un hombre cualquiera, de un hombre como tú, que lleva cincuenta años tratando de acercarse a su persona. Y que un día se sienta a la máquina —como quien cumple un deber— para contarte lo poco que de él ha aprendido.


El Cristo de cada generación


        Pero ¿es posible escribir hoy una vida de Cristo? Los científicos, los especialistas en temas bíblicos, responden hoy, casi unánimemente, que no. Durante los últimos doscientos años se han escrito en el mundo bastantes centenares de vidas de Cristo. Pero desde hace años eso se viene considerando una aventura imposible. A fin de cuentas y salvo unos cuantos datos extraevangélicos no contamos con otrás fuentes que las de los cuatro evangelios y algunas aportaciones de las epístolas. Y es claro que los evangelistas no quisieron hacer una «biografia» de Jesús, en el sentido técnico que hoy damos a esa palabra. No contamos con una cronología segura. Un gran silencio cubre no pocas zonas de la vida de Cristo. Los autores sagrados escriben, no como historiadores, sino como testigos de una fe y como catequistas de una comunidad. No les preocupa en absoluto la evolución interior de su personaje, jamás hacen psicología. Cuentan desde la fe. Sus obras son más predicaciones que relatos científicos.
        Y, sin embargo, es cierto que los evangelistas no inventan nada. Que no ofrecen una biografla continuada de Jesús, pero sí lo que realmente ocurrió, como confiesa Hans Küng. Es cierto que el nuevo testamento, traducido hoy a mil quinientos idiomas, es el libro más analizado y estudiado de toda la literatura y que, durante generaciones y generaciones, millares de estudiosos se han volcado sobre él, coincidiendo en la interpretación de sus páginas fundamentales.
¿Por qué no habrá de poder «contarse» hoy la historia de Jesús, igual que la contaron hace dos mil años los evangelistas? Tras algunas décadas de desconfianza —en las que se prefirió el ensayo genérico sobre Cristo al género «vida de Cristo»— se vuelve hoy, me parece, a descubrir la enorme vitalidad de la «teología narrativa» y se descubre que el hombre medio puede llegar a la verdad mucho más por caminos de narración que de frío estudio científico. Por mucho que corran los siglos —acaba de decir Torrente Ballester— siempre habrá en algún rincón deiplaneta alguien que cuente una historia y alguien que quiera escucharla.

Pero ¿no hay en toda narración un alto riesgo de subjetivismo? Albert Schweitzer, en su Historia de los estudios sobre la vida de Jesús escribió: Todas las épocas sucesivas de la teología han ido encontrando en Jesús sus propias ideas y sólo de esa manera conseguían darle vida. Y no eran sólo las épocas las que aparecían reflejadas en él: también cada persona lo creaba a imagen de su propia personalidad. No hay, en realidad, una empresa más personal que escribir una vida de Jesús.
Esto es cierto, en buena parte. Más: es inevitable. Jesús es un prisma con demasiadas caras para ser abarcado en una sola vida y por una sola persona e, incluso, por una sola generación. Los hombres somos cortos y estrechos de vista. Contemplamos la realidad por el pequeño microscopio de nuestra experiencia. Y es imposible ver un gigantesco mosaico a través de la lente de un microscopio. Por ella podrá divisarse un fragmento, una piedrecita, Y así es como cada generación ha ido descubriendo tales o cuales «zonas» de Cristo, pero todos han terminado sintiéndose insatisfechos en sus búsquedas inevitablernente parciales e incompletas.
El Cristo de los primeros cristianos era el de alguien a quien habían visto y no habían terminado de entender. Lo miraban desde el asombro de su resurrección y vivían, por ello, en el gozo y también en la terrible nostalgia de haberle perdido. Su Cristo era, por eso, ante todo, una dramática esperanza: él tenía que volver, ellos necesitaban su presencia ahora que, después de muerto, empezaban a entender lo que apenas habían vislumbrado a su lado.

El Cristo de los mártires era un Cristo ensangrentado, a quien todos deseaban unirse cuanto antes. Morir era su gozo. Sin él, todo les parecía pasajero. Cuando san Ignacio de Antioquía grita que quiere ser cuanto antes trigo molido por los dientes de los leones para hacerse pan de Cristo está resumiendo el deseo de toda una generación de fe llameante.
El Cristo de las grandes disputas teológicas de los primeros siglos es el Cristo en cuyo misterio se trata de penetrar con la inteligencia humana. Cuando san Gregorio de Nisa cuenta, con una punta de ironía, que si preguntas por el precio del pan elpanadero te contesta que el Padre es mayor que el HUo y el Hijo está subordinado al Padre y cuando preguntas si el baño está preparado te responden que el HU0 fue creado de la nada, está explicando cómo esa inteligencia humana se ve, en realidad, desbordada por el misterio. Por eso surgen las primeras herejías. El nestorianismo contempla tanto la humanidad de Cristo, que se olvida de su divinidad. El monofisitismo reacciona contra este peligro, y termina por pintar un Cristo «vestido» de hombre pero no «hecho» hombre, por imaginar a alguien «como» nosotros, pero no a «uno de» nosotros. Y, aun los que aciertan a unir los dos polos de ese misterio, lo hacen, muchas veces, como el cirujano que tratara de coser unos brazos, un tronco, una cabeza, unas piernas, tomadas de aquí y de allá, pegadas, yuxtapuestas, dificilmente aceptables como un todo vivo.

El Cristo de los bizantinos es el terrible Pantocrator que pintan en sus ábsides, el juez terrible que nos ha de pesar el último día. Es un vencedor, sí; un ser majestuoso, sí; pero también desbordante, aterrador casi. Para los bizantinos el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Olfateaban que pronto de su imperio sólo quedarían las ruinas y buscaban ese cielo de oro de sus mosaicos en el que, por fin, se encontrarían salvados.
       El Cristo medieval es «el caballero ideal», aquel a quien cantaban las grandes epopeyas, avanzando por el mundo en busca de justicia, aun cuando esta justicia hubiera de buscarse a punta de espada. Más tarde, poco a poco, este caballero irá convirtiéndose en el gran rey, en el emperador de almas y cuerpos que respalda —tantas veces!— los planteamientos políticamente absolutistas de la época. Los pobres le admirarán y temerán, más que amarle. Los poderosos le utilizarán, más que seguirle. Pero, por fortuna, junto a ellos serpenteará —como un río de agua clara— el otro Cristo más humano, más tierno, más apasionadamente amado, más amigo de los pobres y. pequeños, más loco, incluso: el Cristo pobre y alegre (iqué paradójica y maravillosa unión de adjetivos!) de Francisco de .Asís.

Para la Reforma protestante, Cristo será, ante todo, el Salvador. Lutero —que ve el mundo corno una catástrofe de almas— pintará a Cristo con sombría grandeza profética. Le verá más muerto que resucitado, más sangrante que vencedor. Calvino acentuará luego las tintas judiciales de sus exigencias. Y todosle verán como alguien a cuyo manto hay que asirse para salir a flote de este lago de pecado.
En la Reforma católica, mientras tanto, los santos buscarán la entrada en las entrañas de Cristo por los caminos de la contemplación y el amor. Juan de la Cruz se adentrará por los caminos de la nada, no porque ame la nada, sino porque sabe que todo es nada ante él y porque quiere, a través del vacío de lo material, encontrarle mejor. ignacio de Loyola le buscará en la Iglesia por los senderos de la obediencia a aquel Pedro en cuyas manos dejó Cristo la tarea de transmitir a los siglos su amor y su mensaje. Teresa conocerá como nadie la humanidad amiga de aquel Jesús de Teresa, por quien ella se ha vuelto Teresa de Jesús.
En los años finales del XVIII y comienzos del XIX surgirá la llamada «razón crítica». A la fe tranquila de generaciones que aceptaban todo, sucederá el escalpelo que todo lo pone en duda. Se llegará a todos los extremos: desde un Volney o un Bauer, para quienes Cristo sería un sueño que jamás ha existido, hasta quienes, más tarde, lo pintarán como un mito creado por el inconsciente humano necesitado de liberación. Por fortuna estos radicalismos duraron bien poco. Bultmann escribió sobre ellos con justicia: La duda sobre la existencia de Cristo es algo tan sin fundamento cientWco, que no merece una sola palabra de refutación.
Más suerte tendrían, en cambio, las teorías «rebajadoras» de Cristo. Se extendería especialmente la tesis de Renan que, en su Vida de Jesús, nos traza un retrato idílico (itan falso!) del que él llamaba un hombre perfecto, un dulce idealista, un revolucionario pacWco, anticipándose en un siglo a muchos «rebajadores» de hoy.

De ahí surgirían las dos grandes corrientes que cubrieron el mundo cristiano del siglo XIX: la de quienes acentúan los aspectos puramente interiores de Cristo y lo ven solamente como encarnación perfeçta del sentimiento religioso o le presentan —así Harnack— como el. hombre que lo único que hizo fue devolver al mundo la revelación del sentimiento filial hacia Dios Padre; y la segunda corriente que subraya en Jesús únicamente el amor a los «humildes y ofendidos» y termina transformándole en un simple precursor de una especie de «socialismo evangélico». En estas dos visions hayevidentemente algo de verdadero. Las dos se quedan,. una vez más, sustancialmente cortas.

Los çomienzos de nuestro siglo acentuarán de nuevo los aspectos humanos de ‘Jesús. Camus escribirá: Yo no creo en la resurrección, pero no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Ante él y ante su historia no experimento más que respeto y veneración. Gide, en cambio, le pintará como un profeta ‘de la alegría (entendida ésta como un hedonismo pagano, exaltador del mundo material en cuanto tal). Hay que cambiar —dirá— la frase «Dios es amor» por la inversa:«El amor es Dios». Malegue, en cambio, abriendo el camino a los grandes escritores cristianos, dedicará su vida a descender al abismo de la Santa Humanidad de nuestro Dios y ofrecerá una de las más significativas formulaciones de la fe en nuestro siglo: Hoy, lo dflcil no es aceptar que Cristo sea Dios; lo d(ficil sería aceptar a Dios si ño fuera Cristo.

A esta polémica de. los escritores de principios de siglo se unió pronto la de. los científicos estudiosos de la Sagrada Escritura. Y en ella pesará decisivamente la obra de Rudolf Bultmann. Partiendo de la pregunta que antes hemos formuiado (si los evangelistas no trataron de escribir unas biografias de Cristo, sino de, apoyar con su predicación la fe de las primeras comunidades ¿cómo reconstruir hoy con suficientes garantías científicas la verdadera historia del Señor?) Bultmann intenta resolver el problema por superación: Realmente —dirá— el Jesús que nos interesa no’ es el de la historia, sino el de la fe. La teología no debería perder tiempo en investigar los detalles de una biografia imposible, sino concentrarse en la interpretación del anuncio de Cristo, el Salvador, el Hijo del hombre e Hijo de Dios. Lo que nos preocupa —dirá Bultmann— es la salvación, no las anécdotas. De la vida de Jesús sólo nos interesan dos cosas: saber que vivió y saber que murió en una cruz. Es más importante —concluirá—— creer en el mensaje de Jesús que conocer su vida.

Esta teoría, que tenía la virtud de superar el cientifismo un poco ingenuo de ciertas polémicas historicistas, tenía dos terribles riesgos:
de no dar importancia a la historicidad de los hechos de Jesús, se pasaba muy fácilmente a’ negar la misma historicidad de Jesús. Y, por otro lado, se separaba indebidamente la persona de Cristo de su doctrina.
Por eso, tras unos cuantos años de gran auge, pronto se regresó a planteamientos más tradicionales. Se recordó que el Jesús de la fe es el mismo Jesús de la historia. La búsqueda del Jesús histórico es necesaria
—recordaría Robinson— porque la predicación de lafe quiere conducir alfiel a un encuentro existencial con una persona histórica: Jesús de Nazaret. El creyente no sólo quiere creer en «algo», sino en «alguien». Y quiere saber todo lo que pueda de ese «alguien».

Este regreso al historicismo se hará, como es lógico, con un serio espíritu crítico. No se aceptará ya un literalismo absoluto en la lectura de los evangelistas, que hablaron de Jesús como habla un hijo de su madre y no como quien escribe un «curriculum vitaç». Pero también se sabrá perfectamente que, aunque no todo ha de entenderse al pie de la letra, sí ha de leerse muy en serio, con la certeza de que la figura histórica que refleja esa predicación nos transmite el reflejo de unos hechos sustancialmente verdaderos.

 

El Cristo de nuestra generación

 
Y el Cristo de nuestra generación ¿cómo es? ¿Ha sido tragado por el secularismo o sigue viviendo y vibrando en las almas?
En 1971 viví en Norteamérica los meses en que estallaba la «Jesus revolution». Miles de jóvenes se agrupaban gozosos en lo que llamaban el ejército revolucionario del pueblo de Jesús. El evangelio se había convertido en su «libro rojo». Vestían camisetas en las que se, leía:
Jesús es mi Señor. O: Sonríe, Dios te ama. En los cristales de los coches había letreros que voceaban: Si tu Dios está muerto, acepta el mío. Jesús está vivo. Por las calles te tropezabas con jóvenes de largas melenas, sobre cuyas túnicas brillaban gigantescas cruces y que te saludaban con su signo marcial: brazo levantado, mano cerrada, salvo un dedo que apuntaba hacia el cielo, señalando el «one way», el único camino. Levantabas un teléfono y, al otro lado, sonaba una voz que no decía «dígame» o «alló» sino Jesús te ama. La radio divulgaba canciones que decían cosas como éstas: Buscaba mi alma / y no la encontraba. / Buscaba a mi Dios / y no lo encontraba. / Entonces me mostrasteis a Jesús / y encontré en él a mi alma y a mi Dios. Y un día los periódicos contaban que un cura metodista —el reverendo Biessit— arrastró a un grupo de más de mil jóvenes que fueron al cuartel de la policía de Chicago para gritar a grandes voces: ¡Polis! ¡Jesús os ama! ¡Nosotros os amamos! Y, tras el griterío, la colecta. Sólo que esta vez las bolsas, tras circular entre los jóvenes, regresaron a las manos del reverendo no llenas de monedas, sino de marihuana, de píldoras, de LSD, que el padre Blessit deposité en las manos de los atónitos policías.

¿Anécdotas? ¿Modas? Sí, probablemente sí. Pero nunca hay que estar demasiado seguros de que las modas no oculten alguna más profunda aspiración de las almas, ni de que aquellos muchachos no estuvieran, allá en el fondo, buscando una respuesta a la frase de Robert Kennedy, cuando decía, por aquellos años: El drama de la juventud americana es que sabe todo, menos una cosa. Y esta cosa es la esencial.
¿No será éste el drama, no sólo de los jóvenes americanos, sino de todo nuestro mundo? Odio a mi época con todas mis fuerzas —ha escrito Saint Exupery—. En ella el hombre muere de sed. Y no hay m4s problema para el mundo: dar a los hombres un sentido espiritual, una inquietud espiritual. No se puede vivir de frigorflcos, de balances, de política. No se puede. No se puede vivir sin poesía, sin color, sin amor. Trabajando únicamente para el/ogro de bienes materiales, estamos construyendo nuestra propia prisión.

Hoy, por fortuna, son cada vez más los que han desçubierto que la civilización contemporánea es una prisión. Y comienzan a preguntar- se cómo salir de ella, qué es lo que les falta. Tal vez por eso muchos ojos se están volviendo hacia Cristo.

¿Hacia qué Cristo? Cada vez me convenzo más de que este siglo es un «tiempo barajado» en el que se mezclan y coexisten muchos siglos pasados y futuros y en el que, por tanto, también conviven varias y muy diferentes imágenes de Cristo. En los años setenta el firmamento se llenó del Jesús Superestrella Un Jesús que, por aquellos años, me describía así un sacerdote norteamericano que, lo recuerdo muy bien, lucía una gigantesca mata de pelo rojo cardado:Cristo era la misma juventud; los fariseos eran el envejecimiento. En cambio Cristo era la juventud: estrenaba cada día su vida, la inventaba, improvisaba. Nunca se sabía lo que haría mañana. No entendía una palabra de dinero. Amaba la libertad. Vestía a su gusto y dormía en cualquier campo, donde la noche le sorprendía. Y era manso y tranquilo; sólo ardía de cólera con los comerciantes. La gozaba poniendo en ridículo a los ilustres. Le encantaban las bromas y los acertijos. Y ya se sabe que le acusaron de borracho y de amistad con la gente de’ mala vida. Como a nosotros.

¿Es éste el Cristo completo y verdadero? ¿O sólo era una manera con la que los hippies justificaban su modo de vivir? Desde luego hoy hay que reconocer que todo aquel movimiento del Superstar o del Gospel pasó tan rápidamente como había venido, pero también rescató algo que habíamos perdido: el rostro alegre de Jesús, un rostro que no es «todo» en Jesús, pero sí uno de los aspectos de su alma.

Mas poco después, frente a esta imagen de Jesús sonriente y tal vez demasiado feliz, bastante «americano», iba a surgir, unos cientos de kilómetros más abajo, en Iberoamérica, un tipo de Cristo bien diferente: un Jesús de rostro hosco, duro, casi rencoroso. Era esa imagen del Cristo guerrillero que hemos llegado a ver en algunas estampas, con un fusil amarrado a la espalda con correas, mientras una de sus manos, casi una garra, ase, casi con ferocidad, su culata. Era, nos decían el Cristo con sed de justicia, el centro de cuya vida habría sido la escena en la que derriba las mesas de los cambistas en el templo. Un Cristo así —que llevaba a sus últimas consecuencias los planteamientos de la Teología de la liberación— venia, es cierto, a- recordarnos la descarada apuesta de Jesús por los pobres y su radical postura ante las injusticias sociales, pero, desgraciadamente, tenía en su rostro y en quienes lo exponían mucho más que sed de justicia. Tenía también violencia y, en definitiva, una raíz de odio o de resentimiento en las que ya no quedaba mucho de cristiano.
Aún hoy se predica con frecuencia este Cristo de clase e incluso este Cristo de guerrilla que, a veces, se parece bastante más a Che Guevara que a Cristo. Yo recuerdo a aquel curita que gritaba en un suburbio colombiano: Id al centro de la ciudad, entrad en los bancos y en las casas ilustres y gritad a los ricos que os devuelvan al Cristo que tienen secuestrado. Y después citaba aquellos versos de Hermann Hesse —que habrían sido verdaderos si no los hubiera dicho con tanto rencor—: Da, Señor, a los ricos todo lo que te pidan / A nosotros, los pobres, que nada deseamos / danos tan sólo el gozo / de saber que tú fuiste uno como nosotros.

El Cristo Superstar, el Cristo guerrillero ¿dos caricaturas? ¿dos verdades a medias? En todo caso dos imágenes de las que se ha alimentado buena parte de nuestra generación. Pero —como todo se ha de decir— tendremos que añadir que también en nuestra generación circula —y me temo que más que en las otras— una tercera caricatura: el Cristo aburrido de los aburridos, el de quienes, como creemos que ya tenemos fe, nos hemos olvidado de él. Si uno saliera hoy a las calles de una cualquiera de estas ciudades que se atreven a llamarse «cristianas» y preguntase a los transeúntes ¿qué saben de Cristo? ¿qué conviven de Cristo? recibiría una respuesta bien desconsoladora. Los más somos como aquel hombre que, porque nació a la sombra de una maravillosa catedral, creció y jugó en sus atrios, nunca se molestó realmente en mirarla, de tan sabida como creía tenerla. Por eso, seguramente muchos nos contestarían: ¿Cristo? Ah, sí. Sabemos que nació en Belén, que al final lo mataron, que dicen que era Dios. Pero, si luego inquiriésemos, ¿qué es para usted ser Dios? y, sobre todo, ¿en qué cambia la vida de usted el hecho de que él sea o no sea Dios? no encontraríamos otra respuesta que el silencio. Sí, vivimos tan cerca de Cristo que apenas miramos esa catedral de su realidad. Dios hizo al hombre semejante a si mismo, pero el aburrido hombre, terminó por creer que Dios era semejante a su aburrimiento.

Y... sin embargo, habría que buscar, que bajar a ese pozo. ¿Con la esperanza de llegar a entenderle? No, no. Sabemos de sobra que nunca llegaremos a eso, que su realidad siempre nos desbordará. La historia de veinte siglos nos enseña que todos cuantos han querido acercarse a él con el arma de sus inteligencias, siempre se han quedado a mitad de camino. Pasó así ya cuando vivía entre los hombres. Los que estuvieron a su lado a todas horas tampoco le entendían. Un día les parecía demasiado Dios, otro demasiado hombre. Le miraban, escudriñaban sus ojos y sus palabras, querían entender su misterio. Y lograban admirarle, amarle incluso, pero nunca entenderle. Por eso él vivió tan terriblemente solo; acompañado, pero solo; en una soledad como nadie ha conocido jamás. Nadie le comprendió, porque era, en el fondo, incomprensible.
Y, a pesar de ello, él sigue siendo la gran pregunta. La gran pregunta que todo hombre debe plantearse, aun cuando sepa que toda respuesta se quedará a medio camino. Un medio camino que siempre abrirá el apetito de conocerle más, en lugar de saciar. Teilhard de Chardin hablaba del Cristo cada vez mayor. Lo es, efectivamente. Su imagen es como un gran mosaico en el que cada generación logra apenas descubrir una piedrecilla. Pero es importante que la nuestra aporte la suya. Unas generaciones aportaron la piedrecilla roja de la sangre de su martirio; otras las doradas de su sueño de un verdadero cielo; otras las azules de su seguridad cristiana; alguna el color ocre de su cansancio o el verde de su esperanza. Tal vez nos toque a nosotros aportar la negra de nuestro vacío interior o la color púrpura de nuestra pasión. Quizá la suma de los afanes de todos los hombres de la historia, termine por parecerse un poco a su rostro verdadero, el rostro santo que sólo acabaremos de descubrir «al otro lado», el rostro que demuestra que sigue valiendo la pena ser hombres, el rostro de la Santa Humanidad de nuestro Dios.

 

El porqué de este libro


Ahora se entenderá quizá, sin más explicaciones, el porqué de este libro. Es parte de la vida de su autor y le persigue desde que era un muchacho. Tendría yo dieciocho o diecinueve años —cuando, por vez primera, supe en serio que quería ser escritor— y me di cuenta de que un escritor cristiano «tenía» que escribir un libro sobre Cristo. Supe, incluso, que todo cuanto fuera escribiendo a lo largo de los años, no sería otra cosa que un largo aprendizaje para escribir ese libro imposible. ¿Cómo justificaría yo mi vida de creyente si no escribiera sobre él? ¿Con qué coraje me presentaría un día ante él, llevándole en mis manos millares de páginas escritas que no hablasen de él? Este libro es una deuda. Mi deuda con la vida. La única manera que tengo de pagar el billete con que me permitieron entrar en este mundo.

Recuerdo —y pido perdón al lector si ahora me estoy confesando— que por aquellos meses había muerto uno de los hombres a quien más he querido y debo en este mundo: Georges Bernanos, cuyas obras estaban siendo el alimento de mi alma. Y un día cayó en mis manos, recién editado, uno de los Cahiers de Rhone en el que Daniel Pezeril contaba las últimas horas de mi maestro. Allí descubrí que uno de los últimos deseos de Bernanos había sido precisamente escribir una vida de Cristo. Más aún, que un día —el 30 de junio de 1948— Bernanos tuvo en sueños una inspiración a la que respondió con un «sí» sin vacilaciones: en adelante dejaría de lado toda su obra literaria y dedicaría todo lo que le quedase de vida a escribir esa «Vida de Jesús» que soñaba desde hacía tiempo y que siempre posponía porque se sentía indigno. Pero aquel día, ya en su lecho de hospital, recibió ese misterioso coraje que le permitiría decir: Ahora ya tengo razones para seguir viviendo.

Días después —el cinco de julio— Bernanos murió. Su proyecto se convirtió en un sueño. Y nos perdimos algo que sólo él hubiera sabido escribir.

¿Puedo ahora añadir que —sin ninguna lógica— el muchacho que yo era entonces se sintió heredero y responsable de aquella promesa? Era absurdo, porque yo me sentía infinitamente menos digno de hacerlo que Bernanos. Pero ,quién controla su propio corazón? Aquel día decidí que, cuando yo cumpliera los sesenta años que él tenía al morir, también dejaría toda otra obra y me dedicaría a hacer esa vida de Jesús que Bernanos soñó.

Sólo mucho más tarde —pido al lector que se ría— me planteé la pregunta de que tal vez yo no viviría más allá de los sesenta años Y empezaron a entrarme unas infantiles prisas. Desde entonces estoy luchando entre la seguridad de no estar preparado para afrontar esta tarea y la necesidad de hacerla. Me engañé a mí mismo haciendo un primer intento (<preparatorio» en una edición en fascículos para la que escribí mil quinientos folios. Era, lo sé, una obra profundamente irregular, con capítulos que casi me satisfacían y muchos otros de una vulgaridad apabullante. Y tuve, sin embargo, el consuelo de saber que a no pocas personas «les servían» y me urgían una nueva redacción más próxima al hombre de la calle y sus bolsillos.

Me decido hoy a iniciar ese segundo intento que sé que será también «provisional». ¿Para qué engañarme? Todo lo que sobre Cristo se escriba por manos humanas será provisional. Estoy seguro de que me va a ocurrir lo que a Endo Shusaku, quien, en la última página de su Vida de Jesús, escribe: Me gustaria algun dia escnbir otro libro sobre la vida de Jesus con toda la experiencia acumulada durante mi vida. Y estoy seguro de que, cuando hubiera terminado de escribirlo, aún sentiría el deseo de volver a escribir de nuevo otra vida de Jesús.

Es cierto: sólo Jesús conoce el pozo que quita la sed para siempre (Jn 4, 14). Desgraciadamente los libros sobre Jesús no son Jesús. ¿Cómo está escrito este libro? Ahora ya sólo me falta —en esta introducción— responder a tres preguntas: cómo está escrito este libro, para quién lo escribo y cómo me gustaría que se leyera. La primera pregunta tiene una respuesta muy sencilla: está escritó de la única manera que yo sé: como un testimonio. Durante los diez últimos años he leído centenares de libros sobre Cristo, pero pronto me di cuenta de que yo no podría ni debería escribir como muchos de ellos, un libro científico y exegético. Todos me fueron útiles, pero no pocos —me duele decirlo- me dejaron vacío el corazón. Me perdía en interpretaciones e interpretaciones. Descubría en cada libro una nueva teoría que iba -a ser desmontada meses después por otra obra con otra teoría. Siento, desde luego, un -profundísimo respeto hacia todos los investigadores; les debo casi todo lo que sé. Pero sé también que yo escribo para otro tipo de lectores y que no debía envolverles a ellos en una red de teorías.

Por eso decidí que este libro podría tener «detrás» un caudal científico, pero que habría de estar escrito desde la fe y el amor, desde la sangre de mi alma, imitando, en lo posible,- el mismo camino por el que marcharon los evangelistas. Contar sencillamente, tratar de iluminar -un - poco lo contado, pero no perderme en vericuetos que demostrasen lo listo que es quien escribe. Esta es la razón por la que este libro debería ser leído siempre con un evangelio al lado.
Pensé que, en mi obra, me limitaría a comentar los textos evangélicos tal y como dice Catalina de Hueck que leen la Biblia los «pustinik», los peregrinos-monjes rusos:El pustinik - lee la Biblia de rodillas. No con su inteligencia - (de forma -- crítica, conceptual), pues la inteligencia del pustinik está en su corazón.

Las palabras de la Biblia son como miel en su boca. Las lee con profunda fe, no las analiza. Deja que reposen en su corazón. Lo importante es conservar lo-leído en el corazon, comoMaría. Dejar que las palabras del Espíritu echen raíces en el corazón, para que después venga el Señor Dios a esclarecerlas.

¿Es, pues, éste un libro sentimental, puramente devocional? No lo querría. Pero tampoco es un libro puramente mental, conceptual. Cuando leo el evangelio sé que allí entra en juego toda mi vida, toda mi persona, sé que sobre el tablero está mi existencia entera. Y como sé que esa palabra me salva, no soy amigo de esos comentarios en los que parece que —en frase de Cabodevilla— es como site dedicaras a analizar, muy detenidamente, la sintaxis y la ortograf la de esa carta en la que te comunican que tu madre acaba de fallecer.

Este libro no será, pues, otra cosa que unos evangelios leídos por alguien que sabe que se juega su vida en cada página, con mucha más pasión y mucho más amor que sabiduría.

Entonces ¿es éste un libro sólo para creyentes? Sí principalmente, pero no sólo para ellos. Espero que también quienes no creen en Cristo o quienes ven sólo en él a un hombre admirable descubran en estas páginas, al menos, las razones por las que un hombre —un hombre como ellos— ha convertido a Cristo en centro de su vida. Tal vez también ellos aprendan de alguna manera a amarle. Luego, yo lo sé, él hará el resto, pues ningún libro puede suplir al encuentro personal con Jesús.

Por eso me gustaría que todos —creyentes e incrédulos— leyeran este libro «como escribiendo el suyo». ¿Quién soy yo para enseñar nada? Tal vez sólo un amigo, un hermano que cuenta, como un niño, como un adolescente, cómo ha sido su encuentro con quien transformó su vida. Pero nadie va por el mismo camino por el que va su hermano. Cada uno debe hacerse su camiño y descubrir «su» Cristo. Esa es la verdadera búsqueda que justifica nuestras vidas.

Seguramente nos ocurrirá a nosotros lo mismo que a quienes le rodearon cuando pisé en la tierra. Un día se cruzaron con él y no lograron entenderle, pero les arrastraba. Eran, como nosotros, lentos y tardos de corazón, pero aún así se atrevían a gritar: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). Esperaban que acabara siendo un líder terreno, pero también proclamaban: Te seguiré a donde quiera que vayas. (Mt 8, 19). No comprendían sus palabras y sus promesas, pero aseguraban: ¿A quién iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna? (Jn 6, 68). Y algunos, como los magos, hacían la locura de dejar sus tierras y sus reinos, pero los abandonaban porque habían visto su estrella (Mt 2, 2).
Esa estrella sigue estando en el horizonte del mundo. Tal vez hoy lo esté más que nunca. Esta es una generación que busca a Cristo, ha dicho hace poco un profesor de la Universidad de Budapest Lo que los comunistas reprochamos a los cristianos —ha escrito Machove— no es el ser seguidores de Cristo, sino precisamente el no serlo. Tal vez. Tal vez la estrella ha vuelto a aparecer en la noche de este siglo. Y quizá por eso estamos todos tan inquietos. Bien podría ser que estos años finales del siglo XX el mundo tuviera que gritar con san Agustín:
Tarde te conocí ¡oh Cristo! Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto ha estado nuestro corazón hasta descansar en ti.

 

El mundo en que vivió Jesús


1. ROMA: UN GIGANTE CON PIES DE BARRO


Para el cristiano que, por primera vez, visita Palestina, el encuentro con la tierra de Jesús es —si no se tapa los ojos con el sentimentalismo— un fuerte choque. Y no sólo para su sensibilidad, sine para su misma fe. El descubrimiento de la sequedad de aquella tierra, sin huella celeste alguna, sin un río, sin un monte que valga la pena recordar; la comprobación, después, de la mediocridad artística y el mal gusto en casi todos los monumentos que de alguna manera tratan de recordar a Jesús; la vulgar comercialización de lo sagrado que, por todas partes, asedia al peregrino; el clima de guerra permanente que aún hoy denuncian las metralletas en todas las esquinas y el odio de los rostros en todos los lugares; la feroz división de los grupos cristianos —latinos, griegos, coptos, armenios...— en perpetua rebatiña de todo cuanto huela a reliquia de Cristo... todo esto hace que más de uno —si es joven, sobre todo— sienta vacilar la fe en lugar del enfervorizamiento que, al partir hacia Palestina, imaginaba.

Pero, si el peregrino es profundo, verá enseguida que no es la fe lo que en él vacila, sino la dulce masa de sentimentalismos con que la habíamos sumergido. Porque uno de tantos síntomas de lo que nos cuesta aceptar la total humanidad de Cristo es este habernos inventado una Palestina de fábula, un país de algodones sobre el que Cristo habría flotado, más que vivido. En nuestros sueños pseudomísticos colocamos a Cristo fuera del tiempo y del espacio, en una especie de «país de las maravillas», cuyos problemas y dolores poco tendrían que ver con este mundo en el que nosotros sudamos y sangramos.

Por eso golpea siempre un viaje a Palestina. Impresiona que, puesto a elegir patria, Dios escogiera esta tierra sin personalidad El Misterio del Corazón de Cristo

 

1. CRISTO: INTIMIDAD ABIERTA

 

Es un hecho que los últimos pontífices han proclamado con elogios la excelencia de la devoción al Corazón de Cristo. Particularmente son conocidas las palabras de Pío XI, confirmadas luego por Pío XII, que dice de ella que se encierra en esta devoción la síntesis de toda la religión y la norma de vida más perfecta, porque con más rapidez lleva a las inteligencias al conocimiento interior de Cristo nuestro Señor e inclina más eficazmente las voluntades a amarle con más vehemencia e imitarle con más exactitud. Ante palabras tan elogiosas de esta visión del Corazón de Cristo no puede uno menos de preguntarse por los tesoros interiores que en ella se deben contener. En los últimos estudios teológicos sobre esta materia se coincidía generalmente en que es preferible servirse del término iniciación, introducción, vivencia del misterio del Corazón de Cristo; porque evidentemente el culto al Corazón de Jesús, tan elogiado por los pontífices no se refiere a un mero culto al simple corazón de carne. Recordando algunos hechos de la historia de la espiritualidad aclararíamos diciendo que el culto al Corazón de Jesús no puede compararse con el culto con el que se venera por ejemplo el corazón de Santa Teresa en Alba de Tormes o el corazón de San Juan Vermans en Lovaina o el corazón del Beato Roque González en Asunción del Paraguay. Todos comprendemos perfectamente que es mucho más, que lo que se presenta a la veneración no es simplemente un órgano, sino que es Jesucristo mostrando su Corazón, revelando de esta manera sensible la profundidad insondable del misterio de su amor; es Cristo expresando su interioridad, abriéndonos en ese gesto su intimidad. El signo de mostrar el corazón es comúnmente aceptado para expresar la intimidad abierta. En algunas lenguas existen vocablos distintos para designar el corazón de carne, el órgano o víscera del corazón, y para designar lo que nosotros entendemos al hablar de una persona de gran corazón. Se hace notar consiguientemente, por ejemplo en el japonés, que no tendría sentido una frase en la cual se dijera que un hombre es de gran víscera cardíaca. Sería una expresión desafortunada. En castellano no tenemos un término distinto, pero sí comprendemos la diversa significación que puede tener esa misma palabra: El término corazón es un término muy amplio que significa desde la víscera cardíaca hasta la interioridad de la persona, aunque incluyendo siempre también el corazón órgano. Esto es verdad. Es la diferencia entre hablar del Corazón de Dios, puro símbolo, y hablar del corazón del hombre que es también símbolo, pero no puro símbolo, se trata entonces del amor de un hombre concreto. Cuando hablamos así de un hombre de gran corazón no excluimos evidentemente el corazón órgano, pero no nos reducimos a esa víscera interna, nos referimos a la realidad que es la interioridad del hombre constituido de espíritu y de carne. Debe aparecer muy claro en toda exposición teológica que el gesto del corazón abierto, del corazón mostrado, significa la interioridad humana manifestada. Pero hay todavía más. Podríamos preguntarnos: ¿Qué otro signo encontraríamos para expresar una interioridad manifestada? Podríamos pensar quizás en abrir el pecho. Y con todo el 2 corazón quiere decir algo más profundo. No es sólo la interioridad manifestada, cosa que podría expresarse por el pecho abierto, sino que quiere decir que esa interioridad contiene un corazón y lo manifiesta. Es decir, que se manifiesta y se abre una intimidad personal rica en amor, en profundidad cordial; quizás con otras muchas riquezas, pero todas ellas construidas y empapadas en el amor. Así alguna vez refiriéndonos a un gesto que se asemeja a la manifestación de lo íntimo del ser podemos decir: Me ha abierto su pecho pero he visto que es un hombre sin corazón, es un hombre que no tiene corazón. Con esto querríamos decir: Ha puesto al descubierto su interioridad. Me ha resultado sumamente pobre. En este sentido corazón es más que la realidad interior, personal, nuclear. Quiere decir una interioridad rica de contenido, empapada de verdadero amor, profunda cordialidad de la que arrancan los pensamientos, los proyectos, los planes, las realizaciones. Los exegetas nos repiten que en la Sagrada Escritura el corazón designa, de hecho, la interioridad del hombre abierta: Corazón significa intimidad cordial abierta. Es luminoso en este sentido lo que el padre Agustín de Cardaveraz escribía el 6 de diciembre de 1734 al padre Bernardo de Hoyos sobre el Corazón de Jesús. Le dice: Y así al fin principal de los designios del divino Corazón, que es pagar amor con amor y resarcir las ingratitudes hechas al amor infinito que nos ha tenido, en el corazón no nos hemos de parar sino en cuanto símbolo tomado por este dulcísimo amor que Jesús nos tiene y nos muestra en su Sacramento de Amor. A esto se ha de enderezar desde luego la vista. A esto se ha de exhortar y predicar, para cumplir con la voluntad expresa de Jesús. Así se escribía hace más de dos siglos. A este contenido quiero referirme yo en estas palabras. Pero antes surge una grande cuestión: ¿Se puede prescindir de ese símbolo del Corazón abierto? Es una cuestión eterna. En el campo humano, particularmente en el religioso y cristiano, el símbolo es por una parte necesario como introducción y elevación; y por otra parte no hemos de detenernos en él con obsesión, porque el signo y el símbolo por su naturaleza misma son algo necesario pero que hay que trascender, hay que pasar más adelante. Esto tiene suma importancia pastoral. El estar repitiendo una y otra vez, siempre poniéndolo presente, no es lo más eficaz; sino que puede ser señal de que uno se detiene en algo que no es la riqueza misma, quizás sin llegar a ella, sin llegar hasta la interioridad manifestada, cuya comunicación precisamente pretende el símbolo. El símbolo tiene, pues, una enorme importancia. Es un camino puesto y bendecido por el Señor. Enriquecido con particulares gracias que Él quiere derramar para orientarnos y elevarnos hasta las sublimes realidades que por él se significan. Pero recordemos siempre que a través de ese signo se adquiere una visión de Cristo que no es la que teníamos antes de ser introducidos a través del signo. Nos ilumina sobre una manera de ver a Cristo, de su amor íntimo comunicado a nosotros. El contenido mismo se vuelve distinto. Se acostumbra uno a ver a Jesús como amor constante a los hombres, a los cuales ama y de los cuales se siente sensible a la respuesta de amor. Y ese contenido es el fruto de ese signo, obtenido a través de él. Pero es el contenido fundamental al que nos dirigimos. Una vez que hemos visto así el Corazón de Cristo gráficamente expresado, que nos introduce a esa realidad fundamental sublime, no es que siempre lo tengamos que proponer de esa manera y siempre pronunciarlo de nuevo; pero nos recordará lo que es la vida del hombre respeto del Señor y lo que es el Señor respeto a la vida del hombre. El Corazón con sus llamas, con su cruz, con sus espinas, viene a ser como una expresión o 3 frase feliz con que el Señor gráficamente nos expresa su amor y su deseo de correspondencia y de reparación. Pero la frase feliz no se repite continuamente; se pronuncia en los momentos oportunos. Tenemos, pues, ahí los dos aspectos: Misterio del Corazón de Cristo, que no es simplemente el culto al corazón de carne, el culto a la víscera cardíaca de Jesús, sino que es el Corazón abierto. Es hora de que nos fijemos ya en ese contenido interior al que tenemos que atender principalísimamente. ¿Cuál es la visión de Cristo implicada en el símbolo de su Corazón que se nos abre y se nos presenta ante los ojos? La pregunta la podríamos hacer de esta otra manera: ¿Es lo mismo Jesucristo que Corazón de Cristo? Claro está que todo depende del contenido que uno da a esas denominaciones. Por eso podríamos preguntar concretamente: ¿Qué entiendes tú bajo la palabra Jesucristo? Porque quizás lo entiendes según la visión del Corazón de Cristo; puede ser que lo entiendas así. Pero si entiendes a Jesucristo simplemente como un gran jefe, como un líder, como un gran liberador, al cual nosotros seguimos casi como a un jefe de guerrilla, entonces tendríamos que decir que aún no has llegado a la visión profunda del Corazón de Cristo, a lo que es el Corazón de Cristo, a esa realidad íntima hacia la cual esa imagen y ese símbolo quieren orientarnos y elevarnos llamando nuestra atención. ¿Qué diferencia hay entonces entre Jesucristo y Corazón de Cristo? Yo la expondría así: El Corazón de Cristo es el mismo Jesús de Nazaret, el mismo Jesús que nació en Belén, que recorrió los caminos de Galilea, que murió por nosotros, que resucitó, pero recalcando, y es lo que quiere subrayar y meter por los ojos ese gesto, recalcando que es Cristo resucitado vivo de Corazón palpitante, como lo expresa la Encíclica Haurietis Aquas del Papa Pío XII al decir estas palabras, hablando del Corazón de carne del Señor dice: Inclinando la cabeza entregó su espíritu. Entonces su Corazón se paró y dejó de latir y su amor sensible permaneció como suspenso hasta que triunfando de la muerte se levantó del sepulcro. Después que su cuerpo consiguió el estado de la gloria sempiterna y se unió nuevamente al alma del divino Redentor victorioso de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido; ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de quien es cabeza mística con pleno derecho. Según estas palabra magistrales, Cristo, resucitado, vivo, de Corazón palpitante, es el que está misteriosamente cerca de nosotros ahora. ¡Ahora tiene Corazón humano! ¡Ahora ama de veras con Corazón humano, con amor también humano, amor divino-humano! Pero el amor humano, expresamente visibilizado, está misteriosamente cercano a nosotros en la Eucaristía, en su presencia interior. ¡Ahora nos manifiesta su amor! Nos declara su amor con Corazón humano palpitante. ¡Y ahora es sensible a la respuesta del hombre! Completando la expresión del Concilio que nos dice que Jesús amó con corazón humano, añadiríamos: Jesús ama hoy con corazón humano. Esto es lo que quiere decir el gesto de Jesús: Mira este Corazón que tanto ama a los hombres. No sólo que tanto amó. Es evidente que amó y amó hasta dar su sangre. Pero hoy el peligro está en un entusiasmo teórico por Jesucristo, pero que no lleve a la intimidad con Él. Por lo tanto fácilmente el hombre no contempla a un Jesús que le manifiesta su intimidad, que le llama a ella, y no vive toda su vida desde ella. Por eso repetimos: ¿Qué diferencia hay entre Jesucristo y Corazón de Cristo? Pues, Corazón de Cristo es el mismo Jesucristo, pero recalcando que 4 se trata de Cristo resucitado vivo, de Corazón palpitante, misteriosamente cercano a nosotros, que nos ama ahora, que ahora nos declara su amor y que ahora es sensible a la respuesta de nuestra amistad. Ahí estaría el contenido. Es verdad que nos amó, que dio su vida por nosotros, pero esto no es algo que terminó ya. Ahora Jesús está cerca, de esa manera maravillosa, misteriosa, con ese amor divino-humano. Así se supera la tendencia actual que trata de colocar a Jesucristo en un lugar muy alto, en un grado muy elevado; pero que nos presenta, lo mismo que a un Dios abstracto, a un Cristo también abstracto, como un Cristo cósmico, pero al que no llega nuestra vida y que no llega hasta nuestra vida. Colocando así el contenido del Corazón de Cristo nos colocamos en el punto central de la vida cristiana. Ahora sí se comprende la expresión de Pío XI que es la quintaesencia de la religión. Hay que distinguir siempre entre el contenido al cual llegamos a través de ese signo del Corazón de Cristo y el signo mismo a través del cual llegamos al contenido. Tenemos que decir que quien no llega a ese contenido, quien no llega a vivir un cristianismo en el cual se vive Cristo como realidad cercana a nosotros, en el cual se vive íntimamente su amistad y una amistad que informa toda nuestra vida y toda nuestra acción hacia los demás, no ha llegado aún a lo profundo del cristianismo. Pero una cosa es el signo, el símbolo por el cual el Señor nos lleva a ese contenido y otra es el contenido mismo. De ese contenido decimos que es esencial para una vida cristiana perfecta. No podríamos decir lo mismo del signo a través del cual llegamos. Pero sí afirmamos con el Papa Pío XI que ese signo, ese culto al Corazón de Cristo es un camino excelente que nos lleva rápidamente, directamente, a ese contenido interior, a entender lo que es el amor y la imitación de Jesucristo. Viniendo a las dificultades que con frecuencia se presentan en la devoción al Corazón de Jesús, con razón dice un teólogo francés especialista en esta materia que no se deben achacar con fundamento principalmente a las imágenes, como si estas fueran el sumo obstáculo que se presente a la devoción al Corazón de Cristo. Nadie niega, ni pretende negar, que ciertas imágenes contribuyen poco al esplendor de esta devoción; pero a veces se insiste demasiado en este punto. Si así fuera, si ahí estuviera todo el problema, sería cuestión de encontrar buenos artistas que presentaran una imagen que satisficiera los deseos y las apetencias de los que buscan una imagen digna. Pero no es este el punto clave. Es posible que venga a añadirse a las otras dificultades más fundamentales. Pero es claro que tampoco nos agradan muchas veces las imágenes del mismo Jesucristo, las imágenes de la Virgen. Es cuestión de gusto. Es cuestión de promoción de un arte verdaderamente sana, de un arte que pueda ser digna del gusto razonable del hombre actual. Pero la verdadera dificultad, afirma el teólogo francés al que nos estamos refiriendo, hay que buscarla más bien en la crisis de vida interior y en la falta actual de vida mística auténtica, en el poco sentido actual para la vida interior; y cuando falta ese sentido de la vida interior sufre la devoción al Corazón de Jesús. Entonces falta el culto de la intimidad. No del intimismo. Cuidemos de no confundir estos dos términos. Porque la intimidad de Cristo de ninguna manera se puede presentar acertadamente como un intimismo detestable que nos arranque de nuestras obligaciones de todos los tipos, de la dimensión horizontal de nuestra vida. Sino que la misma intimidad con Cristo, la misma unión con 5 Dios, cuando es profundamente sentida es la que nos lleva a inserirnos en todos nuestros deberes de nuestra vida sobre la tierra. La devoción al Corazón de Cristo ofrece igualmente dificultades porque en ella los puntos claves de la Teología se ponen al descubierto. Y muchas veces son puntos en los cuales algunos hoy encuentran particular dificultad. Por ejemplo, está muy vinculada al misterio de la realidad de Cristo, a la persuasión y fe en la resurrección verdadera del Señor, a la comprensión de la teología del pecado como ofensa de Dios. Donde esos aspectos no son aceptados o se encuentran en crisis teológica, es lógico que esa crisis revierta de manera aguda sobre la teología del Corazón de Jesús. Aquí es donde encontramos la verdadera dificultad, más que en el signo, en el contenido mismo. Por otra parte es necesario que no nos detengamos obsesivamente en el signo, sino que subamos al contenido, que expongamos la grandeza de la visión cristiana teológica, de la visión de la caridad cristiana universal, que se sintetiza y se expresa en ese Jesucristo resucitado vivo que lleva adelante su obra redentora, que nos asocia consigo en esa obra redentora, que pide nuestra colaboración; en una vida en cuyo centro debe estar siempre nuestro propio corazón, como en la vida de Cristo está su Corazón. Ha de ser una vida cristiana que no se reduce a las obras exteriores, sino que sea una vida que arranque del corazón; de un corazón identificado con Cristo, en cuyo centro está el corazón del hombre asociado al del Cristo llevando adelante la obra redentora. Se entienden de esta manera preciosamente las palabras que Pablo VI pronunciaba dos meses antes de su muerte: La fiesta del Sagrado Corazón ha penetrado tanto en la reflexión de las almas fieles, que ha asumido importancia casi de síntesis de nuestras relaciones religiosas con Cristo. Todo se resume en dos aspectos de amor. Esta palabra amor nos da la clave para resumir todo lo que nosotros debemos a Jesucristo. San Pablo nos lo dice: Todo de Él, de nuestro hermano divino, de nuestro modelo y maestro, de nuestro salvador. Él me amó y se entregó por mí. El descubrimiento de que existe una Bondad preveniente, orientada hacia la persona humana que se entrega a sí misma hasta el extremo da la razón a la imagen del Corazón, símbolo del amor divino y humano con que se ha presentado Cristo ante nosotros. Y debería ser símbolo de la actitud perfecta que nos une a Cristo. Es la actitud de nuestro pobre amor, amor débil, no pocas veces infiel, pero siempre expresión de la totalidad que debemos y podemos ofrecer nosotros a Cristo. También aquí otra vez el amor. En este encuentro de corazones tiene lugar la cumbre de nuestra relación con Cristo, con Dios. El cristianismo de los últimos siglos ha resumido y expresado de este modo el núcleo de la religión cristiana. Estas palabras de Pablo VI nos hacen ver de nuevo que es necesario que más que recalcar el símbolo y su importancia, admitiendo la gran transcendencia que tienen, nos apliquemos al contenido maravilloso expresado e introducido a través de ese símbolo, que el mismo Señor ha escogido como camino directo, rápido y lleno de bendiciones para introducirnos en las realidades maravillosas que Él quiere poner en el centro de nuestra vida. 6 2. CRISTO RESUCITADO VIVO El fruto de la Redención de Cristo consiste en que el hombre es admitido a la intimidad del Padre por Cristo en el Espíritu Santo que se nos da. Este don del Espíritu se nos da por la humanidad inmolada y glorificada de Cristo. También este punto es fundamental. Jesús envía el Espíritu Santo. Jesús hecho espíritu vivificante, como dice San Pablo, nos comunica el don del Espíritu: El Espíritu que Yo os enviaré de junto al Padre. Enviar Cristo el Espíritu no hay que entenderlo como si Jesús animará al Espíritu a que bajara hasta nosotros o le convenciera de que viniera sobre la tierra. Yo lo enviaré. Enviar quiere decir que el amor que tiene a los hombres es comunicador del Espíritu Santo. Lo enviaré amando. Por eso en la Resurrección al mostrarse Jesús a los discípulos en el cenáculo alentó sobre ellos diciéndoles: Recibid el Espíritu Santo. Este es el envío. El envío es pues el amor; incluso también el humano de Cristo, el humano-divino, pero incluyendo el humano, que es asumido en la corriente trinitaria y es el que comunica al mundo, amando, el Espíritu Santo. Podemos hablar por esto del Espíritu Santo como don del Corazón de Cristo. En el capítulo 2 de los Hechos de los apóstoles dice San Pedro cómo Jesús subiendo al cielo recibió la promesa del Padre, fue ungido por el Espíritu que veis ahora derramado sobre todos estos. Ese es el proceso: Plenitud de Espíritu en la humanidad de Cristo, comunicación de Espíritu. Nos asume también a nosotros en nuestro amor el Espíritu de Cristo para que luego amando nosotros comuniquemos también el Espíritu de Cristo. Lo asume pues, lo llena de Espíritu y lo hace comunicador del Espíritu. Es la vivificación propia del Espíritu Santo. Esta es la situación nueva: Cristo que viene a nosotros en el Espíritu y nos toma consigo. A la Ascensión de Jesús corresponde una presencia suya en nosotros. La Ascensión es la divinización de su humanidad. Es el junto al Padre. Y a esa divinización corresponde una presencia suya íntima en cada uno de los hombres por el Espíritu. Es Cristo resucitado, vivo, de Corazón palpitante, que ama al hombre. Amándole le da su Espíritu. Lleno el hombre del Espíritu de Cristo se hace uno con el Padre y con el Hijo y vive su intimidad. Estamos en la quintaesencia del cristianismo. En efecto, si nos fijamos en la predicación de los apóstoles, llamados para ser testigos de Cristo, veremos que el contenido de esa predicación es fundamentalmente dar testimonio de que Cristo está vivo. En el primer capítulo de los Hechos se nos recuerda que durante cuarenta días Jesús se manifestó a sus discípulos, dándoles pruebas evidentes de que estaba vivo. Esto es lo que ellos van a anunciar, lo que ellos mismos han visto, de lo que son testigos, de eso han de dar testimonio ante el mundo, que Cristo, el Resucitado, es el Señor. En el capítulo 25 del mismo libro de los Hechos encontramos una anécdota interesante. El gobernador de Judea cuenta al rey Agripa cómo tiene prisionero a Pablo y que los ancianos y sacerdotes piden para él la pena de muerte. Él les responde que no es costumbre romana condenar a nadie sin haber escuchado antes los capítulos de acusación y sin haberle dado tiempo y posibilidad al reo para defenderse de ellos. Y cuenta que sentándose al día siguiente en el tribunal hizo presentarse a los acusadores y al reo. Y dice el gobernador Festo que con gran sorpresa vi que no le acusaban de grandes crímenes que hubiese cometido, sino que se liaban en discusiones sobre su religión y sobre un tal Jesús, 7 ya muerto, que Pablo afirma que está vivo. Ahí tenemos el cristianismo: Cristo está vivo. Ellos dicen: Murió. Pablo responde: Está vivo. Y al día siguiente ante el rey Agripa, Pablo da testimonio de que Cristo vive, de que él lo ha encontrado en el camino de Damasco, que ha recibido el encargo de anunciar que el Señor Jesús ha resucitado. De ahí la expresión fuerte de San Pablo: Si Cristo no ha resucitado vana es vuestra fe, vana es nuestra predicación. Porque si Cristo no ha resucitado, como nosotros anunciamos, entonces puesto que la vida eterna es participación de la vida resucitada de Cristo, si no ha resucitado tampoco hay vida participada de Cristo, ni hay vida ni hay nada. Por lo tanto se trataría de una gran mentira. Si Cristo no está resucitado vivo, vana es vuestra fe. La Carta a los Hebreos presenta igualmente a Jesús siempre vivo para interceder por nosotros. Y en el Apocalipsis Jesús aparece en el centro de la Iglesia, sosteniendo las lámparas de las diversas iglesias; y nos dice: Yo soy el que estuvo muerto y estoy vivo por los siglos de los siglos. Aparece, pues, de nuevo Cristo resucitado vivo, centro de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Él es el que la sostiene. No es simplemente el que está allí lejos en el cielo y ora distante, sino que está en medio de las iglesias sosteniéndolas. Y Él sigue el comportamiento de los ángeles de las iglesias: Conozco vuestra conducta... Los controla, los reprende, les sigue en toda su actuación. Aparece así como el Kirios, el Señor. Cuando San Pablo llama a Cristo el Señor quiere decir que está hablando de Cristo resucitado que tiene todo poder en el cielo y en la tierra. Es el único Señor. Pero la revelación cristiana nos recalca que ese Señor tiene Corazón. En el Apocalipsis dice expresamente: El que nos ama. No sólo el que nos amó, el que nos ama ahora. Y así aparece ese gran amor en el cuidado actual de las iglesias. San Pablo por su parte proclama: Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a la muerte por mí. Ahí tenemos, pues, la quintaesencia, el contenido de la devoción al Corazón de Cristo. Pero hay más todavía. Podemos decir que el signo mismo del Corazón abierto lo encontramos en el Nuevo Testamento, lo vemos fundado en los textos del Nuevo Testamento. Tenemos que fijar nuestra mirada en los textos descritos por San Juan después de la muerte de Jesús. Podemos decir que el símbolo de la Redención es el costado abierto de Cristo. San Juan lo contempla como un gran misterio lleno de sentido. Ve toda la obra de Cristo como obra de amor, llevada con amor, fuente de amor, fuente del don del Espíritu, fuente de la nueva economía que arranca de esa humanidad inmolada y glorificada de Cristo. Vamos a detenernos en ese signo. El costado abierto tiene un simbolismo claro: el Corazón puesto a flor de piel. Los sinópticos no nos refieren ese signo que San Juan describe con mirada contemplativa, nos presentan otro signo: el velo del Templo rasgado; pero ambos símbolos tienen un significado muy semejante. ¿Qué significa el velo del Templo rasgado? El velo del Templo cubría el sancta sanctorum, lo más íntimo, lo más sagrado del Templo de Israel. Significaba que Dios no había revelado todavía su intimidad, que no se conocía aún el secreto íntimo de Dios. En el momento de la muerte de Jesús por amor se rasga el velo. No es que se descorre, se rasga. Ese rasgarse indica que de tal manera Dios ha manifestado su intimidad, se ha revelado de una manera tan explosiva que Dios es amor, que Dios nos declara su amor, que el velo no se ha corrido, sino que ha estallado, rasgado de arriba a abajo. Con eso al mismo tiempo se abre el camino para que podamos entrar hasta lo íntimo de ese amor, que hasta ahora estaba escondido y que se ha revelado en la muerte de Cristo. Lo íntimo de Dios era que Dios era amor, hasta dar su vida por nosotros. Esto hasta entonces era 8 misterio escondido. Tras aquel velo no entraba más que el Sumo Sacerdote una vez al año, como figura de la venida futura de Cristo que entraría hasta la intimidad del Padre con su propia sangre. En el momento de la muerte de Jesús queda todo patente. Y al abrírsenos el amor que Dios nos tiene y al revelársenos el tesoro íntimo que es su amor, ha quedado también abierto el camino para que todo hombre pueda introducirse hasta esa intimidad que Dios le ha abierto. Dios en la muerte de Jesús se nos ha revelado como amor, nos ha declarado su amor. Y consiguientemente, como sucede siempre que se declara el amor, invita a cada uno de los hombres a entrar hasta la intimidad de ese amor que Él ha declarado. Todos nosotros podemos entrar hasta lo íntimo de Dios, el camino está abierto. Eso mismo es lo que significa el costado abierto de Jesús en la cruz. La clave nos la ofrece la Carta a los Hebreos al decirnos: El velo era la carne de Cristo. En el momento de la muerte de Jesús el velo se rasga, se rasga como respuesta de Dios al pecado del hombre. Es la Redención, drama del amor de Dios. Dios había amado al hombre, lo había amado con su amor creador. Con una inmensa humildad por su parte le había ofrecido su amistad y su amor. Pero el hombre lo rechazó, no lo quiso aceptar. Y entonces Dios, en un gesto increíble de amor inmenso del que es manso y humilde, infinitamente manso y humilde, se humilla más todavía ante el hombre, se abaja, se deja clavar en la cruz, realizando ese drama de su amor, del amor loco de Dios. El amor loco de Dios es el que se simboliza en el costado abierto de Cristo. Ese costado abierto expresión del amor loco, respuesta del amor loco de Dios a la ingratitud del hombre que le rechaza, que le hiere, que le atraviesa con su pecado. Y de ahí precisamente brota, como respuesta, el torrente de su amor, los torrentes de la salvación, comunicación del Espíritu Santo al mundo. Por eso este costado abierto no fue un detalle insignificante que se realizó en un instante y luego se perdiera en la oscuridad de la historia. Hay un detalle curioso que recoge precisamente el mismo San Juan: Cuando Jesús resucita al mostrarse a los apóstoles, recoge Juan en la narración tres frases programáticas lapidarias, dice: Jesús se puso en medio de ellos. Con esta frase quiere indicarnos que Jesús resucitado glorioso está definitivamente en medio de su Iglesia. Segunda frase que recuerda Juan: Les mostró sus manos y su costado. Ese costado abierto no es pues un detalle sin importancia que queda luego relegado al olvido. Cristo resucitado lo pone de manifiesto, declara ese amor, recuerda ante sus apóstoles ese amor extremo con que ha dado su vida por ellos. Esta segunda frase de San Juan quiere decirnos que Jesús está en medio de su Iglesia no estáticamente, no como simple objeto del amor de los hombres, sino que está activamente, dinámicamente, mostrando su manos y su costado, mostrando su amor extremo, solicitando respuesta de amor. Y como consecuencia, correspondiendo a la sangre y agua que brotaba del costado de Cristo en el momento de la lanzada, símbolo del Espíritu Santo que se comunica al mundo, símbolo de los sacramentos de la Iglesia, símbolo de la Iglesia misma que nace de su costado, Jesús dice a los apóstoles, al mostrárseles en el cenáculo alentando sobre ellos: Recibid el Espíritu Santo. Es la humanidad inmolada y glorificada de Cristo que amándoles les comunica el Espíritu Santo, como lo había prometido en el sermón de la Cena y como se realizará plenamente después de la Ascensión el día de Pentecostés. Ahí tenemos el velo rasgado, el costado abierto. Es la base bíblica de nuestro culto al Corazón de Cristo. No yendo sólo por la línea del término corazón, sino yendo a las 9 realidades redentoras en las cuales encontramos el fundamento, la quintaesencia de ese signo del Corazón de Cristo. Esta representación viene a decirnos de una manera gráfica qué es Cristo para nosotros; en qué consiste la economía actual, a saber, que tenemos comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, que esa comunión es comunión de amor, que el Padre y el Hijo nos aman. Es lo que nos manifiesta ese Corazón atravesado en la cruz, ese Cristo resucitado de Corazón palpitante, que muestra a los discípulos sus manos y su costado, que está junto a nosotros comunicándonos el Espíritu Santo. Una visión así, presentada eficazmente, vivida realmente, es capaz de curar el ateísmo del mundo contemporáneo. El hombre tiende hoy mucho a imaginarse y construirse un Dios lejano, un Cristo impersonalizado, un Cristo que estima muy elevado, muy teológico, pero que queda muy lejos del hombre. Y ante esa presentación, como protesta a ella, Jesús mismo se pone delante de nosotros y viene a decirnos con un gesto feliz: ¿Por qué me tratas como un ser impersonal si Yo tengo Corazón? Ese es el sentido del Corazón de Cristo. El mismo Cristo pero cercano a nosotros, con su amor abierto, comunicador del Espíritu Santo, que nos envuelve con el fuego de su amor, que nos envuelve y nos ahoga con los torrentes salvadores de su Espíritu. En una ocasión, cuando yo estudiaba esas riquezas escondidas en el Corazón de Cristo y reflexionaba sobre el modo de manifestarlas y comunicarlas, ya que Él se había dignado hacerme entender, y pedía luz para encontrar caminos, formulaciones, expresiones de esa grandeza del amor de Cristo, recibí una respuesta por el camino que menos hubiera podido imaginar. Fue precisamente en la proyección de una película documental. Había sido invitado a verla. No sabía yo de que se trataba, sólo me habían dicho que era de sumo interés. Entré algo retrasado en la sala y al mirar a la pantalla vi dos manos que se movían. Me pareció algo de poca importancia. Y al llegar al lugar que debía ocupar observé que los que estaban allí cerca estaban sentados en tensión, con los ojos fijos en la pantalla, con el cuello alargado... Pensé para mí: No será para tanto. Miré de nuevo a la pantalla y también yo me quedé como ellos, con esa tensión, casi sin poder respirar. Es que las secuencias que entonces se proyectaban me iluminaron sobre el sentido de aquellas manos que antes me habían dejado tan indiferente. Se trataba de las manos de un cirujano que estaba operando en el corazón. Se podía ver al paciente con el pecho abierto y al cirujano que intervenía a corazón abierto. Y lógicamente todo el mundo estaba pendiente de aquella operación, porque allí un descuido y le costaba la vida al paciente. Y entonces comprendí: Eso es el Corazón de Cristo. Nuestra vida es como yo veía antes las manos en la pantalla, que me parecían sin importancia. Nuestra vida a los ojos humanos es una vida sin trascendencia. ¡Son cosas tan pequeñas las que nos suceden en nuestra vida ordinaria! Pero viene esa luz del Corazón de Cristo y nos hace entender que nuestra vida es una operación en el Corazón abierto de Cristo. Nuestra vida repercute en el Corazón de Cristo. Cada una de nuestras decisiones personales, humanas, no son simplemente algo sin importancia. Y hablo no sólo de la mía, hablo de la vida de cada uno de los hombres. Todas las vidas humanas repercuten en el Corazón de Cristo, son una operación en el Corazón abierto de Cristo, son un gozo o un dolor. Por eso una visión así no nos arranca de la vida real, sino que le da a esa vida real su sentido íntimo, profundo, su sentido cristológico. Y entonces comprendemos que el Corazón de Cristo resucitado vivo es como el corazón de toda la humanidad, repercute en él todo lo que hace el hombre, todo lo que nosotros hacemos al 10 hombre. Y comprendemos el sentido profundo, vitalísimo, de aquella frase de Jesús: Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo hacéis. Lo hacéis de verdad, repercute en mi Corazón. Se lo hacemos a Él directamente cuanto hacemos a los hermanos. Esta visión nos da una sensibilidad especial para cuanto es el trato con los demás, para la caridad, para la justicia, para la dimensión horizontal de nuestra vida. Todo queda revestido de ese sentido cristológico. Estamos operando en el Corazón palpitante de Cristo resucitado vivo. Y esto no es una imaginación. Esto no es una idea caprichosa que entonces pudo pasar simplemente por mi cabeza, sino que encontramos su fundamento en la misma revelación cristiana. Vamos al capítulo 9 de los Hechos de los Apóstoles. Allí leemos cómo Saulo, respirando amenazas contra los cristianos, va camino de Damasco dispuesto a encarcelarlos, con todos los permisos necesarios. Y he aquí que se encuentra frente a él a Cristo resucitado vivo de Corazón palpitante que le derriba por tierra y le dice: Saulo, Saulo, (palabra de amor), ¿por qué me persigues? Y él pregunta: ¿Quién eres tú, señor? Yo soy Jesús a quien tú estás persiguiendo. Está persiguiendo de veras a Cristo, Corazón palpitante de Cristo. ¿Por qué me persigues? Algunos se asombran de que en las manifestaciones de Paray-le-Monial el Señor hubiera dicho a Santa Margarita: Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y en recompensa es ofendido por ellos. Les asombra porque piensan que Cristo está ya glorioso, que esas son maneras de hablar de más o menos buen gusto... Pero, ¿es que hay tanta diferencia entre esas palabras del Señor y las palabras dirigidas a Saulo? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo soy Jesús, a quien tú estás persiguiendo. Pero si es lo mismo. Toca el fondo de lo que es la vida cristiana, de lo que es la vida del hombre: su repercusión en el Corazón de Cristo. Porque aquello no sucedió a Saulo o en aquel caso como un especial privilegiado, sino que en él se nos revela la estructura de lo que significa el comportamiento cristiano frente al Señor. Por eso hay un momento en la vida de cada uno de nosotros en el que el Señor quizás nos ilumina y llamándonos interiormente por nuestro nombre nos dice: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Por qué me persigues con esa vida tibia, con esa vida negligente, con esa vida fría, con esa vida llena de injusticias, con esa vida llena de impurezas? ¿Por qué me persigues? Yo soy Jesús, a quien tú estás persiguiendo. Y esta gracia del Señor, si nos la concede, cambia nuestra vida. Eso hace que sintamos toda nuestra vida empapada por la presencia de Cristo vivo; eso que el mismo San Pablo repite continuamente: Todo y en todo Cristo. Esta es la visión fundamental, el contenido del misterio del Corazón de Cristo. Quien tiene esta visión ha dado ya con lo fundamental. Cuando nosotros decimos de una persona que tiene corazón, queremos decir con ello dos cosas: Primero que ama, tiene corazón. Segundo que es sensible a la respuesta del amor. ¡No le trate así que tiene corazón! En este doble sentido hablamos del Corazón de Cristo. Decimos que Cristo tiene Corazón. Mejor, podemos decir que Cristo es Corazón, porque así como Dios es Amor, podemos decir que el Dios hecho hombre es Corazón. 11 3. DIOS TIENE SED DE TU AMOR Vamos a exponer en esta charla de hoy, con la necesaria breveEdad, el primer aspecto de la interioridad del Corazón de Cristo, a saber, Dios en Cristo nos ama ahora. Es un tema que se debe desarrollar cuidadosamente en nuestra vida espiritual, porque es fundamental la persuasión de que Dios en Cristo nos ama ahora y nos ama a nosotros. Es verdad difícil de aceptar. Solemos decir que sí, que la creemos, teóricamente. ¡No faltaba más! Pero una cosa es creer como simple teoría y afirmación de principio y otra cosa es ese creer que nos agarra desde dentro; ese creer verdadero es la clave de la conversión. Pero es costoso. Nos resulta especialmente costoso a nosotros el llegar a esa fe viva. Los motivos son estos: Primero, porque tenemos una idea equivocada de Dios. Segundo, porque tenemos una idea baja del hombre. Y, por fin, tercero, porque tenemos un sentimiento muy profundo de la propia miseria. Primero, porque tenemos una idea equivocada de Dios. Prácticamente pensamos en un Dios totalmente distinto de nosotros. Se ha extendido mucho esa corriente que presenta a Dios muy por encima de nuestras pequeñas cosas. Algo hay de verdad en esta afirmación, evidentemente. Pero en consecuencia se llega a afirmar que a Dios no le puede interesar mucho nuestra vida, porque Dios es demasiado grande, Dios es infinito, no hay que empequeñecer a Dios creyendo que Él está preocupado y ocupado con nuestros detalles de cada día; Dios está muy por encima del hombre. Y así fácilmente deformamos la figura de Dios, fácilmente lo presentamos como un Dios autosuficiente, lo cual es blasfemo, es falso. La autosuficiencia denota una postura psicológica, que no es simplemente el que Dios sea Dios, sino que presenta y connota un Dios en cierta manera soberbio; y Dios no es soberbio. Ese aspecto de la lejanía de Dios, del Dios abstracto, del Dios que no se comunica con nosotros de verdad, del Dios autosuficiente, puede hacer mucho daño a nuestra vida cristiana. No lo imaginamos como un Dios verdaderamente de amor. Lo mismo cuando presentamos a Dios como impasible, entendiendo esta palabra con un sentido de resonancia psicológica, como un Dios que está por encima de toda la movilidad psicológica que nosotros llamamos amor. Indudablemente Dios es impasible en el sentido metafísico de la palabra, pero su amor no es un amor del Olimpo, un amor que no fuera verdadero amor en la realidad. Cuando vamos a examinar: ¿Qué entiendes por amor de Dios a nosotros? Se encuentra uno con que se extrañan al encontrarse con una frase como esta de San Juan de la Cruz (y es de San Juan de la Cruz, del doctor místico), en la estrofa tercera de la Llama de amor viva dice así: Siendo Dios la virtud suma de la humildad, con suma humildad y estimación te ama e igualándote a sí te dice con aquel rostro suyo lleno de gracias, no sin gran deleite tuyo: Soy tuyo y para ti y me alegro de ser lo que soy para ser tuyo y para darme a ti. Ante esta expresión tan sorprendente, que no se entiende, sentiría uno quizás la tentación de pensar que nos estamos moviendo en un quietismo infundado; y sin embargo cuando decimos que Dios ama de veras hablamos de esto. Dios se alegra de ser lo que es para darse a ti, para ser tuyo. Y eso es el amor. Este es pues uno de los primeros motivos que decíamos, que nos hace costoso creer en el amor de Dios, esa desfiguración de Dios. 12 De una manera parecida decimos que Dios es el Señor. Y para ponderar que Dios es el Señor llegamos a pensar que Dios podía haberte criado y haberte mandado al infierno, porque Él es dueño absoluto. Y sin embargo tales expresiones desfiguran de hecho a Dios. Dios es Señor, pero es Señor de amor. Así pues, la figura de Dios se deforma. Decimos que sí, que es amor, pero con un sentido de amor que resulta ininteligible. Segunda razón por la que nos cuesta aceptar esta verdad del amor personal que Dios nos tiene, que Dios vitalmente nos ama, es: La baja estima que el hombre tiene del hombre. También esto tenemos que tenerlo presente. Es idea de San Agustín, el cual afirma que una de las razones del ateísmo es la baja idea que el hombre tiene del hombre. Como nosotros estimamos muy poco al hombre, a los hombres concretos, no acabamos de creer que Dios les pueda amar, y no acabamos de creer que Dios lo haya hecho y creado al hombre, nos parece que no merecía la pena de hacerlo. Ahí está la raíz. Dios ocupado del hombre, en el fondo no lo acabamos de creer. Tercera razón es que dentro de la pequeñez del hombre cada uno de nosotros se conoce un poco a sí mismo, un poco, y conoce que está lleno de pequeñeces, de fallos, de miserias, que trata de encubrir como puede; normalmente solemos vivir con una careta, encubriendo lo que llevamos dentro, presentando una figura que sea un poco más aceptable a los demás, porque en el fondo tenemos la impresión neta de que si nos conocieran como somos no nos querría nadie. Eso lo llevamos dentro. Entonces tratamos de encubrirlo a los demás; lo conseguimos hasta cierto punto. Pero, delante de Dios que nos ve hasta el fondo: ¿Cómo Dios puede quererme a mí con todo lo que yo tengo de limitación, de miseria, de pequeñez? Todas estas razones están influyendo sin duda; el caso es que no acabamos de creer que Dios nos ama. Pienso que la gran gracia que trae consigo la devoción al Corazón de Cristo es que de una manera gráfica, de una manera diríamos sacramental, no en el sentido de los sacramentos de la Iglesia, sino en el sentido de los sacramentales de la Iglesia, como una especie de signo escogido por el Señor con eficacia especial y asistido por su gracia nos hace entender que nos ama, nos lleva a eso, nos hace caer en la cuenta de que nos ama de veras a nosotros concretamente. Para entender el misterio de ese amor de Dios a nosotros tenemos que ir a las fuentes de la fe, porque realmente se trata de un punto fundamental, de la quintaesencia del cristianismo. La palabra de San Juan nos ilumina: Nosotros hemos creído en el amor. Los cristianos son los que han creído en el amor. Y cuando Juan habla del amor habla de amor personal. No sólo que Jesús ama a la humanidad entera, al pueblo de Dios en general, hemos creído en el amor personal de Jesucristo a cada uno de nosotros. Recordemos la palabra de Jesús: Si alguno me ama, mi Padre le amará y Yo le amaré; y vendremos a él y haremos nuestra morada en él. Si alguno me ama... Es perfectamente personal y a ese que me ama Yo le amaré. Igualmente cuando en el capítulo sexto dice: Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y Yo en él. Es relación personalísima: El que come mi carne. Y está refiriéndose al tiempo después de su muerte y resurrección, a nuestro tiempo. Otro tanto expresa San Pablo cuando exclama: Me amó y se entregó a la muerte por mí. Nosotros hemos creído en el amor. Este es un punto fundamental del Evangelio: la fe en el amor personal. Dios, en Cristo, me ama a mí. Hablando de nuestra economía, hablando del tiempo después de su muerte y resurrección habla de nosotros que habíamos de creer en Él. 13 Igualmente llama la atención como Jesús suele dirigirse a cada uno de los apóstoles por su nombre, muchas veces. Simón, Simón, dirá a su apóstol. Saulo, Saulo, dirá a su perseguidor, que va a convertir en apóstol. Siempre en esa relación personal a cada uno de los discípulos. Y en el capítulo 15 de San Juan dice en sus efusiones después de la Eucaristía: Ya no os llamo siervos, os llamo amigos. Tenemos, pues, esa relación de amistad, esa relación de amor. Notando bien que cuando Jesús habla de amigo, no toma esta palabra como en un grado inferior a hermano, se refiere a la relación mutua de amor. Basta notar que pueden ser dos hermanos y no ser amigos. En cambio cuando hablamos de ser amigo no puede entenderse sin serlo de hecho, sin que estén unidos en el amor. Los hermanos son también amigos cuando están en buenas relaciones. El término amistad no se contrapone a esas otras realidades de vinculación de carne y sangre, sino que indica la relación vital existente entre dos con comunicación mutua de amor. Cuando dos hermanos viven su hermandad, entonces tienen una amistad más estrecha que dos simples amigos, pero siempre supuesto que vivan de hecho su relación interpersonal de amor. Luego, el mismo Jesús llamará a esos mismos apóstoles hijitos míos. Y más adelante ya resucitado enviará a María Magdalena: Vete y di a mis hermanos. Son sus hermanos, pero hermanos unidos con una relación mutua, interpersonal de amor. Es la amistad. Y gracias a la redención de Cristo podemos llamar a Dios mismo Amigo, Padre; pero en el sentido de padre vivido, cordialmente expresado. En la parábola en que Jesús habla del amigo importuno nos presenta al hombre que se acerca a Dios como un amigo a su amigo, y por eso tiene el valor de despertarle en la noche y de llamar obstinadamente a la puerta hasta que le dé el pan que necesita. Todo esto lo hace porque es amigo; es la suposición que está en la base de toda la parábola. Por eso según algunos comentaristas debería llamarse mejor la parábola del amigo, de Dios amigo del hombre. Dios, Padre, en una relación íntima de amor conmigo. Así tenemos que acercarnos a Dios en Cristo, como amigos, sin tener miedo de ser importunos, porque es amigo y no se molestará sino que acabará por abrirnos. Tenemos que procurarlo nosotros y ayudar a cuantos encontremos en nuestro camino a que capten esta grandeza, este misterio de condescendencia divina. Creo que muchos fieles cristianos sufren hoy mucho, no son buenos en el fondo porque no conocen a Dios y no conocen lo bueno que es Dios. Porque Dios es muy bueno, muy bueno. Y no llegan a entenderlo. El Señor para expresar ese amor que tiene respeto de nosotros, para expresar esa relación interpersonal de intimidad de amor, se ha servido de muchas imágenes, empezando por el Antiguo Testamento. Es verdad que a Dios en el Antiguo Testamento no le llamaban Padre a título individual. Era Padre de Israel, era Padre de todo el pueblo, pero no de cada uno de los miembros de Israel. Sólo algunos personajes muy selectos lo llamaban Padre a título individual. Pero a pesar de toda esa relación de Dios con su pueblo, el trato de amor con el pueblo nos puede servir de imagen para expresar y para presentar la relación que en el Nuevo Testamento Dios establece con cada uno de los hombres, es precisamente característico del Nuevo Testamento. Y por eso, como en el Nuevo Testamento somos llamados a esa intimidad, a ser discípulos de Dios, íntimos de Dios, de la familia de Dios, aplicamos lo que dice del amor de Dios a Israel a este amor que Dios tiene a cada uno de nosotros. 14 Encontramos estas imágenes que nos pueden ayudar: Dios dice que ama a Israel como a la niña de sus ojos, como una madre a su niño de pecho: Si una madre puede olvidarse de su niño de pecho, Yo nunca me olvidaré de ti. Esto en el Nuevo Testamento tenemos que aplicarlo al amor personal que tiene a cada uno de nosotros, a la relación interpersonal que establece con cada uno de los hombres. Pero hay más. Los profetas usan una imagen que nosotros probablemente no nos hubiéramos atrevido a utilizar. De formas diversas llegan a decir que Dios busca al hombre como un hombre busca a la mujer que desea. Es decir, que Israel es como su esposa, a la que Dios desea, que Él busca. Esto es impresionante. Si uno volatiliza lo que es ese amor de Dios no lo puede entender. Este es el gran misterio. Ese afán, esa búsqueda del amor de Dios, aparece en el Nuevo Testamento, por ejemplo en la parábola de la oveja perdida, en la que el pastor dejando a las noventa y nueve en lugar seguro busca a la que se le ha perdido; y la busca con tanta fatiga... Es verdad. Podemos decir de verdad que Dios tiene sed de tu amor, verdadera sed. Todos sabemos que Dios es ser necesario, que Dios es felicísimo en sí mismo. Eso lo sabemos. Pero si vamos a la revelación de ese Dios, en esa revelación encontramos claramente que Dios tiene sed del amor del hombre. Es el drama de la redención: Dios tiene sed. Esto no es una idea infundada, quietista, desequilibrada. Recordemos la escena de Jesús con la samaritana: Mujer, dame de beber. Con esas palabras Jesús no le pedía el agua material. Como dice muy bien San Agustín: Tenía sed de la fe de la mujer. Tenía sed de la entrega y del amor de aquella mujer. Era su sed, la sed que tendrá en la cruz. La sed de Cristo en la cruz no es sólo sed material, es la sed de comunicar el Espíritu, de que se reciba el Espíritu Santo, de que entre el hombre en comunión con el Padre, la sed del amor. Esto es impresionante. Dios tiene sed de tu amor, de tu amor. Si comprendieras hasta que punto Dios tiene sed de tu amor no ahorrarías esfuerzo alguno por saciar esa sed del amor de Dios. Es el gran misterio del amor. Al hablar así de ese amor verdadero, que es el que nos quiere recalcar esa imagen misma del Corazón abierto de Cristo, tenemos que subrayar que Dios desea tanto ser amado de nosotros... No es en el sentido de una especie de satisfacción egoísta, que a Él le falte, una satisfacción egoístamente buscada por Dios, sino que es la sed que procede de la infinitud del amor, porque el amor es darse y desear ser recibido. Tenemos que recalcar ese amor, esa sed de amor, que es sed de amor de amistad, sed de que establezcamos comunión de amor con el Padre y con el Hijo. Hay que recalcar todavía en este mismo campo de la sed del amor de Dios que tiene el matiz de una intimidad abierta a nosotros. Lo que indica el Corazón es la intimidad abierta. A la juventud le arrastra Cristo rey, es claro; pero no siempre llega a captar la intimidad abierta de ese Cristo. Le arrebata a veces como líder, o se lo presenta así. Podemos presentar a Jesús como dirigente de un gran movimiento, y entonces la juventud va detrás; y hace una manifestación pública. Todo esto es relativamente fácil. Pero no ha llegado quizás todavía al Jesús de la intimidad abierta, que es lo que nos presenta el Corazón de Cristo. Ese Corazón de Cristo indica que Jesús es rey por su intimidad abierta, no rey por la fuerza. Claro está que al joven le atrae la fuerza, el vigor, por eso nos gusta presentar un Cristo vigoroso, un Cristo líder. Se puede hacer. Se debe hacer también, porque es un aspecto que puede ser perfectamente válido. Pero mientras no lleguemos al Cristo de la intimidad abierta, que nos abre la intimidad del Padre no hemos llegado todavía a la esencia del cristianismo. Por eso tenemos que recalcar que el cristianismo no 15 se reduce a un entusiasmo. Eso no basta. Está bien que tengamos entusiasmo, lo hemos de tener y vibrante; pero tiene que llegarse al amor de intimidad, al amor de amistad. Santo Tomás al hablar de la vida de la gracia insiste que no se trata de simple amor, sino de amistad con Dios. ¿Qué diferencia hay entre amor y amistad? El mismo Santo Tomás lo clarifica: El amor, dice, puede ser unilateral, puede ser de benevolencia, puede ser de entusiasmo. Y el amor de benevolencia, el amor de entusiasmo se puede dar sólo en una de las partes. Sucede a veces que uno vibra de entusiasmo por un personaje, el cual no sabe siquiera que exista un tal admirador. Podemos verlo en un ejemplo de cada día: Un peregrino que llega a Roma y acude a una de las audiencias del Papa en el Vaticano y ve al Papa por primera vez, y se entusiasma, y grita, y sale de la audiencia contentísimo porque ha visto al Papa y lo ha visto de cerca. Pero le podríamos hacer una pregunta: ¿Y el Papa, te ha visto a ti? Ni verle. Y si le ha visto ha sido por un mero cruzarse de sus miradas, pero como si no le hubiera visto. No ha llegado a una intimidad. Se trata de un entusiasmo. No puedo salir de la audiencia diciendo: El Papa y yo nos hemos hecho amigos. Pues bien, el cristianismo no es ese simple entusiasmo, sino que es una amistad con Cristo. Y la característica del amor de amistad es precisamente esta: Que es amor mutuamente conocido, mutuamente comunicado. Es interesante advertir que no basta que exista el amor por una parte y por otra, ni siquiera que el amor del uno sea conocido al otro y de este al primero. Esto hemos de aplicarlo a nuestra relación con Dios. No basta que Dios sepa que yo le amo, lo cual conoce por su omnisciencia. Ni basta que yo sepa que Dios me ama. Es necesario que Dios me declare a mí su amor y que yo declare mi amor a Dios; con actitudes que son distintas como postura interior del hombre; es un corazón que se abre a Dios, como Dios se abre al hombre. Es un corazón que recibe la abertura de Dios. Un Dios, pues, que se abre al hombre en su contacto personal con él. Esto es fundamental en la vida interior. Y Dios suele hacer entender al hombre en su vida íntima que le ama. Entonces se actualiza aquella amistad plena que se había iniciado ya con la infusión de la gracia santificante. 16 4. ¿POR QUÉ ME PERSIGUES? Antes de entrar en el tema de la repercusión de la respuesta del hombre en el Corazón de Cristo vamos a recordar y aquilatar el concepto de amistad con Dios con que terminábamos la charla precedente. Decíamos que el trato del hombre con Dios es de amistad, no sólo amor. Nuestra relación con Cristo y con el Padre ha de ser de amistad. Esa amistad lleva consigo que sea un amor mutuamente comunicado. La visión del misterio del Corazón de Cristo tiene una eficacia especial para introducirnos en esa amistad. Nos revela la intimidad abierta de Dios y nos invita a abrir nuestra intimidad a Dios y a los hermanos. Es iluminador en este sentido el pasaje de Zaqueo, el publicano, en cuya casa el Señor mismo se invitó. El contacto de amistad con el Señor le transforma interiormente. En el banquete, puesto en pie, anuncia que dará la mitad de sus bienes a los pobres y que si en algo ha defraudado a alguien le devolverá cuatro veces más. De aquel encuentro sí que debió de salir Zaqueo diciendo: Jesús es ya mi amigo, ha estado en mi casa, todo ha cambiado en mi vida. No tenemos que temer que la amistad con Cristo derive en un intimismo retraído y egoísta. Si es verdadera amistad nos comunicará las mismas disposiciones de Cristo, nos identificará con Él en amor; por lo tanto sentiremos en nosotros las mismas disposiciones de Cristo hacia los hermanos; nos identificará también con ellos, sentiremos el impulso de la generosidad, de la entrega, el hambre de justicia y de amor hacia nuestros hermanos. Con esto entramos en el tema que nos ocupará en el día de hoy. La vida del hombre, la respuesta de la amistad humana llega al Corazón de Dios, al Corazón de Cristo. Este es uno de los aspectos más interesantes y vitales de la vida cristiana. Para tratarlo vamos a partir de nuevo de la respuesta del hombre que llega a Dios y en otra conferencia, a su tiempo, trataremos de cuál ha de ser esa respuesta del hombre al misterio del amor de Dios en Cristo. Vamos a fijarnos, pues, primero en esta dimensión: El pecado llega al Corazón de Dios. Es un tema en sí sumamente interesante, muy estudiado teológicamente en nuestros días. Suele presentarse la dificultad respecto del Corazón de Cristo resucitado, aduciendo que está ya resucitado, que es bienaventurado, que la muerte no puede hacer garra en Él. Todo esto se admite. Pero resulta que hoy la cuestión teológica se ha trasladado al mismo Dios y uno de los puntos que hoy teológicamente se estudia y discute es lo que se llama la teología del sufrimiento de Dios. Hay varias obras serias recientes, que se ocupan del tema. Hay títulos como: El sufrimiento de Dios. El misterio del sufrimiento de Dios. Y un teólogo francés actual llega a decir: No se puede entender nada del misterio de la Redención mientras no se admita que se puede herir a Dios en la pupila de su ojo y en lo más profundo de su Corazón. Hay que tomar muy en serio las numerosas expresiones bíblicas según las cuales Dios aparece como internamente conmovido de dolor por el espectáculo de la miseria humana. Estas son verdaderas realidades del orden espiritual. Diríamos que nos encontramos en el campo del avance último de la Teología. Por otra parte sabemos todos que es tema delicado, muy difícil, del que siempre hace falta matizar. Si uno dijera: Dios sufre. Le diríamos: No es exacto. No es verdad. Hay que matizar esa expresión. Pero si otro me dijera: Dios no sufre. Le diría: Eso es todavía menos verdad. Tiene usted que matizar aún más esa expresión. Porque el decir simplemente que 17 Dios no sufre por el pecado produce la impresión de que a Dios le da lo mismo el pecado. Y eso no es verdad. Por lo tanto una y otra afirmación son inexactas; hay que matizar ambas. Pero diría yo que se acerca más a la verdad revelada decir que Dios sufre por el pecado que decir que Dios no sufre por él. Aun cuando todos estemos de acuerdo en que ambas expresiones hay que matizarlas. El tema es, pues, apasionante porque toca la realidad de nuestro contacto vital con Dios. Porque si aquí no damos con la expresión justa la impresión puede ser fatal. En un artículo escrito en una revista científica en 1969† decía: En el fondo de la rebelión contra Dios que se advierte en una masa de no cristianos se esconde la idea absurda e intolerable de un Dios insensible en su cielo al mal de los personajes a los cuales hace representar un papel de teatro. Si la gente supiera que Dios sufre con nosotros, y mucho más que nosotros, por el mal que destroza la tierra cambiarían muchas cosas y muchas almas se liberarían. Estamos, pues, en un punto importante para que no vivamos en un mundo de ficción. Para explicarlo teológicamente creo que el mejor camino es caer en la cuenta de que sólo se trata de una explicitación de lo que decíamos de la verdad del amor de Dios; sólo se trata de eso. Nuestra verdadera dificultad para llegar a creer la realidad es comprender, acercarnos de alguna manera a la comprensión de cuán de veras nos ama Dios. Porque resulta que si el amor en Dios lo concebimos como un amor que no le importa nada lo que le pasa al hombre, eso no es amor. Ahí está pues la clave: Hasta qué punto nos ama Dios. En una ocasión decía un conferenciante en un tono un tanto demagógico: A Dios no le importa que yo le ame. A Dios le importa que yo ame al hermano. Si fuese verdad la primera parte de la frase, la segunda no tendría sentido; porque podríamos decir: Si a Dios no le importa que yo le ame, ¿qué le importará que yo ame al hermano? Si no le importa que le ame, porque estoy muy lejos de Él y Él está muy lejos de mí, qué le importará que yo ame al hermano, que tan lejos como yo está de Dios. La verdad es muy distinta. La verdad es que a Dios le importa que yo le ame y a Dios le importa que yo ame al hermano. Esto hay que recalcarlo. Hay que matizar el lenguaje que empleamos, es cierto. Por eso en vez de decir: Dios sufre por nuestra respuesta. Yo diré: A Dios le llega al alma, le llega al Corazón. Pero la primera cuestión que se nos presenta es esta: A Dios le llega en general nuestra respuesta. Esto lo deducimos de la presentación misma del Nuevo Testamento. Se presenta como el establecimiento de una relación nueva con Dios, de comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Ahora bien, si nuestra respuesta no llegara a Dios no hablaríamos de comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. ¿Qué comunión existiría si lo que yo hago no le llega, si mi respuesta no le interesa? Por eso el verdadero misterio es que existe comunión, comunión de amor, y en consecuencia podemos decir, así al menos en general: Nuestra vida, nuestro comportamiento llega al Señor, interesa al Señor, vivimos una verdadera comunión. Y esto por el enfoque del Nuevo Testamento. Al tratar este tema tenemos que matizar ya un poco más y concretándolo diríamos, después de la generalidad de que nuestra respuesta llega a Dios, que en concreto nuestra respuesta buena, fundándonos en los textos bíblicos, es gozo de Dios. Y para confirmarlo recurriríamos al capítulo 15 de San Lucas, el capítulo de la misericordia, el capítulo de la † No entiendo bien el nombre del autor. Puede ser Mariten 18 oveja perdida, del hijo pródigo. Es claro que en esas parábolas el punto culminante es el gozo de Dios por la conversión del pecador: Hay más gozo en el cielo... Sabemos que esa fórmula en el cielo es muchas veces un modo de evitar la mención del nombre de Dios. Hay gozo en el cielo, es decir, hay gozo en Dios por un pecador que se convierte. Lo mismo en la parábola de la dracma perdida: Hay gozo en los ángeles del cielo. Claro está que ahí se refiere a los ángeles que están en el cielo, pero una alegría compartida con la mujer dueña de la dracma que convoca a sus amigas. En el cielo los ángeles participan del gozo que Dios tiene, que les llama a alegrarse. Y en la parábola del hijo pródigo, no hay aplicación de la parábola a la realidad, y es que el padre de la parábola se identifica con el mismo Dios. La parábola termina en la realidad. En todas estas parábolas hay, pues, un hecho: Se alegra Dios de la conversión del pecador. Y es un detalle delicadísimo que en ellas no se habla del gozo del pecador, sino que el gozo que se destaca es el de Dios, que se alegra de que el pecador haya vuelto a Él. Las obras buenas son, pues, gozo de Dios, llegan al Corazón de Dios. Lo mismo podríamos notar cuando el Señor afirma: Si alguno me ama, mi Padre le amará y Yo le amaré. Y vendremos a él, y haremos nuestra morada en él. La respuesta de amor llega al Padre. Si al Padre no le importará, no le llegara, no correspondería con ese amor, no se enteraría si quiera de la respuesta del hombre. Tenemos, pues, el aspecto de las obras buenas que son gozo de Dios. Es algo para nosotros incomprensible, pero real. Aquí suele surgir inmediatamente un razonamiento teológico: Dios es necesario, Dios es inmutable, Dios no necesita de las criaturas. Todo eso es absolutamente verdad. Es así. Es así. Pero no confundamos nunca ese Dios inmutable entendido en su sentido metafísico, con la connotación psicológica de inmutable. Una cosa es la inmutabilidad como realidad de acto puro y otra es que presentemos esa realidad como actitud psicológica de Dios, como si esto comportara una visión fría de la realidad: Es el hombre que contempla inmutable una desgracia. Y esto parece que es lo que ponemos en Dios. ¿Cómo se unen esa inmutabilidad metafísica con ese amor tan sensible a la respuesta del hombre? Esto para nosotros es un enigma, como es un enigma Dios. Pero ahí debemos apoyarnos en la revelación. Y en la revelación esto está claro, nos habla del gozo de Dios, dentro de lo que recalca la infinitud de Dios. En el fondo lo que no comprendemos es el amor infinito. Ahí está la cuestión última. Por eso no comprendemos la fe en un amor infinito, porque es infinito precisamente en el amar. Y vamos ya al segundo aspecto, todavía quizás más difícil para nosotros: El pecado llega a Dios, llega al Corazón de Cristo. En lugar de decir: Dios sufre por el pecado; decimos: el pecado llega al Corazón de Dios, le ofende verdaderamente, personalmente. Es el punto que podríamos denominar decisivo. En el fondo no es muy diferente del que acabamos de indicar, siempre que entendamos lo que es verdadero amor. El orden sobrenatural en el fondo no es más que esto, el que el hombre ha sido llamado a una verdadera relación interpersonal de amor con Dios. El hombre ha sido creado por Dios, ser inteligente, capaz de amar, rey de la creación. Dios podía dejar al hombre en esa situación de criatura bajo Él, Dios le amaría como criatura, le cuidaría con su providencia, sería el orden creacional, el orden natural. En esa situación el pecado del hombre, la inobservancia de la ley impuesta por Dios no sería ofensa de Dios en sentido estricto. 19 Ofensa se da sólo donde hay relaciones personales de amor, al menos ofrecidas. El rechazar un ofrecimiento personal de amor puede ser una ofensa. El orden sobrenatural comienza pues cuando Dios dice a este hombre: Te quiero introducir en mi comunión de vida trinitaria, te quiero como amigo, te quiero hacer mi hijo, mi hermano, y entablar contigo unas relaciones de entrega mutua de amor. Y esto es lo que Dios ha hecho. Dios jugándose el tipo. Porque Dios quiere hacer al hombre libre, capaz de aceptar o rechazar su amor. En su humildad infinita, que es propia del amor, le ofrece al hombre su amistad, su relación personal de amor. Y el hombre lo rechaza. Adán y Eva no lo aceptan. Luego vendrá el nuevo ofrecimiento de la redención, la humillación asombrosa del Hijo de Dios hasta la cruz, hasta arrodillarse a los pies de cada uno de los hombres ofreciéndole su amor y su sangre. Pero aquí está el punto: el hombre admitido, invitado a la relación interpersonal de amor. Al entablarse esa relación interpersonal de amor cambia la situación del hombre y ahora el comportamiento malo del hombre ofende a Dios. Le ofende porque Dios le ama y quiere su bien. Le llega al alma a Dios porque ama al hombre. Aquí se comprenden las palabras magistrales de Pablo VI, que en la constitución sobre las indulgencias, después del Concilio Vaticano II, escribía: Para toda mente cristiana de cualquier tiempo, siempre fue evidente que el pecado es no sólo la transgresión de la ley divina, sino una verdadera ofensa de Dios que escapa la capacidad de la mente humana. Tenemos analogías en el orden humano. Supongamos un joven en medio de un pueblo. El comportamiento de una determinada chica le deja totalmente indiferente, porque no le une con ella ninguna relación de amor. Pero si llega a enamorarse de ella, entonces el comportamiento de esa chica le llega al alma, ahora le ofende que proceda mal. El decidirse a amar es un momento personal libre. Si no quiere uno libremente no se da el paso al verdadero enamoramiento personal. Hasta entonces podrá sentir atracción, pero una vez encadenado el comportamiento, entonces le llega al alma, porque le ama, porque se ha unido en una vinculación de relación interpersonal. Ahora se comprende cómo el pecado del hombre llega a Dios, llega al alma a Dios. Dios es despreciado en su amor, rechazado en su amor: Crié hijos y mis hijos me has despreciado. En un razonamiento muy humano se hace con frecuencia el siguiente discurso: Dios está demasiado lejos del hombre. El hombre no puede herir a Dios, no puede hacer nada a Dios. Y es verdad. Pero es que la acción del hombre no alcanza a Dios en cuanto acción producida por él. Hay una distancia infinita que hay que mantener muy clara entre Dios y el hombre. Pero ese abismo lo ha superado Dios amando. Lo que llega al alma a Dios es su amor, el amor que nos tiene, con el cual ha saltado ese abismo, se ha acercado al hombre; y ahora la respuesta del hombre le hiere en su amor, ese amor con el que ha superado el abismo. Diríamos con una imagen del orden humano: Un niño de pocos años que amenace a su madre con el puño cerrado. ¿Le puede hacer algo? Nada. Pero a su madre le duele porque le ama. Ese comportamiento hiere a su madre por el amor que tiene al niño, al ver que no es correspondida por su hijo pequeño, al ver que el niño pequeño se comienza a desviar. Aquí está, pues, la explicación. El amor de Dios supera el abismo que separa al Creador de la criatura. Así se comprende el drama de la Redención y se comprende que el hecho de que Dios se haya decidido libremente a amar al hombre, a amarle con amor de amistad 20 es más impresionante y misterioso que crearle. Porque crear al hombre deja a Dios intacto, ahí queda la realidad. Pero Dios al amar se hace vulnerable en el amor; esto es lo verdaderamente misterioso. Es el proceso que vemos a través de todo el Antiguo Testamento. Los profetas para recalcar la ofensa de Dios cometida por Israel siguen un esquema semejante: Yo te he escogido, te he buscado, luego te he desposado conmigo y me has traicionado, has ido tras otros amores. Lo podemos ver en Isaías, capítulos 54 y 62. También Jeremías en el capítulo tercero dice: Como una mujer engaña a su compañero, así me has engañado tú a mí. Ezequiel por su parte dedica tres capítulos, el 16, el 20 y el 23, para describir la historia de la infidelidad de Israel contra Dios. Y Oseas recoge, en el capítulo 2 y en el capítulo 11 principalmente, el contenido de estos mismos aspectos. Ahora, eso que sucede con el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, sucede en el Nuevo con cada uno de los hombres. Ese amor con que Él se une a cada uno de nosotros, nos introduce en su comunión, y el hombre desprecia, no digo que desprecie formalmente y explícitamente, pero desprecia de verdad esa invitación de Dios. Este es el campo misterioso de las relaciones con Dios. El pecado llega a Dios, es muy vital, sumamente importante. ¿Qué es entonces ese cuasisufrimiento de Dios, como llama algún teólogo a este hecho: el misterio del cuasisufrimiento de Dios? Aquí está para nosotros lo difícil de explicar. Es lo que la Teología trata de investigar, de comprender en algún grado. Pero, en todo caso, antes de comprenderlo hay que mantener los hechos, la línea que ellos nos marcan, tenemos que ser fieles a los datos de la revelación. Y en la revelación está claro que el pecado llega al Corazón de Dios. Cuando Dios dice: Herido internamente en su Corazón, no se trata de una pura metáfora exterior. Indudablemente hay elementos metafóricos, herido en su Corazón, Dios no tiene un Corazón de carne; pero con esa expresión quiere designarse algo real en Dios que es lo que los profetas repiten y que es lo que nosotros tenemos que aceptar también. Por esto tenemos que ser fieles a los datos de la revelación. El que yo llegue a explicarlo teológicamente es otra cuestión, pero tengo que tener la humildad suficiente y decir: No sé cómo explicarlo, pero el Señor me lo dice claramente. Esto significa algo íntimo de Dios, que como decíamos algunos teólogos denominan el misterio del cuasisufrimiento de Dios. Ese cuasisufrimiento no tiene el carácter de atenuación. Ese cuasisufrimiento de Dios es real, pero analógico para nosotros; y de ahí que no se debe identificar con un puro sufrimiento humano. Pero ese misterioso cuasisufrimiento de Dios corresponde, de alguna manera, con lo que el niño Francisco, uno de los videntes de Fátima, llamaba en su lenguaje sencillo e infantil: la tristeza de Dios. A mi parecer tenía un verdadera luz mística, había experimentado algo muy verdadero, que es cómo Dios lleva en su Corazón la salvación del mundo. Al Corazón de Dios llegan de hecho tanto los pecados cometidos directamente contra Él como los cometidos contra los hermanos: Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo hacéis. No se trata de nuevo de desentendernos de la vida real, de la dimensión horizontal de la existencia, sino de empaparla en la profundidad de su sentido cristológico y teológico. La visión del Corazón de Jesús herido se convierte en un verdadero grito divino que nos clava en el corazón la palabra victoriosa, llena de amor y de fuego que Jesús dirigió a Saulo: Saulo, Saulo. ¿Por qué me persigues? Yo soy Jesús a quien tú estás persiguiendo. 21 5. ENTREGA AL AMOR Llegamos al punto de nuestra respuesta al amor de Jesucristo. La fe en el amor que el Padre nos ha revelado en Cristo, el cual da su vida por nosotros, no queda en pura teoría. La caridad de Cristo nos urge, nos impone una respuesta. Toda respuesta nuestra auténtica a Dios ha de partir de una participación del Corazón mismo de Cristo. Nosotros podemos algo solamente en fuerza de lo que Dios pone en nosotros. Nuestra respuesta a Dios no consiste en que Él me habla y yo antes de recibir nada de Él respondo con mis fuerzas; Él infunde en mí la posibilidad de responder. El diálogo se realiza en su amor. En el grado supremo es aquello que dice San Juan de la Cruz: Vámonos a ver en tu hermosura. Porque la hermosura de Cristo está en Él y está en mí; y cuando Tú me contemplas, contemplas en mí tu hermosura; y cuando yo te contemplo, contemplo tu hermosura. Y en mí mismo lo que veo es tu hermosura. En todo grado de la vida espiritual se realiza esto proporcionalmente. Él nos hace posible la respuesta y nos da a nosotros de esta manera la capacidad de responder. La respuesta, pues, está fundada en la comunicación a nosotros del Corazón de Cristo. Es un tema muy hermoso. El Espíritu Santo forma en nosotros el Corazón de Cristo, el corazón nuevo del Nuevo Testamento. El agua que brota del costado abierto de Cristo simboliza la comunicación del Espíritu Santo. Y gracias a esa comunicación de amor de Jesucristo a nosotros ha puesto en nosotros un corazón nuevo capaz de amar a Dios y amar a los hermanos como Dios nos ama. Jesús en la Última Cena proclama el mandamiento nuevo: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como Yo os he amado. Esa orden de amar a los hermanos como Él nos ha amado, nos la da el Señor después que primero nos ha dado la posibilidad de cumplirla, después de que nos ha ofrecido su amor, cuando su amor está ya en nosotros. Contemplando el Corazón de Cristo al calor de la luz del Espíritu Santo, con su gracia, con su asistencia, nuestro propio interior se va modelando y haciendo como el Corazón de Cristo. Así, pues, el Corazón de Cristo nos da el Espíritu Santo y el Espíritu Santo forma en nosotros el Corazón de Cristo. Y lo forma no a golpes de cincel, con aspereza, con violencia, sino que recalentando primero nuestro corazón y moldeándolo luego según el de Cristo; más diríamos, que el mismo Corazón de Cristo es el que vibra en nosotros. Su obra es, pues, infundir en nosotros los mismos sentimientos participados de Cristo. Desde aquí se va a realizar nuestra respuesta teniendo como modelo la entrega de Cristo al Padre. Él es modelo y actor de mi entrega y reparación. No es sólo modelo, sino que mi entrega y expiación va a ser en cierto modo su complementación o prolongación, como dirá San Pablo: Cumplo en mí lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia. Es un misterio sumamente profundo que podemos barruntar un poco. Aquí está la gran valía del misterio del Corazón de Cristo que nos lleva a lo más profundo del misterio cristiano, a la realidad más honda de la vida interior, participando del Corazón de Cristo. Ahora bien, el Corazón de Cristo en nosotros, el Corazón nuevo de la nueva ley quiere decir la ley interna de la caridad, la presencia de la gracia en nosotros que al madurar nos hace sentir lo que Él mismo siente. Como Cristo nos hace interiormente ilimitadamente buenos. Tiende a eso, de su parte lo pone; existe en nosotros una carnalidad que se le 22 opone, pero Él establece en nosotros el Corazón ilimitadamente bueno. Decía Jesús: ¿Por qué me llamas bueno? Dios sólo es bueno. Y es verdad, el hombre es bueno parcialmente. No puede ser por sí mismo ilimitadamente bueno. No puede ser bueno siempre y con todos. Cuando uno es bueno siempre y con todos eso indica ya una participación de Dios. Solemos ser buenos con los que piensan como nosotros. Esto lo hace cualquiera. Esto no nos manifiesta nada divino. Pero ser bueno incluso con los enemigos, mirarlos con corazón bueno, eso lo hace sólo la presencia del Señor. En esto conocerán que sois mis discípulos. En esto. No en que vosotros siendo parecidos os queráis como amigos, sino en que tenéis ese amor universal, ilimitado, incluso a los adversarios a quienes miráis con amor, con bondad ilimitada. San Juan Crisóstomo ponía en guardia a los fieles sobre lo que él llamaba el lado oscuro del amor diabólico. Se refería, no precisamente a no amar, sino a esa actitud por la cual a veces se cree uno obligado a odiar a los enemigos de sus propios amigos. Ese es el lado oscuro del amor diabólico. Ese amor no es divino. Es amor diabólico, que hace que yo me crea obligado a odiar. Un pastor ortodoxo de Checoslovaquia, en ocasión de la invasión de aquella zona por los nazis, al despedir a la comisión francesa que había venido a visitarles les dirigió estas palabras conmovedoras: Sobre todo digan ustedes a nuestros hermanos de occidente que no odien a nuestros invasores por amor a nosotros. Palabras heroicas, divinas. Eso es del Espíritu de Dios. Que no odien a nuestros invasores por amor a nosotros. Y daba la razón: Porque el que odia acrecienta el reino del demonio. En último término la lucha del corazón humano es entre amor y odio: El que odia, sea lo que sea, está favoreciendo al demonio. El demonio tiene interés en que odiemos aunque sea por motivos religiosos, porque ese corazón al hacerlo odiar lo ha sustraído al reino de Dios. Ahí está, pues, la bondad del corazón ilimitadamente bueno. Contemplando ese amor, contemplando que Cristo nos quiere y es sensible a la respuesta del hombre, contemplando al que atravesaron, recibe la plenitud del Espíritu. Puede entenderse en este sentido la profecía de Zacarías que ve San Juan realizada al abrirse el costado de Cristo. Dice el profeta Zacarías: En aquellos días derramaré espíritu de gracia y de oración. Y mirarán al que atravesaron. Y me llorarán como se llora al hijo unigénito. El derramar el Espíritu está condicionado por la mirada al que atravesaron. El don del Espíritu es fruto de contemplar al que atravesaron. Al mirar a Cristo atravesado por mí me dispongo, me preparo para la inundación de su Espíritu que transforma el corazón. Derramaré sobre ellos espíritu de gracia y de oración. Ese espíritu de gracia y de oración es el que hace al corazón ilimitadamente bueno y es la condición fundamental para poder explicar la consagración y la reparación al amor de Jesucristo. Ese corazón renovado, ilimitadamente bueno tiene en sí las virtudes y disposiciones del de Cristo. Ahí podemos hablar entonces de las diversas virtudes, del amor al Padre, del amor a los hombres, de la justicia, de la imitación perfecta de Cristo; pero no una imitación puramente exterior, sino desde el corazón. Y lo mismo todas esas virtudes en cuanto arrancan de un corazón lleno de amor. Este mundo de hoy lo que más pide y lo que más echa de menos es corazón bueno. San Pablo dice que para el justo no hay ley. Para el que tiene un corazón así bueno no hay ley. No porque quien tiene un corazón bueno se pueda permitir hacer las cosas ya 23 antes prohibidas por la ley, sino que lo que manda la ley le resulta espontáneo para el que tiene el corazón ya bueno. Un hijo amante de sus padres si le decimos que hay un cuarto mandamiento que manda honrar padre y madre nos dirá: ¿Pero es que para eso hace falta una ley? Claro que tenemos que amar a nuestros padres. No faltaría más. Es que tiene un corazón bueno. Si no tiene ese corazón de buen hijo, si es un hijo que odia a sus padres, que les desea mal, nos dirá: Que cruel es la ley de Dios que manda cosas tan difíciles, tan contrarias a la naturaleza. Y es porque tiene corazón malo. Otro tanto podríamos decir de la pureza. Uno que tiene corazón puro dirá: ¿Es que hay que prohibir la fornicación? Pero si eso es obvio. En cambio el que tiene un corazón lleno de lujuria se quejará del Señor: ¡No se pueden cumplir los mandamientos! Porque en el fondo la ley es un suplemento a la falta de bondad del corazón. Hasta que el corazón se hace bueno necesita ser conducido por la ley que le pesa. Pero es instrumento para que vaya formándose en él el corazón bueno del Nuevo Testamento. Cuando se haya formado este corazón bueno del que brotan las virtudes, la ley no le pesará ya. No que haga entonces lo que la ley prohibe, sino que como el corazón se ha hecho bueno ya no siente el peso de la ley. Podemos hablar también en este sentido de un corazón que lleva a la imitación de las virtudes de Cristo. Pero no desde fuera, sino desde dentro, desde el corazón. El mundo de hoy no se remediará sólo por las obras, si no cambian los corazones. Lo importante es el amor. De esta manera el cristianismo aparece como religión del corazón, que es lo que se nos muestra en las bienaventuranzas, que son la ley del Nuevo Testamento. Entendiendo bien que no se trata de dividir las bienaventuranzas y resulte uno bienaventurado por la mansedumbre y otro por la pureza del corazón. Las bienaventuranzas nos proponen una unidad del corazón, son facetas diversas del corazón bueno del Nuevo Testamento. Podríamos resumir todas las bienaventuranzas en esta: Bienaventurado el que tiene el corazón ilimitadamente bueno porque es hijo de Dios, tiene el corazón de hijo de Dios. Este enfoque es muy importante en la visión cristiana. La gran ventaja de la visión del misterio del Corazón de Cristo está precisamente en que centra el esfuerzo. No reduciéndolo solamente a la atención a los hechos materiales, sino nos enseña que toda nuestra vida tiene que estar modelada y formada por un corazón bueno. Nos indica que para un corazón cristiano no se trata sólo del cumplimiento material, sino que el gran esfuerzo de toda la formación cristiana ha de dirigirse a la formación del corazón cristiano. Nos hace ver que en el centro de toda la vida y en el centro de toda la pastoral hay un corazón. Una pastoral descorazonada resultaría una organización mecánica, no sería la verdadera pastoral puesto que ésta tiene que ser la manifestación del Buen Pastor, del Corazón del Buen Pastor. Y otro tanto diríamos de las virtudes, de la justicia, la cual sin corazón dejaría de ser justicia. Esto, pues, nos pone delante el fondo del corazón. Pondríamos luego todas las virtudes, pero arrancando e informadas por ese corazón. Ahora bien, dentro de esa actuación progresiva de desarrollo, dentro de esa bonificación continua del corazón, dentro de una vida que se rige por unas virtudes que arrancan del corazón, hay un hecho que se llama la consagración. La consagración es un acto serio. Diríamos que tiene el matiz de una opción fundamental y por lo tanto requiere toda la preparación psicológica que prepara a una verdadera opción fundamental. Es un acto por el que uno deliberadamente entrega su persona, sus cualidades, sus acciones, su 24 ser al amor del Corazón de Cristo. Se pone como instrumento en manos de Cristo que nos ama, de Cristo que está realizando su obra grandiosa de amor: la salvación del mundo. Esa consagración tiene que insertarse en la consagración bautismal. Suele plantearse una pequeña cuestión: Si tiene sentido esa consagración. Porque si el Bautismo es la consagración verdadera, se dice: No hay porqué añadir otra. O también: una consagración verdadera sería a lo más la consagración religiosa. Entonces, ¿para qué añadir otra? O el sacerdocio es una consagración, ¿por qué añadir otra consagración al Corazón de Cristo? Claro está que no hay ningún inconveniente en dar a la consagración religiosa, a la consagración sacerdotal, los matices de una verdadera consagración al Corazón de Cristo. Pero puede ser útil que reflexionemos sobre cuál es el sentido de esa consagración al Corazón de Cristo para que veamos que no es superfluo el hacer esta consagración. Vamos a ver si lo explicamos. La consagración al Corazón de Cristo presupone que el fiel ha caído en la cuenta de la grandeza del amor que Dios le tiene, que ha caído en la cuenta de que Jesucristo le busca en un amor de amistad y de intimidad. Y cayendo en la cuenta de esta realidad y de esta exigencia acepta ese amor del Señor. Y aceptando esa invitación suya de amor, iluminado por la ley del amor personal de Cristo, no realiza una simple entrega, sino que es una entrega que arranca de ese conocimiento experimental del amor de Cristo, entregándose como instrumento disponible a disposición de ese mismo misterio de amor. Con ese matiz, cayendo en la cuenta de que es don suyo y de que Él se lo da. Corresponde a lo que en la Contemplación para alcanzar amor dice San Ignacio en los Ejercicios que debe hacer el ejercitante, ofreciéndose, afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad. Este ofrecimiento es una actuación de un amor que progresivamente se ha hecho más luminoso, más consciente del fondo de amor de Dios en Cristo que existe en todo, y se entrega a ese misterio de amor. Ve las cosas de otra manera, iluminadas por el misterio de amor, iluminadas por el Corazón abierto de Cristo, comprendiendo que ese mismo amor se actúa por parte del Señor en todos los elementos y circunstancias que le rodean. Y entonces ese amor invita y solicita a una entrega de amor que tome también la vida entera, animándola toda ella con la fuerza de la caridad. Así la consagración es aquel acto por el cual entregamos al amor de Dios nuestras personas y todas nuestras cosas, reconociendo que todo nos viene del amor de Dios. Así lo dice la Encíclica Miserentisimus de Pío XI: Y al amor de Dios trata de corresponder el amor de la criatura. Si uno llegara al Bautismo con ese conocimiento y recibiese el Bautismo con ese sentido, tendríamos actuada en el Bautismo esa perfecta consagración al Corazón de Cristo, perfectamente consciente, perfectamente matizada por ese misterio de amor. Pero en el desarrollo de la gracia vamos obteniendo niveles diversos y se va uno entregando con mayor exclusividad a una vida de amor, según las exigencias de la gracia, según las invitaciones de ese mismo Señor que nos ama. Y puede llegar así a una vida de amor, a la cual el Señor le ha iluminado y llamado. A todos nos llama a un perfeccionamiento de la gracia bautismal, pero ahora he comprendido esto: El Señor me quiere. Soy objeto de su amor íntimo, profundo. Él me quiere para comunicar y transmitir ese misterio de amor. Y entonces yo me consagro, yo me ofrezco. ¿Esta consagración es constitutiva o es invocativa? 25 Se llama constitutiva aquella acción por la cual una persona se hace sacra, se vincula con particulares vínculos al único sacro que es Dios, en y por Cristo, mediador de nuestra sacralidad cristiana. Esta claro en este sentido que nadie puede hacerse sacro a sí mismo. Sólo Dios hace a uno sacro cristianamente y lo hace a través del misterio de la Iglesia, por sus sacramentos y sacramentales. En cambio se suele llamar consagración invocativa o bendición invocativa, aquella en que uno se ofrece, o se da algo, pero sin cambiar su vinculación sacra objetiva; sólo como expresión personal, invocativa de gracias y bendiciones de Dios. Solemos usar nosotros al hablar del Corazón de Jesús la palabra me consagro, nos consagramos. La fórmula nos consagramos evidentemente no significa una consagración constitutiva, sino que es la expresión de un acto de toma de conciencia, por el cual además se sacan las consecuencias de eso que uno acepta con plena determinación de la voluntad. Tiene sus verdaderos valores, el compromiso de su parte para vivir en esas disposiciones y en esas actitudes. La consagración al Corazón de Cristo debe incluir un total don de sí mismo al amor, subrayando ese don total de sí mismo y las exigencias actuales de ese don. Pero tiene un carácter dinámico, con una posibilidad de reforma ulterior, de mejora ulterior de la vida según las exigencias de la gracia. Por eso suele ser bueno matizar las exigencias actuales del diálogo de amor con Cristo, matizar la vida para darle sentido dinámico. Ese acto podrá parecer simplemente un acto subjetivo de ofrenda, de ofrecimiento, una oblación, como la llama San Ignacio en los Ejercicios; pero sin duda hay también una cierta aceptación por parte de Dios, una consagración por parte de Dios. Ciertamente no le constituye a esta persona en estado sacro, como sucede en la consagración religiosa; pero podemos admitir que en ese ofrecimiento, hecho con recta intención y con preparación esmerada, se presupone la aceptación por parte de Dios. Y puede ser interesante lo que se aconseja en la consagración de las familias: que se haga ante el sacerdote, que de alguna manera acepta esa consagración en nombre de Cristo. De esta manera resulta una acción de la Iglesia. El sacerdote no va a ese acto como simple testigo, sino que recibe la consagración de la familia como ministro de la Iglesia. Quizás sería también buena esa forma de consagración personal realizada de esta manera y matizar vitalmente la realización de la aceptación por parte de la Iglesia, subrayando los deberes y las obligaciones que se aceptan, condicionadas por el amor. Podríamos pensar que se hiciera esta entrega en algún acto litúrgico. Es bueno el hacer esas consagraciones serias, que no se reducen a una fórmula leída en una estampa y recitada, con una preparación verdadera, tratando de ver la voluntad de Dios sobre cada uno, que hace esa opción seria, personal, con una entrega seria al amor del Señor. Evidentemente esa consagración puede hacerse en una Eucaristía con aceptación de ella por parte de la Iglesia. Pero la consagración al Corazón de Cristo no se limita a lo simplemente personal. El Corazón de Cristo debe reinar en la familia, en la sociedad, en las naciones, debe inspirar la legislación de las naciones, las costumbres de los pueblos. Con todo nunca debemos olvidar que su reino no es de este mundo. Ha de hacerse en este mundo, pero no es de este mundo. Entonces hay que trabajar porque ese derecho del Señor se realice y las familias y las sociedades y las naciones acepten deliberadamente, libremente el reinado de amor del Corazón de Cristo entregándose como tales al amor del Señor. 26 6. AMAR Y SUFRIR CON CRISTO Antes de empezar quisiera recalcar que no se debe confundir reparación y consolación. La reparación no se identifica con la consolación. Primero voy a tocar, aunque sea brevemente, el tema de la consolación con la problemática que lleva consigo. Consolar a Cristo es un concepto que se ha usado bastante. Ese consolar se puede referir a consolar a Cristo en su Pasión, particularmente en la Oración del Huerto, y consolar a Cristo ahora. Respeto al consolar a Cristo en la Pasión se suscitan algunos problemas desde el punto de vista teológico y práctico. Tenemos que decir que es teológicamente sólido afirmar que podemos consolar al Señor en su Pasión; esa especie de supertemporalidad del misterio de la agonía de Cristo, ese misterio toca a todos los cristianos y en cierta manera hay una coexistencia de todos con Él. Para esta afirmación nos apoyamos en el testimonio de Pío XI en su Encíclica Miserentissimus Redemptor. Este testimonio tiene una gran fuerza porque se trata de una Encíclica dirigida precisamente a enseñar a pastores y fieles la verdadera práctica del culto sólido al Corazón de Jesús. Otro problema sería consolar a Cristo ahora. La cosa es más delicada. Habría que recordar cuanto hemos dicho del misterio del cuasisufrimiento de Dios, por consiguiente del cuasisufrimiento de Cristo glorioso. Entonces sería lógico que el comportamiento del hombre en cierta manera consuele, dado ese cuasisufrimiento del que hemos hablado. Personalmente no me inclino al término consolar a Dios, consolar a Cristo ahora. Sobre todo por lo que comporta de representaciones que le acompañan. Puede dar la impresión de que presentamos un Cristo que está siempre afligido, al que todos los cristianos tienen que consolar... Y esto podría ser también una deformación. Por lo tanto tiene su fundamento, puesto que la terminología es tan delicada, para usarla hay que tener una prudencia extrema. Pero quede aquí el aspecto de la consolación. Ahora añadimos reparación, no es simplemente consolar. Si alguien tuviera dificultad para admitir la consolación, todavía quedaría íntegra la problemática de la reparación. Para entender lo que es la reparación hay que partir de la participación en nosotros del Corazón de Cristo. Cuando en San Juan se dice: Amaos como Yo os he amado. Que sean uno en nosotros como Tú Padre en mí y Yo en ti, ese como en San Juan significa dos cosas: semejanza y participación. Que os améis unos a otros como Yo os he amado, participando del amor con que Yo os he amado. Aquí encontramos algo parecido: El corazón nuevo en nosotros es semejanza del de Cristo y participación de él. Ahora bien, vamos a fijarnos en la postura de reparación en el Corazón de Cristo que vamos a participar nosotros y vamos a exponerla gradualmente, porque esa participación es una realidad compleja muy rica. Aun cuando parezca que arrancamos de muy lejos, no es tan lejos, porque sin los pasos que daremos no acabaremos de entender rectamente la reparación. La reparación no es una cosa exterior, un sacrificio que se hace y nada más, es algo muy profundo. Por eso antes de llegar a entender correctamente lo más difícil, como es la reparación aflictiva, del sufrimiento expiatorio, vamos a comenzar por los elementos fundamentales. El primer nivel es éste: el corazón participado de Jesús. La primera etapa es el amor. Parecería que estamos lejos de la reparación, pero sin la caridad y el amor no la entenderemos jamás. El amor de Cristo al Padre le hace uno con Él y uno con los 27 hombres. Ese es el amor del Corazón de Cristo. Cuando dice: El Padre y Yo somos una cosa, se refiere no sólo a la unidad de naturaleza divina, sino que se refiere a ese ser uno en el amor; el Padre y Yo somos uno en la identificación de amor. Y es al mismo tiempo uno con los hombres. El amor a los hombres le lleva a asumir la naturaleza humana y hacerse uno con ellos. Éste es el punto básico de partida, es una postura de amor. En una verdadera reparación el punto de partida ha de ser un amor así, que nos haga uno con el Padre, con Cristo, y uno con los hombres. No se entiende la reparación si se parte de una separación entre mí y los demás. Eso no sería reparación. Segundo nivel: A partir de ese amor que nos hace uno, cuando Cristo contempla al Padre ofendido, esa ofensa del Padre le llega al alma, le llega al Corazón. Dado ese amor, esto es inevitable. Y el ver al hombre y al pecado del hombre le llega al alma, le afecta; el amor le hace sensible a la ofensa del Padre, sensible al pecado, al mal del hombre, cualquiera que sea. Pero ya en este nivel va a comenzar una diversidad de tipos de reparación, porque la acción del Espíritu y la delicadeza del amor, la luz superior de Dios, hace entender matices diversos de amor y consiguientemente hace el corazón más sensible a esos matices diversos de la ofensa de Dios dentro del plan divino, y a esos matices diversos del mal de los hombres. Según lo que el Señor ilumina en el misterio de Cristo nosotros reaccionamos también con una especial sensibilidad. En efecto, algunos son iluminados especialmente para comprender el amor de la Eucaristía; otros para comprender el amor de la Cruz; otros para comprender la dignidad de la Trinidad santísima. Es lo que fundamenta la diversidad de espiritualidades. El conocimiento más profundo del amor que encierra el misterio eucarístico lleva consigo una sensibilidad particular respecto a las ofensas que se cometen contra ese misterio del amor de Cristo; entonces, se dará ya el fundamento de una reparación particularmente eucarística. En quienes tengan un conocimiento especial del misterio de la maternidad de María, de la virginidad de María, una reparación más estrictamente mariana. En otros, será trinitaria. En fin, ya desde este fundamento se ven las bases de diversificaciones posibles en las formas de reparación. Lo mismo podemos decir en la vertiente de identificación con los hombres, en el mal diverso de los hombres al cual es uno particularmente sensible por la acción de la gracia y de la caridad. Y así habrá quienes son especialmente sensibles a la injusticia del hombre como ofensa de Dios. Otros podrán sentir particularmente la blasfemia del hombre contra Dios. Otros la impureza. En todos reconociendo que son ofensa de Dios y mal del hombre, pero tienen una sensibilidad especial, les llega más al alma. Y esto, repito, no por un puro capricho sino como resultado de una luz interior dada por el Espíritu Santo y con verdadero sentido cristiano. Y vamos al tercer nivel. Estamos estructurando la reparación y cada uno de los niveles que vamos exponiendo es fundamento del siguiente: La caridad es base de la sensibilidad del amor. De la sensibilidad del amor va a proceder una reacción, pero fundada en la caridad de una manera fuerte. Llega, pues, este tercer nivel. Es el nivel de la acción. Por ese amor sensible a la ofensa de Dios y al mal del hombre ya viene la reacción, ya viene el comportamiento. La primera forma de reparación que podemos distinguir en este tercer nivel... Diríamos, entre paréntesis, que no hay que hacer demasiadas distinciones de unos a otros en las formas que vamos a indicar a continuación, y la realidad es que se entremezclan y 28 unas veces predomina una u otra, o varias a la vez. Pero distinguiendo ahora, para explicarlo simplemente, la primera forma de reparación es la que podemos llamar reparación negativa; siempre supuestos los pasos precedentes, porque sin ellos no tenemos la reparación, sin ese amor que nos hace uno, no hablaremos de verdadera reparación, tampoco negativa. La primera reacción, pues, es evitar el pecado, evitar la ofensa de Dios de la manera que sea, por medios prácticos, por medios oracionales, por medios apostólicos. Todo trabajo por superar la injusticia si arranca de ese amor sensible a la ofensa del Padre y al mal de los hombres como ofensa del Padre será también reparación negativa, está tratando de evitar el pecado, sea en sí mismo, sea en los demás; en sí mismo por un trabajo de purificación, en los demás por un trabajo de apostolado, diversiones sanas promovidas. De ese espíritu son también todas las actividades ordenadas a sanear la conciencia de los hombres y la pureza de las costumbres. Lo importante es, pues, el elemento fundamental: que estas acciones arranquen de ese amor sensible a la ofensa de Dios y al mal del hombre como ofensa de Dios. Todo lo que es, pues, purificación puede estar impregnado de este sentido en la vida del hombre: el sacramento de la reconciliación, el examen de conciencia, el combate contra los vicios, la penitencia, el apostolado mismo. La segunda forma de reacción, de reparación, es la que llamamos afectiva; la llamamos así por su expresión afectiva. Porque el amor tiene que estar siempre en el fondo de todas estas reacciones, pero es que aquí la respuesta misma se hace por una explicitación de amor, se da como respuesta al Dios ofendido una reacción de amor más intenso, más fuerte, amar más al que uno ve ofendido y menospreciado. Cristo al ver al Padre ofendido le ama más, el celo de su casa le devora; y eso mismo pone Él en nuestro corazón. Esta reparación, llamada así afectiva, no la debemos identificar con el consolar de que hemos hablado al principio; porque en esta reparación afectiva, en esta reparación de amor lo que se pretende directamente no es precisamente consolar de hecho, sino que expresa una necesidad propia psicológica de amar precisamente porque ve ofendido a aquel a quien ama. En esta reparación se siente la necesidad de amar más, consuele o no consuele, este hecho no es el determinante; es lo que suele denominarse: amar al Amor no amado. Es evidentemente uno de los aspectos más fundamentales en la reparación. ¿Cómo se vive esto? No necesita prácticas especiales, sino que pretende investir de amor todo lo que hacemos, hacerlo todo con la intención de amar al Amor no amado. No es amar por los que no aman considerándose uno inocente, que es lo que a algunos les parece hipócrita en la reparación cristiana; la reparación cristiana no acentúa nuestro carácter de inocencia, todo lo contrario. Debe partir de una solidaridad, de un ser uno todos los hombres, de un ser uno cada hombre con los pecadores y él mismo pecador. Reparamos siendo nosotros también pecadores y reparamos por nuestros pecados unidos a los de todos. Por eso insistíamos desde el principio en el elemento fundamental que la base debe estar en la caridad unitiva, sin ella no tendríamos verdadera reparación. Lo que hago yo lo hago por mis propios pecados: Amar a ese Dios al que yo mismo amo tan poco, a quien yo mismo he ofendido; viéndolo ofendido por mí y por los demás. Y esto me mueve a amarle más, por lo que le he ofendido y por lo que otros le ofenden, sintiéndome uno con ellos. Todo lo que hacemos nosotros se puede hacer empapado de este espíritu, desde el levantarse por la mañana, realizar el trabajo que se nos ha encomendado... Haciéndolo todo con ese deseo de amar al Amor no amado. Por nosotros mismos que tantas veces 29 hemos sido negligentes, pecadores, y por los que ahora lo son también, y nosotros lo seguimos siendo en algún grado. Es verdad que hay también actos especiales de reparación afectiva, son indudablemente la oración, en especial la adoración eucarística; por eso se comprende un cierto desarrollo de esta forma de actos. Pero de ninguna manera con la intención de que sean exclusivos. Tienen cierto relieve característico dentro de una vida que se vive con ese espíritu. Particularmente destaca aquí la Eucaristía como punto de reparación afectiva, ya que es sacramento precisamente de amor y muchas veces, muchísimas, un Amor no amado; la Eucaristía desgraciadamente olvidada y abandonada. Hablemos siempre de una vinculación del Corazón de Cristo con la Eucaristía, lo es de hecho en todos sus elementos: La consagración está vinculada a la entrega eucarística. También la reparación lo es al sacrificio eucarístico. El amor de Cristo se nos manifiesta particularmente en la Eucaristía. Y el amor de Cristo es descuidado particularmente en la Eucaristía. En cuanto a la reparación afectiva puede ser útil caer en la cuenta de que la comunión es lo más eficaz para esa reparación afectiva. En la Eucaristía Cristo se nos da en el sacramento de su amor. Ese darse el Señor no es un don jurídico, sino que se hace nuestro, vitalmente nuestro. Y por consiguiente lo podemos ofrecer ofreciéndonos con Cristo al Padre en la comunión. Y llegamos a la tercera forma, aparentemente la más difícil, de la reparación, que es la aflictiva. Volvemos la mirada a Cristo. Cristo lleno de su inmenso amor, sensible a la ofensa del Padre, se hace hombre y realiza la Redención. Este hecho de tomar nuestra naturaleza humana, de asumirla, hasta ofrecerla en la cruz en holocausto, es lo que constituye el acto redentor. Y esa oblación tiene un carácter de reparación. Para entenderla tenemos que fijar nuestra mirada contemplativa en la Cruz de Cristo. Ante la Pasión hay una posible postura psicológica: Detenerse ante ese sufrimiento con una actitud de lástima al ver los padecimientos de Cristo. Es un sentimiento muy humano al ver los sufrimientos de otro hombre. Pero la reacción psicológica de tener lástima de Jesús sería poco y en cierta manera el centrar toda una vida en ese matiz de tener lástima de Jesús empequeñecería la visión cristiana de la existencia. Jesús mismo al llegar al calvario reprende en cierta manera a las mujeres de Jerusalén que tenía simplemente lástima de Él: No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos. Quizás sea esta la razón porque en algunos círculos se rechaza la devoción al Corazón de Jesús; porque les hace la impresión de que fomentan como valor supremo el tener lástima de Jesús y les parece que esto empequeñece la visión cristiana, desfigura la imagen de Dios al presentarle siempre necesitado de que los hombres estén teniéndole lástima continuamente. Hay un paso más profundo en la contemplación de la Pasión, se trata de compadecer con Cristo. Y esto sí es una actitud mucho más rica. No se puede compadecer con una persona si antes no se ha llegado a una fusión compenetradora con ella. La Virgen misma en la Cruz no es que simplemente tiene lástima de Jesús, sino que compadece con Él, ofrece los sufrimientos de su hijo, grita con Él el perdón a los que le están atormentando y entrega con Él su espíritu al Padre. Esto nos introduce en una distinción que juzgo importante: la distinción entre sufrimiento y actitud con que se sufre. El sufrimiento es pasivo, el sufrimiento en último término viene del pecado. La actitud con que se sufre, esa actitud es divina, es algo que viene de Dios. El sufrimiento no es personal, es algo de 30 la naturaleza. La actitud de sufrir con que se encaja el sufrimiento es personal, es libre, es postura del que sufre. El acto redentor está constituido por el sufrimiento y la actitud de sufrir unidos: Nos redimió la muerte de Cristo llevada por Él con amor. ¿Cómo podemos comprender la actitud sufriente de Cristo, que es la que va a constituir precisamente la actitud de reparación aflictiva? Tenemos que recurrir a la Escritura, a la Revelación. Partiendo de los poemas del Siervo de Yahvé de Isaías, siguiendo por los anuncios de la Pasión del mismo Cristo en los que dice que ha venido no a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención por muchos; fijándonos en textos de la Carta a los Hebreos en que habla de que al entrar en este mundo dijo: No os has querido holocaustos ni sacrificios por el pecado pero me has dado un cuerpo; siguiendo con las palabras de Jesús en la Oración del Huerto y en la Cruz misma, podemos llegar a esta conclusión: La actitud sufriente de Cristo es la de un amor inmenso, de entrega, de obediencia al Padre, que le hace asumir en amor la condición humana mortal, dolorosa y frágil, en solidaridad con los hombres ante el Padre. Es la actitud redentora, la actitud reparadora. La muerte asumida con esa actitud redentora es nuestra redención, la verdadera reparación. Esta reparación debe realizarse también en nosotros. Nuestra postura ha de ser la misma: Asumir en el mismo amor también nosotros las consecuencias dolorosas del pecado en la naturaleza humana. El plan de Dios es que no haya consecuencia dolorosa del pecado que no sea asumida con la actitud redentora de Cristo y transformada en elevación de la humanidad. Lo que es dolor, consecuencia dolorosa en la humanidad del pecado, es asumido por el amor de Cristo que está en nosotros al tomar esa parte de la consecuencia del pecado en el mundo, la situación dolorosa de la humanidad que nos toca por la voluntad del Padre: Cumplo lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia. Cumplo lo que a mí me toca de la condición, de la participación pecadora, asumiéndolo con la actitud misma redentora de Cristo que yo participo. Eso es asociarse a la Pasión de Cristo. La reparación aflictiva es simplemente esto, nada más: Asumir y aceptar ser miembro de la humanidad con el Corazón de Cristo en mí. Asumo mi condición mortal, asumo la muerte misma desde ahora y la acepto cuando llegue. Acepto todo lo que lleva consigo esa condición mortal, que es fruto de toda una humanidad que ha ido entretejiendo mi propio cuerpo a través de la historia. Acepto lo que me toca de taras, de limitaciones. Acepto ser miembro de esta familia, los roces que me vienen de ser miembro de la humanidad. Pero ese aceptar no es simplemente resignarse. Es voluntad del Señor que superemos, en cuanto nos sea posible, esa situaciones de la humanidad; y lo debemos de procurar. Pero entre tanto no me sublevo contra ellas, las asumo en amor. Se trata de promover la superación de todas las consecuencias dolorosas de la humanidad aceptándolas entre tanto con amor, mientras se las supera con esfuerzo leal de trabajo generoso. Aceptar, por otra parte, no significa tampoco tener gozo en llevar esos sufrimientos. Eso no está en nuestra mano. Las consecuencias dolorosas del pecado son cruz, hay que llevarla como una verdadera cruz. Aprendiendo, pues, de esta manera la aceptación, que ni es un gozo ni una resignación pasiva, sino que admiten y requieren un esfuerzo sereno positivo, entonces al aceptar de esta manera los sufrimientos de la humanidad realizamos nuestra asociación a la expiación redentora de Cristo. Es la gran lección que nos enseña 31 el Corazón de Jesús. Tener conciencia de ser miembros de una humanidad que está necesitando de toda nuestra entrega y oblación para su salvación en el plan divino

 

 

 

 

JESUCRISTO

 

 INTRODUCCIÓN

 

En los evangelios se destaca, en general, el aspecto humano de Jesús. Siguiendo sus páginas, queremos contemplar a Jesús tomando posturas o actitudes frente a las diversas situaciones de aquel entorno socio-político-religioso palestinense en el que se desenvolvió su vida terrena. La conducta de Jesucristo será, con frecuencia, desconcertante y extraña, y provocará indignación y escándalo; son innumerables las escenas en las que reacciona ante los diversos grupos, ante las diversas instituciones, y en circunstancias tan diferentes. El espíritu de Jesús de Nazaret se va reflejando en estas escenas, mil detalles asoman a través de su vida, y con ellos podemos ir configurando su imagen.

       Una lectura atenta de los evangelios hace emerger ante nuestros ojos una figura admirable, llena de nobleza y dignidad y, al mismo tiempo, extraordinariamente familiar y próxima. No es una imagen esquemática, estilizada, como en las representaciones míticas, sino profundamente humana y compleja, en la que, en perfecto equilibrio, se unen los rasgos al parecer más contradictorios. Las fuentes evangélicas ponen más de relieve el aspecto humano que el divino; aunque la fe y el culto miran más a su divinidad; pero acudiendo a uno u a otro aspecto, o unificando los dos, el creyente sabe que Jesús expresa su realización total: Dios y Hombre.

       El evangelio nos habla del desarrollo armónico entre el cuerpo y el alma de Cristo. Hay en él una perfecta correlación entre el desarrollo psíquico y somático.

       Lucas, médico, es quien más datos nos ha legado acerca del cuerpo físico del Señor, hasta recoge las diversas fases por las que ha pasado su cuerpo: estado de embrión, fruto de su vientre (1, 42); habla del ciclo natural de nueve meses, antes de darlo a luz su madre (2, 6-7); es niño (2, 17.40); luego joven (2, 43), y añade que su cuerpo aumenta en estatura (2, 52), y se vigorizaba (desarrollo físico). Se robustecía en espíritu, llenándose de sabiduría (desarrollo intelectual). Crecía en gracia delante de Dios y de los hombres (desarrollo espiritual). En la armonía de estos tres componentes está la perfección. Al proclamar, y más, al vivir las bienaventuranzas, no hace sino decirnos que él es el modelo armonioso de todo tipo de santidad.

       Jesús de Nazaret se inserta en nuestro tiempo y en nuestra historia. No asume, simplemente, la naturaleza humana, sino esta naturaleza humana concreta e individual, y vive una historia y un destino humanos. Es uno de nuestra raza. No se asomó, solamente, a nuestra tierra y a nuestra historia para ver un poco desde lejos, un poco desde fuera, cómo vivíamos y cómo éramos los hombres, sino que se zambulló en la corriente de nuestra historia, tan turbia, tan agitada, tan revuelta, convirtiéndose él en un eslabón más en esa gran cadena de todas las generaciones humanas.

       Se encarnó en la vida ordinaria de los hombres de su tiempo. Se identificó con la causa de los marginados. Estuvo más cerca que nadie de los que sufren. Lloró por la muerte de los amigos.

       Jesús de Nazaret sufrió las limitaciones y debilidades que comporta la naturaleza humana; vivió de una manera real y profunda las experiencias más diversas, en el devenir de su existencia histórica. Pasó hambre y sed, frío y calor (Mt 4, 2; Jn 19, 28); se conmovió hondamente como puede hacerlo un hombre cualquiera; en su vida hay gozo y lágrimas (Jn 11, 35; Lc 10, 21); se indigna y se sorprende (Mc 3, 5; Jn 2, 15.16; Lc 17, 17.18); se desilusiona y se admira (Jn 3, 10; Mt 15, 28; Le 7, 9); parece sentir curiosidad y hace preguntas, pero cuando se las hacen a él no siempre contesta (Mt 16, 13; 21, 27); se compadece y fustiga (Mc 1, 35; Le 19, 5; Mt 26, 40); tiene su corazón en tensión hasta que llegue su hora y cuando esta llega entra en la tristeza y en el pavor (Le 12, 50; Mt 26, 38) rozando para el hombre el límite de lo previsible.

       Su sensibilidad se manifiesta de modo singular en un espíritu abierto a los encantos y bellezas de la naturaleza. Pasa la mayor  parte de su vida pública en el campo, al aire libre, en contacto con la naturaleza, contemplando el paisaje de su tierra, admirando las maravillas grandes y pequeñas de la creación. Toda su vida transcurre en continuas caminatas a través de los montes y llanuras de su patria.

Leamos el evangelio y apreciaremos la exquisita sensibilidad de Jesucristo, indicio de esa limpieza de corazón que valora hasta las cosas más pequeñas y se conmueve ante ellas; habla del sol y de la lluvia (Mt 5, 45); del arrebol y del viento del sur (Le 12, 54.55); de los pajarillos tan pequeños, que se compran dos por un as en el mercado (Mt 10, 29); de los perros que lamen las heridas (Le 16, 21); de las gallinas que cobijan bajo sus alas a los polluelos (Mt 23, 37)...

       Jesús observa atentamente las actividades y las costumbres de los hombres. Por sus discursos pasan finamente observados los hombres de todas las profesiones y clases sociales.

       Se enfrentó con los que eran los grandes obstáculos —los poderosos, los dirigentes religiosos y políticos— para crear esa tierra nueva, esa humanidad nueva que él había venido a traer.

       Luchó contra toda injusticia aun previendo que tal enfrentamiento a fuerzas tan poderosas le llevaría a la cruz.

       Nos cuesta admitir que Jesús ha sido verdaderamente un hombre como nosotros, que trabajó para ganarse la vida, que pasó hambre y sed, y que tenía necesidad de amistad, que conoció la tristeza y el miedo, que escogió ser desconocido, incomprendido, humillado, aun cuando habría podido imponerse por actos de poder.

       A los que vivían cerca de él, les hacía falta la fe tanto como a nosotros. ¿Cómo se manifiesta que él es Dios? ¿por su potencia, por su poder? No, sino que se manifiesta por la impotencia y la debilidad. Sólo tuvo la fuerza de su amor. Es el Dios conmovido en sus entrañas por la miseria humana, aparentemente impotente, tan humano aparentemente como los demás. Toda la historia de la Iglesia está ahí para atestiguar que la fuerza del Espíritu ha continuado la obra de Jesús valiéndose de los pobres y que ellos, durante toda esa historia, han sido ignorados, perseguidos, lo mismo que Jesús.

       Vivió, como todos, el dramatismo entero de la existencia humana. Su status social no tuvo nada de especial; al contrario, su estilo de vida era exactamente idéntico al de los de su misma condición.

       Jesús será siempre el paradigma humano perfecto, por ser el ideal del hombre. En esta línea el sermón de la montaña nunca puede ser tildado de antihumano, si quien lo garantiza con su propia persona ha sido un hombre que ha compartido en todo nuestra existencia, menos en aquello que esclaviza al hombre, que le resta su libertad, que le hace en el fondo, menos hombre en su sentido profundo.

       Ha sido la Palabra hecha «carne», Jesucristo, con todo su sentido de solidaridad y comunión con la realidad humana quien ha venido a restaurar, quien ha rehecho la imagen de Dios, haciéndola aflorar desde las categorías más limpias del hombre.

       San Pablo dirá que Jesús es idéntico a los hombres, como un hombre cualquiera (Flp 2, 7), que es hombre (1 Tim 2, 5). Asemejado en todo a sus hermanos para ser misericordioso (Heb 2, 17; 4, 15). Es interesante constatar su ambiente de soledad, tal como nos la refieren los evangelios. Nadie lo comprende: ni sus paisanos, que se escandalizan de él (Mc 6, 3), ni sus parientes que lo tienen por loco (Mc 3, 21), ni sus discípulos... Vivió todas las vicisitudes del hombre de su tiempo y para más asemejarse a él, pasó por todas las pruebas.

       «Actuando como un hombre cualquiera, dice san Pablo, se rebajó y se sometió a la muerte, una muerte de cruz». Bebió con miedo, sorbo a sorbo, todo el drama del hombre, sin ahorrarse ni una sola gota.

       «Como un hombre cualquiera»: Aquí está la clave del misterio. Jesús como modelo para el hombre, se despojó de toda ostentación, de todo poder y vanagloria. Para salvar y dignificar al hombre, tomó la condición de siervo y como siervo murió. Su solidaridad con la raza humana no fue algo superficial, meramente ejemplar, sino una asunción total y escogida. Su muerte fue una exigencia de su encarnación. Por eso, él salvó la naturaleza humana que asumió.

       Jesucristo vino del Padre (Jn 16, 28), y nació de mujer (Gál \4, 4). Descendería del cielo como la lluvia y surgiría de la tierra como una semilla (Is 11, 1). Será Dios fuerte y niño (Is 9, 5). A la vez que viene de arriba (Jn 8, 23) es de la semilla de David (Rom 1, 3).

       La genealogía de Jesús en Mateo es descendente, de Dios hacia el hombre, pues ha de cargar con nuestros pecados. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 14), carne —la parte más frágil del hombre—, «como la hierba» (Is 40, 6).

       Fue un hombre cualquiera, es cierto, pero se puede afirmar que no fue del todo un hombre cualquiera. Su nacimiento fue anunciado por los profetas y su concepción nada tuvo que ver con la nuestra. Tuvo una relación especialísima con Dios, sintiéndose naturalmente su hijo, y se atrevió, nadie hasta entonces lo había hecho, a llamar a Dios su abba querido.

       Habla con autoridad y en su predicación rompe todos los esquemas filosóficos y religiosos de su tiempo. Obra con libertad soberana ante las personas, los acontecimientos y las cosas. Lleva una vida escandalosa para los biempensantes de su tiempo. Cura en sábado, perdona los pecados y avala su doctrina con signos milagrosos. Afirma que el que apuesta por él tendrá la vida eterna. Es cierto que se pone a la cola de los pecadores para recibir el bautismo en el Jordán, pero también es cierto que se transfigura y que tanto en el bautismo como en la transfiguración se oye la voz del Padre llamándole su hijo unigénito, el predilecto. Muere y resucita y envía sus discípulos a proclamar la buena nueva a toda criatura y promete su presencia con nosotros hasta el fin de los tiempos. La verdad es que Jesús de Nazaret fue como un hombre cualquiera y no fue un hombre cualquiera.

       Jesús se experimentó hombre en la acepción más completa y acabada del vocablo. Sus contemporáneos lo juzgaron así: ¿no es éste el carpintero? (Mc 6, 3); ¿no es éste el hijo del carpintero? (Mt 13, 55); ¿no es éste el hijo de José? (Lc 4, 24), aun intuyendo muchas veces que sus acciones, sus palabras y exigencias, desbordaban y rompían de manera insólita y radical sus esquemas habituales de vida. Lo que Jesús hizo y dijo (Hech 1, 1) no lo llegaron a entender casi nunca bien (Mc 8, 17), ni aun sus más íntimos, hasta después de la resurrección.

 

Jesús, modelo de todo tipo de santidad

 

       Los evangelios nos presentan su extraordinaria talla moral. Nada más inocente, más puro, más noble y más santo. Esta imagen es tan sublime, que era imposible que unos sencillos y pobres escritores pudieran sacar de su propia fantasía una figura tan rica y compleja, tan luminosa y serena, tan grandiosa y libre, de no habérsela encontrado corporalmente ante sus ojos.

       Su rectitud puede observarse en todas las manifestaciones de su vida; igualmente su elevado grado de comprensión y delicadeza que, aparentemente, sólo parece romperse cuando se enfrenta con los fariseos. Si obra así, es porque tiene demasiadas razones para hacerlo. Detesta en ellos su avidez por los bienes materiales, disimulada bajo una escrupulosa observancia externa (Mc 7, 11) y reprueba su religiosidad llena de fonnalismos. Ellos, comportándose de ese modo, obrando así, destruían lo esencial de la personalidad y de la misión de Jesucristo, que es el amor y la verdad. Tenía que desenmascararlos, aunque eso le acarrease la muerte. En sí, la condescendencia del Salvador no habría comprometido su misión esencialmente, pero sí hubiera empañado, su libertad de acción. Si les dirigió frases durísimas, van dictadas por un celo ardiente de la gloria de Dios, y son consecuencia de su rectitud máxima (Lc 11, 37-54).

En los evangelios se admira la lucidez extraordinaria de sus:

juicios y la firmeza inquebrantable de su voluntad, mayor todavía de la que exige a sus discípulos (Lc 9, 62). Su sinceridad fue reconocida por sus mismos enemigos (Mc 12, 14). Nada le arredra cuando se trata de dar testimonio de la verdad, nada de vacilación o temor (Jn 18, 37).

       La clave de la personalidad de Jesús está en la enorme autenticidad, en su coherencia entre lo que vivía y decía. Es dulce y misericordioso, tierno y compasivo, pero plenamente exigente cuando se trata de defender la justicia y cuando en contra de los fariseos, declara su predilección por los pobres, por los marginados, por los pecadores.

       Es en extremo atractivo: todo el pueblo se quedaba embobado cuando le oía (Lc 19, 48); los niños se le acercan confiadamente y hasta ha de intervenir para que sus discípulos no se lo impidiesen (Lc 18, 15); después de uno de sus discursos, una mujer entusiasmada le echó un piropo de sabor andaluz: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que mamaste» (Lc 11, 27). Hay un tal embrujo en su persona, que una palabra, un gesto suyo podía arrastrar en pos de sí a los que llamaba.

       Por doquier despertaba oleadas de entusiasmo, admiración y simpatía; tal era el encanto, la fascinación, el hechizo, el magnetismo, que irradiaba la persona de Jesús de Nazaret.

       Su figura corporal era inmensamente atractiva y fascinadora. Ya en el evangelio de la infancia se afirma como progresaba en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). La fascinación que se desprendía de su persona atraía a las multitudes (Mc 8, 2). Su mirada debió ser seductora pues en san Marcos, el eco más inmediato del kerigma primitivo, al relatar una frase importante del Maestro añade y «mirándoles, dijo» (3, 34; 5, 32; 10, 21...). Las miradas de Jesús transparentaban todo su interior. Ahora sus miradas de resucitado penetran en nuestra vida. Hay que dejarse mirar por él y devolverle nuestra mirada; que sea como un reflejo de la suya. La oración es un cruce de miradas. Jesús mira a cada uno tal como es para ayudarle y transformarlo; tiene para cada uno una mirada especial, distinta. Su mirada es una declaración de amor (Mc 10, 21).

       Tiene una delicadeza y finura de sentimientos extraordinaria, que aparecen sobre todo en la descripción de sus parábolas: de la dracma perdida (Lc 15, 8), del buen pastor (Jn 10, 11), del hijo pródigo (Lc 15, 11).

       Es hipersensible. Sensibilidad mayor de lo normal: «Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12, 50).

       Este deseo, expresado en otros lugares, en las profecías de la pasión —«es preciso que el Hijo del Hombre sufra» o «que beba el cáliz del dolor»—, está en contraste con la escena de Getsemanf donde quiere que se aleje este cáliz, mientras pasa por una terrible desolación y comienza a «sentir pavor y angustia, porque su alma está triste hasta el punto de morir» (Mc 14, 34).

       Después del tercer anuncio de la pasión antes del episodio de la transfiguración, los apóstoles quedan desconcertados ante la doctrina de la cruz. Se revelan contra ella. En Getsemaní es Jesús quien siente en su ser humano la rebelión ante la cruz, aunque la supera con un esfuerzo que le hace sudar sangre. La sensibilidad humana de Jesucristo aparece con claridad en el huerto de los Olivos. Las burlas, la flagelación, la coronación de espinas, la cruz... Todo el drama de la pasión está colocado bajo el signo del querer divino. La respuesta de Jesús, como dice Blas Pascal, «fue un sí proferido en el horror de la noche».

       Posee dotes de tolerancia y condescendencia, delicadeza... aunque esto no quiere decir que Jesús tuviera un carácter débil o poco enérgico. Jesucristo es el culmen de la naturaleza humana: poseía el temperamento y el carácter más valioso que se puede concebir. Tenía una emotividad muy fuerte, aunque controla da. Los ataques contra los escribas y fariseos (Mt 23; Le 11), indican una violencia de expresión muy enérgica.

       Los discípulos le siguen, pero no le comprenden; interpretan sus palabras en un sentido puramente material (Mc 6, 52; 8, 14- 16; Jn 2, 22). Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen (Mc 8, 18). Jesús se encuentra en medio de ellos, algunas veces, en una infinita lejanía. No le comprendían. Sin embargo, y precisamente por esto, se consagró con paciencia y perseverancia a la formación de sus discípulos.

Jesús está abierto a la alegría. Una suave sonrisa florecería siempre en su rostro. Y los evangelios nos hablan de ello (Le 10, 21-24; Jn 15, 11; 17, 13). El mensaje de Jesucristo es un brioso pregón de alegría, que no puede ser proclamado sino en un tono radiante y jubiloso, y sólo puede convencer, si el que lo anuncia lleva en sí mismo la alegría.

       Comparte el regocijo humano. Toma parte en las fiestas y alegrías de los hombres con tanta libertad y hasta tal modo, que sus adversarios le llamaran «comilón y borracho» (Mt 11, 19).

       Jesucristo nos revela a Dios en el mundo existencial de su relación con el Padre, de su comunión con él, y en su vivir como Hijo que conoce los misterios de Dios, su Padre. De esta manera, Jesús, como Hijo, llama, modela, transforma, salva, y se hará, como decimos, modelo perfecto de todas las coyunturas y para todas las opciones fundamentales de la vida del hombre.

       Por lo tanto, después de la encarnación, la santidad consiste en «seguir los pasos de Cristo» (1 Pe 2, 21), en asimilarnos a su persona y a su mensaje. La santidad es una provocación del amor. Carlos de Foucauld escribe: «Yo no puedo concebir el amor sin una necesidad imperiosa de ser igual, de parecerse a la persona amada, y sobre todo de pasar las mismas penas, los mismos trabajos, toda la dureza de vida...»; por esto él se santificó en cuanto descubrió a Jesucristo como persona.

       La virtud cristiana es una copia de la de Jesucristo. Los santos son reproducciones de ese modelo.

       La vida real de Jesucristo será la clave para saber concretamente qué es la pobreza, la mansedumbre, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, el ansia de libertad.

       En realidad, del mismo modo que Jesús se puso como modelo de mansedumbre, y nos mandó que siguiéramos tras él con la cruz, igualmente pudo muy bien formular así las bienaventuranzas: quien quiera la dicha en el fondo del alma, la felicidad posible en la tierra y la perfecta bienaventuranza en el cielo, que sea pobre como yo, manso, puro, misericordioso, mártir de la justicia. Nos dice a todos: «Porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros como yo he hecho... felices vosotros, si sabiendo tales cosas, las hacéis» (Jn 13, 15-17). «Y para esto habéis sido llamados ya que Cristo también padeció por vosotros, dejándoos su ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21).

       Sólo a través de Jesús, nuestro modelo divino, hecho carne para darnos la posibilidad de seguir sus pasos, seremos hombres

de Dios, identificándonos con él.

       La misión de los cristianos es ser transparencias de Jesucristo y signos de él en el mundo. A veces, en lugar de ser signo, que habla de Jesús, nos convertimos en contrasigno, signo que separa y divide.

       El cristiano es enviado de Cristo, como Jesús lo es del Padre. Nuestra misión consiste en copiar en nosotros los rasgos de Jesucristo, su modo de ser, su mentalidad y su obrar, para que los hombres que aún lo ignoran, le descubran a través de nuestro parecido con él. Seamos la efigie, resplandor de Cristo, como él es del Padre (Heb 1, 2.3). No podemos deformar su imagen. Para eso, hay que obrar como él. El como es lazo de unión de esta triple realidad: el Padre, Jesús, nosotros (Jn 15, 4.5.9.10.12). Debemos obrar como Dios (Mt 5, 48; Lc 6, 36). Debemos transparentar ese amor que ha puesto en su Unigénito (Mc 1, 11).

       Jesucristo en el sermón del monte nos exhorta a edificar nuestra casa sobre roca (Mt 7, 24.25); quiere que seamos prudentes y que la edifiquemos sobre algo sólido. Pero, es san Pablo quien enseña que Cristo es el único fundamento que se nos ha dado para edificar sobre él el edificio de nuestra santidad. Este fundamento no ha sido fabricado por nosotros, sino que el Padre bueno de los cielos nos lo ha regalado. De ahí ha de brotar nuestra gratitud y la actitud de humildad para acoger este cimiento tal como el Padre nos lo ofrece. No podemos buscar otro fuera de él. Siempre se tiene la tentación de buscar otros fundamentos de fuera; en el antiguo testamento las alianzas con los pueblos vecinos; ahora el poder, el prestigio, el honor, el dinero, el placer...

       San Pablo asegura que no ha buscado nada fuera de Jesucristo; sólo predica a Cristo crucificado, escándalo y necedad para algunos, mas para nosotros, fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23). El cristiano ha de encontrar su solidez, no en el podci de los hombres, sino en la debilidad de la cruz, en lo que el mundo califica de bajo y despreciable. Si la cruz de Jesús es nuestro fundamento, hemos de vivir la cruz, es decir, la fragilidad, la debilidad, y participar de la pobreza y del dolor de los hombres.

Al cimentar nuestra vida en Cristo, al encontrarlo «ante la sublimidad del conocimiento de Cristo, mi Señor, por quien perdi todas las cosas y las tengo por basura» (Flp 3, 8), nos sentimos capaces de venderlo todo para adquirir esa perla preciosa (Mt 13, 46) y con ella una experiencia de alegría profunda.

       San Pablo nos dice que llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Cor 4, 7). Nuestra pequeñez, nuestra bajeza, es el vaso de barro, y Jesús es el tesoro, nuestro único cimiento.

       Jesucristo es nuestro principio y fundamento (1 Cor 3, 11). Nadie puede poner otro. Toda nuestra seguridad la hemos de cimentar en él. No se comience la edificación sin haber puesto el único fundamento válido para sostener el edificio. San Agustín pedía que «no antepongan nada a Cristo, lo mismo que al edificar no se coloca nada antes que el cimiento»’3. Petición que coincide con la de san Cipriano: «No anteponer absolutamente nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros»14.

       Nada, ni nadie, nos podrá separar de su amor (Rom 8, 35). El, desnudo en la cruz, no se apoyó en los suyos sino que permaneció fiel a su Padre, en quien únicamente se sostuvo. Nosotros, ahora, más que nunca, inseguros, fluctuantes, carentes de los apoyos de antaño, nos hemos de refugiar en el Señor, como en la única raíz según la expresión clarividente de san Agustín: «Mi raíz es Cristo»’5.

       Un encuentro personal, de experiencia, con Jesús, tiene que devolvernos la seguridad y la paz perdidas. Una apertura con él hacia el Padre y en el servicio al hombre. El cristiano, en el encuentro con la persona de Jesús, siendo testigo de su resurrección, será un testimonio que irá dejando en todo lo que toque un halo de eternidad y de trascendencia, mientras abre a los hombres el camino de la esperanza.

       La transformación moral exterior seguirá a la interior. El programa de conducta vendrá luego. «El que permanece en él, debe de vivir como vivió él» (1 Jn 2, 6). Hay que despojarse del hombre viejo y vestirse del nuevo sin interrupción (Col 3, 9.10). Leemos en Ef 4, 22-24 que en la vida cristiana no todo viene de golpe; necesitamos de una renovación continua; aquí está la raíz bíblica de la necesidad de la meditación, del desierto. De este modo la conformación se hace cada vez más perfecta, hasta el gozo del cielo (1 Jn 3, 2).

       Estamos pues llamados a revestirnos del hombre nuevo, es decir, a abandonar la propia voluntad (egoísmo, vanidad), a negamos a nosotros mismos y a abrazar la voluntad de Dios.

       San Pablo afirma que no hemos de buscar nuestro propio agrado sino tratar de agradar al prójimo, «pues tampoco Cristo buscó su propio agrado» (Rom 15, 1-3). No debemos hacer lo que humanamente hablando nos gustaría. Y aunque, a veces, no sepamos con certeza lo que Dios quiere de nosotros, sí sabemos lo que debemos hacer. Y siempre somos conscientes de que nuestro deber es seguir a Jesús y obrar como él, para cumplir del todo la voluntad del Padre. Su lema y el nuestro nos lo manifiesta con estas palabras: «No busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). El hombre nuevo es el que sigue a Cristo y se fusiona con quien es nuestro único principio y fundamento.

 

 

HAY DE ENAMORARSE DEL JESUCRISTO

 

“Mi amado es para mi, y yo soy para mi amado”(Cant 2, 16).

“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que

Ama”(Jn 15, 13).

“Me amó y se entregó a sí mismo por mí”(Gál 2, 20).

 

 

       Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. La fecundidad del amor de Dios engendra en nosotros el amor de hijos en el Hijo: “tanto amó Dios al mundo que entregó… El cristiano sabe que Dios es libertad y por eso Dios no anula la libertad del hombre, antes bien la suscita en el encuentro con el amor. La meditación cristiana es eminentemente personal —Dios con el hombre— y no se repliega sobre sí misma, como las místicas orientales, sino que desemboca en la entrega a los demás, según la expresión ignaciana, «más en las obras que en las palabras».

      

 

Hay que oner el amor más en las obras que en las palabras

 

       San Ignacio de Loyola pone una nota a esta contemplación y escribe: «Primero conviene advertir que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»5.

       Como «por la tarde te examinarán en el amor», dice san Juan de la Cruz, es bueno que al acabar estos ejercicios espirituales hagamos esta contemplación para alcanzar más amor, que es el sentido que tiene esta expresión del autor de los ejercicios: ejercitarnos para adquirir un amor mayor, teniendo en cuenta que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras. «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Ya en el antiguo testamento había dicho el Señor: «No os fiéis en palabras engañosas diciendo: ¡Templo de Yahvé! ¡templo de Yahvé! Eso no vale nada si no se traduce en la práctica en justicia y caridad» (Jer 7, 4).

       San Ignacio, impregnado en la doctrina del cuarto evangelio, insiste en el compromiso, en las obras, que han de patentizar el amor para que sea verdadero. «Amar y seguir, amar y servir», afirma. Es lo que ha enseñado Jesús: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «Amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). El Señor sabe que nuestra fidelidad en guardar sus mandamientos es la señal de que le amamos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que ama» (Jn 14, 21), «pues nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama» (Jn 13, 15). Es la doctrina del mismo discípulo amado: «El amor a Dios consiste en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3), quien concluye: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).

       Jesucristo ha llevado el amor a la plenitud, al hacerlo eminentemente realizador. Hay equivalencia entre amar y guardar los mandamientos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Y san Lucas en los sumarios del libro de los Hechos describe el testimonio de la vida de los cristianos, el hechizo que producían las obras que realizaban los primeros seguidores de Jesús (2, 42-47; 4, 32-35). En el sennón del monte nos pide el Señor que «brille nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16), palabras que están hoy, en el primer lugar, en la línea de los signos de los tiempos.

       Aunque el refrán: «obras son amores y no buenas razones» es cierto, es igualmente cierto que, a veces, las obras, solamente, resultan insuficientes y necesitamos también las buenas razones. «Creí y por eso hablé», dice san Pablo (2 Cor 4, 13).

 

Primero Enamorarse de Jesucristo

 

       Hemos de usar también las palabras para expresar nuestro amor. El alma enamorada quiere saberse y escuchar que es amada. Una vez leí un diálogo enternecedor entre Jesús y una niña. Después de comulgar le dice la niña: ¿Jesús me amas del todo? Como tardó en responder, la niña se entristeció pensando si le habría ofendido. Cuando, por fin, oyó la respuesta embriagadora, dijo:

       Ya lo sabía, pero ¡me gusta tanto oírtelo decir! Otro día fue Jesús quien hizo la pregunta. La niña tarda en responder pensando que, como el Señor sabe todo, podría ella haber hecho algo que no le agradase. Al fin le dice: sí Señor, del todo, más que a nadie. Lo sabía, añade Jesús, pero también a mí me gusta mucho oírtelo decir.

Este ejemplo es una maravillosa experiencia de gracia, es un diálogo de enamorados, expresado en un lenguaje de amor con todas las características que sólo ellos comprenden. El amor se da y se recibe en secreto; sacado de su intimidad, tal vez pierda algo de su originalidad y de su frescor tierno y gozoso.

       Todo el dinamismo de una infancia espiritual se refleja aquí en este diálogo entre Jesús y la niña, cuya transposición a la edad adulta que vive la advertencia de Jesús: «si no os hacéis como niños», tendría que hacerse con un espíritu de simplicidad y de alegría, unido a la mayor ciencia y a la más profunda inteligencia.

 pues como explicaba la hermanita Magdalena de Jesús:

       «El enamoramiento se produce cuando queda hipotecada la cabeza, cuando esa otra persona se instala de nuevo en nuestros pensamientos, pero no como una actividad más o menos fija sino que empezamos a no concebir la vida sin ella. Enamorarse consiste en no poder llevar a cabo nuestro proyecto personal sin meter dentro de él a esa otra persona»9.

       Los místicos han vivido esa ansia de amor a Dios del que habla san Juan de la Cruz: «Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan, y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo»’°.

       Hay que llegar a la fusión total. Hay que dejarse inundar por el amor y atrevemos a pedirle a Dios el amor ardoroso de la esposa del Cantar (1, 7; 3, 1.3.4). Busca a su amado. Su amor es más fuerte que la muerte: irresistible (8, 6.7). Hay un paralelismo con el ardor insaciable del sheol. Tan irresistible que el esposo lanza contra ella el arma toda de su amor (2, 4), y ella queda herida por esos dardos-saetas y como extenuada por sus ataques (2, 5; 2, 8: enferma de amor). Languidezco de amor es una traducción débil. El verbo hebreo evoca la idea de enfermedad y significa estar consumida, agotada; se puede traducir por «estoy herida y penetrada de tu amor», como en algunas versiones. Desfallecida se adormece en los brazos de su amado, y él, todo delicadeza, ordena que no se la despierte (2, 7; 3, 5; 8, 4).

       Aquí el término amor, ahab en hebreo, ágape en griego, no es algo abstracto, sino el mismo objeto amado, la persona más querida, y se puede traducir por mi amado, mi amor, mi encanto. La esposa introduce eros en el agape, con un acento de los místicos femeninos que asocian a su amor un elemento pasional, una intervención de su propio temperamento.

       Tenemos que amar a Jesucristo porque él nos lo pide, como hizo a Pedro en el lago. El ¿me amas? no sólo se dirige a Simón, sino a cada uno de nosotros, pues las palabras de Cristo no pasan (Mt 24, 35). Son eternas. Debemos amarle porque él nos ha amado primero (1 Jn 4, 19) y porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge, nos constriñe, como escribe el apóstol en uno de sus textos más luminosos y ardientes (2 Cor 5, 14-17). Aquí san Pablo nos revela la fuente secreta de la que saca energía e inspiración para toda su casi increíble actividad misionera. El pensamiento del amor de Cristo, testimoniado en la prueba suprema de su muerte (y. 14), es para él como un estímulo, o mejor, como una idea obsesiva que le obliga a anunciarlo a todos los hombres, «para que no vivan para sí mismos sino para aquél que por ellos murió y resucitó» (y. 15).

       San Pabló en el curso de su vida de apóstol frecuentemente se ve obligado a responder a los que le acusan de locura; aunque él comprende que se pasa en su entusiasmo y su celo por Cristo, por eso dice que «si perdimos el tino, si estamos fuera de sentido, es por Dios» (y. 13). Ya no vive para su propia vida; perdido en Dios, vive la vida de Cristo. Declara que, una vez conocido Jesucristo y visto su amor, es imposible guardar una medida humana, ni en el pensamiento, ni en la conducta.

       En estos versículos se da el amor de Cristo y el amor a Cristo (subjetivo y objetivo). Estas dos concepciones no se deben separar. El amor que Cristo nos da engendra el nuestro hacia él. Lo primero es su amor, lo nuestro es una respuesta. «6Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?», dice el Adeste fideles.

       El verbo sinejo, que utiliza san Pablo (y. 14), tiene una profunda densidad. Significa: a) quemar, como el ardor de la fiebre, provocando el fervor del amor; una fiebre ardiente que consume el alma, b) privación de libertad; el que ama está encadenado en su amor, no pudiendo pensar, amar y obrar sino en función del que ama, c) o tiene como un sentimiento de dolor y angustia. Como Jesús estaba oprimido por la perspectiva de la cruz, el amor del cristiano también está esencialmente unido a la cruz de la que se deriva.

       La libertad de Pablo no está encadenada, es el resultado de una libre elección; efecto de la fuerza incoercible del amor de Jesús en la cruz.

El cristiano que contempla ese amor no puede menos que unirse a Cristo, darle su vida, y estar encadenado a él.

       Además, él merece todo nuestro amor ya que reúne en sí toda la belleza, toda la santidad. La santidad de Jesús coincide con su belleza. En los evangelios se expresa su santidad con el nombre de belleza: «Todo lo ha hecho kalos: bellamente» (Mc 7, 37). Se define como el pastor, kalos: bello (Jn 10, 11). El Padre de los cielos tiene en él todas sus complacencias (Mc 1, 11; 9, 8).

       Hay que amar a Jesús porque el que lo ama es amado por el Padre (Jn 14, 21.23). Hay que amarlo para conocerlo (Jn 14, 21), y para conocerlo no sirve ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17) es quien lo revela, no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños (Mt 11, 25). Si no se le ama, aunque se cumplan todos los preceptos, incluso aunque se entregue el cuerpo a las llamas, de nada serviría (1 Cor 13, 3).

       El amar a Cristo no consiste en decir: «Señor, Señor..., sino en hacer la voluntad del Padre celestial» (Mt 7, 21). Es querer y buscar el bien del amado. Pero a Cristo resucitado no podemos desearle o proporcionarle algo que ya no tenga. Su único bien, su alimento es la voluntad de su Padre. El amor a Jesús consistirá en hacer con él la voluntad del Padre. Esto lo conseguiremos enamorándonos de Jesús. La esposa del Cantar le dice al esposo: «Ponme como sello sobre tu corazón» (8, 6). Pero también la esposa debe marcar a Cristo en su corazón no para impedir que ame al marido o a los hijos, sino para impedir que los ame en primer lugar o en lugar de él o sin él o fuera de él.

       Esta contemplación va a ser una buena ayuda para llegar a ser «contemplativos en la acción», para que los que buscamos a Dios seamos capaces de hallarlo en todas las cosas.

       Hay momentos en los que experimentamos a Dios y percibimos que esa experiencia no se puede confundir con otra alguna. Es una vivencia de su presencia amorosa (1 Jn 4, 10). Se percibe el paso de Dios en nuestra historia y en la de cada cosa que sucede, hasta descubrirlo cuando escribe derecho lo que nosotros hemos hecho torcido, percibiendo que puede hacer maravillas a través de nuestras miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia de Dios nos ilumina para buscarle y hallarle en todas las cosas y nos conduce a una visión de la vida, distinta en todos los aspectos.

       El encuentro con Dios a través de esta experiencia estremece y nos hace ver nuestra insignificancia e indigencia (Is 6, 1.2). Cuando caminamos hacia él, se aleja, por eso nuestro seguimiento ha de ser constante pues como escribe san Gregorio de Nisa: «Hallar a Dios es buscarlo incesantemente».

      

 

JESUCRISTO: ¿POR QUÉ AMAR  A JESUCRISTO?

(Es copiado, pero ya no recuerdo bien la fuente; me parece que es de Cantalamessa, de algún libro suyo sobre Jesucristo)

 

       Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad; lo que corresponde, en parte, a la distinción más común entre el amor «eros» y «apagé», entre amor de búsqueda y amor de donación.

       El amor de concupiscencia, dice S. Tomás, es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), esto es, cuando se ama alguna cosa, entendiendo por «cosa» no solo un bien material o espiritual, sino también una persona, cuando ésta es reducida a cosa e instrumentalizada como objeto de posesión y disfrute.

       El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (Aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona (S. Th. I-II, 27,1).

       La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta primera que debemos hacernos sobre la persona de Jesús, sobre su divinidad, es ésta ¿Crees? La pregunta segunda que debemos hacernos nos la dirige Él personalmente: ¿Me amas?

       Existe un examen de Cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos: El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder al sacerdocio o una Licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida  eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: ¿Crees? ¿Me amas? ¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?

       San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguien no ama al Señor, sea anatema, sea condenado” (1Cor 16, 22) y el Señor del que habla es el Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: Contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de Cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra  aquellos que no aman a Jesucristo.

Esta tarde queremos preguntarnos y responder, con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre viene en nuestra ayuda, si le invocamos como lo hacemos ahora en silencio y personalmente, mientras meditamos y nos preguntamos dentro de nosotros: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?

 

I.  ¿POR QUÉ AMAR A JESUCRISTO?

 

1.1 Porque Él es Dios y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos las puertas de la amistad eterna con nuestro Dios Trino y Uno. (Ver en algunos de mis libros el tema: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca…”; es el texto de san Juan en su primera carta.

1.2 El segundo motivo para amar a Jesucristo y el más sencillo, es que Él mismo nos lo pide. En la última aparición del resucitado, recordada y descrita en el evangelio de san Juan, en un determinado momento, Jesús redirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21. 16).

Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma  más elevada del amor, la del agape o la de caridad, y en una el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien.

       «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor» (Sentencia 57); y así vemos que ocurrió también a los Apóstoles: al final de su  vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados de amor. Y sólo de amor; no fueron examinados de conocimientos bíblicos, de sacrificios, de liturgia, de sagrada Biblia.

       Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio tampoco ésta “¿me amas?” va dirigida tan sólo al que la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De lo contrario, el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene las palabras “que no pasarán” (Mt 24, 35), las palabras  de Salvación dirigidas a todos los hombres de todas las épocas.

       Por eso, quien conoce a Jesucristo y escucha estas palabras de Cristo dirigidas a Pedro, sabe que van dirigidas a todos los creyentes , que nos sentimos interpelados por ellas lo  mismo que Pedro ¿Me amas?

Y a esta pregunta hay que responder personal e individualmente, porque de pronto nos aísla de todos, nos pone en una situación única y se dirige a cada uno. No se puede responder por medio de otras personas o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto.

Fijaos bien, queridos hermanos, que hasta ese momento la escena se presenta muy animada y concurrida: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todos desaparecen de la escena, se quedan sólo los dos: Cristo y Pedro.

Desaparece todo: la charla, el pescado; la barca queda fuera de escena. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otroe, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: ¿Me amas?

Es una pregunta a la que ningún otro puede responder por él y a la que él no puede responde en nombre de todos como hizo en otras ocasiones del evangelio, sino que debe hacerlo en nombre personal y propio, responder de sí mismo y por sí mismo.

Y, en efecto, se nota como Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las dos primeras respuestas, inmediatas, pero rutinarias y superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todos el saber de su pasado peronal, e incuso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21, 17)

Por tanto, la primera razón que yo pondría para responder a la primera pregunta que nos hacemos, de por qué debemos amar a Jesús, es: Porque Él mismo nos lo pide.

Ahora bien, quizás antes de responder debemos pensar quién nos lo pide. Me lo pide Jesús que lo tiene todo, porque es Dios, que no tiene necesidad de mi, qué le puedo yo dar que Él no tenga, es Dios. Entonces por qué me lo pide: porque lo tiene todo, menos mi fe y confianza en Él, menos mi amor, si yo no se lo doy. Luego me lo pide por amor, para amarme más, para poder entregarse más a mí, me lo pide, porque quiere vivir en amistad conmigo y empezar ya una amistad eterna, que no acabará nunca.

 

1.3. Una tercera razón o motivo para amar a Jesús sería: Porque “Él nos amó primero”.

En esto ponía san Juan la esencia de Dios: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y entregó a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.

Esto era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). “El amor de Cristo, decía también, nos apremia –charitas Dei urget nos--, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con Él (2Cor 5,14).

El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia-urget nos”, o como se puede traducir también, “nos empuja por todas parte”, “nos urge dentro”.

Se trata de esa ley bien conocida por ser innata, por la que el amor «a ningún amado amar perdona» (Dante ), es decir, no permite no corresponder con amor a quien es amado.

¿Cómo no amar a quien nos amó primero y tanto? «Sic nos amantem, quis non redamaret» (Adeste fideles) cantamos en la Navidad. El amor no se paga más que con amor. Otra moneda, otro precio no es el adecuado. ¿Por qué hemos de ser tan duros con Jesús? Si Él nos amó primero y totalmente, cómo no corresponderle?

¡Qué misterio tan inabarcable, tan profundo, tan inexplicable, el misterio del Dios de los católicos, del único Dios, pero digo de los católicos, porque a nosotros, por su Hijo, nos ha sido revelado en mayor plenitud que a los judíos o mahometanos, porque todas las religiones tiene rastro de Dios.

Nuestro Dios nos pide amor en libertad, desde la libertad, no por obligación. Esto es lo grande. Se rebaja a pedir el amor de su criatura pero no la obliga. Y esa criatura responde: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman», como nos enseñó el ángel en Fátima, en nombre de la Virgen.

 

 

1.4. Debemos amar a Cristo porque el cristianismo esencialmente es una Persona, Jesucristo, antes que verdades y mensaje y celebraciones.

 

       La religión cristiana esencial y primariamente es una persona, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, antes que conocimientos y cosas sobre Él. Cristiano quiere decir que cree y acepta y ama a Jesucristo. El cristianismo es tener una relación y amistad personal con Él, tratar de amar como Cristo, pensar y amar como Él. Y en toda relación la amistad debe ser mutua. La amistad existe no cuando uno ama, sino cuando los dos aman y se aman. Entonces, si partimos de la base que ya hemos establecido, de que Él nos ama y nos ama primero, es lógico que nosotros respondamos con amor, si queremos ser cristianos, es decir, amigos de Jesús.

       Por otra parte, un cristianismo sin amistad con Cristo, es el mayor absurdo que pueda darse. Porque a nadie se le obliga a ser cristiano. Es libre. La libertad viene de la voluntad de optar y comprometerse por Cristo, todo lo cual nos está hablando de amor y correspondencia de amistad..

Sólo quien ama a Cristo puede ser cristiano auténtico y coherente. Si tú quieres serlo, has de amarlo. Lo absurdo del cristianismo es que muchos se consideran cristianos, sin conocer y amar personalmente a Cristo. Es un cristianismo sin Cristo. Un cristianismo de verdades y sacramentos, pero sin personas divinas, sin Cristo, sin relación y amistad personal con Él, no es cristianismo, no es religión que nos religa y une a Él personalmente, es un absurdo, es puro subjetivismo humano, inventad por el hombre.

 

 

1. 5 Debemos amar a Cristo porque merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor, es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra?

Por eso, a quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

(Poner aquí lo de la primera comunión)

 

1.6 Debemos amar a Jesucristo para conocerlo y gozarnos con su amor en plenitud. A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que no hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos. Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos , sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos” (Mt 25, 11).

 

1.8 Debemos amar a Jesucristo porque Él es el único Salvador de los hombres.

 

1.9 Debemos amar a Jesucristo porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24).

       Esto quiere decir que no se puede ser cristiano enserio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimientos de su voluntad por amor; nada le parece imposible al que ama.

 

 

4. Debemos amar a Cristo porque Él se quedó para eso en el Sagrario en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

 

II QUÉ SIGNIFICA AMAR A JESUCRISTO

 

Esta pregunta ¿qué significa amar a Jesucristo? Puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a Cristo.

En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos ha da el mismo Jesús en el evangelio. No consiste en decir “Señor, Señor sino en hacer la voluntad del Padre y en  guardar su palabra” (Mt 7, 21). Cuando se trata de personas «querer» significa buscar el bien del amado, dearle y procurarle cosas buenas.

Pero ¿qué bien podemos darle a Jesús resucitado, Dios infinito, que Él no tenga? Querer en el caso de Cristo significa algo diferente. El «bien de Jesús» más aún su “alimento” es la voluntad de su Padre. Por eso, amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con El la voluntad del Padre. Hacerla cada día más plenamente, cada vez con más alegría: “Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y en otro pasaje evangélico más amplio nos dice: “Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”.

Para Jesucristo todas las cualidades más bellas del amor se compendian en este acto que es hacer la voluntad del Padre, cumplir sus mandamientos. Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como la hecho Él, que no nos ha amado sólo por propia iniciativa sino porque ese es el proyecto del Padre, para eso nos ha soñado y creado el Padre por amor cuando nuestros padre más nos quisieron, y para eso existimos; y todo esto, no sólo de palabras o sueños, sino con obras, con hechos. Y ¡qué hechos, Dios mío! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

¿Qué significa amar a Jesucristo? Para nosotros, amar a Jesucristo, Hijo de Dios, significa también no sólo amarle como hombre, sino como Dios, sin diferencia cualitativa. Es más, esta es la forma que el amor a Dios ha asumido después de la Encarnación. El amor a Cristo es el amor a Dios mismo. Por eso Jesús ha dicho: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” . Como se ve es amor al Dios Trinitario: “Quien me odia a mí, odia también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios.

He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del >Padre. Cristo es Dios como el Padre. No debe ser amado en un sentido secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios Padre. En una palabra, el ideal más alto para  un cristiano es el de amar a Jesucristo.

Pero Jesús también es hombre. Es nuestro prójimo: “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Por eso, debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo.

«¡Para esto me he hecho hombre visible! –hace decir san Buenaventura al Verbo de Dios-, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti, mientras estaba en mi divinidad. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú también a mí» (Vitis mystica, 24).

Por eso, lo que yo he pretendido decir es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel inferior o en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre. Cosa que santa Teresa sintió la necesidad de expresar, reaccionando contra la tendencia presente en su tiempo y en determinados ambientes espirituales, donde amar la humanidad de Jesucristo se consideraba más imperfecto que amar su divinidad. Según la santa no hay estado espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la divinidad o en la esencia divina. La santa explica cómo una mala interpretación de la contemplación la había alejado durante algún tiempo de la humanidad del Salvador y cómo, en cambio, el progreso en la contemplación la había vuelto a conducir a ella definitivamente (Vida, 22,1ss).

 

 

III ¿CÓMO CULTIVAR EL AMOR » JESUCRISTO?

 

Soy consciente de que todo lo que he dicho respondiendo a la pregunta, qué significa amar a Jesucristo, es nada en comparación con lo que se podría haber dicho y que sólo los santos pueden decir en plenitud sobre este tema. Un himno de la Liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús, dice: «Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer, lo que es amar a Jesús» (Himno Iesu dulcis memoria).

Lo nuestro no es sino recoger las migajas que caen de la palabra y escritos del evangelio y de los santos, que son lo que  atesoran gran experiencia de amor a Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia de Cristo, de Dios, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesús. Por ejemplo, a Pablo: “para mi la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo, y éste crucificado... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, “deseo liberarse del cuerpo para estar con Cristo” (Fil 1,23); o san Ignacio de Antioquia, que de camino hacia el martirio, escribía: «Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar cn él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí» (los Romanos 2,1; 5,1; 6,1).

Pero se puede amar a Jesucristo ahora que el Verbo de la Vida no está visible para nosotros, no le podemos ver, tocar ni contemplar con nuestros ojos de carne?

San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su Ascensión, a los sacramentos de la Iglesia» (Discurso 2 sobre la Ascensión). A través de la Eucaristía, que es memorial, no puro recuerdo, sino misterio que hace presente a Cristo total, desde que nace hasta que sube a la derecha del Padre; en la Eucaristía no encontramos con el mismo Cristo de Palestina, pero ya glorificado y se alimenta el amor a Cristo porque en ella, por la sagrada comunión, se realiza inefablemente la unión con Él. Él es una persona viva, viva y existente, no difunta.

Hay infinitos modos y caminos para amar a Jesús. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Puede ser su Palabra leída, meditada, interiorizada. Puede ser el diálogo con el amigo, entre dos personas que se aman. Puede ser sobre todo la Liturgia, la Eucaristía, el oficio de Lectura.. En todo caso siempre es necesaria la Unción del Espíritu Santo, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a Él-

Yo voy a habar de uno que considero esencial. La oración personal, sobre todo eucarística, que según santa Teresa «oración mental... no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». (Ver mis temas).

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier forma de seguimiento, es hacer de Él es gran ideal de su vida, el héroe del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de Él a todos los demás. No hay vocación más bella que esta. Marca a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. Un sello indeleble de sangre.

 

 

 

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JESUCRISTO;

 

 MAXIMILIANO GARCÍA CORDERO O.P.

 

PRÓLOGO

 

La historia del mundo occidental se divide en dos mitades: antes y después de Cristo, porque la irrupción del mensaje evangélico en la sociedad greco-romana la fue trasformando lentamente con el testimonio de los mártires hasta informarla desde la estructura estatal a partir de la paz de Constantino. Desde entonces hay un cambio de perspectiva, aunque sólo a partir del s. VI se inicia el cómputo de la era cristiana sustituyendo a las tradicionales de Grecia y Roma, Hace dos mil años surgieron unas ideas paradógicas que buscaban la salvación del hombre, dando sentido al dolor y a la muerte. Y el sembrador de estas ideas elevadoras fue un artesano de Galilea que proclamó un mensaje espiritualista en un rincón del imperio romano fuera de los centros intelectuales de la época. Su vida entera es una paradoja, y toda su doctrina está salpicada de paradojas sublimes. No es un sabio que ha frecuentado las aulas de Atenas, Alejandría o Roma, no es un filósofo que elabora esquemas mentales abstractos y se pasea burguésmente con sus discípulos de la clase social selecta por el «Academos» o el «Liceo» de Atenas. Es un modesto artesano que vivió treinta años en la oscuridad de un taller de Galilea, y que llevado de un misterioso llamamiento interior, se lanzó a predicar la Buena Nueva o Evangelio de salvación y liberación espiritual al pueblo sencillo y rudo de pescadores, artesanos y agricultores, que te- nían poco que ver con las exigencias puritanas de los rabinos de Jerusalén.

Todo en la vida de Jesús es paradoja: su persona (Hombre-Dios), sus colaboradores (rudos pescadores: «luz del mundo»), y su doctrina (la felicidad en el sufrimiento y la renuncia). Pero sus palabras responden a las exigencias más profundas del corazón humano. Por eso, aunque su mensaje va dirigido a gentes campesinas y sus palabras reflejan un color netamente local y provinciano, tienen un contenido universalista que se convertirá en patrimonio de las almas más nobles de todas la latitudes, porque nadie ha sabido pulsar como el Profeta de Nazaret los más íntimos latidos del corazón humano, porque sus palabras recogen lo más profundo de las inquietudes y aspiraciones del hombre, y le abren horizontes infinitos, los únicos que pueden llenar la profundidad del alma humana.

 El rudo Pedro captó en su dimensión profunda el mensaje del Maestro: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Nadie en la historia ha hablado como Jesús de Nazaret, por lo que sus palabras suscitan en el hombre los sentimientos más nobles y la más generosa entrega a los ideales ennoblecedores: E. Renán declara que Jesús ha creado la más bella enseñanza práctica que la humanidad ha recibido..., en el Sermón de la Montaña ha proclamado la apoteosis del débil, el amor al pueblo, el gusto del pobre, la rehabilitación de todo lo que es humilde, verdadero e ingenuo... Cada uno de nosotros le debe lo mejor que tiene (Vie de Jsus, París, 13. edición, p. 125). Y A. Harnack escribe: Jesús ha sacado a la luz por primera vez el valor de cada alma humana, y nadie puede deshacer lo que él ha hecho. Cualquier actitud que se tome ante él, es necesario reconocer que en la historia es él quien ha elevado a la humanidad a esta altura (A. Harnack, Das Wessen des Christentums, 1901, p.

44). Y el humanista J. J. Rousseau se extasía ante los contrastes del Rabí galileo: ¡Qué dulzura, qué pureza en sus costumbres! ¡Qué gracia en sus instrucciones! ¡Qué elevación en sus máximas! ¡Qué presencia de espíritu, qué finura y justeza en sus respuestas! ¡Qué imperio en sus pasiones! ¿Dónde está el hombre, dónde el sabio que sabe sufrir obrar y morir sin debilidad y ostentación? Cuando Platón pinta a su «Justo» imaginario cubierto de oprobio, de crimen, y digno de todos los precios de virtud, pinta rasgo a rasgo a Jesucristo. La semejanza es tan clara, que todos los Padres la han sentido... ¿ Qué prejuicios, qué ceguera no es preciso tener para comparar a Sócrates con el hijo de María? (Alusión a la despectiva opinión de Voltaire que decía que Jesús era un Sócrates campesino, un moralista fracasado sin el refinamiento del filósofo ateniense). Sócrates, muriendo sin dolor, sin ignominia, sostiene fácilmente hasta elfin su personaje; y si esta muerte no hubiera honrado su vida, se dudaría si Sócrates, con todo su espíritu, no fue otra cosa que un sofista. Se dice que inventó la moral, pero otros antes que él la habían puesto en práctica. No hizo sino decir lo que otros habían hecho; no hizo sino poner en lecciones sus ejemplos... Antes de que él hubiera definido la virtud, Grecia abundaba en hombres virtuosos. Pero ¿dónde había aprendido Jesús entre los suyos esta moral elevada y pura de la que él sólo dio lecciones y ejemplos?... La muerte de Sócrates, filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dulce que se puede desear; pero la de Jesús expirando en la cruz en los tormentos, injuriado, burlado, maldito de todo su pueblo, es la más horrible que se puede temer. Sí; si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y muerte de Jesús son de un Dios... J. J. Rousseau, Emile 1, IV).

Por eso Jesús de Nazaret es el gran enigma de la historia. ¿De dónde le viene su superioridad? En la historia de las religiones no se encuentra paralelo. El que no tiene fe le cataloga como superhombre, como fuera de serie. Para el que tiene fe, la clave está en que pertenece al mundo divino sin dejar de ser hombre. Renán le ofrece su canto de despedida: ¡Descansa ahora sobre tu gloria, noble luchador! En adelante, a salvo de las miserias, de la fragilidad, asistirás desde las alturas de la paz divina, a las consecuencias infinitas de tus actos... Por miles de años el mundo va a depender de ti. Blanco de nuestras contradicciones, serán la enseña a cuyo alrededor se reñirá la más enconada batalla. Mil veces vivo, mil veces más amado después de tu muerte que durante tu paso por la tierra, de tal manera llegarás a ser la piedra angular del humano linaje, que arrancar tu nombre de este mundo, será removerlo hasta los cimientos... Completamente vencedor de la muerte, toma posesión de tu Reino, en el que te seguirán, por el camino real por ti trazado, siglos de adoradores.
Porque lo que el corazón humano pide son horizontes infinitos y eternos, promesas de rehabilitación y de felicidad indefectibles. Todo lo demás es lo que reza el epitafio de la catedral de Toledo: «Pulvis, cinis, nihil!» (Polvo, ceniza, nada). Porque ni los grandes conquistadores, ni los forjadores de reinos, ni los creadores de la cultura humana tienen «palabras de vida eterna». Y por eso sus nombres son un simple recuerdo en la marcha de la historia. Porque el hombre necesita que se dé un sentido a sus inquietudes lacerantes y a sus angustias vitales. Y el progreso y la técnica no han hecho sino ponerle del modo más cruel y descarnado ante el gran vacío del alma, ante la tragedia de la existencia, desconectada de toda dimensión trascendental, que se le presenta corno un paréntesis entre dos nadas.

Estas SEMBLANZAS DE JESUS formaron parte de mi libro titulado JESUCRISTO COMO PROBLEMA, que tuvo dos ediciones en los años sesenta. Creemos que pueden ser útiles para acercarnos al misterio del Profeta galileo, que nos legó su mensaje de salvación hace dos mil años, que sigue siendo una «locura» para los sabios y autosuficientes, pero es la «locura de la cruz» que es la gran paradoja de la historia. No se trata de gozarse en el dolor, lo que sería puro masoquismo, sino de dar sentido al dolor y a la misma muerte, porque la vida humana es más que un fulgor entre dos abismos de tinieblas. El hombre moderno se siente insatisfecho, acosado por el tiempo y el ambiente materialista con ansias de liberación que él no encuentra. Los manuales de historia de la filosofía son un cementerio de opiniones. Cada generación trata de dar solución a los grandes interrogantes: ¿De dónde venimos, qué somos y a dónde vamos? Pero las opiniones de las mentes más excelsas entierran a las de los predecesores. Por eso alguno ha dicho que la filosofía es un manicomio, donde las mentes mas preclaras se contradicen acerca de los grandes interrogantes del espíritu humano, que esencialmente es inquisidor y dubitativo. Y ahí esta su grandeza y miseria. No tienen «palabras de vida eterna» porque el hombre es el punto de intersección entre el espíritu y la materia con sueños de ángel e instintos de bestia, un ser internamente disociado entre lo reflexivo y lo instintivo, entre el alma y el cuerpo. Por lo que su vida es un conflicto permanente sin poder encontrar el equilibrio entre lo espiritual y lo material. Ahí esta la grandeza y servidumbre del ser humano. San Pablo, escribiendo a los fieles de Roma, refleja esa tensión interior, diciendo que hace lo que no quiere y quiere lo que no hace (Rom 7, l9s.), lo que ya había formulado el poeta Ovidio: Video meliora, probo que, pjora sequoi Porque el hombre es víctima de una doble polarización, pues soñando con un ideal espiritualmente superior, no encuentra su quietud con las satisfacciones corporales. Ese dualismo interior del hombre es consecuencia de que con su razón e imaginación puede conquistar nuevas fronteras, en contraposición a los animales, que encuentran su quietud en la satisfacción de sus instintos inmediatos.

Bajo este aspecto el hombre siente nostalgia de un «paraíso perdido» con el que sueña. Tolstoi afirma paladinamente que Cristo enseña a los hombres que dentro de ellos hay algo que los eleva sobre esta vida con su angustia y su placer El que comprende y acepta la doctrina de Cristo tiene el sentimiento del pájaro que hasta ahora no sabía que tenía alas para volar y de repente se da cuenta de que puede volar, que puede ser libre y que no tiene nada que temer Porque Jesús lanzó el gran lema de salvación: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32), es decir, la justa valoración de las cosas de este mundo en relación con el Reino de los cielos, con un
j sentido trascendente de la realidad terrenal, nos dice que todo lo de aquí, con sus satisfacciones y frustraciones, es algo provisional frente a lo «único necesario» (Lc 12,32): la salvación eterna.

No es fácil perfilar unas SEMBLANZAS DE JESUS, porque sus reacciones personales son inesperadas y llenas de misterio, como lo es su persona. Abrir las páginas de los ¡ Evangelios es como entrar en una joyería en la que hay tan¡ tas joyas y perlas preciosas (hechos y dichos) que no se sabe qué escoger. Porque los Evangelios son una antología o florilegio de dichos y hechos que se han redactado una genera- ción después de la muerte del Maestro galileo. Reflejan di- versas tradiciones orales y escritas, como se nos dice en el prólogo al tercer Evangelio (Lc 1,1). Y de los dichos y hechos los redactores han reunido y seleccionado el material de la tradición conforme a sus esquemas teológicos propios. La secuencia cronológica es difícil; y tenemos que contentarnos con admitir una primera fase de predicación en Galilea y otra en Jerusalén poco antes de su sacrificio en la cruz. El resultado es como un grandioso mosaico en el que faltan muchas piedrecitas o teselas. Por eso al tratar de perfilar las SEMBLANZAS del Maestro tenemos que admitir que el resultado es muy incompleto. Todos los hechos y dichos de Jesús flotan en un trasfondo maravilloso, y no podemos catalogarlos en esquemas psicológicos convencionales, porque como dice el judío Kafka, no creyente, la figura de Jesús es chorro de luz y hay que cerrar los ojos para no sentir vértigo.


Con todo, a través de los cuatro Evangelios encontramos en los dichos y los hechos del Maestro un reflejo parcial de su personalidad que nos deslumbra y nos invita a seguirle. En estas páginas, después de tratar de ahondar en el misterio del «alma de Jesús» tratamos de sorprender su semblanza espiritual, moral, intelectual, psicológica, temperamental. Naturalmente, que esto tiene que tener carácter de ensayo con muchas deficiencias, porque la figura de Jesucristo desborda todos los contenidos de la ciencia experimental. Y tenemos que considerar a su persona única, aureolada por el misterio de la fe, que como tal, es incatalogable. Nosotros imaginativamente tenemos en la mente al hombre ideal humano, y pensando en diversos personajes de la historia, la figura del Profeta de Galilea trasciende a todos. El admirable Sócrates en sus enseñanzas y su vida conforme a los postulados éticos se regía sólo por la razón, mientras que Jesús se guía por la fe en un Dios que es Padre providente al par que Juez de la historia. Sus parámetros no son los meros racionales. Como Profeta, difiere del ideal del «sabio» helénico. La moral ético-natural tiene su culminación y tipo ideal en el Sócrates condenado injustamente a la muerte, bebiendo la cicuta con toda elegancia y serenidad en medio de sus amigos los «sabios» atenienses. Es la culminación de un ideal de virtud. Su muerte consagra su doctrina y su persona. Pero Jesús es un Profeta que vive en tensión de fe a la vista de la cercanía del Reino de Dios que va a implantarse, lo que exige conversión, pues toda la teología judaica está transida del complejo de culpabilidad ante el Dios del Decálogo y de la Ley, pues cualquier transgresión de ésta es un desafío a la soberanía divina, mientras que para el «sabio» griego la transgresión o amartia es desviarse de las exigencias de la pura razón. El hombre, como animal racional, debe controlar sus instintos dentro del ideal «aurea mediocritas» o del «ne quid nimis». Pero Jesús en su mensaje exige más de lo que pide la razón, no basta el tsadkj o «justo» que se amolda a los preceptos de la Ley mosaica, sino que el que le siga tiene que «negarse a sí mismo» contrariando a sus ilusiones y satisfacciones naturales, pues tiene que «ser perfecto como Dios es perfecto». Es una idea que transciende a los planteamientos racionales como ideal de perfección, pero para asegurar la «vida eterna» basta cumplir los preceptos sociales del Decálogo (Mt 19,16), aunque añade que la puerta que conduce a ella es estrecha (Mt 7,14). Es la gran aporía de la tensión de fe hacia una meta que es difícil de conseguir. Jesús en sus manifestaciones vivía en tensión de fe hacia la realización del Reino, que tiene su inicio en esta vida, pero que culmina en la del más allá. Al mismo tiempo se siente como Juez de la historia, asociado al Dios Padre (Mt 25, 3 1-46). Por eso no es posible aplicar al Jesús de Nazaret criterios de comprensión de la psicología normal humana, porque en él lo natural y lo sobrenatural se superponen e imbrican sin poder disociar ambas perspectivas. Por eso es el gran enigma de la historia.


Salamanca, 26 de mayo de 1996. Solemnidad de Pentecostés FRAY MAXIMILIANO GARCÍA CORDERO O.P.

 

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INTRODUCCIÓN:F. ALVAREZ

 

De todos es conocido el deseo del hombre que quiere ser dios. El Génesis recuerda al demonio invitando a los padres de la humanidad a comer la fruta prohibida: Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. ¿Quién no vislumbra en sí mismo a un pequeño diosecillo? ¿Quién no tiene conocimiento de hombres dioses, convertidos en genocidas de la humanidad? No son menos poderosas a la vez las ansias de la humanidad suplicando a Dios que baje a redimirnos de nuestras miserias. Entre estos dos grandes sentimientos se encuentran las manifestaciones religiosas de todos los hombres que miraron al cielo. La historia de las religiones gira en tomo a hombres convertidos en dioses y a dioses encamados en hombres. ¿Es esto un mero sueño? Los cristianos tenemos una respuesta: En Cristo se cumplen los deseos de la humanidad y el amor infinito de Dios al hombre, en Cristo hemos sido elevados y unidos a Dios rebajándose él a la condición de hombre.

La humanidad ha conocido a muchos salvadores, pero Jesús es distinto de todos ellos. No es uno más entre tantos falsos dioses. Pertenece a la historia y por ello en nada se parece a los dioses de la mitología pagana. En la antigua religión de la India el dios Vishnu se encarna en Krishna y en Rama, formando dos personas concretas que deben ser adoradas, haciéndose presente a la vez en cuantos llegan a ser budas. Mahavira es para sus seguidores otro dios encamado, presente también en cuantos se convierten enjainas. El Budismo del Gran Vehículo admite la existencia de muchos budas que otorgan a los fieles la salvación de su infelicidad. El dios Marduk de los babilonios cura todos los males fisicos, es misericordioso y resucita a los muertos. El dios Mitra, originario de los persas, era el símbolo de la luz divina para sus creyentes. En la religión de los misterios órficos los fieles devoran las carnes crudas de un cabrito esperando la salvación del dios Dionysos. La Afrodita de los griegos y la Venus de los romanos, la frigia Cibeles, los dioses Isis y Osiris de Egipto son dioses salvadores para sus pueblos y héroes civilizadores para sus antepasados.
La lista sería interminable si añadiéramos los nombres de los héroes de los pueblos y soberanos que han sido exaltados y venerados como divinidades. Los césares augustos han abundado en todos los países. Fueron de verdad afortunados y bien honrados por sus aduladores, manifestándose de forma vergonzosa en el mundo de la política. La divinización de los reyes y emperadores en Babilonia, Grecia, Egipto, Roma, etc. señala el punto más bajo en la degradación de las religiones paganas de los pueblos más cultos de la antigüedad. Müchos fundadores o reformadores de las religiones lograron igualmente honores divinos de los creyentes. En todos los casos se olvidaron de que la salvación del hombre sólo puede venir de Dios.

La salvación es, sobre todo, el perdón otorgado por la misericordia de Dios al pecador, causante de los peores males humanos, como las guerras, las hambres, las muertes de los seres totalmente indefensos, las injusticias, los odios, las opresiones, los négocios sucios, etc. La liberación del resto de nuestros males lo ha dejado Dios a nuestros esfuerzos científicos y técnicos, siempre endulzados con la esperanza

de una vida futura enteramente feliz. La salvación implica el arrepentimiento humilde de los pecados individuales y la voluntad segura de luchar hasta eliminar toda clase de males de la humanidad. La indigencia y la precariedad del hombre cuentan siempre con la ayuda de Dios. Sin embargo, la historia nos demuestra la existencia de innumerables salvadores que no han hablado a los hombres de la salvación de Dios. Su mensaje no era de perdón, de amistad, de reconciliación con Dios, no alimentaba ningún género de esperanza futura.

Son muy pocos, tal vez ninguno, los hombres contentos con sufinitud al estilo del viejo profesor y alcalde de Madrid, que se sientan satisfechos con los goces del mundo y los deleites materiales. En todo corazón existe un suspiro de verdad, de amor y de felicidad con referencia a Dios. Los más le dicen a Dios con San Agustín, confesando su insatisfacción terrena: Nos hiciste, Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en ti. Muchos pueblos creyeron que los dioses habían bajado del cielo a colmar nuestros anhelos, atribuyéndoles a la vez toda clase de torpezas. Millones y millones de hombres, sin embargo, creen que en Jesús de Nazaret Dios se hizo hombre para liberamos del pecado y frustración de una vida sin futuro. ¿Será esto verdad?, ¿una ilusión?, ¿un fútil deseo? Son las preguntas que quiero contestarte en este libro.

Las innumerables hipótesis racionalistas de los siglos XVIII y xix, negando la divinidad de Jesús, se han desvanecido ahogadas en sus propias contradicciones. Papini llama a estos librepensadores desertores del Ergástulo, que intentan asesinar a Jesús por segunda vez. Queda, en cambio, la indiferencia de cuantos han sufrido enorme confusión al contemplar la multitud de ideologías que pretenden la salvación del hombre en este mundo. Con todo, cuantos creen en la capacidad de la razón humana no pueden meter a todas las religiones en el mismo saco. La buena voluntad de los creyentes tampoco garantiza la verdad. La religión que ha creado la cultura occidental se merece una mayor consideración que las demás, no es comparable el Jesús de la historia con los personajes de leyendas y mitos antiguos. El Cristianismo nos está exigiendo una reflexión diferente por ser religión distinta de todas las demás. Mientras todas ellas son un esfuerzo del hombre por ponerse en contacto con la divinidad, la religión cristiana es la historia de los intentos de Dios por encontrarse con el hombre.

Antes de adentramos en estas consideraciones es preciso recordar que la fe es un problema de la inteligencia y de la voluntad. Así lo reconocen todos los teólogos, entre los que se cuentan San Agustín y Santo Tomás. Detrás de la mente y de la voluntad están siempre la luz y la gracia de Dios. Pinard de la Bullaye nos advierte, en sus célebres Conferencias de Nuestra Señora de París, que el rechazo de las religiones paganas por sus manifestaciones antropomórficas equivale a igual defecto en el que rechaza los misterios de Dios porque no caben en su mente.
El Cristianismo enseña que Dios asumió al hombre en Cristo para liberarlo del pecado, resucitando al tercer día para damos con su victoria sobre la muerte la seguridad de resucitar con él. Murió por amor a todos los hombres. Su mensaje viene del cielo. Dios te ha concedido ya la salvación como don gratuito, pero depende de tu libre voluntad la detestación del pecado y la correspondencia a la gracia divina con tus buenas disposiciones. Dios respeta siempre tu libertad. Nada se parece esto a la salvación de que han hablado los «cristos» paganos de todos los tiempos. No hay dioses salvadores, sólo Dios nos puede salvar.

El Cristianismo no es una ideología, ni un puro humanismo que defiende la fraternidad, la justicia y el amor entre todos los hombres. Tampoco se limita a restablecer entre Dios y la humanidad unas relaciones de amistad. Tiene la misión  de hacer hijos de Dios a todos los hombres para que participen ya en la tierra de la felicidad del cielo. Esto es mucho más que afinnar con Harnack que la esencia de los Evangelios consiste en la idea central de una fraternidad universal. En Cristo nos ha revelado Dios no un simple amor, sino un amor infinito. No son, pues, sacrílegos los homenajes y amor que tributamos a Jesús. Juan Boscán resumió así la más fundamental verdad cristiana: Vi que Dios me redimió / contra sí siendo cruel/y mirando bien lo de él/vi cómo se hizo élyo / porque yo me hiciese él.

En cierta ocasión preguntó Jesús a sus discípulos: ¿ Y vosotros, quién creéis que soy yo? Pedro no dudó en contestar confesando su divinidad: Tú eres el Mesías, el Ho de Dios vivo. A través de la historia han sido muchos millones de hombres los que han creído en él y muchos también los que lo han negado. Otros muchos lo han desvirtuado: He aquí los principales en cierto orden cronológico: Docetas, gnósticos, marcionitas, adopcionistas, arrianos, apolinaristas, nestorianos, monofisitas, monotelitas, socinianos, protestantes liberales, modernistas. Se trata de la lista de los más importantes herejes recordados en la historia eclesiástica. Todos tienen en común, sin embargo, una gran preocupación por Jesús, no exenta de cierto respeto, admiración y amor. También a Renán le alcanzó este ramalazo de veneración cuando afirmó en su introducción a la Vida de Jesús: Jesús es la gloria de cuantos sienten en el pecho un corazón de hombre. Muchos intelectuales judíos, japoneses y chinos, estudiosos hoy del Cristianismo, hacen suyo este pensamiento. Tenemos que reconocer a la vez que está muy extendida la postura que refleja este otro testimonio nada respetuoso con la inteligencia humana: Que Cristo sea o no sea Dios, es punto que no me interesa.., tengo otras muchas cosas en que pensar Martín Descalzo cita en la introducción a su Vida y Misterio de Jesús de Nazaret este lúcido pensamiento del célebre novelista francés, J. Malegue, autor de Augustin ou le Maítre est lá, muerto en 1.940: Hoy, lo difícil no es aceptar que Cristo sea Dios; lo dflcil sería aceptar a Dios si no fuera Cristo. Acercándonos a Cristo comprendemos mejor a Dios, separados Dios resulta mucho más lejano al hombre a la vez que se agranda su misterio. El Dios de Jesucristo acorta la distancia infinita entre la criatura y el creador, Jesucristo es nuestro Dios. Asumiendo al hombre en Cristo se ha hecho contemporáneo y partícipe de la historia de la humanidad. El diálogo, la comunicación, la palabra nos son ahora fáciles y más fácil el conocimiento que podemos adquirir de él, más allá de lo que Jesús mismo nos ha revelado del Padre, dándonos una imagen muy superior a todos los conocimientos filosóficos y religiosos de la humanidad. Sin Cristo el hombre moderno de la ciencia y del progreso creería todavía en la magia, en los espíritus o, a lo sumo, en los dioses de los griegos y romanos.

Gracias a Cristo sabemos que Dios está a nuestro lado y hace la historia con nosotros. Pero, ¿quién era este hombre, carpintero en su juventud, condenado un día a muerte de cruz? Viéndole en la cruz, entre dos delincuentes, nadie hubiera dado un céntimo por él después de su muerte. Sin embargo, cambió la historia de la humanidad, creó una cultura nueva, engulló al imperio romano y millones de hombres de todos los tiempos han sido perseguidos y han muerto por él. Su personalidad es tan rica que no puede ser retratado en una sola imagen. Hasta guerrillero y revolucionario se lo han imaginado modernamente. Para otros fue un rabino de Israel en alguna escuela desconocida educado, un buen hombre engañado, un humanista insuperado...; otros hasta negaron su existencia, mientras creían en la de Homero o Platón. Los datos biográficos de este hombre son tan secundarios que los ocultaron sus amigos. Cuatro hechos les bastaron para damos a conocer su grandeza: nació, predicó una doctrina, murió, resucitó. En estos cuatro hechos se fundamenta la verdad del hombre más grande conocido.

De nadie se ha escrito tanto como de Jesús. A nadie se le han pasado por tan estrecho cedazo su vida y sus palabras. Contra él se ha ensañado la crítica de los sabios de siempre y los famosos de ciertos medios de comunicación actuales, que no distinguen entre la zafiedad y la belleza, entre la increencia y el respeto a los demás, entre la historia y la demagogia. Pero está ahí y cada día son más numerosos los que creen en él por todo el mundo; ningún hombre de la historia ha sido tan estudiado y admirado por los no creyentes. También son bastantes los cristianos que tienen una fe en Jesús poco precisa y lo desconocen.

Confieso que me pasé toda la vida hablando de él y no quiero gastarla definitivamente sin dejar mi testimonio personal escrito. Jesús dio sentido a mi vida y quiero ayudar a otros a la búsqueda y encuentro con él. Me ha dolido siempre mucho ver cómo los hombres de este mundo materialista le son indiferentes o le abandonan. Otros me dan lástima creyendo que pueden sustituir el Cristianismo por movimientos teosóficos y espiritualistas o por el cocktail llamado New Age. Por eso me he propuesto escribir este libro sobre Cristo. EDIBESA ha publicado las doce biografias más famosas de Jesús. No se trata, pues, de una Vida más. No seré tampoco tan lacónico como el Catecismo de la Iglesia Católica, que se u- mita a exponer la fe cristiana, ni tan extenso y profundo como los teólogos en sus investigaciones cristológicas. Me doy por satisfecho tendiendo mi mano a los demás. Cristo es siempre actual porque hay quien le ama y quien le odia o pasa de largo.
En una primera parte contemplo a Jesús con la única luz de la razón humana, de acuerdo con los historiadores de todos los tiempos. Su vida, la sublimidad de su mensaje, sus poderes taumatúrgicos, su resurrección a los tres días después de la muerte y enterramiento, la propagación de su Iglesia después del aparente fracaso de su muerte son hechos históricos, que bien estudiados, hacen más aceptable y racional el acto de fe en la divinidad de Jesús que su negación. Sin embargo, el Cristianismo no necesita demostraciones teóricas, le basta al hombre su contemplación. Este hecho histórico requiere una explicación para todos los que buscan con amor.

La segunda parte del libro esta dedicada a la exposición de todos los hechos sobrenaturales acaecidos en torno a la persona de Cristo, avalado con el testimonio de Dios. Los narran los evangelistas, que son testigos de algunos de ellos y de otros han recibido información de los testigos presenciales de los mismos. Nadie puede dudar de la fidelidad de unos testigos que, según la famosa frase de Pascal, se dejaron degollar por la verdad que creyeron y nos dejaron escrita. No siendo este libro un tratado de exégesis o de hermenéutica omitimos las interpretaciones posibles de los hechos narrados.

Dedico la tercera parte a recoger los testimonios de aquellas personas que le conocieron y trataron en vida. Alguien se atrevió a decir que no hay hombre grande para su mayordomo. En cambio, muchos que conocieron y trataron íntimamente a Jesús creyeron y se enamoraron de él. No olvidamos a otros hombres, célebres en la historia del pensamiento, incluidos los más célebres del pueblo judío, que admiraron a Jesús y la sublimidad de su mensaje, pero carecieron de la fuerza de voluntad necesaria para pasar del éxtasis y credibilidad al acto de fe. Tal vez no entendieron que la fe cristiana es adhesión de la voluntad a las verdades que la luz de la razón nos muestra como creíbles. A esto se refiere San Agustín cuando decía de sí mismo que deseaba ver con la inteligencia lo que ya había creído. Este ha sido siempre el método de las escuelas teológicas, si exceptuamos el tiempo de la escolástica que dio prioridad a la razón. Santo Tomás fue más explícito: El creer pertenece a la voluntad. Para mayor claridad es preciso añadir que para ello es necesaria la gracia de Dios. La fe es siempre un don, un regalo del cielo.

Este libro no es una historia, ni una biografia, quiere ser únicamente una reflexión sobre Cristo, Dios y hombre a la vez, mediador entre los hombres y Dios, de forma que en él tenemos todos nuestra salvación. A este Cristo, que muchos prefieren llamar simplemente Jesús de Nazaret, lo aceptamos libremente por la fe. Me limitaré, por consiguiente, a exponer la verdad más profunda de este Jesús. El misterio de Dios y el misterio del hombre son aceptables a la razón humana si el hombre tiene la valentía de fiarse de Dios cuando algo divino no se puede comprender. Cuantos se acercan a Cristo y estudian su vida y su muerte trágica encuentran siempre en él algo inexplicable y suprahumano que no es posible entender. La historia del hombre y la historia de Dios están aquí entrelazadas íntimamente. El Cristo de la historia, que tanto ha preocupado a los investigadores y aun el Cristo de la Iglesia cristiana están muy lejos de toda la verdad encerrada en Cristo Jesús. Él mismo nos lo dijo: Al HU0 sólo lo conoce el Padre y aquel a quien se lo quiera revelar (Le 10, 22).

La persona de Jesús pertenece a la historia. La actitud más decepcionante ante él es la del racionalismo que comienza por negar toda posibilidad de lo sobrenatural. Con premisa semejante es totalmente imposible descubrir a Dios en Cristo. Desde este punto de vista la exégesis de los Evangelios y el estudio de su vida, mensaje, milagros y hechos maravillosos sucedidos en tomo a él hacen perder a los testigos, que escribieron los acontecimientos más importantes de su historia, toda su credibilidad. Con este método sólo vale la historia narrada por el periódico. Sin embargo, los hechos de Dios se realizan en la historia y son historia, aun cuando nos resulte necesario aplicar unas reglas de hermenéutica para ilegar a un sano discernimiento. Lo contrario sería un método antihistórico e irracional. Millones de hombres siguen creyendo en Cristo y aceptan las explicaciones más exigentes de los exegetas cristianos de todos los tiempos. Nadie como Jesús disfruta de tanta actualidad.


Los destinatarios de este libro no son los teólogos, que tienen otras fuentes de información más profundas y acreditadas. Tengo presente al pueblo cristiano, para que conozca las bases fundamentales de su fe y por ello prescindo de la crítica histórica, que dejo a los especialistas. Los creyentes tienen que saber dar razón de su fe contestando a la pregunta que un día hiciera Jesús a sus discípulos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? A todos los hombres obliga dar una respuesta a esa pregunta.No es justa la creeencia en la incapacidad de la razón para entender las cosas divinas, como propugnaron los teólogos protestantes del fideísmo y desde el modernista A. Sabatier a K.Barth. La fe se sustenta en bases racionales iluminadas por Dios. Tratando de huir de toda forma apologética he intentado exponer estos hechos según se narran en los libros santos.Mi propósito ha sido ayudar a los fieles cristianos a conocer las razones de su esperanza y a los no cristianos a descubrir el camino, que lleva a la verdad y a la vida, que dan sentido a nuestra existencia. A unos y otros pretendo recordar la respuesta de Pedro, invitado por Jesús a seguir tras las huellas de los que le habían abandonado: Señor y ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Pedro había comprendido que sin Cristo no nos quedan más que las ideologías, ciertos humanismos filosóficos, el dinero, la fama, el placer... había comprendido la frase que otro día dijo Jesús a sus apóstoles: Nadie va al Padre sino por mí.

 

LA VERDADERA HISTORIA DE JESÚS

 

LOS HECHOS FUNDAMENTALES

 

El hombre ha buscado siempre todos los lazos posibles de unión con la divinidad, imaginándose a los dioses descendiendo a la tierra y suspirando por la salvación del verdadero Dios. La historia de las religiones está plagada de mitos referentes a manifestaciones o teofanías de lo divino, que se revela en piedras, árboles, fuentes, animales, productos del campo, amuletos, astros, etc. El caso más característico de esta historia es el dios Vishnu encarnándose en su octavo avalar o descenso en la divinidad Krishna de la India. Sin embargo, que el Verbo de Dios se haya hecho hombre sin dejar de ser Dios y conservando siempre la naturaleza humana asumida por la persona divina sólo se encuentra en el Cristianismo. La humanidad nunca pudo soñar esto.

Tal vez encontremos ciertas intuiciones del corazón en las esperanzas de un Salvador para el género humano en frases atribuidas a Confucio, Zoroastro o al poeta latino Virgilio en su famosa Égloga IV. Tendrían perfecta explicación histórica estas esperanzas si llegaron a esos pueblos las esperanzas mesiánicas de Israel. Sin embargo, es preferible pensar en la bondad de Dios que se ha ido manifestando poco a poco pero la historia sigue siendo exigente ante la imaginación de la novela. Los cristianos respetamos su libertad y ofrecemos nuestro perdón.


EL CRISTIANISMO

 

El Cristianismo es Cristo, su persona y su obra. Esta religión forma parte del universo de las religiones como la más importante de todas ellas. Gracias a él Europa y el mundo heredaron las culturas de las antiguas civilizaciones, especialmente la griega y la romana; gracias a él la humanidad cuenta con una nueva civilización, que partiendo de Europa, se ha extendido por todas las naciones de la tierra. Es también la religión más importante y numerosa, con casi 2.000 millones de fieles, la más aceptada por los pueblos de cultura superior, la más admirada por los no creyentes e ilustrados de todos los países. Y también, ¿cómo no?, la más perseguida y distinguida con el encono de las más variadas fuentes humanas. El Cristianismo se funda en el hecho de la vida terrestre de Cristo, en su mensaje, en su muerte y resurrección. Entre las religiones que se presentan como reveladas es la más sublime de todas, encarnada en la persona de Jesús, que dijo de sí mismo que era la Verdad de todos los hombres.
Ni Zoroastro, ni Buda, ni Mahoma se propusieron como objeto de fe personal a sus seguidores. La religión cristiana, en cambio, gira en tomo a una persona, o mejor, es una persona en la que debemos creer, la persona de Cristo que le dio su nombre. Cristo, del griego Cristos, significa Ungido y era el nombre que daban los judíos, Messiah, al Salvador esperado durante siglos. En la religión judía eran también ungidos los reyes, los profetas, los sacerdotes, pero sólo uno llevaba el nombre de El Mesías, El Ungido, por poseer la triple prerrogativa regia, profética y sacerdotal. Con este título distinguieron en vida a Jesús sus discípulos y muchos seguidores. Se convirtió en nombre propio después de la resurrección para cuantos vieron en él a Dios y aceptaron su mensaje. Sus seguidores se llamaron cristianos en Antioquía identificándose cte este modo como miembros de la comunidad religiosa por él fundada (Hech 11, 26).

En los primeros días la religión de Jesús se llamaba el Camino y sus seguidores los Santos en los escritos de Pablo. El nombre que ha prevalecido a través de los siglos ha sido el de cristianos en relación a la persona de su fundador, inventado probablemente por los paganos de Antioquía. En la Edad Media Gonzalo de Berceo habla de la Cristianía, refiriéndose a la Cristiandad hasta que en la Edad Moderna se impuso por los racionalistas el nombre de Cristianismo.

La singularidad del Cristianismo consiste en que lo constituye la persona de Cristo. Jesús comenzó su misión predicando el Reino de Dios, que se hacía presente en su acción y en su persona. Es cristiano el que cree en Cristo, Dios y hombre verdadero, espera de él la salvación y le ama hasta el punto de hacerse hermano suyo y comprometerse en la vida siguiendo su mensaje. Ser cristiano es meter en la mente y en el corazón a esta persona. Esto es lo primero y más específico, distinto de todas las religiones. El hombre interesado en conocer el Cristianismo tendrá que estudiar a su fundador, reflexionar seriamente sobre su Iglesia y meditar en la historia de ambos.

Esta fe única e irrepetible convierte al Cristianismo en una religión distinta de todas las demás. Todas las religiones, ya lo hemos dicho, coinciden en ser un esfuerzo del hombre por ponerse en contacto con la divinidad, el Cristianismo, en cambio, es el esfuerzo de Dios por ponerse en contacto con el hombre, dialogando con nosotros y estableciendo unas relaciones de amor. La historia de la salvación comienza buscando Dios a Adán, prototipo de todos los hombres, después  del pecado en el paraíso, prosigue llamando a los Patriarcas, se repite con los profetas y culmina asumiendo a la humanidad en Cristo con todos nuestros trabajos, penas y alegrías. En él se unieron para siempre, lo finito y lo infinito, el hombre y Dios. Esta historia de salvación está mezclada con la historia, pequeña o grande, que hacemos todos cada día. Los teólogos estudiaron también durante siglos la persona y el mensaje de Cristo en relación con la ciencia y todas las realidades del mundo.

La historia de Cristo y la historia de la Iglesia por él fundada se llama Cristianismo. Esta religión es una doctrina, un mensaje, un camino o, como se atrevió a decir Newman, un partido, pero que quiere hacer de toda la humanidad una familia de hermanos. Los grandes santos y pensadores fueron después maestros que nos legaron su experiencia del misterio de Cristo con sello especial. San Agustín, San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán, Santo Tomás de Aquino, San Ignacio de Loyola, los místicos, Juan Pablo II o Teresa de Calcuta tuvieron discípulos en su forma de entender este misterio. La riqueza de la divinidad del Maestro es inagotable. Los teólogos de la liberación lo ven como el liberador de todas las opresiones e injusticias, otros como un revolucionario, los cineastas como un superstar.

Tampoco podemos olvidar ninguno de los acontecimientos sobrenaturales ocurridos alrededor de su persona ni el testimonio de sus amigos y enemigos confirmando su misión. En él todo lo divino y humano es igualmente una realidad histórica. El auténtico creyente no puede distinguir con Bultmann y los modernistas entre el Cristo histórico y el Cristo de la fe. El creyente trata con una persona, no con un mito. El acontecimiento Cristo es uno y ha sucedido una vez en la historia. El Cristianismo es la religión de los que creen en Dios, que se revela al hombre en los libros del Antiguo Testamento y se ha revelado especialmente por medio de Jesucristo. Jesús es completamente humano y divino a la vez, aunque reconocemos que es misteriosa la relación entre ambas naturalezas. Su persona, cada uno de los pasos que dio en la vida, el mensaje entregado a la humanidad, la Iglesia por él fundada, todo pertenece a la historia.

Estos son los fundamentos de la originalidad de la religión cristiana. Todos los fundadores de las religiones enseñaron una doctrina que no implicaba la aceptación de sus personas. De este modo pasaron a la historia como personas humanas concretas y nada más. En cambio, Jesús es para los cristianos mucho más que una persona histórica. Jesús vive todavía, su vida está siempre presente en su Iglesia. Su persona pertenece a la historia y desborda a la historia. La escribieron hombres de fe, pero sin olvidar, dice Hans Küng, lo que realmente ocurrió.

Desde hace dos siglos el racionalismo ha pretendido conocer mejor que la Iglesia a Cristo. Quieren desentrañar su verdad histórica con los métodos de la crítica no empleados para ninguno de sus contemporáneros. A Jesús lo conocemos mejor que a cualquier hombre de su tiempo, incluidos Augusto César o Tiberio. Pretenden de este modo explicar el misterio del hombre y del mundo sin referencia ninguna a Dios. Rudolf Bultmann con la desmitologización, el historiador del dogma Adolf von Harnack, después los modernistas Loisy y Tyrrel, entre otros, y en general el racionalismo de los dos últimos siglos tienen por falsa la imagen que la Iglesia cristiana nos ha dado de Jesús. Buscando su identidad se quedan con un hombre extraordinario, elevado a la categoría de dios al pairo de la cultura helénica de los primeros siglos cristianos. No menos serio investigador de la historia del dogma cristológico es el teólogo Alois Grillmeier. Para este investigador no deben confundirse sin más los hechos de la historia y la historia de la fe de la Iglesia, la conciencia que tiene de Jesús de Nazaret. La inculturación helénica no cambia la historia de la fe. Los apóstoles y primeros discípulos mantienen su fidelidad al mensaje recibido a costa de su propia vida, convencidos a la vez de que les asiste el Espíritu de Dios. La historia de la fe no procede por saltos, más bien se abre a campos culturales diversos. Jesús habla de su Padre Dios y de sí mismo Hijo de Dios distinto de los reyes y pueblo de Israel, que són también hijos de Dios o de los hijos de los dioses helénicos. Esta identidad de Jesús se manifiesta principalmente en su bautismo, en las tentaciones del desierto, en la transfiguración, en el proceso de su muerte y después de su resurrección. Hubieran sido necesarios muchos siglos para elevar a la categoría de Dios a un crucificado. El filósofo pagano del siglo u, Celso, no acusaba al Cristianismo de haber convertido a Jesús en Dios, sino que fundamentaba sus acusaciones en la imposibilidad de que Dios tuviera un Hijo. Sin embargo, en la más antigua Tradición de la Iglesia Dios es Padre, Dios es Hijo, Dios es Espíritu Santo dentro del ser mismo de Dios, en la comunicación de la misma divinidad.

Podemos concluir con Hans Küng que nadie puede entender mejor que la Iglesia lo que realmente ocurrió en la vida de Jesús. El historiador que la mira desde fuera se deja iluminar, sin advertirlo, con categorías extrañas al hecho salvador ocurrido en él. Les sucede como a los investigadores de los átomos iluminados con los rayos láser, que no penniten ver la realidad en sí misma sino tal como estos rayos la presentan, transformada. Las confesiones de la fe del Cristianismo de los primeros días fueron desarrollándose hasta la fórmula cristológica de Calcedonia. También esto es historia que parte de la confesión hecha por Jesús de su identidad divina. Los hechos de la juventud de Cristóbal Colón son interesantísimos para los investigadores de su historia; sin embargo, San Lucas encerró toda la juventud de Jesús es esta frase: Jesús iba creciendo en sabiduría y en gracia delante de Dios y delante de los hombres. A los cristianos nos basta saber que Jesús nació, predicó un mensaje de salvación, murió por la salvación de todos y resucitó como primicia de toda la creación. Esta es fundamentalmente su historia.

No se puede separar a Jesús de sus seguidores, reduciendo nuestros conocimientos sobre él a los datos de la historia profana y la arqueología. Los teístas de la Ilustración comenzaron a separar el Cristo de la hiistoria y el Cristo de la fe, desconectando de este modo a Jesús de su Iglesia. Algo parecido hicieron después los protestantes liberales y el modernismo. No podían comprender que el Dios creador actuara después en la marcha del mundo y de la historia. La imagen de Jesús sin su Iglesia queda totalmente en la penumbra. La Iglesia lleva dos mil años dialogando con él y trasmitiendo su testimonio de generación en generación. En él han encontrado millones de hombres el sentido de su existencia. Cuantos quisieron separar a Jesús de su Iglesia deberán aceptar que el «Jesús histórico» no puede ser conocido plenamente estudiando su historia olvidando a los seguidores que creyeron en él.


LA DIMENSIÓN HUMANA DE JESÚS


La figura de Cristo es excesivamente grande para fijarnos únicamente en su dimensión humana, como hacen muchos historiadores de la religión. Es una persona concreta en la que no es posible separar lo humano y lo divino. Escandaliza a muchos que confesemos los cristianos su divinidad porque alguien que nace, tiene hambre, sed, experimenta el sufrimiento y muere no puede ser Dios. Esta fue la primera tentación de los docetas y monofisitas; otros se niegan a reconocer que Cristo sea hombre perfecto y lo ven, como los evangelios apócrifos, totalmente divinizado, ajeno a los sufrimientos de la cruz. Unos y otros no pueden comprender que Cristo es la prueba del amor infinito de Dios al hombre y a sus criaturas expresado en forma humana. De igual manera el esquema del Mesías ideado por sus discípulos no se ajustaba al modelo que proponía Jesús. Sólo después de su resurrección comprendieron la naturaleza de su persona y que había comenzado un nuevo orden de salvación entre Dios y el hombre redimido. Sin embargo, estudiando posteriormente las características humanas de Jesús se reveló esplendorosa su divinidad.

Para la mayoría de los pensadores racionalistas la naturaleza humana de Jesucristo resulta sorprendente, maravillosa, extraordinaria. Se trata de un caso único en la historia de la humanidad que no acaban de comprender. Nos bastarían los testimonios de Rousseau, Schopenhauer, Gide, etc. El mismo Renán lo consideró el mayor profeta de la historia. Los indios Rabindranath Tagore y Gandhi fueron grandes admiradores suyos. De entre los judíos Maimónides se mostró agradecido por haber sembrado en todo el mundo la historia y los libros sagrados de su pueblo. Entre los modernos Franz Roosenzweig, J. Klausner, Martín Buber, Jules Isaac amigo de Juan XXIII, el Dr.Flusser, catedrático de la Universidad de Jerusalén, se quejan de los que lo han querido desjudaizar. Pretendiendo recuperarlo para su pueblo Schalon Ben Chorin le llamó eterno hermano. Las enciclopedias hebreas clasifican actualmente entre las fábulas la Historia de Jesús, Toledoth Jeshu, divulgada durante la Edad Media y aparecida probablemente antes en arameo, en el siglo vi, amparada en la polémica judeocristiana. Volveremos sobre este tema.

Jesús aparece en los Evangelios como un hombre cabal, probado en todo igual que nosotros menos en el pecado, asegura el autor de la carta a los hebreos. Conocemos todas sus manifestaciones humanas, así como el ambiente social, religioso y político de su pueblo y del imperio romano en el que le tocó vivir. No obstante, ahora nos interesa únicamente conocer su carácter humano. Su humanismo llega a veces hasta el enfado: a Pedro, que no acepta sus sufrimientos y su muerte le llama Satanás, a los fariseos engreídos por una falsa piedad hipócritas, sepulcros blanqueados. En ambos casos adopta la costumbre rabínica de enseñar por medio de fuertes calificativos para indicar la ira de Dios o la fealdad del pecado.

No sería justo infravalorar a los demás fundadores de las distintas religiones, mucho menos teniéndolos a todos por hombres de alto nivel intelectual, sinceros y profundamente religiosos. Ante todos nos obliga el mismo respeto que tenía San Agustín hacia los herejes. La mayoría de ellos pertenecieron a las clases altas de su tiempo, se instruyeron con los maestros de su época y enseñaron doctrinas en consonancia con el pensamiento de sus contemporáneos. Nada de esto sucedió en Jesús, el hijo del artesano. Más todavía, su enseñanza religiosa y moral fue una total novedad para su tiempo. Esta novedad y su éxito resultan excepcionalmente maravillosos. Nadie se atrevió a decir nunca que en él había bajado Dios a la tierra. Era esto un escándalo para los judíos.

Lo más sorprendente en la vida de Jesús son sus relaciones personales con Dios. Ni siquiera en ninguna de las religiones que se dicen reveladas encontramos algo semejante. Su amor a Dios y amor a los hombres hacen de su religión la religión del amor. Desde él podemos hablar del amor cristiano como novedad eterna en el mundo. Nadie ha elevado tan alto el nivel de la humanidad. Fue ejemplo y maestro para millones de imitadores y seguidores, desde él la fraternidad universal y las relaciones del hombre con Dios tienen un sentido nuevo. Jesús se cree especialmente relacionado con toda la humanidad hasta el punto de ser su título preferido el de H(/o del hombre. Ningún hombre ha inspirado tanto afecto y admiración en el gran número de personas que le conocieron, entre sus seguidores y discípulos, que dieron la vida por él. Bonhóeffer lo definió como un hombre para los demás.
Resulta imposible conocer bien el perfil humano de Cristo desde el punto de vista meramente psicológico prescindiendo de su divinidad. Toda su vida está ordenada a la salvación de la humanidad. Para eso ha venido y para eso trabaja sin descanso, prefiriendo en ocasiones el cumplimiento de su misión a la comida o al descanso. Tiene presentes todos los problemas humanos, desde la falta de vino en una boda hasta el llanto de una madre que ha perdido a su hijo único. Las masas se admiran de sus palabras, de su vida y de sus obras. Unos alguaciles enviados por las autoridades para detenerle volvieron sin él alegando que jamás hombre alguno había hablado como él.

Practicó las virtudes más opuestas como la bondad y el rigor, su oposición al pecado y el amor a los pecadores, rodeado de las mayores contradicciones. No se asusta ni deprime ante amenazas, peligros, calumnias y persecuciones. Disfruta de tal paz que habla de su muerte prevista con la mayor naturalidad. Su amor a la verdad, la fidelidad a ella y el cumplimiento de su misión las llevó a cabo con firmeza de voluntad sobrehumana. En el Huerto de los olivos se entregó a sus enemigos intercediendo por la libertad de sus discípulos. Proclamó la dignidad del hombre frente al sábado, el día de Yahvé, a la vez que exigía la más exquisita sinceridad en las prácticas religiosas. Siempre estuvo al lado de los pobres, enfermos y oprimidos. Dios es para él el padre que espera el regreso del hijo pródigo, lo abraza cuando vuelve y celebra fiesta. Bendice a los niños y defiende la dignidad de la mujer entonces infravalorada.

Jesús reúne en su persona las cualidades de los pobres, pacientes, limpios de corazón, pacíficos, misericordiosos y las del verdadero maestro que lava los pies de sus discípulos, combinando admirablemente la bondad con la exigencia. Le daban lástima las gentes desatendidas por sus autoridades, sin preocuparse de comer por escuchar sus palabras. Desestima la fama de los prodigios que hace y nos pide a todos que tengamos atención preferente por los pobres. Constantemente habla de su muerte dándole un sentido redentor para toda la humanidad. Para todos era un hombre de verdad, eso sí de una desconcertante humanidad, una persona llena de misterio.

La virtud más desconcertante de Jesús es su santidad. No era un fanático, ni un héroe o político ensalzado por los amigos, ni un visionario. Los que le conocían le tenían por un profeta resucitado. Le duelen las hipocresías, la falsa religión y el abuso de la fe sencilla de su pueblo. Mantiene su independencia frente al poder en actitud permanente de mansedumbre. Llama la atención el equilibrio de su espíritu frente a las pasiones desatadas contra él. Perdona generosamente a los que le han crucificado y momentos antes de morir se acuerda de su madre y la encomienda a uno de sus discípulos. En el sermón de las bienaventuranzas proclama felices y queridos de Dios a los que este mundo considera desgraciados. Antepone a Dios a todo y no olvida el buen uso de las criaturas. Su santidad la reconocieron sus propios enemigos buscando falsos acusadores para condenarle. Sus amigos pudieron decir con Pedro: Pasó haciendo el bien y no fue hallado pecado en él. Aparece irritado cuando son violados los derechos de Dios y siempre a la vez ofreciendo amor y perdón al hombre pecador. En él no se encuentra ningún indicio de autosuficiencia, de vanidad, de jactancia, ni afectación o exaltación morbosa.

Jesús se impone a la conciencia de los demás. Este es precisamente el rasgo más original de su moral. Seguirle es vivir como él y vivir para él de forma que todos, padre, madre, hermanos... han de ser secundarios ante él. Quienquiera portarse bien, ser santo, hacer una vida agradable a Dios tiene que amarle a él, es decir, esmerarse en practicar el bien. El Cristianismo es un camino del que Jesús es el iniciador y meta o término. Más, él mismo es el camino. Conocer a Jesús es conocer a Dios. Su moral consiste en imitarle a él, comportarnos en toda circunstancia como lo haría él.
Esta época posmoderna se caracteriza por el predominio del pensamiento débil, la indiferencia o el agnosticismo, que resulta la postura más cómoda para los intelectuales. Sin embargo, lo que más cautiva de Jesús al hombre actual es su misterio. Nadie podrá explicarse que instituyera una Iglesia formada por hombres todos pecadores, ni ricos, ni sabios, ni poderosos, ni santos en la que sean preferidos los pobres, desheredados y necesitados de perdón para que en ella se salven unidos unos con otros. San Lucas nos recuerda que su nacimiento fue anunciado primero a los más humildes, a los pastores, antes que a los sabios del Oriente. Todos los ataques contra los cristianos malos se detienen ante él, salvo en pocos casos de grosería degradante o manipulación comercial. Alguien se ha atrevido a decir que si un día despareciera totalmente la fe en Cristo su mensaje sería el más perfecto humanismo y los anticristianos de hoy se harían humanistas.

Entre los jóvenes modernos conserva todo su atractivo, aburridos de tantas cosas materiales, de droga y sexo. Así lo pregonan esas masas de más de un millón, reunidos en torno a Juan Pablo II o a su sucesor Benedicto XVI, sabedores de que únicamente les iban a hablar de Cristo. El problema más serio de esta sociedad posmoderna sigue siendo Dios, pero Dios sólo será reconocido en el mundo aceptando antes la persona de Jesús. Martín Descalzo nos recuerda en su libro Vida y misterio de Jesús de Nazaret este testimonio del escritor Malegue, que he recogido en el prólogo: Hoy, lo dflcil no es aceptar que Cristo sea Dios; lo djfícjl sería aceptar a Dios si no fuera Cristo. Sin embargo, dejamos para otro momento la reflexión sobre su divinidad, contentándonos con haber demostrado que toda su vida, gestos y palabras apuntan a ella. Jesús es un regalo de Dios al mundo, el verdadero modelo de persona al que aspiramos. Encarna la verdad y la bondad de Dios y por lo tanto toda la verdad y bondad de la que es capaz el hombre.

Todas las teorías del racionalismo y del protestantismo liberal de los siglos XIX y XX se han detenido ante el misterio de Jesús. Nada lo explica suficientemente. Todos reconocen que en él hay algo más que humano, algo divino, salvo quienes parten de concepciones ideológicas o filosóficas adoptadas con anterioridad. Algunas de sus acciones son puramente humanas, otras son divinas, otras son divino-humanas aun contempladas con nuestros ojos. Negar el anonadamiento del Verbo de Dios haciéndose hombre, el misterio de Cristo según San Pablo (Flp 2, 6-11) y la explicación del concilio de Calcedonia ha obligado a los racionalistas a buscar otra mejor, que todavía no han encontrado. Negar el misterio de Dios en él hace imposible explicar el misterio del hombre.


LA AUTENTICIDAD DE LAS FUENTES HISTÓRICAS

 

Me refiero a los Evangelios escritos por discípulos de Jesús, pero mucho más fidedignos que los testimonios paganos y judíos ya mencionados.No tenemos escritos de Jesús,tampoco los tenemos de Sócrates o de los famosos rabinos de su tiempo. La palabra griega euangélion significa buena noticia, mensaje alegre. En este sentido la refiere San Marcos a Cristo (1, 14) anunciando la buena noticia de la salvación. Cristo mismo, su vida, su persona es el mejor mensaje de salvación, el mejor evangelio. Más tarde se dio este nombre a los libros que contienen el mensaje de Jesús. Antes de ser escritos estos libros el mensaje había sido trasmitido y predicado de viva voz por los testigos. Los evangelistas se sirvieron también de la predicación de su mensaje, su muerte y resurreccción. Sus autores no son cronistas, sino que tienen conciencia de trasmitir un mensaje de salvación, que ha sucedido en torno a unos hechos de la historia. Esto nos quiso enseñar el concilio Vaticano II en la Dei Verbum (18-19) cuando habla de la historicidad de los Evangelios.
Los Evangelios interesan a todo hombre culto preocupado por los valores espiritales del hombre. En ellos está plasmada la identidad cristiana. Son a la vez el libro más importante de la literatura y cultura universal y lo son precisamente por ser Jesús la figura central de su mensaje. Fueron escritos a la luz de la fe de los primeros discípulos y compañeros de correrías por los caminos y pueblos de Palestina. El lenguaje y el estilo literario de esos hombres es muy distinto del ambiente cultural de nuestro tiempo. Sin embargo, esta misma dificultad hermenéutica los convierte en escritos universales, adaptables a todas las culturas y a todos los tiempos. Dejando esto para los especialistas en la exégesis trataré de exponer solamente los testimonios de fe de aquellos que vivieron con Jesús y murieron por él. Los exegetas tiene sus propios presupuestos buscando su historia y los fundamentos de la fe cristiana en los libros santos. Tampoco podemos olvidar que la comunidad cristiana de fieles y maestros son actualmente los garantes de la fe apostólica.


¿QUIÉN FUE JESÚS?


Es la pregunta que nos hemos propuesto responder en este capítulo.De acuerdo con estas fuentes de la historia Jesús aparece como un hombre, pero un hombre extraordinario. En su vida no hay exaltaciones ni depresiones. La nota dominante de la vida de Jesús, asegura uno de sus críticos, Adolf Harnack, es la de un recogimiento silencioso, siempre igual a sí mismo, siempre tendiendo al mismo fin. Aun sabedor de la muerte trágica que le esperaba muestra una gran seguridad en sí mismo, mantiene sereno su juicio y muestra una gran fuerza de voluntad.

Nos habló de Dios y de su Reino, dijo que había venido para evangelizar a los pobres, a los pobres de Yahvé en la fe de sus gentes. Sus palabras no van dirigidas a filósofos o pensadores, son siempre sencillas de forma que le entienden todas las gentes. Su estilo es comprensible en todas las culturas y en todos los tiempos. Sabe lo que quiere, piensa siempre en cumplir fielmente la misión que tiene encomendada y nunca es presa de ninguna forma de vacilación. Las gentes quedan maravilladas de sus enseñanzas y de su persona, sus discípulos le admiran y le quieren. Tiene amigos, asiste a una boda, come con los pecadores, siente compasión de los pobres y enfermos, defiende a una mujer que iba a ser apedreada, muestra su ternura por los niños y mira con cariño a un joven que desea saber cómo conseguir la vida eterna.

Sus discípulos le tenían tanto respeto que en muchas ocasiones no se atrevían a preguntarle. Su compresión y amor a todos eran virtudes reconocidas por todos. En cambio, se mostraba duro con la hipocresía y orgullo de los escribas y fariseos. Una sola vez estalló airado arrojando a los mercaderes del patio del templo, lugar sagrado para los judíos de su tiempo, convertido en un mercado. En realidad fue cierta actitud profética, una manera de enseñar a sus discípulos a defender los derechos de Dios. Es un idealista enseñándonos a ser perfectos como el Padre celestial, pero conociendo mejor que nadie los límites de la flaqueza humana y lo demuestra amando a los pecadores y hablando de amor y de perdón.

El más exaltado de los ateos deberá reconocer que Jesús se dejó matar libremente por defender la verdad. Le impulsó a ello el amor a los hombres y el amor a la verdad. Con la misma sinceridad dijo que era enviado de Dios para cumplir una misión especialísima y que tenía que obedecerle fiel- / mente, se manifestó como el Mesías esperado por su pueblo, el H(jo del hombre anunciado por Daniel y afirmó hasta el punto de ser condenado por ello que era Hijo muy especial de Dios. Con Dios se sentía especialmente unido, con él habla constantemente en la oración. A nadie niega su amor porque sabe que el hombre es lo primero después de Dios. Sólo odia el mal y el pecado. Su amor es totalmente desinteresado. Estaba convencido de que su muerte era la fuente de una nueva vida para la humanidad y a la vez una nueva forma de vivir.


La persona de Cristo es excesivamente rica fijándonos únicamente en su dimensión humana. De ahí la admiración que han sentido por él todos los hombres. Ningún ser humano ha inspirado tanto afecto y admiración en tanto número de personas.Unos alguaciles,enviados por las autoridades para detenerle volvieron sin él alegando que jamás hombre alguno había hablado como él. Su paz interior es tan grande que no se asusta ante amenazas, peligros, calumnias, insultos y persecuciones. Nadie podrá explicar la fascinación de las iflasas y de sus discípulos por él negándole fuerzas sobrenaturales. El Cristianismo es un misterio porque la persona de su fundador es también un misterio.

Su virtud más sobrehumana es la santidad. Por eso lo tenían las masas por más que un profeta. Lo más sorprendente en él es el equilibrio de todas las pasiones humanas, moderadas por la santidad de quien se siente íntimamente unido con su Padre Dios. En él no vemos ningún indicio de autosuficiencia, de vanidad, de jactancia, de afectación o exaltación morbosa. No es un héroe, ni un fanático, ni un político ensalzado por sus amigos. Su amigo Pedro confiesa que pasó haciendo el bien y sus enemigos tuvieron que buscar falsos testigos para condenarle.
En esta época postmoderna predominan el pensamiento débil, la indiferencia o la postura cómoda del agnosticismo.

Sin embargo, Jesucristo sigue ocupando el centro de la historia dividida en un antes y un después de él. Lo que más cautiva de él al hombre moderno es su misterio. Muchos se atreven incluso a decir que rechazan a los cristianos o a la Iglesia, pero no a Cristo. Los movimientos juveniles Jesucristo superstar o La revolución de Jesús eran en el fondo una protesta contra este mundo materialista en el que se han puesto en la picota de los valores del dinero, del placer,de las cosas y el sexo. Olvidando a Cristo el mundo occidental se olvidó de Dios.

Entonces ¿quién era Jesús? Después que hemos hecho este retrato de él siguiendo los documentos de la historia escrita por sus discípulos podemos contestar, de momento, a esta pregunta con José Luis Martín Descalzo: Era todo un hombre. Un hombre nacido en un lugar lejano del imperio romano, totalmente desconocido durante su vida de los historiadores de su tiempo, sin más conocimietos que los de un artesano, sin estudios ni trato con los intelectuales y libros de su tiempo. Un hombre así, que predica una doctrina superior a toda la filosofia conocida y subyuga durante siglos a toda la humanidad proponiéndose levantarla y salvarla ni es un intelectual, ni un simple genio, es un hombre con una inteligencia que supera toda capacidad humana.


EL MESÍAS ESPERADO

 

Jesús se presentó al pueblo judío, en la última etapa de su vida, como el Mesías, Meshiah, esperado. Con éste, de la dinastía de David, llegaría una edad de oro para Israel coincidiendo con los últimos días. Los esenios de Qumrán esperaban dos mesías, descendientes de David, el pueblo vivía también de esta esperanza. Con el nombre hijo de David se hacía una referencia al oráculo de Natán (2 Sam 7, 14). Los sinópticos emplean este título varias veces y San Mateo lo aplica también a San José para demostrar que de él vienen a Jesús los derechos a la dinastía davídica (Mt 1, 20). Los profetas, enseñaban los rabinos, no hablaron más que del Mesías y de los días del Mesías. De este modo se convirtió muy pronto en el Deseado de las gentes, siempre esperado, el Ungido de Dios e hijo de hombre. De hecho fue crucificado por presentarse como el Mesías, rey de Israel. Dentro de esta esperanza se comprende fácilmente la alegría de Andrés diciéndole a su hermano Simón: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1, 41).

La expresión Mesías es el nombre principal dado por los judíos al Salvador esperado. Después del exilio era ya el Ungido por antonomasia, el que destruiría a los enemigos de Israel e inauguraría una era de paz y de prosperidad para su pueblo. Los reyes de Israel, al igual que los reyes hititas y de Egipto, eran ungidos para significar su unión especial con la divinidad. Quedaban revestidos de autoridad divina. Por la misma razón eran ungidos también los sacerdotes y los profetas. Sin embargo, El Mesías de Dios o el Mesías del Señor era expresión aplicada únicamente al Salvador futuro. Hasta concretaron esta esperanza unos en el príncipe Zerubabel y otros en el sumo sacerdote Josué. El judaísmo oficial y la escuela de los fariseos nunca perdieron esta esperanza. La comunidad cJe los esenios esperó a otro sumo sacerdote mesiánico, descendiente de Aarón. Los manuscritos del Mar Muerto parecen insinuar también la idea de un Mesías laico. El profeta Daniel llamó al Mesías libertador hUo de hombre.
Más tarde sabemos por Flavio Josefo que las concepciones mesiánicas fueron muy diversas en el pueblo creyente de Israel. Este escritor nos asegura que muchos judíos creyeron que había llegado el momento del Mesías durante la sublevación contra Roma en los años 66-70. La misma idea alentó la lucha de Bar Kokhba y los suyos en los años 132-135. Igualmente aparecieron falsos mesías con motivo de la desintegración del imperio persa, durante la invasión árabe, en tiempo de las Cruzadas o entre las comunidades judías de algunos países orientales, en España o en Francia. Maimónides reafirmó estas esperanzas mesiánicas. El más célebre de los falsos mesías fue el judío turco Shabbetai Tzevi, del siglo xvii, que llegó a tener seguidores en el Oriente aun después de haberse convertido al Islam.

Las esperanzas mesiánicas han desempeñado un papel importante en el desarrollo del sionismo, aunque con ideas diferentes. El judaísmo moderno ha sustituido la fe en un Mesías personal por la fe en el advenimiento de una era mesiánica en la que todos los hombres estarán unidos como herma- nos en la confesión de fe en el Dios único, en un reino de verdad, de justicia y de paz. A esta esperanza mesiánica debe Israel su supervivencia superando exilios, embargos, coacciones y holocaustos sangrientos.La razón de esa esperanza, Tiqvah, la ha encontrado este pueblo en la alianza pactada con Dios y en su providencia, nunca defraudante, aun en medio de una historia llena de persecuciones.

Jesús fue aceptado como el Mesías por las gentes, por sus discípulos, por Marta, Pedro, etc. y él mismo se presentó ante el pueblo como el Mesías esperado, el que ha de venir. En el Talmud se encuentran testimonios fijando la fecha de la venida del Mesías, aunque en general los rabinos, salvo después en el tiempo de la Kabbalah, se olvidaron de esto por temor a equivocarse y por respeto al Ungido de Dios. Sin embargo, para los discípulos de Jesús llegó un momento en que las pruebas eran evidentes.
Las ideas mesiánicas estaban muy extendidas entre los judíos en este época. No es extraño que los primeros discípulos y los cristianos posteriores le dieran enseguida el nombre de Xpristós, en griego Ungido o Mesías. Algunos discípulos pensaban que restauraría la dinastía davídica y a la vez los liberaría del poder romano. Dio esto lugar a cierta reserva por parte de Jesús (Mt 16, 20;Lc 4, 41). Otros lo entendían en sentido espiritual garantizando todas las bendiciones de Dios y la libertad religiosa de Israel. Para los cristianos no había duda de que Jesús era el Mesías anunciado en los libros santos. Esto es lo que quisieron decir los primeros predicadores del Evangelio.

La mesianidad de Jesús fue proclamada ya por los ángeles, según San Lucas, con ocasión de su nacimiento. Así lo había anunciado también el ángel antes de su nacimiento y Juan lo dio a entender con motivo de su bautismo en el Jordán. Juan quería que sus discípulos lo comprobaran por sí mismos y mandó a dos de ellos para que preguntaran a Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? (Lc 7, 18-23). Jesús contestó identificándose con la profecía mesiánica de Isaías (Is 26, 9;35, 5-6;61, 1).

Para los escritores del Nuevo Testamento Jesús es el descendiente de David, el Siervo de Yahvé, que reúne en sí mismo la prerrogativa de sacerdote, rey y profeta, el triple título de la unción sagrada. Durante su vida pública confesaron los demonios su mesianidad cuando todavía dudaban los discípulos. El secreto guardado por Jesús sobre esto obedece probablemente al peligro de implicaciones políticas y a la necesidad de preparar a sus discípulos para que comprendieran su pasión y su cruz. San Pedro confesó explícitamente su mesianidad en Cesarea de Filipo, arrancando la aprobación de Jesús, que atribuyó su confesión a una revelación del Padre. Igualmente contestó explícitamente a la doble pregunta de Caifás durante el proceso que lo llevó a la muerte. Había quedado aplastada toda mediocridad. Un montón de razonamientos, escribió Pinard de la Bullaye, no bastan para alcanzar la autoridad de esta confesión de Jesús. Después de su resurrección se identificó siempre con el Mesías predicho en el Antiguo Testamento. Los profetas aunciaron el Reino de Dios y Jesús tuvo la conciencia de ser el Mesías que lo tenía que instaurar sobre la tierra.

Muchedumbres de judíos y sus propios discípulos se vieron obligados a cambiar el esquema que tenían del Mesías para acomodarse a la nueva fe en Jesús, aceptándolo a la vez como el Mesías prometido. Sus más allegados soñaron un día con repartirse los primeros puestos en el reino mesiánico. El Jesús humilde, amigo de los pecadores, el Siervo de Yahvé, que tenía que morir a manos de las autoridades religiosas y civiles de Israel tardó mucho tiempo en entrar en sus mentes. Les fue necesario verlo muerto y resucitado para comprender que Jesús había llevado a cabo una misión divina, que sólo Dios podía realizar, es decir, redimir a la humanidad de su pecado estableciendo unas nuevas relaciones de amistad de todos los hombres con Dios. Después de la resurrección comprendieron que nadie puede llegar a Dios sin pasar por Jesús, que era más que un profeta, más que el Mesías. Había venido de Dios y con él la humanidad comenzaba una nueva era de salvación.

El Mesías no tenía que saber más que los rabinos de su tiempo. Tal vez esto explique mejor que la teoría de la acomodación a la manera de pensar de los hombres de su tiempo, su comportamiento ante las posesiones demoníacas de ciertas enfermedades. Su título de Maestro demuestra cierta superioridad sobre los maestros de su tiempo. Fue más veces llamado Maestro, rabbí, que Mesías y las gentes le siguieron siempre embelesadas de lo que decía.

Muchos han sido los mesías entre los judíos, Theudas, Bar Kokhba, conmemorados también por Flavio Josefo, Shabbetai en el siglo XVII, etc. y muchos más los mesías políticos que subieron al poder prometiendo la liberación de toda clase de injusticias y salieron sin haber hecho nada, forrados de dinero. Comparar a Jesús con los mesías paganos ha sido siempre para los racionalistas una tentación para rebajar la persona de Jesús. Pero Jesús no es un mito, es una persona histórica, ni tampoco podemos elevar a los otros por encima de lo que dijo la mitología o la historia. La degradación personal de los mesías políticos de Egipto, Grecia o Roma, elevados a la categoría de la divinidad produce auténtica vergüenza. La salvación de la humanidad requiere algo más que lo prometido por los diversos fundadores de las religiones. Jesús nos salva a todos por haber dado al desnudo un poco de ropa o al sediento un vaso de agua. Morir en una cruz por aquellos a quienes se ama hace pensar seriamente en la Providencia divina.

Declararse el Mesías equivalía también a considerarse portador de una revelación de Dios, creerse capaz de realizar en su persona todas las profecías que se habían hecho del Mesías y cumplir bien la misión encomendada, sobre todo, restaurar la dinastía davídica estableciendo un reino de justicia y de paz. Jesús pretendió tener un proyecto de salvación para todos los hombres fundamentando estas esperanzas en Dios. Todo esto lo afirmó explícitamente delante de Caifás cuando dijo: Yo soy el Mesías, en el momento más crucial de su vida.El título mesiánico más usado por Jesús hablando de sí mismo fue el de hUo del hombre, que recordaba al profeta Ezequiel y la visión de Daniel (Mc 13, 26; 14, 61).

Pilato tuvo conocimiento también de que Jesús se tenía por el Mesias-rey de los judíos. Por eso escribió en la cruz: Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Sus enemigos protestaron: No debes escribir el rey de los judíos, sino que éste ha dicho: Yo soy el rey de los judíos. Séneca escribió a Lucilio: Nadie es un hombre bueno sin Dios. Pero Caifás pasó por alto su santidad y su bondad manchadas con falsas calumnias. Los muchos textos que avalan la afirmación de Jesús sobre su mesianidad están todos, según los investigadores, en la fuente Q, anterior a los evangelios. Renán, en su Vida de Jesús, así lo reconoce: Jesús dejó que le dieran los títulos de Profeta, de Mesías, de HUo de Dios, aunque no tuviese a ello ningún derecho. La persona de Jesús merece nuestra confianza sin someter a juicio previo la sinceridad de sus testigos.

Jesús es Ungido o Mesías, mediador de una revelación, maestro de la Ley. Para el pueblo uno de los profetas resucitado. Los evangelistas lo identifican con el profeta del Reino escatológico de Dios. Jesús mismo se considera poseedor de todas las cualidades anunciadas por Isaías leyendo su libro en la sinagoga de Nazaret. El pueblo y los discípulos llegaron a esta convicción viendo cumplidas sus esperanzas en Jesús. - Su actividad les convenció de ello.

Sus discípulos dieron a Jesús otros muchos nombres queriendo expresar siempre el misterio de su persona. Para ellos era el Ebed Yahweh, el siervo de Yahvé, principalmente después de la resurrección, que les hizo comprender sus padecimientos y muerte redentora por nuestros pecados. Los sinópticos resaltaron este título de Jesús también antes de su muerte. El Deutero-Isaías se refiere al Santo y al Justo, empleado también una vez por cada evangelista y por San Pedro en los Hechos. Otra imagen es la de piedra rechazada por los arquitectos, que se encuentra en la parábola de los viñadores malvados (Mc 12, 10; Mt 21, 42; Lc 20, 17). La iglesia apostólica atribuye a Jesús ser juez de vivos y muertos, redentor o go ‘el, aplicado por el Antiguo Testamento a Yahvé, salvador, hUo de David, hijo del hombre. Lucas le llama salvador tres veces y Mateo una. Fue también habitual entre los discípulos y seguidores el de Maestro o Rabí, probablemente como meramente honorífico.

En Israel eran también ungidos o mesías los profetas, los reyes, los sacerdotes. El pueblo de Israel entero era igualmente ungido de Dios, con una misión sagrada. El reino del Mesías no tendría fin. El título Siervo de Yahvé se encuentra pricipalmente en el Libro de la Consolación, de Isaías 40-55. Sus características son muy superiores a las propias de una misión meramente divina encomendada a un hombre. He aquí las principales: Juzgará a todos los pueblos, por medio de él Yahvé dará a todos la salvación, será sacrificado para salvar a toda la humanidad, enseñará la Ley de Dios a todos, será especialmente elegido de Dios, tendrá una misión divina universal, su muerte poseerá el valor de un sacrificio expiatorio por los pecados de todo el mundo, con su sangre seremos todos salvados, judíos y gentiles.No se trata, pues, de un pueblo o grupo sino de un individuo. El hUo del hombre aparece en el profeta Daniel como una figura apocalíptica. Tiene carácter trascendente y representa el triunfo definitivo de Dios en el combate escatológico, a la vez que garantiza la liberación definitiva de toda la humanidad. Será aclamado por todos y aparecerá al fin del mundo para juzgar a la humanidad.

Jesús se presentó como el Mesías sufriente que se sacrifica por los hombres. En él, decía, se cumplían las promesas hechas a Israel en el Antiguo Testamento. De este modo los poemas del Siervo de Yahvé, expresados a veces en términos de la liturgia babilónica, adquieren todo su sentido en Jesucristo, en uno de los hijos de Israel. Jesús tuvo conciencia de que con su vida, pasión y muerte, realizaba la idea de la profecía del Siervo de Yahvé. Los apóstoles vieron esto con claridad después de su resurrección.


EL ENVIADO POR DIOS

 

En cierta ocasión hizo Jesús a sus discípulos esta pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Antes, sin embargo, había querido saber qué pensaban las gentes de él y le contestaron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas (Mt 16, 13-16). Para ellos era patente el misterio de este hombre. Les sobrecogía pensar que era aquél del que hablaron los profetas, el protagonista de una nueva era de salvación para la humanidad. La palabra griega prophetes, traduciendo la hebrea naví, designa a los hombres de Dios que hablan en su nombre a los hombre de su tiempo y también los que interpretan la voluntad de Dios en el futuro inspirados por él.

La vida de Jesús para aquellos hombres era como destellos de la voluntad de Dios manifestándose en él. El término profeta tiene matices diferentes en el Antiguo Testamento. Unas veces es un mensajero de Yahvé, otras es un simple profeta que predica la justicia o santidad divina y también un hijo de David revestido de la dignidad regia y que sería salvador mesiánico. Juan el Bautista proclama que él no es el profeta (Jn 1, 2l)y señalaaJesús(Jn6, 14; 7, 52;l, 45). En la Transfiguración se le asocia a Elías y Moisés respresentando uno a los profetas y otro la legislación de la Torah.
Jesús anunció también en muchas ocasiones, con motivo de hechos concretos, que las Escrituras se estaban cumpliendo en él. Muy especialmente hizo esta afirmación después de leer a Isaías en la sinagoga de Nazaret, varias veces se refirió a las profecías que hablaban de su muerte y después de la resurrección apeló a ellas para convencer a los discípulos de Emaús de que cuanto había sucedido respondía a la previsión providencial de Dios. Porque su misión estaba anunciada por los profetas la cumplió exclusivamente dentro del pueblo de Israel, aceptando esta situación de privilegio amparándose en las Sagradas Escrituras. Con idéntíca conciencia peregrinaba a la ciudad santa de Jerusalén, observaba el sábado, leía los libros santos en la sinagoga y celebraba las fiestas religiosas de Israel.


Los evangelistas, especialmente San Mateo, trataron de dejar patente ante los cristianos provenientes del Judaísmo que en Jesús se habían cumplido las profecías del Antiguo Testamento. Mateo cita las profecías sobre la madre virgen de Isaías, el lugar del nacimiento de Jesús en Belén, según Miqueas, el ministerio de Juan el Bautista y los momentos principales de la pasión. San Juan nos recuerda que Zacarías había hablado de su entrada en Jerusalén cabalgando sobre un pollino; todos los apóstoles, según el autor de los Hechos utilizaron este mismo argumento hablando de la resurrección, de la ascensión del Señor o de la venida del Espíritu Santo; igualmente hizo San Pablo y muy especialmente el autor de la carta a los hebreos.
No es, pues, extraño que las gentes tuvieran a Jesús por uno de los profetas antiguos resucitado. La sorpresa la dio Pedro contestando por todos categóricamente: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 13) indicando una relación única de Jesús con el Padre. Jesús le replicó que esta confesión de fe había sido revelada por el Padre. Sin embargo, nos es mucho más sorprendente todavía que Jesús hablara de su filiación divina a las gentes, a sus discípulos, a sus enemigos, a las autoridades y hasta a Pilato, sabiendo que era causa de muerte. Veámoslo más detenidamente.
En el Antiguo Testamento los santos, ángeles, el pueblo de Israel de forma colectiva y el rey son hijos de Dios porque tienen una relación especial con Dios. Entre los romanos y los griegos César Augusto y otros emperadores e igualmente Alejandro Magno fueron considerados hijos de Dios porque en ellos se había manifestado el poder de Dios; el divino César de los romanos y los dioses hombres de los griegos eran conceptos totalmente ajenos a los libros sagrados de Israel. Jesús no es un hombre divinizado, sino Dios hecho hombre. Su persona y su mensaje son preexistentes. Su persona es la garantía de la resurrección y salvación definitiva de toda la humanidad.

Esta conciencia de su filiación divina la demostró actuando con total libertad e independencia, mostrándose crítico con las costumbres religiosas de su tiempo, reprochándoles interpretaciones equivocadas de la Ley o Torah, echándoles en cara su legalismo por encima de la caridad, aceptando en su compañía a pecadores y publicanos o comiendo con ellos. Para Jesús todo esto era señal de que el Reino de Dios anunciado en el Antiguo Testamento había llegado con él a la tierra. Por haberse arrogado la autoridad de perdonar los pecados entendieron los fariseos y doctores de la ley, según los tres sinópticos, que se tenía por Hijo de Dios, portador de un mensaje nuevo de salvación. Se trataba de un auténtico reto a la religión judía y por ello decidieron terminar con él.
La expresión hijo de Dios se repite con frecuencia en el Antiguo Testamento para significar la relación espiritual existente entre el hombre y Dios. La separación y la distancia entre el creador y la criatura se salvan con esta relación de amor. Mucho más absurda es todavía en ellos la idea de procreación de una criatura por parte de Dios al modo de las mitologías del politeísmo. En la literatura rabínica del Talmud y en el Zohar tiene esta expresión siempre sentido espiritual refiriéndose a la relación de los hombres o ángeles con Dios. En este mismo sentido la usamos los cristianos de acuerdo con nuestra fe.

Digamos también de paso que es mucho más común en boca de Jesús el título de hUo de hombre, expresión que sólo en Ezequiel se encuentra 90 veces hablando el profeta de sí mismo y teniéndose por uno más del pueblo. El primero en dar sentido más alto a este término fue Daniel que vio venir sobre las nubes del cielo como un hijo de hombre. Los rabinos y los libros del Nuevo Testamento dan a esta expresión venir sobre las nubes un sentido de divinidad. Se refiere, según ellos, a una persona humana, que es mucho más que un hombre. Probablemente un enviado especial de Dios. Jesús se llamó a sí mismo hijo de hombre frecuentemente, incluso ante el sumo sacerdote Caifás durante el proceso de su muerte y repitiendo palabras del profeta Daniel. El hUo del hombre tenía que venir a juzgar a todos los hombres, condenando a los impíos. Convertido en un título del Mesías se lo dio Jesús significando el enviado delAltísimo de Daniel. Jesús se ve en relación con este hUo de hombre y designa de este modo el sentido más trascendente de su personalidad, hombre divino, mientras que los apóstoles lo identificaron de este modo sólo después de la resurrección.

HOMBRE Y DIOS

Con todo, el título de más trascendencia que Jesús se dio a sí mismo fue el de Hjo de Dios. Actuó además como si se tratara de algo misterioso que los hombre tenían que descu¡ brir por medio de la fe en él. De este modo indicaba su divinidad. Esta filiación, según entendieron sus amigos y sus enemigos, que lo acusaron por ello digno de muerte, era eterna y de naturaleza totalmente distinta de la del resto de los hombres con Dios. La naturaleza humana de Cristo tenía que llevarnos a descubrir su persona, que San Juan en el prólogo de su Evangelio, los concilios y muy especialmente Calcedonia concretan en la segunda persona de la Trinidad. Afirmó que era Hijo de Dios muchas veces y muchas más lo dio a entender en su manera de actuar.

En tres ocasiones dijo explícitamente, según San Juan, que era Hijo de Dios asegurando que los muertos oirán su voz (5, 25), defendiéndose de la acusación de blasfemia (10, 36) y afirmando que la muerte de Lázaro había sucedido para que el Hijo de Dios fuera glorificado (11, 4). En otros momentos hacen esta profesión de fe Natanael (1, 49), Marta (11, 27) y otros personajes que han creído en él. Para el mismo Juan es la Palabra divina hecha carne, el Hijo único que está en el seno del Padre (1, 1, 14, 18) y escribe su Evangelio para que creáis que Jesús es el Cristo, el HUo de Dios (20,31). La parábola de los malos viñadores (Mc 12, 1-12), según el famoso exegeta J. Jeremías, parece que incialmente no era una interpretación alegórica hablando de sí mismo, el hijo matado fuera de la viña, sino más bien, una interpretación posterior de la comunidad cristiana. Sus enemigos entendieron que se tenía por igual a Dios con hechos y palabras e intentaron destruirlo (5, 18; 19,7). Este evangelista utiliza a veces la expresión unigénito referida a Jesús para que entendamos la naturaleza de su filiación (1, 14, 18; 3, 16, 18). A la vez afirmará que los hombres podemos llegar a ser hijos de Dios por medio de la fe en él, el cumplimiento de sus mandatos, el arrepentimiento de los pecados y su perdón. Por medio de él comienzan unas nuevas relaciones de la humanidad con Dios.

A los títulos ya recordados de mesías, profeta, hijo de hombre o HU0 de Dios los primeros cristianos, incapaces de expresar con palabras el misterio de Cristo, le denominaron también Señor, nombre dado a Dios, Salvador seguros de que sólo Dios puede salvar, hUo de David, apelando a las promesas divinas, siervo de Dios, recordando la profecía del siervo de Yahvé. El más acertado fue en esto San Juan calificándolo de Verbo o Palabra de Dios. Nunca podremos decir con vocablos humanos toda la realidad de los misterios divinos. San Agustín nos lo advirtió ya claramente: Si pudiste comprender algo, te ha engañado tu imaginación. Si pudiste comprenderlo no es Dios. Si en verdad se trata de Dios, no lo comprendiste (Serm 52, 16).

Jesús dio testimonio de su divinidad de muchas maneras, según puede observar el lector asiduo de los Evangelios. Curaba enfermos, resucitaba muertos, calmaba el mar, perdonaba los pecados, se consideraba superior al Templo y Señor del sábado, justificando su violación por propia autoridad y no fundado en una autoridad recibida de Dios (Mc 2, 23-28), es igual que el Padre, quien ve a él ve al Padre, quien cree en él se salva... Todo responde a un modo de proceder totalmente desconocido del pueblo judío, al que causa admiración y sorpresa diciéndose más grande que Salomón y Moisés o preexistente a Abrahán. Hablando del juicio final se manifiesta como juez universal, del que depende la suerte de cada uno de los hombres.

Se atreve a cambiar y abolir las leyes sagradas de Israel hasta el punto de que pertenece a él el entrar o salir del Reino de los cielos. Perfecciona las leyes divinas del no matarás, no cometerás adulterio, no perjurarás, amarás a tu prójimo añadiendo mandatos propios; igualmente hizo con la ley del repudio restituyendo el matrimonio a la indisolubilidad primera (Mt 5, 20-40). Su mensaje es superior al que oyeron los padres de Israel y suspiraron por oír. Incluso se atrevió a decir a sus enemigos que no podrían echarle en cara un solo pecado. En otras ocasiones afirmó que era superior a los ángeles, conocedor único del Padre y con idéntico poder o que nadie va al Padre sino por él. Verle a él era ver al Padre, con quien se identificaba plenamente. En la parábola de la viña se arroga ¡ una dignidad más que mesiánica retratándose probablemente en el Hijo del dueño al que matan los viñadores (Mt 21, 33).

Jesús da gracias al Padre porque su mensaje no se en- tiende con sabiduría y entendimiento humanos sino por revelación de Dios. Su actividad se desarrolla junto con el Padre (Mt 11, 25) y por eso lo aceptan los sencillos. El Padre y Je- sús están aquí unidos en una misma acción. Sólo el Hijo ve al Padre (Jn 6, 46) y a través de él los hombres ven a Dios (Jn 14, 9). Mateo en su genealogía nos lo muestra como el fin de la historia, Juan en el prólogo de su Evangelio identifica la Palabra con el Hijo y al Hijo con Dios.

Finalmente, en dos ocasiones afirmó de forma categórica su divinidad. A Pedro, del que ya nos hemos ocupado, le dijo que esta fe en él se la había revelado el Padre. Caifás se atrevió a exigirle una declaración con juramento ante el Sanedrin Yo te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tu eres el Cristo, el Hijo de Dios y Jesús contestó: Sí, tú lo has dicho (Mt 26, 63;Mc 14, 61). Caifás entendió perfectamente y añadió: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Por ello fue declarado reo de muerte, aplicándole la ley del Levítico. San Lucas es más explícito todavía: Tú lo has dicho: Lo soy (Lc 22, 70). San Agustín interpreta estas afirmaciones diciendo que Jesucristo es el sacramento de Dios, es decir, signo visible de algo invisible, según el mismo santo.

Lo invisible era su divinidad, aquí abiertamente confesada. Por eso tiene relaciones especiales de Hijo con Dios (Mt 11, 27), le llama Padre con sentido distinto a como lo es de otros hombres (Mc 14, 36; Lc 23, 46). Entre ellos existe una intimidad que llega al conocimiento perfecto (Mt 11, 25).El misterio de la filiación divina de Jesús lo comprendieron los discípulos después de la resurrección.

Toda la vida de Cristo se queda sin sentido si quitamos de los Evangelios las expresiones de su divinidad. El misterio de su persona, por todos reconocido, desaparece totalmente. Más todavía, el Cristianismo se convierte en un puro humanismo. Si Cristo es Dios y hombre todo cuadra perfectamente. El no creyente se ve obligado a olvidar la historia imaginándose a un filósofo, un moralista, un revolucionario o un farsante. Cristo es la esencia de la religión cristiana.

A los discípulos les costó cierto tiempo creer en Jesús Hijo de Dios. Su fe comenzó en las bodas de Caná y fue creciendo hasta que lo vieron resucitado. Lo mismo, tal vez, sucedió a sus padres José y María cuando de niño les dijo en el templo que tenía que ocuparse en las cosas de su Padre. Después de la resurrección Jesús ya no era un hombre movido por fuerza divina o inspirado por Dios. Era Dios hecho hombre, Dios y hombre a la vez. Dios mismo lo había confirmado en el bautismo: Éste es mi Hijo amado en quien me complazco. Idéntico mensaje del cielo oyeron en el monte Tabor mandando que le escucharan. Sin duda el Espíritu Santo les ayudó después a recordar cuanto habían visto y oído.

Para conocer la reacción de los discípulos ante las afirmaciones de Jesús sobre su divinidad sería preciso tener testimonios de ellos en cada momento. Fueron testigos de su vida y de su mensaje, pero sólo después de la resurrección predicaron que Jesús es el Seiior. Igualmente después de verlo resucitado comprendieron que su Evangelio era un mensaje universal destinado también a los gentiles, que él era el camino, la verdad y la vida de los hombres. Ese fue el momento de entender estas palabras de Jesús: A vosotros os he dado a conocer los misterios del Reino de Dios (Mc 4, 11).
El más explícito de todos los apóstoles es San Pablo que no se harta de llamarle Señor traducción del nombre hebreo Adonai, dado exclusivamente a Dios en todo el Antiguo Testamento, Kirios, en la versión de los Setenta. El primero en dar a Jesús explícitamente el título de HU0 de Dios fue San Pablo después de la experiencia de su conversión (Hech 9, 20). A los filipenses les dice: Toda lengua debe confesar que Jesús es el Señor En otros escritos del Nuevo Testamento se llama también a Jesús El Santo, Príncipe de la Paz, Príncipe Salvador e HUo de Dios. El incrédulo Tomás confesó que Jesús era su Señor y su Dios. San Juan lo hizo idea central de todo su Evangelio y cierra el Apocalipsis, escrita hacia el fin del siglo primero, reconociendo a Jesús como salvador de la humanidad y juez de todos los hombres con esta exclamación: Maranatha, es decir, ven, Señor Jesús.

Los evangelistas expresan la divinidad de Jesús de muchas maneras. Él no dijo explícita y directamente: Yo soy el Hijo de Dios. Lo afirmó muchas veces de forma indirecta o aprobó el acierto de esta idea en los demás. Entre otras cosas dijo que tenía su origen en Dios, que sólo él conocía perfectamente a Dios, que era igual a Dios y tenía poder para salvar a los hombres, etc. Afirmó que había gozado de preexistencia y se identificaba totalmente con Dios en sus relaciones con él.

La respuesta a este grave problema de la divinidad de Jesús ha sido muy diversa, según las culturas y los hombres a través de los siglos. El racionalismo se niega por completo a toda posibilidad del mundo sobrenatural. Fue Kant el primero en asegurar que el Absoluto no puede conocerse en la historia. En él se han apoyado después algunos exegetas para negar que Jesús afirmó explícitamente su divinidad. La razón ola no puede llevar a la fe, pero sí ayudada con la luz de Dios. La fe, en cierto modo, pertenece a la esencia del hombre, es como un anhelo de lo infinito, un suspiro por la verdad. Negar esto ha puesto al hombre moderno en una situación trágica, cerrado a toda esperanza. Jesús es para los cristianos Dios bajado a la tierra, hecho hombre en él para redimir a la humanidad en un gesto infinito de amor. Creer en los dioses ha sido siempre una ilusión de la mente humana, pero no creer en ninguno no deja de ser otra ilusión verdaderamente desgarradora del alma humana.

El mensaje de Jesús pretende crear unas nuevas relaciones de justicia y de amor entre los hombres a la vez que devolver a la humanidad una serie de favores divinos que brotan de la comunidad de salvación por él fundada para transformar el mundo. La fe cristiana no es patrimonio de culturas atrasadas, más bien, ha sido creadora de una cultura en el mundo que ha hecho las delicias de los sabios, filósofos, academias y universidades durante siglos, seguida en la actualidad por el 30% de la población mundial. Jesucristo no pertenece ni a la mitología ni a la leyenda, la fe cristiana en Dios hecho hombre no es como la metamorfosis de la ninfa Dafne en laurel al verse perseguida por Apolo, según Ovidio. El problema invita a la reflexión de todo hombre serio. Recordamos nuevamente este testimonio de Renán, en la Vida de Jesús: Jesús es la gloria de cuantos sienten en el pecho el corazón de un hombre. En la misma obra confiesa que la afirmación de Jesús sobre su divinidad le sobrecogía interiormente. En cambio, las divinizaciones de dioses y hombres en las religiones le daban lástima.
Basta leer los Evangelios para darse cuenta del testimonio de Jesús sobre sí mismo que hemos recogido sin aportar las citas, de todos conocidas. La historicidad substancial de los mismos asegura el alcance de sus palabras. Jesús se presenta con más autoridad que un profeta o un simple enviado de Dios. Es Hijo de Dios, igual a Dios. Ningún sabio de la humanidad ha sido indiferente ante este hecho único en la historia. Sin embargo, la diferencia de actitud entre los hombres es notable: Unos se han acercado a él exigiendo pruebas de evidencia, destructoras de la fe y otros con la humildad de la mente, abierta a las posibilidades del amor infinito de Dios al hombre. Jesús en materia de religión tenía conciencia de poseer la última y definitiva palabra para toda la humanidad. Su autoridad está avalada con su propia vida religiosa, valiente, santa, superior a la de cualquier otro ser humano. Acudir a la impostura o a la exaltación de un demente es una estupidez. El mismo Renán consideraba esto como una necedad mirando al éxito que tuvo, inconcebible en los necios. Nada de política, de egoísmo, de complacencias a la carne, entrega total y absoluta con alma limpia a la predicación del Reino de Dios. ¿Es posible una vida más virtuosa? Jesús, insistimos, se da a sí mismo con frecuencia el título de hijo del hombre aludiendo explícitamente a la profecia de Daniel. Marcos lo recuerda 14 veces, Mateo 30, Lucas 25, Juan 13. Significa el hombre, pero un individuo concreto, recordando también a Esdras y Enoc. La historia de Jesús y la escatología se unen en el hijo del hombre (Mt 24, 1-25). Se trata, por consiguiente, de un hombre que posee caracteres divinos. Sus discípulos le llaman también Señor, Kirios, nombre dado a Dios.Los romanos daban ese título al emperador, que recibía el mismo culto que los dioses; pero los judíos lo reservaron eclusivamente para Yahvé. Los discípulos se lo aplicaron a Jesús principalmente después de la resurrección y San Pablo lo convirtió en una profesión de fe: Jesucristo es el Señor (Flp 2, 11). Para los cuatro evangelistas es nombre divino. Sólo Lucas se lo da a Jesús 18 veces antes de la resurrección.

Estos títulos juntos se los dieron también los primeros cristianos sabedores de su coincidencia con la cultura griega y judía. Querían de este modo expresar su experiencia de que en Jesús se han acogido a la salvación de Dios. Estos cristianos tenían la convicción de estar en contacto permanente con Jesús por medio de su Espíritu. La persona de Jesús de Nazaret, su vida, su muerte, su resurrección, toda su realidad fundamentaba su fe en él. Las cristologías diferentes de los cuatro evangelistas se unen en una misma persona de valor inagotable. El Cristianismo es Cristo, aunque las respuestas de los cristianos sean diferentes. Hoy mismo asistimos a una forma nueva de ver a Cristo por parte de aquellos que lo consideran un liberador de los oprimidos de la tierra. Sin embargo, el Cristo histórico y el Cristo de la fe es el mismo. Con perspectivas diferentes los cristianos encuentran en él la salvación.
La exégesis que hace Schillebeeckx interpretando el sentido de las expresiones profeta, maestro, salvador, hijo de hombre, hijo de Dios, mesías, resurrección, etc.,desnudándolas de su divinidad supone que los evangelistas conocían el sentido de estos vocablos de la literatura clásica griega y latina. Ellos tienen en cuenta el sentido que les dan los libros del Antiguo Testamento, el pueblo creyente judío, las diversas corrientes religiosas y los rabinos de Israel desde antiguo. Sería demasiado suponer que Mateo, Marcos, Lucas y Juan y aun Saulo de Tarso eran unos eruditos de estas culturas. Aplicando las mismas reglas de hermenéutica al libro De bellojudaico, de Flavio Josefo, podría llevarnos a creer que era una novela de caballería.

Esta afirmación de la filiación divina de Jesús, que lo llevó al suplicio de la cruz, la ha expresado la doctrina cristiana con el nombre de Encarnación. En la cultura judía el hombre es un todo, carne espiritualizada o espíritu encarnado. En este sentido el hombre es carne y es también espíritu. El mismo Jesús habló también un día de darnos a comer su carne. La Encarnación es, pues, la unión del hombre y Dios, la unión del tiempo y la eternidad, la finitud y la infinitud.

 
LAS CREDENCIALES DE JESÚS


El profeta, dice Santo Tomás, necesita un testimonio divino que haga manifiesta la intervención en su favor de la fuerza y verdad divinas. Es esto mucho más necesario cuando el profeta asegura que habla con la misma autoridad de Dios. La parábola de Jesús sobre el rico malo y Lázaro el pobre (Lc 16, 27-31) nos demuestra que un corazón obstinado o corrompido no acepta el valor testimonial de los milagros. Los Evangelios narran más de cuarenta milagros operados por Jesús durante su vida pública. Que Jesús hizo milagros o que las gentes creyeron que obraba milagros es algo que no se puede poner en duda. Tan dificil sería aceptar su divinidad sin este poder sobrenatural como creer en sus milagros si Jesús sólo fue un maestro judío. Los testigos de su vida aseguran que tuvo poderes divinos sobre las enfermedades, sobre los demonios, la naturaleza y la muerte. Esto nos plantea el problema de la credibilidad de Jesús afirmando con múltiples hechos y explícitamente su divinidad.
Algunos científicos rehúsan admitir la posibilidad de los milagros como acciones contrarias a las fuerzas de la naturaleza, mientras los filósofos contestan que el creador pudo establecer previamente las excepciones a la ley. Tampoco, por otra parte, las fuerzas superiores perturban el orden natural. Otros se imaginan en el taumaturgo un conocimiento de las leyes naturales, fisicas o espirituales, tan profundo que hacen pensar en un milagro mayor. David Hume, filósofo escocés del siglo XVIII, llegó a afirmar que jamás se ha encontrado ningún milagro atestiguado por un número suficiente de hombres, que poseyesen buen sentido, educación e instrucción indiscutibles, como para garantizarnos el no haberse engañado a sí mismos. Sin embargo, la fe constituía en sí misma el mayor de los milagros y, en realidad, el único milagro. Este gran milagro es lo que hace creíble el Cristianismo. Para el cristiano racionalista del siglo xix Samuel Taylor Coleridge los milagros son armoniosas partes de un milagro grandioso y complejo que deben ser asumidas por la unidad de la razón intuitiva.

Los cristianos creemos que Jesús vino a destruir todos los males de la humanidad, a restaurar su situación espiritual y moral, a curar los cuerpos y las almas como remedio indispensable para establecer unas buenas relaciones entre los hombres y Dios. Esta sería la razón de fondo en los milagros de Jesús, unas veces remediando necesidades materiales y siempre abriendo nuestros corazones a la esperanza. Quienes no quieren creer en los milagros tienen que aceptar el reto de eliminarlos de los Evangelios sin anular la historicidad del resto. Todos sabemos muy bien que la falibilidad del hombre no puede hacemos creer en la infalibilidad del filósofo o del científico. Resulta más fácil a todos creer en los milagros de Cristo que aceptar el hecho de que los hombres hayan creído en él si no hizo milagros.

Es bien sabido que milagro viene de la palabra latina miraculum y ésta a su vez del verbo miran, que significa admirarse. Se trata, pues, de algo que te hace pensar, que produce admiración, sorpresa. Acontece en nuestra experiencia y no podemos explicarlo con nuestra experiencia, pero es siempre como una flecha que te indica hacia dónde tienes que mirar. En este sentido todos los milagros son señal y signo de la presencia de Dios en el mundo, de su acción providencial en cada momento por medio de las causas segundas.

Santo Tomás define el milagro como algo que ha sido hecho por Dios fuera del orden de la naturaleza. Esto significa que cada vez que se verifica un verdadero milagro Dios hace una excepción en las leyes de la naturaleza. Pueden ser leyes fisicas, morales o espirituales. El diagnóstico acertado del milagro depende del conocimiento que tengamos de estas leyes. Todas las religiones y pueblos han creído en la posibilidad de los milagros. San Agustín se maravillaba también de los milagros que se realizaban en los templos paganos o de los que se atribuían a los rabinos de su tiempo. No es la ignorancia lo que nos lleva a creer en los milagros, es más bien, la fe en el poder de Dios que actúa providencialmente en la historia. La ciencia nos debe ayudar a seleccionar los verdaderos milagros, pero sería erróneo, anticientífico y herético negar su posibilidad tal como habló la Iglesia en el concilio Vaticano 1.

Dios quiere siempre ayudar al hombre. En todo milagro el hombre queda invitado a dialogar y a pensar en Dios. Por todos los acontecimientos de la vida nos llama Dios a este diálogo. No obra caprichosamente, no juega a los dados, declaró Einstein, después de haber descubierto la ley de la relatividad. Todos los sucesos maravillosos nos dicen algo de él o de nuestra historia con él. De ahí la necesidad de la ciencia para descubrir el verdadero milagro.

El mayor de todos, la resurrección de Jesucristo, es un hecho histórico comprobado por el sepulcro que aparece vacío y sus repetidas apariciones vivo a muchos testigos, pero se entiende mejor desde la fe porque en ella se anticipa nuestra resurrección futura. La ciencia no puede alcanzar esto. Conoce, sin embargo, las leyes naturales y por ello la Iglesia acude a los sabios para comprobar los milagros atribuidos a los santos antes de permitir su veneración. Cuanto mejor se conozcan estas leyes mejor conoceremos los milagros y podremos admirar el poder de Dios. Las premisas del panteísmo, deísmo e indiferentismo del siglo XIX iniciaron ya su retirada a medida que la ciencia fue abandonando el determinismo de las leyes físicas y se fue haciendo más cauta ante los misterios del mundo.

Dios puede hacer milagros en todas partes. Limitarle este poder sería lo mismo que limitarle su amor a todos los hombres. Mas no estamos obligados a admitir todos los milagros atribuidos a los dioses de las religiones politeístas, los que se operan en torno a la Meca, en las orillas del Ganges, en las logias ocultistas o en los que el pueblo cristiano atribuye a los santos. La ignorancia, la credulidad popular, la magia, la superstición juegan una papel importante en estos hechos. El milagro verdadero se muestra siempre con criterios de credibilidad que deducimos de la santidad del taumaturgo, del fin obtenido, de las circunstancias, de los medios empleados, etc. De ahí la necesidad de los estudios científicos cuando sea necesario. No todos los auxilios que recibimos son ayudas extraordinarias del cielo, ni el milagro atestigua la totalidad de un movimiento religioso. San Agustín y Santo Tomás sólo aceptan la autoridad del milagro para aquello concreto que ha intentado el taumaturgo.
En todas las religiones ha sido frecuente destacar su fe en la protección de los dioses. Sabemos también que en la historia de Grecia y de Roma era normal entre los escritores lo que se ha llamado la exaltación del héroe, atribuyendo a los hombres famosos del pasado y a los emperadores un poder divino en vida y, sobre todo, después de su muerte. Eran intermediarios entre los hombres y los dioses. El más célebre de estos taumaturgos es, sin duda, un filósofo neopitagórico, Apolonio de Tiana, del siglo 1, de cuyos milagros y artes mágicas hablan los historiadores romanos Tácito y Suetonio. Del emperador Vespasiano se dice que curaba ciegos y cojos. De Zoroastro, Buda o Mahoma cuentan idénticas maravillas sus seguidores.

Los apologistas cristianos se ocuparon desde el primer momento de poner de manifiesto la diferencia esencial con

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(LO TENGO MÁS COMPLETO EN OTRA PARTE DEL ORDENADOR)

 

PRÓLOGO

 

Escribo este prólogo, para decirte, que esta carpeta o libro que tienes en tus manos no es un estudio teológico sobre Jesucristo, que yo haya elaborado sobre la realidad humana de Jesús de Nazaret; es un conjunto de notas y lecturas, que  he meditado o predicado o leído desde los cinco o cuatro últimos años de mi seminario hasta la fecha de hoy; y como son ya, hoy precisamente, 11 de junio del 2012, cincuenta y dos años de sacerdocio, sumo en estas notas casi sesenta años de lecturas. Por eso, la mayoría de estas notas son de autores de los años sesenta. Y los son, porque los modernos que he leído sobre Jesús de Nazaret, no me gustan tanto como aquellos.

Me ha movido a elaborarlo mi amor y entusiasmo por mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero hombre; y en concreto, lo he querido realizar sobre su humanidad, sobre el hombre perfecto que es Jesús de Nazaret, porque Él llena toda mi vida y porque su humanidad ha sido el puente de salvación y unión con la Trinidad, que los Tres ha establecido por la potencia de amor del Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y  del Hijo al Padre, en que seremos sumergidos eternamente, pero que ya podemos vivir aquí abajo.

He leído, meditado y escrito varios libros personales sobre el Señor Jesucristo, sobre todo, vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía. Ahora lo que quiero, es escribir, mejor, transcribir, lo más importante, hermoso y piadoso que otros han escribo y meditado sobre Él. Aunque haya algo original o personal, repito que aquí lo que trato es de escribir lo que más me ha gustado sobre Jesús de Nazaret, escrito por otros.

Y por eso esta publicación es privada, no lesiona los derechos de autor, y se publica en carpetas para esta clase de alumnos especiales, aquellos que quieran leerlas, porque quieran profundizar en el conocimiento y amor de Jesús de Nazaret.

Tampoco digo que lo escrito aquí sea lo mejor que hayan escrito estos autores; lo que digo es que es lo que a mí más me ha gustado. Y voy a decir más: los que más me han gustado son de autores de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años… Yo no digo que modernamente no haya autores buenos; pero, para mí, no han sido superados autores de entonces, al menos desde mi punto de vista, como Kar Adan, Guardini, Columba Marmión, Maximiliano Garcia, Jean Galot, Lyonnet… y escribiendo o predicando sobre la humanidad de Jesucristo, sobre los  sentimientos, virtudes, predicación y vida terrena de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.

Repito que todo lo escrito aquí es sobre la personalidad humana de Cristo; y que no lo hago en línea de teología, sino en línea de meditación y oración, porque es el mejor camino para conocer y amar a Jesucristo, ya que a Jesucristo, su evangelio, su vida, lo he dicho muchas veces, sólo se conocen en la media en que se aman.

Advierto también que muchas veces no pondré obras y autores, porque me llevaría mucho tiempo y no acertaría a poner títulos de libros y autores, ya que la mayor parte de todas estas notas están escritas a mano, a veces sin nota referencial, algunas hace más de cincuenta años; otras, las mayor parte, fueron escritas a máquina para clases de Espiritualidad en el Seminario  o para meditación y predicación en retiros o ejercicios espirituales; y las últimas de estos quince años, escritas por ordenador.  Por lo tanto, yo las transcribo tal cual las tengo, para que les ayuden a los que las lean y mediten a conocer y amar más a Jesucristo.

Pues bien, querido lector, aquí tienes lo más importante que yo he leído y meditado desde hace sesenta años, sobre la humanidad de Cristo, único puente de salvación y unión con la Santísima Trinidad, a la que debemos todo honor y gloria, pues por ella, y solo por ella, nos han venido todas las gracias, hemos conocido al Dios verdadero, le debemos la salvación eterna y es el puente soñado por el Padre para revelarnos y pronunciar para los hombres su Única Palabra por la que todo se hizo y por la que como dice san Juan de la Cruz nos ha dicho en silencio eterno de amor y en música callada, todo lo que tenía que decirnos y que, según el doctor místico, en silencio de amor y de oración debe ser escuchas. Esto está escrito para ratos de oración y contemplación con el Amado:

       Insisto en que yo voy a tratar principalmente de la humanidad de Cristo, revelación y puente de la Divinidad. Y lo hago porque la experiencia misma nos enseña que muchos cristianos, y hasta muchos cristianos piadosos, afirman llenos de fe el dogma de la divinidad Y humanidad de Cristo, confiesan las dos naturalezas de Jesús, pero en su piedad práctica se forman una imagen de Él en que lo humano queda completamente absorbido por lo divino, en que la humanidad de Jesús aparece tan sólo a modo de forma exterior, como envoltorio visible de lo íntimo y esencial: su divinidad.

Ya no se recuerda que Cristo, según el dogma de la Iglesia, es plenamente hombre; que tiene un alma humana, una conciencia humana; que posee por completo la libertad humana de decisión y una vida sentimental puramente humana; que el temor de Dios llega también a las profundidades de su alma, Y que su conciencia, como la nuestra, se siente impulsada a clamar desde lo más profundo al Padre. En su Vida de Jesús, François Mauriac reprocha a ciertos teólogos el presentar una imagen de Cristo en la que «el hombre, este Jesús... corre peligro de desaparecer en la gloria de la segunda Persona divina (Prólogo). Y el erudito jesuita Galtier cita con aprobación lo que afirma el canónigo Masur en su obra Le sicrifice du chef (pá gin 130) : «El monofitismo, es decir, la doctrina según la cual Cristo es verdadero Dios pero no también hombre verdadero, es tentación de personas piadosas, pero ignorantes.»

La persona de Jesús de Nazaret ha dado mucho que hablar a lo largo de la historia. Para muchos Jesús fue un hombre bueno, un maestro o un filósofo. Incluso entre los mayores detractores de la religión no han faltado quiénes han descubierto en él una personalidad singular y digna de admiración.

No han sido menos profusos los intentos de dibujar el rostro de Jesús desde la orilla de la teología, donde las distintas corrientes cristológicas han abordado su persona desde la historia, la fe, la tradición eclesial y un largo etcétera que no tiene visos de concluir.

Pero, ¿por qué tanto interés? ¿Por qué volver una y otra vez sobre la misma cuestión? Para Walter Kasper está claro: toda nuestra fe cristiana se reduce a esta pregunta: «Quién es Jesucristo para nosotros hoy?» ¿Quién es para ti? Ese será tu cristianismo, tu fe, tu vida cristiana.

 

2. «EL HIJO DEL HOMBRE NO TIENE DÓNDE RECLINAR SU CABEZA»(Mt 8,20)

 
La vida pobre de Jesús


           Jesús «siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Se empobreció al despojarse de su divinidad, aparecer como un hombre cualquiera y vivir su existencia temporal, desde la cuna hasta la sepultura, careciendo de bienes materiales.

Podía haber nacido en Nazaret donde, aunque pobre, tenía una casita, pero quiso venir al mundo en Belén de Judá. Así se cumplían las Escrituras y era dado a luz en una gruta fría y desnuda, usada para establo de animales. Recién nacido fue recostado en las pajas de un pesebre, tallado en la roca (Lc 2,6-7).

Su vida no fue muy larga, y la mayor parte de ella la pasó en una modesta aldea de montaña alejada de todas las grandes vías de comunicación. Nazaret era tan insignificante que ni el Antiguo Testamento, ni el Talmud, lo nombran una sóla vez. Los geógrafos y los historiadores, como Flavio Josefo, ni lo conocen.

Aquel pueblecito tenía, en tiempos de Jesús, según el cálculo de los arqueólogos, no mucho más de ciento cincuenta habitantes, humildes agricultores, pastores y artesanos. La casa era de una sola pieza con una gruta, natural o excavada en la roca, cubierta con terrazas de tierra batida, con sus salidas para el humo, sus alacenas en la pared para la lámpara y la cerámica, y su hogar en el suelo, en el que se sentaban sus moradores y extendían esteras para el descanso nocturno. Jesús, ya adulto, se ganó la vida trabajando con sus brazos como carpintero (Mc 6,3).

En su vida pública, no puso su base de operaciones en Jerusalén, la capital, sino en un poblado de la despreciada Galilea de los gentiles, de unos centenares de vecinos, pescadores, agricultores y comerciantes. En las ruinas de Cafarnaún se pueden ver las bases de las casas del tiempo de Jesús, edificadas con toscos y grandes cantos de basalto y de una sola pieza, donde vivían y dormían en común todos los familiares. En los tiempos de calor, lo hacían en los patios comunes. Carecían de agua, que habían de traer las mujeres de la fuente del pueblo, de servicios y de desagües. Recordemos que allí los calores son asfixiantes, al estar a doscientos doce metros bajo el nivel del mar.

No tenemos un diario que nos narre con detalle las correrías de Jesús errante por aquellas aldeas y caseríos, pero los Evangelios nos suministran suficientes indicios para conocer la pobreza de su vida. El y los doce comían de la limosna de algunas piadosas mujeres agradecidas (Lc 8,2-3), tenían una bolsa en común (Jn 12,6; 13,29), pero, a veces, no disponía Jesús de una moneda, como cuando pidió una para ver su efigie y su leyenda (Mc 12,15-16), o cuando envió a Pedro a sacar una de la boca del pez (Mt 17,24-27). El día en que se retiró Jesús con sus discípulos a un lugar solitario al noroeste del lago, le siguió la multitud, y allí se vio que aquellos trece hombres, jóvenes y robustos, no llevaban para comer sino «cinco panes y dos peces» (Mc 6,38). A veces, no disponían ni aun de eso y «al atravesar unos sembrados y sentir hambre, arrancaron las espigas, las frotaron en las manos, y se comieron el grano» (Mc 2,23-28).

A un letrado que le quería seguir, le previno Jesús: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). ¡Cuántas noches dormirían sobre el duro suelo, bajo los olivos, con el manto de cabezal, a la luz de las estrellas!

Culminó su vida en la cruz, como un malhechor, en la mayor pobreza y desnudez, desposeído de su ropa, que se la repartieron y sortearon los soldados (Jn 18,23-24) y, muerto, fue sepultado en un sepulcro prestado (Jn 19,38-42).

Jesús, a pesar de que «todo había sido hecho por él y para él» (Col 1,15-17), eligió vivir pobremente y entre los pobres, la gente sencilla y despreciada. El sabía muy bien la atracción que los bienes creados, las riquezas, habían de ejercer sobre los seres humanos y nos dio ese ejemplo admirable de pobreza y de desasimiento. Ello, además, haría más creíble su doctrina y sus enseñanzas.

 

 

 

Jesús y los pobres


            Un día Jesús subió a Nazaret. Era sábado y como buen judío acudió a la sinagoga. Después de recitar el Shemá y algunas otras oraciones, se levantó para hacer la lectura de los profetas. Le entregaron un rollo, leyó unos versículos y dijo: «Hoy se ha cumplido este pasaje que acabáis de oír» (Lc 4,20).
¿Qué había leído? Aquel lugar del tercer Isaías que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque el señor me ha ungido. Me ha enviado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; para anunciar la libertad a los presos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor»
(Is 61,1-2).

En otro momento, Juan el Bautista, extrañado del proceder de Jesús, envió desde la cárcel algunos de sus discípulos para que le preguntasen: «,Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?». Jesús, refiriéndose a sus actuaciones, les respondió para que se lo comunicaran a Juan: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Y dichoso el que no se escandaliza de mí» (Mt 11,2-6).

Jesús era el ungido de Dios, el Mesías esperado, sobre el que reposaba el Espíritu del Señor. No venía como juez «con el hacha para cortar de raíz los árboles que no dieran fruto y arrojarlos al fuego,... ni con el bieldo en la mano, para limpiar su era, guardar el trigo en el granero y hacer una hoguera con la paja, que arderá siempre», como anunció Juan el Bautista (Mt 3,10-12). Tampoco llegaba para triunfar militarmente sobre los enemigos de Israel, entonces los romanos, dominar el mundo y someterlo a un nuevo imperio con capital en Jerusalén, como soñaba el pueblo. El Mesías, como lo habían predicho los profetas, era enviado para anunciar la buena noticia del reino de Dios a los pobres, liberarlos de las injusticias, de sus enfermedades, de las cárceles, de las opresiones y de la muerte. Esa era la señal de que era el ungido del Señor y de que el Espíritu de Dios reposaba sobre él.

Jesús, desde el principio de su predicación, repetía: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios» (Mc 1,15), el «reino de Dios ya está entre vosotros» (Mt 12,28).
Para los judíos el reino de Dios significaba el tiempo en que Dios se había de manifestar plenamente, intervenir y actuar en la historia y comportarse como un buen rey. Para ellos, el buen rey no era sólo el que defendía a su pueblo de los invasores extranjeros, sino, sobre todo, el que lo liberaba dentro de su pueblo, al asegurar a sus súbditos la justicia, ausente de la vida social real, ya que unos pocos ricos y poderosos explotaban y oprimían a los pobres y a los débiles. El rey ideal, por lo tanto, debía proteger al pobre contra el rico y hacer respetar los derechos de los menesterosos, de los huérfanos y de las viudas, de los oprimidos y explotados, de los despreciados y de los extranjeros.

Esta idea palpita a lo largo y a lo ancho de todas las Escrituras:
«Dios mío, confían tu juicio al rey tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a los humildes con rectitud... él librará al pobre que pide auxilio al afligido que no tiene protector; él se apiada del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres». (Salmo 71,1-4; 12-14; cf. 145,5-10).

Jesús, al proclamar que ya había llegado el reinado de Dios, decía que Dios se manifestaba ya en el tiempo y ejercitaba su poder real en favor de los pobres, de los pequeños, de los desgraciados, de los oprimidos. No por los méritos o disposiciones espirituales de éstos, sino porque ésa era la manera de ser de Dios, de reaccionar ante las injusticias de este mundo. «Eres Dios de los humildes —oraba Judit— socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados» (Jud 9,11). Y María, la madre de Jesús, resumía el Antiguo Testamento con estas palabras:


«Su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos».
(Lc 1,4655)2.

(Véanse el cántico de Ana la profetisa (1 Sam 2,1-8); Is 11,2-4; 42,1-7; los Salmos 9,10.13.19; 34,10, etc).


             Por eso, en Jesús, el enviado de Dios, el «Enmanuel», el Dios con nosotros, tenían que verse las preferencias del corazón de Dios. Para Jesús, como lo había proclamado en las Bienaventuranzas, eran dichosos los pobres, los que sufren, los
hambrientos, los que lloran (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). No porque padecieran, o porque la pobreza material involuntaria sea un bien deseable en sí misma, sino porque había llegado ya el reino de Dios, de ese Dios que les ama especialmente y en cuyo reinado ellos serán los privilegiados. Felices, bienaventurados, por la esperanza y el gozo que les proporciona el saberse los predilectos, los preferidos en el reino de Dios, que comienza ya en esta vida temporal, si bien no culminará en plenitud hasta la eterna.
Conforme con estas preferencias del corazón de Dios, Jesús, su enviado, pasó toda su vida mezclado entre la gente sencilla, pobres agricultores y pescadores, los ignorantes, despreciados por los fariseos porque desconocían la Ley (Jn 7,29); predicó la buena nueva a los pobres por aquellos campos, llanuras, montañas y en las orillas del lago, compadecido al ver que «vagaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34). En repetidas ocasiones, multiplicó los panes y los peces para dar de comer a aquellas multitudes hambrientas. ¡Con qué amor curó a los ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos, que «no le dejaban tiempo ni para comer» (Mc 6,31), resucitó a los muertos y consoló a los tristes, a la viuda de Naín, a la madre cananea, a Jairo, al oficial! Jesús, también, tuvo predilección por los despreciados de aquel orden social: los niños, las mujeres, los leprosos, los samaritanos, los pecadores y las prostitutas.
El es el Mesías por el que Dios hace justicia a los oprimidos, proclama su liberación, salva a los pobres e indefensos y manifiesta su predilección por los desheredados de este mundo. ¡Dichosos ellos que son los principales beneficiarios de la intervención de Dios!

 

Jesús y los ricos


             Jesús, como ungido del Padre e Hijo suyo, quería también que «todos ios hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Conocedor del peligro que para entrar en el reino de Dios suponían la idolatría de la riqueza y el deseo desordenado de poseer y acumular los bienes creados, nos habló de ello con una meridiana claridad y con frases lapidarias. Sólo le movían su gran amor y su misericordia.
«¡Ay de vosotros, los ricos
porque ya tenéis vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados,

porque vais a pasar hambre!
¡Ay de los que ahora reís,
porque os vais a lamentar y llorar!»
(Lc 6, 24-25).


               Caminaba Jesús por los campos de Galilea y se le acercó corriendo un joven. Se arrodilló ante él y le preguntó: «qué había de hacer para alcanzar la vida eterna». Jesús le respondió que guardar los mandamientos y, al decirle el joven que «los había guardado todos desde la niñez», le miró con amor y le dijo: «Una cosa te falta: Ve, vende todo lo que posees, y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven acá y sígueme».

El joven frunció el ceño y se marchó entristecido, porque era muy rico. El Maestro comentó: «Hijos míos, ¡qué difícil va a ser a los ricos entrar en el reino de los cielos! Más fácil será para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios» (Mc 10,17-25).

¿Por qué es tan difícil? Porque el rico con mucha facilidad se aficiona a las riquezas, se apega a ellas, se esclaviza y desea aumentarlas. Las riquezas son fuente de placeres, de bienestar, de prestigio, de influencia y de poder. El alma humana las absolutiza, las transforma en su fin, les da su corazón. Por su adquisición, conservación y aumento, el rico se vuelve insolidario y capaz de cualquier injusticia y explotación de los demás. Se ensoberbece, descansa en las riquezas, pone en ellas su seguridad. Todo esto le va cerrando a Dios, le embota e insensibiliza el espíritu y le incapacita para compartir sus bienes con los necesitados y con los demás. «El que no renuncia a todos su bienes, dijo Jesús, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

También recalcó Jesús, con la1 parábola del rico Epulón y del mendigo Lázaro, las consecuencias para la vida eterna del amor desmedido a las riquezas. Vivía Epulón vestido de lino y púrpura en un espléndido palacio, donde todos los días daba sus banquetes. A la puerta, cubierto de llagas que lamían los perros, estaba sentado Lázaro, deseoso de calmar su hambre cori las sobras de la mesa, pero nadie se las daba. Murieron anbos. Lázaro fue transportado al seno de Abrahán y el rico arrojado al abismo. Epulón vio de lejos a Lázaro junto a Abrahán y le pidió que, apiadado de tantos tormentos, le enviara a Lázaro con la punta del dedo mojada en agua para que refrescara su lengua. Abrahán le contestó: «Hijo, recuerda que en vida te tocó lo bueno a ti y a Lázaro lo malo, por eso ahora él encuentra consuelo y tú padeces. Además, entre nosotros y vosotros se abre una inmensa sima y, por más que quiera, nadie puede cruzar de aquí para allá ni de allá para acá» (Lc 16,19-3 1).

       El pecado del rico estuvo en que, encerrado egoístamente en sí mismo y puesta su seguridad en las riquezas, se le endureció el corazón, se volvió insolidario, insensible. No pensó que los bienes materiales han sido creados por Dios para todos, que tienen un destino universal anterior a la propiedad privada y que los bienes superfluos, diríamos hoy, tienen una función social. Creyó que era el dueño absoluto de lo suyo, que podía hacer lo que quería con sus bienes, olvidándose de los demás, de que sólo era el administrador de los bienes de Dios, ante el que había de responder.

En esta vida el hombre ha de optar entre poner su corazón en Dios o dárselo a las riquezas. «Donde está tu tesoro, dijo Jesús, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Debe elegir decididamente entre amar a Dios por encima de todas las riquezas y estar afectivamente siempre dispuesto a dejarlas efectivamente en la medida que lo exija el amor a Dios y al prójimo, o se lo pida el Señor, o amar a las riquezas más que a Dios y a sus hermanos. Ambos amores se excluyen, son incompatibles, no pueden cohabitar en un mismo corazón. Como proclamó Jesús: «Nadie puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). El dinero es el símbolo del egoísmo, Dios es la generosidad y la gratuidad desinteresadas.

Entonces, se preguntará alguno con Pedro, ¿quién puede salvarse? Jesús dio la respuesta: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, que todo lo puede» (Mc 10,27). La solución cerebralmente es clara, pero vivencia1- mente muy difícil para el que ha puesto su corazón en las ríquezas. Difícil, sí; imposible, no. Dios puede dar al rico «un corazón nuevo y un espíritu nuevo, quitarle el corazón de piedra y darle un corazón de carne» (Ez 36,26). El sí puede inundar al rico de ese amor que «sin dolor deshace el amor a las criaturas» (Sta. Teresa), a las riquezas, y llenarlo del amor a los demás. Dios quiere que también los ricos se salven. Pero tienen que cambiar el corazón con el amor, que les impulsará a compartir los bienes con los necesitados y a acumular riquezas seguras e inagotables en los cielos.

Un ejemplo de ello lo ofreció Zaqueo, aquel hombre muy rico, jefe de los publicanos. Jesús atravesaba Jericó y Zaqueo quería conocerlo. Como era pequeño de estatura, se adelantó a la muchedumbre y se encaramó en un sicómoro. Al pasar, Jesús levantó la mirada y se autoinvitó. Zaqueo le recibió y obsequió en su casa con mucha alegría. Jesús con su presencia le cambió el corazón.

«Señor, dijo Zaqueo, estoy decidido a dar a los pobres la mitad de mis bienes y a devolver cuatro veces más al que haya defraudado en algo» (Lc 19,1-10). Dios sí puede salvar al rico, pues es capaz de cambiar con el amor un corazón egoísta e insolidario y hacerlo desprendido y generoso.

Jesús exhortó a los suyos a no desvivirse por lo que van a comer, a beber o a vestir, sino por «buscar, antes que nada, el reino de Dios y todo lo bueno y justo que hay en él, con lo que todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,25-34); y a que invirtieran, sí, sus riquezas, pero para la otra vida: «Vended vuestros bienes y repartir el producto a los necesitados. Hacéis así un capital que no se deteriora, un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrones que roben, ni polilla que destruya» (Lc 12,33; Mc 6,19-21).

¡Cuánto alabó la conducta de aquella pobre viuda que echó en el tesoro del Templo dos monedas de muy poco valor, pero que eran todo lo que tenía para vivir! (Lc 21,1-4). El animó a los que le seguían a dar y prestar «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,34-36) y a ayudar desinteresadamente a los que no pueden corresponde, «así la recompensa se tendrá cuando los justos resuciten» (Lc 14,12-14).

Conclusiones prácticas

             Todo cristiano debe ser pobre de espíritu en el sentido de que su corazón ha de estar entregado a Dios y a los demás y no al dinero y, por ello, no apegado ni esclavizado por sus propios bienes, sino desprendido de ellos y dispuesto a comunicarlos con generosidad a los necesitados. En el nuevo orden que Jesús vino a instaurar en la tierra, Dios y los hermanos han de ser nuestro tesoro y los bienes creados han de satisfacer efectivamente las necesidades de todos los seres humanos, hijos de Dios e iguales en dignidad.

En la actualidad, el 20% de la población mundial disfruta del 80% de las riquezas producidas al año, mientras el 80% de los hombres malviven con un 20%. Esta realidad esquizofrénica tan injusta, desigual, dura e inhumana, dama al cielo y a nuestras conciencias. La pobreza impuesta es un mal que se ha de erradicar.

A algunos Dios, como al joven del Evangelio, les llamará para darlo todo a los pobres y seguirle; a otros les inspirará la generosidad de Zaqueo, pero a todos los creyentes les exige que hagan partícipes de sus bienes a los pobres, dándoselos para cubrir sus necesidades o invirtiéndolos para darles trabajo.

Al dar, se ha de hacer con gozo, pues «Dios ama al que da con alegría» (II Cor 9,7). Su recompensa será grande aun en esta vida, pues según las palabras de Jesús: «Más feliz es el que da que el que recibe» (Hch 20,35). La única manera de ser feliz es dedicarse a hacer felices a los demás.

El siglo XVIII fue el de la revolución francesa en defensa de los ciudadanos privados de sus derechos fundamentales por las monarquías autoritarias; el siglo XIX y parte del XX han sido el de la lucha por la justicia en pro de los obreros injustamente explotados por el capitalismo salvaje; el siglo XXI ha de ser el de la liberación de los pobres del mundo. Nosotros, los cristianos, seguidores de Jesús, el amigo de los pobres, debemos ser los pioneros. Este es hoy el primer problema social del mundo, como nos lo enseña la doctrina social de la Iglesia.

El clamor de los pobres del mundo ha de resonar en nuestros corazones y hemos de comprometernos en la transformación de este «orden» mundial tan desigual e injusto en el reparto de los bienes creados, y tan aberrante en el uso de las riquezas, ya que, mientras millones de seres humanos malviven y mueren de hambre, gastamos cantidades ingentes de dinero, inteligencias y recursos, en armamentos y en satisfacer necesidades artificiales.

Las generaciones futuras condenarán esta situación, como nosotros, y aún más, lo hacemos con la esclavitud de siglos pasados. No podemos descansar hasta implantar la civilización del amor, de la solidaridad universal, de la dignidad e igualdad de todos los seres humanos. Nosotros tenemos que ser los portadores de los valores del Evangelio en el mundo.

Ante la realidad dramática del tercer mundo nuestra actitud ha de ser la del buen samaritano. Al ver a aquel hombre herido, robado, echado medio muerto a la vera del camino, no pasó de largo. Se le conmovió el corazón, tuvo compasión y misericordia de él, le atendió personalmente y le dio de sus bienes. Como Jesús, el gran samaritano, los cristianos, sus seguidores, hemos de ayudar, personal y comunitariamente, todo lo que podamos a los pobres de la tierra tendidos en el camino de la historia. Como exhortaba Pablo a los tesalonicenses, «no nos cansemos de hacer el bien» (II Tes 3,13).

 

 

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XVIII (BAUR)


NUESTRA UNIÓN CON CRISTO

 

«Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. (Ioh 15, 5)

 

Dios es plenitud de vida. Por puro amor a nosotros, Dios ha decidido comunicárnosla de modo que podamos conservarla, vivirla, gozarla. Mas, antes de sernos infundido, este torrente de vida se almacena en ((el primogénito entre todos los hermanos)) (Rom 8, 29) : ((plugo a Dios dotarle de toda plenitud)) (Col1, 19). Lo que Cristo recibió quiere ahora repartírnoslo a nosotros: con este objeto le ha erigido el Padre en cabeza del cuerpo místico, que es la Iglesia (Col x, i8), y le ha hecho lá vid, cuyos sarmientos vivos somos nosotros: ((Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos.>)

Vid y sarmientos forman un solo organismo: viven y obran unidos, y unidos producen el fruto; del mismo modo, nosotros, los bautizados, formamos con Cristo una única vid, un solo cuerpo, en cuyo interior circula la vida que sólo Cristo posee en toda su plenitud.
¿Qué es lo esencial en la práctica de la vida cristiana? Que permanezcamos en Cristo y Él en nosotros; conservar la unión vital con Cristo, vernos siempre compenetrados con Él. ((Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí. El que no permanece en mí, es echado fuera como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan)) (Ioh s6, 4-6).

Lo esencial de la vida cristiana consiste en «ser en Cristo»: injertados y vitalmente unidos a Él, sarmientos de la vid que Él es.

 

1. En Cristo Jesús

 

Si leemos atentamente el Evangelio y las cartas de los apóstoles, se nos revelan dos importantes principios: lo que Jesús ha hecho y hace, no lo hace solo: nosotros lo hacemos con Él y en Él; lo que hace cada uno de nosotros, no lo hace solo: Cristo lo hace con nosotros y en nosotros. Cristo y nosotros somos una misma cosa: también nosotros hemos muerto con Él (2 Tim 2, 11, sido sepultados con Él (Rom 6, 4), resucitados con Él (Eph 2, 6), y con Él hemos subido al Padre (Eph 2, 18). Por otra parte, Cristo vive en los suyos como la vid en los sarmientos (Ioh 15, 5): vive en el pobre, en el enferino, en el mendigo que pide un pedazo de pan (Mt 25, 35); en nosotros es perseguido (Act 9, 4 ss), en nosotros sufre, combate, vence, y en nosotros consuma ((10 que falta a su pasión)> (Col 1, 24).

Estamos unidos al Cristo histórico: al Cristo que nació en Belén y que concluyó su vida oculta de Nazaret y su vida pública con la muerte en la cruz. Estamos vitalmente unidos a Él, porque aceptamos por la fe su doctrina tal como nos la han transmitido los evangelios y porque ajustamos nuestra vida cristiana a sus enseñanzas y al ejemplo de su santa vida.

Pero al hablar de nuestro «ser y estar en Cristo Jesús)), nos referimos particularmente a nuestra  unión real y óntica con el Señor glorificado. El Cristo, que vivió en la tierra, es el Señor que reina e  impera en los cielos, es el Kyrios que pervive misteriosamente en su «cuerpo místico)) y en los miembros de este cuerpo, en los bautizados, en quienes y por quienes continúa y se hace fructífera la obra de la redención hasta la consumación de los siglos.

Le es tan familiar a san Pablo el hecho de que en el bautismo quedamos incorporados a Cristo, que todas sus cartas nos hablan repetidamente de él. Parece que san Pablo vivía totalmente anegado en este misterio de Cristo y no se cansaba de imbuírnoslo en todas sus facetas y aplicaciones. Hasta qué punto le asombraba y sobrecogía de gozo este misterio, lo vemos especialmente en la Carta a los Efesios: ((Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo  que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos, por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo, porque fuésemos santos e inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad para alabanza y gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su Amado, en quien tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados según las riquezas de su gracia que superabundantemente derramó sobre nosotros... En Él (Cristo) también vosotros fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido, prenda de nuestra herencia, rescatando la posesión que Él se adquirió para alabanza de su gloria)) (Eph 1, 3-14). Toda gracia y salvación nos son dadas en Cristo, ((porque en Él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en todo conocimiento)) (1 Cor 1, 4).

Con la misma claridad, si bien no con tanta frecuencia, nos atestigua el Apóstol el otro hecho, es decir, que Cristo vive en nosotros, los cristianos. En la Epístola a los Corintios dice: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros  mismos. ¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros, a no ser que estéis reprobados?)) (2 Cor 13, 5). A los Gálatas les escribe estas osadas palabras : «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí)) (Gal 2, 20), y más adelante: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gal 4, 19), y pide por los efesios, a Dios Padre para que «habite Cristo por la fe en vuestros corazones)) (Eph 3, 17).

Cristo mismo nos lo asegura al prometernos la sagrada eucaristía: ((El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí)) (Ioh 6, 56-57). «Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí. Yo soy la vid, vosotros lo sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada)) (Ioh 15, 4 s).

El papa Pío XII nos expone esta sublime verdad en su encíclica sobre el cuerpo místico de Cristo. De la unión viva con el Cristo glorioso dice Pío XII que es ((algo sublime misterioso y divino, una unión que la sagrada Escritura compara con la unidad orgánica y vital de la vid con los sarmientos y de la cabeza con los miembros. ((Sí, nuestro mismo Salvador no teme comparar esta unión con la maravillosa unidad por la que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre>). Nosotros poseemos esta unidad con Cristo en la Iglesia, en la que todos nosotros constituimos una única ((persona mística», formando el Cristo total. ((Cristo vive en nosotros por el Espíritu que nos comunica y por el que actúa en
nosotros, de tal manera que todas las acciones sobrenaturales del Espíritu Santo en nuestras almas deben ser igualmente atribuidas a Cristo. En virtud de esta ((comunicación del Espíritu Santo, todos los dones, virtudes y carismas, que colman de modo eminente, sobreabundante y efectivo la cabeza (Cristo), fluyen sobre todos los miembros de la Iglesia y se realizan diariamente en ellos».

La unión mística entre Cristo y nosotros se establece en el santo bautismo: «¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con Él
hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte (o sea, en el bautismo), también lo seremos por la de su resurrección» (Rom 6, 3-5).

El santo bautismo no es un mero símbolo que exprese sola- mente el efecto de la justificación, sino que es un signo eficaz que produce la justificación. El santo bautismo entabla de tal modo la unión entre el bautizado y Cristo, que la realidad y el fruto de la muerte de Cristo fluye sobre quien recibe el bautismo.

Los demás sacramentos, sobre todo el de la sagrada eucaristía, profundizan, solidifican y desarrollan el germen depositado en el bautismo. El Señor se nos une en la sagrada comunión no sólo mediante su fuerza y virtud, como en los demás sacramentos, sino que se nos adhiere con todo su ser y poder, de modo que se establece una unidad entre la cabeza y los miembros.

Por eso la sagrada eucaristía es realmente ((comunión», es decir, unión, hacerse uno, el sacramento de la incorporación a Cristo y de ser uno con Él. La eucaristía sumerge más y más al bautizado en el Cristo glorioso, transformándole más y más en Cristo, colmándole con la plenitud de su vida. ((Como yo vivo por el Padre, así también el que come vivirá por mí>. Al decir que Cristo vive en nosotros y nosotros estamos en l, hablamos de Cristo no sólo en cuan- to a su humanidad gloriosa, sino también en cuanto a su divinidad.

Y no nos referimos a la unión de Cristo con nosotros, que consistiría en el mero hecho de que Cristo nos conoce y se preocupa amorosa y solícitamente de nosotros. Tampoco queremos decir que el Señor glorioso mora continuamente entre nosotros con su divinidad y humanidad, con su cuerpo y alma tal como está presente en el santísimo sacramento del altar. Nos referimos más bien a la comunión de vida íntima y real que surge entre el Señor glorioso y el bautizado.

Quien está en Cristo, posee una vida que trasciende su propia vida natural y humana; en él opera la vida de Cristo como la vida de la vid es participada por los sarmientos. Cristo es, en efecto, la raíz y capital fundamento de nuestra vida cristiana. Una vida, la de la vid, que es Cristo, y la de los sarmientos, que somos los cristianos. Unidad de vida, de sufrimientos, de esfuerzos y batallas, de amor y de entrega en manos del Padre: la oración, el sufrimiento y el amor del Señor que se funde con nuestras pobres oraciones, sufrimientos y amores.

En esta fusión radica nuestra confianza y de ella brota el coraje que nos anima: en la nada y miseria de nuestra vida, de nuestras oraciones y ofrendas está Él, el Señor glorioso, que les da el mérito y pujanza de su oración, de su amor al Padre. Esto es lo que encierra la frase que repetimos: Él está en nosotros y nosotros en Él. Yo vivo, yo oro, mas ya no yo, sino que Él vive y ora en mí. Él vive mi vida, la anima, la empapa y coima con el mérito y valor de su propia vida.

Nuestra vida cristiana es así realmente una participación de la vida de Cristo, un reflejo, de su santa vida, totalmente entregada al Padre. Y todo esto tanto más, cuanto más profundamente arraigados es- tamos en Él, cuanto más espacio damos a su acción sobre nosotros.

Toda esta realidad es todavía un secreto misterio que captamos sólo por la fe. ((Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste 1 Cristo, vuestra vida, entonces os manifestaréis también con Él en gloria» (Col 3, 3 ss). Brillará por toda 4 la eternidad con el resplandor de su gloria. ¡ Tal es el designio que tiene Dios con nosotros, pobres hornbres! Cómo debemos agradecer, sentirnos dichoso y alabarnos, porque Cristo está en nosotros y nos- otros en Él!

 

2. Consecuencias prácticas de nuestro estar en Cristo

 

«En Él tenemos la redención por la virtud de su
sangre, la remisión de los pecados)> (Eph 1, 7). Cuando nos unimos a Cristo en el santo bautismo, cuando fuimos incorporados a Él, se realizó en nosotros algo inefablemente grandioso; se nos comunicó y se nos asimiló de tal modo a la pasión y muerte de Cristo, que nosotros mismos, por así decirlo, las sufrimos. 

En el momento en que nos unimos como miembros a la cabeza, que es Cristo, constituimos ((una persona mística» y, por consiguiente, fluyen sus méritos y satisfacción sobre nosotros, hechos miembros de Cristo, hechos unos con Él en el bautismo. Es lo que enseña santo Tomás de Aquino cuando dice: ((Esta es la verdad, que en Él, en virtud de nuestra incorporación a Cristo, la cabeza, obtenemos el perdón de los pecados, porque su expiación y satisfacción se hacen nuestras, como si nosotros mismos hubiéramos dado la plena satisfacción de nuestros pecados, quedando libres del castigo eterno que hemos merecido y reconciliados con Dios en Cristo Jesús» (Summa theol. III, qu. 48, a. 1; qu. 6g, a. 2).

Somos asimismo adoptados por Dios Padre como hijos en la caridad, en Cristo, en virtud de nuestra incorporación a Él. Al nacer éramos hijos de la ira (Eph 2, 3); ahora somos en Cristo hijos queridos de Dios. ¡Qué nobleza! El santo bautismo nos coloca como hermanos y hermanas junto al Hijo eterno del Padre, para ‘ser partícipes con Él del amor del Padre. ((Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que llamados hijos de Dios, lo seamos» (1 Ioh 3, 1). Para hacernos capaces de su amor paterno, nos constituye miembros de su amado Hijo y nos asemeja a Él de tal modo y nos eleva a tal grado de unión, que ve y ama en nos- otros a su Hijo. Nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29).

 Incorporados a Cristo, llevamos sus rasgos en nosotros y su vida y su Espíritu nos embargan. El Padre derrama sobre nosotros el amor que tiene a su Hijo y, puesto que hemos recibido el Espíritu de la filiación, podemos decirle : «¡Abba, Padre !», entablar un diálogo filial con Él, escucharle, preguntarle, pedirle, darle gracias, adorarle y amarle. ¡Qué riqueza! ((En Él habéis sido enriquecidos» (1 Cor 1, 4). Una nueva y sublime fuerza obra en nosotros: «Concédaos Dios, ilumine los ojos de vuestro corazón, para que conozcáis cuál es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes» (Eph 1, 18-19).

En nuestra vida cristiana no estamos solos, obligados a servirnos sólo de nuestras fuerzas. Una fuerza más elevada y poderosa opera en nosotros. En ella debemos apoyarnos a pesar de nuestra flaqueza y precisamente porque somos tan flacos y débiles: ((Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Phil 3,13), es decir, en virtud de Cristo que actúa en mí, ((En la flaqueza del hombre llega al colmo el poder» (de Cristo) (2 Cor 52, 9). La magnanimidad y el coraje invencible del apóstol san Pablo en los trabajos, fracasos, persecuciones y sufrimientos sobrepasan todas las fuerzas naturales humanas (cf. 2 Cor 11, 16-33).

Él sabe que hay otra fuerza que le sostiene <<Me fatigo y lucho con la energía de su fuerza que obra poderosamente en mí» (Col 1, 29). Y qué poder el que vive en nuestros santos, inflama sus oraciones y sus palabras, fructifica sus bendiciones y obra insospechadas maravillas! ((Esto no es virtud humana, sino gracia de Cristo, que tanto puede y hace en la carne flaca, que lo que naturalmente siempre aborrece y huye, acometa y acabe con fervor de espíritu. No es según la condición humana llevar la cruz, amar la cruz, castigar el cuerpo, ponerle en servidumbre, huir las honras, sufrir de grado las injurias, despreciarse a sí mismo y desear ser despreciado; sufrir toda cosa adversa y dañosa, y no desear cosa de prosperidad en este mundo.

Si miras a ti, no podrás por ti cosa alguna de éstas; mas si  confías en Dios, Él te enviará fortaleza del cielo y hará que te estén sujetos el mundo y la carne» (Imitación de Cristo, libro 2, capítulo ‘2). ((Tal es la gracia de Cristo» «ibidem), el poder del Señor que obra en nosotros.

((En Él habéis sido enriquecidos». En Él reciben nuestra vida, nuestras obras, sufrimientos y sacrificios un valor nuevo, más elevado y sublime. ¿Qué valen nuestras acciones y trabajos considerados en sí mismos? ¡Cuán deficientes e imperfectos son, envenenados todos ellos por el amor propio! Qué distantes están de lo que debieran ser! Pero estando nosotros en Cristo, ya es otra cosa.

El Señor vierte en nuestra vida y en nuestros empeños, en nuestras labores y sufrimientos unas gotas del valor y méritos de su oración y de su amor al Padre. El Padre ve en nuestra oración y en nuestra actividad el espíritu y el amor con que su Hijo le ama. A través de nuestras oraciones y súplicas distingue la voz del primogénito, de su amado Hijo.

La vida cristiana alcanza así en Él su pleno valor. Con palabras persuasivas recuerda el apóstol san Pablo a la joven Iglesia de Corinto que no tiene por qué vanagloriarse de méritos y grandezas terrenales. No hay en ella estadistas ni grandes filósofos, ni ricos ni potentados; solamente pobres y esclavos despreciados que nada significan a los ojos del mundo; pero tienen su grandeza, «valen algo)) en Cristo Jesús (cf. 2 Cor 1a6-3o).

En realidad, las grandezas terrenas nada importan frente a la grandeza de quien está en Cristo. Ésta es la verdadera grandeza ante Dios, la que i revaloriza toda la vida del cristiano a los ojos de Dios.
« En Él habéis sido enriquecidos!» En Él adquieren las acciones y aspiraciones, los esfuerzos y sufrimientos del cristiano la fertilidad y eficacia que prometió el Señor: ((El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí, es echado fuera como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego» (Ioh 15, 5 s).

Aunque hagamos todo cuanto está en nuestra mano, somos incapaces por nosotros mismos de la más pequeña obra sobrenatural, incapaces de obras que den fruto para la vida eterna. Sólo en Cristo puede haber crecimiento sobrenatural, sólo en Él podemos prosperar en bendiciones celestes recibir gracia sobre gracia y dar frutos de vida eterna, no solamente para nosotros individualmente, sino además para todos nuestros hermanos y hermanas, para toda la Iglesia y j para toda la humanidad, en mayor o menor medida, según que nosotros estemos más o menos en Cristo y Él en nosotros. La fecundidad de este ((estar en Cristo)) refulge con esplendores meridianos en los santos de la Iglesia. Todo cuanto ellos han hecho y padecido y los milagros que han obrado no son más que el fruto de la actuación del Señor en ellos, de Cristo glorioso en los cielos. Nuestra vida cristiana y nuestros esfuerzos serán también fecundos en Él. A pesar de nuestra propia impotencia, confiamos en su acción en nosotros.

Nuestra grandeza y nobleza consisten, pues, en que nosotros estamos en Cristo y Él vive y opera en nosotros. No somos meros hombres, dotados de cualesquiera cualidades naturales, con una misión simplemente humana: estamos incorporados a Cristo. De las simas del pecado y de la lejanía de Dios hemos sido elevados al estado de gracia y de la vida sobrenatural, para ser con Cristo hijos de Dios y herederos del cielo.

¡Ojalá que nos miremos a nosotros mismos como sarmientos vivos de Cristo, la vid, como animados y vigorizados por la gracia y la virtud de Cristo ((Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Phil 4, 13). Somos más fuertes que todas las pasiones, más fuertes que todas las seducciones del mundo y todas las concupiscencias de la carne. Por nuestras venas corre la fuerza de Cristo victorioso y triunfante contra todos los enemigos. ¡Creamos en Él! ¡Apoyémonos en Él! ¡Miembros de Cristo!

El secreto de nuestra fuerza y de nuestra grandeza consiste en que estemos vinculados a la cabeza y nos dejemos guiar y conducir por Él; en que no nos aislemos, no nos apoyemos en nosotros mismos, no nos abandonemos a una necia y orgullosa confianza en nosotros mismos, como si bastaran nuestras propias luces y fuerzas naturales, humanas; en que presintamos las intenciones y designios de la cabeza y queramos y hagamos lo que Cristo quiere, poniendo nuestros deseos y aspiraciones en perfecta consonancia con las de Cristo, nuestra cabeza.

¡Miembros de Cristo! Tengamos un santo respeto a nosotros mismos, a nuestra alma, nuestros talentos, cualidades, dones y obras. ¡Respeto a nuestro cuerpo y miembros! Va no son nuestros, sino de Cristo, que es la cabeza. San Pablo llama miembros de Cristo a los miembros de nuestro cuerpo, y nos conjura diciendo: ((Y vamos tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios !n (1 Cor 6, 15).

¡Miembros de Cristo! Veamos también en nuestros hermanos y hermanas los miembros de Cristo. Teniendo ese santo y sobrenatural respeto a nuestros hermanos y hermanas, meditemos las palabras del Señor: ((En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. Cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis)) (Mt 25, 40-45).

¿No pensaríamos y hablaríamos de nuestros prójimos con mucho mayor respeto, benevolencia y amor, no serían mucho mayores nuestro celo y entrega, si viéramos en ellos a los miembros de Cristo?

«Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros, en que nos dio su Espíritu)) (1 Ioh 4, 13). El Espíritu de Cristo vive en nosotros. Él nos orienta e impele hacia Dios, hacia la verdad y el bien. Nos otorga la gozosa y alegre decisión de realizar en nuestra vida los principios de Cristo y del Evangelio, de renunciar al pecado, de cumplir los mandamientos de Dios. Nos hace fuertes en la batalla contra Satanás, en el dominio sobre nosotros mismos, en la abnegación y el sacrificio, en dejarnos crucificar en Cristo. Nos impulsa al amor de Dios, de Cristo y del prójimo.

Es el Espíritu de la verdadera sabiduría, de la inteligencia de las cosas de Dios, del consejo, de la fortaleza, de la piedad, del santo temor de Dios. Él nos transforma, haciéndonos amar la soledad, el recogimiento, la oración, la pobreza, la castidad, la mortificación, la humildad, la obediencia. Él nos exhorta, nos apremia, nos amonesta, nos habla, nos presta luz y fuerza con sus inspiraciones, sus auxilios y su gracia.

Somos nada por nosotros mismos y dejados a nuestros pobres juicios, consejos, reflexiones y esfuerzos; pero actúa y vive en nosotros el Espíritu de Cristo. «El, a cuyo poder y ciencia están sometidas todas las cosas, nos protege, por medio de sus inspiraciones, contra nuestra poquedad, ignorancia, cerrazón o dureza de corazón» (santo Tomás de Aquino, Summa ¿heologica I-II. q. 68 a. 2 ad 3).

¡Qué fuerzas y auxilios tan maravillosos se nos otorgan por nuestra unión con Cristo! Si tuviéramos siempre y en todas las circunstancias la fe viva y consciente de nuestra comunión de vida con Cristo, tendríamos un poderoso estímulo en nuestra ascensión a la perfección cristiana.

 

 

XVII LA SANTA VOLUNTAD DE DIOS (BAUR)

 

“Hágase tu voluntad”.

 

Convivir la vida de Dios. Tener un solo querer con Dios. La voluntad de Dios es divinamente santa y sabia, y nosotros seremos santos y .sabios en la medida en que sepamos verter nuestra voluntad en la suya: así es, además, como vivimos la vida de Cristo, cabeza nuestra, que no conoció otra voluntad que la del Padre. Su comida es cumplir la voluntad del que le ha enviado (Ioh 4, 34); obediente a la voluntad del Padre, sale al encuentro de la cruz (Phil 2, 8). Por eso pudo promulgar esta ley: «No el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre qUe está en los cielos» (Mt 7, 2’).

Se nos ha fijado una meta gloriosa: compartir la vida divina en el cielo eternamente, inalienablemente, perfectamente. «Venga a nos tu reino”. Pero el camino que a ella conduce es la voluntad de Dios: «Hágase tu voluntad», y sólo lo recorreremos si nos sometemos amorosamente a la voluntad divina: en esto consiste prácticamente la perfección cristiana. En la conformidad con la voluntad de Dios se demuestra prácticamente el amor de Dios y de Cristo, y en la unión perfecta de nuestra voluntad con la suya se traduce el grado de nuestra unión conDios.

De dos modos nos da a conocer Dios su santa voluntad: por medio de lo que nos prohíbe, manda o aconseja, y valiéndose de las disposiciones de su providencia. La primera forma se llama “voluntad revelada» de Dios, y la segunda constituye su “voluntad de beneplácito».

 

1. La voluntad revelada de Dios

 

Tiene como característica la de indicar lo que Dios exige o desea de nosotros, a saber: ya de todos los hombres en general, ya de algún grupo de hombres, ya, en particular, de una persona. En el orden natural esta voluntad de Dios se nos revela en las exigencias de la naturaleza, del raciocinio y de la inteligencia natural, en los deberes de moralidad y de justicia con el prójimo y con la sociedad, en las exigencias de decoro y de cortesía. Sería una falsa piedad la de quien creyera poder sustraerse a las exigencias de la sana razón natural. Dios quiere ante todo que pensemos y reflexionemos según la razón, que empleemos los medios naturales para conocer su voluntad, que nos dejemos aconsejar por otros y que usemos la inteligencia: precisamente nos la ha dado Dios para que sepamos aplicar a los casos concretos de nuestra vida las exigencias de la voluntad explícita de Dios, porque en muchos casos nuestro raciocinio es para nosotros la única luz.

En el orden sobrenatural se nos revela la voluntad de Dios mediante sus mandamientos, los de la santa madre Iglesia y las obligaciones del estado de cada cual.

Los mandamientos de Dios son la expresión más universal de su voluntad, norma primera y fundamental de todas las obligaciones, incluso de la piedad. Observarlos es el primer deber. Cuanto más fielmente los cumplimos, tanto más perfectamente nos adherimos a la voluntad de Dios y tanto mejor queremos lo que Él quiere.

Los preceptos de la Iglesia son la segunda e indispensable norma de nuestra conducta y de nuestra religiosidad determinan las exigencias de la fe respecto a nuestra razón, las de la moralidad respecto a nuestra voluntad y las de la disciplina respecto a nuestra conducta. Una piedad que se resistiera a con- 1 formarse plenamente a los preceptos de la Iglesia, en la fe, en la moral y en la disciplina, se condenaría por sí misma.

Las obligaciones del propio estado determinan aún más concretamente lo que Dios exige de cada uno de nosotros a tenor de nuestra condición: son la expresión de la voluntad de Dios para cada persona y en cada caso. Nunca nos santificaremos si no cumplimos estas obligaciones con absoluta fidelidad; no sería genuina una piedad que se entregara a la acción apostólica o a las obras de caridad o a la oración, descuidando los deberes que el propio estado le impone. Las obligaciones del estado sacerdotal están contenidas en las leyes que regulan la vida de los sacerdotes, en las prescripciones litúrgicas y en la parte del derecho canónico que trata del clero.

Las de los religiosos, en su regla en cada prescripción, aun aparentemente insignificante, en el reglamento de la casa, en la distribución del tiempo diario, en cualquier orden de los superiores y en cualquier toque de campana, Dios hace saber al religioso lo que quiere de él.

Las obligaciones de estado de los cristianos que viven en el mundo están especificadas por los deberes profesionales de cada uno, sea empleado, médico u obrero, padre o madre de familia o subordinado. En estas obligaciones del propio estado ve cada uno lo que Dios en cada instante quiere personalmente de él.

Al tratar de llegar a la perfección, no basta ya hacer solamente lo que está explícitamente mandado: el perfecto aspira a realizar todas sus acciones del mejor modo posible, hace todo el bien que le permiten sus condiciones y circunstancias, trasciende el estricto ((deber y realiza las que se llaman obras supererogatorio, si son conciliables con las obligaciones de su estado. Ora más de lo rigurosamente necesario, asiste a la santa misa otros días además del domingo y las fiestas de precepto, recibe los sacramentos de la penitencia y del altar más de una vez al año. Es el amor lo que empuja al alma a hacer más, y en esta inclinación interior y en las ocasiones externas de hacer obras supererogatorias se revela la voluntad de Dios.

¿Cuál debe ser nuestra postura respecto a la voluntad revelada por Dios?

Ante todo, distinguirla, reconocerla. No hay que detenerse en la obligación, exigencia, mandato o prohibición, ni en las personas, sean o no superiores, que nos dan las órdenes; hay que elevarse hasta la causa primera que es Dios, hasta su voluntad y beneplácito, y saber verlos en todos nuestros deberes, obligaciones y prescripciones, lo mismo que en las exigencias de la naturaleza respecto al alimento y al descanso, en las imposiciones sociales y en las necesidades de todo género. Pero para todo esto se precisa una profunda y viva fe: nunca lo lograremos si, como la gente vulgar, pensamos y juzgamos de un modo meramente humano, natural.

La mirada limpia de la fe que nos hace decir «tú lo quieres y tú me llamas, hágase tu voluntad)), debe llegar a sernos familiar y connatural, hasta que en toda ocasión nos resulte espontánea. Para conocer siempre mejor la voluntad y el beneplácito divinos, habrá que releer y meditar asiduamente el evangelio, el misal, el reglamento.

Un segundo paso es amar la voluntad de Dios. Amemos los mandatos, las prescripciones, las obligaciones de nuestro estado, nuestra regla de vida, porque en todos ellos vemos a Dios, su santa voluntad y su beneplácito. Todo mandamiento es de suyo gravoso al hombre, y toda obligación, dura, porque se contrapone a nuestros deseos e inclinaciones naturales; mas, si llegamos a amar su voluntad y su beneplácito, entonces «el yugo es suave y la carga ligera)).

Un mandato, el deber o la regla, terminarán por aplastarnos si nos sometemos a ellos por la fuerza y con desgana; pero si, por el contrario, nos abrazamos a la santa voluntad divina, como Jesús se abrazó a ella en la cruz, entonces el mismo deber y el mandamiento nos sostienen y nos unen estrechísimamente a la amabilísima voluntad de Dios.

El amor a esta santa voluntad divina que descubrimos bajo el velo de los deberes y de las prescripciones, nos da la fuerza necesaria para cumplir de corazón lo debido, aun en las cosas más pequeñas, nos hace caras y santas todas nuestras obligaciones, nos ensancha el corazón y nos libera, de modo que en nada depositamos mayor afecto que en la santa voluntad divina: seremos cumplidores, puntuales, files, pero sin rigorismo farisaico, sin pedantería, sin escrúpulos agobiantes, sin ansiedades ni angustias; no desearemos sólo conocer los mandamientos para observarlos, sino que más bien veremos en ellos la voluntad de Dios, que nos sirve de norma en la vida; y aun observándolos con la máxima escrupulosidad, permaneceremos siempre interiormente libres, y tanto más cuanto más «recorramos el camino de los mandamientos del Señor)) (Ps 118, 32).

Nuestro amor a la voluntad revelada de Dios nos lleva espontáneamente a cumplirla con alegría y felicidad, con plena entrega a su realización exterior, hacer lo que a Dios agrada y como a Él le gusta. De este modo todo nuestro obrar se transforma en una oración continua, en vida de piedad y de unión con Dios, y, en último análisis, en vida de santidad.


2. El beneplácito de Dios

 

El beneplácito de Dios no se dirige, corno su voluntad revelada, a todos los hombres en conjunto o a categorías enteras de hombres, sino a cada persona en singular, y nos da a conocer no lo que nosotros debemos hacer por Dios, sino lo que El hace por nosotros en particular, lo que obra en, sobre y por nosotros.

Si somos fieles en la ejecución de la voluntad revelada de Dios, con nuestra obediencia nos adherimos a sus deseos e intenciones y nos dejarnos guiar por su mano a donde quiera llevarnos. Mas si nos abandonamos a su beneplácito, Dios nos torna en los brazos de su providencia: ya no caminamos midiendo el camino con nuestros cortos pasos, sino que nos hacemos conducir por El y de este modo avanzamos mucho más, al paso de Dios (san Francisco de Sales).
((Todo contribuye al bien de los que aman a Dios)) (Rom 8, 28).

Hay una providencia divina que se preocupa de cada uno de nosotros en particular. ((Ni siquiera un pájaro está en olvido a los ojos de Dios; aun los cabellos de vuestra cabeza están contados todos)) (Lc. 12, 6 ss). ((Ni un solo cabello de vuestra cabeza se perderá)) (Lc 21, 18) sin el permiso del Padre.

Hay una providencia que se oculta tras todos los acontecimientos y ((azares de la vida)); todo lo ordena, dirige, y dispone como mejor puede servir a nuestra salvación, a la salvación de cada uno; todo, absolutamente todo, tanto lo que sucede en el ámbito general del universo como lo que nos ocurre en el pequeño mundo de nuestra profesión y de la vida de todos los días.

Al servicio de la providencia están los hombres todos, quiéranse bien o mal, y todo lo que tiene algún influjo en nuestra vida: todos los hombres son sólo instrumentos de los que el Señor se sirve para nuestra santificación. Tampoco en las cosas de la vida interior hay ((casualidad)) ((ciego destino)).

Esta providencia de Dios se ocupa continuamente de nosotros — de mí —, trabajando siempre por purificar nuestra alma, por fecundarla, iluminarla y conducirla hasta las cumbres de la santidad. ¡ Qué delicada es y qué firme al mismo tiempo! Dios aprovecha la ocasión más oportuna y el momento más propicio para actuar en nosotros del mejor modo posible; sabe tener en cuenta nuestro estado de ánimo y nuestras necesidades, sabe apelar a todos los recursos y agotar todos los medios.

Él, y sólo Él, sabe cómo tratarnos en cada caso y qué impresión nos va a producir tal o cual disposición. Él, y sólo Él, es bastante sabio y potente para unir y coordinar entre sí todos los factores que influyen en nuestra vida, que determinan o deben determinar nuestro modo de pensar y de querer, con el fin de hacerlos servir a nuestro verdadero bien, tanto en su conjunto como cada uno aisladamente. El beneplácito de Dios se revela en esas tolerancias o transigencias divinas que las más de las veces nos parecen absolutamente inexplicables.

Dios nunca quiere el mal ni que nadie sea injusto con nosotros, que mienta por nuestra culpa o haga el mal de cualquier forma: no lo quiere, pero lo permite de una u otra manera, aunque podría impedirlo con toda facilidad. Pero cuando algo nos ofende, nos hallamos entonces con la voluntad positiva de Dios que quiere que aceptemos y suframos la injusticia.

El beneplácito de Dios se manifiesta, además, en todas las disposiciones y permisiones divinas, en todo lo que el vaivén de la jornada nos presenta, interior y exteriormente: penas y alegrías, humillaciones y sacrificios, deberes, desventuras, dificultades, fracasos, injusticias que nos vienen de los hombres; faltas de caridad con nosotros, contrariedades, tentaciones, enfermedades.

Nunca se da el ((azar)). ((Aun los cabellos de vuestra cabeza están contados; ni siquiera uno de ellos cae sin el permiso del Padre.)) Todo cuanto sucede en nuestra vida está, de un modo u otro, permitido o positivamente querido por la voluntad infinitamente sabia y justa de Dios, que vela sobre nosotros incesantemente. ((Echad sobre Él todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1Petr 5, 7).

       El beneplácito de Dios, su acción en nosotros y sobre nosotros, es el principal factor de nuestra vida interior. Si permanecemos unidos a Él, caminamos como El a grandes pasos y alcanzamos pronto la santidad. Lo que realizamos con nuestro esfuerzo personal contribuye también a nuestra santificación, pero será siempre poco y nos hará adelantar pocos metros. El verdadero progreso comienza cuando inicia su obra el divino beneplácito.

¿Qué actitud debemos adoptar respecto a esta acción de Dios en nosotros, su beneplácito? Antes que nada, ver y creer. Será el paso decisivo. Ver en todas las cosas a Dios, su providencia,
su permisión, su acción. Pero esto requiere una fe viva y profunda: una fe que no se detenga en lo que no perciben y experimentan los sentidos, ni en lo que afirman el juicio humano y la inteligencia puramente natural; una fe que se eleve hasta Dios Y lo considere todo, absolutamente todo, como enviado o al menos permitido por Él, por su amor.

Es verdad que este o aquel gozo y tal o cual pena no vienen directamente de los hombres, de las circunstancias, de una u otra contingencia o combinación: mas nuestra fe va más allá: no se para en los hombres y en sus intenciones, no atiende obtusamente a lo desagradable y a lo amargo: una cruz oprimente, una injusticia padecida, una grave ofensa, una enfermedad, un fracaso; descubre la razón más profunda: la disposición de Dios, su amorosa providencia, su santísima voluntad. «Tú quieres, Señor, que yo lleve esta cruz, que sufra este contratiempo». Lo que importa, pues, es ver a Dios en todo, ver su voluntad y su amor más allá y a través de todos los sucesos: «Bienaventurados los que sin ver creen» (Ioh 20, 29).

Debemos, además, entregarnos con absoluta simplicidad en brazos de este divino beneplácito, confiarnos a él ciegamente, y dejar que obre en nosotros y sobre nosotros. Aquí se abren vastos horizontes para el ejercicio del santo abandono en Dios. Aquí se realiza la gran proeza de la fe y de la confianza en la voluntad de beneplácito de Dios ((que no se nos había manifestado todavía».

Entregarse, abandonarse sin reservas y sin comprenderlo a todo lo que Dios permite que se realice a nuestro alrededor, para entregarnos incondicionalmente a su acción, manifestada en las pruebas internas y externas con las que nos purifica: aceptar y acoger con gratitud las innumerables pequeñas alegrías, materiales y espirituales, naturales y sobrenaturales, que cada día nos acarrea: en la naturaleza, con su sol y sus flores; en la familia, en el trato con los hombres, en el trabajo, en nuestra comunicación con Dios, Cristo, María y los santos.

Acoger y aceptar reconocidamente las muchas dificultades y las penas de la vida cotidiana, las tentaciones, la sequedad, todas las penosas pruebas de la vida interior y exterior porque no son sino la expresión de la voluntad de Dios, la fórmula de acción de su beneplácito, el testimonio del amor que nos tiene y de su deseo de salvarnos, purificarnos, santificarnos, prepararnos para la bienaventuranza eterna.

Debemos aceptar esta acción de Dios y estas permisiones de su providencia sin reserva alguna, sin curiosidad, inquietud o desconfianza, porque sabemos que Dios quiere siempre nuestro bien; aceptarlas incluso con agradecimiento, confiando en su proximidad y en la asistencia de su gracia. Nuestra única respuesta a esta acción de Dios en nosotros sea siempre: ((Sea como tú, Señor, lo quieres; hágase tu voluntad».

Y esto es el cielo en la tierra: entrega absoluta a Dios y a su providencia, a sus disposiciones y transigencias. Llegada a estas alturas, el alma agradece a Dios todas sus decisiones, por muy penoso que resulte todavía acatarlas, y ama todo lo que Dios permite u obra en ella o en lo que le concierne. Nada le parece que tenga ya importancia si no es la voluntad de Dios, la conformidad absoluta de la propia con la suya, el abandono incondicional a cuanto Él quiere, hace o permite. Ya no se lamenta de haber perdido un consuelo, una posición o cualquier otra cosa del mundo, ni siquiera la salud:sabe que nada podrá ayudarle tanto, para identificarse con la santa voluntad de Dios, como la ausencia y la pérdida de todo lo creado.

En su entrega a las disposiciones y permisiones de la providencia encuentra el alma toda su felicidad y su paz, su cielo en la tierra. Ya no siente envidia o celos, ni temor, ni preocupaciones o angustia: no Se apega a nada ni a nadie, y sólo quiere lo que quiere Dios. ((Amar la voluntad de Dios cuando nos vemos endulzados por los consuelos es, sin duda, buena cosa, si es que se ama la voluntad de Dios y no la consolación que en ella encontramos. Amar la voluntad de Dios manifestada en sus mandamientos, consejos e inspiraciones, es un amor aún más elevado. Pero si, por amor a Dios, ambicionamos el sufrimiento, la desolación y otras pruebas semejantes, hemos alcanzado las cumbres del perfecto amor, ya que entonces no reconoceremos otro amor que la santa voluntad de Dios)) (san Francisco de Sales).

Voluntad revelada de Dios — actividad nuestra —, piedad activa. Voluntad de beneplácito divino —acción de Dios—, piedad pasiva. Aquí comienza sobre nosotros la acción de Dios, nosotros acogemos y secundamos su impulso, la noción de la actividad divina, y de este modo somos activos con Dios y a la medida de Dios, en absoluta dependencia de su acción en nosotros y con nosotros.

De esta unión de la voluntad y acción divinas con las nuestras brotan las obras de perfección, que son preciosas para la vida eterna: tanto más preciosas cuanto con más fe y amor nos hayamos entregado a la voluntad y a la acción divinas.

Pidamos al Señor, con el autor de la Imitación de Cristo: ((Señor, tú sabes lo que es mejor; haz esto o aquello, según te agradare. Da lo que quisieres, y cuanto quisieres, y cuando quisieres. Haz conmigo como sabes y como más te agradare y fuere mayor honra tuya. Ponme donde quisieres, dispón de mí libremente en todo. En tu mano estoy; vuélveme y revuélveme a la redonda. Ve aquí a tu siervo dispuesto a todo; porque no deseo, Señor, vivir para mí, sino para ti.

¡Ojalá que viva digna y perfectamente Dame que desee y quiera siempre lo que te es más acepto y agradable a ti. Tu voluntad sea la mía y mi voluntad siga siempre la tuya, y se conforme en todo con ella. Tenga yo un querer y no querer contigo y no pueda querer ni no querer sino lo que tú quieres y no quieres. Tú eres la verdadera paz del corazón, tú el único descanso; fuera de ti todas las cosas son molestas e inquietas.

En esta paz permanente, esto es, en ti, sumo y eterno Bien, dormiré y descansaré» (libro 3, capítulo 15).

 

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LA CRUZ, EL MISTERIO DE LA…Y EL CRISTIANO

 

19ª. MEDITACIÓN: LA CRUZ

 

“Si alguno quiere venir detrás de m niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”(Lc 9, 23).

“¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado por el mundo”(Gál 6, 14).

       Dios no se complace en el sufrimiento de nadie. Esta verdad se repite ya con toda claridad desde los libros sapienciales del antiguo testamento. Este es el sentido profundo del relato de la creación del hombre. Dios lo colocó en el paraíso, bajo su protección, al resguardo del dolor y de la muerte. Pero fue el pecado el que rompió esta alianza y trajo el dolor y la muerte sobre la humanidad y sobre la tierra.

       Lo especial del cristianismo es que Dios mismo ha asumido el dolor humano en su Hijo convirtiéndolo en instrumento de salvación.

Por eso el cristianismo tiene una profunda sensación de triunfo. La cruz siempre acaba en resurrección, aunque muchas veces querríamos llegar a la resurrección sin pasar por la cruz. Pero desde que Jesús murió en ella, el camino de la cruz es también el de sus seguidores.

       La cruz y el amor. La cruz es un misterio, a la vez que un hecho histórico. Es la mayor prueba de amor de Dios a los hombres. Y como dice san Agustín: «No hay ninguna invitación más grande al amor, que prevenir amando»l.

       Lo más importante en lo referente al amor de Dios no es que el hombre ame a Dios, sino que Dios ama al hombre y además el amor de Dios es lo primero (1 Jn 4, 10.19).

       Jesucristo habló de la cruz de mil maneras. Quizá la más preciosa es la del grano de trigo que se echa en la tierra para que desaparezca y dé mucho fruto (Jn 12, 24).

       Es fácil comprender la reacción de uno que no entiende de agricultura, ante el despilfarro de arrojar los granos de trigo a la tierra. Pero el sembrador le responderá: gracias a esta siembra, habrá después espigas doradas, harina en la artesa y abundancia de pan en la mesa. A través de este símil que usó Jesús podemos ya vislumbrar el misterio de la cruz.

       Las cruces nos purifican, nos podan, nos hacen sufrir, nos hermosean, nos transforman. Pero es la cruz de Jesucristo la que nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldito (Gál 3, 13); en Dt 21, 23 se llama maldito al que muere en la cruz.

       La expresión: «Me amó y se entregó en la cruz por mí» (Gál 2, 20), son palabras que cambian toda maldición en bendición y que atravesaron el corazón de Pablo. Desde entonces somos los discípulos del Crucificado y por esto «predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23.24). Esto hace de cada discípulo un crucificado para el mundo (Gál 6, 14).

La cruz no tiene valor en sí misma, sino por Jesucristo que muere en ella. Sin llevarla no se puede pertenecer al grupo de los seguidores de Jesús. La cruz, en muchos textos del nuevo testamento, designa una doctrina, un estilo de vida, un camino, como se le suele llamar en el libro de los Hechos. La cruz, antes instrumento de tortura, por el hecho de haber muerto Jesús en ella llegó a ser el ideal de santidad, ya que todo cristiano está llamado a reproducirla en su vida.

       La vida cristiana consiste en reproducir esa imagen de Cristo:

«A los que han sido llamados, a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Hemos de reproducir no sólo la imagen de Cristo glorioso, sino la del Siervo de Yahvé, del crucificado que predica san Pablo (1 Cor 1, 23).

       Como el seguidor de Jesús ha de entregar su vida en fidelidad al Padre —como hizo el Señor—, ha de seguirle también en el sufrimiento y en la cruz y «llevará en su cuerpo las señales de Jesús», las cicatrices de los malos tratos soportados por él (Gál 6, 17). «Llevamos siempre en nuestro cuerpo, por todas partes, los sufrimientos de muerte de Jesús» (2 Cor 4, 10).

       Esta ha sido la convicción de muchos santos, como san Juan de la Cruz quien escribe que, para entrar en esas riquezas de sabiduría, la puerta es la cruz que es angosta2, y santa Teresa con su gracejo afirma: «Creer que admite Dios a su amistad estrecha a gente regalada y sin trabajos, es disparate»3.

       Este ha sido el camino muchas veces marcado por Dios a sus elegidos: «Dios nos prueba como a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abrahán, cómo probó a Isaac y lo que sucedió a Jacob en Mesopotamia de Siria, cuando apacentaba los rebaños de su tío Labán. Pues como los probó a ellos para medir su corazón, así nos castiga a nosotros, sus siervos, no como venganza sino como amonestación» (Jdt 8, 25-27).

       Veamos brevemente algunos textos de los sinópticos y de san Pablo sobre la cruz. Jesús exige a los que quieren ser sus discípulos, que se nieguen a sí mismos, que tomen su cruz y le sigan. Estas exigencias que, en principio, se dirigían a un grupo de personas, fueron extendiéndose a círculos más amplios. Los autores del nuevo testamento no sólo las ampliaron dirigiéndolas a todos los cristianos, sino que también iluminaron el sentido de tales exigencias.

       La expresión: «el que no toma su cruz y sigue a Jesús, no puede ser su discípulo» se afirma cinco veces en los evangelios sinópticos (Mt 10, 38; 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23; 14, 27).

       En Mt 10, 38; 16, 24 las palabras de llevar la cruz se dirigen solamente a los discípulos que acompañan al Maestro. En Mc 8, 34 se dirigen a todo el pueblo.

       En Lc 14, 27 habla a la mucha gente que le seguía y en 9, 23 las amplía todavía más, dirigiéndolas a todos. Al aplicarlas a todos, y no sólo a los doce, cambia el sentido de estas exigencias. A los discípulos más inmediatos les pedía el seguimiento

hasta el martirio, si era necesario. Ahora, al aplicar este texto a todos los cristianos, y más todavía, al añadir que se refiere a la cruz de «cada día», ya no se trata del martirio sino de la cruz que la vida diaria aportará a los seguidores de Jesús. Con este añadido de san Lucas, la metáfora de «llevar la cruz» queda espiritualizada y ya no se refiere al martirio, a la muerte, sino a las penalidades de la vida cotidiana. Habla a los cristianos de todos los tiempos de las contrariedades que han de sobrellevar en la vida diaria.

       Para san Pablo la cruz incluye la adhesión a la voluntad de Dios, como el supremo valor sobre todas las cosas. «Se gloría en la cruz por la que el mundo está crucificado para él y él para el mundo» (Gál 6, 14). Habría que advertir que el verbo staurotaj está en perfecto, es decir, que se trata de un pasado pero cuyo efecto permanece en el presente: la oposición del apóstol hacia el mundo (mundo como lo opuesto a Dios) se ha realizado para siempre: «Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Gál 5, 24). Se trata de una deciSión voluntaria dando muerte al hombre viejo, comprometiéndose a llevar una vida nueva (Rom 6, 4).

       La sabiduría de la cruz es tema singularmente paulino (1 Cor 1, 17-31). Después del fracaso de Atenas, donde quiso imitar a filósofos y retóricos (Hech 17), se concretó a exponer sencillamente la predicación de la cruz y su fuerza salvadora. Y en el himno cristológico de Flp 2, 6-11 afirma que la muerte en la cruz, a la que Cristo se sometió, es la expresión de la obediencia plena a la voluntad del Padre.

       Jesucristo no dulcifica la cruz. Ha de obedecer la voluntad del Padre e ir a Jerusalén para morir crucificado (Mt 16, 21), pues es necesario que se cumpla lo que está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, acerca de él (Lc 24, 25- 27.44).

       San Pablo habla de los rasgos de Cristo crucificado que han sido pintados en el discípulo (Gál 3, 1), como ya en el antiguo testamento se manda a Ezequiel (9, 4-6) que pase por la ciudad de Jerusalén y marque con una cruz en la frente a los hombres... Y, a los otros, les dice a continuación que no hieran ni maten al que lleve la cruz en la frente.

 

Con plena luz aparece todo esto en el nuevo testamento. La persecución, la cruz en general, es esencial a la vida cristiana. Cristo, a cuya imagen debemos conformarnos por voluntad del Padre, fue perseguido desde su cuna por Herodes, y toda su vida sería un caminar bajo la cruz hasta el monte Calvario. Es el gran perseguido, el divino crucificado. La cruz, hasta entonces, estigma de maldición, sería por designio divino, el instrumento necesario de la redención. Era preciso que el Mesías padeciese, y así entrase en su gloria, dirá a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). Padecimiento y gloria, persecución y dicha, son ya realidades siempre inseparables, desde que Cristo transfiguró en gloria el oprobio de la cruz.

       Ya no hay otro camino de bienaventuranza, sino el de la persecución. Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14, 6) quiso él mismo recorrerlo primero. Para ejemplaridad y como guía nos precedió acosado de persecuciones. Lo mismo nos predice a sus discípulos (Jn 15.18; 16, 2-4): «Si el mundo os aborrece, sabed que primero me aborreció a mí...».

       También los otros evangelistas abundan en el mismo sentido (Mt 10, 16.22; Lc 12, 11). Bien pronto comenzaron a cumplirse las profecías del Salvador: los apóstoles, los mártires, los cristianos de las primeras generaciones y de todos los tiempos, caminaron, caminan y caminarán bajo el signo de la persecución, como leemos en los Hechos de los apóstoles y en la historia de la Iglesia. Pero el cumplimiento del anuncio repetido por Jesús se realizará plenamente: la cruz de Cristo es fuente de alegría supraterrena y de divina fortaleza; alegría de san Esteban, viendo los cielos abiertos, mientras le apedreaban (Hech 7, 55-56); gozo de los apóstoles, al ser azotados por el nombre de Jesús (Hech 5, 40-41).

       Resplandece esta alegría en las actas de mártires. Su entusiasmo llega hasta el ardiente deseo de morir por Cristo. Esto es, sin duda, uno de los mayores milagros del cristianismo. Conmovedora es en extremo la petición de san Ignacio mártir, en que les ruega no interceder por él, condenado ya al martirio. «Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo». «Ojalá goce yo de las fieras que están para mí destinadas, y hago votos para que se muestren ansiosas conmigo! Yo mismo, las azuzaré para que me devoren rápidamente»19.

       Desde el principio se suceden los testimonios ininterrumpidos en las vidas de los mártires, de las vírgenes, de los ascetas y en las biografías de los santos de cualquier época y lugar (cómo no pensar en Francisco de Asís que le explica al hermano León qué es la perfecta alegría?), en las impetuosas revelaciones de los místicos, como escribe Teresa de Lisieux: «En algunos momentos mi corazón se ve acometido por la tempestad, le parece que no existe otra cosa a no ser las nubes que lo rodean; ése es el momento de la alegría perfecta»; «mucho he sufrido desde que estoy en la tierra, pero si en mi infancia he sufrido con tristeza, ahora no sufro así, sino en la alegría y en la paz, y soy realmente  feliz de sufrir».

       Alegraos al compartir los padecimientos de Cristo. Elegir el sufrimiento de Cristo significa elegirle a él, independientemente de cualquier ventaja; es crecer en el amor del que nos ha amado hasta el extremo (Jn 13, 1). Hemos de amarle, no por el beneficio que nos pueda reportar su amor: «no me tienes que dar porque te quiera, pues aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera». Al saberse amado por Jesucristo, se quiere compartir con él todo lo suyo, también naturalmente su cruz.

 

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(JESUCRISTO, SALVADOR DEL MUNDO, Comité del Jubileo año 2000)

(Puede valer para charla o retiro para hablar de Jesucristo en línea mas bien teológica)

 

CAPITULO IX


ACTUALIDAD Y SIGNIFICADO DE LA SALVACION EN JESUCRISTO


(Se pueden reducir a cuatro los aspectos más relevantes de la salvación cristiana, que consiste en la: 1. experiencia de comunión personal con Cristo (vivencia personal); 2. experiencia de comunión en la Iglesia (vivencia 3. experiencia de existencia recreada (vivencia salvífica);
4. experiencia de auténtica ortopraxis (vivencia práctico-cultural).


1. LA VIVENCIA «PERSONAb>: EL REDESCUBRIMIENTO DEL BAUTISMO

 
1. Armonía entre conocimiento y experiencia defe
La verídica plataforma precedente constituye una base motivada y válida para una vivencia convencida y dinámica. Jesús es Verdad, pero también es Camino y Vida (cf. Jn 4,6). La tradición cristiana ve en armonía la ortodoxia y la ortopraxis, la recta profesión de la fe y su actuación concreta en la acción: «Las convicciones firmes y reflexivas llevan a una acción valiente y segura» . «Ser cristianos» no se define por la mera comprensión del misterio de Cristo sin una experiencia eclesial);

 correspondiente de fe de la vida en El. El conocimiento maduro que el cristiano tiene de Jesús debe llegar a ser existencia «pneumática» en El, dando a su vida la dimensión de una comprometida peregrinación en la fe, esperanza y caridad.

El primer criterio experiencial que emerge de la narración de la historia de Jesús es el del encuentro personal con El. El relato de la historia de Jesús hoy llega a ser historia de vida de cada cristiano con El. Como los primeros discípulos, a través de la llamada, el seguimiento y la acción del Espíritu, también hoy el cristiano, mediante el bautismo, está inmerso en la vida divina trinitaria. Es decir, el cristiano está llamado por su nombre no sólo al conocimiento sino también a la existencia de fe filial en el Espíritu de Cristo resucitado.

Se trata de Jesús reconocido experiencialmente como amigo fiel, como modelo de humanidad realizada, como maestro de vida fraterna. Se trata, sobre todo, y más radicalmente, de reconocer y experimentar a Jesús como el Mesías y el Salvador de la propia existencia personal:
«Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)» (Jn 1,41). Así dice Andrés a Simón, su hermano, después de haber encontrado y reconocido a Jesús. Con el bautismo, la historia de Jesús llega a ser también la historia de los discípulos y de cada cristiano. Por tanto, la vida del cristiano se hace vida «de Cristo, en Cristo, por Cristo y hacia Cristo». Cristo es el centro de la historia personal de cada uno de sus discípulos.
Esta dimensión de la vivencia personal cristológica constituye una maravillosa originalidad de ser cristianos, sobre todo en relación con otros modelos de vida religiosa no cristiana. La intrínseca referencia a Cristo no limita la identidad humana de cada persona, sino que de hecho ésta sale exaltada y reforzada por ella.

Releamos el diálogo entre Jesús y los primeros discípulos como nos lo cuenta el evangelista Juan, que anota incluso la hora del encuentro:
«Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús; se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”. El les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel dia; serían las cuatro de la tarde» Un 1,38-39). El quedarse los discípulos con El no se limitó al dia de la llamada sino que se extendió a toda su vida.


2. «Permaneced en mi amor» Un 15,9)


En su existencia terrena, Jesús llamó a los discípulos a «vivir» con El, invitándolos a su «seguimiento», a su «imitación» y a la plena «comunión» y «co-división» con El en la oración, en el apostolado y en el sacrificio de la cruz. Esta experiencia la encontramos desarrollada en los evangelios, sobre todo en el de Juan, y en las cartas paulinas. Comparándose él mismo con la vid y a los discípulos con los :5smient0s, Jesús afirma: «Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada (...). Permaneced en mi amor»
Ur> 15,4-9). Sin comunión con Jesús no existe apostolado y no hay participación en la vida divina trinitaria. La eucaristía es el sacramento de la comunión con Jesús en la tierra: «Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,

158 Jesucristo, Salvador del mundo

el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57-58). La comunión con Jesús es comunión con el Padre: «Yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros» (Jn 14,20).


3. «Para mí, vivir es Cristo» (Flp 1,21)


Como preparación para el Jubileo del 2000, Juan Pablo II invita a «redescubrir el bautismo, como fundamento de la existencia cristiana, según la palabra del Apóstol: “Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Gál 3,27)» 2
Conviene meditar de nuevo cuanto San Pablo ha experimentado al respecto, transmitiendo a la Iglesia una de las experiencias más logradas de vida y de misión vividas enteramente en Cristo y por Cristo. Se trata de una experiencia espiritual fundamental, que puede ser expresada con varios términos, como comunión, divinización, participación, conformación, asimilación e incorporación.
La vida de Pablo fue una asimilación continua de Cristo: «Para mí, vivir es Cristo» (Flp 1,21). En el hecho de su conversión en el camino de Damasco (Hech 9,3-5; 22,1-12; 26,1-24) Jesús se le reveló como el presente y el viviente en la Iglesia y en los cristianos:«Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hech 9,5).

La asimilación vital de Cristo y la «convivencia» con El viene descrita con neologismos como «con-morir», «con-vivir» con Cristo (2 Tim 2,11; Rom 6,8), «compadecer» (Rom 8,17; 1 Cor 2,26), «estar con-crucificados» (Rom 6,6), «estar con-sepultados» (Rom 6,4; Col 2,12), «con-resucitar» (Ef 2,6; Col 2,18; 3,1), «estar configurados» con Cristo en la muerte (Flp 3,10), «estar CJX. Actualidadj szgnficado de la salvación en Jesucristo 159
con-glorificados» (Rom 8,17), «con-sentarse» con El (Ef 2,6), «con-reinar» (2 Tim 2,12; 1 Cor 4,8), «ser coherederos» (Rom 8,17; Ef 3,6). Los cristianos han sido predestinados por el Padre a «ser con-formados con la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).

La incorporación a Cristo es la realidad del bautizado: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo («con-vivificó»)
—por pura gracia estáis salvados—, nos ha resucitado («con-resucitó») con Cristo Jesús y nos ha sentado («con-sentar») en el cielo con El. Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,4-7).

El Apóstol usa muchas imágenes para describir el modo de la unión con Cristo del bautizado: «Vosotros sois campo de Dios, edificio de Dios» (1 Cor 3,9); «ENo sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17).

Hay otras imágenes más personalistas: «Sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular» (Ef 2,19-20); «Tengo celos de vosotros, los celos de Dios; quise desposaros con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen fiel» (2 Cor 11,2). La analogía de la unión esponsal expresa bien la comunión íntima del cristiano con Jesús: «No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ningún modo (...) El que se une al Sefior, se hace uno con Eh> (1 Cor 6,15-17; cf. Ef 5,21-32).

 La analogía paulina por excelencia es la del «cuerpo místico». En el bautismo los fieles han llegado a ser «el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro» (1 Cor 12,27): «Pues así como vuestro cuerpo en su unidad posee muchos miembros y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rom 12,4-5); «Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia El, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor» (Ef 4,15-16). La imagen del cuerpo místico expresa mejor la convivencia y la coparticipación del fiel en el misterio salvífico de Cristo hasta llegar a ser tina sola cosa con El: «todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Esta experiencia es vivida como una vida de asimilación total a Cristo: «He sido crucificado con Cristo y ya no soy yo el que vive, sino es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20); «Para mí, vivir es Cristo» (Flp 1,21); Cristo es «nuestra vida» (Col 3,3).


4. Realidad trinitaria de la incorporación a Cristo La incorporación a Cristo pone al cristiano en relación íntima con las personas trinitarias y, al mismo tiempo, establece una nueva relación con los hombres. Tal unión hace a los cristianos hijos adoptivos del Padre: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo —antes de crear el mundo— para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo —por pura iniciativa suya— a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1,3-5). No se trata de una adopción extrínseca y jurídica sino de una conformación y asimilación filial con Cristo: «A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rom 8,29); «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: “1Abba! (Padre)”. Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo. Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos manifestará» (Rom 8,15-17).
Unidos con Cristo, los bautizados no constituyen un conjunto informe de existencias cerradas e individuales, sino un organismo vivo y lleno de correlaciones. Cada cristiano no sólo tiene una referencia intrínseca a Cristo, cabeza del cuerpo místico, sino también una función original y una interrelación con los otros miembros: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo» (Ef 4,7). Insertados en la comunión de vida trinitaria, los cristianos viven en unión, comunión y con-división de bienes (todos co-herederos), independientemente de la nación, raza, condición social y sexo (cf. Gal 3,28).

 

5. Pluralidad de experiencias de comunión con Cristo
Esta espiritualidad cristológica —que se vive en la oración, en los sacramentos, en la escucha de la Palabra en el servicio al prójimo, en la comunión eclesial— es fundamentalmente única y universal, porque es vida filial en la Trinidad de Dios. Sin embargo esta experiencia es vivida concretamente de modo diferente por cada persona. Cirilo de Jerusalén compara la gracia divina con el rocío, que sobre el lirio es blanco, rojo sobre la rosa, púrpura sobre las violetas y jacintos, asumiendo los distintos colores según las diversas especies de las cosas; otro es el rocío sobre la palmera y otro sobre la vid, pero siempre es la misma agua la que da vida y belleza al mundo multiforme . Consecuentemente, son variadísimas las experiencias de asimilación del alma con Dios, vividas en la historia de la Iglesia.

Tal experiencia fue la finalidad del monacato oriental y occidental, ambos caracterizados por la tensión hacia la santidad alcanzada mediante el gesto ascético radical como premisa para la vivencia mística y para la expansión, cada vez más grande, del Espíritu en el alma.
En el misticismo ruso, poi ejemplo, prevalece el elemento del total extrañamiento del mundo y de la completa dedicación a la contemplación y abandono de sí mismo en Dios, mediante la oración, la del corazón, que llega a ser comunión existencial con Dios, respiración del Espíritu Santo en el alma, verificación existencial de la palabra de Dios: «Yo duermo, pero mi corazón vela». El <(peregrino ruso» alcanza a convivir de tal modo con la plegaria del corazón que hasta la asimila fisicamente: «Después de un cierto tiempo sentí, no sé cómo, que la oración pasaba de los labios al corazón: el corazón, con su latido rítmico, se ponía en cierto modo a medir por sí mismo las palabras de la oración» . Está tan presente y viva, que una mañana es la oración la que despierta al peregrino, para confortarlo y sostenerlo.

También en el cristianismo occidental son numerosísimas las obras autobiográficas de grandes santos y místicos que describen con inigualable finura espiritual su camino personal de perfección y de comunión de amor con Jesús. Citamos, por ejemplo, la asimilación de Cristo mediador y «puente» narrada en el Diálogo de la divina Providencia escrito por Santa Catalina de Siena en el otoño de 1378; o el compromiso ascético-místico celebrado en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, elaborados entre 1522 y 1548; o el descubrimiento de la interioridad perdida que hace Santa Teresa de Jesús en el Castillo interior (1577); o la experiencia de la unión con Jesús descrita en el Cántico espiritual (1584) y en los casi contemporáneos Subida del Monte Carmelo y Noche oscura de San Juan de la Cruz; o el relato de la ardorosa asimilación a la pasión de Cristo presentado en la Historia de un alma de Santa Teresa del Niño Jesús (1895-1897).

Se trata sólo de ejemplos entre los más notables, puesto que en el cristianismo son multitud los hombres y mujeres de toda edad, estado, condición y raza, que viven su comunión con Dios como un maravilloso secreto entre Dios y su alma, haciendo rezumar hacia fuera sólo el perfume de su humildad y el sabor de su virtud. El cristiano unido y conformado con Cristo es el anuncio más creíble de Jesús: el rostro bueno de Madre Teresa de Calcuta muestra, mejor que cualquier otra palabra, el rostro esplendoroso de Jesús. El crisNarraciones de un peregrino ruso, narración segunda.

Traemos aquí un párrafo extraído de la La vida en Cristo de Nicolás Cabasilas (Salónica 1319/1323- 1397/1398), que describe la asimilación de las almas con Cristo a través de los sacramentos:
«El Salvador (...) está siempre presente y del todo en los que viven en él; provee a cada una de sus necesidades, es todo para ellos y no permite que vuelvan su mirada a ningún otro objeto, ni que busquen nada fuera de él. De hecho, no hay nada que necesiten los santos que no sea él: él los genera, los hace crecer y los nutre, es luz y respiro, en ellos pone su mirada, los ilumina por medio de sí y, finalmente, se ofrece a sí mismo a su visión. A la vez nutre y es la nutrición; es él el que da el pan de la vida, y el que se da a sí mismo; la vida de los vivientes, el perfume de quien respira, la vestidura de quien quiere vestirla. El es quien nos da el poder caminar y él es la vida, y también el lugar del reposo y el término. Nosotros somos los miembros, él la cabeza: ¿es necesario combatir?, pues combate con nosotros, y él es quien asigna la victoria y le hace honor. ¿Vencemos?, pues él es la corona. Así, de cada parte reconduce a sí mismo nuestra mente y no permite que se vuelva a otra cosa ni que sea presa de amor por ninguna cosa (...) De cuanto hemos dicho resulta claro que la vida en Cristo no hace relación sólo al futuro sino que ahora ya está presente para los santos que viven y obran en ella» .
La vida en Cristo, 1, 1 -15.

 

6. Opción por Cristo y testimonio


¡ Otras experiencias revalorizadas pastoralmente como 1 realizaciones de la vivencia personal del bautizado en Cristo, son la opción fundamental cristiana y el testimonio. El seguimiento es la experiencia y la elección de Cristo como maestro de vida. Elegir a Jesús significa «estar con El» (Mc 3,14), «acompañarlo» (Lc 9,57-62), andar «detrás de él» (Mc 1,17). Significa armonizar la propia vida con la misma vida de Jesús hasta «llevar la cruz» que él ha llevado (Mc 8,34) 6
El seguimiento es opción fundamental cuando la experiencia de Cristo orienta el actuar práctico del cristiano, como fatigosa y cotidiana armonía entre convicción de fe y acción. Se trata de elegir a Jesús como meta orientadora que ilumina y guía con su gracia los pasos, con frecuencia vacilantes, de las decisiones libres del cristiano. La opción fundamental es la aceptación programática de «ser auténticamente cristianos», que determina y orienta el camino histórico del creyente en cada una de sus acciones libres. Es, por tanto, vivir la vida «con Jesús», según los «criterios de Jesús», y, en consecuencia, según la fe, la esperanza y la caridad, y no según los criterios del egoísmo, de lo útil y de la sola racionalidad.
La opción fundamental cristiana no es una elección singular, hecha solemnemente en el pasado, sino una dirección habitual en el camino del cristiano, iluminado y sostenido por la gracia de Cristo. Debe ser reconocible como tal en cada elección individual concreta. La opción fundamental se puede cualificar como cristo- céntrica cuando, eligiendo a Jesús como bien absoluto, se ponen actos concretos y particulares en armonía con el bien absoluto. De aquí nace una orientación real hacia el bien.
Sobre esto se fundamenta el testimonio del bautizado 8, que llega a ser, con la existencia y con la propia acción, un testimonio de Cristo, hasta dar la propia vida por El con la suprema entrega del martirio.


II. LA VIVENCIA «ECLESIAL»


1. Vida en Cristo y experiencia de comunión eclesial La vivencia personal cristiana tiene un intrínseco componente comunitario. El encuentro con Jesús en el bautismo acontece en el ámbito de la comunidad &lesial. Es, pues, un encuentro con la comunidad de fe, de esperanza y de caridad, donde encuentra un particular y privilegiado momento expresivo y celebrativo en la liturgia eucarística. En ella, los bautizados viven juntos su experiencia de salvados en el misterio pascual de Cristo. Vivir con Jesús es, por tanto, vivir con la Iglesia y en la Iglesia.
En la Iglesia, el encuentro personal con El llega a ser encuentro sacramental, y, por tanto, dispensación de gracia y de redención.
Algunas pistas para la realización y la maduración de esta vivencia eclesial son:
a) la acción litúrgica y la vida de oración;

b) una actitud de comunión eclesial, hecha de obediencia, colaboración, disponibilidad a todos los niveles y grados, en relación con todos los componentes del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia: es Cristo, de hecho,

el centro, el sostenimiento y el realizador de la unidad de la Iglesia;
c) la vida «asociativa» (los movimientos eclesiales) como lugar de experiencia y compromiso comunitario, de maduración en la fe, de solidaridad humana.

La oración enseñada por Jesús —el Padrenuestro— compromete a los cristianos a estar en comunión con todas las personas humanas, llamadas a ser hijos e hijas de Dios en Cristo. Hay, pues, una exigencia intrínseca de fraternidad universal bajo la mirada misericordiosa del Padre, por lo que el cristiano no discrimina a ninguno por ningún motivo (ni por la diversidad de religión, de raza, sexo o nacionalidad).

En esta vivencia eclesial se encuentra la legitimación de todo movimiento, grupo o asociación cristiana. La experiencia del seguimiento personal de Jesucristo se vive juntamente con la de otros hermanos y hermanas, llegando a ser vivencia eclesial. Es el discernimiento y la co-división vital de los carismas y dones personales (cf. 1 Cor 12-14) que se ponen a disposición para edificación de la propia santificación y para la santificación de la comunidad eclesial en una auténtica vida de caridad (1 Cor 13).

Una experiencia privilegiada de vivencia cristológica comunitaria, históricamente vivaz en su pluriformidad, novedad y perenne actualidad, es la experiencia de la vida «consagrada». La vocación a la vida consagrada es esencialmente vivencia cristológica personal y comunitana: es vida en Cristo y en la Iglesia con una particular misión apostólica en el mundo.


2. «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1)


Es útil descubrir hoy la oración cristiana contemplando el icono de Jesús en oración. Es un perfil fascinante de la personalidad de Jesús, que ha creado una verdadera tradición plurimilenaria de espiritualidad y de santidad cristiana, toda por descubrir y valorar. La originalidad de Jesús en este campo ha sido acogida también por los no cristianos, que ven en él no sólo a un hebreo piadoso, sino, sobre todo, a un maestro insuperable de vida espiritual y de intimidad con Dios.

Los discípulos, que también eran expertos en la plegaria hebrea de aquel tiempo, se impresionaron de tal manera por la singularidad de la oración de su Maestro, que le pidieron: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Jesús orante es uno de los aspectos mejor atestiguado del Jesús histórico. El oraba por la mañana: «Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y alli se puso a orar» (Mc 1,35). Oraba por la noche:
a continuación de la multiplicación de los panes, «Y después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo» (IVIt 14,23). Oraba de noche: antes de la elección de los doce apóstoles, «Por entonces subió Jesús a la montaña a orar y pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12). Jesús oraba continuamente: «Pero El solia retirarse a despoblado para orar» (Lc 5,16).


Los momentos más importantes de su vida están acompañados de la oración: Jesús ora en el bautismo en el Jordán (Lc 3,21); ora antes de llamar a los apóstoles (Lc 6,12); ora antes de la transfiguración Lc 9,28); ora por la fe de Pedro (Lc 22,31-32); ora para el envío del Espíritu Santo (Jn 14,15-17); ora antes de la resurrección de Lázaro (Jn 11,41); ora en su entrada triunfal en Jerusalén (Jn 11,27); ora al Padre en la última cena por la propia glorificación (Jn 17,1-5); por los discípulos
Un 17,6-19); y por todos los creyentes Un 17,20-26); ora antes de su pasión (Lc 22,39.46); en el momento de la crucifixión, ora por sus verdugos (Lc 23,24); en el momento de su muerte, ora con confianza al Padre (Lc 23,46).

Más que el tiempo oficial de la oración judia, Jesús orante sigue el ritmo del anuncio del reino y de su realización en la historia del acontecimiento salvífico. Es éste el tiempo nuevo de la oración cristiana, que sustituye al tiempo viejo de la tradición udía. No es tanto un tiempo cronológico como un tiempo salvifico enteramente cristológico.

Jesús añade a las palabras actitudes exteriores, como arrodillarse (Lc 22,41), alzar los ojos hacia el cielo (Mt 14,19; Jn 11,41; 17,1; cf. Sal 123,1). Jesús ora, sobre todo, en silencio y en la contemplación del Padre. A la oración oficial, que también él conoce (cf. las oraciones pronunciadas durante la cena pascual: Mc 14,20; Mt 26,30), Jesús prefiere la personal y espontánea. No ora como los buenos fariseos de su tiempo, que se ponían derechos en las sinagogas o en las esquinas de las plazas para ser vistos por los hombres (Mt 6,5). El ora al Padre en secreto (cf. Mt 6,6) y con frecuencia solo, aun cuando se encuentra con sus discípulos.
Lucas propone al respecto: «Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos...» (Lc 9,18). En cierto sentido está preanunciada la situación de soledad del corazón probada por Jesús en Getsemaní, aun encontrándose en compañía de los discípulos. Beda el Venerable hace notar: <(En ningún lugar —si no me equivoco— se dice que él haya orado con los discípulos. Por todas partes, en cambio, él ora solo, porque los deseos del hombre no pueden comprender el designio de Dios; nadie puede llegar a ser participe de este misterio interior junto con Cristo».

3. El Padre, horizonte de la oración de Jesús


El monte o el desierto de la pasión de Jesús es el silencio de Dios. Más que a un lugar —el templo de Jerusalén o una sinagoga—, su oración está ligada a una persona: el Padre. El templo de su oración es su unión con el Padre. La oración tiene, por tanto, una gran interioridad no paralela a ceremonias fijas o tiempos establecidos, sino al desenvolvimiento de su acontecimiento de salvación. La persona misma de Jesús, su acción, su actitud, su palabra, constituyen el otro polo de la oración hacia el Padre. Por lo cual, la oración no constituye un intervalo de evasión o de reposo sino un continuo diálogo con el Padre, para reforzar su voluntad de obediencia a la misión: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparaçlo un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7). «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» Øn 4,34; cf. también Jn 5,30; 6,38; 8,29; 8,55; 9,4).

La obediencia a la voluntad del Padre está también en el centro de la dramática oración en Getsemaní (cf. Lc 22,39-46; Mt 26,36-46; Mc 14,32-42). En esta oración, el Hijo, a través de su voluntad humana trágicamente probada por el sufrimiento y el dolor, confirma su oblación al Padre (cf. Heb 5,7-10).

La misión de Jesús con el Padre no representa un esfuerzo ascético, sino una realidad en la que vive y de la que se goza inmensamente: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra (...) Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo mas que el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (lvlt 11,25.27).

Mientras Jesús se encuentra en oración, por tanto, es cuando puede ser comprendido en su verdadera identidad, «el Cristo de Dios» (Lc 9,20), una identidad continuamente equivocada y también negada por discípulos y adversarios. El mismo Lucas, nada más concluir el episodio de la confesión de Pedro, trae el acontecimiento de la transfiguración, que también tiene lugar durante la oración: «Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaron de blancos» (Lc 9,28-29). También aquí, durante la oración, es cuando Jesús revela el verdadero rostro del «Hijo», del «elegido» (Le 9,35).

La oración permite al Verbo encarnado permanecer junto al Padre, vuelto continuamente hacia El, recogido del todo en su seno. Aun viniendo a habitar en medio de nosotros, Jesús no se alejó jamás de la comunión con el Padre en la oración. Siendo su oración un continuo acto de obediencia filial —«no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22,42)—, constituye también la base para su misión. Estarse con Dios no significa huir de los hermanos, sino estar con ellos con la misma bondad, misericordia y condescendencia del Padre. La intimidad con el Padre llega a ser cercanía salvífica y misericordiosa con el prójimo hasta el sacrificio supremo.
Jesús muestra con su oración que no sólo ha practicado y predicado un evangelio ético o social, sino que ha vivido una intensa vida espiritual. Aún más, esta radicación en el corazón del Padre era la fuente de su dinamismo apostólico. Este es uno de los aspectos que mayormente hay que recuperar en la pastoral cristiana de hoy. Se trata, de hecho, de reinterpretar y comprender la oración como interioridad, co- mo horizonte de vida unificada, como verdadera realización de la propia humanidad.

 

III. LA VIVENCIA «SALVIFICA»


Esta vivencia cristocéntrica, personal y comunitaria, es esencialmente experiencia de salvación integral. La vida en Cristo y en la Iglesia ofrece no sólo la iluminación y el conocimiento, sino también la fuerza necesaria para superar los limites espirituales, morales y fisicos de la no salvación y del sinsentido. Es la experiencia de la vivencia salvífica, la llave del éxito de la vida cristiana. El reconocimiento de Jesús como salvador universal significa precisamente la consciencia motivada de que la propia existencia de fe es una existencia no sólo sensata y significativa, sino salvada.
Momentos típicos de verificación y de expresión concreta de esta vivencia salvífica son, por ejemplo, las denominadas conversiones, tanto en el nivel del cambio radical de la propia opción fundamental por Cristo cimo en el nivel de la corrección parcial y mejora de la propia existencia de fe.
En este contexto pastoral, emerge la exigencia de una correcta educación del cristiano en el sacramento de la reconciliación, considerado no tanto como renovación simple y global de la propia existencia de fe, sino como un proceso gradual de sanación que encuentra su más alta y eficaz celebración en el perdón sacramental de la absolución. Es la denominada dimensión terapéutica del sacramento de la reconciliación, que asocia al perdón sacramental una correcta pedagogía de fortalecimiento y recomposición de aquellos hñbitos virtuosos debilitados o destruidos por el pecado.

En este contexto, la penitencia asume el significado de la maduración ética del cristiano, que pasa gradualmente de un estado de enfermedad y de herida espiritual a un estado de curación y de salud espiritual. Esta obra de reconstrucción moral y espiritual se realiza a través del ministerio pastoral de los confesores, que

no son sólo jueces, sino sobre todo padres espirituales, médicos de las almas y sabios pedagogos de sus penitentes. Asociados al misterio salvífico de la muerte y de la resurrección de Jesús, los cristianos son conscientes de ser en El una nueva humanidad. Son, por tanto, libres y liberadores, dinámicamente abiertos para superar toda cerrazón y prevaricación, para vivir el anuncio del reino como propuesta de paz y fraternidad universal, de defensa de la vida en todos sus aspectos, de respeto a la naturaleza y al cosmos.


En Jesús, tierra de los vivientes, los cristianos proyectan y realizan la renovación continua de la propia historia personal y comunitaria. También la misión es la urgencia del anuncio y de con-división de la vivencia salvífica cristiana a todas las gentes (cf. Mt 28,19-20). Como vértice de esta vivencia salvífica está la experiencia de la <(espiritualidad cristiana» como vida en Cristo y en su Espíritu de caridad.


IV. LA VIVENCIA «PRACTICO-CULTuRAL>


1. Experiencia de fe y praxis cristiana La experiencia de la salvación en Cristo impulsa al cristiano ineluctablemente a la acción, al testimonio, a la misión, al diálogo. La ortodoxia cristiana llega a ser no sólo vivencia personal y comunitaria sino también praxis personal y social.
Cristo celebrado y vivido llega a ser tiempo y espacio humano, historia y cultura, lenguaje y actitud, tradición y desarrollo. La vida religiosa de los cristianos llega a ser síntesis cultural. Surge una nueva cultura capaz de levantar y transformar las otras culturas humanas y religiosas hacia la civilización del amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

      

 

 

Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL CAMINO DEL ENCUENTRO CON  CRISTO

 

 

 

 

 

 

 

 

A todos mis hermanos en la búsqueda del Señor y, de modo especial, a quienes, habiendo leído ENCUENTRO CON CRISTO, me han preguntado sobre EL CAMINO DEL ENCUENTRO con él en el tercer milenio del cristianismo.

 

 

 

 

 

 

 

EL AUTOR DE AMBOS LIBROS ES JUAN ESQUERDA BIFET

 

 

 

 

 

 

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

 

 

 

Contenido

 

Introducción: Las etapas de un camino.

 

I. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SU MIRADA

 

II. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS PIES

 

III. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS MANOS

 

IV.  EL EVANGELIO ESCRITO EN SU CORAZON

 

V. SUS HUELLAS EN MI VIDA

 

Líneas conclusivas: El camino hacia el corazón

 

Documentos y siglas

 

Indice de materias

 

Citas evangélicas comentadas

 

Indice general


INTRODUCCION

 

Las etapas de un camino

 

       El evangelio sigue aconteciendo. Jesús sigue mostrando el evangelio escrito imborrablemente en la carne viva y gloriosa de su cuerpo resucitado: "mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 14,39.43). Según el discípulo amado, "les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20).

 

       Aquellos pies siguen buscando, esperando, acompañando. Aquellas manos siguen bendiciendo, acariciando, perdonando, enseñando. Aquel corazón siguen abierto invitando a aceptar su amistad. El camino del encuentro se caracteriza por unas etapas concretas y entusiasmantes:

 

       - me espera en mi propia realidad, amándome tal como soy,

       - me invita a seguirle para compartir su misma vida,

       - me cuenta sus amores y vivencias,

       - me llama a prolongar su caminar, su enseñanza y su amor, para hacerle conocer y amar.

 

       El camino del encuentro es una experiencia irrepetible e irremplazable, porque sucede en el tiempo presente y nadie nos puede suplir. Jesús invita a todos, respetando la libertad de cada uno, porque no quiere autómatas, sino amigos: "venid a mí todos" (Mt 11,28-29)); "venid y veréis" (Jn 1,39).

 

       Hay que llegar a una experiencia fuerte de Jesús. Es él mismo quien invita y quien la hace posible: "acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado" (Jn 20,27). Después de experimentar este encuentro vivencial por la fe, "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir... es amigo verdadero" (Santa Teresa).

 

       El camino para llegar a esta experiencia de su amistad y de su "corazón", nos lo ha trazado el mismo Jesús, como un regalo, una "gracia" de su amor:

 

       - tener todos los días un encuentro con él, escuchando su palabra y participando en la eucaristía: "yo soy el pan de vida" (Jn 6,35ss),

       - reconocer en su mirada una declaración de amor: "le miró con amor" (Mc 10,21),

       - dejarse encontrar por sus pies, que siguen buscando a la oveja perdida: "va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra" (Lc 15,4),

       - dejarse curar y perdonar por sus manos: "quiero, queda limpio" (Mt 8,3),

       - aceptar la invitación de sintonizar con su corazón: "aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11,29).

       Ante Cristo crucificado, con sus manos y pies clavados y con su corazón abierto, nadie es capaz de resistir su desafío amistoso. Saulo, el perseguidor, lo encontró definitivamente cuando menos lo esperaba: "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

       Ahora Cristo vive resucitado, con sus llagas gloriosas impresas en su cuerpo, invitándome a habitar en ellas, para hacerme experimentar su amistad. "Cristiano" es quien ha tenido "un conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88).

 

       De la humanidad de Cristo decía Santa Teresa: "por esta puerta hemos de entrar". Si por sus llagas hemos sido salvados, en ellas podremos experimentar su amistad: "llevó nuestros pecados en su cuerpo... con cuyas heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

       Los gestos y las palabras de Jesús expresan toda su interioridad. El discípulo amado hablaba de ver y tocar: "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos" (1Jn 1,1-3). En Cristo, Dios nos la dicho todo: "en él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5).

 

       El evangelista Juan cuenta su experiencia de fe, que es siempre don de Dios; entró en el sepulcro vacío y sólo vio el sudario plegado y las vendas por el suelo: "vio y creyó" (Jn 20,8). A esta experiencia profunda y sencilla, estamos llamados todos. Basta con emprender el camino:

 

       - sabiéndose amado e invitado por él,

       - queriéndole amar sin rebajas, con todo el corazón,

       - expresando este amor en las cosas pequeñas de cada día,

       - reconociendo, al atardecer de cada día, las propias limitaciones y defectos, para recibir confiadamente su perdón y su paz,

       - empezando de nuevo todos los días, para amarle más que antes.

 

       El camino no lo hacemos solos, puesto que él mismo se hace nuestro "camino" (Jn 14,6). Y son muchos los hermanos que comparten con nosotros este mismo camino. La historia está llena de amigos de Cristo, casi siempre anónimos, que se decidieron a emprender "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Son las personas que más bien han hecho a la humanidad entera. Cuando lo necesitemos de verdad, Jesús se nos hará cercano por medio de estas personas que no hacen ruido.

 

       Los "santos", que eran del mismo barro que el nuestro, se hicieron santos por el camino de las llagas de Jesús, hasta entrar plenamente en su corazón. No hay que olvidar que el camino se dirige a la unión y amistad, es decir, al corazón. Jesús no necesita teóricos ni diletantes. Sólo quiere "sedientos" y "pobres" que se decidan a ser sus amigos, para que puedan contagiar a otros "su experiencia de Jesús" (RMi 24). Porque el encuentro con él, lleva siempre a la misión: "hemos encontrado a Jesús, el hijo de José, el de Nazaret" (Jn 1,45). Esta experiencia puede parecer ridícula a quien busca la felicidad fuera de Jesús, pero es la única experiencia que puede llenar el corazón y convencer a los buscadores sinceros de la verdad.

 

       Este camino es una experiencia de fe, sin privilegios y sin cosas extraordinarias. Nos basta el mismo Cristo, sin aditamentos. Porque son "bienaventurados los que, sin ver, creen" (Jn 20,29). El Señor se deja encontrar por "un movimiento del corazón", como decía San Bernardo. Basta con seguir su mirada amorosa, los pasos de sus pies y los gestos de sus manos, para entrar en su corazón.

 

       Jesús deja sus huellas en nuestro camino, para invitarnos a sintonizar con su modo de pensar, sentir y amar. "Pon los ojos sólo en él... y lo hallarás todo en él" (San Juan de la Cruz). Así de sencilla es la oración cristiana cuando se deja que Jesús ore en nosotros: "si no sabes meditar cosas sublimes y celestes, descansa en la pasión de Cristo, deleitándote en contemplar sus preciosas llagas" (Tomás de Kempis).

 

       En los sacramentos y, de modo especial, en la eucaristía, se encuentra "el cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante" (CEC 1116). Esta humanidad vivificante de Cristo se formó, bajo la acción y unción del Espíritu Santo, en el seno de María. Ella, "la creyente" (Lc 1,45), sigue indicando el camino del encuentro: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

 

       El camino hacia el corazón de Cristo recorre las etapas de la humildad, que es la verdad, y de la confianza, para vivir sólo de él y para él, en donación total:

 

       - dejarse conquistar por su mirada de amigo,

       - adivinar la cercanía de sus pies de Buen Pastor,

       - aceptar la caricia de sus manos de médico y de guía,

       - hacerse disponible para vivir en sintonía con los amores de su corazón abierto.

 

       En este caminar tendremos una gran sorpresa: sus huellas van desapareciendo, como si nos dejara solos en el camino... Es que se identifica con nosotros y sus huellas son ya las nuestras... El mejor regalo de esta experiencia es el de participar de su misma suerte: "en tus manos, Padre" (Lc 23,46). María, como Madre en el camino de la fe, nos hará descubrir que Jesús está más cerca que nunca...

I

 

EL EVANGELIO REFLEJADO EN SU MIRADA

 

Presentación

 

       Las miradas de Jesús transparentaban toda su interioridad. Eran un reflejo de su evangelio y de su misma vida. Con su mirar, conocía y conoce lo que había "en el corazón" de los demás (cfr. Jn 2,25), sin humillarles, porque son miradas de hermano, amigo y esposo. Con su mirada, llamaba y declaraba su amor.

 

       Aquellas miradas traspasan el tiempo y la historia. Jesús nos conocía y amaba tal como somos. Ahora, sus miradas de resucitado penetran nuestra vida sin herirla. El quiere imprimir en nuestra mirada un reflejo de la suya.

 

       Si leemos o recordamos los pasajes evangélicos, todavía hoy podemos descubrir la mirada de Jesús en nuestras circunstancias. Entonces lo sentiremos cercano, porque ahora nos acompaña y sigue mirándonos con el mismo amor. Las miradas de Jesús en el evangelio acontecen hoy, pero de modo nuevo, para cada uno. Son siempre nuevas, como el amor.

 

       Estar con él, como "con quien sabemos que nos ama" (como diría Santa Teresa), es posible hoy, en el aquí y el ahora de nuestra vida. Basta con dejarse mirar por él y devolverle nuestra mirada con el reflejo de la suya. La oración es un cruce de miradas, de corazón a corazón.

 

       La grandeza y autenticidad de María, la llena de gracia, Madre de Dios y nuestra, consiste en dejarse mirar por Dios, devolviéndole una mirada de corazón unificado: "Dios ha mirado la nada de su sierva" (Lc 1,48).

 

1. Mirada que invita a seguirle

 

       Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí ‑ que quiere decir, "Maestro" ‑ ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis».... Jesús, fijando su mirada en Simón, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» ‑ que quiere decir Piedra... Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

      (Jn 1,38-47)

 

1. La mirada de Jesús no es para curiosear ni para utilizarnos, sino que es una invitación a compartir su misma vida. Escruta nuestro corazón porque nos ama. Quiere orientar nuestras intenciones y motivaciones hacia la donación. Si buscáramos sólo sus cosas, en lugar de él mismo, entonces no le encontraríamos de verdad. Su mirada corrige, pero también endereza, ilumina y fortalece. Confiados en esa mirada de amigo, ya es posible seguirle y aprender a estar con él. Invitados por su mirada, ya le podemos mirar con "una sencilla mirada del corazón" (Santa Teresa de Lisieux).

 

2. Su mirada es especial para cada persona: Juan, Andrés, Pedro, Felipe, Natanael... Para Jesús no existen cosas, sino personas irrepetibles, con una historia particular y diversa. Jesús mira a cada uno, tal como es, para ayudarle a ser él mismo trascendiéndose. Quiere a cada uno con sus particularidades y con su propio modo de ser, porque sólo a partir de ahí es posible realizarse amando. Su mirada no nos quita los obstáculos, sino que nos ayuda a verlos y a superarlos mirándole a él, amándole y amando como él. Que nos aprecien o no los demás, ya no importa tanto; nuestra vida y nuestro quehacer tiene sentido cuando se vive de su mirada y se aprende a mirar como él.

 

2. Mirada a un joven

 

       Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los  pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».

         (Mc 10,21; cfr. Mt 19,21; Lc 18,22)

 

1. La vocación, por parte de Jesús, es una declaración de amor. Su llamada sólo se puede comprender y seguir a partir de su enamoramiento. Por esto, el amor exige echar por la borda todo lo que no suene a donación. El programa es exigente, pero también comprensible para quien entiende de amistad. La "totalidad" es el lenguaje del amor. Jesús invita a dejar la chatarra, que sería un gran estorbo en el camino del seguimiento. El secreto está en enterarse de su mirada de amor.

 

2. El joven rico, como tantos otros, no captó la mirada de Jesús. Tenía el corazón prisionero de espejismos, que se disfrazan de verdad. Y se marchó triste, porque algo había captado, pero no se decidió a cortar las amarras o los hilos que impiden volar. Jesús sigue mirando con amor a cada uno sin excepción. Hay muchos distraídos o con ojos legañosos. Urge aprender a "mirarle de una vez", como diría San Francisco de Sales. "Si pones los ojos en él, hallarás todo en él" (San Juan de la Cruz).

 

 

3. Mirada a Leví

 

       Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió.     (Lc 5,27-28; cfr. Mt 9,9; Mc 2,14)

 

1. Jesús dirigió su mirada también a un publicano, enredado en sus cuentas. Lo importante es que aquella mirada de compasión cambió la vida de Leví en un apóstol, Mateo. La mirada era una invitación a seguirle dejándolo todo por él. Nadie se hubiera imaginado aquel cambio. Y hasta muchos lo criticaron. Pero Jesús defendió a su nuevo amigo, porque él siempre mira a todos con el mismo amor y misericordia. Si él "vino para llamar a los pecadores" (Mt 9,13), ¿quién le podría impedir sembrar miradas de compasión y llamadas de renovación?

 

2. La mirada de Jesús no es sólo llamada, sino también luz y fuerza para poder seguirle. El gozo de seguir al Señor es señal de que su mirada ha penetrado hasta el fondo del corazón. Desde este momento, si todavía queda en él algún bien, es para celebrar el encuentro y alegrar la vida a los demás, haciéndoles partícipes de la mirada misericordiosa de Jesús. El Señor se compara a un médico que tiene buen ojo clínico (Lc 5,31); sabe diagnosticar y sanar, sin humillar ni utilizar. Mateo aprendió a leer y a escribir el evangelio, gracias a la misericordia de Jesús insertada en su propia vida.

 

 

4. Mirada a Zaqueo

 

       Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría.

       (Lc 19,2-6)

 

1. Aquella mirada y aquella invitación, ni el mismo Zaqueo se la había imaginado nunca. Al fin y al cabo, Jesús iba de paso, aparentemente para cosas más importantes. Zaqueo se encaramó en la higuera, sin importarle el ridículo, porque "buscaba ver a Jesús" (Lc 19,3). A Jesús le gustan estos deseos espontáneos, que son ya un inicio del encuentro. Por esto sucedió lo inesperado: se cruzaron las miradas, porque uno buscaba al otro. Jesús, como siempre, había tenido la iniciativa y había hecho posible el encuentro. Siempre es posible cruzarse con su mirada.

 

2. La mirada surtió su efecto, porque el corazón de Zaqueo se abrió sin ocultar nada. Empezó la amistad que transfomaría radicalmente la vida de aquel publicano. El paso más difícil ya estaba dado: recibir a Jesús, ofreciéndole la propia casa como suya. Lo demás sería una consecuencia imparable: compartir los dones recibidos con los hermanos y aprender a reparar el pasado con un presente de donación. Y así se demostró, una vez más, que Jesús "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Todo empezó con el deseo sincero de "ver a Jesús" y de dejarse mirar por él.

 

5. Mirada a los que le rodean

 

       Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"». Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él y le  contó toda la verdad.       (Mc 5,30-33; cfr. Mt 9,22; Lc 8,47)

 

1. Tanto si nos damos cuenta, como si lo olvidamos, Jesús nos acompaña continuamente con su presencia y su mirada cariñosa. Algunos aceptan su compañía para hacer de la vida una relación amistosa con él. "Tocarle", como la mujer enferma, significa aceptar con gozo su presencia y su mirada. Propiamente somos nosotros los "tocados" por él, que nos sana y salva. La "hemorroisa" logró tocar la orla de su manto y quedó curada. La mirada de Jesús en su corazón la había atraído de modo irresistible. Pero Jesús sigue mirando, también a los distraídos, para hacerles despertar de su letargo. Con la luz de su mirada, encontramos la verdadera luz (cfr. Sal 35).

 

2. La mirada de Jesús traspasa el espacio y el tiempo. Va siempre más allá de la superficie. Entra en el corazón sin violentarlo. Examina nuestras intenciones, motivaciones, actitudes, porque quiere sanarlas. Bastaría con dejarse mirar por él, tocarle con la fe y la esperanza, para quedar iluminados y sanados. A veces, descubriremos que su mirada se refleja en la pupila de algún hermano que necesita de nosotros. Podemos ser también mirada de Jesús. Esa mirada de Jesús siembra la paz y la serenidad, unificando el corazón y haciéndolo salir de su círculo cerrado para darse.

 

6. Mirada de compasión

 

       Se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades. Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos.

         (Mt 14,13-14; cfr. Mt 9,36; Mc 6,34)

1. Para Jesús no hay "masas", sino personas concretas e irrepetibles, cada una con su historia peculiar como historia de amor de un Dios que a nadie olvida. Cada persona, con su nombre peculiar, atrae la mirada de Jesús. Su corazón tiene predilecciones infinitas, una para cada uno y de modo irrepetible. El leproso, el ciego, el paralítico, Zaqueo el publicado, Nicodemo el fariseo..., todos eran una fibra de su corazón. La mirada de compasión manifiesta el vibrar de cada una de sus fibras o latidos. En aquellos rostros hambrientos y sedientos, Jesús veía a toda la humanidad. Hoy mira con la misma compasión y amor.

2. Su mirada de compasión, entonces y ahora, es sintonía de preocupaciones, angustias y esperanzas. "Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón" (GS 1). Esta sintonía la vivió Jesús con la misma intensidad durante los nueve meses en el seno de maría, que durante los treinta años de Nazaret y los aproximadamente tres años de caminar por Palestina. Para él, ahora resucitado, el tiempo ya no pasa, pero lo vive como hermano, protagonista y consorte, en cada período de la historia humana, haciendo suya la biografía de cada caminante. Se compadece porque nos pertenece y le pertenecemos, como parte de su mismo ser y de su misma historia salvífica.

 

 

 

7. Mirada que examina de amor

 

       Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!»... «todo es posible para Dios».

      (Mc 10,23-27; cfr. Lc 18,24-27)

 

1. Jesús mira a sus amigos de modo especial. El joven rico no supo leer el amor en los ojos de Jesús y, por esto, se perdió en los harapos tristes de su riqueza. Jesús entonces quiso mirar a los suyos como para examinarles de amor. También ellos podían caer en la trampa de ambiciones camufladas. El corazón humano es siempre un misterio. Por esto, la mirada de Jesús apunta al corazón. Y su efecto no se hizo esperar en la respuesta de Pedro, que ha suscitado en cada época vocaciones generosas: "lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mc 10,28). La mirada de Jesús, aceptada con el corazón abierto, hace posible esta respuesta incondicional de quien se quiere abrir totalmente al amor.

 

2. Seguir a Cristo, dejándolo todo por él, es sólo posible cuando nos dejamos conquistar por su mirada. La fuerza no radica en nosotros, sino en él. Hay que aprender a mirar, con él, el fondo de nuestra nada, de nuestras debilidades y de nuestras miserias. Este es el único camino para acertar. La fuerza de nuestro caminar está en el reflejo de su mirada sobre nuestra realidad caduca. Es verdad que, como dice Jesús, "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pero precisamente por ello, podemos decir como San Pablo: "todo lo puedo en aquel que me da la fuerza" (Fil 4,13).

 

8. Llanto por el amigo muerto

 

       Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás». Jesús se echó a llorar.

 (Jn 11,33-35)

 

1. Jesús era sensible a todo y a todos. A Lázaro, su amigo, le  probó dejándole morir aparentemente lejos de él. Pero para Jesús no hay distancias y, por esto, le acompañó siempre, en toda situación. Así ama Jesús a todos y a cada uno, con tal que no se cierren a su amor. Llegó a Betania cuando ya habían enterrado a Lázaro. Y ahí quiso unirse al dolor de sus amigos. Lloró conmovido, con llanto sincero, porque toda nuestra vida le pertenece como suya. "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, somos suyos" (Rom 14,8).

 

2. Bien sabía Jesús que había de resucitar a Lázaro y, no obstante, lloró. Algunos lo atribuyeron a un simple sentimiento de nostalgia y a una falta de atención, por no haber llegado antes. Pero Jesús es perfecto hombre, siendo perfecto Dios. Su amor se expresa con todo su ser. Sus ojos necesitaban llorar como los nuestros, porque se trataba de un amigo íntimo, que había afrontado la muerte con el dolor de pensar que estaba lejos de Jesús. Cuando sentimos la ausencia de Jesús, es que él está más cerca. Este nuestro sentimiento lo suscita su mirada y su presencia de amigo. Si no nos da los dones visibles, es porque se nos quiere dar él.

 

9. Llanto ante Jerusalén

 

        Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos».

     (Lc 19,41-42; cfr. 13,34)

 

1. El llanto de Jesús ante Jerusalén es muy distinto del llanto ante el sepulcro de Lázaro. Pero las lágrimas procedían del mismo amor. Lo que le dolía a Jesús era ver la ingratitud de quienes no habían aceptado el amor de Dios, quien había enviado a su Hijo al mundo para salvarlo. Jesús dio la vida por Jerusalén y por todos los pueblos. El camino para esa salvación universal pasa por su llanto y su dolor. Jesús no rechazó a nadie, sino que transformó el rechazo de los demás en oblación propia. Su rostro y su mirada contagiaban la serenidad, la paz y el perdón.

 

2. La visita de Jesús puede resultar incómoda cuando se espera un "salvador" según el propio gusto y preferencia. Desde niño, Jesús se conmovió a la vista de Jerusalén, como los demás peregrinos, especialmente en las peregrinaciones pascuales, al aproximarse a la ciudad santa. La ciudad y el templo eran signo de la "presencia" de Dios en medio de su pueblo elegido. Ahora esta presencia era el mismo Jesús, el Emmanuel, Dios con nosotros. A Jesús le hizo llorar el "no" de los hombres a tanto a amor de Dios. "El Amor no es amado", diría San Francisco de Asís. Quien no sintoniza con los amores de Cristo, pierde la conciencia de que el pecado es un "no" a Dios Amor.

 

10. Mirada de tristeza

 

       Mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». El la extendió y quedó restablecida su mano.     (Mc 3,15; cfr. Lc 6,10)

1. Amar es un riesgo. Es el mismo riesgo que asumió Jesús, quien amó hasta dar la vida, dándose él mismo según los designios del Padre. De este modo, asumió nuestra vida como propia y corrió nuestra misma suerte. Y aunque muchos interpretaron mal su amor, porque "no creyeron en él" (Jn 12,37), Jesús siguió mirando con el miso amor y con una gran pena en su corazón: "vino a los suyos y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11). Le llamaron samaritano, endemoniado, amigo de publicanos y de pecadores... El les siguió amando mucho más.

 

2. Los sábados, día de fiesta, tenía Jesús la costumbre de visitar a los enfermos (cfr. Mc 6,5). Por esto no tenía reparo en curarlos, si ello convenía para su bien. A los puritanos les parecía una ofensa a Dios, por el hecho de quebrantar la ley del descanso. Pero Jesús había venido para "pasar haciendo el bien" (Act 10,38). Esta actitud bondadosa no necesita descanso. La dureza del corazón, que se cierra al amor, entristeció a Jesús. El seguirá su camino mirando a todos con amor para salvarlos a todos. Su amor será crucificado, para expresarse mejor en el dolor de la donación.

 

11. Mirada de gratitud

 

       Ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente. (Mt 14,19; cfr. Mc 6,41; Lc 9,16; Jn 6,11; 17,1)

1. Quien sabe mirar amando a los hermanos, porque sabe también mirar amando al corazón de Dios, de donde viene el amor. Jesús dio de comer milagrosamente a la muchedumbre, pero primero dio gracias al Padre, para hacerse luego pan partido para todos. Es la mirada "eucarística" de Jesús, es decir, de acción de gracias, porque todo viene de Dios para volver a Dios por un camino de caridad. Todo es gracia. Su mirada amorosa al Padre en el Espíritu, se convierte en amor de donación y en "torrentes de agua viva" para toda la humanidad (Jn 7,38). La oración de Jesús es siempre una "mirada" al Padre (Jn 17,1).

 

2. Jesús daba siempre gracias al Padre por todo: "se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»" (Lc 10,21). Esta oración constituía su "gozo en el Espíritu", gozo desinteresado y de donación verdadera. Nosotros solemos dar gracias (si nos acordamos) por los dones pasajeros. Jesús daba gracias por todo, pero especialmente por el don de conocer al Padre y de amarle en el Espíritu. Los dones de esta tierra son dones pasajeros, como una rosa que se marchita. Jesús nos enseña a levantar los ojos al Padre: el amor que Dios pone en sus dones no se marchita nunca. La mirada de acción de gracias de Jesús al Padre, se hace nuestra propia mirada por la eucaristía de todos los días: "sí, Padre".

 

12. Mirada de perdón

 

       El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.

      (Lc 22,61-62; cfr. Mc 14,72)

 

1. Aquella mirada fue, para Pedro, una sorpresa inesperada. Es que Jesús no falta nunca a la cita cuando se trata de perdonar y curar. La negación había sido anunciada y también la conversión (Lc 22,32). La experiencia de la mirada amorosa de Jesús, en aquella noche de pasión, dejó en Pedro una experiencia imborrable: "comenzó a llorar" (Mc 14,72). En el inicio de su seguimiento, Pedro había ya experimentado una mirada de amor (Jn 1,42); pero ahora era de mayor misericordia. Esta experiencia será una garantía para aprender a mirar a los demás del mismo modo. En los ojos y en el rostro de Pedro quedó impreso el modo de mirar del Buen Pastor (cfr. 1Pe 5,1-5).

 

2. El perdón de Jesús es único. Sólo él sabe perdonar así, sin humillar ni utilizar, sin hacer pesar el fardo de los propios pecados. Mira hasta el fondo del corazón, para recordar otras miradas y otros dones. Y al hacer despertar el amor y la confianza, las faltas presentes quedan anuladas. Es perdón de gratuidad, porque él es así: nos ama porque es bueno, no porque nosotros somos buenos. Pero exige reconocer la propia falta ante esa mirada amorosa que perdona y restaura plenamente. La vergüenza de haberle amado poco, recupera el tono del "primer amor" (Apoc 2,4).

 

13. Rostro ultrajado

 

       Entonces se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: «adivínanos, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?»

 (Mt 26,67-68; cfr. Mt 27,30; Mc 14,65; Lc 22,64; Jn 19,3)

 

1. En el rostro de Jesús se complace el Padre como en su reflejo personal. Este mismo rostro es el que fue golpeado, ultrajado y cubierto de salivazos. Jesús seguía mirando con el mismo amor de antes. La noche en el calabozo (Mt 26,67-68) y la coronación de espinas (Mt 27,27-31) fueron testigos del rostro misericordioso y compasivo de Jesús. Las burlas y los salivazos no lograron apagar el brillo de su mirada. Entonces no hubo testigos, pero hoy es posible conectar con aquella misma mirada que traspasa la historia y llega al fondo del corazón.

 

2. Esbirros y soldados no fueron más que instrumentos providenciales para una nueva "transfiguración" de Jesús. No hay nadie que, si es auténtico, se resista al silencio impresionante del Señor. Siendo la Palabra personal del Padre, habla por medio de sus gestos y de su silencio de enamorado. A los santos, como Santa Teresa, que se sentían grandes pecadores, les atraían esos momentos oscuros y solitarios de la pasión, donde sólo se puede penetrar, "a solas", con el corazón en la mano. Esa amistad sincera se estila poco, pero todavía se da.

 

14. Mirada a su Madre y nuestra

 

       Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.

       (Jn 19,26-27)

 

1. Fue la mirada más tierna de Jesús: a su Madre y a su discípulo amado. Nosotros estábamos allí bien representados. Desde niño, Jesús aprendió a mirar como María y José. Su mirada reflejaba la de su Madre. Es la mirada de misericordia que Jesús mismo describió en el rostro del padre del hijo pródigo, unida a una emoción de ternura materna (cfr. Lc 15,20). En María, Jesús depositó su mirada para que ella viera en nosotros un Jesús viviente por hacer. Todas las miradas de Jesús las podemos encontrar de nuevo en las pupilas de María, porque ella es "la memoria" de la Iglesia (cfr. Lc 2,19.51).

 

2. La mirada de Jesús a Juan, el discípulo amado, refleja un amor eterno: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15,9). Es como un resumen de su vida: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Juan se sintió interpelado por la mirada amorosa de Jesús y buscó compartirla con María su Madre en la fe: "la recibió en su casa", es decir, en comunión de vida. La mirada de Jesús conduce a María: "he aquí a tu Madre". La mirada de María lleva a Jesús: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5). En esas miradas que se cruzan, encontramos la eterna mirada del Padre en el amor del Espíritu Santo. Son siempre miradas nuevas por descubrir y vivir.

 

3. Rostro glorioso

Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso

brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos 

como la luz.    (Mt 17,2; cfr. Mc 9,2; Lc 9,29)

1. Lo extraño, humanamente hablando, es que el rostro de Jesús no apareciera glorioso también en Belén, en Nazaret y en el Calvario. Su mirada comunica honduras de un amor eterno; pero prefiere mirarnos con un rostro como el nuestro, curtido por el sol de los días ordinarios. Ahí, en este rostro, se reflejan el Padre y el Espíritu, pero también una humanidad doliente y una familia de hermanos que ocupan su corazón. En sus ojos y en su rostro se descubre un amor que no tiene fronteras. Cuando resucite, su rostro será más glorioso, para siempre, pero sin perder el eco de tantos rostros de hermanos suyos de todos los tiempos.

 

2. Al aparecer resucitado, Jesús manifestó, con su rostro glorioso, la comunicación de una vida nueva, para que nosotros fuéramos expresión suya: "Jesús sopló sobre ellos... y dijo: «recibid el Espíritu Santo»" (Jn 20,22). Así había hecho Dios al crear el primer hombre: con su beso le infundió su mismo Espíritu y su misma fisonomía (cfr. Gen 2,7). Jesús, con su mirada gloriosa de Hijo de Dios, nos comunica el "agua viva", la "vida nueva", el "nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu" (Jn 3,5). Somos hijos en el Hijo, somos su prolongación en el tiempo, para que todos los hermanos descubran, en nuestro rostro, las huellas de la mirada de Jesús. Esta es la misión que nos encarga para nuestra tiempo y para nuestras circunstancias.

 

Síntesis para compartir

 

* La mirada de Jesús se dirige a todos y a cada uno:

       - a sus amigos y discípulos,

       - a los alejados y pecadores,

       - a los enfermos y a los que sufren,

       - a su Madre y al discípulo amado.

 

* Las características de su mirada son:

       - una llamada amorosa,

       - un examen sobre el fondo del corazón,

       - una exigencia de respuesta,

       - una sintonía de compasión,

       - una oferta de perdón,

       - una propuesta de amistad y donación mutua.

 

* Su mirada es actual, en el aquí y ahora de nuestra vida:  - en la eucaristía y en su evangelio,

       - en los signos sacramentales,

       - en nuestro Nazaret, Tabor y Calvario,

       - en el hermano necesitado,

       - comunicándonos su Espíritu,

       - haciéndonos reflejo de su mirada para mirar como él.

* ¿Cuál es mi experiencia personal de esta mirada? ¿Qué puedo compartir con los demás? ¿Qué huellas de esta mirada descubro en la vida de los hermanos? ¿Cómo ser trasunto de su mirada hacia todos los hermanos?

 

 

II

 

EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS PIES

 

Presentación

 

       A todos nos gustaría tener la experiencia de haber oído los pasos de Jesús caminando junto a nosotros y dejando sus huellas en nuestro caminar. No obstante, el pasar del tiempo, ello es hoy todavía posible, aunque de modo más sencillo y profundo, es decir, por la fe, que es un don suyo y que deja la convicción inquebrantable de que él nos acompaña. El secreto para tener esta experiencia consiste en descubrir a Jesús esperándonos y amándonos en nuestra misma realidad, tal como es.

       Se puede decir que las huellas de los pies de Jesús resucitado llegan a toda la historia y a la vida de cada persona en particular, porque "esa virtud (o fuerza) alcanza, por su presencia, a todos los tiempos y lugares" (Santo Tomás). Aquel caminar suyo de hace veinte siglos, sucede hoy de una manera real, tan nueva como profunda.Podemos descubrir en nuestra vida los pies del Buen Pastor, que buscan, esperan, acompañan... Podemos lavar sus pies cansados del camino, porque no se quedaron clavados en la cruz ni yertos en el sepulcro, sino que han quedado gloriosos entre nosotros, como todo su cuerpo, con las llagas de la pasión.

       No es atrevimiento nuestro desear este encuentro de su caminar con el nuestro, sino que él mismo nos ha despertado el deseo con su invitación formal, personal y comunitaria: "él les dijo: «mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies" (Lc 24,39-40). "Luego dice a Tomás: «acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído»" (Jn 20,27)

 

16. Pies de niño.

       María dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento... El ángel dijo a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».

      (Lc 2,7-12; cfr. Mt 2,11)

 

1. Envueltos en pañales, los pies de Jesús eran los de un niño indefenso, pobre y débil, como "niño de la calle". Así lo pudieron encontrar los pastores y los magos, la gente sencilla y de buena voluntad. Es él quien se hace encontradizo, haciéndose pequeño y cercano. No tiene nada, para indicar que se da él mismo. Los pastores se acercaron tal como eran. Los pies de un niño acostado en un pesebre no espantan a nadie. El amor le ha hecho pobre, para encontrarse con los pobres. Es pan partido sólo para los que se hacen conscientes de su propia pobreza y tienen hambre de él.

 

2. María lavó, besó y fajó aquellos pies de miniatura, que han sido objeto del arte de todos los tiempos. El creador se asentó en nuestro suelo, para "habitar entre nosotros" (Jn 1,14). Sus pies son como los nuestros: buscan, acompañan, se cansan... Pero antes aprendieron a andar, con zozobras, tropiezos y caídas. María y José enseñaron a Jesús a caminar hacia la Pascua (Lc 2,41). Creció aprendiendo a caminar hacia la casa de su Padre, que también es el nuestro. Aquellos pies corretearon por Nazaret, sembrando paz y serenidad; construyeron el calor de un hogar, contagiando seguridad y esperanza. Caminaron y siguen caminando por nosotros y con nosotros.

 

17. Hacia el desierto

 

       Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue conducido por el Espíritu hacia el desierto.

        (Lc 4,1; cfr. Mt 4,1)

 

1. Jesús acababa de "bautizarse" con el bautismo de "penitencia", en nombre nuestro. Su camino evangelizador empezó así, cargando con nuestra historia y con nuestros pecados, como parte de su misma historia. El camino que se le ofrecía era largo y lleno de sorpresas. Por esto prefirió caminar primero hacia el desierto, guiado por el Espíritu de amor, para hablar al Padre acerca de nosotros, antes de hablarnos a nosotros acerca del Padre. Jesús entró en el desierto pensando en nosotros y amándonos. Su caminar sería silencioso, como dejando sus huellas impresas en nuestro desierto. Es urgente descubrirlas antes de que se las lleve el viento.

 

2. Cuarenta días estuvo Jesús en aquel desierto. Sus pies, entre piedras y arena, eran portadores de sus afanes por redimir la humanidad. La prisa del amor se traducía en entrega de oración filial y de donación sacrificial. La capacidad de insertarse en el diálogo con el Padre, se traducirá en capacidad de cercanía a nuestros problemas. Son los mismos pies de Belén, de Nazaret, del desierto y de la cruz. El caminar de Jesús tiene la lógica del amor. Nos busca y nos espera así. Son pura capacidad de encuentro con quienes le dejan entrar.

 

18. De camino para predicar

 

Iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena

Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas

mujeres... que les servían con sus bienes.   (Lc 8,1-3)

1. Son muchas las veces que el evangelio describe a Jesús de camino para ir sembrando la semilla de su mensaje (Lc 8,1; 4,43-44; Mt 4,23; Mc 1,14). Su vida se puede resumir así: "Jesús hizo y enseñó desde un principio" (Act 1,1); "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). Se acercaba a todos. Llegaba a los pueblos más lejanos, olvidados y marginados. Sus pies se movían para anunciar en todas partes la paz, la "buena nueva". Pasaba "curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4,23). No se trataba de moverse por moverse, sino de dedicar toda su existencia para acercarse, convivir y salvar a todos.

 

2. El caminar de Jesús por Palestina tenía siempre como meta la Pascua. Por esto se dirigía finalmente hacia Jerusalén, para dar su vida en sacrificio. Por donde pasaba, dejaba destellos de luz y de verdad, porque él es "la luz del mundo" (Jn 8,12). Se identificó con nuestros caminos, porque él mismo es "el camino" (Jn 14,6). Se prestaba al encuentro cuando se le buscaba de verdad. Pero su corazón le empujaba siempre a "otras ciudades" y a "otras ovejas", también a aquellas que ya no sabían buscar la verdad y el bien. Quien es "pan para la vida del mundo" (Jn 6,51), tiene que recorrer todos los caminos del mundo, para llegar a todos los corazones. Su camino todavía continúa hoy.

 

19. De paso

 

       Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús.

       (Jn 1,35-37; cfr. Mt 4,18)

 

1. Da la sensación de que Jesús no quiere molestar. Da a entender su presencia, pero sólo lo suficiente para que el quiera le encuentre y le siga. Quiere personas libres. Pasa ante a unos eventuales discípulos (Jn 1,36), junto al despacho de un cobrador de contribuciones (Mc 2,14), cerca de la casa de Zaqueo (Lc 19,1), junto a unos ciegos de Jericó (Mt 20,30)... En el fondo, es él quien tiene la iniciativa; por esto se deja entender por algún signo o por algún testigo y amigo. Y cuando las personas han dado un primer paso, tal vez indeciso y tembloroso, él estrecha la mano para que se haga realidad el encuentro. Al fin y al cabo, él es el más interesado; por esto pasa muy cerca...

 

2. El paso de Jesús es siempre sorpresa. A él le gusta ser así porque no espera nuestros méritos y derechos, sino que los trasciende. Pasa para hacer el bien, aunque éste no se merezca. No es indiferente a nuestras preocupaciones. Busca y espera una actitud de apertura, de autenticidad y de coherencia. Su paso es ya un examen, como preguntando si de verdad le buscamos a él o a sus dones. Sus pies, como los nuestros, nos indican que es posible seguirle poniendo nuestros pies en sus pisadas. Las huellas del paso de Jesús todavía no se han borrado.

 

20. Esperando

 

       Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber».

      (Jn 4,6-7)

1. Jesús, cansado de un largo camino, se sentó sobre el brocal del pozo, esperando a la mujer samaritana. Su preocupación no estaba en el cansancio, sino más bien en aquella oveja perdida que tenía que encontrar a toda costa. No se imaginaba aquella pobre mujer la bondad y humildad de Jesús, el Mesías, cansando y sediento. Unos pies cansados y polvorientos de tanto buscar, no espantan a nadie. La voz y la mirada de Jesús, pidiendo humildemente de beber, llegan al corazón. Es que su sed y su cansancio son los nuestros, de tanto buscar sin encontrar.

 

2. Si Jesús no se escandalizó de los repetidos divorcios o separaciones de aquella mujer, es que vio alguna puerta abierta para el perdón. El fardo de unos pecados pesa mucho, pero se aligera dejándolo todo a sus pies cansados de Buen Pastor. Para eso ha venido él. Otros discutirán sobre lugares y tiempos para expresar su religiosidad. Jesús salva ayudando a dejar de lado las tonterías, para orar "en espíritu y en verdad" (Jn 6,23). Si llegamos a reconocer nuestra pobreza y a tener sed de verdad y de amor, las cuentas quedas saldadas sin déficit. Para eso viene Jesús a nuestros pozo de Sicar.

 

 

21. Llorar a sus pies

 

       Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume... Jesús dijo: «te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor».

       (Lc 7,37-47) Lucas 7:47

 

1. Nosotros clasificamos y encasillamos a los demás para sentirnos dispensados del amor y del respeto a la persona. A los pies de Jesús, el Buen Pastor, pueden llegar todos sin distinción y sin sentirse clasificados en un escalafón artificial: la samaritana, la Magdalena, María de Betania, los aquejados de cualquier dolencia y miseria... Si sus pies habían entrado en la casa de un fariseo, como habían entrado también en la casa de un publicano, bien podían recibir las lágrimas de arrepentimiento de una pecadora pública. Al fin y al cabo, son los pies del Buen Pastor, que no se cansan de caminar por la historia, hasta que encuentra al hermano o hermana que se perdió. Cada uno, aunque sea un estropajo, es parte de su misma historia; ese estropajo le pertenece.

 

2. Jesús es sensible a nuestros detalles. La pecadora lloró a sus pies, los secó con sus cabellos, los besó y los ungió con ungüento perfumado. El amor vive de detalles: recuerdos, saludos, servicios, entrega. Para saber si uno "ama mucho" a Cristo, basta con saber si tiene tiempo o si toma el tiempo par estar con él. Los pecados desaparecen aceptando la mirada amorosa de Jesús. Sus pies siguen esperando, en cualquier parte donde nos encontremos, pero especialmente en los signos pobres de su palabra evangélica y en su eucaristía. Los sagrarios hablan de amistades y de olvidos. Jesús perdona y ama a todos. Todos le podemos amar mucho, porque a todos nos ha perdonado y nos sigue perdonando mucho.

 

22. Buscando la oveja perdida

 

       ¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido».      (Lc 15,4-6; cfr. Mt 18,12; Jn 10,3-4)

 

1. Desde la encarnación en el seno de María, Jesús está unido a cada ser humano para hacerlo hijo de Dios por participación en su misma filiación divina. Por esto, los pies de Jesús siguen buscando incesantemente. Una sola persona, para él, es irrepetible, como una parte de su corazón. Lo criticaron porque iba a buscar a los pecadores (Lc 15,1). Pero él "ha venido para busca y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Donde Jesús no puede entrar, a pesar de su ardiente deseo, es en un corazón que se cree santo y sano. Pero él sigue buscando a la oveja perdida, "hasta que la encuentra". Esta búsqueda, como su "agonía", seguirá mientras dure la historia humana.

 

2. La parábola de la oveja perdida la elaboró y contó el mismo Jesús, para indicarnos el amor a "los más pequeños" (Mt 18,12-14). Como analogía, se sirvió de la figura del Buen Pastor, que conoce amando, guía a buenos pastos, defiende y da la vida (Jn 10,3ss). Lo importante es que él se describe a sí mismo así. Cada detalle es una pincelada de su fisonomía, un latido de su corazón por cada una de "sus" ovejas: "tengo otras ovejas y conviene que yo las traiga a mí" (Jn 10,16). Todas sus palabras son recién salidas de su corazón. Busca siempre y espera, oteando el horizonte, se acerca con sus pies ya cansados a la oveja perdida, la toma cariñosamente con sus manos, la coloca sobre sus espaldas junto a su corazón. Y la fiesta que organiza, ya ha empezado, pero sólo será plena y definitiva en el más allá.

 

23. Los pies del buen samaritano

 

       Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto... Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le  llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva».      (Lc 10,30-35)

 

1. Jesús se describió a sí mismo, como yendo "de camino", movido a "compasión" por todos. Las prisas no cuentan cuando se ama de verdad. El amor sabe encontrar y tomar su tiempo. Y tampoco cuentan los gastos que hay que hacer. No se da lo que sobra, sino que se comparte todo lo que uno tiene. La descripción de la parábola es detallada, porque es el modo peculiar de amar que tiene Jesús: venda las heridas y paga el hospedaje. Aquellas vendas y aquel ungüento son sus dones: los dones del Espíritu Santo, comunicados por medio de los sacramentos. El hospedaje es su mismo corazón presente en la eucaristía. El hace ademán de irse; pero es siempre el "voy y vuelvo" (Jn 14,28). Nos deja caminar solos, pero se queda a nuestro lado invisible, esperando otra ocasión de hacernos el bien.

2. Se describe a sí mismo para programarnos nuestra vida. Nosotros somos, ante él, como el hombre a quien despojaron y malhirieron los bandoleros. Pero con él somos también nosotros el buen samaritano, porque él se prolonga en nosotros: "haz tú lo mismo" (Lc 10,37). El haber experimentado la misericordia de Jesús, que va de camino, es una invitación a hacer con otros lo que Cristo ha hecho con nosotros: "como yo he tenido compasión de ti" (Mt 18,33); "amaos como yo os he amado" (Jn 13,34). Al sintonizar con las necesidades de los demás, descubriremos la cercanía del mismo Jesús, que sigue caminando junto a nosotros.

 

24. Sentarse junto a sus pies

 

       Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».      (Lc 10, 38-42)

 

1. Jesús pasaba con frecuencia por la casa de sus amigos de Betania: Lázaro, Marta y María. Era casi siempre yendo o viniendo de Jerusalén para celebrar la Pascua. Era muy buena la hospitalidad de esa familia, porque cada uno le recibía a su modo, para servirle compartiendo todo según las propias cualidades. Ninguno era más ni menos que el otro. María prefería estar sentada a los pies de Jesús para aprender a vivir su mensaje en un proceso de conversión y apertura al amor. De ahí sería fácil pasar al servicio y amor de los hermanos. Era un estar con humildad, tal vez apenada por su poco amor del pasado, sedienta de verdad, sedienta de Jesús. Esos pies del Maestro bueno reservan un lugar para cada uno.

 

2. Los pies de Jesús estaban también espiritualmente en la cocina, "entre los pucheros", como diría Santa Teresa. Pero la envidia cegó el corazón de Marta. Más tarde ya habrá cambiado, cuando la vemos sirviendo a Jesús sin envidias solapadas (Jn 12,2). Marta misma había sido una ayuda para su hermana María, cuando la muerte de Lázaro: "el Maestro está aquí y te llama" (Jn 11,28). María aprendió a escuchar a Jesús, postrada a sus pies, también en los momentos de dolor y de ausencia sensible: "cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto»" (Jn 11,32). Hay que aprender, como la Virgen Santísima, a "meditar en el corazón" las palabras de Jesús, también cuando parecen un misterio insondable (Lc 2,19.51).

 

25. Pies ungidos

 

       Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume... «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque tendréis siempre pobres con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis».

       (Jn 12,2-3.7; cfr. Lc 7,38)

 

1. Aquellos pies ya los habían ungido la mujer pecadora (Lc 7,38). Ahora quien los unge es María de Betania, la que había aprendido a escuchar a Jesús también sentada a sus pies (Lc 10,39). La unción que describe el discípulo amado fue un derroche de "nardo precioso". El amor es así, y sólo parece excesivo a quien no entiende de amor. María quiso agradecer las visitas de Jesús y su perdón, ofreciéndole lo mejor, es decir, aquello que había ocupado hasta entonces su corazón. Con el ungüento, ofreció su corazón indiviso, ya libre para poder amar del todo y para siempre.

 

2. Jesús es siempre muy agradecido. Sus pies cansados necesitaban este alivio. Hubiera sido lo mismo lavárselos con agua de la fuente; pero ese ungüento tenía mucho significado, porque, sin saberlo, era el símbolo de un corazón que quería compartir la soledad de su sepulcro. El amor sincero intuye, es humildemente profético, marca una pauta para todos los  seguidores de Jesús. Cada uno encuentra los detalles apropiados para obsequiar al Señor que viene de camino. Sólo entonces se le sabe encontrar en los hermanos más pobres.

 

26. Los enfermos a sus pies

 

       Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los curó.(Mt 15,30; cfr. Mc 3,10)

 

1. Los pies de Jesús sabían mucho de caminos, de muchedumbres hambrientas, de hogares necesitados y de personas sumergidas en el dolor. Su caminar era al unísono con el latir de su corazón: "tengo compasión" (Mt 15,32). Eran muchos los que querían acercarse y tocarle. Llevados por la confianza que inspiraban su mirada y sus palabras, le pusieron los enfermos a sus pies. Y Jesús les curó a todos. Era él quien, desde siempre, vivía en sintonía con su dolor. Más allá de la curación física, les comunicó la paz y el perdón (cfr. Mt 9,2). En realidad, cada persona que sufre es biografía de Jesús, es él mismo: "estuve enfermo y me vinisteis a ver" (Mt 25,36).

 

2. Nos dice el evangelio que "curó a todos" (Mt 4,24). Pero allí no estaban todos los que Jesús ya tenía en su corazón. La curación más profunda que comunica Jesús es la de asumir el dolor amando, siguiendo la voluntad del Padre, sintiéndose acompañado por Jesús y queriendo compartir y "completar" su misma pasión (cfr. Col 1,24). Esa curación trasciende la historia y prepara todo el ser para participar en la muerte y resurrección de Jesús. La paz que deja en el corazón vale más que la salud corporal. Y esa "curación" es la que construye la paz en la humanidad entera. Pero esa lógica evangélica sólo se aprende a los pies de Jesús; sólo él la puede enseñar, de corazón a corazón.

 

27. Buscando un fruto que no existe

 

       Al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró  más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!» Y sus discípulos oían esto.

      (Mc 11,12-14; cfr. Lc 13,6-9)

 

1. El caminar de Jesús indica siempre cercanía a nuestra realidad concreta. Nos ama y nos examina de amor. Siembra buena semilla y espera el fruto de nuestra entrega. Su enseñanza es también por medio de signos y símbolos, como hablándonos por medio de los acontecimientos cotidianos. En su camino hacia Jerusalén, tenía hambre y se acercó a una higuera para pedir su fruto, no encontrando más que hojas de adorno. Y con un gesto suyo, secó a la higuera. El amor es exigente y sólo quien ama de verdad, puede hablar así. Si uno se cerrara definitivamente al amor de Cristo que pasa, transformaría su corazón en un absurdo, tal vez para siempre. Ese absurdo se lo va construyendo el mismo hombre, no Jesús (Mt 25,41).

 

2. Mientras queda un segundo de vida, ese momento le pertenece a Cristo. Siempre es posible abrirse a su venida. Basta con reconocer la propia pobreza, como el publicano y el hijo pródigo. La misericordia de Jesús no se resiste a la oración: "el que amas está enfermo" (Jn 11,3); "si quieres, puedes curarme" (Lc 5,12). Jesús contó la parábola de la higuera estéril (Lc 13,6-9); ante el riesgo y amenaza de cortarla, él mismo (el viñador) se ofrece a cuidarla mejor, para que dé fruto a su tiempo. Se ha convertido en nuestro consorte, responsable y protagonista.

28. Se fue

 

       Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.

        (Lc 4,28-30; cfr. Jn 6,15; 10,39; 11,54; 12,36)

 

1. Aquellos pies que, durante casi treinta años, anduvieron amigablemente por las calles de Nazaret, se alejaron un día para no volver más. Sería un desgajarse de algo muy querido, lleno de recuerdos compartidos con María y José. Jesús seguirá amando a los nazaretanos como antes, hasta dar la vida por ellos. Otras veces hizo Jesús un gesto semejante: cuando se marchó para que no le confundieran con el leader de un partido (Jn 6,15), cuando se refugió en Efrem porque habían decidido su muerte (Jn 11,54) y en otras ocasiones parecidas (Jn 10,39; 12,36). Se va de la vista, pero se queda invisiblemente con quienes siguen siendo parte de su misma biografía.

 

2. Parece inconcebible que tenga que marcharse, como si su caminar fuera un ensayo constante, llamando a la puerta del corazón. Si su caminar hacia nosotros es porque nos ama hasta dar la vida, ¿cómo es posible el rechazo de un amor tan grande? Las huellas de su caminar han quedado impresas en el nuestro. El rechazo sólo es posible cuando el corazón se ha cerrado en su propio interés egoísta: "amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,43). Se fue de su Nazaret, de su Cafarnaún, de su Jerusalén, en busca de corazones capaces de amar.

 

29. Peregrino y sin hogar

 

       «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme... En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».  (Mt 25,35-40)

 

1. Jesús siempre encontró algún rincón pobre en que cobijarse. En Belén fue una gruta de pastores. En los días anteriores a la pasión fue la casa de sus amigos de Betania o el huerto de Getsemaní. Son siempre muchos los que le quieren de verdad y le ofrecen compartir todo lo que tienen, aunque sea lo poco de que disponen. A él le interesaba la amistad, no la casa material. En un viaje por Samaría no le quisieron hospedar (Lc 9,53). Pero él sabía comprender y esperar a otra ocasión; al fin y al cabo, ningún corazón puede ser feliz si no está él.

 

2. Lo que más le duele a Jesús es cuando cerramos la puerta a un hermano suyo y nuestro. Porque él se identifica con todo el que sufre y pasa necesidad: "a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Le hospedamos o le cerramos la puerta cuando hacemos así con un hermano. Jesús pasa de camino, hambriento, sediento, peregrino, enfermo, en cualquier hermano que necesita de nosotros. Porque el hermano que pasa necesidad, ya sólo es hermano en Cristo, por encima de raza, lengua y nación. El mundo sería una familia si supiéramos ver a Jesús en todos. El encuentro definitivo con él se ensaya en la escucha, la amabilidad, la cooperación y la hospitalidad. Sus huellas se identifican con las de todo ser humano que pasa a nuestro lado.

 

30. De camino hacia la Pascua

 

       Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le  seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le  condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará».

      (Mc 10,32-34; cfr. Lc 9,51; 18,31; Mt 20,7).

 

1. Jesús orientó toda su vida hacia "su hora", es decir, hacia su muerte y resurrección. Era su "Pascua" o "paso hacia el Padre, con cada uno de nosotros, para salvarnos a todos. En este camino le acompañaban sus discípulos, algo rezagados, casi sin comprender nada. Jesús caminaba con la prisa de un enamorado que va a bodas. Ese paso apresurado sólo lo comprenden los que entiende de amor. No va a prisa para hacer algo ni para escapar, sino para ser donación. Por esto, sabe detenerse, sin prisas, para escuchar a un corazón que se siente pobre y necesitado. Quien camina aprisa hacia la donación, encuentra tiempo para todo y para todos.

 

2. Los pies de Jesús son pies de amigo, que acompañan y alegran nuestro caminar. Sabe buscar y esperar, pero, sobre todo, sabe compartir. A sus amigos les pidió seguirle dejándolo todo por él (Mt 4,19ss). Es que para caminar a su paso, es necesario liberarse de fardos inútiles. Su caminar de Pascua es como de quien va a bodas. Los "amigos del esposo" (Mt 9,15) tienen que aprender a caminar como él. Seguirle "de lejos" no lleva a buenos resultados (Mt 26,58). Es mejor decidirse a compartir su misma suerte: "vayamos y muramos con él" (Jn 11,16).

 

31. Pies crucificados

 

       El, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.

       (Jn 19,17-18)

 

1. La cruz la llevó él mismo. Sus pies no se detuvieron ante dolor. El camino sería arduo, como un resumen más de toda su vida. Fueron las últimas pisadas de su vida terrena, con el peso de todas nuestras vidas en la suya. Amó así, "hasta el extremo" (Jn 13,1). Alguien, el Cireneo, le ayudó con el madero o con el palo transversal de la cruz; pero el camino cuesta arriba lo tenía que pisar él, para abrir nuevos caminos. Eran pisadas ensangrentadas, polvorientas, temblorosas; pero decididas a llegar al momento culminante de su donación final. Esas huellas y pisadas han quedado grabadas en la historia, imborrables para siempre.

 

2. Sus pies, que habían camino por amor, quedaron clavados en el madero. Fue sólo por unas horas. Después, ya resucitado, quedaron definitivamente libres, para seguir caminando a nuestro lado. En ellos han quedado las llagas abiertas y gloriosas para siempre. Es la señal imborrable de un amor que no pasa. Aquellos pies los vieron y abrazaron su Madre, Juan, la Magdalena, las piadosas mujeres, José de Arimatea, Nicodemo... Pero nos esperan a todos. Crucifijos los han en todos los rincones de la tierra; allí esperan sus pies clavados y libres. Hay audiencia para todos, sin horarios y sin prisas. En sus pies ha quedado escrito todo el evangelio.

 

 

32. Pies gloriosos

 

       «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies.     (Lc 24,39-40)

 

1. Los pies gloriosos de Jesús los pidieron ver los apóstoles. Y los abrazaron la Magdalena y las piadosas mujeres (Jn 20,16; Mt 28,9). Son los mismos de Belén, de Nazaret, de los caminos polvorientos de Palestina y del Calvario. Pero ahora ya pueden acompañar simultáneamente a todos los caminantes de la tierra. Son pies que siguen caminando, abriendo caminos y sembrando esperanza. No hay nadie en el mundo que no tenga en su vida las huellas de Jesús resucitado. El problema consiste en enterarse y aceptar su compañía.

2. Cuando parece que se oye el ruido de sus pasos y se siente su cercanía, se acaban las tristezas anteriores. Pero esos favores no son mayor gracia que la vida de fe. Es verdad que Jesús deja sentir su presencia en momentos especiales. Siempre hay momentos en que podemos decir como Juan: "es el Señor" (Jn 21,7). Unos momentos antes, parecía ausente. Y unos momentos después, habrá que caminar de nuevo en fe oscura. El deja la convicción honda de que nos habla más al corazón y de que está más cercano, cuando nos parece que se fue. Si sus pies gloriosos siguen llagados, es que en ellos se está escribiendo nuestra propia vida al unísono con la suya. Jesús se hará presente de nuevo, en el momento en que volvamos a quedar desorientados y solos en el caminar de la vida. La sorpresa de esta experiencia es iniciativa suya.

33. En nuestro camino de Emaús

 

       Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos.

       (Lc 24,13-15)

 

1. El Señor se acercó visiblemente, pero no descubrieron que era él. Estaba ya con ellos de modo invisible, porque si hablaban de él y tenían vivo su recuerdo, es que estaba él "en medio de ellos" (Mt 18,20). Ellos se fueron del Cenáculo, tal vez como escapando de una pesadilla: "algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado,... fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no  le vieron" (Lc 24,22-24). Lo importante es que Jesús quería hacer sentir su presencia. Para ello era necesario que se lavaran los ojos echando fuera del corazón todos los estorbos. Las palabras de Jesús eran como el aceite del buen samaritano. Aunque hizo ademán de pasar adelante, se quedó porque le invitaron a quedarse.

 

2. Lo reconocieron al partir el pan; pero enseguida desapareció. En su nueva "ausencia" descubrieron que él está presente por un movimiento del corazón: "¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino  y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24,32). Al Señor se le reencuentra cuando nos hacemos pan partido para los hermanos. Esta actitud de donación a los demás, deja una huella permanente de paz en el corazón. Es señal de su presencia. Los dos de Emaús se volvieron al Cenáculo. A Jesús sólo se le encuentra esperándonos en nuestra propia realidad. Cuando se huye de la realidad, es difícil encontrarle. Su misericordia deja siempre huellas que son otras tantas llamadas para encontrarle de nuevo, aquí y ahora.

 

 

Síntesis para compartir

 

* Los pies de Jesús crucificado y resucitado, presente en nuestra vida:

       - van de paso,- esperan pacientemente,

       - buscan con perseverancia,

       - acompañan amigablemente.

* Aprender a estar sentados a sus pies:

       - escuchando, - llorando, - deseando,

       - ofreciéndole lo mejor de nuestra vida,

       - sin prisas en el corazón.

* Pies llagados y glorificados:

       - nos pertenecen,

       - cargaron con el polvo de nuestro caminar,

       - quedaron llagados para siempre,

       - comparten con nosotros el camino de Pascua,

       - son pies de resucitado que contagian la paz.

* ¿En qué momentos de mi vida he sentido más cerca las pisadas de Jesús? ¿Podría compartir esta experiencia con otros y aceptar la suya con fe sencilla? ¿Cómo descubrir las huellas de Jesús en el camino de los hermanos que no le conocen?

 

III

 

EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS MANOS

 

Presentación.

 

       Las manos que Jesús mostró el día de su resurrección son expresión de todo el evangelio. En ellas quedaron grabadas para siempre las huellas de los clavos, pero también todos los gestos con que manifestaba su amor. Son manos que sanaron y, también hoy, continúan sanando, como siguen bendiciendo, acariciando, alentando, enseñando.

 

       Sus gestos eran sintonía de sus pies que buscaban, esperaban, acompañaban, porque el cuerpo entero de Jesús es armonía y sintonía con nosotros. En esos gestos se intuyen los latidos de su corazón. Ahí no hay magia, sino amor eterno y sintonía con nuestra historia. Si son capaces de calmar tempestades y de resucitar muertos, es porque todo su ser se hace "pan de vida" (Jn 6,48).

 

       Al partir el pan con sus manos (Mt 14,19), también ahora en su eucaristía, quiere indicar que se nos da él personalmente todo entero. Porque su "cuerpo" es él, en su expresión externa, así como su "sangre" es él mismo en su vida profunda donada por nosotros. De sus manos, crucificadas y gloriosas, y de su corazón, brota el agua viva de su Espíritu. Ellas son portadoras de su palabra de "espíritu y vida" (Jn 6,64). Si pongo mis manos vacías en las suyas, los hermanos verán sus manos en las mías. El creador quiere poner sus manos en las nuestras para una nueva creación.

 

34. Manos de trabajador

       ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus parientes Santiago, José, Simón y Judas?

       (Mt 13,55; cfr. Mc 6,3; Jn 1,45)

 

1. Jesús creció en Nazaret, ayudando en los trabajos a San José. Le llamaban así: "el carpintero" (Mc 6,3) o también "el hijo del carpintero" (Mt 13,55). Para identificarlo bastaba con decir: "el hijo de José, de Nazaret" (Jn 1,45; 6,42; Lc 4,2). Ello era equivalente a decir que "su madre era María" (Mt 13,55). En el seno de la familia de Nazaret, Jesús "creció en edad, sabiduría y gracia, ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52; cfr. 2,40). En los gestos de sus manos podía adivinarse el trabajo y la convivencia de treinta años. Hoy sigue juntando sus manos con las nuestras.

 

2. A partir de las parábolas y analogías de Jesús, podemos descubrir que vivió, desde dentro, el trabajo de quien construye casas, puertas, yugos, y de quien siembra, siega, cuida viñedos y guarda ganados. Sus enseñanzas se presentaban siempre acompañadas de mil detalles de la vida de un trabajador. En sus manos se podían ver las señales del "faber" o del jornalero que se alquilaba para cualquier servicio. "Hizo y enseñó" (Act 1,1). Para él, no existían trabajos humillantes, porque lo que dignifica el trabajo es el amor de donación. Así demostró que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo como sujeto" (LE 6). Nuestras manos, puestas en las suyas, colaboran en la nueva creación. Los premios humanos sirven de poco. No existe otro premio mejor que el de su amor.

 

35. Manos que sanan

       En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». El extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra.

        (Mt 8,2-3; cfr. Mt 1,41; Lc 4,40; 5,13)

1. Son las mismas manos que acarició y lavó María; las mismas que ayudaron en el trabajo duro de San José. Frecuentemente Jesús imponía las manos (Lc 4,40) o también ungía a los enfermos (Mc 6,13). Con ellas sanó a multitudes de ciegos, leprosos, paralíticos, sordomudos... Son las manos del Buen Pastor, que cargó sobre sus hombros a la oveja perdida (Lc 15,5). Son las mismas manos divinas que modelaron cariñosamente nuestro barro quebradizo, porque Dios es especialista en barro (Eccli 33,13; Rom 9,21). Y si la vasija se quiebra, él la sabe rehacer. Siempre deja entender que él puede hacer maravillas por medio de un instrumento débil y enfermizo.

 

2. Las muchedumbres de enfermos (Lc 4,40), el leproso (Mt 8,3), la suegra de Pedro (Mt 8,15), los ciegos (Mc 8,22-25; Jn 9,6), el sordomudo (Mc 7,33), la mujer encorvada (Lc 13,13) y tantos otros, recordarían aquellas manos que sanaban, daban nueva vida, devolvían la vista y el habla. Tal vez el recuerdo se esfumó cuando las vieron clavadas en el madero o cuando llegó una nueva enfermedad incurable, y no supieron dejarse sanar el corazón. Porque las manos de Jesús siempre sanan, o el corazón y o el cuerpo. La mejor curación es la de hacernos disponibles para compartir su misma suerte de peregrino hacia el Padre.

 

36. Manos que devuelven a la vida

 

       Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores». Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate». El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre.

          (Lc 7,12-15; cfr. Mc 5,41)

1. La fe cristiana se basa en la resurrección de Jesús. Nosotros, por la fe, ya le hemos encontrado resucitado y presente en nuestra vida. Nos ha dejado signos de esta presencia en momentos especiales. Todos recordamos alguna frase evangélica que nos cautivó, una llamada al corazón, un acontecimiento sencillo e inexplicable, una luz esperanzadora... Era él en persona, no una idea sobre él. Es que Jesús es capaz de reavivar lo que estaba adormecido o agonizando en nuestro corazón. Resucitó a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naím y a Lázaro, para indicar que también es capaz de crear en nosotros "un corazón nuevo" (Ez 11,19).

 

2. Jesús, con su mano, tomó la mano de la niña difunta y le dirigió su palabra: "niña, levántate" (Mc 5,41). Y con la misma mano tocó el féretro del joven muerto, dirigiéndole un mandato apremiante: "joven, yo te lo digo, levántate" (Lc 7,14). El mismo, con sus manos y sus palabras, transmite el mensaje de "un nuevo nacimiento" (Jn 3,3). Cada una de sus palabras es un toque al corazón y una llamada por nuestro propio nombre, que sólo él conoce y sabe decir de verdad. Cuando uno se siente "tocado" por Jesús, ya no hace de él un simple recuerdo, sino "alguien" de quien no se puede prescindir: "mi vida en Cristo" (Fil 1,21).

 

37. Manos que fortalecen

 

       Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!». Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». Subieron a la barca y amainó el viento.

      (Mt 14,29-32)

 

1. Pero se fió de sí mismo y, como consecuencia, comenzó a dudar de la presencia de Jesús. Todo se hunde bajo los pies cuando uno no piensa, siente y ama como Jesús. Pedro tenía experiencia de la pesca milagrosa y de la multiplicación de los panes. Ahí no habían valido las fuerzas y medios humanos, aunque Jesús quiso la colaboración y aportación de la propia realidad pobre. Pero el oleaje del mar y de la prueba hizo olvidar la lógica evangélica. Es la lógica que Jesús describiría para los suyos: "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Entonces, sabremos decir como Pablo: "todo lo puedo en aquel que me da la fuerza" (Fil 4,13); "porque cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2Cor 12,10).

 

2. La bondad misericordiosa de Jesús no tiene límites. Sólo necesita que reconozcamos nuestra realidad limitada y que pongamos en él una ilimitada confianza. El Señor "extendió la mano" para salvar a Pedro. En la pasión, le miraría con amor para sacarle de otro atolladero peor (Lc 22,61). No hay que esperar a aprender esta lección a través de la experiencia del pecado, puesto que nos debería bastar la experiencia de la propia debilidad y el recuerdo de las faltas del pasado. De todos modos, lo que aparece con toda claridad es que Jesús nunca abandona a sus amigos.

 

38. Manos que calman la tempestad

 

       Mientras ellos navegaban, se durmió. Se abatió sobre el lago una borrasca; se inundaba la barca y estaban en peligro. Entonces, acercándose, le despertaron, diciendo: «¡Maestro, Maestro, que perecemos!». El, habiéndose despertado, increpó al viento y al oleaje, que amainaron, y sobrevino la bonanza.

      (Lc 8,23-24)

1. Con su palabra y con sus gestos, Jesús redujo a silencio una fuerte tempestad que parecía iba a hundir la barca. Los apóstoles tenían sus razones humanas para temer, porque Jesús dormía de verdad. Los gestos de Jesús ofreciendo un mensaje o una solución, siempre esperan nuestra colaboración confiada en él. Salva él, pero quiere tomar nuestras manos en la suyas. Cuando nuestra lógica está de parte de la lógica humana, sin atender a su lógica evangélica, entonces nos hace experimentar nuestra impotencia. La historia se repite cada día, con circunstancias nuevas. Jesús, protagonista de la historia, caminando con nosotros, examina nuestra fe, esperanza y caridad.

 

2. La iniciativa de ir hacia adelante es suya. Si nos quedáramos atrás, las tempestades serían mayores o incluso podrían convertirse en una derrota definitiva. Pero es él quien da la orden de "pasar a la otra orilla" (Mc 4,35). Es como cuando ordenó "echar de nuevo las redes", después de un fracaso (cfr. Lc 5,4). Quedarse en los propios esquemas significaría aniquilarse. Avanzar confiados en nosotros, equivaldría a un fracaso seguro. La solución la señala el mismo evangelio: "en tu nombre echaré las redes" (Lc 5,5). Cuando Jesús propone el seguimiento evangélico, con una lista de exigencias, él mismo nos indica la viabilidad: "por mi nombre" (Mt 19,29), es decir, confiados y apoyados en él.

 

39. Manos que bendicen y acarician

 

       Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él». Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.

        (Mc 10,13-16; cfr. Mt 19, 13-15; Lc 18,15)

 

1. Los débiles y los niños son siempre los predilectos del Señor. Era una escena singular aquella de ver a Jesús bendecir, acariciar y abrazar a los pequeños. Los mayores nos hemos fabricado enredos sofisticados y nos hemos construido autodefensas para sentirnos dispensados de la entrega. Jesús defendió a los niños, no por los defectos, sino por la inocencia, la transparencia y la receptividad. Era también un modo de agradecer a las madres los grandes sacrificios que hacían por la educación de sus hijos. Jesús buscaba corazones que quisieran estrenar o reestrenar la vida a modo de "infancia espiritual", sin condicionamientos ni cálculos rastreros.

 

2. En cierta ocasión, Jesús puso un niño en medio de los discípulos, para responder plásticamente a la pregunta sobre quién era el mayor en el reino de los cielos (Mt 18,1ss). Si Jesús abrazaba a los niños por su candor y debilidad, ahí estaba la respuesta que habían pedido. Por esto, el Señor acentuó la importancia de hacerse pequeño, es decir, la actitud humilde que se expresa con agradecimiento, admiración y servicio. Las mismas manos de Jesús que acariciaron y abrazaron a los niños, también supieron lavar los pies a los apóstoles, para poder decirles: "os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,15). El amor es el único baremo para medir el valor de nuestras obras, grandes o pequeñas.

 

40. Manos que siembra y enseñan

 

       Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las  aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado... La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios.

       (Lc 8,5-11; cfr. Mt 13,4; Mc 4,3)

 

1. Las manos de Jesús sembraron con abundancia la buena semilla de su palabra y de su testimonio. El conocía por experiencia qué es arar, sembrar, esperar, segar y trillar. Y conocía también los campos baldíos y los de tierra fértil. Por esto, sabía vivir la sorpresa de la siembra a manos llenas, como quien regala lo mejor de sí mismo: su persona como Palabra de Dios. Esta semilla entró primero en el seno de María y fructificó a la perfección (Lc 8,21). Las "semillas del Verbo" ya se encuentran en todos los corazones y culturas, esperando germinar en la fe cristiana.

 

2. Para Jesús, enseñar era como sembrar: a la orilla del mar desde una barca (Lc 5,3), sentado sobre la ladera del monte (Mt 5,1) y pasando por las aldeas de Palestina (Mt 4,23). Sembraba la palabra sin descanso. El mismo era la Palabra personal del Padre: "éste es mi Hijo amado..., escuchadle" (Mt 17,5). Todo creyente en Cristo va adquiriendo una fisonomía y un corazón moldeado por esta palabra: "la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente" (Col 3,16). Aquellas manos de Jesús siguen sembrando, sin medida, a la sorpresa de Dios.

 

41. Manos que lavan los pies de sus discípulos

 

       Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

      (Jn 13,5)

 

1. Debido a los caminos polvorientos, era costumbre lavar los pies a los amigos cuando llegaban de viaje. Por lo común, esa tarea se confiaba a los siervos. Con sus mismas manos y arrodillado, quiso Jesús lavó los pies a sus amigos y discípulos. El motivo fue una contienda originada entre los suyos, sobre "quién era el más importante" (Lc 22,24). Jesús quiso evidenciar el camino evangélico de servir humildemente como él había hecho siempre. Con este gesto humilde de amigo y servidor de todos, quiso derrumbar nuestros castillos de arena. El gesto es impresionante, porque las ambiciones del corazón suelen camuflarse de gloria de Dios y de autorealización de la persona.

 

2. Las manos de Jesús saben deshacer nuestros nudos y enredos, si le dejamos actuar libremente. No sólo lavaron los pies, sino que también los secaron amorosamente con la toalla que él mismo se había ceñido a la cintura. Son manos acostumbradas a todo, cuando se trata de servir. No tienen complejos, porque reflejan el amor de quien "está en medio para servir" (Lc 22,27). El espíritu de familia, creado por Jesús entre los suyos, no es muy frecuente, pero es el signo de su presencia (Mt 18,20). Cuando hay manos que sirven, es que está él. Otras categorías y clasificaciones no sirven gran cosa, porque son caducas. Los adornos y los títulos innecesarios se caen por su peso, para dejar paso sólo al amor.

 

42. Manos que parten el pan

 

       Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío».

(Lc 22,19; cfr. Mt 14,19; 26,26; Mc 14,22; Jn 6,11)

 

1. Vivir es compartir. Las manos de Jesús partieron el pan en la multiplicación de los panes y de los peces ((Mt 14,19), en la institución de la Eucaristía (Lc 22,19) y en Emaús (Lc 24,30). Era su gesto habitual, por el que sus discípulos le podía reconocer (Jn 21,13; Lc 24,43). Quien comparte el pan, comparte la vida. Jesús se nos dio como "pan de vida", para que pudiéramos "vivir de su misma vida" (Jn 6,57). Pan partido es su vida gastada en acercarse, escuchar, sanar, perdonar, salvar. Todo lo suyo es nuestro. Pero este amor reclama nuestro compartir con él y con los hermanos.

 

2. Las manos se mueven al compás del corazón. El obrar o "hacer", si es auténtico, expresa el "ser" más profundo. Entonces es un hacer sencillo, de gestos humildes de fraternidad. Si el "ser" humano vale por lo que es, esta realidad tiene que expresarse en el "hacer" de compartir. No es el hacer de relumbrón ni de grandes cosas, sino el quehacer de todos los días, para compartir con los hermanos los dones recibidos y la misma vida. Porque "crece la caridad al ser comunicada" (Santa Teresa). Si la vida humana fuera sólo gestos de un compartir fraterno, habría comenzado ya el cielo en la tierra.

 

43. Manos atadas

 

Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y le llevaron primero a casa de Anás. (Jn 18,12-13; cfr. Lc 22,54)

 

1. Lo ataron fuertemente, según el consejo de Judas (Mt 26,48). Jesús había vivido siempre en la libertad, que consiste en la verdad de la donación. Atarle por fuera, era inútil, porque él no se pertenecía a sí mismo. Pero asumió esta realidad externa, como tantas otras, porque era un signo de la voluntad del Padre. Nadie le quitaba la vida, porque era él quien la daba por propia iniciativa (Jn 10,18). Siempre vivió "ocupado en las cosas del Padre" (Lc 2,49). Ya no importa saber si le ataron con cuerdas o con cadenas; simplemente, se dejó atar por amor.

 

2. El amor descubre que es lo mismo seguir la brisa y la luz, que ser arrastrado de mala manera por unos esbirros. Lo que le movía era sólo la libertad del amor. Con sus manos atadas o libres, siempre podía hacer lo mejor: darse. Con esas manos se presentó ante los tribunales del sanedrín y de Pilato. Así se pudieron mofar de él a mansalva, durante la noche en el calabozo o durante la coronación de espinas. Si estaban dispuestas a ser clavadas en la cruz, ya daba lo mismo estar atadas o libres al viento; siempre eran libres para servir. Pablo, "prisionero por Cristo" (Ef 3,1), experimentó que "la palabra de Dios no está encadenada" (2Tim 2,9).

 

44. Manos que cargan la cruz

 

       Tomaron, pues, a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota.(Jn 19,16-17)

1. En sus manos se fueron reflejando los diversos momentos del camino del Calvario: decisión, debilidad, impotencia, bendición, disponibilidad, desnudez... Pero el primer momento marcó la pauta: tomó él mismo el madero, con decisión inquebrantable. Son las mismas manos que trabajaron, sanaron, bendijeron, acariciaron, alentaron... Pero ahora tomaban la cruz que nadie quería cargar. Era nuestra cruz y la tomó como suya. La cargó sobre sus hombros como a la oveja perdida y reencontrada. En aquellas manos, que agarraban con decisión el madero, estaba escrito todo el evangelio, y, por tanto, nuestra biografía con la suya.

 

2. A la cruz la huyen todos, menos el que ama. La cruz de Jesús ya había servido para otros, que tal vez fueron al cadalso sin esperanza. Al final de la genealogía aportada por los evangelistas, como resumen de la historia humana, allí está Jesús, haciendo de esa historia su misma vida: "Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Las manos de Jesús tenían de cargar con aquella historia de gracia y de pecado, que apuntaba hacia la Inmaculada y la llena de gracia, figura de la Iglesia, fruto de la pasión. Jesús sintió en sus manos la cercanía cariñosa de las manos de María y de tantas manos que, como ella y con ella, quieren aligerar su cruz.

 

45. Manos clavadas en la cruz

 

       Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la  izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.

         (Lc 23,33-34; cfr. Mt 27,35; Mc 15,20; Jn 19,18)

 

1. Humanamente hablando, allí había acabado todo, como un enorme fracaso y absurdo. Pero el amor tiene otra lógica y sigue otros rumbos, porque "el amor nunca muere" (1Cor 13,8). Las manos quedaron hendidas y clavadas, más fecundas que nunca. Así como su cuerpo desnudo indica que se daba él mismo, así también sus manos fijas en el madero y traspasadas indican la máxima expresión del amor. Los poderes y las ambiciones de este mundo son capaces de crucificar a Cristo, pero nunca podrán impedir el amor que transforma la humanidad desde sus raíces.

 

2. Las manos de Jesús ya no necesitan ungir, porque ellas mismas son unción que traspasa el tiempo y el espacio. Ya no necesitan imponerse sobre la frente de los enfermos y pecadores, porque ellas mismas son perdón que se ofrece a cuantos las miran con fe, confianza y arrepentimiento. Los enfermos, los pecadores y los pequeños ya pueden, con una sola mirada, acercar esas manos a la propia frente, mejillas y corazón. María, su Madre y nuestra, "estuvo de pie" (Jn 19,25) ante esas manos clavadas, para poner ahí las suyas de "consorte" y "mujer", y compartir con él la misma "espada" (Lc 2,35). En ellas hay sitio y predilección para todos.

 

46. Manos gloriosas de resucitado

 

       Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.

     (Jn 20,19-20; cfr. Lc 24,39)

1. Así quedaron sus manos para siempre: con las cicatrices de la crucifixión y con las huellas de un evangelio vivo. Y Jesús las mostró así a sus amigos, invitándolos a "tocarlas" (Lc 24,39; Jn 20,27). Esas manos que comunicaron perdón y sanación, ahora ya pueden comunicar el Espíritu Santo (Jn 20,22). Con ellas y por nosotros, trabajaron y acompañaron sus palabras. No están gastadas ni maltrechas, sino maduras para llegar a todos con sus bienes de salvación. Por la fe, hay que aprender a mirarlas y besarlas, porque son parte de nuestra historia.

2. Son manos que siembran la paz y el perdón. Nos dan mucho más de lo que nosotros creemos experimentar. Jesús invita a poner nuestras manos en las suyas, para que las nuestras ya no queden vacías. Ya pueden entrar en nuestra vida, sin sentirnos humillados, porque fortalecen nuestra debilidad sin quitarnos la responsabilidad e iniciativa. Son manos que transforman las nuestras en prolongación suya. Por esas manos, nuestra vida se hace misión.

Síntesis para compartir

 

* Las manos de Jesús son un resumen vivo de su evangelio:

       - sanan,- fortalecen y ayudan,

       - comunican nueva vida,

       - abrazan y acarician,

       - enseñan e iluminan,

       - comparten todo con nosotros.

 

* En ellas quedaron las huellas:

       - del trabajo,- del sufrimiento,

       - del servicio,- de los clavos,

       - del resplandor de su resurrección.

 

* Esas manos nos acompañan:

       - sembrando paz y perdón,

       - invitándonos a contemplarlas,

       - tomando nuestras manos en las suyas,

       - llamándonos a prolongarlas.

 

* ¿Qué mensaje del evangelio encuentro más claro en las manos de Jesús? ¿Qué podría compartir con los demás? ¿Adivino las huellas de las manos de Jesús en la vida de los hermanos? ¿Qué necesitaría preguntar a los demás para comprender mejor el evangelio escrito en las manos de Jesús?

V

 

EL EVANGELIO ESCRITO EN SU CORAZON

 

Presentación

 

       Jesús mostró a los apóstoles y discípulos la llaga de su costado (Jn 20,20) e invitó a Tomás a poner su mano en ella. Ahí dentro, en su corazón, quedó escrito y escondido todo su evangelio. Es él mismo quien invita a entrar y a vivir en sintonía con sus vivencias: "permaneced en mí... permaneced en mi amor" (Jn 15,4.9). Nadie queda excluido.

 

       Entrar en el corazón de Jesús equivale a quedarse en él en silencio, sin saber qué decir, admirando, sin prisas psicológicas. Ningún espacio de tiempo y de nuestras prisas vale tanto como un momento de vivir ahí dentro, relacionándose de corazón a corazón. Ahí es donde a Jesús se le descubre "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), porque ahí está "el trono de la gracia" (Heb 4,16), la fuente de vida y de santidad, fuente de vida nueva.

 

       Así se llega a "conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). El y sus amigos se funden en una misma vida. "Un mismo sentimiento tienen los dos", diría San Juan de la Cruz. Entonces se aprende por experiencia la urgencia del amor: "la caridad de Cristo me apremia" (2Cor 5,14). Ya sólo se quiere "vivir para aquel que murió por todos" (2Cor 5,15). Quien entre de verdad una sola vez, ya no puede prescindir más de Jesús. Pero hay que seguir entrando cada día, porque el amor es siempre nuevo. Se entra más adentro cuando la fe es más oscura: nos basta él, su presencia, su amor. El es siempre sorprendente, más allá de nuestro pensar, sentir y poder.

 

47. Corazón manso y humilde

       «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».

      (Mt 11,28-30)

 

1. Así era el corazón del Señor: unificado, sin dispersión de fuerzas, orientado sólo hacia el amor. La mansedumbre de sus sentimientos se traducía en transformar las dificultades en donación, sin agresividad y sin desánimo. La humildad llegaba hasta el "anonadamiento" de sí mismo, para hacerse siervo de todos (Fil 2,7). En ese corazón cabemos todos; cada uno tiene reservado un lugar de privilegio, a condición de reconocer la propia pequeñez, limitación y miseria. Ese corazón sigue abierto, llamando e invitando a todos.

 

2. Desde el día de la encarnación, en el seno de María, el corazón de Jesús se resume en un "sí, Padre" (Mt 11,26). Es como una mirada que refleja toda su vida: mirada al Padre en el amor del Espíritu Santo, para preocuparse de sus planes salvíficos; mirada a todos sus hermanos, para identificarse con ellos asumiendo la historia como propia; mirada a sí mismo, para orientar todo su ser hacia la donación total. En ese corazón está escrita toda nuestra historia como parte de la suya. Gracias a él, entramos en los planes de Dios por la puerta ancha, como en casa propia.

 

48. Corazón compasivo

 

       Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».  (Mt 15,32)

 

1. Muchas otras veces manifestó Jesús su compasión por los que sufren: ante una muchedumbre (Mt 14,14), un leproso (Mc 1,41), unos ciegos (Mt 20,34), una viuda en el entierro de su hijo único (Lc 7,13), un endemoniado ya curado (Mc 5,19)... En su corazón encontraba acogida toda clase de miserias. Para él, la compasión consistía en sintonía de afecto, de escucha y de solidaridad efectiva. En cada uno de los enfermos, hambrientos o pecadores, veía a todos los demás de la historia humana. El había venido para compartir vivencialmente los problemas de todos y para darles solución definitiva.

 

2. El hecho de expresar en primera persona sus sentimientos de compasión, era como una escuela para sus discípulos. Estos estaban llamados a experimentar y anunciar la compasión y misericordia de Jesús. El Señor se describe a sí mismo al narrar la compasión del padre del hijo pródigo (Lc 15,20) y del buen samaritano (Lc 10,33). Es el amor tierno de una madre (la "misericordia" divina), que, sin dejar de querer lo mejor para su hijo, sabe comprender, esperar y acoger. No se trata sólo de sentimientos, sino de compromisos verdaderos, compartiendo la historia de cada uno.

 

49. Admiración

 

       Dijo el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado  quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete", y va; y a otro:  "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande».      (Mt 8,8-10; cfr. Mt 15,28; Mc 6,6)

 

1. La actitud de admiración es un sentimiento de sorpresa y respeto, como intuyendo un misterio de belleza y de gracia. La fe de aquel pagano superaba la de muchos que decían esperar el Mesías. Jesús había invitado a sentir admiración por la naturaleza (Mt 6,28). Ahora invita a admirar e imitar la fe del centurión. En otra ocasión se había admirado por la fe de una mujer cananea (Mt 15,28). El corazón ve siempre más allá de la superficie. Cada ser humano esconde en sí mismo el misterio de Dios amor, más allá de las cualidades, porque "vale más por lo que es que por lo que tiene" y hace (GS 35).

 

2. La sorpresa y admiración puede ser dolorosa, como cuando Jesús constató la falta de fe de sus conciudadanos de Nazaret: "se admiraba de su incredulidad" (Mc 6,6). El corazón humano es siempre sorprendente, para bien o para mal. Jesús respeta la libertad, invitando a desarrollarla en la verdad de la donación. Sería para él un golpe muy duro la cerrazón de los nazaretanos. Pero él vivió siempre a la sorpresa de Dios. Las flores, los pájaros, el agua y los ojos de los niños, seguirán reflejando el amor del Padre. El corazón de Cristo espera encontrar esa misma sorpresa esperanzadora en cada uno de nosotros.

 

 

50. Queja

 

       «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres».

      (Mt 15,8-9; cfr. Is 29,13; Mc 7,6)

 

1. Las falsedades y dobleces no le gustan al Señor. Pero también se queja de la ingratitud de unos leprosos curados y olvidadizos (Lc 17,17). El habla siempre con el corazón en la mano, pero hay mucha fachada y oropel en la sociedad humana. A veces, la misma caridad es "fingida" (cfr. Rom 12,9). Jesús ha venido para romper ese hielo y falsedad de la convivencia humana. Se quejó y sigue quejándose de la "lejanía" de nuestro corazón (Mt 15,8s). La sintonía del nuestro con el suyo se expresa con la gratitud, humildad, servicio... El mejor modo de agradecer su amor es el de no dudar nunca de él.

 

2. Las quejas de Jesús son debidas a nuestra falta de relación personal con él. Al centrar nuestra atención en sus dones y no en él, nuestra actitud es utilitaria: o no agradecemos sus dones o nos desalentamos cuando faltan y también ambicionamos y envidiamos los de los hermanos. La relación personal con él, de corazón a corazón, ya no centra tanto la atención de los dones, sino en las misma persona de Jesús, amado por sí mismo. Entonces, el corazón no está lejos de él. Y cuando lleguen a faltar sus dones, nos bastará él. Esta actitud se expresa con la alegría inquebrantable de saberse amados por él y capacitados para amarle. Nuestra alegría es la suya. Uno se siente realizado de verdad, no cuando consigue sus preferencias o caprichos, sino cuando descubre que en todas la situaciones y circunstancias es acompañado y amado por Cristo.

 

 

51. Tristeza

 

       Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú».

      (Mt 26,37-39; cfr. Mc 14,33-34; Lc 22,44)

 

1. La tristeza del corazón de Cristo en Getsemaní no era de desánimo, desconfianza o fracaso. Era como la "turbación" que sintió al referirse a la cruz (Jn 12,27). El dolor de su corazón se originaba en su amor al Padre y a toda la humanidad: ver que el Amor no es amado y que sus hermanos los hombres están inmersos en ese "no" a Dios que llamamos pecado. Aquella tristeza es indescriptible. Jesús la comparte sólo con quienes comienzan a entender que la pasión es "la copa" de bodas que el Padre le había preparado (Jn 18,11; cfr. Lc 22,20). Reparar y consolar al Señor equivale a compartir sus sentimientos.

 

2. El dolor profundo de aquella tristeza no le impedía la generosidad de su donación incondicional: "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Es como el preludio del "abandono" de la cruz. El corazón de Cristo quiso experimentar esa lejanía aparente del Padre, que es señal de su amor más profundo. Le despojaron de todo consuelo sensible, menos de la certeza de que las manos cariñosas del Padre estaban más cerca que nunca. Esa es la cruz que Jesús quiere compartir con "los suyos" (Jn 13,1). No nos va a dar explicaciones sobre el dolor; nos basta con su compañía y cercanía que parece ausencia. Así son las reglas del amor verdadero.

 

52. Gozo

 

       En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito».

 (Lc 10,21; cfr. Jn 15,11)

 

1. El corazón de Jesús se llenó de gozo en el Espíritu por el regreso de sus discípulos y por las actividades apostólicas que habían realizado. Gozaba con el éxito y con la compañía de sus amigos. Y principalmente gozaba porque el Padre había sido glorificado y amado de los pequeños y de los pobres. Es el gozo de quien ama de verdad porque busca el bien de la persona amada. Ese gozo no es el gozo pasajero de cuando se obtiene un éxito o se ha conseguido un bien. El gozo de la donación, amistad y servicio participa del gozo eterno de Dios Amor. Es el gozo de decir con Jesús: "Padre nuestro" (Mt 6,9). Es el gozo de los pobres, al estilo de Francisco de Asís.

 

2. Ese es el gozo que Jesús ha dejado en herencia a sus amigos: "os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15,11). Es el gozo de transformar las dificultades en donación. El sufrimiento de una madre, gracias a su amor, se transforma en gozo de fecundidad (Jn 16,21). En los momentos de dolor, Cristo parece ausente; pero cuando se descubre su presencia, entonces nace en el corazón el gozo imperecedero de compartir su misma suerte: "vuestro gozo no os lo quitará nadie" (Jn 16,22). Es el gozo que Jesús ha pedido al Padre para todos los que le siguen: "que tengan mi gozo pleno en sí mismos" (Jn 17,13).

 

53. De corazón a corazón

 

       Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando». El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?».(Jn 13,23-25)

 

1. Podría ser un hecho casual: acercarse a Jesús para preguntarle algo. Pero apoyar su cabeza sobre el pecho de Jesús es, en el evangelio de Juan, un signo de algo muy hondo: a Jesús no se le puede comprender, si no es de corazón a corazón, desde sus amores. Así empezó la verdadera teología en la Iglesia primitiva: "nadie puede percibir el significado del evangelio (de Juan), si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido a María como Madre" (RMa 23, citando a Orígenes). La indicación sirve para todos los tiempos.

2. El evangelio de Juan narra una serie de "signos" por los que Cristo manifiesta su realidad e intimidad, "su gloria" (Jn 1,14). El declara su amor con el corazón en la mano: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15,9). Y reclama la misma apertura de corazón: "permaneced en mi amor" (ibídem). La condición indispensable para conocerle de verdad es esa apertura de amor: "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21); "si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23). A Jesús se le conoce en la medida en que se le ama. No es un conocer técnico, sino un conocer amando, que se traduce en la relación personal, en el seguimiento de compartir su misma vida y en la misión de ser signo o transparencia de cómo ama él. Es el "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88).

 

54. Declara su amistad

 

       Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros.(Jn 15-13-16; cfr. 3,16)

 

1. La amistad de que habla Jesús es iniciativa suya y se expresa en la donación total de sí mismo: "dar la vida". Es el amor de quien da lo mejor a la persona amada, según los planes salvíficos de Dios. No utiliza a la persona mientras tenga unas cualidades, sino que la ama por sí misma. El corazón de Cristo ama con el mismo amor que existe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Su amor procede de su bondad, no de la nuestra. Ama lo pequeño, enfermo, extraviado, marginado, deleznable y quebradizo, para hacerlo entrar en su corazón y transformarlo en él. "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16; cfr. 15,9).

 

2. En el corazón de Jesús resuenan los amores eternos de Dios por nosotros. El Padre nos ama en su Hijo, como "hijos en el Hijo" (Ef 1,5). Este amor mutuo, entre el Padre y el Hijo, se expresa de modo personal y divino en el Espíritu Santo. Y este "misterio" o intimidad divina es lo que Jesús nos comunica y nos da a conocer, capacitándonos para participar en él. Formamos parte de la familia de Dios; ya no somos siervos, sino hijos, amigos y herederos (cfr. (Rom 8,17). En esta intimidad del corazón de Cristo se entra por el servicio humilde y perseverante a los hermanos. Participamos de su misma vida si permanecemos en él, como el sarmiento en la vid (cfr. Jn 15,2ss).

 

55. Corazón abierto

 

       Uno de los soldados le atravesó su costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.

       (Jn 19,34; cfr. 7,37-39)

 

1. Fue un capricho de un soldado. Al margen de toda normativa, abrió, con su lanza, el costado de Jesús. Pero para la providencia divina, no existe la casualidad. En el evangelio de Juan, todos los acontecimientos, siendo reales, son también signo del misterio de Jesús. El "agua" es la vida nueva que ofreció a Nicodemo y a una mujer samaritana (cfr. Jn 3 y 4). Jesús mismo se comparó al nuevo templo, anunciado por los profetas, del que brotarían "torrentes de agua viva" (Jn 7,38; Ez 47,1ss). En el corazón abierto de Jesús, tienen un puesto reservado todos los que tienen sed de él. Para entrar en él, basta con reconocerse pequeño y pobre.

 

2. La "sangre" indica una vida donada. En el corazón de Cristo se puede leer todo el evangelio: "habiendo amado a los suyos, les amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Es la "sangre" que expresa y sella un pacto de amor eterno (la "alianza"). Por esta sangre hemos sido redimidos y vivificados. Es "la fuente de la caridad" (San Ignacio de Antioquía). "Cristo inunda los corazones de los pueblos, atormentados por la sed, con el torrente de su sangre" (San Ambrosio). En esta sangre, que brota de su corazón, está "la causa de la salvación de los hombres" (Santo Tomás). Jesús nos sigue ofreciendo esta "sangre" como vida donada.

 

56. Contemplarlo con ojos de fe

       Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».

       (Jn 19,36-37; cfr. Zac 12,10; Sal 21)

 

1. Todo el evangelio de Juan es una invitación a "contemplar", es decir, a mirar el misterio de Jesús, escondido y manifestado en los signos pobres de su humanidad. Se trata de "ver" a Jesús donde parece que no está, como en el sepulcro vacío (Jn 20,8). Al describir cómo el costado de Jesús quedó abierto en la cruz, el discípulo amado invita a "mirar" con la mirada de fe y de esperanza de los profetas (cfr. Zac 12,10). Humanamente hablando, no había más que un fracaso. Dios, que es Amor, se manifiesta y se da él mismo por medio de signos de pobreza absoluta.

 

2. Aquel corazón abierto, como signo de un "amor extremo" (Jn 13,1), sigue siendo desconocido, ultrajado, olvidado. Lo que más le duele al Señor es la desconfianza de los suyos: cuando se sienten solos, olvidan su cercanía; cuando se sienten frustrados, olvidan compartir su cruz; cuando ya no aspiran a la perfección, olvidan su donación total en su vida y en su muerte. El mejor modo de agradecer su amor consiste en no dudar nunca de él, especialmente al descubrir las propias faltas. Ese corazón abierto exige humildad, confianza, deseo de perfección y alegría de saberse amado y acompañado por él. Jesús aprieta más fuertemente contra su corazón a los más pequeños y a los más débiles.

 

57. Comunica el Espíritu

 

       Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo».

      (Jn 20,20-22)

 

1. Jesús resucitado, al mostrar sus manos y su costado abierto, comunicó el Espíritu Santo a los Apóstoles. Así quiso dar a entender que su cuerpo, inmolado por amor, era el precio que había pagado para tal regalo. El "agua" que brotó de su costado (Jn 19,34) era el símbolo de los dones del Espíritu Santo, de los sacramentos y de la Iglesia entera como esposa suya. "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). Así se comprende el amor entrañable de Cristo a su Iglesia, que es su esposa y su complemento (Ef 1,23; 5,25-27).

2. El Espíritu Santo con sus dones es el regalo del corazón de Cristo a su Iglesia y a toda la humanidad. En la última cena, Jesús prometió la presencia del Espíritu, su luz y su acción santificadora y evangelizadora (cfr. Jn 14-16). En la resurrección y ascensión, comunicó el Espíritu para poder prolongar su misma misión. El "bautizado" se configura con Cristo, se hace su imagen y su prolongación, por obra del Espíritu. Desde Pentecostés, Jesús sigue comunicando su Espíritu a cada comunidad eclesial y a cada creyente. Entonces es posible hacer de la vida un encuentro con Cristo para compartir su misma vida y misión.

 

 

58. Invita a entrar

 

       Jesús dijo a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

      (Jn 20,27-29; cfr. Mt 11,28)

 

1. La generosidad de Jesús sobrepasa las exigencias del apóstol Tomás. La invitación a meter su mano en el costado va más allá de la materialidad de un gesto físico. Jesús invita a conocerle vivencialmente, entrando en su corazón, en su intimidad. "Si una sola vez entrases en el interior de Jesús y gustases un poco de su ardiente amor, no te preocuparías ya de tus propias ventajas o desventajas" (Tomás de Kempis). Hay que pasar a los intereses y amores de Cristo, dejando los nuestros en un segundo lugar y encomendándolos a él. Vale la pena hacer el trueque.

 

2. La fe, como "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), se adquiere a través de un camino "bautismal": pensar, sentir y amar como él. Se trata de hacer de la vida un encuentro personal con él, que se convierte en seguimiento permanente y en decisión de amarle del todo y hacerle amar de todos. El camino hacia el corazón pasa por la humildad y conocimiento propio, la confianza y la decisión de amarle de verdad. A la unión con él se llega por la lectura del evangelio en las huellas de sus pies y en los gestos de sus manos.

 

59. El corazón de su Madre y nuestra

       María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón... conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.

       (Lc 2,19.51)

 

1. El corazón o interioridad de María es fruto de la redención de Cristo. Pero también es verdad que el corazón del Señor se moldeó en el de su Madre y nuestra. Ella recibió en su seno al Verbo y le dio carne y sangre por obra del Espíritu Santo. Los sentimientos de Jesús son también reflejo de los de María. Al mismo tiempo, el corazón de María se fue modelando continuamente en la contemplación de la palabra de Dios. Su vida consistía en compartir la misma suerte o "espada" de Cristo (Lc 2,35). Jesús nos la entregó como Madre y molde para transformarnos en él.

 

2. Como Jesús vivió nueve meses en el seno de María y la asoció de modo permanente a su obra redentora, así quiere vivir en nuestra vida para hacerla complemento de la suya. Nosotros estamos llamados a "nacer de ella", porque Jesús "quiere formarse y, por decirlo así, encarnarse todos los días por medio de su querida Madre en todos sus miembros" (San Luis Mª Grignon de Montfort). María nos mira en Jesús y nos une a él, para hacernos un "Jesús viviente", según la expresión de San Juan Eudes. Ella es "nuestra guía en los caminos del conocimiento de Jesús" (San Pío X). Ya podemos decir al Señor: "que en mí, como en tu Madre, vivas solamente tú" (Juan Santiago Olier).

Síntesis para compartir

 

* El corazón de Jesús encierra y manifiesta sus sentimientos:

       - sintonía con los que sufren,

       - mansedumbre ante las dificultades,

       - humildad para servir,

       - admiración y gozo,

       - queja y tristeza como examen de amor.

* Es un corazón que busca relación e intercambio:

       - declara un amor de amistad,

       - manifiesta sus sentimientos íntimos para compartirlos,

       - invita a entrar y sintonizar con él,

       - comunica la vida nueva del Espíritu Santo.

* Su corazón quedó abierto y glorioso para siempre:

       - para poder ver en él el resumen del evangelio,

       - para invitar a una fe de conocimiento vivencial,

       - para vivir de sus mismos intereses,

       - para comprometerse en el camino de la perfección,

       - para saberlo mostrar a todos los hermanos.

* ¿Qué sentimientos de Jesús han calado más en los míos? ¿Podría resumir el evangelio a partir del costado abierto de Jesús? ¿Cómo compartir con otros el modo de pensar, sentir y amar como Cristo? ¿Sabría explicar la misión como "hacer amar al Amor"?

 

 

SUS HUELLAS EN MI VIDA

 

 

Presentación

 

       Al contemplar la mirada, los pies, las manos y el corazón de Jesús, aprendemos que allí se resume todo el evangelio, mientras, al mismo tiempo, intuimos que lo podemos reflejar en nuestra propia vida. El evangelio acontece de nuevo. Jesús sigue dejando sus huellas en nuestra existencia y en la de los demás. Así podemos afirmar: "hemos visto su gloria" (Jn 1,14).

 

       Haciendo de la propia vida un caminar evangélico, que es de humildad, confianza y entrega, nos hacemos transparencia de Jesús para los demás, como si fuéramos "su humanidad prolongada" en el tiempo (Isabel de la Trinidad). Los hermanos, en quienes están también las huellas del Señor, encuentran en nosotros una ayuda para descubrir esas huellas que él dejó en sus propias vidas.

 

       Los hermanos esperan ver en nosotros el modo de mirar, caminar, hablar y amar de Jesús. No se trata de reemplazarle, sino de desaparecer para que aparezca él, a modo de cristal que deja pasar la luz sin darse a entender. Es como "revestirse de Cristo" (Rom 13,14) para ser fieles a su invitación: "haz tú lo mismo" (Lc 10,37). Al servir a los demás, les contagiamos de "la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

       Vivir "de la misma vida" de Jesús (Jn 6,57) es una especie de identificación con él. "Ya no éramos dos", diría Santa Teresa. Según San Juan de la Cruz, "un mismo sentimiento tienen los dos". Es el ideal de San Pablo: "mi vida es Cristo" (Fil 1,21). Ya todo se hace "en el nombre del Señor Jesús" (Col 3,17). Entonces Jesús dice al Padre en el Espíritu Santo: "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

60. En los hermanos

 

       En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis."   (Mt 25,40.45; cfr. 18,20)

 

1. Siempre es posible encontrar a Jesús, su mirada de compasión, las huellas de sus pies, los gestos de sus manos, los sentimientos de su corazón. Basta con abrir los ojos, escuchar sin prisa, disponerse a acercarse o a dar una mano a cualquier hermano que se cruce en nuestro camino. Porque allí está él, en el hermano menos valorado y atendido: "a mí me lo hicisteis". Cada hermano es una historia de su amor, cuyas huellas frecuentemente siguen ocultas también para el mismo interesado. Si "Cristo murió por todos" (2Cor 5,15) y resucitó por todos, significa que él se hace camino y compañero de camino en la historia de cada ser humano (cfr. Act 9,4).

 

2. No es fácil descubrir esas huellas. Hay que intuirlas en la propia soledad, cuando parece que no hay ni rastro de ellas. Entrar en esa soledad "divina", es un ensayo para descubrir a Cristo presente en la existencia de cada hermano, más allá de cargos, simpatías, cualidades y utilidades. En los más pequeños, limitados y alejados, que tal vez nos producen fastidio, allí está él tejiendo el bordado maravilloso de su mismo rostro y de su mismo mirar, caminar, hablar y amar. Todo ser humano necesita ver en los demás las huellas de Jesús, para poder descubrirlas en su propia vida.

 

61. En mi camino

 

       Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino  y nos explicaba las Escrituras?»  (Lc 24,32)

 

1. Las huellas de Jesús se encuentran, más o menos veladas, en el camino histórico de cada ser humano. Para los dos discípulos que iban a Emaús, esas huellas consistían en la inquietud que sentían en el corazón, cuando les hablaba aquel que creían ser un forastero. El hecho era que "ardía el corazón" y no sabían por qué. Y cuando Jesús hizo ademán de "pasar adelante" (Lc 24,28), sintieron un vacío inexplicable que sólo lo podía llenar él: "quédate con nosotros, porque se hace tarde" (Lc 24,28). El "partir el pan" (Lc 24,30), al modo de Jesús, fue la huella definitiva.

 

2. Sólo Jesús sabe hablar al corazón, en el silencio y en la soledad, cuando nada ni nadie puede llenarlo ni satisfacerlo. Sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6,63), porque tocan el corazón y le señalan su verdadero rumbo. Hay momentos de la vida en que esas palabras evangélicas son verdaderamente actuales, como aconteciendo de nuevo. No hay explicación humana posible; en el corazón queda una convicción profunda que nadie puede borrar: "es el Señor" (Jn 21,7). Si para Saulo su encuentro con Cristo tuvo lugar en el camino de Damasco (Act 9,1ss), para nosotros sucede en el aquí y ahora de todos los días.

62. En la tempestad

 

       Subiendo a una barca, se dirigían al otro lado del mar, a Cafarnaúm. Había ya oscurecido, y Jesús todavía no había venido donde ellos; soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse. Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, ven a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca, y tuvieron miedo. Pero él les dijo: «Soy yo. No temáis». (Jn 6,17-20; cfr. Mt 14,27; Mc 6,50)

 

1. La vida es así. Es verdad que a nosotros nos gusta más cuando todo marcha bien; pero con frecuencia hay imprevistos y contratiempos. Dios, que nos da generosamente sus dones con amor, nos educa a descubrir que él se quiere dar a sí mismo, especialmente cuando los dones parecen esfumarse y las flores se marchitan. La calma se convierte en tempestad, y entonces la vida parece silencio y ausencia de Dios. Si no buscamos sucedáneos o suplencias, el Señor deja oír su voz en el corazón: "soy yo". Y esa voz es de quien está siempre presente y cercano, también cuando nos parece ausente.

 

2. Hay que aprender a pasar de los signos visibles a la realidad invisible. Jesús había multiplicado los cinco panes para una multitud inmensa. Ahora, en la tempestad, educa a los discípulos a descubrirlo como "pan de vida" (Jn 6,35). Aprender a "pasar" del pan de los bienes materiales, al pan que es el mismo Jesús, es un proceso lento, es un camino de Pascua. Urge vivir de la realidad de Jesús, sin hacer de él un simple recuerdo, una reliquia o un paréntesis. Se trata de aprender a vivir de su presencia y de su misma vida (cfr. Jn 6,56-57), más allá de la sequedad y de los sentimientos.

 

 

63. En el sepulcro vacío

 

       Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.

       (Jn 20,3-8; cfr. 20,16)

 

1. Aquellas huellas no eran suficientes para satisfacer una lógica humana. Pero el "discípulo amado" supo ver más allá de la superficie. Porque aquellas huellas (el sudario y las vendas o sábana), las dejó una persona amada. Sólo el que ama conoce las verdaderas huellas del amado. María Magdalena necesitaría oír su nombre pronunciado precisamente por los labios de Jesús (cfr. Jn 20,16). Juan supo creer, recordando las palabras siempre vivas y jóvenes del Señor. El secreto para descubrir sus huellas nos lo da el mismo Jesús: "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

2. La presencia de Jesús resucitado es una promesa suya: "estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). El modo de esta presencia lo ha escogido él. No sería más presencia ni mayor amor un signo fuerte o lo que llaman una gracia extraordinaria (visiones, locuciones...). El está de modo especial en los momentos de tempestad, de fracaso, de Nazaret, de Getsemaní, de Calvario y de sepulcro vacío. Así trata a sus amigos, probando o purificando su fe, confianza y amor. Ya se dejará sentir más claramente cuando y como él quiera. Hay que dejarle a él la iniciativa.

 

64. En los fracasos

 

Aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?» Le contestaron: «No». El les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor».(Jn 21,3-7; cfr. Lc 5,5)

1. No pescaron nada, a pesar de tantas horas de faenar con las redes. Pero habían conseguido lo mejor: trabajar conviviendo como hermanos. Y como el Señor había prometido su presencia cuando se reunieran "en su nombre" o por amor suyo, allí estaba él "en medio de ellos" (Mt 18,20). Sólo faltaba descubrirle a través de la bruma del lago. Se necesitaban entonces los ojos del discípulo amado: "es el Señor". ¿Le descubrió sólo por el milagro de una pesca abundante? El corazón del creyente en Cristo ve más allá de las razones humanas, de las estadísticas y de las cuentas administrativas, por buenas que sean.

 

2. La palabra fracaso no es exacta. Lo que sucede es siempre una nueva e imprevista posibilidad de amar y de hacer lo mejor. El fracaso en la vida de Jesús se llama cruz. Y él mismo se comparó a un "grano de trigo", que tiene que morir para "dar mucho fruto" (Jn 12,24). Los que viven de la fe en Cristo presente, no se sienten nunca solos ni frustrados. Si el Señor nos acompaña, el fracaso se llama cruz, y la cruz, si se lleva con amor, lleva siempre a la resurrección. Jesús sigue dejando sus huellas en este camino pascual, compartiéndolo con nosotros.

 

65. En sus palabras de vida

 

       «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida»... Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

       (Jn 6,63-68)

1. Las palabras evangélicas de Jesús siguen siendo tan vivas y actuales como cuando brotaban de sus labios por primera vez. No son palabras que ya pasaron a la historia y que sólo se recuerdan, sino que acontecen cada vez que las leemos, escuchamos o meditamos. Siempre comunican luz, paz, fuerza y nueva vida. Hablan al corazón. En ellas habla y se acerca personalmente el mismo Jesús. Nuestras circunstancias de la vida quedan iluminadas y acompañadas. El sigue viviendo nuestra vida.

 

2. No todos captan la vitalidad de esas palabras evangélicas. Jesús se esconde y se comunica. Hay muchos obstáculos que nos impiden encontrar ese tesoro escondido. La autosuficiencia no entiende esa vida escondida de Cristo hoy. Las ansias de dominio intelectual son incapaces de penetrar el evangelio. Este no se deja manipular por intereses personalistas. Las prisas no podrán nunca descubrir a quien ama y se da sin prisas en el corazón. Pero los niños, los pobres y los que reconocen su propia limitación y pecado, ésos sí que pueden experimentar la presencia misericordiosa de Jesús.

 

66. En la eucaristía

 

       Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados».     (Mt 26,26-28; cfr. Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1Cor        11,23-26)

 

1. Todos los signos y todas las huellas de la presencia de Jesús resucitado son humanamente pobres, débiles y limitadas. Los signos eucarísticos son también así. Pero allí está él, dándose en sacrificio y comunicando su propia vida. Nos bastan sus "palabras de espíritu y vida" para creer en él (Jn 6,63). Se ha quedado por amor; por esto, su presencia se descubre y se vive comprometiendo nuestra presencia para "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa). Su donación sacrificial se capta cuando nos hacemos donación como él. Recibimos su misma vida si entramos en sintonía con él.

 

2. La vida del creyente ya nunca es soledad vacía, sino que se hace "hostia viva" (Rom 12,1) por "el ofrecimiento de sí mismo en unión con Cristo" (Pío XII). La vida está jalonada de huellas del Señor, porque el pan y el vino que se transforman en él, significan nuestra historia de trabajo y de convivencia. Jesús nos los devuelve, transformados en su cuerpo y en su sangre, para que continuemos haciendo de la vida un encuentro con él. La eucaristía, como presencia, sacrificio y comunión, se prolonga en toda nuestra vida.

 

67. Presencia activa y permanente

 

       «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

         (Mt 28,19-20; cfr. Mc 16,20)

 

1. Esta promesa de Jesús se cumple continuamente. Como resucitado, ya no está condicionado al tiempo ni al espacio. Todo ser humano es amado y acompañado por Jesús. Y él deja sentir su presencia por medio de huellas pobres, para no forzar nuestra libertad. Son las huellas de su palabra, sus sacramentos, su eucaristía, los hermanos, los acontecimientos, las luces y mociones comunicadas al corazón... Es verdad que cada uno de estos signos es diferente, porque su presencia tiene eficacia muy diversa según los casos. Pero lo importante es que siempre se trata de él, resucitado y presente.

 

2. Los apóstoles se fueron a predicar por todas partes; pero el Señor les acompañó siempre "cooperando con ellos" (Mc 16,20). Todo "apóstol" (enviado) es ya portador de una presencia de Jesús, porque precisamente por ser "enviado", "experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todos los momentos de su vida... y lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88). Como Pablo, refugiado en Corinto después de muchas tribulaciones, también todo creyente puede escuchar al Señor que le dice en el silencio del corazón: "no temas... porque yo estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

68. En la esperanza

 

       Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo».

      (Act 1,10-11; cfr. 1Cor 11.26)

 

1. La presencia de Jesús resucitado, ahora bajo signos de Iglesia peregrina, será un día visión y encuentro definitivo. Este es el fundamento de la esperanza cristiana: "vendrá". No se trata de calcular el tiempo, y menos de hacer predicciones y elaborar milenarismos tontos. Su venida actual es "ya" inicio de la venida definitiva, pero "todavía no" es la visión y posesión. Este "ya" da la confianza y la fuerza para vivir el "todavía no" en un deseo ardiente de unión plena. A Jesús sólo lo encuentra, ya desde ahora, quien, apoyado en la fe, vive de esta esperanza gozosa y dolorosa. Esta actitud de esperanza es ya amor verdadero.

 

2. Cuando celebramos la eucaristía, encontramos a Jesús en el signo más fuerte de su presencia entre nosotros. A partir de este encuentro eucarístico, lo iremos encontrando en todos los demás signos de su presencia. Pero esos signos, incluida la eucaristía, dejan entrever su presencia sólo cuando anhelamos el encuentro definitivo: "hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Quien desea ese encuentro futuro, es que ya ha comenzado a encontrar al Señor en el presente de todos los días.

 

69. En medio nuestro

 

       «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».  (Mt 18,19-20; cfr. Jn 13,34-35; 17,23)

 

1. Las promesas de Jesús se realizan cuando se cumplen las condiciones que él mismo exigió. Para que él se haga presente de modo efectivo, hay que encontrarse con los hermanos con el mismo amor como si fuera un encuentro con Jesús. A él le encontramos cuando miramos, escuchamos, ayudamos al hermano, como haríamos con él mismo. Al fin y al cabo, cada hermano es una historia de la presencia y del amor de Jesús.

 

2. Para que Jesús esté "en medio", hay que eliminar muchos obstáculos, hasta amar "como él" (Jn 13,34-35). Todo aquello que no es donación al hermano, es un obstáculo para que Jesús esté en medio. Hay que aprender a amar a los demás, no por sus cosas y cualidades, sino por ellos mismos, por lo que son: una página de la biografía de Jesús. No hay que "utilizar" a los hermanos, sino gozarse de que se realicen según los planes de Dios Amor. Las alergias y las preferencias deben dejar paso al amor de gratuidad. Cuando amemos así, nos daremos cuenta que es él que ama en nosotros y en medio de nosotros. Sin su presencia aceptada y vivida, sería imposible amar como él.

 

70. Ve a mis hermanos

 

       Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» ‑ que quiere decir: «Maestro». Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios».  (Jn 20,16-17)

 

1. Si lo que Magdalena deseaba era estar con Jesús reencontrado, ¿por qué la envía a los hermanos? De hecho, recibía el encargo de presentar en su vida las huellas de haber encontrado al resucitado. Se convertía así en "apóstol de los Apóstoles". Pero es que a Cristo se le encuentra principalmente sirviendo a los hermanos, sea en el servicio misionero directo, sea en el servicio humilde de todos los días. Los signos extraordinarios de la presencia de Jesús no son signos mejores, sino más bien debidos a nuestra debilidad. El Señor prefiere manifestarse en el signo del sepulcro vacío y en el signo de Nazaret o de la vida ordinaria.

 

2. No resulta cómodo este signo fraterno de la presencia de Jesús, pero es el más seguro (cfr. Mt 18,20; Jn 13,35). La debilidad del signo del hermano y lo quebradizo de nuestro propio signo, al encontrarse en el amor de Cristo y en su palabra viva, se convierte en signo eficaz de su presencia, a modo de signo sacramental. La misión es un encuentro entre hermanos, cuya historia, de modo diverso, es una historia diferenciada de la presencia de Cristo. Al creyente en Cristo le toca, en este encuentro histórico, ser su transparencia.

 

 

71. Ser su huella para los demás

 

       «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».  (Lc 10,36-37; cfr. 22,32)

 

1. El haber encontrado a Jesús como buen samaritano, capacita al creyente para prolongar sus manos, pies y corazón: "haz tú lo mismo". La experiencia de su misericordia nos hace ser misericordiosos con los demás. Podemos "completar" a Cristo (cfr. Col 1,24), haciendo de buen samaritano con tantos hermanos que han quedado malheridos y olvidados en la cuneta de nuestro caminar. La visibilidad externa de Jesús ya terminó; pero queda siempre su presencia invisible. Nosotros podemos ser signo de esta presencia tan misteriosa como real.

 

2. Los que encontraron a Jesús se sintieron llamados a comunicar a otros la experiencia de ese encuentro inolvidable: "hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45). La experiencia es propiamente irrepetible, pero la autenticidad del encuentro produce una vida coherente que transparenta al Señor. El mismo Jesús invita a ser su huella para otros hermanos: "yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22,32). Es el mejor modo de agradecer su misericordia. Si son dones de Jesús, serán también nuestros en la medida en que los compartamos con los demás. Sin ese compartir, los dones desaparecen.

 

 

72. Testigos y fragancia de Cristo

 

Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra».

      (Act 1,8; cfr. Jn 17,10; 2Cor 2,15)

 

1. Encontrar a Cristo es siempre una sorpresa, porque es él quien tiene la iniciativa y quien escoge el cómo y el cuándo. Y una nueva sorpresa consiste en sentirse llamado para ser testigo de este encuentro. En un primer momento, uno se siente confuso; pero luego va descubriendo que el Señor sólo nos pide poner a su disposición todo lo que tenemos, por poco que sea. Con esta disponibilidad de servicio, todo lo demás lo hace él y el Espíritu Santo enviado por él. Para ser sus testigos, bastaría con dejar entender cómo nos ha tratado él en nuestra pequeñez y debilidades.

 

2. Jesús calificó a los suyos de "gloria" o expresión y signo personal (Jn 17,10). Pablo quería ser y quería dejar en todas partes el "olor de Cristo" (2Cor 2,15). No se trata de cosas extraordinarias, sino de autenticidad. Quien tiene una relación y amistad profunda con una persona, no puede disimularlo. Todos necesitamos intuir en los hermanos una historia de presencia y de amor de Cristo. Cada uno es diferente en sus expresiones psicológicas y culturales, que son secundarias; lo importante es que Jesús es el mismo, y su predilección es irrepetible para cada persona.

 

 

73. Transparencia de sus llagas

 

       "Estoy crucificado con Cristo... En adelante, que nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús".

       (Gal 2,19; cfr. Gal 6,17; 2Cor 4,10)

 

1. "Entrar" en las llagas de Jesús, es una expresión que han usado frecuentemente los santos, sus amigos. Pablo tenía a gala el llevar impresas en su vida las huellas de la pasión del Señor. Los viajes apostólicos le depararon no pequeños sufrimientos: azotes, pedradas, enfermedades, debilidades, desgaste... (cfr. 2Cor 4,7ss; 11,23-29). Su gloria era la de estar "crucificado con Cristo". Una vida gastada por él no puede menos que dejar sus huellas en el modo de vivir. Pero esas huellas no se contabilizan ni acostumbran a valorarse en el mercado humano, ni incluso en nuestro ambiente "cristiano".

 

2. Una vida que transparente las llagas de Jesús se caracteriza por la sencillez y la alegría, como en Francisco de Asís. Quien vive escondido en las llagas del Señor, participa y transparenta su gozo de resucitado. Quien modela su propia vida en la mirada, los pies, las manos y el corazón de Cristo, va perdiendo toda la chatarra o "basura", como diría Pablo (Fil 3,7-8). Hay demasiados crucifijos de adorno en nuestra vida. Se necesitan cristianos que sean transparencia de las llagas dolorosas y gloriosas de Cristo. Estamos llamados a vaciarnos del falso "yo", para llenarnos de la vida del Señor y hacer de la nuestra una donación como la suya.

 

 

74. Prolongar sus pies

 

       Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban.     (Mc 16,20; cfr. Mt 28,19; Lc 24,47)

 

1. Jesús necesita de nuestro caminar para acercarse visiblemente a otros hermanos. Y también necesita de nuestras manos y especialmente de nuestro corazón. Nuestras pisadas pueden ser una prolongación de las suyas cuando nos acercamos a un enfermo, a un pobre o a cualquier miembro de la comunidad humana. El limitó su vida mortal a una geografía concreta: la de Palestina y alrededores. Nos encarga ir, en su nombre, a todos los hermanos por quienes él ha dado la vida. Y se queda con nosotros, acompañándonos y esperándonos allí a donde vamos en su nombre.

 

2. Ya durante su vida mortal, Jesús envió a sus discípulos allí "a donde él había de ir" (Lc 10,1). Es que la historia humana es toda ella parte de su misma historia y objetivo de su misión salvífica. A nosotros nos toca prolongarle, ser su "complemento" (Col 1,24). Ni vamos solos ni trabajamos solos. El "coopera" con nosotros, porque la obra es suya. Ha querido necesitar de nuestros pies y de todo nuestro ser, que él ha asumido en el suyo esponsalmente. La misión de prolongarle es continuación de la misma misión que él recibió del Padre (cfr. Jn 20,21).

 

 

75. Pan partido como él

 

       Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer». Dícenle ellos: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces». El dijo: «Traédmelos acá».

       (Mt 14,16-18; cfr. Jn 6,5)

 

1. Para hacerse eucaristía, "pan partido", Jesús necesita de nosotros, de nuestro pan, de nuestro vino y de nuestros gestos de caridad. Podría hacerlo todo él, pero quiere que nosotros ofrezcamos nuestro pequeño todo transformado en gestos de donación y de servicio. Somos pan partido, no cuando damos las sobras, sino cuando nos damos a nosotros mismos con él y como él. Su modo de dar es así: no tiene nada más que dar; por esto se da sí mismo. Es la característica de su amor que quiere que se refleje en nuestra actitud de reaccionar amando: "amad... sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,44.48).

 

2. Es fácil dar cosas, especialmente cuando sobran como los trastos viejos. Ser pan partido para los pobres equivale a una actitud de pobreza que se refleja en el desprendimiento de todo. Sólo se puede ir a los pobres con gestos de Jesús: con un corazón pobre porque sólo busca agradar al Padre, y con una vida pobre para sintonizar con los hermanos necesitados. Quien es pobre de verdad, no tiene ni la riqueza de pensar que es pobre. Por esto, no gasta su tiempo en hablar de su pobreza, sino en escuchar, acompañar, colaborar, callar con el silencio activo de donación. Y también sabe desprenderse de las propagandas. Esta pobreza evangélica no se cotiza en el mercado de la moda.

 

 

76. Misión: comunicar la experiencia de Jesús

 

       Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.   (1Jn 1,1-3; cfr. Ef 3,8-9)

 

1. En los escritos del discípulo amado, la palabra "ver" ("contemplar") tiene una connotación de experiencia profunda en la oscuridad de la fe: "ver" a Jesús donde parece que no está. Esta "contemplación" arranca de un corazón enamorado, que descubre a Jesús escondido bajo signos pobres, aunque sean los de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,8). No es una conquista ni un carisma extraordinario, sino un don concedido por Jesús a los pequeños y a los que aman (cfr. Jn 14,21). La experiencia de este don en la propia pobreza, se convierte en el deseo profundo y comprometido de que todos le encuentren: "lo llevó a Jesús" (Jn 1,42).

2. No se trata de explicar con palabras la propia "experiencia", sino de invitar a un encuentro que es irrepetible para cada uno. Es el Señor el único que puede comunicar esta fe viva, como conocimiento vivencial, personal y relacional. "La venida del Espíritu Santo convierte a los Apóstoles en testigos o profetas, infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24). Si el apóstol no tuviera esta experiencia "contemplativa", no podría "anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). Saulo, el perseguidor, se convirtió, después del encuentro con Jesús, en su heraldo para todos los pueblos: "a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a las gentes la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3,8).

 

 

77. Ven y verás

 

       Felipe se encuentra con Natanael y le dice: «Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret». Le respondió Natanael: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» Le dice Felipe: «Ven y lo verás».

      (Jn 1,45-46; cfr. 1,39.42)

 

1. Todos tenemos en el fondo del corazón un deje de escepticismo y de duda, además de otras grietas y debilidades. Después de haber experimentado mil veces la cercanía de Jesús en nuestra vida, todavía surgen nubarrones e indecisiones. Es que el encuentro con él se reestrena todos los días, con su presencia y ayuda. Su invitación sigue aconteciendo hoy: "venid y veréis" (Jn 1,39). Los encuentros del pasado se hacen actuales, como si acontecieran de nuevo en nuestra vida ordinaria, pero cada vez más sencillos y auténticos.

 

2. El "sígueme" de Jesús, cuando se ha aceptado vivencialmente, se hace contagioso. Entonces se quiere comunicar a todos la experiencia de su encuentro. Pero es Jesús mismo quien se manifiesta y se comunica: "lo llevó a Jesús" (Jn 1,42). De parte de quien quiere comunicar esta experiencia, debe haber un corazón sin intereses personalistas, como olvidando "el cántaro" de un agua que ya no sirve (cfr. Jn 4,28) y como desapareciendo para que aparezca sólo él (Jn 3,30). De parte de quien es invitado, debe haber una apertura "sin doblez" (Jn 1,47). Los recovecos del corazón transformarían la fe en chapucería o en un cristal opaco. El camino del encuentro es el mismo Jesús, aceptado tal como es, presente y resucitado, "el viviente" (Apoc 1,18), que sigue hablando de corazón a corazón.

      

Síntesis para compartir

 

* Las huellas de Jesús resucitado en la historia humana:

       - en los gozos y esperanzas,

       - en las angustias y en el dolor,

       - en la compañía y en la soledad,

       - en el éxito y en el fracaso.

 

* Las huellas de Jesús en la comunidad eclesial:

       - en su palabra viva,      - en su eucaristía,

       - en los sacramentos,

       - en la comunidad reunida en su nombre,

       - en cada hermano con su vocación y sus carismas.

 

* Nuestra vida, transparencia de la suya:

       - ser huella de Jesús para los demás,

       - prolongar su mirar, hablar y caminar,

       - prolongar su modo de servir y de amar,

       - dejarle transparentarse en nuestra vida, tratando a los demás como hacía él.

 

* ¿Qué obstáculos me impiden descubrir las huellas de Jesús en mi vida y en la de los demás? ¿Tengo el suficiente "sentido" y amor de Iglesia, para descubrir la presencia activa de Jesús en la comunidad eclesial y en sus signos "pobres"? ¿Cómo compartir con los demás las huellas de Jesús y cómo ayudar a otros hermanos a que las descubran en su propia vida?

 

       Líneas conclusivas: El camino hacia el corazón

 

       El camino del encuentro con Cristo sigue la ruta del "corazón". El mismo Jesús se hace "camino", con su mirada, sus pisadas, sus manos y su costado abierto. Todos sus gestos siguen siendo fuente de santidad. Caminar con él es ya un encuentro. Lo importante es que este caminar se convierta en relación interpersonal y conocimiento vivido. Porque por medio de su humanidad "vivificante" (cfr. Ef 2,5), encontramos a Dios Amor.

 

       El camino del corazón lo ha trazado el mismo Jesús por su modo de relacionarse con nosotros. Es un camino que equivale a:

 

       - dejarse mirar y amar por él,

       - dejarse encontrar y acompañar por sus pies de Buen Pastor y amigo,

       - dejarse sanar y guiar por sus manos de Maestro bueno,

       - dejarse conquistar por su costado abierto,

       - abrirse definitivamente a su amor: saberse amado por él, quererle amar del todo y hacerle amar de todos.

 

       Este camino comienza en la propia realidad, en el propio "Nazaret", donde Jesús espera y acompaña como "consorte", es decir, que comparte nuestra suerte. Esa realidad concreta queda entonces abierta a la "vida eterna" (Jn 17,3). Desde la encarnación, el tiempo presente comienza a ser inicio de un encuentro definitivo. "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo" (TMA 9).

 

       En la medida en que uno tenga la audacia de perderse en Cristo, en esa misma medida se gana, recupera y trasciende (cfr. Mt 10,39). La opacidad del egoísmo, al ir desapareciendo, va dejando lugar a la transparencia del amor de Cristo. La vida es hermosa porque se hace huella y prolongación suya para servir a todos los hermanos como lo haría él.

 

       Para vivir este camino, hay que "traerle siempre consigo", como diría Santa Teresa, porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir". Poco a poco, la vida se va unificando en el corazón del seguidor de Cristo, porque "un mismo sentimiento tiene los dos" (San Juan de la Cruz). Así era el modo de vivir de Pablo: "mi vida es Cristo" (Fil 1,21; cfr. Gal 2,20). Somos su humanidad prolongada en el tiempo, porque "Cristo es nuestra vida" (Col 3,3).

 

       El camino hacia el corazón, sin descartar la oscuridad ni la debilidad, se hace sencillo:

 

       - por el conocimiento de las propias debilidades sin espantarse,

       - por la confianza inquebrantable en su amor,

       - por la decisión renovada diariamente de amarle del todo y para siempre.

 

       Cada uno debe encontrar unos medios sencillos que indiquen relación: el primer pensamiento al despertar, el trato con las personas como las trataba él, el trabajo hecho como prolongando el suyo de Nazaret... Los signos que él nos dejó para el encuentro, ya los conocemos bien; pero hay que convertirlos en realidad viviente y relacional: su palabra, su eucaristía, sus sacramentos, su comunidad eclesial, sus hermanos que son también los nuestros... Y la señal de haberle encontrado en esos signos, consiste en la necesidad de estar con él sin prisas en el corazón, especialmente aprovechando su presencia eucarística.

 

       Hay que aprender a "comulgar" a Cristo en todo momento. Es la adhesión con fe viva a los misterios de Cristo, prolongados en el espacio y en el tiempo, especialmente durante la celebración y los tiempos litúrgicos. Se comulga a Cristo haciendo de la vida un "fiat" (un "sí") generoso y un "magnificat" (un agradecimiento) gozoso. Cuando llegue el momento oscuro de la cruz, María nos acompañará y nos ayudará a vivir el "stabat" (estar de pie) como una nueva maternidad en el Espíritu.

 

       El primer interesado en el encuentro es el mismo Jesús, que para ello nos ha dejado sus signos. Es el quien, como Dios hecho hombre, tiene la iniciativa de salir al encuentro. "Si por una parte Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se dan a Dios. Todo retorna de este modo a su principio. Jesucristo es la recapitulación de todo (cfr. Ef 1,10). Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo... El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor" (TMA 6).

 

       El cuerpo resucitado de Jesús sigue siendo el camino hacia la verdad y la vida, que están en él (cfr. Jn 14,6), porque "todo lo que se verifique en la carne de Cristo, nos es saludable en virtud de la divinidad a ella unida" (Santo Tomás). Por esto, cada acción de Jesús produce una gracia que nos asemeja a su realidad y nos transforma en él. El sigue presente, asumiendo nuestra historia como parte de la suya, como "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29).

 

       A partir de esta experiencia de Jesús, que es un don suyo, ya sólo se quiere vivir siempre con él, por él, en él y para él, como si él se prolongase y proyectase en nosotros y en los demás hermanos. En la vida real y concreta, se busca la identificación con él, porque ya no se quiere saber nada más, sino en relación con él (cfr. 1Cor 2,2). Nos basta él, que vive en cada hermano y que es el centro de la creación y de la historia. Otro deseo bastardo, ya no interesa. Entonces la humanidad y la creación se van construyendo en la hermosura querida por Dios Amor, sin los utilitarismos que destruyen el ser humano y el universo.

 

       Imitar a Cristo equivale a entregarse a él para que viva en nosotros. Se busca vivir de "sus sentimientos" (Fil 2,5). La vida se hace "paso" con él, porque "Cristo es nuestra Pascua" (1Cor 5,7). Así es "el pleno conocimiento de él" (Ef 1,17), que rehace la mentalidad cristiana desde sus raíces. Es lo que pedían los santos: "Jesús, que vives en María, ven y vive en tus siervos, por tu Espíritu, para gloria del Padre" (San Juan Eudes).

 

       Un corazón auténtico no se resiste ante las llagas abiertas del Señor. El diálogo con él se hace charla familiar y mirada mutua en el silencio de la donación. Ya se puede caminar por la vida con la mirada fija en él. El costado abierto de Cristo es morada para todos. Sus heridas son biografía nuestra. Su amor y el nuestro son siempre amor nuevo, que se estrena continuamente.

 

       Hay que decidirse a entrar en ese corazón abierto, invitados por su mirada y por los gestos salvíficos de sus pies y de sus manos llagadas y gloriosas. Desde ahí, ya es posible mirar, caminar, obrar y amar como él. Y encontraremos siempre hermanos que, con su consejo y experiencia, nos ayudarán en el mismo camino.

 

       El impulso del camino lo sostiene él: mostrándonos sus pies, manos y costado abierto, nos comunica el Espíritu Santo para vaciarnos de nosotros mismos y de nuestro falso "yo", y llenarnos de él. La misión que Jesús recibió del Padre pasa a nosotros a través de su cuerpo llagado y glorioso. Esta misión de amor necesita la transparencia de nuestra crucifixión con él.

 

       En el cuerpo crucificado y resucitado de Jesús han quedado impresas las huellas de las manos de todo ser humano, de toda cultura y de todo pueblo. A veces han sido manos que le han crucificado; pero el amor de su corazón ha transformado la crucifixión en resurrección, el pecado en justificación, el trabajo en nueva creación. Las guerras y los odios han quedado vencidos por el amor de un Dios crucificado.

 

       Nuestra biografía y la de toda la historia humana se continúa escribiendo en su cuerpo de resucitado, que se nos hace camino y amigo, por sus pies, manos y costado abierto. En su corazón cabemos todos y ahí hemos de llegar todos, si no dejamos de caminar. Basta con dejarse mirar por él y hacer de la vida un "sí" como el de María (Lc 1,38).

 

       Hay muchas personas que, como nosotros, necesitan encontrar las huellas de Jesús en su propia vida. Todos podemos ser, para los demás, esas huellas de luz y aliento. Bastaría con mirar, escuchar, acompañar ayudar como lo haría él. Porque efectivamente es él quien vive en nosotros. Por el saludo María, Jesús santificó a Juan Bautista cuando todavía estaba en el seno de su madre, santa Isabel (Lc 1,44). Hoy sigue salvando el mundo por medio de nuestro modo de mirar, acompañar, escuchar, hablar, ayudar, darse... María es "la Madre del amor hermoso, la estrella que guía con seguridad los pasos de la Iglesia al encuentro del Señor" (TMA 59).


Documentos y siglas

 

AG    Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

CEC  Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

CFL   Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

DM   Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

DEV  Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

EN    Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

GS    Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LE    Laborem Excercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981)

LG    Lumen Gentium(C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

TMA  Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre el Jubileio del año 2.000).

PDV  Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

PO    Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

RH    Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

RM    Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

RMi   Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

SC    Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

SD    Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

VS    Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).

 

Indice de materias 

 

Admiración: n.49.

Agua viva: nn. 55, 57.

Alegría: n. 52.

Amor: nn. 7, 9, 23, 42, 45, 54, 56, 69 (ver: caridad).

Amistad: nn. 8, 30, 41, 54 (ver: fraternidad).

Anunciación (ver: María).

Apóstoles: nn. 67, 74, 76 (ver: misión).

Ascensión: n. 68.

Bautismo: nn. 17, 57-58.

Belén: nn. 16, 29.

Bienaventuranzas: n. 75.

Buen samaritano: n. 23 (ver: misericordia).

Calvario: nn. 14, 31, 44-45, 55.

Camino: nn. 18-19, 30, 61.

Caridad: nn. 7, 23, 42, 54, 60, 69, 75 (ver: amor).

Castidad: n. 45 (ver: virginidad).

Celo apostólico: nn. 18, 22.

Cenáculo: n. 33.

Ciegos: n. 35.

Compasión: nn. 6, 48 (ver: misericordia).

Confianza: nn. 26, 37-38 (ver: esperanza).

Contemplación: nn. 53, 56, 63, 65, 76.

Conversión: n. 12.

Corazón de Jesús: nn. 6, 47-59.

Corazón de María: n. 59.

Corona de espinas: n. 13.

Creación: n. 49.

Crucifixión: nn. 31, 45.

Cruz: nn. 31, 43-45, 51, 64.

Cultura: n. 40.

Curación: nn. 26, 35.

Desierto: n. 17.

Dificultades: nn. 62-63.

Dolor: nn. 9-10, 48, 51.

Emaús: nn. 33, 61.

Encarnación: n. 22 (ver: Verbo, María).

Enfermos: nn. 26, 35.

Enseñanza: nn. 34,40.

Escatología: n. 68.

Esperanza: nn. 38, 68.

Espíritu Santo: nn. 14, 46-47, 52, 57, 59.

Examen: nn. 5, 7, 27.

Experiencia de Dios: n. 76 (ver: contemplación).

Eucaristía: nn. 11, 33, 42, 66, 68, 75.

Familia: nn. 29,41.

Fe: nn. 32, 36, 46, 56, 58, 63, 76.

Fiesta (ver pascua, sábado).

Fortaleza: n. 37.

Fracasos: n. 64.

Fraternidad: nn. 42, 60, 69-70 (ver: amistad, caridad, familia).

Filiación adoptiva: n. 54.

Gozo: n. 52.

Gracia: n. 36 (ver: Espíritu Santo, filiación, inhabitación).

Gratitud: n. 11.

Higuera estéril: n. 27.

Historia: nn. 31-32, 44, 47.

Huellas de Cristo: nn. 60-77 (ver: pies).

Humildad: nn. 7, 39, 41, 47.

Iglesia: n. 57.

Infancia: n. 39.

Inhabitación: n. 53.

José: nn. 14, 16, 34.

Joven rico: n. 2.

Juan evangelista: n. 53.

Lágrimas: nn. 8-9, 21.

Lázaro: n. 8.

Leprosos: n. 35.

Leví: n. 3.

Libertad: n. 43.

Llagas: nn. 31, 45, 55, 73.

Llanto: nn. 8-9, 21.

Magdalena: nn. 21,32, 63, 70.

Mandato del amor: nn. 23, 69.

Manos de Jesús: nn. 34-46.

Mansedumbre: n. 47.

María Magdalena (ver: Magdalena).

María de Betania: nn. 24-25.

María Virgen: nn. 6, 14, 16, 34-35, 40, 44, 47, 59.

Marta: nn. 24-25.

Mateo: n. 3.

Maternidad: n. 48.

Miradas de Jesús: nn. 1-15.

Misericordia: nn. 3, 11, 23, 37 (ver: compasión).

Misión: nn. 46, 57, 67, 70-77.

Nazaret: nn. 17, 28, 70, 77.

Niños: n. 39.

Obediencia: n. 43.

Oración: 1, 11, 17, 20, 24, 52-53, 56, 63, 76 (ver: contemplación).

Oveja perdida: n. 22.

Pablo: nn. 61, 67, 72-73.

Padre nuestro: nn. 43, 52 (ver: oración).

Palabra de Dios: nn. 36, 40, 43, 61, 65.

Pan partido: nn. 42, 61, 75 (ver: eucaristía).

Pascua: n. 30 (ver: pasión, resurrección).

Pasión: nn. 13-14, 31, 43-45, 55.

Paso de Jesús: nn. 4, 19, 28.

Paz: n. 5.

Pecado: nn. 9, 12, 21, 37, 44, 51.

Pedro: nn. 12, 37.

Penitencia: n. 12.

Pentecostés: n. 57.

Pequeños: nn. 22, 39, 52.

Perdón: nn. 9, 12, 21, 45, 46.

Perfección: nn. 2, 56.

Pies de Jesús: nn. 16-33, 74.

Pisadas de Jesús (ver: pies).

Pobres: n. 75 (ver: pobreza).

Pobreza: nn. 2, 7, 20, 52, 75.

Predicación: n. 18.

Presencia de Jesús: nn. 5, 31, 33, 41, 60-77.

Providencia (ver: confianza, creación, historia).

Queja: n. 50.

Reconciliación (ver: perdón).

Reparación: n. 51 (ver: misericordia, perdón).

Resurrección: nn. 32, 36, 46, 64, 67-68, 77.

Rostro de Jesús: nn. 1-15.

Sábado: n. 10.

Sacrificio: nn. 17-18, 66.

Salvación: n. 55.

Samaritana: n. 20.

Sanación: nn. 26, 35.

Sangre de Jesús: n. 55.

Santidad: n. 2, 56 (ver: perfección).

Sed: n. 20.

Seguimiento evangélico: nn. 1-2, 7, 30, 77.

Sembrar: nn. 18, 40.

Semilla: n. 40.

Sepulcro vacío: n. 63.

Servicio: n. 41.

Silencio: n. 61.

Solidaridad: n. 42.

Sufrimiento: 9, 10, 48, 51.

Tabor: n. 15.

Tempestad: nn. 38, 62.

Testigos: n. 72.

Testimonio: nn. 72-73.

Tiempo: n. 21 (ver: historia).

Trabajo: nn. 34, 40.

Transfiguración: n. 15.

Trinidad: nn. 15, 54.

Tristeza: nn. 10, 51.

Unción: nn. 21, 25.

Verbo: nn. 13, 16, 40.

Vida apostólica: n. 7 (ver: Apóstoles).

Virginidad (ver: castidad, María Virgen).

Vocación: nn. 1-3, 7, 77.

Zaqueo: n. 4.

 

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SANTIDAD CRISTOCENTRICA DEL SACERDOTE

(Malta, oct. 2004)

 

Juan Esquerda Bifet

 

Sumario:

 

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo,

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

Líneas conclusivas

 

* * *

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

       El título de nuestra reflexión ("santidad cristológica del sacerdote") nos sitúan en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos "santidad", nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: "He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

 

       Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible.[1]

 

       La "santidad" hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el "tres veces Santo" (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 14,9). Los cristianos estamos llamados a ser "expresión" de Cristo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22).

 

       Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido "relacional", de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). El sacerdote ministro es "hombre de Dios" (1Tim 6,11).

 

       La "santidad" del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el "carácter" o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, consecuentemente, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

 

       Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos.[2]

 

       Decidirse a ser "santos" no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. "La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales" (PDV 12). Esta santidad es posible.[3]

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

       La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio "nombre", para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo.[4]

 

       Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

 

       La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

       Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el "encuentro" y la "misión". Nos ha llamado para "estar con él" y para enviarnos a "predicar" (Mc 3,14).

 

       Si se quiere hablar de la "identidad" o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su "identidad", no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: "Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis" (Jn 1,23.26).[5]

 

       Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones estériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: "Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

       Desde esta perspectiva vivencial, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra "santidad" pasa a ser una realidad de gracia que forma parte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión.[6]

 

       La decisión de ser "santos" es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 15,9), no anteponer nada a Cristo.[7]

 

       Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su "caridad pastoral", es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: "Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13).

 

       Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

 

       El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la "Vida Apostólica", es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica.[8]

 

       La "Vida Apostólica" o "Apostolica vivendi forma", que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 19,27), la fraternidad o vida comunitaria (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,19-20).[9]

 

       El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de S. Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: "El amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

       El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, "el Hijo de Dios" (Hech 9,20), "el Salvador" (Tit 1,3), quien "fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25). Cristo "vive" (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como "cuerpo" o expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), "esposa" o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11,2) y "madre" fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

 

       Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el "seguimiento" como encuentro y amistad. La "soledad llena de Dios" (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: "No tengas miedo ... porque yo estoy contigo" (Hech 18,9-10).[10]

 

       Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se descifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnación, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a "los suyos" (Jn 13,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: "los que tú me has dado" (Jn 17,2ss), "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

       La llamada apostólica ("venid", "sígueme") trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos "santidad" (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: "Los presbíteros nunca están solos en su trabajo" (PO 22).[11]

 

       La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. "Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).[12]

 

       Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un "Jesús viviente" (según la expresión de S. Juan Eudes), es decir, con palabras del concilio, "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" PO 12), que quieren vivir "en comunión de vida" con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica "en la escuela de María Santísima" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7).[13]

 

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). "Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (RMi 89).

 

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

 

       Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del "ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios" (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad" (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamenten en dimensión eclesiológica.

 

       En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: "Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).

 

       Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como "misterio", es decir, como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Es misterio de comunión misionera. "La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo" (NMi 7)

 

       La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

 

       Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

 

       A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone "el cuño eucarístico en su misión" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos.[14]

 

       La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de "completar" a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser "gloria" o expresión suya por una vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) y marcada con "el sello del Espíritu" (Ef 1,13). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, "hasta que vuelva" (cfr. 1Cor 11,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,19).[15]

 

       El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).

 

       Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y "madre", es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia "ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo" (PO 6).

 

       Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a "invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad" (PO 4).

 

       La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: "De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El" (PO 5).

 

       La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de "que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y dili­gente y a la libertad con que Cristo nos liberó" (PO 6).

 

       En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionarse con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19); "celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

       Nuestro ministerio consiste en ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación: existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39-42), que consiste en la "perfección de la caridad", y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).

 

       El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. "El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu" (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por "el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)" (NMi 31).

 

       La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

 

       El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: "Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo".[16]

 

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

       La santidad constituye el "fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio" (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

 

       En una sociedad "icónica", que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como "autorretrato de Cristo" (VS 16). Efectivamente, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión" (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan "el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido" (RMi 47).

 

       Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su "expresión" o su "gloria": "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser "prolongación visible y signo sacramental de Cristo" Sacerdote y Buen Pastor (PDV 16).[17]

 

       No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

 

       El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús.[18]

 

       El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

 

       Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversas latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto "un tesoro escondido", como es la "mística" de la propia espiritualidad sacerdotal específica.[19]

 

       El Papa Juan Pablo pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98).[20]

 

       Cuando Juan Pablo II nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: "La consagración es para la misión" (PDV 24).

 

       Se podría hablar del "carisma" apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando  dijo: "Abrid las puertas a Cristo". Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo.[21]

 

       Las cartas del Jueves Santo (desde 1979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide "Pastores según su Corazón" (Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

 

       Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodales continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral "inculturalizada", en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales.[22]

 

       Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: "Por el sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús" (Ecclesia in Europa 34)[23]. "Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas" (Ecclesia in Europa 37).[24]

 

       La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

 

       La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo.[25]

 

       Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados.[26]

 

       En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en "gozo pascual" (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi 91). Es el gozo de hacer "pasar" o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 15, 11; 17, 13).

 

 

Líneas conclusivas

 

       La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,18) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 10,1.14.18): "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

       La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraiza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

 

       Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencial, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

 

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del "martirio", como parte integrante del "kerigma" o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser "testigos" ("mártires") del crucificado y resucitado: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32), "y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa.[27]

 

       El "gozo pascual" (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las "bienaventuranzas" y del "Magníficat", por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Es el gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Apóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1,22). Es el gozo de Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4).

 

       La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

 

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

 

       "Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor" (Jn 15,9); "Yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16); "vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

 

       "Estuvieron con él" (Jn 1,39); "instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14); "vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14); "estaré con vosotros" (Mt 28,20); "mi vida es Cristo" (Fil 1,21).

 

- Relación de pertenencia:

 

       "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1); "Padre... los que tú me has dado"... (Jn 17,9ss); "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de transparencia y misión:

 

       "Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27); "el Espíritu... me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16,14); "Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)" (Jn 17,10); "Como el me envió, también yo os envío" (Jn 20,21)...; "el amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

       A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a "los suyos" (Jn 13,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

 

- No dudar del amor de Cristo:

 

       Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 13 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: "Te quiero a ti, no tus cosas".[28]

 

- No sentirse nunca solos:

 

       Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: "Cristo no abandona".[29]

 

- No poder prescindir de él:

 

       Pablo, en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas" (2Tim, 4,16-17).

 

- No anteponer nada a él

 

       "En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos" (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

 

       Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5).        Este encuentro vivencial y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en los hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un "asombro eucarístico" que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los jóvenes en nosotros "intuyen la llamada de un amor más grande" (ibídem, n.6).

 

       La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea "en comunión de vida" con María (cfr. RMa 45, nota 130). Es "comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre" (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,19.51).[30]

 

       María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. "Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don" de su maternidad espiritual (Ecclesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a "los sentimientos de María", cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración ("mi cuerpo... mi sangre") (cfr. ibidem, n.56).[31]

CARGAR CON LA CRUZ HOY.

 

¿Qué significa cargar con la cruz? Ni para Cristo lo fue ni puede ser para el cristiano pura aceptaciòn resignada de los sinsabores que la vida depara a todo hombre. No es mero sufirmiento. La cruz- y por eso puede cargarse con ella o rechazarse,- es la consecuencia de unas acciones que se emprenden. Es la resuLtante de complicarse uno voluntaramente la vida.

Se ha abusado mucho de la teologìa de la cruz y la mìstica del sufrimiento. Con demasiada frecuencia se exhortò a los campesinos, a los esclavos,a los humillados a aceptar la cruz y no rebelarse contra ella, porque esa era la voluntad de Dios.

La cruz no es mero sufrimiento pasivo por razòn de un destino incomprensible(nacimiento,peste, enfermedad, economìa...) Los sufrimientos y humillaciones de Jesùs se deben a sus acciones, a su predicaciòn, a su libertad  frente a la Ley, a sus comidas con publicanos y pecadores. Jesús no padeció pasivamente, sino que levantò el ambiente contra lo establecido injustamente, por su mensaje y modo de vivir. Fué él mismo quien se encaminò a Jerusalen cargando activamente con la Pasión que le esperaba.

Cargar con la Cruz es, pues, no sòlo resignación ante el sufrimientos que llega, sin vivir de tal modo que el choque con las fuerzas del aml sea inevitable y en ese momento no retroceder ni plegarse ante la persecución.

EN RESUMEN: Cruz no es el sufirmiento vinculado a la existencia natural, sino al hecho de ser cristiano. Actualizar la cruz en  nuestra cultura significa practicar la liberaciòn, no acomodarse a esta sociedad, a su ìdolos, hostilidades, sino en nombre de Aquel a quien la religiòn, el estado y la sociedad condenaron en otro tiempo, solidarizarse hoy con las victimas de la religion, el estado y la sociedad.

Solo una iglesia que actualiza así la Cruz de Jesucristo, edifica el reinado de Dios. Escandalizará, quizá al dejar de ser alimento de los intereses preponderantes de los dominadores de la sociedad. Se sentirá interiormente convulsionada al abandonar sus seguridades(imàgenes, ideologìas, habitos y lugares sagrados) pero esa Cruz la convertirá en la única y auténtica Iglesia de Jesucristo. Contemplación y vida cristiana

 

Juan nos ha enseñado a auscultar la persona y elmensaje de Jesús de corazón a corazón (In 13,23). Es una actitud parecida a la de Jesús que viviendo en la tierra sigue siendo el Verbo “ Palabra de Dios”, vive en el seno del Padre (In 1,28), como una mirada o "relación" personal, amorosa y eterna. La mirada de Cristo a "los suyos" tiene reflejos de vida eterna e infunde en ellos la convicción de sentirse amados y 1a decisión de empezar el cielo en la tierra amándolo y haciéndole amar con el Padre y como el Padre.

La vida cristiana es un camino de caridad (1 Cor 12,31) que se hace encuentro con Jesús. Y es el mis­mo Jesús quien se hace camino y caminante con nosotros. 'La experiencia de encuentro con Él se hace experiencia de Dios y se traduce en caridad fraterna, que es la experiencia del misterio de Dios amor en el hermano. La fe es siempre ir a Cristo para partici­par en su misma vida divina que una vida nueva para nosotros renacidos a ella por la gracia y vivientes luego en la eternidad.

La encarnación del Hijo de Dios, que en cierto modo, une a sí a cada hombre (GS 22), es el funda­mento de la experiencia cristiana de Dios, que pue­de ser muy profunda sin ser necesariamente muy "sentida". Lo importante es comprometer toda la existencia en la adhesión personal a Cristo o en una opción definitiva por él. Es cuestión de convicciones y decisiones como respuesta al "don de Dios" (In 4,10) y como parte del mismo don.

El "conocer" cristiano es un conocer amando, si no se ama no se conoce (Jn10,14; 14,21), que hace entrar en la familia y comunión de la misma vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Ef 2,18). Este don, que es de ini­ciativa divina, Dios lo da a todos los que se abren a Cristo. Todos son invitados a esta escuela del Espíritu (In 7,37). En Jesús descubrirnos al Verbo de Dios amor: "Hemos visto su gloria" (In 1,14).

Los encuentros con Cristo, descritos en el evange­lio de Juan, se presencializan de algún modo en los nuevos interlocutores de Cristo, que se encuentran en todas las circunstancias y en todos los momentos históricos. E1 pasado de Jesús se hace presente por el don del Espíritu que Cristo ofrece a todos los hombres de todas las épocas. Las narraciones evangélicas ya tienen carácter universal y ultraternporal. El evangelio se continua "escribiendo" mejor, reali­zando en cada nuevo Nicodemo, samaritana, parali­tico o ciego que somos cada uno de nosotros. La cuestión que se plantea es siempre la misma, resu­mida en el drama joánico: "no lo recibieron", "lo recibieron" (In 1,11-12).

 

Compartir la vida con Cristo.

 

El camino del encuentro con Cristo es la humanidad de Jesús caminando entre nosotros o clavado en cruz. Cristo se hace siempre luz, verdad y vida, porque se hace donación. Juan nos invita a mirar con ojos nuevos (Jn 19,37), para descubrir, a través de los sig­nos pobres de la "carne" de Jesús, su divinidad y nuestro misterio de comunión con él. Los ojos se ciegan cuando no miramos con corazón auténtico.

Si no reconocernos nuestra pobreza o limitaci6n, no descubriremos a Dios escondido en ella (Jn 1,14) ni a "Jesús de Nazaret" que nos espera en ella (In 1,45). Ahí, en lo más hondo de nuestro ser, amasado de contingencia y con sed de trascendencia, nos es­pera él desde siempre, para ayudarnos a pasar de las tinieblas a la luz. A Cristo se le encuentra cuando nos decidimos a profundizar o "beber en el propio pozo" (san Bernardo), por el camino de la propia pobreza (autenticidad) y guiados por e1 Espíritu: "en Espíritu y en verdad" (In 4,23). Es allí donde se descubre que cada hermano y cada pueblo es turbinen una historia de amor.

La "vida eterna", que Cristo ya comienza a comunicarnos desde ahora, es la participación en la mis­ma vida de Dios. Es siempre un don totalmente gratuito de Dios, oferta y promesa del Espíritu, que quiere penetrar y transformar todo nuestro ser, cuer­po y espíritu, para hacerse don definitivo y para siempre. Este don se hace tarea y compromiso nues­tro. El creyente es admitido a participar en la vida y comunión intima de Dios amor, uno y trino. Nos invitan a participar, corno hijos, en la familia de Dios. Nos invitan a "ver" a Dios, que se hace visible en el amor de Cristo y, de algún modo, en nuestro amor a los hermanos. Nuestra experiencia de Dios es posible desde que la luz de Dios ha penetrado nuestro barro.

El encuentro de cada uno con Cristo es peculiar, irrepetible e irreemplazable. Por esto el camino con­creto, el modo y el tiempo de este encuentro, es también peculiar. Todos los que han encontrado a Cris­to nos ayudan y estimulan; pero nadie nos puede suplir. Es un encuentro que comienza, continua y llega a plenitud, como escucha humilde, confiada y contemplativa de quien ausculta el corazón y los amores de Cristo (In 13,23) y de quien medita en el corazón (Lc 2,19.51) como sintiéndose asociado a "la hora" de Cristo (In 2,4). Basta con dejarse mirar por esta mirada amorosa del Señor, que resume y comu­nica toda su persona y todo su mensaje. Dejarse mirar por Cristo, hasta el fondo del propio corazón, equivale a sacar de las pavesas de nuestra debilidad un nuevo rostro de hijos de Dios.

El camino de la contemplación, según san Juan, es sencillo y posible para todos. El signo y garantía de haber encontrado a Cristo y, en el, haber experi­mentado a Dios es la comunión fraterna por medio del mandamiento del amor. El encuentro con Dios es un examen permanente de amor, por un proceso de vaciarse de sí (purificaci6n de tinieblas), llenarse de Dios (luz y vida) y hacer de la propia vida un don para Dios y para los hermanos (unión). Es, pues, un "paso" o pascua permanente de nueva creación a través de un proceso que es en cada momento, aun­que con diversa intensidad, un proceso de purifica­ci6n, iluminaci6n y union. Hay que emprender este camino perdiendo el miedo al amor y a sus exigen­cias de totalidad.

Dios manifiesta su "gloria" en la debilidad de la carne del Verbo hecho hombre (In 1,14), que hace descubrir el sentido de la realidad histórica concreta. La "vida en el Espíritu", "espiritualidad" (Rom 8,4­9), es el camino hacia la realidad, como "camino de amor" (Ef 5,1) hacia la recuperación del primer ros­tro del hombre y de la unidad del corazón humano, como reflejo de la unidad de Dios y, por tanto, de la unidad con Dios, con los hermanos y con el cosmos. Es una nueva vida onuevo nacimiento, por Cristo y en el Espíritu, en la que los ojos y el corazón ya suenan a la novedad eterna de Dios amor. La acción del Espíritu unifica nuestra interioridad en la búsqueda de la verdadera sabiduría y realizaci6n de la persona humana.

Cristo protagonista hace suyo nuestro caminar, y el mismo se hace camino hacia un "sí" de unidad y encuentro definitivo con Dios. Con el vamos hacia la restauraci6n de todo el cosmos y de toda la huma­nidad en la plenitud de Dios. El "mundo" es amado y atraído hacia la cruz gloriosa de Cristo, que muere amando para comunicar su Espíritu. Todo el que ha encontrado a Cristo queda responsabilizado de esta misión universalista y totalizante, a modo de desposorio. Por necesidad intrínseca ala contempla­ción, del encuentro con Cristo se pasa a la misión.

El encuentro de todos los días es inicio y pascua o paso hacia la vida eterna, donde "veremos a Dios tal como es" (1 In 3,2). El futuro ya comienza en el momento presente. Gracias a la victoria de Cristo muerto en cruz nuestro tiempo queda salvado, convirtiéndose en preparaci6n de unas bodas eternas o encuentro definitivo.

La escuela del Espíritu La oración contemplativa es diálogo y trato de amistad. Es apertura del corazón a la Palabra, 'como quien tiene sed y necesita el "agua viva". Se desea ardientemente profundizar en la persona de Cristo, que es la Palabra oVerbo encarnado, para perma­necer en .su amor por medio de un silencio activo de donación. Es una progresiva interiorizaci6n de la Palabra revelada, asimilándola y actualizándola como María, bajo la acción del Espíritu Santo, para convertirla en el compromiso de toda una vida gastada por Dios y por los hermanos. Entonces nos dirá Juan: "La palabra de Dios mora en vosotros" (1 In 2,13).

En la escuela del Espíritu se aprende esta oración contemplativa, que es la oraci6n de los pobres. Bus­cando y mirando a Cristo, ya no nos espantan los signos pobres del encuentro. En esta escuela del "padre de los pobres" se han perdido todos los pri­vilegios y complejos, para quedarse solo con el Señor, tal como le gusta a él. Aprendemos a hacer de nuestro ser quebradizo una atención o advertencia  amorosa y sosegada, que equivale a una mirada de pobre, que se abre incondicionalmente ante Jesús, luz, verdad y vida. Basta con manifestar nuestra sed a quien ofrece el agua viva del Espíritu (Jn 7,37-39).

En Cristo aprendemos a hacer de la vida una "mística", es decir, una respuesta "intima" a una llamada eterna de amor, aunque sea en oscuridad y pobreza, pero queriendo hacer de nuestra respuesta y mirada de amor una donación de totalidad y de universalismo. Eso es el "éxtasis" o salir de sí mis­mo: amarle del todo y hacerle amar de todos. Basta con empezar balbuceando todos los días, apoyados en la presencia y en la palabra del amado.

Desde nosotros y viviendo en nosotros, el Verbo sigue siendo la mirada (o relación) personal y pura al Padre en el amor del Espíritu. Con el entramos en la "intimidad" o "misterio" de Dios amor. Hemos entrado en la interioridad de Jesús, el orante, el Ver­bo "vuelto" al Padre, que revela los misterios o inti­midades de Dios amor. El camino hacia el centro, hacia el misterio del amor, dura toda la vida, como un continuo retorno a Dios.

En su misma persona y vivencia, Jesús se hace pe­dagogo de nuestro camino contemplativo. Su identi­dad se afirma y consolida cuando subraya su unidad con el Padre (Jn 10,30); por esto su ser y su vivencia son una mirada amorosa hacia él. De modo pareci­do, la identidad del hombre se salva solo cuando se hace relación de amor y de donación a Dios y a los hermanos. Es la paradoja de la contemplación cristiana. Solo afirmando la trascendencia de Dios se puede salvar la identidad y el misterio del hombre. Solo admitiendo la gratuidad del don de la contem­plación tiene lugar la relación personal y el dialogo amoroso con Dios. De este modo, al encontrar la unión con Dios partiendo de la propia pobreza ra­dical (contingente), atravesando el aparente "silencio­ y "ausencia" de Dios, se caen por su peso los ídolos pseudorreligiosos y todas las formas de· "ateísmo" camuflado: dios "idea" o "sistema", dios "yo", dios "comodidad" y eficacia, etc. Porque sólo Dios,  totalmente "otro", puede salvar al hombre haciéndolo entrar en el misterio de su comunión di­vina. EI hombre, en su verdadero yo, ha sido creado para edificarse como imagen de Dios amor.

Una oración y contemplaci6n falsa conduciría a una falsa liberaci6n del hombre. Si no se parte de Dios Amor, que se comunica gratuitamente al hom­bre, se busca solo "liberar" al hombre para someter­lo a nuevos ídolos, que son la "gnosis" de todos los tiempos.. Ese "dios ídolo", que puede ser de dinero, de drogas, poder, odio, consumismo, humanismo radical, etc., no existe. Sólo sería un nuevo ídolo que intentaría dominar la comunidad al margen de los pastores, es decir, prescindiendo de Cristo cabeza y buen pastor, que dio la vida por amor. La contemplación cristiana no es producto humano de una "gnosis", antigua o moderna, sino que es encuentro con Cristo, don e iniciativa suya, que deja la huella de su paz; del gozo de vivir, de la unidad y serenidad del corazón, de la pobreza compartida, de la libertad plena y, por tanto, de la vida eterna.

La escuela del Espíritu nos ensena a decir "Padre nuestro" con una actitud filial que es prolongación de la voz y del amor de Cristo. Por esto abarca a toda la comunidad universal de hermanos y a todo el cosmos.

 

Conocer amando

 

Juan nos habla de nuestro conocimiento experi­mental y afectivo de Dios en Cristo. Se conoce a Dios cuando se le ama (l Jn 4,7). Podemos estar con Cristo (In 1,39), permanecer en él (In 6,56; 15,4), que equivale a permanecer en Dios (I In 4,16). Es un conocer intuyendo y amando, vivencia honda, como Jesús conoce al Padre y a los hombres en su ser mas íntimo. Es experimentar la amistad can Cristo (Jn 15,14) y el amor entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo (Jn 15,9.10; 14,23). Jesús se manifiesta a los que le aman (Jn 14,21) y les invita a una cena o boda de encuentro definitivo (Ap 3,20); para esto nos comunica, ya desde ahora, una paz y un gozo en el Espíritu Santo que nada ni nadie nos puede arrebatar (In 16,22.23). Es el gozo de un renacer (In 3,5) que nos hace pasar a un presente eterno como victoria de nuestra fe (1 Jn 5,4). Es la actitud de "bienaventuranzas" ola convicción de que ya siempre se puede hacer lo mejor: amar.

Conocemos a Jesús en su interioridad o en sus amores ("corazón") a partir de sus manifestaciones sensibles. La fe, que es don del Espíritu, se une al realismo' de la humanidad de Cristo. Conocemos su misterio y su amor tierno de amigo "por el Espíritu que nos ha dado" (l Jn 3,24).

 

Por él podemos conocer al Padre (Jn 17,3; 14,9).

 

Abriendo nuestros ojos y nuestro corazón a Cristo que viene, "conocemos" amando la encarnación del Hijo, el amor del Padre, la adopción de hijos y la inhabitación de la Trinidad en nosotros. La contemplaci6n cristiana es tremendamente realista: a partir del "ver" y del estar con Cristo (In 1,38-39), ya podemos descubrir al Dios escondido y manifestado en él(Jn 1,18). A Jesús se le conoce en la medida en que se le ama. "En el evangelio de Juan res­plandecen los dones de la vida contemplativa, pero solo para quienes sean capaces de reconocerlos" (san Agustín). Los carismas básicos de la contemplación son para todos, puesto que se trata de la comunión con Dios; pero hay que aceptar gozosamente la gratuidad de estas gracias y vivirlas en el contexto de la comunidad eclesial.

La contemplación del Verbo, a través de su humanidad y en la escuela del Espíritu, nos conduce a la "fuente cristalina" del fondo de nuestro ser donde Dios refleja su semblante y hace nuestro semblantesemejante al suyo. Bebiendo del agua de su pozo, el hombre recupera paulatinamente su rostro osu imagen original. Es la sabiduría con­templativa de ir al fondo de las cosas descubriendo el misterio del hombre y del mundo, amados por Dios, y que son, por tanto, una historia de amor.

El camino contemplativo de Juan es el camino de ver, conocer, permanecer, estar, reclinar la cabeza... Es el mirar con amor al gran signo del corazón abierto de quien murió amando a todos los hombres para comunicarles el Espíritu (In 19,30·37). Se entabla entonces una relación personal con Cristo, que propiamente es interrelación y que tuvo en él la iniciativa, para ir pasando con él hacia la visión de Dios amor. Solo Jesús es el pan, la luz, la verdad, la vida, el camino... No nos enseña sólo una experien­cia (como los maestros espirituales o fundadores de otras religiones), sino que e1 mismo, con todo lo que es, se hace nuestra experiencia de Dios.

El encuentro con Jesús de Nazaret, que vive en los hermanos y en el mundo, deja en el corazón las huellas de una fe profunda en su misterio, y de un amor como el suyo, a Dios y a los hermanos. Es también huella de confianza, humildad, fidelidad a sus man­datos... La actitud contemplativa es actitud mariana que recuerda el desposorio o alianza con Dios amor (Jn 2,5; Ex 19,4). Es un camino y un nuevo nacimiento, hacia el infinito de un encuentro esponsal definitivo. Por esto es camino de equilibrio entre la experiencia y los signos elegidos por Jesús (sacra­mentos, instituciones) que se traduce en una paz profunda del corazón. Ya no sirve de nada el quejarse de otros y culpar a otros; basta con anunciar y construir la verdad sin complejos, haciendo de todo una vida de donación.

 

 

 

Jesús Maestro

 

Jesús mismo se ha hecho Maestro del encuentro con Dios por un camino de oración contemplativa, que ya puede comenzar una pobre samaritana, si se decide a orar o "adorar en espíritu y verdad" (Jn 4,23). Jesús nos invita a "orar en su nombre" (Jn 16,23), es decir, unidos a él, porque es él quien se nos hace el templo oel lugar del encuentrocon Dios (Jn 2,19). Uniéndonos a él, como amigos o amados y como el sarmiento en la vid, nuestra vida se hace mirada a Dios (Jn 1,1) y glorificación de Dios(Jn 17,4). Jesús se revela orando y enseña a orar con actitud de amistad, de relación personal y de autenticidad. Las páginas del evangelio en que se narra su encuentro con los discípulos y con los po­bres se hacen nuestra biografía y nuestro propio ca­mino de oración.

En Jesús aprendemos a unificar la vida, en los momentos de oración y en los de acción (misión), haciendo de todo una actitud relacional con Dios, que se traduce en dar la vida por los hermanos. A la luz de Jesús, la naturaleza, en todos sus detalles (agua, aire, luz, tierra...), refleja el amor esponsal o alianza de Dios; todo se hace epifanía de Dios amor, que ama al mundo del hombre para transformarlo en gloria definitiva de Dios y en bien del mismo hombre. Jesús, el gran orante (cc. 12 y 17 de Juan), ilumina y acompaña todo e1 camino de la contemplación, ha­ciéndose él mismo nuestro camino.

El proceso de la oración contemplativa o de rela­ción personal con Dios va pasando de la reflexión,

del sentimiento o afecto y del diálogo, a una actitud sencilla de adoración, admiración y silencio de ena­morado. Es la actitud que nace de vislumbrar un misterio infinito y, al mismo tiempo, de no querer manipularlo; basta con quedarse pobremente calla­do ante el misterio de Jesús: "Así ama Dios al mun­do" (Jn 3,16), "he aquí al hombre" (In 19,5), "mira­rán al que traspasaron" (Jn 19,37)...

En la escuela del Espíritu Santo (Jn 16,13) apren­demos a interiorizar las palabras de Jesús, haciendo­las llegar a la raiz de nuestro modo de pensar, de valorar las cosas y de actuar. El Espiritu no anade nuevas revelaciones, sino que profundiza en el mis­terio infinito del Verbo del Padre hecho nuestro her­mano. La luz del Espiritu se comunica siempre en el contexto de la comuni6n eclesial, donde la palabra de Dios es predicada, celebrada, escuchada, vivida, anunciada a todos los hombres. Sin este contexto, el hombre se encontraría con otro ídolo fabricado por él mismo. Juan contempla al Verbo a través de su carne (humanidad). Ahora encontramos a Cristo a través de sus signos de Iglesia.

La palabra interiorizada por el Espíritu lleva a la unión con Dios, a la comuni6n con los hermanos y a la armonía con el cosmos. Por esto se convierte en misi6n sin fronteras. Quien ha encontrado a Cristo queda misionado para anunciarlo y comunicarlo a otros. La palabra de Dios se hace respuesta del hom­bre a Dios y vida de Dios en el hombre. Es palabra que purifica e ilumina al hombre, une con Dios, da sentido a la vida, pasa por la unificaci6n del corazón y lleva al servicio de la misión. Se contempla a Jesús, el Verbo hecho carne, para dar testimonio de él a todos los hombres de todos los tiempos. A Jesús se le encuentra en el seno del Padre, que nos lo ha dado para todos. La dinámica contemplativa es dinámica de misión eclesial, para poder ser signo transparente de Cristo: "Hemos visto su gloria".

 

Iglesia, comunidad contemplativa y misionera

 

La naturaleza de la Iglesia es de carácter contem­plativo y mariano, que es la base de su maternidad misionera: recibe al Verbo en su seno y lo comunica al mundo bajo la acción del Espíritu Santo. Es la virginidad del corazón que reclama, a veces, la virgi­nidad de todo el ser. El que ha contemplado a Jesús bajo la acción del Espíritu del Padre ya puede en­tregar al mundo la vida nueva del Espíritu. En el corazón de Cristo abierto en la cruz se aprende a vi­vir y morir amando para entregar el Espíritu a todos los hombres.

El camino de la contemplación es camino de pas­cua: pasa por la muerte a la vida. La suma pobreza de quien no tiene nada más que la presencia y la palabra de Dios se hace la suma riqueza que consis­te en la capacidad de darse. Jesús vive en el coraz6n de "los suyos" y en el coraz6n de la Iglesia por el Espíritu, para darse a todos los hombres por me­dio de la misi6n de la misma Iglesia (Jn 20,21-22). La Iglesia es misionera en la medida en que viva la tensión contemplativa y escatológica del final del Nuevo Testamento: "El Espíritu y la esposa dicen: Ven... Yen, Señor Jesús" (Ap 22,17-20).

En el camino de la oración se comparte la "pa­sión" de Cristo, que es de pascua hacia el Padre. Jesús libera del sufrimiento transformándolo en do­nación, "como el granito de trigo" (Jn 12,24). Para la victoria definitiva de toda clase de mal, también del que enraíza en nuestro cuerpo mortal, Jesús ha querido necesitar de nuestra colaboración como complemento del suyo(Col 1,24). Cristo sufre en cada hombre que sufre, e invita a "los suyos" a correr esta misma suerte, transformando el sufrimiento en amor. El dolor puede hacerse comuni6n con Cristo, para beber su misma copa de bodas (Jn 18,21).

Las circunstancias de cada día son un paso del tiempo a la eternidad. Solo es irreversible e imborrable lo que nazca del amor. Unidos a Cristo es posi­ble vivir esta mística de pascua. La cosmovisión cristiana consiste en ver y amar el mundo· desde Cristo crucificado y glorioso. La mística cristiana es desposorio: unirse a Cristo para correr esponsalmen­te su misma suerte.

La contemplación que nos describe el evangelio de Juan continúa en la Iglesia. Ningún libro, ni el mismo evangelio, lo puede decir todo, porque el en­cuentro de Cristo con cada hombre es un nuevo fragmento del "evangelio", aunque no sea ya pala­bra inspirada.

Juan de la Cruz se inspiró en el cuarto evangelio para hablarnos de la "fuente que mana y corre", "la llama de amor viva" (el Espíritu Santo), la palabra que Dios pronuncia en el silencio y que "en silencio debe ser oída"... De esta experiencia contemplativa, al estilo del evangelio de Juan, se pasa fácilmente a la experiencia contemplativa y misionera de Pablo.

Muchos hombres de buena voluntad, en el seno de otras religiones, "abandonan todo para vivir en esta­do de pobreza y de pureza, en búsqueda del Absolu­to..., llegando a hacer a veces de la propia vida una donación de amor a la divinidad" (Juan Pablo II, Exhortación apostólica a los jóvenes, (31-3-85). La característica especial de la contemplación cristiana camina por esta misma línea, pero dando el salto al infinito del mandato del amor a la luz de las bien­aventuranzas y de la encarnación del Verbo.

Nosotros hemos sentido la llamada a acoger la gratuidad del don de Dios amor en su Hijo (In 3,16), que nos infunde su vida divina transformando nuestro ser desde lo más hondo: "El amor de Dios se ha derramado en· nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Es el "agua viva" que Cristo ofreci6 a todos los sedien­tos (Jn 7,37-39).

La liberaci6n del hombre y de toda la humanidad comienza en un coraz6n pobre, es decir, abierto a la palabra de Dios amor y libre para amar (Jn 8,32). S6lo entonces se acierta en la opci6n preferencial por los pobres.

A Juan le bastaba ver, palpar, sentir, oler y gustar el agua, la luz, la tierra, el aire, las cosas..., para descubrir a Dios amor. Pero, sobre todo, en cada persona intuía una historia de amor. En este "mas allá" de todos los días y de todas las cosas esta la gran realidad del misterio del hombre, que es ya misterio de Dios.

Hay que decidirse a perderlo todo por el Todo. Pasar la vida buscando s6lo sucedáneos en nuevos métodos y nuevas definiciones de contemplaci6n se­ria cerrarse el camino a la experiencia de Dios. Hay que decidirse a ser pobre de todo, incluso de "métodos" contemplativos (valorándolos en su justo me­dio), para quedarse con el (mico "camino" ("método") que es Jesús, cercano a nuestra pobreza, res­ponsable de ella y empeñado en hacer de nuestra vida una participaci6n de su "gloria". "Andando enamorada, me hice perdidiza y fui ganada" (san Juan de la Cruz). En nuestras cenizas y pobreza radical, donde ya se encuentra Jesús de Nazaret, podemos vivir la gran aventura contemplativa de todos los días y de todas las circunstancias: "Hemos visto su gloria".

 

Caminos de contemplación y misión

 

• A partir de nuestra circunstancia concreta, donde Cristo se nos hace presente, hay que aprender a dar un salto de apertura vivencial al don de la fe y del encuentro personal con Cristo para compartir la vida con él. El corazón nuevo de una nueva creación es el agua viva o vida nueva en el Espíritu, que Cristo nos comunica cuando nos decidimos a correr su mis­ma suerte de pascua (muerte y resurrección), como desposorio y declaración de amor.

Para caminar hacia Dios amor es necesario vivir la comuni6n fraterna en la comunidad eclesial, que es esposa y peregrina, hecha de signos pobres por­tadores de Jesús para toda La humanidad.

El camino de la contemplación es camino de po­breza. Hay que decidirse a vivir el anonimato de una vida ordinaria gastada por amor en los momentosde oraci6n, de misi6n, de convivencia y de servicio. La contemplación es la oración de los pobres que se han decidido a hacer de su vida una "vida es­condida con Cristo en Dios" (Col 3,3), para que todos los hombres encuentren a Dios amor.

Hay que esponjarse continuamente en Cristo "pan de vida" (palabra, eucaristía, comunidad), para reorientar el propio ser 0 el verdadero "yo", desde lo más hondo, hacia el Padre, en el Espíritu. Vivimos en Jesús "vuelto al Padre" (Jn 1,1) y que vuelve al Padre con nosotros (Jn 20,17).

 

• La dinámica contemplativa es una vida "en el Espíritu, por Cristo, al Padre" (Ef 2,18). El Espíritu nos transforma en "gloria" o expresión de Jesús ante el Padre (Jn 16,14). Esta experiencia de en­cuentro, seguimiento, imitación, unión y configu­ración con Cristo, se transforma en actitud de misión: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,27).

 

•     De la unidad de vida en el corazón, como expre­si6n de la unión con Dios y con los hermanos, se pasa al compromiso de construir la humanidad y el universo en el amor. Es un proceso de encuen­tro con Cristo, que se concreta en respuesta a su llamada, reconocimiento de nuestra realidad, escucha de su Palabra, amistad incondicional, des­pego de todo lo que no sea él, beber su misma copa de bodas, sufrir amando, hacer de la vida una donación... En este proceso Jesús deja oír su voz, aunque sea en 1a tempestad o en el sepulcro vacío. Entonces se vive la misi6n gritando a los cuatro vientos: "Hemos visto su gloria", "hemos conocido el amor", "os anunciamos lo que he­mos visto y oído: la palabra de la vida".

El "conocer" cristiano es un conocer amando (Jn 10,14; 14,21), que hace entrar en la familia y comunión de la misma vida divina de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Ef 2,18). Este don, que es de ini­ciativa divina, Dios lo da a todos los que se abren a Cristo. Todos son invitados a esta escuela del Espíritu (In 7,37). En Jesús descubrirnos al Verbo de Dios amor: "Hemos visto su gloria" (In 1,14).

Los encuentros con Cristo, descritos en el evange­lio de Juan, se presencializan de algún modo en los nuevos interlocutores de Cristo, que se encuentran en todas las circunstancias y en todos los momentos históricos. El pasado de Jesús se hace presente por el don del Espíritu que Cristo ofrece a todos los hombres de todas las épocas. Las narraciones evangélicas ya tienen carácter universal y ultraternporal. El evangelio se continua "escribiendo" mejor, reali­zando en cada nuevo Nicodemo, samaritana, parali­tico o ciego que somos cada uno de nosotros. La cuestión que se plantea es siempre la misma, resu­mida en el drama joánico: "no lo recibieron", "lo recibieron" (In 1,11-12).

 

Compartir la vida con Cristo

 

El camino del encuentro es la humanidad de Jesús caminando entre nosotros o clavado en cruz. Cristo se hace siempre luz, verdad y vida, porque se hace donación. Juan nos invita a mirar con ojos nuevos (Jn 19,37), para descubrir, a través de los. sig­nos pobres de la "carne" de Jesús, su divinidad y nuestro misterio de comunión con él. Los ojos se ciegan cuando no miramos con corazón auténtico.

Si no reconocernos nuestra pobreza o limitación, no descubriremos a Dios escondido en ella (Jn 1,14) ni a "Jesús de Nazaret" que nos espera en ella (In 1,45). Ahí, en lo más hondo de nuestro ser, amasado. 

 

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1. IDENTIDAD DE JESÚS

 

Fe bautismal: Conferencia interesante

Fe creída y Fe profesada

 

«Al pedir el Bautismo […], manifestáis vuestra fe, la alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Es la alegría que mana por ser conscientes de haber recibido un gran don de Dios: precisamente el de la fe; un don que ninguno de nosotros puede merecer, pero que nos ha sido dado gratuitamente y al que hemos respondido con nuestro “sí”. Es la alegría de reconocernos hijos de Dios, de descubrirnos confiados a sus manos, de sentirnos acogidos en un abrazo de amor, del mismo modo en que una mamá sostiene y abraza a su niño. Esta alegría, que ha de orientar el camino de cada cristiano, se funda sobre una relación personal con Jesús, una relación que orienta toda la existencia humana. Es Él, de hecho, el sentido de nuestra vida, Aquel en el que vale la pena tener fija la mirada, para ser iluminados por su Verdad y poder vivir en plenitud. El camino de fe que comienza con el bautismo se funda por tanto en una certeza, se basa en la experiencia de que no existe nada más grande que conocer a Cristo e invitar a otros a la amistad con él; solo gracias a esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana y podemos experimentar lo que es bello, lo que libera. Quien ha hecho esta experiencia no está dispuesto a renunciar a la propia fe por nada del mundo» (Benedicto XVI, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 13 de enero de 2013).

           

INTRODUCCIÓN:

¿Es necesaria la fe para el hombre y el mundo de hoy?

        

El encuentro de este año tiene una característica muy especial, porque, como bien sabéis, acontece en pleno Año de la fe. Una gracia para toda la Iglesia y, singularmente, para los catequistas, porque, si hay una tarea eclesial al servicio de la transmisión de la fe, esa es precisamente la catequesis. Así pues, nos sentimos muy directamente llamados a asumir los objetivos propuestos por el Papa en la carta Porta fidei, De los cuales me atrevo a destacar los siguientes:

«Redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» (PF 2).

«Introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe» (PF 4).

Hacer «una invitación a una auténtica y renovada de conversión al Señor, único Salvador del mundo» (PF 6).

Impulsar «un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (PF 7).

Como el propio Benedicto XVI se ha encargado de señalar, todos y cada uno de estos objetivos se hacen necesarios sobre todo en aquellos lugares donde se detecta «la crisis de la Iglesia», «la crisis de la fe»; «donde hay falta de vitalidad o falta de una convicción profunda, la que nace del encuentro con Jesucristo».

Es necesario igualmente «redescubrir el camino de la fe», «la alegría y el entusiasmo del encuentro con Cristo», «redescubrir la alegría de creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» allí donde se detecta «el cansancio de la fe, tan difundido entre nosotros», «tedio [o cansancio] de ser cristianos».

Para ello nada mejor que mirar a lugares o países (en definitiva a personas) donde se vive «la gozosa pasión por la fe»; lugares y países (personas) en los que en medio de «tantos sufrimientos y penas […] se experimenta la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la fidelidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia». Es necesario «encontrar esa fe dispuesta al sacrificio, y precisamente alegre en ello», como «la gran medicina contra el cansancio de ser cristianos»[32].

Mas, para ponernos en camino y «redescubrir el camino de la fe», «la alegría y el entusiasmo del encuentro con Cristo», «redescubrir la alegría de creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe», se hace urgente contestar una gran pregunta: ¿la fe cristiana es necesaria para el hombre y el mundo de hoy?, ¿para qué y por qué? Si no respondemos a esta pregunta, o si pensamos que la respuesta es sencillamente: “no” (aunque no nos atrevamos a decirlo en voz alta), se nos hará muy difícil, por no decir imposible, cumplir con los objetivos del Año de la fe.

Ahora bien, estamos aquí porque nos sostiene el convencimiento de que «Dios tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16) y también porque nos apoyamos en la firme seguridad de que «lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5,4).

Mas, a la hora de plantear el problema de la necesidad de la fe para todo hombre y también para el mundo y el tiempo actual, conviene discernir el mejor modo de hacerlo. Pues las formas como se ha hecho a lo largo de la historia de la Iglesia son muchas y no todas igualmente plausibles; en realidad, han evolucionado y mucho, sobre todo a raíz de la convocatoria del concilio Vaticano II hecha por el papa Juan XXIII.

Es por ello que, inspirándonos en las palabras con que Angelo Roncalli abrió hace 50 años la primera sesión conciliar, vemos necesario desterrar de una vez por todas la actitud de aquellos que el Papa Bueno llamó «profetas de desgracias que siempre anuncian lo peor, como si estuviéramos ante el fin del mundo»[33], para asumir, en cambio, un postura más creyente y confiada en la Providencia divina:

«En el curso actual de los acontecimientos, en el que parece que los hombres empiezan un nuevo orden de cosas, hay que reconocer más bien los designios misteriosos de la divina Providencia. Ella, a través de las diversas épocas, a través de la acción del hombre y la mayoría de las veces sin que éste lo espere, consigue su plan. Ella, con su sabiduría, hace que todas las cosas, incluso los fracasos del hombre, contribuyan al bien de la Iglesia»[34].

Con esta actitud, por tanto, hemos de acercarnos al hombre y al mundo de hoy para hacerles ver cómo Jesús y su evangelio «contribuyen no poco a la consolidación y desarrollo de lo más valioso y noble que hay en la sociedad humana»[35]. Se trata de «un gran tesoro» que queremos ofrecer «a todos los hombres de buena voluntad»[36], conscientes de que hemos de hacer un esfuerzo por «exponerlo según las exigencias de nuestro tiempo»[37].

Según el espíritu del que hablaba Juan XXIII, la Iglesia quiere realizar su misión empleando «la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad. Ella cree que, en vez de condenar, hay que responder a las necesidades actuales, explicando mejor la fuerza de su doctrina. […] En esta situación, la Iglesia católica, al levantar la antorcha de la verdad religiosa mediante este Concilio ecuménico, quiere mostrarse madre amantísima de todos, llena de bondad y de paciencia, movida también de misericordia y compasión para con los hijos separados de ella. A la humanidad, sumergida en tantas dificultades, le dice lo que un día Pedro al paralítico que le pedía limosna: No tengo oro ni planta, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda (Hch 3,6). A los hombres de nuestro tiempo la Iglesia no les da riquezas perecederas ni les promete una felicidad simplemente terrena. Les reparte, sin embargo, los bienes de la gracia sobrenatural, que, al elevarlos a la dignidad de hijos de Dios, sirven de defensa y ayuda para hacer su vida más humana. Les abre las fuentes de su rica doctrina, con la cual los hombres, iluminados con la luz de Cristo, son capaces de comprender a fondo lo que verdaderamente son, su excelsa dignidad y el fin que deben buscar. Finalmente, la Iglesia, por medio de sus hijos, ensancha en todas partes las dimensiones de la caridad cristiana, que es lo más adecuado para arrancar las semillas de las disensiones y lo más eficaz para impulsar la concordia, la paz justa y la unidad fraterna de todos»[38].

Así pues, con este espíritu de querer contribuir, desde la fe, a la consolidación y desarrollo de lo más valioso y noble que hay en la sociedad humana y a humanizar el mundo y la sociedad actuales[39], es desde donde vemos que la Iglesia debe plantear hoy la necesidad de la fe y la necesidad de ella misma, si quiere ser coherente con su «naturaleza misionera» y con la clara conciencia que tiene de haber sido «enviada por Dios a las gentes para ser "el sacramento universal de la salvación"» (AG 1).

«El Pueblo de Dios, congregado por Cristo, no puede mostrar de modo más elocuente la solidaridad, respeto y amor hacia toda la familia humana, en la que está inserto, sino entablando con ella un diálogo sobre todos los problemas, aportando la luz tomada del Evangelio y suministrando a la humanidad las fuerzas salvíficas que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo recibe de su Fundador. Hay que salvar, en efecto, a la persona humana y renovar la sociedad humana. Por consiguiente, el hombre, pero el hombre en su unidad y totalidad, con cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad. […] No se mueve la Iglesia por ninguna ambición terrena, solo pretende una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37), para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido (cf. Jn 3,17; Mt 20,28; Mc 10,45)» (GS 3).

Consecuentemente con el espíritu y la letra de lo dicho por el Papa Juan y el concilio Vaticano II, es necesario descartar que nos sintamos movidos a evangelizar tan solo por el hecho, fácilmente constatable, del descenso en el número de adeptos a la religión católica en países y lugares donde, por tradición, ésta ha sido siempre mayoritaria; o también por el hecho de que el aumento del número de católicos en el mundo no sea proporcional al aumento de la población en todo el planeta. Si leemos con atención la Porta fidei y el Motu proprio de Benedicto XVI por el cual creaba el Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización[40], nos daremos cuenta de que la Nueva Evangelización se plantea ante la constatación de que los admirables logros y conquistas que la ciencia, las artes, la técnica y la globalización han traído a la humanidad, tristemente, no se han traducido en mayores cotas de libertad real, de responsabilidad, de paz y de fraternidad, sino que han traído consigo «el desierto interior que nace donde el hombre, al querer ser el único artífice de su naturaleza y de su destino, se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas»[41], lo que normalmente se traduce en injusticias, mentiras, inmoralidad, nuevas formas de esclavitud, guerras y divisiones.

Tanto es así que «desde el punto de vista cristiano» es necesario afirmar que «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra, de modo que la paz no es fruto de un simple esfuerzo humano sino que participa del mismo amor de Dios. Y es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia. En efecto, ¿cómo se puede llevar a cabo un diálogo auténtico cuando ya no hay una referencia a una verdad objetiva y trascendente? En este caso, ¿cómo se puede impedir el que la violencia, explícita u oculta, no se convierta en la norma última de las relaciones humanas? En realidad, sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[42].

Es, por tanto, la comprobación, una vez más, de que el hombre de nuestro tiempo «es incapaz de vencer eficazmente y por sí mismo los ataques del mal y que se encuentra como atado con cadenas» (GS 13), por lo que la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, se siente «llamada con mayor urgencia a la salvación y renovación de toda criatura para que todas las cosas se instauren en Cristo, y en él los hombres constituyan una sola familia y un único pueblo de Dios» (AG 1)[43].

De hecho, la Iglesia es consciente de que «al buscar su propio fin salvífico, no solo comunica al hombre la vida divina, sino que también derrama su luz reflejada en cierto modo sobre todo el mundo, especialmente en cuanto que sana y eleva la dignidad de la persona humana, fortalece la consistencia de la sociedad humana, e impregna de un sentido y una significación más profunda la actividad cotidiana de los hombres. La Iglesia cree que de esta manera, por medio de cada uno de sus miembros y de toda su comunidad, puede contribuir mucho a humanizar más la familia de los hombres y su historia» (GS 40).

Esta, por tanto, debe ser la principal y (me atrevería a decir) única razón por la que la Iglesia se siente empujada a anunciar el Evangelio en este mundo y en esta realidad nueva que nos toca vivir: para que la palabra de la Verdad ilumine los corazones de los individuos y de los grupos sociales y se puedan corregir y transformar tantas realidades de injusticia, de esclavitud y de muerte como las que afectan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Sí, la Iglesia siente la llamada a la Nueva Evangelización porque es consciente de que existe salvación para el hombre de hoy y para la humanidad que camina por la senda del nuevo milenio; y que, allí donde tantos auguran un futuro incierto cuando no negro y absolutamente desesperanzador, la Iglesia, fiada del designio providente del Dios eterno, Padre y creador de todo cuanto existe, fiada asimismo de la eficacia de la obra redentora de Jesucristo y de la acción oculta y callada, pero constante e indefectible del Espíritu Santo, anuncia una Esperanza firme y segura para este mundo, para las sociedades que lo forman y para cada individuo que lo habita[44]. Se trata, lo sabemos bien, no de una esperanza etérea, vaga e informe, sino muy concreta; es una esperanza que tiene nombre y un rostro muy preciso: Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, «en él se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma» (GS 22).

 

 

   El Encuentro con Jesucristo y el redescubrimiento integral de la fe en todo su esplendor

La Congregación de la Doctrina de la Fe, a la hora de presentar las propuestas concretas para el Año de la fe, ha comenzado diciendo que se trata de «una ocasión propicia para que todos los fieles comprendan con mayor profundidad que el fundamento de la fe cristiana es “el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Deus caritas est 1). Fundada en el encuentro con Jesucristo resucitado, la fe podrá ser redescubierta integralmente y en todo su esplendor»[45].

Vayamos, pues, por partes. Comencemos por este punto: comprender con mayor profundidad que el fundamento de la fe cristiana es «el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Benedicto XVI, Deus caritas est 1).

 

El encuentro con Cristo

«No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaria, no se encuentre junto a un pozo con una vasija vacía, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas.

Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo él es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”»[46].

Como han dicho los obispos que participaron en el último Sínodo, nuestra tarea es mostrar al mundo que hay alguien capaz de saciar el deseo más profundo del corazón del hombre; alguien que puede dar significado pleno a nuestra existencia; alguien que puede saciar nuestra sed de eternidad[47]. Y ese alguien es «una Persona que nos ha hecho esta promesa: Yo estoy con vosotros»[48]; esa persona es Cristo.

Pues bien, como nos decía Juan Pablo II justo al comienzo del nuevo milenio, «los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo “hacérselo ver”»[49].

Nuestra responsabilidad sin duda es grande, porque, «aunque Dios, por caminos solo conocidos por Él, puede llevar a la fe […] a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia» (AG 7 ) y aunque «debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo solo conocido por Dios, se asocien al misterio pascual» (GS 22), sin embargo, el mismo Cristo Jesús, por voluntad del Padre, ha querido enviarnos al mundo y a los hombres para que, «quien a nosotros nos reciba, le reciba a él» (cf. Mt 10,40) y «quien nos escuche a nosotros, le escuche a él» (cf. Lc 10,16). Así pues, es necesario reconocer que «Cristo mismo está en la Iglesia y que la Iglesia está en Él. […] Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia, que es su cuerpo. Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo, aunque no se identifiquen, son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único “Cristo total”» (Congregación para la doctrina de la fe, Declaración Dominus Iesus, 16).

La unión entre Cristo y la Iglesia no es ningún privilegio para ésta, ni ningún motivo de orgullo o vanagloria, al contrario, es, sencillamente, «una gracia», «un don maravilloso», que, a su vez, se convierte en «un ministerio», «un servicio/una diaconía» para el mundo, del que la Iglesia, y en ella cada uno de los bautizados, es responsable y por lo que tendrá que rendir cuentas (cf. LG 14).

Siendo responsabilidad de todos, como catequistas, tenemos una participación singular en la obra y en el fin propio de la Iglesia, que no es otro, sino el de proponer, favorecer y propiciar «la comunión de la persona humana con Jesucristo» (DGC 116), o sea, posibilitar aquí y ahora el encuentro con Cristo, para que también nosotros, como los apóstoles y discípulos de Jesús, quedemos unidos a Él, lo mismo que los sarmientos están unidos a la vid (cf. Jn 15,1-8); y, unidos a Él y por medio de Él, lleguemos a la comunión con el Padre (cf. Jn 17).

Por todo ello, la catequesis, singularmente la catequesis de Iniciación cristiana, debe preocuparse de:

«Estructurar la conversión a Jesucristo» (DGC 63).

«Propiciar un auténtico seguimiento de Jesucristo, centrado en su Persona» (DGC 67).

Invitarnos a «la comunión con Él» (DGC 98).

Así pues, la catequesis necesariamente tendrá que ayudarnos a creer en Jesús, «a conocerle, amarle, seguirle e imitarle, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste»[50].

Para ello no basta con presentar a Jesús como un personaje histórico, sino que es necesario que le presentemos como lo que es[51]:

El que murió bajo Poncio Pilato, pero que, resucitado, vive para siempre y está sentado a la derecha del Padre.

Hemos de presentarle, al mismo tiempo, como el que, sin dejar la gloria del cielo, está presente en el mundo, en la historia, y en el corazón de los hombres y mujeres que creen en él y le siguen.

Será necesario igualmente mostrarle como el que está presente en su Iglesia, en los hermanos que le invocan como Señor y Salvador.

También como el que está presente, sobre todo, en los sacramentos

Y, cómo no, el que está presente en los que sufren, en los que tienen hambre y sed, en los enfermos, en los encarcelados, en los que están desnudos y sin hogar, etc.

Mas no bastará tan solo con una presentación íntegra de todo lo que la fe confiesa sobre la persona de Jesús; siguiendo los consejos del propio Maestro, será necesario que los oídos de quienes nos escuchan estén abiertos a la voz del Padre, que es quien nos lleva hasta Jesús y nos hace creer en Él como su enviado (cf. Jn 6,44); y también será necesario acoger el testimonio que el Espíritu da a nuestro espíritu de quién es Jesús (cf. Rom 8,16), para poder confesarle como “el Cristo” (1 Co 12,3). De cualquier otro modo será imposible conocer de verdad a Jesús, creer en él, amarle, seguirle y tener la firme voluntad de imitarle.

Necesitamos igualmente, a la luz de los que nos enseña el relato de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), enseñar a leer las Escrituras, a avivar el fuego del amor de Dios que se encierra en cada corazón —singularmente en los que están desanimados y desesperanzados por las dificultades de la vida— y confiar en que los ojos de nuestros catecúmenos y catequizandos se abrirán y podrán reconocer a Jesús en la fracción del pan, en la Eucaristía, «en la que se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de la muerte de Jesús» (SC 6[52]).

Por todo ello, tal y como señala el DGC, los cuatro evangelios han de ocupar un lugar central en nuestras catequesis; ya que, por un lado, nos narran la vida de Jesús, su mensaje y el recuerdo y el significado de sus acciones salvadoras; y, por otro, están dotados de una estructura eminentemente catequética y de una pedagogía, la pedagogía del propio Jesús, que las catequesis habrán de apreciar como esencial y muy importante, para suscitar la fe y la adhesión a Cristo y a su persona (cf. DGC 98).

Estos elementos señalados por el DGC como irrenunciables para una catequesis que quiera ser fiel a lo que la Iglesia pide y señala como necesario en el contexto de la Nueva Evangelización, es lo que ha llevado a los obispos que han participado en el último sínodo a formular la siguiente propuesta. Una propuesta a la que debemos estar muy atentos y que nos debe llevar a una revisión profunda de los planteamientos catequéticos que estamos haciendo, sobre todo con los niños, para discernir seriamente qué es lo debemos secundar y fortalecer, por un lado, pero también cambiar y mejorar por otro, si queremos ser fieles al espíritu y la letra de esto que llamamos Nueva Evangelización:

«Proponemos que el tradicional proceso de iniciación cristiana —que en muchos casos se ha convertido en mera preparación a los sacramentos— sea por todos considerado según una perspectiva catecumenal, dando mayor relevancia a una mistagogía permanente, de manera que se transforme en una iniciación auténtica en la vida cristiana a través de los sacramentos» (Propuesta 38).[53]

«La fe podrá ser redescubierta integralmente y en todo su esplendor»

En el Año de la fe se nos invita a descubrir que «existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree (fides qua) y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento (fides quae)» (PF 10).

«La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este “estar con él” nos lleva a comprender las razones por las que se cree» (PF 10).

«El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, y a que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor» (PF 10).

No podemos decir, por tanto, que creemos en Dios si no creemos aquello que «Dios mismo nos ha revelado de sí mismo y de su proyecto para con el hombre» (cf. DV 2 y 6); ni tampoco podemos decir que creemos en Jesús si no creemos aquello que él, obediente a la voluntad del Padre, nos ha revelado de Dios y del propio hombre, para que «creyendo tengamos vida en su nombre» (Jn 20,31; cf. 1 Jn 5,13).

Por eso, redescubrir el don de la fe, supone para todos los bautizados la necesidad de preguntarnos si de verdad conocemos, y cuál es nuestro grado de conocimiento de lo esencial y lo fundamental de todo aquello que profesamos en el Credo, que celebramos en los sacramentos, que tenemos que vivir y lo que tiene que alimentar y sustentar nuestra espiritualidad cristiana. De lo contrario, nuestro acto de fe no sería responsable ni pleno, pues tendría mucho de voluntad y poco, en cambio, de entendimiento; y el verdadero creyente «cree para entender» y «entiende para creer», como decía San Anselmo[54]. Por eso el creyente busca conocer lo que Dios le ha revelado, y Dios, por su parte, ha tenido a bien condescender y adaptarse al hombre (cf. DV 13), de modo que los hombres podamos conocer realmente a Dios y dar un asentimiento pleno con todo nuestro entendimiento a lo que Dios nos ha querido revelar[55]. Un asentimiento, no lo olvidemos, que «incluye también el elemento de la oscuridad». Porque «la relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante las profundidades de la sabiduría de Dios». Por eso es normal que, en el camino de la fe «encontremos momentos de luz, pero también momentos en los que Dios parece ausente; momentos en que su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos»[56].

Mas, volviendo a nuestro hilo conductor, tenemos que decir que el don gratuito de la fe, con el que hemos sido agraciados, exige que seamos conscientes y responsables del maravilloso patrimonio (el depósito de la fe) que hemos recibido y que «se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8). Pero haríamos mal, si por “conservar” entendiéramos que lo que nos toca hacer es meter el depósito de la fe en un museo o una urna para evitar así su deterioro. El depósito de la fe es algo vivo, que tiene que ir «creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 8), que hemos de ser capaces de adaptar[57], renovar, enriquecer y comunicar de forma viva a las sucesivas generaciones (cf. CCE 94).

Sin conocer los contenidos de nuestra fe, difícilmente podremos dar razón de nuestra esperanza[58]; y ¿qué esperanza podríamos transmitir que no esté sólidamente fundamentada en la verdad que hemos conocido por la fe?

Todas estas reflexiones nos dan pie para comprender algo esencial de la catequesis de Iniciación cristiana, me refiero a la importancia y la necesidad de los contenidos: cómo deben ser presentados, cuál debe ser su articulación, la razón de ser de su integridad, sistematicidad, gradualidad, etc.

Vayamos por partes:

En el DGC la catequesis es calificada como «una formación orgánica y sistemática de la fe»; «indagación vital y orgánica en el misterio de Cristo». «Una formación básica y esencial, centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, en las certezas básicas de la fe y en los valores evangélicos más fundamentales» (DGC 67). Dice, además, que la catequesis debe «propiciar una síntesis coherente y vital de la fe» (DGC 114).

Para lograr todo esto, el DGC propone que la presentación del mensaje cristiano esté «organizada en torno al misterio de la Santísima Trinidad, en una perspectiva cristocéntrica, ya que este misterio es "la fuente de todos los otros misterios de la fe y la luz que los ilumina"[CCE 234]» (DGC 114).

También señala, como ya lo hizo el concilio Vaticano II, la necesidad de conocer y respetar «"la jerarquía de verdades"[59], por ser diversa la conexión de cada una de ellas con el fundamentos de la fe cristiana» (DGC 114).

Más en concreto, el DGC nos recuerda que:

«La catequesis debe transmitir el mensaje evangélico en toda su integridad y pureza» (DGC 111), «evitando presentaciones parciales y deformadas del mismo» (DGC 111).

«Sin silenciar ningún aspecto fundamental o realizar una selección en el depósito de la fe» (DGC 112).

«Sin reducir sus exigencias, por temor al rechazo; y sin imponer cargas pesadas, que el mensaje evangélico no incluye, pues el yugo de Jesús es suave» (DGC 112).

Recuerda, además, que la presentación del mensaje «debe hacerse gradualmente, siguiendo el ejemplo de la pedagogía divina» (DGC 112). Así pues, la catequesis «propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y explícita, según la capacidad del catequizando y el carácter propio de la catequesis» (DGC 112).

Es, pues, necesario compaginar «integridad» con «“la adaptación”» (DGC 112), porque tan importante es transmitir íntegro el depósito de la fe como saber «"traducir" lo esencial del mensaje a un determinado lenguaje cultural».

No obstante, es fácil constatar en la práctica que lograr este difícil equilibro supone muchas tensiones. Sin embargo, se trata de una tensión insoslayable y que hemos de estar dispuestos a afrontar. Porque negar cualquiera de los polos de dicha tensión supondría hacer imposible la evangelización, ya que, por un lado, ésta «pierde mucho de su fuerza si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige», y, por otro, «corre el riesgo de perder su alma y desvanecerse si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo el pretexto de traducirlo"» (DGC 112).

Así pues, hay que saber conjugar la aceptación de los valores verdaderamente humanos y religiosos, por encima de cerrazones inmovilistas, con el compromiso misionero de anunciar toda la verdad del evangelio, por encima de fáciles acomodaciones que llevarían a desvirtuar el Evangelio y a secularizar la Iglesia.

Creo que de esta manera se comprende mucho mejor por qué el Papa, en su carta Porta fidei, propone como un compromiso muy concreto para todo creyente en el Año de la fe, el de «redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree» (PF 9). Y nos recuerda igualmente Benedicto XVI que el mejor modo para «acceder a un conocimiento sistemático de la fe» es el «Catecismo de la Iglesia Católica», al que califica de «subsidio precioso e indispensable» (PF 11), «verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos» (PF 12).

Y nosotros, como catequistas, necesariamente hemos de recordar la importancia y la singularidad que tiene el Catecismo tanto para nuestra formación como para el acto catequético mismo.

«Instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial» (Fidei depositum 4).

«Norma segura para la enseñanza de la fe» (Fidei depositum 4).

«Punto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en las diversas regiones» (Fidei depositum 1 y cf. 4).

«Fermento renovador de la catequesis en la Iglesia» (DGC 136).

Posibilita «una educación cristiana integral» (DGC 122) y que «los fieles tengan, de modo sencillo, un conocimiento orgánico de la fe» (DGC 130).

«Remite a la unidad profunda de la vida cristiana» (DGC 122).

Permite realizar las cuatro tareas básicas de la catequesis (DGC 122), es decir, Propiciar el conocimiento de la fe, la educación litúrgica, la formación moral, y enseñar a orar (DGC 85). Tareas todas ellas que son necesarias, pues «así como para la vitalidad de un organismo humano es necesario que funcionen todos sus órganos, para la maduración de la vida cristiana hay que cultivar todas sus dimensiones. […] Si la catequesis descuidara alguna de ellas, la fe cristiana no alcanzaría todo su crecimiento. […] Las tareas se implican mutuamente y se desarrollan conjuntamente. […] Una tarea llama a la otra» (DGC 87). Gracias al Catecismo «la educación de la fe puede estar enraizada en todas las fuentes de las que brota» (DGC 129).

Junto con la Sagrada Escritura, «El Catecismo de la Iglesia Católica […] está llamado a fecundar la catequesis en la Iglesia contemporánea» (DGC 127).

Dada la riqueza de fuentes patrísticas, litúrgicas, espirituales, etc., que han sido recogidas en el Catecismo, éste se presenta como un instrumento valiosísimo para enriquecer la catequesis tanto en su concepción como en sus contenidos (cf. DGC 130).

El Catecismo sirve tanto para «el proceso de la catequesis de iniciación» como para «el proceso permanente de maduración cristiana» y, gracias a él, «se pueden construir edificios de diversa arquitectura o articulación, según los destinatarios o las diferentes situaciones culturales» (DGC 130).

Así pues, los catequistas estamos singularmente llamados, y de forma muy especial en este Año de la fe, a conocer el Catecismo, a estudiarlo, a meditarlo, a rezar con él y a utilizarlo más y mejor para la preparación y en la realización de nuestras catequesis. Esta será una forma concreta y muy excelente de poder renovar y redescubrir nuestra fe bautismal, y de contribuir a su transmisión fiel y actualizada para las nuevas generaciones.

 

Conclusión

Va llegando la hora de acabar; es ya el momento de ir concluyendo.

Creo sinceramente que hemos de agradecer mucho la providencia y el don tan maravilloso que es para toda la Iglesia, y sobre todo para nosotros, los catequistas, este Año de la fe.

Ojalá seamos responsables con el regalo que se nos hace y lo aprovechemos para afianzarnos aún más en la fe que hemos recibido en la comunión de la Iglesia y de la que, por gracia de Dios, nos hemos convertido en testigos y transmisores.

Como he intentado exponer al comienzo de esta reflexión, este servicio de la transmisión de la fe es una manera excepcional de contribuir a humanizar nuestro mundo y de favorecer positivamente que se logren mayores cotas de justicia, de fraternidad, de igualdad, de verdad, de moralidad, de libertad. Y todo ello porque lo que más necesita el hombre y el mundo de hoy es encontrar el modo de realizar su vocación última[60], la única que da sentido a todo lo demás: «la unión íntima con Dios» (LG 1; GS 19), «la vocación divina» (GS 22); precisamente la que más cuesta descubrir, porque hay muchas luces que nos confunden o distraen cuando no nos alejan de ella.

En medio de esta circunstancia, de hoy y de siempre, el Papa nos propone «permanecer firmes en la fe y asumir la bella tarea de anunciarla y testimoniarla abiertamente con la propia vida. Un testimonio que ha de ser valiente y lleno de amor al hombre hermano; un testimonio decidido y prudente a la vez, sin ocultar su propia identidad, en un clima de respetuosa convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo el debido respeto a las propias»[61].

Nos jugamos mucho, pero es necesario que acojamos el reto gustosamente y con mucha ilusión; seguros y conscientes de que, «al edificar sobre la roca firme (de la fe), no solamente nuestra vida será sólida y estable, sino que contribuirá a proyectar la luz de Cristo sobre nuestros coetáneos y sobre toda humanidad, mostrándoles una alternativa válida a tantos como se han venido abajo en la vida. […] Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente; y, arraigados en Él, daremos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo de nuestra alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización del amor y de la vida, capaz de humanizar a todo hombre? […] Edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiarán vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás»[62].

«No tengáis miedo, dad testimonio a vuestro alrededor, con sencillez y sinceridad, de Cristo y de su evangelio»[63].

Que María, «bienaventurada por haber creído» (Lc 1,45) nos consiga de su Hijo el don de renovar y redescubrir nuestra fe en este Año de gracia que se nos ha regalado.

Muchas gracias por vuestra atención.

 

 

JESÚS FRENTE A LA VIDA Y LAS COSAS


Ya hemos adelantado que Jesús no es un asceta que huye de la vida ni un místico que, llevado de sus transportes extáticos, se desconecta de la realidad. Al contrario, penetrado de su profundo sentido religioso de la vida, considera todas las cosas y la misma vida de los hombres en su dimensión religiosa, en su vinculación al Dios Padre. Su misión, esencialmente espiritual, prescinde de las valoraciones falsas y efímeras de la vida humana. En su sermón de las bienaventuranzas impone una revisión de valores, en tal forma que sólo es cotizable ante su mente la proyección que las cosas y las vidas de los hombres tienen ante la realidad divina.

La misma naturaleza la considera no en su relación de causas y efectos, sometida a un esquema rígido, sino vinculada y dependiente de Dios en todo. Las causas segundas no parece que tienen relieve en su apreciación del engranaje del universo. Jesús ve a Dios Padre siempre obrando’. No es el Dios aséptico de la filosofía griega, que dirige desde lejos la marcha del universo, sino el Dios «de Abraham, de Isaac y
de Jacob, el Dios de los vivos»2. Es el Dios paternal, que envía la lluvia y el sol sobre buenos y malos3, viste los lirios del campo4, alimenta a los pájaros5 y tiene contados los cabellos de nuestra cabeza5. El mismo pan de cada día viene de El.

No es indiferente ante las cosas y las realidades de la vida humana. Jesús ve en ellas al Dios Creador y providente; como Redentor de la humanidad, destaca el valor relativo y provisional que las realidades de la vida tienen para los destinos eternos del alma humana. Por eso impone un programa de renuncia y de ascesis, de reserva ante una entrega desmesurada a lo que puede empañar y comprometer el destino eterno del alma. La felicidad plena del hombre está en la unión con Dios, y para conservarla es preciso «odiar» lo más querido, sacrificar la propia vida8.
Las riquezas pueden comprometer los intereses espirituales del hombre, y por eso es preciso prescindir de ellas si se quiere volar directamente hacia Dios9. Los «pobres» y desprendidos de espíritu están en las mejores condiciones para entrar en el Reino de los cielos’0. Los placeres desorbitados de la vida empañan y embotan el alma, por eso los que «lloran» y mantienen una actitud de reserva ante las alegrías comprometedoras de la vida, se hallan en el umbral del Reino de los cielos. Jesús, al despegarse de las cosas, se siente

 

2. Mc. 12, 27.
3. Mt. 5, 45.
4. Mt. 6, 30.
5. Lc. 12, 24; Mt. 10, 29.
6. Mt. 10, 30.
7. Mt. 6, 11.
8. Lc. 14, 26.
9. Mt. 19, 16 s.
10. Mt. 5, 3.

 

plenamente libre. Por eso proclama que la «verdad —valo( ración de las cosas en su dimensión relativa y provisional en. Eorden al Reino de los cielos— os hará libres»11, «Se puede decir que Jesús era perfectamente libre ante las cosas; y ello ¡ no por superación y espiritualización, sino por esencia. Las cosas para El están sencillamente ahí, como parte del mando de su Padre. Las utiliza cuando viene a mano, y disfruta de ellas sin hacer de ello una ocupación especial. Las cosas para El no representan un peligro, pero si para los hombres. A éstos, sin embargo, no les exige que prescindan de ellas, como exigirá toda concepción del mundo ascética y dualista, sino que se liberen de ellas»’2. ¡ La actitud de Cristo ante la vida es esencialmente positi v y religiosa. La filosofía griega habla del hado inflexible ¡ que dirige el curso de los acontecimientos, y en ese supuesto predicaba una conformidad pasiva ante lo que considera b una fuerza inexorable. Jesús está muy lejos de moverse dentro del esquema artificial estoico de la naturaleza y de la vida. «Para Jesús no hay naturaleza muerta. En el monte y en el río, en las flores y en los pájaros, y ante todo en el hombre, el predilecto de Dios, el alma de Jesús, embriagada de Dios, descubre lo más vivo, lo más profundo... Y así el
contacto con el mundo es un contacto con la voluntad del Padre, un experimentar directamente su sabiduría, bondad, hermosura... Es devoción, plegaria, religión»’3. En sus parábolas refleja un sentido de observación de las minucias de la vida, pasando revista a las diversas facetas de los distintos tipos sociales de su tiempo. Los pescadores con 11. Jn.8,32. 12. R. GUARDINI, La realidad humana del Señor, Madrid, 1960,
95-96.
13. K. ADAM, Cristo nuestro hermano, Barcelona, 1954, 11.

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sus redes, el juez injusto, el mercader de perlas, el sembrador, la mujer que trabaja en la masa, el banquero que reparte su dinero para negociar, el rey que se prepara para la guerra, el enemigo que siembra cizaña en el campo del vecino, el pastor que busca la oveja perdida... Todo esto rezuma un sentido profundo de observación y de realismo. Jesús no es un místico que, llevado de un morboso sonambulismo, traza esquemas de liberación de la realidad, desconectado del mundo.
Por otra parte, Jesús no es un asceta rígido que considera las cosas malas en sí mismas. Lejos de predicar un dualismo irreconciliable entre las cosas y Dios, considera a aquéllas vinculadas profundamente a lo divino, en cuanto reciben el ser, y constituyen la manifestación de Dios en la tierra al servicio del hombre. «Lo pequeño, lo más diminuto que encuentra por el camino, El lo levanta con amor, como un «nomeolvides» de Dios y le hace hablar como con mil lenguas. El amor a la naturaleza y a lo natural no es para El un ensueño sentimental, como lo era para los poetas del romanticismo. Nada sabe Jesús de un puro culto a la naturaleza. Más bien para El la naturaleza es la voluntad de Dios, escultóricamente expresada y viviente. Su amor a la naturaleza no es sino una nueva forma de amor a Dios...»’4.
Particularmente, el amor al hombre es una proyección del amor a Dios. Para El la Ley y los profetas se resumen en los dos preceptos capitales: «amarás a Dios» y «al prójimo»’5. ¡ «El amor al hombre es el amor a Dios, sólo que visto de otro  lado. Como no conoce Jesús un puro culto a la naturaleza, así no conoce un culto al hombre, que prescinde de Dios»’16.


14. K. ADAM, o. c., 12.
15. Mt. 7, 12.
16. K. ADAM, o. c., 13.

 

Ve al hombre penetrado y dependiente del Dios Padre. Se sentía vinculado a los hombres con una verdadera necesidad de entrega. Así no podía menos de socorrer y ayudar a los que sufrían física y moralmente’7. «Hasta tal punto es el prójimo su propio yo, que lo que se hace al más pequeño de sus hermanos lo considera Jesús como hecho a El mismo»’8.
Jesús, lejos de vivir aislado en el desierto, convive con sus compatriotas y participa de las nobles alegrías de la vida. Lejos de considerar al hombre esencialmente inficionado y sin remedio, conoce las complejidades de su naturaleza y sabe descubrir los gérmenes de bondad que en su corazón late. Jesús ayuna en el desierto’9, pero no tiene inconveniente en tomar parte en los convites de bodas y en otros en que es cordialmente invitado20. Aprovecha todas las oportunidades para dar una lección salvadora a los convidados. Con su presencia quiso santificar las alegrías de dos corazones que se unían para toda la vida. El que vino a restablecer en su pureza el matrimonio, elevándolo a la categoría de Sacramento, quiso acompañar a los jóvenes esposos participando de sus legítimas alegrías. El espíritu de Jesús está muy lejos del jansenismo rígido farisaico. Ve la mano del Padre en todas las manifestaciones de la vida, y por eso no da importancia a ritos puramente externos. A los discípulos les deja espigar en sábado, porque el «hombre no fue hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre»21. Los mismos ayunos no tienen sentido si no van acompañados de una entrega alegre y sincera a Dios:


17. cf. Mt., 9, 36; 14, 14.
18. K. ADAM, o. c., 14.
19. Mt. 4, 2.
20. Lc. 5, 29; 7, 36; Mc. 14, 3; Lc. 11, 37; 14, 1; Jn. 2, 11.
21. Mt. 12, 8.

 

«Cuando ayunes perfuma tu cabeza.. .»22. Lejos de presentar rostros compungidos y tristes, Jesús quiere aspectos radiantes de alegría espiritual. «El cifra el valor y dignidad de ayuno, como el de todas las demás prácticas de piedad, en la íntima alegría del corazón, en el sí puro, gozoso, que se da a Dios y a su voluntad de Padre. El ayuno no es provechoso desde el momento que agobia y paraliza... Por tanto, al reprobar Jesús las mortificaciones de los fariseos, lo que hace es rechazar deliberadamente toda ascética sombría, espasmódica, violenta, y declararse con audacia en favor de una postura interiormente libre, alegre»23. Por eso excusa a sus discípulos del ayuno; ahora son «los amigos del esposo», y mientras «el esposo está con ellos» deben abstenerse de manifestaciones sombrías24. Por no participar de las abstenciones convencionales de los fariseos y aceptar el participar en banquetes con los pecadores es motejado de «glotón y bebedor de vino»25. Jesús sabía ver el lado positivo de la vida como reflejo de la prodigalidad del Padre. «,Cómo ser ajeno a una profunda alegría aquel que anunciaba la alegre, la buena nueva del Padre y en todo lo alegre y en todo lo acerbo daba testimonio de la voluntad divina, tan bondadosa? En la voluntad del Padre amaba Jesús a los hombres y la vida. Le cautivaban no solamente sus lágrimas, sino también sus sonrisas»26.

Nietzsche decía que Jesús nunca se había reído porque no supo apreciar los valores positivos de la vida. Para el filósofo alemán, Jesús es un asceta idealista que no ha sabido captar el lado sonriente de la vida.


22. Mt. 6, 17.
23. K. ADAM, o. c., 16.
24. Mt. 9, 15.
25. Mt. 11, 19.
26. K. ADAM, o. c., 17.

 

Su mensaje de renuncia sería la base de su doctrina. Pero, en realidad, en los Evangelios no encontramos precisamente a un Profeta sombrío que huye de las alegrías legítimas de la vida. En la mirada de los niños sabe captar el reflejo de los ángeles que están ante la faz de Dios27, y en las bodas de Caná se siente asociado a las alegrías legítimas de los nuevos esposos. Precisamente, su mensaje trata de desenmascarar la posición artificial de la postura farisaica ante la vida. Existe una gran realidad profunda en el hombre, y es la vinculación confiada al Dios Padre. En esta seguridad surge una íntima alegría humana que sólo Jesús supo valorar debidamente.
Los evangelistas que nos hablan del llanto de Jesús ante Jerusalén y la tumba de Lázaro, no nos citan una circunstancia de su vida en que se haya reído. La risa en el hombre surge del contraste y de la sorpresa inesperada; la ciencia experimental de Jesús estaba sujeta a la admiración y, por consiguiente, a la sorpresa. Pero no debemos perder de vista que la vida de Jesús está dominada por el trágico atardecer sangriento del Gólgota. Por eso, podemos figurarnos en la mirada de Jesús siempre un continente grave y reservado, difícilmente accesible a las explosiones superficiales de la risa. En su rostro debía dibujarse siempre un rictus de tristeza, porque conocía la gran realidad que laceraba su corazón: el olvido en los hombres de sus deberes para con Dios; y, sobre todo, su mente estaba dominada y obsesionada por los millones de almas que no se habían de aprovechar de su sangre redentora. Cuando estamos poseídos de un sentimiento de profunda tristeza por la pérdida de un ser querido, difícilmente se dibuja en nuestros labios una sonrisa.

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27. Mt. 18, 10.

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Jesús vivía con el pensamiento puesto siempre en el Calvario —los evangelistas aluden frecuentemente a sus múltipies vaticinios sobre su fin trágico— y por eso, en medio de las alegrías de la vida, se mantenía siempre en cierta actitud de reserva y aun de melancolía: «Conviene que el Hijo del hombre muera...»; «Con un bautismo de sangre he de ser bautizado, y cómo ansío que se cumpla.. »28; «Cuando sea elevado en lo alto, atraeré todas las cosas a mi»29 «Muchos son los llamados, pocos los escogidos»30 «El camino que conduce al Reino es estrecho»31 «Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces he querido reunirte como la gallina a los polluelos, y no has querido»32... Todas estas frases, salidas de los labios del Maestro, nos hacen pensar que su mente estaba dominada constantemente por el trágico desenlace de su vida y la ingratitud de los muchos que no habían de aprovechar- se de su sacrificio.
Jesús no tiene un sentido negativo de la vida. No es pesimista ni optimista, sino realista. Sabía que el fondo de la vida humana no es ni rosa ni negro, sino gris; y por eso sabía apreciar lo que de bueno y positivo hay en el hombre y en la vida; pero, en calidad de Redentor, miraba todas las cosas a la luz del sangriento desenlace de su vida. En este sentido, si en sus labios afloraba una sonrisa, debía ser siempre mezdada con tristeza. Espíritu profundamente reflexivo, sabía j
ver a través de todas las manifestaciones de la vida humana la falta de vinculación con el Padre, que era el centro de su
mensaje, y esto laceraba su corazón en todo momento.

Con su profundo sentido realista sabe descubrir en las miserias y pequeñeces humanas un germen de bondad y de justicia. Sabe que los hombres son «malos»33, pero, con todo, nadie ha sido más comprensivo con el caído. Precisamente porque sabe y conoce las posibilidades de rehabilitación del pecador, no quiere arrancar la cizaña para no arrancar también la hierba buena; y reprende a los discípulos, que piden
• envíe fuego sobre los samaritanos, que no le han querido recibir34. Nadie como El conoce los secretos de la predestinación de las almas; y, por eso, no quiere que sus discípulos se dejen guiar por lo aparente e inmediato; así, les prohíbe «juzgar» a los demás35. Dios envía la lluvia sobre justos y pecadores, y sólo al fin del mundo vendrá la discriminación definitiva.
Jesús, pues, tiene una postura realista ante la vida, y no se deja llevar de espejismos idealistas: «Nada hay en El de cansancio del mundo, de dolor impotente ni de huida cobarde. El ve la realidad con los dos ojos, la ase con ambas manos y la afirma con todo su corazón... Jesús no es un soñador. Es realista, mira de cara todo lo existente, la realidad llena, entera, tanto si ésta esparce sombras como si irradia luz... Para Jesús, la voluntad divina y las cosas no están se- paradas, no tienen entre sí una relación tan sólo exterior. Antes bien, la voluntad de Dios está en todas las cosas, y pasa viva a través de ellas. Por tanto, al amar Jesús la voluntad de Dios, ama también las cosas en sí mismas. El siente que forma una unidad con todo lo real, unidad sostenida y ligada por la fuerza vital de la voluntad de Dios, que se revela en todo lo existente. Por otra parte, precisamente porque para Jesús la realidad no se sostiene sino como expresión de la voluntad del Padre, su amor a ella es absorbido por el amor al Padre.

 

28. Lc. 12, 50.
29. Jn. 3, 14.
30. Mt. 20, 16; 22, 14.
31. Mt. 7, 14.
32. Mt. 23, 37.

33. Mt. 12, 34, 39.
34. Lc. 9, 54.

Y por eso nunca se deja cautivar por ella. Si un fulgor terreno choca con la voluntad del Padre, no logra conmover el alma de Jesús. La alegría de vivir es ennoblecida y transfigurada en El por una maravillosa reserva interior por una superioridad de sentimiento y ánimo, segura de sí misma. Su largo ayuno en el desierto, sus vigilias, su pobre vida de peregrino, su predicación asidua, su entrega a los pobres y necesitados, el tono maduro y noble de su discusión con los contrarios maliciosos, y antes de todo, el heroísmo de su vida y muerte, delatan un corazón que se posee por completo, que no vive por las cosas, sino, poderoso por sí mismo, vive en ellas. Jesús no ha rehuido la vida, como tampoco ha sido subyugado por ella, Jesús ha domeñado la vida»36. Frente a los hombres tiene una doble actitud de entrega incondicional y de reserva. Sabe que su misión es entregar- se por los hombres, ofreciendo su propia vida, pero al mismo tiempo es consciente de la línea de demarcación que le separa de los hombres. «Él les presenta un corazón abierto. Casi siempre está junto a ellos..., percibe la necesidad de los hombres: «Al ver a la gente, se compadeció de ellos.. .». Pero por otra parte no se deja ir con los hombres: «No confiaba en ellos, porque los conocía a todos..., pues El sabía qué hay en el hombre»38. No quiere nada de los hombres. No se establece entre El y los hombres la comunidad del alternativo dar y tomar... Nunca se encuentra una escena que le presente buscando con los suyos alguna claridad... Así, pues, en torno a Jesús hay una soledad última nunca rota.


35. Mt. 7, 1.
36. K. ADAM, o. c., 19.
37. Mt. 9, 36.
38. Jn. 2, 25.

 

Bien es verdad que siempre hay hombres a su alrededor, pero en medio de ellos El está solo. La soledad empieza con que ninguno le entiende... El hecho de que Jesús no sea entendido forma una parte decisiva de su destino... Surge así un duro encerramiento... El punto de partida desde el que El mira, enjuicia, goza y sufre, queda a una profundidad evidentemente inalcanzable bajo su circunstancia»39.

La personalidad de Jesús y su mensaje desborda todos los moldes humanos; por eso sus contemporáneos no le entendieron hasta que recibieron la iluminación de Pentecostés. El misterio de su Persona divina, velada bajo la apariencia de la humanidad, sitúa a Jesús fuera del alcance puramente racional. «Pasó por este mundo haciendo bien»40, pero vivió como aislado entre los suyos, «que no le recibieron»41, Esta es la gran tragedia del alma de Jesús. El fruto de su siembra lo recogen después los apóstoles, «porque uno es el que siembra y otro el que recolecta»42  y Jesús, como el grano de trigo, tuvo que ocultarse en tierra para dar mucho fruto43.

39. R. GUARDINI, o. c., 97-100.
40. Hch., 10, 38.
41. Jn. 1, 5.
42. Jn. 4, 37.
43. Jn. 12, 24.

 

Con la misma claridad con que describen los evangelistas la vida y actividad puramente terrenales del Señor, resaltan también las luces que el Resucitado arroja sobre esta vida. Sabemos que esta fe de los discípulos en la Resurrección era una vivencia debida a la gracia, lo mismo que la vivencia de San Pablo en el camino de Damasco. No fue la Resurrección en sí, el acontecimiento puramente exterior, lo que sirvió de fundamento a su fe pascual —este acontecimiento no tuvo testigos; los guardas dormían—; fue el Resucitado, mostrándose a ellos de un modo inmediato, con amorosa entrega personal, de pura gracia, y manifestándoseles alternativamente en forma distinta —ora terrenal, ora glorificada—.

Los discípulos se sentían hasta tal punto subyugados por este contacto personal con el Resucitado, que, al ver el sepulcro vacío, no encontraron otra explicación que ésta : Jesús ha resucitado saliendo del sepulcro. Esto fue para ellos la cosa más cierta que podía haber. Por esta certeza sacrificaron bienes y sangre. Sellaron con su muerte lo que anunciaron al mundo judío-pagano: “Resucitó, nosotros somos testigos”.

No hay confesión rubricada con tanta sangre como la de los apóstoles. Así, solamente cuando la resurrección del Señor llegue a ser para nosotros una certeza gozosa, comprenderemos y viviremos a Cristo de tal manera que se ilumine toda nuestra existencia.

Por eso, procuraremos penetrar en el contenido profundo de la fe viva en Cristo, en sus paradojas, en el hecho increíble de que el Dios eterno se haya hecho hombre, judío, crucificado. Nos acercamos al borde de su misterio de Hombre-Dios y dirigimos la mirada a sus abismos. Causa asombro el pensarlo: ¡en tiempos históricos hubo un hombre, completamente sano de cuerpo y de espíritu, de mirada perspicaz para juzgar los hechos de la vida, lo más grande y lo más diminuto de ella —hasta los lirios del campo y la moneda oculta debajo de la mesa—, de una inteligencia extraordinariamente penetrante, el cual deshacía como con un leve gesto de la mano el retículo enmarañado del rabinismo judío y mas allá del mismo descubría lo esencial, lo propio, lo divinamente sencillo de la Escritura, alejando del santuario toda excrecencia casuística y haciéndolo brillar nuevamente en su pureza y hermosura originarias... !, ¡ y este hombre sobrio, de despejada inteligencia, asombrosamente noble en todo su ser y proceder, que en medio del furor de sus enemigos nunca perdió el dominio de sí mismo, que siempre fue dueño de su ánimo, que nunca cayó en exageraciones fanáticas, que, cuando ellos con hostilidad salvaje le presentaron la adúltera para lapidarla, trazaba tranquilamente letras en el suelo y con una comprensión increíble, con una superioridad soberana del corazón dijo a, sus contrarios: “El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella el primero la piedra...”, este hombre de esplendorosa santidad y penetración de espíritu, que aun en medio de la agonía encontró, por encima de todo odio y de toda infamia, una frase llena de sol y claridad deslumbrante: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen...”, este hombre, de espíritu tan claro, tan abierto a la vida y que se levantaba tanto por encima de los bajos fondos de lo puramente animal, de lo ciegamente instintivo, repitió durante toda su vida, como la cosa más natural del mundo: “Yo he salido del Padre. Yo y el Padre somos una misma cosa”.

Éste es el misterio de Cristo. Causa asombro el pensar que en tiempos históricamente comprobables hubo un hombre que hacía sentar en su regazo a los niños y los bendecía, que iba a los leprosos y publicanos proscritos, que era desprendido y desinteresado como no ha habido otro sobre la tierra, cuya vida se consumía en la asistencia de los pobres y oprimidos, que veía hermanos en los desheredados, que juzgaba como cosa la más sublime y grande el servir, el servir siempre, que poco antes de morir lavó los pies de los discípulos, que en el pan partido y en el vino escanciado se consagró víctima de los suyos —éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre, que será derramada por vosotros—, que pasó en medio de la humanidad no solamente ayudando y curando, sino cargando sobre sí la miseria de esa humanidad, sus dolencias físicas y psíquicas con todo su espanto, con todo su abandono y desamparo... hasta lo último, hasta lo extremo, hasta el límite en que su alma hubo de clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿ por qué me has desamparado ?”…y que este hombre inauditamente heroico, inauditamente desprendido, inauditamente servicial y bondoso, durante toda su vida consideró que Él y el Padre eran una misma cosa: “Todas las cosas las ha puesto mi Padre en mis manos”.  Éste ¡ es el misterio de Cristo.

Causa asombro el pensar que en tiempos históricamente comprobables hubo un hombre que, siendo hijo del pueblo judío, confesaba a un Dios único, único en el cielo y la tierra, a un solo Padre celestial; un hombre que oraba diariamente con su pueblo: “Escucha, oh Israel: el Señor Dios tuyo es el solo y único Dios”; un hombre que miraba con el más profundo temor reverencial a ese Padre celestial, un hombre que no consentía le llamaran bueno, porque solamente uno es bueno, el Padre en el cielo; un hombre cuya comida era hacer la voluntad del Padre, y desde su más temprana juventud, en los días buenos como en los malos, no buscaba ni amaba sino esta voluntad; un hombre cuya vida era una sola y única oración; un hombre, por tanto, que, como ningún otro, desde las profundidades de su ser miraba lleno de reverencia y adoración a ese Padre y buscaba su mano; que durante toda su vida se rendía de una manera tan íntima y exclusiva a la voluntad divina, que su corazón nunca se vio oprimido ni por la más leve conciencia de pecado, nunca hubieron de pronunciar sus labios palabras de penitencia ni implorar perdón; que aun al morir pidió perdón, no para sí, sino para otros, y que, de lo más íntimo de su unión con Dios, decía a los atormentados: “Tus pecados te son perdonados”; un hombre que sabía que su voluntad estaba de tal manera unida e identificada con la del Padre, que con la omnipotencia de esta voluntad divina curaba enfermos y resucitaba muertos... Y este hombre santo, que se entregaba sin reserva a Dios, que se estremecía ante Dios, que se sumergía por completo en Dios, este hombre afirmó durante toda su vida como la cosa más natural del mundo, como algo corriente, que Él era el paciente Siervo de Dios, nuestro Juez, el Rey del reino de Dios; sí, que era el Hijo consubstancial de Dios: “Yo y el Padre somos una misma cosa”.

Este es el fenómenon Cristo. Este «fenómenon» debe ser explicado; la cuestión que se plantea en él debe ser contestada. No es posible pasar por encima con palabras superficiales. No es posible retraerse encogiéndose de hombros, sobre todo al saber que lo divino que ese hombre afirmaba de sí mismo y que se transparentaba y brillaba de un modo tan prodigioso en sus milagros, en sus palabras y obras, al tercer día de ser depositado en el sepulcro el cuerpo exánime, lo volvió a vivificar y lo mostró resucitado, glorificado a los discípulos... durante cuarenta días: “Y comieron y bebieron con Él.”

En ese «fenómenon» brilla hasta tal punto lo insólito, lo inaudito, lo sobrenatural, lo divino, que todo hombre que medita se siente subyugado, no puede pasar indiferente si no quiere perecer o no ha perecido ya por el problema de Dios. No puede menos de detenerse y escuchar, y hacerlo con la actitud, con la posición únicamente cuerda en el caso en que se trate de las posibilidades de Dios. Porque lo cierto es que el fenómenon «Cristo» es una de las posibilidades de Dios. Sobre las posibilidades de Dios ha de fallar, no el hombre, sino únicamente Dios. Si el Verbo divino —presente (per essentiam) en todo lo existente y que todo lo penetra— quiere encarnarse, entrar en unión tan íntima con un hombre, que éste pueda decir: “este Verbo soy yo.., yo soy el camino, la verdad y la vida”, si Dios quiere obrar este milagro de los milagros, es únicamente asunto de Dios.

Y al hombre le toca escuchar con reverencia y prontitud interior para darse cuenta de si realmente es Dios quien habla. Si no escucha con esa reverencia y prontitud —las únicas rectas al tratarse de las posibilidades divinas—, si se hace respecto de estas posibilidades como Caifás, como fiscal que se ha formado de antemano su juicio, que con loco y orgulloso afán de dictaminar se niega de antemano a aceptar estas posibilidades divinas y las rechaza porque no encajan en las medidas de las posibilidades humanas, atenta contra Dios, contra su poder absoluto, contra el hecho de tener Dios solo la primera y la última palabra en la tierra.

Naturalmente, hay personas que, llenas de reverencia, buscan a Dios y, con todo, no pueden creer en Cristo. Y precisamente su reverencia para con Dios, el completamente distinto, el Infinito, es la que les impide ver en la figura de Cristo una posibilidad de Dios. El «mysterium tremendum», Dios, las subyuga tanto, que en su interior se sublevan contra la posibilidad de que el Dios infinito haya podido habitar en un niño, en un judío, en un crucificado. De modo que su incredulidad, mirándola desde dentro, es de matiz religioso. Porque, en último término, es su reverencia ante lo divino la que las detiene de considerar posible la humanación de Dios. No nos incumbe juzgar a tales personas y examinar la contextura de su actitud psíquica para ver si su «no» lanzado a Cristo brota, en último término, del orgullo humano, de una secreta locura de dictaminar llevada al extremo de fallar sobre las posibilidades de Dios.

Pero es posible que entre tales personas haya un hombre honrado y de buena voluntad; y nosotros no vacilamos en afirmar que, mientras conserve tan manifiesta reverencia y tal anhelo de verdad, será discípulo del Señor según el espíritu, aun cuando de hecho le persiga y le odie. Hay incrédulos que están más cerca de Cristo que ciertos creyentes..,, es a saber, que esos creyentes rutinarios que nunca se han planteado seriamente la cuestión de Cristo, que nunca han sentido la íntima desazón de meditar la historia de Cristo, que cuidan y transmiten su fe cristiana de la misma manera que sus demás tradiciones y heredades familiares: “Ojalá fueras frío o caliente. Mas por cuanto eres tibio, y no frío, ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca”.

Cristo no quiere tibios, sino completamente fríos o completamente calientes, es decir, hombres decididos, hombres que sepan decir «sí» o «no». Es posible que un día, en el banquete de bodas (Lc. 14, 15 y ss), cierre la puerta de la sala del festín a no pocos de esos cristianos rutinarios, cristianos de fe de bautismo, que por su nacimiento y el bautismo fueron llevados a la fe desde el principio, pero que tuvieron en más la nueva yunta de bueyes, el nuevo chalet o los placeres de los sentidos que las cosas de la fe: “No sé de dónde sois...”. Entonces alegaréis a favor vuestro: “Nosotros hemos comido y bebido contigo: tú predicaste en nuestras plazas... O, para seguir en el mismo estilo: «Nos hemos arrodillado en tu comulgatorio y hemos estado al pie de tu púlpito». Mas Él responderá: “No sé de dónde sois” (Lc. 13, 25 y ss.). Y es posible que el Señor, volviendo la espalda a estos cristianos rutinarios que tratan la fe con tanta despreocupación como una prenda de vestir heredada, envíe sus mensajeros a aquellos que se hallan lejos, al parecer sin objetivo, sin interés, por los caminos y cercados, a aquellos que le miran a Él y sus preparativos de bodas con íntimo disgusto, con una leve envidia, y a pesar de todo no pueden prescindir de Él, y vuelven la mirada una y otra vez hacia Él, y en el fondo de su corazón se sentirían dichosos de estar en su compañía si pudieran creer y confiar en Él. A éstos, sí, precisamente a éstos los invita Él para el banquete de bodas, ya que los primeros invitados no quisieron acudir. Y “los criados, saliendo a los caminos, reunieron a cuantos hallaron, buenos y malos; de suerte que la sala de bodas se llenó de gentes”.

 

 



    [1]"Imitamini quod tractatis" (imitad lo que hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución durante la ordenación presbiteral, cuando el obispo explica "la función de santificar en nombre de Cristo". Según Santo Tomás de Aquino, "la Ordenación sagrada presupone la santidad" (cfr. II-II, q.189, a.1, ad 3), para poder servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr. Supl. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de la santidad.

    [2]El "carácter" sacerdotal del sacramento del Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser coherentes con lo que somos y hacemos.

    [3]Indicamos algunos estudios sobre santidad y espiritualidad sacerdotal: AA.VV., Espiritualidad sacerdotal, Congreso (Madrid, EDICE, 1989); C. BRUMEAU, Les éléments spécifiques de la vie spirituelle des prêtres d'après Vatican II: Le prêtre, hier, aujourd'hui, démain (Paris, Cerf, 1970) 196‑205; J. CAPMANY, Apóstol y testigos, reflexiones sobre la espiritualidad y la misión sacerdotales (Barcelona, Santandreu, 1992); M. CAPRIOLI, Il sacerdozio. Teologia e spiritualità (Roma, Teresianum, 1992); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Idem, Signos del Buen Pastor, Espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002); A. FAVALE, El ministerio presbiteral, aspectos doctrinales, pastorales y espirituales (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989); G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad del ministerio sacerdotal(Salamanca, Sígueme, 1995); J.L. ILLANES, Espiritualidad y sacerdocio (Madrid, Rialp, 1999); D. TETTAMANZI, La vita spirituale del prete (Casale Monferrato, PIEMME, 2002); R. SPIAZZI, Sacerdozio e santità. Fondamenti teologici della spiritualità sacerdo­tale (Roma 1963); K. WOJTYLA, La sainteté sacerdotale comme carte d'identité: Seminarium (1978) 167‑181; P. XARDEL, La flamme qui dévore le berger (Paris, Cerf, 1969).

    [4]Son los títulos bíblicos que usa y explica PO nn.1-3 y PDV cap.II (ver nn.20-22).

    [5]AA.VV., Identità e missione del sacerdote (Roma, Città Nuova, 1994); F. ARIZMENDI, Vale la pena ser hoy sacerdote? (México, Lib. Parroquial, 1988); M. THURIAN, L'identità del sacerdote (Casale Monferrato, PIEMME, 1993). Ver otros estudios en la nota 4.

    [6]Un brahmán convertido (que después fue sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era director, se encontró ante la imagen del crucifijo y oyó en su corazón: "Me amó". Enseguida sacó esta consecuencia: "Si él me ama, yo le quiero amar y hacerle amar"...

    [7]Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11.

    [8]Pastores dabo vobisindica la "Vida Apostólica" como punto de referencia de la santidad sacerdotal, siempre como imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles (cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco bibliografía, en: Signos del Buen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor) (trad. en italiano e inglés: Pontificia Universidad Urbaniana, Roma).

    [9]Las líneas de esta Vida Apostólica, eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1ª: Elección, vocación, por iniciativa de Cristo (cfr. Mt 10,1ss; Lc 6, 12ss; Mc 3,13ss; Jn 13,18; 15,14ss). 2ª: "Sequela Christi" o seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,19ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3ª: Caridad del Buen Pastor (cfr. Jn 10; Hech 20,17ss; 1Pe 5,1ss), 4ª: Misión de totalidad y de universalismo (cfr. Mt 28,18ss; Mc 16,15ss; Hech 1,8; Jn 20,21; PO 10). 5ª: Comunión fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). 6ª: Eucaristía, centro e fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,23ss; Jn 6,35ss). 7ª: Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11,25ss; Lc 10,21ss). 8ª: Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27; Jn 17,23; 1Tim 4,14: "gracia" permanente). 9ª: Con María, "la Madre de Jesús" (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).

    [10]Cabría reflexionar sobre la realidad virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno. Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo.

    [11]Puede aplicarse a todo apóstol y especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de Juan Pablo II: "Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

    [12]La dimensión eucarística de la santidad sacerdotal es objeto de otra conferencia en este Encuentro Internacional de Sacerdotes.

    [13]La dimensión mariana es también objeto de otra conferencia en el presente Encuentro Internacional. Sobre la espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en: María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria nella spiritualità sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1985, 1237-1242. Ver también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II: Compostellanum 33 (1988) 205-224.

    [14]"In persona Christi quiere decir más que «en nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote" (enc. Ecclesia de Eucharistia n.29).

    [15]Cfr. F. PASTOR RAMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino, 1993). El tema paulino queda tratado por otra conferencia en ese encuentro sacerdotal.

    [16]Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de toda la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía ("Cartas), San Juan Crisótomo ("Libro sobre el sacerdocio"), San Ambrosio ("Los oficios de los ministros"), San Gregorio Magno ("Regla pastoral"), San Isidoro de Sevilla ("Los miniterios eclesiásticos"); en época de Trento, San Juan de Avila ("Pláticas a sacerdiotes", "Tratado sobre el sacerdocio"), San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX (síntesis histórica); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y evolución histórica) (trad. italiano, inglés).

    [17]La expresión "signo" se repite con frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación de "sacramentalidad", en el contexto de Iglesia "sacramento": signo transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz de santificación y de evangelización.

    [18]"La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima " (RMi 24).

    [19]Son todavía pocos los que se ordenan sacerdotes habiendo estudiado (o leído) estos documentos. Es necesario hacer una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.). Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.II, Directorio cap.II), en comunión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9; PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad sacerdotal como "caridad pastoral" (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio 43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30; Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir la exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos (2004).

    [20]Presento las motivaciones y posibilidades de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995) 175-186. Ver también: J.T. SANCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para América Latina), Evangelizadores, Obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-110. Una buena base para un proyecto: Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).

    [21]Estudié y resumí los documentos del Papa, bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la experiencia de encuentro con Cristo a la misión: Osservatore Romano (esp.), 17.7.2001, pp.8-11. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.) n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.

    [22]"Hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Éste es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio" (EEu 49). "Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo" (Ecclesia in Europa 14). Ver llamados semejantes en: Ecclesia in America 30-31 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para la santidad); Ecclesia in Africa 136; Ecclesia in Oceania 30.

    [23]Ver también: Ecclesia in America 39; Ecclesia in Africa 97-98; Ecclesia in Asia 43; Ecclesia in Oceania 49.

    [24]Ver también: Ecclesia in America 43; Ecclesia in Africa 94; Ecclesia in Asia 44; Ecclesia in Oceania 51-52.

    [25]En la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis", se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos indica la mismas líneas: nn.75-83.

    [26]Los últimos documentos de Juan Pablo II trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles "les anima la esperanza" (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales, donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como "signo de genuina esperanza" (NMi 4). La historia de cada creyente es "una historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su camino de esperanza" (NMi 8). "Nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas" (NMi 12). "¡Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo" (NMi 58).

    [27]Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida), durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía estaba con vida y recitaba el "Credo"; al acercarse el verdugo para rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión de fe...

    [28]Ver algunas de sus testimonios de su tiempo de prisión, en: Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II (Madrid, San Pablo, 2000). Es la vivencia paulina: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8,35).

    [29]Santa Teresa invita a "traerle siempre consigo", porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir" (Vida, 22,6).

    [30]La oración sacerdotal de Jesús, pronunciada en la última cena, puede relacionarse fácilmente con el Corazón o interioridad de María, especialmente desde que recibió el encargo de ser nuestra Madre (cfr. Jn 19,25-27: "he aquí a tu hijo"): "Ellos son mi expresión... tú les amas como a mí... yo estoy en ellos" (Jn 17,10.23.26).

    [31]Con el correr de los años de nuestro sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con las "manos vacías"; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es entusiasmante, cuando dice al Señor: "Pon tus manos en las mías y ya no están vacías". Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta gastarse con gozo, para amar y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la impresión de ser "un estropajo" inútil. Pero el encuentro personal con Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho sentir en el corazón sus palabras alentadoras: "Este estropajo es mío", lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...

 

 

 

 

 

 

 

 

[32]Estas eran exactamente las palabras del papa: «El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces. En este sentido, el encuentro en África con la gozosa pasión por la fe ha sido de gran aliento. Allí no se percibía ninguna señal del cansancio de la fe, tan difundido entre nosotros, ningún tedio de ser cristianos, como se percibe cada vez más en nosotros. Con tantos problemas, sufrimientos y penas como hay ciertamente en África, siempre se experimentaba sin embargo la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar. Encontrar esta fe dispuesta al sacrificio, y precisamente alegre en ello, es una gran medicina contra el cansancio de ser cristianos que experimentamos en Europa.» (Benedicto XVI, Discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones de Navidad, 22 de diciembre de 2011).

[33]Juan XXIII, Discurso en la apertura del concilio Vaticano II. Gaudet mater ecclesia, en Concilio Ecuménico Vaticano II, Constituciones, decretos y declaraciones, BAC, Madrid 2000, 1092.

[34]Juan XXIII, Gaudet mater Ecclesia, 1092.

[35]Juan XXIII, Gaudet mater Ecclesia, 1093.

[36]Juan XXIII, Gaudet mater Ecclesia, 1094.

[37]Juan XXIII, Gaudet mater Ecclesia, 1095.

[38]Juan XXIII, Gaudet mater Ecclesia, 1095-1096.

[39]Cuando profundizamos en estos aspectos y descubrimos todo el bien que podemos hacer a aquellos a quienes damos nuestras catequesis, a nuestros catecúmenos y catequizandos, cuánto podemos humanizar a base de evangelizar, entonces es cuando fácilmente se renuevan nuestras fuerzas para hacerlo y cuando pensamos que merece la pena vencer y superar los obstáculos que se nos presentan en nuestro camino.

[40]Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de motu proprio Ubicumque et semper, Castelgandolfo, 21 de septiembre de 2010.

[41]Íbid., tercer párrafo.

[42]Benedicto XVI, Discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 7 de enero de 2013.

[43]«Para el creyente, en singular, lo mismo que para toda la Iglesia, la causa misionera debe ser la primera, porque concierne al destino eterno de los hombres y responde al designio misterioso y misericordioso de Dios», Juan Pablo II, Redemptoris missio, 86.

[44]«La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal», Juan Pablo II, Redemptoris missio, 86.

[45]Congregación para la doctrina de la fe, Nota con indicaciones pastorales para el Año de la fe, Introducción.

[46]Mensaje final del Sínodo de la Nueva evangelización, 1.

[47]«En la primera evangelización, propia del precatecumenado o de la pre-catequesis, el anuncio del Evangelio se hará siempre en íntima conexión con la naturaleza humana y sus aspiraciones, mostrando cómo satisface plenamente al corazón humano» (DGC 117).

[48]Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica “Novo millennio ineunte”, 29.

[49]Juan Pablo II, Carta apostólica “Novo millennio ineunte”, 16. Y el papa se lo recordaba así a los jóvenes: « Cristo no os saca del mundo. Os envía allí donde falta la luz para que la llevéis a los demás. Sí: todos estáis llamados a ser pequeñas luces para quienes os rodean», Benedicto XVI, , Palabras del Santo Padre a los jóvenes reunidos en la plaza de San Pedro para el encuentro europeo de Taizé, 29 de diciembre de 2012.

[50]«No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar una nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» Juan Pablo II, Tertio millennio ineunte, 29.

[51]«La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión a toda su persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo» (Benedicto XVI, Homilía de la Eucaristía para la XXVI JMJ en Cuatro Vientos, 21 de agosto de 2011).

[52]Que, a su vez, cita el concilio de Trento, Decreto sobre la Eucaristía, capítulo 5.

[53]Los lineamenta ya habían apuntado la necesidad de un discernimiento serio sobre estas cuestiones:

«Con la finalidad de sostener la acción evangelizadora y los cambios con ella relacionados, nuestro ejercicio de discernimiento debe colocar en el centro de la atención los capítulos esenciales de esta práctica eclesial: el nacimiento, la difusión y el progresivo afirmarse de una “nueva evangelización” en nuestras Iglesias; las modalidades con la cuales la Iglesia hace suya y vive hoy la tarea de transmitir la fe; el rostro y la aplicación concreta que asumen en nuestro presente los instrumentos a disposición de la Iglesia para engendrar en la fe (iniciación cristiana, educación), y los desafíos con los cuales esos instrumentos están llamados a confrontarse» (n. 4).

«Imaginar caminos de iniciación que no se detengan en el umbral de la celebración sacramental, sino que continúen la acción formadora también después, para recordar explícitamente que el objetivo es educar para una fe cristiana adulta» (n. 18). Y más adelante añade: «Se presenta como un desafío para la Iglesia la capacidad de ofrecer nuevamente contenido y energía a esa dimensión mistagógica de los caminos de iniciación, sin la cual estos mismos itinerarios resultarían privados de un ingrediente esencial del proceso de generación de la fe» (n. 18). Y concluye diciendo: «Como es posible intuir, el campo de la iniciación es verdaderamente un ingrediente esencial del mandato evangelizador. La “nueva evangelización” tiene mucho qué decir a este respecto: es necesario, en efecto, que la Iglesia continúe en modo fuerte y determinado esos ejercicios de discernimiento actualmente en acto, y al mismo tiempo encuentre energías para entusiasmar nuevamente a aquellos sujetos y aquellas comunidades que muestran signos de cansancio y de resignación. El futuro rostro de nuestras comunidades depende mucho de las energías investidas en esta acción pastoral, y de las iniciativas concretas propuestas y realizadas en vista de una reconsideración y de un nuevo lanzamiento de dicha acción pastoral» (n. 18).

Sin olvidar que ya hubo propuestas al respecto en el anterior Sínodo: «los Padres sinodales piden a las comunidades cristianas que abran caminos de iniciación cristiana, los cuales, a través de la escucha de la Palabra, la celebración de la Eucaristía y el amor fraterno vivido en comunidad, puedan desarrollar una fe cada vez más adulta» (Propuestas del Sínodo de los obispos sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia 25 de octubre de 2008, aquí Propuesta 38). Y también en el Sínodo sobre la Eucaristía (cf. Propuesta 18: AAS 99 [2007] 119).

[54]Proslogion 1.

[55]Cf. DGC 92.

[56]Benedicto XVI, Audiencia general, miércoles 19 de diciembre de 2012. Palabras a las que nos gustaría añadir estas otras: «A veces el mal y el sufrimiento de los inocentes crean en vosotros la duda y la turbación. Y el sí a Cristo puede llegar a ser difícil. Pero esta duda no os convierte en no creyentes. Jesús no rechazó al hombre del Evangelio que gritó: “Creo; pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9, 24)», Benedicto XVI, Palabras del Santo Padre a los jóvenes reunidos en la plaza de San Pedro para el encuentro europeo de Taizé, 29 de diciembre de 2012.

[57]«La Iglesia, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta aceptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas» (GS 44).

[58]La frase entera de la primera de Pedro dice así: «Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuesta buena conducta en Cristo» 1 Pe 3,15-16.

[59]Cf. UR 11. Esta jerarquía no significa que algunas verdades pertenezcan a la fe menos que otras, sino que algunas verdades se apoyan en otras como más principales y son iluminadas por ellas.

[60]«Altísima vocación» (GS 3), «máxima vocación» (GS 10), «vocación integral del hombre» (GS 11), «sublime vocación» (GS 13, 22), «vocación suprema» (GS 22).

[61]Benedicto XVI, Discurso en el aeropuerto de Barajas, 18 de agosto de 2011.

[62]Benedicto XVI, Discurso en la plaza de Cibeles, 18 de agosto de 2011.

[63]Benedicto XVI, Ángelus en Cuatro Vientos, 21 de agosto de 2011.

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