Jueves, 05 Mayo 2022 10:47

jesucristo por qué amar

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JESUCRISTO: ¿POR QUÉ AMAR  A JESUCRISTO?

(Es copiado, pero ya no recuerdo bien la fuente; me parece que es de Cantalamessa, algún libros suyo sobre Jesucristo)

 

            Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad; lo que corresponde, en parte, a la distinción más común entre el amor «eros» y «apagé», entre amor de búsqueda y amor de donación.

            El amor de concupiscencia, dice S. Tomás, es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), esto es, cuando se ama alguna cosa, entendiendo por «cosa» no solo un bien material o espiritual, sino también una persona, cuando ésta es reducida a cosa e instrumentalizada como objeto de posesión y disfrute.

            El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (Aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona (S. Th. I-II, 27,1).

            La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta primera que debemos hacernos sobre la persona de Jesús, sobre su divinidad, es ésta ¿Crees? La pregunta segunda que debemos hacernos nos la dirige Él personalmente: ¿Me amas?

            Existe un examen de Cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos: El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder al sacerdocio o una Licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida  eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: ¿Crees? ¿Me amas? ¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?

            San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguien no ama al Señor, sea anatema, sea condenado” (1Cor 16, 22) y el Señor del que habla es el Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: Contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de Cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra  aquellos que no aman a Jesucristo.

Esta tarde queremos preguntarnos y responder, con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre viene en nuestra ayuda, si le invocamos como lo hacemos ahora en silencio y personalmente, mientras meditamos y nos preguntamos dentro de nosotros: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?

 

 

I.  ¿POR QUÉ AMAR A JESUCRISTO?

 

1.1 Porque Él es Dios y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos las puertas de la amistad eterna con nuestro Dios Trino y Uno.

 

 

1.2 El segundo motivo para amar a Jesucristo y el más sencillo, es que Él mismo nos lo pide.En la última aparición del resucitado, recordada y descrita en el evangelio de san Juan, en un determinado momento, Jesús redirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21. 16).

Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma  más elevada del amor, la del agape o la de caridad, y en una el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien.

            «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor» (Sentencia 57); y así vemos que ocurrió también a los Apóstoles: al final de su  vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados de amor. Y sólo de amor; no fueron examinados de conocimientos bíblicos, de sacrificios, de liturgia, de sagrada Biblia.

            Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio tampoco ésta “¿me amas?” va dirigida tan sólo al que la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De lo contrario, el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene las palabras “que no pasarán” (Mt 24, 35), las palabras  de Salvación dirigidas a todos los hombres de todas las épocas.

            Por eso, quien conoce a Jesucristo y escucha estas palabras de Cristo dirigidas a Pedro, sabe que van dirigidas a todos los creyentes , que nos sentimos interpelados por ellas lo  mismo que Pedro ¿Me amas?

Y a esta pregunta hay que responder personal e individualmente, porque de pronto nos aísla de todos, nos pone en una situación única y se dirige a cada uno. No se puede responder por medio de otras personas o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto.

Fijaos bien, queridos hermanos, que hasta ese momento la escena se presenta muy animada y concurrida: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todos desaparecen de la escena, se quedan sólo los dos: Cristo y Pedro.

Desaparece todo: la charla, el pescado; la barca queda fuera de escena. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: ¿Me amas?

Es una pregunta a la que ningún otro puede responder por él y a la que él no puede responde en nombre de todos como hizo en otras ocasiones del evangelio, sino que debe hacerlo en nombre personal y propio, responder de sí mismo y por sí mismo.

Y, en efecto, se nota como Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las dos primeras respuestas, inmediatas, pero rutinarias y superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todos el saber de su pasado peronal, e incuso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21, 17)

Por tanto, la primera razón que yo pondría para responder a la primera pregunta que nos hacemos, de por qué debemos amar a Jesús, es: Porque Él mismo nos lo pide.

Ahora bien, quizás antes de responder debemos pensar quién nos lo pide. Me lo pide Jesús que lo tiene todo, porque es Dios, que no tiene necesidad de mi, qué le puedo yo dar que Él no tenga, es Dios. Entonces por qué me lo pide: porque lo tiene todo, menos mi fe y confianza en Él, menos mi amor, si yo no se lo doy. Luego me lo pide por amor, para amarme más, para poder entregarse más a mí, me lo pide, porque quiere vivir en amistad conmigo y empezar ya una amistad eterna, que no acabará nunca.

 

1.3. Una tercera razón o motivo para amar a Jesús sería: Porque “Él nos amó primero”.

En esto ponía san Juan la esencia de Dios: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y entregó a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.

Esto era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). “El amor de Cristo, decía también, nos apremia –charitas Dei urget nos--, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con Él (2Cor 5,14).

El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia-urget nos”, o como se puede traducir también, “nos empuja por todas parte”, “nos urge dentro”.

Se trata de esa ley bien conocida por ser innata, por la que el amor «a ningún amado amar perdona» (Dante ), es decir, no permite no corresponder con amor a quien es amado.

¿Cómo no amar a quien nos amó primero y tanto? «Sic nos amantem, quis non redamaret» (Adeste fideles) cantamos en la Navidad. El amor no se paga más que con amor. Otra moneda, otro precio no es el adecuado. ¿Por qué hemos de ser tan duros con Jesús? Si Él nos amó primero y totalmente, cómo no corresponderle?

¡Qué misterio tan inabarcable, tan profundo, tan inexplicable, el misterio del Dios de los católicos, del único Dios, pero digo de los católicos, porque a nosotros, por su Hijo, nos ha sido revelado en mayor plenitud que a los judíos o mahometanos, porque todas las religiones tiene rastro de Dios.

Nuestro Dios nos pide amor en libertad, desde la libertad, no por obligación. Esto es lo grande. Se rebaja a pedir el amor de su criatura pero no la obliga. Y esa criatura responde: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman», como nos enseñó el ángel en Fátima, en nombre de la Virgen.

 

 

1.4. Debemos amar a Cristo porque el cristianismo esencialmente es una Persona, Jesucristo, antes que verdades y mensaje y celebraciones.

 

            La religión cristiana esencial y primariamente es una persona, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, antes que conocimientos y cosas sobre Él. Cristiano quiere decir que cree y acepta y ama a Jesucristo. El cristianismo es tener una relación y amistad personal con Él, tratar de amar como Cristo, pensar y amar como Él. Y en toda relación la amistad debe ser mutua. La amistad existe no cuando uno ama, sino cuando los dos aman y se aman. Entonces, si partimos de la base que ya hemos establecido, de que Él nos ama y nos ama primero, es lógico que nosotros respondamos con amor, si queremos ser cristianos, es decir, amigos de Jesús.

            Por otra parte, un cristianismo sin amistad con Cristo, es el mayor absurdo que pueda darse. Porque a nadie se le obliga a ser cristiano. Es libre. La libertad viene de la voluntad de optar y comprometerse por Cristo, todo lo cual nos está hablando de amor y correspondencia de amistad..

Sólo quien ama a Cristo puede ser cristiano auténtico y coherente. Si tú quieres serlo, has de amarlo. Lo absurdo del cristianismo es que muchos se consideran cristianos, sin conocer y amar personalmente a Cristo. Es un cristianismo sin Cristo. Un cristianismo de verdades y sacramentos, pero sin personas divinas, sin Cristo, sin relación y amistad personal con Él, no es cristianismo, no es religión que nos religa y une a Él personalmente, es un absurdo, es puro subjetivismo humano, inventad por el hombre.

 

 

1. 5 Debemos amar a Cristo porque merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor,es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra?

Por eso, a quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

(Poner aquí lo de la primera comunión)

 

1.6 Debemos amar a Jesucristo para conocerlo y gozarnos con su amor en plenitud.A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que no hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos.         Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos , sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos” (Mt 25, 11).

 

 

 

1.8 Debemos amar a Jesucristo porque Él es el único Salvador de los hombres.

 

 

1.9 Debemos amar a Jesucristo porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24).

            Esto quiere decir que no se puede ser cristiano enserio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimientos de su voluntad por amor; nada le parece imposible al que ama.

 

 

 

4. Debemos amar a Cristo porque Él se quedó para eso en el Sagrario en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

 

 

II QUÉ SIGNIFICA AMAR A JESUCRISTO

 

Esta pregunta ¿qué significa amar a Jesucristo? Puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a Cristo.

En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos ha da el mismo Jesús en el evangelio. No consiste en decir “Señor, Señor sino en hacer la voluntad del Padre y en  guardar su palabra” (Mt 7, 21). Cuando se trata de personas «querer» significa buscar el bien del amado, dearle y procurarle cosas buenas.

Pero ¿qué bien podemos darle a Jesús resucitado, Dios infinito, que Él no tenga? Querer en el caso de Cristo significa algo diferente. El «bien de Jesús» más aún su “alimento” es la voluntad de su Padre. Por eso, amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con El la voluntad del Padre. Hacerla cada día más plenamente, cada vez con más alegría: “Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y en otro pasaje evangélico más amplio nos dice: “Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”.

Para Jesucristo todas las cualidades más bellas del amor se compendian en este acto que es hacer la voluntad del Padre, cumplir sus mandamientos. Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como la hecho Él, que no nos ha amado sólo por propia iniciativa sino porque ese es el proyecto del Padre, para eso nos ha soñado y creado el Padre por amor cuando nuestros padre más nos quisieron, y para eso existimos; y todo esto, no sólo de palabras o sueños, sino con obras, con hechos. Y ¡qué hechos, Dios mío! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

¿Qué significa amar a Jesucristo? Para nosotros, amar a Jesucristo, Hijo de Dios, significa también no sólo amarle como hombre, sino como Dios, sin diferencia cualitativa. Es más, esta es la forma que el amor a Dios ha asumido después de la Encarnación. El amor a Cristo es el amor a Dios mismo. Por eso Jesús ha dicho: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” . Como se ve es amor al Dios Trinitario: “Quien me odia a mí, odia también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios.

He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del >Padre. Cristo es Dios como el Padre. No debe ser amado en un sentido secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios Padre. En una palabra, el ideal más alto para  un cristiano es el de amar a Jesucristo.

Pero Jesús también es hombre. Es nuestro prójimo: “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Por eso, debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo.

«¡Para esto me he hecho hombre visible! –hace decir san Buenaventura al Verbo de Dios-, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti, mientras estaba en mi divinidad. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú también a mí» (Vitis mystica, 24).

Por eso, lo que yo he pretendido decir es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel inferior o en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre. Cosa que santa Teresa sintió la necesidad de expresar, reaccionando contra la tendencia presente en su tiempo y en determinados ambientes espirituales, donde amar la humanidad de Jesucristo se consideraba más imperfecto que amar su divinidad. Según la santa no hay estado espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la divinidad o en la esencia divina. La santa explica cómo una mala interpretación de la contemplación la había alejado durante algún tiempo de la humanidad del Salvador y cómo, en cambio, el progreso en la contemplación la había vuelto a conducir a ella definitivamente (Vida, 22,1ss).

 

 

III ¿CÓMO CULTIVAR EL AMOR » JESUCRISTO?

 

Soy consciente de que todo lo que he dicho respondiendo a la pregunta, qué significa amar a Jesucristo, es nada en comparación con lo que se podría haber dicho y que sólo los santos pueden decir en plenitud sobre este tema. Un himno de la Liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús, dice: «Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer, lo que es amar a Jesús» (Himno Iesu dulcis memoria).

Lo nuestro no es sino recoger las migajas que caen de la palabra y escritos del evangelio y de los santos, que son lo que  atesoran gran experiencia de amor a Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia de Cristo, de Dios, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesús. Por ejemplo, a Pablo: “para mi la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo, y éste crucificado... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, “deseo liberarse del cuerpo para estar con Cristo” (Fil 1,23); o san Ignacio de Antioquia, que de camino hacia el martirio, escribía: «Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar cn él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí» (los Romanos 2,1; 5,1; 6,1).

Pero se puede amar a Jesucristo ahora que el Verbo de la Vida no está visible para nosotros, no le podemos ver, tocar ni contemplar con nuestros ojos de carne?

San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su Ascensión, a los sacramentos de la Iglesia» (Discurso 2 sobre la Ascensión). A través de la Eucaristía, que es memorial, no puro recuerdo, sino misterio que hace presente a Cristo total, desde que nace hasta que sube a la derecha del Padre; en la Eucaristía no encontramos con el mismo Cristo de Palestina, pero ya glorificado y se alimenta el amor a Cristo porque en ella, por la sagrada comunión, se realiza inefablemente la unión con Él. Él es una persona viva, viva y existente, no difunta.

Hay infinitos modos y caminos para amar a Jesús. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Puede ser su Palabra leída, meditada, interiorizada. Puede ser el diálogo con el amigo, entre dos personas que se aman. Puede ser sobre todo la Liturgia, la Eucaristía, el oficio de Lectura.. En todo caso siempre es necesaria la Unción del Espíritu Santo, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a Él-

Yo voy a habar de uno que considero esencial. La oración personal, sobre todo eucarística, que según santa Teresa «oración mental... no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». (Ver mis temas).

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier forma de seguimiento, es hacer de Él es gran ideal de su vida, el héroe del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de Él a todos los demás. No hay vocación más bella que esta. Marca a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. Un sello indeleble de sangre.

 

 

 

 

4. ¡Eternidad!, ¡eternidad!

Hemos llegado, por fin, al momento de recoger el fruto de todo el camino hecho: la eternidad. Aquí nos detendremos. Nos ceñiremos en torno a esta palabra hasta hacerla revivir. Le daremos calor, por así decirlo, con nuestro aliento hasta que vuelva a la vida. Porque eternidad es una palabra muerta; la hemos dejado morir como se deja morir a un niño o a una niña abandonada que nadie amamanta ya. Como sobre una carabela en ruta hacia el nuevo mundo, cuando ya se había perdido toda esperanza de llegar a alguna meta, resonó de pronto, una mañana, el grito del vigía: “Tierra!, ¡tierra!”, así es necesario que resuene en la Iglesia el grito: “Eternidad! ¡eternidad!”


¿Qué ha sucedido con esta palabra, que en otro tiempo era el motor secreto o la vela que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo, el polo de atracción de los pensamientos de los creyentes, la “masa” que levantaba hacia arriba los corazones, como eleva las aguas en la marca alta? La lámpara se ha puesto silenciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada como en un ejército en retirada “EJ más allá se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta el punto de que se bromea incluso pensando que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia.


Este fenómeno tiene un nombre muy concreto. Definido en relación al tiempo, se llama secular ismo o temporalismo definido en relación al espacio, se llama inrnanentjsmo Este es hoy el punto en el que la fe, después de haber acogido una cultura determinada, debe demostrar que sabe también contestarla desde dentro de ella misma, impulsándola a superar sus cerrazones arbitrarias y sus incoherencias.
Secularismo significa olvidar o poner entre paréntesis el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamen te al saeculum es decir, al tiempo presente y a este mun

24 S. IKIERKEGAARD, Postilla conclusiva 4, en Obras oc., 458.
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do. Está considerado como la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna; y, desgraciadamente, todos estamos, unos de una manera y otros de otra, amenazados por ella. A menudo también nosotros, que en teoría luchamos contra el secularismo, somos sus cómplices o sus víctimas. Estamos “mundanizados”; hemos perdido el sentido, el gusto y la familiaridad con lo eterno. Sobre la palabra “eternidad”, o “más allá” (que es su equivalente en términos espaciales), ha caído en primer lugar la sospecha marxista, según la cual ésta aliena del compromiso histórico de transformar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente, y es, por ello, una especie de coartada o de evasión. Poco a poco, con la sospecha, han caído sobre ella el olvido y el silencio. El materialismo y el consumismo han hecho el resto en la sociedad opulenta, consiguiendo incluso que parezca extraño o casi inconveniente que se hable aún de eternidad entre personas cultas y a la altura de los tiempos. ¿Quién se atreve a hablar aún de los “novísimos”, es decir, de las cosas últimas —muerte, juicio, infierno, paraíso—, que son, respectivamente, el inicio y las formas de la eternidad? ¿Cuándo oímos la última predicación sobre la vida eterna? Y, sin embargo, se puede decir que Jesús, en el evangelio, no habla de otra cosa que de ella.

¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de la muerte: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (iCor 15,32). El deseo natural de vivir “siempre”, deformado, se convierte en el deseo o frenesí de vivir “bien”, es decir, placenteramente. La calidad se resuelve en la cantidad. Viene a faltar una de las motivaciones más eficaces de la vida moral.
Quizá este debilitamiento de la idea de eternidad no actúa en los creyentes del mismo modo; no lleva a una conclusión tan grosera como la referida por el apóstol; pero actúa también en ellos, sobre todo disminuyendo la capacidad de afrontar con coraje el sufrimiento. Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas que se manejan con una sola mano y tienen en un lado el plato sobre el que se colocan las cosas que se van a pesar y en el otro una barra graduada que determina el peso o la medida. Si se apoya en el suelo o se pierde la medida, todo lo que se ponga en el plato hará elevarse la barra y hará inclinarse hacia la tierra la balanza. Todo lleva ventaja, todo vence fácilmente, incluso un montoncillo de plumas.

Pues así somos nosotros, a eso nos hemos reducido. Hemos perdido el peso, la medida de todo, que es la eternidad, y así las cosas y los sufrimientos terrenos arrojan fácilmente nuestra alma por tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo. Jesús decía: “Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtatelos y tíralos lejos de ti. Más te vale entrar en la vida manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo y tíralo lejos de ti. Es mejor entrar con un solo ojo en la vida que con dos ojos ser arrojado al fuego” (cf Mt 18,8- 9). Aquí se ve cómo actúa la medida de la eternidad cuando está presente y operante; a lo que es capaz de llegar. Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, encontramos ya excesivo que se nos pida cerrar los ojos ante un espectáculo poco conveniente.
Al contrario, mientras estás en la tierra, abrumado por la tribulación, coloca con la fe, en la otra parte de la balanza, el peso desmesurado que es el pensamiento de la eternidad, y verás cómo el peso de la tribulación se hace más ligero y soportable. Digámonos a nosotros mismos: ¿Qué es esto comparado con la eternidad? Mil años son “un día” (IPe 3,8), son “como el ayer que ya pasó, como un turno de la vigilia de la noche” (Sal 90,4). ¿Pero qué digo “un día”? Son un momento, menos que un soplo.
A propósito de pesos y de medidas, recordemos lo que dice san Pablo, que también en punto de sufrimiento le había tocado en suerte una medida insólitamente abundante: “El peso momentáneo y ligero de nuestras penalidades produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria para los que no miramos las cosas que se ven, sino
25 S. KIERKEGAARD, II van gelo del/e sofferene, 6, en Obras, o.c.,
879ss.

las que no se ven; pues las visibles son temporales, las invisibles eternas” (2Cor 4,17-18). El peso de la tribulación es “ligero” precisamente porque es “momentáneo”, el de la gloria está “sobre toda medida” precisamente porque es “eterno”. Por eso el mismo apóstol puede decir: “Estimo que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8,18).

San Francisco de Asís, en el célebre “capítulo de las esteras”, hizo a sus hermanos un memorable discurso sobre este tema: “Hijos míos, grandes cosas hemos prometido; pero mucho mayores nos las tiene Dios prometidas sí observamos las que le prometimos y esperamos con certeza las que él nos promete. El deleite del mundo es breve, pero la pena que le sigue después es perpetua; pequeño es el sufrimiento de esta vida, pero la gloria de la otra es infinita”   Nuestro amigo filósofo Kierkegaard expresaba con un lenguaje más refinado este mismo concepto del Pobrecillo. “Se sufre —decía— una sola vez, pero el triunfo es eterno. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que se triunfa también una sola vez? Así es. Sin embargo, hay una dif eren- cia infinita: la única vez del sufrimiento es un instante, pero la única vez del triunfo es la eternidad; de esa vez que se sufre, una vez que pasa, no queda nada; y lo mismo, pero en otro sentido, de la única vez que se triunfa, porque no pasa nunca; la única vez del sufrimiento es un paso, una transición; la única vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente”

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Me viene a la mente una imagen. Una masa de gente heterogénea y ocupada: hay quien trabaja, quien ríe, quien llora, quien va, quien viene y quien está aparte y sin consuelo. Llega jadeando, desde lejos, un anciano y dice al oído del primero que encuentra una palabra; después, siempre corriendo, se la dice a otro. Quien la ha escuchado corre a repetírsela a otro, y éste a otro. Y he
26 Florecillas, c. XVIII, en SAN FRANCISCO DE Asís, Escritos y biografías, Ed. Católica, Madrid 1971, 112.
27 S. KIERKEGAARD, Las obras del amor II, 1, Guadarrama, Madrid
1965.

aquí que se produce un cambio inesperado: el que estaba por el suelo desconsolado se levanta y va corriendo .i decírselo a los de su casa, el que corría se detiene y vuelve sobre sus pasos; algunos que reñían, mostrandu amenazadoramente su puño cerrado el uno bajo la barbilla del otro, se echan los brazos al cuello llorando. ¿Cuál ha sido la palabra que ha provocado este cambio? ¡La palabra “eternidad”!

La humanidad entera es esta muchedumbre. Y la palabra que debe difundirse en medio de ella, como una antorcha ardiente, como la señal luminosa que ios centinelas se transmitían en otro tiempo de una torre a otra, es precisamente la palabra “ieternidad!, ¡eternidad!”. La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Debe hacer resonar esta palabra en los oídos de la gente y proclamarla desde los tejados de la ciudad. ¡Ay si también ella perdiese la “medida”!; sería como si la sal perdiese el sabor. ¿Quién preservará entonces la vida de la corrupción y de la vanidad? ¿Quién tendrá el coraje de repetir aún a los hombres de hoy aquel verso lleno de sabiduría cristiana:
“Todo, excepto lo eterno, en el mundo es vano”? Todo, excepto lo eterno y lo que de alguna manera conduce a ello.

Filósofos, poetas, todos pueden hablar de eternidad y de infinito; pero sólo la Iglesia —como depositaria del misterio del hombre— puede hacer de esta palabra algo más que un vago sentimiento de “nostalgia de lo totalmente otro”. Existe, en efecto, este peligro. Que “se introduzca la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía”. “Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora”28. El evangelio impide que se vacíe así la eternidad, llamando inmediatamente la atención sobre lo que ha de hacerse: “Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Le 18,18). La eternidad se convierte en la gran “tarea” de la vida, aquello por lo que afanarse noche y día.


28 S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, 4, oc., 272.

Nostalgia de eternidad

Decía que la eternidad no es para los creyentes sólo nostalgia de lo totalmente otro”. Y, sin embargo, también es eso. No es que yo crea en la preexistencia de s almas y, por tanto, que hemos caído en el tiempo, espués de haber vivido primero en la eternidad y gustao de ella, como pensaban Platón y Orígenes. Hablo de ostalgia en el sentido de que hemos sido creados para la ternidad, en el corazón la anhelamos; por eso está inquieto e insatisfecho hasta que reposa en ella. Lo que Agustín decía de la felicidad, lo podemos decir también de la eternidad: “Dónde he conocido la eternidad para recordarla y desearla?” 29
¿A qué se reduce el hombre si se le quita la eternidad del corazón y de la mente? Queda desnaturalizado, en el sentido fuerte del término, si es verdad, como dice la misma filosofía, que el hombre es “un ser finito, capaz de infinito”. Si se niega lo eterno en el hombre, hay que exclamar al momento, como hizo Macbeth después de haber matado al rey: “... desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la gloria se ha esparcido!” 3° Pero creo que se puede hablar también de nostalgia de eternidad en un sentido más sencillo y concreto. ¿Quién es el hombre o la mujer que repasando sus años juveniles no recuerda un momento, una circunstancia en la que ha tenido como un barrunto de la eternidad, se ha como asomado a su umbral, la ha vislumbrado, aunque quizá no sepa decir nada de aquel momento? Recuerdo un momento así en mi vida. Era yo un niño. Era verano y, acalorado, me tendí sobre la hierba con la cara hacia arriba. Mi mirada era atraída por el azul del cielo, atravesado acá y allá por alguna ligera nubecila blanquísima. Pensaba: “Qué hay sobre esa bóveda azul? ¿Y más arriba aún? ¿Y más arriba todavía?” Y así, en oleadas sucesivas, mi mente se elevaba hacia el infinito y se per29 Cf SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 21.
3 W. SHAKESPEARE, Macbeth, act. II, esc. 3, citado por S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, 4, oc., 262.

día, como quien mirando fijamente al sol queda deslumbrado y no ve ya nada. El infinito del espacio reclamaba el del tiempo. “Qué significa —me decía— eternidad? ¡Siempre más! ¡Siempre más! Mil años, y no es más que el principio”. De nuevo mi mente se perdía; pero era una sensación agradable que me hacía crecer. Comprendía lo que escribe Leopardi en El infinito: “Me es dulce naufragar en este mar”. Intuía lo que el poeta quería decir cuando hablaba de “interminables espacios y sobrehumanos silencios” que se asoman a la mente. Tanto, que me atrevería a decir a los jóvenes: “Paraos, tumbaos boca arriba sobre la hierba, si es necesario, y mirad una vez el cielo con calma. No busquéis el estremecimiento del infinito en otra parte, en la droga, donde sólo hay engaño y muerte. Existe otro modo bien distinto de salir del ‘límite’ y sentir la emoción genuina de la eternidad. Buscad el infinito en lo alto, no en lo bajo; por encima de vosotros, no por debajo de vosotros”.
Sé muy bien lo que nos impide hablar así la mayoría de las veces, cuál es la duda que quita a los creyentes la “franqueza”. El peso de la eternidad —decimos para nosotros— será todo lo desmesurado que se quiera y mayor que el de la tribulación, pero nosotros cargamos con nuestras cruces en el tiempo, no en la eternidad; nuestras fuerzas son las del tiempo, no las de la eternidad; caminamos en la fe, no en la visión, como dice el apóstol (2Cor 5,7). En el fondo, lo único que podemos oponer al atractivo de las cosas visibles es la esperanza de las cosas invisibles; lo único que podemos oponer al gozo inmediato de las cosas de aquí abajo es la promesa de la felicidad eterna. “Queremos ser felices en esta carne. ¡Es tan dulce esta vida!”, decía ya la gente en tiempos de san Agustín.

Pero es precisamente éste el error que nosotros los creyentes debemos desvanecer. No es en absoluto verdad que la eternidad aquí abajo sea sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una presencia y una experiencia! Es el momento de recordar lo que hemos aprendido del dogma cristológico. En Cristo “la vida eterna que estaba junto al Padre se ha hecho visible”. Nosotros
—dice Juan— la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y tocado (cf lJn 1,1-3). Con

Cristo, verbo encarnado, la eternidad ha hecho irrupción en el tiempo, y nosotros tenemos experiencia de ello cada vez que creemos, porque quien cree “tiene ya la vida eterna” (cf lJn 5,13). Cada vez que en la eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo; cada vez que escuchamos de Jesús las “palabras de vida eterna” (cf Jn 6,68). Es una experiencia provisional, imperfecta, pero verdadera y suficiente para darnos la certeza de que la eternidad existe de verdad, de que el tiempo no lo es todo.
La presencia, a manera de primicias, de la eternidad en la Iglesia y en cada uno de nosotros tiene un nombre propio: se llama Espíritu Santo. Es definido como “garantía de nuestra herencia”(Ef 1,14; 2Cor 5,5), y nos ha sido dada para que, habiendo recibido las primicias, anhelemos la plenitud. “Cristo —escribe san Agustín— nos ha dado el anticipo del Espíritu Santo con el cual él, que de ningún modo podría engañarnos, ha querido darnos seguridad del cumplimiento de su promesa, aunque sin el anticipo la habría ciertamente mantenido. ¿Qué es lo que ha prometido? Ha prometido la vida eterna, de la que es anticipo el Espíritu que nos ha dado. La vida eterna es posesión de quien ya ha llegado a la morada; su anticipo es el consuelo de quien está aún de viaje. Es más exacto decir anticipo que prenda: los dos términos pueden parecer similares, pero hay entre ellos una diferencia no despreciable de significado. Tanto con el anticipo como con la prenda se quiere garantizar que se mantendrá lo que se ha prometido; pero mientras la prenda es devuelta cuando se alcanza aquello por lo que se la había recibido, el anticipo, en cambio, no es restituido, sino que se le añade lo que falta hasta completar lo que se debe” 31 Por el Espíritu Santo gemimos interiormente, esperando entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf Rom 8,20-23). El, que es “un Espíritu eterno” (Heb 9,14), es capaz de encender en nosotros la verdadera nostalgia de la eternidad y hacer de nuevo de la palabra eternidad una palabra viva y palpitante, que suscita alegría y no miedo.
El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahv, el aliento de Dios. Se ha inventado recientemente un método para sacar a flote naves y objetos hundidos en el fondo del mar. Consiste en introducir aire en ellos mediante cámaras de aire especiales, de manera que los restos se desprenden del fondo y van subiendo poco a poco al ser más ligeros que el agua. Nosotros, los hombres de hoy, somos como esos cuerpos caídos en el fondo del mar. Estamos “hundidos” en la temporalidad y en la mundanidad. Estamos “secularizados”. El Espíritu Santo ha sido infundido en la Iglesia con un objetivo similar al descrito: para elevarnos del fondo, hacia arriba, cada vez más arriba, hasta hacernos volver a contemplar el cielo infinito y exclamar llenos de gozosa esperanza: “Eternidad!, ¡eternidad!”

 

 

 

JESUCRISTO

 

(Para iniciar una charla sobre Jesucristo. Está copiado de Mons. Egea. Pero ya no recuerdo el libro)

 

No es fácil hablar de Jesucristo. Porque Jesucristo rompe todos nuestros esquemas mentales, no es una persona que se estudia, sino Alguien en quien está la plenitud de la divinidad y con quien se van trabando lazos de amistad a medida que uno seva compenetrando con Él.

Lo que yo pueda decirte sobre Jesucristo va a reflejar muy pobremente lo que yo siente por Él. Jesús es alguien con quien vivo y por quien vivo. Es como el horizonte de mi vida. Se me de memoria mi itinerario de encuentro con Él. Primera Comunión, monaguillo, comunión diaria, Sagrario, Seminario, oración.

A pesar de todo, hablamos poco de Él. Hablamos más de las verdades sobre Él y predicadas por Él, pero poco de su persona, poco de las personas divinas. Estoy hablando de la misma Iglesia y en sus predicaciones y en nuestras conversaciones privadas o comunitarias. Cómo le vamos conociendo y amando, que vericuetos tiene este caminar hacia el encuentro con Él, qué dificultades. Hablamos más de los derechos de los pobres, de los abandonados, de las obras de misericordia, del amor humano, matrimonial... y está bien. Pero el fundamento de todo es la persona de Cristo. Y el cristianismo es Cristo, su persona que se encarna, predica y nos salva. Sin Cristo no hay cristianismo. Y Cristo es una persona que vive, que no está difunta. Y para cumplir lo que Él nos manda, hay que amarle a Él primero porque es la razón de todo lo que vivimos y hacemos. Sin llegar a una amistad personal con Él es imposible comprender las razones de la moral y vida cristiana. Y más en estos tiempos tan difíciles para el cristianismo, para la fe y mora cristiana. Porque hoy no basta un amor ordinario a Cristo, hoy hace falta un amor extraordinario a su persona y verdad. Sin amistad personal con Él no se puede ser y vivir el cristianismo, la vida y el amor y el matrimonio según Cristo.  Porque a Cristo sólo se le comprende en la medida en que se le ama; sin amor a Cristo no se comprende el cristianismo. Sin amistad con Cristo, el cristiano se desfonda, pierde fuerza, firmeza en su vivir, porque las fuerzas sólo pueden venir de nuestra amistad personal con Él.

He sido testigo muchas veces de cómo cuando los hombres y mujeres se encuentran con Él y lo toman en serio vibran de manera especial. Mucha gente del mundo es crítica con la Iglesia, pero la figura de Cristo ha arrastrado y llenado de admiración a muchos durante siglos hasta dejarlo todo por seguirle, porque les atrae y cautiva; ven en Él el ideal de sus vidas y acuden a Él como realidad viviente y liberadora.

En esta charla no voy a tratar de probarte y convencerte de nada; ni menos voy a intentar comerte el coco, según se dice vulgarmente. Sencillamente, sólo voy a tratar de hablarte y expresarte mi fe y confianza y vivencia de Cristo, tal como yo la veo y trato de vivirla en amistad permanente con Él

Desde luego yo veo en primer lugar a Jesús como mi gran amigo, al mismo tiempo que amigo de todos los hombres. Te ruego que no veas en esta charla más que a un amigo –Gonzalo- que te habla del mejor amigo que tiene y ha encontrado –Jesús-, y te habla por si quieres tú también hacerte amigo de Jesús o si ya eres amigo, potenciar esa amistad.

Podrías imaginarte la siguiente escena: un buen día suena el teléfono y te dicen: es para ti: ¿Quién llama? Jesús. Qué Jesús. El de Nazaret. Te desconciertas un poco y sigues preguntando: Qué quieres? Charlar un rato contigo. Desearía que me conocieses un poco más, pero personalmente. Quería decirte quien soy, contarte el sentido y la razón de mi vida, por qué vine al mundo y me hice hombre como tú, cómo vine en tu búsqueda para abrirte las puertas de la amistad eterna con el Padre, por qué prediqué y anduve polvoriento y sudoroso por los caminos de Palestina... porque veo que tú andas buscando sin encontrar sentido a tu vida, y en el fondo me estás buscando sin encontrarme porque me buscas por caminos equivocados, y por eso no acabas de encontrarme. Y por eso te llamo, para que no pierdas el tiempo y nos encontremos ya para siempre. Mañana, a las .... nos vemos (hora de la charla). Y esa hora, y esa tarde es hoy, ahora, en estos momentos.

Sería maravilloso que al final de esta charla, en la que yo pretendo darte a conocer un poco a Jesús, tú le dijeses: Jesús, aquí tienes otro amigo, dispuesto a llegar a donde sea.

 

 

 

 

 

OTRA INTRODUCCIÓN SOBRE JESUCRISTO

(Copiada)

 

Su vida pública duró menos de tres años. No tuvo ningún cargo en la vida social o política. Casí no tenía dinero, ninguna propiedad y poquísimoas pertenencias. No escribió ningún libro. Jamás empleó las fuerza. Fue odiado por las autoridades. Su doctrina es y fue de enorme trascendencia. Fue deternido, condenado, torturado y ejecutado.

Y sin embargo... está vivo en lso creyentes y en os no creyentes. Porque su figura y su codtrina sintetiza todo lo que cualquer persona anhela en los más profundo de su ser.

Su muerte ha sido la más famosa de la historia. Ninguna ha  causado tanta conmoción y tantas luchas durante los últimos viente siglos. Su resurrección fue el acontecimiento más importante de todos ls siglso.

Hoy, dos mil años después, cerca de dos mil millones de hombrs y mujeres hacen profesion de seguirle.

No es fácil adoptar una actitud neutral ante Él. Ningún ser humano ha sido tan amado y tan odiado adorado y despreciado, aclamado y contestado.

Dos hechos parecen evidentes en el muindo de hoy. Primero: Existe un interés creciente por la persona de Jesús. Segudno: pese a que la Biblia sigue siendo el libro mas vendido del mundo, la ignoracióa respecto a la persona y el mensaje de Jesús sigue siendo grande.

Existe mucha confusi´n sobre el alcance de su afirmaciones, sobre el contenido de su doctrina, la razón de su merute, las pruebas des u resurrección, la esperanza de su vuelta.

Sin embargo, si los datos que poseemos de Jesús son verdaderos, y no hay ninguna razón seria paradudarlo, resulta absolutamente evidente que Jesús es la realidad más frandisa del universo. Ha transformado el mundo y al hombre. Personalmente todo cambió en mi vida desde que le encontré por la oración. Jamás pude imaginar que sería tan feliz y tan verdad su persona y amor. En su amistad he ido creciendo, como sacerdote y amigo, como amigo sacerdote. Para mí es lo mas grande y hermoso que he conocido, que tengo, que me ilumina, me llena, que vivie en mí y conmigo en unidad de amor y vida.

Por eso para mí no hay ni puede haber mejor noticia que daros a conocer  su persona y el camino por donde lo encontré. La oración, la oración, la oración personal, permanente, que me llevó a la conversión permanente, a vaciarme de todo lo mío para que Él me habitara y me llenara totalmente. Y por eso es la mejor noticia que puedo daros y comunicaros, el mayor gozo. Y por eso, esta tarde quiero hablaros de Él.

 

 

 

JESUCRISTO, HOMBRE EXTRAORDINARIO

(Me comprometí con Cristo de José Gea

 

 

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