Jueves, 05 Mayo 2022 10:47

Jesucrito encuentro personal canta

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Cantalamessa: Jesucristo, el santo de Dios: capítulos 5 y 6

Capítulo 5


EL SUBLIME CONOCIMIENTO DE CRISTO

(Raniero Cantalamesa, JESUCRISTO, EL SANTO DE DIOS)

 

         EL OBJETIVO de estas reflexiones sobre la persona de Jesucristo —he dicho al inicio— es preparar el terreno para una nueva ola de evangelización con ocasión de cumplirse el segundo milenio de la venida de Cristo a la tierra. Pero ¿cuál es el objetivo primario de toda evangelización y de toda catequesis? ¿Acaso el de enseñar a los hombres un número determinado de verdades eternas, o el de transmitir a la generación que viene los valores cristianos? No. Es llevar a los hombres al encuentro personal con Jesucristo, único salvador, haciéndolos “discípulos” suyos. El gran mandato de Cristo a los apóstoles suena así: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19).

 

         1. El encuentro personal con Cristo.

 

Juan, al comienzo de su evangelio, nos dice cómo se hace uno discípulo de Cristo, contándonos su experiencia, es decir, cómo llega a ser él mismo un día discípulo de Jesús. Vale la pena releer este pasaje, que es uno de los primeros y más llamativos ejemplos de lo que hoy llamamos contar el testimonio de la propia experiencia:
“Al día siguiente, Juan estaba todavía allí con sus discípulos; vio a Jesús, que pasaba, y dijo: ‘Este es el cordero de Dios’. Los discípulos lo oyeron y se fueron con Jesús. Jesús se volvió y, al verlos, les dijo: ‘Qué buscáis?’ Ellos le dijeron: ‘Rabí (que significa maestro), ¿dónde vives?’ El les dijo: ‘Venid y lo veréis’. Fueron, vieron dónde vivía y permanecieron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde” (Jn 1,35-39).

No encontramos nada de abstracto ni de escolástico en este modo de hacerse discípulo de Jesús. Es un encuentro de personas; es el inicio de una relación, de una amistad y familiaridad destinadas a durar una vida; más aún, una eternidad. Jesús se vuelve y, dándose cuenta de que lo seguían, se detiene y pregunta: “Qué buscáis?” Le responden: “Rabí, ¿dónde vives?” Y así, casi sin darse cuenta, lo han proclamado su maestro y han decidido que serán sus discípulos. Jesús no les da libros para estudiar o preceptos para retenerlos en la memoria, sino que les dice simplemente: “Venid y lo veréis”. Los invita a estar con él. Fueron y se quedaron con él.
He aquí cómo de un encuentro personal nacen enseguida otros encuentros personales, y quien ha conocido a Jesús lo da a conocer a otros. He aquí, en definitiva, cómo se transmite la buena noticia. Uno de los dos nuevos discípulos era el que escribe, Juan; el otro era Andrés. Andrés fue a decirle a su hermano Simón: “Hemos encontrado al mesías’ (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ (que significa piedra)” (Jn 1,4 1-42). Así llegó a la fe el jefe mismo de los apóstoles: por testimonio de otro. Al día siguiente Jesús le dice a Felipe: ¡Sígueme! Felipe encuentra a Natanael y le dice:
“He encontrado a aquel de quien Moisés escribió”, y responde a sus objeciones repitiendo las palabras de Jesús: “Ven y verás” (cf Jn 1,46). Si el cristianismo no es primariamente —como se ha dicho en muchas ocasiones, y con razón— una doctrina, sino una persona, Jesucristo, de ahí se sigue que el anmuncio de esta persona y la relación con ella es lo más importante, el inicio de toda verdadera evangelización y la condición misma de su posibilidad. Invertir este orden y poner las doctrinas y las obligaciones del evangelio por delante del descubrimiento de Jesús sería como poner los vagones de un tren delante de la locomotora que debe arrastrarlos. La persona de Jesús es lo que abre camino en el corazón a la aceptación de todo lo demás. Quien ha conocido una vez a Jesús vivo no necesita otro impulso; es él mismo quien arde en deseos de conocer su pensamiento, su voluntad, su palabra. No se acepta a

Jesús por la autoridad de la Iglesia, sino al contrario, por la autoridad de Jesús se acepta y se ama a la Iglesia. Lo primero que debe hacer, por tanto, la Iglesia no es presentarse a sí misma a los hombres, sino presentar a Jesucristo.
A este respecto existe un problema pastoral serio. Se denuncia desde muchos sitios y con preocupación el éxodo de numerosos fieles católicos hacia otras confesiones cristianas, en general protestantes. Si se intenta observar un poco desde cerca el fenómeno, se advierte que, en general, estos fieles son atraídos por una predicación más sencilla e inmediata, apoyada toda ella en la aceptación de Jesús como Señor y salvador de la propia vida. Por lo común no se trata de las mayores Iglesias protestantes, sino de pequeñas Iglesias de reciente creación, y a veces incluso de grupos o sectas, que se nutren de una “segunda conversión”. La fascinación que provoca este tipo de predicación en las personas es notable; y no se puede decir que sea siempre una fascinación superficial y efímera, porque cambia con frecuencia la vida de las personas.

         Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica y con un gran aparato legislativo se encuentran a veces en desventaja por su misma riqueza y complejidad de doctrina, frente a una sociedad que ha perdido en gran parte su fe cristiana y que necesita por ello volver a empezar desde el principio, es decir, volviendo a descubrir a Jesucristo. Es como si faltase aún el instrumento adecuado para esta nueva situación que se vive en diversos países cristianos. Estamos más preparados, por nuestro pasado, para hacer pastores que para hacer pescadores de hombres; es decir, más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para conducir a ella a nuevas personas o para “repescar” a las que se han alejado. Esto nos hace ver la necesidad urgente que tenemos de una evangelización que, aun siendo católica, es decir, abierta a toda la plenitud de la verdad y de la vida cristiana, sea también sencilla y esencial, lo que se logra haciendo de Jesucristo el punto inicial y focal de todo, aquel del que siempre se parte y al que siempre se vuelve.

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No encontramos nada de abstracto ni de escolástico en este modo de hacerse discípulo de Jesús. Es un encuentro de personas; es el inicio de una relación, de una amistad y familiaridad destinadas a durar una vida; más aún, una eternidad. Jesús se vuelve y, dándose cuenta de que lo seguían, se detiene y pregunta: “Qué buscáis?” Le responden: “Rabí, ¿dónde vives?” Y así, casi sin darse cuenta, lo han proclamado su maestro y han decidido que serán sus discípulos. Jesús no les da libros para estudiar o preceptos para retenerlos en la memoria, sino que les dice simplemente: “Venid y lo veréis”. Los invita a estar con él. Fueron y se quedaron con él.
He aquí cómo de un encuentro personal nacen enseguida otros encuentros personales, y quien ha conocido a Jesús lo da a conocer a otros. He aquí, en definitiva, cómo se transmite la buena noticia. Uno de los dos nuevos discípulos era el que escribe, Juan; el otro era Andrés. Andrés fue a decirle a su hermano Simón: “Hemos encontrado al mesías’ (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ (que significa piedra)” (Jn 1,41-42). Así llegó a la fe el jefe mismo de los apóstoles: por testimonio de otro. Al día siguiente Jesús le dice a Felipe: ¡Sígueme! Felipe encuentra a Natanael y le dice:
“He encontrado a aquel de quien Moisés escribió”, y responde a sus objeciones repitiendo las palabras de Jesús: “Ven y verás” (cf Jn 1,46).

Si el cristianismo no es primariamente —como se ha dicho en muchas ocasiones, y con razón— una doctrina, sino una persona, Jesucristo, de ahí se sigue que el anmuncio de esta persona y la relación con ella es lo más importante, el inicio de toda verdadera evangelización y la condición misma de su posibilidad. Invertir este orden y poner las doctrinas y las obligaciones del evangelio por delante del descubrimiento de Jesús sería como poner los vagones de un tren delante de la locomotora que debe arrastrarlos. La persona de Jesús es lo que abre camino en el corazón a la aceptación de todo lo demás. Quien ha conocido una vez a Jesús vivo no necesita otro impulso; es él mismo quien arde en deseos de conocer su pensamiento, su voluntad, su palabra.

 

No se acepta a Jesús por la autoridad de la Iglesia, sino al contrario, por la autoridad de Jesús se acepta y se ama a la Iglesia. Lo primero que debe hacer, por tanto, la Iglesia no es presentarse a sí misma a los hombres, sino presentar a Jesucristo.
A este respecto existe un problema pastoral serio. Se denuncia desde muchos sitios y con preocupación el éxodo de numerosos fieles católicos hacia otras confesiones cristianas, en general protestantes. Si se intenta observar un poco desde cerca el fenómeno, se advierte que, en general, estos fieles son atraídos por una predicación más sencilla e inmediata, apoyada toda ella en la aceptación de Jesús como Señor y salvador de la propia vida. Por lo común no se trata de las mayores Iglesias protestantes, sino de pequeñas Iglesias de reciente creación, y a veces incluso de grupos o sectas, que se nutren de una “segunda conversión”. La fascinación que provoca este tipo de predicación en las personas es notable; y no se puede decir que sea siempre una fascinación superficial y efímera, porque cambia con frecuencia la vida de las personas.


Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica y con un gran aparato legislativo se encuentran a veces en desventaja por su misma riqueza y complejidad de doctrina, frente a una sociedad que ha perdido en gran parte su fe cristiana y que necesita por ello volver a empezar desde el principio, es decir, volviendo a descubrir a Jesucristo. Es como si faltase aún el instrumento adecuado para esta nueva situación que se vive en diversos países cristianos. Estamos más preparados, por nuestro pasado, para hacer pastores que para hacer pescadores de hombres; es decir, más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para conducir a ella a nuevas personas o para “repescar” a las que se han alejado. Esto nos hace ver la necesidad urgente que tenemos de una evangelización que, aun siendo católica, es decir, abierta a toda la plenitud de la verdad y de la vida cristiana, sea también sencilla y esencial, lo que se logra haciendo de Jesucristo el punto inicial y focal de todo, aquel del que siempre se parte y al que siempre se vuelve.

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Esta insistencia en la importancia de un encuentro personal con Jesucristo no es un síntoma de subjetivismo o de sentimentalismo, sino la traducción al plano espiritual y pastoral de un dogma central de nuestra fe: que Jesucristo es “una persona”. En esta meditación quisiera mostrar cómo el dogma que proclama a Cristo “una persona” no es sólo un enunciado metafísico que ya no interese a nadie, o a lo sumo a algún teólogo, sino al contrario, es el fundamento mismo del anuncio cristiano y el secreto de su fuerza. En efecto, el único modo de conocer a una persona viva es entrar en relación viva con ella.


La Iglesia, en los concilios, ha recogido lo esencial de su fe en Jesucristo en tres afirmaciones: Jesucristo es verdadero hombre; Jesucristo es verdadero Dios; Jesucristo es una sola persona. Se trata de una especie de triángulo dogmático, en el que la humanidad y la divinidad representarían los dos lados y la unidad de persona el vértice. Esto es cierto incluso históricamente. Primero, en la lucha contra la herejía gnóstica, se salvaguardó la humanidad de Cristo. Después, en el siglo iv, en la lucha contra el arrianismo, se salvaguardó su divinidad. Y, por fin, en las controversias cristológicas del siglo y, la unidad de su persona.

 
Después de haber reflexionado en los capítulos anteriores sobre Jesús “verdadero hombre” y sobre Jesús “verdadero Dios”, queremos reflexionar ahora sobre Jesús “persona”. “Enseñamos —dice el concilio de Calcedonia— que Cristo debe ser reconocido como una persona o hipóstasis, no separado ni dividido en dos personas, sino único e idéntico Hijo unigénito, Verbo y Señor nuestro Jesucristo” 1
Es sabida la importancia central de esta verdad, que habla de una unión hipostática o personal entre el hombre y Dios en Cristo. Es el “nudo” que mantiene unidas Trinidad y cristología. Cristo es una persona, y esta persona no es otra que la persona del Verbo, la segunda persona de la Trinidad que, encarnándose en María, empezó a existir también como hombre en el tiempo. Divinidad y humanidad, más que como dos naturalezas, apa1 DENZINGER-SCHÓNMETZER, fl. 302.

recen a esta luz como dos etapas o dos modos de existir de una misma persona: primero fuera del tiempo, después en el tiempo; primero sin carne, luego en la carne. La intuición hace depender, de la manera más directa que se pueda pensar, nuestra salvación de la iniciativa gratuita de Dios; la que refleja mejor, en su misma raíz, la naturaleza profunda de la religión cristiana, que es ser la religión de la gracia, del don, más que de la conquista y de las obras; del descenso de Dios, más que del ascenso a Dios. “Nadie ha subido al cielo —dice Jesús en el evangelio de Juan— sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre” (Jn 3,13); y esto quiere decir que no se puede subir hasta Dios si no desciende Dios antes en medio de nosotros; que ninguna cristología que parta radicalmente “desde abajo” (de Jesús “persona humana”) podrá nunca conseguir después “subir al cielo”, es decir, elevarse hasta alcanzar la fe en la divinidad y en la preexistencia de Cristo, como ha demostrado de nuevo la experiencia reciente.
2. “A fin de conocerle a él...”


Pero no es esto lo que me urge sacar a la luz. También este dogma de la única persona de Cristo es una “estructura abierta”, es decir, capaz de hablarnos hoy, de responder a las nuevas necesidades de la fe, que no son las mismas del siglo y. Hoy nadie niega que Cristo sea “una persona”. Hay, como hemos visto, quienes niegan que sea una persona “divina’, prefiriendo decir que es una persona “humana”. Pero la unidad de la persona de Cristo no es contestada por nadie. No es, pues, por esta vertiente tradicional por donde hay que buscar la actualidad del dogma.
En el plano de la vida vivida, lo más importante hoy en el dogma de Cristo “una persona” no es tanto el adjetivo “una” como el sustantivo “persona”. Descubrir y proclamar que Jesucristo no es una idea, un problema histórico, ni tampoco sólo un personaje, sino una persona, y una persona viva. Esto, en efecto, es lo que nos falta hoy, lo que necesitamos urgentemente, para no dejar

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que el cristianismo se reduzca a ideología o simplemente a teología.
También esta verdad forma parte de ese castillo encantado que es la terminología dogmática de la Iglesia antigua, en el cual duermen, en un sueño profundo, ¡os príncipes y las princesas más hermosas, y que basta despertar para que se pongan en pie en toda su gloria. Según el programa que nos hemos trazado —de revitalizar el dogma volviendo a partir de su base bíblica— nos dirigimos ahora a la palabra de Dios. Y como de lo que se trata es de hacer posible a los hombres de hoy un encuentro personal con Cristo resucitado, parto precisamente de la página del Nuevo Testamento que nos habla del más célebre “encuentro personal” con el resucitado que jamás haya acontecido en la tierra: el del apóstol Pablo. “Saulo, Saulo... ¿Quién eres, Señor? ¡Soy Jesús!” Así sucedió este encuentro, del que tanta bendición brotó para la Iglesia naciente (cf He 9,4-5).


Pero escuchemos cómo describe él mismo este encuentro que dividió en dos partes su vida: “Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme con él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la justicia de Dios, que se funda en la fe. Y esto a fin de conocerle a él...” (Flp 3,7-10).


Volveré a evocar aquí de nuevo el momento en que este texto se convirtió para mí en “realidad actuante”, porque la palabra de Dios no se conoce verdaderamente en su naturaleza más profunda sino por los frutos, es decir, por lo que ella ha producido una vez en tu vida o en la vida de otros. Estudiando la cristología había hecho diversas indagaciones sobre el origen del concepto de “persona” en teología, sobre sus definiciones y diversas interpretaciones. Tuve conocimiento de las interminables discusiones en torno a la única persona o hipóstasis de Cristo en el período bizantino, de los estudios modernos sobre la dimensión psicológica de la persona con el consiguiente problema del “yo” de Cristo... En cierto sentido, lo sabía todo sobre la persona de Cristo. Pero, en un determinado momento, hice un descubrimiento desconcertante: sí, lo conocía todo de la persona de Jesús, pero no conocía a Jesús en persona. Conocía la noción de persona más que la persona misma.
Fueron precisamente esas palabras de Pablo las que me ayudaron a comprender la diferencia. Fue sobre todo la frase: “a fin de conocerle a él...”; y, en particular, fue ese pronombre “él” el que me impresionó. Me parecía contener sobre Jesús más cosas que tratados enteros de cristología. “El” quiere decir Jesucristo, mi Señor “en carne y hueso”. Me di cuenta de que yo conocía libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no lo conocía a él, persona concreta, viva. Al menos no lo conocía cuando me acercaba a él a través del estudio de la historia y de la teología. Había tenido hasta entonces un conocimiento impersonal de la persona de Cristo. Una contradicción, una paradoja, pero... ¡qué frecuente!


¿Por qué “impersonal”? Porque este conocimiento nos deja neutrales ante la persona de Cristo, mientras que el conocimiento que tenía Pablo le hacía considerar todo lo demás como pérdida, como basura, y le ponía en el corazón un anhelo irresistible de alcanzar a Cristo, de desprenderse de todo, incluso del cuerpo, para estar con él. La persona es una realidad única. A diferencia de cualquier otra cosa creada, a la persona se la puede conocer sólo “personalmente”, es decir, estableciendo una relación directa con ella, de manera que deje de ser un “eso” y se haga un “él”, o mejor un “tú”.
Desde este punto de vista, el conocimiento de la persona de Cristo difiere incluso del conocimiento de su humanidad y su divinidad, es decir, de las naturalezas de Cristo. Estas, siendo objetos y partes del todo, se pueden objetivar y estudiar. Pero la persona, no. La persona es un sujeto viviente y es un todo. No puede ser por ello captado plenamente sino conservándolo como tal, es decir, entero, y entrando en relación con él. Reflexionando sobre el concepto de persona en Dios, san Agustín, con toda la teología latina en pos de él, llegó a la conclusión de que persona significa “relación”. El pensamiento moderno, incluso el profano, ha confirmado esta intuición. “La verdadera personalidad consiste en recuperarse a sí mismo introduciéndose en el otro” (Hegel). La persona es persona en el acto en el que se abre a un “tú” y en este encuentro adquiere conciencia de si. Ser persona es “ser- en-relación”. Esto vale de modo eminente para las personas divinas de la Trinidad, que son “puras relaciones”, aunque subsistentes; pero, de manera distinta, vale también para toda persona, ya sea la nuestra o la de Cristo. La persona no se conoce, por tanto, en su realidad, sino entrando en “relación” con ella. No se puede conocer por eso a Jesús como persona sino entrando en una relación personal, de tú a tú, con él. En otras palabras, reconociéndolo como propio Señor.

Entrar en una relación personal con Jesús no es como entrar en relación con cualquier otra persona. Para que sea una relacion verdadera ha de llevarnos a reconocer y aceptar a Jesús por lo que es, es decir, Señor. El apóstol, en el texto recordado, habla de un conocimiento de Cristo “superior”, “eminente” e incluso “sublime” (hyperechon), distinto a todos los otros; distinto, ciertamente, de conocer a Jesús “según la carne”, o como diríamos hoy, según la historia, de modo externo y “científico”. Y dice también en qué consiste este conocimiento superior; consiste en reconocer a Cristo como propio Señor: “... ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. El sublime conocimiento de Cristo, su conocimiento “personal”, consiste, por tanto, en esto: que yo reconozca a Jesús como mi Señor, que es tanto como decir: como mi centro, mi sentido, mi razón de ser, mi supremo bien, el objeto de mi vida, mi alegría, mi gloria, mi ley, mi jefe, mi salvador, aquel a quien pertenezco.
En esto se ve que es posible leer libros y libros —e incluso escribirlos— sobre Jesucristo y, sin embargo, no conocer en realidad a Jesucristo. El conocimiento de Jesús es un conocimiento totalmente especial. Se parece al conocimiento que uno tiene de su madre. ¿Quién conoce de verdad a su madre? ¿El que ha leído muchos libros bellos sobre la maternidad o ha estudiado la idea de madre a través de las distintas culturas y religiones? Cierto que no. Conoce a su madre el hijo que un día, habien d

salido ya de la infancia, aprende que ha sido formado en su seno y que ha venido al mundo a través de sus dolores de parto; toma conciencia del vínculo único en el mundo que existe entre ella y él. Se trata en muchos casos de una revelacion y de una especie de iniciación” en el misterio de la vida.
Así ocurre con Jesús. Conoce a Jesús por lo que él es verdaderamente —es decir, de modo intrínseco, no extrínseco— quien un día, por revelación, no ya de la carne y de la sangre como en el caso de la madre, sino del Padre celeste, descubre que ha nacido de él, de su muerte, y que existe espiritualmente para él. Lo conoce quien, leyendo una vez en Isaías el famoso cántico del siervo sufriente, percibe toda la fuerza misteriosa de esa relación “nosotros-él”, sobre la que se ordena todo el cántico:
“Élha sido traspasado por nuestros pecados; el castigo, precio de nuestra paz, se ha abatido sobre él; a causa de sus llagas hemos sido nosotros curados...
El Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros “(Is 53,5-6).
3. La fe termina en las cosas Revitalizar el dogma que habla de Jesús “una persona” significa pasar de la consideración de la esencia de la persona a la de su existencia; es decir, caer en la cuenta de que Jesús resucitado es una persona existente, que está delante de mí; que me llama por mi nombre, como llamó a Saulo. Es necesario que hagamos realidad también en el ámbito de la fe el programa, propuesto por el filósofo Husserl y por toda la fenomenología, de “ir a las cosas”; de ir más allá de los conceptos, de las palabras, de los enunciados de fe, para alcanzar las realidades de fe tal como son. En este caso, la realidad de fe que es Cristo Jesús resucitado y viviente. “La fe no termina en los enunciados, sino en las cosas”, decía santo Tomás 2 No pode2 SANTO TOMÁS DE AQuINo, S.Th., II-II, 1-2, ad 2.

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mos contentarnos con creer en la fórmula “una persona”; debemos llegar a la persona misma y, en cierto sentido, tocarla.
Existe un conocimiento que es experiencia, es decir, un gustar y tocar. De él habla san Pablo cuando dice: “A fin de conocerle a él...” Aquí “conocer” es clarísimo que significa, según el lenguaje bíblico, “poseer”; no conocer a través de conceptos, sino de manera directa e inmediata. Hablando del resucitado dice san Agustín: “Si uno cuando está en la tierra no puede tocarlo, ¿quién entre los mortales podrá tocarlo sentado en el cielo? Ahora bien, ese tocar (cf Jn 20,17) representa la fe. Toca a Cristo quien cree en Cristo”3. Ocurre en el conocimiento de fe que a veces en un momento nuestro espíritu es “deslumbrado por el esplendor de la verdad como por una lámpara” y se establece entonces “una especie de contacto espiritual” (“quidam spiritalis contactus”) con la realidad creída 4.
No se trata de algo lejano a ti; no está ni en el cielo ni más allá del mar, sino en tu mismo corazón; y quizá sólo necesitas saber reconocerlo. ¿Ha habido un momento en tu vida en el que Cristo se haya perfilado ante tu mirada interior en toda su majestad, dulzura y belleza; en el que te hayas sentido también tú “conquistado por Cristo” (Flp 3,12), como el apóstol? ¿Algún momento, siquiera breve, en el que el misterio de Jesús y de su cuerpo místico te haya fascinado hasta tal punto que hubieras deseado incluso “liberarte de ti mismo para estar con Cristo” y conocerlo de verdad tal como es? ¿Algún momento —quizá en tus años juveniles— en el que se te haya manifestado claramente por un instante la “verdad” de Cristo hasta el punto de que habrías podido resistir por ella al mundo entero? ¿La verdad de las profecías, la verdad de los evangelios, la verdad de todo lo que se refiere a Cristo? Pues ése era el sublime conocimiento de Cristo, obrado en ti por el Espíritu Santo.
La fe termina así verdaderamente en la “cosa”. Oriente y Occidente están concordes en testimoniar este tipo
SAN AGUSTÍN, Sermo243, 1-2 (PL 38, 1144).
SAN AGUSTÍN, Sermo 52, 6-16 (PL 38, 360).

de conocimiento que alcanza la realidad última. “Nuestro conocimiento de las cosas —dice Cabasilas— es doble: el que se puede adquirir escuchando y el que se aprende por experiencia directa. En el primer modo no tocamos la cosa, sino que la vemos en las palabras como en una imagen, y ni siquiera en una imagen exacta de su forma. No podemos encontrar entre las cosas existentes una que sea totalmente igual a otra, y que, usada como modelo, baste para conocer a la primera. Conocer por experiencia, en cambio, quiere decir alcanzar la cosa misma; en este caso la forma se imprime en el alma y suscita el deseo, como una huella proporcionada a su belleza. Pero cuando estamos privados de la idea propia del objeto y recibimos de él una imagen débil y oscura, sacada de sus relaciones con los otros objetos, nuestro deseo se mide en relación a esta imagen y, por tanto, no lo amamos en cuanto es digno de amor, ni sentimos hacia él los sentimientos que podría suscitar, porque no hemos gustado su forma. Pues así como las diversas formas de las distintas esencias, imprimiéndose en el alma la configuran de modo diverso, así ocurre también con el amor. Cuan-
do el amor del salvador no deja entrever en nosotros nada extraordinario y por encima de la naturaleza, es signo manifiesto de que hemos encontrado sólo voces que hablan de él; pero ¿cómo se puede conocer bien por
¡ este medio a aquel a quien nada se le asemeja, que no tiene nada en común con los otros, al que nada se le puede comparar y que con nada puede compararse? ¿Cómo captar su belleza y amarlo de un modo digno de su belleza? Aquellos a los que se les dio un ardor tal que son sacados de su propia naturaleza e inducidos a desear y a realizar obras mayores de las que los hombres pueden concebir, fueron heridos directamente por el esposo; fue él quien deslumbró sus ojos con un rayo de su belleza: el tamaño de la herida es indicio de la flecha, el ardor revela al que nos ha herido” 5.
Cuando el amor del salvador no deja entrever en nosotros nada extraordinario, es signo de que hemos encontrado sólo voces que hablan de él; no a él Si el anuncio
N. CABASILAS, La vida en Cristo II, 8 (PG 150, 552ss).

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que hacemos de Cristo no zarandea a nadie; si es repetitivo y carente de entusiasmo, es señal de que hasta ahora hemos oído sólo voces que hablan de él. No lo hemos oído a éL
Pero ¿cómo devolver a nuestra fe agostada por las fórmulas ese realismo que fue la fuente de su fuerza en los padres y en los santos? Las fórmulas, los conceptos, las palabras han adquirido tanta importancia que a menudo han llegado a transformarse en un gran “aislante” que recubre las realidades e impide que lleguen a afectarnos. Como en la eucaristía, los signos visibles —el pan y el vino— se vacían de sí mismos, se ponen a un lado, por así decirlo, y se reducen a puros signos para dejar sitio a la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo que deben transmitir, así, al hablar de Dios, las palabras deben ser humildes signos, preocupados de transmitir las realidades y las verdades vivas que encierran, y después echarse a un lado. Sólo así las palabras de Cristo podrán revelarse como lo que son, es decir, “Espíritu y vida” (cf Jn 6,63).
Debemos pasar —decía— de la atención a la esencia de la persona a la atención a la existencia de la persona de Cristo. Así describe un filósofo reciente lo que provoca en nosotros el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas: “Hace un rato estaba yo en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, cabizbajo, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido antes de estos últimos días lo que quería decir ‘existir’. Yo era como los demás, como los que paseaban a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: ‘el mar es verde’, ‘aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota’; pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una ‘gaviota-existente’; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nos-
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otros, no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intacta. Cuando creía pensar en ella, evidentemente no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía, o sólo una palabra en la cabeza, la palabra ‘ser’... Mas he aquí que, de pronto, estaba allí, tan claro como el día: la existencia, de improviso, se había desvelado”6
Para conocer a Cristo en persona, a él, “en carne y hueso”, es necesario pasar por una experiencia similar. Es necesario caer en la cuenta de que él existe. Esto, en efecto, no sólo es posible ante una raíz de castaño, es decir, ante algo que se ve y que se toca, sino que para la fe también lo es ante las cosas que no se ven y ante el mismo Dios. Así fue como el creyente B. Pascal descubrió una noche al Dios vivo de Abrahán y conservó su recuerdo con breves y encendidas frases exclamativas:
“Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los doctos. No se le encuentra sino por los enseñados en el evangelio. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz... Olvido del mundo y de todo fuera de Dios” “. Aquella noche Dios se hizo para él “realidad efectiva”. Una persona “que respira”, como dice P. Claudel.
4. El nombre y el corazón de Jesús
¿Cómo se puede tener una experiencia de ese tipo? Después de haber intentado durante mucho tiempo y por todos los medios alcanzar el ser de las cosas y arrebatarles, por así decirlo, su misterio, una corriente de la filosofía existencial ha tenido que darse por vencida y reconocer (acercándose así, sin saberlo, al concepto cristiano de gracia) que el único modo de que esto pueda ocurrir es que el ser mismo se revele y venga por su propia iniciativa al encuentro del hombre. Y el lugar donde esto puede ocurrir es el lenguaje, que es una especie
de“casa del ser”. Ahora bien, esto es realmente cierto si 6 J.-P. SARTRE, La náusea, Alianza-Losada, Madrid 1984, 163ss.
B. PASCAL, Meniorial, en Pensamientos, Apéndice.

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por “ser” entendemos el ser (Dios o Cristo resucitado) y por “lenguaje”entendemos la palabra o el kerigma. Cristo resucitado en persona se nos revela y podemos encontrarlo personalmente en su palabra. Ella es verdaderamente su “casa”, y el Espíritu Santo abre la puerta a quien llama a ella.
En el Apocalipsis sale al encuentro de la Iglesia diciendo: “Yo soy el primero y el último y el viviente. Estaba muerto pero ahora vivo” (Ap 1,17-18). También ahora, después que ha muerto y resucitado, resuena el “Yo Soy” de Cristo. Cuando Dios se presentó a Moisés con estas palabras, su significado parecía ser: “Yo estoy aquí”, es decir, existo para vosotros; no soy uno de tantos dioses o ídolos de los pueblos que tienen boca y no hablan, que tienen ojos y no ven. ¡Yo existo de verdad! No soy un Dios de razón, un Dios sólo pensado. Lo mismo dice ahora Jesucristo.
¡Si pudiéramos por una vez caer en la cuenta de esto, tener esta experiencia como la tuvo Pablo: “Quién eres, Señor? Soy Jesús!”... Nuestra fe cambiaría entonces; se haría contagiosa. Nos quitaríamos las sandalias de los pies, como hizo aquel día Moisés, y diríamos con Job: “Sólo te conocía de oídas; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos” (Job 42,5). ¡También nosotros tendríamos la respiración entrecortada!
Todo esto es posible. No es exaltación mística; se basa en un dato objetivo, que es la promesa de Cristo: “Dentro de poco —decía Jesús a sus discípulos en la última cena— el mundo ya no me verá; vosotros, en cambio, me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis” (Jn 14,10). Después de su resurrección y ascensión al cielo —porque es a este tiempo al que se refiere Jesús— los discípulos verán a Jesús con una visión nueva, espiritual e interior, a través de la fe, pero tan real que Jesús puede decir simplemente: “Vosotros me veréis”. Y la explicación de todo esto es que él “vive”.
Hay un medio muy sencillo que puede ayudar en este esfuerzo por entrar en contacto con Jesús, y es invocar su nombre: “Jesús!” Sabemos que el nombre es para la Biblia la representación más directa de la persona y, en cierto modo, la persona misma. Es una especie de puerta,


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que permite la entrada en el misterio de la persona. No pertenece a la misma categoría de los otros títulos, de los conceptos y de los enunciados —como el mismo título “persona”—, sino que es algo más, algo distinto. Estos son comunes a otros, pero el nombre es único. Creer en el nombre de Jesús, orar y sufrir por su nombre significa en el Nuevo Testamento creer en la persona de Jesús, orar y sufrir unidos a él; ser bautizados “en el nombre de Jesús” significa ser bautizados en él, incorporados a él.


De Jesús ascendido al cielo no han quedado reliquias o vestigios en la tierra; ha quedado, sin embargo, su nombre; y son innumerables las almas que en todos los siglos, en Oriente como en Occidente, han conocido por experiencia el poder encerrado en este nombre. Israel no poseyó imágenes o representaciones de Dios; pero conoció, en cambio, el nombre como trámite santo para entrar en contacto con él. Ha conocido “la majestad del nombre del Señor su Dios” (Miq 5,3). Ahora la misma majestad es compartida también por el Hijo glorificado.
La Iglesia canta, siguiendo a san Bernardo, la dulzura, la suavidad y la fuerza del nombre de Jesús (“lesu dulcis memoria...”). San Bernardino de Siena renovó su devoción y promovió su fiesta, despertando con este nombre la fe adormecida de ciudades y poblaciones enteras. La espiritualidad ortodoxa ha hecho del nombre de Jesús el vehículo privilegiado para llevar a Dios en el corazón y para llegar a la pureza de corazón. Todos los que aprenden, con sencillez, a pronunciar el nombre de Jesús tienen, tarde o temprano, experiencia de algo que va más allá de toda explicación. Empiezan a valorar este nombre como un tesoro y a preferirlo a cualquier otro título de Cristo que designe su naturaleza o su función. No tienen ni siquiera necesidad de decir “Jesús de Nazaret”, como lo llaman normalmente los historiadores y los estudiosos, porque les basta con decir “Jesús”. Decir “Jesús” es “llamarlo”, establecer un contacto personal con él, como sucede cuando, en medio de la multitud, se llama a una persona por su nombre, y ésta se da la vuelta buscando a quien la ha llamado.


¡Cuántas cosas se llegan a expresar con el simple nombre de Jesús! Según la necesidad y la gracia particular
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del momento y el tono con que se pronuncia, se proclama con él que Jesús es el Señor, es decir, se “afirma” a Jesús contra todo poder del mal y toda angustia; con él se proclama la alegría, se gime, se implora, se llama a la puerta, se dan gracias al Padre, se adora, se intercede...
Otro medio para cultivar este conocimiento “personal” de Jesús, junto con la devoción a su nombre, es la devoción a su corazón. En el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos, cuando más fuerte es la inspiración y más ardiente el deseo del orante de unirse a Dios, se recurre siempre a un símbolo: el rostro. “De ti mi corazón me ha dicho: ‘Busca tu rostro’; es tu rostro, Señor, lo que busco; no me ocultes tu rostro” (Sal 27,8-9); “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Se?ior?” (Sal 42,3). El “rostro” indica aquí la presencia viva de Yavé; no sólo su “aspecto”, sino también, en sentido activo, su “mirada”, que se cruza con la de la criatura y la conforta, la ilumina, la alivia. Indica la persona misma de Dios; y tan es así, que el término “persona” deriva precisamente de este significado bíblico de cara, de rostro (prosopon).
Ante Jesús tenemos otra cosa mucho más real a la que “asimos” para entrar en contacto con su persona viva: ¡tenemos su corazón! El rostro era sólo un símbolo metafórico, porque se sabía bien que Dios no tenía un rostro humano; pero el corazón es para nosotros, después de la encarnación, un símbolo real —es decir, es símbolo y realidad al mismo tiempo—, porque sabemos que Cristo tiene un corazón humano; que existe dentro de la Trinidad un corazón humano que palpita. En efecto, si Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; vive, como el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta a la de antes —espiritual, no carnal—; pero vive. Si el cordero vive en el cielo “degollado, pero en pie” (cf Ap 5,6), también su corazón comparte este estado; es un corazón traspasado, pero vivo; eternamente traspasado, porque vive para siempre.
Quizá era ésta la certeza que faltaba (o que no estaba suficientemente expresada) en el culto tradicional al sagrado corazón, y que puede contribuir a renovar y revitalizar este culto. El sagrado corazón no es sólo el cora-

zón que palpitaba en el pecho de Cristo cuando estaba en la tierra, que fue traspasado en la cruz y cuya presencia sólo pueden perpetuar entre nosotros la fe y la devoción o, a lo sumo, la eucaristía. No vive sólo en la devoción, sino también en la realidad; no está sólo en el pasado, sino también en el presente. La devoción al sagrado corazón no está ligada exclusivamente a una espiritualidad que privilegia al Jesús terreno y al crucificado, como ha sido durante muchos siglos la latina, sino que está igualmente abierta al misterio de la resurrección y del señorío de Cristo. Cada vez que pensamos en este corazón, que lo sentimos, por así decirlo, palpitar en nosotros, en el centro del cuerpo místico, entramos en contacto con la persona viva de Jesús.
La devoción al sagrado corazón no ha agotado, por tanto, su razón de ser con la dsaparición del jansenismo, sino que sigue siendo al presente el mejor antídoto contra la abstracción, el intelectualismo y ese formalismo que tan árida hace la teología y la fe. Un corazón que palpita es lo que más claramente distingue una realidad viva de su concepto, porque el concepto puede abarcarlo todo de una persona, menos su corazón palpitante.

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Capítulo 6
“EME AMAS?”
El amor a Jesús SANTO TOMÁS distingue dos grandes tipos de amor:
el amor de concupiscencia y el amor de amistad, lo que corresponde en parte a la distinción más común entre eros y agape, entre amor de búsqueda y amor de donación. El amor de concupiscencia —dice— es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), es decir, cuando una persona ama una cosa, entendiendo por “cosa” no sólo un bien material o espiritual, sino también una persona si ésta no es amada como tal, sino instrumentalizada y reducida a una cosa. El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona’.
La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta que nos hemos planteado sobre la divinidad de Cristo era:
“Crees?”; la pregunta que debemos hacernos ahora sobre la persona de Cristo es: “EMe amas?” Existe un examen de cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos. El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder o no al sacerdocio o al ministerio de la predicación, ni siquiera acceder o no a una licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: “Crees?” y “eme amas?”:
¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?
San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si al¡ SANTO TOMÁS, S.Th., ¡-fi, 27-1.
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guno no ama al Señor, sea anatema” (iCor 16,22); y el Señor del que se habla es el Señor Jesucristo. A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...; pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de la cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra aquellos que no aman a Jesucristo.
En esta sexta etapa de nuestro camino de acercamiento a Cristo por la vía dogmática de la Iglesia, queremos afrontar precisamente, con la ayuda del Espíritu, algunas preguntas relativas al amor de Cristo: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Qué significa amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?
1. ¿Por qué amar a Jesucristo?
El primer motivo para amar a Jesucristo, el más sencillo, es que él mismo nos lo pide. En la última aparición del resucitado, recordada en el evangelio de Juan, en un determinado momento Jesús se dirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21,16). Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma más elevada del amor, la del agape o la de la caridad, y una vez el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien. “Al final de la vida —se ha dicho—, seremos examinados sobre el amor” 2; y así vemos que ocurrió también a los apóstoles:
al final de su vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados sobre el amor. Sobre nada más.
Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio, tampoco esta “ame amas?” va dirigida a quien la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De otro modo el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene palabras que
2 SAN JUAN DE LA CRUZ, Sentencias, 57.

“no pasan” (Mt 24,35). Por lo demás, ¿cómo puede uno que conoce quién es Jesucristo escuchar esa pregunta de sus labios y no sentirse personalmente interpelado, no captar que ese “tú” de “eme amas?” va dirigido precisamente a él?
Esta pregunta nos coloca de pronto en una situación única, nos aísla de todos, nos individua, nos hace personas. A la pregunta “eme amas?” no se puede responder por medio de otra persona o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto. Hasta ese momento, la escena se presenta muy concurrida y animada: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todo y todos desaparecen como en la nada, salen de la escena evangélica. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: “EMe amas?” Una pregunta a la que ningún otro puede responder por él, y a la que él no puede responder —como
ha hecho tantas otras veces— en nombre de todos los demás, sino que debe responder sólo por sí mismo. Y, en efecto, se nota cómo Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las primeras dos respuestas, inmediatas pero superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todo el saber de su pasado e incluso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21,17).
Se debe, por tanto, amar a Jesús porque él mismo nos lo pide. Pero, además, por otro motivo: porque él nos ha amado primero. Era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó —decía— y se entregó a sí mismo por mí!” (Gál 2,20). “El amor de Cristo —decía también— nos apremia, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con él” (2Cor 5,14). El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia”, o
—como se puede traducir también— “nos empuja por

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todas partes”, “nos urge dentro”. Se trata de esa ley bien conocida por la que el amor “a ningún amado amar perdona” 3, es decir, no permite a quien es amado no amar a su vez. “Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?”, canta un himno de la Iglesia . El amor no se paga más que con amor. Ningún otro precio le es adecuado.
Se debe amar, además, a Jesús sobre todo porque él es digno de amor, amable en sí mismo. Reúne en sí toda belleza, toda perfección y santidad. Nuestro corazón necesita “algo majestuoso” que amar; nada puede por eso satisfacerlo plenamente fuera de él. Si el Padre celeste encuentra en él, como está escrito, “toda complacencia”, si el Hijo es el objeto de todo su amor (cf Mt 3,17; 17,5), ¿cómo no lo ha de ser del nuestro? Si coima y satisface plenamente la capacidad infinita de amar de Dios Padre, ¿cómo no va a colmar la nuestra?
Se debe, además, amar a Jesús porque quien lo ama es amado por el Padre: “Al que me ama —ha dicho— lo amará mi Padre”, y: “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado” (Jn 14,2 1.23; 16,27).
Se debe amar a Jesús porque sólo quien lo ama lo conoce: “Al que me ama —ha dicho— me manifestaré” (cf Jn 14,21). Si es cierta la máxima de que “no se puede amar lo que no se conoce” (nihil volitum quin praecognitum), es igualmente cierta, especialmente cuando se trata de las cosas divinas, su contraria, es decir, que no se conoce sino lo que se ama. San Agustín lo expresa diciendo que “no se entra en la verdad sino por la caridad” 5. Esta intuición ha sido recogida y revalorizada también por algunas corrientes del pensamiento moderno, como la fenomenología y el existencialismo6. Pero cuando se trata de Cristo y de Dios, es sobre todo la experiencia constante de los santos y de todos los creyentes la que lo confirma. Sin un amor verdadero, inspirado por el Espíritu Santo, el Jesús que se llega a conocer con los más brillantes y agudos análisis cristológicos no es el verdadero Jesús, sino otra cosa. El verdadero Jesús no lo reveDANTE ALIGHIERI, Infierno V, 103.
‘ Adeste fideles: “Sic nos amantem quis non redamaret?”


5 SAN AGUSTÍN, C. Faust., 32,18 (PL 42, 507).
6 Cf M. HEIDEGGER, Elsery eltiempol, 5,29; ed. citada, l5lss.

 

lan “la carne y la sangre”, es decir, la inteligencia y la investigación humanas, sino “el Padre que está en los cielos” (cf Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos, sino a los amantes; no se lo revela a los sabios y a los inteligentes, sino a los pequeños (cf Mt 25,11).
Se debe, en fin, amar a Jesús porque sólo amándolo se puede guardar su palabra y poner en práctica sus mandamientos. “Si me amáis —ha dicho él mismo—, guardaréis mis mandamientos”, y: “El que no me ama no guarda mi doctrina” (Jn 14,15.24). Esto quiere decir que no se puede ser cristiano en serio, o sea, que no se pueden seguir en la práctica los dictámenes y las exigencias radicales del evangelio, sin un verdadero amor a Jesucristo. Y aunque, por hipótesis, alguno consiguiera hacerlo, sería igualmente inútil; sin el amor, no le serviría para nada. Si uno diese incluso su cuerpo para ser quemado, pero no tuviese caridad, para nada le serviría (cf iCor 13,3). Sin amor falta la fuerza para actuar y para obedecer. Por el contrario, quien ama vuela; nada le parece imposible o demasiado difícil.
2. ¿Qué significa amar a Jesucristo?


La pregunta “qué significa amar a Jesucristo?” puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a él. En este caso, la
respuesta es muy sencilla y nos la da Jesús mismo en el evangelio. No consiste en decir “Señor! ¡Señor!”, sino en hacer la voluntad del Padre y en guardar su palabra (cf Mt 7,21). Cuando se trata de una criatura —el esposo, los hijos, los padres, el amigo—, “querer” significa buscar el bien del amado, desearle y procurarle cosas buenas... Pero ¿qué “bien” podemos desearle a Jesús resucitado que no tenga ya? Querer, en el caso de Cristo, significa algo diferente. El “bien” de Jesús —más aún, su “alimento”— es la voluntad del Padre. Por eso amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con él la voluntad del Padre. Hacerla cada vez más plenamente, cada vez con más alegría. “Quien cumple la voluntad de Dios —dice Jesús—, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”

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(Mc 3,35). Todas las cualidades más bellas del amor se compendian para él en ese acto que es hacer la voluntad del Padre.


Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como ha hecho él, que no nos ha amado sólo con palabras, sino con hechos. Y ¡con qué hechos! Se “anonadó por nosotros y, de rico que era, se hizo pobre”. Un día la beata Angela de Foligno oyó que Cristo le decía:
“No te he amado de broma!”; y por poco no muere de dolor al oír estas palabras, viendo que su amor hacia él no había sido hasta entonces sino eso, una broma .
Pero yo quisiera tomar la pregunta “,qué significa amar a Jesucristo?” en un sentido menos evidente y poco usual. Existen dos grandes mandamientos acerca del amor. El primero es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”; el segundo es: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39). ¿Dónde se coloca el amor, del que estamos hablando, a la persona de Cristo? ¿A cuál de los dos mandamientos pertenece, al primero o al segundo? Más aún:
¿Cristo es el objeto supremo y último del amor humano, o sólo el penúltimo? ¿Es sólo un camino hacia el amor a Dios, o también su término?
Son preguntas de extrema importancia para la fe cristiana y para la misma vida de oración de las almas; y hay que decir que reina sobre ellas una notable incertidumbre y ambigüedad, al menos a nivel práctico. Existen tratados sobre el amor a Dios (De diligendo Deo) en los que se habla largo y tendido del amor a Dios, sin precisar, sin embargo, de qué modo se inserta en él el amor a Cristo:


si se trata de lo mismo o si, por el contrario, el amor a Dios, sin más añadidos, representa un estadio superior, un objeto más alto del amor. Todos están convencidos naturalmente de que el problema del amor del hombre a Dios no se plantea, después de Cristo, del mismo modo que se planteaba antes de él o como se plantea fuera del cristianismo. La encarnación del Verbo, en lo referente
Ii libro della B. Angela da Foligno, Quaracchi, Grottaferrata 1985, 612.

al amor a Dios, no ha traído al mundo sólo un motivo más para amar a Dios, o sólo un ejemplo más, el más alto, de este amor. Ha traído una novedad mucho más grande: ha revelado un rostro nuevo de Dios y, por tanto, un modo nuevo de amarlo, una nueva “forma” de amor a Dios. Pero no siempre se extraen de ello todas las consecuencias, o al menos no siempre son lo suficientemente explicitadas.
Es cierto que desde el tiempo de la regla de san Benito se repite esta máxima: “No anteponer absolutamente nada al amor a Cristo”8 La Imitación de Cristo tiene un capítulo estupendo titulado “Amar a Jesucristo por encima de todo” 9, y san Alfonso María de Ligorio escribió un librito muy popular, titulado Práctica del amor a Jesucristo. Pero en todos estos casos el cotejo, por así decir, es de Cristo para abajo, es decir, entre él y todas las demás criaturas. El sentido es que no se puede anteponer nada al amor de Cristo en el ámbito humano, ni siquiera a uno mismo. En cambio, queda abierto el problema de si hay que anteponer, acaso, algo en el ámbito divino al amor a Cristo.
Se trata de un problema real, que se plantea a causa de algunos precedentes históricos. Orígenes, en efecto, influenciado por la visión platónica del mundo —toda ella penetrada por la tendencia a superar lo que se refiera a este mundo visible—, estableció un principio que ha tenido un gran peso en el desarrollo de la espiritualidad cristiana. Insinúa un término ulterior al del amor a Cristo en cuanto verbo encarnado; presenta un estadio más perfecto del amor, que es aquel en el que se contempla y se ama al Verbo exclusivamente en su forma divina, como era antes de hacerse carne, superando por tanto su forma humana. En otras palabras, se ama propiamente al verbo de Dios, no a Jesucristo. La encarnación era necesaria, según él, para atraer a las almas, como es necesario que se difunda un perfume y se derrame al exterior, fuera del vaso, para poder ser respirado. Pero una vez atraídas por el perfume divino, las almas corren
8 Regla de san Benito, c. IV; cf ya SAN CIPRIANO, De oraL domin., c. 15.
Imitación de Cristo fi, 7.

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para llegar a alcanzar no un simple perfume divino, sino su misma esencia 10
Esta idea de algo que está por encima del amor a Cristo vuelve a despuntar a veces en el transcurso de los siglos bajo la forma de una “mística de la esencia divina”. En ella se pone como vértice absoluto del amor divino la contemplación y la unión con la esencia misma simplicísima de Dios, sin forma y sin nombre, que se hace presente en lo profundo del alma, en la ausencia total de toda imagen sensible, incluso la de Cristo y su pasión. El maestro Eckhart habla de un sumergirse del alma “en el abismo indeterminado de la divinidad”, dando la impresión de considerar el “fondo del alma” más que la persona de Cristo como el lugar y el medio para encontrar a Dios sin intermediarios. “La potencia del alma —escribe— alcanza a Dios en su ser esencial, despojado de todo” 11


Santa Teresa de Avila sintió la necesidad de reaccionar ante esta tendencia presente también en su tiempo en algunos ambientes espirituales, y lo hizo con aquella página famosa en la que afirma con gran vigor que no hay un estadio en la vida espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o, peor aún, se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la esencia divina 12 La santa explica cómo un poco de instrucción y de contemplación la habían alejado durante algún tiempo de la humanidad del salvador, y cómo, en cambio, el progreso en la instrucción y en la contemplación la habían vuelto a conducir a ella definitivamente.
Es significativo el hecho de que en la historia de la espiritualidad cristiana la tendencia que ha propugnado una unión directa con la esencia divina haya sido mirada siempre sospechosamente (como en el caso de la mística
10 ORÍGENES, Comentario al Cantar de los cantares, 1,3-4 (PG 13,93); In Johann 1, 28 (PG 14, 73s); C. Celsum IV, 16 (SCh 136, 220) y sobre todo Comm. in Rom. VII, 7 (PG 14, 1122), donde Orígenes dice que los que están en los inicios de la vida espiritual deben conf ormarse “a la forma de siervo”, es decir, a Cristo hombre, mientras que los perfectos deben esforzarse por conformarse “a la forma de Dios”, es decir, al “Logos puro”.
II ECKHART, Deutsche Predigten und Traktate, edición de J. QUINT, München 1955, 221.261.
12 SANTA TERESA DE AVILA, Vida, 22,lss.


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especulativa renana del siglo xv, y más tarde con los “iluminados”); y sobre todo el hecho de que ésta no haya producido ningún santo reconocido por la Iglesia, aunque haya dejado obras de altísimo valor especulativo y religioso.
El problema que he tocado hasta aquí vuelve a ser de nuevo actual en nuestros días, en un contexto distinto, a causa de la difusión entre los cristianos de técnicas de oración y de formas de espiritualidad de origen oriental. Desde el punto de vista de la fe cristiana no son prácticas malas en sí mismas; forman parte en cierto modo de esa vasta “preparación evangélica”, de la que formaban parte también, según algunos padres, determinadas intuiciones religiosas de los griegos. San Justino mártir decía que todo lo que ha sido dicho o inventado de verdadero y de bueno por cualquiera pertenece a los cristianos, desde el momento en que éstos adoran al Verbo total, del que todas estas “semillas de verdad” no eran más que manifestaciones parciales y provisionales 13 La Iglesia primitiva siguió de hecho este principio, por ejemplo, en su actitud para con las religiones y los cultos mistéricos de su tiempo, que eran también, en general, de origen asiático. Aun rechazando todo el contenido mitológico e idolátrico implicado en tales cultos, no dudó en apropiar- se del lenguaje, e incluso de algunos ritos y símbolos de los cultos mistéricos, en la presentación de los misterios cristianos. Aunque no se debe exagerar el influjo de los cultos mistéricos en la Iglesia cristiana, no se lo puede tampoco negar del todo.
Justamente por esto, un reciente documento del magisterio, dedicado al problema de estas formas de espiritualidad oriental, afirma que “no se deben prejuzgar despectivamente estas indicaciones como no cristianas” 14 Sin embargo, el mismo documento del magisterio tiene razón al poner en guardia a los creyentes contra el peligro de introducir, junto a las técnicas de oración y de


13 Cf SAN JUSTINO, llApología, 10.13.

14 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los obispos de la
Iglesia católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, V, 16, en “L’Osservatore Romano” del 15 de diciembre de 1989.

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meditación, contenidos extraños a la fe cristiana. El punto más delicado es precisamente el que se refiere al puesto de Jesucristo, hombre-Dios. En la lógica interna del hinduismo y del budismo, en los que se inspiran por lo general estas técnicas de meditación, es necesario superar todo lo que es particular, sensible e histórico para sumergirse en el todo o nada divino. Pueden llegar, por tanto, a arrinconar tácitamente la meditación sobre Jesús, cuando para nosotros, cristianos, Jesús es la única posibilidad ofrecida a los hombres para alcanzar la eternidad y el absoluto. Por tanto, no sólo no es necesario dejar a un lado a Cristo para ir a Dios, sino que no se puede ir a Dios si no es “por medio de él” (cf Jn 14,6). El es “el camino y la verdad”; es decir, no es sólo el medio para llegar, sino también el punto de llegada.
Estas formas de espiritualidad son positivas, por tanto, en la medida en que conducen hacia Cristo; pero cambian totalmente de signo y se hacen negativas en el momento en que, en vez de “antes”, son colocadas “después” de Cristo o “más allá” de Cristo. En ese caso entrarían en el intento de “ir más allá” de la fe, que ya el evangelista san Juan censuraba a los antiguos gnósticos (cf 2Jn 9). Son una recaída de la fe en la confianza en las obras. Son un contentarse de nuevo con los “elementos del mundo”, ignorando que en Cristo habita “la plenitud de la divinidad”. Es repetir el error que el apóstol reprochaba a los colosenses (cf Col 2,8-9).
Sin embargo, quizá en todo este asunto del recurso de los cristianos a formas de espiritualidad oriental no basta sólo con hacer una crítica y debamos también hacer una autocrítica. En otras palabras, debemos preguntarnos por qué sucede esto; por qué tantos que van a la búsqueda de una experiencia personal y viva de Dios se ven obligados a buscarla fuera de nuestras estructuras y comunidades. Si asistimos a la búsqueda del Espíritu sin Cristo, quizá sea porque se ha presentado un Cristo y un cristianismo sin el Espíritu.
Pero veamos cómo el dogma de la única persona de Cristo puede dar una respuesta adecuada a todos estos problemas planteados en el pasado por la mística de la esencia divina, y hoy por la difusión de las formas de

espiritualidad oriental. Veamos, en otras palabras, cómo se puede dar una justificación teológica a la afirmación según la cual nada absolutamente se debe anteponer al amor a Cristo, ni en el ámbito humano ni en el divino. En efecto, ¿en quién tiene su término el amor? ¿Quién es su objeto? Hemos visto más arriba que el amor de concupiscencia o eros puede tener como término también las cosas, mientras que el amor de amistad o agape, del que se trata en nuestro caso, no puede tener su término más que en la persona en cuanto persona. Pero ¿quién es la persona de Cristo? Es cierto que, en la línea de las cristologías que hablan de Cristo como de una “persona humana”, todo es distinto. En ella no sólo es posible, sino que es además un deber trascender, al final, también a Cristo, si no se quiere permanecer en el ámbito de las cosas creadas. Si, por el contrario, consideramos con la fe de la Iglesia que Cristo es “una persona divina”, la persona del Hijo de Dios, entonces el amor a Cristo es el amor mismo a Dios. Sin diferencia cualitativa. Es más; ésa es la forma que el amor a Dios ha asumido para el hombre después de la encarnación. El que ha dicho:
“Quien me odia a mí, odia también ami Padre” (Jn 15,23), puede decir también, con el mismo derecho: “Quien me ama a mí, ama también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios. He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del Padre.
Si el significado perenne de la definición de Nicea es que en todas las épocas y culturas Cristo debe ser proclamado “Dios”, no en un sentido derivado o secundario, sino en el sentido más pleno que la palabra Dios tiene en esa cultura, es cierto entonces también que Cristo no debe ser amado con un amor secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios. En otras palabras, que en ninguna cultura se puede concebir un ideal más alto que el de amar a Jesucristo.
Es verdad, sin embargo, que Jesús es también “hombre”, y en cuanto tal es nuestro “prójimo”, nuestro “her 130

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mano”, como él mismo se llama (cf Mt 28,10); más aún, el “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Por eso debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo. Es la síntesis de los dos mandamientos mayores, que en él se hacen, en cierto sentido, un único mandamiento. El es, como decía san León Magno, “todo por la parte de Dios, y todo por la nuestra”. El mismo, por lo demás, se ha identificado con nuestro prójimo, diciendo que lo que se haga al más pequeño de los hermanos se le hace a él mismo (cf Mt 25,35ss).
Ha habido algunos grandes pensadores y teólogos que, sin plantearse el problema con estos mismos términos, han captado y expresado, sin embargo, perfectamente esta exigencia central de la fe cristiana. Uno de ellos es san Buenaventura. Este no hace ninguna distinción entre Cristo y Dios en lo que se refiere al gran mandamiento del amor. Unas veces su objeto es “Dios”, otras veces es “nuestro Señor Jesucristo”. “Con todo el corazón y con toda el alma —escribe comentando este mandamiento— se debe amar al Señor Dios Jesucristo” 15 El amor a Cristo es para él la forma definitiva y conveniente que ha asumido para nosotros el amor a Dios: “Para esto me he hecho hombre visible —hace decir al verbo de Dios—, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti mientras, en mi divinidad, no había sido visto aún ni podía serlo. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú a mí” 16


Más explícita y decidida aún es la posición que adopta Cabasilas, que representa un rico filón del pensamiento oriental. Si cito tan a menudo a este autor del medievo bizantino tan poco conocido es porque considero que su libro La vida en Cristo representa una de las obras maestras absolutas de la literatura teológico-espiritual del cristianismo. Toda ella está basada en esta intuición de fondo sencilla y grandiosa: el hombre, creado en Cristo y para

15 SAN BUENAVENTURA, De perf. vitae ad soror., 7.
16 SAN BUENAVENTURA, Vitis mystica, 24.

 

Cristo, no encuentra su realización y su descanso más que en el amor a Cristo. “El ojo —escribe— ha sido creado para la luz, el oído para los sonidos, y cada cosa para aquello hacia lo que está ordenada. Pero el deseo del alma va dirigido únicamente a Cristo. En él está el lugar de su reposo, porque sólo él es el bien, la verdad y todo lo que inspira amor. El hombre tiende a Cristo con su naturaleza, con su voluntad, con sus pensamientos, no sólo por la divinidad de Cristo que es el fin de todas las cosas, sino también por su humanidad: en Cristo encuentra reposo el amor del hombre, Cristo es la delicia de sus pensamientos” 17 La célebre afirmación que hace san Agustín dirigiéndose a Dios: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” 18, es aplicada por Cabasilas claramente, y quizá también intencionadamente, a Cristo. El es “el lugar de nuestro reposo”, aquello a lo que tienden las aspiraciones más íntimas del corazón humano. No como a un objeto distinto del indicado con el término “Dios”, sino como al mismo objeto en la forma que éste ha querido asumir para nosotros y que había proyectado desde la eternidad.
No queremos con esto, en absoluto, ignorar o anular la gran variedad que existe en la manera de acercarse a Dios de las almas, dependiendo ya sea de la diversidad de los dones otorgados a cada uno, ya sea de las dif eren- cias en la psicología y la estructura mental de las personas. Hay quien tiene su amor y su oración más orientados al Padre, quien los tiene más orientados a Jesucristo, quien al Espíritu Santo y quien a la Trinidad en su conjunto, por lo que ama, ora y alaba constantemente “al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo”. Hay, en fin, quien orienta su amor y su oración simplemente a “Dios”, entendiendo por la palabra “Dios” el Dios-Trinidad de la Biblia, como Angela de Foligno cuando gritaba:
“jQuiero a Dios!” Todos ellos son caminos buenos, ampliamente experimentados por los santos, que se alternan con frecuencia en la vida y en la experiencia de una misma

persona. Por la mutua compenetración de las per17 N. CABASILAS, La vida en Cristo II, 9; VI, 10 (PG 150, 561.681).
18 SAN AGUSTÍN, Confesiones 1, 1; IX, 9.

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sonas divinas entre sí, amando a una se ama a todas, porque cada una está en todas las demás y todas las demás en cada una, por su unidad de naturaleza y voluntad. Lo que he querido decir simplemente es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel infenor, en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre.
3. ¿Cómo cultivar el amor a Jesús?
He intentado responder así a la pregunta “qué significa amar a Jesucristo?”, pero soy bien consciente de que lo que he dicho es nada en comparación con lo que se podía decir y que sólo los santos podrían decir. Un himno de la liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús canta: “Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer
lo que es amar a Jesús” 19 Lo nuestro no puede ser sino recoger las migajas que se caen de la mesa de los amos (cf Mt 15,27), es decir, atesorar la experiencia de los grandes amantes de Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesucristo. Por ejemplo, a Pablo, que deseaba liberarse del cuerpo “para estar con Cristo” (cf Flp 1,23), o a san Ignacio de Antioquía, que de camino al martirio escribía: “Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar con él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... Busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí!” 20
Pero ¿se puede amar a Jesús ahora que el Verbo de la vida no se puede ya ver, ni tocar, ni contemplar con nuestros ojos de carne? San León Magno decía que “todo
19 Himno Jesu dulcis memoria.
20 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, A los romanos, 2,1; 5,1; 6,1.
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lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su ascensión, a los sacramentos de la Iglei21. A través de los sacramentos, por tanto, y especialmente a través de la eucaristía, se alimenta el amor a Cristo, porque en ellos se realiza la inefable unión con él. Unión más fuerte que la del sarmiento y la vid, que la del esposo y la esposa y que cualquier otro tipo de unión. Se puede “amar” a Jesucristo por el motivo que hemos ilustrado en el capítulo anterior: porque él es una persona viva y “existente”. Es decir, no es sólo un personaje de la historia o una noción de la filosofía, sino un “tú”, un “amigo” al que se puede amar por ello con un amor de amistad.
Hay infinitas maneras de cultivar esta amistad con Jesús; y cada uno tiene la suya preferida, su don, su camino. Puede ser su palabra, en la que se tiene experiencia de él vivo y en diálogo con nosotros; puede ser la oración. Es necesaria, sin embargo, en todo caso, la unción del Espíritu, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a él.


Quisiera subrayar un medio que ha sido siempre muy querido por la tradición, especialmente la de la Iglesia ortodoxa: la memoria de Jesis. El mismo se ha como confiado a la memoria de los discípulos cuando dijo:
“Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). La memoria es la puerta del corazón. “Puesto que el dolor lleno de gracia —escribe también Cabasilas— nace del amor a Cristo, y el amor de los pensamientos que tienen por objeto a Cristo y su amor a los hombres, es muy conveniente conservar tales pensamientos en la memoria, darles vueltas en el alma y no dar nunca descanso a esta ocupación... Pensar en Cristo es la ocupación propia de las almas bautizadas”22 Ya san Pablo ponía en relación el amor a Cristo con su memoria: “El amor de Cristo nos apremia —decía— al pensar que uno ha muerto por todos” (2Cor 5,14). Cuando reflexionamos o sopesamos en la mente (krinantes) este hecho, es decir, que él ha muerto por nosotros, por todos, nos sentimos como impulsa21 S.n LEÓN MAGNO, Discurso 2 sobre la ascensión, 2 (PL 54, 398).
22 CABASILAS, o.c., VI, 4 (PG 150, 653.660).

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dos a amar a Jesús. Pensar en él o recordarlo “enciende” el amor.
En este sentido, podemos decir que para amar a Jesucristo es necesario recuperar y cultivar un cierto sentido de la interioridad y de la contemplación. El apóstol establece esta fórmula: en la medida en que “reforzamos nuestro hombre interior”, Cristo habita por la fe en nuestro corazón; así pues, enraizados y fundados en la caridad llegamos a comprender la anchura, la largura, la altura y la profundidad del “amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento” (cf Ef 3,14-19). Es necesario comenzar, por tanto, reforzando el hombre interior; lo que para un creyente significa creer más, esperar más, orar más, dejarse guiar más por el Espíritu. “Cristo en nosotros, esperanza de la gloria” (cf Col 1,27): ésta es la definición misma de la interioridad cristiana.

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven —especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier otra forma de anuncio del evangelio— es hacer de él el gran ideal de su vida, el “héroe” del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de él a todos los demás en medio del pueblo de Dios. No hay vocación más bella que ésta. Marcar a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. En el Cantar de los cantares es más bien la esposa, es decir, el alma —en la interpretación tradicional— la que dice al esposo: “Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo” (Cant 8,6). Pero el esposo, Cristo, ha cumplido por su cuenta esta petición; nos ha puesto de verdad como sello en su corazón y en sus manos. ¡Un sello indeleble de sangre! Pero la invitación es mutua. También la esposa debe marcar a Cristo como sello en su corazón. Ahora bien, por eso Jesús le dice a la Iglesia y al alma: “Ponme como sello sobre tu corazón!”; un sello que no está para impedir que ame a otras personas o cosas —la mujer, el marido, los hijos, los amigos, las almas y todas las cosas bellas—, sino para impedir que se amen sin él, fuera de él o en lugar de él.


Si la Iglesia es en su realidad más profunda la “esposa” de Cristo (cf Ef 5,25ss; Ap 19,7), ¿qué se espera ante todo de una esposa sino que ame a su marido? ¿Hay algo

más importante que pueda hacer? ¿Hay algo que tenga valor si falta esto? Ciertamente el amor a Cristo es “la actividad propia de las almas bautizadas”, la vocación propia de la Iglesia.


Si un joven que se siente llamado al seguimiento radical de Cristo me pidiese un consejo: ¿Qué debo hacer para perseverar en la vocación y ser un día un anunciador entusiasta y eficaz de Cristo?, creo que respondería sin dudar: enamórate de Jesús, trata de establecer con él una relación de amistad íntima y humilde; ve después sereno al encuentro de tu futuro. El mundo intentará seducirte por todos los medios; pero no lo conseguirá, porque “el que está en vosotros es más grande que el que está en el mundo” (cf lJn 4,4).

Después que Pedro respondió: “Señor, tú sabes que te amo”, Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”. No se puede, en efecto, apacentar a las ovejas de Cristo ni se les puede anunciar a Jesucristo si no se ama a Jesucristo. Es necesario, como recordaba al principio, hacerse, en cierto modo, poetas para cantar al “héroe”; y sólo el amor puede hacernos verdaderamente tales. Quiera el cielo que al final de la vida y de nuestro “humilde servicio en la casa del héroe” podamos repetir también nosotros a modo de testamento las palabras del poeta: “Por valles y colinas has llevado esta pequeña flauta de caña y con ella has tocado
melodías eternamente nuevas” 23 La melodía eternamente nueva que debemos llevar por valles y colinas hasta los confines de la tierra es para nosotros el nombre dulcísimo de Jesús. 23 TAGORE, Gitanjali, 1.

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