Jueves, 05 Mayo 2022 10:23

J.M.LUMBRERAS Jesucristo mi libro A

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PRÓLOGO

 

Escribo este prólogo, para decirte, que esta carpeta o libro que tienes en tus manos no es un estudio teológico sobre Jesucristo, que yo haya elaborado sobre la realidad humana de Jesús de Nazaret; es un conjunto de notas y lecturas, que  he meditado o predicado o leído desde los cinco o cuatro últimos años de mi seminario hasta la fecha de hoy; y como son ya, hoy precisamente, 11 de junio del 2012, cincuenta y dos años de sacerdocio, sumo en estas notas casi sesenta años de lecturas. Por eso, la mayoría de estas notas son de autores de los años sesenta. Y los son, porque los modernos que he leído sobre Jesús de Nazaret, no me gustan tanto como aquellos.

Me ha movido a elaborarlo mi amor y entusiasmo por mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero hombre; y en concreto, lo he querido realizar sobre su humanidad, sobre el hombre perfecto que es Jesús de Nazaret, porque Él llena toda mi vida y porque su humanidad ha sido el puente de salvación y unión con la Trinidad, que los Tres ha establecido por la potencia de amor del Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y  del Hijo al Padre, en que seremos sumergidos eternamente, pero que ya podemos vivir aquí abajo.

He leído, meditado y escrito varios libros personales sobre el Señor Jesucristo, sobre todo, vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía. Ahora lo que quiero, es escribir, mejor, transcribir, lo más importante, hermoso y piadoso que otros han escribo y meditado sobre Él. Aunque haya algo original o personal, repito que aquí lo que trato es de escribir lo que más me ha gustado sobre Jesús de Nazaret, escrito por otros.

Y por eso esta publicación es privada, no lesiona los derechos de autor, y se publica en carpetas para esta clase de alumnos especiales, aquellos que quieran leerlas, porque quieran profundizar en el conocimiento y amor de Jesús de Nazaret.

Tampoco digo que lo escrito aquí sea lo mejor que hayan escrito estos autores; lo que digo es que es lo que a mí más me ha gustado. Y voy a decir más: los que más me han gustado son de autores de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años… Yo no digo que modernamente no haya autores buenos; pero, para mí, no han sido superados autores de entonces, al menos desde mi punto de vista, como Kar Adan, Guardini, Columba Marmión, Maximiliano Garcia, Jean Galot, Lyonnet… y escribiendo o predicando sobre la humanidad de Jesucristo, sobre los  sentimientos, virtudes, predicación y vida terrena de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.

Repito que todo lo escrito aquí es sobre la personalidad humana de Cristo; y que no lo hago en línea de teología, sino en línea de meditación y oración, porque es el mejor camino para conocer y amar a Jesucristo, ya que a Jesucristo, su evangelio, su vida, lo he dicho muchas veces, sólo se conocen en la media en que se aman.

Advierto también que muchas veces no pondré obras y autores, porque me llevaría mucho tiempo y no acertaría a poner títulos de libros y autores, ya que la mayor parte de todas estas notas están escritas a mano, a veces sin nota referencial, algunas hace más de cincuenta años; otras, las mayor parte, fueron escritas a máquina para clases de Espiritualidad en el Seminario  o para meditación y predicación en retiros o ejercicios espiritules; y las últimas de estos quince años, escritas por ordenador.  Por lo tanto, yo las transcribo tal cual las tengo, para que les ayuden a los que las lean y mediten a conocer y amar más a Jesucristo.

Pues bien, querido lector, aquí tienes lo más importante que yo he leído y meditado desde hace sesenta años, sobre la humanidad de Cristo, único puente de salvación y unión con la Santísima Trinidad, a la que debemos todo honor y gloria, pues por ella, y solo por ella, nos han venido todas las gracias, hemos conocido al Dios verdadero, le debemos la salvación eterna y es el puente soñado por el Padre para revelarnos y pronunciar para los hombres su Única Palabra por la que todo se hizo y por la que como dice san Juan de la Cruz nos ha dicho en silencio eterno de amor y en música callada, todo lo que tenía que decirnos y que, según el doctor místico, en silencio de amor y de oración debe ser escuchas. Esto está escrito para ratos de oración y contemplación con el Amado:

         Insisto en que yo voy a tratar principalmente de la humanidad de Cristo, revelación y puente de la Divinidad. Y lo hago porque la experiencia misma nos enseña que muchos cristianos, y hasta muchos cristianos piadosos, afirman llenos de fe el dogma de la divinidad Y humanidad de Cristo, confiesan las dos naturalezas de Jesús, pero en su piedad práctica se forman una imagen de Él en que lo humano queda completamente absorbido por lo divino, en que la humanidad de Jesús aparece tan sólo a modo de forma exterior, como envoltorio visible de lo íntimo y esencial: su divinidad.

Ya no se recuerda que Cristo, según el dogma de la Iglesia, es plenamente hombre; que tiene un alma humana, una conciencia humana; que posee por completo la libertad humana de decisión y una vida sentimental puramente humana; que el temor de Dios llega también a las profundidades de su alma, Y que su conciencia, como la nuestra, se siente impulsada a clamar desde lo más profundo al Padre. En su Vida de Jesús, François Mauriac reprocha a ciertos teólogos el presentar una imagen de Cristo en la que «el hombre, este Jesús... corre peligro de desaparecer en la gloria de la segunda Persona divina (Prólogo). Y el erudito jesuita Galtier cita con aprobación lo que afirma el canónigo Masur en su obra Le sicrifice du chef (pá gin 130) : «El monofitismo, es decir, la doctrina según la cual Cristo es verdadero Dios pero no también hombre verdadero, es tentación de personas piadosas, pero ignorantes.»

La persona de Jesús de Nazaret ha dado mucho que hablar a lo largo de la historia. Para muchos Jesús fue un hombre bueno, un maestro o un filósofo. Incluso entre los mayores detractores de la religión no han faltado quiénes han descubierto en él una personalidad singular y digna de admiración.

No han sido menos profusos los intentos de dibujar el rostro de Jesús desde la orilla de la teología, donde las distintas corrientes cristológicas han abordado su persona desde la historia, la fe, la tradición eclesial y un largo etcétera que no tiene visos de concluir.

Pero, ¿por qué tanto interés? ¿Por qué volver una y otra vez sobre la misma cuestión? Para Walter Kasper está claro: toda nuestra fe cristiana se reduce a esta pregunta: «Quién es Jesucristo para nosotros hoy?» ¿Quién es para ti? Ese será tu cristianismo, tu fe, tu vida cristiana.

 

2. «EL HIJO DEL HOMBRE NO TIENE DÓNDE RECLINAR SU CABEZA» (Mt 8,20)

 
La vida pobre de Jesús


           Jesús «siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Se empobreció al despojarse de su divinidad, aparecer como un hombre cualquiera y vivir su existencia temporal, desde la cuna hasta la sepultura, careciendo de bienes materiales.

Podía haber nacido en Nazaret donde, aunque pobre, tenía una casita, pero quiso venir al mundo en Belén de Judá. Así se cumplían las Escrituras y era dado a luz en una gruta fría y desnuda, usada para establo de animales. Recién nacido fue recostado en las pajas de un pesebre, tallado en la roca (Lc 2,6-7).

Su vida no fue muy larga, y la mayor parte de ella la pasó en una modesta aldea de montaña alejada de todas las grandes vías de comunicación. Nazaret era tan insignificante que ni el Antiguo Testamento, ni el Talmud, lo nombran una sóla vez. Los geógrafos y los historiadores, como Flavio Josefo, ni lo conocen.

Aquel pueblecito tenía, en tiempos de Jesús, según el cálculo de los arqueólogos, no mucho más de ciento cincuenta habitantes, humildes agricultores, pastores y artesanos. La casa era de una sola pieza con una gruta, natural o excavada en la roca, cubierta con terrazas de tierra batida, con sus salidas para el humo, sus alacenas en la pared para la lámpara y la cerámica, y su hogar en el suelo, en el que se sentaban sus moradores y extendían esteras para el descanso nocturno. Jesús, ya adulto, se ganó la vida trabajando con sus brazos como carpintero (Mc 6,3).

En su vida pública, no puso su base de operaciones en Jerusalén, la capital, sino en un poblado de la despreciada Galilea de los gentiles, de unos centenares de vecinos, pescadores, agricultores y comerciantes. En las ruinas de Cafarnaún se pueden ver las bases de las casas del tiempo de Jesús, edificadas con toscos y grandes cantos de basalto y de una sola pieza, donde vivían y dormían en común todos los familiares. En los tiempos de calor, lo hacían en los patios comunes. Carecían de agua, que habían de traer las mujeres de la fuente del pueblo, de servicios y de desagües. Recordemos que allí los calores son asfixiantes, al estar a doscientos doce metros bajo el nivel del mar.

No tenemos un diario que nos narre con detalle las correrías de Jesús errante por aquellas aldeas y caseríos, pero los Evangelios nos suministran suficientes indicios para conocer la pobreza de su vida. El y los doce comían de la limosna de algunas piadosas mujeres agradecidas (Lc 8,2-3), tenían una bolsa en común (Jn 12,6; 13,29), pero, a veces, no disponía Jesús de una moneda, como cuando pidió una para ver su efigie y su leyenda (Mc 12,15-16), o cuando envió a Pedro a sacar una de la boca del pez (Mt 17,24-27). El día en que se retiró Jesús con sus discípulos a un lugar solitario al noroeste del lago, le siguió la multitud, y allí se vio que aquellos trece hombres, jóvenes y robustos, no llevaban para comer sino «cinco panes y dos peces» (Mc 6,38). A veces, no disponían ni aun de eso y «al atravesar unos sembrados y sentir hambre, arrancaron las espigas, las frotaron en las manos, y se comieron el grano» (Mc 2,23-28).

A un letrado que le quería seguir, le previno Jesús: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). ¡Cuántas noches dormirían sobre el duro suelo, bajo los olivos, con el manto de cabezal, a la luz de las estrellas!

Culminó su vida en la cruz, como un malhechor, en la mayor pobreza y desnudez, desposeído de su ropa, que se la repartieron y sortearon los soldados (Jn 18,23-24) y, muerto, fue sepultado en un sepulcro prestado (Jn 19,38-42).
Jesús, a pesar de que «todo había sido hecho por él y para él» (Col 1,15-17), eligió vivir pobremente y entre los pobres, la gente sencilla y despreciada. El sabía muy bien la atracción que los bienes creados, las riquezas, habían de ejercer sobre los seres humanos y nos dio ese ejemplo admirable de pobreza y de desasimiento. Ello, además, haría más creíble su doctrina y sus enseñanzas.


Jesús y los pobres


            Un día Jesús subió a Nazaret. Era sábado y como buen judío acudió a la sinagoga. Después de recitar el Shemá y algunas otras oraciones, se levantó para hacer la lectura de los profetas. Le entregaron un rollo, leyó unos versículos y dijo: «Hoy se ha cumplido este pasaje que acabáis de oír» (Lc 4,20).
¿Qué había leído? Aquel lugar del tercer Isaías que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque el señor me ha ungido. Me ha enviado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; para anunciar la libertad a los presos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor»
(Is 61,1-2).

En otro momento, Juan el Bautista, extrañado del proceder de Jesús, envió desde la cárcel algunos de sus discípulos para que le preguntasen: «,Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?». Jesús, refiriéndose a sus actuaciones, les respondió para que se lo comunicaran a Juan: «Los ciegos ven y los cojos andan,
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres
se les anuncia la buena noticia. Y dichoso el que no se escandaliza de mí»
(Mt 11,2-6).

Jesús era el ungido de Dios, el Mesías esperado, sobre el que reposaba el Espíritu del Señor. No venía como juez «con el hacha para cortar de raíz los árboles que no dieran fruto y arrojarlos al fuego,... ni con el bieldo en la mano, para limpiar su era, guardar el trigo en el granero y hacer una hoguera con la paja, que arderá siempre», como anunció Juan el Bautista (Mt 3,10-12). Tampoco llegaba para triunfar militarmente sobre los enemigos de Israel, entonces los romanos, dominar el mundo y someterlo a un nuevo imperio con capital en Jerusalén, como soñaba el pueblo. El Mesías, como lo habían predicho los profetas, era enviado para anunciar la buena noticia del reino de Dios a los pobres, liberarlos de las injusticias, de sus enfermedades, de las cárceles, de las opresiones y de la muerte. Esa era la señal de que era el ungido del Señor y de que el Espíritu de Dios reposaba sobre él.

Jesús, desde el principio de su predicación, repetía: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios» (Mc 1,15), el «reino de Dios ya está entre vosotros» (Mt 12,28).
Para los judíos el reino de Dios significaba el tiempo en que Dios se había de manifestar plenamente, intervenir y actuar en la historia y comportarse como un buen rey. Para ellos, el buen rey no era sólo el que defendía a su pueblo de los invasores extranjeros, sino, sobre todo, el que lo liberaba dentro de su pueblo, al asegurar a sus súbditos la justicia, ausente de la vida social real, ya que unos pocos ricos y poderosos explotaban y oprimían a los pobres y a los débiles. El rey ideal, por lo tanto, debía proteger al pobre contra el rico y hacer respetar los derechos de los menesterosos, de los huérfanos y de las viudas, de los oprimidos y explotados, de los despreciados y de los extranjeros.

Esta idea palpita a lo largo y a lo ancho de todas las Escrituras:
«Dios mío, confían tu juicio al rey tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a los humildes con rectitud... él librará al pobre que pide auxilio
al afligido que no tiene protector; él se apiada del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres». (Salmo 71,1-4; 12-14; cf. 145,5-10).

Jesús, al proclamar que ya había llegado el reinado de Dios, decía que Dios se manifestaba ya en el tiempo y ejercitaba su poder real en favor de los pobres, de los pequeños, de los desgraciados, de los oprimidos. No por los méritos o disposiciones espirituales de éstos, sino porque ésa era la manera de ser de Dios, de reaccionar ante las injusticias de este mundo. «Eres Dios de los humildes —oraba Judit— socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados» (Jud 9,11). Y María, la madre de Jesús, resumía el Antiguo Testamento con estas palabras:


«Su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos».
(Lc 1,4655)2.

(Véanse el cántico de Ana la profetisa (1 Sam 2,1-8); Is 11,2-4; 42,1-7; los Salmos 9,10.13.19; 34,10, etc).


             Por eso, en Jesús, el enviado de Dios, el «Enmanuel», el Dios con nosotros, tenían que verse las preferencias del corazón de Dios. Para Jesús, como lo había proclamado en las Bienaventuranzas, eran dichosos los pobres, los que sufren, los
hambrientos, los que lloran (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). No porque padecieran, o porque la pobreza material involuntaria sea un bien deseable en sí misma, sino porque había llegado ya el reino de Dios, de ese Dios que les ama especialmente y en cuyo reinado ellos serán los privilegiados. Felices, bienaventurados, por la esperanza y el gozo que les proporciona el saberse los predilectos, los preferidos en el reino de Dios, que comienza ya en esta vida temporal, si bien no culminará en plenitud hasta la eterna.
Conforme con estas preferencias del corazón de Dios, Jesús, su enviado, pasó toda su vida mezclado entre la gente sencilla, pobres agricultores y pescadores, los ignorantes, despreciados por los fariseos porque desconocían la Ley (Jn 7,29); predicó la buena nueva a los pobres por aquellos campos, llanuras, montañas y en las orillas del lago, compadecido al ver que «vagaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34). En repetidas ocasiones, multiplicó los panes y los peces para dar de comer a aquellas multitudes hambrientas. ¡Con qué amor curó a los ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos, que «no le dejaban tiempo ni para comer» (Mc 6,31), resucitó a los muertos y consoló a los tristes, a la viuda de Naín, a la madre cananea, a Jairo, al oficial! Jesús, también, tuvo predilección por los despreciados de aquel orden social: los niños, las mujeres, los leprosos, los samaritanos, los pecadores y las prostitutas.
El es el Mesías por el que Dios hace justicia a los oprimidos, proclama su liberación, salva a los pobres e indefensos y manifiesta su predilección por los desheredados de este mundo. ¡Dichosos ellos que son los principales beneficiarios de la intervención de Dios!

 

Jesús y los ricos


             Jesús, como ungido del Padre e Hijo suyo, quería también que «todos ios hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Conocedor del peligro que para entrar en el reino de Dios suponían la idolatría de la riqueza y el deseo desordenado de poseer y acumular los bienes creados, nos habló de ello con una meridiana claridad y con frases lapidarias. Sólo le movían su gran amor y su misericordia.
«¡Ay de vosotros, los ricos
porque ya tenéis vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados,

porque vais a pasar hambre!
¡Ay de los que ahora reís,
porque os vais a lamentar y llorar!»
(Lc 6, 24-25).


               Caminaba Jesús por los campos de Galilea y se le acercó corriendo un joven. Se arrodilló ante él y le preguntó: «qué había de hacer para alcanzar la vida eterna». Jesús le respondió que guardar los mandamientos y, al decirle el joven que «los había guardado todos desde la niñez», le miró con amor y le dijo:
«Una cosa te falta: Ve, vende todo lo que posees, y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven acá y sígueme».

El joven frunció el ceño y se marchó entristecido, porque era muy rico. El Maestro comentó: «Hijos míos, ¡qué difícil va a ser a los ricos entrar en el reino de los cielos! Más fácil será para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios» (Mc 10,17-25).

¿Por qué es tan difícil? Porque el rico con mucha facilidad se aficiona a las riquezas, se apega a ellas, se esclaviza y desea aumentarlas. Las riquezas son fuente de placeres, de bienestar, de prestigio, de influencia y de poder. El alma humana las absolutiza, las transforma en su fin, les da su corazón. Por su adquisición, conservación y aumento, el rico se vuelve insolidario y capaz de cualquier injusticia y explotación de los demás. Se ensoberbece, descansa en las riquezas, pone en ellas su seguridad. Todo esto le va cerrando a Dios, le embota e insensibiliza el espíritu y le incapacita para compartir sus bienes con los necesitados y con los demás. «El que no renuncia a todos su bienes, dijo Jesús, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

También recalcó Jesús, con la1 parábola del rico Epulón y del mendigo Lázaro, las consecuencias para la vida eterna del amor desmedido a las riquezas. Vivía Epulón vestido de lino y púrpura en un espléndido palacio, donde todos los días daba sus banquetes. A la puerta, cubierto de llagas que lamían los perros, estaba sentado Lázaro, deseoso de calmar su hambre cori las sobras de la mesa, pero nadie se las daba. Murieron anbos. Lázaro fue transportado al seno de Abrahán y el rico arrojado al abismo. Epulón vio de lejos a Lázaro junto a Abrahán y le pidió que, apiadado de tantos tormentos, le enviara a Lázaro con la punta del dedo mojada en agua para que refrescara su lengua. Abrahán le contestó: «Hijo, recuerda que en vida te tocó lo bueno a ti y a Lázaro lo malo, por eso ahora él encuentra consuelo y tú padeces. Además, entre nosotros y vosotros se abre una inmensa sima y, por más que quiera, nadie puede cruzar de aquí para allá ni de allá para acá» (Lc 16,19-3 1).

         El pecado del rico estuvo en que, encerrado egoístamente en sí mismo y puesta su seguridad en las riquezas, se le endureció el corazón, se volvió insolidario, insensible. No pensó que los bienes materiales han sido creados por Dios para todos, que tienen un destino universal anterior a la propiedad privada y que los bienes superfluos, diríamos hoy, tienen una función social. Creyó que era el dueño absoluto de lo suyo, que podía hacer lo que quería con sus bienes, olvidándose de los demás, de que sólo era el administrador de los bienes de Dios, ante el que había de responder.

En esta vida el hombre ha de optar entre poner su corazón en Dios o dárselo a las riquezas. «Donde está tu tesoro, dijo Jesús, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Debe elegir decididamente entre amar a Dios por encima de todas las riquezas y estar afectivamente siempre dispuesto a dejarlas efectivamente en la medida que lo exija el amor a Dios y al prójimo, o se lo pida el Señor, o amar a las riquezas más que a Dios y a sus hermanos. Ambos amores se excluyen, son incompatibles, no pueden cohabitar en un mismo corazón. Como proclamó Jesús: «Nadie puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). El dinero es el símbolo del egoísmo, Dios es la generosidad y la gratuidad desinteresadas.

Entonces, se preguntará alguno con Pedro, ¿quién puede salvarse? Jesús dio la respuesta: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, que todo lo puede» (Mc 10,27). La solución cerebralmente es clara, pero vivencia1- mente muy difícil para el que ha puesto su corazón en las ríquezas. Difícil, sí; imposible, no. Dios puede dar al rico «un corazón nuevo y un espíritu nuevo, quitarle el corazón de piedra y darle un corazón de carne» (Ez 36,26). El sí puede inundar al rico de ese amor que «sin dolor deshace el amor a las criaturas» (Sta. Teresa), a las riquezas, y llenarlo del amor a los demás. Dios quiere que también los ricos se salven. Pero tienen que cambiar el corazón con el amor, que les impulsará a compartir los bienes con los necesitados y a acumular riquezas seguras e inagotables en los cielos.

Un ejemplo de ello lo ofreció Zaqueo, aquel hombre muy rico, jefe de los publicanos. Jesús atravesaba Jericó y Zaqueo quería conocerlo. Como era pequeño de estatura, se adelantó a la muchedumbre y se encaramó en un sicómoro. Al pasar, Jesús levantó la mirada y se autoinvitó. Zaqueo le recibió y obsequió en su casa con mucha alegría. Jesús con su presencia le cambió el corazón.

«Señor, dijo Zaqueo, estoy decidido a dar a los pobres la mitad de mis bienes y a devolver cuatro veces más al que haya defraudado en algo» (Lc 19,1-10).
Dios sí puede salvar al rico, pues es capaz de cambiar con el amor un corazón egoísta e insolidario y hacerlo desprendido y generoso.

Jesús exhortó a los suyos a no desvivirse por lo que van a comer, a beber o a vestir, sino por «buscar, antes que nada, el reino de Dios y todo lo bueno y justo que hay en él, con lo que todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,25-34); y a que invirtieran, sí, sus riquezas, pero para la otra vida: «Vended vuestros bienes y repartir el producto a los necesitados. Hacéis así un capital que no se deteriora, un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrones que roben, ni polilla que destruya» (Lc 12,33; Mc 6,19-21).

¡Cuánto alabó la conducta de aquella pobre viuda que echó en el tesoro del Templo dos monedas de muy poco valor, pero que eran todo lo que tenía para vivir! (Lc 21,1-4). El animó a los que le seguían a dar y prestar «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,34-36) y a ayudar desinteresadamente a los que no pueden corresponde, «así la recompensa se tendrá cuando los justos resuciten» (Lc 14,12-14).


Conclusiones prácticas


             Todo cristiano debe ser pobre de espíritu en el sentido de que su corazón ha de estar entregado a Dios y a los demás y no al dinero y, por ello, no apegado ni esclavizado por sus propios bienes, sino desprendido de ellos y dispuesto a comunicarlos con generosidad a los necesitados. En el nuevo orden que Jesús vino a instaurar en la tierra, Dios y los hermanos han de ser nuestro tesoro y los bienes creados han de satisfacer efectivamente las necesidades de todos los seres humanos, hijos de Dios e iguales en dignidad.

En la actualidad, el 20% de la población mundial disfruta del 80% de las riquezas producidas al año, mientras el 80% de los hombres malviven con un 20%. Esta realidad esquizofrénica tan injusta, desigual, dura e inhumana, dama al cielo y a nuestras conciencias. La pobreza impuesta es un mal que se ha de erradicar.
A algunos Dios, como al joven del Evangelio, les llamará para darlo todo a los pobres y seguirle; a otros les inspirará la generosidad de Zaqueo, pero a todos los creyentes les exige que hagan partícipes de sus bienes a los pobres, dándoselos para cubrir sus necesidades o invirtiéndolos para darles trabajo.

Al dar, se ha de hacer con gozo, pues «Dios ama al que da con alegría» (II Cor 9,7). Su recompensa será grande aun en esta vida, pues según las palabras de Jesús:
«Más feliz es el que da que el que recibe» (Hch 20,35). La única manera de ser feliz es dedicarse a hacer felices a los demás.

El siglo XVIII fue el de la revolución francesa en defensa de los ciudadanos privados de sus derechos fundamentales por las monarquías autoritarias; el siglo XIX y parte del XX han sido el de la lucha por la justicia en pro de los obreros injustamente explotados por el capitalismo salvaje; el siglo XXI ha de ser el de la liberación de los pobres del mundo. Nosotros, los cristianos, seguidores de Jesús, el amigo de los pobres, debemos ser los pioneros. Este es hoy el primer problema social del mundo, como nos lo enseña la doctrina social de la Iglesia.

El clamor de los pobres del mundo ha de resonar en nuestros corazones y hemos de comprometernos en la transformación de este «orden» mundial tan desigual e injusto en el reparto de los bienes creados, y tan aberrante en el uso de las riquezas, ya que, mientras millones de seres humanos malviven y mueren de hambre, gastamos cantidades ingentes de dinero, inteligencias y recursos, en armamentos y en satisfacer necesidades artificiales.

Las generaciones futuras condenarán esta situación, como nosotros, y aún más, lo hacemos con la esclavitud de siglos pasados. No podemos descansar hasta implantar la civilización del amor, de la solidaridad universal, de la dignidad e igualdad de todos los seres humanos. Nosotros tenemos que ser los portadores de los valores del Evangelio en el mundo.

Ante la realidad dramática del tercer mundo nuestra actitud ha de ser la del buen samaritano. Al ver a aquel hombre herido, robado, echado medio muerto a la vera del camino, no pasó de largo. Se le conmovió el corazón, tuvo compasión y misericordia de él, le atendió personalmente y le dio de sus bienes. Como Jesús, el gran samaritano, los cristianos, sus seguidores, hemos de ayudar, personal y comunitariamente, todo lo que podamos a los pobres de la tierra tendidos en el camino de la historia. Como exhortaba Pablo a los tesalonicenses, «no nos cansemos de hacer el bien» (II Tes 3,13).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


3. «APRENDED DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN» (Mt 11,29).

 
La humildad es la virtud que lleva a vivir como quien no es, ni tiene nada, por sí mismo, y todo, aun la existencia, lo ha recibido. El humilde no se gloría de lo que es, de su valer, de sus cualidades y aptitudes. No lo niega y lo agradece, pero todo lo mira como dado, como confiado para que lo administre en favor y en servicio de ios demás. Si es más que otros, no se enorgullece, sino que se pone a la altura de los demás, que son inferiores y tienen menos.

Jesús de Nazaret fue humilde y servicial desde la encarnación hasta la muerte y aun después de la resurrección.


La Encarnación


El Hijo de Dios, el Verbo, se hizo hombre por amor: «El, a pesar de su condición divina, no quiso hacer ostentación de ser igual a Dios. Se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo, se hizo semejante a los hombres y, apareciendo como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo». (Fil 2,6-7).

El que era Dios se abajó, se anonadó, se hizo hombre. El Creador se hizo criatura. El hombre es, sí, la cima de la evolución, el fin inmediato de toda la creación, la medida de todas las cosas. Es el único ser inteligente, libre y responsable del universo, mientras no se demuestre positivamente lo contrario, pero ¡es tan limitado, frágil y finito! Cuantitativamente, en el espacio y en el tiempo, es un supermicrobio. Su vida es «flor de un día» comparada con los quince mil millones de años transcurridos desde la gran explosión. Y su tamaño físico, ¿qué supone entre los cien mil millones de galaxias del universo separadas por inmensas distancias de años luz? Y la Palabra se hizo hombre y estuvo nueve meses oculto en el seno de María!


La humildad de Jesús en su vida


Jesús quiso nacer en una gruta de ganado en Belén y’ de los treinta y tres años de su vida, pasó treinta oculto y escondido en un pueblecito. Allí se ganó el pan trabajando con sus manos encallecidas como un simple carpintero, haciendo o arreglando arados, yugos, puertas y ventanas. En su presencia nada se traslucía de su divinidad. Nadie notó nada especial. Jesús era, para los nazarenos, «el carpintero», «el hijo de José el carpintero» y «de María», allí estaban sus primos Santiago, José, Judas, Simón y sus primas. Era uno de tantos en aquel grupo humano del que se dudaba «que pudiera salir algo bueno» (Jn 1,46).

Al comienzo de su vida pública, se representó humildemente a Juan el Bautista como un pecador más y después fue llevado por el Espíritu al desierto, donde le tentó Satanás. Rehusó el camino que le proponía de riquezas, triunfos, poder y gloria, y se abrazó con el de la pobreza, la humillación, el servicio, la cruz y el fracaso.
Su misión pública se desarrolló preferentemente en Galilea despreciada por los de la capital, Jerusalén. Allí enseñó y convivió con el pueblo sencillo, gente ruda y analfabeta, labradores, pastores, pescadores, pequeños comerciantes y artesanos, y los marginados de aquella sociedad: los pobres, los pecadores, las mujeres y los niños.

Cuando eligió a sus doce discípulos, no llamó a sacerdotes, doctores de la Ley o gente de prestigio social, sino a individuos del pueblo, pescadores, «personas sin instrucción, ni cultura» (Hech 4,13).

Cuando curaba milagrosamente, siempre exigía el secreto a los que, agraciados, le proclamaban el Mesías esperado, y para denominarse eligió el nombre menos aparente: el Hijo del hombre.

Fue insultado repetidas veces y todo lo sobrellevó con humildad, mansedumbre y silencio. Le tenían por un «comilón y borracho, amigo de prostitutas y de pecadores» (Mt 11,19), le llamaban «samaritano» Un 8,48), sus parientes decían que estaba loco (Mt 3,21) y muchos «que había perdido el juicio» Un 10,20), que eran «un embaucador» (Mt 27,63), «que estaba poseído por Belzebú», «que tenía un demonio» Un 8,48,52; 10,20), que era «un alborotador» (Lc 23,2) y «un blasfemo» (Mc 14,64).

El, que nos dijo que «no vivía preocupado por su propio honor» Un 8,50) y que «no buscaba los honores que puedan dar los hombres» Un 5,41), se retiró solo a la colina, cuando cayó en la cuenta de que la gente, entusiasmada, le quería aclamar y hacerlo rey (Jn 6,14-15).

Su actitud ante el Padre quedó plasmada en aquellas palabras: «Yo no puedo hacer nada por mi cuenta» (Jn 5,30) y, con respecto a los hombres, dijo: «Yo no he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Humilde obediencia y humilde servicio.

Para penetrar más en la humildad de Jesús, se ha de considerar que, sin falsear la realidad, podía haber dejado resplandecer su divinidad a lo largo de su vida mortal. Su rostro hubiera resplandecido como el sol, sus vestidos serían blancos como la nieve y por todos los poros de su cuerpo desbordaría su deidad. Así fue en el monte Tabor, pero por un tiempo corto, en lo alto de una montaña, sólo ante tres discípulos y excepcionalmente, para confirmar la fe de ellos, que se tambalearía con el descalabro y el escándalo de la cruz. Su vida hubiera sido de triunfo, de exaltación y de gloria, pero el camino del Padre era el de la pobreza y la humildad.

Bien pudo Jesús, que se propuso como modelo de amor (Jn 13,34-35), presentarse también como dechado de humildad: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).


La humildad en la pasión


La humildad de Jesús brilló en el más alto grado en su pasión y muerte. Se humilló «hasta el extremo».  El domingo antes de su arrestamiento, entró Jesús en Jerusalén. Un gran gentió lo aclamó, alfombró el camino con sus mantos, agitó en sus manos ramas y palmeras cortadas en el campo, y gritaba: «Bendito el que viene
en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Gloria al Dios Altísimo!» (Mt 11,1-11). Jesús, el rey manso y pacífico, escogió para cabalgar, no un brioso corcel blanco, como los emperadores romanos, sino un pollino, signo de humildad. Ya lo había anunciado el profeta Zacarías:  
«Decid a Jerusalén, la ciudad de Sión: Mira, tu Rey viene a ti lleno de humildad, montado en un asno, en un pollino, hijo de animal de carga» (Mt 21,1-6).

En la tarde del jueves, Jesús, que sabía que había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre, celebró la cena de la Pascua con sus discípulos. Al acabarla, él, «con plena conciencia de haber venido del Padre y de que ahora a él volvía, y perfecto conocedor de la plena autoridad que le había dado el Padre» (Jn 13,1-5), se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después, echó agua en una palangana y, como un esclavo, se puso a lavarles ios pies a sus discípulos y a secárselos. ¡Gesto admirable de humildad y de servicio!

A continuación, Jesús instituyó la eucaristía, el sacrificio de la nueva Alianza. Se transformó en pan y en vino para poder quedarse con nosotros y darnos la vida en abundancia. El, que en la encarnación se abajó al hacerse hombre y ocultar su divinidad, en la eucaristía se hace una cosa, se anonada, hasta esconder aun su humanidad. Allí se humanizó, aquí se «cosificó», para estar aniquilado hasta el fin de los siglos, él, que vive glorificado a la diestra del Padre. ¡Abismo de amor y de humildad!

Luego, en Getsemaní, fue arrestado «como un ladrón» y comenzó la pasión propiamente dicha. Esta fue, sí, cruel y dolorosísima, pero igualmente humillante e ignominiosa.

El Sanedrín, el Consejo Superior de Israel, compuesto por el sumo sacerdote, los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los doctores de la Ley, ¡le condenaron por blasfemo! (Mc 14,53-64).

En la noche triste, en casa de Caifás, fue escupido, abofeteado, golpeado, burlado por los miembros del Sanedrín, llenos de envidia y de odio, y por sus criados (Mc 14,53-65). Era la imagen viva del Siervo de Yahvé: «Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7).

El viernes, a la mañana, los sacerdotes y los ancianos lo condujeron maniatado por las calles de Jerusalén al pretorio de Pilato. Le acusaron ante el procurador romano, falseando el motivo de su condena, «de haber comprobado que andaba alterando el orden público, de oponerse a que se pagara el tributo al emperador y de afirmar que era el Mesías, o sea, rey» (Lc 23,2). Su pueblo, tan amado, le pospuso a Barrabás, un bandido sedicioso y homicida (Mc 14,6- 13), y lo rechazó pidiendo a gritos que lo crucificaran (Mc 14,12-15).

El tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, lo recibió como a un ser curioso, cuyas habilidades quería ver para entretenerse con toda su corte. Jesús, con toda dignidad, le respondió con el silencio y fue despreciado y burlado. Herodes se lo devolvió a Pilato vestido con un manto de burla (Lc 23,6-12). «Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores.., despreciado y desestimado» (Is 5,3).

De nuevo en el pretorio, Pilato, a pesar de declararle repetidamente inocente, lo condenó cobardemente a ser flagelado y a morir crucificado, medio de ejecución cruel e ignominioso reservado a ios esclavos y a los criminales. Después de la flagelación, los soldados lo condujeron al interior, donde reunieron a la soldadesca, lo vistieron de rey de chirigota y lo coronaron de espinas. De rodillas ante él, le hacían reverencias y le saludaban con profundo desprecio: «Viva el rey de los judíos», le escupían y le golpeaban la cabeza con la caña (Mc 15,15-20). «Ofrecí mi espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos» (Is 60,6).

Clavado en la cruz, desnudo, fue burlado y tomado a chunga por la plebe, por ios sacerdotes y maestros de la Ley, por los soldados y por los ladrones crucificados con él (Mc 14,25-36). Como el Siervo de Yahvé, «tenía tan desfigurado el aspecto que no parecía hoinbre, ni su apariencia era humana y le estimaron, herido de Dios y humillado» (Is 52,14 y 33,4).

Jesús arrostró por nuestra salvación y liberación tristezas de muerte, abandonos crueles, dolores atroces y humillaciones sin cuento. «Por sus cardenales hemos sido salvados» (1 Ptr 2,24). «El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.., fue traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron... aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca» (Is 33,4-5,9).

La humildad de Jesús no quedó sin recompensa: «Hombre entre ios hombres, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia y morir en la cruz. Por eso Dios le exaltó sobre todo lo que existe y le otorgó el más excelso de los nombres, para que todos los seres en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, y todos proclamen que Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». (Fil 2,8-11).


La humildad después de la resurrección

 
Jesús después de la resurrección, aunque cambió su vida, no mudó su manera de ser. Siguió siendo el mismo de siempre: manso, humilde, comprensivo, servicial.
¡Qué fácil le hubiera sido explotar la resurrección y lograr los triunfos más brillantes! Aun sus mayores enemigos se le hubieran sometido y aclamado.

Imaginémonos que se hubiera aparecido resucitado con las llagas de sus manos, de sus pies y de su costado, ante el Sanedrín en pleno. Todos los jefes religiosos de Israel, el Sumo Sacerdote, los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, se habrían consternado, frotado los ojos, acercado incrédulos, tocado, escuchado y, convertidos, habrían proclamado Hijo de Dios al que habían condenado por blasfemo.

¡Cuáles habrían sido el alboroto y las aclamaciones de todo el pueblo, sí Jesús resucitado se hubiera paseado por el Templo y por sus atrios en una gran solemnidad litúrgica! Al verle, oírle y tocarle, todos se habrían entusiasmado y a una sola voz le aclamarían el Mesías esperado, el Hijo de David, el rey de Israel.
Nada de esto hizo Jesús. Sólo se dejó ver de los suyos, asustados y tristes, para consolarles y animarles, y se comportó con la sencillez, humildad, condescendencia y servicialidad de siempre.

Se apareció por primera vez a las mujeres, que tanto le amaban, y se dejó abrazar los pies; salió al encuentro de Pedro, desconsolado y afligido por su traición, para reanimarlo; se hizo un viajero más en el camino de Emaús para atraer al redil a aquellas dos ovejas que, desilusionadas, huían; se dejó palpar por los doce y comió con ellos para convencerles de la verdad de su nueva vida; accedió a que el incrédulo Tomás metiera sus dedos y sus manos en sus llagas; y, a la orilla del mar de Galilea, asó un pez y llevó pan para que sus discípulos, agotados del inútil bregar toda la noche, repararan sus fuerzas. Siempre el mismo.

«Los caminos de Dios no son nuestros caminos». No quiso, ni quiere Jesús lograr la adhesión de sus seguidores con la fuerza deslumbrante y contundente de la evidencia cegadora. Respeta nuestra inteligencia y nuestra libertad y sólo quiere, sin ejercer una presión psicológica, atraernos con su increíble amor. Además, para nuestra salvación y liberación en orden a la implantación del reinado de Dios, eran más persuasivos sus ejemplos de mansedumbre y de humildad. ¡Cuánto explica esto los silencios de Dios!


La doctrina de Jesús


Las enseñanzas de Jesús sobre la humildad no son menos claras que sus admirables y continuos ejemplos.

Un día, los discípulos discutían entre sí, en el camino, quién de ellos era el mayor, el principal. Al llegar a Cafarnaún, Jesús se sentó en la casa, los llamó y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,33-37).

En otra ocasión, le preguntaron a Jesús «quién era el mayor en el reino de los cielos». El llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les respondió:
«yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños n entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18,1-4).

Los niños eran despreciados en Israel, pero para Jesús: «El más pequeño de entre vosotros, ése es el mayor» (Lc 9,4).

En otro momento, se presentó a Jesús la madre de Santiago y de Juan, los hijos del Zebedeo, y le pidió que sus dos hijos se sentaran en el reino a su lado, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los otros diez discípulos se enteraron y se indignaron contra las pretensiones, que perjudicaban las suyas, de los dos hermanos. Jesús los reunió los doce y les dijo: «Cono muy bien sabéis los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo, como el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,42-45).

Recordemos las palabras del Maestro, después de lavar los pies a los doce:
«Comprendeis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el criado más que el que le envía. Sabiendo esto dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,12-17).

 


Conclusiones prácticas

 
Dichosos, sí, porque además, como proclamó el mismo Jesús: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla seré enaltecido» (Lc 14,11).

La humildad de corazón es imprescindible para convivir en todos los órdenes. Es verdad, como enseñó S. Pablo, que «el amor es paciente, servicial, no es envidioso, ni jactancioso, ni se engríe» (1 Cor 13,4) —la humildad nace del amor— pero también lo es que la humildad es absolutamente necesaria para que viva y crezca el amor. ¡Cuántas riñas, tensiones, distanciamientos, luchas, aversiones y enemistades se evitarían con la humildad en la vida familiar, social e internacional! Nada más lógico y consecuente que la humildad, porque «Vamos a ver, ¿quién te hace a tí mejor que los demás? O, en todo caso, ¿tienes algo que no hayas recibido? Pues si todo lo que tienes (y eres) lo has recibido, ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo» (1 Cor 4,7).

Al ser humano, sin embargo, le tientan fuertemente el ansia del poder y de escalar los puestos y cargos más distinguidos, así como la soberbia y el orgullo, lo que le induce a sobrevalorarse a sí mismo, a buscar los honores y la gloria, y a servirse abusiva y despóticamente —pues el poder corrompe— de los demás en provecho propio.

Jesús con sus eximios ejemplos de humildad, de servicialidad y su doctrina, nos enseñó que, en el nuevo orden que había venido a traer a la tierra, los que creen en él, si son los primeros, se han de esforzar en comportarse como los últimos y, si tienen el mando, se han de convertir en los servidores de todos los demás.
La avaricia de las riquezas, el afán del poder y la soberbia y el orgullo, son las raíces profundas de todos los males, abusos e injusticias, que han asolado la historia de la humanidad. Jesús nos vacunó eficazmente contra todas estas tendencias malsanas: contra la avaricia de riquezas, el desprendimiento y la generosidad; contra el ansia del poder, el espíritu de servicio; y contra la soberbia y el orgullo, la humildad de corazón. Los cristianos, transformados en otros Cristos, hemos de ser el fermento, aquí y ahora, de este mundo nuevo.

La generosidad en la comunicación de nuestros bienes con los necesitados y la servicialidad de nuestras personas, brotadas del amor, han de ser ios distintivos de ios que creemos en Jesús.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.«AMAOS LOS UNOS A IOS OTROS COMO YO OS HE AMADO» (Jn 13,34).

 
Jesús es amor


«Dios es amor» nos reveló el Espíritu Santo por la pluma de S. Juan (1 Jn 4,7). Aunque Dios es único, no está solo. En el seno de la divinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se conocen, se aman, se gozan, se dan. Y este amor esencial, primero, increado, determinó libre, gratuita y desinteresadamente, amar, darse a otros seres finitos, que crearía de la nada. El amor estalló fuera de sí en una especie de «bigbang» a lo divino. El Amor es el origen de todo lo que existe.

Dios nos creó por amor y nos ama con un amor eterno e infinito, con un amor, diríamos, heroico: el Padre entregó a su Hijo por nuestra salvación y el Hijo encarnado dio su vida por nosotros, «la mayor prueba del amor». Ese amor de Dios es, además, cercano, maternal, tierno y solícito, misericordioso y perdonador, incondicional y siempre fiel, pues Dios «no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).
Este amor de Dios es el que late en Jesús de Nazaret, el Hijo encarnado, el enviado del Padre. Jesús es el río caudaloso, que brota de aquella fuente inagotable e infinita de amor que es Dios.

Por amor se encarnó y se hizo hombre para poder estar con nosotros, cerca de sus pobres, pequeñas y débiles creaturas; para mostrarnos con su vida y su doctrina cómo es el Padre y cuál es el camino que conduce a él; dónde está la verdad, cuál es la verdadera vida; para poder ofrecer su ida por nuestros pecados, reconciliarnos con el Padre, liberarnos, salvarnos; y para dar un sentido, un estímulo y una esperanza a nuestras cruces, contrariedades y sufrimientos, inherentes e inseparables de nuestra condición de creaturas finitas y materiales. No nos dejó solos. Quiso iluminar nuestro camino, guiamos, animarnos y consolarnos en nuestro peregrinar hacia el encuentro definitivo. «El es la luz del mundo» (Jn 8,12).

La vida de Jesús entre nosotros fue un derroche de amor. Amor universal, a todos, pero con cuatro predilecciones; los pobres, los despreciados, los enfermos y los pecadores. Una vida olvidada de sí, entregada a los demás, a hacer siempre el bien. Por los campos, colinas y aldeas de Galilea, con fríos y calores abrasadores, anunció sin descanso la llegada del reino de Dios. Poniendo la mano sobre ellos, o dejando que lo tocaran, curó a los leprosos, a los ciegos, a los paralíticos y resucitó muertos. Perdonó a los pecadores, prostitutas y publicanos, y defendió y dignificó a los marginados: las mujeres, los niños, los samaritanos. Su entrega era tal que «no tenía tiempo ni para comer». Jesús «pasó la vida haciendo el bien por todas partes» (Hech 10,18). Fue un hombre para los demás.

Predicó, con su ejemplo y sus palabras, el camino liberador del amor. Ello le enfrentó con el judaísmo reinante, con los fariseos, que ponían la salvación en el cumplimiento estricto y minucioso de la Torá, la Ley escrita y oral, y con los saduceos, los ricos y los poderosos. Unos y otros chocaron con Jesús, lo rechazaron y este enfrentamiento condujo a Jesús a la muerte ignominiosa de la cruz. Así pudo darnos «la mayor prueba del amor» (Jn 15,13).

Murió por amar, por enseñarnos el camino del amor, de la libertad y del espíritu. Murió por su fidelidad al Padre y a nosotros, que le hizo «obediente hasta la muerte» (Fi 2,8). Este sacrificio heroico, íntimo, de Jesús, satisfizo por nuestros pecados, reparó nuestras ofensas y nos salvó. No fue su sangre —Dios no es un dios sádico, que, como otro Baal, necesite aspirar el olor caliente de la sangre humana para calmar sus iras—, sino la oblación de amor, de fidelidad y de obediencia que ofreció al Padre en la cruz por nuestro perdón y por nuestra salvación, hasta la última gota de su sangre. La sangre, las llagas, son el símbolo externo, que nos revelan hasta dónde llegó aquel amor íntimo y redentor.


La doctrina de Jesús


Después de leer los Evangelios, podemos asegurar que el amor es la quinta esencia del mensaje de Jesús, el signo distintivo de los cristianos: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os améis unos a otros» Un 13,35).

Naturalmente no hablamos del amor humano posesivo, de ese sentimiento unitivo regido por la atracción del sexo (el eros), que ama al otro por lo que recibe de él. Amor también creado por Dios. Tampoco tratamos del amor en un sentido más amplio, como un sentimiento noble y elevado (la filia) que engendra la convivencia y la amistad entre las personas. Nos referimos al ágape, que indica el amor libre que ama a los otros por lo que son y busca su bien y provecho, generosa y desinteresadamente, sin esperar recompensa. Es el amor divinizado, sobrenatural, que nos asemeja a Dios, a cuya imagen hemos sido creados (Gén 1,26).

En la última cena, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos, Jesús les dijo: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34).

Jesús, como testamento, nos dejaba el único «mandamiento» de su mensaje, del reinado de Dios: «amaos como yo os he amado». Es el modelo que debemos imitar.

La primera característica de nuestro amor es que ha de ser «como el de Jesús». No podemos amar cuantitativamente, en intensidad, «tanto como él nos amó», su amor es infinito, pero sí debemos esforzarnos en que nuestro amor a los demás sea cada día mayor. Y, sobre todo, podemos «amar como él nos amó» cualitativamente, con su bondad, su cercanía, su comprensión y compasión, su misericordia y su perdón, su mansedumbre y su humildad, su entrega generosa y su sacrificada servicialidad. El amor es difusivo, necesita comunicar sus cosas y, sobre todo, darse a sí mismo, unirse.

«Como él nos amó», «hasta el extremo», «hasta dar la vida por los que amamos, la mayor prueba del amor». Las palabras de Jesús más que un mandamiento son su testamento en el que nos propone la meta ideal a que hemos de aspirar. El mandamiento se cumple y ya está. Las exigencias del amor no tienen límite (Jn 15,13).

Imitando a Jesús, hemos de vivir dispuestos a perder la vida, si se presentara el caso y, mientras tanto, a entregar la vida día a día consumiéndola en el servicio desinteresado y generoso de todos los demás.

La segunda nota típica de nuestro amor, para que sea como el de Jesús, es su universalidad. Hemos de amar a todos. En el cristianismo no hay «míos», todos son «nuestros». Todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre Dios, seamos hombres o mujeres, ricos o pobres, cultos o ignorantes, compatriotas o extranjeros, de la misma raza o de otra.

Y la universalidad de nuestro amor se ha de extender no sólo a los amigos, sino también a los enemigos; no sólo a los buenos, sino también a los malos. Oigamos a
Jesús: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: “amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”» (Mt 5,43-44).

«Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, ofrécele la otra; y al que te robe el manto, que se lleve también la túnica. Da a todo el que te pida; y a quien te quite lo tuyo, no se lo exijas» (Lc 6,27-30).

Sí, el cristiano para ser «otro Cristo» ha de amar aun a los enemigos y tener para ellos sentimientos de bondad y de perdón. «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes les aman a ellos. Y si hacéis el bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto, y si prestáis a aquéllos de quienes esperáis recibir, ¿qué  mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. Vosotros en cambio, amad a vuestros enemigos, hacedles el bien y prestarles, sin esperar nada de ellos» (Lc 6, 32-35; Mt 5,46-48).

Jesús mediante imágenes y expresiones más o menos chocantes, pero reveladoras — que «las hojas no nos impidan ver el árbol» — dice que los que le siguen no pueden odiar, que han de «devolver bien por mal» (1 Pd 3,9), que tienen que perdonar siempre. «Como él», que murió no sólo pidiendo perdón por sus enemigos declarados, sino aun disculpando a los que, mientras le mataban, se reían de él: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,24).
Esta doctrina puede parecer muy difícil, y lo es, pero no olvidemos que, en esto también, «lo que es imposible a los hombres no es imposible a Dios». El amor cristiano es un don, una gracia.

Jesús, además, nos alentó a ello con dos motivos: ser como el Padre y la recompensa. «Así os hacéis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre los malos y los buenos, y hace llover sobre justos y pecadores» (Mt 5,45).
«Entonces vuestra recompensa será grande en el cielo y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los malvados. Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc 6,36).

La norma del cristiano es «amar como Jesús» y «ser misericordioso como el Padre celestial». Amor ilimitado, misericordioso y servicial, pues «debemos vivir como él vivió» (Jn 2,6).

 

El amor cristiano


El amor cristiano es la médula del mensaje de Jesús, el corazón del reino de Dios. No es el imperativo de una ley, que se ha de cumplir. Es la respuesta libre y espontánea de quien se siente amado y conoce las orientaciones y el ejemplo de Jesús.
«Queridos, escribe 5. Juan, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único — como propiciación de nuestros pecados— para que vivamos por medio de él... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,7-9.19).

Dios es amor, es la fuente del amor y todo nació del amor primero. Jesucristo es la suprema manifestación de ese mismo amor. Ellos nos amaron desde la eternidad gratuita, incansable, desinteresadamente. Los cristianos, que hemos nacido de Dios y le conocemos, hemos de ser siempre amor los unos con los otros y con todos. Como repetía S. Juan a sus discípulos: «Es el mandamiento del Señor y él sólo basta».

Y es que el amor lo es todo, nada es algo sin el amor y sólo el amor es eterno, como nos enseñó Pablo. Si no hay amor, es vaciedad y nada me aprovecha, así el hablar la lengua de los hombres y de los ángeles, como el don de profecía, el conocimiento de todos los misterios y toda la ciencia, lo mismo el repartir todos los bienes a los pobres que el entregarse a las llamas. Con el amor, en cambio, nos vienen todas las virtudes: la bondad, la comprensión, la compasión, la misericordia, el perdón, la humildad, la mansedumbre, la justicia, el no poder hacer el mal a nadie,
la entrega desinteresada, el servicio sacrificado, la fortaleza, la paciencia. Y sólo el amor no se acaba, será eterno. En la otra vida, la fe y la esperanza cesarán al ver y poseer a Dios. Sólo quedará el amor, al contemplar «cara a cara» y «como él es» al infinito amor (1 Cor 13,1-13).

Así lo vieron los primeros cristianos con un amor dinámico y efectivo, enfervorizados por el recuerdo de Jesús muerto y resucitado. «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común. Hasta vendían las propiedades y bienes y repartían el dinero entre todos según las necesidades de cada cual. A diario asistían al templo, celebraban en familia la cena del Señor y compartían juntos el alimento con sencillez y alegría sinceras» (Hech 2,44-46).

«El grupo de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma, y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos disfrutaban en común... Nadie entre ellos tenía necesidades, pues ios que eran dueños de haciendas y de casas las vendían y entregaban el producto de la venta, poniéndolo a disposición de los apóstoles para que lo distribuyeran según las necesidades de cada uno» (Hech 4,32-35; 2,42).

La gente en Roma, en el siglo III, decía de los cristianos: «Mirad cómo se aman». Ya nos dijo Jesús, que el amor sería el distintivo de sus seguidores.


El amor a Dios y al prójimo


Muchas veces se plantea, como una alternativa, el amor a Dios o al prójimo. Con frecuencia se oyen quejas de que hoy sólo se habla del amor al hermano. ¿Qué pensar de este falso dilema?

En realidad no es verdadero el amor a Dios que no se traduzca en el amor al prójimo y, a su vez, no se puede amar al otro hasta la muerte, aun a los enemigos, si este amor no se alimenta en el amor a Dios. Ambas vertientes, la vertical y la horizontal, son inseparables, son las dos caras de una misma moneda.

Dios quiere, sí, que le amemos, «él nos amó primero», pero no porque con ello le podamos dar algo que no tenga, que necesite. Su amor es desinteresado. Quiere que le amemos, porque en ello está nuestra realización, nuestro perfeccionamiento, nuestra felicidad, nuestra salvación. Dios quiere que le paguemos la deuda infinita de amor que tenemos contraída con él, amando a los hermanos. Jesús, en los Evangelios nunca nos exhorta al amor a Dios, lo da por supuesto; siempre insiste, como si quisiera corregir una tendencia desequilibrada, en el amor al prójimo.

Un doctor de la Ley le preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante de la Ley. El le respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia. Este es el mayor y primer mandamiento. Pero hay un segundo mandamiento semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la Ley de Moisés y los profetas» (Mt 22,34-40).

El escriba le preguntó por uno y Jesús le respondió con dos. Son iguales e inseparables. La razón la dio Jesús en la parábola del juicio final: «Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más humilde de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho» (Mt 25,40).

Amar al hermano es amar a Dios. Dios quiere que le amemos en los demás, como le dijo Jesús resucitado a Pedro en la orilla del lago: «Si me amas, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17).  Ámame en los demás. Así lo entendió Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros; y también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si alguno tiene bienes en este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo es posible que permanezca en él el amor de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,16-18).

«Amémonos unos a otros, porque él nos amó primero. Si uno dice: Yo amo a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido este mandamiento: que quien ame a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4,19-21).

Dios «nos amó primero», Jesús «dio su vida por nosotros», parece que la conclusión tenía que ser «amemos nosotros a Dios, a Jesús». Y sin embargo, concluye: «amé- monos los unos a los otros». Es que el amor de Dios lleva a amar lo que él ama: los seres humanos todos. Somos la pasión de Dios, que se siente amado cuando «con obras y de verdad» nos amamos unos a otros.
Ambos amores son inseparables. El torrente de amor infinito con que Dios nos ama, ha de correr a través de nosotros hacia los demás. San Agustín escribió magistralmente: «El amor a Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor al prójimo es el primero en el rango de la acción».


Conclusiones prácticas


Los creyentes, conscientes de que somos amados eterna e infinitamente por Dios y por Jesús, el Dios hecho hombre, debemos corresponder con el amor. «El amor saca amor», decía Sta. Teresa. El es el núcleo del mensaje de Jesús, el motor de su proyecto y de su utopía. «Amar es cumplir la Ley entera» (Rom 13,10).

Hoy vivimos en un mundo deshumanizado, egoísta, sin entrañas, sin amor. La ambición de riquezas y de poder de los más fuertes, individuos, grupos y naciones, imponen fríamente la ley de la eficacia, de la productividad, de la competitividad, caiga quien caiga. Ello conduce al odio y a la violencia de los explotados, y a que se gasten sumas ingentes en armamentos, a la vez que la mayor parte de la humanidad se muere de hambre, de enfermedades, de ignorancia. Esto dama al cielo.

Nosotros no podemos permanecer resignados. Nos hemos de esforzar en denunciar a los cuatro vientos tantas injusticias y en empapar de amor nuestros corazones y el de todos los hombres y mujeres, las mutuas relaciones entre los seres humanos en todos los órdenes y niveles, así como las estructuras en que hemos de vivir, «hasta transformarlas de salvajes en humanas y de humanas en divinas según el corazón de Dios» (Pío XII).

Nuestro amor ha de ser universal, a todos los seres del planeta, a los amigos y a los enemigos, a los buenos y a los malos y siempre con preferencias y predilecciones por los pobres y despreciados. Sólo así será como el de Jesús. Y, para que no sea puro sentimentalismo, ha de comenzar por aquellos con quienes vivimos y alternamos habitualmente: el círculo de la familia: esposos, hijos, pa\dres, hermanos, familiares; de las amistades, compañeros de trabajos y conciudadanos y, especialmente, de los pobres y abandonados que conocemos personalmente. Es la piedra de toque de su autenticidad. Es muy fácil amar a distancia, pero tiene el peligro de ser pura y estéril compasión. San Ignacio insistía en que «el amor, que consiste en dar y comunicar el que ama al amado, se ha de poner en las obras más que en las palabras» (EE n. 230-231).

Sólo el amor puede neutralizar el egoísmo y apagar el odio. En la medida en que los cristianos, «el fermento del mundo», hagamos triunfar el amor, se realizará el proyecto de Jesús: el reinado de Dios. Además, «en el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor» (S. Juan de la Cruz), como nos lo recalcó Jesús en la escenificación del juicio final (Mt 25,1-46). Sólo el amor lo es todo.
Dios quiere que los cristianos, «elegidos en la persona de Cristo para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4), «vivamos como Jesús vivió» (1 In 2,6), como él, «que pasó la vida haciendo el bien por todas partes» (Hech 10,38). Tenemos que esforzarnos en implantar la civilización y la cultura del amor y en ser hombres y mujeres que no saben más que amar y hacer el bien, perdonar y devolver bien por mal y vivir para los demás olvidados de nosotros mismos. La vida cristiana es responder con el amor a los demás al amor eterno, infinito, gratuito, incondicional y desinteresado de nuestro Padre Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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5. «SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL» (Lc 6,36)

 
La misericordia de Dios en el antiguo Testamento


La misericordia es la reacción del amor en presencia del débil, del pequeño, del que sufre, del indigente, del pecador. En el Antiguo Testamento, la misericordia de Dios entraña en sí una mezcla de amor, de ternura, de piedad, de clemencia. El Dios revelado se conmueve, por su misericordia, ante la debilidad y la miseria de sus criaturas. Es un río caudaloso de compasión y de perdón.

Ya en los albores de la humanidad, cuando los primeros padres se sublevaron contra Dios y quisieron ser absolutamente autónomos, independientes del Creador, la norma del bien y del mal, otros «dioses», Dios compadecido anunció un salvador, que libraría al hombre caído del poder del Mal: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañal» (Gén 3, 1).

         En el Sinaí, después del pecado del pueblo elegido, Yahvé se apareció a Moisés y le reveló el fondo de su ser, que se conmueve de ternura a la vista de la debilidad y de las miserias humanas: «Yahvé, Yahvé, compasivo y misericordioso
lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6).

Las palabras hebreas que emplea Yahvé, al autodefinirse, son HANAM y RTHEM, que, según los escrituristas, significan ese cúmulo de sentimientos de amor, de piedad, de compasión, de ternura, de cariño, que experimenta una madre cuando se inclina para tomar a su hijito en sus brazos y llevarlo a sus pechos (HANAM), y lo que siente la madre hacia el hijo que lleva en sus entrañas (RIHEM). El amor hacia los pecadores, que Dios se atribuye, es un amor tierno, lleno de piedad, de solicitud y de compasión maternales.

En los profetas, continuamente encontramos las mismas ideas sobre el amor compasivo de Dios como fuente de su misericordia.

«En un arranque de furor, por un instante oculté mi rostro, pero con amor eterno te he compadecido —dice Yahvé tu redentor» (Is 54,8; 60,10). «Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia» (Jer 31,3).

«Cuando Israel era niño, yo le amé... y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más le llamaba, más se alejaba de mí... Yo enseñé a caminar a Efraín, tomándolo por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-9).

En los salmos, son frecuentes las aclamaciones jubilosas y reconocidas a la misericordia del Señor: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades» (Sal 99,5). «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, proclamaré su fidelidad por todas las edades» (Sal 117,1). «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 105,1). Pero ningún pasaje explaya la misericordia, la comprensión, la compasión y el perdón de Dios como el salmo 102:

«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad, no está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo, no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como se levantan el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos así siente el Señor cariño por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Los días del hombre duran lo que la hierba... pero la misericordia del Señor es eterna» (Sal 102,9-17).

Una de las Lamentaciones reflexiona: «Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renueva cada mañana. ¡Qué grande es tu fidelidad! (Lam 3,21-23).

La revelación del Antiguo Testamento se puede representar en un como ciclo en cuatro actos, que se repiten continuamente. Al principio, es el amor infinito y gratuito de Dios; a él le sigue la ingratitud y el pecado del hombre; vienen, después, los males que proceden del pecado, y el arrepentimiento, la conversión, la vuelta a Dios; y, por fin, la misericordia, la compasión, el perdón infinito del Señor. Y vuelta a empezar.

Toda la concepción de Dios, que por experiencia tenía el pueblo de Israel, se resume en la primera de las dieciocho bendiciones, que acompañan al Shemá:
«Con amor eterno nos has amado, Señor Dios nuestro; con piedad grande y superabundante has tenido misericordia de nosotros, nuestro Padre, nuestro Rey».
¡Qué abismo el de la misericordia y perdón de Yahvé, el mismo que latía en el corazón del Verbo encarnado!

Tal vez alguno esté pensando que también el Antiguo Testamento nos habla del «Señor terrible» (Sal 75,8), de «sus narices resoplando de cólera» (Sal 17,16), de su furor, del ardor del fuego de su ira.

Así es, pero no podemos olvidar que en el Antiguo Testamento abundan los antropomorfismos, no sólo en las expresiones e imágenes, sino también en cuanto a que los hombres proyectan y atribuyen a Dios sus propios sentimientos y reacciones. En parte, es aún un Dios hecho a imagen y semejanza del hombre.
Es verdad que la justicia es un atributo divino, el otro polo de la misericordia, pero también el Espíritu nos reveló por Santiago: «La misericordia es mayor que la justicia» (Sant 2,13).

Idea abstracta que ya nos la había enseñado el salmo con imágenes concretas: «La misericordia de Dios llega a los cielos, su fidelidad hasta las nubes, su justicia hasta la cima de las cordilleras; sus juicios son profundos como el mar» (Sal 35,6) .

Cuanto sobrepasan los cielos —para los judíos el no va más— a las altas montañas, tan cercanas a la tierra, así sobresale la misericordia de Dios sobre su justicia.

Para convencernos de ello vayamos al Nuevo Testamento donde está la plenitud de la revelación. Contemplamos a Jesús de Nazaret, «la imagen visible del Dios invisible» (Col 1,5), en el que conocemos a Dios como es, pues, como él nos dijo, «el que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9). Jesús no es un puro representante de Dios, es Dios hecho hombre, en cuya humanidad resplandece el rostro misericordioso de Dios.


La misericordia de Jesús


Adentrémonos en la eternidad de Dios, donde está el origen de Jesús. Allá, en su eternidad, la Stma. Trinidad determinó crear por amor gratuito y desinteresado a la humanidad y conternpló el cúmulo inmenso de pecados humanos de toda la historia. ¿Cuál fue su reacción? ¿De ira, de cólera, de castigo, de abandono? No. Empleando expresiones de los profetas Oseas y Jeremías, diremos que a Dios «se le revolvió dentro el corazón y se le estremecieron, se le conmovieron, las entrañas por amor a nosotros pecadores y no nos faltó su ternura».

La Stma. Trinidad, en un segundo «big-bang» de amor misericordioso, compasivo y perdonador, determinó salvar al género humano. El Padre «amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único.., no para condenarnos, sino para salvarnos» (Jn 3,16- 17). El Hijo asumió la humildad de nuestra carne, de nuestra naturaleza. El Hijo encarnado es Jesús de Nazaret, en quien palpita todo el amor eterno e infinito del Dios misericordioso y compasivo. ¡Esta fue la reacción de Dios ante la humanidad pecadora!

«Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22). Jesús que, como el Espíritu, conocía las intimidades del Padre, nos manifestó cuáles eran los sentimientos de Dios ante el pecado de los hombres en las maravillosas parábolas del hijo pródigo y del buen pastor (Lc 15,1-7; 11-32).

En ellas nos describe la pena y la tristeza de Dios por el pecador que se ha alejado de él y la solicitud del pastor por la oveja perdida; cómo el padre «profundamente conmovido, sale al encuentro del hijo, que vuelve, le estrecha entre sus brazos y le besa» y cómo el pastor se «llena de alegría al encontrar a la oveja descarriada y la pone sobre sus hombros»; y, por fin, vemos la fiesta que organiza el padre «vistiendo al hijo con las mejores ropas, y matando el ternero cebado, porque el hijo muerto había vuelto a la vida», y al pastor que «reune a sus amigos y vecinos para que compartieran su alegría pues había encontrado la oveja descarriada» (Lc 15,1-32).

Jesús comenta: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no lo necesitan» (Lc 15,7).

¡No hay ni sombra de ira, de cólera, de furor! ¡Sólo amor, misericordia, compasión, piedad, ternura, perdón! Esta actitud divina de misericordia la vivió Jesús con los hechos toda su vida. En los evangelios, le vemos siempre transparentando el rostro de la misericordia divina con los pobres, los humillados de la sociedad, los que sufren, las personas concretas, las multitudes, los pecadores. Con razón sabedores de su bondad acudían a él con el grito: «Señor, ten piedad» (Mt 15,22; 20,30). Nos fijaremos ahora, sobre todo, en su misericordia con los pecadores, por la que fue acusado de «amigo de pecadores y de gente de mala reputación» (Lc 7,34).

Mateo, un odiado recaudador de impuestos, fue llamado por Jesús: «Ven conmigo». Y Mateo se levantó y se fue con él. Más tarde, Jesús, con sus discípulos, fue a comer a casa de Mateo y con ellos participaron a la mesa «muchos publicanos y gente de mala reputación». Los fariseos se escandalizaron y Jesús, que les oyó hablando con los suyos, les dijo: «No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. Id y aprender qué significa aquello: <Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis misericordiosos» (Mt 9,9-13; 12,7).

A Dios no le agradan los sacrificios externos, sino que, como él, seamos misericordiosos y compasivos los unos con los otros, y más con los pecadores.
En otra ocasión, un fariseo invitó a Jesús a comer. Cuando estaban echados a la mesa, una mujer de mala reputación se puso detrás, a los pies de Jesús. Le regó los pies con sus lágrimas, se los secó con sus cabellos, se los besaba y derramó sobre ellos el perfume que llevaba en un frasco de alabastro. Simón, el fariseo, pensaba para sus adentros que Jesús no era un profeta, pues no sabían quién era aquella fulana. Jesús le propuso una parábola en defensa de aquella pública pecadora y dijo a Simón:
«Si ésta demuestra tanto amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien se le perdona poco, manifiesta poco amor».

Y a la mujer arrepentida: «Tus pecados quedan perdonados... Por tu fe has sido salvada. Vete en paz» (Lc 7,36-50).

Jesús, más que en el pecado, se fija en la fe y en el amor del pecador arrepentido que confía en la misericordia de Dios, quien mira con compasión y piedad a sus hijos perdidos. Estos tienen, además, un nuevo motivo para amar.
Otra vez, en los atrios del Templo, Jesús enseñaba a la gente. En esto se presentaron ios maestros de la Ley con una mujer casada sorprendida en flagrante adulterio.

Según la Ley de Moisés debía ser matada a pedradas. Ellos, conocedores de que Jesús era misericordioso y compasivo, le pusieron a prueba para encontrar así un motivo de acusación contra él: «Según tú, ¿qué hay que hacer?». Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo polvoriento. Se incorporó y les dijo: «El que de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra». Se agachó y siguió garabateando en las losas. Todos se escabulleron, uno por uno, comenzando por los más viejos (Jn 8,1-11). Jesús con toda delicadeza e ingenio salvó la vida de aquella mujer, la perdonó misericordioso: «Tampoco yo te condeno, vete en paz», y confundió a aquellos pecadores que no tenían misericordia ni compasión.

A Pedro le perdonó en casa de Caifás mirándole amorosamente al pasar (Lc 22,61) y después, a la orilla del lago, le dio la oportunidad de reparar con su humilde profesión de amor las tres negaciones y le confirmó como pastor supremo de su rebaño (Jn 21,15-17). Lo mismo hubiera hecho con Judas si, arrepentido, hubiera vuelto confiado a Jesús.

En la Cruz, acogió al buen ladrón, que, aunque al principio le insultaba, luego reconoció a Jesús, e increpó a su compañero: «Es que no temes a Dios, tú que estás condenado al mismo castigo? Nosotros estamos pagando nuestros crímenes, pero éste no ha hecho nada malo». Al volverse a Jesús y pedirle que le recordara en su reino, aquel buen pastor le dijo: «te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,39-43).

Y a sus enemigos, que le crucificaban y se reían de él, les perdonó y aun disculpó: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34-37).
Estos hechos no fueron unos casos aislados, esporádicos y anecdóticos en la vida de Jesús. Salían de una actitud permanente de su corazón nacida de la misión misma para la que había sido enviado por su Padre.

En Cafarnaún, con ocasión del llamamiento de Mateo, el odiado recaudador de impuestos, afirmó Jesús: «Yo no he venido a llamar a ios justos, sino a los pecadores (Mt 9,13).

En Jericó, cerca del Mar Muerto, se quedó en casa de Zaqueo, un hombre rico, jefe de publicanos y de mala reputación y, como todos murmuraran, proclamó solemnemente: «E1 Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido!» (Lc 19,1-10).

         Jesús era el Enmanuel, el «Dios con nosotros», y sus sentimientos y actitudes eran idénticas a las del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad». Era el río por el que corría el mismo amor infinitamente misericordioso de Dios.


Jesús ante las penas de la vida


Aunque nos hemos extendido más sobre la misericordia de Dios y de Jesús con los pecadores por ser tan admirable, consoladora y transcendental, no podemos olvidar la piedad y compasión que sintió ante todas las penas y miserias humanas, corporales y espirituales, y cómo hizo todo lo que pudo para remediarlas.

         Se conmovió al oír las peticiones de los dos ciegos de Jericó que le pedían la vista y los curó (Mt 20,29-34), se compadeció del leproso y le limpió de su enfermedad (Mc 1,41), se enterneció al ver llorar a la viuda de Naín por su hijo único y lo resucitó (Lc 7,11-17), tuvo piedad del desconsuelo de Jairo y devolvió a su hija a la vida (Lc 8,40-56), sintió lástima de las multitudes que le seguían sin tener qué comer y multiplicó los panes y los peces (Mc 8,1-10), se apiadó de las gentes que vagaban como ovejas sin pastor (Mt 9,36), suspiró emocionado ante el llanto de Marta y de María, se echó a llorar y resucitó a Lázaro Un 11,28-44), se estremeció de tristeza a la vista de Jerusalén por su próxima destrucción (Mt 23,37-39) y lloró por ella (Lc 19,41). ¡Cuántas curaciones multitudinarias realizó movido por su compasión!2. ¡Ninguna pena humana fue ajena a su corazón! Con razón decía: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

El, que nos propuso como meta el «amarnos unos a otros como él nos amó», expresó este mismo ideal con otras palabras: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial» (Lc 6,36) y, en las Bienaventuranzas, proclamó: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).


Conclusiones prácticas


Ante la misericordia insondable y la compasión infinita del Padre y de Jesús, son múltiples nuestras reacciones.

En primer lugar, por lo que respecta a uno mismo, se han de incrementar en nuestro corazón el amor y el agradecimiento. ¡A todos se nos ha perdonado tanto! «Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y unos mentirosos. Sí, por el contrario, reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos ios perdonará y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,8-10). Amemos más, porque se nos ha perdonado mucho.

También debe brotar en nosotros la confianza en ese Padre de piedad, «conocedor de nuestra masa», de nuestra fragilidad, y «que se acuerda de que somos barro». «Todos ios pecados imaginables, escribió Sta. Teresa del Niño Jesús, comparados con la misericordia de Dios son como una gota de agua echada en un brasero». Es incorrecto ese dicho popular ante una gran maldad: «Eso no tiene perdón de Dios».

Finalmente, a la vista de la infinita misericordia divina, tenemos que desterrar el temor servil como móvil de nuestras acciones. «Vosotros, enseñaba Pablo, no habéis recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor. Habéis recibido un Espíritu que os transforma en hijos y que os hace exclamar: <Abba, Padre!» (Rom 8,14-15). San Juan fue más explícito y contundente: «Nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados en el día del juicio. El amor y el temor son incompatibles. El amor auténtico elimina el temor, por cuanto el temor está en relación con el castigo, y el que teme no ha alcanzado la perfección en el amor» (1 Jn 14, 16-18). Al Dios rico en misericordia, a Jesús que dio su vida por nuestros pecados, les debemos servír por amor y confianza filiales, no por miedos.

Por otra parte, los cristianos, urgidos por los ejemplos y las palabras del Maestro, hemos de sentir comprensión y compasión ante los pecados de los demás, por muy grandes que sean. No seamos como el fariseo de la parábola, que se gloriaba ante Dios de su propia justicia, sino como el publicano, que se sentía y confesaba un pecador. Acordémonos del dicho de Jesús a los ancianos de Israel: «El que de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra» (Jn 8,7) y repitamos con Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pidamos por los pecadores.

«Sed compasivos, insistía Jesús, como vuestro Padre celestial es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y se os perdonará... con la medida con que midiereis seréis medidos... ¿Cómo miras la paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6, 36-38.41-42).

Por último, con respecto a ios sufrimientos, tristezas \ y desgracias de las gentes, nos hemos de apiadar y comj padecer, y con obras, como Jesús en su vida. ¡Cuarenta millones mueren de hambre al ano, quince de e los son niños, y cuántos cientos de miles de refugiados vagan, víctimas de la guerra, de un lugar a otro, etc.!

Y cerca de nosotros, ¡cuántas bolsas de pobreza, tristezas, enfermedades, ancianos abandonados, emigrantes, presos, drogadictos...! No caigamos en la tentación de no hacer nada porque no podemos remediarlo todo. Unidos, además, podemos mucho. Sacrifiquemos nuestra comodidad y hagamos lo que está en nuestras manos. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteís... Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,40,45).


 

 

 

 

6. «PASABA TODA LA NOCHE ORANDO A DIOS» (Lc 6,12).

 

La oración de Jesús

 

Toda la historia de Israel en el Antiguo Testamento está entretejida de oraciones, en que las criaturas, conscientes de su propia indigencia, de su fragilidad, de sus infidelidades y de su completa dependencia de Dios, acudían a él con humildad y respeto, confiados en su bondad, su benignidad, su clemencia y su omnipotencia.

La oración era la expresión, el respirar de la vida religiosa de aquel pueblo creyente, y las oraciones revestían toda clase de formas acomodadas a las circunstancias. Unas era de bendición, glorificación y alabanza por la grandeza de Dios y de sus obras, otras de acción de gracias por sus beneficios, o de súplicas en las angustias, peticiones en las necesidades, y de arrepentimiento después del pecado. Eran gemidos, gritos de alma, cánticos de júbilo y de alegría, personales o comunitarios.
         En este ambiente nació Jesús de Nazaret, judío entre judíos. Todos los días, como los buenos judíos después de la cautividad de Babilonia, recitaba en familia la oración oficial, el Shema Israel, mirando a Jerusalén. Se repetía a la mañana, antes de comenzar la tarea, y a las tres de la tarde, coincidiendo con las horas en que se ofrecían los sacrificios y holocaustos en el Templo.

Cada shabat, «cesar, descansar», día de oración y de descanso, Jesús acudía a la sinagoga, el lugar de la oración del pueblo. Para comenzar se recitaba el «Sbemá», el credo de Israel, varias oraciones por diversas intenciones, se suplicaba la llegada del anhelado Mesías, y se leía la Torá y los profetas, que eran comentados por algunos de los presentes. La lectura de los textos bíblicos y los comentarios práctico-exhortativos estaban reservados a los hombres a partir de los doce años.

Todos los años, celebraba Jesús la fiesta de la Pascua el 14 de Nisán —la luna llena de marzo-abril— para conmemorar la salida y liberación de Egipto; la de Pentecostés, cincuenta días después, en la celebración de la siega; la de las Tiendas para evocar aquéllas en los que los hijos de Israel habitaron durante cuarenta años en el desierto; la del Yon-Kipur, o día de la expiación, a fin de alcanzar del Señor el perdón de las faltas y pecados del pueblo; la del Rosh Hashana, la fiesta del Año Nuevo, la de la Dedicación del Templo, purificado por Judas Macabeo, (1 Mac 4) y la de los Purim, algo parecida a nuestro carnaval, en que conmemoraban la liberación del pueblo por la reina Ester.

Desde los doce años, Jesús subía a Jerusalén para participar en las solemnidades litúrgicas del Templo: los sacrificios, las oraciones, cánticos y danzas de alegría.

Pero además, y a pesar del silencio de los Evangelios, no podemos dudar de que Jesús ya desde niño y, sobre todos, de adulto, se retiraría en Nazaret a lugares solitarios, a los campos, a las colinas, a los olivares, como lo haría después en su vida pública, para estar personal e íntimamente a solas con Dios. Allí hablaría a su Padre, le bendeciría, le amaría, se dejaría iluminar e invadir de la divinidad.

También, guiado por el Espíritu Santo, reflexionaría sobre las diferencias y contrastes entre lo que oía en la sinagoga a los fariseos y doctores de la Ley, que ponían la religiosidad y la salvación en el cumplimiento de la Torá y de las tradiciones de los mayores, y lo que él experimentaba en el contacto con aquel Dios que era todo amor, gratuidad, misericordia y perdón. Su alma se iluminaba sobre los designios de su Padre Dios y la misión, liberadora y altamente peligrosa, a la que iba a ser enviado. Gracias a la oración, Jesús, a la vez que «crecía y se fortalecía, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2,40).

¡Cuántas veces, desde las cimas de las colinas que circundan Nazaret, explayaría sus miradas sobre el cercano Carmelo en la costa mediterránea, sobre la llanura de Esdrelón con el monte Tabor, sobre la depresión del Jordán, el lago de Tiberíades y Cafarnaún, futuro centro de operaciones de sus correrías apostólicas, y hacía las montañas de Samaría, atravesadas por el camino que cada año recorría al subir a Jerusalén para celebrar la Pascua!. Su alma se dilataría y ardería en ansias de comenzar su misión de «traer el fuego a la tierra», de recoger la mies abundante.

Como aparece en las parábolas, Jesús «veía a Dios en todas las cosas»; en los lirios del campo, en los pajarillos, en la gallina que cobija a sus polluelos, en los pastores guardianes de sus rebaños, en las vides y sus sarmientos, en las mieses... y en tantas situaciones humanas: la alegría de los banquetes familiares, los padres que perdonaban a sus hijos, los jornaleros que aguardaban en la plaza... Su alma estaba siempre abierta a Dios.

En las noches calurosas del verano, Jesús, sentado a la puerta de la casa con José y María, luego sólo con su madre, contemplaría aquel cielo silencioso y profundo, tachonado de palpitantes estrellas. Su alma se fundiría con su Padre, y sus labios recitarían el salmo: «Cuando contemplo el cielo obra de tus manos,
la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? (Sal 8,2-).

Allí, extasiado, escuchaba a «los cielos proclamar la gloria de Dios y al firmamento decir que era la obra de sus manos» (Sal 18,1).

 

La oración de Jesús en la vida pública


En la vida pública, Jesús dedicaba largos ratos a la oración durante el día, pero sobre todo por la noche, a pesar de su trabajo tan agotador que «no le dejaban tiempo ni para comer».

Una tarde, después de enseñar, curar y consolar a la gente, la despidió, hizo que sus discípulos se embarcaran, y él «subió al monte a orar a solas. Al llegar la noche, todavía seguía allí... A eso de las tres de la madrugada, andando sobre el lago, se dirigió a ellos», que luchaban con las olas y el viento contrario. Jesús estuvo largas horas de la noche en oración (Mt 14,22-25).

En otro momento, Lucas nos narra cómo «Jesús se fue al monte a orar, y pasó toda la noche orando a Dios» (Lc 6,12), y Marcos nos cuenta que «de madrugada, antes de amanecer, Jesús se levantó, y saliendo de la ciudad, se dirigió a un lugar apartado a orar» (Mc 1,35).

Jesús oraba de día, en medio de sus faenas «se retiraba a lugares solitarios» (Lc 5,15), pero la noche, sin duda por su silencio y soledad, era su tiempo preferido, en sus primeras horas, durante toda la noche y al amanecer. ¿Cuánto dormía Jesús? Poco. ¡Tampoco tenía tiempo para dormir! Cuando lo hacía, caía rendido. En la tempestad del lago, se quedó dormido sobre un cabezal. No le despertaron ni el viento huracanado, ni las grandes olas que entraban en la embarcación, ni el zarandeo de la barquilla. Tuvieron que hacerlo sus atemorizados discípulos (Mc 4,35-41).

¡Quién hubiera podido contemplar aquella oración de Jesús en los atardeceres luminosos, en las noches a la luz de las estrellas, o en los amaneceres, en que el sol dora las aguas del lago! Se dirigiría lleno de amor y de agradecimiento a su Abba, a su Padre, con él dialogaría y de dejaría inundar de él. Era una oración contemplativa, unitiva, iluminadora, transformante, de la que Jesús sacaba el amor, la luz, la fortaleza, para cumplir su misión.

En cualquier momento, se le escapaba el corazón, amoroso y agradecido, hacía su Padre Dios. Eran acciones de gracias: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has ocultado todo esto a ios sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así los has querido tú» (Lc 10,21); «Padre, te doy gracias por que me has escuchado. Yo sé muy bien que me escuchas siempre» Un 11,41). Eran peticiones y súplicas por sus enemigos, que le estaban matando (Lc 23,34), o gemidos escapados desde el fondo de su alma atormentada por la tristeza, la angustia y el temor: «Padre, glorifica tu nombre» Un 12,27-28); «Padre, pase de mí este cáliz» (Mc 14,36), «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Lc 27,46).
Toda su vida era oración, pero, llevado por el Espíritu intensificaba la oración en los momentos cruciales. En el bautismo en el Jordán (Lc 3,21), en la cuarentena del desierto, al comenzar la vida pública (Mc 4,1-11), en la elección de los apóstoles (Lc 6,12-16) en la transfiguración (Lc 9,28), en la resurrección de Lázaro Un 11,41), en el Cenáculo, al comenzar la pasión Un 17,1-26), en Getsemaní (Mt 26,36-46) y en la cruz (Lc 23,34.46; Mc 15,34).

La apertura y el trato de Jesús con su Padre eran continuos. No necesitaba ir a la sinagoga, ni al Templo. Contemplaba a Dios en la creación, en las gentes, en los pobres, en los despreciados, en los enfermos, en los pecadores. Lo hacía en cualquier sitio, «en espíritu y en verdad» Un 4,21-24).

La enseñanza de Jesús Jesús nos ofreció continuos ejemplos de trato personal e íntimo a solas con su Padre, aunque en sus instrucciones se refirió preferentemente a la oración de petición, sin duda por ser la más espontánea y frecuente.

Un día estaba Jesús orando y, al terminar, le dijo uno de los doce: «Señor, enséñanos a orar, lo mismo que Juan a sus discípulos». Jesús le respondió: «Cuando oréis, decid:
Padre nuestro, que estás en los cielos santificado sea tu nombre. Venga tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo. Danos cada día el pan que necesitamos. Perdónanos nuestros pecados como también nosotros perdonamos a quienes nos hacen mal. No permitas que nos apartemos de ti y líbranos del mal»
(Lc 11,1-4; Mc 6,9-13).

Jesús les dio la oración propia de sus seguidores y en ella nos enseñó a quién hay que dirigirse y qué se ha de implorar.

En primer lugar, nuestra oración se ha de dirigir a Dios como Padre de todos y, por ello, con el ánimo lleno de amor y confianzas filiales en su amor y en su misericordia, en su compasión, ternura y generosidad. Ya no somos esclavos bajo el régimen del temor, ni meras criaturas, sino hijos de Dios y todos hermanos. Jesús llamaba a Dios Abba, «Padre», palabra aramea con la que los niños pequeños llamaban a sus padres, cargada de confianza, cariño y abandono. El quiere que llamemos «Padre» a Dios y que acudamos a él con esos sentimientos.

Además, nuestra oración se ha de orientar a pedir preferentemente ios bienes del espíritu: su gloria, la llegada de su reino, que cumplamos su voluntad, que nos perdone los pecados, que nos mantenga unidos a él y nos libre del mal. También quiere que imploremos con realismo, pues somos materia, que no falten a nadie los bienes necesarios para vivir y servir: el alimento, el vestido, la habitación, simbolizados en el «pan», que se «nos dará por añadidura si buscamos la justicia del reino de Dios» (Mt 6,33).

No nos enseñó que acudamos a Dios para que nos conceda todos nuestros caprichos temporales: que nos toque la lotería, que gane mi equipo de fútbol, que apruebe ios exámenes, etc. Dios no es «un tapa-agujeros», un «apaga fuegos», una máquina para satisfacer nuestros antojos materiales. «De Dios, decía Sto. Tomás de Aquino, no hemos de esperar algo menor que él mismo»3, y 5. Ignacio de Loyola, después de haber dejado todo a la entera disposición divina, sólo pedía: «dame tu amor y tu gracia que esto me basta».

El Maestro también dio diversas indicaciones sobre cómo y dónde se ha de orar y pedir. «Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que son muy dados a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que todo el mundo les vea. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, métete en tu cuarto y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está allí a solas contigo. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te lo recompensará».

«Al orar no os pongáis a repetir palabras y palabras, como hacen los paganos, que se imaginan que Dios les escucha sólo cuando dicen largas oraciones. No hagáis eso, que vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad aun antes de que le pidáis nada» (Mt 6,5-8).

La oración, según Jesús, ha de hacerse en la soledad y en el silencio, que ayudan a concentrarse y a sentir a ese Dios tan cercano, que conoce a cada uno en concreto y sabe de qué tiene necesidad. La oración entre el ser humano y Dios ha de ser, desterrada toda intención vanidosa, íntima y directa, «como un amigo habla a otro amigo» (S. Ignacio de Loyola).

No se opone al modo de orar de Jesús el recogerse no ya materialmente en el cuarto, sino en la propia conciencia y, desde allí, acudir al Padre Dios, así en la calle, en el autobús, en un parque, como ante un bello paisaje, el cielo estrellado o el inmenso mar. No hace falta «ir ni a Jerusalén ni subir al Garizín», basta hacerlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Toda la creación es el templo de Dios.

Jesús que conocía nuestra indigencia y limitaciones, nos exhortó a pedir y con perseverancia: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Pues todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abre. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez le dé una culebra? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan!» (Mt 7,7-11).

La oración de petición, según Jesús, ha de estar llena de fe, de confianza, «Todo lo que pidáis a Dios con fe lo recibiréis» (Mt 7,7-8), y de perseverancia, como nos lo inculcó con los ejemplos del amigo que a media noche despierta al otro para pedirle tres panes (Lc 1 1,5-8) y el de la viuda y el juez injusto e impío (Lc 18,1-8). Dios es Padre, su amor es infinito, todo lo puede, siempre escucha. ¿Siempre? Sí, siempre que se le pidan «cosas buenas».

San Lucas concreta más y escribe: «;Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Si el Padre prevé que lo que se le suplica, aun siendo moralmente bueno y humanamente apetecible, no va a ser para nuestro mayor y verdadero bien natural o sobrenatural, el de otros o para nuestra vida eterna, no lo concederá.

Por mucho que se le ruegue, nunca dará a sus hijos lo que sabe va a resultar «no un pan, sino una piedra; no un pescado, sino una culebra». En estos casos, la oración no se pierde, Dios escucha y concede no lo mismo que se le pide, pero sí lo más conveniente. La oración de petición siempre es eficaz: o alcanza lo que se desea, o cambia el corazón del que pide.

El Bto. P. Miguel Pro. jesuita mejicano martirizado en el año 1928, dejó escrito: «La finalidad de la oración está mucho menos en obtener lo que le pedimos que en cambiarnos a nosotros mismos. Es más, tenemos que ir más allá y decir que pedir cualquier cosa a Dios nos transforma poco a poco en personas capaces de prescindir incluso de aquello que piden».

Sta. Teresa de Jesús exclamaba: «Que no, mi Dios, no, no más confianza en cosa que yo pueda querer para mí. Quered de mí lo que quisiéreis querer; y si vos, Dios mío, quisiéreis contentarme a mí, cumpliendo lo que pide mi deseo, veo que iría perdida» (Exclamaciones, XVII).

«Bueno es Dios, decía San Agustín, que a veces no nos da lo que queremos, pero sí lo que deberíamos preferir» y Santa Teresa del Niño Jesús segura del amor de Dios, le contestaba: «Cuando tú no me escuchas, te amo más todavía».

Por ello, nuestras súplicas han de ser siempre condicionadas a la voluntad de Dios, como la de Jesús en Getsemaní: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,36).


Conclusiones prácticas


A imitación de su vida y según las enseñanzas de Jesús, todo cristiano ha de acudir a su Padre en demanda de «cosas buenas», pero, sobre todo, debe encontrar tiempo para recogerse en la intimidad de su ser a solas con su Padre Dios. Es imposible la vida cristiana sin la oración. De lo contrario, si se deja absorber por los trabajos, preocupaciones y afanes por las cosas de esta vida temporal, escuchará aquellas palabras del Maestro: «Marta, Marta, estás solícita y turbada por muchas cosas. Una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte» (Lc 10,38-42). ¿Qué hacía María? Estar a los pies de Jesús, mirarle, escucharle, hablar con él, amarle. El trato con Dios, con Jesucristo, cambia los corazones y les impulsa a seguirle e imitarle. La oración es la fuente del amor, que es lo único que puede transformar el mundo.

Para orar hemos de renovar la presencia de ese Dios tan cercano, en quien «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). En él estamos siempre sumergidos como el pez en el agua y él empapa todo nuestro ser corno el agua a la esponja. Es algo más íntimo a nosotros que nosotros mismos, «intirnior me ipso» (S. Agustín). «Somos morada de Dios y templo del Espíritu Santo» (1 Cor 3,16).

Podemos orar en la naturaleza. Dios se manifiesta primero en las creaturas, esos regalos de sus manos amorosas, esos destellos que reflejan su misterio, su divinidad, su bondad, su verdad, su hermosura, primicias del cielo y prendas y anticipos del deseo que tiene de dársenos cara a cara.

Pero la mayor revelación de Dios se realiza en las Sagradas Escrituras, su palabra y, sobre todo, en Jesucristo, la Palabra eterna encarnada, «reflejo resplandeciente de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hbr 1,3), camino del Padre, pues «nadie va al Padre sino por él» (Jn 14,6), «a quien vemos al ver a Jesús» (Jn 14,9). Por ello, los Evangelios han de ser nuestra lectura predilecta y el objeto habitual de nuestra contemplación.

Para orar «no hay que pensar mucho, sino amar mucho» (Sta. Teresa), pues «no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gozar y sentir de las cosas internamente» (S. Ignacio de Loyola). En ella, hemos de «estar amando al amado» (S. Juan de la Cruz), «hablar como un amigo con otro amigo» (S. Ignacio), pues «orar es hablar de amistad con quien sabemos que nos ama» (Sta. Teresa).
Esta oración, este estar a solas con Dios, con Jesucristo, es el medio más eficaz para cambiarnos el corazón. Mucho más que todos nuestros esfuerzos, todas nuestras ascesis y, no digamos, nuestros propósitos. Y para mayor confusión de nuestro innato pelagianismo, la oración es tanto más transformante cuanto más pasiva.

El camino de la oración, no el de las «nadas», es el seguido y enseñado por San Ignacio de Loyola para convertir y divinizar al hombre. Todo su afán en sus ejercicios espirituales es prepararle para recibir en la oración «la consolación», que él define como «una moción interior con la que el alma viene a inflamarse en amor de su Creador y Señor y, consiguientemente, ninguna cosa creada puede amar en sí misma, sino en su Creador» (E.E. n. 316).

Esa «inflamación en el amor» es lo que transforma al hombre, lo libera y le pone en disposición de docilidad para elegir y hacer siempre lo que Dios quiera. No hay santidad sin oración, porque es la fuente del amor.

 

 

 

 

 

 

 


 

7. «SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE Y MUERTE DE CRUZ» (Fl 2,8)


La obediencia es la virtud moral por la que libremente nos adherimos a las órdenes recibidas de la autoridad, divina o humana, lo que transforma la vida en un servicio.

Cuando se dice que Jesús fue obediente, se alude a su humanidad, pues en cuanto Dios no puede obedecer. El Verbo es igual al Padre: «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado», y el decreto de la encarnación no fue un mandato del Padre a su Hijo, sino una decisión de las tres personas de la Stma. Trinidad.

Un ángel fue enviado a María, una doncella pobre y humilde de Galilea. El Espíritu santo la cubrió con su sombra y fue engendrado Jesús de Nazaret. La tierra, el sistema solar, la Vía Láctea, todas las galaxias del universo entero, se estremecieron y exultaron de gozo y alegría al contemplar cómo Dios se hacía una parte suya. La creación llegaba así al término de su evolución. Aquel «por quien todo había sido hecho» Un 1,3) era parte de la creación, que así se divinizaba.
Al entrar en el mundo, Jesús, el Verbo encarnado, exclamó: «Tú, ¡oh Dios! no has querido las ofrendas ni los sacrificios; en su lugar me has dado un cuerpo. No han sido de tu agrado ni los holocaustos ni las víctimas expiatorias.

Entonces dije: «Aquí estoy para hacer tu voluntad. Así esta escrito en el libro acerca de mí». (Hbr 10,5-7; Sal 39,12-13).


Toda la vida de Jesús, desde la encarnación hasta la muerte, sería un continuo hacer la voluntad de su Padre. Era la esencia de su espiritualidad: obedecer por amor.


Obediencia en la vida


Por obediencia a las autoridades públicas, al emperador Augusto, Jesús nació en Belén de Judá, de donde procedía José, su padre, del linaje de David (Lc 2,1-7). Así, también se cumplieron las Escrituras (Miq 5,1).

A los doce años, edad que el judaísmo consideraba como la de la madurez religiosa, Jesús, ya bar mitzvah, «hijo del mandamiento», subió a Jerusalén por las fiestas de la Pascua para cumplir el mandato de la Ley. Se quedó en la ciudad y, cuando a los tres días sus padres angustiados le encontraron en el Templo, su madre María le preguntó porqué había hecho aquello con ellos. Jesús respondió:
«Y por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2,41-50).

Este fue el lema de Jesús en toda su vida: hacer la voluntad del Padre, ocuparse en su cosas, cumplir la misión para la que había sido enviado, en una palabra, obedecer.

Después, el niño con sus padres José y María regresó ¿ a Nazaret y allí:
«siguió sujeto a ellos» (Lc 2,51).

Con estas escuetas palabras resume Lucas los treinta años de la vida oculta de Jesús. Vida de obediencia a Dios, al Espíritu y a sus legítimos representantes. Obediencia del Creador a sus pobres criaturas: dos aldeanos, vecinos de un pueblo insignificante de Galilea.

En la vida pública, lo mismo con sus obras que con sus palabras, dio siempre ejemplo de una actitud permanente y profunda de disponibilidad, de sumisión y de obediencia a la voluntad de Dios.

A una mujer, que, entusiasmada con la presencia y actuaciones de Jesús, le echó un piropo: «Feliz la mujer que te dio a luz y que te crió a su pecho», le contestó:
«Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,27).

Cuando su madre y sus parientes le fueron a visitar en Cafarnaún y le llamaron, comentó mirando a los que le rodeaban: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mc 3,31-35).

En diversas ocasiones, Jesús repitió que él había sido enviado para cumplir una misión: «Yo he venido de Dios y estoy aquí enviado por él» (Jn 8,42). «No he venido por mi propia cuenta; he sido enviado  por aquel que es veraz.., el es el que me ha enviado» (Jn 8,49).

«Conozco de veras a mi Padre y obedezco sus órdenes» (Jn 8,55). Su amor al Padre, que le había enviado, le hacía estar en actitud de total docilidad y obediencia.

Cuando Jesús volvía de Judea a Galilea, llegó a un pueblo llamado Sicar y, fatigado del camino, se sentó junto a un pozo, que había excavado allí el patriarca Jacob. Los discípulos se fueron al pueblo a comprar comida. Al volver, vieron con sorpresa que Jesús estaba hablando con una mujer y, además, samaritana. Al irse ella, los discípulos le insistieron: «Maestro, come» y Jesús les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis... Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra de salvación» Un 4,29-34).

Para cumplir la misión de su Padre —en aquel momento salvar a la samaritana y a los de su pueblo— Jesús se olvidaba aun de comer, a pesar de que «estaba fatigado, y era el mediodía».

Esta postura íntima y continua de su espíritu se pone de manifiesto en sus deseos, palabras y actuaciones.

«Yo no pretendo actuar según mis deseos, sino según los deseos del que me ha enviado» Un 5,30;6,38).

«La doctrina que yo enseño no es mía, es de aquél que me ha enviado» Un 17,16).

«Yo no hablo por mi cuenta; el Padre que me ha enviado es quien me ha ordenado lo que debo decir.., yo enseño lo que he oído al Padre» Un 12,49-50).

 «Os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su propia cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19).

«Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado es que hago lo que el Padre me encargó hasta llevarlo a feliz término» (Jn 5,36).

«Si no realizo las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, fiaros de ellas» (Jn 10,37).

«Conforme el Padre dicta, así juzgo» Un 5,30). «El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» Un 8,29).

Obedecer era como el respirar de Jesús. Siempre y en todo. Era su alimento. La obediencia nacía de su gran amor.


La obediencia en la muerte


La disponibilidad y obediencia de Jesús fue continua a lo largo de su vida, ¿cuál sería su comportamiento en la prueba máxima? El himno de los Filipenses nos lo
a clara: «Fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8).

Frase que quiere decir no sólo que fue obediente hasta el último instante de su vida, sino, sobre todo, que fue fiel a la obediencia aunque ella le condujera a la muerte brutal e ignominiosa de la cruz.

Jesús no vino para morir. Se encarnó para realizar la misión de Dios, hacer su voluntad: estar con nosotros, traer la luz a nuestras tinieblas, mostrarnos el rostro amoroso del Padre y enseñarnos el camino del amor que conduce a él, salvarnos y liberarnos. Sólo su vida de obediencia, de adhesión a los deseos del Padre, fueron la causa de su muerte, que no se explica sin su vida, como sin la muerte no se comprende su resurrección.

Jesús era un hombre «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado». Al prever los sufrimientos y la muerte, se estremeció.

«Me encuentro —decía a sus discípulos días antes de la pasión— profundamente turbado, pero ¿qué puedo decir? ¿Diré a mi Padre que me libre de lo que en esta hora va a venir sobre mí? ¡Pero si precisamente he venido para aceptarlo! Padre, glorifica tu nombre» Un 12,27-28).

Se conmovió en su naturaleza humana, pero no dudó en obedecer. Así, «Hijo y todo como era, aprendió en la escuela del sufrimiento lo que cuesta obedecer» (Hbr 5,8). «Convenía que Dios, por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación» (Hbr 2,10).

En la última cena, en aquel ambiente de angustia y tristeza, Jesús dijo a los suyos con resolución: «Se acerca el que tiraniza este mundo, no tienen ningún poder sobre mí, pero tiene que ser así para demostrar al mundo que yo amo al Padre y que cumplo fielmente la misión que me encomendó. ¡Levantaos, vámonos de aquí!» Un 14,30-31).

A continuación bajó al huerto de Getsemaní y, hombre como era, le invadieron la angustia, el temor, una tristeza mortal, hasta sudar de horror gotas de sangre (Mc 14,33; Lc 22,44). En aquella hora terrible, lleno de amor, confianza y obediencia, acudió de nuevo a su Padre: «Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,35).

No era una petición en firme para que le librara de la cruz. Era un gemido, una queja amorosa, salidos de aquel alma triste, abatida, atemorizada, pero siempre sometida a la voluntad del Padre: «no se haga mi voluntad sino la tuya».
En el momento del prendimiento uno de los suyos sacó una espada y le cortó una oreja a un criado del sumo sacerdote. Jesús le curó y dijo al discípulo:
«Guarda esa espada... ¿No crees que yo puedo pedirle ayuda a mi Padre, y que él me enviaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que predicen que las cosas tienen que suceder así?» (Mt 26,51-54).

Al sumo sacerdote, Jesús, que permanecía en silencio ante las falsas acusaciones, le contestó por respeto a su autoridad, cuando Caifás le conminó exigiéndole en nombre de Dios vivo a que les dijese si era el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 26,62-64).

Clavado ya en la cruz, después de velar por su madre María, «plenamente consciente de haber cumplido a la perfección la misión que el Padre le había confiado, con el fin de que se cumpliesen las Escrituras — que decían «en mí sed me dieron a beber vinagre» (Sal 68,22) — Jesús exclamó: «Tengo sed» (Jn 19,28).

Después de probar el vinagre, que empapado en una esponja le ofrecieron los soldados en la punta de una caña, dijo: «Todo está cumplido». «E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu» (Jn 19,29-3 0).

La obediencia de Jesús nos salvó, «nosotros hemos quedado santificados porque Jesucristo se ha ajustado a la voluntad de Dios ofreciendo su propio cuerpo de una vez para siempre» (Hbr 10,10). «Así como por la desobediencia de un solo hombre (Adán) todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo (Jesús) todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

 

Jesús sacerdote de obediencia


Toda la vida de Jesús, desde aquel «He aquí que vengo ¡oh Dios! para hacer tu voluntad» de la encarnación hasta el «Todo está cumplido» del Calvario, fue un «ocuparse de las cosas de su Padre», «hacer lo que le agradaba», «realizar la misión que le había encomendado», «obedecer hasta la muerte», «llevar a cabo su obra de salvación». Para Jesús, obedecer, servir, era amar. Era su alimento; su espiritualidad personal.

Durante sus días mortales entre el pueblo judío, Jesús fue un simple seglar. No pertenecía a la tribu de Leví, de la que únicamente procedían los sacerdotes de la Antigua Alianza. Pero Jesús ejercitó continuamente el sacerdocio común al ofrecer al Padre sacrificios espirituales de alabanza, de acción de gracias, de obediencia y docilidad, incondicionales y amorosos.

En las últimas horas, su obediencia filial le condujo a la muerte, ofreciendo al Padre, por amor a él y a nosotros, el sacrificio de sí mismo.

El fue la víctima y el sacerdote. El Padre, que no quería sacrificios sangrientos, ni holocaustos expiatorios de animales, aceptó el sacrificio del amor, la fidelidad y la obediencia de su Hijo Jesús, en satisfacción por los pecados de la humanidad. «Obedecer vale más que los sacrificios y holocaustos; ser dócil, más que la grasa de carneros» (1 Sam 15,22). Así quedó constituido el sacerdocio ministerial de la Nueva Alianza, cuyo sacrificio de obediencia agradable a Dios se perpetúa cada día «desde donde sale el sol hasta el ocaso» (Mal 1,11) sobre el ara del altar.
«Cristo... llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote, según el rito de Melquisedec» (Hbr 5,8-10).

 

Conclusiones prácticas


Para todo cristiano hacer la voluntad de Dios ha de ser su mayor aspiración, su alimento. En esta consideración, no nos fijaremos en la obediencia, querida también por Dios, a las autoridades humanas, civiles y religiosas, sino en la docilidad a los designios fundamentales que Dios tiene sobre todos y cada uno de nosotros como creaturas y como cristianos. Es nuestra Vocación con mayúscula.

Dios quiere que todo ser humano, su creatura, le alabe, le ame, le sirva, y que todo bautizado se esfuerce en llegar a la santidad y a ser apóstol. Para eso nos ha creado y llamado y en eso hemos de concretar nuestra obediencia.
La voluntad de Dios es que «nos amemos los unos a los otros como Jesús nos ha amado» (Jn 13,34), con un amor «misericordioso como el de nuestro Padre celestial» (Lc 6,36); con un amor generoso que nos impulse a hacer siempre el bien, a dar de nuestros bienes a los que carecen de lo necesario, a darnos a nosotros mismos a los otros, a no vivir para uno sino para los demás; con un amor perdonador que «nunca devuelve mal por mal, sino que se empeña por vencer al mal a fuerza de bien» (Rom 12, 17-21). En esto consiste la santidad.

Además, según los planes de Dios, todo el que cree en él y en su Hijo Jesucristo se ha de sentir «enviado por Jesús, como el Padre le envió a él» (Jn 20,21), para «ir por todas las naciones, solo y en comunidad, a fin de hacer discípulos, bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñarles a vivir todo lo que él nos encomendó» (Mt 28,14-18).

Dios espera de nosotros que seamos «la luz del mundo», «la sal de la tierra», «el fermento de la masa» y que trabajemos para empapar del espíritu, la doctrina y la vida de Jesús, todos los corazones y todas las instituciones temporales: la familia, las asociaciones intermedias, la vida y relaciones nacionales e internacionales.

Conforme al proyecto de Dios sobre nosotros, cada creyente ha de poder decir, como S. Pablo, «mi ley es Cristo» (1 Cor 9,21). Jesús de Nazaret ha de ser nuestro motivo en todo y el último determinante de nuestra vida, pensamientos, sentimientos y conducta. La voluntad de Dios es que siempre seamos testigos del amor, «otros Cristos». Esta es nuestra obediencia.

Dios, al que por amor hemos de obedecer siempre, «nos predestinó para ser imágenes de Cristo» (Rom 8,29) que «es la imagen del Dios invisible» (Col 1,15) y su voluntad es que todos nosotros «reflejemos en nosotros mismos la gloria del Señor y nos vayamos transformando en imagen de Cristo con resplandor creciente bajo el influjo del Espíritu Santo» (2 Cor 3,18).

Al transfigurarnos en otros Cristos, como Dios lo quiere, no sólo somos más cristianos, sino también más hombres.

Dios «creó al hombre a su imagen y semejanza» (Gen 1,26-27) y Jesús, en cuanto hombre, es «la imagen perfecta del ser de Dios» (Hbr 1,3). Jesucristo es la cumbre y cima de la humanidad y el alfa y la omega de la creación, «todo fue creado por él y para él» (Col 1,16).

La voluntad de Dios Padre es que cada uno de nosotros aspire y se esfuerce en ser como él.

 

 

 

8. «ANUNCIABA POR TODAS PARTES LA BUENA NOTICIA DEL REINO DE DIOS» (Mc 1,38)

 
            Jesús sabía que el Padre quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» y él, que «hacía siempre lo que era del agrado de su Padre», encaminó todos sus afanes, esfuerzos y trabajos, sin escatimar sacrificio alguno, a difundir la verdad de la buena nueva. Al final de su vida, le preguntó en el pretorio el procurador romano Pilato si era rey, Jesús contestó: «Yo soy rey... Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo
el que es de la verdad escucha mi voz» Un 18,37).

Jesús fue enviado con la misión de traer la iuz a las tinieblas del mundo, el amor a la tierra y así salvar y liberar a la humanidad entera. Con sus ejemplos y su conducta, sus gestos y sus silencios, pasó la vida anunciando la buena noticia del Reino de Dios.

 

En Nazaret


            De Jesús en Nazaret, donde transcurrió treinta años, no conservamos una sola palabra. Pero no fue una pérdida de tiempo. Allí nos enseñó con los hechos sublimes verdades: el gran valor de la vida oculta, retirada, silenciosa, de oración, la dignidad del trabajo manual, la necesidad de la obediencia y que lo que vale ante Dios no son las cosas extraordinarias en sí mismas, sino el amor y el espíritu con que se hace su voluntad, aun en lo más pequeño, ordinario y cotidiano.

         Pero, sobre todo, en aquel largo retiro, Jesús en cuanto hombre, fue creciendo «con la edad en sabiduría y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,52).

Gracias a la oración personal con su Padre Dios, a la lectura ponderada de las Escrituras, especialmente de los profetas, y a la reflexión sobre todo lo que le rodeaba, Jesús se formó, maduró y percibió con toda claridad cuál era el contenido del mensaje de Dios que había de anunciar al mundo.

En los ratos de oración en Nazaret, experimentó la paternidad de Dios, profundizó en el conocimiento de sus designios amorosos, de su misericordia perdonadora, de su voluntad de salvación universal de la humanidad caída. Vivió la cercanía, la maternidad, la ternura y la solicitud del amor de Dios a sus pobres creaturas, con preferencia a los pobres y a los débiles. Se percató de que el amor debía ser la única norma de conducta, y de que es la sola fuerza capaz de sostener, impulsar y transformarlo todo.

Al mismo tiempo, la reflexión sobre la Escrituras, en contraste con lo que veía a su alrededor y lo que oía cada sábado en la sinagoga, persuadió a Jesús de que toda la religiosidad oficial estaba asentada sobre bases falsas, y de que constituía una estructura de poder y de dominación.

Todo se reducía al cumplimiento detallado, minucioso y externo de la Ley de Moisés, de la Ley escrita y de la oral: las tradiciones humanas de los mayores, como fuente de salvación. Jesús cayó en la cuenta de que las normas de pureza legal carecían de contenido y justificación, de que lo que mancha al hombre no son las cosas, «todas eran buenas», sino lo que sale del hombre; de que nada vale la letra sin el espíritu y de la futilidad de la circuncisión externa, física, del cuerpo, si no iba acompañada de la íntima del corazón. Penetró en la vaciedad, como ¡ya lo habían denunciado los grandes profetas, de aquellos holocaustos y sacrificios de comunión del Templo, a donde subía cada año, en que se inmolaban toros y ovejas y se ofrecía sangre y grasas, para alabar a Dios y reparar los pecados del pueblo. Comprendió que a Dios le agradaban «la misericordia y el amor y nos los sacrificios», «la obediencia y la docffidad, y no las grasas». Experimentó que Dios estaba en todas partes, que la creación entera con sus verdes llanuras, sus altas montañas, sus mares azulados y sus estrellados cielos, era su templo, y que para adorarle «en espíritu y en verdad» no era necesario subir al monte Sión en Jerusalén ni al Garizín en Samaría.

Jesús también presintió en Nazaret los conflictos, choques y rechazos que le esperaban con los fariseos, escribas y los sacerdotes, y cuál iba a ser el desenlace de su misión. Como el de los profetas.

 

Por Galilea

 

Cuando Jesús tenía «unos treinta años» llegó el tiempo de la predicación clara y abierta de la verdad. A ella se inflamado del amor a su Padre y a los hombres.

Salió de Nazaret, de su pueblecito, donde dejó apenada a su amada madre, su casita, aquellos paisajes, aquella paz. Se dirigió a las orillas del Jordán, a la altura de Jericó, en cuyas orillas Juan predicaba la conversión y bautizaba. Después de su bautismo y de la cuarentena de oración, ayuno y tentaciones, volvió al norte.

«Jesús se dirigió a Galilea a predicar la buena noticia del reino de Dios y decía; «El tiempo ha llegado y el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el mensaje de salvación» (Mc 1,14-15).

La buena noticia era que el reino de Dios había llegado ya al mundo, que Dios intervenía ya directa e inmediatamente en la historia. A anunciarlo dedicaba toda su actividad, sus fuerzas y cualidades. «Andaba recorriendo, nos dice 5. Lucas, pueblos y aldeas proclamando por todas partes el reino de Dios» (Lc 8,1).

Impulsado por su ardiente celo de la gloria de Dios y de la salvación de todos los seres humanos, Jesús no descansaba, tanto más cuanto que veía que «la mies era abundante pero los segadores pocos» (Lc 10,2) y que las pobres gentes, guiadas por los fariseos y los doctores de la Ley, de buena fe pero equivocados, «andaban corno ovejas sin pastor» (Mc 6,34).

«Vayamos también a otras partes, dirá a sus discípulos, a los pueblos vecinos, a las ciudades, porque tengo que anunciar la buena nueva del reino de Dios. Y recorrió toda Galilea, y todas las aldeas de Judá, predicando en sus si- nagogas y expulsando demonios» (Mc 1,38 y Lc 4,42).

Para esto había venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Predicó sin descanso la buena nueva, recorrió pueblos, aldeas y ciudades, enseñó en las llanuras, en las orillas del lago de Genesaret, desde sus aguas, en las laderas y en las cumbres de las montañas. Frecuentó Cafarnaún, donde estaba «su casa», Betsaida, Cesarea de Filipo, Gerasa, la Decápolis, Caná, Naín, Nazaret, Samaría, Jericó, y hasta Tiro y Sidón. Multitud de veces atravesó la llanura de Esdrelón, verdeante por sus mieses, sus olivares y sus campos cuajados de florecillas silvestres, la árida depresión del Jordán y la zona central montañosa, cruzada de valles, de Sarnaría, cuando subía a Jerusalén.

Las caminatas eran largas, a pie, por caminos duros y polvorientos. Durante buena parte del año, el sol era abrasador, y los calores ardientes de día y de noche, sobre todo en Cafarnaún, su base de operaciones, a doscientos doce metros bajo el nivel del Mediterráneo. Iba con lo puesto, sandalias y un bastón, como se lo ordenó a sus discípulos (Mc 6,8-9), y «las gentes no le dejaban tiempo ni para comer». Se fatigaba, tenía sed y hambre y dormía sobre el duro suelo, pues «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza», y poco, ya que dedicaba largas horas de la noche a la oración, a estar con su Padre, de donde sacaba luz y fuerzas.
«Había venido a prender fuego a la tierra y ¿qué quería sino que ardiera?».

 

¿Qué era el reino de Dios?

 

El núcleo en torno al cual gravitó toda la enseñanza y toda la actividad histórica de Jesús fue el reino de Dios.

Pero, ¿cuáles eran su contenido, su naturaleza, las exigencias de aquella realidad misteriosa anunciada por las Escrituras, que todo Israel esperaba anhelante y que Jesús predicaba de continuo? ( Jesús habla en los sinópticos 61 veces del reino de Dios (85 si se suman los lugares paralelos), 2 en Juan y aparece 30 veces en los otros escritos del Nuevo Testamento).

Jesús nunca lo definió en términos claros, precisos e inequívocos. Sólo repetía, y en esto estaba parte de la originalidad de su mensaje, que el reinado de Dios «estaba cerca», que «había llegado ya», que era una realidad histórica y operante ya. «El tiempo ha llegado y el reino de Dios ya está cerca. Convertíos y creed el mensaje de salvación» (Mc 1,14). «Si yo expulso los demonios por el poder de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros» (Mt 12,28).

Un día los fariseos preguntaron a Jesús: «Cuándo vendrá el reino de Dios? El les contestó: El reino de Dios no vendrá de una manera notoria. No se podrá decir:
«Está aquí», o «Está allí». En realidad, el reino de Dios ya está entre nosotros» (Lc 17,20-21). «Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido esta palabra» (Lc 4,20), la de Isaías que anunciaba la señal de la llegada del reino de Dios (Is 61,1-2).
«Felices los que pueden ver todo lo que vosotros estáis viendo! Os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Lc 10,23-24).

Todos los oyentes de Jesús tenían una noción, con raíces bíblicas aprendidas en la sinagoga, de qué era el reino de Dios. Jesús no necesitó concretarlo. Flotaba en
el ambiente ( Cuando los países del Este de Europa, en los últimos meses de 1989, se levantaban pidiendo la democracia, no la definían. Sabían lo que era y qué no era.
113). Nosotros, apoyándonos en los profetas y en las palabras de Jesús, podemos acercarnos al contenido del que fue el tema específico de la predicación de Jesús.

En primer lugar, el reinado de Dios apuntaba a la esperada manifestación gloriosa de Dios, soberano universal del hombre y del mundo, y a su intervención libre y gratuita como Señor, salvador y liberador de su pueblo. Se realizaría a través de un enviado, el Mesías, el mediador histórico del reino de Dios.

Además, el reinado de Dios, anunciado por las Escrituras y confirmado por Jesús, significaba el advenimiento de un estado en que el Mesías administraría la justicia con equidad. No sólo en los juicios concretos, lo que se daba por supuesto, sino, sobre todo, en cuanto que ayudaría, protegería, preferiría y privilegiaría a los pobres, a los débiles, a los marginados de aquel orden social injusto. Ellos serían los favoritos, los predilectos de Dios, que los libraría del injusto señorío de los poderosos en lo económico, social, político y religioso, al implantar la justicia social equilibradora y compensatoria de Dios (Is 61,1-11, 1-5; Salm 71,1-3.12-15; Jer 23,5; Lc 16-21). El reinado de Dios era la hora de los pobres y despreciados.

Finalmente, el reinado de Dios predicado por Jesús era el advenimiento del amor. Dios es el Dios del amor y de la misericordia, un Dios padre tierno y solícito de todos. Todos somos sus hijos, hermanos unos de otros, debemos «amarnos como él nos amó» y, por ello, con preferencia a los pobres, y «ser misericordiosos unos con
otros como nuestro Padre celestial», y de una manera especial con los pecadores.
Según las enseñanzas de Jesús, en el reino de Dios el amor lo empapa todo, imposibilita para hacer el daño a nadie, para cometer injusticias y explotar a los demás. Por el contrario, el amor impulsa a amar a cada uno en concreto, como es, a respetarle en su personalidad única e irrepetible, a servir a los demás y a entregarles no sólo ios bienes propios, sino a uno mismo y aun la vida.

El reinado de Dios que Jesús anunciaba no era un reinado nacionalista y político, en que el Mesías liberaría a Israel del dominio romano, conquistaría todos los pueblos de la tierra, los regiría con justicia y derecho, y todas las naciones subirían a Jerusalén para adorar a Yahvé. Así era el Mesías esperado por la inmensa mayoría de los judíos: la gente del pueblo, los zelotes, los fariseos y los maestros de la Ley.

Tampoco era un reinado transcendente, sólo en el más allá, en el eon (tiempo) futuro, después del fin de este mundo, como se creía en los círculos apocalípticos, continuadores de los círculos proféticos antiguos. Los apocalípticos, cansados de este mundo, esperaban la salvación, y a su agente «el Hijo del hombre», en un mundo completamente nuevo y distinto.

Jesús coincidía con los apocalípticos en el carácter espiritual del reinado de Dios, pero se diferenciaba en muchos puntos. El reinado de Dios no se daría sólo en la otra vida, había llegado ya, aquí abajo, en el tiempo, en la historia, que la salvación había de transformar, si bien en su plenitud sólo se daría en la otra vida, en el más allá, en la eternidad futura.

Además, para los apocalípticos, la salvación total iría precedida por el fin de este mundo, que tendría lugar entre horrendos cataclismos y destrucciones. Para Jesús, además de iniciarse en la historía, sin ningún corte, iría creciendo sencilla y silenciosamente, como una semilla sembrada en el campo, como un grano de mostaza, y actuaría como el fermento en la masa.

Por último, para los apocalípticos, el futuro salvífico sería obra exclusivamente de la gracia de Dios, sin intervención del hombre. Jesús, y en esto coincide con los antiguos profetas, exigía para el advenimiento del reinado de Dios, la colaboración del ser humano: «Convertíos y creed la buena noticia». Jesús no coincidía con los profetas en que éstos, que desconocían la vida después de la muerte, esperaban la salvación de Dios inmersa sólo en la historia de este mundo.


La autoridad de Jesús


Jesús anunciaba sin descanso la llegada del reinado de Dios por aquellos campos, pueblos y ciudades, y lo hacía con toda independencia y libertad de espíritu. La gente quedaba admirada y entusiasmada de su doctrina.

«Cuando Jesús terminó de hablar, la gente estaba profundamente impresionada por sus enseñanzas, porque les enseñaba con verdadera autoridad y no como sus maestros de la Ley» (Mt 7,28).

Cuando volvió a Nazaret y habló en la sinagoga a sus convecinos, «todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22), y se preguntaban: «De dónde le viene a éste esa sabiduría?, ¿no es el híjo del carpintero?» (Mt 13,54-55). También en el Templo, los jefes de los judíos, después de oírle hablar al pueblo, que le rodeaba en el pórtico de Salomón, «decían asombrados: ¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?» Jn 7,14).

Los escribas, maestros de la Ley, y los fariseos, enseñaban todos los sábados en las sinagogas. Allí, su actuación, después de haber oído la lectura de la Ley de Moisés y de los profetas, se reducía a explicarlos, interpretarlos, y aplicar sus enseñanzas a las circunstancias presentes. Lo hacían repitiendo los pareceres de los grandes maestros. En tiempos de Jesús, dos eran los guías de Israel: Hillel, más amplío y liberal en las interpretaciones de la letra de la Ley, escrita y oral, y Shammai, más estrecho, cerrado y conservador.

Los escribas y fariseos se ceñían a exponer los pareceres de esos maestros, a presentar una casuística minuciosa y detallada a propósito del cumplimiento de la Ley, y los preceptos secundarios que la protegían de las transgresiones, y que eran, recordémoslo, seiscientos trece mandamientos, doscientos cuarenta y ocho positivos y trescientos sesenta y cinco prohibitivos. Aquello era axfisiante, todo estaba previsto y programado, y la Ley se había convertido en un instrumento de dominación de las conciencias por parte de los escribas y de los fariseos. Era un yugo duro y una carga pesada.

Jesús, que no salió de Nazaret hasta los treinta años, no había seguido unos cursos de estudios superiores de la Ley a los pies de un maestro. Sólo había aprendido a leer en la bet midrash, la escuelita adosada a la sinagoga de su pueblo, para poder seguir la Ley. Sin embargo, en su predicación rompió todos los esquemas. Jamás citó las interpretaciones de los grandes maestros, ni se apoyaba en la autoridad de ellos. Basaba su doctrina no en la letra, sino en el espíritu de las Escrituras, en las experiencias de su Padre Dios, y en la reflexión sobre la realidad.

No sólo no aducía la autoridad de los grandes maestros, ni seguía las tradiciones orales de los mayores, sino que muchas veces, las contradecía abiertamente y con entera libertad. Más aún, la misma Ley de Moisés, lo más sagrado de Israel, fue criticada, corregida y derogada públicamente por Jesús, como en el caso del divorcio, de la lapidación, de las leyes de pureza, etc.

Los profetas habían hablado en nombre de Dios, repitiendo lo que a él le habían oído. Los rabinos exponían las interpretaciones de los maestros. Jesús enseñaba en nombre propio, como quien estaba por encima aun de la Ley: «Sabéis que se dijo... pero yo os digo» (Mt 5,21.27.31.33.38.43.).

El mensaje de Jesús, inspirado en el Dios de la verdad, del Espíritu, de la libertad y del amor, era, frente al de los escribas y fariseos, un mensaje liberador, traía un aire nuevo, fresco, que ensanchaba el corazón de las masas, cansadas y agobiadas por tantos mandamientos, prohibiciones, normas, obligaciones y preceptos. «Su yugo era suave y su carga ligera» (Mt 11,28-30).

Nada tenía de particular que las gentes quedaran «impresionadas», «atónitas», «maravilladas» de sus hermosas palabras, y que le siguieran entusiasmadas. «Jamás nadie había hablado como lo hacía aquel hombre» Jn 7,46).


Conclusiones prácticas


Los cristianos, a imitación de Jesús, hemos de ser «la luz del mundo», los pregoneros del Reino de Dios por toda la tierra. Jesús anunció incansablemente la proximidad y la presencia del Reino de Dios; los primeros cristianos proclamaron por todas las naciones a Jesús muerto y resucitado. Aquellas comunidades comprendieron que el Reino de Dios era Jesucristo mismo y que ser como él era la encarnación del Reino de Dios en la historia.

Todos los bautizados hemos sido incorporados, injertados, en Jesucristo y llamados, por ello, no sólo a la santidad, a vivir el amor, sino también al apostolado, a difundir el mensaje de Jesús, a Jesús mismo, por todo el mundo. «Vosotros los que creéis, nos increpaba Paul Claudel, ¿qué habéis hecho de la fe?» La fe es una gracia, un don de Dios, pero también una responsabilidad. Dios nos ha confiado ese tesoro, pero no para que lo ocultemos, lo vivamos a lo más en el ámbito personal y familiar, sino para que lo manifestemos a todo el mundo, para que «la fe que actúa por el amor» (Gal 5,6) empape y guíe todos los corazones, las instituciones y las estructuras temporales. «Nadie enciende una lámpara y la pone en sitio oculto, ni bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entran vean el resplandor» (Lc 11,33). La fe se nos ha dado para que iluminemos a todos los seres humanos con el conocimiento amoroso de quien es la verdad y la luz del mundo. Los enemigos de Cristo quieren que la voz de su Iglesia se oiga sólo’ en los templos y en la sacristía. Nosotros hemos de seguir el deseo de Jesús: «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidio vosotros a la luz del día, y lo que escucháis en secreto, pregonadlo desde las azoteas» (Mt 10,27).

Hoy en día, hemos contemplado atónitos, casi sin poder creerlo, el hundimiento estruendoso y fulminante del «socialismo real» basado en la ideología marxista-leninista. En su tiempo, fue saludado por muchos, partidarios del colectivismo, de la intervención y la planificación, como el camino de la salvación. A los setenta y tres años de vigencia, el sistema se ha desplomado por sus resultados: la miseria y la escasez económica, la incapacidad de producir y de competir son el fruto de la supresión de todos los derechos humanos fundamentales.

Tampoco el sistema liberal a ultranza, que dogmatiza el valor del mercado y se ha revelado muy apto para producir, se ha manifestado capaz por sí solo, sin límites morales y correctivos legales, idóneo para solucionar los problemas de la humanidad, pues no mejora la distribución. El liberalismo salvaje, dejado a sí mismo —el «laisser faire» era su lema— ha conducido a explotaciones e injusticias increíbles de los obreros y de los pobres por parte de los capitalistas, a la acumulación de las riquezas mundiales en manos de unas pocas naciones poderosas y a un consumismo, en los países desarrollados, deshumanizador, materialista, egoísta, insolidario, que deja vacíos los espíritus.

Ante este panorama, los cristianos, conscientes de la trascendencia de los tiempos que nos ha tocado vivir, dejado aparte todo complejo de inferioridad, hemos de tener el amor, el valor y la audacia, de anunciar a este mundo el mensaje de Jesús. Como los primeros cristianos dieron a conocer a Jesús a un mundo que aún lo ignoraba, nosotros tenemos que manifestarlo a una cultura y civilización que casi lo desconocen ya.

No digamos: «Yo solo nada o poco puedo». Cada aerosol aislado nada influye en el estado de la atmósfera, pero utilizados millones y millones de veces contribuyen eficazmente a destruir la capa de ozono de la biosfera, necesaria para que la vida sobre la tierra no perezca abrasada por los rayos ultravioletas. Si todos los cristianos, que somos centenares de millones, testificamos el amor con todas sus consecuencias de respeto, perdón, solidaridad, diálogo, generosidad, destruiríamos la atmósfera social de egoísmo, de injusticias y de odio, que envuelven al mundo.

Cada uno sabe cuáles son los campos de su apostolado: la familia, que es el primer templo, educando a los hijos en las vivencias de la fe; el grupo de las amistades y de los compañeros de trabajo, las asociaciones, sindicatos, partidos políticos... Hemos de cristianizarlo todo con nuestra conducta, nuestro ejemplo, nuestros criterios y principios, el voto en las elecciones democráticas, etc. ¡Cuántos cristianos ocupan puestos de responsabilidad al frente de la vida económica, política, sindical, cultural, en los gobiernos de las naciones y en organismos internacionales: la ONU, la UNESCO, la FAO. Como escribía P. Lapide hemos de sacar la enseñanza del mensaje de amor y reconciliación del Sermón de la Montaña «de los templos y de las facultades de teología para llevarla paso a paso a los parlamentos y a los ministerios de relaciones exteriores».

Lo tenemos que hacer por amor a la humanidad entera convencidos de que el mensaje de Jesús de Nazaret es el único que puede inspirar un nuevo orden nacional y mundial al servicio de todas las naciones y de cada uno de los seres humanos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9 «GUARDA LA ESPADA, TODOS IOS QUE EMPUÑEN ESPADA A ESPADA MORIRÁN» (Mt 26,52)


Jesús vino a implantar el reinado de Dios, a cambiar los corazones y aquel orden social opresor, que dominaba en Israel y en todo el mundo antiguo, a sentar las bases para que todas las instituciones, autoridades y leyes, respetaran la dignidad de todos los hombres y mujeres y, junto con los bienes materiales, estuvieran al servicio de cada persona concreta.

Pero Jesús no fue un revolucionario en el sentido usual de la palabra. No intentó derrocar por la violencia a los poderosos y, una vez suprimidos ios enemigos con la muerte, las cárceles y el destierro, adueñarse con las armas del poder político y religioso e implantar el reinado de Dios por la fuerza. Jesús no fue en cuanto a los medios el precursor de la Revolución Francesa o de Lenin, aunque, en los principios, él sembró la semilla1. Vino a salvar a todos, a liberar a los pobres y oprimidos de las injusticias y de las situaciones deshumanizadoras nacidas del egoísmo de ios ricos y de los poderosos, y a convertir a éstos de la idolatría del yo, del egoísmo, y a liberarlos de la esclavitud de la avaricia de las riquezas, de la ambición del poder y de la soberbia de la vida.

Y esta transformación radical de los corazones y de las estructuras la emprendió Jesús no con medios violentos, que son el origen de nuevas y mayores injusticias y opresiones, sino con las armas de la verdad y del amor. Jesús predicó y vivió el amor del Padre y de nosotros al Padre como fuerza dinamizadora de nuestro amor universal a los demás y de nuestra entrega generosa a cada uno. Sólo del amor —no del egoísmo, ni del odio— brota la fuente de la justicia, de la igualdad, del perdón, de la generosidad. Sólo el amor conduce a la fraternidad, a la generosa comunicación de bienes, al diálogo, a la solidaridad, a la libertad y a la paz.


La enseñanza de Jesús


En el sermón de la Montaña, en que Jesús nos propone una manera de ser fundada en el amor universal, después de proclamar «bienaventurados a los que trabajan en favor de la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9), anuló la ley del Talión y proclamó la ley del perdón, «del devolver bien por mal».

«Sabéis que se dijo también: “Ojo por ojo y diente por diente” (Ex 21,24-25; Lev 24,19-20; Dt 19,21). Pero yo os digo: No rivalicéis en hacer el mal. Al contrario, si alguno te abofetea en una mejilla, preséntale también la otra. Y al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, cédele el manto. Y si alguno te fuerza a caminar una muJa, acompáñale dos. A quien te pida algo, dáselo, y a quien quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda» (Mt 5,38-42; Lc 6,27-30).

Como vemos, Jesús con esta doctrina no manda sufrir pasiva, silenciosa y resignadamente las ofensas e injusticias del enemigo, sino «al contrario» responder a ellas, sí, activamente, pero devolviendo bien por mal. Hay que resistir al mal, al enemigo, pasar al ataque, pero no con sus armas, con nuevas violencias, sino con las obras del amor no-violento. Así se rompe la escalada, el círculo vicioso de la violencia engendradora de nuevas y mayores violencias, odios y venganzas, y se intenta, a la vez, cambiar el corazón del enemigo, desarmarlo, transformarlo de enemigo en amigo.

Más aún, para profundizar más en las raíces de la paz, de la no-violencia, Jesús nos mandó expresamente amar a los enemigos y perdonarles de corazón.
«Sabéis que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”». Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por lo que os persiguen. Así seréis verdaderamente hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues él hace que el sol salga sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,43-45). «Pero a vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos y portaos bien con los que os odian. Bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian» (Lc 6,27-28).

Jesús manda amar a los enemigos no con un amor de sentimiento, de simpatía, de afecto, que puede ser psicológicamente imposible, pero sí con un amor de obras:
orad por ellos, deseadies lo bueno, hacedies el bien, para ser como el Padre celestial. El amor desarma los corazones, los incapacita para toda violencia. Y el amor nos ha de conducir al perdón incondicional, permanente y continuo: «Pedro, acercándose a Jesús, le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano, si me ofende? ¿Hasta siete? Jesús le contestó: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,3; Lc 17,4).

Las ofensas, según Jesús, se han de solucionar no con otra ofensa, sino por el diálogo, por las buenas: «Si en el momento de ir a presentar tu ofrenda en el altar de Dios te acuerdas de que tu hermano tiene algo en contra de ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, luego podrás volver y presentar tu ofrenda. Si estás en pleito con alguien, procura resolverlo por las buenas mientras te sea posible hacerlo, para que tu adversario no te entregue al juez» (Mt 5,23-25).

Jesús en toda su vida predicó al amor a Dios y al prójimo, y nos dejó como único mandamiento suyo el «amarnos unos a otros como él nos amó». Y el amor es la última y única razón de la paz. El que ama no puede cometer injusticias: si es rico, el amor lo hace generoso, si es poderoso, el amor lo vuelve servicial y, si es muy dotado, el amor le facilita el ser humilde. La ambición de riquezas, el deseo del poder y la soberbia, suelen ser las causas de las injusticias y de las opresiones y humillaciones, que engendran el odio, la venganza y la violencia, en la vida familiar, social e internacional. Jesús, al traernos el amor al corazón de los hombres, puso el remedio en la raíz del mal (Carlos Marx puso la raíz de todos las injusticias de la historia en la propiedad privada de los medios de producción. La experiencia ha demostrado que se equivocó, pues tal causa es, a su vez, una causa causada. Jesús fue mucho más certero y perspicaz. Para él, la raíz de todos los males está en el corazón del hombre, que es —el corazón humano— la única y última causa, causante e incausada, del bien y del mal).

El amor exige la justicia, que es el fundamento de la paz.
Se suele objetar contra la no-violencia de Jesús, aquellas palabras suyas: «Creéis que yo estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre...» (Lc 12,51-53; Mt 10,34).

Evidentemente este texto no se puede interpretar al margen de todo el contexto de los Evangelios, pero además, basta con considerarlo en sí mismo. Es claro que se trata de un hebraísmo, como cuando Jesús dice «Si alguien viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos...» (Lc 14,26). No exige el odio, sino que le amemos a él más que a ellos y lo dejemos todo para seguirle. En el texto Jesús dice, con las limitaciones de su lenguaje, que él, su vida, su doctrina, sin él pretenderlo, van a ser ocasión de divisiones, pues exigen una elección libre, que no siempre será coincidente, y como él dijo, «el que no está conmigo, está contra mí» (Lc 11,23).

Ya antes, Jesús, al predecir las persecuciones a sus seguidores, adelantó que «el hermano entregará a la muerte al hermano; se levantarán los hijos contra sus padres, y les matarán, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que perseverare hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,21-22).

Así lo había predicho el anciano Simeón en la presentación del niño en Jerusalén: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para señal de contradicción» (Lc 2,34-35).

El mismo Jesús nos dijo: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» Un 14,27). La paz de Jesús turba y altera la paz del mundo, que se asienta en el poder, la fuerza, la injusticia y la opresión. La paz de Cristo nace del amor.


Jesús hombre de paz


En toda su vida, la figura de Jesús respira amabilidad, compasión, mansedumbre y humildad. Su presencia irradia serenidad y paz. Este talante pacífico y no violento de Jesús, resplandece en algunas ocasiones.

En una de sus salidas a Jerusalén, habían de atravesar Samaría y Jesús envío algunos de sus discípulos para buscar alojamiento. Los samaritanos, al saber que iban a la ciudad santa, les negaron la hospitalidad. Entonces, Santiago y Juan, los «hijos del trueno», dijeron al maestro: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,51-56). Jesús les reprendió y se fue a otro pueblo. La venganza, el odio, la violencia, no tenían cabida en el corazón de Jesús.
En la noche antes de la crucifixión, Judas acudió a Getsemaní con un numeroso tropel de gente con antorchas y faroles para arrestar a Jesús. Al ver aquello, los discípulos le preguntaron: «Señor, ¿atacamos con la espada?», y Jesús, tajante, les contestó: «Dejadlo! ¡Basta ya!» Cortó por lo sano. A continuación, Pedro, más impulsivo, desenvainó su espada y cortó la oreja a Malco, criado del sumo sacerdote. Jesús curó la oreja y reprendió a Pedro: «Guarda esa espada. Todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿No crees que yo puedo pedirle ayuda a mi Padre y que él me enviaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles?» (Mt 26,51; Lc 22,49; Jn 18, 10-11).

Las espadas y los ejércitos, es decir, la violencia y la guerra, no entraban en los planes de Jesús, el rey de la paz. Sus «armas» eran la verdad y el amor, como respondió a la gente que venía a aprisionarlo: «Todos los días he estado entre vosotros enseñando en el Templo y no me habéis arrestado» (Mt 26,55). Las «armas» de Jesús eran la luz de la verdad y el fuego del amor. El reinado de Dios no llegaba con ruido, catástrofes y violencias; crecía silencioso como una semilla (Mc 4,26-32). Y sus discípulos debían actuar como el fermento en la masa (Mt 13,33), como la sal de la tierra (Mt 5,13), como la luz del mundo (Mt 5,14-16).
Ya se lo dijo, en el proceso, Jesús a Pilato: «Yo soy rey, pero mi reino no es como los de este mundo. Silo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos ..., mi misión consiste en dar testimonio de la verdad» (Jn 18,36-37).

La lucha armada, violenta, no cabía en los designios de Jesús. Su fuerza era la verdad y el amor.

A veces se aduce contra la no-violencia de Jesús el hecho de que arrojara a latigazos a los mercaderes del Templo.

Es innegable que Jesús, devorado por un santo celo de la gloria de Dios, se indignó ante aquel espectáculo del Templo. En cuanto a los látigos, digamos que ninguno de los sinópticos hablan para nada de ellos. Sólo Juan; y de su texto no se deduce que pegara con ellos a los mercaderes: «hizo un látigo con cuerdas y echó fuera del Templo a todos, con sus ovejas y bueyes» (Jn 2,15). Muy bien pudo utilizarlo sólo para mover a los animales.


Jesús y la paz del mundo

 

Ya los profetas anunciaron que con el Mesías esperado vendrían la paz y la no violencia al mundo: Isaías aclamaba la paz mesiánica: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor... No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Ejecutará al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos y la lealtad cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque el país está lleno del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar» (Is 11,1-9).

En el mismo sentido Miqueas profetizó: «Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor...; de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Será el árbitro de muchas naciones, el juez de numerosos pueblos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Se sentará cada uno bajo su parra y su higuera, sin sobresaltos —lo ha dicho el Señor de los ejércitos—. Todos los pueblos caminan invocando a su Dios, nosotros caminamos invocando siempre al Senor, nuestro Dios» (Miq 4,1-5).

Y Zacarías predice: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, cabalgando un asno, una cría de borrica. Destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; destruirá los arcos de guerra y dictará paz a las naciones; dominará de mar a mar, del Gran Río al confin de la tierra» (Zac 9,9-10).

Con estas imágenes, los profetas nos anuncian que el futuro y esperado Mesías con sus palabras y enseñanzas —«la vara de su boca y el aliento de sus labios»— traerá la paz, la ausencia de violencias y de guerras, a todas las naciones. El conocimiento del Señor, que colmará la tierra, reconciliará a todos los enemigos, se desarmarán y vivirán pacíficamente todos los pueblos, aun los que más se odiaron.
Todo ello se cumplió en Jesús. Con su doctrina del amor y de la justicia, de la generosidad de los ricos en el reparto de los bienes, de la servicialidad de los poderosos, de la humildad de los capaces, y del perdón incondicional de todos, sentó las únicas bases que conducen a la paz universal en el seno de las familias, en la sociedad y en las relaciones internacionales. No odio, sino amor. No venganza, sino perdón. No ambición, sino generosidad. No dominación, sino servicio. No soberbia, sino humildad.


Conclusiones prácticas


Los cristianos, testigos siempre del amor de Cristo, hemos de ser ios abanderados de la no-violencia, del diálogo, de la reconciliación. No se trata de adoptar una aptitud de sufrida y pasiva resignación ante las opresiones injusticias, sino de responder al mal con el bien, al odio n el perdón, para conseguir la conversión del injusto, el opresor, a fin de que deje de serlo. No se contemporiza n el mal, se quiere eliminarlo, pero con otros medios, ás lentos, sí, pero más eficaces y permanentes3.
Este talante no-violento, inspirado en Jesucristo, lo emos de comenzar a vivir, en primer lugar en nuestras ilaciones cotidianas, en el seno de la familia, en el círculo e nuestras amistades. Nada de riñas, de iras, de insultos, e rencores, de odios, de venganzas. El odio ha de estar esterrado del corazón del cristiano, ahogado por el amor el perdón.

En nuestra vida social, debemos defender siempre los 4erechos y deberes fundamentales de todo ser humano racidos de su dignidad inalienable de persona. Su violaión induce a la violencia. La paz es fruto sólo de la jisticia. Especialmente nos hemos de oponer, con mansedumbre, sin violencia, pero decididamente, a toda violación del derecho a la vida: la pena de muerte, pues sólo Dios es el dueño de la vida, de su comienzo y de su término; la supresión de las torturas, que hieren la dignidad de la víctima y degrada aún más a los que la practican y, sobre todo, los abortos y las guerras.

El aborto es objetivamente un asesinato con tres agravantes: se comete con premeditación, es contra un ser inocente e indefenso y por decisión de los padres mismos o de la madre. Desde el mismo momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, existe un nuevo ser humano único e irrepetible con su código genético y u sistema inmunológico propios, totalmente distinto del cr de la madre. El feto es el mismo ser humano que luego nacerá, será niño, joven, adulto, maduro, anciano, sin solución de continuidad, ni saltos cualitativos bruscos. Se calcula que actualmente se practican ¡40 millones de abortos al año en el mundo! Tenemos que luchar con las armas de la verdad y de la justicia para que el aborto, ese crimen, no sea legalizado y, sobre todo, para eliminar las situadones que conducen a él.
Finalmente, movidos por el amor universal de Jesucristo, hemos de oponernos siempre a las guerras, con sus innumerables muertes, sus dolorosísimos sufrimientos y sus destrucciones irreparables. Las guerras han sido el azote de la humanidad hasta el punto de que la mayor parte de la Historia se confunde con la descripción de los incontables conflictos bélicos. Sólo en la II Guerra Mundial perecieron 60 millones de seres humanos, soldados, niños, mujeres y ancianos y, desde el año 1945, en guerras regionales han muerto unos 20 millones de personas. Esto es inadmisible y, desde el mensaje de Jesús de amor y reconciliación, hemos de esforzarnos por suprimir las raíces de las guerras eliminando las injusticias sociales en las naciones, entre las naciones y las diferencias abismales y crecientes entre el Norte, con países inmensamente ricos, y el Sur, con otros sumidos en la pobreza absoluta, con el agravante de que a veces, además, «los pobres financian a los ricos». Hemos de ser constructores de la paz. «Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra» (Pío XII), «Guerra a la guerra» (Pablo VI), «Nunca más la guerra, aventura sin retorno. Nunca más la guerra, espiral de luto y de violencia, amenaza a la naturaleza en el aire, en la tierra y en el mar» (Juan Pablo II). Toda guerra es un fracaso humano.

Para ello, y siguiendo la doctrina social de la Iglesia, que adapta las ideas y principios del evangelio a los problemas presentes de la vida social, debemos ser decididos defensores de un nuevo orden mundial. Hoy la humanidad tiene conciencia de los peligros que amenazan a su misma supervivencia, causados por el hombre, y de que o nos salvamos todos juntos o todos perecemos. El camino se ha abierto con la caída del muro de Berlín, el fin de la guerra fría entre el Este y el Oeste y su urgencia se ha puesto de manifiesto con la guerra del Golfo.

(Todo lo que exponemos aquí está proclamado y urgido por la Doctrina social de la Iglesia. Puede leerse: Pacem jo terris nn. 109-119; 136-135; Gaudium el Spes nn. 79-82 del Vaticano II; y las encíclicas Populoram Progressio de Pablo VI y la Solicitado rei socialis de Juan Pablo II).

En este nuevo orden internacional, menos avaricioso, menos intolerante y mucho más solidario, serían innecesarias las guerras. Se caminaría al desarme total, con la destrucción, primero, de las armas nucleares, químicas y biológicas, lo que ya se ha comenzado y, más tarde, aun de las armas convencionales. «De las espadas se forjarían arados y de las lanzas podaderas; no se alzaría pueblo contra pueblo y no se adiestraría para la guerra» (Miq 4,1-5). ¡Qué cantidades se ahorrarían no sólo de materias primas, energía y dinero, sino de millones de investigadores dedicados hoy a crear instrumentos de muerte, y todo ello se dedicaría al servicio de la vida de todos los seres humanos! Esta es la única «guerra» de la que se puede decir: «Dios la quiere». El camino es conocido. Es la humanidad quien tiene la responsabffidad de elegir entre el bien y el mal, la supervivencia o la destrucción, la vida o la muerte. ¿Caemos en la cuenta del papel trascendental de nosotros los cristianos, los sembradores de la paz? Acordémonos de aquella bienaventuranza de Jesús:
«Dichosos los que trabajan en favor de la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

10.«NO TEMÁIS A LOS QUE PUEDEN MATAR EL CUERPO PERO NO PUEDEN MATAR EL ALMA» (Mt 10,26)


La libertad de Jesús


Una de las características más admirables de la personalidad humana de Jesús es su espíritu de libertad, su valentía. Jesús fue libre ante la Ley, ante las instituciones, costumbres, prejuicios y presiones sociales, que se oponían a la dignidad del hombre, así como frente a todos los grupos poderosos, privilegiados y opresores, que dominaban la sociedad israelí. De sus palabras y de sus actuaciones concretas emana una fuerte y profunda libertad de espíritu y de expresión, y nos enseña vitalmente qué es ser libre, aunque no lo definiera.

La raíz honda de esta personalidad libre y animosa de Jesús radica en la conciencia que tenía de ser el enviado del Padre, al que amaba filialmente y cuya voluntad siempre cumplía con entera obediencia, que en nada menoscababa su libertad, pues nacía de su profundo amor: «su alimento era hacer la voluntad del que le envió y realizar su obra (Jn 4,34). Jesús no era, como los profetas, sólo la voz del Padre. El era su Palabra, pues «los dos eran uno mismo» Un 10,30), y con su vida y sus enseñanzas nos manifestó los designios de aquel Dios, que era «el liberador de los oprimidos» y «el padre de los pobres».

Fidelísimo al amor a su Padre y, por ello, al amor concreto a todos ios hombres, aunque más a los pobres y marginados, Jesús vivió y expuso con independencia, sin compromisos ni componendas con nada ni con nadie, las líneas maestras del reinado de Dios.

Estas eran radicalmente opuestas en todo al sistema dominante, así en el orden social, como en el religioso y en el político, en el que le tocó vivir. En aquel mundo, las riquezas, la Ley, la religiosidad, la sociedad, estaban estructuradas al servicio de una minoría pudiente e instalada: los romanos, los saduceos, los fariseos, los doctores de la Ley. Jesús, aquel hombre libre, anunció con mansedumbre, sin arrogancias, ni provocaciones, el camino de Dios. Ello hizo que inevitablemente surgiera la fuerte oposición de quienes ostentaban el poder político, religioso y social. Alarmados, creyendo servir a Dios, a su religión, al lugar santo y a la nación, cuando en realidad les movían sus egoísmos y sus intereses creados, lo colgaron de un madero. La muerte de Jesús fue una necesidad histórica, una consecuencia de su propia vida. Fue víctima de su libertad de acción y de expresión.

Libertad con ios suyos Jesús, por fidelidad al Padre, fue libre de los vínculos familiares. Amaba a los suyos, especialmente a su madre, pero el amor a su Padre superaba todo otro amor. Cuando María le preguntó en el Templo: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo!». Jesús le respondió: «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,41-52). En Cafarnaún, a los oyentes que le dicen «Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera», les pregunta: «Quiénes son mi madre y mis hermanos?, y paseando la mirada por todos añadió: Aquí tenéis a mi madre y a mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es hermano mío y hermana y madre» (Mc 3,31-35).

A sus discípulos enseñó Jesús que el amor a los familiares, por muy sagrado y querido por Dios que sea, debe dejarnos libres, relativizarse, ante el amor a Dios y a la salvación de los demás. «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Ante la alternativa de elegir entre el amor a Dios o a la familia, la duda no tiene cabida: «El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de los cielos», le contestó a uno que deseaba despedirse de su familia antes de seguirle (Lc 9,62; Cf. Mt 8,22).

Igualmente Jesús fue libre e independiente en las relaciones con sus discípulos, sus elegidos, que nunca comprendieron la hondura de su ser y la profundidad de su misión.

Para los discípulos, gente del pueblo, empapados de nacionalismo mesiánico, Jesús — como vemos en los discípulos de Emaús— «era un profeta poderoso en obras y en palabras ante Dios y ante el pueblo.., y esperaba que fuera el libertador de Israel» (Lc 24,19-21). Aun en el momento de la ascensión después de la muerte y resurrección de Jesús, le preguntaban: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino para Israel?» (Hech 1,6).

Con esta mentalidad, no fue extraño que, cuando Jesús predijo sus próximos padecimientos y su muerte dolorosa, Pedro le agarrase y se pusiera a regañarle aparte. Jesús, con entereza, «se volvió y, mirando a sus discípulos, riñó a Pedro diciéndole: ¡Apártate de mí, Satanás! Tú no piensas como piensa Dios, sino como piensan los hombres!» (Mc 8,3 1-33). Pasaje que se repitió cuando Jesús, arrodillado a los pies de Pedro para lavárselos, nos enseñó que el camino de su Padre no era el de la dominación y ci triunfo, sino el de la humildad y el servicio. Como Pedro se opusiera, le dijo: «Si no te dejas lavar, no tienes nada que ver conmigo» (Jn 13,1-17).
Jesús desoyó a Pedro con la misma libertad y firmeza con que había rechazado las tentaciones de Satanás en el desierto (Mt 4,1-11).

En otra ocasión, en Cafarnaún, muchos de sus oyentes, escandalizados de sus palabras, se echaron atrás y le dejaron para siempre. Jesús se volvió a los doce y les preguntó: «También vosotros queréis marcharos?» Un 6,67). Antes de traicionar el mensaje de su Padre, se hubiera quedado solo. En realidad, la incomprensión y la soledad, aun de los suyos más íntimos, le acompañaron en su vida pública, y su único refugio era retirarse a orar a solas con su Padre Dios.


La libertad ante el pueblo


También Jesús fue libre con el pueblo, aquella pobre gente, a la que tanto amó, en quienes volcó toda su bondad, luchó por su liberación social y religiosa y a quien curó de sus enfermedades, dolencias y necesidades materiales. Aquella gente, buena y sencilla, amó a Jesús y le comprendió, pero, influenciada por el ambiente de opresión extranjera que se respiraba en la nación judía desde hacía siglos, y por la conciencia de su elección divina y de las promesas de Dios, soñó con un Jesús Mesías liberador de la dominación romana y, entusiasmada, le quiso proclamar Rey. Jesús con entera libertad, decepcionó al pueblo en sus aspiraciones nacionalistas y, fiel a los designios de su Padre, «se retiró a la colina él solo» (Jn 6,14-15). Jesús era insobornable.

Jesús fue igualmente personal, libre e innovador en la defensa de las mujeres, los niños, los samaritanos, despreciados y marginados por la mentalidad, el derecho y las costumbres de aquel sistema social dominante.

Recordemos la situación totalmente discriminada en que se encontraba la mujer en aquella sociedad tan machista del mundo antiguo, en Israel, en todo el Oriente, en Grecia y en Roma. En el pueblo judío, la mujer era un menor de edad, un ser inferior, sin derechos, así en la sociedad como en la familia.

En la familia, la mujer joven estaba enteramente sometida, aun en la elección de su futuro esposo, al padre, la esposa al marido y la viuda al cuñado. Sólo el hombre podía iniciar la separación matrimonial de la mujer, no al revés, «si resultaba que no hallaba gracia a sus ojos, porque descubría en ella algo que le desagradaba» (Dt 24,1-2). El marido le daba el libelo de repudio y la despedía de casa (Recordemos que, si para Shammai «ese algo desagradable» tenía que ser algo grave: la esterilidad, el adulterio, para Hilel bastaba que se le hubiera quemado la comida y para el rabí Aquiba que el marido hubiera encontrado una mujer más hermosa).

La legislación en caso de adulterio era igualmente machista e injusta. Lo mismo el marido que la esposa habían de ser lapidados en el caso de ser sorprendidos en adulterio cometido con una persona desposada o ya casada, pues se violaba el derecho de un tercero. La discriminación estaba en que el hombre, la mujer no, quedaba libre de la muerte, si el acto había tenido lugar con una soltera o una mujer pública.

Jesús alzó su voz y actuó con todo coraje e intrepidez frente a aquellas mentalidades y leyes, ¡y de la Torá!, tan injustas y discriminatorias, y trató a la mujer como a un ser igual al hombre en dignidad y derechos.

Tuvo una gran amistad con Marta y María y frecuentó su casa (Lc 10,38-42; Jn 11,1-44); conversó a solas con una mujer, no sin la sorpresa de sus mismos discípulos, y además samaritana (Jn 4,1-26); se dejó tocar, besar y ungir por una prostituta, a la que defendió y alabó (Lc 7,36-60); curó a muchas mujeres de sus enfermedades: a la suegra de Pedro de su fiebre (Lc 4,38-39), a la hemorroísa de sus pérdidas (Mt 9,20-22), a la mujer encorvada de su joroba (Lc 13,10- 17); a la hija de la sirofenicia de su grave enfermedad (Mc 7,24-30) y resucitó a la hija de Jairo (Mt 9,18-26) y al hijo único de una pobre viuda (Lc 7,11-17). Fueron las mujeres las primeras a quienes se manifestó resucitado, en premio a su fidelidad y amor, y las envió a comunicar a los apóstoles la buena noticia (Mc 16,1-11; Jn 20,11-18).

Pero donde Jesús demostró más su autonomía y libertad en favor de la mujer fue en tres hechos. Primero, se dejó acompañar en sus campañas anunciadoras del reino de Dios, por mujeres: María Magdalena, Juana, la mujer de Cusa el intendente de Herodes, Susana y «muchas más» que asistían con sus recursos a Jesús, y a sus discípulos (Lc 8-13). Hecho insólito e increíble para los maestros de Israel, que, además, sólo enseñaban su saber a los hombres. En segundo lugar, salvó de la lapidación, prescrita por la Ley de Moisés, y perdonó con misericordia y amor, a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). Y, sobre todo, Jesús acabó con aquella situación injustísima de indefensión e inferioridad en que se hallaba la mujer en el matrimonio, al declarar ilícito y nulo al divorcio y la concesión tan arbitraria del libelo de repudio (Mc 10,1-12; Mt 19,1-2). Como diría S. Pablo: «Los que creéis en Jesucristo, sois hijos de Dios... Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno» (Gál 2,26-28).

Es fácil imaginar la conmoción, el rechazo y la indignación que tales doctrinas y actitudes despertarían en aquel ambiente social en que el hombre estaba tan privilegiado y la mujer tan discriminada, despreciada y segregada en todo.
También con los niños, que eran tenidos por seres inacabados y sin derechos —hasta los doce años no eran hijos de la Ley, ni les obligaba su cumplimiento— Jesús manifestó su predilección y su amor contra la opinión pública.

Repetidas veces nos cuentan los evangelistas cómo Jesús los acogía con ternura, los estrechaba entre sus brazos, a pesar de la oposición de sus discípulos, a quienes decía: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10,15; Lc 18,17). Más aún, los equiparó a él: «el que reciba a un niño en mi nombre, a mí me recibe» (Mc 9,37); los propuso como modelos: «de los que son como ellos, es el reino de Dios» (Mt 19, 13-15), «el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-16) y declaró que «el mayor en el reino de Dios es el que se hace pequeño como un niño» (Lc 9,48; Mt 18,1-4).

De la misma forma Jesús prescindió de todas las convicciones y prejuicios sociales, tan fuertes, en contra de los samaritanos. Los judíos los miraban como a unos herejes y extranjeros y no se trataban con ellos (Jn 4,9). A Jesús para insultarle le llamaron «samaritano» (Jn 8,48) y ci autor del Eclesiástico ios califica de «el pueblo necio que mora en Siquén» (Ecl 50,26). Jesús, el amigo de los marginados, habló con la samaritana y fue la primera a quien reveló que era el Mesías Un 4,26), anunció a los samaritanos la buena noticia y muchos creyeron que era el salvador del mundo Un 4,39-42), propuso a un samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, como modelo de caridad (Lc 10,25-37) y ponderó el agradecimiento del leproso samaritano curado, a diferencia de los otros nueve judíos (Lc 17,11-19). En el momento de la ascensión, envió a sus apóstoles para que fueran sus testigos «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta el último rincón de la tierra» (Hch 1,8).

 

Libertad con los poderosos


En la sociedad judía del tiempo de Jesús, los poderosos eran ios ricos, los fariseos y doctores de la Ley, ios saduceos y las autoridades públicas, así religiosas: el sanedrín y el sumo sacerdote, como civiles: Herodes y el procurador romano Poncio Pilato. Ante todos ellos Jesús se comportó con soberana libertad y dignidad.

 

Recordemos la actitud y las palabras de Jesús ante los ricos y las riquezas. Para los ricos, influenciados por el Antiguo Testamento, las riquezas eran la bendición de Dios para los justos, eran el premio de Dios.

Los judíos, hasta el siglo II a. J.C., no conocían la otra vida, por lo que el premio de los justos había de darse en la presente, puesto que Dios es justo, y el premio aquí no podría ser otro que las riquezas, el bienestar, la salud, la vida larga, la descendencia abundante. Ser rico era señal de justicia.

 

Jesús con toda audacia, proclamó desgraciados a los ricos, a lossaciados, a ios que ríen y gozan, y les predijo el hambre y el llanto (Lc 6,14-26). Con toda claridad, predijo la suerte en la otra vida de los ricos que se dejaban llevar de su egoísmo e insolidaridad, y la dicha que aguarda a los pobres, en la parábola de Epulón y de Lázaro (Lc 16,19- 31); insistió en la inseguridad de las riquezas: «Los bienes que allegaste, ¿de quién serán?, si mueres» (Lc 12, 13-21), en que «no sacian la sed» Un 4,13-14) y en que, muchas veces, tienen un origen injusto (Lc 16,9-13). La conducta de Jesús, pobre entre los pobres y su doctrina, voz de los sin voz, alarmaron a los ricos, los hirieron y provocaron su rechazo.

En los Evangelios resplandece continuamente la libertad y autonomía de Jesús frente a los fariseos y los doctores de la Ley. Ellos eran poderosos no en bienes materiales, ni en el poder religioso o civil, pero sí por la autoridad moral que tenían sobre el pueblo y sus conciencias, como guardianes de la Ley de Moisés, de las tradiciones de los mayores y sus legítimos intérpretes. El pueblo los estimaba y respetaba, aunque ellos los despreciaban como a gente ignorante «que no conoce la Ley y son unos malditos» Jn 7,49).

La esencia de la Ley de Moisés era el amor. El amor de Dios, sobre todas las cosas «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6,5) y el amor al prójimo «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18; cf. Mt 22,34-40; 5,17-20; 7,12). Mas con el correr de los siglos y de las vicisitudes, la Ley se había llenado de adherencias humanas, de costumbres históricas, de tradiciones de los mayores, de interpretaciones que suplantaban al amor.

Se atribuyó al cumplimiento externo, detallado y minucioso de sus múltiples preceptos y mandatos, una especie de poder mágico para salvar. Bajo el pretexto de la gloria de Dios, unos pocos entendidos habían petrificado la Ley vaciándola de su espíritu, y la habían convertido en un instrumento de dominación sobre el pueblo, de defensa de su prestigio, autoridad moral, y de sus intereses sociales. Lo importante no era el hombre, sino la Ley.

Ante esta realidad esclavizante, Jesús, fiel a su Padre y a los hombres, proclamó continuamente la verdad y actuó con indomable libertad. A pesar del escándalo de los fariseos y de los doctores de la Ley, curó multitud de veces enfermos en sábado y declaró: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre — él — es también señor del sábado» (Mc 2,27-28 y par). Lo importante no era la Ley, sino el hombre y él, Jesús, era dueño del sábado y de la Ley.

Con igual firmeza rechazó las tradiciones de los antepasados, la Ley oral, tan sagrada para los fariseos y escribas como la Ley escrita. «Vosotros, les dijo, os apartáis de los mandatos de Dios para seguir las tradiciones humanas... por mantener vuestras propias tradiciones, dais completamente de lado a los mandamientos de Dios... con esas tradiciones vuestras, que os pasáis unos a otros, anuláis lo que Dios tenía dispuesto» (Mc 7,1-13).

Jesús yació de contenido las leyes de la pureza ritual extensamente legislada por la Ley de Moisés en el Levítico, cuando dijo a la gente: «Oidme todos y entended esto: Nada de lo que entra en el hombre puede hacerle impuro. Lo que realmente hace impuro al hombre es lo que sale del corazón. Quien pueda entender esto que lo entienda» (Mc 7,14-23). Jesús declaró intrépidamente que todos los dijera lo que dijera la Ley, son limpios y no uro al hombre, «porque no entran en su co-
En m chos casos concretos, Jesús, señor de la Ley, la violó. To ó a los leprosos, lo que estaba prohibido por la Ley (Mc ,40-42, Lev 5,3; 13,45-46), tocó cadáveres (Mc 5,41; Lc ,14; Núm 19,11-14), trabajó y curó enfermos en sábad (Mc 2,23-28; Ex 3 1,12-17; 34,21; 35,2) y comió con publcanos y gente de mala reputación, lo que hacía impuro a un judío (Mc 2,15-17). También con suprema autorida invalidó la poligamia, el divorcio y el libelo de repudio Mc 10,1-2 y par), implantados por la Ley de Moisés e el Deuteronomio (Dt 24,1-3). (Jesús dijo que «no había venido a anular la Ley de Moisés ni los Profetas... sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Pero ¿qué entendían por la Ley y los profetas? 1l nos lo aclaré en el mismo sermón de la montaña: «Portaos en todo con ios demás como queréis que los demás se porten con vosotros. En esto consiste la Ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas» (Mt 7,12). A esto quería dar plenitud).

Recordemos, para calcular exactamente el impacto de su doctri a y proceder en la mentalidad de ios dirigentes espiritual s y del pueblo, así como su suprema firmeza y libertad e espíritu, que la Ley de Moisés era lo más sagrado el pueblo judío y que ella, junto con la guarda del sába o, las tradiciones de los ancianos, las leyes de impureza y la circuncisión, eran los signos de identidad del judaí mo, nacido en el exilio de Babilonia para defenderse del contagio del pueblo persa, y mantenido celosamente para protegerse del helenismo avasallador.

Nada extraño que los fariseos y los doctores, como nos lo repiten los evangelistas «se reunieran para estudiar el modo de matar a Jesús» (Mc 3,6; Mt 12,14; Jn 5,18; 11,53; 7,1).

 

Libertad con las autoridades


Jesús fue especialmente crítico y libre ante los titulares del poder religioso y civil. Toda institución, toda autoridad, iiacen con la intención de servir a los hombres, pero fácilmente se absolutizan, se convierten en un fin de sí y para í, y acaban por dominar, esclavizar y explotar a los hombres. Es lo que decimos hoy, que «todo poder corrompe».

Jesús denunció con arrojo y valentía los abusos de todas las autoridades, cuando dijo: «Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen» (Mc 10,42-43). La tiranía y la opresión de los súbditos era el común denominador de las autoridades públicas del mundo antiguo. La fuente del poder de todos aquellos imperios y autoridades fue la fuerza. Jesús criticó dura y resueltamente aquella situación e indicó el único remedio: «Entre vosotros no ha de ser así; al contrario, el que quiera subir, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos», y se presentó a sí mismo como modelo: «Tampoco este hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,43-45).

Entre las autoridades religiosas del tiempo de Jesús ocupaban un lugar preeminente el Sumo Sacerdote y los sacerdotes de alta jerarquía. En Israel, recordemos, el sacerdocio era hereditario, reservado a los descendientes de Aarón (1 Cron 24,1) y, entre ellos, el lugar directivo lo ocupaba la famffia de Sadoc (Ez 40,43; 1 Cron 24,3). Con los reyes macabeos, que se hicieron sumos sacerdotes, se rompió con estas tradiciones y, desde la conquista romana el año 63 a. J.C., Herodes y los procuradores romanos nombraban sumos sacerdotes a los que eran más intrigantes y ofrecían mayores sobornos, con lo que quedaban hipotecados. Las autoridades civiles extranjeras los nombraban y deponían.

Los sumos sacerdotes y los de la alta jerarquía sacerdotal pertenecían al grupo de los saduceos, conservadores en lo religioso, helenistas en lo cultural y colaboracionistas con Roma en lo político. En el Templo, tenían el instrumento de su dominación, de su prestigio y de su poder económico, así como el origen del prestigio moral y de dominación de los fariseos y maestros era la Ley, la Torá.

En el Templo, el centro de la vida religiosa de Israel, tenían una fuente de riqueza y de poder. Todo israelita, estuviera en la tierra prometida o en la diáspora, desde Mesopotamia hasta el Mediterráneo, debía pagar un tributo anual para el sostenimiento del Templo. Además, las primicias, los diezmos, la venta de las víctimas para los sacrificios: toros, bueyes, ovejas, palomas, el cambio de las monedas extranjeras —el tributo había que pagarlo en didracmas-_- la venta de las pieles de los animales sacrificados y la parte de las mismas que se reservaba para su alimento, eran una fuente de pingües ingresos.

Ante esta realidad abusiva, Jesús reaccionó con toda osadía, audacia y libertad, consciente del riesgo que corría, pero celoso de la gloria de Dios y de la libertad de los creyentes.

Es significativo que ios evangelistas nunca presentan a Jesús participando en los sacrificios del Templo. Subía a él, pero para enseñar al pueblo y discutir con los doctores y fariseos. También es revelador que, en las más de cien ocasiones en que los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles nos relatan contactos de Jesús y de sus apóstoles con el sumo sacerdote y los altos sacerdotes, siempre son encuentros llenos de tensión y enfrentamiento. No olvidemos que Jesús puso a un sacerdote y a un levita como modelo de insolidaridad, en contraste con el samaritano que tuvo misericordia (Lc 10,25-37), y se refirió a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley, como así lo entendieron, en la parábola de los labradores criminales que mataron al hijo del dueño de la viña (Mc 12,1-2; Lc 20,9-19).

Jesús, en línea con los grandes profetas de Israel: Amós, Oseas, Isaías, Jeremías... declaró sin ambages que Dios «no quiere sacrificios, sino misericordia» (Mt 9,13). Aseguró que «para dar culto al Padre no tenían que subir ni al Garizín ni a Jerusalén, sino que lo importante era hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,21-24). Bastaba cualquier sitio. De hecho, Jesús, se unía y hablaba con el Padre en las montañas y lugares solitarios, sin mediación del Templo, de los sacerdotes y de los sacrificios. Dijo que el Templo sería destruido hasta no quedar piedra sobre piedra (Lc 21,5-6) y que el Templo era él: «Destruid este Templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo» (Jn 2,18-22). Esta fue la acusación ante Caifás y el Sanedrín (Mc 14,57-59). Todo era relativizar el Templo y atacar aquel monopolio centralizado que había degenerado en abusos y explotaciones.

Pero la copa rebasó, cuando Jesús subió a Jerusalén por la Pascua y se encontró el Templo lleno de gentes que vendían bueyes, ovejas y palomas. Lleno de celo y de santa indignación, echó fuera del Templo a todos con sus ovejas y bueyes, tiró al suelo las monedas y volcó las mesas de los cambistas y dijo: «Mi casa ha de ser casa de oración para todas las naciones, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,15-19 y par). Jesús, que se había proclamado superior a la Ley, demostró también que era dueño y señor del templo.

Jesús, además, al decirles que el Templo era «casa de oración para todas las naciones», rechazó aquella discriminación del Templo, en que los gentiles, bajo pena de muerte, estaban excluidos, de los lugares principales reservados a los judíos. Dios era Dios de todos, no sólo de su pueblo elegido.

La reacción de ios jefes de ios sacerdotes y de los maestros de la Ley fue inmediata: «comenzaron a buscar la manera de matar a Jesús, aunque tenían miedo, porque toda la gente estaba pendiente de su enseñanza» (Mc 11,18).
Jesús, aquel hombre libre, fue igualmente digno e independiente ante las personas concretas titulares de la autoridad religiosa y civil.

A Caifás, asistido por el Sanedrín en pleno: los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, Jesús le respondió, ante una pregunta ociosa, con toda dignidad, «permaneciendo en silencio y sin contestar una sola palabra» (Mc 14,61). Cuando le instó si era el Mesías, el Hijo de Dios bendito, dijo la verdad, aunque ello le supusiera la condena por blasfemo: «Sí, lo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado en el lugar de honor al lado de Dios todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mc 14,62).

Con el mismo valor y libertad se comportó ante Herodes Antías, tetrarca de Galilea y Perea. Al decirle los fariseos que se fuera de Galilea, pues Herodes quería matarle, Jesús les respondió: «Id y decidle a ese zorro: Has de saber que yo expulso demonios y curo enfermos hoy y mañana, y al tercer día terminaré» (Lc 13,31-33). Además de llamarle zorro, le recuerda que él hará, no lo que le place al tetrarca, sino su propia voluntad, que era la del Padre.

Cuando en el proceso de condena, Pilato envió a Jesús a Herodes éste le acogió con alegría, «pues tenía esperanza de verle hacer algún milagro». Herodes, ante toda su corte, le preguntó muchas cosas pero Jesús, insobornable, no le contestó ni una sola palabra. Tampoco le dio el gusto de hacer en su presencia unos milagros, lo que le hubiera valido la liberación. Jesús hacía milagros no para bibirse, ni para adular a los poderosos, ni en provecho opio, sino sólo por amor a ios que sufrían y para sigficar que había llegado el reinado de Dios.

La misma entereza y dignidad mantuvo ante el prorador Poncio Pilato, que, además, deseaba salvarle de muerte y confesaba su inocencia. Le respondió lacócamente: «Tú lo dices», y con el silencio, con nuevas preguntas, y para asegurarle que sí, que era Rey aunquø no como los de este mundo. Le advirtió, además, con tod confianza y franqueza, que era responsable ante Dios de lo que fuera a hacer con él: «No tendrías autoridad alguna sobre mí, si Dios no te la hubiera concedido» (Mc 15, 1-5; Jn 18,28-40).

Estamos acostumbrados a contemplar a Jesús como modelo de amor, de misericordia, de mansedumbre, de humildad, de obediencia, de soportar pacientemente con espíritu el dolor. Todo esto es verdad. Pero no lo es menos esta otra vertiente de ese Jesús íntegro, libre, independiente, audaz, valiente, arriesgado, en que también le hemos de imitar lo que creemos en él.


Conclusiones prácticas


Jesús al despedirse de sus apóstoles, los envió, y en ellos a nosotros, a «ir por todo el mundo, hacer discípulos entre los habitantes de todas las naciones... Y enseñarles a cumplir lo que les había mandado» (Mt 28,19-20). Los que creemos en él debemos proclamar la buena nueva de su mensaje con entera libertad, valentía y santa audacia, como él, «sin temer a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,26).

Lo hemos de hacer con libertad, fortaleza y valentía, a ejemplo del Maestro, pero, a la vez, con amor, con mansedumbre, con humildad. Nada de fanatismos, ni de fundamentalismos, avasalladores, pero, también, nada de cobardías, de miedos, ni de complejos de inferioridad. ¡ Si el mundo actual camina sin norte! Nosotros sembremos a Jesucristo por todas las naciones y rincones, ofrezcamos su luz; luego cada uno será responsable de que la semilla produzca «el treinta, el sesenta, o el ciento por uno» (Mc 4,1-9).

La fe, como el amor, no se impone por la fuerza. No sería fe, que supone una libre adhesión.

Y anunciemos todo el mensaje de Jesús, sin trocearlo, ni parcelario, sino en su integridad. Exponiendo, sí, sus exigencias orales y éticas con claridad y firmeza, pero sin reducir, ni mucho menos, el cristianismo a un moralismo, porque es, ante todo, la religión de la vida, de la luz, de la alegría, del amor, de la esperanza.
Ya sabemos que el espíritu del mundo6 con sus criterios y valores del egoísmo y riqueza, ambición y soberbia, libertinaje y hedonismo, se enfrentará con nosotros. Ya nos predijo él que el mundo nos odiaría, nos perseguiría, guardaría nuestra palabra (Jn 13,18-20), pero no temamos, «él ha vencido al mundo».
6. Por «mundo» entendemos no la creación, toda ella buena, un regalo y destello de Dios, ni la humanidad, todos somos hermanos e hijos de Dios, sino el espíritu del mal, personificado en Lucifer.

En otros tiempos no tan lejanos, y aun hoy en algunos lugares de la tierra, los cristianos han sido perseguidos r su fe violentamente y padecido calumnias, cárceles, stierros, torturas y aun la muerte. La historia de la glesia está sembrada de innumerables mártires que entre orribles tormentos derramaron con alegría su sangre por fe. Nosotros somos hijos suyos, pues «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». No podemos ser indignos de ellos

Hoy, en los países democráticos, prosigue la persecución, si bien con otras formas, más civilizadas, sí, pero no menos eficaces, sino todo lo contrario. No se trata de crear mártires, sino apóstatas. No de quitar la vida, sino de esfumar poco a poco la fe. Para ello, utilizarán todos los medios, desde la educación, mediatizando los derechos prioritarios de los padres a elegir el tipo de educación de sus hijos, reduciendo el influjo familiar, hasta los medios de comunicación social: revistas, la prensa, el cine, la radio, la televisión, etc. que presentarán como progresistas e imitables actitudes y conductas opuestas a la moral cristiana, o, como la cosa más natural y corriente, la violencia física, el amor libre, la infidelidad conyugal, las relaciones prematrimoniales, el aborto, el divorcio, la homosexualidad, el agnosticismo, el ateísmo. Saben muy bien que la corrupción de costumbres axfisía la fe.

Ni a nosotros, ni a la Iglesia, nos van a tocar. Ya no habrá martirios, quemas de conventos, desamortizaciones, violaciones del derecho fundamental a la libertad religiosa, etc., pero sí se nos despreciará, se nos desacreditará, tachándonos de retrógrados, anticuados, oscurantistas, anticientíficos, reaccionarios, enemigos de lo moderno, etc. Y en cuanto a la voz de la Iglesia jerárquica, no se la callará, pero sí, como lo palpamos todos los días se la ridiculizará, se la tergiversará, se la desautorizará, se la acusará de meterse en política, como si la política no estuviera sometida a la ética y a la moral, se criticara algunas expresiones secundarias para ocultar su mensaje central, se le hará el vacío y el silencio. ¿No es esto el pan nuestro de cada día?

Hemos de ser conscientes de estas nuevas estrategias para defendernos a nosotros y a la gente del pueblo de su influjo insensible, imperceptible, pero letal. Fieles a nuestra misión de iluminar el mundo y de transformarlo, utilizaremos todos los medios, métodos y tácticas modernas para hacer cada día más efectiva la presencia de Jesucristo en este mundo tan vacío y necesitado de su luz. Confiemos en la gracia de Dios merecida por Jesús crucificado, más que en los medios humanos, y trabajemos con santa libertad y mansa audacia, sin temor a la persecución. «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, nos dijo él, porque de ellos es el reino de Dios» (Mt 5,10-12).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11 «SI EL GRANO DE TRIGO CAE EN TIERRA Y MUERE DA MUCHO FRUTO» (Jn 12,24)

 
Antes de entrar en el tema, debe quedar claro que Jesús no fue un masoquista, no buscó el sufrimiento y la cruz por ellos mismos. No se encarnó para sufrir y morir crucificado. El Verbo vino al mundo para traernos la luz, la verdad, la vida, la esperanza, para anunciar e implantar los comienzos del reinado de Dios entre los hombres, salvarnos y liberarnos. El amor y la fidelidad al Padre y a los hombres, la obediencia en el desempeño de la misión que le había sido encomendada le condujeron, por una mediación histórica, a la persecución, a los sufrimientos y a la muerte.

Tampoco el Hijo de Dios se hizo hombre en Jesús para suprimir el sufrimiento de nuestras vidas —lo que en sí mismo es imposible’—, ni para liberarnos de la muerte natural. Si «puso su tienda entre nosotros», fue, entre otros motivos, para enseñar a los seres humanos a que con su conducta, movida por el amor, evitaran tantos padecimientos causados por los unos a los otros, y para mostrarles cómo sobrellevar con espíritu, sentido y esperanza los males, inevitables o no, de la vida. del dolor». ( Sobre la inevitabilidad del mal, véase el apéndice segundo: «El misterio del dolor»).

Por lo demás, la vida de Jesús, como la de todos los mortales, estuvo marcada por las dificultades, los sufrimientos y la cruz, junto con gozos y alegrías íntimas e intensas.


En la vida


Ya desde sus primeros días, a los cuarenta de nacer, el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, profetizó a María en el Templo de Jerusalén, a donde había subido con José para purificarse y presentar al Señor: «Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros se levanten. Es un signo de contradicción puesto para descubrir los más íntimos pensamientos de mucha gente. Y en cuanto a ti misma, una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).

Poco tiempo después, el niño fue perseguido por Herodes el Grande, que temeroso de que le usurpara el reino lo buscaba para matarlo, y los tres tuvieron que huir a Egipto con grandes molestias (Mt 2,13).

En Nazaret, llevó una vida dura, de pobreza, de austeridad, de trabajo manual, de ocultamiento, en medio de aquella gente ruda e ignorante. Pero, también ¡cuánto gozó aquel pequeño al recibir el amor, la ternura, la solicitud y el calor, de su madre María! Todos sabemos lo que es una madre, ¡qué sería aquella «bendita entre todas las mujeres» y «llena de gracia»! ¡ Qué feliz fue Jesús, ya de niño, jugando en el taller de José y aprendiendo en él el oficio de carpintero! Y, cuando murió el padre, Jesús tuvo la dicha de convivir a solas con María, orar, pasear y conversar aún más íntimamente con ella.

En la vida pública, Jesús tuvo que soportar, en su continuo vagar de un lugar a otro, los calores sofocantes de aquella tierra, que en verano superan los cincuenta grados, y las inclemencias de las lluvias, los vientos y los fríos del invierno. Le cansaban las caminatas por aquellos caminos y senderos duros y polvorientos; sentía el hambre, la sed, y tantas veces dormía sobre el desnudo suelo. Sin duda que, como todos los hombres, padeció dolores y molestias corporales y enfermedades.
Jesús, en aquellos casi tres años, sufrió la incomprenSión de casi todos.
Sus vecinos de Nazaret, en su primera visita, «se enfurecieron al oír sus palabras, y echando mano de él, le sacaron de allí y le llevaron a un barranco de la montaña sobre la que se asentaba el pueblo, con intención de despeñarlo. El se escabulló de sus manos y se fue» (Lc 4,16-30).

Sus familiares «no creían en él» Un 7,5) y varias veces, avergonzados, le fueron a coger para llevárselo a casa, pues «había perdido el juicio» (Mc 3,21; cf. Jn 10,20).

La gente sencilla del pueblo, sus predilectos, a quienes tanto amaba, se fue decepcionando en sus esperanzas mesiánicas, al caer en la cuenta de que no era el rey soñado, el Mesías político y nacionalista, que había de liberarlos del yugo romano y someter a todos ios pueblos y naciones a Jerusalén, a donde subirían para adorar a Yahvé. Fue el comienzo de la «crisis galilea». Jesús se dedicó más a sus discípulos para prepararlos a los futuros acontecimientos (Mc 8,31; Jn 6,60-69).

Los escribas y los fariseos, solos o aliados con los herodianos y los saduceos, se confabularon en Galilea y en Jerusalén, para apresarlo, y matarlo (Mc 3,6). La buena nueva que anunciaba minaba su autoridad y cuestionaba sus concepciones sobre la religiosidad: la Ley, el sábado, las leyes de pureza, el Templo, en los que se fundamentaban su prestigio y su posición social privilegiada. Jesús no podía andar por Judea, «lo buscaba para matarlo» Un 7,25), y tenía que huir a Galilea, a Tiro y Sidón, al desierto, al otro lado del Jordán.

Los propios discípulos no le entendieron. Cuando a partir de la «crisis galilea», les habló de su próxima muerte por las autoridades judías, no comprendían nada de lo que les decía. Después del primer anuncio, Pedro le llevó aparte y trató de disuadirlo.

Jesús reprendió al discípulo: «Apártate de mí, Satanás! ¡Tú no piensas como piensa Dios, solo como piensan los hombres!» (Mc 8,31-33). Jesús se lo repitió por segunda vez, «pero ellos no entendieron nada de esto», y en el camino de Cafarnaún discutieron «quién de ellos era el más importante» (Mc 9,30- 17). Después del tercer anuncio de su muerte, Santiago y Juan se acercaron a Jesús y le pidieron: «Concédenos que nos sentemos a tu lado el día de tu gloria: el uno a la derecha y el otro a la izquierda» (Mc 10,32-45). Aun después de resucitado, en la cima del monte de los Olivos, momentos antes de la ascensión, le preguntaban los apóstoles: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel» (Hech 1,6; cf. Lc 24,21). Hubo de bajar el Espíritu santo, en Pentecostés, para que cambiaran aquellas cabezas cegadas por sus prejuicios y ambiciosos proyectos (Hech 2,1-4).

Todo ello producía en el ánimo de Jesús una dolorosa wnsación de soledad, de tristeza, de fracaso, que superaba con su admirable fortaleza y entereza de ánimo, alimeniadas en la oración.

También tuvo Jesús sus grandes alegrías en su vida rública. Gozaba con la naturaleza al contemplar los cielos oscuros tachonados de refulgentes estrellas, y los amancceres deslumbrantes del lago; al recorrer la llanura de Isdrelón con sus mieses, sus olivares, sus viñedos, sus campos rocosos, bañados por la luminosidad del día; al ver los rebaños de ovejas, oír el canto de los pájaros y dejarse llevar de los lentos y misteriosos atardeceres. Todo balbuceaba trémulamente la bondad, la verdad, la hermosura y la belleza, del Dios invisible e indecible.

Jesús gozó muchísimo haciendo el bien a la gente sencilla. El, que dijo «más feliz es el que da que el que recibe» (Hech 20,35), ¡qué felicidad tuvo que sentir en su corazón al curar de sus enfermedades a tantos pacientes: ciegos, cojos, paralíticos, leprosos, lisiados, al consolar a los tristes, al perdonar ios pecados a los publicanos, pecadores y prostitutas, al liberar a los posesos, y al dar de comer a aquellas multitudes hambrientas que le buscaban y le seguían porque le amaban, atraídos por la bondad de su corazón, sedientos de su doctrina liberadora y agradecidos por sus curaciones y misericordias!

Jesús también se deleitó con aquellos niños de caritas sucias y sonrientes, de ojos limpios e inocentes y de corazones abiertos y confiados. Los pequeños, que intuyen quién les ama, acudían a él, que les acariciaba, ponía las manos sobre sus cabecitas, les abrazaba, les sentaba sobre sus rodillas y les besaba. Eran la imagen de los que quieren entrar en el reino de los cielos.

De la terrible soledad que le causaba tanta incoin prensión, Jesús se curaba en las largas horas que, al anu checer o en los amaneceres, dedicaba a la oración a solas con su Padre. Allí se llenaba de amor, gozaba de su co municación, y su alma se iluminaba, se llenaba de dicha y se fortalecía para la lucha de la vida.
También le aliviaban en sus penas su madre y las buenas mujeres. En alas del amor, le seguían y asistían con sus bienes (Lc 8,1-3). Le fueron fieles hasta el pie de la cruz y, aun después de muerto, le atendían en el se pulcro. Sólo ellas le amaban por él mismo, desinteresadamente, sin esperar recompensa. Cuando estaba en Je rusalén, subía a Betania, donde descansaba su corazón y rehacía sus fuerzas con la amistad y atenciones de los hermanos Marta, María y Lázaro, que le hacían olvidar tantas tensiones, angustias y persecuciones (Lc 10,38-42; Jn 11,1-44).


En la muerte


Jesús fue condenado a muerte y muerte de cruz. La crucifixión, suplicio que procedía de los persas, poco usado por los cartagineses, fue utilizado por los griegos, pero, sobre todo, por los romanos en los pueblos dominados.

Cicerón lo clasifica como «el suplicio más cruel e ignominioso de todos».
 El palo transversal, llamado «patíbulo» por los romanos, era la tranca con que se aseguraban las puertas por dentro, una vez cerradas; removida «patebant fores», quedaban abiertas. Se las solían atar sobre los hombros a ios esclavos díscolos como castigo.

El condenado después de la flagelación atrocísima debía llevar el patíbulo por las calles más concurridas para vergüenza propia y escarmiento de los demás hasta el lugar de la ejecución. Allí, echado en ci suelo, le clavaban las manos en el madero, lo elevaban y, una vez atado en el palo vertical, allí fijo, le cosían los piés con agudos clavos. Por respeto al pudor judío, un ligero velo le cubría el vientre.
Era un suplicio de esclavos, que se aplicaba también a hombres libres no romanos, por crímenes de homicidio, robo, traición o sedición. La agonía del crucificado era horrorosa. Le atormentaban la sed causada por las pérdidas de sangre y la deshidratación del cuerpo por el abundante sudor, la fiebre producida por las heridas, y loS fuertes calambres de sus miembros violentamente extendidos. La muerte, a veces al cabo de unos días, le sobrevenía por agotamiento y asfixia, pues la sangre encharcaba los pulmones, le constreñía el corazón y lo paralizaba.

Jesús fue crucificado entre criminales (Lc 22,37), «fuera de las murallas» (Hech 13,12). Antes había padecido la tristeza mortal y el hundimiento moral de Getsemaní; la noche en casa de Caifás, abofeteado, golpeado, escupido, burlado; el desprecio de Herodes Antipas y de su corte; la vergüenza de ser pospuesto a Barrabás en el pretorio de Pilato, la pena íntima de verse rechazado por su pueblo, los dolores ferocísimos de la flagelación y la rechifla de los soldados que le coronaron con espinas y le aclamaron como rey de burla.

En la cruz pasó tres horas, traicionado por uno de los suyos, abandonado de sus discípulos, burlado por el pueblo, los soldados y los jefes de los judíos. Desde lo alto, pidió perdón para todos, se lo otorgó al buen ladrón, veló por su madre, y se quejó amorosamente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban donado?» (Mc 15,34).

Estuvo colgado del madero aquel Siervo de Yahve «aquel varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento, sin figura humana, ni belleza, ni apariencia. Aunque era inocente, fue herido de muerte por los crímenes de sti pueblo, traspasado por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; recayó sobre él el castigo de nuestra paz. Maltratado, no abrió la boca, enmudeció como una oveja ante sus esquiladores, como un cordero llevado a matadero. Por sus heridas hemos sido curados. Dios acep tó complacido aquella vida ofrecida como un sacrificio
expiatorio, y le prolongará sus días, le hará ver su des cendencia, justificará a muchos y será constituido luz de las naciones para que la salvación llegue hasta el extremo de la tierra» (Is, 42,1; 49,6; 50,6; 52,13; 53,1).

Aunque en la pasión fue compadecido por las mujeres de Jerusalén (Lc 23,27-3 1) y confortado por un ángel (Lc 22,39-44), no conoció la alegría. Esta vino después y eterna. El Padre lo resucitó. Así le premió su obediencia, su amor y su fidelidad, y a nosotros nos garantizó que aqué’ era «su Hijo amado, al que debíamos escuchar» (Mc 9,7), que el rostro de Dios, que nos había mostrado, era el verdadero, y que su camino, el del amor, es el de la vida. Si la pasión y muerte es la consecuencia de la vida de Jesús, así la resurrección es la coronación de la muerte. No se explica sin ella.

¿Por qué convenía que Jesús sufriera? Jesús en la oración del huerto, clamó a su Padre: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,35-36). ¿Por qué m fue posible? ¿Por qué fue otra la voluntad de Dios? ¿No había otras alternativas? 1)ios podía muy bien, ante la ingratitud de la humanidad, haberla perdonado sin más, haber indultado, movido por su misericordia, todos los pecados de los hombres.

También Jesús, el Dios encarnado, hubiera podido iai kfacer, sin sufrir, nuestras iniquidades con un acto cualquiera de su vida: una oración, un ofrecimiento, una curución, una caminata, etc. Una sola de sus acciones, o de us deseos, tenía un valor infinito, pues era Dios, y hubiera bastado para reconciliarnos con el Padre y salvarnos y liberarnos.

El Padre, no obstante, quiso que Jesús padeciera y nutriera por nosotros. ¿Por qué convenía que Jesús sufriera tan cruel e ignominioso suplicio? Dios, repetimos, no es un sádico que se regocija viendo, o haciendo, sufrir. No es un Baal, que sólo se aplacaba con el olor de la sangre de los sacrificios de seres humanos. Dios no es un monstruo. Dios, es amor. Entonces, ¿por qué fue esa su voluntad? Ya desde ahora, conociendo a ese Dios que es amor y compasión, podemos responder: «por que así convenía a nuestro mayor bien». Veámoslo.

El Verbo se encarnó no sólo para satisfacer por nuestros pecados, salvarnos y liberarnos. Aunque el hombre no hubiera pecado —hipótesis imposible- la segunda persona de la Stma. Trinidad se hubiera hecho hombre. Considero imposible esta hipótesis por la pecaminosidad innata del ser humano debida a su materialidad, fragilidad y debilidad, por la finitud y limitaciones de su alma, la tensión dialéctica entre las pasiones ciegas y fuertes de la carne y tendencias del espíritu, y la influenciabilidad del hombre por el ambiente social. Miremos, si no, la realidad a lo ancho del espacio y a lo largo de la historia. Lo de María, la madre de Jesús, fue un privilegio.

El Hijo se encarnó, también, para estar con nosolri. cerca de nosotros, junto a sus pobres criaturas, tan ¡ queñas, finitas y limitadas, frágiles y miserables. El anu reclama la cercanía.

Igualmente acampó entre nosotros para traer la luz nuestras tinieblas, al mostrarnos así el verdadero rost ii de Dios Padre, oculto y escondido a nuestra razón, como el camino que conduce a él: el del amor.

Pero aún había otros motivos para hacerse hombre, y éstos, no los podía conseguir sino sufriendo y muriendo Ante Jesús sufriendo en su vida y muerto en la cru, palpamos, en primer lugar, la realidad de la encarnación. El Hijo asumió totalmente la naturaleza y la condición del ser humano, incluida la experiencia del mal, del fra caso, del dolor y de la muerte, El, «que se hizo uno d tantos, presentándose como un simple hombre» (Fil 2,7), «fue probado en todo como nosotros, menos en el pe cado» (Hech 4,15). El amor exige la igualdad.
Además, sólo la muerte de Jesús nos manifestó todo el amor de Dios. Así vimos «cuánto amó Dios al mundo, pues no dudó en entregar a su Hijo único.., para que por medio de él —de su pasión y muerte— el mundo se salve» (Jn 3,16-17); y cuán inmenso fue el amor del Hijo que «dio su vida por nosotros, la mayor prueba del amor» (Jn 15,13).

Y, finalmente, sólo Jesús doliente, crucificado y muerto, nos ofrece un modelo viviente que imitar y seguir en nuestras cruces y tribulaciones, nos da un sentido para soportarlas, una esperanza que nos sostenga, y nos enseña cómo transformar y sublimar los dolores y sufrimientos, inevitables o evitables de la vida en un instrumento de maduración, de sufrimiento y de mérito, para esta vida, para la resurrección y vida eterna. Estos bienes fundamentales para nuestro bien,
no los hubiera conquistado un Jesús que hubiera pasado por la vida triunfante y glorioso.

«Si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, ecrihió S. Pedro, eso dice mucho ante Dios... También (rlsto sufrió por nosotros, dejándonos un modelo para quc sigáis sus huellas» (1 Pd 2,20-24).

«Precisamente por haber sido puesto a prueba él mismo y haber soportado el sufrimiento, puede ahora ayudar a quienes se debaten en medio de la prueba» (Hbr 2,18).

Después del Calvario, sin él no, tenemos un estímulo para padecer y sabemos cómo sufrir y para qué. No es- tamos solos. Tenemos unas huellas que seguir y como modelo a aquel que nos puede ayudar por haber sufrido. Ahora, en el sufrimiento, podemos «poner los ojos en el crucificado y todo se nos hace poco», como decía Sta. Teresa.

A imitación de Jesús, toda persona con fe ha de acudir en el sufrimiento a Dios y a los hermanos. Ha de orar y clamar a Dios: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos cscondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y miseria» (Salm 43,24-25). ¿No le preguntó Jesús a Dios por qué le había abandonado? (Mc 15,33-34). Y ha de buscar alivio en los hermanos, como Jesús en Getsemaní, aunque siempre los halló dormidos (Mc 14,37-42). La cruz compartida pesa menos. El cristiano no es un estoico y ha de ser humilde.

Como Jesús, el que cree, en medio de la pena y la oscuridad, ha de confiar ciegamente en la cercanía y el amor incondicional del Padre: «Aunque atraviese por ca ñadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo» (Salrn 22,4). Dios no nos deja solos. Está dentro de nosotros para sostenemos. El es siempre fiel, aunque no veamos nada, sino tinieblas.

Como Cristo, en tercer lugar, ha de ofrecer sus males y tristezas al Padre para el bien y la salvación de los demás, para «completar en su carne mortal lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). FA compartir los sufrimientos con Jesús crucificado tiene un sentido, un valor redentor.

Finalmente, el que sufre y cree se ha de apoyar y animar con la esperanza cierta no sólo de que todo pasa, nada es eterno, es «un breve padecer», (Véase Rom 8,17-18; 2 Cor 4,16-18; 1 Pdr 5,10; 4,13),  sino, sobre todo, de la resurrección y del premio, a veces aun en esta vida, y ciertamente en la eterna. «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación» (2 Cor 1,5); «Estad alegres, en proporción a los sufrimientos que compartís con Cristo, así también, cuando se revele su gloria, desbordaréis de alegría» (1 Pe 4,13).

A la vista de Jesús crucificado, podemos sufrir no sólo con Cristo, sino también como él y para él. «A los que aman a Dios, todo —aun el mal y el dolor— les ayuda para el bien» (Rom 8,28).

Para persuadirnos aún más de su conveniencia, pensemos qué hubiera sido el cristianismo, sin Jesús crucificado y resucitado. Hubiera sido, sí, una doctrina, un camino, llenos de sabiduría, de moralidad y de humanismo, como el de Buda, Confucio, o Gandhi. Pero el cristianismo no hubiera sido él, Jesucristo, nuestra vida.

 

La doctrina de Jesús


Jesús fue un hombre sincero y leal. No utilizó el engaño ni las promesas falaces, como ios políticos de todas las latitudes antes de las elecciones. El nos dijo con toda honradez y claridad, qué es lo necesario para ir detrás de él, qué es lo que le aguarda a sus seguidores. Quiere que le sigamos no por intereses y egoísmos, sino por él mismo y por su causa.

Para evitar malas interpretaciones y todo asomo de masoquismo, que busca la cruz por la cruz y cuanto más mejor, hay que distinguir en esta materia entre las cruces propias de esta vida mortal: molestias corporales, dolores, enfermedades, tristezas, soledades, muerte de seres queridos, catástrofes naturales, etc., y las cruces típicas del seguimiento de Jesús. Cuando él nos anima a abrazarnos con la cruz, no piensa en las primeras. Estas cruces naturales se dan en la vida de todo cristiano, en unos más y en otros menos, como en la de cualquiera persona que no conoce a Jesús. Los cristianos por el hecho de serlo, no van a sufrir ni más ni menos, de este tipo de cruces. Cuando Jesús anuncia las cruces y exhorta a abrazarlas, se refiere a las que hay que tomar para para seguirle y a las que proceden del hecho de su seguimiento.
El con claridad dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiere salvar su vida la perderá; pero el que dé su vida por mi causa y por la causa del mensaje de la salvación, la salvará»
(Mc 8,34-35).

Para ir en pos de Jesús y ser uno de los suyos, hay que negarse a sí mismo, morir al hombre viejo y nacer a un hombre nuevo. El hombre viejo es el egoísmo, es decii, la avaricia de riquezas y de placeres, la ambición del pod.i y la gloria, la soberbia y el orgullo, la envidia, el odio, li venganza y la violencia. El hombre nuevo, por el contrario, que ha de nacer y crecer en el cristiano, es amor, espíril de pobreza, desasimiento y generosidad, moderación en el uso de los bienes de la tierra, humildad y servicialidad perdón y mansedumbre.

Transformación sobrenatural que tan maravillosamente describió S. Pablo: «La muerte de Cristo fue un morir al pecado de una vez para siempre, mas su vida es un vivir para Dios. Asi’ también vosotros consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11). «Ahora vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, vive en mí Cristo... que me amó y se entregó por mí» (Gál 3,19-20). Como el grano de trigo, el cristiano ha de morir a sí mismo y nacer de nuevo para dar mucho fruto (Jn 12,24). ´

A veces, Jesús puede mirar a uno con más amor, llamarle y seducirle para que le siga más de cerca. Todo cristiano ha de estar siempre dispuesto a esta muerte más radical y a dejarlo todo: «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierras por su causa y la del mensaje de salvación» (Mc 10,29-30), y a seguirle por él y por la difusión de su mensaje, más que por el «ciento por uno en esta vida y después en la vida eterna» (Mc 10,29-30).

Pero hay, además, otras cruces específicas de los que van detrás de Cristo y que él ya nos las anunció: las persecuciones públicas y sociales, las calumnias, los desprecios y, tal vez, las cárceles, las torturas y el martirio. Es el precio de seguir a Jesús.

«Si el mundo os odia, recordad que primero me odió a mí. Si perteneciérais al mundo, el mundo os amaría wtiio cosa propia; pero no pertenecéis al mundo, pues
OS elegí, y saqué de él. Por eso el mundo os odia. cordad lo que os he dicho: Ningún siervo es superior a su amo. Como me han perseguido a mí, os perseguirán tiambién a vosotros; y como han rechazado mi enseñanza, iimbién rechazarán la vuestra» (Jn 15,18-20; cf. Jn 16, 20-22; 12,26; lJn 3,13). «Os entregarán a la tortura y os matarán. Seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre... pero cE que perseverare hasta el fin se salvará» (Mt 24, 9-13;10,21).

La historia de la Iglesia y la de sus mártires, desde Jerusalén y Roma hasta nuestros días en El Salvador, prueban la verdad de esta profecía de Jesús.
La persecución del mundo al cristiano y al cristianis¡no, aunque varíe de métodos, es inevitable. El espíritu del mundo, espíritu de egoísmo, es contradictorio con el espíritu del amor, que es el de Jesús. Ambos son opuestos, irreconciliables.
El cristiano perseguido, lejos de temer «a los que pueden matar el cuerpo pero no el alma», ha de sentirse alegre «por haber sido considerado digno de sufrir por Jesús» (Hech 5,40-42). Dichoso él, como ya lo proclamó Jesús en la montaña de las bienaventuranzas.

«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y cuando falsamente digan de vosotros toda clase de infamias sólo porque sois mis discípulos. ¡Alegraos entonces! ¡Estad contentos, porque os espera una gran recompensa en el cielo! ¡Así también fueron perseguidos los profetas que vivieron antes que vosotros!» (Mt 5, 11-12; Lc 3,22-23).

 

Conclusiones prácticas


Nuestra primera reflexión es que la religión de Jesús no es la religión del dolor, de la muerte, de la cruz. Es la religión de la luz, de la vida, de la verdad, de la alegría, de la esperanza, del amor, de la salvación.

Es verdad que se enfrenta con el misterio del dolor, esa realidad de nuestra existencia, pero es para darle sentido y esperanza. También es cierto que la muerte de Jesucristo, seguida de la resurrección, constituye el momento culminante de la historia de la salvación, la plenitud de la revelación del amor de Dios, pero a ella le llevó su amor. A Jesús le mataron por amar. La crucifixión fue la consecuencia del amor, en el que consiste la quintaesencia del cristianismo.

Por todo ello, ante una imagen de Jesús crucificado, lejos de contemplar sólo con los sentidos sus llagas, sus cardenales, su sangre, hemos, sobre todo, de profundizar con la fe en este misterio infinito de amor que allí se nos revela, para movernos a amar con un amor comprometido. La compasión nos conmueve, el amor nos transforma.

En la cruz, y sólo en ella, se nos manifiesta «cuánto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único.., para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). En ella, Jesús, el Hijo encarnado «nos dio su vida, la mayor prueba del amor» Un 15,13) y desde la cruz el Espíritu Santo se nos dio al «derramarse en nuestros corazones» (Rom 5,5) desde el costado abierto. Ante la cruz debemos adorar y alabar la suprema revelación del amor de Dios.

En cuanto a las penas y sufrimientos de cada día, ¿cuál ha de ser nuestra actitud? ¿Tenemos que desearlas, procurarlas, o evitarlas? La respuesta variará según sean pruebas comunes de la vida o propias de los discípulos de Jesús.

Si las cruces comunes son evitables: dolores físicos, molestias, enfermedades, accidentes, disgustos, etc., creemos que lo mejor es evitarlas, prevenirlas, suavizarlas, curarlas. Nuestro Padre Dios no nos ha dado el don precioso de la vida para que suframos, sino para que vivamos y gocemos y disfrutemos en su punto y medida de las criaturas, regalos de Dios, destellos de su ser, primicias del cielo y prendas del deseo que tiene de dársenos eternamente cara a cara.

Si se trata de cruces comunes inevitables, Jesús nos enseñó cómo sobrellevarlas: con fe, con amor, con sentido, con esperanza. Suframos con él y como él. Tenemos un modelo y unas huellas. No estamos solos.

En relación con las cruces que proceden de su seguimiento, específicas de los cristianos, creemos en primer lugar, que las que nacen del negarse a sí mismo para seguir a Cristo, son las únicas que debemos buscar y amar. Cuanto más uno muerta al hombre viejo, al egoísmo, para nacer al hombre nuevo, al amor, tanto mejor. «Si permanecemos en él, hemos de vivir como él vivió» (1 Jn 2,6), hasta poder repetir con Pablo: «Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
En cuanto a las persecuciones, que se derivarán del anuncio de su persona y de su mensaje, no las hemos de procurar, ya nos las enviarán. Sí, tenemos que soportarlas con la alegría de poder sufrir algo por dar a conocer a Jesucristo al mundo y aumentar en él la presencia de quien tanto nos amó.

 

 

 

12. Y LA PALABRA SE HIZO CARNE» (Jn 1,14)

 


La fe cristiana


La fe cristiana nos enseña que Jesús fue verdadero Dios y verdadero hombre.En los primeros siglos del cristianismo, en que la teología era más bien descendente y no se dudaba en el entorno social de la existencia de la divinidad, o de las divinidades, las dificultades y las herejías versaron sobre la realidad de la humanidad de Jesús. En nuestros días, en que se extiende el ateísmo y el agnosticismo, y la teología tiende a ser ascendente, las objeciones y herejías se refieren al otro término: que Jesús sea Dios.

En este capítulo consideraremos la verdad de que Jesús fue un verdadero hombre, compuesto de un cuerpo y de un alma substancialmente unidos, «en todo semejante a los demás hombres menos en el pecado».

En el siglo 1 aparecieron los «docetas», del griego dokeín, «parecer», que sostenían que la humanidad de Jesús no era real, sino sólo aparente. El Verbo no se había encarnado, hecho carne, sino sólo revestido de unas apariencias de hombre, sin serlo. Les movía a sostener esta postura la concepción platónica sobre el hombre, que era una unión accidental de un espíritu y de la carne, algo así como la que se da entre el caballo y el que lo monta, y la idea pesimista que tenían de la materia y de la carne. Era indigno de Dios.

Más tarde surgieron en Alejandría los «monofisitas», del griego monos, «único» y fhysis, «naturaleza», quienes para defender la unicidad de Jesús de Nazaret, sostenían que, después de la encarnación, en Jesús había una sola naturaleza, la divina encarnada, que había absorbido de algún modo la naturaleza humana. Esta se da en Jesús, no en mera apariencia, pero sí absorbida. El concilio de Calcedonia condenó esta herejía en el 451.

Con la doctrina de la Iglesia profesamos que en Jesús se dan una sola persona y dos naturalezas: la divina y la humana completas. Nos convencen de ello los Evangelios, que continuamente nos hablan de su cuerpo y de sus sentidos, de su alma y de sus facultades, como de un hombre entero y verdadero.


El cuerpo de Jesús


El cuerpo de Jesús fue concebido virginalmente por obra del Espíritu Santo en el seno de una joven de Nazaret llamada María. A los nueve meses «se le cumplieron los días del alumbramiento» y dio a luz a su hijo en Belén de Judá. Su madre lo amamantó para alimentarlo, «lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre». A los ocho días, un sacerdote le circuncidó con un cuchillo de pedernal y el niño derramó su primera sangre y lloró por el dolor, como todos los pequeños. Sus padres, María y
José su padre legal, le pusieron por nombre Yehosúa, «Dios es salvación», Jesús.

Los evangelistas Mateo y Lucas (Mt 1,1-17; Lc 3,23- 28) nos presentan su genealogía hasta Abrahán, Mateo, y hasta Adán, Lucas, para darnos a entender que era un ser humano concreto, un judío descendiente de sus antepanados, como otro cualquiera.

Vivió en Nazaret, aquella aldeita oculta entre montañas, donde dio sus primeros pasos, «creció en estatura, se fortaleció» e hizo un hombrecito, como los otros mozos sus compañeros y amigos. A los doce años subió con sus padres a Jerusalén para celebrar la Pascua en el Templo. Nadie de sus vecinos, que eran tan pocos y todos se conocían por el trato diario, notó en él nada de particular en los treinta años de convivencia. Era como todos.

En la vida pública procedió como uno más. Jesús tenía hambre y comía para calmarla. En el desierto, después de cuarenta días de ayuno, «al fin sintió hambre», como cuando al salir de Betania vio una higuera con hojas junto al camino y se acercó para coger sus frutos. Padeció la sed, el calor suele ser sofocante, y para apagarla pidió en Sicar de beber a la samaritana, y en la cruz a ios soldados, «tengo sed», que le dieron vinagre. Muchas veces le vemos en banquetes comiendo y bebiendo: en casa de Mateo con los publicanos y pecadores, con un fariseo, en Betania con sus amigos Marta, María y Lázaro, con Zaqueo en Jericó, en las bodas de Caná, en casa de Simón el leproso, en la cena pascual, etc. Era una necesidad del cuerpo humano que tenía que satisfacer, aunque la gente le asediaba «y no le dejaba tiempo ni para comer». Sus enemigos le acusaban de «comilón y borracho».

El cuerpo de Jesús «se fatigaba con las caminatas y se sentaba para descansar en el brocal del pozo de Jacob», caía rendido de sueño en la popa de la barca y tan pro fundamente que no le despertaba la tempestad. Cada no che reparaba sus fuerzas con el sueño, en las horas qw no dedicaba a la oración y, como él nos dijo, «a diferencii de las zorras del campo y de las aves del cielo, no ten ii donde reclinar su cabeza». Dormía tendido en el suelo, bajo los olivos, con el manto como almohada, donde pillaba la noche, o en su casita de Cafarnaún.

Los Evangelios aluden a sus vestidos que en la trans figuración «resplandecieron blancos como la nieve», du los que Jesús se despojó para lavar los pies a sus discípulos, que fueron sustituidos por uno blanco de burla en el palacio de Herodes y por un manto de púrpura en el pretorio de Pilato y, en el Calvario, divididos en cuatro lotes, fueron echados a suerte junto con la túnica sin costura tejida de una pieza de arriba abajo, tal vez por su madre. Juan el Bautista se confesaba indigno de soltar las correas de sus sandalias.

Pero, sobre todo, nos describen todos los miembros de su cuerpo. Su cabeza fue coronada de espinas, «su rostro resplandeció como el sol» en el Tabor, sus cabellos fueron perfumados en casa de simón el leproso, su frente se cubrió de sudor de sangre en Getsemaní, sus mejillas padecieron las bofetadas y los escupitajos, de su garganta salió un grito de victoria al expirar. Sus espaldas y sus hombros fueron triturados por los azotes de la flagelación y el peso del patíbulo; en su pecho se recostó el discípulo amado y una lanza atravesó su costado hasta el corazón, del que manó sangre y agua; sus brazos y sus manos se cansaban de hacer el bien, de curar, de bendecir, de abrazar a los niños. Su vientre y sus partes más íntimas fueron cubiertas en la cruz, según la costumbre judía, con un paño de pudor; sus piernas no fueron quebradas, «ni, como al Cordero pascual, se le rompió alguno de sus huesos»; sus pies, aquellos que recorrieron tantos camipos, que cubrió de lágrimas la pecadora, ante los que colocaban a los enfermos, fueron clavados en el Gólgota. ‘lodo su cuerpo fue embalsamado y colocado en el sepulcro y, aun después de su gloriosa resurrección, conicrvó las llagas de su costado, de sus manos y de sus pies.
El cuerpo de Jesús, como el de todo ser humano, cstaba dotado de los cinco sentidos.

Muchas veces su mirada se alzó al cielo para orar a su Padre, para darle gracias porque amaba con predilección a los pequeñuelos, para pedirle su ayuda y su bendición; para contemplar a alas multitudes que vagaban como ovejas sin pastor», para mirar con amor al joven rico, con compasión a Pedro que le negaba, a Zaqueo encaramado en un sicómoro, a María y a Juan al pie de la cruz; para gozar de aquella naturaleza lan variada y tan bella, la hermosura de los lirios del campo, de la llanura de Esdrelón, del lago de Galilea, de los rosados e incendiados atardeceres mediterráneos, del misterio profundo de las noches estrelladas.

Su paladar gustó el sabor de las comidas, del cordero y del pescado, del pan ácimo y fermentado, de la leche de su madre y de las ovejas, de las verduras dulces y amargas, de la miel, de los higos, de las olivas, del frescor del agua y del sabor del vinagre y del vino mezclado con hiel. Su olfato percibió los olores del campo, del heno, de las flores silvestres, del incienso del Templo, del perfume de María en Betania.

Sus oídos escucharon «la voz del viento que sopla donde quiere y no le ves», el clamor de los pobres, el silencio de las noches tranquilas, los gritos de los leprosos apartados, las risas de los niños, la voz del Padre en el Jordán, en el Tabor, en el Templo, las de su pueblo le rechazaba: «A ese no, a Barrabás! ¡Crucifícalo!
Su tacto tocó continuamente a los enfermos sobre que imponía sus manos, los ojos de los ciegos, los oídos du los sordos, la lengua de los mudos, el cuerpo de los leprosos, la oreja de Malco, la mejilla de Judas, las cabecitas de 1os pequeños. Las multitudes le tocaban «porque salia de l una fuerza que sanaba a todos», le oprimían y estrujaban obligándole a subirse a la barca. Sus carnes sintieron los dolores cruelísimos de los golpes y de las bofetadas, de la flagelación y de la coronación de espinas, del estar colgad durante horas cosido con clavos a un madero.

Jesús, como todo hombre, tenía su edad: unos treinta años al iniciar la vida pública y treinta y tres al morir. Se cansaba, lloraba, sudaba, clamaba, besaba, cantaba. En Nazaret, todos sabían que era el hijo de José el carpintero, que su madre se llamaba María, y conocían a sus hermanos, Santiago, José, Simón y Judas, y a sus hermanas (En arameo, la lengua de Jesús, y en hebreo, «jermanos» significa «parientes, familiares», como en general en las lenguas orientales. Marcos nos da los nombres de sus «hermanos»: Santiago, José, Judas y Simón (Mc 6,3), y Mateo nos presenta a una de las mujeres que acompañaban a Jesús en la cruz, junto a su madre, la otra «María madre de Santiago y de José» (Mt 27,56). A varios misioneros de la India y de China les hemos oído decir que en aquellos países ocurre lo mismo).

 En su vida pública varias veces hacen su aparición su madre y sus hermanos que le buscaban por diversos motivos. Su madre le acompañó hasta el último suspiro y sostuvo en su regazo el cuerpo destrozado y muerto de su hijo.

 

 

El alma de Jesús


Jesús, como nosotros, tenía también un alma substancialmente unida a su cuerpo. No era, como defendían los apolinaristas del siglo IV, un ser humano incompleto, en el que la divinidad suplía la ausencia del alma. Su alma es creada y espiritual, con las mismas facultades de inligcncia, de capacidad de amar y de sentir, y de voluntad dotada de la libertad.

La inteligencia de Jesús llamó la atención de todos. IA)S guardianes del Templo respondieron a sus amos, los sumos sacerdotes y los fariseos: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46). Sus paisanos dc Nazaret se maravillaban de sus palabras y se preguniahan «de dónde le viene esa sabiduría a este el hijo del iarpintero» (Lc 4,22), porque bien sabían que no había hecho, como los escribas, los estudios superiores de la Ley. «La gente quedaba asombrada de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mt 7,28-29). Hasta los jefes de los judíos ic preguntaban admirados: «Cómo entiende éste de letras sin haber estudiado?» (Jn 7,15).

Llama la atención su capacidad de observación de la naturaleza y de los acontecimientos de la vida cotidiana, de los que sacaba comparaciones y enseñanzas para exponer y aclarar las más sublimes verdades. Las ramas ya tiernas de la higuera anuncian el verano; las nubes de occidente traen la lluvia y el viento sur el bochorno, el cielo de fuego al atardecer preludia el buen tiempo y el rojo sombrío, tormenta; el trigo se pudre en la tierra para dar mucho fruto, los sarmientos separados de la vid se secan y queman, la cizaña crece entre el trigo, las semillas caen en el camino, entre zarzas, sobre la piedra, en la tierra, el viento se oye, pero no se ve.

También le llamaban la atención la conducta de los amos con sus siervos, amor perdonador de los padres hacia sus hijos perdid la solicitud del pastor por sus ovejas y el desinterés de Iu mercenarios, la alegría de la mujer después del parto, el afán por buscar los primeros puestos, los abusos de poderosos, el egoísmo de los ricos, así como que el denario era el salario de un día de trabajo, que las serpientes son astutas y las palomas sencillas, que los buitres van a los cadáveres, que las luces se colocan en lo alto, lo pequeño que es el ojo de una aguja, que el vino nuevo revienta los odres viejos, que no es lo mismo edificar sobre roca o sobre arena... De todo sacaba una enseñanza.

La inteligencia de Jesús penetraba en el corazón de los hombres e intuía sus pensamientos e intenciones. Como nos dice Juan: «no se confiaba a los hombres, porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de ellos, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2,24-25). Supo lo que pensaban en su interior ios fariseos cuando perdonó los pecados al paralítico de Cafarnaún, curó al hombre de la mano seca en sábado, sanó al endemoniado ciego y mudo; cuando la pecadora le besó sus pies y se ios ungió con un perfume en casa de un fariseo, cuando, para cogerle, le preguntaron si era lícito pagar el tributo al César, o cuando, en Betania, María derramó sobre su cabeza un aroma precioso. El sabía que le buscaban por interés, quiénes creían en él o no, lo que se tramaba en el corazón de Judas, la debilidad del amor de Pedro y de los discípulos... El talento y la inteligencia de Jesús resplandeció sobre todo en sus continuos contactos y discusiones con ios escribas, los maestros de la Ley y los fariseos. Siempre les dejaba callados, sin respuesta. A sus insidiosas preguntas les respondía a la gallega: al preguntarle sobre su autoridad para hacer aquellas cosas, les responde preguntándoles si el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres; si le interrogan por qué sus discípulos no reguían las tradiciones de los mayores, les pregunta: y vosotros, ¿por qué violáis la Ley de Dios por vuestras tradiciones?

Otras veces les da una respuesta lapidaria, llena de hiduría, que les deja sin palabra. A los saduceos, que para probar la imposibilidad de la resurrección le aducen
caso de la mujer casada con los siete hermanos, les calla:
« En el cielo ni se casan, ni se casarán, serán como ángeles de Dios». Cuando los ancianos, para comprometerle ante el pueblo, le presentan a la mujer adúltera, Jesús, con un conocimiento del hombre y de la vida, les dice: «El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra», todos se escabulleron, empezando por los más ancianos. A los fariseos que se escandalizaban porque no guardaba el sábado y curaba a los enfermos, les da esta sentencia fundamental: «No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre» y, al recriminarle porque los suyos no guardaban las leyes de la pureza ritual, les responde: No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo ltIe sale del corazón». Los saduceos le preguntaron insidiosamente quién había pecado si el ciego de nacimiento o sus padres y Jesús, refutando su creencia de que todo mal era el castigo de algún pecado, les sentenció: «Ni él, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios», y a los fariseos que le plantearon, tendiéndole una trampa, la cuestión de la licitud del tributo a Roma, les contesta, al ver la efigie de la moneda: «Dad al César lo que es del César, pero a Dios lo que es de Dios»...

Jesús, aunque no había cursado los estudios superiores de la Torá, la conoce muy bien y continuamente aduce los textos apropiados en sus exposiciones y respuestas Los fariseos se escandalizaban porque comía con pubh canos y gente de mala reputación, y les cita a Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). Satanás le tienta en el desierto de placer, de riquezas y de poder, y le aduce el Deuteronomio y los salmos (Mt 4,1-11; Dt 8,3;6,13; Sal 90,11-12). Los judíos en elTemph le acusan de blasfemo, por haber dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa», y les desarma con las palabras del salmo: «No está escrito en vuestra Ley que Dios dijo: Vosotros sois dioses?» (Jn 10,22-39; Sal 81,6). Con la Escritura en la mano, probó a los escribas que el Mesías es, más que hijo, Señor de David, pues así le llama el profeta rey (Lc 20,41; Sal 109,1); a los saduceos, que la resurrección es una realidad, pues el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, es «un Dios de vivos y no de muertos» (Lc 20,37-40; Ex 3,6) y al fariseo que la esencia de la Ley es el amor a Dios inseparable del amor al prójimo (Mc 12,28-34; Dt 6,4-5; Lev 19,10). Citando a Moisés, restauro la unicidad y la indisolubilidad del matrimonio (Mc 10,6; Gén 1,27; 2,24) y con las palabras de Isaías expulsó a los mercaderes del Templo (Lc 19,46; Is 56,7). Cuando los fariseos y maestros se desedifican al ver a los discípulos arrancar espigas en sábado, les recuerda a Abimelec que entregó a David y a sus soldados los panes consagrados al culto (Mc 2,23-28; 1 Sam 21,2-7). Oigamos, por fin a Jesús, exponiendo a los dos desilusionados discípulos de Emaús que era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en su gloria e imaginemos cómo recorrió toda la Escritura «empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas» (Lc 24,25-27). ¡Qué lección magistral de las sagradas Escrituras sería aquélla!

La inteligencia de Jesús conocía a distancia en el espacio y en el tiempo. Juan, el discípulo amado, escribe: Sabía todo lo que iba a suceder» Jn 18,4). Antes de la entrada triunfal en Jerusalén, manda a dos discípulos desde Betfagé a la aldea de enfrente y les anuncia que allí ntontrarán un pollino atado, y lo que debían contestar a las preguntas de los amos (Lc 19,28-34) y, al preparar la tiltima cena, les envía a Jerusalén prediciéndoles que çncontrarán a un hombre con un cántaro de agua y lo uc habían de hacer (Mc 14,12-16). Jesús adelantó sucesos ituros imprevisibles: la ruina de Cafarnaún, su muerte y resurrección, la traición de Judas, las negaciones de Pedro, ri escándalo de todos, el sitio de Jerusalén, su destrucción y la del Templo, la muerte de Pedro, las persecuciones & las sinagogas, la perpetuidad de su Iglesia, etc.

El alma de Jesús vibró con todos los sentimientos humanos. Sintió pena y compasión al ver a las muchedumbres que andaban errantes como ovejas sin pastor, la soledad de la viuda de Naín ante su único hijo muerto, a los enfermos que le pedían con sus miradas y sus gritos la salud, a la ciudad ingrata de Jerusalén, al oír el llanto de las mujeres al verlo cargado con la cruz. Se admiró de la fe del centurión, de la pecadora, de la cananea. Se indignó con la incredulidad y dureza de cabeza y corazón y la hipocresía de los escribas y fariseos. Gozó en Nazaret n la compañía de María y José, de la amistad de los hermanos Marta, María y Lázaro en Betania, de la compañía a solas de sus discípulos a la orilla del lago, de la presencia de ios niños de miradas inocentes y limpias sonrisas. Se alegró y bendijo a su Padre por su predilección con los humildes y sencillos. Agradeció al leproso curado que, él sólo de los diez, volvió a darle las gracias. Se airó con sus enemigos, los saduceos y los fariseos, con los mercaderes y cambistas del Templo. Miró con ternura al joven rico, a los niños, a sus discípulos en el Cenáculo, al llamarlos «hijos míos», a Jerusalén a quien amaba como «la gallina a sus polluelos».

En Getsemaní, su alma se turbó, sintió el pavor, la angustia, la tristeza de muet1 el miedo, el espanto, la soledad y el abandono, hasta h su Padre. Gimió, clamó, suplicó, lloró. Su alma exquishi fue sensible a todos los sentimientos y emociones bu manas.

No nos extendemos a tratar de la inmensa capacidad de Jesús para amar «hasta el extremo», «hasta dar la vida por sus amigos, la mayor prueba del amor»; y de su yo luntad firme, valerosa, decidida y siempre identificada con la del Padre; de su libertad de espíritu soberana e inso bornable, cualesquiera que fueran las consecuencias. A ellas hemos dedicado sendos capítulos3. Recordémoslo para confirmarnos en nuestra fe de que Jesús era un honi bre verdadero, como cualquiera de nosotros. Fe nacida de la revelación en las Escrituras y confirmada por el magisterio de la Iglesia.

 

 

 

13«SEÑOR, VEO QUE ERES PROFETA» (Jn 4,19)


Los profetas paganos


La palabra profeta del griego phemi «decir» y pro, adelante de, en vez de», significa el que habla en lugar de otro. En hebreo se les llamaba nabí, en plural nebiim, término derivado del acádico nabú, «llamar», en participio pasivo «llamado». Profeta, por lo tanto, es el que ha recibido un llamamiento de Dios para que hable en su nombre a su pueblo y le comuníque, en calidad de enviado suyo, su mensaje sobre el pasado, el presente o el futuro.

En el antiguo Oriente, los profetas, como los sabios, los consejeros, los escribas, etc., formaban parte de las cortes reales y del personal de los lugares de culto y ejercitaban la adivinación profesional (Dan 2,2; 4,3). Eran astrólogos, magos, videntes, adivinos de carrera, profetas de oficio, a quienes acudían los reyes, los jefes, antes de iniciar una empresa o para que les interpretaran sus sueños. Hablaban en nombre propio, sin haber sido enviados, ni recibido instrucciones de Dios, y se guiaban por las intuiciones o reflexiones de su propio espíritu (Ez 13,2- 3). Se presentaban falsamente como enviados de Dios (Jer 27,15) en busca de dinero, medros personales y de pularidad (1 Rey 2,6-27; Miq 2,7-11; 3,5s; Jer 23,28-2). Ez 13), y para ello adaptaban sus profecías a los deseis de ios reyes, de las instituciones y de la turba. Para pm fetizar, a veces, se desnudaban y ponían en trance cole tivo (1 Sam 19,20-24), para lo que se valían de la dani y de la música, de la violencia de gestos y contorsiones y de cuchillos y lancetas con los que se sajaban hasta chi rrear sangre (1 Rey 18,26-29).


Los profetas de Yahvé


Los profetas de Yahvé eran totalmente diferentes. Dios, para alejar a su pueblo elegido de todo peligro de superstición y de los influjos de la magia y de los adivinos, a los que los pueblos semitas acudían con frecuencia, suscitó sus profetas, portavoces e intérpretes de sus verdades y designios (Dt 18,9-22; Num 23,23; Am 2,l0s; Jer 7,25; Zac 7,12; Neh 9,30).

No faltaron los profetas de Yahvé en Israel desde Moisés, el más grande de los profetas (Dt 34,10), con quien Dios trataba, no en visiones, sueños, audiciones o iluminaciones interiores, como con los demás, sino «cara a cara», «boca a boca», contemplando el rostro divino y sin morir (Num 12,6-7; Ex 33,11), hasta Malaquías, en el siglo V, el último de los profetas. Unos como Samuel, Elías, Eliseo, Natán, Gad, etc., fueron sólo profetas predicadores, de acción, a diferencia de los profetas escritores, que nos dejaron sus oráculos y revelaciones en escritos fijados por ellos mismos o recogidos y recopilados por sus discípulos: Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Sofonías, etc. (Los profetas escritores se dividen en mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y  Daniel, y menores, todos los demás, no por la importancia de las revelaciones, sino por la extensión de sus escritos. Por orden cronológico hay tres épocas: antes del destierro, en tiempos de los asirios y babilonios: Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Nahum, Sofonías, Habacuc, Jeremías, Baruk; durante el cautiverio, bajo los babilonios y los persas: Ezequiel y el Segundo Isaías; y después de la vuelta de Babilonia, bajo los persas: Ageo, Zacarías, Abdías, Joel y Malaquías).
          Para proclamar la verdad recibida se servían de ordinario de la palabra, con un lenguaje incisivo, lleno de imágenes y, a veces, también de gestos simbólicos. Hay en los profetas unos treinta gestos simbólicos: romper un jarro de afarero (Jer 19,1-10), el matrimonio desgraciado de Oseas (Os 1-3), comprar un campo (Jer 32,1-15), desnudarse o descalzarse (Is 20,2s), enviar un yugo a los reyes (Jer 27,3-11) o romperlo (Jer 28,10), comerse un rollo, partir un manto en doce trozos y separarlos en diez y dos, etc.

         No eran profetas por propia decisión, ni con fines interesados, como los falsos, sino por vocación de Yahvé, que les daba un gran valor moral, la fidelidad a sus mandatos y, a veces, el carisma de predecir el futuro y aun de hacer milagros. La elección de Dios era libre, imprevisible e improvisada y cambiaba el rumbo de la vida del nabí(Ex 34,19; Am 7,12- 17; Is 6; Jer 1,4-9; 20,7-n8...). La aniciativa era de Dios, quien irrumpía en los profetas, los arrancaba de sus ocupaciones habituales y los enviaba al pueblo con la misión de comunicarle su palabra, de manifestarle sus designios y verdades opuestas a la línea de las instituciones políticas y religiosas del país. Jeremías fue llamado desde el seno de su madre: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yahvé en estos términos: <Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía y antes de que nácieras te tenía consagrado: yo te constituí profeta de las naciones» (Jer 1,4-5). Yahvé llamó a Samuel siendo aún niño y, además, mientras estaba dormido (1 Sam 3,1-21). Amós, un pastor de vacas y cultivador de higos en Técoa, en el límite del desierto de Judá, fue tomado por Dios de detrás del rebaño y enviado a profetizar en el reino del Norte: «Yahvé me dijo: ve y profetiza a mi pueblo Israel» (Am 7,14-15). Ezequiel esciHhe llí fue sobre mí la mano de Yahvé y me dijo: Levántaie 1 de la vega y allí te hablaré» (Ez 3,22).

Los profetas auténticos no escogen ellos su oficio; lu ige otro que los envía en misión y, a veces, lo hauii )ntra su deseo, pero no pueden dejarlo: «Ruge el leon
luién no temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizara’ m 3,8). Jeremías en sus «Confesiones» exclama: «Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir, me has agarrado, me has podido... La palabra de Yahvé ha sido para mi causa de oprobio y burlas constantes, y me dije: No volveré a recordarlos, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como un fuego ardiente prendido en mis huesos y, aunque yo me esforzaba para logarlo, no podía» (Jer 20,7-9; cf. 15,18s; 20,14-18).

El carisma profético era un carisma de revelación de rdades, (Am 3,7; Jer 23,18; II Rey 6,12), con el que ios daba a conocer a su pueblo y a los hombres verdades cretas, que ellos no podían descubrirlas por sus propias erzas: el pensamiento y la voluntad divinas, sus designios salvación, su adaptación a las realidades concretas carn antes con el tiempo, sus reprobaciones y amenazas; verides que, a veces, eran incómodas y peligrosas para la a del profeta. Aunque su objeto fue múltiple y variado, as las profecías tendían a un fin único: manifestar la vación divina que se cumpliría en plenitud sólo en la rsona de Jesús (Heb 1,ls).

Los profetas eran entre sí muy distintos: príncipes, stócratas, sacerdotes, agricultores, pastores, una mujer, as profecías cambiaban en función de los tiempos y las cunstancias, pero, sin embargo, tienen una continuidad ma unidad, hay una tradición profética, pues a todos animaba el mismo Espíritu y por todos hablaba el reino Dios, el único verdadero (1 Sam 10,6; Miq 3,8; Os 7; Jer 3,10; Ez 11,5). No decían lo que les indicaban geniales intuiciones, reflexiones sobre las realidades histórico-po1íticas, el profundo conocimiento del corazón humano, o una lenta elaboración psicológica en el subconsciente. Eran la «boca de Dios», la voz de su palabra. Dios hablaba por ellos (Jer 1,9; 15,19; Is 6,6; 59,21; II Sam 23,2).

El profetismo de Israel, junto con el sacerdocio y la realeza, fueron los tres ejes de la vida del pueblo elegido durante siglos. Pero el profetismo no era una institución, glectiva o hereditaria, como las otras dos. Era una gracia dc Dios, un don suyo, objeto de su promesa (Dt 18,14- 19), una iniciativa divina, que la otorgó libremente y la cesó, cuando él quiso en sus inescrutables designios, en ci siglo V a.J.C. El profetismo de Israel es un fenómeno único en la historia de las religiones.

Los profetas exhortaban al pueblo a retornar al ideal de Israel, a ser fieles a la Alianza con Yahvé, a cumplir la Ley expresión permanente de su voluntad; hacían presente la Ley en la vida cotidiana, en las situaciones cambiantes y concretas de la historia, y defendían el monoteismo contra las tentaciones continuas e insidiosas del sincretismo idolátrico, del baalismo fenicio, del culto sideral de los babilonios. «Dios es único y fuera de él no hay otro Dios» (Is 44,4-8).

Denunciaban los pecados y desviaciones, individuales o colectivos, de todo tipo, y les amenazaban con terribles castigos por su mala conducta moral: derrotas, muertes, destierros, dispersiones, la llegada del «día de Yahvé» (Am 5,18; Sof 1,15). Todo ello mezclado con exhortaciones a la conversión al ideal de Israel, a la fidelidad a su Dios. El castigo era una medicina, no un fin en sí mismo.

En concreto fueron especialmente claros y duros con los pecados sociales contrarios a la ley: el lujo excesivo de unos pocos en palacios, vestidos, fiestas, banquetes, joyas, etc., fuente de una vida licenciosa e inmoral, la desigualdad entre los pocos ricos y la inmensa muchedumbre de los pobres, las injusticias, opresiones y explotaciones de los débiles, los esclavos, los forasteros, los huérfanos y las viudas; la venalidad de los jueces en favor de los influyentes, los fraudes de los comerciantes en pesos y medidas, etc. El monoteismo de los profetas era un monoteismo ético, cargado de exigencias morales con los demás.

Igualmente, fueron muy críticos, en nombre de Yahvé, contra la vaciedad, la exterioridad, el formalismo, que presidían el culto, los sacrificios y los rituales del Templo. No implicaban el corazón del hombre, estaban vacíos, no purificaban, no salvaban. ¿Para qué quería Dios unos ritos supersticiosos, ajenos a toda actitud interior y a la preocupación moral? (Am 5,21-25; Os 6,6; Is 1,11-17; Jer 6,20; 7,4; 26,1-5; Miq 6,6-8).

Pero, sobre todo, los profetas anunciaron la salvación para siempre del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad». Desde Amós, los profetas saben que Yahvé es ante todo, salvador. Israel ha roto la Alianza, pero Dios, su autor, no. La última palabra no la tendr el castigo, sino el amor, la misericordia, el perdón, la salvación. Después de Oseas, la doctrina de la alianza S( desarrolla bajo la figura del matrimonio. Es, sí, un con trato, pero que sólo tiene sentido por el amor, que in posibiita el cálculo y abre las puertas del perdón. El amor fuente de la Alianza, es más grande que ella.

Al castigo sucederá la hora de la misericordia, y a la antigua Alianza otra. No será una restauración de la deantes, ya caduca, sino una nueva y eterna «escrita en
interior y en el corazón de los hombres» (Jer 31,31-33); los rociará a los hombres con agua pura para purificarlos de sus inmundicias y basuras, y les dará un corazón
nuevo, les infundirá un espíritu nuevo y les cambiará el corazón de piedra por uno de carne. Así seremos su pueblo y él será nuestro Dios» (Ez 36,16-38).

El culmen del anuncio de salvación definitiva se alcanzó con la promesa de la época mesiánica instaurada por el futuro Mesías. El mensaje esencial de ios profetas mira al fin de la historia, al fin de los tiempos, en que se realizará el acontecimiento absoluto; la encarnación de la Palabra de Dios, la aparición de Jesús, el centro y el fin de la historia.

Los profetas exponían verdades muchas veces incómodas, por lo que su figura era discutida, su misión arriesgada y expuesta a las persecuciones y a un final violento.

La reina Jezabel, pagana, esposa de Ajab, rey de Israel, exterminó a los profetas de Yahvé (1 Rey 18,4.13) y persiguió a muerte a Elías (1 Rey 19,1-3); el rey Manasés derramó mucha sangre inocente en Jerusalén (2 Rey 2,1.16) y, según la tradición judía, Isaías fue una de sus víctimas; Joaquín rey de Judá, acuchilló al profeta Urías y arrojó su cadáver a una fosa común (Jer 26,20-23); frremías sufrió la persecución y el destierro y decía a Yahvé: «la espada ha devorado a los profetas, como león cuando estraga» (Jer 2,30); Nehemías, al recordar la historia del pueblo, resumía: «mataron a los profetas que les conjuraban a convenirse a ti» (Neh 9,26). El mismo Jesús exclamó dolorido a la vista de la ciudad de Jerusalén:
«Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que les son enviados» (Mt 23,37). La muerte era el coronamiento de su misión por la verdad.

Aun el éxito de su predicación no se daba, con ti cuencia, en sus vidas; vendría luego (Is 6,9s; Jer 1,19; 7,2, Ez 3,6s). Sus palabras, que eran las de Dios, transcenh,in los resultados inmediatos, su eficacia era escatológica, tu lativa «a los últimos tiempos», a la salvación definitiva, según S. Pedro, a nosotros. «Acerca de esta salvación indagan e investigaron los profetas cuando anunciaron los bienr que Dios os tenía destinados. El Espíritu de Cristo, alen tando ya en los profetas, les hizo conocer de antemano lo que Cristo había de sufrir y la gloria que después alcanzaría. Y se les reveló que para vosotros, no para ellos, se transmitía lo que ahora os anuncian los que proclaman el mensaje le salvación.., anuncio que los mismos ángeles están desean h contemplar» (1 Ped 1,10-12).


Juan el Bautista


La edad de oro del profetismo fueron los siglos VIII y VII, período de transición en que se pasa del antiguo yavismo al Israel renovado de después del destierro. En el siglo V, con Malaquías, se terminó el profetismo y las voces de los profetas estuvieron calladas durante más de cuatro centurias. En este tiempo, el judaísmo postbabi lónico veló por la ortodoxia de la religión revelada e hizo hincapié en el cumplimiento estricto de la Torá escrita, ampliada con las numerosas tradiciones de los mayores. En los dos últimos siglos antes de nuestra era, los movimientos apocalípticos espiritualizaron la religiosidad de Israel y le insuflaron aliento, horizontes y esperanza en la próxima intervención salvífíca de Yahvé. Por fin, en el reinado del emperador Tiberio surgió un profeta, el último del Antiguo Testamento: Juan el Bautista.

Dios había comunicado a Moisés: «Yahvé tu Dios suscitará de en medio de ti, entre sus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis... pondré mis palabras en su 1rna y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,15-18). Ia.indose en este texto deuteronómico, los judíos creían que espíritu de profecía había de rebrotar como señal de la era mesiánica y esperaban al Mesías como un nuevo Moisés, que Innovaría centuplicados los prodigios del Exodo.

En el siglo V, Dios dijo a Malaquías: «He aquí que yo civío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí. He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que llegue el día de Yahvé, grande y terrible» (Ml 3,1.23). Este texto llevó los judíos al convencimiento de que Elías, que había sido arrebatado al cielo (2 Rey 2,11-13), había de volver y ser el profeta que precedería a la llegada del Mesías.
En este contexto se explica que, cuando aparece Juan vn el Jordán predicando la penitencia, la conversión y bautizando, las autoridades religiosas de Jerusalén le enviasen sacerdotes y levitas a preguntarle quién era, si era Elías o el profeta Jn 1,19-28); o que el pueblo «como estaba a la espera, anduviera pensando en sus corazones acerca de Juan, sí no sería el Cristo» (Lc 3,15).

Jesús aclaró el tema después de la transfiguración en el Tabor. Los discípulos preguntaron: «Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero? y él les respondió: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron... Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista» (Mt 17,9-13). Elias fue el precursor, pero no por sí mismo, sino en la persona de Juan, que vino «con el espíritu y el poder de Elías... para preparar sus caminos» (Jn 1,17.76; Mc 1,2-5).

Juan era un verdadero profeta, como los antiguos. Elegido ya desde el seno de su madre Isabel, como Jeremías y el Segundo Isaías (Jer 1,4-5), en el año quince
de Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Jud. y Caifás Sumo Sacerdote, «le fue dirigida la palabra d Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto y se fue pr toda la región del Jordán proclamando un bautismo J conversión para el perdón de los pecados» (Lc 3,1-4) Vestido de pelo de camello y un cinturón de cuero, manifestaba el sentido presente de la Ley y, por ello fustigaba los pecados del pueblo, de los fariseos, de los saduceos, de los soldados, de los publicanos, y les en señaba lo que tenían que hacer: ser justos con todos generosos con los necesitados (Lc 3,10-14), anunciabai el castigo inminente de Dios y exhortaba al arrepenti miento y a la conversión: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca ya. Convertíos y creed en el mensaje de salvación» (Mc 1,14-15).

Juan fue el más grande de los profetas. No anunció, como los antiguos, que el Mesías, al que dibujaban va gamente, había de venir en una fecha lejana e imprecisa, sino que proclamó su cercanía: «Detrás de mí viene el que es más que yo, y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de su sandalia» (Mc 1,7-8). Más aún, Juan, iluminado por el Espíritu de Dios, designó a Jesús como el elegido de Dios, el Mesías anunciado y esperado: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29-34).

Jesús hizo de él la mayor alabanza: «Cuando salisteis a ver a Juan al desierto, ¿qué esperabais encontrar?... ¿Un profeta? Pues sí, os digo, y más que profeta. A Juan se refieren las Escrituras cuando dicen: «Yo envío mi mensajero delante de mí para que te prepare el camino». Os digo que no hay hombre alguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él... Todos los profetas y la Ley de Moisés anunciaron este reino hasta que llegó Juan. Y, en efecto, Juan es Elías, el profeta que había de venir» (Mt 11,7-15).

Juan era el mayor porque anunció quién era Jesús, a quien presentó «con el hacha preparada para cortar de raíz los árboles que no dieran fruto y echarles al fuego» (Lc 3,9), y «con el bieldo en la mano para limpiar su era, guardar el trigo en el granero y encender una hoguera en que la paja arda sin fin» (Mt 3,12). «El más pequeño, sin embargo, del reino de Dios es mayor que Juan», porque conoce mejor cómo era Jesús, todo amor, misericordia y perdón, y que venía «a salvar lo que estaba perdido», «no a los justos sino a los pecadores». Jesús no vino, en su vida mortal «a condenar, sino a salvar»

Juan, no Malaquías, fue el último profeta y con él se cierra el profetismo del Antiguo Testamento.

 

Jesús de Nazaret

 

La opinión popular, sobre todo de los ambientes de Galilea, coincide en ver en Jesús a un gran profeta. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
«Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» y ellos contestaron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros que Jeremías o algún otro profeta» (Mt 16,13-14; Mc 6,15). Al ver resucitado al hijo único de la viuda de Naín, «el temor se apoderó de todo el pueblo y alababan a Dios diciendo: «Un gran profeta ha salido de entre nosotros» y «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). Después de la multiplicación de los panes y de los peces en la orilla del mar de Galilea, la multitud exclamaba: «Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo» (Jn 6,14). Junto al pozo de Jacob, la samaritana le dice: «Señor, veo que eres profeta» Un 4,19).

         Ya en Jerusalén, en el Templo, la gente que le escuchaba afirmaba:
«Seguro que éste es el profeta que había de venir» Un 7,40); para el ciego de nacimiento, curado milagrosamente por Jesús, «era un profeta» Un 9,17); los sumos sacerdotes y los fariseos no se atrevieron a detenerle «porque tuvieron miedo a la gente, que le tenía por profeta» (Mt 21,46) y, cuando en la entrada triunfal, la ciudad se conmovió y preguntaba quién era, la muchedumbre respondía: «Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea» (Mt 21,11). Los discípulos de Emaús, ya muerto Jesús, le confesaban «un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de los hombres. (Lc 24,19). Sólo los jefes, los sumos sacerdotes y los faris lo negaban: «Examina las Escrituras, le objetaron a Nicodemo, y verás que de Galilea no ha salido jamás ningún profeta» (Jn 7,52; cf. Lc 7,39).

Jesús, sin embargo, nunca reivindicó este título pali sí. Sólo algunas veces aludió incidental e indirectamen u a esta realidad, como cuando en Nazaret sentenció: «Só1o en su patria y en su casa un profeta carece de prestigio» (Mc 6,4; Jn 4,44), o cuando replicó a los fariseos que lu urgían a salir de los dominios de Herodes Antipas, que le buscaba para matarlo: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén> (Lc 13,33).

Pero Jesús en sus enseñanzas asumió el papel de profeta y lo desbordó. Con él, la revelación de las intimidades dc Dios llegó a su plenitud. Sólo él nos manifestó los misterios augustos e inescrutables de la Trinidad de Dios, de la encarnación y redención, de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, del fin último del hombre. El es el lazo y el nudo de todas las verdades reveladas; en él convergen todas las verdades reveladas y alcanzan su plena dimensión. Es el compendio de todos los secretos y planes de Dios.

Jesús, además, tocó todos los temas de la predicación de los profetas antiguos.
Respecto a la Ley, separó la Ley escrita de la oral, de las tradiciones de los mayores, y a éstas las desautorizó cuando contradecían aquélla (Mc 7,1-14); anuló las leyes de la pureza ritual, «pues sólo mancha al hombre lo que sale de su corazón» (Mc 7,14-27); relativizó la observancia del sábado entendida como un valor absoluto superior al hombre y al amor (Lc 6,1-5; 6,6-11...), y, cuando fue necesario, cambió la misma Ley de Moisés (Mt 5; Mc 10,1-11). Pero, sobre todo, Jesús resaltó y ahondó en la verdadera esencia de la Ley: el amor, el amor a Dios y al prójimo, ambos inseparables (Mt 22,37-40). Más aún, redujo toda la Ley a un solo mandamiento, el suyo, el de la nueva Alianza: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).
En cuanto a los abusos morales y a las injusticias sociales, Jesús fue radical. No defendió, es verdad, ningún sistema político u orden social concretos, no dio fórmulas o recetas para implantar la justicia en el mundo, pero sí nos dejó los únicos principios y orientaciones capaces de acabar con los abusos del poder y las injusticias sociales:
ci que tiene el poder, dijo, no debe oprimir, estrujar y despreciar a sus súbditos, como lo hacía el imperio romano, Herodes Antipas, los sumos sacerdotes y los poderosos, sino «ser el servidor de todos», «el último de todos» (Mt 20,24-28); y el que acumula las riquezas no debe darles el corazón, verse como dueño absoluto, sino como administrador de Dios y ser generoso en darlas a los pobres y necesitados (Mc 10,21). Lo predicó y lo cumplió. Toda su vida fue un servir a los demás, él «que no había venido para ser servido sino para servir», y siempre volcó las predilecciones de su corazón en los pobres, en los despreciados, en los más pequeños del mundo.
También fue Jesús muy crítico y despegado con el Templo y sus cultos. Los evangelistas jamás lo presentan, aunque lo hacía sobre todo en grandes fiestas, asistiendo a sus solemnidades y sacrificios; arrojó a los mercaderes y cambistas de los atrios del Templo interesadamente profanado en su destino de ser «casa de oración para todas las naciones. (Mt 11, 15-19); anunció su ruina total «hasta no qtil. piedra sobre piedra»; dejó asentado que, en adelante, « para dar culto a Dios no era necesario subir ni a Jerusalén, ni a Garizín», sino que bastaba cualquier lugar, con tal que se hiciera «en espíritu y en verdad» Jn 4,19-24); nos enseñó que él era el verdadero Templo, el lugar de la presencia Dios y de la unión de Dios con los hombres; y con su inmolación, el único sacrfficio de la nueva Alianza, y la institución del nuevo sacerdocio, dejó sin sentido todos ritos y sacrificios del culto antiguo.

Pero Jesús fue mucho más que un profeta.

Lo específico de las enseñanzas de los profetas era el anuncio de la venida, en un futuro incierto y lejano, leI Mesías, y con él de la era mesiánica, del triunfo de Dios, de la saivacíón definitiva y universal. Ellos anunciaban ti Mesías. Jesús fue el anunciado, el esperado, el Mesías mismo. «En otros tiempo, Dios habló a nuestros ante pasados por medio de los profetas... Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio de su Hijo... que es reflejo resplandeciente de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser (Heb 1,1-3).

Los profetas, además, predicaban en nombre de otro, transmitían lo que les decía el que los enviaba. Continuamente repiten: «así habla el Señor», «Oráculo de Yahvé». Eran sus bocas, sus voces. Jesús, por el contrarió, hablaba en nombre propio: «pero yo os digo», «en verdad, en verdad os digo». No era un in termediario, sino la Palabra misma de Dios. Aquella Palabra <que estaba junto a Dios, que era Dios... y que se hizo carne y puso su morada entre nosotros» Jn 1,1.14)

14.«JESÚS SE OFRECIÓ A SÍ MISMO DE UNA VEZ PARA SIEMPRE» (Heb 7, 27)


Jesús de Nazaret no fue sacerdote según el orden del antiguo Testamento. Ni lo fue, ni podía serlo. Al sacerdocio c accedía no por una elección personal como los escribas, ni por una vocación sobrenatural como los profetas. El .mcerdocio era cuestión de herencia; se nacía predestinado i él. En el pueblo judío, sólo los pertenecientes a la tribu de Leví estaban segregados para el culto divino y, de ellos, unos para el sacerdocio propiamente dicho, los descendientes del levita Aarón, hermano de Moisés, y los demás para iuxiliares en el Templo. Jesús no era hijo de la tribu de Leví, sino de la de Judá. No podía ser sacerdote ni servir ii culto divino. Era un seglar en el pueblo judío, un laico como los demás.


El sacerdocio del Antiguo Testamento


El sacerdote estaba destinado a las acciones del culto para ser el intermediario entre Dios y los hombres. «Es un hombre, nos dice la carta a los Hebreos, escogido
los demás para representar a los hombres ante Dios, otic ciendo dones y sacrificios por los pecados» (Hebr 5, 1). El sacerdocio se da en casi todas las religiones (No tienen sacerdotes aquellas religiones que, como el budismo, el islamismo y actuali-nente el judaísmo, no ofrecen sacrificios).

En los comienzos del pueblo elegido, no había sacerdotes especializados, ni santuarios. Los patriarcas Ab hán, Isaac y Jacob, construían altares con piedras en el lugar en que se les había manifestado Yahvé y sobre elJi sacrificaban sus ganados (Gén l2,7s; 13,18; 22,1-1k,. 26,25; 31,54; 46,1). La tribu de Leví aún era una tribu profana, sin atribuciones sacerdotales, como se ve en 1a bendición de Jacob a su hijo Leví, en la que no apan su destino sacerdotal (Gén 49,5-8).

A partir de Moisés, el gran legislador, que era levita, la tribu de Levita, elegida y consagrada por Dios para estu servicio, se especializó en las funciones cultuales (Ex 32,25-29). Al bendecir Moisés en el monte Nebo, poco antes de morir, a las doce tribus, atribuye ya incumbencias sacerdotales a los hijos de Leví. En adelante, deberían enseñar la Ley al pueblo, ofrecer íncienso ante el rostro de Dios y sacrificar en el altar (Dt 33,8-11). Los levitas serán los sacerdotes por excelencia en los diferentes santuarios Dan, Betel, Silo, Jerusalén... Ello no impedía el que aun en Israel, como en la mayoría de aquellos pueblos, los jefes del clan o el padre de familia ofrecieran personalmente los sacrificios e investieran a sus sacerdotes (Juec 17,5.12; 6,18 29; 13,19; 1 Sam 7,1). A veces eran los mismos reyes los que inmolaban los sacrificios (1 Sam 13,9).

Hasta David la casa levítica sacerdotal más important era la de Elí en Silo (Juec l7,9s; 1 Sam 1,3), pero desde Salomón la primacía pasó a la estirpe sacerdotal de Sadoc (1Rey 1,32-40), del que hasta el siglo II, debían descender, hecho así fue, los sumos sacerdotes.

Con la reforma de Josías en el 621, desaparecieron los antiguos santuarios nacionales y locales, y todo el culto p centralizó en Jerusalén. Los levitas, sacerdotes y auiI lares, monopolizaron el culto del Templo.

En el año 587, Judá fue conquistada por los babilonios desaparecieron la institución monárquica y el Templo. EI sumo sacerdote pasó a ser el guía religioso de la nación aumentó su autoridad y prestigio sobre el pueblo, a lo que contribuyó también la desaparición de los profetas en el siglo V.

Después del exilio, la casta levítica goza ya de la exclusiva indiscutible del culto en el segundo Templo y se jerarquiza rigurosamente. La cima la ocupa el Sumo Sacerdote, el prototipo del sacerdocio, que debe de ser hijo de Sadoc, es el jefe de la teocracia y, desde el siglo VI, deiaparecidos los reyes, es ungido (Lev 8 4,3; 8 12; 16,32); Inmediatamente debajo, están los sacerdotes, descendientes de Aarón y, finalmente, en la escala inferior, el clero bajo, los simples levitas (1 Cron 25-26).

Las funciones de los sacerdotes de Israel eran preferentemente dos: el servicio del culto y el servicio de la palabra, dos formas de mediación. Ellos eran los hombres del santuario. Guardaban el Arca de la Alianza hasta su desaparición en el 587 (1 Sam 1,4; 2 Sam 15, 24-29); presidían las fiestas litúrgicas (Lev 23, 11.20)  y ofrecían los sacrificios, en los que aparecía en plenitud su papel de mediadores.

En cuanto al ministerio de la palabra de Dios contenida en la Torá, que recoge los grandes acontecimientos históricos fundantes de su fe y las cláusulas y los códigos de la Alianza, los sacerdotes la leen al pueblo en la liturgía de las grandes fiestas, y la interpretan y adaptan a circunstancias cambiantes (Jer 18,18; Ez 44,23; Ag 2, 1 Los sacerdotes, además fueron los redactores de la Ley escrita (Esd 7,14-26; Neh 8). Después del destierro Iç Babilonia, con la aparición del judaísmo, proliferan maestros especializados de la Ley, los escribas, se multi plican las sinagogas por todos los pueblos, y los sacerdotç concentran sus servicios en el culto del Templo de Je rusalén.

Los sacerdotes de Israel fueron en su conjunto fieles a su misión y con el culto y la enseñanza mantuvieron  vivas en el pueblo las tradiciones de Moisés y de los profetas. Pero eran hombres, por lo que a veces tuvieron sus fallos, que bien se los denunciaron los profetas.

Ellos les acusan de no conocer a Dios (Jer 2,8), de olvidarse de las enseñanzas del Señor (Os 4,6), de idolatría (Jer 2,26-27; Os 4,4-11), de profanar lo santo y violar la Ley (Sof 3,4), de aprovecharse materialmente del altar y del Templo (1 Sam 2,12-17; 5,1-7; 69), de ofrecer pan impuro, reses ciegas, cojas, enfermas (Mal 1,6-9), de con taminarse, en los santuarios locales, con usos cananeos (Os 4,7-11), de enseñar por salario (Miq 3,11), de impiedad y maldad (Jer 2,26s; 23,11), de infamias y violencias (Os 6,9).

Los profetas les recordaban el ideal sacerdotal y sus obligaciones: pureza en el culto, fidelidad a la Torá, santidad en su vida. Y, como el hombre sólo no podía alcanzar aquella meta, los profetas anunciaban, para los últimos tiempos, la restauración del sacerdocio y la llegada un sacerdote fiel. «He aquí, decía Malaquías, que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí y enseguida vendrá
su Templo el Señor a quien vosotros buscáis y el ángel de la Alianza, que vosotros deseáis. . . .Purificará a los hijos  Leví y los acrisolará como el oro y la plata, y serán para Yahvé los que presenten la oblación en justicia. Ennces será grata a Yahvé la oblación de Judá y de Jerusalén como en los días de antaño, como en los años antiguos» (Mal 3,1. 3-4).

El pueblo esperaba al sacerdote fiel, que había de venir it lado del Mesías, hijo de David (Zac 4,11-14; 6,12-13; 3cr 33,17-22), al igual que los esenios de Qumrán, que puardaban la llegada de dos Mesías, uno sacerdote y otro rey.

¿Quién sería aquel nuevo sacerdote?

 

Los sacrificios

 

Los sacrificios eran ofrendas presentadas a Dios, un «don», minbah, una entrega de los propios bienes, gorban, que solían ser ganado mayor y menor, bueyes, corderos, aves, tórtolas, pichones y frutos del campo, harina, vino, aceite de oliva. Esta costumbre de dar lo suyo a la divinidad responde a lo más hondo del corazón y de la psicología humana. Es la manera sensible de expresar la adoración, el agradecimiento, el deseo de entregarse, de unirse en comunión con Dios, de alcanzar sus bendiciones, de aplacar al Señor y expiar por las propias culpas y pecados. Los sacrificios eran cruentos e incruentos y los primeros podían ser de tres clases.

         El sacrificio de comunión, selamin, se ofrecía en acion de gracias o para alcanzar nuevos favores de Dios. Presentaban las ofrendas personas ya reconciliadas con Dios para resaltar la amistad y comunión con él y la grasa entrañas de las víctimas se quemaban en honor de Yavhe el pecho y las piernas se reservaban para el sustento de los sacerdotes y de sus familiares, y el resto lo comían sus oferentes en compañía de sus hijos, hijas, siervos y forasteros, huérfanos y viudas invitados (Lev 7,lls; Dut.12,12.18; 16,11s).

El tercero era el sacrificio de expiación por el pecados que llevaba unida la idea de reconciliación entre Dios el pecador. Una parte de la víctima se inmolaba en el altar, otra era para el sacerdote y el resto se quemaba en des poblado, «fuera del campamento», en un vertedero d cenizas. El oferente imponía la mano sobre la cabeza del animal para simbolizar la transmisión de la culpa. El gran día de la expiación, el Yon Kippur, el sumo sacerdott ofrecía el sacrificio expiatorio por todo el pueblo, imponia su mano sobre la cabeza de un macho cabrío que era abandonado vivo en el desierto (Lev 16,1-10).

Con el tiempo, desgraciadamente, los sacrificios deon de ser símbolos del estado interior de los espíritus,  les dio un valor por sí mismos, y pasaron a sustituir la wrdadera religiosidad, la piedad interior. Hipocresía rebiosa de quienes se creían en amistad con Dios porque .tiilizaban ciertos ritos cultuales, con pésimas disposicioecs internas, despreciando sus deseos elementales: el amor al prójimo y la justicia social con los más pobres y necesitados. Contra esta mera exteriorización de los sacrificios, que tenía ya algo de práctica supersticiosa, levantaron también sus voces los profetas.
Yahvé, por sus voces los profetas, manifsetó su desprecio por aquellas fiestas, sacrificios, salmodias y canciones (Am 5,21-23), su hartura por los holocaustos de carneros, el cebo de los cebones y la sangre de los animales, y su aborrecimiento y detestación por el humo de ks inciensos, los novilunios, los sábados, y los torrentes de aceite (Is 1,10-15; Miq 6,6-7). No oye vuestras plegarias, repetían los profetas, ni mira vuestros brazos extendidos, «porque vuestras manos están llenas de sangre» (Is 1,15); «vuestro amor es como nube mañanera y como rocío matinal» (Os 6,4).

Dios no podía aceptar aquellas ofrendas que no ten a más valor que el de ser puros símbolos externos de un.i actitud interna y sincera de los espíritus, si las hahian separado y vaciado de este significado. ¿Qué era lo qi agradaba a Dios? Oigamos a sus profetas: «Fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como un arroyo perenne» (Am 5,24). «Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocausto» (Os 6,6; cf. 2,21; 14,3). «Lavaos, limpiaros, quitad fechorías, no hagáis mal. haced el bien, buscad lo justo, dad su derecho al opti mido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,15-20). «Se ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahvé reclama de ti: sólo que practiques la equidad, que ames la piedad y que camines humildemente ante el Se ñor» (Miq 6,8).

De este clamor de los profetas se hicieron eco los historiadores y los salmistas:
«Acaso Yahvé se complace con los holocaustos y los sacrificios como con la obediencia a la palabra de Yahv Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad q11 la grasa de carneros» (1 Sam 15,22). «No te reprocho tus sacrificios.., pero no aceptaré un becerro de tu casa, ni un cabrito de tus rebaños... el orh y cuanto lo llena es mío, ¿comeré yo carne de toros, beber: sangre de cabritos? Ofréceme un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro yo te libraré y tu me darás gloria» (Salm 49,8-23; Salni 50,12-19).

 

Evidentemente Dios no quiere nuestras cosas, sino a nosotros.
El profeta Malaquías anunció en nombre de Dios, harto de aquel culto vacío y sin espíritu, un nuevo sacrificio. «No me es grata la oblación de vuestras manos. Desde donde sale el sol hasta el ocaso, grande es mi nombre entre las naciones y en todo lugar se ofrece a mí un sacrificio de incienso y una oblación pura» (Mal 1,10-11; cf. Jer 3,9).

¿Cuál sería aquel sacrificio de la era mesiánica? Jesús sacerdote y víctima
El autor de la carta a los Hebreos pone en boca de Jesús los versículos del salmo 39: «Por eso dice Cristo al entrar en el mundo: <Tú, ¡Oh Dios! no has querido las ofrendas ni los sacrificios; en su lugar me has formado un cuerpo. No han sido de tu agrado ni los holocaustos ni las víctimas expiatorias>. Entonces dije: <Aquí vengo yo para hacer tu voluntad>. Así está escrito en el libro acerca de mí»
(Hebr 10,5-7).

El ideal de la vida de Jesús fue hacer la voluntad de su Padre, realizar la misión para la que le había enviado: revelar a los hombres el verdadero rostro de Dios, mostrarles el camino que conduce a él, reconciliarles con él, salvarles y liberarles, y ofrecerles un modelo, un sentido y una esperanza para sobrellevar las cruces de esta vida.
El himno a los Filipenses condensa también la tra yectoria de Jesús: «Cristo Jesús... a pesar de su condición divina tomó la condición de esclavo y... hombre entre los hombres, se anonadó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz»
(Fil 2,6-8).

Jesús sabía muy bien que para Dios: «Mejor es obedecer que sacrificar;
mejor es la docilidad que la grasa de carneros» (1 Sam 15,22).

Ofreció el sacrificio de no hacer su voluntad, sino de acatar la del que le envío, aunque ello le llevara hasta morir en la cruz y derramar aun la última gota de su sangre.

Es verdad que Jesús en su predicación jamás se atribuyó a sí mismo la dignidad de sacerdote, pero también lo es que miró su muerte y habló de ella como de un sacrificio, que presentó envuelto en alusiones y figuras del Antiguo Testamento.
En primer lugar, él, como todos los profetas, rechazó la vaciedad de los sacrificios del Templo, cuando dijo a los fariseos: «Id y aprended qué significa aquello: <Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis misericordiosos» (Mt 9,13; 12,7).

En otra ocasión, Jesús advirtió a los suyos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en pago por la libertad de todos los hombres» (Mt 10,45; 14,24). Clara alusión al Siervo de Yahvé, cuyo sacrificio expiatorio salvó a muchos (Is 52,13-53, 12).

Poco antes de su última Pascua, él, que sabía que «había llegado la hora de ir a su Padre» Jn 13,1), dijo a sus discípulos: «Como sabéis, dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen» (Mt 26,2.12).
Al celebrar la Pascua, en que se comía el cordero previamente sacrificado en el Templo, Jesús, que era «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» Un 1,29), realizó aquella figura de la liberación de Egipto, al ofrecerse e inmolarse por la salvación de todos.

Acabada la cena, «tomó en sus manos una copa, dio gracias a Dios y la pasó a sus discípulos. Todos bebieron de ella y él les dijo: «Esto es mi sangre de la Alianza y que va a ser derramada en favor de todos» (Mc 14,23- 24). Jesús alude a Moisés, quien, al ratificar la Alianza en el Sinaí, derramó la mitad de la sangre de novillos sacrificados sobre el altar y con la otra mitad roció al pueblo y dijo: «Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros» (Ex 24,1-8). Antes de levantarse de la mesa, oró: «Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo sea glorificado en ti» Un 17,1). En la oración sacerdotal, se ofreció y pidió por los hombres.

Jesús ofreció a su Padre el sacrificio de alabanza de su obediencia, de su amor y de su fidelidad a él y a todos los hombres. El se inmoló a sí mismo; fue la víctima de su sacrificio, realizado en el templo del universo para la salvación y liberación de todos. El fue fué sacerdote y la víctima. Sacrificio perfecto, de valor infinito, pues fue ofrecido por Jesús, la Palabra de Dios hecha hombre.

El es el sacerdote sumo y eterno, el Cordero de Dios que se inmola por todos, el verdadero Siervo de Yahv su sangre la de la nueva y eterna Alianza. El antiguo sacerdocio, sus múltiples sacrificios, no fueron más que símbolos y figuras de este sacrificio nuevo y único en el que aquéllos se realizaron en plenitud.


Los escritos del Nuevo Testamento


Los apóstoles, los primeros cristianos y ios escritos neo- testamentarios, vieron en Jesucristo al nuevo sacerdote y a su muerte como un holocausto. Ni Pedro, ni Pablo, ni Juan, le llamaron «sacerdote» explícitamente, pero todos ellos presentan la muerte de Jesús como el sacrificio del Siervo, del Cordero, como la sangre de la nueva Alianza.

Pedro escribe: «Cristo no cometió pecado ni se encontró mentira en sus labios» (1 Ped 2,22), cita de Isaías, cuando describe al Siervo de Yahvé (Is 53,9); «Habéis sido liberados... no con bienes caducos de oro y plata, sino con la sangre de Cristo; una sangre preciosa, como de Cordero sin mancha y sin tacha» (1 Ped 1,18-19), y desea que los cristianos «sean purificados con su sangre» (1 Ped 1,2).
Para Pablo la muerte de Jesús es el acto supremo de su libertad, un acto profundamente sacerdotal, el sacrificio por excelencia, que él mismo ofreció.
«Eliminad todo resto de la vieja levadura; vosotros debéis ser panes pascuales, de masa nueva y sin levadura, porque Cristo, que es la víctima pascual, ya ha sido sacrificado» (1 Cor 5,7).

«Ahora Dios, por la muerte de Cristo, nos ha restablecido en su amistad... siendo enemigos, Dios nos reconcilió consigo mediante la muerte de su Hijo» (Rom 5,9-10; 2 Cor 5,19).

«Dios restablece en su amistad — a los creyentes — de una manera gratuita, poniéndolos en camino de salvación por medio de Cristo Jesús. De la muerte sacrifical de Cristo, Dios ha hecho, para el que cree, instrumento de perdón» (Rom 3,24-25).

«Con la muerte de su Hijo, Dios... nos libera y nos concede el perdón de los pecados» (Ef 1,7; 2,16). «Por él se reconcilian en Dios todos los seres... mediante la muerte de Cristo en la cruz... por la muerte que Cristo ha sufrido en su cuerpo mortal, Dios ha hecho la paz con vosotros» (Col 1,20-22).

Juan es menos explícito, pero relata la pasión como un acto sacrificial, que abre con la oración sacerdotal y en la que como sacerdote se ofrece a sí mismo como la mediación eficaz a la que aspiraba el antiguo sacerdocio.

El único que llama a Jesús clara, explícita y reiteradamente, sacerdote es el autor desconocido de la carta a los Hebreos. Escrita antes de la caída de Jerusalén y de la destrucción del Templo en el 70 dj.C., es una exhortación a los judíos convertidos a la fe en Jesucristo, y que se encontraban en peligro de apostatar y de volver al judaísmo a causa de las persecuciones, tormentos, encarcelamientos y expolio de sus bienes por su nueva fe (Hebr 10,32-34).

El autor anónimo les anima a permanecer fieles a su fe en Jesucristo (11,1-12.25) y para ello, después de afirmar que Jesucristo es la perfecta revelación de Dios (1, 1 3), les demuestra, con citas del Antiguo Testamento, su absoluta superioridad sobre los ángeles (1,4-2,18), sobo. Moisés y Josué (3,1-4,13), sobre el sacerdocio levítico (4,14-7, 28), sobre la antigua Alianza (8,1-9) y sobre los sacrificios del Templo (10,1-31).

Le llama «sumo sacerdote que penetró en los cielos, esús, el Hijo de Dios» (4,14), «santo, inocente, incon taminado» (7,24-26), capaz de compadecerse de nuestras debilidades al haber pasado las mismas pruebas que no sotros, excepto la del pecado (4,14- 15) y haber aprendido en la escuela del dolor lo que cuesta obedecer (5,8).

Jesús es el sacerdote que Dios había prometido con juramento: «El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec»
(Salm 109,4).

Melquisedec, rey de Salem y sacerdote eterno del Altísimo, no sólo bendijo a Abrahán, sino que recibió de él el diezmo de su botín. Luego era superior, como son superiores el sacerdocio y sacrificio de Jesús, «según el orden de Melquisedec», al sacerdocio y los sacrificios aarónicos, levíticos, del Templo (7,1-28).
En Jesús surge un nuevo y eterno sacerdocio, que abolió el antiguo por inútil e insuficiente. Nuevo sacerdocio eficaz, de valor infinito y único, pues «lo hizo —se ofreció — de una vez por todas inmolándose a sí mismo» (7,28).

El sacrificio de Moisés era una sombra del de Jesús. Aquellos sacrificios de sangre de toros y de machos cabríos habían de repetirse cada año, pues eran incapaces de hacer perfectos a los hombres y limpiar sus culpas (8,1-2). El sacrificio de Jesús, en el que ajustó su voluntad a la de Dios al ofrecer su propio cuerpo una vez por todos, nos limpia del pecado y consagra a Dios (10, 10.14). Sólo Jesús cs el gran sacerdote, que nos limpia la conciencia de pecado y baña el cuerpo en agua pura, lo que nos permite acercarnos a Dios con corazón sincero y lleno de fe
(10,22).

Jesús, «que comparte por siempre el poder soberano de Dios» (10,12), «permanece para siempre y su sacerdocio es eterno» (7,24). «Sólo él puede salvar de forma definitiva a quienes por él se acercan a Dios y vive siempre intercediendo por nosotros» (7,25), desde el trono de Dios y desde nuestros altares, en los que «desde donde sale el sol hasta el ocaso» se perpetúa el sacrificio único, de valor infinito, de Jesús de Nazaret.

 

15.«TÚ ERES EL MESÍAS!» (Mc 8,29)


El Mesías


La palabra Mesías procede del hebreo mashíah, «ungido», cuya traducción griega es Xristos, de donde viene, en latín y en castellano, Cristo.

La expresión «ungido», Mesías, se aplicaba inicial- mente sólo al Rey. Unicamente él, que había recibido de Yahvé la misión de guiar y gobernar al pueblo de Israel (Ex 28,41; 1 Sam 2,35), era ungido con aceite para simbolizar la penetración en él del Espíritu de Dios necesaria para que realizara su cometido.
Las Sagradas Escrituras nos relatan la unción de ios primeros reyes. Saúl, el primer rey de Israel, era un joven apuesto, gallardo, más alto que nadie, de la más pequeña de las doce tribus, la de Benjamín. Un día, en que buscaba las asnas perdidas de su padre Quís, acudió al vidente Samuel. Este, advertido por Dios, derramó sobre su cabeza el cuerno de aceite, le besó y le dijo que le había ungido como caudillo del pueblo para que lo guiara y lo liberara de sus enemigos (1 Sam 9-10,1).

El mismo Samuel, antes de la muerte desastrosa de Saúl en ios montes de Gelboé (2 Rey, 31,1-13), ungió a un hijo de Jesé de la tribu de Judá, llamado David. Era ci más pequeño de sus ocho hermanos. Estaba pastoreando los rebaños de su padre y Yahvé dijo al profeta, cuando se presentó: «Levantate y úngelo, porque éste es mi elegido». Samuel derramó sobre su cabeza el aceite de oliva y desde entonces el Espíritu de Yahvé reposó sobre aquel joven rubio, de bellos ojos y hermosa presencia (1 Sam 16,1-13; cf. 2 Sam 2,4; 5,3).

Su hijo Salomón, aún en vida de David, fue ungido en Jerusalén junto a la fuente de Guijón por el sacerdote Sadoc, el profeta Natán y Benías, jefe de la guardia, para anticiparse a las pretensiones al trono de su hermanastro Adonías, a quienes apoyaban Joab, sobrino del rey y jefe de los ejércitos de David, y el sacerdote Abiatar (1 Rey 1,5-2,40).

Todos los reyes de Judá recibían, en el momento de su coronación, la unción que les constituía en lugartenientes de Dios (II Rey 11,12; 23,30), un personaje sagrado, al que todo fiel debía respeto religioso (1 Sam 24,7.11; 26,9.11.16.23; II Sam 1,14.16), pues era el instrumento de Dios para cumplir sus designios sobre el pueblo. Los reyes con frecuencia se comportaron indignamente.

Con la conquista babilónica del reino de Judá y la destrucción del Templo de Salomón en el 587, desaparece la dinastía davídica y la institución monárquica. Crece el prestigio del sumo sacerdote, que en adelante será el guía religioso y civil de la comunidad y, por ello, comienza a ser ungido (Lev 4,3.5.16; II Mac 1,10) como el «Mesl,I%. actual, al igual que ios antiguos reyes (Dan 9,25)2. unción se extendió más tarde a todos los sacerdotes.

Ultimamente, el término «Mesías» se utilizaba sol todo para designar aquel personaje esperado que haln.i sido prometido al pueblo como su liberador.


El Mesías esperado


A partir de la profecía de Natán al rey David, la palahi.i «Mesías» se usaba no sólo para nominar al rey de turin dejudá, sino también, ya partir del destierro con exclt sividad, a un personaje futuro, del linaje de David, en u! que se concentraban todas las esperanzas de salvación liberación del pueblo.

David decidió subir el Arca de la Alianza de la casi de Obededón a la ciudad de Jerusalén y deseaba edificarl allí una casa, un Templo. Yahvé, agradecido, le promelu por boca del profeta Natán que le levantaría una casa, es decir, una dinastía, que sería eterna (II Sam 7,12-16).

«Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de tí la descendencia quu saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de tu realeza. Yo seré para él un padre y él será conmigo un hijo. Si hace mal, lo castigaré,... pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl... Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente» (2 Sam 7,12-17; cf. Salm 88,25-38).

(Las Escrituras nos hablan de la unción de Aarón (Ex 29,7; 30,22-23;
Salm 133,2), unción que luego se extendió a los simples sacerdotes, pero estos relatos pertenecen a escritos tardíos, postexfficos, de origen sacerdotal, que ru trotrayeron el rito hasta Aarón para resaltar la categoría del sumo sacerdote).

Esta profecía es la primera manifestación del meanismo real. En adelante, el pueblo, apoyado en esta romesa, cree en la perpetuidad de la dinastía de David. ás tarde, los profetas, testigos de las infidelidades y abominaciones de los Mesías davídicos reinantes, orientnn la esperanza de Israel hacia un futuro rey ideal, el Mesías.

El desconcierto fue inmenso y la fe fue sometida a una terrible prueba, cuando cayó Jerusalén y el rey Se- decías, el ungido del Señor, fue hecho prisionero, le lacaron los ojos, después de degollar a sus hijos a su vista y, encadenado, lo llevaron a Babilonia (2 Rey 25, 1-7). Ni siquiera a la vuelta del destierro, Zorobabel descendiente de David fue coronado rey, como lo vaticinaba el profeta Zacarías (Zac 6,9-14; 8,9.39.52). ¿Dónde estaba la promesa hecha a David sobre la perpetuidad de su dinastía? Pero la fe fue más fuerte que la duda, se adaptó a las circunstancias y nacieron, de las diferentes interpretaciones de la promesa, varias ten- ciencias sobre el futuro Mesías.

El profeta Ezequiel ve al Mesías futuro como un nuevo David bajo la figura de un pastor: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un sólo pastor que apacentará las ovejas, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yahvé, he hablado. Concluiré con ellos una Alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces» (Ez 34,23).

El Deuteroisaías nos presenta como futuro salvador, como el Mesías, a un misterioso siervo de Yahvé, víctima inocente que con sus sufrimientos y muerte por nuestros pecados traerá la liberación para todos (Is 52,13-53,12).

 Muchos siguen esperando anhelantes en un descn diente de la dinastía de David, que reinará sobre Israel lo liberará y conquistará el mundo. Todos los pueblos naciones subirán a Jerusalén a adorar a Yahvé. Esta esperanza se avivó con la instauración de la dinastía judia de los Macabeos, pero decayó con su triste fin y la ocupación romana.

El grupo de los apocalípticos suspiraban por un Mesías más bien espiritual. La profecía de Daniel daba alas a sus esperanzas (Dan 7,13-14). El Mesías sería el Hijo del hoin bre, un ser sobrenatural, que enviado por Dios, implan taría el reino de los Santos en un mundo nuevo, despu de la destrucción del presente.

Los esenios de Qumra’n, marcados por un influjo sacerdotal preponderante dados sus orígenes, y apo yados en ciertos textos proféticos que asociaban la rea leza con el sacerdocio en los últimos tiempos (Jer 33,14 18; Ez 45,1-8; Zac 4,1-14; 6,13), aguardaban la venida de dos Mesías: uno sacerdote, que tendría la preerni nencia, y otro rey, que se ocuparía de los asuntos temporales.

En los tiempos de Jesús, los fariseos, los zelotes y la mayoría del pueblo esperaban al Mesías político, nacio nalista, liberador de la opresión romana. Poco eco había tenido el Mesías pastor, o el Siervo de Yahvé. Los fariseos pretendían acelerar la venida del Mesías con su pacient y perseverante fidelidad a la ley de Moisés. Los zelotes, por el contrario, más ejecutivos e impacientes, recurrían a la violencia y a las armas contra el poder romano. En la sublevación del 135 d.J.C., proclamaron Mesías al caudillo del levantamiento.

 

Jesús, el Mesías esperado

 

Los profetas anunciaron con insistencia la llegada de un Mesías y de la era mesiánica para un tiempo futuro e preciso y lo describieron con rasgos vagos, oscuros, misteriosos. Sin embargo en sus escritos y oráculos podemos espigar unos cuantos rasgos más concretos que rfilan la personalidad y la vida del Mesías venidero. Veamos cuáles fueron y comprobemos si se cumplieron todos ellos en Jesús de Nazaret y sólo en él.

En primer lugar oigamos al profeta Miqueas exclamar: «Mas tú, Belén Efrata, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de tí me ha de salir aquél que ha de dominar en Israel... él se alzará y pastoreará con el poder de Yahvé... se asentará bien, porque entonces se hará él grande hasta los confines de la tierra» (Miq 5,1-3).

Los dos evangelistas de la infancia de Jesús, Mateo y Lucas, nos informan de que nació en Belén: «Nacido Jesús en Belén deJudá, en tiempos del rey Herodes, unos magos que venían de oriente se presentaron en Jerusalén» (Mt 2,1). Lucas nos relata el por qué José y María subieron de Nazaret a Belén y cómo nació allí Jesús: «Subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la Ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, se cumplieron los días del alumbramiento y dió a luz a su hijo primogénito y lo acostó en un pesebre» (Lc 2,1-7).

El profeta Natán predijo que el Mesías nacería del linaje del rey David, cuando, en el oráculo antes citado, le comunicó que de sus entrañas vendría aquél cuyo trono y reino permanecerían eternamente (2 Sam 7,12-16).

Todo Israel, antes del destierro, esperaba que el futun Mesías descendería de David y, aun después de la vue1i de Babilonia, la mayoría permanecía en esta creencia.

Y Jesús era del linaje de David.

El ángel que se apareció en sueños a José le dijo: «Josc, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer> (Mt 1,22).

Y el ángel de la anunciación dijo a María: «No temas. María, porque has hallado gracia delante de Dios, vas concebir en el seno y vas a dar un hijo, a quien pondnis por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1,30-33).

Lucas y Mateo nos presentan «el libro de la generaciól de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán» y en las dos genealogías figura David como su antepasado (Mt 1 ,> y Lc 3,31-32).

Por hijo de David tenía a Jesús el pueblo, como se desprende de los gritos de los ciegos de Jericó: «Señor, hijo de David, ten compasión de nosotros» (Mt 20,29-34: 9,27) y las aclamaciones del pueblo en la entrada triunfal en Jerusalén: «Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 20,9).

El profeta Isaías, dirigiéndose al rey Ajaz le predice: «El mismo Dios va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar un hijo y le pondrá poi nombre Emmanuel» (Is 7,14), que significa «Dios con nosotros» (El término hebreo almah, «doncella», designa una joven recién casada sin concretar más. El texto griego de los LXX lo traduce por «virgen», y es un testigo de alto valor, al ser del siglo III an.C., de la antigua interpretación judía, según la cual la concepción del Mesías sería virginal).

Isaías habla inmediatamente del nacimiento de un hijo dci rey Ajaz, pero, por la solemnidad dada al oráculo y ci sentido estricto del nombre dado al niño, se presiente que Isaías atisba en ese nacimiento real una intervención de Dios encaminada al reino mesiánico definitivo. Muchas veces los profetas comprendían el sentido inmediato de sus oráculos proféticos, pero no alcanzaban el sentido profundo que Dios daba a aquellas realizaciones directas y presentes.


Jesús de Nazaret fue concebido y nació virginalmente.


El evangelista Mateo nos cuenta las angustias e incertidumbres de José, con quien estaba desposada María, ya que, «antes de empezar a vivir ellos juntos, ella se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». José había decidido repudiarla en secreto, cuando el ángel se le apareció en sueños y le tranquilizó: «José, .. .no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel», que traducido significa: «Dios con nosotros» (Mt 1,18-25).
En el relato de Lucas vemos a María en Nazaret, quien, al anunciarle el ángel un hijo, se turba y pregunta: «Cómo será eso puesto que no conozco varón?». El ángel le responde: «El Espíritu santo vendrá sobre tí y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo h Dios» (Lc 1,26-38).

Además Isaías predijo que se llamaría Emmanuel, qtic significa «Dios con nosotros» (Is 7,4; Mt 1,23).

Jesús fue, y es, el verdadero Dios con nosotros. Yahvé, en su encuentro con Moisés en el Sinaí, se autodefinió: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), lo que si nificaba para los hebreos: «Yo soy el que está con yo sotros», a vuestro lado, a vuestro favor, para protegen s, para ayudaros. Jesús «era la Palabra de Dios, y la Palahr,i era Dios... y la Palabra acampó entre nosotros» (Jn 1,1.14 Jesús, Dios y hombre, Dios hecho carne, vivió entre no sotros «como un hombre cualquiera» (Fil 2,7). Se anonatl y tomó la condición de esclavo para estar con nosotros para manifestar en su humanidad, en un lenguaje asc quible a los humanos, cómo era el Padre y el camino qiti. conduce a él. Toda la vida la pasó junto a lo más pobn. y desconsiderado de la sociedad, entre la gente del puehk sencillo. Y, aun ahora, que está sentado a la derecha dul Padre, sigue, como nos prometió «con nosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20; Ji’ 14,18-21) y «allí donde estén reunidos dos o tres en su nombre» (Mt 18,20).

En Jesús se cumplieron las profecías de que el Mesías sería concebido virginalmente, nacería en Belén, sería hijo de David y el Emmanuel, «el Dios con nosotros», pero los profetas también nos dejaron un boceto de cómo y quién iba a ser el Mesías.

El profeta Zacarías anima a Jerusalén: «Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a tí tu rey, justo y vic torioso, humilde y montado en un pollino, cría de asna..  proclamará la paz a las naciones; su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10).

«El Mesías, según Zacarías, será aní, «humilde» y su reinado pacífico. Jesús en su vida toda fue justo y pacífico, no vino a traer la opresión sino el amor, hizo justicia a los pobres, rechazó continuamente la violencia, y se puso como modelo de mansedumbre y de humildad. En la entrada triunfal del domingo de Ramos en Jerusalén, lejos del boato de los reyes históricos y de los esplendores de los emperadores romanos, entró sentado en un pollino, sobre el que aún no había montado hombre alguno» (Mc 11,1-6).

El profeta Ageo, al contemplar terminado, hacia el 520 a.J.C., el segundo Templo, inferior en belleza, riqueza y rnonumentalidad al primero de Salomón, exclamó lleno de gozo.

«La gloria de este segundo Templo será mayor que la del primero —dice el Señor—. En este sitio daré la paz» (Ag 2,9). En estas palabras vieron los judíos una alusión al Mesías venidero. Jesús frecuentó este segundo Templo de Zorobabel, engrandecido y enriquecido posteriormente por Herodes el Grande. El Templo fue arrasado e incendiado en el año 70 d.J.C., en la toma de Jerusalén por Tito. Luego el Mesías vino ya y fue Jesús.

En pleno destierro de Babilonia, Ezequiel oyó la palabra de Yahvé y profetizó contra los pastores de Israel, los jefes civiles y religiosos, por no haber apacentado al rebaño, sino haberse aprovechado de él en su provecho propio, haberlo dominado con violencia y dureza, por lo que las ovejas se dispersaron y convirtieron en presa de las bestias del campo. Yahvé promete que él mismo cuidará y velará por él y anuncia, por el profeta, la lleiJa de un Mesías bajo la figura de un pastor: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pasif que los apacentará, mi siervo David (un descendeiii suyo). El las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, S(h su Dios y mi siervo David (el Mesías) será príncipe et medio de las ovejas» (Ez 34,23-24).


Jesús fue el pastor de Ezequiel.


Se llenaba de compasión al ver las multitudes «qiw vagaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34); dejaba las noventa y nueve ovejas en el redil para ir a buscar la oveja perdida y, encontrada, la curaba alegre y la llevaba sohr’ sus hombros (Lc 15,4-7). El mismo nos dijo: «Yo soy c.I buen pastor que llama a sus ovejas una por una y va delano.’ de ellas y le siguen porque conocen su voz. Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia... El buen pastor da la vida por sus ovejas... También tengo otras ovejas que no son de este redil también éstas las tengo de conducir y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» Un 10,1-18).
Jesús, lejos de aprovecharse de sus ovejas, dio la vida por ellas para que tuvieran vida abundante.

El Deuteroisaías pone en la boca del futuro Mesías estas palabras:
«El espíritu del Señor Yahvé está sobre mí por cuanto me ha ungido (Mesías). Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, a preparar el año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los que lloran» (Is 61,1-2).

Jesús, después de los cuarenta días de ayuno en el desierto, vino a Galilea, a su pueblo Nazaret. Allí, como era sábado, fue a la sinagoga, donde leyó el pasaje citado de Isaías4. Después se sentó y, ante las miradas fijas de todos sus compatriotas, dijo: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,14-24; cf. Lc 7,18-23).
El mismo Jesús nos dijo que él era aquel ungido de Yahvé, es decir, aquel Mesías que anticipaba el profeta.

Nos basta abrir los Evangelios por cualquiera de sus páginas y nos encontraremos con el amor, la ternura, la predilección que Jesús derrochó con los pobres, con los despreciados de la sociedad, con los enfermos, con los que sufren en su corazón, con los pecadores. Toda su vida fue consolar y liberar de los pecados, de los prejuicios, de los errores, con la luz de la verdad de Dios.

Siglos antes, Isaías, iluminado por Dios, había lanzado una bella profecía:
«El pueblo que andaba en tinieblas vió una luz intensa. A los que vivían en tierra de sombras una luz brilló sobre ellos.., porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el imperio y se llamará <Maravilla de Consejero>, <Dios fuerte>, <Padre perpetuo>, <Príncipe de la paz>. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia» (Is 9,1.5-6).

Jesús es esa gran luz, como lo dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en 4. Jesús omitió, al citar a Isaías, aquel versículo: «día de venganza de nuestro Dios». Consciente de su misión en esta su primera venida, lo suprimió a sabiendas. El venía no a «juzgar, Sino a salvar al mundo» n 3,16-17).
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» Un 8, 12i Todos los títulos dados por Isaías son perfectamente a cables a Jesús tan lleno de sabiduría, de valor, fortah,.i y libertad, tan amoroso con todos, tan pacífico y pacih cador, tan justo y equitativo. Con razón la liturgia navi deña aplica todos estos títulos a aquél que nació en Bekn
Y el mismo Isaías profetiza refiriéndose al futuro Mesías: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y un retoiu brotará de sus raíces. Reposará sobre él el espíritu (h Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu (lu consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de respeto du Yahvé’... No juzgará por apariencias, ni senteciará solo de oidas, juzgará con justicia a los pobres y sentencia ri con rectitud a los desamparados de la tierra» (Is 11,1-4).

Son los siete dones del Espíritu Santo de los que Jesiis estuvo rebosante. En las orillas del Jordán, después del bautismo, «cuando salía del agua, Jesús vió que el cielo se abría y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma y oyó una voz del cielo que decía “Tú eres mi hijo amado; en tí me complazco”» (Mc 1,9-11). El Espíritu de Yahvé reposó sobre él, le colmó de sus dones y de sus frutos.
Jesús nació del tocón de Jesé, cuyo tronco y cuyas ramas habían sido taladas en el 587, al caer para siempr la dinastía davídica. «El espíritu profético —dice en una nota la Biblia de Jerusalén— confirió al Mesías las virtudes eminentes de sus grandes antepasados: la sabiduría e inteligencia de Salomón, la prudencia y la bravura de David, el conocimiento y el temor de Yahvé de los Patriarcas y Profetas: Moisés, Jacob y Abrahán». Todos conocemos, también, su justicia con los pobres y los desechados, que cra predilección por ellos para nivelar la injusticia con que el mundo les trataba.

Daniel, que escribió su libro en el siglo II a.J.C., en tiempos de la persecución de Antioco IV Epifanes, nos describe en una de sus grandiosas visiones:
«Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve, los cabellos de su cabeza puros como la lana... Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él... Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he aquí que las nubes del cielo venían como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio el imperio, el honor y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas, le sirvieron. Su imperio es eterno, nunca pasará, y su reino jamás será destruído» (Dn 7,9.13-14).

«Hijo de hombre», en hebreo benadam, designa originariamente al hombre (Ez 2,1), pero en el contexto de Daniel apunta a un ser misterioso que superaba la condición humana. Es un ser preexistente transcendente, de origen celeste. La apocalíptica judía puso en él la esperanza de que sería el instrumento de Dios para, una vez asolado este mundo, implantar su reinado definitivo.

Jesús se autodesignaba continuamente como el «Hijo del hombre». Era una expresión poco usada en Israel, por una parte, y, sobre todo, nada comprometedora ante las suspicaces y recelosas autoridades romanas.

El uso que hace Jesús de este nombre indica la complejidad y riqueza de su contenido. Unas veces lo emplea para resaltar su fuerza y su plena potestad (Mc 2,28), otras para hablar de sus futuras humillaciones, sufrimientos muerte (Mc 9,31; Mt 8,20; 11,19; 17,22; 20,28; Lc 6,22k, y también de su resurrección, glorificación y del juicio final (Mc 13,26; 14,62; Mt 17,9; 24,30; 25,31), cuand, resucitado, venga entre las nubes del cielo y, sentado ii lado de Dios todopoderoso (Mc 14,62), juzgue a todas las naciones de la tierra.

Jesús al llamarse Hijo del hombre sugiere misterio samente, pero con suficiente claridad no sólo que es aquc que contempló Daniel, sino también el verdadero caráctci de su mesianismo, mezcla de la debilidad y de la humilda de su condición humana y de la grandeza y poder de su realidad divina.

Finalmente el libro de Isaías, que profetizó el naci miento virginal del Mesías y su manera de ser, nos describc con palabras dramáticas, ya en el siglo V a.J.C., cuál seri su trágico final, en la figura del Siervo de Yahvé.

«Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano... Le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores acostumbrado a los sufrimientos... El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores, nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno seguía su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca... Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron... Aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años...

Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo a una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Is 52,13-53,12).

Al leer esta descripción, escrita siglos antes, nuestra mente está viendo la pasión dolorosa y la muerte ignominiosa de Jesús en la cruz. En ella, aquel cordero inocente, cargado con nuestros crímenes, triturado por nuestros pecados, se inmoló por la salvación de todos y fue glorificado. Con razón estos versículos han sido llamados «el quinto evangelio»; son la quinta narración de la pasión.
Jesús es el’ verdadero Siervo de Yahvé, el salvador esperado, aquél de quien hablaba el oráculo de Isaías.

El es el Mesías anunciado y tan esperado. Sólo en él se cumplen —como hemos visto— todas y cada una de las profecías de los antiguos profetas sobre el futuro Mesías tan anhelado por el pueblo.

Jesús, sin embargo, nunca se llamó a sí mismo Mesías. Era un nombre preñado, en aquel ambiente histórico, de resonancias temporales, nacionalistas, políticas. Hubiera despertado en el pueblo el entusiasmo en orden a la liberación del yugo extranjero y a proclamarlo rey n 6,15), y las autoridades romanas hubieran intervenido inmediata y enérgicamente para reprimir todo asomo de rebelión
(Jn 11,47-48).

Pero Jesús fue el Mesías y, además, Rey. El mismo se lo dijo así a Pilato: «Tú lo dices, yo soy rey» (Jn 18,37). Rey no, como él lo aclaró, «como los de este mundo» (Jn 18,36). No tenía un territorio limitado por fronteras; su reino es universal. No disponía de ejércitos y de policía para imponer coactivamente su voluntad y sus decreto’ su reino es el de la libertad. No dominaba sobre las cosas y bienes terrenos; su reino es el de los corazones. No gozaba de un poder legislativo con que abrumar a sus súbditos; su reino es el del amor y su única norma «amarnos como él nos amó». Como dijo a Pilatos: «Yo soy rey, yo para esto nací y para esto vine al mundo pait dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). La verdad sobre Dios, sobre el hombre, y sobre el único camino, el dJ amor, que conduce a la felicidad y a la paz entre los hombres y a la visión de Dios.

En los siglos que precedieron a Jesús, y en su tiempo, había diversas concepciones sobre el Mesías. El las reunio todas: fue hijo de David y rey, fue profeta y sacerdote, fue el Hijo del hombre y el Siervo de Yahvé.

Con Jesús se realizó la promesa hecha a David de que su casa y su reino permanecerían para siempre ante Dios y que su trono estaría firme eternamente.

Con Jesús se concretó y se cerró la promesa a Abrahán de que de él nacería un pueblo numeroso como las estrellas del cielo, como las arenas de las playas marinas.

En Jesús se cumplió la promesa misericordiosa de Dios a la humanidad pecadora en los albores de su creación:«Pondré enemistad entre tí —la serpiente, símbolo del mal— y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te pisará la cabeza mientras tú aceches a su talón» (Gén 3,15). Jesús, el hijo de María, venció definitivamente al mal.

16. «YO Y EL PADRE SOMOS UNO» (Jn 10,30)

 

La fe cristiana


Nuestra fe proclama que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. En los comienzos del cristianismo hubo más dificultades, como lo expusimos, para admitir la humanidad de Jesús y en los siglos posteriores las discusiones, reflexiones y definiciones, versaron sobre su divinidad. Hoy en día, la cultura moderna, cientifista y tecnicista, materialista y secularizada, admite, sí, que Jesucristo haya sido un hombre excepcional, el más preclaro e influyente de la historia humana, pero ignora su dimensión divina. Ni se lo plantea.

En el siglo IV se extendió el arrianismo promovido por Arrio (c. 256-c. 336), presbítero de Alejandría, quien defendía que Jesús era una pura criatura, perfecta en sí misma, pero creada por Dios de la nada. Participó en la creación del mundo, por sus méritos Dios lo adoptó por hijo suyo, pero no era Dios por naturaleza. Esta doctrina fue condenada como herética por el Concilio de Nicea, del año 325, convocado por el emperador Constantino. El arrianismo sobrevivió hasta el siglo VIII.

En el siglo V, apareció el nestorianismo, fundado Nestorio (380-451 dj.C.), patriarca de Constantinopla, ic la escuela de Antioquía. El, para salvaguardar la integnJ.i de la humanidad de Jesucristo, resalta de tal maner perfección propia de las dos naturalezas, la divina y la mana, que cada una tenía su personalidad propia, por I que en Jesús había dos personas yuxtapuestas y unidas it cidentalmente. El Verbo divino habitaba como en un tenipb en la humanidad de Jesús. El conflicto se agravó y afeci a toda la piedad cristiana. Si el nestorianismo era verdadero

 María no era la madre de Dios, sino sólo de Jesús homhrc El Concilio de Efeso (a. 431), cuyo campeón fue San Cirilo de Alejandría, condenó el nestorianismo y proclamó a la Virgen María theotokos, «madre de Dios». Aún hoy algunas minorías nestorianas sobreviven en países asiáticos, sobre todo, en Irak.

Como las aguas no acababan de tranquffizarse, en el 45  el papa León Magno convocó el Concffio de Calcedonia En él se definió que en Jesucristo se da la divinidad, p es Dios verdadero, engendrado eternamente por el Padrr consustancial con él, y la humanidad engendrada por la Virgen María, igual a la nuestra; y que ambas naturalei estaban no confundidas (monofisismo), ni unidas sólo a cidentalmente (nestorianismo), sino que confluyen en u sola persona, en una sola hipóstasis, la del Verbo. La na turaleza humana de Jesús no subsiste en sí misma, sino ei la persona del Hijo eterno.


Hijo de Dios


El título de «Hijo de Dios», o sus quivalentes «Hijo del Altísimo», «Hijo Bendito», se halla con frecuencii referido a Jesús de Nazaret en los Evangelios: doce veces Mateo, seis en Marcos, ocho en Lucas (cuatro en los Hechos) y diez en Juan. . S. Pablo lo llama así en quince ocasiones.

 

Así le llamó Satanás en las tentaciones del desierto: si de veras eres el Hijo de Dios, di a estas piedras que s conviertan en pan...», «tírate abajo desde el alero del Femplo... porque Dios ordenará a sus ángeles que cuiden dc ti» (Mt 4,3.5.p).
Sus discípulos, al ver a Jesús que se acercaba camimando sobre las aguas del lago, exclamaron: «Verdade‘amente, tú eres el Hijo de Dios!» (Mt 14,22-32); y Pedro, en la región de Cesarea de Filipo, le confiesa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» (Mt 16,13-20).

También los endemoniados por espíritus inmundo se irrojaban de rodillas a los pies de Jesús y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios!» (Mc 3,7-12). En Guedara clamaban: Déjanos tranquilos, Hijo de Dios! ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» (Mt 8,28-29; cf. Mc 1,34) y en Gerasa: «Déjame en paz, Hijo del Dios Altísimo! ¡Por Dios te ruego que no me atormentes!» (Mc 5,7).

El sumo sacerdote Caifás le conminó en el sanedrín de Jerusalén «En el hombre de Dios vivo, te exigo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!» (Mt 26,63), y todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, le preguntaron al oír su respuesta afirmativa: «Así que tú eres el Hijo de Dios?» (Lc 22,70; Mc 14,61).

En el Calvario, los que pasaban meneaban la cabeza al verlo crucificado y le decían: «Baja de la cruz si eres ci Hijo de Dios!... Que Dios le salve, si es verdad que le quiere y ya que él afirma que es Hijo de Dios» (Mt 27,40.43).

Y, ya muerto, el centurión romano, que «estaba junto a Jesús, al ver cómo había muerto, dijo: ¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15,37-39).
Pero, ¿qué significaba, en el ambiente judío, la presión «Hijo de Dios»? El sentido era amplio y ambiguo y no necesariamente indicaba que era de naturaleza divina. Hay que ver en cada caso.

En el Antiguo Oriente se aplicaba el título de Hijo de Dios a un hombre a quien se tenía por hijo adoptivi de la divinidad, especialmente a los reyes, que a ves fueron venerados como dioses: los faraones, los eni peradores romanos... En el Antiguo Testamento se llama Hijo de Dios puras criaturas. A veces designa a los ángeles (Gén 6,1-2; Job 1,6) otras al pueblo elegido: Dios encarga a Moisés que diga al Faraón: Israel es mi hijo, mi primogénito» (Ex 4,22), y Deuteronomio díce: «Hijos sois de Yahvé vuestro Dios» (1 )t 14,1). Díos por el profeta Oseas nos manifiesta: «Cuandu Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1), y por Jeremías: «Yo soy para Israel un padre, y Efraín es mi primogénito» (Jer 31,9; cf. Is 1,2).

Con frecuencia los reyes son presentados como hijos de Dios. «Yo seré para él el padre y él será para mí un hijo», profetizó Natán a David (1 Sam 7,14) y en los salmos leemos referidos a ellos: «Tú eres mi hijo, yo te he en gendrado hoy» (Salm 2,7), o «El, el rey, me invocará: ¡Tu eres mi Padre, mi Dios, mi roca, mi salvación! Y yo han de él el primogénito, el altísimo entre ios reyes de la tierra» (Salm 88,27-28).

Y a menudo, también se llama «hijo de Dios» al in lividuo que es justo dentro del pueblo de Israel: «Sé para bs huérfanos un padre, recomienda el Eclesiástico, haz Cun su madre lo que hace su marido. Y serás como un hijo del Altísimo, él te amará más que tu madre» (Edo 4J0). Y el libro de la Sabiduría nos enseña: «Si el justo s hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de 7us enemigos» (Sab 2,18), el justo «se gloria de tener el Conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor» (Sab 2,13) y pregunta: «Cómo, pues, (el justo) ha sido vntado entre los hijos de Dios y tiene su herencia entre los santos?» (Sab 5,5).

Como vemos, aun en Israel, la denominación «Hijo de Dios» no tiene un sentido unívoco, por lo que hay que estudiar el contexto y las circunstancias en cada caso en que se presenta a Jesús como Hijo de Dios. ¿Se trata de una filiación natural, lo que comportaría la igualdad de naturaleza, o sólo metafórica, es decir, de una filiación adoptiva?


La divinidad de Jesús


Jesús nunca dijo clara y explícitamente que él era Dios. En el ambiente judío de su tiempo de rígido monoteísmo, tal declaración hubiera sonado como un trallazo. ¡Un
hombre Dios! Los judíos «no tenían oídos para oir tal estampido». Era una pretensión inaceptable, algo inconcebible, una locura, una blasfemia.

Pero Jesús, que había venido a revelarnos la profundidad de Dios, sus insondables misterios, sus designios de infinito amor, tenía que manifestarnos toda la verdad: él, Jesús de Nazaret, era Dios. Y nos lo enseñó no clara y rotundamente, sino velada e implícitamente en sus palabras, en sus acciones, en sus actitudes, con luz no cegadora, pero sí suficiente para que lo conocieran los h1 pios de corazón.

Lo mismo ocurrió con el augusto misterio de la Stma. Trinidad, que presentado abiertamente hubiera sonad los oídos judíos a politeismo, a blasfemia. Pero nos reveló implícitamente, sobre la marcha, en sus discu rs y comportamientos Sólo así podemos comprender la urit cidad y trinidad de Dios, la divinidad de Jesús, la enn nación del Verbo, y el amor infinito que le llevó a moni y resucitar por nuestra salvación y liberación.

Jesús tenía conciencia clara de quién era él, de su divinidad, y nos lo reveló de mil maneras Todo su su conducta, sus palabras, rezuman su conciencia de hijo por naturaleza de Dios.

Recordemos lo que se ha llamado las «pretensjon(’ de Jesús, en las que implícitamente sín arrogancia, pcu con una humilde serenidad, nos comunica toda la verdad Israel, como todos los pueblos con tradiciones y raícs, tenía una serie de antepasados paradigmáticos que refle jaban el ideal del pueblo elegido, así como unas flstitu ciones sagradas e intocables que definían su identidad Pues bien, Jesús nos insistió en que él era superior a ellos y que estaba por encima de ellas.

Los profetas de Israel ocupan un lugar privilegiado en los designios de Dios sobre su pueblo al elegirlos par) que fueran sus portavoces en orden a comunicarle st voluntad. Recordemos a Oseas, Amós, Isaías, Jeremías Ezequiel, etc. Según Jesús, todos ellos suspiraron y anun ciaron su venida: «Vosotros sois felices porque tenéis ojos que pueden ver y oídos que pueden oír. Os aseguro que muchos profetas y muchos hombres justos desearon ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oir lo que estáis oyendo, y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Jesús dijo a los judíos que Juan el Bautista era «profeta y más que profeta» y «que no había hombre alguno mayor que Juan» y «sin embargo, añadió, el más pequeño en el reino de I)ios —que venía con él— es mayor que Juan» (Mt 11, 7.15; cf. Lc 11,32).

Un día la gente pedía a Jesús que le diera una señal milagrosa para creer en él. Jesús les recriminó su incredulidad y les recordó que la reina de Saba había venido desde las lejanas tierras del sur para escuchar la sabiduría de Salomón, y concluyó: «Y aquí hay alguien más importante que Salomón» (Mt 12,38-42). A Salomón Dios le había «dado un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de él ni lo habrá después» (1 Rey 3,12). Para Israel, era el arquetipo de la sabiduría.

En el Templo de Jerusalén, Jesús planteó una cuestión a los maestros de la Ley, los escribas: ¿Cómo podía el Mesías ser hijo de David, si el propio rey, inspirado por el Espíritu Santo, había dicho: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de sus pies» (Mc 12,35-37; Sal 109,1). Jesús era hijo de David, pero también superior a aquel gran rey.

Moisés era para los judíos un personaje mítico, el más grande. El había sido el instrumento de Yahvé en la liberación de Egipto, como profeta había hablado con Dios cara a cara, sin intermediarios y no había muerto, y él promulgó la Ley en que se contenía la voluntad de Dios sobre su pueblo. Jesús se consideró mayor que Moisés, anuló y corrigió su Ley en muchos puntos: «Sabéis que se dijo (por Moisés)... pero yo os digo» (Mt 5,21.27.31.33.38.43). En el tema de la indisolubffidad del matrimonio, Jesús aclaró: «Moisés consintió (en el divorcio) a causa de vuestra incapacidad... y yo os digo...» (Mt 19,8).

Jacob era el padre de las doce tribus de Israel, la fuent del pueblo elegido. Pues bien, una samaritana preguniv un día a Jesús: «Acaso te consideras de mayor categori.t que él?», que Jacob, nuestro antepasado, que hizo est pozo del que bebió él, sus hijos y sus ganados. Jesús !c respondió implícitamente que sí, pues el agua del poz de Jacob no quitaba la sed, pero el que bebiera del agua, que él nos iba a dar, no tendría sed jamás.

El patriarca Abrahán, grande por su fe en Yahvé, había sido el depositario de todas las promesas divinas y el manantial original del pueblo hebreo. Jesús dijo clara mente que él era superior a Abrahán y ¡anterior en la existencia a él!: «Acaso eres tú más que nuestro padr Abrahán? ¿Por quién te tienes?», le preguntaron a Jesús los judíos, pues decía que los que aceptaran su mensaje no morirían, siendo así que aun Abrahán había muerto. Jesús les respondió: «Abrahán, vuestro padre, se alegro sólo con el pensamiento de que iba a ver el día de mi venida; y lo vió y se alegró». Los judíos le replicaron: «De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abrahán?». Jesús les contestó: «Os aseguro que antes que Abrahán naciera, existo yo» Un 8,51-59). Los judíos escandalizados intentaron apedrearle, aquello era una blasfemia, pero Jesús se escabulló entre la gente y salió del Templo.
Por encima de los hombres, en la jerarquía de las criaturas, sólo estaban los ángeles de Dios. Jesús habla de ellos como de algo suyo, sus servidores (Mt 4,11; 13,41; 16,27; 24,31; 25,31; 26,53; Mc 1,13; Lc 22,43; cf. Hebr 1,4-14).

Las dos instituciones más sagradas e inviolables de Israel eran la Ley, a la que se le daba un valor absoluto, y el Templo. Jesús, con sus palabras y sus hechos, nos mostró que él estaba por encima de ellas. Derogó la ley del divorcio, y anuló las leyes de la pureza ritual y las referentes a los sacerdotes y sacrificios. En cuanto al Templo nos dijo explícitamente: «Pues os digo que aquí hay alguien que es mayor que el Templo» (Mt 12,6; cf. Mc 14,58). Mayor que el Templo era sólo Dios.

La misma verdad: que él era de naturaleza divina, que se desprende de sus «pretensiones», manifiestan implícitamente las «exigencias» de Jesús. El nos dijo con rotundidad: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37).
IP «El que quiera venir conmigo debe estar dispuesto a dejar a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas... Si no es así, no puede ser discípulo mío» (Lc
14,26).

Estos amores, el de los padres, el de la esposa, los hijos, los hermanos, son los amores más íntimos y más grandes del ser humano. Por encima de ellos sólo hay un amor: el de Dios, el único absoluto, ante el que todo se relativiza. Jesús nos exigió paladinamente, como condición indispensable para ser sus discípulos, el preferirle y amarle incondicionalmente más que a todos ellos.

Más aún, nos dijo que tenemos que amarle a él «incluso más que a la propia vida, o no podemos ser de los suyos» (Lc 14,26). La vida es el bien más preciado del ser humano, ¿quién puede exigírnosla, como condición «sine qua non», sino solo Dios? Jesús, además, se comportó y actuó en muchas ocasiones como Dios, y con la naturalidad de quien sabía que lo era. Cuando iba a curar al paralítico en Cafarnaún, admirado de su fe, le dijo: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Al oírlo, los escribas pensaban en sí mismos: «Qué dice este? ¡Está blasfemando! ¡Solamente Dios puede perdonar pecados!». Jesús, para «demostrarles que el Hijo del hombre tenía autoridad para perdonar los pecados en este mundo», sanó al paralítico.
Así les mostró que lo que pensaban: que él se arrogaba la categoría de Dios, era verdad y no una usurpación, ni una blasfemia.

Continuamente curaba a los enfermos en sábado y para más notoriedad en las sinagogas, donde se reunía todo el pueblo. El sábado era algo intocable para los judíos, pero él, «el Hijo del hombre era Señor también del sábado» (Mc 2,28). Dejaba que sus discípulos quebrantasen la ley del ayuno (Mc 2,18-20), que no guardasen las leyes de la pureza ritual y las tradiciones de los antepasados, la Ley oral, y él desautorizaba a unas y a otras (Mc 7,1-23). Con él, llegaba la salvación (Lc 9,9) y sólo en «sus palabras» se podía cimentar la liberación (Mt 7,24). Varias veces, se presentó a sí mismo, como el supremo juez que, acompañado de sus ángeles, había de venir con todo su esplendor para, sentado en su trono glorioso, juzgar a todas las naciones del mundo (Mt 25, 31-46; l6,27p). El era el supremo legislador y el sumo juez. Con gran sencillez poder y majestad, por sí mismo curaba todas las enfermedades, arrojaba a los demonios y dominaba las tempestades, los vientos y el mar.

En dos ocasiones confesó indirecta, pero claramente, que él era el Hijo de Dios bendito y en el sentido de ser Dios por naturaleza.

En Cesarea de Filzo, después de preguntar a sus discípulos quién decía la gente que era él, les interrogó quién decían ellos que era. Pedro declaró: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» yjesús le contestó: «Feliz tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos» y le prometió edificar sobre él su Iglesia y darle las llaves de su reino de Dios (Mt 16,13- 19). Por la solemnidad de la ocasión, la intervención del Padre, y la grandeza de la promesa, queda claro que Pedro no había dicho que era Hijo de Dios en el sentido metafórico, hijo por adopción, como lo somos todos, sino Hijo de Dios por naturaleza. Al premiárselo, Jesús nos reveló que aquello era verdad.
En el Sanedrín, al ver Caifás que no coincidían los que testificaban contra Jesús para poder matarle, se levantó en medio de todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, y solemnemente le preguntó: «Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito? Jesús le respondió: Sí, lo soy; y vosotros veréis al Hijo del hombre sentado en el lugar de honor al lado de Dios todopoderoso y viniendo entre las nubes del cielo». Al oírlo el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: «Para qué queremos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia! ¿Qué os parece? Todos ellos dieron su fallo, condenándole a muerte» (Mc 14,61-64). Caifás le preguntó si era el Hijo de Dios en el sentido propio, de lo contrario no habría habido blasfemia, y Jesús aseguró, a él, a ellos, y a todo el mundo, que sí, que lo era y se describió con atributos propios de la divinidad.

En otros dos momentos fue la misma voz del cielo, del Padre, quien nos anunció que Jesús era su Hijo amado, en quien se complacía.

En las orillas del Jordán, al salir Jesús del agua en que había sido bautizado, el cielo se abrió yvio Jesús que el Espíritu santo descendía sobre él como una paloma. Al mismo tiempo resonó una voz salida del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado: en ti me complazco» (Mc l,9-llp).

En la cima del Tabor, Jesús, mientras oraba, se transfiguró. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos estaban blancos como la nieve. En esto aparecieron Moisés y Elías, símbolos de la Ley y los profetas del Antiguo Testamento, y conversaban con él de lo que estaba a punto de sucederle en Jerusalén. Pedro, Santiago y Juan contemplaban atemorizados tanta gloria y cuando una nube los envolvió oyeron una voz, salida de la nube, signo de la presencia de Dios, que les dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadie a él» (Mc 9,2-7p).
Es evidente que en las dos ocasiones la voz del cielo resonó no para decirnos que Jesús era su hijo por adopción, sino por naturaleza. La solemnidad y la trascendencia de ambos momentos así lo confirman.

Esta misma verdad de su naturaleza divina por esencia nos lo reveló Jesús en las manifestaciones de la conciencia de su filiación divina distinta y única. El vino para descubrirnos el verdadero rostro de Dios, las profundidades de su ser, que en Dios el ser es amar, que él es Padre, y a enseñarnos que todos somos hijos de Dios Padre y hermanos los unos de los otros. Pero, a la vez, tenía conciencia de que su relación filial con Dios Padre era diferente de la de los demás, y enteramente otra. Nosotros somos hijos adoptivos; él lo es por naturaleza.

En su vida pública, al escuchar, a su regreso, lo que le contaban los setenta y dos enviados por él, «el Espíritu santo llenó de alegría a Jesús, que exclamó: “Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino al Padre; y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre y aquél a quien el Padre se lo quiera revelar”» (Lc 10,2 1-22).

A él, y sólo a él, el Padre le ha entregado todo, todo lo ha puesto en su mano. Todo es común entre ambos. Sólo él, no nosotros, conoce íntimamente al Padre y este su conocimiento del Padre es equiparable al que el Padre, que es Dios, tiene de él, porque los dos son iguales. Nosotros sabemos algo del Padre por revelación; él, la Palabra de Dios, conoce todas las intimidades del Padre por sí mismo y como el Padre a él. La apertura entre el Padre y el Hijo Jesús es total, porque son el mismo Dios. El es el camino para el Padre.

Jesús, cuando oraba a su Padre, le llamaba Abba, «Padre mío querido», «papá mío». En el Antiguo Testamento muchas veces se compara el amor de Dios a sus criaturas con el de un padre a su hijo, pero nunca invocaban a Dios con esta expresión, que en arameo está cargada de matices llenos de sentimientos infantiles y familiares. Para Jesús, Dios no era un ser trascendente, majestuoso, lejano. Era su Padre por naturaleza, «su papá querido» (Mc 14,36; Rom 8,15; Gal 4,6).

 Joachim Jeremías, que tanto ha profundizado en este tema, escribe: «Una revisión de la rica y abundante literatura oracional judía, tan poco estudiada aún, lleva a la conclusión de que en ninguno de sus pasajes esní atestiguado el término <Abba> para invocar a Dios» (El subrayado es nuestro). J. J. «Palabras de Jesús». Edit. FAX. Madrid, 21970.

Esta conciencia de su filiación distinta de la de ‘os demás se manifiesta en la parábola de los viñadores criminales. El dueño de la viña envió a sus criados repetidas veces para que cobraran de los labradores la parte del fruto convenida en el contrato de arrendamiento, pero los golpearon, apedrearon y mataron. Entonces mandó a su propio hijo, pensando «a mí hijo lo respetarán», pero lo arrojaron fuera de la viña y lo asesinaron. El padre castigó a los labradores y arrendó a otros sus tierras (Mt 21,33-46).

En esta parábola, Jesús alude a la infidelidad del pueblo elegido, que persiguió y mató a ios profetas, los enviados de Dios y, al fin, acabó también con el Hijo de Dios, el mismo Jesús, por lo que la elección pasó a ios paganos. Jesús distingue perfectamente entre el Hijo, él mismo, y los demás enviados, los profetas. Sólo él es el Hijo y por naturaleza.

Jesús, el mismo que nos había enseñado a todos a orar a Dios diciéndole: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6,9; Lc 11,2), distingue siempre su filiación de la nuestra. A María Magdalena, ya resucitado, le dice: «No me retengas más, porque todavía no he ido a mi Padre; anda, ve y diles a mis hermanos que voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Todos somos sus hermanos, pero Dios es su Padre de distinta manera. De él es Padre por identidad de naturaleza, nuestro por adopción. Jesús jamás habló de «nuestro Padre».

Por eso Jesús pudo decir en el Templo: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10-30), «el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,30.38): los dos eran el único Dios. Ahora comprendemos aquellas palabras de Jesús a Felipe en la última cena: «El que me ve a mí está viendo al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» Un 14,8-11). Jesús, el Hijo, es el reflejo de Dios, la imagen perfecta de su ser.
Podían aducirse más hechos y palabras de Jesús para comprender que él se nos presentaba como verdadero Hijo de Dios por naturaleza. Creemos que bastan los reseñados. En todos ellos hay una cristología implícita, que nos dice quién era Jesús.
Nada tiene de extraño que los judíos repetidamente lo quisieran matar por blasfemo. «El decía que Dios era su propio Padre y se hacía así igual a Dios» Un 5,18).

Intentaban apedrearle «por la blasfemia que has proferido contra Dios: tú que eres hombre como los demás, pretendes hacerte pasar por Dios» Un 10,3 1-33).


¿Quién es este?


Cuando Jesús calmó la tempestad en el lago, los discípulos se preguntaban:« Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,41).
Al entrar Jesús triunfante en Jerusalén aclamado por un gran gentío, la ciudad se agitó y unos a otros se preguntaban: «Quién es éste?» (Mt 21,10).

El mismo Jesús, en Cesarea de Filipo, preguntó a los discípulos: «Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13.15). Esta es la gran cuestión sobre Jesús: ¿Quién es él? Espero que, apoyados en las Escrituras, hayamos acertado a dar la respuesta, aunque la riqueza de su contenido es inagotable:

— Jesús es un hombre, nacido en Belén de la Virgen María, bajo el emperador de Roma Augusto, «en todo semejante a nosotros menos en el pecado».

—- Jesús es el profeta, que nos reveló las uiiIL.ei insondables verdades escondidas de Dios, ti infinito abs seres humanos; y que era más {Liu pues hablaba en nombre propio.
-— Jesús es el «sacerdote eterno según el or1i quisedec», que, sacerdote y víctima, se uf b mismo por la salvación de la humanidad y II Jesús es el Mesías anunciado por los profel 1, ,l#b y esperado por el pueblo y por toda la cien i’iw ungido por el Espíritu santo realizó la mision ‘1skai_ confiada por el Padre.

—Jesús es el Hijo de Dios vivo por naturaleza, persona de la Stma. Trinidad, Dios como el Padre y el Espíritu santo, que se encarnó para estar con nosotros, mostrándonos el rostro y el corazón del Padre, enseñarnos el camino que conduce a él, liberarnos y acompañarnos en las alegrías y en los sufrimientos de  la vida.

Esta es la fe de los cristianos. Por fidelidad a Jesucristo,

— una pléyade de mártires ha sufrido las cárceles y derramado hasta la ultima gota de su sangre en medio de torturas y horribles tormentos;

— un sinfín de jóvenes generosos de ambos sexos se han consagrado a él con un amor exclusivo, sn sus más íntimas inclinaciones, muriendo en vida y viviendo como ángeles, para poder entregarse al servicio de todos con un corazón indiviso;

— una multitud de misioneros y misioneras se han alejado de la patria, de la cercanía fisica de los suyos, para llevar a lejarnos países de cimas extremos y de lenguas, cultura y costumbre totalmente diferentes, la luz y el mensaje de Jesús;

-- un sinnúmero de enfermos sobrellevan con gozo y alegría sus dolores y sufrimientos sostenidos con el  ansia de imitarle y de «completar lo que falta a la pasión de Cristo»;

--- una muchedumbre de personas se empeñan en vivir el mundo su único mandamiento del amor, deseosos de impregnar con su espíritu, su fe y su esperanza,
realidades temporales, familiares y sociales, nacionales e internacionales;

--- millones de cristianos estamos decididos, con la gracia de Dios a seguirle, amarle y servirle en los en los demás y, sifuera presico, a dar la vida antes que negarle, sostenidos por su maor y con la esperanza de que «quien la pierde por él la salvará».

17. «ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE» (1 Ped 3,22).

 
Resucitó


El Sanedrín condenó a Jesús por blasfemo, porque se había proclamado el Hijo de Dios igual a Dios, a la muerte humillante e ignominiosa de la cruz. Su desaparición fue el triunfo de sus enemigos, los jefes de Israel, los saduceos, los escribas y los fariseos, que quedaron vencedores y tranquilos. Ellos tenían la razón. Dios había abandonado a Jesús, no había intervenido en su favor, no estaba con él.

Sus discípulos y seguidores, por el contrario, se vinieron abajo. Todo había terminado. Desilusionados y sin esperanza, se escondían temerosos y abatidos en sus casas, o se marchaban de Jerusalén dejando aquella aventura. Así los dos discípulos frustrados de Emaús, que esperaban que «él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21).

Pero Dios, a los tres días, resucitó a Jesús. Sus discípulos lo vieron vivo, palparon sus manos y su costado atravesados, comieron con él. Dios no lo había liberado de la muerte, «pues el Mesías tenía que sufrir todo esto antes de entrar en la gloria» (Lc 24,25), pero sí «lo liberó de la corrupción» (Salm 15,10) y lo resucitó a una vida nueva. Fue la respuesta de Dios a la condena de los hombres. No abandonó definitivamente al que se presentaba como su Hijo amado y lo resucitó. Dios estaba con él.

Con la resurrección, Dios garantiza a Jesús, le da la razón, acredita su reivindicación de ser igual al Padre, declara la inocencia de Jesús condenado por blasfemo.

Con la resurrección, Dios exalta a Jesús, ese Dios encarnado y humillado por los hombres, revela la gloria de su oculta divinidad y lo constituye por encima de todo. «Dios ha hecho Cristo y Señor, dirá Pedro, a ese Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hech 2,22-26; cf. Fil 2, 6-11). Es la exaltación pascual.

Con la resurrección, Dios rehabilita a Jesús y nos dice que él es su enviado; que suscribe y ayala su vida y doctrina; que el rostro de Dios Padre y el camino hacia él, que Jesús nos había enseñado, son los verdaderos. Parece que el Padre repite: «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7).

Con la resurrección, Dios demuestra que Jesús trae la salvación anunciada por los profetas, anhelada por toda la humanidad, y que con él se inaugura un mundo nuevo en que habite la justicia (2 Ped 3,13; Ap 21,1; cf. Is 51; 55,17; 66,22).


La glorificación


A los cuarenta días, Jesús resucitado ascendió a los cielos (Hech 1,6-11). Retornó al seno del Padre, de donde había bajado a la tierra para encarnarse y estar con nosotros. Descendió como siervo y asciende como Señor.

El cielo no es un lugar, un espacio, sino un estado i felicidad y de dicha intensas y eternas producidas por la visión sin velos de Dios. Pero dada nuestra naturaLz,i sujeta siempre a las coordenadas del espacío y del tiernju podemos figurarnos, apoyados en las Escrituras, el cielo donde Jesús entró triunfante, fue enaltecido y glorificado.

Con Isaías, nos imaginamos un trono excelso y elevado, en medio de una nube resplandeciente y refulgente donde está sentado Dios, el Señor, para nosotros la Stna Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, los tres iguales ni anteriores ni posteriores, ni superiores ni inferiones, sino coiguales, coeternos, coinfinitos. Rodean el trono mi ríadas y miríadas de espíritus celestes, cubiertos con alas, que no cesan de aclamar: «Santo, Santo, Santo es el Señor llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6,1-3; Ez 1,4).

Delante del trono, vio S. Juan el Evangelista, como un mar trasparente semejante al cristal y en torno al trono cuatro Vivientes, y a veinticuatro Ancianos, sentados en tronos, con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas. Los Vivientes repiten sin descanso día y noche: «Santo, Santo, Santo, Señor, Dios todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir». Cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que esta sentado en el trono, los veinticuatro Ancianos se postran, adoran al que vive por los siglos de los siglos y arrojan sus coronas delante del trono diciendo: «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el poder, porque tú has creado el universo; no existía y por tu voluntad fue creado» (Ap 4,111). 1.

Insistimos que todo esto es una escenificación humana de las Escrituras. para simbolizar la majestad, la gloria, la trascendencia de aquel que es invisible e inefable, eterno e infinito, «el Dios escondido».

Hasta ese trono refulgente y esplendoroso fue encumbrado Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado, muerto y ¡resucitado por nuestra salvación en cumplimiento fiel de los designios divinos. Entró acompañado de una multitud de justos y todo el cielo se conmovió. Jesús fue exaltado, glorificado y sentado, él que era «el Dios verdadero de  Dios verdadero», a la diestra del Padre.

Todos los coros de los ángeles y las almas de los justos salvados contemplaron y adoraron su humanidad transformada, portadora de las llagas de sus manos, pies y costado y, caídos rostro en tierra, aclamaron a Jesucristo diciendo: «Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre adquiriste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra. Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Apoc. 5,9-10.12)

Jesús de Nazaret, el Dios hecho hombre, el hijo de María, el amigo de los pobres y despreciados, el que murió por nuestra salvación, quedó exaltado y glorificado a la derecha del Padre por los siglos de los siglos.


Seremos semejantes a él


«Cristo, la imagen del Dios invisible, el primogénito de todo lo creado.. el que existía antes de que hubiera cosa alguna... es también el primogénito de ios que han de resucitar, la cabeza del cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,15.17-18). Jesús ha resucitado, está sentado junto al Pa dre, y también nosotros, con él y en él, estamos y estaremos, por la misericordia divina, eternamente junto a ellos. «Dios rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, cuando estabamos muertos por las culpas nos dio la vida con Cristo —estáis salvados por pura generosidad— con él nos resucitó y con él nos hizo sentar en el cielo, en la persona de Cristo Jesús» (Ef 2,4-6). El cielo es el último destino del hombre.

¿Qué es el cielo? No es un lugar, un delicioso jardín de frondosos árboles, frescos ríos, bellas flores y amplias praderas, por donde pasean los bienaventurados; ni un banquete de exquisitos manjares y escogidas bebidas. Todo esto no son sino imágenes para simbolizar su gozo y alegría.

El cielo es un estado de dicha y de felicidad intensas, inefables y eternas, producido por la visión de Dios cara a cara, sin velos, como él es. «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos (en la otra vida). Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es», nos dijo San Juan (1 Jn 3,2).

«Ahora vemos confusamente en un espejo, escribe 5. Pablo, mientras que entonces veremos cara a cara; ahora conozco sólo de forma limitada, entonces conoceré del todo, como Dios mismo me conoce». Al ver a Dios, a la Stma. Trinidad, y poseerla, se desvanecerán la fe y la esperanza, «sólo quedará la mas grande, el amor» (1 Cor 13,12-13).

El cielo es ver a Dios Trino y Uno, a Jesucristo, conocerlos como nos conocen, ser semejantes a ellos, y vivir eternamente para el amor. ¡Cuánto gozamos en esta vida al contemplar tantos paisajes hermosísimos con que Dios ha embellecido la tierra y el universo, al escuchar sublimes sinfonías musicales, al estar en compañía de un amigo íntimo, de una persona amada! Nos hacen exclamar: ¡Qué será el cielo! Esos momentos fugaces son los que mejor nos ayudan a atisbar, a intuir lo que aquello será. Si una gotita de agua nos hace tan felices, si un rayo de sol nos da tanto gozo y alegrías, ¿qué será vivir sumergidos en aquel océano inmenso y contemplar sin velos al sol infinito?

Dios es la Verdad, la Bondad, infinitas, la infinita Belleza, el infinito Amor. El cielo es verlo cara a cara, como él es, entrañados en él, aunque sin disolvemos ni perder nuestra personalidad individual.

San Juan nos lo representa como «una ciudad sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la luz que alumbre a sus habitantes, que reinarán por siempre», «y su antorcha es el Cordero» (Apoc 22,5 y 21,23); «no habrá templo alguno, porque el Señor Dios, dueño de todo, y el Cordero son su templo» (Apoc 21,22), y Dios «enjugará las lágrimas de los ojos de los bienaventurados, y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Es todo un mundo viejo el que pasó» (Apoc 21,4).

Y en el cielo, «estaremos con Jesucristo, con Dios», no aislados, sino «todos juntos». Con María nuestra madre, con los seres más queridos, con aquellos a quienes más debemos y nos deben en orden a la salvación, con todos los bienaventurados, y sin miedo a que se termine, por toda la eternidad.

Con razón San Pablo, que fue arrebatado en vida al paraíso, nos resumió su experiencia con estas palabras: «Ni el ojo vio, ni la oreja oyó, ni el entendimiento humano puede imaginar lo que Dios ha preparado para los que ie aman» (2 Cor 12,2-4). Entonces comprenderemos el amor infinito de los planes de Dios. Nos creó de la nada libre, gratuita y desinteresadamente; se encarnó para ayudarnos y salvarnos a nosotros pobres criaturas materiales, finitas, limitadas, contingentes, débiles y fugaces; nos mostró el camino que conduce a Dios, y nos perdonó con infinita misericordia todos los pecados, a fin de conducirnos al cielo eterno, nuestro último fin.

Allí profundizaremos en la sabiduría de los designios de Dios, que vio merecía la pena crearnos en esta vida, aun con sus dolores y sus sufrimientos, muchos inevitables y otros debidos a nosotros mismos, pues todo era pasajero y sólo el premio eterno. Como escribió Pablo: «los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse en nosotros» (Rom 8,17- 18); «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (II Cor 4,16-18).

Todo el cielo y toda la creación aclamarán a Jesucristo, el Cordero inmolado, que «A pesar de su condición divina, se despojó de su grandeza tomó la condición de siervo y se hizo semejante a ios humanos. Y hombre entre los hombres se rebajó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo que Dios le exaltó
sobre todo lo que existe, y le dio el más excelso de los nombres para que ante el nombre de Jesús todos los seres caigan de rodillas en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos proclamen que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre»
(Fil 2,6-11).

Viviremos eternamente glorificando a Dios Padre en el Espíritu santo y a ese Jesucristo «por quien y para quien todo fue hecho y en quien todo tiene su consistencia, en quien Dios tuvo a bien hacer residir toda la plenitud de la divinidad y reconciliar en él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en ios cielos» (Col 1,16. 19). Veremos y gozaremos al ver «realizado el designio benévolo que Dios se propuso de antemano: «hacer que todo, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra, tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1,910)2.


Intercede por nosotros


Jesús resucitado se apareció a sus discípulos repetidas veces y se vio que era el de siempre. La resurrección no le cambió el corazón, su manera de ser. Aparece siempre

Amoroso con las santas mujeres, con María Magdalena, con los discípulos; sencillo, se deja tocar, come con los suyos; humilde, accede a las exigencias de Tomás, prepara el desayuno para los pescadores del lago; perdonador con Pedro que le negó; solícito con los discípulos de Emaús que huían, y consolador de todos. La resurrección, diríamos, no se le subió a la cabeza.

         Siempre nos interpela la pregunta: ¿cuántos se salvarán? No lo sabemos.
Pero sí sabemos que «el Señor es compasivo y misericordioso lento a la ira y rico en clemencia, que no está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo, que no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.. que, como un padre, siente el Señor ternura por sus fieles, porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Salm 102,8-10; 13-14). Pero sí sabemos que la misericordia de Dios hacia los pecados de los hombres es infinita y que a esta infinita clemencia pide perdón el sacrificio de Jesucristo de valor también infinito. Se juntan y confluyen dos abismos infinitos de perdón. Pero sí sabemos, y nos lo recuerda Pablo, que el fiscal, el acusador en el juicio va a ser «Dios el que perdona y salva» y el juez «Cristo Jesús, el que murió, más aún resucitó y está al lado de Dios intercediendo por nosotros» (Rom 8,31-35).

         Tampoco Jesucristo, ahora glorificado y exaltado junto al Padre, se olvida de este mundo. Desde su trono divino «intercede por nosotros» (Hebr 7,25; Rom 8,34).
Se fue, pero sin olvidarnos, «para preparar un lugar en las muchas mansiones de la casa de su Padre y... para volver y tomarnos consigo para que donde está él estemos también nosotros» Un 14,1-3).

        
Se fue, pero no nos dejó solos.


Nos prometió el Espíritu de Verdad, «el otro Abogado, el Consolador, para que nos ayude y esté siempre con nosotros», «para que nos recuerde cuanto él nos ha enseñado y nos lo explique todo», «para que nos guíe y podamos entender la verdad completa» Un 14,16.26; 16,13). El Espíritu Santo vivificador y santificador es el alma de la Iglesia, de las comunidades cristianas y de cada uno de nosotros.
Se quedó entre nosotros, en la sagrada eucaristía, muy cerca, para no separarse, para que le recibamos, para darnos la vida del Padre. «In cruce latebat sola deitas, at hic latet simul et humanitas». En la cruz, y en la vida mortal de Jesús, estaba oculta su divinidad, en la Eucaristía, aun la humanidad. En la encarnación se hizo hombre, en la Eucaristía, una cosa. Y así, para estar con nosotros, aun en los pueblecitos más pobres y olvidados, y no en la fase de treinta años de kénosís, de «anonada miento»

de su vida mortal, sino ahora que está glorificado junto al Padre, y hasta el fin del mundo.

Se fue pero, en la cruz, en el momento de rechazo y abandono de todos, nos dio a su madre María por madre nuestra para que nos consuele, interceda por nosotros, sea la medianera de todas las gracias.

Y en su vida constituyó la Iglesia, su Cuerpo Místico, para que velara por la pureza de los tesoros de la revelación y los difundiera por todos los confines de la tierra, para que perdonara nuestras culpas y pecados, y nos vivificara con los sacramentos, manantiales de la vida divina.

Se quedó en la Iglesia, en ios cristianos y en todos los seres humanos. «Donde estuvieren reunidos dos o más en mi nombre allí estoy yo» (Mt 18,29). El está en los demás, especialmente en ios pobres, despreciados, enfermos y pecadores, «y lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Jesús cumple su promesa de «estar todos los días con nosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Está con nosotros aquí, y en la gloria intercede ante el Padre por nosotros. ¿Qué le pedirá?

Que derrame el Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre toda la creación para que se extienda el reinado de Dios en este mundo y seamos otros Cristo; que vivamos su único deseo de que «nos amemos los unos a los otros como él nos amó»; y, como desde lo alto de la cruz: «Padre, perdonalos porque no saben lo que hacen».
La resurrección y glorificación de Jesús abrió nuevos horizontes a nuestras vidas. Si la fe en el amor del Padre que nos entregó a su Hijo, y en el amor del Hijo que «dio por nosotros la vida, la mayor prueba del amor», nos ha de inflamar en el amor, la fe en la resurrección y exaltación de Jesucristo nos llena de esperanza, de ánimos y da un sentido a nuestra vida y a nuestros sufrimientos. Iluminados por la fe, motivados por el amor y sostenidos por la esperanza, nos hemos de esforzar en implantar ya aquí, en esta vida, el reinado de Dios que anunció Jesús de Nazaret, como anticipo del que en plenitud gozaremos eternamente en la vida del más allá.

 

«VEN, SEÑOR JESÚS»

 

 

 

 

Apéndices 260

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BREVE HISTORIA DE ISRAEL


EPOCA DE LOS PATRIARCAS


Hacia el 1850 a.J.C. Abrahán, procedente de Hanán y de Ur en Mesopotamia, llega a la tierra de Canaán.

Hacia el 1680, más o menos, Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abrahán, emigra con su familia, obligado por el hambre, a las fértiles tierras del Nilo. Se instalan en Gosén, en el delta del río, y se forma un gran pueblo.

Hacia el 1300, los faraones los someten a trabajos forzados y a dura esclavitud.


Liberación y conquista


Alrededor del año 1250 a.J.C., Moisés libera al pueblo y atraviesa el mar Rojo. En el Sinaí, Yahvé hace la Alianza con su pueblo y le entrega la Torá, la Ley. Después de vagar cuarenta años por el desierto, llegan a la tierra de promisión. Moisés muere a su vista en el monte Nebo y deja a Josué al frente del pueblo.

         Entre 1220 y 1200, Josué cruza el Jordán y conquista Canaán, que reparte entre las doce tribus. La conquista no fue total: quedaron los filisteos en la costa y ciudades cananeas en el interior. Hacia el 1200, muere Josué.

De 1200 a 1025, las tribus se mezclan con los pueblos hostiles y adoran a Baal, dios de la fertilidad. Hostigados por ellos, los israelitas claman a Yahvé, quien suscita los jueces, jefes temporales, Débora, Barac, Gedeón, Jefté, Sansón, etc., que los liberan.


Epoca de la Monarquía


Hacia el 1030, las tribus piden al profeta Samuel un rey estable que las defendiera y Saúl, benjaminita, es ungido rey. Muere en 1010 a manos de ios filisteos en los montes de Gelboé.

Desde 1010, le sucede David, de la tribu dejudá, que reina sobre las doce tribus. Conquista Jerusalén a los jebuseos y la constituye capital. Vence a los filisteos y pacifica el reino. Natán le anuncia una descendencia eterna en el trono. Muere hacia el 970.

Desde el 970, su hijo Salomón ocupa el trono. Amplía el territorio desde el Eúfrates a Egipto, organiza el reino y establece relaciones diplomáticas y comerciales con las naciones vecinas. Su obra cumbre fue la construcción en Jerusalén del primer Templo a Yahvé. Estos dos reinados son la edad de oro de Israel.

En el 931, a la muerte del rey sabio, se dividen las doce tribus en dos reinos: el de Israel, al norte, con diez tribus, y el de Judá, al sur, con las de Judá y Benjamín.
Desde el 931 al 721, pervive el reino del norte, con capital en Samaría, varias dinastías y frecuentes golpes de Estado, hasta que en el 721, Sargón II, rey de Asiria, lo conquista. Conduce a la flor y nata del pueblo israelí a Nínive, y trae colonos de las tierras asirias a Samaría que, mezclados con los israelitas que se quedaron, dan lugar al pueblo samaritano.

Hasta el año 587, reinó en Judá, el reino del sur, la dinastía davídica. En este año, Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén y desterró a Babilonia toda la aristocracia social, los sacerdotes y los levitas, los hombres cultos, los funcionarios y miembros del ejército y los obreros cualificados. Quedó en Judá el pueblo pobre y sencillo, agricultores, pastores. Nabucodonosor arrasó el Templo de Jerusalén, en cuyo incendio desapareció el Arca de la Alianza.

En los años anteriores al destierro, elevaron sus voces los profetas Amós y Oseas en Samaría, Isaías, Miqueas, Sofonías, Jeremías y Habacub en Judá.
En el destierro de Babilonia, se fraguó el judaísmo al fijar los sacerdotes los signos distintivos de la identidad de los judíos a fin de no se absorbidos por los babilonios, y los mismos sacerdotes recopilaron las tradiciones escritas dispersas, las reelaboraron y completaron. De esta época procede la redacción definitiva del Pentateuco. Durante el destierro, Ezequías y el segundo Isaías, profetas, alentaron la esperanza del pueblo.


La época persa


En el año 539, el gran Ciro (555-530), rey de los persas y de los medos, conquista el imperio babilónico.

Al año siguiente, el 538, Ciro promulga un edicto por el que autoriza a los judíos a volver a Jerusalén y reconstruir el Templo y las murallas. Ese año, el príncipe S basar sale con la primera expedición de repatriados.

Desde el 520 al 515, el pueblo, alentado por los pn fetas Ageo y Zacarías, reconstruyó el Templo deJerusihti bajo la dirección de Zorobabel, descendiente de Da\’ILI Era más modesto que el de Salomón, pero sería más gl rioso, pues vería al Mesías (Ag 2,9).

En el año 445, el rey persa Artajerjes 1(46.5-423) envio a Jerusalén como gobernador al judío Nehemías, políi ¡eo, que reedificó las murallas y organizó la vida material .lJ pueblo. Fue gobernador hasta el 433.

En el 438, el mismo rey mandó ajudá a Esdras, sacul dote y escriba, para renovar el culto, urgir el cumplimiei it de la Ley y ordenar la vida religiosa de los judíos. Esdr.i legó la ley de Moisés, el Pentateuco, al pueblo, que renov la Alianza.
En el 424, volvió Nehemías como gobernador y urgi la reforma religiosa de Esdras.


La época griega


En el año 332, Alejandro Magno de veintiún afios conquista todo el imperio persa, y en él a Judea, y prosigli( sus conquistas hasta la India. Se difunde el helenismo poi todo el imperio.

En Palestina, hacia el 330 se produce el cisma sarni ritano. Tienen ya el Pentateuco y construyen su temp l( propio en el monte Garizín, rival del de Jerusalén.

Muere Alejandro a los treinta y un años en el 33 vencido por la enfermedad, y su inmenso imperio se reparte entre sus generales: el general Seleuco (305-281) se
queda con la parte central asiática y Siria hasta la India, y Optolomeo (323-285) con Egipto e Israel.

En el año 200, el rey Antíoco III el Grande (223-187) clcrrota a Tolomeo V (204-180) e Israel pasa a depender de ¡os reyes seleúcidas.

En el 175, sube al trono Antíoco IV Epifanes (175- 164), al que la Biblia califica de «vástago perverso», que w empeñó en helenizar a los judíos por la fuerza y les prohibió, bajo pena de muerte, el ejercicio de sus cositimbres religiosas propias. Dedicó el Templo de Jerusalén a Júpiter Olímpico.

 

La época macabea


En el año 167, el sacerdote Matatías, se subleva contra Ant foco IV y comienza la guerra por la liberación. Matatías, fundador de la dinastía de los macabeos, no davídica, murió en el 166.

Desde el 166 al 160, su hijo Judas vence a los seleútidas, conquista Jerusalén y, en el 164, purifica y consagra el templo. Después de muchas victorias, muere heroicamente en el campo de batalla, en el 160.

Desde el 160 al 143, le sucede su hermano Jonatán, que amplía ‘os territorios de Judea y une al poder político el religioso, ya que es proclamado sumo sacerdote. Este hecho, al no ser descendiente de Sadoc, hace que un grupo de sacerdotes huyan al desierto y funden un monasterio en Qumrán. Jonatán murió prisionero y ejecutado por I’rifón en el 143.

Desde el 143 al 134, reina su hermano Simón que, a i.t vez, es el sumo sacerdote. Con él se consigue la plena independencia del Estado judío y funda la dinastía as monea. Murió asesinado por su yerno Tolomeo en el 135.
En el 134, subió al trono Hircano 1(134-104), hijo de Simón, que detentó también la dignidad de sumo sacerdote. Conquistó Idumea y Samaría, donde destruyó en el 128 el templo samaritano de Garizín. En estos años apa recen los grupos religiosos de los fariseos y de los saduceos. El rey adopta a los saduceos, la nobleza religiosa, frente a los fariseos.

Desde el año 103 al 76 a.J.C., tras un breve reinado de Aristóbulo 1(104-103), hijo de Hircano, reina su hermano Alejandro Janeo. Incrementó el territorio del reino. El pueblo le arrojó limones en el ejercicio de sus funciones como sumo sacerdote. Se decantó por los saduceos y combatió a los fariseos, que cada vez adquirían más prestigio ante el pueblo por su conocimiento de la Ley. Alejandro J aneo murió en el 76 en el sitio de Regaba, al este del Jordán.

En el 76, le sucedió su esposa Salomé Alejandra que reinó hasta el 67 a.J.C. Al no poder, como mujer, ejercer el sumo sacerdocio, se lo confió a su hijo Hircano II. Siguiendo el testamento de su esposo, favoreció a los fariseos, que contaban con el favor del pueblo y les dió entrada en el Sanedrín, donde hicieron prevalecer sus ideas. Los saduceos se agruparon en torno a Aristóbulo, segundo hijo de Salomé Alejandra. El reinado de esta reina fue de prosperidad y de paz.

A su muerte, el 67, estalla la rivalidad entre sus dos hijos, Hircano II, sumo sacerdote, apoyado por los fariseos y que busca la ayuda del idumeo Antípater, y Aristóbulo, que cuenta con el favor de los saduceos. Ambos hermanos acuden a ios romanos, que ya habían conquistado Antioquía y Siria.

 

La época romana


En el año 63 a.J. C., el general Pompeyo aprovecha la guerra civil entre los dos hermanos, Hircano y Aristóbulo, invade Palestina y conquista Jerusalén. Nombra a Hircano II sumo sacerdote y lleva prisionero a Roma a Aristóbulo. El idumeo Antípater, padre de Herodes el Grande, gobierna de hecho la Judea. Murió envenenado en el 43.

En el 40, el Senado romano nombra a Herodes rey de Judea, quien el 37 conquista Jerusalén, en manos de Antígono. Herodes nombra sumo sacerdote a Ananel, un judío de paja, y con el favor del nuevo emperador de Roma, Octavio Augusto, amplía su reino hasta igualar el de David, aunque siempre bajo Roma. Para congratularse con los judíos, era idumeo, se casa con Marianne, nieta de Hircano II por su padre, y de Aristóbulo por su madre.

Herodes reprimió con dureza a los fariseos y a los saduceos, durante su reinado hubo paz a la fuerza y floreció la agricultura, el comercio y las grandes construcciones. Entre ellas, destaca la del Templo de Jerusalén, que engrandeció y enriqueció notablemente. Fue un rey cruel y sanguinario y la población judía odió a aquel rey intruso. Murió en Jericó el año 4 a.J.C.

Dos años antes de la muerte de Herodes el Grande, en el 752 de la fundación de Roma, en el cuarenta y dos de Octavio Augusto, estando todo el orbe en paz, nació en Belén, Jesús de Nazaret, hijo de María. Herodes dividió su reino entre sus tres hijos: Arquelao, Herodes Antipas y Filipo.  Como es sabido, Jesús nació en el año 6 o 7 antes de la era cristiana, que comenzó con su nacimiento. Se debe a un mal cálculo de Dionisio el Exiguo en el siglo VI. Hoy deberíamos estar en el año 1997 o 1998 d J.C.

Arquelao, etnarca de Judea, Idumea y Samaría, fue una copia de su padre, tirano, ofensivo, despiadado, cruel. Augusto lo depuso el año 6 d.J.C. y lo desterró a Viena. En adelante, sus territorios dependerían directamente del emperador, que los gobernaría mediante un procurador. El más conocido es Poncio Pilato (26-36 d.J.C.).
Herodes Antipas (-4 a 39 d.J.C.), tetrarca de Galilea y Perea, fue ambicioso, soberbio, supersticioso y amante del lujo. Asesinó a Juan Bautista y se rió de Jesús en la pasión. El emperador Calígula lo desterró a Lión.

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, el 28 de la era cristiana, Jesús de Nazaret, de unos treinta años, inició su vida pública. En el año 30, siendo sumo sacerdote Caifás y procurador Poncio Pilato, fue crucificado en Jerusalén.
En el año 66 d.J.C., los judíos zelotes se sublevaron contra Roma y el general Tito, futuro emperador (79-8 1), conquistó Jerusalén, el año 70, y destruyó el Templo.

En el 135 d.J.C., volvieron a levantarse contra Roma. La insurrección fue sofocada por el emperador Adriano (117-138 d.J.C.) nacido el 76 en Itálica (Sevilla), que arrasó la capital. Sobre sus ruinas fundó una nueva ciudad más pequeña según el diseño de un campamento romano. La llamó Aelia Capitolina. Sobre las ruinas del Templo judío edificó un templo a Júpiter e hizo colocar una estatua ecuestre de sí mismo. Expulsó a los judíos bajo pena de muerte, que se dispersaron por el mundo entero, siempre con la esperanza viva, al celebrar la Pascua, de «El año que viene en Jerusalén».

EL MISTERIO DEL MAL

 

LA TESIS

 

El misterio del mal, del dolor, ha atormentado siempre la mente humana, y a no pocos les ha conducido al ateísmo.

«O Dios —argumentaba el filósofo griego Epicuro— quiere evitar el mal y no puede y, entonces, no es omnipotente; o puede y no quiere, y, entonces, es malo. Luego no hay Dios». ( Transmitido por Lactancio, «De ira Dei», 13 (PL 7,121).

Los maniqueos, para explicar el misterio, defendieron la existencia de dos principios: uno bueno, Dios, de quien procede todo lo bueno y otro malo, origen del mal. Los hindúes, que creen en la reencarnación, sostienen el principio del Karma: todo lo que uno sufre está determinado por su proceder en la vida precedente. Fialmente, los hebreos del Antiguo Testamento, que, sin admitir la vida anterior, desconocían aún la futura, defendían que el dolor y los males eran el castigo por los pecados cometidos, por el individuo o la comunidad, en esta vida.

Nosotros sostenemos otra tesis: el mal es algo ine table e inexorablemente unido a la esencia misma d 1 seres creados materiales, finitos; es algo metafísicaintnt ineludible dado su ser.

Ahora bien, si el mundo material, finito, y más si est,i vivo, es intrínsecamente imposible en sí mismo sin el m,iI, Dios no puede hacer un mundo sin dolor. Y no por el deja de ser omnipotente, como sostenía Epicuro. Lo siu siendo aunque no pueda hacer imposibles: «un círeuli cuadrado», «que una cosa, a la vez y en el mismo seni id, sea y no sea», «que» «yo» sea «otro», «que una crialLti sea Dios», etc.

Tampoco Dios puede hacer algo que vaya con1ri
esencia propia, que es ser amor y bondad: no puede zarse sádicamente haciendo sufrir a las criaturas, ni ini pedirles por sistema que las cosas creadas sean lo que
violentando su naturaleza, o divertirse jugando arbitrariamente con sus criaturas, suplantarlas, anularlas. Dios e omnipotente, sí, pero ante todo es Amor. Más que LnI, omnipotencia amorosa, es un amor omnipotente. Lo mero, lo substantivo, es el amor.

Este supuesto, diríamos hablando a nuestro modo, qtw Dios en su eternidad ante la creación se encontró:— no en la alternativa de elegir entre unos universios perfectos, sin males ni dolor, u otros universos sufrimientos;

— sino ante la alternativa de escoger entre unos iii versos con males y dolores todos ellos —lo un trario es metafísicamente imposible— o la no cración, la nada absoluta.

         Dios decretó la creación, ésta nuestra, para dársenos, para hacernos felices, para que gozáramos en esta vida y, sobre todo, en la eterna. Ni quiso el mal, ni éste procede dc él. Su origen está, defendemos, en la esencia misma de las cosas creadas materiales y finitas y, como veremos, cn gran parte en la conducta del ser humano. Dios vio que, a pesar de todo, la creación merecía la pena. El sufrir rs pasajero; la felicidad, eterna.


Las pruebas


Al tratar de probar nuestra tesis, distinguiremos para mayor claridad entre las cosas creadas puramente materiales y las que, además, son seres vivientes conscientes, inteligentes, libres y responsables.


1. Las cosas creadas materiales


La materia por sí misma, por su esencia, es frágil, deleznable, inconsistente, degradable, perecedera. Se gasta, se estropea, se deteriora.

Pensemos en las más grandiosas y sólidas construcciones arquitectónicas de la humanidad. Con el tiempo y los elementos, todas se deshacen, se derrumban, se transforman en ruinas. Lo mismo ocurre con las máquinas modernas más perfectas fabricadas con los materiales más (Itiros y resistentes. Sus días están contados y, a los pocos años, sólo sirven para el desgüace y para chatarra.

Si se trata de seres materiales vivos, como las plantas, los animales y el hombre en su ser corporal, su deteriorahilidad aún es mayor, pues la materia viva ha de ser más delicada, más frágil, y es increíble la complejidad de sus organismos. Este estropearse, esencial a la materia, se traduce en los seres vivos materiales y sensitivos, en molestias, dolores, enfermedades y la muerte. Ese sentir el deshacerse, el deteriorarse de la materia de nuestro cuerpo es el dolor.

El dolor, las enfermedades y la muerte de los seres vivos, así como las catástrofes naturales, no son castigos enviados por Dios por el pecado del hombre, sino consecuencia ineludible de la materialidad. Se daban, en el universo y en la tierra, miles de millones de años antes de la aparición del hombre. Pensemos además que los animales no podrían sobrevivir si no se mataran y devoraran los unos a los otros.
Lo dicho vale tanto para nuestra tierra o nuestro sistema solar, como para cualquiera de los miles de millones de galaxias de nuestro universo, pues toda su materia procede del mismo núcleo inicial que estalló en el «bigbang» hace quince mil millones de años. Más aún, esta verdad sigue en pie respecto a cualquier materia, por diferente que sea, de otros universos, pues es algo intrínsecamente inherente a la materialidad.


2. Los seres materiales conscientes, inteligentes, libres, responsables


El ser humano, que también es un cuerpo material, tiene conciencia refleja de su existir, es capaz de conocer la verdad, adquirirla, puede sentir diversos afectos y sentimientos, y decidir por sí mismo su conducta sin coacciones externas, ni necesidades internas. Es más perfecto que las piedras, los vegetales y los animales y, por eso, más capaz de sufrir, y tiene sus sufrimientos específicos, por esta su mayor perfección en el ser.

Es inteligente y esta facultad elevadísima es una nueva fuente de sufrimientos. Ansía la verdad, pero su adquisición supone esfuerzo, privaciones, consagración, sacrificio de otras muchas cosas buenas. Por ser inteligente, el hombre es capaz de prever el futuro, las dificultades y males que le amenazan: pérdidas de seres queridos, enfermedades, la vejez y, al fin, la muerte. Los animales sólo viven el presente.
Pero, sobre todo, el hombre por su inteligencia se plantea los problemas fundamentales de la existencia humana: ¿qué somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? ¿qué sentido tiene la vida? Y muchas veces no ve la respuesta. Vive en la oscuridad. Además, creado para Dios, tiene una sed innata de felicidad, de inmortalidad, de amar y ser amado, de plenitud, que no puede saciar con las criaturas finitas y fugaces. «El hombre se supera infinitamente a sí mismo» (Pascal). Es finito y tiene deseos íntimos de infinitud. «Creado para Dios, su corazón está inquieto hasta que descanse en él» (San Agustín).

El ser humano, además, goza de la prerrogativa admirable de la libertad, que, a su vez, es origen de muchos sufrimientos. Elegir es sacrificar. No se puede escoger todo, porque muchos bienes, que le apetecen, se excluyen entre sí, son incompatibles. Sufre antes de optar y, aun una vez hecha la elección, le duele lo que dejó.

Por la libertad, además, el hombre decide por sí mismo, lo que le hace responsable de sus actos y de las consecuencias, buenas o malas, de sus decisiones autónomas. Con frecuencia, tendrá que arrepentirse de lo que libremente determiné y, si se trata de acciones moralmente malas, sentirá la tortura de la culpabilidad.
El corazón humano está dotado también de la capacidad de sentir. No es una roca, ni una silla. Es sensible a la alegría, al gozo, a la dicha, a la felicidad, pero también por ello es vulnerable a la tristeza, al malestar, al abatimiento, a la pena, al desaliento, a la depresión, etc.

Podemos amar, ¡ qué gran tesoro! que tanto nos acerca y asemeja a Dios, pero ¡cuántos pesares tienen su manantial en el corazón! Del corazón brotan los grandes amores y deseos, que a veces no pueden ser realizados, pero también las ausencias, las soledades, el monstruo de los celos, las desilusiones, los desengaños, los fracasos.

Podemos amar, pero también, y por ello, odiar, rabiar, ser violentos.
El hombre es esencialmente una unidad de materia y de espíritu. Es un ser conflictivo en sí mismo, con tendencias contrarias y aun contradictorias. El espíritu busca la verdad, la belleza, el bien, el amor, y los ciegos apetitos y las fuertes pasiones del cuerpo tienden a lo material, a lo sensible, al margen de toda moralidad. El hombre es tensión, lucha, y ha de vencerse, abnegarse, renunciar a sí mismo, para ser lo que debe.

El ser humano por su naturaleza está sujeto a las coordenadas del espacio y del tiempo. Nueva fuente de dolores y de sufrimientos. El tener que estar cada uno en un solo lugar conileva la ausencia de los seres amados, las nostalgias; y la temporalidad hace al hombre y a todo lo que le rodea efímero, huidizo, fugaz. El tiempo, que se eterniza en el sufrimiento, vuela en la felicidad. ¡Qué pena, se va!

Finalmente, el hombre es naturalmente social, nacido para no vivir solo, sino en compañía. ¡Cuántas ventajas se derivan del vivir con otros! Más también la experiencia nos enseña lo dificil y conflictivo que es convivir. Una de dos: «o te sacrificas por los demás o te sacrifican»; «o cada uno se sacrifica y se hace a todos, o aquello puede resultar un infierno».

 

3. El hombre origen del mal


Creemos probado que la existencia del mal en este mundo es inevitable por la misma esencia material, finita, limitada de las cosas creadas. La única manera de que no existiera el dolor sería la nada absoluta; que sólo existiera Dios. Pero, ¿explica esto todo el mal que se da en el mundo? Claro que no. El mal de la vida, en un sesenta o setenta por ciento, se debe exclusivamente a la conducta y actitudes de los seres humanos. El misterio del mal no abarca estos males. Su origen es claro:
el hombre. No hay más misterio. El es el único responsable.

Pensemos en tantas y tan cruelísimas guerras como han azotado la humanidad, en la injusta distribución de las riquezas a todos los niveles, en la explotación a que han sido sometidos los individuos, las clases, las razas, las naciones por obra de los más fuertes y poderosos, en la destrucción de la naturaleza por un desarrollo irracional, etc. Y, en un orden más cercano, ¡cuántas desaveniencias familiares, matrimonios rotos, hijos traumatizados, ancianos abandonados, enfermedades causadas por los excesos humanos, en el comer, beber, muertos en la carretera, etc.!
Ante este panorama, no nos preguntemos por el misterio del mal y, sobre todo, no nos preguntemos por qué ha hecho Dios el mundo así. Dios creó el mundo y «todo era bueno», somos nosotros, los hombres los únicos que hemos construido la historia. Vivamos el amor de los unos a los otros, como es la voluntad de Dios manifestada por su enviado Jesucristo, y desaparecerán la mayor parte de los sufrimientos de la humanidad.

          

Objección


No quiero terminar, sin responder a una objección que sin duda les está rondando la cabeza: «Admitido que las cosas sean así por naturaleza, ¿no podría intervenir Dios y evitar los males que se siguen?».

Bien podría, por ejemplo, detener en el aire esa teja que le va a caer y matar a uno; desviar al mar los ciclones y gotas frías que van a causar tantas muertes y destrozos; impedir que uno fumara, bebiera en exceso, se drogara para evitar tantas enfermedades; detener el brazo del asesino; bilocar a las personas para que no se diera la separación; infundir los conocimientos sin largos estudios y esfuerzos; insensibilizamos para el dolor, etc.

A ello respondemos: Dios es amor, y porque es amor respeta normalmente a las criaturas en su ser, las deja ser lo que son, actuar según su naturaleza. Dios respeta la autonomía del mundo, y sobre todo, la libertad del ser humano. Lo ha creado hijo y no esclavo, libre y no una marioneta, a «su imagen y semejanza», no un robot.
Ese Dios supermilagrero, intervencionista, «bombero apagafuegos», enderezador de entuertos, «tapa agujeros», es un dios absurdo, una fabricación humana. Ese dios no existe.

Dios es amor y no manipula a las criaturas, «no juega a los dados con el mundo», diría Einstein, y menos con el hombre, para que actuen contra su naturaleza. No los crea para anularlos. Nadie más liberal que Dios, que no suplanta la autonomía de las criaturas, ni elimina el protagonismo y la responsabilidad del ser humano. Contemplemos si no la evolución del universo y la historia de la humanidad. Deja hacer; deja ser.

El estar Dios haciendo continuamente miles de millones de milagros para sacarnos las castañas del fuego, no sólo haría imposibles las ciencias, sino que sería incompatible con la dignidad de las criaturas y, sobre todo, con la dignidad del hombre y de Dios.

Aunque parezca paradójico es el amor de Dios, que nos respeta porque nos ama, la explicación de sus «ausencias» y de sus «silencios», que con frecuencia nos resultan tan dolorosas. Cuando suframos por la aparente ausencia de Dios, avivemos la fe en que ese Dios tan silencioso es el mismo que «amó tanto al mundo que nos entregó a su Hijo único para salvarnos» Un 3,16- 17), para que «diera su vida por nosotros, la mayor prueba del amor» Un 15,13).

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