EJERCICIOS ESPIRITUALES BUENOS DE AUTORES

EJERCICIOS ESPIRITUALES BUENOS DE AUTORES (14)

Jueves, 05 Mayo 2022 10:29

meditaciones jesuíticas MB A

Escrito por

TODAS ESTAS MEDITACIONES ESTÁN TOMADAS EL LIBRO DEL P. ANTONINO ORAA, S.J. titulado Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Editorial Razón y Fe, Madrid1960, excepto algunas que son mías y de otros autores jesuitas.Tengo también en carpetas AYUDAS DE MEDITACIONES IGNACIANAS JESUÍTICAS MB, MEDITACIONES IGNACIANAS Y MEDITACIONES JESUÍTICAS, que es repetida de la anterior.

 

INTRODUCCIÓN

 

CÓMO EMPEZAR A ORAR

 

Mi experiencia personal y pastoral, lo que he visto en mí mismo y en las personas a las que he acompañado en este camino de la oración, es que es muy personal, no hay reglas fijas en el   modo, pero sí en la intención; desde Él primer kilómetro, más que cualquier método,  hay que procurar que las actitudes de amar, orar y convertirse estén firmes y decididas y se luche desde Él primer día; lo repetiré siempre, estos tres verbos amar, orar y convertirse conjugan igual: quiero o estoy decidido a amar a Dios, en el   mismo momento quiero orar y quiero convertirme a Dios, vivir para Él ; quiero  orar, quiero convertirme; me canso de convertirme, me he cansado de orar y amar más a Dios.

       Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, del «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo, hay que leer al principio, se necesita y ayuda mucho la lectura, principalmente de la Palabra de Dios; es el camino ya señalado desde antiguo: lectio, meditatio, oratio, contemplatio; pero también pueden ayudar libros de santos, de orantes, libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprendas a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darla vueltas en el   corazón, a dejarte interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle y... lo que se te ocurra en relación con Él; y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia o por su Espíritu, el mejor director de meditaciones y oración, te dirá y sugerirá muchas cosas en deseos de amistad. Y te digo Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación; pero sí la lectura espiritual, porque teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo, junto a la Canción de Amor donde Él Padre nos dice todos su proyectos de amor a cada uno; estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.             Cuando vayas a la oración, entra dentro de ti: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y cierra la puerta, porque tu Padre está en lo más secreto” (Mt. 6, 6); no uses más de un párrafo cada vez; medita cada frase, cada palabra, cada pensamiento. La habitación más secreta que tiene el hombre es su propio interior, mente y corazón, hay que pasarlo todo desde la inteligencia al corazón. Lo oración es cuestión de amor, más que de entendimiento. No es para teólogos que quieren saber más, sino para personas que quieren amar más. Por su forma de ser, muchos son incapaces de entrar en esta habitación, o discurrir mucho, pero todos pueden amar.

       Intenta, para la oración personal, apartarte de otras personas; hasta físicamente; desde luego mentalmente. Esto no es quererlas mal. Lo hacemos muchas veces cuando queremos hablar con alguien sin que nadie nos moleste. Nos retiramos al desierto a orar y amar y dialogar con Dios; Dios es lo más importante en ese momento.

       Busca también un ambiente lo más sereno que puedas, sin ruidos, sin objetos que te distraigan. ¿No haces esto mismo si pretendes estudiar en serio? Dios es más importante que una asignatura.

       Intenta concentrarte. Concentrarse quiere decir dirigir toda tu atención hacia el centro de ti mismo, que es donde Dios está. Los primeros momentos de la oración son para esto. No perderás el tiempo si te concentras. Tendrás que cortar otros pensamientos. Hazlo con decisión y valentía. Tampoco asustarse si algunos días no se van. Pero tú a luchar para que sea sólo Dios, sólo Dios. Y entonces, hasta las distracciones no estorban; por eso no te impacientes. Ten en cuenta que la oración no puede arrancar con el motor frío. Y el motor está frío hasta que tú no seas plenamente consciente de la presencia en tu interior del Padre que te ama, de Jesús tu amigo, del Espíritu que quiere madurarte y enseñarte a orar.

       Después de una invocación al Espíritu Santo, o de alguna oración que te guste, empiezas leyendo el Evangelio, oyendo la Palabra. Es Dios el primero que inicia el diálogo; y las leyes de la oración, que son las leyes del diálogo,

exigen que se respete este orden.

       Por lo tanto, primero leer y escuchar la Palabra,  luego meditarla y orarla, invocarla, pedir, suplicar y tomar alguna decisión; y si te distraes, no pasa nada, vuelves a donde estabas y  a seguir. Léela despacio; cuantas veces necesites para entender la Palabra de Dios y darte cuenta de su alcance. Párate y déjate impresionar por lo que te llama la atención y te gusta.
       Y finalmente, en toda oración, hay que responder a Dios. Responde como tú creas que debes responder. Y este orden no es fijo; lo pongo para que te des una idea; pero lo último a veces será lo primero. Y siempre un pequeño compromiso, propósito. No termines tu oración sin dar tu propia respuesta o hacer tuya alguna de las que ves escritas y te cuadran. No lo olvides: el evangelio, el libro es ayuda y sólo ayuda, pero él no ora. Eres tú quien ha de orar.

       Cuando quieras terminar tu oración puedes hacerlo recitando despacio alguna de las oraciones que sabes y que en ese momento te dé especial devoción: Padrenuestro, Ave María, Alma de Cristo... Aquí,con el tiempo, irás cambiando, quitando, añadiendo...

       Sé fiel a la duración que te has marcado para tu oración: un cuarto de hora como mínimo; luego, veinte, hasta llegar a los treinta. De ahí para adelante, lo que el Espíritu Santo te inspire. No los acortes por nada del mundo. El ideal, una hora; seguida, o media por la mañana y luego otra media hora por la tarde o noche. No andes mordisqueando el tiempo que dedicas a tratar con Dios.

       Sé fiel cada día a tu tiempo de oración. Oración diaria, pase lo que pase. Este es el compromiso más serio. Yo hice este propósito, y algún día me tocó hacer oración a las dos de la mañana cuando venía de cenar con las familias. Sólo así progresarás. Si un día haces y otro no, pierdes en un día lo que ganas en otro y siempre te encontrarás en el   mismo punto de inmadurez y con una insatisfacción constante dentro de ti. Y no avanzarás en el   amor a Dios que debe ser lo primero.

       Si logras cumplir este propósito, llegarás a ser una persona profunda y reflexiva. Nunca dejes la oración para cuando tengas tiempo, porque entonces muchos días no tendrás tiempo, porque te engañará el demonio, que teme a los hombres de oración, todos los santos que ha habido y habrá fueron hombres de oración, y luego han sido los que más han trabajado por Dios y los hermanos.

       Y nada más. Todos los consejos sobran al que se pone a hacer la experiencia y llega a entender por sí mismo de qué se trata. También sobran para los que no quieren hacer la experiencia.

      

 

1ª MEDITACIÓN

 

LA ENCARNACIÓNDEJESÚS, HIJO DE DIOS Y DE MARÍA

 

 “Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

Y entrando, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. 

El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el   seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin. 

María respondió al ángel:¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.

Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel dejándola se fue” (Lc 1,26-38).

 

El ángel llevaba forma de palabra interior, que Dios pronunciaba en el   corazón de María. Y esta palabra era  Jesús.

       Por entonces, Jesús sólo había nacido del Padre antes de todos los siglos  en el   seno de la Santísima Trinidad. Pero aún no había nacido de mujer. Pero ya había sido soñado en el   seno trinitario como segundo proyecto de Salvación, ya que Adán había estropeado el primero. Y necesita el seno de una madre. Por eso llamaba al corazón de María, porque quería ser hombre, y pedía a una de nuestras mujeres la carne y la sangre de los hijos de Adán.

       Lo que decía esta palabra de Dios, por el ángel Gabriel, al corazón de María era más o menos esto: ¿Quieres realizar tu vida sin Jesús, o escoges realizarla por Cristo, con Él y en el ? Y si quieres realizar tu vida en Cristo, ¿aceptas no realizarte tú, sino que prefieres que Él se realice en ti? Dicho de otro modo, ¿aceptas que tu propia realización sea la realización de Él en ti? Y si escoges que Él se realice en ti, ¿quieres dejarte totalmente y darte totalmente? ¿Estás dispuesta a dejar sus planes y colaborar activamente a sus planes de salvación?

       María es la última de las doncellas de Israel. No pertenecía ni a la clase intelectual, ni a la clase sacerdotal, ni a la clase adinerada. María era de las personas que no contaban para engrandecer a su pueblo. Ella era mujer y virgen. Como mujer, lo único que podía hacer era concebir y dar a luz muchos hijos que aumentaran el número de israelitas. Pero como virgen perpetua que había decidido ser, no podría hacer esta aportación a su pueblo... Por eso podía ser mirada, y no sin razón, como un ser inútil para su nación, al no poder aportar nada para el engrandecimiento de su pueblo.

       Pero la gente quizá olvidaba que la mayor riqueza del pueblo no eran los hijos, sino la Palabra de Dios. El pueblo de Israel no debía estar formado únicamente de personas capaces de trabajar con sus manos en los campos, o hábiles y fuertes para manejar la espada, sino ante todo de corazones abiertos a la escucha de la Palabra de Dios. Y en este punto, María podía aportar mucho ciertamente a su pueblo. Ella era toda oídos a esta Palabra de Dios. Ella era el oído de la humanidad entera.

       Y ¿qué es lo que escuchaba?: Lo que Dios quería decir a todos y a cada uno de los hombres: no era sólo la carne y la sangre de una mujer lo que quería tomar el Verbo. Era también, y, sobre todo, tomar en el  la a toda la humanidad,  a todo lo humano que en realidad Dios quería salvar. Y para salvarlo pretendía unirse a cada hombre y que cada hombre se uniese libremente al Verbo de Dios para entrar a tomar parte en la misma vida divina por la gracia.

       Señor, tengo que ser consciente de que también a mí me hablas al corazón. Vivo tan superficialmente mi vida, que pocas veces me hallo en lo más profundo de mi yo, y por eso no te oigo. Pero cuando entro un poco dentro de mí, caigo en la cuenta de que me hablas y que tus palabras me hacen la misma proposición que a María. Tu presencia aquí, en la Eucaristía, me demuestra lo serio que te has tomado mi salvación. Quieres hacerla como amigo.

       Voy entendiendo, porque me lo dices Tú, que el núcleo del cristianismo está en si intento prevalecer yo o si quiero que Cristo prevalezca en mí; si intento vivir yo, o si quiero que Cristo viva en mí; si quiero realizarme yo sin Cristo, o si quiero realizarme en Cristo. He aquí la gran disyuntiva ante la cual me encuentro siempre.

       El día de mi bautismo opté por Cristo y dije que renunciaba a ser yo para que Cristo fuese en mí. Lo dije entonces, es cierto. Pero ¡qué fácilmente lo dije...! ¡Cuántas veces lo he desdicho...!

       Tu Palabra, sin embargo, me sigue acosando; en cada situación, en cada momento me interroga: ¿quieres ser a imagen de Adán, el hombre egoísta, autosuficiente, irresponsable... o quieres ser a imagen de Cristo, el hombre que ama, el hombre para los demás, el hombre dependiente del Padre...?

       Yo leo en tu apóstol Pablo, y lo creo, que Tú, oh Padre, nos has predestinado a reproducir la imagen de tu hijo Jesús, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29). Yo creo que Tú, Cristo Eucaristía eres la Canción de Amor hasta el extremo en la que el Padre me canta y me dice todo su proyecto con Amor de Espíritu Santo. Tú eres la Palabra en la que todos los días, desde Él Sagrario, la Santísima Trinidad me dice que ha soñado conmigo para una eternidad de gozo y roto este primer proyecto, ha sido enviado el Hijo con Amor de Espíritu Santo para recrear este proyecto de una forma admirable y permanente mediante el sacramento y misterio de la Eucaristía como memorial, comunión y presencia. Y pues es llamada tuya, oh Padre, yo quiero estar atento a ella, como tu sierva María. Y recibirla como Ella. Yo quiero tener profundidad suficiente, como ella, para oír tu palabra, vivir de ella y enriquecer a los demás con ella.

 

*****

 

“ENVIO DIOS AL ÁNGEL GABRIEL... A UNA VIRGEN  LLAMADA MARIA...ELLA SE PREGUNTABA QUÉ SALUDO ERA AQUEL”  (Lc 1, 29)


       María no se deja paralizar por el miedo. En el   miedo, por desgracia, se han ahogado muchas respuestas a las llamadas de Dios. Ella intenta penetrar qué es lo que la Palabra de Dios contiene para ella. Sin duda que toda Palabra de Dios contiene algo bueno para el hombre, porque Dios no dice palabras sin ton ni son, como nosotros. Dios, en todo lo que dice y hace, busca el bien del hombre.

       Cuando Dios habla al hombre, no es para aterrorizarle, sino para buscar su bien. Lo que ha de hacer el hombre es encontrar cuál es y dónde está el bien que Dios pretende hacerle al dirigirle su palabra. Esto es exactamente lo que hace María: discurrir sobre la significación de la Palabra de Dios.

      

¿Qué cosas pudo descubrir María con su reflexión?

 

       1. Que Dios ama, que Dios busca el bien del hombre. Este es, sin duda, el núcleo más íntimo y claro de su experiencia de Dios: “has hallado gracia a los ojos de Dios”, estás llena de gracia, Dios te mira con buenos ojos, y esa mirada de Dios es creadora y por eso te llena de dones.
       Ella, la pequeña por su condición de mujer, la marginada por la ofrenda hecha de su virginidad, la sin relieve por sus condiciones sociales y culturales, ella era querida y amada por Dios. Dios se complacía en la entrega que de sí misma ella había hecho. Dios miraba con cariño lo que los demás miraban con indiferencia o con desprecio.

 

       2. Que Dios quería acudir a esta criatura vaciada de sí que era ella, para llenarla con su don. Y el don de Dios no es cualquier cosa; es ni más ni menos lo que Dios más ama, lo único que puede amar: el Hijo de las complacencias.

       Años más tarde escribirá el evangelista Juan: “tanto amó Dios al mundo que entregó su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el ”. Pero mucho antes de que lo escribiera Juan, lo ha experimentado María: Dios ha amado tanto a ella que le ha dado, a ella, la primera de todos, su propio Hijo. Y se lo ha dado, no ya formado, sino para que se formase de ella, para que, además de ser el hijo del Padre y de haber nacido de Dios, fuera hijo de ella y naciese de ella.

 

       3. Que esto es la salvación. Pero sólo el comienzo; porque el Hijo de Dios no viene sólo para Ella, sino que viene en busca de todos los hombres para llevarlos a la salvación. Y esta es tu razón de tu presencia en el   Sagrario, hasta el final de los tiempos, de tus fuerzas, de tu amor extremo.

Por eso, no es dado a ella en exclusiva, no. Es dado por ella y a través de ella al mundo, a la humanidad, a cada hombre, al que cree y al que no cree, al que quiere amar a los demás y al que se empeña en odiar, al que se siente satisfecho de sí mismo y al que siente hambre y sed de salvación, al egoísta, al adúltero, al ladrón, al atracador, al viejecito, al analfabeto, al  niño, a la viuda, al publicano, al enfermo.

       Tenía que ser así para que el nuevo hombre pudiese llamarse JESÚS. Porque Jesús quiere decir Dios Salvador. Y Dios, puesto a salvar, tendría que salvar todo lo que había perecido, que era sencillamente todo.

       Dios quería salvar en Jesús y por Jesús. Y por eso ese Jesús que estaba llamando a la puerta del corazón de María tendría que ser a través de ella, de todos y para todos. Y esta es la razón de su presencia ahora en el   Sagrario, cumpliendo el proyecto del Padre, que lo ha hecho su propio proyectos “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad… mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado… yo para eso he venido al mundo, para ser testigo de la Verdad”.

 
       4. Que este Jesús, que era de todos y para todos, no sería de nadie hasta que cada hombre no repitiera el mismo proceso obrado en María. Jesús llamaría el corazón de cada hombre, y pediría ser aceptado. Jesús se ofrecería a sí mismo como don. La Eucaristía es Cristo dándose, entregándose en amistad y amor y salvación a todos nosotros.

Y desde Él Sagrario, Jesús propondrá a cada hombre lo mismo que le estaba proponiendo a ella: que cada hombre renuncie a sí mismo para realizarse en Cristo, para que Cristo pudiera vivir en el : “el que me coma vivirá por mí”. Pero Jesús no se impondría a la fuerza a nadie. El es un don ofrecido. Él está aquí en el   Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente para todos los hombres. Para hacer realidad esta amistad, siempre sería necesaria una voluntad humana que le convirtiese en don aceptado. Pero cuando tú le entregues tus brazos, Él ya tenía los suyos abiertos.

       Cuantos recibieran a este Jesús nacerían como hombres nuevos, con una vida nueva. Con ellos se formaría la familia de hijos de Dios, hijos en el   Hijo, sobre todo, por el pan eucarístico: “yo soy el pan de vida, el que coma de es te pan vivirá eternamente”, es la nueva vida que nos trae por la Encarnación y se prolonga por la Eucaristía.

Y en medio de esta familia de hijos de Dios, ella, María, la hermosa nazarena, se encontraba con el papel de ser la iniciadora de este proceso... el primer eslabón de una cadena de encarnaciones que Jesús intentaba hacer en cada uno de los hombres. Por eso mismo, su llamada a vincularse con Jesús era el modelo de llamada a todo hombre. Y también su respuesta sería el modelo de respuesta de todo hombre a Jesús.


       5 María intuía que su papel en medio de este plan de salvación era la maternidad. Caía en la cuenta de que Dios la había preparado para ser madre por medio de la virginidad. Y como se trataba de obra de Dios, sería una maternidad innumerable, como la que Dios había prometido a Abraham. Ella tendría que quedar constituida “madre de todos los vivientes”, como otra Eva (Gen. 3, 20), su descendencia sería como las estrellas del cielo (Gen. 15, 5). Por eso, el cuerpo eucarístico de Cristo es el cuerpo y la sangre recibida de María. Tiene perfume y aroma mariano. Viene de María.

       Pero vivientes no significaba ya la vida recibida de Eva, sino la nueva vida que estaba llamando al seno de María. María discurría, desentrañaba el contenido de la Palabra que Dios le estaba dirigiendo. Caía también en la cuenta de que, si aceptaba, sería para seguir la suerte de Jesús. Eso era precisamente lo que en el   fondo decía la Palabra de Dios, eso era lo que significaba recibir a Jesús: recibir todo lo nuevo que Jesús traía al hombre.

       Oh, Maria, tú has abierto una nueva época en la historia de la humanidad. Tú, con tu reflexión profunda, nivel en el   cual se mueve tu vida, descubres que Dios te dice algo en los deseos que brotan en tu corazón. Tú descubres que tú eres pieza, al mismo tiempo necesaria, y libre, para que los planes de salvación sobre la humanidad vayan adelante. Tú descubres que tu grandeza está en renunciar a tus propios planes y en incorporarte a los planes de Dios. Tú has descubierto, la primera de todos, hasta qué punto Dios ama a los hombres, pues quiere entregarles su Hijo, «el  muy querido». Tú has descubierto que toda la humanidad está vinculada a ti, porque toda la humanidad está llamada a salvar con Jesús, redimir con Jesús. Tú te has percatado de tu puesto maternal para con esa humanidad, que todavía no se ha dado cuenta de que Dios la ama porque le entrega su hijo.

       Todas las llamadas de Dios son grandes, también la mía. Porque a mí también Dios me está pidiendo colaboración para salvar a todos los hombres. Porque a mí Dios me está señalando un puesto en la humanidad y me dice que sea el hermano de todos los hombres. Porque a mí Dios quiere entregarme su propio Hijo para que por medio de mi llegue a los demás. Porque por medio de ese Jesús, hecho carne en María y pan de Eucaristía en el   Sagrario, Dios quiere salvar y regenerar en Jesús todo lo malo que hay en mí y en el   mundo.

       Soy un inconsciente que sólo pienso en mí mismo, en divertirme y pasarlo bien, sin esfuerzo de virtud y caridad. Y como no reflexiono, no caigo en la cuenta de que el camino de mi propia realización y el camino de la realización de un mundo mejor, me lo está ofreciendo Dios, si de verdad quiero aceptar a Jesús y unir mi vida a la suya. María, ayúdame a dar profundidad a mi vida.

Que mi vida no sea el continuo mariposear de capricho en capricho, como acostumbro, sino que sea el resultado de una reflexión seria sobre la Palabra de Dios, que me llama, y de una opción libre y consciente que yo debo hacer ante esa Palabra que se me ha dirigido... Esa palabra que es Jesús mismo, el que está en el   Sagrario, esperando desde siempre mi respuesta. Para eso está ahí, con lo brazos abiertos para abrazarme y llenarme de su amor.

 

 

*****

 

 

 

“NO TENGAS MIEDO, MARIA”(Lc. 1, 29)

 

       Jesús llamaba al primer corazón humano para encarnarse en el . Y como nadie todavía tenía experiencia de Jesús hecho hombre, María se asustó. ¿Por qué se asustó? He aquí algunos posibles aspectos de su miedo y de todo miedo humano ante una llamada de Dios:


       1. María comenzó a comprender que aquí daba comienzo algo serio y decisivo para su vida. Su vida, y lo mismo cualquier otra vida, no era un juego para divertirse y tomárselo a broma, no. Ella se dio cuenta de que la Palabra de Dios iba a cambiar su existencia y también el rumbo de las cosas en el   mundo, aunque todavía ignoraba el cómo.

       Ante la presencia de algo que decide nuestra vida y la de los demás, cualquier persona de mediana responsabilidad se siente sobrecogida. Y María era una mujer ciertamente joven, pero de una responsabilidad sobrecogedora.


       2. Era una experiencia nueva y desconocida de Dios. Cuando Dios comienza a dejarse sentir cercano, esta misma cercanía de Dios produce en el   hombre un sentimiento de recelo ante la nueva experiencia hasta entonces desconocida. ¿Qué es esto que me está pasando?, ¿en dónde me estoy metiendo?, son preguntas que no cesa de hacerse el que ha recibido la experiencia de Dios.

       3. Mecanismo de defensa también. Este mecanismo actúa cuando la persona humana advierte que el campo de su vida, sobre el cual ella es dueña y señora con sus decisiones libres, ha sido invadido por alguien que, sin quitar la libertad, llama poderosamente hacia un rumbo determinado... Y la pobre persona humana se defiende diciendo estas o parecidas excusas: « y por qué a mí entre tantos ¿no había nadie más que yo?»

       4. Sentimiento de incapacidad: «Yo no valgo para eso, voy a hacerlo muy mal...». Sí; el hombre medianamente consciente sabe, o cree saber, qué es lo que puede realizar con éxito, y qué puede ser un fracaso. Instintivamente tiende a moverse dentro del círculo de sus posibilidades. Rehúye arriesgarse a hacer el ridículo, a hacerlo mal, a moverse en un terreno inseguro, cuyos recursos él no domina.

       5. Repugnancia a la desaparición del «yo». María tiene su propia personalidad con su sentido normal de estima y pervivencia. Se le pide que ese yo se realice no independientemente, sino en Jesús, que se abra hacia ese ser, todavía desconocido, que es Jesús, para que sea Jesús quien se realice en el  la. Vivir en otro y de otro, y que otro viva en mí.

       Señor, quiero hacer ante ti una lista de mis miedos. Porque soy de carne, y el miedo se agarra siempre al corazón humano. Me amo mucho a mí mismo y me prefiero muchas veces a tus planes. Casi puedo definir mi vida, más que, como una búsqueda del bien, una huida de lo que a mí me no me gusta o me cuesta y por eso me parece malo. Así es mi vida, Señor: huir y huir .por miedo...

       Me da miedo el que Tú te dirijas a mí y me pidas vivir con ciertas exigencias, exigencias que son, por otra parte, de lo más razonables. Por eso huyo de la reflexión y de encontrarme con tu palabra a nivel profundo. Por eso busco llenarme de cosas superficiales que me entretienen. En realidad, no las busco por lo que valen; las busco porque me ayudan a luir.

       Me da miedo el tomar una decisión que comprometa mi vida, porque sé que, si lo hago en serio, me corto la retirada; y el no tener retirada me da miedo. Me da miedo el vivir con totalidad esta actitud, porque se vive más cómodamente a medias tintas.

       Me da miedo la verdad y comprobar que mi vida en realidad es una vida llena de mediocridades. Y por otra parte, me da miedo que esa mediocridad pueda ser, y de hecho sea, la tónica de mi vida.

       Me da miedo entregar mi libertad. No quisiera yo perder la dirección de mi vida. Dejarla en tus manos, aunque sean manos de Padre, me da miedo, lo confieso.

       Me da miedo hacerlo mal, el que puedan reírse de mí. Yo mismo me avergüenzo de hacerlo mal ante mí mismo, porque en el   fondo me gusta autocomplacerme. Por eso pienso muchas veces que sería mejor no emprender nunca aquello de cuyo éxito no estoy totalmente seguro. Por eso pienso muchas veces que es preferible vivir mi medianía que intentar hacer lo heroico. Porque me da miedo hacer el ridículo...

       Me da miedo lo que pueda pasar en el   futuro: ¿me cansaré? ¿Perseveraré?

       Me da miedo vivir fiado de Ti. Sé que buscas mi bien, pero experimento el miedo del paracaidista que se arroja al vacío fiado solamente en su paracaídas: ¿funcionará? ¿Fallará? ¿Funcionarás Tú según mis egoísmos?

       Me da miedo el tener que renunciarme a mí mismo. Se vive tan bien haciendo lo que uno quiere. Me da miedo porque me parece que es aniquilarme y que así me estropeo. Y no me doy cuenta de que lo que de verdad me estropea soy yo mismo, mis caprichos, mis veleidades, mis concesiones.

       Me das miedo, Tú, Jesús Eucaristía, en tu presencia silenciosa, amándome hasta dar la vida, sin reconocimientos por parte de muchos por lo que moriste y permaneces ahí en silencio, sin imponerte y esperando ser conocido.

       Me das miedo cuando desde Él Sagrario me llamas y me invitas a seguirte con amor extremo hasta el fín;  cuando llamas a mi corazón. Sé que vienes por mi bien, pero sé que tu voz es sincera y me enfrenta con la necesidad de extirpar mi egoísmo, sobre el cual he montado mi vida. Es exactamente el miedo que tengo ante el cirujano. Estoy cierto de que él busca, con el bisturí en la mano, mi salud, pero yo le tiemblo.

       Me dan miedo el dolor y la humillación, y la obediencia, y las enfermedades, y la pobreza. Y así puedo continuar indefinidamente la lista de mis miedos... Soy en esencia un ser medroso: unas veces inhibido por el miedo, y otras veces impulsado por él. El miedo no me deja ser persona, me ha reducido a un perpetuo fugitivo.

       Tú, Señor, te acercas a mi como a María, y me repites: “No temas... el Señor está contigo”... Probablemente pienso que todo he de hacerlo yo solo. Por eso me entra el miedo. Quiero oír de Ti esa palabra una y otra vez: «No temas; Yo, el Señor, estoy contigo aquí tan cerca, en el   Sagrario, todos los días.

       Yo, que te amo, estoy contigo en todos los sagrarios de la tierra. Yo, que te llamo, estoy contigo para ayudarte. Yo, que te envío, estoy contigo. Yo, que sé lo que tú puedes, estoy contigo. Yo, que todo lo puedo, estoy contigo. No temas, puedes venir a estar conmigo siempre que quieres».

Jesús, repíteme una y otra vez estas palabras, porque no seré hombre libre hasta que no me libre de mis miedos, de mis complejos, de mis recelos, de mis pesimismos, de mis derrotismos, del desaliento que me producen mis fracasos... Que oiga muchas veces tu voz que me repite: «No temas, Yo estoy contigo!».

 


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“EL ESPIRITU SANTO VENDRÁ SOBRE TI” (Lc. 1, 35)

 
       Hay que volver a leer más despacio el capítulo del miedo. Cuando al hombre se le propone algo que supera sus fuerzas, algo que no sabe cómo hay que hacer... el hombre queda frenado hasta que sepa que la cosa va a resultar, o hasta que haya encontrado una solución a los puntos difíciles.

       María ha entendido lo que Dios le pide, pero no entiende cómo va a realizarse esta encarnación del Verbo de Dios en su vientre después que ella ha ofrecido a Dios su virginidad. Si ella la ha ofrecido es porque pensaba que Dios se lo pedía, y no puede pensar que Dios juegue con ella y ahora diga NO a lo que antes dijo que SI. «¿Seré madre sin ser virgen? No puede ser; Dios me ha pedido mi virginidad para algo... «¿Seré virgen sin ser madre?» Tampoco puede ser, porque lo que precisamente Dios me está pidiendo ahora es la maternidad. Si Dios pide mi virginidad y pide también mi maternidad, yo me encuentro sin salida; no sé qué hacer.»

Volvamos al capítulo de los miedos y veamos si no hay razón para repetir: «esto es un lío... ¿por qué no dice Dios las cosas claras desde Él principio’? ¿Por qué tenía que pasarme esto a mi?..».

       María escapa de esta tenaza de miedo que intenta paralizarla, por la fe en Dios Todopoderoso. El Dios en el   cual ella creía era un Dios que había creado el cielo y la tierra. Un Dios que había separado la luz de las tinieblas, y el agua de la tierra seca.

       El Dios en el   cual creía ella era el Dios de Abraham, capaz de dar descendencia numerosa como las arenas del mar y las estrellas del cielo a un matrimonio de ancianos estériles.

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de Moisés. El Dios que enviaba al tartamudo a hablar con el Faraón para salvar a su pueblo. El Dios que separó las aguas del mar y permitió salir por lo seco a su pueblo. El Dios que condujo a su pueblo por el desierto... El Dios que dio tierra a los desheredados que no tenían tierra.

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de los profetas: el Dios que escogía hombres tímidos y que, después de hacerles experimentar quién era El, colocaba sus palabras en la boca de ellos y su valentía en el   corazón de ellos para que anunciaran con intrepidez el mensaje comunicado, y aguantaran impávidamente como una columna de bronce las críticas de los demás (Jer. 1).

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de Ana, madre de Samuel: “El Dios que da a la estéril siete hijos mientras la madre de muchos queda baldía... el Dios que da la muerte y la vida, que hunde hasta el abismo y saca de él... el Dios que levanta de la basura al pobre y le hace sentar con los príncipes de su pueblo.., el Dios ante el cual los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan...” (1 Sam. 2, 1-10).

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de David, el Dios que había prometido al anciano rey que su dinastía permanecería firme siempre en el   trono de Israel (2 Sam. 7).
Y por si fuera poco, una nueva señal en la línea de las anteriores: Isabel, su pariente, la estéril, la anciana, ha concebido un hijo. Sí, también creía María en el   Dios de Isabel, el Dios que da la pobreza y la riqueza, la esterilidad y la fecundidad. ¿No podría ese Dios dar también la virginidad y la maternidad?

       El Dios en el   cual creía María no era como los dioses de los gentiles. Esos eran ídolos: “tienen boca y no hablan... tienen ojos y no ven.., tienen orejas y no oyen... tienen nariz y no huelen... tienen manos y no tocan... tienen pies y no andan... no tiene voz su garganta” (Sal. 115). Esos no son dioses: Las fuerzas humanas no son dioses... el poder humano no es Dios... “Nuestro Dios está en el   cielo y lo que quiere lo hace”. Este sí que es el Dios verdadero, el que es capaz de hacer lo que quiere y llevar adelante sus planes de salvación...

Y María podría seguir recitando el salmo que sin duda, tantas veces habría rezado con los demás en la sinagoga, pero cuyo sentido profundo iba comprendiendo ahora: “Israel confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. La casa de Aarón confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Los fieles del Señor confían en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Que el Señor os acreciente a vosotros y a vuestros hijos” (Sal. 115).

       La fe de María la ha llevado a una conclusión: PARA DIOS NO HAY NADA IMPOSIBLE. Era la misma conclusión a la que había llegado Abraham: “Es que hay algo imposible para Yahvé?” (Gen. 18, 14). Es la misa conclusión a que han de llegar los que tienen fe y quieren vivirla.

       Porque la llamada que Dios hace a María y la que hace a todo hombre no pueden realizarse con fuerzas humanas. De ser así, Dios llamaría a pocos, a los mejores. Dios tendría que hacer una selección muy rigurosa de sus colaboradores.

       Pero Dios, el Dios verdadero, no es así. Dios se ha manifestado a lo largo de la historia llamando al tartamudo, al tímido, al anciano, a la estéril, al hambriento. Porque las actuaciones de Dios son para desplegar la fortaleza de su brazo y dejar campo abierto a su poder. Quiero creer en ti Señor, como creyó María.

       Creo, como ella, que eres Tú el que me hablas. Creo que me llamas. Creo que quieres unirte a mí, que quieres vivir dentro de mí y que me admites a vivir en Ti y contigo. Creo que en esto está la salvación. Creo que en mi colaboración a tus planes está la salvación de los demás.

       Que soy débil, que soy inútil, que tengo resistencias serias a tu voluntad, que soy un superficial, que rehúyo comprometerme, que no quiero quemar mis naves, que no valgo...etc, todo eso me lo sé de sobra. Para ello no necesito tener fe, porque lo experimento y palpo en cada momento.

       Pero precisamente porque soy así necesito la fe de María. Porque tengo que dar un salto que supera mis fuerzas, porque tengo que vivir en un plano donde no se ve ni se palpa nada; porque soy llamado para realizar algo que me parece incompatible, y lo es, con mi incapacidad.

María, quiero felicitarte con Isabel, por tu fe: “Bendita tú, que has creído”. Bendita tú, porque has tenido fe, porque has creído que Dios te hablaba. Bendita tú, porque has creído que te hablaba para hacerse hombre en ti. Bendita tú, porque pensabas que Dios te llamaba a salvar a los hombres. Bendita tú, porque no preguntaste nada más que lo necesario para saber lo que tenias que hacer. Bendita tú, porque no dudaste del poder de Dios. Sí, bendita y mil veces bendita tú.

A mí, que intento seguir torpemente tus pasos, ayúdame a superar mis desconfianzas, mis complejos, mis cobardías, mis reticencias, mis retraimientos. Y también ayúdame a superar mis suficiencias y la confianza en mis cualidades humanas y mi creencia de que soy algo y valgo para mucho.

       Señor, como tu sierva María, quiero poner mi inutilidad bajo tu poder para colaborar a tus planes de salvación en la medida y en el   puesto a que soy llamado por Ti.

 

 

***** *

 

“AQUÍ ESTA LA ESCLAVA DEL SEÑOR:HÁGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA”(Lc. 1, 38)


       En el   corazón de María, donde había tenido lugar el diálogo profundo con Dios, se hizo la entrega a Dios. Y nadie se enteró. No hubo fotógrafos para tomar instantáneas de la ceremonia, ni grabaciones en directo para las emisoras, ni periodistas que lo diesen a la publicidad. Dios no hace obras sensacionales, pero sí hace obras maravillosas.

Una gota de agua es una maravilla, pero sólo cuando se mira con el microscopio. Una hoja de cualquier árbol es otra maravilla, pero luce menos que una bengala o un anuncio luminoso, que causan sensación. Nadie se enteró. Pero allí había comenzado a cambiar el mundo.

       ¿Qué había pasado? El Verbo era ya carne de nuestra carne y había comenzado su carrera humana partiendo desde Él punto cero, como todo ser humano que comienza esta carrera de la vida.

       Una mujer estaba haciendo expedito el camino al Verbo de Dios para que pudiera vivir con los hombres, sus hermanos. Una mujer le estaba dando manos de hombre para que pudiera trabajar y ganarse la vida como sus hermanos, y también para que pudiera abrazar a sus hermanos los hombres y tocar sus llagas y sus enfermedades.

       Una mujer le estaba dando ojos de hombre para que pudiera mirar las cosas que ven los hombres: los pájaros, las flores, el odio, al amor, los amigos y los enemigos. Una mujer le estaba proporcionando al Verbo de Dios unos labios para dar la paz, para decir palabras de ánimo, para llamar a los hombres a su seguimiento, para expulsar los demonios, para curar a los enfermos con sólo su palabra.

       Una mujer le estaba formando un corazón para compadecerse de la gente, para amar a las personas, para sacrificarse. Una mujer le estaba formando un cuerpo con el cual pudiera cansarse, y tener hambre, y sed, y morir, y resucitar por todos; un cuerpo que pudiera ser también pan que con nuestras manos pudiéramos llevar a la boca para recibir la vida de Dios.

       Una mujer estaba abriendo el camino para que en cada hombre, bueno o malo, culto o analfabeto, el Verbo de Dios pudiera vivir. Lo que por el bautismo iba a realizarse en cada hombre; lo que en la Eucaristía iba a realizarse en plenitud: “yo soy el pan de la vida, si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros… mi carne es verdadera comida… quien me come, vivirá en mí y yo en el ”, había comenzado a ser posible en una mujer. Y todo esto, en silencio, sin ruido, sin aspavientos. Porque los hombres nos movemos siempre a nivel de apariencias. Pero Dios se mueve siempre a nivel de corazones, a nivel de profundidad.
       La reflexión que ha hecho la Iglesia en el   Concilio Vaticano II destaca que María no se contentó con dejar actuar a Dios. Su actuación no consistió únicamente en dar permiso a Dios para atravesar su puerta, sino que ella hizo todo cuanto pudo para lograr que Dios entrase por ella.

       No permitió solamente que se hiciese en el  la la Palabra de Dios, sino que se brindó a realizarla ella misma. Porque la Palabra de Dios nunca se hace carne ella sola. Se hace carne solamente cuando han coincidido dos voluntades, la de Dios y la del hombre, para querer lo mismo, y cuando cada una de las voluntades ha aportado de su parte cuanto puede.

       Dios no es un ladrón que a la fuerza intenta arrebatarnos lo nuestro. Dios no se acerca al hombre para quitar nada, sino para enriquecer. Pero tampoco enriquece con su don, si el hombre no quiere positivamente recibirlo y está dispuesto a trabajar por recibirlo.

       Por eso, la colaboración activa indaga, pregunta, se interesa por los planes de Dios, intenta conocerlos. Pero no por curiosidad, sino para hacer lo que haya que hacer. La colaboración activa no se echa atrás ante lo imposible, no. Da el paso en la te hacia eso imposible.

La colaboración activa quiere positivamente lo que Dios quiere, se sacrifica voluntariamente lo que sea preciso. Esta colaboración activa es la línea que escoge María para actuar a lo largo de toda su vida. Para ella, el hágase equivale a un yo deseo que así haga la Palabra de Dios, me encantaría colaborar con la Palabra de Dios, ojala no sea yo obstáculo, haré lo que esté en mi mano para que así sea.

       Quiero creer, Señor, que todo acto hecho en Cristo por Él y en el  es salvador. Se nos escapa el dónde, el cuándo y el cómo, pero quiero creer que sirve para la salvación de mis hermanos. Por eso mi vida tiene un sentido, y cuanto hago tiene un sentido: JESÚS.

       Cuando el ángel se volvió al cielo, María siguió haciendo lo mismo de antes, pero lo hace ya en Cristo y por Cristo, y Jesús en el  la y por ella. De este modo se había convertido en corredentora que aportaba toda su actividad a los planes de salvación de Dios.

       No quiero, Señor, hacer o dejar de hacer porque hacen o no hacen los demás. Yo quiero hacer lo que debo. Yo quiero responder a mi llamada personal diciendo como María mi hágase: haré lo que mi Dios, en el   cual creo, espera de mí. Intentaré con todas mis fuerzas colaborar a los planes de salvación que Él me vaya revelando. Señor, voy entendiendo que decir un SI a tu Palabra es algo difícil, pero que de verdad me salva y salva a los demás.

Yo sé que cuando te digo un SI, nadie va a enterarse ni alabarme, nadie va a publicarlo, ni falta que hace. Pero estoy convencido que cuando hago eso, la historia realizada en María se repite en mí: soy puerta que se abre para que Tú entres al mundo de nuevo. Y si Tú entras de nuevo en el   mundo, siempre es con el mismo fin: «por nosotros los hombres y nuestra salvación». No sólo por mi salvación, sino también por la salvación de todos.

       María cambió el mundo, pero ella no lo vio. María fue la primera que comenzó a llevar a Dios en sus entrañas, pero ella siguió siendo la misma para los demás, no florecieron los rosales de la casa ni los que trabajaban en los campos vieron bajar el Misterio a su seno, ella tampoco, pero lo sintió. Pero ella había creído y el Verbo empezó a ser en su seno.

       Más tarde, Jesús trabajará y sudará por los hombres y nadie lo sabrá ni lo agradecerá. Dará voluntariamente su vida por todos, y los hombres seguirán sin enterarse. Estamos ante un misterio de fe, y yo, con mi impaciencia, quiero hacer cosas y cosas y constatar inmediatamente sus resultados.

Ella siempre creyó que su hijo era Hijo de Dios y permaneció junto a Él en la cruz, cuando todos le abandonaron, menos Juan que había celebrado la primera Eucaristía reclinando su cabeza sobre su pecho y había sentido todos los latidos de la divinidad, llena de Amor de Espíritu Santo a los hombres.

       Quiero creer, Señor, como María y hacerme esclavo de tu Palabra. Quiero decir que sí, como tú, María, porque ninguno de estos sí dados a Dios se pierden. Todos son salvadores, y hay que fiarse siempre de Dios, aunque nada externo cambie, aunque no sepamos cómo, ni cuándo, ni dónde Dios lo cumplirá, pero son salvadores, porque el Verbo de Dios se hace hombre por salvarnos en el   sí de sus hermanos.

 

 

2ª   MEDITACIÓN

 

LA VIRGEN  VISITAA SU PRIMA SANTA ISABEL

 

“En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.

¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!

Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia  como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.

María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa”(Lc 1,39-57).

 

Punto 1º. El viaje. Dice el evangelista: “En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá”.  ¿Por qué emprende María su viaje?

 

a). No ciertamente por diversión o curiosidad, ni por otro motivo que por caridad, que la mueve a ofrecer su ayuda a su prima en los últimos meses de su punto menos que milagroso embarazo.

Supone la alegría de Isabel al sentirse fecunda por singular bendición del Señor, y acaso ilustrada por el Señor entiende la íntima relación que va a mediar entre el Mesías, que en sus entrañas purísimas acaba de encarnar, y el hijo de su prima, destinado a ser el heraldo y Precursor que prepare los caminos del Señor. Aprendamos en esta conducta de María cómo no está reñida la santidad más alta con la cortesía y delicadeza más exquisitas. Y pongamos mucho estudio en gozarnos sinceramente del bien ajeno y prestarnos a ayudar a los demás, y anticiparnos a hacerlos las atenciones y saludos que la urbanidad y la caridad inspiran, sin sentirnos rebajados por tratar con delicadeza aun a los inferiores a nosotros.

María, la Madre de Dios, no se desdeña de ir, con largo y molesto viaje, a felicitar por su dicha a su prima y ofrecerla su valiosa ayuda en los más humildes menesteres. Y fue apresuradamente, cum festinatione, siguiendo pronta y dócilmente la inspiración del Espíritu Santo.

Meditemos: ¿Somos también nosotros prestos y diligentes en seguir las inspiraciones, o, por el contrario, tardos y perezosos? Pensémoslo, y quizá echaremos de ver que no pocas veces hemos sido de veras tardos en acudir al llamamiento de Dios. Y eso no solo cuando se trataba, como en el   caso de María, de cosas no obligatorias, sino de supererogación; más aún, en casos de obligación y mediando expreso mandato de Dios o de nuestros Superiores.


b) El viaje es de creer que no lo haría sola. Quizá le acompañó su esposo San José, que si, como piensan o conjeturan algunos exegetas, era el tiempo de Pascua en el    que emprendió este viaje María, iría a cumplir su deber de buen israelita. Y en tal caso fácil fuera que la acompañara San José hasta Jerusalén, continuando María su viaje hasta la casa de su prima.

¿Dónde habitaba Isabel? Dice San Lucas que en una “ciudad de Judá”; no faltan quienes afirman que ha de leerse en la “ciudad de Judá”. «Diez localidades—dice el P. Prat (1, 63) han reivindicado la gloria de haber mecido la cuna del Precursor; y el Evangelio, que se ciñe a mencionar una ciudad situada en las montañas de Judá, no nos ayuda gran cosa a decidirnos en la elección, porque toda la Judea, desde Bethel hasta Hebrón, es país montañoso. El lugar que tiene en su haber más seria tradición es el pueblo de Aïn-Karim, en el   macizo de los montes de Judá, a legua y media de Jerusalén.»


2) En casa de Isabel. Escena tierna y delicada, que ha inspirado a más de un gran artista. De qué manera más completa y delicada se realizó lo que el Ángel había predicho, al aparecerse a Zacarías: “El hijo de Isabel será lleno del Espíritu Santo desde Él seno de su madre”. Se valió para ello de la que había de ser canal único y universal de todas las gracias: quiere ir Jesús a aquella casa llevado por su Madre. Oculto misteriosamente en el   seno purísimo de María irradió su santificador efecto por María, y santa Isabel lo declaró en aquellas palabras: “en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno”. Cuán poderosa es la voz de María; una sola palabra de saludo vox salutationis basta a producir tan maravillosos efectos, como el santificar al niño y llenar del Espíritu Santo a la madre.

       Meditemos las palabras de María, para ver si en nosotros causan tan magníficos efectos. Por María, la “llena de gracia”, vienen hasta  nosotros las misericordias del Señor. Dormía Juan en el   seno de su madre, muerto a la vida de la gracia, engendrado en pecado, y el Señor, para prepararlo a los altos destinos a que le tenía señalado, lo santifica. Sublime lección; los heraldos del Señor han de vivir a Él unidos por la gracia, y esa gracia sólo les puede llegar por mediación de María, la medianera universal. Procuremos, pues, acercarnos a ella para lograr por su intercesión gracia tan singular; no lograremos por otro medio la santificación de nuestras almas.


3) “Bendita tu entre las mujeres”. Es la salutación de Isabel a María. Vemos cómo alcanzó también a Isabel la comunicación del Espíritu Santo, y se manifestó en el  la haciéndola prorrumpir en aquellas magníficas frases, tan llenas de altísimo sentido: “Tú eres la bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?”

Considera la alegría purísima que inundó el alma de Isabel y el gusto con que recibió la visita de su prima ¡ Y qué eficacia la de las palabras de salutación de María y qué raudal de gracias consiguen los que la saben recibir debidamente en su casa! Procuremos hacerlo nosotros, y a su visita nos sentiremos llenos de amor, llenes de luz, llenos del Espíritu Santo. Lección es también provechosa, que podemos aprender de María en este misterio, la de estimar en mucho los dones de Dios, pero no de suerte que de ellos nos engriamos, teniéndonos por más que los otros, sino de modo que nos sintamos, llenos de gratitud humilde, empujados a proclamarnos «esclavos» inútiles y a ofrecernos al servicio de los demás, por amor del Señor. Cuanto más favorecidos del Señor, más obligados de creer a hacer fructificar tan preciosos dones en obras de caridad fraterna.

 

 

Punto 2º: María canta el “magnificat”: Proclama mi alma las grandezas del Señor

 

1) Al leer el magnificat se echa de ver que es una explosión del alma enamorada que remonta como natural y necesariamente el vuelo hacia las alturas, donde mora su alma más que en la tierra. Fluyen en el  los recuerdos y reminiscencias, aun de palabras, del Antiguo Testamento, tan familiar a la Virgen, y se oye resonar el eco de la voz inspirada del Salmista y los Profetas. 

Canta con inspiración no menos sublime que delicada el inefable gozo en que rebosa su espíritu al considerar el inmenso poder de Dios, que con brazo poderoso libra a su pueblo, haciendo grandes cosas en María y derramando su misericordia de generación en generación. Y manifiesta tres sentimientos que embargan su alma: el de gratitud por las grandes cosas que en el  la ha hecho el Señor; el de admiración de la sabiduría y misericordia del que ensalza a los humildes y abaja a los poderosos; el de alegre confianza de que Dios va a cumplir sus promesas, enviando a su pueblo un libertador.


2) Pocas palabras de la Santísima Virgen se nos recuerdan en el   Santo Evangelio; pero cierto que las pocas que nos conserva son bien dignas de considerarse y están llenas de conceptos altísimos y de enseñanzas prácticas, que dan abundante materia de suaves y fecundas consideraciones.

Brotaron, sin duda, las palabras del «Magnificat» de los labios de María al influjo de la inspiración del Espíritu Santo, y así han de considerarse como llenas de celestial sabiduría más que de ciencia humana, por muy levantada que se suponga. Nadie como la Virgen María, la primera y la más favorecida entre los redimidos, podía cantar las excelencias de la obra redentora de Dios misericordioso.

Se ha llamado con razón al “magnificat” la oración de María, como el «Padre nuestro» se llama la oración dominical, la de Jesús. La Iglesia lo ha incluido en el   Oficio divino, de suerte que todos los sacerdotes han de repetirlo diariamente en el   rezo de las Vísperas, sin que se omita ni un solo día del año litúrgico. ¡Con cuánta devoción no hemos de procurar repetirlo  recordando cómo lo diría nuestra Madre Santísima!

 

3) Es el más importante de los cánticos de la Sagrada Escritura, incluyendo a los de Moisés, Débora, Ana, madre de Samuel; Ezequías, los tres jóvenes, etc. «Está, dice el P. Cornelio a Lapide, lleno de divino espíritu y exultación, de suerte que se diría compuesto y dictado por el Verbo, ya concebido y regocijado en el   seno de la Virgen».

Pueden en el  distinguirse tres partes: comprende la 1ª. los vv. 46-50, y en el  los agradece al Señor los beneficios que de Él ha recibido, sobre todo, el de haberla hecho Madre del Salvador; por lo que la llamarán todas las generaciones “bienaventurada”. En la 2ª. (51-53) alaba a Dios por los beneficios comunes concedidos antes de la venida de Cristo a todo el pueblo; alude principalmente a las victorias concedidas a Israel contra Faraón y los Cananeos. Vuelve en la 3ª. (54-55) al máximo beneficio de la Encarnación del Verbo, prometido a los Padres y a ella concedido.


4) Podemos estudiar en este cántico un modelo que imitar cuando en nuestra vida nos veamos en circunstancias en alguna manera similares a las de María en la Visitación. Favorecidos por Dios con beneficios más que ordinarios, al oírnos alabar de amigos o conocidos, hemos de elevar nuestra alma en vuelo de agradecido reconocimiento al Señor, entonando un «magnificat» regocijado y humilde de alabanza al dador de todo bien.

El tema del himno de gratitud de María es principalmente el beneficio de la redención, verdadera “obra grande” de Dios. Justo es que también nosotros apreciemos su grandeza magnífica, y sintiéndonos, como en realidad lo estamos, en el  incluidos y por él tan generosa y espléndidamente beneficiados, dejemos que el corazón se nos inflame en ardorosos anhelos de gratitud y fiel correspondencia


5) Notemos, por fin, cuán admirablemente se viene cumpliendo el “beatam me dicent”. Cuando María lo pronunció parecía algo, si no absurdo, inconcebible: una doncellita de pocos años, desposada con un pobre carpintero, en un pueblecillo ignoto de Galilea, ¿llegar a ser aclamada  por todas las generaciones? ¡Sólo Dios lo podía hacer y cuán espléndidamente lo ha hecho! Él sea bendito, que así quiere honrar a esa doncellita, su Madre y nuestra Madre.

 


Punto 3.° “MARÍA ESTUVO CON ISABEL CASI TRES MESES Y LUEGO VOLVIÓ A SU CASA”.

 

1) El Evangelista San Lucas dice en el   V. 56: “Y detúvose María con Isabel cosa de tres meses. Y se volvió a su casa”. Como ya antes, en la Anunciación, el Arcángel había dicho a Nuestra Señora: “Tu parienta Isabel en su vejez ha concebido también un hijo, y la que se llamaba estéril hoy cuenta ya el sexto mes” (v. 36); se deduce que María permaneció en casa de su prima hasta el nacimiento del Bautista.

Y cierto que si se había predicho que en la natividad de Juan “muchos se regocijarían” (14) sería la Santísima Virgen uno de esos muchos, y se regocijaría en gran manera con los santos esposos, padres del Precursor del Señor, y tornaría gustosa parte en los festejos con que celebrarían tan fausto suceso.

Aprendamos a gozarnos en las prosperidades y bienes de los demás, sobre todo, en los de nuestros parientes y amigos, evitando cuidadosamente la envidia que nos hace entristecer del bien ajeno y nos empuja a cercenarlo o enturbiarlo de algún modo.

No seamos mezquinos ni nos amarguemos necia e irracionalmente la vida buscándonos ocasiones de pesadumbre en lo que debiéramos hallar legítima causa de íntima alegría y gusto purísimo. Cuánto fomenta la caridad de familias y comunidades la amplitud de corazón, que hace tomar parte con sincero regocijo en las alegrías de los demás. Y, por el contrario, qué enemigo más funesto de la caridad es el pesar del bien ajeno manifestado en malas caras, palabras frías y retraimientos injustificados.

 
2) Lección también no poco aprovechable la que podemos aprender de la estancia de María en casa de su prima, la que se desprende naturalmente de la consideración del tiempo en que acompañó a Isabel. Era en los últimos meses  de su embarazo, cuando lo eran sin duda más necesarios los cuidados y ayuda de los demás. ¡Con qué solícita diligencia atendería la Santísima Virgen a su prima! ¡Cómo la ayudaría diligente a las faenas todas de la casa, cómo trabajaría! Gocémonos en ser útiles a los demás y no nos parezca indecoroso humillarnos a servir aun a los que nos son inferiores.

María, la Madre de Dios, sirviendo, y nosotros ¿andamos con reparos de dignidad cuando se trata de ejercitar con los demás oficios de caridad? No sea así; antes bien, por el contrario, sintámonos honrados al ejercitar por amor del Señor los más humildes oficios en provecho de los demás. Trabajo y caridad son fuentes ubérrimas de méritos, de alegría y de bienestar.


3) La Santísima Virgen nos dice en su cántico que la causa de su dicha fué “quia respexit humilitatem” (v.48), porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; y cómo que se diría que con los nuevos favores del Señor se siente más movida a abajarse y se goza en ejercitar los oficios de una esclava, no sólo con el Señor, sino también, por su amor con los demás.

Aprendamos nosotros, miserables pecadores, a abajarnos y buscar lo que de derecho nos corresponde, el último lugar. Y que no suceda que andemos hambreando solícitos preeminencias y alturas y nos desdeñemos de hacer nada que pueda parecer servicio y esclavitud. Hablemos ahora de todo esto con la Virgen y con su Hijo Jesucristo, encarnado por nuestro amor, que tanto se humillaron y abajaron hasta tomar la condición de esclavo y así nos salvó.

 

 

3ª  MEDITACIÓN

 

LA NATIVIDAD DECRISTO NUESTRO SEÑOR SE MANIFIESTA A LOS PASTORES POR EL ÁNGEL: “Os ha nacido el Salvador”.

 

 “Había pastores en la misma región,  que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí,  se les presentó un ángel del Señor,  y la gloria del Señor los rodeó de resplandor;  y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis;  porque he aquí os doy nuevas de gran gozo,  que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy,  en la ciudad de David,  un Salvador,  que es CRISTO el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales,  acostado en un pesebre. Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales,  que alababan a Dios,  y decían:  ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz,  buena voluntad para con los hombres!

Sucedió que cuando los ángeles su fueron de ellos al cielo,  los pastores se dijeron unos a otros: Pasemos,  pues,  hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido,  y que el Señor nos ha manifestado.Vinieron,  pues,  apresuradamente,  y hallaron a María y a José,  y al niño acostado en el   pesebre. Y al verlo,  dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño.

Y todos los que oyeron,  se maravillaron de lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas,  meditándolas en su corazón.

Y volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto,  como se les había dicho”.

 

Punto 1º “LOS PASTORES FUERON A ADORAR AL NIÑO Y LO ENCONTRARON EN EL   PESEBRE”

 

1º) El relato evangélico nos dice: “Estaban velando en aquellos contornos unos pastores, y haciendo centinela de noche sobre su grey. Cuando de improviso un ángel del Señor apareció junto a ellos, y les cercó con su resplandor una luz divina: lo cual les llenó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: no tenéis que temer, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo. Y es que hoy os ha nacido el Salvador”.


2º) Era costumbre en Palestina dejar los rebaños por la noche a la intemperie. No sabemos el tiempo del  Nacimiento: la Iglesia, desde tiempos remotos, lo celebra el 25 de diciembre. Aunque así fuese, el invierno en aquella región de ordinario no es tan frío que no puedan pasar la noche al raso los rebaños. Quedaban siempre en vela algunos pastores para vigilar y prevenir cualquier peligro de fieras o malhechores que pudieran sobrevenir.

       Velaban, pues, los pastores, preparándose así, con su diligencia en vigilar cumpliendo su deber, a recibir la merced que el cielo les hizo. Gran disposición es, si queremos merecer las gracias del Señor, el poner de nuestra parte gran cuidado en el   exacto cumplimiento de nuestra obligación y guardar solícitos lo que nos está encomendado. Vemos también en este hecho una muestra más de la predilección de Jesús por los pobres y despreciados; así eran los pastores, a quienes se tenía en Israel en poca estima, asimilándolos a los publicanos.

Puede también notarse en este hecho cómo suelen las gracias del Señor venir a veces cuando menos se espera, pues que es muy dueño de hacerlas cuando y a quien le place. Y al mismo tiempo cuánto gusta del recogimiento y el callar de ruidos mundanos, para dejar oír la VOZ del cielo; repetidas son las comunicaciones en el   silencio de la noche, del Señor o sus ángeles, que en la Sagrada Escritura se nos narran. Saquemos como consecuencia práctica el aficionamos al retiro y al silencio y aprovechemos para la oración y comunicación con el Señor las horas más libres de cuidados terrenos y de trato con las gentes.


2) Al aparecer el ángel quedaron los pastores circundados de celestial resplandor signo, en el   Antiguo Testamento de manifestaciones divinas, como se puede ver en el   Ex., 24, 17, en el   3 Reg., 8, 11, etc. No faltan exegetas que indican que el ángel que apareció a los pastores fue San Gabriel, el nuncio de la Encarnación. Su primera frase fue de aliento y confianza: “no tengáis miedo”.

Natural es en el   hombre el temor a lo extraordinario e insólito, sobre todo a lo sobrenatural; pero propio es del buen espíritu tranquilizar a las almas espirituales que proceden con recta intención en el   divino servicio: “No temáis!”. ¡Cómo se trocó el temor en gozo cuando oyeron la «buena nueva» que se les anunciaba. 

Ellos, como buenos israelitas, estaban instruidos de la venida del Mesías y esperaban de ella el remedio de todos sus males. Llenáronse, pues, de gozo y se prepararon a ir a ver lo que se les había anunciado.

“Os ha nacido... el Salvador”,díjoles el ángel; para vosotros viene al mundo y se ha hecho hombre; y viene como Salvador. Con  ese nombre se le llamó ya en el   Antiguo Testamento, por ejemplo, en la profecía de Isaías (19-20) “les enviará un Salvador y defensor que los libre”,  y en la Zacarías (9,9) “vendrá tu Rey, el Justo, el Salvador”. Cuánta es la bondad de Dios, que por nosotros y para nuestra salvación viene de los cielos a la tierra. Sepamos agradecerlo y sepamos aprovecharnos: acudiendo solícitos, como los pastores.

 

3) Dióles el ángel como señal distintiva para hallar al Salvador: “Hallaréis al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (v.12). La pobreza y humildad son los compañeros de Jesús desde su entrada en el   mundo, y no le han de abandonar hasta el fin de su vida. Grabemos bien en nuestra mente que no se le encuentra entre el lujo y el boato de los palacios de los nobles de la tierra, y no nos engañemos tratando de hallarlo donde no se encuentra.  ¡Pobres sus padres, pobre su cuna, pobres sus amigos y seguidores, más pobre aún su lecho de muerte! Algo tiene sin duda de difícil, de grande, de santo, la pobreza, cuando lecciones tan repetidas de ella quiere leernos el Divino Maestro: “Discite a me”.  Aprendamos!


4) “Al punto mismo se dejó ver con el ángel un ejército numeroso de la milicia celestial alabando a Dios y diciendo; Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (v.13-14), o a quienes Dios tiene buena voluntad, es decir, queridos de Dios, objeto de la divina benevolencia; tal es el significado propio de la palabra original del texto griego.

Admiremos el contraste magnífico entre las humillaciones de Jesús y las maravillas que en torno al portal se suceden. Nacido de pobre Madre, en mísera choza, reclinado en un pesebre; se encienden de luz los cielos y resuenan himnos de celeste música, y acuden solícitas a festejar al recién nacido las milicias angélicas.

Cántico sublime el que resuena en los aires sobre la cueva de Belén. Dos son los grandes fines de la venida del Salvador: la gloria de Dios en los cielos, y la paz a los hombres en la tierra. Van unidos armónicamente, con enlace necesario: si procuramos dar a Dios la gloria que se le debe, redunda a los hombres que a recibirla se disponen, la paz verdadera, que los hombres no nos pueden dar ni quitar. Por el contrario, si defraudamos a Dios la gloria que le debemos, no será sin quebranto  de nuestra paz y no hallaremos sólido descanso.

Trabajemos, pues, por la gloria de Dios, que El nos premiará con galardón cien doblado de dulzura más que humana, sólo conocida por quien ha tenido la dicha de saborearla.

 
Punto 2.° LOS PASTORES VAN A BELÉN: “VINIERON CON PRISA Y HALLARON A MARÍA Y A JOSÉ Y AL NIÑO PUESTO En el   PESEBRE”.

 
1) El texto sagrado nos dice: “Después que los ángeles volvieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el   pesebre”.

Lección práctica la que nos leen, con su admirable proceder, los pastores. Dóciles a la indicación del ángel, se disponen al instante a hacer las diligencias conducentes para hallar al Niño que se les ha anunciado, y a ello se animan mutuamente.¡Oh si nosotros no emperezáramos nunca en seguir con presteza las divinas inspiraciones los órdenes y exhortaciones de nuestros directores y superiores! ¡Cuántas veces, por el contrario, con negligencia estúpida, dejamos para más tarde lo que debiéramos hacer al instante!

“Y se animaban unos o otros”,lección bien práctica para nosotros. Cuántas veces, en vez de alentar a los demás a la práctica del bien con nuestras pláticas y consejos, los retardamos y aun desviarnos del buen camino con nuestras censuras y críticas, o con nuestras manifestaciones de desagrado o de poca estima. No sea así: temblemos de ser con nuestras obras o palabras piedra de escándalo y motivo de alejamiento del bien para los demás; antes bien, hagamos un particular estudio a este respecto y podremos alentar a los demás en la práctica del bien y ayudarles a cumplir con presteza y alegría lo que el Señor les pide. Qué ejercicio de tan fina caridad es éste y cuánto bien se puede hacer llenando de entusiasmo y aliento a los compañeros en el   servicio del Señor.

 

2) Y fueron con prisa: como ansiosos de ver lo que se les anunciara y esperanzados de hallar algo grande. Imitémosles: bien persuadidos debemos estar del bien grande que para nosotros se encierra en el   Sagrario, en el   seguir con fidelidad las divinas inspiraciones, en ser guardadores exactos de la vida a que el Señor tan amorosamente nos ha llamado.

Pues ¿cómo entonces tan fácilmente nos olvidamos  de que nos aguarda Jesús en el   Sagrario y no le visitamos: ¿nos hacemos sordos a sus llamamientos interiores y marchamas pesadamente por el camino de la virtud y vivimos como cansados de lo que tenemos sin estimar tan precioso tesoro? No sea así, corramos alegres a Jesús, sigamos gustosos sus llamamientos, vivamos vida de unión con Él y de santidad. Nuestra diligencia y solicitud tendrá premio análogo al que recibieron de la suya los pastores.


3) “Hallaron a María y a José y al Niño”. ¿Cuál no sería el asombro de San José al oír, en el   silencio de la noche, voces y ruido de tropel de gentes que se acercaban a la gruta? ¿Y cuál su admiración y extrañeza al oír que le preguntaban si había allí nacido aquella noche un Niño?      ¡Y cómo él y la Santísima Virgen alabarían al Señor al escuchar de labios de los pastorcitos lo que el ángel les había anunciado! Reflexionemos: ya empieza a recoger Jesús los frutos de su trabajo salvador; se esconde, se humilla, y el cielo le descubre y honra.

Entraron los pastores en la gruta y se postraron ante el Niño, adorándole reverentes y ofreciéndole, llenos de cariño, los pobres dones que en su escasez habían podido reunir. ¿Qué sentirían sus almas? Jesús no quiso, como pudiera, hablarles con palabras materiales; pero lo hizo sin duda y con eficacia maravillosa en el   fondo de sus almas, como se echó de ver muy pronto por los efectos que aquella visita produjo eii los pastores. Nunca nos acercamos con buena voluntad a Jesús que no recibamos de Él preciosos dones que enriquecen nuestras almas.

 

4) Hallaron al Niño con su Madre. No de otra suerte podemos hallar a Jesús que con María y por María. Por Ella se nos dio y por Ella seguirá dándose siempre: es la medianera de todas las gracias. Vayamos, pues, a Ella confiados y en el  la lo hallaremos todo. ¡Todo bien nos viene por María!

Sin duda que San José y la Santísima Virgen recibirían amablemente a los pastores y se entretendrían con ellos en du1císmos, coloquios ¡Cómo sentirían los buenos israelitas que se les encendían sus corazones en amor de su Salvador al soplo encendido de aquellos suavísimos coloquios! Agradecieron mucho los Santos Esposos los dones de aquellos primeros adoradores de Jesús y en pago puso la Virgen Santísima al Niño en brazos de aquellos devotos visitantes ¿Qué sentirían? ¿Qué harían? ¿Qué dirían? Que la devoción nos lo inspire. Pensémoslo y digámoslo en nuestro corazón poniéndonos en análogo trance.

Soñamos a veces y juzgamos como en realidad lo fueron, dichosos a los pastorcitos que merecieron ser llamados a Belén y gozar de las dulces pláticas de María y José y de los tiernos abrazos de Jesús. Soñamos.., y no sabemos apreciar la realidad magnífica que con tanto mayor regajo y facilidad se nos brinda a nosotros a diario Belén, casa de pan, que es el Sagrario! ¡Eucaristía, pan del cielo! Belén está lejos y tuvo su realidad hace dos mil años; pero la Eucaristía está en nuestros altares y es el mismo Cristo, vivo y ya resucitado, habiendo cumplido toda la misión que el Padre el confió. Procuremos visitar, hablar, agradecer este don, el más grande de Cristo en la tierra, su presencia eucarística en amistad permanente para todos los hombres. Procuremos amarla y visitarla debidamente y sin duda saldremos de ella como de Belén salieron los pastores: llenos de gozo y transformados en apóstoles de la buena nueva.


Punto 3º. “LOS PASTORES SE VOLVIERON DANDO GLORIA A DIOS POR LO QUE HABÍAN VISTO Y OÍDO”.

 

Dice San Lucas: “Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían.María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho”.

 

¡Cuan honda y santa impresión produjo en los pastores la visita a la gruta de Belén! En primer lugar, se certificaron de cuanto se les había dicho: lo vieron confirmado y su fe si robusteció, llenándoles de santo gozo. Y respondiendo generosos a la predilección del Señor, no se contentaron con el fruto íntimo que de ella habían logrado, sino que, llenos de entusiasta caridad, quisieron hacer a otros partícipes de su dicha y fueron anunciando en Belén lo que había acaecido; y con tal eficacia lo hicieron  que cuantos les oyeron se maravillaron.

¿Fueron nuevos adoradores al portal? No nos lo dice el santo evangelio, y es de creer que no. ¡Qué pena que no se aprovecharan mejor de la magnífica ocasión que de acercarse a Dios se les brindaba! ¡Cuántos hay que se maravillan de las cosas divinas, pero no pasan de ahí y no se deciden a acercarse a Dios, por la práctica integral de la vida cristiana! No seamos así; antes bien, convirtámonos en apóstoles del bien y procuremos dar a conocer a los demás la dicha que nosotros gozamos y sepamos aprovecharnos de lo bueno que vemos o sabemos de los demás. Podemos considerar que en Belén había cuatro clase de personas: Unos no se asomaron al portal, aunque oyeron lo que decían los pastores. Otros, acaso, entraron en el   portal como de paso, pero ni conocían al Niño ni a la Madre. Los pastores entraron y con viva fe adoraron al Niño, pero no se quedaron allí. La Santísima Virgen y San José estuvieron en el   portal asistiendo al Niño y sirviéndole con amor. Y ve representadas en estas clases a otras tantas maneras de relacionarse con el Señor.

Son los primeros, los que, embebidos en sus ocupaciones y negocios, no acuden a contemplar estos misterios por pereza y por acudir a otras cosas de su gusto. Los segundos, los que asisten a estos misterios con fe muerta, sin reparar ni ahondar lo que hay en el  los, y así ningún provecho sacan. A los pastores imitan los justos que a tiempo se dan a la oración y contemplación de estos misterios y de allí salen a cumplir sus obligaciones y predicar lo que han conocido, moviendo a otros. Finalmente, imitan a los santos esposos los que se dedican despacio algunos días a la contemplación de los divinos misterios, meditándolos en su corazón

 

4ª   MEDITACIÓN

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS… A LOS PASTORES: OS HA NACIDO UN SALVADOR. LOS PASTORES ADORARON… UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.

Había en las cercanías unos pastores que pasaban la noche a la intemperie para guardar su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor: la gloria del Señor los envolvió con su claridad y ellos se asustaron mucho.

Pero el ángel les dijo: No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que os producirá gran alegría a vosotros y a todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esta señal os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

 De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en el   cielo y paz en la tierra a Los hombres que Dios ama tanto. Al marcharse los ángeles al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vamos derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el   pesebre. Al verlo, dieron a conocer el mensaje que se les había comunicado sobre el niño; y todos los que le oyeron quedaron sorprendidos ante lo que les decían los pastores. María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído; todo como se lo habían dicho”(Lc 2, 6-20).

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS”(Lc. 2, 7)


       Jesús quiere encontrarse con los habitantes de Belén y con los habitantes de todo el mundo. Ha hecho en el   seno de su madre un largo camino precisamente porque quiere ser ciudadano de la ciudad de David.

       Pero si él quiere encontrarse con los de Belén, no es menos cierto que a los de Belén no les importa gran cosa este Jesús. Hasta ahora, Jesús se ha encontrado con personas que le han aceptado y se han comprometido con El: María, José, Isabel, Zacarías. Pero ahora va a surgir un nuevo tipo de respuesta: la de la despreocupación, la del que tiene tan lleno su tiempo, su corazón, su cabeza, sus intereses.., que no hay espacio para Jesús.

       Así eran los habitantes de Belén: no persiguieron a Jesús; no le expulsaron... Sólo esto: no había sitio para Él. Y no había sitio porque nadie hizo sitio. Y nadie hizo sitio porque a nadie le interesaba que hubiera sitio. Y a nadie le interesaba porque nadie valoraba, ni estimaba, ni conocía a Jesús... Jesús no merecía más que cualquier otra persona.

       Comienza la serie de los despreocupados religiosamente. No son perseguidores de Jesús. No le miran con malos ojos. No les duele su vecindad. Pero meterle dentro del corazón, como María y José, comprometerse con Él, hacer de Jesús el gran valor, el gran tesoro y perla preciosa por la que hay que venderlo todo y sacar del propio corazón los otros valores..., infravalorar otras cosas y realidades para valorar más a Jesús, ¡ah!, eso no.

       Las personas parecidas a las de Belén se excusan con facilidad, como ellas: No hay sitio, no hay tiempo, hay tanto en qué pensar, hay tanto que hacer. Y probablemente así es.      Pero es que, para ellos, Jesús es una cosa más de la lista y no precisamente de las primeras. Por eso hay tiempo para ver la televisión, pero no para hacer un rato de reflexión con Cristo. Hay tiempo para charlar y charlar sin tregua, y de cosas insustanciales, pero no lo hay para tener dos palabras de conversación con el Señor. Hay tiempo para leer tebeos y novelas, pero no lo hay para leer la Palabra de Dios. Hay tiempo para estudiar, para pasear, para esquiar, para hacer y ver deporte, para escuchar discos.

       Jesús y sus cosas: no es que las combatamos. Sencillamente no hay sitio. Porque en el   montaje que hemos hecho de nuestra vida no hemos dejado un sitio para él. Ya no se trata ni siquiera del mejor sitio, sino sencillamente de un pequeño espacio para El.

       Y el resultado es que, como aquellos de Belén, nos quedamos vacíos. Porque para nacer, Jesús no necesita ninguna casa, ni nada nuestro. El viene a hacernos un favor, y nosotros pensamos que nos lo pide y le decimos: «lo siento; no puedo esta vez. Estoy muy ocupado».

       Jesús nacerá por nosotros. Esto es cierto. Pero nacerá fuera de nosotros. Su nacimiento será noticia que oiremos a los demás. Pero no será la BUENA NOTICIA que escucharemos dentro de nosotros mismos, que nos llene de alegría, que nos cambie, que nos haga hombres nuevos.

       Y no nacerá en nosotros Jesús porque no tenía sitio para nacer, no le hemos dado la oportunidad de nacer. Que nazca en otros, que se comprometan otros con El: en eso no ponemos ninguna dificultad. Nosotros nos contentamos con ser espectadores de esta historia. Pero, por eso mismo, nos quedamos fuera de ella, y, ¡qué pena!, es la Historia de Salvación.
       Jesús, me da miedo pensar que pasas a mi lado, llamas a mi puerta y que yo te diga muy cortésmente que no hay sitio para Ti, o que no hay tiempo, porque tengo cosas más importantes que hacer. Me da miedo, pero me da la impresión de que es lo que he hecho muchas veces.

       Y, si soy un poco sincero y pretendo examinar lo que me llena, tengo que confesar que son vaciedades, cosas sin sustancia que me ocupan, pero no me satisfacen. Con esto ya reconozco, de entrada, que estoy vacío, por más que tenga la sensación de estar lleno y ocupado.

       Por otra parte, cuando intento darme o darte una respuesta a Ti, que me pides un lugar, un rato de lectura seria o de oración junto a Ti en el   Sagrario,  una Eucaristía, un sacrificio, me parece encontrar una respuesta satisfactoria: «no hay sitio». Y con esto pienso que quedo bien.

       Pero no. Tú sabes, y yo también sé, que no quedo tranquilo. No hay sitio porque yo lo he ocupado antes. No hay sitio porque tampoco estoy dispuesto a desocuparlo. No hay sitio porque pienso que doy más importancia a cosas y a otras personas que a Ti. En definitiva: no hay sitio, porque yo no quiero un sitio para Ti. A María y a José no les dieron un sitio para Ti, pero ellos te lo buscaron.

       Y el resultado de esta conducta mía es que nunca maduro. ¿Cómo voy a madurar si estoy haciendo todo lo posible para que Tú no nazcas en mí? ¿Cómo voy a madurar si quiero seguir llenándome de cosas que me vacían más aún.

La cueva de Belén era pobre, si; no había dentro nada. Porque estaba vacía, a ella te llevaron: para que la llenases Tú. Y las casas llenas, como nosotros, llenos de cosas en nuestro corazón, impedimos que entres dentro de nosotros, porque no cabes, y sin embargo, estamos vacíos, porque lo tenemos todo, pero no falta el Todo, que eres  Tú.  Jesús, quiero que me ayudes a vaciarme de mi orgullo, de mi ansia de sobresalir, de mi ansia de pasármelo bien, de mi egoísmo, de mi dureza y agresividad, de mi indolencia, de todo lo que Tú ves que ocupa en mí el puesto que deberías ocupar Tú.

       Caigo en la cuenta de que la gran oportunidad de las casas de Belén fue el que Tú pudiste nacer en el  las para la salvación de los hombres. Sus moradores rechazaron esta oportunidad... Jesús, yo no quiero perder la oportunidad que me estás ofreciendo de nacer y vivir n mí para la salvación mía y de los demás.

 

 

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“OS HA NACIDO UN SALVADOR”(Lc 2, 11)

 

Los habitantes de Belén tenían la casa demasiado llena. Los pastores de Belén no tenían ni casa. Los habitantes de Belén estaban dormidos. Los pastores de Belén estaban en vela. Por eso a ellos se les hace una llamada. En la llamada se les anuncia la venida del Salvador. Se les anuncia que Dios ama a los hombres. Y esto constituye la llamada al amor. Se les previene que no hay nada espectacular, que admitan al Salvador tal como es: niño y pobre. ¿Admitís la salvación y al Salvador que Dios envía? ¿Queréis sumaros a estos planes de salvación? Entonces, id a verle...

       Y aquellos pastores que, probablemente, no sabían leer ni escribir, supieron abrir el corazón. Ninguno se rió de su compañero porque creyó. Al contrario, se animaron, se ayudaron unos a otros a dar el paso de la fe y del compro- mismo con Jesús: “Vayamos y veamos lo que el Señor nos ha manifestado”.

       Tampoco lo dejaron para más tarde: “Se fueron a toda prisa. Y encontraron a María y a José y al niño”. Es decir: no sólo hicieron la constatación de que era verdad. Con estas palabras se sugiere tal vez que el encuentro tuvo lugar a nivel profundo. Y lo divulgaron. Un hallazgo tan importante no es para ser vivido en soledad. Una salvación que se descubre no es para ser aprovechada en exclusiva. También ellos querían colaborar en los planes de salvación de Dios. También ellos querían predicar el Evangelio.

       No debieron hacerlo mal, porque “todos los que les oían se maravillaban de lo que los pastores decían”. Y es que no puede hacerlo mal quien es testigo de una cosa, quien ha tenido experiencia de ella. No comieron perdices; pero sí vivieron felices. Su vida no estaba llena de protesta, ni de queja, ni de reivindicaciones. Su vida no estaba vacía de ideales ni de sentido. Su vida no era inútil. Se sentían amados por Dios, unidos a Jesús y salvadores con Él de la humanidad. Todo esto merecía ser vivido en alegría y en alabanzas. Por eso, “los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios”.

       También a mi se me pide hacer la experiencia de Jesús. No se me pide que sea más listo que los demás, o que tenga más cosas. Sí se me pide que crea en Jesús y que me desprenda de más cosas por El. Y cuando me haya desprendido, que compruebe si me siento más libre, más feliz o no.

       También a mi se me pide que encuentre en mi vida las actitudes profundas con que vivieron la suya María y José junto a Jesús. También a mi se me da la noticia del nacimiento del Salvador. También a mí se me pide que anime a los demás para ir a Jesús. ¿Qué hago yo? ¿Respondo con prisa, o encuentro mil pretextos para retrasar lo que de verdad me salvaría?
¿Qué hago yo? ¿Intento de verdad hacer la experiencia de Jesús en mi vida, o me contento con decir palabras vacías sobre lo que no he vivido? ¿Estoy haciendo una comedia en la vida, o estoy teniendo unas vivencias auténticas de Jesús? ¿Comunico la alegría del Evangelio, o sólo sé decir palabras y tonterías para llenar el tiempo y no tengo nada que comunicar? ¿La vida que vivo me llena de alegría, como quien se ha encontrado con Jesús, o estoy desilusionado, vacío y sólo sé quejarme?

       Como aquellos primeros cristianos, que eran los pastores de Belén, yo quisiera ser sencillo para creer, rápido para aceptar a Jesús, de ojos limpios para conocer las maravillas de Dios, de corazón puro para vivir en alabanza y acción de gracias, comunicativo de la Buena Noticia a los hombres...


       Quisiera no tener mí casa llena de estorbos..., estar en vela continuamente hacia las señales de Dios en mi vida.., y encontrarme a nivel profundo, como ell,js, con María, José y el niño...

 

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4. “UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle.

Al enterarse el rey Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera. Convocó a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el Mesías.

Ellos le contestaron: En Belén de Judá, porque así lo escribió el profeta: «Tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo Israel.» (Miq. 5, 1).

Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran cuándo había aparecido la estrella. Luego les envió a Belén, encargándoles: Averiguad exactamente qué hay de ese niño y, cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a rendirle homenaje.

Con este encargo del rey, se pusieron en camino. De pronto, la estrella que habían visto en Oriente comenzó a guiarlos hasta pararse encima de donde estaba el niño. Ver la estrella de nuevo les llenó de una alegría inmensa. Entraron en la casa y encontraron al niño con María, su madre. Cayeron de rodillas y le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron sus regalos: oro, incienso y mirra. Pero, cuando dormían, Dios les avisó en sueños que no regresaran a Herodes; por eso se marcharon a su país por otro camino” (Mt. 2, 1-12).

 

 

“¿DONDE ESTA ESE REY DE LOS JUDIOS QUE HA NACIDO?”(Mt. 2, 2)


       ¿Dónde está Jesús? ¿Cómo se acerca uno a Él? ¿Cómo se le conoce? ¿Cómo entablar una amistad profunda con El?... Estas o parecidas son las preguntas del que busca a Jesús. Los magos eran un modelo de buscadores de Jesús. Modelo porque no les importaba otra cosa en su viaje, sino encontrar a Jesús. Ellos no se habían puesto en camino para hacer turismo y conocer nuevas tierras, tampoco se habían desplazado para comerciar y hacer negocios. Nada importaba sino encontrar la persona de Jesús, que había nacido, ellos lo sabían, por ellos y para ellos. Esto suponía soportar días de viento cálido que les quemaba y les tentaba a retroceder.

       Pero ellos seguían adelante, porque buscaban a Jesús. Y también suponía días de oasis en los cuales se estaba magníficamente porque había de todo: agua, dátiles, buena temperatura. Era la misma tentación de antes, que quería cortar ahora con halagos el camino hacia Jesús. ¿Para qué seguir adelante? Pero ellos no habían salido para encontrar un oasis, sino para encontrar a Jesús. Necesitaban tener muy claro su objetivo para no dejarse engañar.

       Y después de las dificultades de la naturaleza y de todo tipo, las dificultades de las personas cómodas: «¡Qué locos sois! Lo tenéis todo asegurado y os lanzáis a la aventura de lo desconocido. Mejor haríais en disfrutar de vuestros tesoros en casa que caminar para entregárselos a un desconocido». Y luego las dificultades de las personas sin ideales, porque en la capital de los judíos nadie piensa y nadie busca lo que ellos buscan. A nadie interesa lo que les interesa a ellos. Preguntan ellos ¿dónde está? y nadie sabe ni quién es, ni si está.

       Herodes no lo sabe, sólo sabe asustarse ante la pregunta. Lo saben, en cambio, los escribas. Pero sólo saben repetirlo de memoria, porque lo único que han hecho en su vida es llenar de fórmulas su memoria. Pero se han tomado a la ligera la palabra de Dios: se han pensado que es una asignatura para adquirir cultura, pero no piensan que es algo que nos saca de nuestra instalación y nos pone en camino. Por otro lado no quieren compromisos con las autoridades reinantes. Ellos, sin embargo, los magos habían andado muchos kilómetros por la llamada de Dios: ellos, los escribas, no podían molestarse en acompañarles los últimos doce kilómetros.

       Y es que, al que no busca, todo se le vuelven dificultades, detenciones, miedo al ridículo, sospechas para no comenzar a buscar. Y al que busca también le sale al paso la dificultad de la aridez del desierto, de la suavidad de los oasis, del miedo al ridículo, de la apatía de los demás.

       Pero hay que tener la decisión de seguir buscando. Al que persiste en su decisión de buscar a Jesús todo terminará conduciéndole a El: el desierto árido, y el suave oasis, y también la mala intención de algunos y la apatía de los otros.

       Jesús, quiero que seas lo más importante en mi vida. Tan importante que convierta yo mi vida en una búsqueda de Ti. Me gustaría definir mi vida así: una búsqueda de Jesús.

Quiero buscarte cuando a mi alrededor nadie te busca.      

Quiero buscarte cuando se ríen de mí porque te busco. Y también cuando algunos tienen la intención de aniquilarte, yo quiero seguir buscándote para ofrecerte mis tesoros.

       Cuando hay por delante un desierto que requiere días y días de soledad, no quiero echarme hacia atrás en mi búsqueda. Cuando la vida es fácil y apacible como en un oasis, no quiero detenerme en el  la, que quiero continuar buscándote. Cuando veo las cosas con claridad porque la estrella brilla en mi cielo, y también cuando la estrella se oculta y me da la impresión de que he perdido la orientación y el sentido de lo que hago., en todas estas circunstancias quiero seguir buscándote a Ti, Jesús.

       Sé que quien te busca sin cesar, lo encuentra. Sé que al que te busca sinceramente, todo le lleva a Ti y nada ni nadie puede apartarle de Ti. Por eso quiero yo también correr la aventura de mi vida como buscador de Ti. Porque sé que al final terminaré encontrándote cara a cara, y te veré tal como eres, y no me arrepentiré de haberte buscado.

 

 

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“HEMOS VISTO SU ESTRELLA”(Mt. 2,2)

 

Las llamadas de Jesús son misteriosas: miles y miles de estrellas en el   cielo y sólo una es la de Jesús. Miles y miles de ojos que las observan y sólo quienes las escrutan con profundidad descubren la llamada. La voz de Jesús no es nada de espectacular. Cada día suceden multitud de cosas, pequeñas casi siempre. Gestos, signos, palabras, «bobadas», dirá en seguida alguno. Para un espectador superficial probablemente sí. Pero quien sabe leer esas pequeñeces en profundidad encuentra en el  las el mensaje de Jesús, que le llama. En el   cielo están las estrellas como un libro abierto ¿quién sabe leer ese libro?

       Nuestra atmósfera está también surcada de ondas de radio, televisión, móviles. Nos hablan, nos cantan, nos dicen sus cosas otros hombres, pero sólo cuando disponemos de un receptor y sintonizamos caemos en la cuenta de la riqueza de mensajes que contiene el silencio del espacio.

       También nuestra vida está traspasada de palabras de Jesús. Y decimos en tono de excusa: «yo no le oigo, a mí no me dice nada». Pero es que nuestro receptor está apagado. O, si le hemos encendido, hemos procurado sintonizar con cosas  entretenidas, cosas que nos distraen y nos ayudan a pasar el tiempo, pero que no nos llaman a emplearlo en algo serio, ni nos hacen ponernos en camino hacia un ideal, ni cambian nuestro «pasar la vida» por un «dar la vida».

       Es imprescindible en la vida haber visto la estrella de Jesús y haber escuchado su voz. De lo contrario, o nunca se pone uno en camino, o se marcha sin saber a dónde se va. No negaremos que muchos caminan y se agitan en la vida, pero en el   fondo no caminan hacia nada. Se mueven porque no pueden estar quietos, porque necesitan consumir energías, porque tienen que gastar de algún modo el tiempo que se les da, la vida que se les regala.

       Qué distinto el que ha visto su estrella y ha sentido su voz. Ese se ha puesto en camino no por afán de moverse, sino porque busca algo y sabe además lo que busca. Aunque se le oculte la estrella, ya sabe hacia dónde camina.

       Jesús, yo también he visto tu estrella. Desde que me bautizaron me he puesto en camino hacia Ti. Algunas veces esa estrella ha vuelto a aparecer en el   cielo de mi vida y me ha llenado de ilusión: mi primera comunión, mis temporadas de fervor cristiano.

       No, no puedo dudar que Tú me llamabas. Lo que pasa es que he sido siempre demasiado niño y me daba miedo caminar a oscuras; quería que tu estrella brillase siempre en mi cielo y que yo la viese. En el   fondo quizá sólo porque tu estrella me gustaba. Pero no caía en la cuenta de que tu estrella era una llamada a caminar precisamente en fe y en oscuridad.

       No caía en la cuenta de que me llamabas a no vivir de realidades sensibles y entretenidas, sino de realidades invisibles, esas realidades que, al principio, me resultaban aburridas sencillamente por mi falta de fe. No me daba cuenta de que a lo que me llamabas era a crecer en fe, en constancia, en fortaleza, en esperanza.

       Por eso quizá muchas veces me he desanimado en mi camino hacia Ti. Me he quedado parado porque la estrella se me ha escondido muchas veces. Me he vuelto hacia atrás aburrido y desalentado. Y, después de varios años de vida cristiana, tengo que confesar con vergüenza que lo único que he hecho ha sido andar y desandar el mismo camino, pero sin avanzar nada. Tristemente me encuentro en el   punto de partida, en el   kilómetro cero de mi fe.

       Jesús, no he avanzado nada. Pero me doy cuenta de que tengo que madurar. Y no madurará mi fe hasta que no me decida a caminar en oscuridad, a hacer lo que tengo que hacer sin ver tu estrella. Me doy cuenta de que no necesito verla, porque la he visto ya. Comprendo que lo que se me pide no es caminar viendo la estrella. Esto sería fácil y hasta gustoso. Lo que se me pide es caminar sin verla, pero después de haberla visto. Así debe ser el camino de mi fe, que te busca con constancia y fortaleza.

 

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“VENIMOS A ADORARLE” (Mt. 2,2)

 

¿Para qué buscar a Jesús? Adorar es un verbo que usamos demasiado poco hablando de Jesús y de Dios, cuando es lo único digno que podemos hacer ante ambos. Y, sin embargo, lo usamos demasiado para el amor humano. Solemos emplearlo para indicar que un amor humano ha ganado totalmente el corazón de una persona: De una madre decimos que adora a su hijo, de un enamorado decimos que adora a su amada... Porque adorar quiere decir más o menos eso: haber ganado el corazón de tal forma que todo lo demás puede perderse, pero no puede perderse lo que adoramos.

       Adorar quiere decir que en todo lo que hacemos estamos pensando en lo que adoramos, y lo hacemos por la persona que adoramos, y lo hacemos como un acto de adoración a ella.

       Adorar quiere decir que lo que adoramos ha ocupado el centro de nuestro ser, y que nuestras energías todas giran alrededor de ello.

       Adorar quiere decir que podemos sentir afecto hacia otras cosas, pero que ese afecto nunca puede desplazar al gran amor cuyo peso recae sobre lo que adoramos.

       Adorar quiere decir que uno ha hecho una opción total e irrompible por lo que adora y ni quiere ni puede volverse atrás.

       Adorar quiere decir entrega total de sí y, al mismo tiempo, dejarse invadir y poseer por lo que adora...

       Adorar quiere decir muchas cosas más. Por eso, adorar no es un acto para personas  inconscientes ni para adolescentes irresponsables, sino para personas que han madurado en el   amor serio y difícil.

       “Venimos a adorarle”. A esto nos llama nuestra estrella: a descubrir las insondables riquezas que hay en Jesús y convencernos de que en comparación de Él todo lo demás no vale, o vale muchísimo menos.

       “Venimos a adorarle” quiere decir que somos llamados a que Jesús llene de tal modo nuestro pensar y nuestra actividad que todo lo hagamos por Él y en el , y nada podamos hacer separados de Él.

       “Venimos a adorarle” equivale a decir que somos llamados a colocar a Jesús en el   centro de nuestra vida y vivirlo todo de cara a El.

       “Venimos a adorarle” es sentirse llamado a optar por Jesús y hacer esta opción de modo irrevocable.

       “Venimos a adorarle” es querer entregar los propios tesoros de uno y querer recibir a cambio los tesoros que el otro quiera darme.

       Adorar es la consecuencia final de la fe. No se busca a Jesús sólo para tener un amigo y no caminar solo por la vida. Ni para que me ayude con su palabra, su ejemplo, sus gracias y su fuerza. Ni para que me comprenda y me acepte. Ni para que me perdone. Todo esto es cierto, pero dejaría incompleta la respuesta a la llamada si no buscase yo en mi vida adorar a Jesús, centrarme en el , valorarle a Él, fundirme en el , hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

       San Pablo, que en un tiempo intentaba excluir de su vida a Jesús, y también de la vida de los demás, pues perseguía a los cristianos, se sintió llamado, como los magos, a ir a Jesús. Y se dio cuenta de que con Jesús no valen medianías: hay que llegar al final, que es la adoración. Esto escribe Pablo:

       “Yo antes estimaba muchas cosas y me esforzaba por obtenerlas o me gloriaba de haberlas conseguido.. Pero desde que conocí a Cristo, todas esas cosas dejaron de ser para mí una ganancia y se convirtieron en pérdida. Han perdido su valor para mí, y al lado de Jesucristo me parecen basura. Yo vivo mi vida intentando llegar a esa meta a la que Dios me llama, aunque confieso que todavía no lo he conseguido. Pero continúo mi carrera a ver si consigo alcanzar a Jesús” (Flp. 3, 7-14).

       Jesús, voy entendiendo un poco la gran riqueza que eres Tú. No sólo eres un hombre listo que mereces nuestra admiración. No sólo eres un hombre valiente que dijiste la verdad a todos. No sólo eres un «revolucionario» que intentaste cambiar el orden de cosas que el pecado y el egoísmo de los hombres habían implantado. No sólo eres un hombre bueno que amas y aceptas al hombre tal cual es.

       Eres todo esto. Pero me quedaría muy corto si no viera en Ti algo más. Si no viera en Ti la perla preciosa por la cual puedo vender tranquilamente todos mis valores, el tesoro por cuya adquisición puedo cambiar con alegría todo lo que tengo.

       Si después de todo esto, no estoy dispuesto a dejar mi honra por tu honra, es que aún no te he comprendido. Si no estoy dispuesto a dejar mi comodidad por Ti, es que aún no he conocido tu valor. Si no soy capaz de cambiar mi escala de valores y darte a Ti la primacía, es que vivo de palabrería hueca solamente. Si no soy capaz de renunciarme a mí para que Tú vivas en mí, es que aún, ante mis ojos, yo valgo más que Tú.

       Voy entendiendo que en mi vida lo importante, lo más importante, eres Tú. Que lo único que no puedo perder y lo único que he de ganar eres Tú. Que lo único digno de adoración eres Tú.

       Mientras tanto, veo con desilusión que me pasa como a Pablo antes de conocerte: camino y me afano por cosas que me parecen apreciables: mi prestigio, mi colocación, mi formación, mis estudios, mi tipo, mi figura ante los demás, mi seguridad económica, mis amistades humanas. ¿Llegará un día en que también, como Pablo, me dé cuenta que todo eso que estimo como ganancia puede ser una pérdida, porque me impide ganarte a Ti?

       ¿Llegará un día en que lo que yo estimo como pérdida, y el mundo que me rodea también, me dé cuenta de que puede resultar una ganancia? ¿Llegaré a persuadirme que no puedo ganarte a Ti, Señor, si no es dando a cambio algo? ¿Llegaré a ver que lo que doy es de menos valor que lo que se me da? ¿Seré capaz de hacer este cambio con gozo, sin amargura, sin complejo de empobrecimiento?

       Quisiera yo ser como los magos: hombres valientes que cargaron sus tesoros para cambiarlos por Ti, y que además de hacer esto, no les dio vergüenza confesarlo ante un mundo de descreídos; ante un mundo cuyo único valor era el poder político, el poder económico o el poder cultural.

       Así testificaron ellos el valor que Tú tienes, Jesús. Por Ti, ellos, los sabios, los poderosos, los influyentes, los que tenían su vida asegurada. lo tiene todo como basura y sólo les importas Tú. Y lo hacían como Tú dijiste, llenos de gozo, persuadidos de que ganaban.

       Jesús, ayúdame a conocerte y valorarte. Ayúdame a cambiar el puñadito de «mis valores» por el valor que Tú eres para mí.

 

 

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“ENCONTRARON AL NIÑO CON MARIA, SU MADRE”(Mt. 2, 11)


       Es evidente que un niño de poco tiempo no va a estar solo en casa. Forzosamente ha de estar con su madre. Pero si el relato de Mateo destaca la presencia de María, es porque esta presencia tiene, sin duda, un sentido en el   camino de la fe que estaban andando los magos. ¿Cuál puede ser este sentido o sentidos?


1) María estaba presente, no sólo asistiendo al encuentro, sino enseñando, ofreciendo y entregando su joya a los que venían buscándola. Ella no era avariciosa de este tesoro. Si de Dios lo había recibido ella, sabía que era para entregarlo a cuantos le buscaban. De este modo, María prestaba a la obra de la salvación su colaboración activa. Esa colaboración activa de la cual nos habla el Vaticano II como necesaria a la obra de la salvación: «La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús:

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde Él momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el   seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el   templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. Lc 2,4I-I)» (Cf. L. G. 56).


2) María, además, debió aparecer ante aquellos hombres incipientes en la fe como el modelo de la fe perfecta, el modelo de la persona que dio todo para ganar a Cristo. Vieron los magos que, antes que ellos, una mujer había renunciado a sus tesoros para ganar a Jesús, y esto les animó a abrir sus cofres y empobrecerse ellos también. Entendieron que sólo se gana a Jesús empobreciéndose.


3) María, por fin, es el símbolo de la Iglesia, es decir, de todo hombre que cree la Palabra de Dios y la acepta y quiere que esta palabra se realice en su corazón. Descubrieron aquellos hombres que el misterio obrado por obra del Espíritu en aquella mujer era, ni más ni menos, el misterio que Dios quería repetir en cada uno de ellos y en cada uno de los hombres que se acercan a Jesús. Por todo esto, y por mucho más, sin duda, la presencia de María fue decisiva en el   acto final de su aventura.

 

 

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“ABRIERON SUS COFRES Y LE OFRECIERON SUS REGALOS”(Mal. 2, 11)


Es lo mismo que había hecho María: empobrecerse regalando su libertad y su maternidad, que constituían para ella sus grandes valores como persona y como mujer.

Los magos, al ver a María, comprendieron lo que ella había hecho, y se empobrecieron también. Entregaron a Jesús lo que para sus conciudadanos constituían sus valores.

Postrados ante Jesús, que está en brazos de María, y empobrecidos hasta lo más hondo, intentan repetir a su propio nivel lo que María había dicho a nivel profundo:
“Hágase en mí tu palabra”. Y esto les abrió para poder recibir el gran don de Dios en lo más profundo del ser.

Salieron de aquella casa sin oro, sin incienso y sin mirra. Pero llevaban en el   corazón la persona de Jesús, simbolizada por el oro, el incienso y la mirra. Aparentemente salían empobrecidos. Pero la realidad es que salían ricos, con la misma riqueza con que Dios había enriquecido a María.

Habían hecho el cambio afortunado en sus vidas. Ya podían volverse a casa. Pero no podían volver por el mismo camino.

 

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“SE FUERON A SU PAIS POR OTRO CAMINO”(Mat. 2, 12).

 

Jesús no nos saca de nuestro mundo. No quiere que nos desencarnemos de nuestra vida. Seguir a Jesús no es siempre romper con las circunstancias concretas de vida donde me ha tocado vivir, no. Precisamente, lo que quiere Jesús es que, una vez que le he conocido, vuelva a lo mismo, pero «por otro camino».

       Sí, hay que vivir la misma vida; hay que hacer los mismos deberes; pero por otro camino, de otro modo. Todo bajo la luz de este Jesús que nos acompaña siempre en lo más hondo de nuestro corazón. Todo bajo el signo de la alegría, de la entrega a los demás de lo que tenemos dentro, como María.

       Cuando llegaron a su tierra, la gente les vio llegar pobres y quizá pensaron que les había ido mal y que habían fracasado. Pero cuando les vieron alegres, se dieron cuenta de que venían ricos de verdad y que su tesoro nadie podía quitárselo. Vieron también las gentes que estos hombres a su vuelta no eran avariciosos de su tesoro. Al contrario, habían aprendido de María a entregar a los demás lo que Dios les había entregado a ellos.

       El relato no dice más. Pero no es aventurado suponer que la presencia en su país de estos creyentes, que fueron por un camino y volvieron por otro, sirvió para que muchos conocieran a Jesús a través de su testimonio, y para que muchos se dieran cuenta de que merecía la pena emprender el camino de la fe en Jesús y entregarle todos los tesoros.

       Oh María, yo sé que mi caminar hacia Jesús es repetir los pasos que diste tú hasta encontrarte con él. Sé que todo cristiano, si quiere serlo de verdad, tiene que repetir de un modo o de otro tus pasos. Sé que todos recibimos de Dios unas palabras como las que tú recibiste. En esas palabras se nos ofrece, si queremos, que Cristo viva en nosotros y de nosotros. Esta palabra nos produce miedo, como te produjo a ti, porque ese Jesús no se nos da hasta que no hemos entregado todos nuestros tesoros.

       Yo te estoy agradecido porque en mi caminar hacia Jesús te he encontrado a ti, que me estás enseñando cómo puedo lograr encarnar a Cristo en mí.

       Ayúdame a escuchar en profundidad la palabra de Dios. Ayúdame a creerla y valorarla. Ayúdame a realizarla y hacerla carne de mi carne.

       Y que este Jesús, nacido en mí, sea mi mayor riqueza, lo único que yo pueda entregar a los hombres como tú, la gran razón que imponga a mi vida otro camino, un nuevo estilo de vivirla.

       Que mi vida en Cristo sea para mí una fuente de alegría profunda, como lo fue para ti. Y que yo sepa comunicar esta alegría a los demás, como la comunicaste tú a cuantos se encontraban contigo.

       «El hombre no puede cambiarse a sí mismo. El hombre tampoco puede cambiar al hombre. Sólo la Palabra de Dios cambia al hombre, porque sólo ella es creadora.

       Y sólo quien la escucha y asimila en la oración es quien e transforma».

 

 

 

5ª  MEDITACION

 

LA CIRCUNCISIÓN DELNIÑO JESÚS

 

“Cumplidos los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre JESÚS, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuese concebido”.

 

Punto 1º. CIRCUNCIDARON AL NIÑO JESÚS


1) Era la circuncisión un corte doloroso, que se hacía en el   cuerpo del niño o del adulto cuando quería ser adscrito entre los hijos de Abrahán y abrazar la ley mosaica. Fue instituida cuando hizo Dios a Abrahán la promesa de que serían en el  benditas las gentes todas y que de su progenie nacería el Salvador (Gen., 17, 10-14).

¿Cuál era su fin y su significado Dios bendijo a Abrahán y éste respondió fidelísimamente aun en las más duras pruebas: entre Dios y Abrahán había como un pacto sagrado, y símbolo de él fue la circuncisión. Era el signo sensible por el que se distinguía al israelita de los demás pueblos. El incircunciso era arrojado de la sinagoga, era gentil; como para nosotros el que no ha recibido el bautismo.  Y era el de «incircunciso», apelativo que se aplicaba como la máxima injuria.

¿Qué efectos producía? Significaba la futura gracia mesiánica, y era, como todas las ceremonias de la Ley antigua, «umbra futurorum», sombra de lo futuro (Heb. 9, 23; 10, 1).

Prefiguraba el bautismo que se llama circuncisión espiritual, y, como dice Santo Tomás, en el  la se confería la gracia, en cuanto era signo de la Pasión futura. Era solo señal de la fe justificante tu y por eso parece mejor decir que era sólo señal de la fe justificante (Summ., 3, q. (52, a. 6).


2) ¿Cómo circuncidaron a Jesús? No lo dice el Santo Evangelio, pero es de pensar que de modo análogo al que lo hacían con los demás niños. Probablemente en la misma gruta en que naciera, o en la casita en que después habitaron. La practicaría San José bendito, y la Santísima Virgen recogería ¡con qué devoción! la primera sangre que por nuestro amor quiso derramar Jesús.

       ¿Y por qué quiso someterse a tan dolorosa y deshonrosa ceremonia? Por nuestro amor y para nuestro ejemplo y aliento. Suelen considerar los autores ascéticos algunas razones que pudieron mover a Jesús a sujetarse a la circuncisión:

 

 a) Y es la primera la obediencia. Cierto que no estaba a ella obligado, pero era la circuncisión protesta de voluntaria sujeción a toda la Ley, y quiso el Señor declararnos cuán dispuesto estaba su ánimo a la más cumplida sujeción a cuanto fuera voluntad de su Padre: “factus obediens”, se hizo obediente.

Consideremos que si por nuestro amor y para nuestro ejemplo quiso tomar sobre sí tan pesada carga, ¿rehusaremos nosotros sujetarnos por el suyo a preceptos no pocas veces fáciles de cumplir? ¿Y alegaremos como excusa que no obligan gravemente? ¡Por eso el yugo de Jesús es suave! Bien será que lo llevemos con gusto y tengamos decidido empeño en o sacudirlo jamás.

 

b)  Otra razón que se puede considerar es el amor de Jesús a la humildad, a la que sólo se llega por la humillación sufrida en unión con Él. Era sin duda la circuncisión humillante, pues que suponía en quien a ella se sujetaba la necesidad de limpiarse de la mancha del pecado original.

Cristo nada tenía en Sí que pudiera ser mancha ni la más tenue, y, sin embargo, quiso signar su cuerpo con el sello de pecador. Y yo, pecador frecuente, pero hipócrita, que no quiero ser tenido por tal y protestando airado de que como a tal se me trate. Aprende a humillarte y no quieras aparecer ante los demás lo que en realidad no eres.


e) Por fin, le movió la caridad. Mi amor le movió a ser herido, a sufrir, a derramar su sangre preciosa. Cuán caro costó a Jesús, ya desde niño, nuestro amor: no le proporcionó honores, gloria, delicias, aplausos, sino deshonra, heridas, infamias, dolores. Él tenía sed de mostrarme su amor con obras, aun las más difíciles, que son las deshonras y el sufrimiento, y yo rehuyo el menor sacrificio, esquivo la más leve molestia, no sé llevar una insignificante humillación por amor por quien tanto me amó. ¡Vergüenza debiera darme tan indigna manera de proceder!

 

Punto 2° SE LE PUSO POR NOMBRE JESÚS COMO LO HABÍA LLAMADO EL ÁNGEL ANTES DE SU CONCEPCIÓN

 

 1) Era costumbre establecida que en la circuncisión se impusiera al Niño el nombre que había de llevar; y nota el Evangelista que así se cumplió en este caso y que al Niño se le dio el nombre de Jesús. Era el padre el que cumplía tal menester, y por eso, cuando el ángel apareció a San José para asegurarle en sus angustias por el embarazo de María, le dijo: “Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús; pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt., 1, 21).

Otra vez más aparece el contraste admirable de la humillación De Jesús y su exaltación por parte de su Padre. Cuando Él aparece como un hombre más y pecador, el Padre le confiere el nombre de Jesús, que significa Salvador. Y lo fue en realidad. ¿De qué nos salvó: «De nuestro pecado y del poder del demonio». Obra ingente, llevada a cabo por el modo más admirable y costoso, por lo que se hizo digno de que se le diera un nombre, que está sobre todo nombre y de tan maravillosa virtud, que al oírlo “se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (Phil., 2, 10).


2) Es, además, el de Jesús,  nombre maravilloso, a cuyo eco se efectúan prodigios los más estupendos. Al decir Pedro al cojo de la puerta Especiosa del templo, “en el   nombre de Jesús, levántate y camina” (Act. Ap., 3, 6), repentinamente quedó curado y echó a andar. Ya se lo había dicho el mismo Jesús a sus Apóstoles: “En mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si algo venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos y éstos se curarán”.

Fue ese nombre como el canto rodado con que David de un hondazo derribó al gigante Goliat; piedra pequeña en sí, pero poderosa para derribar el coloso del gentilismo. Por eso los Apóstoles lo emprendían y hacían todo “in nomine Iesu”, en el   nombre de Jesús (1 Cor., 10, 31, y Col., 3, 17). Tengámoslo muy presente y aprendamos a usar ese nombre como arma victoriosa de combate.


3) Y es también el de Jesús nombre de dulzura inefable. San Bernardo nos dice que «es para el oído cántico de dulzura, en la boca miel mirífica, en el   corazón néctar celestial» (Serm. 15 super cantic, ML. 183, 847) y en otra estrofa repite: «nada se canta más suave, nada se oye más placentero, nada se piensa más dulce. Díganlo la Magdalena y el buen ladrón». San Pablo no se cansa de repetirlo en sus cartas, en las que se lee hasta 343 veces, y a San Bernardo nada le sabía bien si no leía el nombre de Jesús.

Aficionémonos a él convencidos de su excelencia; recordemos la espléndida promesa del mismo Señor: “Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre so la concederá” (Jn 16,23). Y aprendamos de la liturgia de nuestra madre la Iglesia que todas las oraciones las terminad pidiendo al Padre por medio del Señor Jesús.

 
Punto 3.° ENTREGAN AL NIÑO A SU MADRE, LA CUAL TENÍA COMPASIÓN DE LA SANGRE QUE DE SU HIJO SALÍA.


No pierde ocasión San Ignacio de llevarnos a María e ir enseñando prácticamente al ejercitante en qué ha de poner su devoción a esta Señora.

1) No es difícil de entender el dolor de María al sentir los tristes quejidos de su tierno Hijo, que lloraba a impulsos del dolor, y su pena íntima al ver correr la sangre preciosa de Jesús. ¡Ah ! No permitiría ciertamente que cayera ni una gotita al suelo y fuese pisada por la gente, sino que con gran solicitud y cuidado la iría recogiendo en paños bien limpios para ello preparados y restañaría con cariñosa so licitud la cruel herida. ¿Cómo no? Si sabía lo que aquella sangre valía.

       De ella dice Santo Tomás en el   «Adoro te devote»: «Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere», que basta una gotita para salvar al mundo entero de toda iniquidad. Una gotita bastara para redimir no uno, sino mil mundo que hubiera necesitados de redención, y con redención sobreabundante, como que es sangre de Dios y por eso infinita en su valor.

Cómo la recogería María, íntimamente agradecida, sabiendo que por ella, antes que por ningún otro, se derramaba, y que en el  la como en ningún otro era de veras proficua y fecunda! Era la sangre que de su sangre purísima recibiera el Verbo. La tomaría, pues, la Santísima Virgen con reverencia suma, y después de adorarla, la ofrecería al Padre en oblación por el mundo entero.

Señor, acéptala en olor de suavidad y haz que para todos los hombres sea rocío benéfico y semilla fecunda que germine en frutos de vida cristiana. Señor. si es posible, aplácate con ese primer derramamiento de sangre y no exijas otro más cruel, que llegue hasta la muerte en horrendo suplicio, Aprendamos a estimar esta sangre, a procurar que en nosotros sea fecunda; agradezcamos a Jesús su sacrificio y procuremos complementar con el nuestro lo que hace falta para que se nos aplique con gran fruto de nuestras almas.


2) Hemos después de considerar la devoción regaladísima con que repetirían María y José el dulcísimo nombre de Jesús, conscientes de su significado y sintiendo en sus almas su maravillosa eficacia.

No era, ya lo hemos visto, nombre caprichosamente elegido, como no pocas veces sucede, aun en familias cristianas, sino traído del cielo y compendiosamente significativo de la razón de venir el Hijo de Dios a hacerse Hijo de María. Cuán suave era a sus labios aquel nombre regalado y cómo podía con toda verdad decir: “Oleum effusum nomen tuum … Es tu nombre para mí bálsamo derramado” (Cant. 1,2)

       Séalo también para nosotros y aprendamos a pronunciarlo de continuo para tener la dicha de que nuestros labios se sellen al morir con él.

       Hablemos con la Santísima Virgen y pidámosla que no enseñe a estimar el dulce nombre de Jesús y su precisísima sangre y a saber aprovecharnos de ellos. Y agradezcamos a Jesús las pruebas de amor y pidiéndole sea para nosotros siempre Jesús, Salvador.

 

 

 

6ª  MEDITACIÓN

 

LA VUELTA DEEGIPTO

 

Punto 1.°: “LEVÁNTASE Y TOMA EL NIÑO Y SU MADRE Y VA A LA TIERRA DE ISRAEL”

 

“Pero después de muerto Herodes, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. Entonces él se levantó, y tomó al niño y a su madre, y vino a tierra de Israel.

Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas, que habría de ser llamado nazareno”.

 
1) Vivía la Sagrada Familia tranquila en su destierro, querida de cuantos tuvieron la dicha de conocerlos y tratarlos; pero siempre dispuesta a cumplir los deseos de Dios. Pena grande era para ellos ver cómo se adoraba a todo menos al Dios verdadero, pues que habían los egipcios hecho dioses de los más viles objetos.

Confortábales, en cambio, la vista de los recuerdos no escasos que se conservaban aún en Egipto de la estancia de Jacob y sus descendientes, que dejaron vestigios imborrables de su fe. De ellos se serviría no pocas veces la Sagrada Familia para depositar con celo y prudencia semillas preciosas de santos pensamientos entre los compatriotas, que eran en aquellas tierras muy numerosos, y aun entre los gentiles.

En el   destierro rompió a hablar y echó a andar el Niño Jesús: con qué ilusión y regocijo de sus padres, que cifraban en el   todo su amor y dedicaban a su cuidado y servicio todas sus energías y trabajos. No faltan quienes insinúan que la estancia de Jesús en el   destierro de Egipto, en lugares no muy apartados de la Tebaida y la Nitria, donde nació al mundo la vida religiosa, iniciada en aquellos ejércitos de anacoretas que poblaron los desiertos de Egipto y Libia, fecundó aquellas regiones eriales, transformándolas en ubérrimo jardín de las más preciosas virtudes.


2) Hábíale dicho el ángel a José: “Estáte allí (en Egipto) hasta que yo te avise” (Mt 2, 13), y fieles a lo ordenado permanecieron en Egipto, sin afincar ni ligarse con compromisos que pudieran entorpecer en lo más mínimo la presta y total obediencia a las órdenes del Señor, a cualquier hora que se las comunicasen. Lección práctica, que nos enseña a vivir siempre en este nuestro destierro sin aferrarnos a él, ni ligarnos con ataduras difíciles de romper; sino siempre alerta, con las alas libres para emprender el vuelo cuando el Señor quiera llamarnos. Y para los religiosos, enseñanza de utilidad grande para que aprendan a no apegarse a la tierra y se dejen traer y llevar de la obediencia, sin oponer la más ligera resistencia.

 


3) También en esta ocasión dice el Santo Evangelio que el ángel del Señor “apareció en sueños a José en Egipto”. ¿Por qué de noche? Acaso para enseñarnos que el retiro, tan propio y fácil de noche, es disposición la más apta para el trato con Dios, que suele comunicarse en la soledad y apartamiento y no en el   bullicio y comercio con las gentes. Quizá también para que aprendiéramos de San José y la Virgen Santísima una lección en gran manera práctica y no jocas veces olvidada, sino despreciada. Y es que el Señor y los Superiores, que en la tierra hacen sus veces, son muy dueños de disponer a su voluntad de nosotros, cuando y como más les agrade.

Es la noche hora de descanso, al que tenemos sin duda derecho y que la obediencia nos concede gustosa; pero puede acaecer que durante el reposo se nos manifieste la voluntad de Dios, y hemos de estar prontos, si así nos lo exige, a interrumpir nuestro bien ganado y aun necesario sueño para hacer la voluntad de Dios. Buen modelo San José, como lo vimos y estudiamos ya en la meditación de la huída a Egipto.


4) Y dióle el ángel la razón que facilitaba su regreso a las tierras de Israel: “Porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño” (Mt., 2, 20). Dios había herido con horrible muerte al cruel y libidinoso Herodes. Josefo, en sus «Antiguedades», nos dice que murió el tirano con amarga muerte, con fiebre y fuertes dolores intestinales y suciedad y gota y podredumbre de algunos de sus miembros, que manaban gusanos. Era el año 750 de la fundación de Roma, en la primavera, poco antes de la Pascua, y tenía setenta años de edad.

       ¡Cómo burla Dios los planes, al parecer mejor urdidos, de sus enemigos y con qué facilidad rompe sus redes! Y cuán confiadamente debernos descansar en sus brazos si le somos fieles! El nos cuidará, El deshará las asechanzas de los que nos persiguen, El nos volverá sanos y salvos a nuestra patria después del destierro de esta vida, en la que más de un Herodes perseguirá al Niño, que por la gracia llevarnos en nuestras almas, procurando matarle. Bien se confirmaría San José bendito en su confianza en la divina Providencia con esta nueva muestra del solícito cuidado de Dios para con él. Dejémonos en manos de Dios, que buenas manos son, de Padre cariñoso y de Señor Todopoderoso.

 

 

Punto 2.°  “ENTONCES ÉL SE LEVANTÓ, Y TOMÓ AL NIÑO Y A SU MADRE, Y VINO A TIERRA DE ISRAEL”.

 

1) ¿Cuánto tiempo duró la estancia de la Sagrada Familia en Egipto? Con los datos que el Sagrado Evangelio nos da, no es fácil determinarlo exactamente. Por eso varían no poco las opiniones de los autores: acaso unos meses, tal vez más de un año, y no faltan quienes lo prolongan bastante más.

La muerte de Herodes ocurrió en la primavera del año 750 de Roma; el nacimiento de Jesús pudo acaecer hacia el año 748. Entre esas dos fechas tuvieron lugar la Purificación de María, la adoración de los Magos, la huida a Egipto y la vuelta a tierras de Israel. Son los datos concretos que tenemos para calcular la duración del destierro de la Sagrada Familia en Egipto. Lo que sí sabemos es que estaba dispuesta a permanecer todo el tiempo que el Señor dispusiera sin hacer nada por abreviarlo. Puede en este punto considerarse, pues es lección práctica y de frecuente aplicación, la presta y diligente obediencia de San José. No emperezó ni difirió la ejecución de lo que se le mandaba; y eso que bien pudiera haberse dicho: aguardemos a que amanezca y nos pondremos en camino. No lo hizo así, sino que al punto se levantó, dejándose regir del Señor en todo con plena entrega, como quien sabe que es lo mejor. Reflexionemos y aprendamos.


2) ¡Cómo sentirían no pocos de los moradores de la población en que pasó la Sagrada Familia su destierro su marcha, y cuán grato recuerdo dejaría en cuantos lograron la dicha de tratarla! ¿Sucede lo mismo con nosotros, o, por el contrario, de tal suerte procedemos que nos hacemos insufribles a los demás y todos suspiran por nuestra marcha?

       Sin duda que les sería a San José y a su Santísima Esposa de gusto la orden de vuelta a Israel; como, en cambio, no pudo menos de serles naturalmente desagradable la orden anterior de destierro; pero para ellos las simpatías y antipatías naturales no eran motivo de determinación, sino que tan pronta y cumplidamente obedecían en uno como en otro caso.

       No es ciertamente pecado sentir aficiones o aversiones naturales; pero lo sería hacer de ellas el móvil de nuestras determinaciones y no saber sujetarlas a lo que debe ser para nosotros la norma única de acción: la voluntad de Dios.


Punto 3.°  “Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret”

 

1) Digna de admirarse la conducta del Santo Patriarca y lección práctica que podemos aprovechar.

En primer lugar, recibida la orden, púsose inmediatamente en marcha para tierras de Israel. Camino de Belén, quizá en Gaza, a una o dos jornadas del término que se había fijado, entendió José que en Jerusalén reinaba Arquelao, que heredara los defectos de su padre Herodes, en especial su crueldad y su injuria, y dudó prudentemente de si convendría en tales circunstancias ir a meterse en la boca del lobo, pues que estaba Belén tan próximo a Jerusalén, y era de temer que Arquelao tuviera presente la conducta de su padre en persecución de Jesús.

Por eso “temió ir allí”. Amaba tanto a Jesús, que le horrorizaba pensar que pudiera exponerse a perderle. ¿Y nosotros? ¿Lo tenemos también y cuidamos de que no nos suceda, o, por el contrario, neciamente confiados, cuando no criminalmente despreocupados, nos exponemos a ocasiones próximas de pecado y entregamos nuestro precioso tesoro en manos de sus más crueles enemigos? ¡Qué pena que en tan poco estimemos a Jesús y tan fácilmente nos le dejemos arrebatar!


2) Detenido por el temor del peligro, ¿qué hizo José? Acudir al recurso infalible de la oración, exponiendo en el  la al Señor sus dudas y pidiéndole solución de ellas. Y lejos de desagradar al Señor esta demora en la ejecución de sus órdenes, mostró su complacencia, acudiendo al instante a esclarecer la duda de San José. En efecto, tuvo nuevo aviso en sueños, y cambiando de itinerario, se dirigió a Nazaret, en Galilea, donde gobernaba Antipas. Conducta prudentísima la de José.

Cumplió lo que siglos atrás dijera en trance apurado Josafat: “No sabiendo lo que nos debemos hacer, no nos queda otro recurso que volver a Ti nuestros ojos” (2 Mac 20, 12); y como a El acudiera, bondadoso el Señor, dióle solución a su duda y modo de esquivar el peligro que le amenazaba, por medio de la revelación del ángel, demostrando que no le desagradaba el prudente retardo de San José. Que no nos pide Él que procedamos irracional e irreflexivamente a ejecutar lo que nos fuere ordenado, ni quita nada al mérito de la obediencia, ni desdora en lo más mínimo su excelencia, la humilde consulta o la sincera exposición en caso de duda o cuando se presentan razones que se juzga desvirtúan el mandato.

       San Ignacio, enseñando a sus hijos acerca del modo de proceder en casos tales, escribe: «Si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior y haciendo oración os pareciese en el   divino acatamiento convenir que se la representásedes a él, que no lo podáis hacer. Pero si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado, no solamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, pero aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» ( Carta de la Obediencia. MI. 1, 4, 669 sigs).

Pidamos al Patriarca san José que nos alcance  estimar a Jesús más que todo lo demás y evitar cualquier peligro de perderle. Y a la Santísima Virgen pidiéndole guarde en nuestras almas a Jesús.

 

 

 

 

7ª  MEDITACIÓN

 

EL NIÑO JESÚS ERA OBEDIENTE A SUS PADRES EN NAZARET

 

Preámbulo. La historia de la vida de Jesús en Nazaret es muy breve: obedecía a sus padres, iba creciendo en edad, sabiduría y gracia, y trabajaba, a lo que se cree, de carpintero.
Composición de lugar. Nazaret, escondida por una corona de montañas, como un nido, que apenas se ve hasta entrar en ellas. Elevada unos 273 metros sobre el Mediterráneo, y unos cien metros Sobre el valle de Esdrelón. Sus casas grises, cuadradas, de techos planos, apoyadas sólidamente en la re-a, se tienden en la vertiente oriental de dos colinas separadas por un barranco Fijémonos en una de esas casitas, Pobre, pequeña, pero limpia y alegre.

Petición: DEMANDAR LO QUE QUIERO: CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR QUE POR Mí SE HA HECHO HOMBRE PARA QUE AS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1.° Vida de obediencia

1) «Et erat subditus illis» (Lc 2, 51). Qué gran tesoro debe encerrarse en la obediencia, pues que Nuestro Djjo Redentor y Maestro vino del cielo a la tierra a explotarlo y tan de lleno se dió a ello, que su vida toda se pudo sintetizar en una palabra: «obedeció»; «exinanivit semetipsum factus obediens»(Phil., 2, 7) se anonadó hecho obediente. Bien merece que la estudiemos.

       Desde su entrada en el mundo se entregó a la obediencia, a la vista de los derechos soberanos de Dios, a la obediencia por adoración. y a la vista de los derechos de Dios violados por la rebeldía del hombre a la obediencia Por reparación: «Sicut enim per inobedientiam uniu hominis peccatores constituir sunt multi ita per unius obeditionem justi constituuuntur multi» (Rom., 5, 19); a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores así tambien por la obediencia de uno sólo serán muchos constituidos justos.

Cierto que no puede haber perfeción más auténtica que cumplir la voluntad de Dios, como que las cosas se perfeccionan con la asecución de su fin; ahora bien, el fin del hombre es «servir a Dios»: luego ahí está su perfección y sería necedad buscar en otra parte el secreto de la santidad Cuán hrrmosarnente lo declara Santa Teresa en su libro de las Fundaciones, c. 5: «Yo creo que como el demonio ve que no hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia pone tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien»(10).

Y esto se note bien, y verán claro que digo verdad. En lo que está  la suma perfección, claro está que no es en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad», etc. Y hace notar la Santa con insistencia las ventajas de la obediencia: a) seguridad grande interior; b) simplificación de la vida espiritual; c) bendición y protección divinas, que cuando se guarda la conciencia pura y se practica la obediencia, el Señor no permite jamás que el demonio nos engañe hasta el punto de perjudicar a nuestra alma; d) avance seguro en las vías del espíritu: «el aprovechamiento del alma no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho; y este amor se logra decidiéndose a obrar y sufrir, y haciéndolo cuando la ocasión se ofrece». Así, el mismo ejercicio de la oración deberá ceder el paso a los deberes señalados por la obediencia o al interés espiritual del prójimo.


2) Lo mismo pensaba San Ignacio, y de ahí el empeño en que sus hijos se señalen mucho en la obediencia y se «den todos a la entera obediencia» (R. 16 del Sum.). Qué dichosos seremos si así lo hacemos; para ello, estudiemos al divino modelo. ¿Quién obedecía? «Deus homínibus; Deus inquam cui angeli subditi sunt, cuí principatus et potestates obediunt, subditus erat... Disce homo, obedire, disce, terra, subdi; disce, pulvis obtemperare.» (San Bern., Hom. 1 sup. «Missus».) Dios a los hombres; Dios, a quien están sujetos los Angeles, los principados y potestades obedecen, estaba sujeto... Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte ; aprende, polvo, a abajarte. ¿Rehusaré obedecer?

¿A quiénes? A sus padres santísimos, ciertamente los más dignos; pero, al fin, criaturas, muy inferiores a Él en toda perfección. Veía en ellos a Dios, y al obedecer a San José decía con verdad: «Ego quae placita sunt ei (Patrii) facio semper» (Jn, 8, 29). Yo siempre hago las cosas que agradan a mi Padre.

Por mucho que pensemos que aventajamos a nuestros superiores, veanlos si no había más distancia de Jesús a los suyos. ¿Qué decir, pues, de mis rebeliones interiores, de mi juzgar mal de las acciones y aun intenciones de mis Superiores, de mi anteponer mi voluntad y juicio al suyo? Pronto las corregiríamos si nos esforzáramos, como nos manda nuestro Santo Padre, en reconocer en cualquiera Superior a Cristo Nuestro Señor, y reverenciar y obedecer a su Divina Majestad en él con toda devoción» (carta de la Obediencia), «y nos diéramos a la entera obediencia reconociendo al Superior, cualquier que sea, en lugar de Cristo Nuestro Señor y teniéndole interiormente reverenda y amor» (R. 31 S.).

¿En qué obedecía? En cuanto se le mandaba Niño, a las órdenes de su Madre, en recados y mandados que cumplen los criados, donde los hay. Mayor, en trabajos del taller de su padre. ¡Qué ocupaciones para un Dios! No consultaba, para obedecer, su gusto natural. ¿Y yo? ¿No me desdeño de obrar con espíritu de obediencia en algunas cosas menudas? Y cubro mi espíritu menguado de obediencia y mi deseo de independencia con el pretexto de no molestar a los Superiores. ¡Qué caudal de méritos atesoraremos si en todo procedemos regidos por la obediencia! Para el que tiene tal espíritu, nada es pequeño: el barro se desprecia, y quienes en él trabajan no se cuidan de desperdiciarlo, no así el oro, del que se guarda la más pequeña partícula; ¡el obediente trabaja en oro!

¿Cómo obedecía? Con suma perfección como si obedeciera a su Padre, cumpliendo la Regla que San Ignacio dió a sus hijos: «Seamos prestos a la voz del Superior como si de Cristo Nuestro Señor saliese, dejando por acabar cualquiera letra o cosa comenzada pongamos toda la intención en el Señor de todos, en que la Santa obediencia, cuanto a la ejecución y cuanto a la voluntad y cuanto al entendimiento Sea siempre en todo perfecta; haciendo con mucha presteza y gozo espiritual y perseverancia cuato nos será mandado, persuadiéndonos ser todo junsto y negando con obediencia ciega todo nuesro parecer y juicio contrario»

¿Y nosotros? ¿Murmuramos, censuramos, discutimos? ¿Procuramos no querer más que lo que el uperior quiere, o todo nuestro estudio es que el superior quiera lo que queremos, para después hacernos la ilusión de que obramos lo que Dios quiere?

¿Cuánto tiempo obedeció? ¡Hasta los treinta años! Y nosotros tal vez nos cansamos, y lo que en el Noviciado nos parecía gustoso se nos hace difícil; cuando debíamos ir creciendo en amor a esta virtud!

¿Por qué obedecía? Por amor de Dios y por nuestro amor; para enseñarnos la nobleza y el mérito de la obediencia cristiana, que ve en toda autoridad legítima la autoridad del mismo Dios. Pidamos a Jesús nos conceda aprender y practicar esta magnífica lección.

 


Punto 2.° Vida de aprovechamiento.

 

«Proficiebat sapientia et aetate et gratia apud Deum et homines» (Lc 2, 52). Como en edad, así crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.

1) Crecía en edad y se iba manifestando en su trato con los encantos todos propios de cada período de la vida; se mostraba cada vez más hombre, y mostraba mayor cordura y madurez. Y nosotros? ¿Somos eternos niños? ¿Tan irreflexivos, tan tornadizos, tan sin asiento ni formalidad como cuando teníamos pocos años? No sea así, sino que con la edad crezca nuestra cordura, sensatez, dominio, prudencia, etc., manifestaciones naturales del avance en edad.

2) ¿Cómo crecía en sabiduría? Distinguen los teólogos en el alma de Cristo triple sabiduría: la visión beatífica, la infusa y u adquirida; el progreso podía darse únicamente en la adquirida o experimental. Lo explica el Padre Suárez (In 3 p., q. 12, disp. 30, t. 2, p. 9): «Digo que el alma cte Cristo no tuvo desde el principio de su creación aquel conocimiento humano que consiste en la experiencia de las cosas, y que, por consiguiente, con el progreso del tiempo fue avanzando en ella; y que Cristo, no sólo en la experiencia de los sentidos, sino aun en el  entendimiento adquirió por medio de los sentidos algún nuevo conocimiento experimental u las especies para ello necesarias que no tuvo desde el principio; es conclusión verdadera y común sentencia de los teólogos.»

En la ciencia experimental adqujrida por Jesucristo tienen su explicación los movimientos de piedad de temor de disgusto, de tristeza y de alegría que sentía su corazón Otros explican el crecimiento diciendo que Jesús fué mostrando la ciencia que poseía paulatnamente; como decimos que crece el sol en resplandor del Oriente al mediodía porque se nos muestra más refulge aunque en sí tenga la misma claridad.

 
3) ¿Cómo crecía en gracia delante de Dios? No se puede admitir crecimiento interior de la gracia en el alma de Cristo; pues estuvo desde el primer instante lleno, con plenitud perfecta y omnímoda de ella, y sobreabundancia de méritos y santidad adelantaba sólo en cuanto en cada instante obraba actos de excelentísima virtud por lo cual Dios se complacía en la multitud y excelencia de tales acciones Que aunque no le hacían más santo ni podían acrecentar sus méritos, eran en sí suficientes para ello. (Knabenbauer in S. Lc.). Adelantaba en gracia ante los hombres porque según crecía en edad fué exhibiendo más y más aquellas virtudes dones y obras por las que niño y joven se hizo querido de todos y se atrajo el amor, benevolencia y alabanza de cuantos le Conocían.


4) ¿Y nosotros? Ha de ser el de Jesús modelo de nuestro crecimiento; jamás hemos de decir «basta», ni hemos de creernos suficientemente sabios o santos para poder decir: ¡alto! y cesar en el trabajo de avance Y por lo que toca al espíritu sucede a veces que por la edad, que apaga los bríos, o por otra causa, están ya las pasiones antes quizá violentas amortigudas y porque los superiores nos dejan en paz porque tenemos nuestro carril trazado y no hay tropiezo notable con los de dentro ni con los de fuera, tal vez porque conociéndonos mejor que nos conocemos nosotros, evitan ellos cun tu pudiera molestarnos; nos imaginamos falsamente que ya no hay más que pedir ni que hacer; y viene una circunstancia un poco extraordinaria una prueba un poco difícil, de las que trae consigo la vida religiosa, y lo echamos todo a rodar y aparece que nuestra virtud era aparente y nuestro aprovechamiento escaso.

Recordemos que tenemos obligación de andar siempre adelante en la vía del «divino servicio» (R. 22 Sum.). Jamás hemos de dejar el estudio de las ciencias sagradas y de Jesucristo.
Nuestro aprovechamiento en gracia ha de manifestarse:

a) En desarraigar defectos, primer trabajo que prepara el campo; hemos de procurar que nuestras faltas sean cada vez menos, menores en gravedad, menos repetidas y menos deliberadas.
b) Arraigar virtudes sólidas y perfectas, principalmente aquellas a que nos sentimos más inclinados o vemos sernos más necesarias.

c) Perfeccionar las obras ordinarias más y más, persuadidos de que en esto está nuestra santidad: en la perfección de la vida común. El martirio, los grandes sacrificios..., si vienen, es una vez en la vida, mientras que es incesante la marcha monótona de la vida común.

d) Unirnos cada vez más con Dios es la corona; si trabajamos en las tres primeras obras, esta unión por la perfecta caridad será fácil. Para nosotros lo cifra todo la R. 15 deI Sum.: «Todos nos animemos para no perder punto de perfección, que con la divina gracia podemos alcanzar en el cumplimiento de todas las Constituciones y modo nues»tro de proceder.» Examinemos seriamente iuestro avance...

 


Punto 3.° Vida de trabajo.


¿Nonne hic est faber, filius Mariace?... (Mc., 6, 3). ¿Nonne hic est fabri filius? (Mt., 13, 55). ¿No es éste el carpintero hijo de María?... ¿No es el hijo del carpintero? Eso se preguntaba la gente cuando salió Jesús a la predicación. De donde se deduce que ejercitó algún oficio manual. San Justino atestigua que en su tiempo (1l4-168) se mostraban aún arados hechos por el artesano de Nazaret. Treinta años de vida ocupada en trabado manual por nosotros y para nuestra enseñanza. ¡qué lecciones tan provechosas!


1) Sea la primera estima grande de los oficios humildes; no hay oficio deshonroso entre los discípulos de Jesús; todos quedaron dignificados con haberse el Señor ocupado en ellos. ¡Ni nos echemos a cavilar que nosotros valemos para mucho más! Bien está que si delante de Dios nos parece, y haciendo oración juzgamos convenir que lo representemos a los Superiores, lo hagamos así, pero dispuestos a quedarnos después tranquilos con lo que de nosotros dispongan, teniendo por tentación cualquier pensamiento contrario. ¿Para qué no servía Jesús? ¿Y en qué se ocupó treinta años? Persuadámonos de que Dios no nos necesita para grandes cosas, sino que nos quiere obedientes; y no podemos hacer cosa mayor.


2) La estima y aprovechamiento del tiempo; polilla terrible la ociosidad y mina riquísima el trabajo. Deber es del hombre el trabajar «homo nascitur ad laborem, et avis ad volatum» (Jn 5, 7). Nace el hombre para el trabajo y el ave para volar. A unos el trabajo material, a otros el intelectual, no menos penoso. Jesús quiso elegir para estos años el manual, y entre los manuales, uno de los más bajos. Así lo rehabilité que estaba vilipendiado elevándolo a grandeza increíble. Pero nos enseñó además a todos a aprovechar el tiempo. La pereza es gran enemiga de toda virtud.

Nuestra regla 44 nos dice que «el ocio, que es el origen de todos los males, no tenga en casa lugar ninguno en cuanto fuere posible». Franklin la comparaba a la herrumbre, que gasta más que el trabajo, añadiendo que tan difícil es tenerse en pie un perezoso como un saco vacío. Un capitán de navío repetía a sus tripulantes que el que nada hace, se halla siempre dispuesto a obrar la maldad, puesto que el perezoso no es más que un criminal de reserva. Amemos el trabajo y nos veremos libres do tentaciones y peligros sin cuento


3) A santificar el trabajo. Trabajemos como Jesús; estaba su trabajo en Nazaret:

a) Penetrado de vida interior, las manos se movían sudaba el rostro, se agitaban los músculos; Pero el corazón seguía recogido en Dios, unido a Él por continua oración.

b) Regulado por la obediencia, no hacía sino lo que le mandaban, porque se lo mandaban y como se lo mandaban,

c) Inspirado en el celo de la gloria de Dios y la salvación de las almas.


Coloquios fervorosos con los tres santos moradores de Nazaret.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

8ª  MEDITACIÓN

 

JESÚS PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO


Preámbulo. La historia la narra San Lucas en el cap. 2, vv. 40-52. El Santo Padre, en los Misterios [272], la propone así: CRISTO NUESTRO SEÑOR, EN EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN... Y QUEDÓ SN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PADRES; PASADOS LOS TRES DÍAS LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES; Y DEMANDÁNDOLE SUS PADRES DÓNDE HABÍA ESTADO, RESPONDIÓ: ¿NO SABÉIS QUE EN LAS COSAS QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?


Punto 1°.  Sube al templo con sus padres.


PRIMERO: CRISTO NUESTRO SEÑOR, DE EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN.


1) Dice el sagrado texto que «iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de la Pascua» (Lc, 2, 41). En el Exodo (Ex., 23, 14 y iguientes) se dice: «Tribus vicibus per singulos annos mihi festa celebrabitis Ter in anno apparebit omne masculinum tuum coram Domino Deo tuo.» Tres veces cada año me celebraréis fiesta... Tres veces al año se presentarán todos tus varones delante del Señor; y lo mismo se repite en el Deuteronomio (16, 16), enumerando cuáles son las fiestas: la de los ázimos, la de las semanas y la de los tabernáculos El hecho que vamos a meditar acaeció en la Pascua de los ázimos.

Las mujeres no estaban obligadas, pero las palabras del texto nos indican que la Santísima Virgen iba todos los años; enseñándonos a no contentarnos con lo obligatorio, sino a procurar fomentar algunas devociones bien elegidas y practicadas con constancia, que si no son la devoción, la procuran y la conservan. No las despreciemos por pequeñas, que tienen efectos muy estimables! No dice el texto si el Niño subía todos los años; de creer es que lo llevarían siempre sus padres. ¿Por qué lo nota este año el evangelista? Pues porque en él quiso darnos Jesús esta gran lección.


2) ¿Cómo harían el viaje? Sin duda que con espíritu de veras religioso. Era ordinario juntarse en caravana los de cada villa o región y marchar orando y cantando en común. Tenían para ello en los Salmos fórmulas litúrgicas muy apropiadas: así, el Salmo 121, «Laetatus sum in his quae dicte sunt mihi, in domo Domini, ibimus… Gran contento tuve cuando se me dijo: Iremos a la casa del Señor»; que expresa admirablemente los sentimientos de un peregrino israelita que camina hacia Jerusalén, la ciudad santa.


3) ¿Qué hicieron en Jerusalén? El primer acto solemne de la celebración de la Pascua era la comida del cordero pascual. La tarde del día 14 del mes de Nisán, después de la puesta del sol, se reunían en grupos de más de diez y menos de veinte y celebraban la cena pascual conforme al rito prescrito en la ley y conservado en la tradición. La mañana del día siguiente, 15 de Nisán, asistían al solemne oficio que se celebraba en el templo; oficiaban en él los sacerdotes y levitas, y se hacía con acompañamiento de instrumentos músicos y de canto; solía terminarse con la bendición del pueblo. Asistían también los peregrinos al sacrificio vespertino, y el segundo día a la fiesta de la oblación matutina, en la que se ofrecían al Señor las primicias de la cosecha de la cebada (Lev., 12, 10-14). Y cumplido este rito, parece que no les urgía la obligación de permanecer en la ciudad hasta el fin de las solemnidades. De hecho, muchos peregrinos se volvían a sus casas.


4) En el templo. Veamos cómo entrarían en él. Cómo estarían ¡Con qué recogimiento! ¡Qué devoción infundirían a cuantos los viesen y cómo alabarían a Dios las almas honradas y buenas que los contemplaban! «Sic luceat lux vestra» (Mt 5, 16). Así hemos de proceder nosotros en el templo, y, sobre todo, en el altar, de suerte que se edifiquen cuantos nos vean.

¿Qué hacía el Niño Jesús en el templo? Pues seguramente que cuatro cosas:

 

a) Adorar a su Eterno Padre y rendirle el culto de latría que le es debido.

 

b) Darle gracias por cuantos beneficios le había dispensado y también por los dispensados a su Madre y al resto de los hombres.

 

e) Reparar las ofensas con actos fervorosísimos de desagravio.

 

d) Pedir muchas gracias. ¡Qué raudal de gracias no atraería la plegaria del Niño Jesús sobre sus padres!

       Aprendamos a emplear el tiempo de nuestra oración y visitas al Santísimo: en esos cuatro puntos tenemos materia abundante para entretenemos fructuosamente. Sobre todo, ésos deben ser nuestros afectos al asistir a la Santa Misa o al celebrarla; pues que, como sabemos, es sacrificio:

 

 a) latréutico, porque se ofrece a Dios para reconocer su supremo dominio;

 

b) eucarístico, por ofrecerse en acción de gracias por los beneficios recibidos;

 

c) impetratorio, pues se ofrece a Dios para obtener, por los méritos de Jesucristo, nuevos beneficios;

 

d) propjciatorio, satisfactorio o expiatorio, para obtener perdón de pecados y remisión de la pena por ellos debida (Coin Trid. sess. 22, can. 3).


Punto 2.° Se queda Jesús en el templo.


«CRISTO QUEDÓ EN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PARIENTES»


1) ¿Cómo pudo suceder? San Lucas (Lc 2, 43) dice: «Acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen». La gente que aquellos días acudía a Jerusalén era muchísima: Josefo (De beli. jud., 6, 424) menciona tres millones de peregrinos en una de estas fiestas; y en otro lugar afirma que se sacrificaron para la cena legal un año, en el templo, 256.500 corderos. Era, pues, fácil que en tal aglomeración se perdiera un niño. Además, pudieron muy bien pensar sus padres que Jesús estaba con algún grupo de los de Nazaret «illum esse in comitatu» (Lc 2, 44). Cosa tanto más obvia y natural cuanto que Jesús era muy querido de sus conocidos Cayeron en la cuenta al terminar la jornada del día, «iter diei», cuando, llegados los últimos grupos, se encontraron con que faltaba Jesús, y nadie sabía dar cuenta de Él.

 
2) ¿Cómo se ausenta Jesús de las almas? De dos maneras: la primera es sustrayendo del alma la gracia, lo cual sólo se verifica como castigo del pecado mortal; no está figurada en esta ausencia tan terrible castigo; ¡Dios nos envíe mil veces la muerte antes de caer en pecado mortal! La otra es cuando, sin quitarnos su gracia, nos priva del sentimiento de su presencia; está Dios en el alma y, sin embargo, no sentimos las dulzuras inefables de su presencia, sino, por el contrario soledad, tristeza, abandono, desaliento (Reg. 4 1317).


3) ¿Por qué se ausenta Jesús? Lo expone admirablemente San Ignacio en las reglas de discernimiento de espíritus y nos dice que unas veces la ausencia de Jesús, la desolación, es castigo de nuestra tibieza y negligencia en los ejercicios espirituales y en el servicio divino; otras, prueba de nuestra fidelidad y amor, que resplandecen sobre todo en las horas difíciles de la desolación; otras, por fin, lección provechosa que nos haga palpar que la consolación no es propiedad nuestra, sino don gratuito de Dios y así aprendamos humildad.


4) ¿Cómo hemos de buscar a Jesús? Como lo buscaron María y José: a) y, ante todo, «dolentes» (Lc 2, 44), doliéndonos de tales ausencias; que es cosa triste que el alma, entretenida en aficioncillas terrenas, no eche de menos a Jesús, si no es que llega hasta desear su ausencia, por temor a lo que puede y suele exigir cuando se apodera del alma. Penetremos los corazones de aquellos santos, esposos; qué noche aquélla más triste y más larga! Nada en ellos suplía la ausencia de Jesús.

Pero no se contentaron con llorar, sino que al instante b) «quaerebamus», se dieron a buscarlo. Así hemos de hacerlo nosotros, y si así lo hacemos, pronto encontraremos a Jesús;

c) «quaerebamus te», buscaban a Jesús. No su consuelo ni otra cosa alguna, sino a Jesús, en quien lo cifraban todo. No suceda que más que a Jesús nos busquemos a nosotros mismos; gran error sería, e insigne ingratitud, y prueba suele ser de que más buscamos nuestra consolación que a Dios, c) que fócilmente nos desanimemos y caigamos de áoinm.


Punto 3. «PASADOS LOS TRES DÍAS, LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES »EN LAS COSAS QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?» (Lc 2, 48).


1) «El factum est post triduum» (Lc 46), y al cabo de tres días le hallaron en el templo. Al tercer día de haber salido do la ciudad. Cuando advirtieron la desaparición habían caminado ya una jornada; necesitaban otra para volver a Jerusalén; al tercer día encontraron a Jesús (v. Schuster, «Historia Bíblica», Knabenbauer la Lc., p. 143). Es de creer que los padres de Jesús, apenas les fué dado hacerlo, muy de mañana se fueron al templo, persuadidos de que allí, más bien que en ningún otro lugar, estaría Jesús, si por su gusto se había quedado en Jerusalén. Tal vez emplearon bastante tiempo en encontrarlo, por ser el templo muy amplio.

Aprendamos dónde hemos de buscar a, Jesús cuando lo echemos de menos: no entre amigos y conocidos, no entre carne y sangre, ni entre regalos y vanidades, ni entre el bullicio y diversiones profanas, sino en el templo cte Dios, que es la casa de Dios; dentro del templo vivo de nuestro corazón, haciéndolo casa de oración y ocupándolo en ejercicios de santidad; no en parlerías inútiles ni en lecturas entretenidas o en amistades peligrosas.


2) ¿Dónde estaba Jesús, y qué hacía? Explicaban los doctores la ley al pueblo, los sábados, los días festivos y durante su octava; quizá ocurrió la ausencia de Jesús durante la octava de Pascua. Púsose Jesús entre la turba a escuchar la explicación, y como estaban autorizados los oyentes para preguntar y exponer sus dudas, lo hizo El de tal modo que llamó la atención de los maestros. Hiciéronle subir al estrado, pues cuando entraron sus padres «le hallaron... sentado en medio de los doctores, y ora les escuchaba, ora les preguntaba; y cuantos le oían quedaron pasmados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2, 46). No se nos dice de qué hablaba.


3) Consideremos el gozo de los santos esposos al encontrar a su divino Hijo; así nos gozaremos si como ellos le buscamos. La Santísima Virgen, al verle, exclamó: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando». Nada hay en estas palabras de reproche; son una cariñosa interrogación, muy natural en quien ama como amaba María a Jesús; una sencilla expresión del dolor que sus corazones habían experimentado durante aquellos días de triste soledad. Hay también en ella una nota delicadísima de humildad y de deferencia y amor de María para con José en aquel «pater tuus et ego», tu padre y yo, nombra primero a José y le llama padre de Jesús. Nota el P. La Puente la brevedad y precisión con que habló la Santísima Virgen.


4) A la pregunta de su Madre respondió Jesús: «Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que Yo »debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?» . No contiene esta respuesta, dada a su Madre, nada de frialdad o indiferencia, y menos de reprensión o desaire, sino de instrucción, porque enseña que lo hecho ha sido realizado por determinación y misterio divino; de consuelo, porque les dice que no había motivo para dolerse y buscarle con tanta solicitud; de defensa, porque tácitamente niega haber dado causa para que ellos se doliesen y le buscaran con ansiedad; como si dijese: «no os di Yo causa de este dolor y rebusca, pues que nada hice por lo que debieseis buscarme con dolor; vosotros, por lo mucho que me amáis y por ignorar el misterio del asunto, fuisteis la causa» (Toledo).

Como dirigida a nosotros esta respuesta, nos incuIca los derechos infinitos de Dios sobre nosotros y sobre cuanto pensamos que nos pertenece; nos enseña que no hay consideración alguna que pueda no ya prevalecer contra un deseo de Dios, pero que ni merezca ponerse con Él en parangón. Enséñanos, además, a unir en nuestro corazón el amor a nuestros padres con una firme decisión de seguir la voluntad de Dios y una completa independencia de cuanto pueda impedírnoslo. Magnífica lección para quien se prepara a elegir estado (Vermeersch).

Pero no vayamos a creer que no tenga aplicación a quien ya ha hecho tal elección y se ha abrazado con el de perfección; tiénela y no poco frecuente, pues que si ol afecto sagrado a nuestros padres no ha sido parte para impedirnos seguir la voz de Dios, triste cosa sería que nos lo impidan en mil ocasiones afectillos desordenados a cosas, personas, ocupaciones, etc. Veamos si en más de una ocasión al «cur fecisti sic» tendríamos que callar avergonzados.

       Cuando nuestras pasiones o los hombres se empeñen en separarnos un ápice de la voluntad de Dios para esclavizarnos a la de sus enemigos, respondamos «in his quae Patris mei sunt oportet me esse!» ¡Sólo pertenezco a Dios, Él es mi Señor, a El sólo he de servir! Grabemos bien en nuestra mente esta verdad, y cuando se trate de la causa de Dios tomemos la resolución de cortar cualquier cosa por grata que nos sea. ¡Qué dichosos seremos si así lo hacemos!

 
NOTAS. 1) Era despreciado el trabajo manuah Aristóteles, el más grande de los filósofos gentiles, lo había proclamado indigno del hombre libre. Platón, Herodoto, Jenofonte, Cicerón y Séneca hablaban y pensaban del mismo modo. Los obreros no eran, mirados por los griegos como dignos del título de ciudadano. (v. Devivier «Curso de Apologética». P. AIlard. «Les esclaves chrétiens».)


2) Los discípulos de Jesucristo. Cuenta una vieja leyenda monástica que el abad Macario fué a visitar al gran Antonio, poblador del yermo, en su profunda y casi inaccesible soledad. Sentáronse ambos en cuclillas en el suelo, a la manera de los egipcios. Comenzaron a hablar y a trenzar esteras. Viendo Antonio la destreza, hija de la asiduidad, con que Macario tejía el palmito del desierto, le besó las manos, y exclamó: «hay una gran virtud en esas manos.» San Pablo estaba orgulloso de las suyas de tejedor, en las que puso callos la áspera lana de las cabras negras del monte Tauro, que ellas transformaban en la groserísima tela de los cilicios, que, por su aspereza, ha tomado casi exclusivamente sentido penitencial. Y se gloriaba de ganar su pan con su trabajo.

 

 

 

9ª  MEDITACIÓN

 

BAUTISMO DE CRISTO

 

CONTEMPLACIÓN SOBRE LA PARTIDA DE CRISTO NUESTRO SEÑOR DESDE NAZARET AL RÍO JORDÁN, Y CÓMO FUÉ BAUTIZADO.


Preámbulo. Narran la historia de este hecho los sinópticos Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21- 22): «Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser de él bautizado. Juan, empero, se resistía diciendo: Yo debo ser bautizado de Ti, y ¡Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús diciendo: Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. Y Juan, entonces, condescendió con El. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los Cielos, y rió bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y posar sobre Él. Y oyóse una voz del Cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia.»

 
Composición de lugar. Desde el siglo IV se señala corno lugar del bautismo de Jesús la ribera derecha del río a siete u ocho kilómetros del norte del mar Muerto (Prat). El cuarto Evangelio nombra dos localidades en las que bautizaba el Precursor: Betania, a tres jornadas de Nazaret (que no se ha de confundir con otra Betania del monte Olivete), y Ennón (fuentes), cerca de Salim, a una jornada de Nazaret, un poco más arriba de su desembocadura en el mar Muerto, Consérvase en este lugar una iglesia reconstruida el siglo pasado (Durand).


Petición. DEMANDAR CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR, QUE POR MÍ SE HA HECHO HOMBRE, PARA QUE MÁS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1°.  Se despide de su Madre Santísima.

 

No pierde San Ignacio ocasión de presentarnos a nuestra Madre, la Santísima Virgen, y de enseñarnos prácticamente el amor y la reverencia que la debemos. Es que tal amor nos es necesario para nuestra salvación y para nuestra santificación.

 
a) Podemos considerar en este misterio la conducta de la Santísima Virgen. Ilustrada por Jesús en aquellas sus íntimas comunicaciones de Nazaret y muy en los secretos de la economía de la redención, estaría esperando, y al mismo tiempo temiendo, la hora de la separación. Sabía que la labor mesiánica de Jesús pedía un campo más amplio que la casita de Nazaret. Y llegó el día; Jesús, con acento lleno de ternura, le dijo: ¡Madre, sabéis que he venido al mundo a establecer el reino de Dios, y para ello he de predicar la doctrina de salvación; lo quiere el Padre, y por Él tengo que dejaros!. La Santísima Virgen dijo, una vez más: «Fiat! ¡Hágase la voluntad de Dios! ¡Id, Hijo mío, a donde el Padre os llama! Con el corazón y con la oración seguiré unida a Vos y a vuestros trabajos.

Sacrificio grande el de la separación para Jesús y para María. ¡Se amaban tanto! ¡Vivían tan felices unidos! ¿Cómo lo aceptaron? ¡Con toda el alma! ¡Qué bendiciones no merecería del Cielo este sacrificio! ¡Asistamos a tan conmovedora escena...! María quedó asociada al apostolado de Jesús. Aprendamos a sacrificarnos.., y a decir «fiat» con toda el alma cuando Dios nos pida algo, por difícil que sea. A Jesús le costó muchísimo el ver sufrir a su Madre.


b) ¿Para qué quiso Jesús hacer este sacrificio? Para enseñarnos el desasimiento del corazón, aun de los amores más sagrados, que jamás nos han de impedir el hacer la voluntad de Dios. Magnífica lección en este punto de los ejercicios en que comenzamos ya a trabajar directamente en averiguar el modo concreto en que Dios quiere servirse de nosotros para que logremos la santidad. Sin esa libertad no la alcanzaremos, pues que es necesaria:

l.° Para lograr nuestra perfección, porque la desordenada afición de carne y sangre es obstáculo al amor y servicio de Dios.

2.° Es necesaria especialmente a los llamados a vocación apostólica, pues asegura al apóstol la libertad y la fuerza de acción; su vocación reclama y necesita todas sus fuerzas y todo su tiempo, su cuerpo y su alma, su inteligencia y su voluntad. ¡El primer paso en el seguimiento cÍe Cristo, cuando llama a estado de perfección, es el dejarlo todo...: casa, bienes, padres!


2) Va al Jordán. Parte a la conquista del Reino y marcha descalzo y solo. Quiere:
a) Autorizar el bautismo de Juan y disponer a los hombres a otro más eficaz que Él instituirá.

b) Santificar su ministerio iniciándolo con un acto heroico de humildad. Como los árboles, así los humildes tanto más profundizan sus raíces cuanto más alto edificio han de levantar. Nuestro Santo Padre nos repite con insistencia grande en las contemplaciones y aplicación de sentidos, que expone como pautas de dirección, quee hemos de guaidar siempre, que debemos para sacar provecho de tal vista o cosa.

No lo olvidemos. Abundante materia de reflexión nos brinda la despedida de Jesús y de su Madre. ¿Somos dóciles, prestos y diligentes en seguir los divinos llamamientos? ¿Hay en nuestros corazones algún amor que nos detenga en la marcha hacia Dios? ¿Estamos desasidos de todo..., padres, casa, hacienda, etc., y prontos a dejarlo todo si tal es la voluntad de Dios?


Punto 2.° El bautismo de Jesús.


SAN JUAN BAUTIZÓ A CRISTo NUESTRO SEÑOR, Y QUERIÉNDOSE EXCUSAR, REPUTÁNDOSE INDIGNO DE BAUTIZAR LO, DÍCELE CRISTO: HAZ ESTO POR LO PRESENTE, PORQUE ASÍ ES MENESTER QUE CUMPLAMOS TODA LA JUSTICIA.


1) «Tunc venit Jesus a Galilaea in Jordanem ad Joannem ut baptizaretur ab eo» (Mt 3, 13). Un día de invierno el carpintero de Nazaret, ignorado aún de todos, se presenta a orillas del Jordán, mezclado a la turba de penitentes que acudían atraídos por la vida santa y la predicación fervorosa del Precursor. Juan no conocía personalmente a su primo Jesús: «Et ego nesciebam eum» (Jn 1, 29); pero esperaba conocerle por la señal que el Señor le había indicado. Al acercarse Jesús mezclado con la turba de pecadores, haciéndose como uno de ellos, Juan, iluminado súbita y sobrenaturalmente, advertido por una voz interior le conoció, y lleno de asombro: «prohibebat eum, dicens; ego a te debeo baptizari sed tu venis ad me?» (Mt 3, 14); le disuadía diciendo: yo debo ser bautizado por ti, ¿y vienes Tú a mí?

Considera la humildad admirable de Jesús; había tomado forma de siervo y tomó también la de penitente, que de penitencia era el bautismo de Juan. Cómo despliega al viento su bandera; no olvides que con instancia y como gracia muy preciosa has pedido se le coneeda militar bajo ella en oprobios y humillaciones. Y procura que no sean palabras vacías tales súplicas.

       Juan, al reconocer a Jesús, sabiendo quién era, llenóse de asombro, reverencióle y humillóse a Él. ¡Cuántos bienes se siguen del conocimiento de Dios! ¡Y qué figura tan llena de encanto la del Bautista! ¡Jesús quiso honrarle; había por Jesús renunciado a todo y Jesús le quiere recompensar aun en la tierra!


2) «Respondens autem Jesus dixit: sine modo, sic enim decet nos implere omnem justitiam» (ib., 15). Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. ¡Yo, humillándome; tú, obedeciendo! ¡Luego toda la santidad se compendia en humildad y obediencia! Aprendámoslo, que es lección difícil y necesaria: sujétate no sólo al mayor o al igual, sino aun al inferior... Como Jesús. Y eso no en acto de prescripción legal, como era la circuncisión, sino de piedad absolutamente libre, del que pudiera dispensarse sin dificultad ni desedificación de nadie. Para que aprendamos, y aunque sea para ello preciso empequeñecernos a los ojos de ciertas personas, no tengamos miedo de mostrarnos siempre sumisos y respetuosos a las menores recomendaciones de la Iglesia, escrupulosos cumplidores de las menores reglas del estado que hemos abrazado. No es rebajarnos, sino engrandecernos.

 

3) ¡Veamos a Jesús confundido con las turbas como uno de tantos pecadores! «Et baptizatus est a Joanne in Jordane» (Mc 1, 9). ¡Humildad portentosa! Con tan magnífico ejemplo inaugura Jesús su vida pública de apostolado.

 

Punto 3.° El milagro.


VINO EL ESPÍRITU SANTO Y LA VOZ DEL PADRE DESDE EL CIELO AFIRMANDO: ESTE ES MI HIJO AMADO, DEL CUAL ESTOY MUY SATISFECHO.


«Baptizatus autem Jesus confestim ascendit de aqua. Et  ecce aperti sunt coeli...» (Mt., 3, 16). Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua ie le abrieron los Cielos... Escena sublime de incomparable grandeza... ¡Cómo la contemplaría, lleno de devoción, el santo Precursor, que se confirmaría más y más en el fidelIsimo cumplimiento de la misión que Dios le había confiado y crecería en la estima de aquel que con tan humilde traza exterior se le presentaba, siendo como era el Hijo de Dios!

Magnífica aprobación de la divina Misión de Jesucristo y espléndida compensación de su solicitud en humillarse. Él se abaja a lo más profundo, al nivel de los pecadores. ¡Dios le ensalza a la sublimidad de Hijo Suyo! Siguiéronse al bautismo de Jesús, según el texto sagrado, tres cosas extraordinarias y maravillosas:

1) «Aperti sunt ei caeli.» Se le abrieron los Cielos. La llave que los abre para nosotros es la humildad; «humilibus dat gratiam» (Jac., 4, 6); da su gracia a los humildes y es la gracia semilla de gloria. Aspira al Cielo, ¡pero no olvides el camino! Este abrirse los Cielos fué, sin duda, visible a Jesucristo y al Bautista, como consta de San Juan: «Et ego vidi et testimonium perhibui quia hic est Fiiius Dei» (Jn 1, 34). Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que El es el Hijo de Dios.

¿Pero lo vieron los demás concurrentes? Sentencia es muy común de los Padres y Doctores la afirmativa; y el Padre Suárez, al exponerla, aduce la siguiente razón: «illa autem significatio sensibilis non erat Christo necessaria, sed nobis: ergo oportuit ut talis esset quae ab allis perciperetur»; tal manifestación sensible no era necesaria para Cristo, sino para nosotros; convino, pues, que fuese tal que la percibiesen los demás. Quiso ya Dios comenzar a manifestarnos a. su Hijo. Dichosos de nosotros, si, recibiendo agradecidos tal manifestación, sabemos aprovecharnos de ella: ahí está todo nuestro bien!


2) «Et vidit spiritum Dei descendentem sicut columbam et venientem super se» (Mt., 3, 16). Y vió bajar al Espíritu Santo en forma de paloma y posar sobre él. ¡Así honra Dios a quien se humilla! Procura con tu humillación tenerle propicio. No se ha de entender esta venida del Espíritu Santo sobre Jesucristo como si con ella recibiese su alma algún interno crecimiento de gracia y como si entonces fuese ungido del Espíritu Santo, puesto que desde el primer instante de su ser tenía toda plenitud, sino que fué una declaración y manifestación hecha a los demás de la presencia del Espíritu Santo en Cristo, o, como dice Suárez, no fué otra cosa que manifestar, con un nuevo signo sensible, el don del Espíritu Santo, que desde el principio de su concepción estaba en Cristo (Knabenbauer in Mt.).

Pidamos a ese Espíritu que baje a nosotros y nos llene de conocimiento y amor de Jesucristo, y de aliento grande para seguirle muy de cerca, respondiendo con presteza y diligencia a sus llamamientos.


3) «Et ecce voc de caelis, dicens: Hic est Filius meus dilectus, in quo mihi complacui» (Mt., 3, 17). Y oyóse una voz del Cielo que decía. Este es mi Hijo querido, en quien tengo puesta toda mi complacencia. Al que se humilla confundido entre los pecadores lo declara Hijo de Dios... ¿Quieres ser llamado por Dios hijo suyo? ¡Humíllate!, que Dios, «humilia respicit» (Ps., 137, 6), mira complacido a los humildes. Aprende a estimar al que has elegido para Capitán, a quien has jurado seguir; estudia sus ejemplos y sus grandezas para entusiasmarte con El y poner todo tu empeño en complacerle.

 

 

APLICACIÓN DE SENTIDOS SOBRE EL BAUTISMO DE JESUCRISTO

 

Punto 1º EL PRIMER PUNTO ES VER LAS PERSONAS CON LA VISTA IMAGINATIVA MEDITANDO Y CONTEMPLANDO EN PARTICULAR SUS CIRCUNSTANCIAS Y SACANDO ALGÚN PROVECHO DE LA VISTA.

 
Tres cosas indica San Ignacio que se han de practicar en la aplicación de cada sentido: ver, meditar y contemplar y sacar algún provecho


1) Ver,

Sigamos la narración evangelio supliendo lo que naturalmente se deja en ella entender. Veamos a Jesús, ya de edad de unos treinta años, el carpintero de Nazaret, y a María Santísima, su Madre, en su casita pobre, Pero limpia, Ventilada y alegre; qué encanto de vida! Se despiden, se bendicen mutuamente..., se abrazan, con qué amor y dignidad... Sus rostros, tristes pero resignados. ¡Cómo el Cielo bendice aquel sacrificio!

Jesús marcha solo..., Pobre..., descalzo, a buen paso..,, sin volver la vista a lo que deja, Modelo de apóstoles .., va a hacer la voluntad de su Padre, que le llama a la vida de Predicación y trato con los prójimos El camino es largo, pedregoso; escasos arbustos agitan sus raquíticas ramas; sólo las aves de rapiña y las bestias feroces turban el silencio de aquellas terribles soledades En medio de barrancos escarpados, la Naturaleza ha cavado grutas profundas; en ellas vivía retirado el santo Precursor… Al nordeste del desierto de Judá, el Jordán se lanza en el mar Muerto después de haber corrido sobre un lecho muy accidentado y descendiendo a partir de sus fuentes de una altura media de 700 metros El río, describe V. Guerin, se repliega sin cesar sobre sí mismo rodando sus turbias aguas unas veces sobre Un fondo fangoso, otras sobre un cauce erizado de rocas y sembrado de grandes bloques, entre los que se precipita hirviente. En gran parte de su curso, sus riberas, sinuosas, están pobladas de sauces, acacias, tamarindos, álamos y cañaverales. Así corre murmurador e impetuoso, entre orillas de perpetua verdura, que lo encuadran casi sin interrupción. En el fondo de esta maleza, a veces impenetrable, refugio de fieras, jabalíes y víboras, corre una zona bastante estrecha de tierra muy fértil. Cerca de Jericó había un vado: allí predicaba el Bautista y se bautizó Jesús (Bohnen, 5. J. (Vade-mecum des récits évangéliques).

Veamos a Jesús llegar a ese lugar y confundirse con las turbas penitentes de pecadores.., y acercarse a recibir el bautismo de penitencia. Era en noviembre, tres meses después de iniciada la predicación del Precursor. Después veamos a Juan resistiéndose, lleno de respetuosa confusión y reverencia.,. Cede..., ¡le bautiza!

Veamos cómo se abren los Cielos y el Espíritu Santo desciende en forma de paloma...


Meditar y contemplar. ¡Cuánta humildad! ¡Cómo se abaja! Va a emprender la vida de Apóstol; lo deja todo...: casa..., comodidades..., ¡Madre! Primer paso del apostolado, la renuncia total. Segundo, la humildad..., la obediencia... Así se abren los Cielos.., y la gracia desciende.., para fecundizar los trabajos...


3) Sacar algún provecho. ¿Me llama a mí Dios a vida apostólica? ¿Estoy dispuesto a seguir ese llamamiento? El primer paso..., dejarlo todo...; la disposición primera, la humildad... ¿Me ha llamado ya? ¿Vivo como el modelo?


Punto 2° OÍR CON EL OÍDO LO QUE HABLAN O PUEDEN HABLAR, Y REFLEXIONANDO EN MI MISMO, SACAR DE ELLO  ALGÚN PROVECHO

 
1) Oír. No poco nos dice el mismo Sagrado Evangelio.

Despedida. ¿Qué se dirían el Hijo y la MadrE? ¿Cómo Jesús expondría a María que era llegada la hora en que por disposición de su Padre celestial había de dejar aquel dulcísimo retiro para darse a la vida apostólica? ¿Y cómo la Santísima Virgen repetiría una vez más el «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 18). Qué palabras más tiernas de amor, de sumisión a la divina Voluntad .., de santa alegría y aliento, se dirían mutuamente ¿Cómo se despedirían?

Diálogo con San Juan. Quiere el Bautista disuadir a Jesús de su bautismo «Yo debo ser bautizado por Ti ¿Tú vienes a mí? (Mt 3, 14). Y Jesús le responde: «Déjame ahora hacer, Porque conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt., 3, 15).

Después la VOZ de lo alto: «Este es mi Hijo »amado, en el cual me complazco» (Ib.,

 

2) REFLECTIR PARA SACAR ALGÚN PROVECHO. Pidamos al Divino Capitán y a su Madre Santísima nos llenen de santo esfuerzo para renunciar a todo cuando se trate de seguir el llamamiento de Dios. ¡Que jamás pretendamos que allí venga Dios donde nosotros queremos, sino que nos determinemos a dejarlo todo para ir a DIOS! Que nos ilumine para que conozcamos más y más internamente al Señor, que por mí se ha hecho hombre, Que aprendamos a humillarnos para ser ensalzados y merecer ser llamados hijos de Dios.

 
Punto 3 «OLER Y GUSTAR... LA INFINITA SUAVIDAD Y DULZURA DE LA DIVINIDAD, DEL ANIMA Y DE SUS VIRTUDES Y DE TODO...; REFLICTIENDO EN SÍ MISMO Y SACANDO PROVECHO.

 
1) Qué delicioso aroma el que impreg la casita de Nazaret; qué suave fragancia la que despide la persona santísima de Jesús la de María, la del Bautisma ¡Aromas de] Cielo!
21 ¿Y yo? ¡Despido hedor de corrupción! cómo debe perfumarlo todo el cristiano que debe ser Christi bonus odor» (1 Cor., 2, 15); buen Olor de Cristo y cuánto más el Apóstol como otro Cristo, con su vida santa, con su porte modesto y recatado, con sus palabras de vida eterna, con sus obras.

 

Punto 4.° TOCAR CON EL TACTO, ASÍ COMO ABRAZAR Y BESAR LOS LUGARES DONDE LAS TALES PERSONAS PISAN..., SIEMPRE PROCURANDO SACAR PROVECHO DE ELLO.

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Entremos en el taller...; allí quedan los instrumentos de trabajo, los utensilios.., de que se sirvió Jesús durante los treinta años de su vida oculta... Si hubiésemos logrado que nos dieran alguno de esos objetos, ¡cómo los veneraríamos!, y nos parecería al besarlos sentir que de ellos fluía celestial dulzura. Con gran respeto y cariño, pidiendo permiso a nuestra Madre, hagámoslo..., y besemos aquel suelo, y aquellos objetos..., y la orla del manto de María y su mano maternal. Y dejemos que el alma se llene de suave jugo de devoción. Besemos las huellas que Jesús va dejando en su marcha hacia el Jordán: son tan preciosas las huellas del Apóstol!

NOTA. E1 P. Polanco, en su Directorio (Mi., ser. 2, p. 816, 77) dice: «Y avísese al que se ejercita que mayores señales de la voluntad de Dios se habían de exigir para permanecer en la vía común, que llamamos de los Mandamientos puesto que «Cristo dice que es difícil que entren en el Cielo los que poseen riquezas, que no para elegir el camino de los consejos, que el mismo Cristo, eterna sapiencia, aconseja, aunque no manda, porque es más seguro, indudablementc y más perfecto; por lo que más propenso debe estar (por su parte) a tomar el camino de los consejos que no el de los preceptos, si a Dios le agradare más aquel.»

 

 

 

10ª  MEDITACIÓN

 

LAS TENTACIONES DE JESÚS EN EL DESIERTO

 

Preámbulo. Cómo Jesús, lleno del Espíritu Santo, se fué del Jordán y el Espíritu le condujo al desierto, donde estuvo cuarenta días, siendo tentado por el diablo, sin comer nada y morando entre las fieras. Al cabo de los cuarenta días, sintiendo El hambre, se le acercó el tentador y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan.» Jesús le respondió «Está escrito: »No Vive el hombre de solo pan, sino de todo lo que Dios dispone» (Deut 8, 3). Luego le llevó el diablo a la ciudad santa y le subió al pináculo del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque está escrito: Te ha encomendado a sus ángeles para que te guarden y te han de llevar en sus manos para que tus pies no se lastimen contra ninguna piedra» (Salm 90, 11, 12). Jesus le contestó: «También está escrito: No tientes al Señor tu Dios» (Deut 6, 16). Hablándole Ilevado todavía el diablo a un monte elevado, le puso en un momento ante los ojos todos los reinos de la tierra con su gloria, y le dijo: «A Ti te voy a dar todo este poder con su gloria. Esta puesto en mis manos y se lo doy a quien quiero; conque si te postras delante de mí, todo será tuyo. Entonces le dijo Jesús: «Retírate, Satanás, porque está escrito: »Adora al Señor tu Dios. Tributa culto a Él sólo» (Deut., 6, 13). Agotadas todas las tentaciones, el diablo le dejó y se alejó de Él por algún tiempo. Entonces se le acercaron los ángeles y le servían» (Mt., 4, 1-11; Mc., 1, 12-13; Le., 4, 1-13).


2.° Composición del lugar. E1 desierto de Jericó, a unos diez kilómetros del Jordán, y en él una montaña rocosa de 1.200 pies de elevación, rodeada de colinas, de difícil acceso a los hombres. En su ladera se abren, a diferentes alturas, numerosas grutas o cuevas. Llámase la montaña de la cuarentena y está a unos veinticinco minutos de la fuente de Eliseo.

 

Punto 1.°  El desierto.


DESPUÉS DE HABERSE BAUTIZADO FUÉ AL DESIERTO, DONDE AYUNÓ CUARENTA DÍAS Y CUARENTA NOCHES.


1) ¡Qué lección para los Apóstoles! Había vivido treinta años retirado; para nada necesitaba de preparación, pero la necesitamos mucho nosotros. Se retiró, «tunc», en seguida del bautismo y de la prodigiosa manifestación celestial, lleno del Espíritu Santo; se retiró para huir el aplauso de las turbas, a gustar a solas del don celestial; para manifestarnos que los dones interiores son preferibles a las ceremonias exteriores...

«Et agebatur a Spiritu in desertum» (Lc 4, 1). Era conducido por el Espíritu al desierto; el Apóstol nos dice que «qui Spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei» (Rom., 8, 14); «los que son movidos por el Espiritu de Dios son hijos de Dios; en cambio los hijos de Adán o de este siglo son movidos en sus obras por ímpetu del espíritu malo, que es espíritu del demonio, o mundo, o carne, o espíritu propio, torcido e inclinado a su propio parecer y propia voluntad» (La Puente). 

Considera qué espíritu te rige y conduce en tus determinaciones y esfuérzate en atender las mociones del Espíritu Santo y segurlas fielmente, entregándote fielmente a ellas cn docilidad, sobre todo eneltrabajo de la eleccion oreforma en que te ocupas estos días.

 

2) ¿Adónde le condujo? Al desierto, a la soledad, alsilencio; no a Jerusalén o a otros poblados a conversar y tratar con las gentes El espíritu mundo huye la soledad; el de Dios, al contrario, «ducam eam in solitudine et loquar ad cor eius» (Os., 2, 14). Le llevaré a la soledad y hablaré a su corazón en él está el reino de Dios: «regnun Dei intra vos est» (Lc, 17, 21). Recordemos to grwr des bienes del retiro para la preparacjót del Ap(t01 al cual le es muy necesario; recuérdese a Moisés, a  los Profetas, al Bautista; y más cerca de nosotros a Santo Domingo, a San Francisco, a San Ignacio que buscaron y amaron la soledad para llenarse en ella del espíritu de Dios y poder así después comunicárselo a los demás. Ni se crea que tal reposo con Dios sea indolente y estéril; por el contrario, es viril esfuerzo para librarse de la corriente de las cosas vanas y para oír en el fondo del corazón, en vez de las voces inútiles o mentirosas de los hombres, la voz de Dios. Guárdalo pues, religiosamente, siquiera en el tiempo santo de Ejercicios y lograrás frutos suavísimos.

 
3) Vida de Jesús en el desierto.


a) «Erat cum bestiis» (Mc 1, 18); moraba con las bestias, alejado del consorcio de los hombres; solitario de cuerpo y de alma

b) Silencio absoluto; aficiónate a él y guárdalo durante tu retiro que tiene grandes utilidades y es el gran medio de aprender a hablar.

c) Oraba; toda su conversación era con el Cielo; entregaba día y noche a la oración sólo atentp  a Dios y a las cosas divinas: oraba por los Apóstoles, por los fieles, por los hombres. Tengo prisa de obrar, y, sin embargo, orar es más necesario y sufrir, más eficaz. Dios llama particularmente a la cooperación de su Redención a tres categorías de almas: apostólicas… suplicantes… víctimas. Preferimos la acción; nos gusta un poco menos la oración; nos horroriza el sufrimiento y la cruz. Y sin embargo…

d) Ayunaba y se maceraba. Quiso ayunar para que así corno la perdición del género humano comenzó por la gula, la salud comenzara por el ayuno, Y nos enseñó la mortificación de la carne, tan necesaria a los principiantes para satisfacer por los pecados, sujetar el cuerpo, reprimir los vicios y domar las pasiones; a los proficientes y perfectos, para regir los sentidos, disponer el corazón y el espíritu para la oración, meditación de las cosas santas y ejercicio del ministerio apostólico y para fecundar los trabajos apostólicos, logrando de Dios ubérrimas bendiciones.

Y fué el ayuno de Jesús prolijo, de cuarenta días; muy riguroso, sin comer ni beber nada: molesto a la carne, pues que al fin dice el Santo Evangelio que sintió hambre. ¿Para qué cuarenta días de retiro y ayuno? Extraña manera de disponerse al trabajo..., ¡debilitarse por el ayuno!, ¡agotarse en la oración! Lección magnífica; jamás me lanzaré con seguridad al ministerio apostólico sin haber intensificado antes la vida interior, y esto se logra más fácilmente en retiro. «Difficile est in turba videre Christum; solitudo quaedam necessaria est menti nostrae... Turba strepitum habet, visio ista secretum desiderat» (5. Aug., ML. 35, 1533. In Jo. Ev., tr. 17, e. 5, n. 11). Difícil es ver a Cristo entre la turba: es necesaria a nuestra mente cierta soledad... La turba causa estrépito; esta visión pide secreto. «Et ecce intus eras, et ego foris et ibi te quaerebam... Mecum eras et tecum non eram» (S. Aug. Confess., 10, 27. ML. 32, 795). Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba... Estabas conmigo y yo no estaba contigo.


Punto 2.° La tentación.


FUE TENTADO DEL ENEMIGO TRES VECEs: LLEGÁNDOSE A ÉL EL TENTADOR LE DICE: SI ERES HIJO DE DIOS DI QUE E5TAS PIEDRAS SE TORNEN EN PAN; ÉCHATE DE AQUÍ ABAJO; TODO ESTO QUE VES TE DARÉ SI POSTRADO EN TIERRA ME ADORARES.

 

Fue llevado al desierto para ser tentado…¡Jesús, tentado! ¡Un Dios tentado! «¿Es que el mundo podía ejercer algún atractivo sobre quien era a la vez Dios y hombre? Y si no, ¿dónde está el mérito de la victoria para un alma que no podía pecar?... Sin que pretendamos esclarecer el misterio, haremos notar, que la mayor dificultad viene de que concebimos ordinariamente la tentación de Jesús como semejante a las nuestras. No hay en nosotros solicitación al mal que no deje algún vestigio. Por rápido que sea el mal pensamiento, el primer movimiento del corazón es con frecuencia de adhesión a él. Nada semejante acaeció en Jesús porque no habiendo tomado los malos resabios de nuestra humanidad pervertida no pudo conocer esos deseos que en nosotros se despiertan sin nuestro consentimiento y que, con todo, son nuestros, porque en ellos hallamos o reminiscencias de pasadas faltas o la levadura de la concupiscencia original. Jesús no fué tentado sino exteriormenlte con imágenes o palabras que herían los sentidos, sin que jamás la seducción llegara al alma ni la manchara. Si el agua está exenta de toda impureza, la agitación más violenta no le quitará nada de su limpidez; si reposa en lecho fangoso, el menor movimiento la enturbia. En Jesús y en nosotros las mismas tormentas que conmueven nuestra naturaleza pecadora agitaron también pero sin alterar su pureza, al Hijo de María» (Pouard Vie de N. Seigneur 1, 144).


1) ¿Por qué quiso ser tentado? Vino Jesús a curarnos y salvarnos Es la tentación una de nuestras miserias, consecuencia del pecado Habitamos una tierra expuesta a la tentación como a la ignorancia, al dolor, a la muerte... Jesús quiso alentarnos con sus combates: «tentatum per omnia pro similitudine» (Heb., 4, 15); sabe compadecerse de nuestras miserias habiendo Voluntariamente experjmen tado todas las tentaciones y debilidades a excepción del pecado, por razón de la semejanza con nosotros. Quiso instruirnos enseñándonos que la tentación, por muy violenta que sea, no es el pecado y mostrándonos de dónde viene, cómo procede y cómo se resiste y vence. «Sufrió ser tentado el emperador para enseñar a luchar al soldado.» «Ad hoc enim pugnat imperator ut milites discant» (S. Aug., serm. 123, c. 2. ML. 38, 685). «El Señor de todo consiente ser tentado por el diablo para que todos aprendamos a»vencer en Él» (San Amb. in Lc. ML., 15, 1697). Y también, como escribe San Agustín: «para servirnos de mediador en el vencer las tentaciones, no sólo con su ayuda, sino también con el ejemplo. «Ut ad superandas tentationes, mediator esset, non solum per adjutorium, verum etiam per exemplum» (4 de Trin., 13, 17. ML. 42, 899).

Preparémonos, porque seremos tentados. ¿Por qué?

a) Porque somos carne y espíritu, naturaleza compuesta y «caro concupiscit adversus spirítum, sipiritus autem adversus carnem: haec enim sibi invicem adversantur» (Gal., 5, 17). Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne; como que son cosas entre sí opuestas. San Pablo se lamentaba de este combate (Rom., 8). ¿Me veré yo libre de él? ¿Me admiraré? ¿Me entristeceré? Recordemos el «Sufficit tibi gratia mea» (2 Cor. 12, 9). ¡Mi gracia te basta!

b) Porque somos por el bautismo y la confirmación hermanos y soldados de Jesucristo, asociados a su divina empresa, coherederos... «Si tamen compatimur» (Rom., 8, 17), con tal de que padezcamos con Él. Es a Jesucristo a quien el enemigo de natura humana persigue en nosotros.

c) Para ser fundados en humildad, que es la base de las otras virtudes, Dios nos quiere muy asentados en ella, y por eso permite a veces hasta la caída, como en San Pedro. Mucho hablan los ascetas del bien que podemos sacar de la tentación.

d) Para que aprendamos a gobernarnos a nosotros mismos «sunt tamen tentationes hominis saepe valde utiles, licet molestae sint et graves: quia in illis horno humiliatur, purgatur et eruditur» (Imitación de Cristo, 1, 13). Y son las tentaciones con frecuencia muy útiles al hombre, aunque sean molestas y graves, porque en ellas el hombre se humilla, se limpia y es instruido. Hermosamente, como suele, el Padre Rodríguez, en su Ejercicio de Perfeión, expone las utilidades de la tentación (P. 2, tr. 1).

       Y es la tentación necesaria en nuestro estado actual, pues que nuestra vida sobre la tierra es combate: «Militia est vita homnis super terram» (Job, 7, 1). «Accedens igitur ad servitutem Dei, praepara animam tuam ad tentationem» (Eccli., 2, 1). En entrando en el servicio de Dios..., prepara tu alma parn la tentación


2) ¿Cómo quiso ser tentado? Acercóse el tentador a Jesús y vio que estaba hambrieito y por ahí le acometió. Nos estudia, «y por donde nos halla .»más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarIos» (327-R 14.a de las de discernimjeito de la primera serie) Con tres ataques sucesivos se esforzó SatáI en penetrar hasta el alma de Jesús: sensualidad, presunción, codicia.

 
a) Tuvo hambre, no tenía a mano con qué satisfacerla: le insinuó «¡Si eres Hijo de Dios, que estas Piedras se conviertan en pan!» Jesús le respondió al punto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» «El primer asalto del maligno no es propiamente una tentación de gula. Había acabado el térmjno que fijara al ayuno y no es acto de sensua lidad, ni hay imperfección ninguna en querer aplacar el hambre cuando se siente uno torturado por ella y nada impone la obligación de la abstinencia. El desorden estaría en usar de un poder milagroso sin necesidad y movido por una sugetión excitada por la curiosidad o la malicia Hacer un milagro para mostrarse taumaturgo sería pura ostentacjón; obrarlo únicanentc para satisfacer una necesidad natural sería una muestra de desconfianza en Dios. En tal caso es preciso entregarse a la Providencia que proveerá a nuestras necesidades por medios insospechados. Tal es el sentido de la respuesta.

Los hebreos en el desierto reclamaban a grandes gritos el pan; Dios hizo llover sobre ellos el maná, que no esperaban para »mostrarte, dijo a Moisés (Deut., 8, 3), que el hombre uno vive sólo de pan, sino de cualquier cosa que Dios dispusiere. Doble fracaso para Satán. Esperaba aprovecharse del estado de inanición en que se hallaba Jesús después de su largo ayuno para inducirlo a hacer un milagro inútil y que no hacía al caso. Quedó defraudado. Quería saber si Jesús era el Hijo de Dios y tenía conciencia de serlo. Y nada averiguó; Jesús guardó su secreto» (Prat, Jesus-Christ., 1, 165).

Seremos también nosotros tentados por la excitación de los sentidos, que reclaman satisfacción «esuriit».. Satán y el mundo excitan con empeño la sensualidad para empujarnos a apacentarla en el placer. Estemos alerta, conozcámonos, pensemos que hay placeres harto más dignos del hombre; confiemos en Dios, que nos los hará gustar si sabemos renunciar a los sensuales.

 

b) No ceja el enemigo, sino que reanuda el combate: «Assumpsit eum» lo tomó y llevóle a la ciudad santa, y poniéndole en el pináculo del templo, le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo, porque está escrito que te ha encomendado a sus ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra» (Mateo, 4, 5-6). Humildad grande la de Jesús en dejarse llevar así del enemigo. Mostrándole desde el pináculo del templo la muchedumbre de gente que llenaba los atrios, sugirióle que hiciese ante ella alguna acción señalada . «Descender en manos de los ángeles, aparecer ante la gente con esa pompa celestial, ¿no equivalía a captarse la adoración y arrebatar los corazones? Satanás no concebía tentación más seductora para eI Salvador.

Vano artificio, porque Jesús no quería brillar a los ojos de la carne, sino a los del espíritu, y cautivar las almas con una gracia desconocida de los soberbios. Se contentó, pues, con responder: «También está escrito. No tentarás al Señor tu Dios» (Deut., 6, 16). Tentación frecuente y con la que alcanza el enemigo continuas victorias, la vanidad. Es el honor sombra dorada tras la que corren desalados los hombres. «Eritis sicut dii» (Gen 3, 5). Seréis como dioses, fué la primera tentación propuesta al hombre ¡Cómo seduce el ansia de ser más! Y también cuántas veces «tentamos» a Dios queriendo obtener resultados apetecibles por medios que a Dios no agradan; presunción harto frecuente es querer guardar el recogimiento del espíritu frecuentando mundo... Pensar que hacemos lo bastante con algunas prácticas devotas descuidando la vigiIancia de corazón y los sentidos. Leerlo y curiosearlo todo, y seguir firmes en la fe y limpios en la pureza ¡No nos engañemos!

 
e) «Todavía le subió el diablo a un monte muy encumbrado y mostróle todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y le dijo: Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares» (Mt., 4, 8-9). Pondera el Padre La Puente «la sed rabiosa que el demonio tiene de mi condenación pues todo el mundo, si fuera suyo, me lo diera porque yo haga un pecado mortal contra Dios... ¡Y cuan propio es del demonio, padre de la mentira, engañar a los hombres con falsas promesas de lo que ni es suyo ni lo puede dar a su voluntad!... ¡Y cuán grave es el pecado mortal especialmente de avaricia y ambición, pues no es otra cosa que postrado en tierra adorar a Satanás!

El Señor respodió «Vete de aquí, Satanás por que escrito está,  a tu Señor adorarás y a Él sólo servirás» (Ib., 10). Aprendamos a estimar en más que todo el mundo a nuestra alma y a despreciarlo todo por el servicio y adoración de Dios, considerando quc es envilecimiento irracioflal el dejarnos dominar por la codicja de bienes terrenos.


3) Magnífica y utilísjma lección la que quiso el Señor leernos en estas luchas con el enemigo. Es el Capitán a quien juramos seguir y vamos, movidos por ese ofrecimiento, estudiando su vida, investigando sus huellas para pisar sobre ellas y seguirle de cerca. Saquemos como enseñanzas prácticas:

a) No afligimos ni desconsolarnos al ser tentados, pensando que por ello nos quiera menos el Señor, no! Si Jesús fué tentado, ¿tendré yo a menos el serlo?

b) Acudir con gran confianza al Señor, por remedio y ayuda, diciéndole: «¡Rey mío!, pues sabéis qué es ser tentado, compadecete de mí y quitadme la tentación o dadme fuerzas para vencerla» (La Puente.)

e) Prevenirme para las tentaciones con oraciones y ayunos y procurar estar firme y trabajar poi hacer lo contrario de lo que el enemigo me insinúa

 

Punto 3° La victoria.

 

VINIERON LOS ÁNGELES Y LE SERVÍAN

 
1) «Entonces le dejó el demonio y vinieron los ángeles a servirle» (Mt 4, 11). Satán se retira; Jesús queda vencedor; como lo seré yo con Él y podré exclamar como el Apóstol: «Deo autem gratias, qui dedit nobis victoriam per Dominum Nostrum Jesum Christum» (1 Cor., 15, 57). Gracias a Dios, que nos concedió la victoria por Jesucristo Nuestro Señor. La recompensa será magnífica. Jesús cumple sus promesas, y si le seguimos en la pena, también le seguiremos en la gloria. «Reddet que homini iuxta opera sua» (Prov., 24, 12). «Reddet unicuicque, secundum opera eius» (Mt 16, 27). Dará a cada uno conforme a sus obras. «Bajaron los ángeles y le servían.» ¡Cómo se gozarían de la victoria de su Señor! Y con qué solicitud y alegría le prestarían sus servicios; bien ganado tenía aquel descanso y aquel refrigerio.

Recojamos el fruto del combate. Cuidado ha de ser de toda la vida el evitar, por nuestra parte, cuanto a la tentación puede llevarnos, vigilando para no ser sorprendidos: «omnibus dico, vigilate!»; lo digo a todos, ¡ vigilad! (Mt., 13, 37), apartándonos de las ocasiones que quien se pone en peligro caerá en él, y orando siempre sin desfallecer.

Pero no basta; es preciso que tomemos la ofensiva obrando contra las inclinaciones desordenadas, «HACIENDO CONTRA», como nos enseña San Ignacio, previniendo la tentación, haciendo uso de sus contrarios, fortificando el punto flaco, pues el mal espíritu estudia nuestras virtudes y defectos para atacarnos por donde nos ve más flacos; justo es que acudamos a su renwdio. Enséñanos también Jesús y es práctica de gran eficacia, a resistir immediatamente, no entrando en conversación con el enemigo, como lo hizo Eva con fatal resultado.


2) Pero otro fruto podemos sacar suavísimo de esta meditación, y es una gran confianza en la divina Providencia, que tanto cuidado tiene de su Hijo y de los que como Él luchamos en el desierto. Bendito sea Él, que con sus tentaciones nos moreció gracia para vencer las nuestras. Pidámosie que nunca nos falte y que jamás desconfiemos de ella ni busquemos neciamente ayudas humanas olvidando la divina.

Recordemos que los ángeles asisten invisiblemente a los que luchan para ayudarles; y cuando vencen se alegran con ellos y solemnizan nuestras victorias; y así tengo de amarlos, reverenciarlos y llamarlos a menudo en mi socorro.

Debemos, por fin, como dice el Padre La Puente, «tener paciencia y sufrimiento en las necesidades temporales, porque a su tiempo las remediará Dios Nuestro Señor, y tener confianza en las tentaciones, aunque se multipliquen y prolonguen, porque»a su tiempo hará Dios que cesen; pero no tengo de asegurarme, pues dice San Lucas que Satanás huyó «hasta otro tiempo» (L, 4, 13); de modo que

 

 

 

11ª  MEDITACIÓN

 

DEL LLAMAMIENTO DE LOS APÓSTOLES

 

Preámbulo. E1 primer Preámbulo es la historia; será aquí cómo Jesús llamó a los Apóstoles para que le siguiesen de cerca, dejándolo todo. Estando el Bautista a orillas del Jordán, con dos de sus discípulos vió pasar a distancia a Jesús, y mirándole dijo: «He aquí el cordero de Dios»; al oírlo, Juan y Andrés se fueron tras de Jesús, quien, volviéndose a ellos, les dijo: «iQué buscáis? —Maestro, ¿dónde habitas? Venid y lo veréis.» Le acompañaron y pasaron con El lo que restaba del día y la noche siguiente. Andrés, al encontrarse con su hermano Simón, le dijo: «Hemos hallado al Mesías, al Cristo!», y le llevó a Jesús, que fijando su vista en él le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra.»
Al día siguiente encontró Jesús a Felipe, natural de Betsaida, patria de Andrés y Pedro, y dijole: ¡Sígueme! Más tarde, como estuvieran pescando en el mar de Galilea; llamó a Andrés y Pedro, y ellos al instante le siguieron, dejando sus redes. De modo análogo llamó a los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Y estando en su trabajo llamó a Mateo. No consta en el Evangelio el modo que usó para llamar a los otros Apóstoles.


Composición de lugar. La región próxima al Jordán y las orillas del lago de Calilea, donde reunió sus doce Apóstoles.


Punto 1.°—TRES VECES PARECE QUE SON LLAMADOS SAN PEDRO Y SAN ANDRÉS: 1º, A CIERTA NOTICIA; ESTO CONSTA POR SAN JUAN EN EL PRIMER CAPÍTULO; SECUNDARIAMENTE, A SEGUIR EN ALGUNA MANERA A CRISTO CON PROPÓSITO DE TORNAR A POSEER LO QUE HABÍAN DEJADO, COMO DICE SAN LUCAS EN EL CAPÍTULO QUINTO; TERCIAMENTE, PARA SEGUIR PARA SIEMPRE A CRISTO NUESTRO SEÑOR SAN MATEO EN EL CAPÍTULO CUARTO Y SAN MARCOS EN EL PRIMERO.

 
1) A cierta noticia. Para ello se vale del Bautista, que les muestre con su dedo a Jesús y les empuje hacia El, diciéndoles: «Ese es el cordero de Dios.» Ya antes, la víspera, les había hecho grandes ponderaciones que terminaron con aquella magnífica frase: «Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34). ¡Cuántas veces se vale el Señor de nuestros Padres espirituales para llevarnos y empujarnos a Dios! ¡Si fuésemos siempre dóciles a sus enseñanzas y consejos, cuán fácilmente hallaríamos a Dios! Así les sucedió a Juan y Andrés, que apenas oyeron la indicación del Bautista se pusieron a seguir a Jesús. ¡Y cuán bueno es Jesús para los que de buena voluntad le siguen! Al punto se volvió a ellos y les dijo:
«¿Qué buscáis?» Respondieron ellos: «Rabbi (que quiere decir Maestro), ¿dónde habitas?» Díceles «Venid y lo veréis.» «Fueron, pues, y vieron dónde habitaba, y se quedaron con Él aquel día (Jo., 1, 38-39).

Con qué afabilidad, con qué llaneza trata a su seguidores. Y cuán satisfechos quedaron de aquellas horas de consolación. Andrés fué al punto a comunicar su dicha a su hermano Pedro, y logró conducirle a Jesús. ¡Cuán provechosa es una buena amistad! Jesús, al ver a Pedro, fijó los ojos en él; le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás (o Juan). Tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra» (Ib., 42). No comprendió entonces Simón toda la trascendencia del cambio de nombre que se le anunciaba ¿Y Juan? Nada dice en su Evangelio, pero sin duda que hablaría también de lo ocurrido a su hermano Santiago, y es de creer que le llevó a Jesús, pues que tan sabrosas le hubieron de parecer aquellas horas pasadas con el Maestro, que hizo constar concretamente que tan feliz cncuentro tuvo lugar «como a la hora décima» (Ib., 39), es decir, a las cuatro de la tarde. Cuánto hemos de apruciar los divinos regalos y cómo hemos de procurar aprovecharnos de ellos, no sólo para nosotros, para nuestro aprovechamiento espiritual, sino también para bien de los demás.


2) Secundariamente, a seguir en alguna manera a Cristo con propósito de tornar a poseer lo que habían dejado. Narra San Lucas que, después de haber predicado desde la nave de Pedro al numeroso concurso, «dijo Jesús a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Replicóle Simón. Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra echará la red. Y habiéndolo hecho, recogieron tan grande cantidad de peces que la red se rompía. Por lo que hicieron señas a los compañeros de la otra barca que viniesen y les ayudasen. Vinieron luego, y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen. Lo que viendo Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apiádate de mi, Señor, que soy un hombre pecador... Entonces Jesús dijo a Simón: No tienes que temer; de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc., 5, 4-11).

Diríase que suavemente el Señor, por experiencia de consolaciones y desolaciones, va preparando a sus elegidos para el paso decisivo. Sin Él habían trabajado toda la noche y no habían logrado pescar nada; horas de desolación; con Él, al primer lance se les cuajaron las redes; fué una consolación. Natural parece que su corazón se dispusiera a seguirle; y así lo hicieron.


3) Terciamente, para seguir para siempre a Cristo Nuestro Señor. San Mateo narra el llamamiento de Simón y Andrés: «Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea vió a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la redes en el mar (pues eran pescadores), y les dijo: seguidme a Mí, y Yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los dos, dejadas las redes, le siguieron.» Y la de Santiago Y Juan a continuación «Pasando más adelante vio a otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano, componiendo sus redes en la barca con Zebedeo, su padre, y los llamó. Ellos también al apunto, dejadas las redes y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 18 Y sigs.).

Ya preparados por las experiencias pasadas siguieron dóciles el llamamiento divino, dejándolo todo por seguir a Jesucristo. Que nada nos impida seguir su divino llamamiento. Y no pensemos que por haberlo Ya seguido en cuanto al estado de vida y haber abrazado el de perfección cesa nuestra obligación de atender la voz de Jesucristo, que nos llama, pues que dentro de ese estado, si no la oímos Y seguimos, podrá suceder que vivamos harto imperfectamente.

Atendamos, pues, prestos y diligentes los continuos llamamientos de Nuestro Señor y dispongámonos para venir en perfección. Este segundo tiempo para hacer sana y buena elección, por experiencia de consolaciones Y desolaciones, parece que San Ignacio supone que es corriente en tiempo de ejercicios, cuando el ejercitante los hace debidamente.


Punto 2.°  LLAMÓ A FILIPO, COMO ESTÁ EN EL PRIMER CAPÍTULO DE SAN JUAN, Y A MATEO, COMO EL MISMO MATEO DICE EN EL NONO CAPÍTULO.


1) Cumplióse en ello el primer tiempo para hacer sana y buena elección, que «ES CUANDO DIOS NUESTRO SEÑOR ASÍ MUEVE Y ATRAE LA VOLUNTAD, QUE SIN DUBITAR NI PODER DUBITAR, LA TAL ÁNIMA DEVOTA SIGUE A LO QUE ES MOSTRADO»

Al día siguiente determinó Jesús encaminarse a Galilea, y encontró a Felipe, Y díjole: «Sígueme.» Era Felipe de Betsaida, patria de Andrés y de Pedro» (Jn 1, .1:1-44).
«Partido de aquí (de Cafarnaum), Jesús vio a un hombre sentado al banco, llamado Matero, y le dijo: Sígueme. Y él, levantándose luego, le siguió» (Mt 9, 9). Son ambas elecciones hechas en el primer tiempo. Es sin duda extraordinario  que nadie debe pretender se cumpla en él, aunque el Señor misericordiosamente lo haya en repetidas ocasiones usado. Tal fué la vocación de Pablo, y análogas parecen la de un San Luis, San Estanislao y otros favorecidos por el Señor.

Cuando Dios se comunica de ese modo, como dice San Ignacio, atrae la voluntad con fuerza irresistible. Claro que no priva al así llamado de la libertad, pero sí le alienta con eficacia admirable para realizar esforzado los más arduos sacrificios.

 
2) San Felipe quedó tan plenamente satisfecho de su encuentro con Jesús y tan convencido de que era el Mesías aquel a quien había seguido, que a la pregunta dudosa de Natanael respondió con segura Confianza: «¡Ven y ve!» y podrás juzgar por ti mismo; y logró llevar, al menos a otro, al Maestro.

De San Mateo nos dicen los sinópticos (Mt 9, 10- 17; Mc 2, 15-22; Lc 5, 29.39) que tan gustosamente siguió el divino llamamiento, que para festejar tan fausto acontecimiento dió un banquete, y en él tomaron parte, con Jesús, sus discípulos y muchos publicanos y pecadores porque le seguían muchos de ellos. Escandalizados hipócritamente los escribas y fariseos, decían a los discípulos de Jesús: «¡Vuestro Maestro come y bebe con publicanos y pecadores públicos!» Cosa para ellos, sepulcros blanqueados, verdaderamente intolerable Y como los discípulos, no sabiendo qué responder, acudieran a Jesús, Este les dijo: No son los sanos quienes necesitan de médico sino los enfermos. «Id, pues, a aprender lo que significa, más estimo la misericordia que el sacrificio» Porque los pecadores son, y no los justos, a quiene, a/le venido Yo a llamar a penitencia» (Mt., 9, 13).

También nosotros hemos sido llamados a la sublime vocación de apóstoles de Jesucristo, aunque no del modo maravilloso que lo fueron Felipe y Mateo. Como ellos, debemos estimar en mucho beneficio tan insigne y regocijarnos íntimamente de tal dicha y procurar que alcance a otros. La vocación es inestimable don del Señor, que trae consigo muchos y muy preciosos.

 

Punto 3.° LLAMÓ A LOS TRES APÓSTOLES, DE CUYA ESPECIAL VOCACIÓN NO HACE MENCIÓN EL EVANGELIO.


1) ¿Cómo fueron éstos llamados? No lo sabemos; nada nos dice de ello el Santo Evangelio; quizá lo fueron en el tercer tiempo de los que pone San Ignacio para hacer sana y buena elección, que es tranquilo, «CONSIDERANDO PARA QUÉ ES NACIDO EL HOMBRE, «ES A SABER, PARA ALABAR A DIOS NUESTRO SEÑoR Y SALVAR SU ÁNIMA, Y ESTO DESEANDO, ELIGE POR MEDIO UNA VIDA O ESTADO, DENTRO DE LOS LÍMITES DE LA IGLESIA, PARA QUE SEA AYUDADO EN SERVICIO DE SU SEÑOR Y SALVACIÓN DE SU ÁNIMA» [177]

Les pareció, después de ver, conocer y oír y tratar a Jesús, que en su seguimiento podrían lograr la perfección y asegurar así su salvación y trabajar por la de los demás; e invitados por Jesucristo, se decidieron a seguirle. No todos aceptaron la invitación que Jesús les hizo; tenemos de ello un ejemplo en el rico de que nos habla San Mateo (Mt 19, 16 y sigs). (Mc 10, 1; Le., 18, 18), a quien el Señor miró con cariño e invitó amorosamente con el «si vis perfectus esse», «si quieres ser perfecto, «vade, vende quae habes et da pauperibus et hebebis tkesaurum in caelo, et veni sequere me»; «anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven después y sígueme.» Y él, «abiit tristis: erat enim habens multas possessiones» (22), se retiró triste: y era que tenía muchas posesiones.


2) ¡Cuántos son los llamados por Dios! Pero qué pocos son los que siguen ese llamamiento a la vida perfecta. Ocasión propicia la que brindan los Ejercicios para disponerse a escuchar y seguir el divino llamamiento, muchos no llegan a oírlo porque no se disponen a ello. Otros lo escuchan, pero no lo atienden..., no se sienten con fuerza para dejarlo todo y seguir a Jesús. Y, sin embargo, es lo que mejor nos está, y es el único modo eficaz de salvarse y hallar en paz a Dios Nuestro Señor. Y qué pocos son los que proceden movidos sólo por el servicio de Dios Nuestro Señor de manera que el deseo de mejor poder servir Dios Nuestro Señor les mueva a tomar la cosa o dejarla.

De los por Jesús elegidos, Judas le fué traidor. Es de creer que cuando fué agregado al colegio apostólico no era indigno y que comenzó con buena intención a aprovecharse de la celestial doctrina y los divinos ejemplos del Maestro. Después, la codicia hizo presa en su corazón y le llevó paso a naso a la más triste caída y al más repugnante envilecimiento. Aprendamos a poner pronto remedio a las primeras manifestaciones de la pasión, que, consentida, se trocará en tirano que nos esolavice e induzca a lamentables caídas. De Judas dijo el Señor: «Más le valiera no haber nacjdo!» (Mt., 26, 24).

Coloquio pidiendo a la Santísima Virgen que «ME ALCANCE LA GRACIA DE SEGUIR A SU HIJO Y SEÑOR PARA QUE YO SEA RECIBIDO DEBAJO DE SU BANDERA...»

12ª  MEDITACIÓN

 

LLAMAMIENTO A LOS APÓSTOLES Y TAMBIÉN TRES COSAS QUE SE HAN DE CONSIDERAR


Punto 1.° LA PRIMERA, CÓMO LOS APÓSTOLES ERAN DE RUDA Y BAJA CONDICIÓN

 
1) De baja condición. Casi todos ellos eran pobres, aunque no se ha de creer que lo fueran de solemnidad; eran de la clase trabajadora, pero se ganaban la vida holgadamente con su trabajo, pues tenían redes y barca propia, a lo que se echa de ver del Evangelio. «El oficio que ejercían los cuatro grandes Apóstoles era bastante remunerador. Pedro y Andrés pudieron seguir a Jesús sin reducir a la necesidad a su familia; poseían una casita, una barca y redes de pescar; muchos marineros de nuestros tiempos no tienen tanto. Zebedeo, padre de Santiago y de Juan, gozaba de cierta comodidad, pues que tenía criados a su servicio, y su esposa Salomé era del número de las que ayuadaban al Salvador con su abnegación y sus recur»sos» (Prat, o. e., 1, 233).

De San Mateo sabemos que era recaudador de contribuciones, y parece que bastante rico. Nada sabemos ciertamente de los demás Apóstoles, pero algunos indicios permiten deducir que tampoco eran pobres de solemnidad, sino que vivían holgadamente de su trabajo. (Ricciotti, en su «Vita di Gesü Cristo», p. 370, número 314, describe muy viva y detalladamente la condición social y el grado de cultura de los Apóstoles: no eran pobres de solemnidad, ni analfabetos).


2) De ruda condición. Varios, antes de serlo de Cristo, habían sido discípulos de San Juan. ¿Lo fueron todos? Por lo menos, parece cierto que todos conocieron al Bautista y pudieron dar testimonio de su bautismo y predicación (v. Act., 1, 23). De la historia evangélica puede deducirse que el nivel medio de la cultura intelectual de los Apóstoles era bastante bajo, y su condición moral no muy refinada.

Aparecen, sí, de costumbres sencillas, trabajadores, temerosos de Dios, que esperaban y buscaban al Mesías, gozosos de haberle hallado, como lo demuestran Andrés anunciánselo a Pedro, y Felipe a Natana1. Pero al mismo tiempo ignorantes y tardos de inteligencia: tres años estuvieron con el Señor oyéndole de continuo, estudiando en su escuela y era la verdad, la luz del mundo, el Maestro por excelencia, sin que entendieran sus más claras explicaciones y pidiéndole: «edisere nobis parobolam istam», que les aclarase aquella parábola»; y haciendo exclamar al divino Maestro: «adhuc et vos sine intellectu estis?» (Mt,, 1, 16). ¿También Vosotros estáis aún con tan poco conocimiento(7, 3).

 

3) Eran además débiles y cobardes; en la tormenta, «timuerunt timore magno» (Mc 4, 40), temieron con gran temor. Cuando vieron al Señor ir hacia ellos sobre las aguas «turbati sunt, dicentes: Quia phantasrna est» (Mt., 14, 26), se conturbaron y dijeron: es un fantasma! Quiere el Señor ir a curar a Lázaro, y ellos se oponen por miedo de ser apedreados. Llegan las horas de la Pasión y huyen todos, y Pedro le niega. Y aun después de la Resurrección aparecen llenos de temor.

Interesados y deseosos de medros temporales «En esto llegaron a Cafarnaum Y estando ya en casa, «les preguntó ¿De qué íbais tratando en el carmino? Mas ellos callaban, y es que habían tenido en el camino una disputa entre si sobre quién de ellos era el mayor de todos» (Mc 9, 32 y sgs). Y análogas discusiones se suscitaron repetidas veces, como por ejemplo en el Cenácuto durante la última cena. No entendían la predicación de la Cruz y muerte de Jesucristo, sino que soñaban con un triunfo temporal y un reino terreno, y ambicionaban los primeros puestos en él, como lo demostraron los hijos del Zebedeo al valerse de la mediación de su madre para lograrlos (Mt 20, 17 y sigs.; Mc 10,32 y Lc, 18, 31).

Sin embargo nota es que ha de abonarse a su favor la fidelidad con que siguieron  a Jesús en ocasiones difíciles y que les mereció aquel elogio de Jesús: «Vos estis qui permansistis mecun, in tentationiibus meis» (Lc 22, 28).


4) ¿Por qué los eligió tales Jesús? La sabiduría de los hombres se revela en la elección de medios: los más aptos y perfectos para el fin que se pretende: la de Dios, como unida a la omnipotencia triunfa mostrando cómo llega a fines altísimos con medios al parecer los más desproporcionados. Así fue en la obra grande entre todas de la conversión del mundo; eligió para ella a unos pobres y cobardes, para que se viera que la obra era toda de Dios, y no se pudiera jamás gloriar el hombre como si a él se debiera. «Quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut confundat sapientes; et infirma mundi elegit Deus ut confundat fortia: et ignobilia mundi et contemptibilia elegit Deus, et ea quae non sunt, ut quae sunt destrueret; ut non giorietur omnis caro in conspectu eius» (1 Cor., 1, 27, 29). «Dios ha escogido a los necios, según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo para confundir a los fuertes y a las cosas viles y despreciables del mundo, y aquellas que eran nada, para destruir las que son al parecer más grandes, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento.»

Si queremos que Dios se sirva de nosotros para su obra, pensemos que de nuestra parte la gran preparación es la humildad y la dócil sujeción a su llamamiento e inspiraciones. Ni pensemos que somos o valemos algo por nuestros talentos, ciencia o dotes naturales, sino porque Dios nos ha elegido por instrumentos suyos.


Punto 2.° LA SEGUNDA, LA DIGNIDAD A LA CUAL FUERON TAN SUAVEMENTE LLAMADOS.


1) Desde el comienzo de su ministerio tenía Jesús discípulos; mas cuando llegó el momento de elegir de entre ellos los que habían de constituir la jerarquía y ser como padres y cabezas de la nueva familia que iba a establecer sobre la tierra, antes de proceder a la elección tan importante para el mundo y tan gloriosa para los elegidos, dice San Lucas que «se retiró a orar en un monte y pasó toda la noche haciendo oración a Dios. Así que fué de día llamó a sus discípulos y escogió doce de entre ellos, a los cuales dió el nombre de Apóstoles» (Lucas. 6, 12-131); es decir: enviados. Diríase que quiso Jesús subrayar la importancia del acto que iba a realizar; cierto que su oración era continua, pero si el evangelista quiso notar esta oración, particularmente prolongada durante toda una noche, fué para indicar que salía de lo ordinario. En ella invocó las luces y socorros de lo alto para los Apóstoles, a quienes iba a llamar, y para la Institución que iba a crear.

El P. Meschler señala en esta oración tres caracteres distintivos: fué en primer lugar extraordinaria, y que indicaba que iba a acontecer algo sumamente grave: la elección de los Apóstoles el poner la primera piedra de su Iglesia inmortal, la fundación de la jerarquía. Fué, en segundo lugar, extremadamente oportuna, para hacernos comprender cómo debemos poner a Dios en primer lugar en nuestras empresas, sobre todo, en las más importantes; con Dios hemos de iniciar su ejecución. En tercer lugar, estuvo esta oración penetrada de santo ardor y de entusiasta celo del reino de Dios.

En cambio, ¡con cuánta frecuencia van nuestras plegarias impregnadas de egoísmo que nos hace buscarnos a nosotros mismos; oraciones de niño que desea un juguete o algún mimito! Jesús no sueña sino con la gloria de Dios y la salvación de las almas (Christjanj Jésus-Christ 1, 281).


2) Y dice San Marcos (Mc 3, 14, 15) que les eligió «para tenerlos consigo y enviarlos a predicar, dándoles potestad de curar enfermedades y de expulsar demonios» Elección regalada, que llevó en sí el llamamiento a un estado excelentísimo de compañeros y partícipes de la vida, de la dignidad y de la potestad de Jesucristo.

Compañeros de la vida de Jesús. Convivían con Él, comían en su misma mesa, dormían bajo el mismo techo y hacían un género de vida en todo igual al de Jesús; eran sus inseparables. Como lo fueran durante los años de su vida oculta María y José. Por eso les llamó amigos y hermanos, porque como a tales les trató: «Vos autem dixi amicos: quia omnia quaecunque audivi a Patre meo, nota feci vobis» (Jn 15, 15). Mas a vosotros os he llamado amigos porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre. «Ite, nuntiate fratribus meis ut eant in Galileam» (Mt., 28, 10). Id, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea. «Vade autem ad fratres meos et dic eis: ascendo ad Patrem meum et Patrem vestrurn, Deum meum et Deum vestrum» (Jn 20, 17). Mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y tro Dios.

 Compañeros y partícipes de la dignidad de Jesús. A uno de ellos, Pedro, confirió el cargo augusto de ser su Vicario en la tierra, y para ello le adornó de los más amplios poderes; hizole fundamento firme e inconmovible de la Iglesia. También los demás son llamados piedras fundamentales, sillares de la Iglesia: «Superaedificati super fundamentum Apostolorum et Pro phetarum» (Eph., 2, 20), pero solamente lo son unidos a Pedro. A ellos encomendó la misión misma que Él recibiera del Padre: «sicut misit me Pater et ego mitto vos»; como me envió el Padre, así os envío Yo (Jo., 20, 21). Y les dió su autoridad: «Qui vos audit me audit: qui vos spernit me spernit» (Lc 10, 16); quien os oye, a Mí me oye; quien os desprecia, me desprecia a Mí.

Partícipes de la potestad de Jesús. Habiéndoles encargado de predicar su divina doctrina: «praedicate evangelium omni creaturae» (Mc 16, 15); predicad el Evangelio a todas las criaturas»; «docete omnes gentes» (Mt., 28, 19); enseñad a todas las gentes; impuso a los hombres la obligación de escucharles; «qui vero non crediderit condemnabitur» (Mc 16, 16); el que no os creyere será condenado. Dióles amplísima facultad de perdonar los pecados y abrir las puertas del cielo. Potestad de ofrecer el Santo Sacrificio, de ordenar a otros sacerdotes, de consagrar, guardar y distribuir su sacratísimo cuerpo, elevándolos así a la alteza de su propio ministerio de Maestro, Pastor y Sacerdote para reconciliación, santificpción y salvación del género humano.


3) Llamóles a altísima santidad, a una santidad dice el Padre Meschler, que en cierto modo es del mismo género que la suya, porque han de representar a nuestro divino Salvador, y le han de representar dignamente. A ellos, de un modo especial, les dijo: «Vos estis sal terrae; vos estis lux »mundi» (Mt., 5, 13-14). Sois sal de la tierra; sois luz del mundo; y les incumbe la obligación de presentarse como ministros de Dios (2 Cor., 6, 4) e imitadores de Cristo y ejemplo de los fieles (1 Cor., 1, 16).

Llamóles, finalmente, a la participación de sus trabajos y de su cruz. «Si me persecuti sunt et vos persequentur» (Jn 15, 20); si me han perseguido a Mí, también os han de perseguir a vosotros. «Calicem quidem meum bibetis» (Mt., 20. 22). ¡Mi cáliz sí que lo beberéis! Y todos tuvieron la dicha de sellar su vida con el martirio: aunque uno, Juan, no murió en él.

«Ciertamente, el apostolado es el destino más hermoso y excelso que puede caber a un hombre» (Meschler). Con cuánto agradecimiento hemos de recibirlo si somos llamados y con qué empeño hemos de evitar cuanto pueda estorbar en nosotros el oír o el seguir ese sublime llamamiento! Y si hemos tenido la dicha inmensa de escucharlo y seguirlo, con qué cuidadosa y agradecida solicitud hemos de procurar vivir como a tal dignidad corresponde.


Punto 3.° Los DONES Y GRACIAS POR LAS CUALES FUERON ELEVADOS SOBRE TODOS LOS PADRES DEL NUEVO Y VIEJO TESTAMENTO.


1) Con qué cariño y paciencia fué el Señor formando a sus Apóstoles! Don y gracia singular fué para ellos vivir con Jesús tres años, en los que fué formándojos y educándolos. «Exponer lo que Jesús hizo para la formación de sus Apóstoles, dice el P. Delbrel, S. J., es contar una gran parte de su historia, porque Jesús consagró a este ministerio gran parte de su vida. Para ponerse en disposición de ocuparse mucho de sus Apóstoles y para ponerlos y mantenerlos constantemente bajo su influencia, se sujetó a vivir con ellos y les hizo vivir con El» (Delbrel, Jésus, éducateur des apótres, p. 75).

Largamente expone Pillion (Fillion, o. e., 2, 238 y siguientes) la labor educativa de Jesús con sus Apóstoles; en ella se nos muestra como el más prudente, paciente y abnegado de los pedagogos. Desde que los agrupó en torno suyo se dedicó a esta labor, más de una vez ingrata, con celo infatigable. Y la realizó, en primer lugar, haciéndoles convivir siempre con Él: su porte distinguido, sus actitudes, su lenguaje y, con más razón aún, su perfección moral, le colocaban muy por encima de todos los hombres.

Con este modelo siempre ante los ojos aprendieron, sin duda, los Apóstoles a conocerle y estimarle y desear imitarle. Todo en Él respiraba humildad, modestia, pobreza, confianza en Dios, santidad la más perfecta, religiosidad la más sincera. Era el más apto Maestro; Él mismo lo indica al decirnos: «Aprended de Mí», venid a mi escuela, que soy «manso y humilde de corazón» y por eso bueno para enseñar.

Contribuyó también a la educación de los Apóstoles la vista de los milagros, que no pudieron menos de convencerles de que era el Mesías, el Hijo de Dios. ¿Cuánto no hubieron de gozar en aquella vida íntima con Jesús? Con razón les dijo El mismo: «En verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt.. 13, 17).

Otro agente poderoso de educación fué la palabra de Jesús, su predicación al pueblo y las ampliaciones que en particular les hacía en instrucciones de las que el Santo Evangelio nos conserva abundantes modelos. Recuérdese uno que vale por muchos: el hermosisimo sermón de la cena (Jn cc. 13-16). Pero el medio que empleó sin duda Jesús con más éxito para la educación de sus Apóstoles fué el amor, en verdad paternal, de que los rodeó. Formaban con El una familia muy unida, de la que Él era cabeza; llamábales amigos, hermanos, hijitos. Velaba con maternal solicitud por que nada les faltara y hasta se ocupaba de proporcionarles algunos días de reposo después de sus fatigas (Mc 6, 30-31). Cuán tierna es la expresión con que San Juan inicia la narración del lavatorio de los pies: «Cum dilexisset suos, qui erant in mundo, in finem dilexit eos» (Jn 13, 1). Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; o, según otra traducción, quizá mejor, «los amó hasta con exceso».

No por esto dejó cuando lo juzgó necesario de corregir sus imperfecciones; pero sus reprensiones iban mezcladas con exquisita dulzura. Así fué edncándolos. ¡Qué don más precioso y qué lluvia de gracias no supone esta labor continua de tres anos!

 

2) Los dones extraordinarios que Jesús otorgó a sus Apóstoles pueden agruparse en la clásica división de gracias gratis datas y de gracia santificante. Dones gratuitos, «gratias gratis datas». Con qué abundancia se las concedió ya cuando los envió a predicar por las ciudades de Galilea poco después de su elección; les dijo: «Infirmos curate, mortuos suscitate, leprosos mundate, daemones ejicite: gratis accepistis gratis date» (Mt., 10, 8). Curad los enfermos, resucitad los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratuitamente. Y ellos mismos hubieron de admirarse en sus primeras salidas de los prodigios que por su medio obraba el Señor, pues le dijeron: «Domine, etiam daemonia subjiciuntur nobis in nomine tuo» (Lc 10, 17). Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos someten! ... Y Jesús les respondió: «Ecce dedi vobis potestatem calcandi super serpentes et scorpons et super omnen virtutem inimici:» et nihil vobis nocebitt» (Ib., 19). Bien veis que os he dado poder para pisar sobre las serpientes y los escorpiones y todo el poderío del enemigo sin que nada os haga daño.

Después de la Ascensión del Señor obran maravillas estupendas, mayores aún que las hechas por el mismo Señor; hablan lenguas nuevas; la sombra de Pedro sana a los enfermos; «hombres mortales parecen árbitros de la vida y de la muerte (Jenneseaux, 5. J., Exercices...) «Maiora florum fa»cient» (Jn 14, 12). «Linguis loquentur novis» (Marcos, 16. 17). «Ut veniente Petro, saltem umbra illius obumbraret quemquam illorum et liberarentur ab infirrnitatibus suis» (Act. Ap., 5, 15).

Dones de gracia santificante más estimables que los anteriores, pues que el don de hacer milagros no supone necesariamente la santidad de quien los hace, aunque ordinariamente suele ser manifestación o testimonio glorioso de ella. Y así fué en los Apóstoles, sobre todo después de la efusión del Espíritu Santo, que el día de Pentecostés les llenó de toda gracia y les confirmó en ella. Enriquecióles de cuantos dones requería el exacto cumplimiento de la excelsa misión que les había sido encomendada de Doctores, Pastores y Sacerdotes. San Pablo, lleno de admiración y respeto para los que le habían precedido en el apostolado, los llama «gloria de Jesucristo» (2 Cor., 8, 23).

¡Dios es admirable en sus Santos! Y sus tesoros no se han agotado ni se ha cerrado su mano. Seamos, pues, fieles a la divina vocación y no dudemos que por parte del Señor no ha de quedar el otorgarnos gracias abundantes que nos lleven a gran santidad. Decidámonos a caminar rectamente por la vía comenzada sin que nada nos haga desviar; imitemos a los Apóstoles, que tan fielmente correspondieron, fuera de Judas, y trabajemos como buenos soldados de Cristo, manteniéndonos, como ellos, en humildad; protestando que todo es de Dios; procurando que su gracia en nosotros no quede estéril, sino fructifique en abundancia; perseverando sin cansarnos, y dando, si es preciso, nuestra vida por Jesucristo. Así lo hicieron ellos.


Coloquios El Señor escoge tantas personas, Apóstoles, discípulos, etc., y los envía... ¿Seré yo uno de esos elegidos Apóstoles? ¡Dichoso de mí! Pero no olvidemos que los compañeros del Apóstol son los que lo fueron de Jesucristo, su modelo: pobreza, oprobios, humillación..., Y pidamos a la Santísima Virgen que nos alcance gracia para ser recibidos debajo de la bandera de Jesucristo.





13ª  TERCERA MEDITACIÓN

 

SERMÓN DEL MONTE, QUE ES DE LAS OCHO BIENAVENTURANZAS


NOTA. Elegidos sus Apóstoles, Jesús los propone, sin ambages, en magnífica sntesis, su programa; despliega al viento su bandera, y para que no puedan llamarse a engaño les presenta claramente los Capítulos Principales de su divina doctrina. Estudiándola se echa de ver una vez más el acierto con que San Ignacio ha ido preparando al ejercitante a eguir de cerca a Jesucristo y abrazarse con la perfección. Escuchando a Cristo en esta contemplación no podrá menos el que se ejercita de animarse a procurar la perfección en cualquier estado a que el Señor le llamare.
       Dedica San Mateo al Sermón de la montaña tres capítulos, 107 versículos; San Lucas, sólo 29 versículos; y es que, dirigiéndose a lectores griegos, omite cosas que le parecían menos interesantes, como, por ejemplo, la larga comparación que el Señor establece entre la santidad de la antigua ley y la perfección cristiana de la nueva, v. S. Mt., 5, 17-43; y la descripción de la hipocresía farisaica, Mt 6, 1-l8, y otros pasajes los refiere en otras partes de su narración, pues Jesús repitió en varias ocasiones algunos de sus preceptos particularmente significativos. Téngase en cuenta además que San Mateo suele a veces agrupar en un relato lo que Jesús proponía en varias ocasiones .

A guisa de exordio de las Bienaventuranzas, Jesús expone una regla de perfección ideal que incluye las condiciones esenciales con las que se puede obtener el derecho de ciudadanía en su reino y que deben practicar todos los candidatos al Reino de Dios, Mt., 5, 3-16. Indica a continuación en el cuerpo del discurso 5, 17, a 7, 23, cuáles son las obligaciones principales de sus súbditos al mismo tiempo que señala algunos de sus derechos Y en un elocuente epílogo, 7, 24-27, urge a sus oyentes a poner en práctica las reglas de conducta que acaba de trazarles (Fillion).

De este sermón ha escrito un protestante liberal, Reuss (Histoire évangélique, p. 191) «Contiene un tesoro inrrcomparable de sabiduría y de moral religiosa, y en todo tiempo ha sido considerado justamente como la perla entre todos los discursos consignados en nuestros evangelios. No hay en él línea ni palabra que no lleve el sello de la originalidad, de la verdad absoluta, de la concepción más sublime, del sentimiento más admirarrble; si en alguna parte la tradición, que nos ha conservado los recuerdos del paso de Jesús por la tierra, lleva consigo la certeza, la prueba de su fidelidad, es, sin duda, aquí; y puede afirmarse que no hay una sola sentencia que no haya venido a ser una máxima proverbial para todos los siglos sin haber perdido nada de su pureza y de su valor» (Lebreton).


Preámbulo. La historia es aquí cómo Jesús, después de elegidos sus doce Apóstoles, tras una noche de oración en el monte, bajó con ellos (Lc., 6, 17) y se paró cn un llano, rodeado de sus discípulos y de un gran gentío de toda la Judea y de Jerusalén y del país marítimo de Tiro y Sidón, que habían venido a oírle y a ser curados de sus dolencias.,.; y todo el mundo procuraba tocarle, porque salía de El una virtud que daba la salud a todos, «Mas viendo Jesús a todo este gentío, se subió a un monte donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca los adoctrinaba, diciendo: «Bienaoentnrados...(Mt 5, 1).


Composición de lugar. No se sabe ciertamente dónde pronunció el Señor este discurso. «Según una antigua tradición—dice el Padre A. Behoen, 5. J., la montaña de las Bienaventuranzas está situada en Korum-Hattin, entre el Tabor y Cafarnaúm, casi enfrente del Tiberíades y a dos horas del lago. Era fácilmente accesjble por todas partes, y Jesús predicaba en los alrededores. Natural era, pues, que la eligiese para hablar a una gran muchedumbre. Distínguese esta montaña por la forma particular de sus dos cumbres, que la han merecido el nombre de Korun-Hattin; es decir, los cuernos de Hattin, y por su elevación extiéndese entre las dos cumbres una planicie ligeramenf cóncava, que las une y puede dar cabida a un numeroso auditorio; de lo alto de este llano se goza de una perspectiva magnífica. Enfrente, las aguas pacíficas del lago de Genesaret cuya línea cortan algunas colinas; cierran, en el fondo, el horizonte las montañas de Djalan. A la derecha, hacia el Sur, una llanura baja, y más lejos, el Tabor, rodeado de montañas menos elevadas A la izquierda hacia el Norte, el gran Hermón coronado de nieve; por fin, al pie de la montaña de las Bienaventuranzas, campos llenos de verdura y de flores, lirios y anémonas» (Bohnen, o. c. p. 115).


Punto 1º. PRIMERO A SUS AMADOS DISCÍPULOS, APARTE HABLA DE LAS OCHO BEATITUDINES: BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU LOS MANSUETOS LOS MISERICORDES, LOS QUE LLORAN, LOS QUE PASAN HAMBRE Y SED POR LA JUSTICIA, LOS LIMPIOS DE CORAZÓN LOS PACÍFICOS Y LOS QUE PADECEN PERSECUCIONES

 
1) No es la mente de San Ignacio que el ejercitante recorra en su meditación las ocho bienaventuranzas; se necesitaría para hacerlo tiempo más largo que el señalado para un punto de un ejercicio de hora; pero sí da especial importancia a las bienaventuranzas dentro de la meditación del sermón de la montaña. Lo que dice que habla a sus amados discípulos (aparte) ha de entenderse porque a ellos principalmente se dirigió teniéndoles en primera fila, aunque oyesen también las turbas.

Han de considerarse las bienaventuranzas en conjunto, como parece indicarlo el texto mismo al citarlas compendiosamente en rápida enumeración; y así consideradas encierran sin duda un ejercicio magnífico de abnegación y una oposición diametral a las máximas del mundo. La humanidad anhela y busca, naturalmente, la felicidad; marcha tras la dicha; y Jesús, como respondiendo a esa necesidad, comienza su predicación por revelarnos el secreto de la felicidad y enseñarnos el camino de la dicha. Pero nos manifiesta que es diametralmente opuesto al que nos traza el mundo piensa éste que la dicha la proporcionan las riquezas, la honra, los placeres, el aplauso de los hombres; y el Divino Maestro llama bienaventurados a los pobres, a los humildes, a los mansos, a los perseguidos; su bandera empieza por la pobreza y acaba por la persecución.

 

2) Meditación fructuosa y fácil la de las bienaventuranzas; expónelas sencilla y devotamente el P. La Puente (p. 3., mcd. 11.), y, sobre todo, ¡qué estudió más suave y agradable el recordar cómo las practicó nuestro Divino Modelo y Maestro, que «coepit facere et docere» (Act. Ap., 1, 1); comenzó a hacer y a enseñar! Allí cerca tenía a los doce, no perdían palabra e iban, con asombro, viendo desplegarse al viento la bandera bajo la cual militaban, misericordiosamente llamados y elegidos por aquel Maestro que un día les había de decir: «Non vos me elegistis »sed ego elegí vos ut eatis et fructum afferatis» (Jn 15, 16); no me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí a vosotros.., para que marcháis y deis fruto. Y el fruto ha de ser: desprendimiento de todo lo terreno, mansedumbre y bondad, resignación en las pruebas y contradicciones, hambre y sed de justicia, misericordia con todos, limpieza absoluta de corazón, amor práctico a la paz, gozo de sufrir por la causa de Dios. ¡Programa magnífico realizado y vivido sobreabundantemente por Jesucristo, Rey eterno y Señor Universal!

 
3) Más con su vida que con sus palabras determinó el Divino Maestro el ideal del cristiano. Puso por obra las bienaventuranzas antes de predicarlas. Siendo rico, hízose pobre...; abrazóse con la pobreza en el pesebre, la guardé durante su vida de artesano, durante toda su vida de apostolado «las aves del cielo tienen sus nidos las zorras sus madrigueras, el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» la llevó a la cruz Consigo. No dió a esta pobreza el exterior de austeridad excepcional que tenía en San Juan Bautista; quiso tomarla vulgar y despreciada, taj cual los hombres comúnmente la sufren y la temen, a fin de que pudieran reconocerla en Él y en adelante amarla. A sí mismo se describió como «manso y humilde de corazón», excitando así la atenciór y ala imitación de sus discípulos sobre estas virtudes predilectas; es el cordero de Dios: es la oveja llevada al matadero sin que abra la boca; es el servidor de Jahvé que no apaga la mecha que humea ni rompe la caña quebrada. Es también la misericordia soberana que cura todas las enfermedades, que perdona todas las faltas y que gusta de repetir la frase del profeta: «Misericordia quiero y no sacrificio.» Es el príncipe de la paz, que pacifica todos los corazones y que con su sangre sellará la paz del mundo con Dios. Es la pureza misma, el Hijo de la Virgen, el que puede desafiar aun a sus enemigos a que le convenzan de pecado. Hambriento de justicia, podrá decir: «Mi manjar es hacer la voluntad del que me envió»; y viéndole vindicar en el templo el honor de Dios, dirán sus discípulos: «El celo de vuestra casa me devora». Y sobre todo esto, es el gran perseguido: desde su nacimiento, por Herodes durante su ministerio por los fariseos y el tetrarca; en el último día, por todos los poderes de la tierra, agentes del príncipe de este mundo. Y, sin embargo siendo com es pobre, herido perseguido, es bienaventurado como ningún hombre lo ha sido ni lo será jamás, porque posee, como ningún otro ser humano lo poseerá, el reino de Dios, la vista de Dios. Por eso, al promulgar las bienaventuranzas habla por experiencia» (Lebreten, o. e., 1, 193).


4) ¡Magnífico programa! Nos hemos ligado una y otra vez, con ofrecimientos generosos, a nuestro Capitán, el Sumo Capitán general de los buenos; hemos jurado seguirle de cerca; venimos pidiendo como favor extraordinario ser admitidos debajo de su bandera: ¡hela ahí!, ¡ésa, ésa! Con toda el alma hemos de reiterar una vez más nuestras ofertas, hemos de animarnos al seguimiento de nuestro Rey. No poco nos ayudará el considerar, primero, su ejemplo; después, el galardón que se nos promete, y, por el fin, el daño irreparable que nos ha de acarrear el volver la espalda a la bandera de Cristo para seguir la de Satanás, que tremola el mundo. Amenazas terribles fulminó el mansísimo Maestro, según San Lucas, en esta misma ocasión contra los secuaces del mundo: ¡Ay de vosotros, ricos, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis! ¡Ay de vosotros cuando los hombres os aplaudieren, que así lo hacían sus padres con los falsos profetas! (Lc 6, 24-26).

Veamos si nos disponemos a merecer los premios prometidos a los valientes seguidores de Cristo. Hay grados diversos: ¿en cuál me querrá el Señor? Por mi parte, he de estar pronto a abrazarme con el más levantado y vivir vida de Apóstol, en todo semejante a la de Jesús.


Punto 2.°: LOS EXHORTA PARA QUE USEN BIEN DE SUS TALENTOS. ASÍ VUESTRA LUZ ALUMBRE DELANTE DE LOS HOMBRES PARA QUE VEAN VUESTRAS SUENAS OBRAS Y GLORIFIQUEN A VUESTRO PADRE, EL CUAL ESTÁ EN LOS CIELOS.)


Oficios que encomienda a sus discípulos. A ellos somete la labor de continuar su trabajo de evangelización, que supone lo que en metáforas tan sencillas como expresivas les inculca reiteradamente declarándoles la grandeza de su cargo y la importancia suma de su misión para que, como dice S Ignacio usen bien de sus talentos.

Frases son las que el Señor dirigió a sus Apóstoles que, en cierto grado deben recibir como a ellos, dichas todos los cristianos pero que de un modo especial convienen a los Apóstoles y predicadores del Evangelio.

 
1) «Sois la sal de la tierra.» La sal sazona los alimentos insípidos y los preserva de corrupción,  nuestra palabra y de nuestro ejemplo de vida han de sacar nuestros prójimos sabor de cielo y aliento grande para conservarse en gracia, evitar el mal y hacer el bien; deber nuestro es sazonar las cosas de Dios para que las guste el mundo, que las tiene por insípidas y preservarse de la corrupción a la que tan violentamente inclinado está. Gracias a la sal de la santidad cristiana que sazona al género humano Dios no se asquea de él y lo tolera «Pero si la sal se hace insípida, ¿con qué se la volverá el sabor? Para nada sirve ya sino para ser arrojada y pisada por las gente» (Mt., 5, 13). Aludía aqui Jesús a cierta sal basta, mezclada con tierra, que los pobres de Palestina recogían a orillas del mar Muerto y que fácilmente se deterioraba y queda inútil. Si el Apóstol se viciara enseñando el error o viviendo mal; si el cristiano con las persecuciones y tentaciones viniere a perder el espíritu de Cristo que es la abnegación pasaría por él lo mismo; incapaz de mejorar a los demás se tornaría digno de desprecio no sólo para los creyentes pero aun para los incrédulos.

 
2) «Sois la luz del mundo» (Ib, 14). Jesús había de decirnos de sí mismo: «ego sum lux mundi, qui sequi me non ambulat in tenebris» (Jn 8, 12; Yo soy la luz del mundo;  el que me sigue no camina oscuras. A sus discípulos les dice: ¡Sois la luz de; mundo! «Sic luceat lu vestra coram hominibus ut videant opera vestra bona, et glorificent patrem vestrum qui in coelis est», (Mt., 6, 16), Brille así vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. «Ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa» (Ib., 15). Si el Apóstol es lo que debe ser, no podrá menos de irradiar luz de verdad y calor de santidad, que iluminarán las inteligencias y caldearán los corazones llevándolos al centro de la Vida: Cristo Jesús. San Pablo escribía a sus discípulos de Filipos que debían resplandecer como lumbreras del mundo, sin tacha, en medio de una nación depravada (2, 15).

Hemos de procurar, pues, cumpliendo el mandato de nuestro Divino Capitán, cultivar nuestros talentos y hacerlos servir, no a nuestro lucimiento y aplauso, sino a la edificación de nuestros prójimos, de suerte que al verlos glorifiquen a nuestro Padre celestial y se sientan atraídos a una vida de veras cristiana.


3) «Non potest abscondi civitas supra montem posita» (Mt 5, 14). No puede esconderse una ciudad puesta sobre un monte; y acaso Jesús al decirlo les señalaba a sus oyentes la ciudad de Safet, que se veía brillar a la izquierda, hacia el Norte, y se erguía a 800 metros de altura. Ha de ser el Apóstol, y a su modo, todo cristiano perfecto, como ciudad cTe refugio, por su caridad, que ofrezca a todos cordial acogida, que una los corazones en unidad de habitación, de bienes y de voluntades. Refugio también para los pobres pecadores que, arrepentidos, quieran escapar a los rigores de la justicia divina. Ha de ser también ciudad levantada hacia el cielo por su vida celestial, elevada sobre las cosas de la tierra; que no puede el Apóstol vivir en el abismo del pecado, ni aun en el llano de la vida común, sino que debe remontarse al monte de la perfección, que lo haga aparecer a los ojos de las gentes como puesto muy sobre el nivel de las cosas terrenas y en contacto con las celestiales.

Reflictamos sobre nosotros mismos y veamos cómo cumplimos la encomienda del Maestro. Hemos prometido tanto! Si no lo cumplimos, jamás nos capacitaremos para ser Apóstoles de Jesucristo.


Punto 3.°: SE MUESTRA NO TRANSGRESOR DE LA LEY, MAS CONSUMADOR  DECLARANDO EL PRECEPTO DE NO MATAR, NO FORNICAR, NO PERJUDICAR Y DE AMAR LOS ENE MIGOS (YO OS DIGO A VOSOTROS QUE AMÉIS A VUESTROS ENEMIGOS Y HAGÁIS BIEN A LOS QUE OS ABORRECEN)

 
Máximas de perfección de la vida cristiana conformes a la ley.


1) Presentado como en un esquema el ideal de la vida cristiana, pone el Señor de relieve su perfección extraordinaria sobre la ley mosaica y hace ver que sin destruirla la sublima y levanta «Tres graves defectos tenía la legislación mosaica. Ley política no menos que religiosa subordinaba el bien del individuo al bienestar de la sociedad, y las recompensas que prometía no robasaban en nada el horizonte terrestre. Miraba sobre todo el acto exterior como si fuera despreciable la disposición interior, hasta el punto de que se preguntaran los maestros si alcanzaba nunca a la intención. Finalmente se limitaba a los preceptos imperativos y los consejos de perfección »quedaban fuera de su perspectiva. La ley decía: «Haz esto, evita aquello»; y podía creerse haber cumplido perfectamente con ella cuando se habían ejecutado materialmente sus órdenes. El Evangelio es la transformación más bien que la continuación de la ley mosaica. Para sensibilizar este contraste elige Jesús cinco artículos en los que la superioridad de la ley nueva brilla con evidencia; soon las prescripciones relativas al homicidio, al adulterio, al perjurio, a la venganza, a la actitud para con el prójimo» (Prat, o. e., 1, 279).

Son las que indica el Santo Padre, y con sólo leer el pasaje evangélico se pone de manifiesto cómo Jesús no vino a desatar la ley, sino más bien a perfeccionarla y «se muestra no transgresor de la ley, mas consumador»


a) «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores. No matarás, y quien matare será condenado en juicio. Yo os digo: Quienquiera que tome Ojeriza a su hermano merecerá que el juez le condene y el que le llamare raca (estúpido) merecerá que le condene el concilio (el sanedrin).  Mas quien le llamare fatuo (nabal impío), será reo del fuego del  infierno» (Mt., 5, 21-22) .

b) «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más. Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón» (lb., 27, 18).

c) «También habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No jurarás en falso; antes bien, cumplirás los juramentos hechos al Señor. Yo os digo más: Que de ningún modo juréis ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es la peana de sus pies; ni por Jerusalén, por que es la ciudad del gran Rey; ni tampoco juráis por vuestra cabeza, pues no está en vuestra mano el hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no. Que lo que pasa de esto, de mal principio proviene» (Ib., 33-37).

d) «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis resistencia al agravio; antes, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, lárgale también la capa» (Ib., 38-40).

e) «Habéis oído que fué dicho: Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores. Que si no amáis sino a los que os aman, ¡qué premio habéis de tener? ¿No lo hacen así aun los publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué tiene eso de particu»lar? ¿Por ventura no hacen también eso los paganos?» (Mt., 43-47).

2) ¡Cuánta ventaja hace nuestra ley a la mosaica Y, sobre todo, a las vanísimas exterioridades de los escribas y fariseos por eso el Señor nos dice: «Nisi abundaverit iustitia vestra plus quam scribarum et pharisaeorum, non intrabitis in regnum caetorum» (Ib., 201. «Si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.»
Máxima es también de perfección cristiana la que nos inculca el aprecio y estima e las cosas más menudas! ¡Y cuán fundamental! «Qui argo solverit unum de mandatis istis minimis et docuerit sic homines, minimus vocabitur in regno caelorum» (Ib., 5, 19). Y así, el que violare uno de estos mandamientos por mínimos que parezcan, y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos. Vean la importancia que tienen aun los más pequeños preceptos del Señor y procuremos darsela aun a las cosas más menudas cuando se trata de regla o constitución o precepto de los superiores. Así mereceremos que se nos apliquen las palabras siguientes: «Pero el que los guardare y enseñare, ese será tenido por grande en el reino de los cielos» (Ib.) ¡ Seremos perfectos!

A la perfección general podemos aplicar la sublime máxima que aquí parece referir San Mateo a nuestra conducta con nuestros enemigos. «Estote vos ergo perfecti sicut Pater vester caelestis perfectus est» (Mt., 48). Sed, Pues, Vosotros perfectos así como vuestro Padre celestial es perfecto. Ideal el más levantado, propio de quien anhelo llevar con dignidad el sublime título de «Hijo de Dios»

 

 

14ª  MEDITACIÓN

 

LAS BODAS DE CANÁ

 

“Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en el  sus discípulos”.

 

 

Punto 1.°   FUÉ CONVIDADO CRISTO NUESTRO SEÑOR CON SUS DOCE DISCÍPULOS A LAS BODAS.

 

1) Era el año primero de la predicación de Jesús; habrían pasado como un par de meses desde que salieran de Nazaret, y se habían seguido el bautismo en el   Jordán, el ayuno y las tentaciones en el   desierto y la elección de algunos de sus Apóstoles, cuando con sus discípulos Andrés, Pedro, Juan y Felipe acudió invitado a una boda que se celebraba en Caná de Galilea.

       ¿Por qué quiso Jesús asistir a este banquete de bodas? En primer lugar, sin duda, para santificar el matrimonio, elevándolo a la altísima dignidad de sacramento, por el que se había de conceder a los desposados gracia para su santificación en el   cumplimiento integral de los deberes de su estado: para santificarse y criar hijos para el cielo. Quiso enseñarnos, además, que no reprende, sino, antes bien, aprueba y bendice las honestas recreaciones de sus servidores y amigos; y nos enseñó prácticamente el modo de habernos en el  las. Jesús quiere a sus seguidores alegres, ama y bendice las fiestas y expansiones de familia, sobre todo cuando se celebran en unión de caridad bajo la mirada protectora del que debe ser Rey de todo hogar cristiano.


2) Estaba también invitada María Santísima. Lo hace notar San Juan, sin duda para señalarnos el papel principalísimo que la Santísima Virgen desempeña en la economía sobrenatural y para instruirnos en la función de mediadora y Madre que Jesús la ha confiado. Grabémoslo bien dentro de nuestras almas. La Madre de Jesús es también Madre nuestra. No solamente porque de Ella nació Jesús, de quien recibimos nuestra vida sobrenatural; y así, dándonos a Jesús nos da la vida; ni tan sólo porque ha sido el instrumento y la condición sin la cual los misterios de Cristo no se realizaran, sino porque, identificados con Jesús y haciendo con El un todo indivisible, que es un solo cuerpo, omnes unum corpus in Christo (Rom., 12, 5), todos somos un solo cuerpo en Cristo; por tanto, al engendrar a Jesús nos engendró con Él y en el .

Tal es el misterio por excelencia, del designio, concebido por Dios desde toda la eternidad, pero revelado únicamente en el   Evangelio, de salvar a todos los hombres sin distinción de raza, identificándolos con su Hijo bien amado, en unidad de «cuerpo místico». Siendo esto así, María no ha podido dar a luz un Cristo incompleto o dividido; Madre de Cristo lo es de todo Cristo. ¿No es María Madre de Cristo? Luego es también Madre nuestra, escribe S.S. Pío X en su Encíclica AD DIEM ILLUM: Mater primogeniti, mater et ejus fratrum, la madre del primogénito debe de serlo también de sus hermanos; Mater capitis, mater membrorum ejus, la madre de la cabeza ha de serlo también de los miembros del cuerpo.


3) Su oficio de Madre y mediadora le hace interesarse en las necesidades todas de sus hijos. Su ternura, su vigilancia, su solicitud, son incansables y continuas, pues se extienden a todo cuanto a nuestra salvación se refiere. Diríase que quiso el Señor ponerlo una vez más de manifiesto en el   hecho que estamos meditando con un detalle que en el  ocurrió y consideraremos en el   punto siguiente.


Punto 2º “Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga”.

 

1) Dice el evangelista San Juan, que estaba presente en el   banquete: “Y como viniese a faltar el vino, dijo su Madre a Jesús”. Debía de ser familia modesta la que celebraba la fiesta, y fuera por falta de recursos o, como apuntan algunos exegetas, porque la asistencia de los discípulos de Jesús no esperados hizo que aumentara el consumo, el caso es que vino a faltar el vino.

       La Santísima Virgen, llena siempre de caridad y solícita previsión, quiso evitar a los esposos el sonrojo de quedar mal con los convidados y a todos el disgusto que produjera el ver interrumpida la honesta fiesta que celebraban por falta de elemento tan necesario en un banquete; y sin que nadie se lo pidiese, por propia iniciativa y movida por la ternura de su corazón maternal, acudió a su Hijo en demanda de remedio.

Y lo hizo de la manera más delicada y sencilla, como quien conocía bien a Jesús, con la escueta exposición de lo que ocurría. ¡Qué Madre tenemos! ¡Oh, si la conociésemos bien, y cómo nuestro corazón se llenaría de dulce ternura y de filial confianza y cómo viviríamos siempre en el  la confiados y siempre a Ella íntimamente unidos!


2) “No tienen vino”. Fórmula brevísima que encierra al mismo tiempo que la exposición del hecho un instante súplica de remedio. En voz baja, “in abscondito” (Mt., 6, 6), hace su plegaria. Aprendamos, en la sencillez de la oración de María, a evitar formulismos rebuscados y aprendamos también a orar por los demás: oración de caritativa intercesión, medio seguro de alcanzar lo que necesitamos.

A la indicación de María responde Jesús: “Mujer, ¿qué nos va a Mí y a Ti?” (4). Frase, al parecer, por la redacción de la Vulgata, un poco despegada y fría y aun casi dura; pero no es así. En primer lugar, la palabra “mujer” que las encabeza nada tenía en las lenguas orientales que no significase cariñoso respeto y honor. El hijo llamaba ordinariamente «madre» a la que le había engendrado; pero en circunstancias particulares podía llamarla «mujer» para mayor reverencia, y venía a tener un sentido equivalente a señora muy estimable.

Puede verse la palabra «mujer» usada en los griegos y orientales en la intimidad para designar a las personas más caras y dignas de respeto. Por lo que atañe a la frase “qué nos va a Ti y a Mí?”, se han propuesto varias interpretaciones muy aceptables. Era uno a modo de modismo hebreo, cuya significación había de deducirse más que de la frase misma, del, modo de pronunciarla y el gesto de quien la usaba.

Y prueba de que nada despectivo ni negativo encerraba, es que la Santísima Virgen entendió que Jesús se disponía a hacer lo que le había pedido, y en ese sentido instruyó a los criados. Sabe que su intercesión es eficaz, omnipotente, necesaria y que el Señor le ha concedido misericordiosamente la distribución de sus dones todos.

Grabemos profundamente en nuestras almas la excepcional importancia y la necesidad absoluta de la devoción a la Santísima Virgen para poder, no ya aprovechar en el   trabajo de la santificación, pero aun para poder vivir la vida de la gracia.

Al mismo tiempo ha de llenársenos el corazón de dulce confianza en la intercesión de tan bondadosa Madre, que se anticipa a nuestras súplicas, cuando nosotros procuramos, como buenos hijos, obsequiarla con nuestros pobres dones. Como lo hizo con los esposos de Caná, que habían tenido la atención de invitarla a su boda.

 

 

Punto 3.° “CONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO, Y MANIFESTÓ SU GLORIA, Y CREYERON EN EL   SUS DISCÍPULOS”.


1) Dice el evangelista San Juan que “Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua”.

Estaban allí seis hidrias de piedra destinadas para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres metretas. La metreta venía a contener unos 39 litros; por consiguiente, cada ánfora o hidria, de 78 a 117 litros, y en total, de 500 a 600 litros; servían para lavarse las manos antes de las comidas y para limpiar los vasos, botellas, etc.

“Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Podemos considerar en este hecho primeramente la docilidad de los criados en obedecer al mandato, al parecer arbitrario e inútil, de Jesús. Sin duda, que se debió esta dócil obediencia a la instrucción que previamente les diera la Santísima Virgen. ¡Cuán buena maestra es y cuán atentos debemos estar a sus inspiraciones y ejemplos para seguirlos! Así acertaremos y mereceremos ser premiados por Jesús con resultados maravillosos.

 

2) Admiremos después la omnipotencia de nuestro Rey y Maestro, para llenarnos más y más de estima de El, de confianza en su poder sin límites y de solicitud en seguir sus indicaciones. Resplandece también en este hecho la espléndida generosidad con que sabe Jesús pagar lo que por El se hace. Al obsequio de aquellos buenos esposos corresponde con el suyo y les ofrece cantidad de exquisito vino suficiente, no sólo para acudir a la necesidad del momento, sino aun para mucho más. Así es Dios con nosotros; por un pequeño sacrificio que por El nos imponemos, por un obsequio menguado que le ofrecernos, nos paga con gracias preciosas de valor inestimable y nos reserva galardón insospechado. Bien podemos animarnos o servirle con diligencia.


3) ¿Qué efectos produjo el milagro? El Evangelista nos dice: “Así, en Ganá de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con que manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el ”. Fue el primer efecto la manifestación de su gloria, gloria que, como el mismo San Juan nos dice en el   capítulo anterior de su Evangelio, le corresponde como al “Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

En segundo lugar, sus discípulos que habían empezado a creer en el , se confirmaron y crecieron en esta fe, en la que había de ir robusteciéndose. Y es fruto que hemos de sacar también nosotros de la consideración de estos misterios, robustecer nuestra fe y creer firmemente en la divinidad de Jesucristo.

En su Santísima Madre produjo, sin duda, el milagro suavÍsimos efectos de alegría y gratitud a su Hijo, que tan bondadosamente había accedido a su súplica ¡Cuán poderosa es su intercesión! Procuremos acudir a ella en todas nuestras necesidades.

Grande fue también el efecto que el milagro causó, sin duda, en los comensales. Cuando el maestresala, maravillado de la exquisitez del vino que le presentaban, increpó al esposo, mostrando su extrañeza, es cierto que fué éste el maravillado. Y no es difícil entender lo que sentiría cuando, por la declaración de los sirvientes, vino a conocer la explicación del portentoso suceso ¡Cuánta sería su gratitud y cómo crecería su afecto a Jesucristo! Nada nos dice el Sagrado Evangelio del efecto que el hecho pudo producir en el   resto de los comensales.

Pidamos a la Santísima Virgen, que interceda por nosotros para que su Hijo nos conceda el vino del fervor y la devoción. Y digamos al Señor: “Vinum non habeo”, Señor, me falta el vino de la virtud; dámelo, te los pido por intercesión de tu Madre que todo lo puede por Ti.

 

 

 

 

15ª  MEDITACIÓN

 

NUESTRO SEÑOR SE APARECIÓ A SUS DISCÍPULOS CAMINANDO EN EL MAR

 

“Inmediatamente después Jesús obligó a sus discípulos a embarcarse e ir a esperarle al otro lado del lago, mientras que despedía a la gentes. Y despedidas éstas, se subió solo a orar en un monte, y entrada la noche, se mantuvo allí solo. Entre tanto, la barca estaba en medio del mar, batida reciamente de las olas, por tener el viento contrario. Cuando ya era la cuarta vela (al amanecer) de la noche, vino Jesús hacia ellos caminando sobre el mar. Y viéndole los discípulos caminar sobre el mar, se conturbaron y dijeron: Es un fantasma. Y llenos de miedo comenzaron a gritar. Al instante Jesús habló, diciendo: Cobrad ánimos, soy Yo, no tengáis miedo. Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia Ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús. Pero viendo la fuerza del viento se atemorizó; y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto, Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado? Y luego que subieron a la barca, calmó el viento. Mas los que dentro estaban, se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

 

       A continuación del sermón de la montaña pone San Ignacio, para el día nono, la aparición de Jesucristo sobre las aguas en medio de la tempestad. En los Misterios pone antes la contemplación de cómo el Señor, yendo en la barca dormido, se despertó al llamamiento de los Apóstoles y aplacó la tempestad. Ambas son muy aptas para confortar el corazón del ejercitante y llenarlo de confianza apostólica, tan necesaria para las luchas con el enemigo. El ideal de la perfección es muy levantado; las dificultades que contra su realización en la vida se levantan, muchas y terribles; si hubiéramos de trabajar solos, fácilmente se apoderaría de nosotros el desaliento y nos haría pusilánimes.

Y es gran daño la falta de confianza, aun en las situaciones más angustiosas, y peligro grande Él olvido práctico de que Dios es infinitamente bueno y poderoso, que quiere y puede socorrernos. Hemos, pues, de clamar confiados: “Domine, salva nos, perimus ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt., 8, 25).


Composición de lugar: Imaginarnos ver la montaña donde Jesús oraba y a sus pies el mar de Tiberíades, y en el  la barca con los doce Apóstoles: las olas encrespadas, el viento fuerte...


Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR EN EL   MONTE, HIZO QUE SUS DISCÍPULOS SE FUESEN A LA NAVECILLA, Y, DESPEDIDA LA TURBA, COMENZÓ A HACER ORACIÓN SOLO.


1) Acaeció lo que aquí se nos narra a continuación de la primera multiplicación de los panes: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, fueron milagrosamente alimentados por Jesús. “Visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este, sin duda, es el Profeta que ha de venir al mundo. Por lo cual, conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey, huyó Él solo otra vez al monte”(Jn., 6, 14-15).

¡Cómo huye el Señor de ser honrado y cómo nos enseña con las obras lo que nos predica de palabra! Los discípulos, halagados quizá por el clamor popular, soñaron en medros y honras temporales; y el Señor les hizo embarcar y salir a la mar, y se quedó El en tierra.

Preveía el Señor la tempestad que muy pronto se iba a desatar, y les hizo embarcar para que lucharan con ella y no pensaran que en el   seguimiento de Señor tan poderoso iba a ser todo felicidad, sino que vivieran dispuestos al sacrificio. Iba además a hacerles sentir que siempre velaba por ellos, sin que fuera necesaria su presencia corporal para tener muy presentes a los suyos y librarles de todo mal.


2) Él, mientras tanto, subió al monte a orar. Cuántas veces en el   Sagrado Evangelio se nos inculca la frecuencia con que el Señor oraba. Quiere leernos prácticamente la lección que después ha de exponernos teóricamente: la necesidad de la oración, sobre todo durante el ejercicio del apostolado, y al mismo tiempo el modo más perfecto de hacerla; se aparta de las gentes, sube al monte, ora de noche. Todo hombre, y en especial todo apóstol, debe tener continuo recurso a la oración y buscar en el  la la solución de sus dudas, el remedio de sus necesidades, el esfuerzo para el trabajo, la fecundidad de sus labores.


3) Sobre el misterio de esta tempestad dice el P. La Puente (Medit., p. 3a, m. 19, p. l.°): «La otra vez levantóse la tempestad estando Cristo en el   navío, pero durmiendo; esta vez estando ausente, para probar más la fe de los discípulos viendo más lejos a su Maestro. Y para significar que Cristo Nuestro Señor suele ausentarse de los suyos cuanto al socorro sensible de su gracia y dejarlos en grandes tribulaciones para probar su fidelidad. Y como van creciendo en la virtud, suelen crecer las pruebas con tal modo de ausencias por los innumerables bienes que resultan de ellas».

 

Punto 2.° LA NAVECILLA ERA COMBATIDA POR LAS ONDAS, CRISTO VIENE ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y LOS DISCÍPULOS PENSABAN QUE FUESE  FANTASMA.


1) Se apartaron los Apóstoles de Jesús quizá de mala gana, pues que San Marcos (Mc 6, 45) dice que “coegit discipulos suos ascendere navim…forzó a los discípulos a subir a la barca”; temían que sin Él pudiera sucederles cualquier contratiempo. Amábalos Jesús muy de veras y, sin embargo, y aun por eso mismo permitió que fueran probados.

La tempestad significa cierta ausencia de Jesús, al menos en cuanto al socorro sensible; pero no significa abandono. Bien veía el Señor desde Él monte lo que a sus Apóstoles sucedía, y velaba para que no naufragaran, y les daba vigor y fuerza para que perseveraran en su trabajo remando y no cedieran vencidos al furor del viento y la mar contrarios.

¿Por qué causas permite el Señor la tempestad? Cuando no somos nosotros los que en el  la nos metemos, como no fueron en esta ocasión los Apóstoles quienes se metieron por propia voluntad en el   mar, para hacernos ejercitar nuestro valor y fidelidad y al mismo tiempo para hacernos Sentir la necesidad de su ayuda.

Mientras todo va bien es fácil cumplir la obligación y es fácil también olvidarse de acudir en demanda del socorro de lo alto; pero es difícil en la tentación «no hacer, mudanzas»; es decir: permanecer fiel en el   cumplimiento de lo prometido, y más difícil aún «mudarse intensamente contra la misma desolación» esto es: crecer en la práctica de todo bien y esforzarse en hacer más de lo prometido. Es lo que hicieron los Apóstoles: “laborantes in meritando…remando con trabajo” (Mc 6, 48); y así merecieron el pronto socorro de lo alto.


2) Jesús, aunque ausente con el cuerpo, muy presente con su ayuda, seguía compasivo las vicisitudes de los suyos, cumpliendo el salmo (Ps. 90, 15) clamará a Mí y le oiré; con él estoy en la tribulación. Al ver que la tempestad arreciaba, lleno de solicitud acudió a su socorro: “A eso de la cuarta vela de la noche (a las tres de la mañana) vino hacia ellos caminando sobre el mar” (Mt., 14, 25). Confiemos siempre, por mucho que la tempestad arrecie; si nosotros somos fieles, El no nos abandonará. ¡Bien seguros podemos estar de ello!

Y ¿por qué acudió andando sobre las aguas? El Padre La Puente (1. e.) aduce dos causas: para mostrar su omnipotencia y hacer entender a sus Apóstoles que si después había de ser anegado por la tempestad de la Pasión, era por propia voluntad, no por impotencia para dominarla. Además, para sensibilizar la virtud de la oración, de la que sacan los justos esfuerzo para vencer la tempestad.


3) “Y viéndole caminar sobre las aguas, se con»turbaron y dijeron; ¡Es un fantasma! Y llenos de miedo comenzaron a gritar” (Ib., 26). Lo tomaron por fantasma y era realidad. Cuántas veces la pasión, el miedo u otra causa viciosa nos hacen temer o despreciar como fantasmas a Jesús y a sus inspiraciones.

Cierto que no faltan quienes toman por realidad cualquier fantasma, y, puerilmente crédulos o neciamente supersticiosos, quieren ver en todo apariciones del Señor y tomar por hablas y comunicaciones divinas lo que en realidad no es más que invención de su alborotada fantasía. Mal obran; pero no lo hacen mejor quienes a carga cerrada tienen por engaño todo lo que presenta algún carácter extraordinario, sin pararse a analizarlo o aguardar el dictamen de la Iglesia, y gritan «fantasma es!» a la vista de lo que es realidad dulcísima.

Hemos de ser en esto cautos y proceder con prudencia y con piedad, aplicando los criterios que la ascética y la mística nos enseñan para discernimiento de espíritus, y siendo siempre dóciles a las direcciones, no sólo a los mandatos, de la jerarquía católica.

Marchaba Jesús sobre las aguas como pudiera hacerlo por tierra firme: ¡es Dios! Le están sujetos los elementos todos. No hay cosa que de nosotros le pueda apartar.
Con tal Capitán, ¿qué no hemos de esperar? Y ¿a qué no nos hemos de animar?

 

 

Punto 3.º DICIÉNDOLES CRISTO: “YO SOY, NO QUERÁIS TEMER”. SAN PEDRO, POR SU MANDAMIENTO,  VINO A EL ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y COMENZÓ A HUNDIRSE, MAS CRISTO NUESTRO SEÑOR LO LIBRÓ Y LE REPRENDIÓ DE SU POCA FE, Y DESPUÉS, ENTRANDO EN LA NAVECILLA, CESÓ EL VIENTO.


1) “Al instante Jesús les habló, diciendo: Cobrad ánimo; soy Yo, no tengáis miedo” (Ib., 27). No soy fantasma, sino realidad dulcísima; SOY Jesús, a quien conocéis y habéis visto hacer milagros; ¿por qué teméis teniéndome a Mí?

¡Cuán grata sonó a los oídos de los amedrentados Apóstoles la voz conocida del Maestro en aquella hora angustiosa! Pues es el mismo, y, como entonces, si a Él vivimos unidos, y, sobre todo, si a Él recurrimos en las horas de tempestad, en medio del fragor de la tormenta sonará en el   fondo de nuestra alma su voz tranquilizadora: “¡ No temas, soy Yo!” Y estando Jesús con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

Pensemos que siempre, cualquiera que sea nuestra tribulación, por grande que sea nuestra angustia, Él nos ve, se interesa por nosotros, sabe el tiempo que debe durar para nuestro bien y el momento más oportuno para socorrernos; ¡confianza!, ¡ confianza! Nada puede hacernos más daño en las luchas de la vida que la desconfianza en Dios.

Jesús, visto de lejos, da miedo; su ley austera horroriza a la sensualidad; de cerca, cuando se le gusta, cuando se practica su ley, ¡se ve cuán suave es! ¡Y cómo alienta el oír entre el rigor de la tormenta el “Yo soy” de Jesucristo!


2) “Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús” (Mt., 14, 28-29). Pedro, lleno de fervoroso y entusiasta amor, se ofrece para la ardua tarea de pisar sobre el mar alborotado; quiere ir a Jesús sobre las aguas.

Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar es trabajar por vencer en la lucha contra la tentación. El trabajo del propio vencimiento, la ruda labor de resistir el embate de la tentación, la lucha contra la concupiscencia, es marchar hacia Jesús sobre un mar tempestuoso.

Pensemos que Jesús, al ver nuestros buenos deseos y oír nuestras ardientes súplicas, nos dice: ¡Ven !  y nos da su gracia, y con ella lo podemos todo. Pedro, al oír el ven de Jesús se lanza, valiente, al mar y avanza sin hundirse, ¡gran milagro! que un miserable pescador pise en el   mar como en tierra firme, que un pobrecillo pecador, triunfe, esforzado, de los más fuertes enemigos y avance hacia Jesús en medio de furiosos ataques. “Pero viendo la fuerza del viento, se atemorizó, y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!” (Mt., 30).

Apartó Pedro sus ojos de Jesús para fijarlos en las encrespadas ondas del mar, y sintió el rugir del viento y se vio envuelto en espuma, salpicado por las aguas, ¡y temió; su confianza no se apoyaba únicamente en la palabra divina...; se dejó dominar del temor humano y comenzó a hundirse.

Cuando esforzados por el divino llamamiento y pisando sobre dificultades marchamos hacia Dios, lo único temible es el acordarnos demasiado de nosotros mismos, y apartando los ojos de Dios, fijarlos en los trabajos que nos oprimen.

Afortunadamente, Pedro, en el   peligro, clamó, con angustiosa esperanza, a Jesús: “¡Señor, sálvame!” y al punto Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado?” (Ib., 31).

Aprendamos la lección; besemos la mano amorosa que nos sostiene para que no nos ahoguemos, y trabajemos por confiar siempre en Jesús, seguros de que quien en el   confía no será confundido.


3) “Y luego que subieron a la barca, calmó el viento” (Ib., 32). ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al tener en medio de ellos a su querido Maestro! ¡Y cuál su admiración al ver cómo los vientos y el mar se le sujetaban y le obedecían! Y con qué reverencia “los que dentro estaban se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

Acertadamente, el Padre La Puente, al fin de esta meditación, nota algo que será útil al ejercitante tener muy presente en el   trabajo de las elecciones o reforma que viene haciendo estos días: «Finalmente, en todo este suceso descubrió Cristo Nuestro Señor el estilo que tiene cuando nos llama para religión o para grandes empresas; porque al principio facilita los trabajos para que sin temor nos arrojemos a ellos; pero poco después permite grandes borrascas y temores, no para desampararnos, sino para perfeccionarnos en las virtudes. Y, últimamente, nos da cumplida paz, con mayor alegría por las nuevas experiencias de lo mucho que podemos con su gracia...Tengámoslo en cuenta y no nos dejemos dominar por la desconfianza.

 

 

 

16ª  MEDITACIÓN

 

EL SEÑOR PREDICABA EN EL   TEMPLO

 

La historia es cómo Jesús predicaba en el   templo con aceptación tal, que, en frase de San Lucas (LC 19, 48), “le escuchaban las gentes con la boca abierta…omnis enim populus suspensus erat audiens illum”. Y al terminar su trabajo, a la caída de la tarde, como la afluencia de gentes por la Pascua en Jerusalén era grandísima, y por otra parte nadie le ofrecía hospedaje para pasar la noche, se retiraba a Betania, a casa de sus amigos.

 
Composición de lugar. El templo, que se alzaba en el   centro de una explanada; a él se subía por anchas y espaciosas escaleras. Causaban admiración al visitante el enlosado multicolor, y más aún las interminables filas de columnas corintias que cerraban los cuatro lados de la inmensa plataforma. El pórtico real, al Sur, con sus cuatro hileras de 162 columnas monolíticas, cuyo cuerpo apenas alcanzaban a poder abrazar tres hombres extendiendo sus brazos, parecía la más monumental de las basílicas. Era el techo de cedro, esculpido con prodigalidad de ornamentos de oro y plata (Prat). Predicaba Jesús en el   atrio de los gentiles, al que tenían acceso libre toda clase de gentes; no así a los más internos, reservados a los israelitas.

 

Punto 1.°  ESTABA CADA DÍA ENSEÑANDO EN EL   TEMPLO.


1) Ejercitaba su oficio de Maestro y luz del mundo predicando su divina doctrina; así aleccionaba a sus Apóstoles, que habían de ser sus sucesores en tan benéfico ministerio, y al mismo tiempo instruía al pueblo, que recibía con avidez sus enseñanzas. Las que propuso los postreros días de su predicación en el   templo, correspondientes al lunes, martes y miércoles de la última semana de su vida mortal, fueron muy variadas y circunstanciales, suscitadas por preguntas capciosas de sus enemigos o por sucesos particulares.


2) Lección objetiva de celo de la gloria de Dios fue la que nos leyó en su modo de proceder con los profanadores del templo.

Veámosle cómo llega al templo y la emprende contra los sacrílegos traficantes, empuja con su pie las mesas de los cambistas, echa por tierra las cajas apiladas de los vendedores de palomas, detiene a los que por cortar camino atraviesan los atrios con sus fardos. Nadie se atreve a resistirle, sus ojos centellean de santo celo; su rostro se reviste de sobrehumana autoridad; saben, además que el pueblo todo está a su favor.

Al fin justifica su proceder, y dirigiéndose a los principales culpables, los jefes de los sacerdotes, que favorecían la profanación del lugar santo, cuyo orden y decoro estaban encargados de asegurar, les dice: “No está escrito mi casa es casa de oración para todas las naciones, y vosotros la habéis convertido en caverna de ladrones?” (Mt 21, 12-13) (Mc 11, 15-17; Lc 19, 45-46).

Celo de la honra de Dios y de su templo santo, virtud muy propia del Apóstol, celo que no ha de trocarse en ira, pero que en ocasiones es preciso se arme de energía y haga frente a los enemigos de Dios y a los profanadores de su santuario. Respeto al templo, respeto a nuestro cuerpo, templo de Dios. Respeto al niño, templo del Espíritu Santo. Amor a la pureza, que conserva limpio ese templo.


3) De las múltiples enseñanzas de la predicación de Jesús en estos días destaquemos para nuestro provecho tan sólo dos de suma importancia: la que se refiere al «gran mandamiento», el mandamiento del amor, y la que se deduce del juicio final para vivir siempre alerta.

a) Habían intentado los saduceos sorprender a Jesús con preguntas capciosas acerca de la resurrección de los muertos, y como el Señor les respondiera contundente y victoriosamente, conviniéronse sus aliados los fariseos para intentar un nuevo ataque; para ello destacaron a un escriba, docto en la interpretación de la ley, que, acercándose a Jesús, le preguntó con ánimo de probarle: “Maestro, ¿cuál »es el mandamiento mayor de la ley? Jesús le contestó: Escucha Israel. El Señor vuestro Dios es un solo Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; éste es el mandamiento grande y primero” (Mc 12, 29-30).

¡Ama! Ese es el primer precepto cristiano que sintetiza todos los demás y que, cumplido, da perfecta solución a todas las obligaciones de la vida cristiana; ¡amar y obrar siempre y en todo por amor! ¡Qué consuelo para quien lo llega a comprender plenamente, y, sobre todo, para quien lo sabe practicar de continuo: que «ubi amatur non laboratur», cesa el trabajo donde empieza el amor, y si hay trabajo, se goza purísimamente en el .

¿Y cómo quiere ser amado Dios? Claramente nos lo dicen las palabras evangélicas; y cierto que bien merece quien para ser amado tiene títulos tan legítimos y tan apremiantes como nuestro Dios, soberanamente perfecto, fuente de todo bien, único capaz de hacernos felices, a quien todo lo debemos, de quien todo lo esperamos ser amado con todo nuestro ser. Si lo comprendemos, no estamos lejos del reino de Dios (Ib., 34), y si lo practicamos, estamos en pleno reino de Dios.

Pero se ha de notar lo que Jesús añade y tan encarecidamente nos ha de encomendar en el   sermón de la cena: No amamos a Dios si no amamos al prójimo.


b) El segundo precepto es muy semejante al primero, y puede decirse que forma con él uno solo. Ama a Dios y lo que es de Dios con un mismo amor. Los hombres son tus hermanos; Dios los ha adoptado por hijos. Es necesario amar al Padre en los hijos y amar a los hijos en el   Padre. No separemos lo que Dios ha unido. A Dios debemos lo que Él nos pide que demos a nuestros hermanos. A Él hemos de ir a ofrecérselo. Amor de equidad, de benevolencia, de hacer servicios, de conceder perdón. Todo cuanto indica la razón, todo lo que pide Él corazón. Tengo el deber de dar, cuanto tengo el derecho de esperar; debo amar como quiero ser amado. Mi prójimo es otro yo mismo. Tal es la regla que debo seguir cuando se trata de pensar del prójimo o de hablar de él, cuanto se trata de soportarlo, de justificarlo, de acudir a su ayuda. Tal es el gran precepto. Esta es la nueva ley» (Baudot, «Les Evangéliques», n. 239, 2). Materia digna de meditarse y campo fértil de cultivo constante de virtudes varias muy aceptas al Señor.


4) Lección también muy práctica y digna de estudiarse fue la que el Maestro expuso a sus discípulos acerca de la constante vigilancia en que debemos vivir para poder dar buena cuenta al Señor cuando venga a exigírnosla.

Había anunciado a sus Apóstoles que la justicia de Dios descargaría sobre Jerusalén y que de aquel su hermoso templo no quedaría piedra sobre piedra; que en aquellos días habían de sufrir mucho los moradores de la ciudad santa... Después expuso las circunstancias de su segunda venida a juzgar a los hombres todos; pero nada les indicó del tiempo en que hubiera de realizarse; antes, por el contrario, puso freno a su curiosidad, diciéndoles: “Pero cuándo será aquel día y hora, nadie lo sabe, ni aun los »ángeles de Dios, ni aun el Hijo, sino solamente el Padre” (Mt. 24, 36); y dedujo la consecuencia: “Velad, pues, ya que no sabéis a qué hora vendrá Nuestro Señor. Tened por cierto que si el amo de la casa »supiese a qué hora había de venir el ladrón, estaría velando y no dejaría minar la casa. Por eso vosotros estad siempre sobre aviso, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que menos penséis”(Ib., 42-44).

Y les propuso la parábola de las vírgenes fatuas y las prudentes y la de los talentos, y describió con trazos de grandeza magnífica la escena del juicio universal: el premio de los buenos y el castigo de los réprobos. Después de estos discursos, dijo a sus discípulos: “Sabéis que dentro de dos días tendrá lugar la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para ser crucificado” (Ib., 26, 1-2).

Meditemos procurando sacar provecho de estas magníficas enseñanzas del Maestro. Amemos a Dios sobre todas las cosas, sacrificándolas todas si Él nos lo pide, para seguirle pobres y obedientes, como pobre y obediente fue el Maestro. Amemos a nuestros prójimos como a hermanos nuestros, como a nosotros mismos, ¡en Dios, por Dios y para Dios! Vivamos siempre alerta, procurando hacer fructificar los talentos que de Dios hemos recibido, y dispuestos a todas horas a rendir cuentas de ellos y a merecer escuchar el “Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os tenía preparado desde la creación del mundo” (Mt., 25, 34).

 

 

Punto 2.° ACABADA LA PREDICACIÓN, PORQUE NO HABÍA QUIEN LO RECIBIESE EN JERUSALÉN, SE VOLVÍA A BETANIA.


1) ¡Cuán ingratos son los hombres! Después de un día de trabajo, empezado muy de mañana, pues que el Evangelista dice: “Y todo el pueblo acudía muy de madrugada al templo para oírle” (Lc 21, 38), al caer la tarde no encontraba quien le invitara a pasar la noche, y tenía que irse a Betania, a casa de su amigo Lázaro. En el  lo influía no menos que la ingratitud el miedo de los judíos, que perseguían a Jesús y a cuantos se le mostraban afectos.

¡Qué frecuente es en la vida del Apóstol cosechar ingratitud por parte de los que se llaman tal vez buenos amigos y persecución sañuda de los enemigos! Ya desde Él nacimiento, Jesús cumplió, el “in propria venit et sui eum non receperunt, vino a su casa y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Fueron compañeros constantes de su vida apostólica, no menos que la pobreza de no tener casa, ni cama, ni mesa, las persecuciones, las calumnias y los desprecios. ¡Aprendamos!

 
2) Cuántas veces en nuestros días las mismas causas producen idénticos efectos, y se ve a Jesús, al Jesús de nuestros sagrarios, al Jesús de la Santa Iglesia, de la jerarquía católica, despreciado, olvidado, esquivado de los suyos, de los católicos, de los por Él mimados y regalados, porque no aprecian sus preciosos dones o los estiman en tan poco que prefieren los pasatiempos y diversiones terrenos; y lo dejan solo y no socorren a sus ministros, ni se preocupan de ofrecer a Cristo una casa digna. Le aman muy poco; ¡temen ser tildados por sus enemigos de católicos! y tiene Jesús que retirarse a Betania.

Allí sí que se le recibía con amor y con gusto; bien lo sabía Él, y bien lo agradecía. Cuántas bendiciones traería sobre la casa de aquellos santos hermanos la frecuente presencia de Jesús en el  la ¡También ahora busca Jesús amigos que le reciban y no los encuentra! ¡Dichoso el que abre su puerta para que por ella entre el Maestro divino, que jamás viene con las manos vacías! Seamos de ese número de afortunados. Mentira parece que sean tan pocos, siendo tan grandes las bendiciones que Jesús derrama dondequiera que se les recibe con afecto y buena voluntad, aunque sea con gran pobreza.

Ofrezcamos al Señor nuestra humilde morada, prometiéndole escuchar con atención sus preciosas lecciones, para ir poniéndoles por obra el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como hijo de Dios, y visitemos con más frecuencia y  cuidado su presencia en el   Sagrario.

Debe el alma que se ejercita en la oración eucarística procurar alcanzar familiaridad con el Verbo eternal encarnado, acompañándole, oyéndole, sirviéndole, reverenciándole como a su Señor, hermano mayor y todo su bien.

 

 

 

 

 

 

17ª  MEDITACIÓN

 

LA RESURRECCIÓN DELÁZARO.


Composición de lugar. El lado de allá del Jordán, a un día de camino de Betania, en el   paraje donde en otros tiempos bautizaba Juan, donde se retiró Jesús. Después, Betania, pueblecito situado a unos tres kilómetros de Jerusalén, asentado en la vertiente oriental del monte Olivete; y en ese pueblo, una casa rica en la que, durante sus estancias en Jerusalén, el Salvador se retiraba con frecuencia a pasar la noche. No lejos de ella, el sepulcro de piedra, cerrado con una losa redonda.

“Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo.  Las hermanas enviaron a decir a Jesús: Señor, el que tú amas, está enfermo. 

Al oír esto, Jesús dijo: Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.

Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el   lugar donde estaba.

Después dijo a sus discípulos: Volvamos a Judea. Los discípulos le dijeron: Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá? Jesús les respondió:
¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en el ". Después agregó: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo. Sus discípulos le dijeron: Señor, si duerme, se curará.

 Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo. Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: Vayamos también nosotros a morir con él.

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. 

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas. Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: El Maestro está aquí y te llama. Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro.

Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el   mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. 

 María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: ¿Dónde lo pusieron? Le respondieron: Ven, Señor, y lo verás. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: ¡Cómo lo amaba!

Pero algunos decían: Este, que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: Quiten la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.

Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera! El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desátenlo para que pueda caminar.


Punto 1.° MARTA Y MARÍA HACEN SABER LA ENFERMEDAD DE LÁZARO A CRISTO NUESTRO SEÑOR, EL CUAL SE DETUVO POR DOS DÍAS PARA QUE EL MILAGRO FUESE MÁS EVIDENTE.


1) Enfermó de gravedad Lázaro, y sus hermanas enviaron a Jesús un aviso diciéndole únicamente: “el que amas está enfermo, Ecce quem amas infirmatur (Jn 11, 4). ¡Qué súplica tan hermosa y llena de sentido: «Señor, está enfermo el que amas, tu amigo!» Luego Jesús tiene amigos y predilectos. ¿Lo es tuyo? Por su parte no quedará... ¿Cómo tratamos a Jesús? ¿Cómo le correspondemos? «Infirmatur», está enfermo; él, en el   cuerpo, nosotros quizá en el   alma, bien sabemos cuáles son nuestras enfermedades.

       Modelo de oración es el de estas hermanas, exponen con brevedad y con llaneza al Señor la necesidad; saben que les ama y juzgan que la sola exposición de la necesidad es una súplica instante. Aprendamos a repetir: Señor, tu amigo está enfermo. Y Jesús parece que no hace caso, y responde: Esa enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que por medio de ella sea el Hijo de Dios glorificado (Ib.). ¿Era que no le amaba? El Evangelio, en el   versículo siguiente, dice: Jesús amaba a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro (Ib., 5).

No lo olvidemos, que veces hay en que a pesar de nuestras súplicas las cosas parece que se tuercen y no vienen a medida de nuestros deseos; confiemos y recordemos que. lo primero es la gloria de Dios, y ésta no pocas veces se logra por caminos para nosotros extraviados.


2) Dos días después dice Jesús a sus discípulos: Vamos otra vez a la Judea. Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver allí? (Ib., 8), le dicen admirados los Apóstoles. Y Jesús les respondió: Pues qué, ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz (Ib., 9-10). Es idea por Jesús varias veces repetida casi en la misma forma (y. Jn 9, 4 y 12, 35-36).

Tratándose de trabajar por la gloria de Dios, mientras nos cobija su protección y caminamos a su luz, podemos marchar sin miedo a tropezar, y nuestro trabajo será fecundo; en cambio, quien anda de noche y en tinieblas, sin la luz de la fe y de la gracia, cae fácilmente; ahora marcho a esa luz; pronto llegará la ocasión en que diga: Esta es vuestra hora y el »poder de las tinieblas (Lc 22, 53).


3) Anuncióles después la muerte de Lázaro y añadió: Y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis. Pero vamos a él (Jn 11, 15). No quiso sanarle, como lo hubiera hecho de estar presente, para poder resucitarle; y aguardó al cuarto día para que la muerte fuese más evidente y el milagro más patente. Y les dice que se alegra por ellos, porque iba a ser causa aquel retraso de aumento de fe y de caridad en los discípulos, resultando así de la prueba dolorosa a que sometió a sus amigos de Betania gran bien para sus discípulos.

No hace Jesús sufrir a los que ama por sólo el gusto de verlos padecer, sino por otros fines muy levantados de la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡No lo olvidemos!

 

Punto 2.° ANTES QUE LO RESUCITE PIDE A LA UNA Y A LA OTRA QUE CREAN, DICIENDO YO SOY RESURRECCIÓN Y VIDA; EL QUE CREE EN MI, AUNQUE SEA MUERTO, VIVIRÁ.

 
1) Púsose en camino, y cuando llegó a Betania halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba sepultado (Jn 17). Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir, y María se quedó en casa (ib., 20). Unámonos en espíritu a la comitiva de Jesús y escuchemos con devoto recogimiento el expresivo diálogo que con Marta tuvo, reflexionando para sacar de él provecho: Dijo, pues, Marta a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano (ib., 21).

Fe imperfecta, sin duda, pues que juzgaba necesaria la presencia de Jesús para que hiciera un milagro; cuánto más perfecta era la de centurión (Mt 8); pero expresión real de confianza en la amistad de Jesús. Y la frase del Señor: Y me alegro de no haberme hallado allí (15), parece significar que de haber estado en Betania Jesús, no hubiese muerto Lázaro. Y continuó Marta: “Bien que estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieres” (ib., 22).

La queja amorosa de Marta es cierto que no contiene reproche para Jesús y que muestra que la prueba por que ha pasado no la ha hecho perder el amor y Ja confianza para con el Maestro; pero aunque su estima de Jesús es grande, su fe en la divinidad de Cristo, muy corta, y quiere el Señor, antes de hacer el milagro, excitar y perfeccionar la fe de aquellas buenas hermanas: “Dícele Jesús: Tu hermano resucitará. Le responde Marta: Bien sé que resucitará en »la resurrección, en el   último día. Díjole Jesús: Yo soy resurrección y vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y cualquiera que vive y cree en Mí, no morirá para siempre”.

Tienden las palabras de Jesús a corregir la imperfecta fe de Marta acerca de su persona: Yo soy resurrección y no necesito impetrar de otro el poder de resucitar; Yo soy la vida, autor y fuente de toda vida sobrenatural; quien en Mí cree, aunque corporalmente muera, vive espiritualmente y alcanzará a su tiempo la resurrección de su cuerpo; y cualquiera que vive aun en el   cuerpo y cree en Mí, no morirá para siempre, es decir, no morirá de muerte espiritual y eterna, sino que vivirá siempre en el   alma y alguna vez, bienaventurado, en su cuerpo resucitado.

¿De qué resurrección y de qué vida se trata aquí? Es cuestión no clara de decidir. Lo más conforme al contexto y al movimiento de ideas de todo el cuarto Evangelio parece entender las palabras de Jesucristo a la vez de la vida corporal y de la vida espiritual, pero con la subordinación de la vida eterna de las almas.

Y al preguntar Jesús a Marta: Crees tú esto? no se refería principalmente a la resurrección, sino a su prerrogativa propia y personal de dar la vida a los muertos y conservarla a los vivos. “Respondió Marta: ¡Oh Señor, sí que lo creo y que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo!”. Magnífica profesión de fe que nos recuerda la que brotara de labios del Apóstol San Pedro; da Marta a Jesús sus dos nombres mesiánicos, el Cristo y el que ha de venir.

Digamos también nosotros, llenos de fe y amor, al considerar las palabras de Jesús: Creo que eres el Hijo de Dios, Dios como el Padre, que todo lo puedes, resurrección y vida! ¡Se siempre resurrección y vida eterna para mí, Señor, y no permitas que de mí se apodere la muerte, antes bien, en ti y por ti viva eternamente!


2) “Dicho esto, Marta fuése y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: Está aquí el Maestro y te llama” (ib., 28). Encargóle Jesús que llamara a su hermana, quedándose mientras tanto a la entrada del lugar. Consideremos la caridad de Jesús y su fina amistad con aquellas hermanas; decidido, por el amor que las tenía, a resucitar a su hermano, quiere que esté presente también María, y la manda llamar.

María, que tan apasionadamente amaba al Señor, apenas lo oyó, se levantó de presto y fue donde estaba Jesús  y en viéndole se postró a sus pies y le dijo: “Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano” (ib., 23).

Ejercitó María tres virtudes muy excelentes: La primera, obediencia presta, puntual y amorosa, nacida de la grande estima que tenía de Cristo Nuestro Señor..., enseñándonos, al dejar a los que la acompañaban sin despedirse, la puntualidad con que hemos de acudir al llamamiento de Dios, sin hacer caso de todo lo que es carne y sangre.

La segunda virtud fue gran reverencia al Señor, porque en viéndole al punto se postró a sus pies... La tercera virtud fue mucha mayor fe que su hermana, con gran resignación, porque llena de amor y dolor, dijo: Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano. A los pies de Jesús había pasado María, en silencio, horas suavísimas de consolaciones inefables; a los pies de Jesús, en la hora de la tribulación, abre sus labios con frase delicada, de amorosa queja. Y Jesús no la responde; pero lo que más es, se conmueve, se compadece.

A esta plegaria de María atribuye la Iglesia la resurrección de Lázaro, «por cuyas preces Cristo resucitó de la muerte a su hermanos Lázaro después de cuatro días muerto» (Orat. de Santa María Magdalena, 22 julio). Cuántas resurrecciones de almas se deben a la oración de las almas buenas, fieles amantes de Jesús.

 

Punto 3° LO RESUCITA DESPUÉS DE HABER LLORADO Y HECHO ORACIÓN, Y LA MANERA DE RESUCITARLO FUÉ MANDANDO “LÁZARO, VEN FUERA”.


1) “Jesús, al verla llorar y cómo lloraban los judíos que habían venido con ella, se conturbó lleno de emoción y dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? ¡Ven a verlo, Señor!, le dijeron. Jesús lloró, y los judíos decían: ¡Mirad cuánto le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Pues Este, que abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿no podría hacer que Lázaro no muriese?” (33-37).

       ¡Cuán de diversa manera se juzga de una misma acción! Aprendamos a no estimar en más de lo que valen los juicios de los hombres; ¡jamás podremos complacerlos a todos, pero siempre a Dios!

Todavía emocionado, acercóse Jesús al sepulcro, que era una cueva cerrada con una losa, y mandó quitarla; Marta quiso estorbarlo, y le dijo: “Señor, que ya hiede, pues hace ya cuatro días que está ahi! Díjole Jesús: No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?” No se asusta Jesús del hedor de nuestra corrupción, que para remediarlo viene a nosotros; pero quiere que lo pongamos al descubierto quitando la losa de la hipocresía y reconociendo ante el ministro de Dios, nuestra miseria. A la objeción de Marta responde Él Señor con un anuncio casi manifiesto de lo que va a hacer, y una invitación a prepararse al milagro por la fe.

 

2) “Quitaron, pues, la losa, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo. Padre, gracias te doy porque me has oído! Bien es verdad que Yo ya sabía que siempre me oyes; mas lo he dicho por razón de este pueblo, que está alrededor de Mí, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado” (ib., 41, 42).

Levantó sus ojos al cielo para indicarnos que de allí ha de venir nuestro remedio si, descubriendo nuestras miserias, sintiendo la hediondez de nuestros pecados, lo pedimos con humildad a Dios. No enseñó también en la corta oración jaculatoria que hizo, que si deseamos recibir nuevas mercedes de Dios hemos de comenzar por agradecer las ya recibidas. Además, todas sus obras las dirige a gloria de Dios para aumento de fe en los presentes, para salvación de todos.

Lo hacemos así nosotros, o nos mueven otros fines harto menos levantados? “Dicho esto, clamó con voz fuerte. ¡Lázaro, sal afuera! Y al instante el que había muerto salió fuera, ligado de pies y manos con fajas y tapado el rostro con su sudario. Díjoles Jesús: Desatadle y dejadle ir” (ib., 43, 44).  Cuán grande Capitán tenemos! ¿Qué hemos de temer yendo con El? Confiemos, sigámosle y jamás nos apartemos de Él; Él cuidará de nosotros.


3) Podemos también considerar la eficacia de la oración de los justos para alcanzar del Señor la resurrección a la vida de la gracia de los pecadores y animarnos así a orar sin descanso por la conversión del mundo.

Y pondera el Padre La Puente (parte 3.a, med. 41) cómo del mismo modo que Lázaró salió del sepulcro ligado con su mortaja, que le quitaron los Apóstoles, los pecadores suelen resucitar a la vida de la gracia atados con muchas reliquias y costumbres viciosas de la vida vieja que les dificultan el ejercicio de la virtud, de las cuales se van luego desatando con la ayuda de los confesores y directores espirituales.

 

4) ¿Y qué efecto produjo en los circunstantes maravilla tan extraordinaria? El evangelista solamente nos dice: “Con eso, muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y a Marta y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en el  ” (ib., 45). Pero no es difícil de entender el gozo purísimo que inundó las almas de aquellas dos santas hermanas, y cómo crecería, si posible era en el  las, el amor a Jesús, y cómo se le ofrecerían otra vez y le rogarían que tuviese por suya la casa de ellas y siguiese amándolas como las había amado, y entendería plenamente Marta las palabras que Jesús le dijo al prepararla para el milagro.

En los Apóstoles se lograría la predicción de Jesús, me alegro por vosotros, a fin de que creáis, y su fe se robustecería y con ella su estima y amor al Maestro. Creyeron también en el  muchos de los judíos que habían venido de Jerusalén a visitar a María y a Marta; pero “algunos de ellos se fueron a los fariseos y les contaron las: cosas que Jesús había hecho” (ib., 46).

¡Nunca faltan corazones mezquinos que convierten la triaca en ponzoña y sacan su propio daño y el propósito de causárselo a los que sólo anhelan su verdadero bien!              ¡Consecuencia fue de este milagro el decretar el sanedrín la muerte de Jesús! (ib., 47-53).

¡Y qué modestia la de Jesús! No se jacta del milagro ni increpa a los incrédulos, sino que más bien huye las alabanzas y, cediendo al furor envidioso de sus enemigos, se oculta. “Por lo que Jesús ya no se dejaba ver en público entre los judíos, antes bien, se retira a un territorio vecino al desierto, en la ciudad llamada Efrén, donde moraba con sus discípulos” (ib., 54). Hasta que llegase la hora señalada por Dios, siempre atento a su beneplácito.

Meditemos y hablemos con Cristo pidiéndole aumento de fe, confianza y amor para esforzarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, y también que el Espíritu de Jesucristo nos rija, si alguna vez el Señor obra por nuestro medio grandes cosas.

 

 

18ª  MEDITACION


JESUS  ECHA DEL TEMPLO A LOS MERCADERES

 

Lo narra San Juan (2, 13-17): “Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el   Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: "Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará”.

 

Composición de lugar. Tenía el templo de Jerusalén tres atrios, uno más alto que otro: el de los gentiles, el de las mujeres y el de los israelitas. A los gentiles les estaba vedado, bajo pena de muerte, que se leía en grandes inscripciones, el acceso a los otros atrios. La escena que vamos a meditar se desarrolló en el   atrio de los gentiles, que medía 250 metros de largo por 150 de ancho. La explanada total del templo venía a tener unos 450 metros de largo por 300 de anchura.


Punto l.° ECHÓ FUERA DEL TEMPLO CON UN AZOTE HECHO DE CUERDAS A TODOS LOS QUE VENDÍAN.


1) Jesús quiso cumplir el precepto pascual, y desde Cafarnaúm subió a Jerusalén en peregrinación para la fiesta de los ázimos. La tarde del día 14 del mes de Nisán se verificaba la inmolación del cordero pascual; y tenía lugar en el   atrio interior del templo. Debía hacerla el padre de familia o el cabeza del grupo que se reunía para la cena legal. La sangre la recogían y daban al sacerdote, para que la esparciera ante el altar de los holocaustos. Después del sacrificio, en el   mismo templo, se arrancaba la piel del corderito y algunas partes interiores, y así preparado se lo llevaban los que habían de comerlo.

Llegado Jesús a Jerusalén, fue al templo: el atrio exterior o de los gentiles era un hervidero de bueyes, ovejas, palomas y mercaderes. Para comodidad de los fieles, se establecía en este atrio, cuyo acceso era permitido a todos, una especie de mercado, en el   que se vendían los animales que se habían de sacrificar. Ponían, además, en el  los cambistas sus mesas de cambio, para procurar a los que las necesitaran las monedas necesarias para la ofrenda del templo, que había de hacerse precisamente con el llamado «siclo del santuario»: no se admitía moneda extranjera, por llevar la imagen de los emperadores o de animales y no poderse por tal razón ingresar en el   tesoro del templo. Tal costumbre era un grave abuso; pues que, como afirma Josefo, no se permitía tal cosa en los primeros años.

Se presentó Jesús, en medio de aquel barullo, “tamquam potestatem habens”, revestido de potestad. Otras veces, sin duda, había presenciado aquellas escenas, pues todos los años subía con sus padres al templo; pero era ésta la primera vez que lo hacía iniciada su vida pública y en plan de Maestro, que, como dice San Marcos (1, 22), “su modo de enseñar era como de persona que tiene autoridad, no como los escribas”.

Para demostrarlo tomó unas cuerdas, hizo con ellas un azote, y, esgrimiéndolo, echó a todos los mercaderes del templo, juntamente con las ovejas y bueyes, diciendo: “No convirtáis la casa de mi Padre en mercado, Escrito está: mi casa, casa de oración será llamada por todas las gentes” (Is., 56, 7); y vosotros, al contrario, la habéis hecho cueva de ladrones” (Mc., 2, 17).


2) Quiso Cristo comenzar su vida pública ejercitando la virtud de la religión y en la casa de Dios, arrojando de ella a los que la profanaban con sus ventas. Haga lo mismo, por ejemplo de Cristo, el visitador, reformador y predicador apostólico. Ya a los doce años había declarado que: “in his quae Patris mei sunt oportet me esse, Yo debo emplearme en las cosas que tocan al servicio de mi Padre” (Lc., 2, 49).

¿Y quién dio a Jesús autoridad para hacer lo que hizo? El celo de la gloria de Dios, que inflamaba su pecho, debió resplandecer en su rostro, haciéndole despedir rayos de majestad que espantaron a aquellos viles mercaderes y los pusieron en huida. El texto dice que al verle sus discípulos recordaron la profecía del Salmo: “el celo de tu casa me devora” (Ps., 68, 10).


Punto 2.° TIRÓ POR EL SUELO LAS MESAS Y DINEROS DE LOS BANQUEROS QUE ESTABAN EN EL   TEMPLO


1) Cuánto desagrada al Señor la profanación del templo de Dios, que ni aun en su atrio quiere que se ejercite función, ni ministerio menos digno, aunque, como el de estos mercaderes, tenga alguna relación con el culto y sea como preparación necesaria para él. ¿Qué será lo que le desagraden otras profanaciones tan reñidas con el decoro y respeto debido al templo? ¿En vestidos, en palabras, en acciones? ¿Qué sentirá Jesús en sus sagrarios al ver lo que todos los días en nuestros templos tienen que ver y soportar? El corazón se oprime al pensarlo y teme no se levante el azote del Señor sobre pueblos que tan poco respetan al Santuario. Procuremos por cuantos medios estén a nuestro alcance se guarde mayor respeto al lugar santo y que sea el templo en verdad casa de oración, morada de recogimiento, incentivo de devoción y alabanza purísima al Dios tres veces Santo.


2) ¿Qué hacían en el   templo los banqueros? Procurar, como hemos dicho, a los que las necesitaban, las monedas precisas para la ofrenda, que había de hacerse con el llamado «siclo del santuario». El Señor “derramó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas” (Jn 2, 15). No se detuvo ante los ricos; para demostrarnos que no es aceptador de personas y enseñarnos a sobreponernos a toda consideración humana, cuando se juegan los intereses de la gloria de Dios.

De su celo de la gloria de Dios nacía en Jesús la fortaleza admirable con que se enfrentó a todos, sin que nadie se atreviese a resistirle. Sin duda que algo grande y sobrenatural vieron en el  . Claro que a Dios, ¿quién puede resistir’? Cuando El quiere hacer ostentación de su poder, no hay fuerza en la tierra que pueda hacerle frente.


3) Pero podemos hacer otra aplicación, que acaso más de una vez nos pueda ser útil, y servirnos para convertir en provecho lo que de otra suerte será acaso motivo de irritación y origen de enfado y aversión. No leemos en el   Evangelio que aquellos tan duramente tratados por el Señor reconocieran la razón con que les fustigaba y recibieran el castigo que se les aplicaba como merecida penitencia saludable de su culpa.

Antes bien, quedaron. a lo que se deduce de las frases que después pronunciaron, airados y con ganas de vengar en Jesús su ofensa. No así nosotros, cuando el Señor descargue sobre nosotros el látigo de su justicia, en una u otra forma; cuando flagele nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestra fama; recordémoslo, comprendamos que aquí en esta vida castiga siempre el Señor como Padre, para sanar, y alegrémonos; porque sólo así, en ocasiones, podrán ser expulsados de nuestra alma, convertida en establo de malas bestias, cuando concedemos demasiado a nuestro amor propio y queremos saciar las viciadas inclinaciones de nuestra concupiscencia, los inmundos animales que la profanan y envilecen: y quedará limpia para ser, en verdad, templo de Dios y casa de oración.


Punto 3° A LOS POBRES QUE VENDÍAN PALOMAS MANSAMENTE DIJO: QUITAD ESAS COSAS DE AQUÍ Y NO QUERÁIS HACER MI CASA UNA CASA DE MERCADERÍA.

 1) ¿Cuál fue la causa de la mayor suavidad de Jesús en el   expulsar del templo a los vendedores de palomas? Eran las palomas oblación principalmente de los pobres; además, animales que no estorbaban tanto al culto, como lo hacían los bueyes con sus mugidos y las ovejas con sus balidos; por fin, como estaban encerradas en cajas, no podía echarlas a latigazos, sino que las tenían que retirar sus vendedores; por eso les ordenó: “quitad eso de aquí”.

Suelen algunos considerar que este proceder mansamente, como dice San Ignacio, con los vendedores de palomas, nació de tratarse de cosa de pobres, los predilectos de Jesús. Indicándonos una vez más el amor que a los pobres tiene el Señor y la delicadeza con que los trata, ¡como a reyes!

Aprendamos a estimarlos, como los estimaba Cristo, y a tratarlos como Cristo los trataba. Y lo alcanzaremos ciertamente con facilidad, si recordamos los ejemplos de Jesús, y más aún si tenemos presentes aquellas regaladísimas palabras que el día del juicio ha de decir el Señor a los que ejercitaron la caridad con los pobres: “A Mí me lo hicisteis” (Mt., 25, 40). A Mí me disteis de comer y de beber y me vestisteis y me visitasteis, cuando a mis pobres socorristeis.


2) Parece deducirse de la narración evangélica que los vendedores de palomas obedecieron dóciles a la invitación de Jesús y se retiraron con su mercancía. ¿Y yo? ¡Cuántas veces oigo la voz del Señor, que me invita y me dice: quita ese afecto, retira esa cosa, deja ese amigo..., y no la sigo, sino que la desprecio! ¡Pobre de mí! Si el Señor se cansa, bien merezco el que me trate como a los animales trató, a latigazos, y que como a ellos me eche del templo.

No sea así en adelante, sino que presto y diligente en escuchar y seguir la insinuación divina, sea siempre dócil y retire del templo de mi alma cuanto en alguna manera desdiga del decoro de la casa de Dios.

Pido perdón por mis faltas de respeto en el   templo, sobre todo, por las múltiples profanaciones del templo de mi cuerpo y gracia para siempre tratarlo como habitación de Dios.

 

 

 

 

19ª  MEDITACION

 

JESÚS ENVÍA A LOS APÓSTOLES A PREDICAR

 

Jesús envía a sus apóstoles a predicar el reino de Dios en Galilea dándoles consejos sapientísimos para que ejercitaran su misión con fruto.

 

Punto 1.° JESÚS LLAMA A SUS AMADOS DISCÍPULOS Y LES DA POTESTAD DE ECHAR LOS DEMONIOS DE LOS CUERPOS HUMANOS Y CURAR TODAS LA5 ENFERMEDADES.


1) San Lucas (8, 1) y San Mateo (9, 35) narra cómo iba el Señor, con sus Apóstoles, recorriendo las ciudades, villas y aldeas predicando su divina doctrina y haciendo notar a sus discípulos la miseria del pueblo, abandonado y desprovisto de quien atendiera a sus necesidades temporales y espirituales: “Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él” (Lc 8.1). “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 35-38).

       Mientras los escribas y doctores de la ley sobrecargaban al pueblo con tradiciones y preceptos humanos, poniéndole cargas intolerables (Lc 11, 46, y Mt 23, 4), Jesús predica el reino del amor, el reinado de Dios por el amor a Dios y al prójimo por encima de otras normas puramente humanas; así sucedía que ni marchaban ellos por el camino de la salvación, ni dejaban que marcharan los demás.

       Haciéndoselo notar Jesús a los suyos, pretendía, sin duda, excitar en el  los la misericordia y el celo, para que se ofreciesen a hacer lo que pudieran y en su corazón brotase un sentimiento análogo al que a Él le hacía dolerse contristado: “videns autem turbas, misertus est eis; quia erant vexati et jacentes sicut oves non habentes pastorem… y al ver aquellas gentes, se compadecía de ellas, porque estaban tendidas aquí y allá como ovejas sin pastor” (Mt., 9, 36).

       Pensemos que también en nuestros días, por mal de nuestros pecados, se repiten escenas semejantes y son muchas las naciones paganas, y aun en medio de las naciones cristianas, en las que el pueblo, hambriento de la divina doctrina, no tiene quien se la explique, por falta de sacerdotes o por falta de celo en los ministros del Señor. Que sintamos por ello dolor y pena, y, agradeciéndole la amorosa providencia con que a nosotros nos ha atendido y surtido tan abundantemente, pidámosle que envíe aptos ministros de su palabra que acudan a tan gran necesidad. Hoy es urgentísima esta necesidad en toda Europa y en el   mundo entero


2) De creer es que los Apóstoles, conmovidos, se ofrecieron a Jesús para ayudarle en su empresa. Quiere el Señor que por nuestra parte pongamos lo que en nuestra mano está para hacernos aptos instrumentos de su gloria y capacitamos, en lo posible, a coadyuvar en la magna obra de la salvación de las almas. Pudiera, quién lo duda, haber surtido a los Apóstoles de todo cuanto necesitaban para el desempeño de la misión altísima que les iba a encomendar al abandonar el mundo, de suerte tal que sin trabajo alguno de parte de ellos se encontraran apta y cumplidamente formados para cumplir a la perfección su oficio.

No lo hizo así, sino que, dotándoles, cierto es, espléndidamente de cuanto les era necesario, quiso que por su parte se llenaran primero de sincera compasión y ansias de apostolado, y que después trabajasen, se ensayaran en la predicación, buscaran a las gentes y fueran de pueblo en pueblo y de casa en casa ejercitando el ministerio que con su ejemplo les había El mismo enseñado previamente.

Tal es la economía del Señor también con nosotros; quiere que nos llenemos de celo, que nos ejercitemos, que hagamos por nuestra parte cuanto podamos para acertar y cumplir a la perfección nuestro cometido. Si así lo hacemos, El, por su parte, no falla y nos asiste y surte de cuanto podemos necesitar y nos asegura el éxito.

 

3) Para prepararlos inmediatamente y excitar en el  los el celo de la divina gloria, les dice: “la mies es mucha, mas los obreros pocos; rogad, pues, al, dueño de la mies que envíe a su mies operarios” (Mt., 9, 37-38), que os envíe a vosotros. En lo cual les muestra el deseo de Dios de la salvación de los hombres y les convida a penetrarse ellos mismos de idéntico anhelo y hacer por su parte lo que en su mano esté: que es rogar el Señor de quien depende la misión que envíe a su mies abandonada operarios que la trabajen, les elija a ellos si gusta para tal misión, y coseche abundantes frutos. No les dijo: «ofreceos», sino “rogad al Señor que envíe operarios”; porque de Dios es el enviar, no nuestro el entrometernos audaz e imprudentemente.

Quizá con estas frases del Señor se animaron los Apóstoles a hacer lo que les indicaba, y aun se ofrecieron ellos mismos a colaborar, y Jesús, aceptando sus sinceras oblaciones, les dio el encargo de misionar y los lanzó a aquel ensayo del apostolado para el que estaban elegidos, y en el   que más tarde habían de trabajar todos tan fructuosa y generosamente.


4) Envióles de dos en dos: para que se sirvieran de mutua ayuda y consuelo y defensa. No hay mucho que discutir para entender las ventajas que para el apóstol o misionero se siguen de tener en su labor quien le acompañe. Basta recordar que el mismo Jesús nos dice en el   Evangelio que “donde están dos juntos en su nombre, allí está El en medio de ellos” (Mt., 18, 20), y cosa es sabida que “dos hermanos que se ayudan mutuamente son como na ciudad muy fuerte” (Prov., 18, 19).

Y que es un compañero prudente, a más de consejero inapreciable, custodio eficacísimo que nos libra, con sola su presencia, de mil peligros a que solos nos veríamos expuestos de experimentar tentaciones y asaltos muchas veces difíciles de repeler contra el más precioso tesoro que en nuestra alma llevamos; la gracia, la pureza, Cristo. Tengamos, pues, por dicha grande Él lograr en nuestros trabajos apostólicos que nos acompañe siempre algún socio, y no dejemos de procurarlo con todas nuestras fuerzas.

 

5) Dióles el Señor potestad para lanzar los espíritus inmundos y curar toda especie de enfermedades y dolencias. Magnífico poder; no hay rey que a sus embajadores y enviados pueda surtir tan ricamente para el mejor desempeño de la misión que les encomienda. ¿Y por qué lo hizo así? «Para que no sucediera que nadie diera fe a unos hombres rudos e indoctos, sin galas ningunas de lenguaje e iletrados, que prometían el reino de los cielos; les da poder de curar los enfermos, limpiar a los leprosos, echar los demonios, para que pruebe la grandeza de los milagros, la verdad de lo prometido» (San Jerónimo).

 


Punto 2.°  LES ENSEÑA PRUDENCIA Y PACIENCIA: “MIRAD QUE OS ENVÍO A VOSOTROS COMO OVEJAS EN MEDIO DE LOBOS; POR TANTO, SED PRUDENTES COMO SERPIENTES Y SENCILLOS COMO PALOMAS”.

 
1) Expone San Mateo en este cap. 10 una larga instrucción del Señor a sus Apóstoles al enviarles a predicar el reino de Dios. Qué admirablemente encuadra con lo que de Jesús pudieron aprender prácticamente este precioso consejo. Jesús les había dicho: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt., 11, 29). Cualidad necesaria y sumamente útil en el   Maestro la mansedumbre; y al enviarlos a predicar les dice: “Os envío como ovejas”. Es animal la oveja manso por extremo y que diríase que no sabe alterarse ni airarse, pues que hasta a la muerte se deja conducir sin protesta, como había de ir el que gustó de llamarse “Cordero de Dios”, Jesús.

No les esconde Él peligro de la misión, antes se lo declara, con la comparación más apropiada para hacerlo presentir: “Os mando como a ovejas en medio de lobos”. ¿Puede haber paz ni seguridad para la oveja en medio de lobos? ¿Qué le espera? Lo que a los Apóstoles: persecución y muerte. Y, sin embargo, el Señor les dice se preparen con la mansedumbre. Era lo que en el   tiempo de convivencia con Jesús que llevaban habían podido ver; ¡cuán manso era Jesús, de modo especial con los pecadores, con los oprimidos, con los que sufrían! Lección magnífica para el apóstol, para el educador, para los sacerdotes, para los maestros, para los padres.

Pero no se ha de confundir la mansedumbre con la cobardía, ni la dulzura con la excesiva condescendencia. Cuando se juegan los intereses de Dios no se puede ceder; cuando se nos exige lo que no debemos dar, es preciso saber resistir. Si los derechos de Dios entran en juego, hay que saber exigir su respeto, cueste lo que costare; si la dulzura nos pone en peligro de prevaricación o puede interpretarse por nimia condescendencia para llevarla a algo que pueda interesar menos puramente el corazón, hay que evitarlo, cueste lo que costare, y trocar en amargura de vida lo que pudiera ser dulzura de muerte. Lo enseña así el Señor en las palabras siguientes:


2) “Sed prudentes como serpientes y simples como palomas”. Virtudes sumamente necesarias al apóstol; es, sin duda, su misión siempre difícil y no pocas veces aun peligrosa; y el peligro, que en ocasiones es aun material para el cuerpo, para a vida temporal, pues se le persigue y pone asechanzas, se le maltrata y priva de lo necesario para vivir; es con más frecuencia grande para la vida del alma, porque ha de convivir y tratar con gentes dadas a todo vicio y entregadas en manos del enemigo, que trabaja para contrarrestar y esterilizar la labor del enviado de Dios. Sed, pues, prudentes como serpientes.

Atacada la serpiente, ante todo guarda su cabeza, aunque haya para ello de exponer el cuerpo; así, el apóstol, el misionero, el sacerdote, y aun el católico que siente en su pecho la llama del celo de la salvación de las almas, ha de procurar en su actividad preservar ante todo incólume su vida espiritual, la vida del alma, la unión con Cristo, aunque sufra algún quebranto la material, la del cuerpo, la salud, el bienestar y aun la misma vida temporal. Prudencia exquisita que nos enseña a salvaguardar los sagrados intereses del espíritu y llevar siempre como axioma incuestionable que mi primera obligación es salvar el alma, no me suceda, que “mientras predico a otros sea yo reprobado” (1 Cor, 9, 27).

Claro que esta prudencia que Jesús recomienda a sus discípulos ha de ser muy otra de la de la carne, fundada en lucros y medros temporales, que nos lleva a contemporizar con los enemigos del bien y a buscar su aplauso para lograr bienestar material, tranquilidad aparente, satisfacciones groseras; sino otra muy distinta, toda celestial, que nos enseña a proceder de suerte que nadie pueda vituperar con razón nuestra conducta. Ha de guardarse muy en particular en la cautela en el   hablar, en evitar la precipitación en el   obrar y decidirse en el   trato con las gentes, y, sobre todo, con personas de otro sexo.


3) No ha de impedir la prudencia la sencillez ni ha de llevarnos a ser hipócritas y doblados. El buen discípulo de Jesucristo no tiene por qué solaparse ni ocultar nada, y puede desdoblar su alma a la vista de todos, sin que en el  lo haya cosa que pueda ocasionar consecuencia ninguna desagradable. Ni conviene que sea suspicaz y desconfiado, suponiendo en los demás segundas intenciones y falta de sinceridad, sino que ha de ser fácil en dar crédito a lo que otros afirman. Sencillo vale tanto como no doblado, que el ojo de su intención sea simple, solamente mirando a la gloria de Dios y la salvación de las almas. Y no menos que en la intención y en el   juzgar a los demás se ha de procurar la sencillez en el   hablar, no siendo doblados. A quien ha de predicar la verdad, sin duda que le es más necesaria esta cualidad, pues sin ella fácilmente vendría a engendrar en sus oyentes la desconfianza y el temor de ser engañados; mientras que, por el contrario, la sencillez y franqueza le dispondrá los oyentes a aceptar con gusto su predicación.

 

 

Punto 3.° “NO LLEVEIS ORO NI PLATA… LO QUE GRATIS HABEIS RECIBIDO, DADLO GRATIS… Y DECID: EL REINO DE DIOS ESTA CERCA”

 

1) “Gratis accepistis, gratis date; gratis habéis recibido, dar gratis”. Recibisteis tan preciosos dones gratuitamente; no os ensoberbezcáis de tenerlos, sino manteneos en humildad. No sois señores de lo que tenéis como lo fuerais de cosa que adquirieseis por vuestra industria y trabajo; y sería indecoroso vender lo que recibisteis gratis. Repugna al origen de las cosas espirituales la venta, pues que provienen de gratuita donación de Dios; por lo que muéstrase irreverente con Dios quien vende las cosas espirituales, haciendo que no sea gratuito aquello que Dios quiere conferir gratuitamente a los hombres.

Cumplieron a la letra los Apóstoles el mandato del Señor. Era después de la venida del Espíritu Santo; subían al templo San Pedro y San Juan, y al cojo que les pedía limosna en la puerta Especiosa pudo decirle San Pedro: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en el   nombre de Jesu»cristo Nazareno, levántate y camina”. Clara expresión del exacto cumplimiento del precepto que en su primera misión les diera el Maestro: ¡Y cuán prudente es! Apenas hay cosa que más esterilice la labor apostólica del sacerdote que la codicia y apego a los bienes terrenos; le corta las alas y le hace despreciable a las gentes. Es cosa que no disimulan los pueblos al ministro del Señor la manifestación de la codicia; cierto que a veces les lleva a pretender injustamente negar al sacerdote el derecho a vivir de su trabajo y exigir de él sacrificios que no tienen derecho a exigir; queriendo que renuncie aun a los que en toda justicia puede y, no pocas veces, debe reclamar.


2) La historia nos enseña cómo los grandes enviados del Señor han guardado siempre este consejo de la pobreza y el desinterés. Recuérdese a los profetas del Antiguo Testamento, de los que dice San Pablo, escribiendo a los Hebreos (11, 37-38), que “anduvieron girando de acá para allá cubiertos de pieles de oveja y de cabra, desamparados..., yendo perdidos por las soledades y recogiéndose en las cuevas y en las cavernas de la tierra”.

El gran Precursor del Señor vivía con suma pobreza; Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza; San Pablo dice de sí (2 Cor., 11, 27) que se había visto en toda suerte de “trabajos y miserias, en muchas vigilias y desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez” y sabemos que para comer había algunas veces de ganarse el pan con el trabajo de sus manos: “Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos”. (1 Cor., 4, 11-12). Y en tiempos más cercanos a nosotros basta recordar a los Santos Fundadores de las Ordenes apostólicas, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola; a los grandes misioneros Francisco Javier, Pedro Claver... El espíritu de pobreza es el que hace ver a los fieles que no busca el apóstol otra cosa que a Dios y a las almas: “Non quaero quae vestra sunt, sed vos… no busco vuestras cosas, sino a vosotros mismos”, vuestras almas (2 Cor., 12, 14). Nada como el espíritu de pobreza y de renuncia efectiva a todo lucro material da a la labor apostólica eficacia, extensión, independencia y santa libertad.

 

 

 

 

 

20ª  MEDITACION

 

JESÚS CALMA LA TEMPESTAD DEL MAR

 

“Al atardecer de ese mismo día, les dijo: Crucemos a la otra orilla. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua.  Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 

Lo despertaron y le dijeron: ¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos? Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ¡Silencio! ¡Cállate! El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe? Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?"

 

Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR DURMIENDO, EN LA MAR HÍZOSE UNA GRAN TEMPESTAD.


1) Por lo que atañe al hecho en sí, notan los escritores que es bastante frecuente en el   mar de Tiberíades el que al caer de la tarde se levanten frescos y fuertes vientos del Hermón, que ocasionan tempestades violentísimas, muy suficientes para poner en serio peligro a las embarcaciones pequeñas. Pueden considerarse en este pasaje varias circunstancias. Y en primer lugar, cosa es que llama la atención el sueño de Jesús. Tres condiciones nota en el  en sus Meditaciones el P. La Puente (p. 3., med. 18), y es la primera que fue tomado después de largó trabajo. Bien ganado estaba después de la ruda faena del día, y natural parecía que se sintiese como necesitado de descanso. Así, nosotros hemos de procurar que no sea nuestro sueño de regalo y haraganería, sino bien ganado y para satisfacer la legítima necesidad.

En segundo lugar, lo tomó de paso; y por eso no se fué a dormir a lo profundo de la nave o a sitio donde nadie le viese ni pudiera molestarle, sino que se echó en popa, donde le encontrasen fácilmente cuantos le buscaran. El nuestro también hemos de procurar que sea con moderación y modestia, y tal que si preciso fuere no nos impida acudir al socorro de las necesidades urgentes de nuestros prójimos.

Por fin, que «aunque dormía el cuerpo, velaba su corazón, conociendo lo que pasaba como si estuviera despierto». Sería el ideal que fuese el nuestro mezclado de buenos sueños, que nos ayuden al despertar a entrar con facilidad en la oración y trato con Dios.


2) ¿Cuál es el misterio de este sueño? Consideran los ascetas que representa esta navecilla la Iglesia y también el alma. «Navis illa Ecclesiam figurabat» (San Agustín, serm. 3 in Evang. Mat.). Veces hay en que Jesús en el  las se hace el dormido y las olas de la tempestad se alzan furiosas, agitándola con violencia y amagando dar con ella en el   abismo: persecuciones, martirios, expulsiones, atropellos.., en la Iglesia; tristezas, tentaciones, desolaciones, amarguras... en el   alma.

Y, sin embargo, Jesús está en la nave. ¿Para qué permite el Señor tales borrascas? Pues para probar nuestra fe y avivar nuestra confianza, para fundarnos en humildad, purificarnos de vicios y provocarnos al ejercicio de la oración y al continuo recurso a Dios, del cual a veces nos olvidamos un poco cuando la tranquilidad y el bienestar se prolongan mucho. «El que entra en la mar aprende a orar». Aprendamos, pues, a sacar de las tribulaciones, públicas y privadas, los bienes que Dios con ellas pretende y no nos dejemos anegar de ellas.

 

 

Punto 2.° SUS DISCÍPULOS, ATEMORIZADOS, LO DESPERTARON, A LOS CUALES, POR LA POCA FE QUE TENÍAN, REPRENDE, DICIÉNDOLE5: POR QUÉ TEMEIS, APOCADOS DE FE?


1) Contrasta la serenidad de Jesús, tranquilamente dormido, en medio del fragor de la tempestad, con el ansia medrosa de los Apóstoles, titubeando de despertar al Maestro, al mismo tiempo que llenos de angustia, pues se veían a punto de perecer. La inminencia del peligro les infundió ánimo, y despertaron a Jesús, clamando: “Estamos perdidos, Señor; sálvanos ¿Es que nada te importa de nosotros?” Natural era el temor de los Apóstoles, pues que, a juicio de quienes las han experimentado, son las tempestades súbitas del Tiberíades más que suficientes para hacer zozobrar a una embarcación pesquera; pero es cierto que si hubieran tenido verdadero conocimiento del que con ellos iba, no hubieran dudado un momento en su plena seguridad. Pues no sea así en nosotros. Sabemos que en la navecilla de Pedro, en la Iglesia Santa, va siempre su divino Fundador y Esposo, que lo ha prometido, y puede y quiere cumplirlo: “Non praevalebunt…no prevalecerán” sus enemigos, llámense como se llamen y posean los medios de ataque que posean. Pasará la tormenta y la Iglesia de Cristo seguirá navegando hacia las costas del más allá.


2) Apliquémonos también la escena a nosotros mismos. ¡Cuántas veces es nuestra alma reflejo del Tiberíades! En el  la va Jesús, estamos en gracia: pero se hace el dormido y se desencadena la tempestad y soplan los vientos huracanados de las pasiones, nos azotan despiadadas las olas de la tentación, todo está a punto de naufragio; la fe se oscurece, la esperanza se desvanece, la caridad se enfría y crece la furia del combate y el enemigo redobla sus ataques y todo parece que está perdido.

¿Qué hacer? No otra cosa que la que hicieron los Apóstoles: despertar al Señor. Está en nuestra mano siempre, a veces es difícil, porque supone constancia, valor, vencimiento, y, en cambio, nada cuesta dejar los remos, cruzar los brazos y dejarse sorber del mar. No sea así. ¡Arriba el corazón! No hagas mudanza, esfuérzate contra el desaliento, y ora, y espera, y arrójate a los pies de Jesús, gritando: ¡Sálvame, que perezco, Señor! ¿No soy tuyo? ¿No me compraste con tu sangre? ¿Y me vas a dejar perderme? «Quid est dormit in te Christus? Oblitus es Christi, Excita ergo Christum recordare Christum! (Agust., 1. e.) ¿Qué significa el dormir en ti Cristo? Que te has olvidado de Cristo. Despierta a Cristo. ¡Acuérdate de Cristo!», no pienses que te abandonará; sería injuriarle. No merezcas que pueda el Señor decirte, como a los Apóstoles dijo: “Hombre de poca fe ¿por qué temes?” Señor, aunque el mundo se hunda y me arrastre en su rodar, aunque las ondas furiosas me aneguen en sus aguas, aunque todo parezca perdido, en Ti confío, y sé que no quedaré confundido.

3) Aprendamos cómo la tribulación hizo que los Apóstoles acudieran a Jesús. ¡Cuántas veces nos acaece cosa semejante, que es preciso que llame a nuestras puertas la adversidad, en una u otra forma, para que nos acordemos de acudir a Dios. Y qué pena que en no pocas ocasiones busquemos remedio o alivio a nuestros males en quienes no nos lo pueden proporcionar, sino a lo más engañoso y poco duradero, y nos olvidemos del recurso a la oración.

No lo olvidemos; antes bien, tengamos para nuestros apuros y necesidades fórmulas breves y brotadas del fondo del alma, encendidas y fervorosas, análogas al: ¡Señor, sálvanos! de los discípulos. Maestro mío, a Ti toca salvar mi alma, que es más tuya que mía: “Tuyo soy, salvame!” (Salmo 118, 94). “¡Levántate, oh Señor! ¿Por qué haces como que duermes?¡Levántate, y no nos abandones para siempre!” (Salm. 43, 24).


4) Y Jesús les dijo: “De qué teméis, hombres de poca fe?”.  ¡Con qué presteza se despertó el Señor y cómo acudió al instante al socorro de sus discípulos! Diríase que estaba aguardando a que le invocasen para auxiliarlos y remediar su angustia. Pero no lo hizo sin reprender primero su poca fe y falta de confianza en su omnipotencia. ¡Mentira parece que dudemos de Él sabiendo quién es y cómo nos ama! Su omnipotencia lo puede todo, su sabiduría todo lo sabe, su bondad está pronta a socorrernos y el amor que nos tiene es tan grande. ¿Y aún dudamos? ¡Qué mal le conocemos! Confiemos, pues, y dejémonos en sus manos.

 

 

Punto 3.° MANDÓ A LOS VIENTOS Y A LA MAR QUE CESASEN, Y ASÍ CESANDO SE HIZO TRANQUILA LA MAR, DE LO CUAL SE MARAVILLARON LOS HOMBRES DICIENDO: ¿QUIÉN ES ÉSTE, QUE HASTA  EL VIENTO Y LA MAR OBEDECEN?

 

1) Dice el texto sagrado que, despierto Jesús, y después de haber reprendido por su incredulidad a sus discípulos, “puesto en pie mandó a los vientos y al mar que se apaciguasen, y siguióse una gran bonanza. De lo cual, asombrados todos los que allí estaban, se decían: ¿Quién es Este a quien los vien»tos y el mar obedecen?” (Mt., 8, 26-27). Admiremos el poder de nuestro Rey, a quien obedecen las criaturas todas, y gocémonos de la gloria de nuestro Redentor; pero lloremos y confundámonos de nuestra escasa obediencia y mucha rebeldía. Obedecen los elementos y el hombre se rebela ¡No sea así! Ni nos sirva el poder de nuestro Rey de sola admiración, sino que engendre en nuestras almas filial confianza, que la necesitamos muy mucho. Nuestra miseria corporal y espiritual nos ha de hacer buscar el remedio en donde está, que es en Dios; que los hombres bien poco pueden ayudarnos.


2) Si queremos buscar razones para alentar nuestra confianza, las encontraremos abundantes y bien eficaces. En primer lugar, Dios quiere que en el   confiemos, porque nos ha creado, nos conoce, nos ama mucho y de verdad, vino en nuestra búsqueda para salvarnos. Santa Teresa del Niño Jesús escribía: «Jamás tendremos excesiva confianza en el   buen Dios, tan poderoso y tan misericordioso como es. Lo quiere Jesucristo, que nos dice lo que más de una vez dijo en vida a los pecadores convertidos: «Confide», confía. Sólo exige de nosotros esa confianza para salvarnos. ¡ Y cuántas veces se lo inculcó a su confidente, Santa Margarita María! Por eso nos dice ella: «Es el Sagrado Corazón de Jesús un tesoro infinito, del cual cuanto más se saca, más queda por sacar.» Y ha de ser nuestra confianza amorosa, filial, ilimitada y que excluya toda preocupación y por nada se amengüe.

 

3) El efecto que el milagro produjo en los discípulos fue de admiración, que les hizo exclamar: “Quién es este a quien hasta los vientos y el mar obedecen?” Si supiéramos admirar las obras de Dios en la creación, nos llenaríamos, sin duda, de admiración, pues que resplandece en el  las de tan admirable modo su omnipotencia; pero cegados por el engañoso resplandor de las cosas de la tierra, no somos capaces de contemplar la obra de Dios en la creación.

Pidamos a Jesús que jamás abandone la nave de nuestra alma y que sosiegue sus tempestades, así como las del mundo y de la Iglesia.

 

 

 

21ª MEDITACION


LA CONVERSIÓN DE LA MAGDALENA

 

San Ignacio, en esta meditación, supone ser una misma persona la pecadora que ungió los pies del Señor en casa de Simón y la Magdalena; sin embargo, en la Vulgata se recuerda la opinión contraria por un paréntesis añadido, que dice: «Sive Maria Magdalena soror Marthae fuisset sive alia: Ya fuese María Magdalena, la hermana de Marta, ya fuese otra», cuestión es debatida si las Marías fueron tres, o dos, o una.

“Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. 

Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!

Pero Jesús le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Di, Maestro, respondió él.  Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.  Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Pienso que aquel a quien perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado bien.

Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.  Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.

Después dijo a la mujer: Tus pecados te son perdonados.  Los invitados pensaron: ¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

 

 

Punto 1.° ENTRA LA MAGDALENA A DONDE ESTA CRISTO NUESTRO SEÑOR SENTADO A LA TABLA EN CASA DEL FARISEO, LA CUAL TRAÍA UN VASO DE ALABASTRO LLENO DE UN UNGÜENTO.


1) Piensa Riccioti (Vita di Gesu Cristo, n. 341) que el convite fue hecho, más que por cariño, para estudiar cómodamente de cerca a Jesús en la sinceridad que fomentan los vahos de un convite; de todos modos, a Jesús, convidado más a un examen que a un banquete, se le negaron los cumplidos reservados de ordinario a los invitados conspicuos, como el lavatorio de los pies a la entrada, el abrazo y beso del amo de la casa, el derramamiento de perfumes sobre la cabeza antes de sentarse a la mesa. Jesús notó la omisión de estas atenciones, pero nada dijo, y se sentó a la mesa con los demás. Estaba quizá terminándose el banquete, cuando entró en la casa en que se celebraba una mujer de la ciudad, que era pecadora.


2) Por lo que después en el   mismo Evangelio se nos narra de los hermanos de Betania, amigos de Jesús, había sido educada Magdalena, cuidadosamente por sus padres en la guarda de la Ley, y vivía tranquila con sus hermanos Lázaro y Marta. Después, no sabemos cómo se dejó enredar por las seducciones del mundo y cayó; y de tal suerte se entregó a la vida disoluta, que era el escándalo de Magdala, «la pecadora de la ciudad», y dice San Marcos que el Señor echó de ella «siete demonios». ¡Adónde nos lleva una pasión, sobre todo la del amor, cuando se desordena, y cómo el enemigo procura remachar las cadenas! ¿Cómo pudo bajar tanto la Magdalena?

Un autor moderno indica para explicarlo las siguientes causas:

a) Era mujer, dotada de sensibilidad exquisita, que no bien regida, lleva fácilmente al exceso.

b) Era joven, y estaba en la edad de la inexperiencia y del hervor de las pasiones y el ansia de libertad y placer.

c) Era rica y, por ende, fácilmente entregada a una vida de pasatiempos peligrosos y vanos y a una ociosidad aburrida, que empuja a entretenimientos fútiles.

d) Era presuntuosa e imprudente en dejar su casa y la compañía de sus hermanos, que, sin duda, la hubieran librado de mil peligros, y buscó amistades que la empujaron por el camino de la perdición (Millot).

Reflexionemos y saquemos el fruto práctico de velar sobre nuestra sensibilidad y ordenar nuestro amor; de huir la ociosidad y las malas compañías; de temerlo todo de nuestra debilidad y esperarlo todo de la ayuda grande en huir de las ocasiones y buscarnos la ayuda de la dirección espiritual y la santa amistad de compañeros elegidos.


3) ¿Cómo y por qué se convirtió? No lo dice el Evangelio; quizá oyó alguna predicación de Jesús; le vio tan lleno de poder sobrehumano, haciendo prodigios, y tan lleno al mismo tiempo de afabilísima misericordia, recibiendo benigno a los pecadores, que se conmovió profundamente y se entregó con toda su fogosa alma, tan por completo, que no se contentó con menos que con hacer que cuanto de instrumento de perdición y lazo del pecado le había servido, le sirviera para rendir homenaje de amor humilde y contrito al dulcísimo Jesús, conquistador victorioso de toda su alma.

¡Oh si lo acabásemos de entender! ¡Si nos persuadiéramos íntimamente de que es Jesús todo misericordia y perdón para quien contrito le busca, cómo nos arrojaríamos llenos de confianza a sus pies! ¿Qué esperamos? ¡Aprendamos de la Magdalena lección tan provechosa y estudiemos en tan espléndido modelo lo que debernos hacer y lo que podemos esperar!

 

 

 

Punto 2.° “ESTANDO DETRÁS DEL SEÑOR, CERCA DE SUS PIES, CON LÁGRIMAS LOS COMENZÓ A REGAR, Y CON LOS CABELLOS DE SU CABEZA LOS ENJUGABA, Y BESABA SUS PIES, Y CON UNGÜENTO LOS UNTABA”.


1) ¡Magnífico ejemplo de sincero arrepentimiento y reparación del pecado! Llamada por la gracia, siguió con presteza y decisión el llamamiento y trocó su amor perverso en amor penitente, que le inspiró y condujo a manifestaciones tan admirables como significativas. Cuán eficaz y cumplidamente expió sus extravíos. Su orgullo, con público acto de humildad rendida; ella, la que atraía con los encantos de su belleza a los hombres, sujetándolos a su seguimiento y rindiéndolos a sus caprichos, se postra arrodillada a los pies de Jesús ante un concurso conspicuo, en el   que no faltaría acaso alguno de sus rendidos amadores.

Aquellos ojos, que apacentara en liviandades y le sirvieran de incentivo de pecado, los hizo fuentes de lágrimas de contrición sincera, con que regó los pies del Divino Maestro. Sus cabellos, que fueran lazos de perdición, los convirtió en lienzo que enjugara los pies del Señor. Sus ricos perfumes, de aroma de mundana vanidad y enervante molicie, los hace materia de obsequio delicado al Maestro bueno, que con su santidad y bondad perfuma el mundo.


2) En verdad que amó mucho, y alentada por ese amor supo obrar maravillosamente. Bien reparó sus desórdenes, extravío y escándalos: nada quedó en el  la que pudiera parecer rastro de su mala vida. Pué su penitencia modelo digno de imitarse, pues que reunió las condiciones que la hacen perfecta.

En primer lugar, fue confiada; llena de respetuosa confianza, osó penetrar en la sala del banquete, repleta, sin duda, de lo más granado de la ciudad, sin temer ser rechazada de Jesús. Fué, además, pronta, pues que dice el sagrado texto que lo hizo «ut cognovit», apenas supo que el Señor estaba allí. Y fue de veras generosa, entregando cuanto tenía, y lo que más vale, entregándose a sí misma por completo, sin reservarse nada que pudiera después hacerla volver a los malos pasos antiguos.

Por eso fue también constante: siguió a Jesús hasta el Calvario, la hizo subir a la cumbre de la santidad. Tan sincera fue su conversión, tan ardiente su amor, que, purificada de todo en todo, se sublimó hasta merecer ser la compañera de la Virgen de las vírgenes en las horas difíciles de la Pasión; la fidelísima oyente de dulces pláticas de mística intimidad en la casa de Betania; de las primeras en recibir la visita de Jesús resucitado, y por El enviada a sus Apóstoles con el mensaje de la buena nueva del triunfo más glorioso de Jesús.


3) Bien podemos aprender, los que quizá la hemos imitado en el   extravío, el más apto camino de penitencia y el secreto de la perseverancia. Como Magdalena, entreguemos a Jesús cuanto tenemos, sacrifiquemos en su honor lo que ha sido tal vez instrumento de perversión y pecado; oigamos a los pies de Jesús sus palabras de perdón, de paz, de aliento; unámonos a María y busquemos en el  la el secreto de la fidelidad a Jesús. ¡Huir, orar, sufrir, amar! Ese es el camino seguro de perseverancia y avance en la santidad.

Punto 3.° COMO EL FARISEO ACUSASE A LA MAGDALENA, HABLA CRISTO EN DEFENSIÓN DE ELLA DICIENDO PERDÓNANSE A ELLA MUCHOS PECADOS PORQUE AMÓ MUCHO; Y DIJO A LA MUJER: TU FE TE HA HECHO SALVA, VETE EN PAZ.

 
1) Dice el evangelista que al ver Simón a la Magdalena a los pies de Jesús, se decía: Si fuera Este profeta no se dejaría tocar de tal mujer, pues sabría que era pecadora. Y leyendo Jesús en el   alma de aquel hipócrita, y viendo quizá su gesto de desprecio, le dijo: “Simón, tengo algo que decirte. ¿Qué, Maestro? Había en cierta ocasión un acreedor que tenía dos deudores: debíale uno 500 denarios y 50 el otro, y como no tuviesen con qué pagar, les condonó la deuda a ambos. ¿Quién piensas de los dos que le amaría más y le estaría más agradecido? Me parece que el más favorecido. ¡Bien has juzgado! Ves esta mujer: entré en tu casa y no me diste agua para lavar los pies; en cambio, ésta me los bañó con sus lágrimas y me los enjugó con sus cabellos. No me besaste, y ésta, a su vez desde que entró no cesaba de besarme los pies. No ungiste con óleo mi cabeza, y ésta, por su parte, me ungió con bálsamo los pies. Por esto te digo se le perdonan los pecados a quien tenía muchos, porque amó mucho; pero a quien poco se perdona, poco ama. Y, volviéndose a la pecadora, le dijo: ¡Perdonados te son tus pecados! Y se decían los convidados: ¿Quién es Este que perdona los pecados? ¡Tu fe te ha salvado; vete en paz!”


2) ¡Qué bueno es Jesús y qué malos los hombres! El fariseo que convidara a Jesús, al ver entrar a aquella mujer, no sólo la juzgó mal, sino, lo que es peor aún, juzgó mal al mismo Jesús. Cierto que a quien serenamente examinara la conducta de aquella mujer se le ofrecerían razones sobradas para pensar que, arrepentida, procuraba compensar su culpa y lograr perdón; y los actos que realizaba no podían menos de parecerle manifestaciones de humilde penitencia. No los vio ni entendió así el hipócrita fariseo. Pero el Maestro salió a la defensa de la pecadora arrepentida. ¡Y cuán honrosa y delicadamente lo hizo!

En primer lugar, resplandece en este pasaje la sabiduría de Jesús en leer los más recónditos pensamientos del hombre. ¡Qué ajeno estaría el taimado fariseo de que leía Jesús en su mente como en libro abierto! Leía también en el   alma contrita de la Magdalena arrepentida, y, entre unos y otros pensamientos «ejercitó un juicio admirable justísimo y misericordiosísimo, aprobando los unos y condenando los otros, y todo para bien de ambas personas. Porque con soberana prudencia volvió por aquella mujer para honrarla, anteponiéndola al fariseo para curarle, dándole a entender que era profeta y que conocía quién era aquella mujer, pues le conocía los pensamientos».


3) Fueron, en verdad, admirables y dignas de estudio, para ser imitadas, las virtudes que ejercitó la Magdalena, y, en primer lugar, viva fe, con la que creyó que Jesús era Dios y tenía poder de perdonar los pecados: «illa quae sibi peccata a Christo remitti credidit. Christum non hominen tanturn, sed et Deum credidit», dice San Agustín (hom. 23, inter. 50); «la que creyó que podía Cristo perdonarle los pecados, creyó que Cristo no era sólo hombre, sino Dios»; y añade: «accesit ad Dominum immunda, ut rediret munda; accessit aegra, ut rediret sana; accessit confessa, ut rediret professa». «Acercóse al Señor manchada, para retirarse limpia; acercóse enferma, para retirarse sana; acercóse confesándose, y se retiró absuelta.»

Mostró, en segundo lugar, admirable religiosidad y devoción al besar y regar con sus lágrimas los pies del Señor. Además, dio muestras de gran sabiduría, con la que, no con palabras, sino con íntimos deseos y suspiros, demandaba perdón de sus delitos. Y, por fin, eficaz penitencia, que le logró lo que tanto deseaba y la hizo apartarse de los pies de Jesús plenamente justificada. Cómo sonaría en sus oídos aquel dulcísimo “¡vade in pace!” ¡vete en paz!” ¡Vete segura, alegre, feliz, tú, que hasta ahora, por la conciencia de tus pecados, estabas dolorida, triste, ansiosa, solícita, infeliz!

Mirémonos en ese espejo, y si anhelamos gozar de las sabrosas delicias de la paz de Dios, busquémosla por el camino que la Magdalena penitente nos enseña. Y postrémonos como ella, a los pies del Crucifijo, llorando nuestros pecados y suplicando a Jesús que quiera decirnos: Perdonados te son tus pecados, ¡ vete en paz!

 

 

 

 

 

 

22ª MEDITACION

 

CRISTO NUESTRO SEÑOR DIÓ A COMER A CINCO MIL HOMBRES


“Oyéndolo Jesús, se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado; y cuando la gente lo oyó, le siguió a pie desde las ciudades. Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos. Cuando anochecía, se acercaron a él sus discípulos, diciendo: El lugar es desierto, y la hora ya pasada; despide a la multitud, para que vayan por las aldeas y compren de comer. Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Y ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. El les dijo: Traédmelos acá. Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”.

 

Hallándose Jesús cerca de Cafarnaúm ocurrió el martirio de San Juan Bautista, y al enterarse se embarcó y se fué a la ribera oriental del lago de Genesaret, a un lugar desierto, a lo que se cree vecino de Betsaida-Julia, posesión del tetrarca Filipo. Las turbas, a pie, llegaron antes que El al punto donde desembarcó Jesús, y le esperaban ansiosas de oírle. Compadecióse el Señor y curó a muchos enfermos. Al caer la tarde, los Apóstoles le indicaron que convenía despedir a la muchedumbre para que se buscasen qué comer. Jesús les dijo: ¡Dadles vosotros de comer! Y después, mandando que se sentaran ordenadamente, hizo que les repartieran pan y pescado; y comieron hasta quedar satisfechos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.


Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, COMO YA SE HICIESE TARDE, RUEGAN A CRISTO QUE DESPIDA LA MULTITUD DE HOMBRES QUE CON ÉL ERAN.


1) Cuán grande debía de ser la afabilidad de Jesús y el encanto que su palabra producía en las turbas. Tan grande, que las muchedumbres se sentían arrebatadas por ellas y no acertaban a dejarle; por eso sus enemigos le llamaron a boca llena el seductor, “seductor ille” y afirmaban que “seducit turbas!” (Jo., 7, 12), embaucaba a las turbas.

Sucedió, pues, que hacia mediados o fines de marzo, vecina ya la Pascua, llegaron los Apóstoles de su misión apostólica, y casi al mismo tiempo se divulgaron las noticias de la trágica muerte dada por Herodes al Bautista. Asegura San Marcos que era tal la afluencia de gente a Jesús, “que ni aun tiempo de comer le dejaban” (6, 31). Tomó Jesús a sus Apóstoles y les dijo: “Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario y reposaos un poquito... Y embarcándose fueron a buscar un lugar desierto para estar allí solos; pero las turbas, al observarlo, acudieron por tierra a aquel sitio y llegaron antes que ellos”.

Quedó con esto frustrado el plan de retiro y soledad; pero no lo llevó a mal el Señor; antes, compadecido de la muchedumbre, que andaba como ovejas sin pastor, se puso a instruirlos en muchas cosas y a curar milagrosamente a los enfermos.

Lección digna de estudio. ¿Nos seduce a nosotros Jesús y su doctrina? ¿Nos dejamos arrastrar de ella hacia el seguimiento de Jesús? Oigamos al Apóstol, que nos dice: “Videte ne recusetis loquentem, mirad que no rechacéis al que os habla” (Heb., 12, 25,. Se olvidaban aquellas gentes hasta de lo más necesario, hasta de la comida, por oír al Maestro, y se internaban en la soledad, alejándose de todo poblado, y siguiéndole, nada echaban de menos. ¡Cuánto tenemos que aprender nosotros, que en tan poco tenemos la palabra de Dios!


2) Los Apóstoles se compadecieron de las turbas y propusieron a Jesús que las despidiera, pues que estaban en lugar desierto y era ya tarde. “Despáchales, a fin de que vayan a las alquerías y aldeas cercanas a comprar qué comer. Jesús les responde: Dadles vosotros de comer. Y dirigiéndose a Felipe, le pregunta: ¿Dónde compraremos pan para dar de comer a toda esta gente? Respóndele Felipe: Doscientos denarios --unas 176 pesetas--no alcanzarían para darles un bocado a cada uno. Preguntóles Jesús: ¿Cuántos panes tenéis? Respóndele Andrés: Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes y dos peces.”

¡Qué mezquina es la compasión de los hombres y de cuán poco nos puede servir en las ocasiones difíciles! Pueden, sí, lamentarse, compadecerse, quizá llorar con nosotros; pero en no pocas ocasiones, en las más grandes necesidades, no pueden más. ¡ Y cuántas veces no se prestan a facilitarnos ni lo que pueden! ¡Pobres de nosotros si ponemos nuestra confianza en ayudas humanas! “Maledictus homo qui confidit in homine…Maldito el hombre que pone su confianza en otro hombre”. (Jer. 17, 5). En cambio, quien confía en Dios no quedará confundido: “Benedictus vir qui confidit in Domino” (7).


3) Cosa es también que podemos aprender en esta escena una vez más lo pobremente que vivía Jesús y lo mal surtida que iba su recámara. Cinco panes de cebada y dos peces era todo el repuesto que en plena soledad tenían Jesús y sus discípulos. No se contentaba ciertamente Jesús con predicar de palabra, sino que lo hacía al mismo tiempo de obra; y el que clamaba “¡Bienaventurados los pobres!” ¡vivía como pobre! Veamos si no se nos puede a veces echar en cara que hablamos mejor que obramos.


Punto 2.° CRISTO NUESTRO SEÑOR MANDÓ QUE LE TRAJESEN PANES, Y MANDÓ QUE SE SENTASEN, Y BENDIJO, Y PARTIÓ, Y DIÓ A SUS DISCÍPULOS LOS PANES, Y LO DISCÍPULOS A LA MULTITUD.


1) Dice el Santo Evangelio que al ver Jesús a las turbas se movió a lástima (Mt., 14, 14); y con frase aún más significativa escribe San Marcos: “Enterneciéronsele con tal vista las entrañas: porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos en muchas cosas” (Mc., 6, 34). Los escribas y fariseos que debieran instruirlos y apacentar en el   espíritu a aquellas pobres gentes, no se cuidaban sino de minucias y exterioridades estériles y hacían que el pueblo viviese alejado de Dios.

Por eso, Jesús, compadecido, acudió, ante todo, al remedio de la máxima necesidad, y los instruía, “y les hablaba del reino de Dios y daba salud a los que carecían de ella” (Lc., 9, 11). ¡Cuán grande es la misericordia de Jesús para compadecerse de las miserias humanas y cuán eficaz para acudir a su remedio, si por nuestra parte nos disponemos a merecerlo!

Dispusiéronse aquellas muchedumbres, primero con su fervor y empeño en seguirle, aun tan lejos, y olvidando sus intereses materiales; con su constancia, perseverando todo el día, hasta que ya la tarde iba cayendo; con paciencia, sin tener siquiera qué comer. Y así merecieron que acudiese Jesús al socorro de sus necesidades; pero lo hizo con orden admirable, que nos indica cuáles han de ser nuestras más grandes preocupaciones y el orden que debemos guardar en el   procurar la satisfacción de nuestras necesidades.

Acudió, ante todo, a darles el manjar del alma, y les predicaba el reino de Dios, siguiendo en esto la pauta que Él mismo nos diera: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia., y todo lo demás se os dará pr añadidura” (Mt., 6, 33). Cuán plenamente se puso de manifiesto esta verdad en el   hecho que meditamos. Buscaron en Jesús aquellas gentes la celestial doctrina que enamoraba sus almas, y con ella les vino el remedio de las necesidades temporales: “Curó sus enfermos”, nos dice San Mateo (14, 14); “y daba salud a los que carecían de ella”, escribe San Lucas (9, 11); y después sació su hambre milagrosamente.

Así hemos de proceder en el   remedio de nuestras necesidades y en el   ejercicio de la caridad con las ajenas; ante todo, hemos de procurar la salud y el alimento del alma, conservando la gracia, frecuentando los sacramentos, sobre todo la Sagrada Eucaristía, instruyéndonos en la ciencia religiosa para nutrir nuestra inteligencia y practicando el bien para robustecer nuestra voluntad; después hemos también de procurar la salud y fortaleza corporal; y por fin las cosas materiales que nos pueden ser necesarias y aun útiles para la vida.


2) Pidió Jesús a los Apóstoles que le trajesen aquellos panes, pocos y pobres, de que podían disponer, y los escasos peces, y les ordenó que hicieran que la gente se sentara ordenadamente, “dividiéndolos en cuadrillas de ciento en ciento y de cincuenta en cincuenta” (Lc. 9, 40). Y así se sentaron en el   campo, cubierto de abundante hierba. ¿Qué quiso el Señor enseñarnos con estas disposiciones? En primer lugar, al pedir le trajeran los panes y peces de que disponían, nos mostró que si queremos merecer el auxilio extraordinario del Señor no hemos de cruzarnos de brazos, esperándolo todo de arriba, sino que por nuestra parte hemos de hacer lo posible y ofrecer con gusto lo que tengamos que sólo así mereceremos que después se nos otorgue lo que nos falta.

Máxima práctica ciertamente y de resultados maravillosos, que hemos de proceder de tal suerte como si pendiese todo de nuestra industria y trabajo, poniendo en prosecución de lo que anhelamos en actividad todas nuestras energías, y, hecho esto, dejar después el resultado en las manos de Dios.El disponer se sentaran en grupos fue, sin duda, para proceder con orden y facilitar la distribución de los milagrosos alimentos, y también para que se echase de ver más claramente la magnitud del prodigio.

 

Punto 3.° COMIERON Y HARTÁRONSE, Y SOBRARON DOCE ESPUERTAS.

 
1) Dice el texto sagrado que tomó Jesús los panes en sus divinas manos, y después de haber dado gracias a su Eterno Padre, levantando los ojos al cielo, los bendijo y partió y dio los panes a los discípulos, para que los distribuyesen a las gentes. Y todos comieron y se saciaron, lo dicen los cuatro evangelistas, y de lo que sobró recogieron doce canastas. El número de los que comieron, dice el antiguo alcabalero Mateo, fue de cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Que se juntase tal muchedumbre no es de extrañar si se tiene en cuenta que a formarla contribuyeron no sólo los habitantes del contorno, sino aun muchos peregrinos en viaje para Jerusalén, con motivo de la próxima fiesta de Pascua. Porque pasaba cerca de aquel lugar la importantísima «Via maris», vía del mar, que iba de Damasco al mar y unía el Asia con el Africa; un ramal de ella, dirigiéndose al Sur, pasaba por Jerusalén (G. Re, S. J., II S. Evangelio..., página 436).


2) Enseñanza práctica de esta escena puede ser la que deduce el P. La Puente al proponer esta meditación acerca de cómo deben los cristianos comer cristiana y religiosamente, guardando cuatro condiciones: «la l.a, con orden y concierto, sentándose cada uno en su lugar sin competencias, antes escogiendo el postrer lugar y el más humilde; la 2.a, levantando los ojos del alma al cielo y mirando que nos ve Dios, para guardar en todo la templanza, tan difícil a 1a veces en el   refrenar la gula; la 3., con ánimo agradecido y acción de gracias al Señor, que cuida de alimentarnos; la 4., precediendo la bendición con oración devota, procurando mezclarla también con la comida, para que de tal manera coma el cuerpo, que también coma algo el espíritu». Si así lo hacemos, regularemos acertadamente un acto no menos necesario que difícil.

 

3) El efecto del milagro en la muchedumbre fue, sin duda extraordinario, y bien lo muestra la conmoción que se siguió de entusiasmo. Y es que, en realidad, se patentiza en el  de modo tan sensible el divino poder de Jesús, que no puede menos de causar admiración hacia tan grande Rey y entusiasmo hacia tan benéfico Señor. Bien podemos seguirle con plena confianza de que con Él nada nos faltará de lo necesario para lograr la conquista del reino de la gloria, pues que tan amorosa providencia tiene de los que le siguen. Si buscamos primero y ante todo el reino de Dios y su justicia, lo demás Él se cuidará de que no nos falte. Y esto que tan sensiblemente se realizó en el   hecho que meditamos, sigue realizándose a través de los siglos no menos eficazmente, aunque de ordinario no tan portentosamente, en los individuos, en las comunidades y en las naciones. Tengámoslo muy en cuenta y aprendamos a confiar en nuestro Rey Eterno.

 

 

 

 

 

 

23ª MEDITACION

 

LA PARÁBOLA DELA HIGUERA INFRUCTUOSA


Pone esta parábola en claro que Dios aguarda con paciencia la conversión del pecador, pero que, cuando llega la hora del castigo, se muestra inexorable, si no se le aplaca con la penitencia. Tal pensamiento puede ayudarnos no poco a comenzar los Santos Ejercicios con vivo deseo de hacerlos fructuosamente y a dar frutos de santidad en nuestra vida personal.


HISTORIA: “Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves que hace tres años seguidos que vengo en busca de fruto a esta higuera y no lo hallo; córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar terreno en balde? Pero él respondió: Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si da fruto; cuando no, entonces la harás cortar” (Lc. 13. 6-9).


Petición. QUE NO SEA SORDO A SU LLAMAMIENTO, MAS PRESTO Y DILIGENTE PARA CUMPLIR SU SANTÍSIMA VOLUNTAD.

 
Punto 1º. Solicitud del Señor y del viñador por la higuera.


1) Échase de ver la solicitud del Señor por la higuera en que la tenía no en un terreno cualquiera, inculto, descuidado, donde no tuviera elementos de que nutrirse, sino en su misma viña, es decir, en tierra bien cuidada. En Palestina toda viña es un vergel, y se cuida mucho y se trabaja con sumo cuidado; con lo cual, los árboles en el  la plantados es natural que prosperen notablemente y produzcan abundantes frutos, como plantas escogidas. Por eso vino el Señor en busca de fruto; y sin duda de lejos pensó que había de hallarlo, pues estaba la higuera llena de hojas y de lozanía.

 

2) Varias interpretaciones pueden darse a este pasaje; pero para nuestro caso podemos ver representada en la higuera a nuestra alma, plantada en la Iglesia, “vinea electa” (Jer. 2, 21), viña escogida, y todavía dentro de esa viña en porción elegida, en una familia de veras cristiana; más aún, en vida religiosa o sacerdotal, vergel regalado de Dios.

Ha recibido cuidados y cultivos extraordinarios, medios de santificación abundantísimos, gracias tan repetidas y eficaces. Tiene, pues, Dios derecho a esperar de mí frutos suavísimos. ¿Los he dado? Al repasar mi vida, quizá me encuentro con que hay en el  la, como en la higuera, apariencias de vida, exterioridades, algunas devociones, alguna compostura, algo que me hace aparecer corno cristiano, como religioso; y en el   interior los frutos son nulos y nada sé de abnegación, de mortificación, de santidad. He sido tal vez un hipócrita.

No cuestan gran cosa ciertas exterioridades; pero no bastan para responder a lo que el Señor tiene derecho a esperar de nosotros.


3) Es la higuera infructuosa imagen del alma que abusa de la gracia. Como ella tenía en la viña elementos suficientes para, sabiéndolos aprovechar, rendir fruto abundante, tiene asi alma en la gracia cuanto necesita para su santificación. Procurónosla Jesús a precio de su sangre, y es de eficacia tan maravillosa, que con su socorro todo lo podemos, “sufficit tibi gratia mea” (2 Cor. 12, 9), te basta mi gracia, dijo el Señor a San Pablo, y, efectivamente, confortado con ella pudo clamar el Apóstol: “omnia possum… lo puedo todo” (Fil. 4, 13).

¿Qué no hizo en la Magdalena, en San Pablo, en San Agustín y en tantos otros que correspondieron decididamente a ella? Pues también a nosotros se nos ha dado, pero no hemos correspondido; hemos abusado de ella o hemos resistido, haciendo así que no rindiera en nosotros los frutos suavísimos que de suyo puede producir. Cierto que nuestra conducta ha sido bien reprochable y suficiente a causar hondo disgusto en nuestro Señor, como lo causó la esterilidad de la higuera en el   dueño de la viña.

 

4) ¿En qué está el abuso de la gracia? No en cierta debilidad, que nos hace ser a veces escasos en la correspondencia, descuidados en el   uso, poco solícitos en el   aprovechamiento; pero que después procuramos compensar con sincero arrepentimiento y firmes y repetidos propósitos; sino en no querernos aprovechar ni responder a la gracia que se nos concede. Contentos con evitar cuanto pudiera motivar censura o reprensión de nuestros superiores; recibiendo la gracia como quien recibe la lluvia con el paraguas abierto para no mojarse, dejándola caer en torno y quedando nosotros sin ella.


Punto 2.° Disgusto del Señor.


1) Mucho disgustó al Señor el no encontrar el fruto que buscaba. “Tres años seguidos que vengo a buscar fruto… y no lo hallo: Córtala, hazla astillas y ¿chala al fuego”. Y dictó sentencia dura, pero sin duda bien motivada: tres años de cuidados, en tierra buena, daban fundado motivo a la esperanza, y al verse ésta fallida, era causa más que suficiente para excitar el enojo del propietario.


2) Mucho es también lo que al Señor disgusta el abuso de Ja gracia, y severos los castigos con que la sanciona. El, tan suave y manso, tan fácil en perdonar, como nos lo demuestran hechos repetidos del Evangelio, Zaqueo, la Magdalena, la adúltera, Pedro, etc.,  se mostraba duro y severo contra los que no querían aprovecharse de la gracia. Recuérdense las terribles palabras pronunciadas contra las ciudades por Él evangelizadas, que no quisieron aprovecharse de su predicación: “Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida; que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tiro y Sidon serán menos rigurosamente tratadas en el   día del juicio que vosotras” (Mt., 11, 21 sigs.).


3) ¿Qué será de nosotros? Si las gracias que hemos recibido las hubieran recibido otras almas, ¿no habrían correspondido harto mejor que lo hemos hecho nosotros? Dios cuenta, pesa, mide...; temamos no se canse. ¿Se retirará cuando lo llamemos? No, ciertamente; mientras vivamos, si a El acudimos, bien seguros podemos estar de lograr su perdón y gracia.

Pero estemos alerta y apliquémonos lo que nos dice San Agustín (Serm. 88, 13, ML. 38, 546): «timeo Iesum transeuntem, temo el paso de Jesús». No ciertamente porque venga a castigarte sin remedio o te haya de rechazar, si a sus pies te postras, sino porque quizá es la última vez que para ti pasa, y si le dejas marchar, ya después no podrás detenerle. Ahora es tiempo. Jesús va a pasar,  aprovéchate!


Punto 3.° Intervención del viñador.

 
1) Aboga el viñador a favor de la higuera y logra sea suspendida la ejecución de la terrible sentencia. Tenía sin duda cariño a la higuera; acaso la había plantado él mismo y la vio crecer, prodigándola sus cuidados. Y se brinda a cultivarla con más solicitud aún haciendo con ella nuevas labores, encaminadas a lograr que rinda sazonados frutos.

Nada nos dice e texto evangélico de si el dueño de la viña accedió a la súplica; de creer es que si, y que merced a ello el viñador emprendió con ella una serie de trabajos que dieron por resultado una cosecha magnífica de sazonados frutos, que al ser presentados al dueño le colmaron de satisfacción.


2) Apliquemos a nuestro caso la parábola. Quizá hubo ocasión en que Dios cansado de nuestra ingratitud, y viendo que plantados en tan santa y fértil tierra, nos obstinábamos en no rendir fruto, dictó sentencia condenatoria contra nosotros. Y entonces nuestro abogado: “Advocatum habemus apud Patrem… tenemos abogado ante el Padre” (1 .Jo., 2, 1), intercedió solícito por nosotros.

Agradezcamos al Corazón amorosísimo de Jesús la bondad con que nos ha aguardado y nos brinda su perdón y la gracia. Ofreciéndonos a trabajar durante estos días y en toda nuestra vida,con empeño y solicitud, en responder pronta y generosamente a sus bondades. Pidamos a San José y a la Santísima Virgen que nos ayuden con su poderosa intercesión a hacer estos Ejercicios bien hechos.

 

 

 

 

 

 

 

 

24ª MEDITACION

 

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO

 

Composición de lugar: Imaginarnos a Jesús diciendo a sus oyentes la parábola. O al padre recibiendo en sus brazos al hijo pródigo.

 

Petición. Interno conocimiento de la misericordia del Señor para, llenos de confianza, echarnos en sus brazos.

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.  No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.  Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. 

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!  Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.   Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.  

Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.  Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.  Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.

Y su hijo mayor estaba en el   campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.  Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.  Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.  

El entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”. 

 

Materia dulcísima y muy copiosa de meditación nos brinda la misericordia divina; materia al mismo tiempo de suma utilidad; sin ella la consideración de nuestra miseria nos sumiría en la descoco fianza y la desesperación. Puede estudiarse en el   Santo Evangelio, en las palabras y en los hechos de Jesús; sólo vamos a exponer una página en la que nos descubrió algo de los tesoros insondables de misericordia para con los pecadores.

Se acercaban a Jesús, dice San Lucas (15,1) los publicanos y pecadores para oírle. Y murmuraban los fariseos y escribas, diciendo: “Mirad cómo se familiariza con los pecadores y come con ellos”. Entonces les propuso, una tras otra, tres bellísimas parábolas: la del pastor que corre tras la oveja descarriada, la de la mujer que busca solícita la dracma que se le perdiera y la del hijo pródigo. Bellísimas las tres; vamos a exponer solamente la última.


1. LA PARÁBOLA

 
Punto 1.°  La salida de la casa paterna.

 

“Un hombre tenía dos hijos, de los cuales el más joven dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y el padre repartió entre los dos la herencia” (Lc 15, 11-12). Según la ley (Deut 21, 17), al mayorazgo correspondía doble parte, de suerte que en nuestro caso tocaba al hijo menor un tercio de la herencia. El primogénito no entraba de ordinario en posesión de su parte hasta la muerte del padre; y era, en cambio, de uso corriente que cuando el segundo llegaba a edad competente para crearse un hogar se le diera su legítima para que a la sombra de su padre se hiciera hombre.

Detalles hay en la parábola que muestran a nuestro joven como hombre de corazón delicado y noble. ¿No sería el móvil primero de su resolución, a primera vista irrespetuosa y audaz, el deseo de trabajar y abrirse camino o labrarse un porvenir? A pensarlo da margen, en primer lugar, el que el padre no opusiera la menor dificultad a su demanda ni le hiciera reflexión alguna. Dificultad que notan varios exegetas sin ofrecer respuesta satisfactoria.

Además, y es otro argumento en pro de la probabilidad de esta afirmación, la petición no parece que la hizo el joven con el propósito, ya premeditado de darse a la vida rota pues que no decidió marcharse sino después de algún tiempo. “Et non post multos dies… y después no de muchos días” (Lc 15, 13); de suerte que pasaron días, siquiera no fuesen muchos.

Quizá en el  los inició sus negocios y le fue bien, lo cual, unido a su juventud y a la ansiada independencia de su padre, le hizo entrar en deseos de gozar. Y “recogidas todas sus cosas, se marchó a un país muy remoto”; otro indicio de que el joven tenía cierta delicadeza de corazón: no se decidió a entregarse a la vida libertina allí donde su padre vivía; le respetaba aún y le amaba, por eso se fue a región lejana, lo suficientemente apartada para vivir a sus anchas sin que su padre se enterara ni pudiera seguirle los pasos; “y allí malbaratá todo su caudal, viviendo lujuriosamente”; y aunque la frase puede significar «con despilfarro, con exuberancia de vida», pero se ha de entender deshonestamente, como con frase gráficamente clara lo puso de manifiesto su hermano.

Mientras tuvo dinero no le faltaron amigos que le ayudaron a gastarlo; cuando sus caudales se agotaron, se encontró solo en tan mala ocasión, que “después que lo gastó todo sobrevino una grande hambre en aquel país y comenzó a padecer necesidad” (Lc., 15, 14). Quizá acudiría en el  la a sus compañeros de disipación; pero o no quisieron o no tuvieron con qué ayudarle, y la necesidad llegó a extremos de que se moría de hambre, y para evitarlo pensó en ponerse a servir y ganar así siquiera un bocado de pan.

“De resultas púsose a servir a un amo de aquella tierra, el cual le envió a su granja a cuidar cerdos” (v. 15). Es preciso ponerse en las circunstancias de tiempo y oyentes en que Jesús hablaba para hacerse cargo de todo el envilecimiento que suponía tal ocupación; para los oyentes de Jesús era el cerdo un animal impuro; debió ser el del pobre joven un caso de tan extrema necesidad, que le hizo pasar por todo. Pero no se remedió con tal solución su necesidad, sino que su hambre se exacerbó, de suerte que “allí deseaba con ansia henchir su vientre de algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba” (v. 16).

Es ansia producida por el hambre extrema la de “henchir el vientre” de cualquier cosa; y no se las daban. ¿Puede concebirse miseria mayor? En verdad que el envilecimiento de este pobre muchacho fue horrible. Pero fué al mismo tiempo, saludable, porque le empujó a buscar en su necesidad el más eficaz y radical remedio: ¡ la vuelta a su casa y a su padre!


Punto 2.°  La vuelta a la casa paterna.

 
       Si todo le hubiera salido bien y su dinero no se hubiera agotado, cierto que para nada se hubiera acordado de su padre y hubiese continuado su vida de libertinaje; pero.., el hambre le hizo añorar la abundancia de su casa; ¡ la necesidad le abrió los ojos! “Y vuelto en sí, dijo: ¡Ay, cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo estoy pereciendo de hambre!” (v. 17).

Volvió en sí porque había andado muy fuera de sí, olvidado de todo lo bueno, y al volver en sí revivió en su interior la vida de su casa, casa dichosa en que la felicidad y abundancia redundaban hasta los últimos criados. Y del nostálgico recuerdo de tanta felicidad perdida y su comparación con tanta miseria actual brotó en su corazón un sentimiento dulcísimo y un deseo ardiente de reintegrarse a su hogar siquiera en grado de sirviente que en el   de hijo le parecía audacia inaceptable aun el pensarlo: “Me levantaré” (v. 18).

Lleno de “vergüenza y confusión” reconoce y confiesa que se ha hundido muy hondo en el   abismo de la miseria y concibe el anhelo de salir de tal abyección y levantarse, para emprender el camino de regreso a la casa paterna de la que en mal hora saliera. “E iré a mi padre y le diré: Pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy »digno de ser llamado hijo tuyo” (v. 18, 19).

¡Cuán crecido e intenso era el dolor que en su corazón sentía y cuán amargas al par que dulces, las lágrimas que a su fuerza brotaron de sus ojos! Su vileza le parecía tan grande y tan levantada la virtud y dignidad de su padre, que se juzgaba de veras indigno de ser llamado hijo de tal padre; pero, por otra parte, la felicidad de vivir bajo aquel techo querido y junto a aquel padre tan bueno le acuciaba a procurar ser admitido siquiera como siervo; “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19); gustoso ganaré el pan con el sudor de mi rostro con tal de que sea junto a ti.

“Con esta resolución se puso en camino para la casa de su padre” (v. 20). Quizá los pies se le pegaban al suelo por la debilidad tremenda, que le tenía sin fuerzas y a pique de desfallecer, y por el fantasma del temor a la noble dignidad de su padre, por él tan envilecida, que le parecía alzarse ante él como un muro que le impedía el acceso al hogar que abandonara.

Poco tiempo antes, no sabemos cuánto, pues el texto sagrado nada indica que defina los tiempos, marchaba por aquel mismo camino, en sentido inverso, lleno de juventud, pletórico de vida, con el bolsillo repleto de dinero y el corazón ansioso de placer. Le parecía dura la sujeción a su padre y volaba en busca de libertad.

¡Libertad! ¡Pobrecillo! ¡El mismo iba a echarse a sus pies el grillete de la esclavitud más vil al mendigar se le admitiera al servicio de un dueño mezquino que le destinó a guardar puercos! Buscando libertad dió en ser esclavo; primero, de sus pasiones; después, de su miseria.


Punto 3.° El recibimiento que le hace su padre.

 
Y marchaba lentamente. Mientras tanto, en su casa, desde que él marchara, no acertaba a vivir tranquilo su padre, y pasaba largas horas sentado en la azotea, avizorando el camino por el cual se alejara el hijo ingrato, pero querido.

“Estando todavía (el hijo) lejos, avistóle sn padre, y enterneciéronsele las entrañas, y corriendo a su encuentro...” (Lc., 15, 20), sus ojos cansados no acertaban a definir quién era el que en lontananza marchaba, pero el corazón le dio un vuelco y le dijo: ¡Es él!; para el padre, «él» era el hijo que le faltaba y esperaba. Y sin cuidarse a adecentarse en el   vestido, de suerte que llamó poderosamente la atención de los criados, que muy pronto salieron tras él intrigados, echó a correr al encuentro de su hijo. Y ahora pensad un poco lo que en la mente y el corazón del joven hubo de ocurrir; también él, al trasponer el horizonte, había divisado a lo lejos la casa paterna; bien la conocía; vio de pronto que por su puerta salía corriendo.., su padre.

Era la distancia aún mucha, y por más que lo procuraba, no acertaba a divisar definido el rostro de su padre. Los pies se le clavaron al suelo temiendo que, habiéndole conocido, salía a impedir que con su presencia le deshonrara; pero cuando, corriendo su padre, se acortó la distancia, entonces ya vio aquel rostro tan lleno de ternura, que el corazón se le ensanchó y, animado de indefinible júbilo, corrió también a él y corriendo se encontraron, y el hijo se postró de rodillas y el padre “le echó los brazos al cuello y le dio mil besos”.

Díjole el hijo: “Padre mío, yo he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v. 21). Tapóle la boca su padre y así no osó continuar su súplica en la forma en que la preparara, pues juzgó sería ofenderle proponer a su padre le recibiera no más que como a siervo. “Mas el padre por respuesta, dijo a sus criados: Traed aquí luego el vestido más precioso que haya en casa y ponédselo, ponedle un anillo en el   dedo y calzadle las sandalias y traed un ternero cebado y matadle y comamos y celebremos un banquete. Pues que este hijo mío estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado” (v. 22-24). Y apoyado tiernamente en su padre llegó a su casa y se bañó, y se perfumó, y se vistió un vestido nuevo, y se puso el anillo. “Y con esto dieron principio al banquete”.

“Hallábase a la sazón el hijo mayor en el   campo. Y a la vuelta, estando ya cerca de su casa, oyó el concierto de música y baile. Y llamó a uno de sus criados y preguntóle qué venía a ser aquello. El cual le respondió: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado por haberle recibido en buena salud. Al oír esto, indignóse y no quería entrar” (24-26).

El criado corrió a avisar a su señor lo que ocurría, y dejando el padre la sala del convite “salió afuera y empezó a instarle con ruegos. Pero él le replicó diciendo. Es bueno que tantos años ha que te sirvo sin haberte jamás desobedecido en cosa alguna que me hayas mandado y nunca me has dado un cabrito para merendar con mis amigos. Y ahora que ha venido este hijo tuyo, el cual ha consumido su hacienda con meretrices, has hecho matar para él un becerro cebado. “Hijo mío, respondió el padre, tú siempre estás conmigo y todos los bienes míos son tuyos. Mas era muy justo el tener un banquete y regocijarnos por cuanto este tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y se ha hallado” (v. 28-32).

Así termina la narración evangélica; no dice si el hermano mayor entró en el   banquete; de creer es que sí. Y cierto que las palabras del padre al hijo mayor son de veras consoladoras para él: ¡Siempre estás conmigo! ¡Todo lo mío es tuyo!

 

 

II. LA REALIDAD: Dios y el pecador.

 

Punto 1.° El pecado.

 

Dios, el padre; sus hijos, los hombres; el mayor, el justo, pues Dios crió al hombre en justicia y santidad; el menor, el pecador. Los hijos, nosotros mismos, vivíamos dichosos en casa del padre; días felices de la primera Comunión, de la inocencia, del fervor y diligencia en el   servicio del Señor.

Un día, quizá cuando aún teníamos pocos años de edad, entramos en deseos de salir de la casa del padre: la tentación, un mal amigo, una novela, el despertar feroz de las pasiones, y lo que antes nos era grato y suave se trocó en ingrato e intolerable, y la vida de los hijos de Dios pareciónos tediosa... y nos fuimos! ¡Queríamos más libertad, queríamos vivir la vida, gozar! Dejamos a nuestros padres, a los que Dios puso para regimos; desoímos sus consejos, evitamos su trato y nos fuimos a una región muy apartada

¡Qué lejos de Dios se va el pecador! ¡Y allí derrochamos nuestra hacienda..., malbaratamos la gracia, vilipendiamos nuestra dignidad de hijos de Dios, renunciamos a nuestros derechos de herederos del cielo! Y no pocas veces dilapidamos aún nuestra hacienda natural y perdimos hasta la condición de racionales. Y llenos de hambre, comenzamos a mendigar de las criaturas, y nos hicimos siervos de ellas, y nos daban a comer manjar de bestias; pero no saciaba nuestra hambre.

Cuando el hombre, cansado del «suave» yugo de Dios y de su ley, busca la libertad, ¡qué amos se echa! Mirad...: pobre drogadicto… pobre borracho..., esclavo de una copa de licor o un vaso de vino, de una pastilla que le arranca de su casa, le arrastra por los suelos, le priva de la razón y le pone al nivel de las bestias. Pobre lujurioso..., esclavo de una mujerzuela..., que le aparta de sus más legítimos amores, le hace olvidar sus obligaciones más sagradas, le roba su hacienda y lo que más vale: su dignidad; le convierte en vil esclavo. Pobre codicioso, atado con cadenas, quizá de oro, pero terribles y envilecedoras... ¡Pobre... pecador! ¡Pobres de nosotros, recordémoslo! ¡Qué amos nos echamos cuando del servicio de Dios huimos! ¡Qué cadenas más duras remachamos cuando rompemos locamente los lazos suavísimos que a nuestro Dios nos unen...; hasta dónde nos envilecemos!


Punto 2.° La conversión.

 
¡Y Dios es tan padre! El paralelismo que puede establecerse entre la conducta del hijo pródigo y la del pecador en el   proceso de apartamiento y envilecimiento es no poco perfecto; pero no lo es tanto entre la marcha hacia la casa paterna del hijo arrepentido y la del pecador convertido. Puede Él hombre, por el abuso de la libertad, salir de la casa paterna y alejarse mucho de Dios y sujetarse a esclavitud oprobiosa y... darse la muerte al alma; pero no puede por solo su querer, sin la ayuda de la gracia, volver a recobrar los bienes perdidos.

Si el Señor hubiera querido representar en toda su maravillosa realidad el proceso de la economía de la gracia en la conversión del pecador, hubiera tenido que mudar la parábola en su segunda parte de un modo análogo al indicado en la de Ja oveja perdida.

El Padre no podía vivir sin su hijo, e inquiriendo dónde se hallaba, corrió en su busca, y hallándole en la alquería, sumido en aquella nauseabunda abyección, se acercó a él y con ruegos suavísimos comenzó a invitarle a que volviera a la casa paterna; y al principio, tan envilecido estaba, que no le atendía; después, aquellos acentos dulcísimos hicieron vibrar suavemente afectos adormecidos en su corazón, y con voz apagada dijo: «¡ Sí, quiero volver!», y al intentar incorporarse para echar a andar cayó desfallecido y clamó llorando: «¡Padre, quiero. sí..., pero no puedo!»

 Y el padre le dijo: «Hijo mío, tengo yo fuerzas para los dos! Y tomándolo lo cargó a hombros y comenzó el camino de vuelta; mas viéndolo tan débil que se le moría a chorros, le inyectó su misma sangre y con ella nuevo vigor y vida nueva..., y llegó a su casa, y lavado, y vestido, y adornado.., le ofreció un gran banquete y como manjar el más preciado: ¡su propia carne! Y pudo haber añadido aún más si quisiera retratar toda la felonía del pecador reincidente y todo el derroche de misericordia del Dios de nuestros amores.

Pocos días después, hastiado de la vida sosegada y pacífica de la casa paterna, aquel hijo desagradecido, añorando su antigua vida de crápula, reunió lo que pudo y se marchó otra vez muy lejos, a derrochar el nuevo caudal que se le había otorgado. Y su padre volvió a hacer diligencias para hacerle tornar, y volvió a perdonarle.

Y tercera vez huyó el hijo díscolo, con obstinación que pudiera parecer inexplicable... Cierto que si tal hubiera Jesucristo dicho a sus oyentes le hubieran éstos respondido: ¡ Eso es un cuento! ¡Eso es fantasía! ¡Ni ha habido ni puede haber hombre que así perdone! ¡Y llevaran razón; así no se porta, así no perdona sino Dios! “Cui proprium est misereri semper et parcere! ¡De quien es propio compadecerse siempre y perdonar!

Y es así que sumido el hombre en el   pecado y por él en la muerte a la vida de la gracia, no puede tornarse a la vida, no puede resucitarse: ni en lo físico, ni en lo espiritual; y para que se convierta es preciso que Dios vaya a buscarle.

Y en efecto: Dios, con la gracia preveniente, llama al corazón del pecador con dulzura y constancia admirables, no se desdeña de abajarse a los abismos más repugnantes de abyección. Llamadas de Dios son esos toques suavísimos, esas luces, esas angustias, ese vacío..., y llama por la voz de un amigo, por la predicación de un misionero, por la pluma de un escritor católico; y a veces, cuando no se le oye..., llama más fuerte por una muerte súbita, por una quiebra de fortuna, por una enfermedad, por la muerte de un ser querido..., y ¡cuántas veces le hacemos aguardar un día y otro día..., y persevera incansable!

 

 

Punto 3.°  El perdón.


Y cuando, al fin, el pecador se rinde, entonces todo es facilitarle la vuelta, reintegrarle en todos sus honores, volverle todos sus derechos.

Perdona Dios tan cumplidamente que es cosa que conmueve el recordarlo. Ya El mismo, en la parábola de la oveja perdida, al describir el regocijo del buen pastor que la encuentra, añade: “Os digo que a este modo habrá más fiesta en el   cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lc 15, 7). Y al cerrar la brevísima parábola de la dracma perdida y encontrada, dice: “Así os digo yo que harán los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia” (Ib., 10).

¿Y el banquete? ¡La Eucaristía! ¡La vestidura de la gracia..., el anillo de heredero; y así adornado puede sentarse al gran banquete en que le da su cuerpo y su sangre en manjar y bebida! No tiene Dios más que darnos. ¿Y dudaremos más aún de su misericordia? ¡Sería una locura y sería ofender al Señor! Pues todavía hay algo más extraordinario, y es que no limita el Señor su perdón a una o contadas veces, sino que lo extiende, sin cortapisas a todas las que el pecador, sinceramente arrepentido, vuelva a solicitar su absolución.

Y fue la vida de Jesús práctica repetida de lo que aquí nos enseña. Por eso le vemos rodeado frecuentemente de pecadores; ¡y cómo los buscaba, los recibía, los trataba, los defendía! Baste recordar a la Magdalena, a la adúltera, a la Samaritana, a Zaqueo, a Pedro.

Echándonos, como el hijo pródigo, a lo pies de su padre, a los pies de Cristo crucificado... y dejando que el corazón se nos llene de amor y confianza, démosle gracias y pidámosle perdón de nuestros pecados.

 

 

 

 

25ª  MEDITACIÓN

 

DEL PECADO Y CONVERSIÓN DE SAN PEDRO.


Composición de lugar. Ver a Pedro saliendo del atrio del Pontífice después que le miró Jesús.


Petición. Contrición sincera y eficaz propósito; grande ánimo para compensar con nuestro fervor, en adelante nuestros pecados e ingratitud pasada.


Punto 1.°  Causas de la caída.


Todos los Evangelistas narran el hecho: Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22; Jo. 18. Pueden reducirse a tres las causas que prepararon la caída:

 
1) La presunción. Sin la gracia nada podemos. Le avisa Jesús, y Pedro, con insistencia, se jacta de que no será como Jesús dice: “Non te negabo», ¡no te negaré!” (Mc., 14, 31). Mostró su presunción; a) en contradecir a Jesús; b) en anteponerse a los demás; “etsi omnes scandalizati fuerint in te… aunque todos se escandalicen (v. 29),...; c) en jactarse de su fortaleza: “etsi oportuerit, me simul commori tibi… aunque hubiese de morir contigo”. (v. 31), “Tecum paratus sum in carcerem et in mortem ire (Lc. 22, 33), estoy preparado para ir contigo a la cárcel y a la muerte”.

Cuánto daño nos hace; nos oculta: a) nuestra debilidad, y nos da la seguridad en nosotros mismos; de nadie necesitamos, todo lo podemos; b) la fuerza del enemigo; par el presuntuosos no hay enemigo temible;  c) la magnitud del peligro: para él no hay lugar peligroso ni ocasión temible...

2) La negligencia._Nace de la presunción; se reveló en San Pedro: a) en que se durmió en la oración, a pesar de advertirle el Señor que velase y orase para no ser vencido;  b) en que siguió a Jesús “a longe… de lejos (Lc 22, 54), «Bene sequebatur a longe, qui erat proxime iam negaturus. Neque enim negare potuisset si Christo proximius adhaesisset...Verdad que le seguía de lejos quien estaba próximo a negarle. Ni hubiese podido negar a Cristo si se hubiera adherido a El más de cerca…» (5. Ambr., Expos. Ev. sec. Le., 1, 10, n. 72. ML. 15, 1822).

3) La imprudencia. Manifestada, sobre todo, en no huir la ocasión, sino meterse en el  la.


Punto 2º.  Gravedad de la caída.

 

La ponen de manifiesto:

 

a) Las circunstancias que la precedieron:

1) Era el Apóstol que más beneficios recibiera.

2) Le había predicho su caída y el género de tentación.

3) El había protestado, con juramento, de su fidelidad.


b) Las circunstancias de la caída:

1) Pué pecado de apostasía al menos exteriormente.

2) Negó al que había confesado por «Hijo de Dios».

3) ¿Qué le movió a pecar? La pregunta de una criadita, no de un soldado o del juez.

4) ¿Cómo le negó? Con juramento reiterado.

5) ¿Cuándo le negó? Cuando Jesús sufría y era interrogado acerca de sus discípulos...

 

Punto 3.° Arrepentimiento de Pedro.


Modelo de arrepentimiento..., había negado tres veces a Jesús y continuaba Pedro entre sus enemigos...; el pródigo “volvió en sí” (Lc., 15, 17); pero Pedro no volvía en sí. “Et conversus Dominus respexit Petrum… y volviéndose el Señor miró a Pedro” (L 22, 61), quizá al pasar junto a él, cuando, terminado el Sanedrín, le bajaron del salón donde fuera juzgado a la planta baja...

Y la mirada de Jesús hizo recordar a Pedró las palabras de la cena: “Et egressus foras Petrus flevit amaresaliéndose fuera lloró amargamente…” (Ib., 62), y otro Evangelista dice que “coepit flere… comenzó a llorar” (Mc., 14, 72).

La conversión de Pedro fue: 1) Pronta, sin demora. 2) Sincera, cambió pór eompleto, desconfió y su humildad le hizo huir. 3) Eficaz, tomó medios para no caer, se retiró. 4) Completa, sin dejar rastro. 5) Constante, no volvió a caer.

       ¿Qué hizo Pedro? Del atrio del pontífice se fue al cenáculo a buscar a la Santísima Virgen, refugio de pecadores; a sus pies lloró, de sus labios escuchó palabras reconfortantes. «...Y adónde iría a consolarse sino a la Virgen, único refugio de pecadores, para darle cuenta de su tristeza y amargura? Así es que, animado con sus dulcísimas palabras, se encerró para llorar en una cueva con esperanza firme de alcanzar perdón.» (La Palma, 5. J., Historia de la Sagrada Pasión, e. 13.)


Punto 4.° Conducta del Señor.

 

¡Cuán llena de bondad!:


1) No le abandonó, sino que se “volvió a él”, fué a buscarle..., le brindó el perdón..., ¿con qué ojos le miró?

2) Se le apareció apenas resucitado... Reproduzcamos la escena del hijo pródigo...

3) Le confirmó en todos los privilegios.., sin exigirle más que una triple confesión de amor...

Meditemos viendo ¡cuán bueno es Jesús para los pecadores arrepentidos! Puede proponerse la conversión de San Ignacio, modelo de la nuestra. Fué:

 

1) Pronta y magnánima. Herido en Pamplona..., obró en el  la gracia por medio de la lectura de la vida de Nuestro Señor y las de los santos... Todo quería intentarlo... Hizo aquel esforzado ofrecimiento, al que tembló la casa... Puso por obra sus planes a pesar de la familia, amigos...; dificultad de la vida emprendida...; respetos humanos; dirían que dejaba la vida militar por temor de ser herido otra vez...

 

2) Perfecta. No a medias. Bien se echa de ver, por los Ejercicios..., aquella vergüenza y confusión... crecido e intenso dolor y lágrimas de mis pecados, etcétera..., afectos son que San Ignacio fué experimentando. Y cuán bien logró y vivió las tres peticiones de los coloquios del tercer ejercicio. La perfección de esta conversión se ve siguiendo la marcha de los Ejercicios..., retrato del alma de San Ignacio.

 

3) Constante, sin paradas, ni fatigas, ni decaimiento, sino creciendo hasta la muerte. Cómo pensaba en el  ¿qué he hecho?, ¿qué hago?, ¿qué he de hacer por Jesucristo?

 

 

 

 

 

 

 

26ª  MEDITACION

 

LA TRANSFIGURACIÓN DECRISTO EN EL   TABOR

 

Composición de lugar. Un monte alto. No dice el texto cuál fuese. Muchos modernos ponen la escena en el   monte Hermón, cuya cumbre más alta se eleva a 1.759 metros sobre el nivel del mar Mediterráneo. Los antiguos más bien señalaban el Tabor, que mide 562 metros sobre el nivel del Mediterráneo, aunque por estar los valles de su pie más bajos que el nivel de ese mar, alcanza sobre ellos de 600 a 620 metros.

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadle. Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor. Entonces Jesús se acercó y los tocó, y dijo: Levantaos, y no temáis. Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo. Cuando descendieron del monte, Jesús les mandó, diciendo: No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos”.


Punto 1.° TOMANDO EN COMPAÑÍA CRISTO NUESTRO SEÑOR A SUS AMADOS DISCÍPULOS PEDRO, JACOBO Y JUAN, TRANSFIGURÓSE Y SU CARA RESPLANDECÍA COMO EL SOL Y SUS VESTIDURAS COMO LA NIEVE.


Materia sabrosa de meditar, que se presta a devotas y útiles aplicaciones.

1) Eligió el Señor a tres de sus discípulos. ¿Por qué? Por especial predilección más que por propios méritos adquiridos; muy dueño es el Señor de prodigar sus gracias como quiera y a quien quiera, sin que pueda el hombre por ello pedirle cuenta, ni tenga motivo alguno en qué fundar el más leve reparo. Allá cuando el Señor, al pagar a los operarios, comenzando por los últimos, les entregó su jornal entero, tapó la boca de los primeros, que se quejaban de que no se les diera más que a los últimos, diciendo: ¿No soy Yo dueño de disponer de lo mío a mi gusto? ¿O es que merece censura el que Yo sea generoso?

Generoso fue, en verdad, con estos tres Apóstoles, pero ¿no lo es también con nosotros? ¿Por qué yo he sido llamado al cristianismo, a la Religión, al sacerdocio, y otros no? Sin duda que por especial e inmerecida misericordia del Señor para conmigo ¡Sea Él bendito y cómo debemos agradecérselo, sobre todo si consideramos lo que lleva consigo tal predilección!


2) ¿Para qué los separó de los demás? Para llevarlos consigo. ¿Adónde? A un monte levantado. Así a nosotros nos eligió para que fuésemos suyos, ut essetis mei (Lev., 20, 24); para levantarnos a dignidad altísima, que lo es sin duda la cristiana, la religiosa, la sacerdotal; que supone una magnífica elevación. ¿Podremos penetrar, por mucho que lo pensemos la elevación sobre el nivel ordinario de la naturaleza humana, que lleva en sí la que nos hace lindar con lo divino, y por la que merecemos ser en verdad “hijos de Dios y herederos del cielo”.

¡Oh, si supiéramos apreciarlo y no abandonásemos jamás desconsiderada y neciamente alturas tan sublimes de la vida de la gracia, para bajar a sumergirnos en el   fangal del pecado, arrastrándonos, como los irracionales, por las simas que conducen al abismo infernal! Subamos hacia el cielo: vivamos siempre arriba, en alturas de luz y de bien.


3) Una vez en la altura transfiguróse a sus ojos Jesús y su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve. No tuvo para eso que mendigar auxilio ajeno; le bastó dejar que la gloria de su alma saliera un poco fuera e iluminase el cuerpo que la acompañaba algo así como sucede al pasar la corriente eléctrica por el filamento metálico.

Los discípulos, cansados quizá de la penosa subida al monte, se hallaban cargados de sueño, dice San Lucas (9, 32), y despertando vieron la gloria de Jesús (ib.)

 En cambio, Jesús, al llegar, se puso a orar, y mientras estaba orando se transfiguró. La oración de los justos transfigura y lleva a la unión con Dios, que ilumina nuestra mente y nos transforma, aun en el   exterior, haciendo que en el  la resplandezca la santidad; porque de tal manera procede Él justo, que su virtud irradia y es luz suavísima que encanta a cuantos lo ven y hace destacarse al que la practica como la nieve sobre la cumbre de los montes.

 
4) ¿Por qué se transfiguró Jesús? Para recordarnos el premio que nos tiene preparado si le somos fieles; para ello suele amorosamente dar a sentir de cuando en cuando a los que son fieles, como lo hizo aquí con los escogidos y más tarde con San Pablo, lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede comprender. Lo que sentido ha hecho decir a los Santos: ¡Qué vil me parece la tierra cuando miro al cielo! ¡Lo que esfuerza en la lucha y anima en el   combate, la eterna felicidad!

San León, Papa, en su sermón de la Transfiguración, dice: «En la cual transfiguración se pretendía principalmente arrancar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, y que no conturbase su fe la voluntaria humildad de la Pasión a aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida» (Brev. Rom., 6 de agosto).


Punto 2.° HABLABA CON MOISÉS Y ELÍAS.


1) El texto sagrado dice: “Y al mismo tiempo les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él” (Mt., 17, 3); y en el   lugar paralelo dice San Lucas: “y hablaban de su salida, la cual estaba para verificar en Jerusalén” (9, 31). Llama la atención que en medio de aquella manifestación de gloria, que tanto júbilo produjo en el   corazón de los Apóstoles, hablase Jesús de su Pasión y muerte. ¿Por qué así?

Para indicarnos cuán en el   alma la llevaba y cómo era verdad el ansia que expresara en aquella su frase: “Con un bautismo tengo de ser bautizado, y como vivo en apretura hasta que se consume!” (Lc. 12, 50). Nos ama tanto, que anhela nuestro bien sobre toda cosa, aunque no se pueda lograr sin tanto mal y tan dolorosa partida para Él. ¡Cómo nos ama! ¿Y nosotros? ¿Sabemos por Él padecer siquiera algo o rehuimos estudiada y cuidadosamente cuanto suponga sacrificio, contentos con palabras, quizá con oraciones fáciles o prácticas que nada cuestan? ¡Y decimos que le amamos! No nos engañemos; la prueba del amor son las obras, sobre todo, el sacrificio.

 

2) Quiso también enseñarnos que no hay camino para llegar a la transfiguración si no es el de la cruz, y que sin ella es ilusión pretender el triunfo de la gloria. Nos cuesta entenderlo. Había Jesús de explicárselo a los suyos “abriéndoles el sentido de las escrituras”, para hacerles ver que convenía que Cristo padeciese todo aquello para así resucitar y triunfar glorioso.

Aprendámoslo, pues, y no nos forjemos ilusiones vanísimas; no se puede llegar a la corona del premio sin previo combate de encarnizada lucha. Miremos al modelo de todo predestinado “sustinuit crucem”, llevó la cruz, y por ella triunfó. Si nosotros renunciamos a la cruz, no tenernos derecho a tenernos por discípulos de Cristo.

 

Punto 3.° DICIENDO SAN PEDRO QUE HICIESEN TRES TABERNÁCULOS, SONÓ UNA VOZ DEL CIELO QUE DECIA: ESTE ES MI HIJO AMADO, OÍDLE; LA CUAL VOZ, COMO SUS DISCÍPULOS LA OYESEN, DE TEMOR CAYERON SOBRE LAS CARAS, Y CRISTO NUESTRO SEÑOR TOCÓLES Y DÍJOLES: LEVANTAOS Y NO TENGÁIS TEMOR; A NINGUNO DIGÁIS ESTA VISIÓN HASTA QUE EL HIJO DEL HOMBRE RESUCITE.


1) ¡Cuán grata debía de ser aquella vista de Jesús, nos lo indican suficientemente las palabras de Pedro: “Señor, qué bien se está aquí!” ¿Qué será el cielo, si una gotita de él parece tan sabrosa? ¡Cómo hace despreciables las cosas todas de la tierra la contemplación del cielo!

Eran los Apóstoles muy aficionados a grandezas y preeminencias de la tierra, soñaban con medros temporales y bienandanzas materiales, y, sin embargo, a todas ellas renuncian, y con ellas a cuanto habían dejado allá abajo, a trueque de continuar en aquel elevado aislamiento, gozando únicamente de los encantos de Jesús.

¡Oh si le conociésemos! Si penetráramos un poco siquiera de lo que es en sí y lo que para nosotros tiene guardado. ¡Y cómo nos parecería nada y se nos haría fácil el dejarlo todo por estar con Él! Y, sin embargo, hambreamos de continuo las delicias mentidas de las cosas de acá abajo, y por maravilla sabemos en ratos de recogimiento y unión con Dios apreciar en algo las cosas de arriba, las del cielo. Qué pena que tan engañados vivamos y tan al revés de como debiéramos apreciemos las cosas.

Pidamos al Señor que nos abra los ojos y nos dé a gustar algo siquiera de lo que, si le somos fieles, nos espera, para que nos alentemos a merecerlo, por los pasos que Jesús lo ganó. Dice San Marcos que al decir Pedro lo que dijo “no sabía lo que se decía” (9, 5); tan arrebatado estaba de la dulzura de aquel espectáculo. Por gozarlo renunciaba gustoso a todo, hasta a una mísera chozuela en la que cobijarse, y se sentía con fuerzas para prescindir de todo lo de la tierra.


2) Hablaba aún Pedro, cuando he aquí que los “deslumbró una nube resplandeciente, que vino a envolverlos y al mismo instante resonó desde la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias. A Él habéis de escuchar” (Mt 17, 5). Testimonio magnífico de Jesucristo y manifestación clara de la voluntad de Dios. Análogas palabras se habían oído cuando en el   bautismo se humilló Jesús, apareciendo en su exterior como pecador necesitado de ablución.

Y ha de notarse sobre todo la recomendación que el Padre nos hace: “¡Oídle!” Es la palabra de salvación, la palabra de Dios, ¿cómo no queremos oírle, si sus palabras son de vida eterna? ¡Oídle y obedecedle! Recibid con dócil sumisión su palabra, que es luz y guía y muestra con sabiduría divina el camino de salvación. Quien le oyere y pusiere en práctica lo que Él enseña se salvará; quien no le oyere, no puede hallar la vía del cielo. Escuchemos a Jesús, y tengamos por la mayor de las desgracias que no nos hable.

¡Habladme, Señor, habladme!, aunque sea para reprenderme, que bien lo merezco. Yo os prometo oíros con docilidad; prometo también oíros cuando me habléis por vuestro Vicario en la tierra, por vuestros representantes en la jerarquía católica, que palabra vuestra es, y a Vos oye quien a ellos escucha.


3) “Los Apóstoles, atemorizados, cayeron con el rostro en tierra: mas Jesús, lleno de bondad, les tocó y les dijo: ¡Alzaos, no tengáis miedo!”.

Propio es del buen espíritu «dar ánimo y fuerzas, inspiraciones, consolaciones, para que en el   bien obrar proceda adelante», a quienes, como los apóstoles, «van en el   servicio de dios nuestro señor de bien en mejor subiendo» tengámoslo en cuenta y no nos faltará ayuda del Maestro.

 

4) Por fin les encargó: “No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta tanto que el Hijo del hombre haya resucitado entre los muertos” (ib., 9). Supone el P. La Puente que lo hizo Jesús porque no fuese (esta gloria divulgada) ocasión de estorbar su Pasión y muerte». Fue, sin duda, lección de humildad escoger para su gloria lugar escondido y pocos testigos, y para su muerte, en cambio, lugar bien patente y testigos abundantísimos.

Quiso también acaso evitar la ocasión que, de narrar el hecho acaecido, podría haber de vanidad y presunción para los favorecidos; enseñándonos, y es lección práctica, que los favores y regalos del Señor a las almas, en la oración y en las íntimas comunicaciones del espíritu, han de conservarse calladas, sin andar voceándolas, ni tomar de ellas pie para jactamos, como si fuéramos o pudiéramos más que los no así favorecidos. Antes bien, han de servirnos para aliciente de humildad, persuadidos de que lo que somos lo somos por la gracia de Dios, y de estímulo para el trabajo, juzgándonos más obligados a él y procurando que no quede por nosotros infructuosa la gracia que de Dios hemos recibido.

Pidamos con humildad al Señor nos muestre su gloria y nos dé a gustar algo de lo que gustaron los Apóstoles en la transfiguración, no para engolosinamos con ello, sino para bajar después animados y dispuestos a trabajar y sufir por merecer tal premio.

 

 

 

 

27ª   MEDITACIÓN

 

LAMADA AL APOSTOLADO: “VENID CONMIGO Y OS HARÉ PESCADORES DE HOMBRES”

 

“Pasaba Jesús por la orilla del lago de Galilea cuando vio a Simón y su hermano Andrés que estaban echando la red, pues eran pescadores. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en la barca repasando las redes. Y enseguida los llamó. Ellos dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él” (Mc. 1, 16-20).


“PASABA POR LA ORILLA DEL LAGO” (Mc. 1, 16)

 

Jesús pasa junto a la vida de cada hombre. Jesús pasa junto a mí en cada situación y circunstancia. Tal vez yo no lo advierta. Para esto nació. Y desde que Jesús es Dios hecho hombre y está resucitado y está en el   Sagrario, está pasando junto a mí y buscándome. Para eso precisamente se ha hecho hombre y para eso está resucitado y para eso está aquí siempre en el   Sagrario, en amistad permanente, con los brazos abiertos: para estar al lado de cada hombre y ser viajero hasta la eternidad.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida es monótona como la de un pescador: echar la red y sacarla, ir y volver al trabajo, al colegio, ver todos los días las mismas caras. Y no es que la vida sea aburrida, pero aburre de verdad cuando no advertimos o admitimos que Jesús está al lado nuestro.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene sentido: pescar para comer y comer para pescar: esto es todo. Hay que hacer esto y lo otro, pero porque no hay más remedio. Nos preguntamos, sin embargo: ¿esto y lo otro valen para algo? Probablemente con ello no hacemos mal a nadie, pero la pregunta fundamental es ésta: “¿de que le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” ¿Hacemos el bien que tenemos que hacer?, ¿construimos un mundo nuevo?

       Como somos muchos los que no encontramos sentido a lo que hacemos,  como somos muchos los que queremos evadirnos de nuestra obligación porque no nos llena, porque no he encontramos sentido, por eso pasa Jesús a nuestro lado.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene relieve, tiene sentido, adquiere valor, dimensión de eternidad. No merece la pena que figure en la Historia que unos pescadores están pescando. Eso no es noticia. Eso no influye para nada ni en el   mundo, ni en la sociedad. Pero el hombre no soporta que lo que él hace no valga para nada. Y como lo que hace en realidad es muy poquito, por eso pasa Jesús a su lado, para hacerle ver que es eternidad y es infinito lo que puede hacer. Su vida es más que esta vida. Es eternidad.

       Jesús: Me pasa a mí como a estos pescadores. Todos los días hago las mismas cosas. Y no sólo hago las mismas cosas, sino que no puedo hacer otras cosas distintas. Tengo que convivir con las mismas personas, asistir a las mismas clases, hacer mis monótonos deberes, rezar mis oraciones que también me resultan monótonas. Sólo rompen mi monotonía la música de los últimos discos, los telefilmes aburridos de la TV, la salida del fin de semana.

       Detesto lo ordinario de todos los días. Y por eso te necesito, porque tengo que descubrir que bajo las apariencias vulgares y monótonas de mi vida Tú estás pasando junto a mí. Y pasas para llenarlo todo de sentido trascendente y eterno. De que he sido soñado por Dios para una eternidad. De que Cristo ha venido en mi búsqueda para abrirme las puertas de la eternidad. Y que la vida sólo tiene sentido cuando miro a Dios y la dirijo hacia Él. Y Jesús vino para decirme esto y pasa junto a mí para hacer valer todo lo que me parece que no vale, para dar relieve eterno a todo lo que me parece insignificante y pequeño. Y pasa no para arrancar al hombre de su vida, sino para hacérsela vivir en profundidad. Pasas para hacerme caer en la cuenta de que mi vida merece la pena de ser vivida, pero con más hondura, no tan maquinalmente como yo la vivo.

       Gracias, Jesús, por pasar junto a mi vida. Gracias por querer darle valor. Gracias por hacerte hombre para poder estar junto a la vida real y normal de todo hombre.

       Que yo sepa descubrir tu paso junto a mí, ese paso que ha de llenarme de alegría y de convencimiento de que lo que tengo que hacer es lo mejor que puedo hacer.

 

“VIO A SIMON Y A SU HERMANO ANDRES...VIO A SANTIAGO, HIJO DE ZEBEDEO, Y A SU HERMANO JUAN” (Mc. 1, 19)

 

Ellos no vieron a Jesús, y era porque le miraban con una mirada superficial. Jesús era para ellos uno de tantos como pasaban por la orilla del lago; era un curioso más que pasaba junto a ellos, pero que no tendría nada nuevo que decirles, ni mucho menos tendría una mano que echarles. Y era precisamente todo lo contrario.

       Pero Jesús sí les vio a ellos. Les vio hasta lo más profundo de su ser. Se dio cuenta de sus cualidades buenas y también se dio cuenta de sus defectos. Conoció su historia personal y familiar, advirtió pronto lo mucho y lo poco que podían hacer con Él y sin Él.

       Lo mismo me ha pasado a mí, Jesús. Cuántas veces has pasado a mi lado y yo no te he dado importancia. Eras para mí uno de tantos, Jesús. Estaba yo ciego. Menos mal que Tú me has mirado con una mirada bien distinta.

       Ahora caigo en la cuenta de que en mi vida no he sido yo el que me he fijado en Ti, sino que has sido Tú quien primero se ha fijado en mi. Y precisamente porque te has fijado en mí Tú primero, es por lo que yo he podido fijarme en Ti.

       Me has sondeado y conocido todos mis fallos... Te haces perfecta idea de que voy a volver a fallar otras tantas veces... Sabes que no soy precisamente el ideal de amigo y discípulo tuyo. Y con todo, quieres contar conmigo.

       Ahora entiendo por qué tratabas con publicanos y pecadores y por qué ellos se acercaban. Se sentían rechazados por los demás, pero queridos, muy queridos por Ti.

       Yo también me siento conocido y sondeado por Ti, pero también profundamente aceptado. Tal y como soy me amas. Tal y como soy te fijas en mí y me diriges tu palabra.

       En esa palabra tuya, Señor, yo tengo confianza. Ella es mi fuerza. Intentaré yo también no despreciar a nadie, porque al más pequeño y pobre, incluso al que a mí me parece malo, Tú también le miras con cariño... Tú también pasas junto a él.

 

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“LOS LLAMO...VENID CONMIGO” (Mc. 1,17)


Toda la iniciativa parte de Jesús. El tiene el poder de llamar. Sólo tiene éxito una empresa si Jesús llama a ella. No hay que autoescogerse, pero sí hay que escuchar en el   corazón la voz de Jesús, a ver si uno se siente llamado.

       ¿A qué llama Jesús? A ir con Él, este es el nuevo estilo de vida que Jesús introduce. Quizá no llama Jesús para hacer algo distinto de lo que se está haciendo; quizá sí... Pero lo que cambia de verdad la situación es que uno es llamado a hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

       La vida más trivial, vivida con Cristo, por El y en el  , deja de ser trivial.

Aguantar la monotonía de un trabajo por Cristo, con Él y en el , deja de ser monótono.

       Con Cristo, por Él y en el , lo insustancial se llena de contenido, lo doloroso se llena de gozo, lo absurdo se llena de sentido.

       Y esto es lo que Jesús busca al pasar a mi lado: no cambiarme de ocupación, sino enseñarme a hacerla en profundidad. Que yo cambie de estilo: en vez de hacer las cosas girando siempre alrededor de mi yo y buscando lo que me agrada, hacerlo todo en unión con Jesús. Todo como si el Hijo de Dios se volviera a encarnar de nuevo y le hubiera tocado vivir mi vida.

Porque mi vida, tengo que reconocerlo, es digna de ser vivida por un hijo de Dios... y por eso es digna de ser vivida por Cristo, con Él y en el .

       No he caído en la cuenta de que mi vida es una continua Eucaristía que estoy celebrando sin interrupción con Jesús. Como la Eucaristía, tiene un punto de partida: pan y vino de lo más ordinario. Así es mi vida, Jesús, trenzada de cosas vulgares... Pero cuando tus manos toman el pan y el vino de los hombres, pan y vino dejan de ser cosas triviales ya, y se convierten en pan de vida y bebida de salvación. Tengo que caer en la cuenta de que la Eucaristía no es sólo una celebración semanal que realizo en el   templo, sino que ha de ser algo continuo, un estilo nuevo de vivir la vida por Cristo, con Él y en el .

       Jesús, Tú pasas junto a mi y me invitas a unirme a Ti. Y quiero unir mi vida a la tuya para que la vivamos los dos juntos. Quiero comulgar contigo, quiero hacer mejor mi comunión eucarística.

       Así quiero que Tú te realices en mí y yo en Ti: “el que me coma vivirá por mí”, vivirá tu vida. Así quiero también, en la medida en que yo puedo, ayudarte a salvar a todos los hombres. Porque vivir contigo es salvar, pero separados de Ti no podemos hacer absolutamente nada para la salvación ni propia ni ajena “Sin mi no podéis hacer nada”.

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“DEJARON LAS REDES...DEJARON A SU PADRE EN LA BARCA CON LOS JORNALEROS” (Mc. 1, 18).

        

No ha venido Jesús a destruir vida, ni carreras, ni familia, pero sí ha venido a hacer caer en la cuenta de que hay algo y alguien más importante por el cual merece la pena dejar la propia vida y la propia familia. Ése alguien es Él mismo. Y ese algo es la tarea que El ha venido a realizar: la salvación de todos los hombres.

       Él ha sido el primero que lo ha hecho. Dogma de nuestra fe: por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo. Por salvarnos y hacernos hijos de Dios dejó su seguridad celeste y se vino a nuestro mundo. Por salvarnos deja su familia de Nazaret y se lanza a los caminos inhóspitos de nuestra tierra.

       El que quiera asociarse a este Jesús en su caminar por este mundo, para ayudarle a realizar la salvación, tendrá que dejar muchas cosas agradables. Porque no se puede salvar a los demás ni salvarse uno a sí mismo desde la comodidad y la abundancia.

       La barca y la familia pueden ser el símbolo de las seguridades humanas con que todos contamos en la vida: dinero, patria, cultura, situación económica, habilidades y cualidades. 

       No quiere destruirnos Jesús. Al contrario, quiere realizarnos como personas nuevas. Pero estas personas nuevas sólo serán nuevas cuando carezcan de egoísmo. Por eso Jesús quiere que dejemos todo egoísmo.

       Dejar el egoísmo; Jesús, qué tarea tan difícil si no está Tú. Porque en todo momento me sorprendo buscando lo que me gusta. Quiero quedar bien ante los demás, quiero tener éxito en lo que hago, quiero que me den la razón, quiero pasarlo bien, quiero no tener que esforzarme, quiero que se haga lo que yo digo... quiero ser el centro de mi grupo... quiero tenerlo todo pronto. Todos estos «quiero» son la traducción en infinitas situaciones de un «me quiero».

Si, Jesús, me quiero, me busco, me halago de infinitas maneras. E incluso cuando me parece que quiero a los demás, si me analizo un poco profundamente, veo que mi cariño no es limpio, porque también entonces busco que me quieran y deseo de los demás algo para mí.

       Sé que el primer paso que tengo que dar para responder a tu llamada es dejar algo. No es que Tú necesites de ese algo. Es que necesito yo dejarlo para ser libre, para poder convertirme en instrumento de salvación en tus manos, Jesús.

       Pero soy un cobarde: Te siento pasar junto a mí... siento tu voz dentro de mí... siento la grandeza de la tarea a que me llamas... pero sigo sentado en mi barca echando remiendos a mis redes y lanzándolas una y otra vez al mar.

       Jesús, hazme valiente y decidido. Ayúdame a arrancarme de todo lo que me ata a mi mismo. Hazme libre para seguirte a Ti y para servir a los demás. Que mi barca se quede sola meciéndose en el   mar, porque yo he encontrado a alguien a quien seguir...

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“LO SIGUIERON... SE MARCHARON CON ÉL”

 

       Seguir a Jesús es tomar la decisión de convivir con Jesús y compartir todo con Él. La vida de cada uno se comparte con Jesús y Jesús quiere compartir con cada uno la suya propia.

       Nadie tendrá dinero sólo para si en el   grupo de Jesús. Si hay que pasar hambre, todos la pasarán juntamente; y si hay algo que comer, lo que haya se repartirá entre todos. Los mismos amigos y los mismos enemigos para todos,  el triunfo y la persecución, la misma cruz y la misma gloria. Todo, bueno o malo, será de todos y para todos por igual.

       Seguir a Jesús es hacer de Él el centro de la vida y que Él sea lo más importante en el  la. Es tener a Jesús, entre las cosas que valen, como la que más vale. Por tanto, lo que nunca puede perderse, dejarse u olvidarse. Las demás cosas son menos importantes y pueden tenerse o perderse. Jesús está situado en el   centro de todos los intereses. Jesús está colocado en el   centro de la vida afectiva.

       Seguir a Jesús es no seguirse a sí mismo, es decir, no andar a la caza de satisfacciones propias, no contar con las reclamaciones que hace el propio egoísmo... Es no ser esclavo de la vanidad, no ser juguete de la comodidad, de la ambición... es no despersonalizarse dejándose llevar de lo que hacen los demás.

       Seguir a Jesús es estar dispuesto a todo lo que sea necesario para salvar a los demás; y por eso no decir nunca «basta», por cansado que uno esté o por costoso que sea un sacrificio. Es estar dispuesto, como Jesús, a amar hasta el fin.

       Seguir a Jesús es escuchar la palabra del Padre que nos llama hijos y que nos ama y nos envía a comunicar a los demás que Dios ama a todos. El que sigue a Jesús comunica este mensaje como Jesús, no con palabras, sino entregando su vida, o lo que de momento pueda, por los demás.

       Seguir a Jesús no es un juego que se juega para entretenerse cuando no hay otra cosa que hacer.

       Seguir a Jesús no es una afición como la pesca o coleccionar sellos, para los ratos de ocio.

       Seguir a Jesús es una profesión que ocupa las veinticuatro horas del día, es la responsabilidad más seria que tenemos.

       Todo esto es seguir a Jesús. Pero es mucho más. ¿Qué más? Sólo puede saberlo el que se coloca con el corazón disponible ante Jesús y escucha en su interior la voz del mismo Jesús, que le dice: «Vente conmigo». Jesús no obliga a nadie; pero invita a todos. Jesús no fuerza a nadie; pero atrae poderosamente. Así atrajo a aquellos primeros seguidores. Se sintieron cautivados por El.

       Y si alguno no quiere seguirle, queda en libertad. Se quedará con su barca, sus redes y su negocio y su mundillo., pero también se quedará con su monotonía y su vacío y su vida gris.

       Jesús, yo quisiera ser valiente para seguirte. Escucho tu voz dentro de mí que me llama. Me siento atraído hacia Ti, pero me siento atado por tantas cosas.

       Creo que entiendo lo que es seguirte, pero me esfuerzo tan poco por colocarla en el   centro de mi vida. Pretendo seguirte, pero luego me convenzo de que no pasa de ser un deseo romántico, porque no soy capaz de dejar nada por Ti. Y sobre todo porque no soy capaz de quitarme yo del centro de mi vida para cederte el puesto a Ti.

       Quiero tomarme en serio esta llamada tuya... Quiero seguirte de verdad, no de apariencia y de palabra únicamente.

       Quiero compartir contigo mi vulgar vida y quiero que Tú compartas conmigo la tuya, que es salvadora de los hombres. No quiero tener miedo al deber, al sacrifico, al servicio a los demás.

Quiero tomarme con responsabilidad la tarea de salvar a todos los hombres. Todos ellos con sus problemas pesan sobre mí, como pesaban sobre Ti. Yo quiero compartir esa carga contigo, porque quiero ayudarte a salvarlos.

       Quiero luchar en serio contra mi egoísmo que me estorba para seguirte y para salvar.
       Quiero hacerlo todo esto libremente, como lo mejor que puedo hacer por mí y por los demás.

       Ayúdame, Jesús, porque ya ves que yo solo lo hago muy mal. Pero confío en Ti, que me sigues llamando y me das una responsabilidad en tu tarea, aunque ves que fallo tantas veces. No me desanimo y sigo adelante en este camino comenzado, a pesar de mis fallos y caídas.

 

 

 

28ª  MEDITACIÓN

 

LA MIES ESMUCHA

 

“Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo.
Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.

Entonces llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia” Mc 9, 35-10,1).

 

 

“JESUS RECORRIA TODAS LAS CIUDADES Y ALDEAS”

 

Donde quiera que haya una persona hay alguien a quien salvar. Jesús quiere aproximarse a él, porque tiene algo que comunicarle y algo también que transformar en el ... Por eso Jesús se ha convertido en un Continuo anda- riego en busca de hombres que salvar... El no ha instalado una oficina a la cual puedan acudir cuantos deseen sus servicios, no... El se ha hecho hombre para recorrer todos los caminos de la vida por donde viven los hombres su vida, mala o buena, vulgar o extravagante. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas. Pero no se trataba de un recorrido turístico. Era un viaje misionero, y sigue siéndolo, porque Jesús recorre todavía nuestros caminos.

      

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“ENSEÑANDO EN SUS SINAGOGAS, PREDICANDO EL EVANGELIO DEL REINO Y CURANDO TODA CLASE DE ENFERMEDADES Y TODA CLASE DE ACHAQUES”

 
«Enseñar», «predicar», «curar», tres palabras que resumen la actividad salvadora de Jesús.

Enseñar no es imponerse a los demás por la fuerza, por la cultura, por el dinero... Es proponer la verdad con sencillez, sin superioridad de ninguna clase.

Enseñar no es entregar cualquier conocimiento a otro, sino enseñar lo más importante: la posibilidad y el modo de amar.

Enseñar no es echar rollos a diestro y siniestro, sino a diestro y siniestro hacer el bien: amar, soportar ayudar, animar, no amargarse por los defectos. Predicar es hacer propaganda de que ha llegado el Reino de Dios, de que todo hombre es mirado con cariño por Dios, de que todo hombre puede salvarse y tiene tantos derechos como otro cualquiera.

       Es proclamar que todo hombre puede vivir la vida de Dios precisamente porque el mismo Dios se acerca al hombre hecho un hombre de tantos, y porque ese Dios hecho hombre muere y está resucitado a favor del hombre... Curar es librar al hombre de las fuerzas del mal a que está sometido.

       El hombre está sometido a innumerables enfermedades fisiológicas, casi tantas como microbios pueden atacarle y como órganos cuyo funcionamiento puede fallar. También está sometido a otras tantas enfermedades psicológicas.

       En esta esfera se desenvuelven la medicina y psiquiatría humana, y Jesús deja a los médicos e investigadores que actúen en dicha esfera según sus conocimientos.
       Pero lo más profundo de la persona, allí donde Él hombre ama u odia: allí donde Él hombre toma o deja de tomar sus decisiones, acepta o rechaza; allí donde Él hombre tiene miedo, duda, tristeza o angustia; allí donde Él hombre no tiene esperanza, donde le falta la alegría; allí donde Él hombre tiene o pierde Él sentido de la vida y la brújula de su actuar; allí donde Él hombre se siente libre o esclavo de algo; allí está la esfera donde Jesús se ha reservado su actuación.

       Porque en ese núcleo de la persona el hombre es atacado también, y más ferozmente que por los microbios, por las fuerzas del mal. Esas fuerzas del mal, mucho más sutiles que los virus, van corroyendo el corazón del hombre y degradan a la persona: La fuerza del instinto que merma la libertad, la fuerza del miedo que ata; la fuerza del egoísmo que repliega a la persona sobre sí y le impide abrirse a los otros; la fuerza del dinero que difumina otros valores de la vida y esclaviza; la fuerza del placer que adormece al hombre y le incapacita para portarse como racional; la fuerza de la mentira que le hace vivir de apariencias y ficciones; la fuerza de la venganza que le incapacita para amar y perdonar.

       Este núcleo esencial de la persona, expuesto también a “toda clase de enfermedades y toda clase de achaques” es lo que Jesús, principalmente, ha venido a sanar. Por eso, Jesús quiere pasar por los caminos que recorre cada hombre y acercarse cariñosamente a él: para enseñarle, predicarle y curarle desde la raíz.

       Jesús, en tu continuo caminar por todos los caminos de nuestra tierra has llegado hasta mí y te has encontrado conmigo en mi YO más profundo. En mi interior me has enseñado quién eres Tú y quién es Dios, tu padre y mi padre. Me has anunciado que me ama el Padre y que me acepta como hijo y has puesto tu poder en movimiento para curarme.

       Sí, Jesús, cúrame Tú, porque nadie puede curarme de tanta enfermedad como roe mi corazón. Sólo Tú puedes hacerme libre del miedo, de la angustia, del dinero, del placer, del odio, del egoísmo, de la autosuficiencia, de la mentira. Sólo Tú puedes darme alegría, paz, sentido de la vida, capacidad de servicio, voluntad fuerte.

       Gracias, Jesús, por pasar a mi lado, por hacer que tu camino coincida con mi camino. Gracias por hacer que tu camino se cruce también con los caminos de todos los hombres.

       Gracias por ir a lo más profundo, allí donde está de verdad el mayor mal del hombre y por consiguiente donde puedes hacerle el mayor bien curándole y regenerándole.    Gracias por no actuar impositivamente, sino por enfrentar a cada hombre con su propia libertad. Gracias por proclamar con libertad tu Evangelio. Gracias por curar sin aprovecharte Tú del hombre.

       Aumenta mi fe en Ti, Jesús, para descubrir tu acción en lo más profundo de mi ser. Aumenta también mi deseo de entregarme a Ti para ser curado. para que contigo y en Ti pueda realizarme como persona, como amigo tuyo, como hermano de los hombres, como hijo del Padre. AMEN.


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“AL VER EL GENTIO LE DIO LASTIMA DE ELLOS, PORQUE ESTABAN DESHECHOS Y POR LOS SUELOS, COMO OVEJAS QUE NQ TIENEN PASTOR” (Mt. 9, 36)

 

El espectáculo que presentaba el mundo en tiempo de Jesús era lastimoso: “deshechos y por los suelos”, gente desanimada, sin ilusión, con hambre de justicia, su tanto de hambre de pan, y total hambre de verdad, sin cariño por parte de sus dirigentes.

       Los que tenían el poder político les explotaban para sus fines. Los escribas y fariseos que detentaban el poder religioso oprimían sus conciencias. pero nadie, absolutamente nadie, buscaba el bien del pueblo.

       “Ovejas sin pastor” es la expresión más exacta que podía emplear Jesús para indicar el estado lamentable de la gente. Porque, según la Sagrada Escritura, carecer de pastor era la mayor desgracia que podía acaecer al pueblo (Núm. 27, 17).


¿Qué es un rebaño sin pastor?


a) Es una muchedumbre sin unión. El pastor es quien da unión a unos seres incapaces de unirse por sí mismos.

b) Es una muchedumbre que no sabe buscar por sí misma lo que le hace bien. Oficio del pastor es llevar y traer al pasto, porque él sabe lo que conviene al rebaño, pero las ovejas no.
c) Es una presa codiciada por las fieras y los ladrones. El rebaño no sabe defenderse. Y además de no saber, es incapaz porque carece de armas que oponer a las de los enemigos.
Esta imagen de la humanidad del tiempo de Jesús es válida también para la humanidad actual.

 

 ¿Qué es el mundo actual?


a) Es una muchedumbre sin unión. Profundas divisiones separan a unos hombres de otros. Algunos sistemas sociales están incluso montados en la lucha a muerte para hacer desaparecer a los de la clase opuesta.

Divisiones causadas por las desigualdades económicas, divisiones provenientes de distintas concepciones del mundo, divisiones políticas, divisiones raciales, divisiones religiosas, divisiones, divisiones. Porque ésta es la realidad profunda y sangrante del mundo actual: Unos hombres divididos y enfrentados, sin nadie que dé unidad a esta humanidad. Divisiones a nivel familiar, divisiones a nivel social, divisiones a nivel internacional.

 

b) ¿Qué más? A este hombre, hambriento de felicidad

y de amor, le están engañando, juegan con su hambre de verdad para dársela a medias, juegan con su ansia de justicia para empujarle a la revancha. Todos le prometen mucho y a duras penas le dan unas migajas que sólo sirven para entretener el hambre.


c) Y quedan todavía los explotadores de la humanidad, los que manipulan a los demás, los que les incitan a consumir y a pasárselo bien, pero sin dar un sentido a la vida, los que intentan monopolizar la verdad, la razón, los que intentan influir en las decisiones de los demás con su propaganda alienante o con la moda esclavizante.

       Multitud de manipulados: jóvenes manipulados... niños manipulados, hombres convertidos en robots, lavados de cerebro que anulan la personalidad, propaganda esclavizante, imperio de la moda.

       Así era la humanidad en tiempos de Jesús, y así es ahora. Todavía está de actualidad la página de Ezequiel: “Profetiza contra los pastores de Israel y diles: ¡Ay de los pastores de Israel que se han apacentado a sí mismos! ¿No es al rebaño al que deben apacentar los pastores? Os tomabais la leche y os vestíais de la lana, degollabais los corderos cebados, pero no apacentabais el rebaño. No habéis robustecido a la res flaca, ni curado a la enferma, ni vendado a la que padecía fractura, ni devuelto a la descarriada, ni buscado a la perdida, sino que la habéis avasallado con violencia y crueldad.

       Así se han dispersado faltas de pastor y han venido a ser pasto de todas las fieras del campo. Se ha dispersado y ha errado mi ganado por todas las montañas y por toda la alta colina; por toda la superficie del país se ha dispersado mi grey sin que nadie cuide de ella, ni haya quien la busque.

Pastores, escuchad lo que dice Yahvé: Aquí vengo yo contra los pastores y reclamaré mi rebaño de su mano, y los privará de pastorear a mi rebaño, y no se apacentarán más los pastores a sí mismos, y les arrebataré mi ganado.

       Yo mismo cuidaré de mi rebaño y lo pasaré revista. Como un pastor pasa revista a su ganado cuando se halla en medio de su grey dispersa, así Yo pasaré revista a mis o vejas y las libraré de todos los lugares por donde se dispersaron en día de nubarrones y oscuridad.

Yo las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de los países, las introduciré en su suelo y las pastorearé sobre las montañas de Israel, en los valles y en todos los lugares habitados del país. En pastizales buenos las pastorearé... allí sestearán en cómodo redil y pacerán pingues pastos sobre las montañas de Israel.

       Buscaré la res perdida, y haré volver a la descarriada, y vendaré a la herida y robustecerá la enferma, y la gorda y la robusta las guardará como es debido” (Ez. 34).

       Jesús se siente llamado a dar cumplimiento a esta profecía de Ezequiel. Por eso siente lástima de la humanidad. Porque la humanidad está llena de mercenarios a quienes no importan las ovejas, porque abundan los ladrones que quieren medrar a costa de las ovejas. Pero ¿cuántos están dispuestos a matarse o a dejarse matar por el bien de los otros. Esto es característica exclusiva del auténtico pastor.

Por eso Jesús se ha definido a sí mismo: “Yo soy el buen Pastor... El buen Pastor da la vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11).

Gracias, Jesús, porque amas de verdad a los hombres. Los demás dicen que se preocupan por los hombres..., pero en el   fondo no les interesa gran cosa de ellos... Les interesa su partido, sus ideas, su clase, su negocio, su seguridad... Por eso quizá defienden esto y lo otro, porque en el   fondo se están defendiendo a sí mismos.

       Tú, en cambio, amas desinteresadamente. Tú no buscas imponer nada. Tú buscas el bien. Y el bien de los hombres está en que conozcan que Tú buscas su bien y les amas.

       A mí me invitas a echar una mirada a mi alrededor. Vivo en un mundo profundamente egoísta, dominado por las apariencias y la mentira, por el dinero, por la explotación y la injusticia.

        Vivo rodeado de personas esclavizadas, vendidas al vicio, a la droga o al placer bajo múltiples formas.

       Vivo rodeado de personas que sufren de tantos modos.

        Vivo con personas que han luchado tanto y ya están cansadas de luchar... Vivo con personas que se proclaman libres, pero yo sé, y ellos también, que no son libres de verdad.

       A veces me vienen ganas de reaccionar con la ira, con la protesta violenta, con la amargura, e incluso con la violencia. Pero tu ejemplo me está diciendo que esas reacciones fáciles no son la reacción del amor, sino de un egoísmo herido e insatisfecho que patalea como un niño, precisamente porque es incapaz de comprometerse a un amor maduro y serio como el tuyo.

       Creo que tengo que amar a mi mundo como l amabas Tú. Creo que no puedo pasar mi vida en lástimas estériles, compromisos fáciles y sentimentales, sino en un compromiso total con los demás, como hiciste Tú, porque tengo que aprender a dar mi vida por quien sea.

       Jesús, no me dejes caer en la tentación de la queja sobre los demás. ¡Qué fácil echar la culpa a los otros... Puesto a buscar culpas soy un acusador estupendo que descubro culpables por doquier, y hasta las motas más pequeñas. Pero la culpa la tengo yo. Yo, que veo lo que pasa a mi lado y sigo pensando en comer bien y en vestir bien y en pasármelo bien. Yo, que no soy capaz de sacrificar nada mío, ni de comprometerme a nada serio por los demás.

Jesús, que te compadeces de un mundo postrado, ten compasión de mí que sigo contemplándolo desde mi egoísmo. Que yo escuche tu llamada a cooperar contigo. que yo sea capaz de revestirme de un corazón como el tuyo con una actitud de amor sincero y sacrificado por el mundo.

 


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“LA MIES ES MUCHA Y LOS OBREROS SON POCOS” (Mt. 9, 37)

 

       Y es verdad. La mies es mucha, no sólo porque el mundo está lleno cada vez de más millones de personas con su dignidad, con sus derechos y con su vocación de ser hijos de Dios, sino también porque es mucho lo que hay que hacer en todos los órdenes.

       Hay que dar de comer a los que tienen hambre. Hay que curar a los enfermos. Hay que favorecer la convivencia humana. Hay que desterrar el analfabetismo. Hay que hacer consciente al hombre de su vocación, hay que llevarle el perdón de Dios, hay que anunciarle que Dios le ama y que es hermano de todos los hombres. Hay que presentarle el modelo de toda la humanidad que es Jesús. Hay que liberarle del dinero, del placer. Hay que cuidarle cuando es niño, orientarle cuando es joven, animarle cuando es adulto y ayudarle y comprenderle cuando es anciano. ¿No es verdad que la mies es mucha?

       Y por contraste, ¿cuántos se preocupan en serio de todas estas cosas? La mayoría de la humanidad, me refiero a los jóvenes, piensa en pasárselo lo mejor posible con el mínimo de esfuerzo. Otros, a ver cómo se capacitan para colocarse y asegurar «su vida». Pero ¿cuántos se toman en serio el dedicar su vida a los demás?

       Si por casualidad nos encontramos con algún joven que quiere consagrar a Dios y a los demás su vida, en vez de animarle, nos reímos de él y pretendemos quitar de su cabeza tales ideas. Le tachamos de iluso, de engañado, de idealista, de tonto. No sé si porque en el   fondo nos sentimos reprendidos por alguien que se ha tomado las cosas con más seriedad que nosotros. ¿No es verdad que los obreros son pocos?

       Jesús, tus palabras están ahí, como un reto a cualquiera que se las eche de sincero. El primer síntoma de mi insinceridad es querer eludirlas y acallarlas dentro demí.   Pero no puedo, no debo. Tú me estás gritando de mil modos que la mies sigue siendo mucha, que no porque yo tengo resueltas ya tantas cosas las tienen resueltas los demás, que no puedo perder y malgastarme la juventud en cosas sin sustancia. No, no puedo.

       Son pocos los que de verdad quieren trabajar. Eso es un obrero, no uno que mira cómo trabajan los otros, y él se dedica a criticar y a observar cómo sudan los demás. Así hacen los espectadores de fútbol por televisión: no arriman ni un dedo al balón. Yo confieso que eso mismo hago yo muchas veces: criticar de lo mal que lo hace este sacerdote, aquella religiosa, aquel militante. Eso es también lo que hacen los que van a las corridas de toros: gritan, vociferan, pero nadie baja a enfrentarse con el toro. Tampoco yo bajo al terreno de trabajo a echar una mano.

       Otra vez tu palabra me desinstala y me enfrenta con la realidad con la que yo quiero enfrentarme. Porque, eso si, para soñar despierto me las pinto de maravilla: mientras no valoro lo que hacen los demás, yo hago tal y tal cosa, pero lo hago todo en sueños, son puras imaginaciones mías.

        La realidad se queda mucho más pobre. Quizá porque me da vergüenza enfrentarme con tan pobre realidad, es por lo que me refugio en mi castillo imaginario de ilusión, que naturalmente se viene abajo al contacto con la realidad.

       No me dejes, Jesús, soñar despierto y vivir de ilusiones. No dejes que me contente con buenos deseos y buenos sentimientos.

29ª  MEDITACIÓN

 

EL JOVEN QUE NO TENIA UNA COSA


“Estaba Jesús poniéndose en camino cuando viene uno corriendo, se pone de rodillas ante él y le pregunta: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre. El joven replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde niño. Jesús entonces le miró con una mirada llena de cariño, y le dijo: Una cosa te falta: vete a vender todo lo que tienes y da el importe a los pobres, que tendrás un tesoro en el   cielo. Vuelve después aquí y sígueme.
Ante esta respuesta el otro puso mala cara y se marchó triste, porque tenía muchas posesiones. Jesús mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: Con qué dificultad van a entrar en el   Reino de Dios los que tienen mucho!

Los discípulos se quedaron espantados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: Hijos, ¡qué difícil es entrar en el   Reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el   Reino de Dios. Ellos más desorientados aún, comentaron: Entonces, ¿quién puede salvarse?

Jesús se les quedó mirando y les dice: Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

Pedro se puso a decirle: Pues, mira, nosotros ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo: Os lo aseguro: No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras por mí y por el Evangelio, que no reciba cien veces más ahora en el   tiempo presente: casas y hermanos y hermanas y madre e hijos y tierra, con persecuciones, y en el   mundo futuro la vida eterna. Y muchos primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros” (Mc. 10, 17-31).

 


“MAESTRO BUENO ¿QUE TENGO QUE HACER?”(Mc. 10, 17)


¿Qué tengo que hacer? esta es la pregunta de las personas que no están satisfechas con lo que hacen. Este muchacho era bueno, pero aún no estaba satisfecho; le parecía que se le pedía más, que lo que hacía era poco para él. Y lo cierto es que así era: hacía todavía muy poco en comparación de lo que podía hacer.

Por de pronto se preguntaba lo que todo joven tiene que preguntarse, por más que muchos no se pregunten nada: ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué puedo hacer además de lo que hago? ¿Qué esperan de mí los otros para hacer por ellos?, ¿Qué espera de mí Dios? Yo mismo, ¿estoy satisfecho con lo que hago? ¿no debería cambiar en esto y en esto? ¿no debería esforzarme más en...?

Fue a preguntárselo a Jesús precisamente porque Jesús era bueno. Ser bueno no es lo mismo que ser bonachón. Bonachón es el que condesciende con los caprichos de los demás. Jesús era bueno, y por serlo era también recto y sincero y contestaba la verdad. Por eso se acercó a Jesús el muchacho: quería conocer la verdad.

Jesús, en mi vida veo que corro un peligro, el peligro de no preguntar qué tengo que hacer, el peligro de contentarme con cualquier cosa que siempre será vulgar y mediocre. No me pregunto a mí mismo, y mucho menos te pregunto a Ti, ¿qué tengo que hacer?

No soporto que nadie me diga lo que tengo que hacer. Me parece que yo me lo sé ya muy bien. Y la verdad es que rehúyo preguntar, porque tengo miedo que me digan lo que no me gusta.

No pregunto, porque antes de preguntar ya me he dado yo mismo la respuesta. ¿Qué tengo que hacer? lo que hacen los demás, lo que se estila hoy, lo que veo en las pantallas, lo que oigo en las canciones. Eso es al menos lo que hago, como no tengo valor para hacer otra cosa e ir contra corriente.

Y si pregunto, desearía que me diesen la razón, que acallaran mis remordimientos diciéndome que esos deseos que tengo de hacer algo distinto son tonterías, que no me haga un idealista, que por qué tengo yo que ser santo.

Aquí me tienes, Jesús. Quisiera al menos en un momento de mi vida ser sincero y enfrentarme conmigo mismo. ¿De veras estoy contento con lo que hago? ¿De veras que los demás no esperan más de mí?, Y Tú, Señor, ¿no me dices que soy un inmaduro, un egoísta, y que tengo que hacer algo más?

Jesús, a Ti te lo pregunto porque eres sincero, y dices la verdad. ¿Qué tengo que hacer? 

 

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“TE FALTA UNA COSA” (Mc. 10, 21)

 

No parecía malo el muchacho. Todo lo contrario. Por lo visto era un modelo de hijo que no daba en casa ningún disgusto. Era un compañero ideal que no abusaba ni se aprovechaba de nadie. Era un joven casto y no esclavizado por el sexo. Era un chico sincero que no engañaba.

Pero le faltaba una cosa: en el   centro de su vida se había colocado él mismo. El tenía su fortuna y tenía su vida asegurada con ella. El ya tenía resuelto sus problemas, los de los demás ya le importaban muy poco. El tenía (así le parecía) asegurada su salvación, porque no hacía mal a nadie, pero nunca había pensado en el   bien que podía hacer; ni tampoco había pensado en compartir lo suyo con los otros.

A él, que tenía todo asegurado, le faltaba saber vivir en inseguridad. A él, que tenía muchos tesoros y cualidades, le faltaba aún el tesoro en el   cielo. Jesús le notó este fallo y se lo dijo ¿Cómo iba a callárselo después de que se lo preguntaba con tan buenas intenciones y precisamente porque era sincero? Y no sólo se lo dijo, le hizo caer en la cuenta de que era un fallo muy serio: “Te falta una cosa”: romper contigo mismo.

En el   fondo de todo lo que haces estás tú mismo. No buscas a Dios; tampoco buscas al prójimo. Eres bueno porque te gusta verte y que te vean bueno, por afán narcisista. Pero es preciso que cambies. Jesús hizo más: le sugirió un procedimiento radical para curar su egoísmo.

La terapia consistiría en no emplear medias tintas con su egoísmo. ¿Te gusta tener tus cosas y vives seguro con ellas?, ¿piensas mucho en ti y nada en los demás? Deja lo que tienes; sí, todo aquello en lo cual confías, dáselo a los pobres, comparte con los pobres no sólo tus riquezas, sino también su pobreza, hazte pobre como ellos, como éstos que me siguen, como yo mismo. Después vente a vivir conmigo la misma vida de inseguridad, de confianza en Dios, de preocupación de los demás.

Le había hecho una pregunta a Jesús, y Jesús contestaba con sinceridad. La respuesta de Jesús era una llamada a una vida muy distinta.

Señor Jesús, gracias porque eres sincero y no engañas... La publicidad que me aturde por todas partes me ofrece fórmulas mágicas para ser feliz: si uso tal prenda, si bebo tal bebida, si compro tal producto, si leo tal libro, o si voy a tal espectáculo... ¡Cómo me engañan! Lo que pretenden de mi de verdad es que yo siga siendo centro, más centro, de mí mismo.

Tú no eres así. Tú vas al fondo de la cuestión y me dices que tengo que salir de esa telaraña mágica que me he tejido y en cuyo centro me he colocado, que suelte seguridades humanas, que me empobrezca, que me haga servidor de los que son menos que yo, que me vaya contigo.

Y dices que esto es un requisito para encontrar un tesoro. O sea, que Tú no buscas mi empobrecimiento. Lo que Tú ves en mí es que todas mis riquezas y valores y seguridades en la realidad me empobrecen, me hacen un atado, un impedido, un necesitado, un incapaz. Y lo que Tú quieres de mí es hacerme libre. Por eso me invitas a ser libre. Me dices que lo que vale no son las cosas que esclavizan, sino el amor que libera a la persona de sus esclavitudes a las cosas.

Gracias, Señor, por tu palabra sincera. No ceses de decirme la verdad. No ceses de desengañarme de tantos engaños como me enredan. Sigue hablando, Jesús, porque sólo tu palabra me hace libre de verdad.

 

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“PUSO MALA CARA” (Mc. 7, 22)

 

¿Buscaba, sí o no, lo que le faltaba? Si lo buscaba, ¿por qué no lo tomó cuando se lo ofrecieron? Si no lo buscaba, ¿por qué lo preguntó?

       Junto a los muchos engaños de cosas de las cuales pensamos que nos harán ricos, sufrimos con frecuencia otro engaño: el de creernos que queremos de verdad ser libres, y el de pensar que deseamos sinceramente nuestro bien, y no es verdad; no tenemos una voluntad sincera y decidida. Nos hace ilusión creérnoslo.

El joven creía que quería hacer algo más. En el   fondo no quería; estaba muy bien como estaba. Sentía gusto en soñar con ser mejor. Le gustaba solamente. Confundía el gusto con el querer.

El que siente gusto por algo sueña con ello, imagina lo bien que lo va a pasar cuando lo tenga. Pero todo eso es puro sueño. Esa realidad sólo sucede en su imaginación. Pero ¿qué hace para que aquello suceda? Nada; sigue soñando. Es como el que sueña que le toque la lotería, pero nunca juega a ella. Como aquel a quien le gustaría saber música, pero nunca la estudia. Como aquel a quien le agrada aprobar todo a final de curso, pero no estudia. Todos estos no quieren; sueñan que quieren. Están engañados porque sienten gusto en soñar que ya tienen lo que sueñan.

Jesús nos despierta de ese sueño fácil en el   que caemos con frecuencia. Hace que nos bajemos a la realidad y nos enfrentemos con cosas positivas y reales que podemos hacer,  con medios reales que está en nuestras manos poner. Nos hace ver que sólo queremos de verdad cuando hacemos algo en la realidad.

Jesús nos baja del altiplano de los buenos deseos al que nos encaramamos huyendo de la realidad. «Si tengo buenos deseos...si tiene buena voluntad...» decimos para excusarnos y para excusar. Pero Jesús nos hace ver que no bastan los buenos deseos y la buena voluntad, que todos los que están en el   infierno han tenido eso que llamamos buen deseo y buena voluntad. Jesús quiere que comprobemos nuestros buenos deseos con algo que no falla: las obras.

¿Qué haces? ¿qué eres capaz de dejar o tomar por conseguir lo que quieres? Por eso Jesús coloca al joven, y con él nos coloca a todos ante una disyuntiva: No sueñes despierto. Pon en una parte todo lo que tienes, y en la otra todo aquello que sueñas. Y ahora intenta dejar en la realidad todo lo que tienes. Comprobarás entonces si lo que soñabas era un puro sueño, un puro deseo, un puro gusto, o si era de verdad algo querido y pretendido y por lo cual estabas dispuesto a luchar.

El joven le había pedido a Jesús que le dijera la verdad, y Jesús se la dijo desengañándole: era un soñador al que le gustaba ser perfecto, pero no quería de verdad ser perfecto. Vivía engañado, y Jesús le brindaba la oportunidad de salir de su engaño.

Jesús, qué bien haces en desengañarnos. Porque la verdad es que vivimos engañados. Nos creemos buenos, nos creemos sinceros y sólo es que tenemos deseos de sinceridad, pero no queremos que nadie nos diga la verdad. Nos creemos serviciales y sólo es que nos gustaría ayudar a los demás, pero no somos capaces de dar una hora de nuestro tiempo, o una «paga» del domingo, o una tarde de fiesta,  para hacer un favor a los otros. Nos creemos generosos, pero es porque nos gustaría vivir libres de las cosas, pero no somos capaces de empobrecernos y regalar nuestras cosas a nuestros hermanos, o a los compañeros, o a los pobres.

Tú nos has colocado en el   banco de pruebas para que examinemos si lo que hay en nuestro corazón son deseos y gustos, o son voliciones serias y profundas. Tú me haces ver que mi voluntad se mide por mi capacidad de renuncia, que mi querer es proporcional a mi capacidad de sacrificio, y que todo lo demás es soñar despierto, es vivir de sueños, de imaginaciones que me hago yo, de buenos deseos que siento en mi corazón, pero que nunca pasarán a la obra porque nunca me sacrifico en nada para realizarlos.

Señor, líbrame de soñar despierto. Desengáñame de mis buenos deseos que se me quedan sólo en buenos deseos. Ayúdame a romper este mundo de ilusión en el   cual vivo creyéndome que aspiro a ser mejor, a hacer un mundo mejor, a eliminar el mal existente o a hacer el bien, y en realidad lo único que me pasa es que estoy soñando, es que me gustaría hacer el bien y eliminar el mal, pero a la hora de la verdad no muevo ni un dedo para ello.

Comprendo ahora lo que Tú dijiste: “No basta decirme: ¡Señor, Señor!, para entrar en el   Reino de Dios. No, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del cielo. Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, si hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre! Y entonces Yo les diré: Nunca os he conocido. ¡Lejos de Mí, malvados!” (Mt. 7, 21-23).

Comprendo ahora por qué insistes en que no edifiquemos la vida sobre arena, sobre los buenos deseos, sino sobre realidades contantes y sonantes de obras: “Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca. Y todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió. ¡Y qué hundimiento tan grande!” (Mt. 7, 24-27).

Señor, que mi vida, como la tuya, como la de los santos, esté fundada sobre obras serias y no sobre sueños baratos...

 

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“SE MARCHO TRISTE” (Mc. 7, 22)


Vino corriendo porque venía lleno de ilusión. Preguntó sinceramente. Pero se fue triste. Y es que se había desengañado de sí mismo, se había dado cuenta de que su vida sólo tenía fachada, que era una comedia; muy bonita, pero sólo eso: una comedia.

Probablemente este chasco de sí mismo fue lo que le produjo la tristeza que seguramente ya no le abandonaría más en la vida. No fue el chasco de verse con apariencias de bueno y fondo de egoísta, sino el chasco de verse con apariencia de quien quería, y encontrar que en el   fondo no quería que las cosas cambiasen porque no quería cambiarlas él.

Esta es la tristeza que acompaña a todos los que no tienen voluntad, a todos los que sólo saben soñar despiertos, a todos los que sólo tienen buenos deseos. Como sólo tienen apariencias de voluntad y la voluntad es lo exclusivo de las personas, se encuentran a sí mismos sólo con una máscara de personalidad, pero en el   fondo no se sienten personas. Sólo sienten el   vacío de la voluntad. Se sienten movidos, atraídos, atados; pero ellos no son capaces de moverse y de desatarse.

Por eso en el   fondo están siempre tristes. Esta tristeza es el síntoma más claro de que no están con Cristo, aunque aparentemente, mandamiento por mandamiento, no se les pueda coger en nada. Pero no aman. Y como no aman, no rompen su amor propio. Están excluidos del Reino de los Cielos. Pero son ellos mismos los que se han excluido. Al ser colocados en la alternativa de escogerse a sí mismos o escoger a Cristo, ellos se han escogido a sí mismos, con sus apariencias de buenos, con sus vacíos de bondad real y sus tristezas consiguientes... Jesús lo dice a continuación: “¡Qué difícil a un hombre así entrar en el   Reino”! (24-25).

Y es que el querer de verdad, el que el hombre sea capaz de adueñarse de sus fuerzas y movilizarlas en favor del Reino no es fácil. Si fuera fácil no tendría objeto el que Dios se haya hecho hombre. El tener una voluntad en activo, el no vivir de sueños, el no contentarse con lo justo, es don que ha de dar Dios. Pero si ha de darlo Dios, entonces...

Entonces hemos de disponemos a recibirlo. Porque una cosa es cierta desde que Dios se ha hecho hombre y se llama Jesús: que Dios quiere dar ese don. Jesús mismo es el don, imposible de conseguir por los hombres, pero que Dios ha hecho posible para ellos. Por eso es precisamente don.

Y en este don vienen todos los dones para el hombre: también el don de poder amar a Dios sobre todas las cosas, también el don de ser libres, también el don de amar a los demás y el don de estimarlo todo por basura en comparación de Cristo.

El amor de Jesús y sólo el amor de Jesús puede ser el motor que movilice al hombre. El amor de Jesús y el vivir con Cristo es lo único que puede vencer la falta de voluntad del hombre, lo único que puede sacarle de su inercia soporífera en la que el hombre se ilusiona creyendo que quiere y sólo sueña querer, piensa que se mueve y no se da cuenta de que le mueven.

Este amor era el que Jesús estaba ofreciendo al muchacho: “Ven y sígueme”. Este amor era el gran tesoro que Jesús quería cambiar por el raquítico tesoro que el muchacho tenía. Pero el joven no quiso, y se marchó triste, y se cerró a su salvación porque se cerró a la llamada de Jesús y a su amor.

Jesús, no puedo tomarme tus respuestas a mis preguntas como un juego, y mucho menos puedo tomarme como un juego tus llamadas. No son tus palabras como las de un compañero cuando me invita a dar una vuelta. Tus invitaciones son a aceptarte a Ti o rechazarte a Ti, a canjearte a Ti por lo que cada uno estima como su riqueza personal.

Esta es la vida: una continua alternativa en que tengo que escoger entre quedarme contigo o quedarme conmigo; en que puedo dejarme a mí o puedo dejarte a Ti. Lo piense o no lo piense, este es el fondo de mi vida: una continua opción. La suma de opciones pequeñas y parciales hace la opción profunda de mi vida. Y al final de la vida Tú le das a cada uno aquello que cada uno ha escogido según esa opción profunda.

¿Por qué me extraño de que ese joven comenzara a jugarse su destino eterno al comenzar a rechazarte a Ti? Tenía que ser así: cuando uno se ha tomado como norma de su vida a sí mismo y te ha eliminado a Ti, ya ha hecho su opción fundamental; ya ha escogido vivir sin Ti.

No doy suficiente importancia a estas que llamamos opciones pequeñas. Por eso he dicho que tengo el peligro de tomármelas como un juego. Pero veo que no puedo llamarlas pequeñas.

       ¿Cómo van a serlo si en cada momento me estoy jugando el quedarme contigo o sin Ti? Yo no le doy importancia, porque como la vida es una cadena de opciones, pienso que, por una que salga mal, no pasa nada. Pero no caigo en la cuenta de que precisamente porque la vida es una cadena de opciones, cada opción prepara la siguiente, influye en la que viene después para que ésta siga la misma línea que la anterior. Por todo esto no puedo tomar tus llamadas como un juego. No porque Tú no estés dispuesto a repetir tu llamada en cada instante de mi vida, sino porque es fácil que yo me encuentre en cada instante de mi vida con menor sensibilidad y disposición para aceptarlas.

Puede suceder que mis frecuentes rechazos de Ti, o mis mediocridades me vayan distanciando de Ti y me impidan escuchar y responder como debiera porque me voy endureciendo contra Ti.

Por eso te pido, Jesús, que no me tome yo tus palabras y tus llamadas como un juego.

 

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“NOSOTROS LO HEMOS DEJADO TODO Y TE HEMOS SEGUIDO” (Mc. 7, 28)


Cuando Pedro pronunció estas palabras no era precisamente un santo. No sé si lo dijo porque esperaba interesadamente algún premio. Pero aunque no lo esperase, desde luego no era todavía un santo. El Evangelio subraya por doquier su precipitación, su ambición, su presunción y también su cobardía.

Y a pesar de todo esto, Pedro había hecho una opción fundamental por Jesús en su vida. Jesús lo sabía. Pedro también lo sabía porque podía presentar las cosas que por Jesús había dejado. Cosas que Pedro llamaba TODO, porque de verdad era todo lo que él tenía entonces a mano.

Por eso el núcleo de la vida de Pedro estaba centrado en Jesús, aunque algunas zonas periféricas de él, que también se escapaban del dominio de su voluntad, podían constituir defectos. No importaba. La persona estaba por Cristo y había escogido a Cristo. Jesús era, no sólo en teoría, sino también en la práctica, lo más importante para Pedro. Aquel muchacho rico que se había marchado triste, exteriormente quizá no tenía tantos defectos como Pedro, pero había rehusado hacer una opción fundamental por Cristo. Pedro, aunque con defectos, la había hecho. Jesús valora esta situación de Pedro y sus discípulos (Pedro habla en nombre de ellos también y tampoco eran más santos que él).

Es precisamente la primera condición que Jesús propone al discípulo: que Jesús sea para el discípulo lo más importante. Sólo el que hace esta opción total por Jesús puede ir con El. Y el que no la hace, sencillamente, no es discípulo. Jesús quiere hacerles ver que esta opción no les empobrece; al contrario, les enriquece cien veces más. Les enriquece en esta vida, les enriquece en la otra vida, les enriquece incluso en la persecución. Dicho de otro modo: esto constituye la única riqueza, tanto de esta vida como de la otra, y esto constituye la causa de las persecuciones.

Pero esto es una potenciación de la persona; esto no es pérdida, sino ganancia al ciento por uno. Todo lo que se deja por Jesús, Jesús lo devuelve, pero lo devuelve no del mismo modo. Lo devuelve purificado de egoísmo, lo devuelve para que sea poseído en libertad, no en esclavitud; lo devuelve para que ayude a amar; lo devuelve para que produzca alegría de verdad. Esta purificación del egoísmo y esa conquista de la libertad producen dolor, pero terminan dando alegría.

Aquellos doce hombres, que han dejado todo lo que podría darles alegría, han encontrado con Jesús más alegría que el joven que no quiso dejar nada. Cien veces más. Pero no con lo mismo ni del mismo modo. Pero eso sí, la alegría era cien veces mayor.

Jesús, yo sé que no puedes hacer mi destrucción ni mi empobrecimiento. También sé que cuando Tú das, no das lo que dan otros.. Los demás dan regalos que dejan intacta la persona, no la enriquecen para nada. Tus regalos, en cambio, consisten en cambiar y enriquecer a la persona y dotarle de una alegría y felicidad que no puede encontrarse poseyendo muchas cosas.

Creo en tus palabras. Quiero dejarme a mi mismo, porque quiero que Tú seas en mí y sé que seré feliz y alegre con tu misma alegría y felicidad.

Sé que Tú eres fiel y que no fallas a los que lo dejan todo por Ti. Quiero vivir la alegría que Tú me das. Quiero vivir de la confianza en Ti.

 

 

 

30ª MEDITACIÓN

 

UN CIEGO QUE VIO MAS QUE LOS DEMÁS


“Llegaron a Jericó. Y al salir de la ciudad con sus discípulos y mucha gente, Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego, estaba sentado a la vera del camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Muchos le reñían para que callara, pero él gritaba más: Hijo de David, ten compasión de mí. Entonces Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: Animo, levántate, que te llama. El, tirando su manto, dio un brinco y se presentó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le contestó: Maestro, que vea. Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al momento recobró la vista; y le seguía por el camino” (Mc. 10, 46-52).

 

“AL ENTERARSE DE QUE ERA JESUS DE NAZARETH, SE PUSO A GRITAR” (Mc. 10, 47)


El pobre ciego vivía de lo que le daban. Y ¿qué le daban? Unas monedas o un mendrugo de pan.., y con eso podía ir subsistiendo. ¿Qué podrían hacer los demás? Detener su muerte, pero ninguno podía darle una vida y los ojos sanos que necesitaba para vivir... Por eso a cuantos pasaban a su lado les pedía ayuda.

Pero cuando se entera que es Jesús el que pasa es consciente de una cosa: que sólo Jesús puede darle lo que necesita para ser persona normal; y ante la magnitud de lo que espera recibir rompe la rutina de sus fórmulas que servían para pedir limosna a los demás que no eran Jesús.

No sólo emplea palabras nuevas para dirigirse a Jesús, sino que las grita. Y las grita no sólo porque le salen muy de dentro, sino también porque quiere que sus palabras no se pierdan entre el vocerío de la gente y puedan llegar a Jesús.

Sus voces molestaban a los demás. Y los demás, egoístas, al fin y al cabo, no se daban cuenta de que seguían a Jesús desde su egoísmo, porque querían seguirle sin molestia alguna. Por eso increpaban al ciego para que callara. Pero ¿cómo va a callar el pobre ciego cuando se trata de una cosa vital para él? A los demás no les interesa, pero para él es cuestión de vida o muerte. No callará, no. Gritará más fuerte. La oración es su gran fuerza. La oración es su gran oportunidad ante el paso que Jesús está haciendo junto a él.

Jesús, pensando sobre mi vida, la veo reflejada en la situación de este hombre ciego. Yo me encuentro sentado junto al camino. No entro, no puedo entrar en la corriente de la vida porque no veo, porque soy inconsciente, porque no tengo el sentido profundo y verdadero de las cosas.., O todavía peor, porque creo que veo y no soy sino un ciego que aspira a convertirse (tanta es mi presunción) en guía de ciegos...

Me creo rico, y en realidad no sé hacer otra cosa sino mendigar limosna a cuantos pasan a mi lado: que me den un poco de su tiempo, de su interés, de su cariño.., que se paren junto a mí, que me hagan caso, que me den mis caprichos, que hagan lo que yo quiero... A esto se reduce mi actividad: a llamar la atención de mis padres, de mis educadores o de mi grupo sobre mí...

Pero ellos no pueden sino echarme una limosna para prolongar un poco más mi sed y mi satisfacción. ¿Qué más van a hacer? ¡son tan pobres como yo! El mundo no es más que una multitud de mendigos que piden limosna a otra multitud de mendigos... Hoy no. Hoy no pasa junto a mí un cualquiera.

Tú, Jesús, eres distinto. Tú eres la única esperanza para mi ceguera y para que yo pueda salir de la orilla del camino e incorporarme a tu marcha. Mira, Jesús, me pasa como a aquel ciego. Me dicen que me calle, que no ore, que no moleste y que no me moleste.
Me lo dice mi egoísmo, al que le cuesta arrancarse de esta vida de mendicidad que llevo. Me lo dice mi comodidad, insistiéndome en que pierdo el tiempo. Me lo dicen los que me rodean, esos que son tan ciegos como yo y que pretenden que siga a tientas por la vida, sin saber a dónde ir, probando de todo, pero sin tener un rumbo fijo...

Me dicen que me calle, que no ore..., y yo sé que eso es condenarme a permanecer ciego y mendigo para siempre. Me dicen que me calle ante un mundo que está muy mal, que está tan ciego como yo y que yo tengo la obligación de salvar...

No, Jesús. Mi oración es mi fuerza. Mi oración me hace reconocer mi debilidad, pero pone en movimiento toda su fuerza para salvarme. Por eso, desde lo más hondo de mi ser, te digo: ‘Ten compasión de mi, Jesús, Hijo de David!

 

 

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“¡ANIMO, LEVANTATE!, QUE TE LLAMA” (Mc. 10, 49)


Jesús tiene un oído muy fino. No hay súplica salida del corazón del más pobre que no le llegue a su corazón también. El tiene un corazón muy sensible. Pero es preciso que el que ora ponga su corazón a gritar, que no se contente con una oración de labios. De este modo llegó al oído y al corazón de Jesús la súplica del ciego.

       Y Jesús le llamó... Llamada de última hora. Porque este ciego no ha convivido con Jesús, ni le ha visto hacer milagros. Sólo le conoce de oídas... No importa: Jesús le llama. Y esta llamada de Jesús le llena de ánimo. Jesús le ha oído y se ha fijado en el  para hacerle discípulo.
No hay ejemplo más claro de prontitud en todo el Evangelio: “Arrojó el manto, dio un brinco y vino donde Jesús”. Probablemente el manto era el único estorbo que impedía al pobre ciego acercarse a Jesús. No dudó en deshacerse de él. ¿Qué le importaba ya el manto si Jesús mismo le había llamado?

Tengo que repetirme muchas veces: «Jesús está pasando a mi lado: ¡Animo, levántate!, que te llama...» Y es verdad, Jesús. Tú estás cruzando continuamente tu camino con el mío. Tú cruzas tu camino con el camino de todos los hombres... Algunos prefieren no encontrarse contigo... ¡Pobres...!: se quedarán siempre ciegos... Yo sí; yo quiero que pases a mi lado. Yo quiero que me llames. Yo quiero responder con prontitud.., dejar de la mano todo lo que me entretiene y correr hacia Ti que me llamas.

Porque sé que tu llamada no es para hacerme daño. Al contrario: es para bien mío y para bien de los demás... Por eso quiero responder con prontitud y con alegrír tus llamadas.

 

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“MAESTRO, ¡QUE VEA!” (Mc. 10, 51)


       A tientas ha llegado el ciego ante Jesús. Jesús va a hacerle un examen a ver si conoce cuál es su verdadera necesidad: ¿Qué quieres que haga contigo? El ciego propiamente sólo tenía una desgracia: ser ciego. Y él se daba cuenta de ello. Por eso, ante la pregunta de Jesús, fue lo primero y lo único que dijo: «Maestro: sólo quiero una cosa, ver».

Esta es, Jesús, mi gran desgracia también: no veo, no me doy cuenta, soy un inconsciente... Estoy delante de Ti y sólo te conozco por fuera; no he entrado aún en el   misterio de tu persona. Oigo tus palabras, y hasta me las sé de memoria, pero no he penetrado en su verdad más profunda... Veo que eres bueno y cariñoso, pero no entiendo que yo debo hacer lo mismo... No comprendo aún por qué tengo que sacrificarme... No he captado aún el valor de la cruz... No valoro aún la oración, la Eucaristía, la renuncia a mí mismo, el servicio a los demás... Tantas y tantas cosas son las que no veo aún...

Esta es la señal de que estoy ciego, Señor. Pero providencialmente Tú estás a mi lado y me preguntas qué espero de Ti. De este modo Tú pones en mis propias manos la solución de mi caso. Porque cuando Tú me preguntas ¿qué quieres que haga contigo?, no es para que yo te pida el primer capricho o tontería que se me ocurra... No, Tú me lo preguntas para ver si yo me doy cuenta de cuál es la verdadera necesidad mía y para ver si de verdad quiero mi salvación, siendo capaz de pedirte lo que verdaderamente necesito...

Pues sí, Jesús. Quiero pedirte que pongas tus manos sobre mis ojos para que yo vea. Para que yo te vea a Ti, para que yo te conozca a Ti... para que conozca el sentido de mi vida.., para que conozca mi vocación.., para que me dé cuenta de las necesidades que hay a mi alrededor... para que aprecie la Eucaristía... para que valore el trabajo, la humildad, la sinceridad...
Tantas y tantas cosas tengo que ver aún... Por eso, Jesús, sólo te pido unos ojos nuevos. ¡Maestro, que yo vea...!

 

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“RECOBRO LA VISTA Y LE SEGUIA POR EL CAMINO” (Mc. 10, 52)


Los días de Jesús estaban contados. Era la última subida que hacia Jesús a Jerusalén; porque Jesús tenía allí una cita con toda la humanidad y quería ser puntual a ella. En Jerusalén iba a entregarse por todos los hombres y deseaba que sus amigos le siguiesen en esta actitud de dar la vida por los demás.

Los apóstoles habían comprendido muy poco y le seguían con miedo. Además, intentaban retrasar cuanto podían la llegada a Jerudalèn; tanto que Jesús tenia que caminar delante como quien tira de ellos (Mc. 10,32)

Pero este ciego no sólo obtiene de Jesús un par de ojos corporales capaces de ver la luz. Lo más importante es que a este hombre se le ilumina el misterio de Jesús y como consecuencia, le  “le seguía por el camino”.

Le seguía no sólo materialmente, sino dispuesto a acompañarle hacia lo que iba Jesús. Si no fuera así quedaría sin explicación la palabra de Jesús: “tu fe te ha salvado”. La fe efectivamente le había ayudado a ver no sólo la luz del sol, sin también,, y sobre todo, le había puesto en camino de salvación. Y el camino de sanación era ir con Jesús, también y sobre todo, cuando Jesús iba a la muerte.

       Jesús, caigo en la cuenta que nadie puede entenderte, si primero no está totalmente abierto a Ti, como este ciego, y si Tú, además, no le iluminas con una luz especial.

Los hombres nos creemos que entendemos las cosas y que ya no necesitamos que nadie nos diga nada porque ya conocemos suficientemente tu Evangelio... ¡Qué yana pretensión...! Nos pasa como a tus discípulos: Ellos iban contigo y no habían entendido ni a qué iban, ni por qué. Ellos iban con miedo precisamente porque creían que iban a algo malo... Estaban ciegos... Estamos ciegos... Yo estoy ciego...

Este sería el primer paso para mi salvación: reconocer que estoy ciego, que de Ti y de tus cosas no entiendo nada.., que lo mejor que puedo hacer es pedirte que me cures... Porque Sólo si Tú me curas podré arrancarme de mi estado de mendicidad. Y, sobre todo, sólo si Tú me curas, yo podré ponerme en camino contigo para ver dónde, cómo y por qué tengo que dar mi vida como hiciste Tú.

Esto es lo que yo quiero: seguirte a Ti, aunque los demás no te sigan... comprenderte a Ti, aunque los demás no te comprendan... arrancarme de mi mundo de oscuridad y esclavitud, aunque los demás me griten de mil modos que permanezca en el ...
Por eso, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón te repito: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!

 

 

 

 

31ª  MEDITACION


LA CENA EN BETANIA (Mc 26).

 

“Y estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso,  vino a él una mujer, con un vaso de alabastro de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado a la mesa. Al ver esto, los discípulos se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio?  Porque esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. 

Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella”.


              Debía ser el sábado anterior a la Semana Santa, cuando dieron sus amigos a Jesús un banquete en Betania, en casa de Simón el leproso, así llamado, quizá, por haberlo sido antes de que le curara Jesús. Entre los invitados se hallaba Lázaro, y su hermana Marta servía; la otra hermana, María, quiso también contribuir a honrar a su querido Maestro, y durante el convite entró en la casa llevando un rico vaso de alabastro conteniendo una libra (unos 370 gramos) de ungüento de nardo de gran valor. Judas lo valuó en 300 dineros, es decir, unas 320 pesetas oro. Acercándose a Jesús le ungió con aquel precioso bálsamo la cabeza primero y después los pies. Y la casa se llenó del suave perfume. Judas murmuró diciendo: ¿A qué este derroche? Pudiera haberse vendido ese perfume en más de 300 denarios, y con ello socorrer a los pobres! Y no era que le importaran nada los pobres, sino que como administraba la pobre bolsa de Jesús y sus Apóstoles, de ella hurtaba cuanto podía.

Y Jesús, defendiendo a Magdalena, dijo: Dejadla que lo haga para prevenir la unción de mi sepultura: pues en lo que toca a los pobres, los tenéis siempre con vosotros; a Mí, en cambio, no me tenéis siempre.

 

 

Punto 1.° EL SEÑOR CENA EN CASA DE SIMÓN EL LEPROSO, JUNTAMENTE CON  LÁZARO.


1) Iba Jesús de Jericó hacia Jerusalén, y debió de ser el viernes por la tarde cuando llegó a Betania; pasó allí la noche, y al día siguiente le ofrecieron sus amigos una comida. ¿Por qué? Quizá Simón, denominado el leproso, había sido curado por Jesús, y por eso le estaba agradecido; o acaso el recuerdo de la resurrección de Lázaro vivía tan perenne en aquel pueblo, que la gente gustaba de mostrársele agradecida. Parece también deducirse del ministerio que en aquella casa ejercitaba Marta, que era Simón pariente, o, al menos, íntimo amigo de Lázaro.

       Veamos la humanidad y llaneza de Jesús, que no tenía inconveniente en aceptar estas muestras de agradecimiento y presidir banquetes familiares o de amigos. Así, se quiso hacer todo a todos para enseñarnos a ser con todos afables y corteses. Podemos también aprender a ser agradecidos; y cómo agrada a Jesús que le demostremos nuestro ánimo agradecido, aunque sea con manifestaciones al parecer no difíciles, pero aceptas, sobre todo por el afecto con que se hacen.


2) Observemos a Jesús con qué apostura, con qué parsimonia, con qué dominio de Sí procede. Cosa no fácil: porque lugar es de fácil desorden la mesa y difícil de regir ordenadamente y refrenar la gula. Asistía al banquete Lázaro, el amigo de Jesús; seguramente que estaría a Él próximo y procuraría atenderle, mostrándole siempre su amistad agradecida. Muestra era también de amistad y gratitud la que daba Marta, no desdeñándose de servir a Jesús, aun fuera de su casa, ella, señora, a lo que parece, de buena familia. Bien podemos aprender que en el   servicio y agasajo de Jesús no hay cosa deshonrosa, sino que son muy estimables los más bajos oficios cuando los inspiran el amor y la gratitud.

 

 

Punto 2.° DERRAMA MARÍA EL UNGÜENTO SOBRE LA CABEZA DE CRISTO.

 

1) Dicen los exegetas que el acto de María no era insólito; a los huéspedes insignes invitados a algún banquete se les ofrecían, después del lavatorio de manos y pies, exquisitos perfumes con los que se ungían. Y era esta fineza tanto más natural en María cuanto que la usaba para con el que había resucitado a su hermano, allí presente. Si bien es cierto que usó para hacerlo cantidad y calidad de esencia en verdad refinada; así la abundancia y riqueza de la ofrenda indicaban mejor la exuberancia del íntimo sentimiento de amor y gratitud (Ricciotti, o. c., n. 501).

       Y cierto que demostró Magdalena en esta ocasión amor ardiente y agradecimiento vivísimo al que resucitara su alma y el cuerpo de su hermano. Para Jesús todo le parecía poco, y así buscó un perfume escogido, finísimo y muy caro, hecho de la espiga de la flor del nardo, y en cantidad sobreabundante, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, de suerte que dice el evangelista “se llenó la sala de la fragancia del perfume”.

Más preciosa aún que la esencia que derramó era la caridad de María, que la empujaba a aquellas manifestaciones; por eso Jesús la recibió con agrado, no porque le gustaran olores, que pudieran parecer profanos, ni esencias, que eran muy ajenas a sus usos habituales, sino para enseñarnos que recibe con agrado el don cuando lo hace un corazón de veras amante, movido únicamente por la gratitud y el amor.


2) Aprendamos a dar a Jesús lo mejor que tengamos, no reservándonos nada; cuando de Él se trata nada debe parecernos demasiado rico, antes bien todo debemos tenerlo por mucho menos de lo que debemos.

El acto de María Magdalena perfumó la casa toda, y aún sigue perfumando la Iglesia toda con el encanto delicioso de su ejemplaridad. Así hemos también de procurar nosotros que nuestro proceder sea tal que siempre seamos, como quería el Apóstol lo fuesen sus discípulos, “bonus odor Christi”, buen olor de Cristo (2 Cor., 2, 15). Y no suceda, por nuestro ruin corazón, que sea para nosotros, como dice el Apóstol que fue para algunos su predicación, olor “mortífero, que les causa la muerte, sino olor vivificante que nos dé la vida” (Ib, 16). Es de veras grande Él influjo que en una comunidad, y aun en una ciudad, ejerce el suave efluvio de una vida santa. Sermón continuo de maravillosa eficacia que si las palabras conmueven, los ejemplos arrastran.

En verdad que puede decirse que el amor de María Magdalena fue amor apostólico por el benéfico influjo que sus obras de caridad finísima ejercieron en el   mundo todo; no se contentó con pasar las horas a los pies de Jesús arrobada al dulce encanto de sus palabras de vida, sino que siguió a Jesús hasta el Calvario y obró por Jesús cuanto supo y pudo.

Lección bien aprovechable que nos enseña dónde buscar el alma la fuerza de la acción, en la oración y sacar de ella fuerzas e iniciativas para la acción, que así será de veras eficaz, pues que es estéril cuando no va animada por el espíritu.


Punto 3.° MURMURA JUDAS DICIENDO: ¿PARA QUÉ ES ESTA PERDICIÓN DE UNGÚENTO? MAS ÉL EXCUSA OTRA VEZ A MAGDALENA DICIENDO: ¿POR QUÉ SOIS ENOJOSOS A ESTA MUJER, PUES QUE HA HECHO UNA BUENA OBRA CONMIGO?


1) Ruindad grande la de Judas en sacar veneno de tan hermosa acción. Así es el corazón del malvado, ruin y pequeño, dispuesto a envenenarlo todo; de la misma flor que saca la abeja miel dulcísima, saca el áspid veneno mortífero.

No seamos mezquinos, mal pensados y murmuradores, sino anchos de corazón y propensos a juzgar bien de los demás y saber edificarnos de su bien obrar y disimular, cuando no nos toque corregirles, sus defectos. Y lo que tiene el mal ejemplo, parece que los otros discípulos hicieron coro a Judas; pues la réplica de Jesús fue dirigida en plural: “sinite”, dejadla; y San Mateo escribe: “Viéndolo los discípulos se indignaron diciendo: ¿a qué este desperdicio?”

No parece, sin embargo, que fueron todos, porque San Marcos expresamente dice: “Erant autem quidam indigne ferentes...algunos había que lo llevaban a mal” (14, 4). Tengámoslo en cuenta, y evitemos ser piedra de escándalo, sembrando con nuestras palabras o acciones semillas de censura, de reprobación, de pecado.

 
2) Claro que de rechazo la censura caía sobre Jesús, que se prestaba sin oposición a que le rindieran tal homenaje. Por eso Jesús, al defender a María, dio también una razón que pudiera servir para justificar su conducta. Dijo, pues, a los que censuraban la conducta de María: “Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho, buena obra es. Porque a los pobres ocasión tendréis de socorrerles cuando queráis, que jamás faltarán entre vosotros, mas a Mí no siempre me tendréis”.

Obligación es la limosna; pero no lo es menos el honrar a Jesús. Y añadió: “Con su unción ha rendido anticipadamente a mi cuerpo honores fúnebres, lo que no le será dado hacer en el   día de mi crucifixión, ni en la mañana del domingo de mi resurrección, cuando me buscará en el   sepulcro. Muy lejos de ser un derroche inútil la unción de María Magdalena, es una obra de piedad profunda, que será alabada por todos los siglos, doquiera se predique el Evangelio”.


3) Lecciones prácticas se pueden sacar, no poco fructuosas, de este pasaje evangélico: una de la Magdalena, aprendiendo de ella a honrar a Jesús con todo lo más rico que tengamos y no teniendo por despilfarro lo que se emplee en esplendor del culto o en adorno del templo. Que no faltan, aun en nuestros días, quienes censuren, con apariencia de compasión hacia los pobres, los gastos, a veces suntuosos, que en iglesias, cálices u ornamentos se hacen. “Ut quid perditio haec” ¿a qué este derroche?” Y son los que ni entienden quién es Jesús y lo que Jesús merece, ni ven en los pobres a Jesús y no pocas veces ni saben socorrerlos, sino insultándolos, con bailes o espectáculos, que matan las almas, sin curar los cuerpos.

Socorramos, sí, con generosidad a los pobres; pero no nos olvidemos del que por nosotros se hizo pobre siendo inmensamente rico, y procurémosle toda la honra que nos sea posible.

 

4) Admiremos también y reverenciemos la benignidad amorosa de Jesús, que tan valientemente salió a la defensa de María y tan serenamente corrigió a sus detractores, enseñándoles la verdadera doctrina. ¡Cuánto agradece lo que con amor se hace por El y cómo lo recibe a título de servicio que sabe pagar con sobretasa magnífica! ¡Qué buen Señor tenemos! ¡Cómo quedaría la Magdalena al oír las bondadosas frases del Maestro! ¡Y cómo Judas al verse penetrado hasta lo más secreto del alma!

Pero su corazón metalizado, lejos de conmoverse, se endureció más y lo lanzó al fondo del precipicio. Viéndose defraudado en sus sueños de un reino mesiánico, en el   que pensara medrar a la sombra de Jesús; desengañado de que para aquel Maestro lo único que él estimaba, el vil metal, no tenía precio ninguno, se decidió a entrar en tratos con los enemigos de Jesús para perderle, sacando de su ruina la mayor utilidad posible; se fue a los príncipes de los sacerdotes para poner a Jesús en sus manos ¡Adónde puede llevar una pasión consentida!

Postrados a los pies de Jesús, unjámoslos con el bálsamo de la devoción de nuestros. corazones, rendidos a su amor. Démosle cuanto tenemos, ofrezcámosle el incienso de nuestra oración, la mirra de nuestra mortificación, el oro de nuestra caridad. Pidámosle su amor y esfuerzo para seguirle de cerca y confesarle ante el mundo entero.

 

 

 

 

 

32ª  MEDITACIÓN

 

EL DOMINGO DE RAMOS

 

Es meditación la de esta entrada triunfal de Cristo en Jerusalén muy apta para cerrar las de su vida apostólica. En el  las hemos ido siguiendo los pasos de nuestro Capitán para pisar sobre ellos en su seguimiento; lo hemos estudiado procurando llegar a tener interno conocimiento de Él para más amarle y seguirle, y si lo hemos hecho con diligencia, sin duda que brotarán de nuestro corazón afectos y de nuestros labios frases análogas a las que brotaron de los labios y corazones de las turbas que aclamaban a Jesús por Mesías el día de Ramos; pero hemos de procurar que no sean como las de aquellos desdichados, entusiasmo pasajero que se trueca en pocos días en desprecio y odio insano que convierte en denuestos a las alabanzas y en petición de muerte las aclamaciones jubilosas de triunfo.

 

Preámbulo. La historia es que Jesús, el día siguiente de su visita a Betania, partió para Jerusalén, y habiendo llegado cerca de Betfagé (la villa de los higos verdes), frente al monte de los Olivos, se detuvo y envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea que está frente a vosotros, y al entrar en el  la hallaréis al paso un pollina atado, sobre el cual todavía no ha montado nadie; desatadlo y traédmelo, y si alguien os dice: ¿Qué estáis haciendo?, ¿por qué lo desatáis?, le contestaréis. El Señor lo necesita, y al punto os lo dejará traer acá”.

Y todo pasó como Jesús lo había predicho. Llenos de gozo, los Apóstoles tomaron el mejor de sus mantos y lo pusieron sobre el asno, y le hicieron sentar en el  a su Maestro. No sabían que así realizaban las palabras del profeta Zacarías (Zach., 9, 9): “Decid a la ciudad de Sión: Mira que viene a ti tu Rey dulce sentado sobre un pollino, sobre un pollino de una asna”.

Los peregrinos venidos a Betania para llegarse a Jerusalén participaban del regocijo de los Apóstoles; los unos tendían sus mantos multicolores ante el Señor; otros cubrían el camino de ramos arrancados a los olivos y palmeras que bordeaban el camino. Llegados a las alturas del monte Olivete, vieron alzarse ante ellos Jerusalén y su templo, resplandeciente a los fulgores del sol esplendoroso de Oriente.

Ante tan magnífico espectáculo creció el entusiasmo y estalló en clamores de triunfo: “¡Hosanna!, gritaban los Apóstoles y el pueblo: “Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” Detúvose Jesús a la vista de Jerusalén y lloró su ingratitud.

Los jubilosos clamores de la falda del Olivete llegaron hasta el templo, y de las casas y tiendas de campaña esparcidas en el   valle del Cedrón acudieron numerosos peregrinos congregados para la Pascua y se unieron al cortejo. Enteráronse de que era Jesús de Nazaret, el gran profeta, el hombre de los milagros, el que había resucitado a Lázaro, y quisieron tomar parte en el   regocijo universal, y agitando palmas marchaban delante en esta entrada triunfal. Y alababan a Dios grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “¡Hosánna al hijo de David ¡ Bendito el que viene como Señor! ¡El Rey de Israel! Paz en el   cielo’ Hosanna al Altisimo”.  Y se conmovió toda la ciudad preguntando “Quien es ése” Y la muchedumbre contestaba. “Es el profeta Jesús de Nazaret, de Galilea”

Habiendo entrado en el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curo. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacia y a los niños que estaban gritando en el   templo “Hosanna al Hijo de David” se irritaron y le dijeron: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús 1es contestó: Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste salir alabanzas?”

 

Composición de lugar. El camino de Betania a Jerusalén. Betania, hoy llamado El-Azariyé, en memoria de Lázaro, es un pueblecito a 15 estadios, unos tres kilómetros, de Jerusalén, al otro lado del monte Olivete. Llamábase así este monte por estar plantado de olivos, situado al este de Jerusalén, separado de ella por el barranco o torrente Cedrón. Elevábase su cumbre a 818 metros sobre el nivel del mar, y era desde él la perspectiva muy bella; hacia la parte oriental se divisaba el mar Muerto, el valle del Jordán y las montañas de Moab; hacia el poniente los montes de Samaria, Jerusalén y Belén. En su vertiente oriental se asienta Betania, desde donde salió Jesús con los suyos para su entrada triunfal.

 

Punto 1.° EL SEÑOR ENVÍA  A POR ASNA Y SU  POLLINO, DICIENDO: DESATADLOS Y TRAÉDLOS, Y SI ALGUNO OS DIJERE ALGUNA COSA, DECID QUE EL SEÑOR LOS HA MENESTER Y LUEGO LOS DEJARÁ.

 
1) Sale Jesús de Betania para Jerusalén; se avecinan las horas de su Pasión, y diríase que quiere darnos a entender en esta entrada triunfal la alegría con que, por nuestro amor, va a padecer; alegría no ciertamente sensible y de la parte inferior, sino espiritual y de la parte superior. ¿Estamos nosotros así dispuestos a trabajar y sufrir por amor de quien tanto nos amó? ¡Cuántas veces la sola previsión de algún sufrimiento que en nuestra marcha en seguimiento de Jesucristo nos amaga encoge nuestros corazones de tal modo, que nos hace detener y quizá hasta abandonar la empresa comenzada! Pidamos esfuerzo y temple de alma para sufrir.

Quiso, además, dar una prueba palpable de que era el Mesías predicho por las profecías, brindando nueva ocasión de reconocerle a los que se obstinaban en cerrar los ojos a la luz de la evidencia con inexcusable malicia. Dios ofrece su gracia a todos, y muchos la desprecian; no así nosotros, sino que hemos de ser muy diligentes en aprovechar agradecidos los beneficios del Señor y cooperar solícitos y diligentes a su gracia.

Finalmente, dio también a sus enemigos una prueba más de que, aunque habían decretado más de una vez su muerte, no lograrían realizar sus designios mientras Él no les soltara las manos. Si somos fieles seguidores de Jesús, sus enemigos, que son los nuestros, nada podrán en nuestro mal hasta que Él no se lo permita.


2) Para preparar la entrada envía a dos de sus discípulos a que le traigan una asna con su pollino, sobre el que había de marchar montado, y les anuncia cuanto les había de acaecer. A sus ojos, todo está patente, y así nos muestra su divinidad. Tiene además en sus manos los corazones de los hombres, y así, el dueño de aquellos animales, al escuchar el deseo de Jesús, no opone la menor resistencia a que se cumpla.

¡Qué palabras tan dignas de consideración las que por sus Apóstoles les dirige!: “El Señor lo necesita” ¿Cómo oponernos, si es el Señor, y de su mano lo hemos recibido todo? Todo es suyo, y, sin embargo, ¿cuántas veces, olvidados prácticamente de ello, así usamos de las cosas, como si ningún derecho tuviese sobre ellas el Señor, y aun abusamos de sus mismos dones y beneficios para volvernos contra Él?

Bien podemos aprender de la fidelidad de los Apóstoles en ejecutar cuanto el Señor les indicara, y de la docilidad del dueño en ceder, sin oponer dificultad ni reparo alguno, sus cosas a la insinuación de la voluntad del Señor.

Nunca será demasiado el empeño que en los Ejercicios pongamos en perfeccionar nuestra solicitud por conocer la voluntad del Señor y nuestra docilidad en ponerla por obra hasta en sus menores detalles.

Si lo hacemos, ¡cuán bien nos sucederá! ¡Pidamos a Jesús que nos diga lo que de nosotros quiere, y estudiemos el modo en que podremos cooperar al triunfo de nuestro Capitán, al reconocimiento de sus derechos, a que reine!

 

 

Punto 2.° SUBIÓ SOBRE LA ASNILLA, CUBIERTA CON LAS VESTIDURAS DE LOS APÓSTOLES.


1) Todo sucedió como Jesús lo había predicho. y trajeron los Apóstoles a la asnilla y a su pollino, y colocaron sobre él sus capas, y subió en el  Jesús. Elegían el mejor de sus mantos para adornar la montura del Maestro, cooperando gustosos al esplendor de aquel triunfo. ¡Bien lo merecía quien por tantos títulos es Rey!

¡Es Rey y se contenta con tan poco! Su montura, un jumentillo; sus aparejos, los pobres mantos de sus discípulos; sus mesnadas, unos humildes artesanos y algunos peregrinos del pueblo; sus cortesanos, los Apóstoles. ¡Es que su reino no es de este mundo! Si lo fuera, tendría, sin duda, soldados que le acompañasen y cortesanos que, ricamente vestidos, le rodeasen, y espléndidos adornos y magníficos corceles en que cabalgar.

Así son los reyes de la tierra; hombres como los demás, necesitan de todo ese esplendor y boato postizo para destacarse. No así Jesús; ¡Rey de reyes y Señor universal, de nada necesita, pues es la misma grandeza! Cuanto su apariencia sea más modesta, será más clamoroso el triunfo.

 
2) Tres causas han asignado los expositores a esta entrada en Jerusalén en la forma en que Jesús la hizo:

1ª. el cumplimiento de las profecías;

2ª. el dejarnos un ejemplo de humildad y mansedumbre;

3ª. el afirmar claramente su realeza al modo predicho por los profetas al llegar su hora. Combina el evangelista en una misma cita a Isaías (62, 11) y Zacarías (9, 9). Estos dos pasajes predicen el   carácter humilde, benigno y, sobre todo, pacífico del Rey-Mesías, que no había de entrar en la ciudad con el fausto y aparato de los conquistadores terrenos, montado en un caballo o dromedario, sino que, por el contrario, entrará sentado sobre un pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo (Mt., 21, 5), en el   cual nadie ha montado hasta ahora (Mc., 11, 2).

       No quiere esto decir que sea el asno considerado por los orientales como una montura trivial; pero aun entre ellos no lo montan los guerreros. De que tal acto fuera cumplimiento de las profecías no se dieron cuenta por entonces los discípulos, pero cuando Jesús fue glorificado se acordaron de que esto había sido escrito acerca de Él y que ellos mismos lo cumplieron.

Veamos a nuestro Rey lleno de mansedumbre y dulzura. Va predicando y brindando paz, como lo indican las palabras que, según San Lucas (Lc., 19, 42), pronunció en ocasión de esta entrada en Jerusalén: “Quia si cognovisses et tu, et quidem in hac die tua, quae ad pacem tibi! ¡Si conocieses también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz!”

Y Jerusalén no supo aprovecharse de aquel ofrecimiento: al menos nosotros aceptemos gustosos esa paz, preludio de la eterna felicidad que Jesús nos trae. Y veamos cuáles son los medios para lograrla: ¡mansedumbre, pobreza y humildad! Aprendámoslas de nuestro Rey y Maestro para lograr el premio que promete: “Discite... et invenietis requiem animabus vestris… y hallaremos el reposo para nuestras almas” (Mt., 11, 29).

Pero acaso se nos ocurra pensar ¿cómo Jesús, tan humilde, se deja honrar y admite las muestras de respeto y veneración de sus discípulos y seguidores? Es que se trataba de la gloria de Dios, no de la suya; y cuando de ella se trata y del triunfo de la verdad, sería falsa humildad huírla y rechazarla, y redundaría en olvido de los derechos de Dios y triunfo de sus enemigos.

 

 

Punto 3.° LE SALEN A RECIBIR TENDIENDO SOBRE EL CAMINO SUS VESTIDURAS Y LOS RAMOS DE LOS ÁRBOLES Y DICIENDO “SÁLVANOS, HIJO DE DAVID; BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR. SÁLVANOS EN LAS  ALTURAS”.

 
1) Montado Jesús, comenzó a caminar hacia Jerusalén; en pocos instantes, la caravana de peregrinos galileos se transformó en una solemne procesión de triunfo para el Mesías; muchos de entre la muchedumbre tendían sus capas por alfombras para que sobre ellas pisase Jesús; otros cortaban ramos de los árboles y los echaban también en el   camino y los agitaban al aire; y transportados de alegría todos, al acercarse a la ciudad comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “Hossanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene como Señor, Rey de Israel! ¡Paz en el   cielo y gloria en las alturas!” (Mt., 21, 9, y Lc., 19, 38).

       ¡Hosanna!, que vale tanto como «Salve», era una exclamación consagrada por la costumbre en las procesiones; saludaban, pues, al Hijo de David, al Rey de Israel y al Mesías tan deseado. Impotentes los fariseos para prevenir y contener esta explosión popular, encontraban, al menos en el  la, la ventaja de hacer responsable a Jesús de aquel desorden: ¡Maestro, reprende a tus discípulos: “Si ellos se callan, responde Jesús, gritarán las piedras” (Lc 19, 40). Y la ciudad entera se conmovió, y se preguntaban: ¿Quién es Ese? Y los que acompañaban a Jesús respondían: Es Jesús, el Profeta de Nazaret, de Galilea.

Como es natural, al bullicio acudieron presurosos los niños, y llegado el cortejo al templo, cuando los demás callaban, los niños seguían clamando con entusiasmo a todo pulmón: “Hosanna al Hijo de David! Hosanna!” Es muy natural esta escena a la vida religiosa del niño. En las escuelas habían aprendido de memoria el Salmo de donde está tomado el Hosanna (117, 26). Habíaseles también enseñado a tremolar los ramos durante la fiesta de los Tabernáculos en cuanto se dejaba oír el Hosanna.

Estaban, pues, los niños en las horas de la entrada de Jesús en el   espíritu del ceremonial de la fiesta de los Tabernáculos más todavía que los adultos. En el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curó. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacía y a los niños que estaban gritando, se irritaron y le dijeron a Jesús: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús les contestó:  Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste brotar alabanzas?” (Mt 21, 14-16). “Los fariseos, pues, se dijeron unos a otros: Ya veis que nada adelantarnos; ved cómo todo el mundo se va en pos de El” (Jn. 12, 19).


2) Reflexionemos para sacar algún provecho de las enseñanzas que de este suceso se pueden deducir. Es el triunfo de nuestro Capitán, el Rey eternal cuya vida venimos contemplando, para «siguiéndole en la pena, también seguirle en la gloria».

Qué diferencia de esta gloria y este triunfo a la gloria y triunfos de los reyes temporales! Quiso, dice Lagrange, O. P. (El Evangelio de N. S. Jesucristo), «que su triunfo se hiciera con gloria tan modesta que no excitase sospechas en los romanos ni hubiese nada de ruidoso ni de revolucionario. Se ha hablado mucho de la nobleza de los asnos a los ojos de los orientales. Un romano pasando cerca, sobre un caballo bien enjaezado, el casco a la cabeza, la lanza en ristre, se habría sonreído con ganas de aquel cortejo grotesco: una mascarada, una caricatura de la subida al Capitolio. Jesús, Rey manso y humilde, aceptaba aquellos humildes homenajes; y aquellas buenas gentes hacían lo que podían. No está su reino en fastuosidades exteriores, sino en las almas, en la paz, en la tranquilidad, en la santidad».

Las gentes sencillas tendían sus mantos a los pies de Jesús; tú, ¿qué vas a poner? Tiende tu amor; tiende, para que sobre ello marche triunfalmente, tu Rey, lo que El mismo te ha pedido en estos días de Ejercicios.

Acabas de hacer tu elección, tu reforma; ponla a los pies divinos de Jesús pídele que pise triunfante sobre tus riquezas, que por Él quieres dejar; sobre tu voluntad, que por Él quieres sujetar a la obediencia; sobre tu sensualidad, que anhelas dominar para seguir casto al que es la misma pureza; sobre cuanto tienes, todo cuanto puedes, todo cuanto vales.    ¡Todo para Él; todo a Él rendido; todo a Él para siempre entregado!


3) Cuánta verdad la que encerraban los gritos y aclamaciones, acaso para muchos inconscientes, con que solemnizaba la muchedumbre la triunfal entrada de Jesús. ¡La paz queda hecha con el cielo! ¡El reino de la justicia, establecido! ¡ La libertad, devuelta a los cautivos! ¡Israel está en salvo! Tal es la labor de Jesús. Y los Apóstoles y discípulos contarían a las gentes las obras, predicación y milagros de Jesús llenos de entusiasmo legítimo.

Recuérdalos tú también; los has estudiado estos días de santo retiro, en los que has ido siguiendo paso a paso los caminos de tu Capitán: ¡es tu Rey, Hosanna! Si a Él te sujetas, bajo su cetro encontrarás la paz, el bienestar, la dicha, el camino seguro del cielo. ¡Dichoso tú si comenzaras de una vez a vivir como buen súbdito de tan buen Rey y a seguirle de cerca! ¡No hagas lo que aquellas turbas que con tanto entusiasmo aclamaban a Jesús en la hora del triunfo, y al caer de la tarde le dejaron sin ofrecerle un abrigo en que pasar la noche!

       Buena ocasión será ésta para renovar tu amor y amistad eterna y permanente con el Señor y ofrecerle tu corazón como morada perpetua de pan y amor.

 

 

 

33ª  MEDITACION

 

EL DISCURSO DE LA CENA

 

 

Es el adiós del corazón más delicado y sensible que ha existido, el de Jesús; es su testamento de amor. No se puede sujetar a una sinopsis de orden riguroso, pues es, más que discurso preparado, una efusión del alma, una charla amistosa, en la que el Corazón de Jesús se abre manifestando sus varios sentimientos; por eso se repite a veces y vuelve sobre las mismas ideas para inculcarlas más. Con amor y cuidado exquisitos nos ha transmitido esta bellísima página el Evangelista San Juan, que dedica a compendiar el discurso de Jesús cinco capítulos, del 13 al 17, en su no largo Evangelio.

Sirven de preámbulo los 30 primeros versículos del capítulo 13, en los que se nos narra el lavatorio de los pies y el anuncio de la traición de Judas hasta la salida de éste del Cenáculo (13, 1-30). Síguense unas frases que preludian las de despedida y la predicción de la caída de Pedro (31-38). En los capítulos 14, 15 y 16 se pueden distinguir a primera vista dos conjuntos principales: el primer discurso desarrollado en el   capítulo 14 y el segundo, más amplio, en los capítulos 15 y 16.

En el   primero la idea dominante es la de la próxima separación; de ella consuela Jesús a sus discípulos, dándoles razones de aliento y diciéndoles que más bien que entristecerse debieran alegrarse de su partida al Padre. Al terminar esta parte con la frase: “A fin de que conozca el mundo que yo amo a mi Padre y que cumplo lo que me ha mandado, levantaos y vámonos de aquí”, podemos imaginarnos, como lo hacen autores muy dignos de respeto, y prescindiendo de otras opiniones de lo que a estas palabras se siguió, que Jesús, al decirlas, se levantó de la mesa, sí, pero no salió aún para el huerto, sino que se entretuvo en el   mismo Cenáculo en sabrosa plática o en la misma sala de la Cena o en la terraza de la casa.

Dos partes principales se pueden considerar en la continuación del discurso: Primera: Con la comparación de la vid, desarrolla el tema de la caridad: unión de los discípulos con Jesús y entre ellos (15, 1-17); a la cual unión se opondrá la rabia del mundo incrédulo y perseguidor (15, 18 y 16, 4). En el   versículo 5 del capítulo 16 expresa Jesús la idea de su partida.

En la segunda parte consuela a sus discípulos con el anuncio de la venida del Espíritu Santo (16, 7-15) y de su propia vuelta (16-22) y con la promesa de que serán oídas las oraciones hechas en su nombre (22-27), y termina con palabras de aliento para la lucha que se avecina (32-33). El capítulo 17 contiene la que suele llamarse plegaria sacerdotal de Jesucristo, de una solemnidad y grandiosidad imponentes.

El objeto principal, y como tema de toda ella, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad. Jesús levantó sus ojos al cielo, como para indicar aun exteriormente el cambio de forma de su discurso. Se pueden distinguir en esta plegaria tres partes: Primera. Rogó por Sí mismo (17, 1-5). Segunda. Por sus discípulos presentes, que han de continuar su obra (6-19). Tercera. Por los que habían de creer en el  al escuchar la predicación de los Apóstoles. Cierra la oración un breve epílogo (24-26), que resume la plegaria.

 

Para la meditación destacaremos tres ideas:

Primera. Amor a Jesucristo.

Segunda. Amor mutuo de caridad fraterna.

Tercera. Oración sacerdotal, y procuraremos deducir    enseñanzas de utilidad práctica.

Pidamos la gracia para penetrar íntimamente las enseñanzas de Jesús y cumplir siempre con fidelidad sus recomendaciones.


Punto 1º  “MANETE IN DILECTIONE MEA…  PERMANECED EN MI AMOR” (Jn 15, 9).


1) Recomienda Jesús a sus Apóstoles el que permanezcan fieles en su amor, y les da para animarles a ello una razón muy eficaz: “Como el Padre me ha amado, Yo os he amado a vosotros” (v. 9). Realmente, si se piensa un poco, se echa pronto de ver la fuerza de esta razón para movernos a amar de veras a Jesucristo. Mi Padre, les dice, me amó a Mí, y este amor fue la razón de todos los bienes de que mi naturaleza humana se ve tan espléndidamente adornada, pues que sólo por amor la comunicó liberalmente el que sin previos méritos se uniese a la Persona Divina, unión de la que redundaron y redundan todos los bienes.

Pues bien: de análoga manera mi amor para con vosotros es tal, que no tiene cosa que se le puede comparar, sino el que me tiene mi Padre. Por ese amor Cristo los eligió, sin méritos previos, para que le siguieran, pruebas de ese amor se las ha dado abundantes en los años que con Él han convivido, educándoles, instruyéndoles, adornándoles de extraordinarias gracias y privilegios, preparándoles el gran premio de la vida eterna; en ese amor se les da todo, en el   tiempo y en la eternidad. Y como a ellos, a nosotros. Perseveremos en el .

¿Qué hacer para ello? Nos lo dice claramente el. mismo Jesús: “Si praecepta mea servaveritis, manebitis in dilectione meas sicut et ego Patris mei praecepta servavi, et maneo in ejus dilectione… Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; como Yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor” (v. 10).  Esa es la gran señal de amor, la guarda de los mandamientos.


2) ¿Cómo lograrla? Con nuestras solas fuerzas, de ningún modo; porque se lo acababa de decir el mismo Jesús: “Sine me nihil potestis facere… Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En cambio, unidos a Cristo vivimos su vida y damos frutos de vida eterna: “Quien está unido conmigo y Yo con él, ése da mucho fruto”. Unidos a la vid, que es Cristo, somos sarmientos llenos de vida, que damos frutos de santidad y amor. Y de ahí brota nueva unión con Cristo.

En el   v. 21 nos dice Jesús: “Quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y e1que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré..., y vendremos a El y haremos mansión dentro de Él”. Deliciosa unión que nos hace templos de Dios vivo. Pero es aún poco para el amor de Cristo, y a quien en su amor permanece le proporciona medio de unirse con Él más apretadamente aún.

Escuchémosle: “Qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem, in me manet et ego in illo…Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí permanece y Yo en el ”. (Jn 6, 56). Y ésa sí que es unión íntima. Declarándola, San Cirilo de Alejandría escribe: «Dice aquí que estará en nosotros por participación natural. Porque como si pusiese uno al fuego dos pedazos juntos de cera y los derritiese, se haría una sola cosa de ambos, así por la participación del cuerpo de Cristo y de su preciosa sangre se une Él a nosotros y al mismo tiempo nosotros a Él... Y si no te dejas persuadir de mis palabras, presta fe al mismo Cristo, que clama: En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Porque el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el   último de los días. Oyes qué claramente te dice que si no comemos su carne y bebemos su sangre, no hemos de tener en nosotros, es decir, en nuestra propia carne, la vida eterna. Mas cierto que se considerará con derecho a la vida eterna la carne de la vida, es decir, del Unigénito.»


3) Meditemos, y si queremos vivir en esta unión, merced a la cual podremos producir frutos de vida eterna y sin la cual nada podemos conducente a la vida eterna, guardemos los mandamientos, estimemos la gracia sobre todo otro bien y recibamos el cuerpo santísimo de nuestro Jesús.

Esa unión producirá en nosotros frutos suavísimos; cierto que el más precioso es el vivir la vida de Cristo, que es vida eterna; pero, además, nos promete Jesús que “si permanecéis en Mí y mis palabras permanecieren en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os otorgará” (15, 7). De suerte que, además de permitirnos esta unión dar frutos de vida eterna, dará a nuestras oraciones una eficacia omnímoda.

Y la razón es clara, porque «el discípulo que pide unido a Cristo, nada podrá pedir sino lo que convenga a Cristo... Manendo quippe in Christo, quid velle possunt nisi quod convenit Christo?» (Aug. in Jo., tract. 81, n. 4. ML. 35, 1842).

 


Punto 2.° “HAEC MANDO VOBIS, UT DILIGATIS INVICEM… LO QUE OS MANDO ES QUE OS AMÉIS LOS UNOS A LOS OTROS” (Jn 15, 17).

 
1) Con no menos instancia que su amor quiso recomendarnos Jesucristo el amor mutuo de fraterna caridad. ¡Con qué frases tan significativas y con qué instancia tan repetida! Mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros, y que del modo que Yo os he amado, así también os améis recíprocamente”. Quiere Jesús que los que con Él forman una sola cosa, su cuerpo místico, permanezcan siempre, como parece natural en miembros de un mismo cuerpo, unidos entre sí con el más estrecho vínculo de la caridad; y así se lo manda. Pero ¿por qué llama nuevo a este precepto?

Ya en la ley mosaica (Lev 19, 18) se mandaba “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Así es; pero ese precepto era ya letra muerta y se había dado al olvido, o, al menos, se había entendido y practicado mal. El israelita sólo consideraba como prójimo a su conciudadano o connacional; pero de ninguna manera a los extranjeros y los gentiles; y era para él la ley norma meramente negativa, que le imponía el no hacer mal al prójimo, pero no le movía a practicar con él el bien. Así, pues, resultaba ya nuevo el precepto de Jesús.

Lo era también, además, porque Jesús le infundía un nuevo espíritu, le imprimía eficacia nueva y le proponía un nuevo ideal. El nuevo espíritu era el Espíritu de Cristo; el nuevo ideal, el ejemplo de Cristo. Ideal en verdad sublime, que eleva el amor mutuo a alturas insospechadas para los antiguos.

Jesús nos amó, dice Santo Tomás, «gratuite, efficaciter et recte», gratuita, eficaz y rectamente. Modelo acabadísimo del amor que previene, que colma de beneficios, sin cansarse por olvidos y desprecios, que se olvida de sí mismo y se entrega hasta morir en medio de tormentos horribles por nuestro amor, por nuestra vida, por nuestra eterna salvación; ésa es la meta. Imposible de alcanzar sin la gracia, que el mismo Jesús infunde en nuestras almas, que es para nosotros nueva vida, la vida de Cristo.

Él crea en nosotros un corazón nuevo, como el suyo, de suerte tal que podrá el gran Apóstol Pablo escribir a los fieles de Filipo que les ama con el corazón de Cristo. Y del modo en que Cristo ama en cada uno de nosotros lo que su generosidad nos ha dado, así sus discípulos amarán en sus hermanos a Cristo en el  los escondido, mereciendo de tal suerte encontrar un día cara a cara a Cristo glorioso. Esta es la gran novedad del precepto del amor.

Novedad es también, aunque derivada de lo que hemos dicho, el que el motivo de amar al prójimo es el amor mismo de Dios; sin el cual no puede la caridad ser sincera ni verse libre de otros motivos meramente humanos que la desnaturalizan, ni durable y digna de premio eterno.


2) Mandamiento distintivo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (13, 35). Quiere Nuestro Señor que nuestra caridad no sea meramente interna, sino que, obrando del corazón inflamado en el   amor de Cristo y vivificado por el Espíritu de Cristo, se muestre en obras que todos vean y admiren. Y fue así en realidad; los paganos de África, cuenta Tertuliano, que al ver la sociedad cristiana naciente, llenos de admiración exclamaban: «Vide, inquiunt, ut invicem se diligant: ipsi enim invicem oderunt: et ut pro alterutro mori sint parati: ipsi enim ad occidendum, alterutrum paratiores erant…Mira, se decía, cómo se aman mutuamente: mientrar ellos se odian mutuamente; y cómo están dispuestos a morir los unos por los otros; mientras  ellos están más dispuestos a darse la muerte» (Apol., 39. ML. 1, 471).

Era que los primeros cristianos, por el Señor y sus Apóstoles educados, tan acabadamente entendieron y tan admirablemente practicaron este precepto, que pudo de ellos escribirse en los Hechos de los Apóstoles (4, 32) que “eran un solo corazón y un alma sola”; y se llamaban “hermanos”, y sus reuniones de comunión eucarística eran «ágapes», es decir, «amor». Así maravillaron al mundo gentil, sembrado todo él de odio infernal.

Exponiendo San Agustín este pasaje de los Hechos, escribe: «Otros dones míos los poseen también, como vosotros los no míos, no solamente la naturaleza, la vida, el sentido, la razón y aquella salud que es patrimonio común de los hombres y las bestias, sino aun el don de lenguas, los sacramentos, las profecías, la ciencia, la fe, el dar sus cosas a los pobres, y el entregar su cuerpo a las llamas; pero, porque no tienen la caridad, suenan como campanadas, nada son, de nada les aprovecha cuanto tienen. Así que, no en estos dones míos, aunque buenos, que pueden tener aun los que no son mis discípulos, sino en esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tengáis mutuo amor» (In Jn Ev., tr. 65, 3. ML. 35, 1.809).

Reflexionemos: tiembla uno al mirar en torno y ver sólo ingentes ruinas, producidas por el odio; al constatar con inmensa pena que aun en individuos y familias y sociedades que se llaman cristianas falta la caridad: ¡no tienen derecho a tan precioso título! ¡O tenemos caridad, o no tenemos derecho a llamarnos cristianos! ¡Pensémoslo y saquemos las consecuencias!


3) “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 12). ¿Por qué lo llama Jesús suyo? Quizá porque le es más amado, o mejor, porque compendia y encierra en sí todos los demás, que no pueden quebrantarse sin quebrantar éste, y quedan bien garantizados en su exacta guarda, con sólo que se cumpla fielmente el precepto del amor fraterno: “Plenitudo enim legis est dilectio”…la plenitud de la ley es el amor: qui enim diligit proximum legem implevit,  quien ama al prójimo tiene ya cumplida la ley” dice San Pablo (Rom., 13, 10), (Ib., 8). Y es así, porque el amor del prójimo supone el amor de Dios, y no puede existir sin él. Como a su vez el amor de Dios exige e impone el amor del prójimo; así nos lo dice San Juan en su primera Epístola (4, 20).

San Pablo, penetrado de esta doctrina, compendia la perfección de la caridad en la imitación de Cristo, “como yo os he amado”, y de Jesucristo entero: “acogeos los unos a los otros, como Cristo os ha acogido para gloria de Dios” (Heb., 15, 7). “Caminad en el   amor, como Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo a Dios por nosotros, en oblación y hostia de suave fragancia” (Efe. 5, 2). La caridad mutua debe animar toda vuestra vida, como la de Cristo para con nosotros: “Esposos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella” (Ib., 2, 5).

La moral cristiana no es una realización de un ideal abstracto, ni la sumisión a una ley impersonal o a un axioma eterno, sino que es amor de una persona, la de Cristo, y empeño de copiar y reproducir con toda perfección sus sentimientos y sus acciones. ¡La imitación de Cristo!, ¡el formar en nosotros a Cristo!

Y la cumbre y la prueba más resplandeciente y grande del amor es dar la vida por el amado: “¡Que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos!” (Jn 15, 13). A ejemplo de Cristo, deben estar sus discípulos prontos a dar su vida por el prójimo. Y tal sería la más genuina prueba de legítimo cristianismo.

 

 

Punto 3.° LA ORACIÓN SACERDOTAL (Jn 17, 1-26).


1) Así se suele llamar a este capítulo de San Juan, que constituye la última parte del discurso de la Cena. Y es que revisten sus palabras una fuerza y grandiosidad extraordinarias; y se diría que Cristo se transforma de Maestro en Intercesor, y de Profeta en Gran Sacerdote. La idea principal, que impregna toda la oración, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad.  

Comienza la oración con un gesto exterior expresivo de oración: “levantando sus ojos al cielo”.Ayuda no poco a mejor comprender el sentido y la marcha de esta oración el recordar lo que en el   segundo versículo se nos dice, que a Cristo ha dado el Padre poder de vivificar a todo el género humano: “Haec est autem vita aeterna, ut cognoscant te, solum verum Deurn, et quem misisti Jesum Christum…la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo” (v3).

Y este conocimiento es fruto de triple predicación: la de Cristo, que manifestó y clarificado volverá a manifestar el nombre del Padre a sus Apóstoles (v.6); la de los Apóstoles, que, enseñados por Cristo e ilustrados por el Espíritu Santo, manifestarán a la Iglesia el nombre y dignidad del Padre y del Hijo; y la de la Iglesia, que, vivificada maravillosamente por el Espíritu de Cristo, por su ministerio apostólico, manifestará al mundo la dignidad estupenda del Padre y del Hijo.


2) De ahí las tres partes de la oración, íntimamente vinculadas entre sí. Pide, en primer lugar, Cristo para Sí la claridad de cuerpo glorificado: “Te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encargaste; ahora glorifícame, Padre mío, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve en Ti, antes que el mundo existiera” (v.5).

Jesús ha dado gloria al Padre sobre la tierra, con su predicación, sus milagros, su obediencia: su misión va a terminar en la Pasión, que considera como cumplida, pues se ha ofrecido ya como víctima. Esta Pasión va a oscurecer su gloria más que ninguna otra cosa.

En retorno, pide Jesús el ser glorificado por su Padre y reasumir la gloria que tenía junto a su Padre antes de la creación del mundo. Esta glorificación será la del Verbo encarnado resucitado y será cumplida cuando su humanidad se verá asociada a la gloria eterna de su divinidad, en la unidad de persona.

Pide después Jesús para los Apóstoles y sus sucesores (6-20) el espíritu de fortaleza, de paz, de santidad y de verdad, con el que sean constantes en la fe y en la confesión del Padre y del Hijo, vencedores del mundo y de su espíritu, unidos fuertemente entre sí, ilustrados y robustecidos con el carisma de la verdad. Para obtener de Dios esta especial protección alega Jesús tres motivos: porque son tuyos: del Padre y míos, pues me los diste Tú (v. 9); porque me han glorificado (10), y porque van a quedar solos en el   mundo (11-13).

Ora Jesús, en tercer lugar, por la Iglesia universal, y pide que sean todos uno. ¿Con qué unidad? En primer lugar, mística y sobrenatural: “que también ellos sean uno en nosotros”. Y qué quiera decir este en nosotros, se explica a continuación: Yo estoy en el  los, y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad. Y aún se explica más cómo está Cristo en nosotros: Yo les he dado la claridad que me diste a Mi, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros (v.22).

Se trata de la unidad admirable, que se ha de lograr mediante la comunión del Espíritu vivificante por los multiformes dones de la gracia. Aunque primordialmente se refiera a esta unidad mística, con Cristo de cabeza; pero también se trata de la unidad externa, social y jerárquica, pues que Cristo ora no sólo por los Apóstoles, sino también “por los que han de creer en Mí por medio de su predicación” (v. 20).

Al comenzar su discurso Jesús dijo a sus Apóstoles: “Cuando Yo me fuere y os preparare el lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros” (v.14, 3). Y al terminar el mismo discurso dice a su Padre: “Yo deseo que aquellos que Tú me has dado estén conmigo allí mismo donde Yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado” (v.17, 24). Esta gloria que están llamados a gozar es la eterna del Verbo, la que su Padre le ha dado en prenda de su eterno amor.

Cuánto debe ser nuestro agradecimiento a un tan buen Señor y Maestro, que ha pedido para sus discípulos lo mejor que se puede desear. Y cómo debe animarnos a ser fieles al Rey cuyo seguimiento hemos jurado, el ver cómo se preocupa de sus soldados y les proporciona cuanto se necesita para luchar y vencer.

Pidamos al Señor la perseverancia en su santo amor, que nos haga unirnos más íntimamente cada día con El. Pidámosle también la caridad fraterna, por la que vivamos unidos con nuestros hermanos. Y la victoria en las luchas con el mundo, para lograr la eterna palma.

 

 

 

34ª  MEDITACIÓN

 

LA ÚLTIMA CENA

 

Viene a ser esta meditación como un preámbulo a las de la Pasión; hemos, pues, de entrar en el  la con el alma llena de ansias de aprovecharse. «Ha de entrar el alma en esta consideración mirándose a sí como causa de tanto dolor, ignominia y tormento, y que todo el bien que tiene y el haber sido prevenida y librada del mal es por aquellos merecimientos. “Et quia cum lacrimis et clamore valido orans exauditus est pro sua reverentia… y porque orando cn lágrimas y con clamor válido ha sido escuchado por su gran reverencia” (Hbr 5 7). Allí tenía el Señor presentes nuestros pecados e ingratitudes» (P. González Dávila, 1. e.; Direct., c. 35, 3).

 
NOTA.—En la historia propone San Ignacio como materia de meditación: 1), la ida de Betania a Jerusalén y la cena pascual; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía; 4), el sermón de después de la Cena; pero en los Misterios a los que se refiere, para la distribución de la materia en puntos, sólo propone: 1), la cena; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía. Nos atenemos a esta distribución, dejando la materia del discurso de después de la cena para una meditación complementaria.


Punto 1.° COMIÓ EL CORDERO PASCUAL CON SUS DOCE APÓSTOLES, A LOS CUALES LES PREDIJO SU MUERTE: EN VERDAD OS DIGO QUE UNO DE VOSOTROS ME HA DE VENDER.

 
1) El jueves por la mañana, los Apóstoles dijeron a Jesús: “Dónde quieres que te dispongamos la cena de la Pascua? El Señor lo encargó a Pedro y Juan, diciéndoles: Id a la ciudad, encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua, seguidle a. donde fuere y decid al dueño: El Maestro os envía a decir: ¿dónde está la sala en que he de celebrar la cena de la Pascua con mis discípulos? Y él os mostrará una pieza de comer grande y bien amueblada; preparadnos allí lo necesario” (Mc 14, 12 y sigs.). Y todo se hizo así. La Señal que el Señor les di, encontraréis un hombre con un cántaro, no se prestaba a titubeos, pues eran las mujeres las que de ordinario, al caer de la tarde, cumplían ese menester.

El dueño del cenáculo debía ser un discípulo conocido de Jesús, como lo indica San Mateo (Mt, 26, 18); según él, Jesús dijo a Pedro y Juan: “Id a la ciudad en casa de tal persona y dadle»este recado: El Maestro...”

 
2) Cuando atardeció, Jesús se puso a la mesa con los doce. Jesús sabía que le había llegado la hora de partir de este mundo para el Padre, y en el   amor que tuvo a los suyos que estaban en este mundo permaneció hasta el fin (Jn 13, 1), y agotó para mostrarlo todos los medios. Y les dijo: “¡En gran manera he deseado celebrar con vosotros esta Pascua antes de padecer! Porque os aseguro que no la comeré más hasta que la Pascua tenga su cumplimiento en el   reino de Dios. Y tomando la copa y dando gracias, dijo: Tomadla y participad de ella; os digo Yo que ya no he de beber más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el   reino de mi Padre” (Lc 22, 15 y sigs., Mt 26, 29).

¡Nuestro amor le hacía desear llegara la hora del sacrificio! Comió con sus discípulos el cordero pascual guardando el rito prescrito por la ley, con ceremonias tan claramente prefigurativas del gran sacrificio que Él iba a ofrecer.

Cómo se conmovería Jesús, el verdadero Cordero de Dios, que borra los pecados del mundo; y cómo se ofrecería una vez más al Padre para sustituir aquellas figuras con la terrible y Sublime realidad.


3) Y en momentos tan solemnes, en los que Jesús tan claramente aludía a su partida, se suscitó entre los Apóstoles una disputa sobre quién de ellos sería reputado el mayor (Lc 22, 24). Pero Jesús les dijo: Los reyes de las naciones se tratan con imperio... No habéis de ser así vosotros; antes bien, el mayor de entre Vosotros pórtese como el menor, y el que tiene la precedencia, como el sirviente. Y se lo enseñó prácticamente con el ejemplo lavándoles los pies.


4) San Ignacio, alterando un poco el orden, pone el anuncio de la traición de Judas antes del lavatorio. Y mientras, sentados a la mesa comían, Jesús les dijo lleno de emoción: en verdad, en verdad os digo: uno de vosotros, que está comiendo conmigo, me ha de hacer traición (Jn 13, 22 sigs.). Los Apóstoles comenzaron a mirarse unos a otros, sin saber de quién hablaba, y se preguntaban quién sería el que iba a hacer tal cosa. Extremadamente entristecidos, empezaron a decirle uno por uno: ¿Seré tal vez yo, Señor? El les contestó: Uno de los doce que lleva conmigo la mano al plato. El Hijo del hombre se va, como está escrito acerca de El; pero ¡ay del hombre por quien va a ser traicionado el Hijo del hombre! Hubiera sido mejor para él no haber nacido. Judas, el que lo había de traicionar, le preguntó también: ¿Seré tal vez yo, Maestro? Tú lo has dicho, le contestó, pero de suerte que no lo oyeron los demás.


5) Reflexionando en mí mismo, procurar sacar algún provecho. Jesús va por mi amor a la Pasión; su corazón se siente oprimido, y, sin embargo, quiere cumplir exactamente la ley. Fácil es cumplir la ley, guardar la regla en tiempo de fervor o tranquilidad; no lo es tanto, sino que a veces resulta de verdad difícil guardarla con fidelidad en días de tribulación, cuando el alma, conturbada por el mal que sobre ella se cierne, angustiada, se llena de pavor.

Consideremos el alto ejemplo de nuestro Maestro y Capitán; hemos jurado seguirle pisando sobre las huellas que en el   camino de la santidad nos va marcando; no lo olvidemos ni, cobardes, seamos infieles a lo prometido; pensemos que padecemos con Él para, siguiéndole en la pena, seguirle también en ‘a gloria. Su palabra no falla, y su ayuda jamás se nos niega.

¡Cómo contristó a Jesús la traición de Judas! Uno de los doce predilectos, escogidos para compañeros suyos inseparables; para vivir bajo el mismo techo, comer a la misma mesa y del mismo pan; para testigos de las maravillas sin cuento que iba obrando; para oyentes privilegiados de su divina predicación y de especiales coloquios; para continuar su obra; dotados espléndidamente; tratados como amigos, más aún, como hermanos. ¡Todo lo olvida, todo se le trueca en ponzoña y sólo sueña en traicionar a quien sólo le había hecho bien y al que era dechado perfecto de toda bondad! Tanto puede en un alma la pasión cuando de ella se adueña; al principio, no difícil de dominar; fomentada, se trueca en tirano que la esclaviza y la reduce a extremos inconcebibles de vileza y degeneración.

¡Vivamos alerta! No despreciemos a la pasión, cuando comienza a manifestarse, por insignificante; temámosla por lo que, descuidada, puede llegar a ser.


Punto 2.° LAVÓ LOS PIES DE LOS DISCÍPULOS, Jo., 13.


1) Como viese apenado Jesús que sus discípulos disputaban sobre quién de ellos era reputado el mayor, quiso darles una nueva lección práctica y bien inteligible, de la humildad, que tantas veces les había predicado y recomendado. Y sabiendo que su Padre lo había puesto todo en sus manos, consciente de sus prerrogativas divinas, de su origen y de sus destinos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la mesa y dejó su manto; y cogiendo una toalla, se ciñó con ella como un criado con un mandil, echó agua en un lebrillo de cobre, que nunca faltaba en el   mobiliario de toda casa oriental, y se dispuso a lavar los pies a sus discípulos.

La actitud de los convidados, reclinados en sofás o divanes bajos, con los pies descalzos y tendidos hacia fuera, facilitaba mucho la operación. “Se inclinó, pues, a los pies de Pedro, pero éste, incorporándose, le dijo: Señor, ¿Tú me vas a lavar los pies?” San Agustín se pregunta: «,Qué significan estas palabras «tú» y a mí»? Piden ser meditadas más bien que explicadas, de modo que la lengua sea impotente a expresar lo poco que el espíritu habrá podido comprender de su verdadera significación.

Jesús le respondió: Ahora todavía no comprendes lo que hago; ya lo comprenderás más adelante. Al terminar el lavatorio se lo iba a explicar el mismo Jesús. Pedro, obstinado, insta: No me has de lavar Tú los pies jamás. Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.

¿Qué significa la amenaza? ¿Excluirle del apostolado o aun de la amistad de Jesús? Los más de los expositores, sobre todo antiguos, se inclinan a lo último. Jesús hizo de la obediencia de Pedro condición esencial de su amistad; tanto empeño tenía en dejarnos tan hermoso ejemplo que imitar.

 

 2) Quiere San Ignacio que consideremos cómo Jesús lavó los pies de los discípulos, hasta los de Judas; y es en verdad escena ternísima. Llevaba esta espina en el   corazón, como lo manifestó al responder a Pedro, que le decía: Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. El que se ha lavado ya no ha menester lavarse, porque está todo limpio; vosotros también estáis limpios, aunque no todos. Que como sabía quién era el que le había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios. Y, sin embargo, se arrodilla a los pies de Judas y se los lava, y quizá le diría alguna palabra amorosa, sin que el desdichado se conmoviera lo más mínimo.


3) Después que les hubo lavado los pies tomó otra vez su vestido y, puesto de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro. Porque ejemplo os he dado para que lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también... Y añadió: Si comprendéis estas cosas, seréis bienaventurados como las practiquéis.

¡Magnífica lección de humildad! Cuando el Maestro así se abaja, ¿qué oficio podrá parecer al discípulo despreciable e indigno de sus dotes? En servicio de Dios y por amor de nuestros hermanos, todos los oficios han de parecernos honrosos y ningún puesto vil. ¡Qué fruto de humildad sacaba de esta humillación de Jesucristo el devotísimo San Francisco de Borja! De él escribe el P. Jerónimo de Portillo «que así a los de casa como a los de fuera cada día confunde con su gran humildad, porque estando en una plática vino a propósito que dijo que había muchos años que su habitación era en el   infierno a los pies de Judas, y que este Jueves Santo le echaron del lugar; viendo a Cristo Nuestro Señor arrodillado a los pies de Judas, dijo que no merecía él estar donde Cristo estuvo y que ahora estaba sin lugar y así quería estar los días que viviese, si el Señor quisiese» (MHSI. Litt. quadrim., 3, 386).


4) Puede también considerarse este acto como una muestra de amor regaladísimo de Jesús a sus Apóstoles, pues que servicio es tan humilde e íntimo, que no lo hace por amor sino una madre con su hijo o una esposa con su esposo; en verdad que si siempre amó a los suyos, al fin de su vida quiso extremar las muestras de ese amor; los amó como a cosa suya, como a sí mismo, y aun más, pues que por su amor se entregó a sí mismo; los amó con amor constante; los amó sin tasa y los amó con amor purísimo ordenado al fin último. Ese es el modelo de nuestro amor fraterno; ¡felices si lo copiamos con fidelidad!


5) Algunos suelen considerar el lavatorio como preparación inmediata para recibir la Sagrada Eucaristía; y así nos enseña la pureza suma con que hemos de procurar acercarnos a ella. Los Apóstoles estaban limpios, “Et vos mundi estis sed non omnes… vosotros estáis limpios, pero no todos”, y todavía quiso lavarles los pies, para declararnos la conveniencia de limpiarlos aun del polvillo de los pecados veniales al recibir este augusto sacramento. Limpieza, humildad, caridad, son disposición admirable para la Sagrada Comunión.

 

 

 

Punto 3.° INSTITYÓ EL SACRATÍSIMO SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA, EN GRANDÍSIMA SEÑAL DE SU AMOR, DICIENDO TOMAD Y COMED. ACABADA LA CENA, JUDAS SE SALE A VENDER A CRISTO NUESTRO SEÑOR.


1) Nueva y más regalada prueba de amor la que el Señor nos dio al instituir la Sagrada Eucaristía. Con qué sublime sencillez narran el hecho los tres sinópticos y el Apóstol San Pablo en su carta primera a los Corintios (11, 23-25). Terminada la cena pascual, tomó Jesús en sus manos uno de los panes ázimos, no se usaban otros aquellos días; y levantando sus ojos al cielo, dando gracias, lo bendijo; admirándose los Apóstoles, porque no era al fin de la comida, sino al principio cuando se bendecían los alimentos.

Partió Jesús el pan en tantos fragmentos cuantos eran los convidados y lo distribuyó diciendo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que se da por vosotros. Después, tomando una copa llena de vino, con un poco de agua, porque no era costumbre beberlo puro, realizó ritos análogos a los que con el pan guardara y lo presentó a sus discípulos, diciendo: Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados.

Los once Apóstoles presentes bebieron sucesivamente del cáliz, y el Señor añadió: Haced esto en memoria de Mí. Y quedó instituido el Sacramento del amor. Los Apóstoles, tiempo hacía preparados para este gran misterio, no dieron muestras de la menor sorpresa. Un año antes, en la sinagoga de Cafarnaúm, les había Jesús prometido darles su carne en manjar y en bebida su sangre.

Más aún: les había dicho y repetido en todas las formas que si no comían su carne y no bebían su sangre no tendrían en el  los la vida. Y cuando la mayor parte de sus discípulos, escandalizados por esta afirmación tan desconcertante, se marcharon unos tras otros, Pedro, en nombre de sus colegas, hizo su profesión de fe. Ahora que veían realizada la promesa del Salvador, creían más que nunca, con toda su alma, en su veracidad, en su poder y en su Amor.

¿Comulgó Jesús? El Evangelista no lo dice, y más bien parece sugerir lo contrario; sin embargo, los Padres y Doctores, casi con unanimidad, lo afirman, y parece que con razón, porque, ¿no es natural que Cristo, en la celebración de la primera Misa, quisiera servir de ejemplo y modelo a sus nuevos sacerdotes, puesto que les mandaba hacer lo que a El habían visto hacer? La comunión es el complemento de la consumación del sacrificio, y se puede decir que forma parte integrante. (S. Tomás, 3, 81, 1.)

Este acto de Jesucristo se presta a consideraciones muy regaladas y a conclusiones muy provechosas. En el  resplandece, como medita el Padre La Puente, la sabiduría divina, que inventó medio tan maravilloso y tan suave de comunicarse a los hombres y quedarse con ellos. Era para ello acuciada por el amor de Jesús a los hombres “Sic Deus dilexit mundum. . . tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito”; bien podemos decir que más aún lo amó el Hijo, pues que se dio a sí mismo de modo tan regalado. Y hubo de intervenir la omnipotencia, pues sólo ella podía realizar la serie de prodigios que en la Eucaristía se verifican. Entró en juego también el celo encendido de Jesús, que halló medio tan eficaz de aplicarnos el fruto de la Sagrada Pasión.


3) ¿Cómo recibirían los Apóstoles la Sagrada Comunión? Sin duda que Jesús, que tanto les amaba, ilustraría sus inteligencias para que penetraran algo del acto que realizaban. Con qué reverencia y amor la recibirían, y cómo no le diría Pedro, como en ocasión de la pesca milagrosa, recede a me, apártate de mí, sino más bien: ¿adónde vamos a ir, «quo ibimus», si a Ti te dejamos? ¿Comulgó la Santísima Virgen? Parece probable que sí, pues estando, como se cree, en el   Cenáculo, natural era que Jesús le proporcionara ese innegable consuelo. Cierto que los años que después de la la Ascensión del Señor vivió en la tierra comulgaría a diario, siendo en esto, como en todo, dechado de perfección y modelo acabado para aquellos primeros cristianos encomendados a su maternal tutela y solícito cariño.

Dulce materia de meditación la que ofrece el acto de recibir nuestra Madre Santísima la Sagrada Comunión; materia al mismo tiempo práctica, pues que podemos aprender de María el secreto de las fervientes comuniones que nos llevan a hacer de este divino Sacramento de amor el centro de nuestra vida espiritual; todo para la Eucaristía y la Eucaristía para todo; nuestra vida ha de ser de preparación o acción de gracias de la Sagrada Comunión, y en el  la hemos de buscar cuanto necesitamos para vivir una vida santa. Materia es fecunda y abundante, sobre todo si consideramos que en aquel acto instituyó también el Señor el Santo Sacrificio de la Misa y que a continuación confirió a los Apóstoles la dignidad y el orden sacerdotal.


4) Suelen no pocos autores considerar la pena hondísima del Corazón de Jesús al ser recibido sacrílegamente por Judas. Pero, ¿es cierto que comulgara el Apóstol traidor? Del Evangelio no se puede deducir expresamente; de ahí la variedad de opiniones. Hoy la más común es la negativa. «La única razón de suponer que Judas salió después de la institución de la Sagrada Eucaristía es que San Lucas, después de la consagración del vino, añade: “Verumtamen ecce manus tradentis me mecum est in mensa Con todo, he aquí que la »mano del que me hace traición está conmigo en la mesa” (Lc., 22, 21). Pero los otros Evangelistas ponen estas palabras antes de la institución de la Eucaristía, y todo el mundo (aun el Padre Knabenbauer) está acorde en que San Lucas, en la narración de la Cena, a la que no había asistido, no sigue estrictamente el orden de los hechos» (Prat o.c. p283).

 

 

 

35ª  MEDITACIÓN

 

SALE DESDE LA CENA PARA IR AL HUERTO

 

“Entonces les dice Jesús: Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro intervino y le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: «Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.

Dícele Pedro: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré. Y lo mismo dijeron también todos los discípulos. Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.

Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.»Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.

Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?  Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.

Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.

Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras”. 

  

Preámbulo: Lo primero es demandar lo que quiero, lo cual es propio de demandar en la pasión dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. Pedimos afecto de compasión de muy subida caridad, de amor de pura benevolencia. Pero no olvidemos que no se pide una impresión superficial, fácil de lograr sobre todo en caracteres un poco afectuosos, al ver los horribles tormentos exteriores e interiores que Jesús sufrió en las horas de la Pasión, sino un sentimiento íntimo, profundo y fecundo que nos lleve a obrar; que no valdría gran cosa la compasión si nos dejase prácticamente como antes y fuera estéril para hacernos mejores.

 

Punto 1.° PRIMERO: EL SEÑOR, ACABADA LA CENA Y CANTADO EL HIMNO, SE FUÉ AL MONTE OLIVETE CON SUS DISCÍPULOS, LLENOS DE MIEDO; Y DEJANDO LOS OCHO EN GETSEMANÍ, DICIENDO: SENTAOS AQUÍ HASTA QUE VAYA ALLÍ A ORAR

 

1) El himno a que se refiere San Mateo (Mt., 26, 30), “Hymno dicto”, era el llamado Hallel, y lo componían los Salmos 112 a 1.17 de la Vulgata; de ellos los dos primeros se recitaban o cantaban al comenzar la Cena pascual, y los cuatro últimos al fin de ella.

Fiel cumplidor Jesús de la ley y buenas tradiciones, guardó ésta, aun en circunstancias tan tristes para El. Serían de las diez a las doce de la noche cuando salió Jesús del Cenáculo, bajó la barranca de Tyropeón y salió de la ciudad por la puerta de la Fontana; tomó después la dirección Norte, y dejando a la derecha las célebres sepulturas bautizadas con ilustres nombres, hubo de atravesar el Cedrón.

Casi todo el año puede atravesarse a pie enjuto, pues que sólo en tiempo de las lluvias invernales arrastra fangosas aguas; encajado profundamente entre el monte Olivete y la colina del templo, el sol no llega a su fondo sino bastante tiempo después de levantarse. Cedrón significa en hebreo negro, y piensan muchos que debe tal nombre al color oscuro de sus aguas o a la penumbra que lo envuelve a la mañana y a la puesta del sol.

Iban los discípulos llenos de miedo, conturbados por las predicciones del Señor, por el anuncio de que en el   peligro le iban a abandonar, por la aseveración de la caída de Pedro, por las armas de que les había indicado debían proveerse y que ellos entendieron eran armas materiales, cuando Jesús les hablaba, sin duda, de armas para el combate espiritual. Todo esto les había llenado de tristeza. Contribuía también a aumentarla el ver a su Maestro visiblemente triste.

 

2) Llegaron a Getsemaní, que significa lagar de aceite, porque, sin duda, había allí uno tallado en la roca en el   que se molía la aceituna de los numerosos olivos allí cultivados. Era, según se cree, el huerto de alguno de los discípulos. y amigos de Jesús y lugar al que tenía costumbre de retirarse para pasar la noche cuando se le hacía ya tarde para ir de Jerusalén a casa de sus amigos de Betania.

A la entrada del huerto dejó a ocho de sus Apóstoles, diciendo: “Sedete, hic, donec vadam illuc et orem…  sentaos aquí mientras Yo voy más allá y hago oración” (Mt., 26, 36). Y nada les dijo de que orasen también ellos, como se lo encargó en seguida a los otros. ¿Sería que no estaban aún los ochos industriados en el   recurso de la oración?

Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan; eran los tres que en el   Tabor habían admirado los resplandores de la transfiguración y a quienes, en medio de aquella explosión de gloria y alegría había revelado, “excessum quem completurus erat in Jerusalem… la muerte que había de sufrir en Jerusalén” (Lc 9, 31),, preparándolos así para que no se escandalizasen de los abatimientos de la Pasión. Y les hizo testigos de la más profunda de cuantas humillaciones había de sufrir.

¡Cómo se esconde la divinidad! El Hijo de Dios mendigando el consuelo de sus Apóstoles, abriéndoles su corazón, como amigos del alma, y revelándoles lo que de otra suerte no hubiéramos siquiera sospechado: que su alma sentía tristeza de muerte; “tristis est anima mea usque ad mortem… mi alma está triste hasta la muerte” (Mc,, 14, 34). Pero aun de este pequeño alivio se quiso privar, y dejando a los tres, recomendándoles: permaneced aquí y orad conmigo (Mt., 26, 38), orad para que no os venza la tentación (Lc., 22, 40), se arrancó de ellos a la distancia de un tiro de piedra (Ib., 41).


3) Antes, al salir del Cenáculo, había tenido otra despedida más tierna y más costosa: la de su Madre. ¡Dulce materia de contemplación y de utilísimas reflexiones, fáciles de hacer para quien ama un poco y ha tenido en horas angustiosas que apartarse de seres queridos! Todo lo hacía Jesús para que conozca el mundo que Yo amo a mi Padre y que cumplo con lo que me ha mandado (Jn 14, 31). Esa es la prueba legítima del amor.

Reflexionemos para sacar algún provecho. Jesús por mí..., y yo, ¿qué hago por El? Mucho le he prometido, algo es; pero no es difícil prometer en ejercicios; más difícil es cumplir lo prometido; y eso aun en días de lucha y en medio de sacrificios. Vayamos templando nuestra alma para lograrlo en esta tercera semana.

 

Punto 2.° ACOMPAÑADO DE SAN PEDRO, SANTIAGO Y SAN JUAN, ORÓ TRE5 VECES EL SEÑOR, DICIENDO: PADRE, SI SE PUEDE HACER, PASE DE Mí ESTE CÁLIZ; CON TODO, NO SE HAGA MI VOLUNTAD, SINO LA TUYA; Y ESTANDO EN AGONÍA ORABA MÁS PROLIJAMENTE.

 
1) Apartóse haciéndose fuerza de sus tres Apóstoles predilectos para orar a solas a su Padre. Y postrándose, con el rostro en tierra, procidit in faciem suam (Mt 26, 39), oró diciendo: Abba! (padre). Todo te es posible; aleja de Mí este cáliz, pero no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú... (Mc 14, 36). ¡Padre mío!, si es posible, que se aleje de Mí este cáliz; pero que no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú (Mt 26, 39). ¡Padre!, si es de tu agrado, aleja de Mí este cáliz; no obstante, no se haga »mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Misterio profundo; ese mismo Señor había dicho: Baptismo autem habeo baptizari et quomodo coarctor usque dum perficiatur! Tengo de ser bautizado con un bautismo (de sangre); ¡y cómo traigo en prensa el corazón mientras no lo veo cumplido!” (Lc, 12, 50). 

El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se hizo a nosotros semejante en todo per omnia, a excepción del pecado (Heb., 4, 15). Y así como de niño pequeñuelo fue creciendo, y quiso sufrir la sed y el hambre, sentir la fatiga y experimentar necesidad de dormir, y se regocijó en la resurrección de Lázaro, y lloró sobre Jerusalén, del mismo modo ante la inminencia de la Pasión sintió despertarse en el  la angustia que en todo corazón humano precede al sacrificio y que le hace pensar cuál será el fruto, cuáles las consecuencias de su sufrimiento.

Es, sin embargo, para nosotros un misterio cómo pudo hacer presa el dolor moral, la tristeza, el desaliento en su alma, elevada desde Él primer instante de su concepción a la visión beatífica... El doble efecto natural de la gloria celeste, en quien contempla a Dios cara a cara, debe ser espiritualizar el cuerpo y beatificar el alma.

Dios suspende Él primer efecto durante la vida terrestre de Cristo para permitirle cumplir su misión redentora; suspende momentáneamente el segundo para permitir a su amor sufrir en su alma lo que jamás hombre alguno habrá sufrido.


2) Luego volvió a donde quedaron sus tres Apóstoles, y como los hallara dormidos, dijo a Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar conmigo una sola hora? Velad orando para que no caigáis en la tentación; el espíritu a la verdad está pronto, pero la carne es flaca (Mc., 14, 37-38).

Poco hacía que Pedro, prefiriéndose a los demás, se jactaba de que con Cristo estaba pronto a ir a la cárcel y a la muerte; y Jesús le dice, como para hacerle caer en la cuenta de su necia presunción: ¿Te dices pronto a morir conmigo y no has sido para velar conmigo en la oración una hora?

Tomó, separándose de sus discípulos, a orar por segunda vez, diciendo las mismas palabras; Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que Yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt., 26, 42). Y pasada en oración otra hora, volvió otra vez a sus discípulos y los hade nuevo dormidos, pues tenían los ojos muy cargados, y como no supieran qué responderle (Mc., 14, 40), dejándolos dormir se fue a orar por tercera vez, diciendo aún las mismas palabras. Vino por tercera vez a los discípulos y les dijo: Dormid ahora y descansad; he aquí que llegó ya la hora; el Hijo del hombre va luego a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vamos; ya llega aquel que me ha de entregar (Mt 26, 45-46).

 

3) Magnífico ejemplo el que nos da nuestro Maestro del modo de prepararnos para las horas del combate: ¡ la oración! En el  la encontraremos si no lo que a veces inconsideradamente pedimos, con seguridad el esfuerzo necesario para triunfar en la lucha.

¡Cuántas veces acudimos, sí, a la oración, pero sólo para suplicar al Señor que aleje de nosotros el dolor y la tribulación, sin acordarnos de añadir el que no se haga mi voluntad, sino la tuya; y no pensamos que tal vez lo mejor para nosotros es que venga la tentación, para con ella ejercitar nuestra virtud, avanzar en el   camino de la perfección y hacer méritos de vida eterna! No lo olvidemos y sea nuestra oración eco de la de nuestro Capitán.

Hemos también de aprender la constancia en el   orar y que el mérito de la oración no está en que sea de conceptos exquisitos y de suavidad regalada, sino en que sea humilde, perseverante, resignada y unida a la de Jesucristo: ¡velad y orad conmigo!

Los Apóstoles se durmieron: ¡cuántas veces en nuestra vida espiritual las grandes caídas y defecciones se han seguido a prolongados descuidos en la oración y el recurso a Dios! Hagamos firmísimos propósitos de no dejar por nada nuestra oración y acudir a ella en todas nuestras necesidades.

 

Punto 3.° VINO EN TANTO TEMOR, QUE DECÍA: TRISTE ESTÁ MI ÁNIMA HASTA LA MUERTE; Y SUDÓ SANGRE TAN COPIOSA, QUE DICE SAN LUCAS: SU SUDOR ERA COMO GOTAS DE SANGRE QUE CORRÍAN EN TIERRA; LO CUAL YA SUPONE LAS VESTIDURAS ESTAR LLENAS DE SANGRE.

 

1) Fue tan honda la tristeza de Jesús, que, según El mismo nos dijo, era suficiente a causarle la muerte; bien se vio en los efectos. Nunca aparece Nuestro Señor más hombre. Diríase que no puede llevar su pena a solas y abre su corazón a sus discípulos y pide a su Padre que si es posible se la alivie, apartando de sus labios cáliz de tan horrible amargura.

La violencia que para sobrellevarla hubo de hacerse fue tan grande, que escribe el Evangelista San Lucas: Vínole un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo (Lc 22, 44). Comentando estas palabras, dice el P. Lagrange, O. P.: «Sea cual fuese la naturaleza de este fenómeno, atestigua un sufrimiento cruel, una angustia extrema del alma que pone al cuerpo en un estado de agotamiento. La naturaleza humana de Jesús aparece aquí con toda su capacidad de sufrir, pero también es cierto que en ninguna otra parte se muestra más claramente que El se dio, se entregó por nosotros con plena voluntad; y lejos de que esta debilidad de la naturaleza asumida por el Verbo de Dios escandalice a los fieles, en el   recuerdo de su agonía es donde las más grandes almas han sido heridas del amor de su corazón.»

El mismo Evangelista indica bastante a las claras que fué la vehemencia del dolor y angustia interior las que motivaron este sudor sanguíneo. ¡Todo por nuestro amor, para lavarnos con su sangre! (Apoc., 1, 5).


2) ¿Qué sufrió? Los Evangelistas, para expresarlo, multiplican las palabras: factus in agonia (Lc 22, 43). Tristis est anima mea (Mt 23, 38). Coepit contristari et moestus esse (Mt., 26, 37). Coepit pavere et taedere (Mc., 14, 33). Agonía, tristeza, miedo, tedio...


a) Miedo, temor natural de la muerte, lo sienten los hombres todos, y quiso sentirlo Jesús; veía cómo se le acercaba con el cortejo horrible de sufrimientos acerbísimos, que la hacían verdaderamente temible, y se estremeció.

También nos asaltará a nosotros; no nos dejemos amilanar por él, sino antes bien con ánimo esforzado repitamos, haciéndonos si es preciso violencia, el acto de aceptación de la muerte, indulgenciado por S. S. Pío X con indulgencia plenaria para la hora de la muerte: «Señor, Dios mío, ya desde ahora acepto resignado y gustoso, como venida de tu mano, cualquier género de muerte que te sirvieres enviarme, con »todas sus angustias, penas y dolores.»


b) Asco, náusea, tedio hubo de causárselo, y muy angustioso, el verse Él, pureza infinita y santidad esencial, como anegado en las iniquidades y pecados de todo el mundo; veíase ante la justicia divina como vestido con la hopa de criminal tomando sobre sí las maldades de todos nosotros: “Posuit in eo inquitates omnium nostrum… Sobre El puso todas nuestras iniquidades (Is., 53, 6): ignominias de Sodoma y Gomorra, de Nínive y de Babilonia; de todas las grandes ciudades, verdaderas sentinas de todas las disoluciones y de todos los desórdenes; infamias de todos los cultos, de todas las deidades del paganismo, de sus fiestas, de sus ceremonias, orgías monstruosas de lujuria y degradación vilísima; corrupción refinada de la civilización pasada y venidera; corrupción cínica y bestial de los pueblos bárbaros y salvajes; desórdenes e impurezas de todas clases; desvaríos del orgullo y la ambición; persecuciones de la irreligión y la impiedad; robos, asesinatos, perjurios, apostasías, blasfemias, cismas, herejías; las injusticias mismas y los crímenes que se iban a perpetrar en su Pasión; en una palabra: las villanías todas, todas las torpezas con que la raza caída de Adán se ha manchado y se manchará en la sucesión de los siglos están allí, ante Él, como otros tantos testigos que le acusan, que le oprimen, que le anonadan, que piden su muerte» (Leroy, «Jésus-Christi», ann. 1910).

Mis pecados causaron esa lastimosa impresión a Jesús Contrición vehementísima hemos de pedir y espíritu encendido de reparación, ¡horror a toda mancha, amor a la pureza! “Doluit pro peccatis omnium. Qui dolor in Christo excessit omnem dolorem cuiuslibet contriti; tum quia ex maiori sapientia et caritate processit ex quibus dolor contritionis augetur, tum quia pro omnibus peccatis simul doluit, secundum illud (Is., 53, 4). «Vere dolores nosotros ipse tulit» (D. Thom., 3, 46, 6). Dolióse por los pecados de todos. El cual dolor en Cristo excedió a todo dolor de cualquier otro contrito, ya porque procedió de mayor sabiduría y caridad, ya porque se dolió por todos los pecados juntos, conforme a lo que dijo Isaías (53, 4). En verdad que tomó El nuestros dolores.


c) Tristeza hondísima, desaliento íntimo, producido por la visión de la ingrata correspondencia de los más de sus redimidos. Una madre, lamentándose con un sacerdote de la monstruosa ingratitud de sus hijos, le decía con desgarrador acento: « Nadie puede comprender lo que el corazón de una madre puede sufrir por sus hijos!» Jesús, lamentándose en coloquio ternísimo con Santa Margarita María de la falta de correspondencia e ingratitud de los hombres, la dijo: «Lo que me es mucho más sensible de todo cuanto sufrí en mi Pasión; de suerte tal, que si ellos me correspondieran con algo de amor, estimaría Yo en poco cuanto he hecho por ellos y querría, si fuera posible, hacer aún más...» Y de los sufrimientos del Huerto le declaró: «En el   Huerto fue donde sufrí interiormente más que en todo el resto de mi Pasión, viéndome, en total abandono del cielo y de la tierra, cargado de todos los pecados de los hombres. Comparecí ante la santidad de Dios, que sin mirar mi inocencia, me trituró en su furor, haciéndome apurar el cáliz que contenía toda la hiel y amargura de su justa indignación y como si hubiese olvidado el nombre de Padre para sacrificarme a su justa cólera. No hay criatura alguna que pueda comprender la intensidad de los tormentos que entonces sufrí (Vie et oeuvrcs de S .Marg. Mar.», cd. de Mgr. Cauthe).

 

3) Procuremos tomar parte en los sufrimientos de Jesús, como Él mismo se lo pidió a Santa Margarita María, y esforcémonos con mucha fuerza en entristecernos y llorar; consideremos cómo se esconde la divinidad, acaso en ninguna otra ocasión tanto como en ésta, y al pensar que todo eso lo sufre por mí, preguntémonos: y yo, ¿qué he de hacer por Él? Causa fue también que contribuyó a las amarguras interiores de Jesús el recuerdo de los sufrimientos de su Madre Santísima ¡la amaba tanto!

Hemos visto quizá, en la elección o en la reforma, que Dios exige de nosotros algún sacrificio costoso, y la sensualidad se rebela, se altera, nos presenta el porvenir difícil, la vida triste...; no nos dejemos vencer de la tentación, insistamos en la oración, en nuestros generosos ofrecimientos, y repitamos, al menos resignados, el «fiat» que Jesús repetía en Sus angustias del Huerto. ¡Hágase tu voluntad y no la mía! ¡La carne se estremece. Pero el espíritu está pronto!

36ª  MEDITACIÓN

 

DESDE EL HUERTO HASTA LA CASA DE ANÁS INCLUSIVE, Y LA MAÑANA, DE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, INCLUSIVE

 

“Viene entonces donde los discípulos y les dice: Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que le iba a entregar les había dado esta señal: Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: ¡Salve, Rabbí!, y le dio un beso. Jesús le dijo: Amigo, ¡a lo que estás aquí!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. En esto, uno de los que estaban con Jesús echó mano a su espada, la sacó e, hiriendo al siervo del Sumo Sacerdote, le llevó la oreja. Dícele entonces Jesús: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán”.

 

Preámbulo. Petición. DEMANDAR LO QUE QUIERO; LO CUAL ES PROPIO DE DEMANDAR EN LA PASIÓN: DOLOR CON CRISTO DOLOROSO, QUEBRANTO CON CRISTO QUEBRANTADO, LÁGRIMAS Y PENA INTERNA DE TANTA PENA QUE CRISTO PASÓ POR MÍ.


Punto 1.° EL SEÑOR SE DEJA BESAR DE JUDAS Y PRENDER COMO LADRÓN, A LOS CUALES DIJO: COMO A LADRÓN ME HABÉIS SALIDO A PRENDER CON PALOS Y ARMAS, CUANDO CADA DÍA ESTABA CON VOSOTROS EN EL   TEMPLO ENSEÑANDO Y NO ME PRENDISTEIS. Y DICIENDO: A QUIÉN BUSCÁIS?, CAYERON EN TIERRA LOS ENEMIGOS.


1) Levantóse Jesús confortado de la oración, y acercándose a sus discípulos les dijo: Levantaos y vamos, que el que me va a entregar se acerca. Y cuando todavía estaba hablando llegó Judas, y llegándose a El le besó, diciendo: ¡Salve, Maestro! Jesús le dijo: Amigo! ¿A qué has venido? Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del hombre? Pena hondísima la del Corazón de Jesús, dechado de delicadeza; aquel beso hubo de causarle repugnancia mayor que las asquerosas salivas de sus enemigos.

Consideremos la blandura con que trató el Señor a Judas y cómo le indica que le son patentes sus designios; pero que está pronto a volverle a recibir como amigo. ¡Inútil! Aquel corazón obstinado no se conmueve.

¡Qué horrible ejemplo! Judas fue uno de los doce privilegiados, compañero de Pedro, de Juan... qui connumeratus est in nobis et sortitus est sortem ministerii huius  el cual fué de nuestro número y había sido llamado a las funciones de nuestro ministerio, como dijo San Pedro (Act. Ap., 1, 17). Uno de aquellos a quienes, datum est nosse misteria regni caelorum (Mt., 13, 11), se les concedió penetrar en los misterios del reino de los cielos. Tal vez hizo milagros cuando fue enviado a predicar; fue algún tiempo fervoroso. Sin embargo, un año antes de su muerte anunció Jesús en Cafarnaúm la traición: “Nonne ego vos duodecim elegi? El ex vobis unus diabolus est» (Jn 16, 11). ¿No os elegí Yo a doce? Y de vosotros uno es diablo; puede entenderse será diablo o traidor.

La caída no fue repentina; comenzó acaso por una afición desordenada de codicia, que le llevó a hurtar, fur erat (Jn 12, 6); era ladrón. No digamos: ¡por ahí nada temo!, que otros más fervorosos han ido cayendo, y a veces por los pasos que parecían más descabellados. Esa afición endureció el corazón de Judas, para no conmoverse con los avisos y delicadezas de Jesús en el   lavatorio y en este recibimiento.

Le hizo doblado y falso, mostrando el interés que no sentía por los pobres; preguntando a Jesús en la Cena: ¿Soy yo, Maestro? (Mt., 26, 25) y en el   Huerto. Y por fin; le endureció de suerte que nada pudo conmoverle y le llevó a la horrible traición, fríamente preparada, y a la más desastrosa muerte. ¡Temamos!


2) Lección es también provechosa la que podemos deducir para prepararnos a recoger como fruto de nuestros trabajos ingratitud de parte de los hombres. “Venía con Judas un pelotón formado por soldados romanos, conducidos por un tribuno que los sanedritas lograron del Pretor para asegurar el golpe de mano, de oficiales de la policía del templo y también de ancianos y príncipes de los sacerdotes; iban armados de espadas y de garrotes y llevaban a prevención hachones encendidos y linternas. El traidor los había instruido para que procediesen con cautela y no se les fuese de entre las manos, y como señal para que no le confundieran con otro les había dado la de que Jesús era aquel a quien el  besase. Sin embargo, dada la señal, nadie se movió, y entonces Jesús les preguntó: ¿A quién buscáis? A Jesús de Nazaret —respondieron—; y al decirles Jesús: ¡Yo soy!, retrocedieron todos, y con ellos Judas, que se les había juntado, y cayeron por tierra. De nuevo, pues, les preguntó: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús de Nazaret. Os he dicho, respondió Jesús,que soy Yo. Y si es a Mí a quien buscáis, ¡dejad a éstos que se marchen! A fin de que se cumpliera la palabra que había dicho: «Yo no he perdido a ninguno de los que me diste” (Jn 18, 4 y sigs.).

Manifestación magnífica del poder de nuestro Capitán; sólo una palabra suya bastó para dar en tierra con todos sus enemigos; si Él no les permitiera levantarse, allí quedaran sin poderle hacer daño el más pequeño. «Quid judicaturus faciet, qui judicandus hoc fecit? Quid regnaturus poterit, qui moriturus haec potuit ¿Qué hará cuando juzgue quien hizo esto al ser juzgado? ¿Qué no podrá cuando reine quien tanto pudo cuando iba a morir? ?» (S. Aug. in Jn tr. 112, n. 3 ML. 35, 131).

Manifestación magnífica también de que si pudieron poner en el  sus manos, fue únicamente porque El se lo consintió y cuando El lo permitió; “Oblatus es quia ipse voluit” (Is., 53, 7). «Ille enim quando voluit detentus est, quando voluit occisus est. Fué preso cuando El quiso; cuando quiso fué muerto» (S. Aug., tract. 28 in Jo., n. 1. ML. 25, 1622). Y San Ambrosio nos dice: «Cum legimus teneri Jesum, caveamus ne putemus eum teneri invitum et quasi infirmum (Exp. Ev. sec. Lc. 1, 10. ML. 35, 1821). Cuando leemos que fué Jesús detenido, guardémonos de pensar que fué preso contra su voluntad y como si fuera débil.


3) ¡Nuestro amor le movió a dejarse prender! Reflexionemos y pensemos si nos está bien alardear y jactamos de no sufrir ligaduras o si más bien, esclavos del amor de Cristo, no hemos de gozarnos en sujetarnos por Él.

Dolióle a Jesús que le trataran como le trataban, y se lo dijo: ¡Como a ladrón habéis; venido a prenderme armados de espadas y palos! Estando todos los chas entre vosotros enseñando en el   templo no me prendisteis; pero ha llegado vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lc 22, 52-53). ¿Y pretenderemos que se nos guarden consideraciones y se nos trate con honra? ¡Qué significaban nuestros ofrecimientos y oblaciones del Reino, nuestras peticiones de dos banderas..., que tantas y tantas veces hemos ido repitiendo! ¡ Digámoslas y hagámoslas algo más que con los labios!

 

 

Punto 2.° SAN PEDRO HIRIÓ A UN SIERVO DEL PONTÍFICE, AL CUAL EL MANSUETO SÉÑOR DICE: TORNA TU ESPADA EN SU LUGAR, Y SANÓ LA HERIDA DEL SIERVO.


1) “Viendo lo que iba a pasar, los que estaban cerca de Él dijeron: Señor, ¿arremetemos a cuchillo? Y antes de que Jesús tuviese tiempo de responderles, Pedro, tirando de espada, arremetió contra Maleo, siervo del Sumo Sacerdote, y de una cuchillada le cortó la oreja derecha. Jesús dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina, porque el que a espada mata, a espada muere. ¿O crees que no puedo recurrir a mi Padre y pondrá al momento a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas ¿cómo se cumplirán las Escrituras, según las cuales conviene que suceda así? (Mt., 26, 52-53). Y tocando la oreja del herido lo curó” (Lc 22, 51).

Con razón San Ignacio aplica a nuestro Maestro, en esta ocasión, el calificativo de mansueto; que mansedumbre grande supone su modo de proceder. No acababa de comprender Pedro lo que pasaba, ni comprendía aún cómo Jesús iba de plena voluntad al sacrificio sin pretender en manera alguna evitarlo; y dióselo a entender claramente en sus palabras. Después curó a su enemigo. ¡Cómo practica lo que nos enseña: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os hacen mal. La divinidad se oculta, refrena su omnipotencia; pero deja que se desborde su misericordia.


2) Lección provechosa para sus discípulos; sus armas de combate son el ejercicio de la virtud. «El discípulo de Jesús, para resistir a todo espíritu de venganza, se inspira en las verdades de su fe. Se acuerda de los designios de Dios sobre él; tiene siempre presente en su corazón el fin último para el que ha sido creado; estima el valor de las almas y la virtud redentora del sufrimiento. Por eso le es fácil renunciar a su defensa y no permitirse devolver mal por mal» (Baudot, «Les Evangéliques», 275-2).

Díjole además otras palabras a Pedro, que son muy dignas de consideración: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿he de dejar Yo de beberle? (Jn18, 11). El gran anhelo de Jesús era hacer la voluntad de su Padre, como ha de serlo nuestro, y hemos de quitar de nuestro paso a cuantos de una o de otra manera quieran impedirnos su cumplimiento.


3) “En fin: la cohorte de soldados, el tribuno y los ministros de los judíos prendieron a Jesús y le ataron” (Jn 18, 12). Todos los discípulos le abandonaron y huyeron (Mc., 14, 50). Cosa admirable, los prodigios de la caída de Judas, y los suyos, y la curación de Maleo; parece que en nada impresionan a aquellos desdichados sayones, sino que se diría que los encendieron más y más en rabiosa ira. Lanzáronse sobre Jesús, le derribaron en tierra, le golpearon y le ataron cruelísimamente.

Y se vio Jesús quebrantado, fuertemente ligado y abandonado de todos sus amigos, y comenzaron aquellas series de humillaciones y dolores que habían de culminar en la crucifixión, ¡en el   Calvario! ¡Cuánto sufre! ¡Cómo se oculta la divinidad! ¡Y todo por mí! ¿Y yo? ¿No le he abandonado más de una vez y con harta mayor culpa que los Apóstoles? ¿Le volveré a dejar después de tantos juramentos de fidelidad, de tantos propósitos, de haber visto tan c]ara su voluntad, tan patente su amor? Dios no lo quiera.


Punto 3.°—DESAMPARADO DE SUS DISCÍPULOS, ES LLEVADO A ANÁS, A DONDE SAN PEDRO, QUE LE HABÍA SEGUIDO DESDE LEJOS, LO NEGÓ UNA VEZ, Y A CRISTO LE FUÉ DADA UNA BOFETADA, DICIÉNDOLE: ¿ASÏ RESPONDES AL PONTÍFICE?

 
1) De allí le condujeron, primeramente, a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, que era Pontífice aquel año (Jn 18, 13). Del huerto a casa de Anás anduvo el Señor, en sentido contrario, el camino que dos o tres horas antes anduviera A lo largo del valle de Cedrón, hasta la puerta más próxima a la piscina de Siloé después subieron la escarpada calle que conducía al palacio común de Anás y Caifás, sobre la altura que ahora se llama colina de Sión. Nueve años fué Sumo Sacerdote Aná, y lo fueron después cinco de sus hijos, y su yerno, Caifás, lo tenía todo... menos la estima de las gentes honradas.

Coloca San Ignacio la primera negación de San Pedro en casa de Anás, y no sin visos de probabilidad si seguimos el relato de San Juan; en el   capítulo 18, versículo 13 y siguientes, cuenta este evangelista la entrada de Pedro en casa del Pontífice merced a los buenos oficios de otro discípulo en el  la conocido; y a la entrada es interrogado por la portera, y niega a Jesús. A continuación (y. 19 y sigs.) pone el diálogo de Jesús con Anás y la bofetada. Parece que Anás y Caifás ocupaban dos habitaciones de un mismo palacio, y así los otros evangelistas narran como en compendio las tres negaciones como acaecidas en casa de Caifás. Meditaremos las negaciones juntas en el   siguiente ejercicio.


2) Veamos con qué cuidado de que no se les fuera de las manos condujeron aquellos esbirros crueles a Jesús, denostándole, tirando de los cordeles con que le llevaban fuertemente amarrado, dándole empellones.

Y llegaron a casa de Anás, que, aunque depuesto, era el que manejaba al Sumo Sacerdote, Caifás, y el jefe del partido sacerdotal, que maquinaba la muerte de Jesús; comenzó Anás a preguntarle acerca de sus discípulos y de la doctrina que predicaba. Jesús nada le dijo acerca de sus discípulos, sino que a la cuestión de su doctrina le respondió: “Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo; siempre he enseñado en la Sinagoga y en el   templo, a donde concurren todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Qué me preguntas a Mí? Pregunta a los que han oído lo que Yo les he enseñado, pues ésos saben cuáles »cosas haya dicho Yo” (Jn 18 y 19 y sigs.).

Sapientísima respuesta, que no dejaba lugar a réplica; pero al oírla, uno de los ministros asistentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes Tú al Pontífice? Díjole Jesús: Si Yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres? (Jn 22, 23).


3) Pueden admirarse en este paso, en primer lugar, el dominio y libertad de espíritu de Jesús en su respuesta a la capciosa pregunta de Anás; su gran prudencia al referirse al testimonio de sus oyentes, y su caridad de no querer decir cosa de sus discípulos, que tan mal se habían portado con El.

Cualidades difíciles de guardar en las palabras. En lo que toca a la bofetada, es de considerar que fue dolorosa, como dada por un sayón encendido en ira; afrentosa en sumo grado a los ojos de los orientales, por eso la ley multaba con 200 dineros valor variable; era la moneda del tributo al César como una peseta y con 400 si se daba con el revés de la mano; el Señor, para indicar a sus discípulos que debían estar preparados a sufrir las mayores deshonras, díjoles que presentaran la mejilla izquierda a quien les hiriera en la derecha (Mt 5, 39; Lc 6, 29). Fue, además, injusta y con aprobación de todos los presentes. Pues si así tratan al Maestro, ¿pretenderá el discípulo que le traten de otra manera?

Jesús juzgó deber protestar de la injusticia del ultraje que se le hacía, por no conceder, con su silencio, que tenía razón quien le acusaba de haber faltado al respeto debido al sacerdote; enseñándonos así que es lícito defenderse dentro de los justos límites y, en ocasiones, conveniente.

 

Coloquio. No nos cansemos de repetir los ofrecimientos y peticiones ya hechos, y afirmémonos en el  los para que cuando llegue la ocasión nos mantengamos, con la ayuda divina, fieles a ellos.

 

 

 

 

37ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE ANÁS HASTA CASA DE CAIFÁS


Preámbulo. La historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Composición de lugar: la gran sala del Sanedrín, donde se celebró el juicio, y la historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Punto 1.° LO LLEVAN ATADO DESDE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, A DONDE SAN PEDRO LO NEGÓ DOS VECES, Y MIRADO DEL SEÑOR SALIENDO FUERA, LLORÓ AMARGAMENTE.

 
1) Fue motivo de amargura grande para el Corazón de Jesús la negación de Pedro, el más privilegiado de sus Apóstoles. Pedro, después de la prisión del Señor y dispersión de sus discípulos, comenzó a seguir a Jesús de lejos (Lc 22, 54) acompañado de otro discípulo que piensan muchos era San Juan; llegaron al palacio, y el otro discípulo, que era conocido del Pontífice, entró en el   atrio. Petrus autem stabat ad ostium, foris… pero Pedro hubo de quedarse en la puerta, fuera (Jn 18, 15-16). Por eso el otro discípulo salió a la puerta y habló a la portera y franqueó a Pedro la entrada.

       Ya dentro, como hiciera frío, se acercó a la lumbre, y sentándose con los sirvientes se calentaba y observaba para ver el fin. Y como una de las criadas le viera sentado al fuego, fijando en el  los ojos, dijo: “También éste andaba con Aquél (Lc., 22, 56). Mujer, no le conozco», protestó Pedro, ni entiendo siquiera lo que dices. Y se salió y cantó el gallo. Otra sirviente, probablemente la portera, le vió: Vidit eum alia ancilla (Mt., 26, 71), y dijo a los presentes: Ese estaba con Jesús Nazareno. Y volvió a negarlo Pedro con juramento: Yo no conozco a ese hombre. Poco tiempo después los que allí estaban, acercándose a Pedro, le decían: En verdad, tú estabas con El, porque no puedes negar que eres galileo; se te conoce en la pronunciación. Y uno de ellos le dijo: Si te ví yo en el   huerto con El. Entonces se puso a jurar y echarse maldiciones sobre que no conocía a tal hombre. Y poco después cantó el gallo. Terminado el juicio, bajaron a Jesús de la sala donde se había reunido el Sanedrín al patio inferior y pasó por el sitio donde estaba Pedro calentándose; sin duda que al ver aparecer al Nazareno todos se fijarían en el , y Él, volviéndose, miró a Pedro: Conversus Dominus respexit Petrum” (Lc., 22, 61). Y aquella mirada de dulcísimo reproche se clavó como un dardo en el   corazón de Pedro, que, “conmovido profundamente, se salió afuera y lloró amargamente», y comenzó a llorar”, porque había de seguir llorando su pecado toda la vida.

 

2) Lección magnífica, de la que podemos recoger sabrosos frutos. Pedro, a pesar del aviso del Señor y de sus protestas reiteradas de fidelidad, cayó, y cayó lamentablemente. Y nosotros, después de tantas luces, de tantas inspiraciones y manifestación tan clara de la voluntad del Señor; después de tantos propósitos, y peticiones y ofrecimientos al parecer tan sinceros, ¿volveremos a caer? ¿Seremos fieles al Señor o traidores?

Si, como Pedro, somos presuntuosos y confiamos más en nuestro pasajero fervor que en el   auxilio de la gracia; si, como Pedro, nos dormimos en la oración en vez de vigilar y perseverar en el  la; si, como Pedro, seguimos de lejos al Señor y nos metemos en la ocasión y en el   trato con los enemigos de Jesús ¡como Pedro caeremos! Ya sabemos el remedio y el modo de perseverar; sólo queda que lo pongamos por obra. Pero si tenemos la desgracia inmensa de imitar a Pedro en la caída, procuremos seguirle también en los pasos de su admirable y duradera conversión. ¡Y no olvidemos la bondad de nuestro Jesús!


Punto 2.° ESTUVO JESÚS TODA AQUELLA NOCHE ATADO.


1) No dice más San Ignacio; pero harto es para considerarlo y conmovernos profundamente al ver al Señor de la Majestad, al omnipotente, cuyas manos todo lo pueden, todo lo han hecho, todo lo conservan y sostienen, atado y como reducido a la impotencia más absoluta. El abuso de nuestra libertad es causa de nuestros pecados e iniquidades y roba su gloria a Dios; para compensarlo, dejóse Jesús atar.

¡Por mi amor, Jesús atado! ¿Y yo? ¿Me ata el amor de Jesús para contenerme siempre dentro de la sujeción más exacta a cuanto es mandato de Dios o de sus representantes? ¡Cuántas veces me han parecido intolerables las ligaduras del deber o del amor a Jesús, que me impedían satisfacer las ansias de mentida libertad de mi inteligencia, de mi corazón, de mis sentidos! ¡Cuántas veces no eran las ligaduras del amor a Jesucristo las que me impedían obrar el mal, sino lazos vilísimos de amor a las criaturas los que me estorbaban el obrar el bien que debía y me arrastraban, vil esclavo, a abusos degradantes de mi libertad! ¡No así en adelante, Señor! Yo quiero hoy apretar más y más los vínculos de mi unión con Vos, para que nadie sea fuerte para romperlos; ¡ni la misma muerte!


2) Aunque no lo indica San Ignacio, puede aquí considerarse el simulado juicio que aquella noche se vio en el   Supremo Tribunal judío. Era el Sanedrín, convocado por Caifás, un Tribunal constituido por 71 miembros. Príncipes de los sacerdotes, doctores de la ley y ancianos jefes de las familias principales.

Por aquel tiempo consta que eran los más de ellos fariseos, celadores ridículos de la letra de la ley, sepulcros blanqueados, amigos de exterioridades, o saduceos, scépticos y epicúreos, que no admitían la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna; era facción de mucho arraigo en la raza sacerdotal, y parece que a ella pertenecían Anás y Caifás. ¡En tales manos estaba la causa de Jesús!

Reuniéronse, pues, en concilio y adujeron falsos testigos que acusaran al Señor. ¿Cuál no sería la pureza y santidad de su vida, que ni aun así pudieron probarle nada que fundara sentencia de condenación? ¡Tan santo Capitán tenemos! Entonces, airado, Caifás, puesto en pie, conjuró en nombre de Dios vivo, a Jesús para que dijese si era el Cristo, el Hijo de Dios! Tú lo has dicho; ¡lo soy! Y Yo os digo que algún día veréis al hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios (Mt 26, 63) y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62).

Al oírlo el hipócrita Caifás, como si acabara de oír una horrenda blasfemia, rasgó sus vestiduras, exclamando Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de testigos? acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? A lo que ellos respondieron diciendo: ¡Reo es de muerte! (Mt 1. c., 65-66). ¡Jesús condenado a muerte por blasfemo! Digno de muerte, sí, porque había cargado con nuestras iniquidades, ¡y eran tan enormes!

 


Punto 3.° ALLENDE DESTO, LOS QUE LO TENÍAN PRESO SE BURLABAN DE EL, Y LE HERÍAN, Y LE CUBRÍAN LA CARA, Y LE DABAN DE BOFETADAS, Y LE PREGUNTABAN: PROFETÍZANOS QUIÉN ES EL QUE TE HIRIÓ Y SEMEJANTES COSAS BLASFEMABAN CONTRA EL.


1) Los latinos proclamaban «res sacra reus», el reo, cosa sagrada; pero para los judíos, el condenado a muerte, y más aún el blasfemo, era objeto de burla y ludibrio público. Y, según as perversas doctrinas de la Sinagoga, estaba prohibido compadecerse de él. Así se explica la tristísima escena que a continuación del «reus est mortis» (reo de muerte), en el   Sanedrín pronunciado, se desarrolló.

Los evangelistas nos dicen que los asistentes, los esbirros que le tenían preso y quizá los mismos gravísimos sanedritas, desfogando el odio, largo tiempo, reprimido, comenzaron a escupirle al rostro y darle puñadas; otros le daban sopapos en el   rostro, y los corchetes que le tenían preso se burlaban de Él y le golpeaban.

Y le vendaron los ojos y le daban bofetadas, diciendo: Cristo, profetízanos, adivina, quién es el que te ha herido? Y le decían blasfemando, otras muchas cosas. Así pasó la noche: ¡noche de veras triste!


2) Además de atado, como lo veíamos en el   punto anterior, estuvo Jesús toda aquella noche entregado a la chusma que se reuniera para su prisión por los sanedritas, que, terminado el juicio, se retiraron a descansar; y siendo objeto de los más inicuos insultos y de las bromas más pesadas y deshonrosas.

¿Qué no haría y diría aquella turba soez de soldados y ministriles, sin freno alguno, antes con el aliciente del ejemplo que los mismos jueces les dieran al escupir y golpear ellos mismos a Jesús? Pena hondísima causa el pensarlo; ¡qué sería el sufrirlo! Escupíanle al rostro; en todo el mundo se ha tenido, y tiene, tal vilísimo insulto como insufrible; y en el   pueblo israelita era la afrenta mayor que a otro se podía hacer. «Es la expresión del más profundo desprecio, el arma de la pasión más grosera, de la rabia impotente, de la más vil venganza. Sólo el pensamiento de ver esta santísima faz afeada con tan abominable suciedad subleva el alma y hace enrojecer de indignación las mejil1as (Huonder, «La noche de la Pasión», 43).

¡Cada vez que pecas escupes a tu Dios! Le vendaron los ojos para herirle más a salvo. Pensaban que no les veía! Locura parecida la del pecador, que se pone a sí mismo la venda, ¡olvidando que Dios está presente y lo ve todo! Le herían con bofetadas y golpes, y le decían: Averigua, ¿quién es el que te hirió? Cuán bien ofrecerá su mejilla al que le hiere; y lo que nos había enseñado: Si te hieren en un carrillo ofrece el otro (Mt., 5, 39). Y le decían palabras afrentosas. Y Jesús callaba; qué dulzura!, ¡ qué paciencia!, ¡ qué magnanimidad!

Consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece y esforcémonos en dolernos, contristarnos y llorar; lágrimas bien empleadas las que la compasión arranque de nuestros ojos. Consideremos cómo la divinidad se esconde; en verdad que sólo la fe nos la puede descubrir; tanto se oculta. Podría destruir a sus enemigos, y, lejos de hacerlo, les deja triunfar y aparece impotente y vencido ante ellos, triunfadores e insultantes.

Y cómo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente; ¡misterio insondable! Adoremos esa divinidad oculta, y al considerar cómo todo esto padece por mis pecados, por mi amor, etc., pensemos ¡qué debo yo hacer y padecer por El! Y, si tenemos un poco de corazón, no podremos menos de prorrumpir en agradecidos afectos y generosas ofertas.


3) Muy de mañana, reunidos de nuevo en concilio los Sumos Sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Consejo, llamaron a Jesús y le preguntaron si Tú eres Cristo, dínoslo. Y les respondió: Si os lo dijere no me creeréis, y si Yo os hiciere alguna pregunta no me responderéis ni me dejaréis ir. Pero después de lo que veis ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios. Dijeron todos: Luego, Tú eres el Hijo de Dios? Respondióles Él: Así es que Yo soy como vosotros decís. Y replicaron ellos: Qué necesitamos ya buscar otros testigos, cuando nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca? (Lc 22, 66 y sigs.). Y levantándose luego todo aquel congreso, le condujeron atado y le entregaron al presidente, Poncio Pilato.

La ley prohibía dictar sentencia de muerte puesto ya el sol, y, según las costumbres judías, una condena de muerte no podía decidirse en una sola sesión, sino que exigía segundo juicio, que debía celebrarse el día siguiente. No quisieron los hipócritas jueces de Jesús faltar a la letra de la ley, y de pura fórmula se reunieron a hacer un simulacro de nuevo juicio.

Unámonos  a Cristo en su dolor por nuestros pecados por los cuales fue condenado y sintamos en nuestros cuerpo todas sus heridas y salivazos y azotes e injurias.


NOTAS.1) Caifás fué nombrado Sumo Sacerdote por Valerio Grato, el mismo que destituyó arbitrariamente a Anás el año 18 de nuestra Era; y fué depuesto el año 36 por Vitelio, al mismo tiempo que Pilato. Es un misterio cómo pudo mantenerse tanto tiempo, siendo así que sus tres predecesores no duraron sino un año cada uno, y cinco sucesores inmediatos apenas más.

 

2) Se han señalado en el   proceso de Jesús al menos veintisiete irregularidades, de las que una sola fuera suficiente para anular un juicio. Para pronunciar sentencia debían estar los jueces en ayunas, no podían dictarla sino después de madura reflexión, y si era capital debían diferirla para el día siguiente; prohibía además la ley al Sanedrín tener sesión de noche y antes del sacrificio matutino . Si se quiere estudiar la horrible injusticia del proceso de Jesús, puede verse la obra de los hermanos Lérnann, judíos convertidos, «Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus Christ», par les Abbés Lémann. París, Poussielgue, 1876. Y la de Giovanni Rosadi, «I1 processo di Gesü», Firenze, G. e. Sansoni, editore, 1904. Ilustra la primera admirablemente la iniquidad del proceso de Jesús, a la luz del Derecho hebraico, en el   que demuestran una pericia excepcional. La segunda obra pone de relieve la misma iniquidad, principalmente a la luz del Derecho romano, y lo hace con copiosa erudición, que nada deja que desear. Nótese que aunque Rosadi admite que Jesucristo es Hombre-Dios, habla después con muy escasa crítica de los racionalistas y sienta afirmaciones peregrinas. Es con todo verdad que pone en plena evidencia que la injusticia cometida con Jesús Nazareno «fué la más grande y la más memor

 

 

 

 

 

 

 

 

38ª  MEDITACIÓN

 

JESÚS ANTE PILATO

 

Punto 1.° LO LLEVA TODA LA MULTITUD DE LOS JUDÍOS A PILATO Y DELANTE DE ÉL LE ACUSAN, DICIENDO: A ÉSTE HABEMOS HALLADO QUE ECHABA A PERDER NUESTRO PUEBLO Y VEDABA PAGAR TRIBUTO A CÉSAR.

 
1) A poco de amanecido se reunieron por segunda vez los sanedritas, y confirmada formulariamente la sentencia que dictaran en la sesión nocturna, tomaron al reo para conducirlo, temprano todavía, al Tribunal civil del Pretor romano.

Los romanos eran madrugadores y abrían pronto sus Tribunales, para cerrarlos hacia el mediodía y dedicar el resto de la jornada al descanso, a la mesa y a las diversiones. Era procurador de Judea Poncio Pilato, nombrado el año 26 por Tiberio y destituIdo el 36 por el legado de Siria, Vitelio, a causa de haber hecho asesinar cruelmente a un grupo inofensivo de samaritanos (Prat).

Para que la sentencia del Sanedrín tuviera validez ejecutiva tenía que ser confirmada por el Pretor romano, que desde la ocupación romana era el único que en Palestina tenía el «ius gladii» (derecho de condenar a muerte).


2) Veamós a Jesús atado, rodeado de los soldados y ministros que le prendieron, y acompañado por los sanedritas todos, atravesando gran parte de la ciudad, cuyas calles, aunque era temprano, estarían atestadas de gente por la enorme afluencia de forasteros a Jerusalén en aquellos días de Pascua. ¡Qué vergüenza! Pocos días antes había paseado aquellas mismas calles en muy distinta forma.

Pilato, enterado ya, sin duda, de lo que acontecía, aunque era temprano, recibió al cortejo, deseando terminar pronto asunto tan enojoso para un día en que tenía que prestar toda su atención al orden de la ciudad. Los sanedritas, escrupulosos guardadores de las fáciles exterioridades de la ley, no quisieron entrar en el   Pretorio, casa de un gentil, por no contaminarse y poder comer la pascua.

Salió, pues, Pilato a ellos y les preguntó: Qué acusación presentáis contra este hombre? Ellos respondieron: Si no fuese un malhechor no te lo traeríamos aquí. Pilato les dijo: Llevadlo, pues, y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le respondieron: Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. Con lo que vino a cumplirse lo que Jesús dijo, indicando el género de muerte de que había de morir (Jn 18, 28 y sigs.).

Comenzaron entonces a acusarle, diciendo: Hemos hallado a este hombre fomentando el desorden en nuestra nación, prohibiendo pagar el tributo al César y diciendo que El es el Mesías Rey.


3) ¡Cómo ciega la pasión! Pregunta natural y obligada la que Pilato les hizo, que obligación tiene todo juez de estudiar la causa antes de dictar en el  la sentencia; y, sin embargo, se sienten ofendidos los sanedritas; buscaban, como dice San León, que fuese mero ejecutor de la cruel sentencia dictada por ellos y no árbitro de la causa, «executorem sae vitae. non arbitrum causae». Para eso, para hacerle fuerza, se trasladó el Sanedrín entero..., y offerebant vinctum... ut non auderet Pilatus absolvere», y se lo presentaban atado para que no se atreviese Pilato a soltarlo.

Pronto conoció Pilato que allí no había sino envidia de la clase sacerdotal: Sciebat enim quod per invidiam tradidissent eum, dice San Mateo (Mt., 27, 16) porque sabía bien que se lo habían entregado por envidia. Pasión tremenda que causa estragos muy lamentables, y, por otra parte, muy general aun entre gente que se precia de espiritual. «La envidia y los celos engendran aversión, atizan, el funesto incendio de un aborrecimiento implacable, hácenle a uno duro, rígido, y matan todo sentimiento de nobleza y de justicia. Acuden a cualquier medio, aun al más vil y bajo, con tal que les sirva para dañar a su competidor y acabar con él» (Huonder, 6. e., 53).

Es, por otra parte, tan vil, que nadie se resigna a confesarla, sino que estudiadamente se procura hacerla pasar disimulada bajo el pabellón de alguna virtud; así estos hipócritas acusadores de Jesús la paliaron en el   tribunal religioso, con velo de celo de la gloria de Dios, y le acusaron de blasfemo; en el   tribunal civil, con el del respeto a la autoridad del César; y, ciertamente, ni la gloria de Dios les preocupaba gran cosa, ni tenían para el César más que odio reprimido e impotente desprecio.

¡Es un malhechor! dicen ahora; poco antes decían: ¡Es un blasfemo! Así se deja tratar por nuestro amor Jesús; dejábase tratar de seductor, «ad solatium servorum suorurn, quando dicuntur se»ductores» (S. Agust., in Ps. 63, y. 7), para consuelo de sus siervos cuando son llamados seductores. Dispongámonos a llevar por amor de quien así nos ama cualquier desprecio de que podamos ser objeto.

 

Punto 2.° DESPUÉ5 DE HABELLO PILATO UNA VEZ Y OTRA EXAMINADO, PILATO DICE: «YO NO HALLO CULPA NINGUNA.

 
1) De las acusaciones que contra Jesús presentaron, recogió Pilato una, la que más le interesó: que se hacía rey, y tomando consigo a Jesús entró en. el Pretorio, y le preguntó: “¿Eres Tú el Rey de los »judíos? Jesús le respondió: Dices tú eso de ti mismo o te lo han dicho de Mí otros? Replicóle Pilato: Qué, ¿acaso soy yo judío? Tu nación y los Pontífices te han. entregado a mí. ¿Qué has hecho Tú? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, claro está que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Replicóle a esto Pilato: Con que Tú eres Rey? Respondió Jesús: Así es como dices; Yo soy Rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo; para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 33ss)

Veamos a nuestro divino Maestro instruyendo tan solícitamente al Pretor romano. Lección magnífica la que le leyó; si hubiera sabido aprovecharla, cuán dichoso hubiera sido; pero no hizo de ella aprecio. Nosotros hemos de aprovecharla, que a nosotros, no menos que a Pilato, va dirigida. Pensaba Pilato en un reino temporal que pudiera oponerse al del emperador romano, y por eso comenzó por explicarle la naturaleza de su Reino.

Mi Reino no es de este mundo, no es terreno ni temporal, porque trae su origen del cielo, de donde bajé a juntarle con mi predicación por medio de la fe; a rescatarle del poder de sus enemigos con mi muerte; a santificarle con los Sacramentos; a lavarle con mi sangre; a hermosearle con mi gracia y darle vida con mi espíritu. No es de este mundo mi Reino, porque no consiste en bienes de este mundo, sino que por el desprecio de ellos se camina a la vida y Salud eterna» (La Palm., «Hist. de la S. Pasión», e. 17).

 No viene a quitar reinos temporales quien viene a darnos el eterno. «Non eripit mortalia, qui regna dat caelestia… No temas, pues, que me oponga a tu emperador; quiso defenderme en el   huerto uno de mis discípulos y se lo impedí; no está mi fuerza en las armas ni pretendo conquistas terrenas. Mi Reino es de las almas, y a santificarlas y llevarlas al cielo, Reino eterno, he venido a la tierra; mi Reino se establece sin estrépito de armas y comba»tes materiales; vine Yo a fundarlo en la tierra, y mi táctica ha sido la pobreza, la humillación, ¡ la persecución !  Y pudiera haberle añadido: ¡Si vieras que voy a tomar por trono la Cruz en que dentro de poco me vas a clavar!


2) Rey es Jesús, y por títulos variados y bien legítimos; lo sabemos, lo hemos proclamado, nos hemos declarado súbditos fieles de tal Rey y hemos prometido señalarnos en todo servicio de este Rey eterno y Señor universal. Pero notemos que si su Reino no es de este mundo, sus súbditos tampoco lo pueden ser: luego no siguen sus máximas, no aman lo que El ama, no ponen en contentarle todo su estudio y su temor en disgustarle ¡desprecian sus bienes y sólo buscan los eternos! ¿Soy yo de ésos? Mi conducta me lo dirá; triste sería ofrecerse al servicio de este Rey y gloriarse de ser su súbdito, al mismo tiempo que con las obras desmentimos nuestras palabras y demostramos ser esclavos del mundo.

Díjole, además, Jesús que había venido al mundo a dar testimonio de la verdad. Antes había dicho: soy el camino, la verdad, la vida (Jn 14, 16). El primer hombre fue creado en la verdad; pero esa verdad que bañaba a la naturaleza humana se trocó por el pecado y caída de Adán en espesas tinieblas. Vino Jesús a disipar las tinieblas y hacer resplandecer la verdad. Dios es la luz y verdad; la segunda Persona, encarnando, encarnó la verdad, y al incorporarse a sus elegidos, los incorpora a la verdad. Es la verdad viático de las almas en este mundo, y la Iglesia es su depositaria. La verdad de Jesús, que nos distribuye la Iglesia, nos guía hacia la bienaventuranza... Sólo el que sigue a Jesús no camina entre tinieblas…Qui sequitur me non ambulat in tenebris (Jn 8, 12). Todo aquel que pertenece a la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). ¿Y quién escucha la voz de Jesús? Los Apóstoles, las almas rectas y puras. ¿Quién no la escucha? Los fariseos, los que, enseñoreados por la pasión, llámese ambición, codicia, lujuria, etc., están decididos a violar la ley de Dios (Jo., 8, 47) (Chometon, S. J., «Le Christ vie et humire»).


3) Pilato dijo a Jesús: «Qué es la verdad?» Y sin aguardar respuesta se fué... ¡Desdichado! Frente a frente de la Verdad, le vuelve las espaldas. No así nosotros, sino que postrados a los pies de nuestro Jesús, digámosle: ¡Habla, Señor, que Tú tienes palabras de vida eterna, y quien a ti te escucha, de Dios es; y quien a ti te sigue, camino va de vida eterna; y quien a tu luz camina, seguro está de llegar a buen término!

Hecha su pregunta a Jesús, sin aguardar respuesta, salió segunda vez a los judíos y les dijo: Yo ningún delito hallo en este hombre (Jn 18, 38). La consecuencia natural de tal premisa era: luego le pongo en libertad y garantizo su incolumidad. En vez de hacerlo así, comienza la falsa política del ceder y querer satisfacer a todos, y de claudicación en claudicación llega a la caída definitiva de condenar a muerte al mismo a quien proclama inocente.

¡Terrible y temerosa lección para tanto Pilato, cobarde y contemporizador!
Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos seguían acusándole, pero Jesús nada respondió. Por lo que Pilato le dijo: ¿No oyes de cuántas cosas te acusan? Pero El a nada contestó de cuanto le dijo; por manera que el presidente quedó en extremo maravillado (Mt., 27, 12). Silencio sublime y bien difícil de guardar cuando nos acusan y vilipendian siendo inocentes y con plena conciencia de serlo; si no tenemos muy mortificado el amor a la honra y a la vida, si tememos la deshonra y la muerte, no lo sabremos guardar.

 


Punto 3° LE FUÉ PREFERIDO BARRABÁS, LADRÓN: DIERON VOCES TODOS DICIENDO: «NO DEJES A ESTE, SINO A BARRABÁS


1) Sólo San Lucas (23, 9 y sigs.) narra el episodio del envío de Jesús a Herodes; por eso quizá San Ignacio, siguiendo a los otros evangelistas, le antepuso en la contemplación la escena tristísima del parangón con Barrabás.

Después de declarar Pilato: “Yo ningún delito hallo en este hombre, continuó: Mas ya que tenéis la costumbre de que os suelte un reo por la Pascua, ¿queréis que os ponga en libertad al Rey de los judíos? Entonces todos ellos volvieron a gritar: No a Ese, sino a Barrabás. Es de saber que este Barrabás era un ladrón” (JN 18, 38 y sigs.).


Era costumbre del pueblo judío dar libertad a uno de los presos para que pudiera celebrar la Pascua, fiesta conmemorativa de la libertad de la cautividad de Egipto. Los romanos la habían respetado, y parece indicar San Marcos que la turba se la recordó a Pilato: Et cum ascendisset turba, coepit rogare sicut semper faciebat illis (Mc., 15, 8). Pues como el pueblo acudiese a esta sazón a pedirle el indulto que siempre les otorgaba, les puso en el   trance de elegir a uno de dos: a Jesús o a Barrabás.

¡Qué alternativa! ¡Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el dechado de toda perfección, el más hermoso entre los hijos de los hombres, que había pasado haciendo bien, practicando la virtud, enseñando la verdad, curando los enfermos, resucitando los muertos, perdonando los pecados! ¡Cuántos de los allí reunidos le debían algún beneficio! ¡Ni uno solo podía echarle en cara, no ya ofensa alguna, pero ni falta la más pequeña! Y lo comparan con Barrabás, ladrón famoso, que había cometido un homicidio (Mc 15, 7; Act. Ap., 3, 14), tomando parte en una sedición y estaba condenado a muerte; al que nada debían y de quien podían temer mucho. Eligió, sin duda, Pilato el más detestable de los malhechores encarcelados para forzarles a la elección de Jesús.


2) El pueblo, que cinco días antes aclamaba a Jesús por Mesías, hubo de quedar perplejo al oír la propuesta; pero mezclándose en su masa los sacerdotes y escribas y fariseos, comenzaron a soliviantarlo, y quizá les proporcionó tiempo para lograrlo un incidente que colocan en este lugar algunos historiadores de la Pasión, como De Lai, Schuster, etc., como parece insinuarlo San Mateo.

Llególe a Pilato un recado de su mujer, que le enviaba a decir:  “Nihil tibi et justo illi, no te mezcles en la causa de ese sujeto, porque son muchas las congojas que hoy he padecido en sueños por su causa” (Mt., 27, 19). Lograron entre tanto conmover al pueblo, que, respondiendo a la pregunta repetida de Pilato: “A quién de los dos queréis que os suelte?, comenzó a gritar: A Barrabás! Replicóles Pilato: Pues ¿qué he de hacer de Jesús, llamado Cristo? Dicen todos: Sea crucificado” (Ib., 21-22). «¡ Oh furia phreneticorum! Occidatur qui suscitat mortuos et dimittatur qui occidit vivos…Oh furia de locos! ¡ A muerte el que resucita los muertos y en libertad el que mata a los vivos! (S. Aug., tract. 116 in Jo).

Puede considerarse esta elección desastrada del pueblo judío, primeramente, como expresión de la justicia divina; ante Dios aparecía en aquel momento su Unigénito cargado con mayor culpa y, por tanto, deudor de mayor pena que el mismo Barrabás... ¡Sobre Él había puesto los pecados de todo el mundo!

Fue, en segundo lugar, expresión eficaz del amor de Dios para con nosotros. Porque, en realidad, ¿qué nos hubiera aprovechado que Barrabás sufriese la muerte y quedara Jesús libre? «Muera mi Hijo, clamó el Padre celestial, y sean, en cambio, salvos los pecadores, en Barrabás representados.» Por eso la Iglesia, agradecida, canta: Para redimir al esclavo entregaste a la muerte a tu Hijo. Oh admirable dignación de tu bondad para con nosotros! ¡ Oh inapreciable prueba de tu amor!


3) ¡Cuánto no hubo de sentir el nobilísimo Corazón de Jesús esta afrenta de su pueblo, de aquellos que de Él sólo habían recibido beneficios y de los que sólo debía esperar gratitud!         ¡Cuán errados son los juicios de los hombres y cuán poderosa la pasión de la envidia! De modo análogo a los judíos procedemos nosotros cuando pecamos; la tentación es una propuesta; ¿a quién prefieres, a Cristo o a Barrabás; a Dios o a la criatura: la honra de Dios o la tuya; el amor de Cristo o el de...? Poned lo que sabéis, ¡y a veces es más vil que Barrabás! Y cuando vacilamos ponemos en parangón a Cristo con Barrabás; y cuando cedemos y consentimos lo posponemos para ir con Barrabás. ¡Cuántas veces lo hemos hecho así! ¡Lloremos!
Y saquemos de esta contemplación, además, esfuerzo y consuelo para cuando nos veamos despreciados, y olvidados, y pospuestos a otros que valen menos que nosotros; ¡ y tal vez por los que más nos deben!

Coloquios. Magnífica ocasión para agradecer a Cristo su ofrenda de amor para nuestra redención y pidiendo ser admitido entre sus seguidores en el   oprobio para imitarle.

 

NOTAS. 1) Era Pilato, en frase de Agripa, que ciertamente no le quería bien, un hombre de carácter inflexible y de arrogancia salvaje. Se le acusaba de venal, rapaz, violento y déspota; de crueldades inútiles, de asesinatos sin formación de proceso..., pero pasaba por administrador activo, emprendedor, muy capaz de mantener el orden; y estas cualidades, en concepto de Tiberio, compensaban muchos vicios. De que fuera brutal y cabezudo no ha de deducirse que estuviera dotado de verdadera energía; los caracteres más violentos son a veces los más tímidos, afectan la brutalidad para disimular su debilidad y se esfuerzan por inspirar a los demás el terror que ellos experimentan (Prat, o. e.).

2) En Palestina, como en todas las provincias anejas al Imperio, el «ius gladii», derecho de condenar a muerte, pertenecía exclusivamente al gobernador romano. Los judíos no lo ignoraban y los sanedritas lo reconocían expresamente. El asesinato de San Esteban no será sino una ejecución tumultuaria, algo así como un linchamiento en unas horas de revuelta; y el martirio de Santiago el Menor había de costar al gran Sacerdote, que para autorizarlo se aprovechó de un interregno, una severa reprensión y el ser destituido de su cargo (Prat. o. c., 2, 263).


3) Quizá impresionó a Pilato la acusación de que Jesús quisiera hacerse rey por haberse difundido por el Imperio la noticia de que gentes salidas de Judea se habían de apoderar del sumo poder. Tácito escribe: «Pluribus persuasio, inerat, antiquis sacerdotum libris conti»neri, eo ipso tempore fore ut valesceret Oriens, profee»tique Judaea rerum potirentur» (1, 6, 13; Histor.). Estaban muchos persuadidos de que en los libros viejos de los sacerdotes estaba escrito que había de suceder por aquel tiempo que prevaleciese el Oriente, y gente salida de Judea se apoderase del poder. Casi con las mismas palabras escribe Suetonio: «Percrebuerat,in Oriente toto, vetus et constans opinio, esse in fatis ut eo tempore Judaea profeeti rerum potirentur» (In Vespas, 4). Confirma esta tradición Virgilio en su Egloga cuarta, «Sicelides musaeB. Y puede recordarse también la profecía de la célebre sibila de Cumas, que trae Cicerón (1, 2, de divinatione) (Card. de Lai, «La Passion de N. Seigneur», p. 119, 1).

 

 

 

 

 

39ª  MEDITACIÓN


2. CONTEMPLACION DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE PILATO HASTA LA DE HERODES (Lc 23, 6-12).


Preámbulo. Será la historia: como en el   curso de la acusación oyese Pilato hablar de Galilea, preguntó si era el acusado galileo, y como le dijeran que sí, para desentenderse del enojoso asunto envió a Jesús, atado, a Herodes. Recibióle éste muy alegre, y preguntándole muchas cosas, Jesús no le respondió una palabra, por lo cual Herodes, enojado, lo devolvió a Pilato, no sin haberle vestido antes, como a necio, con una vestidura blanca, como traduce la Vulgata, o resplandeciente, como parece indicar el original.

 

Composición de lugar: será ver el camino del Pretorio al palacio de Herodes y el palacio del tetrarca de Galilea. El camino es corto, atravesando el valle del Tyropeón, y a poca distancia del ángulo sudoeste del templo se alzaba el palacio antiguo de los príncipes Asmoneos, descendientes de los gloriosos Macabeos. En el  podemos ver una amplia y espléndidamente adornada sala, donde Él fastuoso y afeminado Herodes recibió a Jesús.


Punto 1.° PILAT0 ENVIÓ A JESÚS, GALILEO, A HERODES, TETRARCA DE GALILEA.


1) Proclamada la inocencia de Jesús por Pilato, en vez de ponerlo, como debía en todo derecho, en libertad, para no indisponerse con los sacerdotes y ancianos, se decidió a enviárselo a Herodes, a pesar de que sabían bien quién era el tetrarca y lo que pudiera resultar de tal entrega. Quizá buscaba, además de desentenderse de un asunto enojoso, halagar al tetrarca, con quien estaba enemistado desde que hizo acuchillar en el   templo, y sin formación de causa, a unos galileos; ofrecíasele buena ocasión, pues al transferir el proceso al Tribunal de Herodes reconocía públicamen- te su autoridad regional.

Comentando esta iniquidad, hace el Padre Huonder una reflexión de actualidad perenne: «Cuando se trata de ir contra la Iglesia y el Cristianismo, vuelven a unirse para ello aun los hermanos que antes estaban enemistados; y de la noche a la mañana se hacen alianzas entre partidos distanciados en política y religión, más aún de como lo estaban el romano gobernador y Herodes... Muy extrañas coaliciones se han llegado a hacer entre »las extremas derechas y las extremas izquierdas contra la Iglesia (Huonder, «La noche de la Pasión, 59, III).


2) Y la causa de Jesús se va a ver en el   Tribunal de un hombre sensual, cruel y vanidoso; del verdugo del santo Precursor; del «raposo» artero y cobarde, cuya característica era la astucia y que lo sacrificaba todo a sus pasiones libidinosas. Para que nosotros, sus seguidores, estemos prontos a recibir trato semejante y nos consolemos al vernos inicuamente juzgados por jueces indignos. Ignominia grande fue para Jesús atravesar las calles atado y custodiado como un criminal peligroso, hecho objeto de curiosidad, de desprecio y aun de ludibrio, porque los sacerdotes y ancianos, que no debieron recibir bien esta decisión de Pilato, descargaban su mal humor en Jesús.


3) Podemos considerar este acto de Pilato como su primer tropiezo en la serie de prevaricaciones que iban a llevarle al horrendo crimen de la crucifixión del Hijo de Dios y sacar como consecuencia a dónde nos puede llevar una concesión indebida, la cobardía de no ponernos desde Él principio decididamente de parte de la justicia y la inocencia; la debilidad en ceder a las exigencias, siquiera sean levemente pecaminosas, de nuestras pasiones. Preciso es que desde Él principio hagamos rostro: «prin»cipiis obsta! » De otra suerte será nuestra ruina segura.

Punto 2.° HERODES, CURIOSO, LE PREGUNTÓ LARGAMENTE, Y ÉL NINGUNA COSA LE RESPONDÍA, AUNQUE LOS ESCRIBAS Y SACERDOTES LE ACUSABAN CONSTANTEMENTE.


1) Era Herodes Antipas hijo de Herodes el Grande, el mismo que había dado muerte a San Juan Bautista porque le reprochaba su unión incestuosa con Herodías, esposa de su hermano Herodes Filipo. Algún tiempo después del martirio de Juan, como oyera Herodes narrar los prodigios de Jesucristo, pensó que era el Bautista resucitado: “Hic est Joannes Baptista; ipse surrexit a mortuis, et ideo virtutes operantur in eo… Este es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso resplandece tanto en el  la virtud de hacer milagros (Mt., 14, 2); y movido de curiosidad, o dudando de la verdad, deseaba ver a Jesús, como dice San Lucas (Lc 9, 9): Quaerebat videre eum», y buscaba el modo de verle. Parece que después intentó matar a Jesús, pues algunos judíos dijeron al Maestro: “Exiet vacte hinc; quia Herodes vult te accidere» Sal de aquí y retírate, porque Herodes quiere matarte” (Lc., 13, 31).

 
2) Cuando recibió el aviso previo que, sin duda, le envió Pilato anunciándole que enviaba a su palacio a Jesús para que juzgase la causa, se sintió halagado y se holgó sobre manera de ver a Jesús, porque hacía mucho tiempo que deseaba verle por las muchas cosas que había oído de Él y porque con esta ocasión esperaba verle hacer algún milagro.

Recibióle, pues, bien, y le hizo multitud de preguntas, y le pidió que hiciera algún milagro, indicándole que, como tenía en sus manos su causa, le pondría en libertad y aun le otorgaría honores y riquezas si quería complacerle; y Jesús, que había respondido al gentil Pilato, no respondió palabra a Herodes, ni hizo rogado milagros el que tan estupendos los había hecho aun sin pedírselo, como en Naín y en otras ocasiones. ¿Por qué calló?

Han dicho algunos que por respeto a la ley, pues estaba Antipas excomulgado. Pero aun dado que la prohibición de participar en los sacrificios, que por su adulterio pesaba sobre Herodes, equivaliera a la excomunión, llamada Nidoni (separación), todavía tal prohibición no incluía la de no podérsele dirigir la palabra, sino que ordenaba que no se hablara con. él a distancia menor de cuatro codos. Señalan como causa principal del silencio algunos expositores modernos la vida licenciosa de Herodes. No habla el Señor a las almas deshonestas; por eso ellas viven regocijadas en sus carnalidades, sin sentir muchas veces remordimiento alguno. Sin embargo, Jesús habló, en detenido coloquio, con la Samaritana; no rechazó a la adúltera y defendió a Magdalena (De Lai, o. c.).


3) La causa principal del silencio de Jesús hay que buscarla en la impía pretensión de Herodes de que Jesús rebajase su divino poder al nivel de un charlatán y prestidigitador.
¡Terrible castigo para el alma el silencio de Dios! Pobre del pecador a quien se lo impone; es casi prenuncio de eterna condenación. Digámosle al Señor, con el Profeta: “No enmudezcas, Señor, no sea que enmudeciendo Tú me asemeje a los que van camino del abismo” (Ps., 27, 1). Procuremos con empeño grande conservar nuestro corazón puro, no se nos vaya manchando y encarnizando de suerte que nos convierta en aquel «animalis homo», hombre animal, para quien no hay más vida que la de los sentidos y que no percibe, ea quae sunt Spiritus Dei (1 Cor., 2, 14), las cosas del Espíritu de Dios. Ni pretendamos en nuestro trato y conversación con Dios otra cosa que su gloria y nuestro provecho espiritual.

Entonces sí merecemos que Dios nos hable, y serán para nosotros sus palabras de vida eterna, luz vivificante para nuestra inteligencia que dirija todos nuestros pasos; alimento para nuestra alma, más dulce que la miel; fuego que vivifique nuestra voluntad y la esfuerce para el bien. Entre tanto, los príncipes de los sacerdotes y los escribas persistían obstinadamente en acusarle (Lc 23, 10). Le acumularían todo cuanto pudiera hacerle odioso a Herodes. Y Jesús callaba: ni el halago ni las amenazas le hicieron hablar. ¡Magnífica lección, difícil en ocasiones de practicar, pues con facilidad nos mueve a hablar el deseo de ser tenidos y estimados en algo o el temor de que se nos tenga por lo que no somos!


Punto 3.° HERODES LO DESPRECIÓ CON SU EJÉRCITO VISTIÉNDOLE CON UNA VESTE BLANCA.


1) Mas Herodes, dice San Lucas, con todos los de su séquito, le despreció; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato (Lc 23, 11). Pilato se admiró del silencio de Jesús, y, en cambio, Herodes la calificó de necedad. Al verse, a su juicio, despreciado por Jesús, pensó, sin duda, cómo castigarle, y no encontró castigo más doloroso y afrentoso que el tratarle como a necio. Y cierto que es cosa difícil de llevar para el hombre semejante afrenta, y que pasa más fácilmente por otras al parecer más costosas o, al menos, ciertamente más dolorosas. Para Jesús, Maestro por excelencia, que usaba de ese nombre con tanta frecuencia y era así llamado, no sólo por sus discípulos, sino aun por las gentes, hubo de ser afrenta muy dolorosa el ser públicamente calificado de fatuo y er paseado por las calles de Jerusalén con vestidura de irrisión. Y Herodes le despreció con toda su gente canalla vil mercenaria de tracios, galos y germanos...


2) Con cuánta frecuencia, en la sucesión de los siglos, se repite en la Iglesia de Cristo y en sus ministros la escena del palacio de Herodes. Procuran poner en ridículo a la Iglesia ante el pueblo acusándola de enemiga de la ciencia y autora de la ignorancia atacando sus dogmas como opuestos a la razón y presentando sus enseñanzas desfiguradas para hacerlas parecer necedades increíbles. «Herodes y sus cortesanos hacen burla de lo que no conocen, pues no ven sino la imagen de Cristo desfigurada y falsa, según se la presenta el espíritu mundano de ellos, ajeno a todo concepto sobrenatural. Así está Cristo en la Eucaristía: Millares de personas le desprecian porque le ven cubierto con la blanca vestidura de la sagrada hostia...; se burlan de lo que ignoran» (Huonder). ¡Y cuántas veces, si no en grado tan extremo, al menos en modo bien lamentable, la pasión en sus variadas formas de codicia, de sensualidad, de soberbia, de ira, etc., nos ha hecho tener por necedad la misma sabiduría y por objeto de escarnio lo que debiera serlo del más profundo respeto!


3) Mucho, sin duda, hubo de sufrir Jesús en este paso, si no materialmente en el   cuerpo, espiritual y moralmente en el   alma; cómo se escondió su divinidad! Y todo esto lo padecía por mí; ¿qué será justo que yo haga por Él? Mucho le he prometido, ¿se lo cumpliré? Decíale en la tercera manera de humildad que «por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro Señor quiero y elijo mí pobreza con Cristo pobre que riqueza; oprobios con Cristo lleno de ellos que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fué tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo».

¡Bien está! pero, ¿lo he cumplido? quizá en toda mi vida no se me ha presentado ocasión de sufrir tal afrenta por Cristo y la voy pasando lleno de magníficos y... estériles deseos. porque, y no es caso raro, después de una de estas oblaciones, cuando en la vida ordinaria se me ha presentado una ocasión de sufrir alguna humillación, acaso pequeñísima y más que real subjetiva, por el mal éxito de alguna de mis empresas, por una preterición inesperada e inmerecida, por una palabrilla hiriente, la he esquivado estudiadamente.

Pues grabemos bien en el   alma la imagen de nuestro Capitán y Maestro vestido de escarnio y tratado como necio en el   tribunal de Herodes, y pensemos si es bien unirnos a El vistiendo ínfulas de doctores y haciendo ostentación de saber! ¡Si con esta medicina no se cura nuestra soberbia, es en verdad incurable! «Haec medicina tanta est, quanta non potest cogitari. Nam quae superbia Sanari potest, si humilitate Filii Dei non sanatur?» (S. Aug., de Agone christiano, c. 11. ML. 40, 297).

 

 

 

 

40ª  MEDITACIÓN

 

EL CUARTO DÍA, A LA MEDIANOCHE, DE HERODES A PILATO,

 

HACIENDO Y CONTEMPLANDO HASTA LA MITAD DÉ LOS MISTERIOS DE LA MISMA CASA DE PILATO, Y DESPUÉS, EN EL   EJERCICIÓ DE LA MAÑANA, LOS OTROS MISTERIOS QUE QUEDARON DE LA MISMA CASA, Y LAS REPETICIONES, Y LOS SENTIDOS, COMO ESTÁ DICHO.


En la contemplación correspondiente a este día, en los «MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO» se incluyen los tres puntos siguientes: 1) Herodes lo torna a enviar a Pilato, por lo cual son hechos amigos, que antes estaban enemigos. 2) Flagelación, coronación y burlas. 3) Ecce-homo... La dividiremos, como nos indica San Ignacio, en dos contemplaciones.


lª. CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE HERODES HASTA LA DE PILATO.


1º Preámbulo. La historia será cómo Herodes, creyéndose burlado por Jesús, lo despreció, y vestido a guisa de fatuo lo devolvió a Pilato. El cual, después de ponerlo en parangón con Barrabás, proclamando una vez más que no encontraba en el   nada digno de pena de muerte, ordenó que Jesús fuese azotado, y lo fué cruelísimamente.

 
Composición de lugar. El camino del palacio de Herodes al de Pilato y el lugar del pretorio donde fue azotado Jesús. Opinan algunos que fue del foro del pretorio, a la vista de la muchedumbre; después lo metieron adentro los soldados.


Punto 1.° HERODES LO TORNA A ENVIAR A PILATO, POR LO CUAL SON HECHOS AMIGOS, QUE ANTES ESTABAN ENEMIGOS.


1) Nos dice San Lucas que Herodes, con todos los de su séquito, despreció a Jesús; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato. Con lo cual se hicieron amigos aquel mismo día Herodes y Pilato, que antes estaban entre sí enemistados.
Desconocemos las causas de la enemistad de Pilato con Herodes; insinúan algunos que quizá fué el degüello de galileos ordenado por Pilato cuando se hallaban ofreciendo sacrificios. Cierto que no faltaban frecuentes ocasiones de encuentros y que la reconciliación no sería duradera. Se aunaron contra Cristo: principes convenerunt in unum adversus Dominum, et adversus Christum eius (Ps. 2, 2). El, de suyo les brindaba la verdadera paz y amistad, que donde va no sabe predicar otra cosa que la caridad, y su reino es reino de paz. No supieron aprovecharse de tan buena ocasión.


2) Consideremos la grande afrenta de Cristo al volver a correr las calles de Jerusalén en día tan solemne y de afluencia tan grande de gente y acompañémosle en tan penosas jornadas; es ya con éste el quinto paso de Jesús por las calles desde que fué prendido en el   huerto: de Getsemaní a Anás, de Anás a Caifás, de allí a Pilato, luego a Herodes, y ahora vuelve a desandar la última caminata.

De creer es que los príncipes de los sacerdotes y ancianos aprovecharían la ocasión para ir sembrando suspicacias y acusaciones contra Jesús y excitar así contra El las turbas. Y su labor iba haciendo efecto y engrosaba el grupo de los que se unían en sus gritos y denuestos a los enemigos de Jesús, creciendo la afrenta y escarnio del bondadosísimo Señor. Es nuestro Capitán a quien hemos jurado seguir en la pena para después seguirle en la gloria.

Locura es para el mundo la suma sabiduría de Dios, y, en cambio, es necedad para Dios la sabiduría de este mundo, como nos dice el Apóstol: Sapientia enim huius mundi, stultitia est apud Deum (1 Cor., 3, 19); por eso, como el mismo Apóstol nos enseña: Si quis videtur inter vos sapiens esse in hoc saeculo stultus fiat, ut sit sapiens (Ib., 18). Si alguno se tiene por sabio en este mundo entre vosotros, hágase como necio para ser verdaderamente sabio.

¡Decidámonos en la elección, y viendo cómo tratan a Cristo, aprendamos lo que reserva a cuantos siguen el   estandarte de Cristo! Llenos de amor y de estima ofrezcamos nuestros homenajes de respeto a Cristo y afiancémonos en nuestro amor hacia El, hacia su doctrina y su vida. Hemos jurado vestirnos de su librea; ¡hela ahí! ¡ es de escarnio, de necedad, de irrisión!


3) Recibió Pilato a Jesús con desagrado, y habiendo reunido a los Sumos Sacerdotes y a los magistrados y al pueblo, les dijo: “Me trajisteis a este hombre como a alborotador del pueblo, y he aquí que, habiéndolo yo interrogado en vuestra presencia, ningún delito he hallado en el   de los que le acusáis. Pero Herodes tampoco, puesto que os remití a él, y por lo hecho se ve que no le juzgó digno de muerte. Por tanto, después de castigado lo dejaré libre” (Lc 23, 13 y sigs).

Vuelve a proclamar la inocencia de Jesús, y en vez de ponerle, como era justo, en libertad, procede antes a castigarle. ¿Por qué? Por arbitrariedad y falsa política de contemporización, con la que quiere complacer a todos; cosa imposible. Y acude al arbitrio, a su juicio, infalible, de poner a Jesús en parangón con Barrabás, y como le fallara tal recurso, dama Pilato: “Qué haré de Este a quien llamáis Rey de los judíos? Y ellos gritaron: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Qué mal ha hecho? ¡Yo nada he hallado en el   que merezca la muerte! Por eso, después de castigarlo, lo pondré en libertad”. Tercera vez proclamó Pilato la inocencia de Jesús, persistiendo en su propósito de ponerle en libertad, como debía, pero castigándole antes para ver si lograba así acallar a sus enemigos; pero, lejos de lograrlo, ellos insistían a grandes gritos pidiendo que fuera crucificado; y sus gritos eran cada vez más violentos.


Punto 2.° LA FLAGELACIÓN.


1) Persistiendo Pilato en su deseo de contentar a todos, pensó satisfacer a los judíos y lograr la libertad de Jesús por medio de la flagelación, y ordenó que fuese azotado. Era propiamente castigo romano, aunque se habla de él en la Sagrada Escritura principalmente como castigo de pecados carnales, p. e., Lev., 19, 20; pero se aplicaba, “ita dumtaxat ut quadragenarium numerum non excedant ne foede laceratus ante oculos tuos abeat frater tuus” (Deut., 25, 3), de suerte que no excedieran los golpes de cuarenta, no sea que tu hermano aparezca a tu vista feamente lacerado. Los fariseos, por escrúpulo hipócrita y temor de faltar a la ley, los habían reducido a treinta y nueve (2 Cor. 11, 24-25); y según cuenta Josefo, si el azote tenía tres ramales, no se daban sino trece golpes. Además, antes de aplicarlo se examinaba si era el paciente capaz de soportarlo.

Al Señor se le aplicó a la manera romana, pues romano era el juez y soldados romanos los verdugos, y sabemos bien que entre los romanos se aplicaba este tormento del modo más despiadado y sin limitación de número. Los Evangelistas son sobrios en extremo al hablar de este suplicio; como que casi se limitan a expresar su nombre: “Jesum autem flagellatum tradidit eis ut crucifigeretur” (Mt., 27, 26), y les entregó para que lo crucificaran a Jesús azotado; San Marcos, et tradidit Jesum flagelis caesum, ut crucifigeretur (Mc., 15, 15), y a Jesús después de haberlo hecho azotar, se lo entregó para que fuese cruéificado; y San Júan, «Tunc ergo apprehendit Pilatus Jesum, et flagellavit» (Jn 19, 1), Tomó entonces Pilato a Jesús y lo hizo azotar. Hemos, pues, de reconstruir la escena por lo que la historia romana nos dice.

2) Usaban los romanos como instrumentos, con los esclavos, ordinariamente el flagellum y el flagrum. Era el flagrum un haz o látigo de cuerdas, correas bastante gruesas o cadenas armadas con frecuencia de espinas o huesecillos y terminadas con bolas metálicas; Juvenal (5, 172) lo llama durum, duro), y su efecto lo designan los autores latinos con palabras que significan golpear, batir con fuerza, romper. Más horrible aún era el flagellum; así lo califica Horacio de (1 Sat., 3, 119) horrible; era más doloroso y sus heridas se expresan con palabras que significan acción de cortar, rasgar, perforar. Era instrumento formado de correas más delgadas y penetrantes; con facilidad penetraba en las carnes y las rasgaba al ser retirado bruscamente.


3) Que fuese desonroso y humillante se puede deducir de tres circunstancias que en el  concurrían (Groenings, S. J.): a) Entre los romanos, la flagelación, cuando no se practicaba con varas, sino con látigos u otros más horribles instrumentos, era castigo empleado ordinariamente sólo con esclavos, pues la ley Porcia y la Sempronia exigían que no fuesen azotados sino en casos extremos, y entonces con varas, los ciudadanos romanos. Aplicaron, pues, a Jesús suplicio de esclavos, y cosa sabida es que en aquellos tiempos era el esclavo un algo intermedio entre el hombre y la bestia. Y se lo aplicaron a Jesús aun en lo humano de sangre real y declarado reiteradamente inocente.


b) Se ejecutó públicamente, siendo por eso grande su vergüenza; y fue, por añadidura, durante la flagelación, el blanco de las más soeces afrentas .por parte de la soldadesca.

e) La mayor confusión de Jesús vino de que, a la usanza romana, lo despojaron de sus vestiduras; afrenta que ya habían anunciado los profetas como terrible; y Salm. 21, 18-43, 16, etc.

4) Que fuese doloroso, se deduce de recordar el modo brutal como lo aplicaban los romanos (De Lai). Hay que leer y meditar los procesos auténticos de los mártires, las historias de los gladiadores y las narraciones de Tácito, Cicerón y otros autores paganos. La ley romana dejaba el número de azotes al arbitrio del juez o del verdugo. Llama Cicerón a este suplicio «media mors», media muerte, porque era no raro el caso de que en el  o poco después muriese el reo; pues se aplicaba con tal crueldad, que los espectadores, horrorizados, se retiraban al ver quedar al descubierto las venas y los huesos, arrancada a golpes violentos en pedazos la carne. Eusebio, hablando de los mártires de Esmirna, escribe: «Todos los asistentes se asustaron de ver la carne de los mártires desgarrada en parte hasta las venas, en modo que los huesos quedaban al descubierto y se podían ver hasta las entrañas.» Y Cicerón, en las Verrinas (2-54, 5), hablando de la flagelación de Servilio caballero romano, escribe: «Seis lictores, muy fuertes y ejercitados en este infame ministerio, le golpearon horriblemente con vergas. Bien pronto el jefe de los lictores, Sextio, volteó su haz y descargólo sobre los ojos de la víctima con violencia horrible. El paciente, con la boca y los ojos inundados de sangre, cayó »a los pies del verdugo, quien no cesó de desgarrarle los costados. Después de tan bárbara ejecu»ción fué trasladado como muerto y al poco rato falleció»; y Suetonio, Calígula, 26; Tito Livio, 28-16.

 

5) Pues bien: esta gente fué la que azotó a Jesús de la manera más cruel y despiadada. Santa Brígida, en sus Revelaciones (4, 70), escribe: «Jubentç »lictore, Jesus seipsum vestibus exuit, columnam »sponte amplactens, recte ligatur et flagellis acul»eatis, infixis aculeis et retractis; non evellendo sed »sulcando totum corpus eius laceratur.» Mandándoselo el lictor, se despoja a Jesús de sus vestidos y abraza espontáneamente la columna; le atan bien, y con flagelos armados de púas metálicas van lacerando todo su cuerpo, no con picaduras, sino con surcos, clavándole las púas y arrancándoselas. Y fueron para Jesús más dolorosos los azotes:

a) Porque su cuerpo era más noble y delicado, como formado en las purísimas entrañas de María, de su sangre preciosa por el Espíritu Santo perfectísimo, y así más sensible.
b) Pilato ordenó una flagelación cruel para conseguir su objeto de excitar la conmiseración de los crueles enemigos de Jesús.

c) Además, Dios le veía cubierto con los pecados de todo el mundo, y la justicia divina vengó en el  todas nuestras iniquidades: «attritus est propter scelera nostra» (Is., 53, 5, et 1 Pet., 2, 24).

 

¿Por qué quiso sufrir tan acerbo tormento?

a) Para satisfacer por nuestros pecados, sobre todo los de impureza, compensando con el dolor de su carne el placer de la nuestra; con su desnudez, los pecados cometidos y ocasionados con trajes indecorosos y desnudeces provocativas de modas infames.

b) Para darnos a entender el odio que Dios tiene al vicio de la impureza. Dígalo si no el diluvio...; el fuego de la Pentápolis; Onam, muerto repentinamente; veintidós mil israelitas pasados a cuchillo porque pecaron con las moabitas (Groenings 173).

c) Para darnos a entender la terribilidad de los castigos que después de su resurrección tendrán que padecer los cuerpos de los condenados por este pecado.

d) Para ser el consuelo de los santos mártires y el dechado de los confesores y penitentes.

e) Reflectir en mí mismo y procurar sacar algún provecho de ello. Si tanto hizo Jesús por mi amor, si tanto me amó, ¿qué he de hacer yo por El y cómo he de amarle? ¿Me parecerá dura y difícil cualquier cosa que me pida? Si soy de Jesús, ya sé lo que el Apóstol me dice: Qui sunt Christi, carnem suam crucifixerunt, cum vitiis et concupiscentiis, (Gal., 5, 24). Los que son de Cristo, tienen crucificada su carne con los vicios y pasiones.

Pongámonos a los pies de este Señor, junto a la columna; besemos la tierra, bañada, bañada con tan preciosa sangre. Tomemos aquellos azotes, teñidos en sangre de Nuestro Redentor, y pongámoslos sobre nuestro corazón suplicándole que sane las llagas de nuestras aficiones desordenadas y nos llague con su divino amor. (P, La Puente.)

¡Pilato hizo azotar al Hijo de Dios! Así se le trata cuando no se le conoce. Y Jesús lo sufrió pensando en nosotros, en mí; diría a su Padre: ¡Gustoso sufro por ellos para que vuelvan a ser vuestros hijos y Vos seáis su Padre! ¡Llenémonos de saludable temor y confianza sin límites! Después de tal muestra de amor, ¿qué no debemos esperar para el tiempo y para la eternidad? Marquemos con la sangre de Cristo cuanto queramos salvar de eterna ruina. Si la sangre del cordero libró a los primog& nitos de los israelitas, ¿qué no hará la sangre de Cristo? Hagamos también con Jesús llagado oficio de buen samaritano, ¡curémosle! Derramemos aceite de compasión en sus llagas. ¡Digámosle una palabra de cariño! Alma mía, ¿cómo lograr esto? Tú eres la tierra regada con tan precioso riego; rinde frutos de salvación y consolarás a Jesús en sus sufrimientos. Valor para renunciar a cuanto pueda apartarme de Cristo, para sujetar mi carne al dolor, para cercenar las satisfacciones de los sentidos. ¡Corazón por corazón! ¡Sangre por sangre! ¡Vida por vida!


Coloquios. Uno con la Santísima Virgen, que sin duda estuvo presente o muy cerca al lugar de la flagelación... ¡Cuánto sufriría! «Fac me tecum, pie flere!...» Otro al Hijo, compadeciendo, agradeciendo, pidiendo, ofreciendo... Otro al Padre pidiendo, por la preciosísima sangre. de Jesús, lo que sentimos más necesitar.


NOTAS.—1) La columna de la flagelación se venera en Roma, en la iglesia de Santa Práxedes; es una especie de mojón de 70 centímetros de alto y de un diámetro de 45 centímetros en la base; es de mármol negro, con vetas blancas y tiene señales de haber llevado un anillo o argolla.

2) En cuanto al número de azotes, no hay que hacer gran caso de revelaciones particulares. La Emmerich dice que duró la flagelación tres cuartos de hora; la V. Agreda, que Jesús recibió 5.115 azotes; otros, como Eck, cuentan 5.375, ó 5.460 (Lanspergio) una santa reclusa; según Ludolfo, llegaron a 5.490. La flagelación era realmente el horrendo pre»ludio de la muerte)) (Huonder).

 

 

 

 

 

 

 

41ª  MEDITACIÓN

 

LA CORONACIÓNDEESPINAS. EL ECCE HOMO

 

Preámbulo. La historia es aquí cómo “terminada la flagelación, y habiéndose vestido Jesús, los soldados le llevaron al patio, le despojaron de sus vestiduras, echaron sobre sus hombros un andrajo de púrpura, tejieron una corona de espinas y se la ciñeron, y poniéndole en las manos una caña, le hicieron sentar y comenzaron a desfilar ante El, burlándose y diciéndole: “¡ Salve, Rey de los judíos! Y le daban bofetadas, y le escupían, y tomando la caña le golpeaban con ella la cabeza. Pilato, al verle, se conmovió, y tomándole le presentó al pueblo, diciendo: Ecce homo! Y el pueblo respondió gritando: ¡ Crucifícale !  Pilato les dijo: Llevadle y crucificadle vosotros, porque yo no hallo en el   ninguna culpa. Los judíos le contestaron: Nosotros tenemos una lay, y según ella debe morir, porque se hace Hijo de Dios. Al oír esto Pilato se asustó más; entró nuevamente en el   Pretorio y dijo a Jesús: De dónde eres Tú? Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo: No me contestas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Jesús le contestó:«No tendrías poder sobre Mí si no se te hubiese dado de arriba. Por eso e1 que me entregó a ti es reo de mayor delito. Después de esto Pilato se interesaba más por soltarlo”.

 

Punto 1.°  CORONACIÓN DE ESPINAS.

1) La soldadesca vil, como la pasada noche la chusma de servidores de los sacerdotes, tomaron a Jesús por objeto de ludibrio y no contentos con la horrible flagelación siguieron mofándose de Él y llenándole de escarnios. Después de la flagelación, milites autem duxerunt eum in atrium. praetorii (Mc., 15, 16), los soldados le llevaron entonces al patio del Pretorio. Y tuvo lugar la escena tan dolorosamente conmovedora, dice Fillion, de la coronación de espinas, de la que San Mateo y San Marcos nos han conservado una relación bastante completa, y que San Juan sólo menciona en breves palabras; tuvo, en verdad, un carácter diabólico. (Mt., 27, 27-30; Mc., 15, 16-19; Jo., 19, 2-3.) Diríase, nota San Juan Crisóstomo, que el infierno todo se había desencadenado contra el Hijo de Dios para acrecentar el número y la acerbidad de los tormentos más exquisitos. ¡Era su hora!

Ocurrióseles, pues que habían oído que se hacía pasar por rey, parodiar su coronación, y para ello convocaron toda la cohorte; claro que no se ha de tomar a la letra el «totam cohortem» de San Mateo y San Marcos, pero aun así se reunieron muchos. Y comenzaron la fiesta; algunos asistían como meros espectadores o curiosos a aquel espectáculo deshonroso e infamante. Le despojaron nuevamente de sus vestiduras con dolor, pues estaba hecho una llaga viva, y afrenta; echaron sobre sus hombros desnudos un andrajo de púrpura, y tejiendo una corona de espinas la pusieron sobre su cabeza.


2) Le desnudaron! «Durante la Sagrada Pasión, Nuestro Señor dispuso las cosas de suerte que cada nuevo sufrimiento llamase nuestra atención sobre alguna falta de las cometidas por nosotros, excitándonos a llorarlas todas. Y sabía bien en aquel santo viernes de la Pasión cuántos pecados se habían de cometer a causa de los vestidos y desnudeces, modas y afeites..., que habían de convertirse en instrumento de lujuria y vanidad al servicio de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de la vista y de la soberbia de la vida.»

Le echaron sobre los hombros una clámide vieja de púrpura; sería algún harapo irrisorio que dijera bien con el concepto que aquella canalla tenía del reino de Cristo. ¡Después tejieron una corona con algún junco o vara flexible, armada con agudas espinas, y con ella, a guisa de diadema, orlaron la frente y la cabeza de Jesús! ¡Qué horrible tormento; penetraron las espinas en parte tan delicada y sensible, con dolor acerbísimo para el Señor, y corrió la sangre, enturbiando sus ojos, surcando su rostro, empapando sus cabellos! Las espinas que se conservan son grandes y fuertes, suficientes a herir muy honda y dolorosamente. «Y pusiéronle en »la mano derecha una caña, y con la rodilla hinchada en tierra, le escarnecían, diciendo: Dios te salve, Rey de los judíos. ¡Y escupiéndole, tomaban »la caña y le herían en la cabeza!» (Mt., 27, 29-30). Así parodian sacrílegamente, en el   Pretorio, la entronización real del Mesías. Y ese Señor así burlado es aquel a cuyo nombre se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos. (Phil., 2, 10). «He »entregado mi cuerpo a los que me golpeaban, no he »vuelto mi rostro a los que me escupían en el » (Is., 50, 6). Lo había ya anunciado Jesús a sus discípulos: “Tradetur gentibus... et illudetur; flageliabitur, et conspuetur (Lc 18, 32)…Será entregado a los gentiles... y burlado, azotado y escupido. ¡Y el Señor callaba y sufría paciente por mí! ¡Cómo se oculta la divinidad!

 
3) ¿Por qué quiso el Señor padecer este horrible tormento? ¡Por mí! Por mis pensamientos vanísimos... y, sobre todo, por los pensamientos poco castos, espinas agudísimas que se clavan en el   corazón de nuestro amor, Jesús. Cuando tales pensamientos nos asalten, pensemos que el aceptarlos es añadir nuevas espinas a la corona del Salvador, y a buen seguro que los rechazaremos. Si algunas hemos clavado ya, procuremos con amor, con actos de reparación, con celo apostólico, resarcirlas, evitando nuevas heridas.

¡ Penetremos en el   Corazón de Cristo mientras que le vemos sufrir exteriormente; veamos qué siente, de los que le atormentan y de nosotros mismos! ¡Compasión, amor intenso, deseo vivísimo de traerlos a buen camino, de perdonarlos! ... ¡Amor!


4) Esta escena burlesca del Pretorio se reproduce en la historia y en nuestros días. ¡ Cómo se hace rnofa y escarnio del Pontificado y de sus derechos y títulos, que son calumniados y arrastrados por el fango! ¿No proceden muchas veces como la soldadesca romana muchos de nuestros escritores, periodistas, profesores, que escupen blasfemias horrendas, insultos soeces al rostro de Jesús? ¡Blasfeman de Dios, hacen irrisión de sus dogmas! Pero, ¿qué más, si hasta en nuestros templos, no pocas veces, en vez de alabarle, se injuria al Señor y parecen las reverencias de algunos cristianos la irrisoria genuflexión de los sayones de Cristo? La genuflexión ante el Santísimo en nuestros templos es, sin duda, una de las más expresivas y hermosas costumbres de la Iglesia Católica y de la piedad de los fieles, sobre todo cuando en este acatamiento «al postrarse el cuerpo se postran igualmente el corazón y el alma con fe y amor delante de Cristo, escondido en el   tabernáculo. Ave, Rex! ¡Yo te saludo, Rey mío y Salvador mío, aunque parezcas pequeño, cubierto con la clámide pobre de las especies sacramentales; yo te adoro como a mi Señor y mi Dios y doblo mis rodillas como tu fiel vasallo! Mas ¿qué viene a ser esta señal de acatamiento cuando falta la fe viva, y con ella el espíritu de devoción? Una caricatura, un homenaje de burla, aunque tal vez inconsciente» (Huonder, «La noche de la Pasión»).


Punto 2.° ECCE HOMO!


1) ¡Cómo quedó Jesús! ¡Míralo! ¡ Deshecho por los azotes, aparecen por la amplia abertura de la clámide sus carnes acardenaladas, sangrantes, laceradas; su rostro, afeado por las salivas inmundas y la sangre que corría de su frente taladrada; su cabeza, coronada de espinas; en sus manos, una caña por cetro; cubierto a medias su cuerpo por un andrajo repugnante que quería simular un manto de irrisoria grandeza! Al verlo, Pilato se conmovió; parecía un leproso; “no hay en el   hermosura, ni buen parecer ni atractivo que nos le haga amable; despreciado, el postrero de los hombres, y sabe de enfermedades” (Is., 53, 2 y sigs.). Juzgó el Pretor romano, por el efecto que en sí había sentido que con sólo verlo la muchedumbre se daría por contenta y consentiría en su libertad. “Tomóle, pues y sacóle fuera, y presentándole al pueblo, clamó: Ecce horno! ¡Ved aquí al hombre!” (Jn 19, 4). Pareciéndole que aun los más encarnizados enemigos de Jesús se darían por satisfechos con el castigo que se le había aplicado; pero se engañaba.

Apenas los sacerdotes y los servidores del Sanedrín lo vieron, comenzaron a gritar con todas sus fuerzas: ¡Crucifícaló! ¡Crucifícalo! (Ib., 6). No esperaba Pilato esta contestación del pueblo, y quedó sorprendido, espantado y lleno de indignación al ver que había obtenido todo lo contrario de lo que su política mezquina de oportunismo esperaba. El tigre ha lamido la sangre, y esto no hace sino excitar más la sed de ella (Huonder). Cómo se repite la escena y cómo se reitera a través de los siglos el grito nefando de «¡Crucifícalo; no queremos que reine!»


2) “Ecce homo!” En boca de Pilato, esa frase significa: ¡mirad ese hombre que se llama Rey, Mesías e Hijo de Dios tan castigado y desfigurado que apenas parece hombre; compadeceos y contentaos con los castigos que ha recibido! Mirémosle y preguntémosle: Señor ¿por qué te humillas tanto que vienes a ser tenido por gusano y no hombre y por afrenta del linaje humano? La soberbia con que yo pretendí ser más que hombre igualándome con Dios, es causa de que Tú te hayas humillado tanto; porque tan abominable soberbia pedía medicina de tan admirable humildad (La Puente).


3) “Ecce homo!” En cuanto dicho por el Divino Espíritu quiere significar mirad este hombre que aunque parece sólo hombre, y hombre tan envilecido, es más que hombre, porque es Hijo de Dios vivo, Mesías prometido en la ley, cabeza de los hombres y de los ángeles, Redentor del humano linaje y único remediador de todas sus miserias, cuya caridad fué tan grande que ha tomado esta figura tan dolorosa por sólo amor a los hombres, para pagar las deudas de sus pecados y librarles de las penas eternas que merecían por ellos. ¡Cuántas gracias debemos darles y cómo debemos servirle!


4) El pueblo le rechaza; tú, ¡póstrate, a sus, pies y mírale! ¡Mira ese hombre! ¡Al posarse en el  la mirada del Padre perdona mis faltas; ese hombre me ha amado como nadie! ¡Me ha revelado los abismos de bondad de su corazón y los de malicia del mío! Sus heridas curan mis males; sus lágrimas consuelan mis dolores; sus oprobios son causa de mi gloria; su muerte me dará la vida. Su vista me recuerda con dulzura infinita mis faltas. ¡He aquí al que viene a salvarme y al que vendrá a juzgarme! ¡Ahora le contemplo humillado; día vendrá en que le vea en todo el esplendor de su soberanía universal y eterna! Digamos a Dios: ¡He ahí al que me enviáis; he ahí al que me ha hecho esperar en vuestra misericordia! ¡El me da seguridad de que aceptaréis, benigno, mis plegarias! ¡Por lo que El sufre, escuchadme! ¡Salvadme!


Punto 3.° DIÁLOGO DE PILATO CON JESÚS.

 
1) Ejecutada la coronación, “salió Pilato de nuevo afuera y díjoles: He aquí que os lo saco fuera para que reconozcáis que yo no hallo en el   delito ninguno... Luego que los Pontífices y sus ministros le vieron, alzaron el grito, diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Díceles Pilato: Tomadle allá vosotros y crucificadle, que yo no hallo en el   crimen. Respondiéronle los judíos: Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó esta acusa»ción se llenó más de temor. Y volviendo a entrar en el   Pretorio, dijo a Jesús: ¿De dónde eres Tú? Mas Jesús no le respondió palabra.. Por lo que Pilato le dice: ¿A mí no me hablas? ¿Pues no sabes, que está en mi mano el crucificarte y en mi mano está el soltarte? Respondió Jesús: No tendrías poder alguno sobre Mí si no te fuera dado de arriba. Por tanto, quien a ti me ha entregado es reo de pecado más grave. Desde aquel punto Pilato buscaba cómo librarle. Pero los judíos daban voces diciendo: Si sueltas a Ese, no eres amigo del César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra el César. Pilato, oyendo estas palabras, sacó a Jesús fuera y sentóse en su tribunal; en el   lugar dicho en griego litóstrotos y en hebreo gabbata. Era entonces el día de la preparación o el viernes de Pascua, cerca de la hora sexta (mediodía), Y dijo a los judíos: ¡Aquí tenéis a vuestro Rey! Ellos, empero, gritaban: Quita, quítale de en me»dio, crucifícale. Díceles Pilato: ¿A vuestro Rey tengo yo de crucificar? Respondieron los Pontífices: No tenemos rey, sino a César” (Jn 19, 4-15). Obstinación espantosa la de los enemigos de Jesús: hasta qué punto puede llevarnos una pasión si en vez de combatirla desde el principio, la fomentamos.


2) Tal grandeza resplandecía en Jesús en medio de su humillación, que Pilato, en vez de despreciar, como parecía natural, la idea de que aquel reo fuera Hijo de Dios, se dejó impresionar por ella y quiso inquirir, según sus falsas ideas, lo que pudiera haber de cierto en aquella acusación, y preguntó a Jesús: “De dónde eres Tú? Jesús calló. ¿Para qué iba a hablar si no le había de entender? El padre no habla de su Hijo sino a los que están dispuestos a seguirle; el Hijo no habla de su Padre sino a los que desean conocerle para amarle y sujetarse a Él. No era ése el estado de alma de Pilato; por eso el Señor calló, no aprovechando la magnífica ocasión que para defenderse se le brindaba; ¡nuestro amor le empujaba al sacrificio, y nada quiere hacer por apartar de su camino la Cruz!


3) Pilato, ofendido, le amenaza con su poder; y Jesús entonces habla para frenar la necia soberbia del magistrado romano con una lección política cristiana. Calló para su defensa; habló para volver por el honor de Dios. El poder de que te jactas no es tuyo, sino de Dios, fuente de todo poder. Idea sublime que esfuerza el alma a sufrir como de la mano de Dios, lo que no levantando los ojos parece insufrible por venir de quien viene. No lo olvidemos: Dios en su providencia, que escribe derecho con renglones torcidos, se vale para sus altos fines de las miras mezquinas y rastreras de los poderes arbitrarios del mundo. Todo terminará con la victoria de Dios; claro que no lograda en el   término perentorio que nosotros le señalamos. No tendrían poder alguno sobre nosotros si. no se les diese de arriba. ¿Para qué se les da? Acaso para crucificamos...; siempre para la gloria de Dios.

Indicóle Jesús que mayor pecado que el suyo, de Pilato, era el de Judas, que le entregó a los sacerdotes, y el de Caifás, que le entregó a los romanos: ellos obraban por malicia; ¡ Pilato, por cobardía!


4) Díjoles después Pilato a los judíos, corno tentando el último recurso para lograr la libertad de Jesús: «Ecce rex vester.» ¡He aquí vuestro rey!, ¡ y lo tomaron como un insulto y protestaron de que no querían otro rey que el César! ¡Qué ceguedad, qué horrible desgracia, rechazar el reino suavísimo de Cristo, su yugo ligero y la liviana carga de su ley para echarse encima la esclavitud durísima del emperador romano; ellos la quisieron y ellos la hubieron de sufrir!

No así nosotros, sino que al «ecce rex vester» respondamos: ¡Sí, Ese es nuestro Rey!, por mil derechos legítimos y además por elección nuestra voluntaria; ¡ y aprovechemos la ocasión para reiterar a Jesús las oblaciones de mayor estima y momento de la meditación del Reino, protestando de que no estamos de ellas arrepentidos, sino cada día más firmes y constantes en el  las, y que cuanto más vil, despreciado y abandonado le vemos por nuestro amor, más y más le amamos y con más decisión reiteramos nuestros juramentos de fidelidad! El nos ayude a cumplirlos, ya que nos ha animado a ofrecerlos.

 

 

 

42ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE LA CASA DE PILATO HASTA LA CRUZ, INCLUSIVE.

 

Preámbulo. La historia es aquí cómo, cediendo al fin Pilato a las instancias de los Sacerdotes, sentóse en Su tribunal, y firmó la Sentencia de muerte de Jesús, diciendo: “Soy inocente de la sangre de este justo”. Y respondió todo el pueblo: “Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces Pilato les entregó a Jesús para que fuese crucificado. Los soldados, después que se hubieron burlado de Él, le quitaron el manto de grana, y le pusieron sus vestidos, y le sacaron afuera para crucificarle. Jesús, cargado con la cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo dicen Gólgota. Cuando le llevaron se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, obligándole a que llevase la cruz de Jesús. Seguíale gran muchedumbre de pueblo y de mujeres, las cuales se condolían de Él; pero Jesús, vuelto a ellas, les dijo:  ¡Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos! ¡Mirad que van a venir días en que se dirá: dichosas las estériles, y los vientres que no criaron, y los pechos que no amamantaron! Empezarán a decir a los montes: ¡caed sobre nosotros! y a los collados: ¡ocultadnos! porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?» Eran conducidos con El también para ser ajusticiados otros dos criminales. Cuando llegaron, pues, al lugar llamado Calvario, le dieron a beber vino aromatizado con mirra; pero habiéndolo gustado, no quiso beber. Allí le crucificaron”.


Composición de lugar: el Pretorio, el camino del Calvario y el Calvario; el trayecto a recorrer era de unos 500 a 600 metros; como 1.300 pasos. Era el Calvario una colina próxima a la ciudad: era costumbre de los romanos ejecutar a los malhechores fuera, pero cerca de la ciudad.

 

Punto 1.° PILATO, SENTADO COMO JUEZ, LES SOMETIÓ A JESÚS PARA QUE LE CRUCIFICASEN DESPUÉS QUE LOS JUDÍOS LO HABÍAN NEGADO POR REY DICIENDO: «NO TENEMOS REY, SINO CÉSAR.


1) ¡La falsa política de concesiones injustas y de seos de complacer a todos llevó a Pilato de claudicación en claudicación hasta la horrible caída de la condenación de Jesús! Pilato, oyendo a los judíos, que daban voces gritando: «Si sueltas a Ese, no eres amigo de César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra César», sacó a Jesús afuera y sentóse en su Tribunal, en el   lugar dicho en griego litóstrotos : en hebreo gabbata, para pronunciar ante todo el pueblo, desde lo alto de su Tribunal, la sentencia de condenación. Y el que había proclamado varias veces la inocencia de Jesús e ideado para ponerle en libertad varios expedientes, a su parecer eficaces, pero en realidad inútiles, sin que haya siquiera formulariamente enunciado que había encontrado la menor causa de condenación, dicta contra El sentencia de muerte, y no de una muerte cualquiera, sino de cruz la más ignominiosa, reservada para los grandes criminales y para los esclavos. Sentado en su Tribunal, volviéndose al reo pronunció la fórmula ritual: «Ibis ad crucem ! » ¡Irás a la cruz! Después, dirigiéndose al centurión encargado de ejecutar la sentencia, añadió: «1, miles, expedi crucem!» ¡Ve, soldado, prepara la cruz! Y quedó Jesús entregado a los verdugos para que le crucificasen.


2) Antes de dictar la sentencia de muerte, Pilato se había lavado las manos en público, protestando: Soy inocente de la sangre de este justo; allá os lo veáis vosotros. A lo cual respondió todo el pueblo: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! (Mt., 27, 24-25). Este simbólico lavatorio, que se hacía para declararse uno inocente del delito de sangre, era ya costumbre entre los judíos antiguos (Deut., 21, 6; Salm. 25, 6) y uso común en otros pueblos. ¡Si bastara lavarse las manos para, al mismo tiempo, lavarse la conciencia! Pero delante de Dios de nada sirve tener limpias las manos, si está el interior lleno de dolo y malicia. No nos paguemos de exterioridades y procuremos, sobre todo al celebrar el Santo Sacrificio, que el lavarnos las manos sea señal exterior de gran limpieza interior.


3) ¡Qué horrible grito el de aquella turba seducida por los malos sacerdotes y los ancianos; caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! ¡Desdichados! Cayó, en verdad, corno estigma de reprobación la sangre preciosísima del Redentor, «cujus una stilla salvum facere totum mundum, quit, ab omni scelere», de la que una gotita basta a salvar todo el mundo de todo crimen. ¡Y para los judíos ha sido signo de maldición! Pidamos con instante humildad que caiga sobre nosotros como rocío fecundante sobre reseca tierra, como lluvia redentora, y su eficacia maravillosa germine en frutos sazonados de virtud y santidad. ¡La sangre de Cristo, indignamente recibida, es, como nos dice el Apóstol (1 ad Cor., 11, 29), condenación! ¡ Pero bien recibida, es incorporación a Cristo, y vida divina, y vida eterna!

 

Punto 2.° LLEVABA LA CRUZ A CUESTAS, Y NO PUDIÉNDOLA LLEVAR FUE CONSTREÑIDO SIMÓN CIRINENSE PARA QUE LA LLEVASE DETRÁS DE JESÚS.


1) Condenado a muerte y entregado a los verdugos, le quitaron la clámide de púrpura, y habiéndole puesto otra vez sus propios vestidos, le sacaron a crucificar. Fue de nuevo causa de vergüenza grandísima y de no pequeño dolor el acto de arrancarle la clámide, dejándole desnudo a los ojos de aquella turba soez, y abriéndole nuevamente las heridas, que comenzaban a secarse.

¡Le cargaron con la cruz! Deshonra: «servitutis extremum summumque supplicium», por ser él extremo y sumo suplicio que a los esclavos se aplicaba; y al mismo tiempo dolorosa: «crudelissimum tererrimumque supplicium», porque era en verdad cruelísimo y horroroso suplicio (Cicerón, in Verrem, II, 5, 66, 169). Para mayor deshonra diéronle como compañeros de tormento a dos ladrones condenados a muerte de cruz.

 
2) ¿Cómo recibiría Jesús el hasta entonces infame madero en que había de ser clavado? «Abrazóla el Señor (la cruz) de buena gana, viendo y considerando las maravillas que había de obrar por medio de ella, y tomó en el  la sobre sus hombros la carga de nuestros pecados, que sólo El la pudiera llevar; y levantó en alto el cetro de su imperio, como dijo Isaías (9, 6): Factus est principatus super humerum eius (Is., 9, 6); su reino y su imperio se cargó sobre sus hombros (La Palma).

Y salió llevando su cruz hacia el Calvario, que en hebreo se llama Gólgota. Bien quisiéramos saber paso a paso el camino que Jesús siguió del Pretorio al Calvario, pero los sagrados autores no lo señalan. La piedad de los fieles, en el   devotísimo ejercicio del «Via-Crucis» ha señalado tres caídas, el encuentro con su Madre Santísima y el de la Verónica, de los que nada se nos dice en el   texto sagrado; pero sin duda que se puede meditar píamente en tan delicadas escenas para no pequeño fruto de nuestras almas. El Santo Padre sólo nos presenta en este punto la escena del Cirineo, narrada por los tres sinópticos.


3) Veámosle salir del Pretorio cargando a cuestas su cruz; delante va un heraldo o soldado llevando escrita en una tablilla la causa de la condenación de Jesús: «Jesús Nazarenus, rex iudaeorum», ¡Jesús Nazareno, Rey de los judíos! Y a pesar de la airada protesta de los enemigos de Jesús, Pilato, dando pruebas de una firmeza de voluntad que hasta entonces en el   proceso no había demostrado, mantuvo irreformable su primera decisión. Era la cruz tan pesada y estaban tan quebrantadas las fuerzas del Señor, que muy pronto echaron de ver los verdugos que no podría llegar, cargado con ella, hasta el lugar de la ejecución. Quizá al principio, viéndole flaquear, quisieron, crueles, estimular la que juzgaban flojedad del reo con injurias y golpes... mientras la turba le arrojaba oarro y piedras. Las costumbres orientales concedían tal derecho al populacho, y las prescripciones rabínicas imponían como un deber y un mérito el molestar despiadademente al condenado con insultos e inmundicias (De Lai).

Al salir de la ciudad se encontraron con un hombre que volvía de su trabajo del campo; era natural de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro, y Rufo. Cita San Marcos los nombres de los hijos del Cirineo como de conocidos en Roma, para cuyos cristianos escribió su Evangelio; a Rufo lo cita también con elogio al fin de su epístola a los romanos San Pablo: “Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su madre, que también lo es mía” (Rom., 16, 13) en el   amor. Simón cargó, según perece, a disgusto con la cruz, siguiendo a Jesús; ¡pero cuál no es la eficacia maravillosa del leño santo que aun así llevado le sirvió, a lo que se cree, de salud eterna!

Poco después de ser aliviado del peso de la cruz se encontró Jesús a su paso con un grupo de mujeres que se deshacían en lágrimas y se daban golpes de pecho como si asistieran a los funerales de algún íntimo. Y Jesús, mirándolas compasivo, les advierte que su dolor han de enderezarlo a otro objeto mucho más digno de llorarse, pues su muerte ha de salvar al mundo: “Mujeres de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras, por vuestros hijos! Mirad que van a venir días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles y los vientres que »no criaron y los pechos que no amamantaron! Empezarán entonces a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! y a los collados: ¡Ocultadnos!, porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23, 27-31). La profecía se había de cumplir cuarenta años más tarde, y algunas de las mujeres presentes serían testigos y víctimas de la gran cólera que estalló sobre Jerusalén.


4) Ese es el Capitán a quien juramos seguir; ése es el modelo de todos los predestinados; como Él, todos hemos de llevar nuestra cruz. Si Él no fuera adelante, el camino sería intransitable; pero al correrlo el primero nos deja sus huellas, «sanguínea et calefacientia» sangrientas y calentadoras; y pisando sobre ellas marchan sus fieles seguidores con esfuerzo sobrehumano. « ¡Ay de los que llevando la cruz no siguen a Cristo!, dice San Bernardo;  ¡cuán dura les ha de ser su cruz!» Pensamientos fecundos los que la «Imitación de Cristo» (1. 2.°, c. 12) nos sugiere y dignos de atenta consideración.

Reflictamos y consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece en todos estos pasos, y con mucha fuerza esforcémonos en doler, tristar y llorar. Consideremos cómo se esconde la divinidad; ése al parecer criminal, cargado de infamante cruz, que no pudiendo soportar su peso cae bajo ella una y otra vez, es Dios. ¡Dios de veras escondido! ¡Y todo eso lo padece por mí, por mis pecados! ¿Qué debó yo hacer y padecer por El? Ya me lo ha indicado El mismo en la elección o reforma. ¿Quedará en el   papel o en meras palabras? No lo permitáis, Señor, y pues tan buenos deseos me habéis dado, otorgad- me gracia abundante para ponerlos por obra.


Punto 3.° LO CRUCIFICARON EN MEDIO DE DOS LADRONES, PONIENDO ESTE TÍTULO: «JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS.»

 
1) Llegan al Calvario y proceden a la ejecución de la sentencia. Veamos a Jesús fatigado del camino y, sobre todo, agotado por el derramamiento de sangre y los tormentos que habían precedido. Costumbre era humanitaria dar a los que iban a ser ajusticiados alguna bebida narcótica que, embotando en algo su sensibilidad, les hiciera menos doloroso el suplicio. San Marcos (Mc., 15, 23) nos dice que brindaron a Jesús «myrrhatum vinum.», vino mirrado; y San Mateo (Mt., 27, 34), que le dieron «vinum cum felie mixtum», vino mezclado con hiel. (La palabra hiel de la Vulgata traduce otra hebrea que significa «cosa amarga».)

2) No es cosa averiguada si la crucifixión se hizo con la cruz derribada en el   suelo o con ella enhiesta. A juicio del Cardenal De Lai, en su obra «La Pasión de Nuestro Señor», cuando la crucifixión se ejecutaba con cruces ya de antemano fijadas, se usaba el método de hacerles «subir» a ellas a los condenados; pero cuando, corno sucedió con Jesús, llevaba el reo su cruz, es inverosímil que se hiciese la crucifixión en otra forma que obligando al reo a acostarse sobre el instrumento de suplicio. Tal es el sentir común de los más de los historiadores de la Pasión. Reproduzcamos la dolorosa escena: tendida la cruz en el   suelo, y después de haber despojado a Jesús de sus vestiduras, le ordenaron que se acostase sobre ella y extendiera sus brazos y sus pies. Obedece el mansísimo Jesús: ya estaba de Él predicho que sería llevado al suplicio como oveja al matadero, sin que abriese sus labios (Is., 53, 7).

¡Y cómo se cumplía! Ofrece sus manos, y los verdugos, martillando fieramente sobre ellas, las fijan al duro leño; después hacen lo mismo con los pies. ¡Sufrimiento horrible! Con razón escribe San Agustín: «Illa morte pejus nihil fuit inter genera mortium... »extremum et pessimum genus mortis» (In Jn tr. 36, 4 ML. 35, 1665), entre los varios géneros de muerte ninguna peor que aquélla..., el último y pésimo género de muerte. «Altérase por completo la circulación de la sangre, que no pudiendo seguir su libre curso a las extremidades afluía a la cabeza y al corazón y provocaba así sufrimientos peores que la muerte misma; muy pronto devoraban al condenado una fiebre ardiente y una sed inextinguible... Ulpiano. la llama por eso el peor de los castigos posibles» (De Lai, o. c.). Añádase a la horrible acerbidad del dolor la vilísima infamia del deshonor, que marcaba con sello imborrable el nombre del ajusticiado y el de su familia.


3) ¡Y Jesús lo sufrió todo por mí! Levantaron la cruz con dolor violentísimo para Jesús y la colocaron en el   hoyo preparado; ¡cómo se estremeció, a impulsos del brutal sacudimiento, el cuerpo delicadísimo de Nuestro Salvador! ¡Mírale; ya está levantado sobre la tierra en disposición de cumplir el «si exaltatus fuero... omnia traham ad meipsum!» (Jn 12, 32), ¡todo lo traeré hacia Mí!

Por lo menos, mi buen Jesús, mi corazón sí que lo atraes a Ti. ¡Ahí lo tienes, que no te lo vuelva yo a quitar! ¡No; antes mil veces la muerte! Fija ya la cruz del Salvador, a sus lados se levantan muy pronto las de los dos ladrones, el uno a su derecha, el otro a su izquierda; El en medio. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: ¡Y fué puesto en la clase de malhechores (Mc 15, 28) y reputado por el más vil de ellos!


4) Encima de su cabeza iba, fijo a la cruz, su título de Rey de los judíos. ¡ Rey es, y Rey eterno! Su trono, una cruz; su corona, de espinas, y, sin embargo, Rey verdadero, cuyo Reino no tiene fin; Rey de las almas. Ninguno tan amado ni tan odiado; como que su amor divide a la Humanidad entera en dos grandes porciones: los que le aman..., los predestinados; los que no le aman..., ¡los precitos! En nuestras manos la elección. Dichosos de nosotros que hemos conocido a tal Rey, y más dichosos si le seguimos de cerca; así lo hemos jurado, y lejos de arrepentimos de nuestro juramento al ver a dónde nos lleva, nos confirmamos en el  y lo reiteramos con toda el alma; protestando que tanto más le amamos cuanto más humillado y deshecho por nuestro amor le vemos.

En todos estos misterios de la Santa Pasión es materia devotísima de meditar la parte que tomó en el  los nuestra Madre la Santísima Virgen. Ella fue siguiendo paso a paso los de su Hijo, a Él, unida por la compasión, con Él quedó, ¡ aunque sin clavos y sin cruz material, bien crucificada! Pidámosla que nos permita acompañarla, mezclar nuestras lágrimas con las suyas y sentir la fuerza del dolor como Ella lo sintió.

Coloquios. Con Cristo crucificado un coloquio de compasión, de amor, de petición de ofrecimiento: Alma de Cristo, Cuerpo de Cristo, Sangre…

 

 

 

43ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS EN LA CRUZ.


Preámbulo  La historia, cómo crucificado Jesús pronunció siete palabras, que nos conservan los evangelistas. A su muerte siguiéronse ciertos sucesos extraordinarios: oscurecióse el sol, quebráronse las piedras, abriéronse los sepulcros, el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Estando Jesús crucificado, sus enemigos se acercaban blasfemando de Él y diciendo: ¡ Tú eres el que destruye el templo de Dios; baja de la cruz! Los soldados se repartieron sus vestidos. Y después de muerto, al ser herido con la lanza su costado, brotó agua y sangre.

Com posición de lugar: el Calvario, y en el  las tres cruces; nuestra Madre querida.

 

Punto 1.° HABLÓ SIETE PALABRAS EN LA CRUZ: ROGÓ POR LOS QUE LE CRUCIFICABAN; PERDONÓ AL LADRÓN; ENCOMENDÓ A SAN JUAN A SU MADRE, Y A LA MADRE A SAN JUAN; DIJO EN ALTA VOZ: «SITIO», Y DIÉRONLE HIEL Y VINAGRE; DIJO QUE ERA DESAMPARADO; DIJO «ACABADO ES»; DIJO: «PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.»


NOTA.—Resume Nuestro Santo Padre en esta contemplación materia abundantísima; sólo este primer punto puede, sin duda, proporcionarla para varios ejercicios. Claro que no se ha de pretender en cada una de las palabras agotar las reflexiones que de ella se pueden deducir, sino que ha de dirigirse la meditación al fin de esta semana y al fruto concreto que el ejercitante desea alcanzar en estos ejercicios, prescindiendo por ahora de cuanto, aunque santamente, pueda apartarle de lo que busca. Expondremos o apuntaremos materia abundante; cada uno ha de prescindir de la que no cuadre aptamente para hallar lo que desea.
Son las siete palabras el testamento de Nuestro Padre, dictado en su lecho de muerte, durante las tres horas de mortal agonía que en la cruz hubo de sufrir. ¡Con qué solicitud cariñosa las hemos de recibir y guardar!

 

PRIMERA PALABRA. «Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt» (Le., 23, 34). Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen.

 
San Ignacio indica que Jesús pronunció esta palabra mientras los soldados le crucificaban; y así parece indicarlo la frase misma que usa San Lucas. El P. Silva Castro, Mercedario, en su «Historia evangélica de Jesús» (289), escribe: «El momento en que se levantaba la cruz con el reo enclavado era emocionante. Se produjo un gran silencio, en medio del cual resuenan y son oídas con admiración las palabras de Jesús pidiendo perdón y misericordia. La fuerza del dolor, que en aquellos instantes hubo de ser intensísimo, arrancó de los labios y el pecho de Jesús un grito, como nos acaece al sentir una punzada aguda de dolor que no podemos refrenar, un ¡ ay! o una exclamación; y en este grito manifestó lo que más en lo íntimo tenía: ¡misericordia, compasión, amor!


1) Como abogado defiende la causa de sus enemigos y alega en su favor el único argumento posible: «¡No saben lo que hacen!» Había después de recordárselo el Apóstol San Pedro; «Ahora, hermanos, yo bien sé que hicisteis por ignorancia lo que »hicisteis, como también vuestros jefes» (Act. Ap., 3, 17). Y San Pablo, escribiendo a los Corintios (1 Cor., 2, 8), les dice: «Sabiduría de Dios... que ninguno de los »príncipes de este siglo han entendido; que si la hu»biesen entendido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.»

No comprendían los judíos toda la enormidad de su culpa; pero esa ignorancia de los sacerdotes y sanedritas era gravemente culpable en cuanto que era fruto de su resistencia a la gracia y de la ceguera voluntaria por haber obstinadamente cerrado sus ojos a la luz y no les absolvía de su gravísimo pecado, aunque disminuía la voluntariedad.

Consideremos esta inmensa misericordia del Señor, que en el   momento mismo en que le crucifican intercede en súplica de perdón no sólo para los ejecutores materiales de la crucifixión, soldados gentiles que no penetraban la maldad de lo que hacían, sino aun para los malvados sanedritas, verdaderos autores de aquel crimen y para cuantos pecadores habían de renovarlo en la sucesión de los siglos Y pensemos si puede creerse que niegue el perdón a quien contrito se lo pide. Pensarlo sería ofender gravísimamente a Nuestro Señor.

 
2) Otra lección no menos útil quiso leernos el Señor en esta palabra. Habíanos mandado perdonar a nuestros enemigos y volverles bien por mal. Precepto difícil; pues no hay en nosotros pasión más violenta y difícil de dominar que la ira, que se enciende al insulto y nos empuja a la venganza con fuerza avasalladora. Lo sabía nuestro Capitán; por eso no se contenta con el mandato sino que nos da el ejemplo; ni nos dice: ¡marchad!, sino ¡venid! Va El delante señalándonos el camino y acompañándonos en su recorrido Hemos jurado seguirle...;  ¡perdonemos!, y si no, dejemos de rezar el «Padre nuestro», pues firmamos nuestra sentencia le condenación.


SEGUNDA PALABRA. «Amen dico tibi: hodie mecum »eris in paradiso» (Lc 23, 43). En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el   paraíso.


1) San Lucas escribe: «Y uno de los ladrones que estaban crucificados blasfemaba, contra Jesús, di»ciendo. Si Tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros. Mas el otro le reprendía diciendo: Cómo, ¿ni aun tú temes a Dios estando como estás en el   mismo suplicio? Y nosotros, a la verdad, estamos en el  justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero Este ningún mal ha hecho. Decía después a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le dijo: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el   paraíso» (Ib., 39-43).


Nueva muestra de la misericordia sin límites de Jesús, que debemos estudiar para ir llenándonos de confianza, que la necesitamos mucho. Mofábanse de Jesús los transeúntes, y moviendo la cabeza, le decían: «¡ Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas sálvate a Ti mismo ba»jando de la cruz!» Burlábanse de Él, hablando entre sí, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos y doctores, y se decían: «Salvó a otros y no se puede salvar a sí mismo. Ha confiado en Dios; que le salve ahora si le ama, pues ha dicho: ¡Soy el Hijo de Dios!» Y al oírlo, los mismos soldados que montaban la guardia se mofaban de Él diciendo: «Si eres el Rey de los judíos, sálvate a Ti mismo» (Ib., 37). Como ellos hablaba, insultante, uno de los compañeros de suplicio.


2) El otro más reflexivo, había ido observando lleno de admiración el proceder de Jesús: le había oído hablar en el camino del Calvario; le vio sufrir con tanta grandeza, le escuchó interceder por sus verdugos, llamar a Dios su Padre con plena confianza, y conmovido hasta lo más íntimo de su alma, la abrió a la gracia, que fue en el  la luz vivísima que disipd las densas tinieblas del error y la ignorancia y la hizo ver la suma verdad, la grandeza de Jesús y su propia vileza; fue llama de fuego purificador que fundió la escoria vil de su vida pecadora y trocó su corazón en ascua encendida de caridad perfecta.

En medio de aquel estrépito infernal de blasfemias e insultos oyóse el eco suavísimo del ladrón penitente, que, trocado en Apóstol, increpó a su extraviado compañero, intentando reducirlo a penitencia: «¿No temes a Dios, tú, que sufres el mismo suplicio?» Confesó después en público su iniquidad y declaróse malhechor insigne, pues afirmó que justamente se le aplicaba el supremo castigo de los más envilecidos criminales. Y proclamó, valiente, la completa inocencia de Jesús.

Después, volviéndose a Jesús, con humilde acento de contrición perfecta le dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» . ¡Qué transformación más admirable la obrada por la gracia en aquel corazón! ¿Qué ha visto que así le haya podido iluminar? Con los ojos del cuerpo ve a un compañero de suplicio, por las trazas juzgado por más criminal que él, deshecho en el   cuerpo, vencido por sus enemigos, que se gozan en su victoria y le desafían, al parecer impotente para defenderse y salvarse; con los ojos del alma iluminados por la gracia, ve que aquel crucificado es el Salvador, Rey de un reino de más allá de la muerte, de poder infinito, de santidad sublime.

Y su corazón se conmueve íntimamente, se rompe de dolor y se enciende en amor; el pródigo pedía a su padre que lo recibiese en su casa siquiera fuese como criado; este nuevo pródigo no se juzga digno de ser recibido en la casa paterna; ¡ se tiene por dichoso con que el Rey eterno no le olvide! Jesús no le hizo aguardar un instante, sino que, mirándole como miró a Pedro, le dijo: «En verdad te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso!» ¡Me pides que me acuerde de Ti; ¿cómo no?, si te voy a tener presente! Así es nuestro .Jesús, pronto en escuchar, fácil en perdonar, espléndido en galardonar.


3) ¿Qué sentiría el buen ladrón al oír las palabras de Jesús? Caerían en su alma sedienta como refrigerante rocío. No pidió al Señor que le librara de la cruz: ¡ si de ella le había venido toda su dicha! Si, afortunado en sus rapiñas, hubiese amontonado riquezas burlando la justicia humana, al fin hubiera caído en manos de la justicia divina para ser castigado.

Dios le cortó su carrera de crímenes para echarlo en una cárcel y colgarlo en una cruz; pero ésta fué para él gran misericordia, comienzo de su felicidad eterna. Sin duda que al oír la dulce promesa de Jesús parecióle al buen ladrón su cruz lecho de flores y sólo anhelaba que lo fuese de espinas para compensar en algo la enorme deuda de sus iniquidades.

¡Con qué ojos miraría a aquel nuevo hijo la Santísima Virgen; con ojos de misericordia! Por su mano corrieron las gracias que fueron a santificar aquella alma pecadora; y al ver que la sangre de Jesús fructificaba ya, y que a costa de tantos dolores nacían los hijos de la gracia, sin duda que sus entrañas maternales se conmoverían con dulcísima suavidad.

Y ¿qué sentiría San Juan? El discípulo amado que había sentido latir el Corazón de Cristo, que había recibido la noche anterior su primera comunión y sido ordenado de sacerdote, ¿qué hubo de hacer al oír a un moribundo que clamaba a Jesús? Su alma sacerdotal se estremeció, sin duda, y del pie de la Cruz del Redentor acudió solícito a la del buen ladrón: ¡y le ayudaría a bien morir! Y cosa es que espanta: al otro lado, a igual distancia de Jesús, muere otro ladrón..., y muere sin acudir a Jesús.

 

TERCERA PALABRA. «Dicit matri suae: Mulier, ecce filius tuus. Deinde dicit discipulo: ecce mater tua» (Jn 19, 26-27). Dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre.


1) Narra San Juan que estaban al pie de la Cruz de Jesús, su Madre, María Magdalena, María de Cleofás, parienta de María Santísima; otras mujeres y el discípulo a quien Jesús amaba. Viendo, pues, Jesús a su Madre y a su discípulo predilecto, que estaban presentes, dijo a su Madre: Mujer, ahí está tu hijo; luego dijo al discípulo: Ahí está tu Madre, y desde este momento el discípulo la aceptó como suya.

Dos lecciones nos explica el Señor en esta palabra: una, de piedad filial; otra, de amor a los hombres.


2) Jesús amó siempre a su Madre con amor de veras filial y cuidó de que nada le faltase; pero llegaba el momento en que, para cumplir su oficio de Redentor, había de apartarse de Ella, y buscó quien hiciera sus veces, cuidándose de que no quedara abandonada; el precioso encargo se lo dio a su fidelísimo Apóstol Juan. La Vulgata traduce por la palabra «mujer» lo que en el   original más bien significa «Señora digna de especial respeto y amor», sin que tenga nada de lo que de despego o sequedad pueda significar en nuestra lengua la voz «mujer». Piedad filial y delicadeza ternísima significa en Jesús esta palabra; su Madre era para El algo tan querido, que nada se lo podía hacer olvidar. ¿Por qué eligió a Juan para esta encomienda? Porque le fué fiel, porque le amaba muy de veras, porque era virgen, y el Maestro, virgen a su Madre, la Virgen, ¡no quiso encomendarla sino a su discípulo virgen! ¡Cultivemos con exquisito cuidado esa delicada virtud que nos prepara a ser hijos de tan Pura Madre! ¡Hijo de María y poco casto no puede ser!


3) Otra significación podemos considerar en estas palabras que nos ponen de manifiesto el amor que Jesús nos tiene. En el  las declaró Jesús la maternidad universal de María: es Madre de los predestinados, y los predestinados son sus hijos. Jesús, que no hace las cosas a medias al hacer a María Madre de los predestinados, pone en el  la cuanto se necesita para cumplir adecuada y perfectamente las obligaciones todas que tal cargo supone. De ella, pues, recibimos el ser; de ella cuanto necesitamos para que ese ser llegue al pleno desarrollo; lo que se logrará únicamente en la gloria. Luego por María recibimos toda gracia y por ella la gloria. Ella bien cumple su oficio de Madre.

¿Y nosotros? Al hacernos hijos de María pone Jesús en todo predestinado lo que un buen hijo debe tener para con su madre: ¡ un amor especial y único, una ternura, una confianza, una entrega que no tienen calificativo más expresivo que el de filiales! ¿Lo 
sentimos? Tenemos el sello de los predestinados. ¿No? Lloremos, pidamos, instemos hasta lograrlo.

Juan cumplió perfectamente el encargo de Jesús; y fué siempre para María hijo sumiso, obediente, cariñoso y solícito. A ella se dedicó, en su casa la tuvo, fue su capellán diligente.    

¡Imitémosle! No pretendemos restringir la maternidad de María a los predestinados; título es que a la Santísima Virgen otorgan la piedad y la Teología católica el de «Madre de todos los hombres» y el de «Madre de los pecadores».

 

CUARTA PALABRA. «Deus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?» (Mt., 27, 46). ¡ Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?

 
1) Las tres primeras palabras fueron pronunciadas por Jesús, con breve intervalo, a poco de ser crucificado: «hora quasi sexta», alrededor del mediodía. Entre la tercera y la cuarta hubo un largo silencio, de cerca de tres horas, hecho más solemne por la oscuridad y horror de las tinieblas que cubrieron la tierra. Las cuatro postreras palabras se pronunciaron «circa horam nonam», hacia las tres. y encierran ideas y afectos íntimos de Jesús, y nos lo presentan como recogiéndose en su interior y escondiendo sus fuerzas, atención e intención en lo más íntimo del alma, para ponerla, lleno de amor filial, en manos de su Padre.

«Hacia las tres de la tarde hablase hecho relativo silencio en el   Calvario. Los curiosos, hastiados de aquel espectáculo de muerte, se alejaban poco a poco; las gentes ocupadas corrían a sus negocios; los soldados romanos, apoyados en sus lanzas o tendidos perezosamente en el   suelo, aguardaban el desenlace. De pronto, dominando los ruidos lejanos de la gran villa, rasgó los aires un grito: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis a bandonado? Eh, Eh, lamma sabachtani?» (Prat).

Cuando oyeron esto algunos de los circunstantes, decían: «¡Mirad, está llamando a Elías!» Pudieron entenderlo por la semejanza del sonido o quizá por una equivocación voluntaria que les daba pie para hacer un chiste. Jesús se limitaba a repetir amorosamente la queja del Salmista (21, 1). ¡Los grandes desamparos de Jesús! ¡Cuán horrible debió ser el sufrimiento interior revelado por estas palabras!


2) ¿Qué abandono fue? Cinco maneras de unión con la divinidad podemos considerar en Jesucristo: a) Natural y eterna de la persona del Padre con la del Hijo, en esencia: «Yo y el Padre somos una misma cosa.» Ego et Pater unum sumus (Jn 10, 30).

b) De la naturaleza divina con la humana hipostáticamente.

c) De gracia, de la que estuvo siempre lleno...

d) De gloria, por la visión beatífica; porque el alma de Cristo vio a Dios claramente desde el instante de su concepción.

e) Unión de protección, a la que aludía cuando dijo: «El que me envió está conmigo, y no me dejó solo.» Et qui misit me, mecum est, et non reliquit me solum (Jn, 8, 29).

Ninguna de las cuatro primeras le faltó, ni pudo faltarle: el abandono se refiere únicamente a la quinta, que se interrumpió por breve tiempo para que el Hijo de Dios pudiese padecer para la redención del género humano.

 
3) ¿Qué motivó este abandono? El que Jesucristo, inocencia y santidad infinita, quiso cargar con los pecados e iniquidades del mundo entero para satisfacer por ellos; y eso motivó el que se viera como abandonado: «longe a salute mea verba delictorum meorum» (Ps. 21, 2), el grito de mis pecados aleja de mí la salud. Esos delitos no pueden menos de oponerse a mi salud..., y es preciso que padezca y muera si he de pagarlos...

De la misma causa del abandono, que fueron los pecados, puede deducirse su intensidad y amargura horrible; es el pecado abandono y deserción de Dios, y quiso Jesucristo castigarlo en sí con abandono y alejamiento de Dios..., y este abandono causó tal acerbidad en su alma, que la hizo clamar, gemir, rugir.., como indica el texto hebreo. No fue la de Jesús claro está, frase de queja o rebeldía, sino amorosa plegaria y manifestación de lo que de otra suerte ni sospechar pudiéramos, pues le veíamos sufrir tanto sin exhalar una queja. Y nosotros, ¿sentimos la ausencia de Dios? ¡Qué horror no tener a Dios y vivir tranquilo! Otras ausencias hay también que debemos sentir y procurar remediar: las de la desolación. Si gustáramos a Dios!


4) ¡ En cambio, somos quizá de los que cuando el dolor, la tribulación, la adversidad nos visita de cualquiera forma, pensamos que Dios nos tiene olvidados, que nos abandona y no nos recatamos de decirlo! ¡ Qué aberración! Acaso nunca está Dios más cerca de nosotros; como nunca es el padre más padre que cuando hace llorar a su hijo...

 

QUINTA PALABRA «Postea, sciens Jesus quia omnia consummata sunt, ut consunmaretur scriptura, dixit; Sitio» (Jn, 19, 28). Después, sabiendo Jesús que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dijo: ¡Tengo sed!


A punto de morir, cuando ya todo tocaba a su término, para que se cumpliera lo que el Sa1mo 68, 22, dice: y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre, clamó: ¡Tengo sed! Había allí un vaso de vinagre, y fue un soldado corriendo a empapar una esponja en el   vinagre, y asegurándola en una caña, se la acercó a la boca para que chupase. La Virgen Santísima, que al pie de la cruz estaba, cómo anhelaría aliviar la sed de Jesús; y no pudo ofrecerle una gota de agua; y hubo de ver cómo los soldados le ofrecían vinagre.


1) ¿Qué sed sufría Jesús?

a) Natural, violentísima dicen que es uno de los tormentos más intolerables de los crucificados. ¡Había perdido Jesús tanta sangre en el   Huerto, en la flagelación, en la crucifixión; llevaba tantas horas seguidas de sufrir sin el menor alivio!

b) Sed de hacer la voluntad de su Padre: fue el anhelo constante de su vida toda.

c) Sed de padecer más por nuestro amor...

d) Sed de nuestra salvación, sed de almas: «Sitit sitire» (San Agustín), tiene sed de que la tengamos de Él: «Sitis mea salus vestra», mi sed es vuestra salvación; y este grito se viene repitiendo por la voz de su Vicario y de sus Ministros.


2) Y le dieron vinagre. ¿He sido yo más caritativo con Jesucristo? Tiene sed de mi alma; ¡cuántas veces se la he dado yo, avinagrada por el pecado, por la sensualidad, por la pasión que la domina, por la ira, por la envidia, por la lujuria! ¡Ahora, Jesús mío, que está limpia por la penitencia y la caridad que me han logrado cumplido perdón, ahora te la ofrezco como gotita de rocío refrigerante! ¡Pero no basta! El mundo no oye la voz de Cristo: diríase que su «Sitio» resuena en un desierto; ¡tan poco caso le hace la sociedad moderna!

¡Cuántos los que no conocen a Cristo! ¡Cuántos los que sólo conocen su nombre para blasfemar de. El! ¡Cuántos los que, a pesar de conocerle, no quieren refrigerar su sed, sino que le dan vinagre! Al considerar la sed de Jesús y la ingratitud de los hombres se nos ha de inflamar el alma en anhelos vivísimos de apostolado. Este «sitio» espoleó sin duda a Pablo, a Javier y a tantos Apóstoles.


SEXTA PALABRA. «Cum  ergo accepisset Jesus acetum dixit: consummatum est» (Jn 19, 30). Jesús, habiendo gustado el vinagre, dijo: Todo está cumplido.


Había dado ya término a la gran obra de la Redención: cumplidas las profecías, Cristo podía decir con toda verdad al Padre: «opus consummavi, quod dedisti mihi» (Jo., 17, 4). He acabado la obra cuya ejecución me encomendaste. Dulce palabra que llena el corazón de gozo y da derecho a decir: «in reliquo reposita est mihi corona iustitiae» (2 Tim.,, 4, 8), ya no me queda sino recibir la corona merecida y bien ganada.


1) ¡Con cuánta verdad pudo decir Jesús que todo estaba cumplido!

a) Cumplidas las profecías todas, ¡tantas!, ¡tan menudas!; desde el nacimiento de Madre Virgen, en Belén; ida al templo, adoración de los Magos, huida a Egipto, etc., hasta su Pasión y muerte y traición de Judas, condenación por los gentiles, flagelación, vinagre. ¡Todo cumplido!

b) Cumplidos los fines de su venida al mundo: «enseñar» con palabras y con ejemplos, luz del mundo, «via et veritas, manifestavi nomen tuum. hominibus» (Jn 17, 6), revelé tu nombre a los hombres, tenía palabras de vida eterna, «redimir», restaurar, el orden destruido rehacer la obra.

c) Terminados sus dolores, quiso realizar su obra por el dolor...; así abrió las puertas del cielo, allanó el camino, nos mostró cómo andarlo, nos brinda su ayuda... Venció a sus enemigos, queda Satán ligado, quebrantada su cabeza, encadenado a la cruz. Vencido el mundo, «confidite, ego vici mundum» (Jn 18, 33), con sus tres concupiscencias: sensualidad, codicia soberbia; lo venció con sus dolores: pobreza, humillación. «Varón de dolores», «no tiene dónde reclinar su cabeza»; «se humilló hecho obediente» Is., 53, 3; Mt., 8, 20; Philip., 2, 7). Abierto el cielo... De veras que terminó su obra cumplidamente!


2) ¿Y nosotros? Cuando lleguemos al fin de nuestra jornada ¿podremos decir «consumniatum est»? Para ello es menester que cumplamos nuestros deberes, y lo primero que se necesita es saberlos.

a) Instruirnos; nuestro primer deber es «saber a Cristo», conocer su doctrina, escuchar sus enseñanzas. En lecturas, estudiss, sermones, ejercicios, etcétera.

b) Obrar lo que Dios nos manda, lo que Dios nos aconseja..., lo que Dios nos inspira... No únicamente lo que a nosotros nos parece... Copiar a Cristo...; ¡ ese es nuestro gran trabajo!

c) Padecer; sólo la paciencia, «opus perfectum habet» (Jac., 1, 4), perfecciona la obra. Con nuestros sufrimientos copiamos a Cristo y complementamos su Pasión, «adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24). Si lo hacemos podremos con humilde confianza decir que hemos cumplido nuestra tarea.


SÉPTIMA PALABRA. «Et clamans voce magna Jesus ait: Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23, 46). Y dando un grito dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
1) Las primeras palabras que de Jesús nos conservan los Santos Evangelios son: «in his quae Patris mei sunt oportet me esse» (Lc 2, 49); ¡conviene emplearme en las cosas de servicio de mi Padre!; las últimas: «in manus tuas commendo spiritum meum». Cuán admirable y naturalmente se enlazan. Fue, sin duda, milagroso este grito de Jesús, pues agotado como estaba, naturalmente, no hubiera podido darlo. ¡Con cuán entera confianza podía poner en manos de su Padre aquella alma por Dios criada y siempre dedicada única y exclusivamente al servicio y gloria de Dios! Y ¡cuán a la letra se cumplió lo que había Jesús predicho: «ego pono animam meam... nemo tollit eam a me» (Jn 10, 17-18). Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla... ¡Con qué agrado la recibiría el Padre! ¡Qué dulce es morir para el justo! No es otra cosa que poner el alma en las manos de su Padre; es volver a la casa paterna después de haber peregrinado por el desierto.


2) ¿Y nosotros? ¿Podremos con la misma confianza poner nuestra alma en manos del Padre celestial? ¡Cierto que sí, a menos que en el  la haya algo que no pueda ponerse en tan santas manos! Mira y considera; ahora es tiempo de quitar de ella cuanto no pueda ponerse en las divinas manos. «Encierra esta frase todo lo que puede comunicar fortaleza y refrigerio a un alma moribunda: fe, esperanza y caridad. Padre, dulce palabra de una fe llena de confianza que en esta última hora conserva su más entera significación: «Yo voy al Padre»... «En tus manos..,»; «en las manos del Omnipotente que me crió, en las manos del que es la misma sabiduría, que dispone todas las cosas con suavidad y fortaleza; en las manos del amor, dispuestas a recibir a la paloma que vuelve al arca de la salvación, encomiendo, con la más »absoluta confianza y seguridad, mi espíritu, el alma inmortal, que salió de Él y vuelve a Él, y no puede hallar descanso sino en Él.» (Huonder, «La noche de la Pasión», n. 113).

 

Punto 2.°—EL SOL FUÉ OSCURECIDO; LAS PIEDRAS QUEBRADAS; LAS SEPULTURAS, ABIERTAS; EL VELO DEL TEMPLO, PARTIDO EN DOS PARTES DE ARRIBA ABAJO.

Reúne aquí San Ignacio varios prodigios que acompañaron a la muerte de Jesús:


1) Cubrieron la tierra desde casi la hora de sexta hasta la de nona, es decir, de las doce a las tres de la tarde, densas tinieblas (Mt 27, 45; Mc 15, 33; Le., 23, 44). No puede aducirse explicación natural de tal fenómeno, pues que in eclipse de sol es imposible que se produzca en fase de luna llena, como era el día en que fue Jesús crucificado; ni era tampoco posible que durara tres horas. Diríase que quiso el cielo tender una velo de fúnebre oscuridad sobre el cuerpo desnudo de Jesús.


2) Las piedras, quebradas. San Mateo (27, 51-52) nos dice que la tierra tembló, y las piedras se partieron, y las tumbas se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. «Vese aún hoy en la roca del Calvario una hendidura que se abre a la izquierda del lugar, donde una tradición constante indica que fue crucificado el Señor: ancha de 25 centímetros, larga de unos 1,70 metros, que penetra hasta por debajo de la roca. La hendidura es maravillosa, pues corre perpendicular a la dirección de las vetas de modo tan extraordinario, que más de un incrédulo a su vista ha tenido que confesar el prodigio.» (De Lai, o. c.).

Los concurrentes al Calvario, al sentir temblar bajo sus pies la tierra se llenaron de temor y se volvían a la ciudad hiriéndose los pechos (Lc 23, 48). Y el centurión y los soldados que guardaban a Jesús, visto el terremoto y las cosas que sucedían, se llenaron de gran temor y clamaban: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mt., 27, 54).

Puso el colmo la aparición de los muertos. Escribe San Mateo (Ib., 52-53) que a la muerte del Señor «los sepulcros se abrieron y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Jesús, vinieron a. la ciudad santa y se aparecieron a muchos». Parece que la resurrección fué después de la de Jesucristo, que es «primitiae dormientium.» (1 Cor., 15, 20), «primo genitus ex mortuis» (Col., 1, 18), «primo genitus mortuorum» (Apoc., 1, 5), el primogénito de los muertos y las primicias de la resurrección, y quiso asociarse algunos justos a su vida gloriosa para hacer más creíble su propia resurrección. Si estos privilegiados habían de morir nuevamente o si hubieran recobrado su vida ordinaria con riesgo de perder la bienaventuranza que tenían ya asegurada, su suerte nada tuviera de envidiable.

 No hay duda de que el día de la Ascensión escoltaron al vencedor de la muerte en su triunfal entrada en el   descanso de la gloria. Y pues fueron reconocidos por muchos, es evidente que su muerte no podía datar de larga fecha; sería yana conjetura aventurar nombres, San José, San Juan Bautista, el buen ladrón... (Prat., o. e.).


3) El velo del templo, partido en dos partes de arriba abajo. Era el gran velo precioso, de tres colores: jacinto, púrpura y escarlata; cerraba el acceso del «Santo de los Santos», separándolo del Santo».

¡Cuál no sería la impresión de la turba y los sacerdotes, que estaban en aquella hora en el   templo ofreciendo el sacrificio vespertino, en el que el sacerdote hacía, en el «Santo», la ofrenda de los perfumes y encendía la lámpara sagrada, al ver que se rasgaba de pronto el gran velo y quedaba patente el «Santo de los Santos», inviolable sagrario que jamás había podido escudriñar el pueblo de Israel y donde Él mismo gran sacerdote no podía penetrar sino una vez al año! (Bohnen, o. e.).

Diríase que comenzó a manifestarse sensiblemente el poder de la cruz y que a Jesús, en el  la entronizado, rendía la naturaleza homenaje; ¡y muerto reina vivo! Comienza la glorificación de Jesús cuando llega al colmo su humillación. ¡Cuán grande Capitán tenemos! Si hemos de triunfar con El es preciso seguirle primero en la pena.


Punto 3.°. BLASFÉMANLE DICIENDO: TU ERES EL QUE DESTRUYES EL TEMPLO DE DIOS; BAJA DE LA CRUZ; FUERON DIVIDIDAS SUS VESTIDURAS; HERIDO CON LA LANZA SU COSTADO, MANÓ AGUA Y SANGRE.


1) ¡Cosa increíble! Parece que, naturalmente, un reo, en sus últimas horas, sólo excita conmiseración y piedad y todos son a endulzarle, en lo posible tan angustiosos momentos; y, sin embargo, no fue así con Jesús, sino que, acercándose a la cruz, sus enemigos le insultaban y decían palabras de escarnio, de desafío, de irrisión ¡ Si eres hijó de Dios, baja!, y creeremos en ti. A otros ha salvado y a sí mismo no puede valerse. ¡Capaz de destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días..., baja de la cruz!

¡Cómo esos insultos a la divinidad de Jesucristo y a su poder se vienen repitiendo a través de los siglos; hoy, como hace dos mil años, pasan ante la cruz de Jesús sus enemigos escarneciéndole! ¡Y El calla, y El sufre y parece vencido! ¡Desciende cTe la cruz! ¡Sal de ese tabernáculo! ¡ Y Jesús calla!

También a los que por su amor se han clavado en la cruz de Cristo se les grita: «desciende de la cruz!» Ea, líbrate de esa indigna y dura cadena de los votos, «que como garfios te tienen sujeto a una vida malograda para el mundo... Y, por desgracia, no todos resisten a tales insinuaciones. «Quidam pro modica calumnia descendunt de cruce patientiae, alli de cruce macerationis carnis et poetitentiae (Ludolfus).

En cambio, así como el Salvador se mantuvo firme en la cruz por amor a nosotros, las almas que le son fieles perseveran por amor a Cristo en la cruz del sacrificio que libremente han escogido. Quidam novitius parisiensis matri suae volenti eum de religione extrahere, sic legitur respondisse: Christus propter Matrem suam non descendit de cruce, sic nec ego propter te deseram crucem poenitentiae» (Ludolfus). (Huonder, o. c., n. 100.)

¿Y nosotros? Nuestras pasiones, nuestra sensualidad, nuestra soberbia, nos gritan imperiosamente: ¡baja, no te mortifiques, no te prives, no te humilles! ... ¿Qué hacemos?


2) Fueron divididas sus vestiduras. Se repartieron conforme a costumbre sus vestiduras. Es hecho que mencionan los cuatro evangelistas. San Juan, que es quien con más detalles narra el hecho, nos dice: «Entre tanto los soldados, habiendo crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos de que hicieron cuatro partes, una para cada soldado y la túnica. La cual era sin costura y de un solo tejido de arriba abajo. Por lo que dijeron entre sí: no la dividamos, mas echemos suertes para ver de quién será. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: «Partieron entre sí mis vestidos y sortearon mi túnica» (Salm. 21., 19). «Y esto es lo que hicieron los soldados (Jn 19, 23-24).

¿Y nosotros? Fue la pobreza virtud muy predilecta de nuestro Capitán: pobre naçió, pobre vivió y más pobre quiso morir. Sus vestidos eran, sin duda, en sí de escaso valor, pues que Jesús vestía como pobre; pero si hubieran sabido apreciarlos los soldados, ¡ qué tesoros tenían en el  los! ¡Vestidos de Jesús! ¡Hechos por su Madre Santísima!

De ellos dice Hounder (o. e., 89, 2): «Estos vestidos del Señor, según se tiene por tradición con gran fundamento, fueron rescatados por las santas mujeres y Nicodemo, cual precioso recuerdo, y se conservan como valiosa herencia en la cristiandad.»

¡Con qué gusto los hubiéramos adquirido nosotros! Los vestidos materiales no está en nuestra mano el lograrlos; pero... aquellos otros de que nos exhorta San Pablo a vestirnos: «sed induimini Do»minum Iesum Christum» (Rom., 13, 14), mucho más preciosos por ser mucho más íntimos y propios de Cristo, sin duda que podemos y debemos adquirirlos y revestirnos de las virtudes que constituían la vestidura espléndida de nuestro Modelo Divino; ¡la pobreza, la mortificación, la humildad! ¡Oh!, qué hermoso fuera que de tal suerte en nosotros resplan. decieran que al vernos todos clamaran admirados y edificados: ¡ parece otro Cristo!


3) Herido con la lanza su costado, manó agua y sangre. Narra el hecho únicamente el Evangelista San Juan (Jo., 19, 31 y sigs.): «Como era día de preparación o viernes, para que los cuerpos no quedasen en la cruz el sábado, que era aquel sábado muy solemne, suplicaron los judíos a Pilato que se les quebrasen las piernas a los crucificados y los quitasen de allí. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas del primero y del otro que había sido crucificado con él. Mas al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le abrió el costado, y al instante salió sangre y agua. Y quien lo vió es el que lo asegura, y su testimonio es verdadero. Y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis. Pues estas cosas sucedieron en cumplimiento de la Escritura: «no le quebraréis ni un hueso» (Ex., :12, 46. Núms. 9, 12). Y del otro lugar de la Escritura, que dice «Dirigirán sus ojos hacia Aquel a quien traspasaron» (Zac, 12, 10).

¡Dulce escena, llena de suavísimas enseñanzas. Urgíales a los judíos hacer desaparecer de la vista de la ciudad el macabro espectáculo de los tres ajusticiados, y por eso quisieron acelerar su muerte para darles sepultura. Jesús había ya muerto cuando a Él se acercaron a quebrantarle las piernas: todo estaba predicho y prefigurado en la comida del cordero pascual. ¡ Y abrieron su costado!

Del costado del primer Adán, dormido, sacó el Señor a Eva; del costado del segundo Adán, muerto en la cruz, nació la Iglesia. Brotó, dice el Evangelista, sangre y agua, misteriosa si no milagrosamente. ¿Qué nos quiso el Señor significar con ello? Los Santos Padres San Agustín, San Juan Crisóstomo y San Cirio de Alejandría ven en esa agua una figura del bautismo, y en la sangre, la de la Eucaristía; por el primero somos incorporados al cuerpo místico de Jesús, la Iglesia, y se nos infunde la gracia; por la Eucaristía se nos da el alimento que er nosotros ha de conservar y desarrollar esa vida.

¡Quiso también dejarnos abierto el camino para que penetráramos los secretos de su Corazón! Dice el P. Ponlevoy que al ser abierto el costado de Cristo quedó patente como un libro para que lo estudiemos; como un tesoro, para que lo explotemos; como una puerta, para que por ella entremos y hagamos del Corazón de Jesús nuestra morada en la vida y en. la muerte. ¡Dichosos nosotros si sabemos aprovecharnos de él!

 

Coloquios. Se pueden hacer tres coloquios: uno a la Santísima Virgen nuestra Madre, que tanta parte tomó en estos misterios, suplicándola, por sus dolores santísimos, nos conceda llorar con ella piadosamente, compadecemos de Cristo crucificado, embriagarnos de amor a la Cruz y vivir y morir crucificados con Cristo. Otro a Jesucristo pidiéndole, por su sangre preciosa, fuerza para cumplir lo que le hemos prometido, vistiéndonos de su librea y militando bajo su bandera. Otro al Padre.

 

NOTA —Disiente en esta contemplación la Vulgata del Autógrafo: guarda la Vulgata al proponer los puntos el orden histórico, y pone: 1) las blasfemias y división de lós vestidos; 2) las siete palabras 3) los milagros que se siguieron a la muerte de Jesús. El Autógrafo guarda el- orden expuesto. ¿Por qué alteró San Ignacio el orden? El P. Hummelauer indica que puede señalarse la siguiente razón: «El primer punto incluye, en las siete palabras, actos de realeza de Jesucristo, colocado en el   trono de la cruz y así se enlaza íntimamente con la contemplación precedente. Y a su vez el segundo y tercer puntos ponen junto al trono de Cristo dos campamentos y dos banderas enemigas…

 

 

 

 

46ª  MEDITACIÓN

 

LAS LECCIONES DEL CRUCIFIJO


Propondremos, en primer lugar, una contemplación de Cristo crucificado, considerando las lecciones que desde esa cátedra sublime nos lee nuestro Divino Maestro: es, en verdad, la Cruz «cathedra docentis». San Felipe Benicio, a punto de morir, pedía « su libro»... Era el Crucifijo. San Buenaventura, a la pregunta instante de Santo Tomás, que deseaba saber de dónde sacaba el seráfíco doctor su ciencia sublime, respondía mostrando el Crucifijo: Es el «gran libro», y Jesús el gran Maestro.


Composición de lugar. Ver el Calvario y en el  a Cristo crucificado, y postrados a sus pies decirle: «Loquere, Domine, quia audit servus tuus» 11 Reg., 3, 9), habla, Señor porque tu siervo escucha.

 

Petición. Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí.

 
Punto 1.° EL CRUCIFIJO NOS ENSEÑA A SUFRIR.

 
1) Todo en Jesús crucificado nos dice sufrimiento, y lo primero que parece que quiere enseñarnos es a sufrir. Vino a redimirnos y eligió como medio para hacerlo el dolor; ¡bendito dolor de Cristo!, que fue para nosotros mina riquísima de perdón y gracia.
Al mirar al Crucifijo hemos de oír a nuestro Jesús, que nos dice: ¡Mira cómo te he amado! ¿Podría hacer algo más para demostrártelo? Y el corazón se nos inflamará en anhelos vivísimos de pagar amor con amor y corresponder agradecidos a quien tanto nos amó.

El. P Bernardo Vaughan, S. J., contó en uno de sus sermones que un joven disoluto, estando en el   frente de guerra herido de muerte, desesperado, gritaba que quería poner fin a su vida, y volviéndose frenético a unos amigos que le prestaban auxilio, con acento dramático les preguntó: «Cuando yo muera, ¿derramaréis una lágrima por mí? ¡Seguramente que todos me olvidaréis! Entonces un joven oficial católico que le asistía solícito mostróle un pequeño crucifijo y le dijo: ¡Mira, amigo mío: un hombre que es al mismo tiempo Dios y que ha derramado por tu amor no una lágrima, sino toda su sangre! El moribundo fija su vista en el   Santo Cristo, lo toma, cierra los ojos y de pronto dice: «¡ Quiero besarlo!» Y después de estampar en el  un beso férvido, intensísimo, exclama: «¡ Oh dulce amigo!» Y muere. ¡ Dulce amigo, modelo de amistad!

Quiso mostrarnos su amor sufriendo; correspondencia natural el procurar nosotros sufrir por su amor ¡Cuán pocos son los que así aman a Jesús! ¡Cuántos los que ponen su amor en afectos, en ofrecimientos, en palabras; pero cuando se enfrentan con la cruz y el sufrimiento, se sienten desfallecer y no tienen valor para sufrir por quien por ellos tanto sufrió! «Tiene Jesús muchos amadores de su Reino celestial, pero pocos que lleven su Cruz; muchos que desean la consolación, pero pocos que sufran la tribulación. Encuentra muchos »compañeros para la mesa, pero pocos para la abstinencia. . . » (Imit. de Cristo., 2, 11.)


2) Quiso redimirnos sufriendo por la Cruz; si queremos aprovecharnos de la redención es preciso que lo hagamos por el sufrimiento. «Adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24); estoy cumpliendo en mi carne lo que resta que padecer a Cristo, decía San Pablo a los Colosenses. Y esto lo escribía encadenado y padeciendo en Roma.

«La Pasión y muerte de Cristo fue suficientísima y sobreabundante y nada le falta que satisfacer. Pero además de esa Pasión, que en su carne o en sí mismo padeció, debe sufrir otras en sus miembros, es decir, en sus fieles, y especialmente en sus ministros; no ciertamente para con ellas lograr nuevos méritos, sino para que se apliquen los méritos de su Pasión y muerte. Tales son las pasiones que San Pablo, como miembro y ministro, suplió por su parte; a saber: los trabajos y tribulaciones abundantes que el apóstol toleró para congregar y perfeccionar la Iglesia y así aplicar a los fieles los méritos de la muerte de Cristo» (Ceuleman, h. 1).

 
3) Es nuestro Maestro y vino a enseñarnos el «camino», «ego sum via» (Jn 14, 6); no hay otro por el que marchar a nuestro fin. ¡Ni posibilidad de lograrlo sin cruz! ¡Cómo nos engañamos cuando soñamos en una vida humanamente feliz pensando que por rezar un poco más, con sosiego y bienestar, somos ya perfectos! ¡Con qué facilidad nos engañamos pensando que la santidad está en la práctica tranquila de una vida más o menos rectamente ordenada, sin tropiezos, sin dificultades, sin dolores, sin cruz!

No fue esa la de Jesús: «tota vita Christi, crux fuit et martyrium et tu tibi quaeris requiem et gaudium?» (Imit. Christi, 2, 12). Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio, ¿y buscas para ti descanso y gozo? ¡ Pensémoslo!, y saquemos la consecuencia de que únicamente cuando llevamos nuestra cruz seguimos a Cristo. Es la primera condición que él mismo señaló a quien deseara seguirle: «¡ tome su cruz ! » Por eso San Agustín nos dice: «Si putas te non habere
tribulationes, nondum coepisti esse christianus» (Enarr. in Ps. 55, n. 4. ML. 37, 649). No has comenzado aún a ser cristiano si piensas que no tienes tribulación alguna.


Punto 2.° NOS ENSEÑA A ORAR.


Oración suavísima la de la Sagrada Pasión. Fué favorita de los Santos; díganlo si no un San Bernardo, un San Francisco de Asís, un San Ignacio: debiera ser el «ordinarius animae cibus», manjar ordinario de nuestras almas, ya que es oración:

a) Fácil, porque la Sagrada Pasión debiéramos saberla de memoria y sernos muy familiar. Y así, nuestras facultades entrarían en ella sin esfuerzo alguno de la memoria, del entendimiento ni de la voluntad.

b) Devota; está tan impregnada de devoción, amor, ternura..., que la voluntad se siente natural y suavemente movida a afectos los más tiernos y eficaces de amor, de compasión, de admiración, de gratitud, de aliento, de dolor, de celo... Ha de ser meditación sumamente afectiva, y al mismo tiempo, eminentemente activa y práctica.

e) Fructuosa; no puede menos de serlo, porque en las horas de su Pasión nos dio el Señor ejemplos más vivos y patentes de todas las virtudes, sobre todo de las más arduas y difíciles. Cómo practicó las oblaciones de mayor estima y momento que por su amor hemos hecho en la contemplación del Reino y en la de banderas, y qué ocasión más propicia nos brinda esta contemplación de Jesús crucificado para afirmarnos en el  las y reiterarlas con toda el alma!

c) Tiene, además, esta oración la ventaja de ser muy poco expuesta a ilusiones, como quizá lo son otras más especulativas y propicias a dejar volar la fantasía. Esta es tan opuesta a cuanto supone regalo de la carne, y tan contraria a toda nuestra natural inclinación, que parece que empuja como natural y necesariamente al sacrificio, a la pobreza, a la humillación, a ¡ copiar el divino modelo crucificado!

Debe, pues, ser para nosotros materia frecuente de contemplación, que nos hará cobrar afición a este santo ejercicio de la oración. ¡Dichosos de nosotros si logramos tal afición, en verdad salvadora!


Punto 3.° NOS ENSEÑA A SER APÓSTOLES.


No se puede mirar al Crucifijo sin sentir el alma inflamada en deseos de la propia Salvación y de la salvación del mundo entero.

1) Nos enseña lo que valen las almas. Jesús está en la cruz por mi amor, por salvar mi alma...;    ¡tanto vale mi alma! ¿La estimas en lo que vale? ¿Lo sacrificas todo a su salvación? Jesús así lo hizo. ¡Alma, todo eso vales!, no te tengas por menos. Cuando trates de venderla, exige lo que vale; cuando quieras comprarla, ¡no regatees nada! ¡Dalo todo! Todo es poco en comparación de lo que dio Cristo Nuestro Señor.


2) Nos enseña cómo se conquistan las almas. Cierto que por la oración, por la palabra, por  el ejemplo de la vida; pero, principalmente, por el sufrimiento. Su vida toda fue apostolado. Su oración y retiro, de treinta años, y su oración, no interrumpida... Su palabra, de luz y de fuego, raudal de enseñanzas y de esfuerzo... Su vida, tan humana y tan santa; ¡ vida de humilde artesano, vida de pobre misionero, vida de Maestro ideal! Pero fué, sobre todo, apostolado y redención su Pasión y muerte: ¡tan llena de sublimes ejemplos, de enseñanzas magníficas, de ejercicio de todas las virtudes, de sufrimientos, de amor!


3) Aprendámoslo; reflictamos; a todos, en mayor o menor escala, nos urge la obligación misionera. Nadie puede desentenderse de la labor de apostolado, que ha de comenzarse por sí mismo y por los más allegados, pero que debe extenderse cuanto se pueda a amigos, a conocidos, a extraños, a todos los que necesiten conocer y amar a Cristo para lograr su fin, para salvar las almas. Y medio eficaz como ninguno: ¡el sufrimiento, la cruz!

 

Punto 4.° NOS ENSEÑA A CONFIAR.


Es, sin duda, fruto muy natural de la consideración de Cristo crucificado la confianza en Dios, que tan necesaria nos es para ser algo en la vida espiritual. Confía, nos dice Jesús desde la cruz; ¿qué te voy a negar si me doy a Ti tan entera y tan costosamente? «Qui dedit quod plus est, nempe Unigeniti sui sanguinem, dabit et gloriam aeternam, quae minus est sine dubio» (Direct., 35, 7, citando a San Agustín). Quien nos di lo que más es, es decir, la sangre de su Unigénito, darános también la gloria eterna, que sin duda es menos.

¿Qué tememos ¿Es que queremos crucificar otra vez a Jesús? Pues aunque así fuera, oigamos lo que a los mismos que le crucificaban deseaba Jesucristo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34). ¿Es que nuestros crímenes son enormes, nuestra vida muy pecadora? Miremos cómo trata al ladrón penitente. Aprendamos a confiar. Si nos ha dado hasta a su misma Madre. Teniéndola por nuestra, ¿qué vamos a temer? Sería el desconfiar locura insigne, necedad incalificable. ¡La mayor injuria que á Dios pudiéramos hacer!


Punto 5.° NOS ENSEÑA A MORIR.


1) Dulce compañero de las horas de dolor, pero, sobre todo, de la hora suprema de la muerte, el Santo Crucifijo. Quien ha sabido en vida mirarlo, quien ha sabido estudiarlo, quien ha sabido usarlo, quien ha sabido besarlo, en aquella hora lo tendrá como amigo poderoso que le aliente y conforte. Jesús, muriendo, nos redimió. Si unimos a la suya nuestra muerte, será también un sacrificio santo, acepto a los ojos de Dios y de gran mérito para nosotros; mirando a1 Crucifijo el moribundo convierte su lecho en ara; su cuerpo y alma, en hostia; su voluntad, unida a la de Jesús, en sacerdote.

Reproduce la muerte de Cristo; es otro Cristo. Que si es para nosotros Cristo vida, debe ser también ganancia eterna en la muerte «mihi vivere Christus est, et mori lucrum» (Philip., 1, 21). Porque mi muerte así recibida glorificará a Cristo y me proporcionará la gloria eterna en su bienaventurada compañía.


2) El Santo Crucifijo me enseña, si lo sé estudiar, a morir:

a) Porque Dios lo quiere, diciendo del fondo del alma «non mea voluntas, sed tua fiat» (Le., 22, 42). Hágase no mi voluntad, sino la tuya. Y si es siempre muy acepta a Dios la conformidad de nuestra voluntad con la suya, lo es, sin duda, más aún en trances difíciles, como el de la muerte; y si esa conformidad hace una vida santa, hace también con la misma razón nuestra muerte santa.

b) A morir como Dios quiere, cosa difícil, sobre todo cuando la enfermedad es dolorosa y las amarguras y acerbidades grandes. Un «fiat» resignado es en tales horas más grato a Dios que mil «Te Deum» de agradecimiento en las horas de alegría y felicidad.

c) A morir donde y cuando Dios quiere...; si en la cruz, ¡bendito sea! Él sabe cuál es el camino más recto, y quizá está más cerca de la gloria la horca que el lecho. Aprendamos de Jesucristo crucificado a morir. El sea nuestro modelo y nuestro compañero. Ahora estamos a tiempo de lograrlo, usando con piedad y amor ese bendito instrumento de toda santidad. Meditemos despacio todo este misterio de amor y pidamos  a Jesucristo crucificado  su ayuda para poner en práctica las lecciones que nos ha leído.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

47ª  MEDITACIÓN


OTRAS LECCIONES DE LA PASIÓN DE JESUCRISTO

 

El P. Luis de la Palma, en su «Práctica y breve declaración del camino espiritual.. . », reduce los padecimientos de la Sagrada Pasión a cuatro cabezas «Lo primero a la pobreza y falta de las cosas necesarias. Lo segundo, al desamparo de los hoMbres, y particularmente de los amigos. Lo tercero, a las deshonras e injurias. Lo cuarto, a los dolores del cuerpo.» Vamos a proponer brevemente estos cuatro puntos siguiéndole.

 

Punto 1 .°   LA POBREZA.

1) En verdad que siempre amó Jesucristo a la pobreza como a madre y se abrazó con ella estrechamente desde su nacimiento; pero diríase que con los años creció el amor, y al fin de su vida dió pruebas más palmarias y fehacientes de él. Ni tuvo cama donde morir ni un lienzo con que cubrir su desnudez, ni en su sed un poco de agua, sino hiel y vinagre. Y diciendo San Pablo que la suma pobreza es tener con qué cubrir el cuerpo y con qué sustentarse, sin buscar otra cosa fuera de esto (1 Tim., 6, 8); el Señor, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Cor., 8, 9) pasó más adelante, porque ni tuvo con qué cubrirse ni con qué apagar su sed... Y fue enterrado en sepultura ajena y con mortaja dada de limosna; y le despojaron de sus pobres vestidos; ni pudo dejárselos a quien deseara, sino que se los repartieron los soldados. ¡Qué ejemplo! ¡Y cómo se presta a reflexiones prácticas de actualidad perenne!

 

Punto 2º  DESAMPARO DE LOS HOMBRES.

1) Fue tan grande, que se cumplió el «Considerabam ad dexteram et videbam, et non erat qui cognosceret me» (Ps., 141, 5). «Pensativo miraba si se »ponía alguno a mi derecha (para defenderme), pero nadie dió a entender que me conociese»; y el «Longe fecisti notos meos a me, posuerunt me abaminationem sibi» (Ps., 87, 9). «Alejaste de mí mis conocidos; miráronme como objeto de su abominación.» Y fué esto tanto más costoso cuanto que había sido estimado y aclamado como santo, reverenciado como profeta, oído como gran maestro y predicador, seguido de todo el concurso del pueblo, en el   templo, en las sinagogas, en la ciudad, en el   desierto, en el   mar y en la tierra; engrandecido por sus milagros tantos y tan ilustres, querido y amado por los continuos beneficios que recibían de El; todo esto se trocó súbitamente en desconocimiento, en desprecio, en infamia, en odio y aborrecimiento...


2) Sus naturales le procuraron la muerte con suma injusticia, y los gentiles romanos se la dieron con suma crueldad. Los sacerdotes y letrados y los príncipes excitaron al pueblo, que hasta después de crucificado le injuriaba. Los suyos le abandonaron; de sus doce Apóstoles, uno le vendió; otro, el elegido para vicario suyo, le negó tres veces; los demás le desampararon, dejándole en poder de sus enemigos. Sola su Madre jamás le dejó y le acompañó en su afrenta como pudo; pero su presencia le acrecentaba el dolor. ¿Y nosotros? Reflictamos y veamos si le hemos sido siempre fieles o si, por el contrario, no pocas veces le hemos también abandonado.


Punto 3°  SUS DESHONRAS.

1) ¡Fueron tantas! Hace, sin duda, crecer la enormidad de estas deshonras el considerar que era verdadero Dios, digno de todo honor, y que, en cuanto hombre, era de nobilísimo corazón y había alcanzado gran reputación y estima entre los hombres. Y le prendieron como a un ladrón (Mt., 26, 55), y le pasearon por las calles maniatado como un malhechor y lo crucificaron entre ladrones de suerte que se cumplió lo que de Él estaba escrito: «Et cum sceleratis reputatus est» (Is., 53, 12), ha sido confundido con los facinerosos.


2) Circunstancias fueron que hicieron crecer su deshonra:

a) La calidad de las personas que se las hicieron, pues eran los pontífices y sacerdotes, los magistrados y los jueces; ellos fueron los que, reunidos en concilio, le declararon blasfemo y alborotador y le condenaron por digno de muerte; y todo el pueblo se la pidió al presidente con violencia popular para que se la diese; y los verdugos fueron lo más soez de los soldados gentiles; y sus discípulos le vendieron, le negaron, le abandonaron; cosas todas que agravan la deshonra.
b) Creció también por parte de los delitos que le acumularon, que fueron muchos y gravísimos; blasfemo contra Dios, traidor a los reyes, embustero y alborotador, hechicero y encantador, etc.
c) Y, sobre todo, llegó al colmo por las cosas que hicieron con Él. Le prendieron de noche, y en un campo, como a ladrón; le llevaron atado y con afrenta por las calles; le abofetearon, le escupieron á1 rostro, le mesaron las barbas y cabellos, le vistieron con vestiduras de escarnio, le azotaron como a esclavo, le coronaron por rey de burlas, le crucificaron como a insigne malhechor, y aun después de crucificado le siguieron injuriando y denostando. En verdad que se vió saturado de oprobios (Thren., 3, 30) y como el último desecho de los hombres (Is., 53, 3).


Punto 4.°. SUS DOLORES.

1) Los dolores de su cuerpo fueron tantos, que se pudo decir en lo físico de su cuerpo lo que de su pueblo corrompido se dijera en lo moral: «de la planta de los pies al vértice de su cabeza no hay en Él   parte sana» (Is., 1, 6), y que todo estaba hecho una haga, como leproso, sin haberle quedado color ni hermosura, ni vista o figura por donde fuera conocido (Is., 53, 4). Sus pies y sus manos, perforados por clavos; sus piernas, pecho y espaldas, deshechos por azotes cruelísimos; su rostro, acardenalado por los golpes, manchado por asquerosas salivas, por la sangre, por el polvo; su frente, perforada por agudas espinas. Sufrió, además, sed horrible, y lo que más fue, desconsuelo interior hondísimo.


2) «Y no solamente en lo que padeció, sino también en las causas y modo de padecer se descubría claramente que era más que hombre el que así: padecía. La causa por que padeció fué por la justicia, y por la verdad, y por volver por la honra de Dios, que era su Padre, y por cumplir con el precepto que le tenía puesto, y por el bien público de todos los hombres presentes, pasados y venideros; dejándose despojar de la hacienda y de la amistad de los hombres, de la fama y de la honra, de la salud y de la vida por no perder un punto de caridad y de su obediencia; dejándonos ilustrísimo ejemplo para menospreciar todas las cosas que se llaman prósperas y acometer las adversas y terribles que hubiere en este mundo cuando se atraviese el mayor servicio y gloria de Dios Nuestro Señor, que es todo el fruto que debemos sacar dé esta meditación, trayendo siempre delante de los ojos a este Señor, que estando con tan extremada pobreza, desamparado de sus amigos, rodeado de sus enemigos, deshonrado, y abatido, y con tan graves dolores y tormentos, no se rindió, ni mostró flaqueza, ni perdió un punto de su decoro y majestad, antes extendió animosamente los brazos, haciendo demostración de las fuerzas dé Dios sustentando el peso de aquella cruz, que sólo El pudiera sustentarla» (La Palma, 1. c.).

Coloquios. Ferventísimos de gratitud y de ofrecimiento: reiterando a nuestro amorosísimo Capitán las oblaciones que en los ejercicios pasados le hemos hecho, para grabar más fuertemente en el   alma del ejercitante la idea del amor de Jesucristo, mostrado de modo tan palpable con tantos y tan acerbos sufrimientos; consideración que no puede menos de facilitar el logro del fruto de la tercera semana, produciendo profunda compasion y ansia de corresponder con amor y sacrificios a tanto amor.

 

 

 

48ª  MEDITACIÓN

 

CÓMO NOS PREPARAREMOS A RESUCITAR CON CRISTO

 

Composición de lugar. El sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo y la casa de la Santísima Petición. Que yo sepa morir con Cristo para merecer resucitar con Él.

Punto 1.° ¿CÓMO QUEDÓ EL CUERPO DE JESUCRISTO?

 

a) Oculto, escondido, olvidado e ignorado. Así debemos ansiar vivir nosotros, de suerte que pasemos inadvertidos a todos y de todos ignorados. De suerte que con verdad pueda de nosotros decirse: «Mortui enim estis, et vita vestra est abscondita cum Christo in Deo. Cum Christus apparuerit, vita vestra, tune et vos apparebitis cum ipso in gloria» (Colos., 3, 3-4). Muertos estáis ya y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando empero aparezca Jesucristo, que es nuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con Él gloriosos.»

b) Cadáver que se dejaba llevar y traer como quiera y tratar de cualquier manera. Así hemos de procurar nosotros disponemos para obedecer la voz de Dios, dóciles siempre a las órdenes de la obediencia.
c) Unidos con la divinidad e incorruptible. Procuremos también nosotros mantenernos siempre unidos a nuestro Dios y libres de toda corrupción de pecado.

d) Pronto a resucitar por propia virtud de la divinidad. Nuestra disposición no ha de ser de inercia, sino de prontitud para cualquier cosa de la gloria de Dios. Persuadidos de que todo lo podemos con la gracia de Dios. Meditemos.


Punto 2.° CÓMO QUEDARON LA SANTÍSIMO VIRGEN Y LAS SANTAS MUJERES.
a) La Santísima Virgen, llena de fe y confortada con la esperanza de la resurrección. Su fe nunca vaciló ni dejó de brillar vivísima; por eso en el   tenebrario, durante el triduo de Semana Santa, se apagan todas las velas menos la llamada «María»; en todos se apagó la fe menos en la Santísima Virgen. Quedó afligida, pero resignada; y se mantuvo en constante oración y trato con Dios.

b) Las santas mujeres observaron cuanto se hacía con el cuerpo sacratísimo de Jesús en el   descendimiento y cómo quedaba en el   sepulcro, y deseando hacer algo más por Él, compraron aromas y ungüentos para ungirle en cuanto pasara el sábado. Es decir, obraron lo que pudieron, según la luz que tenían, aunque ésta, por su culpa, era escasa. También nosotros hemos de obrar siempre conforme a lo que el Señor nos inspire, y procurar disponemos bien para recibir sus inspiraciones y que nuestra luz sea mucha...

 

Punto 3.° CÓMO QUEDARON LOS ENEMIGOS DEL SEÑOR.

Al parecer triunfantes, todo les había salido a la medida de sus deseos; y, sin embargo, quedaron llenos de más inquietud y zozobra que antes. Así quedamos cuando, haciendo nuestra voluntad contra la de Dios, logramos algo que apetecemos y, al parecer, triunfamos; y sucede que allí donde soñábamos hallar nuestra felicidad y descanso, sólo encontramos zozobra e inquietud.

Fueron a Pilato y le dijeron: «Seductor ille dixit »adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Mt. 27, 63). Recordamos que aquel engañador dijo cuando todavía estaba vivo: después de tres días resucitaréB. Y tomaron mil precauciones para evitar la resurrección de Jesucristo. ¡Todo para mayor gloria del Señor y para más evidente testimonio de la resurrección!
Cómo sabe el Señor servirse de las trazas de sus enemigos para sus fines y deshacer sus mejor combinados planes como telas de araña.

 

 

49ª MEDITACIÓN

 

CÓMO CRISTO NUESTRO SEÑOR APARECIÓ A NUESTRA SEÑORA

 

PRIMER PREÁMBULO ES LA HISTORIA, QUE ES AQUÍ CÓMO DESPUÉS QUE CRISTO EXPIRÓ EN LA CRUZ Y EL CUERPO QUEDÓ SEPARADO DEL ÁNIMA Y
CON ÉL SIEMPRE UNIDA LA DIVINIDAD, LA ÁNIMA BEATA
DESCENDIÓ AL INFIERNO, ASIMISMO UNIDA CON LA DIVINIDAD, DE DONDE SACANDO A LAS ÁNIMAS JUSTAS Y VINIENDO AL SEPULCRO Y RESUCITADO, APARECIÓ A SU BENDITA MADRE EN CUERPO Y ÁNIMA.


COMPOSICIÓN DE LUGAR. QUE SERÁ AQUÍ VER LA DISPOSICIÓN DEL
SANTO SEPULCRO Y EL LUGAR O CASA DE NUESTRA SEÑORA, MIRANDO LAS PARTES DE ELLA EN PARTICULAR, ASIMISMO LA CÁMARA, ORATORIO, ETC.

 

PETICIÓN: DEMANDAR LO QUE QUIERO, Y SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO

 

Punto 1.° DESCIENDE ÉL ALMA DE JESUCRISTO AL LIMBO DE LOS JUSTOS


1) La espera. Quedó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo unido a la divinidad, como vimos, muerto en la cruz; poco después fuEconducido al sepulcro. Y en tanto, ¿qué fuEdel alma? Unida a la divinidad descendió al limbo de los justos y lo trocó en paraíso, colmando la esperanza de los que allí suspiraban por é.

El limbo de los justos, llamado también seno de Abrahám, era el lugar donde estaban retenidas las almas de los justos del Antiguo Testamento que habían muerto sin tener que satisfacer ninguna pena por sus pecados o que la habían ya cumplido, pero que no podían entrar en el   cielo hasta la muerte del Señor. Tenían la seguridad absoluta de que un día habían de gozar de la visión de Dios, y esta firmísima esperanza les inundaba de gozo, aunque mezclado con el ardiente anhelo de que llegara por fin el día de su perfecta felicidad; por eso su estado era el de una bienaventuranza relativa, con exclusión de penas y dolores, pero muy distante de aquella alegría inefable que inundó sus almas al aparecérseles el Señor después de consumado el sacrificio redentor del Calvario.

A nuestro modo de entender, vivían las almas de los Santos en el   limbo en continuo anhelo de la llegada del Salvador; su esperanza les había confortado en vida, - u deseo les había salvado, su llegada colmaría su felicidad. Allí estarían... el justo Abel, simpática figura de candorosa inocencia Allí nuestros primeros padres, que tanto habían llorado su pecado y que habían en medio de la horrenda tempestad que con su prevaricación desencadenaran, visto como arco iris de esperanza confortadora la tenue luz de la promesa dé un Redentor futuro. Y llegaban nuevas almas...; cada uno traía alguna noticia. Vieron llegar un día a un nobilísimo varón de inteligente mirada y de viriles rasgos...era Daniel. ¿Sabes algo de El? Para todos «El» era... el deseado. Sí, sí; oídme: Lloraba yo un día, triste, en el   destierro, a orillas de un río que no era el de mi tierra, y mi alma se inflamaba en deseos ardientes de salvación. De pronto se me apareció Gabriel, el arcángel nuncio de la redención... «Vengo a consolarte, me dijo. Dios, compadecido de tus deseos, te manda a decir: Cuenta setenta semanas de años, y en medio de la septuagésima se efectuará la obra de liberación que tanto anhelas.De esto hace ya bastantes años; quedan, pues, poco más de sesenta semanas» (Dan., 9, 21 y sigs.).

Corrieron los años, y un día vieron entrar un alma blanca; había cruzado el pantano del mundo larguísimos años, y, sin embargo, sus alas eran de una blancura de armiño. Y era su aspecto tan gozoso, que al punto todos se agruparon en torno suyo, esperando alguna buena noticia. «iLe has »visto? Habla!» «Sí; le he visto y si viérais ¡ qué »hermoso es! » Yo era tan anciano que no podía vivir, y, sin embargo, el espíritu me decía: «Antes »de morir lo verás.» Y esa esperanza era mi vida. Cierto día el corazón me dió un salto; subía las gradas del templo un varón hermosísimo, llevando en una jaulita el par de tórtolas de la purificación; su aspecto respiraba dignidad, afabilidad, santidad a su lado, y por él amparada, subía una doncellita; oh. aué encanto! Dios no la podía hacer más suavemente hermosa y más dignamente perfecta; robaba los ojos, se llevaba los corazones, pero los elevaba; en sus brazos portaba un niñito: jamás se ha visto rosal más bello en el   que se abra castillo más encantador. ¡Dios mío! ¡ Es El! El. Corrí a su encuentro, tendí mis brazos y aquella bendita doncella se dignó poner en el  los al que en los suyos llevaba. Después.., no vi nada; lágrimas más dulces que la miel nublaban mis ojos; mi pecho latía, mi alma quería volar; por fin, mis labios, trémulos, hablaron: « Ahora, sí, Señor; ahora, sí que »te puedes llevar a tu siervo, pues que, cumplida tu promesa, mis ojos han visto a tu Salvador! Luz para la revelación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel.» José y María lloraban conmigo. Mis labios se posaron en los pies de aquel pequeñuelo; ¡era el Mesías! ¡Ya está en la tierra; ha comenzado su obra redentora!

Pocos días después entraba en el   limbo otra alma cándida...; era una Santa viejecita que participara de la dicha de Simeón. Las semanas iban pasando; apenas quedaba una... Comenzaba la septuagésima cuando se notó movimiento inusitado en el   limbo...; los ángeles del Señor preparaban mansión especial para un alma a punto de llegar... ¡Qué hermosura! ¿Será El? Y todos, embelesados, contemplaban al recién llegado; y el recién llegado callaba y aun trataba de esconderse. ¿Quién es? « ¡Ah, dijo Simeón, es el que acompañaba en su subida al templo al Mesías y »a su Madre.» Era San José. Su alma destacaba entre todas por su singular hermosura; era algo extraordinario que movía a alabar a Dios. «Y El?», le preguntaron. «Hace unos instantes, les respondió, que recibí de sus labios el beso de despedida; en sus brazos me sostenía y en su pecho se reclinaba mi cabeza; me costaba mucho dejarle, pero era su voluntad. Pronto, me dijo, muy pronto, nos volveremos a juntar para siempre; dentro de unos días saldré a predicar mi doctrina, a fundar mi Iglesia, a terminar la obra de la Redención; pronto libraré la última y decisiva batalla, y con mi muerte destruiré la muerte, y por la cruz llegaré al triunfo.» ¡Muerte! ¡Cruz! «Sí, es verdad, clamó Isaías: siglos hace que lo escribí por El inspirado.» «Y yo...», repitió el Rey Profeta.

Pasaron unos meses, y entró triunfante, envuelta en el   rojo manto de su sangre vertida por Cristo y por la castidad, un alma grande; al verla salió a abrazarla José y la saludó: « ¡ Salve, Juan ! » «El Precursor», repitieron todos. «Sí, hermanos míos, el Precursor; unos días hace que señalándole con el dedo a las turbas que me rodeaban les decía: «¡ Ahí le tenéis!; Ese es el Cordero de Dios, Ese es el que quita el pecado del mundo. Y El, humilde, se confundía con los pecadores que de mis manos recibían el bautismo de penitencia, y el cielo se abría, y una voz clamaba:. «Ese es mi Hijo muy amado, y en quien tengo todas mis complacencias.» «Y a su voz las muchedumbres, embelesadas, le siguen, y los sordos oyen, y los tullidos recobran movimiento, y los ciegos ven, y los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. Pronto, muy pronto, le tendremos entre nosotros, aquí. ¡Hosanna al Hijo de David!»

Diríase que aquellos meses pasaron más lentos: pero, al fin, las semanas de Daniel se cumplieron: el tremendo sacrificio se ofreció en el   Gólgota; un viernes a la tarde, en vez de crepúsculo, lució en todo su fulgor el sol de la gloria: ¡Cristo!


2 El premio. Y Cristo penetró triunfador en el limbo, y convirtió en realidad la esperanza, y comenzó a cumplir lo que al llamar a los suyos a su seguimiento les prometiera: que si le seguían en la pena le seguirían también en la gloria; y, en efecto, todos los allí reunidos habían seguido a su Capitán General en la conquista del Reino, con Él habían luchado como buenos, y así habían merecido el premio. ¡Cuán bueno es el Señor y cuán bien cumple sus promesas! ¿Qué pensarían todos aquellos fieles soldados de las penas que para llegar a la victoria habían tenido que sufrir? Si posible fuera en medio de tanta dicha sentir alguna pena, cierto que la tuvieran de no haber hecho aún algo más; ni uno solo sentiría el más mínimo pesar por las oblaciones de mayor estima y momento que en su vida había hecho y por la práctica de hacer contra la sensualidad y el amor carnal y mundano, y el militar siempre bajo la bandera de Cristo en suma pobreza, en oprobios, en humillación. Pensémoslo, que ahora estamos a tiempo de actuarnos en esta preciosa vida de imitación de- Cristo!

Es también muy de considerar en este punto el gozo del alma de Jesucristo al ver el fruto precioso de su sangre, derramada a tanta costa, en aquellas almas por ella redimidas. Y cómo la divinidad se parece y muestra tan magníficamente, y el oficio de consolar que trae Jesucristo Nuestro Señor. En verdad que en el   limbo lo ejerce con plenitud,. llenando aquellas almas del más sólido y perdurable consuelo que se puede imaginar. ¡Qué gran Capitán tenemos y cuán buen amigo es Cristo! ¡Oh si lo comprendiéramos y nos entregáramos del todo a El y procuráramos ligarnos con El en amistad íntima que nos hiciera gozarnos intensamente de tanta gloria y gozo de tan buen amigo!


Punto 2.° LA RESURRECCIÓN


1) El hecho. Pasaron las horas necesarias para que se cumplieran las profecías, y llegó la de la resurrección. Veamos aquella lucidísima procesión del alma de Cristo acompañada de las de todos los santos del Antiguo Testamento. Salen del limbo y llegan al sepulcro; cómo al ver el cuerpo bendito de Jesús tan destrozado y conservando las huellas horribles de los tormentos de la Pasión, echaron de ver lo que la Redención le había costado y se lo agradecieron con íntimo amor.

Vieron siglos antes los Profetas lo que había de sufrir el Redentor y lo anunciaron clarísimamente: ¡Prisión, llagas, azotes, golpes, escarnios, cruz, lanzada! ... ¡Todo se había cumplido al pie de la letra! ¡Varón de dolores..., gusano, que no hombre!... ¡Pero todo ha pasado, y por tan áspero camino ha llegado a un término de felicidad y gloria admirables! De pronto el alma de Jesús volvió a unirse con su cuerpo y a animarlo; ¡ qué transformación tan sorprendente! ¿Cómo déscribirla? Imposible a nuestra torpe lengua. exponer tan maravillosa mudanza.

El devotísimo Padre Fray Luis de Granada (Oración y meditación», c. 26, med. 2.a) escribe: «Pues en esta hora tan dichosa entró aquella ánima tan gloriosa en su santo cuerpo; ¿y qué tal, si piensas, le paró? No se puede esto explicar con palabras; mas por un ejemplo se podrá entender algo de lo que es. Acaece algunas veces estar una nube muy oscura y tenebrosa hacia la parte del poniente, y si cuando el sol se quiere ya poner la toma delante y la hiere y embiste con sus rayos suele pararla tan hermosa, tan arrebolada y tan dorada, que parece el mismo sol. Pues así aquella ánima gloriosa, después que embistió en el   santo cuerpo y entró en él, todas sus tinieblas convirtió en luz y todas sus fealdades en hermosura, y del cuerpo más afeado de los cuerpos hizo el más hermoso de todos ellos. De esta manera resucita el Señor del sepulcro, todo ya perfectamente glorioso, como primogénito de los muertos y figura de nuestra resurrección.» Así glorificó aquella carne preciosa que tanto había sufrido. Los santos Evangelistas no nos describen el   hecho de la resurrección.

San Mateo escribe: «Avanzada ya la noche del sábado, al amanecer del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a visitar el sepulcro. A este tiempo se sintió un grau terremoto, porque bajó del cielo un ángel del Señor y llegándose al sepulcro removió la piedra y sentóse encima. Su semblante, como el relámpago, y era su vestidura como la nieve» (Mt. 28, 1 y sigs).

Quedó el cuerpo dotado de las excelencias y condiciones de los cuerpos gloriosos: impasible, sutil, ágil, luminoso. ¡Al contemplarlo, las almas de los santos sintiéronse inundadas de júbilo santo, de consuelo inefable! ¡Cómo consuela! ¡Qué buen amigo es!


2) Sus causas. Aduce Santo Tomás (3,1 q. 53, a. 1) cinco razones por las que convenía que Cristo Nuestro Señor resucitara, y son dignas de consideración.

a) Es la primera, «ad commendationem divinae iustitiae, ad quam pertinet exaltare illos qui se propter Deum humiliant, secundum illud (Lc 1, 52). Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles. Quia igitur Christus propter caritatem et obedientiam Dei se humiliavit usque ad mortem crucis, oportebat quod exaltaretur a Deo usque ad gloriosam resurrectionem...» Para recomendación de la justicia divina, de la cual es propio ensalzar a los que por Dios se humillan conforme a aquello de San Lucas (1, 52): Depuso a los poderosos de su solio y ensalzó a los humildes. Y pues Cristo por caridad y obediencia a Dios se humilló hasta la muerte de cruz, convenía que fuese ensalzado por Dios hasta la gloriosa resurrección; esa es la razón ijue apunta San Pablo en su epístola a los Filipenses (2, 8-9) y a los Efesios (4, 9). Y era justo que fuese la compensación en el   orden mismo en que fué la humillación, y pues ésta se manifestó en los dolores y muerte del cuerpo, parecía conveniente que el mismo cuerpo fuese glorificado y revestido de nueva vida.

Reflictamos para sacar algún provecho pensando que si queremos llegar a tan magnífico triunfo no hay otro camino que el que nos señala Nuestro Señor.

 

b) «Secundo, ad fidel nostrae instructionem, quia per eius resurrectionem confirmata est fides nostra circa divinitatem Christi.» Para instrucción de nuestra fe, porque por su resurrección fué confirmada nuestra fe acerca de la divinidad de Jesucristo (v. Suárez, ed. Vives, t. 19, p. 770). Es la resurrección de Jesucristo útil y aun necesaria para confirmar nuestra fe. Porque supuesta la predicción de Jesucristo, era sencillamente necesario para la verdad de nuestra fe que Cristo cumpliese lo que prometiera.

Y en este sentido se puede entender el texto de San Pablo, 1 Cor., 15, 14, “Si Christus non resurrexit, inanis est praedicatio nostra, inanis est et fides vestra»; «si Cristo no resucitó yana es nues»tra predicación y yana es también vuestra fe». Puesto que, aunque en absoluto, aun cuando Cristo no hubiera resucitado, pudiese haberse dado en nosotros verdadera fe y útil para la salvación, sin embargo, supuesto lo que enseña la fe cristiana, si Cristo no hubiera resucitado, tal fe sería yana, pues sería falsa. Y así lo explica San Pablo, añadiendo:«invenimur autem et falsi testes Dei», somos convencidos de testigos falsos respecto de Dios (Ib., 15). Y del mismo modo se ha de entender lo que añade: «Si Christus non resurrexit yana est fides vestra. Adhuc enim estis in peccatis vestris.» Si Cristo no resucitó, yana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestro pecado (1 Cor., 15, 17). La razón es, pues, que la fe falsa no puede ser principio y fundamento de la verdadera santidad.

Además, en la resurrección se manifestó la divinidad TAN MILAGROSAMENTE que así se confirma en gran manera la fe. Por eso nuestro Divino Maestro presentó durante su vida la resurrección como señal especial de su divinidad diciendo a los judíos: “Solvite templum hoc et in tribus diebus edificabo illud” (Jn 2, 19). Destruid este templo, y Yo en tres días lo levantaré; y hablaba del templo de su cuerpo» .

Y en otra ocasión, como los judíos le pidieran un milagro que confirmara su divinidad, les dijo: «Generatio prava et adultera signum quaerit et signum non dabitur ei, nisi signum Jonae Prophetae» (Mt., 12, 39). Esta generación, mala y adúltera, pide un prodigio; pero no se le dará sino el prodigio de Jonás profeta. Y fue la resurrección de Cristo demostración de su divinidad, ya porque se resucitó a sí mismo, conforme a su frase: «y en tres días lo levantaré», ya también porque el mismo Cristo, así como decía que era Dios, así predijo su resurrección; con ella probó la verdad de ambas aserciones.

Otro argumento aduce Santo Tomás que prueba también que fue la resurrección para confirmar nuestra fe. Si Cristo, muerto en cruz, no hubiera resucitado, los hombres se avergonzaran de creer en un crucificado, que para los judíos es escándalo y para los gentiles necedad (1 Cor., 1, 23). Pero la resurrección quitó a los creyentes el rubor y el miedo, porque «con la gloria de la resurrección sepultó la deshonra de la muerte».

Y el éxito mismo confirmó esta verdad; porque habiendo el Señor hecho hasta su Pasión muchos milagros en confirmación de la verdad que predicaba, creyeron pocos; pero después, como predicasen sus discípulos la resurrección, en un solo día creyeron varios miles. Pué, por consiguiente, la resurrección eficacísimo medio de persuadir y conservar la fe. Por eso fue tema tan frecuente de la predicación de los Apóstoles, y por eso el Señor quiso dejar el hecho tan palmariamente demostrado. De la resurrección encontramos once menciones explícitas en los Hechos de los Apóstoles: tres en la primera epístola de San Pedro y dieciocho, por lo menos, en las de San Pablo.

c) «Tertio ad sublevationem nostrae spei, quia dum videmus Christum resurgere qui est caput nostrum, speramus et nos resurrecturos.» Unde dicitur 1 Cor., 15, 12: «Si Christus praedicatur quod resurrexit a mortuis, quomodo quidqam dicun in vobis, quoniom resurrectio mortuorum non est?» Y Job., 19, 25, dicitur: «Scio, scilicet per certitudinem fidei, quod redemplor meus, id est Christus, vivit, a mortuis resurgens: et ideo in novissimo die de terra surrecturus sum: reposita est haec spes mea in sinu meo.» En tercer lugar, para levantar nuestra esperanza; porque cuando vemos que Cristo resucita, siendo nuestra cabeza, esperamos que hemos de resucitar también nosotros; por lo que se dice en la primera a los Corintios, 15, 12: «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen entre vosotros algunos que no hay resurrección de los muertos?», y en Job, 19, 25, se dice: «Sé, por la certidumbre de la fe, que mi Redentor, que es Cristo, vive, resucitado de entre los muertos, y por eso el día último he de resucitar de la tierra; guardada tengo en mi seno esta esperanza.»

Se suscitaron entre los corintios algunas dudas acerca de nuestra resurrección; decían algunos que Jesucristo había resucitado por su dignidad, excepcionalmente, pero que nuestra resurrección sólo había de entenderse en lo espiritual, por el bautismo Y salióles San Pablo al encuentro; para él, negar nuestra resurrección corporal es negar la de Jesucristo, pues la una es corolario de la otra y hay que admitir o rechazar las dos. Debemos resucitar en Cristo y por Cristo; El es la causa ejemplar y meritoria de nuestra resurrección. Por el bautismo somos injertados en Cristo y comenzamos a vivir su vida, a participar de sus privilegios y de sus destinos; como el ramo injertado en el   tronco participa de su savia, así adquirimos derecho a la resurrección gloriosa.

Como causa meritoria, Jesucristo vino a reparar la ruina ocasionada por el pecado de Adán; y como ésta podía resumirse en la privación de la justicia original y la pérdida de la inmortalidad, debía su triunfo extenderse no menos a la muerte que al pecado. «Porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos» (1 Cor., 15, 21).

San Gregorio, 14 Moral, c. 27 (e. 55, 68. ML. 75, 1075), escribe: «Sui capitis gloriam sequuntur membra. Redemptor ergo noster suscepit mortem ne mori timeremus; ostendit resurrectionem ut nos resurgere posse confidamus. Unde et eamdem mor»tem non plus quam triduanam esse voluit, ne si in »illo amplius differretur, in nobis omni modo desperaretur.» «Los miembros siguen la gloria de su cabeza. Por eso nuestro Redentor recibió la muerte, para que no temiésemos el morir; y nos mostró la resurrección para que confiemos que también nos»otros podemos resucitar. Por lo que no quiso que la misma muerte fuese de más de tres días, para que no fuera que si en el   se difiriese más tiempo, en »nosotros se perdiese la esperanza.»


d) «Quarto ad informationem vitae fidelium, secundum illud, Rom., 6, 4: «Quomodo Christus resurrexit a mortuis per gloriam Patris, ita et nos in novitate vitae ambulemus, et mfra: Christus resurgens ex mortuis iam non moritur; ita et vos existimate vos mortuos quidem esse peccato, viventes autem Deo.» «Para informar la vida de los fieles, conforme a lo que se dice a los Rom., 6, 4: como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida; y más abajo: Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir; así, vosotros, teneos por muertos al pecado y vivos a Dios

El cuerpo de Jesucristo resucitado se revistió de las cuatro dotes sobrenaturales que, según el Apóstol, han de recibir los cuerpos resucitados de los bienaventurados, además de su perfección natural. En la primera a los Cor., 15, 42, y siguientes, dice: «Seminatur in corruptione, surget in incorruptione; seminatur in ignobilitate, surget in gloria; seminatur in infirmate, surget in virtute; seminatur corpus animale, surget corpus spiritale.» «El cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de corrupción y resucitará incorruptible:impasibilidad;es puesto en la tierra todo disforme, y resucitará glorioso: claridad; es puesto en la tierra privado de movimiento, y resucitará lleno de vigor: agilidad; es puesto en la tierra como un cuerpo animal, y resucitará como un cuerpo todo espiritual: sutileza

Resucitó Jesús impasible, es decir, inmortal y exento de todo influjo nocivo. No se dice en el   Evangelio que después de la resurrección se manifestara el don de la claridad; más bien parece que la cohibió. Es la agilidad, la facilidad de movimiento local con celeridad y sin impedimento, cómo Cristo, después de su resurrección, aparecía y desaparecía instantáneamente (Lc 24, 31; Jo., 20, 19). Esta cualidad la adquiere el cuerpo en cuanto se sujeta al alma como motor; piensan, no obstante, los teólogos que no es la agilidad cualidad meramente pasiva del cuerpo, que recibe facilísimamente movimiento del alma, sino también especial movilidad en el   mismo cuerpo.

La sutileza o espiritualidad, según Santo Tomás, consiste en que, por una parte, cesan las acciones animales, como la nutrición, la generación, etc., y, por otra, el cuerpo sirve perfectamente al alma para todas sus operaciones. Suárez y otros piensan que en virtud de esta dote puede Él cuerpo estar simultáneamente con otro cuerpo en el   mismo lugar, penetrándolo, como Cristo se presentó a los Apóstoles cerradas, las puertas (Jo., 20, 19 y 26).
Estas dotes hemos de procurar que, en cierto modo, adornen nuestra resurrección espiritual, de tal suerte que en adelante seamos:

1) Impasibles e inmortales, es decir, que no volvamos a morir por el pecado ni nos dejemos impresionar de los afectos e inclinaciones torcidas que antes afectaban a nuestra alma, enfermándola, debilitándola y disponiéndola a la muerte.

2) La claridad hemos de procurarla por el buen ejemplo, que ilumine e ilustre a cuantos nos rodean y les pongan de manifiesto las virtudes de nuestra alma santificada.

3) La agilidad, en la prontitud en responder a las inspiraciones de Dios, a las órdenes de la obediencia, a los dictados de la caridad y aun a las manifestaciones del gusto de nuestros hermanos.
4) La sutileza en el   vencer los obstáculos que a nuestro paso se opongan y la espiritualidad en nuestro gusto por todo cuanto a la vida espiritual se refiera.

¡Reflexionemos sobre nosotros mismos para sacar algún provecho, procurando vivir vida nueva!

 
c) «Quinto, ad complementum nostrae salutis, quia sicut per hoc quod mala sustinuit humiliatus est moriendo, ut nos liberaret a malis; ita glorificatus est resurgendo, ut nos promoveret ad bona, secundum illud Rom., 4, 25: «Traditus est propter delicta nostra, et resurrexit propter iustificationem nostram.» Quinto, para complemento de nuestra salvación; porque así como sufrió males, se humilló muriendo para librarnos de los males, así fu glorificado, resucitado para proporcionarnos los bienes, conforme a aquello de los Rom., 4, 25, el cual fu entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.

Esta razón, dice el P. Suárez, 1. e., casi coincide con las dos anteriores, es decir, que Cristo resucitó para complemento de nuestra salud, no sólo para librarnos de los males, sino también para llenarnos de bienes. Porque aun cuando muriendo nos mereció ambas cosas, sin embargo, resucitando nos abrió el camino para lograr esto y nos mostró el ejemplar y término de nuestra exaltación.


3) Su excelencia. Fué la resurrección el gran triunfo de Jesucristo.

a) Triunfó de la muerte. Bien comprobada quedó y manifestada a todos la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Atroces tormentos, crucifixión, lanzada. Si no hubiera estado ya bien muerto lo hubiera matado el embalsamamiento, con cien libras (32,700 kilogramos) de una mixtura de mirra y áloes. Los mismos enemigos sellaron el sepulcro y se hicieron cargo de él. Resucitó: Jesús venció a la muerte; por eso el ángel decía a las Santas Mujeres: «Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Quid quaeritis viventem cum mortuis?» (Lc 24, 5). La muerte es consecuencia del pecado; por su muerte, Jesús borró el pecado y venció la muerte, quitándole su carácter de eternidad y haciéndola un estado de transición. «Mortem moriendo dextruxit et vitam resurgendo reparavit.» Muriendo destruyó la muerte, y resucitando restauró la vida. Entablaron admirable duelo la vida y la muerte, y sucedió que el Rey de la vida, muerto, reina vivo. Con El venceremos también de la muerte, que no será para nosotros sino cambio de una vida caduca por otra inmortal.


b) Triunfó de sus enemigos. Al parecer, salieron ellos con sus perversos intentos; le prendieron, le condenaron, y después de insultos incalificables, de tormentos dolorosísimos, de afrentas deshonrosas, lograron ponerle en cruz y darle muerte. Cantaron victoria, jactándose de ella, proclamando la impotencia de Jesús. Para más asegurar su triunfo, sellaron el sepulcro, lo rodearon de guardias escogidos por ellos mismos. Humanamente hablando, la historia de Jesús había acabado en el   sepulcro nuevo del jardín próximo al Calvario y terminaba con la victoria completa e incontestable de sus enemigos sobre aquel a quien calificaban de «impostor» (Mt., 27, 63). Los mismos amigos de Jesús lo hubieron de creer así, pues llenos de pavor se ocultaban, sin atreverse a aparecer en público.

¡Y al amanecer del domingo, Jesucristo resucita! Y las precauciones de sus enemigos, descartando toda posibilidad de fraude, hacen evidente la verdad de tan sublime hecho. El Señor deshizo como telas de araña las maquinaciones de sus enemigos. Ni los mismos enemigos de Cristo creyeron lo que propalaron, puesto que de creerlo les hubiera sido muy fácil proceder contra los discípulos, pues que era cosa castigada severísimamente por los romanos la violación de una sepultura. ¡Cuán gran Señor tenemos y cuán poco hemos de temer a nuestros enemigos, que lo más que pueden es matar nuestro cuerpo, nunca nuestra alma!

 
c) Triunfó de sus amigos. ¡ No creían en Él, y con qué tenacidad se resistieron a creer la resurrección de Jesús! Se la había anunciado claramente; tan claramente, que sus mismos enemigos decían a Pilato: «Seductor ille dixit, adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Ib.). Aquel seductor, cuando todavía vivía, dijo: Después de tres días resucitaré. Veían cumplido al pie de la letra cuanto de su Pasión les predijera, y, sin embargo, después del aviso de los ángeles por medio de las mujeres y del de Jesús mismo por María Magdalena... «non crediderunt (Mt., 16, 11); et visa sunt ante illos sicut deliramentum verba ista, et non crediderunt illis» (Lc 24, 11). Lo tuvieron como un desvarío y no las creyeron. Echáselo en cara el Señor, reprochándoles su incredulidad y dureza de corazón (Mc., 16, 14). ¿Y qué decir de un Santo Tomás? ¡Y Jesús, a fuerza de paciencia y prodigando bondad..., los venció! ¡Y cuán cumplidamente! Quedaron tan íntimamente convencidos, que fué el tema predilecto de su predicación apostólica la resurrección, y se llamaron con razón «testes resurrectionis», testigos de la resurrección (Act. Ap., 1, 21).

Punto 3.° SE APARECE A SU MADRE

 

Es esta contemplación una de las muestras del amor firmísimo de San Ignacio a la Santísima Virgen, y enséñanos en el  la un criterio aptísimo para ir creciendo en el   conocimiento y estima de esta celestial Señora; lo que de puramente bueno y excelente concedió a otros Santos, entiéndase que lo concedió también el Señor, y con ventaja a su Madre. Diríase que San Ignacio, al exponer los puntos de esta contemplación, se distrajo, pues siendo corno es tan exacto en el   indicar los puntos, aquí enuncia el primero y no pone segundo ni tercero. Má aún: lo que escribe es una nota o aclaración, pero no una exposición del misterio que se ha de meditar.


«1º. PRIMERO, APARECIÓ A LA VIRGEN MARÍA, LO CUAL AUNQUE NO SE DIGA EN LA ESCRITURA, SE TIENE POR DICHO EN DECIR QUE APARECIÓ A TANTOS OTROS; PORQUE LA ESCRITURA SUPONE QUE TENEMOS ENTENDIMIENTO, COMO ESTÁ ESCRITO: ¿TAMBIÉN VOSOTROS ESTÁIS SIN ENTENDIMIENTO?]»

 

1) Dos razones hay que ponen de manifiesto el que la Santísima Virgen fu favorecida con la primera aparición de su Hijo resucitado:

a) Es la primera el amor filial de Jesús para con ella. La amaba tanto cuanto no nos podemos imaginar; por consiguiente, en el   Corazón de Jesús hacía más fuerza este amor que el amor a todo el resto de los hombres. Si, pues, fué consolando como amigo a sus amigos, ¿cómo no había de consolar antes y más cumplidamente, como Hijo, a su Madre? Lo contrario sería inconcebible. El amor a su Madre hizo, sin duda, que Jesús acelerara tanto el instante de su resurrección que apenas pudiera decirse que quedaban cumplidas las profecías; cuando casi era de noche, en la madrugada del domingo, se alzó glorioso del sepulcro. 

Que se apareciera en primer lugar a su Santísima Madre, dice el P. Suárez que se ha de creer, sin duda, «absque dubio credendum» (in 3, q. 55, disp. 49, sect. 1, n. 2). Y Santa Teresa. «Relaciones», XV, 4.)
(2) «Mater Dei est: ergo quidquid ulli sanctorum concessum st privflegii hoc lila prae omnibus obtinet.» (Pío XI, Encici«Lux veritatis», 1931.) A. A. S., 1931, p. 513.


b) La segunda razón, no menos poderosa, es que nadie como la Santísima Virgen se había asociado a los dolores de la Pasión de Jesucristo; justo era, en consecuencia, que a todos fuera preferida en el   reparto del botín de la victoria. Ni es razón que pueda fundar la negación de este hecho el que los Evangelistas nada digan de él, pues que de tal criterio tendría que deducirse que jamás se dejó ver de su Madre en los cuarenta días que sobre la tierra permaneció hasta su subida a los cielos, porque ningún Evangelista menciona en el  los aparición ninguna a su Madre. ¡ Lo cual es una enormidad pensarlo, tratándose de un Hijo como Jesús y de una Madre que tanto sufriera por El!


2) La aparición. Terminada la sepultura de Jesús, bajó del Calvario María, llevándose acaso la corona de espinas, acompañada de San Juan y las piadosas mujeres, y se retiró al cenáculo.¡ Cuán lentas pasaron aquellas horas desde la tarde del viernes al amanecer del domingo! En oración altísima, llena de dolor, recordaba las escenas que había presenciado, las palabras últimas de su Hijo, la agonía; ¡le veía muerto en la cruz primero y después en sus brazos! ... Pero, llena de esperanza firmísima, recordaba también las palabras del mismo Salvador anunciando su resurrección al tercer día, y la esperanza la confortaba. ¡Pasó el sábado, y alboreaba la mañana del domingo, cuando, inundando su habitación de torrentes de luz ultraterrena, se presentó su Hijo!

Con santa unción escribe el devotísimo Padre Fr. Luis de Granada (o. e., 26, med. 3.a): «En medio de estos clamores y lágrimas resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo, y ofrécese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. No sale tan hermoso el lucero de la mañana, no resplandece tan claro el sol del mediodía, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor; al que vio penar entre ladrones, véle acompañada de ángeles y Santos; al que la recomendaba desde la cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro; al que tuvo muerto en sus brazos, véle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja; abrázale y pídele que no se le vaya; entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar.. .» «Verdaderamente, tan grande fué esta alegría, que no pudiera su corazón sufrir la fuerza de ella si por especial milagro de Dios no fuera para ello confortada. ¡ Oh Virgen bienaventurada, bástate sólo este bien! ¡Bástate que tu Hijo sea vivo y que le tengas delante, y le veas antes que mueras, para que no tengas más que desear! ¡Oh Señor, y cómo sabes consolar a los que padecen por Ti! No parece ya grande aquella primera pena en comparación de esta alegría. Si así has de consolar a los que por Ti padecen, bienaventuradas y dichosas sus pasiones pues así han de ser remuneradas.»

«María contempla, escribe el P. Huonder, (La mañana de la glorificación, p. 99) con sus limpios y expresivos ojos a su Hijo y no se cansa de mirarle más y más, apacentando su espíritu en aquella hermosura»glorificada, en aquella persona augusta, regiamente noble, pulcra, virginal, juvenil, hermosa, vestida de un ropaje celestial de resplandeciente y nívea blancura que le cae airosamente en suaves y finos pliegues. La cabeza, que en la cruz estaba tan fatigada y hundida en el   pecho, ahora se alza con majestad y gracia. El cabello, allá desmadejado, lleno de sangre cuajada y descompuesto, ahora, ordenado en sedosas guedejas, ciñe su rostro, de hermosura in»comparable, y pende graciosamente por las espaldas. Su frente, sombreada de espinas, ahora resplandece limpia y hermosa, bañada por el sol de la divina claridad y luz indeficiente. Sus ojos, quebrados y eclipsados por la muerte, brillan ahora y lucen como el mismo cielo, rebosantes de dicha y felicidad. Sus manos, taladradas por los clavos, caídas y sin vida cuando al pie de la cruz yacía El en los brazos maternales, ahora, rutilantes de celestial belleza, las tiene cogidas y enlazadas con las de su Madre, tierna y amorosamente. Sólo ha quedado una señal de los tormentos pasados: ¡ las cinco llagas! Pero con su color de púrpura resplandecen a manera de rosas en sus manos y pies, y de encendido rubí en su costado.»


3) Puédese también considerar que acompañaron en esta ocasión, cual lucidísimo cortejo, a Jesús las almas todas de los justos por Él sacados del limbo. ¡Y cómo se gozaban al contemplar a aquella Santísima Señora, su Reina, de la que muchas habían escrito tan delicados y sublimes conceptos! A la que tantas de aquellas preclaras mujeres del Antiguo Testamento habían prefigurado como esbozos, en los que el Señor se gozaba en preludiar lo que en María había de realizar plena y cumplidamente. Judit, Ester, Rebeca, Abigail, Susana, Lía, Débora, etc.; la una excelente por su pureza, las otras por su fortaleza, por su fecundidad, por su hermosura, por su prudencia, por su mansedumbre..., pálidos bosquejos de las sobrehumanas excelencias de María.

¡Cómo la admirarían reverentes y entonarían en su loor himnos de júbilo y ponderación! A ella, con toda verdad, debía aplicársele lo que a Judit dijeron los sacerdotes y el pueblo, agradecidos y entusiasmados de la obra que esforzada por Dios realizara: «Tu gloria Ierusalem, tu laetitia Israel, tu honorificentia populi nostri» (Jud., 15, 10). Tú, la gloria do Jerusalén; tú, la alegría cíe Israel; tú, el ornamento de nuestro pueblo.


¿Estaría allí San José? ¿No sería uno de aquellos santos cuyos cuerpos habían resucitado? ¡ Y cómo se gozarían los Santos Esposos con su Hijo! ¡ La Trinidad terrestre! Los santos moradores de Nazaret! ¡Cuán bien practica Jesús el oficio de consolar que trae!

Meditemos y  asociémonos a tanta dicha de nuestro Capitán y de nuestra Madre; felicitémosles y entonemos a María el «Regina caeli laetare!» ¡Alégrate, Reino del cielo! Aprendamos el camino de llegar al triunfo y animémonos a cualquier sacrificio en vista del premio que nos merece. «Non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitur in nobis», (Rom., 8, 18). A la verdad, yo estoy persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros.

Terminemos con un coloquio a la Santísima Virgen, dándole el parabién de tanta dicha y pidiéndole nos haga partícipes de ella. Otro a Jesucristo felicitándole del gloriosísimo triunfo de la resurrección y del gozo inefable que hubo de experimentar en la visita a su Madre, gozándonos de tanta gloria y gozo y pidiéndole no se olvide de nosotros, pobrecillos!


NOTA.—No es fácil de establecer el orden de las apariciones del Señor el día de la Resurrección y el número de ellas durante los cuarenta días que corrieron de la Resurrección a la Ascensión. El orden más comúnmente señalado por los exegetas y escritores de la Vida de Jesucristo es: 1.a, a la Santísima Virgen; 2., a María Magdalena; 3a, a las Santas Mujeres; 4., a Pedro; 5a, a los de Emaús; 6.a, a los Apóstoles reunidos en el   Cenáculo... No faltan quienes opinan que fue la segunda aparición la de San Pedro.

En cuanto al número, los Hechos de los Apóstoles parecen indicar (At. Ap., 1, 3) «per dies quadraginta apparens eis», apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, dándoles muchas pruebas de que vivía, que fueron frecuentes las apariciones; el Padre Prat enumera diez, aunque hace una de las apariciones a María Magdalena y a las Santas Mujeres, y no enumera la de la Santísima Virgen. San Ignacio pone trece; de ellas, la doce, a José de Arimatea, «COMO PIAMENTE SE

 

 

 

50ª  MEDITACIÓN

 

DE LA SEGUNDA APARICIÒN: A LAS SANTAS MUJERES

 

Preámbulo La historia será aquí cómo el primer día de la semana, muy temprano, las Santas Mujeres fueron al sepulcro, con los perfumes que habían preparado, habiendo salido ya el sol (Lc 24, 1). E iban diciendo entre sí: ¿Y quién nos va a remover la losa de la entrada del sepulcro? Pero al verlo observaron que la losa había sido removida y estaba a un lado, y habiendo entrado en el   sepulcro, no hallaron el cuerpo de Jesús, que había resucitado al amanecer; pero vieron a un joven sentado a la derecha, con un vestido blanco, que les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado; ¿para qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucitado; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo, cuando estaba en Galilea, acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores, y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis,        como ya os lo  dicho.»

       María estaba junto al sepulcro, a la parte de afuera, llorando, y cuando se inclinase hacia el sepulcro, vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno a la cabecera y el otro a los pies, en el   lugar en que había estado colocado el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron : «Mujer, ¿por qué lloras?» Y ella contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto», y al decir esto miró hacia atrás y vio a Jesús, que estaba allí, pero no supo que era Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Ella, pensando que era el guarda del jardín, le dijo: Señor, si lo has llevado tú, dime dónde lo pusiste y yo lo iré a coger. Jesús le dijo: ¡María!, y ella, volviéndose: «raboni!», que quiere decir ¡Maestro mío!, y se echó a sus pies y se abrazó a ellos. Jesús le dijo: Déjame, porque todavía no he subido al Padre. Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre; a mi Dios y vuestro Dios. Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciendo: He visto al Señor y me ha dicho esto y esto.

 

Petición. SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

 

Punto 1.° VAN MUY DE MAÑANA MARÍA MAGDALENA, JACOBE y SALOMÉ AL MONUMENTO, DICIENDO: ¿QUIÉN NOS ALZARÁ LA PIEDRA DE LA PUERTA DEL MONUMENTO?]

 

1) Cuando el viernes, José de Arimatea y Nicodemus ungieron el cuerpo del Señor para sepultarlo, dice el sagrado texto que las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, observaron el sepulcro y la manera con que había sido depositado el cuerpo de Jesús. Y al volverse hicieron provisión de aromas y bálsamos...» (J.c., 2J, 55-56). Amaban a Jesús y todo les parecía poco para honrar le; querían por eso obsequiarle con algo suyo. Eran, además, fieles cumplidoras de la ley, y por eso nada hicieron el sábado, día de gran fiesta y completo reposo.

       Habían seguido a Jesus en su predicación por Galilea y habían acudido a su servicio, proveyéndole de lo necesario como nos lo indican San Mateo (2, 55) y San Marcos (15, II): algunas de ellas tenían sus hijos en el   apostolado y estaban emparentadas con María Santísima o unidas a ella por la amistad. Amaban mucho a Jesús y le estimaban en gran manera; su fe era escasa, pero su buena voluntad, grande, y por ello merecieron recompensa.


2) Amanecía apenas y ya ellas iban camino del sepulcro; hablaban de lo que llenaba sus corazones, y llevaban ya un rato de camino cuando se les ocurrió una dificultad: eran todas débiles mujeres y la piedra que cerraba la entrada del sepulcro pesada y difícil de remover. Sin embargo, no se volvieron atrás. Sin duda que al Señor fue muy grata la solicitud de estas buenas mujeres, aunque fuera todavía su amor tan imperfecto y su fe tan corta.


3) Reflexionemos  para sacar algún provecho, y lo será no pequeño el decidirnos a hacer lo que en nuestra mano está, confiados de que el Señor hará el resto y removerá la piedra que estorba quizá la realización de nuestros santos designios; procuremos merecerlo con buenas obras y amor a Jesucristo.


Punto 2.° SEGUNDO: VEN LA PIEDRA ALZADA Y AL ÁNGEL QUE DICE: A JESÚS NAZARENO BUSCÁIS; YA ES RESUCITADO; NO ESTÁ AQUÍ.

 
1) Quizá cuando iban camino del sepulcro, sucedió lo que narra San Mateo (Mt., 28, 2 y sigs.): «A este tiempo se sintió un gran terremoto...» No se asustaron las Santas Mujeres, sino que prosiguieron su camino; al llegar vieron con sorpresa que la gran piedra estaba removida y el sepulcro abierto. Y se encontraron con el Ángel, que dirigiéndose a ellas, les dijo: No queráis temer; ¿buscáis a Jesús Nazareno, crucificado? Ya ha resucitado; no está aquí; venid y ved el lugar donde lo habían puesto (Mc., 16, 6). Propio es del ángel bueno punzar y morder las conciencias a los malos y, por el contrario, «DAR ÁNIMO Y FUERZAS, CONSOLACIONES, LÁGRIMAS, INSPIRACIONES Y QUIETUD, FACILITANDO Y QUITANDO TODOS IMPEDIMENTOS, PARÁ QUE EN EL   BIEN OBRAR PROCEDA ADELANTE» a los buenos. Así se hubo este úngel, aterrorizando y derribando por tierra a los guardas del sepulcro, y alentando a las piadosas mujeres, y al mismo tiempo preparándolas a la visita del Señor. Jesús no quiso aparecérseles porque su fe era muy imperfecta, pero hizo que el ángel las invitase a ver por sus mismos ojos señales que, naturalmente, las prepararon a creer: «Venid y ved el lugar donde le habían puesto. Recordad lo que os dijo estando todavía en Galilea:
conviene que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y crucificado, y que al tercer día resucite. Ellas, en efecto, se acordaron de las palabras de Jesús
» (Lc 24, -7). Sin duda que con tal vista y tal recuerdo se dispusieron para recibir la visita, de Jesús.


2) Hace aquí notar el P. La Puente (p. 5, m. 3) «el nuevo renombre que el ángel da a Cristo Nuestro Señor llamándole Jesús Nazareno crucificado, como quien sabía la condición de nuestro buen Jesús, que es preciarse de sus desprecios y honrarse de haber sido crucificado por nosotros. ¡Oh dulce Jesús Nazareno y crucificado, porque en la cruz brotaste las flores de tus virtudes y los frutos de nuestra santificación, de las cuales gozas en tu gloriosa resurrección!      ¡Oh quién te buscase con tanto fervor que no se preciase de saber otra cosa que a Cristo y ese crucificado! (1 Cor., 2, 2). ¡Oh ángel benditísimo, venid en mi ayuda, fortalecedme con estas flores, fortificadme con estos frutos, porque estoy enfermo de amor (Cant., 2, 5), deseando ver a Jesús Nazareno, que fue por mí crucificado! »


3) Reflexionemos sobre nosotros mismos y pensemos que no pocas veces nos hace indignos de la visita del Señor nuestra escasa fe. ¡Qué pena que seamos tan tardos en creer, tan fríos en amar, tan tibios en obrar, que nos afecten y muevan tanto las cosas terrenas y temporales y tan poco las celestiales y eternas! Por eso sucede que nos interesan mucho los asuntos y negocios materiales y estudiamos con afán y entendemos con facilidad las empresas terrenas; y, en cambio, diríase que son para nosotros cosas de escaso interés las que se refieren a la vida eterna y ciencias abstrusas, de poco menos que imposible adquisición las del espíritu. Qué pena que sepan tan poco de Cristo no sólo los analfabetos, sino aun los que se llaman sabios y alardean de maestros! ¡Qué poca solicitud mostramos por honrar a Jesucristo! ¡Por eso no merecemos la visita y consolación de Dios¡ Animémonos, si queremos merecerla, a trabajar lo que podamos.

 

Punto 3° APARECIÓ A MARÍA, LA CUAL SE QUEDÓ CERCA DEL SEPULCRO DESPUÉS DE IDAS LAS OTRAS.

1) San Juan describe de manera admirable, y diríase que como si la hubiera presenciado, la aparición de Jesús a María Magdalena en su capítulo 20. El domingo, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, fu María Magdalena al sepulcro; iba con las otras Santas Mujeres. Al llegar «vio quitada del sepulcro la piedra. No juzgó que pudiera haber resucitado Jesús, y, sorprendida, pensando que habían violado el sepulcro y robado el cuerpo del Señor, echó a correr y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Los dos Apóstoles, queriendo cerciorarse del hecho, encamináronse al sepulcro.

María Magdalena volvió también, y cuando se retiraron otra vez a casa los discípulos, quedó ella cerca del monumento llorando. Con lágrimas, pues, en los ojos se inclinó a mirar el sepulcro. Y vio a dos ángeles vestidos de blanco sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Dijéronle ellos: Mujer, ¿por qué lloras? Respondióles: Porque se han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Dicho esto, volviéndose hacia atrás, vio a Jesús en pie, amas no conocía que fuese Jesús. Dícele Jesús: «Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, su poniendo que sería el hortelano, le dice: Señor, si tú le has quitado, dime dónde le pusiste y yo me lo llevaré.

¡Verdaderamente que no sabía lo que se decía; su amor la hacía delirar; llama señor al hortelano, supone que es quien se ha llevado el cuerpo de Jesús y piensa que bastará su petición para moverle a entregar lo que había hurtado! Su fe era nula, pero su amor muy grande, y conmovió al Corazón de Jesús. Dícele Jesús: ¡María!»; se lo dijo, sin duda, con aquel tono de voz que tantas veces escuchara en Betania, y sonó en sus oídos como un toque de gloria que la cambió súbitamente del más desconsolado dolor a la más deliciosa alegría. Volvióse ella y le dijo: « ¡Maestro mío!», y, arrojándose a sus pies, se abrazó a ellos y los besó con efusión de inefable júbilo, ¡y no quería desasirse de aquellos pies divinos, pensando que se le iba Jesús y no volvería a verle! Dícele Jesús: Cesa de tocarme, porque no he subido todavía a mi Padre; mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» El texto de la Vulgata traduce: «no quieras tocarme»; pero el significado del original es más bien: «deja de abrazar mis pies ahora, pues tendrás aún ocasión de hacerlo otras veces, que todavía no ha llegado la hora de irme al cielo.»

Y, efectivamente, poco después se le aparece a ella y a las demás piadosas mujeres, que, acercándose, besaron sus pies y le adoraron (Mt., 28, 9). «Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciéndoles: He visto al Señor y me ha encargado que os diga esto.»

 

2) Meditemos: Que mucho tenemos que aprender de esta santa mujer. ¡Qué fervor, qué solicitud, qué constancia, qué amor, sobre todo, qué amor, que con nada se quietaba sino con el mismo Jesús; imitémosla y mereceremos ser consolados, escuchando en el fondo de nuestras almas la voz suavísima de nuestro Maestro!

Es también digna de consideración la ternura del encargo para los Apóstoles; les llama sus hermanos; ¡no se muestra ofendido con ellos a pesar de la cobardía con que le habían abandonado y de la poca fe, que les mantenía obstinadanente incrédulos! Así es de bueno nuestro Señor y tan fácilmente olvida nuestras infidelidades. ¡Confiemos!

Coloquio—Pidiendo al Señor que nos llene de la santa alegría que infundió en el alma de la Magdalena, para llenarnos al mismo tiempo de vigor y aliento para cumplir con fidelidad invencible los juramentos y promesas que le tenemos hecho.

 

 

 

 

51ª  MEDITACIÓN

 

APARICIÓN A LAS SANTAS MUJERES

 

Preámbulo. La historia la cuenta San Mateo, c. 28. Recibido por las piadosas mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas, el encargo de los ángeles de comunicar a los discípulos la resurrección del Señor, ellas salieron al instante del sepulcro con miedo y con gozo grande, y fueron corriendo a dar la nueva a los discípulos. Cuando he aquí que Jesús les sale al encuentro, diciendo: ¡ Dios os guarde!, y acercándose ellas, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dice: No temáis; íd, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea, que allí me verán.»


Composición de lugar. Ver a las Santas Mujeres saliendo del Cenáculo aún de noche, cuando se iniciaba el alba, llevando abundantes aromas con que ungir a Jesús. El camino, atravesando la ciudad, el jardín o huerto y el sepulcro.

 

Petición. PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

 

1) Llegadas las Santas Mujeres al sepulcro, lo hallaron abierto, y, penetrando en él, se encontraron con un joven «sentado a la derecha, con un vestido blanco; llenándose ellas de miedo y estando con el rostro inclinado hacia el suelo, él les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús Nazareno el crucificado; ¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucita»do; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis, como ya os ha dicho. Ellas se acordaron de aquellas palabras y salieron del sepulcro huyendo, porque estaban fuera de sí, presas de pavor, y no hablaban con nadie por la impresión que tenían, y con gran temor y alegría fueron a llevar la noticia»a los discípulos» (Carlos Silva Castro, Historia evan- gélica de Jesús, e. X, 229).


2) Hace notar San Ignacio, con palabras de Sán Mateo, 28, 8, «que las Marías salieron con temor y gozo grande». Causóles sin duda no pequeño temor el hallar el sepulcro vacío, su puerta abierta, un joven vestido de blanco pero, en cambio, llenólas de gozo el anuncio de la resurrección de Jesucristo. El P. La Puente (parte 5, med. 3, p. 4) escribe que el ángel causó «grande temór en malos y buenos, aunque en diferente manera, porque a los soldados, como malos, postró en tierra, dejándolos sin sentido, para que no gozasen de tanto bien; pero a las devotas mujeres consoló, diciéndoles: ¡ No queráis temer vosotras! Como quien dice: estos guardas temían, porque son malos; vosotras no temáis ni os acongojéis, porque vengo a daros buenas nuevas de la resurrección del Señor a quien buscáis». Ese es el oficio de los buenos ángeles consolar y tranquilizar a las almas buenas, que buscan con sincero amor a Jesús.


3) La consolación no fu desde el principio plena; quizá porque la fe de estas mujeres era muy imperfecta y las hacía menos dignas de recibir la visita de Jesucristo. Por eso Jesús, antes de mostrárseles para agradecerles la solicitud con que habían patentizado su cariño, las preparó para la visita del Ángel, quien les refrescó el recuerdo de la predicación de Jesús, que tantas veces les había predicho lo que acababa de suceder. Ellas, instruidas por el Ángel, «se acordaron» de las palabras del Señor, y, excitada así su fe adormecida, se dispusieron para recibir con fruto la visita de Jesús resucitado.

4) Aprendamos a preparar nuestra alma a las visitas y comunicaciones del Señor por la fe; si la tuviéramos viva, ¡cuán otras serían nuestras relaciones con el Señor, quizá no poco rutinarias y formularias, porque nuestra fe languidece! ¡Si creyéramos!, ¡si viviéramos vida de fe! en nuestro trato con Dios por la oración; en nuestro trato con Jesús en la Eucaristía, cuán fervorosa sería nuestra meditación, cuán gustosas y frecuentes nuestras visitas al Santísimo, cuán fructuosas y regaladas nuestras Comuniones! ¡Cómo el Señor se nos comunicaría! Procurémoslo recordando lo que nos tiene dicho en la Sagrada Escritura, recibiendo como palabras de Ángeles las de nuestros Directores espirituales, pidiendo aumento de f e, viviendo de ella.

Consideremos también la solicitud con que las devotas mujeres ejecutaron la orden del Angel y se dispusieron a comunicar sus palabras a los Apóstoles, anunciándoles la resurrección. Demostrando en ello su docilidad y buena voluntad y disponiéndose a recibir el don de Dios.


Punto 2.° CRIST0 NUESTRO SEÑOR SE LES APARECIÓ EN  EL CAMINO, DICIÉNDOLES: DIOS OS SALVE Y ELLAS LLEGARON Y PUSIERONSE A SUS PIES Y ADORÁRONLO.


Cuan bueno es el Señor para con los suyos y qué generosidad paga lo que por El se hace. Cierto que estas devotas mujeres habían mostrado con obras su buen deseo de honrar a Jesús; le amaban, y el amor las excitaba a hacer cuanto podían por su Maestro. Y Jesús se lo agradecía: «Y es, dice el P. La Puente (1. c., m. 5, p. 1), motivo de gran consuelo ver la bondad de Cristo Nuestro Señor, por la cual no repara en nuestras imperfecciones, cuando con sana y fervorosa intención deseamos agradarle, como sucedió a estas mujeres, las cuales, con falta de fe fueron a ungirle, pero con entrañable deseo de servirle; y, mirando a esta intención, quiere consolarlas. Oh, qué contentas y alegres quedaron con su visita, y por cuán bien empleados dieron los trabajos pasados!»

Si como ellas somos solícitos en el   servicio del Señor, pronto sentiremos los benéficos y consoladores efectos de su bondad; pero no tenemos derecho a esperar los regalos de la divina consolación si somos tibios y negligentes en el   divino servicio, que regalos son ésos que Él reserva para los diligentes.


2) ¿Cómo se les apareció? «No se les presenta luego junto al sepulcro, porque estaban todavía muy turbadas y poco dispuestas para verle, y así las dispone con aparición de ángeles. Reciben entonces la noticia de que Jesús vive; en el   camino hablan, llenas de gozo y confianza, de lo que les ha pasado en el   sepulcro, recuerdan las predicaciones del Maestro acerca de su resurrección y confían que pronto lo van a ver» (Huonder, 5. J., «La mañana de la glorificación», n. 45).

Y, efectivamente, Jesús les sale al encuentro diciendo Avete! ¡Dios os guarde! Y las tranquiliza y llena de paz, añadiendo: «¡ No temáis!» ¡Cuán lleno de majestad y hermosura se les presentó el Señor! ¿Qué pasaría en sus almas? Se vieron sin duda inundadas de gozo purísimo y de paz ultraterrena: que las palabras de Jesús no eran de estéril, aunque buen deseo, sino de real eficacia y obradoras de lo que significaban, quedaron, pues, llenas de Dios y de santa paz. ¡Por cuán bien pagados darían todas sus afanes y solicitudes pasadas en el   servicio de Jesús! Pensaban ungir con aromas y bálsamos materiales el cuerpo de su Maestro y Él unge sus almas con esencias celestiales que las llenan de alegre devoción y las dejan embalsamadas con su gracia. ¡Oh, si el Señor la derramara abundantemente en nuestras almas! ¡Pidámoselo!


3) Animadas con tan cariñoso saludo y llenas de impetuoso fervor y encendido afecto, se arrojaron a los pies de Jesús, y, abrazándolos con amor, los besaron respetuosamente, y con gran devoción le adoraron. Jesús, complacido, les dejó hacer y recibió con muestras de gratitud el amoroso homenaje. Con palabras nada respondieron al saludo de Jesús, pero bien manifestaron con sus obras su agradecimiento y su cumplida correspondencia. ¡Qué efectos tan divinos va causando con su presencia en las almas queridas nuestro Redentor resucitado, y cómo va repartiendo el botín de la victoria entre los fieles soldados que le siguieron en la pena! Trae, en verdad, oficio de consolador y lo practica de la manera más delicada y perfecta. Consolada quedó su Madre Santísima; María Magdalena lo fue con una sola palabra, y las Santas Mujeres quedaron plenamente satisfechas y rebosantes de júbilo. ¡A los pies de Jesús es donde se encuentra la verdadera dicha; ¿La encuentro yo? ¿En la comunión, en el   sagrario? ¿Por qué no? ¡Será que sólo se arrodilla mi cuerpo y permanece erguida mi alma por mi poca fe, por mi tibio amor, por mi gran soberbia! ¡ No sea así; si yo sé postrarme a los pies de Jesús y adorarle, allí hallaré la paz!


Punto 3.°—JESÚS LES DICE: NO TEMÁIS; ID Y DECID A MIS HERMANOS QUE VAYAN A GALILEA, PORQUE ALLÍ ME VERÁN.

 
1) Dulces palabras las de Jesús, que haciendo su oficio de «consolador» alienta a las mujeres con el suavísimo «¡No temáis!» ¡ Cómo confortaría sus almas conturbadas! Acertadamente nota el P. Huonder «La mañana de la glorificación», p. 139, c: «Siempre había el Maestro alentado antes a la confianza y ahora procura de antemano, con especial empeño, alejar cualquier miedo y timidez que pudiera provenir de su inopinada aparición. Que por esto repite tantas veces su amable: Nolite timere. Esta palabra, que es el tono fundamental de la ascética verdadera y suave, trae, pues, su origen del Salvador mismo. Aun hoy día muchas veces en las piadosas mujeres falta el espíritu de la confianza, en cuyo lugar se ha introducido una gran propensión a oprimir el alma con angustias, temores y escrúpulos. La culpa suelen tenerla los confesores y directores de almas, que usan muy escasamente al afable Avete y el benigno y alentador
Nolite timere.»

Es tan fundamental en la vida espiritual echar del corazón el infundado miedo y asentarlo en la filial confianza con Dios, que sin este previo paso no se puede dar otro que nos haga avanzar de veras en el   camino de la santidad. Cuán hermosamente lo sintió y lo expresó Santa Teresa del Niño Jesús! Pidamos, pues, al Señor que nos diga «Nolite time-
re» y reflexionando veamos si hasta ahora queda en nuestro corazón clavada esa espina tan punzante de la desconfianza; si así es, trabajemos por arráncarla y aprendamos a decir el «Padrenuestro» algo más que con los labios. A un padre únicamente le puede temer un hijo díscolo que no quiere entregarse a los llamamientos de su amor. 
2) Dióles después una encomienda para los Apóstoles, y también en el  la resplandece la bondad de corazón de nuestro Divino Maestro. ¡Llama sus «hermanos» a los que tan mal se habían portado con Él! Todo lo olvida; sólo desea que le amemos corno a hermano. Sólo quiere consolarnos y prepararnos iara que gocemos de Él en paz.

Considera el P. La Puente (p. - 5, med. 5, p. 3) que de esta orden de Jesús «la causa fue porque aquel lugar de Judea estaba muy inquieto y turbado y ellos estaban allí llenos de turbación y miedo Y así, para que gozasen de su presencia más a su gusto, les mandó ir a Galilea, donde habría más quietud. Dándonos a entender que, aunque de paso, nos visita Dios en medio de los tráfagos y turbaciones del mundo ; pero gusta que busquemos lugar quieto donde podamos verle despacio y conversar con Él en la oración y contemplación.»

 Tengámoslo en cuenta y no busquemos en otras causas la razón de la poca comunicación que con nuestras almas tiene el Señor. Es difícil, si no imposible, hallarlo en medio del bullicio de las gentes, descuidando el recogimiento exterior e interior, disposición la más eficaz para hallar en paz a Dios. Procuremos con empeño el retiro, compatible con las ocupaciones que la obediencia nos encomienda, y estemos seguros que allí veremos a Jesucristo, como les acaeció a los Apóstoles en Galilea. Y por lograrlo bien se puede hacer cualquier sacrificio.

 

 

 

 

 

52ª MEDITACIÓN

 

DE LA CUARTA APARICIÓN A SAN PEDRO.

 

Preámbulo. La historia de la aparición a San Pedro; los Evangelistas no dan detalle ninguno que permita situarla definitivamente; para San Ignacio ocurrió cuando, avisados por las mujeres los Apóstoles de que el sepulcro estaba vacío, corrieron a él San Pedro y San Juan; llegó el primero Juan, pero no penetró, sino aguardó a que entrara Pedro. Y, pensando San Pedro en estas cosas, las que veía en el sepulcro, se le apareció Cristo, y por eso los Apóstoles decían: 2.° Preámbulo.—Composición viendo el lugar, será aquí ver el sepulcro donde Él Señor fuera «Verdaderamente, el Señor ha resucitado y aparecido a Simón.»


Punto 1.° OÍDO DE LAS MUJERES QUE CRISTO ERA RESUCITADO, FUÉ DE PRESTO SAN PEDRO AL MONUMENTO.


Narra el Evangelista San Juan, en el   cap. 20, y. 2 y siguientes, que cuando María Magdalena «vio quitada del sepulcro la piedra, echó a correr, y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Con esta nueva salió Pedro y el dicho discípulo y encamináronse al sepulcro. Corrían ambos a la »par, mas este otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Y habiéndose inclinado, vio los lienzos en el   suelo, pero no entró.»

1) Los demás Apóstoles, al oír el aviso de las mujeres, lo tuvieron como desvarío y sueños, y no lo creyeron. «Et visa sunt ante illos, sicut deliramentum verba ista» (Lc 24, 11). No así San Pedro y San Juan, sino que al instante se decidieron a poner los medios que en su mano estaban para cerciorarse de la veracidad de lo que María Magdalena les anunciaba. Prudentísimo proceder, que debemos imitar en casos análogos, evitando dos extremos igualmente peligrosos e irracionales: el ser nimiamente crédulos de afirmaciones extraordinarias de favores espirituales y el ser cerradamente incrédulos, rechazando obstinadamente cuanto en esta materia se nos diga.


2) Salieron corriendo: tal era el deseo que sentían de enterarse por sí de lo ocurrido; amaban mucho a Jesús, y el amor les ponía alas. San Juan, como más joven y ágil, llegó el primero. Si estaban, como se cree, en el   Cenáculo, un cuarto de hora les bastaría para llegar al sepulcro de Jesús. Llegado Juan el primero, habiéndose inclinado, con natural curiosidad vio los lienzos en el   suelo, pero no entró por deferencia a su compañero, cuya dignidad respetaba, a pesar de saber su caída. Lección práctica de respeto al superior, en quien nos hemos de acostumbrar a ver, no al hombre sujeto a errores y miserias, Sino a Dios Nuestro Señor, de quien recibe la autoridad, al que representa y a quien en el  obedecemos.

 

3) El P. La Puente (p. 5., m. 6, p. 2) nos hace considerar en estos dos discípulos «figuradas las virtudes principales con que hemos de buscar a Cristo Nuestro Señor, que son fe y caridad; la fe descubre las verdades y entra, como San Pedro, primero en el   sepulcro, y luego entra el amor, come entró San Juan, y con esta entrada se aumenta y fortifica la fe y se perfecciona el conocimiento de ella. Y también son figuradas las dos vidas, la activa y contemplativa, que nos llevan a Cristo; la activa entra primero, disponiendo, y luego la contemplativa, poseyendo y gozando. ¡Oh amantísimo Jesús, esclarece mi fe y enciende mi caridad para que, pospuesto todo temor humano, te busque y encuentre adondequiera que pueda hallarte ¡ Perfeccióname con los ejercicios de la vida activa en todo género de virtud, para que suba a los ejercicios de la vida contemplativa, y por medio, de ellos entre en lo escondido de tu rostro (Salm. 30, 21) para verte y gozar de la belleza y hermosura que tienes en tu gloria».

Punto 2.° ENTRANDO EN EL   MONUMENTO VIÓ SOLOS LOS PAÑOS CON QUE FIJÉ CUBIERTO EL CUERPO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR Y NO OTRA COSA.


1) Entró San Pedro en el   sepulcro y vio los lienzos que envolvieron el cuerpo del Señor, y separado y plegado el sudario que cubriera su cabeza. A los Apóstoles no se les apareció ningún Ángel; no lo necesitaban, pues les bastaba el aviso de las mujeres y su propio discurso para convencerse de que el cuerpo de Jesucristo no había sido robado. ¿Cómo pensar que se entretuvieran los ladrones en plegar tan cuidadosamente los lienzos y. el sudario? De robarlo, natural parecía que lo llevasen tal como estaba, si eran amigos, y si enemigos, que se cuidaran muy poco de plegar los lienzos. ¿Creyeron San Pedro y San Juan? Así parece…

 
2) El discípulo amado escribe: «Entonces el otro discípulo, que había llegado primero al. sepulcro, entró también y vio y creyó. Porque aún no había entendido lo de la Escritura que Jesús debía resu citar de entre los muertos». ¿Qué es lo que creyó? Según San Agustín, «credidit quod dixerat mulier, eum de monumento, esse sublatum», creyó lo que había dicho la mujer, que había sido llevado del monumento; pero más probable es que creyó en la resurrección de Jesucristo. Porque la palabra «creyó, puesta sin aditamento en este Evangelio, se acostumbra a poner indicando la fe en algún misterio revelado y se usa así otras dos veces en este mismo capítulo (vv. 25 y 29). Además de que si quería indicar únicamente que creyó en que había sido robado el cuerpo, no había para qué añadir tantas cosas, como que los lienzos estaban en el   suelo y el sudario plegado aparte, que él mismo entró y vió todo esto, y entonces creyó. Sin duda que quiso indicar que por lo que vió creyó en la resurrección de Jesucristo (c. Ceuleman).


3) ¿Se apareció Jesús a San Juan? No faltan autores que lo afirman, y si la devoción nos mueve a ello, podemos considerarlo. Cierto es que Jesús ama- ha con predilección a Juan, y bien se lo mostró permitiéndole reclinarse en su pecho en las horas tristes de la última cena, y entregándole, como en sagrado y preciosísimo depósito, a su misma Madre, para que con ella hiciera oficios de buen hijo.

 
Punto 3. PENSANDO SAN PEDRO EN ESTAS COSAS SE LE APARECIÓ CRISTO, Y POR ESO LOS AIÓSTOLES DECÍAN: «VERDADERAMENTE EL SEÑOR HA RESUCITADO Y APARECIDO A PEDRO».

 
1) San Lucas (c. 24, y. 12) escribe: «San Pedro, no obstante, fue corriendo al sepulcro y asomándose a él vio la, mortaja sola allí en el   suelo y se volvió, admirando para consigo el Suceso.» ¿Qué pensaría el buen Apóstol? Con qué dulce ansiedad fomentaría la idea de que Jesús, aquel Jesús tan bueno para él, y a quien tan villanamente había negado, viviera otra vez; y soñaba.., como el hijo pródigo, en lo que debía decirle cuando de nuevo le viera. El recuerdo de su bondad y el de las dulces palabras de alentadora esperanza, que de labios de María Santísima había escuchado, le llenaban el corazón de confianza vivificante.

¡Si fuera verdad! ¡ Si pudiera volver a ver vivo al que tanto le amó! ¡Si pudiera arrodillarse y llorar a sus pies! ¡ Si de sus labios recibiera la seguridad del perdón! Con tales sentimientos entró en la cámara sepulcral. Vedie besar con amor el sudario plegado e inundar con sus lágrimas la piedra del sepulcro vacío.


2) Y de pronto se le apareció Jesús. La devoción ha de inspirarnos para reconstruir la escena del encuentro de Jesús, resucitado, con Pedro, arrepentido. ¿No sería la del encuentro del hijo pródigo con su padre? Echaríase Pedro a sus pies, inundado en lágrimas amargas, sí, pero al mismo tiempo dulcísimas, confesando su culpa y demandando perdón; y Jesús, que veía el fondo de aquel corazón tan sinceramente contrito y tan enteramente enamorado, le diría lo que tantas veces repitió: ¡Confide!, confía; noli timere!, ¡no temas!, ¡mi paz llene tu alma! Y sentiría Pedro una vez más cuán bueno es Jesús para los que le aman; cuán piadoso para los que le buscan; cuán dulce para los que le hallan y gozan de su amor y de su presencia.

De los pies de Jesús o de sus brazos se apartó Pedro confortado y dispuesto a confirmar en su fe vacilante a sus compañeros de apostolado. Y lo logró, pues cuando de retorno en el   cenáculo, los discípulos de Emaús narraban la aparición del Maestro, los Apóstoles les dijeron: «¡Sí, lo sabemos: ha resuci»tado y se ha aparecido a Simón Pedro!»


3) Reflexionemos y aprendamos una vez más lo bueno que es Jesús para quienes, arrepentidos, le buscan, aun después de los mayores extravíos; y llenémonos de dulce esperanza y. procuremos inspirársela a los pobres pecadores para que se entreguen a Jesús. Veamos cuán bien cumple su oficio de consolador...


Coloquio. A Jesús resucitado, pidiéndole nos otorgue cumplido perdón de nuestras iniquidades y consuelo íntimo... Que llene nuestras almas de su paz dulcísima, que, nos aliente, al fiel cumplimiento de cuanto le tenemos prometido.

 

 

 

 

53ª  MEDITACIÓN

 

SE APARECIÓ A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

 

Preámbulo. La historia será aquí cómo el día mismo de la resurrección se dirigían dos discípulos a un pueblo llamado Emaús; podrían ser las ocho o nueve de la mañana. Uno de ellos se llamaba Cleofás; ignoramos el nombre del otro; algunos expositores han pensado que era quizá el mismo San Lucas, pero no hay razón para afirmarlo. Antes de salir habían oído contar la aparición de los ángeles a las piadosas mujeres, y la ida de San Pedro y San Juan al sepulcro, pero no sabían nada de la aparición a la Magdalena, ni de la de San Pedro. Iban tristes, hablando de lo que ocurría aquellos días en Jerusalén. Unióse a ellos Jesús, tomó parte en su conversación, les reprendió su incredulidad y les mostró la necesidad de que el Mesías sufriera, para entrar así en su gloria. Iban encantados; llegaron a su casa, y como Jesús hiciera ademán de seguir adelante, ellos, con instantes súplicas, le forzaron a detenerse. Sentóse con ellos a la mesa, y al partir el pan le conocieron; pero súbitamente desapareció de su vista. Ellos, llenos de, gozo y dejándolo todo, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, y como narrasen lo que habían visto, los Apóstoles les dijeron: «Sí, ha resucitado y se »ha aparecido a Simón.»


Composición de lugar. Será aquí ver el camino de Jerusalén a Emaús, situado a unas dos horas y media de camino. Según San Lucas (24, 13), distaba sesenta estadios de Jerusalén; el estadio equivale a 185 metros; luego la distancia total era de 11.100 metros. Después, la casa de campo de los discípulos.

Punto 1.° PRIMER0 SE APARECE A LOS DISCÍPULOS QUE IBAN A EMAÚS HABLANDO DE CRISTO.


Narra el Evangelista San Lucas (c. 24, VV. 1 y siguientes) que «en este mismo día dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de sesenta estadios. Y así conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido. Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía. Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen.»


1) Iban a recrearse porque estaban tristes por la impresión de lo acaecido aquellos días. Su fe era muy escasa e imperfecta; su esperanza, débil, y su caridad, poco fervorosa. Quizá pensaban que eran ilusiones todos sus pensamientos y esperanzas pasadas, y en vez de buscar el remedio a sus tristezas en el   recurso a Dios por la oración, lo buscaban en cosas terrenas; querían olvidar lo que les preocupaba, y volver a la vida y ocupaciones que acaso habían dejado antes para seguir de cerca a Jesús.

Qué equivocado va quien busca remedio a sus penas saliendo de Jerusalén, que quiere decir visión de paz, dejando la compañía de los discípulos de Cristo, para buscar algún alivio corporal y algún regalo de la carne en medio de deudos o personas del mundo.
Reflexionemos sobre nosotros mismos, para ver si en más de una ocasión no hemos buscado consuelo en las cosas o entretenimientos de la tierra, en vez de irlo a buscar a los pies del Sagrario o de nuestro Padre espiritual.


2) Y Jesús; llenó dé bondad, se les hace encontradizo ¿Por qué? Porque su corazón es compasivo y le empuja a correr tras la oveja perdida que huye del redil, para volverla a él. Y no puede ver tristes a los suyos sin compadecerse y sentirse movido a consolarlos.
Por su parte, se hicieron ellos merecedores de ser consolados por ir dos juntos y hablando de cosas espirituales, que «ubi sunt duo vel tres congregati in nomine meo, ibi sum in medio eorum» (Mt., 18, 20), donde dos o tres se hallen congregados en mi nombre, allí me hallo Yo en medio de ellos. Unióse a ellos Jesús, y les dijo: «Qué conversación es ésa »que caminando lleváis entre los dos y por qué »estáis tristes?» Uno de ellos, llamado Cleofás, respondiendo, le dijo: «Tú sólo eres tan extranjero »en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en el  la »estos días?» Replicó El: ¿Qué?» Lo de Jesús Nazareno—respondieron—, el cual fué un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo. Y cómo los príncipes de los»sacerdotes y nuestros jefes le entregaron para que fuese condenado a muerte, y le han crucificado. Mas nosotros esperábamos que El era el que había de redimir a Israel, y, no obstante, después de todo esto, he ahí que estamos ya en el   tercer día después que acaecieron dichas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de entre nosotros nos han sobresaltado, porque antes de ser de día fueron al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo habérseles aparecido unos ángeles, los cuales les habían asegurado que está vivo. Con eso algunos de los nuestros han ido al sepulcro, y hallado ser cierto lo que las mujeres dije»ron; pero a Jesús no le han encontrado» (Lc 24, 17 y sigs.).


3) Jesús escuchaba, y tan preocupados iban que no le conocieron; su poca fe les cegaba los ojos. Para ellos el Mesías había de ser un gran conquistador que restaurara el reino temporal de Israel, y no entendían que el reino del Mesías pudiera establecerse por la cruz y el sufrimiento, sino que al ver morir de tal manera a quien soñaran ser el restaurador, perdieron toda esperanza, «nos autem esperábamos», ¡ya no esperamos!


4) ¡Cuántos hay que proceden como estos discípulos en tiempo de desolación! Se forman y fin»gen un hermoso plan de vida, un idilio, un sueño dorado en que todo está previsto y en su punto, pero sin cruz ninguna. Mas de repente aparece la cruz, cruz interior: desconsuelo, cobardía, sequedad, tentaciones... Cruz exterior: choque con los superiores o con los hermanos, fracasos, desengaños, enfermedades, persecuciones, etc. No estaba uno preparado para esto, y se deja llevar y arrastrar por estas impresiones y sentimientos; pierde Él humor,
el gusto, la confianza; comienza a sutilizar y discutir las disposiciones divinas y admitir dudas contra la fe... Estas almas desoladas miran, echan de menos algo, todo lo valoran sólo a la luz de su propio sentimiento y afecto desequilibrado. Muchas de ellas son infieles a su vocación; dejan, a lo menos con el pensamiento, la ciudad santa de Jerusalén y la compañía de sus hermanos.., y se van a Emaús, a otro sitio, en busca de consuelo» (Huonder) (O. e., VI, XI, 4). No lo hagamos así nosotros, sino estimemos la cruz como la herencia preciosa de los fieles amadores de Jesús.


Punto 2.° LOS REPRENDE, MOSTRANDO POR LAS ESCRITURAS QUE CRISTO HABÍA DE MORIR Y RESUCITAR “¡OH NECIOS Y TARDOS DE CORAZÓN PARA CREER TODO LO QUE HAN HABLADO LOS PROFETAS! ¿NO ERA NECESARIO QUE CRISTO PADECIESE Y ASÍ ENTRASE EN SU GLORIA?”

 

1) «Entonces les dijo El. Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron ya los Profetas! Pues qué, ¿por Ventura no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria? Y empezando por Moisés y discurriendo por todos los Profetas, les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de El» (Lc 25-27).

Primero, con exquisito tacto y suavidad les hizo abrir sus almas para que pusieran de manifiesto su enfermedad y así poderla curar. Les echa en cara, después, el no haber comprendido, a pesar de su predicación reiterada, el misterio de la cruz, ¡y, sin embargo, era necesario que Cristo padeciese y muriese! Y al tiempo mismo que les reprende les instruye, con tal eficacia, que aquellas mentes se esclarecen y aquellos corazones se caldean. ¡Cómo cambian las cosas cuando Jesús se comunica a las almas! «Todo el tiempo que los discípulos anduvieron solos, cuán turbado estaba su corazón, cuán sin tino ni concierto eran sus pláticas. Pero así que llega Jesús y comienza a hablar, todo cambia, todo es luz y claridad, todo vuelve a estar en orden y armonía. Así su»cede en la meditación y oración; sin Jesús, todo es oscuridad, sequedad y miseria; con Jesús viene la alegría, el fervor, la ilustración, el gozo. ¡ Cuán »frecuentemente se experimenta esto ! » (Huonder) (O. e., p. 175).


2) Les dijo que «era necesario que Jesús padeciese, y así entrase en su gloria. Y, sin embargo, Jesús, como Hijo natural del Padre Eterno, tenía derecho a la gloria. ¿Y pretenderemos nosotros lograrla sin el menor esfuerzo, sin imponernos trabajo alguno, esquivando estudiadamente la cruz? Ilusión sería que pudiera llevarnos a un funesto desenlace. Tengámoslo en cuenta y no dudemos en abrazarnos con la cruz si queremos gozar del triunfo, que únicamente siguiendo a nuestro Rey eterno en la pena podremos participar de las delicias de su resurrección. Aprendámoslo bien y no olvidemos nunca las oblaciones que a nuestro Capitán hicimos de seguirle de cerca, muy cTe cerca, en el   camino de la cruz, que con su ejemplo nos quiso mostrar en toda su vida.


3) Mucho nos ayudará a entender esta sublime doctrina, tan ignorada por el mundo y tan difícil de comprender, lo que Jesús nos enseña en sus palabras a los discípulos de Emaús: ellas encendían el corazón de aquellos discípulos y encenderán los nuestros en santos deseos y en resoluciones muy aceptas al Señor si las consideramos con frecuencia. En el   divino libro tenemos un tesoro que hemos de procurar con empeño explotar, para nosotros mismos y para bien de nuestros oyentes en la sagrada predicación.

 

Punto 3.  POR RUEGO DE ELLOS SE DETIENE ALLÍ Y ESTUVO CON ELLOS HASTA QUE, EN COMULGÁNDOLOS, DESAPARECIÓ; Y ELLOS, TORNANDO, DIJERON A LOS DISCÍPULOS CÓMO LO HABÍAN CONOCIDO EN LA COMUNIÓN.


1) Sin duda que se les hizo muy breve la jornada, sabrosamente entretenidos en escuchar de labios del misterioso peregrino la sabia exposición de la divina doctrina. Y al llegar a Emaús y apartarse del camino real para tomar el que a su casa conducía, Jesús hizo ademán de separarse de ellos para seguir adelante, y les hubiera en realidad dejado si los discípulos, encantados del suave trato de aquel su compañero de viaje, no le hubiesen forzado con reiteradas instancias a quedarse con ellos: «Et coegerunt illum dicentes; mane nobiscum quoniam advesperascit et inclinata est iam dies» (Lc 29). Le detuvieron por fuerza diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y va ya el día de caída». ¡Y el Señor se dejó convencer!

¡Cuán bella y breve oración! ¡Mane nobiscum! ¡ Quédate con nosotros! Sobre todo para cuando parece que quiere ocultársenos por la tribulación, hemos de instarle para que no se nos esconda, y cuando después de la Sagrada Comunión le tenemos en nuestro pecho, hemos de suplicarle que no permita que nos apartemos de Él. El Señor se dejó convencer «et intravit cum illis». Y entró con ellos. Gusta el Señor de estarse con nosotros, pero quiere que se lo pidamos, y no se disgusta, sino que, al contrario, le agrada que para ello le hagamos dulce violencia. No nos cansemos, pues, de instarle, que es negocio de suma importancia el que Jesús permanezca con nosotros y nos va en el  lo no menos que la salud eterna.


2) «Y sentándose con ellos a la mesa tomó el pan y lo bendijo, y habiéndolo partido, se lo dio. Con lo cual se les abrieron los ojos y conociéronle, y al punto se les quitó de delante de los ojos» (Lc 30 y 31). Considera el Padre La Puente tres causas por las que Cristo quiso manifestarse a estos discípulos estando a la mesa con ellos:

a) La primera, para manifestarnos cuánto le agrada la hospitalidad y caridad.

b) La segunda, para mostrar que es más poderoso el ejemplo que la palabra para darse a conocer: en el   camino les mostró la dulzura y sabiduría de sus palabras; en la mesa, la gravedad y modestia con que solía tomar el pan de sus manos, la devoción con que lo bendecía y daba gracias al Padre por ello, y la caridad con que lo repartía entre ellos; y con la vista de estas virtudes se les abrieron los ojos del alma para conocerle.

e) La tercera fue para significar la eficacia del Santísimo Sacramento para alumbrar el alma. «De estas tres causas tengo de sacar deseos grandes de ejercitar las tres cosas dichas; esto es, obras de misericordia, y dar buen ejemplo a otros, y frecuentar la Comunión, suplicando a este Maestro del cielo me ayude para ejercitarlas de manera que mis ojos se abran para conocerle y servirle como merece». El Santo Padre supone que Jesucristo dió la Comunión a los discípulos de Emaús; así lo creían muchos autores ascéticos de los siglos XVI y XVII; hoy, sin embargo, lós más de los exegetas lo niegan.


3) El gozo que la súbita y rápida aparición del Señor les produjo fue tan vivo que inmediatamente, sin terminar su comida, dejándolo todo, volvieron de prisa a Jerusalén; ansiaban dar la buena noticia a los Apóstoles, y se decían por el camino: «No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 32). ¡Cómo llena el corazón la visita de Jesús! ¡Y cómo en un instante lo trueca todo en gozo, paz y tranquilidad! ¡Él nos lo haga gustar! ¡Y nos esfuerce para volver a Jerusalén, visión de paz!

Coloquio. A Jesucristo resucitado pidiéndole que grabe profundamente en nuestras almas el sentimiento de la necesidad de la cruz para llegar al triunfo, y así nos esfuerce a ser fieles a lo que le tenemos prometido, y que jamás suceda que huyamos cobardes la tribulación buscando la tranquilidad fuera de Jesús.

 

 

 

 

 

 

 

 

54ª  MEDITACIÓN

 

DE LA SEXTA APARICIÓN A LOS APÓSTOLES, MENOS SANTO TOMÁS

 (Lc 24, 33-41, y Jn 20, 19-29).


Preámbulo. La historia Será aquí cómo la tarde del día mismo de la Resurrección, estando los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les presentó súbitamente Jesús, diciendo: ¡La paz sea con vosotros! Ellos, atónitos y llenos de temor, pensaban ver un fantasma, y Jesús les dijo: Por qué os turbáis y dejáis que la desconfianza se apodere »de vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, soy el mismo. Tocadme y persuadíos de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que los tengo Yo. Los discípulos se llenaron de alegría, pero no acababan de creer. Pidióles Jesús algo de comer. Después dióles el Espíritu Santo y la facultad de perdonar los pecados.


Composición de lugar, el cenáculo, y en el  una sala grande, bien adornada. Era ya de noche y habían terminado de cenar.

 
Punto 1.°  Los DISCÍPULOS ESTABAN CONGREGADOS POR EL MIEDO DE LOS JUDIOS  EXCEPTO SANTO TOMÁS.


1) Aparecen ya, el domingo de Resurrección, los Apóstoles «congregados»; quizá el mismo sábado la Santísima Virgen, por medio de San Juan y de San Pedro, reunió a los Apóstoles dispersos el día de la Pasión, y llenos de miedo, y los congregó en el   cenáculo. Veámoslos en aquella sala de tan dulces recuerdos, la del lavatorio, la de la Eucaristía y el sermón sublime de la última cena. Estaban llenos de temor. ¿Qué temían? Sin duda que los judíos quisieran acabar con ellos, como lo habían hecho con su Maestro; quizá se enteraron del rumor esparcido aquel mismo día por el Sanedrín, de que sus discípulos habían robado el cuerpo de Jesús, y por ello temían ser perseguidos. Además de que los Apóstoles, hasta la venida del Espíritu Santo, se muestran en el   Santo Evangelio poco valientes. Tenían, pues, cerradas las puertas y ventanas.


2) Ya de noche, llegaron los discípulos de Emaús y narraron lo que les había acontecido. De San Marcos (16, 12-13) se deduce que los Apóstoles no les dieron crédito: Después de esto se apareció bajo otro aspecto a dos de ellos, que iban de camino a una casa de campo. Los que, viniendo luego, trajeron a los demás la nueva; pero ni tampoco los creyeron. Se mostraron los Apóstoles de veras reacios a creer, haciendo así que para nosotros quedara más sólidamente demostrada la verdad del hecho de la Resurrección. Con los Apóstoles estaría, seguramente, la Santísima Virgen, que con sus fervorosas oraciones y súplicas les alcanzó de su Hijo lo que, por su poca fidelidad en el   seguimiento de Jesucristo y su incredulidad cerrada, no merecían.


3) Difirió el Señor todo el día la aparición a los Apóstoles. ¿Por qué? Tres razones aduce el Padre La Puente: a) como castigo a la incredulidad de muchos de ellos; b) para ejercicio de virtud de los más queridos; c) para enseñarnos a no desmayar ni perder la esperanza cuando tarda en socorrernos más de lo que nosotros pensábamos que había de tardar. Hemos, pues, de conservarnos en paciencia y así confiados aguardar la visita del Señor.


Punto 2.° SE LES APARECIÓ ESTANDO LAS PUERTAS CERRADAS, Y ESTANDO EN MEDIO DE ELLOS DICE: «PAZ CON VOSOTROS.»


1) Entró de repente, como un rayo de sol en un aposento oscuro, inundándolo de súbito de luz y alegría, Sin que precediese ruido alguno que indicase que se aproximaba. La primera impresión de los reunidos en el   cenáculo fu de estupor y de miedo; por eso acudió al instante Jesús a serenarlos con palabras suavísimas. Quiso presentárseles de esta manera para demostrar a sus discípulos que su cuerpo estaba glorificado, y por el dote de la »sutilidad podía penetrar por donde quisiera sin »estorbo alguno» (P. La Puente).

Como puedes penetrar en las almas, Señor, penetra en la mía, cerrada en demasía a tus inspiraciones y llamamientos, y llénala de Ti sin que puedan en el  la introducirse enemigos que estorben tu presencia en mí. Yo, para lograrlo, procuraré tener siempre muy bien cerradas las puertas de mis sentidos.


2) Y les dijo: «Pax vobis!» (Lc 24, 36). ¡Paz a vosotros! Era su saludo y es el gran don de Jesucristo: El es nuestra paz, ipse est pax nostra» (Ephes., 2, 14). Entró en el   mundo anunciando la paz, «pax homini bus» (Lc 2, 14). Se despidió dejándola como supremo regalo y testamento: «Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis» (Jn 14, 27). ¡Señor, danos tu paz!, que excede toda dulzura y suavidad terrena, que tan fáciles y llevaderos hace los trabajos, que dulcifica las amarguras y serena las tempestades y cura las heridas y nos tranquiliza y sosiega en tu amor. ¡Tu paz sabrosa sobre todo sabor terreno! ¿Por qué la perdemos? Por no saber buscarla donde está: por no querer guardarla cuando la tenemos; por no apreciarla en lo que vale. La buscamos en las criaturas, y está en Dios; la exponemos al ataque de enemigos que ansían robárnosla; la vendemos por un placer vil, por una afición torcida, ¡ por tan poca cosa! ¡ Si supiéramos lo que en el  la tenemos!


3) «Ego sum! Nolite timere» (Lc, 24, 36). ¡Yo soy! ¡Fuera temores! Dulce palabra. Jesús es el consolador, es el Maestro, es el Salvador, es el hermano: viene ejercitando su oficio, y allí donde entra, todo lo llena de paz y de alegría. ¡Oh si supiéramos lo que en Jesús tenemos, cómo echaríamos de nuestro corazón todo temor, seguros y confiados en la protección del Omnipotente! Nos ama tanto! ¡Es tan poderoso! El niño, en brazos de su madre, a nadie teme; y nosotros, estando en Jesús, .,vamos a tener miedo? ¿A quién? ¿Es que puede haber quien contra Jesús pueda algo? ¡Jesús mío, yo nada soy, nada valgo, nada puedo; pero contigo lo puedo todo
y a nadie temo! Hemos de grabar bien en nuestras almas este sentimiento de íntima confianza en Jesús, y procurar por todos los medios tenerle siempre con nosotros.


4) Como todavía no se tranquilizasen, lleno de humanísima afabilidad y queriendo dejarles plenamente convencidos de la verdad de su presencia, les dijo: Pensáis que soy un fantasma, y no es así; soy el mismo que con vosotros vivió tres años, y por vuestro amor murió tres días hace; mirad »mis manos y mis pies, perforados al ser enclava»dos en la cruz; ved y tocad; que el espíritu no tie»ne carne y huesos, como veis que los tengo Yo.

¡Cuán bueno es el Señor para con los suyos y cómo no perdona medio de serenarlos y confirmarlos en la fe! Los discípulos se llenaron de alegría viendo al Señor; pero como no acababan de creer, fluctuando entre el temor y el gozo, les dijo: «Tenéis algo que comer?» Ellos le presentaron un trozo, de pescado asado y un panal de miel, y lo comió delante de ellos, y tomando los restos se los dio. Y les dijo: «Estas son las cosas que os dije cuando estaba con vosotros: que había de cumplirse todo lo que estaba escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de Mí.» Entonces les abrió el entendimiento para que entendiesen las Escrituras. Y les dijo: «Así estaba escrito y así era necesario que el Cristo padeciese y que resucitase de entre los muertos el tercer día» (Lc 24, 41 y sigs.).

Verdaderamente que Jesús se porta como amigo y consuela a los suyos como un amigo suele consolar a otro. ¡ Así es de afable, así es de bueno! ¡Aprendámoslo y procuremos que nuestro corazón se persuada íntimamente de ello y sepamos vivir vida de amistad con Jesús, correspondiendo, solícitos, a sus finezas!


Punto 3.° DALE5 EL ESPÍRITU SANTO, DICIÉNDOLES: «RECIBID EL ESPÍRITU SANTO; A AQUELLOS QUE PERDONÉIS LOS PECADOS, LES SERÁN PERDONADOS.»


1) Solemne escena la que se siguió: el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia y confirió a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados. «Y les dijo otra vez: Paz a vosotros! Como el Padre me envió, os envío a vosotros», y diciendo esto sopló sobre ellos, diciéndoles: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn, 20, 21-23). Los consuelos que Jesús prodiga a sus discípulos quiere que les sirvan para alentarse a trabajar en la labor de la salvación de las almas. A eso había venido Él al mundo. Su labor quedaba hecha; a sus Apóstoles y enviados toca ir recogiendo el fruto de la siembra y aplicar a las almas la virtud vivificante de la Pasión de Cristo. Quizá eligió Jesús este día para instituir el Sacramento de la Penitencia, para revelar a los pecadores que la conversión es una resurrección y que no hay fiesta más dulce que celebrar. La absolución del sacerdote revive en el   alma reconciliada las alegrías de la fiesta de Pascua. (Baudot, «Les Evangeliques».)


2) Cumplió el Señor lo que tiempo hacía les había prometido (Mt 18, 18) de darles poder de atar y desatar, es decir, de perdonar los pecados; y lo hizo con palabras en verdad tan claras y expresivas que no dejan lugar a duda: «Haec Verba certiora sunt quam omnia regum edicta et diplomata» (S. Agustín). Son estas palabras más ciertas que todos los edictos y diplomas de los reyes. Y quiso usar para hacerlo cierta especie de rito sacramental, dirigiendo el aliento hacia ellos para significar sensiblemente la colación invisible del Espíritu Santo, y tal vez, como lo indican varios Santos Padres, que el Espíritu Santo procedía de Él.

Poder admirable el otorgado al sacerdote: «Ni a los Angeles ni a los Arcángeles ha dado Dios este poder, pues no se les ha dicho: «A quien perdonareis los pecados...» Es verdad que también las potestades de la tierra tienen autoridad para atar, pero solamente los cuerpos; mas este poder de atar que tiene el sacerdote se extiende a las almas, y sus efectos llegan hasta el cielo; pues lo que el sacerdote hace en la tierra lo confirma Dios allá arriba; y allí sanciona el Señor la sentencia del siervo. ¿Qué poder hay mayor que éste? Toda facultad de juzgar la ha entregado el Padre a su »Hijo, y yo veo aquí transmitidos a los sacerdotes todos los poderes del Hijo» (S. Crisóstomo, «De sacerdotio», 1. 3, 5).


3) ¡Con qué fidelidad y cuidado hemos de procurar los sacerdotes administrar tan estupendo. pocler! Y pues que con tanta liberalidad y largueza nos lo ha otorgado, cómo debemos trabajar por no tenerlo inactivo, sino empeñarnos en que se beneficien de él lo más posible los fieles. Además, en su administración hemos de tener entrañas de misericordia y solicitud industriosa para difundir por el mundo los raudales de gracia que de este sacramento brotan. Qué frutos tan sabrosos de la gloria de Dios y salvación de las almas podemos cosechar en el   santo Sacramento de la Penitencia! ¡Y cuántos consuelos derrama en las almas atribuladas! ¡Bendito sea el Señor, que tan fácil es en perdonar; démosle mil gracias por ello y pidámosle su gracia para aprovecharnos debidamente de su bondad sin límites!

Coloquio. Con Jesús, gozándonos de su triunfo y rogándole que sea para nosotros manantial de perdón y de santa paz.

 

 

 

55ª  MEDITACIÓN

 

LA SÉPTIMA APARICIÓNA LOS APÓSTOLES CON SANTO TOMÁS (Jn 20, 24-29).


Preámbulo. La historia será aquí cómo Tomás no estaba con los discípulos cuando se les apareció el Señor, y cuando llegó se lo contaron; mas él no creyó y decía: “Si no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto por ellas mi dedo y mi mano en su costado, no creeré”. Y, obstinado, no quería creer. Ocho días después estando todos reunidos, se les volvió a aparecer Jesús, diciéndoles: «¡Paz a vosotros ! » Y dirigiéndose a Tomás, le dijo: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.» Tomás, echándose a sus pies, le dijo. «Señor mío y Dios mío!» Y Jesús: «Has  creído porque me has visto. ¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!» (J 20, 25 y 27-29).


Punto 1.° SANTO TOMÁS, INCRÉDULO PORQUE ERA AUSENTE DE LA APARICIÓN PRECEDENTE, DICE: «SI NO LO VIERE, NO CREERÉ».


1) De cuántos bienes nos privamos al dejar la comunidad de nuestros hermanos: sea la parroquia, la familia cristiana o la Comunidad religiosa. Dios mira especialmente complacido toda comunidad cristiana. ¿Cómo no, si en medio de ella está Cristo? El lo dijo: «Donde estén dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y Cristo no viene con las manos vacías, sino que ahora, como cuando vivía en el   mundo, de Él brota virtud maravillosa y pasa haciendo bien. Cuántas gracias debemos a la Comunidad, que no hubiéramos recibido aislados de ella, y cómo debemos amarla y vivir a ella unidos y no dejarla, sino con el cuerpo, cuando la necesidad o la obediencia nos lo imponga; dejando siempre nuestro corazón en el  la para reintegrarnos gozosos a ella en cuanto nos sea posible. Si Santo Tomás hubiera estado con los suyos, gozara, como ellos, de la alegría suavísima de la visita de Jesús. Se ausentó y perdió tal dicha.


2) Cosa es que admira la obstinación del Apóstol en su negativa a creer lo que sus compañeros le contaban: muy creíble es que la misma Santísima Virgen se lo afirmaría, pero él no daba su brazo a torcer. Dice San Juan: Tomás, uno de los doce..., no estaba con ellos cuando vino Jesús. Dijéronle después los otros discípulos: «Hemos visto al Señor.» Mas él les respondió: «Si yo no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto mi dedo en el   agujero que en el  las hicieron, y mi mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 24-25).

Consideremos lo desatentado de la conducta de Tomás. Primero, en negar crédito a tantos y tan graves testigos de vista. Después, en poner condiciones tan atrevidas y aun humillantes para el Señor, para creer. ¡Presunción incalificable la que supone el exigir que se le permita meter sus dedos y su mano en las llagas abiertas por los clavos y la lanza!

A juicio de Tomás, sus compañeros eran en demasía crédulos y habían tomado por realidad lo que no era más que un fantasma de su imaginación exaltada. Cuántos imitadores ha tenido en la sucesión de los siglos que han venido repitiendo el «nisi videro... non credam!», ¡ si no veo, no creeré! Conducta irracional; exigencia que sólo puede nacer de una soberbia estúpida.

¿Hemos de aplicar a la vida sobrenatural y a los dogmas de la fe un criterio absurdo, que en las ciencias naturales y en la vida corriente sólo a un loco se le ocurriría utilizar? Con él la vida de familia, de sociedad, de comercio, de mutuas relaciones de amistad y caballerosidad sería imposible. Temamos no se nos infiltre este espíritu soberbio de hipercrítica, que nos empuje a pedir razón y demostración palpable de todo; y procuremos, por el contrario, gran docilidad de juicio a las enseñanzas de los que Dios ha puesto para guiamos.


3) Pué esta conducta de Tomás escandalosa para sus compañeros, como puede serlo la nuestra y causar no poco daño en almas tiernas aun en la virtud; y le expuso a daño grandísimo. Porque, claro está que no tenía Jesús obligación ninguna de acceder a la atrevida demanda del Apóstol incrédulo. Y era, por el contrario, de temer que prescindiese de él, pues que tan poco asequible se mostraba a entregársele. Sólo la benignidad inagotable de Jesús pudo remediar daño tan grande como el que a Tomás amenazaba.


Punto 2.° SE LES APARECE JESÚS DESDE AHÍ A OCHO DÍAS, ESTANDO CERRADAS LAS PUERTAS, Y DICE A SANTO TOMÁS: METE AQUÍ TU DEDO Y VE LA VERDAD, Y NO QUIERAS SER INCRÉDULO, SINO FIEL.

 
1) Ocho días difirió el Señor la visita, tal vez para castigar la terca obstinación de Tomás. Y claro que por él sufrieron también sus compañeros; en la comunidad, las faltas de los tibios causan daños muy sensibles, y deja a veces el Señor, por ellos, de favorecer a todos con gracias extraordinarias. Hemos de temer ser por nuestra mala correspondencia y frialdad en el   servicio del Señor causa de que se vea privada la familia o comunidad en que vivimos de los regalos de Jesús. Y, al contrario, las buenas obras de los fervorosos, ¡ cuántas bendiciones atraen de lo alto! No lo olvidemos y procuremos con todo empeño ser para todos fuente de bendición y dicha! La intercesión de María y la compañía de sus colegas de apostolado le valieron a Tomás la visita de Jesús.

 

2) Estaban reunidos los Apóstoles cuando se les apareció; no quiso hacerlo sólo a Tomás por dos causas principales: primera, para que habiendo sido público el pecado, lo reparase el Apóstol incrédulo ante sus compañeros, y como los había escandalizado con su obstinada incredulidad, los edificase con su humilde y fervorosa profesión de fe, y trocase así en legítimo gozo la pena que les había ocasionado con su pecado. Además, quiso dar a entender a Tomás que a sus compañeros debía en no pequeña parte la dicha de que se le apareciese el Señor; cosa que no hubiera logrado si, como lo hiciera antes, se apartara de ellos. Estimemos la vida de comunidad y agradezcamos al Señor mil gracias que se nos otorgan por ella.


3) El Señor, al entrar en el   cenáculo, ante todo se dirigió a la comunidad y la saludó con su acostumbrado: «Pax vobis!» ¡ Paz a vosotros! ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al oír aquella voz tan conocida y amada, y cómo surtiría el saludo de Jesús efectos admirables en aquellos corazones! ¡Pidámosle que nos dé su paz! Dirigióse después a Tomás, como el buen pastor que corre tras la oveja descarriada. El salió a buscar al incrédulo para reducirlo al redil. ¡Y con qué caridad y suavidad ló hizo! «Después dice a Tomás. Mete aquí tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel».

La terca obstinación de Tomás bien merecía siquiera unas palabras de dura reprensión; pero el bondadosísimo Jesús sólo le hace un reproche lleno de caridad: «No quieras ser incrédulo!» Y en cambio, como accediendo a su desconsiderada pretensión, le invita a que realice la prueba que exigía para quedar plenamente convencido de la verdad de la resurrección.
Lección en verdad práctica para los que tienen oficio de corregir u obligación de educar. ¡Cuán apto modo de lograr magníficos efectos es la tranquila exposición de la verdad y la suave admonición tempiada por el cariño, que hace al defectuoso ver su falta y, al mismo tiempo, el modo de enmendarla! Así se logra que el reprendido, en vez de airarse rebelde, se someta agradecido y salga de la reprensión con nuevos motivos de amor y sin dejo de amargura.

 

 

Punto 3.° SANTO TOMÁS CREYÓ, DICIENDO: «¡ SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!» AL CUAL DICE CRISTO: BIENAVENTURADOS SON LOS QUE NO VIERON Y CREYERON.»
1) Grande fué la falta de Tomás, pero magnífica su reparación. «Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). ¿Tocó las llagas Tomás y metió su mano por el costado abierto de Jesús?’ No lo dice el texto sagrado; cierto que ya no lo necesitaba, pues estaba convencido; acaso Jesús, con dulce violencia le forzó a hacerlo para mayor comprobación del hecho de su gloriosa resurrección y provecho nuestro. «Plus nobis Thomae infidelitas ad fidem quam fides credentium discipulorum profuit quia dum ille ad fidem palpando reducitur, nostra mens omni dubitatione postposita in fide solidatur.» (5. Greg. Hom. 26 in Evang.) (N. 7. ML, 76, 1201). Más nos aprovechó a nosotros para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes; porque al ser reducido él a la fe tocando, nuestra mente, echada fuera toda duda, se afirma en la fe.


2) Lleno de fe, de amor y de pena, arrojóse el Apóstol a los pies del Maestro, y del fondo del alma, ilustrada por el Espíritu Santo, lanzó aquel grito sublime que repetimos sin cansarnos los adoradores del Dios escondido en la Hostia santa: «Señor y Dios mío!» Perdóname, Señor!        ¡Quiero en adelante ser todo tuyo, reparar mi pecado con una f e doblemente fervorosa y activa. Este es el suspice de un corazón fuerte, de un corazón extraviado, pero vuelto a recobrarse enteramente, que en lo sucesivo responderá con entera satisfacción a todas las pruebas, dispuesto a toda clase de luchas y sacrificios.

Tomás es ya todo del Señor; será uno de los más fervorosos Apóstoles del mundo, que extenderá el Evangelio amplísimamente como un Pablo. Aquel «eamus et moriamur cum eo» tendrá en el  mismo su perfecto cumplimiento. Como »la caída de Pedro, así también la incredulidad de Tomás se ha trocado en copiosa bendición, gracia a la caridad del Maestro, que aquí también»ha dado maravillosa muestra de lo que debe ser la prudencia, la moderación, la bondad y el conoci»miento del corazón humano de un verdadero padre espiritual.


3) Nadie hasta entonces había llamado a Jesús: «¡ Señor mío y Dios mío!» Ciertamente puede decirse a Tomás, en esta ocasión, lo que a Pedro dijera Jesús en Cafarnaún: «Bienaventurado eres, porque »no fue la carne y la sangre los que te revelaron lo »que dices, sino mi Padre que está en los cielos.» Es un desahogo del corazón inflamado súbitamente de amor y ansioso de mostrar su reconocimiento a quien tanto debe.

 «Es una declaración de la íntima experiencia sobrenatural. La resurrección causó a Tomás el efecto más principal, que es llegar al contacto con la divinidad. Experimentó íntimamente este contacto y el alma se encendió, como si le acercaran una brasa de fuego, y se exhaló toda en un acto de amor. Las palabras declararon lo que el alma sentía con más perfección. Cuando los afectos interiores son muy poderosos, las palabras siempre son cortas. «Señor mío!», acto de entrega total de sí mismo, reparación de tantas negaciones y resistencias pasadas. « ¡Dios mío!», acto de unión con la fuente de la vida sobrenatural. Tomás es ya un »hombre nuevo en Cristo, Señor y Dios» (Casano»vas) (o. e., 4a s., d. 4.°).

4) «Díjole Jesús: «Porque me viste, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (v. 29). El Señor no alaba la confesión de Tomás como alabara la de Pedro, y da de ello por razón el Padre La Puente, «porque había sido tardo en creer y porque no tomasen otros ocasión de este ejemplo para pedir otro tanto, queriendo prueba de sentidos para creer los misterios de Dios». Dos caminos hay para llegar a la fe: uno, viendo, y otro, sin ver. ¿Puede llamarse cosa de fe lo que se ha visto? San Agustín, que dijo: «Fides est credere quod non vides», da la solución con estas palabras: «Aliud Thomas vidit et palpavit corpore et aliud credidit corde... Hominem namque seu humanitatem vidit et tetigit, et Deum seu deitatem (quae in praesenti videri non potest credidit. Dicendo enim «Dominus meus», humanam naturam, cui daturn est totius creaturae dominium; dicendo «Deus meus», »divinam, quae omnia condidit, confessus est et unum eumdem, Deum et Dominum». (Tract. 121 in Joan). «Una cosa vió y palpó con el cuerpo Tomás, y otra creyó con el corazón... Porque vio y tocó al Hombre o la Humanidad, y creyó en Dios o en la Divinidad que al presente no se puede ver. Pues diciendo «Señor mío» confesó la naturaleza humana, a la que se ha dado el dominio de toda criatura, y diciendo «Dios mío», la divina, que todo lo creó y a uno mismo por Dios y Señor.»

5) Finalmente, notemos la alabanza que nos tributa a los que sin necesidad, de ver hemos, por la misericordia de Dios, creído. Nos gustaría, claro está, verle, tocarle, adorarle, besarle; pero mayor mérito es creer en el   firmemente y adorarle con rendimiento. Seremos, en verdad, bienaventurados si recibimos con docilidad las enseñanzas todas de la fe y nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, que inspira a la Jerarquía eclesiástica.

56ª  MEDITACIÓN

 

LAS LLAGAS DE JESUCRISTO.

 

Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Para qué? Podemos considerar algunas razones.

 

       A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para darla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar.

           B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitador continuo de su misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

       C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe.

Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena. Por fin, y ya inútilmente, los condenados “verán al que traspasaron” (Jn., 19, 37).

 

       D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

       a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”: Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

       a) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

 

       F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

       a) Primero, dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.

       b) Después, grande amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.

       c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

       d) Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

       Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adorote devote...»: 

       « No veo las llagas como las vio Tomás,
       pero confieso que eres mi Dios;

       haz que yo crea más y más en Ti,
       que en Ti espere; que te ame».

 

       Digamos todos con san Pablo: “ Llevo en mi cuerpo las llagas de Cristo... no quiero saber más que de mi Cristo, y éste, crucificado... vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

 

 

 

57ª  MEDITACIÓN

 

LA OCTAVA APARICIÓN(Jn 21, 1 s.).

 
Preámbulo. La historia nárrala deliciosamente San Juan en el   último capítulo de su Evangelio. Después de esto se apareció Jesús otra vez en la ribera del lago Tiberíades, y se apareció de este modo: estaban juntos Simón Pedro y Tomás y Natanael, os hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos, y dijo Simón: «Yo voy a pescar»; ellos le dijeron: «Nosotros vamos también contigo». Pero en toda la noche no pescaron nada. Al amanecer se presentó Jesús en la ribera, sin que le conocieran, y les preguntó: «Muchachos, ¿tenéis algo que comer?» «¡No!», contestaron. Echad la red a la derecha,, y hallaréis.» La echaron y se cuajó de peces, tanto que no podían sacarla. Entonces, el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: «¡Es el Señor! » Al oírlo Pedro, púsose la túnica, pues estaba desceñido, y se lanzó al agua. Los demás discípulos vinieron en la barca, pues no se hallaban lejos de la orilla sino a unos cien metros (200 codos), y trajeron la red con los peces. Cuando saltaron a tierra se encontraron preparadas brasas encendidas y asándose en el  las un pez, y al lado pan. Jesús les dijo: «Traed acá algunos peces de los que habéis pescado ahora.» Simón Pedro subió a la barca y trajo a la tierra la red llena, con 153 peces grandes, no rompiéndose la red, a pesar de ser tantos. Díceles Jesús:          «¡Vamos, almorzad!», y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «Quién eres?», sabiendo bien que era el Señor. Jesús se acercó, y cogiendo el pan se lo dio y lo mismo el pescado. Y después encomendó su rebaño a San Pedro, habiéndole primero examinado tres veces de la caridad.


Composición de lugar: El lago de Tiberíades se extiende en una longitud de 21 kilómetros de Norte a Sur; su mayor anchura es de 12 kilómetros. Sus bordes al Este son escarpados; al Oeste el paisaje es tan variado como risueño; las colinas, que unas veces bañan sus pies en las aguas del lago, otras se apartan de la ribera, formando pequeños contrafuertes y encantadoras llanuras, una de las cuales, la del centro, se llamaba Genesar. En estas llanuras, a lo largo del lago, estaba Cafarnaún, y más al interior, Corozaín y Betsaida, patria de los Apóstoles Pedro, Andrés y Felipe.

 

Punto 1.° JESÚS APARECE A SIETE DE SUS DISCÍPULOS QUE ESTABAN PESCANDO, LOS CUALES POR TODA LA NOCHE NO HABÍAN TOMADO NADA, Y EXTENDIENDO LA RED POR SU MANDAMIENTO, NO PODÍAN SACARLA POR LA MUCHEDUMBRE DE PECES.


1) Encontramos a los Apóstoles en Galilea, obedientes a lo que Jesús les había ordenado; y entonices les cumplió Él lo prometido de que «allí le verían», «ibi me videbunt» (Mt 28, 10).

 

a) «Hallábanse juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael (Bartolomé), el cuál era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar. Respóndenle ellos: Vamos también nosotros contigo. Fueron, pues, y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada».

Digna de considerarse es la unión de ánimos en que vivían los Apóstoles: bastó que Pedro indicase su intención de Salir a pescar aquella noche para que todos sus compañeros se ofrecieran a ir con él. ¡Qué hermosa es la unión de corazones y la afabilidad, que nos mueve a contentar a los demás y nos enseña a sacrificar nuestros gustos al gusto ajeno! Y, en cambio, cuán contrario a la caridad y desagradable al Señor el espíritu de contradicción y el desabrimiento en el   trato. Pena grande que por no considerarlo sean tantos los hogares y comunidades amargados por la intemperancia desabrida de alguno de sus miembros. ¡Si Supiéramos ceder! ¡Si gozáramos en agradar a todos! ¡Cuánto bien haríamos!

 
b) Demuéstranos también este hecho la pobreza de los Apóstoles. Durante la vida pública de Jesús, Él había provisto a sus necesidades, pero después tenían que dedicarse a su oficio para lograr el sustento necesario; por eso San Pedro salía a pescar de noche, no para recrearse, sino para ganar el pan.


e) «Y aquella noche no cogieron nada.» ¡Les faltaba Jesús! ¡Cuánto le echarían de menos y cómo recordarían la pesca milagrosa! Hemos de aprender que «neque qui plantat est aliquid neque qui rigat» (1 Cor., 3, 7), ni el que planta vale cosa ni el que riega, si Dios no le da el incremento. Pobres de nosotros si trabajamos sin Jesús; nuestros trabajos serán vanos. Si no es su espíritu el que nos guía, anima y sostiene, sufriremos sin mérito. ¡El es la vid, nosotros los sarmientos; unidos a El damos fruto de vida eterna; sin El nada podemos; sólo somos aptos para el fuego! Hemos de trabajar por su amor, con El unidos y en el   apoyados. Y no, como no pocas veces jo hacemos, por propia voluntad, sin consultar con el Señor ni buscar la dirección de nuestros superiores, muy fiados en nosotros mismos y buscando nuestra estima y aplauso.


2) «Venida la mañana se apareció Jesús en la »ribera», sin duda en forma para ellos extraña, pues que no le conocieron, y usando tono de voz desusado, «los discípulos no conocieron que fuera Él» (Lc 4). «Y Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis algo que comer? Respondiéronle: No. Díceles Él: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis. Echáron»la, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces» (Ib., vv. 5 y 6).

Estaba tan cerca Jesús y no le conocían; les hablaba y no caían en la cuenta de que fuera El. Cuántas veces tenemos muy cerca a Jesús y no nos percatamos de ello, y pensamos quizá que está muy lejos, porque las cosas no salen a medida de nuestros deseos. Al oír la pregunta del que desde la orilla les hablaba, pensaron que era algún otro pescador curioso o alguno que querría comprarles el pescado ó pedirles algo para comer. Y le respondieron secamente, ¡no! Insistió entonces el desconocido, y ellos al punto accedieron a lo que les indicaba.

¡Cuán bueno es Jesús! No le sufrió su corazón ver aquel fracaso de sus Apóstoles y quiso acudir a remediarlo, y lo hizo de esta manera tan delicada y eficaz. ¡Cuántas veces llega al alma y pide algo, no tanto por lo que hemos de darle, cuanto por lo que desea El darnos!


3) Digno es también de considerarse el proceder de los Apóstoles: cansados y decepcionados, después de una noche de estériles trabajos, volverían ansiosos de descansar y poco dispuestos a entretenerse inútilmente; y, sin embargo, atienden al que desde la orilla les habla y ejecutan dócilmente su indicación, demostrando así carácter tranquilo, dominio de sí mismos y deseo de agradar a los demás. Sin duda que durante toda una noche de tentativas infructuosas habrían echado la red a derecha e izquierda y por todos lados. Virtud gratísima, fruto precioso de la caridad y fomento de unión de la vida común es la afabilidad, que nos hace ceder fácilmente a los gustos de los demás y evitar rozamientos que determinen choques y encuentros que quebrantan la armonía de la paz y rompen la concordia de los ánimos. Pidámosla al Señor y nos hará gratos a los hombres y a Dios.


Punto 2.°—POR ESTE MILAGRO SAN JUAN LO CONOCIÓ Y DIJO A SAN PEDRO: ES EL SEÑOR, EL CUAL SE ECHÓ EN LA MAR Y VINO A CRISTO.


1) A todos hubo de sorprender el milagro, repetición del de tiempos atrás realizado por Jesús en el   mismo lago y probablemente en la misma barca de San Pedro; pero el primero que conoció que su autor era el Maestro fué el discípulo amado, San Juan. ¿Por qué así? Sin duda, porque el amor aguza la vista; pero, y es razón que apuntan varios exegetas, también porque era virgen, y a los limpios de corazón se les llama bienaventurados, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). «Entonces el discípulo aquel que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Lc y. 7). «Dominus est!»

Suena esta palabra tan inesperada, tan de repente, tan amable y dulce... Después de una noche lóbrega y fría, tras un largo trabajo pesado y estéril, sale el sol de la gracia e inunda el alma de luz, de fervor y júbilo deleitoso. Dominus est! ¡Oh palabra regalada y hermosa! Esta palabra debemos repetir siempre que el alma se siente conturbada. Cuando vengan tentaciones o pruebas interiores y órdenes desagradables, digamos: Dominus est! La meditación sale fatigosa, seca, sin verse cosa alguna, como en noche cerrada; mas al fin en el   coloquio brota un rayo de luz y de gracia. Dominus est! Así pasa en los Ejercicios cuando llego a entender y conocer algo mejor que como antes lo veía y recibo consolación y gozo, Dominus est! Evidentemente, allí estaba mirando y desde allí me ayudaba» (Huonder, o. c., n. 81, 3).


2) Pedro, al oírlo, se lanza al mar, a pesar de que estaba a poca distancia de la orilla. Era que se juzgaba obligado más que ninguno a mostrar, por cuantos medios estuvieran a su alcance, la adhesión y amor al Maestro. ¡Le debe tanto, le ha perdonado tanto! A un pescador, como lo era Pedro, ¿qué puede atraerle tan vivamente como un lance afortunado, en el   que cobra gran cantidad de peces? Y, sin embargo, todo lo dejó el Apóstol por reunirse cuanto antes con Jesús; para él no había ya dicha en el   mundo como la de estar con el Señor, y por lograrla lo dejaba todo y pasaba por cualquier dificultad. Hubo de ser a Jesucristo muy grata esta amorosa solicitud de Pedro, y por eso le recibiría muy afablemente en la orilla, al verle postrarse a sus pies chorreando agua.

 

3) Y a nosotros, ¿se nos va el corazón así hacia el Señor? Al ver la espadaña de una iglesia lejana, al pasar frente a un templo, hemos de oír el «Dominus est!» y enviar un saludo, al menos espiritual, si no podemos hacerlo real, al prisionero de amor de nuestros tabernáculos: ¡es el Señor! Está con nosotros, tan cerca, a veces bajo el mismo techo, y no nos acordamos de que está allí o no le conocemos. Ven muchos autores en esta escena representados, en San Pedro y San Juan, los dos tipos de vida activa y contemplativa. Las almas contemplativas son más rápidas en el   conocimiento del Señor; pero el amor de las almas activas es más obrador. «En la Iglesia de Cristo pasará siempre lo mismo. Los «privilegiados» reconocerán al Señor antes que el patrón de la barca, o, mejor dicho, Jesús mismo les hará sus confidencias; pero habrán de decírselo todo a Pedro; a él le corresponde «la acción». Estos »privilegiados tienen nombres varios, desde Juliana de Lieja hasta Bernardita de Lourdes, pasando por Margarita María de Paray» (Durand, Saint Jean).


4) Los demás discípulos vinieron en la barca., tirando la red llena de peces pues no estaban lejos de tierra sino como unos doscientos codos). Considera el P. Casanovas (o. c., 4. sem., día 5.°, 1.a cont.) en la barca de Pedro la imagen de la Iglesia; hay en el  la iluminados como Juan y esforzados como Pedro, y otros, anónimos para los hombres, que Dios los tiene bien conocidos; sin ellos la barca no llegaría a tierra, ni se lograría el fruto de la pesca.

«Hay en la barca de la Iglesia guías vigilantes y corazones arriesgados para los momentos difíciles; pero hay además una multitud desconocida que, con oración y acción anónima, empuja la barca hacia el puerto. Es la comunión de los Santos, real aunque no sea visible a los ojos de los hombres.» No lo olvidemos y procuremos ayudar siempre por cuantos medios podamos la obra de Dios, aunque nos parezca nuestra labor anónima y no recojamos aplausos de los hombres.

 


Punto 3.°—LES DIO A COMER PARTE DE UN PEZ ASADO Y ENCOMENDÓ LAS OVEJAS A SAN PEDRO, PRIMERO EXAMINADO TRES VECES DE LA CARIDAD, Y LE DICE: «APACIENTA MIS OVEJAS.»


1) «Al saltar en tierra, vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan» (L. c. 9). Les había preparado Jesús el almuerzo. Así es de bueno para con los suyos. Si nosotros le somos fieles, El cuidará de acudir, no sólo a nuestra necesidad, sino aun a nuestro regalo. Quiso también que contribuyesen el  los con el fruto de su trabajo. «Jesús les dijo: Traed acá de los peces que acabáis de coger. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y en medio de ser tantos, no se rompió la red» (Lc v.11). ¡Magnífica redada! Cuando Jesús ayuda, el éxito es sorprendente y se logra en un momento lo que en el   largo trabajo de toda una noche no se consiguiera. Y les admiró sobre manera a los Apóstoles que, siendo tantos y tan grandes los peces, la red no se había roto. Curiosas son las ingeniosas explicaciones que algunos Santos Padres y exegetas dan de la significación de la cifra 153 expresada por San Juan; pero acaso no pretendió el escritor sagrado sino darnos una prueba más de que estaba presente el hecho, y se le quedó grabada por lo extraordinario. Como encontró también digno de admiración el que no se rompiese la red.


2) «Díceles Jesús: «Vamos, almorzad. Y ninguno de los que estaban comiendo osaba preguntarle: «Quién eres Tú?», sabiendo que era el Señor. Acércase, pues, Jesús ‘y toma el pan y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez» (Jn 21, 10 y 11). Recreémonos devota y tiernamente en presenciar aquella escena tan encantadora: sentados a la orilla del mar, en una mañana deliciosa del mes de abril, los Apóstoles, llenos de respetuosa alegría, van recibiendo de manos de Jesús el pan y el pescado por Él amorosamente preparado. Qué bien les sabría viniendo de aquellas manos queridas y después de una noche de rudo trabajo!

Y Jesús, como padre cariñoso rodeado de sus hijos, se gozaría al verlos felices. Cómo ejerce su oficio de consolador y cómo la divinidad, que tan escondida se ocultaba en la Pasión, parece y se muestra ahora tan miraculosamente! No faltan quienes indiquen que en esta ocasión, como en otras de su vida mortal, el pan y los peces se multiplicaban milagrosamente en las manos de Jesús. Y no se atrevían a preguntarle quién era, sabiendo que era Jesús. Todos estaban íntimamente persuadidos de que era el Maestro: se gozaban en el  lo; pero al mismo tiempo, como sobrecogidos de respeto, no osaban hablar. Además, temían que si mostraban que le habían conocido no fuera a desaparecer.

«Algunos Padres y expositores no tienen reparo en admitir que tuvo algo de eucarístico (este ágape).» «Piscis assus, Christus passus», dice San Agustín (Tract. 123, in Jo., n. 2) (ML. 35, 1966). Según Kraus, en su Real-Enzyklopüdie, 1, 437, «el simbolismo del pez se apoya en esta escena... Piensan algunos que debemos mirar siempre en este Sacramento su inmensa y singular grandeza; y, sin embargo, lo que principalmente se nos dice de él, y como esencial, es: Dominus est! Es real y verdade»ramente el Señor quien viene; pero viene con gran »sencillez y llaneza, y viene para alegrarnos. Venite, prandete» (Huonder, o. e., p. 262).


3) Terminada la comida, siguióse la trascendental escena de la institución del primado de la Iglesia católica y colación a San Pedro. Habíale el Señor prometido a Simón, cuando le cambió su nombre en el   de Pedro, que sobre él edificaría su Iglesia y le daría a él las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 17-19), y eligió esta ocasión para cumplírselo. Pero quiso que precediera una triple confesión de amor para reparar la triple negación y para indicarnos que la primera cualidad del buen superior ha de ser el amor. ¿Cómo no? «Si la creación »brotó del poder divino, la Iglesia, madre de los es»cogidos, salió de la caridac1 divina. Toda la Redención procede de esta caridad. Porque Dios amó afablemente al mundo, le dio a su Hijo único. Por »la caridad, llevada hasta la muerte de cruz, nos rescató Jesucristo. Por caridad también, llevada hasta los mayores sacrificios, la Iglesia, su esposa, 1e engendrará a los elegidos. Queriendo, pues, edificar su Iglesia sobre Pedro, debía asentarla sobre la caridad. Por eso le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? Pedro respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis »corderos» (Jn 21, 15). (Chometon, S. J., Le Christ vie et lumire.) Cuan sincera y fructuosa fue la conversión de Pedro; en la última cena se jactaba anteponiéndose a los demás: «Aunque ellos te abandonen, yo no!» (Mt., 26-33); ahora, en cambio, puesto en ocasión de alarde parecido, lo rehuye humilde y a nadie se antepone; pero afirma su amor. «Segunda vez le dice: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Respóndele: Sí, Señor; Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis corderos.» Escena solemne que tendría a todos suspensos e intrigados. «Dícele tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se contristó de que por tercera vez le preguntase si le amaba, y así respondió: Señor, Tú lo sabes todo: Tú conoces que yo te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejas» (Ib., 16, 17). La triple pregunta le recordó la triple negación y las lágrimas asomaron a sus ojos: se contristó temiendo no fueran sus protestas tan vanas como las de la noche de la cena. Cierto que eran por su parte bien sinceras, y con la ayuda de Dios habían de quedar bien cumplidas. Satisfecho Jesús, le entregó todo su rebaño: los corderos y las ovejas; hízole «pastor universal de su rebaño, no solamente de los fieles ordinarios, significados por los corderos, sino también de los que son padres espirituales de los otros, figurados por las ovejas, como son los confesores, predicadores, maestros y todos los demás prelados inferiores de la Iglesia, para que toda ella fuese un rebaño y un pastor» (La Puente, p. 5., med. 13, p. 1.0, n. 4).

Y ha de apacentarlas con tres suertes de pastos. «Apaciéntalas con el espíritu, orando por ellos; con la lengua, enseñándolas, y con la obra, dándolas buen ejemplo» (San Bern., serm. 2 de Resurr.). «Apaciéntalas con doctrina, con sacramentos y con ejemplos de buena vida, ayudándolas con todas las obras de misericordia, así espirituales como corporales, apacentando no sólo en espíritu, sino, a sus tiempos, el cuerpo» (La Puente, 1. c.).

Reflexionemos agradeciendo a Nuestro Señor la solicitud que muestra por nosotros y prometiendo responder humildes y diligentes a ella. Fomentemos el amor y sumisión al Vicario de Jesucristo; veamos en el  al supremo Pastor y entreguémonos dóciles a su dirección y consejo; y sea nuestra mayor gloria vivir a Él íntimamente unidos en todo.


4) Consideremos finalmente la magnífica promesa que Jesús hizo a Pedro: «De verdad, de verdad te digo que cuando eras más mozo tú te ceñías e ibas donde querías, pero cuando te hagas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieres. Esto dijo, significando la muerte con que había de glorificar a Dios» (Lc vv. 18 y 19). Premio el más grande que a sus trabajos y amor podrá concederle su Maestro: dar la vida por El. Sin duda que el alma del Apóstol se sintió inundada en santo júbilo al pensar que se le otorgaba la inmensa dicha de sellar con su sangre su declaración de amor; ahora sí que podía repetir Pedro el «contigo estoy dispuesto a ir a la muerte» (Lc 22, 33). Y, como buen pastor, imitando al Modelo, darla su sangre por sus ovejas (Jn 10, 11).

«El será el »primer Papa mártir y muchos le seguirán en la dignidad y en el   martirio por amor a Cristo. Es muy significativo el que anduviera tan unida la concesión de la dignidad altísima con la predicción de la muerte de cruz» (Huonder, o. e., n. 91, b).

Coloquio.  Pidiendo a Jesucristo bendiga nuestros trabajos..., nos haga gustar su presencia... y nos otorgue un amor filial y sumisión rendida a su Vicario en la tierra.

 

 

 

 

 

58ª  MEDITACIÓN


DE LA NOVENA APARICIÓN.

 

Preámbulo. La historia. La cuenta San Mateo (28, 16-29): «Los once discípulos partiéronse a Galilea al monte que Jesús les había señalado, y viéndole allí le adoraron, si bien algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Dada me es toda potestad en el   cielo y en la tierra. Id por todo el mundo, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a observar todos los preceptos que os he dado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mc., 16, 16).

 

Composición de lugar. La escena tuvo lugar en un monte de Galilea, que podemos suponer fuera el Tabor. Está situado a 10 kilómetros al Este de Nazaret, en el   extremo Nordeste de la llanura de Esdrelón; elévase 235 metros sobre Nazaret y 562 sobre el Mediterráneo y 770 sobre el lago de Genesaret. La explanada de la cumbre mide de Este a Oeste unos 800 metros y de Norte a Sur unos 400 metros. El panorama que desde él se descubre es espléndido (Schuster-Holzammer, «Historia Bíblica», 2, 205).


Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, POR MANDATO DEL SEÑOR, VAN AL MONTE TABOR.


1) La víspera de la Pasión habíales dicho Jesús a los Apóstoles: «Postquam resurrexero, praecedam vos in Galilaeam» (Mt., 26, 32). En resucitando, Yo iré delante de vosotros a Galilea. Y después de su resurrección, el Ángel que la anunció a las piadosas mujeres les añadió: «Et cito euntes, dicite discipulis eius quia surrexit. et ecce praecedit vos in Galilaeam. ibi eum videbitis; ecce praedixi vobis» (Mt., »28, 7). Y ahora id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; y he aquí que va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, ya os lo provengo de antemano.» Cumplieron los Apóstoles lo que se les mandaba y Jesús lo que prometiera.

No consta cuándo les designó la montaña en que habían de verle; pero sí que «los once discípulos partieron para Galilea al monte que Jesús les había señalado» (Ib., 16).
Era para los Apóstoles aquella región de Galilea tierra de dulces recuerdos; en el  la habían nacido, en el  la fueron llamados al Apostolado por Jesucristo, en el  la habían vivido con su Maestro gran parte de los años de su vida apostólica, oyendo u divina doctrina, admirando su conducta y los milagros que tan caritativamente hacía. Sus corazones, impresionados con tales memorias, estaban’ aptamente dispuestos para aprovecharse de la visita de Jesús resucitado.


2) Según puede deducirse de la narración evangélica, en esta ocasión se reunieron, con los once, otros muchos discípulos, según San Pablo (1 Cor., 15, 6), más de 500; convocados por el aviso de los Apóstoles, que llenos de caridad querían que gozasen sus compañeros de la dicha que ellos experimentaban al recibir la visita del Señor. Enseñándonos así a no ser mezquinamente egoístas, queriendo reservarnos las gracias y favores de Dios y pareciéndonos que en algo se disminuyen o desprestigian cuando se conceden también a otros. Aprendamos a tener corazón ancho y a procurar que’ de lo bueno gocen cuantos más podamos.

 

3) Y los dirigió Jesús a un monte, mostrando una vez más que para gozar de sus favores es menester que nos aislemos del mundo y que levantemos nuestro corazón y nuestros anhelos sobre las cosas terrenas para poder gozar de las celestiales y divinas. No se logra ver a Dios entre el bullicio del mundo y el trato de las gentes. ¡Cuán generosamente les cumplió Jesucristo su promesa de que se dejaría ver de ellos en Galilea! Ya lo hemos visto en la contemplación anterior y lo tenemos confirmado en ésta. Si nosotros somos dóciles en seguir los mandatos de Dios, El será espléndido en cumplirnos sus promesas y se nos manifestará.

«Y allí al verle le adoraron, si bien algunos tuvieron sus dudas»(Mt., 28, 17). No faltan autores que proponen esta lectura: «y allí le vieron y le adoraron los que antes habían dudado». Así Silva Castro, «Historia Evangélica de Jesús), y Levesque, «Nos quatre Evangiles»; y es traducción aceptada por el Padre Lagrange, O. P. Si no se acepta esta lectura, puede suponerse que los que dudaron aún no eran seguramente de los once, sino algunos de los discípulos del montón.


Punto 2.°—CRISTO SE LES APARECE Y DICE: DADA ME ES TODA POTESTAD EN CIELO Y EN TIERRA.

 
1) Escena sublime, llena de majestuosa grandeza: «Entonces Jesús, acercándose, les habló en estos términos: A Mí se me ha dado toda potestad en el   cielo y en la tierra» (Ib., 18). Proclamación solemne del poder augusto en virtud del cual los podía enviar a la gigante empresa que a continuación les expone y adornarlos para darle cima de las prerrogativas y facultades más altas que a un legado se pueden conceder. Va a enviar a los Apóstoles a difundir por todo el mundo su reino, dándoles potestad para predicar su Evangelio a toda criatura, y les muestra primero sus poderes para que conste con qué autoridad tan legítima los envía como a legados suyos.


2) Claro está que Jesús, en cuanto Dios, tiene todos los poderes; pero en esta ocasión habla como hombre. Y como hombre, como redentor, que terminada la obra de la redención y vencido el príncipe de este mundo, queda triunfador, tiene pleno derecho a congregar a todos en su reino y hacerles súbditos suyos. Como este reino mesiánico se incoa en la tierra y se consuma y perfecciona en el   cielo, la regia potestad de Jesucristo abarca el cielo y la tierra. De ese poder, concedido a Jesús por haberse humillado hasta la muerte de cruz, habla San Pablo a los Filipenses (2, 9 y 10), y dice que por él había Dios de ensalzarle de tal suerte que a su nombre se doblase toda rodilla y quedasen sujetas a su dominio todas las cosas criadas.

«En varias de sus epístolas San Pablo acumula las expresiones para ensayar el describir la gloria y el poder de que Dios Padre ha revestido a su hijo muy amado después de su resurrección, y traza espléndidos cuadros. Así, por ejemplo, al principio de la Epístola a los Colosenses (1, 15-19), donde escribe: El cual  (Jesucristo) es la imagen del Dios invisible, engendrado ante toda criatura, pues por Él fueron criadas «todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, ora sean tronos, ora dominaciones, ora principados, ora potestades; todas las cosas fueron criadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él es ante todas las cosas y todas subsisten en Él  . Él es la cabeza del cuerpo de la, Iglesia. Él, que es el principio, primogénito de entre los muertos para que Él tenga el primado en todas las cosas. Porque en Él   quiso Dios que habitase toda plenitud y por Él quiso reconciliar todas las cosas consigo».

Admirable es esta amplificación, y »con todo no es más expresiva que las palabras en »apariencia tan sencillas. «Toda potestad me ha sido dada en los cielos y en la tierra», que hacen a Nuestro Señor Jesucristo igual a Dios mismo, que le atribuyen poderes universales, tanto sobre los ángeles como sobre los hombres y toda la naturaleza.Y nótese bien que no se trata aquí de la autoridad que Cristo posee en cuanto Hijo de Dios, que ésta no le ha sido dada, sino de una autoridad nueva que le han merecido sus humillaciones y sufrimientos» (Fillion, «Vie de N. S. 1. Ch.», y. 3, pp. 543-544).

 

3) En virtud de esta potestad tiene Jesús la autoridad plena doctrinal, pues es el Maestro único a quien todos tienen obligación de escuchar y la Verdad que todos tienen que creer, sujetándole su inteligencia. Tiene autoridad de jurisdicción porque Jesús es el Pastor de todas las almas, supremo legislador que ha de regirlas y juez último ante el que han de rendir cuenta rigurosa de las acciones todas de su vida. Tiene,. por fin, autoridad de santificación porque es Jesús el Sacerdote eterno y la Víctima eterna, fuente de la gracia para todo el reino de Dios, y sin su ayuda nadie es capaz de hacer cosa de provecho para la vida eterna.


4) Y ¿por qué quiso proclamar Jesús con palabras tan rotundas su ilimitado poder? No ciertamente para yana ostentación, sino para probar su legítimo derecho a fundar la obra divina del Apostolado. «El Apostolado ha de presentarse al mundo como una fuerza superior a todas las fuerzas humanas para conquistarlo y sobrenaturalizarlo. Ha de vencer todos los terrores del infierno. Ha de menospreciar el dolor y la muerte; mejor dicho, ha de mirar estas cosas tan espantosas como un ideal, porque son medios para implantar el reino de Dios. Ha de marchar con un alma libre y magnánima que no piense sino en la gloria de Dios. Todo esto supone una fuerza divina, una autoridad también divina. El Apostolado ha de tener plena conciencia de esta autoridad y de esta fuerza. ¿Cómo tenerla? Para ese fin ha convocado Jesús esta reunión de todo su ejército para darles la certeza y la conciencia de que Dios les comunica sus dones» (Casanovas, o. e., IX, 216).

Quiso dejar a sus Apóstoles plenamente convencidos del legítimo poder con que les confería la investidura de su sublime cargo. Gocémonos en reconocer en Jesucristo ese sobrehumano poder, en respetarlo y en sujetarnos siempre rendida, dócil y cumplidamente a Él; doblemos gustosamente humildes nuestra rodilla ante ese nuestro Capitán y Rey y preciémonos de ser súbditos suyos y de vestir siempre su honrosa librea.

 

Punto 3.° LOS ENVIÓ POR TODO EL MUNDO A PREDICAR  DICIENDO: ID Y ENSEÑAD A TODAS LAS GENTES BAUTIZÁNDOLAS EN NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.

 
1) «Id, pues, e instruid a todas las naciones y predicad el Evangelio a toda criatura; bautizandolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolos a observar todas las cosas que Yo os he mandado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mt., 28, 19-20 y Mc., 16, 15).

Su dominio universal da derecho a Jesús a que se le sujete el mundo entero; a procurarlo envía a sus Apóstoles y en el  los delega, al fundar su Iglesia, este poder. Confíales la triple misión de enseñar, de bautizar y de hacer observar la ley:

a) «Enseñad a todas las gentes» para así conducirlas a la fe, que es el principio de la salvación. Y los Apóstoles, instruidos por su Maestro y divinamente ilustrados por el Espíritu Santo, el día de Pentecostés se repartieron la tierra para cumplir el mandato de Jesucristo; y la Iglesia, en la sucesión de los siglos, fiel a la orden de su Divino fundador y esposo, ha tenido por obligación suya sacratísima el enviar hasta los últimos confines de la tierra a sus misioneros para que predicasen el   santo Evangelio y trajesen las gentes a la profesión de la fe cristiana.

Bondad inmensa la de Jesús, que no. envía a sus ministros a vengar su muerte, sino a procurar que esa muerte preciosa fructifique en la salvación del mundo entero, al cual todo sinceramente desea participar la felicidad del reino por El conquistado. Y no es éste un consejo, sino un mandato formal. «Por este divino mandato de misión universal queda »obligada solemne y oficialmente la Iglesia de Cristo al apostolado de todo el orbe. La misión es el deber »más sagrado que le incumbe, en el   que no es lícito parar ni descansar hasta que se hayan salvado todas las almas y se haya llevado al aprisco del divino Pastor la última oveja» (Huonder, o. c., p. 291).

Y por cumplir ese mandato legiones nutridas de misioneros de uno y otro sexo lo dejan todo; patria, hogar, familia, para lanzarse, a través de dificultades sin cuento, a lejanas tierras, en las que les aguardan peligros mil, privaciones sin cuento y no pocas veces la muerte más cruel.

b) «Conferidles el bautismo en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», es el sello de la fe y la puerta de entrada en el   reino de Dios. Sacramento por el que se nos aplica el precio divino de nuestro rescate, y libertados de la esclavitud del enemigo quedamos hechos hijos de Dios y herederos del cielo, comenzando a vivir nueva vida; por él se nos confiere la primera gracia y somos incorporados a la Santa Iglesia.

«Aquí tenemos el fundamento de todo el ministerio sacerdotal de administrar la gracia sobrenatural y santificar las almas. Para este fin Jesús dio a los Apóstoles las llaves del reino de los cielos, con la facultad de atar y desatar en la tierra lo que en el   cielo ha de continuar atado o desatado. La doctrina va enderezada a la santificación. Quien predica siembra; el que santifica recoge» (Casanovas, o. c., pp. 219-220).

c) Enseñadles a guardar mi ley, toda entera, sin lo cual el bautismo y la fe de nada les servirían. Les confiere en estas palabras la misión pastoral o de jurisdicción por la que han de dirigir y gobernar a todos los demás miembros del cuerpo, procurando la exacta guarda de la ley suavísima por Cristo promulgada y ayudándoles a tender a la santidad por el cumplimiento de todos los preceptos. Y añade Él Señor una promesa y una amenaza que al tiempo mismo que nos anima al exacto cumplimiento de la ley nos declara terminantemente que la fe es obligatoria; pero una fe acompañada de buenas obras, única que nos merece la salvación eterna. «Quien creyere y fuere bautizado se salvará, pero el que no creyere será condenado» (Mc16).


2) Para alentarles al cumplimiento de la difícil empresa que les encomendaba les promete, en primer lugar, su asistencia: «Y estad ciertos que Yo»estaré continuamente con vosotros hasta la consu»mación de los siglos» (Mt 28, 20). «Yo, Dios y Señor, que tengo toda potestad en el   cielo y en »la tierra, estaré con mi auxilio eficaz mientras regís y enseñáis a la Iglesia, a vosotros y a vuestros sucesores, siempre, sin interrupción alguna, hasta el fin del mundo» (Ceuleman in h. 1.). En esta asistencia no interrumpida y eficaz de Dios está el secreto de la santidad, de la indefectibilidad, de la infalibilidad de la Santa Iglesia, y merced a ella ha salido triunfante de todos los ataques y puede desafiar tranquila las vicisitudes de los tiempos.
Además los adornó de gracias singulares. «Los que creyeren harán estos milagros: en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si bebieren alguna cosa mortal, no les dañará, pondrán las manos sobre los enfermos y sanarán» (Mc 16, 17-18).

Y en su predicación por el mundo sintieron los Apóstoles la eficacia de esta promesa y la asistencia no interrumpida del Señor, que iba realizando maravillas sin cuento para extender y arraigar la fe. Por eso el mismo San Marcos pudo cerrar su Evangelio con estas palabras: «Y sus discípulos fueron y predicaron en todas partes, cooperando el Señor y confirmando su doctrina con los milagros que la acompañaban» (Ib., 20).

 Asentada la fe, no es ya necesaria Ja manifestación extraordinaria de esa asistencia especial de Dios a sus fieles; pero, como dice el Padre La Puente, citando a San Gregorio, «tienen los predicadores, sacerdotes y confesores facultad para obrar estas señales espiritualmente en las almas de los fieles, porque echan los demonios cuando los absuelven y libran de sus pecados; hablan en nuevas lenguas cuando con el espíritu de Cristo y con lenguaje del cielo les predican la doctrina de la verdad; quitan las serpientes cuando echan de ellos las enemistades y rencores y las astucias de Satanás; beben el   veneno sin que les dañe cuando conversan con los malos y oyen sus maldades sin que se les pegue mal alguno; ponen las manos sobre los enfermos y sanan cuando con sus amonestaciones y ejemplos esfuerzan a los flacos en la virtud» (P. 5,a, med. 14, p. 50).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

59ª  MEDITACIÓN

 

DE LA ASCENSIÓN DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.


Preámbulo. La historia será aquí cómo el Señor, pasados cuarenta días después de su Resurrección, se apareció a sus Apóstoles y tuvo con ellos un banquete de despedida, en el   que les dio razones por las que debían alegrarse de su partida. Después les mandó que se reuniesen en la cumbre del Olivete, y allí, después de bendecirles, se elevó a los cielos. Los Apóstoles seguían con avidez su Ascensión hasta que una nube blanca le ocultó a sus ojos. Ellos quedaron con la vista fija en el   cielo, hasta que se les aparecieron dos personajes vestidos de blanco, los cuales les dijeron: «Varones galileos, por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que os dejó, subiendo al cielo, ha de venir de la misma manera que le visteis subir.» Y haciendo una adoración, bajaron y se reunieron en el   Cenáculo en torno de María, Madre de Jesús.

 

Composición de lugar: será aquí ver el Cenáculo y el monte Olivete. Extiéndese el monte Olivete al Este de Jerusalén, en una extensión de unos tres kilómetros y medio; tiene tres cumbres: la primera, al Norte, se eleva unos 830 metros sobre el Mediterráneo; la segunda, unos 820, y la tercera, que está frente al templo, 818 metros; domina el Mona, sobre el que está construido el templo, alzándose sobre él unos 76 metros. Esta cumbre, de bastante anchura, es la que comúnmente se llama «Monte Olivete»; la separa del templo el torrente Cedrón. (A. Bohnen, S. J.)


Punto 1.° DESPUÉS QUE POR ESPACIO DE CUARENTA DÍAS APARECIÓ A LOS APÓSTOLES, MANDÓLES QUE EN JERUSALÉN ESPERASEN EL   ESPÍRITU SANTO PRO METIDO.

 

1) Manifestóse el Señor después de su Resurrección a sus Apóstoles repetidas veces, dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el   espacio de cuarenta días y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios (Act. Ap., 1, 3). El reino de Dios significa aquí la economía de la Nueva Ley; llámase así aptamente porque por ella reina Dios invisiblemente en las almas y visiblemente en la Iglesia de Cristo; y en este sentido se usa siempre en el   libro de los Hechos de los Apóstoles esta palabra, fuera de una vez (14, 21), en la que significa el reino de los cielos. En aquellos días acabó de descubrir a sus Apóstoles los misterios y secretos concernientes a los sacramentos, al Santo Sacrificio y modos del culto divino, de los cuales muchos se conservan ahora por tradición.


2) Pasados cuarenta días aparecióseles por última vez y quiso tener con ellos un banquete de despedida (Act. Ap., 1, 4). ¿Cómo se portaría con sus queridos Apóstoles en aquellas últimas horas de estancia visible en la tierra? Podemos meditar, como dichas en esta ocasión, algunas consideraciones que Jesús propuso a sus Apóstoles en la última cena:

a) «Non turbetur cor vestrum» (J 14, 1). No se turbe vuestro corazón con la pena de mi despedida. «Creditis in Deum et in me credite» (Ib.), creéis en Dios, pues creed también en MI y confiad. «In domo Patris mei mansiones multae sunt» (Ib., 2). «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones», no sólo para Mí, sino también para vosotros; si así no fuese os lo hubiera dicho, pero en verdad las hay y por eso voy a preparar el lugar para vosotros:
«quia vado parare vobis locum» (Ib.). «Y cuando habré ido y os habré preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo para que donde Yo estoy estéis también vosotros» (v. 3). Vendré a buscaros a cada uno a la hora de vuestra muerte para llevaros conmigo al cielo; no os entristezcáis, pues, de mi marcha, porque ha de ser provechosa para vosotros.
       b) Además, «non relinquam vos orphanos» (Ib 18). No os dejaré huérfanos y desamparados, porque, como os tengo dicho, «ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi» (Mt., 28, 30). Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos. Se quedará Jesús con asistencia especialísima en su Iglesia y en la Eucaristía, para consolarnos en su ausencia, para esforzarnos en la empresa que nos tiene encargada y en el   trabajo de nuestra santificación; para avivarnos en la ejecución de lo que nos ha mandado.

e) Por otra parte, «si diligeritis me gauderetis utique, quia vado ad Patrem, quia Pater maior me est» (Jo., 14, 28). Si me amaseis os alegraríais ciertamente de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que Yo. Os alegraríais en vez de entristeceros, porque es cosa buena para Mí el recibir de mi Padre, mayor que Yo, en cuanto soy hombre, el galardón merecido y ganado con mis trabajos y muerte. Cierto que, para quien ama, es motivo de consuelo el triunfó del amado.

d) Y por fin, otro motivo de consuelo es el que os conviene que Yo me vaya poque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Querríais tenerme siempre con vosotros, como protector en las persecuciones que os aguardan: y en esto os parecéis al niño, que quiere estar siempre junto a su madre, o al pollito, que teme alejarse demasiado del ala de la gallina; os gozáis de vivir en sociedad humana y sensible conmigo, y os descargáis en Mi de todo cuidado, de toda previsión, de todo temor. Pero creed en mi corazón paternal, que os ama, y en mi mirada, que alcanza mucho más lejos que la vuestra y conoce toda verdad.

El niño que no quiere alejarse de las faldas de su madre, de su ternura y de sus caricias, jamás llegará a ser hombre perfecto; sus cualidades de hombre quedarán en germen, sin desarrollarse. Jamás tendrá iniciativa, decisión, alientos de jefe, ni aun siquiera de jefe de familia. Es precisó que salga como el pájaro, fuera del nido, y, mirando al espacio, tenga confianza en sus alas y en Dios. Es inútil a vuestra virilidad espiritual que Yo me vaya. La desaparición de mi presencia sensible o pondrá mejor en contacto con mi divinidad suprasensible, ensanchará vuestro corazón, lo hará más sobrenatural y, por consiguiente, más capaz de los dones de mi Espíritu. Con ellos correréis por el mundo entero. Y más tarde enseñaréis a las almas que las pruebas que nos privan de las pequeñas dichas humanas son una condición para hacerlas más sobrenaturales y aptas para recibir los dones del Espíritu Santo (A. Chometon, S. J., O. c., pp. 437-438).


3) Después les mandó que no partiesen de Jerusalén, sino que esperasen el   cumplimiento de la promesa del Padre, «la cual, dijo, oísteis de mi boca; y es que Juan bautizó con el agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en el   Espíritu Santo dentro de pocos días (Act. Ap., 1, 4-5). Recordóles así que habían de permanecer en retiro, preparándose a recibir el Espíritu Santo, que El les había de enviar.

Consideremos con qué atención e interés escucharían los Apóstoles estas palabras de su querido Maestro, sabiendo que eran las últimas que les dirigía. Algunos, sin embargo, soñaban aun entonces con grandezas humanas, y preguntaron a Jesús: «Si será éste el tiempo en que has de restituir el reino de Israel? A lo cual respondió Jesús: No os toca a vosotros el conocer los tiempos y momentos que tiene el Padre reservados a su poder; recibiréis, sí, la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta el cabo del mundo» (Act. Ap., 1, 6-8).

Punto 2.°  SACÓLOS AL MONTE OLIVETE Y EN PRESENCIA DE ELLOS FUÉ ELEVADO, Y UNA NUBE LE HIZO DESAPARECER DE LOS OJOS DE ELLOS.


1) Terminada la comida, levantóse Jesús y condujo a sus discípulos en dirección a Betania, hasta la cumbre del monte Olivete, sitio bien conocido, pues que en el  no pocas veces les había predicado. Una vez allí, los bendijo, y usaría ya el Señor como signo de bendición la señal de la Cruz. ¡Que hace dos mil años que las bendiciones del Señor vienen en forma de cruz! ¡Cuánto nos cuesta entenderlo! Fue para sus Apóstoles la bendición de Jesús raudal de dicha y fortaleza; pero al mismo tiempo lo fue de continuos trabajos y persecuciones coronadas para todos ellos, siquiera Juan no muriese en el  con el martirio.


2) Despidióse Jesús en particular de su Santísima Madre; y ¡cómo sentiría vehementes anhelos de asociarla a su triunfo y llevársela consigo al cielo! No lo hizo por nosotros, pues que quiso dejarla aún en la tierra para que sirviera a la recién nacida iglesia católica de Madre, Maestra y refugio.

Quiso, además, que los cristianos primeros, y por ellos todos los que habíamos de serlo en la sucesión de los siglos, aprendieran lo que en María tenían y acudieran a Ella como a medianera universal y depositaria de los tesoros todos del cielo. Así como durante el día, mientras el sol está sobre el horizonte, la luna desaparece o sólo se ve como una mancha blanquecina sin resplandor; pero puesto el sol, y merced a los rayos que de él nos refleja, aparece tan bella en las noches de su plenitud, de la misma manera, mientras el «sol de justicia», Cristo Jesús, estuvo visible en la tierra, María Santísima quedó como oscurecida y a Jesús acudían los Apóstoles en sus dudas y necesidades; pero ido a los cielos el Señor comenzó a lucir en todo su esplendor la Virgen Nuestra Señora y aprendieron los primeros cristianos a estimarla y a recurrir a Ella en toda necesidad. Mientras en el   mundo estamos caminamos, como de noche, «donec dies elucescat» (1 Pet., 1, 19), hasta que amanezca el día de la eternidad; y no tenemos otra luz que la reflejada por la luna, esto es, toda gracia que sale de Jesús llega a nosotros reflejada en María: Jesús, la fuente única; María, el único acueducto.


3) «Y se fué elevando a vista de ellos por los aires, hasta que una nube le encubrió a sus ojos» (Act. Ap., 1, 9). Espectáculo sublime el de Jesús subiendo por su propia virtud, y tan arrebatador, que los Apóstoles no acertaban a separar sus ojos de Él. Quizá, para mayor esplendor de tan magnífico triunfo, asoció Jesús a su cortejo a los Santos que habían resucitado en Jerusalén según nos dice San Mateo (27,53).

Rasguemos esa nube y sigamos al Señor en su triunfante entrada en los cielos. Nos la describe el Salmista; adelantándose al cortejo que a Jesús acompaña, un grupo de Ángeles llamando a las puertas del cielo, clama: «Levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la eternidad!, y entrará el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso el Señor poderoso de la batalla...». Y abiertas de par en par las puertas de la gloria, hasta entonces cerradas para el hombre, entró triunfante Jesucristo.

Y avanzó hasta el Padre para recibir de su mano el galardón bien merecido. «Díjole el Padre: «Siéntate a mi diestra, mientras que Yo pongo a tus enemigos por tarima de tus pies» (Ps. 109, 1). Luego que hubo tomado posesión de su bien ganado trono, Jesucristo fue presentando a su Padre a sus fieles servidores, y otorgándoles la parte del botín que según sus méritos les correspondía. Veamos a un San José, a un San Juan Bautista y a tantos otros fidelísimos servidores; le habían seguido en la pena y ahora le seguían en la gloria.


4) También preparó nuestras sillas: «vado parare vobis locum»; mirémoslas y procuremos «ut inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia» (Liturgia) (Dom. 4 p. Pent., Oración de la Misa), que entre el vaivén de las cosas mundanas nuestros corazones se mantengan fijos donde están los verdaderos gozos. Allí nos tiene preparado el Señor, «quod oculus non vidit, nec auris audivit, nec in cor hominis ascendit, quae praeparavit Deus iis qui diligunt illum» (1. Cor., 2, 9), «ni el ojo vió, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman». «Ibi vacabimus et videbimus, videbimus et arnabimus, amabimus et laudabimus: ecce quod erit in fine sine fine» (D. Aug., De civit. Dei., 1, 22, c. 30, n. 5) (ML. 41, 304).

 

Punto 3.° MIRANDO ELLOS AL CIELO LES DICEN LOS ÁNGELES: VARONES GALILEOS, ¿QUÉ ESTÁIS MIRANDO AL CIELO? ESTE JESÚS, EL CUAL ES LLEVADO DE VUESTROS OJOS AL CIELO, ASÍ VENDRÁ COMO LE VISTEIS IR EN EL   CIELO.

 
1) El espectáculo de la Ascensión de Jesús era tan arrebatador, que los Apóstoles y discípulos no acertaban a apartar sus ojos de Él: ni se cansaban de mirarlo. ¡Qué será el cielo! ¡Qué será ver en el  la hermosura del cuerpo glorificado de Jesús! Con cuánta razón clamaba San Ignacio: ¡Cuán sórdida hallo la tierra después de mirar al cielo! Así es, y si nos acontece que las cosas de la tierra nos encantan es porque miramos mucho a ellas y muy poco o nada al cielo. ¡Cuán pocos son los que levantan sus ojos de la tierra! «Siéntense los discípulos penetrados de Santos deseos de Seguir al divino Maestro y quedarse allá con Él. ¿Qué les importa la »tierra si Él ya no está con ellos? Es preciso que vengan Ángeles y arranquen su mirada del cielo y la encaminen a la tierra. Lo que les dicen no es en son de reproche, no les reprenden el   deseo de contemplar a Jesús, sino avísanles que se recojan dentro de sí mismos y se resuelvan a ocuparse en la vida activa. Los Ángeles les mueven a un amor »práctico» (Huonder, o. c., n. 114, 2).


2) Las consolaciones no nos han de Servir para quedarnos engolosinados en el  las, sino para excitarnos al trabajo y hacerlas fructificar en obras de santidad. El ideal es saber juntar la oración con la acción, de suerte que la oración nos temple para la acción y la acción vaya tan empapada en vida sobrenatural que no nos impida la entrada en la oración y trato con Dios.
Es de considerar también el recuerdo de la venida última de Jesús como juez de vivos y muertos. El recuerdo de aquel día puede en no pocas ocasiones alentar el corazón del Apóstol a perseverar en sus trabajos esperando la recompensa y remitiendo al juicio infalible de Dios la rectificación de apreciaciones torcidas y censuras inicuas que los hombres aplican con frecuencia a sus mejor intencionadas obras.


3) «Y habiéndole adorado, regresaron a Jerusalén con gran júbilo» (Le., 24, 52). Las causas del gran gozo de los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, siendo así que antes no podían vivir sin la presencia de Jesús, han de buscarse en el   aumento de fe, esperanza y caridad que sus almas habían experimentado con la Resurrección, apariciones y consejos de su divino Maestro. Rabiase visto confirmada su fe al ver cumplidas tan exactamente las cosas todas que Jesús les había predicho, y tras las horas terriblemente dolorosas de la Pasión, vinieron las dulcemente gratas de la Resurrección, coronadas con la triunfante Ascensión. La esperanza del cumplimiento de cuanto el Señor Jes había prometido y de la venida del Espíritu Santo los llenaba de santo gozo. Y, sobre todo, el grande amor a su Maestro les hacía gozarse en su gloria como en triunfo propio.


4) «Después de esto se volvieron a Jerusalén..., y entrados en la ciudad, subiéronse a una habitación alta..., y animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres y con María Madre de Jesús...» (Act. Ap., 1, 12-14). Cumpliendo lo que el Señor les ordenara: Yo voy a enviaros el que mi Padre os ha prometido (por mi boca); entretanto, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fortaleza de lo alto» (Lc 21, 49). Reuniéronse en el   Cenáculo en torno a María para preparar con el retiro de diez días a la venida del Espíritu Santo. Magnífica preparación para recibir los dones del cielo la empleada por los Apóstoles, que debemos nosotros imitar si queremos hacernos dignos de lograrlos; retiro, oración, caridad y unión con María, perseverando sin interrupción hasta que el Señor quiera oírnos.

Coloquios. Con nuestra Madre Santísima, pidiéndola que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos y después de este destierro nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Que ore a su Hijo para que nos envíe el Espíritu Santo. Con Jesús, felicitándole por su triunfo grandísimo, renovándole las oblaciones de mayor estima y momento que le tenemos hechas y pidiéndole nos esfuerce a su fiel cumplimiento con su ayuda y con la firme esperanza del galardón que nos tiene preparado.

 

 

 

 

 

60ª MEDITACIÓN

 

PENTECOSTÉS: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

 

¿QUÉ DEBEMOS HACER PARA TENER LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS?

 

       QUERIDOS HERMANOS: ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles reunidos con María? Primero pedir con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó, y luego, esperar que el Padre responda, esperar siempre en oración. Se preguntaba S. Buenaventura: ¿Sobre quién viene el Espíritu Santo? Y contestaba con su acostumbrada concisión: “Viene donde es amado, donde es invitado, donde es esperado”.

 

       1.- ¿Qué significa decir ¡Ven! a alguien que ya hemos recibido en el Bautismo, Confirmación?; decir “ven” a quien tenemos presente dentro de nosotros? Santo Tomás de Aquino nos da una explicación teológica de las nuevas <venidas> del Espíritu Santo en nosotros. Observa, ante todo, que el Espíritu Santo viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Textualmente: «Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia. Cuando uno, impulsado por un amor ardiente se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida».

       Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús, al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

       ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha, como Él nos encomendó. Y luego esperarlo, reunidos con María y la Iglesia en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica, como lo estamos haciendo ahora, para pedir y experimentar su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora. Hay que estar dispuestos también a vaciarse para que Él nos llene, porque nos amamos mucho a nosotros mismos, nos tenemos un cariño muy grande y nos damos un culto idolátrico, de la  mañana a la noche, a veces estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni Dios en nuestro corazón. Digo ni Dios, porque suena más fuerte, como a blasfemia. Y así nos impresiona más y podemos despertar de esta rutina idolátrica.

 

       2.- Hermanos, somos simples criaturas, solo Dios es Dios. Qué grande vivir en la Santísima Trinidad que me habita, quiero que me habite y quiero vaciarme para eso hasta las raíces más profundas de mi ser, para llenarlo todo de divinidad, de amor, de diálogo, de verdad y de vida, pero de verdad, no sólo de palabra: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a olvidadme enteramente de mí, para establecerme en Vos tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviera en la eternidad;  que nada pueda turbar ni paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable! sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro Amor.

       ¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de mi Dios, venid sobre mí para que en mi alma se realice una como encarnación del Verbo; que yo sea para Él una humanidad supletoria en la que Él renueve todo su misterio de Amor» (Beata Isabel de la Trinidad).

      

       3.- Lo que el Espíritu toca, el Espíritu cambia, decían los padres griegos. El que clama al Espíritu: Ven, visita, llena… le da la llave de su casa para que el Espíritu entre, cambie, ordene, lleve la dirección de su vida. No podemos con la voz de la Iglesia decir: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y luego en voz baja añadir: pero no me pidas que cambie mucho, porque es una contradicción, la eterna contradicción o lucha de lo que somos: carne y espíritu, naturaleza y gracia, hombre viejo y hombre nuevo. Si viene el Espíritu Santo ordena nuestro amor, la gracia mete en mí ese amor del mismo Dios Trinitario, yo no puedo amar sino como Dios se ama y ama a los hombres y Dios se ama como primero y absoluto por ser quien es, por sí mismo, y yo solo puedo amar así si Él me lo comunica y mora en mí;  entonces Dios será lo primero y lo absoluto. Por eso,  esto ni lo entiendo ni puedo ni sé de qué va si Él no me lo da por su Espíritu, y para esto tengo que estar dispuesto a vaciarme  de mí mismo, de mi amor propio y de los criterios, sentimientos y comportamientos motivados por mi yo en contra del Espíritu de mi Dios.

       Guiados por el Espíritu de Cristo hay que seguir sus mociones y pisar sus mismas huellas, adorando al Padre en obediencia total, guiados por su Espíritu, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, hasta la muerte del propio yo, del amor propio, del amor que me tengo a mí mismo y esto cuesta, cuesta sangre y es para toda la vida. Los sacramentos son eficaces, la gracia, la Eucaristía, Cristo; pero tengo que estar dispuesto a ser bautizado con el fuego del amor  que Dios me comunica.

 

       4.- El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, por la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios, y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué son? Preferirme a mí mismo más que a Dios. Y como esto cuesta y yo solo no puedo, necesito de Él siempre para levantarme, para seguir avanzando, amando, porque quiero amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser. Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes. Pero si no quiero que Él sea de verdad lo primero, si mis labios profesan y predican: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; pero luego no estoy en esta línea, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, ni de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios,  porque, para vivir como vivo, me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive. Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu de Dios, de la fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo.

       Queridos hermanos: necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo, necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces, necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir, y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque cada uno de nosotros seremos una humanidad prestada a Cristo, para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

 

       5.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta Unción para quedar curada, de este fuego para perder los miedos, de este fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu Santo. Dice San Hilario: «Gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei»: La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios. 

       Vamos a invocarle al Espíritu Santo; nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros hermanos, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros; la única forma de conocer al Espíritu Santo, a Dios, es si permanece en nosotros, en nuestro corazón, esto es, amándole; esta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, por su mismo Espíritu.

       Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, es decir, no se trata de salvarse o no; ni de que no hayan entrado en la verdad y en la salvación, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana o apostolado; “recibir el Espíritu Santo” para el Apóstol, se trata de plenitud, de verdad completa, de estar centrado en el corazón del cristianismo, en el mismo Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el “bautismo del Espíritu Santo”.  

       6.- En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas y los una a todos el amor; es el Espíritu  el que va a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, papá Dios. “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: “Mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo”. El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los Apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los Apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad» que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, en noticia amorosa, en llama de amor viva, como dice S. Juan de la Cruz.

 

 

¡Gracias, Espíritu Santo!

 

       Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del Veni Creator: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo.

 

«Gracias, Espíritu Creador,

porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.

Gracias porque eres para nosotros el consolador,

el don supremo del Padre, el agua viva,

el fuego, el amor y la unción espiritual.

Gracias por los infinitos dones y carismas que,

como dedo poderoso de Dios,

has distribuido entre los hombres;

tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.

Gracias por las palabras de fuego

que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas,

los pastores, los misioneros y los orantes.

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar

en nuestras mentes, por su amor, que has infundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo.

Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha,

por habernos ayudado a vencer al enemigo,

o a volver a levantarnos tras la derrota.

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal.

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar:¡Abba!»   ( R. Cantalamessa).

 

 

 

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

 

PRIMERA LECTURA: Hch 2, 1-11

 

       Pentecostés es una de las tres fiestas que reúnen en Jerusalén una gran multitud de peregrinos. Llegaban de todo el  territorio nacional, pero también de la Diáspora, o sea, de las numerosas regiones del Imperio Romano donde se establecieron comunidades judías. Se dividen en judíos de origen y en prosélitos. Los prosélitos son paganos convertidos al judaísmo. En la mañana del día de Pentecostés, Jesús cumple la promesa que hizo a sus discípulos. Estos, de acuerdo con el mandato del Maestro, permanecieron en Jerusalén y, en espera del acontecimiento prometido, se reúnen para orar largamente.

       Hay fenómenos externos: ruido, llamas de fuego, pero los más importantes son los internos: “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. La diferencia de lenguas divide a los hombres y simboliza la incomprensión entre los hombres o, al menos, las dificultades para entenderse. El don de lenguas el día de Pentecostés significa que todos los pueblos son capaces de encontrarse y de comprenderse por encima de sus diferencias, en el nivel superior de la caridad en Cristo: “…y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería…pero cada uno los oía hablar en su propio idioma”. 

SEGUNDA LECTURA: 1Cor 12, 3b-7. 12-13

 

       La obra fundamental del Espíritu Santo es hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios, fundado en el amor, que se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo  Espíritu, para formar un solo  cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

       El Espíritu Santo hace de todos los creyentes un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, comenzada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los Apóstoles, porque el lenguaje del amor es comprendido por todos los hombres: “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común… Todos los miembros, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, y así es también Cristo”.

 

 

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN: 20, 19-23

 

       QUERIDOS HERMANOS: Dice el Señor a los Apóstoles: “Muchas cosas me quedan por deciros todavía, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga el Espíritu Santo, el espíritu de la verdad, Él os llevará hasta la verdad completa”.

 

       1.- Estamos celebrando Pentecostés. Pentecostés es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y María reunidos en oración. Lo primero que tenemos que preguntar en estos tiempos de mucha ignorancia religiosa: Y ¿quién es el Espíritu Santo? ¿Por qué según Cristo es tan importante? 

       El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad,  Dios con el Padre y el Hijo. Y por tanto, infinito eterno e inmenso como ellos. Se le llama también Espíritu de Dios, Consolador o Paráclito, Don,  fuego de Dios. Y sobre todo se le llama dulce huésped divino de nuestras almas, porque realmente las habita cuando estamos en gracia, aunque nosotros no lo advirtamos. Este Espíritu Divino tiene con nosotros los cristianos unas relaciones muy especiales. Son muchas y muy importantes. Entre las principales podemos colocar sin duda las que Jesús mismo nos dice en el Evangelio: Él nos tiene que llevar “hasta la verdad completa”, es decir, a la experiencia de Dios para vivir “en espíritu y verdad” el Evangelio entero y completo, la vida de gracia en plenitud y la amistad con Dios hasta la experiencia de sentirnos amados por Él. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia, sino que llega a la voluntad, al corazón, a la vivencia. Porque todos sabemos que Cristo y su Evangelio no se comprenden hasta que  no se viven. 

       El Espíritu Santo tiene, por tanto, esta misión: guiar y llevar a todos los hombres hasta la verdad completa. Porque hay hombres que no saben nada de Jesucristo, de Hijo de Dios, hecho hombre, que, muriendo en una cruz, nos redimió de nuestros pecados y nos abrió el camino de la Alianza y la amistad con Dios. Hay muchos hombres que no saben del cielo, de la vida más allá de esta vida, de que Dios nos ama y nos ha dado, porque nos ama, la vida para compartirla eternamente en su misma esencia y felicidad trinitaria. No saben de los sacramentos, de la Eucaristía, de la Iglesia como único camino de salvación. Y hay otros muchos, que, como los Apóstoles, sabemos muchas verdades religiosas, pero no las vivimos, porque nos falta la experiencia, el amor para tocarlas y sentirlas con el corazón. Eso se llama verdad completa. Y para eso hay que llegar a la santidad, y para eso hay que subir por la oración y conversión permanente, y para todo esto, el único guía es el Espíritu Santo.

       Ciertamente vivir el cristianismo completo, con todas sus exigencias, es algo que cuesta mucho. Por eso precisamente Jesús nos quiere enviar al Espíritu Santo, para que ilumine nuestra inteligencia y fortalezca nuestra debilidad, que es tan grande como la de los Apóstoles antes de recibirle.  Porque el Espíritu Santo es la fortaleza y la fuerza de Dios; es la potencia de Dios que, invocada en los sacramentos, nos trae a Cristo en la Eucaristía y en los demás sacramentos;  y Él es quien nos tiene que ayudar en esta labor tan dura, que en definitiva no es otra cosa que ser santos. 

 

       2.- “Me voy y vuelvo a vosotros”,  les había dicho el Señor resucitado antes de subir a los cielos en la Ascensión, porque en Pentecostés vino el mismo Cristo; de hecho Pedro y todos empezaron solo a hablar de Él; pero vino hecho fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; no vino hecho carne ni palabra, sino espíritu y experiencia de amor, vino a sus corazones directamente sin limitaciones de palabra, carne, ideas, realidades limitadas y finitas; porque lo importante de Cristo no era su exterior, ni sus milagros, lo importante de Cristo estaba en su interior, en su Espíritu, en su Divinidad y ésa se pudo expresar mejor de corazón a corazón que por palabras o hechos finitos y limitados.

       El mismo Cristo les había dicho muchas veces: “Me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”; “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto triste, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya”.

 

       3.- LOS APÓSTOLES

 

       Habían escuchado a Cristo y su Evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las “puertas cerradas por miedo a los judíos”; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive. ¿Y qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por ellos para que le recibieran?;  ¿Por qué dijo y deseó Cristo esta venida para ellos y para todos los cristianos? Porque nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros; recordad lo que preguntó San Pablo a los cristianos bautizados de Corinto: Si habían recibido el Espíritu Santo. Y ya os he explicado a todos la necesidad de recibirlo: porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, hasta que la fe, el evangelio no se hace fuego de amor, no es enseñado por el Espíritu Santo en nuestro espíritu, Cristo es mera letra o verdad pero no se hace fuego, Espíritu, llama de amor viva, llama ardiente de experiencia de Dios.

       Y lo vemos hoy en las Lecturas de la misa: hasta que no viene el Espíritu Santo, los Apóstoles, que han oído el evangelio entero y  completo a Cristo, que han visto todos sus hechos salvadores, que le han visto incluso resucitado, que han celebrado la Pascua en Él resucitado, hasta que no viene hecho fuego de Espíritu Santo no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden el lenguaje de amor del Espíritu Santo, aún siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y es la Iglesia  completa, la verdad completa del cristianismo.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos. Es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir, lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo.  Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje de la cabeza al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe, que en el fondo no se sabe porque no se vive, sino lo que se vive porque se sabe por el Espíritu Santo, por el amor, porque uno lo siente y lo experimenta.

       Y el camino para esta venida del Espíritu Santo es la oración. Los Apóstoles permanecieron reunidos en oración en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús. Aquí está otra maravilla: la dulce Nazarena. Simplemente constatar su presencia en el momento fundante de la Iglesia. Nada se dice de su entusiasmo al recibir al Espíritu Santo. Lógico. Ella lo había recibido ya mucho antes.

 

       4.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística. Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para toda la Iglesia, lo necesita la Iglesia.

       Cristo nos dijo: “Le conoceréis porque permanece en vosotros,” esta es la forma perfecta de conocer a Dios, a Cristo, de distinguir Padre, Hijo y Espíritu Santo, que no sea todo lo mismo, que sean distintos los misterios y las realidades teológicas y litúrgicas y los amores y los pasajes de espíritu y todo y sólo por la venida, todos nosotros del Espíritu Santo, por la nueva vivencia de Pentecostés. ¡Señor, enviamos tu Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de sus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor; envía tu Espíritu y todo será creado de nuevo, será visto de forma distinta, será vivido en plenitud!

Jueves, 05 Mayo 2022 10:26

MEDITACIONES IGNACIANAS A

Escrito por

TODAS ESTAS MEDITACIONES ESTÁN TOMADAS EL LIBRO DEL P. ANTONINO ORAA, S.J. titulado Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Editorial Razón y Fe, Madrid1960, excepto algunas que son mías y de otros autores jesuitas. Tengo también en carpetas AYUDAS DE MEDITACIONES IGNACIANAS JESUÍTICAS MB, MEDITACIONES IGNACIANAS Y MEDITACIONES JESUÍTICAS, que es repetida de la anterior.

 

INTRODUCCIÓN

 

CÓMO EMPEZAR A ORAR

 

Mi experiencia personal y pastoral, lo que he visto en mí mismo y en las personas a las que he acompañado en este camino de la oración, es que es muy personal, no hay reglas fijas en el   modo, pero sí en la intención; desde Él primer kilómetro, más que cualquier método,  hay que procurar que las actitudes de amar, orar y convertirse estén firmes y decididas y se luche desde Él primer día; lo repetiré siempre, estos tres verbos amar, orar y convertirse conjugan igual: quiero o estoy decidido a amar a Dios, en el   mismo momento quiero orar y quiero convertirme a Dios, vivir para Él ; quiero  orar, quiero convertirme; me canso de convertirme, me he cansado de orar y amar más a Dios.

        Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, del «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo, hay que leer al principio, se necesita y ayuda mucho la lectura, principalmente de la Palabra de Dios; es el camino ya señalado desde antiguo: lectio, meditatio, oratio, contemplatio; pero también pueden ayudar libros de santos, de orantes, libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprendas a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darla vueltas en el   corazón, a dejarte interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle y... lo que se te ocurra en relación con Él; y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia o por su Espíritu, el mejor director de meditaciones y oración, te dirá y sugerirá muchas cosas en deseos de amistad. Y te digo Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación; pero sí la lectura espiritual, porque teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo, junto a la Canción de Amor donde Él Padre nos dice todos su proyectos de amor a cada uno; estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.

        Cuando vayas a la oración, entra dentro de ti: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y cierra la puerta, porque tu Padre está en lo más secreto” (Mt. 6, 6); no uses más de un párrafo cada vez; medita cada frase, cada palabra, cada pensamiento. La habitación más secreta que tiene el hombre es su propio interior, mente y corazón, hay que pasarlo todo desde la inteligencia al corazón. Lo oración es cuestión de amor, más que de entendimiento. No es para teólogos que quieren saber más, sino para personas que quieren amar más. Por su forma de ser, muchos son incapaces de entrar en esta habitación, o discurrir mucho, pero todos pueden amar.

        Intenta, para la oración personal, apartarte de otras personas; hasta físicamente; desde luego mentalmente. Esto no es quererlas mal. Lo hacemos muchas veces cuando queremos hablar con alguien sin que nadie nos moleste. Nos retiramos al desierto a orar y amar y dialogar con Dios; Dios es lo más importante en ese momento.

        Busca también un ambiente lo más sereno que puedas, sin ruidos, sin objetos que te distraigan. ¿No haces esto mismo si pretendes estudiar en serio? Dios es más importante que una asignatura.

        Intenta concentrarte. Concentrarse quiere decir dirigir toda tu atención hacia el centro de ti mismo, que es donde Dios está. Los primeros momentos de la oración son para esto. No perderás el tiempo si te concentras. Tendrás que cortar otros pensamientos. Hazlo con decisión y valentía. Tampoco asustarse si algunos días no se van. Pero tú a luchar para que sea sólo Dios, sólo Dios. Y entonces, hasta las distracciones no estorban; por eso no te impacientes. Ten en cuenta que la oración no puede arrancar con el motor frío. Y el motor está frío hasta que tú no seas plenamente consciente de la presencia en tu interior del Padre que te ama, de Jesús tu amigo, del Espíritu que quiere madurarte y enseñarte a orar.

        Después de una invocación al Espíritu Santo, o de alguna oración que te guste, empiezas leyendo el Evangelio, oyendo la Palabra. Es Dios el primero que inicia el diálogo; y las leyes de la oración, que son las leyes del diálogo, exigen que se respete este orden.

        Por lo tanto, primero leer y escuchar la Palabra,  luego meditarla y orarla, invocarla, pedir, suplicar y tomar alguna decisión; y si te distraes, no pasa nada, vuelves a donde estabas y  a seguir. Léela despacio; cuantas veces necesites para entender la Palabra de Dios y darte cuenta de su alcance. Párate y déjate impresionar por lo que te llama la atención y te gusta.
        Y finalmente, en toda oración, hay que responder a Dios. Responde como tú creas que debes responder. Y este orden no es fijo; lo pongo para que te des una idea; pero lo último a veces será lo primero. Y siempre un pequeño compromiso, propósito. No termines tu oración sin dar tu propia respuesta o hacer tuya alguna de las que ves escritas y te cuadran. No lo olvides: el evangelio, el libro es ayuda y sólo ayuda, pero él no ora. Eres tú quien ha de orar.

        Cuando quieras terminar tu oración puedes hacerlo recitando despacio alguna de las oraciones que sabes y que en ese momento te dé especial devoción: Padrenuestro, Ave María, Alma de Cristo... Aquí,con el tiempo, irás cambiando, quitando, añadiendo...

        Sé fiel a la duración que te has marcado para tu oración: un cuarto de hora como mínimo; luego, veinte, hasta llegar a los treinta. De ahí para adelante, lo que el Espíritu Santo te inspire. No los acortes por nada del mundo. El ideal, una hora; seguida, o media por la mañana y luego otra media hora por la tarde o noche. No andes mordisqueando el tiempo que dedicas a tratar con Dios.

        Sé fiel cada día a tu tiempo de oración. Oración diaria, pase lo que pase. Este es el compromiso más serio. Yo hice este propósito, y algún día me tocó hacer oración a las dos de la mañana cuando venía de cenar con las familias. Sólo así progresarás. Si un día haces y otro no, pierdes en un día lo que ganas en otro y siempre te encontrarás en el   mismo punto de inmadurez y con una insatisfacción constante dentro de ti. Y no avanzarás en el   amor a Dios que debe ser lo primero.

        Si logras cumplir este propósito, llegarás a ser una persona profunda y reflexiva. Nunca dejes la oración para cuando tengas tiempo, porque entonces muchos días no tendrás tiempo, porque te engañará el demonio, que teme a los hombres de oración, todos los santos que ha habido y habrá fueron hombres de oración, y luego han sido los que más han trabajado por Dios y los hermanos.

        Y nada más. Todos los consejos sobran al que se pone a hacer la experiencia y llega a entender por sí mismo de qué se trata. También sobran para los que no quieren hacer la experiencia.

       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1ª MEDITACIÓN

 

LA ENCARNACIÓNDEJESÚS, HIJO DE DIOS Y DE MARÍA

 

 “Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

Y entrando, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. 

El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el   seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin. 

María respondió al ángel:¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.

Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel dejándola se fue” (Lc 1,26-38).

 

El ángel llevaba forma de palabra interior, que Dios pronunciaba en el   corazón de María. Y esta palabra era  Jesús.

        Por entonces, Jesús sólo había nacido del Padre antes de todos los siglos  en el   seno de la Santísima Trinidad. Pero aún no había nacido de mujer. Pero ya había sido soñado en el   seno trinitario como segundo proyecto de Salvación, ya que Adán había estropeado el primero. Y necesita el seno de una madre. Por eso llamaba al corazón de María, porque quería ser hombre, y pedía a una de nuestras mujeres la carne y la sangre de los hijos de Adán.

        Lo que decía esta palabra de Dios, por el ángel Gabriel, al corazón de María era más o menos esto: ¿Quieres realizar tu vida sin Jesús, o escoges realizarla por Cristo, con Él y en el ? Y si quieres realizar tu vida en Cristo, ¿aceptas no realizarte tú, sino que prefieres que Él se realice en ti? Dicho de otro modo, ¿aceptas que tu propia realización sea la realización de Él en ti? Y si escoges que Él se realice en ti, ¿quieres dejarte totalmente y darte totalmente? ¿Estás dispuesta a dejar sus planes y colaborar activamente a sus planes de salvación?

        María es la última de las doncellas de Israel. No pertenecía ni a la clase intelectual, ni a la clase sacerdotal, ni a la clase adinerada. María era de las personas que no contaban para engrandecer a su pueblo. Ella era mujer y virgen. Como mujer, lo único que podía hacer era concebir y dar a luz muchos hijos que aumentaran el número de israelitas. Pero como virgen perpetua que había decidido ser, no podría hacer esta aportación a su pueblo... Por eso podía ser mirada, y no sin razón, como un ser inútil para su nación, al no poder aportar nada para el engrandecimiento de su pueblo.

        Pero la gente quizá olvidaba que la mayor riqueza del pueblo no eran los hijos, sino la Palabra de Dios. El pueblo de Israel no debía estar formado únicamente de personas capaces de trabajar con sus manos en los campos, o hábiles y fuertes para manejar la espada, sino ante todo de corazones abiertos a la escucha de la Palabra de Dios. Y en este punto, María podía aportar mucho ciertamente a su pueblo. Ella era toda oídos a esta Palabra de Dios. Ella era el oído de la humanidad entera.

        Y ¿qué es lo que escuchaba?: Lo que Dios quería decir a todos y a cada uno de los hombres: no era sólo la carne y la sangre de una mujer lo que quería tomar el Verbo. Era también, y, sobre todo, tomar en el  la a toda la humanidad,  a todo lo humano que en realidad Dios quería salvar. Y para salvarlo pretendía unirse a cada hombre y que cada hombre se uniese libremente al Verbo de Dios para entrar a tomar parte en la misma vida divina por la gracia.

        Señor, tengo que ser consciente de que también a mí me hablas al corazón. Vivo tan superficialmente mi vida, que pocas veces me hallo en lo más profundo de mi yo, y por eso no te oigo. Pero cuando entro un poco dentro de mí, caigo en la cuenta de que me hablas y que tus palabras me hacen la misma proposición que a María. Tu presencia aquí, en la Eucaristía, me demuestra lo serio que te has tomado mi salvación. Quieres hacerla como amigo.

        Voy entendiendo, porque me lo dices Tú, que el núcleo del cristianismo está en si intento prevalecer yo o si quiero que Cristo prevalezca en mí; si intento vivir yo, o si quiero que Cristo viva en mí; si quiero realizarme yo sin Cristo, o si quiero realizarme en Cristo. He aquí la gran disyuntiva ante la cual me encuentro siempre.

        El día de mi bautismo opté por Cristo y dije que renunciaba a ser yo para que Cristo fuese en mí. Lo dije entonces, es cierto. Pero ¡qué fácilmente lo dije...! ¡Cuántas veces lo he desdicho...!

        Tu Palabra, sin embargo, me sigue acosando; en cada situación, en cada momento me interroga: ¿quieres ser a imagen de Adán, el hombre egoísta, autosuficiente, irresponsable... o quieres ser a imagen de Cristo, el hombre que ama, el hombre para los demás, el hombre dependiente del Padre...?

        Yo leo en tu apóstol Pablo, y lo creo, que Tú, oh Padre, nos has predestinado a reproducir la imagen de tu hijo Jesús, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29). Yo creo que Tú, Cristo Eucaristía eres la Canción de Amor hasta el extremo en la que el Padre me canta y me dice todo su proyecto con Amor de Espíritu Santo. Tú eres la Palabra en la que todos los días, desde Él Sagrario, la Santísima Trinidad me dice que ha soñado conmigo para una eternidad de gozo y roto este primer proyecto, ha sido enviado el Hijo con Amor de Espíritu Santo para recrear este proyecto de una forma admirable y permanente mediante el sacramento y misterio de la Eucaristía como memorial, comunión y presencia. Y pues es llamada tuya, oh Padre, yo quiero estar atento a ella, como tu sierva María. Y recibirla como Ella. Yo quiero tener profundidad suficiente, como ella, para oír tu palabra, vivir de ella y enriquecer a los demás con ella.

 

*****

 

“ENVIO DIOS AL ÁNGEL GABRIEL... A UNA VIRGEN  LLAMADA MARIA...ELLA SE PREGUNTABA QUÉ SALUDO ERA AQUEL”  (Lc 1, 29)


        María no se deja paralizar por el miedo. En el   miedo, por desgracia, se han ahogado muchas respuestas a las llamadas de Dios. Ella intenta penetrar qué es lo que la Palabra de Dios contiene para ella. Sin duda que toda Palabra de Dios contiene algo bueno para el hombre, porque Dios no dice palabras sin ton ni son, como nosotros. Dios, en todo lo que dice y hace, busca el bien del hombre.

        Cuando Dios habla al hombre, no es para aterrorizarle, sino para buscar su bien. Lo que ha de hacer el hombre es encontrar cuál es y dónde está el bien que Dios pretende hacerle al dirigirle su palabra. Esto es exactamente lo que hace María: discurrir sobre la significación de la Palabra de Dios.

       

¿Qué cosas pudo descubrir María con su reflexión?

 

        1. Que Dios ama, que Dios busca el bien del hombre. Este es, sin duda, el núcleo más íntimo y claro de su experiencia de Dios: “has hallado gracia a los ojos de Dios”, estás llena de gracia, Dios te mira con buenos ojos, y esa mirada de Dios es creadora y por eso te llena de dones.
        Ella, la pequeña por su condición de mujer, la marginada por la ofrenda hecha de su virginidad, la sin relieve por sus condiciones sociales y culturales, ella era querida y amada por Dios. Dios se complacía en la entrega que de sí misma ella había hecho. Dios miraba con cariño lo que los demás miraban con indiferencia o con desprecio.

 

        2. Que Dios quería acudir a esta criatura vaciada de sí que era ella, para llenarla con su don. Y el don de Dios no es cualquier cosa; es ni más ni menos lo que Dios más ama, lo único que puede amar: el Hijo de las complacencias.

        Años más tarde escribirá el evangelista Juan: “tanto amó Dios al mundo que entregó su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el ”. Pero mucho antes de que lo escribiera Juan, lo ha experimentado María: Dios ha amado tanto a ella que le ha dado, a ella, la primera de todos, su propio Hijo. Y se lo ha dado, no ya formado, sino para que se formase de ella, para que, además de ser el hijo del Padre y de haber nacido de Dios, fuera hijo de ella y naciese de ella.

 

        3. Que esto es la salvación. Pero sólo el comienzo; porque el Hijo de Dios no viene sólo para Ella, sino que viene en busca de todos los hombres para llevarlos a la salvación. Y esta es tu razón de tu presencia en el   Sagrario, hasta el final de los tiempos, de tus fuerzas, de tu amor extremo.

Por eso, no es dado a ella en exclusiva, no. Es dado por ella y a través de ella al mundo, a la humanidad, a cada hombre, al que cree y al que no cree, al que quiere amar a los demás y al que se empeña en odiar, al que se siente satisfecho de sí mismo y al que siente hambre y sed de salvación, al egoísta, al adúltero, al ladrón, al atracador, al viejecito, al analfabeto, al  niño, a la viuda, al publicano, al enfermo.

        Tenía que ser así para que el nuevo hombre pudiese llamarse JESÚS. Porque Jesús quiere decir Dios Salvador. Y Dios, puesto a salvar, tendría que salvar todo lo que había perecido, que era sencillamente todo.

        Dios quería salvar en Jesús y por Jesús. Y por eso ese Jesús que estaba llamando a la puerta del corazón de María tendría que ser a través de ella, de todos y para todos. Y esta es la razón de su presencia ahora en el   Sagrario, cumpliendo el proyecto del Padre, que lo ha hecho su propio proyectos “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad… mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado… yo para eso he venido al mundo, para ser testigo de la Verdad”.

 
        4. Que este Jesús, que era de todos y para todos, no sería de nadie hasta que cada hombre no repitiera el mismo proceso obrado en María. Jesús llamaría el corazón de cada hombre, y pediría ser aceptado. Jesús se ofrecería a sí mismo como don. La Eucaristía es Cristo dándose, entregándose en amistad y amor y salvación a todos nosotros.

Y desde Él Sagrario, Jesús propondrá a cada hombre lo mismo que le estaba proponiendo a ella: que cada hombre renuncie a sí mismo para realizarse en Cristo, para que Cristo pudiera vivir en el : “el que me coma vivirá por mí”. Pero Jesús no se impondría a la fuerza a nadie. El es un don ofrecido. Él está aquí en el   Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente para todos los hombres. Para hacer realidad esta amistad, siempre sería necesaria una voluntad humana que le convirtiese en don aceptado. Pero cuando tú le entregues tus brazos, Él ya tenía los suyos abiertos.

        Cuantos recibieran a este Jesús nacerían como hombres nuevos, con una vida nueva. Con ellos se formaría la familia de hijos de Dios, hijos en el   Hijo, sobre todo, por el pan eucarístico: “yo soy el pan de vida, el que coma de es te pan vivirá eternamente”, es la nueva vida que nos trae por la Encarnación y se prolonga por la Eucaristía.

Y en medio de esta familia de hijos de Dios, ella, María, la hermosa nazarena, se encontraba con el papel de ser la iniciadora de este proceso... el primer eslabón de una cadena de encarnaciones que Jesús intentaba hacer en cada uno de los hombres. Por eso mismo, su llamada a vincularse con Jesús era el modelo de llamada a todo hombre. Y también su respuesta sería el modelo de respuesta de todo hombre a Jesús.


        5 María intuía que su papel en medio de este plan de salvación era la maternidad. Caía en la cuenta de que Dios la había preparado para ser madre por medio de la virginidad. Y como se trataba de obra de Dios, sería una maternidad innumerable, como la que Dios había prometido a Abraham. Ella tendría que quedar constituida “madre de todos los vivientes”, como otra Eva (Gen. 3, 20), su descendencia sería como las estrellas del cielo (Gen. 15, 5). Por eso, el cuerpo eucarístico de Cristo es el cuerpo y la sangre recibida de María. Tiene perfume y aroma mariano. Viene de María.

        Pero vivientes no significaba ya la vida recibida de Eva, sino la nueva vida que estaba llamando al seno de María. María discurría, desentrañaba el contenido de la Palabra que Dios le estaba dirigiendo. Caía también en la cuenta de que, si aceptaba, sería para seguir la suerte de Jesús. Eso era precisamente lo que en el   fondo decía la Palabra de Dios, eso era lo que significaba recibir a Jesús: recibir todo lo nuevo que Jesús traía al hombre.

        Oh, Maria, tú has abierto una nueva época en la historia de la humanidad. Tú, con tu reflexión profunda, nivel en el   cual se mueve tu vida, descubres que Dios te dice algo en los deseos que brotan en tu corazón. Tú descubres que tú eres pieza, al mismo tiempo necesaria, y libre, para que los planes de salvación sobre la humanidad vayan adelante. Tú descubres que tu grandeza está en renunciar a tus propios planes y en incorporarte a los planes de Dios. Tú has descubierto, la primera de todos, hasta qué punto Dios ama a los hombres, pues quiere entregarles su Hijo, «el  muy querido». Tú has descubierto que toda la humanidad está vinculada a ti, porque toda la humanidad está llamada a salvar con Jesús, redimir con Jesús. Tú te has percatado de tu puesto maternal para con esa humanidad, que todavía no se ha dado cuenta de que Dios la ama porque le entrega su hijo.

        Todas las llamadas de Dios son grandes, también la mía. Porque a mí también Dios me está pidiendo colaboración para salvar a todos los hombres. Porque a mí Dios me está señalando un puesto en la humanidad y me dice que sea el hermano de todos los hombres. Porque a mí Dios quiere entregarme su propio Hijo para que por medio de mi llegue a los demás. Porque por medio de ese Jesús, hecho carne en María y pan de Eucaristía en el   Sagrario, Dios quiere salvar y regenerar en Jesús todo lo malo que hay en mí y en el   mundo.

        Soy un inconsciente que sólo pienso en mí mismo, en divertirme y pasarlo bien, sin esfuerzo de virtud y caridad. Y como no reflexiono, no caigo en la cuenta de que el camino de mi propia realización y el camino de la realización de un mundo mejor, me lo está ofreciendo Dios, si de verdad quiero aceptar a Jesús y unir mi vida a la suya. María, ayúdame a dar profundidad a mi vida.

Que mi vida no sea el continuo mariposear de capricho en capricho, como acostumbro, sino que sea el resultado de una reflexión seria sobre la Palabra de Dios, que me llama, y de una opción libre y consciente que yo debo hacer ante esa Palabra que se me ha dirigido... Esa palabra que es Jesús mismo, el que está en el   Sagrario, esperando desde siempre mi respuesta. Para eso está ahí, con lo brazos abiertos para abrazarme y llenarme de su amor.

 

 

*****

 

 

 

“NO TENGAS MIEDO, MARIA”(Lc. 1, 29)

 

        Jesús llamaba al primer corazón humano para encarnarse en el . Y como nadie todavía tenía experiencia de Jesús hecho hombre, María se asustó. ¿Por qué se asustó? He aquí algunos posibles aspectos de su miedo y de todo miedo humano ante una llamada de Dios:


        1. María comenzó a comprender que aquí daba comienzo algo serio y decisivo para su vida. Su vida, y lo mismo cualquier otra vida, no era un juego para divertirse y tomárselo a broma, no. Ella se dio cuenta de que la Palabra de Dios iba a cambiar su existencia y también el rumbo de las cosas en el   mundo, aunque todavía ignoraba el cómo.

        Ante la presencia de algo que decide nuestra vida y la de los demás, cualquier persona de mediana responsabilidad se siente sobrecogida. Y María era una mujer ciertamente joven, pero de una responsabilidad sobrecogedora.


        2. Era una experiencia nueva y desconocida de Dios. Cuando Dios comienza a dejarse sentir cercano, esta misma cercanía de Dios produce en el   hombre un sentimiento de recelo ante la nueva experiencia hasta entonces desconocida. ¿Qué es esto que me está pasando?, ¿en dónde me estoy metiendo?, son preguntas que no cesa de hacerse el que ha recibido la experiencia de Dios.

        3. Mecanismo de defensa también. Este mecanismo actúa cuando la persona humana advierte que el campo de su vida, sobre el cual ella es dueña y señora con sus decisiones libres, ha sido invadido por alguien que, sin quitar la libertad, llama poderosamente hacia un rumbo determinado... Y la pobre persona humana se defiende diciendo estas o parecidas excusas: « y por qué a mí entre tantos ¿no había nadie más que yo?»

        4. Sentimiento de incapacidad: «Yo no valgo para eso, voy a hacerlo muy mal...». Sí; el hombre medianamente consciente sabe, o cree saber, qué es lo que puede realizar con éxito, y qué puede ser un fracaso. Instintivamente tiende a moverse dentro del círculo de sus posibilidades. Rehúye arriesgarse a hacer el ridículo, a hacerlo mal, a moverse en un terreno inseguro, cuyos recursos él no domina.

        5. Repugnancia a la desaparición del «yo». María tiene su propia personalidad con su sentido normal de estima y pervivencia. Se le pide que ese yo se realice no independientemente, sino en Jesús, que se abra hacia ese ser, todavía desconocido, que es Jesús, para que sea Jesús quien se realice en el  la. Vivir en otro y de otro, y que otro viva en mí.

        Señor, quiero hacer ante ti una lista de mis miedos. Porque soy de carne, y el miedo se agarra siempre al corazón humano. Me amo mucho a mí mismo y me prefiero muchas veces a tus planes. Casi puedo definir mi vida, más que, como una búsqueda del bien, una huida de lo que a mí me no me gusta o me cuesta y por eso me parece malo. Así es mi vida, Señor: huir y huir .por miedo...

        Me da miedo el que Tú te dirijas a mí y me pidas vivir con ciertas exigencias, exigencias que son, por otra parte, de lo más razonables. Por eso huyo de la reflexión y de encontrarme con tu palabra a nivel profundo. Por eso busco llenarme de cosas superficiales que me entretienen. En realidad, no las busco por lo que valen; las busco porque me ayudan a luir.

        Me da miedo el tomar una decisión que comprometa mi vida, porque sé que, si lo hago en serio, me corto la retirada; y el no tener retirada me da miedo. Me da miedo el vivir con totalidad esta actitud, porque se vive más cómodamente a medias tintas.

        Me da miedo la verdad y comprobar que mi vida en realidad es una vida llena de mediocridades. Y por otra parte, me da miedo que esa mediocridad pueda ser, y de hecho sea, la tónica de mi vida.

        Me da miedo entregar mi libertad. No quisiera yo perder la dirección de mi vida. Dejarla en tus manos, aunque sean manos de Padre, me da miedo, lo confieso.

        Me da miedo hacerlo mal, el que puedan reírse de mí. Yo mismo me avergüenzo de hacerlo mal ante mí mismo, porque en el   fondo me gusta autocomplacerme. Por eso pienso muchas veces que sería mejor no emprender nunca aquello de cuyo éxito no estoy totalmente seguro. Por eso pienso muchas veces que es preferible vivir mi medianía que intentar hacer lo heroico. Porque me da miedo hacer el ridículo...

        Me da miedo lo que pueda pasar en el   futuro: ¿me cansaré? ¿Perseveraré?

        Me da miedo vivir fiado de Ti. Sé que buscas mi bien, pero experimento el miedo del paracaidista que se arroja al vacío fiado solamente en su paracaídas: ¿funcionará? ¿Fallará? ¿Funcionarás Tú según mis egoísmos?

        Me da miedo el tener que renunciarme a mí mismo. Se vive tan bien haciendo lo que uno quiere. Me da miedo porque me parece que es aniquilarme y que así me estropeo. Y no me doy cuenta de que lo que de verdad me estropea soy yo mismo, mis caprichos, mis veleidades, mis concesiones.

        Me das miedo, Tú, Jesús Eucaristía, en tu presencia silenciosa, amándome hasta dar la vida, sin reconocimientos por parte de muchos por lo que moriste y permaneces ahí en silencio, sin imponerte y esperando ser conocido.

        Me das miedo cuando desde Él Sagrario me llamas y me invitas a seguirte con amor extremo hasta el fín;  cuando llamas a mi corazón. Sé que vienes por mi bien, pero sé que tu voz es sincera y me enfrenta con la necesidad de extirpar mi egoísmo, sobre el cual he montado mi vida. Es exactamente el miedo que tengo ante el cirujano. Estoy cierto de que él busca, con el bisturí en la mano, mi salud, pero yo le tiemblo.

        Me dan miedo el dolor y la humillación, y la obediencia, y las enfermedades, y la pobreza. Y así puedo continuar indefinidamente la lista de mis miedos... Soy en esencia un ser medroso: unas veces inhibido por el miedo, y otras veces impulsado por él. El miedo no me deja ser persona, me ha reducido a un perpetuo fugitivo.

        Tú, Señor, te acercas a mi como a María, y me repites: “No temas... el Señor está contigo”... Probablemente pienso que todo he de hacerlo yo solo. Por eso me entra el miedo. Quiero oír de Ti esa palabra una y otra vez: «No temas; Yo, el Señor, estoy contigo aquí tan cerca, en el   Sagrario, todos los días.

        Yo, que te amo, estoy contigo en todos los sagrarios de la tierra. Yo, que te llamo, estoy contigo para ayudarte. Yo, que te envío, estoy contigo. Yo, que sé lo que tú puedes, estoy contigo. Yo, que todo lo puedo, estoy contigo. No temas, puedes venir a estar conmigo siempre que quieres». Jesús, repíteme una y otra vez estas palabras, porque no seré hombre libre hasta que no me libre de mis miedos, de mis complejos, de mis recelos, de mis pesimismos, de mis derrotismos, del desaliento que me producen mis fracasos... Que oiga muchas veces tu voz que me repite: «No temas, Yo estoy contigo!».


*****

“EL ESPIRITU SANTO VENDRÁ SOBRE TI”(Lc. 1, 35)

 
        Hay que volver a leer más despacio el capítulo del miedo. Cuando al hombre se le propone algo que supera sus fuerzas, algo que no sabe cómo hay que hacer... el hombre queda frenado hasta que sepa que la cosa va a resultar, o hasta que haya encontrado una solución a los puntos difíciles.

        María ha entendido lo que Dios le pide, pero no entiende cómo va a realizarse esta encarnación del Verbo de Dios en su vientre después que ella ha ofrecido a Dios su virginidad. Si ella la ha ofrecido es porque pensaba que Dios se lo pedía, y no puede pensar que Dios juegue con ella y ahora diga NO a lo que antes dijo que SI. «¿Seré madre sin ser virgen? No puede ser; Dios me ha pedido mi virginidad para algo... «¿Seré virgen sin ser madre?» Tampoco puede ser, porque lo que precisamente Dios me está pidiendo ahora es la maternidad. Si Dios pide mi virginidad y pide también mi maternidad, yo me encuentro sin salida; no sé qué hacer.»

Volvamos al capítulo de los miedos y veamos si no hay razón para repetir: «esto es un lío... ¿por qué no dice Dios las cosas claras desde Él principio’? ¿Por qué tenía que pasarme esto a mi?..».

        María escapa de esta tenaza de miedo que intenta paralizarla, por la fe en Dios Todopoderoso. El Dios en el   cual ella creía era un Dios que había creado el cielo y la tierra. Un Dios que había separado la luz de las tinieblas, y el agua de la tierra seca.

        El Dios en el   cual creía ella era el Dios de Abraham, capaz de dar descendencia numerosa como las arenas del mar y las estrellas del cielo a un matrimonio de ancianos estériles.
        El Dios en el   cual creía María era el Dios de Moisés. El Dios que enviaba al tartamudo a hablar con el Faraón para salvar a su pueblo. El Dios que separó las aguas del mar y permitió salir por lo seco a su pueblo. El Dios que condujo a su pueblo por el desierto... El Dios que dio tierra a los desheredados que no tenían tierra.

        El Dios en el   cual creía María era el Dios de los profetas: el Dios que escogía hombres tímidos y que, después de hacerles experimentar quién era El, colocaba sus palabras en la boca de ellos y su valentía en el   corazón de ellos para que anunciaran con intrepidez el mensaje comunicado, y aguantaran impávidamente como una columna de bronce las críticas de los demás (Jer. 1).

        El Dios en el   cual creía María era el Dios de Ana, madre de Samuel: “El Dios que da a la estéril siete hijos mientras la madre de muchos queda baldía... el Dios que da la muerte y la vida, que hunde hasta el abismo y saca de él... el Dios que levanta de la basura al pobre y le hace sentar con los príncipes de su pueblo.., el Dios ante el cual los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan...” (1 Sam. 2, 1-10).

        El Dios en el   cual creía María era el Dios de David, el Dios que había prometido al anciano rey que su dinastía permanecería firme siempre en el   trono de Israel (2 Sam. 7). Y por si fuera poco, una nueva señal en la línea de las anteriores: Isabel, su pariente, la estéril, la anciana, ha concebido un hijo. Sí, también creía María en el   Dios de Isabel, el Dios que da la pobreza y la riqueza, la esterilidad y la fecundidad. ¿No podría ese Dios dar también la virginidad y la maternidad?

        El Dios en el   cual creía María no era como los dioses de los gentiles. Esos eran ídolos: “tienen boca y no hablan... tienen ojos y no ven.., tienen orejas y no oyen... tienen nariz y no huelen... tienen manos y no tocan... tienen pies y no andan... no tiene voz su garganta” (Sal. 115). Esos no son dioses: Las fuerzas humanas no son dioses... el poder humano no es Dios... “Nuestro Dios está en el   cielo y lo que quiere lo hace”. Este sí que es el Dios verdadero, el que es capaz de hacer lo que quiere y llevar adelante sus planes de salvación...

Y María podría seguir recitando el salmo que sin duda, tantas veces habría rezado con los demás en la sinagoga, pero cuyo sentido profundo iba comprendiendo ahora: “Israel confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. La casa de Aarón confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Los fieles del Señor confían en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Que el Señor os acreciente a vosotros y a vuestros hijos” (Sal. 115).

        La fe de María la ha llevado a una conclusión: PARA DIOS NO HAY NADA IMPOSIBLE. Era la misma conclusión a la que había llegado Abraham: “Es que hay algo imposible para Yahvé?” (Gen. 18, 14). Es la misa conclusión a que han de llegar los que tienen fe y quieren vivirla.

        Porque la llamada que Dios hace a María y la que hace a todo hombre no pueden realizarse con fuerzas humanas. De ser así, Dios llamaría a pocos, a los mejores. Dios tendría que hacer una selección muy rigurosa de sus colaboradores.

        Pero Dios, el Dios verdadero, no es así. Dios se ha manifestado a lo largo de la historia llamando al tartamudo, al tímido, al anciano, a la estéril, al hambriento. Porque las actuaciones de Dios son para desplegar la fortaleza de su brazo y dejar campo abierto a su poder. Quiero creer en ti Señor, como creyó María.

        Creo, como ella, que eres Tú el que me hablas. Creo que me llamas. Creo que quieres unirte a mí, que quieres vivir dentro de mí y que me admites a vivir en Ti y contigo. Creo que en esto está la salvación. Creo que en mi colaboración a tus planes está la salvación de los demás.
        Que soy débil, que soy inútil, que tengo resistencias serias a tu voluntad, que soy un superficial, que rehúyo comprometerme, que no quiero quemar mis naves, que no valgo...etc, todo eso me lo sé de sobra. Para ello no necesito tener fe, porque lo experimento y palpo en cada momento.

        Pero precisamente porque soy así necesito la fe de María. Porque tengo que dar un salto que supera mis fuerzas, porque tengo que vivir en un plano donde no se ve ni se palpa nada; porque soy llamado para realizar algo que me parece incompatible, y lo es, con mi incapacidad.

María, quiero felicitarte con Isabel, por tu fe: “Bendita tú, que has creído”. Bendita tú, porque has tenido fe, porque has creído que Dios te hablaba. Bendita tú, porque has creído que te hablaba para hacerse hombre en ti. Bendita tú, porque pensabas que Dios te llamaba a salvar a los hombres. Bendita tú, porque no preguntaste nada más que lo necesario para saber lo que tenias que hacer. Bendita tú, porque no dudaste del poder de Dios. Sí, bendita y mil veces bendita tú.

A mí, que intento seguir torpemente tus pasos, ayúdame a superar mis desconfianzas, mis complejos, mis cobardías, mis reticencias, mis retraimientos. Y también ayúdame a superar mis suficiencias y la confianza en mis cualidades humanas y mi creencia de que soy algo y valgo para mucho.

        Señor, como tu sierva María, quiero poner mi inutilidad bajo tu poder para colaborar a tus planes de salvación en la medida y en el   puesto a que soy llamado por Ti.

 

***** *

 

“AQUÍ ESTA LA ESCLAVA DEL SEÑOR:HÁGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA”(Lc. 1, 38)


        En el   corazón de María, donde había tenido lugar el diálogo profundo con Dios, se hizo la entrega a Dios. Y nadie se enteró. No hubo fotógrafos para tomar instantáneas de la ceremonia, ni grabaciones en directo para las emisoras, ni periodistas que lo diesen a la publicidad. Dios no hace obras sensacionales, pero sí hace obras maravillosas.

Una gota de agua es una maravilla, pero sólo cuando se mira con el microscopio. Una hoja de cualquier árbol es otra maravilla, pero luce menos que una bengala o un anuncio luminoso, que causan sensación. Nadie se enteró. Pero allí había comenzado a cambiar el mundo.

        ¿Qué había pasado? El Verbo era ya carne de nuestra carne y había comenzado su carrera humana partiendo desde Él punto cero, como todo ser humano que comienza esta carrera de la vida.

        Una mujer estaba haciendo expedito el camino al Verbo de Dios para que pudiera vivir con los hombres, sus hermanos. Una mujer le estaba dando manos de hombre para que pudiera trabajar y ganarse la vida como sus hermanos, y también para que pudiera abrazar a sus hermanos los hombres y tocar sus llagas y sus enfermedades.

        Una mujer le estaba dando ojos de hombre para que pudiera mirar las cosas que ven los hombres: los pájaros, las flores, el odio, al amor, los amigos y los enemigos. Una mujer le estaba proporcionando al Verbo de Dios unos labios para dar la paz, para decir palabras de ánimo, para llamar a los hombres a su seguimiento, para expulsar los demonios, para curar a los enfermos con sólo su palabra.

        Una mujer le estaba formando un corazón para compadecerse de la gente, para amar a las personas, para sacrificarse. Una mujer le estaba formando un cuerpo con el cual pudiera cansarse, y tener hambre, y sed, y morir, y resucitar por todos; un cuerpo que pudiera ser también pan que con nuestras manos pudiéramos llevar a la boca para recibir la vida de Dios.

        Una mujer estaba abriendo el camino para que en cada hombre, bueno o malo, culto o analfabeto, el Verbo de Dios pudiera vivir. Lo que por el bautismo iba a realizarse en cada hombre; lo que en la Eucaristía iba a realizarse en plenitud: “yo soy el pan de la vida, si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros… mi carne es verdadera comida… quien me come, vivirá en mí y yo en el ”, había comenzado a ser posible en una mujer. Y todo esto, en silencio, sin ruido, sin aspavientos. Porque los hombres nos movemos siempre a nivel de apariencias. Pero Dios se mueve siempre a nivel de corazones, a nivel de profundidad.
        La reflexión que ha hecho la Iglesia en el   Concilio Vaticano II destaca que María no se contentó con dejar actuar a Dios. Su actuación no consistió únicamente en dar permiso a Dios para atravesar su puerta, sino que ella hizo todo cuanto pudo para lograr que Dios entrase por ella.

        No permitió solamente que se hiciese en el  la la Palabra de Dios, sino que se brindó a realizarla ella misma. Porque la Palabra de Dios nunca se hace carne ella sola. Se hace carne solamente cuando han coincidido dos voluntades, la de Dios y la del hombre, para querer lo mismo, y cuando cada una de las voluntades ha aportado de su parte cuanto puede.

        Dios no es un ladrón que a la fuerza intenta arrebatarnos lo nuestro. Dios no se acerca al hombre para quitar nada, sino para enriquecer. Pero tampoco enriquece con su don, si el hombre no quiere positivamente recibirlo y está dispuesto a trabajar por recibirlo.

        Por eso, la colaboración activa indaga, pregunta, se interesa por los planes de Dios, intenta conocerlos. Pero no por curiosidad, sino para hacer lo que haya que hacer. La colaboración activa no se echa atrás ante lo imposible, no. Da el paso en la te hacia eso imposible.

La colaboración activa quiere positivamente lo que Dios quiere, se sacrifica voluntariamente lo que sea preciso. Esta colaboración activa es la línea que escoge María para actuar a lo largo de toda su vida. Para ella, el hágase equivale a un yo deseo que así haga la Palabra de Dios, me encantaría colaborar con la Palabra de Dios, ojala no sea yo obstáculo, haré lo que esté en mi mano para que así sea.

        Quiero creer, Señor, que todo acto hecho en Cristo por Él y en el  es salvador. Se nos escapa el dónde, el cuándo y el cómo, pero quiero creer que sirve para la salvación de mis hermanos. Por eso mi vida tiene un sentido, y cuanto hago tiene un sentido: JESÚS.

        Cuando el ángel se volvió al cielo, María siguió haciendo lo mismo de antes, pero lo hace ya en Cristo y por Cristo, y Jesús en el  la y por ella. De este modo se había convertido en corredentora que aportaba toda su actividad a los planes de salvación de Dios.

        No quiero, Señor, hacer o dejar de hacer porque hacen o no hacen los demás. Yo quiero hacer lo que debo. Yo quiero responder a mi llamada personal diciendo como María mi hágase: haré lo que mi Dios, en el   cual creo, espera de mí. Intentaré con todas mis fuerzas colaborar a los planes de salvación que Él me vaya revelando. Señor, voy entendiendo que decir un SI a tu Palabra es algo difícil, pero que de verdad me salva y salva a los demás.

Yo sé que cuando te digo un SI, nadie va a enterarse ni alabarme, nadie va a publicarlo, ni falta que hace. Pero estoy convencido que cuando hago eso, la historia realizada en María se repite en mí: soy puerta que se abre para que Tú entres al mundo de nuevo. Y si Tú entras de nuevo en el   mundo, siempre es con el mismo fin: «por nosotros los hombres y nuestra salvación». No sólo por mi salvación, sino también por la salvación de todos.

        María cambió el mundo, pero ella no lo vio. María fue la primera que comenzó a llevar a Dios en sus entrañas, pero ella siguió siendo la misma para los demás, no florecieron los rosales de la casa ni los que trabajaban en los campos vieron bajar el Misterio a su seno, ella tampoco, pero lo sintió. Pero ella había creído y el Verbo empezó a ser en su seno.

        Más tarde, Jesús trabajará y sudará por los hombres y nadie lo sabrá ni lo agradecerá. Dará voluntariamente su vida por todos, y los hombres seguirán sin enterarse. Estamos ante un misterio de fe, y yo, con mi impaciencia, quiero hacer cosas y cosas y constatar inmediatamente sus resultados.

Ella siempre creyó que su hijo era Hijo de Dios y permaneció junto a Él en la cruz, cuando todos le abandonaron, menos Juan que había celebrado la primera Eucaristía reclinando su cabeza sobre su pecho y había sentido todos los latidos de la divinidad, llena de Amor de Espíritu Santo a los hombres.

        Quiero creer, Señor, como María y hacerme esclavo de tu Palabra. Quiero decir que sí, como tú, María, porque ninguno de estos sí dados a Dios se pierden. Todos son salvadores, y hay que fiarse siempre de Dios, aunque nada externo cambie, aunque no sepamos cómo, ni cuándo, ni dónde Dios lo cumplirá, pero son salvadores, porque el Verbo de Dios se hace hombre por salvarnos en el   sí de sus hermanos.

 

 

 

 

 

2ª   MEDITACIÓN

 

LA VIRGEN  VISITAA SU PRIMA SANTA ISABEL

 

“En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.

¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!

Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia  como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.

María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa”(Lc 1,39-57).

 

Punto 1º. El viaje. Dice el evangelista: “En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá”.  ¿Por qué emprende María su viaje?

 

a). No ciertamente por diversión o curiosidad, ni por otro motivo que por caridad, que la mueve a ofrecer su ayuda a su prima en los últimos meses de su punto menos que milagroso embarazo.

Supone la alegría de Isabel al sentirse fecunda por singular bendición del Señor, y acaso ilustrada por el Señor entiende la íntima relación que va a mediar entre el Mesías, que en sus entrañas purísimas acaba de encarnar, y el hijo de su prima, destinado a ser el heraldo y Precursor que prepare los caminos del Señor. Aprendamos en esta conducta de María cómo no está reñida la santidad más alta con la cortesía y delicadeza más exquisitas. Y pongamos mucho estudio en gozarnos sinceramente del bien ajeno y prestarnos a ayudar a los demás, y anticiparnos a hacerlos las atenciones y saludos que la urbanidad y la caridad inspiran, sin sentirnos rebajados por tratar con delicadeza aun a los inferiores a nosotros.

María, la Madre de Dios, no se desdeña de ir, con largo y molesto viaje, a felicitar por su dicha a su prima y ofrecerla su valiosa ayuda en los más humildes menesteres. Y fue apresuradamente, cum festinatione, siguiendo pronta y dócilmente la inspiración del Espíritu Santo.

Meditemos: ¿Somos también nosotros prestos y diligentes en seguir las inspiraciones, o, por el contrario, tardos y perezosos? Pensémoslo, y quizá echaremos de ver que no pocas veces hemos sido de veras tardos en acudir al llamamiento de Dios. Y eso no solo cuando se trataba, como en el   caso de María, de cosas no obligatorias, sino de supererogación; más aún, en casos de obligación y mediando expreso mandato de Dios o de nuestros Superiores.


b) El viaje es de creer que no lo haría sola. Quizá le acompañó su esposo San José, que si, como piensan o conjeturan algunos exegetas, era el tiempo de Pascua en el    que emprendió este viaje María, iría a cumplir su deber de buen israelita. Y en tal caso fácil fuera que la acompañara San José hasta Jerusalén, continuando María su viaje hasta la casa de su prima.

¿Dónde habitaba Isabel? Dice San Lucas que en una “ciudad de Judá”; no faltan quienes afirman que ha de leerse en la “ciudad de Judá”. «Diez localidades—dice el P. Prat (1, 63) han reivindicado la gloria de haber mecido la cuna del Precursor; y el Evangelio, que se ciñe a mencionar una ciudad situada en las montañas de Judá, no nos ayuda gran cosa a decidirnos en la elección, porque toda la Judea, desde Bethel hasta Hebrón, es país montañoso. El lugar que tiene en su haber más seria tradición es el pueblo de Aïn-Karim, en el   macizo de los montes de Judá, a legua y media de Jerusalén.»


2) En casa de Isabel. Escena tierna y delicada, que ha inspirado a más de un gran artista. De qué manera más completa y delicada se realizó lo que el Ángel había predicho, al aparecerse a Zacarías: “El hijo de Isabel será lleno del Espíritu Santo desde Él seno de su madre”. Se valió para ello de la que había de ser canal único y universal de todas las gracias: quiere ir Jesús a aquella casa llevado por su Madre. Oculto misteriosamente en el   seno purísimo de María irradió su santificador efecto por María, y santa Isabel lo declaró en aquellas palabras: “en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno”. Cuán poderosa es la voz de María; una sola palabra de saludo vox salutationis basta a producir tan maravillosos efectos, como el santificar al niño y llenar del Espíritu Santo a la madre.

        Meditemos las palabras de María, para ver si en nosotros causan tan magníficos efectos. Por María, la “llena de gracia”, vienen hasta  nosotros las misericordias del Señor. Dormía Juan en el   seno de su madre, muerto a la vida de la gracia, engendrado en pecado, y el Señor, para prepararlo a los altos destinos a que le tenía señalado, lo santifica. Sublime lección; los heraldos del Señor han de vivir a Él unidos por la gracia, y esa gracia sólo les puede llegar por mediación de María, la medianera universal. Procuremos, pues, acercarnos a ella para lograr por su intercesión gracia tan singular; no lograremos por otro medio la santificación de nuestras almas.


3) “Bendita tu entre las mujeres”. Es la salutación de Isabel a María. Vemos cómo alcanzó también a Isabel la comunicación del Espíritu Santo, y se manifestó en el  la haciéndola prorrumpir en aquellas magníficas frases, tan llenas de altísimo sentido: “Tú eres la bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?”

Considera la alegría purísima que inundó el alma de Isabel y el gusto con que recibió la visita de su prima ¡ Y qué eficacia la de las palabras de salutación de María y qué raudal de gracias consiguen los que la saben recibir debidamente en su casa! Procuremos hacerlo nosotros, y a su visita nos sentiremos llenos de amor, llenes de luz, llenos del Espíritu Santo. Lección es también provechosa, que podemos aprender de María en este misterio, la de estimar en mucho los dones de Dios, pero no de suerte que de ellos nos engriamos, teniéndonos por más que los otros, sino de modo que nos sintamos, llenos de gratitud humilde, empujados a proclamarnos «esclavos» inútiles y a ofrecernos al servicio de los demás, por amor del Señor. Cuanto más favorecidos del Señor, más obligados de creer a hacer fructificar tan preciosos dones en obras de caridad fraterna.

 

 

Punto 2º: María canta el “magnificat”: Proclama mi alma las grandezas del Señor

 

1) Al leer el magnificat se echa de ver que es una explosión del alma enamorada que remonta como natural y necesariamente el vuelo hacia las alturas, donde mora su alma más que en la tierra. Fluyen en el  los recuerdos y reminiscencias, aun de palabras, del Antiguo Testamento, tan familiar a la Virgen, y se oye resonar el eco de la voz inspirada del Salmista y los Profetas.  

Canta con inspiración no menos sublime que delicada el inefable gozo en que rebosa su espíritu al considerar el inmenso poder de Dios, que con brazo poderoso libra a su pueblo, haciendo grandes cosas en María y derramando su misericordia de generación en generación. Y manifiesta tres sentimientos que embargan su alma: el de gratitud por las grandes cosas que en el  la ha hecho el Señor; el de admiración de la sabiduría y misericordia del que ensalza a los humildes y abaja a los poderosos; el de alegre confianza de que Dios va a cumplir sus promesas, enviando a su pueblo un libertador.


2) Pocas palabras de la Santísima Virgen se nos recuerdan en el   Santo Evangelio; pero cierto que las pocas que nos conserva son bien dignas de considerarse y están llenas de conceptos altísimos y de enseñanzas prácticas, que dan abundante materia de suaves y fecundas consideraciones.

Brotaron, sin duda, las palabras del «Magnificat» de los labios de María al influjo de la inspiración del Espíritu Santo, y así han de considerarse como llenas de celestial sabiduría más que de ciencia humana, por muy levantada que se suponga. Nadie como la Virgen María, la primera y la más favorecida entre los redimidos, podía cantar las excelencias de la obra redentora de Dios misericordioso.

Se ha llamado con razón al “magnificat” la oración de María, como el «Padre nuestro» se llama la oración dominical, la de Jesús. La Iglesia lo ha incluido en el   Oficio divino, de suerte que todos los sacerdotes han de repetirlo diariamente en el   rezo de las Vísperas, sin que se omita ni un solo día del año litúrgico. ¡Con cuánta devoción no hemos de procurar repetirlo  recordando cómo lo diría nuestra Madre Santísima!

 

3) Es el más importante de los cánticos de la Sagrada Escritura, incluyendo a los de Moisés, Débora, Ana, madre de Samuel; Ezequías, los tres jóvenes, etc. «Está, dice el P. Cornelio a Lapide, lleno de divino espíritu y exultación, de suerte que se diría compuesto y dictado por el Verbo, ya concebido y regocijado en el   seno de la Virgen».

Pueden en el  distinguirse tres partes: comprende la 1ª. los vv. 46-50, y en el  los agradece al Señor los beneficios que de Él ha recibido, sobre todo, el de haberla hecho Madre del Salvador; por lo que la llamarán todas las generaciones “bienaventurada”. En la 2ª. (51-53) alaba a Dios por los beneficios comunes concedidos antes de la venida de Cristo a todo el pueblo; alude principalmente a las victorias concedidas a Israel contra Faraón y los Cananeos. Vuelve en la 3ª. (54-55) al máximo beneficio de la Encarnación del Verbo, prometido a los Padres y a ella concedido.


4) Podemos estudiar en este cántico un modelo que imitar cuando en nuestra vida nos veamos en circunstancias en alguna manera similares a las de María en la Visitación. Favorecidos por Dios con beneficios más que ordinarios, al oírnos alabar de amigos o conocidos, hemos de elevar nuestra alma en vuelo de agradecido reconocimiento al Señor, entonando un «magnificat» regocijado y humilde de alabanza al dador de todo bien.

El tema del himno de gratitud de María es principalmente el beneficio de la redención, verdadera “obra grande” de Dios. Justo es que también nosotros apreciemos su grandeza magnífica, y sintiéndonos, como en realidad lo estamos, en el  incluidos y por él tan generosa y espléndidamente beneficiados, dejemos que el corazón se nos inflame en ardorosos anhelos de gratitud y fiel correspondencia


5) Notemos, por fin, cuán admirablemente se viene cumpliendo el “beatam me dicent”. Cuando María lo pronunció parecía algo, si no absurdo, inconcebible: una doncellita de pocos años, desposada con un pobre carpintero, en un pueblecillo ignoto de Galilea, ¿llegar a ser aclamada  por todas las generaciones? ¡Sólo Dios lo podía hacer y cuán espléndidamente lo ha hecho! Él sea bendito, que así quiere honrar a esa doncellita, su Madre y nuestra Madre.

 


Punto 3.° “MARÍA ESTUVO CON ISABEL CASI TRES MESES Y LUEGO VOLVIÓ A SU CASA”.

 

1) El Evangelista San Lucas dice en el   V. 56: “Y detúvose María con Isabel cosa de tres meses. Y se volvió a su casa”. Como ya antes, en la Anunciación, el Arcángel había dicho a Nuestra Señora: “Tu parienta Isabel en su vejez ha concebido también un hijo, y la que se llamaba estéril hoy cuenta ya el sexto mes” (v. 36); se deduce que María permaneció en casa de su prima hasta el nacimiento del Bautista.

Y cierto que si se había predicho que en la natividad de Juan “muchos se regocijarían” (14) sería la Santísima Virgen uno de esos muchos, y se regocijaría en gran manera con los santos esposos, padres del Precursor del Señor, y tornaría gustosa parte en los festejos con que celebrarían tan fausto suceso.

Aprendamos a gozarnos en las prosperidades y bienes de los demás, sobre todo, en los de nuestros parientes y amigos, evitando cuidadosamente la envidia que nos hace entristecer del bien ajeno y nos empuja a cercenarlo o enturbiarlo de algún modo.

No seamos mezquinos ni nos amarguemos necia e irracionalmente la vida buscándonos ocasiones de pesadumbre en lo que debiéramos hallar legítima causa de íntima alegría y gusto purísimo. Cuánto fomenta la caridad de familias y comunidades la amplitud de corazón, que hace tomar parte con sincero regocijo en las alegrías de los demás. Y, por el contrario, qué enemigo más funesto de la caridad es el pesar del bien ajeno manifestado en malas caras, palabras frías y retraimientos injustificados.

 
2) Lección también no poco aprovechable la que podemos aprender de la estancia de María en casa de su prima, la que se desprende naturalmente de la consideración del tiempo en que acompañó a Isabel. Era en los últimos meses  de su embarazo, cuando lo eran sin duda más necesarios los cuidados y ayuda de los demás. ¡Con qué solícita diligencia atendería la Santísima Virgen a su prima! ¡Cómo la ayudaría diligente a las faenas todas de la casa, cómo trabajaría! Gocémonos en ser útiles a los demás y no nos parezca indecoroso humillarnos a servir aun a los que nos son inferiores.

María, la Madre de Dios, sirviendo, y nosotros ¿andamos con reparos de dignidad cuando se trata de ejercitar con los demás oficios de caridad? No sea así; antes bien, por el contrario, sintámonos honrados al ejercitar por amor del Señor los más humildes oficios en provecho de los demás. Trabajo y caridad son fuentes ubérrimas de méritos, de alegría y de bienestar.


3) La Santísima Virgen nos dice en su cántico que la causa de su dicha fué “quia respexit humilitatem” (v.48), porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; y cómo que se diría que con los nuevos favores del Señor se siente más movida a abajarse y se goza en ejercitar los oficios de una esclava, no sólo con el Señor, sino también, por su amor con los demás.

Aprendamos nosotros, miserables pecadores, a abajarnos y buscar lo que de derecho nos corresponde, el último lugar. Y que no suceda que andemos hambreando solícitos preeminencias y alturas y nos desdeñemos de hacer nada que pueda parecer servicio y esclavitud. Hablemos ahora de todo esto con la Virgen y con su Hijo Jesucristo, encarnado por nuestro amor, que tanto se humillaron y abajaron hasta tomar la condición de esclavo y así nos salvó.

 

 

3ª  MEDITACIÓN

 

LA NATIVIDAD DECRISTO NUESTRO SEÑOR SE MANIFIESTA A LOS PASTORES POR EL ÁNGEL: “Os ha nacido el Salvador”.

 

 “Había pastores en la misma región,  que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí,  se les presentó un ángel del Señor,  y la gloria del Señor los rodeó de resplandor;  y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis;  porque he aquí os doy nuevas de gran gozo,  que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy,  en la ciudad de David,  un Salvador,  que es CRISTO el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales,  acostado en un pesebre. Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales,  que alababan a Dios,  y decían:  ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz,  buena voluntad para con los hombres!

Sucedió que cuando los ángeles su fueron de ellos al cielo,  los pastores se dijeron unos a otros: Pasemos,  pues,  hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido,  y que el Señor nos ha manifestado.Vinieron,  pues,  apresuradamente,  y hallaron a María y a José,  y al niño acostado en el   pesebre. Y al verlo,  dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño.

Y todos los que oyeron,  se maravillaron de lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas,  meditándolas en su corazón.

Y volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto,  como se les había dicho”.

 

Punto 1º “LOS PASTORES FUERON A ADORAR AL NIÑO Y LO ENCONTRARON EN EL   PESEBRE”

 

1º) El relato evangélico nos dice: “Estaban velando en aquellos contornos unos pastores, y haciendo centinela de noche sobre su grey. Cuando de improviso un ángel del Señor apareció junto a ellos, y les cercó con su resplandor una luz divina: lo cual les llenó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: no tenéis que temer, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo. Y es que hoy os ha nacido el Salvador”.


2º) Era costumbre en Palestina dejar los rebaños por la noche a la intemperie. No sabemos el tiempo del  Nacimiento: la Iglesia, desde tiempos remotos, lo celebra el 25 de diciembre. Aunque así fuese, el invierno en aquella región de ordinario no es tan frío que no puedan pasar la noche al raso los rebaños. Quedaban siempre en vela algunos pastores para vigilar y prevenir cualquier peligro de fieras o malhechores que pudieran sobrevenir.

        Velaban, pues, los pastores, preparándose así, con su diligencia en vigilar cumpliendo su deber, a recibir la merced que el cielo les hizo. Gran disposición es, si queremos merecer las gracias del Señor, el poner de nuestra parte gran cuidado en el   exacto cumplimiento de nuestra obligación y guardar solícitos lo que nos está encomendado. Vemos también en este hecho una muestra más de la predilección de Jesús por los pobres y despreciados; así eran los pastores, a quienes se tenía en Israel en poca estima, asimilándolos a los publicanos.

Puede también notarse en este hecho cómo suelen las gracias del Señor venir a veces cuando menos se espera, pues que es muy dueño de hacerlas cuando y a quien le place. Y al mismo tiempo cuánto gusta del recogimiento y el callar de ruidos mundanos, para dejar oír la VOZ del cielo; repetidas son las comunicaciones en el   silencio de la noche, del Señor o sus ángeles, que en la Sagrada Escritura se nos narran. Saquemos como consecuencia práctica el aficionamos al retiro y al silencio y aprovechemos para la oración y comunicación con el Señor las horas más libres de cuidados terrenos y de trato con las gentes.


2) Al aparecer el ángel quedaron los pastores circundados de celestial resplandor signo, en el   Antiguo Testamento de manifestaciones divinas, como se puede ver en el   Ex., 24, 17, en el   3 Reg., 8, 11, etc. No faltan exegetas que indican que el ángel que apareció a los pastores fue San Gabriel, el nuncio de la Encarnación. Su primera frase fue de aliento y confianza: “no tengáis miedo”.

Natural es en el   hombre el temor a lo extraordinario e insólito, sobre todo a lo sobrenatural; pero propio es del buen espíritu tranquilizar a las almas espirituales que proceden con recta intención en el   divino servicio: “No temáis!”. ¡Cómo se trocó el temor en gozo cuando oyeron la «buena nueva» que se les anunciaba.  

Ellos, como buenos israelitas, estaban instruidos de la venida del Mesías y esperaban de ella el remedio de todos sus males. Llenáronse, pues, de gozo y se prepararon a ir a ver lo que se les había anunciado.

“Os ha nacido... el Salvador”,díjoles el ángel; para vosotros viene al mundo y se ha hecho hombre; y viene como Salvador. Con  ese nombre se le llamó ya en el   Antiguo Testamento, por ejemplo, en la profecía de Isaías (19-20) “les enviará un Salvador y defensor que los libre”,  y en la Zacarías (9,9) “vendrá tu Rey, el Justo, el Salvador”. Cuánta es la bondad de Dios, que por nosotros y para nuestra salvación viene de los cielos a la tierra. Sepamos agradecerlo y sepamos aprovecharnos: acudiendo solícitos, como los pastores.

 

3) Dióles el ángel como señal distintiva para hallar al Salvador: “Hallaréis al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (v.12). La pobreza y humildad son los compañeros de Jesús desde su entrada en el   mundo, y no le han de abandonar hasta el fin de su vida. Grabemos bien en nuestra mente que no se le encuentra entre el lujo y el boato de los palacios de los nobles de la tierra, y no nos engañemos tratando de hallarlo donde no se encuentra.  ¡Pobres sus padres, pobre su cuna, pobres sus amigos y seguidores, más pobre aún su lecho de muerte! Algo tiene sin duda de difícil, de grande, de santo, la pobreza, cuando lecciones tan repetidas de ella quiere leernos el Divino Maestro: “Discite a me”.  Aprendamos!


4) “Al punto mismo se dejó ver con el ángel un ejército numeroso de la milicia celestial alabando a Dios y diciendo; Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (v.13-14), o a quienes Dios tiene buena voluntad, es decir, queridos de Dios, objeto de la divina benevolencia; tal es el significado propio de la palabra original del texto griego.

Admiremos el contraste magnífico entre las humillaciones de Jesús y las maravillas que en torno al portal se suceden. Nacido de pobre Madre, en mísera choza, reclinado en un pesebre; se encienden de luz los cielos y resuenan himnos de celeste música, y acuden solícitas a festejar al recién nacido las milicias angélicas.

Cántico sublime el que resuena en los aires sobre la cueva de Belén. Dos son los grandes fines de la venida del Salvador: la gloria de Dios en los cielos, y la paz a los hombres en la tierra. Van unidos armónicamente, con enlace necesario: si procuramos dar a Dios la gloria que se le debe, redunda a los hombres que a recibirla se disponen, la paz verdadera, que los hombres no nos pueden dar ni quitar. Por el contrario, si defraudamos a Dios la gloria que le debemos, no será sin quebranto  de nuestra paz y no hallaremos sólido descanso. Trabajemos, pues, por la gloria de Dios, que El nos premiará con galardón cien doblado de dulzura más que humana, sólo conocida por quien ha tenido la dicha de saborearla.

 
Punto 2.° LOS PASTORES VAN A BELÉN: “VINIERON CON PRISA Y HALLARON A MARÍA Y A JOSÉ Y AL NIÑO PUESTO En el   PESEBRE”.

 
1) El texto sagrado nos dice: “Después que los ángeles volvieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el   pesebre”.

Lección práctica la que nos leen, con su admirable proceder, los pastores. Dóciles a la indicación del ángel, se disponen al instante a hacer las diligencias conducentes para hallar al Niño que se les ha anunciado, y a ello se animan mutuamente.¡Oh si nosotros no emperezáramos nunca en seguir con presteza las divinas inspiraciones los órdenes y exhortaciones de nuestros directores y superiores! ¡Cuántas veces, por el contrario, con negligencia estúpida, dejamos para más tarde lo que debiéramos hacer al instante!

“Y se animaban unos o otros”,lección bien práctica para nosotros. Cuántas veces, en vez de alentar a los demás a la práctica del bien con nuestras pláticas y consejos, los retardamos y aun desviarnos del buen camino con nuestras censuras y críticas, o con nuestras manifestaciones de desagrado o de poca estima. No sea así: temblemos de ser con nuestras obras o palabras piedra de escándalo y motivo de alejamiento del bien para los demás; antes bien, hagamos un particular estudio a este respecto y podremos alentar a los demás en la práctica del bien y ayudarles a cumplir con presteza y alegría lo que el Señor les pide. Qué ejercicio de tan fina caridad es éste y cuánto bien se puede hacer llenando de entusiasmo y aliento a los compañeros en el   servicio del Señor.

2) Y fueron con prisa: como ansiosos de ver lo que se les anunciara y esperanzados de hallar algo grande. Imitémosles: bien persuadidos debemos estar del bien grande que para nosotros se encierra en el   Sagrario, en el   seguir con fidelidad las divinas inspiraciones, en ser guardadores exactos de la vida a que el Señor tan amorosamente nos ha llamado.

Pues ¿cómo entonces tan fácilmente nos olvidamos  de que nos aguarda Jesús en el   Sagrario y no le visitamos: ¿nos hacemos sordos a sus llamamientos interiores y marchamas pesadamente por el camino de la virtud y vivimos como cansados de lo que tenemos sin estimar tan precioso tesoro? No sea así, corramos alegres a Jesús, sigamos gustosos sus llamamientos, vivamos vida de unión con Él y de santidad. Nuestra diligencia y solicitud tendrá premio análogo al que recibieron de la suya los pastores.


3) “Hallaron a María y a José y al Niño”. ¿Cuál no sería el asombro de San José al oír, en el   silencio de la noche, voces y ruido de tropel de gentes que se acercaban a la gruta? ¿Y cuál su admiración y extrañeza al oír que le preguntaban si había allí nacido aquella noche un Niño?      ¡Y cómo él y la Santísima Virgen alabarían al Señor al escuchar de labios de los pastorcitos lo que el ángel les había anunciado! Reflexionemos: ya empieza a recoger Jesús los frutos de su trabajo salvador; se esconde, se humilla, y el cielo le descubre y honra.

Entraron los pastores en la gruta y se postraron ante el Niño, adorándole reverentes y ofreciéndole, llenos de cariño, los pobres dones que en su escasez habían podido reunir. ¿Qué sentirían sus almas? Jesús no quiso, como pudiera, hablarles con palabras materiales; pero lo hizo sin duda y con eficacia maravillosa en el   fondo de sus almas, como se echó de ver muy pronto por los efectos que aquella visita produjo eii los pastores. Nunca nos acercamos con buena voluntad a Jesús que no recibamos de Él preciosos dones que enriquecen nuestras almas.

 

4) Hallaron al Niño con su Madre. No de otra suerte podemos hallar a Jesús que con María y por María. Por Ella se nos dio y por Ella seguirá dándose siempre: es la medianera de todas las gracias. Vayamos, pues, a Ella confiados y en el  la lo hallaremos todo. ¡Todo bien nos viene por María!

Sin duda que San José y la Santísima Virgen recibirían amablemente a los pastores y se entretendrían con ellos en du1císmos, coloquios ¡Cómo sentirían los buenos israelitas que se les encendían sus corazones en amor de su Salvador al soplo encendido de aquellos suavísimos coloquios! Agradecieron mucho los Santos Esposos los dones de aquellos primeros adoradores de Jesús y en pago puso la Virgen Santísima al Niño en brazos de aquellos devotos visitantes ¿Qué sentirían? ¿Qué harían? ¿Qué dirían? Que la devoción nos lo inspire. Pensémoslo y digámoslo en nuestro corazón poniéndonos en análogo trance.

Soñamos a veces y juzgamos como en realidad lo fueron, dichosos a los pastorcitos que merecieron ser llamados a Belén y gozar de las dulces pláticas de María y José y de los tiernos abrazos de Jesús. Soñamos.., y no sabemos apreciar la realidad magnífica que con tanto mayor regajo y facilidad se nos brinda a nosotros a diario Belén, casa de pan, que es el Sagrario! ¡Eucaristía, pan del cielo! Belén está lejos y tuvo su realidad hace dos mil años; pero la Eucaristía está en nuestros altares y es el mismo Cristo, vivo y ya resucitado, habiendo cumplido toda la misión que el Padre el confió. Procuremos visitar, hablar, agradecer este don, el más grande de Cristo en la tierra, su presencia eucarística en amistad permanente para todos los hombres. Procuremos amarla y visitarla debidamente y sin duda saldremos de ella como de Belén salieron los pastores: llenos de gozo y transformados en apóstoles de la buena nueva.


Punto 3º. “LOS PASTORES SE VOLVIERON DANDO GLORIA A DIOS POR LO QUE HABÍAN VISTO Y OÍDO”.

Dice San Lucas: “Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían.
María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho”.

¡Cuan honda y santa impresión produjo en los pastores la visita a la gruta de Belén! En primer lugar, se certificaron de cuanto se les había dicho: lo vieron confirmado y su fe si robusteció, llenándoles de santo gozo. Y respondiendo generosos a la predilección del Señor, no se contentaron con el fruto íntimo que de ella habían logrado, sino que, llenos de entusiasta caridad, quisieron hacer a otros partícipes de su dicha y fueron anunciando en Belén lo que había acaecido; y con tal eficacia lo hicieron  que cuantos les oyeron se maravillaron.

¿Fueron nuevos adoradores al portal? No nos lo dice el santo evangelio, y es de creer que no. ¡Qué pena que no se aprovecharan mejor de la magnífica ocasión que de acercarse a Dios se les brindaba! ¡Cuántos hay que se maravillan de las cosas divinas, pero no pasan de ahí y no se deciden a acercarse a Dios, por la práctica integral de la vida cristiana! No seamos así; antes bien, convirtámonos en apóstoles del bien y procuremos dar a conocer a los demás la dicha que nosotros gozamos y sepamos aprovecharnos de lo bueno que vemos o sabemos de los demás. Podemos considerar que en Belén había cuatro clase de personas: Unos no se asomaron al portal, aunque oyeron lo que decían los pastores. Otros, acaso, entraron en el   portal como de paso, pero ni conocían al Niño ni a la Madre. Los pastores entraron y con viva fe adoraron al Niño, pero no se quedaron allí. La Santísima Virgen y San José estuvieron en el   portal asistiendo al Niño y sirviéndole con amor. Y ve representadas en estas clases a otras tantas maneras de relacionarse con el Señor.

Son los primeros, los que, embebidos en sus ocupaciones y negocios, no acuden a contemplar estos misterios por pereza y por acudir a otras cosas de su gusto. Los segundos, los que asisten a estos misterios con fe muerta, sin reparar ni ahondar lo que hay en el  los, y así ningún provecho sacan. A los pastores imitan los justos que a tiempo se dan a la oración y contemplación de estos misterios y de allí salen a cumplir sus obligaciones y predicar lo que han conocido, moviendo a otros. Finalmente, imitan a los santos esposos los que se dedican despacio algunos días a la contemplación de los divinos misterios, meditándolos en su corazón

 

 

4ª   MEDITACIÓN

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS… A LOS PASTORES: OS HA NACIDO UN SALVADOR. LOS PASTORES ADORARON… UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.

Había en las cercanías unos pastores que pasaban la noche a la intemperie para guardar su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor: la gloria del Señor los envolvió con su claridad y ellos se asustaron mucho.

Pero el ángel les dijo: No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que os producirá gran alegría a vosotros y a todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esta señal os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

 De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en el   cielo y paz en la tierra a Los hombres que Dios ama tanto. Al marcharse los ángeles al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vamos derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el   pesebre. Al verlo, dieron a conocer el mensaje que se les había comunicado sobre el niño; y todos los que le oyeron quedaron sorprendidos ante lo que les decían los pastores. María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído; todo como se lo habían dicho”(Lc 2, 6-20).

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS”(Lc. 2, 7)


        Jesús quiere encontrarse con los habitantes de Belén y con los habitantes de todo el mundo. Ha hecho en el   seno de su madre un largo camino precisamente porque quiere ser ciudadano de la ciudad de David.

        Pero si él quiere encontrarse con los de Belén, no es menos cierto que a los de Belén no les importa gran cosa este Jesús. Hasta ahora, Jesús se ha encontrado con personas que le han aceptado y se han comprometido con El: María, José, Isabel, Zacarías. Pero ahora va a surgir un nuevo tipo de respuesta: la de la despreocupación, la del que tiene tan lleno su tiempo, su corazón, su cabeza, sus intereses.., que no hay espacio para Jesús.

        Así eran los habitantes de Belén: no persiguieron a Jesús; no le expulsaron... Sólo esto: no había sitio para Él. Y no había sitio porque nadie hizo sitio. Y nadie hizo sitio porque a nadie le interesaba que hubiera sitio. Y a nadie le interesaba porque nadie valoraba, ni estimaba, ni conocía a Jesús... Jesús no merecía más que cualquier otra persona.

        Comienza la serie de los despreocupados religiosamente. No son perseguidores de Jesús. No le miran con malos ojos. No les duele su vecindad. Pero meterle dentro del corazón, como María y José, comprometerse con Él, hacer de Jesús el gran valor, el gran tesoro y perla preciosa por la que hay que venderlo todo y sacar del propio corazón los otros valores..., infravalorar otras cosas y realidades para valorar más a Jesús, ¡ah!, eso no.

        Las personas parecidas a las de Belén se excusan con facilidad, como ellas: No hay sitio, no hay tiempo, hay tanto en qué pensar, hay tanto que hacer. Y probablemente así es.       Pero es que, para ellos, Jesús es una cosa más de la lista y no precisamente de las primeras. Por eso hay tiempo para ver la televisión, pero no para hacer un rato de reflexión con Cristo. Hay tiempo para charlar y charlar sin tregua, y de cosas insustanciales, pero no lo hay para tener dos palabras de conversación con el Señor. Hay tiempo para leer tebeos y novelas, pero no lo hay para leer la Palabra de Dios. Hay tiempo para estudiar, para pasear, para esquiar, para hacer y ver deporte, para escuchar discos.

        Jesús y sus cosas: no es que las combatamos. Sencillamente no hay sitio. Porque en el   montaje que hemos hecho de nuestra vida no hemos dejado un sitio para él. Ya no se trata ni siquiera del mejor sitio, sino sencillamente de un pequeño espacio para El.

        Y el resultado es que, como aquellos de Belén, nos quedamos vacíos. Porque para nacer, Jesús no necesita ninguna casa, ni nada nuestro. El viene a hacernos un favor, y nosotros pensamos que nos lo pide y le decimos: «lo siento; no puedo esta vez. Estoy muy ocupado».

        Jesús nacerá por nosotros. Esto es cierto. Pero nacerá fuera de nosotros. Su nacimiento será noticia que oiremos a los demás. Pero no será la BUENA NOTICIA que escucharemos dentro de nosotros mismos, que nos llene de alegría, que nos cambie, que nos haga hombres nuevos.

        Y no nacerá en nosotros Jesús porque no tenía sitio para nacer, no le hemos dado la oportunidad de nacer. Que nazca en otros, que se comprometan otros con El: en eso no ponemos ninguna dificultad. Nosotros nos contentamos con ser espectadores de esta historia. Pero, por eso mismo, nos quedamos fuera de ella, y, ¡qué pena!, es la Historia de Salvación.
        Jesús, me da miedo pensar que pasas a mi lado, llamas a mi puerta y que yo te diga muy cortésmente que no hay sitio para Ti, o que no hay tiempo, porque tengo cosas más importantes que hacer. Me da miedo, pero me da la impresión de que es lo que he hecho muchas veces.

        Y, si soy un poco sincero y pretendo examinar lo que me llena, tengo que confesar que son vaciedades, cosas sin sustancia que me ocupan, pero no me satisfacen. Con esto ya reconozco, de entrada, que estoy vacío, por más que tenga la sensación de estar lleno y ocupado.

        Por otra parte, cuando intento darme o darte una respuesta a Ti, que me pides un lugar, un rato de lectura seria o de oración junto a Ti en el   Sagrario,  una Eucaristía, un sacrificio, me parece encontrar una respuesta satisfactoria: «no hay sitio». Y con esto pienso que quedo bien.

        Pero no. Tú sabes, y yo también sé, que no quedo tranquilo. No hay sitio porque yo lo he ocupado antes. No hay sitio porque tampoco estoy dispuesto a desocuparlo. No hay sitio porque pienso que doy más importancia a cosas y a otras personas que a Ti. En definitiva: no hay sitio, porque yo no quiero un sitio para Ti. A María y a José no les dieron un sitio para Ti, pero ellos te lo buscaron.

        Y el resultado de esta conducta mía es que nunca maduro. ¿Cómo voy a madurar si estoy haciendo todo lo posible para que Tú no nazcas en mí? ¿Cómo voy a madurar si quiero seguir llenándome de cosas que me vacían más aún.

La cueva de Belén era pobre, si; no había dentro nada. Porque estaba vacía, a ella te llevaron: para que la llenases Tú. Y las casas llenas, como nosotros, llenos de cosas en nuestro corazón, impedimos que entres dentro de nosotros, porque no cabes, y sin embargo, estamos vacíos, porque lo tenemos todo, pero no falta el Todo, que eres  Tú.  Jesús, quiero que me ayudes a vaciarme de mi orgullo, de mi ansia de sobresalir, de mi ansia de pasármelo bien, de mi egoísmo, de mi dureza y agresividad, de mi indolencia, de todo lo que Tú ves que ocupa en mí el puesto que deberías ocupar Tú.

        Caigo en la cuenta de que la gran oportunidad de las casas de Belén fue el que Tú pudiste nacer en el  las para la salvación de los hombres. Sus moradores rechazaron esta oportunidad... Jesús, yo no quiero perder la oportunidad que me estás ofreciendo de nacer y vivir n mí para la salvación mía y de los demás.

 

 

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“OS HA NACIDO UN SALVADOR”(Lc 2, 11)

 

Los habitantes de Belén tenían la casa demasiado llena. Los pastores de Belén no tenían ni casa. Los habitantes de Belén estaban dormidos. Los pastores de Belén estaban en vela. Por eso a ellos se les hace una llamada. En la llamada se les anuncia la venida del Salvador. Se les anuncia que Dios ama a los hombres. Y esto constituye la llamada al amor. Se les previene que no hay nada espectacular, que admitan al Salvador tal como es: niño y pobre. ¿Admitís la salvación y al Salvador que Dios envía? ¿Queréis sumaros a estos planes de salvación? Entonces, id a verle...

        Y aquellos pastores que, probablemente, no sabían leer ni escribir, supieron abrir el corazón. Ninguno se rió de su compañero porque creyó. Al contrario, se animaron, se ayudaron unos a otros a dar el paso de la fe y del compro- mismo con Jesús: “Vayamos y veamos lo que el Señor nos ha manifestado”.

        Tampoco lo dejaron para más tarde: “Se fueron a toda prisa. Y encontraron a María y a José y al niño”. Es decir: no sólo hicieron la constatación de que era verdad. Con estas palabras se sugiere tal vez que el encuentro tuvo lugar a nivel profundo. Y lo divulgaron. Un hallazgo tan importante no es para ser vivido en soledad. Una salvación que se descubre no es para ser aprovechada en exclusiva. También ellos querían colaborar en los planes de salvación de Dios. También ellos querían predicar el Evangelio.

        No debieron hacerlo mal, porque “todos los que les oían se maravillaban de lo que los pastores decían”. Y es que no puede hacerlo mal quien es testigo de una cosa, quien ha tenido experiencia de ella. No comieron perdices; pero sí vivieron felices. Su vida no estaba llena de protesta, ni de queja, ni de reivindicaciones. Su vida no estaba vacía de ideales ni de sentido. Su vida no era inútil. Se sentían amados por Dios, unidos a Jesús y salvadores con Él de la humanidad. Todo esto merecía ser vivido en alegría y en alabanzas. Por eso, “los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios”.

        También a mi se me pide hacer la experiencia de Jesús. No se me pide que sea más listo que los demás, o que tenga más cosas. Sí se me pide que crea en Jesús y que me desprenda de más cosas por El. Y cuando me haya desprendido, que compruebe si me siento más libre, más feliz o no.
        También a mi se me pide que encuentre en mi vida las actitudes profundas con que vivieron la suya María y José junto a Jesús. También a mi se me da la noticia del nacimiento del Salvador. También a mí se me pide que anime a los demás para ir a Jesús. ¿Qué hago yo? ¿Respondo con prisa, o encuentro mil pretextos para retrasar lo que de verdad me salvaría?
¿Qué hago yo? ¿Intento de verdad hacer la experiencia de Jesús en mi vida, o me contento con decir palabras vacías sobre lo que no he vivido? ¿Estoy haciendo una comedia en la vida, o estoy teniendo unas vivencias auténticas de Jesús? ¿Comunico la alegría del Evangelio, o sólo sé decir palabras y tonterías para llenar el tiempo y no tengo nada que comunicar? ¿La vida que vivo me llena de alegría, como quien se ha encontrado con Jesús, o estoy desilusionado, vacío y sólo sé quejarme?

        Como aquellos primeros cristianos, que eran los pastores de Belén, yo quisiera ser sencillo para creer, rápido para aceptar a Jesús, de ojos limpios para conocer las maravillas de Dios, de corazón puro para vivir en alabanza y acción de gracias, comunicativo de la Buena Noticia a los hombres...


        Quisiera no tener mí casa llena de estorbos..., estar en vela continuamente hacia las señales de Dios en mi vida.., y encontrarme a nivel profundo, como ell,js, con María, José y el niño...

 

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4. “UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle.

Al enterarse el rey Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera. Convocó a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el Mesías.

Ellos le contestaron: En Belén de Judá, porque así lo escribió el profeta: «Tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo Israel.» (Miq. 5, 1).

Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran cuándo había aparecido la estrella. Luego les envió a Belén, encargándoles: Averiguad exactamente qué hay de ese niño y, cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a rendirle homenaje.

Con este encargo del rey, se pusieron en camino. De pronto, la estrella que habían visto en Oriente comenzó a guiarlos hasta pararse encima de donde estaba el niño. Ver la estrella de nuevo les llenó de una alegría inmensa. Entraron en la casa y encontraron al niño con María, su madre. Cayeron de rodillas y le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron sus regalos: oro, incienso y mirra. Pero, cuando dormían, Dios les avisó en sueños que no regresaran a Herodes; por eso se marcharon a su país por otro camino” (Mt. 2, 1-12).

 

 

“¿DONDE ESTA ESE REY DE LOS JUDIOS QUE HA NACIDO?”(Mt. 2, 2)


        ¿Dónde está Jesús? ¿Cómo se acerca uno a Él? ¿Cómo se le conoce? ¿Cómo entablar una amistad profunda con El?... Estas o parecidas son las preguntas del que busca a Jesús. Los magos eran un modelo de buscadores de Jesús. Modelo porque no les importaba otra cosa en su viaje, sino encontrar a Jesús. Ellos no se habían puesto en camino para hacer turismo y conocer nuevas tierras, tampoco se habían desplazado para comerciar y hacer negocios. Nada importaba sino encontrar la persona de Jesús, que había nacido, ellos lo sabían, por ellos y para ellos. Esto suponía soportar días de viento cálido que les quemaba y les tentaba a retroceder.

        Pero ellos seguían adelante, porque buscaban a Jesús. Y también suponía días de oasis en los cuales se estaba magníficamente porque había de todo: agua, dátiles, buena temperatura. Era la misma tentación de antes, que quería cortar ahora con halagos el camino hacia Jesús. ¿Para qué seguir adelante? Pero ellos no habían salido para encontrar un oasis, sino para encontrar a Jesús. Necesitaban tener muy claro su objetivo para no dejarse engañar.

        Y después de las dificultades de la naturaleza y de todo tipo, las dificultades de las personas cómodas: «¡Qué locos sois! Lo tenéis todo asegurado y os lanzáis a la aventura de lo desconocido. Mejor haríais en disfrutar de vuestros tesoros en casa que caminar para entregárselos a un desconocido». Y luego las dificultades de las personas sin ideales, porque en la capital de los judíos nadie piensa y nadie busca lo que ellos buscan. A nadie interesa lo que les interesa a ellos. Preguntan ellos ¿dónde está? y nadie sabe ni quién es, ni si está.

        Herodes no lo sabe, sólo sabe asustarse ante la pregunta. Lo saben, en cambio, los escribas. Pero sólo saben repetirlo de memoria, porque lo único que han hecho en su vida es llenar de fórmulas su memoria. Pero se han tomado a la ligera la palabra de Dios: se han pensado que es una asignatura para adquirir cultura, pero no piensan que es algo que nos saca de nuestra instalación y nos pone en camino. Por otro lado no quieren compromisos con las autoridades reinantes. Ellos, sin embargo, los magos habían andado muchos kilómetros por la llamada de Dios: ellos, los escribas, no podían molestarse en acompañarles los últimos doce kilómetros.

        Y es que, al que no busca, todo se le vuelven dificultades, detenciones, miedo al ridículo, sospechas para no comenzar a buscar. Y al que busca también le sale al paso la dificultad de la aridez del desierto, de la suavidad de los oasis, del miedo al ridículo, de la apatía de los demás.

        Pero hay que tener la decisión de seguir buscando. Al que persiste en su decisión de buscar a Jesús todo terminará conduciéndole a El: el desierto árido, y el suave oasis, y también la mala intención de algunos y la apatía de los otros.

        Jesús, quiero que seas lo más importante en mi vida. Tan importante que convierta yo mi vida en una búsqueda de Ti. Me gustaría definir mi vida así: una búsqueda de Jesús.

Quiero buscarte cuando a mi alrededor nadie te busca.    

Quiero buscarte cuando se ríen de mí porque te busco. Y también cuando algunos tienen la intención de aniquilarte, yo quiero seguir buscándote para ofrecerte mis tesoros.

        Cuando hay por delante un desierto que requiere días y días de soledad, no quiero echarme hacia atrás en mi búsqueda. Cuando la vida es fácil y apacible como en un oasis, no quiero detenerme en el  la, que quiero continuar buscándote. Cuando veo las cosas con claridad porque la estrella brilla en mi cielo, y también cuando la estrella se oculta y me da la impresión de que he perdido la orientación y el sentido de lo que hago., en todas estas circunstancias quiero seguir buscándote a Ti, Jesús.

        Sé que quien te busca sin cesar, lo encuentra. Sé que al que te busca sinceramente, todo le lleva a Ti y nada ni nadie puede apartarle de Ti. Por eso quiero yo también correr la aventura de mi vida como buscador de Ti. Porque sé que al final terminaré encontrándote cara a cara, y te veré tal como eres, y no me arrepentiré de haberte buscado.

 

 

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“HEMOS VISTO SU ESTRELLA”(Mt. 2,2)

 

Las llamadas de Jesús son misteriosas: miles y miles de estrellas en el   cielo y sólo una es la de Jesús. Miles y miles de ojos que las observan y sólo quienes las escrutan con profundidad descubren la llamada. La voz de Jesús no es nada de espectacular. Cada día suceden multitud de cosas, pequeñas casi siempre. Gestos, signos, palabras, «bobadas», dirá en seguida alguno. Para un espectador superficial probablemente sí. Pero quien sabe leer esas pequeñeces en profundidad encuentra en el  las el mensaje de Jesús, que le llama. En el   cielo están las estrellas como un libro abierto ¿quién sabe leer ese libro?

        Nuestra atmósfera está también surcada de ondas de radio, televisión, móviles. Nos hablan, nos cantan, nos dicen sus cosas otros hombres, pero sólo cuando disponemos de un receptor y sintonizamos caemos en la cuenta de la riqueza de mensajes que contiene el silencio del espacio.

        También nuestra vida está traspasada de palabras de Jesús. Y decimos en tono de excusa: «yo no le oigo, a mí no me dice nada». Pero es que nuestro receptor está apagado. O, si le hemos encendido, hemos procurado sintonizar con cosas  entretenidas, cosas que nos distraen y nos ayudan a pasar el tiempo, pero que no nos llaman a emplearlo en algo serio, ni nos hacen ponernos en camino hacia un ideal, ni cambian nuestro «pasar la vida» por un «dar la vida».

        Es imprescindible en la vida haber visto la estrella de Jesús y haber escuchado su voz. De lo contrario, o nunca se pone uno en camino, o se marcha sin saber a dónde se va. No negaremos que muchos caminan y se agitan en la vida, pero en el   fondo no caminan hacia nada. Se mueven porque no pueden estar quietos, porque necesitan consumir energías, porque tienen que gastar de algún modo el tiempo que se les da, la vida que se les regala.

        Qué distinto el que ha visto su estrella y ha sentido su voz. Ese se ha puesto en camino no por afán de moverse, sino porque busca algo y sabe además lo que busca. Aunque se le oculte la estrella, ya sabe hacia dónde camina.

        Jesús, yo también he visto tu estrella. Desde que me bautizaron me he puesto en camino hacia Ti. Algunas veces esa estrella ha vuelto a aparecer en el   cielo de mi vida y me ha llenado de ilusión: mi primera comunión, mis temporadas de fervor cristiano.

        No, no puedo dudar que Tú me llamabas. Lo que pasa es que he sido siempre demasiado niño y me daba miedo caminar a oscuras; quería que tu estrella brillase siempre en mi cielo y que yo la viese. En el   fondo quizá sólo porque tu estrella me gustaba. Pero no caía en la cuenta de que tu estrella era una llamada a caminar precisamente en fe y en oscuridad.

        No caía en la cuenta de que me llamabas a no vivir de realidades sensibles y entretenidas, sino de realidades invisibles, esas realidades que, al principio, me resultaban aburridas sencillamente por mi falta de fe. No me daba cuenta de que a lo que me llamabas era a crecer en fe, en constancia, en fortaleza, en esperanza.

        Por eso quizá muchas veces me he desanimado en mi camino hacia Ti. Me he quedado parado porque la estrella se me ha escondido muchas veces. Me he vuelto hacia atrás aburrido y desalentado. Y, después de varios años de vida cristiana, tengo que confesar con vergüenza que lo único que he hecho ha sido andar y desandar el mismo camino, pero sin avanzar nada. Tristemente me encuentro en el   punto de partida, en el   kilómetro cero de mi fe.

        Jesús, no he avanzado nada. Pero me doy cuenta de que tengo que madurar. Y no madurará mi fe hasta que no me decida a caminar en oscuridad, a hacer lo que tengo que hacer sin ver tu estrella. Me doy cuenta de que no necesito verla, porque la he visto ya. Comprendo que lo que se me pide no es caminar viendo la estrella. Esto sería fácil y hasta gustoso. Lo que se me pide es caminar sin verla, pero después de haberla visto. Así debe ser el camino de mi fe, que te busca con constancia y fortaleza.

 

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“VENIMOS A ADORARLE” (Mt. 2,2)

 

¿Para qué buscar a Jesús? Adorar es un verbo que usamos demasiado poco hablando de Jesús y de Dios, cuando es lo único digno que podemos hacer ante ambos. Y, sin embargo, lo usamos demasiado para el amor humano. Solemos emplearlo para indicar que un amor humano ha ganado totalmente el corazón de una persona: De una madre decimos que adora a su hijo, de un enamorado decimos que adora a su amada... Porque adorar quiere decir más o menos eso: haber ganado el corazón de tal forma que todo lo demás puede perderse, pero no puede perderse lo que adoramos.

        Adorar quiere decir que en todo lo que hacemos estamos pensando en lo que adoramos, y lo hacemos por la persona que adoramos, y lo hacemos como un acto de adoración a ella.

        Adorar quiere decir que lo que adoramos ha ocupado el centro de nuestro ser, y que nuestras energías todas giran alrededor de ello.

        Adorar quiere decir que podemos sentir afecto hacia otras cosas, pero que ese afecto nunca puede desplazar al gran amor cuyo peso recae sobre lo que adoramos.

        Adorar quiere decir que uno ha hecho una opción total e irrompible por lo que adora y ni quiere ni puede volverse atrás.

        Adorar quiere decir entrega total de sí y, al mismo tiempo, dejarse invadir y poseer por lo que adora...

        Adorar quiere decir muchas cosas más. Por eso, adorar no es un acto para personas  inconscientes ni para adolescentes irresponsables, sino para personas que han madurado en el   amor serio y difícil.

        “Venimos a adorarle”. A esto nos llama nuestra estrella: a descubrir las insondables riquezas que hay en Jesús y convencernos de que en comparación de Él todo lo demás no vale, o vale muchísimo menos.

        “Venimos a adorarle” quiere decir que somos llamados a que Jesús llene de tal modo nuestro pensar y nuestra actividad que todo lo hagamos por Él y en el , y nada podamos hacer separados de Él.

        “Venimos a adorarle” equivale a decir que somos llamados a colocar a Jesús en el   centro de nuestra vida y vivirlo todo de cara a El.

        “Venimos a adorarle” es sentirse llamado a optar por Jesús y hacer esta opción de modo irrevocable.

        “Venimos a adorarle” es querer entregar los propios tesoros de uno y querer recibir a cambio los tesoros que el otro quiera darme.

        Adorar es la consecuencia final de la fe. No se busca a Jesús sólo para tener un amigo y no caminar solo por la vida. Ni para que me ayude con su palabra, su ejemplo, sus gracias y su fuerza. Ni para que me comprenda y me acepte. Ni para que me perdone. Todo esto es cierto, pero dejaría incompleta la respuesta a la llamada si no buscase yo en mi vida adorar a Jesús, centrarme en el , valorarle a Él, fundirme en el , hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

        San Pablo, que en un tiempo intentaba excluir de su vida a Jesús, y también de la vida de los demás, pues perseguía a los cristianos, se sintió llamado, como los magos, a ir a Jesús. Y se dio cuenta de que con Jesús no valen medianías: hay que llegar al final, que es la adoración. Esto escribe Pablo:

        “Yo antes estimaba muchas cosas y me esforzaba por obtenerlas o me gloriaba de haberlas conseguido.. Pero desde que conocí a Cristo, todas esas cosas dejaron de ser para mí una ganancia y se convirtieron en pérdida. Han perdido su valor para mí, y al lado de Jesucristo me parecen basura. Yo vivo mi vida intentando llegar a esa meta a la que Dios me llama, aunque confieso que todavía no lo he conseguido. Pero continúo mi carrera a ver si consigo alcanzar a Jesús” (Flp. 3, 7-14).

        Jesús, voy entendiendo un poco la gran riqueza que eres Tú. No sólo eres un hombre listo que mereces nuestra admiración. No sólo eres un hombre valiente que dijiste la verdad a todos. No sólo eres un «revolucionario» que intentaste cambiar el orden de cosas que el pecado y el egoísmo de los hombres habían implantado. No sólo eres un hombre bueno que amas y aceptas al hombre tal cual es.

        Eres todo esto. Pero me quedaría muy corto si no viera en Ti algo más. Si no viera en Ti la perla preciosa por la cual puedo vender tranquilamente todos mis valores, el tesoro por cuya adquisición puedo cambiar con alegría todo lo que tengo.

        Si después de todo esto, no estoy dispuesto a dejar mi honra por tu honra, es que aún no te he comprendido. Si no estoy dispuesto a dejar mi comodidad por Ti, es que aún no he conocido tu valor. Si no soy capaz de cambiar mi escala de valores y darte a Ti la primacía, es que vivo de palabrería hueca solamente. Si no soy capaz de renunciarme a mí para que Tú vivas en mí, es que aún, ante mis ojos, yo valgo más que Tú.

        Voy entendiendo que en mi vida lo importante, lo más importante, eres Tú. Que lo único que no puedo perder y lo único que he de ganar eres Tú. Que lo único digno de adoración eres Tú.

        Mientras tanto, veo con desilusión que me pasa como a Pablo antes de conocerte: camino y me afano por cosas que me parecen apreciables: mi prestigio, mi colocación, mi formación, mis estudios, mi tipo, mi figura ante los demás, mi seguridad económica, mis amistades humanas. ¿Llegará un día en que también, como Pablo, me dé cuenta que todo eso que estimo como ganancia puede ser una pérdida, porque me impide ganarte a Ti?

        ¿Llegará un día en que lo que yo estimo como pérdida, y el mundo que me rodea también, me dé cuenta de que puede resultar una ganancia? ¿Llegaré a persuadirme que no puedo ganarte a Ti, Señor, si no es dando a cambio algo? ¿Llegaré a ver que lo que doy es de menos valor que lo que se me da? ¿Seré capaz de hacer este cambio con gozo, sin amargura, sin complejo de empobrecimiento?

        Quisiera yo ser como los magos: hombres valientes que cargaron sus tesoros para cambiarlos por Ti, y que además de hacer esto, no les dio vergüenza confesarlo ante un mundo de descreídos; ante un mundo cuyo único valor era el poder político, el poder económico o el poder cultural.

        Así testificaron ellos el valor que Tú tienes, Jesús. Por Ti, ellos, los sabios, los poderosos, los influyentes, los que tenían su vida asegurada. lo tiene todo como basura y sólo les importas Tú. Y lo hacían como Tú dijiste, llenos de gozo, persuadidos de que ganaban.

        Jesús, ayúdame a conocerte y valorarte. Ayúdame a cambiar el puñadito de «mis valores» por el valor que Tú eres para mí.

 

 

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“ENCONTRARON AL NIÑO CON MARIA, SU MADRE”(Mt. 2, 11)


        Es evidente que un niño de poco tiempo no va a estar solo en casa. Forzosamente ha de estar con su madre. Pero si el relato de Mateo destaca la presencia de María, es porque esta presencia tiene, sin duda, un sentido en el   camino de la fe que estaban andando los magos. ¿Cuál puede ser este sentido o sentidos?


1) María estaba presente, no sólo asistiendo al encuentro, sino enseñando, ofreciendo y entregando su joya a los que venían buscándola. Ella no era avariciosa de este tesoro. Si de Dios lo había recibido ella, sabía que era para entregarlo a cuantos le buscaban. De este modo, María prestaba a la obra de la salvación su colaboración activa. Esa colaboración activa de la cual nos habla el Vaticano II como necesaria a la obra de la salvación: «La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús:

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde Él momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el   seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el   templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. Lc 2,4I-I)» (Cf. L. G. 56).


2) María, además, debió aparecer ante aquellos hombres incipientes en la fe como el modelo de la fe perfecta, el modelo de la persona que dio todo para ganar a Cristo. Vieron los magos que, antes que ellos, una mujer había renunciado a sus tesoros para ganar a Jesús, y esto les animó a abrir sus cofres y empobrecerse ellos también. Entendieron que sólo se gana a Jesús empobreciéndose.


3) María, por fin, es el símbolo de la Iglesia, es decir, de todo hombre que cree la Palabra de Dios y la acepta y quiere que esta palabra se realice en su corazón. Descubrieron aquellos hombres que el misterio obrado por obra del Espíritu en aquella mujer era, ni más ni menos, el misterio que Dios quería repetir en cada uno de ellos y en cada uno de los hombres que se acercan a Jesús. Por todo esto, y por mucho más, sin duda, la presencia de María fue decisiva en el   acto final de su aventura.

 

 

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“ABRIERON SUS COFRES Y LE OFRECIERON SUS REGALOS”(Mal. 2, 11)


Es lo mismo que había hecho María: empobrecerse regalando su libertad y su maternidad, que constituían para ella sus grandes valores como persona y como mujer.

Los magos, al ver a María, comprendieron lo que ella había hecho, y se empobrecieron también. Entregaron a Jesús lo que para sus conciudadanos constituían sus valores.

Postrados ante Jesús, que está en brazos de María, y empobrecidos hasta lo más hondo, intentan repetir a su propio nivel lo que María había dicho a nivel profundo:
“Hágase en mí tu palabra”. Y esto les abrió para poder recibir el gran don de Dios en lo más profundo del ser.

Salieron de aquella casa sin oro, sin incienso y sin mirra. Pero llevaban en el   corazón la persona de Jesús, simbolizada por el oro, el incienso y la mirra. Aparentemente salían empobrecidos. Pero la realidad es que salían ricos, con la misma riqueza con que Dios había enriquecido a María.

Habían hecho el cambio afortunado en sus vidas. Ya podían volverse a casa. Pero no podían volver por el mismo camino.

 

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“SE FUERON A SU PAIS POR OTRO CAMINO”(Mat. 2, 12).

 

Jesús no nos saca de nuestro mundo. No quiere que nos desencarnemos de nuestra vida. Seguir a Jesús no es siempre romper con las circunstancias concretas de vida donde me ha tocado vivir, no. Precisamente, lo que quiere Jesús es que, una vez que le he conocido, vuelva a lo mismo, pero «por otro camino».

        Sí, hay que vivir la misma vida; hay que hacer los mismos deberes; pero por otro camino, de otro modo. Todo bajo la luz de este Jesús que nos acompaña siempre en lo más hondo de nuestro corazón. Todo bajo el signo de la alegría, de la entrega a los demás de lo que tenemos dentro, como María.

        Cuando llegaron a su tierra, la gente les vio llegar pobres y quizá pensaron que les había ido mal y que habían fracasado. Pero cuando les vieron alegres, se dieron cuenta de que venían ricos de verdad y que su tesoro nadie podía quitárselo. Vieron también las gentes que estos hombres a su vuelta no eran avariciosos de su tesoro. Al contrario, habían aprendido de María a entregar a los demás lo que Dios les había entregado a ellos.

        El relato no dice más. Pero no es aventurado suponer que la presencia en su país de estos creyentes, que fueron por un camino y volvieron por otro, sirvió para que muchos conocieran a Jesús a través de su testimonio, y para que muchos se dieran cuenta de que merecía la pena emprender el camino de la fe en Jesús y entregarle todos los tesoros.

        Oh María, yo sé que mi caminar hacia Jesús es repetir los pasos que diste tú hasta encontrarte con él. Sé que todo cristiano, si quiere serlo de verdad, tiene que repetir de un modo o de otro tus pasos. Sé que todos recibimos de Dios unas palabras como las que tú recibiste. En esas palabras se nos ofrece, si queremos, que Cristo viva en nosotros y de nosotros. Esta palabra nos produce miedo, como te produjo a ti, porque ese Jesús no se nos da hasta que no hemos entregado todos nuestros tesoros.

        Yo te estoy agradecido porque en mi caminar hacia Jesús te he encontrado a ti, que me estás enseñando cómo puedo lograr encarnar a Cristo en mí.

        Ayúdame a escuchar en profundidad la palabra de Dios. Ayúdame a creerla y valorarla. Ayúdame a realizarla y hacerla carne de mi carne.

        Y que este Jesús, nacido en mí, sea mi mayor riqueza, lo único que yo pueda entregar a los hombres como tú, la gran razón que imponga a mi vida otro camino, un nuevo estilo de vivirla.

        Que mi vida en Cristo sea para mí una fuente de alegría profunda, como lo fue para ti. Y que yo sepa comunicar esta alegría a los demás, como la comunicaste tú a cuantos se encontraban contigo.

        «El hombre no puede cambiarse a sí mismo. El hombre tampoco puede cambiar al hombre. Sólo la Palabra de Dios cambia al hombre, porque sólo ella es creadora.

        Y sólo quien la escucha y asimila en la oración es quien e transforma».

 

 

 

 

5ª  MEDITACION

 

LA CIRCUNCISIÓN DELNIÑO JESÚS

 

“Cumplidos los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre JESÚS, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuese concebido”.

 

Punto 1º. CIRCUNCIDARON AL NIÑO JESÚS


1) Era la circuncisión un corte doloroso, que se hacía en el   cuerpo del niño o del adulto cuando quería ser adscrito entre los hijos de Abrahán y abrazar la ley mosaica. Fue instituida cuando hizo Dios a Abrahán la promesa de que serían en el  benditas las gentes todas y que de su progenie nacería el Salvador (Gen., 17, 10-14).

¿Cuál era su fin y su significado Dios bendijo a Abrahán y éste respondió fidelísimamente aun en las más duras pruebas: entre Dios y Abrahán había como un pacto sagrado, y símbolo de él fue la circuncisión. Era el signo sensible por el que se distinguía al israelita de los demás pueblos. El incircunciso era arrojado de la sinagoga, era gentil; como para nosotros el que no ha recibido el bautismo.  Y era el de «incircunciso», apelativo que se aplicaba como la máxima injuria.

¿Qué efectos producía? Significaba la futura gracia mesiánica, y era, como todas las ceremonias de la Ley antigua, «umbra futurorum», sombra de lo futuro (Heb. 9, 23; 10, 1).

Prefiguraba el bautismo que se llama circuncisión espiritual, y, como dice Santo Tomás, en el  la se confería la gracia, en cuanto era signo de la Pasión futura. Era solo señal de la fe justificante tu y por eso parece mejor decir que era sólo señal de la fe justificante (Summ., 3, q. (52, a. 6).


2) ¿Cómo circuncidaron a Jesús? No lo dice el Santo Evangelio, pero es de pensar que de modo análogo al que lo hacían con los demás niños. Probablemente en la misma gruta en que naciera, o en la casita en que después habitaron. La practicaría San José bendito, y la Santísima Virgen recogería ¡con qué devoción! la primera sangre que por nuestro amor quiso derramar Jesús.

        ¿Y por qué quiso someterse a tan dolorosa y deshonrosa ceremonia? Por nuestro amor y para nuestro ejemplo y aliento. Suelen considerar los autores ascéticos algunas razones que pudieron mover a Jesús a sujetarse a la circuncisión:

 

 a) Y es la primera la obediencia. Cierto que no estaba a ella obligado, pero era la circuncisión protesta de voluntaria sujeción a toda la Ley, y quiso el Señor declararnos cuán dispuesto estaba su ánimo a la más cumplida sujeción a cuanto fuera voluntad de su Padre: “factus obediens”, se hizo obediente.

Consideremos que si por nuestro amor y para nuestro ejemplo quiso tomar sobre sí tan pesada carga, ¿rehusaremos nosotros sujetarnos por el suyo a preceptos no pocas veces fáciles de cumplir? ¿Y alegaremos como excusa que no obligan gravemente? ¡Por eso el yugo de Jesús es suave! Bien será que lo llevemos con gusto y tengamos decidido empeño en o sacudirlo jamás.

 

b)  Otra razón que se puede considerar es el amor de Jesús a la humildad, a la que sólo se llega por la humillación sufrida en unión con Él. Era sin duda la circuncisión humillante, pues que suponía en quien a ella se sujetaba la necesidad de limpiarse de la mancha del pecado original.

Cristo nada tenía en Sí que pudiera ser mancha ni la más tenue, y, sin embargo, quiso signar su cuerpo con el sello de pecador. Y yo, pecador frecuente, pero hipócrita, que no quiero ser tenido por tal y protestando airado de que como a tal se me trate. Aprende a humillarte y no quieras aparecer ante los demás lo que en realidad no eres.


e) Por fin, le movió la caridad. Mi amor le movió a ser herido, a sufrir, a derramar su sangre preciosa. Cuán caro costó a Jesús, ya desde niño, nuestro amor: no le proporcionó honores, gloria, delicias, aplausos, sino deshonra, heridas, infamias, dolores. Él tenía sed de mostrarme su amor con obras, aun las más difíciles, que son las deshonras y el sufrimiento, y yo rehuyo el menor sacrificio, esquivo la más leve molestia, no sé llevar una insignificante humillación por amor por quien tanto me amó. ¡Vergüenza debiera darme tan indigna manera de proceder!

 


Punto 2° SE LE PUSO POR NOMBRE JESÚS COMO LO HABÍA LLAMADO EL ÁNGEL ANTES DE SU CONCEPCIÓN

 

 1) Era costumbre establecida que en la circuncisión se impusiera al Niño el nombre que había de llevar; y nota el Evangelista que así se cumplió en este caso y que al Niño se le dio el nombre de Jesús. Era el padre el que cumplía tal menester, y por eso, cuando el ángel apareció a San José para asegurarle en sus angustias por el embarazo de María, le dijo: “Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús; pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt., 1, 21).

Otra vez más aparece el contraste admirable de la humillación De Jesús y su exaltación por parte de su Padre. Cuando Él aparece como un hombre más y pecador, el Padre le confiere el nombre de Jesús, que significa Salvador. Y lo fue en realidad. ¿De qué nos salvó: «De nuestro pecado y del poder del demonio». Obra ingente, llevada a cabo por el modo más admirable y costoso, por lo que se hizo digno de que se le diera un nombre, que está sobre todo nombre y de tan maravillosa virtud, que al oírlo “se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (Phil., 2, 10).


2) Es, además, el de Jesús,  nombre maravilloso, a cuyo eco se efectúan prodigios los más estupendos. Al decir Pedro al cojo de la puerta Especiosa del templo, “en el   nombre de Jesús, levántate y camina” (Act. Ap., 3, 6), repentinamente quedó curado y echó a andar. Ya se lo había dicho el mismo Jesús a sus Apóstoles: “En mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si algo venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos y éstos se curarán”.

Fue ese nombre como el canto rodado con que David de un hondazo derribó al gigante Goliat; piedra pequeña en sí, pero poderosa para derribar el coloso del gentilismo. Por eso los Apóstoles lo emprendían y hacían todo “in nomine Iesu”, en el   nombre de Jesús (1 Cor., 10, 31, y Col., 3, 17). Tengámoslo muy presente y aprendamos a usar ese nombre como arma victoriosa de combate.


3) Y es también el de Jesús nombre de dulzura inefable. San Bernardo nos dice que «es para el oído cántico de dulzura, en la boca miel mirífica, en el   corazón néctar celestial» (Serm. 15 super cantic, ML. 183, 847) y en otra estrofa repite: «nada se canta más suave, nada se oye más placentero, nada se piensa más dulce. Díganlo la Magdalena y el buen ladrón». San Pablo no se cansa de repetirlo en sus cartas, en las que se lee hasta 343 veces, y a San Bernardo nada le sabía bien si no leía el nombre de Jesús.

Aficionémonos a él convencidos de su excelencia; recordemos la espléndida promesa del mismo Señor: “Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre so la concederá” (Jn 16,23). Y aprendamos de la liturgia de nuestra madre la Iglesia que todas las oraciones las terminad pidiendo al Padre por medio del Señor Jesús.

 
Punto 3.° ENTREGAN AL NIÑO A SU MADRE, LA CUAL TENÍA COMPASIÓN DE LA SANGRE QUE DE SU HIJO SALÍA.


No pierde ocasión San Ignacio de llevarnos a María e ir enseñando prácticamente al ejercitante en qué ha de poner su devoción a esta Señora.

1) No es difícil de entender el dolor de María al sentir los tristes quejidos de su tierno Hijo, que lloraba a impulsos del dolor, y su pena íntima al ver correr la sangre preciosa de Jesús. ¡Ah ! No permitiría ciertamente que cayera ni una gotita al suelo y fuese pisada por la gente, sino que con gran solicitud y cuidado la iría recogiendo en paños bien limpios para ello preparados y restañaría con cariñosa so licitud la cruel herida. ¿Cómo no? Si sabía lo que aquella sangre valía.

        De ella dice Santo Tomás en el   «Adoro te devote»: «Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere», que basta una gotita para salvar al mundo entero de toda iniquidad. Una gotita bastara para redimir no uno, sino mil mundo que hubiera necesitados de redención, y con redención sobreabundante, como que es sangre de Dios y por eso infinita en su valor.

Cómo la recogería María, íntimamente agradecida, sabiendo que por ella, antes que por ningún otro, se derramaba, y que en el  la como en ningún otro era de veras proficua y fecunda! Era la sangre que de su sangre purísima recibiera el Verbo. La tomaría, pues, la Santísima Virgen con reverencia suma, y después de adorarla, la ofrecería al Padre en oblación por el mundo entero.

Señor, acéptala en olor de suavidad y haz que para todos los hombres sea rocío benéfico y semilla fecunda que germine en frutos de vida cristiana. Señor. si es posible, aplácate con ese primer derramamiento de sangre y no exijas otro más cruel, que llegue hasta la muerte en horrendo suplicio, Aprendamos a estimar esta sangre, a procurar que en nosotros sea fecunda; agradezcamos a Jesús su sacrificio y procuremos complementar con el nuestro lo que hace falta para que se nos aplique con gran fruto de nuestras almas.


2) Hemos después de considerar la devoción regaladísima con que repetirían María y José el dulcísimo nombre de Jesús, conscientes de su significado y sintiendo en sus almas su maravillosa eficacia.

No era, ya lo hemos visto, nombre caprichosamente elegido, como no pocas veces sucede, aun en familias cristianas, sino traído del cielo y compendiosamente significativo de la razón de venir el Hijo de Dios a hacerse Hijo de María. Cuán suave era a sus labios aquel nombre regalado y cómo podía con toda verdad decir: “Oleum effusum nomen tuum … Es tu nombre para mí bálsamo derramado” (Cant. 1,2)

        Séalo también para nosotros y aprendamos a pronunciarlo de continuo para tener la dicha de que nuestros labios se sellen al morir con él.

        Hablemos con la Santísima Virgen y pidámosla que no enseñe a estimar el dulce nombre de Jesús y su precisísima sangre y a saber aprovecharnos de ellos. Y agradezcamos a Jesús las pruebas de amor y pidiéndole sea para nosotros siempre Jesús, Salvador.

 

 

 

6ª  MEDITACIÓN

 

LA VUELTA DEEGIPTO

 

Punto 1.°: “LEVÁNTASE Y TOMA EL NIÑO Y SU MADRE Y VA A LA TIERRA DE ISRAEL”

 

“Pero después de muerto Herodes, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. Entonces él se levantó, y tomó al niño y a su madre, y vino a tierra de Israel. Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas, que habría de ser llamado nazareno”.

 1) Vivía la Sagrada Familia tranquila en su destierro, querida de cuantos tuvieron la dicha de conocerlos y tratarlos; pero siempre dispuesta a cumplir los deseos de Dios. Pena grande era para ellos ver cómo se adoraba a todo menos al Dios verdadero, pues que habían los egipcios hecho dioses de los más viles objetos.

Confortábales, en cambio, la vista de los recuerdos no escasos que se conservaban aún en Egipto de la estancia de Jacob y sus descendientes, que dejaron vestigios imborrables de su fe. De ellos se serviría no pocas veces la Sagrada Familia para depositar con celo y prudencia semillas preciosas de santos pensamientos entre los compatriotas, que eran en aquellas tierras muy numerosos, y aun entre los gentiles.

En el   destierro rompió a hablar y echó a andar el Niño Jesús: con qué ilusión y regocijo de sus padres, que cifraban en el   todo su amor y dedicaban a su cuidado y servicio todas sus energías y trabajos. No faltan quienes insinúan que la estancia de Jesús en el   destierro de Egipto, en lugares no muy apartados de la Tebaida y la Nitria, donde nació al mundo la vida religiosa, iniciada en aquellos ejércitos de anacoretas que poblaron los desiertos de Egipto y Libia, fecundó aquellas regiones eriales, transformándolas en ubérrimo jardín de las más preciosas virtudes.


2) Hábíale dicho el ángel a José: “Estáte allí (en Egipto) hasta que yo te avise” (Mt 2, 13), y fieles a lo ordenado permanecieron en Egipto, sin afincar ni ligarse con compromisos que pudieran entorpecer en lo más mínimo la presta y total obediencia a las órdenes del Señor, a cualquier hora que se las comunicasen. Lección práctica, que nos enseña a vivir siempre en este nuestro destierro sin aferrarnos a él, ni ligarnos con ataduras difíciles de romper; sino siempre alerta, con las alas libres para emprender el vuelo cuando el Señor quiera llamarnos. Y para los religiosos, enseñanza de utilidad grande para que aprendan a no apegarse a la tierra y se dejen traer y llevar de la obediencia, sin oponer la más ligera resistencia.


3) También en esta ocasión dice el Santo Evangelio que el ángel del Señor “apareció en sueños a José en Egipto”. ¿Por qué de noche? Acaso para enseñarnos que el retiro, tan propio y fácil de noche, es disposición la más apta para el trato con Dios, que suele comunicarse en la soledad y apartamiento y no en el   bullicio y comercio con las gentes. Quizá también para que aprendiéramos de San José y la Virgen Santísima una lección en gran manera práctica y no jocas veces olvidada, sino despreciada. Y es que el Señor y los Superiores, que en la tierra hacen sus veces, son muy dueños de disponer a su voluntad de nosotros, cuando y como más les agrade.

Es la noche hora de descanso, al que tenemos sin duda derecho y que la obediencia nos concede gustosa; pero puede acaecer que durante el reposo se nos manifieste la voluntad de Dios, y hemos de estar prontos, si así nos lo exige, a interrumpir nuestro bien ganado y aun necesario sueño para hacer la voluntad de Dios. Buen modelo San José, como lo vimos y estudiamos ya en la meditación de la huída a Egipto.


4) Y dióle el ángel la razón que facilitaba su regreso a las tierras de Israel: “Porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño” (Mt., 2, 20). Dios había herido con horrible muerte al cruel y libidinoso Herodes. Josefo, en sus «Antiguedades», nos dice que murió el tirano con amarga muerte, con fiebre y fuertes dolores intestinales y suciedad y gota y podredumbre de algunos de sus miembros, que manaban gusanos. Era el año 750 de la fundación de Roma, en la primavera, poco antes de la Pascua, y tenía setenta años de edad.

        ¡Cómo burla Dios los planes, al parecer mejor urdidos, de sus enemigos y con qué facilidad rompe sus redes! Y cuán confiadamente debernos descansar en sus brazos si le somos fieles! El nos cuidará, El deshará las asechanzas de los que nos persiguen, El nos volverá sanos y salvos a nuestra patria después del destierro de esta vida, en la que más de un Herodes perseguirá al Niño, que por la gracia llevarnos en nuestras almas, procurando matarle. Bien se confirmaría San José bendito en su confianza en la divina Providencia con esta nueva muestra del solícito cuidado de Dios para con él. Dejémonos en manos de Dios, que buenas manos son, de Padre cariñoso y de Señor Todopoderoso.

 


Punto 2.°  “ENTONCES ÉL SE LEVANTÓ, Y TOMÓ AL NIÑO Y A SU MADRE, Y VINO A TIERRA DE ISRAEL”.

 

1) ¿Cuánto tiempo duró la estancia de la Sagrada Familia en Egipto? Con los datos que el Sagrado Evangelio nos da, no es fácil determinarlo exactamente. Por eso varían no poco las opiniones de los autores: acaso unos meses, tal vez más de un año, y no faltan quienes lo prolongan bastante más.

La muerte de Herodes ocurrió en la primavera del año 750 de Roma; el nacimiento de Jesús pudo acaecer hacia el año 748. Entre esas dos fechas tuvieron lugar la Purificación de María, la adoración de los Magos, la huida a Egipto y la vuelta a tierras de Israel. Son los datos concretos que tenemos para calcular la duración del destierro de la Sagrada Familia en Egipto. Lo que sí sabemos es que estaba dispuesta a permanecer todo el tiempo que el Señor dispusiera sin hacer nada por abreviarlo. Puede en este punto considerarse, pues es lección práctica y de frecuente aplicación, la presta y diligente obediencia de San José. No emperezó ni difirió la ejecución de lo que se le mandaba; y eso que bien pudiera haberse dicho: aguardemos a que amanezca y nos pondremos en camino. No lo hizo así, sino que al punto se levantó, dejándose regir del Señor en todo con plena entrega, como quien sabe que es lo mejor. Reflexionemos y aprendamos.


2) ¡Cómo sentirían no pocos de los moradores de la población en que pasó la Sagrada Familia su destierro su marcha, y cuán grato recuerdo dejaría en cuantos lograron la dicha de tratarla! ¿Sucede lo mismo con nosotros, o, por el contrario, de tal suerte procedemos que nos hacemos insufribles a los demás y todos suspiran por nuestra marcha?

        Sin duda que les sería a San José y a su Santísima Esposa de gusto la orden de vuelta a Israel; como, en cambio, no pudo menos de serles naturalmente desagradable la orden anterior de destierro; pero para ellos las simpatías y antipatías naturales no eran motivo de determinación, sino que tan pronta y cumplidamente obedecían en uno como en otro caso.

        No es ciertamente pecado sentir aficiones o aversiones naturales; pero lo sería hacer de ellas el móvil de nuestras determinaciones y no saber sujetarlas a lo que debe ser para nosotros la norma única de acción: la voluntad de Dios.


Punto 3.°  “Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret”

 

1) Digna de admirarse la conducta del Santo Patriarca y lección práctica que podemos aprovechar.

En primer lugar, recibida la orden, púsose inmediatamente en marcha para tierras de Israel. Camino de Belén, quizá en Gaza, a una o dos jornadas del término que se había fijado, entendió José que en Jerusalén reinaba Arquelao, que heredara los defectos de su padre Herodes, en especial su crueldad y su injuria, y dudó prudentemente de si convendría en tales circunstancias ir a meterse en la boca del lobo, pues que estaba Belén tan próximo a Jerusalén, y era de temer que Arquelao tuviera presente la conducta de su padre en persecución de Jesús.

Por eso “temió ir allí”. Amaba tanto a Jesús, que le horrorizaba pensar que pudiera exponerse a perderle. ¿Y nosotros? ¿Lo tenemos también y cuidamos de que no nos suceda, o, por el contrario, neciamente confiados, cuando no criminalmente despreocupados, nos exponemos a ocasiones próximas de pecado y entregamos nuestro precioso tesoro en manos de sus más crueles enemigos? ¡Qué pena que en tan poco estimemos a Jesús y tan fácilmente nos le dejemos arrebatar!


2) Detenido por el temor del peligro, ¿qué hizo José? Acudir al recurso infalible de la oración, exponiendo en el  la al Señor sus dudas y pidiéndole solución de ellas. Y lejos de desagradar al Señor esta demora en la ejecución de sus órdenes, mostró su complacencia, acudiendo al instante a esclarecer la duda de San José. En efecto, tuvo nuevo aviso en sueños, y cambiando de itinerario, se dirigió a Nazaret, en Galilea, donde gobernaba Antipas. Conducta prudentísima la de José.

Cumplió lo que siglos atrás dijera en trance apurado Josafat: “No sabiendo lo que nos debemos hacer, no nos queda otro recurso que volver a Ti nuestros ojos” (2 Mac 20, 12); y como a El acudiera, bondadoso el Señor, dióle solución a su duda y modo de esquivar el peligro que le amenazaba, por medio de la revelación del ángel, demostrando que no le desagradaba el prudente retardo de San José. Que no nos pide Él que procedamos irracional e irreflexivamente a ejecutar lo que nos fuere ordenado, ni quita nada al mérito de la obediencia, ni desdora en lo más mínimo su excelencia, la humilde consulta o la sincera exposición en caso de duda o cuando se presentan razones que se juzga desvirtúan el mandato.

        San Ignacio, enseñando a sus hijos acerca del modo de proceder en casos tales, escribe: «Si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior y haciendo oración os pareciese en el   divino acatamiento convenir que se la representásedes a él, que no lo podáis hacer. Pero si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado, no solamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, pero aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» ( Carta de la Obediencia. MI. 1, 4, 669 sigs).

Pidamos al Patriarca san José que nos alcance  estimar a Jesús más que todo lo demás y evitar cualquier peligro de perderle. Y a la Santísima Virgen pidiéndole guarde en nuestras almas a Jesús.

 

 

 

7ª  MEDITACIÓN

 

EL NIÑO JESÚS ERA OBEDIENTE A SUS PADRES EN NAZARET

 

Preámbulo. La historia de la vida de Jesús en Nazaret es muy breve: obedecía a sus padres, iba creciendo en edad, sabiduría y gracia, y trabajaba, a lo que se cree, de carpintero.
Composición de lugar. Nazaret, escondida por una corona de montañas, como un nido, que apenas se ve hasta entrar en ellas. Elevada unos 273 metros sobre el Mediterráneo, y unos cien metros Sobre el valle de Esdrelón. Sus casas grises, cuadradas, de techos planos, apoyadas sólidamente en la re-a, se tienden en la vertiente oriental de dos colinas separadas por un barranco Fijémonos en una de esas casitas, Pobre, pequeña, pero limpia y alegre.

Petición: DEMANDAR LO QUE QUIERO: CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR
QUE POR Mí SE HA HECHO HOMBRE PARA QUE AS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1.° Vida de obediencia

1) «Et erat subditus illis» (Lc 2, 51). Qué gran tesoro debe encerrarse en la obediencia, pues que Nuestro Djjo Redentor y Maestro vino del cielo a la tierra a explotarlo y tan de lleno se dió a ello, que su vida toda se pudo sintetizar en una palabra: «obedeció»; «exinanivit semetipsum factus obediens» (Phil., 2, 7) se anonadó hecho obediente. Bien merece que la estudiemos.
Desde su entrada en el mundo se entregó a la obediencia, a la vista de los derechos soberanos de Dios, a la obediencia por adoración. y a la vista de los derechos de Dios violados por la rebeldía del hombre a la obediencia Por reparación: «Sicut enim per inobedientiam uniu hominis peccatores constituir sunt multi ita per unius obeditionem justi constituuuntur multi» (Rom., 5, 19); a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores así tambien por la obediencia de uno sólo serán muchos constituidos justos.
Cierto que no puede haber perfeción más auténtica que cumplir la voluntad de Dios, como que las cosas se perfeccionan con la asecución de su fin; ahora bien, el fin del hombre es «servir a Dios»: luego ahí está su perfección y sería necedad buscar en otra parte el secreto de la santidad Cuán hrrmosarnente lo declara Santa Teresa en su libro de las Fundaciones, c. 5: «Yo creo que como el demonio ve que no hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia pone tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien»(10). Y esto se note bien, y verán claro que digo verdad. En lo que está  la suma perfección, claro está que no es en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad», etc. Y hace notar la Santa con insistencia las ventajas de la obediencia: a) seguridad grande interior; b) simplificación de la vida espiritual; c) bendición y protección divinas, que cuando se guarda la conciencia pura y se practica la obediencia, el Señor no permite jamás que el demonio nos engañe hasta el punto de perjudicar a nuestra alma; d) avance seguro en las vías del espíritu: «el aprovechamiento del alma no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho; y este amor se logra decidiéndose a obrar y sufrir, y haciéndolo cuando la ocasión se ofrece». Así, el mismo ejercicio de la oración deberá ceder el paso a los deberes señalados por la obediencia o al interés espiritual del prójimo.


2) Lo mismo pensaba San Ignacio, y de ahí el empeño en que sus hijos se señalen mucho en la obediencia y se «den todos a la entera obediencia» (R. 16 del Sum.). Qué dichosos seremos si así lo hacemos; para ello, estudiemos al divino modelo. ¿Quién obedecía? «Deus homínibus; Deus inquam cui angeli subditi sunt, cuí principatus et potestates obediunt, subditus erat... Disce homo, obedire, disce, terra, subdi; disce, pulvis obtemperare.» (San Bern., Hom. 1 sup. «Missus».) Dios a los hombres; Dios, a quien están sujetos los Angeles, los principados y potestades obedecen, estaba sujeto... Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte ; aprende, polvo, a abajarte. ¿Rehusaré obedecer?

¿A quiénes? A sus padres santísimos, ciertamente los más dignos; pero, al fin, criaturas, muy inferiores a Él en toda perfección. Veía en ellos a Dios, y al obedecer a San José decía con verdad: «Ego quae placita sunt ei (Patrii) facio semper» (Jn, 8, 29). Yo siempre hago las cosas que agradan a mi Padre.

Por mucho que pensemos que aventajamos a nuestros superiores, veanlos si no había más distancia de Jesús a los suyos. ¿Qué decir, pues, de mis rebeliones interiores, de mi juzgar mal de las acciones y aun intenciones de mis Superiores, de mi anteponer mi voluntad y juicio al suyo? Pronto las corregiríamos si nos esforzáramos, como nos manda nuestro Santo Padre, en reconocer en cualquiera Superior a Cristo Nuestro Señor, y reverenciar y obedecer a su Divina Majestad en él con toda devoción» (carta de la Obediencia), «y nos diéramos a la entera obediencia reconociendo al Superior, cualquier que sea, en lugar de Cristo Nuestro Señor y teniéndole interiormente reverenda y amor» (R. 31 S.).

¿En qué obedecía? En cuanto se le mandaba Niño, a las órdenes de su Madre, en recados y mandados que cumplen los criados, donde los hay. Mayor, en trabajos del taller de su padre. ¡Qué ocupaciones para un Dios! No consultaba, para obedecer, su gusto natural. ¿Y yo? ¿No me desdeño de obrar con espíritu de obediencia en algunas cosas menudas? Y cubro mi espíritu menguado de obediencia y mi deseo de independencia con el pretexto de no molestar a los Superiores. ¡Qué caudal de méritos atesoraremos si en todo procedemos regidos por la obediencia! Para el que tiene tal espíritu, nada es pequeño: el barro se desprecia, y quienes en él trabajan no se cuidan de desperdiciarlo, no así el oro, del que se guarda la más pequeña partícula; ¡el obediente trabaja en oro!

¿Cómo obedecía? Con suma perfección como si obedeciera a su Padre, cumpliendo la Regla que San Ignacio dió a sus hijos: «Seamos prestos a la voz del Superior como si de Cristo Nuestro Señor saliese, dejando por acabar cualquiera letra o cosa comenzada pongamos toda la intención en el Señor de todos, en que la Santa obediencia, cuanto a la ejecución y cuanto a la voluntad y cuanto al entendimiento Sea siempre en todo perfecta; haciendo con mucha presteza y gozo espiritual y perseverancia cuato nos será mandado, persuadiéndonos ser todo junsto y negando con obediencia ciega todo nuesro parecer y juicio contrario»

¿Y nosotros? ¿Murmuramos, censuramos, discutimos? ¿Procuramos no querer más que lo que el uperior quiere, o todo nuestro estudio es que el superior quiera lo que queremos, para después hacernos la ilusión de que obramos lo que Dios quiere?

¿Cuánto tiempo obedeció? ¡Hasta los treinta años! Y nosotros tal vez nos cansamos, y lo que en el Noviciado nos parecía gustoso se nos hace difícil; cuando debíamos ir creciendo en amor a esta virtud!

¿Por qué obedecía? Por amor de Dios y por nuestro amor; para enseñarnos la nobleza y el mérito de la obediencia cristiana, que ve en toda autoridad legítima la autoridad del mismo Dios. Pidamos a Jesús nos conceda aprender y practicar esta magnífica lección.

 
Punto 2.° Vida de aprovechamiento.

«Proficiebat sapientia et aetate et gratia apud Deum et hmines» (Lc 2, 52). Como en edad, así crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.

1) Crecía en edad y se iba manifestando en su trato con los encantos todos propios de cada período de la vida; se mostraba cada vez más hombre, y mostraba mayor cordura y madurez. Y nosotros? ¿Somos eternos niños? ¿Tan irreflexivos, tan tornadizos, tan sin asiento ni formalidad como cuando teníamos pocos años? No sea así, sino que con la edad crezca nuestra cordura, sensatez, dominio, prudencia, etc., manifestaciones naturales del avance en edad.
        2) ¿Cómo crecía en sabiduría? Distinguen los teólogos en el alma de Cristo triple sabiduría: la visión beatífica, la infusa y u adquirida; el progreso podía darse únicamente en la adquirida o experimental. Lo explica el Padre Suárez (In 3 p., q. 12, disp. 30, t. 2, p. 9): «Digo que el alma cte Cristo no tuvo desde el principio de su creación aquel conocimiento humano que consiste en la experiencia de las cosas, y que, por consiguiente, con el progreso del tiempo fué avanzando en ella; y que Cristo, no sólo en la experiencia de los sentidos, sino aun en el 
entendimiento adquirió por medio de los entidos algún nuevo conocimiento experimental u las especies para ello necesarias que no tuvo desde el principio; es conclusion verdadera y común sentencia de los teólogos.»

En la ciencia experimental adqujrida por Jesucristo tienen su explicación los movimientos de piedad de temor de disgusto, de tristeza y de alegría que sentía su corazón Otros explican el crecimiento diciendo que Jesús fué mostrando la ciencia que poseía paulatnamente; como decimos que crece el sol en resplandor del Oriente al mediodía porque se nos muestra más refulge aunque en sí tenga la misma claridad.

 
3) ¿Cómo crecía en gracia delante de Dios? No se puede admitir crecimiento interior de la gracia en el alma de Cristo; pues estuvo desde el primer instante lleno, con plenitud perfecta y omnímoda de ella, y sobreabundancia de méritos y santidad adelantaba sólo en cuanto en cada instante obraba actos de excelentísima virtud por lo cual Dios se complacía en la multitud y excelencia de tales acciones Que aunque no le hacían más santo ni podían acrecentar sus méritos, eran en sí suficientes para ello. (Knabenbauer in S. Lc.). Adelantaba en gracia ante los hombres porque según crecía en edad fué exhibiendo más y más aquellas virtudes dones y obras por las que niño y joven se hizo querido de todos y se atrajo el amor, benevolencia y alabanza de cuantos le Conocían.


4) ¿Y nosotros? Ha de ser el de Jesús modelo de nuestro crecimiento; jamás hemos de decir «basta», ni hemos de creernos suficientemente sabios o santos para poder decir: ¡alto! y cesar en el trabajo de avance Y por lo que toca al espíritu sucede a veces que por la edad, que apaga los bríos, o por otra causa, están ya las pasiones antes quizá violentas amortigudas y porque los superiores nos dejan en paz porque tenemos nuestro carril trazado y no hay tropiezo notable con los de dentro ni con los de fuera, tal vez porque conociéndonos mejor que nos conocemos nosotros, evitan ellos cun tu pudiera molestarnos; nos imaginamos falsamente que ya no hay más que pedir ni que hacer; y viene una circunstancia un poco extraordinaria
una prueba un poco difícil, de las que trae consigo la vida religiosa, y lo echamos todo a rodar y aparece que nuestra virtud era aparente y nuestro aprovechamiento escaso.

Recordemos que tenemos obligación de andar siempre adelante en la vía del «divino servicio» (R. 22 Sum.). Jamás hemos de dejar el estudio de las ciencias sagradas y de Jesucristo.
Nuestro aprovechamiento en gracia ha de manifestarse:

a) En desarraigar defectos, primer trabajo que prepara el campo; hemos de procurar que nuestras faltas sean cada vez menos, menores en gravedad, menos repetidas y menos deliberadas.
        b) Arraigar virtudes sólidas y perfectas, principalmente aquellas a que nos sentimos más inclinados o vemos sernos más necesarias.

c) Perfeccionar las obras ordinarias más y más, persuadidos de que en esto está nuestra santidad: en la perfección de la vida común. El martirio, los grandes sacrificios..., si vienen, es una vez en la vida, mientras que es incesante la marcha monótona de la vida común.

d) Unirnos cada vez más con Dios es la corona; si trabajamos en las tres primeras obras, esta unión por la perfecta caridad será fácil. Para nosotros lo cifra todo la R. 15 deI Sum.: «Todos nos animemos para no perder punto de perfección, que con la divina gracia podemos alcanzar en el cumplimiento de todas las Constituciones y modo nues»tro de proceder.» Examinemos seriamente iuestro avance...


Punto 3.° Vida de trabajo.


¿Nonne hic est faber, filius Mariace?... (Mc., 6, 3). ¿Nonne hic est fabri filius? (Mt., 13, 55). ¿No es éste el carpintero hijo de María?... ¿No es el hijo del carpintero? Eso se preguntaba la gente cuando salió Jesús a la predicación. De donde se deduce que ejercitó algún oficio manual. San Justino atestigua que en su tiempo (1l4-168) se mostraban aún arados hechos por el artesano de Nazaret. Treinta años de vida ocupada en trabado manual por nosotros y para nuestra enseñanza. ¡qué lecciones tan provechosas!


1) Sea la primera estima grande de los oficios humildes; no hay oficio deshonroso entre los discípulos de Jesús; todos quedaron dignificados con haberse el Señor ocupado en ellos. ¡Ni nos echemos a cavilar que nosotros valemos para mucho más! Bien está que si delante de Dios nos parece, y haciendo oración juzgamos convenir que lo representemos a los Superiores, lo hagamos así, pero dispuestos a quedarnos después tranquilos con lo que de nosotros dispongan, teniendo por tentación cualquier pensamiento contrario. ¿Para qué no servía Jesús? ¿Y en qué se ocupó treinta años? Persuadámonos de que Dios no nos necesita para grandes cosas, sino que nos quiere obedientes; y no podemos hacer cosa mayor.


2) La estima y aprovechamiento del tiempo; polilla terrible la ociosidad y mina riquísima el trabajo. Deber es del hombre el trabajar «homo nascitur ad laborem, et avis ad volatum» (Jn 5, 7). Nace el hombre para el trabajo y el ave para volar. A unos el trabajo material, a otros el intelectual, no menos penoso. Jesús quiso elegir para estos años el manual, y entre los manuales, uno de los más bajos. Así lo rehabilité que estaba vilipendiado elevándolo a grandeza increíble. Pero nos enseñó además a todos a aprovechar el tiempo. La pereza es gran enemiga de toda virtud.

Nuestra regla 44 nos dice que «el ocio, que es el origen de todos los males, no tenga en casa lugar ninguno en cuanto fuere posible». Franklin la comparaba a la herrumbre, que gasta más que el trabajo, añadiendo que tan difícil es tenerse en pie un perezoso como un saco vacío. Un capitán de navío repetía a sus tripulantes que el que nada hace, se halla siempre dispuesto a obrar la maldad, puesto que el perezoso no es más que un criminal de reserva. Amemos el trabajo y nos veremos libres do tentaciones y peligros sin cuento


3) A santificar el trabajo. Trahajemos como Jesús; estaba su trabajo en Nazaret:

a) Penetrado de vida interior, las manos se movían sudaba el rostro, se agitaban los músculos; Pero el corazón seguía recogido en Dios, unido a Él por continua oración.

b) Regulado por la obediencia, no hacía sino lo que le mandaban, porque se lo mandaban y como se lo mandaban,

c) Inspirado en el celo de la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Coloquios fervorosos con los tres santos moradores de Nazaret.

 

 

 

 

 

 

 

 8ª  MEDITACIÓN

 

JESÚS PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO


Preámbulo. La historia la narra San Lucas en el cap. 2, vv. 40-52. El Santo Padre, en los Misterios [272], la propone así: CRISTO NUESTRO SEÑOR, EN EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN... Y QUEDÓ SN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PADRES; PASADOS LOS TRES DÍAS LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES; Y DEMANDÁNDOLE SUS PADRES DÓNDE HABÍA ESTADO, RESPONDIÓ: ¿NO SABÉIS QUE EN LAS COSAS QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?


 
Punto 1°.  Sube al templo con sus padres.


PRIMERO: CRISTO NUESTRO SEÑOR, DE EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN.


1) Dice el sagrado texto que «iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de la Pascua» (Lc, 2, 41). En el Exodo (Ex., 23, 14 y iguientes) se dice: «Tribus vicibus per singulos annos mihi festa celebrabitis Ter in anno apparebit omne masculinum tuum coram Domino Deo tuo.» Tres veces cada año me celebraréis fiesta... Tres veces al año se presentarán todos tus varones delante del Señor; y lo mismo se repite en el Deuteronomio (16, 16), enumerando cuáles son las fiestas: la de los ázimos, la de las semanas y la de los tabernáculos El hecho que vamos a meditar acaeció en la Pascua de los ázimos.

Las mujeres no estaban obligadas, pero las palabras del texto nos indican que la Santísima Virgen iba todos los años; enseñándonos a no contentarnos con lo obligatorio, sino a procurar fomentar algunas devociones bien elegidas y practicadas con constancia, que si no son la devoción, la procuran y la conservan. No las despreciemos por pequeñas, que tienen efectos muy estimables! No dice el texto si el Niño subía todos los años; de creer es que lo llevarían siempre sus padres. ¿Por qué lo nota este año el evangelista? Pues porque en él quiso darnos Jesús esta gran lección.


2) ¿Cómo harían el viaje? Sin duda que con espíritu de veras religioso. Era ordinario juntarse en caravana los de cada villa o región y marchar orando y cantando en común. Tenían para ello en los Salmos fórmulas litúrgicas muy apropiadas: así, el Salmo 121, «Laetatus sum in his quae dicte sunt mihi, in domo Domini, ibimus… Gran contento tuve cuando se me dijo: Iremos a la casa del Señor»; que expresa admirablemente los sentimientos de un peregrino israelita que camina hacia Jerusalén, la ciudad santa.


3) ¿Qué hicieron en Jerusalén? El primer acto solemne de la celebración de la Pascua era la comida del cordero pascual. La tarde del día 14 del mes de Nisán, después de la puesta del sol, se reunían en grupos de más de diez y menos de veinte y celebraban la cena pascual conforme al rito prescrito en la ley y conservado en la tradición. La mañana del día siguiente, 15 de Nisán, asistían al solemne oficio que se celebraba en el templo; oficiaban en él los sacerdotes y levitas, y se hacía con acompañamiento de instrumentos músicos y de canto; solía terminarse con la bendición del pueblo. Asistían también los peregrinos al sacrificio vespertino, y el segundo día a la fiesta de la oblación matutina, en la que se ofrecían al Señor las primicias de la cosecha de la cebada (Lev., 12, 10-14). Y cumplido este rito, parece que no les urgía la obligación de permanecer en la ciudad hasta el fin de las solemnidades. De hecho, muchos peregrinos se volvían a sus casas.


4) En el templo. Veamos cómo entrarían en él. Cómo estarían ¡Con qué recogimiento! ¡Qué devoción infundirían a cuantos los viesen y cómo alabarían a Dios las almas honradas y buenas que los contemplaban! «Sic luceat lux vestra» (Mt 5, 16). Así hemos de proceder nosotros en el templo, y, sobre todo, en el altar, de suerte que se edifiquen cuantos nos vean.

¿Qué hacía el Niño Jesús en el templo? Pues seguramente que cuatro cosas:

a) Adorar a su Eterno Padre y rendirle el culto de latría que le es debido.

b) Darle gracias por cuantos beneficios le había dispensado y también por los dispensados a su Madre y al resto de los hombres.

e) Reparar las ofensas con actos fervorosísimos de desagravio.

d) Pedir muchas gracias. ¡Qué raudal de gracias no atraería la plegaria del Niño Jesús sobre sus padres!


        Aprendamos a emplear el tiempo de nuestra oración y visitas al Santísimo: en esos cuatro puntos tenemos materia abundante para entretenemos fructuosamente. Sobre todo, ésos deben ser nuestros afectos al asistir a la Santa Misa o al celebrarla; pues que, como sabemos, es sacrificio: a) latréutico, porque se ofrece a Dios para reconocer su supremo dominio; b) eucarístico, por ofrecerse en acción de gracias por los beneficios recibidos; c) impetratorio,
pues se ofrece a Dios para obtener, por los méritos de Jesucristo, nuevos beneficios; d) propjciatorio, satisfactorio o expiatorio, para obtener perdón de pecados y remisión de la pena por ellos debida (Coin Trid. sess. 22, can. 3).


Punto 2.° Se queda Jesús en el templo.


CRISTO QUEDÓ EN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PARIENTES.»


1) ¿Cómo pudo suceder? San Lucas (Lc 2, 43) dice: «Acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen». La gente que aquellos días acudía a Jerusalén era muchísima: Josefo (De beli. jud., 6, 424) menciona tres millones de peregrinos en una de estas fiestas; y en otro lugar afirma que se sacrificaron para la cena legal un año, en el templo, 256.500 corderos. Era, pues, fácil que en tal aglomeración se perdiera un niño. Además, pudieron muy bien pensar sus padres que Jesús estaba con algún grupo de los de Nazaret «illum esse in comitatu» (Lc 2, 44). Cosa tanto más obvia y natural cuanto que Jesús era muy querido de sus conocidos Cayeron en la cuenta al terminar la jornada del día, «iter diei», cuando, llegados los últimos grupos, se encontraron con que faltaba Jesús, y nadie sabía dar cuenta de Él.

 
2) ¿Cómo se ausenta Jesús de las almas? De dos maneras: la primera es sustrayendo del alma la gracia, lo cual sólo se verifica como castigo del pecado mortal; no está figurada en esta ausencia tan terrible castigo; ¡Dios nos envíe mil veces la muerte antes de caer en pecado mortal! La otra es cuando, sin quitarnos su gracia, nos priva del sentimiento de su presencia; está Dios en el alma y, sin embargo, no sentimos las dulzuras inefables de la presencia de sino, por el contrario soledad, tristeza, abandono, desaliento (Reg. 4 1317) de discern de las de la 1 .‘ serie).


3) ¿Por qué se ausenta Jesüs? Lo expone admirablemente San Ignacio en las reglas de discernimiento de espíritus y nos dice que unas veces la ausencia de Jesús, la desolación, es castigo de nuestra tibieza y negligencia en los ejercicios espirituales y en el servicio divino; otras, prueba de nuestra fidelidad y amor, que resplandecen sobre todo en las horas difíciles de la desolación; otras, por fin, lección provechosa que nos haga palpar que la consolación no es propiedad nuestra, sino don gratuito de Dios y así aprendamos humildad.


4) ¿Cómo hemos de buscar a Jesús? Como lo buscaron María y José: a) y, ante todo, «do lentes» (Lc 2, 44), doliéndonos de tales ausencias; que es cosa triste que el alma, entretenida en aficioncillas terrenas, no eche de menos a Jesús, si no es que llega hasta desear su ausencia, por temor a lo que puede y suele exigir cuando se apodera del alma. Penetremos los corazones de aquellos santos, esposos; qué noche aquélla más triste y más larga! Nada en ellos suplía la ausencia de Jesús.

Pero no se contentaron con llorar, sino que al instante b) «quaerebamus», se dieron a buscarlo. Así hemos de hacerlo nosotros, y si así lo hacemos, pronto encontraremos a Jesús;

c) «quaerebamus te», buscaban a Jesús. No su consuelo ni otra cosa alguna, sino a Jesús, en quien lo cifraban todo. No suceda que más que a Jesús nos busquemos a nosotros mismos; gran error sería, e insigne ingratitud, y prueba suele ser de que más buscamos nuestra consolación que a Dios, c) que fócilmente nos desanimemos y caigamos de áoinm.


Punto 3. PASADOS LOS TRES DÍAS, LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES »QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?)» (Lc 2, 48).


1) «El factum est post triduum» (Lc 46), y al cabo de tres días le hallaron en el templo. Al tercer día de haber salido do la ciudad. Cuando advirtieron la desaparición habían caminado ya una jornada; necesitaban otra para volver a Jerusalén; al tercer día encontraron a Jesús (v. Schuster, «Historia Bíblica», Knabenbauer la Lc., p. 143). Es de creer que los padres de Jesús, apenas les fué dado hacerlo, muy de mañana se fueron al templo, persuadidos de que allí, más bien que en ningún otro lugar, estaría Jesús, si por su gusto se había quedado en Jerusalén. Tal vez emplearon bastante tiempo en encontrarlo, por ser el templo muy amplio.

Aprendamos dónde hemos de buscar a, Jesús cuando lo echemos de menos: no entre amigos y conocidos, no entre carne y sangre, ni entre regalos y vanidades, ni entre el bullicio y diversiones profanas, sino en el templo cte Dios, que es la casa de Dios; dentro del templo vivo de nuestro corazón, haciéndolo casa de oración y ocupándolo en ejercicios de santidad; no en parlerías inútiles ni en lecturas entretenidas o en amistades peligrosas.


2) ¿Dónde estaba Jesús, y qué hacía? Explicaban los doctores la ley al pueblo, los sábados, los días festivos y durante su octava; quizá ocurrió la ausencia de Jesús durante la octava de Pascua. Púsose Jesús entre la turba a escuchar la explicación, y como estaban autorizados los oyentes para preguntar y exponer sus dudas, lo hizo El de tal modo que llamó la atención de los maestros. Hiciéronle subir al estrado, pues cuando entraron sus padres «le hallaron... sentado en medio de los doctores, y ora les escuchaba, ora les preguntaba; y cuantos le oían quedaron pasmados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2, 46). No se nos dice de qué hablaba.


3) Consideremos el gozo de los santos esposos al encontrar a su divino Hijo; así nos gozaremos si como ellos le buscamos. La Santísima Virgen, al verle, exclamó: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando». Nada hay en estas palabras de reproche; son una cariñosa interrogación, muy natural en quien ama como amaba María a Jesús; una sencilla expresión del dolor que sus corazones habían experimentado durante aquellos días de triste soledad. Hay también en ella una nota delicadísima de humildad y de deferencia y amor de María para con José en aquel «pater tuus et ego», tu padre y yo, nombra primero a José y le llama padre de Jesús. Nota el P. La Puente la brevedad y precisión con que habló la Santísima Virgen.
4) A la pregunta de su Madre respondió Jesús: «Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que Yo »debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?» . No contiene esta respuesta, dada a su Madre, nada de frialdad o indiferencia, y menos de reprensión o desaire, sino de instrucción, porque enseña que lo hecho ha sido realizado por determinación y misterio divino; de consuelo, porque les dice que no había motivo para dolerse y buscarle con tanta solicitud; de defensa, porque tácitamente niega haber dado causa para que ellos se doliesen y le buscaran con ansiedad; como si dijese: «no os di Yo causa de este dolor y rebusca, pues que nada hice por lo que debieseis buscarme con dolor; vosotros, por lo mucho que me amáis y por ignorar el misterio del asunto, fuisteis la causa» (Toledo).

Como dirigida a nosotros esta respuesta, nos incuIca los derechos infinitos de Dios sobre nosotros y sobre cuanto pensamos que nos pertenece; nos enseña que no hay consideración alguna que pueda no ya prevalecer contra un deseo de Dios, pero que ni merezca ponerse con Él en parangón. Enséñanos, además, a unir en nuestro corazón el amor a nuestros padres con una firme decisión de seguir la voluntad de Dios y una completa independencia de cuanto pueda impedírnoslo. Magnífica lección para quien se prepara a elegir estado (Vermeersch).

Pero no vayamos a creer que no tenga aplicación a quien ya ha hecho tal elección y se ha abrazado con el de perfección; tiénela y no poco frecuente, pues que si ol afecto sagrado a nuestros padres no ha sido parte para impedirnos seguir la voz de Dios, triste cosa sería que nos lo impidan en mil ocasiones afectillos desordenados a cosas, personas, ocupaciones, etc. Veamos si en más de una ocasión al «cur fecisti sic» tendríamos que callar avergonzados.

        Cuando nuestras pasiones o los hombres se empeñen en separarnos un ápice de la voluntad de Dios para esclavizarnos a la de sus enemigos, respondamos «in his quae Patris mei sunt oportet me esse!» ¡Sólo pertenezco a Dios, Él es mi Señor, a El sólo he de servir! Grabemos bien en nuestra mente esta verdad, y cuando se trate de la causa de Dios tomemos la resolución de cortar cualquier cosa por grata que nos sea. ¡Qué dichosos seremos si así lo hacemos!
 
NOTAS. 1) Era despreciado el trabajo manuah Aristóteles, el más grande de los filósofos gentiles, lo había proclamado indigno del hombre libre. Platón, Herodoto, Jenofonte, Cicerón y Séneca hablaban y pensaban del mismo modo. Los obreros no eran, mirados por los griegos como dignos del título de ciudadano. (v. Devivier «Curso de Apologética». P. AIlard. «Les esclaves chrétiens».)


2) Los discípulos de Jesucristo. Cuenta una vieja leyenda monástica que el abad Macario fué a visitar al gran Antonio, poblador del yermo, en su profunda y casi inaccesilde soledad. Sentáronse ambos en cuclillas en el suelo, a la manera de los egipcios. Comenzaron a hablar y a trenzar esteras. Viendo Antonio la destreza, hija de la asiduidad, con que Macario tejía el palmito del desierto, le besó las manos, y exclamó: «hay una gran virtud en esas manos.» San Pablo estaba orgulloso de las suyas de tejedor, en las que puso callos la áspera lana de las cabras negras del monte Tauro, que ellas transformaban en la groserísima tela de los cilicios, que, por su aspereza, ha tomado casi exclusivamente sentido penitencial. Y se gloriaba de ganar su pan con su trabajo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9ª  MEDITACIÓN

 

BAUTISMO DE CRISTO

 

CONTEMPLACIÓN SOBRE LA PARTIDA DE CRISTO NUESTRO SEÑOR DESDE NAZARET AL RÍO JORDÁN, Y CÓMO FUÉ BAUTIZADO.


Preámbulo. Narran la historia de este hecho los sinópticos Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21- 22): «Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser de él bautizado. Juan, empero, se resistía diciendo: Yo debo ser bautizado de Ti, y ¡Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús diciendo: Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. Y Juan, entonces, condescendió con El. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los Cielos, y rió bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y posar sobre Él. Y oyóse una voz del Cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia.»

 
Composición de lugar. Desde el siglo IV se señala corno lugar del bautismo de Jesús la ribera derecha del río a siete u ocho kilómetros del norte del mar Muerto (Prat). El cuarto Evangelio nombra dos localidades en las que bautizaba el Precursor: Betania, a tres jornadas de Nazaret (que no se ha de confundir con otra Betania del monte Olivete), y Ennón (fuentes), cerca de Salim, a una jornada de Nazaret, un poco más arriba de su desembocadura en el mar Muerto, Consérvase en este lugar una iglesia reconstruida el siglo pasado (Durand).


Petición. DEMANDAR CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR, QUE POR MÍ SE HA HECHO HOMBRE, PARA QUE MÁS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1°.  Se despide de su Madre Santísima.

No pierde San Ignacio ocasión de presentarnos a nuestra Madre, la Santísima Virgen, y de enseñarnos prácticamente el amor y la reverencia que la debemos. Es que tal amor nos es necesario para nuestra salvación y para nuestra santificación.

 
a) Podemos considerar en este misterio la conducta de la Santísima Virgen. Ilustrada por Jesús en aquellas sus íntimas comunicaciones de Nazaret y muy en los secretos de la economía de la redención, estaría esperando, y al mismo tiempo temiendo, la hora de la separación. Sabía que la labor mesiánica de Jesús pedía un campo más amplio que la casita de Nazaret. Y llegó el día; Jesús, con acento lleno de ternura, le dijo: ¡Madre, sabéis que he venido al mundo a establecer el reino de Dios, y para ello he de predicar la doctrina de salvación; lo quiere el Padre, y por Él tengo que dejaros!. La Santísima Virgen dijo, una vez más: «Fiat! ¡Hágase la voluntad de Dios! ¡Id, Hijo mío, a donde el Padre os llama! Con el corazón y con la oración seguiré unida a Vos y a vuestros trabajos.

Sacrificio grande el de la separación para Jesús y para María. ¡Se amaban tanto! ¡Vivían tan felices unidos! ¿Cómo lo aceptaron? ¡Con toda el alma! ¡Qué bendiciones no merecería del Cielo este sacrificio! ¡Asistamos a tan conmovedora escena...! María quedó asociada al apostolado de Jesús. Aprendamos a sacrificarnos.., y a decir «fiat» con toda el alma cuando Dios nos pida algo, por difícil que sea. A Jesús le costó muchísimo el ver sufrir a su Madre.


b) ¿Para qué quiso Jesús hacer este sacrificio? Para enseñarnos el desasimiento del corazón, aun de los amores más sagrados, que jamás nos han de impedir el hacer la voluntad de Dios. Magnífica lección en este punto de los ejercicios en que comenzamos ya a trabajar directamente en averiguar el modo concreto en que Dios quiere servirse de nosotros para que logremos la santidad. Sin esa libertad no la alcanzaremos, pues que es necesaria:

l.° Para lograr nuestra perfección, porque la desordenada afición de carne y sangre es obstáculo al amor y servicio de Dios.

2.° Es necesaria especialmente a los llamados a vocación apostólica, pues asegura al apóstol la libertad y la fuerza de acción; su vocación reclama y necesita todas sus fuerzas y todo su tiempo, su cuerpo y su alma, su inteligencia y su voluntad. ¡El primer paso en el seguimiento cÍe Cristo, cuando llama a estado de perfección, es el dejarlo todo...: casa, bienes, padres!


2) Va al Jordán. Parte a la conquista del Reino y marcha descalzo y solo. Quiere:
a) Autorizar el bautismo de Juan y disponer a los hombres a otro más eficaz que Él instituirá.
b) Santificar su ministerio iniciándolo con un acto heroico de humildad. Como los árboles, así los humildes tanto más profundizan sus raíces cuanto más alto edificio han de levantar.
Nuestro Santo Padre nos repite con insistencia grande en las contemplaciones y aplicación de sentidos, que expone como pautas de dirección, quee hemos de guaidar siempre, que debemos para sacar provecho de tal vista o cosa.

No lo olvidemos. Abundante materia de reflexión nos brinda la despedida de Jesús y de su Madre. ¿Somos dóciles, prestos y diligentes en seguir los divinos llamamientos? ¿Hay en nuestros corazones algún amor que nos detenga en la marcha hacia Dios? ¿Estamos desasidos de todo..., padres, casa, hacienda, etc., y prontos a dejarlo todo si tal es la voluntad de Dios?


Punto 2.° El bautismo de Jesús.


SAN JUAN BAUTIZÓ A CRISTo NUESTRO SEÑOR, Y QUERIÉNDOSE EXCUSAR, REPUTÁNDOSE INDIGNO DE BAUTIZAR LO, DÍCELE CRISTO: HAZ ESTO POR LO PRESENTE, PORQUE ASÍ ES MENESTER QUE CUMPLAMOS TODA LA JUSTICIA.


1) «Tunc venit Jesus a Galilaea in Jordanem ad Joannem ut baptizaretur ab eo» (Mt 3, 13). Un día de invierno el carpintero de Nazaret, ignorado aún de todos, se presenta a orillas del Jordán, mezclado a la turba de penitentes que acudían atraídos por la vida santa y la predicación fervorosa del Precursor. Juan no conocía personalmente a su primo Jesús: «Et ego nesciebam eum» (Jn 1, 29); pero esperaba conocerle por la señal que el Señor le había indicado.
Al acercarse Jesús mezclado con la turba de pecadores, haciéndose como uno de ellos, Juan, iluminado súbita y sobrenaturalmente, advertido por una voz interior le conoció, y lleno de asombro: «prohibebat eum, dicens; ego a te debeo baptizari sed tu venis ad me?» (Mt 3, 14); le disuadía diciendo: yo debo ser bautizado por ti, ¿y vienes Tú a mí?

Considera la humildad admirable de Jesús; había tomado forma de siervo y tomó también la de penitente, que de penitencia era el bautismo de Juan. Cómo despliega al viento su bandera; no olvides que con instancia y como gracia muy preciosa has pedido se le coneeda militar bajo ella en oprobios y humillaciones. Y procura que no sean palabras vacías tales súplicas.
        Juan, al reconocer a Jesús, sabiendo quién era, llenóse de asombro, reverencióle y humillóse a Él. ¡Cuántos bienes se siguen del conocimiento de Dios! ¡Y qué figura tan llena de encanto la del Bautista! ¡Jesús quiso honrarle; había por Jesús renunciado a todo y Jesús le quiere recompensar aun en la tierra!


2) «Respondens autem Jesus dixit: sine modo, sic enim decet nos implere omnem justitiam» (ib., 15). Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. ¡Yo, humillándome; tú, obedeciendo! ¡Luego toda la santidad se compendia en humildad y obediencia! Aprendámoslo, que es lección difícil y necesaria: sujétate no sólo al mayor o al igual, sino aun al inferior... Como Jesús. Y eso no en acto de prescripción legal, como era la circuncisión, sino de piedad absolutamente libre, del que pudiera dispensarse sin dificultad ni desedificación de nadie. Para que aprendamos, y aunque sea para ello preciso empequeñecernos a los ojos de ciertas personas, no tengamos miedo de mostrarnos siempre sumisos y respetuosos a las menores recomendaciones de la Iglesia, escrupulosos cumplidores de las menores reglas del estado que hemos abrazado. No es rebajarnos, sino engrandecernos.

 

3) ¡Veamos a Jesús confundido con las turbas como uno de tantos pecadores! «Et baptizatus est a Joanne in Jordane» (Mc 1, 9). ¡Humildad portentosa! Con tan magnífico ejemplo inaugura Jesús su vida pública de apostolado.


Punto 3.° El milagro.


VINO EL ESPÍRITU SANTO Y LA VOZ DEL PADRE DESDE EL CIELO AFIRMANDO: ESTE ES MI HIJO AMADO, DEL CUAL ESTOY MUY SATISFECHO.


«Baptizatus autem Jesus confestim ascendit de aqua. Et  ecce aperti sunt coeli...» (Mt., 3, 16). Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua ie le abrieron los Cielos... Escena sublime de incomparable grandeza... ¡Cómo la contemplaría, lleno de devoción, el santo Precursor, que se confirmaría más y más en el fidelIsimo cumplimiento de la misión que Dios le había confiado y crecería en la estima de aquel que con tan humilde traza exterior se le presentaba, siendo como era el Hijo de Dios!

Magnífica aprobación de la divina Misión de Jesucristo y espléndida compensación de su solicitud en humillarse. Él se abaja a lo más profundo, al nivel de los pecadores. ¡Dios le ensalza a la sublimidad de Hijo Suyo! Siguiéronse al bautismo de Jesús, según el texto sagrado, tres cosas extraordinarias y maravillosas:

1) «Aperti sunt ei caeliSe le abrieron los Cielos. La llave que los abre para nosotros es la humildad; «humilibus dat gratiam» (Jac., 4, 6); da su gracia a los humildes y es la gracia semilla de gloria. Aspira al Cielo, ¡pero no olvides el camino! Este abrirse los Cielos fué, sin duda, visible a Jesucristo y al Bautista, como consta de San Juan: «Et ego vidi et testimonium perhibui quia hic est Fiiius Dei» (Jn 1, 34). Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que El es el Hijo de Dios.

¿Pero lo vieron los demás concurrentes? Sentencia es muy común de los Padres y Doctores la afirmativa; y el Padre Suárez, al exponerla, aduce la siguiente razón: «illa autem significatio sensibilis non erat Christo necessaria, sed nobis: ergo oportuit ut talis esset quae ab allis perciperetur»; tal manifestación sensible no era necesaria para Cristo, sino para nosotros; convino, pues, que fuese tal que la percibiesen los demás. Quiso ya Dios comenzar a manifestarnos a. su Hijo. Dichosos de nosotros, si, recibiendo agradecidos tal manifestación, sabemos aprovecharnos de ella: ahí está todo nuestro bien!


2) «Et vidit spiritum Dei descendentem sicut columbam et venientem super se» (Mt., 3, 16). Y vió bajar al Espíritu Santo en forma de paloma y posar sobre él. ¡Así honra Dios a quien se humilla! Procura con tu humillación tenerle propicio. No se ha de entender esta venida del Espíritu Santo sobre Jesucristo como si con ella recibiese su alma algún interno crecimiento de gracia y como si entonces fuese ungido del Espíritu Santo, puesto que desde el primer instante de su ser tenía toda plenitud, sino que fué una declaración y manifestación hecha a los demás de la presencia del Espíritu Santo en Cristo, o, como dice Suárez, no fué otra cosa que manifestar, con un nuevo signo sensible, el don del Espíritu Santo, que desde el principio de su concepción estaba en Cristo (Knabenbauer in Mt.).

Pidamos a ese Espíritu que baje a nosotros y nos llene de conocimiento y amor de Jesucristo, y de aliento grande para seguirle muy de cerca, respondiendo con presteza y diligencia a sus llamamientos.


3) «Et ecce voc de caelis, dicens: Hic est Filius meus dilectus, in quo mihi complacui» (Mt., 3, 17). Y oyóse una voz del Cielo que decía. Este es mi Hijo querido, en quien tengo puesta toda mi complacencia. Al que se humilla confundido entre los pecadores lo declara Hijo de Dios... ¿Quieres ser llamado por Dios hijo suyo? ¡Humíllate!, que Dios, «humilia respicit» (Ps., 137, 6), mira complacido a los humildes. Aprende a estimar al que has elegido para Capitán, a quien has jurado seguir; estudia sus ejemplos y sus grandezas para entusiasmarte con El y poner todo tu empeño en complacerle.


APLICACIÓN DE SENTIDOS SOBRE EL BAUTISMO DE JESUCRISTO

 

Punto 1º EL PRIMER PUNTO ES VER LAS PERSONAS CON LA VISTA IMAGINATIVA MEDITANDO Y CONTEMPLANDO EN PARTICULAR SUS CIRCUNSTANCIAS Y SACANDO ALGÚN PROVECHO DE LA VISTA.

 
Tres cosas indica San Ignacio que se han de practicar en la aplicación de cada sentido: ver, meditar y contemplar y sacar algún provecho


1) Ver,

 

  1. Sigamos la narración evangelio supliendo lo que naturalmente se deja en ella entender. Veamos a Jesús, ya de edad de unos treinta años, el carpintero de Nazaret, y a María Santísima, su Madre, en su casita pobre, Pero limpia, Ventilada y alegre; qué encanto de vida! Se despiden, se bendicen mutuamente..., se abrazan, con qué amor y dignidad... Sus rostros, tristes pero resignados. ¡Cómo el Cielo bendice aquel sacrificio!
  2. Jesús marcha solo..., Pobre..., descalzo, a buen paso..,, sin volver la vista a lo que deja, Modelo de apóstoles .., va a hacer la voluntad de su Padre, que le llama a la vida de Predicación y trato con los prójimos El camino es largo, pedregoso; escasos arbustos agitan sus raquíticas ramas; sólo las aves de rapiña y las bestias feroces turban el silencio de aquellas terribles soledades En medio de barrancos escarpados, la Naturaleza ha cavado grutas profundas; en ellas vivía retirado el santo Precursor… Al nordeste del desierto de Judá, el Jordán se lanza en el mar Muerto después de haber corrido sobre un lecho muy accidentado y descendiendo a partir de sus fuentes de una altura media de 700 metros El río, describe V. Guerin, se repliega sin cesar sobre sí mismo rodando sus turbias aguas unas veces sobre Un fondo fangoso, otras sobre un cauce erizado de rocas y sembrado de grandes bloques, entre los que se precipita hirviente. En gran parte de su curso, sus riberas, sinuosas, están pobladas de sauces, acacias, tamarindos, álamos y cañaverales. Así corre murmurador e impetuoso, entre orillas de perpetua verdura, que lo encuadran casi sin interrupción. En el fondo de esta maleza, a veces impenetrable, refugio de fieras, jabalíes y víboras, corre una zona bastante estrecha de tierra muy fértil. Cerca de Jericó había un vado: allí predicaba el Bautista y se bautizó Jesús (Bohnen, 5. J. (Vade-mecum des récits évangéliques).
  3. Veamos a Jesús llegar a ese lugar y confundirse con las turbas penitentes de pecadores.., y acercarse a recibir el bautismo de penitencia. Era en noviembre, tres meses después de iniciada la predicación del Precursor. Después veamos a Juan resistiéndose, lleno de respetuosa confusión y reverencia.,. Cede..., ¡le bautiza!
  4. Veamos cómo se abren los Cielos y el Espíritu Santo desciende en forma de paloma...
    Meditar y contemplar. ¡Cuánta humildad! ¡Cómo se abaja! Va a emprender la vida de Apóstol; lo deja todo...: casa..., comodidades..., ¡Madre! Primer paso del apostolado, la renuncia total. Segundo, la humildad..., la obediencia... Así se abren los Cielos.., y la gracia desciende.., para fecundizar los trabajos...


3) Sacar algún provecho. ¿Me llama a mí Dios a vida apostólica? ¿Estoy dispuesto a seguir ese llamamiento? El primer paso..., dejarlo todo...; la disposición primera, la humildad... ¿Me ha llamado ya? ¿Vivo como el modelo?


Punto 2° OÍR CON EL OÍDO LO QUE HABLAN O PUEDEN HABLAR, Y REFLEXIONANDO EN MI MISMO, SACAR DE ELLO  ALGÚN PROVECHO

 
1) Oír. No poco nos dice el mismo Sagrado Evangelio.

  1. Despedida. ¿Qué se dirían el Hijo y la MadrE? ¿Cómo Jesús expondría a María que era llegada la hora en que por disposición de su Padre celestial había de dejar aquel dulcísimo retiro para darse a la vida apostólica? ¿Y cómo la Santísima Virgen repetiría una vez más el «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 18). Qué palabras más tiernas de amor, de sumisión a la divina Voluntad .., de santa alegría y aliento, se dirían mutuamente ¿Cómo se despedirían?
  2. Diálogo con San Juan. Quiere el Bautista disuadir a Jesús de su bautismo «Yo debo ser bautizado por Ti ¿Tú vienes a mí? (Mt 3, 14). Y Jesús le responde: «Déjame ahora hacer, Porque conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt., 3, 15).
  3. Después la VOZ de lo alto: «Este es mi Hijo »amado, en el cual me complazco» (Ib.,

 

2) REFLECTIR PARA SACAR ALGÚN PROVECHO. Pidamos al Divino Capitán y a su Madre Santísima nos llenen de santo esfuerzo para renunciar a todo cuando se trate de seguir el llamamiento de Dios. ¡Que jamás pretendamos que allí venga Dios donde nosotros queremos, sino que nos determinemos a dejarlo todo para ir a DIOS! Que nos ilumine para que conozcamos más y más internamente al Señor, que por mí se ha hecho hombre, Que aprendamos a humillarnos para ser ensalzados y merecer ser llamados hijos de Dios.

 
Punto 3 «OLER Y GUSTAR... LA INFINITA SUAVIDAD Y DULZURA DE LA DIVINIDAD, DEL ANIMA Y DE SUS VIRTUDES Y DE TODO...; REFLICTIENDO EN SÍ MISMO Y SACANDO PROVECHO.

 
1) Qué delicioso aroma el que impreg la casita de Nazaret; qué suave fragancia la que despide la persona santísima de Jesús la de María, la del Bautisma ¡Aromas de] Cielo!
21 ¿Y yo? ¡Despido hedor de corrupción! cómo debe perfumarlo todo el cristiano que debe ser Christi bonus odor» (1 Cor., 2, 15); buen Olor de Cristo y cuánto más el Apóstol como otro Cristo, con su vida santa, con su porte modesto y recatado, con sus palabras de vida eterna, con sus obras.

 

Punto 4.° TOCAR CON EL TACTO, ASÍ COMO ABRAZAR Y BESAR LOS LUGARES DONDE LAS TALES PERSONAS PISAN..., SIEMPRE PROCURANDO SACAR PROVECHO DE ELLO.

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Entremos en el taller...; allí quedan los instrumentos de trabajo, los utensilios.., de que se sirvió Jesús durante los treinta años de su vida oculta... Si hubiésemos logrado que nos dieran alguno de esos objetos, ¡cómo los veneraríamos!, y nos parecería al besarlos sentir que de ellos fluía celestial dulzura. Con gran respeto y cariño, pidiendo permiso a nuestra Madre, hagámoslo..., y besemos aquel suelo, y aquellos objetos..., y la orla del manto de María y su mano maternal. Y dejemos que el alma se llene de suave jugo de devoción. Besemos las huellas que Jesús va dejando en su marcha hacia el Jordán: son tan preciosas las huellas del Apóstol!

 

NOTA. E1 P. Polanco, en su Directorio (Mi., ser. 2, p. 816, 77) dice: «Y avísese al que se ejercita que mayores señales de la voluntad de Dios se habían de exigir para permanecer en la vía común, que llamamos de los Mandamientos puesto que «Cristo dice que es difícil que entren en el Cielo los que poseen riquezas, que no para elegir el camino de los consejos, que el mismo Cristo, eterna sapiencia, aconseja, aunque no manda, porque es más seguro, indudablementc y más perfecto; por lo que más propenso debe estar (por su parte) a tomar el camino de los consejos que no el de los preceptos, si a Dios le agradare más aquel.»

 

 

 

 

 

10ª  MEDITACIÓN

 

LAS TENTACIONES DE JESÚS EN EL DESIERTO

 

Preámbulo. Cómo Jesús, lleno del Espíritu Santo, se fué del Jordán y el Espíritu le condujo al desierto, donde estuvo cuarenta días, siendo tentado por el diablo, sin comer nada y morando entre las fieras. Al cabo de los cuarenta días, sintiendo El hambre, se le acercó el tentador y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan.» Jesús le respondió «Está escrito: »No Vive el hombre de solo pan, sino de todo lo que Dios dispone» (Deut 8, 3). Luego le llevó el diablo a la ciudad santa y le subió al pináculo del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque está escrito: Te ha encomendado a sus ángeles para que te guarden y te han de llevar en sus manos para que tus pies no se lastimen contra ninguna piedra» (Salm 90, 11, 12). Jesus le contestó: «También está escrito: No tientes al Señor tu Dios» (Deut 6, 16). Hablándole Ilevado todavía el diablo a un monte elevado, le puso en un momento ante los ojos todos los reinos de la tierra con su gloria, y le dijo: «A Ti te voy a dar todo este poder con su gloria. Esta puesto en mis manos y se lo doy a quien quiero; conque si te postras delante de mí, todo será tuyo. Entonces le dijo Jesús: «Retírate, Satanás, porque está escrito: »Adora al Señor tu Dios. Tributa culto a Él sólo» (Deut., 6, 13). Agotadas todas las tentaciones, el diablo le dejó y se alejó de Él por algún tiempo. Entonces se le acercaron los ángeles y le servían» (Mt., 4, 1-11; Mc., 1, 12-13; Le., 4, 1-13).


2.° Composición del lugar. E1 desierto de Jericó, a unos diez kilómetros del Jordán, y en él una montaña rocosa de 1.200 pies de elevación, rodeada de colinas, de difícil acceso a los hombres. En su ladera se abren, a diferentes alturas, numerosas grutas o cuevas. Llámase la montaña de la cuarentena y está a unos veinticinco minutos de la fuente de Eliseo.

 

Punto 1.°  El desierto.


DESPUÉS DE HABERSE BAUTIZADO FUÉ AL DESIERTO, DONDE AYUNÓ CUARENTA DÍAS Y CUARENTA NOCHES.


1) ¡Qué lección para los Apóstoles! Había vivido treinta años retirado; para nada necesitaba de preparación, pero la necesitamos mucho nosotros. Se retiró, «tunc», en seguida del bautismo y de la prodigiosa manifestación celestial, lleno del Espíritu Santo; se retiró para huir el aplauso de las turbas, a gustar a solas del don celestial; para manifestarnos que los dones interiores son preferibles a las ceremonias exteriores...

«Et agebatur a Spiritu in desertum» (Lc 4, 1). Era conducido por el Espíritu al desierto; el Apóstol nos dice que «qui Spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei» (Rom., 8, 14); «los que son movidos por el Espiritu de Dios son hijos de Dios; en cambio los hijos de Adán o de este siglo son movidos en sus obras por ímpetu del espíritu malo, que es espíritu del demonio, o mundo, o carne, o espíritu propio, torcido e inclinado a su propio parecer y propia voluntad» (La Puente).  

Considera qué espíritu te rige y conduce en tus determinaciones y esfuérzate en atender las mociones del Espíritu Santo y segurlas fielmente, entregándote fielmente a ellas cn docilidad, sobre todo eneltrabajo de la eleccion oreforma en que te ocupas estos días.

 

2) ¿Adónde le condujo? Al desierto, a la soledad, alsilencio; no a Jerusalén o a otros poblados a conversar y tratar con las gentes El espíritu mundo huye la soledad; el de Dios, al contrario, «ducam eam in solitudine et loquar ad cor eius» (Os., 2, 14). Le llevaré a la soledad y hablaré a su corazón en él está el reino de Dios: «regnun Dei intra vos est» (Lc, 17, 21). Recordemos to grwr des bienes del retiro para la preparacjót del Ap(t01 al cual le es muy necesario; recuérdese a Moisés, a  los Profetas, al Bautista; y más cerca de nosotros a Santo Domingo, a San Francisco, a San Ignacio que buscaron y amaron la soledad para llenarse en ella del espíritu de Dios y poder así después comunicárselo a los demás. Ni se crea que tal reposo con Dios sea indolente y estéril; por el contrario, es viril esfuerzo para librarse de la corriente de las cosas vanas y para oír en el fondo del corazón, en vez de las voces inútiles o mentirosas de los hombres, la voz de Dios. Guárdalo pues, religiosamente, siquiera en el tiempo santo de Ejercicios y lograrás frutos suavísimos.

 
3) Vida de Jesús en el desierto.


a) «Erat cum bestiis» (Mc 1, 18); moraba con las bestias, alejado del consorcio de los hombres; solitario de cuerpo y de alma

b) Silencio absoluto; aficiónate a él y guárdalo durante tu retiro que tiene grandes utilidades y es el gran medio de aprender a hablar.

c) Oraba; toda su conversación era con el Cielo; entregaba día y noche a la oración sólo atentp  a Dios y a las cosas divinas: oraba por los Apóstoles, por los fieles, por los hombres. Tengo prisa de obrar, y, sin embargo, orar es más necesario y sufrir, más eficaz. Dios llama particularmente a la cooperación de su Redención a tres categorías de almas: apostólicas… suplicantes… víctiams. Preferimos la acción; nos gusta un pcoco menos la oración; nos horroriza el sufrimientos y la curz. Y sin embargo…

d) Ayunaba y se maceraba. Quiso ayunar para que así corno la perdición del género humano comenzó por la gula, la salud comenzara por el ayuno, Y nos enseñó la mortifación de la carne, tan necesaria a los principiantes para satisfacer por los pecados, sujetar el cuerpo, reprimir los vicios y domar las pasiones; a los proficientes y perfectos, para regir los sentidos, disponer el corazón y el espíritu para la oración, meditación de las cosas santas y ejercicio del ministerio apostólico y para fecundar los trabajos apostólicos, logrando de Dios ubérrimas bendiciones.

Y fué el ayuno de Jesús prolijo, de cuarenta días; muy riguroso, sin comer ni beber nada: molesto a la carne, pues que al fin dice el Santo Evangelio que sintió hambre. ¿Para qué cuarenta días de retiro y ayuno? Extraña manera de disponerse al trabajo..., ¡debilitarse por el ayuno!, ¡agotarse en la oración! Lección magnífica; jamás me lanzaré con seguridad al ministerio apostólico sin haber intensificado antes la vida interior, y esto se logra más fácilmente en retiro. «Difficile est in turba videre Christum; solitudo quaedam necessaria est menti nostrae... Turba strepitum habet, visio ista secretum desiderat» (5. Aug., ML. 35, 1533. In Jo. Ev., tr. 17, e. 5, n. 11). Difícil es ver a Cristo entre la turba: es necesaria a nuestra mente cierta soledad... La turba causa estrépito; esta visión pide secreto. «Et ecce intus eras, et ego foris et ibi te quaerebam... Mecum eras et tecum non eram» (S. Aug. Confess., 10, 27. ML. 32, 795). Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba... Estabas conmigo y yo no estaba contigo.


Punto 2.° La tentación.


FUE TENTADO DEL ENEMIGO TRES VECEs: LLEGÁNDOSE A ÉL EL TENTADOR LE DICE: SI ERES HIJO DE DIOS DI QUE E5TAS PIEDRAS SE TORNEN EN PAN; ÉCHATE DE AQUÍ ABAJO; TODO ESTO QUE VES TE DARÉ SI POSTRADO EN TIERRA ME ADORARES.

Fue llevado al desierto para ser tentado…¡Jesús, tentado! ¡Un Dios tentado! «¿Es que el mundo podía ejercer algún atractivo sobre quien era a la vez Dios y hombre? Y si no, ¿dónde está el mérito de la victoria para un alma que no podía pecar?... Sin que pretendamos esclarecer el misterio, haremos notar, que la mayor dificultad viene de que concebimos ordinariamente la tentación de Jesús como semejante a las nuestras. No hay en nosotros solicitación al mal que no deje algún vestigio. Por rápido que sea el mal pensamiento, el primer movimiento del corazón es con frecuencia de adhesión a él. Nada semejante acaeció en Jesús porque no habiendo tomado los malos resabios de nuestra humanidad pervertida no pudo conocer esos deseos que en nosotros se despiertan sin nuestro consentimiento y que, con todo, son nuestros, porque en ellos hallamos o reminiscencias de pasadas faltas o la levadura de la concupiscencia original. Jesús no fué tentado sino exteriormenlte con imágenes o palabras que herían los sentidos, sin que jamás la seducción llegara al alma ni la manchara. Si el agua está exenta de toda impureza, la agitación más violenta no le quitará nada de su limpidez; si reposa en lecho fangoso, el menor movimiento la enturbia. En Jesús y en nosotros las mismas tormentas que conmueven nuestra naturaleza pecadora agitaron también pero sin alterar su pureza, al Hijo de María» (Pouard Vie de N. Seigneur 1, 144).


1) ¿Por qué quiso ser tentado? Vino Jesús a curarnos y salvarnos Es la tentación una de nuestras miserias, consecuencia del pecado Habitamos una tierra expuesta a la tentación como a la ignorancia, al dolor, a la muerte... Jesús quiso alentarnos con sus combates: «tentatum per omnia pro similitudine» (Heb., 4, 15); sabe compadecerse de nuestras miserias habiendo Voluntariamente experjmen tado todas las tentaciones y debilidades a excepción del pecado, por razón de la semejanza con nosotros. Quiso instruirnos enseñándonos que la tentanción, por muy violenta que sea, no es el pecado y mostrándonos de dónde viene, cómo procede y cómo se resiste y vence. «Sufrió ser tentado el emperador para enseñar a luchar al soldado.» «Ad hoc enim pugnat imperator ut milites discant» (S. Aug., serm. 123, c. 2. ML. 38, 685). «El Señor de todo consiente ser tentado por el diablo para que todos aprendamos a»vencer en Él» (San Amb. in Lc. ML., 15, 1697). Y también, como escribe San Agustín: «para servirnos de mediador en el vencer las tentaciones, no sólo con su ayuda, sino también con el ejemplo. «Ut ad superandas tentationes, mediator esset, non solum per adjutorium, verum etiam per exemplum» (4 de Trin., 13, 17. ML. 42, 899).

Preparémonos, porque seremos tentados. ¿Por qué?

a) Porque somos carne y espíritu, naturaleza compuesta y «caro concupiscit adversus spirítum, sipiritus autem adversus carnem: haec enim sibi invicem adversantur» (Gal., 5, 17). Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne; como que son cosas entre sí opuestas. San Pablo se lamentaba de este combate (Rom., 8). ¿Me veré yo libre de él? ¿Me admiraré? ¿Me entristeceré? Recordemos el «Sufficit tibi gratia mea» (2 Cor. 12, 9). ¡Mi gracia te basta!

b) Porque somos por el bautismo y la confirmación hermanos y soldados de Jesucristo, asociados a su divina empresa, coherederos... «Si tamen compatimur» (Rom., 8, 17), con tal de que padezcamos con Él. Es a Jesucristo a quien el enemigo de natura humana persigue en nosotros.

c) Para ser fundados en humildad, que es la base de las otras virtudes, Dios nos quiere muy asentados en ella, y por eso permite a veces hasta la caída, como en San Pedro. Mucho hablan los ascetas del bien que podemos sacar de la tentación.

d) Para que aprendamos a gobernarnos a nosotros mismos «sunt tamen tentationes hominis saepe valde utiles, licet molestae sint et graves: quia in illis horno humiliatur, purgatur et eruditur» (Imitación de Cristo, 1, 13). Y son las tentaciones con frecuencia muy útiles al hombre, aunque sean molestas y graves, porque en ellas el hombre se humilla, se limpia y es instruido. Hermosamente, como suele, el Padre Rodríguez, en su Ejercicio de Perfeión, expone las utilidades de la tentación (P. 2, tr. 1).

        Y es la tentación necesaria en nuestro estado actual, pues que nuestra vida sobre la tierra es combate: «Militia est vita homnis super terram» (Job, 7, 1). «Accedens igitur ad servitutem Dei, praepara animam tuam ad tentationem»(Eccli., 2, 1). En entrando en el servicio de Dios..., prepara tu alma parn la tentación


2) ¿Cómo quiso ser tentado? Acercóse el tentador a Jesús y vio que estaba hambrieito y por ahí le acometió. Nos estudia, «y por donde nos halla .»más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarIos» (327-R 14.a de las de discernimjeito de la primera serie) Con tres ataques sucesivos se esforzó SatáI en penetrar hasta el alma de Jesús: sensualidad, presunción, codicia.

 
a) Tuvo hambre, no tenía a mano con qué satisfacerla: le insinuó «¡Si eres Hijo de Dios, que estas Piedras se conviertan en pan!» Jesús le respondió al punto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» «El primer asalto del maligno no es propiamente una tentación de gula. Había acabado el térmjno que fijara al ayuno y no es acto de sensua lidad, ni hay imperfección ninguna en querer aplacar el hambre cuando se siente uno torturado por ella y nada impone la obligación de la abstinencia. El desorden estaría en usar de un poder milagroso sin necesidad y movido por una sugetión excitada por la curiosidad o la malicia Hacer un milagro para mostrarse taumaturgo sería pura ostentacjón; obrarlo únicanentc para satisfacer una necesidad natural sería una muestra de desconfianza en Dios. En tal caso es preciso entregarse a la Providencia que proveerá a nuestras necesidades por medios insospechados. Tal es el sentido de la respuesta.

Los hebreos en el desierto recIamaban a grandes gritos el pan; Dios hizo llover sobre ellos el maná, que no esperaban para »mostrarte, dijo a Moisés (Deut., 8, 3), que el hombre uno vive sólo de pan, sino de cualquier cosa que Dios dispusiere. Doble fracaso para Satán. Esperaba aprovecharse del estado de inanición en que se hallaba Jesús después de su largo ayuno para inducirlo a hacer un milagro inútil y que no hacía al caso. Quedó defraudado. Quería saber si Jesús era el Hijo de Dios y tenía conciencia de serlo. Y nada averiguó; Jesús guardó su secreto» (Prat, Jesus-Christ., 1, 165).

Seremos también nosotros tentados por la excitación de los sentidos, que reclaman satisfacción «esuriit».. Satán y el mundo excitan con empeño la sensualidad para empujarnos a apacentarla en el placer. Estemos alerta, conozcámonos, pensemos que hay placeres harto más dignos del hombre; confiemos en Dios, que nos los hará gustar si sabemos renunciar a los sensuales.
        b) No ceja el enemigo, sino que reanuda el combate: «Assumpsit eum» lo tomó y llevóle a la ciudad santa, y poniéndole en el pináculo del templo, le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo, porque está escrito que te ha encomendado a sus ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra» (Mateo, 4, 5-6). Humildad grande la de Jesús en dejarse llevar así del enemigo. Mostrándole desde el pináculo del templo la muchedumbre de gente que llenaba los atrios, sugirióle que hiciese ante ella alguna acción señalada . «Descender en manos de los ángeles, aparecer ante la gente con esa pompa celestial, ¿no equivalía a captarse la adoración y arrebatar los corazones? Satanás no concebía tentación más seductora para eI Salvador.

Vano artificio, porque Jesús no quería brillar a los ojos de la carne, sino a los del espíritu, y cautivar las almas con una gracia desconocida de los soberbios. Se contentó, pues, con responder: «También está escrito. No tentarás al Señor tu Dios» (Deut., 6, 16). Tentación frecuente y con la que alcanza el enemigo continuas victorias, la vanidad. Es el honor sombra dorada tras la que corren desalados los hombres. «Eritis sicut dii» (Gen 3, 5). Seréis como dioses, fué la primera tentación propuesta al hombre ¡Cómo seduce el ansia de ser más! Y también cuántas veces «tentamos» a Dios queriendo obtener resultados apetecibles por medios que a Dios no agradan; presunción harto frecuente es querer guardar el recogimiento del espíritu frecuentando mundo... Pensar que hacemos lo bastante con algunas prácticas devotas descuidando la vigiIancia de corazón y los sentidos. Leerlo y curiosearlo todo, y seguir firmes en la fe y limpios en la pureza ¡No nos engañemos!

 
e) «Todavía le subió el diablo a un monte muy encumbrado y mostróle todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y le dijo: Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares» (Mt., 4, 8-9). Pondera el Padre La Puente «la sed rabiosa que el demonio tiene de mi condenación pues todo el mundo, si fuera suyo, me lo diera porque yo haga un pecado mortal contra Dios... ¡Y cuan propio es del demonio, padre de la mentira, engañar a los hombres con falsas promesas de lo que ni es suyo ni lo puede dar a su voluntad!... ¡Y cuán grave es el pecado mortal especialmente de avaricia y ambición, pues no es otra cosa que postrado en tierra adorar a Satanás!

El Señor respodió «Vete de aquí, Satanás por que escrito está,  a tu Señor adorarás y a Él sólo servirás» (Ib., 10). Aprendamos a estimar en más que todo el mundo a nuestra alma y a despreciarlo todo por el servicio y adoración de Dios, considerando quc es envilecimiento irracioflal el dejarnos dominar por la codicja de bienes terrenos.


3) Magnífica y utilísjma lección la que quiso el Señor leernos en estas luchas con el enemigo. Es el Capitán a quien juramos seguir y vamos, movidos por ese ofrecimiento, estudiando su vida, investigando sus huellas para pisar sobre ellas y seguirle de cerca. Saquemos como enseñanzas prácticas:

a) No afligimos ni desconsolarnos al ser tentados, pensando que por ello nos quiera menos el Señor, no! Si Jesús fué tentado, ¿tendré yo a menos el serlo?

b) Acudir con gran confianza al Señor, por remedio y ayuda, diciéndole: «¡Rey mío!, pues sabéis qué es ser tentado, compadecete de mí y quitadme la tentación o dadme fuerzas para vencerla» (La Puente.)

e) Prevenirme para las tentaciones con oraciones y ayunos y procurar estar firme y trabajar poi hacer lo contrario de lo que el enemigo me insinúa

 

Punto 3° La victoria.

 

ViNIERON LOS ÁNGELES Y LE SERVÍAN

 
1) «Entonces le dejó el demonio y vinieron los ángeles a servirle» (Mt 4, 11). Satán se retira; Jesús queda vencedor; como lo seré yo con Él y podré exclamar como el Apóstol: «Deo autem gratias, qui dedit nobis victoriam per Dominum Nostrum Jesum Christum» (1 Cor., 15, 57). Gracias a Dios, que nos concedió la victoria por Jesucristo Nuestro Señor. La recompensa será magnífica. Jesús cumple sus promesas, y si le seguimos en la pena, también le seguiremos en la gloria. «Reddet que homini iuxta opera sua» (Prov., 24, 12). «Reddet unicuicque, secundum opera eius» (Mt 16, 27). Dará a cada uno conforme a sus obras. «Bajaron los ángeles y le servían.» ¡Cómo se gozarían de la victoria de su Señor! Y con qué solicitud y alegría le prestarían sus servicios; bien ganado tenía aquel descanso y aquel refrigerio.

Recojamos el fruto del combate. Cuidado ha de ser de toda la vida el evitar, por nuestra parte, cuanto a la tentación puede llevarnos, vigilando para no ser sorprendidos: «omnibus dico, vigilate!»; lo digo a todos, ¡ vigilad! (Mt., 13, 37), apartándonos de las ocasiones que quien se pone en peligro caerá en él, y orando siempre sin desfallecer.

Pero no basta; es preciso que tomemos la ofensiva obrando contra las inclinaciones desordenadas, «HACIENDO CONTRA», como nos enseña San Ignacio, previniendo la tentación, haciendo uso de sus contrarios, fortificando el punto flaco, pues el mal espíritu estudia nuestras virtudes y defectos para atacarnos por donde nos ve más flacos; justo es que acudamos a su renwdio. Enséñanos también Jesús y es práctica de gran eficacia, a resistir immediatamente, no entrando en conversación con el enemigo, como lo hizo Eva con fatal resultado.


2) Pero otro fruto podemos sacar suavísimo de esta meditación, y es una gran confianza en la divina Providencia, que tanto cuidado tiene de su Hijo y de los que como Él luchamos en el desierto. Bendito sea Él, que con sus tentaciones nos moreció gracia para vencer las nuestras. Pidámosie que nunca nos falte y que jamás desconfiemos de ella ni busquemos neciamente ayudas humanas olvidando la divina.

Recordemos que los ángeles asisten invisiblemente a los que luchan para ayudarles; y cuando vencen se alegran con ellos y solemnizan nuestras victorias; y así tengo de amarlos, reverenciarlos y llamarlos a menudo en mi socorro.

Debemos, por fin, como dice el Padre La Puente, «tener paciencia y sufrimiento en las necesidades temporales, porque a su tiempo las remediará Dios Nuestro Señor, y tener confianza en las tentaciones, aunque se multipliquen y prolonguen, porque»a su tiempo hará Dios que cesen; pero no tengo de asegurarme, pues dice San Lucas que Satanás huyó «hasta otro tiempo» (L, 4, 13); de modo que

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11ª  MEDITACIÓN

 

DEL LLAMAMIENTO DE LOS APÓSTOLES

 

Preámbulo. E1 primer Preámbulo es la historia; será aquí cómo Jesús llamó a los Apóstoles para que le siguiesen de cerca, dejándolo todo. Estando el Bautista a orillas del Jordán, con dos de sus discípulos vió pasar a distancia a Jesús, y mirándole dijo: «He aquí el cordero de Dios»; al oírlo, Juan y Andrés se fueron tras de Jesús, quien, volviéndose a ellos, les dijo: «iQué buscáis? —Maestro, ¿dónde habitas? Venid y lo veréis.» Le acompañaron y pasaron con El lo que restaba del día y la noche siguiente. Andrés, al encontrarse con su hermano Simón, le dijo: «Hemos hallado al Mesías, al Cristo!», y le llevó a Jesús, que fijando su vista en él le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra.»
Al día siguiente encontró Jesús a Felipe, natural de Betsaida, patria de Andrés y Pedro, y dijole: ¡Sígueme! Más tarde, como estuvieran pescando en el mar de Galilea; llamó a Andrés y Pedro, y ellos al instante le siguieron, dejando sus redes. De modo análogo llamó a los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Y estando en su trabajo llamó a Mateo. No consta en el Evangelio el modo que usó para llamar a los otros Apóstoles.


Composición de lugar. La región próxima al Jordán y las orillas del lago de Calilea, donde reunió sus doce Apóstoles.


Punto 1.°—TRES VECES PARECE QUE SON LLAMADOS SAN PEDRO Y SAN ANDRÉS: 1º, A CIERTA NOTICIA; ESTO CONSTA POR SAN JUAN EN EL PRIMER CAPÍTULO; SECUNDARIAMENTE, A SEGUIR EN ALGUNA MANERA A CRISTO CON PROPÓSITO DE TORNAR A POSEER LO QUE HABÍAN DEJADO, COMO DICE SAN LUCAS EN EL CAPÍTULO QUINTO; TERCIAMENTE, PARA SEGUIR PARA SIEMPRE A CRISTO NUESTRO SEÑOR SAN MATEO EN EL CAPÍTULO CUARTO Y SAN MARCOS EN EL PRIMERO.

 
1) A cierta noticia. Para ello se vale del Bautista, que les muestre con su dedo a Jesús y les empuje hacia El, diciéndoles: «Ese es el cordero de Dios.» Ya antes, la víspera, les había hecho grandes ponderaciones que terminaron con aquella magnífica frase: «Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34). ¡Cuántas veces se vale el Señor de nuestros Padres espirituales para llevarnos y empujarnos a Dios! ¡Si fuésemos siempre dóciles a sus enseñanzas y consejos, cuán fácilmente hallaríamos a Dios! Así les sucedió a Juan y Andrés, que apenas oyeron la indicación del Bautista se pusieron a seguir a Jesús. ¡Y cuán bueno es Jesús para los que de buena voluntad le siguen! Al punto se volvió a ellos y les dijo:
«¿Qué buscáis?» Respondieron ellos: «Rabbi (que quiere decir Maestro), ¿dónde habitas?» Díceles «Venid y lo veréis«Fueron, pues, y vieron dónde habitaba, y se quedaron con Él aquel día (Jo., 1, 38-39).

Con qué afabilidad, con qué llaneza trata a su seguidores. Y cuán satisfechos quedaron de aquellas horas de consolación. Andrés fué al punto a comunicar su dicha a su hermano Pedro, y logró conducirle a Jesús. ¡Cuán provechosa es una buena amistad! Jesús, al ver a Pedro, fijó los ojos en él; le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás (o Juan). Tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra» (Ib., 42). No comprendió entonces Simón toda la trascendencia del cambio de nombre que se le anunciaba ¿Y Juan? Nada dice en su Evangelio, pero sin duda que hablaría también de lo ocurrido a su hermano Santiago, y es de creer que le llevó a

 

Jesús, pues que tan sabrosas le hubieron de parecer aquellas horas pasadas con el Maestro, que hizo constar concretamente que tan feliz cncuentro tuvo lugar «como a la hora décima» (Ib., 39), es decir, a las cuatro de la tarde. Cuánto hemos de apruciar los divinos regalos y cómo hemos de procurar aprovecharnos de ellos, no sólo para nosotros, para nuestro aprovechamiento espiritual, sino también para bien de los demás.


2) Secundariamente, a seguir en alguna manera a Cristo con propósito de tornar a poseer lo que habían dejado. Narra San Lucas que, después de haber predicado desde la nave de Pedro al numeroso concurso, «dijo Jesús a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Replicóle Simón. Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra echará la red. Y habiéndolo hecho, recogieron tan grande cantidad de peces que la red se rompía. Por lo que hicieron señas a los compañeros de la otra barca que viniesen y les ayudasen. Vinieron luego, y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen. Lo que viendo Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apiádate de mi, Señor, que soy un hombre pecador... Entonces Jesús dijo a Simón: No tienes que temer; de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc., 5, 4-11).

Diríase que suavemente el Señor, por experiencia de consolaciones y desolaciones, va preparando a sus elegidos para el paso decisivo. Sin Él habían trabajado toda la noche y no habían logrado pescar nada; horas de desolación; con Él, al primer lance se les cuajaron las redes; fué una consolación. Natural parece que su corazón se dispusiera a seguirle; y así lo hicieron.


3) Terciamente, para seguir para siempre a Cristo Nuestro Señor. San Mateo narra el llamamiento de Simón y Andrés: «Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea vió a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la redes en el mar (pues eran pescadores), y les dijo: seguidme a Mí, y Yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los dos, dejadas las redes, le siguieron.» Y la de Santiago Y Juan a continuación «Pasando más adelante vio a otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano, componiendo sus redes en la barca con Zebedeo, su padre, y los llamó. Ellos también al apunto, dejadas las redes y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 18 Y sigs.).

Ya preparados por las experiencias pasadas siguieron dóciles el llamamiento divino, dejándolo todo por seguir a Jesucristo. Que nada nos impida seguir su divino llamamiento. Y no pensemos que por haberlo Ya seguido en cuanto al estado de vida y haber abrazado el de perfección cesa nuestra obligación de atender la voz de Jesucristo, que nos llama, pues que dentro de ese estado, si no la oímos Y seguimos, podrá suceder que vivamos harto imperfectamente.

Atendamos, pues, prestos y diligentes los continuos llamamientos de Nuestro Señor y dispongámonos para venir en perfección. Este segundo tiempo para hacer sana y buena elección, por experiencia de consolaciones Y desolaciones, parece que San Ignacio supone que es corriente en tiempo de ejercicios, cuando el ejercitante los hace debidamente.


Punto 2.° 2.° LLAMó A FILIPO, COMO ESTÁ EN EL PRIMER CAPÍTULO DE SAN JUAN, Y A MATEO, COMO EL MISMO MATEO DICE EN EL NONO CAPÍTULO.


1) Cumplióse en ello el primer tiempo para hacer sana y buena elección, que «ES CUANDO DIOS NUESTRO SEÑOR ASÍ MUEVE Y ATRAE LA VOLUNTAD, QUE SIN DUBITAR NI PODER DUBITAR, LA TAL ÁNIMA DEVOTA SIGUE A LO QUE ES MOSTRADO»

Al día siguiente determinó Jesús encaminarse a Galilea, y encontró a Felipe, Y díjole: «Sígueme.» Era Felipe de Betsaida, patria de Andrés y de Pedro» (Jn 1, .1:1-44).
«Partido de aquí (de Cafarnaum), Jesús vio a un hombre sentado al banco, llamado Matero, y le dijo: Sígueme. Y él, levantándose luego, le siguió» (Mt 9, 9). Son ambas elecciones hechas en el primer tiempo. Es sin duda extraordinario  que nadie debe pretender se cumpla en él, aunque el Señor misericordiosamente lo haya en repetidas ocasiones usado. Tal fué la vocación de Pablo, y análogas parecen la de un San Luis, San Estanislao y otros favorecidos por el Señor.

Cuando Dios se comunica de ese modo, como dice San Ignacio, atrae la voluntad con fuerza irresistible. Claro que no priva al así llamado de la libertad, pero sí le alienta con eficacia admirable para realizar esforzado los más arduos sacrificios.

 
2) San Felipe quedó tan plenamente satisfecho de su encuentro con Jesús y tan convencido de que era el Mesías aquel a quien había seguido, que a la pregunta dudosa de Natanael respondió con segura Confianza: «¡Ven y ve!» y podrás juzgar por ti mismo; y logró llevar, al menos a otro, al Maestro.

De San Mateo nos dicen los sinópticos (Mt 9, 10- 17; Mc 2, 15-22; Lc 5, 29.39) que tan gustosamente siguió el divino llamamiento, que para festejar tan fausto acontecimiento dió un banquete, y en él tomaron parte, con Jesús, sus discípulos y muchos publicanos y pecadores porque le seguían muchos de ellos. Escandalizados hipócritamente los escribas y fariseos, decían a los discípulos de Jesús: «¡Vuestro Maestro come y bebe con publicanos y pecadores públicos!» Cosa para ellos, sepulcros blanqueados, verdaderamente intolerable Y como los discípulos, no sabiendo qué responder, acudieran a Jesús, Este les dijo: No son los sanos quienes necesitan de médico sino los enfermos. «Id, pues, a aprender lo que significa, más estimo la misericordia que el sacrificio» Porque los pecadores son, y no los justos, a quiene, a/le venido Yo a llamar a penitencia» (Mt., 9, 13).

También nosotros hemos sido llamados a la sublime vocación de apóstoles de Jesucristo, aunque no del modo maravilloso que lo fueron Felipe y Mateo. Como ellos, debemos estimar en mucho beneficio tan insigne y regocijarnos íntimamente de tal dicha y procurar que alcance a otros. La vocación es inestimable don del Señor, que trae consigo muchos y muy preciosos.

 

Punto 3.° 3.°: LLAMÓ A LOS TRES APÓSTOLES, DE CUYA ESPECIAL VOCACIÓN NO HACE MENCIÓN EL EVANGELIO.


1) ¿Cómo fueron éstos llamados? No lo sabemos; nada nos dice de ello el Santo Evangelio; quizá lo fueron en el tercer tiempo de los que pone San Ignacio para hacer sana y buena elección, que es tranquilo, «CONSIDERANDO PARA QUÉ ES NACIDO EL HOMBRE, «ES A SABER, PARA ALABAR A DIOS NUESTRO SEÑoR Y SALVAR SU ÁNIMA, Y ESTO DESEANDO, ELIGE POR MEDIO UNA VIDA O ESTADO, DENTRO DE LOS LÍMITES DE LA IGLESIA, PARA QUE SEA AYUDADO EN SERVICIO DE SU SEÑOR Y SALVACIÓN DE SU ÁNIMA» [177]

Les pareció, después de ver, conocer y oír y tratar a Jesús, que en su seguimiento podrían lograr la perfección y asegurar así su salvación y trabajar por la de los demás; e invitados por Jesucristo, se decidieron a seguirle. No todos aceptaron la invitación que Jesús les hizo; tenemos de ello un ejemplo en el rico de que nos habla San Mateo (Mt 19, 16 y sigs). (Mc 10, 1; Le., 18, 18), a quien el Señor miró con cariño e invitó amorosamente con el «si vis perfectus esse», «si quieres ser perfecto, «vade, vende quae habes et da pauperibus et hebebis tkesaurum in caelo, et veni sequere me»; «anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven después y sígueme.» Y él, «abiit tristis: erat enim habens multas possessiones» (22), se retiró triste: y era que tenía muchas posesiones.


2) ¡Cuántos son los llamados por Dios! Pero qué pocos son los que siguen ese llamamiento a la vida perfecta. Ocasión propicia la quc brindan los Ejercicios para disponerse a escuchar y seguir el divino llamamiento, muchos no llegan a oírlo porque no se disponen a ello. Otros lo escuchan, pero no lo atienden..., no se sienten con fuerza para dejarlo todo y seguir a Jesús. Y, sin embargo, es lo que mejor nos está, y es el único modo eficaz de salvarnme y hallar en paz a Dios Nuestro Señor. Y qué pocos son los que proceden movidos sólo por el servicio de Dios Nuestro Señor de manera que el deseo de mejor poder servir Dios Nuestro Señor les mueva a tomar la cosa o dejarla.

De los por Jesús elegidos, Judas le fué traidor. Es de creer que cuando fué agregado al colegio apostólico no era indigno y que comenzó con buena intención a aprovecharse de la celestial doctrina y los divinos ejemplos del Maestro. Después, la codicia hizo presa en su corazón y le llevó paso a naso a la más triste caída y al más repugnante envilecimiento. Aprendamos a poner pronto remedio a las primeras manifestaciones de la pasión, que, consentida, se trocará en tirano que nos esolavice e induzca a lamentables caídas. De Judas dijo el Señor: «Más le valiera no haber nacjdo!» (Mt., 26, 24).


Coloquio pidiendo a la Santísima Virgen que «ME ALCANCE LA GRACIA DE SEGUIR A SU HIJO Y SEÑOR PARA QUE YO SEA RECIBIDO DEBAJO DE SU BANDERA...» Y si sentimos repugnancia contra la pobreza actual, etcétera, pidamos, aunque sea contra la carne, que el Señor nos elija en pobreza actual, sólo que sea servicio y alabanza de la su divina bondad.


NOTA. Ve el P. Hummalauer tres motivos eficacísimos para empujar a la imitación de la vida apostólica; «quita, en primer lugar, la desconfianza que pudiera nacer de la consideración de la propia abyección; excita, en segundo lugar, el deseo de participar de tan grande dignidad, y añade en tercero, la confianza de obtener los dones y gracias necesarios».

 

 

 

 

 

12ª  MEDITACIÓN

 

LLAMAMIENTO A LOS APÓSTOLES Y TAMBIÉN TRES COSAS QUE SE HAN DE CONSIDERAR


Punto 1.° LA PRIMERA, CÓMO LOS APÓSTOLES ERAN DE RUDA Y BAJA CONDICIÓN

 
1) De baja condición. Casi todos ellos eran pobres, aunque no se ha de creer que lo fueran de solemnidad; eran de la clase trabajadora, pero se ganaban la vida holgadamente con su trabajo, pues tenían redes y barca propia, a lo que se echa de ver del Evangelio. «El oficio que ejercían los cuatro grandes Apóstoles era bastante remunerador. Pedro y Andrés pudieron seguir a Jesús sin reducir a la necesidad a su familia; poseían una casita, una barca y redes de pescar; muchos marineros de nuestros tiempos no tienen tanto. Zebedeo, padre de Santiago y de Juan, gozaba de cierta comodidad, pues que tenía criados a su servicio, y su esposa Salomé era del número de las que ayuadaban al Salvador con su abnegación y sus recur»sos» (Prat, o. e., 1, 233).

De San Mateo sabemos que era recaudador de contribuciones, y parece que bastante rico. Nada sabemos ciertamente de los demás Apóstoles, pero algunos indicios permiten deducir que tampoco eran pobres de solemnidad, sino que vivían holgadamente de su trabajo.
Ricciotti, en su «Vita di Gesü Cristo», p. 370, número 314, describe muy viva y detalladamente la condición social y el grado de cultura de los Apóstoles: no eran pobres de solemnidad, ni analfabetos.


2) De ruda condición. Varios, antes de serlo de Cristo, habían sido discípulos de San Juan. ¿Lo fueron todos? Por lo menos, parece cierto que todos conocieron al Bautista y pudieron dar testimonio de su bautismo y predicación (v. Act., 1, 23). De la historia evangélica puede deducirse que el nivel medio de la cultura intelectual de los Apóstoles era bastante bajo, y su condición moral no muy refinada.

Aparecen, sí, de costumbres sencillas, trabajadores, temerosos de Dios, que esperaban y buscaban al Mesías, gozosos de haberle hallado, como lo demuestran Andrés anunciánselo a Pedro, y Felipe a Natana1. Pero al mismo tiempo ignorantes y tardos de inteligencia: tres años estuvieron con el Señor oyéndole de continuo, estudiando en su escuela y era la verdad, la luz del mundo, el Maestro por excelencia, sin que entendieran sus más claras explicaciones y pidiéndole: «edisere nobis parobolam istam», que les aclarase aquella parábola»; y haciendo exclamar al divino Maestro: «adhuc et vos sine intellectu estis?» (Mt,, 1, 16). ¿También Vosotros estáis aún con tan poco conocimiento(7, 3).

 

3) Eran además débiles y cobardes; en la tormenta, «timuerunt timore magno» (Mc 4, 40), temieron con gran temor. Cuando vieron al Señor ir hacia ellos sobre las aguas «turbati sunt, dicentes: Quia phantasrna est» (Mt., 14, 26), se conturbaron y dijeron: es un fantasma! Quiere el Señor ir a curar a Lázaro, y ellos se oponen por miedo de ser apedreados. Llegan las horas de la Pasión y huyen todos, y Pedro le niega. Y aun después de la Resurrección aparecen llenos de temor.

Interesados y deseosos de medros temporales «En esto llegaron a Cafarnaum Y estando ya en casa, «les preguntó ¿De qué íbais tratando en el carmino? Mas ellos callaban, y es que habían tenido en el camino una disputa entre si sobre quién de ellos era el mayor de todos» (Mc 9, 32 y sgs). Y análogas discusiones se suscitaron repetidas veces, como por ejemplo en el Cenácuto durante la última cena. No entendían la predicación de la Cruz y muerte de Jesucristo, sino que soñaban con un triunfo temporal y un reino terreno, y ambicionaban los primeros puestos en él, como lo demostraron los hijos del Zebedeo al valerse de la mediación de su madre para lograrlos (Mt 20, 17 y sigs.; Mc 10,32 y Lc, 18, 31).

Sin embargo nota es que ha de abonarse a su favor la fidelidad con que siguieron  a Jesús en ocasiones difíciles y que les mereció aquel elogio de Jesús: «Vos estis qui permansistis mecun, in tentationiibus meis» (Lc 22, 28).


4) ¿Por qué los eligió tales Jesús? La sabiduría de los hombres se revela en la elección de medios: los más aptos y perfectos para el fin que se pretende: la de Dios, como unida a la omnipotencia triunfa mostrando cómo llega a fines altísimos con medios al parecer los más desproporcionados. Así fue en la obra grande entre todas de la conversión del mundo; eligió para ella a unos pobres y cobardes, para que se viera que la obra era toda de Dios, y no se pudiera jamás gloriar el hombre como si a él se debiera. «Quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut confundat sapientes; et infirma mundi elegit Deus ut confundat fortia: et ignobilia mundi et contemptibilia elegit Deus, et ea quae non sunt, ut quae sunt destrueret; ut non giorietur omnis caro in conspectu eius» (1 Cor., 1, 27, 29). «Dios ha escogido a los necios, según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo para confundir a los fuertes y a las cosas viles y despreciables del mundo, y aquellas que eran nada, para destruir las que son al parecer más grandes, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento.»

Si queremos que Dios se sirva de nosotros para su obra, pensemos que de nuestra parte la gran preparación es la humildad y la dócil sujeción a su llamamiento e inspiraciones. Ni pensemos que somos o valemos algo por nuestros talentos, ciencia o dotes naturales, sino porque Dios nos ha elegido por instrumentos suyos.


Punto 2.° LA SEGUNDA, LA DIGNIDAD A LA CUAL FUERON TAN SUAVEMENTE LLAMADOS.


1) Desde el comienzo de su ministerio tenía Jesús discípulos; mas cuando llegó el momento de elegir de entre ellos los que habían de constituir la jerarquía y ser como padres y cabezas de la nueva familia que iba a establecer sobre la tierra, antes de proceder a la elección tan importante para el mundo y tan gloriosa para los elegidos, dice San Lucas que «se retiró a orar en un monte y pasó toda la noche haciendo oración a Dios. Así que fué de día llamó a sus discípulos y escogió doce de entre ellos, a los cuales dió el nombre de Apóstoles» (Lucas. 6, 12-131); es decir: enviados. Diríase que quiso Jesús subrayar la importancia del acto que iba a realizar; cierto que su oración era continua, pero si el evangelista quiso notar esta oración, particularmente prolongada durante toda una noche, fué para indicar que salía de lo ordinario. En ella invocó las luces y socorros de lo alto para los Apóstoles, a quienes iba a llamar, y para la Institución que iba a crear.

El P. Meschler señala en esta oración tres caracteres distintivos: fué en primer lugar extraordinaria, y que indicaba que iba a acontecer algo sumamente grave: la elección de los Apóstoles el poner la primera piedra de su Iglesia inmortal, la fundación de la jerarquía. Fué, en segundo lugar, extremadamente oportuna, para hacernos comprender cómo debemos poner a Dios en primer lugar en nuestras empresas, sobre todo, en las más importantes; con Dios hemos de iniciar su ejecución. En tercer lugar, estuvo esta oración penetrada de santo ardor y de entusiasta celo del reino de Dios.

En cambio, ¡con cuánta frecuencia van nuestras plegarias impregnadas de egoísmo que nos hace buscarnos a nosotros mismos; oraciones de niño que desea un juguete o algún mimito! Jesús no sueña sino con la gloria de Dios y la salvación de las almas (Christjanj Jésus-Christ 1, 281).


2) Y dice San Marcos (Mc 3, 14, 15) que les eligió «para tenerlos consigo y enviarlos a predicar, dándoles potestad de curar enfermedades y de expulsar demonios» Elección regalada, que llevó en sí el llamamiento a un estado excelentísimo de compañeros y partícipes de la vida, de la dignidad y de la potestad de Jesucristo.

Compañeros de la vida de Jesús. Convivían con Él, comían en su misma mesa, dormían bajo el mismo techo y hacían un género de vida en todo igual al de Jesús; eran sus inseparables. Como lo fueran durante los años de su vida oculta María y José. Por eso les llamó amigos y hermanos, porque como a tales les trató: «Vos autem dixi amicos: quia omnia quaecunque audivi a Patre meo, nota feci vobis» (Jn 15, 15). Mas a vosotros os he llamado amigos porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre. «Ite, nuntiate fratribus meis ut eant in Galileam» (Mt., 28, 10). Id, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea. «Vade autem ad fratres meos et dic eis: ascendo ad Patrem meum et Patrem vestrurn, Deum meum et Deum vestrum» (Jn 20, 17). Mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y tro Dios.

 Compañeros y partícipes de la dignidad de Jesús. A uno de ellos, Pedro, confirió el cargo augusto de ser su Vicario en la tierra, y para ello le adornó de los más amplios poderes; hizole fundamento firme e inconmovible de la Iglesia. También los demás son llamados piedras fundamentales, sillares de la Iglesia: «Superaedificati super fundamentum Apostolorum et Pro phetarum» (Eph., 2, 20), pero solamente lo son unidos a Pedro. A ellos encomendó la misión misma que Él recibiera del Padre: «sicut misit me Pater et ego mitto vos»; como me envió el Padre, así os envío Yo (Jo., 20, 21). Y les dió su autoridad: «Qui vos audit me audit:
qui vos spernit me spernit»
(Lc 10, 16); quien os oye, a Mí me oye; quien os desprecia, me desprecia a Mí.

Partícipes de la potestad de Jesús. Habiéndoles encargado de predicar su divina doctrina: «praedicate evangelium omni creaturae» (Mc 16, 15); predicad el Evangelio a todas las criaturas»; «docete omnes gentes» (Mt., 28, 19); enseñad a todas las gentes; impuso a los hombres la obligación de escucharles; «qui vero non crediderit condemnabitur» (Mc 16, 16); el que no os creyere será condenado. Dióles amplísima facultad de perdonar los pecados y abrir las puertas del cielo. Potestad de ofrecer el Santo Sacrificio, de ordenar a otros sacerdotes, de consagrar, guardar y distribuir su sacratísimo cuerpo, elevándolos así a la alteza de su propio ministerio de Maestro, Pastor y Sacerdote para reconciliación, santificpción y salvación del género humano.


3) Llamóles a altísima santidad, a una santidad dice el Padre Meschler, que en cierto modo es del mismo género que la suya, porque han de representar a nuestro divino Salvador, y le han de representar dignamente. A ellos, de un modo especial, les dijo: «Vos estis sal terrae; vos estis lux »mundi» (Mt., 5, 13-14). Sois sal de la tierra; sois luz del mundo; y les incumbe la obligación de presentarse como ministros de Dios (2 Cor., 6, 4) e imitadores de Cristo y ejemplo de los fieles (1 Cor., 1, 16).

Llamóles, finalmente, a la participación de sus trabajos y de su cruz. «Si me persecuti sunt et vos persequentur» (Jn 15, 20); si me han perseguido a Mí, también os han de perseguir a vosotros. «Calicem quidem meum bibetis» (Mt., 20. 22). ¡Mi cáliz sí que lo beberéis! Y todos tuvieron la dicha de sellar su vida con el martirio: aunque uno, Juan, no murió en él.

«Ciertamente, el apostolado es el destino más hermoso y excelso que puede caber a un hombre» (Meschler). Con cuánto agradecimiento hemos de recibirlo si somos llamados y con qué empeño hemos de evitar cuanto pueda estorbar en nosotros el oír o el seguir ese sublime llamamiento! Y si hemos tenido la dicha inmensa de escucharlo y seguirlo, con qué cuidadosa y agradecida solicitud hemos de procurar vivir como a tal dignidad corresponde.


Punto 3.° Los DONES Y GRACIAS POR LAS CUALES FUERON ELEVADOS SOBRE TODOS LOS PADRES DEL NUEVO Y VIEJO TESTAMENTO.


1) Con qué cariño y paciencia fué el Señor formando a sus Apóstoles! Don y gracia singular fué para ellos vivir con Jesús tres años, en los que fué formándojos y educándolos. «Exponer lo que Jesús hizo para la formación de sus Apóstoles, dice el P. Delbrel, S. J., es contar una gran parte de su historia, porque Jesús consagró a este ministerio gran parte de su vida. Para ponerse en disposición de ocuparse mucho de sus Apóstoles y para ponerlos y mantenerlos constantemente bajo su influencia, se sujetó a vivir con ellos y les hizo vivir con El» (Delbrel, Jésus, éducateur des apótres, p. 75).

Largamente expone Pillion (Fillion, o. e., 2, 238 y siguientes) la labor educativa de Jesús con sus Apóstoles; en ella se nos muestra como el más prudente, paciente y abnegado de los pedagogos. Desde que los agrupó en torno suyo se dedicó a esta labor, más de una vez ingrata, con celo infatigable. Y la realizó, en primer lugar, haciéndoles convivir siempre con Él:
su porte distinguido, sus actitudes, su lenguaje y, con más razón aún, su perfección moral, le colocaban muy por encima de todos los hombres.

Con este modelo siempre ante los ojos aprendieron, sin duda, los Apóstoles a conocerle y estimarle y desear imitarle. Todo en Él respiraba humildad, modestia, pobreza, confianza en Dios, santidad la más perfecta, religiosidad la más sincera. Era el más apto Maestro; Él mismo lo indica al decirnos: «Aprended de Mí», venid a mi escuela, que soy «manso y humilde de corazón» y por eso bueno para enseñar.

Contribuyó también a la educación de los Apóstoles la vista de los milagros, que no pudieron menos de convencerles de que era el Mesías, el Hijo de Dios. ¿Cuánto no hubieron de gozar en aquella vida íntima con Jesús? Con razón les dijo El mismo: «En verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt.. 13, 17).

Otro agente poderoso de educación fué la palabra de Jesús, su predicación al pueblo y las ampliaciones que en particular les hacía en instrucciones de las que el Santo Evangelio nos conserva abundantes modelos. Recuérdese uno que vale por muchos: el hermosisimo sermón de la cena (Jn cc. 13-16). Pero el medio que empleó sin duda Jesús con más éxito para la educación de sus Apóstoles fué el amor, en verdad paternal, de que los rodeó. Formaban con El una familia muy unida, de la que Él era cabeza; llamábales amigos, hermanos, hijitos. Velaba con maternal solicitud por que nada les faltara y hasta se ocupaba de proporcionarles algunos días de reposo después de sus fatigas (Mc 6, 30-31). Cuán tierna es la expresión con que San Juan inicia la narración del lavatorio de los pies: «Cum dilexisset suos, qui erant in mundo, in finem dilexit eos» (Jn 13, 1). Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; o, según otra traducción, quizá mejor, «los amó hasta con exceso».

No por esto dejó cuando lo juzgó necesario de corregir sus imperfecciones; pero sus reprensiones iban mezcladas con exquisita dulzura. Así fué edncándolos. ¡Qué don más precioso y qué lluvia de gracias no supone esta labor continua de tres anos!

 

2) Los dones extraordinarios que Jesús otorgó a sus Apóstoles pueden agruparse en la clásica división de gracias gratis datas y de gracia santificante. Dones gratuitos, «gratias gratis datas». Con qué abundancia se las concedió ya cuando los envió a predicar por las ciudades de Galilea poco después de su elección; les dijo: «Infirmos curate, mortuos suscitate, leprosos mundate, daemones ejicite: gratis accepistis gratis date» (Mt., 10, 8). Curad los enfermos, resucitad los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratuitamente. Y ellos mismos hubieron de admirarse en sus primeras salidas de los prodigios que por su medio obraba el Señor, pues le dijeron: «Domine, etiam daemonia subjiciuntur nobis in nomine tuo» (Lc 10, 17). Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos someten! ... Y Jesús les respondió: «Ecce dedi vobis potestatem calcandi super serpentes et scorpons et super omnen virtutem inimici:» et nihil vobis nocebitt» (Ib., 19). Bien veis que os he dado poder para pisar sobre las serpientes y los escorpiones y todo el poderío del enemigo sin que nada os haga daño.
       
Después de la Ascensión del Señor obran maravillas estupendas, mayores aún que las hechas por el mismo Señor; hablan lenguas nuevas; la sombra de Pedro sana a los enfermos; «hombres mortales parecen árbitros de la vida y de la muerte (Jenneseaux, 5. J., Exercices...) «Maiora florum fa»cient» (Jn 14, 12). «Linguis loquentur novis» (Marcos, 16. 17). «Ut veniente Petro, saltem umbra illius obumbraret quemquam illorum et liberarentur ab infirrnitatibus suis» (Act. Ap., 5, 15).

Dones de gracia santificante más estimables que los anteriores, pues que el don de hacer milagros no supone necesariamente la santidad de quien los hace, aunque ordinariamente suele ser manifestación o testimonio glorioso de ella. Y así fué en los Apóstoles, sobre todo después de la efusión del Espíritu Santo, que el día de Pentecostés les llenó de toda gracia y les confirmó en ella. Enriquecióles de cuantos dones requería el exacto cumplimiento de la excelsa misión que les había sido encomendada de Doctores, Pastores y Sacerdotes. San Pablo, lleno de admiración y respeto para los que le habían precedido en el apostolado, los llama «gloria de Jesucristo» (2 Cor., 8, 23).

¡Dios es admirable en sus Santos! Y sus tesoros no se han agotado ni se ha cerrado su mano. Seamos, pues, fieles a la divina vocación y no dudemos que por parte del Señor no ha de quedar el otorgarnos gracias abundantes que nos lleven a gran santidad. Decidámonos a caminar rectamente por la vía comenzada sin que nada nos haga desviar; imitemos a los Apóstoles, que tan fielmente correspondieron, fuera de Judas, y trabajemos como buenos soldados de Cristo, manteniéndonos, como ellos, en humildad; protestando que todo es de Dios; procurando que su gracia en nosotros no quede estéril, sino fructifique en abundancia; perseverando sin cansarnos, y dando, si es preciso, nuestra vida por Jesucristo. Así lo hicieron ellos.


Coloquios El Señor escoge tantas personas, Apóstoles, discípulos, etc., y los envía... ¿Seré yo uno de esos elegidos Apóstoles? ¡Dichoso de mí! Pero no olvidemos que los compañeros del Apóstol son los que lo fueron de Jesucristo, su modelo: pobreza, oprobios, humillación..., Y pidamos a la Santísima Virgen que nos alcance gracia para ser recibidos debajo de la bandera de Jesucristo.








 

13ª  TERCERA MEDITACIÓN

 

SERMÓN DEL MONTE, QUE ES DE LAS OCHO BIENAVENTURANZAS


NOTA. Elegidos sus Apóstoles, Jesús los propone, sin ambages, en magnífica sntesis, su programa; despliega al viento su bandera, y para que no puedan llamarse a engaño les presenta claramente los Capítulos Principales de su divina doctrina. Estudiándola se echa de ver una vez más el acierto con que San Ignacio ha ido preparando al ejercitante a eguir de cerca a Jesucristo y abrazarse con la perfección. Escuchando a Cristo en esta contemplación no podrá menos el que se ejercita de animarse a procurar la perfección en cualquier estado a que el Señor le llamare.
        Dedica San Mateo al Sermón de la montaña tres capítulos, 107 versículos; San Lucas, sólo 29 versículos; y es que, dirigiéndose a lectores griegos, omite cosas que le parecían menos interesantes, como, por ejemplo, la larga comparación que el Señor establece entre la santidad de la antigua ley y la perfección cristiana de la nueva, v. S. Mt., 5, 17-43; y la descripción de la hipocresía farisaica, Mt 6, 1-l8, y otros pasajes los refiere en otras partes de su narración, pues Jesús repitió en varias ocasiones algunos de sus preceptos particularnien te significativos. Téngase en cuenta además que San Mateo suele a veces agrupar en un relato lo que Jesús pnrpus’o duizá en varias ocasiones .

A guisa de exordio de las Bienaventuranzas, Jesús expone una regla de perfección ideal que incluye las condicones esenciales con las que se puede obtener el derecho de ciudadanía en su reino y que deben practicar todos los candidatos al Reino de Dios, Mt., 5, 3-16. Indica a continuacióri en el cuerpo del discurso 5, 17, a 7, 23, cuáles son las obligaciones principales de sus súbditos al mismo tiempo que señala algunos de sus derechos Y en un elocuente epílogo, 7, 24-27, urge a sus oyentes a poner en práctica las reglas de conducta que acaba de trazarles (Fillion).
        De este sermón ha escrito un protestante liberal, Reuss (Histoire évangélique, p. 191) «Contiene un tesoro inrrcomparable de sabiduría y de moral religiosa, y en todo tiempo ha sido considerado justamente como la perla entre todos los discursos consignados en nuestros evangelios. No hay en él línea ni palabra que no lleve el sello de la originalidad, de la verdad absoluta, de la concepción más sublime, del sentimiento más admirarrble; si en alguna parte la tradición, que nos ha conservado los recuerdos del paso de Jesús por la tierra, lleva consigo la certeza, la prueba de su fidelidad, es, sin duda, aquí; y puede afirmarse que no hay una sola sentencia que no haya venido a ser una máxima proverbial para todos los siglos sin haber perdido nada de su pureza y de su valor» (Lebreton).


Preámbulo. La historia es aquí cómo Jesús, después de elegidos sus doce Apóstoles, tras una noche de oración en el monte, bajó con ellos (Lc., 6, 17) y se paró cn un llano, rodeado de sus discípulos y de un gran gentío de toda la Judea y de Jerusalén y del país marítimo de Tiro y Sidón, que habían venido a oírle y a ser curados de sus dolencias.,.; y todo el mundo procuraba tocarle, porque salía de El una virtud que daba la salud a todos, «Mas viendo Jesús a todo este gentío, se subió a un monte donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca los adoctrinaba, diciendo: «Bienaoentnrados...(Mt 5, 1).


Composición de lugar. No se sabe ciertamente dónde pronunció el Señor este discurso. «Según una antigua tradición—dice el Padre A. Behoen, 5. J., la montaña de las Bienaventuranzas está situada en Korum-Hattin, entre el Tabor y Cafarnaúm, casi enfrente del Tiberíades y a dos horas del lago. Era fácilmente accesjble por todas partes, y Jesús predicaba en los alrededores. Natural era, pues, que la eligiese para hablar a una gran muchedumbre. Distínguese esta montaña por la forma particular de sus dos cumbres, que la han merecido el nombre de Korun-Hattin; es decir, los cuernos de Hattin, y por su elevación extiéndese entre las dos cumbres una planicie ligeramenf cóncava, que las une y puede dar cabida a un numeroso auditorio; de lo alto de este llano se goza de una perspectiva magnífica. Enfrente, las aguas pacíficas del lago de Genesaret cuya línea cortan algunas colinas; cierran, en el fondo, el horizonte las montañas de Djalan. A la derecha, hacia el Sur, una llanura baja, y más lejos, el Tabor, rodeado de montañas menos elevadas A la izquierda hacia el Norte, el gran Hermón coronado de nieve; por fin, al pie de la montaña de las Bienaventuranzas, campos llenos de verdura y de flores, lirios y anémonas» (Bohnen, o. c. p. 115).


Punto 1º. PRIMERO A SUS AMADOS DISCÍPULOS, APARTE HABLA DE LAS OCHO BEATITUDINES: BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU LOS MANSUETOS LOS MISERICORDES, LOS QUE LLORAN, LOS QUE PASAN HAMBRE Y SED POR LA JUSTICIA, LOS LIMPIOS DE CORAZÓN LOS PACÍFICOS Y LOS QUE PADECEN PERSECUCIONES

 
1) No es la mente de San Ignacio que el ejercitante recorra en su meditación las ocho bienaven turanzas; se necesitaría para hacerlo tiempo más largo que el señalado para un punto de un ejercicio de hora; pero sí da especial importancia a las bienaventuranzas dentro de la meditación del sermón de la montaña. Lo que dice que habla a sus amados discípulos (aparte) ha de entenderse porque a ellos principalmente se dirigió teniéndoles en primera fila, aunque oyesen también las turbas.

Han de considerarse las bienaventuranzas en conjunto, como parece indicarlo el texto mismo al citarlas compendiosamente en rápida enumeración; y así consideradas encierran sin duda un ejercicio magnífico de abnegación y una oposición diametral a las máximas del mundo. La humanidad anhela y busca, naturalmente, la felicidad; marcha tras la dicha; y Jesús, como respondiendo a esa necesidad, comienza su predicación por revelarnos el secreto de la felicidad y enseñarnos el camino de la dicha. Pero nos manifiesta que es diametralmente opuesto al que nos traza el mundo piensa éste que la dicha la proporcionan las riquezas, la honra, los placeres, el aplauso de los hombres; y el Divino Maestro llama bienaventurados a los pobres, a los humildes, a los mansos, a los perseguidos; su bandera empieza por la pobreza y acaba por la persecución.


2) Meditación fructuosa y fácil la de las bienaventuranzas; expónelas sencilla y devotamente el P. La Puente (p. 3., mcd. 11.), y, sobre todo, ¡qué estudió más suave y agradable el recordar cómo las practicó nuestro Divino Modelo y Maestro, que «coepit facere et docere» (Act. Ap., 1, 1); comenzó a hacer y a enseñar! Allí cerca tenía a los doce, no perdían palabra e iban, con asombro, viendo desplegarse al viento la bandera bajo la cual militaban, misericordiosamente llamados y elegidos por aquel Maestro que un día les había de decir: «Non vos me elegistis »sed ego elegí vos ut eatis et fructum afferatis» (Jn 15, 16); no me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí a vosotros.., para que marcháis y deis fruto. Y el fruto ha de ser: desprendimiento de todo lo terreno, mansedumbre y bondad, resignación en las pruebas y contradicciones, hambre y sed de justicia, misericordia con todos, limpieza absoluta de corazón, amor práctico a la paz, gozo de sufrir por la causa de Dios. ¡Programa magnífico realizado y vivido sobreabundantemente por Jesucristo, Rey eterno y Señor Universal!

 
3) Más con su vida que con sus palabras determinó el Divino Maestro el ideal del cristiano. Puso por obra las bienaventuranzas antes de predicarlas. Siendo rico, hízose pobre...; abrazóse con la pobreza en el pesebre, la guardé durante su vida de artesano, durante toda su vida de apostolado «las aves del cielo tienen sus nidos las zorras sus madrigueras, el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» la llevó a la cruz Consigo. No dió a esta pobreza el exterior de austeridad excepcional que tenía en San Juan Bautista; quiso tomarla vulgar y despreciada, taj cual los hombres comúnmente la sufren y la temen, a fin de que pudieran reconocerla en Él y en adelante amarla. A sí mismo se describió como «manso y humilde de corazón», excitando así la atenciór y ala imitación de sus discípulos sobre estas virtudes predilectas; es el cordero de Dios: es la oveja llevada al matadero sin que abra la boca; es el servidor de Jahvé que no apaga la mecha que humea ni rompe la caña quebrada. Es también la misericordia soberana que cura todas las enfermedades, que perdona todas las faltas y que gusta de repetir la frase del profeta: «Misericordia quiero y no sacrificio.» Es el príncipe de la paz, que pacifica todos los corazones y que con su sangre sellará la paz del mundo con Dios. Es la pureza misama, el Hijo de la Virgen, el que puede desafiar aun a sus enemigos a que le convenzan de pecado. Hambriento de justicia, podrá decir: «Mi manjar es hacer la voluntad del que me envió»; y viendole vindicar en el templo el honor de Dios, dirán sus discípulos: «El celo de vuestra casa me devora». Y sobre todo esto, es el gran perseguido: desde su nacimiento, por Herodes durante su ministerio por los fariseos y el tetrarca; en el último día, por todos los poderes de la tierra, agentes del príncipe de este mundo. Y, sin embargo siendo com es pobre, herido perseguido, es bienaventurado como ningún hombre lo ha sido ni lo será jamás, porque posee, como ningún otro ser humano lo poseerá, el reino de Dios, la vista de Dios. Por eso, al promulgar las bienaventuranzas habla por experiencia» (Lebreten, o. e., 1, 193).


4) ¡Magnífico programa! Nos hemos ligado una y otra vez, con ofrecimientos generosos, a nuestro Capitán, el Sumo Capitán general de los buenos; hemos jurado seguirle de cerca; venimos pidiendo como favor extraordinario ser admitidos debajo de su bandera: ¡hela ahí!, ¡ésa, ésa! Con toda el alma hemos de reiterar una vez más nuestras ofertas, hemos de animarnos al seguimiento de nuestro Rey. No poco nos ayudará el considerar, primero, su ejemplo; después, el galardón que se nos promete, y, por el fin, el daño irreparable que nos ha de acarrear el volver la espalda a la bandera de Cristo para seguir la de Satanás, que tremola el mundo. Amenazas terribles fulminó el mansísimo Maestro, según San Lucas, en esta misma ocasión contra los secuaces del mundo: ¡Ay de vosotros, ricos, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis! ¡Ay de vosotros cuando los hombres os aplaudieren, que así lo hacían sus padres con los falsos profetas! (Lc 6, 24-26).

Veamos si nos disponemos a merecer los premios prometidos a los valientes seguidores de Cristo. Hay grados diversos: ¿en cuál me querrá el Señor? Por mi parte, he de estar pronto a abrazarme con el más levantado y vivir vida de Apóstol, en todo semejante a la de Jesús.


Punto 2.° .2.°: LOS EXHORTA PARA QUE USEN BIEN DE SUS TALENTOS. ASÍ VUESTRA LUZ ALUMBRE DELANTE DE LOS HOMBRES PARA QUE VEAN VUESTRAS SUENAS OBRAS Y GLORIFIQUEN A VUESTRO PADRE, EL CUAL ESTÁ EN LOS CIELOS.)


Oficios que encomienda a sus discípulos. A ellos somete la labor de continuar su trabajo de evangelización, que supone lo que en metáforas tan sencillas como expresivas les inculca reiteradamente declarándoles la grnndeza de su cargo y la importancia suma de su misión para que, como dice S Ignacio usen bien de sus talentos.

Frases son las que el Señor dírigió a sus Apóstoles que, en cierto grado deben recibir como a ellos, dichas todos los cristianos pero que de un modo especial onvienen a los Apóstoles y predicadores del Evangelio.

 
1) «Sois la sal de la tierra.» La sal sazona los alimentos insípidos y los preserva de corrupción,  nuestra palabra y de nuestro ejemplo de vida han de sacar nuestros prójimos sabor de cielo y aliento grande para conservarse en gracia, evitar el mal y hacer el bien; deber nuestro es sazonar las cosas de Dios para que las guste el mundo, que las tiene por insípidas y preservarse de la corrupción a la que tan violentamente inclinado está. Gracias a la
sal de la santidad cristiana que sazoita al género humano Dios no se asquea de él y lo tolera «Pero si la sal se hace insípida, ¿con qué se la volverá el sabor? Para nada sirve ya sino para ser arro jada y pisada por las gente» (Mt., 5, 13). Aludía aqui Jesús a cierta sal basta, mezclada con tierra, que los pobres de Palestina recogían a orillas del mar Muerto y que fácilmente se deterioraba y queda inútil. Si el Apóstol se viciara enseñando el error o viviendo mal; si el cristiano con las persecuciones y tentaciones viniere a perder el espíritu de Cristo que es la abnegación pasaría por él lo mismo;incapaz de mejorar a los demás se tornaría digno de
desprecio no sólo para los creyentes pero aun para los incrédulos.

 
2) «Sois la luz del mundo» (Ib,, 14). Jesús había de decirnos de sí mismo: «ego sum lux mundi, qui sequi me non ambulat in tenebris» (Jn 8, 12; Yo soy la luz del mundo;  el que me sigue no camj a oscuras. A sus discípulos les dice: ¡Sois la luz de; mundo! «Sic luceat lu vestra coram hominibus ut videant opera vestra bona, et glorificent patrem vestrum qui in coelis est», (Mt., 6, 16), Brille así vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. «Ni se enciende la luz para
ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa»
(Ib., 15). Si el Apóstol es lo que debe ser, no podrá menos de irradiar luz de verdad y calor de santidad, que iluminarán las inteligencias y caldearán los corazones llevándolos al centro de la Vida: Cristo Jesús. San Pablo escribía a sus discípulos de Filipos que debían resplandecer como lumbreras del mundo, sin tacha, en medio de una nación depravada (2, 15).
Hemos de procurar, pues, cumpliendo el mandato de nuestro Divino Capitán, cultivar nuestros talentos y hacerlos servir, no a nuestro lucimiento y aplauso, sino a la edificación de nuestros prójimos, de suerte que al verlos glorifiquen a nuestro Padre celestial y se sientan atraídos a una vida de veras cristiana.


3) «Non potest abscondi civitas supra montem posita» (Mt 5, 14). No puede esconderse una ciudad puesta sobre un monte; y acaso Jesús al decirlo les señalaba a sus oyentes la ciudad de Safet, que se veía brillar a la izquierda, hacia el Norte, y se erguía a 800 metros de altura. Ha de ser el Apóstol, y a su modo, todo cristiano perfecto, como ciudad cTe refugio, por su caridad, que ofrezca a todos cordial acogida, que una los corazones en unidad de habitación, de bienes y de voluntades. Refugio también para los pobres pecadores que, arrepentidos, quieran escapar a los rigores de la justicia divina. Ha de ser también ciudad levantada hacia el cielo por su vida celestial, elevada sobre las cosas de la tierra; que no puede el Apóstol vivir en el abismo del pecado, ni aun en el llano de la vida común, sino que debe remontarse al monte de la perfección, que lo haga aparecer a los ojos de las gentes como puesto muy sobre el nivel de las cosas terrenas y en contacto con las celestiales.

Reflictamos sobre nosotros mismos y veamos cómo cumplimos la encomienda del Maestro. Hemos prometido tanto! Si no lo cumplimos, jamás nos capacitaremos para ser Apóstoles de Jesucristo.


Punto 3.° 3º: SE MUESTRA NO TRANSGRESOR DE LA LEY, MAS CONSUMADOR  DECLARANDO EL PRECEPTO DE NO MATAR, NO FORNICAR, NO PERJUDICAR Y DE AMAR LOS ENE MIGOS (YO OS DIGO A VOSOTROS QUE AMÉIS A VUESTROS ENEMIGOS Y HAGÁIS BIEN A LOS QUE OS ABORRECEN)

 
Máximas de perfección de la vida cristiana conformes a la ley.


1) Presentado como en un esquema el ideal de la vida cristiana, pone el Señor de relieve su perfección extraordiIaria sobre la ley mosaica y hace ver que sin destruirla la sublima y levanta
«Tres graves defectos tenía la legisación mosaca. Ley política no menos que religiosa subordinaba el bien del individuo al bienestar de la sociedad, y las recompensas que prometía no robasaban en nada el horizonte terrestre. Miraba sobre todo el acto exterior como si fuera despreciable la disposición interior, hasta el punto de que se preguntaran los maestros si alcanzaba nunca a la intención. Finalmente se limitaba a los preceptos imperativos y los consejos de perfección »quedaban fuera de su perspectiva. La ley decía: «Haz esto, evita aquello»; y podía creerse haber cumplido perfectamente con ella cuando se habían ejecutado materialmente sus órdenes. El Evangelio es la transformación más bien que la continuación de la ley mosaica. Para sensibilizar este contraste elige Jesús cinco artículos en los que la superioridad de la ley nueva brilla con evidencia; soon las prescripciones relativas al homicidio, al adulterio, al perjurio, a la venganza, a la actitud para con el prójimo» (Prat, o. e., 1, 279).

Son las que indica el Santo Padre, y con ólo leer el pasaje evangélico se pone de manifiesto cómo Jesús no vino a desatar la ley, sino más bien a perfeccionarla y «se muestra no transgresor de la ley, mas consumador»


a) «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores. No matarás, y quien matare será condenado en juicio. Yo os digo: Quienquiera que tome Ojeriza a su hermano merecerá que el juez le condene y el que le llamare raca (estúpido) merecerá que le condene el concilio (el sanedrmn).  Mas quien le llamare fatuo (nabal impío), será reo del fuego del  infierno» (Mt., 5, 21-22) .

b) «Habéis oido que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más. Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón» (lb., 27, 18).
c) «También habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No jurarás en falso; antes bien, cumplirás los juramentos hechos al Señor. Yo os digo más: Que de ningún modo juréis ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es la peana de sus pies; ni por Jerusalén, por que es la ciudad del gran Rey; ni tampoco juráis por vuestra cabeza, pues no está en vuestra mano el hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no. Que lo que pasa de esto, de mal principio proviene» (Ib., 33-37).

d) «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis resistencía al agravio; antes, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa» (Ib., 38-40).
e) «Habéis oído que fué dicho: Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores. Que si no amáis sino a los que os aman, ¡qué premio habéis de tener? ¿No lo hacen así aun los publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué tiene eso de particu»lar? ¿Por ventura no hacen también eso los pagan.os?» (Mt., 43-47).

2) ¡Cuánta ventaja hace nuestra ley a la mosaica Y, sobre todo, a las vanísimas exterioridades de los escribas y fariseos por eso el Señor nos dice: «Nisi abundaverit iustitia vestra plus quam scribarum et pharisaeorum, non intrabitis in regnum caetorum» (Ib., 201. «Si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.»
Máxima es también de perfección cristiana la que nos inculca el aprecio y estima e las cosas más menudas! ¡Y cuán fundamental! «Qui argo solverit unum de mandatis istis minimis et docuerit sic homines, minimus vocabitur in regno caelorum» (Ib., 5, 19). Y así, el que violare uno de estos mandamientos por mínimos que parezcan, y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos. Vean la importancia que tienen aun los más pequeños preceptos del Señor y procuremos darsela aun a las cosas más menudas cuando se trata de regla o constitución o precepto de los superiores. Así mereceremos que se nos apliquen las palabras siguientes: «Pero el que los guardare y enseñare, ese será tenido por grande en el reino de los cielos» (Ib.) ¡ Seremos perfectos!

A la perfección general podemos aplicar la sublime máxima que aquí parece referir San Mateo a nuestra conducta con nuestros enemigos. «Estote vos ergo perfecti sicut Pater vester caelestis perfectus est» (Mt., 48). Sed, Pues, Vosotros perfectos así como vuestro Padre celestial es perfecto. Ideal el más levantado, propio de quien anhelo llevar con dignidad el sublime título de «Hijo de Dios»

 

 

14ª  MEDITACIÓN

LAS BODAS DE CANÁ

 

“Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en el  sus discípulos”.

 

 

Punto 1.°   FUÉ CONVIDADO CRISTO NUESTRO SEÑOR CON SUS DOCE DISCÍPULOS A LAS BODAS.

 

1) Era el año primero de la predicación de Jesús; habrían pasado como un par de meses desde que salieran de Nazaret, y se habían seguido el bautismo en el   Jordán, el ayuno y las tentaciones en el   desierto y la elección de algunos de sus Apóstoles, cuando con sus discípulos Andrés, Pedro, Juan y Felipe acudió invitado a una boda que se celebraba en Caná de Galilea.

        ¿Por qué quiso Jesús asistir a este banquete de bodas? En primer lugar, sin duda, para santificar el matrimonio, elevándolo a la altísima dignidad de sacramento, por el que se había de conceder a los desposados gracia para su santificación en el   cumplimiento integral de los deberes de su estado: para santificarse y criar hijos para el cielo.

Quiso enseñarnos, además, que no reprende, sino, antes bien, aprueba y bendice las honestas recreaciones de sus servidores y amigos; y nos enseñó prácticamente el modo de habernos en el  las. Jesús quiere a sus seguidores alegres, ama y bendice las fiestas y expansiones de familia, sobre todo cuando se celebran en unión de caridad bajo la mirada protectora del que debe ser Rey de todo hogar cristiano.


2) Estaba también invitada María Santísima. Lo hace notar San Juan, sin duda para señalarnos el papel principalísimo que la Santísima Virgen desempeña en la economía sobrenatural y para instruirnos en la función de mediadora y Madre que Jesús la ha confiado.

Grabémoslo bien dentro de nuestras almas. La Madre de Jesús es también Madre nuestra. No solamente porque de Ella nació Jesús, de quien recibimos nuestra vida sobrenatural; y así, dándonos a Jesús nos da la vida; ni tan sólo porque ha sido el instrumento y la condición sin la cual los misterios de Cristo no se realizaran, sino porque, identificados con Jesús y haciendo con El un todo indivisible, que es un solo cuerpo, omnes unum corpus in Christo (Rom., 12, 5), todos somos un solo cuerpo en Cristo; por tanto, al engendrar a Jesús nos engendró con Él y en el .

Tal es el misterio por excelencia, del designio, concebido por Dios desde toda la eternidad, pero revelado únicamente en el   Evangelio, de salvar a todos los hombres sin distinción de raza, identificándolos con su Hijo bien amado, en unidad de «cuerpo místico». Siendo esto así, María no ha podido dar a luz un Cristo incompleto o dividido; Madre de Cristo lo es de todo Cristo. ¿No es María Madre de Cristo? Luego es también Madre nuestra, escribe S.S. Pío X en su Encíclica AD DIEM ILLUM: Mater primogeniti, mater et ejus fratrum, la madre del primogénito debe de serlo también de sus hermanos; Mater capitis, mater membrorum ejus, la madre de la cabeza ha de serlo también de los miembros del cuerpo.


3) Su oficio de Madre y mediadora le hace interesarse en las necesidades todas de sus hijos. Su ternura, su vigilancia, su solicitud, son incansables y continuas, pues se extienden a todo cuanto a nuestra salvación se refiere. Diríase que quiso el Señor ponerlo una vez más de manifiesto en el   hecho que estamos meditando con un detalle que en el  ocurrió y consideraremos en el   punto siguiente.


Punto 2º “Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino.Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga”.

 

1) Dice el evangelista San Juan, que estaba presente en el   banquete: “Y como viniese a faltar el vino, dijo su Madre a Jesús”. Debía de ser familia modesta la que celebraba la fiesta, y fuera por falta de recursos o, como apuntan algunos exegetas, porque la asistencia de los discípulos de Jesús no esperados hizo que aumentara el consumo, el caso es que vino a faltar el vino.

        La Santísima Virgen, llena siempre de caridad y solícita previsión, quiso evitar a los esposos el sonrojo de quedar mal con los convidados y a todos el disgusto que produjera el ver interrumpida la honesta fiesta que celebraban por falta de elemento tan necesario en un banquete; y sin que nadie se lo pidiese, por propia iniciativa y movida por la ternura de su corazón maternal, acudió a su Hijo en demanda de remedio.

Y lo hizo de la manera más delicada y sencilla, como quien conocía bien a Jesús, con la escueta exposición de lo que ocurría. ¡Qué Madre tenemos! ¡Oh, si la conociésemos bien, y cómo nuestro corazón se llenaría de dulce ternura y de filial confianza y cómo viviríamos siempre en el  la confiados y siempre a Ella íntimamente unidos!


2) “No tienen vino”. Fórmula brevísima que encierra al mismo tiempo que la exposición del hecho un instante súplica de remedio. En voz baja, “in abscondito” (Mt., 6, 6), hace su plegaria. Aprendamos, en la sencillez de la oración de María, a evitar formulismos rebuscados y aprendamos también a orar por los demás: oración de caritativa intercesión, medio seguro de alcanzar lo que necesitamos.

A la indicación de María responde Jesús: “Mujer, ¿qué nos va a Mí y a Ti?” (4). Frase, al parecer, por la redacción de la Vulgata, un poco despegada y fría y aun casi dura; pero no es así. En primer lugar, la palabra “mujer” que las encabeza nada tenía en las lenguas orientales que no significase cariñoso respeto y honor. El hijo llamaba ordinariamente «madre» a la que le había engendrado; pero en circunstancias particulares podía llamarla «mujer» para mayor reverencia, y venía a tener un sentido equivalente a señora muy estimable.

Puede verse la palabra «mujer» usada en los griegos y orientales en la intimidad para designar a las personas más caras y dignas de respeto. Por lo que atañe a la frase “qué nos va a Ti y a Mí?”, se han propuesto varias interpretaciones muy aceptables. Era uno a modo de modismo hebreo, cuya significación había de deducirse más que de la frase misma, del, modo de pronunciarla y el gesto de quien la usaba.

Y prueba de que nada despectivo ni negativo encerraba, es que la Santísima Virgen entendió que Jesús se disponía a hacer lo que le había pedido, y en ese sentido instruyó a los criados. Sabe que su intercesión es eficaz, omnipotente, necesaria y que el Señor le ha concedido misericordiosamente la distribución de sus dones todos.

Grabemos profundamente en nuestras almas la excepcional importancia y la necesidad absoluta de la devoción a la Santísima Virgen para poder, no ya aprovechar en el   trabajo de la santificación, pero aun para poder vivir la vida de la gracia.

Al mismo tiempo ha de llenársenos el corazón de dulce confianza en la intercesión de tan bondadosa Madre, que se anticipa a nuestras súplicas, cuando nosotros procuramos, como buenos hijos, obsequiarla con nuestros pobres dones. Como lo hizo con los esposos de Caná, que habían tenido la atención de invitarla a su boda.

 

 

Punto 3.° “CONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO, Y MANIFESTÓ SU GLORIA, Y CREYERON EN EL   SUS DISCÍPULOS”.


1) Dice el evangelista San Juan que “Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua”.

Estaban allí seis hidrias de piedra destinadas para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres metretas. La metreta venía a contener unos 39 litros; por consiguiente, cada ánfora o hidria, de 78 a 117 litros, y en total, de 500 a 600 litros; servían para lavarse las manos antes de las comidas y para limpiar los vasos, botellas, etc.

“Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era(los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Podemos considerar en este hecho primeramente la docilidad de los criados en obedecer al mandato, al parecer arbitrario e inútil, de Jesús. Sin duda, que se debió esta dócil obediencia a la instrucción que previamente les diera la Santísima Virgen. ¡Cuán buena maestra es y cuán atentos debemos estar a sus inspiraciones y ejemplos para seguirlos! Así acertaremos y mereceremos ser premiados por Jesús con resultados maravillosos.

 

2) Admiremos después la omnipotencia de nuestro Rey y Maestro, para llenarnos más y más de estima de El, de confianza en su poder sin límites y de solicitud en seguir sus indicaciones. Resplandece también en este hecho la espléndida generosidad con que sabe Jesús pagar lo que por El se hace. Al obsequio de aquellos buenos esposos corresponde con el suyo y les ofrece cantidad de exquisito vino suficiente, no sólo para acudir a la necesidad del momento, sino aun para mucho más. Así es Dios con nosotros; por un pequeño sacrificio que por El nos imponemos, por un obsequio menguado que le ofrecernos, nos paga con gracias preciosas de valor inestimable y nos reserva galardón insospechado. Bien podemos animarnos o servirle con diligencia.


3) ¿Qué efectos produjo el milagro? El Evangelista nos dice: “Así, en Ganá de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con que manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el ”. Fue el primer efecto la manifestación de su gloria, gloria que, como el mismo San Juan nos dice en el   capítulo anterior de su Evangelio, le corresponde como al “Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

En segundo lugar, sus discípulos que habían empezado a creer en el , se confirmaron y crecieron en esta fe, en la que había de ir robusteciéndose. Y es fruto que hemos de sacar también nosotros de la consideración de estos misterios, robustecer nuestra fe y creer firmemente en la divinidad de Jesucristo.

En su Santísima Madre produjo, sin duda, el milagro suavÍsimos efectos de alegría y gratitud a su Hijo, que tan bondadosamente había accedido a su súplica ¡Cuán poderosa es su intercesión! Procuremos acudir a ella en todas nuestras necesidades.

Grande fue también el efecto que el milagro causó, sin duda, en los comensales. Cuando el maestresala, maravillado de la exquisitez del vino que le presentaban, increpó al esposo, mostrando su extrañeza, es cierto que fué éste el maravillado. Y no es difícil entender lo que sentiría cuando, por la declaración de los sirvientes, vino a conocer la explicación del portentoso suceso ¡Cuánta sería su gratitud y cómo crecería su afecto a Jesucristo! Nada nos dice el Sagrado Evangelio del efecto que el hecho pudo producir en el   resto de los comensales.

Pidamos a la Santísima Virgen, que interceda por nosotros para que su Hijo nos conceda el vino del fervor y la devoción. Y digamos al Señor: “Vinum non habeo”, Señor, me falta el vino de la virtud; dámelo, te los pido por intercesión de tu Madre que todo lo puede por Ti.

 

 

 

 

 

15ª  MEDITACIÓN

 

NUESTRO SEÑOR SE APARECIÓ A SUS DISCÍPULOS CAMINANDO EN EL MAR

 

“Inmediatamente después Jesús obligó a sus discípulos a embarcarse e ir a esperarle al otro lado del lago, mientras que despedía a la gentes. Y despedidas éstas, se subió solo a orar en un monte, y entrada la noche, se mantuvo allí solo. Entre tanto, la barca estaba en medio del mar, batida reciamente de las olas, por tener el viento contrario. Cuando ya era la cuarta vela (al amanecer) de la noche, vino Jesús hacia ellos caminando sobre el mar. Y viéndole los discípulos caminar sobre el mar, se conturbaron y dijeron: Es un fantasma. Y llenos de miedo comenzaron a gritar. Al instante Jesús habló, diciendo: Cobrad ánimos, soy Yo, no tengáis miedo. Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia Ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús. Pero viendo la fuerza del viento se atemorizó; y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto, Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado? Y luego que subieron a la barca, calmó el viento. Mas los que dentro estaban, se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

 

        A continuación del sermón de la montaña pone San Ignacio, para el día nono, la aparición de Jesucristo sobre las aguas en medio de la tempestad. En los Misterios pone antes la contemplación de cómo el Señor, yendo en la barca dormido, se despertó al llamamiento de los Apóstoles y aplacó la tempestad. Ambas son muy aptas para confortar el corazón del ejercitante y llenarlo de confianza apostólica, tan necesaria para las luchas con el enemigo. El ideal de la perfección es muy levantado; las dificultades que contra su realización en la vida se levantan, muchas y terribles; si hubiéramos de trabajar solos, fácilmente se apoderaría de nosotros el desaliento y nos haría pusilánimes.

Y es gran daño la falta de confianza, aun en las situaciones más angustiosas, y peligro grande Él olvido práctico de que Dios es infinitamente bueno y poderoso, que quiere y puede socorrernos. Hemos, pues, de clamar confiados: “Domine, salva nos, perimus ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt., 8, 25).


Composición de lugar: Imaginarnos ver la montaña donde Jesús oraba y a sus pies el mar de Tiberíades, y en el  la barca con los doce Apóstoles: las olas encrespadas, el viento fuerte...


Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR EN EL   MONTE, HIZO QUE SUS DISCÍPULOS SE FUESEN A LA NAVECILLA, Y, DESPEDIDA LA TURBA, COMENZÓ A HACER ORACIÓN SOLO.


1) Acaeció lo que aquí se nos narra a continuación de la primera multiplicación de los panes: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, fueron milagrosamente alimentados por Jesús. “Visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este, sin duda, es el Profeta que ha de venir al mundo. Por lo cual, conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey, huyó Él solo otra vez al monte”(Jn., 6, 14-15).

¡Cómo huye el Señor de ser honrado y cómo nos enseña con las obras lo que nos predica de palabra! Los discípulos, halagados quizá por el clamor popular, soñaron en medros y honras temporales; y el Señor les hizo embarcar y salir a la mar, y se quedó El en tierra.

Preveía el Señor la tempestad que muy pronto se iba a desatar, y les hizo embarcar para que lucharan con ella y no pensaran que en el   seguimiento de Señor tan poderoso iba a ser todo felicidad, sino que vivieran dispuestos al sacrificio. Iba además a hacerles sentir que siempre velaba por ellos, sin que fuera necesaria su presencia corporal para tener muy presentes a los suyos y librarles de todo mal.


2) Él, mientras tanto, subió al monte a orar. Cuántas veces en el   Sagrado Evangelio se nos inculca la frecuencia con que el Señor oraba. Quiere leernos prácticamente la lección que después ha de exponernos teóricamente: la necesidad de la oración, sobre todo durante el ejercicio del apostolado, y al mismo tiempo el modo más perfecto de hacerla; se aparta de las gentes, sube al monte, ora de noche. Todo hombre, y en especial todo apóstol, debe tener continuo recurso a la oración y buscar en el  la la solución de sus dudas, el remedio de sus necesidades, el esfuerzo para el trabajo, la fecundidad de sus labores.


3) Sobre el misterio de esta tempestad dice el P. La Puente (Medit., p. 3a, m. 19, p. l.°): «La otra vez levantóse la tempestad estando Cristo en el   navío, pero durmiendo; esta vez estando ausente, para probar más la fe de los discípulos viendo más lejos a su Maestro. Y para significar que Cristo Nuestro Señor suele ausentarse de los suyos cuanto al socorro sensible de su gracia y dejarlos en grandes tribulaciones para probar su fidelidad. Y como van creciendo en la virtud, suelen crecer las pruebas con tal modo de ausencias por los innumerables bienes que resultan de ellas».

 

Punto 2.° LA NAVECILLA ERA COMBATIDA POR LAS ONDAS, CRISTO VIENE ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y LOS DISCÍPULOS PENSABAN QUE FUESE  FANTASMA.


1) Se apartaron los Apóstoles de Jesús quizá de mala gana, pues que San Marcos (Mc 6, 45) dice que “coegit discipulos suos ascendere navim…forzó a los discípulos a subir a la barca”; temían que sin Él pudiera sucederles cualquier contratiempo. Amábalos Jesús muy de veras y, sin embargo, y aun por eso mismo permitió que fueran probados.

La tempestad significa cierta ausencia de Jesús, al menos en cuanto al socorro sensible; pero no significa abandono. Bien veía el Señor desde Él monte lo que a sus Apóstoles sucedía, y velaba para que no naufragaran, y les daba vigor y fuerza para que perseveraran en su trabajo remando y no cedieran vencidos al furor del viento y la mar contrarios.

¿Por qué causas permite el Señor la tempestad? Cuando no somos nosotros los que en el  la nos metemos, como no fueron en esta ocasión los Apóstoles quienes se metieron por propia voluntad en el   mar, para hacernos ejercitar nuestro valor y fidelidad y al mismo tiempo para hacernos Sentir la necesidad de su ayuda.

Mientras todo va bien es fácil cumplir la obligación y es fácil también olvidarse de acudir en demanda del socorro de lo alto; pero es difícil en la tentación «no hacer, mudanzas»; es decir: permanecer fiel en el   cumplimiento de lo prometido, y más difícil aún «mudarse intensamente contra la misma desolación» esto es: crecer en la práctica de todo bien y esforzarse en hacer más de lo prometido. Es lo que hicieron los Apóstoles: “laborantes in meritando…remando con trabajo” (Mc 6, 48); y así merecieron el pronto socorro de lo alto.


2) Jesús, aunque ausente con el cuerpo, muy presente con su ayuda, seguía compasivo las vicisitudes de los suyos, cumpliendo el salmo (Ps. 90, 15) clamará a Mí y le oiré; con él estoy en la tribulación. Al ver que la tempestad arreciaba, lleno de solicitud acudió a su socorro: “A eso de la cuarta vela de la noche (a las tres de la mañana) vino hacia ellos caminando sobre el mar” (Mt., 14, 25). Confiemos siempre, por mucho que la tempestad arrecie; si nosotros somos fieles, El no nos abandonará. ¡Bien seguros podemos estar de ello!

Y ¿por qué acudió andando sobre las aguas? El Padre La Puente (1. e.) aduce dos causas: para mostrar su omnipotencia y hacer entender a sus Apóstoles que si después había de ser anegado por la tempestad de la Pasión, era por propia voluntad, no por impotencia para dominarla. Además, para sensibilizar la virtud de la oración, de la que sacan los justos esfuerzo para vencer la tempestad.


3) “Y viéndole caminar sobre las aguas, se con»turbaron y dijeron; ¡Es un fantasma! Y llenos de miedo comenzaron a gritar” (Ib., 26). Lo tomaron por fantasma y era realidad. Cuántas veces la pasión, el miedo u otra causa viciosa nos hacen temer o despreciar como fantasmas a Jesús y a sus inspiraciones.

Cierto que no faltan quienes toman por realidad cualquier fantasma, y, puerilmente crédulos o neciamente supersticiosos, quieren ver en todo apariciones del Señor y tomar por hablas y comunicaciones divinas lo que en realidad no es más que invención de su alborotada fantasía. Mal obran; pero no lo hacen mejor quienes a carga cerrada tienen por engaño todo lo que presenta algún carácter extraordinario, sin pararse a analizarlo o aguardar el dictamen de la Iglesia, y gritan «fantasma es!» a la vista de lo que es realidad dulcísima.

Hemos de ser en esto cautos y proceder con prudencia y con piedad, aplicando los criterios que la ascética y la mística nos enseñan para discernimiento de espíritus, y siendo siempre dóciles a las direcciones, no sólo a los mandatos, de la jerarquía católica.

Marchaba Jesús sobre las aguas como pudiera hacerlo por tierra firme: ¡ es Dios! Le están sujetos los elementos todos. No hay cosa que de nosotros le pueda apartar.
Con tal Capitán, ¿qué no hemos de esperar? Y ¿a qué no nos hemos de animar?

 

 

Punto 3.º DICIÉNDOLES CRISTO: “YO SOY, NO QUERÁIS TEMER”. SAN PEDRO, POR SU MANDAMIENTO,  VINO A EL ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y COMENZÓ A HUNDIRSE, MAS CRISTO NUESTRO SEÑOR LO LIBRÓ Y LE REPRENDIÓ DE SU POCA FE, Y DESPUÉS, ENTRANDO EN LA NAVECILLA, CESÓ EL VIENTO.


1) “Al instante Jesús les habló, diciendo: Cobrad ánimo; soy Yo, no tengáis miedo” (Ib., 27). No soy fantasma, sino realidad dulcísima; SOY Jesús, a quien conocéis y habéis visto hacer milagros; ¿por qué teméis teniéndome a Mí?

¡Cuán grata sonó a los oídos de los amedrentados Apóstoles la voz conocida del Maestro en aquella hora angustiosa! Pues es el mismo, y, como entonces, si a Él vivimos unidos, y, sobre todo, si a Él recurrimos en las horas de tempestad, en medio del fragor de la tormenta sonará en el   fondo de nuestra alma su voz tranquilizadora: “¡ No temas, soy Yo!” Y estando Jesús con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

Pensemos que siempre, cualquiera que sea nuestra tribulación, por grande que sea nuestra angustia, Él nos ve, se interesa por nosotros, sabe el tiempo que debe durar para nuestro bien y el momento más oportuno para socorrernos; ¡confianza!, ¡ confianza! Nada puede hacernos más daño en las luchas de la vida que la desconfianza en Dios.

Jesús, visto de lejos, da miedo; su ley austera horroriza a la sensualidad; de cerca, cuando se le gusta, cuando se practica su ley, ¡se ve cuán suave es! ¡Y cómo alienta el oír entre el rigor de la tormenta el “Yo soy” de Jesucristo!


2) “Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús” (Mt., 14, 28-29). Pedro, lleno de fervoroso y entusiasta amor, se ofrece para la ardua tarea de pisar sobre el mar alborotado; quiere ir a Jesús sobre las aguas.

Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar es trabajar por vencer en la lucha contra la tentación. El trabajo del propio vencimiento, la ruda labor de resistir el embate de la tentación, la lucha contra la concupiscencia, es marchar hacia Jesús sobre un mar tempestuoso.

Pensemos que Jesús, al ver nuestros buenos deseos y oír nuestras ardientes súplicas, nos dice: ¡Ven !  y nos da su gracia, y con ella lo podemos todo. Pedro, al oír el ven de Jesús se lanza, valiente, al mar y avanza sin hundirse, ¡gran milagro! que un miserable pescador pise en el   mar como en tierra firme, que un pobrecillo pecador, triunfe, esforzado, de los más fuertes enemigos y avance hacia Jesús en medio de furiosos ataques. “Pero viendo la fuerza del viento, se atemorizó, y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!” (Mt., 30).

Apartó Pedro sus ojos de Jesús para fijarlos en las encrespadas ondas del mar, y sintió el rugir del viento y se vio envuelto en espuma, salpicado por las aguas, ¡y temió; su confianza no se apoyaba únicamente en la palabra divina...; se dejó dominar del temor humano y comenzó a hundirse.

Cuando esforzados por el divino llamamiento y pisando sobre dificultades marchamos hacia Dios, lo único temible es el acordarnos demasiado de nosotros mismos, y apartando los ojos de Dios, fijarlos en los trabajos que nos oprimen.

Afortunadamente, Pedro, en el   peligro, clamó, con angustiosa esperanza, a Jesús: “¡Señor, sálvame!” y al punto Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado?” (Ib., 31).

Aprendamos la lección; besemos la mano amorosa que nos sostiene para que no nos ahoguemos, y trabajemos por confiar siempre en Jesús, seguros de que quien en el   confía no será confundido.


3) “Y luego que subieron a la barca, calmó el viento” (Ib., 32). ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al tener en medio de ellos a su querido Maestro! ¡Y cuál su admiración al ver cómo los vientos y el mar se le sujetaban y le obedecían! Y con qué reverencia “los que dentro estaban se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

           Acertadamente, el Padre La Puente, al fin de esta meditación, nota algo que será útil al ejercitante tener muy presente en el   trabajo de las elecciones o reforma que viene haciendo estos días: «Finalmente, en todo este suceso descubrió Cristo Nuestro Señor el estilo que tiene cuando nos llama para religión o para grandes empresas; porque al principio facilita los trabajos para que sin temor nos arrojemos a ellos; pero poco después permite grandes
borrascas y temores, no para desampararnos, sino para perfeccionarnos en las virtudes. Y, últimamente, nos da cumplida paz, con mayor alegría por las nuevas experiencias de lo mucho que podemos con su gracia...Tengámoslo en cuenta y no nos dejemos dominar por la desconfianza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

16ª  MEDITACIÓN

 

EL SEÑOR PREDICABA EN EL   TEMPLO

 

La historia es cómo Jesús predicaba en el   templo con aceptación tal, que, en frase de San Lucas (LC 19, 48), “le escuchaban las gentes con la boca abierta…omnis enim populus suspensus erat audiens illum”. Y al terminar su trabajo, a la caída de la tarde, como la afluencia de gentes por la Pascua en Jerusalén era grandísima, y por otra parte nadie le ofrecía hospedaje para pasar la noche, se retiraba a Betania, a casa de sus amigos.

 
Composición de lugar. El templo, que se alzaba en el   centro de una explanada; a él se subía por anchas y espaciosas escaleras. Causaban admiración al visitante el enlosado multicolor, y más aún las interminables filas de columnas corintias que cerraban los cuatro lados de la inmensa plataforma. El pórtico real, al Sur, con sus cuatro hileras de 162 columnas monolíticas, cuyo cuerpo apenas alcanzaban a poder abrazar tres hombres extendiendo sus brazos, parecía la más monumental de las basílicas. Era el techo de cedro, esculpido con prodigalidad de ornamentos de oro y plata (Prat). Predicaba Jesús en el   atrio de los gentiles, al que tenían acceso libre toda clase de gentes; no así a los más internos, reservados a los israelitas.

 

Punto 1.°  ESTABA CADA DÍA ENSEÑANDO EN EL   TEMPLO.


1) Ejercitaba su oficio de Maestro y luz del mundo predicando su divina doctrina; así aleccionaba a sus Apóstoles, que habían de ser sus sucesores en tan benéfico ministerio, y al mismo tiempo instruía al pueblo, que recibía con avidez sus enseñanzas. Las que propuso los postreros días de su predicación en el   templo, correspondientes al lunes, martes y miércoles de la última semana de su vida mortal, fueron muy variadas y circunstanciales, suscitadas por preguntas capciosas de sus enemigos o por sucesos particulares.


2) Lección objetiva de celo de la gloria de Dios fue la que nos leyó en su modo de proceder con los profanadores del templo.

Veámosle cómo llega al templo y la emprende contra los sacrílegos traficantes, empuja con su pie las mesas de los cambistas, echa por tierra las cajas apiladas de los vendedores de palomas, detiene a los que por cortar camino atraviesan los atrios con sus fardos. Nadie se atreve a resistirle, sus ojos centellean de santo celo; su rostro se reviste de sobrehumana autoridad; saben, además que el pueblo todo está a su favor.

Al fin justifica su proceder, y dirigiéndose a los principales culpables, los jefes de los sacerdotes, que favorecían la profanación del lugar santo, cuyo orden y decoro estaban encargados de asegurar, les dice: “No está escrito mi casa es casa de oración para todas las naciones, y vosotros la habéis convertido en caverna de ladrones?” (Mt 21, 12-13) (Mc 11, 15-17; Lc 19, 45-46).

Celo de la honra de Dios y de su templo santo, virtud muy propia del Apóstol, celo que no ha de trocarse en ira, pero que en ocasiones es preciso se arme de energía y haga frente a los enemigos de Dios y a los profanadores de su santuario. Respeto al templo, respeto a nuestro cuerpo, templo de Dios. Respeto al niño, templo del Espíritu Santo. Amor a la pureza, que conserva limpio ese templo.


3) De las múltiples enseñanzas de la predicación de Jesús en estos días destaquemos para nuestro provecho tan sólo dos de suma importancia: la que se refiere al «gran mandamiento», el mandamiento del amor, y la que se deduce del juicio final para vivir siempre alerta.

a) Habían intentado los saduceos sorprender a Jesús con preguntas capciosas acerca de la resurrección de los muertos, y como el Señor les respondiera contundente y victoriosamente, conviniéronse sus aliados los fariseos para intentar un nuevo ataque; para ello destacaron a un escriba, docto en la interpretación de la ley, que, acercándose a Jesús, le preguntó con ánimo de probarle: “Maestro, ¿cuál »es el mandamiento mayor de la ley? Jesús le contestó: Escucha Israel. El Señor vuestro Dios es un solo Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; éste es el mandamiento grande y primero” (Mc 12, 29-30).

¡Ama! Ese es el primer precepto cristiano que sintetiza todos los demás y que, cumplido, da perfecta solución a todas las obligaciones de la vida cristiana; ¡amar y obrar siempre y en todo por amor! ¡Qué consuelo para quien lo llega a comprender plenamente, y, sobre todo, para quien lo sabe practicar de continuo: que «ubi amatur non laboratur», cesa el trabajo donde empieza el amor, y si hay trabajo, se goza purísimamente en el .

¿Y cómo quiere ser amado Dios? Claramente nos lo dicen las palabras evangélicas; y cierto que bien merece quien para ser amado tiene títulos tan legítimos y tan apremiantes como nuestro Dios, soberanamente perfecto, fuente de todo bien, único capaz de hacernos felices, a quien todo lo debemos, de quien todo lo esperamos ser amado con todo nuestro ser. Si lo comprendemos, no estamos lejos del reino de Dios (Ib., 34), y si lo practicamos, estamos en pleno reino de Dios.

Pero se ha de notar lo que Jesús añade y tan encarecidamente nos ha de encomendar en el   sermón de la cena: No amamos a Dios si no amamos al prójimo.


b) El segundo precepto es muy semejante al primero, y puede decirse que forma con él uno solo. Ama a Dios y lo que es de Dios con un mismo amor. Los hombres son tus hermanos; Dios los ha adoptado por hijos. Es necesario amar al Padre en los hijos y amar a los hijos en el   Padre. No separemos lo que Dios ha unido. A Dios debemos lo que Él nos pide que demos a nuestros hermanos. A Él hemos de ir a ofrecérselo. Amor de equidad, de benevolencia, de hacer servicios, de conceder perdón. Todo cuanto indica la razón, todo lo que pide Él corazón. Tengo el deber de dar, cuanto tengo el derecho de esperar; debo amar como quiero ser amado. Mi prójimo es otro yo mismo. Tal es la regla que debo seguir cuando se trata de pensar del prójimo o de hablar de él, cuanto se trata de soportarlo, de justificarlo, de acudir a su ayuda. Tal es el gran precepto. Esta es la nueva ley» (Baudot, «Les Evangéliques», n. 239, 2). Materia digna de meditarse y campo fértil de cultivo constante de virtudes varias muy aceptas al Señor.


4) Lección también muy práctica y digna de estudiarse fue la que el Maestro expuso a sus discípulos acerca de la constante vigilancia en que debemos vivir para poder dar buena cuenta al Señor cuando venga a exigírnosla.

Había anunciado a sus Apóstoles que la justicia de Dios descargaría sobre Jerusalén y que de aquel su hermoso templo no quedaría piedra sobre piedra; que en aquellos días habían de sufrir mucho los moradores de la ciudad santa... Después expuso las circunstancias de su segunda venida a juzgar a los hombres todos; pero nada les indicó del tiempo en que hubiera de realizarse; antes, por el contrario, puso freno a su curiosidad, diciéndoles: “Pero cuándo será aquel día y hora, nadie lo sabe, ni aun los »ángeles de Dios, ni aun el Hijo, sino solamente el Padre” (Mt. 24, 36); y dedujo la consecuencia: “Velad, pues, ya que no sabéis a qué hora vendrá Nuestro Señor. Tened por cierto que si el amo de la casa »supiese a qué hora había de venir el ladrón, estaría velando y no dejaría minar la casa. Por eso vosotros estad siempre sobre aviso, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que menos penséis”(Ib., 42-44).

Y les propuso la parábola de las vírgenes fatuas y las prudentes y la de los talentos, y describió con trazos de grandeza magnífica la escena del juicio universal: el premio de los buenos y el castigo de los réprobos. Después de estos discursos, dijo a sus discípulos: “Sabéis que dentro de dos días tendrá lugar la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para ser crucificado” (Ib., 26, 1-2).

Meditemos procurando sacar provecho de estas magníficas enseñanzas del Maestro. Amemos a Dios sobre todas las cosas, sacrificándolas todas si Él nos lo pide, para seguirle pobres y obedientes, como pobre y obediente fue el Maestro. Amemos a nuestros prójimos como a hermanos nuestros, como a nosotros mismos, ¡en Dios, por Dios y para Dios! Vivamos siempre alerta, procurando hacer fructificar los talentos que de Dios hemos recibido, y dispuestos a todas horas a rendir cuentas de ellos y a merecer escuchar el “Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os tenía preparado desde la creación del mundo” (Mt., 25, 34).

 

 

Punto 2.° ACABADA LA PREDICACIÓN, PORQUE NO HABÍA QUIEN LO RECIBIESE EN JERUSALÉN, SE VOLVÍA A BETANIA.


1) ¡Cuán ingratos son los hombres! Después de un día de trabajo, empezado muy de mañana, pues que el Evangelista dice: “Y todo el pueblo acudía muy de madrugada al templo para oírle” (Lc 21, 38), al caer la tarde no encontraba quien le invitara a pasar la noche, y tenía que irse a Betania, a casa de su amigo Lázaro. En el  lo influía no menos que la ingratitud el miedo de los judíos, que perseguían a Jesús y a cuantos se le mostraban afectos.

¡Qué frecuente es en la vida del Apóstol cosechar ingratitud por parte de los que se llaman tal vez buenos amigos y persecución sañuda de los enemigos! Ya desde Él nacimiento, Jesús cumplió, el “in propria venit et sui eum non receperunt, vino a su casa y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Fueron compañeros constantes de su vida apostólica, no menos que la pobreza de no tener casa, ni cama, ni mesa, las persecuciones, las calumnias y los desprecios. ¡Aprendamos!

 
2) Cuántas veces en nuestros días las mismas causas producen idénticos efectos, y se ve a Jesús, al Jesús de nuestros sagrarios, al Jesús de la Santa Iglesia, de la jerarquía católica, despreciado, olvidado, esquivado de los suyos, de los católicos, de los por Él mimados y regalados, porque no aprecian sus preciosos dones o los estiman en tan poco que prefieren los pasatiempos y diversiones terrenos; y lo dejan solo y no socorren a sus ministros, ni se preocupan de ofrecer a Cristo una casa digna. Le aman muy poco; ¡temen ser tildados por sus enemigos de católicos! y tiene Jesús que retirarse a Betania.

Allí sí que se le recibía con amor y con gusto; bien lo sabía Él, y bien lo agradecía. Cuántas bendiciones traería sobre la casa de aquellos santos hermanos la frecuente presencia de Jesús en el  la ¡También ahora busca Jesús amigos que le reciban y no los encuentra! ¡Dichoso el que abre su puerta para que por ella entre el Maestro divino, que jamás viene con las manos vacías! Seamos de ese número de afortunados. Mentira parece que sean tan pocos, siendo tan grandes las bendiciones que Jesús derrama dondequiera que se les recibe con afecto y buena voluntad, aunque sea con gran pobreza.

Ofrezcamos al Señor nuestra humilde morada, prometiéndole escuchar con atención sus preciosas lecciones, para ir poniéndoles por obra el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como hijo de Dios, y visitemos con más frecuencia y  cuidado su presencia en el   Sagrario.

Debe el alma que se ejercita en la oración eucarística procurar alcanzar familiaridad con el Verbo eternal encarnado, acompañándole, oyéndole, sirviéndole, reverenciándole como a su Señor, hermano mayor y todo su bien.

 

 

 

 

17ª  MEDITACIÓN

 

LA RESURRECCIÓN DELÁZARO.


Composición de lugar. El lado de allá del Jordán, a un día de camino de Betania, en el   paraje donde en otros tiempos bautizaba Juan, donde se retiró Jesús. Después, Betania, pueblecito situado a unos tres kilómetros de Jerusalén, asentado en la vertiente oriental del monte Olivete; y en ese pueblo, una casa rica en la que, durante sus estancias en Jerusalén, el Salvador se retiraba con frecuencia a pasar la noche. No lejos de ella, el sepulcro de piedra, cerrado con una losa redonda.

“Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo.  Las hermanas enviaron a decir a Jesús: Señor, el que tú amas, está enfermo. 

Al oír esto, Jesús dijo: Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.

Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el   lugar donde estaba.

Después dijo a sus discípulos: Volvamos a Judea. Los discípulos le dijeron: Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá? Jesús les respondió:¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en el ".Después agregó: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo. Sus discípulos le dijeron: Señor, si duerme, se curará.

 Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo. Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: Vayamos también nosotros a morir con él.

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. 

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas. Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: El Maestro está aquí y te llama. Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro.

Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el   mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. 

 María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: ¿Dónde lo pusieron? Le respondieron: Ven, Señor, y lo verás. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: ¡Cómo lo amaba!

Pero algunos decían: Este, que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: Quiten la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.

Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera! El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desátenlo para que pueda caminar.


Punto 1.° MARTA Y MARÍA HACEN SABER LA ENFERMEDAD DE LÁZARO A CRISTO NUESTRO SEÑOR, EL CUAL SE DETUVO POR DOS DÍAS PARA QUE EL MILAGRO FUESE MÁS EVIDENTE.


1) Enfermó de gravedad Lázaro, y sus hermanas enviaron a Jesús un aviso diciéndole únicamente: “el que amas está enfermo, Ecce quem amas infirmatur (Jn 11, 4). ¡Qué súplica tan hermosa y llena de sentido: «Señor, está enfermo el que amas, tu amigo!» Luego Jesús tiene amigos y predilectos. ¿Lo es tuyo? Por su parte no quedará... ¿Cómo tratamos a Jesús? ¿Cómo le correspondemos? «Infirmatur», está enfermo; él en el   cuerpo, nosotros quizá en el   alma, bien sabemos cuáles son nuestras enfermedades.

        Modelo de oración es el de estas hermanas, exponen con brevedad y con llaneza al Señor la necesidad; saben que les ama y juzgan que la sola exposición de la necesidad es una súplica instante. Aprendamos a repetir: Señor, tu amigo está enfermo. Y Jesús parece que no hace caso, y responde: Esa enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que por medio de ella sea el Hijo de Dios glorificado (Ib.). ¿Era que no le amaba? El Evangelio, en el   versículo siguiente, dice: Jesús amaba a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro (Ib., 5).

No lo olvidemos, que veces hay en que a pesar de nuestras súplicas las cosas parece que se tuercen y no vienen a medida de nuestros deseos; confiemos y recordemos que. lo primero es la gloria de Dios, y ésta no pocas veces se logra por caminos para nosotros extraviados.


2) Dos días después dice Jesús a sus discípulos: Vamos otra vez a la Judea. Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver allí? (Ib., 8), le dicen admirados los Apóstoles. Y Jesús les respondió: Pues qué, ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz (Ib., 9-10). Es idea por Jesús varias veces repetida casi en la misma forma (y. Jn 9, 4 y 12, 35-36).

Tratándose de trabajar por la gloria de Dios, mientras nos cobija su protección y caminamos a su luz, podemos marchar sin miedo a tropezar, y nuestro trabajo será fecundo; en cambio, quien anda de noche y en tinieblas, sin la luz de la fe y de la gracia, cae fácilmente; ahora marcho a esa luz; pronto llegará la ocasión en que diga: Esta es vuestra hora y el »poder de las tinieblas (Lc 22, 53).


3) Anuncióles después la muerte de Lázaro y añadió: Y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis. Pero vamos a él (Jn 11, 15). No quiso sanarle, como lo hubiera hecho de estar presente, para poder resucitarle; y aguardó al cuarto día para que la muerte fuese más evidente y el milagro más patente. Y les dice que se alegra por ellos, porque iba a ser causa aquel retraso de aumento de fe y de caridad en los discípulos, resultando así de la prueba dolorosa a que sometió a sus amigos de Betania gran bien para sus discípulos.

No hace Jesús sufrir a los que ama por sólo el gusto de verlos padecer, sino por otros fines muy levantados de la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡No lo olvidemos!

Punto 2.° ANTES QUE LO RESUCITE PIDE A LA UNA Y A LA OTRA QUE CREAN, DICIENDO YO SOY RESURRECCIÓN Y VIDA; EL QUE CREE EN MI, AUNQUE SEA MUERTO, VIVIRÁ.

 
1) Púsose en camino, y cuando llegó a Betania halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba sepultado (Jn 17). Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir, y María se quedó en casa (ib., 20). Unámonos en espíritu a la comitiva de Jesús y escuchemos con devoto recogimiento el expresivo diálogo que con Marta tuvo, reflexionando para sacar de él provecho: Dijo, pues, Marta a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano (ib., 21).

Fe imperfecta, sin duda, pues que juzgaba necesaria la presencia de Jesús para que hiciera un milagro; cuánto más perfecta era la de centurión (Mt 8); pero expresión real de confianza en la amistad de Jesús. Y la frase del Señor: Y me alegro de no haberme hallado allí (15), parece significar que de haber estado en Betania Jesús, no hubiese muerto Lázaro. Y continuó Marta: “Bien que estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieres” (ib., 22).

La queja amorosa de Marta es cierto que no contiene reproche para Jesús y que muestra que la prueba por que ha pasado no la ha hecho perder el amor y Ja confianza para con el Maestro; pero aunque su estima de Jesús es grande, su fe en la divinidad de Cristo, muy corta, y quiere el Señor, antes de hacer el milagro, excitar y perfeccionar la fe de aquellas buenas hermanas: “Dícele Jesús: Tu hermano resucitará. Le responde Marta: Bien sé que resucitará en »la resurrección, en el   último día. Díjole Jesús: Yo soy resurrección y vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y cualquiera que vive y cree en Mí, no morirá para siempre”.

Tienden las palabras de Jesús a corregir la imperfecta fe de Marta acerca de su persona: Yo soy resurrección y no necesito impetrar de otro el poder de resucitar; Yo soy la vida, autor y fuente de toda vida sobrenatural; quien en Mí cree, aunque corporalmente muera, vive espiritualmente y alcanzará a su tiempo la resurrección de su cuerpo; y cualquiera que vive aun en el   cuerpo y cree en Mí, no morirá para siempre, es decir, no morirá de muerte espiritual y eterna, sino que vivirá siempre en el   alma y alguna vez, bienaventurado, en su cuerpo resucitado.

¿De qué resurrección y de qué vida se trata aquí? Es cuestión no clara de decidir. Lo más conforme al contexto y al movimiento de ideas de todo el cuarto Evangelio parece entender las palabras de Jesucristo a la vez de la vida corporal y de la vida espiritual, pero con la subordinación de la vida eterna de las almas.

Y al preguntar Jesús a Marta: Crees tú esto? no se refería principalmente a la resurrección, sino a su prerrogativa propia y personal de dar la vida a los muertos y conservarla a los vivos. “Respondió Marta: ¡Oh Señor, sí que lo creo y que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo!”. Magnífica profesión de fe que nos recuerda la que brotara de labios del Apóstol San Pedro; da Marta a Jesús sus dos nombres mesiánicos, el Cristo y el que ha de venir.

Digamos también nosotros, llenos de fe y amor, al considerar las palabras de Jesús: Creo que eres el Hijo de Dios, Dios como el Padre, que todo lo puedes, resurrección y vida! ¡Se siempre resurrección y vida eterna para mí, Señor, y no permitas que de mí se apodere la muerte, antes bien, en ti y por ti viva eternamente!


2) “Dicho esto, Marta fuése y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: Está aquí el Maestro y te llama” (ib., 28). Encargóle Jesús que llamara a su hermana, quedándose mientras tanto a la entrada del lugar. Consideremos la caridad de Jesús y su fina amistad con aquellas hermanas; decidido, por el amor que las tenía, a resucitar a su hermano, quiere que esté presente también María, y la manda llamar.

María, que tan apasionadamente amaba al Señor, apenas lo oyó, se levantó de presto y fue donde estaba Jesús  y en viéndole se postró a sus pies y le dijo: “Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano” (ib., 23).

Ejercitó María tres virtudes muy excelentes: La primera, obediencia presta, puntual y amorosa, nacida de la grande estima que tenía de Cristo Nuestro Señor..., enseñándonos, al dejar a los que la acompañaban sin despedirse, la puntualidad con que hemos de acudir al llamamiento de Dios, sin hacer caso de todo lo que es carne y sangre.

La segunda virtud fue gran reverencia al Señor, porque en viéndole al punto se postró a sus pies... La tercera virtud fue mucha mayor fe que su hermana, con gran resignación, porque llena de amor y dolor, dijo: Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano. A los pies de Jesús había pasado María, en silencio, horas suavísimas de consolaciones inefables; a los pies de Jesús, en la hora de la tribulación, abre sus labios con frase delicada, de amorosa queja. Y Jesús no la responde; pero lo que más es, se conmueve, se compadece.

A esta plegaria de María atribuye la Iglesia la resurrección de Lázaro, «por cuyas preces Cristo resucitó de la muerte a su hermanos Lázaro después de cuatro días muerto» (Orat. de Santa María Magdalena, 22 julio). Cuántas resurrecciones de almas se deben a la oración de las almas buenas, fieles amantes de Jesús.

 

Punto 3° LO RESUCITA DESPUÉS DE HABER LLORADO Y HECHO ORACIÓN, Y LA MANERA DE RESUCITARLO FUÉ MANDANDO “LÁZARO, VEN FUERA”.


1) “Jesús, al verla llorar y cómo lloraban los judíos que habían venido con ella, se conturbó lleno de emoción y dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? ¡Ven a verlo, Señor!, le dijeron. Jesús lloró, y los judíos decían: ¡Mirad cuánto le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Pues Este, que abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿no podría hacer que Lázaro no muriese?” (33-37).

        ¡Cuán de diversa manera se juzga de una misma acción! Aprendamos a no estimar en más de lo que valen los juicios de los hombres; ¡jamás podremos complacerlos a todos, pero siempre a Dios!

Todavía emocionado, acercóse Jesús al sepulcro, que era una cueva cerrada con una losa, y mandó quitarla; Marta quiso estorbarlo, y le dijo: “Señor, que ya hiede, pues hace ya cuatro días que está ahi! Díjole Jesús: No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?” No se asusta Jesús del hedor de nuestra corrupción, que para remediarlo viene a nosotros; pero quiere que lo pongamos al descubierto quitando la losa de la hipocresía y reconociendo ante el ministro de Dios, nuestra miseria. A la objeción de Marta responde Él Señor con un anuncio casi manifiesto de lo que va a hacer, y una invitación a prepararse al milagro por la fe.

 

2) “Quitaron, pues, la losa, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo. Padre, gracias te doy porque me has oído! Bien es verdad que Yo ya sabía que siempre me oyes; mas lo he dicho por razón de este pueblo, que está alrededor de Mí, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado” (ib., 41, 42).

Levantó sus ojos al cielo para indicarnos que de allí ha de venir nuestro remedio si, descubriendo nuestras miserias, sintiendo la hediondez de nuestros pecados, lo pedimos con humildad a Dios. No enseñó también en la corta oración jaculatoria que hizo, que si deseamos recibir nuevas mercedes de Dios hemos de comenzar por agradecer las ya recibidas. Además, todas sus obras las dirige a gloria de Dios para aumento de fe en los presentes, para salvación de todos.

Lo hacemos así nosotros, o nos mueven otros fines harto menos levantados? “Dicho esto, clamó con voz fuerte. ¡Lázaro, sal afuera! Y al instante el que había muerto salió fuera, ligado de pies y manos con fajas y tapado el rostro con su sudario. Díjoles Jesús: Desatadle y dejadle ir” (ib., 43, 44).  Cuán grande Capitán tenemos! ¿Qué hemos de temer yendo con El? Confiemos, sigámosle y jamás nos apartemos de Él; Él cuidará de nosotros.


3) Podemos también considerar la eficacia de la oración de los justos para alcanzar del Señor la resurrección a la vida de la gracia de los pecadores y animarnos así a orar sin descanso por la conversión del mundo.

Y pondera el Padre La Puente (parte 3.a, med. 41) cómo del mismo modo que Lázaró salió del sepulcro ligado con su mortaja, que le quitaron los Apóstoles, los pecadores suelen resucitar a la vida de la gracia atados con muchas reliquias y costumbres viciosas de la vida vieja que les dificultan el ejercicio de la virtud, de las cuales se van luego desatando con la ayuda de los confesores y directores espirituales.

 

4) ¿Y qué efecto produjo en los circunstantes maravilla tan extraordinaria? El evangelista solamente nos dice: “Con eso, muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y a Marta y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en el  ” (ib., 45). Pero no es difícil de entender el gozo purísimo que inundó las almas de aquellas dos santas hermanas, y cómo crecería, si posible era en el  las, el amor a Jesús, y cómo se le ofrecerían otra vez y le rogarían que tuviese por suya la casa de ellas y siguiese amándolas como las había amado, y entendería plenamente Marta las palabras que Jesús le dijo al prepararla para el milagro.

En los Apóstoles se lograría la predicción de Jesús, me alegro por vosotros, a fin de que creáis, y su fe se robustecería y con ella su estima y amor al Maestro. Creyeron también en el  muchos de los judíos que habían venido de Jerusalén a visitar a María y a Marta; pero “algunos de ellos se fueron a los fariseos y les contaron las: cosas que Jesús había hecho” (ib., 46).

¡Nunca faltan corazones mezquinos que convierten la triaca en ponzoña y sacan su propio daño y el propósito de causárselo a los que sólo anhelan su verdadero bien!              ¡Consecuencia fue de este milagro el decretar el sanedrín la muerte de Jesús! (ib., 47-53).

¡Y qué modestia la de Jesús! No se jacta del milagro ni increpa a los incrédulos, sino que más bien huye las alabanzas y, cediendo al furor envidioso de sus enemigos, se oculta. “Por lo que Jesús ya no se dejaba ver en público entre los judíos, antes bien, se retira a un territorio vecino al desierto, en la ciudad llamada Efrén, donde moraba con sus discípulos” (ib., 54). Hasta que llegase la hora señalada por Dios, siempre atento a su beneplácito.

Meditemos y hablemos con Cristo pidiéndole aumento de fe, confianza y amor para esforzarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, y también que el Espíritu de Jesucristo nos rija, si alguna vez el Señor obra por nuestro medio grandes cosas.

 

 

 

 

 

18ª  MEDITACION


JESUS ECHA DEL TEMPLO A LOS MERCADERES

 

Lo narra San Juan (2, 13-17): “Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el   Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: "Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará”.

 

Composición de lugar. Tenía el templo de Jerusalén tres atrios, uno más alto que otro: el de los gentiles, el de las mujeres y el de los israelitas. A los gentiles les estaba vedado, bajo pena de muerte, que se leía en grandes inscripciones, el acceso a los otros atrios. La escena que vamos a meditar se desarrolló en el   atrio de los gentiles, que medía 250 metros de largo por 150 de ancho. La explanada total del templo venía a tener unos 450 metros de largo por 300 de anchura.


Punto l.° ECHÓ FUERA DEL TEMPLO CON UN AZOTE HECHO DE CUERDAS A TODOS LOS QUE VENDÍAN.


1) Jesús quiso cumplir el precepto pascual, y desde Cafarnaúm subió a Jerusalén en peregrinación para la fiesta de los ázimos. La tarde del día 14 del mes de Nisán se verificaba la inmolación del cordero pascual; y tenía lugar en el   atrio interior del templo. Debía hacerla el padre de familia o el cabeza del grupo que se reunía para la cena legal. La sangre la recogían y daban al sacerdote, para que la esparciera ante el altar de los holocaustos. Después del sacrificio, en el   mismo templo, se arrancaba la piel del corderito y algunas partes interiores, y así preparado se lo llevaban los que habían de comerlo.

Llegado Jesús a Jerusalén, fue al templo: el atrio exterior o de los gentiles era un hervidero de bueyes, ovejas, palomas y mercaderes. Para comodidad de los fieles, se establecía en este atrio, cuyo acceso era permitido a todos, una especie de mercado, en el   que se vendían los animales que se habían de sacrificar. Ponían, además, en el  los cambistas sus mesas de cambio, para procurar a los que las necesitaran las monedas necesarias para la ofrenda del templo, que había de hacerse precisamente con el llamado «siclo del santuario»: no se admitía moneda extranjera, por llevar la imagen de los emperadores o de animales y no poderse por tal razón ingresar en el   tesoro del templo. Tal costumbre era un grave abuso; pues que, como afirma Josefo, no se permitía tal cosa en los primeros años.

Se presentó Jesús, en medio de aquel barullo, “tamquam potestatem habens”, revestido de potestad. Otras veces, sin duda, había presenciado aquellas escenas, pues todos los años subía con sus padres al templo; pero era ésta la primera vez que lo hacía iniciada su vida pública y en plan de Maestro, que, como dice San Marcos (1, 22), “su modo de enseñar era como de persona que tiene autoridad, no como los escribas”.

Para demostrarlo tomó unas cuerdas, hizo con ellas un azote, y, esgrimiéndolo, echó a todos los mercaderes del templo, juntamente con las ovejas y bueyes, diciendo: “No convirtáis la casa de mi Padre en mercado, Escrito está: mi casa, casa de oración será llamada por todas las gentes” (Is., 56, 7); y vosotros, al contrario, la habéis hecho cueva de ladrones” (Mc., 2, 17).


2) Quiso Cristo comenzar su vida pública ejercitando la virtud de la religión y en la casa de Dios, arrojando de ella a los que la profanaban con sus ventas. Haga lo mismo, por ejemplo de Cristo, el visitador, reformador y predicador apostólico. Ya a los doce años había declarado que: “in his quae Patris mei sunt oportet me esse, Yo debo emplearme en las cosas que tocan al servicio de mi Padre” (Lc., 2, 49).

¿Y quién dio a Jesús autoridad para hacer lo que hizo? El celo de la gloria de Dios, que inflamaba su pecho, debió resplandecer en su rostro, haciéndole despedir rayos de majestad que espantaron a aquellos viles mercaderes y los pusieron en huida. El texto dice que al verle sus discípulos recordaron la profecía del Salmo: “el celo de tu casa me devora” (Ps., 68, 10).


Punto 2.° TIRÓ POR EL SUELO LAS MESAS Y DINEROS DE LOS BANQUEROS QUE ESTABAN EN EL   TEMPLO


1) Cuánto desagrada al Señor la profanación del templo de Dios, que ni aun en su atrio quiere que se ejercite función, ni ministerio menos digno, aunque, como el de estos mercaderes, tenga alguna relación con el culto y sea como preparación necesaria para él. ¿Qué será lo que le desagraden otras profanaciones tan reñidas con el decoro y respeto debido al templo? ¿En vestidos, en palabras, en acciones? ¿Qué sentirá Jesús en sus sagrarios al ver lo que todos los días en nuestros templos tienen que ver y soportar? El corazón se oprime al pensarlo y teme no se levante el azote del Señor sobre pueblos que tan poco respetan al Santuario. Procuremos por cuantos medios estén a nuestro alcance se guarde mayor respeto al lugar santo y que sea el templo en verdad casa de oración, morada de recogimiento, incentivo de devoción y alabanza purísima al Dios tres veces Santo.


2) ¿Qué hacían en el   templo los banqueros? Procurar, como hemos dicho, a los que las necesitaban, las monedas precisas para la ofrenda, que había de hacerse con el llamado «siclo del santuario». El Señor “derramó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas” (Jn 2, 15). No se detuvo ante los ricos; para demostrarnos que no es aceptador de personas y enseñarnos a sobreponernos a toda consideración humana, cuando se juegan los intereses de la gloria de Dios.

De su celo de la gloria de Dios nacía en Jesús la fortaleza admirable con que se enfrentó a todos, sin que nadie se atreviese a resistirle. Sin duda que algo grande y sobrenatural vieron en el  . Claro que a Dios, ¿quién puede resistir’? Cuando El quiere hacer ostentación de su poder, no hay fuerza en la tierra que pueda hacerle frente.


3) Pero podemos hacer otra aplicación, que acaso más de una vez nos pueda ser útil, y servirnos para convertir en provecho lo que de otra suerte será acaso motivo de irritación y origen de enfado y aversión. No leemos en el   Evangelio que aquellos tan duramente tratados por el Señor reconocieran la razón con que les fustigaba y recibieran el castigo que se les aplicaba como merecida penitencia saludable de su culpa.

Antes bien, quedaron. a lo que se deduce de las frases que después pronunciaron, airados y con ganas de vengar en Jesús su ofensa. No así nosotros, cuando el Señor descargue sobre nosotros el látigo de su justicia, en una u otra forma; cuando flagele nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestra fama; recordémoslo, comprendamos que aquí en esta vida castiga siempre el Señor como Padre, para sanar, y alegrémonos; porque sólo así, en ocasiones, podrán ser expulsados de nuestra alma, convertida en establo de malas bestias, cuando concedemos demasiado a nuestro amor propio y queremos saciar las viciadas inclinaciones de nuestra concupiscencia, los inmundos animales que la profanan y envilecen: y quedará limpia para ser, en verdad, templo de Dios y casa de oración.


Punto 3° A LOS POBRES QUE VENDÍAN PALOMAS MANSAMENTE DIJO: QUITAD ESAS COSAS DE AQUÍ Y NO QUERÁIS HACER MI CASA UNA CASA DE MERCADERÍA.

 1) ¿Cuál fue la causa de la mayor suavidad de Jesús en el   expulsar del templo a los vendedores de palomas? Eran las palomas oblación principalmente de los pobres; además, animales que no estorbaban tanto al culto, como lo hacían los bueyes con sus mugidos y las ovejas con sus balidos; por fin, como estaban encerradas en cajas, no podía echarlas a latigazos, sino que las tenían que retirar sus vendedores; por eso les ordenó: “quitad eso de aquí”.

Suelen algunos considerar que este proceder mansamente, como dice San Ignacio, con los vendedores de palomas, nació de tratarse de cosa de pobres, los predilectos de Jesús. Indicándonos una vez más el amor que a los pobres tiene el Señor y la delicadeza con que los trata, ¡como a reyes!

Aprendamos a estimarlos, como los estimaba Cristo, y a tratarlos como Cristo los trataba. Y lo alcanzaremos ciertamente con facilidad, si recordamos los ejemplos de Jesús, y más aún si tenemos presentes aquellas regaladísimas palabras que el día del juicio ha de decir el Señor a los que ejercitaron la caridad con los pobres: “A Mí me lo hicisteis” (Mt., 25, 40). A Mí me disteis de comer y de beber y me vestisteis y me visitasteis, cuando a mis pobres socorristeis.


2) Parece deducirse de la narración evangélica que los vendedores de palomas obedecieron dóciles a la invitación de Jesús y se retiraron con su mercancía. ¿Y yo? ¡Cuántas veces oigo la voz del Señor, que me invita y me dice: quita ese afecto, retira esa cosa, deja ese amigo..., y no la sigo, sino que la desprecio! ¡Pobre de mí! Si el Señor se cansa, bien merezco el que me trate como a los animales trató, a latigazos, y que como a ellos me eche del templo.

No sea así en adelante, sino que presto y diligente en escuchar y seguir la insinuación divina, sea siempre dócil y retire del templo de mi alma cuanto en alguna manera desdiga del decoro de la casa de Dios.

Pido perdón por mis faltas de respeto en el   templo, sobre todo, por las múltiples profanaciones del templo de mi cuerpo y gracia para siempre tratarlo como habitación de Dios.

 

 

 

 

 

19ª  MEDITACION

 

JESÚS ENVÍA A LOS APÓSTOLES A PREDICAR

 

Jesús envía a sus apóstoles a predicar el reino de Dios en Galilea dándoles consejos sapientísimos para que ejercitaran su misión con fruto.

 

Punto 1.° JESÚS LLAMA A SUS AMADOS DISCÍPULOS Y LES DA POTESTAD DE ECHAR LOS DEMONIOS DE LOS CUERPOS HUMANOS Y CURAR TODAS LA5 ENFERMEDADES.


1) San Lucas (8, 1) y San Mateo (9, 35) narra cómo iba el Señor, con sus Apóstoles, recorriendo las ciudades, villas y aldeas predicando su divina doctrina y haciendo notar a sus discípulos la miseria del pueblo, abandonado y desprovisto de quien atendiera a sus necesidades temporales y espirituales: “Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él” (Lc 8.1). “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 35-38).

        Mientras los escribas y doctores de la ley sobrecargaban al pueblo con tradiciones y preceptos humanos, poniéndole cargas intolerables (Lc 11, 46, y Mt 23, 4), Jesús predica el reino del amor, el reinado de Dios por el amor a Dios y al prójimo por encima de otras normas puramente humanas; así sucedía que ni marchaban ellos por el camino de la salvación, ni dejaban que marcharan los demás.

        Haciéndoselo notar Jesús a los suyos, pretendía, sin duda, excitar en el  los la misericordia y el celo, para que se ofreciesen a hacer lo que pudieran y en su corazón brotase un sentimiento análogo al que a Él le hacía dolerse contristado: “videns autem turbas, misertus est eis; quia erant vexati et jacentes sicut oves non habentes pastorem… y al ver aquellas gentes, se compadecía de ellas, porque estaban tendidas aquí y allá como ovejas sin pastor” (Mt., 9, 36).

        Pensemos que también en nuestros días, por mal de nuestros pecados, se repiten escenas semejantes y son muchas las naciones paganas, y aun en medio de las naciones cristianas, en las que el pueblo, hambriento de la divina doctrina, no tiene quien se la explique, por falta de sacerdotes o por falta de celo en los ministros del Señor. Que sintamos por ello dolor y pena, y, agradeciéndole la amorosa providencia con que a nosotros nos ha atendido y surtido tan abundantemente, pidámosle que envíe aptos ministros de su palabra que acudan a tan gran necesidad. Hoy es urgentísima esta necesidad en toda Europa y en el   mundo entero


2) De creer es que los Apóstoles, conmovidos, se ofrecieron a Jesús para ayudarle en su empresa. Quiere el Señor que por nuestra parte pongamos lo que en nuestra mano está para hacernos aptos instrumentos de su gloria y capacitamos, en lo posible, a coadyuvar en la magna obra de la salvación de las almas. Pudiera, quién lo duda, haber surtido a los Apóstoles de todo cuanto necesitaban para el desempeño de la misión altísima que les iba a encomendar al abandonar el mundo, de suerte tal que sin trabajo alguno de parte de ellos se encontraran apta y cumplidamente formados para cumplir a la perfección su oficio.

No lo hizo así, sino que, dotándoles, cierto es, espléndidamente de cuanto les era necesario, quiso que por su parte se llenaran primero de sincera compasión y ansias de apostolado, y que después trabajasen, se ensayaran en la predicación, buscaran a las gentes y fueran de pueblo en pueblo y de casa en casa ejercitando el ministerio que con su ejemplo les había El mismo enseñado previamente.

Tal es la economía del Señor también con nosotros; quiere que nos llenemos de celo, que nos ejercitemos, que hagamos por nuestra parte cuanto podamos para acertar y cumplir a la perfección nuestro cometido. Si así lo hacemos, El, por su parte, no falla y nos asiste y surte de cuanto podemos necesitar y nos asegura el éxito.

 

3) Para prepararlos inmediatamente y excitar en el  los el celo de la divina gloria, les dice: “la mies es mucha, mas los obreros pocos; rogad, pues, al, dueño de la mies que envíe a su mies operarios” (Mt., 9, 37-38), que os envíe a vosotros. En lo cual les muestra el deseo de Dios de la salvación de los hombres y les convida a penetrarse ellos mismos de idéntico anhelo y hacer por su parte lo que en su mano esté: que es rogar el Señor de quien depende la misión que envíe a su mies abandonada operarios que la trabajen, les elija a ellos si gusta para tal misión, y coseche abundantes frutos. No les dijo: «ofreceos», sino “rogad al Señor que envíe operarios”; porque de Dios es el enviar, no nuestro el entrometernos audaz e imprudentemente.

Quizá con estas frases del Señor se animaron los Apóstoles a hacer lo que les indicaba, y aun se ofrecieron ellos mismos a colaborar, y Jesús, aceptando sus sinceras oblaciones, les dio el encargo de misionar y los lanzó a aquel ensayo del apostolado para el que estaban elegidos, y en el   que más tarde habían de trabajar todos tan fructuosa y generosamente.


4) Envióles de dos en dos: para que se sirvieran de mutua ayuda y consuelo y defensa. No hay mucho que discutir para entender las ventajas que para el apóstol o misionero se siguen de tener en su labor quien le acompañe. Basta recordar que el mismo Jesús nos dice en el   Evangelio que “donde están dos juntos en su nombre, allí está El en medio de ellos” (Mt., 18, 20), y cosa es sabida que “dos hermanos que se ayudan mutuamente son como na ciudad muy fuerte” (Prov., 18, 19).

Y que es un compañero prudente, a más de consejero inapreciable, custodio eficacísimo que nos libra, con sola su presencia, de mil peligros a que solos nos veríamos expuestos de experimentar tentaciones y asaltos muchas veces difíciles de repeler contra el más precioso tesoro que en nuestra alma llevamos; la gracia, la pureza, Cristo. Tengamos, pues, por dicha grande Él lograr en nuestros trabajos apostólicos que nos acompañe siempre algún socio, y no dejemos de procurarlo con todas nuestras fuerzas.

 

5) Dióles el Señor potestad para lanzar los espíritus inmundos y curar toda especie de enfermedades y dolencias. Magnífico poder; no hay rey que a sus embajadores y enviados pueda surtir tan ricamente para el mejor desempeño de la misión que les encomienda. ¿Y por qué lo hizo así? «Para que no sucediera que nadie diera fe a unos hombres rudos e indoctos, sin galas ningunas de lenguaje e iletrados, que prometían el reino de los cielos; les da poder de curar los enfermos, limpiar a los leprosos, echar los demonios, para que pruebe la grandeza de los milagros, la verdad de lo prometido» (San Jerónimo).

 


Punto 2.° LES ENSEÑA PRUDENCIA Y PACIENCIA: “MIRAD QUE OS ENVÍO A VOSOTROS COMO OVEJAS EN MEDIO DE LOBOS; POR TANTO, SED PRUDENTES COMO SERPIENTES Y SENCILLOS COMO PALOMAS”.

 
1) Expone San Mateo en este cap. 10 una larga instrucción del Señor a sus Apóstoles al enviarles a predicar el reino de Dios. Qué admirablemente encuadra con lo que de Jesús pudieron aprender prácticamente este precioso consejo. Jesús les había dicho: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt., 11, 29). Cualidad necesaria y sumamente útil en el   Maestro la mansedumbre; y al enviarlos a predicar les dice: “Os envío como ovejas”. Es animal la oveja manso por extremo y que diríase que no sabe alterarse ni airarse, pues que hasta a la muerte se deja conducir sin protesta, como había de ir el que gustó de llamarse “Cordero de Dios”, Jesús.

No les esconde Él peligro de la misión, antes se lo declara, con la comparación más apropiada para hacerlo presentir: “Os mando como a ovejas en medio de lobos”. ¿Puede haber paz ni seguridad para la oveja en medio de lobos? ¿Qué le espera? Lo que a los Apóstoles:
persecución y muerte. Y, sin embargo, el Señor les dice se preparen con la mansedumbre. Era lo que en el   tiempo de convivencia con Jesús que llevaban habían podido ver; ¡cuán manso era Jesús, de modo especial con los pecadores, con los oprimidos, con los que sufrían! Lección magnífica para el apóstol, para el educador, para los sacerdotes, para los maestros, para los padres.

Pero no se ha de confundir la mansedumbre con la cobardía, ni la dulzura con la excesiva condescendencia. Cuando se juegan los intereses de Dios no se puede ceder; cuando se nos exige lo que no debemos dar, es preciso saber resistir. Si los derechos de Dios entran en juego, hay que saber exigir su respeto, cueste lo que costare; si la dulzura nos pone en peligro de prevaricación o puede interpretarse por nimia condescendencia para llevarla a algo que pueda interesar menos puramente el corazón, hay que evitarlo, cueste lo que costare, y trocar en amargura de vida lo que pudiera ser dulzura de muerte. Lo enseña así el Señor en las palabras siguientes:


2) “Sed prudentes como serpientes y simples como palomas”. Virtudes sumamente necesarias al apóstol; es, sin duda, su misión siempre difícil y no pocas veces aun peligrosa; y el peligro, que en ocasiones es aun material para el cuerpo, para a vida temporal, pues se le persigue y pone asechanzas, se le maltrata y priva de lo necesario para vivir; es con más frecuencia grande para la vida del alma, porque ha de convivir y tratar con gentes dadas a todo vicio y entregadas en manos del enemigo, que trabaja para contrarrestar y esterilizar la labor del enviado de Dios. Sed, pues, prudentes como serpientes.

Atacada la serpiente, ante todo guarda su cabeza, aunque haya para ello de exponer el cuerpo; así, el apóstol, el misionero, el sacerdote, y aun el católico que siente en su pecho la llama del celo de la salvación de las almas, ha de procurar en su actividad preservar ante todo incólume su vida espiritual, la vida del alma, la unión con Cristo, aunque sufra algún quebranto la material, la del cuerpo, la salud, el bienestar y aun la misma vida temporal. Prudencia exquisita que nos enseña a salvaguardar los sagrados intereses del espíritu y llevar siempre como axioma incuestionable que mi primera obligación es salvar el alma, no me suceda, que “mientras predico a otros sea yo reprobado” (1 Cor, 9, 27).

Claro que esta prudencia que Jesús recomienda a sus discípulos ha de ser muy otra de la de la carne, fundada en lucros y medros temporales, que nos lleva a contemporizar con los enemigos del bien y a buscar su aplauso para lograr bienestar material, tranquilidad aparente, satisfacciones groseras; sino otra muy distinta, toda celestial, que nos enseña a proceder de suerte que nadie pueda vituperar con razón nuestra conducta. Ha de guardarse muy en particular en la cautela en el   hablar, en evitar la precipitación en el   obrar y decidirse en el   trato con las gentes, y, sobre todo, con personas de otro sexo.


3) No ha de impedir la prudencia la sencillez ni ha de llevarnos a ser hipócritas y doblados. El buen discípulo de Jesucristo no tiene por qué solaparse ni ocultar nada, y puede desdoblar su alma a la vista de todos, sin que en el  lo haya cosa que pueda ocasionar consecuencia ninguna desagradable. Ni conviene que sea suspicaz y desconfiado, suponiendo en los demás segundas intenciones y falta de sinceridad, sino que ha de ser fácil en dar crédito a lo que otros afirman. Sencillo vale tanto como no doblado, que el ojo de su intención sea simple, solamente mirando a la gloria de Dios y la salvación de las almas. Y no menos que en la intención y en el   juzgar a los demás se ha de procurar la sencillez en el   hablar, no siendo doblados. A quien ha de predicar la verdad, sin duda que le es más necesaria esta cualidad, pues sin ella fácilmente vendría a engendrar en sus oyentes la desconfianza y el temor de ser engañados; mientras que, por el contrario, la sencillez y franqueza le dispondrá los oyentes a aceptar con gusto su predicación.

 

 

Punto 3.° “NO LLEVEIS ORO NI PLATA… LO QUE GRATIS HABEIS RECIBIDO, DADLO GRATIS… Y DECID: EL REINO DE DIOS ESTA CERCA”

 

1) “Gratis accepistis, gratis date; gratis habéis recibido, dar gratis”. Recibisteis tan preciosos dones gratuitamente; no os ensoberbezcáis de tenerlos, sino manteneos en humildad. No sois señores de lo que tenéis como lo fuerais de cosa que adquirieseis por vuestra industria y trabajo; y sería indecoroso vender lo que recibisteis gratis. Repugna al origen de las cosas espirituales la venta, pues que provienen de gratuita donación de Dios; por lo que muéstrase irreverente con Dios quien vende las cosas espirituales, haciendo que no sea gratuito aquello que Dios quiere conferir gratuitamente a los hombres.

Cumplieron a la letra los Apóstoles el mandato del Señor. Era después de la venida del Espíritu Santo; subían al templo San Pedro y San Juan, y al cojo que les pedía limosna en la puerta Especiosa pudo decirle San Pedro: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en el   nombre de Jesu»cristo Nazareno, levántate y camina”. Clara expresión del exacto cumplimiento del precepto que en su primera misión les diera el Maestro: ¡Y cuán prudente es! Apenas hay cosa que más esterilice la labor apostólica del sacerdote que la codicia y apego a los bienes terrenos; le corta las alas y le hace despreciable a las gentes. Es cosa que no disimulan los pueblos al ministro del Señor la manifestación de la codicia; cierto que a veces les lleva a pretender injustamente negar al sacerdote el derecho a vivir de su trabajo y exigir de él sacrificios que no tienen derecho a exigir; queriendo que renuncie aun a los que en toda justicia puede y, no pocas veces, debe reclamar.


2) La historia nos enseña cómo los grandes enviados del Señor han guardado siempre este consejo de la pobreza y el desinterés. Recuérdese a los profetas del Antiguo Testamento, de los que dice San Pablo, escribiendo a los Hebreos (11, 37-38), que “anduvieron girando de acá para allá cubiertos de pieles de oveja y de cabra, desamparados..., yendo perdidos por las soledades y recogiéndose en las cuevas y en las cavernas de la tierra”.

El gran Precursor del Señor vivía con suma pobreza; Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza; San Pablo dice de sí (2 Cor., 11, 27) que se había visto en toda suerte de “trabajos y miserias, en muchas vigilias y desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez” y sabemos que para comer había algunas veces de ganarse el pan con el trabajo de sus manos: “Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos”. (1 Cor., 4, 11-12). Y en tiempos más cercanos a nosotros basta recordar a los Santos Fundadores de las Ordenes apostólicas, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola; a los grandes misioneros Francisco Javier, Pedro Claver... El espíritu de pobreza es el que hace ver a los fieles que no busca el apóstol otra cosa que a Dios y a las almas: “Non quaero quae vestra sunt, sed vos… no busco vuestras cosas, sino a vosotros mismos”, vuestras almas (2 Cor., 12, 14). Nada como el espíritu de pobreza y de renuncia efectiva a todo lucro material da a la labor apostólica eficacia, extensión, independencia y santa libertad.

 

 

 

 

 

20ª  MEDITACION

 

JESÚS CALMA LA TEMPESTAD DEL MAR

 

“Al atardecer de ese mismo día, les dijo: Crucemos a la otra orilla. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua.  Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 

Lo despertaron y le dijeron: ¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos? Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ¡Silencio! ¡Cállate! El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe? Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?"

 

Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR DURMIENDO, EN LA MAR HÍZOSE UNA GRAN TEMPESTAD.


1) Por lo que atañe al hecho en sí, notan los escritores que es bastante frecuente en el   mar de Tiberíades el que al caer de la tarde se levanten frescos y fuertes vientos del Hermón, que ocasionan tempestades violentísimas, muy suficientes para poner en serio peligro a las embarcaciones pequeñas. Pueden considerarse en este pasaje varias circunstancias. Y en primer lugar, cosa es que llama la atención el sueño de Jesús. Tres condiciones nota en el  en sus Meditaciones el P. La Puente (p. 3., med. 18), y es la primera que fue tomado después de largó trabajo. Bien ganado estaba después de la ruda faena del día, y natural parecía que se sintiese como necesitado de descanso. Así, nosotros hemos de procurar que no sea nuestro sueño de regalo y haraganería, sino bien ganado y para satisfacer la legítima necesidad.

En segundo lugar, lo tomó de paso; y por eso no se fué a dormir a lo profundo de la nave o a sitio donde nadie le viese ni pudiera molestarle, sino que se echó en popa, donde le encontrasen fácilmente cuantos le buscaran. El nuestro también hemos de procurar que sea con moderación y modestia, y tal que si preciso fuere no nos impida acudir al socorro de las necesidades urgentes de nuestros prójimos.

Por fin, que «aunque dormía el cuerpo, velaba su corazón, conociendo lo que pasaba como si estuviera despierto». Sería el ideal que fuese el nuestro mezclado de buenos sueños, que nos ayuden al despertar a entrar con facilidad en la oración y trato con Dios.


2) ¿Cuál es el misterio de este sueño? Consideran los ascetas que representa esta navecilla la Iglesia y también el alma. «Navis illa Ecclesiam figurabat» (San Agustín, serm. 3 in Evang. Mat.). Veces hay en que Jesús en el  las se hace el dormido y las olas de la tempestad se alzan furiosas, agitándola con violencia y amagando dar con ella en el   abismo: persecuciones, martirios, expulsiones, atropellos.., en la Iglesia; tristezas, tentaciones, desolaciones, amarguras... en el   alma.

Y, sin embargo, Jesús está en la nave. ¿Para qué permite el Señor tales borrascas? Pues para probar nuestra fe y avivar nuestra confianza, para fundarnos en humildad, purificarnos de vicios y provocarnos al ejercicio de la oración y al continuo recurso a Dios, del cual a veces nos olvidamos un poco cuando la tranquilidad y el bienestar se prolongan mucho. «El que entra en la mar aprende a orar». Aprendamos, pues, a sacar de las tribulaciones, públicas y privadas, los bienes que Dios con ellas pretende y no nos dejemos anegar de ellas.

 

 

Punto 2.° SUS DISCÍPULOS, ATEMORIZADOS, LO DESPERTARON, A LOS CUALES, POR LA POCA FE QUE TENÍAN, REPRENDE, DICIÉNDOLE5: POR QUÉ TEMEIS, APOCADOS DE FE?


1) Contrasta la serenidad de Jesús, tranquilamente dormido, en medio del fragor de la tempestad, con el ansia medrosa de los Apóstoles, titubeando de despertar al Maestro, al mismo tiempo que llenos de angustia, pues se veían a punto de perecer. La inminencia del peligro les infundió ánimo, y despertaron a Jesús, clamando: “Estamos perdidos, Señor; sálvanos ¿Es que nada te importa de nosotros?” Natural era el temor de los Apóstoles, pues que, a juicio de quienes las han experimentado, son las tempestades súbitas del Tiberíades más que suficientes para hacer zozobrar a una embarcación pesquera; pero es cierto que si hubieran tenido verdadero conocimiento del que con ellos iba, no hubieran dudado un momento en su plena seguridad. Pues no sea así en nosotros. Sabemos que en la navecilla de Pedro, en la Iglesia Santa, va siempre su divino Fundador y Esposo, que lo ha prometido, y puede y quiere cumplirlo: “Non praevalebunt…no prevalecerán” sus enemigos, llámense como se llamen y posean los medios de ataque que posean. Pasará la tormenta y la Iglesia de Cristo seguirá navegando hacia las costas del más allá.


2) Apliquémonos también la escena a nosotros mismos. ¡Cuántas veces es nuestra alma reflejo del Tiberíades! En el  la va Jesús, estamos en gracia: pero se hace el dormido y se desencadena la tempestad y soplan los vientos huracanados de las pasiones, nos azotan despiadadas las olas de la tentación, todo está a punto de naufragio; la fe se oscurece, la esperanza se desvanece, la caridad se enfría y crece la furia del combate y el enemigo redobla sus ataques y todo parece que está perdido.

¿Qué hacer? No otra cosa que la que hicieron los Apóstoles: despertar al Señor. Está en nuestra mano siempre, a veces es difícil, porque supone constancia, valor, vencimiento, y, en cambio, nada cuesta dejar los remos, cruzar los brazos y dejarse sorber del mar. No sea así. ¡Arriba el corazón! No hagas mudanza, esfuérzate contra el desaliento, y ora, y espera, y arrójate a los pies de Jesús, gritando: ¡Sálvame, que perezco, Señor! ¿No soy tuyo? ¿No me compraste con tu sangre? ¿Y me vas a dejar perderme? «Quid est dormit in te Christus? Oblitus es Christi, Excita ergo Christum recordare Christum! (Agust., 1. e.) ¿Qué significa el dormir en ti Cristo? Que te has olvidado de Cristo. Despierta a Cristo. ¡Acuérdate de Cristo!», no pienses que te abandonará; sería injuriarle. No merezcas que pueda el Señor decirte, como a los Apóstoles dijo: “Hombre de poca fe ¿por qué temes?” Señor, aunque el mundo se hunda y me arrastre en su rodar, aunque las ondas furiosas me aneguen en sus aguas, aunque todo parezca perdido, en Ti confío, y sé que no quedaré confundido.


3) Aprendamos cómo la tribulación hizo que los Apóstoles acudieran a Jesús. ¡Cuántas veces nos acaece cosa semejante, que es preciso que llame a nuestras puertas la adversidad, en una u otra forma, para que nos acordemos de acudir a Dios. Y qué pena que en no pocas ocasiones busquemos remedio o alivio a nuestros males en quienes no nos lo pueden proporcionar, sino a lo más engañoso y poco duradero, y nos olvidemos del recurso a la oración.

No lo olvidemos; antes bien, tengamos para nuestros apuros y necesidades fórmulas breves y brotadas del fondo del alma, encendidas y fervorosas, análogas al: ¡Señor, sálvanos! de los discípulos. Maestro mío, a Ti toca salvar mi alma, que es más tuya que mía: “Tuyo soy, salvame!” (Salmo 118, 94). “¡Levántate, oh Señor! ¿Por qué haces como que duermes?¡Levántate, y no nos abandones para siempre!” (Salm. 43, 24).


4) Y Jesús les dijo: “De qué teméis, hombres de poca fe?”.  ¡Con qué presteza se despertó el Señor y cómo acudió al instante al socorro de sus discípulos! Diríase que estaba aguardando a que le invocasen para auxiliarlos y remediar su angustia. Pero no lo hizo sin reprender primero su poca fe y falta de confianza en su omnipotencia. ¡Mentira parece que dudemos de Él sabiendo quién es y cómo nos ama! Su omnipotencia lo puede todo, su sabiduría todo lo sabe, su bondad está pronta a socorrernos y el amor que nos tiene es tan grande. ¿Y aún dudamos? ¡Qué mal le conocemos! Confiemos, pues, y dejémonos en sus manos.

 

 

Punto 3.° MANDÓ A LOS VIENTOS Y A LA MAR QUE CESASEN, Y ASÍ CESANDO SE HIZO TRANQUILA LA MAR, DE LO CUAL SE MARAVILLARON LOS HOMBRES DICIENDO: ¿QUIÉN ES ÉSTE, QUE HASTA  EL VIENTO Y LA MAR OBEDECEN?

 

1) Dice el texto sagrado que, despierto Jesús, y después de haber reprendido por su incredulidad a sus discípulos, “puesto en pie mandó a los vientos y al mar que se apaciguasen, y siguióse una gran bonanza. De lo cual, asombrados todos los que allí estaban, se decían: ¿Quién es Este a quien los vien»tos y el mar obedecen?” (Mt., 8, 26-27). Admiremos el poder de nuestro Rey, a quien obedecen las criaturas todas, y gocémonos de la gloria de nuestro Redentor; pero lloremos y confundámonos de nuestra escasa obediencia y mucha rebeldía. Obedecen los elementos y el hombre se rebela ¡No sea así! Ni nos sirva el poder de nuestro Rey de sola admiración, sino que engendre en nuestras almas filial confianza, que la necesitamos muy mucho. Nuestra miseria corporal y espiritual nos ha de hacer buscar el remedio en donde está, que es en Dios; que los hombres bien poco pueden ayudarnos.


2) Si queremos buscar razones para alentar nuestra confianza, las encontraremos abundantes y bien eficaces. En primer lugar, Dios quiere que en el   confiemos, porque nos ha creado, nos conoce, nos ama mucho y de verdad, vino en nuestra búsqueda para salvarnos. Santa Teresa del Niño Jesús escribía: «Jamás tendremos excesiva confianza en el   buen Dios, tan poderoso y tan misericordioso como es. Lo quiere Jesucristo, que nos dice lo que más de una vez dijo en vida a los pecadores convertidos: «Confide», confía. Sólo exige de nosotros esa confianza para salvarnos. ¡ Y cuántas veces se lo inculcó a su confidente, Santa Margarita María! Por eso nos dice ella: «Es el Sagrado Corazón de Jesús un tesoro infinito, del cual cuanto más se saca, más queda por sacar.» Y ha de ser nuestra confianza amorosa, filial, ilimitada y que excluya toda preocupación y por nada se amengüe.

 

3) El efecto que el milagro produjo en los discípulos fue de admiración, que les hizo exclamar: “Quién es este a quien hasta los vientos y el mar obedecen?” Si supiéramos admirar las obras de Dios en la creación, nos llenaríamos, sin duda, de admiración, pues que resplandece en el  las de tan admirable modo su omnipotencia; pero cegados por el engañoso resplandor de las cosas de la tierra, no somos capaces de contemplar la obra de Dios en la creación.

Pidamos a Jesús que jamás abandone la nave de nuestra alma y que sosiegue sus tempestades, así como las del mundo y de la Iglesia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

21ª MEDITACION


LA CONVERSIÓN DE LA MAGDALENA

 

San Ignacio, en esta meditación, supone ser una misma persona la pecadora que ungió los pies del Señor en casa de Simón y la Magdalena; sin embargo, en la Vulgata se recuerda la opinión contraria por un paréntesis añadido, que dice: «Sive Maria Magdalena soror Marthae fuisset sive alia: Ya fuese María Magdalena, la hermana de Marta, ya fuese otra», cuestión es debatida si las Marías fueron tres, o dos, o una.

“Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. 

Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!

Pero Jesús le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Di, Maestro, respondió él.  Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.  Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Pienso que aquel a quien perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado bien.

Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.  Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.

Después dijo a la mujer: Tus pecados te son perdonados.  Los invitados pensaron: ¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

 

 

Punto 1.° ENTRA LA MAGDALENA A DONDE ESTA CRISTO NUESTRO SEÑOR SENTADO A LA TABLA EN CASA DEL FARISEO, LA CUAL TRAÍA UN VASO DE ALABASTRO LLENO DE UN UNGÜENTO.


1) Piensa Riccioti (Vita di Gesu Cristo, n. 341) que el convite fue hecho, más que por cariño, para estudiar cómodamente de cerca a Jesús en la sinceridad que fomentan los vahos de un convite; de todos modos, a Jesús, convidado más a un examen que a un banquete, se le negaron los cumplidos reservados de ordinario a los invitados conspicuos, como el lavatorio de los pies a la entrada, el abrazo y beso del amo de la casa, el derramamiento de perfumes sobre la cabeza antes de sentarse a la mesa. Jesús notó la omisión de estas atenciones, pero nada dijo, y se sentó a la mesa con los demás. Estaba quizá terminándose el banquete, cuando entró en la casa en que se celebraba una mujer de la ciudad, que era pecadora.


2) Por lo que después en el   mismo Evangelio se nos narra de los hermanos de Betania, amigos de Jesús, había sido educada Magdalena, cuidadosamente por sus padres en la guarda de la Ley, y vivía tranquila con sus hermanos Lázaro y Marta. Después, no sabemos cómo se dejó enredar por las seducciones del mundo y cayó; y de tal suerte se entregó a la vida disoluta, que era el escándalo de Magdala, «la pecadora de la ciudad», y dice San Marcos que el Señor echó de ella «siete demonios». ¡Adónde nos lleva una pasión, sobre todo la del amor, cuando se desordena, y cómo el enemigo procura remachar las cadenas! ¿Cómo pudo bajar tanto la Magdalena?

Un autor moderno indica para explicarlo las siguientes causas:

a) Era mujer, dotada de sensibilidad exquisita, que no bien regida, lleva fácilmente al exceso.

b) Era joven, y estaba en la edad de la inexperiencia y del hervor de las pasiones y el ansia de libertad y placer.

c) Era rica y, por ende, fácilmente entregada a una vida de pasatiempos peligrosos y vanos y a una ociosidad aburrida, que empuja a entretenimientos fútiles.

d) Era presuntuosa e imprudente en dejar su casa y la compañía de sus hermanos, que, sin duda, la hubieran librado de mil peligros, y buscó amistades que la empujaron por el camino de la perdición (Millot).

Reflexionemos y saquemos el fruto práctico de velar sobre nuestra sensibilidad y ordenar nuestro amor; de huir la ociosidad y las malas compañías; de temerlo todo de nuestra debilidad y esperarlo todo de la ayuda grande en huir de las ocasiones y buscarnos la ayuda de la dirección espiritual y la santa amistad de compañeros elegidos.


3) ¿Cómo y por qué se convirtió? No lo dice el Evangelio; quizá oyó alguna predicación de Jesús; le vio tan lleno de poder sobrehumano, haciendo prodigios, y tan lleno al mismo tiempo de afabilísima misericordia, recibiendo benigno a los pecadores, que se conmovió profundamente y se entregó con toda su fogosa alma, tan por completo, que no se contentó con menos que con hacer que cuanto de instrumento de perdición y lazo del pecado le había servido, le sirviera para rendir homenaje de amor humilde y contrito al dulcísimo Jesús, conquistador victorioso de toda su alma.

¡Oh si lo acabásemos de entender! ¡Si nos persuadiéramos íntimamente de que es Jesús todo misericordia y perdón para quien contrito le busca, cómo nos arrojaríamos llenos de confianza a sus pies! ¿Qué esperamos? ¡Aprendamos de la Magdalena lección tan provechosa y estudiemos en tan espléndido modelo lo que debernos hacer y lo que podemos esperar!


Punto 2.° “ESTANDO DETRÁS DEL SEÑOR, CERCA DE SUS PIES, CON LÁGRIMAS LOS COMENZÓ A REGAR, Y CON LOS CABELLOS DE SU CABEZA LOS ENJUGABA, Y BESABA SUS PIES, Y CON UNGÜENTO LOS UNTABA”.


1) ¡Magnífico ejemplo de sincero arrepentimiento y reparación del pecado! Llamada por la gracia, siguió con presteza y decisión el llamamiento y trocó su amor perverso en amor penitente, que le inspiró y condujo a manifestaciones tan admirables como significativas. Cuán eficaz y cumplidamente expió sus extravíos. Su orgullo, con público acto de humildad rendida; ella, la que atraía con los encantos de su belleza a los hombres, sujetándolos a su seguimiento y rindiéndolos a sus caprichos, se postra arrodillada a los pies de Jesús ante un concurso conspicuo, en el   que no faltaría acaso alguno de sus rendidos amadores.

Aquellos ojos, que apacentara en liviandades y le sirvieran de incentivo de pecado, los hizo fuentes de lágrimas de contrición sincera, con que regó los pies del Divino Maestro. Sus cabellos, que fueran lazos de perdición, los convirtió en lienzo que enjugara los pies del Señor. Sus ricos perfumes, de aroma de mundana vanidad y enervante molicie, los hace materia de obsequio delicado al Maestro bueno, que con su santidad y bondad perfuma el mundo.


2) En verdad que amó mucho, y alentada por ese amor supo obrar maravillosamente. Bien reparó sus desórdenes, extravío y escándalos: nada quedó en el  la que pudiera parecer rastro de su mala vida. Pué su penitencia modelo digno de imitarse, pues que reunió las condiciones que la hacen perfecta.

En primer lugar, fue confiada; llena de respetuosa confianza, osó penetrar en la sala del banquete, repleta, sin duda, de lo más granado de la ciudad, sin temer ser rechazada de Jesús. Fué, además, pronta, pues que dice el sagrado texto que lo hizo «ut cognovit», apenas supo que el Señor estaba allí. Y fue de veras generosa, entregando cuanto tenía, y lo que más vale, entregándose a sí misma por completo, sin reservarse nada que pudiera después hacerla volver a los malos pasos antiguos.

Por eso fue también constante: siguió a Jesús hasta el Calvario, la hizo subir a la cumbre de la santidad. Tan sincera fue su conversión, tan ardiente su amor, que, purificada de todo en todo, se sublimó hasta merecer ser la compañera de la Virgen de las vírgenes en las horas difíciles de la Pasión; la fidelísima oyente de dulces pláticas de mística intimidad en la casa de Betania; de las primeras en recibir la visita de Jesús resucitado, y por El enviada a sus Apóstoles con el mensaje de la buena nueva del triunfo más glorioso de Jesús.


3) Bien podemos aprender, los que quizá la hemos imitado en el   extravío, el más apto camino de penitencia y el secreto de la perseverancia. Como Magdalena, entreguemos a Jesús cuanto tenemos, sacrifiquemos en su honor lo que ha sido tal vez instrumento de perversión y pecado; oigamos a los pies de Jesús sus palabras de perdón, de paz, de aliento; unámonos a María y busquemos en el  la el secreto de la fidelidad a Jesús. ¡Huir, orar, sufrir, amar! Ese es el camino seguro de perseverancia y avance en la santidad.

 

Punto 3.° COMO EL FARISEO ACUSASE A LA MAGDALENA, HABLA CRISTO EN DEFENSIÓN DE ELLA DICIENDO PERDÓNANSE A ELLA MUCHOS PECADOS PORQUE AMÓ MUCHO; Y DIJO A LA MUJER: TU FE TE HA HECHO SALVA, VETE EN PAZ.

 
1) Dice el evangelista que al ver Simón a la Magdalena a los pies de Jesús, se decía: Si fuera Este profeta no se dejaría tocar de tal mujer, pues sabría que era pecadora. Y leyendo Jesús en el   alma de aquel hipócrita, y viendo quizá su gesto de desprecio, le dijo: “Simón, tengo algo que decirte. ¿Qué, Maestro? Había en cierta ocasión un acreedor que tenía dos deudores: debíale uno 500 denarios y 50 el otro, y como no tuviesen con qué pagar, les condonó la deuda a ambos. ¿Quién piensas de los dos que le amaría más y le estaría más agradecido? Me parece que el más favorecido. ¡Bien has juzgado! Ves esta mujer: entré en tu casa y no me diste agua para lavar los pies; en cambio, ésta me los bañó con sus lágrimas y me los enjugó con sus cabellos. No me besaste, y ésta, a su vez desde que entró no cesaba de besarme los pies. No ungiste con óleo mi cabeza, y ésta, por su parte, me ungió con bálsamo los pies. Por esto te digo se le perdonan los pecados a quien tenía muchos, porque amó mucho; pero a quien poco se perdona, poco ama. Y, volviéndose a la pecadora, le dijo: ¡Perdonados te son tus pecados! Y se decían los convidados: ¿Quién es Este que perdona los pecados? ¡Tu fe te ha salvado; vete en paz!”


2) ¡Qué bueno es Jesús y qué malos los hombres! El fariseo que convidara a Jesús, al ver entrar a aquella mujer, no sólo la juzgó mal, sino, lo que es peor aún, juzgó mal al mismo Jesús. Cierto que a quien serenamente examinara la conducta de aquella mujer se le ofrecerían razones sobradas para pensar que, arrepentida, procuraba compensar su culpa y lograr perdón; y los actos que realizaba no podían menos de parecerle manifestaciones de humilde penitencia. No los vio ni entendió así el hipócrita fariseo. Pero el Maestro salió a la defensa de la pecadora arrepentida. ¡Y cuán honrosa y delicadamente lo hizo!

En primer lugar, resplandece en este pasaje la sabiduría de Jesús en leer los más recónditos pensamientos del hombre. ¡Qué ajeno estaría el taimado fariseo de que leía Jesús en su mente como en libro abierto! Leía también en el   alma contrita de la Magdalena arrepentida, y, entre unos y otros pensamientos «ejercitó un juicio admirable justísimo y misericordiosísimo, aprobando los unos y condenando los otros, y todo para bien de ambas personas. Porque con soberana prudencia volvió por aquella mujer para honrarla, anteponiéndola al fariseo para curarle, dándole a entender que era profeta y que conocía quién era aquella mujer, pues le conocía los pensamientos».


3) Fueron, en verdad, admirables y dignas de estudio, para ser imitadas, las virtudes que ejercitó la Magdalena, y, en primer lugar, viva fe, con la que creyó que Jesús era Dios y tenía poder de perdonar los pecados: «illa quae sibi peccata a Christo remitti credidit. Christum non hominen tanturn, sed et Deum credidit», dice San Agustín (hom. 23, inter. 50); «la que creyó que podía Cristo perdonarle los pecados, creyó que Cristo no era sólo hombre, sino Dios»; y añade: «accesit ad Dominum immunda, ut rediret munda; accessit aegra, ut rediret sana; accessit confessa, ut rediret professa». «Acercóse al Señor manchada, para retirarse limpia; acercóse enferma, para retirarse sana; acercóse confesándose, y se retiró absuelta.»

Mostró, en segundo lugar, admirable religiosidad y devoción al besar y regar con sus lágrimas los pies del Señor. Además, dio muestras de gran sabiduría, con la que, no con palabras, sino con íntimos deseos y suspiros, demandaba perdón de sus delitos. Y, por fin, eficaz penitencia, que le logró lo que tanto deseaba y la hizo apartarse de los pies de Jesús plenamente justificada. Cómo sonaría en sus oídos aquel dulcísimo “¡vade in pace!” ¡vete en paz!” ¡Vete segura, alegre, feliz, tú, que hasta ahora, por la conciencia de tus pecados, estabas dolorida, triste, ansiosa, solícita, infeliz!

Mirémonos en ese espejo, y si anhelamos gozar de las sabrosas delicias de la paz de Dios, busquémosla por el camino que la Magdalena penitente nos enseña. Y postrémonos como ella, a los pies del Crucifijo, llorando nuestros pecados y suplicando a Jesús que quiera decirnos: Perdonados te son tus pecados, ¡ vete en paz!

 

 

 

 

22ª MEDITACION

 

CRISTO NUESTRO SEÑOR DIÓ A COMER A CINCO MIL HOMBRES


“Oyéndolo Jesús, se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado; y cuando la gente lo oyó, le siguió a pie desde las ciudades. Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos. Cuando anochecía, se acercaron a él sus discípulos, diciendo: El lugar es desierto, y la hora ya pasada; despide a la multitud, para que vayan por las aldeas y compren de comer. Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Y ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. El les dijo: Traédmelos acá. Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”.

 

Hallándose Jesús cerca de Cafarnaúm ocurrió el martirio de San Juan Bautista, y al enterarse se embarcó y se fué a la ribera oriental del lago de Genesaret, a un lugar desierto, a lo que se cree vecino de BetSaida-Julia, posesión del tetrarca Filipo. Las turbas, a pie, llegaron antes que El al punto donde desembarcó Jesús, y le esperaban ansiosas de oírle. Compadecióse el Señor y curó a muchos enfermos. Al caer la tarde, los Apóstoles le indicaron que convenía despedir a la muchedumbre para que se buscasen qué comer. Jesús les dijo: ¡Dadles vosotros de comer! Y después, mandando que se sentaran ordenadamente, hizo que les repartieran pan y pescado; y comieron hasta quedar satisfechos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.


Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, COMO YA SE HICIESE TARDE, RUEGAN A CRISTO QUE DESPIDA LA MULTITUD DE HOMBRES QUE CON ÉL ERAN.


1) Cuán grande debía de ser la afabilidad de Jesús y el encanto que su palabra producía en las turbas. Tan grande, que las muchedumbres se sentían arrebatadas por ellas y no acertaban a dejarle; por eso sus enemigos le llamaron a boca llena el seductor, “seductor ille” y afirmaban que “seducit turbas!” (Jo., 7, 12), embaucaba a las turbas.

Sucedió, pues, que hacia mediados o fines de marzo, vecina ya la Pascua, llegaron los Apóstoles de su misión apostólica, y casi al mismo tiempo se divulgaron las noticias de la trágica muerte dada por Herodes al Bautista. Asegura San Marcos que era tal la afluencia de gente a Jesús, “que ni aun tiempo de comer le dejaban” (6, 31). Tomó Jesús a sus Apóstoles y les dijo: “Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario y reposaos un poquito... Y embarcándose fueron a buscar un lugar desierto para estar allí solos; pero las turbas, al observarlo, acudieron por tierra a aquel sitio y llegaron antes que ellos”.

Quedó con esto frustrado el plan de retiro y soledad; pero no lo llevó a mal el Señor; antes, compadecido de la muchedumbre, que andaba como ovejas sin pastor, se puso a instruirlos en muchas cosas y a curar milagrosamente a los enfermos.

Lección digna de estudio. ¿Nos seduce a nosotros Jesús y su doctrina? ¿Nos dejamos arrastrar de ella hacia el seguimiento de Jesús? Oigamos al Apóstol, que nos dice: “Videte ne recusetis loquentem, mirad que no rechacéis al que os habla” (Heb., 12, 25,. Se olvidaban aquellas gentes hasta de lo más necesario, hasta de la comida, por oír al Maestro, y se internaban en la soledad, alejándose de todo poblado, y siguiéndole, nada echaban de menos. ¡Cuánto tenemos que aprender nosotros, que en tan poco tenemos la palabra de Dios!


2) Los Apóstoles se compadecieron de las turbas y propusieron a Jesús que las despidiera, pues que estaban en lugar desierto y era ya tarde. “Despáchales, a fin de que vayan a las alquerías y aldeas cercanas a comprar qué comer. Jesús les responde: Dadles vosotros de comer. Y dirigiéndose a Felipe, le pregunta: ¿Dónde compraremos pan para dar de comer a toda esta gente? Respóndele Felipe: Doscientos denarios --unas 176 pesetas--no alcanzarían para darles un bocado a cada uno. Preguntóles Jesús: ¿Cuántos panes tenéis? Respóndele Andrés: Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes y dos peces.”

¡Qué mezquina es la compasión de los hombres y de cuán poco nos puede servir en las ocasiones difíciles! Pueden, sí, lamentarse, compadecerse, quizá llorar con nosotros; pero en no pocas ocasiones, en las más grandes necesidades, no pueden más. ¡ Y cuántas veces no se prestan a facilitarnos ni lo que pueden! ¡Pobres de nosotros si ponemos nuestra confianza en ayudas humanas! “Maledictus homo qui confidit in homine…Maldito el hombre que pone su confianza en otro hombre”. (Jer. 17, 5). En cambio, quien confía en Dios no quedará confundido: “Benedictus vir qui confidit in Domino” (7).


3) Cosa es también que podemos aprender en esta escena una vez más lo pobremente que vivía Jesús y lo mal surtida que iba su recámara. Cinco panes de cebada y dos peces era todo el repuesto que en plena soledad tenían Jesús y sus discípulos. No se contentaba ciertamente Jesús con predicar de palabra, sino que lo hacía al mismo tiempo de obra; y el que clamaba “¡Bienaventurados los pobres!” ¡vivía como pobre! Veamos si no se nos puede a veces echar en cara que hablamos mejor que obramos.


Punto 2.° CRISTO NUESTRO SEÑOR MANDÓ QUE LE TRAJESEN PANES, Y MANDÓ QUE SE SENTASEN, Y BENDIJO, Y PARTIÓ, Y DIÓ A SUS DISCÍPULOS LOS
PANES, Y LO DISCÍPULOS A LA MULTITUD.


1) Dice el Santo Evangelio que al ver Jesús a las turbas se movió a lástima (Mt., 14, 14); y con frase aún más significativa escribe San Marcos: “Enterneciéronsele con tal vista las entrañas: porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos en muchas cosas” (Mc., 6, 34). Los escribas y fariseos que debieran instruirlos y apacentar en el   espíritu a aquellas pobres gentes, no se cuidaban sino de minucias y exterioridades estériles y hacían que el pueblo viviese alejado de Dios.

Por eso, Jesús, compadecido, acudió, ante todo, al remedio de la máxima necesidad, y los instruía, “y les hablaba del reino de Dios y daba salud a los que carecían de ella” (Lc., 9, 11). ¡Cuán grande es la misericordia de Jesús para compadecerse de las miserias humanas y cuán eficaz para acudir a su remedio, si por nuestra parte nos disponemos a merecerlo!

Dispusiéronse aquellas muchedumbres, primero con su fervor y empeño en seguirle, aun tan lejos, y olvidando sus intereses materiales; con su constancia, perseverando todo el día, hasta que ya la tarde iba cayendo; con paciencia, sin tener siquiera qué comer. Y así merecieron que acudiese Jesús al socorro de sus necesidades; pero lo hizo con orden admirable, que nos indica cuáles han de ser nuestras más grandes preocupaciones y el orden que debemos guardar en el   procurar la satisfacción de nuestras necesidades.

Acudió, ante todo, a darles el manjar del alma, y les predicaba el reino de Dios, siguiendo en esto la pauta que Él mismo nos diera: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia., y todo lo demás se os dará pr añadidura” (Mt., 6, 33). Cuán plenamente se puso de manifiesto esta verdad en el   hecho que meditamos. Buscaron en Jesús aquellas gentes la celestial doctrina que enamoraba sus almas, y con ella les vino el remedio de las necesidades temporales: “Curó sus enfermos”, nos dice San Mateo (14, 14); “y daba salud a los que carecían de ella”, escribe San Lucas (9, 11); y después sació su hambre milagrosamente.

Así hemos de proceder en el   remedio de nuestras necesidades y en el   ejercicio de la caridad con las ajenas; ante todo, hemos de procurar la salud y el alimento del alma, conservando la gracia, frecuentando los sacramentos, sobre todo la Sagrada Eucaristía, instruyéndonos en la ciencia religiosa para nutrir nuestra inteligencia y practicando el bien para robustecer nuestra voluntad; después hemos también de procurar la salud y fortaleza corporal; y por fin las cosas materiales que nos pueden ser necesarias y aun útiles para la vida.


2) Pidió Jesús a los Apóstoles que le trajesen aquellos panes, pocos y pobres, de que podían disponer, y los escasos peces, y les ordenó que hicieran que la gente se sentara ordenadamente, “dividiéndolos en cuadrillas de ciento en ciento y de cincuenta en cincuenta” (Lc. 9, 40). Y así se sentaron en el   campo, cubierto de abundante hierba. ¿Qué quiso el Señor enseñarnos con estas disposiciones? En primer lugar, al pedir le trajeran los panes y peces de que disponían, nos mostró que si queremos merecer el auxilio extraordinario del Señor no hemos de cruzarnos de brazos, esperándolo todo de arriba, sino que por nuestra parte hemos de hacer lo posible y ofrecer con gusto lo que tengamos que sólo así mereceremos que después se nos otorgue lo que nos falta.

Máxima práctica ciertamente y de resultados maravillosos, que hemos de proceder de tal suerte como si pendiese todo de nuestra industria y trabajo, poniendo en prosecución de lo que anhelamos en actividad todas nuestras energías, y, hecho esto, dejar después el resultado en las manos de Dios.El disponer se sentaran en grupos fue, sin duda, para proceder con orden y facilitar la distribución de los milagrosos alimentos, y también para que se echase de ver más claramente la magnitud del prodigio.

 

Punto 3.° COMIERON Y HARTÁRONSE, Y SOBRARON DOCE ESPUERTAS.

 
1) Dice el texto sagrado que tomó Jesús los panes en sus divinas manos, y después de haber dado gracias a su Eterno Padre, levantando los ojos al cielo, los bendijo y partió y dio los panes a los discípulos, para que los distribuyesen a las gentes. Y todos comieron y se saciaron, lo dicen los cuatro evangelistas, y de lo que sobró recogieron doce canastas. El número de los que comieron, dice el antiguo alcabalero Mateo, fue de cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Que se juntase tal muchedumbre no es de extrañar si se tiene en cuenta que a formarla contribuyeron no sólo los habitantes del contorno, sino aun muchos peregrinos en viaje para Jerusalén, con motivo de la próxima fiesta de Pascua. Porque pasaba cerca de aquel lugar la importantísima «Via maris», vía del mar, que iba de Damasco al mar y unía el Asia con el Africa; un ramal de ella, dirigiéndose al Sur, pasaba por Jerusalén (G. Re, S. J., II S. Evangelio..., página 436).


2) Enseñanza práctica de esta escena puede ser la que deduce el P. La Puente al proponer esta meditación acerca de cómo deben los cristianos comer cristiana y religiosamente, guardando cuatro condiciones: «la l.a, con orden y concierto, sentándose cada uno en su lugar sin competencias, antes escogiendo el postrer lugar y el más humilde; la 2.a, levantando los ojos del alma al cielo y mirando que nos ve Dios, para guardar en todo la templanza, tan difícil a 1a veces en el   refrenar la gula; la 3., con ánimo agradecido y acción de gracias al Señor, que cuida de alimentarnos; la 4., precediendo la bendición con oración devota, procurando mezclarla también con la comida, para que de tal manera coma el cuerpo, que también coma algo el espíritu». Si así lo hacemos, regularemos acertadamente un acto no menos necesario que difícil.

 

3) El efecto del milagro en la muchedumbre fue, sin duda extraordinario, y bien lo muestra la conmoción que se siguió de entusiasmo. Y es que, en realidad, se patentiza en el  de modo tan sensible el divino poder de Jesús, que no puede menos de causar admiración hacia tan grande Rey y entusiasmo hacia tan benéfico Señor. Bien podemos seguirle con plena confianza de que con Él nada nos faltará de lo necesario para lograr la conquista del reino de la gloria, pues que tan amorosa providencia tiene de los que le siguen. Si buscamos primero y ante todo el reino de Dios y su justicia, lo demás Él se cuidará de que no nos falte. Y esto que tan sensiblemente se realizó en el   hecho que meditamos, sigue realizándose a través de los siglos no menos eficazmente, aunque de ordinario no tan portentosamente, en los individuos, en las comunidades y en las naciones. Tengámoslo muy en cuenta y aprendamos a confiar en nuestro Rey Eterno.

 

 

 

 

 

23ª MEDITACION

 

LA PARÁBOLA DELA HIGUERA INFRUCTUOSA


Pone esta parábola en claro que Dios aguarda con paciencia la conversión del pecador, pero que, cuando llega la hora del castigo, se muestra inexorable, si no se le aplaca con la penitencia. Tal pensamiento puede ayudarnos no poco a comenzar los Santos Ejercicios con vivo deseo de hacerlos fructuosamente y a dar frutos de santidad en nuestra vida personal.


HISTORIA: “Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves que hace tres años seguidos que vengo en busca de fruto a esta higuera y no lo hallo; córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar terreno en balde? Pero él respondió: Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si da fruto; cuando no, entonces la harás cortar” (Lc. 13. 6-9).


Petición. QUE NO SEA SORDO A SU LLAMAMIENTO, MAS PRESTO Y DILIGENTE PARA CUMPLIR SU SANTÍSIMA VOLUNTAD.

 
Punto 1º. Solicitud del Señor y del viñador por la higuera.


1) Échase de ver la solicitud del Señor por la higuera en que la tenía no en un terreno cualquiera, inculto, descuidado, donde no tuviera elementos de que nutrirse, sino en su misma viña, es decir, en tierra bien cuidada. En Palestina toda viña es un vergel, y se cuida mucho y se trabaja con sumo cuidado; con lo cual, los árboles en el  la plantados es natural que prosperen notablemente y produzcan abundantes frutos, como plantas escogidas. Por eso vino el Señor en busca de fruto; y sin duda de lejos pensó que había de hallarlo, pues estaba la higuera llena de hojas y de lozanía.

 

2) Varias interpretaciones pueden darse a este pasaje; pero para nuestro caso podemos ver representada en la higuera a nuestra alma, plantada en la Iglesia, “vinea electa” (Jer. 2, 21), viña escogida, y todavía dentro de esa viña en porción elegida, en una familia de veras cristiana; más aún, en vida religiosa o sacerdotal, vergel regalado de Dios.

Ha recibido cuidados y cultivos extraordinarios, medios de santificación abundantísimos, gracias tan repetidas y eficaces. Tiene, pues, Dios derecho a esperar de mí frutos suavísimos. ¿Los he dado? Al repasar mi vida, quizá me encuentro con que hay en el  la, como en la higuera, apariencias de vida, exterioridades, algunas devociones, alguna compostura, algo que me hace aparecer corno cristiano, como religioso; y en el   interior los frutos son nulos y nada sé de abnegación, de mortificación, de santidad. He sido tal vez un hipócrita.

No cuestan gran cosa ciertas exterioridades; pero no bastan para responder a lo que el Señor tiene derecho a esperar de nosotros.


3) Es la higuera infructuosa imagen del alma que abusa de la gracia. Como ella tenía en la viña elementos suficientes para, sabiéndolos aprovechar, rendir fruto abundante, tiene asi alma en la gracia cuanto necesita para su santificación. Procurónosla Jesús a precio de su sangre, y es de eficacia tan maravillosa, que con su socorro todo lo podemos, “sufficit tibi gratia mea” (2 Cor. 12, 9), te basta mi gracia, dijo el Señor a San Pablo, y, efectivamente, confortado con ella pudo clamar el Apóstol: “omnia possum… lo puedo todo” (Fil. 4, 13).

¿Qué no hizo en la Magdalena, en San Pablo, en San Agustín y en tantos otros que correspondieron decididamente a ella? Pues también a nosotros se nos ha dado, pero no hemos correspondido; hemos abusado de ella o hemos resistido, haciendo así que no rindiera en nosotros los frutos suavísimos que de suyo puede producir. Cierto que nuestra conducta ha sido bien reprochable y suficiente a causar hondo disgusto en nuestro Señor, como lo causó la esterilidad de la higuera en el   dueño de la viña.

 

4) ¿En qué está el abuso de la gracia? No en cierta debilidad, que nos hace ser a veces escasos en la correspondencia, descuidados en el   uso, poco solícitos en el   aprovechamiento; pero que después procuramos compensar con sincero arrepentimiento y firmes y repetidos propósitos; sino en no querernos aprovechar ni responder a la gracia que se nos concede. Contentos con evitar cuanto pudiera motivar censura o reprensión de nuestros superiores; recibiendo la gracia como quien recibe la lluvia con el paraguas abierto para no mojarse, dejándola caer en torno y quedando nosotros sin ella.


Punto 2.° Disgusto del Señor.


1) Mucho disgustó al Señor el no encontrar el fruto que buscaba. “Tres años seguidos que vengo a buscar fruto… y no lo hallo: Córtala, hazla astillas y ¿chala al fuego”. Y dictó sentencia dura, pero sin duda bien motivada: tres años de cuidados, en tierra buena, daban fundado motivo a la esperanza, y al verse ésta fallida, era causa más que suficiente para excitar el enojo del propietario.


2) Mucho es también lo que al Señor disgusta el abuso de Ja gracia, y severos los castigos con que la sanciona. El, tan suave y manso, tan fácil en perdonar, como nos lo demuestran hechos repetidos del Evangelio, Zaqueo, la Magdalena, la adúltera, Pedro, etc.,  se mostraba duro y severo contra los que no querían aprovecharse de la gracia. Recuérdense las terribles palabras pronunciadas contra las ciudades por Él evangelizadas, que no quisieron aprovecharse de su predicación: “Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida; que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tiro y Sidon serán menos rigurosamente tratadas en el   día del juicio que vosotras” (Mt., 11, 21 sigs.).


3) ¿Qué será de nosotros? Si las gracias que hemos recibido las hubieran recibido otras almas, ¿no habrían correspondido harto mejor que lo hemos hecho nosotros? Dios cuenta, pesa, mide...; temamos no se canse. ¿Se retirará cuando lo llamemos? No, ciertamente; mientras vivamos, si a El acudimos, bien seguros podemos estar de lograr su perdón y gracia.

Pero estemos alerta y apliquémonos lo que nos dice San Agustín (Serm. 88, 13, ML. 38, 546): «timeo Iesum transeuntem, temo el paso de Jesús». No ciertamente porque venga a castigarte sin remedio o te haya de rechazar, si a sus pies te postras, sino porque quizá es la última vez que para ti pasa, y si le dejas marchar, ya después no podrás detenerle. Ahora es tiempo. Jesús va a pasar,  aprovéchate!


Punto 3.° Intervención del viñador.

 
1) Aboga el viñador a favor de la higuera y logra sea suspendida la ejecución de la terrible sentencia. Tenía sin duda cariño a la higuera; acaso la había plantado él mismo y la vio crecer, prodigándola sus cuidados. Y se brinda a cultivarla con más solicitud aún haciendo con ella nuevas labores, encaminadas a lograr que rinda sazonados frutos.

Nada nos dice e texto evangélico de si el dueño de la viña accedió a la súplica; de creer es que si, y que merced a ello el viñador emprendió con ella una serie de trabajos que dieron por resultado una cosecha magnífica de sazonados frutos, que al ser presentados al dueño le colmaron de satisfacción.


2) Apliquemos a nuestro caso la parábola. Quizá hubo ocasión en que Dios cansado de nuestra ingratitud, y viendo que plantados en tan santa y fértil tierra, nos obstinábamos en no rendir fruto, dictó sentencia condenatoria contra nosotros. Y entonces nuestro abogado: “Advocatum habemus apud Patrem… tenemos abogado ante el Padre” (1 .Jo., 2, 1), intercedió solícito por nosotros.

Agradezcamos al Corazón amorosísimo de Jesús la bondad con que nos ha aguardado y nos brinda su perdón y la gracia. Ofreciéndonos a trabajar durante estos días y en toda nuestra vida,con empeño y solicitud, en responder pronta y generosamente a sus bondades. Pidamos a San José y a la Santísima Virgen que nos ayuden con su poderosa intercesión a hacer estos Ejercicios bien hechos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

24ª MEDITACION

 

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO

 

Composición de lugar: Imaginarnos a Jesús diciendo a sus oyentes la parábola. O al padre recibiendo en sus brazos al hijo pródigo.

 

Petición. Interno conocimiento de la misericordia del Señor para, llenos de confianza, echarnos en sus brazos.

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.  No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.  Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. 

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!  Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.   Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.  
Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.  Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.  Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.

Y su hijo mayor estaba en el   campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.  
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.  Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.  

El entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”. 

 

Materia dulcísima y muy copiosa de meditación nos brinda la misericordia divina; materia al mismo tiempo de suma utilidad; sin ella la consideración de nuestra miseria nos sumiría en la descoco fianza y la desesperación. Puede estudiarse en el   Santo Evangelio, en las palabras y en los hechos de Jesús; sólo vamos a exponer una página en la que nos descubrió algo de los tesoros insondables de misericordia para con los pecadores.

Se acercaban a Jesús, dice San Lucas (15,1) los publicanos y pecadores para oírle. Y murmuraban los fariseos y escribas, diciendo: “Mirad cómo se familiariza con los pecadores y come con ellos”. Entonces les propuso, una tras otra, tres bellísimas parábolas: la del pastor que corre tras la oveja descarriada, la de la mujer que busca solícita la dracma que se le perdiera y la del hijo pródigo. Bellísimas las tres; vamos a exponer solamente la última.


1. LA PARÁBOLA

 
Punto 1.°  La salida de la casa paterna.

 

“Un hombre tenía dos hijos, de los cuales el más joven dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y el padre repartió entre los dos la herencia”(Lc 15, 11-12). Según la ley (Deut 21, 17), al mayorazgo correspondía doble parte, de suerte que en nuestro caso tocaba al hijo menor un tercio de la herencia. El primogénito no entraba de ordinario en posesión de su parte hasta la muerte del padre; y era, en cambio, de uso corriente que cuando el segundo llegaba a edad competente para crearse un hogar se le diera su legítima para que a la sombra de su padre se hiciera hombre.

Detalles hay en la parábola que muestran a nuestro joven como hombre de corazón delicado y noble. ¿No sería el móvil primero de su resolución, a primera vista irrespetuosa y audaz, el deseo de trabajar y abrirse camino o labrarse un porvenir? A pensarlo da margen, en primer lugar, el que el padre no opusiera la menor dificultad a su demanda ni le hiciera reflexión alguna. Dificultad que notan varios exegetas sin ofrecer respuesta satisfactoria.

Además, y es otro argumento en pro de la probabilidad de esta afirmación, la petición no parece que la hizo el joven con el propósito, ya premeditado de darse a la vida rota pues que no decidió marcharse sino después de algún tiempo. “Et non post multos dies… y después no de muchos días” (Lc 15, 13); de suerte que pasaron días, siquiera no fuesen muchos.

Quizá en el  los inició sus negocios y le fue bien, lo cual, unido a su juventud y a la ansiada independencia de su padre, le hizo entrar en deseos de gozar. Y “recogidas todas sus cosas, se marchó a un país muy remoto”; otro indicio de que el joven tenía cierta delicadeza de corazón: no se decidió a entregarse a la vida libertina allí donde su padre vivía; le respetaba aún y le amaba, por eso se fue a región lejana, lo suficientemente apartada para vivir a sus anchas sin que su padre se enterara ni pudiera seguirle los pasos; “y allí malbaratá todo su caudal, viviendo lujuriosamente”; y aunque la frase puede significar «con despilfarro, con exuberancia de vida», pero se ha de entender deshonestamente, como con frase gráficamente clara lo puso de manifiesto su hermano.

Mientras tuvo dinero no le faltaron amigos que le ayudaron a gastarlo; cuando sus caudales se agotaron, se encontró solo en tan mala ocasión, que “después que lo gastó todo sobrevino una grande hambre en aquel país y comenzó a padecer necesidad” (Lc., 15, 14). Quizá acudiría en el  la a sus compañeros de disipación; pero o no quisieron o no tuvieron con qué ayudarle, y la necesidad llegó a extremos de que se moría de hambre, y para evitarlo pensó en ponerse a servir y ganar así siquiera un bocado de pan.

“De resultas púsose a servir a un amo de aquella tierra, el cual le envió a su granja a cuidar cerdos” (v. 15). Es preciso ponerse en las circunstancias de tiempo y oyentes en que Jesús hablaba para hacerse cargo de todo el envilecimiento que suponía tal ocupación; para los oyentes de Jesús era el cerdo un animal impuro; debió ser el del pobre joven un caso de tan extrema necesidad, que le hizo pasar por todo. Pero no se remedió con tal solución su necesidad, sino que su hambre se exacerbó, de suerte que “allí deseaba con ansia henchir su vientre de algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba” (v. 16).

Es ansia producida por el hambre extrema la de “henchir el vientre” de cualquier cosa; y no se las daban. ¿Puede concebirse miseria mayor? En verdad que el envilecimiento de este pobre muchacho fue horrible. Pero fué al mismo tiempo, saludable, porque le empujó a buscar en su necesidad el más eficaz y radical remedio: ¡ la vuelta a su casa y a su padre!


Punto 2.°  La vuelta a la casa paterna.

 
        Si todo le hubiera salido bien y su dinero no se hubiera agotado, cierto que para nada se hubiera acordado de su padre y hubiese continuado su vida de libertinaje; pero.., el hambre le hizo añorar la abundancia de su casa; ¡ la necesidad le abrió los ojos! “Y vuelto en sí, dijo: ¡Ay, cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo estoy pereciendo de hambre!” (v. 17).

Volvió en sí porque había andado muy fuera de sí, olvidado de todo lo bueno, y al volver en sí revivió en su interior la vida de su casa, casa dichosa en que la felicidad y abundancia redundaban hasta los últimos criados. Y del nostálgico recuerdo de tanta felicidad perdida y su comparación con tanta miseria actual brotó en su corazón un sentimiento dulcísimo y un deseo ardiente de reintegrarse a su hogar siquiera en grado de sirviente que en el   de hijo le parecía audacia inaceptable aun el pensarlo: “Me levantaré” (v. 18).

Lleno de “vergüenza y confusión” reconoce y confiesa que se ha hundido muy hondo en el   abismo de la miseria y concibe el anhelo de salir de tal abyección y levantarse, para emprender el camino de regreso a la casa paterna de la que en mal hora saliera. “E iré a mi padre y le diré: Pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy »digno de ser llamado hijo tuyo” (v. 18, 19).

¡Cuán crecido e intenso era el dolor que en su corazón sentía y cuán amargas al par que dulces, las lágrimas que a su fuerza brotaron de sus ojos! Su vileza le parecía tan grande y tan levantada la virtud y dignidad de su padre, que se juzgaba de veras indigno de ser llamado hijo de tal padre; pero, por otra parte, la felicidad de vivir bajo aquel techo querido y junto a aquel padre tan bueno le acuciaba a procurar ser admitido siquiera como siervo; “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19); gustoso ganaré el pan con el sudor de mi rostro con tal de que sea junto a ti.

“Con esta resolución se puso en camino para la casa de su padre”(v. 20). Quizá los pies se le pegaban al suelo por la debilidad tremenda, que le tenía sin fuerzas y a pique de desfallecer, y por el fantasma del temor a la noble dignidad de su padre, por él tan envilecida, que le parecía alzarse ante él como un muro que le impedía el acceso al hogar que abandonara.

Poco tiempo antes, no sabemos cuánto, pues el texto sagrado nada indica que defina los tiempos, marchaba por aquel mismo camino, en sentido inverso, lleno de juventud, pletórico de vida, con el bolsillo repleto de dinero y el corazón ansioso de placer. Le parecía dura la sujeción a su padre y volaba en busca de libertad.

¡Libertad! ¡Pobrecillo! ¡El mismo iba a echarse a sus pies el grillete de la esclavitud más vil al mendigar se le admitiera al servicio de un dueño mezquino que le destinó a guardar puercos! Buscando libertad dió en ser esclavo; primero, de sus pasiones; después, de su miseria.


Punto 3.° El recibimiento que le hace su padre.

 
Y marchaba lentamente. Mientras tanto, en su casa, desde que él marchara, no acertaba a vivir tranquilo su padre, y pasaba largas horas sentado en la azotea, avizorando el camino por el cual se alejara el hijo ingrato, pero querido.

“Estando todavía (el hijo) lejos, avistóle sn padre, y enterneciéronsele las entrañas, y corriendo a su encuentro...”(Lc., 15, 20), sus ojos cansados no acertaban a definir quién era el que en lontananza marchaba, pero el corazón le dio un vuelco y le dijo: ¡Es él!; para el padre, «él» era el hijo que le faltaba y esperaba. Y sin cuidarse a adecentarse en el   vestido, de suerte que llamó poderosamente la atención de los criados, que muy pronto salieron tras él intrigados, echó a correr al encuentro de su hijo. Y ahora pensad un poco lo que en la mente y el corazón del joven hubo de ocurrir; también él, al trasponer el horizonte, había divisado a lo lejos la casa paterna; bien la conocía; vio de pronto que por su puerta salía corriendo.., su padre.

Era la distancia aún mucha, y por más que lo procuraba, no acertaba a divisar definido el rostro de su padre. Los pies se le clavaron al suelo temiendo que, habiéndole conocido, salía a impedir que con su presencia le deshonrara; pero cuando, corriendo su padre, se acortó la distancia, entonces ya vio aquel rostro tan lleno de ternura, que el corazón se le ensanchó y, animado de indefinible júbilo, corrió también a él y corriendo se encontraron, y el hijo se postró de rodillas y el padre “le echó los brazos al cuello y le dio mil besos”.

Díjole el hijo: “Padre mío, yo he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v. 21). Tapóle la boca su padre y así no osó continuar su súplica en la forma en que la preparara, pues juzgó sería ofenderle proponer a su padre le recibiera no más que como a siervo. “Mas el padre por respuesta, dijo a sus criados: Traed aquí luego el vestido más precioso que haya en casa y ponédselo, ponedle un anillo en el   dedo y calzadle las sandalias y traed un ternero cebado y matadle y comamos y celebremos un banquete. Pues que este hijo mío estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado” (v. 22-24). Y apoyado tiernamente en su padre llegó a su casa y se bañó, y se perfumó, y se vistió un vestido nuevo, y se puso el anillo. “Y con esto dieron principio al banquete”.

“Hallábase a la sazón el hijo mayor en el   campo. Y a la vuelta, estando ya cerca de su casa, oyó el concierto de música y baile. Y llamó a uno de sus criados y preguntóle qué venía a ser aquello. El cual le respondió: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado por haberle recibido en buena salud. Al oír esto, indignóse y no quería entrar”(24-26).

El criado corrió a avisar a su señor lo que ocurría, y dejando el padre la sala del convite “salió afuera y empezó a instarle con ruegos. Pero él le replicó diciendo. Es bueno que tantos años ha que te sirvo sin haberte jamás desobedecido en cosa alguna que me hayas mandado y nunca me has dado un cabrito para merendar con mis amigos. Y ahora que ha venido este hijo tuyo, el cual ha consumido su hacienda con meretrices, has hecho matar para él un becerro cebado. “Hijo mío, respondió el padre, tú siempre estás conmigo y todos los bienes míos son tuyos. Mas era muy justo el tener un banquete y regocijarnos por cuanto este tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y se ha hallado” (v. 28-32).

Así termina la narración evangélica; no dice si el hermano mayor entró en el   banquete; de creer es que sí. Y cierto que las palabras del padre al hijo mayor son de veras consoladoras para él: ¡Siempre estás conmigo! ¡Todo lo mío es tuyo!

 

 

II. LA REALIDAD: Dios y el pecador.

 

Punto 1.° El pecado.

 

Dios, el padre; sus hijos, los hombres; el mayor, el justo, pues Dios crió al hombre en justicia y santidad; el menor, el pecador. Los hijos, nosotros mismos, vivíamos dichosos en casa del padre; días felices de la primera Comunión, de la inocencia, del fervor y diligencia en el   servicio del Señor.

Un día, quizá cuando aún teníamos pocos años de edad, entramos en deseos de salir de la casa del padre: la tentación, un mal amigo, una novela, el despertar feroz de las pasiones, y lo que antes nos era grato y suave se trocó en ingrato e intolerable, y la vida de los hijos de Dios pareciónos tediosa... y nos fuimos! ¡Queríamos más libertad, queríamos vivir la vida, gozar! Dejamos a nuestros padres, a los que Dios puso para regimos; desoímos sus consejos, evitamos su trato y nos fuimos a una región muy apartada

¡Qué lejos de Dios se va el pecador! ¡Y allí derrochamos nuestra hacienda..., malbaratamos la gracia, vilipendiamos nuestra dignidad de hijos de Dios, renunciamos a nuestros derechos de herederos del cielo! Y no pocas veces dilapidamos aún nuestra hacienda natural y perdimos hasta la condición de racionales. Y llenos de hambre, comenzamos a mendigar de las criaturas, y nos hicimos siervos de ellas, y nos daban a comer manjar de bestias; pero no saciaba nuestra hambre.

Cuando el hombre, cansado del «suave» yugo de Dios y de su ley, busca la libertad, ¡qué amos se echa! Mirad...: pobre drogadicto… pobre borracho..., esclavo de una copa de licor o un vaso de vino, de una pastilla que le arranca de su casa, le arrastra por los suelos, le priva de la razón y le pone al nivel de las bestias. Pobre lujurioso..., esclavo de una mujerzuela..., que le aparta de sus más legítimos amores, le hace olvidar sus obligaciones más sagradas, le roba su hacienda y lo que más vale: su dignidad; le convierte en vil esclavo. Pobre codicioso, atado con cadenas, quizá de oro, pero terribles y envilecedoras... ¡Pobre... pecador! ¡Pobres de nosotros, recordémoslo! ¡Qué amos nos echamos cuando del servicio de Dios huimos! ¡Qué cadenas más duras remachamos cuando rompemos locamente los lazos suavísimos que a nuestro Dios nos unen...; hasta dónde nos envilecemos!


Punto 2.° La conversión.

 
¡Y Dios es tan padre! El paralelismo que puede establecerse entre la conducta del hijo pródigo y la del pecador en el   proceso de apartamiento y envilecimiento es no poco perfecto; pero no lo es tanto entre la marcha hacia la casa paterna del hijo arrepentido y la del pecador convertido. Puede Él hombre, por el abuso de la libertad, salir de la casa paterna y alejarse mucho de Dios y sujetarse a esclavitud oprobiosa y... darse la muerte al alma; pero no puede por solo su querer, sin la ayuda de la gracia, volver a recobrar los bienes perdidos.

Si el Señor hubiera querido representar en toda su maravillosa realidad el proceso de la economía de la gracia en la conversión del pecador, hubiera tenido que mudar la parábola en su segunda parte de un modo análogo al indicado en la de Ja oveja perdida.

El Padre no podía vivir sin su hijo, e inquiriendo dónde se hallaba, corrió en su busca, y hallándole en la alquería, sumido en aquella nauseabunda abyección, se acercó a él y con ruegos suavísimos comenzó a invitarle a que volviera a la casa paterna; y al principio, tan envilecido estaba, que no le atendía; después, aquellos acentos dulcísimos hicieron vibrar suavemente afectos adormecidos en su corazón, y con voz apagada dijo: «¡ Sí, quiero volver!», y al intentar incorporarse para echar a andar cayó desfallecido y clamó llorando: «¡Padre, quiero. sí..., pero no puedo!»

 Y el padre le dijo: «Hijo mío, tengo yo fuerzas para los dos! Y tomándolo lo cargó a hombros y comenzó el camino de vuelta; mas viéndolo tan débil que se le moría a chorros, le inyectó su misma sangre y con ella nuevo vigor y vida nueva..., y llegó a su casa, y lavado, y vestido, y adornado.., le ofreció un gran banquete y como manjar el más preciado: ¡su propia carne! Y pudo haber añadido aún más si quisiera retratar toda la felonía del pecador reincidente y todo el derroche de misericordia del Dios de nuestros amores.

Pocos días después, hastiado de la vida sosegada y pacífica de la casa paterna, aquel hijo desagradecido, añorando su antigua vida de crápula, reunió lo que pudo y se marchó otra vez muy lejos, a derrochar el nuevo caudal que se le había otorgado. Y su padre volvió a hacer diligencias para hacerle tornar, y volvió a perdonarle.

Y tercera vez huyó el hijo díscolo, con obstinación que pudiera parecer inexplicable... Cierto que si tal hubiera Jesucristo dicho a sus oyentes le hubieran éstos respondido: ¡ Eso es un cuento! ¡Eso es fantasía! ¡Ni ha habido ni puede haber hombre que así perdone! ¡Y llevaran razón; así no se porta, así no perdona sino Dios! “Cui proprium est misereri semper et parcere! ¡De quien es propio compadecerse siempre y perdonar!

Y es así que sumido el hombre en el   pecado y por él en la muerte a la vida de la gracia, no puede tornarse a la vida, no puede resucitarse: ni en lo físico, ni en lo espiritual; y para que se convierta es preciso que Dios vaya a buscarle.

Y en efecto: Dios, con la gracia preveniente, llama al corazón del pecador con dulzura y constancia admirables, no se desdeña de abajarse a los abismos más repugnantes de abyección. Llamadas de Dios son esos toques suavísimos, esas luces, esas angustias, ese vacío..., y llama por la voz de un amigo, por la predicación de un misionero, por la pluma de un escritor católico; y a veces, cuando no se le oye..., llama más fuerte por una muerte súbita, por una quiebra de fortuna, por una enfermedad, por la muerte de un ser querido..., y ¡cuántas veces le hacemos aguardar un día y otro día..., y persevera incansable!

 

 

Punto 3.°  El perdón.


Y cuando, al fin, el pecador se rinde, entonces todo es facilitarle la vuelta, reintegrarle en todos sus honores, volverle todos sus derechos.

Perdona Dios tan cumplidamente que es cosa que conmueve el recordarlo. Ya El mismo, en la parábola de la oveja perdida, al describir el regocijo del buen pastor que la encuentra, añade: “Os digo que a este modo habrá más fiesta en el   cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lc 15, 7). Y al cerrar la brevísima parábola de la dracma perdida y encontrada, dice: “Así os digo yo que harán los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia” (Ib., 10).

¿Y el banquete? ¡La Eucaristía! ¡La vestidura de la gracia..., el anillo de heredero; y así adornado puede sentarse al gran banquete en que le da su cuerpo y su sangre en manjar y bebida! No tiene Dios más que darnos. ¿Y dudaremos más aún de su misericordia? ¡Sería una locura y sería ofender al Señor! Pues todavía hay algo más extraordinario, y es que no limita el Señor su perdón a una o contadas veces, sino que lo extiende, sin cortapisas a todas las que el pecador, sinceramente arrepentido, vuelva a solicitar su absolución.

Y fue la vida de Jesús práctica repetida de lo que aquí nos enseña. Por eso le vemos rodeado frecuentemente de pecadores; ¡y cómo los buscaba, los recibía, los trataba, los defendía! Baste recordar a la Magdalena, a la adúltera, a la Samaritana, a Zaqueo, a Pedro.

Echándonos, como el hijo pródigo, a lo pies de su padre, a los pies de Cristo crucificado... y dejando que el corazón se nos llene de amor y confianza, démosle gracias y pidámosle perdón de nuestros pecados.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

25ª  MEDITACIÓN

 

DEL PECADO Y CONVERSIÓN DE SAN PEDRO.


Composición de lugar. Ver a Pedro saliendo del atrio del Pontífice después que le miró Jesús.


Petición. Contrición sincera y eficaz propósito; grande ánimo para compensar con nuestro fervor, en adelante nuestros pecados e ingratitud pasada.


Punto 1.°  Causas de la caída.


Todos los Evangelistas narran el hecho: Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22; Jo. 18. Pueden reducirse a tres las causas que prepararon la caída:

 
1) La presunción. Sin la gracia nada podemos. Le avisa Jesús, y Pedro, con insistencia, se jacta de que no será como Jesús dice: “Non te negabo», ¡no te negaré!” (Mc., 14, 31). Mostró su presunción; a) en contradecir a Jesús; b) en anteponerse a los demás; “etsi omnes scandalizati fuerint in te… aunque todos se escandalicen (v. 29),...; c) en jactarse de su fortaleza: “etsi oportuerit, me simul commori tibi… aunque hubiese de morir contigo”. (v. 31), “Tecum paratus sum in carcerem et in mortem ire (Lc. 22, 33), estoy preparado para ir contigo a la cárcel y a la muerte”.

Cuánto daño nos hace; nos oculta: a) nuestra debilidad, y nos da la seguridad en nosotros mismos; de nadie necesitamos, todo lo podemos; b) la fuerza del enemigo; par el presuntuosos no hay enemigo temible;  c) la magnitud del peligro: para él no hay lugar peligroso ni ocasión temible...

2) La negligencia._Nace de la presunción; se reveló en San Pedro: a) en que se durmió en la oración, a pesar de advertirle el Señor que velase y orase para no ser vencido;  b) en que siguió a Jesús “a longe… de lejos (Lc 22, 54), «Bene sequebatur a longe, qui erat proxime iam negaturus. Neque enim negare potuisset si Christo proximius adhaesisset...Verdad que le seguía de lejos quien estaba próximo a negarle. Ni hubiese podido negar a Cristo si se hubiera adherido a El más de cerca…» (5. Ambr., Expos. Ev. sec. Le., 1, 10, n. 72. ML. 15, 1822).

3) La imprudencia. Manifestada, sobre todo, en no huir la ocasión, sino meterse en el  la.


Punto 2º.  Gravedad de la caída.

 

La ponen de manifiesto:

 

a) Las circunstancias que la precedieron:

1) Era el Apóstol que más beneficios recibiera.

2) Le había predicho su caída y el género de tentación.

3) El había protestado, con juramento, de su fidelidad.


b) Las circunstancias de la caída:

1) Pué pecado de apostasía al menos exteriormente.

2) Negó al que había confesado por «Hijo de Dios».

3) ¿Qué le movió a pecar? La pregunta de una criadita, no de un soldado o del juez.

4) ¿Cómo le negó? Con juramento reiterado.

5) ¿Cuándo le negó? Cuando Jesús sufría y era interrogado acerca de sus discípulos...

 

 

Punto 3.°Arrepentimiento de Pedro.


Modelo de arrepentimiento..., había negado tres veces a Jesús y continuaba Pedro entre sus enemigos...; el pródigo “volvió en sí” (Lc., 15, 17); pero Pedro no volvía en sí. “Et conversus Dominus respexit Petrum… y volviéndose el Señor miró a Pedro” (L 22, 61), quizá al pasar junto a él, cuando, terminado el Sanedrín, le bajaron del salón donde fuera juzgado a la planta baja...

Y la mirada de Jesús hizo recordar a Pedró las palabras de la cena: “Et egressus foras Petrus flevit amaresaliéndose fuera lloró amargamente…” (Ib., 62), y otro Evangelista dice que “coepit flere… comenzó a llorar” (Mc., 14, 72).

La conversión de Pedro fue: 1) Pronta, sin demora. 2) Sincera, cambió pór eompleto, desconfió y su humildad le hizo huir. 3) Eficaz, tomó medios para no caer, se retiró. 4) Completa, sin dejar rastro. 5) Constante, no volvió a caer.

        ¿Qué hizo Pedro? Del atrio del pontífice se fue al cenáculo a buscar a la Santísima Virgen, refugio de pecadores; a sus pies lloró, de sus labios escuchó palabras reconfortantes. «...Y adónde iría a consolarse sino a la Virgen, único refugio de pecadores, para darle cuenta de su tristeza y amargura? Así es que, animado con sus dulcísimas palabras, se encerró para llorar en una cueva con esperanza firme de alcanzar perdón.» (La Palma, 5. J., Historia de la Sagrada Pasión, e. 13.)


Punto 4.° Conducta del Señor.


¡Cuán llena de bondad!:


1) No le abandonó, sino que se “volvió a él”, fué a buscarle..., le brindó el perdón..., ¿con qué ojos le miró?

2) Se le apareció apenas resucitado... Reproduzcamos la escena del hijo pródigo...

3) Le confirmó en todos los privilegios.., sin exigirle más que una triple confesión de amor...

Meditemos viendo ¡cuán bueno es Jesús para los pecadores arrepentidos! Puede proponerse la conversión de San Ignacio, modelo de la nuestra. Fué:

 

1) Pronta y magnánima. Herido en Pamplona..., obró en el  la gracia por medio de la lectura de la vida de Nuestro Señor y las de los santos... Todo quería intentarlo... Hizo aquel esforzado ofrecimiento, al que tembló la casa... Puso por obra sus planes a pesar de la familia, amigos...; dificultad de la vida emprendida...; respetos humanos; dirían que dejaba la vida militar por temor de ser herido otra vez...

 

2) Perfecta. No a medias. Bien se echa de ver, por los Ejercicios..., aquella vergüenza y confusión... crecido e intenso dolor y lágrimas de mis pecados, etcétera..., afectos son que San Ignacio fué experimentando. Y cuán bien logró y vivió las tres peticiones de los coloquios del tercer ejercicio. La perfección de esta conversión se ve siguiendo la marcha de los Ejercicios..., retrato del alma de San Ignacio.

 

3) Constante, sin paradas, ni fatigas, ni decaimiento, sino creciendo hasta la muerte. Cómo pensaba en el   ¿qué he hecho?, ¿qué hago?, ¿qué he de hacer por Jesucristo?

 

 

 

26ª  MEDITACION

 

LA TRANSFIGURACIÓN DECRISTO EN EL   TABOR

 

Composición de lugar. Un monte alto. No dice el texto cuál fuese. Muchos modernos ponen la escena en el   monte Hermón, cuya cumbre más alta se eleva a 1.759 metros sobre el nivel del mar Mediterráneo. Los antiguos más bien señalaban el Tabor, que mide 562 metros sobre el nivel del Mediterráneo, aunque por estar los valles de su pie más bajos que el nivel de ese mar, alcanza sobre ellos de 600 a 620 metros.

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadle. Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor. Entonces Jesús se acercó y los tocó, y dijo: Levantaos, y no temáis. Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo. Cuando descendieron del monte, Jesús les mandó, diciendo: No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos”.


Punto 1.° TOMANDO EN COMPAÑÍA CRISTO NUESTRO SEÑOR A SUS AMADOS DISCÍPULOS PEDRO, JACOBO Y JUAN, TRANSFIGURÓSE Y SU CARA RESPLANDECÍA COMO EL SOL Y SUS VESTIDURAS COMO LA NIEVE.


Materia sabrosa de meditar, que se presta a devotas y útiles aplicaciones.

1) Eligió el Señor a tres de sus discípulos. ¿Por qué? Por especial predilección más que por propios méritos adquiridos; muy dueño es el Señor de prodigar sus gracias como quiera y a quien quiera, sin que pueda el hombre por ello pedirle cuenta, ni tenga motivo alguno en qué fundar el más leve reparo. Allá cuando el Señor, al pagar a los operarios, comenzando por los últimos, les entregó su jornal entero, tapó la boca de los primeros, que se quejaban de que no se les diera más que a los últimos, diciendo: ¿No soy Yo dueño de disponer de lo mío a mi gusto? ¿O es que merece censura el que Yo sea generoso?

Generoso fue, en verdad, con estos tres Apóstoles, pero ¿no lo es también con nosotros? ¿Por qué yo he sido llamado al cristianismo, a la Religión, al sacerdocio, y otros no? Sin duda que por especial e inmerecida misericordia del Señor para conmigo ¡Sea Él bendito y cómo debemos agradecérselo, sobre todo si consideramos lo que lleva consigo tal predilección!


2) ¿Para qué los separó de los demás? Para llevarlos consigo. ¿Adónde? A un monte levantado. Así a nosotros nos eligió para que fuésemos suyos, ut essetis mei (Lev., 20, 24); para levantarnos a dignidad altísima, que lo es sin duda la cristiana, la religiosa, la sacerdotal; que supone una magnífica elevación. ¿Podremos penetrar, por mucho que lo pensemos la elevación sobre el nivel ordinario de la naturaleza humana, que lleva en sí la que nos hace lindar con lo divino, y por la que merecemos ser en verdad “hijos de Dios y herederos del cielo”.

¡Oh, si supiéramos apreciarlo y no abandonásemos jamás desconsiderada y neciamente alturas tan sublimes de la vida de la gracia, para bajar a sumergirnos en el   fangal del pecado, arrastrándonos, como los irracionales, por las simas que conducen al abismo infernal! Subamos hacia el cielo: vivamos siempre arriba, en alturas de luz y de bien.


3) Una vez en la altura transfiguróse a sus ojos Jesús y su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve. No tuvo para eso que mendigar auxilio ajeno; le bastó dejar que la gloria de su alma saliera un poco fuera e iluminase el cuerpo que la acompañaba algo así como sucede al pasar la corriente eléctrica por el filamento metálico.

Los discípulos, cansados quizá de la penosa subida al monte, se hallaban cargados de sueño, dice San Lucas (9, 32), y despertando vieron la gloria de Jesús (ib.)

 En cambio, Jesús, al llegar, se puso a orar, y mientras estaba orando se transfiguró. La oración de los justos transfigura y lleva a la unión con Dios, que ilumina nuestra mente y nos transforma, aun en el   exterior, haciendo que en el  la resplandezca la santidad; porque de tal manera procede Él justo, que su virtud irradia y es luz suavísima que encanta a cuantos lo ven y hace destacarse al que la practica como la nieve sobre la cumbre de los montes.

 
4) ¿Por qué se transfiguró Jesús? Para recordarnos el premio que nos tiene preparado si le somos fieles; para ello suele amorosamente dar a sentir de cuando en cuando a los que son fieles, como lo hizo aquí con los escogidos y más tarde con San Pablo, lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede comprender. Lo que sentido ha hecho decir a los Santos: ¡Qué vil me parece la tierra cuando miro al cielo! ¡Lo que esfuerza en la lucha y anima en el   combate, la eterna felicidad!

San León, Papa, en su sermón de la Transfiguración, dice: «En la cual transfiguración se pretendía principalmente arrancar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, y que no conturbase su fe la voluntaria humildad de la Pasión a aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida» (Brev. Rom., 6 de agosto).


Punto 2.° HABLABA CON MOISÉS Y ELÍAS.


1) El texto sagrado dice: “Y al mismo tiempo les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él” (Mt., 17, 3); y en el   lugar paralelo dice San Lucas: “y hablaban de su salida, la cual estaba para verificar en Jerusalén” (9, 31). Llama la atención que en medio de aquella manifestación de gloria, que tanto júbilo produjo en el   corazón de los Apóstoles, hablase Jesús de su Pasión y muerte. ¿Por qué así?

Para indicarnos cuán en el   alma la llevaba y cómo era verdad el ansia que expresara en aquella su frase: “Con un bautismo tengo de ser bautizado, y como vivo en apretura hasta que se consume!” (Lc. 12, 50). Nos ama tanto, que anhela nuestro bien sobre toda cosa, aunque no se pueda lograr sin tanto mal y tan dolorosa partida para Él. ¡Cómo nos ama! ¿Y nosotros? ¿Sabemos por Él padecer siquiera algo o rehuimos estudiada y cuidadosamente cuanto suponga sacrificio, contentos con palabras, quizá con oraciones fáciles o prácticas que nada cuestan? ¡Y decimos que le amamos! No nos engañemos; la prueba del amor son las obras, sobre todo, el sacrificio.

 

2) Quiso también enseñarnos que no hay camino para llegar a la transfiguración si no es el de la cruz, y que sin ella es ilusión pretender el triunfo de la gloria. Nos cuesta entenderlo. Había Jesús de explicárselo a los suyos “abriéndoles el sentido de las escrituras”, para hacerles ver que convenía que Cristo padeciese todo aquello para así resucitar y triunfar glorioso.

Aprendámoslo, pues, y no nos forjemos ilusiones vanísimas; no se puede llegar a la corona del premio sin previo combate de encarnizada lucha. Miremos al modelo de todo predestinado “sustinuit crucem”, llevó la cruz, y por ella triunfó. Si nosotros renunciamos a la cruz, no tenernos derecho a tenernos por discípulos de Cristo.

 

Punto 3.° DICIENDO SAN PEDRO QUE HICIESEN TRES TABERNÁCULOS, SONÓ UNA VOZ DEL CIELO QUE DECIA: ESTE ES MI HIJO AMADO, OÍDLE; LA CUAL VOZ, COMO SUS DISCÍPULOS LA OYESEN, DE TEMOR CAYERON SOBRE LAS CARAS, Y CRISTO NUESTRO SEÑOR TOCÓLES Y DÍJOLES: LEVANTAOS Y NO TENGÁIS TEMOR; A NINGUNO DIGÁIS ESTA VISIÓN HASTA QUE EL HIJO DEL HOMBRE RESUCITE.


1) ¡Cuán grata debía de ser aquella vista de Jesús, nos lo indican suficientemente las palabras de Pedro: “Señor, qué bien se está aquí!” ¿Qué será el cielo, si una gotita de él parece tan sabrosa? ¡Cómo hace despreciables las cosas todas de la tierra la contemplación del cielo!

Eran los Apóstoles muy aficionados a grandezas y preeminencias de la tierra, soñaban con medros temporales y bienandanzas materiales, y, sin embargo, a todas ellas renuncian, y con ellas a cuanto habían dejado allá abajo, a trueque de continuar en aquel elevado aislamiento, gozando únicamente de los encantos de Jesús.

¡Oh si le conociésemos! Si penetráramos un poco siquiera de lo que es en sí y lo que para nosotros tiene guardado. ¡Y cómo nos parecería nada y se nos haría fácil el dejarlo todo por estar con Él! Y, sin embargo, hambreamos de continuo las delicias mentidas de las cosas de acá abajo, y por maravilla sabemos en ratos de recogimiento y unión con Dios apreciar en algo las cosas de arriba, las del cielo. Qué pena que tan engañados vivamos y tan al revés de como debiéramos apreciemos las cosas.

Pidamos al Señor que nos abra los ojos y nos dé a gustar algo siquiera de lo que, si le somos fieles, nos espera, para que nos alentemos a merecerlo, por los pasos que Jesús lo ganó. Dice San Marcos que al decir Pedro lo que dijo “no sabía lo que se decía” (9, 5); tan arrebatado estaba de la dulzura de aquel espectáculo. Por gozarlo renunciaba gustoso a todo, hasta a una mísera chozuela en la que cobijarse, y se sentía con fuerzas para prescindir de todo lo de la tierra.


2) Hablaba aún Pedro, cuando he aquí que los “deslumbró una nube resplandeciente, que vino a envolverlos y al mismo instante resonó desde la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias. A Él habéis de escuchar” (Mt 17, 5). Testimonio magnífico de Jesucristo y manifestación clara de la voluntad de Dios. Análogas palabras se habían oído cuando en el   bautismo se humilló Jesús, apareciendo en su exterior como pecador necesitado de ablución.

Y ha de notarse sobre todo la recomendación que el Padre nos hace: “¡Oídle!” Es la palabra de salvación, la palabra de Dios, ¿cómo no queremos oírle, si sus palabras son de vida eterna? ¡Oídle y obedecedle! Recibid con dócil sumisión su palabra, que es luz y guía y muestra con sabiduría divina el camino de salvación. Quien le oyere y pusiere en práctica lo que Él enseña se salvará; quien no le oyere, no puede hallar la vía del cielo. Escuchemos a Jesús, y tengamos por la mayor de las desgracias que no nos hable.

¡Habladme, Señor, habladme!, aunque sea para reprenderme, que bien lo merezco. Yo os prometo oíros con docilidad; prometo también oíros cuando me habléis por vuestro Vicario en la tierra, por vuestros representantes en la jerarquía católica, que palabra vuestra es, y a Vos oye quien a ellos escucha.


3) “Los Apóstoles, atemorizados, cayeron con el rostro en tierra: mas Jesús, lleno de bondad, les tocó y les dijo: ¡Alzaos, no tengáis miedo!”.

Propio es del buen espíritu «dar ánimo y fuerzas, inspiraciones, consolaciones, para que en el   bien obrar proceda adelante», a quienes, como los apóstoles, «van en el   servicio de dios nuestro señor de bien en mejor subiendo» tengámoslo en cuenta y no nos faltará ayuda del Maestro.

 

4) Por fin les encargó: “No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta tanto que el Hijo del hombre haya resucitado entre los muertos” (ib., 9). Supone el P. La Puente que lo hizo Jesús porque no fuese (esta gloria divulgada) ocasión de estorbar su Pasión y muerte». Fue, sin duda, lección de humildad escoger para su gloria lugar escondido y pocos testigos, y para su muerte, en cambio, lugar bien patente y testigos abundantísimos.

Quiso también acaso evitar la ocasión que, de narrar el hecho acaecido, podría haber de vanidad y presunción para los favorecidos; enseñándonos, y es lección práctica, que los favores y regalos del Señor a las almas, en la oración y en las íntimas comunicaciones del espíritu, han de conservarse calladas, sin andar voceándolas, ni tomar de ellas pie para jactamos, como si fuéramos o pudiéramos más que los no así favorecidos. Antes bien, han de servirnos para aliciente de humildad, persuadidos de que lo que somos lo somos por la gracia de Dios, y de estímulo para el trabajo, juzgándonos más obligados a él y procurando que no quede por nosotros infructuosa la gracia que de Dios hemos recibido.

Pidamos con humildad al Señor nos muestre su gloria y nos dé a gustar algo de lo que gustaron los Apóstoles en la transfiguración, no para engolosinamos con ello, sino para bajar después animados y dispuestos a trabajar y sufir por merecer tal premio.

 

 

 

 

27ª   MEDITACIÓN

 

LAMADA AL APOSTOLADO: “VENID CONMIGO Y OS HARÉ PESCADORES DE HOMBRES”

 

“Pasaba Jesús por la orilla del lago de Galilea cuando vio a Simón y su hermano Andrés que estaban echando la red, pues eran pescadores. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en la barca repasando las redes. Y enseguida los llamó. Ellos dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él”(Mc. 1, 16-20).

 

“PASABA POR LA ORILLA DEL LAGO”(Mc. 1, 16)

 

Jesús pasa junto a la vida de cada hombre. Jesús pasa junto a mí en cada situación y circunstancia. Tal vez yo no lo advierta. Para esto nació. Y desde que Jesús es Dios hecho hombre y está resucitado y está en el   Sagrario, está pasando junto a mí y buscándome. Para eso precisamente se ha hecho hombre y para eso está resucitado y para eso está aquí siempre en el   Sagrario, en amistad permanente, con los brazos abiertos: para estar al lado de cada hombre y ser viajero hasta la eternidad.

        Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida es monótona como la de un pescador: echar la red y sacarla, ir y volver al trabajo, al colegio, ver todos los días las mismas caras. Y no es que la vida sea aburrida, pero aburre de verdad cuando no advertimos o admitimos que Jesús está al lado nuestro.

        Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene sentido: pescar para comer y comer para pescar: esto es todo. Hay que hacer esto y lo otro, pero porque no hay más remedio. Nos preguntamos, sin embargo: ¿esto y lo otro valen para algo? Probablemente con ello no hacemos mal a nadie, pero la pregunta fundamental es ésta: “¿de que le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” ¿Hacemos el bien que tenemos que hacer?, ¿construimos un mundo nuevo?

        Como somos muchos los que no encontramos sentido a lo que hacemos,  como somos muchos los que queremos evadirnos de nuestra obligación porque no nos llena, porque no he encontramos sentido, por eso pasa Jesús a nuestro lado.

        Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene relieve, tiene sentido, adquiere valor, dimensión de eternidad. No merece la pena que figure en la Historia que unos pescadores están pescando. Eso no es noticia. Eso no influye para nada ni en el   mundo, ni en la sociedad. Pero el hombre no soporta que lo que él hace no valga para nada. Y como lo que hace en realidad es muy poquito, por eso pasa Jesús a su lado, para hacerle ver que es eternidad y es infinito lo que puede hacer. Su vida es más que esta vida. Es eternidad.

        Jesús: Me pasa a mí como a estos pescadores. Todos los días hago las mismas cosas. Y no sólo hago las mismas cosas, sino que no puedo hacer otras cosas distintas. Tengo que convivir con las mismas personas, asistir a las mismas clases, hacer mis monótonos deberes, rezar mis oraciones que también me resultan monótonas. Sólo rompen mi monotonía la música de los últimos discos, los telefilmes aburridos de la TV, la salida del fin de semana.

        Detesto lo ordinario de todos los días. Y por eso te necesito, porque tengo que descubrir que bajo las apariencias vulgares y monótonas de mi vida Tú estás pasando junto a mí. Y pasas para llenarlo todo de sentido trascendente y eterno. De que he sido soñado por Dios para una eternidad. De que Cristo ha venido en mi búsqueda para abrirme las puertas de la eternidad. Y que la vida sólo tiene sentido cuando miro a Dios y la dirijo hacia Él. Y Jesús vino para decirme esto y pasa junto a mí para hacer valer todo lo que me parece que no vale, para dar relieve eterno a todo lo que me parece insignificante y pequeño. Y pasa no para arrancar al hombre de su vida, sino para hacérsela vivir en profundidad. Pasas para hacerme caer en la cuenta de que mi vida merece la pena de ser vivida, pero con más hondura, no tan maquinalmente como yo la vivo.

        Gracias, Jesús, por pasar junto a mi vida. Gracias por querer darle valor. Gracias por hacerte hombre para poder estar junto a la vida real y normal de todo hombre.

        Que yo sepa descubrir tu paso junto a mí, ese paso que ha de llenarme de alegría y de convencimiento de que lo que tengo que hacer es lo mejor que puedo hacer.

 

 

“VIO A SIMON Y A SU HERMANO ANDRES...VIO A SANTIAGO, HIJO DE ZEBEDEO, Y A SU HERMANO JUAN”(Mc. 1, 19)

 

Ellos no vieron a Jesús, y era porque le miraban con una mirada superficial. Jesús era para ellos uno de tantos como pasaban por la orilla del lago; era un curioso más que pasaba junto a ellos, pero que no tendría nada nuevo que decirles, ni mucho menos tendría una mano que echarles. Y era precisamente todo lo contrario.

        Pero Jesús sí les vio a ellos. Les vio hasta lo más profundo de su ser. Se dio cuenta de sus cualidades buenas y también se dio cuenta de sus defectos. Conoció su historia personal y familiar, advirtió pronto lo mucho y lo poco que podían hacer con Él y sin Él.

        Lo mismo me ha pasado a mí, Jesús. Cuántas veces has pasado a mi lado y yo no te he dado importancia. Eras para mí uno de tantos, Jesús. Estaba yo ciego. Menos mal que Tú me has mirado con una mirada bien distinta.

        Ahora caigo en la cuenta de que en mi vida no he sido yo el que me he fijado en Ti, sino que has sido Tú quien primero se ha fijado en mi. Y precisamente porque te has fijado en mí Tú primero, es por lo que yo he podido fijarme en Ti.

        Me has sondeado y conocido todos mis fallos... Te haces perfecta idea de que voy a volver a fallar otras tantas veces... Sabes que no soy precisamente el ideal de amigo y discípulo tuyo. Y con todo, quieres contar conmigo.

        Ahora entiendo por qué tratabas con publicanos y pecadores y por qué ellos se acercaban. Se sentían rechazados por los demás, pero queridos, muy queridos por Ti.

        Yo también me siento conocido y sondeado por Ti, pero también profundamente aceptado. Tal y como soy me amas. Tal y como soy te fijas en mí y me diriges tu palabra.

        En esa palabra tuya, Señor, yo tengo confianza. Ella es mi fuerza. Intentaré yo también no despreciar a nadie, porque al más pequeño y pobre, incluso al que a mí me parece malo, Tú también le miras con cariño... Tú también pasas junto a él.

 

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“LOS LLAMO...VENID CONMIGO”(Mc. 1,17)

 

Toda la iniciativa parte de Jesús. El tiene el poder de llamar. Sólo tiene éxito una empresa si Jesús llama a ella. No hay que autoescogerse, pero sí hay que escuchar en el   corazón la voz de Jesús, a ver si uno se siente llamado.

        ¿A qué llama Jesús? A ir con Él, este es el nuevo estilo de vida que Jesús introduce. Quizá no llama Jesús para hacer algo distinto de lo que se está haciendo; quizá sí... Pero lo que cambia de verdad la situación es que uno es llamado a hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

        La vida más trivial, vivida con Cristo, por El y en el  , deja de ser trivial.

Aguantar la monotonía de un trabajo por Cristo, con Él y en el , deja de ser monótono.

        Con Cristo, por Él y en el , lo insustancial se llena de contenido, lo doloroso se llena de gozo, lo absurdo se llena de sentido.

        Y esto es lo que Jesús busca al pasar a mi lado: no cambiarme de ocupación, sino enseñarme a hacerla en profundidad. Que yo cambie de estilo: en vez de hacer las cosas girando siempre alrededor de mi yo y buscando lo que me agrada, hacerlo todo en unión con Jesús. Todo como si el Hijo de Dios se volviera a encarnar de nuevo y le hubiera tocado vivir mi vida.

Porque mi vida, tengo que reconocerlo, es digna de ser vivida por un hijo de Dios... y por eso es digna de ser vivida por Cristo, con Él y en el .

        No he caído en la cuenta de que mi vida es una continua Eucaristía que estoy celebrando sin interrupción con Jesús. Como la Eucaristía, tiene un punto de partida: pan y vino de lo más ordinario. Así es mi vida, Jesús, trenzada de cosas vulgares... Pero cuando tus manos toman el pan y el vino de los hombres, pan y vino dejan de ser cosas triviales ya, y se convierten en pan de vida y bebida de salvación. Tengo que caer en la cuenta de que la Eucaristía no es sólo una celebración semanal que realizo en el   templo, sino que ha de ser algo continuo, un estilo nuevo de vivir la vida por Cristo, con Él y en el .

        Jesús, Tú pasas junto a mi y me invitas a unirme a Ti. Y quiero unir mi vida a la tuya para que la vivamos los dos juntos. Quiero comulgar contigo, quiero hacer mejor mi comunión eucarística.

        Así quiero que Tú te realices en mí y yo en Ti: “el que me coma vivirá por mí”, vivirá tu vida. Así quiero también, en la medida en que yo puedo, ayudarte a salvar a todos los hombres. Porque vivir contigo es salvar, pero separados de Ti no podemos hacer absolutamente nada para la salvación ni propia ni ajena “Sin mi no podéis hacer nada” .

 

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“DEJARON LAS REDES...DEJARON A SU PADRE EN LA BARCA CON LOS JORNALEROS”(Mc. 1, 18).

 
         

No ha venido Jesús a destruir vida, ni carreras, ni familia, pero sí ha venido a hacer caer en la cuenta de que hay algo y alguien más importante por el cual merece la pena dejar la propia vida y la propia familia. Ése alguien es Él mismo. Y ese algo es la tarea que El ha venido a realizar: la salvación de todos los hombres.

        Él ha sido el primero que lo ha hecho. Dogma de nuestra fe: por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo. Por salvarnos y hacernos hijos de Dios dejó su seguridad celeste y se vino a nuestro mundo. Por salvarnos deja su familia de Nazaret y se lanza a los caminos inhóspitos de nuestra tierra.

        El que quiera asociarse a este Jesús en su caminar por este mundo, para ayudarle a realizar la salvación, tendrá que dejar muchas cosas agradables. Porque no se puede salvar a los demás ni salvarse uno a sí mismo desde la comodidad y la abundancia.

        La barca y la familia pueden ser el símbolo de las seguridades humanas con que todos contamos en la vida: dinero, patria, cultura, situación económica, habilidades y cualidades. 

        No quiere destruirnos Jesús. Al contrario, quiere realizarnos como personas nuevas. Pero estas personas nuevas sólo serán nuevas cuando carezcan de egoísmo. Por eso Jesús quiere que dejemos todo egoísmo.

        Dejar el egoísmo; Jesús, qué tarea tan difícil si no está Tú. Porque en todo momento me sorprendo buscando lo que me gusta. Quiero quedar bien ante los demás, quiero tener éxito en lo que hago, quiero que me den la razón, quiero pasarlo bien, quiero no tener que esforzarme, quiero que se haga lo que yo digo... quiero ser el centro de mi grupo... quiero tenerlo todo pronto. Todos estos «quiero» son la traducción en infinitas situaciones de un «me quiero».
        Si, Jesús, me quiero, me busco, me halago de infinitas maneras. E incluso cuando me parece que quiero a los demás, si me analizo un poco profundamente, veo que mi cariño no es limpio, porque también entonces busco que me quieran y deseo de los demás algo para mí.

        Sé que el primer paso que tengo que dar para responder a tu llamada es dejar algo. No es que Tú necesites de ese algo. Es que necesito yo dejarlo para ser libre, para poder convertirme en instrumento de salvación en tus manos, Jesús.

        Pero soy un cobarde: Te siento pasar junto a mí... siento tu voz dentro de mí... siento la grandeza de la tarea a que me llamas... pero sigo sentado en mi barca echando remiendos a mis redes y lanzándolas una y otra vez al mar.

        Jesús, hazme valiente y decidido. Ayúdame a arrancarme de todo lo que me ata a mi mismo. Hazme libre para seguirte a Ti y para servir a los demás. Que mi barca se quede sola meciéndose en el   mar, porque yo he encontrado a alguien a quien seguir...

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“LO SIGUIERON... SE MARCHARON CON ÉL”

 

        Seguir a Jesús es tomar la decisión de convivir con Jesús y compartir todo con Él. La vida de cada uno se comparte con Jesús y Jesús quiere compartir con cada uno la suya propia.

        Nadie tendrá dinero sólo para si en el   grupo de Jesús. Si hay que pasar hambre, todos la pasarán juntamente; y si hay algo que comer, lo que haya se repartirá entre todos. Los mismos amigos y los mismos enemigos para todos,  el triunfo y la persecución, la misma cruz y la misma gloria. Todo, bueno o malo, será de todos y para todos por igual.

        Seguir a Jesús es hacer de Él el centro de la vida y que Él sea lo más importante en el  la. Es tener a Jesús, entre las cosas que valen, como la que más vale. Por tanto, lo que nunca puede perderse, dejarse u olvidarse. Las demás cosas son menos importantes y pueden tenerse o perderse. Jesús está situado en el   centro de todos los intereses. Jesús está colocado en el   centro de la vida afectiva.

        Seguir a Jesús es no seguirse a sí mismo, es decir, no andar a la caza de satisfacciones propias, no contar con las reclamaciones que hace el propio egoísmo... Es no ser esclavo de la vanidad, no ser juguete de la comodidad, de la ambición... es no despersonalizarse dejándose llevar de lo que hacen los demás.

        Seguir a Jesús es estar dispuesto a todo lo que sea necesario para salvar a los demás; y por eso no decir nunca «basta», por cansado que uno esté o por costoso que sea un sacrificio. Es estar dispuesto, como Jesús, a amar hasta el fin.

        Seguir a Jesús es escuchar la palabra del Padre que nos llama hijos y que nos ama y nos envía a comunicar a los demás que Dios ama a todos. El que sigue a Jesús comunica este mensaje como Jesús, no con palabras, sino entregando su vida, o lo que de momento pueda, por los demás.

        Seguir a Jesús no es un juego que se juega para entretenerse cuando no hay otra cosa que hacer.
        Seguir a Jesús no es una afición como la pesca o coleccionar sellos, para los ratos de ocio.

        Seguir a Jesús es una profesión que ocupa las veinticuatro horas del día, es la responsabilidad más seria que tenemos.

        Todo esto es seguir a Jesús. Pero es mucho más. ¿Qué más? Sólo puede saberlo el que se coloca con el corazón disponible ante Jesús y escucha en su interior la voz del mismo Jesús, que le dice: «Vente conmigo». Jesús no obliga a nadie; pero invita a todos. Jesús no fuerza a nadie; pero atrae poderosamente. Así atrajo a aquellos primeros seguidores. Se sintieron cautivados por El.

        Y si alguno no quiere seguirle, queda en libertad. Se quedará con su barca, sus redes y su negocio y su mundillo., pero también se quedará con su monotonía y su vacío y su vida gris.

        Jesús, yo quisiera ser valiente para seguirte. Escucho tu voz dentro de mí que me llama. Me siento atraído hacia Ti, pero me siento atado por tantas cosas.

        Creo que entiendo lo que es seguirte, pero me esfuerzo tan poco por colocarla en el   centro de mi vida. Pretendo seguirte, pero luego me convenzo de que no pasa de ser un deseo romántico, porque no soy capaz de dejar nada por Ti. Y sobre todo porque no soy capaz de quitarme yo del centro de mi vida para cederte el puesto a Ti.

        Quiero tomarme en serio esta llamada tuya... Quiero seguirte de verdad, no de apariencia y de palabra únicamente.

        Quiero compartir contigo mi vulgar vida y quiero que Tú compartas conmigo la tuya, que es salvadora de los hombres. No quiero tener miedo al deber, al sacrifico, al servicio a los demás.
        Quiero tomarme con responsabilidad la tarea de salvar a todos los hombres. Todos ellos con sus problemas pesan sobre mí, como pesaban sobre Ti. Yo quiero compartir esa carga contigo, porque quiero ayudarte a salvarlos.

        Quiero luchar en serio contra mi egoísmo que me estorba para seguirte y para salvar.
        Quiero hacerlo todo esto libremente, como lo mejor que puedo hacer por mí y por los demás.

        Ayúdame, Jesús, porque ya ves que yo solo lo hago muy mal. Pero confío en Ti, que me sigues llamando y me das una responsabilidad en tu tarea, aunque ves que fallo tantas veces. No me desanimo y sigo adelante en este camino comenzado, a pesar de mis fallos y caídas.

 

 

 

28ª  MEDITACIÓN

 

LA MIES ESMUCHA

 

“Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.

Entonces llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia”Mc 9, 35-10,1).

 

 

“JESUS RECORRIA TODAS LAS CIUDADES Y ALDEAS”

 

Donde quiera que haya una persona hay alguien a quien salvar. Jesús quiere aproximarse a él, porque tiene algo que comunicarle y algo también que transformar en el ... Por eso Jesús se ha convertido en un Continuo anda- riego en busca de hombres que salvar... El no ha instalado una oficina a la cual puedan acudir cuantos deseen sus servicios, no... El se ha hecho hombre para recorrer todos los caminos de la vida por donde viven los hombres su vida, mala o buena, vulgar o extravagante. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas. Pero no se trataba de un recorrido turístico. Era un viaje misionero, y sigue siéndolo, porque Jesús recorre todavía nuestros caminos.

       

*****

“ENSEÑANDO EN SUS SINAGOGAS, PREDICANDO EL EVANGELIO DEL REINO Y CURANDO TODA CLASE DE ENFERMEDADES Y TODA CLASE DE ACHAQUES”

 
«Enseñar», «predicar», «curar», tres palabras que resumen la actividad salvadora de Jesús.

Enseñar no es imponerse a los demás por la fuerza, por la cultura, por el dinero... Es proponer la verdad con sencillez, sin superioridad de ninguna clase.

Enseñar no es entregar cualquier conocimiento a otro, sino enseñar lo más importante: la posibilidad y el modo de amar.

Enseñar no es echar rollos a diestro y siniestro, sino a diestro y siniestro hacer el bien: amar, soportar ayudar, animar, no amargarse por los defectos. Predicar es hacer propaganda de que ha llegado el Reino de Dios, de que todo hombre es mirado con cariño por Dios, de que todo hombre puede salvarse y tiene tantos derechos como otro cualquiera.

        Es proclamar que todo hombre puede vivir la vida de Dios precisamente porque el mismo Dios se acerca al hombre hecho un hombre de tantos, y porque ese Dios hecho hombre muere y está resucitado a favor del hombre... Curar es librar al hombre de las fuerzas del mal a que está sometido.

        El hombre está sometido a innumerables enfermedades fisiológicas, casi tantas como microbios pueden atacarle y como órganos cuyo funcionamiento puede fallar. También está sometido a otras tantas enfermedades psicológicas.

        En esta esfera se desenvuelven la medicina y psiquiatría humana, y Jesús deja a los médicos e investigadores que actúen en dicha esfera según sus conocimientos.
        Pero lo más profundo de la persona, allí donde Él hombre ama u odia: allí donde Él hombre toma o deja de tomar sus decisiones, acepta o rechaza; allí donde Él hombre tiene miedo, duda, tristeza o angustia; allí donde Él hombre no tiene esperanza, donde le falta la alegría; allí donde Él hombre tiene o pierde Él sentido de la vida y la brújula de su actuar; allí donde Él hombre se siente libre o esclavo de algo; allí está la esfera donde Jesús se ha reservado su actuación.

        Porque en ese núcleo de la persona el hombre es atacado también, y más ferozmente que por los microbios, por las fuerzas del mal. Esas fuerzas del mal, mucho más sutiles que los virus, van corroyendo el corazón del hombre y degradan a la persona: La fuerza del instinto que merma la libertad, la fuerza del miedo que ata; la fuerza del egoísmo que repliega a la persona sobre sí y le impide abrirse a los otros; la fuerza del dinero que difumina otros valores de la vida y esclaviza; la fuerza del placer que adormece al hombre y le incapacita para portarse como racional; la fuerza de la mentira que le hace vivir de apariencias y ficciones; la fuerza de la venganza que le incapacita para amar y perdonar.

        Este núcleo esencial de la persona, expuesto también a “toda clase de enfermedades y toda clase de achaques” es lo que Jesús, principalmente, ha venido a sanar. Por eso, Jesús quiere pasar por los caminos que recorre cada hombre y acercarse cariñosamente a él: para enseñarle, predicarle y curarle desde la raíz.

        Jesús, en tu continuo caminar por todos los caminos de nuestra tierra has llegado hasta mí y te has encontrado conmigo en mi YO más profundo. En mi interior me has enseñado quién eres Tú y quién es Dios, tu padre y mi padre. Me has anunciado que me ama el Padre y que me acepta como hijo y has puesto tu poder en movimiento para curarme.

        Sí, Jesús, cúrame Tú, porque nadie puede curarme de tanta enfermedad como roe mi corazón. Sólo Tú puedes hacerme libre del miedo, de la angustia, del dinero, del placer, del odio, del egoísmo, de la autosuficiencia, de la mentira. Sólo Tú puedes darme alegría, paz, sentido de la vida, capacidad de servicio, voluntad fuerte.

        Gracias, Jesús, por pasar a mi lado, por hacer que tu camino coincida con mi camino. Gracias por hacer que tu camino se cruce también con los caminos de todos los hombres.

        Gracias por ir a lo más profundo, allí donde está de verdad el mayor mal del hombre y por consiguiente donde puedes hacerle el mayor bien curándole y regenerándole.         Gracias por no actuar impositivamente, sino por enfrentar a cada hombre con su propia libertad. Gracias por proclamar con libertad tu Evangelio. Gracias por curar sin aprovecharte Tú del hombre.

        Aumenta mi fe en Ti, Jesús, para descubrir tu acción en lo más profundo de mi ser. Aumenta también mi deseo de entregarme a Ti para ser curado. para que contigo y en Ti pueda realizarme como persona, como amigo tuyo, como hermano de los hombres, como hijo del Padre. AMEN.


*****

“AL VER EL GENTIO LE DIO LASTIMA DE ELLOS, PORQUE ESTABAN DESHECHOS Y POR LOS SUELOS, COMO OVEJAS QUE NQ TIENEN PASTOR”(Mt. 9, 36)

El espectáculo que presentaba el mundo en tiempo de Jesús era lastimoso: “deshechos y por los suelos”, gente desanimada, sin ilusión, con hambre de justicia, su tanto de hambre de pan, y total hambre de verdad, sin cariño por parte de sus dirigentes.

        Los que tenían el poder político les explotaban para sus fines. Los escribas y fariseos que detentaban el poder religioso oprimían sus conciencias. pero nadie, absolutamente nadie, buscaba el bien del pueblo.

        “Ovejas sin pastor” es la expresión más exacta que podía emplear Jesús para indicar el estado lamentable de la gente. Porque, según la Sagrada Escritura, carecer de pastor era la mayor desgracia que podía acaecer al pueblo (Núm. 27, 17).


¿Qué es un rebaño sin pastor?


a) Es una muchedumbre sin unión. El pastor es quien da unión a unos seres incapaces de unirse por sí mismos.

b) Es una muchedumbre que no sabe buscar por sí misma lo que le hace bien. Oficio del pastor es llevar y traer al pasto, porque él sabe lo que conviene al rebaño, pero las ovejas no. c) Es una presa codiciada por las fieras y los ladrones. El rebaño no sabe defenderse. Y además de no saber, es incapaz porque carece de armas que oponer a las de los enemigos. Esta imagen de la humanidad del tiempo de Jesús es válida también para la humanidad actual.

 

 ¿Qué es el mundo actual?


a) Es una muchedumbre sin unión. Profundas divisiones separan a unos hombres de otros. Algunos sistemas sociales están incluso montados en la lucha a muerte para hacer desaparecer a los de la clase opuesta.

Divisiones causadas por las desigualdades económicas, divisiones provenientes de distintas concepciones del mundo, divisiones políticas, divisiones raciales, divisiones religiosas, divisiones, divisiones. Porque ésta es la realidad profunda y sangrante del mundo actual: Unos hombres divididos y enfrentados, sin nadie que dé unidad a esta humanidad. Divisiones a nivel familiar, divisiones a nivel social, divisiones a nivel internacional.

 

b) ¿Qué más? A este hombre, hambriento de felicidad

y de amor, le están engañando, juegan con su hambre de verdad para dársela a medias, juegan con su ansia de justicia para empujarle a la revancha. Todos le prometen mucho y a duras penas le dan unas migajas que sólo sirven para entretener el hambre.


c) Y quedan todavía los explotadores de la humanidad, los que manipulan a los demás, los que les incitan a consumir y a pasárselo bien, pero sin dar un sentido a la vida, los que intentan monopolizar la verdad, la razón, los que intentan influir en las decisiones de los demás con su propaganda alienante o con la moda esclavizante.

        Multitud de manipulados: jóvenes manipulados... niños manipulados, hombres convertidos en robots, lavados de cerebro que anulan la personalidad, propaganda esclavizante, imperio de la moda.

        Así era la humanidad en tiempos de Jesús, y así es ahora.         Todavía está de actualidad la página de Ezequiel: “Profetiza contra los pastores de Israel y diles: ¡Ay de los pastores de Israel que se han apacentado a sí mismos! ¿No es al rebaño al que deben apacentar los pastores? Os tomabais la leche y os vestíais de la lana, degollabais los corderos cebados, pero no apacentabais el rebaño. No habéis robustecido a la res flaca, ni curado a la enferma, ni vendado a la que padecía fractura, ni devuelto a la descarriada, ni buscado a la perdida, sino que la habéis avasallado con violencia y crueldad.

        Así se han dispersado faltas de pastor y han venido a ser pasto de todas las fieras del campo. Se ha dispersado y ha errado mi ganado por todas las montañas y por toda la alta colina; por toda la superficie del país se ha dispersado mi grey sin que nadie cuide de ella, ni haya quien la busque.

Pastores, escuchad lo que dice Yahvé: Aquí vengo yo contra los pastores y reclamaré mi rebaño de su mano, y los privará de pastorear a mi rebaño, y no se apacentarán más los pastores a sí mismos, y les arrebataré mi ganado.

        Yo mismo cuidaré de mi rebaño y lo pasaré revista. Como un pastor pasa revista a su ganado cuando se halla en medio de su grey dispersa, así Yo pasaré revista a mis o vejas y las libraré de todos los lugares por donde se dispersaron en día de nubarrones y oscuridad.

Yo las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de los países, las introduciré en su suelo y las pastorearé sobre las montañas de Israel, en los valles y en todos los lugares habitados del país. En pastizales buenos las pastorearé... allí sestearán en cómodo redil y pacerán pingues pastos sobre las montañas de Israel.

        Buscaré la res perdida, y haré volver a la descarriada, y vendaré a la herida y robustecerá la enferma, y la gorda y la robusta las guardará como es debido”(Ez. 34).

        Jesús se siente llamado a dar cumplimiento a esta profecía de Ezequiel. Por eso siente lástima de la humanidad. Porque la humanidad está llena de mercenarios a quienes no importan las ovejas, porque abundan los ladrones que quieren medrar a costa de las ovejas. Pero ¿cuántos están dispuestos a matarse o a dejarse matar por el bien de los otros. Esto es característica exclusiva del auténtico pastor.

Por eso Jesús se ha definido a sí mismo: “Yo soy el buen Pastor... El buen Pastor da la vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11).

Gracias, Jesús, porque amas de verdad a los hombres. Los demás dicen que se preocupan por los hombres..., pero en el   fondo no les interesa gran cosa de ellos... Les interesa su partido, sus ideas, su clase, su negocio, su seguridad... Por eso quizá defienden esto y lo otro, porque en el   fondo se están defendiendo a sí mismos.

        Tú, en cambio, amas desinteresadamente. Tú no buscas imponer nada. Tú buscas el bien. Y el bien de los hombres está en que conozcan que Tú buscas su bien y les amas.
        A mí me invitas a echar una mirada a mi alrededor. Vivo en un mundo profundamente egoísta, dominado por las apariencias y la mentira, por el dinero, por la explotación y la injusticia.

         Vivo rodeado de personas esclavizadas, vendidas al vicio, a la droga o al placer bajo múltiples formas.

        Vivo rodeado de personas que sufren de tantos modos.

         Vivo con personas que han luchado tanto y ya están cansadas de luchar... Vivo con personas que se proclaman libres, pero yo sé, y ellos también, que no son libres de verdad.

        A veces me vienen ganas de reaccionar con la ira, con la protesta violenta, con la amargura, e incluso con la violencia. Pero tu ejemplo me está diciendo que esas reacciones fáciles no son la reacción del amor, sino de un egoísmo herido e insatisfecho que patalea como un niño, precisamente porque es incapaz de comprometerse a un amor maduro y serio como el tuyo.

        Creo que tengo que amar a mi mundo como l amabas Tú. Creo que no puedo pasar mi vida en lástimas estériles, compromisos fáciles y sentimentales, sino en un compromiso total con los demás, como hiciste Tú, porque tengo que aprender a dar mi vida por quien sea.

        Jesús, no me dejes caer en la tentación de la queja sobre los demás. ¡Qué fácil echar la culpa a los otros... Puesto a buscar culpas soy un acusador estupendo que descubro culpables por doquier, y hasta las motas más pequeñas. Pero la culpa la tengo yo. Yo, que veo lo que pasa a mi lado y sigo pensando en comer bien y en vestir bien y en pasármelo bien. Yo, que no soy capaz de sacrificar nada mío, ni de comprometerme a nada serio por los demás.
Jesús, que te compadeces de un mundo postrado, ten compasión de mí que sigo contemplándolo desde mi egoísmo. Que yo escuche tu llamada a cooperar contigo. que yo sea capaz de revestirme de un corazón como el tuyo con una actitud de amor sincero y sacrificado por el mundo.

 


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“LA MIES ES MUCHA Y LOS OBREROS SON POCOS”(Mt. 9, 37)

 

        Y es verdad. La mies es mucha, no sólo porque el mundo está lleno cada vez de más millones de personas con su dignidad, con sus derechos y con su vocación de ser hijos de Dios, sino también porque es mucho lo que hay que hacer en todos los órdenes.

        Hay que dar de comer a los que tienen hambre. Hay que curar a los enfermos. Hay que favorecer la convivencia humana. Hay que desterrar el analfabetismo. Hay que hacer consciente al hombre de su vocación, hay que llevarle el perdón de Dios, hay que anunciarle que Dios le ama y que es hermano de todos los hombres. Hay que presentarle el modelo de toda la humanidad que es Jesús. Hay que liberarle del dinero, del placer. Hay que cuidarle cuando es niño, orientarle cuando es joven, animarle cuando es adulto y ayudarle y comprenderle cuando es anciano. ¿No es verdad que la mies es mucha?

        Y por contraste, ¿cuántos se preocupan en serio de todas estas cosas? La mayoría de la humanidad, me refiero a los jóvenes, piensa en pasárselo lo mejor posible con el mínimo de esfuerzo. Otros, a ver cómo se capacitan para colocarse y asegurar «su vida». Pero ¿cuántos se toman en serio el dedicar su vida a los demás?

        Si por casualidad nos encontramos con algún joven que quiere consagrar a Dios y a los demás su vida, en vez de animarle, nos reímos de él y pretendemos quitar de su cabeza tales ideas. Le tachamos de iluso, de engañado, de idealista, de tonto. No sé si porque en el   fondo nos sentimos reprendidos por alguien que se ha tomado las cosas con más seriedad que nosotros. ¿No es verdad que los obreros son pocos?

        Jesús, tus palabras están ahí, como un reto a cualquiera que se las eche de sincero. El primer síntoma de mi insinceridad es querer eludirlas y acallarlas dentro de mí.
        Pero no puedo, no debo. Tú me estás gritando de mil modos que la mies sigue siendo mucha, que no porque yo tengo resueltas ya tantas cosas las tienen resueltas los demás, que no puedo perder y malgastarme la juventud en cosas sin sustancia. No, no puedo.

        Son pocos los que de verdad quieren trabajar. Eso es un obrero, no uno que mira cómo trabajan los otros, y él se dedica a criticar y a observar cómo sudan los demás. Así hacen los espectadores de fútbol por televisión: no arriman ni un dedo al balón. Yo confieso que eso mismo hago yo muchas veces: criticar de lo mal que lo hace este sacerdote, aquella religiosa, aquel militante. Eso es también lo que hacen los que van a las corridas de toros: gritan, vociferan, pero nadie baja a enfrentarse con el toro. Tampoco yo bajo al terreno de trabajo a echar una mano.

        Otra vez tu palabra me desinstala y me enfrenta con la realidad con la que yo quiero enfrentarme. Porque, eso si, para soñar despierto me las pinto de maravilla: mientras no valoro lo que hacen los demás, yo hago tal y tal cosa, pero lo hago todo en sueños, son puras imaginaciones mías.

         La realidad se queda mucho más pobre. Quizá porque me da vergüenza enfrentarme con tan pobre realidad, es por lo que me refugio en mi castillo imaginario de ilusión, que naturalmente se viene abajo al contacto con la realidad.

        No me dejes, Jesús, soñar despierto y vivir de ilusiones. No dejes que me contente con buenos deseos y buenos sentimientos.

 

 

 

 

29ª  MEDITACIÓN

 

EL JOVEN QUE NO TENIA UNA COSA


“Estaba Jesús poniéndose en camino cuando viene uno corriendo, se pone de rodillas ante él y le pregunta: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre. El joven replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde niño. Jesús entonces le miró con una mirada llena de cariño, y le dijo: Una cosa te falta: vete a vender todo lo que tienes y da el importe a los pobres, que tendrás un tesoro en el   cielo. Vuelve después aquí y sígueme.
Ante esta respuesta el otro puso mala cara y se marchó triste, porque tenía muchas posesiones. Jesús mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: Con qué dificultad van a entrar en el   Reino de Dios los que tienen mucho!

Los discípulos se quedaron espantados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: Hijos, ¡qué difícil es entrar en el   Reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el   Reino de Dios. Ellos más desorientados aún, comentaron: Entonces, ¿quién puede salvarse?

Jesús se les quedó mirando y les dice: Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

Pedro se puso a decirle: Pues, mira, nosotros ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo: Os lo aseguro: No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras por mí y por el Evangelio, que no reciba cien veces más ahora en el   tiempo presente: casas y hermanos y hermanas y madre e hijos y tierra, con persecuciones, y en el   mundo futuro la vida eterna. Y muchos primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros”
(Mc. 10, 17-31).

 


“MAESTRO BUENO ¿QUE TENGO QUE HACER?”(Mc. 10, 17)


¿Qué tengo que hacer? esta es la pregunta de las personas que no están satisfechas con lo que hacen. Este muchacho era bueno, pero aún no estaba satisfecho; le parecía que se le pedía más, que lo que hacía era poco para él. Y lo cierto es que así era: hacía todavía muy poco en comparación de lo que podía hacer.

Por de pronto se preguntaba lo que todo joven tiene que preguntarse, por más que muchos no se pregunten nada: ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué puedo hacer además de lo que hago? ¿Qué esperan de mí los otros para hacer por ellos?, ¿Qué espera de mí Dios? Yo mismo, ¿estoy satisfecho con lo que hago? ¿no debería cambiar en esto y en esto? ¿no debería esforzarme más en...?

Fue a preguntárselo a Jesús precisamente porque Jesús era bueno. Ser bueno no es lo mismo que ser bonachón. Bonachón es el que condesciende con los caprichos de los demás. Jesús era bueno, y por serlo era también recto y sincero y contestaba la verdad. Por eso se acercó a Jesús el muchacho: quería conocer la verdad.

Jesús, en mi vida veo que corro un peligro, el peligro de no preguntar qué tengo que hacer, el peligro de contentarme con cualquier cosa que siempre será vulgar y mediocre. No me pregunto a mí mismo, y mucho menos te pregunto a Ti, ¿qué tengo que hacer?

No soporto que nadie me diga lo que tengo que hacer. Me parece que yo me lo sé ya muy bien. Y la verdad es que rehúyo preguntar, porque tengo miedo que me digan lo que no me gusta.

No pregunto, porque antes de preguntar ya me he dado yo mismo la respuesta. ¿Qué tengo que hacer? lo que hacen los demás, lo que se estila hoy, lo que veo en las pantallas, lo que oigo en las canciones. Eso es al menos lo que hago, como no tengo valor para hacer otra cosa e ir contra corriente.

Y si pregunto, desearía que me diesen la razón, que acallaran mis remordimientos diciéndome que esos deseos que tengo de hacer algo distinto son tonterías, que no me haga un idealista, que por qué tengo yo que ser santo.

Aquí me tienes, Jesús. Quisiera al menos en un momento de mi vida ser sincero y enfrentarme conmigo mismo. ¿De veras estoy contento con lo que hago? ¿De veras que los demás no esperan más de mí?, Y Tú, Señor, ¿no me dices que soy un inmaduro, un egoísta, y que tengo que hacer algo más?

Jesús, a Ti te lo pregunto porque eres sincero, y dices la verdad. ¿Qué tengo que hacer? 

 

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“TE FALTA UNA COSA”(Mc. 10, 21)

 

No parecía malo el muchacho. Todo lo contrario. Por lo visto era un modelo de hijo que no daba en casa ningún disgusto. Era un compañero ideal que no abusaba ni se aprovechaba de nadie. Era un joven casto y no esclavizado por el sexo. Era un chico sincero que no engañaba.

Pero le faltaba una cosa: en el   centro de su vida se había colocado él mismo. El tenía su fortuna y tenía su vida asegurada con ella. El ya tenía resuelto sus problemas, los de los demás ya le importaban muy poco. El tenía (así le parecía) asegurada su salvación, porque no hacía mal a nadie, pero nunca había pensado en el   bien que podía hacer; ni tampoco había pensado en compartir lo suyo con los otros.

A él, que tenía todo asegurado, le faltaba saber vivir en inseguridad. A él, que tenía muchos tesoros y cualidades, le faltaba aún el tesoro en el   cielo. Jesús le notó este fallo y se lo dijo ¿Cómo iba a callárselo después de que se lo preguntaba con tan buenas intenciones y precisamente porque era sincero? Y no sólo se lo dijo, le hizo caer en la cuenta de que era un fallo muy serio: “Te falta una cosa”: romper contigo mismo.

En el   fondo de todo lo que haces estás tú mismo. No buscas a Dios; tampoco buscas al prójimo. Eres bueno porque te gusta verte y que te vean bueno, por afán narcisista. Pero es preciso que cambies. Jesús hizo más: le sugirió un procedimiento radical para curar su egoísmo.

La terapia consistiría en no emplear medias tintas con su egoísmo. ¿Te gusta tener tus cosas y vives seguro con ellas?, ¿piensas mucho en ti y nada en los demás? Deja lo que tienes; sí, todo aquello en lo cual confías, dáselo a los pobres, comparte con los pobres no sólo tus riquezas, sino también su pobreza, hazte pobre como ellos, como éstos que me siguen, como yo mismo. Después vente a vivir conmigo la misma vida de inseguridad, de confianza en Dios, de preocupación de los demás.

Le había hecho una pregunta a Jesús, y Jesús contestaba con sinceridad. La respuesta de Jesús era una llamada a una vida muy distinta.

Señor Jesús, gracias porque eres sincero y no engañas... La publicidad que me aturde por todas partes me ofrece fórmulas mágicas para ser feliz: si uso tal prenda, si bebo tal bebida, si compro tal producto, si leo tal libro, o si voy a tal espectáculo... ¡Cómo me engañan! Lo que pretenden de mi de verdad es que yo siga siendo centro, más centro, de mí mismo.

Tú no eres así. Tú vas al fondo de la cuestión y me dices que tengo que salir de esa telaraña mágica que me he tejido y en cuyo centro me he colocado, que suelte seguridades humanas, que me empobrezca, que me haga servidor de los que son menos que yo, que me vaya contigo.

Y dices que esto es un requisito para encontrar un tesoro. O sea, que Tú no buscas mi empobrecimiento. Lo que Tú ves en mí es que todas mis riquezas y valores y seguridades en la realidad me empobrecen, me hacen un atado, un impedido, un necesitado, un incapaz. Y lo que Tú quieres de mí es hacerme libre. Por eso me invitas a ser libre. Me dices que lo que vale no son las cosas que esclavizan, sino el amor que libera a la persona de sus esclavitudes a las cosas.

Gracias, Señor, por tu palabra sincera. No ceses de decirme la verdad. No ceses de desengañarme de tantos engaños como me enredan. Sigue hablando, Jesús, porque sólo tu palabra me hace libre de verdad.

 

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“PUSO MALA CARA”(Mc. 7, 22)

 

¿Buscaba, sí o no, lo que le faltaba? Si lo buscaba, ¿por qué no lo tomó cuando se lo ofrecieron? Si no lo buscaba, ¿por qué lo preguntó?

        Junto a los muchos engaños de cosas de las cuales pensamos que nos harán ricos, sufrimos con frecuencia otro engaño: el de creernos que queremos de verdad ser libres, y el de pensar que deseamos sinceramente nuestro bien, y no es verdad; no tenemos una voluntad sincera y decidida. Nos hace ilusión creérnoslo.

El joven creía que quería hacer algo más. En el   fondo no quería; estaba muy bien como estaba. Sentía gusto en soñar con ser mejor. Le gustaba solamente. Confundía el gusto con el querer.

El que siente gusto por algo sueña con ello, imagina lo bien que lo va a pasar cuando lo tenga. Pero todo eso es puro sueño. Esa realidad sólo sucede en su imaginación. Pero ¿qué hace para que aquello suceda? Nada; sigue soñando. Es como el que sueña que le toque la lotería, pero nunca juega a ella. Como aquel a quien le gustaría saber música, pero nunca la estudia. Como aquel a quien le agrada aprobar todo a final de curso, pero no estudia. Todos estos no quieren; sueñan que quieren. Están engañados porque sienten gusto en soñar que ya tienen lo que sueñan.

Jesús nos despierta de ese sueño fácil en el   que caemos con frecuencia. Hace que nos bajemos a la realidad y nos enfrentemos con cosas positivas y reales que podemos hacer,  con medios reales que está en nuestras manos poner. Nos hace ver que sólo queremos de verdad cuando hacemos algo en la realidad.

Jesús nos baja del altiplano de los buenos deseos al que nos encaramamos huyendo de la realidad. «Si tengo buenos deseos...si tiene buena voluntad...» decimos para excusarnos y para excusar. Pero Jesús nos hace ver que no bastan los buenos deseos y la buena voluntad, que todos los que están en el   infierno han tenido eso que llamamos buen deseo y buena voluntad. Jesús quiere que comprobemos nuestros buenos deseos con algo que no falla: las obras.

¿Qué haces? ¿qué eres capaz de dejar o tomar por conseguir lo que quieres? Por eso Jesús coloca al joven, y con él nos coloca a todos ante una disyuntiva: No sueñes despierto. Pon en una parte todo lo que tienes, y en la otra todo aquello que sueñas. Y ahora intenta dejar en la realidad todo lo que tienes. Comprobarás entonces si lo que soñabas era un puro sueño, un puro deseo, un puro gusto, o si era de verdad algo querido y pretendido y por lo cual estabas dispuesto a luchar.

El joven le había pedido a Jesús que le dijera la verdad, y Jesús se la dijo desengañándole: era un soñador al que le gustaba ser perfecto, pero no quería de verdad ser perfecto. Vivía engañado, y Jesús le brindaba la oportunidad de salir de su engaño.

Jesús, qué bien haces en desengañarnos. Porque la verdad es que vivimos engañados. Nos creemos buenos, nos creemos sinceros y sólo es que tenemos deseos de sinceridad, pero no queremos que nadie nos diga la verdad. Nos creemos serviciales y sólo es que nos gustaría ayudar a los demás, pero no somos capaces de dar una hora de nuestro tiempo, o una «paga» del domingo, o una tarde de fiesta,  para hacer un favor a los otros. Nos creemos generosos, pero es porque nos gustaría vivir libres de las cosas, pero no somos capaces de empobrecernos y regalar nuestras cosas a nuestros hermanos, o a los compañeros, o a los pobres.

Tú nos has colocado en el   banco de pruebas para que examinemos si lo que hay en nuestro corazón son deseos y gustos, o son voliciones serias y profundas. Tú me haces ver que mi voluntad se mide por mi capacidad de renuncia, que mi querer es proporcional a mi capacidad de sacrificio, y que todo lo demás es soñar despierto, es vivir de sueños, de imaginaciones que me hago yo, de buenos deseos que siento en mi corazón, pero que nunca pasarán a la obra porque nunca me sacrifico en nada para realizarlos.

Señor, líbrame de soñar despierto. Desengáñame de mis buenos deseos que se me quedan sólo en buenos deseos. Ayúdame a romper este mundo de ilusión en el   cual vivo creyéndome que aspiro a ser mejor, a hacer un mundo mejor, a eliminar el mal existente o a hacer el bien, y en realidad lo único que me pasa es que estoy soñando, es que me gustaría hacer el bien y eliminar el mal, pero a la hora de la verdad no muevo ni un dedo para ello.

Comprendo ahora lo que Tú dijiste: “No basta decirme: ¡Señor, Señor!, para entrar en el   Reino de Dios. No, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del cielo. Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, si hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre! Y entonces Yo les diré: Nunca os he conocido. ¡Lejos de Mí, malvados!” (Mt. 7, 21-23).

Comprendo ahora por qué insistes en que no edifiquemos la vida sobre arena, sobre los buenos deseos, sino sobre realidades contantes y sonantes de obras: “Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca. Y todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió. ¡Y qué hundimiento tan grande!” (Mt. 7, 24-27).

Señor, que mi vida, como la tuya, como la de los santos, esté fundada sobre obras serias y no sobre sueños baratos...

 

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“SE MARCHO TRISTE”(Mc. 7, 22)


Vino corriendo porque venía lleno de ilusión. Preguntó sinceramente. Pero se fue triste. Y es que se había desengañado de sí mismo, se había dado cuenta de que su vida sólo tenía fachada, que era una comedia; muy bonita, pero sólo eso: una comedia.

Probablemente este chasco de sí mismo fue lo que le produjo la tristeza que seguramente ya no le abandonaría más en la vida. No fue el chasco de verse con apariencias de bueno y fondo de egoísta, sino el chasco de verse con apariencia de quien quería, y encontrar que en el   fondo no quería que las cosas cambiasen porque no quería cambiarlas él.

Esta es la tristeza que acompaña a todos los que no tienen voluntad, a todos los que sólo saben soñar despiertos, a todos los que sólo tienen buenos deseos. Como sólo tienen apariencias de voluntad y la voluntad es lo exclusivo de las personas, se encuentran a sí mismos sólo con una máscara de personalidad, pero en el   fondo no se sienten personas. Sólo sienten el   vacío de la voluntad. Se sienten movidos, atraídos, atados; pero ellos no son capaces de moverse y de desatarse.

Por eso en el   fondo están siempre tristes. Esta tristeza es el síntoma más claro de que no están con Cristo, aunque aparentemente, mandamiento por mandamiento, no se les pueda coger en nada. Pero no aman. Y como no aman, no rompen su amor propio. Están excluidos del Reino de los Cielos. Pero son ellos mismos los que se han excluido. Al ser colocados en la alternativa de escogerse a sí mismos o escoger a Cristo, ellos se han escogido a sí mismos, con sus apariencias de buenos, con sus vacíos de bondad real y sus tristezas consiguientes... Jesús lo dice a continuación: “¡Qué difícil a un hombre así entrar en el   Reino”! (24-25).

Y es que el querer de verdad, el que el hombre sea capaz de adueñarse de sus fuerzas y movilizarlas en favor del Reino no es fácil. Si fuera fácil no tendría objeto el que Dios se haya hecho hombre. El tener una voluntad en activo, el no vivir de sueños, el no contentarse con lo justo, es don que ha de dar Dios. Pero si ha de darlo Dios, entonces...

Entonces hemos de disponemos a recibirlo. Porque una cosa es cierta desde que Dios se ha hecho hombre y se llama Jesús: que Dios quiere dar ese don. Jesús mismo es el don, imposible de conseguir por los hombres, pero que Dios ha hecho posible para ellos. Por eso es precisamente don.

Y en este don vienen todos los dones para el hombre: también el don de poder amar a Dios sobre todas las cosas, también el don de ser libres, también el don de amar a los demás y el don de estimarlo todo por basura en comparación de Cristo.

El amor de Jesús y sólo el amor de Jesús puede ser el motor que movilice al hombre. El amor de Jesús y el vivir con Cristo es lo único que puede vencer la falta de voluntad del hombre, lo único que puede sacarle de su inercia soporífera en la que el hombre se ilusiona creyendo que quiere y sólo sueña querer, piensa que se mueve y no se da cuenta de que le mueven.

Este amor era el que Jesús estaba ofreciendo al muchacho: “Ven y sígueme”. Este amor era el gran tesoro que Jesús quería cambiar por el raquítico tesoro que el muchacho tenía. Pero el joven no quiso, y se marchó triste, y se cerró a su salvación porque se cerró a la llamada de Jesús y a su amor.

Jesús, no puedo tomarme tus respuestas a mis preguntas como un juego, y mucho menos puedo tomarme como un juego tus llamadas. No son tus palabras como las de un compañero cuando me invita a dar una vuelta. Tus invitaciones son a aceptarte a Ti o rechazarte a Ti, a canjearte a Ti por lo que cada uno estima como su riqueza personal.

Esta es la vida: una continua alternativa en que tengo que escoger entre quedarme contigo o quedarme conmigo; en que puedo dejarme a mí o puedo dejarte a Ti. Lo piense o no lo piense, este es el fondo de mi vida: una continua opción. La suma de opciones pequeñas y parciales hace la opción profunda de mi vida. Y al final de la vida Tú le das a cada uno aquello que cada uno ha escogido según esa opción profunda.

¿Por qué me extraño de que ese joven comenzara a jugarse su destino eterno al comenzar a rechazarte a Ti? Tenía que ser así: cuando uno se ha tomado como norma de su vida a sí mismo y te ha eliminado a Ti, ya ha hecho su opción fundamental; ya ha escogido vivir sin Ti.

No doy suficiente importancia a estas que llamamos opciones pequeñas. Por eso he dicho que tengo el peligro de tomármelas como un juego. Pero veo que no puedo llamarlas pequeñas.

        ¿Cómo van a serlo si en cada momento me estoy jugando el quedarme contigo o sin Ti? Yo no le doy importancia, porque como la vida es una cadena de opciones, pienso que, por una que salga mal, no pasa nada. Pero no caigo en la cuenta de que precisamente porque la vida es una cadena de opciones, cada opción prepara la siguiente, influye en la que viene después para que ésta siga la misma línea que la anterior. Por todo esto no puedo tomar tus llamadas como un juego. No porque Tú no estés dispuesto a repetir tu llamada en cada instante de mi vida, sino porque es fácil que yo me encuentre en cada instante de mi vida con menor sensibilidad y disposición para aceptarlas.

Puede suceder que mis frecuentes rechazos de Ti, o mis mediocridades me vayan distanciando de Ti y me impidan escuchar y responder como debiera porque me voy endureciendo contra Ti.

Por eso te pido, Jesús, que no me tome yo tus palabras y tus llamadas como un juego.

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“NOSOTROS LO HEMOS DEJADO TODO Y TE HEMOS SEGUIDO” (Mc. 7, 28)


Cuando Pedro pronunció estas palabras no era precisamente un santo. No sé si lo dijo porque esperaba interesadamente algún premio. Pero aunque no lo esperase, desde luego no era todavía un santo. El Evangelio subraya por doquier su precipitación, su ambición, su presunción y también su cobardía.

Y a pesar de todo esto, Pedro había hecho una opción fundamental por Jesús en su vida. Jesús lo sabía. Pedro también lo sabía porque podía presentar las cosas que por Jesús había dejado. Cosas que Pedro llamaba TODO, porque de verdad era todo lo que él tenía entonces a mano.

Por eso el núcleo de la vida de Pedro estaba centrado en Jesús, aunque algunas zonas periféricas de él, que también se escapaban del dominio de su voluntad, podían constituir defectos. No importaba. La persona estaba por Cristo y había escogido a Cristo. Jesús era, no sólo en teoría, sino también en la práctica, lo más importante para Pedro. Aquel muchacho rico que se había marchado triste, exteriormente quizá no tenía tantos defectos como Pedro, pero había rehusado hacer una opción fundamental por Cristo. Pedro, aunque con defectos, la había hecho. Jesús valora esta situación de Pedro y sus discípulos (Pedro habla en nombre de ellos también y tampoco eran más santos que él).

Es precisamente la primera condición que Jesús propone al discípulo: que Jesús sea para el discípulo lo más importante. Sólo el que hace esta opción total por Jesús puede ir con El. Y el que no la hace, sencillamente, no es discípulo. Jesús quiere hacerles ver que esta opción no les empobrece; al contrario, les enriquece cien veces más. Les enriquece en esta vida, les enriquece en la otra vida, les enriquece incluso en la persecución. Dicho de otro modo: esto constituye la única riqueza, tanto de esta vida como de la otra, y esto constituye la causa de las persecuciones.

Pero esto es una potenciación de la persona; esto no es pérdida, sino ganancia al ciento por uno. Todo lo que se deja por Jesús, Jesús lo devuelve, pero lo devuelve no del mismo modo. Lo devuelve purificado de egoísmo, lo devuelve para que sea poseído en libertad, no en esclavitud; lo devuelve para que ayude a amar; lo devuelve para que produzca alegría de verdad. Esta purificación del egoísmo y esa conquista de la libertad producen dolor, pero terminan dando alegría.

Aquellos doce hombres, que han dejado todo lo que podría darles alegría, han encontrado con Jesús más alegría que el joven que no quiso dejar nada. Cien veces más. Pero no con lo mismo ni del mismo modo. Pero eso sí, la alegría era cien veces mayor.

Jesús, yo sé que no puedes hacer mi destrucción ni mi empobrecimiento. También sé que cuando Tú das, no das lo que dan otros.. Los demás dan regalos que dejan intacta la persona, no la enriquecen para nada. Tus regalos, en cambio, consisten en cambiar y enriquecer a la persona y dotarle de una alegría y felicidad que no puede encontrarse poseyendo muchas cosas.

Creo en tus palabras. Quiero dejarme a mi mismo, porque quiero que Tú seas en mí y sé que seré feliz y alegre con tu misma alegría y felicidad.

Sé que Tú eres fiel y que no fallas a los que lo dejan todo por Ti. Quiero vivir la alegría que Tú me das. Quiero vivir de la confianza en Ti.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

30ª MEDITACIÓN

UN CIEGO QUE VIO MAS QUE LOS DEMÁS


“Llegaron a Jericó. Y al salir de la ciudad con sus discípulos y mucha gente, Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego, estaba sentado a la vera del camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Muchos le reñían para que callara, pero él gritaba mucho más: Hijo de David, ten compasión de mí. Entonces Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: Animo, levántate, que te llama. El, tirando su manto, dio un brinco y se presentó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le contestó: Maestro, que vea. Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al momento recobró la vista; y le seguía por el camino” (Mc. 10, 46-52).

 

“AL ENTERARSE DE QUE ERA JESUS DE NAZARETH, SE PUSO A GRITAR”(Mc. 10, 47)


El pobre ciego vivía de lo que le daban. Y ¿qué le daban? Unas monedas o un mendrugo de pan.., y con eso podía ir subsistiendo. ¿Qué podrían hacer los demás? Detener su muerte, pero ninguno podía darle una vida y los ojos sanos que necesitaba para vivir... Por eso a cuantos pasaban a su lado les pedía ayuda.

Pero cuando se entera que es Jesús el que pasa es consciente de una cosa: que sólo Jesús puede darle lo que necesita para ser persona normal; y ante la magnitud de lo que espera recibir rompe la rutina de sus fórmulas que servían para pedir limosna a los demás que no eran Jesús.
No sólo emplea palabras nuevas para dirigirse a Jesús, sino que las grita. Y las grita no sólo porque le salen muy de dentro, sino también porque quiere que sus palabras no se pierdan entre el vocerío de la gente y puedan llegar a Jesús.

Sus voces molestaban a los demás. Y los demás, egoístas, al fin y al cabo, no se daban cuenta de que seguían a Jesús desde su egoísmo, porque querían seguirle sin molestia alguna. Por eso increpaban al ciego para que callara. Pero ¿cómo va a callar el pobre ciego cuando se trata de una cosa vital para él? A los demás no les interesa, pero para él es cuestión de vida o muerte. No callará, no. Gritará más fuerte. La oración es su gran fuerza. La oración es su gran oportunidad ante el paso que Jesús está haciendo junto a él.

Jesús, pensando sobre mi vida, la veo reflejada en la situación de este hombre ciego. Yo me encuentro sentado junto al camino. No entro, no puedo entrar en la corriente de la vida porque no veo, porque soy inconsciente, porque no tengo el sentido profundo y verdadero de las cosas.., O todavía peor, porque creo que veo y no soy sino un ciego que aspira a convertirse (tanta es mi presunción) en guía de ciegos...

Me creo rico, y en realidad no sé hacer otra cosa sino mendigar limosna a cuantos pasan a mi lado: que me den un poco de su tiempo, de su interés, de su cariño.., que se paren junto a mí, que me hagan caso, que me den mis caprichos, que hagan lo que yo quiero... A esto se reduce mi actividad: a llamar la atención de mis padres, de mis educadores o de mi grupo sobre mí...

Pero ellos no pueden sino echarme una limosna para prolongar un poco más mi sed y mi satisfacción. ¿Qué más van a hacer? ¡son tan pobres como yo! El mundo no es más que una multitud de mendigos que piden limosna a otra multitud de mendigos... Hoy no. Hoy no pasa junto a mí un cualquiera.

Tú, Jesús, eres distinto. Tú eres la única esperanza para mi ceguera y para que yo pueda salir de la orilla del camino e incorporarme a tu marcha. Mira, Jesús, me pasa como a aquel ciego. Me dicen que me calle, que no ore, que no moleste y que no me moleste.

Me lo dice mi egoísmo, al que le cuesta arrancarse de esta vida de mendicidad que llevo. Me lo dice mi comodidad, insistiéndome en que pierdo el tiempo. Me lo dicen los que me rodean, esos que son tan ciegos como yo y que pretenden que siga a tientas por la vida, sin saber a dónde ir, probando de todo, pero sin tener un rumbo fijo...

Me dicen que me calle, que no ore..., y yo sé que eso es condenarme a permanecer ciego y mendigo para siempre. Me dicen que me calle ante un mundo que está muy mal, que está tan ciego como yo y que yo tengo la obligación de salvar...

No, Jesús. Mi oración es mi fuerza. Mi oración me hace reconocer mi debilidad, pero pone en movimiento toda su fuerza para salvarme. Por eso, desde lo más hondo de mi ser, te digo: ‘Ten compasión de mi, Jesús, Hijo de David!

 

 

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“¡ANIMO, LEVANTATE!, QUE TE LLAMA” (Mc. 10, 49)


Jesús tiene un oído muy fino. No hay súplica salida del corazón del más pobre que no le llegue a su corazón también. El tiene un corazón muy sensible. Pero es preciso que el que ora ponga su corazón a gritar, que no se contente con una oración de labios. De este modo llegó al oído y al corazón de Jesús la súplica del ciego.

        Y Jesús le llamó... Llamada de última hora. Porque este ciego no ha convivido con Jesús, ni le ha visto hacer milagros. Sólo le conoce de oídas... No importa: Jesús le llama. Y esta llamada de Jesús le llena de ánimo. Jesús le ha oído y se ha fijado en el  para hacerle discípulo. No hay ejemplo más claro de prontitud en todo el Evangelio: “Arrojó el manto, dio un brinco y vino donde Jesús”. Probablemente el manto era el único estorbo que impedía al pobre ciego acercarse a Jesús. No dudó en deshacerse de él. ¿Qué le importaba ya el manto si Jesús mismo le había llamado?

Tengo que repetirme muchas veces: «Jesús está pasando a mi lado: ¡Animo, levántate!, que te llama...» Y es verdad, Jesús. Tú estás cruzando continuamente tu camino con el mío. Tú cruzas tu camino con el camino de todos los hombres... Algunos prefieren no encontrarse contigo... ¡Pobres...!: se quedarán siempre ciegos... Yo sí; yo quiero que pases a mi lado. Yo quiero que me llames. Yo quiero responder con prontitud.., dejar de la mano todo lo que me entretiene y correr hacia Ti que me llamas.

Porque sé que tu llamada no es para hacerme daño. Al contrario: es para bien mío y para bien de los demás... Por eso quiero responder con prontitud y con alegrír tus llamadas.

 

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“MAESTRO, ¡QUE VEA!” (Mc. 10, 51)


        A tientas ha llegado el ciego ante Jesús. Jesús va a hacerle un examen a ver si conoce cuál es su verdadera necesidad: ¿Qué quieres que haga contigo? El ciego propiamente sólo tenía una desgracia: ser ciego. Y él se daba cuenta de ello. Por eso, ante la pregunta de Jesús, fue lo primero y lo único que dijo: «Maestro: sólo quiero una cosa, ver».

Esta es, Jesús, mi gran desgracia también: no veo, no me doy cuenta, soy un inconsciente... Estoy delante de Ti y sólo te conozco por fuera; no he entrado aún en el   misterio de tu persona. Oigo tus palabras, y hasta me las sé de memoria, pero no he penetrado en su verdad más profunda... Veo que eres bueno y cariñoso, pero no entiendo que yo debo hacer lo mismo... No comprendo aún por qué tengo que sacrificarme... No he captado aún el valor de la cruz... No valoro aún la oración, la Eucaristía, la renuncia a mí mismo, el servicio a los demás... Tantas y tantas cosas son las que no veo aún...

Esta es la señal de que estoy ciego, Señor. Pero providencialmente Tú estás a mi lado y me preguntas qué espero de Ti. De este modo Tú pones en mis propias manos la solución de mi caso. Porque cuando Tú me preguntas ¿qué quieres que haga contigo?, no es para que yo te pida el primer capricho o tontería que se me ocurra... No, Tú me lo preguntas para ver si yo me doy cuenta de cuál es la verdadera necesidad mía y para ver si de verdad quiero mi salvación, siendo capaz de pedirte lo que verdaderamente necesito...

Pues sí, Jesús. Quiero pedirte que pongas tus manos sobre mis ojos para que yo vea. Para que yo te vea a Ti, para que yo te conozca a Ti... para que conozca el sentido de mi vida.., para que conozca mi vocación.., para que me dé cuenta de las necesidades que hay a mi alrededor... para que aprecie la Eucaristía... para que valore el trabajo, la humildad, la sinceridad...
Tantas y tantas cosas tengo que ver aún... Por eso, Jesús, sólo te pido unos ojos nuevos. ¡Maestro, que yo vea...!

 

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“RECOBRO LA VISTA Y LE SEGUIA POR EL CAMINO” (Mc. 10, 52)


Los días de Jesús estaban contados. Era la última subida que hacia Jesús a Jerusalén; porque Jesús tenía allí una cita con toda la humanidad y quería ser puntual a ella. En Jerusalén iba a entregarse por todos los hombres y deseaba que sus amigos le siguiesen en esta actitud de dar la vida por los demás.

Los apóstoles habían comprendido muy poco y le seguían con miedo. Además, intentaban retrasar cuanto podían la llegada a Jerudalèn; tanto que Jesús tenia que caminar delante como quien tira de ellos (Mc. 10,32)

Pero este ciego no sólo obtiene de Jesús un par de ojos corporales capaces de ver la luz. Lo más importante es que a este hombre se le ilumina el misterio de Jesús y como consecuencia, le  “le seguía por el camino”.

Le seguía no sólo materialmente, sino dispuesto a acompañarle hacia lo que iba Jesús. Si no fuera así quedaría sin explicación la palabra de Jesús: “tu fe te ha salvado”. La fe efectivamente le había ayudado a ver no sólo la luz del sol, sin también,, y sobre todo, le había puesto en camino de salvación. Y el camino de sanación era ir con Jesús, también y sobre todo, cuando Jesús iba a la muerte.

        Jesús, caigo en la cuenta que nadie puede entenderte, si primero no está totalmente abierto a Ti, como este ciego, y si Tú, además, no le iluminas con una luz especial.

Los hombres nos creemos que entendemos las cosas y que ya no necesitamos que nadie nos diga nada porque ya conocemos suficientemente tu Evangelio... ¡Qué yana pretensión...! Nos pasa como a tus discípulos: Ellos iban contigo y no habían entendido ni a qué iban, ni por qué. Ellos iban con miedo precisamente porque creían que iban a algo malo... Estaban ciegos... Estamos ciegos... Yo estoy ciego...

Este sería el primer paso para mi salvación: reconocer que estoy ciego, que de Ti y de tus cosas no entiendo nada.., que lo mejor que puedo hacer es pedirte que me cures... Porque Sólo si Tú me curas podré arrancarme de mi estado de mendicidad. Y, sobre todo, sólo si Tú me curas, yo podré ponerme en camino contigo para ver dónde, cómo y por qué tengo que dar mi vida como hiciste Tú.

Esto es lo que yo quiero: seguirte a Ti, aunque los demás no te sigan... comprenderte a Ti, aunque los demás no te comprendan... arrancarme de mi mundo de oscuridad y esclavitud, aunque los demás me griten de mil modos que permanezca en el ...
Por eso, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón te repito: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!

 

 

 

31ª  MEDITACION


LA CENA EN BETANIA (Mc 26).

 

“Y estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso,  vino a él una mujer, con un vaso de alabastro de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado a la mesa. Al ver esto, los discípulos se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio?  Porque esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. 

Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella”.


                Debía ser el sábado anterior a la Semana Santa, cuando dieron sus amigos a Jesús un banquete en Betania, en casa de Simón el leproso, así llamado, quizá, por haberlo sido antes de que le curara Jesús. Entre los invitados se hallaba Lázaro, y su hermana Marta servía; la otra hermana, María, quiso también contribuir a honrar a su querido Maestro, y durante el convite entró en la casa llevando un rico vaso de alabastro conteniendo una libra (unos 370 gramos) de ungüento de nardo de gran valor. Judas lo valuó en 300 dineros, es decir, unas 320 pesetas oro. Acercándose a Jesús le ungió con aquel precioso bálsamo la cabeza primero y después los pies. Y la casa se llenó del suave perfume. Judas murmuró diciendo: ¿A qué este derroche? Pudiera haberse vendido ese perfume en más de 300 denarios, y con ello socorrer a los pobres! Y no era que le importaran nada los pobres, sino que como administraba la pobre bolsa de Jesús y sus Apóstoles, de ella hurtaba cuanto podía.

Y Jesús, defendiendo a Magdalena, dijo: Dejadla que lo haga para prevenir la unción de mi sepultura: pues en lo que toca a los pobres, los tenéis siempre con vosotros; a Mí, en cambio, no me tenéis siempre.

 

 

Punto 1.° EL SEÑOR CENA EN CASA DE SIMÓN EL LEPROSO, JUNTAMENTE CON  LÁZARO.


1) Iba Jesús de Jericó hacia Jerusalén, y debió de ser el viernes por la tarde cuando llegó a Betania; pasó allí la noche, y al día siguiente le ofrecieron sus amigos una comida. ¿Por qué? Quizá Simón, denominado el leproso, había sido curado por Jesús, y por eso le estaba agradecido; o acaso el recuerdo de la resurrección de Lázaro vivía tan perenne en aquel pueblo, que la gente gustaba de mostrársele agradecida. Parece también deducirse del ministerio que en aquella casa ejercitaba Marta, que era Simón pariente, o, al menos, íntimo amigo de Lázaro.

        Veamos la humanidad y llaneza de Jesús, que no tenía inconveniente en aceptar estas muestras de agradecimiento y presidir banquetes familiares o de amigos. Así, se quiso hacer todo a todos para enseñarnos a ser con todos afables y corteses. Podemos también aprender a ser agradecidos; y cómo agrada a Jesús que le demostremos nuestro ánimo agradecido, aunque sea con manifestaciones al parecer no difíciles, pero aceptas, sobre todo por el afecto con que se hacen.


2) Observemos a Jesús con qué apostura, con qué parsimonia, con qué dominio de Sí procede. Cosa no fácil: porque lugar es de fácil desorden la mesa y difícil de regir ordenadamente y refrenar la gula. Asistía al banquete Lázaro, el amigo de Jesús; seguramente que estaría a Él próximo y procuraría atenderle, mostrándole siempre su amistad agradecida. Muestra era también de amistad y gratitud la que daba Marta, no desdeñándose de servir a Jesús, aun fuera de su casa, ella, señora, a lo que parece, de buena familia. Bien podemos aprender que en el   servicio y agasajo de Jesús no hay cosa deshonrosa, sino que son muy estimables los más bajos oficios cuando los inspiran el amor y la gratitud.

Punto 2.° DERRAMA MARÍA EL UNGÜENTO SOBRE LA CABEZA DE CRISTO.

 

1) Dicen los exegetas que el acto de María no era insólito; a los huéspedes insignes invitados a algún banquete se les ofrecían, después del lavatorio de manos y pies, exquisitos perfumes con los que se ungían. Y era esta fineza tanto más natural en María cuanto que la usaba para con el que había resucitado a su hermano, allí presente. Si bien es cierto que usó para hacerlo cantidad y calidad de esencia en verdad refinada; así la abundancia y riqueza de la ofrenda indicaban mejor la exuberancia del íntimo sentimiento de amor y gratitud (Ricciotti, o. c., n. 501).

        Y cierto que demostró Magdalena en esta ocasión amor ardiente y agradecimiento vivísimo al que resucitara su alma y el cuerpo de su hermano. Para Jesús todo le parecía poco, y así buscó un perfume escogido, finísimo y muy caro, hecho de la espiga de la flor del nardo, y en cantidad sobreabundante, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, de suerte que dice el evangelista “se llenó la sala de la fragancia del perfume”.

Más preciosa aún que la esencia que derramó era la caridad de María, que la empujaba a aquellas manifestaciones; por eso Jesús la recibió con agrado, no porque le gustaran olores, que pudieran parecer profanos, ni esencias, que eran muy ajenas a sus usos habituales, sino para enseñarnos que recibe con agrado el don cuando lo hace un corazón de veras amante, movido únicamente por la gratitud y el amor.


2) Aprendamos a dar a Jesús lo mejor que tengamos, no reservándonos nada; cuando de Él se trata nada debe parecernos demasiado rico, antes bien todo debemos tenerlo por mucho menos de lo que debemos.

El acto de María Magdalena perfumó la casa toda, y aún sigue perfumando la Iglesia toda con el encanto delicioso de su ejemplaridad. Así hemos también de procurar nosotros que nuestro proceder sea tal que siempre seamos, como quería el Apóstol lo fuesen sus discípulos, “bonus odor Christi”, buen olor de Cristo (2 Cor., 2, 15). Y no suceda, por nuestro ruin corazón, que sea para nosotros, como dice el Apóstol que fue para algunos su predicación, olor “mortífero, que les causa la muerte, sino olor vivificante que nos dé la vida” (Ib, 16). Es de veras grande Él influjo que en una comunidad, y aun en una ciudad, ejerce el suave efluvio de una vida santa. Sermón continuo de maravillosa eficacia que si las palabras conmueven, los ejemplos arrastran.

En verdad que puede decirse que el amor de María Magdalena fue amor apostólico por el benéfico influjo que sus obras de caridad finísima ejercieron en el   mundo todo; no se contentó con pasar las horas a los pies de Jesús arrobada al dulce encanto de sus palabras de vida, sino que siguió a Jesús hasta el Calvario y obró por Jesús cuanto supo y pudo.

Lección bien aprovechable que nos enseña dónde buscar el alma la fuerza de la acción, en la oración y sacar de ella fuerzas e iniciativas para la acción, que así será de veras eficaz, pues que es estéril cuando no va animada por el espíritu.


Punto 3.° MURMURA JUDAS DICIENDO: ¿PARA QUÉ ES ESTA PERDICIÓN DE UNGÚENTO? MAS ÉL EXCUSA OTRA VEZ A MAGDALENA DICIENDO: ¿POR QUÉ SOIS ENOJOSOS A ESTA MUJER, PUES QUE HA HECHO UNA BUENA OBRA
CONMIGO?


1) Ruindad grande la de Judas en sacar veneno de tan hermosa acción. Así es el corazón del malvado, ruin y pequeño, dispuesto a envenenarlo todo; de la misma flor que saca la abeja miel dulcísima, saca el áspid veneno mortífero.

No seamos mezquinos, mal pensados y murmuradores, sino anchos de corazón y propensos a juzgar bien de los demás y saber edificarnos de su bien obrar y disimular, cuando no nos toque corregirles, sus defectos. Y lo que tiene el mal ejemplo, parece que los otros discípulos hicieron coro a Judas; pues la réplica de Jesús fue dirigida en plural: “sinite”, dejadla; y San Mateo escribe: “Viéndolo los discípulos se indignaron diciendo: ¿a qué este desperdicio?”

No parece, sin embargo, que fueron todos, porque San Marcos expresamente dice: “Erant autem quidam indigne ferentes...algunos había que lo llevaban a mal” (14, 4). Tengámoslo en cuenta, y evitemos ser piedra de escándalo, sembrando con nuestras palabras o acciones semillas de censura, de reprobación, de pecado.

 
2) Claro que de rechazo la censura caía sobre Jesús, que se prestaba sin oposición a que le rindieran tal homenaje. Por eso Jesús, al defender a María, dio también una razón que pudiera servir para justificar su conducta. Dijo, pues, a los que censuraban la conducta de María: “Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho, buena obra es. Porque a los pobres ocasión tendréis de socorrerles cuando queráis, que jamás faltarán entre vosotros, mas a Mí no siempre me tendréis”.

Obligación es la limosna; pero no lo es menos el honrar a Jesús. Y añadió: “Con su unción ha rendido anticipadamente a mi cuerpo honores fúnebres, lo que no le será dado hacer en el   día de mi crucifixión, ni en la mañana del domingo de mi resurrección, cuando me buscará en el   sepulcro. Muy lejos de ser un derroche inútil la unción de María Magdalena, es una obra de piedad profunda, que será alabada por todos los siglos, doquiera se predique el Evangelio”.


3) Lecciones prácticas se pueden sacar, no poco fructuosas, de este pasaje evangélico: una de la Magdalena, aprendiendo de ella a honrar a Jesús con todo lo más rico que tengamos y no teniendo por despilfarro lo que se emplee en esplendor del culto o en adorno del templo. Que no faltan, aun en nuestros días, quienes censuren, con apariencia de compasión hacia los pobres, los gastos, a veces suntuosos, que en iglesias, cálices u ornamentos se hacen. “Ut quid perditio haec” ¿a qué este derroche?” Y son los que ni entienden quién es Jesús y lo que Jesús merece, ni ven en los pobres a Jesús y no pocas veces ni saben socorrerlos, sino insultándolos, con bailes o espectáculos, que matan las almas, sin curar los cuerpos.

Socorramos, sí, con generosidad a los pobres; pero no nos olvidemos del que por nosotros se hizo pobre siendo inmensamente rico, y procurémosle toda la honra que nos sea posible.

 

4) Admiremos también y reverenciemos la benignidad amorosa de Jesús, que tan valientemente salió a la defensa de María y tan serenamente corrigió a sus detractores, enseñándoles la verdadera doctrina. ¡Cuánto agradece lo que con amor se hace por El y cómo lo recibe a título de servicio que sabe pagar con sobretasa magnífica! ¡Qué buen Señor tenemos! ¡Cómo quedaría la Magdalena al oír las bondadosas frases del Maestro! ¡Y cómo Judas al verse penetrado hasta lo más secreto del alma!

Pero su corazón metalizado, lejos de conmoverse, se endureció más y lo lanzó al fondo del precipicio. Viéndose defraudado en sus sueños de un reino mesiánico, en el   que pensara medrar a la sombra de Jesús; desengañado de que para aquel Maestro lo único que él estimaba, el vil metal, no tenía precio ninguno, se decidió a entrar en tratos con los enemigos de Jesús para perderle, sacando de su ruina la mayor utilidad posible; se fue a los príncipes de los sacerdotes para poner a Jesús en sus manos ¡Adónde puede llevar una pasión consentida!

Postrados a los pies de Jesús, unjámoslos con el bálsamo de la devoción de nuestros. corazones, rendidos a su amor. Démosle cuanto tenemos, ofrezcámosle el incienso de nuestra oración, la mirra de nuestra mortificación, el oro de nuestra caridad. Pidámosle su amor y esfuerzo para seguirle de cerca y confesarle ante el mundo entero.

 

 

 

 

32ª  MEDITACIÓN

 

EL DOMINGO DE RAMOS

 

Es meditación la de esta entrada triunfal de Cristo en Jerusalén muy apta para cerrar las de su vida apostólica. En el  las hemos ido siguiendo los pasos de nuestro Capitán para pisar sobre ellos en su seguimiento; lo hemos estudiado procurando llegar a tener interno conocimiento de Él para más amarle y seguirle, y si lo hemos hecho con diligencia, sin duda que brotarán de nuestro corazón afectos y de nuestros labios frases análogas a las que brotaron de los labios y corazones de las turbas que aclamaban a Jesús por Mesías el día de Ramos; pero hemos de procurar que no sean como las de aquellos desdichados, entusiasmo pasajero que se trueca en pocos días en desprecio y odio insano que convierte en denuestos a las alabanzas y en petición de muerte las aclamaciones jubilosas de triunfo.

 

Preámbulo. La historia es que Jesús, el día siguiente de su visita a Betania, partió para Jerusalén, y habiendo llegado cerca de Betfagé (la villa de los higos verdes), frente al monte de los Olivos, se detuvo y envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea que está frente a vosotros, y al entrar en el  la hallaréis al paso un pollina atado, sobre el cual todavía no ha montado nadie; desatadlo y traédmelo, y si alguien os dice: ¿Qué estáis haciendo?, ¿por qué lo desatáis?, le contestaréis. El Señor lo necesita, y al punto os lo dejará traer acá”.

Y todo pasó como Jesús lo había predicho. Llenos de gozo, los Apóstoles tomaron el mejor de sus mantos y lo pusieron sobre el asno, y le hicieron sentar en el  a su Maestro. No sabían que así realizaban las palabras del profeta Zacarías (Zach., 9, 9): “Decid a la ciudad de Sión: Mira que viene a ti tu Rey dulce sentado sobre un pollino, sobre un pollino de una asna”.

Los peregrinos venidos a Betania para llegarse a Jerusalén participaban del regocijo de los Apóstoles; los unos tendían sus mantos multicolores ante el Señor; otros cubrían el camino de ramos arrancados a los olivos y palmeras que bordeaban el camino. Llegados a las alturas del monte Olivete, vieron alzarse ante ellos Jerusalén y su templo, resplandeciente a los fulgores del sol esplendoroso de Oriente.

Ante tan magnífico espectáculo creció el entusiasmo y estalló en clamores de triunfo: “¡Hosanna!, gritaban los Apóstoles y el pueblo: “Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” Detúvose Jesús a la vista de Jerusalén y lloró su ingratitud.

Los jubilosos clamores de la falda del Olivete llegaron hasta el templo, y de las casas y tiendas de campaña esparcidas en el   valle del Cedrón acudieron numerosos peregrinos congregados para la Pascua y se unieron al cortejo. Enteráronse de que era Jesús de Nazaret, el gran profeta, el hombre de los milagros, el que había resucitado a Lázaro, y quisieron tomar parte en el   regocijo universal, y agitando palmas marchaban delante en esta entrada triunfal. Y alababan a Dios grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “¡Hosánna al hijo de David ¡ Bendito el que viene como Señor! ¡El Rey de Israel! Paz en el   cielo’ Hosanna al Altisimo”.  Y se conmovió toda la ciudad preguntando “Quien es ése” Y la muchedumbre contestaba. “Es el profeta Jesús de Nazaret, de Galilea”

Habiendo entrado en el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curo. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacia y a los niños que estaban gritando en el   templo “Hosanna al Hijo de David” se irritaron y le dijeron: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús 1es contestó: Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste salir alabanzas?”

 

Composición de lugar. El camino de Betania a Jerusalén. Betania, hoy llamado El-Azariyé, en memoria de Lázaro, es un pueblecito a 15 estadios, unos tres kilómetros, de Jerusalén, al otro lado del monte Olivete. Llamábase así este monte por estar plantado de olivos, situado al este de Jerusalén, separado de ella por el barranco o torrente Cedrón. Elevábase su cumbre a 818 metros sobre el nivel del mar, y era desde él la perspectiva muy bella; hacia la parte oriental se divisaba el mar Muerto, el valle del Jordán y las montañas de Moab; hacia el poniente los montes de Samaria, Jerusalén y Belén. En su vertiente oriental se asienta Betania, desde donde salió Jesús con los suyos para su entrada triunfal.

 

Punto 1.° EL SEÑOR ENVÍA  A POR ASNA Y SU  POLLINO, DICIENDO: DESATADLOS Y TRAÉDLOS, Y SI ALGUNO OS DIJERE ALGUNA COSA, DECID QUE EL SEÑOR LOS HA MENESTER Y LUEGO LOS DEJARÁ.

 
1) Sale Jesús de Betania para Jerusalén; se avecinan las horas de su Pasión, y diríase que quiere darnos a entender en esta entrada triunfal la alegría con que, por nuestro amor, va a padecer; alegría no ciertamente sensible y de la parte inferior, sino espiritual y de la parte superior. ¿Estamos nosotros así dispuestos a trabajar y sufrir por amor de quien tanto nos amó? ¡Cuántas veces la sola previsión de algún sufrimiento que en nuestra marcha en seguimiento de Jesucristo nos amaga encoge nuestros corazones de tal modo, que nos hace detener y quizá hasta abandonar la empresa comenzada! Pidamos esfuerzo y temple de alma para sufrir.

Quiso, además, dar una prueba palpable de que era el Mesías predicho por las profecías, brindando nueva ocasión de reconocerle a los que se obstinaban en cerrar los ojos a la luz de la evidencia con inexcusable malicia. Dios ofrece su gracia a todos, y muchos la desprecian; no así nosotros, sino que hemos de ser muy diligentes en aprovechar agradecidos los beneficios del Señor y cooperar solícitos y diligentes a su gracia.

Finalmente, dio también a sus enemigos una prueba más de que, aunque habían decretado más de una vez su muerte, no lograrían realizar sus designios mientras Él no les soltara las manos. Si somos fieles seguidores de Jesús, sus enemigos, que son los nuestros, nada podrán en nuestro mal hasta que Él no se lo permita.


2) Para preparar la entrada envía a dos de sus discípulos a que le traigan una asna con su pollino, sobre el que había de marchar montado, y les anuncia cuanto les había de acaecer. A sus ojos, todo está patente, y así nos muestra su divinidad. Tiene además en sus manos los corazones de los hombres, y así, el dueño de aquellos animales, al escuchar el deseo de Jesús, no opone la menor resistencia a que se cumpla.

¡Qué palabras tan dignas de consideración las que por sus Apóstoles les dirige!: “El Señor lo necesita” ¿Cómo oponernos, si es el Señor, y de su mano lo hemos recibido todo? Todo es suyo, y, sin embargo, ¿cuántas veces, olvidados prácticamente de ello, así usamos de las cosas, como si ningún derecho tuviese sobre ellas el Señor, y aun abusamos de sus mismos dones y beneficios para volvernos contra Él?

Bien podemos aprender de la fidelidad de los Apóstoles en ejecutar cuanto el Señor les indicara, y de la docilidad del dueño en ceder, sin oponer dificultad ni reparo alguno, sus cosas a la insinuación de la voluntad del Señor.

Nunca será demasiado el empeño que en los Ejercicios pongamos en perfeccionar nuestra solicitud por conocer la voluntad del Señor y nuestra docilidad en ponerla por obra hasta en sus menores detalles.

Si lo hacemos, ¡cuán bien nos sucederá! ¡Pidamos a Jesús que nos diga lo que de nosotros quiere, y estudiemos el modo en que podremos cooperar al triunfo de nuestro Capitán, al reconocimiento de sus derechos, a que reine!

 

 

Punto 2.° SUBIÓ SOBRE LA ASNILLA, CUBIERTA CON LAS VESTIDURAS DE LOS APÓSTOLES.


1) Todo sucedió como Jesús lo había predicho. y trajeron los Apóstoles a la asnilla y a su pollino, y colocaron sobre él sus capas, y subió en el  Jesús. Elegían el mejor de sus mantos para adornar la montura del Maestro, cooperando gustosos al esplendor de aquel triunfo. ¡Bien lo merecía quien por tantos títulos es Rey!

¡Es Rey y se contenta con tan poco! Su montura, un jumentillo; sus aparejos, los pobres mantos de sus discípulos; sus mesnadas, unos humildes artesanos y algunos peregrinos del pueblo; sus cortesanos, los Apóstoles. ¡Es que su reino no es de este mundo! Si lo fuera, tendría, sin duda, soldados que le acompañasen y cortesanos que, ricamente vestidos, le rodeasen, y espléndidos adornos y magníficos corceles en que cabalgar.

Así son los reyes de la tierra; hombres como los demás, necesitan de todo ese esplendor y boato postizo para destacarse. No así Jesús; ¡Rey de reyes y Señor universal, de nada necesita, pues es la misma grandeza! Cuanto su apariencia sea más modesta, será más clamoroso el triunfo.

 
2) Tres causas han asignado los expositores a esta entrada en Jerusalén en la forma en que Jesús la hizo:

1ª. el cumplimiento de las profecías;

2ª. el dejarnos un ejemplo de humildad y mansedumbre;

3ª. el afirmar claramente su realeza al modo predicho por los profetas al llegar su hora. Combina el evangelista en una misma cita a Isaías (62, 11) y Zacarías (9, 9). Estos dos pasajes predicen el   carácter humilde, benigno y, sobre todo, pacífico del Rey-Mesías, que no había de entrar en la ciudad con el fausto y aparato de los conquistadores terrenos, montado en un caballo o dromedario, sino que, por el contrario, entrará sentado sobre un pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo (Mt., 21, 5), en el   cual nadie ha montado hasta ahora (Mc., 11, 2).

        No quiere esto decir que sea el asno considerado por los orientales como una montura trivial; pero aun entre ellos no lo montan los guerreros. De que tal acto fuera cumplimiento de las profecías no se dieron cuenta por entonces los discípulos, pero cuando Jesús fue glorificado se acordaron de que esto había sido escrito acerca de Él y que ellos mismos lo cumplieron.

Veamos a nuestro Rey lleno de mansedumbre y dulzura. Va predicando y brindando paz, como lo indican las palabras que, según San Lucas (Lc., 19, 42), pronunció en ocasión de esta entrada en Jerusalén: “Quia si cognovisses et tu, et quidem in hac die tua, quae ad pacem tibi! ¡Si conocieses también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz!”

Y Jerusalén no supo aprovecharse de aquel ofrecimiento: al menos nosotros aceptemos gustosos esa paz, preludio de la eterna felicidad que Jesús nos trae. Y veamos cuáles son los medios para lograrla: ¡mansedumbre, pobreza y humildad! Aprendámoslas de nuestro Rey y Maestro para lograr el premio que promete: “Discite... et invenietis requiem animabus vestris… y hallaremos el reposo para nuestras almas” (Mt., 11, 29).

Pero acaso se nos ocurra pensar ¿cómo Jesús, tan humilde, se deja honrar y admite las muestras de respeto y veneración de sus discípulos y seguidores? Es que se trataba de la gloria de Dios, no de la suya; y cuando de ella se trata y del triunfo de la verdad, sería falsa humildad huírla y rechazarla, y redundaría en olvido de los derechos de Dios y triunfo de sus enemigos.

 

 

 

 

Punto 3.° LE SALEN A RECIBIR TENDIENDO SOBRE EL CAMINO SUS VESTIDURAS Y LOS RAMOS DE LOS ÁRBOLES Y DICIENDO “SÁLVANOS, HIJO DE DAVID; BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR. SÁLVANOS EN LAS  ALTURAS”.

 
1) Montado Jesús, comenzó a caminar hacia Jerusalén; en pocos instantes, la caravana de peregrinos galileos se transformó en una solemne procesión de triunfo para el Mesías; muchos de entre la muchedumbre tendían sus capas por alfombras para que sobre ellas pisase Jesús; otros cortaban ramos de los árboles y los echaban también en el   camino y los agitaban al aire; y transportados de alegría todos, al acercarse a la ciudad comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “Hossanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene como Señor, Rey de Israel! ¡Paz en el   cielo y gloria en las alturas!” (Mt., 21, 9, y Lc., 19, 38).

        ¡Hosanna!, que vale tanto como «Salve», era una exclamación consagrada por la costumbre en las procesiones; saludaban, pues, al Hijo de David, al Rey de Israel y al Mesías tan deseado. Impotentes los fariseos para prevenir y contener esta explosión popular, encontraban, al menos en el  la, la ventaja de hacer responsable a Jesús de aquel desorden: ¡Maestro, reprende a tus discípulos: “Si ellos se callan, responde Jesús, gritarán las piedras” (Lc 19, 40). Y la ciudad entera se conmovió, y se preguntaban: ¿Quién es Ese? Y los que acompañaban a Jesús respondían: Es Jesús, el Profeta de Nazaret, de Galilea.

Como es natural, al bullicio acudieron presurosos los niños, y llegado el cortejo al templo, cuando los demás callaban, los niños seguían clamando con entusiasmo a todo pulmón: “Hosanna al Hijo de David! Hosanna!” Es muy natural esta escena a la vida religiosa del niño. En las escuelas habían aprendido de memoria el Salmo de donde está tomado el Hosanna (117, 26). Habíaseles también enseñado a tremolar los ramos durante la fiesta de los Tabernáculos en cuanto se dejaba oír el Hosanna.

Estaban, pues, los niños en las horas de la entrada de Jesús en el   espíritu del ceremonial de la fiesta de los Tabernáculos más todavía que los adultos. En el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curó. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacía y a los niños que estaban gritando, se irritaron y le dijeron a Jesús: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús les contestó:  Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste brotar alabanzas?” (Mt 21, 14-16). “Los fariseos, pues, se dijeron unos a otros: Ya veis que nada adelantarnos; ved cómo todo el mundo se va en pos de El” (Jn. 12, 19).


2) Reflexionemos para sacar algún provecho de las enseñanzas que de este suceso se pueden deducir. Es el triunfo de nuestro Capitán, el Rey eternal cuya vida venimos contemplando, para «siguiéndole en la pena, también seguirle en la gloria».

Qué diferencia de esta gloria y este triunfo a la gloria y triunfos de los reyes temporales! Quiso, dice Lagrange, O. P. (El Evangelio de N. S. Jesucristo), «que su triunfo se hiciera con gloria tan modesta que no excitase sospechas en los romanos ni hubiese nada de ruidoso ni de revolucionario. Se ha hablado mucho de la nobleza de los asnos a los ojos de los orientales. Un romano pasando cerca, sobre un caballo bien enjaezado, el casco a la cabeza, la lanza en ristre, se habría sonreído con ganas de aquel cortejo grotesco: una mascarada, una caricatura de la subida al Capitolio. Jesús, Rey manso y humilde, aceptaba aquellos humildes homenajes; y aquellas buenas gentes hacían lo que podían. No está su reino en fastuosidades exteriores, sino en las almas, en la paz, en la tranquilidad, en la santidad».

Las gentes sencillas tendían sus mantos a los pies de Jesús; tú, ¿qué vas a poner? Tiende tu amor; tiende, para que sobre ello marche triunfalmente, tu Rey, lo que El mismo te ha pedido en estos días de Ejercicios.

Acabas de hacer tu elección, tu reforma; ponla a los pies divinos de Jesús pídele que pise triunfante sobre tus riquezas, que por Él quieres dejar; sobre tu voluntad, que por Él quieres sujetar a la obediencia; sobre tu sensualidad, que anhelas dominar para seguir casto al que es la misma pureza; sobre cuanto tienes, todo cuanto puedes, todo cuanto vales.    ¡Todo para Él; todo a Él rendido; todo a Él para siempre entregado!


3) Cuánta verdad la que encerraban los gritos y aclamaciones, acaso para muchos inconscientes, con que solemnizaba la muchedumbre la triunfal entrada de Jesús. ¡La paz queda hecha con el cielo! ¡El reino de la justicia, establecido! ¡ La libertad, devuelta a los cautivos! ¡Israel está en salvo! Tal es la labor de Jesús. Y los Apóstoles y discípulos contarían a las gentes las obras, predicación y milagros de Jesús llenos de entusiasmo legítimo.

Recuérdalos tú también; los has estudiado estos días de santo retiro, en los que has ido siguiendo paso a paso los caminos de tu Capitán: ¡es tu Rey, Hosanna! Si a Él te sujetas, bajo su cetro encontrarás la paz, el bienestar, la dicha, el camino seguro del cielo. ¡Dichoso tú si comenzaras de una vez a vivir como buen súbdito de tan buen Rey y a seguirle de cerca! ¡No hagas lo que aquellas turbas que con tanto entusiasmo aclamaban a Jesús en la hora del triunfo, y al caer de la tarde le dejaron sin ofrecerle un abrigo en que pasar la noche!
        Buena ocasión será ésta para renovar tu amor y amistad eterna y permanente con el Señor y ofrecerle tu corazón como morada perpetua de pan y amor.

 

 

 

33ª  MEDITACION

 

EL DISCURSO DE LA CENA

 

 

Es el adiós del corazón más delicado y sensible que ha existido, el de Jesús; es su testamento de amor. No se puede sujetar a una sinopsis de orden riguroso, pues es, más que discurso preparado, una efusión del alma, una charla amistosa, en la que el Corazón de Jesús se abre manifestando sus varios sentimientos; por eso se repite a veces y vuelve sobre las mismas ideas para inculcarlas más. Con amor y cuidado exquisitos nos ha transmitido esta bellísima página el Evangelista San Juan, que dedica a compendiar el discurso de Jesús cinco capítulos, del 13 al 17, en su no largo Evangelio.

Sirven de preámbulo los 30 primeros versículos del capítulo 13, en los que se nos narra el lavatorio de los pies y el anuncio de la traición de Judas hasta la salida de éste del Cenáculo (13, 1-30). Síguense unas frases que preludian las de despedida y la predicción de la caída de Pedro (31-38). En los capítulos 14, 15 y 16 se pueden distinguir a primera vista dos conjuntos principales: el primer discurso desarrollado en el   capítulo 14 y el segundo, más amplio, en los capítulos 15 y 16.

En el   primero la idea dominante es la de la próxima separación; de ella consuela Jesús a sus discípulos, dándoles razones de aliento y diciéndoles que más bien que entristecerse debieran alegrarse de su partida al Padre. Al terminar esta parte con la frase: “A fin de que conozca el mundo que yo amo a mi Padre y que cumplo lo que me ha mandado, levantaos y vámonos de aquí”, podemos imaginarnos, como lo hacen autores muy dignos de respeto, y prescindiendo de otras opiniones de lo que a estas palabras se siguió, que Jesús, al decirlas, se levantó de la mesa, sí, pero no salió aún para el huerto, sino que se entretuvo en el   mismo Cenáculo en sabrosa plática o en la misma sala de la Cena o en la terraza de la casa.

Dos partes principales se pueden considerar en la continuación del discurso: Primera: Con la comparación de la vid, desarrolla el tema de la caridad: unión de los discípulos con Jesús y entre ellos (15, 1-17); a la cual unión se opondrá la rabia del mundo incrédulo y perseguidor (15, 18 y 16, 4). En el   versículo 5 del capítulo 16 expresa Jesús la idea de su partida.

En la segunda parte consuela a sus discípulos con el anuncio de la venida del Espíritu Santo (16, 7-15) y de su propia vuelta (16-22) y con la promesa de que serán oídas las oraciones hechas en su nombre (22-27), y termina con palabras de aliento para la lucha que se avecina (32-33). El capítulo 17 contiene la que suele llamarse plegaria sacerdotal de Jesucristo, de una solemnidad y grandiosidad imponentes.

El objeto principal, y como tema de toda ella, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad. Jesús levantó sus ojos al cielo, como para indicar aun exteriormente el cambio de forma de su discurso. Se pueden distinguir en esta plegaria tres partes: Primera. Rogó por Sí mismo (17, 1-5). Segunda. Por sus discípulos presentes, que han de                 continuar su obra (6-19). Tercera. Por los que habían de creer en el  al escuchar la predicación de los Apóstoles. Cierra la oración un breve epílogo (24-26), que resume la plegaria.

 

Para la meditación destacaremos tres ideas:

Primera. Amor a Jesucristo.

Segunda. Amor mutuo de caridad fraterna.

Tercera. Oración sacerdotal, y procuraremos deducir    enseñanzas de utilidad práctica.

Pidamos la gracia para penetrar íntimamente las enseñanzas de Jesús y cumplir siempre con fidelidad sus recomendaciones.


Punto 1º  “MANETE IN DILECTIONE MEA…  PERMANECED EN MI AMOR” (Jn 15, 9).


1) Recomienda Jesús a sus Apóstoles el que permanezcan fieles en su amor, y les da para animarles a ello una razón muy eficaz: “Como el Padre me ha amado, Yo os he amado a vosotros” (v. 9). Realmente, si se piensa un poco, se echa pronto de ver la fuerza de esta razón para movernos a amar de veras a Jesucristo. Mi Padre, les dice, me amó a Mí, y este amor fue la razón de todos los bienes de que mi naturaleza humana se ve tan espléndidamente adornada, pues que sólo por amor la comunicó liberalmente el que sin previos méritos se uniese a la Persona Divina, unión de la que redundaron y redundan todos los bienes.

Pues bien: de análoga manera mi amor para con vosotros es tal, que no tiene cosa que se le puede comparar, sino el que me tiene mi Padre. Por ese amor Cristo los eligió, sin méritos previos, para que le siguieran, pruebas de ese amor se las ha dado abundantes en los años que con Él han convivido, educándoles, instruyéndoles, adornándoles de extraordinarias gracias y privilegios, preparándoles el gran premio de la vida eterna; en ese amor se les da todo, en el   tiempo y en la eternidad. Y como a ellos, a nosotros. Perseveremos en el .

¿Qué hacer para ello? Nos lo dice claramente el. mismo Jesús: “Si praecepta mea servaveritis, manebitis in dilectione meas sicut et ego Patris mei praecepta servavi, et maneo in ejus dilectione… Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; como Yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor” (v. 10).  Esa es la gran señal de amor, la guarda de los mandamientos.


2) ¿Cómo lograrla? Con nuestras solas fuerzas, de ningún modo; porque se lo acababa de decir el mismo Jesús: “Sine me nihil potestis facere… Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En cambio, unidos a Cristo vivimos su vida y damos frutos de vida eterna: “Quien está unido conmigo y Yo con él, ése da mucho fruto”. Unidos a la vid, que es Cristo, somos sarmientos llenos de vida, que damos frutos de santidad y amor. Y de ahí brota nueva unión con Cristo.

En el   v. 21 nos dice Jesús: “Quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y e1que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré..., y vendremos a El y haremos mansión dentro de Él”. Deliciosa unión que nos hace templos de Dios vivo. Pero es aún poco para el amor de Cristo, y a quien en su amor permanece le proporciona medio de unirse con Él más apretadamente aún.

Escuchémosle: “Qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem, in me manet et ego in illo…Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí permanece y Yo en el ”. (Jn 6, 56). Y ésa sí que es unión íntima. Declarándola, San Cirilo de Alejandría escribe: «Dice aquí que estará en nosotros por participación natural. Porque como si pusiese uno al fuego dos pedazos juntos de cera y los derritiese, se haría una sola cosa de ambos, así por la participación del cuerpo de Cristo y de su preciosa sangre se une Él a nosotros y al mismo tiempo nosotros a Él... Y si no te dejas persuadir de mis palabras, presta fe al mismo Cristo, que clama: En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Porque el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el   último de los días. Oyes qué claramente te dice que si no comemos su carne y bebemos su sangre, no hemos de tener en nosotros, es decir, en nuestra propia carne, la vida eterna. Mas cierto que se considerará con derecho a la vida eterna la carne de la vida, es decir, del Unigénito.»


3) Meditemos, y si queremos vivir en esta unión, merced a la cual podremos producir frutos de vida eterna y sin la cual nada podemos conducente a la vida eterna, guardemos los mandamientos, estimemos la gracia sobre todo otro bien y recibamos el cuerpo santísimo de nuestro Jesús.

Esa unión producirá en nosotros frutos suavísimos; cierto que el más precioso es el vivir la vida de Cristo, que es vida eterna; pero, además, nos promete Jesús que “si permanecéis en Mí y mis palabras permanecieren en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os otorgará” (15, 7). De suerte que, además de permitirnos esta unión dar frutos de vida eterna, dará a nuestras oraciones una eficacia omnímoda.

Y la razón es clara, porque «el discípulo que pide unido a Cristo, nada podrá pedir sino lo que convenga a Cristo... Manendo quippe in Christo, quid velle possunt nisi quod convenit Christo?» (Aug. in Jo., tract. 81, n. 4. ML. 35, 1842).

 


Punto 2.° “HAEC MANDO VOBIS, UT DILIGATIS INVICEM… LO QUE OS MANDO ES QUE OS AMÉIS LOS UNOS A LOS OTROS” (Jn 15, 17).

 
1) Con no menos instancia que su amor quiso recomendarnos Jesucristo el amor mutuo de fraterna caridad. ¡Con qué frases tan significativas y con qué instancia tan repetida! Mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros, y que del modo que Yo os he amado, así también os améis recíprocamente”. Quiere Jesús que los que con Él forman una sola cosa, su cuerpo místico, permanezcan siempre, como parece natural en miembros de un mismo cuerpo, unidos entre sí con el más estrecho vínculo de la caridad; y así se lo manda. Pero ¿por qué llama nuevo a este precepto?

Ya en la ley mosaica (Lev 19, 18) se mandaba “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Así es; pero ese precepto era ya letra muerta y se había dado al olvido, o, al menos, se había entendido y practicado mal. El israelita sólo consideraba como prójimo a su conciudadano o connacional; pero de ninguna manera a los extranjeros y los gentiles; y era para él la ley norma meramente negativa, que le imponía el no hacer mal al prójimo, pero no le movía a practicar con él el bien. Así, pues, resultaba ya nuevo el precepto de Jesús.

Lo era también, además, porque Jesús le infundía un nuevo espíritu, le imprimía eficacia nueva y le proponía un nuevo ideal. El nuevo espíritu era el Espíritu de Cristo; el nuevo ideal, el ejemplo de Cristo. Ideal en verdad sublime, que eleva el amor mutuo a alturas insospechadas para los antiguos.

Jesús nos amó, dice Santo Tomás, «gratuite, efficaciter et recte», gratuita, eficaz y rectamente. Modelo acabadísimo del amor que previene, que colma de beneficios, sin cansarse por olvidos y desprecios, que se olvida de sí mismo y se entrega hasta morir en medio de tormentos horribles por nuestro amor, por nuestra vida, por nuestra eterna salvación; ésa es la meta. Imposible de alcanzar sin la gracia, que el mismo Jesús infunde en nuestras almas, que es para nosotros nueva vida, la vida de Cristo.

Él crea en nosotros un corazón nuevo, como el suyo, de suerte tal que podrá el gran Apóstol Pablo escribir a los fieles de Filipo que les ama con el corazón de Cristo. Y del modo en que Cristo ama en cada uno de nosotros lo que su generosidad nos ha dado, así sus discípulos amarán en sus hermanos a Cristo en el  los escondido, mereciendo de tal suerte encontrar un día cara a cara a Cristo glorioso. Esta es la gran novedad del precepto del amor.

Novedad es también, aunque derivada de lo que hemos dicho, el que el motivo de amar al prójimo es el amor mismo de Dios; sin el cual no puede la caridad ser sincera ni verse libre de otros motivos meramente humanos que la desnaturalizan, ni durable y digna de premio eterno.


2) Mandamiento distintivo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (13, 35). Quiere Nuestro Señor que nuestra caridad no sea meramente interna, sino que, obrando del corazón inflamado en el   amor de Cristo y vivificado por el Espíritu de Cristo, se muestre en obras que todos vean y admiren. Y fue así en realidad; los paganos de África, cuenta Tertuliano, que al ver la sociedad cristiana naciente, llenos de admiración exclamaban: «Vide, inquiunt, ut invicem se diligant: ipsi enim invicem oderunt: et ut pro alterutro mori sint parati: ipsi enim ad occidendum, alterutrum paratiores erant…Mira, se decía, cómo se aman mutuamente: mientrar ellos se odian mutuamente; y cómo están dispuestos a morir los unos por los otros; mientras  ellos están más dispuestos a darse la muerte» (Apol., 39. ML. 1, 471).

Era que los primeros cristianos, por el Señor y sus Apóstoles educados, tan acabadamente entendieron y tan admirablemente practicaron este precepto, que pudo de ellos escribirse en los Hechos de los Apóstoles (4, 32) que “eran un solo corazón y un alma sola”; y se llamaban “hermanos”, y sus reuniones de comunión eucarística eran «ágapes», es decir, «amor». Así maravillaron al mundo gentil, sembrado todo él de odio infernal.

Exponiendo San Agustín este pasaje de los Hechos, escribe: «Otros dones míos los poseen también, como vosotros los no míos, no solamente la naturaleza, la vida, el sentido, la razón y aquella salud que es patrimonio común de los hombres y las bestias, sino aun el don de lenguas, los sacramentos, las profecías, la ciencia, la fe, el dar sus cosas a los pobres, y el entregar su cuerpo a las llamas; pero, porque no tienen la caridad, suenan como campanadas, nada son, de nada les aprovecha cuanto tienen. Así que, no en estos dones míos, aunque buenos, que pueden tener aun los que no son mis discípulos, sino en esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tengáis mutuo amor» (In Jn Ev., tr. 65, 3. ML. 35, 1.809).

Reflexionemos: tiembla uno al mirar en torno y ver sólo ingentes ruinas, producidas por el odio; al constatar con inmensa pena que aun en individuos y familias y sociedades que se llaman cristianas falta la caridad: ¡no tienen derecho a tan precioso título! ¡O tenemos caridad, o no tenemos derecho a llamarnos cristianos! ¡Pensémoslo y saquemos las consecuencias!


3) “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 12). ¿Por qué lo llama Jesús suyo? Quizá porque le es más amado, o mejor, porque compendia y encierra en sí todos los demás, que no pueden quebrantarse sin quebrantar éste, y quedan bien garantizados en su exacta guarda, con sólo que se cumpla fielmente el precepto del amor fraterno: “Plenitudo enim legis est dilectio”…la plenitud de la ley es el amor: qui enim diligit proximum legem implevit,  quien ama al prójimo tiene ya cumplida la ley” dice San Pablo (Rom., 13, 10), (Ib., 8). Y es así, porque el amor del prójimo supone el amor de Dios, y no puede existir sin él. Como a su vez el amor de Dios exige e impone el amor del prójimo; así nos lo dice San Juan en su primera Epístola (4, 20).

San Pablo, penetrado de esta doctrina, compendia la perfección de la caridad en la imitación de Cristo, “como yo os he amado”, y de Jesucristo entero: “acogeos los unos a los otros, como Cristo os ha acogido para gloria de Dios” (Heb., 15, 7). “Caminad en el   amor, como Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo a Dios por nosotros, en oblación y hostia de suave fragancia” (Efe. 5, 2). La caridad mutua debe animar toda vuestra vida, como la de Cristo para con nosotros: “Esposos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella” (Ib., 2, 5).

La moral cristiana no es una realización de un ideal abstracto, ni la sumisión a una ley impersonal o a un axioma eterno, sino que es amor de una persona, la de Cristo, y empeño de copiar y reproducir con toda perfección sus sentimientos y sus acciones. ¡La imitación de Cristo!, ¡el formar en nosotros a Cristo!

Y la cumbre y la prueba más resplandeciente y grande del amor es dar la vida por el amado: “¡Que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos!” (Jn 15, 13). A ejemplo de Cristo, deben estar sus discípulos prontos a dar su vida por el prójimo. Y tal sería la más genuina prueba de legítimo cristianismo.

 

 

 

 

Punto 3.° LA ORACIÓN SACERDOTAL (Jn 17, 1-26).


1) Así se suele llamar a este capítulo de San Juan, que constituye la última parte del discurso de la Cena. Y es que revisten sus palabras una fuerza y grandiosidad extraordinarias; y se diría que Cristo se transforma de Maestro en Intercesor, y de Profeta en Gran Sacerdote. La idea principal, que impregna toda la oración, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad.   

Comienza la oración con un gesto exterior expresivo de oración: “levantando sus ojos al cielo”.Ayuda no poco a mejor comprender el sentido y la marcha de esta oración el recordar lo que en el   segundo versículo se nos dice, que a Cristo ha dado el Padre poder de vivificar a todo el género humano: “Haec est autem vita aeterna, ut cognoscant te, solum verum Deurn, et quem misisti Jesum Christum…la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo” (v3).

Y este conocimiento es fruto de triple predicación: la de Cristo, que manifestó y clarificado volverá a manifestar el nombre del Padre a sus Apóstoles (v.6); la de los Apóstoles, que, enseñados por Cristo e ilustrados por el Espíritu Santo, manifestarán a la Iglesia el nombre y dignidad del Padre y del Hijo; y la de la Iglesia, que, vivificada maravillosamente por el Espíritu de Cristo, por su ministerio apostólico, manifestará al mundo la dignidad estupenda del Padre y del Hijo.


2) De ahí las tres partes de la oración, íntimamente vinculadas entre sí. Pide, en primer lugar, Cristo para Sí la claridad de cuerpo glorificado: “Te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encargaste; ahora glorifícame, Padre mío, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve en Ti, antes que el mundo existiera” (v.5).

Jesús ha dado gloria al Padre sobre la tierra, con su predicación, sus milagros, su obediencia: su misión va a terminar en la Pasión, que considera como cumplida, pues se ha ofrecido ya como víctima. Esta Pasión va a oscurecer su gloria más que ninguna otra cosa.

En retorno, pide Jesús el ser glorificado por su Padre y reasumir la gloria que tenía junto a su Padre antes de la creación del mundo. Esta glorificación será la del Verbo encarnado resucitado y será cumplida cuando su humanidad se verá asociada a la gloria eterna de su divinidad, en la unidad de persona.

Pide después Jesús para los Apóstoles y sus sucesores (6-20) el espíritu de fortaleza, de paz, de santidad y de verdad, con el que sean constantes en la fe y en la confesión del Padre y del Hijo, vencedores del mundo y de su espíritu, unidos fuertemente entre sí, ilustrados y robustecidos con el carisma de la verdad. Para obtener de Dios esta especial protección alega Jesús tres motivos: porque son tuyos: del Padre y míos, pues me los diste Tú (v. 9); porque me han glorificado (10), y porque van a quedar solos en el   mundo (11-13).

Ora Jesús, en tercer lugar, por la Iglesia universal, y pide que sean todos uno. ¿Con qué unidad? En primer lugar, mística y sobrenatural: “que también ellos sean uno en nosotros”. Y qué quiera decir este en nosotros, se explica a continuación: Yo estoy en el  los, y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad. Y aún se explica más cómo está Cristo en nosotros: Yo les he dado la claridad que me diste a Mi, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros (v.22).

Se trata de la unidad admirable, que se ha de lograr mediante la comunión del Espíritu vivificante por los multiformes dones de la gracia. Aunque primordialmente se refiera a esta unidad mística, con Cristo de cabeza; pero también se trata de la unidad externa, social y jerárquica, pues que Cristo ora no sólo por los Apóstoles, sino también “por los que han de creer en Mí por medio de su predicación” (v. 20).

Al comenzar su discurso Jesús dijo a sus Apóstoles: “Cuando Yo me fuere y os preparare el lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros” (v.14, 3). Y al terminar el mismo discurso dice a su Padre: “Yo deseo que aquellos que Tú me has dado estén conmigo allí mismo donde Yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado” (v.17, 24). Esta gloria que están llamados a gozar es la eterna del Verbo, la que su Padre le ha dado en prenda de su eterno amor.

Cuánto debe ser nuestro agradecimiento a un tan buen Señor y Maestro, que ha pedido para sus discípulos lo mejor que se puede desear. Y cómo debe animarnos a ser fieles al Rey cuyo seguimiento hemos jurado, el ver cómo se preocupa de sus soldados y les proporciona cuanto se necesita para luchar y vencer.

Pidamos al Señor la perseverancia en su santo amor, que nos haga unirnos más íntimamente cada día con El. Pidámosle también la caridad fraterna, por la que vivamos unidos con nuestros hermanos. Y la victoria en las luchas con el mundo, para lograr la eterna palma.

 

 

34ª  MEDITACIÓN

 

LA ÚLTIMA CENA

 

Viene a ser esta meditación como un preámbulo a las de la Pasión; hemos, pues, de entrar en el  la con el alma llena de ansias de aprovecharse. «Ha de entrar el alma en esta consideración mirándose a sí como causa de tanto dolor, ignominia y tormento, y que todo el bien que tiene y el haber sido prevenida y librada del mal es por aquellos merecimientos. “Et quia cum lacrimis et clamore valido orans exauditus est pro sua reverentia… y porque orando cn lágrimas y con clamor válido ha sido escuchado por su gran reverencia” (Hbr 5 7). Allí tenía el Señor presentes nuestros pecados e ingratitudes» (P. González Dávila, 1. e.; Direct., c. 35, 3).

 
NOTA.—En la historia propone San Ignacio como materia de meditación: 1), la ida de Betania a Jerusalén y la cena pascual; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía; 4), el sermón de después de la Cena; pero en los Misterios a los que se refiere, para la distribución de la materia en puntos, sólo propone: 1), la cena; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía. Nos atenemos a esta distribución, dejando la materia del discurso de después de la cena para una meditación complementaria.


Punto 1.° COMIÓ EL CORDERO PASCUAL CON SUS DOCE APÓSTOLES, A LOS CUALES LES PREDIJO SU MUERTE: EN VERDAD OS DIGO QUE UNO DE VOSOTROS ME HA DE VENDER.

 
1) El jueves por la mañana, los Apóstoles dijeron a Jesús: “Dónde quieres que te dispongamos la cena de la Pascua? El Señor lo encargó a Pedro y Juan, diciéndoles: Id a la ciudad, encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua, seguidle a. donde fuere y decid al dueño: El Maestro os envía a decir: ¿dónde está la sala en que he de celebrar la cena de la Pascua con mis discípulos? Y él os mostrará una pieza de comer grande y bien amueblada; preparadnos allí lo necesario” (Mc 14, 12 y sigs.). Y todo se hizo así. La Señal que el Señor les di, encontraréis un hombre con un cántaro, no se prestaba a titubeos, pues eran las mujeres las que de ordinario, al caer de la tarde, cumplían ese menester.

El dueño del cenáculo debía ser un discípulo conocido de Jesús, como lo indica San Mateo (Mt, 26, 18); según él, Jesús dijo a Pedro y Juan: “Id a la ciudad en casa de tal persona y dadle»este recado: El Maestro...”

 
2) Cuando atardeció, Jesús se puso a la mesa con los doce. Jesús sabía que le había llegado la hora de partir de este mundo para el Padre, y en el   amor que tuvo a los suyos que estaban en este mundo permaneció hasta el fin (Jn 13, 1), y agotó para mostrarlo todos los medios. Y les dijo: “¡En gran manera he deseado celebrar con vosotros esta Pascua antes de padecer! Porque os aseguro que no la comeré más hasta que la Pascua tenga su cumplimiento en el   reino de Dios. Y tomando la copa y dando gracias, dijo: Tomadla y participad de ella; os digo Yo que ya no he de beber más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el   reino de mi Padre” (Lc 22, 15 y sigs., Mt 26, 29).

¡Nuestro amor le hacía desear llegara la hora del sacrificio! Comió con sus discípulos el cordero pascual guardando el rito prescrito por la ley, con ceremonias tan claramente prefigurativas del gran sacrificio que Él iba a ofrecer.

Cómo se conmovería Jesús, el verdadero Cordero de Dios, que borra los pecados del mundo; y cómo se ofrecería una vez más al Padre para sustituir aquellas figuras con la terrible y Sublime realidad.


3) Y en momentos tan solemnes, en los que Jesús tan claramente aludía a su partida, se suscitó entre los Apóstoles una disputa sobre quién de ellos sería reputado el mayor (Lc 22, 24). Pero Jesús les dijo: Los reyes de las naciones se tratan con imperio... No habéis de ser así vosotros; antes bien, el mayor de entre Vosotros pórtese como el menor, y el que tiene la precedencia, como el sirviente. Y se lo enseñó prácticamente con el ejemplo lavándoles los pies.


4) San Ignacio, alterando un poco el orden, pone el anuncio de la traición de Judas antes del lavatorio. Y mientras, sentados a la mesa comían, Jesús les dijo lleno de emoción: en verdad, en verdad os digo: uno de vosotros, que está comiendo conmigo, me ha de hacer traición (Jn 13, 22 sigs.). Los Apóstoles comenzaron a mirarse unos a otros, sin saber de quién hablaba, y se preguntaban quién sería el que iba a hacer tal cosa. Extremadamente entristecidos, empezaron a decirle uno por uno: ¿Seré tal vez yo, Señor? El les contestó: Uno de los doce que lleva conmigo la mano al plato. El Hijo del hombre se va, como está escrito acerca de El; pero ¡ay del hombre por quien va a ser traicionado el Hijo del hombre! Hubiera sido mejor para él no haber nacido. Judas, el que lo había de traicionar, le preguntó también: ¿Seré tal vez yo, Maestro? Tú lo has dicho, le contestó, pero de suerte que no lo oyeron los demás.


5) Reflexionando en mí mismo, procurar sacar algún provecho. Jesús va por mi amor a la Pasión; su corazón se siente oprimido, y, sin embargo, quiere cumplir exactamente la ley. Fácil es cumplir la ley, guardar la regla en tiempo de fervor o tranquilidad; no lo es tanto, sino que a veces resulta de verdad difícil guardarla con fidelidad en días de tribulación, cuando el alma, conturbada por el mal que sobre ella se cierne, angustiada, se llena de pavor.

Consideremos el alto ejemplo de nuestro Maestro y Capitán; hemos jurado seguirle pisando sobre las huellas que en el   camino de la santidad nos va marcando; no lo olvidemos ni, cobardes, seamos infieles a lo prometido; pensemos que padecemos con Él para, siguiéndole en la pena, seguirle también en ‘a gloria. Su palabra no falla, y su ayuda jamás se nos niega.

¡Cómo contristó a Jesús la traición de Judas! Uno de los doce predilectos, escogidos para compañeros suyos inseparables; para vivir bajo el mismo techo, comer a la misma mesa y del mismo pan; para testigos de las maravillas sin cuento que iba obrando; para oyentes privilegiados de su divina predicación y de especiales coloquios; para continuar su obra; dotados espléndidamente; tratados como amigos, más aún, como hermanos. ¡Todo lo olvida, todo se le trueca en ponzoña y sólo sueña en traicionar a quien sólo le había hecho bien y al que era dechado perfecto de toda bondad! Tanto puede en un alma la pasión cuando de ella se adueña; al principio, no difícil de dominar; fomentada, se trueca en tirano que la esclaviza y la reduce a extremos inconcebibles de vileza y degeneración.

¡Vivamos alerta! No despreciemos a la pasión, cuando comienza a manifestarse, por insignificante; temámosla por lo que, descuidada, puede llegar a ser.


Punto 2.° LAVÓ LOS PIES DE LOS DISCÍPULOS, Jo., 13.


1) Como viese apenado Jesús que sus discípulos disputaban sobre quién de ellos era reputado el mayor, quiso darles una nueva lección práctica y bien inteligible, de la humildad, que tantas veces les había predicado y recomendado. Y sabiendo que su Padre lo había puesto todo en sus manos, consciente de sus prerrogativas divinas, de su origen y de sus destinos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la mesa y dejó su manto; y cogiendo una toalla, se ciñó con ella como un criado con un mandil, echó agua en un lebrillo de cobre, que nunca faltaba en el   mobiliario de toda casa oriental, y se dispuso a lavar los pies a sus discípulos.

La actitud de los convidados, reclinados en sofás o divanes bajos, con los pies descalzos y tendidos hacia fuera, facilitaba mucho la operación. “Se inclinó, pues, a los pies de Pedro, pero éste, incorporándose, le dijo: Señor, ¿Tú me vas a lavar los pies?” San Agustín se pregunta: «,Qué significan estas palabras «tú» y a mí»? Piden ser meditadas más bien que explicadas, de modo que la lengua sea impotente a expresar lo poco que el espíritu habrá podido comprender de su verdadera significación.

Jesús le respondió: Ahora todavía no comprendes lo que hago; ya lo comprenderás más adelante. Al terminar el lavatorio se lo iba a explicar el mismo Jesús. Pedro, obstinado, insta: No me has de lavar Tú los pies jamás. Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.

¿Qué significa la amenaza? ¿Excluirle del apostolado o aun de la amistad de Jesús? Los más de los expositores, sobre todo antiguos, se inclinan a lo último. Jesús hizo de la obediencia de Pedro condición esencial de su amistad; tanto empeño tenía en dejarnos tan hermoso ejemplo que imitar.

 

 2) Quiere San Ignacio que consideremos cómo Jesús lavó los pies de los discípulos, hasta los de Judas; y es en verdad escena ternísima. Llevaba esta espina en el   corazón, como lo manifestó al responder a Pedro, que le decía: Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. El que se ha lavado ya no ha menester lavarse, porque está todo limpio; vosotros también estáis limpios, aunque no todos. Que como sabía quién era el que le había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios. Y, sin embargo, se arrodilla a los pies de Judas y se los lava, y quizá le diría alguna palabra amorosa, sin que el desdichado se conmoviera lo más mínimo.


3) Después que les hubo lavado los pies tomó otra vez su vestido y, puesto de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro. Porque ejemplo os he dado para que lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también... Y añadió: Si comprendéis estas cosas, seréis bienaventurados como las practiquéis.

¡ Magnífica lección de humildad! Cuando el Maestro así se abaja, ¿qué oficio podrá parecer al discípulo despreciable e indigno de sus dotes? En servicio de Dios y por amor de nuestros hermanos, todos los oficios han de parecernos honrosos y ningún puesto vil. ¡Qué fruto de humildad sacaba de esta humillación de Jesucristo el devotísimo San Francisco de Borja! De él escribe el P. Jerónimo de Portillo «que así a los de casa como a los de fuera cada día confunde con su gran humildad, porque estando en una plática vino a propósito que dijo que había muchos años que su habitación era en el   infierno a los pies de Judas, y que este Jueves Santo le echaron del lugar; viendo a Cristo Nuestro Señor arrodillado a los pies de Judas, dijo que no merecía él estar donde Cristo estuvo y que ahora estaba sin lugar y así quería estar los días que viviese, si el Señor quisiese» (MHSI. Litt. quadrim., 3, 386).


4) Puede también considerarse este acto como una muestra de amor regaladísimo de Jesús a sus Apóstoles, pues que servicio es tan humilde e íntimo, que no lo hace por amor sino una madre con su hijo o una esposa con su esposo; en verdad que si siempre amó a los suyos, al fin de su vida quiso extremar las muestras de ese amor; los amó como a cosa suya, como a sí mismo, y aun más, pues que por su amor se entregó a sí mismo; los amó con amor constante; los amó sin tasa y los amó con amor purísimo ordenado al fin último. Ese es el modelo de nuestro amor fraterno; ¡felices si lo copiamos con fidelidad!


5) Algunos suelen considerar el lavatorio como preparación inmediata para recibir la Sagrada Eucaristía; y así nos enseña la pureza suma con que hemos de procurar acercarnos a ella. Los Apóstoles estaban limpios, “Et vos mundi estis sed non omnes… vosotros estáis limpios, pero no todos”, y todavía quiso lavarles los pies, para declararnos la conveniencia de limpiarlos aun del polvillo de los pecados veniales al recibir este augusto sacramento. Limpieza, humildad, caridad, son disposición admirable para la Sagrada Comunión.

 

 

 

Punto 3.° INSTITYÓ EL SACRATÍSIMO SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA, EN GRANDÍSIMA SEÑAL DE SU AMOR, DICIENDO TOMAD Y COMED. ACABADA LA CENA, JUDAS SE SALE A VENDER A CRISTO NUESTRO SEÑOR.


1) Nueva y más regalada prueba de amor la que el Señor nos dio al instituir la Sagrada Eucaristía. Con qué sublime sencillez narran el hecho los tres sinópticos y el Apóstol San Pablo en su carta primera a los Corintios (11, 23-25). Terminada la cena pascual, tomó Jesús en sus manos uno de los panes ázimos, no se usaban otros aquellos días; y levantando sus ojos al cielo, dando gracias, lo bendijo; admirándose los Apóstoles, porque no era al fin de la comida, sino al principio cuando se bendecían los alimentos.

Partió Jesús el pan en tantos fragmentos cuantos eran los convidados y lo distribuyó diciendo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que se da por vosotros. Después, tomando una copa llena de vino, con un poco de agua, porque no era costumbre beberlo puro, realizó ritos análogos a los que con el pan guardara y lo presentó a sus discípulos, diciendo: Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados.

Los once Apóstoles presentes bebieron sucesivamente del cáliz, y el Señor añadió: Haced esto en memoria de Mí. Y quedó instituido el Sacramento del amor. Los Apóstoles, tiempo hacía preparados para este gran misterio, no dieron muestras de la menor sorpresa. Un año antes, en la sinagoga de Cafarnaúm, les había Jesús prometido darles su carne en manjar y en bebida su sangre.

Más aún: les había dicho y repetido en todas las formas que si no comían su carne y no bebían su sangre no tendrían en el  los la vida. Y cuando la mayor parte de sus discípulos, escandalizados por esta afirmación tan desconcertante, se marcharon unos tras otros, Pedro, en nombre de sus colegas, hizo su profesión de fe. Ahora que veían realizada la promesa del Salvador, creían más que nunca, con toda su alma, en su veracidad, en su poder y en su Amor.

¿Comulgó Jesús? El Evangelista no lo dice, y más bien parece sugerir lo contrario; sin embargo, los Padres y Doctores, casi con unanimidad, lo afirman, y parece que con razón, porque, ¿no es natural que Cristo, en la celebración de la primera Misa, quisiera servir de ejemplo y modelo a sus nuevos sacerdotes, puesto que les mandaba hacer lo que a El habían visto hacer? La comunión es el complemento de la consumación del sacrificio, y se puede decir que forma parte integrante. (S. Tomás, 3, 81, 1.)

Este acto de Jesucristo se presta a consideraciones muy regaladas y a conclusiones muy provechosas. En el  resplandece, como medita el Padre La Puente, la sabiduría divina, que inventó medio tan maravilloso y tan suave de comunicarse a los hombres y quedarse con ellos. Era para ello acuciada por el amor de Jesús a los hombres “Sic Deus dilexit mundum. . . tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito”; bien podemos decir que más aún lo amó el Hijo, pues que se dio a sí mismo de modo tan regalado. Y hubo de intervenir la omnipotencia, pues sólo ella podía realizar la serie de prodigios que en la Eucaristía se verifican. Entró en juego también el celo encendido de Jesús, que halló medio tan eficaz de aplicarnos el fruto de la Sagrada Pasión.


3) ¿Cómo recibirían los Apóstoles la Sagrada Comunión? Sin duda que Jesús, que tanto les amaba, ilustraría sus inteligencias para que penetraran algo del acto que realizaban. Con qué reverencia y amor la recibirían, y cómo no le diría Pedro, como en ocasión de la pesca milagrosa, recede a me, apártate de mí, sino más bien: ¿adónde vamos a ir, «quo ibimus», si a Ti te dejamos? ¿Comulgó la Santísima Virgen? Parece probable que sí, pues estando, como se cree, en el   Cenáculo, natural era que Jesús le proporcionara ese innegable consuelo. Cierto que los años que después de la la Ascensión del Señor vivió en la tierra comulgaría a diario, siendo en esto, como en todo, dechado de perfección y modelo acabado para aquellos primeros cristianos encomendados a su maternal tutela y solícito cariño.

Dulce materia de meditación la que ofrece el acto de recibir nuestra Madre Santísima la Sagrada Comunión; materia al mismo tiempo práctica, pues que podemos aprender de María el secreto de las fervientes comuniones que nos llevan a hacer de este divino Sacramento de amor el centro de nuestra vida espiritual; todo para la Eucaristía y la Eucaristía para todo; nuestra vida ha de ser de preparación o acción de gracias de la Sagrada Comunión, y en el  la hemos de buscar cuanto necesitamos para vivir una vida santa. Materia es fecunda y abundante, sobre todo si consideramos que en aquel acto instituyó también el Señor el Santo Sacrificio de la Misa y que a continuación confirió a los Apóstoles la dignidad y el orden sacerdotal.


4) Suelen no pocos autores considerar la pena hondísima del Corazón de Jesús al ser recibido sacrílegamente por Judas. Pero, ¿es cierto que comulgara el Apóstol traidor? Del Evangelio no se puede deducir expresamente; de ahí la variedad de opiniones. Hoy la más común es la negativa. «La única razón de suponer que Judas salió después de la institución de la Sagrada Eucaristía es que San Lucas, después de la consagración del vino, añade: “Verumtamen ecce manus tradentis me mecum est in mensa Con todo, he aquí que la »mano del que me hace traición está conmigo en la mesa” (Lc., 22, 21). Pero los otros Evangelistas ponen estas palabras antes de la institución de la Eucaristía, y todo el mundo (aun el Padre Knabenbauer) está acorde en que San Lucas, en la narración de la Cena, a la que no había asistido, no sigue estrictamente el orden de los hechos» (Prat o.c. p283).

 

 

 

 

35ª  MEDITACIÓN

 

SALE DESDE LA CENA PARA IR AL HUERTO

 

“Entonces les dice Jesús: Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro intervino y le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: «Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.

Dícele Pedro: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré. Y lo mismo dijeron también todos los discípulos. Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.

Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.»Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: Padre mío, si es posible, que 
pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.

Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?  Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.

Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.

Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados.

Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras”. 

  

Preámbulo: Lo primero es demandar lo que quiero, lo cual es propio de demandar en la pasión dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. Pedimos afecto de compasión de muy subida caridad, de amor de pura benevolencia. Pero no olvidemos que no se pide una impresión superficial, fácil de lograr sobre todo en caracteres un poco afectuosos, al ver los horribles tormentos exteriores e interiores que Jesús sufrió en las horas de la Pasión, sino un sentimiento íntimo, profundo y fecundo que nos lleve a obrar; que no valdría gran cosa la compasión si nos dejase prácticamente como antes y fuera estéril para hacernos mejores.

 

Punto 1.° PRIMERO: EL SEÑOR, ACABADA LA CENA Y CANTADO EL HIMNO, SE FUÉ AL MONTE OLIVETE CON SUS DISCÍPULOS, LLENOS DE MIEDO; Y DEJANDO LOS OCHO EN GETSEMANÍ, DICIENDO: SENTAOS AQUÍ HASTA QUE VAYA ALLÍ A ORAR

 

1) El himno a que se refiere San Mateo (Mt., 26, 30), “Hymno dicto”, era el llamado Hallel, y lo componían los Salmos 112 a 1.17 de la Vulgata; de ellos los dos primeros se recitaban o cantaban al comenzar la Cena pascual, y los cuatro últimos al fin de ella.

Fiel cumplidor Jesús de la ley y buenas tradiciones, guardó ésta, aun en circunstancias tan tristes para El. Serían de las diez a las doce de la noche cuando salió Jesús del Cenáculo, bajó la barranca de Tyropeón y salió de la ciudad por la puerta de la Fontana; tomó después la dirección Norte, y dejando a la derecha las célebres sepulturas bautizadas con ilustres nombres, hubo de atravesar el Cedrón.

Casi todo el año puede atravesarse a pie enjuto, pues que sólo en tiempo de las lluvias invernales arrastra fangosas aguas; encajado profundamente entre el monte Olivete y la colina del templo, el sol no llega a su fondo sino bastante tiempo después de levantarse. Cedrón significa en hebreo negro, y piensan muchos que debe tal nombre al color oscuro de sus aguas o a la penumbra que lo envuelve a la mañana y a la puesta del sol.

Iban los discípulos llenos de miedo, conturbados por las predicciones del Señor, por el anuncio de que en el   peligro le iban a abandonar, por la aseveración de la caída de Pedro, por las armas de que les había indicado debían proveerse y que ellos entendieron eran armas materiales, cuando Jesús les hablaba, sin duda, de armas para el combate espiritual. Todo esto les había llenado de tristeza. Contribuía también a aumentarla el ver a su Maestro visiblemente triste.

2) Llegaron a Getsemaní, que significa lagar de aceite, porque, sin duda, había allí uno tallado en la roca en el   que se molía la aceituna de los numerosos olivos allí cultivados. Era, según se cree, el huerto de alguno de los discípulos. y amigos de Jesús y lugar al que tenía costumbre de retirarse para pasar la noche cuando se le hacía ya tarde para ir de Jerusalén a casa de sus amigos de Betania.

A la entrada del huerto dejó a ocho de sus Apóstoles, diciendo: “Sedete, hic, donec vadam illuc et orem…  sentaos aquí mientras Yo voy más allá y hago oración” (Mt., 26, 36). Y nada les dijo de que orasen también ellos, como se lo encargó en seguida a los otros. ¿Sería que no estaban aún los ochos industriados en el   recurso de la oración?

Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan; eran los tres que en el   Tabor habían admirado los resplandores de la transfiguración y a quienes, en medio de aquella explosión de gloria y alegría había revelado, “excessum quem completurus erat in Jerusalem… la muerte que había de sufrir en Jerusalén” (Lc 9, 31),, preparándolos así para que no se escandalizasen de los abatimientos de la Pasión. Y les hizo testigos de la más profunda de cuantas humillaciones había de sufrir.

¡Cómo se esconde la divinidad! El Hijo de Dios mendigando el consuelo de sus Apóstoles, abriéndoles su corazón, como amigos del alma, y revelándoles lo que de otra suerte no hubiéramos siquiera sospechado: que su alma sentía tristeza de muerte; “tristis est anima mea usque ad mortem… mi alma está triste hasta la muerte” (Mc,, 14, 34). Pero aun de este pequeño alivio se quiso privar, y dejando a los tres, recomendándoles: permaneced aquí y orad conmigo (Mt., 26, 38), orad para que no os venza la tentación (Lc., 22, 40), se arrancó de ellos a la distancia de un tiro de piedra (Ib., 41).


3) Antes, al salir del Cenáculo, había tenido otra despedida más tierna y más costosa: la de su Madre. ¡Dulce materia de contemplación y de utilísimas reflexiones, fáciles de hacer para quien ama un poco y ha tenido en horas angustiosas que apartarse de seres queridos! Todo lo hacía Jesús para que conozca el mundo que Yo amo a mi Padre y que cumplo con lo que me ha mandado (Jn 14, 31). Esa es la prueba legítima del amor.

Reflexionemos para sacar algún provecho. Jesús por mí..., y yo, ¿qué hago por El? Mucho le he prometido, algo es; pero no es difícil prometer en ejercicios; más difícil es cumplir lo prometido; y eso aun en días de lucha y en medio de sacrificios. Vayamos templando nuestra alma para lograrlo en esta tercera semana.

 

Punto 2.° ACOMPAÑADO DE SAN PEDRO, SANTIAGO Y SAN JUAN, ORÓ TRE5 VECES EL SEÑOR, DICIENDO: PADRE, SI SE PUEDE HACER, PASE DE Mí ESTE CÁLIZ; CON TODO, NO SE HAGA MI VOLUNTAD, SINO LA TUYA; Y ESTANDO EN AGONÍA ORABA MÁS PROLIJAMENTE.

 
1) Apartóse haciéndose fuerza de sus tres Apóstoles predilectos para orar a solas a su Padre. Y postrándose, con el rostro en tierra, procidit in faciem suam (Mt 26, 39), oró diciendo: Abba! (padre). Todo te es posible; aleja de Mí este cáliz, pero no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú... (Mc 14, 36). ¡Padre mío!, si es posible, que se aleje de Mí este cáliz; pero que no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú (Mt 26, 39). ¡Padre!, si es de tu agrado, aleja de Mí este cáliz; no obstante, no se haga »mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Misterio profundo; ese mismo Señor había dicho: Baptismo autem habeo baptizari et quomodo coarctor usque dum perficiatur! Tengo de ser bautizado con un bautismo (de sangre); ¡y cómo traigo en prensa el corazón mientras no lo veo cumplido!” (Lc, 12, 50). 

El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se hizo a nosotros semejante en todo per omnia, a excepción del pecado (Heb., 4, 15). Y así como de niño pequeñuelo fue creciendo, y quiso sufrir la sed y el hambre, sentir la fatiga y experimentar necesidad de dormir, y se regocijó en la resurrección de Lázaro, y lloró sobre Jerusalén, del mismo modo ante la inminencia de la Pasión sintió despertarse en el  la angustia que en todo corazón humano precede al sacrificio y que le hace pensar cuál será el fruto, cuáles las consecuencias de su sufrimiento.

Es, sin embargo, para nosotros un misterio cómo pudo hacer presa el dolor moral, la tristeza, el desaliento en su alma, elevada desde Él primer instante de su concepción a la visión beatífica... El doble efecto natural de la gloria celeste, en quien contempla a Dios cara a cara, debe ser espiritualizar el cuerpo y beatificar el alma.

Dios suspende Él primer efecto durante la vida terrestre de Cristo para permitirle cumplir su misión redentora; suspende momentáneamente el segundo para permitir a su amor sufrir en su alma lo que jamás hombre alguno habrá sufrido.


2) Luego volvió a donde quedaron sus tres Apóstoles, y como los hallara dormidos, dijo a Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar conmigo una sola hora? Velad orando para que no caigáis en la tentación; el espíritu a la verdad está pronto, pero la carne es flaca (Mc., 14, 37-38).

Poco hacía que Pedro, prefiriéndose a los demás, se jactaba de que con Cristo estaba pronto a ir a la cárcel y a la muerte; y Jesús le dice, como para hacerle caer en la cuenta de su necia presunción: ¿Te dices pronto a morir conmigo y no has sido para velar conmigo en la oración una hora?

Tomó, separándose de sus discípulos, a orar por segunda vez, diciendo las mismas palabras; Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que Yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt., 26, 42). Y pasada en oración otra hora, volvió otra vez a sus discípulos y los hade nuevo dormidos, pues tenían los ojos muy cargados, y como no supieran qué responderle (Mc., 14, 40), dejándolos dormir se fue a orar por tercera vez, diciendo aún las mismas palabras. Vino por tercera vez a los discípulos y les dijo: Dormid ahora y descansad; he aquí que llegó ya la hora; el Hijo del hombre va luego a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vamos; ya llega aquel que me ha de entregar (Mt 26, 45-46).

 

3) Magnífico ejemplo el que nos da nuestro Maestro del modo de prepararnos para las horas del combate: ¡ la oración! En el  la encontraremos si no lo que a veces inconsideradamente pedimos, con seguridad el esfuerzo necesario para triunfar en la lucha.

¡Cuántas veces acudimos, sí, a la oración, pero sólo para suplicar al Señor que aleje de nosotros el dolor y la tribulación, sin acordarnos de añadir el que no se haga mi voluntad, sino la tuya; y no pensamos que tal vez lo mejor para nosotros es que venga la tentación, para con ella ejercitar nuestra virtud, avanzar en el   camino de la perfección y hacer méritos de vida eterna! No lo olvidemos y sea nuestra oración eco de la de nuestro Capitán.

Hemos también de aprender la constancia en el   orar y que el mérito de la oración no está en que sea de conceptos exquisitos y de suavidad regalada, sino en que sea humilde, perseverante, resignada y unida a la de Jesucristo: ¡velad y orad conmigo!

Los Apóstoles se durmieron: ¡cuántas veces en nuestra vida espiritual las grandes caídas y defecciones se han seguido a prolongados descuidos en la oración y el recurso a Dios! Hagamos firmísimos propósitos de no dejar por nada nuestra oración y acudir a ella en todas nuestras necesidades.

 


Punto 3.° VINO EN TANTO TEMOR, QUE DECÍA: TRISTE ESTÁ MI ÁNIMA HASTA LA MUERTE; Y SUDÓ SANGRE TAN COPIOSA, QUE DICE SAN LUCAS: SU SUDOR ERA COMO GOTAS DE SANGRE QUE CORRÍAN EN TIERRA; LO CUAL YA SUPONE LAS VESTIDURAS ESTAR LLENAS DE SANGRE.

 

1) Fue tan honda la tristeza de Jesús, que, según El mismo nos dijo, era suficiente a causarle la muerte; bien se vio en los efectos. Nunca aparece Nuestro Señor más hombre. Diríase que no puede llevar su pena a solas y abre su corazón a sus discípulos y pide a su Padre que si es posible se la alivie, apartando de sus labios cáliz de tan horrible amargura.

La violencia que para sobrellevarla hubo de hacerse fue tan grande, que escribe el Evangelista San Lucas: Vínole un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo (Lc 22, 44). Comentando estas palabras, dice el P. Lagrange, O. P.: «Sea cual fuese la naturaleza de este fenómeno, atestigua un sufrimiento cruel, una angustia extrema del alma que pone al cuerpo en un estado de agotamiento. La naturaleza humana de Jesús aparece aquí con toda su capacidad de sufrir, pero también es cierto que en ninguna otra parte se muestra más claramente que El se dio, se entregó por nosotros con plena voluntad; y lejos de
que esta debilidad de la naturaleza asumida por el Verbo de Dios escandalice a los fieles, en el   recuerdo de su agonía es donde las más grandes almas han sido heridas del amor de su corazón.»

El mismo Evangelista indica bastante a las claras que fué la vehemencia del dolor y angustia interior las que motivaron este sudor sanguíneo. ¡Todo por nuestro amor, para lavarnos con su sangre! (Apoc., 1, 5).


2) ¿Qué sufrió? Los Evangelistas, para expresarlo, multiplican las palabras: factus in agonia (Lc 22, 43). Tristis est anima mea (Mt 23, 38). Coepit contristari et moestus esse (Mt., 26, 37). Coepit pavere et taedere (Mc., 14, 33). Agonía, tristeza, miedo, tedio...


a) Miedo, temor natural de la muerte, lo sienten los hombres todos, y quiso sentirlo Jesús; veía cómo se le acercaba con el cortejo horrible de sufrimientos acerbísimos, que la hacían verdaderamente temible, y se estremeció.

También nos asaltará a nosotros; no nos dejemos amilanar por él, sino antes bien con ánimo esforzado repitamos, haciéndonos si es preciso violencia, el acto de aceptación de la muerte, indulgenciado por S. S. Pío X con indulgencia plenaria para la hora de la muerte: «Señor, Dios mío, ya desde ahora acepto resignado y gustoso, como venida de tu mano, cualquier género de muerte que te sirvieres enviarme, con »todas sus angustias, penas y dolores.»


b) Asco, náusea, tedio hubo de causárselo, y muy angustioso, el verse Él, pureza infinita y santidad esencial, como anegado en las iniquidades y pecados de todo el mundo; veíase ante la justicia divina como vestido con la hopa de criminal tomando sobre sí las maldades de todos nosotros: “Posuit in eo inquitates omnium nostrum… Sobre El puso todas nuestras iniquidades (Is., 53, 6): ignominias de Sodoma y Gomorra, de Nínive y de Babilonia; de todas las grandes ciudades, verdaderas sentinas de todas las disoluciones y de todos los desórdenes; infamias de todos los cultos, de todas las deidades del paganismo, de sus fiestas, de sus ceremonias, orgías monstruosas de lujuria y degradación vilísima; corrupción refinada de la civilización pasada y venidera; corrupción cínica y bestial de los pueblos bárbaros y salvajes; desórdenes e impurezas de todas clases; desvaríos del orgullo y la ambición; persecuciones de la irreligión y la impiedad; robos, asesinatos, perjurios, apostasías, blasfemias, cismas, herejías; las injusticias mismas y los crímenes que se iban a perpetrar en su Pasión; en una palabra: las villanías todas, todas las torpezas con que la raza caída de Adán se ha manchado y se manchará en la sucesión de los siglos están allí, ante Él, como otros tantos testigos que le acusan, que le oprimen, que le anonadan, que piden su muerte» (Leroy, «Jésus-Christi», ann. 1910).

Mis pecados causaron esa lastimosa impresión a Jesús Contrición vehementísima hemos de pedir y espíritu encendido de reparación, ¡horror a toda mancha, amor a la pureza! “Doluit pro peccatis omnium. Qui dolor in Christo excessit omnem dolorem cuiuslibet contriti; tum quia ex maiori sapientia et caritate processit ex quibus dolor contritionis augetur, tum quia pro omnibus peccatis simul doluit, secundum illud (Is., 53, 4). «Vere dolores nosotros ipse tulit» (D. Thom., 3, 46, 6). Dolióse por los pecados de todos. El cual dolor en Cristo excedió a todo dolor de cualquier otro contrito, ya porque procedió de mayor sabiduría y caridad, ya porque se dolió por todos los pecados juntos, conforme a lo que dijo Isaías (53, 4). En verdad que tomó El nuestros dolores.


c) Tristeza hondísima, desaliento íntimo, producido por la visión de la ingrata correspondencia de los más de sus redimidos. Una madre, lamentándose con un sacerdote de la monstruosa ingratitud de sus hijos, le decía con desgarrador acento: « Nadie puede comprender lo que el corazón de una madre puede sufrir por sus hijos!» Jesús, lamentándose en coloquio ternísimo con Santa Margarita María de la falta de correspondencia e ingratitud de los hombres, la dijo: «Lo que me es mucho más sensible de todo cuanto sufrí en mi Pasión; de suerte tal, que si ellos me correspondieran con algo de amor, estimaría Yo en poco cuanto he hecho por ellos y querría, si fuera posible, hacer aún más...» Y de los sufrimientos del Huerto le declaró: «En el   Huerto fue donde sufrí interiormente más que en todo el resto de mi Pasión, viéndome, en total abandono del cielo y de la tierra, cargado de todos los pecados de los hombres. Comparecí ante la santidad de Dios, que sin mirar mi inocencia, me trituró en su furor, haciéndome apurar el cáliz que contenía toda la hiel y amargura de su justa indignación y como si hubiese olvidado el nombre de Padre para sacrificarme a su justa cólera. No hay criatura alguna que pueda comprender la intensidad de los tormentos que entonces sufrí (Vie et oeuvrcs de S .Marg. Mar.», cd. de Mgr. Cauthe).

 

3) Procuremos tomar parte en los sufrimientos de Jesús, como Él mismo se lo pidió a Santa Margarita María, y esforcémonos con mucha fuerza en entristecernos y llorar; consideremos cómo se esconde la divinidad, acaso en ninguna otra ocasión tanto como en ésta, y al pensar que todo eso lo sufre por mí, preguntémonos: y yo, ¿qué he de hacer por Él? Causa fue también que contribuyó a las amarguras interiores de Jesús el recuerdo de los sufrimientos de su Madre Santísima ¡la amaba tanto!

Hemos visto quizá, en la elección o en la reforma, que Dios exige de nosotros algún sacrificio costoso, y la sensualidad se rebela, se altera, nos presenta el porvenir difícil, la vida triste...; no nos dejemos vencer de la tentación, insistamos en la oración, en nuestros generosos ofrecimientos, y repitamos, al menos resignados, el «fiat» que Jesús repetía en Sus angustias del Huerto. ¡Hágase tu voluntad y no la mía! ¡La carne se estremece. Pero el espíritu está pronto!

 

 

 

 

36ª  MEDITACIÓN

 

DESDE EL HUERTO HASTA LA CASA DE ANÁS INCLUSIVE, Y LA MAÑANA, DE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, INCLUSIVE

 

“Viene entonces donde los discípulos y les dice: Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que le iba a entregar les había dado esta señal: Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: ¡Salve, Rabbí!, y le dio un beso. Jesús le dijo: Amigo, ¡a lo que estás aquí!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. En esto, uno de los que estaban con Jesús echó mano a su espada, la sacó e, hiriendo al siervo del Sumo Sacerdote, le llevó la oreja. Dícele entonces Jesús: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán”.

 

Preámbulo. Petición. DEMANDAR LO QUE QUIERO; LO CUAL ES PROPIO DE DEMANDAR EN LA PASIÓN: DOLOR CON CRISTO DOLOROSO, QUEBRANTO CON CRISTO QUEBRANTADO, LÁGRIMAS Y PENA INTERNA DE TANTA PENA QUE CRISTO PASÓ POR MÍ.


Punto 1.° EL SEÑOR SE DEJA BESAR DE JUDAS Y PRENDER COMO LADRÓN, A LOS CUALES DIJO: COMO A LADRÓN ME HABÉIS SALIDO A PRENDER CON PALOS Y ARMAS, CUANDO CADA DÍA ESTABA CON VOSOTROS EN EL   TEMPLO ENSEÑANDO Y NO ME PRENDISTEIS. Y DICIENDO: A QUIÉN BUSCÁIS?, CAYERON EN TIERRA LOS ENEMIGOS.


1) Levantóse Jesús confortado de la oración, y acercándose a sus discípulos les dijo: Levantaos y vamos, que el que me va a entregar se acerca. Y cuando todavía estaba hablando llegó Judas, y llegándose a El le besó, diciendo: ¡Salve, Maestro! Jesús le dijo: Amigo! ¿A qué has venido? Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del hombre? Pena hondísima la del Corazón de Jesús, dechado de delicadeza; aquel beso hubo de causarle repugnancia mayor que las asquerosas salivas de sus enemigos.

Consideremos la blandura con que trató el Señor a Judas y cómo le indica que le son patentes sus designios; pero que está pronto a volverle a recibir como amigo. ¡Inútil! Aquel corazón obstinado no se conmueve.

¡Qué horrible ejemplo! Judas fue uno de los doce privilegiados, compañero de Pedro, de Juan... qui connumeratus est in nobis et sortitus est sortem ministerii huius  el cual fué de nuestro número y había sido llamado a las funciones de nuestro ministerio, como dijo San Pedro (Act. Ap., 1, 17). Uno de aquellos a quienes, datum est nosse misteria regni caelorum (Mt., 13, 11), se les concedió penetrar en los misterios del reino de los cielos. Tal vez hizo milagros cuando fue enviado a predicar; fue algún tiempo fervoroso. Sin embargo, un año antes de su muerte anunció Jesús en Cafarnaúm la traición: “Nonne ego vos duodecim elegi? El ex vobis unus diabolus est» (Jn 16, 11). ¿No os elegí Yo a doce? Y de vosotros uno es diablo; puede entenderse será diablo o traidor.

La caída no fue repentina; comenzó acaso por una afición desordenada de codicia, que le llevó a hurtar, fur erat (Jn 12, 6); era ladrón. No digamos: ¡por ahí nada temo!, que otros más fervorosos han ido cayendo, y a veces por los pasos que parecían más descabellados. Esa afición endureció el corazón de Judas, para no conmoverse con los avisos y delicadezas de Jesús en el   lavatorio y en este recibimiento.

Le hizo doblado y falso, mostrando el interés que no sentía por los pobres; preguntando a Jesús en la Cena: ¿Soy yo, Maestro? (Mt., 26, 25) y en el   Huerto. Y por fin; le endureció de suerte que nada pudo conmoverle y le llevó a la horrible traición, fríamente preparada, y a la más desastrosa muerte. ¡Temamos!


2) Lección es también provechosa la que podemos deducir para prepararnos a recoger como fruto de nuestros trabajos ingratitud de parte de los hombres. “Venía con Judas un pelotón formado por soldados romanos, conducidos por un tribuno que los sanedritas lograron del Pretor para asegurar el golpe de mano, de oficiales de la policía del templo y también de ancianos y príncipes de los sacerdotes; iban armados de espadas y de garrotes y llevaban a prevención hachones encendidos y linternas. El traidor los había instruido para que procediesen con cautela y no se les fuese de entre las manos, y como señal para que no le confundieran con otro les había dado la de que Jesús era aquel a quien el  besase. Sin embargo, dada la señal, nadie se movió, y entonces Jesús les preguntó: ¿A quién buscáis? A Jesús de Nazaret —respondieron—; y al decirles Jesús: ¡Yo soy!, retrocedieron todos, y con ellos Judas, que se les había juntado, y cayeron por tierra. De nuevo, pues, les preguntó: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús de Nazaret. Os he dicho, respondió Jesús,que soy Yo. Y si es a Mí a quien buscáis, ¡dejad a éstos que se marchen! A fin de que se cumpliera la palabra que había dicho: «Yo no he perdido a ninguno de los que me diste” (Jn 18, 4 y sigs.).

Manifestación magnífica del poder de nuestro Capitán; sólo una palabra suya bastó para dar en tierra con todos sus enemigos; si Él no les permitiera levantarse, allí quedaran sin poderle hacer daño el más pequeño. «Quid judicaturus faciet, qui judicandus hoc fecit? Quid regnaturus poterit, qui moriturus haec potuit ¿Qué hará cuando juzgue quien hizo esto al ser juzgado? ¿Qué no podrá cuando reine quien tanto pudo cuando iba a morir? ?» (S. Aug. in Jn tr. 112, n. 3 ML. 35, 131).

Manifestación magnífica también de que si pudieron poner en el  sus manos, fue únicamente porque El se lo consintió y cuando El lo permitió; “Oblatus es quia ipse voluit” (Is., 53, 7). «Ille enim quando voluit detentus est, quando voluit occisus est. Fué preso cuando El quiso; cuando quiso fué muerto» (S. Aug., tract. 28 in Jo., n. 1. ML. 25, 1622). Y San Ambrosio nos dice: «Cum legimus teneri Jesum, caveamus ne putemus eum teneri invitum et quasi infirmum (Exp. Ev. sec. Lc. 1, 10. ML. 35, 1821). Cuando leemos que fué Jesús detenido, guardémonos de pensar que fué preso contra su voluntad y como si fuera débil.


3) ¡Nuestro amor le movió a dejarse prender! Reflexionemos y pensemos si nos está bien alardear y jactamos de no sufrir ligaduras o si más bien, esclavos del amor de Cristo, no hemos de gozarnos en sujetarnos por Él.

Dolióle a Jesús que le trataran como le trataban, y se lo dijo: ¡Como a ladrón habéis; venido a prenderme armados de espadas y palos! Estando todos los chas entre vosotros enseñando en el   templo no me prendisteis; pero ha llegado vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lc 22, 52-53). ¿Y pretenderemos que se nos guarden consideraciones y se nos trate con honra? ¡Qué significaban nuestros ofrecimientos y oblaciones del Reino, nuestras peticiones de dos banderas..., que tantas y tantas veces hemos ido repitiendo! ¡ Digámoslas y hagámoslas algo más que con los labios!

 

Punto 2.° SAN PEDRO HIRIÓ A UN SIERVO DEL PONTÍFICE, AL CUAL EL MANSUETO SÉÑOR DICE: TORNA TU ESPADA EN SU LUGAR, Y SANÓ LA HERIDA DEL SIERVO.


1) “Viendo lo que iba a pasar, los que estaban cerca de Él dijeron: Señor, ¿arremetemos a cuchillo? Y antes de que Jesús tuviese tiempo de responderles, Pedro, tirando de espada, arremetió contra Maleo, siervo del Sumo Sacerdote, y de una cuchillada le cortó la oreja derecha. Jesús dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina, porque el que a espada mata, a espada muere. ¿O crees que no puedo recurrir a mi Padre y pondrá al momento a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas ¿cómo se cumplirán las Escrituras, según las cuales conviene que suceda así? (Mt., 26, 52-53). Y tocando la oreja del herido lo curó” (Lc 22, 51).

Con razón San Ignacio aplica a nuestro Maestro, en esta ocasión, el calificativo de mansueto; que mansedumbre grande supone su modo de proceder. No acababa de comprender Pedro lo que pasaba, ni comprendía aún cómo Jesús iba de plena voluntad al sacrificio sin pretender en manera alguna evitarlo; y dióselo a entender claramente en sus palabras. Después curó a su enemigo. ¡Cómo practica lo que nos enseña: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os hacen mal. La divinidad se oculta, refrena su omnipotencia; pero deja que se desborde su misericordia.


2) Lección provechosa para sus discípulos; sus armas de combate son el ejercicio de la virtud. «El discípulo de Jesús, para resistir a todo espíritu de venganza, se inspira en las verdades de su fe. Se acuerda de los designios de Dios sobre él; tiene siempre presente en su corazón el fin último para el que ha sido creado; estima el valor de las almas y la virtud redentora del sufrimiento. Por eso le es fácil renunciar a su defensa y no permitirse devolver mal por mal» (Baudot, «Les Evangéliques», 275-2).

Díjole además otras palabras a Pedro, que son muy dignas de consideración: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿he de dejar Yo de beberle? (Jn18, 11). El gran anhelo de Jesús era hacer la voluntad de su Padre, como ha de serlo nuestro, y hemos de quitar de nuestro paso a cuantos de una o de otra manera quieran impedirnos su cumplimiento.


3) “En fin: la cohorte de soldados, el tribuno y los ministros de los judíos prendieron a Jesús y le ataron” (Jn 18, 12). Todos los discípulos le abandonaron y huyeron (Mc., 14, 50). Cosa admirable, los prodigios de la caída de Judas, y los suyos, y la curación de Maleo; parece que en nada impresionan a aquellos desdichados sayones, sino que se diría que los encendieron más y más en rabiosa ira. Lanzáronse sobre Jesús, le derribaron en tierra, le golpearon y le ataron cruelísimamente.

Y se vio Jesús quebrantado, fuertemente ligado y abandonado de todos sus amigos, y comenzaron aquellas series de humillaciones y dolores que habían de culminar en la crucifixión, ¡en el   Calvario! ¡Cuánto sufre! ¡Cómo se oculta la divinidad! ¡Y todo por mí! ¿Y yo? ¿No le he abandonado más de una vez y con harta mayor culpa que los Apóstoles? ¿Le volveré a dejar después de tantos juramentos de fidelidad, de tantos propósitos, de haber visto tan c]ara su voluntad, tan patente su amor? Dios no lo quiera.


Punto 3.°—DESAMPARADO DE SUS DISCÍPULOS, ES LLEVADO A ANÁS, A DONDE SAN PEDRO, QUE LE HABÍA SEGUIDO DESDE LEJOS, LO NEGÓ UNA VEZ, Y A CRISTO LE FUÉ DADA UNA BOFETADA, DICIÉNDOLE: ¿ASÏ RESPONDES AL PONTÍFICE?

 
1) De allí le condujeron, primeramente, a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, que era Pontífice aquel año (Jn 18, 13). Del huerto a casa de Anás anduvo el Señor, en sentido contrario, el camino que dos o tres horas antes anduviera A lo largo del valle de Cedrón, hasta la puerta más próxima a la piscina de Siloé después subieron la escarpada calle que conducía al palacio común de Anás y Caifás, sobre la altura que ahora se llama colina de Sión. Nueve años fué Sumo Sacerdote Aná, y lo fueron después cinco de sus hijos, y su yerno, Caifás, lo tenía todo... menos la estima de las gentes honradas.

Coloca San Ignacio la primera negación de San Pedro en casa de Anás, y no sin visos de probabilidad si seguimos el relato de San Juan; en el   capítulo 18, versículo 13 y siguientes, cuenta este evangelista la entrada de Pedro en casa del Pontífice merced a los buenos oficios de otro discípulo en el  la conocido; y a la entrada es interrogado por la portera, y niega a Jesús. A continuación (y. 19 y sigs.) pone el diálogo de Jesús con Anás y la bofetada. Parece que Anás y Caifás ocupaban dos habitaciones de un mismo palacio, y así los otros evangelistas narran como en compendio las tres negaciones como acaecidas en casa de Caifás. Meditaremos las negaciones juntas en el   siguiente ejercicio.


2) Veamos con qué cuidado de que no se les fuera de las manos condujeron aquellos esbirros crueles a Jesús, denostándole, tirando de los cordeles con que le llevaban fuertemente amarrado, dándole empellones.

Y llegaron a casa de Anás, que, aunque depuesto, era el que manejaba al Sumo Sacerdote, Caifás, y el jefe del partido sacerdotal, que maquinaba la muerte de Jesús; comenzó Anás a preguntarle acerca de sus discípulos y de la doctrina que predicaba. Jesús nada le dijo acerca de sus discípulos, sino que a la cuestión de su doctrina le respondió: “Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo; siempre he enseñado en la Sinagoga y en el   templo, a donde concurren todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Qué me preguntas a Mí? Pregunta a los que han oído lo que Yo les he enseñado, pues ésos saben cuáles »cosas haya dicho Yo” (Jn 18 y 19 y sigs.).

Sapientísima respuesta, que no dejaba lugar a réplica; pero al oírla, uno de los ministros asistentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes Tú al Pontífice? Díjole Jesús: Si Yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres? (Jn 22, 23).


3) Pueden admirarse en este paso, en primer lugar, el dominio y libertad de espíritu de Jesús en su respuesta a la capciosa pregunta de Anás; su gran prudencia al referirse al testimonio de sus oyentes, y su caridad de no querer decir cosa de sus discípulos, que tan mal se habían portado con El.

Cualidades difíciles de guardar en las palabras. En lo que toca a la bofetada, es de considerar que fue dolorosa, como dada por un sayón encendido en ira; afrentosa en sumo grado a los ojos de los orientales, por eso la ley multaba con 200 dineros valor variable; era la moneda del tributo al César como una peseta y con 400 si se daba con el revés de la mano; el Señor, para indicar a sus discípulos que debían estar preparados a sufrir las mayores deshonras, díjoles que presentaran la mejilla izquierda a quien les hiriera en la derecha (Mt 5, 39; Lc 6, 29). Fue, además, injusta y con aprobación de todos los presentes. Pues si así tratan al Maestro, ¿pretenderá el discípulo que le traten de otra manera?

Jesús juzgó deber protestar de la injusticia del ultraje que se le hacía, por no conceder, con su silencio, que tenía razón quien le acusaba de haber faltado al respeto debido al sacerdote; enseñándonos así que es lícito defenderse dentro de los justos límites y, en ocasiones, conveniente.

Coloquio. No nos cansemos de repetir los ofrecimientos y peticiones ya hechos, y afirmémonos en el  los para que cuando llegue la ocasión nos mantengamos, con la ayuda divina, fieles a ellos.

 

37ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE ANÁS HASTA CASA DE CAIFÁS


Preámbulo. La historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Composición de lugar: la gran sala del Sanedrín, donde se celebró el juicio, y la historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Punto 1.° LO LLEVAN ATADO DESDE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, A DONDE SAN PEDRO LO NEGÓ DOS VECES, Y MIRADO DEL SEÑOR SALIENDO FUERA, LLORÓ AMARGAMENTE.

 
1) Fue motivo de amargura grande para el Corazón de Jesús la negación de Pedro, el más privilegiado de sus Apóstoles. Pedro, después de la prisión del Señor y dispersión de sus discípulos, comenzó a seguir a Jesús de lejos (Lc 22, 54) acompañado de otro discípulo que piensan muchos era San Juan; llegaron al palacio, y el otro discípulo, que era conocido del Pontífice, entró en el   atrio. Petrus autem stabat ad ostium, foris… pero Pedro hubo de quedarse en la puerta, fuera (Jn 18, 15-16). Por eso el otro discípulo salió a la puerta y habló a la portera y franqueó a Pedro la entrada.

        Ya dentro, como hiciera frío, se acercó a la lumbre, y sentándose con los sirvientes se calentaba y observaba para ver el fin. Y como una de las criadas le viera sentado al fuego, fijando en el  los ojos, dijo: “También éste andaba con Aquél (Lc., 22, 56). Mujer, no le conozco», protestó Pedro, ni entiendo siquiera lo que dices. Y se salió y cantó el gallo. Otra sirviente, probablemente la portera, le vió: Vidit eum alia ancilla (Mt., 26, 71), y dijo a los presentes: Ese estaba con Jesús Nazareno. Y volvió a negarlo Pedro con juramento: Yo no conozco a ese hombre. Poco tiempo después los que allí estaban, acercándose a Pedro, le decían: En verdad, tú estabas con El, porque no puedes negar que eres galileo; se te conoce en la pronunciación. Y uno de ellos le dijo: Si te ví yo en el   huerto con El. Entonces se puso a jurar y echarse maldiciones sobre que no conocía a tal hombre. Y poco después cantó el gallo. Terminado el juicio, bajaron a Jesús de la sala donde se había reunido el Sanedrín al patio inferior y pasó por el sitio donde estaba Pedro calentándose; sin duda que al ver aparecer al Nazareno todos se fijarían en el , y Él, volviéndose, miró a Pedro: Conversus Dominus respexit Petrum” (Lc., 22, 61). Y aquella mirada de dulcísimo reproche se clavó como un dardo en el   corazón de Pedro, que, “conmovido profundamente, se salió afuera y lloró amargamente», y comenzó a llorar”, porque había de seguir llorando su pecado toda la vida.

 

2) Lección magnífica, de la que podemos recoger sabrosos frutos. Pedro, a pesar del aviso del Señor y de sus protestas reiteradas de fidelidad, cayó, y cayó lamentablemente. Y nosotros, después de tantas luces, de tantas inspiraciones y manifestación tan clara de la voluntad del Señor; después de tantos propósitos, y peticiones y ofrecimientos al parecer tan sinceros, ¿volveremos a caer? ¿Seremos fieles al Señor o traidores?

Si, como Pedro, somos presuntuosos y confiamos más en nuestro pasajero fervor que en el   auxilio de la gracia; si, como Pedro, nos dormimos en la oración en vez de vigilar y perseverar en el  la; si, como Pedro, seguimos de lejos al Señor y nos metemos en la ocasión y en el   trato con los enemigos de Jesús ¡como Pedro caeremos! Ya sabemos el remedio y el modo de perseverar; sólo queda que lo pongamos por obra. Pero si tenemos la desgracia inmensa de imitar a Pedro en la caída, procuremos seguirle también en los pasos de su admirable y duradera conversión. ¡Y no olvidemos la bondad de nuestro Jesús!


Punto 2.° ESTUVO JESÚS TODA AQUELLA NOCHE ATADO.


1) No dice más San Ignacio; pero harto es para considerarlo y conmovernos profundamente al ver al Señor de la Majestad, al omnipotente, cuyas manos todo lo pueden, todo lo han hecho, todo lo conservan y sostienen, atado y como reducido a la impotencia más absoluta. El abuso de nuestra libertad es causa de nuestros pecados e iniquidades y roba su gloria a Dios; para compensarlo, dejóse Jesús atar.

¡Por mi amor, Jesús atado! ¿Y yo? ¿Me ata el amor de Jesús para contenerme siempre dentro de la sujeción más exacta a cuanto es mandato de Dios o de sus representantes? ¡Cuántas veces me han parecido intolerables las ligaduras del deber o del amor a Jesús, que me impedían satisfacer las ansias de mentida libertad de mi inteligencia, de mi corazón, de mis sentidos! ¡Cuántas veces no eran las ligaduras del amor a Jesucristo las que me impedían obrar el mal, sino lazos vilísimos de amor a las criaturas los que me estorbaban el obrar el bien que debía y me arrastraban, vil esclavo, a abusos degradantes de mi libertad! ¡No así en adelante, Señor! Yo quiero hoy apretar más y más los vínculos de mi unión con Vos, para que nadie sea fuerte para romperlos; ¡ni la misma muerte!


2) Aunque no lo indica San Ignacio, puede aquí considerarse el simulado juicio que aquella noche se vio en el   Supremo Tribunal judío. Era el Sanedrín, convocado por Caifás, un Tribunal constituido por 71 miembros. Príncipes de los sacerdotes, doctores de la ley y ancianos jefes de las familias principales.

Por aquel tiempo consta que eran los más de ellos fariseos, celadores ridículos de la letra de la ley, sepulcros blanqueados, amigos de exterioridades, o saduceos, scépticos y epicúreos, que no admitían la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna; era facción de mucho arraigo en la raza sacerdotal, y parece que a ella pertenecían Anás y Caifás. ¡En tales manos estaba la causa de Jesús!

Reuniéronse, pues, en concilio y adujeron falsos testigos que acusaran al Señor. ¿Cuál no sería la pureza y santidad de su vida, que ni aun así pudieron probarle nada que fundara sentencia de condenación? ¡Tan santo Capitán tenemos! Entonces, airado, Caifás, puesto en pie, conjuró en nombre de Dios vivo, a Jesús para que dijese si era el Cristo, el Hijo de Dios! Tú lo has dicho; ¡lo soy! Y Yo os digo que algún día veréis al hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios (Mt 26, 63) y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62).

Al oírlo el hipócrita Caifás, como si acabara de oír una horrenda blasfemia, rasgó sus vestiduras, exclamando Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de testigos? acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? A lo que ellos respondieron diciendo: ¡Reo es de muerte! (Mt 1. c., 65-66). ¡Jesús condenado a muerte por blasfemo! Digno de muerte, sí, porque había cargado con nuestras iniquidades, ¡y eran tan enormes!

 


Punto 3.° ALLENDE DESTO, LOS QUE LO TENÍAN PRESO SE BURLABAN DE EL, Y LE HERÍAN, Y LE CUBRÍAN LA CARA, Y LE DABAN DE BOFETADAS, Y LE PREGUNTABAN: PROFETÍZANOS QUIÉN ES EL QUE TE HIRIÓ Y SEMEJANTES COSAS BLASFEMABAN CONTRA EL.


1) Los latinos proclamaban «res sacra reus», el reo, cosa sagrada; pero para los judíos, el condenado a muerte, y más aún el blasfemo, era objeto de burla y ludibrio público. Y, según as perversas doctrinas de la Sinagoga, estaba prohibido compadecerse de él. Así se explica la tristísima escena que a continuación del «reus est mortis» (reo de muerte), en el   Sanedrín pronunciado, se desarrolló.

Los evangelistas nos dicen que los asistentes, los esbirros que le tenían preso y quizá los mismos gravísimos sanedritas, desfogando el odio, largo tiempo, reprimido, comenzaron a escupirle al rostro y darle puñadas; otros le daban sopapos en el   rostro, y los corchetes que le tenían preso se burlaban de Él y le golpeaban.

Y le vendaron los ojos y le daban bofetadas, diciendo: Cristo, profetízanos, adivina, quién es el que te ha herido? Y le decían blasfemando, otras muchas cosas. Así pasó la noche: ¡noche de veras triste!


2) Además de atado, como lo veíamos en el   punto anterior, estuvo Jesús toda aquella noche entregado a la chusma que se reuniera para su prisión por los sanedritas, que, terminado el juicio, se retiraron a descansar; y siendo objeto de los más inicuos insultos y de las bromas más pesadas y deshonrosas.

¿Qué no haría y diría aquella turba soez de soldados y ministriles, sin freno alguno, antes con el aliciente del ejemplo que los mismos jueces les dieran al escupir y golpear ellos mismos a Jesús? Pena hondísima causa el pensarlo; ¡qué sería el sufrirlo! Escupíanle al rostro; en todo el mundo se ha tenido, y tiene, tal vilísimo insulto como insufrible; y en el   pueblo israelita era la afrenta mayor que a otro se podía hacer. «Es la expresión del más profundo desprecio, el arma de la pasión más grosera, de la rabia impotente, de la más vil venganza. Sólo el pensamiento de ver esta santísima faz afeada con tan abominable suciedad subleva el alma y hace enrojecer de indignación las mejil1as (Huonder, «La noche de la Pasión», 43).

¡Cada vez que pecas escupes a tu Dios! Le vendaron los ojos para herirle más a salvo. Pensaban que no les veía! Locura parecida la del pecador, que se pone a sí mismo la venda, ¡olvidando que Dios está presente y lo ve todo! Le herían con bofetadas y golpes, y le decían: Averigua, ¿quién es el que te hirió? Cuán bien ofrecerá su mejilla al que le hiere; y lo que nos había enseñado: Si te hieren en un carrillo ofrece el otro (Mt., 5, 39). Y le decían palabras afrentosas. Y Jesús callaba; qué dulzura!, ¡ qué paciencia!, ¡ qué magnanimidad!

Consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece y esforcémonos en dolernos, contristarnos y llorar; lágrimas bien empleadas las que la compasión arranque de nuestros ojos. Consideremos cómo la divinidad se esconde; en verdad que sólo la fe nos la puede descubrir; tanto se oculta. Podría destruir a sus enemigos, y, lejos de hacerlo, les deja triunfar y aparece impotente y vencido ante ellos, triunfadores e insultantes.

Y cómo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente; ¡misterio insondable! Adoremos esa divinidad oculta, y al considerar cómo todo esto padece por mis pecados, por mi amor, etc., pensemos ¡qué debo yo hacer y padecer por El! Y, si tenemos un poco de corazón, no podremos menos de prorrumpir en agradecidos afectos y generosas ofertas.


3) Muy de mañana, reunidos de nuevo en concilio los Sumos Sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Consejo, llamaron a Jesús y le preguntaron si Tú eres Cristo, dínoslo. Y les respondió: Si os lo dijere no me creeréis, y si Yo os hiciere alguna pregunta no me responderéis ni me dejaréis ir. Pero después de lo que veis ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios. Dijeron todos: Luego, Tú eres el Hijo de Dios? Respondióles Él: Así es que Yo soy como vosotros decís. Y replicaron ellos: Qué necesitamos ya buscar otros testigos, cuando nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca? (Lc 22, 66 y sigs.). Y levantándose luego todo aquel congreso, le condujeron atado y le entregaron al presidente, Poncio Pilato.

La ley prohibía dictar sentencia de muerte puesto ya el sol, y, según las costumbres judías, una condena de muerte no podía decidirse en una sola sesión, sino que exigía segundo juicio, que debía celebrarse el día siguiente. No quisieron los hipócritas jueces de Jesús faltar a la letra de la ley, y de pura fórmula se reunieron a hacer un simulacro de nuevo juicio.

Unámonos  a Cristo en su dolor por nuestros pecados por los cuales fue condenado y sintamos en nuestros cuerpo todas sus heridas y salivazos y azotes e injurias.


NOTAS.1) Caifás fué nombrado Sumo Sacerdote por Valerio Grato, el mismo que destituyó arbitrariamente a Anás el año 18 de nuestra Era; y fué depuesto el año 36 por Vitelio, al mismo tiempo que Pilato. Es un misterio cómo pudo mantenerse tanto tiempo, siendo así que sus tres predecesores no duraron sino un año cada uno, y cinco sucesores inmediatos apenas más.

 

2) Se han señalado en el   proceso de Jesús al menos veintisiete irregularidades, de las que una sola fuera suficiente para anular un juicio. Para pronunciar sentencia debían estar los jueces en ayunas, no podían dictarla sino después de madura reflexión, y si era capital debían diferirla para el día siguiente; prohibía además la ley al Sanedrín tener sesión de noche y antes del sacrificio matutino . Si se quiere estudiar la horrible injusticia del proceso de Jesús, puede verse la obra de los hermanos Lérnann, judíos convertidos, «Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus Christ», par les Abbés Lémann. París, Poussielgue, 1876. Y la de Giovanni Rosadi, «I1 processo di Gesü», Firenze, G. e. Sansoni, editore, 1904. Ilustra la primera admirablemente la iniquidad del proceso de Jesús, a la luz del Derecho hebraico, en el   que demuestran una pericia excepcional. La segunda obra pone de relieve la misma iniquidad, principalmente a la luz del Derecho romano, y lo hace con copiosa erudición, que nada deja que desear. Nótese que aunque Rosadi admite que Jesucristo es Hombre-Dios, habla después con muy escasa crítica de los racionalistas y sienta afirmaciones peregrinas. Es con todo verdad que pone en plena evidencia que la injusticia cometida con Jesús Nazareno «fué la más grande y la más memor

 

 

 

 

38ª  MEDITACIÓN

 

JESÚS ANTE PILATO

 

Punto 1.° LO LLEVA TODA LA MULTITUD DE LOS JUDÍOS A PILATO Y DELANTE DE ÉL LE ACUSAN, DICIENDO: A ÉSTE HABEMOS HALLADO QUE ECHABA A PERDER NUESTRO PUEBLO Y VEDABA PAGAR TRIBUTO A CÉSAR.

 
1) A poco de amanecido se reunieron por segunda vez los sanedritas, y confirmada formulariamente la sentencia que dictaran en la sesión nocturna, tomaron al reo para conducirlo, temprano todavía, al Tribunal civil del Pretor romano.

Los romanos eran madrugadores y abrían pronto sus Tribunales, para cerrarlos hacia el mediodía y dedicar el resto de la jornada al descanso, a la mesa y a las diversiones. Era procurador de Judea Poncio Pilato, nombrado el año 26 por Tiberio y destituIdo el 36 por el legado de Siria, Vitelio, a causa de haber hecho asesinar cruelmente a un grupo inofensivo de samaritanos (Prat).

Para que la sentencia del Sanedrín tuviera validez ejecutiva tenía que ser confirmada por el Pretor romano, que desde la ocupación romana era el único que en Palestina tenía el «ius gladii» (derecho de condenar a muerte).


2) Veamós a Jesús atado, rodeado de los soldados y ministros que le prendieron, y acompañado por los sanedritas todos, atravesando gran parte de la ciudad, cuyas calles, aunque era temprano, estarían atestadas de gente por la enorme afluencia de forasteros a Jerusalén en aquellos días de Pascua. ¡Qué vergüenza! Pocos días antes había paseado aquellas mismas calles en muy distinta forma.

Pilato, enterado ya, sin duda, de lo que acontecía, aunque era temprano, recibió al cortejo, deseando terminar pronto asunto tan enojoso para un día en que tenía que prestar toda su atención al orden de la ciudad. Los sanedritas, escrupulosos guardadores de las fáciles exterioridades de la ley, no quisieron entrar en el   Pretorio, casa de un gentil, por no contaminarse y poder comer la pascua.

Salió, pues, Pilato a ellos y les preguntó: Qué acusación presentáis contra este hombre? Ellos respondieron: Si no fuese un malhechor no te lo traeríamos aquí. Pilato les dijo: Llevadlo, pues, y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le respondieron: Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. Con lo que vino a cumplirse lo que Jesús dijo, indicando el género de muerte de que había de morir (Jn 18, 28 y sigs.).

Comenzaron entonces a acusarle, diciendo: Hemos hallado a este hombre fomentando el desorden en nuestra nación, prohibiendo pagar el tributo al César y diciendo que El es el Mesías Rey.


3) ¡Cómo ciega la pasión! Pregunta natural y obligada la que Pilato les hizo, que obligación tiene todo juez de estudiar la causa antes de dictar en el  la sentencia; y, sin embargo, se sienten ofendidos los sanedritas; buscaban, como dice San León, que fuese mero ejecutor de la cruel sentencia dictada por ellos y no árbitro de la causa, «executorem sae vitae. non arbitrum causae». Para eso, para hacerle fuerza, se trasladó el Sanedrín entero..., y offerebant vinctum... ut non auderet Pilatus absolvere», y se lo presentaban atado para que no se atreviese Pilato a soltarlo.

Pronto conoció Pilato que allí no había sino envidia de la clase sacerdotal: Sciebat enim quod per invidiam tradidissent eum, dice San Mateo (Mt., 27, 16) porque sabía bien que se lo habían entregado por envidia. Pasión tremenda que causa estragos muy lamentables, y, por otra parte, muy general aun entre gente que se precia de espiritual. «La envidia y los celos engendran aversión, atizan, el funesto incendio de un aborrecimiento implacable, hácenle a uno duro, rígido, y matan todo sentimiento de nobleza y de justicia. Acuden a cualquier medio, aun al más vil y bajo, con tal que les sirva para dañar a su competidor y acabar con él» (Huonder, 6. e., 53).

Es, por otra parte, tan vil, que nadie se resigna a confesarla, sino que estudiadamente se
procura hacerla pasar disimulada bajo el pabellón de alguna virtud; así estos hipócritas acusadores de Jesús la paliaron en el   tribunal religioso, con velo de celo de la gloria de Dios, y le acusaron de blasfemo; en el   tribunal civil, con el del respeto a la autoridad del César; y, ciertamente, ni la gloria de Dios les preocupaba gran cosa, ni tenían para el César más que odio reprimido e impotente desprecio.

¡Es un malhechor!dicen ahora; poco antes decían: ¡Es un blasfemo! Así se deja tratar por nuestro amor Jesús; dejábase tratar de seductor, «ad solatium servorum suorurn, quando dicuntur se»ductores» (S. Agust., in Ps. 63, y. 7), para consuelo de sus siervos cuando son llamados seductores. Dispongámonos a llevar por amor de quien así nos ama cualquier desprecio de que podamos ser objeto.


Punto 2.° DESPUÉ5 DE HABELLO PILATO UNA VEZ Y OTRA EXAMINADO, PILATO DICE: «YO NO HALLO CULPA NINGUNA.

 
1) De las acusaciones que contra Jesús presentaron, recogió Pilato una, la que más le interesó:
que se hacía rey, y tomando consigo a Jesús entró en. el Pretorio, y le preguntó: “¿Eres Tú el Rey de los »judíos? Jesús le respondió: Dices tú eso de ti mismo o te lo han dicho de Mí otros? Replicóle Pilato: Qué, ¿acaso soy yo judío? Tu nación y los Pontífices te han. entregado a mí. ¿Qué has hecho Tú? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, claro está que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Replicóle a esto Pilato: Con que Tú eres Rey? Respondió Jesús: Así es como dices; Yo soy Rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo; para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 33ss)

Veamos a nuestro divino Maestro instruyendo tan solícitamente al Pretor romano. Lección magnífica la que le leyó; si hubiera sabido aprovecharla, cuán dichoso hubiera sido; pero no hizo de ella aprecio. Nosotros hemos de aprovecharla, que a nosotros, no menos que a Pilato, va dirigida. Pensaba Pilato en un reino temporal que pudiera oponerse al del emperador romano, y por eso comenzó por explicarle la naturaleza de su Reino.

Mi Reino no es de este mundo, no es terreno ni temporal, porque trae su origen del cielo, de donde bajé a juntarle con mi predicación por medio de la fe; a rescatarle del poder de sus enemigos con mi muerte; a santificarle con los Sacramentos; a lavarle con mi sangre; a hermosearle con mi gracia y darle vida con mi espíritu. No es de este mundo mi Reino, porque no consiste en bienes de este mundo, sino que por el desprecio de ellos se camina a la vida y Salud eterna» (La Palm., «Hist. de la S. Pasión», e. 17).

 No viene a quitar reinos temporales quien viene a darnos el eterno. «Non eripit mortalia, qui regna dat caelestia… No temas, pues, que me oponga a tu emperador; quiso defenderme en el   huerto uno de mis discípulos y se lo impedí; no está mi fuerza en las armas ni pretendo conquistas terrenas. Mi Reino es de las almas, y a santificarlas y llevarlas al cielo, Reino eterno, he venido a la tierra; mi Reino se establece sin estrépito de armas y comba»tes materiales; vine Yo a fundarlo en la tierra, y mi táctica ha sido la pobreza, la humillación, ¡ la persecución !  Y pudiera haberle añadido: ¡Si vieras que voy a tomar por trono la Cruz en que dentro de poco me vas a clavar!


2) Rey es Jesús, y por títulos variados y bien legítimos; lo sabemos, lo hemos proclamado, nos hemos declarado súbditos fieles de tal Rey y hemos prometido señalarnos en todo servicio de este Rey eterno y Señor universal. Pero notemos que si su Reino no es de este mundo, sus súbditos tampoco lo pueden ser: luego no siguen sus máximas, no aman lo que El ama, no ponen en contentarle todo su estudio y su temor en disgustarle ¡desprecian sus bienes y sólo buscan los eternos! ¿Soy yo de ésos? Mi conducta me lo dirá; triste sería ofrecerse al servicio de este Rey y gloriarse de ser su súbdito, al mismo tiempo que con las obras desmentimos nuestras palabras y demostramos ser esclavos del mundo.

Díjole, además, Jesús que había venido al mundo a dar testimonio de la verdad. Antes había dicho: soy el camino, la verdad, la vida (Jn 14, 16). El primer hombre fue creado en la verdad; pero esa verdad que bañaba a la naturaleza humana se trocó por el pecado y caída de Adán en espesas tinieblas. Vino Jesús a disipar las tinieblas y hacer resplandecer la verdad. Dios es la luz y verdad; la segunda Persona, encarnando, encarnó la verdad, y al incorporarse a sus elegidos, los incorpora a la verdad. Es la verdad viático de las almas en este mundo, y la Iglesia es su depositaria. La verdad de Jesús, que nos distribuye la Iglesia, nos guía hacia la bienaventuranza... Sólo el que sigue a Jesús no camina entre tinieblas…Qui sequitur me non ambulat in tenebris (Jn 8, 12). Todo aquel que pertenece a la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). ¿Y quién escucha la voz de Jesús? Los Apóstoles, las almas rectas y puras. ¿Quién no la escucha? Los fariseos, los que, enseñoreados por la pasión, llámese ambición, codicia, lujuria, etc., están decididos a violar la ley de Dios (Jo., 8, 47) (Chometon, S. J., «Le Christ vie et humire»).


3) Pilato dijo a Jesús: «Qué es la verdad?» Y sin aguardar respuesta se fué... ¡Desdichado! Frente a frente de la Verdad, le vuelve las espaldas. No así nosotros, sino que postrados a los pies de nuestro Jesús, digámosle: ¡Habla, Señor, que Tú tienes palabras de vida eterna, y quien a ti te escucha, de Dios es; y quien a ti te sigue, camino va de vida eterna; y quien a tu luz camina, seguro está de llegar a buen término!

Hecha su pregunta a Jesús, sin aguardar respuesta, salió segunda vez a los judíos y les dijo: Yo ningún delito hallo en este hombre (Jn 18, 38). La consecuencia natural de tal premisa era: luego le pongo en libertad y garantizo su incolumidad. En vez de hacerlo así, comienza la falsa política del ceder y querer satisfacer a todos, y de claudicación en claudicación llega a la caída definitiva de condenar a muerte al mismo a quien proclama inocente.

¡Terrible y temerosa lección para tanto Pilato, cobarde y contemporizador!
Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos seguían acusándole, pero Jesús nada respondió. Por lo que Pilato le dijo: ¿No oyes de cuántas cosas te acusan? Pero El a nada contestó de cuanto le dijo; por manera que el presidente quedó en extremo maravillado (Mt., 27, 12). Silencio sublime y bien difícil de guardar cuando nos acusan y vilipendian siendo inocentes y con plena conciencia de serlo; si no tenemos muy mortificado el amor a la honra y a la vida, si tememos la deshonra y la muerte, no lo sabremos guardar.

 


Punto 3° LE FUÉ PREFERIDO BARRABÁS, LADRÓN: DIERON VOCES TODOS DICIENDO: «NO DEJES A ESTE, SINO A BARRABÁS


1) Sólo San Lucas (23, 9 y sigs.) narra el episodio del envío de Jesús a Herodes; por eso quizá San Ignacio, siguiendo a los otros evangelistas, le antepuso en la contemplación la escena tristísima del parangón con Barrabás.

Después de declarar Pilato: “Yo ningún delito hallo en este hombre, continuó: Mas ya que tenéis la costumbre de que os suelte un reo por la Pascua, ¿queréis que os ponga en libertad al Rey de los judíos? Entonces todos ellos volvieron a gritar: No a Ese, sino a Barrabás. Es de saber que este Barrabás era un ladrón” (JN 18, 38 y sigs.).


Era costumbre del pueblo judío dar libertad a uno de los presos para que pudiera celebrar la Pascua, fiesta conmemorativa de la libertad de la cautividad de Egipto. Los romanos la habían respetado, y parece indicar San Marcos que la turba se la recordó a Pilato: Et cum ascendisset turba, coepit rogare sicut semper faciebat illis (Mc., 15, 8). Pues como el pueblo acudiese a esta sazón a pedirle el indulto que siempre les otorgaba, les puso en el   trance de elegir a uno de dos: a Jesús o a Barrabás.

¡Qué alternativa! ¡Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el dechado de toda perfección, el más hermoso entre los hijos de los hombres, que había pasado haciendo bien, practicando la virtud, enseñando la verdad, curando los enfermos, resucitando los muertos, perdonando los pecados! ¡Cuántos de los allí reunidos le debían algún beneficio! ¡Ni uno solo podía echarle en cara, no ya ofensa alguna, pero ni falta la más pequeña! Y lo comparan con Barrabás, ladrón famoso, que había cometido un homicidio (Mc 15, 7; Act. Ap., 3, 14), tomando parte en una sedición y estaba condenado a muerte; al que nada debían y de quien podían temer mucho. Eligió, sin duda, Pilato el más detestable de los malhechores encarcelados para forzarles a la elección de Jesús.


2) El pueblo, que cinco días antes aclamaba a Jesús por Mesías, hubo de quedar perplejo al oír la propuesta; pero mezclándose en su masa los sacerdotes y escribas y fariseos, comenzaron a soliviantarlo, y quizá les proporcionó tiempo para lograrlo un incidente que colocan en este lugar algunos historiadores de la Pasión, como De Lai, Schuster, etc., como parece insinuarlo San Mateo.

Llególe a Pilato un recado de su mujer, que le enviaba a decir:  “Nihil tibi et justo illi, no te mezcles en la causa de ese sujeto, porque son muchas las congojas que hoy he padecido en sueños por su causa” (Mt., 27, 19). Lograron entre tanto conmover al pueblo, que, respondiendo a la pregunta repetida de Pilato: “A quién de los dos queréis que os suelte?, comenzó a gritar: A Barrabás! Replicóles Pilato: Pues ¿qué he de hacer de Jesús, llamado Cristo? Dicen todos: Sea crucificado” (Ib., 21-22). «¡ Oh furia phreneticorum! Occidatur qui suscitat mortuos et dimittatur qui occidit vivos…Oh furia de locos! ¡ A muerte el que resucita los muertos y en libertad el que mata a los vivos! (S. Aug., tract. 116 in Jo).

Puede considerarse esta elección desastrada del pueblo judío, primeramente, como expresión de la justicia divina; ante Dios aparecía en aquel momento su Unigénito cargado con mayor culpa y, por tanto, deudor de mayor pena que el mismo Barrabás... ¡Sobre Él había puesto los pecados de todo el mundo!

Fue, en segundo lugar, expresión eficaz del amor de Dios para con nosotros. Porque, en realidad, ¿qué nos hubiera aprovechado que Barrabás sufriese la muerte y quedara Jesús libre? «Muera mi Hijo, clamó el Padre celestial, y sean, en cambio, salvos los pecadores, en Barrabás representados.» Por eso la Iglesia, agradecida, canta: Para redimir al esclavo entregaste a la muerte a tu Hijo. Oh admirable dignación de tu bondad para con nosotros! ¡ Oh inapreciable prueba de tu amor!


3) ¡Cuánto no hubo de sentir el nobilísimo Corazón de Jesús esta afrenta de su pueblo, de aquellos que de Él sólo habían recibido beneficios y de los que sólo debía esperar gratitud!         ¡Cuán errados son los juicios de los hombres y cuán poderosa la pasión de la envidia! De modo análogo a los judíos procedemos nosotros cuando pecamos; la tentación es una propuesta; ¿a quién prefieres, a Cristo o a Barrabás; a Dios o a la criatura: la honra de Dios o la tuya; el amor de Cristo o el de...? Poned lo que sabéis, ¡y a veces es más vil que Barrabás! Y cuando vacilamos ponemos en parangón a Cristo con Barrabás; y cuando cedemos y consentimos lo posponemos para ir con Barrabás. ¡Cuántas veces lo hemos hecho así! ¡Lloremos!
Y saquemos de esta contemplación, además, esfuerzo y consuelo para cuando nos veamos despreciados, y olvidados, y pospuestos a otros que valen menos que nosotros; ¡ y tal vez por los que más nos deben!

Coloquios. Magnífica ocasión para agradecer a Cristo su ofrenda de amor para nuestra redención y pidiendo ser admitido entre sus seguidores en el   oprobio para imitarle.

 

NOTAS. 1) Era Pilato, en frase de Agripa, que ciertamente no le quería bien, un hombre de carácter inflexible y de arrogancia salvaje. Se le acusaba de venal, rapaz, violento y déspota; de crueldades inútiles, de asesinatos sin formación de proceso..., pero pasaba por administrador activo, emprendedor, muy capaz de mantener el orden; y estas cualidades, en concepto de Tiberio, compensaban muchos vicios. De que fuera brutal y cabezudo no ha de deducirse que estuviera dotado de verdadera energía; los caracteres más violentos son a veces los más tímidos, afectan la brutalidad para disimular su debilidad y se esfuerzan por inspirar a los demás el terror que ellos experimentan (Prat, o. e.).

2) En Palestina, como en todas las provincias anejas al Imperio, el «ius gladii», derecho de condenar a muerte, pertenecía exclusivamente al gobernador romano. Los judíos no lo ignoraban y los sanedritas lo reconocían expresamente. El asesinato de San Esteban no será sino una ejecución tumultuaria, algo así como un linchamiento en unas horas de revuelta; y el martirio de Santiago el Menor había de costar al gran Sacerdote, que para autorizarlo se aprovechó de un interregno, una severa reprensión y el ser destituido de su cargo (Prat. o. c., 2, 263).
3) Quizá impresionó a Pilato la acusación de que Jesús quisiera hacerse rey por haberse difundido por el Imperio la noticia de que gentes salidas de Judea se habían de apoderar del sumo poder. Tácito escribe: «Pluribus persuasio, inerat, antiquis sacerdotum libris conti»neri, eo ipso tempore fore ut valesceret Oriens, profee»tique Judaea rerum potirentur» (1, 6, 13; Histor.). Estaban muchos persuadidos de que en los libros viejos de los sacerdotes estaba escrito que había de suceder por aquel tiempo que prevaleciese el Oriente, y gente salida de Judea se apoderase del poder. Casi con las mismas palabras escribe Suetonio: «Percrebuerat,in Oriente toto, vetus et constans opinio, esse in fatis ut eo tempore Judaea profeeti rerum potirentur» (In Vespas, 4). Confirma esta tradición Virgilio en su Egloga cuarta, «Sicelides musaeB. Y puede recordarse también la profecía de la célebre sibila de Cumas, que trae Cicerón (1, 2, de divinatione) (Card. de Lai, «La Passion de N. Seigneur», p. 119, 1).

 

 

 

 

 

 

 

 

39ª  MEDITACIÓN


2. CONTEMPLACION DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE PILATO HASTA LA DE HERODES (Lc 23, 6-12).


Preámbulo. Será la historia: como en el   curso de la acusación oyese Pilato hablar de Galilea, preguntó si era el acusado galileo, y como le dijeran que sí, para desentenderse del enojoso asunto envió a Jesús, atado, a Herodes. Recibióle éste muy alegre, y preguntándole muchas cosas, Jesús no le respondió una palabra, por lo cual Herodes, enojado, lo devolvió a Pilato, no sin haberle vestido antes, como a necio, con una vestidura blanca, como traduce la Vulgata, o resplandeciente, como parece indicar el original.

 

Composición de lugar: será ver el camino del Pretorio al palacio de Herodes y el palacio del tetrarca de Galilea. El camino es corto, atravesando el valle del Tyropeón, y a poca distancia del ángulo sudoeste del templo se alzaba el palacio antiguo de los príncipes Asmoneos, descendientes de los gloriosos Macabeos. En el  podemos ver una amplia y espléndidamente adornada sala, donde Él fastuoso y afeminado Herodes recibió a Jesús.


Punto 1.° PILAT0 ENVIÓ A JESÚS, GALILEO, A HERODES, TETRARCA DE GALILEA.


1) Proclamada la inocencia de Jesús por Pilato, en vez de ponerlo, como debía en todo derecho, en libertad, para no indisponerse con los sacerdotes y ancianos, se decidió a enviárselo a Herodes, a pesar de que sabían bien quién era el tetrarca y lo que pudiera resultar de tal entrega. Quizá buscaba, además de desentenderse de un asunto enojoso, halagar al tetrarca, con quien estaba enemistado desde que hizo acuchillar en el   templo, y sin formación de causa, a unos galileos; ofrecíasele buena ocasión, pues al transferir el proceso al Tribunal de Herodes reconocía públicamen- te su autoridad regional.

Comentando esta iniquidad, hace el Padre Huonder una reflexión de actualidad perenne: «Cuando se trata de ir contra la Iglesia y el Cristianismo, vuelven a unirse para ello aun los hermanos que antes estaban enemistados; y de la noche a la mañana se hacen alianzas entre partidos distanciados en política y religión, más aún de como lo estaban el romano gobernador y Herodes... Muy extrañas coaliciones se han llegado a hacer entre »las extremas derechas y las extremas izquierdas contra la Iglesia (Huonder, «La noche de la Pasión, 59, III).


2) Y la causa de Jesús se va a ver en el   Tribunal de un hombre sensual, cruel y vanidoso; del verdugo del santo Precursor; del «raposo» artero y cobarde, cuya característica era la astucia y que lo sacrificaba todo a sus pasiones libidinosas. Para que nosotros, sus seguidores, estemos prontos a recibir trato semejante y nos consolemos al vernos inicuamente juzgados por jueces indignos. Ignominia grande fue para Jesús atravesar las calles atado y custodiado como un criminal peligroso, hecho objeto de curiosidad, de desprecio y aun de ludibrio, porque los sacerdotes y ancianos, que no debieron recibir bien esta decisión de Pilato, descargaban su mal humor en Jesús.


3) Podemos considerar este acto de Pilato como su primer tropiezo en la serie de prevaricaciones que iban a llevarle al horrendo crimen de la crucifixión del Hijo de Dios y sacar como consecuencia a dónde nos puede llevar una concesión indebida, la cobardía de no ponernos desde Él principio decididamente de parte de la justicia y la inocencia; la debilidad en ceder a las exigencias, siquiera sean levemente pecaminosas, de nuestras pasiones. Preciso es que desde Él principio hagamos rostro: «prin»cipiis obsta! » De otra suerte será nuestra ruina segura.


Punto 2.° HERODES, CURIOSO, LE PREGUNTÓ LARGAMENTE, Y ÉL NINGUNA COSA LE RESPONDÍA, AUNQUE LOS ESCRIBAS Y SACERDOTES LE ACUSABAN CONSTANTEMENTE.


1) Era Herodes Antipas hijo de Herodes el Grande, el mismo que había dado muerte a San Juan Bautista porque le reprochaba su unión incestuosa con Herodías, esposa de su hermano Herodes Filipo. Algún tiempo después del martirio de Juan, como oyera Herodes narrar los prodigios de Jesucristo, pensó que era el Bautista resucitado: “Hic est Joannes Baptista; ipse surrexit a mortuis, et ideo virtutes operantur in eo… Este es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso resplandece tanto en el  la virtud de hacer milagros (Mt., 14, 2); y movido de curiosidad, o dudando de la verdad, deseaba ver a Jesús, como dice San Lucas (Lc 9, 9): Quaerebat videre eum», y buscaba el modo de verle. Parece que después intentó matar a Jesús, pues algunos judíos dijeron al Maestro: “Exiet vacte hinc; quia Herodes vult te accidere» Sal de aquí y retírate, porque Herodes quiere matarte” (Lc., 13, 31).

 
2) Cuando recibió el aviso previo que, sin duda, le envió Pilato anunciándole que enviaba a su palacio a Jesús para que juzgase la causa, se sintió halagado y se holgó sobre manera de ver a Jesús, porque hacía mucho tiempo que deseaba verle por las muchas cosas que había oído de Él y porque con esta ocasión esperaba verle hacer algún milagro.

Recibióle, pues, bien, y le hizo multitud de preguntas, y le pidió que hiciera algún milagro, indicándole que, como tenía en sus manos su causa, le pondría en libertad y aun le otorgaría honores y riquezas si quería complacerle; y Jesús, que había respondido al gentil Pilato, no respondió palabra a Herodes, ni hizo rogado milagros el que tan estupendos los había hecho aun sin pedírselo, como en Naín y en otras ocasiones. ¿Por qué calló?

Han dicho algunos que por respeto a la ley, pues estaba Antipas excomulgado. Pero aun dado que la prohibición de participar en los sacrificios, que por su adulterio pesaba sobre Herodes, equivaliera a la excomunión, llamada Nidoni (separación), todavía tal prohibición no incluía la de no podérsele dirigir la palabra, sino que ordenaba que no se hablara con. él a distancia menor de cuatro codos. Señalan como causa principal del silencio algunos expositores modernos la vida licenciosa de Herodes. No habla el Señor a las almas deshonestas; por eso ellas viven regocijadas en sus carnalidades, sin sentir muchas veces remordimiento alguno. Sin embargo, Jesús habló, en detenido coloquio, con la Samaritana; no rechazó a la adúltera y defendió a Magdalena (De Lai, o. c.).


3) La causa principal del silencio de Jesús hay que buscarla en la impía pretensión de Herodes de que Jesús rebajase su divino poder al nivel de un charlatán y prestidigitador.
¡Terrible castigo para el alma el silencio de Dios! Pobre del pecador a quien se lo impone; es casi prenuncio de eterna condenación. Digámosle al Señor, con el Profeta: “No enmudezcas, Señor, no sea que enmudeciendo Tú me asemeje a los que van camino del abismo” (Ps., 27, 1). Procuremos con empeño grande conservar nuestro corazón puro, no se nos vaya manchando y encarnizando de suerte que nos convierta en aquel «animalis homo», hombre animal, para quien no hay más vida que la de los sentidos y que no percibe, ea quae sunt Spiritus Dei (1 Cor., 2, 14), las cosas del Espíritu de Dios. Ni pretendamos en nuestro trato y conversación con Dios otra cosa que su gloria y nuestro provecho espiritual.

Entonces sí merecemos que Dios nos hable, y serán para nosotros sus palabras de vida eterna, luz vivificante para nuestra inteligencia que dirija todos nuestros pasos; alimento para nuestra alma, más dulce que la miel; fuego que vivifique nuestra voluntad y la esfuerce para el bien. Entre tanto, los príncipes de los sacerdotes y los escribas persistían obstinadamente en acusarle (Lc 23, 10). Le acumularían todo cuanto pudiera hacerle odioso a Herodes. Y Jesús callaba: ni el halago ni las amenazas le hicieron hablar. ¡Magnífica lección, difícil en ocasiones de practicar, pues con facilidad nos mueve a hablar el deseo de ser tenidos y estimados en algo o el temor de que se nos tenga por lo que no somos!


Punto 3.° HERODES LO DESPRECIÓ CON SU EJÉRCITO VISTIÉNDOLE CON UNA VESTE BLANCA.


1) Mas Herodes, dice San Lucas, con todos los de su séquito, le despreció; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato (Lc 23, 11). Pilato se admiró del silencio de Jesús, y, en cambio, Herodes la calificó de necedad. Al verse, a su juicio, despreciado por Jesús, pensó, sin duda, cómo castigarle, y no encontró castigo más doloroso y afrentoso que el tratarle como a necio. Y cierto que es cosa difícil de llevar para el hombre semejante afrenta, y que pasa más fácilmente por otras al parecer más costosas o, al menos, ciertamente más dolorosas. Para Jesús, Maestro por excelencia, que usaba de ese nombre con tanta frecuencia y era así llamado, no sólo por sus discípulos, sino aun por las gentes, hubo de ser afrenta muy dolorosa el ser públicamente calificado de fatuo y er paseado por las calles de Jerusalén con vestidura de irrisión. Y Herodes le despreció con toda su gente canalla vil mercenaria de tracios, galos y germanos...


2) Con cuánta frecuencia, en la sucesión de los siglos, se repite en la Iglesia de Cristo y en sus ministros la escena del palacio de Herodes. Procuran poner en ridículo a la Iglesia ante el pueblo acusándola de enemiga de la ciencia y autora de la ignorancia atacando sus dogmas como opuestos a la razón y presentando sus enseñanzas desfiguradas para hacerlas parecer necedades increíbles. «Herodes y sus cortesanos hacen burla de lo que no conocen, pues no ven sino la imagen de Cristo desfigurada y falsa, según se la presenta el espíritu mundano de ellos, ajeno a todo concepto sobrenatural. Así está Cristo en la Eucaristía: Millares de personas le desprecian porque le ven cubierto con la blanca vestidura de la sagrada hostia...; se burlan de lo que ignoran» (Huonder). ¡Y cuántas veces, si no en grado tan extremo, al menos en modo bien lamentable, la pasión en sus variadas formas de codicia, de sensualidad, de soberbia, de ira, etc., nos ha hecho tener por necedad la misma sabiduría y por objeto de escarnio lo que debiera serlo del más profundo respeto!


3) Mucho, sin duda, hubo de sufrir Jesús en este paso, si no materialmente en el   cuerpo, espiritual y moralmente en el   alma; cómo se escondió su divinidad! Y todo esto lo padecía por mí; ¿qué será justo que yo haga por Él? Mucho le he prometido, ¿se lo cumpliré? Decíale en la tercera manera de humildad que «por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro Señor quiero y elijo mí pobreza con Cristo pobre que riqueza; oprobios con Cristo lleno de ellos que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fué tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo».

¡Bien está! pero, ¿lo he cumplido? quizá en toda mi vida no se me ha presentado ocasión de sufrir tal afrenta por Cristo y la voy pasando lleno de magníficos y... estériles deseos. porque, y no es caso raro, después de una de estas oblaciones, cuando en la vida ordinaria se me ha presentado una ocasión de sufrir alguna humillación, acaso pequeñísima y más que real subjetiva, por el mal éxito de alguna de mis empresas, por una preterición inesperada e inmerecida, por una palabrilla hiriente, la he esquivado estudiadamente.

Pues grabemos bien en el   alma la imagen de nuestro Capitán y Maestro vestido de escarnio y tratado como necio en el   tribunal de Herodes, y pensemos si es bien unirnos a El vistiendo ínfulas de doctores y haciendo ostentación de saber! ¡Si con esta medicina no se cura nuestra soberbia, es en verdad incurable! «Haec medicina tanta est, quanta non potest cogitari. Nam quae superbia Sanari potest, si humilitate Filii Dei non sanatur?» (S. Aug., de Agone christiano, c. 11. ML. 40, 297).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

40ª  MEDITACIÓN

 

EL CUARTO DÍA, A LA MEDIANOCHE, DE HERODES A PILATO, HACIENDO Y CONTEMPLANDO HASTA LA MITAD DÉ LOS MISTERIOS DE LA MISMA CASA DE PILATO, Y DESPUÉS, EN EL   EJERCICIÓ DE LA MAÑANA, LOS OTROS MISTERIOS QUE QUEDARON DE LA MISMA CASA, Y LAS REPETICIONES, Y LOS SENTIDOS, COMO ESTÁ DICHO.


En la contemplación correspondiente a este día, en los «MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO» se incluyen los tres puntos siguientes: 1) Herodes lo torna a enviar a Pilato, por lo cual son hechos amigos, que antes estaban enemigos. 2) Flagelación, coronación y burlas. 3) Ecce-homo... La dividiremos, como nos indica San Ignacio, en dos contemplaciones.


lª. CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE HERODES HASTA LA DE PILATO.


1º Preámbulo. La historia será cómo Herodes, creyéndose burlado por Jesús, lo despreció, y vestido a guisa de fatuo lo devolvió a Pilato. El cual, después de ponerlo en parangón con Barrabás, proclamando una vez más que no encontraba en el   nada digno de pena de muerte, ordenó que Jesús fuese azotado, y lo fué cruelísimamente.

 
Composición de lugar. El camino del palacio de Herodes al de Pilato y el lugar del pretorio donde fue azotado Jesús. Opinan algunos que fue del foro del pretorio, a la vista de la muchedumbre; después lo metieron adentro los soldados.


Punto 1.° HERODES LO TORNA A ENVIAR A PILATO, POR LO CUAL SON HECHOS AMIGOS, QUE ANTES ESTABAN ENEMIGOS.


1) Nos dice San Lucas que Herodes, con todos los de su séquito, despreció a Jesús; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato. Con lo cual se hicieron amigos aquel mismo día Herodes y Pilato, que antes estaban entre sí enemistados.

Desconocemos las causas de la enemistad de Pilato con Herodes; insinúan algunos que quizá fué el degüello de galileos ordenado por Pilato cuando se hallaban ofreciendo sacrificios. Cierto que no faltaban frecuentes ocasiones de encuentros y que la reconciliación no sería duradera. Se aunaron contra Cristo: principes convenerunt in unum adversus Dominum, et adversus Christum eius (Ps. 2, 2). El, de suyo les brindaba la verdadera paz y amistad, que donde va no sabe predicar otra cosa que la caridad, y su reino es reino de paz. No supieron aprovecharse de tan buena ocasión.


2) Consideremos la grande afrenta de Cristo al volver a correr las calles de Jerusalén en día tan solemne y de afluencia tan grande de gente y acompañémosle en tan penosas jornadas; es ya con éste el quinto paso de Jesús por las calles desde que fué prendido en el   huerto: de Getsemaní a Anás, de Anás a Caifás, de allí a Pilato, luego a Herodes, y ahora vuelve a desandar la última caminata.

De creer es que los príncipes de los sacerdotes y ancianos aprovecharían la ocasión para ir sembrando suspicacias y acusaciones contra Jesús y excitar así contra El las turbas. Y su labor iba haciendo efecto y engrosaba el grupo de los que se unían en sus gritos y denuestos a los enemigos de Jesús, creciendo la afrenta y escarnio del bondadosísimo Señor. Es nuestro Capitán a quien hemos jurado seguir en la pena para después seguirle en la gloria.

Locura es para el mundo la suma sabiduría de Dios, y, en cambio, es necedad para Dios la sabiduría de este mundo, como nos dice el Apóstol: Sapientia enim huius mundi, stultitia est apud Deum (1 Cor., 3, 19); por eso, como el mismo Apóstol nos enseña: Si quis videtur inter vos sapiens esse in hoc saeculo stultus fiat, ut sit sapiens (Ib., 18). Si alguno se tiene por sabio en este mundo entre vosotros, hágase como necio para ser verdaderamente sabio.

¡Decidámonos en la elección, y viendo cómo tratan a Cristo, aprendamos lo que reserva a cuantos siguen el   estandarte de Cristo! Llenos de amor y de estima ofrezcamos nuestros homenajes de respeto a Cristo y afiancémonos en nuestro amor hacia El, hacia su doctrina y su vida. Hemos jurado vestirnos de su librea; ¡hela ahí! ¡ es de escarnio, de necedad, de irrisión!


3) Recibió Pilato a Jesús con desagrado, y habiendo reunido a los Sumos Sacerdotes y a los magistrados y al pueblo, les dijo: “Me trajisteis a este hombre como a alborotador del pueblo, y he aquí que, habiéndolo yo interrogado en vuestra presencia, ningún delito he hallado en el   de los que le acusáis. Pero Herodes tampoco, puesto que os remití a él, y por lo hecho se ve que no le juzgó digno de muerte. Por tanto, después de castigado lo dejaré libre” (Lc 23, 13 y sigs).

Vuelve a proclamar la inocencia de Jesús, y en vez de ponerle, como era justo, en libertad, procede antes a castigarle. ¿Por qué? Por arbitrariedad y falsa política de contemporización, con la que quiere complacer a todos; cosa imposible. Y acude al arbitrio, a su juicio, infalible, de poner a Jesús en parangón con Barrabás, y como le fallara tal recurso, dama Pilato: “Qué haré de Este a quien llamáis Rey de los judíos? Y ellos gritaron: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Qué mal ha hecho? ¡Yo nada he hallado en el   que merezca la muerte! Por eso, después de castigarlo, lo pondré en libertad”. Tercera vez proclamó Pilato la inocencia de Jesús, persistiendo en su propósito de ponerle en libertad, como debía, pero castigándole antes para ver si lograba así acallar a sus enemigos; pero, lejos de lograrlo, ellos insistían a grandes gritos pidiendo que fuera crucificado; y sus gritos eran cada vez más violentos.


Punto 2.° LA FLAGELACIÓN.


1) Persistiendo Pilato en su deseo de contentar a todos, pensó satisfacer a los judíos y lograr la libertad de Jesús por medio de la flagelación, y ordenó que fuese azotado. Era propiamente castigo romano, aunque se habla de él en la Sagrada Escritura principalmente como castigo de pecados carnales, p. e., Lev., 19, 20; pero se aplicaba, “ita dumtaxat ut quadragenarium numerum non excedant ne foede laceratus ante oculos tuos abeat frater tuus” (Deut., 25, 3), de suerte que no excedieran los golpes de cuarenta, no sea que tu hermano aparezca a tu vista feamente lacerado. Los fariseos, por escrúpulo hipócrita y temor de faltar a la ley, los habían reducido a treinta y nueve (2 Cor. 11, 24-25); y según cuenta Josefo, si el azote tenía tres ramales, no se daban sino trece golpes. Además, antes de aplicarlo se examinaba si era el paciente capaz de soportarlo.

Al Señor se le aplicó a la manera romana, pues romano era el juez y soldados romanos los verdugos, y sabemos bien que entre los romanos se aplicaba este tormento del modo más despiadado y sin limitación de número. Los Evangelistas son sobrios en extremo al hablar de este suplicio; como que casi se limitan a expresar su nombre: “Jesum autem flagellatum tradidit eis ut crucifigeretur” (Mt., 27, 26), y les entregó para que lo crucificaran a Jesús azotado; San Marcos, et tradidit Jesum flagelis caesum, ut crucifigeretur (Mc., 15, 15), y a Jesús después de haberlo hecho azotar, se lo entregó para que fuese cruéificado; y San Júan, «Tunc ergo apprehendit Pilatus Jesum, et flagellavit» (Jn 19, 1), Tomó entonces Pilato a Jesús y lo hizo azotar. Hemos, pues, de reconstruir la escena por lo que la historia romana nos dice.

2) Usaban los romanos como instrumentos, con los esclavos, ordinariamente el flagellum y el flagrum. Era el flagrum un haz o látigo de cuerdas, correas bastante gruesas o cadenas armadas con frecuencia de espinas o huesecillos y terminadas con bolas metálicas; Juvenal (5, 172) lo llama durum, duro), y su efecto lo designan los autores latinos con palabras que significan golpear, batir con fuerza, romper. Más horrible aún era el flagellum; así lo califica Horacio de (1 Sat., 3, 119) horrible; era más doloroso y sus heridas se expresan con palabras que significan acción de cortar, rasgar, perforar. Era instrumento formado de correas más delgadas y penetrantes; con facilidad penetraba en las carnes y las rasgaba al ser retirado bruscamente.


3) Que fuese desonroso y humillante se puede deducir de tres circunstancias que en el  concurrían (Groenings, S. J.): a) Entre los romanos, la flagelación, cuando no se practicaba con varas, sino con látigos u otros más horribles instrumentos, era castigo empleado ordinariamente sólo con esclavos, pues la ley Porcia y la Sempronia exigían que no fuesen azotados sino en casos extremos, y entonces con varas, los ciudadanos romanos. Aplicaron, pues, a Jesús suplicio de esclavos, y cosa sabida es que en aquellos tiempos era el esclavo un algo intermedio entre el hombre y la bestia. Y se lo aplicaron a Jesús aun en lo humano de sangre real y declarado reiteradamente inocente.


b) Se ejecutó públicamente, siendo por eso grande su vergüenza; y fue, por añadidura, durante la flagelación, el blanco de las más soeces afrentas .por parte de la soldadesca.

e) La mayor confusión de Jesús vino de que, a la usanza romana, lo despojaron de sus vestiduras; afrenta que ya habían anunciado los profetas como terrible; y Salm. 21, 18-43, 16, etc.


4) Que fuese doloroso, se deduce de recordar el modo brutal como lo aplicaban los romanos (De Lai). Hay que leer y meditar los procesos auténticos de los mártires, las historias de los gladiadores y las narraciones de Tácito, Cicerón y otros autores paganos. La ley romana dejaba el número de azotes al arbitrio del juez o del verdugo. Llama Cicerón a este suplicio «media mors», media muerte, porque era no raro el caso de que en el  o poco después muriese el reo; pues se aplicaba con tal crueldad, que los espectadores, horrorizados, se retiraban al ver quedar al descubierto las venas y los huesos, arrancada a golpes violentos en pedazos la carne. Eusebio, hablando de los mártires de Esmirna, escribe: «Todos los asistentes se asustaron de ver la carne de los mártires desgarrada en parte hasta las venas, en modo que los huesos quedaban al descubierto y se podían ver hasta las entrañas.» Y Cicerón, en las Verrinas (2-54, 5), hablando de la flagelación de Servilio caballero romano, escribe: «Seis lictores, muy fuertes y ejercitados en este infame ministerio, le golpearon horriblemente con vergas. Bien pronto el jefe de los lictores, Sextio, volteó su haz y descargólo sobre los ojos de la víctima con violencia horrible. El paciente, con la boca y los ojos inundados de sangre, cayó »a los pies del verdugo, quien no cesó de desgarrarle los costados. Después de tan bárbara ejecu»ción fué trasladado como muerto y al poco rato falleció»; y Suetonio, Calígula, 26; Tito Livio, 28-16.

 

5) Pues bien: esta gente fué la que azotó a Jesús de la manera más cruel y despiadada. Santa Brígida, en sus Revelaciones (4, 70), escribe: «Jubentç »lictore, Jesus seipsum vestibus exuit, columnam »sponte amplactens, recte ligatur et flagellis acul»eatis, infixis aculeis et retractis; non evellendo sed »sulcando totum corpus eius laceratur.» Mandándoselo el lictor, se despoja a Jesús de sus vestidos y abraza espontáneamente la columna; le atan bien, y con flagelos armados de púas metálicas van lacerando todo su cuerpo, no con picaduras, sino con surcos, clavándole las púas y arrancándoselas. Y fueron para Jesús más dolorosos los azotes:
a) Porque su cuerpo era más noble y delicado, como formado en las purísimas entrañas de María, de su sangre preciosa por el Espíritu Santo perfectísimo, y así más sensible.
b) Pilato ordenó una flagelación cruel para conseguir su objeto de excitar la conmiseración de los crueles enemigos de Jesús.

c) Además, Dios le veía cubierto con los pecados de todo el mundo, y la justicia divina vengó en el  todas nuestras iniquidades: «attritus est propter scelera nostra» (Is., 53, 5, et 1 Pet., 2, 24).

¿Por qué quiso sufrir tan acerbo tormento?

a) Para satisfacer por nuestros pecados, sobre todo los de impureza, compensando con el dolor de su carne el placer de la nuestra; con su desnudez, los pecados cometidos y ocasionados con trajes indecorosos y desnudeces provocativas de modas infames.

b) Para darnos a entender el odio que Dios tiene al vicio de la impureza. Dígalo si no el diluvio...; el fuego de la Pentápolis; Onam, muerto repentinamente; veintidós mil israelitas pasados a cuchillo porque pecaron con las moabitas (Groenings 173).

c) Para darnos a entender la terribilidad de los castigos que después de su resurrección tendrán que padecer los cuerpos de los condenados por este pecado.

d) Para ser el consuelo de los santos mártires y el dechado de los confesores y penitentes.

e) Reflectir en mí mismo y procurar sacar algún provecho de ello. Si tanto hizo Jesús por mi amor, si tanto me amó, ¿qué he de hacer yo por El y cómo he de amarle? ¿Me parecerá dura y difícil cualquier cosa que me pida? Si soy de Jesús, ya sé lo que el Apóstol me dice: Qui sunt Christi, carnem suam crucifixerunt, cum vitiis et concupiscentiis, (Gal., 5, 24). Los que son de Cristo, tienen crucificada su carne con los vicios y pasiones.

Pongámonos a los pies de este Señor, junto a la columna; besemos la tierra, bañada, bañada con tan preciosa sangre. Tomemos aquellos azotes, teñidos en sangre de Nuestro Redentor, y pongámoslos sobre nuestro corazón suplicándole que sane las llagas de nuestras aficiones desordenadas y nos llague con su divino amor. (P, La Puente.)

¡Pilato hizo azotar al Hijo de Dios! Así se le trata cuando no se le conoce. Y Jesús lo sufrió pensando en nosotros, en mí; diría a su Padre: ¡Gustoso sufro por ellos para que vuelvan a ser vuestros hijos y Vos seáis su Padre! ¡Llenémonos de saludable temor y confianza sin límites! Después de tal muestra de amor, ¿qué no debemos esperar para el tiempo y para la eternidad? Marquemos con la sangre de Cristo cuanto queramos salvar de eterna ruina. Si la sangre del cordero libró a los primog& nitos de los israelitas, ¿qué no hará la sangre de Cristo? Hagamos también con Jesús llagado oficio de buen samaritano, ¡curémosle! Derramemos aceite de compasión en sus llagas. ¡Digámosle una palabra de cariño! Alma mía, ¿cómo lograr esto? Tú eres la tierra regada con tan precioso riego; rinde frutos de salvación y consolarás a Jesús en sus sufrimientos. Valor para renunciar a cuanto pueda apartarme de Cristo, para sujetar mi carne al dolor, para cercenar las satisfacciones de los sentidos. ¡Corazón por corazón! ¡Sangre por sangre! ¡Vida por vida!


Coloquios. Uno con la Santísima Virgen, que sin duda estuvo presente o muy cerca al lugar de la flagelación... ¡Cuánto sufriría! «Fac me tecum, pie flere!...» Otro al Hijo, compadeciendo, agradeciendo, pidiendo, ofreciendo... Otro al Padre pidiendo, por la preciosísima sangre. de Jesús, lo que sentimos más necesitar.


NOTAS.—1) La columna de la flagelación se venera en Roma, en la iglesia de Santa Práxedes; es una especie de mojón de 70 centímetros de alto y de un diámetro de 45 centímetros en la base; es de mármol negro, con vetas blancas y tiene señales de haber llevado un anillo o argolla.
2) En cuanto al número de azotes, no hay que hacer gran caso de revelaciones particulares. La Emmerich dice que duró la flagelación tres cuartos de hora; la V. Agreda, que Jesús recibió 5.115 azotes; otros, como Eck, cuentan 5.375, ó 5.460 (Lanspergio) una santa reclusa; según Ludolfo, llegaron a 5.490. La flagelación era realmente el horrendo pre»ludio de la muerte)) (Huonder).

 

 

 

 

 

 

41ª  MEDITACIÓN

 

LA CORONACIÓNDEESPINAS. EL ECCE HOMO

 

Preámbulo. La historia es aquí cómo “terminada la flagelación, y habiéndose vestido Jesús, los soldados le llevaron al patio, le despojaron de sus vestiduras, echaron sobre sus hombros un andrajo de púrpura, tejieron una corona de espinas y se la ciñeron, y poniéndole en las manos una caña, le hicieron sentar y comenzaron a desfilar ante El, burlándose y diciéndole: “¡ Salve, Rey de los judíos! Y le daban bofetadas, y le escupían, y tomando la caña le golpeaban con ella la cabeza. Pilato, al verle, se conmovió, y tomándole le presentó al pueblo, diciendo: Ecce homo! Y el pueblo respondió gritando: ¡ Crucifícale !  Pilato les dijo: Llevadle y crucificadle vosotros, porque yo no hallo en el   ninguna culpa. Los judíos le contestaron: Nosotros tenemos una lay, y según ella debe morir, porque se hace Hijo de Dios. Al oír esto Pilato se asustó más; entró nuevamente en el   Pretorio y dijo a Jesús: De dónde eres Tú? Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo: No me contestas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Jesús le contestó:«No tendrías poder sobre Mí si no se te hubiese dado de arriba. Por eso e1 que me entregó a ti es reo de mayor delito. Después de esto Pilato se interesaba más por soltarlo”.

 

Punto 1.°  CORONACIÓN DE ESPINAS.

1) La soldadesca vil, como la pasada noche la chusma de servidores de los sacerdotes, tomaron a Jesús por objeto de ludibrio y no contentos con la horrible flagelación siguieron mofándose de Él y llenándole de escarnios. Después de la flagelación, milites autem duxerunt eum in atrium. praetorii (Mc., 15, 16), los soldados le llevaron entonces al patio del Pretorio. Y tuvo lugar la escena tan dolorosamente conmovedora, dice Fillion, de la coronación de espinas, de la que San Mateo y San Marcos nos han conservado una relación bastante completa, y que San Juan sólo menciona en breves palabras; tuvo, en verdad, un carácter diabólico. (Mt., 27, 27-30; Mc., 15, 16-19; Jo., 19, 2-3.) Diríase, nota San Juan Crisóstomo, que el infierno todo se había desencadenado contra el Hijo de Dios para acrecentar el número y la acerbidad de los tormentos más exquisitos. ¡Era su hora!

Ocurrióseles, pues que habían oído que se hacía pasar por rey, parodiar su coronación, y para ello convocaron toda la cohorte; claro que no se ha de tomar a la letra el «totam cohortem» de San Mateo y San Marcos, pero aun así se reunieron muchos. Y comenzaron la fiesta; algunos asistían como meros espectadores o curiosos a aquel espectáculo deshonroso e infamante. Le despojaron nuevamente de sus vestiduras con dolor, pues estaba hecho una llaga viva, y afrenta; echaron sobre sus hombros desnudos un andrajo de púrpura, y tejiendo una corona de espinas la pusieron sobre su cabeza.


2) Le desnudaron! «Durante la Sagrada Pasión, Nuestro Señor dispuso las cosas de suerte que cada nuevo sufrimiento llamase nuestra atención sobre alguna falta de las cometidas por nosotros, excitándonos a llorarlas todas. Y sabía bien en aquel santo viernes de la Pasión cuántos pecados se habían de cometer a causa de los vestidos y desnudeces, modas y afeites..., que habían de convertirse en instrumento de lujuria y vanidad al servicio de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de la vista y de la soberbia de la vida.»

Le echaron sobre los hombros una clámide vieja de púrpura; sería algún harapo irrisorio que dijera bien con el concepto que aquella canalla tenía del reino de Cristo. ¡ Después tejieron una corona con algún junco o vara flexible, armada con agudas espinas, y con ella, a guisa de diadema, orlaron la frente y la cabeza de Jesús! ¡Qué horrible tormento; penetraron las espinas en parte tan delicada y sensible, con dolor acerbísimo para el Señor, y corrió la sangre, enturbiando sus ojos, surcando su rostro, empapando sus cabellos! Las espinas que se conservan son grandes y fuertes, suficientes a herir muy honda y dolorosamente. «Y pusiéronle en »la mano derecha una caña, y con la rodilla hinchada en tierra, le escarnecían, diciendo: Dios te salve, Rey de los judíos. ¡Y escupiéndole, tomaban »la caña y le herían en la cabeza!» (Mt., 27, 29-30). Así parodian sacrílegamente, en el   Pretorio, la entronización real del Mesías. Y ese Señor así burlado es aquel a cuyo nombre se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos. (Phil., 2, 10). «He »entregado mi cuerpo a los que me golpeaban, no he »vuelto mi rostro a los que me escupían en el » (Is., 50, 6). Lo había ya anunciado Jesús a sus discípulos:
“Tradetur gentibus... et illudetur; flageliabitur, et conspuetur (Lc 18, 32)…Será entregado a los gentiles... y burlado, azotado y escupido. ¡Y el Señor callaba y sufría paciente por mí! ¡Cómo se oculta la divinidad!

 
3) ¿Por qué quiso el Señor padecer este horrible tormento? ¡Por mí! Por mis pensamientos vanísimos... y, sobre todo, por los pensamientos poco castos, espinas agudísimas que se clavan en el   corazón de nuestro amor, Jesús. Cuando tales pensamientos nos asalten, pensemos que el aceptarlos es añadir nuevas espinas a la corona del Salvador, y a buen seguro que los rechazaremos. Si algunas hemos clavado ya, procuremos con amor, con actos de reparación, con celo apostólico, resarcirlas, evitando nuevas heridas.

¡ Penetremos en el   Corazón de Cristo mientras que le vemos sufrir exteriormente; veamos qué siente, de los que le atormentan y de nosotros mismos! ¡Compasión, amor intenso, deseo vivísimo de traerlos a buen camino, de perdonarlos! ... ¡Amor!


4) Esta escena burlesca del Pretorio se reproduce en la historia y en nuestros días. ¡ Cómo se hace rnofa y escarnio del Pontificado y de sus derechos y títulos, que son calumniados y arrastrados por el fango! ¿No proceden muchas veces como la soldadesca romana muchos de nuestros escritores, periodistas, profesores, que escupen blasfemias horrendas, insultos soeces al rostro de Jesús? ¡Blasfeman de Dios, hacen irrisión de sus dogmas! Pero, ¿qué más, si hasta en nuestros templos, no pocas veces, en vez de alabarle, se injuria al Señor y parecen las reverencias de algunos cristianos la irrisoria genuflexión de los sayones de Cristo? La genuflexión ante el Santísimo en nuestros templos es, sin duda, una de las más expresivas y hermosas costumbres de la Iglesia Católica y de la piedad de los fieles, sobre todo cuando en este acatamiento «al postrarse el cuerpo se postran igualmente el corazón y el alma con fe y amor delante de Cristo, escondido en el   tabernáculo. Ave, Rex! ¡Yo te saludo, Rey mío y Salvador mío, aunque parezcas pequeño, cubierto con la clámide pobre de las especies sacramentales; yo te adoro como a mi Señor y mi Dios y doblo mis rodillas como tu fiel vasallo! Mas ¿qué viene a ser esta señal de acatamiento cuando falta la fe viva, y con ella el espíritu de devoción? Una caricatura, un homenaje de burla, aunque tal vez inconsciente» (Huonder, «La noche de la Pasión»).


Punto 2.° ECCE HOMO!


1) ¡Cómo quedó Jesús! ¡Míralo! ¡ Deshecho por los azotes, aparecen por la amplia abertura de la clámide sus carnes acardenaladas, sangrantes, laceradas; su rostro, afeado por las salivas inmundas y la sangre que corría de su frente taladrada; su cabeza, coronada de espinas; en sus manos, una caña por cetro; cubierto a medias su cuerpo por un andrajo repugnante que quería simular un manto de irrisoria grandeza! Al verlo, Pilato se conmovió; parecía un leproso; “no hay en el   hermosura, ni buen parecer ni atractivo que nos le haga amable; despreciado, el postrero de los hombres, y sabe de enfermedades” (Is., 53, 2 y sigs.). Juzgó el Pretor romano, por el efecto que en sí había sentido que con sólo verlo la muchedumbre se daría por contenta y consentiría en su libertad. “Tomóle, pues y sacóle fuera, y presentándole al pueblo, clamó: Ecce horno! ¡Ved aquí al hombre!” (Jn 19, 4). Pareciéndole que aun los más encarnizados enemigos de Jesús se darían por satisfechos con el castigo que se le había aplicado; pero se engañaba.

Apenas los sacerdotes y los servidores del Sanedrín lo vieron, comenzaron a gritar con todas sus fuerzas: ¡Crucifícaló! ¡Crucifícalo! (Ib., 6). No esperaba Pilato esta contestación del pueblo, y quedó sorprendido, espantado y lleno de indignación al ver que había obtenido todo lo contrario de lo que su política mezquina de oportunismo esperaba. El tigre ha lamido la sangre, y esto no hace sino excitar más la sed de ella (Huonder). Cómo se repite la escena y cómo se reitera a través de los siglos el grito nefando de «¡Crucifícalo; no queremos que reine!»


2) “Ecce homo!” En boca de Pilato, esa frase significa: ¡mirad ese hombre que se llama Rey, Mesías e Hijo de Dios tan castigado y desfigurado que apenas parece hombre; compadeceos y contentaos con los castigos que ha recibido! Mirémosle y preguntémosle: Señor ¿por qué te humillas tanto que vienes a ser tenido por gusano y no hombre y por afrenta del linaje humano? La soberbia con que yo pretendí ser más que hombre igualándome con Dios, es causa de que Tú te hayas humillado tanto; por-. que tan abominable soberbia pedía medicina de tan admirable humildad (La Puente).


3) “Ecce homo!” En cuanto dicho por el Divino Espíritu quiere significar mirad este hombre que aunque parece sólo hombre, y hombre tan envilecido, es más que hombre, porque es Hijo de Dios vivo, Mesías prometido en la ley, cabeza de los hombres y de los ángeles, Redentor del humano linaje y único remediador de todas sus miserias, cuya caridad fué tan grande que ha tomado esta figura tan dolorosa por sólo amor a los hombres, para pagar las deudas de sus pecados y librarles de las penas eternas que merecían por ellos. ¡Cuántas gracias debemos darles y cómo debemos servirle!


4) El pueblo le rechaza; tú, ¡póstrate, a sus, pies y mírale! ¡Mira ese hombre! ¡Al posarse en el  la mirada del Padre perdona mis faltas; ese hombre me ha amado como nadie! ¡Me ha revelado los abismos de bondad de su corazón y los de malicia del mío! Sus heridas curan mis males; sus lágrimas consuelan mis dolores; sus oprobios son causa de mi gloria; su muerte me dará la vida. Su vista me recuerda con dulzura infinita mis faltas. ¡He aquí al que viene a salvarme y al que vendrá a juzgarme! ¡Ahora le contemplo humillado; día vendrá en que le vea en todo el esplendor de su soberanía universal y eterna! Digamos a Dios: ¡He ahí al que me enviáis; he ahí al que me ha hecho esperar en vuestra misericordia! ¡El me da seguridad de que aceptaréis, benigno, mis plegarias! ¡Por lo que El sufre, escuchadme! ¡Salvadme!


Punto 3.° DIÁLOGO DE PILATO CON JESÚS.

 
1) Ejecutada la coronación, “salió Pilato de nuevo afuera y díjoles: He aquí que os lo saco fuera para que reconozcáis que yo no hallo en el   delito ninguno... Luego que los Pontífices y sus ministros le vieron, alzaron el grito, diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Díceles Pilato: Tomadle allá vosotros y crucificadle, que yo no hallo en el   crimen. Respondiéronle los judíos: Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó esta acusa»ción se llenó más de temor. Y volviendo a entrar en el   Pretorio, dijo a Jesús: ¿De dónde eres Tú? Mas Jesús no le respondió palabra.. Por lo que Pilato le dice: ¿A mí no me hablas? ¿Pues no sabes, que está en mi mano el crucificarte y en mi mano está el soltarte? Respondió Jesús: No tendrías poder alguno sobre Mí si no te fuera dado de arriba. Por tanto, quien a ti me ha entregado es reo de pecado más grave. Desde aquel punto Pilato buscaba cómo librarle. Pero los judíos daban voces diciendo: Si sueltas a Ese, no eres amigo del César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra el César. Pilato, oyendo estas palabras, sacó a Jesús fuera y sentóse en su tribunal; en el   lugar dicho en griego litóstrotos y en hebreo gabbata. Era entonces el día de la preparación o el viernes de Pascua, cerca de la hora sexta (mediodía), Y dijo a los judíos: ¡Aquí tenéis a vuestro Rey! Ellos, empero, gritaban: Quita, quítale de en me»dio, crucifícale. Díceles Pilato: ¿A vuestro Rey tengo yo de crucificar? Respondieron los Pontífices: No tenemos rey, sino a César” (Jn 19, 4-15). Obstinación espantosa la de los enemigos de Jesús: hasta qué punto puede llevarnos una pasión si en vez de combatirla desde el principio, la fomentamos.


2) Tal grandeza resplandecía en Jesús en medio de su humillación, que Pilato, en vez de despreciar, como parecía natural, la idea de que aquel reo fuera Hijo de Dios, se dejó impresionar por ella y quiso inquirir, según sus falsas ideas, lo que pudiera haber de cierto en aquella acusación, y preguntó a Jesús: “De dónde eres Tú? Jesús calló. ¿Para qué iba a hablar si no le había de entender? El padre no habla de su Hijo sino a los que están dispuestos a seguirle; el Hijo no habla de su Padre sino a los que desean conocerle para amarle y sujetarse a Él. No era ése el estado de alma de Pilato; por eso el Señor calló, no aprovechando la magnífica ocasión que para defenderse se le brindaba; ¡nuestro amor le empujaba al sacrificio, y nada quiere hacer por apartar de su camino la Cruz!


3) Pilato, ofendido, le amenaza con su poder; y Jesús entonces habla para frenar la necia soberbia del magistrado romano con una lección política cristiana. Calló para su defensa; habló para volver por el honor de Dios. El poder de que te jactas no es tuyo, sino de Dios, fuente de todo poder. Idea sublime que esfuerza el alma a sufrir como de la mano de Dios, lo que no levantando los ojos parece insufrible por venir de quien viene. No lo olvidemos: Dios en su providencia, que escribe derecho con renglones torcidos, se vale para sus altos fines de las miras mezquinas y rastreras de los poderes arbitrarios del mundo. Todo terminará con la victoria de Dios; claro que no lograda en el   término perentorio que nosotros le señalamos. No tendrían poder alguno sobre nosotros si. no se les diese de arriba. ¿Para qué se les da? Acaso para crucificamos...; siempre para la gloria de Dios.

Indicóle Jesús que mayor pecado que el suyo, de Pilato, era el de Judas, que le entregó a los sacerdotes, y el de Caifás, que le entregó a los romanos: ellos obraban por malicia; ¡ Pilato, por cobardía!


4) Díjoles después Pilato a los judíos, corno tentando el último recurso para lograr la libertad de Jesús: «Ecce rex vester.» ¡He aquí vuestro rey!, ¡ y lo tomaron como un insulto y protestaron de que no querían otro rey que el César! ¡Qué ceguedad, qué horrible desgracia, rechazar el reino suavísimo de Cristo, su yugo ligero y la liviana carga de su ley para echarse encima la esclavitud durísima del emperador romano; ellos la quisieron y ellos la hubieron de sufrir!

No así nosotros, sino que al «ecce rex vester» respondamos: ¡Sí, Ese es nuestro Rey!, por mil derechos legítimos y además por elección nuestra voluntaria; ¡ y aprovechemos la ocasión para reiterar a Jesús las oblaciones de mayor estima y momento de la meditación del Reino, protestando de que no estamos de ellas arrepentidos, sino cada día más firmes y constantes en el  las, y que cuanto más vil, despreciado y abandonado le vemos por nuestro amor, más y más le amamos y con más decisión reiteramos nuestros juramentos de fidelidad! El nos ayude a cumplirlos, ya que nos ha animado a ofrecerlos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

42ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE LA CASA DE PILATO HASTA LA CRUZ, INCLUSIVE.

Preámbulo. La historia es aquí cómo, cediendo al fin Pilato a las instancias de los Sacerdotes, sentóse en Su tribunal, y firmó la Sentencia de muerte de Jesús, diciendo: “Soy inocente de la sangre de este justo”. Y respondió todo el pueblo: “Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces Pilato les entregó a Jesús para que fuese crucificado. Los soldados, después que se hubieron burlado de Él, le quitaron el manto de grana, y le pusieron sus vestidos, y le sacaron afuera para crucificarle. Jesús, cargado con la cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo dicen Gólgota. Cuando le llevaron se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, obligándole a que llevase la cruz de Jesús. Seguíale gran muchedumbre de pueblo y de mujeres, las cuales se condolían de Él; pero Jesús, vuelto a ellas, les dijo:  ¡Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos! ¡Mirad que van a venir días en que se dirá: dichosas las estériles, y los vientres que no criaron, y los pechos que no amamantaron! Empezarán a decir a los montes: ¡caed sobre nosotros! y a los collados: ¡ocultadnos! porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?» Eran conducidos con El también para ser ajusticiados otros dos criminales. Cuando llegaron, pues, al lugar llamado Calvario, le dieron a beber vino aromatizado con mirra; pero habiéndolo gustado, no quiso beber. Allí le crucificaron”.


Composición de lugar: el Pretorio, el camino del Calvario y el Calvario; el trayecto a recorrer era de unos 500 a 600 metros; como 1.300 pasos. Era el Calvario una colina próxima a la ciudad: era costumbre de los romanos ejecutar a los malhechores fuera, pero cerca de la ciudad.

Punto 1.° PILATo, SENTADO COMO JUEZ, LES SOMETIÓ A JESÚS PARA QUE LE CRUCIFICASEN DESPUÉS QUE LOS JUDÍOS LO HABÍAN NEGADO POR REY DICIENDO: «NO TENEMOS REY, SINO CÉSAR.


1) ¡La falsa política de concesiones injustas y de seos de complacer a todos llevó a Pilato de claudicación en claudicación hasta la horrible caída de la condenación de Jesús! Pilato, oyendo a los judíos, que daban voces gritando: «Si sueltas a Ese, no eres amigo de César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra César», sacó a Jesús afuera y sentóse en su Tribunal, en el   lugar dicho en griego litóstrotos : en hebreo gabbata, para pronunciar ante todo el pueblo, desde lo alto de su Tribunal, la sentencia de condenación. Y el que había proclamado varias veces la inocencia de Jesús e ideado para ponerle en libertad varios expedientes, a su parecer eficaces, pero en realidad inútiles, sin que haya siquiera formulariamente enunciado que había encontrado la menor causa de condenación, dicta contra El sentencia de muerte, y no de una muerte cualquiera, sino de cruz la más ignominiosa, reservada para los grandes criminales y para los esclavos. Sentado en su Tribunal, volviéndose al reo pronunció la fórmula ritual: «Ibis ad crucem ! » ¡Irás a la cruz! Después, dirigiéndose al centurión encargado de ejecutar la sentencia, añadió: «1, miles, expedi crucem!» ¡Ve, soldado, prepara la cruz! Y quedó Jesús entregado a los verdugos para que le crucificasen.


2) Antes de dictar la sentencia de muerte, Pilato se había lavado las manos en público, protestando: Soy inocente de la sangre de este justo; allá os lo veáis vosotros. A lo cual respondió todo el pueblo: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! (Mt., 27, 24-25). Este simbólico lavatorio, que se hacía para declararse uno inocente del delito de sangre, era ya costumbre entre los judíos antiguos (Deut., 21, 6; Salm. 25, 6) y uso común en otros pueblos. ¡Si bastara lavarse las manos para, al mismo tiempo, lavarse la conciencia! Pero delante de Dios de nada sirve tener limpias las manos, si está el interior lleno de dolo y malicia. No nos paguemos de exterioridades y procuremos, sobre todo al celebrar el Santo Sacrificio, que el lavarnos las manos sea señal exterior de gran limpieza interior.


3) ¡Qué horrible grito el de aquella turba seducida por los malos sacerdotes y los ancianos; caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! ¡Desdichados! Cayó, en verdad, corno estigma de reprobación la sangre preciosísima del Redentor, «cujus una stilla salvum facere totum mundum, quit, ab omni scelere», de la que una gotita basta a salvar todo el mundo de todo crimen. ¡Y para los judíos ha sido signo de maldición! Pidamos con instante humildad que caiga sobre nosotros como rocío fecundante sobre reseca tierra, como lluvia redentora, y su eficacia maravillosa germine en frutos sazonados de virtud y santidad. ¡La sangre de Cristo, indignamente recibida, es, como nos dice el Apóstol (1 ad Cor., 11, 29), condenación! ¡ Pero bien recibida, es incorporación a Cristo, y vida divina, y vida eterna!

 

Punto 2.° LLEVABA LA CRUZ A CUESTAS, Y NO PUDIÉNDOLA LLEVAR FUE CONSTREÑIDO SIMÓN CIRINENSE PARA QUE LA LLEVASE DETRÁS DE JESÚS.


1) Condenado a muerte y entregado a los verdugos, le quitaron la clámide de púrpura, y habiéndole puesto otra vez sus propios vestidos, le sacaron a crucificar. Fue de nuevo causa de vergüenza grandísima y de no pequeño dolor el acto de arrancarle la clámide, dejándole desnudo a los ojos de aquella turba soez, y abriéndole nuevamente las heridas, que comenzaban a secarse.

¡Le cargaron con la cruz! Deshonra: «servitutis extremum summumque supplicium», por ser él extremo y sumo suplicio que a los esclavos se aplicaba; y al mismo tiempo dolorosa: «crudelissimum tererrimumque supplicium», porque era en verdad cruelísimo y horroroso suplicio (Cicerón, in Verrem, II, 5, 66, 169). Para mayor deshonra diéronle como compañeros de tormento a dos ladrones condenados a muerte de cruz.

 
2) ¿Cómo recibiría Jesús el hasta entonces infame madero en que había de ser clavado? «Abrazóla el Señor (la cruz) de buena gana, viendo y considerando las maravillas que había de obrar por medio de ella, y tomó en el  la sobre sus hombros la carga de nuestros pecados, que sólo El la pudiera llevar; y levantó en alto el cetro de su imperio, como dijo Isaías (9, 6): Factus est principatus super humerum eius (Is., 9, 6); su reino y su imperio se cargó sobre sus hombros (La Palma).

Y salió llevando su cruz hacia el Calvario, que en hebreo se llama Gólgota. Bien quisiéramos saber paso a paso el camino que Jesús siguió del Pretorio al Calvario, pero los sagrados autores no lo señalan. La piedad de los fieles, en el   devotísimo ejercicio del «Via-Crucis» ha señalado tres caídas, el encuentro con su Madre Santísima y el de la Verónica, de los que nada se nos dice en el   texto sagrado; pero sin duda que se puede meditar píamente en tan delicadas escenas para no pequeño fruto de nuestras almas. El Santo Padre sólo nos presenta en este punto la escena del Cirineo, narrada por los tres sinópticos.


3) Veámosle salir del Pretorio cargando a cuestas su cruz; delante va un heraldo o soldado llevando escrita en una tablilla la causa de la condenación de Jesús: «Jesús Nazarenus, rex iudaeorum», ¡Jesús Nazareno, Rey de los judíos! Y a pesar de la airada protesta de los enemigos de Jesús, Pilato, dando pruebas de una firmeza de voluntad que hasta entonces en el   proceso no había demostrado, mantuvo irreformable su primera decisión. Era la cruz tan pesada y estaban tan quebrantadas las fuerzas del Señor, que muy pronto echaron de ver los verdugos que no podría llegar, cargado con ella, hasta el lugar de la ejecución. Quizá al principio, viéndole flaquear, quisieron, crueles, estimular la que juzgaban flojedad del reo con injurias y golpes... mientras la turba le arrojaba oarro y piedras. Las costumbres orientales concedían tal derecho al populacho, y las prescripciones rabínicas imponían como un deber y un mérito el molestar despiadademente al condenado con insultos e inmundicias (De Lai).

Al salir de la ciudad se encontraron con un hombre que volvía de su trabajo del campo; era natural de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro, y Rufo. Cita San Marcos los nombres de los hijos del Cirineo como de conocidos en Roma, para cuyos cristianos escribió su Evangelio; a Rufo lo cita también con elogio al fin de su epístola a los romanos San Pablo: “Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su madre, que también lo es mía” (Rom., 16, 13) en el   amor. Simón cargó, según perece, a disgusto con la cruz, siguiendo a Jesús; ¡pero cuál no es la eficacia maravillosa del leño santo que aun así llevado le sirvió, a lo que se cree, de salud eterna!

Poco después de ser aliviado del peso de la cruz se encontró Jesús a su paso con un grupo de mujeres que se deshacían en lágrimas y se daban golpes de pecho como si asistieran a los funerales de algún íntimo. Y Jesús, mirándolas compasivo, les advierte que su dolor han de enderezarlo a otro objeto mucho más digno de llorarse, pues su muerte ha de salvar al mundo: “Mujeres de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras, por vuestros hijos! Mirad que van a venir días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles y los vientres que »no criaron y los pechos que no amamantaron! Empezarán entonces a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! y a los collados: ¡Ocultadnos!, porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23, 27-31). La profecía se había de cumplir cuarenta años más tarde, y algunas de las mujeres presentes serían testigos y víctimas de la gran cólera que estalló sobre Jerusalén.


4) Ese es el Capitán a quien juramos seguir; ése es el modelo de todos los predestinados; como Él, todos hemos de llevar nuestra cruz. Si Él no fuera adelante, el camino sería intransitable; pero al correrlo el primero nos deja sus huellas, «sanguínea et calefacientia» sangrientas y calentadoras; y pisando sobre ellas marchan sus fieles seguidores con esfuerzo sobrehumano. « ¡Ay de los que llevando la cruz no siguen a Cristo!, dice San Bernardo;  ¡cuán dura les ha de ser su cruz!» Pensamientos fecundos los que la «Imitación de Cristo» (1. 2.°, c. 12) nos sugiere y dignos de atenta consideración.

Reflictamos y consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece en todos estos pasos, y con mucha fuerza esforcémonos en doler, tristar y llorar. Consideremos cómo se esconde la divinidad; ése al parecer criminal, cargado de infamante cruz, que no pudiendo soportar su peso cae bajo ella una y otra vez, es Dios. ¡Dios de veras escondido! ¡Y todo eso lo padece por mí, por mis pecados! ¿Qué debó yo hacer y padecer por El? Ya me lo ha indicado El mismo en la elección o reforma. ¿Quedará en el   papel o en meras palabras? No lo permitáis, Señor, y pues tan buenos deseos me habéis dado, otorgad- me gracia abundante para ponerlos por obra.


Punto 3.° LO CRUCIFICARON EN MEDIO DE DOS LADRONES, PONIENDO ESTE TÍTULO: «JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS.»

 
1) Llegan al Calvario y proceden a la ejecución de la sentencia. Veamos a Jesús fatigado del camino y, sobre todo, agotado por el derramamiento de sangre y los tormentos que habían precedido. Costumbre era humanitaria dar a los que iban a ser ajusticiados alguna bebida narcótica que, embotando en algo su sensibilidad, les hiciera menos doloroso el suplicio. San Marcos (Mc., 15, 23) nos dice que brindaron a Jesús «myrrhatum vinum.», vino mirrado; y San Mateo (Mt., 27, 34), que le dieron «vinum cum felie mixtum», vino mezclado con hiel. (La palabra hiel de la Vulgata traduce otra hebrea que significa «cosa amarga».)

2) No es cosa averiguada si la crucifixión se hizo con la cruz derribada en el   suelo o con ella enhiesta. A juicio del Cardenal De Lai, en su obra «La Pasión de Nuestro Señor», cuando la crucifixión se ejecutaba con cruces ya de antemano fijadas, se usaba el método de hacerles «subir» a ellas a los condenados; pero cuando, corno sucedió con Jesús, llevaba el reo su cruz, es inverosímil que se hiciese la crucifixión en otra forma que obligando al reo a acostarse sobre el instrumento de suplicio. Tal es el sentir común de los más de los historiadores de la Pasión. Reproduzcamos la dolorosa escena: tendida la cruz en el   suelo, y después de haber despojado a Jesús de sus vestiduras, le ordenaron que se acostase sobre ella y extendiera sus brazos y sus pies. Obedece el mansísimo Jesús: ya estaba de Él predicho que sería llevado al suplicio como oveja al matadero, sin que abriese sus labios (Is., 53, 7).

¡Y cómo se cumplía! Ofrece sus manos, y los verdugos, martillando fieramente sobre ellas, las fijan al duro leño; después hacen lo mismo con los pies. ¡Sufrimiento horrible! Con razón escribe San Agustín: «Illa morte pejus nihil fuit inter genera mortium... »extremum et pessimum genus mortis» (In Jn tr. 36, 4 ML. 35, 1665), entre los varios géneros de muerte ninguna peor que aquélla..., el último y pésimo género de muerte. «Altérase por completo la circulación de la sangre, que no pudiendo seguir su libre curso a las extremidades afluía a la cabeza y al corazón y provocaba así sufrimientos peores que la muerte misma; muy pronto devoraban al condenado una fiebre ardiente y una sed inextinguible... Ulpiano. la llama por eso el peor de los castigos posibles» (De Lai, o. c.). Añádase a la horrible acerbidad del dolor la vilísima infamia del deshonor, que marcaba con sello imborrable el nombre del ajusticiado y el de su familia.


3) ¡Y Jesús lo sufrió todo por mí! Levantaron la cruz con dolor violentísimo para Jesús y la colocaron en el   hoyo preparado; ¡cómo se estremeció, a impulsos del brutal sacudimiento, el cuerpo delicadísimo de Nuestro Salvador! ¡Mírale; ya está levantado sobre la tierra en disposición de cumplir el «si exaltatus fuero... omnia traham ad meipsum!» (Jn 12, 32), ¡todo lo traeré hacia Mí!

Por lo menos, mi buen Jesús, mi corazón sí que lo atraes a Ti. ¡Ahí lo tienes, que no te lo vuelva yo a quitar! ¡No; antes mil veces la muerte! Fija ya la cruz del Salvador, a sus lados se levantan muy pronto las de los dos ladrones, el uno a su derecha, el otro a su izquierda; El en medio. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: ¡Y fué puesto en la clase de malhechores (Mc 15, 28) y reputado por el más vil de ellos!


4) Encima de su cabeza iba, fijo a la cruz, su título de Rey de los judíos. ¡ Rey es, y Rey eterno! Su trono, una cruz; su corona, de espinas, y, sin embargo, Rey verdadero, cuyo Reino no tiene fin; Rey de las almas. Ninguno tan amado ni tan odiado; como que su amor divide a la Humanidad entera en dos grandes porciones: los que le aman..., los predestinados; los que no le aman..., ¡los precitos! En nuestras manos la elección. Dichosos de nosotros que hemos conocido a tal Rey, y más dichosos si le seguimos de cerca; así lo hemos jurado, y lejos de arrepentimos de nuestro juramento al ver a dónde nos lleva, nos confirmamos en el  y lo reiteramos con toda el alma; protestando que tanto más le amamos cuanto más humillado y deshecho por nuestro amor le vemos.

En todos estos misterios de la Santa Pasión es materia devotísima de meditar la parte que tomó en el  los nuestra Madre la Santísima Virgen. Ella fue siguiendo paso a paso los de su Hijo, a Él, unida por la compasión, con Él quedó, ¡ aunque sin clavos y sin cruz material, bien crucificada! Pidámosla que nos permita acompañarla, mezclar nuestras lágrimas con las suyas y sentir la fuerza del dolor como Ella lo sintió.

Coloquios. Con Cristo crucificado un coloquio de compasión, de amor, de petición de ofrecimiento: Alma de Cristo, Cuerpo de Cristo, Sangre…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

43ª  MEDITACIÓN

 

DE LOS MISTERIOS HECHOS EN LA CRUZ.


Preámbulo  La historia, cómo crucificado Jesús pronunció siete palabras, que nos conservan los evangelistas. A su muerte siguiéronse ciertos sucesos extraordinarios: oscurecióse el sol, quebráronse las piedras, abriéronse los sepulcros, el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Estando Jesús crucificado, sus enemigos se acercaban blasfemando de Él y diciendo: ¡ Tú eres el que destruye el templo de Dios; baja de la cruz! Los soldados se repartieron sus vestidos. Y después de muerto, al ser herido con la lanza su costado, brotó agua y sangre.

 

Com posición de lugar: el Calvario, y en el  las tres cruces; nuestra Madre querida.

 

Punto 1.° HABLÓ SIETE PALABRAS EN LA CRUZ: ROGÓ POR LOS QUE LE CRUCIFICABAN; PERDONÓ AL LADRÓN; ENCOMENDÓ A SAN JUAN A SU MADRE, Y A LA MADRE A SAN JUAN; DIJO EN ALTA VOZ: «SITIO», Y DIÉRONLE
HIEL Y VINAGRE; DIJO QUE ERA DESAMPARADO; DIJO «ACABADO ES»; DIJO: «PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.»


NOTA.—Resume Nuestro Santo Padre en esta contemplación materia abundantísima; sólo este primer punto puede, sin duda, proporcionarla para varios ejercicios. Claro que no se ha de pretender en cada una de las palabras agotar las reflexiones que de ella se pueden deducir, sino que ha de dirigirse la meditación al fin de esta semana y al fruto concreto que el ejercitante desea alcanzar en estos ejercicios, prescindiendo por ahora de cuanto, aunque santamente, pueda apartarle de lo que busca. Expondremos o apuntaremos materia abundante; cada uno ha de prescindir de la que no cuadre aptamente para hallar lo que desea.
Son las siete palabras el testamento de Nuestro Padre, dictado en su lecho de muerte, durante las tres horas de mortal agonía que en la cruz hubo de sufrir. ¡Con qué solicitud cariñosa las hemos de recibir y guardar!

 


PRIMERA PALABRA. «Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt» (Le., 23, 34). Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen.

 
San Ignacio indica que Jesús pronunció esta palabra mientras los soldados le crucificaban; y así parece indicarlo la frase misma que usa San Lucas. El P. Silva Castro, Mercedario, en su «Historia evangélica de Jesús» (289), escribe: «El momento en que se levantaba la cruz con el reo enclavado era emocionante. Se produjo un gran silencio, en medio del cual resuenan y son oídas con admiración las palabras de Jesús pidiendo perdón y misericordia. La fuerza del dolor, que en aquellos instantes hubo de ser intensísimo, arrancó de los labios y el pecho de Jesús un grito, como nos acaece al sentir una punzada aguda de dolor que no podemos refrenar, un ¡ ay! o una exclamación; y en este grito manifestó lo que más en lo íntimo tenía: ¡misericordia, compasión, amor!


1) Como abogado defiende la causa de sus enemigos y alega en su favor el único argumento posible: «¡No saben lo que hacen!» Había después de recordárselo el Apóstol San Pedro; «Ahora, hermanos, yo bien sé que hicisteis por ignorancia lo que »hicisteis, como también vuestros jefes» (Act. Ap., 3, 17). Y San Pablo, escribiendo a los Corintios (1 Cor., 2, 8), les dice: «Sabiduría de Dios... que ninguno de los »príncipes de este siglo han entendido; que si la hu»biesen entendido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria

No comprendían los judíos toda la enormidad de su culpa; pero esa ignorancia de los sacerdotes y sanedritas era gravemente culpable en cuanto que era fruto de su resistencia a la gracia y de la ceguera voluntaria por haber obstinadamente cerrado sus ojos a la luz y no les absolvía de su gravísimo pecado, aunque disminuía la voluntariedad.

Consideremos esta inmensa misericordia del Señor, que en el   momento mismo en que le crucifican intercede en súplica de perdón no sólo para los ejecutores materiales de la crucifixión, soldados gentiles que no penetraban la maldad de lo que hacían, sino aun para los malvados sanedritas, verdaderos autores de aquel crimen y para cuantos pecadores habían de renovarlo en la sucesión de los siglos Y pensemos si puede creerse que niegue el perdón a quien contrito se lo pide. Pensarlo sería ofender gravísimamente a Nuestro Señor.

 
2) Otra lección no menos útil quiso leernos el Señor en esta palabra. Habíanos mandado perdonar a nuestros enemigos y volverles bien por mal. Precepto difícil; pues no hay en nosotros pasión más violenta y difícil de dominar que la ira, que se enciende al insulto y nos empuja a la venganza con fuerza avasalladora. Lo sabía nuestro Capitán; por eso no se contenta con el mandato sino que nos da el ejemplo; ni nos dice: ¡marchad!, sino ¡venid! Va El delante señalándonos el camino y acompañándonos en su recorrido Hemos jurado seguirle...; 
¡perdonemos!, y si no, dejemos de rezar el «Padre nuestro», pues firmamos nuestra sentencia le condenación.

 


SEGUNDA PALABRA. «Amen dico tibi: hodie mecum »eris in paradiso» (Lc 23, 43). En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el   paraíso.


1) San Lucas escribe: «Y uno de los ladrones que estaban crucificados blasfemaba, contra Jesús, di»ciendo. Si Tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros. Mas el otro le reprendía diciendo: Cómo, ¿ni aun tú temes a Dios estando como estás en el   mismo suplicio? Y nosotros, a la verdad, estamos en el  justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero Este ningún mal ha hecho. Decía después a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le dijo: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el   paraíso» (Ib., 39-43).


Nueva muestra de la misericordia sin límites de Jesús, que debemos estudiar para ir llenándonos de confianza, que la necesitamos mucho. Mofábanse de Jesús los transeúntes, y moviendo la cabeza, le decían: «¡ Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas sálvate a Ti mismo ba»jando de la cruz!» Burlábanse de Él, hablando entre sí, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos y doctores, y se decían: «Salvó a otros y no se puede salvar a sí mismo. Ha confiado en Dios; que le salve ahora si le ama, pues ha dicho: ¡Soy el Hijo de Dios!» Y al oírlo, los mismos soldados que montaban la guardia se mofaban de Él diciendo: «Si eres el Rey de los judíos, sálvate a Ti mismo» (Ib., 37). Como ellos hablaba, insultante, uno de los compañeros de suplicio.


2) El otro más reflexivo, había ido observando lleno de admiración el proceder de Jesús: le había oído hablar en el camino del Calvario; le vio sufrir con tanta grandeza, le escuchó interceder por sus verdugos, llamar a Dios su Padre con plena confianza, y conmovido hasta lo más íntimo de su alma, la abrió a la gracia, que fue en el  la luz vivísima que disipd las densas tinieblas del error y la ignorancia y la hizo ver la suma verdad, la grandeza de Jesús y su propia vileza; fue llama de fuego purificador que fundió la escoria vil de su vida pecadora y trocó su corazón en ascua encendida de caridad perfecta.

En medio de aquel estrépito infernal de blasfemias e insultos oyóse el eco suavísimo del ladrón penitente, que, trocado en Apóstol, increpó a su extraviado compañero, intentando reducirlo a penitencia: «¿No temes a Dios, tú, que sufres el mismo suplicio?» Confesó después en público su iniquidad y declaróse malhechor insigne, pues afirmó que justamente se le aplicaba el supremo castigo de los más envilecidos criminales. Y proclamó, valiente, la completa inocencia de Jesús.

Después, volviéndose a Jesús, con humilde acento de contrición perfecta le dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» . ¡Qué transformación más admirable la obrada por la gracia en aquel corazón! ¿Qué ha visto que así le haya podido iluminar? Con los ojos del cuerpo ve a un compañero de suplicio, por las trazas juzgado por más criminal que él, deshecho en el   cuerpo, vencido por sus enemigos, que se gozan en su victoria y le desafían, al parecer impotente para defenderse y salvarse; con los ojos del alma iluminados por la gracia, ve que aquel crucificado es el Salvador, Rey de un reino de más allá de la muerte, de poder infinito, de santidad sublime.

Y su corazón se conmueve íntimamente, se rompe de dolor y se enciende en amor; el pródigo pedía a su padre que lo recibiese en su casa siquiera fuese como criado; este nuevo pródigo no se juzga digno de ser recibido en la casa paterna; ¡ se tiene por dichoso con que el Rey eterno no le olvide! Jesús no le hizo aguardar un instante, sino que, mirándole como miró a Pedro, le dijo: «En verdad te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso!» ¡Me pides que me acuerde de Ti; ¿cómo no?, si te voy a tener presente! Así es nuestro .Jesús, pronto en escuchar, fácil en perdonar, espléndido en galardonar.


3) ¿Qué sentiría el buen ladrón al oír las palabras de Jesús? Caerían en su alma sedienta como refrigerante rocío. No pidió al Señor que le librara de la cruz: ¡ si de ella le había venido toda su dicha! Si, afortunado en sus rapiñas, hubiese amontonado riquezas burlando la justicia humana, al fin hubiera caído en manos de la justicia divina para ser castigado.

Dios le cortó su carrera de crímenes para echarlo en una cárcel y colgarlo en una cruz; pero ésta fué para él gran misericordia, comienzo de su felicidad eterna. Sin duda que al oír la dulce promesa de Jesús parecióle al buen ladrón su cruz lecho de flores y sólo anhelaba que lo fuese de espinas para compensar en algo la enorme deuda de sus iniquidades.

¡Con qué ojos miraría a aquel nuevo hijo la Santísima Virgen; con ojos de misericordia! Por su mano corrieron las gracias que fueron a santificar aquella alma pecadora; y al ver que la sangre de Jesús fructificaba ya, y que a costa de tantos dolores nacían los hijos de la gracia, sin duda que sus entrañas maternales se conmoverían con dulcísima suavidad.

Y ¿qué sentiría San Juan? El discípulo amado que había sentido latir el Corazón de Cristo, que había recibido la noche anterior su primera comunión y sido ordenado de sacerdote, ¿qué hubo de hacer al oír a un moribundo que clamaba a Jesús? Su alma sacerdotal se estremeció, sin duda, y del pie de la Cruz del Redentor acudió solícito a la del buen ladrón: ¡y le ayudaría a bien morir! Y cosa es que espanta: al otro lado, a igual distancia de Jesús, muere otro ladrón..., y muere sin acudir a Jesús.

 


TERCERA PALABRA. «Dicit matri suae: Mulier, ecce filius tuus. Deinde dicit discipulo: ecce mater tua» (Jn 19, 26-27). Dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre.


1) Narra San Juan que estaban al pie de la Cruz de Jesús, su Madre, María Magdalena, María de Cleofás, parienta de María Santísima; otras mujeres y el discípulo a quien Jesús amaba. Viendo, pues, Jesús a su Madre y a su discípulo predilecto, que estaban presentes, dijo a su Madre: Mujer, ahí está tu hijo; luego dijo al discípulo: Ahí está tu Madre, y desde este momento el discípulo la aceptó como suya.

Dos lecciones nos explica el Señor en esta palabra: una, de piedad filial; otra, de amor a los hombres.


2) Jesús amó siempre a su Madre con amor de veras filial y cuidó de que nada le faltase; pero llegaba el momento en que, para cumplir su oficio de Redentor, había de apartarse de Ella, y buscó quien hiciera sus veces, cuidándose de que no quedara abandonada; el precioso encargo se lo dio a su fidelísimo Apóstol Juan. La Vulgata traduce por la palabra «mujer» lo que en el   original más bien significa «Señora digna de especial respeto y amor», sin que tenga nada de lo que de despego o sequedad pueda significar en nuestra lengua la voz «mujer». Piedad filial y delicadeza ternísima significa en Jesús esta palabra; su Madre era para El algo tan querido, que nada se lo podía hacer olvidar. ¿Por qué eligió a Juan para esta encomienda? Porque le fué fiel, porque le amaba muy de veras, porque era virgen, y el Maestro, virgen a su Madre, la Virgen, ¡no quiso encomendarla sino a su discípulo virgen! ¡Cultivemos con exquisito cuidado esa delicada virtud que nos prepara a ser hijos de tan Pura Madre! ¡Hijo de María y poco casto no puede ser!


3) Otra significación podemos considerar en estas palabras que nos ponen de manifiesto el amor que Jesús nos tiene. En el  las declaró Jesús la maternidad universal de María: es Madre de los predestinados, y los predestinados son sus hijos. Jesús, que no hace las cosas a medias al hacer a María Madre de los predestinados, pone en el  la cuanto se necesita para cumplir adecuada y perfectamente las obligaciones todas que tal cargo supone. De ella, pues, recibimos el ser; de ella cuanto necesitamos para que ese ser llegue al pleno desarrollo; lo que se logrará únicamente en la gloria. Luego por María recibimos toda gracia y por ella la gloria. Ella bien cumple su oficio de Madre.

¿Y nosotros? Al hacernos hijos de María pone Jesús en todo predestinado lo que un buen hijo debe tener para con su madre: ¡ un amor especial y único, una ternura, una confianza, una entrega que no tienen calificativo más expresivo que el de filiales! ¿Lo  sentimos? Tenemos el sello de los predestinados. ¿No? Lloremos, pidamos, instemos hasta lograrlo.

Juan cumplió perfectamente el encargo de Jesús; y fué siempre para María hijo sumiso, obediente, cariñoso y solícito. A ella se dedicó, en su casa la tuvo, fue su capellán diligente.       ¡ Imitémosle! No pretendemos restringir la maternidad de María a los predestinados; título es que a la Santísima Virgen otorgan la piedad y la Teología católica el de «Madre de todos los hombres» y el de «Madre de los pecadores».

 

 


CUARTA PALABRA. «Deus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?» (Mt., 27, 46). ¡ Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?

 
1) Las tres primeras palabras fueron pronunciadas por Jesús, con breve intervalo, a poco de ser crucificado: «hora quasi sexta», alrededor del mediodía. Entre la tercera y la cuarta hubo un largo silencio, de cerca de tres horas, hecho más solemne por la oscuridad y horror de las tinieblas que cubrieron la tierra. Las cuatro postreras palabras se pronunciaron «circa horam nonam», hacia las tres. y encierran ideas y afectos íntimos de Jesús, y nos lo presentan como recogiéndose en su interior y escondiendo sus fuerzas, atención e intención en lo más íntimo del alma, para ponerla, lleno de amor filial, en manos de su Padre.

«Hacia las tres de la tarde hablase hecho relativo silencio en el   Calvario. Los curiosos, hastiados de aquel espectáculo de muerte, se alejaban poco a poco; las gentes ocupadas corrían a sus negocios; los soldados romanos, apoyados en sus lanzas o tendidos perezosamente en el   suelo, aguardaban el desenlace. De pronto, dominando los ruidos lejanos de la gran villa, rasgó los aires un grito: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis a bandonado? Eh, Eh, lamma sabachtani?» (Prat).

Cuando oyeron esto algunos de los circunstantes, decían: «¡Mirad, está llamando a Elías!» Pudieron entenderlo por la semejanza del sonido o quizá por una equivocación voluntaria que les daba pie para hacer un chiste. Jesús se limitaba a repetir amorosamente la queja del Salmista (21, 1). ¡Los grandes desamparos de Jesús! ¡Cuán horrible debió ser el sufrimiento interior revelado por estas palabras!


2) ¿Qué abandono fue? Cinco maneras de unión con la divinidad podemos considerar en Jesucristo:
a) Natural y eterna de la persona del Padre con la del Hijo, en esencia: «Yo y el Padre somos una misma cosa.» Ego et Pater unum sumus (Jn 10, 30).

b) De la naturaleza divina con la humana hipostáticamente.

c) De gracia, de la que estuvo siempre lleno...

d) De gloria, por la visión beatífica; porque el alma de Cristo vio a Dios claramente desde el instante de su concepción.

e) Unión de protección, a la que aludía cuando dijo: «El que me envió está conmigo, y no me dejó solo.» Et qui misit me, mecum est, et non reliquit me solum(Jn, 8, 29).

Ninguna de las cuatro primeras le faltó, ni pudo faltarle: el abandono se refiere únicamente a la quinta, que se interrumpió por breve tiempo para que el Hijo de Dios pudiese padecer para la redención del género humano.

 
3) ¿Qué motivó este abandono? El que Jesucristo, inocencia y santidad infinita, quiso cargar con los pecados e iniquidades del mundo entero para satisfacer por ellos; y eso motivó el que se viera como abandonado: «longe a salute mea verba delictorum meorum» (Ps. 21, 2), el grito de mis pecados aleja de mí la salud. Esos delitos no pueden menos de oponerse a mi salud..., y es preciso que padezca y muera si he de pagarlos...

De la misma causa del abandono, que fueron los pecados, puede deducirse su intensidad y amargura horrible; es el pecado abandono y deserción de Dios, y quiso Jesucristo castigarlo en sí con abandono y alejamiento de Dios..., y este abandono causó tal acerbidad en su alma, que la hizo clamar, gemir, rugir.., como indica el texto hebreo. No fue la de Jesús claro está, frase de queja o rebeldía, sino amorosa plegaria y manifestación de lo que de otra suerte ni sospechar pudiéramos, pues le veíamos sufrir tanto sin exhalar una queja.
Y nosotros, ¿sentimos la ausencia de Dios? ¡Qué horror no tener a Dios y vivir tranquilo! Otras ausencias hay también que debemos sentir y procurar remediar: las de la desolación. Si gustáramos a Dios!


4) ¡ En cambio, somos quizá de los que cuando el dolor, la tribulación, la adversidad nos visita de cualquiera forma, pensamos que Dios nos tiene olvidados, que nos abandona y no nos recatamos de decirlo! ¡ Qué aberración! Acaso nunca está Dios más cerca de nosotros; como nunca es el padre más padre que cuando hace llorar a su hijo...

 

 

 

QUINTA PALABRA «Postea, sciens Jesus quia omnia consummata sunt, ut consunmaretur scriptura, dixit; Sitio» (Jn, 19, 28). Después, sabiendo Jesús que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dijo: ¡Tengo sed!


A punto de morir, cuando ya todo tocaba a su término, para que se cumpliera lo que el Sa1mo 68, 22, dice: y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre, clamó: ¡Tengo sed! Había allí un vaso de vinagre, y fue un soldado corriendo a empapar una esponja en el   vinagre, y asegurándola en una caña, se la acercó a la boca para que chupase. La Virgen Santísima, que al pie de la cruz estaba, cómo anhelaría aliviar la sed de Jesús; y no pudo ofrecerle una gota de agua; y hubo de ver cómo los soldados le ofrecían vinagre.


1) ¿Qué sed sufría Jesús?

a) Natural, violentísima dicen que es uno de los tormentos más intolerables de los crucificados. ¡Había perdido Jesús tanta sangre en el   Huerto, en la flagelación, en la crucifixión; llevaba tantas horas seguidas de sufrir sin el menor alivio!

b) Sed de hacer la voluntad de su Padre: fue el anhelo constante de su vida toda.

c) Sed de padecer más por nuestro amor...

d) Sed de nuestra salvación, sed de almas: «Sitit sitire» (San Agustín), tiene sed de que la tengamos de Él: «Sitis mea salus vestra», mi sed es vuestra salvación; y este grito se viene repitiendo por la voz de su Vicario y de sus Ministros.


2) Y le dieron vinagre. ¿He sido yo más caritativo con Jesucristo? Tiene sed de mi alma;            ¡cuántas veces se la he dado yo, avinagrada por el pecado, por la sensualidad, por la pasión que la domina, por la ira, por la envidia, por la lujuria! ¡Ahora, Jesús mío, que está limpia por la penitencia y la caridad que me han logrado cumplido perdón, ahora te la ofrezco como gotita de rocío refrigerante! ¡Pero no basta! El mundo no oye la voz de Cristo: diríase que su «Sitio» resuena en un desierto; ¡tan poco caso le hace la sociedad moderna!

¡Cuántos los que no conocen a Cristo! ¡Cuántos los que sólo conocen su nombre para blasfemar de. El! ¡Cuántos los que, a pesar de conocerle, no quieren refrigerar su sed, sino que le dan vinagre! Al considerar la sed de Jesús y la ingratitud de los hombres se nos ha de inflamar el alma en anhelos vivísimos de apostolado. Este «sitio» espoleó sin duda a Pablo, a Javier y a tantos Apóstoles.

 


SEXTA PALABRA. «Cum  ergo accepisset Jesus acetum dixit: consummatum est» (Jn 19, 30). Jesús, habiendo gustado el vinagre, dijo: Todo está cumplido.


Había dado ya término a la gran obra de la Redención: cumplidas las profecías, Cristo podía decir con toda verdad al Padre: «opus consummavi, quod dedisti mihi» (Jo., 17, 4). He acabado la obra cuya ejecución me encomendaste. Dulce palabra que llena el corazón de gozo y da derecho a decir: «in reliquo reposita est mihi corona iustitiae» (2 Tim.,, 4, 8), ya no me queda sino recibir la corona merecida y bien ganada.


1) ¡Con cuánta verdad pudo decir Jesús que todo estaba cumplido!

a) Cumplidas las profecías todas, ¡tantas!, ¡tan menudas!; desde el nacimiento de Madre Virgen, en Belén; ida al templo, adoración de los Magos, huida a Egipto, etc., hasta su Pasión y muerte y traición de Judas, condenación por los gentiles, flagelación, vinagre. ¡Todo cumplido!
b) Cumplidos los fines de su venida al mundo: «enseñar» con palabras y con ejemplos, luz del mundo, «via et veritas, manifestavi nomen tuum. hominibus» (Jn 17, 6), revelé tu nombre a los hombres, tenía palabras de vida eterna, «redimir», restaurar, el orden destruido rehacer la obra.
c) Terminados sus dolores, quiso realizar su obra por el dolor...; así abrió las puertas del cielo, allanó el camino, nos mostró cómo andarlo, nos brinda su ayuda... Venció a sus enemigos, queda Satán ligado, quebrantada su cabeza, encadenado a la cruz. Vencido el mundo, «confidite, ego vici mundum» (Jn 18, 33), con sus tres concupiscencias: sensualidad, codicia soberbia; lo venció con sus dolores: pobreza, humillación. «Varón de dolores», «no tiene dónde reclinar su cabeza»; «se humilló hecho obediente» Is., 53, 3; Mt., 8, 20; Philip., 2, 7). Abierto el cielo... De veras que terminó su obra cumplidamente!


2) ¿Y nosotros? Cuando lleguemos al fin de nuestra jornada ¿podremos decir «consumniatum est»? Para ello es menester que cumplamos nuestros deberes, y lo primero que se necesita es saberlos.
a) Instruirnos; nuestro primer deber es «saber a Cristo», conocer su doctrina, escuchar sus enseñanzas. En lecturas, estudiss, sermones, ejercicios, etcétera.

b) Obrar lo que Dios nos manda, lo que Dios nos aconseja..., lo que Dios nos inspira... No únicamente lo que a nosotros nos parece... Copiar a Cristo...; ¡ ese es nuestro gran trabajo!
c) Padecer; sólo la paciencia, «opus perfectum habet» (Jac., 1, 4), perfecciona la obra. Con nuestros sufrimientos copiamos a Cristo y complementamos su Pasión, «adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24). Si lo hacemos podremos con humilde confianza decir que hemos cumplido nuestra tarea.

 

 


SÉPTIMA PALABRA. «Et clamans voce magna Jesus ait: Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23, 46). Y dando un grito dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
1) Las primeras palabras que de Jesús nos conservan los Santos Evangelios son: «in his quae Patris mei sunt oportet me esse» (Lc 2, 49); ¡conviene emplearme en las cosas de servicio de mi Padre!; las últimas: «in manus tuas commendo spiritum meum». Cuán admirable y naturalmente se enlazan. Fue, sin duda, milagroso este grito de Jesús, pues agotado como estaba, naturalmente, no hubiera podido darlo. ¡Con cuán entera confianza podía poner en manos de su Padre aquella alma por Dios criada y siempre dedicada única y exclusivamente al servicio y gloria de Dios! Y ¡cuán a la letra se cumplió lo que había Jesús predicho: «ego pono animam meam... nemo tollit eam a me» (Jn 10, 17-18). Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla... ¡Con qué agrado la recibiría el Padre! ¡Qué dulce es morir para el justo! No es otra cosa que poner el alma en las manos de su Padre; es volver a la casa paterna después de haber peregrinado por el desierto.


2) ¿Y nosotros? ¿Podremos con la misma confianza poner nuestra alma en manos del Padre celestial? ¡Cierto que sí, a menos que en el  la haya algo que no pueda ponerse en tan santas manos! Mira y considera; ahora es tiempo de quitar de ella cuanto no pueda ponerse en las divinas manos. «Encierra esta frase todo lo que puede comunicar fortaleza y refrigerio a un alma moribunda: fe, esperanza y caridad. Padre, dulce palabra de una fe llena de confianza que en esta última hora conserva su más entera significación: «Yo voy al Padre»... «En tus manos..,»; «en las manos del Omnipotente que me crió, en las manos del que es la misma sabiduría, que dispone todas las cosas con suavidad y fortaleza; en las manos del amor, dispuestas a recibir a la paloma que vuelve al arca de la salvación, encomiendo, con la más »absoluta confianza y seguridad, mi espíritu, el alma inmortal, que salió de Él y vuelve a Él, y no puede hallar descanso sino en Él.» (Huonder, «La noche de la Pasión», n. 113).

 

Punto 2.°—EL SOL FUÉ OSCURECIDO; LAS PIEDRAS QUEBRADAS; LAS SEPULTURAS, ABIERTAS; EL VELO DEL TEMPLO, PARTIDO EN DOS PARTES DE ARRIBA ABAJO.

Reúne aquí San Ignacio varios prodigios que acompañaron a la muerte de Jesús:


1) Cubrieron la tierra desde casi la hora de sexta hasta la de nona, es decir, de las doce a las tres de la tarde, densas tinieblas (Mt 27, 45; Mc 15, 33; Le., 23, 44). No puede aducirse explicación natural de tal fenómeno, pues que in eclipse de sol es imposible que se produzca en fase de luna llena, como era el día en que fue Jesús crucificado; ni era tampoco posible que durara tres horas. Diríase que quiso el cielo tender una velo de fúnebre oscuridad sobre el cuerpo desnudo de Jesús.


2) Las piedras, quebradas. San Mateo (27, 51-52) nos dice que la tierra tembló, y las piedras se partieron, y las tumbas se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. «Vese aún hoy en la roca del Calvario una hendidura que se abre a la izquierda del lugar, donde una tradición constante indica que fue crucificado el Señor: ancha de 25 centímetros, larga de unos 1,70 metros, que penetra hasta por debajo de la roca. La hendidura es maravillosa, pues corre perpendicular a la dirección de las vetas de modo tan extraordinario, que más de un incrédulo a su vista ha tenido que confesar el prodigio.» (De Lai, o. c.).

Los concurrentes al Calvario, al sentir temblar bajo sus pies la tierra se llenaron de temor y se volvían a la ciudad hiriéndose los pechos (Lc 23, 48). Y el centurión y los soldados que guardaban a Jesús, visto el terremoto y las cosas que sucedían, se llenaron de gran temor y clamaban: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mt., 27, 54).

Puso el colmo la aparición de los muertos. Escribe San Mateo (Ib., 52-53) que a la muerte del Señor «los sepulcros se abrieron y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Jesús, vinieron a. la ciudad santa y se aparecieron a muchos». Parece que la resurrección fué después de la de Jesucristo, que es «primitiae dormientium.» (1 Cor., 15, 20), «primo genitus ex mortuis» (Col., 1, 18), «primo genitus mortuorum» (Apoc., 1, 5), el primogénito de los muertos y las primicias de la resurrección, y quiso asociarse algunos justos a su vida gloriosa para hacer más creíble su propia resurrección. Si estos privilegiados habían de morir nuevamente o si hubieran recobrado su vida ordinaria con riesgo de perder la bienaventuranza que tenían ya asegurada, su suerte nada tuviera de envidiable.

 No hay duda de que el día de la Ascensión escoltaron al vencedor de la muerte en su triunfal entrada en el   descanso de la gloria. Y pues fueron reconocidos por muchos, es evidente que su muerte no podía datar de larga fecha; sería yana conjetura aventurar nombres, San José, San Juan Bautista, el buen ladrón... (Prat., o. e.).


3) El velo del templo, partido en dos partes de arriba abajo. Era el gran velo precioso, de tres colores: jacinto, púrpura y escarlata; cerraba el acceso del «Santo de los Santos», separándolo del Santo».

¡Cuál no sería la impresión de la turba y los sacerdotes, que estaban en aquella hora en el   templo ofreciendo el sacrificio vespertino, en el que el sacerdote hacía, en el «Santo», la ofrenda de los perfumes y encendía la lámpara sagrada, al ver que se rasgaba de pronto el gran velo y quedaba patente el «Santo de los Santos», inviolable sagrario que jamás había podido escudriñar el pueblo de Israel y donde Él mismo gran sacerdote no podía penetrar sino una vez al año! (Bohnen, o. e.).

Diríase que comenzó a manifestarse sensiblemente el poder de la cruz y que a Jesús, en el  la entronizado, rendía la naturaleza homenaje; ¡y muerto reina vivo! Comienza la glorificación de Jesús cuando llega al colmo su humillación. ¡Cuán grande Capitán tenemos! Si hemos de triunfar con El es preciso seguirle primero en la pena.


Punto 3.°. BLASFÉMANLE DICIENDO: TU ERES EL QUE DESTRUYES EL TEMPLO DE DIOS; BAJA DE LA CRUZ; FUERON DIVIDIDAS SUS VESTIDURAS; HERIDO CON LA LANZA SU COSTADO, MANÓ AGUA Y SANGRE.


1) ¡Cosa increíble! Parece que, naturalmente, un reo, en sus últimas horas, sólo excita conmiseración y piedad y todos son a endulzarle, en lo posible tan angustiosos momentos; y, sin embargo, no fue así con Jesús, sino que, acercándose a la cruz, sus enemigos le insultaban y decían palabras de escarnio, de desafío, de irrisión ¡ Si eres hijó de Dios, baja!, y creeremos en ti. A otros ha salvado y a sí mismo no puede valerse. ¡Capaz de destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días..., baja de la cruz!

¡Cómo esos insultos a la divinidad de Jesucristo y a su poder se vienen repitiendo a través de los siglos; hoy, como hace dos mil años, pasan ante la cruz de Jesús sus enemigos escarneciéndole! ¡Y El calla, y El sufre y parece vencido! ¡Desciende cTe la cruz! ¡Sal de ese tabernáculo! ¡ Y Jesús calla!

También a los que por su amor se han clavado en la cruz de Cristo se les grita: «desciende de la cruz!» Ea, líbrate de esa indigna y dura cadena de los votos, «que como garfios te tienen sujeto a una vida malograda para el mundo... Y, por desgracia, no todos resisten a tales insinuaciones. «Quidam pro modica calumnia descendunt de cruce patientiae, alli de cruce macerationis carnis et poetitentiae (Ludolfus).

En cambio, así como el Salvador se mantuvo firme en la cruz por amor a nosotros, las almas que le son fieles perseveran por amor a Cristo en la cruz del sacrificio que libremente han escogido. Quidam novitius parisiensis matri suae volenti eum de religione extrahere, sic legitur respondisse: Christus propter Matrem suam non descendit de cruce, sic nec ego propter te deseram crucem poenitentiae» (Ludolfus). (Huonder, o. c., n. 100.)

¿Y nosotros? Nuestras pasiones, nuestra sensualidad, nuestra soberbia, nos gritan imperiosamente: ¡baja, no te mortifiques, no te prives, no te humilles! ... ¿Qué hacemos?


2) Fueron divididas sus vestiduras. Se repartieron conforme a costumbre sus vestiduras. Es hecho que mencionan los cuatro evangelistas. San Juan, que es quien con más detalles narra el hecho, nos dice: «Entre tanto los soldados, habiendo crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos de que hicieron cuatro partes, una para cada soldado y la túnica. La cual era sin costura y de un solo tejido de arriba abajo. Por lo que dijeron entre sí: no la dividamos, mas echemos suertes para ver de quién será. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: «Partieron entre sí mis vestidos y sortearon mi túnica» (Salm. 21., 19). «Y esto es lo que hicieron los soldados (Jn 19, 23-24).

¿Y nosotros? Fue la pobreza virtud muy predilecta de nuestro Capitán: pobre naçió, pobre vivió y más pobre quiso morir. Sus vestidos eran, sin duda, en sí de escaso valor, pues que Jesús vestía como pobre; pero si hubieran sabido apreciarlos los soldados, ¡ qué tesoros tenían en el  los! ¡Vestidos de Jesús! ¡Hechos por su Madre Santísima!

De ellos dice Hounder (o. e., 89, 2): «Estos vestidos del Señor, según se tiene por tradición con gran fundamento, fueron rescatados por las santas mujeres y Nicodemo, cual precioso recuerdo, y se conservan como valiosa herencia en la cristiandad.»

¡Con qué gusto los hubiéramos adquirido nosotros! Los vestidos materiales no está en nuestra mano el lograrlos; pero... aquellos otros de que nos exhorta San Pablo a vestirnos: «sed induimini Do»minum Iesum Christum» (Rom., 13, 14), mucho más preciosos por ser mucho más íntimos y propios de Cristo, sin duda que podemos y debemos adquirirlos y revestirnos de las virtudes que constituían la vestidura espléndida de nuestro Modelo Divino; ¡la pobreza, la mortificación, la humildad! ¡Oh!, qué hermoso fuera que de tal suerte en nosotros resplan. decieran que al vernos todos clamaran admirados y edificados: ¡ parece otro Cristo!


3) Herido con la lanza su costado, manó agua y sangre. Narra el hecho únicamente el Evangelista San Juan (Jo., 19, 31 y sigs.): «Como era día de preparación o viernes, para que los cuerpos no quedasen en la cruz el sábado, que era aquel sábado muy solemne, suplicaron los judíos a Pilato que se les quebrasen las piernas a los crucificados y los quitasen de allí. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas del primero y del otro que había sido crucificado con él. Mas al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le abrió el costado, y al instante salió sangre y agua. Y quien lo vió es el que lo asegura, y su testimonio es verdadero. Y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis. Pues estas cosas sucedieron en cumplimiento de la Escritura: «no le quebraréis ni un hueso» (Ex., :12, 46. Núms. 9, 12). Y del otro lugar de la Escritura, que dice «Dirigirán sus ojos hacia Aquel a quien traspasaron» (Zac, 12, 10).

¡Dulce escena, llena de suavísimas enseñanzas. Urgíales a los judíos hacer desaparecer de la vista de la ciudad el macabro espectáculo de los tres ajusticiados, y por eso quisieron acelerar su muerte para darles sepultura. Jesús había ya muerto cuando a Él se acercaron a quebrantarle las piernas: todo estaba predicho y prefigurado en la comida del cordero pascual. ¡ Y abrieron su costado!

Del costado del primer Adán, dormido, sacó el Señor a Eva; del costado del segundo Adán, muerto en la cruz, nació la Iglesia. Brotó, dice el Evangelista, sangre y agua, misteriosa si no milagrosamente. ¿Qué nos quiso el Señor significar con ello? Los Santos Padres San Agustín, San Juan Crisóstomo y San Cirio de Alejandría ven en esa agua una figura del bautismo, y en la sangre, la de la Eucaristía; por el primero somos incorporados al cuerpo místico de Jesús, la Iglesia, y se nos infunde la gracia; por la Eucaristía se nos da el alimento que er nosotros ha de conservar y desarrollar esa vida.

¡Quiso también dejarnos abierto el camino para que penetráramos los secretos de su Corazón! Dice el P. Ponlevoy que al ser abierto el costado de Cristo quedó patente como un libro para que lo estudiemos; como un tesoro, para que lo explotemos; como una puerta, para que por ella entremos y hagamos del Corazón de Jesús nuestra morada en la vida y en. la muerte. ¡Dichosos nosotros si sabemos aprovecharnos de él!

Coloquios. Se pueden hacer tres coloquios: uno a la Santísima Virgen nuestra Madre, que tanta par te tomó en estos misterios, suplicándola, por sus dolores santísimos, nos conceda llorar con ella piadosamente, compadecemos de Cristo crucificado, embriagarnos de amor a la Cruz y vivir y morir crucificados con Cristo. Otro a Jesucristo pidiéndole, por su sangre preciosa, fuerza para cumplir lo que le hemos prometido, vistiéndonos de su librea y militando bajo su bandera. Otro al Padre.

NOTA —Disiente en esta contemplación la Vulgata del Autógrafo: guarda la Vulgata al proponer los puntos el orden histórico, y pone: 1) las blasfemias y división de lós vestidos; 2) las siete palabras 3) los milagros que se siguieron a la muerte de Jesús. El Autógrafo guarda el- orden expuesto. ¿Por qué alteró San Ignacio el orden? El P. Hummelauer indica que puede señalarse la siguiente razón: «El primer punto incluye, en las siete palabras, actos de realeza de Jesucristo, colocado en el   trono de la cruz y así se enlaza íntimamente con la contemplación precedente. Y a su vez el segundo y tercer puntos ponen junto al trono de Cristo dos campamentos y dos banderas enemigas; a un lado el sol, las piedras de los sepulcros, dando testimonio de que Cristo es Hijo de Dios y verdadera vida del mundo, a las que no será contrarjo a la mente del Santo añadir el testimonio del Centurión y de los otros y aun el de toda la Iglesia, ilustrada con tantos milagros; al otro lado, los judíos que blasfeman de Cristo, los soldados que se distribuyen sus vestidos y alancean el cuerpo muerto, con los que »bien se pueden agrupar las impugnaciones de tantos siglos contra la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo.

 

 

 

 

 

 

44ª  MEDITACIÓN

 

MUERTE Y SEPULTURA: DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE LA CRUZ HASTA EL SEPULCRO

 
Preámbulo La historia, cómo se presentó con audacia a Pilato José de Arimatea pidiéndole permiso para hacerse cargo del cuerpo de Jesús; el Pretor, cerciorándose previamente de que había ya muerto, concedió lo que se pedía. Entonces José y Nicodemus procedieron a bajar de la cruz y sepultar el cuerpo de Jesús conforme a la costumbre judía, no sin antes haber solicitado el asentimiento de la Santísima Virgen. Pusieron el cuerpo de Jesús en un sepulcro de piedra, nuevo, que para sí había preparado José y que no se había aún estrenado. Después, los enemigos de Jesús sellaron el sepulcro y lo guarnecieron de guardias escogidos.

 
Composición de lugar: El atardecer del viernes, el Calvario con las tres cruces. Cerca, cavado el hoyo donde era costumbre de los judíos enterrar los instrumentos del suplicio, incluso la cruz. Próximo al Calvario, el jardín de José, donde se había preparado el sepulcro. El sepulcro se componía de un vestíbulo tallado en la roca, del cual, inclinándose, se pasaba a la cámara mortuoria, en la que horizontalmente se colocaba el cadáver, la puerta se cerraba con una gran rueda de piedra.


Punto 1.° FUE QUITADO DE LA CRUZ POR JOSÉ Y NICODEMO EN PRESENCIA DE SU MADRE DOLOROSA.


1) Llegado el atardecer, un hombre rico llamado José de Arimatea, miembro distinguido del Sanedrín, hombre bueno y santo, que no había dado asentimiento a su acuerdo ni a sus actos, y que también esperaba el reino de Dios y era discípulo de Jesús, aunque oculto por temor de los judíos, fué a presentarse con valor a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.

¡Admirable efecto de la Pasión de Jesucristo; el que antes, por miedo a los judíos, no se atrevía a aparecer como discípulo de Jesús, ahora que triunfan los judíos y Jesús aparece derrotado, se llena de ánimo, y con audacia, desafiando los peligros, quiere honrar públicamente a su Maestro! ¡Pasión de Cristo, confórtame! En Él  la tenemos la fuente del verdadero valor.
Pilato se admiró de que hubiese muerto tan pronto el crucificado y quiso cerciorarse de ello; y como le confirmasen la verdad de la múerte de Jesús, concedió a .José el permiso que solicitaba.

Compró José un sudario de lino fino y las bandas de tela necesarias para el amortajamiento. A él se unió otro discípulo antiguo y también oculto de Jesús, Nicodemus, aquel que en cierta ocasión buscó de noche al Maestro y que lo defendió ante el Sanedrín, por lo que se había hecho sospechoso a sus colegas. Había comprado cien libras de una mezcla de mirra y áloe para la sepultura de Jesús.


2) Llegados al Calvario, se presentarían a la Santísima Virgen, pidiéndole su licencia para proceder a bajar de la cruz el cuerpo del Señor, embalsamarlo y sepultarlo. Con qué gratitud respondería nuestra Madre queridísima a aquellos buenos discípulos de su Hijo, que le venían a resolver un problema que sin duda a Ella le había ya preocupado.

Veamos y contemplemos con qué devoción y reverencia procedieron José y Nicodemus, ayudados sin duda por San Juan; no permitieron que manos mercenarias tocaran aquel santísimo cuerpo, sino que ellos mismos arrancaron los clavos y se los fueron entregando a la Madre dolorosísima. ¡ Qué sentiría Nuestra Señora al tener otra vez en sus brazos al que tantas veces antes tuviera en tan distinta forma! Dolor imposible de penetrar! Unamos nuestras lágrimas a las de la Virgen, que motivos tenemos bien sobrados para llorar. ¡Esa es la obra de nuestros pecados y de nuestro amor! ¡Adoremos ese cuerpo deshecho...; apenas tiene forma humana..., pero unido a la divinidad, es digno de adoración! ¡Cómo se esconde la divinidad! ¡Y todo por mí! ¿No me moveré a corresponder con amor a tanto amor? ¿Se me hará difícil concederle cuanto me pida a quien tanto me ha dado y nada ha sabido negarme?


Punto 2.° FUE LLEVADO EL CUERPO AL SEPULCRO Y UNTADO Y SEPULTADO.


1) Organizóse la devotísima procesión desde el Calvario al jardín de José, donde estaba el sepulcro. Allí penetraron en el   vestíbulo únicamente los hombres, como era costumbre entre los judíos, que no permitían a las mujeres tomar parte en el embalsamamiento; según los evangelistas, «estaban allí María Magdalena y la otra María sentadas enfrente del sepulcro» (t., 27, 61). «Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea observaron el sepulcro y la manera con que había sido depositado el cuerpo» (Lc 23, 55).

Con qué devoción lavarían el cuerpo santo de Jesús, y al hacerlo cómo se quedarían maravillados del destrozo que en el  habían hecho sus enemigos. Una vez lavado procedieron al embalsamamiento que entre los judíos era muy sumario y no se parecía nada al de los egipcios. Cubriéronlo con perfumes fajándolo con lienzos espolvoreados con la mezcla de mirra y áloe que llevaba Nicodemus; después Jo envolvieron en el   sudario nuevo que había comprado José y velaron la cabeza con otro paño. Después colocaron los restos sagrados de Jesús en el   sepulcro derramando sobre él más perfumes. A las santas mujeres les pareció que no se había hecho el embalsamamiento con todo el cuidado que ellas desearan y se fueron a Jerusalén a comprar aromas para volver, pasado el sábado, que era día de reposo, a completar el trabajo.


2) ¡ Cómo se dejó el Señor honrar en su cuerpo muerto! Había escrito Isaías, (Is., 11, 10): «et erit sepulchrum eius gloriosum», que sería glorioso su sepulcro, y así se cumplió. «Es colocado en un sepulcro nuevo, sin estrenar, propiedad de una familia noble. Tiras de lienzo blanquísimo y limpio empapadas en esencias aromáticas envuelven su sagrado cuerpo; llénanse los huecos con abundante y costosa mezcla de mirra y áloe y luego se envuelve todo en una hermosa y rica sábana. No hay cosa bastante buena, rica y fina para el Divino Maestro;»el amor es generoso y espléndido» (Huonder, o. c., 124).


3) ¡Consideremos a nuestra Madre en todos estos misterios con qué espíritu asistiría a ellos! Pidámosle que nos enseñe a sacar el fruto precioso que Ella sacaba, sobre todo el amor crecido a Jesús ¡el anhelo de mostrarlo en obras. Aplica devotísimamente el Padre La Puente el misterio de la sepultura de Jesucristo a la Sagrada Comunión, «que le repite diariamente en modo místico, depositando el cuerpo sagrado del Señor en nuestros pechos. Hemos de procurar que sea «como huerto llené de flores de olorosas virtudes y sepulcro nuevo por La renovación de la vida, echando fuera de él todos los resabios de la vida vieja, para que quede tan limpio como si en el  nunca hubiera »caído cosa muerta. Ha de estar labrado en piedra, por la fortaleza y constancia grande que ha de tener en sufrir las mortificaciones y tribulaciones de esta vida. Y ha de estar cercano al monte Calvario porque siempre se ha de ocupar en pensar las aflicciones de Cristo crucificado e imitar sus soberanas virtudes» (Medit., p. 4, m. 55).


Punto 3.° FUERON PUESTAS GUARDAS.


1) A pesar de haber logrado dar muerte a Jesús, sus enemigos no descansaban tranquilos. El sábado, el día más solemne del año, acudieron a Pilato los príncipes de los sacerdotes y los fariseos reunidos y le dijeron: «Señor, hemos recordado que aquel seductor, estando todavía en vida, dijo: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se guarde el sepulcro, porque no vayan quizá sus discípulos y le hurten y digan a la plebe: Ha resucitado de entre los muertos, y sea el postrer engaño más pernicioso que el primero. Respondióles Pilato: Ahí tenéis a la guardia; id y ponedla como os parezca. Con eso, yendo allá, aseguraron bien el   sepulcro, sellando la piedra y poniendo guardas de vista» (Mt., 27, 62-66).

Permitió el Señor que sus mismos enemigos tomaran precauciones tales que hicieran imposible todo engaño y el hecho de la resurrección quedase bien demostrado. No se fiaron ni’ de los mismos soldados, y por eso sellaron la piedra, para poder comprobar cualquier violación que se pretendiese.


2) ¡Cuán diligentes son los enemigos de Cristo en guardar su cuerpo muerto, movidos por el odio y con ansias de evitar, si posible fuese, su resurrección y la gloria que de ahí se le seguiría! ¿Lo somos nosotros en guardar en nuestras almas a Cristo, que en el  las vive por la gracia y la Eucaristía, para que nadie nos lo robe? ¡Sellemos nuestros sentidos con el recato y la modestia para que no entre por ellos el ladrón que nos arrebate tan preciado tesoro!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

45ª  MEDITACIÓN

 

DESDE EL MONUMENTO, INCLUSIVE, HASTA LA CASA DONDE NUESTRA SEÑORA FUÉ DESPUÉS DE SEPULTADO SU HIJO. DOLOR DE LA SANTISIMA VIRGEN


Preámbulo. La historia es aquí cómo la Santísima Virgen, muerto su Hijo en la cruz, permaneció en el Calvario; después recibió en su maternal regazo el cuerpo divino de su Hijo muerto, acompañólo al sepulcro, y ayudó a la ceremonia de su embalsamamiento y sepultura. Terminada ésta, bajó del Calvario y en el   Cenáculo aguardó, en llanto y aflicción la resurrección de Jesucristo.

Composición de lugar: Ver el Calvario, el sepulcro, el camino del Calvario al Cenáculo y la habitación de Nuestra Señora en el   Cenáculo. Interno sentimiento de la pena que la Santísima Virgen pasó por mí, para que enteramente reconocido me disponga a amar a esta Señora con amor llevado hasta el sacrificio.


Punto 1.° CUÁNT0 SUFRIÓ LA SANTÍSIMA VIRGEN.


1) Lo que María sufró al pie de la cruz es para nosotros misterio impenetrable. «Cui comparabo te? » (Thren., 2, 13). No hay a quien poderla comparar, ni madre que pierda a su hijo, ni mártir que sufra tormentos. San Bernardino la llama, con razón, «plus quam martyr», más que mártir. Ellos vieron destrozados sus cuerpos; María, su alma. El santo Simeón le había prenunciado que «una espada traspasaría su alma» (Lc 2, 34-35); ¡bien cumplida quedó la profecía! ¡Cuántos corazones ha conmovido y cuántas lágrimas ha hecho correr la visión de María al pie de la cruz, donde pende muerto su Hijo. «Quod in carne Christi agebant clavi, in Virginis mente affectus erga Filium» (S. Bernardo). Lo que en la carne de Cristo hacían los clavos, hacíanlo en el   alma de la Virgen el   amor a su Hijo.


2) Por eso en la liturgia la Iglesia, con frases del Profeta Jeremías, después de comparar los dolores de María a la amplitud del mar, «magna est enim velut mare contritio tua» (Thren., 2, 13), invita a todos a considerar que no hay dolor parecido al de María: «O vos omnes qui transitis per viam attendite et videte si est dolor sicut dolor meus» (Thren., 1, 12). «En verdad que traspasó tu alma espada de dolor, que fue para ti más acerba que cualquier pasión corpórea. Porque cuanto de cruel se infligió a los cuerpos de los mártires fue leve o, mejor, nada »en comparación de tu pasión, que ciertamente con inmensidad atravesó todo tu interior y lo más hondo de tu corazón benignísimo. Y, cierto, piadosa Señora, no creyera que pudieses soportar sin perder la vida el aguijón de tan gran tormento, si el mismo espíritu de vida, espíritu de consolación, a saber, el espíritu de tu dulcísimo Hijo, por cuya muerte eras atormentada, no te enseñara interiormente que lo que veían realizarse en el  , a tus ojos »moribundo, no era ser absorbido por la muerte, sino más bien triunfo que todo lo sujetaba a El» (Eadmaro, «De excell. Virg.», c. 7. ML., 159, 567).


3) Ni ha de extrañar a nadie que sufriera María Santísima más que el resto de los mortales, porque concurrían en el  la razones únicas para exacerbar la vehemencia del dolor. Era su verdugo el amor, ¡y su amor superaba tanto al del resto de los mortales! «Quanto enim incomparabiliter amavit, tanto »vehementius doluit. Unde sicut non fuit amor sicut »amor eius, ita nec fuit dolor similis dolori eius» (Ricardo Victorino, in Cant., cantic., c. 26). Tanto más vehementemente se dolió cuan incomparablemente amó. De donde como no hubo amor como su amor, así tampoco hubo dolor semejante al suyo. Veamos a nuestra Madre, acompañada de San Juan y las piadosas mujeres, cómo deja el sepulcro y en el  su corazón. Volvió al Calvario, y allí adoró nuevamente la cruz, enhiesta aún, «siendo Ella la primera que nos dió ejemplo de esta adoración. ¡Oh, qué palabras tan tiernas y devotas la diría, regalándose con Ella! Hincaría en tierra sus rodillas, y levantadas las manos en alto comenzaría a decir: Dios te salve, ¡ oh cruz preciosa, en cuyos brazos murió el que yo traje siendo niño en los míos!; mayor»ventura fue la tuya en esto que la mía, pues en mis »brazos comenzó la redención del mundo y en los tuyos la acabó y perfeccionón; bendita eres entre todas las criaturas, porque en ti se trocó la maldición de la culpa en la bendición de la gracia por el que murió en ti para dar vida al mundo; Dios te salve, ¡ oh árbol de la vida, por cuyo fruto todos »los mortales pueden alcanzar la vida eterna! Yo te adoro como a imagen del que es imagen invisible de Dios y tendió sus brazos y pies en ti para renovar la imagen que Adán borró por su pecado» (La Puente, p. 4, m. 56, p. 1.°).


4) ¡ La corona de espinas, dicen piadosos autores, que la recogió y llevó consigo la Santísima Virgen! Después, por la vía dolorosa, se encaminó al Cenáculo. ¡Qué recuerdos suscitarían en su alma aquellos caminos, poco antes recorridos en sentido inverso por Jesús cargado con el infame madero! Dulces lágrimas correrían por el rostro de la Madre dolorosa, y en silencio, sumida en alta contemplación, iría mirando a ver si descubría aún alguna huella o vestigio del paso de su Hijo. Llegó al Cenáculo y en él , en oración y llanto, pasó aquellas tristes horas. Nada podía llenar en su corazón el vacío que la muerte de Jesús le produjera; su recuerdo constante le hería el corazón como punzante espina. ¡Cuánto sufrió María por mí! ¡Cuánto le debo! ¿Qué hacer por ella? ¿Cómo amarla?


Punto 2.° POR QUÉ SUFRIÓ?


1) ¿No es el dolor consecuencia del pecado de Adán? Cierto que sí, y podía deducirse que María, inmaculada en su concepción y exenta del pecado, debía estarlo también de sus consecuencias. Es, además de secuela del pecado original, el dolor expiación de nuestras faltas, que justo es que sufra quien peca; pero María, libre de todo pecado personal, aun del más ligero, no debe sufrir expiación personal ninguna. Es, por fin, medicina y freno: sana y preserva; sana las enfermedades de nuestro espíritu enfermo por la desviación torcida de la concupiscencia, o preserva del embate de la pasión desordenada; pero en María no hubo peligro de desorden, ni desviación, ni la más mínima de la concupiscencia. Y, sin embargo, sufrió. ¿Por qué? Por Santa, por Madre, por Corredentora.


2) Si Jesús sufrió, natural es que sufriera Mana. Vino Jesús al mundo a redimirlo y «proposito sibi gaudio sustinuit crucem, confusione contempta» (Tieb., 12, 2), en vez de la alegría de que pudiera gozar, prefirió sufrir la cruz. Pudiera redimirnos de otro modo fácil, pero eligió libremente acerbísima e ignominiosa muerte para que le imitásemos, llevando con paciencia nuestras tribulaciones.

Y así como por formar un ser moral con Adán nacemos todos sujetos a la ley del pecado, así, de modo semejante, cuantos con Cristo formamos un ser moral, es preciso que nos conformemos a Él en el   sufrimiento y la humillación. Es nuestro Capitán, la cabeza del cuerpo místico del que somos miembros, la cepa de que somos sarmientos; nuestro dechado, nuestro Maestro y «non est discipulus super ma gistrum, nec servus super dominum suum; sufficit d»discípulo ut sit sicut magister eius et servo, sicut dominus eius» (Mt., 10, 24-25), no es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su amo. Baste al discípulo el ser como su maestro y al criado como su amo.

Por esto, desde el principio del cristianismo es el dolor el signo distintivo, el sello de familia de los que siguen de veras a Cristo. «Quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imagínis Filii sui» (Rom., 8, 29). Quiso que cuantos se hubieran de salvar llevaran en sí la imagen de su Hijo. «Si tamen compatimur» (Ib., 17), lo cual supone padecer como El padeció; de suerte que no hay vida santa sin sufrimiento. «Omnes qui pie volunt vivere in Christo lesu, persecutionemi patientur» (2 Tim.. 3, 12). Cuantos quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución.

Comprendiéronlo bien los Santos y no podían vivir sin cruz, ni tenían gloria mayor que la cruz de Cristo; de suerte que puede afirmarse que es tanto mayor la cruz cuanto es más grande el santo que ha de llevarla. La mayor, la del Santo de los Santos. Siendo esto así y siendo María la Reina de los Santos, que a todos aventajó en santidad, síguese que hubo de sufrir más que todos ellos, como más unida que ninguno a Jesucristo por su santidad, que la hace fiel trasunto del modelo de toda santidad.


3) Por Madre. No es difícil de comprender lo que sufriría viendo sufrir a su Hijo. Ella, que le amaba como jamás ha amado a su hijo una madre. Son para la madre los goces más puros, los triunfos y goces de su hijo; pero son también sus más crueles acerbidades los fracasos y sufrimientos del hijo. ¿Por qué? ¡Por el amor! Pues en el   corazón virginal de María juntábanse para con Jesús el amor materno y el paterno: «amorem quem pater et mater singuli debent filio suo, debet haec felicissima matrum sola Filio suo» (Eadm., o. e., e. 4. ML., 159, 562).

Si añadimos que amaba María a su hijo como a su Dios, con amor sobrenatural correspondiente a su plenitud de gracia, y siempre en aumento por su fiel correspondencia; que lo amaba además porque lo conocía íntimamente y lo encontraba lleno de amabilidad, por ella cada día más penetrada y más experimentada; y su corazón nobilísimo amaba lo amable, y su corazón delicadísimo agradecía con amor los beneficios que de continuo recibía, podremos barruntar, jamás entender, los tesoros de amor que el corazón maternal de María atesoraba para con su Hijo. Ahora bien: crece el dolor a la medida del amor, y siendo tan sin medida el amor de María a su Hijo, sin medida ha de ser también por esta razón su dolor.


4) Por Corredentora. Fue el designio de Dios asociar a María a la obra redentora de Jesús. Si, pues, el sacrificio de la Redención universal se consumó por la muerte en la cruz, a él debió unirse María ofreciendo la víctima universal. «Los pintores y escultores que nos muestran a la Madre Dolorosa teniendo en sus brazos el cuerpo exánime de su Hijo, parece que sólo sueñan en el   dolor maternal. Puede, sin embargo, verse aún otra cosa en el  la. Hay, en efecto, en esa Madre un símbolo grandioso y conmovedor; la víctima del Calvario en brazos de María, ¿no es la Virgen Madre ofreciendo a Diós la hostia de nuestra reconciliación? ¿No es el precio de nuestro rescate y el titulo de todas las gra»cias de Dios puestas en sus manos?.

Y esto realza de manera admirable la dignidad del dolor de María, dándole un carácter que sólo el de Jesús reviste, y no el de ninguno de sus redimidos, pero, al mismo tiempo, haciéndonos comprender que hubo de ser un dolor muy grande. «Nuestros sufrimientos son siempre limitados; Dios, al permitirlos, mide la dosis, abrevia el tiempo, envía la gracia, ut possitis sustinere» (1 Cor., 10, »13), para que podamos tolerarlos, como para la tentación; limitados también porque son privados, individuales fuera del caso en que Dios nos invita a sufrir por los demás; no hemos sido hechos, antes que nada y todo enteros, para el ministerio de la reconciliación universal, ni nos ha sido encomendado oficio alguno de redención para con todos los hombres. Por el contrario, Jesús y María, por diversos títulos, pero juntamente, son por su condición los mediadores y reparadores encargados por público poder de la reparación universal. No debía, por consiguiente, Jesús apartar de su Madre el sufrimiento providencialmente elegido para efectuar la redención del mundo». Sufrió, pues, por Santa, por Madre y por Corredentora.

Tenemos obligación de tender a la santidad; si para llegar a ella no hay otro camino
que el sufrimiento, renunciar a seguirlo es no querer cumplir lo que tantas veces hemos prometido. Somos hijos de la Madre dolorosa, y sólo seremos dignos de tal nombre sí a ella nos parecemos. Somos redimidos por el dolor; por el dolor hemos de merecer se nos apliquen los preciosos frutos de la Pasión de Cristo, cumpliendo el «adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos. 1, 24).


Punto 3.° ¡CÓMO SUFRIÓ?


1) De poco vale sufrir si no se sufre como es debido. Modelo perfecto del modo de sufrir santamente el que nos presenta nuestra Madre Saitísima.

a) Sufrió con paciencia admirable y constancia inalterable; «stabat»; estaba en pie, segura del triunfo que había de seguirse a tan terrible lucha. Qué difícil es la constancia en todo, pero quizá más que en ninguna otra cosa en el sufrir; comenzamos con brío, pero nos cansamos pronto y procuramos alejar de nosotros tan triste huésped ; y nos dejamos aplanar y se nos caen las alas imaginándonos poco menos que dejados de la mano de Dios y echando de menos la actividad de la vida en acción. Olvidados de que la santidad está en hacer la voluntad de Dios, y esto lo logramos, sin duda, bien cumplidamente, padeciendo. Recordémoslo y seamos constantes y pacientes en las horas de dolor.

b) Sufrió con esperanza firmísima del triunfo de Jesús y de que por la Cruz llegaría a la victoria. Y cómo en medio de su acerbo dolor derramaría el bálsamo dulcísimo de la esperanza en cuantos le rodeaban y procuraría reunir a los dispersos y desalentados discípulos para que juntos esperasen en el   Cenáculo la aurora de la Resurrección. Junto a Ella se mantuvo fiel el discípulo amado; a Ella acudió San Pedro en su caída y fué por Ella confirmado en la fe y en la esperanza.
c) Sufrió con espíritu apostólico, sabiendo que la sangre de Jesús era sangre redentora, semilla de salvación, y que, unidos a Ella, sus dolores eran fecundos en el   acatamiento de Dios.           ¡Apostolado sublime y de eficacia maravillosa el del sufrimiento! Fueron los primeros en ejercitarlo nuestro Divino Salvador y nuestra Madre Dolorosa. Continuado a través de los siglos cristianos por tantos fieles seguidores del Rey eterno, mártires, confesores, penitentes, enfermos, etc. ¡Cuántas veces vemos los frutos sensibles del apostolado y no alcanzamos a comprender que la razón oculta de su fecundidad se esconde como las raíces del árbol, en algún sacrificio realizado con espíritu apostólico por alguna alma fervorosa! ¡Aprendamos a explotar tan rica mina y seremos apóstoles!


2) La eficacia de los sufrimientos fue extraordinaria; así nos lo patentizan, primero, su misión de cooperadora de Jesús. Después, el que al sufrir permanecía la Madre íntimamente unida al Hijo; contémplalo de continuo y no tiene otras intenciones que las suyas, la gloria de Dios y la salvación de las almas; intenciones muy sobrenaturales y en cierto modo divinas. Ahora bien: como el valor principal de nuestros actos depende del fin que nos proponemos, el fin divino que María tenía en su corazón aumentaba singularmente el valor de sus sufrimientos. Aumentaba también el mérito de nuestros actos la intensidad, el fervor con que los hacemos, y procede este fervor del grado de nuestra caridad y amor. ¿Y hubo acaso jamás corazón más amante que el de la Virgen Inmaculada? Aquel corazón, conformado expresamente para amar al Hijo de Dios, tenía una capacidad de amor que nosotros no podremos comprender jamás, de suerte tal que los ímpetus de amor más ardientes que leemos en las vidas de los santos son nada en comparación de los de la Virgen. Tales actos de María fueron fervientes desde el principio de su vida; y como su amor no cesaba de inflamarse a cada instante, alcanzó en el momento de la Pasión proporciones que el ojo del más encendido de los serafines nunca podría sondear».

Coloquios ferventísimos con nuestra Madre agradeciéndola lo que por nosotros quiso sufrir. Pidiéndola nos alcance llorar con ella piadosamente, «fac me tecum pie flere», condolemos con Cristo, «crucifixo condolere». «Eia, mater, fons amoris, me sentire vim doloris fac ut tecum lugeam». ¡ Ea, Madre, fuente de amor, hazme sentir la fuerza del dolor para llorar contigo!

 

 

 

 

46ª  MEDITACIÓN

 

LAS LECCIONES DEL CRUCIFIJO


Propondremos, en primer lugar, una contemplación de Cristo crucificado, considerando las lecciones que desde esa cátedra sublime nos lee nuestro Divino Maestro: es, en verdad, la Cruz «cathedra docentis». San Felipe Benicio, a punto de morir, pedía « su libro»... Era el Crucifijo. San Buenaventura, a la pregunta instante de Santo Tomás, que deseaba saber de dónde sacaba el seráfíco doctor su ciencia sublime, respondía mostrando el Crucifijo: Es el «gran libro», y Jesús el gran Maestro.


Composición de lugar. Ver el Calvario y en el  a Cristo crucificado, y postrados a sus pies decirle: «Loquere, Domine, quia audit servus tuus» 11 Reg., 3, 9), habla, Señor porque tu siervo escucha.

 

Petición. Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí.

 


Punto 1.° EL CRUCIFIJO NOS ENSEÑA A SUFRIR.

 
1) Todo en Jesús crucificado nos dice sufrimiento, y lo primero que parece que quiere enseñarnos es a sufrir. Vino a redimirnos y eligió como medio para hacerlo el dolor; ¡bendito dolor de Cristo!, que fue para nosotros mina riquísima de perdón y gracia.
Al mirar al Crucifijo hemos de oír a nuestro Jesús, que nos dice: ¡Mira cómo te he amado! ¿Podría hacer algo más para demostrártelo? Y el corazón se nos inflamará en anhelos vivísimos de pagar amor con amor y corresponder agradecidos a quien tanto nos amó.

El. P Bernardo Vaughan, S. J., contó en uno de sus sermones que un joven disoluto, estando en el   frente de guerra herido de muerte, desesperado, gritaba que quería poner fin a su vida, y volviéndose frenético a unos amigos que le prestaban auxilio, con acento dramático les preguntó: «Cuando yo muera, ¿derramaréis una lágrima por mí? ¡Seguramente que todos me olvidaréis! Entonces un joven oficial católico que le asistía solícito mostróle un pequeño crucifijo y le dijo: ¡Mira, amigo mío: un hombre que es al mismo tiempo Dios y que ha derramado por tu amor no una lágrima, sino toda su sangre! El moribundo fija su vista en el   Santo Cristo, lo toma, cierra los ojos y de pronto dice: «¡ Quiero besarlo!» Y después de estampar en el  un beso férvido, intensísimo, exclama: «¡ Oh dulce amigo!» Y muere. ¡ Dulce amigo, modelo de amistad!

Quiso mostrarnos su amor sufriendo; correspondencia natural el procurar nosotros sufrir por su amor ¡Cuán pocos son los que así aman a Jesús! ¡Cuántos los que ponen su amor en afectos, en ofrecimientos, en palabras; pero cuando se enfrentan con la cruz y el sufrimiento, se sienten desfallecer y no tienen valor para sufrir por quien por ellos tanto sufrió! «Tiene Jesús muchos amadores de su Reino celestial, pero pocos que lleven su Cruz; muchos que desean la consolación, pero pocos que sufran la tribulación. Encuentra muchos »compañeros para la mesa, pero pocos para la abstinencia. . . » (Imit. de Cristo., 2, 11.)


2) Quiso redimirnos sufriendo por la Cruz; si queremos aprovecharnos de la redención es preciso que lo hagamos por el sufrimiento. «Adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24); estoy cumpliendo en mi carne lo que resta que padecer a Cristo, decía San Pablo a los Colosenses. Y esto lo escribía encadenado y padeciendo en Roma.

«La Pasión y muerte de Cristo fue suficientísima y sobreabundante y nada le falta que satisfacer. Pero además de esa Pasión, que en su carne o en sí mismo padeció, debe sufrir otras en sus miembros, es decir, en sus fieles, y especialmente en sus ministros; no ciertamente para con ellas lograr nuevos méritos, sino para que se apliquen los méritos de su Pasión y muerte. Tales son las pasiones que San Pablo, como miembro y ministro, suplió por su parte; a saber: los trabajos y tribulaciones abundantes que el apóstol toleró para congregar y perfeccionar la Iglesia y así aplicar a los fieles los méritos de la muerte de Cristo» (Ceuleman, h. 1).

 
3) Es nuestro Maestro y vino a enseñarnos el «camino», «ego sum via» (Jn 14, 6); no hay otro por el que marchar a nuestro fin. ¡Ni posibilidad de lograrlo sin cruz! ¡Cómo nos engañamos cuando soñamos en una vida humanamente feliz pensando que por rezar un poco más, con sosiego y bienestar, somos ya perfectos! ¡Con qué facilidad nos engañamos pensando que la santidad está en la práctica tranquila de una vida más o menos rectamente ordenada, sin tropiezos, sin dificultades, sin dolores, sin cruz!

No fue esa la de Jesús: «tota vita Christi, crux fuit et martyrium et tu tibi quaeris requiem et gaudium?» (Imit. Christi, 2, 12). Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio, ¿y buscas para ti descanso y gozo? ¡ Pensémoslo!, y saquemos la consecuencia de que únicamente cuando llevamos nuestra cruz seguimos a Cristo. Es la primera condición que él mismo señaló a quien deseara seguirle: «¡ tome su cruz ! » Por eso San Agustín nos dice: «Si putas te non habere
tribulationes, nondum coepisti esse christianus» (Enarr. in Ps. 55, n. 4. ML. 37, 649). No has comenzado aún a ser cristiano si piensas que no tienes tribulación alguna.


Punto 2.° NOS ENSEÑA A ORAR.


Oración suavísima la de la Sagrada Pasión. Fué favorita de los Santos; díganlo si no un San Bernardo, un San Francisco de Asís, un San Ignacio: debiera ser el «ordinarius animae cibus», manjar ordinario de nuestras almas, ya que es oración:

a) Fácil, porque la Sagrada Pasión debiéramos saberla de memoria y sernos muy familiar. Y así, nuestras facultades entrarían en ella sin esfuerzo alguno de la memoria, del entendimiento ni de la voluntad.

b) Devota; está tan impregnada de devoción, amor, ternura..., que la voluntad se siente natural y suavemente movida a afectos los más tiernos y eficaces de amor, de compasión, de admiración, de gratitud, de aliento, de dolor, de celo... Ha de ser meditación sumamente afectiva, y al mismo tiempo, eminentemente activa y práctica.

e) Fructuosa; no puede menos de serlo, porque en las horas de su Pasión nos dio el Señor ejemplos más vivos y patentes de todas las virtudes, sobre todo de las más arduas y difíciles. Cómo practicó las oblaciones de mayor estima y momento que por su amor hemos hecho en la contemplación del Reino y en la de banderas, y qué ocasión más propicia nos brinda esta contemplación de Jesús crucificado para afirmarnos en el  las y reiterarlas con toda el alma!
c) Tiene, además, esta oración la ventaja de ser muy poco expuesta a ilusiones, como quizá lo son otras más especulativas y propicias a dejar volar la fantasía. Esta es tan opuesta a cuanto supone regalo de la carne, y tan contraria a toda nuestra natural inclinación, que parece que empuja como natural y necesariamente al sacrificio, a la pobreza, a la humillación, a ¡ copiar el divino modelo crucificado!

Debe, pues, ser para nosotros materia frecuente de contemplación, que nos hará cobrar afición a este santo ejercicio de la oración. ¡Dichosos de nosotros si logramos tal afición, en verdad salvadora!


Punto 3.° NOS ENSEÑA A SER APÓSTOLES.


No se puede mirar al Crucifijo sin sentir el alma inflamada en deseos de la propia Salvación y de la salvación del mundo entero.

1) Nos enseña lo que valen las almas. Jesús está en la cruz por mi amor, por salvar mi alma...;    ¡tanto vale mi alma! ¿La estimas en lo que vale? ¿Lo sacrificas todo a su salvación? Jesús así lo hizo. ¡Alma, todo eso vales!, no te tengas por menos. Cuando trates de venderla, exige lo que vale; cuando quieras comprarla, ¡no regatees nada! ¡Dalo todo! Todo es poco en comparación de lo que dio Cristo Nuestro Señor.


2) Nos enseña cómo se conquistan las almas. Cierto que por la oración, por la palabra, por  el ejemplo de la vida; pero, principalmente, por el sufrimiento. Su vida toda fue apostolado. Su oración y retiro, de treinta años, y su oración, no interrumpida... Su palabra, de luz y de fuego, raudal de enseñanzas y de esfuerzo... Su vida, tan humana y tan santa; ¡ vida de humilde artesano, vida de pobre misionero, vida de Maestro ideal! Pero fué, sobre todo, apostolado y redención su Pasión y muerte: ¡tan llena de sublimes ejemplos, de enseñanzas magníficas, de ejercicio de todas las virtudes, de sufrimientos, de amor!


3) Aprendámoslo; reflictamos; a todos, en mayor o menor escala, nos urge la obligación misionera. Nadie puede desentenderse de la labor de apostolado, que ha de comenzarse por sí mismo y por los más allegados, pero que debe extenderse cuanto se pueda a amigos, a conocidos, a extraños, a todos los que necesiten conocer y amar a Cristo para lograr su fin, para salvar las almas. Y medio eficaz como ninguno: ¡el sufrimiento, la cruz!

 

Punto 4.° NOS ENSEÑA A CONFIAR.


Es, sin duda, fruto muy natural de la consideración de Cristo crucificado la confianza en Dios, que tan necesaria nos es para ser algo en la vida espiritual. Confía, nos dice Jesús desde la cruz; ¿qué te voy a negar si me doy a Ti tan entera y tan costosamente? «Qui dedit quod plus est, nempe Unigeniti sui sanguinem, dabit et gloriam aeternam, quae minus est sine dubio» (Direct., 35, 7, citando a San Agustín). Quien nos di lo que más es, es decir, la sangre de su Unigénito, darános también la gloria eterna, que sin duda es menos.

¿Qué tememos ¿Es que queremos crucificar otra vez a Jesús? Pues aunque así fuera, oigamos lo que a los mismos que le crucificaban deseaba Jesucristo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34). ¿Es que nuestros crímenes son enormes, nuestra vida muy pecadora? Miremos cómo trata al ladrón penitente. Aprendamos a confiar. Si nos ha dado hasta a su misma Madre. Teniéndola por nuestra, ¿qué vamos a temer? Sería el desconfiar locura insigne, necedad incalificable. ¡La mayor injuria que á Dios pudiéramos hacer!


Punto 5.° NOS ENSEÑA A MORIR.


1) Dulce compañero de las horas de dolor, pero, sobre todo, de la hora suprema de la muerte, el Santo Crucifijo. Quien ha sabido en vida mirarlo, quien ha sabido estudiarlo, quien ha sabido usarlo, quien ha sabido besarlo, en aquella hora lo tendrá como amigo poderoso que le aliente y conforte. Jesús, muriendo, nos redimió. Si unimos a la suya nuestra muerte, será también un sacrificio santo, acepto a los ojos de Dios y de gran mérito para nosotros; mirando a1 Crucifijo el moribundo convierte su lecho en ara; su cuerpo y alma, en hostia; su voluntad, unida a la de Jesús, en sacerdote.

Reproduce la muerte de Cristo; es otro Cristo. Que si es para nosotros Cristo vida, debe ser también ganancia eterna en la muerte «mihi vivere Christus est, et mori lucrum» (Philip., 1, 21). Porque mi muerte así recibida glorificará a Cristo y me proporcionará la gloria eterna en su bienaventurada compañía.


2) El Santo Crucifijo me enseña, si lo sé estudiar, a morir:

a) Porque Dios lo quiere, diciendo del fondo del alma «non mea voluntas, sed tua fiat» (Le., 22, 42). Hágase no mi voluntad, sino la tuya. Y si es siempre muy acepta a Dios la conformidad de nuestra voluntad con la suya, lo es, sin duda, más aún en trances difíciles, como el de la muerte; y si esa conformidad hace una vida santa, hace también con la misma razón nuestra muerte santa.
b) A morir como Dios quiere, cosa difícil, sobre todo cuando la enfermedad es dolorosa y las amarguras y acerbidades grandes. Un «fiat» resignado es en tales horas más grato a Dios que mil «Te Deum» de agradecimiento en las horas de alegría y felicidad.

c) A morir donde y cuando Dios quiere...; si en la cruz, ¡bendito sea! Él sabe cuál es el camino más recto, y quizá está más cerca de la gloria la horca que el lecho. Aprendamos de Jesucristo crucificado a morir. El sea nuestro modelo y nuestro compañero. Ahora estamos a tiempo de lograrlo, usando con piedad y amor ese bendito instrumento de toda santidad. Meditemos despacio todo este misterio de amor y pidamos  a Jesucristo crucificado  su ayuda para poner en práctica las lecciones que nos ha leído.

 

 

 

47ª  MEDITACIÓN


OTRAS LECCIONES DE LA PASIÓN DE JESUCRISTO

 

El P. Luis de la Palma, en su «Práctica y breve declaración del camino espiritual.. . », reduce los padecimientos de la Sagrada Pasión a cuatro cabezas «Lo primero a la pobreza y falta de las cosas necesarias. Lo segundo, al desamparo de los hoMbres, y particularmente de los amigos. Lo tercero, a las deshonras e injurias. Lo cuarto, a los dolores del cuerpo.» Vamos a proponer brevemente estos cuatro puntos siguiéndole.

 

Punto 1 .°   LA POBREZA.

1) En verdad que siempre amó Jesucristo a la pobreza como a madre y se abrazó con ella estrechamente desde su nacimiento; pero diríase que con los años creció el amor, y al fin de su vida dió pruebas más palmarias y fehacientes de él. Ni tuvo cama donde morir ni un lienzo con que cubrir su desnudez, ni en su sed un poco de agua, sino hiel y vinagre. Y diciendo San Pablo que la suma pobreza es tener con qué cubrir el cuerpo y con qué sustentarse, sin buscar otra cosa fuera de esto (1 Tim., 6, 8); el Señor, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Cor., 8, 9) pasó más adelante, porque ni tuvo con qué cubrirse ni con qué apagar su sed... Y fue enterrado en sepultura ajena y con mortaja dada de limosna; y le despojaron de sus pobres vestidos; ni pudo dejárselos a quien deseara, sino que se los repartieron los soldados. ¡Qué ejemplo! ¡Y cómo se presta a reflexiones prácticas de actualidad perenne!

 

Punto 2º  DESAMPARO DE LOS HOMBRES.

1) Fue tan grande, que se cumplió el «Considerabam ad dexteram et videbam, et non erat qui cognosceret me» (Ps., 141, 5). «Pensativo miraba si se »ponía alguno a mi derecha (para defenderme), pero nadie dió a entender que me conociese»; y el «Longe fecisti notos meos a me, posuerunt me abaminationem sibi» (Ps., 87, 9). «Alejaste de mí mis conocidos; miráronme como objeto de su abominación.» Y fué esto tanto más costoso cuanto que había sido estimado y aclamado como santo, reverenciado como profeta, oído como gran maestro y predicador, seguido de todo el concurso del pueblo, en el   templo, en las sinagogas, en la ciudad, en el   desierto, en el   mar y en la tierra; engrandecido por sus milagros tantos y tan ilustres, querido y amado por los continuos beneficios que recibían de El; todo esto se trocó súbitamente en desconocimiento, en desprecio, en infamia, en odio y aborrecimiento...


2) Sus naturales le procuraron la muerte con suma injusticia, y los gentiles romanos se la dieron con suma crueldad. Los sacerdotes y letrados y los príncipes excitaron al pueblo, que hasta después de crucificado le injuriaba. Los suyos le abandonaron; de sus doce Apóstoles, uno le vendió; otro, el elegido para vicario suyo, le negó tres veces; los demás le desampararon, dejándole en poder de sus enemigos. Sola su Madre jamás le dejó y le acompañó en su afrenta como pudo; pero su presencia le acrecentaba el dolor. ¿Y nosotros? Reflictamos y veamos si le hemos sido siempre fieles o si, por el contrario, no pocas veces le hemos también abandonado.


Punto 3°  SUS DESHONRAS.

1) ¡Fueron tantas! Hace, sin duda, crecer la enormidad de estas deshonras el considerar que era verdadero Dios, digno de todo honor, y que, en cuanto hombre, era de nobilísimo corazón y había alcanzado gran reputación y estima entre los hombres. Y le prendieron como a un ladrón (Mt., 26, 55), y le pasearon por las calles maniatado como un malhechor y lo crucificaron entre ladrones de suerte que se cumplió lo que de Él estaba escrito: «Et cum sceleratis reputatus est» (Is., 53, 12), ha sido confundido con los facinerosos.


2) Circunstancias fueron que hicieron crecer su deshonra:

a) La calidad de las personas que se las hicieron, pues eran los pontífices y sacerdotes, los magistrados y los jueces; ellos fueron los que, reunidos en concilio, le declararon blasfemo y alborotador y le condenaron por digno de muerte; y todo el pueblo se la pidió al presidente con violencia popular para que se la diese; y los verdugos fueron lo más soez de los soldados gentiles; y sus discípulos le vendieron, le negaron, le abandonaron; cosas todas que agravan la deshonra.
b) Creció también por parte de los delitos que le acumularon, que fueron muchos y gravísimos; blasfemo contra Dios, traidor a los reyes, embustero y alborotador, hechicero y encantador, etc.
c) Y, sobre todo, llegó al colmo por las cosas que hicieron con Él. Le prendieron de noche, y en un campo, como a ladrón; le llevaron atado y con afrenta por las calles; le abofetearon, le escupieron á1 rostro, le mesaron las barbas y cabellos, le vistieron con vestiduras de escarnio, le azotaron como a esclavo, le coronaron por rey de burlas, le crucificaron como a insigne malhechor, y aun después de crucificado le siguieron injuriando y denostando. En verdad que se vió saturado de oprobios (Thren., 3, 30) y como el último desecho de los hombres (Is., 53, 3).


Punto 4.°. SUS DOLORES.

1) Los dolores de su cuerpo fueron tantos, que se pudo decir en lo físico de su cuerpo lo que de su pueblo corrompido se dijera en lo moral: «de la planta de los pies al vértice de su cabeza no hay en Él   parte sana» (Is., 1, 6), y que todo estaba hecho una haga, como leproso, sin haberle quedado color ni hermosura, ni vista o figura por donde fuera conocido (Is., 53, 4). Sus pies y sus manos, perforados por clavos; sus piernas, pecho y espaldas, deshechos por azotes cruelísimos; su rostro, acardenalado por los golpes, manchado por asquerosas salivas, por la sangre, por el polvo; su frente, perforada por agudas espinas. Sufrió, además, sed horrible, y lo que más fue, desconsuelo interior hondísimo.


2) «Y no solamente en lo que padeció, sino también en las causas y modo de padecer se descubría claramente que era más que hombre el que así: padecía. La causa por que padeció fué por la justicia, y por la verdad, y por volver por la honra de Dios, que era su Padre, y por cumplir con el precepto que le tenía puesto, y por el bien público de todos los hombres presentes, pasados y venideros; dejándose despojar de la hacienda y de la amistad de los hombres, de la fama y de la honra, de la salud y de la vida por no perder un punto de caridad y de su obediencia; dejándonos ilustrísimo ejemplo para menospreciar todas las cosas que se llaman prósperas y acometer las adversas y terribles que hubiere en este mundo cuando se atraviese el mayor servicio y gloria de Dios Nuestro Señor, que es todo el fruto que debemos sacar dé esta meditación, trayendo siempre delante de los ojos a este Señor, que estando con tan extremada pobreza, desamparado de sus amigos, rodeado de sus enemigos, deshonrado, y abatido, y con tan graves dolores y tormentos, no se rindió, ni mostró flaqueza, ni perdió un punto de su decoro y majestad, antes extendió animosamente los brazos, haciendo demostración de las fuerzas dé Dios sustentando el peso de aquella cruz, que sólo El pudiera sustentarla» (La Palma, 1. c.).

Coloquios. Ferventísimos de gratitud y de ofrecimiento: reiterando a nuestro amorosísimo Capitán las oblaciones que en los ejercicios pasados le hemos hecho, para grabar más fuertemente en el   alma del ejercitante la idea del amor de Jesucristo, mostrado de modo tan palpable con tantos y tan acerbos sufrimientos; consideración que no puede menos de facilitar el logro del fruto de la tercera semana, produciendo profunda compasion y ansia de corresponder con amor y sacrificios a tanto amor.

 

 

 

 

48ª  MEDITACIÓN

 

CÓMO NOS PREPARAREMOS A RESUCITAR CON CRISTO

 

Composición de lugar. El sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo y la casa de la Santísima Petición. Que yo sepa morir con Cristo para merecer resucitar con Él.

Punto 1.° ¿CÓMO QUEDÓ EL CUERPO DE JESUCRISTO?

 

a) Oculto, escondido, olvidado e ignorado. Así debemos ansiar vivir nosotros, de suerte que pasemos inadvertidos a todos y de todos ignorados. De suerte que con verdad pueda de nosotros decirse: «Mortui enim estis, et vita vestra est abscondita cum Christo in Deo. Cum Christus apparuerit, vita vestra, tune et vos apparebitis cum ipso in gloria» (Colos., 3, 3-4). Muertos estáis ya y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando empero aparezca Jesucristo, que es nuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con Él gloriosos.»

b) Cadáver que se dejaba llevar y traer como quiera y tratar de cualquier manera. Así hemos de procurar nosotros disponemos para obedecer la voz de Dios, dóciles siempre a las órdenes de la obediencia.

c) Unidos con la divinidad e incorruptible. Procuremos también nosotros mantenernos siempre unidos a nuestro Dios y libres de toda corrupción de pecado.

d) Pronto a resucitar por propia virtud de la divinidad. Nuestra disposición no ha de ser de inercia, sino de prontitud para cualquier cosa de la gloria de Dios. Persuadidos de que todo lo podemos con la gracia de Dios. Meditemos.


Punto 2.° CÓMO QUEDARON LA SANTÍSIMO VIRGEN Y LAS SANTAS MUJERES.
a) La Santísima Virgen, llena de fe y confortada con la esperanza de la resurrección. Su fe nunca vaciló ni dejó de brillar vivísima; por eso en el   tenebrario, durante el triduo de Semana Santa, se apagan todas las velas menos la llamada «María»; en todos se apagó la fe menos en la Santísima Virgen. Quedó afligida, pero resignada; y se mantuvo en constante oración y trato con Dios.

b) Las santas mujeres observaron cuanto se hacía con el cuerpo sacratísimo de Jesús en el   descendimiento y cómo quedaba en el   sepulcro, y deseando hacer algo más por Él, compraron aromas y ungüentos para ungirle en cuanto pasara el sábado. Es decir, obraron lo que pudieron, según la luz que tenían, aunque ésta, por su culpa, era escasa. También nosotros hemos de obrar siempre conforme a lo que el Señor nos inspire, y procurar disponemos bien para recibir sus inspiraciones y que nuestra luz sea mucha...

 

Punto 3.° CÓMO QUEDARON LOS ENEMIGOS DEL SEÑOR.

Al parecer triunfantes, todo les había salido a la medida de sus deseos; y, sin embargo, quedaron llenos de más inquietud y zozobra que antes. Así quedamos cuando, haciendo nuestra voluntad contra la de Dios, logramos algo que apetecemos y, al parecer, triunfamos; y sucede que allí donde soñábamos hallar nuestra felicidad y descanso, sólo encontramos zozobra e inquietud.

Fueron a Pilato y le dijeron: «Seductor ille dixit »adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Mt. 27, 63). Recordamos que aquel engañador dijo cuando todavía estaba vivo: después de tres días resucitaréB. Y tomaron mil precauciones para evitar la resurrección de Jesucristo. ¡Todo para mayor gloria del Señor y para más evidente testimonio de la resurrección!
Cómo sabe el Señor servirse de las trazas de sus enemigos para sus fines y deshacer sus mejor combinados planes como telas de araña.

 

 

 

 

49ª MEDITACIÓN

 

CÓMO CRISTO NUESTRO SEÑOR APARECIÓ A NUESTRA SEÑORA

 

PRIMER PREÁMBULO ES LA HISTORIA, QUE ES AQUÍ CÓMO DESPUÉS QUE CRISTO EXPIRÓ EN LA CRUZ Y EL CUERPO QUEDÓ SEPARADO DEL ÁNIMA Y
CON ÉL SIEMPRE UNIDA LA DIVINIDAD, LA ÁNIMA BEATA
DESCENDIÓ AL INFIERNO, ASIMISMO UNIDA CON LA DIVINIDAD, DE DONDE SACANDO A LAS ÁNIMAS JUSTAS Y VINIENDO AL SEPULCRO Y RESUCITADO, APARECIÓ A SU BENDITA MADRE EN CUERPO Y ÁNIMA.


COMPOSICIÓN DE LUGAR. QUE SERÁ AQUÍ VER LA DISPOSICIÓN DEL
SANTO SEPULCRO Y EL LUGAR O CASA DE NUESTRA SEÑORA, MIRANDO LAS PARTES DE ELLA EN PARTICULAR, ASIMISMO LA CÁMARA, ORATORIO, ETC.

 

PETICIÓN: DEMANDAR LO QUE QUIERO, Y SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO

 

Punto 1.° DESCIENDE ÉL ALMA DE JESUCRISTO AL LIMBO DE LOS JUSTOS


1) La espera. Quedó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo unido a la divinidad, como vimos, muerto en la cruz; poco después fuEconducido al sepulcro. Y en tanto, ¿qué fuEdel alma? Unida a la divinidad descendió al limbo de los justos y lo trocó en paraíso, colmando la esperanza de los que allí suspiraban por é.

El limbo de los justos, llamado también seno de Abrahám, era el lugar donde estaban retenidas las almas de los justos del Antiguo Testamento que habían muerto sin tener que satisfacer ninguna pena por sus pecados o que la habían ya cumplido, pero que no podían entrar en el   cielo hasta la muerte del Señor. Tenían la seguridad absoluta de que un día habían de gozar de la visión de Dios, y esta firmísima esperanza les inundaba de gozo, aunque mezclado con el ardiente anhelo de que llegara por fin el día de su perfecta felicidad; por eso su estado era el de una bienaventuranza relativa, con exclusión de penas y dolores, pero muy distante de aquella alegría inefable que inundó sus almas al aparecérseles el Señor después de consumado el sacrificio redentor del Calvario.

A nuestro modo de entender, vivían las almas de los Santos en el   limbo en continuo anhelo de la llegada del Salvador; su esperanza les había confortado en vida, - u deseo les había salvado, su llegada colmaría su felicidad. Allí estarían... el justo Abel, simpática figura de candorosa inocencia Allí nuestros primeros padres, que tanto habían llorado su pecado y que habían en medio de la horrenda tempestad que con su prevaricación desencadenaran, visto como arco iris de esperanza confortadora la tenue luz de la promesa dé un Redentor futuro. Y llegaban nuevas almas...; cada uno traía alguna noticia. Vieron llegar un día a un nobilísimo varón de inteligente mirada y de viriles rasgos...era Daniel. ¿Sabes algo de El? Para todos «El» era... el deseado. Sí, sí; oídme: Lloraba yo un día, triste, en el   destierro, a orillas de un río que no era el de mi tierra, y mi alma se inflamaba en deseos ardientes de salvación. De pronto se me apareció Gabriel, el arcángel nuncio de la redención... «Vengo a consolarte, me dijo. Dios, compadecido de tus deseos, te manda a decir: Cuenta setenta semanas de años, y en medio de la septuagésima se efectuará la obra de liberación que tanto anhelas.De esto hace ya bastantes años; quedan, pues, poco más de sesenta semanas» (Dan., 9, 21 y sigs.).

Corrieron los años, y un día vieron entrar un alma blanca; había cruzado el pantano del mundo larguísimos años, y, sin embargo, sus alas eran de una blancura de armiño. Y era su aspecto tan gozoso, que al punto todos se agruparon en torno suyo, esperando alguna buena noticia. «iLe has »visto? Habla!» «Sí; le he visto y si viérais ¡ qué »hermoso es! » Yo era tan anciano que no podía vivir, y, sin embargo, el espíritu me decía: «Antes »de morir lo verás.» Y esa esperanza era mi vida. Cierto día el corazón me dió un salto; subía las gradas del templo un varón hermosísimo, llevando en una jaulita el par de tórtolas de la purificación; su aspecto respiraba dignidad, afabilidad, santidad a su lado, y por él amparada, subía una doncellita; oh. aué encanto! Dios no la podía hacer más suavemente hermosa y más dignamente perfecta; robaba los ojos, se llevaba los corazones, pero los elevaba; en sus brazos portaba un niñito: jamás se ha visto rosal más bello en el   que se abra castillo más encantador. ¡Dios mío! ¡ Es El! El. Corrí a su encuentro, tendí mis brazos y aquella bendita doncella se dignó poner en el  los al que en los suyos llevaba. Después.., no vi nada; lágrimas más dulces que la miel nublaban mis ojos; mi pecho latía, mi alma quería volar; por fin, mis labios, trémulos, hablaron: « Ahora, sí, Señor; ahora, sí que »te puedes llevar a tu siervo, pues que, cumplida tu promesa, mis ojos han visto a tu Salvador! Luz para la revelación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel.» José y María lloraban conmigo. Mis labios se posaron en los pies de aquel pequeñuelo; ¡era el Mesías! ¡Ya está en la tierra; ha comenzado su obra redentora!

Pocos días después entraba en el   limbo otra alma cándida...; era una Santa viejecita que participara de la dicha de Simeón. Las semanas iban pasando; apenas quedaba una... Comenzaba la septuagésima cuando se notó movimiento inusitado en el   limbo...; los ángeles del Señor preparaban mansión especial para un alma a punto de llegar... ¡Qué hermosura! ¿Será El? Y todos, embelesados, contemplaban al recién llegado; y el recién llegado callaba y aun trataba de esconderse. ¿Quién es? « ¡Ah, dijo Simeón, es el que acompañaba en su subida al templo al Mesías y »a su Madre.» Era San José. Su alma destacaba entre todas por su singular hermosura; era algo extraordinario que movía a alabar a Dios. «Y El?», le preguntaron. «Hace unos instantes, les respondió, que recibí de sus labios el beso de despedida; en sus brazos me sostenía y en su pecho se reclinaba mi cabeza; me costaba mucho dejarle, pero era su voluntad. Pronto, me dijo, muy pronto, nos volveremos a juntar para siempre; dentro de unos días saldré a predicar mi doctrina, a fundar mi Iglesia, a terminar la obra de la Redención; pronto libraré la última y decisiva batalla, y con mi muerte destruiré la muerte, y por la cruz llegaré al triunfo.» ¡Muerte! ¡Cruz! «Sí, es verdad, clamó Isaías: siglos hace que lo escribí por El inspirado.» «Y yo...», repitió el Rey Profeta.

Pasaron unos meses, y entró triunfante, envuelta en el   rojo manto de su sangre vertida por Cristo y por la castidad, un alma grande; al verla salió a abrazarla José y la saludó: « ¡ Salve, Juan ! » «El Precursor», repitieron todos. «Sí, hermanos míos, el Precursor; unos días hace que señalándole con el dedo a las turbas que me rodeaban les decía: «¡ Ahí le tenéis!; Ese es el Cordero de Dios, Ese es el que quita el pecado del mundo. Y El, humilde, se confundía con los pecadores que de mis manos recibían el bautismo de penitencia, y el cielo se abría, y una voz clamaba:. «Ese es mi Hijo muy amado, y en quien tengo todas mis complacencias.» «Y a su voz las muchedumbres, embelesadas, le siguen, y los sordos oyen, y los tullidos recobran movimiento, y los ciegos ven, y los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. Pronto, muy pronto, le tendremos entre nosotros, aquí. ¡Hosanna al Hijo de David!»

Diríase que aquellos meses pasaron más lentos: pero, al fin, las semanas de Daniel se cumplieron: el tremendo sacrificio se ofreció en el   Gólgota; un viernes a la tarde, en vez de crepúsculo, lució en todo su fulgor el sol de la gloria: ¡Cristo!


2 El premio. Y Cristo penetró triunfador en el limbo, y convirtió en realidad la esperanza, y comenzó a cumplir lo que al llamar a los suyos a su seguimiento les prometiera: que si le seguían en la pena le seguirían también en la gloria; y, en efecto, todos los allí reunidos habían seguido a su Capitán General en la conquista del Reino, con Él habían luchado como buenos, y así habían merecido el premio. ¡Cuán bueno es el Señor y cuán bien cumple sus promesas! ¿Qué pensarían todos aquellos fieles soldados de las penas que para llegar a la victoria habían tenido que sufrir? Si posible fuera en medio de tanta dicha sentir alguna pena, cierto que la tuvieran de no haber hecho aún algo más; ni uno solo sentiría el más mínimo pesar por las oblaciones de mayor estima y momento que en su vida había hecho y por la práctica de hacer contra la sensualidad y el amor carnal y mundano, y el militar siempre bajo la bandera de Cristo en suma pobreza, en oprobios, en humillación. Pensémoslo, que ahora estamos a tiempo de actuarnos en esta preciosa vida de imitación de- Cristo!

Es también muy de considerar en este punto el gozo del alma de Jesucristo al ver el fruto precioso de su sangre, derramada a tanta costa, en aquellas almas por ella redimidas. Y cómo la divinidad se parece y muestra tan magníficamente, y el oficio de consolar que trae Jesucristo Nuestro Señor. En verdad que en el   limbo lo ejerce con plenitud,. llenando aquellas almas del más sólido y perdurable consuelo que se puede imaginar. ¡Qué gran Capitán tenemos y cuán buen amigo es Cristo! ¡Oh si lo comprendiéramos y nos entregáramos del todo a El y procuráramos ligarnos con El en amistad íntima que nos hiciera gozarnos intensamente de tanta gloria y gozo de tan buen amigo!


Punto 2.° LA RESURRECCIÓN


1) El hecho. Pasaron las horas necesarias para que se cumplieran las profecías, y llegó la de la resurrección. Veamos aquella lucidísima procesión del alma de Cristo acompañada de las de todos los santos del Antiguo Testamento. Salen del limbo y llegan al sepulcro; cómo al ver el cuerpo bendito de Jesús tan destrozado y conservando las huellas horribles de los tormentos de la Pasión, echaron de ver lo que la Redención le había costado y se lo agradecieron con íntimo amor.

Vieron siglos antes los Profetas lo que había de sufrir el Redentor y lo anunciaron clarísimamente: ¡Prisión, llagas, azotes, golpes, escarnios, cruz, lanzada! ... ¡Todo se había cumplido al pie de la letra! ¡Varón de dolores..., gusano, que no hombre!... ¡Pero todo ha pasado, y por tan áspero camino ha llegado a un término de felicidad y gloria admirables! De pronto el alma de Jesús volvió a unirse con su cuerpo y a animarlo; ¡ qué transformación tan sorprendente! ¿Cómo déscribirla? Imposible a nuestra torpe lengua. exponer tan maravillosa mudanza.

El devotísimo Padre Fray Luis de Granada (Oración y meditación», c. 26, med. 2.a) escribe: «Pues en esta hora tan dichosa entró aquella ánima tan gloriosa en su santo cuerpo; ¿y qué tal, si piensas, le paró? No se puede esto explicar con palabras; mas por un ejemplo se podrá entender algo de lo que es. Acaece algunas veces estar una nube muy oscura y tenebrosa hacia la parte del poniente, y si cuando el sol se quiere ya poner la toma delante y la hiere y embiste con sus rayos suele pararla tan hermosa, tan arrebolada y tan dorada, que parece el mismo sol. Pues así aquella ánima gloriosa, después que embistió en el   santo cuerpo y entró en él, todas sus tinieblas convirtió en luz y todas sus fealdades en hermosura, y del cuerpo más afeado de los cuerpos hizo el más hermoso de todos ellos. De esta manera resucita el Señor del sepulcro, todo ya perfectamente glorioso, como primogénito de los muertos y figura de nuestra resurrección.» Así glorificó aquella carne preciosa que tanto había sufrido. Los santos Evangelistas no nos describen el   hecho de la resurrección.

San Mateo escribe: «Avanzada ya la noche del sábado, al amanecer del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a visitar el sepulcro. A este tiempo se sintió un grau terremoto, porque bajó del cielo un ángel del Señor y llegándose al sepulcro removió la piedra y sentóse encima. Su semblante, como el relámpago, y era su vestidura como la nieve» (Mt. 28, 1 y sigs).

Quedó el cuerpo dotado de las excelencias y condiciones de los cuerpos gloriosos: impasible, sutil, ágil, luminoso. ¡Al contemplarlo, las almas de los santos sintiéronse inundadas de júbilo santo, de consuelo inefable! ¡Cómo consuela! ¡Qué buen amigo es!


2) Sus causas. Aduce Santo Tomás (3,1 q. 53, a. 1) cinco razones por las que convenía que Cristo Nuestro Señor resucitara, y son dignas de consideración.

a) Es la primera, «ad commendationem divinae iustitiae, ad quam pertinet exaltare illos qui se propter Deum humiliant, secundum illud (Lc 1, 52). Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles. Quia igitur Christus propter caritatem et obedientiam Dei se humiliavit usque ad mortem crucis, oportebat quod exaltaretur a Deo usque ad gloriosam resurrectionem...» Para recomendación de la justicia divina, de la cual es propio ensalzar a los que por Dios se humillan conforme a aquello de San Lucas (1, 52): Depuso a los poderosos de su solio y ensalzó a los humildes. Y pues Cristo por caridad y obediencia a Dios se humilló hasta la muerte de cruz, convenía que fuese ensalzado por Dios hasta la gloriosa resurrección; esa es la razón ijue apunta San Pablo en su epístola a los Filipenses (2, 8-9) y a los Efesios (4, 9). Y era justo que fuese la compensación en el   orden mismo en que fué la humillación, y pues ésta se manifestó en los dolores y muerte del cuerpo, parecía conveniente que el mismo cuerpo fuese glorificado y revestido de nueva vida.

Reflictamos para sacar algún provecho pensando que si queremos llegar a tan magnífico triunfo no hay otro camino que el que nos señala Nuestro Señor.

 

b) «Secundo, ad fidel nostrae instructionem, quia per eius resurrectionem confirmata est fides nostra circa divinitatem Christi.» Para instrucción de nuestra fe, porque por su resurrección fué confirmada nuestra fe acerca de la divinidad de Jesucristo (v. Suárez, ed. Vives, t. 19, p. 770). Es la resurrección de Jesucristo útil y aun necesaria para confirmar nuestra fe. Porque supuesta la predicción de Jesucristo, era sencillamente necesario para la verdad de nuestra fe que Cristo cumpliese lo que prometiera.

Y en este sentido se puede entender el texto de San Pablo, 1 Cor., 15, 14, “Si Christus non resurrexit, inanis est praedicatio nostra, inanis est et fides vestra»; «si Cristo no resucitó yana es nues»tra predicación y yana es también vuestra fe». Puesto que, aunque en absoluto, aun cuando Cristo no hubiera resucitado, pudiese haberse dado en nosotros verdadera fe y útil para la salvación, sin embargo, supuesto lo que enseña la fe cristiana, si Cristo no hubiera resucitado, tal fe sería yana, pues sería falsa. Y así lo explica San Pablo, añadiendo:«invenimur autem et falsi testes Dei», somos convencidos de testigos falsos respecto de Dios (Ib., 15). Y del mismo modo se ha de entender lo que añade: «Si Christus non resurrexit yana est fides vestra. Adhuc enim estis in peccatis vestris.» Si Cristo no resucitó, yana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestro pecado (1 Cor., 15, 17). La razón es, pues, que la fe falsa no puede ser principio y fundamento de la verdadera santidad.

Además, en la resurrección se manifestó la divinidad TAN MILAGROSAMENTE que así se confirma en gran manera la fe. Por eso nuestro Divino Maestro presentó durante su vida la resurrección como señal especial de su divinidad diciendo a los judíos: “Solvite templum hoc et in tribus diebus edificabo illud” (Jn 2, 19). Destruid este templo, y Yo en tres días lo levantaré; y hablaba del templo de su cuerpo» .

Y en otra ocasión, como los judíos le pidieran un milagro que confirmara su divinidad, les dijo: «Generatio prava et adultera signum quaerit et signum non dabitur ei, nisi signum Jonae Prophetae» (Mt., 12, 39). Esta generación, mala y adúltera, pide un prodigio; pero no se le dará sino el prodigio de Jonás profeta. Y fue la resurrección de Cristo demostración de su divinidad, ya porque se resucitó a sí mismo, conforme a su frase: «y en tres días lo levantaré», ya también porque el mismo Cristo, así como decía que era Dios, así predijo su resurrección; con ella probó la verdad de ambas aserciones.

Otro argumento aduce Santo Tomás que prueba también que fue la resurrección para confirmar nuestra fe. Si Cristo, muerto en cruz, no hubiera resucitado, los hombres se avergonzaran de creer en un crucificado, que para los judíos es escándalo y para los gentiles necedad (1 Cor., 1, 23). Pero la resurrección quitó a los creyentes el rubor y el miedo, porque «con la gloria de la resurrección sepultó la deshonra de la muerte».

Y el éxito mismo confirmó esta verdad; porque habiendo el Señor hecho hasta su Pasión muchos milagros en confirmación de la verdad que predicaba, creyeron pocos; pero después, como predicasen sus discípulos la resurrección, en un solo día creyeron varios miles. Pué, por consiguiente, la resurrección eficacísimo medio de persuadir y conservar la fe. Por eso fue tema tan frecuente de la predicación de los Apóstoles, y por eso el Señor quiso dejar el hecho tan palmariamente demostrado. De la resurrección encontramos once menciones explícitas en los Hechos de los Apóstoles: tres en la primera epístola de San Pedro y dieciocho, por lo menos, en las de San Pablo.

c) «Tertio ad sublevationem nostrae spei, quia dum videmus Christum resurgere qui est caput nostrum, speramus et nos resurrecturos.» Unde dicitur 1 Cor., 15, 12: «Si Christus praedicatur quod resurrexit a mortuis, quomodo quidqam dicun in vobis, quoniom resurrectio mortuorum non est?» Y Job., 19, 25, dicitur: «Scio, scilicet per certitudinem fidei, quod redemplor meus, id est Christus, vivit, a mortuis resurgens: et ideo in novissimo die de terra surrecturus sum: reposita est haec spes mea in sinu meo.» En tercer lugar, para levantar nuestra esperanza; porque cuando vemos que Cristo resucita, siendo nuestra cabeza, esperamos que hemos de resucitar también nosotros; por lo que se dice en la primera a los Corintios, 15, 12: «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen entre vosotros algunos que no hay resurrección de los muertos?», y en Job, 19, 25, se dice: «Sé, por la certidumbre de la fe, que mi Redentor, que es Cristo, vive, resucitado de entre los muertos, y por eso el día último he de resucitar de la tierra; guardada tengo en mi seno esta esperanza.»

Se suscitaron entre los corintios algunas dudas acerca de nuestra resurrección; decían algunos que Jesucristo había resucitado por su dignidad, excepcionalmente, pero que nuestra resurrección sólo había de entenderse en lo espiritual, por el bautismo Y salióles San Pablo al encuentro; para él, negar nuestra resurrección corporal es negar la de Jesucristo, pues la una es corolario de la otra y hay que admitir o rechazar las dos. Debemos resucitar en Cristo y por Cristo; El es la causa ejemplar y meritoria de nuestra resurrección. Por el bautismo somos injertados en Cristo y comenzamos a vivir su vida, a participar de sus privilegios y de sus destinos; como el ramo injertado en el   tronco participa de su savia, así adquirimos derecho a la resurrección gloriosa.

Como causa meritoria, Jesucristo vino a reparar la ruina ocasionada por el pecado de Adán; y como ésta podía resumirse en la privación de la justicia original y la pérdida de la inmortalidad, debía su triunfo extenderse no menos a la muerte que al pecado. «Porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos» (1 Cor., 15, 21).

San Gregorio, 14 Moral, c. 27 (e. 55, 68. ML. 75, 1075), escribe: «Sui capitis gloriam sequuntur membra. Redemptor ergo noster suscepit mortem ne mori timeremus; ostendit resurrectionem ut nos resurgere posse confidamus. Unde et eamdem mor»tem non plus quam triduanam esse voluit, ne si in »illo amplius differretur, in nobis omni modo desperaretur.» «Los miembros siguen la gloria de su cabeza. Por eso nuestro Redentor recibió la muerte, para que no temiésemos el morir; y nos mostró la resurrección para que confiemos que también nos»otros podemos resucitar. Por lo que no quiso que la misma muerte fuese de más de tres días, para que no fuera que si en el   se difiriese más tiempo, en »nosotros se perdiese la esperanza.»


d) «Quarto ad informationem vitae fidelium, secundum illud, Rom., 6, 4: «Quomodo Christus resurrexit a mortuis per gloriam Patris, ita et nos in novitate vitae ambulemus, et mfra: Christus resurgens ex mortuis iam non moritur; ita et vos existimate vos mortuos quidem esse peccato, viventes autem Deo.» «Para informar la vida de los fieles, conforme a lo que se dice a los Rom., 6, 4: como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida; y más abajo: Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir; así, vosotros, teneos por muertos al pecado y vivos a Dios

El cuerpo de Jesucristo resucitado se revistió de las cuatro dotes sobrenaturales que, según el Apóstol, han de recibir los cuerpos resucitados de los bienaventurados, además de su perfección natural. En la primera a los Cor., 15, 42, y siguientes, dice: «Seminatur in corruptione, surget in incorruptione; seminatur in ignobilitate, surget in gloria; seminatur in infirmate, surget in virtute; seminatur corpus animale, surget corpus spiritale.» «El cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de corrupción y resucitará incorruptible:impasibilidad;es puesto en la tierra todo disforme, y resucitará glorioso: claridad; es puesto en la tierra privado de movimiento, y resucitará lleno de vigor: agilidad; es puesto en la tierra como un cuerpo animal, y resucitará como un cuerpo todo espiritual: sutileza

Resucitó Jesús impasible, es decir, inmortal y exento de todo influjo nocivo. No se dice en el   Evangelio que después de la resurrección se manifestara el don de la claridad; más bien parece que la cohibió. Es la agilidad, la facilidad de movimiento local con celeridad y sin impedimento, cómo Cristo, después de su resurrección, aparecía y desaparecía instantáneamente (Lc 24, 31; Jo., 20, 19). Esta cualidad la adquiere el cuerpo en cuanto se sujeta al alma como motor; piensan, no obstante, los teólogos que no es la agilidad cualidad meramente pasiva del cuerpo, que recibe facilísimamente movimiento del alma, sino también especial movilidad en el   mismo cuerpo.

La sutileza o espiritualidad, según Santo Tomás, consiste en que, por una parte, cesan las acciones animales, como la nutrición, la generación, etc., y, por otra, el cuerpo sirve perfectamente al alma para todas sus operaciones. Suárez y otros piensan que en virtud de esta dote puede Él cuerpo estar simultáneamente con otro cuerpo en el   mismo lugar, penetrándolo, como Cristo se presentó a los Apóstoles cerradas, las puertas (Jo., 20, 19 y 26).
Estas dotes hemos de procurar que, en cierto modo, adornen nuestra resurrección espiritual, de tal suerte que en adelante seamos:

1) Impasibles e inmortales, es decir, que no volvamos a morir por el pecado ni nos dejemos impresionar de los afectos e inclinaciones torcidas que antes afectaban a nuestra alma, enfermándola, debilitándola y disponiéndola a la muerte.

2) La claridad hemos de procurarla por el buen ejemplo, que ilumine e ilustre a cuantos nos rodean y les pongan de manifiesto las virtudes de nuestra alma santificada.

3) La agilidad, en la prontitud en responder a las inspiraciones de Dios, a las órdenes de la obediencia, a los dictados de la caridad y aun a las manifestaciones del gusto de nuestros hermanos.
4) La sutileza en el   vencer los obstáculos que a nuestro paso se opongan y la espiritualidad en nuestro gusto por todo cuanto a la vida espiritual se refiera.

¡Reflexionemos sobre nosotros mismos para sacar algún provecho, procurando vivir vida nueva!

 
c) «Quinto, ad complementum nostrae salutis, quia sicut per hoc quod mala sustinuit humiliatus est moriendo, ut nos liberaret a malis; ita glorificatus est resurgendo, ut nos promoveret ad bona, secundum illud Rom., 4, 25: «Traditus est propter delicta nostra, et resurrexit propter iustificationem nostram.» Quinto, para complemento de nuestra salvación; porque así como sufrió males, se humilló muriendo para librarnos de los males, así fu glorificado, resucitado para proporcionarnos los bienes, conforme a aquello de los Rom., 4, 25, el cual fu entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.

Esta razón, dice el P. Suárez, 1. e., casi coincide con las dos anteriores, es decir, que Cristo resucitó para complemento de nuestra salud, no sólo para librarnos de los males, sino también para llenarnos de bienes. Porque aun cuando muriendo nos mereció ambas cosas, sin embargo, resucitando nos abrió el camino para lograr esto y nos mostró el ejemplar y término de nuestra exaltación.


3) Su excelencia. Fué la resurrección el gran triunfo de Jesucristo.

a) Triunfó de la muerte. Bien comprobada quedó y manifestada a todos la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Atroces tormentos, crucifixión, lanzada. Si no hubiera estado ya bien muerto lo hubiera matado el embalsamamiento, con cien libras (32,700 kilogramos) de una mixtura de mirra y áloes. Los mismos enemigos sellaron el sepulcro y se hicieron cargo de él. Resucitó: Jesús venció a la muerte; por eso el ángel decía a las Santas Mujeres: «Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Quid quaeritis viventem cum mortuis?» (Lc 24, 5). La muerte es consecuencia del pecado; por su muerte, Jesús borró el pecado y venció la muerte, quitándole su carácter de eternidad y haciéndola un estado de transición. «Mortem moriendo dextruxit et vitam resurgendo reparavit.» Muriendo destruyó la muerte, y resucitando restauró la vida. Entablaron admirable duelo la vida y la muerte, y sucedió que el Rey de la vida, muerto, reina vivo. Con El venceremos también de la muerte, que no será para nosotros sino cambio de una vida caduca por otra inmortal.


b) Triunfó de sus enemigos. Al parecer, salieron ellos con sus perversos intentos; le prendieron, le condenaron, y después de insultos incalificables, de tormentos dolorosísimos, de afrentas deshonrosas, lograron ponerle en cruz y darle muerte. Cantaron victoria, jactándose de ella, proclamando la impotencia de Jesús. Para más asegurar su triunfo, sellaron el sepulcro, lo rodearon de guardias escogidos por ellos mismos. Humanamente hablando, la historia de Jesús había acabado en el   sepulcro nuevo del jardín próximo al Calvario y terminaba con la victoria completa e incontestable de sus enemigos sobre aquel a quien calificaban de «impostor» (Mt., 27, 63). Los mismos amigos de Jesús lo hubieron de creer así, pues llenos de pavor se ocultaban, sin atreverse a aparecer en público.

¡Y al amanecer del domingo, Jesucristo resucita! Y las precauciones de sus enemigos, descartando toda posibilidad de fraude, hacen evidente la verdad de tan sublime hecho. El Señor deshizo como telas de araña las maquinaciones de sus enemigos. Ni los mismos enemigos de Cristo creyeron lo que propalaron, puesto que de creerlo les hubiera sido muy fácil proceder contra los discípulos, pues que era cosa castigada severísimamente por los romanos la violación de una sepultura. ¡Cuán gran Señor tenemos y cuán poco hemos de temer a nuestros enemigos, que lo más que pueden es matar nuestro cuerpo, nunca nuestra alma!

 
c) Triunfó de sus amigos. ¡ No creían en Él, y con qué tenacidad se resistieron a creer la resurrección de Jesús! Se la había anunciado claramente; tan claramente, que sus mismos enemigos decían a Pilato: «Seductor ille dixit, adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Ib.). Aquel seductor, cuando todavía vivía, dijo: Después de tres días resucitaré. Veían cumplido al pie de la letra cuanto de su Pasión les predijera, y, sin embargo, después del aviso de los ángeles por medio de las mujeres y del de Jesús mismo por María Magdalena... «non crediderunt (Mt., 16, 11); et visa sunt ante illos sicut deliramentum verba ista, et non crediderunt illis» (Lc 24, 11). Lo tuvieron como un desvarío y no las creyeron. Echáselo en cara el Señor, reprochándoles su incredulidad y dureza de corazón (Mc., 16, 14). ¿Y qué decir de un Santo Tomás? ¡Y Jesús, a fuerza de paciencia y prodigando bondad..., los venció! ¡Y cuán cumplidamente! Quedaron tan íntimamente convencidos, que fué el tema predilecto de su predicación apostólica la resurrección, y se llamaron con razón «testes resurrectionis», testigos de la resurrección (Act. Ap., 1, 21).

 

Punto 3.° SE APARECE A SU MADRE

 

Es esta contemplación una de las muestras del amor firmísimo de San Ignacio a la Santísima Virgen, y enséñanos en el  la un criterio aptísimo para ir creciendo en el   conocimiento y estima de esta celestial Señora; lo que de puramente bueno y excelente concedió a otros Santos, entiéndase que lo concedió también el Señor, y con ventaja a su Madre. Diríase que San Ignacio, al exponer los puntos de esta contemplación, se distrajo, pues siendo corno es tan exacto en el   indicar los puntos, aquí enuncia el primero y no pone segundo ni tercero. Má aún: lo que escribe es una nota o aclaración, pero no una exposición del misterio que se ha de meditar.


«1º. PRIMERO, APARECIÓ A LA VIRGEN MARÍA, LO CUAL AUNQUE NO SE DIGA EN LA ESCRITURA, SE TIENE POR DICHO EN DECIR QUE APARECIÓ A TANTOS OTROS; PORQUE LA ESCRITURA SUPONE QUE TENEMOS ENTENDIMIENTO, COMO ESTÁ ESCRITO: ¿TAMBIÉN VOSOTROS ESTÁIS SIN ENTENDIMIENTO?]»

 

1) Dos razones hay que ponen de manifiesto el que la Santísima Virgen fu favorecida con la primera aparición de su Hijo resucitado:

a) Es la primera el amor filial de Jesús para con ella. La amaba tanto cuanto no nos podemos imaginar; por consiguiente, en el   Corazón de Jesús hacía más fuerza este amor que el amor a todo el resto de los hombres. Si, pues, fué consolando como amigo a sus amigos, ¿cómo no había de consolar antes y más cumplidamente, como Hijo, a su Madre? Lo contrario sería inconcebible. El amor a su Madre hizo, sin duda, que Jesús acelerara tanto el instante de su resurrección que apenas pudiera decirse que quedaban cumplidas las profecías; cuando casi era de noche, en la madrugada del domingo, se alzó glorioso del sepulcro. 

Que se apareciera en primer lugar a su Santísima Madre, dice el P. Suárez que se ha de creer, sin duda, «absque dubio credendum» (in 3, q. 55, disp. 49, sect. 1, n. 2). Y Santa Teresa. «Relaciones», XV, 4.)
(2) «Mater Dei est: ergo quidquid ulli sanctorum concessum st privflegii hoc lila prae omnibus obtinet.» (Pío XI, Encici«Lux veritatis», 1931.) A. A. S., 1931, p. 513.


b) La segunda razón, no menos poderosa, es que nadie como la Santísima Virgen se había asociado a los dolores de la Pasión de Jesucristo; justo era, en consecuencia, que a todos fuera preferida en el   reparto del botín de la victoria. Ni es razón que pueda fundar la negación de este hecho el que los Evangelistas nada digan de él, pues que de tal criterio tendría que deducirse que jamás se dejó ver de su Madre en los cuarenta días que sobre la tierra permaneció hasta su subida a los cielos, porque ningún Evangelista menciona en el  los aparición ninguna a su Madre. ¡ Lo cual es una enormidad pensarlo, tratándose de un Hijo como Jesús y de una Madre que tanto sufriera por El!


2) La aparición. Terminada la sepultura de Jesús, bajó del Calvario María, llevándose acaso la corona de espinas, acompañada de San Juan y las piadosas mujeres, y se retiró al cenáculo.¡ Cuán lentas pasaron aquellas horas desde la tarde del viernes al amanecer del domingo! En oración altísima, llena de dolor, recordaba las escenas que había presenciado, las palabras últimas de su Hijo, la agonía; ¡le veía muerto en la cruz primero y después en sus brazos! ... Pero, llena de esperanza firmísima, recordaba también las palabras del mismo Salvador anunciando su resurrección al tercer día, y la esperanza la confortaba. ¡Pasó el sábado, y alboreaba la mañana del domingo, cuando, inundando su habitación de torrentes de luz ultraterrena, se presentó su Hijo!

Con santa unción escribe el devotísimo Padre Fr. Luis de Granada (o. e., 26, med. 3.a): «En medio de estos clamores y lágrimas resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo, y ofrécese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. No sale tan hermoso el lucero de la mañana, no resplandece tan claro el sol del mediodía, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor; al que vio penar entre ladrones, véle acompañada de ángeles y Santos; al que la recomendaba desde la cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro; al que tuvo muerto en sus brazos, véle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja; abrázale y pídele que no se le vaya; entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar.. .» «Verdaderamente, tan grande fué esta alegría, que no pudiera su corazón sufrir la fuerza de ella si por especial milagro de Dios no fuera para ello confortada. ¡ Oh Virgen bienaventurada, bástate sólo este bien! ¡Bástate que tu Hijo sea vivo y que le tengas delante, y le veas antes que mueras, para que no tengas más que desear! ¡Oh Señor, y cómo sabes consolar a los que padecen por Ti! No parece ya grande aquella primera pena en comparación de esta alegría. Si así has de consolar a los que por Ti padecen, bienaventuradas y dichosas sus pasiones pues así han de ser remuneradas.»

«María contempla, escribe el P. Huonder, (La mañana de la glorificación, p. 99) con sus limpios y expresivos ojos a su Hijo y no se cansa de mirarle más y más, apacentando su espíritu en aquella hermosura»glorificada, en aquella persona augusta, regiamente noble, pulcra, virginal, juvenil, hermosa, vestida de un ropaje celestial de resplandeciente y nívea blancura que le cae airosamente en suaves y finos pliegues. La cabeza, que en la cruz estaba tan fatigada y hundida en el   pecho, ahora se alza con majestad y gracia. El cabello, allá desmadejado, lleno de sangre cuajada y descompuesto, ahora, ordenado en sedosas guedejas, ciñe su rostro, de hermosura in»comparable, y pende graciosamente por las espaldas. Su frente, sombreada de espinas, ahora resplandece limpia y hermosa, bañada por el sol de la divina claridad y luz indeficiente. Sus ojos, quebrados y eclipsados por la muerte, brillan ahora y lucen como el mismo cielo, rebosantes de dicha y felicidad. Sus manos, taladradas por los clavos, caídas y sin vida cuando al pie de la cruz yacía El en los brazos maternales, ahora, rutilantes de celestial belleza, las tiene cogidas y enlazadas con las de su Madre, tierna y amorosamente. Sólo ha quedado una señal de los tormentos pasados: ¡ las cinco llagas! Pero con su color de púrpura resplandecen a manera de rosas en sus manos y pies, y de encendido rubí en su costado.»


3) Puédese también considerar que acompañaron en esta ocasión, cual lucidísimo cortejo, a Jesús las almas todas de los justos por Él sacados del limbo. ¡Y cómo se gozaban al contemplar a aquella Santísima Señora, su Reina, de la que muchas habían escrito tan delicados y sublimes conceptos! A la que tantas de aquellas preclaras mujeres del Antiguo Testamento habían prefigurado como esbozos, en los que el Señor se gozaba en preludiar lo que en María había de realizar plena y cumplidamente. Judit, Ester, Rebeca, Abigail, Susana, Lía, Débora, etc.; la una excelente por su pureza, las otras por su fortaleza, por su fecundidad, por su hermosura, por su prudencia, por su mansedumbre..., pálidos bosquejos de las sobrehumanas excelencias de María.

¡Cómo la admirarían reverentes y entonarían en su loor himnos de júbilo y ponderación! A ella, con toda verdad, debía aplicársele lo que a Judit dijeron los sacerdotes y el pueblo, agradecidos y entusiasmados de la obra que esforzada por Dios realizara: «Tu gloria Ierusalem, tu laetitia Israel, tu honorificentia populi nostri» (Jud., 15, 10). Tú, la gloria do Jerusalén; tú, la alegría cíe Israel; tú, el ornamento de nuestro pueblo.


¿Estaría allí San José? ¿No sería uno de aquellos santos cuyos cuerpos habían resucitado? ¡ Y cómo se gozarían los Santos Esposos con su Hijo! ¡ La Trinidad terrestre! Los santos moradores de Nazaret! ¡Cuán bien practica Jesús el oficio de consolar que trae!

Meditemos y  asociémonos a tanta dicha de nuestro Capitán y de nuestra Madre; felicitémosles y entonemos a María el «Regina caeli laetare!» ¡Alégrate, Reino del cielo! Aprendamos el camino de llegar al triunfo y animémonos a cualquier sacrificio en vista del premio que nos merece. «Non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitur in nobis», (Rom., 8, 18). A la verdad, yo estoy persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros.

Terminemos con un coloquio a la Santísima Virgen, dándole el parabién de tanta dicha y pidiéndole nos haga partícipes de ella. Otro a Jesucristo felicitándole del gloriosísimo triunfo de la resurrección y del gozo inefable que hubo de experimentar en la visita a su Madre, gozándonos de tanta gloria y gozo y pidiéndole no se olvide de nosotros, pobrecillos!


NOTA.—No es fácil de establecer el orden de las apariciones del Señor el día de la Resurrección y el número de ellas durante los cuarenta días que corrieron de la Resurrección a la Ascensión. El orden más comúnmente señalado por los exegetas y escritores de la Vida de Jesucristo es: 1.a, a la Santísima Virgen; 2., a María Magdalena; 3a, a las Santas Mujeres; 4., a Pedro; 5a, a los de Emaús; 6.a, a los Apóstoles reunidos en el   Cenáculo... No faltan quienes opinan que fue la segunda aparición la de San Pedro.

En cuanto al número, los Hechos de los Apóstoles parecen indicar (At. Ap., 1, 3) «per dies quadraginta apparens eis», apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, dándoles muchas pruebas de que vivía, que fueron frecuentes las apariciones; el Padre Prat enumera diez, aunque hace una de las apariciones a María Magdalena y a las Santas Mujeres, y no enumera la de la Santísima Virgen. San Ignacio pone trece; de ellas, la doce, a José de Arimatea, «COMO PIAMENTE SE

 

 

 

 

50ª  MEDITACIÓN

 

DE LA SEGUNDA APARICIÒN: A LAS SANTAS MUJERES

 

Preámbulo La historia será aquí cómo el primer día de la semana, muy temprano, las Santas Mujeres fueron al sepulcro, con los perfumes que habían preparado, habiendo salido ya el sol (Lc 24, 1). E iban diciendo entre sí: ¿Y quién nos va a remover la losa de la entrada del sepulcro? Pero al verlo observaron que la losa había sido removida y estaba a un lado, y habiendo entrado en el   sepulcro, no hallaron el cuerpo de Jesús, que había resucitado al amanecer; pero vieron a un joven sentado a la derecha, con un vestido blanco, que les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado; ¿para qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucitado; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo, cuando estaba en Galilea, acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores, y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis,       como ya os lo  dicho.»

        María estaba junto al sepulcro, a la parte de afuera, llorando, y cuando se inclinase hacia el sepulcro, vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno a la cabecera y el otro a los pies, en el   lugar en que había estado colocado el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron : «Mujer, ¿por qué lloras?» Y ella contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto», y al decir esto miró hacia atrás y vio a Jesús, que estaba allí, pero no supo que era Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Ella, pensando que era el guarda del jardín, le dijo: Señor, si lo has llevado tú, dime dónde lo pusiste y yo lo iré a coger. Jesús le dijo: ¡María!, y ella, volviéndose: «raboni!», que quiere decir ¡Maestro mío!, y se echó a sus pies y se abrazó a ellos. Jesús le dijo: Déjame, porque todavía no he subido al Padre. Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre; a mi Dios y vuestro Dios. Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciendo: He visto al Señor y me ha dicho esto y esto.

 

Petición. SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

 

Punto 1.° VAN MUY DE MAÑANA MARÍA MAGDALENA, JACOBE y SALOMÉ AL MONUMENTO, DICIENDO: ¿QUIÉN NOS ALZARÁ LA PIEDRA DE LA PUERTA DEL MONUMENTO?]

1) Cuando el viernes, José de Arimatea y Nicodemus ungieron el cuerpo del Señor para sepultarlo, dice el sagrado texto que las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, observaron el sepulcro y la manera con que había sido depositado el cuerpo de Jesús. Y al volverse hicieron provisión de aromas y bálsamos...» (J.c., 2J, 55-56). Amaban a Jesús y todo les parecía poco para honrar le; querían por eso obsequiarle con algo suyo. Eran, además, fieles cumplidoras de la ley, y por eso nada hicieron el sábado, día de gran fiesta y completo reposo.

        Habían seguido a Jesus en su predicación por Galilea y habían acudido a su servicio, proveyéndole de lo necesario como nos lo indican San Mateo (2, 55) y San Marcos (15, II): algunas de ellas tenían sus hijos en el   apostolado y estaban emparentadas con María Santísima o unidas a ella por la amistad. Amaban mucho a Jesús y le estimaban en gran manera; su fe era escasa, pero su buena voluntad, grande, y por ello merecieron recompensa.


2) Amanecía apenas y ya ellas iban camino del sepulcro; hablaban de lo que llenaba sus corazones, y llevaban ya un rato de camino cuando se les ocurrió una dificultad: eran todas débiles mujeres y la piedra que cerraba la entrada del sepulcro pesada y difícil de remover. Sin embargo, no se volvieron atrás. Sin duda que al Señor fue muy grata la solicitud de estas buenas mujeres, aunque fuera todavía su amor tan imperfecto y su fe tan corta.


3) Reflexionemos  para sacar algún provecho, y lo será no pequeño el decidirnos a hacer lo que en nuestra mano está, confiados de que el Señor hará el resto y removerá la piedra que estorba quizá la realización de nuestros santos designios; procuremos merecerlo con buenas obras y amor a Jesucristo.


Punto 2.° SEGUNDO: VEN LA PIEDRA ALZADA Y AL ÁNGEL QUE DICE: A JESÚS NAZARENO BUSCÁIS; YA ES RESUCITADO; NO ESTÁ AQUÍ.

 
1) Quizá cuando iban camino del sepulcro, sucedió lo que narra San Mateo (Mt., 28, 2 y sigs.): «A este tiempo se sintió un gran terremoto...» No se asustaron las Santas Mujeres, sino que prosiguieron su camino; al llegar vieron con sorpresa que la gran piedra estaba removida y el sepulcro abierto. Y se encontraron con el Ángel, que dirigiéndose a ellas, les dijo: No queráis temer; ¿buscáis a Jesús Nazareno, crucificado? Ya ha resucitado; no está aquí; venid y ved el lugar donde lo habían puesto (Mc., 16, 6). Propio es del ángel bueno punzar y morder las conciencias a los malos y, por el contrario, «DAR ÁNIMO Y FUERZAS, CONSOLACIONES, LÁGRIMAS, INSPIRACIONES Y QUIETUD, FACILITANDO Y QUITANDO TODOS IMPEDIMENTOS, PARÁ QUE EN EL   BIEN OBRAR PROCEDA ADELANTE» a los buenos. Así se hubo este úngel, aterrorizando y derribando por tierra a los guardas del sepulcro, y alentando a las piadosas mujeres, y al mismo tiempo preparándolas a la visita del Señor. Jesús no quiso aparecérseles porque su fe era muy imperfecta, pero hizo que el ángel las invitase a ver por sus mismos ojos señales que, naturalmente, las prepararon a creer: «Venid y ved el lugar donde le habían puesto. Recordad lo que os dijo estando todavía en Galilea: conviene que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y crucificado, y que al tercer día resucite. Ellas, en efecto, se acordaron de las palabras de Jesús» (Lc 24, -7). Sin duda que con tal vista y tal recuerdo se dispusieron para recibir la visita, de Jesús.


2) Hace aquí notar el P. La Puente (p. 5, m. 3) «el nuevo renombre que el ángel da a Cristo Nuestro Señor llamándole Jesús Nazareno crucificado, como quien sabía la condición de nuestro buen Jesús, que es preciarse de sus desprecios y honrarse de haber sido crucificado por nosotros. ¡Oh dulce Jesús Nazareno y crucificado, porque en la cruz brotaste las flores de tus virtudes y los frutos de nuestra santificación, de las cuales gozas en tu gloriosa resurrección!      ¡Oh quién te buscase con tanto fervor que no se preciase de saber otra cosa que a Cristo y ese crucificado! (1 Cor., 2, 2). ¡Oh ángel benditísimo, venid en mi ayuda, fortalecedme con estas flores, fortificadme con estos frutos, porque estoy enfermo de amor (Cant., 2, 5), deseando ver a Jesús Nazareno, que fue por mí crucificado! »


3) Reflexionemos sobre nosotros mismos y pensemos que no pocas veces nos hace indignos de la visita del Señor nuestra escasa fe. ¡Qué pena que seamos tan tardos en creer, tan fríos en amar, tan tibios en obrar, que nos afecten y muevan tanto las cosas terrenas y temporales y tan poco las celestiales y eternas! Por eso sucede que nos interesan mucho los asuntos y negocios materiales y estudiamos con afán y entendemos con facilidad las empresas terrenas; y, en cambio, diríase que son para nosotros cosas de escaso interés las que se refieren a la vida eterna y ciencias abstrusas, de poco menos que imposible adquisición las del espíritu. Qué pena que sepan tan poco de Cristo no sólo los analfabetos, sino aun los que se llaman sabios y alardean de maestros! ¡Qué poca solicitud mostramos por honrar a Jesucristo! ¡Por eso no merecemos la visita y consolación de Dios¡ Animémonos, si queremos merecerla, a trabajar lo que podamos.

 

Punto 3° APARECIÓ A MARÍA, LA CUAL SE QUEDÓ CERCA DEL SEPULCRO DESPUÉS DE IDAS LAS OTRAS.

1) San Juan describe de manera admirable, y diríase que como si la hubiera presenciado, la aparición de Jesús a María Magdalena en su capítulo 20. El domingo, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, fu María Magdalena al sepulcro; iba con las otras Santas Mujeres. Al llegar «vio quitada del sepulcro la piedra. No juzgó que pudiera haber resucitado Jesús, y, sorprendida, pensando que habían violado el sepulcro y robado el cuerpo del Señor, echó a correr y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Los dos Apóstoles, queriendo cerciorarse del hecho, encamináronse al sepulcro.

María Magdalena volvió también, y cuando se retiraron otra vez a casa los discípulos, quedó ella cerca del monumento llorando. Con lágrimas, pues, en los ojos se inclinó a mirar el sepulcro. Y vio a dos ángeles vestidos de blanco sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Dijéronle ellos: Mujer, ¿por qué lloras? Respondióles: Porque se han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Dicho esto, volviéndose hacia atrás, vio a Jesús en pie, amas no conocía que fuese Jesús. Dícele Jesús: «Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, su poniendo que sería el hortelano, le dice: Señor, si tú le has quitado, dime dónde le pusiste y yo me lo llevaré.

¡Verdaderamente que no sabía lo que se decía; su amor la hacía delirar; llama señor al hortelano, supone que es quien se ha llevado el cuerpo de Jesús y piensa que bastará su petición para moverle a entregar lo que había hurtado! Su fe era nula, pero su amor muy grande, y conmovió al Corazón de Jesús. Dícele Jesús: ¡María!»; se lo dijo, sin duda, con aquel tono de voz que tantas veces escuchara en Betania, y sonó en sus oídos como un toque de gloria que la cambió súbitamente del más desconsolado dolor a la más deliciosa alegría. Volvióse ella y le dijo: « ¡Maestro mío!», y, arrojándose a sus pies, se abrazó a ellos y los besó con efusión de inefable júbilo, ¡y no quería desasirse de aquellos pies divinos, pensando que se le iba Jesús y no volvería a verle! Dícele Jesús: Cesa de tocarme, porque no he subido todavía a mi Padre; mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» El texto de la Vulgata traduce: «no quieras tocarme»; pero el significado del original es más bien: «deja de abrazar mis pies ahora, pues tendrás aún ocasión de hacerlo otras veces, que todavía no ha llegado la hora de irme al cielo.» Y, efectivamente, poco después se le aparece a ella y a las demás piadosas mujeres, que, acercándose, besaron sus pies y le adoraron (Mt., 28, 9). «Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciéndoles: He visto al Señor y me ha encargado que os diga esto.»

 

2) Meditemos: Que mucho tenemos que aprender de esta santa mujer. ¡Qué fervor, qué solicitud, qué constancia, qué amor, sobre todo, qué amor, que con nada se quietaba sino con el mismo Jesús; imitémosla y mereceremos ser consolados, escuchando en el fondo de nuestras almas la voz suavísima de nuestro Maestro! Es también digna de consideración la ternura del encargo para los Apóstoles; les llama sus hermanos; ¡no se muestra ofendido con ellos a pesar de la cobardía con que le habían abandonado y de la poca fe, que les mantenía obstinadanente incrédulos! Así es de bueno nuestro Señor y tan fácilmente olvida nuestras infidelidades. ¡Confiemos!

Coloquio—Pidiendo al Señor que nos llene de la santa alegría que infundió en el alma de la Magdalena, para llenarnos al mismo tiempo de vigor y aliento para cumplir con fidelidad invencible los juramentos y promesas que le tenemos hecho.

 

51ª  MEDITACIÓN

 

APARICIÓN A LAS SANTAS MUJERES

 

Preámbulo. La historia la cuenta San Mateo, c. 28. Recibido por las piadosas mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas, el encargo de los ángeles de comunicar a los discípulos la resurrección del Señor, ellas salieron al instante del sepulcro con miedo y con gozo grande, y fueron corriendo a dar la nueva a los discípulos. Cuando he aquí que Jesús les sale al encuentro, diciendo: ¡ Dios os guarde!, y acercándose ellas, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dice: No temáis; íd, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea, que allí me verán.»


Composición de lugar. Ver a las Santas Mujeres saliendo del Cenáculo aún de noche, cuando se iniciaba el alba, llevando abundantes aromas con que ungir a Jesús. El camino, atravesando la ciudad, el jardín o huerto y el sepulcro.

 

Petición. PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

 

1) Llegadas las Santas Mujeres al sepulcro, lo hallaron abierto, y, penetrando en él, se encontraron con un joven «sentado a la derecha, con un vestido blanco; llenándose ellas de miedo y estando con el rostro inclinado hacia el suelo, él les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús Nazareno el crucificado; ¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucita»do; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis, como ya os ha dicho. Ellas se acordaron de aquellas palabras y salieron del sepulcro huyendo, porque estaban fuera de sí, presas de pavor, y no hablaban con nadie por la impresión que tenían, y con gran temor y alegría fueron a llevar la noticia»a los discípulos» (Carlos Silva Castro, Historia evan- gélica de Jesús, e. X, 229).


2) Hace notar San Ignacio, con palabras de Sán Mateo, 28, 8, «que las Marías salieron con temor y gozo grande». Causóles sin duda no pequeño temor el hallar el sepulcro vacío, su puerta abierta, un joven vestido de blanco pero, en cambio, llenólas de gozo el anuncio de la resurrección de Jesucristo. El P. La Puente (parte 5, med. 3, p. 4) escribe que el ángel causó «grande temór en malos y buenos, aunque en diferente manera, porque a los soldados, como malos, postró en tierra, dejándolos sin sentido, para que no gozasen de tanto bien; pero a las devotas mujeres consoló, diciéndoles: ¡ No queráis temer vosotras! Como quien dice: estos guardas temían, porque son malos; vosotras no temáis ni os acongojéis, porque vengo a daros buenas nuevas de la resurrección del Señor a quien buscáis». Ese es el oficio de los buenos ángeles consolar y tranquilizar a las almas buenas, que buscan con sincero amor a Jesús.


3) La consolación no fu desde el principio plena; quizá porque la fe de estas mujeres era muy imperfecta y las hacía menos dignas de recibir la visita de Jesucristo. Por eso Jesús, antes de mostrárseles para agradecerles la solicitud con que habían patentizado su cariño, las preparó para la visita del Ángel, quien les refrescó el recuerdo de la predicación de Jesús, que tantas veces les había predicho lo que acababa de suceder. Ellas, instruidas por el Ángel, «se acordaron» de las palabras del Señor, y, excitada así su fe adormecida, se dispusieron para recibir con fruto la visita de Jesús resucitado.

4) Aprendamos a preparar nuestra alma a las visitas y comunicaciones del Señor por la fe; si la tuviéramos viva, ¡cuán otras serían nuestras relaciones con el Señor, quizá no poco rutinarias y formularias, porque nuestra fe languidece! ¡Si creyéramos!, ¡si viviéramos vida de fe! en nuestro trato con Dios por la oración; en nuestro trato con Jesús en la Eucaristía, cuán fervorosa sería nuestra meditación, cuán gustosas y frecuentes nuestras visitas al Santísimo, cuán fructuosas y regaladas nuestras Comuniones! ¡Cómo el Señor se nos comunicaría! Procurémoslo recordando lo que nos tiene dicho en la Sagrada Escritura, recibiendo como palabras de Ángeles las de nuestros Directores espirituales, pidiendo aumento de f e, viviendo de ella.

Consideremos también la solicitud con que las devotas mujeres ejecutaron la orden del Angel y se dispusieron a comunicar sus palabras a los Apóstoles, anunciándoles la resurrección. Demostrando en ello su docilidad y buena voluntad y disponiéndose a recibir el don de Dios.


Punto 2.° CRIST0 NUESTRO SEÑOR SE LES APARECIÓ EN  EL CAMINO, DICIÉNDOLES: DIOS OS SALVE Y ELLAS LLEGARON Y PUSIERONSE A SUS PIES Y ADORÁRONLO.


Cuan bueno es el Señor para con los suyos y qué generosidad paga lo que por El se hace. Cierto que estas devotas mujeres habían mostrado con obras su buen deseo de honrar a Jesús; le amaban, y el amor las excitaba a hacer cuanto podían por su Maestro. Y Jesús se lo agradecía: «Y es, dice el P. La Puente (1. c., m. 5, p. 1), motivo de gran consuelo ver la bondad de Cristo Nuestro Señor, por la cual no repara en nuestras imperfecciones, cuando con sana y fervorosa intención deseamos agradarle, como sucedió a estas mujeres, las cuales, con falta de fe fueron a ungirle, pero con entrañable deseo de servirle; y, mirando a esta intención, quiere consolarlas. Oh, qué contentas y alegres quedaron con su visita, y por cuán bien empleados dieron los trabajos pasados!»

Si como ellas somos solícitos en el   servicio del Señor, pronto sentiremos los benéficos y consoladores efectos de su bondad; pero no tenemos derecho a esperar los regalos de la divina consolación si somos tibios y negligentes en el   divino servicio, que regalos son ésos que Él reserva para los diligentes.


2) ¿Cómo se les apareció? «No se les presenta luego junto al sepulcro, porque estaban todavía muy turbadas y poco dispuestas para verle, y así las dispone con aparición de ángeles. Reciben entonces la noticia de que Jesús vive; en el   camino hablan, llenas de gozo y confianza, de lo que les ha pasado en el   sepulcro, recuerdan las predicaciones del Maestro acerca de su resurrección y confían que pronto lo van a ver» (Huonder, 5. J., «La mañana de la glorificación», n. 45).

Y, efectivamente, Jesús les sale al encuentro diciendo Avete! ¡Dios os guarde! Y las tranquiliza y llena de paz, añadiendo: «¡ No temáis!» ¡Cuán lleno de majestad y hermosura se les presentó el Señor! ¿Qué pasaría en sus almas? Se vieron sin duda inundadas de gozo purísimo y de paz ultraterrena: que las palabras de Jesús no eran de estéril, aunque buen deseo, sino de real eficacia y obradoras de lo que significaban, quedaron, pues, llenas de Dios y de santa paz. ¡Por cuán bien pagados darían todas sus afanes y solicitudes pasadas en el   servicio de Jesús! Pensaban ungir con aromas y bálsamos materiales el cuerpo de su Maestro y Él unge sus almas con esencias celestiales que las llenan de alegre devoción y las dejan embalsamadas con su gracia. ¡Oh, si el Señor la derramara abundantemente en nuestras almas! ¡Pidámoselo!


3) Animadas con tan cariñoso saludo y llenas de impetuoso fervor y encendido afecto, se arrojaron a los pies de Jesús, y, abrazándolos con amor, los besaron respetuosamente, y con gran devoción le adoraron. Jesús, complacido, les dejó hacer y recibió con muestras de gratitud el amoroso homenaje. Con palabras nada respondieron al saludo de Jesús, pero bien manifestaron con sus obras su agradecimiento y su cumplida correspondencia. ¡Qué efectos tan divinos va causando con su presencia en las almas queridas nuestro Redentor resucitado, y cómo va repartiendo el botín de la victoria entre los fieles soldados que le siguieron en la pena! Trae, en verdad, oficio de consolador y lo practica de la manera más delicada y perfecta. Consolada quedó su Madre Santísima; María Magdalena lo fue con una sola palabra, y las Santas Mujeres quedaron plenamente satisfechas y rebosantes de júbilo. ¡A los pies de Jesús es donde se encuentra la verdadera dicha; ¿La encuentro yo? ¿En la comunión, en el   sagrario? ¿Por qué no? ¡Será que sólo se arrodilla mi cuerpo y permanece erguida mi alma por mi poca fe, por mi tibio amor, por mi gran soberbia! ¡ No sea así; si yo sé postrarme a los pies de Jesús y adorarle, allí hallaré la paz!


Punto 3.°—JESÚS LES DICE: NO TEMÁIS; ID Y DECID A MIS HERMANOS QUE VAYAN A GALILEA, PORQUE ALLÍ ME VERÁN.

 
1) Dulces palabras las de Jesús, que haciendo su oficio de «consolador» alienta a las mujeres con el suavísimo «¡No temáis!» ¡ Cómo confortaría sus almas conturbadas! Acertadamente nota el P. Huonder «La mañana de la glorificación», p. 139, c: «Siempre había el Maestro alentado antes a la confianza y ahora procura de antemano, con especial empeño, alejar cualquier miedo y timidez que pudiera provenir de su inopinada aparición. Que por esto repite tantas veces su amable: Nolite timere. Esta palabra, que es el tono fundamental de la ascética verdadera y suave, trae, pues, su origen del Salvador mismo. Aun hoy día muchas veces en las piadosas mujeres falta el espíritu de la confianza, en cuyo lugar se ha introducido una gran propensión a oprimir el alma con angustias, temores y escrúpulos. La culpa suelen tenerla los confesores y directores de almas, que usan muy escasamente al afable Avete y el benigno y alentador Nolite timere.»

Es tan fundamental en la vida espiritual echar del corazón el infundado miedo y asentarlo en la filial confianza con Dios, que sin este previo paso no se puede dar otro que nos haga avanzar de veras en el   camino de la santidad. Cuán hermosamente lo sintió y lo expresó Santa Teresa del Niño Jesús! Pidamos, pues, al Señor que nos diga «Nolite timere» y reflexionando veamos si hasta ahora queda en nuestro corazón clavada esa espina tan punzante de la desconfianza; si así es, trabajemos por arráncarla y aprendamos a decir el «Padrenuestro» algo más que con los labios. A un padre únicamente le puede temer un hijo díscolo que no quiere entregarse a los llamamientos de su amor. 
2) Dióles después una encomienda para los Apóstoles, y también en el  la resplandece la bondad de corazón de nuestro Divino Maestro. ¡Llama sus «hermanos» a los que tan mal se habían portado con Él! Todo lo olvida; sólo desea que le amemos corno a hermano. Sólo quiere consolarnos y prepararnos iara que gocemos de Él en paz.

Considera el P. La Puente (p. - 5, med. 5, p. 3) que de esta orden de Jesús «la causa fue porque aquel lugar de Judea estaba muy inquieto y turbado y ellos estaban allí llenos de turbación y miedo Y así, para que gozasen de su presencia más a su gusto, les mandó ir a Galilea, donde habría más quietud. Dándonos a entender que, aunque de paso, nos visita Dios en medio de los tráfagos y turbaciones del mundo ; pero gusta que busquemos lugar quieto donde podamos verle despacio y conversar con Él en la oración y contemplación.»

 Tengámoslo en cuenta y no busquemos en otras causas la razón de la poca comunicación que con nuestras almas tiene el Señor. Es difícil, si no imposible, hallarlo en medio del bullicio de las gentes, descuidando el recogimiento exterior e interior, disposición la más eficaz para hallar en paz a Dios. Procuremos con empeño el retiro, compatible con las ocupaciones que la obediencia nos encomienda, y estemos seguros que allí veremos a Jesucristo, como les acaeció a los Apóstoles en Galilea. Y por lograrlo bien se puede hacer cualquier sacrificio.

 

 

 

 

 

52ª MEDITACIÓN

 

DE LA CUARTA APARICIÓN A SAN PEDRO.

 

Preámbulo. La historia de la aparición a San Pedro; los Evangelistas no dan detalle ninguno que permita situarla definitivamente; para San Ignacio ocurrió cuando, avisados por las mujeres los Apóstoles de que el sepulcro estaba vacío, corrieron a él San Pedro y San Juan; llegó el primero Juan, pero no penetró, sino aguardó a que entrara Pedro. Y, pensando San Pedro en estas cosas, las que veía en el sepulcro, se le apareció Cristo, y por eso los Apóstoles decían: 2.° Preámbulo.—Composición viendo el lugar, será aquí ver el sepulcro donde Él Señor fuera «Verdaderamente, el Señor ha resucitado y aparecido a Simón.»

Punto 1.° OÍDO DE LAS MUJERES QUE CRISTO ERA RESUCITADO, FUÉ DE PRESTO SAN PEDRO AL MONUMENTO.


Narra el Evangelista San Juan, en el   cap. 20, y. 2 y siguientes, que cuando María Magdalena «vio quitada del sepulcro la piedra, echó a correr, y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Con esta nueva salió Pedro y el dicho discípulo y encamináronse al sepulcro. Corrían ambos a la »par, mas este otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Y habiéndose inclinado, vio los lienzos en el   suelo, pero no entró.»

1) Los demás Apóstoles, al oír el aviso de las mujeres, lo tuvieron como desvarío y sueños, y no lo creyeron. «Et visa sunt ante illos, sicut deliramentum verba ista» (Lc 24, 11). No así San Pedro y San Juan, sino que al instante se decidieron a poner los medios que en su mano estaban para cerciorarse de la veracidad de lo que María Magdalena les anunciaba. Prudentísimo proceder, que debemos imitar en casos análogos, evitando dos extremos igualmente peligrosos e irracionales: el ser nimiamente crédulos de afirmaciones extraordinarias de favores espirituales y el ser cerradamente incrédulos, rechazando obstinadamente cuanto en esta materia se nos diga.


2) Salieron corriendo: tal era el deseo que sentían de enterarse por sí de lo ocurrido; amaban mucho a Jesús, y el amor les ponía alas. San Juan, como más joven y ágil, llegó el primero. Si estaban, como se cree, en el   Cenáculo, un cuarto de hora les bastaría para llegar al sepulcro de Jesús. Llegado Juan el primero, habiéndose inclinado, con natural curiosidad vio los lienzos en el   suelo, pero no entró por deferencia a su compañero, cuya dignidad respetaba, a pesar de saber su caída. Lección práctica de respeto al superior, en quien nos hemos de acostumbrar a ver, no al hombre sujeto a errores y miserias, Sino a Dios Nuestro Señor, de quien recibe la autoridad, al que representa y a quien en el  obedecemos.

 

3) El P. La Puente (p. 5., m. 6, p. 2) nos hace considerar en estos dos discípulos «figuradas las virtudes principales con que hemos de buscar a Cristo Nuestro Señor, que son fe y caridad; la fe descubre las verdades y entra, como San Pedro, primero en el   sepulcro, y luego entra el amor, come entró San Juan, y con esta entrada se aumenta y fortifica la fe y se perfecciona el conocimiento de ella. Y también son figuradas las dos vidas, la activa y contemplativa, que nos llevan a Cristo; la activa entra primero, disponiendo, y luego la contemplativa, poseyendo y gozando. ¡Oh amantísimo Jesús, esclarece mi fe y enciende mi caridad para que, pospuesto todo temor humano, te busque y encuentre adondequiera que pueda hallarte ¡ Perfeccióname con los ejercicios de la vida activa en todo género de virtud, para que suba a los ejercicios de la vida contemplativa, y por medio, de ellos entre en lo escondido de tu rostro (Salm. 30, 21) para verte y gozar de la belleza y hermosura que tienes en tu gloria».

Punto 2.° ENTRANDO EN EL   MONUMENTO VIÓ SOLOS LOS PAÑOS CON QUE FIJÉ CUBIERTO EL CUERPO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR Y NO OTRA COSA.


1) Entró San Pedro en el   sepulcro y vio los lienzos que envolvieron el cuerpo del Señor, y separado y plegado el sudario que cubriera su cabeza. A los Apóstoles no se les apareció ningún Ángel; no lo necesitaban, pues les bastaba el aviso de las mujeres y su propio discurso para convencerse de que el cuerpo de Jesucristo no había sido robado. ¿Cómo pensar que se entretuvieran los ladrones en plegar tan cuidadosamente los lienzos y. el sudario? De robarlo, natural parecía que lo llevasen tal como estaba, si eran amigos, y si enemigos, que se cuidaran muy poco de plegar los lienzos. ¿Creyeron San Pedro y San Juan? Así parece…

 
2) El discípulo amado escribe: «Entonces el otro discípulo, que había llegado primero al. sepulcro, entró también y vio y creyó. Porque aún no había entendido lo de la Escritura que Jesús debía resu citar de entre los muertos». ¿Qué es lo que creyó? Según San Agustín, «credidit quod dixerat mulier, eum de monumento, esse sublatum», creyó lo que había dicho la mujer, que había sido llevado del monumento; pero más probable es que creyó en la resurrección de Jesucristo. Porque la palabra «creyó, puesta sin aditamento en este Evangelio, se acostumbra a poner indicando la fe en algún misterio revelado y se usa así otras dos veces en este mismo capítulo (vv. 25 y 29). Además de que si quería indicar únicamente que creyó en que había sido robado el cuerpo, no había para qué añadir tantas cosas, como que los lienzos estaban en el   suelo y el sudario plegado aparte, que él mismo entró y vió todo esto, y entonces creyó. Sin duda que quiso indicar que por lo que vió creyó en la resurrección de Jesucristo (c. Ceuleman).


3) ¿Se apareció Jesús a San Juan? No faltan autores que lo afirman, y si la devoción nos mueve a ello, podemos considerarlo. Cierto es que Jesús ama- ha con predilección a Juan, y bien se lo mostró permitiéndole reclinarse en su pecho en las horas tristes de la última cena, y entregándole, como en sagrado y preciosísimo depósito, a su misma Madre, para que con ella hiciera oficios de buen hijo.

 
Punto 3. PENSANDO SAN PEDRO EN ESTAS COSAS SE LE APARECIÓ CRISTO, Y POR ESO LOS AIÓSTOLES DECÍAN: «VERDADERAMENTE EL SEÑOR HA RESUCITADO Y APARECIDO A PEDRO».

 
1) San Lucas (c. 24, y. 12) escribe: «San Pedro, no obstante, fue corriendo al sepulcro y asomándose a él vio la, mortaja sola allí en el   suelo y se volvió, admirando para consigo el Suceso.» ¿Qué pensaría el buen Apóstol? Con qué dulce ansiedad fomentaría la idea de que Jesús, aquel Jesús tan bueno para él, y a quien tan villanamente había negado, viviera otra vez; y soñaba.., como el hijo pródigo, en lo que debía decirle cuando de nuevo le viera. El recuerdo de su bondad y el de las dulces palabras de alentadora esperanza, que de labios de María Santísima había escuchado, le llenaban el corazón de confianza vivificante.

¡Si fuera verdad! ¡ Si pudiera volver a ver vivo al que tanto le amó! ¡Si pudiera arrodillarse y llorar a sus pies! ¡ Si de sus labios recibiera la seguridad del perdón! Con tales sentimientos entró en la cámara sepulcral. Vedie besar con amor el sudario plegado e inundar con sus lágrimas la piedra del sepulcro vacío.


2) Y de pronto se le apareció Jesús. La devoción ha de inspirarnos para reconstruir la escena del encuentro de Jesús, resucitado, con Pedro, arrepentido. ¿No sería la del encuentro del hijo pródigo con su padre? Echaríase Pedro a sus pies, inundado en lágrimas amargas, sí, pero al mismo tiempo dulcísimas, confesando su culpa y demandando perdón; y Jesús, que veía el fondo de aquel corazón tan sinceramente contrito y tan enteramente enamorado, le diría lo que tantas veces repitió: ¡Confide!, confía; noli timere!, ¡no temas!, ¡mi paz llene tu alma! Y sentiría Pedro una vez más cuán bueno es Jesús para los que le aman; cuán piadoso para los que le buscan; cuán dulce para los que le hallan y gozan de su amor y de su presencia.

De los pies de Jesús o de sus brazos se apartó Pedro confortado y dispuesto a confirmar en su fe vacilante a sus compañeros de apostolado. Y lo logró, pues cuando de retorno en el   cenáculo, los discípulos de Emaús narraban la aparición del Maestro, los Apóstoles les dijeron: «¡Sí, lo sabemos: ha resuci»tado y se ha aparecido a Simón Pedro!»


3) Reflexionemos y aprendamos una vez más lo bueno que es Jesús para quienes, arrepentidos, le buscan, aun después de los mayores extravíos; y llenémonos de dulce esperanza y. procuremos inspirársela a los pobres pecadores para que se entreguen a Jesús. Veamos cuán bien cumple su oficio de consolador...


Coloquio. A Jesús resucitado, pidiéndole nos otorgue cumplido perdón de nuestras iniquidades y consuelo íntimo... Que llene nuestras almas de su paz dulcísima, que, nos aliente, al fiel cumplimiento de cuanto le tenemos prometido.

 

 

 

 

 

 

53ª  MEDITACIÓN

 

SE APARECIÓ A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

 

Preámbulo. La historia será aquí cómo el día mismo de la resurrección se dirigían dos discípulos a un pueblo llamado Emaús; podrían ser las ocho o nueve de la mañana. Uno de ellos se llamaba Cleofás; ignoramos el nombre del otro; algunos expositores han pensado que era quizá el mismo San Lucas, pero no hay razón para afirmarlo. Antes de salir habían oído contar la aparición de los ángeles a las piadosas mujeres, y la ida de San Pedro y San Juan al sepulcro, pero no sabían nada de la aparición a la Magdalena, ni de la de San Pedro. Iban tristes, hablando de lo que ocurría aquellos días en Jerusalén. Unióse a ellos Jesús, tomó parte en su conversación, les reprendió su incredulidad y les mostró la necesidad de que el Mesías sufriera, para entrar así en su gloria. Iban encantados; llegaron a su casa, y como Jesús hiciera ademán de seguir adelante, ellos, con instantes súplicas, le forzaron a detenerse. Sentóse con ellos a la mesa, y al partir el pan le conocieron; pero súbitamente desapareció de su vista. Ellos, llenos de, gozo y dejándolo todo, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, y como narrasen lo que habían visto, los Apóstoles les dijeron: «Sí, ha resucitado y se »ha aparecido a Simón.»


Composición de lugar. Será aquí ver el camino de Jerusalén a Emaús, situado a unas dos horas y media de camino. Según San Lucas (24, 13), distaba sesenta estadios de Jerusalén; el estadio equivale a 185 metros; luego la distancia total era de 11.100 metros. Después, la casa de campo de los discípulos.


Punto 1.° PRIMER0 SE APARECE A LOS DISCÍPULOS QUE IBAN A EMAÚS HABLANDO DE CRISTO.


Narra el Evangelista San Lucas (c. 24, VV. 1 y siguientes) que «en este mismo día dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de sesenta estadios. Y así conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido. Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía. Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen.»


1) Iban a recrearse porque estaban tristes por la impresión de lo acaecido aquellos días. Su fe era muy escasa e imperfecta; su esperanza, débil, y su caridad, poco fervorosa. Quizá pensaban que eran ilusiones todos sus pensamientos y esperanzas pasadas, y en vez de buscar el remedio a sus tristezas en el   recurso a Dios por la oración, lo buscaban en cosas terrenas; querían olvidar lo que les preocupaba, y volver a la vida y ocupaciones que acaso habían dejado antes para seguir de cerca a Jesús.

Qué equivocado va quien busca remedio a sus penas saliendo de Jerusalén, que quiere decir visión de paz, dejando la compañía de los discípulos de Cristo, para buscar algún alivio corporal y algún regalo de la carne en medio de deudos o personas del mundo.
Reflexionemos sobre nosotros mismos, para ver si en más de una ocasión no hemos buscado consuelo en las cosas o entretenimientos de la tierra, en vez de irlo a buscar a los pies del Sagrario o de nuestro Padre espiritual.


2) Y Jesús; llenó dé bondad, se les hace encontradizo ¿Por qué? Porque su corazón es compasivo y le empuja a correr tras la oveja perdida que huye del redil, para volverla a él. Y no puede ver tristes a los suyos sin compadecerse y sentirse movido a consolarlos.
Por su parte, se hicieron ellos merecedores de ser consolados por ir dos juntos y hablando de cosas espirituales, que «ubi sunt duo vel tres congregati in nomine meo, ibi sum in medio eorum» (Mt., 18, 20), donde dos o tres se hallen congregados en mi nombre, allí me hallo Yo en medio de ellos. Unióse a ellos Jesús, y les dijo: «Qué conversación es ésa »que caminando lleváis entre los dos y por qué »estáis tristes?» Uno de ellos, llamado Cleofás, respondiendo, le dijo: «Tú sólo eres tan extranjero »en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en el  la »estos días?» Replicó El: ¿Qué?» Lo de Jesús Nazareno—respondieron—, el cual fué un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo. Y cómo los príncipes de los»sacerdotes y nuestros jefes le entregaron para que fuese condenado a muerte, y le han crucificado. Mas nosotros esperábamos que El era el que había de redimir a Israel, y, no obstante, después de todo esto, he ahí que estamos ya en el   tercer día después que acaecieron dichas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de entre nosotros nos han sobresaltado, porque antes de ser de día fueron al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo habérseles aparecido unos ángeles, los cuales les habían asegurado que está vivo. Con eso algunos de los nuestros han ido al sepulcro, y hallado ser cierto lo que las mujeres dije»ron; pero a Jesús no le han encontrado» (Lc 24, 17 y sigs.).


3) Jesús escuchaba, y tan preocupados iban que no le conocieron; su poca fe les cegaba los ojos. Para ellos el Mesías había de ser un gran conquistador que restaurara el reino temporal de Israel, y no entendían que el reino del Mesías pudiera establecerse por la cruz y el sufrimiento, sino que al ver morir de tal manera a quien soñaran ser el restaurador, perdieron toda esperanza, «nos autem esperábamos», ¡ya no esperamos!


4) ¡Cuántos hay que proceden como estos discípulos en tiempo de desolación! Se forman y fin»gen un hermoso plan de vida, un idilio, un sueño dorado en que todo está previsto y en su punto, pero sin cruz ninguna. Mas de repente aparece la cruz, cruz interior: desconsuelo, cobardía, sequedad, tentaciones... Cruz exterior: choque con los superiores o con los hermanos, fracasos, desengaños, enfermedades, persecuciones, etc. No estaba uno preparado para esto, y se deja llevar y arrastrar por estas impresiones y sentimientos; pierde Él humor,
el gusto, la confianza; comienza a sutilizar y discutir las disposiciones divinas y admitir dudas contra la fe... Estas almas desoladas miran, echan de menos algo, todo lo valoran sólo a la luz de su propio sentimiento y afecto desequilibrado. Muchas de ellas son infieles a su vocación; dejan, a lo menos con el pensamiento, la ciudad santa de Jerusalén y la compañía de sus hermanos.., y se van a Emaús, a otro sitio, en busca de consuelo» (Huonder) (O. e., VI, XI, 4). No lo hagamos así nosotros, sino estimemos la cruz como la herencia preciosa de los fieles amadores de Jesús.


Punto 2.° LOS REPRENDE, MOSTRANDO POR LAS ESCRITURAS QUE CRISTO HABÍA DE MORIR Y RESUCITAR “¡OH NECIOS Y TARDOS DE CORAZÓN PARA CREER TODO LO QUE HAN HABLADO LOS PROFETAS! ¿NO ERA NECESARIO QUE CRISTO PADECIESE Y ASÍ ENTRASE EN SU GLORIA?”

 

1) «Entonces les dijo El. Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron ya los Profetas! Pues qué, ¿por Ventura no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria? Y empezando por Moisés y discurriendo por todos los Profetas, les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de El» (Lc 25-27).

Primero, con exquisito tacto y suavidad les hizo abrir sus almas para que pusieran de manifiesto su enfermedad y así poderla curar. Les echa en cara, después, el no haber comprendido, a pesar de su predicación reiterada, el misterio de la cruz, ¡y, sin embargo, era necesario que Cristo padeciese y muriese! Y al tiempo mismo que les reprende les instruye, con tal eficacia, que aquellas mentes se esclarecen y aquellos corazones se caldean. ¡Cómo cambian las cosas cuando Jesús se comunica a las almas! «Todo el tiempo que los discípulos anduvieron solos, cuán turbado estaba su corazón, cuán sin tino ni concierto eran sus pláticas. Pero así que llega Jesús y comienza a hablar, todo cambia, todo es luz y claridad, todo vuelve a estar en orden y armonía. Así su»cede en la meditación y oración; sin Jesús, todo es oscuridad, sequedad y miseria; con Jesús viene la alegría, el fervor, la ilustración, el gozo. ¡ Cuán »frecuentemente se experimenta esto ! » (Huonder) (O. e., p. 175).


2) Les dijo que «era necesario que Jesús padeciese, y así entrase en su gloria. Y, sin embargo, Jesús, como Hijo natural del Padre Eterno, tenía derecho a la gloria. ¿Y pretenderemos nosotros lograrla sin el menor esfuerzo, sin imponernos trabajo alguno, esquivando estudiadamente la cruz? Ilusión sería que pudiera llevarnos a un funesto desenlace. Tengámoslo en cuenta y no dudemos en abrazarnos con la cruz si queremos gozar del triunfo, que únicamente siguiendo a nuestro Rey eterno en la pena podremos participar de las delicias de su resurrección. Aprendámoslo bien y no olvidemos nunca las oblaciones que a nuestro Capitán hicimos de seguirle de cerca, muy cTe cerca, en el   camino de la cruz, que con su ejemplo nos quiso mostrar en toda su vida.


3) Mucho nos ayudará a entender esta sublime doctrina, tan ignorada por el mundo y tan difícil de comprender, lo que Jesús nos enseña en sus palabras a los discípulos de Emaús: ellas encendían el corazón de aquellos discípulos y encenderán los nuestros en santos deseos y en resoluciones muy aceptas al Señor si las consideramos con frecuencia. En el   divino libro tenemos un tesoro que hemos de procurar con empeño explotar, para nosotros mismos y para bien de nuestros oyentes en la sagrada predicación.

 

Punto 3.  POR RUEGO DE ELLOS SE DETIENE ALLÍ Y ESTUVO CON ELLOS HASTA QUE, EN COMULGÁNDOLOS, DESAPARECIÓ; Y ELLOS, TORNANDO, DIJERON A LOS DISCÍPULOS CÓMO LO HABÍAN CONOCIDO EN LA COMUNIÓN.


1) Sin duda que se les hizo muy breve la jornada, sabrosamente entretenidos en escuchar de labios del misterioso peregrino la sabia exposición de la divina doctrina. Y al llegar a Emaús y apartarse del camino real para tomar el que a su casa conducía, Jesús hizo ademán de separarse de ellos para seguir adelante, y les hubiera en realidad dejado si los discípulos, encantados del suave trato de aquel su compañero de viaje, no le hubiesen forzado con reiteradas instancias a quedarse con ellos: «Et coegerunt illum dicentes; mane nobiscum quoniam advesperascit et inclinata est iam dies» (Lc 29). Le detuvieron por fuerza diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y va ya el día de caída». ¡Y el Señor se dejó convencer!

¡Cuán bella y breve oración! ¡Mane nobiscum! ¡ Quédate con nosotros! Sobre todo para cuando parece que quiere ocultársenos por la tribulación, hemos de instarle para que no se nos esconda, y cuando después de la Sagrada Comunión le tenemos en nuestro pecho, hemos de suplicarle que no permita que nos apartemos de Él. El Señor se dejó convencer «et intravit cum illis». Y entró con ellos. Gusta el Señor de estarse con nosotros, pero quiere que se lo pidamos, y no se disgusta, sino que, al contrario, le agrada que para ello le hagamos dulce violencia. No nos cansemos, pues, de instarle, que es negocio de suma importancia el que Jesús permanezca con nosotros y nos va en el  lo no menos que la salud eterna.


2) «Y sentándose con ellos a la mesa tomó el pan y lo bendijo, y habiéndolo partido, se lo dio. Con lo cual se les abrieron los ojos y conociéronle, y al punto se les quitó de delante de los ojos» (Lc 30 y 31). Considera el Padre La Puente tres causas por las que Cristo quiso manifestarse a estos discípulos estando a la mesa con ellos:

a) La primera, para manifestarnos cuánto le agrada la hospitalidad y caridad.

b) La segunda, para mostrar que es más poderoso el ejemplo que la palabra para darse a conocer: en el   camino les mostró la dulzura y sabiduría de sus palabras; en la mesa, la gravedad y modestia con que solía tomar el pan de sus manos, la devoción con que lo bendecía y daba gracias al Padre por ello, y la caridad con que lo repartía entre ellos; y con la vista de estas virtudes se les abrieron los ojos del alma para conocerle.

e) La tercera fue para significar la eficacia del Santísimo Sacramento para alumbrar el alma. «De estas tres causas tengo de sacar deseos grandes de ejercitar las tres cosas dichas; esto es, obras de misericordia, y dar buen ejemplo a otros, y frecuentar la Comunión, suplicando a este Maestro del cielo me ayude para ejercitarlas de manera que mis ojos se abran para conocerle y servirle como merece». El Santo Padre supone que Jesucristo dió la Comunión a los discípulos de Emaús; así lo creían muchos autores ascéticos de los siglos XVI y XVII; hoy, sin embargo, lós más de los exegetas lo niegan.


3) El gozo que la súbita y rápida aparición del Señor les produjo fue tan vivo que inmediatamente, sin terminar su comida, dejándolo todo, volvieron de prisa a Jerusalén; ansiaban dar la buena noticia a los Apóstoles, y se decían por el camino: «No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 32). ¡Cómo llena el corazón la visita de Jesús! ¡Y cómo en un instante lo trueca todo en gozo, paz y tranquilidad! ¡Él nos lo haga gustar! ¡Y nos esfuerce para volver a Jerusalén, visión de paz!

Coloquio. A Jesucristo resucitado pidiéndole que grabe profundamente en nuestras almas el sentimiento de la necesidad de la cruz para llegar al triunfo, y así nos esfuerce a ser fieles a lo que le tenemos prometido, y que jamás suceda que huyamos cobardes la tribulación buscando la tranquilidad fuera de Jesús.

 

 

 

 

54ª  MEDITACIÓN

 

DE LA SEXTA APARICIÓN A LOS APÓSTOLES, MENOS SANTO TOMÁS

 (Lc 24, 33-41, y Jn 20, 19-29).


Preámbulo. La historia Será aquí cómo la tarde del día mismo de la Resurrección, estando los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les presentó súbitamente Jesús, diciendo: ¡La paz sea con vosotros! Ellos, atónitos y llenos de temor, pensaban ver un fantasma, y Jesús les dijo: Por qué os turbáis y dejáis que la desconfianza se apodere »de vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, soy el mismo. Tocadme y persuadíos de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que los tengo Yo. Los discípulos se llenaron de alegría, pero no acababan de creer. Pidióles Jesús algo de comer. Después dióles el Espíritu Santo y la facultad de perdonar los pecados.


Composición de lugar, el cenáculo, y en el  una sala grande, bien adornada. Era ya de noche y habían terminado de cenar.

 
Punto 1.°  Los DISCÍPULOS ESTABAN CONGREGADOS POR EL MIEDO DE LOS JUDIOS  EXCEPTO SANTO TOMÁS.


1) Aparecen ya, el domingo de Resurrección, los Apóstoles «congregados»; quizá el mismo sábado la Santísima Virgen, por medio de San Juan y de San Pedro, reunió a los Apóstoles dispersos el día de la Pasión, y llenos de miedo, y los congregó en el   cenáculo. Veámoslos en aquella sala de tan dulces recuerdos, la del lavatorio, la de la Eucaristía y el sermón sublime de la última cena. Estaban llenos de temor. ¿Qué temían? Sin duda que los judíos quisieran acabar con ellos, como lo habían hecho con su Maestro; quizá se enteraron del rumor esparcido aquel mismo día por el Sanedrín, de que sus discípulos habían robado el cuerpo de Jesús, y por ello temían ser perseguidos. Además de que los Apóstoles, hasta la venida del Espíritu Santo, se muestran en el   Santo Evangelio poco valientes. Tenían, pues, cerradas las puertas y ventanas.


2) Ya de noche, llegaron los discípulos de Emaús y narraron lo que les había acontecido. De San Marcos (16, 12-13) se deduce que los Apóstoles no les dieron crédito: Después de esto se apareció bajo otro aspecto a dos de ellos, que iban de camino a una casa de campo. Los que, viniendo luego, trajeron a los demás la nueva; pero ni tampoco los creyeron. Se mostraron los Apóstoles de veras reacios a creer, haciendo así que para nosotros quedara más sólidamente demostrada la verdad del hecho de la Resurrección. Con los Apóstoles estaría, seguramente, la Santísima Virgen, que con sus fervorosas oraciones y súplicas les alcanzó de su Hijo lo que, por su poca fidelidad en el   seguimiento de Jesucristo y su incredulidad cerrada, no merecían.


3) Difirió el Señor todo el día la aparición a los Apóstoles. ¿Por qué? Tres razones aduce el Padre La Puente: a) como castigo a la incredulidad de muchos de ellos; b) para ejercicio de virtud de los más queridos; c) para enseñarnos a no desmayar ni perder la esperanza cuando tarda en socorrernos más de lo que nosotros pensábamos que había de tardar. Hemos, pues, de conservarnos en paciencia y así confiados aguardar la visita del Señor.


Punto 2.° SE LES APARECIÓ ESTANDO LAS PUERTAS CERRADAS, Y ESTANDO EN MEDIO DE ELLOS DICE: «PAZ CON VOSOTROS.»


1) Entró de repente, como un rayo de sol en un aposento oscuro, inundándolo de súbito de luz y alegría, Sin que precediese ruido alguno que indicase que se aproximaba. La primera impresión de los reunidos en el   cenáculo fu de estupor y de miedo; por eso acudió al instante Jesús a serenarlos con palabras suavísimas. Quiso presentárseles de esta manera para demostrar a sus discípulos que su cuerpo estaba glorificado, y por el dote de la »sutilidad podía penetrar por donde quisiera sin »estorbo alguno» (P. La Puente).

Como puedes penetrar en las almas, Señor, penetra en la mía, cerrada en demasía a tus inspiraciones y llamamientos, y llénala de Ti sin que puedan en el  la introducirse enemigos que estorben tu presencia en mí. Yo, para lograrlo, procuraré tener siempre muy bien cerradas las puertas de mis sentidos.


2) Y les dijo: «Pax vobis!» (Lc 24, 36). ¡Paz a vosotros! Era su saludo y es el gran don de Jesucristo: El es nuestra paz, ipse est pax nostra» (Ephes., 2, 14). Entró en el   mundo anunciando la paz, «pax homini bus» (Lc 2, 14). Se despidió dejándola como supremo regalo y testamento: «Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis» (Jn 14, 27). ¡Señor, danos tu paz!, que excede toda dulzura y suavidad terrena, que tan fáciles y llevaderos hace los trabajos, que dulcifica las amarguras y serena las tempestades y cura las heridas y nos tranquiliza y sosiega en tu amor. ¡Tu paz sabrosa sobre todo sabor terreno! ¿Por qué la perdemos? Por no saber buscarla donde está: por no querer guardarla cuando la tenemos; por no apreciarla en lo que vale. La buscamos en las criaturas, y está en Dios; la exponemos al ataque de enemigos que ansían robárnosla; la vendemos por un placer vil, por una afición torcida, ¡ por tan poca cosa! ¡ Si supiéramos lo que en el  la tenemos!


3) «Ego sum! Nolite timere» (Lc, 24, 36). ¡Yo soy! ¡Fuera temores! Dulce palabra. Jesús es el consolador, es el Maestro, es el Salvador, es el hermano: viene ejercitando su oficio, y allí donde entra, todo lo llena de paz y de alegría. ¡Oh si supiéramos lo que en Jesús tenemos, cómo echaríamos de nuestro corazón todo temor, seguros y confiados en la protección del Omnipotente! Nos ama tanto! ¡Es tan poderoso! El niño, en brazos de su madre, a nadie teme; y nosotros, estando en Jesús, .,vamos a tener miedo? ¿A quién? ¿Es que puede haber quien contra Jesús pueda algo? ¡Jesús mío, yo nada soy, nada valgo, nada puedo; pero contigo lo puedo todo
y a nadie temo! Hemos de grabar bien en nuestras almas este sentimiento de íntima confianza en Jesús, y procurar por todos los medios tenerle siempre con nosotros.


4) Como todavía no se tranquilizasen, lleno de humanísima afabilidad y queriendo dejarles plenamente convencidos de la verdad de su presencia, les dijo: Pensáis que soy un fantasma, y no es así; soy el mismo que con vosotros vivió tres años, y por vuestro amor murió tres días hace; mirad »mis manos y mis pies, perforados al ser enclava»dos en la cruz; ved y tocad; que el espíritu no tie»ne carne y huesos, como veis que los tengo Yo.

¡Cuán bueno es el Señor para con los suyos y cómo no perdona medio de serenarlos y confirmarlos en la fe! Los discípulos se llenaron de alegría viendo al Señor; pero como no acababan de creer, fluctuando entre el temor y el gozo, les dijo: «Tenéis algo que comer?» Ellos le presentaron un trozo, de pescado asado y un panal de miel, y lo comió delante de ellos, y tomando los restos se los dio. Y les dijo: «Estas son las cosas que os dije cuando estaba con vosotros: que había de cumplirse todo lo que estaba escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de Mí.» Entonces les abrió el entendimiento para que entendiesen las Escrituras. Y les dijo: «Así estaba escrito y así era necesario que el Cristo padeciese y que resucitase de entre los muertos el tercer día» (Lc 24, 41 y sigs.).

Verdaderamente que Jesús se porta como amigo y consuela a los suyos como un amigo suele consolar a otro. ¡ Así es de afable, así es de bueno! ¡Aprendámoslo y procuremos que nuestro corazón se persuada íntimamente de ello y sepamos vivir vida de amistad con Jesús, correspondiendo, solícitos, a sus finezas!


Punto 3.° DALE5 EL ESPÍRITU SANTO, DICIÉNDOLES: «RECIBID EL ESPÍRITU SANTO; A AQUELLOS QUE PERDONÉIS LOS PECADOS, LES SERÁN PERDONADOS.»


1) Solemne escena la que se siguió: el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia y confirió a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados. «Y les dijo otra vez: Paz a vosotros! Como el Padre me envió, os envío a vosotros», y diciendo esto sopló sobre ellos, diciéndoles: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn, 20, 21-23). Los consuelos que Jesús prodiga a sus discípulos quiere que les sirvan para alentarse a trabajar en la labor de la salvación de las almas. A eso había venido Él al mundo. Su labor quedaba hecha; a sus Apóstoles y enviados toca ir recogiendo el fruto de la siembra y aplicar a las almas la virtud vivificante de la Pasión de Cristo. Quizá eligió Jesús este día para instituir el Sacramento de la Penitencia, para revelar a los pecadores que la conversión es una resurrección y que no hay fiesta más dulce que celebrar. La absolución del sacerdote revive en el   alma reconciliada las alegrías de la fiesta de Pascua. (Baudot, «Les Evangeliques».)


2) Cumplió el Señor lo que tiempo hacía les había prometido (Mt 18, 18) de darles poder de atar y desatar, es decir, de perdonar los pecados; y lo hizo con palabras en verdad tan claras y expresivas que no dejan lugar a duda: «Haec Verba certiora sunt quam omnia regum edicta et diplomata» (S. Agustín). Son estas palabras más ciertas que todos los edictos y diplomas de los reyes. Y quiso usar para hacerlo cierta especie de rito sacramental, dirigiendo el aliento hacia ellos para significar sensiblemente la colación invisible del Espíritu Santo, y tal vez, como lo indican varios Santos Padres, que el Espíritu Santo procedía de Él.

Poder admirable el otorgado al sacerdote: «Ni a los Angeles ni a los Arcángeles ha dado Dios este poder, pues no se les ha dicho: «A quien perdonareis los pecados...» Es verdad que también las potestades de la tierra tienen autoridad para atar, pero solamente los cuerpos; mas este poder de atar que tiene el sacerdote se extiende a las almas, y sus efectos llegan hasta el cielo; pues lo que el sacerdote hace en la tierra lo confirma Dios allá arriba; y allí sanciona el Señor la sentencia del siervo. ¿Qué poder hay mayor que éste? Toda facultad de juzgar la ha entregado el Padre a su »Hijo, y yo veo aquí transmitidos a los sacerdotes todos los poderes del Hijo» (S. Crisóstomo, «De sacerdotio», 1. 3, 5).


3) ¡Con qué fidelidad y cuidado hemos de procurar los sacerdotes administrar tan estupendo. pocler! Y pues que con tanta liberalidad y largueza nos lo ha otorgado, cómo debemos trabajar por no tenerlo inactivo, sino empeñarnos en que se beneficien de él lo más posible los fieles. Además, en su administración hemos de tener entrañas de misericordia y solicitud industriosa para difundir por el mundo los raudales de gracia que de este sacramento brotan. Qué frutos tan sabrosos de la gloria de Dios y salvación de las almas podemos cosechar en el   santo Sacramento de la Penitencia! ¡Y cuántos consuelos derrama en las almas atribuladas! ¡Bendito sea el Señor, que tan fácil es en perdonar; démosle mil gracias por ello y pidámosle su gracia para aprovecharnos debidamente de su bondad sin límites!

Coloquio. Con Jesús, gozándonos de su triunfo y rogándole que sea para nosotros manantial de perdón y de santa paz.

 

 

 

 

55ª  MEDITACIÓN

 

LA SÉPTIMA APARICIÓNA LOS APÓSTOLES CON SANTO TOMÁS (Jn 20, 24-29).

 


Preámbulo. La historia será aquí cómo Tomás no estaba con los discípulos cuando se les apareció el Señor, y cuando llegó se lo contaron; mas él no creyó y decía: “Si no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto por ellas mi dedo y mi mano en su costado, no creeré”. Y, obstinado, no quería creer. Ocho días después estando todos reunidos, se les volvió a aparecer Jesús, diciéndoles: «¡Paz a vosotros ! » Y dirigiéndose a Tomás, le dijo: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.» Tomás, echándose a sus pies, le dijo. «Señor mío y Dios mío!» Y Jesús: «Has  creído porque me has visto. ¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!» (J 20, 25 y 27-29).


Punto 1.° SANTO TOMÁS, INCRÉDULO PORQUE ERA AUSENTE DE LA APARICIÓN PRECEDENTE, DICE: «SI NO LO VIERE, NO CREERÉ».


1) De cuántos bienes nos privamos al dejar la comunidad de nuestros hermanos: sea la parroquia, la familia cristiana o la Comunidad religiosa. Dios mira especialmente complacido toda comunidad cristiana. ¿Cómo no, si en medio de ella está Cristo? El lo dijo: «Donde estén dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y Cristo no viene con las manos vacías, sino que ahora, como cuando vivía en el   mundo, de Él brota virtud maravillosa y pasa haciendo bien. Cuántas gracias debemos a la Comunidad, que no hubiéramos recibido aislados de ella, y cómo debemos amarla y vivir a ella unidos y no dejarla, sino con el cuerpo, cuando la necesidad o la obediencia nos lo imponga; dejando siempre nuestro corazón en el  la para reintegrarnos gozosos a ella en cuanto nos sea posible. Si Santo Tomás hubiera estado con los suyos, gozara, como ellos, de la alegría suavísima de la visita de Jesús. Se ausentó y perdió tal dicha.


2) Cosa es que admira la obstinación del Apóstol en su negativa a creer lo que sus compañeros le contaban: muy creíble es que la misma Santísima Virgen se lo afirmaría, pero él no daba su brazo a torcer. Dice San Juan: Tomás, uno de los doce..., no estaba con ellos cuando vino Jesús. Dijéronle después los otros discípulos: «Hemos visto al Señor.» Mas él les respondió: «Si yo no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto mi dedo en el   agujero que en el  las hicieron, y mi mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 24-25).

Consideremos lo desatentado de la conducta de Tomás. Primero, en negar crédito a tantos y tan graves testigos de vista. Después, en poner condiciones tan atrevidas y aun humillantes para el Señor, para creer. ¡Presunción incalificable la que supone el exigir que se le permita meter sus dedos y su mano en las llagas abiertas por los clavos y la lanza!

A juicio de Tomás, sus compañeros eran en demasía crédulos y habían tomado por realidad lo que no era más que un fantasma de su imaginación exaltada. Cuántos imitadores ha tenido en la sucesión de los siglos que han venido repitiendo el «nisi videro... non credam!», ¡ si no veo, no creeré! Conducta irracional; exigencia que sólo puede nacer de una soberbia estúpida.

¿Hemos de aplicar a la vida sobrenatural y a los dogmas de la fe un criterio absurdo, que en las ciencias naturales y en la vida corriente sólo a un loco se le ocurriría utilizar? Con él la vida de familia, de sociedad, de comercio, de mutuas relaciones de amistad y caballerosidad sería imposible. Temamos no se nos infiltre este espíritu soberbio de hipercrítica, que nos empuje a pedir razón y demostración palpable de todo; y procuremos, por el contrario, gran docilidad de juicio a las enseñanzas de los que Dios ha puesto para guiamos.


3) Pué esta conducta de Tomás escandalosa para sus compañeros, como puede serlo la nuestra y causar no poco daño en almas tiernas aun en la virtud; y le expuso a daño grandísimo. Porque, claro está que no tenía Jesús obligación ninguna de acceder a la atrevida demanda del Apóstol incrédulo. Y era, por el contrario, de temer que prescindiese de él, pues que tan poco asequible se mostraba a entregársele. Sólo la benignidad inagotable de Jesús pudo remediar daño tan grande como el que a Tomás amenazaba.


Punto 2.° SE LES APARECE JESÚS DESDE AHÍ A OCHO DÍAS, ESTANDO CERRADAS LAS PUERTAS, Y DICE A SANTO TOMÁS: METE AQUÍ TU DEDO Y VE LA VERDAD, Y NO QUIERAS SER INCRÉDULO, SINO FIEL.

 1) Ocho días difirió el Señor la visita, tal vez para castigar la terca obstinación de Tomás. Y claro que por él sufrieron también sus compañeros; en la comunidad, las faltas de los tibios causan daños muy sensibles, y deja a veces el Señor, por ellos, de favorecer a todos con gracias extraordinarias. Hemos de temer ser por nuestra mala correspondencia y frialdad en el   servicio del Señor causa de que se vea privada la familia o comunidad en que vivimos de los regalos de Jesús. Y, al contrario, las buenas obras de los fervorosos, ¡ cuántas bendiciones atraen de lo alto! No lo olvidemos y procuremos con todo empeño ser para todos fuente de bendición y dicha! La intercesión de María y la compañía de sus colegas de apostolado le valieron a Tomás la visita de Jesús.

 

2) Estaban reunidos los Apóstoles cuando se les apareció; no quiso hacerlo sólo a Tomás por dos causas principales: primera, para que habiendo sido público el pecado, lo reparase el Apóstol incrédulo ante sus compañeros, y como los había escandalizado con su obstinada incredulidad, los edificase con su humilde y fervorosa profesión de fe, y trocase así en legítimo gozo la pena que les había ocasionado con su pecado. Además, quiso dar a entender a Tomás que a sus compañeros debía en no pequeña parte la dicha de que se le apareciese el Señor; cosa que no hubiera logrado si, como lo hiciera antes, se apartara de ellos. Estimemos la vida de comunidad y agradezcamos al Señor mil gracias que se nos otorgan por ella.


3) El Señor, al entrar en el   cenáculo, ante todo se dirigió a la comunidad y la saludó con su acostumbrado: «Pax vobis!» ¡ Paz a vosotros! ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al oír aquella voz tan conocida y amada, y cómo surtiría el saludo de Jesús efectos admirables en aquellos corazones! ¡Pidámosle que nos dé su paz! Dirigióse después a Tomás, como el buen pastor que corre tras la oveja descarriada. El salió a buscar al incrédulo para reducirlo al redil. ¡Y con qué caridad y suavidad ló hizo! «Después dice a Tomás. Mete aquí tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel».

La terca obstinación de Tomás bien merecía siquiera unas palabras de dura reprensión; pero el bondadosísimo Jesús sólo le hace un reproche lleno de caridad: «No quieras ser incrédulo!» Y en cambio, como accediendo a su desconsiderada pretensión, le invita a que realice la prueba que exigía para quedar plenamente convencido de la verdad de la resurrección.
Lección en verdad práctica para los que tienen oficio de corregir u obligación de educar. ¡Cuán apto modo de lograr magníficos efectos es la tranquila exposición de la verdad y la suave admonición tempiada por el cariño, que hace al defectuoso ver su falta y, al mismo tiempo, el modo de enmendarla! Así se logra que el reprendido, en vez de airarse rebelde, se someta agradecido y salga de la reprensión con nuevos motivos de amor y sin dejo de amargura.


Punto 3.° SANTO TOMÁS CREYÓ, DICIENDO: «¡ SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!» AL CUAL DICE CRISTO: BIENAVENTURADOS SON LOS QUE NO VIERON Y CREYERON.»
1) Grande fué la falta de Tomás, pero magnífica su reparación. «Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). ¿Tocó las llagas Tomás y metió su mano por el costado abierto de Jesús?’ No lo dice el texto sagrado; cierto que ya no lo necesitaba, pues estaba convencido; acaso Jesús, con dulce violencia le forzó a hacerlo para mayor comprobación del hecho de su gloriosa resurrección y provecho nuestro. «Plus nobis Thomae infidelitas ad fidem quam fides credentium discipulorum profuit quia dum ille ad fidem palpando reducitur, nostra mens omni dubitatione postposita in fide solidatur.» (5. Greg. Hom. 26 in Evang.) (N. 7. ML, 76, 1201). Más nos aprovechó a nosotros para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes; porque al ser reducido él a la fe tocando, nuestra mente, echada fuera toda duda, se afirma en la fe.


2) Lleno de fe, de amor y de pena, arrojóse el Apóstol a los pies del Maestro, y del fondo del alma, ilustrada por el Espíritu Santo, lanzó aquel grito sublime que repetimos sin cansarnos los adoradores del Dios escondido en la Hostia santa: «Señor y Dios mío!» Perdóname, Señor!        ¡Quiero en adelante ser todo tuyo, reparar mi pecado con una f e doblemente fervorosa y activa. Este es el suspice de un corazón fuerte, de un corazón extraviado, pero vuelto a recobrarse enteramente, que en lo sucesivo responderá con entera satisfacción a todas las pruebas, dispuesto a toda clase de luchas y sacrificios.

Tomás es ya todo del Señor; será uno de los más fervorosos Apóstoles del mundo, que extenderá el Evangelio amplísimamente como un Pablo. Aquel «eamus et moriamur cum eo» tendrá en el  mismo su perfecto cumplimiento. Como »la caída de Pedro, así también la incredulidad de Tomás se ha trocado en copiosa bendición, gracia a la caridad del Maestro, que aquí también»ha dado maravillosa muestra de lo que debe ser la prudencia, la moderación, la bondad y el conoci»miento del corazón humano de un verdadero padre espiritual.


3) Nadie hasta entonces había llamado a Jesús: «¡ Señor mío y Dios mío!» Ciertamente puede decirse a Tomás, en esta ocasión, lo que a Pedro dijera Jesús en Cafarnaún: «Bienaventurado eres, porque »no fue la carne y la sangre los que te revelaron lo »que dices, sino mi Padre que está en los cielos.» Es un desahogo del corazón inflamado súbitamente de amor y ansioso de mostrar su reconocimiento a quien tanto debe.

 «Es una declaración de la íntima experiencia sobrenatural. La resurrección causó a Tomás el efecto más principal, que es llegar al contacto con la divinidad. Experimentó íntimamente este contacto y el alma se encendió, como si le acercaran una brasa de fuego, y se exhaló toda en un acto de amor. Las palabras declararon lo que el alma sentía con más perfección. Cuando los afectos interiores son muy poderosos, las palabras siempre son cortas. «Señor mío!», acto de entrega total de sí mismo, reparación de tantas negaciones y resistencias pasadas. « ¡Dios mío!», acto de unión con la fuente de la vida sobrenatural. Tomás es ya un »hombre nuevo en Cristo, Señor y Dios» (Casano»vas) (o. e., 4a s., d. 4.°).


4) «Díjole Jesús: «Porque me viste, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (v. 29). El Señor no alaba la confesión de Tomás como alabara la de Pedro, y da de ello por razón el Padre La Puente, «porque había sido tardo en creer y porque no tomasen otros ocasión de este ejemplo para pedir otro tanto, queriendo prueba de sentidos para creer los misterios de Dios». Dos caminos hay para llegar a la fe: uno, viendo, y otro, sin ver. ¿Puede llamarse cosa de fe lo que se ha visto? San Agustín, que dijo: «Fides est credere quod non vides», da la solución con estas palabras: «Aliud Thomas vidit et palpavit corpore et aliud credidit corde... Hominem namque seu humanitatem vidit et tetigit, et Deum seu deitatem (quae in praesenti videri non potest credidit. Dicendo enim «Dominus meus», humanam naturam, cui daturn est totius creaturae dominium; dicendo «Deus meus», »divinam, quae omnia condidit, confessus est et unum eumdem, Deum et Dominum». (Tract. 121 in Joan). «Una cosa vió y palpó con el cuerpo Tomás, y otra creyó con el corazón... Porque vio y tocó al Hombre o la Humanidad, y creyó en Dios o en la Divinidad que al presente no se puede ver. Pues diciendo «Señor mío» confesó la naturaleza humana, a la que se ha dado el dominio de toda criatura, y diciendo «Dios mío», la divina, que todo lo creó y a uno mismo por Dios y Señor.»


5) Finalmente, notemos la alabanza que nos tributa a los que sin necesidad, de ver hemos, por la misericordia de Dios, creído. Nos gustaría, claro está, verle, tocarle, adorarle, besarle; pero mayor mérito es creer en el   firmemente y adorarle con rendimiento. Seremos, en verdad, bienaventurados si recibimos con docilidad las enseñanzas todas de la fe y nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, que inspira a la Jerarquía eclesiástica.

 

 

 

56ª  MEDITACIÓN

 

LAS LLAGAS DE JESUCRISTO.

 

Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Para qué? Podemos considerar algunas razones.

 

        A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para darla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar.

           B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitador continuo de su misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

        C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe.

Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena. Por fin, y ya inútilmente, los condenados “verán al que traspasaron” (Jn., 19, 37).

 

        D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

        a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”: Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

        a) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

 

        F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

 

        a) Primero, dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.


        b) Después, grande amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.


        c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

 

  1. Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

 

        Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adorote devote...»: 

        « No veo las llagas como las vio Tomás,
        pero confieso que eres mi Dios;

        haz que yo crea más y más en Ti,
        que en Ti espere; que te ame».

 

        Digamos todos con san Pablo: “ Llevo en mi cuerpo las llagas de Cristo... no quiero saber más que de mi Cristo, y éste, crucificado... vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

 

 

 

 

57ª  MEDITACIÓN

 

LA OCTAVA APARICIÓN(Jn 21, 1 s.).

 
Preámbulo. La historia nárrala deliciosamente San Juan en el   último capítulo de su Evangelio. Después de esto se apareció Jesús otra vez en la ribera del lago Tiberíades, y se apareció de este modo: estaban juntos Simón Pedro y Tomás y Natanael, os hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos, y dijo Simón: «Yo voy a pescar»; ellos le dijeron: «Nosotros vamos también contigo». Pero en toda la noche no pescaron nada. Al amanecer se presentó Jesús en la ribera, sin que le conocieran, y les preguntó: «Muchachos, ¿tenéis algo que comer?» «¡No!», contestaron. Echad la red a la derecha,, y hallaréis.» La echaron y se cuajó de peces, tanto que no podían sacarla. Entonces, el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: «¡Es el Señor! » Al oírlo Pedro, púsose la túnica, pues estaba desceñido, y se lanzó al agua. Los demás discípulos vinieron en la barca, pues no se hallaban lejos de la orilla sino a unos cien metros (200 codos), y trajeron la red con los peces. Cuando saltaron a tierra se encontraron preparadas brasas encendidas y asándose en el  las un pez, y al lado pan. Jesús les dijo: «Traed acá algunos peces de los que habéis pescado ahora.» Simón Pedro subió a la barca y trajo a la tierra la red llena, con 153 peces grandes, no rompiéndose la red, a pesar de ser tantos. Díceles Jesús:          «¡Vamos, almorzad!», y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «Quién eres?», sabiendo bien que era el Señor. Jesús se acercó, y cogiendo el pan se lo dio y lo mismo el pescado. Y después encomendó su rebaño a San Pedro, habiéndole primero examinado tres veces de la caridad.


Composición de lugar: El lago de Tiberíades se extiende en una longitud de 21 kilómetros de Norte a Sur; su mayor anchura es de 12 kilómetros. Sus bordes al Este son escarpados; al Oeste el paisaje es tan variado como risueño; las colinas, que unas veces bañan sus pies en las aguas del lago, otras se apartan de la ribera, formando pequeños contrafuertes y encantadoras llanuras, una de las cuales, la del centro, se llamaba Genesar. En estas llanuras, a lo largo del lago, estaba Cafarnaún, y más al interior, Corozaín y Betsaida, patria de los Apóstoles Pedro, Andrés y Felipe.

 

Punto 1.° JESÚS APARECE A SIETE DE SUS DISCÍPULOS QUE ESTABAN PESCANDO, LOS CUALES POR TODA LA NOCHE NO HABÍAN TOMADO NADA, Y EXTENDIENDO LA RED POR SU MANDAMIENTO, NO PODÍAN SACARLA POR LA MUCHEDUMBRE DE PECES.


1) Encontramos a los Apóstoles en Galilea, obedientes a lo que Jesús les había ordenado; y entonices les cumplió Él lo prometido de que «allí le verían», «ibi me videbunt» (Mt 28, 10).

 

a) «Hallábanse juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael (Bartolomé), el cuál era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar. Respóndenle ellos: Vamos también nosotros contigo. Fueron, pues, y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada».

Digna de considerarse es la unión de ánimos en que vivían los Apóstoles: bastó que Pedro indicase su intención de Salir a pescar aquella noche para que todos sus compañeros se ofrecieran a ir con él. ¡Qué hermosa es la unión de corazones y la afabilidad, que nos mueve a contentar a los demás y nos enseña a sacrificar nuestros gustos al gusto ajeno! Y, en cambio, cuán contrario a la caridad y desagradable al Señor el espíritu de contradicción y el desabrimiento en el   trato. Pena grande que por no considerarlo sean tantos los hogares y comunidades amargados por la intemperancia desabrida de alguno de sus miembros. ¡Si Supiéramos ceder! ¡Si gozáramos en agradar a todos! ¡Cuánto bien haríamos!

 
b) Demuéstranos también este hecho la pobreza de los Apóstoles. Durante la vida pública de Jesús, Él había provisto a sus necesidades, pero después tenían que dedicarse a su oficio para lograr el sustento necesario; por eso San Pedro salía a pescar de noche, no para recrearse, sino para ganar el pan.


e) «Y aquella noche no cogieron nada.» ¡Les faltaba Jesús! ¡Cuánto le echarían de menos y cómo recordarían la pesca milagrosa! Hemos de aprender que «neque qui plantat est aliquid neque qui rigat» (1 Cor., 3, 7), ni el que planta vale cosa ni el que riega, si Dios no le da el incremento. Pobres de nosotros si trabajamos sin Jesús; nuestros trabajos serán vanos. Si no es su espíritu el que nos guía, anima y sostiene, sufriremos sin mérito. ¡El es la vid, nosotros los sarmientos; unidos a El damos fruto de vida eterna; sin El nada podemos; sólo somos aptos para el fuego! Hemos de trabajar por su amor, con El unidos y en el   apoyados. Y no, como no pocas veces jo hacemos, por propia voluntad, sin consultar con el Señor ni buscar la dirección de nuestros superiores, muy fiados en nosotros mismos y buscando nuestra estima y aplauso.


2) «Venida la mañana se apareció Jesús en la »ribera», sin duda en forma para ellos extraña, pues que no le conocieron, y usando tono de voz desusado, «los discípulos no conocieron que fuera Él» (Lc 4). «Y Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis algo que comer? Respondiéronle: No. Díceles Él: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis. Echáron»la, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces» (Ib., vv. 5 y 6).

Estaba tan cerca Jesús y no le conocían; les hablaba y no caían en la cuenta de que fuera El. Cuántas veces tenemos muy cerca a Jesús y no nos percatamos de ello, y pensamos quizá que está muy lejos, porque las cosas no salen a medida de nuestros deseos. Al oír la pregunta del que desde la orilla les hablaba, pensaron que era algún otro pescador curioso o alguno que querría comprarles el pescado ó pedirles algo para comer. Y le respondieron secamente, ¡no! Insistió entonces el desconocido, y ellos al punto accedieron a lo que les indicaba.

¡Cuán bueno es Jesús! No le sufrió su corazón ver aquel fracaso de sus Apóstoles y quiso acudir a remediarlo, y lo hizo de esta manera tan delicada y eficaz. ¡Cuántas veces llega al alma y pide algo, no tanto por lo que hemos de darle, cuanto por lo que desea El darnos!


3) Digno es también de considerarse el proceder de los Apóstoles: cansados y decepcionados, después de una noche de estériles trabajos, volverían ansiosos de descansar y poco dispuestos a entretenerse inútilmente; y, sin embargo, atienden al que desde la orilla les habla y ejecutan dócilmente su indicación, demostrando así carácter tranquilo, dominio de sí mismos y deseo de agradar a los demás. Sin duda que durante toda una noche de tentativas infructuosas habrían echado la red a derecha e izquierda y por todos lados. Virtud gratísima, fruto precioso de la caridad y fomento de unión de la vida común es la afabilidad, que nos hace ceder fácilmente a los gustos de los demás y evitar rozamientos que determinen choques y encuentros que quebrantan la armonía de la paz y rompen la concordia de los ánimos. Pidámosla al Señor y nos hará gratos a los hombres y a Dios.


Punto 2.°—POR ESTE MILAGRO SAN JUAN LO CONOCIÓ Y DIJO A SAN PEDRO: ES EL SEÑOR, EL CUAL SE ECHÓ EN LA MAR Y VINO A CRISTO.


1) A todos hubo de sorprender el milagro, repetición del de tiempos atrás realizado por Jesús en el   mismo lago y probablemente en la misma barca de San Pedro; pero el primero que conoció que su autor era el Maestro fué el discípulo amado, San Juan. ¿Por qué así? Sin duda, porque el amor aguza la vista; pero, y es razón que apuntan varios exegetas, también porque era virgen, y a los limpios de corazón se les llama bienaventurados, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). «Entonces el discípulo aquel que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Lc y. 7). «Dominus est!»

Suena esta palabra tan inesperada, tan de repente, tan amable y dulce... Después de una noche lóbrega y fría, tras un largo trabajo pesado y estéril, sale el sol de la gracia e inunda el alma de luz, de fervor y júbilo deleitoso. Dominus est! ¡Oh palabra regalada y hermosa! Esta palabra debemos repetir siempre que el alma se siente conturbada. Cuando vengan tentaciones o pruebas interiores y órdenes desagradables, digamos: Dominus est! La meditación sale fatigosa, seca, sin verse cosa alguna, como en noche cerrada; mas al fin en el   coloquio brota un rayo de luz y de gracia. Dominus est! Así pasa en los Ejercicios cuando llego a entender y conocer algo mejor que como antes lo veía y recibo consolación y gozo, Dominus est! Evidentemente, allí estaba mirando y desde allí me ayudaba» (Huonder, o. c., n. 81, 3).


2) Pedro, al oírlo, se lanza al mar, a pesar de que estaba a poca distancia de la orilla. Era que se juzgaba obligado más que ninguno a mostrar, por cuantos medios estuvieran a su alcance, la adhesión y amor al Maestro. ¡Le debe tanto, le ha perdonado tanto! A un pescador, como lo era Pedro, ¿qué puede atraerle tan vivamente como un lance afortunado, en el   que cobra gran cantidad de peces? Y, sin embargo, todo lo dejó el Apóstol por reunirse cuanto antes con Jesús; para él no había ya dicha en el   mundo como la de estar con el Señor, y por lograrla lo dejaba todo y pasaba por cualquier dificultad. Hubo de ser a Jesucristo muy grata esta amorosa solicitud de Pedro, y por eso le recibiría muy afablemente en la orilla, al verle postrarse a sus pies chorreando agua.

 

3) Y a nosotros, ¿se nos va el corazón así hacia el Señor? Al ver la espadaña de una iglesia lejana, al pasar frente a un templo, hemos de oír el «Dominus est!» y enviar un saludo, al menos espiritual, si no podemos hacerlo real, al prisionero de amor de nuestros tabernáculos: ¡es el Señor! Está con nosotros, tan cerca, a veces bajo el mismo techo, y no nos acordamos de que está allí o no le conocemos.

Ven muchos autores en esta escena representados, en San Pedro y San Juan, los dos tipos de vida activa y contemplativa. Las almas contemplativas son más rápidas en el   conocimiento del Señor; pero el amor de las almas activas es más obrador. «En la Iglesia de Cristo pasará siempre lo mismo. Los «privilegiados» reconocerán al Señor antes que el patrón de la barca, o, mejor dicho, Jesús mismo les hará sus confidencias; pero habrán de decírselo todo a Pedro; a él le corresponde «la acción». Estos »privilegiados tienen nombres varios, desde Juliana de Lieja hasta Bernardita de Lourdes, pasando por Margarita María de Paray» (Durand, Saint Jean).


4) Los demás discípulos vinieron en la barca., tirando la red llena de peces pues no estaban lejos de tierra sino como unos doscientos codos). Considera el P. Casanovas (o. c., 4. sem., día 5.°, 1.a cont.) en la barca de Pedro la imagen de la Iglesia; hay en el  la iluminados como Juan y esforzados como Pedro, y otros, anónimos para los hombres, que Dios los tiene bien conocidos; sin ellos la barca no llegaría a tierra, ni se lograría el fruto de la pesca.

«Hay en la barca de la Iglesia guías vigilantes y corazones arriesgados para los momentos difíciles; pero hay además una multitud desconocida que, con oración y acción anónima, empuja la barca hacia el puerto. Es la comunión de los Santos, real aunque no sea visible a los ojos de los hombres.» No lo olvidemos y procuremos ayudar siempre por cuantos medios podamos la obra de Dios, aunque nos parezca nuestra labor anónima y no recojamos aplausos de los hombres.

 

 


Punto 3.°—LES DIO A COMER PARTE DE UN PEZ ASADO Y ENCOMENDÓ LAS OVEJAS A SAN PEDRO, PRIMERO EXAMINADO TRES VECES DE LA CARIDAD, Y LE DICE: «APACIENTA MIS OVEJAS.»


1) «Al saltar en tierra, vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan» (L. c. 9). Les había preparado Jesús el almuerzo. Así es de bueno para con los suyos. Si nosotros le somos fieles, El cuidará de acudir, no sólo a nuestra necesidad, sino aun a nuestro regalo. Quiso también que contribuyesen el  los con el fruto de su trabajo. «Jesús les dijo: Traed acá de los peces que acabáis de coger. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y en medio de ser tantos, no se rompió la red» (Lc v.11). ¡Magnífica redada! Cuando Jesús ayuda, el éxito es sorprendente y se logra en un momento lo que en el   largo trabajo de toda una noche no se consiguiera. Y les admiró sobre manera a los Apóstoles que, siendo tantos y tan grandes los peces, la red no se había roto. Curiosas son las ingeniosas explicaciones que algunos Santos Padres y exegetas dan de la significación de la cifra 153 expresada por San Juan; pero acaso no pretendió el escritor sagrado sino darnos una prueba más de que estaba presente el hecho, y se le quedó grabada por lo extraordinario. Como encontró también digno de admiración el que no se rompiese la red.


2) «Díceles Jesús: «Vamos, almorzad. Y ninguno de los que estaban comiendo osaba preguntarle: «Quién eres Tú?», sabiendo que era el Señor. Acércase, pues, Jesús ‘y toma el pan y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez» (Jn 21, 10 y 11). Recreémonos devota y tiernamente en presenciar aquella escena tan encantadora: sentados a la orilla del mar, en una mañana deliciosa del mes de abril, los Apóstoles, llenos de respetuosa alegría, van recibiendo de manos de Jesús el pan y el pescado por Él amorosamente preparado. Qué bien les sabría viniendo de aquellas manos queridas y después de una noche de rudo trabajo!

Y Jesús, como padre cariñoso rodeado de sus hijos, se gozaría al verlos felices. Cómo ejerce su oficio de consolador y cómo la divinidad, que tan escondida se ocultaba en la Pasión, parece y se muestra ahora tan miraculosamente! No faltan quienes indiquen que en esta ocasión, como en otras de su vida mortal, el pan y los peces se multiplicaban milagrosamente en las manos de Jesús. Y no se atrevían a preguntarle quién era, sabiendo que era Jesús. Todos estaban íntimamente persuadidos de que era el Maestro: se gozaban en el  lo; pero al mismo tiempo, como sobrecogidos de respeto, no osaban hablar. Además, temían que si mostraban que le habían conocido no fuera a desaparecer.

«Algunos Padres y expositores no tienen reparo en admitir que tuvo algo de eucarístico (este ágape).» «Piscis assus, Christus passus», dice San Agustín (Tract. 123, in Jo., n. 2) (ML. 35, 1966). Según Kraus, en su Real-Enzyklopüdie, 1, 437, «el simbolismo del pez se apoya en esta escena... Piensan algunos que debemos mirar siempre en este Sacramento su inmensa y singular grandeza; y, sin embargo, lo que principalmente se nos dice de él, y como esencial, es: Dominus est! Es real y verdade»ramente el Señor quien viene; pero viene con gran »sencillez y llaneza, y viene para alegrarnos. Venite, prandete» (Huonder, o. e., p. 262).


3) Terminada la comida, siguióse la trascendental escena de la institución del primado de la Iglesia católica y colación a San Pedro. Habíale el Señor prometido a Simón, cuando le cambió su nombre en el   de Pedro, que sobre él edificaría su Iglesia y le daría a él las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 17-19), y eligió esta ocasión para cumplírselo. Pero quiso que precediera una triple confesión de amor para reparar la triple negación y para indicarnos que la primera cualidad del buen superior ha de ser el amor. ¿Cómo no? «Si la creación »brotó del poder divino, la Iglesia, madre de los es»cogidos, salió de la caridac1 divina. Toda la Redención procede de esta caridad. Porque Dios amó afablemente al mundo, le dio a su Hijo único. Por »la caridad, llevada hasta la muerte de cruz, nos rescató Jesucristo. Por caridad también, llevada hasta los mayores sacrificios, la Iglesia, su esposa, 1e engendrará a los elegidos. Queriendo, pues, edificar su Iglesia sobre Pedro, debía asentarla sobre la caridad. Por eso le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? Pedro respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis »corderos» (Jn 21, 15). (Chometon, S. J., Le Christ vie et lumire.) Cuan sincera y fructuosa fue la conversión de Pedro; en la última cena se jactaba anteponiéndose a los demás: «Aunque ellos te abandonen, yo no!» (Mt., 26-33); ahora, en cambio, puesto en ocasión de alarde parecido, lo rehuye humilde y a nadie se antepone; pero afirma su amor. «Segunda vez le dice: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Respóndele: Sí, Señor; Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis corderos.» Escena solemne que tendría a todos suspensos e intrigados. «Dícele tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se contristó de que por tercera vez le preguntase si le amaba, y así respondió: Señor, Tú lo sabes todo: Tú conoces que yo te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejas» (Ib., 16, 17). La triple pregunta le recordó la triple negación y las lágrimas asomaron a sus ojos: se contristó temiendo no fueran sus protestas tan vanas como las de la noche de la cena. Cierto que eran por su parte bien sinceras, y con la ayuda de Dios habían de quedar bien cumplidas. Satisfecho Jesús, le entregó todo su rebaño: los corderos y las ovejas; hízole «pastor universal de su rebaño, no solamente de los fieles ordinarios, significados por los corderos, sino también de los que son padres espirituales de los otros, figurados por las ovejas, como son los confesores, predicadores, maestros y todos los demás prelados inferiores de la Iglesia, para que toda ella fuese un rebaño y un pastor» (La Puente, p. 5., med. 13, p. 1.0, n. 4).

Y ha de apacentarlas con tres suertes de pastos. «Apaciéntalas con el espíritu, orando por ellos; con la lengua, enseñándolas, y con la obra, dándolas buen ejemplo» (San Bern., serm. 2 de Resurr.). «Apaciéntalas con doctrina, con sacramentos y con ejemplos de buena vida, ayudándolas con todas las obras de misericordia, así espirituales como corporales, apacentando no sólo en espíritu, sino, a sus tiempos, el cuerpo» (La Puente, 1. c.).

Reflexionemos agradeciendo a Nuestro Señor la solicitud que muestra por nosotros y prometiendo responder humildes y diligentes a ella. Fomentemos el amor y sumisión al Vicario de Jesucristo; veamos en el  al supremo Pastor y entreguémonos dóciles a su dirección y consejo; y sea nuestra mayor gloria vivir a Él íntimamente unidos en todo.


4) Consideremos finalmente la magnífica promesa que Jesús hizo a Pedro: «De verdad, de verdad te digo que cuando eras más mozo tú te ceñías e ibas donde querías, pero cuando te hagas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieres. Esto dijo, significando la muerte con que había de glorificar a Dios» (Lc vv. 18 y 19). Premio el más grande que a sus trabajos y amor podrá concederle su Maestro: dar la vida por El. Sin duda que el alma del Apóstol se sintió inundada en santo júbilo al pensar que se le otorgaba la inmensa dicha de sellar con su sangre su declaración de amor; ahora sí que podía repetir Pedro el «contigo estoy dispuesto a ir a la muerte» (Lc 22, 33). Y, como buen pastor, imitando al Modelo, darla su sangre por sus ovejas (Jn 10, 11).

«El será el »primer Papa mártir y muchos le seguirán en la dignidad y en el   martirio por amor a Cristo. Es muy significativo el que anduviera tan unida la concesión de la dignidad altísima con la predicción de la muerte de cruz» (Huonder, o. e., n. 91, b).

Coloquio.  Pidiendo a Jesucristo bendiga nuestros trabajos..., nos haga gustar su presencia... y nos otorgue un amor filial y sumisión rendida a su Vicario en la tierra.

 

 

 

 

 

 

58ª  MEDITACIÓN


DE LA NOVENA APARICIÓN.

 

Preámbulo. La historia. La cuenta San Mateo (28, 16-29): «Los once discípulos partiéronse a Galilea al monte que Jesús les había señalado, y viéndole allí le adoraron, si bien algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Dada me es toda potestad en el   cielo y en la tierra. Id por todo el mundo, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a observar todos los preceptos que os he dado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mc., 16, 16).

 

Composición de lugar. La escena tuvo lugar en un monte de Galilea, que podemos suponer fuera el Tabor. Está situado a 10 kilómetros al Este de Nazaret, en el   extremo Nordeste de la llanura de Esdrelón; elévase 235 metros sobre Nazaret y 562 sobre el Mediterráneo y 770 sobre el lago de Genesaret. La explanada de la cumbre mide de Este a Oeste unos 800 metros y de Norte a Sur unos 400 metros. El panorama que desde él se descubre es espléndido (Schuster-Holzammer, «Historia Bíblica», 2, 205).


Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, POR MANDATO DEL SEÑOR, VAN AL MONTE TABOR.


1) La víspera de la Pasión habíales dicho Jesús a los Apóstoles: «Postquam resurrexero, praecedam vos in Galilaeam» (Mt., 26, 32). En resucitando, Yo iré delante de vosotros a Galilea. Y después de su resurrección, el Ángel que la anunció a las piadosas mujeres les añadió: «Et cito euntes, dicite discipulis eius quia surrexit. et ecce praecedit vos in Galilaeam. ibi eum videbitis; ecce praedixi vobis» (Mt., »28, 7). Y ahora id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; y he aquí que va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, ya os lo provengo de antemano.» Cumplieron los Apóstoles lo que se les mandaba y Jesús lo que prometiera.

No consta cuándo les designó la montaña en que habían de verle; pero sí que «los once discípulos partieron para Galilea al monte que Jesús les había señalado» (Ib., 16).
Era para los Apóstoles aquella región de Galilea tierra de dulces recuerdos; en el  la habían nacido, en el  la fueron llamados al Apostolado por Jesucristo, en el  la habían vivido con su Maestro gran parte de los años de su vida apostólica, oyendo u divina doctrina, admirando su conducta y los milagros que tan caritativamente hacía. Sus corazones, impresionados con tales memorias, estaban’ aptamente dispuestos para aprovecharse de la visita de Jesús resucitado.


2) Según puede deducirse de la narración evangélica, en esta ocasión se reunieron, con los once, otros muchos discípulos, según San Pablo (1 Cor., 15, 6), más de 500; convocados por el aviso de los Apóstoles, que llenos de caridad querían que gozasen sus compañeros de la dicha que ellos experimentaban al recibir la visita del Señor. Enseñándonos así a no ser mezquinamente egoístas, queriendo reservarnos las gracias y favores de Dios y pareciéndonos que en algo se disminuyen o desprestigian cuando se conceden también a otros. Aprendamos a tener corazón ancho y a procurar que’ de lo bueno gocen cuantos más podamos.

 

3) Y los dirigió Jesús a un monte, mostrando una vez más que para gozar de sus favores es menester que nos aislemos del mundo y que levantemos nuestro corazón y nuestros anhelos sobre las cosas terrenas para poder gozar de las celestiales y divinas. No se logra ver a Dios entre el bullicio del mundo y el trato de las gentes. ¡Cuán generosamente les cumplió Jesucristo su promesa de que se dejaría ver de ellos en Galilea! Ya lo hemos visto en la contemplación anterior y lo tenemos confirmado en ésta. Si nosotros somos dóciles en seguir los mandatos de Dios, El será espléndido en cumplirnos sus promesas y se nos manifestará.

«Y allí al verle le adoraron, si bien algunos tuvieron sus dudas»(Mt., 28, 17). No faltan autores que proponen esta lectura: «y allí le vieron y le adoraron los que antes habían dudado». Así Silva Castro, «Historia Evangélica de Jesús), y Levesque, «Nos quatre Evangiles»; y es traducción aceptada por el Padre Lagrange, O. P. Si no se acepta esta lectura, puede suponerse que los que dudaron aún no eran seguramente de los once, sino algunos de los discípulos del montón.


Punto 2.°—CRISTO SE LES APARECE Y DICE: DADA ME ES TODA POTESTAD EN CIELO Y EN TIERRA.

 
1) Escena sublime, llena de majestuosa grandeza: «Entonces Jesús, acercándose, les habló en estos términos: A Mí se me ha dado toda potestad en el   cielo y en la tierra» (Ib., 18). Proclamación solemne del poder augusto en virtud del cual los podía enviar a la gigante empresa que a continuación les expone y adornarlos para darle cima de las prerrogativas y facultades más altas que a un legado se pueden conceder. Va a enviar a los Apóstoles a difundir por todo el mundo su reino, dándoles potestad para predicar su Evangelio a toda criatura, y les muestra primero sus poderes para que conste con qué autoridad tan legítima los envía como a legados suyos.


2) Claro está que Jesús, en cuanto Dios, tiene todos los poderes; pero en esta ocasión habla como hombre. Y como hombre, como redentor, que terminada la obra de la redención y vencido el príncipe de este mundo, queda triunfador, tiene pleno derecho a congregar a todos en su reino y hacerles súbditos suyos. Como este reino mesiánico se incoa en la tierra y se consuma y perfecciona en el   cielo, la regia potestad de Jesucristo abarca el cielo y la tierra. De ese poder, concedido a Jesús por haberse humillado hasta la muerte de cruz, habla San Pablo a los Filipenses (2, 9 y 10), y dice que por él había Dios de ensalzarle de tal suerte que a su nombre se doblase toda rodilla y quedasen sujetas a su dominio todas las cosas criadas.

«En varias de sus epístolas San Pablo acumula las expresiones para ensayar el describir la gloria y el poder de que Dios Padre ha revestido a su hijo muy amado después de su resurrección, y traza espléndidos cuadros. Así, por ejemplo, al principio de la Epístola a los Colosenses (1, 15-19), donde escribe: El cual  (Jesucristo) es la imagen del Dios invisible, engendrado ante toda criatura, pues por Él fueron criadas «todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, ora sean tronos, ora dominaciones, ora principados, ora potestades; todas las cosas fueron criadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él es ante todas las cosas y todas subsisten en Él  . Él es la cabeza del cuerpo de la, Iglesia. Él, que es el principio, primogénito de entre los muertos para que Él tenga el primado en todas las cosas. Porque en Él   quiso Dios que habitase toda plenitud y por Él quiso reconciliar todas las cosas consigo».

Admirable es esta amplificación, y »con todo no es más expresiva que las palabras en »apariencia tan sencillas. «Toda potestad me ha sido dada en los cielos y en la tierra», que hacen a Nuestro Señor Jesucristo igual a Dios mismo, que le atribuyen poderes universales, tanto sobre los ángeles como sobre los hombres y toda la naturaleza.Y nótese bien que no se trata aquí de la autoridad que Cristo posee en cuanto Hijo de Dios, que ésta no le ha sido dada, sino de una autoridad nueva que le han merecido sus humillaciones y sufrimientos» (Fillion, «Vie de N. S. 1. Ch.», y. 3, pp. 543-544).

 

3) En virtud de esta potestad tiene Jesús la autoridad plena doctrinal, pues es el Maestro único a quien todos tienen obligación de escuchar y la Verdad que todos tienen que creer, sujetándole su inteligencia. Tiene autoridad de jurisdicción porque Jesús es el Pastor de todas las almas, supremo legislador que ha de regirlas y juez último ante el que han de rendir cuenta rigurosa de las acciones todas de su vida. Tiene,. por fin, autoridad de santificación porque es Jesús el Sacerdote eterno y la Víctima eterna, fuente de la gracia para todo el reino de Dios, y sin su ayuda nadie es capaz de hacer cosa de provecho para la vida eterna.


4) Y ¿por qué quiso proclamar Jesús con palabras tan rotundas su ilimitado poder? No ciertamente para yana ostentación, sino para probar su legítimo derecho a fundar la obra divina del Apostolado. «El Apostolado ha de presentarse al mundo como una fuerza superior a todas las fuerzas humanas para conquistarlo y sobrenaturalizarlo. Ha de vencer todos los terrores del infierno. Ha de menospreciar el dolor y la muerte; mejor dicho, ha de mirar estas cosas tan espantosas como un ideal, porque son medios para implantar el reino de Dios. Ha de marchar con un alma libre y magnánima que no piense sino en la gloria de Dios. Todo esto supone una fuerza divina, una autoridad también divina. El Apostolado ha de tener plena conciencia de esta autoridad y de esta fuerza. ¿Cómo tenerla? Para ese fin ha convocado Jesús esta reunión de todo su ejército para darles la certeza y la conciencia de que Dios les comunica sus dones» (Casanovas, o. e., IX, 216).

Quiso dejar a sus Apóstoles plenamente convencidos del legítimo poder con que les confería la investidura de su sublime cargo. Gocémonos en reconocer en Jesucristo ese sobrehumano poder, en respetarlo y en sujetarnos siempre rendida, dócil y cumplidamente a Él; doblemos gustosamente humildes nuestra rodilla ante ese nuestro Capitán y Rey y preciémonos de ser súbditos suyos y de vestir siempre su honrosa librea.

 

Punto 3.° LOS ENVIÓ POR TODO EL MUNDO A PREDICAR  DICIENDO: ID Y ENSEÑAD A TODAS LAS GENTES BAUTIZÁNDOLAS EN NOMBRE DEL PADRE Y
DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.

 
1) «Id, pues, e instruid a todas las naciones y predicad el Evangelio a toda criatura; bautizandolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolos a observar todas las cosas que Yo os he mandado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mt., 28, 19-20 y Mc., 16, 15).

Su dominio universal da derecho a Jesús a que se le sujete el mundo entero; a procurarlo envía a sus Apóstoles y en el  los delega, al fundar su Iglesia, este poder. Confíales la triple misión de enseñar, de bautizar y de hacer observar la ley:

a) «Enseñad a todas las gentes» para así conducirlas a la fe, que es el principio de la salvación. Y los Apóstoles, instruidos por su Maestro y divinamente ilustrados por el Espíritu Santo, el día de Pentecostés se repartieron la tierra para cumplir el mandato de Jesucristo; y la Iglesia, en la sucesión de los siglos, fiel a la orden de su Divino fundador y esposo, ha tenido por obligación suya sacratísima el enviar hasta los últimos confines de la tierra a sus misioneros para que predicasen el   santo Evangelio y trajesen las gentes a la profesión de la fe cristiana.

Bondad inmensa la de Jesús, que no. envía a sus ministros a vengar su muerte, sino a procurar que esa muerte preciosa fructifique en la salvación del mundo entero, al cual todo sinceramente desea participar la felicidad del reino por El conquistado. Y no es éste un consejo, sino un mandato formal. «Por este divino mandato de misión universal queda »obligada solemne y oficialmente la Iglesia de Cristo al apostolado de todo el orbe. La misión es el deber »más sagrado que le incumbe, en el   que no es lícito parar ni descansar hasta que se hayan salvado todas las almas y se haya llevado al aprisco del divino Pastor la última oveja» (Huonder, o. c., p. 291).

Y por cumplir ese mandato legiones nutridas de misioneros de uno y otro sexo lo dejan todo; patria, hogar, familia, para lanzarse, a través de dificultades sin cuento, a lejanas tierras, en las que les aguardan peligros mil, privaciones sin cuento y no pocas veces la muerte más cruel.

b) «Conferidles el bautismo en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», es el sello de la fe y la puerta de entrada en el   reino de Dios. Sacramento por el que se nos aplica el precio divino de nuestro rescate, y libertados de la esclavitud del enemigo quedamos hechos hijos de Dios y herederos del cielo, comenzando a vivir nueva vida; por él se nos confiere la primera gracia y somos incorporados a la Santa Iglesia.

«Aquí tenemos el fundamento de todo el ministerio sacerdotal de administrar la gracia sobrenatural y santificar las almas. Para este fin Jesús dio a los Apóstoles las llaves del reino de los cielos, con la facultad de atar y desatar en la tierra lo que en el   cielo ha de continuar atado o desatado. La doctrina va enderezada a la santificación. Quien predica siembra; el que santifica recoge» (Casanovas, o. c., pp. 219-220).

c) Enseñadles a guardar mi ley, toda entera, sin lo cual el bautismo y la fe de nada les servirían. Les confiere en estas palabras la misión pastoral o de jurisdicción por la que han de dirigir y gobernar a todos los demás miembros del cuerpo, procurando la exacta guarda de la ley suavísima por Cristo promulgada y ayudándoles a tender a la santidad por el cumplimiento de todos los preceptos. Y añade Él Señor una promesa y una amenaza que al tiempo mismo que nos anima al exacto cumplimiento de la ley nos declara terminantemente que la fe es obligatoria; pero una fe acompañada de buenas obras, única que nos merece la salvación eterna. «Quien creyere y fuere bautizado se salvará, pero el que no creyere será condenado» (Mc16).


2) Para alentarles al cumplimiento de la difícil empresa que les encomendaba les promete, en primer lugar, su asistencia: «Y estad ciertos que Yo»estaré continuamente con vosotros hasta la consu»mación de los siglos» (Mt 28, 20). «Yo, Dios y Señor, que tengo toda potestad en el   cielo y en »la tierra, estaré con mi auxilio eficaz mientras regís y enseñáis a la Iglesia, a vosotros y a vuestros sucesores, siempre, sin interrupción alguna, hasta el fin del mundo» (Ceuleman in h. 1.). En esta asistencia no interrumpida y eficaz de Dios está el secreto de la santidad, de la indefectibilidad, de la infalibilidad de la Santa Iglesia, y merced a ella ha salido triunfante de todos los ataques y puede desafiar tranquila las vicisitudes de los tiempos.
Además los adornó de gracias singulares. «Los que creyeren harán estos milagros: en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si bebieren alguna cosa mortal, no les dañará, pondrán las manos sobre los enfermos y sanarán» (Mc 16, 17-18).

Y en su predicación por el mundo sintieron los Apóstoles la eficacia de esta promesa y la asistencia no interrumpida del Señor, que iba realizando maravillas sin cuento para extender y arraigar la fe. Por eso el mismo San Marcos pudo cerrar su Evangelio con estas palabras: «Y sus discípulos fueron y predicaron en todas partes, cooperando el Señor y confirmando su doctrina con los milagros que la acompañaban» (Ib., 20). Asentada la fe, no es ya necesaria Ja manifestación extraordinaria de esa asistencia especial de Dios a sus fieles; pero, como dice el Padre La Puente, citando a San Gregorio, «tienen los predicadores, sacerdotes y confesores facultad para obrar estas señales espiritualmente en las almas de los fieles, porque echan los demonios cuando los absuelven y libran de sus pecados; hablan en nuevas lenguas cuando con el espíritu de Cristo y con lenguaje del cielo les predican la doctrina de la verdad; quitan las serpientes cuando echan de ellos las enemistades y rencores y las astucias de Satanás; beben el   veneno sin que les dañe cuando conversan con los malos y oyen sus maldades sin que se les pegue mal alguno; ponen las manos sobre los enfermos y sanan cuando con sus amonestaciones y ejemplos esfuerzan a los flacos en la virtud» (P. 5,a, med. 14, p. 50).

 

 

 

 

59ª  MEDITACIÓN

 

DE LA ASCENSIÓN DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.


Preámbulo. La historia será aquí cómo el Señor, pasados cuarenta días después de su Resurrección, se apareció a sus Apóstoles y tuvo con ellos un banquete de despedida, en el   que les dio razones por las que debían alegrarse de su partida. Después les mandó que se reuniesen en la cumbre del Olivete, y allí, después de bendecirles, se elevó a los cielos. Los Apóstoles seguían con avidez su Ascensión hasta que una nube blanca le ocultó a sus ojos. Ellos quedaron con la vista fija en el   cielo, hasta que se les aparecieron dos personajes vestidos de blanco, los cuales les dijeron: «Varones galileos, por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que os dejó, subiendo al cielo, ha de venir de la misma manera que le visteis subir.» Y haciendo una adoración, bajaron y se reunieron en el   Cenáculo en torno de María, Madre de Jesús.

 

Composición de lugar: será aquí ver el Cenáculo y el monte Olivete. Extiéndese el monte Olivete al Este de Jerusalén, en una extensión de unos tres kilómetros y medio; tiene tres cumbres: la primera, al Norte, se eleva unos 830 metros sobre el Mediterráneo; la segunda, unos 820, y la tercera, que está frente al templo, 818 metros; domina el Mona, sobre el que está construido el templo, alzándose sobre él unos 76 metros. Esta cumbre, de bastante anchura, es la que comúnmente se llama «Monte Olivete»; la separa del templo el torrente Cedrón. (A. Bohnen, S. J.)


Punto 1.° DESPUÉS QUE POR ESPACIO DE CUARENTA DÍAS APARECIÓ A LOS APÓSTOLES, MANDÓLES QUE EN JERUSALÉN ESPERASEN EL   ESPÍRITU SANTO PRO METIDO.

 

1) Manifestóse el Señor después de su Resurrección a sus Apóstoles repetidas veces, dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el   espacio de cuarenta días y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios (Act. Ap., 1, 3). El reino de Dios significa aquí la economía de la Nueva Ley; llámase así aptamente porque por ella reina Dios invisiblemente en las almas y visiblemente en la Iglesia de Cristo; y en este sentido se usa siempre en el   libro de los Hechos de los Apóstoles esta palabra, fuera de una vez (14, 21), en la que significa el reino de los cielos. En aquellos días acabó de descubrir a sus Apóstoles los misterios y secretos concernientes a los sacramentos, al Santo Sacrificio y modos del culto divino, de los cuales muchos se conservan ahora por tradición.


2) Pasados cuarenta días aparecióseles por última vez y quiso tener con ellos un banquete de despedida (Act. Ap., 1, 4). ¿Cómo se portaría con sus queridos Apóstoles en aquellas últimas horas de estancia visible en la tierra? Podemos meditar, como dichas en esta ocasión, algunas consideraciones que Jesús propuso a sus Apóstoles en la última cena:

a) «Non turbetur cor vestrum» (J 14, 1). No se turbe vuestro corazón con la pena de mi despedida. «Creditis in Deum et in me credite» (Ib.), creéis en Dios, pues creed también en MI y confiad. «In domo Patris mei mansiones multae sunt» (Ib., 2). «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones», no sólo para Mí, sino también para vosotros; si así no fuese os lo hubiera dicho, pero en verdad las hay y por eso voy a preparar el lugar para vosotros:
«quia vado parare vobis locum» (Ib.). «Y cuando habré ido y os habré preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo para que donde Yo estoy estéis también vosotros» (v. 3). Vendré a buscaros a cada uno a la hora de vuestra muerte para llevaros conmigo al cielo; no os entristezcáis, pues, de mi marcha, porque ha de ser provechosa para vosotros.
        b) Además, «non relinquam vos orphanos» (Ib 18). No os dejaré huérfanos y desamparados, porque, como os tengo dicho, «ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi» (Mt., 28, 30). Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos. Se quedará Jesús con asistencia especialísima en su Iglesia y en la Eucaristía, para consolarnos en su ausencia, para esforzarnos en la empresa que nos tiene encargada y en el   trabajo de nuestra santificación; para avivarnos en la ejecución de lo que nos ha mandado.

e) Por otra parte, «si diligeritis me gauderetis utique, quia vado ad Patrem, quia Pater maior me est» (Jo., 14, 28). Si me amaseis os alegraríais ciertamente de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que Yo. Os alegraríais en vez de entristeceros, porque es cosa buena para Mí el recibir de mi Padre, mayor que Yo, en cuanto soy hombre, el galardón merecido y ganado con mis trabajos y muerte. Cierto que, para quien ama, es motivo de consuelo el triunfó del amado.

d) Y por fin, otro motivo de consuelo es el que os conviene que Yo me vaya poque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Querríais tenerme siempre con vosotros, como protector en las persecuciones que os aguardan: y en esto os parecéis al niño, que quiere estar siempre junto a su madre, o al pollito, que teme alejarse demasiado del ala de la gallina; os gozáis de vivir en sociedad humana y sensible conmigo, y os descargáis en Mi de todo cuidado, de toda previsión, de todo temor. Pero creed en mi corazón paternal, que os ama, y en mi mirada, que alcanza mucho más lejos que la vuestra y conoce toda verdad.

El niño que no quiere alejarse de las faldas de su madre, de su ternura y de sus caricias, jamás llegará a ser hombre perfecto; sus cualidades de hombre quedarán en germen, sin desarrollarse. Jamás tendrá iniciativa, decisión, alientos de jefe, ni aun siquiera de jefe de familia. Es precisó que salga como el pájaro, fuera del nido, y, mirando al espacio, tenga confianza en sus alas y en Dios. Es inútil a vuestra virilidad espiritual que Yo me vaya. La desaparición de mi presencia sensible o pondrá mejor en contacto con mi divinidad suprasensible, ensanchará vuestro corazón, lo hará más sobrenatural y, por consiguiente, más capaz de los dones de mi Espíritu. Con ellos correréis por el mundo entero. Y más tarde enseñaréis a las almas que las pruebas que nos privan de las pequeñas dichas humanas son una condición para hacerlas más sobrenaturales y aptas para recibir los dones del Espíritu Santo (A. Chometon, S. J., O. c., pp. 437-438).


3) Después les mandó que no partiesen de Jerusalén, sino que esperasen el   cumplimiento de la promesa del Padre, «la cual, dijo, oísteis de mi boca; y es que Juan bautizó con el agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en el   Espíritu Santo dentro de pocos días (Act. Ap., 1, 4-5). Recordóles así que habían de permanecer en retiro, preparándose a recibir el Espíritu Santo, que El les había de enviar.

Consideremos con qué atención e interés escucharían los Apóstoles estas palabras de su querido Maestro, sabiendo que eran las últimas que les dirigía. Algunos, sin embargo, soñaban aun entonces con grandezas humanas, y preguntaron a Jesús: «Si será éste el tiempo en que has de restituir el reino de Israel? A lo cual respondió Jesús: No os toca a vosotros el conocer los tiempos y momentos que tiene el Padre reservados a su poder; recibiréis, sí, la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta el cabo del mundo» (Act. Ap., 1, 6-8).


Punto 2.°  SACÓLOS AL MONTE OLIVETE Y EN PRESENCIA DE ELLOS FUÉ ELEVADO, Y UNA NUBE LE HIZO DESAPARECER DE LOS OJOS DE ELLOS.


1) Terminada la comida, levantóse Jesús y condujo a sus discípulos en dirección a Betania, hasta la cumbre del monte Olivete, sitio bien conocido, pues que en el  no pocas veces les había predicado. Una vez allí, los bendijo, y usaría ya el Señor como signo de bendición la señal de la Cruz. ¡Que hace dos mil años que las bendiciones del Señor vienen en forma de cruz! ¡Cuánto nos cuesta entenderlo! Fue para sus Apóstoles la bendición de Jesús raudal de dicha y fortaleza; pero al mismo tiempo lo fue de continuos trabajos y persecuciones coronadas para todos ellos, siquiera Juan no muriese en el  con el martirio.


2) Despidióse Jesús en particular de su Santísima Madre; y ¡cómo sentiría vehementes anhelos de asociarla a su triunfo y llevársela consigo al cielo! No lo hizo por nosotros, pues que quiso dejarla aún en la tierra para que sirviera a la recién nacida iglesia católica de Madre, Maestra y refugio.

Quiso, además, que los cristianos primeros, y por ellos todos los que habíamos de serlo en la sucesión de los siglos, aprendieran lo que en María tenían y acudieran a Ella como a medianera universal y depositaria de los tesoros todos del cielo. Así como durante el día, mientras el sol está sobre el horizonte, la luna desaparece o sólo se ve como una mancha blanquecina sin resplandor; pero puesto el sol, y merced a los rayos que de él nos refleja, aparece tan bella en las noches de su plenitud, de la misma manera, mientras el «sol de justicia», Cristo Jesús, estuvo visible en la tierra, María Santísima quedó como oscurecida y a Jesús acudían los Apóstoles en sus dudas y necesidades; pero ido a los cielos el Señor comenzó a lucir en todo su esplendor la Virgen Nuestra Señora y aprendieron los primeros cristianos a estimarla y a recurrir a Ella en toda necesidad. Mientras en el   mundo estamos caminamos, como de noche, «donec dies elucescat» (1 Pet., 1, 19), hasta que amanezca el día de la eternidad; y no tenemos otra luz que la reflejada por la luna, esto es, toda gracia que sale de Jesús llega a nosotros reflejada en María: Jesús, la fuente única; María, el único acueducto.


3) «Y se fué elevando a vista de ellos por los aires, hasta que una nube le encubrió a sus ojos» (Act. Ap., 1, 9). Espectáculo sublime el de Jesús subiendo por su propia virtud, y tan arrebatador, que los Apóstoles no acertaban a separar sus ojos de Él. Quizá, para mayor esplendor de tan magnífico triunfo, asoció Jesús a su cortejo a los Santos que habían resucitado en Jerusalén según nos dice San Mateo (27,53).

Rasguemos esa nube y sigamos al Señor en su triunfante entrada en los cielos. Nos la describe el Salmista; adelantándose al cortejo que a Jesús acompaña, un grupo de Ángeles llamando a las puertas del cielo, clama: «Levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la eternidad!, y entrará el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso el Señor poderoso de la batalla...». Y abiertas de par en par las puertas de la gloria, hasta entonces cerradas para el hombre, entró triunfante Jesucristo.

Y avanzó hasta el Padre para recibir de su mano el galardón bien merecido. «Díjole el Padre: «Siéntate a mi diestra, mientras que Yo pongo a tus enemigos por tarima de tus pies» (Ps. 109, 1). Luego que hubo tomado posesión de su bien ganado trono, Jesucristo fue presentando a su Padre a sus fieles servidores, y otorgándoles la parte del botín que según sus méritos les correspondía. Veamos a un San José, a un San Juan Bautista y a tantos otros fidelísimos servidores; le habían seguido en la pena y ahora le seguían en la gloria.


4) También preparó nuestras sillas: «vado parare vobis locum»; mirémoslas y procuremos «ut inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia» (Liturgia) (Dom. 4 p. Pent., Oración de la Misa), que entre el vaivén de las cosas mundanas nuestros corazones se mantengan fijos donde están los verdaderos gozos. Allí nos tiene preparado el Señor, «quod oculus non vidit, nec auris audivit, nec in cor hominis ascendit, quae praeparavit Deus iis qui diligunt illum» (1. Cor., 2, 9), «ni el ojo vió, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman». «Ibi vacabimus et videbimus, videbimus et arnabimus, amabimus et laudabimus: ecce quod erit in fine sine fine» (D. Aug., De civit. Dei., 1, 22, c. 30, n. 5) (ML. 41, 304).

 

Punto 3.° MIRANDO ELLOS AL CIELO LES DICEN LOS ÁNGELES: VARONES GALILEOS, ¿QUÉ ESTÁIS MIRANDO AL CIELO? ESTE JESÚS, EL CUAL ES LLEVADO DE VUESTROS OJOS AL CIELO, ASÍ VENDRÁ COMO LE VISTEIS IR EN EL   CIELO.

 
1) El espectáculo de la Ascensión de Jesús era tan arrebatador, que los Apóstoles y discípulos no acertaban a apartar sus ojos de Él: ni se cansaban de mirarlo. ¡Qué será el cielo! ¡Qué será ver en el  la hermosura del cuerpo glorificado de Jesús! Con cuánta razón clamaba San Ignacio: ¡Cuán sórdida hallo la tierra después de mirar al cielo! Así es, y si nos acontece que las cosas de la tierra nos encantan es porque miramos mucho a ellas y muy poco o nada al cielo. ¡Cuán pocos son los que levantan sus ojos de la tierra! «Siéntense los discípulos penetrados de Santos deseos de Seguir al divino Maestro y quedarse allá con Él. ¿Qué les importa la »tierra si Él ya no está con ellos? Es preciso que vengan Ángeles y arranquen su mirada del cielo y la encaminen a la tierra. Lo que les dicen no es en son de reproche, no les reprenden el   deseo de contemplar a Jesús, sino avísanles que se recojan dentro de sí mismos y se resuelvan a ocuparse en la vida activa. Los Ángeles les mueven a un amor »práctico» (Huonder, o. c., n. 114, 2).


2) Las consolaciones no nos han de Servir para quedarnos engolosinados en el  las, sino para excitarnos al trabajo y hacerlas fructificar en obras de santidad. El ideal es saber juntar la oración con la acción, de suerte que la oración nos temple para la acción y la acción vaya tan empapada en vida sobrenatural que no nos impida la entrada en la oración y trato con Dios.
Es de considerar también el recuerdo de la venida última de Jesús como juez de vivos y muertos. El recuerdo de aquel día puede en no pocas ocasiones alentar el corazón del Apóstol a perseverar en sus trabajos esperando la recompensa y remitiendo al juicio infalible de Dios la rectificación de apreciaciones torcidas y censuras inicuas que los hombres aplican con frecuencia a sus mejor intencionadas obras.


3) «Y habiéndole adorado, regresaron a Jerusalén con gran júbilo» (Le., 24, 52). Las causas del gran gozo de los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, siendo así que antes no podían vivir sin la presencia de Jesús, han de buscarse en el   aumento de fe, esperanza y caridad que sus almas habían experimentado con la Resurrección, apariciones y consejos de su divino Maestro. Rabiase visto confirmada su fe al ver cumplidas tan exactamente las cosas todas que Jesús les había predicho, y tras las horas terriblemente dolorosas de la Pasión, vinieron las dulcemente gratas de la Resurrección, coronadas con la triunfante Ascensión. La esperanza del cumplimiento de cuanto el Señor Jes había prometido y de la venida del Espíritu Santo los llenaba de santo gozo. Y, sobre todo, el grande amor a su Maestro les hacía gozarse en su gloria como en triunfo propio.


4) «Después de esto se volvieron a Jerusalén..., y entrados en la ciudad, subiéronse a una habitación alta..., y animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres y con María Madre de Jesús...» (Act. Ap., 1, 12-14). Cumpliendo lo que el Señor les ordenara: Yo voy a enviaros el que mi Padre os ha prometido (por mi boca); entretanto, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fortaleza de lo alto» (Lc 21, 49). Reuniéronse en el   Cenáculo en torno a María para preparar con el retiro de diez días a la venida del Espíritu Santo. Magnífica preparación para recibir los dones del cielo la empleada por los Apóstoles, que debemos nosotros imitar si queremos hacernos dignos de lograrlos; retiro, oración, caridad y unión con María, perseverando sin interrupción hasta que el Señor quiera oírnos.

Coloquios. Con nuestra Madre Santísima, pidiéndola que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos y después de este destierro nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Que ore a su Hijo para que nos envíe el Espíritu Santo. Con Jesús, felicitándole por su triunfo grandísimo, renovándole las oblaciones de mayor estima y momento que le tenemos hechas y pidiéndole nos esfuerce a su fiel cumplimiento con su ayuda y con la firme esperanza del galardón que nos tiene preparado.

 

 

 

 

 

60ª MEDITACIÓN

 

PENTECOSTÉS: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

 

¿QUÉ DEBEMOS HACER PARA TENER LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS?

 

        QUERIDOS HERMANOS: ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles reunidos con María? Primero pedir con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó, y luego, esperar que el Padre responda, esperar siempre en oración. Se preguntaba S. Buenaventura: ¿Sobre quién viene el Espíritu Santo? Y contestaba con su acostumbrada concisión: “Viene donde es amado, donde es invitado, donde es esperado”.

 

        1.- ¿Qué significa decir ¡Ven! a alguien que ya hemos recibido en el Bautismo, Confirmación?; decir “ven” a quien tenemos presente dentro de nosotros? Santo Tomás de Aquino nos da una explicación teológica de las nuevas <venidas> del Espíritu Santo en nosotros. Observa, ante todo, que el Espíritu Santo viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Textualmente: «Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia. Cuando uno, impulsado por un amor ardiente se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida».

        Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús, al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

        ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha, como Él nos encomendó. Y luego esperarlo, reunidos con María y la Iglesia en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica, como lo estamos haciendo ahora, para pedir y experimentar su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora. Hay que estar dispuestos también a vaciarse para que Él nos llene, porque nos amamos mucho a nosotros mismos, nos tenemos un cariño muy grande y nos damos un culto idolátrico, de la  mañana a la noche, a veces estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni Dios en nuestro corazón. Digo ni Dios, porque suena más fuerte, como a blasfemia. Y así nos impresiona más y podemos despertar de esta rutina idolátrica.

 

        2.- Hermanos, somos simples criaturas, solo Dios es Dios. Qué grande vivir en la Santísima Trinidad que me habita, quiero que me habite y quiero vaciarme para eso hasta las raíces más profundas de mi ser, para llenarlo todo de divinidad, de amor, de diálogo, de verdad y de vida, pero de verdad, no sólo de palabra: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a olvidadme enteramente de mí, para establecerme en Vos tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviera en la eternidad;  que nada pueda turbar ni paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable! sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro Amor.

        ¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de mi Dios, venid sobre mí para que en mi alma se realice una como encarnación del Verbo; que yo sea para Él una humanidad supletoria en la que Él renueve todo su misterio de Amor» (Beata Isabel de la Trinidad).

       

        3.- Lo que el Espíritu toca, el Espíritu cambia, decían los padres griegos. El que clama al Espíritu: Ven, visita, llena… le da la llave de su casa para que el Espíritu entre, cambie, ordene, lleve la dirección de su vida. No podemos con la voz de la Iglesia decir: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y luego en voz baja añadir: pero no me pidas que cambie mucho, porque es una contradicción, la eterna contradicción o lucha de lo que somos: carne y espíritu, naturaleza y gracia, hombre viejo y hombre nuevo. Si viene el Espíritu Santo ordena nuestro amor, la gracia mete en mí ese amor del mismo Dios Trinitario, yo no puedo amar sino como Dios se ama y ama a los hombres y Dios se ama como primero y absoluto por ser quien es, por sí mismo, y yo solo puedo amar así si Él me lo comunica y mora en mí;  entonces Dios será lo primero y lo absoluto. Por eso,  esto ni lo entiendo ni puedo ni sé de qué va si Él no me lo da por su Espíritu, y para esto tengo que estar dispuesto a vaciarme  de mí mismo, de mi amor propio y de los criterios, sentimientos y comportamientos motivados por mi yo en contra del Espíritu de mi Dios.

        Guiados por el Espíritu de Cristo hay que seguir sus mociones y pisar sus mismas huellas, adorando al Padre en obediencia total, guiados por su Espíritu, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, hasta la muerte del propio yo, del amor propio, del amor que me tengo a mí mismo y esto cuesta, cuesta sangre y es para toda la vida. Los sacramentos son eficaces, la gracia, la Eucaristía, Cristo; pero tengo que estar dispuesto a ser bautizado con el fuego del amor  que Dios me comunica.

 

        4.- El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, por la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios, y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué son? Preferirme a mí mismo más que a Dios. Y como esto cuesta y yo solo no puedo, necesito de Él siempre para levantarme, para seguir avanzando, amando, porque quiero amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser. Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes. Pero si no quiero que Él sea de verdad lo primero, si mis labios profesan y predican: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; pero luego no estoy en esta línea, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, ni de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios,  porque, para vivir como vivo, me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive. Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu de Dios, de la fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo.

        Queridos hermanos: necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo, necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces, necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir, y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque cada uno de nosotros seremos una humanidad prestada a Cristo, para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

 

        5.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta Unción para quedar curada, de este fuego para perder los miedos, de este fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu Santo. Dice San Hilario: «Gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei»: La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios. 

        Vamos a invocarle al Espíritu Santo; nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros hermanos, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros; la única forma de conocer al Espíritu Santo, a Dios, es si permanece en nosotros, en nuestro corazón, esto es, amándole; esta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, por su mismo Espíritu.

        Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, es decir, no se trata de salvarse o no; ni de que no hayan entrado en la verdad y en la salvación, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana o apostolado; “recibir el Espíritu Santo” para el Apóstol, se trata de plenitud, de verdad completa, de estar centrado en el corazón del cristianismo, en el mismo Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el “bautismo del Espíritu Santo”.  

        6.- En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas y los una a todos el amor; es el Espíritu  el que va a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, papá Dios. “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

        Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: “Mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo”. El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los Apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los Apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad» que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

        Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, en noticia amorosa, en llama de amor viva, como dice S. Juan de la Cruz.

 

 

¡Gracias, Espíritu Santo!

 

        Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del Veni Creator: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo.

 

«Gracias, Espíritu Creador,

porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.

Gracias porque eres para nosotros el consolador,

el don supremo del Padre, el agua viva,

el fuego, el amor y la unción espiritual.

Gracias por los infinitos dones y carismas que,

como dedo poderoso de Dios,

has distribuido entre los hombres;

tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.

Gracias por las palabras de fuego

que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas,

los pastores, los misioneros y los orantes.

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar

en nuestras mentes, por su amor, que has infundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo.

Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha,

por habernos ayudado a vencer al enemigo,

o a volver a levantarnos tras la derrota.

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal.

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar:¡Abba!»   ( R. Cantalamessa).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

 

PRIMERA LECTURA: Hch 2, 1-11

 

        Pentecostés es una de las tres fiestas que reúnen en Jerusalén una gran multitud de peregrinos. Llegaban de todo el  territorio nacional, pero también de la Diáspora, o sea, de las numerosas regiones del Imperio Romano donde se establecieron comunidades judías. Se dividen en judíos de origen y en prosélitos. Los prosélitos son paganos convertidos al judaísmo. En la mañana del día de Pentecostés, Jesús cumple la promesa que hizo a sus discípulos. Estos, de acuerdo con el mandato del Maestro, permanecieron en Jerusalén y, en espera del acontecimiento prometido, se reúnen para orar largamente.

        Hay fenómenos externos: ruido, llamas de fuego, pero los más importantes son los internos: “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. La diferencia de lenguas divide a los hombres y simboliza la incomprensión entre los hombres o, al menos, las dificultades para entenderse. El don de lenguas el día de Pentecostés significa que todos los pueblos son capaces de encontrarse y de comprenderse por encima de sus diferencias, en el nivel superior de la caridad en Cristo: “…y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería…pero cada uno los oía hablar en su propio idioma”. 

SEGUNDA LECTURA: 1Cor 12, 3b-7. 12-13

 

        La obra fundamental del Espíritu Santo es hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios, fundado en el amor, que se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo  Espíritu, para formar un solo  cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

        El Espíritu Santo hace de todos los creyentes un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, comenzada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los Apóstoles, porque el lenguaje del amor es comprendido por todos los hombres: “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común… Todos los miembros, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, y así es también Cristo”.

 

 

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN: 20, 19-23

 

        QUERIDOS HERMANOS: Dice el Señor a los Apóstoles: “Muchas cosas me quedan por deciros todavía, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga el Espíritu Santo, el espíritu de la verdad, Él os llevará hasta la verdad completa”.

 

        1.- Estamos celebrando Pentecostés. Pentecostés es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y María reunidos en oración. Lo primero que tenemos que preguntar en estos tiempos de mucha ignorancia religiosa: Y ¿quién es el Espíritu Santo? ¿Por qué según Cristo es tan importante? 

        El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad,  Dios con el Padre y el Hijo. Y por tanto, infinito eterno e inmenso como ellos. Se le llama también Espíritu de Dios, Consolador o Paráclito, Don,  fuego de Dios. Y sobre todo se le llama dulce huésped divino de nuestras almas, porque realmente las habita cuando estamos en gracia, aunque nosotros no lo advirtamos. Este Espíritu Divino tiene con nosotros los cristianos unas relaciones muy especiales. Son muchas y muy importantes. Entre las principales podemos colocar sin duda las que Jesús mismo nos dice en el Evangelio: Él nos tiene que llevar “hasta la verdad completa”, es decir, a la experiencia de Dios para vivir “en espíritu y verdad” el Evangelio entero y completo, la vida de gracia en plenitud y la amistad con Dios hasta la experiencia de sentirnos amados por Él. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia, sino que llega a la voluntad, al corazón, a la vivencia. Porque todos sabemos que Cristo y su Evangelio no se comprenden hasta que  no se viven. 

        El Espíritu Santo tiene, por tanto, esta misión: guiar y llevar a todos los hombres hasta la verdad completa. Porque hay hombres que no saben nada de Jesucristo, de Hijo de Dios, hecho hombre, que, muriendo en una cruz, nos redimió de nuestros pecados y nos abrió el camino de la Alianza y la amistad con Dios. Hay muchos hombres que no saben del cielo, de la vida más allá de esta vida, de que Dios nos ama y nos ha dado, porque nos ama, la vida para compartirla eternamente en su misma esencia y felicidad trinitaria. No saben de los sacramentos, de la Eucaristía, de la Iglesia como único camino de salvación. Y hay otros muchos, que, como los Apóstoles, sabemos muchas verdades religiosas, pero no las vivimos, porque nos falta la experiencia, el amor para tocarlas y sentirlas con el corazón. Eso se llama verdad completa. Y para eso hay que llegar a la santidad, y para eso hay que subir por la oración y conversión permanente, y para todo esto, el único guía es el Espíritu Santo.

        Ciertamente vivir el cristianismo completo, con todas sus exigencias, es algo que cuesta mucho. Por eso precisamente Jesús nos quiere enviar al Espíritu Santo, para que ilumine nuestra inteligencia y fortalezca nuestra debilidad, que es tan grande como la de los Apóstoles antes de recibirle.  Porque el Espíritu Santo es la fortaleza y la fuerza de Dios; es la potencia de Dios que, invocada en los sacramentos, nos trae a Cristo en la Eucaristía y en los demás sacramentos;  y Él es quien nos tiene que ayudar en esta labor tan dura, que en definitiva no es otra cosa que ser santos. 

 

        2.- “Me voy y vuelvo a vosotros”,  les había dicho el Señor resucitado antes de subir a los cielos en la Ascensión, porque en Pentecostés vino el mismo Cristo; de hecho Pedro y todos empezaron solo a hablar de Él; pero vino hecho fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; no vino hecho carne ni palabra, sino espíritu y experiencia de amor, vino a sus corazones directamente sin limitaciones de palabra, carne, ideas, realidades limitadas y finitas; porque lo importante de Cristo no era su exterior, ni sus milagros, lo importante de Cristo estaba en su interior, en su Espíritu, en su Divinidad y ésa se pudo expresar mejor de corazón a corazón que por palabras o hechos finitos y limitados.

        El mismo Cristo les había dicho muchas veces: “Me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”; “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto triste, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya”.

        3.- LOS APÓSTOLES

 

        Habían escuchado a Cristo y su Evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las “puertas cerradas por miedo a los judíos”; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive. ¿Y qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por ellos para que le recibieran?;  ¿Por qué dijo y deseó Cristo esta venida para ellos y para todos los cristianos? Porque nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros; recordad lo que preguntó San Pablo a los cristianos bautizados de Corinto: Si habían recibido el Espíritu Santo. Y ya os he explicado a todos la necesidad de recibirlo: porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, hasta que la fe, el evangelio no se hace fuego de amor, no es enseñado por el Espíritu Santo en nuestro espíritu, Cristo es mera letra o verdad pero no se hace fuego, Espíritu, llama de amor viva, llama ardiente de experiencia de Dios.

        Y lo vemos hoy en las Lecturas de la misa: hasta que no viene el Espíritu Santo, los Apóstoles, que han oído el evangelio entero y  completo a Cristo, que han visto todos sus hechos salvadores, que le han visto incluso resucitado, que han celebrado la Pascua en Él resucitado, hasta que no viene hecho fuego de Espíritu Santo no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden el lenguaje de amor del Espíritu Santo, aún siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y es la Iglesia  completa, la verdad completa del cristianismo.

        Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos. Es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir, lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo.  Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje de la cabeza al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe, que en el fondo no se sabe porque no se vive, sino lo que se vive porque se sabe por el Espíritu Santo, por el amor, porque uno lo siente y lo experimenta.

        Y el camino para esta venida del Espíritu Santo es la oración. Los Apóstoles permanecieron reunidos en oración en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús. Aquí está otra maravilla: la dulce Nazarena. Simplemente constatar su presencia en el momento fundante de la Iglesia. Nada se dice de su entusiasmo al recibir al Espíritu Santo. Lógico. Ella lo había recibido ya mucho antes.

 

        4.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística. Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para toda la Iglesia, lo necesita la Iglesia.

        Cristo nos dijo: “Le conoceréis porque permanece en vosotros,” esta es la forma perfecta de conocer a Dios, a Cristo, de distinguir Padre, Hijo y Espíritu Santo, que no sea todo lo mismo, que sean distintos los misterios y las realidades teológicas y litúrgicas y los amores y los pasajes de espíritu y todo y sólo por la venida, todos nosotros del Espíritu Santo, por la nueva vivencia de Pentecostés. ¡Señor, enviamos tu Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de sus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor; envía tu Espíritu y todo será creado de nuevo, será visto de forma distinta, será vivido en plenitud!

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:26

JESÚS Dominguez, monjas asilo A

Escrito por

(Libro ESPIRITUALIDAD DE SANTA TERESA JORNET,  Jesús Domínguez Sanabria)

 

SALUDO INICIAL:

 

MUY QUERIDAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS:

 

Así quiso Santa Teresa de Jesús Jornet que os reconociese la Iglesia. Con ese nombre, que suena a ternura infantil y simultáneamente a dedicación heroica, profesáis un estado de vida evangélico de servicio fraterno a tantos ancianos marginados, desvalidos o abandonados. Sois el rostro amoroso de Cristo que continúa hoy en vosotras dando la vida por los más pobres entre los indigentes de nuestra desacralizada sociedad.

 

VIVIR CENTRADAS EN DIOS PARA AMAR DESDE EL CORAZON DE DIOS

 

Hay una máxima que Santa Teresa de Jesús Jornet repetía con frecuencia: «Dios en el corazón, la eternidad en la cabeza y el mundo a los pies» (II 880).

Todo su contenido indica que ella vivía tan saturada del amor de Dios que todo cuanto era y hacía partía de una convicción de fe inmersa en cuanto fuese ser de Dios, agradar a Dios y dar gloria a Dios. Fue el gran objetivo de su vida: vivir centrada en Dios, para amar y actuar desde el corazón de Dios, como recóndita en su intimidad..., y desde esa postura de fe y ternura divina, desplegarse exteriormente, convivir fraternalmente, y desgastar la vida sirviendo con gozo a los más desamparados, a los ancianos desvalidos...

Y eso mismo pedía a sus Hermanitas: vivir centradas en Dios, pensando que Dios está en vosotras y en todas vuestras circunstancias, y, en consecuencia, que debéis actuar poseídas del amor de Dios, que impulsa a hacer bien todas las cosas..., y con profundo espíritu de fe, con intensa vida interior, y procediendo en todo por amor, emplear todos vuestros esfuerzos en convivir entre vosotras en unidad..., y con la sagrada misión de atender, ayudar y evangelizar a los ancianos desamparados.

Vuestra Santa Madre, desde que fue consciente de su condición de cristiana hasta el instante de su muerte te, demostró una fe profunda, un anhelo de ser de Dios y un ansia inquebrantable de consagrar su vida a promover la gloria de Dios y su servicio... Y cuando fue madurando en esa vida de fe y de profundidad de amor, quienes la conocieron testifican que «su mirada y su sonrisa eran tan religiosas que daba a entender que estaba siempre unida a Dios como en situación de oración» (II 880)... «En su comportamiento exterior se manifestaba que poseía un gran amor a Dios y que vivía como quien estaba continuamente en su presencia» (II 880)... Eso mismo aconsejaba ella reiteradamente a sus Hermanitas: «Tener mucha unión con Dios.., para alcanzar y conservar la caridad perfecta» (II 880)...

Desde esa intimidad con Dios, como perfecta enamorada de toda la bondad de Dios, veía natural y de conducta espontánea hacerle continuamente a su Buen Dios, a la Divina Providencia, la donación del sacrificio de toda su vida... Era la exigencia lógica que le propiciaba el honor y el gozo de estar consagrada a la gloria y servicio del Señor..., estar constantemente atenta a su divina voluntad..., y vivir pacífica y generosamente abandonada a sus designios amorosos...

Este ejemplo y exhortación de Santa Teresa de Jesús Jornet se convierte ahora en urgencia estimulante, en anhelo ardiente, en invitación vibrante, en reclamo seductor de lo que hoy tiene que ser la vida y testimonio de una Hermanita: estar centrada en Dios..., para vivir todo su servicio a la Iglesia, en comunidad y en la atención a los ancianos, como quien actúa desde el corazón de Dios, con sincera humildad y con espíritu alegre.

Todo esto —teniendo en cuenta el ejemplo de la Santa Madre—, ha de llevar a toda Hermanita, hoy y siempre, a empeñarse con ilusión y continuamente en este variado cometido:

— Estar enamorada de Dios...
— Vivir para glorificar a Dios...
— Permanecer siempre en el Corazón de Dios por medio de una oración y conversión permanente...
— Encarnar el ideal del amor fraterno entre las hermanitas y ancianos...
— Y servir al Señor con humildad y alegría...


Y desde esta santificadora actitud evangélica, desarrollar todo su quehacer diario, vivir su carisma y espiritualidad de Hermanita y dedicar gozosamente su vida a la atención y santificación de los ancianos desamparados...

        

         Precisamente por eso, la Santa entiende que ese amor y ese servicio ha de hacerse siempre con alegría; porque de lo contrario, difícilmente será expresión de un amor sincero: «Amemos mucho a Dios y sirvámosle con alegría» (1 810)... ¡El amor exige y engendra alegría!.. Y cuando en la vida de una Hermanita no hay alegría, es que falla el amor a Dios, o que éste aún no se ha entendido bien...

El primer fruto de un amor sincero a Dios es que cada Hermanita se sienta muy unida a Él y simultáneamente muy empeñada en vivir la unidad fraterna con todas las demás Hermanitas, para no dividir ni falsificar la sinceridad de su amor a Dios...

En esto la Madre es muy exigente y tajante: «Deseo que el adorable Corazón de Jesús las haya llenado a todas de su divino amor, para que así vivan siempre unidas y amándose mucho unas a otras en este amable Corazón, que ha de ser siempre nuestra mayor felicidad» (II 232). ¡He ahí otra de las razones de la felicidad y de la dicha que debe rezumar toda Hermanita: si su amor a Dios es sincero, tiene que saberse llena de la causa de la felicidad, y demostrarla en la convivencia con sus Hermanas y en el servicio a los ancianos!..

 

Y otra nota muy interesante que he visto yo en nuestra santa es que en esa línea la Santa Madre une la vivencia del amor a Dios a la conquista de la perfección cristiana: es una consecuencia y una exigencia de estar enamoradas de Dios...; es una condición para servir mejor a los ancianos y hacerlo de manera santificante... En

una circular, con motivo de la Navidad, así se lo expresa a todas las Hermanitas: «Les deseo que el Niño (Dios) les llene en ese sagrado fuego que Él sabe comunicar a las almas humildes a quienes tanto ama, para que abrasadas en esta llama divina puedan correr a volar por el camino de la perfección»... (II 233).

En consecuencia, las Hermanitas tenéis que vivir tan enamoradas de Dios que todo, todo, en vosotras sea y dé ocasión para testimoniar cuanto eso significa...La Iglesia lo necesita... Es la base de vuestra vocación... Es imprescindible para vivir vuestra espiritualidad de consagradas... Vuestra misión de misericordia y atención santificadora a los ancianos lo exige.... Y, en definitiva, es la condición para que os sintáis realizadas y felices...

La Santa Madre lo entendía y os lo decía así: «Cuántos y cuántos avisos nos da Dios nuestro Señor para que de una vez por todas nos resolvamos a amarle y servirle con todas nuestras fuerzas! Seguramente que esto es lo único que Él quiere de nosotras» (II 447)...; porque «en obrar por Dios —como enamoradas de Dios!— es lo que nos queda de sólido para el cielo» (II 644).

 

         Pues este sacerdote ha venido a vosotras con ilusión para hablaros de este amor a Dios y a los ancianitos, y precisamente desde la oración conversión. Porque para mí estos tres verbos amar a Dios y a los hermanos orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor y significado. En este línea, añadiendo tan solo, que para hacer oración y encontrar a Cristo, esposo del alma, el mejor lugar es el Sagrario, la Eucaristía como presencia, comunión y santa misa.

 

 

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Quienes la conocieron —y así se desprende de muchas de sus cartas— no dudan en afirmar que ella se mostraba siempre muy dulce, alegre y acogedora con los ancianos, y que era diligente en comportarse con ellos extremadamente delicada y detallista. Le importaba hacerles felices en todos los aspectos, y cuidaba ante todo que estuviesen contentos, no sólo por estar corporalmente bien atendidos, sino ante todo porque lograsen llegar a sentirse cristianos y a que experimentasen el amor de Dios. Es precisamente en este aspecto en lo que va a mostrarse muy insistente con los Hermanitas: en que cuiden la vida espiritual de los ancianos. ¡Era su más evangélica inquietud!

 

Exhortación de la Santa Madre a las Hermanitas

 

QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:

 

Ante todo, grabad en vuestro corazón, y traducid en vuestra vida este deseo de Santa Teresa Jornet que constituye lo esencial de vuestra misión y el estilo de espiritualidad que la debe ambientar: «Hemos de tener muy presente —os dice— que, al venir a la Religión, nos propusimos un solo fin: servir a Dios en la persona de sus pobres para salvar nuestras almas... No olviden que en casa tenemos esa parte escogida de Dios que son los pobres, y cuanto hiciéremos por ellos Dios lo recibe como hecho en su persona. Cuídenlos como deben. Es la obligación que no quedará sin recompensa, dirigiendo siempre la mirada a un Dios hecho hombre, como el blanco de nuestras obras» (II 441).

¡Es la misión que la Santa Madre propone a las Hermanitas: amar a Dios en los ancianos, «servir a Dios en la persona de esos pobres»...; y hacerlo con la convicción de que «son la parte escogida de Dios»...,:y que «cuanto a ellos hicieren Dios lo recibe como hecho en la Persona de su Hijo Encarnado»!.. Aquí se encierra toda la teología y misión de la vida de una Hermanita de Ancianos Desamparados.

Quizá hay que comenzar por una significativa advertencia que la Santa Madre indica cuando a duras penas ha comenzado la vida de la Congregación: «que a los ancianos hay que tratarles con humildad, suavidad y dulzura... Por eso —añade ella— dudo que sirvan para Hermanitas, quienes posean un carácter adusto y altivo, o quienes sean fáciles para el orgullo y la soberbia» (II 87). ¡Esa compostura de humildad, suavidad de trato y dulzura de comportamiento con los ancianos siempre ha de darse como presupuesto imprescindible! Sin esa contextura de carácter y de actuación, sería difícil conseguir en vosotras la espiritualidad adecuada, o la correcta respuesta vocacional, o la santificación en el ejercicio de vuestra misión de  Hermanitas de Ancianos Desamparados...

Las Hermanitas, de tal manera debéis fundir consagración religiosa con servicio de amor a los ancianos, que entendáis que sólo es posible vivir vuestra consagración y dedicación a Dios, si al mismo tiempo demostráis cordialidad de amor para con los ancianos. Son dos facetas de un mismo amor que se fusionan. No serviréis para ser de Dios, si al mismo tiempo no sois de los ancianos. Y no expresaréis vuestra genuina respuesta vocacional a Dios, si no expresáis el seguimiento y amor de Cristo en vuestra convivencia y servicialidad con ellos.

Precisamente por eso, vuestra Santa Madre no duda en advertiros lo siguiente: « Traten a todos los ancianos con amabilidad, y no se permitan ninguna palabra de desapego, ni siquiera de queja hacia ellos, pues lo que por su bien se sufra ha de servir un día de corona para todos... Sean muy amables con todos, con mucha caridad, que los pobres harto hacen con que se sujeten y nos sufran también a nosotras... Sobre todo procuren santificarlos bien y prepararlos para la muerte» (1 511).

Debéis de entender que no se trata de hacer una simple obra de caridad asistencial con el anciano. Se trata ante todo de demostrarle el mismo amor de Cristo que cura y salva. Es todo un servicio de evangelización; en el que se incluye la promoción humana y la formación religiosa, la atención corporal y la santificación cristiana; hacer que los ancianos vivan como personas con cuanto requiere su dignidad humana, y al mismo tiempo que vivan como sinceros hijos de Dios, con cuanto requiere una auténtica vida cristiana. En definitiva, la Santa Madre os pide que continuéis en cada uno de los ancianos o ancianas a vuestro cargo la misma misión liberadora, redentora y santificadora del mismo Cristo; y que lo realicéis con su mismo amor misericordioso.

He aquí sus mismas palabras: «Sean buenas y cuiden mucho a los ancianitos para que estén contentos y no tengan motivo para quejarse de nada. Procuren dar gusto a todos, sin que se falte en la menor cosa. Antes perderlo todo que faltar en lo más mínimo. Procuren en esto hacerse bien santas» (1 375). La santidad de una Hermanita depende de esta actitud de amor servicial y santificador para con los ancianos.

Meditadlo bien: las Hermanitas sólo lograréis ser santas si, además de demostrar amor de atención corporal a los ancianos, intentáis por todos los medios que ellos también sean santos. Si en la intención y en el esfuerzo de una Hermanita, en el cumplimiento de su misión, no se da esta pretensión evangelizadora, difícilmente logrará conseguir su ideal de seguimiento de Cristo. O sois santas santificando a los ancianos, o no lo seréis de ninguna manera.

La Santa Madre os lo expresa así: «El Señor dio a las Hermanitas el encargo de cuidar y asistir corporalmente a los pobrecitos ancianos, de encaminarlos con sus buenos ejemplos y la práctica de las obras espirituales de misericordia a que levanten el corazón a Dios, se fijen en Él, le conozcan más y más, y, conociéndole, le amen; y, amándole, perseveren en su amor; y, cuando al fin les llegue la hora, mueran en su amistad y gracia» (II 398). ¡He ahí vuestro mejor proyecto de vida!

Ahí radica toda la bienaventuranza evangélica de una Hermanita: haciendo que su amor a los ancianos sea expresión del amor salvador y santificador del mismo Cristo. Eso ciertamente exigirá mucha humildad, mucha abnegación, mucho espíritu de sacrificio, una delicada formación para expresar la debida atención acomodada a las personas y circunstancias, un interés de crecimiento personal en pro de los demás, una mansedumbre a toda prueba de paciencia y generosidad... ¡Pero no temáis; tenéis para ello la gracia de la vocación...; y Cristo no os va a fallar!..

¡Bienaventuradas vosotras si sabéis demostrar con los ancianos un corazón de madre, un alma de apóstol, y una personalidad de santo!.. ¡Bienaventuradas vosotras si intentáis demostrar el mismo estilo de misericordia de Cristo, porque ciertamente alcanzaréis la dicha de la Misericordia de Dios!.. ¡Bienaventuradas vosotras si, al amar a los ancianos, conseguís que ellos también sigan y amen a Cristo, porque entonces el mismo AMOR de Dios os llenará a vosotras el corazón de gozo!..

 

 

5. PROYECTAR UNA INTENSA ESPIRITUALIDAD DESDE LA ORACIÓN PERSONAL


         Vivir centradas en Dios para actuar desde su corazón y desgastar la vida en servicio a los demás, es una tarea humanamente imposible. Se precisa una intensa vida espiritual de oración, de gracia, una gran fuerza del Espíritu de Cristo, y mantener una constante visión de fe por la oración permanente.

         Santa Teresa de Jesús Jornet era muy consciente de esta urgencia. Y si lo experimentó desde el principio como simple cristiana que aspiraba a consagrarse a Dios, mucho más se lo propuso cuando vivió como Religiosa y asumió la ardua tarea de la misión del apostolado con los ancianos desamparados. Sin la influencia actuante de la gracia de Dios por la oración y los sacramentos no es posible la perseverancia en la aspiración a la santidad.

Sólo con una intensa vida espiritual santificante se mantiene la vida de consagración a Dios y de servicio a los demás. Y si, en definitiva, el proyecto de vida es el ejercicio constante de la caridad fraterna en servicio a los desamparados, aún se hace más urgente contar con la constante intervención de Dios.

Todo esto implica una fuerte vida de oración, una preocupación por alimentar la presencia de Dios, una perseverancia en la conversión o ascética de la fe, sostenida por la esperanza y vivificada por el amor. Se trata de llegar a la configuración con Cristo, a «cristificarse»: vivir la misma vida de Cristo o hacer
que Cristo viva su vida en vosotras. Este anhelo de «cristificación, que es común para todo cristiano que desee llegar al ideal de la santidad, es todo un reto para vosotras, las Hermanitas, que por vocación abrazáis el estilo de vida del mismo Jesús de Nazaret, consagrado al Padre y entregado a la redención de los marginados, entre los que hoy escogéis a los ancianos desamparados.

En este aspecto, es imprescindible para vosotras cultivar todo cuanto implica el organismo de la vida interior: desarrollar la gracia santificante, como participación en la misma vida de Dios...; aprovechar todas las gracias actuales e impulsos o inspiraciones del Espíritu Santo que continuamente está iluminando vuestra mente y motivando vuestra voluntad para que obréis lo más santo, exigido por el amor...; desarrollar los Dones del Espíritu Santo, que suponen el cultivo de todas las virtudes propias de vuestro estado....; y todo ello, ambientado, acompañado y promovido por una intensa vida de oración... Vuestra Santa Madre era muy consciente de todo esto; lo vivió y os lo inculcó como actitud personal imprescindible para poder responder santamente a vuestra hermosa vocación religiosa.

Y en una Hermanita, que ha de llevar a cabo una constante convivencia de amor en Comunidad y un servicio desinteresado y de generoso sacrificio a los ancianos desamparados, esa intensa vida interior reclama un espíritu alegre, desde una postura constante de humildad. Servir al Señor interiormente y en los ancianos con alegría, con un estilo de generosidad expresado con inmenso gozo, como fruto de un amor sincero, paciente y saturado de mansedumbre...

 

 

5.1. VIDA INTERIOR Y ESPIRITU DE ORACIÓN


Todo Religioso está llamado a vivir desde la fe en un ininterrumpido proceso de conversión, de renovación, intentando actualizar el ser y el actuar de Cristo. Es el reclamo de Dios a una renovación constante a quienes ha elegido para ser continuadores de la vida y misión de su Hijo, con el fin de que lleguemos a la máxima identificación con Cristo.

Y si esto es tarea inacabada de todo Religioso, vosotras, las Hermanitas, lo debéis de llevar a cabo además como una particular exigencia de la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet. Ella era una mujer de Dios e inmersa en la intimidad con Dios, de profunda vida interior y de exigente espíritu de oración. Y ante este estilo de espiritualidad de vuestra Santa Madre, vosotras no podéis quedaros impasibles o contentaros con hacer, de cuando en cuando, sólo algunas pequeñas rectificaciones externas de conducta, y volver después a la monotonía del desinterés.

Tenéis que propiciar un impulso serio, decidido, de más expresiva autenticidad a todo lo más esencial de la vida cristiana: el cultivo intenso de la vida interior.
La vida interior radica en una sublime verdad de fe: la presencia de Dios dentro de nosotros. Dios está en nosotros: Dios vive en nosotros! A través de la gracia santificante —como nos dice San Pedro— «participamos de la naturaleza divina», estamos en comunión vital con Dios, con todo lo que es Dios, con lo común de la Tres Divinas Personas.

En consecuencia hay una relación, comunicación y transmisión de vida con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. ¡Somos «morada» de la Santísima Trinidad! (Jn 14, 23)... Es una realidad sublime que, sin quitarnos de ser humanos, nos diviniza, o puede hacer que todas nuestras vivencias humanas tengan una dimensión divina, transcendente, de valor eterno. Podemos decir con plena convicción de fe: «Dios está en mí y actúa dentro de mí. En consecuencia, yo puedo y debo estar en El, conversar con El, vivir de Él, actuar con Él...».

Este misterio de relaciones humano-divinas hace que un cristiano sincero, y más aún un Religioso o Religiosa consagrado a Dios en el seguimiento de Cristo, además de vivir una vida humana normal con todas sus implicaciones, pueda llevar una misteriosa vida de fe, de unión con Dios dentro de sí mismo, en la que entra en diálogo vital con Él hasta poder dejarse impulsar y configurar en todo por la presencia santa de la Divinidad en su existencia normal. Esto es lo esencial de la «vida interior».

En la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet esta convicción de la «vida interior», como vida de intimidad con Dios y como vida de Dios actuando dentro de nosotros y con nosotros, es la base de toda su actitud, tanto en relación con Dios, como consigo misma o con los demás. Con su estilo y con aquella formación y expresiones de piedad propias de su época, ella viene a manifestar que vive personalmente, y desea que aún mejor se viva en su Congregación, toda la Teología de la Espiritualidad Cristiana, enraizada en el cultivo de una intensa «vida interior»... Sólo así se puede vitalizar el amor que una Hermanita ha de expresar a Dios, a sus Hermanas de Comunidad, y sobre todo a los ancianos...

La Santa Madre vivía constantemente unida a Dios, cultivaba intensamente su intimidad, experimentaba la animación propia de quien se sabe interna e intensamente amada por Dios e impulsada por su Espíritu... Hasta tal punto que ella entendía que eso constituía lo primero y principal, la base o fundamento para poder llevar a cabo todas las demás exigencias de su vida de consagración a Dios y de servicio a los demás.

Las Hermanitas que con ella convivieron coincidían en afirmar que la Santa Madre era una persona de profunda vida interior. «Por su porte exterior —dice un testimonio presencial de su vida— daba a entender que su interior estaba siempre en oración y que no le faltaba nunca la presencia de Dios». «Veía» a Dios en todo, interpretaba su voluntad constantemente, obedecía a su impulso íntimo, estaba atenta a cuanto experimentaba en su intensa vida de oración... Gustaba de estar todo el tiempo posible ante Jesús Sacramentado, y en su presencia alimentaba su anhelo de servir y transfundir el amor divino que llevaba dentro a todas las personas con quienes convivía, y particular- mente a los ancianos a quienes atendía (II 880-881)...

Puede la Hermanita cultivar muchos aspectos de la vida cristiana que siempre serán precisos para llevar a cabo su misión; pero Santa Teresa siempre os insistirá que por encima de todo la vida interior, el Espíritu de Dios viviendo y actuando desde la intimidad del corazón, debe de ser la base: «Que no se quede atrás la vida espiritual que es lo más importante», os repite (1 237).

Intentarlo constantemente supone: 1.) poner en práctica toda la purificación que sea precisa —abnegación, conversión—; 2°) dejarse guiar por el Espíritu de Dios, dejarse iluminar por su presencia, dejarse impulsar por su amor; y 3) aspirar a vivir y actuar en continua unión consciente con Dios, unión vital que efectúan en nosotros los Dones del Espíritu Santo.

La Santa Madre es consciente de la necesidad de todo ese proceso; lo cataloga como imprescindible. Y ante la intensa actividad exterior, que sabe tanto acosa a las Hermanitas, no duda en deciros: «Hagamos nuestras ocupaciones acompañadas del espíritu de oración...; porque es imprescindible llevar las cargas del trabajo ayudadas con el fervor del espíritu, y éste sacarlo del recogimiento y de la oración» (II 817). Sin este dinamismo de la vida interior es imposible proceder con sentido evangélico en la ardua actividad que requiere la atención a los ancianos desamparados.
¡Oración, mucha oración, mucho espíritu de unión con Dios! Ella os lo reclama: «Oremos, oremos con fervor. Con la oración se vencen todas las dificultades» (II 818). Sois conscientes de que en vuestro apostolado las dificultades son muchas. Pero dejarán de ser un inconveniente insuperable cuando la intensidad de vuestra oración alimente la vida interior, actualice la presencia actuante del mismo Espíritu de Dios y consigáis que sea Él quien os ilumine, os impulse y os haga proceder en todo con amor. Sólo con una intensa vida de oración se puede llegar a obrar con sentido de Dios, revelando el genuino rostro del amor de Cristo, hecho vida en vosotras.

A unas jóvenes Novicias, que a veces se dejaban vencer por el sueño en el tiempo de oración, con sonriente advertencia y amabilidad fraterna Santa Teresa Jornet les indicó: «Hermanitas, si el primer acto del día lo hacemos mal, ¿qué será durante el resto?.. Pensemos que estamos en presencia de Dios y que le ofrecemos nuestras primicias para que durante el día podamos hacer en todo su santísima voluntad» (II 883). De eso se trata: de hacer en todo la voluntad divina; y esto no será posible sin el impulso vital del Espíritu Divino que habita en nuestro interior. En coherencia, hay que renovar el encuentro con esa presencia divina de manera consciente cada mañana en la oración, de manera reiterada repetidas veces durante la jornada, hasta conseguir que nuestra mente y nuestra actuación se mantengan experimentando esa fuerza vivificadora divina durante todo el día. ¡Hacer oración de unión con Dios, que impulse a vivir amándole en todo! Manteniendo esa presencia de vida interior, como quien vive la plena confianza en Dios, en santo abandono en su amor de Padre, es como se consigue cumplir su divina voluntad y se puede realizar y aceptar lo que más convenga al Señor (II 718-719).

Junto a la oración de intimidad con Dios, para vivir su presencia en el corazón y desde ahí animar de manera santificante la vida, la Santa Madre en casi todas sus cartas pide e insiste a sus Hermanitas que hagan oración de súplica: que siempre que vayan a servir a los ancianos, precedan, acompañen y realicen su actividad, suplicando ayuda Dios. Quiere que sean instrumentos del Espíritu que actúe a través de ellas. Por eso es preciso mantener la intimidad con Él, y habituarse a una constante y frecuente súplica (1 232 ss; 378 ss). ¡Hay que mantener la eficacia del apostolado fundamentado en la confianza en la oración, «porque encomendándoselo todo a Él —decía—- alcanzaremos siempre lo que sea más de su agrado»! (1 378).

«Tenéis que sen tiros también solidarias con Dios; impregnadas de su presencia y de su vivencia, para ser unidad de amor con Él en vuestra actuación asistencial y de apostolado. En ese aspecto, frecuentemente pide Santa Teresa Jornet a sus hijas aprovechar delicadamente tantas gracias actuales, impulsos de bondad y amor, que Dios —desde la intimidad del corazón— continuamente da...

 

«Si el objetivo personal de cada Hermanita, como exigencia y consecuencia de su entrega a Dios y al servicio a los ancianos, así como condición para orar al estilo de Cristo, es lograr la propia santificación, la Santa Madre entiende que este sublime cometido imprescindible no es posible conseguirlo sin una intensa y profunda vida de oración. Oración para ser santas; y oración para obrar santamente en el ejercicio del apostolado con los ancianos. Tenéis que dejaros llevar por el Espíritu de Dios, mantener una vida de recogimiento, de santo silencio interior, como quien está continuamente dirigiendo toda su mente, su corazón y sus obras a Dios. Sólo desde esa intimidad y espíritu de oración —dice Santa Teresa Jornet— se logra obrar con rectitud de intención, caminar hacia la perfección y fraguar la propia santificación» (II 129-130).

 

Y una recomendación final, muy propia de la espiritualidad de la Santa Madre: vivir la unidad de amor con la presencia eucarística de Cristo. El amor a la presencia de Cristo Sacramentado y el anhelo de hacer reposadamente y con sosiego la Sagrada Comunión era un anhelo diario de la Santa Teresa Jornet, que os inculcó insistentemente. Ella lo consideraba como un acto diario imprescindible para llenarse de Dios, y para vibrar al ritmo de su amor divino en toda actividad humana. Satisfacer esta necesidad imprescindible de comulgar, visitar frecuentemente el Sagrario y vivir la intimidad con Jesús Sacramentado, era para la Santa Madre el mejor regalo que el Señor le hacía, el impulso santificador que le entusiasmaba, la fortaleza ardiente para obrar bien en todo, la «mayor ventaja» —dice ella— del día para poder sobrellevar con amor y optimismo cuanto la voluntad divina permite o quiere en todo instante (II 565-566).

5.2. SERVIR AL SEÑOR CON HUMILDAD Y ALEGRÍA


La Santa Madre pide a las Hermanitas repetidas veces que sean virtuosas. Pero a la hora de destacar algunas virtudes, además de requerirles la caridad fraterna hasta conseguir la mejor unión de amor en la convivencia y la máxima bondad en el servicio de entrega a la asistencia y atención espiritual a los ancianos, es muy singular el modo cómo les insiste en la humildad y en la alegría.


Y es que la humildad, más que una virtud, es una actitud básica para poder practicar cualquier estilo de conducta santa y santificadora. Pío XII decía que «el comienzo de la perfección cristiana está en la humildad». Sin la humildad no es posible iniciar, continuar ni concluir la aspiración al elevado ideal de la imitación de Cristo, el «manso y humilde de corazón», que nos pide que aprendamos de Él, precisamente esa doble actitud: mansedumbre y humildad (Mt 11, 29).

Tener conciencia de humildad, por nuestra absoluta dependencia de Dios, es la garantía de la mejor fidelidad: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 

 

 

(Libro SATURNINO LÓPEZ NOVOA,  J. José Asenjo Pelegrino)

 

EL FUNDADOR DON SATURNINO LÓPEZ  Y LA OBSERVANCIA DE LAS CONSTITUCIONES

 

La observancia será un argumento recurrente en las pláticas del Fundador y en sus cartas a Madre Teresa y a las demás Superioras:

«Cuiden las Hermanitas — escribe en 1892 —de ser fieles siempre a la observancia de las Constituciones sin pretextos ni excusas infundadas; persuadiéndose que la mayor perfección consiste en la tal observancia».
Mientras ingresan nuevas postulantes en la casa de la Almoina y crece el número de ancianos, la correspondencia del Fundador con la Superiora General es prácticamente semanal. Ella le consulta sobre la asistencia espiritual de las Hermanitas y su ancianos.

Sobre una novicia le escribe: «Si no se enmienda, no sé Padre si esta chica valdrá para Hermanita, porque tiene poca humildad y murmura con mucha facilidad».

El Fundador, que quiere cortar desde el principio en la pequeña comunidad la murmuración y la falta de obediencia, le contesta:

“En esto no puede disimularse nada, nada; pues el mal ejemplo en las Comunidades es un cáncer, que si al principio no se cura de raíz llega a comerlas. Por consiguiente, con toda la formalidad que el caso pide, y puesto que Vd. ya le ha hecho las correcciones fraternas que la caridad exige, debe Vd. hacerla otra muy seria ante las Consultoras. Si ésta no da resultados, otra ante el Directorio reunido; y si después de estas últimas no hay enmienda formal y verdadera, expulsarla de la Institución. Las murmuraciones en las Comunidades, dice San Bernardo, que son unos hilos con que el demonio forma la tela o red en que pretende enredar a todos los individuos, de suerte que se divida el espíritu y no se entiendan, para que así venga la relajación y con ésta la ruina de la Comunidad. Es de todo punto obligatorio y necesario en los superiores, continúa el Santo, en poner mano firme y sin contemplación alguna, para que los hilos se rompan en el principio y cuando son todavía delgados, pues más tarde se hace difícil el deshacer esta obra diabólica. Con que ahí tiene Vd. el camino que ha de seguir en este asunto. Hay precisión, pues, de principiar por humillarla, contrariando su voluntad, y haciéndola conocer lo que es la obediencia en la Religión».

Aumentan las jóvenes de Huesca que solicitan ingresar en la Congregación; Don Saturnino envía a Madre Teresa ejemplares del folleto que ha publicado para dar a conocer el Instituto en toda España y en Hispanoamérica, y adjunta otra carta para que la lea en comunidad, «y después se archive». El texto programático, venerado por las Hermanitas, es una vibrante invitación a la unidad y una cálida exhortación a la obediencia y a observar las Constituciones, para mantener «aquella paz, armonía y mutua caridad, que les haga vivir siempre unidas en un solo espíritu, el Espíritu del Señor.

Pues así como en el cuerpo humano todos y cada uno de sus miembros obedecen y están ordenados a la voluntad del alma, así también en una comunidad religiosa, todos y cada uno de sus individuos, que son los miembros que forman y constituyen el cuerpo moral de la misma, deben estar presididos, animados y ordenados a la voluntad del Espíritu de Dios; sin lo cual no puede haber entre ellos ese amor mutuo y esa recíproca correspondencia que el mismo Señor exige en los que son sus verdaderos discípulos.

«En esto conoceréis, les decía a sus apóstoles, que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros». Ya lo sabéis, pues, mis queridas Hermanitas; si queréis estar animadas del Espíritu del Señor, necesario es que os améis unas a otras de tal modo que no aparezca entre vosotras división ni diferencia alguna, sino por el contrario que, unidas con el suave lazo de la santa obediencia, manifestéis en todos vuestros actos ser uno el corazón y uno también el espíritu en vosotras.

Nunca escuchéis ni sigáis otra voz que la de Dios, la cual se os comunica por la de vuestros superiores; pues oyéndola y siguiéndola obraréis siempre según la voluntad y espíritu del mismo Dios.

Desgraciada una y mil veces la Religiosa que se separe de esta conducta y que, dando oídos y entrada a las sugestiones del espíritu de amor propio, de sus pasiones o del de Satanás, que ciertamente no es el Espíritu de Dios, sea causa de que en una comunidad se altere el orden, se perturbe la paz y se rompa el lazo de amor y de fraternal afecto que debe unir santamente a sus individuos.

En verdad, que de tal religiosa podría decirse, lo que el Santo Evangelio, de Judas, apóstata del Colegio Apostólico: «que había entrado en ella el espíritu de Satanás».

Ciertamente, que también podía ser comparada a aquel hombre enemigo, de que nos habla el mismo Evangelio, y de quien dice: «que había sembrado la cizaña en el campo bueno». ¡No consienta jamás Nuestro Divino Redentor que suceda caso semejante en la comunidad de las Hermanitas! No lo espero, confiado en la paternal bondad de nuestro Dios, en la especial protección de su Santísima Madre bajo el título de Desamparados, y en los ruegos de los Santos José y Marta, abogados de la Institución. Antes por el contrario, me prometo que esa respetable comunidad, inspirándose siempre en las reglas de sus Constituciones, en la que debe a la alta misión a que está llamada por Dios, y en los consejos y prudentes instrucciones de sus Superiores, sabrá mantener en su seno aquella paz y unión en el Espíritu del Señor que han de atraerle las bendiciones del cielo, el aumento de gracias y virtudes, y la prosperidad del Instituto para mayor honra y gloria de Dios y bien de la humanidad».
         Don Saturnino volverá frecuentemente sobre el tema en pláticas y escritos a las Hermanitas: «Como en un edificio una piedra sostiene a la otra, y todas unidas constituyen un solo cuerpo y le dan solidez; así en una casa de religiosas, unida una hermana a la otra y todas entre sí por el santo vínculo de la caridad, constituyen una sola comunidad, ordenada, estable y observante... Quiera el Señor que las Hermanitas se inspiren siempre en el gran consejo del Apóstol: todas vuestras cosas sean hechas en caridad (1 Cor, 16, 14)».

 

(HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS, CARISMA Y ESPIRITUALIAD, POR Tomás de Bustos, o.p.)

 

IV. ESPIRITUALIDAD  ACTIVO-CONTEMPLATIVA: MARTA Y MARÍA


         Uno de los signos de madurez y responsabilidad de una persona consagrada es vivir sus compromisos con coherencia, con perseverancia y equilibrio. Una hermanita ha de intentar vivir su vocación con solidez equilibrada: ni conscientemente disipada, superficial; ni presa de una ensoñación de “falsa mística”. Las Hermanitas siguen a Jesucristo implicándose y cualificando ese seguimiento con el carisma original de Santa Teresa Jornet. Desde esa óptica han de orientar toda su vida y su misión: “hacer las actividades externas acompañadas del espíritu de oración; pues sólo así agradaremos al Señor esto es, practicando las virtudes interiores cuando hagamos la caridad con nuestros ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 817).

En el reciente Documento, publicado por la Sagrada Congregación leemos:
“La oración y la contemplación son el lugar de la acogida de la Palabra de Dios y, a la vez, ellas mismas surgen de la escucha de la Palabra. Sin una vida interior de amor que atrae a sí al Verbo, al Padre, al Espíritu (Jn. 14, 23) no puede haber mirada de fe; en consecuencia, la propia vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se hace opaco y es imposible descubrir en ellos el rostro de Cristo, los acontecimientos de la historia quedan ambiguos cuando no privados de esperanza, la misión apostólica y caritativa degenera en una actividad dispersiva”.

La dimensión oracional y el apostolado han de configurar la personalidad y la espiritualidad cristiana y consagrada de las Hermanitas: “las personas que se han propuesto buscar y amar ante todo a Dios, que nos arnó primero, deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma. Esta experiencia oracional de Dios será expresión de nuestra fe, fuerza para vivir alegres en la esperanza e impulso de caridad en nuestro apostolado. La contemplación, respuesta a la llamada interior del Espíritu, es encuentro con el Padre en la sencillez de una actitud filial.

Esta experiencia de Dios va unificando nuestra vida en el amor, profundiza la comunión entre nosotras y nos hace desear este mismo don para los hermanos. Contemplación y misión son inseparables”. En el proyecto fundacional de Teresa Jornet y su Congregación, la fe y la caridad, para descubrir en los Ancianos el rostro de Jesús recibe también su luz y calor en el ejercicio perseverante de una oración sincera. Así, la oración contribuye eficazmente a la realización de la misión apostólica de las Hermanitas ( Congregación par los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 25. Dimensiones de Vida Dominicana, p. 38).

 

Las Hijas de Santa Teresa Jornet saben muy bien que su vida entera gira en torno y en función del carisma propio: «El ejercicio constante de la virtud de la Caridad cristiana en el socorro, cuidado y atención.., de los ancianos desvalidos de uno y otro sexo”. (Const. n. 4). Sí. Trabajar, entregarse sin reservas para santificarse ellas y para aliviar a los Desamparados y colaborar en la salvación de las personas ancianas. Esta finalidad carismática va a exigir a las Hermanitas una intensa y, a veces, agotadora actividad. Este hecho real de su vida plantea una pregunta: ¿la vida de oración, la experiencia oracional, la dimensión contemplativa de la Vida Religiosa y la actividad apostólica están reconciliadas o están enfrentadas; son compatibles?. Es vital dar una respuesta correcta a este interrogante. Nos ayudará a sumergirnos en el conocimiento de la espiritualidad de Santa Teresa Jornet. Habremos encontrado el camino adecuado para que las Hermanitas continúen creciendo en la vigorosa vida de su propia espiritualidad.

Cada día caerán más en la cuenta de que la oración les es tan necesaria para su espíritu y para su misión como el comer y beber para su cuerpo. En la oración, Dios nos renueva y “va transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne”.

Como dice un santo dominico: “En la oración y el estudio descubrimos y contemplamos la verdad, rehacemos el corazón humano y descubrimos esa formación del entendimiento por la cual la verdad entendida y asimilada se transforma en amor”. Efectivamente: en la oración la verdad se hace vida, calor, entrega a Dios y a los hermanos. Con esa luz y ese calor, las Hermanitas descubren las necesidades y el grito de sus queridos Ancianos, que están esperando una respuesta de cercanía y amor.

La oración auténtica nos pone frente a frente con el Señor, que nos hace ver su rostro dolorido y triste en los hermanos y nos envía a repartir y anunciar salvación. Ese es el reto evangélico para todas las Hermanitas. Su Madre Fundadora les recuerda su convicción del valor y necesidad de ser fieles a la loración, para que su vocación se robustezca y para que su tarea apostólica sea siempre fecunda.: “a las que salgan a postular encárguelas mucho que no pierdan la oración ningún día. Si no pueden hacerla en los pueblos en donde están, que la hagan por el camino, que el Señor de todas partes nos oye. Si esto hacen, el Señor las asistirá y ayudará con su gracia”. (II, p. 129).

 

1. Armonía entre acción y contemplación.

 

La vida mística, contemplativa es el ahondamiento Continuo ( en la verdad-luz-amor del Misterio de Jesucristo. Es la experiencia orante y contemplativa de la verdad de Dios Creador, Padre y Amigo, que se ha revelado en su Hijo Jesús. En definitiva: la vida contemplativa es el encuentro interior y Unitivo de una persona humana con la infinitud divina. Un encuentro que comporta la experiencia íntima de fervor de espíritu y contemplación del ser y vivir de Cristo, en la soledad orante del ser humano. Un encuentro vivencial y palpitante en sintonía con el pensar, sentir y amar de Jesús. Desde esta vivencia es cuando nos sentimos más urgidos para asumir activamente la misión apostólica propia de nuestra vocación.

Santa Teresa Jornet era muy consciente de este valor de su vida consagrada al Señor. Era una mujer contemplativa en la acción, abandonada a la Providencia como un niño en brazos de su madre, cooperadora con Cristo y María en
la salvación de los hombres, “especialmente de los Ancianos más pobres “. Siempre fue fiel a la oración, estaba convencida de su necesidad y eficacia; por eso pedía a los demás que orasen por ella: “No deje de encomendarnos a Dios, que bien lo necesitamos, y yo confío mucho en sus oraciones. Ya nos puede encomendar a Dios para que nos dé espíritu para todo, en especial el desprendimiento y la humildad”. (1, pp. 177-178).

La acción, la actividad y la oración nunca deben éstar en conflicto. El carisma de Santa Teresa Jornet, como experiencia del Espíritu y la misión apostólica que le confía, deben caminar indisolublemente unidos. En el diálogo oracional con Dios, la Madre discernió y encontró el camino vocacional que Jesús había preparado para ella.

La realización apostólica del Proyecto benéfico a favor de los Ancianos fue la puesta en acción de la luz y el amor que experimentó en la oración. “Toda vocación a la vida consagrada ha nacido de la contemplación, de momentos de intensa comunión y de una profunda relación de amistad con Cristo, de la belleza y de la luz que se ha visto resplandecer en su rostro. En la oración se ha madurado el deseo de estar siempre con el Señor y de seguirlo. Toda vocación debe madurar constantemente en esta intimidad con Cristo. Toda realidad de vida consagrada nace cada día y se regenera en la incesante contemplación del rostro de Cristo. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo’, n.25)

Para Teresa, la oración en todas sus formas y manifestaciones, era vital para toda su actividad apostólica. Teresa fue una mujer experta en oración contemplativa y en actividad intensa. En sus dos años de experiencia contemplativa en el monasterio de Briviesca descubrió que el silencio y la oración son fuente de energía misionera. Sintonizaba con lo que enseña el dominico Santo Tomás de Aquino: “Contemplare et conteinplata aliis tradere”. Es decir: buscar y contemplar a Dios en la oración, dialogar amigablemente con Jesucristo, dedicar tiempos especiales de encuentro con el Señor y entregar, repartir con los hermanos, con los Ancianos al Dios contemplado en la oración. Compartir, anunciar a todos a Jesucristo, Salvador del mundo. Eso significa que la oración, el encuentro con Jesús se traduce en la realidad diaria y apostólica de la vida.

En esos encuentros sinceros, sencillos, confiados y a “corazón abierto” ante Dios, se encendía de amor el alma humilde de Teresa para ir a repartir su calor con los Ancianos Desamparados. El amor de Cristo “la urgía”, la quemaba y no podía resistir sin compartirlo con los pobres. En la oración atizaba la llama de su amor a los desvalidos. Toda la actividad apostólica de Santa Teresa era un desbordamiento de su encuentro con el Señor en la oración.

En su diálogo con Jesús recordaba y le presentaba a todos cuantos ella llevaba y amaba en su corazón. En la oración hablaba a Dios de “sus amadas Hermanitas” y de “sus queridos Ancianos”. Y, en la actividad apostólica, en su vida de servicio a la Congregación y a la misión, hablaba a sus Hijas y a los Ancianos de Dios. Su palabra y su vida eran un testimonio de encuentro con Dios y de servicio a los demás. Para la Fundadora de las Hermanitas era una convicción de fe y de experiencia la necesidad vital de la oración: “Era una religiosa de mucha oración..., dando un ejemplo admirable a sus religiosas en la oración”. (II, p. 881). Esta fidelidad y coherencia oracional fueron una constante en su vida. Así lo testifican emocionadas y edificadas las Hermanitas que le conocieron a la Madre Fundadora. El ejemplo de la Madre servía de estímulo para sus Hijas.

 

 

2. El pensar y sentir de la Madre.


          Si nos adentramos en los escritos de la Madre Fundadora, nos encontramos con la grata y ejemplar sorpresa de su profundo amor a la oración y al armonioso equilibrio entre oración y actividad.

Necesitaba la oración para ser fiel a Dios y servir con dignidad a los demás. Vivió fielmente una convicción: la oración es el logro de la intimidad con Dios y la gran ocasión para interiorizarle y en la que se manifiesta nuestro espíritu rebosante de espiritualidad. Ella es la primera testigo de esa doble dimensión de su carisma vocacional.

Como auténtica hija de la Iglesia, vive, practica su vida de hermanita en la fe y enseñanza de la Iglesia del Señor, que también hoy nos recuerda el precioso valor de la oración. No quiere que la actividad apostólica de los Consagradas degenere en “estéril activismo”. Recordemos un mensaje: “En la atención dirigida a los hombres, el Espíritu de Jesús nos ilumina y nos enriquece con su sabiduría, con tal de que estemos profundamente penetrados por el espíritu de oración. Tened, pues, conciencia de la importancia de la oración en vuestra vida y aprended a dedicaros generosamente a ella: la fidelidad a la oración cotidiana seguirá siendo para cada una y en cada uno de vosotros una necesidad fundamental y debe ocupar el primer puesto en vuestras Constituciones y en vuestra vida”.

Un pensamiento similar nos lo ofrece el Papa Juan Pablo II:
“Todos necesitamos aprender a escuchar al Otro. Esto comporta una gran fidelidad a la oración litúrgica, personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales”. La espiritualidad de Santa Teresa fue una experiencia vibrante de su alma, como asidua navegante en el limpio mar de la oración.

La Santa Madre estaba convencida de la fecunda eficacia de la oración. Su fe en la oración se refleja con sencillez en una de las cartas que escribió a las Hermanas que embarcaron hacia Cuba: “Muchas han sido las oraciones que se han hecho por Vds. desde que salieron de ésta, no sólo en todas las Casas del Instituto, sino también muchas personas conocidas han dirigido al cielo sus súplicas, pidiendo al Señor les concediese un feliz viaje. Pueden creerme que esos días lo que hacía era redoblar
mis pobres oraciones”. (II, p. 129).

Hace depender la conquista de la caridad, prudencia y paciencia de la fidelidad a la oración: “lo que se requiere es caridad, paciencia y prudencia y oraciones; muchas oraciones para que el Señor le conceda aquellas virtudes”. (II, p. 129). Pide oraciones y agradece las que se hacen por ella, por sus intenciones: “Le doy gracias por las oraciones que ha dirigido al Señor por las viajeras — se refiere a las Hermanitas que han embarcado hacia Cuba -. Tengo gran satisfacción en pensar que han sido muchas las plegarias que se han hecho por ellas en muchas partes...; y no cabe duda que han sido escuchadas, pues han llegado sin novedad”. (II, pp. 128-29).
Pablo VI, “Evangelica Testificatio’, nn. 44 y 45.

Juan Pablo II, Exhortación ‘Vita Consecrata”, n. 38.

Santa Teresa fue siempre consecuente con su fe en Jesús, que fue testigo de oración y nos invita a “orar sin interrupción para no caer denotados y está siempre intercediendo por nosotros ante el Padre”. La Fundadora de las Hermanitas está convencida de una de las verdades de nuestra fe: “la Comunión de los Santos”, que proclamamos en el Credo. Sus cartas terminan habitualmente pidiendo oraciones para ella y su Comunidad y ofreciendo plegarias para las personas o Comunidades a quienes escribe.

La Madre ora por ella, por sus Hijas, por sus queridos Ancianitos, por los bienhechores..., por el mundo entero. Y con la misma fe y sencillez pide que oren a Dios por ella. Necesita la oración para ser fiel a su vocación y ora a Dios por los demás para que también sean fieles a su vocación: “Les encomiendo y encomendaré mucho al Señor para que todas y cada una, en sus respectivas obligaciones, cumplan como buenas religiosas y procuren cuanto esté de su parte que nadie ofenda a Dios en lo más mínimo; y para que no se propongan en sus obras otros fines, que el de agradar a Dios y darle gloria”. (II, p.395). La Madre estaba convencida de esta verdad: Que la oración es el logro de la intimidad con Dios, en la que se manifiesta abiertamente nuestro espíritu. Nos da ese conocimiento de nosotros mismos en el fuego del amor, para que progresemos en nuestra vida consagrada con alegre y firme esperanza. ¡Es que Teresa quería de verdad ser santa!.

 

La Madre Fundadora era muy consciente de la intensa actividad que exige la misión de las Hermanitas. Pero también creía y sabía que sin la acción del Espíritu Santo, del amor de Dios la actividad es insuficiente. Así nos lo dice el Señor por medio de San Pablo: “uno siembra, otro riega, otro recoge..., pero quien da el crecimiento es el Señor”.

La fecundidad de la misión apostólica de las Hermanitas depende, principalmente de la acción del Espíritu Santo y, en segundo lugar de la calidad y dosis de amor generoso que ellas siembren en todo cuanto hacen. Escuchemos el pensamiento vivido y sentido por la Madre: “Es verdad que nuestra vida es muy activa. Por eso mismo hay que poner mayor cuidado para no derramarnos en las obras exteriores. Cuanto hacemos, por Dios hemos de hacerlo, a Él debemos referirlo; y llevando este cuidado, se nos facilitará toda obra, y se suavizarán asperezas, y lograremos tener presencia de Dios en todos nuestros actos, aún los más ordinarios de la vida, hasta cumplir lo que nos manda el Espíritu Santo, esto es, que cuanto hiciéramos de palabra o de obra, hasta el mismo comer y beber en nombre de Dios lo hagamos”. (II, p. 395).

De una manera muy original, la Fundadora les invita a que armonicen la actividad con la oración-contemplación. Este es su mensaje para las Hermanitas: “En este mismo correo le envío la novena de Santa Marta, para que la hagan con mucho fervor y procuren imitar a la santa bendita en sus virtudes, y viendo cómo en medio de sus actividades pide al Señor ayuda de su hermana, la contemplación, así nosotras a su imitación hagamos nuestras ocupaciones exteriores acompañadas del espíritu de oración. Pues sólo así daremos gusto al Señor esto es, practicando las virtudes cuando hagamos los oficios de caridad con nuestros Ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 772)

 

Con una sencilla mirada a las Constituciones de las Hermanitas, detectaremos el lugar central que reservan a la vida de oración en sus diversas formas de orar. En Ellas florece una variada gama de la espiritualidad orante de la Congregación: La celebración diaria de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas, la celebración y participación de los Sacramentos, la oración- meditación común y privada...” (Const. nn. 164 al 168; 172 y 175).

Las Hermanitas pueden decir con alegría y sentirse cada día más responsables porque están inmersas en lo que nos dice la Iglesia: “Ya desde hace muchos años, la Liturgia de las Horas y la celebración de la Eucaristía han conseguido un puesto central en la vida de todo tipo de comunidad y fraternidad, dándoles vitalidad bíblica y eclesial.

Una auténtica vida espiritual exige que todos, en las diversas vocaciones, dediquen regularmente, cada día, momentos apropiados para profundizar en el coloquio silencioso con Aquel por quien se saben amados, para compartir con Él la propia vida y recibir luz para continuar el camino diario. A veces la fidelidad a la oración personal y litúrgica exigirá un auténtico esfuerzo para no dejarse consumir por el activismo destructor. En caso contrario no se produce fruto: ‘como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí’., (Jn. 15, 4).

En las Constituciones de las Hermanitas ocupa un lugar central todo lo referente a la oración. Todas se han comprometido a ser fieles y coherentes con las Constituciones profesadas libremente, como cauce “familiar!” de su anhelo de santificación y servicio a los Ancianos. Su Madre Fundadora las mira y ayuda desde el cielo, para que continúen con decisión y alegría perseverante por ese camino.
        
Según el Evangelio, el carisma de la Congregación de Santa Teresa y las directrices de la Iglesia, todas las Hermanitas han de continuar viviendo una convicción: en su espiritualidad la oración-contemplación y la acción conviven en amigable armonía. En la oración litúrgica y común, las Hermanitas se reúnen, presididas por Jesús, para celebrar y respirar juntas a Dios. En la oración privada se rehacen, se reafirman y renuevan en el tú a tú íntimo y familiar con Dios, para enriquecer y potenciar el “nosotras” de la Comunidad fraterna. Y después, todas se ponen en acción para repartirse y desvivirse unas por otras y por los
ancianos. Acción y contemplación se intercomunican, activan una “simbiosis” de vida en comunión con el Espíritu Santo, con “Dios Amor” y sienten su fuerza irresistible para cuidar generosa y delicadamente a los Ancianos.
 (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo”, n.25).

 

Tenemos otro testimonio admirable del amor fiel que la Madre Fundadora vivía y sentía por la oración: “Su vida entera era vida de oración y estaba siempre unida a Dios por la oración”. “Observaba con qué serenidad estaba en la oración sumamente fervorosa, hasta tal punto de permanecer impresionada por el tiempo y la manera con que permanecía en la oración”. (11, p. 881).

La personalidad orante de Santa Teresa Jornet continúa siendo un mensaje de luz, de vida y espiritualidad para todas las Hermanitas. Mujer de asidua oración y de actividad incansable. De la oración sacaba tanto amor y de su diálogo oracional con Dios brotaba su generosidad y entrega. Teresa era toda para sus Hijas, para los Ancianos.

De la ejemplaridad orante de su Madre Fundadora, las Hermanitas se convencerán cada día más de esta verdad: en su espiritualidad, la oración y la acción deben caminar al unísono, la oración les configurará con Cristo y les impulsa a ser espléndidas servidoras de tantos “cristos dolientes y desamparados” que se acercan a sus Hogares. Si todas las Hermanitas continúan tomando en serio su vida de oración-contemplación, consolidarán sin cesar su vocación de seguidoras de Cristo y su entrega para atender a los Ancianos Desamparados, que continúan esperando su presencia entrañable, cálida y fraterna: que cada hermanita sea como el “rostro amable de Jesús” al lado de los Ancianos.

 

 

 

 

V. ESPIRITUALIDAD DE COMUNIÓN FRATERNA


Voy a comenzar este capítulo inspirándome en las directrices más recientes de la Iglesia. Todos creemos y sabemos que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo, que el mismo Jesús le prometió y que la acompañaría siempre en su singladura por la historia, para que continuase aplicando la Salvación del Enviado por Dios- Padre: “Yo os enviaré otro Abogado, el Espíritu de mi Padre, que os irá enseñando todo acerca de mi. Y sabed que yo estaré siempre con vosotros”. El Magisterio de la Iglesia nos dice: “Si la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada, deberá ser ante todo una espiritualidad de comunión. Este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. En este camino de toda la Iglesia se espera la decisiva contribución de la vida consagrada, por su específica vocación a la vida de comunión en el amor. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios”.

(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. ç

 

Jesucristo cautivó el corazón de Teresa. El Espíritu Santo despertó en lo más hondo del corazón de la joven catalana una querencia intensa, concreta y muy particular: consagrarse al  Señor y dedicar su vida entera a favor de los Ancianos  Desamparados. Ese es su distintivo, su “carné de identidad vocacional y congregacional”.

La Providencia divina dirigía los  caminos de la vida de Teresa y le mostró un signo, para que iniciara esa peregrinación de amor junto a los Ancianos. En Junio del año 1872, al regresar con su madre del balneario de Estadilla (Huesca) camino de su pueblo natal Aytona, se detuvieron en Barbastro. Fue entonces cuando Teresa tuvo noticia, a través del  celoso sacerdote D. Pedro Llacera, del Proyecto apostólico de D.
Saturnino López Novoa, Maestro de Capilla de la Catedral de1 Huesca.

D. Saturnino deseaba que un Instituto Religioso se dedicara exclusivamente a la asistencia material y espiritual de los Ancianos y Ancianas. En cuanto supo los proyectos y deseos de D. Saturnino, tomó la decisión de renunciar a todo para incorpo-\ rarse a tan esperanzador y benéfico Instituto. Comprobemos la actitud decidida y cristiana de Teresa.

Lo leemos en una carta que, el día 26 de Agosto de 1872, escribió desde Aytona a D. Pedro Llacera: “Si Vd. me quiere para esta Congregación, las renuncio todas por ésta. En cuanto a lo que me dice de irme a Huesca, para mi todo es patria. Soy hija de obediencia. El obedecer es mi dicha. Por tanto, puede disponer como una niña que se pone en manos de su madre, sin ningún temor”. (1, pp. 26-27). Así proclamó su rotundo y sincero sí a Jesucristo y a los Ancianos abandonados. El día 11 de Octubre de 1872, Teresa se incorporó al grupo de Aspirantes que ya estaban reunidas en Barbastro. Su hermana María lo hizo el 18 de Octubre del mismo año. D. Saturnino eligió a Teresa para que dirigiera la incipiente Comunidad-Congregación Fue la primera Superiora General de la Congregación.

En carta a D. Saturnino, Teresa manifiesta la honda sencillez y humildad que anidaban en su corazón: “Sólo por la santa obediencia puedo hacer yo esto, que de lo demás no tengo capacidad para dirigir un pájaro. Pero con todo, a pesar de mi insuficiencia, yo no dejaré de hacer lo posible para cumplir con la obligación que la santa obediencia me ha puesto “. (1, p. 30). ¡Bendito acierto de D. Saturnino!. Como los primeros Apóstoles y alentadas por su amor a Jesucristo y a los Ancianos, y dirigidas por Teresa comenzaron a vivir en Comunidad fraterna.

 

 

1. Comunión fraterna.

 

La Iglesia nos dice: “Se recuerda también, que una tarea en el hoy de las comunidades de vida consagrada es la de fomentar la espiritualidad de comunión, ante todo en su interior..., entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad. Una tarea que exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es la ley de vida”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo’, n. 28.)

Jesucristo es quien eligió a Teresa y ha elegido a cada hermanita. Es una de las manifestaciones del amor que las tiene y de la confianza que ha depositado en ellas. Las Hermanitas han respondido al Señor con un rotundo sí: el de su amor sincero. En definitiva, podemos decir que Jesús es el convocador. Quiere y les propone que vivan en paz “en una misma Casa y realicen una misión común”, que Él les confía.
Unidas por el amor y la misión apostólica, Teresa y sus Hijas hacen vida propia una extraordinaria y significativa verdad, que día a día tendrán que defender y construir. Porque “una comunidad de consagradas es la expresión, de la vivencia gozosa y positiva de los votos; alegría en la pobreza evangélica, cordialidad en el amor oblativo a quienes nos necesitan, sumisión-dependencia-colaboración con el grupo y con los superiores (Dimensiones de la vida dominicana).

Todas unidas, las Hermanitas intentan formar un ambiente similar al de una familia, en donde reina la amistad fraterna y la paz, impregnadas de caridad, para que en esa Comunidad todas encuentren un clima adecuado para el desarrollo de la madurez humana y cristiana integral. Y, a la luz de la fe, descubran el valor de cada persona amada por Dios con infinito amor.

Cada una y todas al unísono procurarán cultivar los grandes valores, que constituyen el núcleo y la belleza de una Comunidad religiosa: espíritu de servicio, caridad-amistad cristiana, disponibilidad, actitud oblativa, capacidad de diálogo fraterno, actitud de acogida y comprensión mutuas, disposición al cambio, a la convivencia y a la conversión, espíritu de oración y colaboración incondicional para la misión común: atender a los Ancianos. (Dimensiones de Vida Dominicana, n. 35).

 

Son los signos evidentes de que la espiritualidad —la caridad en acción— de la comunión fraterna está viva, palpitante. La Iglesia, haciéndose una pregunta, responde para orientar a quienes han consagrado su vida a Jesucristo: “¿Qué es la espiritualidad de comunión? Con palabras incisivas y capaces de renovar las relaciones y programas, Juan Pablo II enseña: Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están nuestro lado. Y además: Espiritualidad de comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo Místico y, por tanto, como uno que me pertenece.

De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo
que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; es saber dar espacio al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. Sin este camino espiritual, de poco sirven los instrumentos externos de la comunión”.  La espiritualidad de Teresa y su Congregación refleja en su Libro de Familia esos mismos valores de la Comunión fraterna: “Siendo la vida religiosa hogar y escuela de perfección evangélica, las hermanitas han de tener como el primero de los preceptos a observar en la vida comunitaria el mandato nuevo que nos enseñó nuestro divino Maestro y Salvador Jesús: Este es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado “. (Const. n. 211).

 

Una de las grandes aspiraciones de Santa Teresa Jornet fue y es, que sus Hijas, que todas las Comunidades de su Congregación vivan en un clima comunitario-fraterno auténtico. Lo está reclamando el amor a Jesucristo, un amor compartido con otras Hermanas convocadas también por Jesús a vivir en unidad y comunión “para que el mundo crea “. El “único Espíritu”, que guía y anima a la Iglesia también orientaba a la Madre en su tiempo y sigue orientando a las del presente. La Iglesia nos recuerda: “La espiritualidad de la comunión se presenta como clima espiritual al comienzo del tercer milenio, tarea activa y ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino maestro de un futuro de vida y de testimonio. La santidad y la
 misión pasan por la comunidad, porque Cristo se hace presente en ella y a través de ella. El hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, posibilidad concreta y, más todavía, necesidad insustituible para poder vivir el mandamiento del amor mutuo y por tanto la comunión trinitaria”. ‘
(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: ‘Caminar desde Cristo”, n. 29. Id. n. 29).

 

Esa actitud fraterna, la unidad en el amor, que refleja espiritualidad de comunión y construye Comunidad es lo que la Madre les pedía y pide hoy a sus Hijas: “Entre las Hermanitas debe haber mucha caridad, verdadera unión fraterna y buena armonía... Y de tal manera han de estar unidas entre s4 que no haya entre ellas la menor aspereza de palabra, ni siquiera de sentimiento; pues sería muy lamentable el notarse que alguna Hermana no procediese de esta manera y fuese causa de desunión y discordia entre ellas. Con la mucha caridad entre todas, se harán llevaderos y suaves los trabajos y molestias que nuestra misión conlleva “. (1, pp. 578-579).

 

La M. Fundadora no se cansaba de insistir, invitar y animar a todas las Hermanitas para que construyan ese ambiente fraterno de hogar y familia:
“Anímense mucho y cuiden de cumplir bien y ser como Dios quiere. Sobre todo, paz y unión con las Hermanas, y mucha caridad unas con otras “. (1, p. 452). ¡ Qué bien sabía la Madre, cómo vivía y defendía Ella esta verdad: “que la paz se construye sobre la fe y el amor a Jesucristo y a los hermanos, sobre el respeto mutuo, la comunicación humilde, sencilla, sincera y alegre; la preeminencia de la “persona, imagen de Dios”, sobre su “función”, la responsabilidad, la disponibilidad generosa y la participación; el esfuerzo personal para responder a la gracia y la apertura caritativa a los demás”.

La Fundadora de las Hermanitas espera de todas esta ofrenda de amor. Se lo pedía con amor y esperanza de Madre, porque estaba convencida de que la unidad y la paz, como signos del Reino predicado por Jesús, es el mejor “oxígeno espiritual y humano”  para vivir como personas y como consagradas. Cualquier “atentado” contra la unidad y la paz nos deja heridos e indefensos: “Por Dios, tengan Vds. paz y unión que, si no hay paz en casa, es como si no tuviéramos nada..., de lo contrario se fastidiarán Vds. de la vida religiosa y se pondrán en peligro de grandes males”. (1, p. 762).

La Madre es una mujer curtida y experimentada. Sabe que cuando falta la caridad brotan muchos sinsabores y no quiere que sus Hijas sean víctimas de ese malestar: “Faltando la paz, faltó todo bienestar y es imposible que las Hermanas que así viven, tengan un momento de reposo, pues que ha de ver en contra suya a Dios, a sus Hermanas y a su propia conciencia. Así viviendo, no pueden esperar más que infidelidades de presente y de malísimo porvenir en el tiempo y en la eternidad”. (II, p. 104).

La Madre siempre está a favor del verdadero amor, que es la raíz de la paz auténtica que Jesucristo nos brinda y es la paz que nos mantiene unidos y contentos. En esa clave, la Madre alimenta su pensamiento y les invita a las Hermanas para que lo compartan: “les encargo muchísimo que se traten unas a otras con afabilidad y amor de hermanas, no permitiéndose la menor palabra con que puedan ofenderse faltando a la caridad y respeto que deben tenerse entre sí”. (II, p. 403).

Es indudable que el mensaje de la Madre Fundadora está en sintonía con lo que la Iglesia nos dice actualmente: “la misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con un solo corazón y una sola alma, se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas”.Juan Pablo II, Exhortación Apostólica ‘Vita Consecrata’, n. 21f. Id. n. 35.

 

 

 

VI. ESPIRITUALIDAD EUCARÍSTICA Y DE LA CRUZ


         Comienzo este capítulo con un testimonio conmovedor de la fe y del amor que la Fundadora de las Hermanitas vive y siente por la Eucaristía: “Era tan grande su amor a la Eucaristía que la veíamos muchas horas absorta en oración ante el Sagrario en un estado de sumo recogimiento y veneración, y parecía no anhelar otra cosa que el momento de estar en oración ante Jesús Sacramentado”. (II, p. 882). En las Constituciones de las Hermanitas se sitúa a la Eucaristía como centro de su vida individual, comunitaria y de su misión apostólica.

La trayectoria cristiana y consagrada de la Fundadora de las Hermanitas está marcada y rebosante de amor a la Eucaristía. Este amor era algo connatural, vital para su espiritualidad. Teresa hizo suyo el significado teológico-salvífico de la Eucaristía. Creía y sabía que el misterio eucarístico significa y realiza la unión de Dios con cada uno de nosotros y también la unidad comunión entre todo el Pueblo de Dios. Una comunión que tiene perfiles singulares entre las personas que comparten el mismo carisma vocacional, viviendo en comunidad fraternal para realizar una misión peculiar y común. Ninguna Comunidad se edifica en Cristo ni realiza la tarea apostólica, si la Eucaristía no es la raíz y el quicio vital del convivir comunitario.

La celebración de la Liturgia, especialmente de la Eucaristía, constituye el origen- fuente, centro y meta de toda actividad de la Iglesia y de todos los Institutos de Vida Consagrada. Ahí se origina, se cultiva y profundiza la unión con Cristo y la unidad entre todos los miembros de la Comunidad religiosa. Así nos lo enseña la Iglesia:
“Dar un puesto prioritario a la espiritualidad quiere decir partir de la recuperada centralidad de la celebración eucarística, lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Allí Él se hace nuevamente presente entre sus discípulos, explica las Escrituras, hace arder el corazón e ilumina la mente, abre los ojos y se hace ¿ reconocer”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 26).

Junto a su profundo amor eucarístico, Santa Teresa Jornet vive con fe y generosidad su amor a la Cruz. Su espiritualidad también está impregnada de esa dimensión cristina. Teresa asume el dolor, el sacrificio, las dificultades de la vida desde la perspectiva de su fe en Cristo “y Éste crucificado “. Lo acepta como paso previo, para alcanzar la luz de la Resurrección del Señor. El Misterio eucarístico y el de la Cruz presiden la vida de la Fundadora de las Hermanitas y le dan luz y fuerza para ser fiel a la vocación- misión que Jesús le ha confiado. Una fe y un amor que la Madre vivirá la primera y alentará a sus Hijas para que lo acepten y vivan con fe, esperanza y amor.

 


1. Espiritualidad de la Eucaristía.

 

Comenzamos recordando la vibrante invitación del Papa Juan Pablo II, que adquiere un relieve muy especial para las personas consagradas: “Encontradlo, queridísimos, y contempladlo de modo especial en la Eucaristía, celebrada y adorada cada como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica”.

La Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la
vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión apostólica. Todos tenemos necesidad del viático diario del encuentro con el Señor, para incluir la cotidianidad en el tiempo de Dios que la celebración del memorial de la Pascua del Señor hace presente”. Es que “la Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión
apostólica”. 


          La Fundadora de las Hermanitas alimenta su espiritualidad en ese Misterio de fe y amor. Ella cree sin vacilar que la Eucaristía es la celebración, la actualización sacramental y continuada de la vida, muerte y resurrección del Señor. Para hacerse “pan de vida y bebida de salvación “, Jesús aceptó el designio salvador del Padre: padecer la prueba del dolor y de la muerte en cruz. En esta verdad de fe en Jesucristo, muerto y resucitado, nacía y se alimentaba la espiritualidad y el amor que la Madre sentía por la Eucaristía. De esta profunda experiencia eucarística brotaba todo el amor que Santa Teresa sentía y compartía con sus Hijas y repartía entre sus queridos Ancianitos. Es admirable y conmovedor leer en las cartas de la Madre sus pensamientos y sentimientos de amor al “Sacramento de nuestra fe”.


Sabemos que la delicada salud de la Madre Fundadora le obligaba, a veces, a permanecer en el lecho del dolor y le impedía participar en la Santa Misa. Era entonces cuando su corazón se expansionaba para manifestar sus hondos y sinceros sentimientos. Sentía ansias de Dios, hambre del “Pan de los Angeles” y lo decía en voz alta: “Hace unos días que no bajo a visitar a nuestro Señor y eso es lo que más siento, el no poder ir a la cap illa y estar en cama hasta tarde”. (II, p. 565).

En una carta a su hermana, Sor María dice: “Gracias a Dios, estoy mejor. Es verdad que ayer mañana lo pasé mal, pero yo creo que lo permitió el Señor para que no sintiese tanto el perder la Misa”. (II, p. 521). Pero ella no dejaba de sufrir por el hecho de no tener la satisfacción creyente de asistir a celebrar la Eucaristía y, más aún si era un día litúrgico muy significativo: “El médico me encuentra muy débil y me ha dicho que no vaya mañana — fiesta de Pentecostés — a Misa. Ya puede comprender cuán grande será mi sentimiento”. (II, p. 565).

Es que la Madre encontraba su fuerza y su paz en Jesucristo, por eso anhelaba tanto participar en la Eucaristía y unirse sacramentalmente a El: “mañana sábado, Dios mediante, me traerán al Señor Desde el domingo que no lo he recibido; ya puede pensar silo descaré”. (II, p. 524).

Cuando Teresa puede participar de la Eucaristía, un contraste luminoso de gozo y alegría le inundaba el corazón: “Hoy, gracias a Dios, puedo decirle que he oído Misa y he comulgado”. “Yo me voy a Misa y las encomendaré al Señor. Ya tres días seguidos llevo de comunión. ¡Cuántas gracias me hace el Señor”. (II, p, 550). Con este espíritu gozoso de amor eucarístico, la Madre se congratulaba con sus Hijas. Podemos comprobarlo en una carta que escribía a la Comunidad de Aytona, el 3 de Octubre de 1891: “Tengo muchísima alegría en saber que mañana les llevan al Señor a esa Casa. ¡Sí que desearía encontrarme en ésa!. Mas el Señor lo dispone así, paciencia. Les encargo que sepan ser muy agradecidas al Señor por el gran favor que les hace. En mi nombre háganle alguna visita y procuren obsequiarle haciéndole mucha compañía “. (II, p.4l 3).

Este espíritu de la Madre se refleja meridianamente en las Constituciones de su Congregación. Sitúan a la Eucaristía como vida y centro de la Comunidad. Las Hermanitas reciben fuerza, unidad, esperanza y santidad de esa experiencia de amor eucarístico: “De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana a nosotras la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo, y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”. (Const. n. 164) Las mismas Constituciones recuerdan a las Hermanitas que su participación activa en la Eucaristía es fundamental, esencial para su vida individual, comunitaria y para su misión en beneficio de los Ancianos. En torno a la Eucaristía ha de girar toda su vida y misión: “Todos los días, las hermanitas participarán de la celebración de la Eucaristía, procurando con solícito cuidado exterior y con fervor interno asistir o estar presentes a este misterio de fe, no como extrañas y ¡nudas espectadoras..., sino participando en la acción sagrada y siendo en ella instruidas con la palabra de Dios y fortalecidas en la Mesa del Señor”. (Const. n. 165).

 

Desde sus orígenes hasta nuestros días la Santa Fundadora y sus Hijas han dedicado su vida al servicio de la Iglesia, “Sacramento Universal de Salvación. Ellas aman y sirven a la Iglesia de Jesús en “esa porción o comunidad del Señor que son los pobres, las Ancianos Desamparados acogidos en sus Casas “. Lo han procurado realizar en armonía con la fe de la Iglesia y centradas en lo que es vida y corazón del Pueblo de Dios: la Eucaristía, “Memorial de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor”.

Así, la espiritualidad eucarística de las Hermanitas de todos los tiempos la han vivido y viven en armonía y comunión con la Iglesia de Jesús. Desde el querer de Cristo, de la Iglesia y su Madre Fundadora han de intentar siempre vivir en la verdad y en el contenido salvífico del “Sacramento de nuestra Fe”: “En la Eucaristía se concentran todas las formas de oración, viene proclamada y acogida la Palabra de Dios, somos interpelados sobre la relación con Dios, con los hermanos, con ¡ todos los hombres: es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. Sacramento de unidad con Cristo, la Eucaristía es contemporáneamente sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de consagrados. En definitiva es fuente de espiritualidad de cada uno y del Instituto entero. (Congregación, nº 26).

Viviendo esta verdad de fe y amor, la espiritualidad de las Hermanitas de hoy también será un testimonio, un anuncio transparente y sincero proclamando “qué fue la muerte del Señor hasta que vuelva”: ¡una entrega de amor al Padre y a los hombres y mujeres de todos los tiempos, principalmente a los Ancianos!

 

2. Espiritualidad de la Cruz.

 
         La cruz, el dolor, el sufrimiento ha sido una experiencia constante y consciente del ser humano. Anta esta cruda y desconcertante realidad, las reacciones son diversas: de rechazo, de incertidumbre, de desesperación, de enfrentamiento con el misterio de Dios. Pero también: de aceptación serena y esperanzada, de solidaridad fraterno-cristiana impulsada por la fe y el amor.

Esta actitud positiva y creyente es la que guío a Santa Teresa Jornet y continúa guiando la vida y misión de todas las Hermanitas. Todas enraízan su vida mirando a Jesús “que nos precede en todo, incluso en el dolor y en la cruz, como signo y medio de redención.

El pensamiento de un grupo de Religiosas nos lo recuerda con sencillez y claridad: “No hay vida religiosa, seguimiento de Cristo, sin ascesis que madure a las personas. Ahí están los santos, los fundadores de Congregaciones, los grandes
maestros, contemplativos, predicadores o educadores. Inexorablemente, la cruz de Cristo forma parte de la vida de sus auténticos discípulos. Otra apreciación sería engañosa, al menos por irreal. Y no es que a la vida religiosa se venga a sufrir, sino que la cruz sobreviene siempre: de forma esperada o de forma inesperada y con distintos rostros: como dureza de trabajo, angustia 1 económica, incomprensión fraterna, infidelidad del amigo, crisis familiares, radicalismo de pobreza, castidad y obediencia, enfermedad, servicio entre marginados, cuidado de ancianos y de enfermos”.

Este pensamiento nos lo recuerda hoy la Iglesia con realismo y claridad: “Vivir la espiritualidad en un continuo caminar desde Cristo significa comenzar siempre a partir del momento más alto de su amor — cuyo misterio guarda la Eucaristía —, cuando en la cruz Él da la vida en la máxima oblación. Los que han sido llamados a vivir los consejos evangélicos mediante la profesión no pueden menos que frecuentar la contemplación del rostro del Crucificado.

Y en otro Documento de la Iglesia, publicado el año 2002 leemos “El rostro del Crucificado es el libro en el que se aprende qué es el amor de Dios y cómo son amados Dios y la humanidad, la fuente de todos los carismas, la síntesis de todas las vocaciones. La consagración, sacrificio total y holocausto perfecto, es el modo sugerido a ellos por el Espíritu Santo para revivir el misterio de Cristo crucificado, venido al mundo para dar su vida en rescate por todos y para responder a su infinito amor.

La historia de la vida consagrada ha expresado esta configuración a Cristo en muchas formas ascéticas que han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad... A lo largo de la historia de la Iglesia las personas consagradas han sabido contemplar el rostro doliente del Señor también fuera de ellos. (Dimensiones de la Vida Dominicana, n. 46. ) (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 27).

Lo han reconocido en los enfermos, en los Ancianos abandonados, en los pobres, en los pecadores... La vocación de estas personas consagradas sigue siendo la de Jesús y, como El asumen sobre sí el dolor y el pecado del mundo des- gastándose, consumiéndose en el amor”.

Santa Teresa Jornet tomó en serio su seguimiento de Cristo. Quiere serle fiel en todo hasta el final. Al Señor le ha escuchado decir y ha constatado que El vive lo que dice: “Yo soy el enviado por el Padre, como signo visible de su amor al mundo. El hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado. Y dirigiéndose a todos dijo: el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con la cruz cada día y véngase conmigo, y allí donde estoy yo estará también mi servidor”. (Lc. 9, 23-26).

La Fundadora de las Hermanitas lo acogió en su corazón. Ella no hizo teorías bonitas y cómodas sobre la “Cruz de Cristo”. Sencilla y generosamente la aceptó tal y como el Señor se la presentaba cada amanecer. Nunca se dejó llevar de la apatía ni de la comodidad. Reaccionó siempre con talante creyente y entrega de amor generoso. Todo lo que en su vida tenía “sabor de cruz” lo interpretaba a la luz de su sincera fe en Cristo crucificado y Redentor del mundo.

Por la historia conocemos que la salud de Teresa era delicada y frágil. Nunca protestaba ni pedía explicaciones al Señor. Aceptó con humilde sencillez su situación personal: era su ofrenda, signo de su amor a Jesús. También conocemos por la historia las dificultades y “peripecias” durante la fundación y consolidación de la Congregación y las fundaciones de las distintas Casas. Sus penurias económicas, sus sufrimientos por las “tensiones” creadas por alguna de las primeras Coniunidades de Hermanitas. ¡Con qué temple, fortaleza, prudencia, serenidad, esperanza, amor y acierto lo iba afrontando, superando y conseguía resolviendo!

La Madre logró transformar “sus cruces cotidianas” con la solidez de su caridad abnegada y generosa. Era una mujer experimentada en las exigencias de seguir a Cristo, “y éste crucificado”. Todo lo encajó con fe, esperanza, amor y humildad: ¡sin amargura! Sí, la Santa Fundadora asumía ella la primera las “cruces” y, con palabras de confianza y aliento, animaba a sus Hijas.

Y puesto que para ella las dificultades entran en los planes de la Providencia divina, que busca lo mejor para sus criaturas, aunque la naturaleza se resista a aceptarlas, la M. Teresa pedirá a todos que le ayuden con ss oraciones para aceptar con alegría “lo que más le convenga para gloria de Dios”. TI, p. 359). “No valgo para nada, yo voy mediana de Salud. Dios sea bendito que así lo quiere”. (II, p. 358).

En una carta que escribe a D. Francisco, en octubre de 1875, ya se refleja bien esta actitud acogedora de cuanto Dios la envía: “Padre, respecto a lo que me dice de la cruz, yo estoy contenta, y cuanto más cerca pueda imitar a mi Esposo Jesús, tanto más contenta estoy. No merezco la paz que Dios me da en medio de todo esto, de lo que no sé cómo dar gracias a Dios”. (1, p. 161). Y en otro momento dirá con serena humildad: “Sigo mediana de salud, pidan al Señor por mi”. “Continúo un poco mejor Quiera el Señor continúe este alivio, si conviene, para poder trabajar a su mayor gloria “. (II, p. 359).

Esta admirable actitud cristiana con que la Madre asume las “pruebas” lo enfoca siempre desde la perspectiva de su amor a Jesucristo: “Su paciencia se demuestra en cómo acepta risueño los sufrimientos a que se somete con su obediencia, humildad y pobreza... Y para que también al espíritu los sufrimientos alcancen, sufre por sus padres, que ve despreciados y padeciendo privaciones con Él, y por lo que ve le espera durante toda su vida, y muy especialmente en su pasión y muerte que tiene a la vista. Sean las que quieran las pruebas al que el Señor nos sujete, ya de necesidad, ya de enfermedades, ya de desprecios y aún de calumnias, sufrámoslas resignadas, que el Niño las endulza con su ejemplo “. (II, p. 230).

Pero la Fundadora de las Hermanitas interpreta y acepta la crudeza dolorosa de la vida, no simplemente resignándose, sino en perspectiva de esperanza: “Como es de suponer durante el santo tiempo de Cuaresma se habrán aprovechado mucho de los grandes ejemplos que nuestro amable Redentor nos da, sobre todo en la última semana, donde nos enseña a amar la cruz y los trabajos. Ya sabemos que el que quiera gozar con Cristo ha de padecer con Él. Sepamos, pues, sacar el debido fruto en todo y nuestras obras serán llenas en la presencia de Dios. La vida es breve y hay que aprovechar el tiempo, para que no nos encuentre con las manos vacías”. (II, p.
586).

 

Sí. Santa Teresa Jornet aceptó y vivió con la lucidez de la fe y la fortaleza del Espíritu el verdadero sentido y alcance de la ascesis cristiana. Lo acepta como integración de la cruz, como desarrollo normal de la vida humana, de la vida de la gracia y su vida consagrada al Señor. Asume la ascesis, el sufrimiento como factor de equilibrio personal y como lubricante de las tensiones comunitarias. Como imitación de la vida de Cristo pobre, humillado, despreciado y crucificado. Y también, como solidaridad, como cercanía fraterna con los más pobres: Sus queridos Ancianos.

Ella vive la ascesis del seguimiento de Jesús como un medio que sosiega las pasiones, el egoísmo; como un medio que curte, fortalece y santifica a las personas que aman de verdad a Jesucristo. Para la Madre, la ascesis cristiana y de sus Hijas consagradas a Jesús abarca toda la vida al servicio de la Iglesia y de los Ancianos.

Es un programa exigente de laboriosidad, entereza, pobreza, entrega a los demás, abandono de una familia para constituir otra, aceptación obediente y sencilla de trabajos difíciles e ingratos; incluso vida de inseguridad y disponibilidad total “por el Reino de Jesús” que, en su tremenda indefensión en la Cruz, abrió sus labios para pedir ayuda al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Y dando un fuerte grito exclamó: Padre, en tus manos pongo mi vida “. Fue su última palabra: La de la confianza total en su Padre, que veía complaciente que su Hijo querido: “lo había cumplido todo y lo había hecho bien “.


La Santa Madre no sólo da testimonio de que aceptaba las “cruces”, fueran del signo que fueren. Es que, además, orienta y anima a sus hijas para que no se arredren ante nada: “Lo que nos importa es ser buenas. Es verdad que, mientras vivamos en este mundo, no nos ha de faltar algo que ofrecer al Señor pero ¡ánimo!, que Dios está con nosotras, y con su pesadísima Cruz va delante para darnos ejemplo “. (II, 376).

La Madre es lúcida y realista. Por eso dice con sencillez y sentido: “Dicen que el que no sabe sufrir no sabe vivir; con que a ver si Vd. aprende y se hace de corazón grande en Dios y para Dios”. (II, p.59l). La Madre está tan identificada con Dios, que hace suyo lo que nos dice San Pablo: “porque Dios ama al que se da y da con alegría”.

Por eso, ante las dificultades, intenta animar a las Hermanitas: “Hijas mías, este año nos ha tocado la Cruz: llevémosla con alegría “. (1, p. 225). Ese talante de fe, de esperanza, de amor generoso, servicial, sacrificado y humilde es lo que la ilumina y fortalece en todo cuanto sabe a cruz, a dificultad: “Parece que Dios cierra las puertas y nos está probando de muchos lados y se complace en esto; que si no, no estaríamos tan alegres como estamos. El enemigo hace muchos esfuerzos, porque las cosas de Dios tiene sus contrarios y esto nos prueba que ha de ser para gloria de Dios... Yo espero que Dios nos dará fuerzas para vencer las dificultades que ahora se presentan “. (1, pp. 176-177).

Es evidente que la Santa Fundadora habla claro y con autoridad a las Hermanitas. Les recuerda que su vocación, su vida de seguidoras de Jesús es exigente y trabajosa. Les indica y les invita con convicción, que en su recorrido y vivir diarios nunca pierdan de vista a su Señor y Maestro Jesús y que esperen firmemente en Él y confíen en su Palabra, en su Promesa: “ánimo, no temáis, soy yo, que estaré con vosotros siempre “.

Desde esta convicción de fe en la fidelidad de Jesús, la Fundadora de las Hermanitas les decía a sus contemporáneas y continúa diciendo a las que realizan hoy su misión: “Ánimo, Hijas mías, que el Señor está con nosotras”. Con su vida y con su palabra, la Madre supo vivir la espiritualidad de la Cruz y, desde el cielo, sigue siendo un referente luminoso, esperanzado y entrañable para todas las Hermanitas de la historia.

Este espíritu de aceptación de las “cruces” y dificultades de la vida pervive en las Constituciones que todas las Hermanitas han profesado libremente: “La hermanita, que sigue a Jesucristo, nuestro divino .Modelo, por un camino de trabajo difícil y abnegado, procurará conseguir y acrecentar el espíritu interior de sacrificio. A ello le ha de ayudar la práctica de la mortificación, con espíritu de penitencia, según las enseñanzas de la Iglesia y la tradición del Instituto”. (Const. n. 218).

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:23

J.M.LUMBRERAS Jesucristo mi libro A

Escrito por

 

PRÓLOGO

 

Escribo este prólogo, para decirte, que esta carpeta o libro que tienes en tus manos no es un estudio teológico sobre Jesucristo, que yo haya elaborado sobre la realidad humana de Jesús de Nazaret; es un conjunto de notas y lecturas, que  he meditado o predicado o leído desde los cinco o cuatro últimos años de mi seminario hasta la fecha de hoy; y como son ya, hoy precisamente, 11 de junio del 2012, cincuenta y dos años de sacerdocio, sumo en estas notas casi sesenta años de lecturas. Por eso, la mayoría de estas notas son de autores de los años sesenta. Y los son, porque los modernos que he leído sobre Jesús de Nazaret, no me gustan tanto como aquellos.

Me ha movido a elaborarlo mi amor y entusiasmo por mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero hombre; y en concreto, lo he querido realizar sobre su humanidad, sobre el hombre perfecto que es Jesús de Nazaret, porque Él llena toda mi vida y porque su humanidad ha sido el puente de salvación y unión con la Trinidad, que los Tres ha establecido por la potencia de amor del Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y  del Hijo al Padre, en que seremos sumergidos eternamente, pero que ya podemos vivir aquí abajo.

He leído, meditado y escrito varios libros personales sobre el Señor Jesucristo, sobre todo, vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía. Ahora lo que quiero, es escribir, mejor, transcribir, lo más importante, hermoso y piadoso que otros han escribo y meditado sobre Él. Aunque haya algo original o personal, repito que aquí lo que trato es de escribir lo que más me ha gustado sobre Jesús de Nazaret, escrito por otros.

Y por eso esta publicación es privada, no lesiona los derechos de autor, y se publica en carpetas para esta clase de alumnos especiales, aquellos que quieran leerlas, porque quieran profundizar en el conocimiento y amor de Jesús de Nazaret.

Tampoco digo que lo escrito aquí sea lo mejor que hayan escrito estos autores; lo que digo es que es lo que a mí más me ha gustado. Y voy a decir más: los que más me han gustado son de autores de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años… Yo no digo que modernamente no haya autores buenos; pero, para mí, no han sido superados autores de entonces, al menos desde mi punto de vista, como Kar Adan, Guardini, Columba Marmión, Maximiliano Garcia, Jean Galot, Lyonnet… y escribiendo o predicando sobre la humanidad de Jesucristo, sobre los  sentimientos, virtudes, predicación y vida terrena de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.

Repito que todo lo escrito aquí es sobre la personalidad humana de Cristo; y que no lo hago en línea de teología, sino en línea de meditación y oración, porque es el mejor camino para conocer y amar a Jesucristo, ya que a Jesucristo, su evangelio, su vida, lo he dicho muchas veces, sólo se conocen en la media en que se aman.

Advierto también que muchas veces no pondré obras y autores, porque me llevaría mucho tiempo y no acertaría a poner títulos de libros y autores, ya que la mayor parte de todas estas notas están escritas a mano, a veces sin nota referencial, algunas hace más de cincuenta años; otras, las mayor parte, fueron escritas a máquina para clases de Espiritualidad en el Seminario  o para meditación y predicación en retiros o ejercicios espiritules; y las últimas de estos quince años, escritas por ordenador.  Por lo tanto, yo las transcribo tal cual las tengo, para que les ayuden a los que las lean y mediten a conocer y amar más a Jesucristo.

Pues bien, querido lector, aquí tienes lo más importante que yo he leído y meditado desde hace sesenta años, sobre la humanidad de Cristo, único puente de salvación y unión con la Santísima Trinidad, a la que debemos todo honor y gloria, pues por ella, y solo por ella, nos han venido todas las gracias, hemos conocido al Dios verdadero, le debemos la salvación eterna y es el puente soñado por el Padre para revelarnos y pronunciar para los hombres su Única Palabra por la que todo se hizo y por la que como dice san Juan de la Cruz nos ha dicho en silencio eterno de amor y en música callada, todo lo que tenía que decirnos y que, según el doctor místico, en silencio de amor y de oración debe ser escuchas. Esto está escrito para ratos de oración y contemplación con el Amado:

         Insisto en que yo voy a tratar principalmente de la humanidad de Cristo, revelación y puente de la Divinidad. Y lo hago porque la experiencia misma nos enseña que muchos cristianos, y hasta muchos cristianos piadosos, afirman llenos de fe el dogma de la divinidad Y humanidad de Cristo, confiesan las dos naturalezas de Jesús, pero en su piedad práctica se forman una imagen de Él en que lo humano queda completamente absorbido por lo divino, en que la humanidad de Jesús aparece tan sólo a modo de forma exterior, como envoltorio visible de lo íntimo y esencial: su divinidad.

Ya no se recuerda que Cristo, según el dogma de la Iglesia, es plenamente hombre; que tiene un alma humana, una conciencia humana; que posee por completo la libertad humana de decisión y una vida sentimental puramente humana; que el temor de Dios llega también a las profundidades de su alma, Y que su conciencia, como la nuestra, se siente impulsada a clamar desde lo más profundo al Padre. En su Vida de Jesús, François Mauriac reprocha a ciertos teólogos el presentar una imagen de Cristo en la que «el hombre, este Jesús... corre peligro de desaparecer en la gloria de la segunda Persona divina (Prólogo). Y el erudito jesuita Galtier cita con aprobación lo que afirma el canónigo Masur en su obra Le sicrifice du chef (pá gin 130) : «El monofitismo, es decir, la doctrina según la cual Cristo es verdadero Dios pero no también hombre verdadero, es tentación de personas piadosas, pero ignorantes.»

La persona de Jesús de Nazaret ha dado mucho que hablar a lo largo de la historia. Para muchos Jesús fue un hombre bueno, un maestro o un filósofo. Incluso entre los mayores detractores de la religión no han faltado quiénes han descubierto en él una personalidad singular y digna de admiración.

No han sido menos profusos los intentos de dibujar el rostro de Jesús desde la orilla de la teología, donde las distintas corrientes cristológicas han abordado su persona desde la historia, la fe, la tradición eclesial y un largo etcétera que no tiene visos de concluir.

Pero, ¿por qué tanto interés? ¿Por qué volver una y otra vez sobre la misma cuestión? Para Walter Kasper está claro: toda nuestra fe cristiana se reduce a esta pregunta: «Quién es Jesucristo para nosotros hoy?» ¿Quién es para ti? Ese será tu cristianismo, tu fe, tu vida cristiana.

 

2. «EL HIJO DEL HOMBRE NO TIENE DÓNDE RECLINAR SU CABEZA» (Mt 8,20)

 
La vida pobre de Jesús


           Jesús «siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Se empobreció al despojarse de su divinidad, aparecer como un hombre cualquiera y vivir su existencia temporal, desde la cuna hasta la sepultura, careciendo de bienes materiales.

Podía haber nacido en Nazaret donde, aunque pobre, tenía una casita, pero quiso venir al mundo en Belén de Judá. Así se cumplían las Escrituras y era dado a luz en una gruta fría y desnuda, usada para establo de animales. Recién nacido fue recostado en las pajas de un pesebre, tallado en la roca (Lc 2,6-7).

Su vida no fue muy larga, y la mayor parte de ella la pasó en una modesta aldea de montaña alejada de todas las grandes vías de comunicación. Nazaret era tan insignificante que ni el Antiguo Testamento, ni el Talmud, lo nombran una sóla vez. Los geógrafos y los historiadores, como Flavio Josefo, ni lo conocen.

Aquel pueblecito tenía, en tiempos de Jesús, según el cálculo de los arqueólogos, no mucho más de ciento cincuenta habitantes, humildes agricultores, pastores y artesanos. La casa era de una sola pieza con una gruta, natural o excavada en la roca, cubierta con terrazas de tierra batida, con sus salidas para el humo, sus alacenas en la pared para la lámpara y la cerámica, y su hogar en el suelo, en el que se sentaban sus moradores y extendían esteras para el descanso nocturno. Jesús, ya adulto, se ganó la vida trabajando con sus brazos como carpintero (Mc 6,3).

En su vida pública, no puso su base de operaciones en Jerusalén, la capital, sino en un poblado de la despreciada Galilea de los gentiles, de unos centenares de vecinos, pescadores, agricultores y comerciantes. En las ruinas de Cafarnaún se pueden ver las bases de las casas del tiempo de Jesús, edificadas con toscos y grandes cantos de basalto y de una sola pieza, donde vivían y dormían en común todos los familiares. En los tiempos de calor, lo hacían en los patios comunes. Carecían de agua, que habían de traer las mujeres de la fuente del pueblo, de servicios y de desagües. Recordemos que allí los calores son asfixiantes, al estar a doscientos doce metros bajo el nivel del mar.

No tenemos un diario que nos narre con detalle las correrías de Jesús errante por aquellas aldeas y caseríos, pero los Evangelios nos suministran suficientes indicios para conocer la pobreza de su vida. El y los doce comían de la limosna de algunas piadosas mujeres agradecidas (Lc 8,2-3), tenían una bolsa en común (Jn 12,6; 13,29), pero, a veces, no disponía Jesús de una moneda, como cuando pidió una para ver su efigie y su leyenda (Mc 12,15-16), o cuando envió a Pedro a sacar una de la boca del pez (Mt 17,24-27). El día en que se retiró Jesús con sus discípulos a un lugar solitario al noroeste del lago, le siguió la multitud, y allí se vio que aquellos trece hombres, jóvenes y robustos, no llevaban para comer sino «cinco panes y dos peces» (Mc 6,38). A veces, no disponían ni aun de eso y «al atravesar unos sembrados y sentir hambre, arrancaron las espigas, las frotaron en las manos, y se comieron el grano» (Mc 2,23-28).

A un letrado que le quería seguir, le previno Jesús: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). ¡Cuántas noches dormirían sobre el duro suelo, bajo los olivos, con el manto de cabezal, a la luz de las estrellas!

Culminó su vida en la cruz, como un malhechor, en la mayor pobreza y desnudez, desposeído de su ropa, que se la repartieron y sortearon los soldados (Jn 18,23-24) y, muerto, fue sepultado en un sepulcro prestado (Jn 19,38-42).
Jesús, a pesar de que «todo había sido hecho por él y para él» (Col 1,15-17), eligió vivir pobremente y entre los pobres, la gente sencilla y despreciada. El sabía muy bien la atracción que los bienes creados, las riquezas, habían de ejercer sobre los seres humanos y nos dio ese ejemplo admirable de pobreza y de desasimiento. Ello, además, haría más creíble su doctrina y sus enseñanzas.


Jesús y los pobres


            Un día Jesús subió a Nazaret. Era sábado y como buen judío acudió a la sinagoga. Después de recitar el Shemá y algunas otras oraciones, se levantó para hacer la lectura de los profetas. Le entregaron un rollo, leyó unos versículos y dijo: «Hoy se ha cumplido este pasaje que acabáis de oír» (Lc 4,20).
¿Qué había leído? Aquel lugar del tercer Isaías que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque el señor me ha ungido. Me ha enviado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; para anunciar la libertad a los presos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor»
(Is 61,1-2).

En otro momento, Juan el Bautista, extrañado del proceder de Jesús, envió desde la cárcel algunos de sus discípulos para que le preguntasen: «,Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?». Jesús, refiriéndose a sus actuaciones, les respondió para que se lo comunicaran a Juan: «Los ciegos ven y los cojos andan,
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres
se les anuncia la buena noticia. Y dichoso el que no se escandaliza de mí»
(Mt 11,2-6).

Jesús era el ungido de Dios, el Mesías esperado, sobre el que reposaba el Espíritu del Señor. No venía como juez «con el hacha para cortar de raíz los árboles que no dieran fruto y arrojarlos al fuego,... ni con el bieldo en la mano, para limpiar su era, guardar el trigo en el granero y hacer una hoguera con la paja, que arderá siempre», como anunció Juan el Bautista (Mt 3,10-12). Tampoco llegaba para triunfar militarmente sobre los enemigos de Israel, entonces los romanos, dominar el mundo y someterlo a un nuevo imperio con capital en Jerusalén, como soñaba el pueblo. El Mesías, como lo habían predicho los profetas, era enviado para anunciar la buena noticia del reino de Dios a los pobres, liberarlos de las injusticias, de sus enfermedades, de las cárceles, de las opresiones y de la muerte. Esa era la señal de que era el ungido del Señor y de que el Espíritu de Dios reposaba sobre él.

Jesús, desde el principio de su predicación, repetía: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios» (Mc 1,15), el «reino de Dios ya está entre vosotros» (Mt 12,28).
Para los judíos el reino de Dios significaba el tiempo en que Dios se había de manifestar plenamente, intervenir y actuar en la historia y comportarse como un buen rey. Para ellos, el buen rey no era sólo el que defendía a su pueblo de los invasores extranjeros, sino, sobre todo, el que lo liberaba dentro de su pueblo, al asegurar a sus súbditos la justicia, ausente de la vida social real, ya que unos pocos ricos y poderosos explotaban y oprimían a los pobres y a los débiles. El rey ideal, por lo tanto, debía proteger al pobre contra el rico y hacer respetar los derechos de los menesterosos, de los huérfanos y de las viudas, de los oprimidos y explotados, de los despreciados y de los extranjeros.

Esta idea palpita a lo largo y a lo ancho de todas las Escrituras:
«Dios mío, confían tu juicio al rey tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a los humildes con rectitud... él librará al pobre que pide auxilio
al afligido que no tiene protector; él se apiada del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres». (Salmo 71,1-4; 12-14; cf. 145,5-10).

Jesús, al proclamar que ya había llegado el reinado de Dios, decía que Dios se manifestaba ya en el tiempo y ejercitaba su poder real en favor de los pobres, de los pequeños, de los desgraciados, de los oprimidos. No por los méritos o disposiciones espirituales de éstos, sino porque ésa era la manera de ser de Dios, de reaccionar ante las injusticias de este mundo. «Eres Dios de los humildes —oraba Judit— socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados» (Jud 9,11). Y María, la madre de Jesús, resumía el Antiguo Testamento con estas palabras:


«Su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos».
(Lc 1,4655)2.

(Véanse el cántico de Ana la profetisa (1 Sam 2,1-8); Is 11,2-4; 42,1-7; los Salmos 9,10.13.19; 34,10, etc).


             Por eso, en Jesús, el enviado de Dios, el «Enmanuel», el Dios con nosotros, tenían que verse las preferencias del corazón de Dios. Para Jesús, como lo había proclamado en las Bienaventuranzas, eran dichosos los pobres, los que sufren, los
hambrientos, los que lloran (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). No porque padecieran, o porque la pobreza material involuntaria sea un bien deseable en sí misma, sino porque había llegado ya el reino de Dios, de ese Dios que les ama especialmente y en cuyo reinado ellos serán los privilegiados. Felices, bienaventurados, por la esperanza y el gozo que les proporciona el saberse los predilectos, los preferidos en el reino de Dios, que comienza ya en esta vida temporal, si bien no culminará en plenitud hasta la eterna.
Conforme con estas preferencias del corazón de Dios, Jesús, su enviado, pasó toda su vida mezclado entre la gente sencilla, pobres agricultores y pescadores, los ignorantes, despreciados por los fariseos porque desconocían la Ley (Jn 7,29); predicó la buena nueva a los pobres por aquellos campos, llanuras, montañas y en las orillas del lago, compadecido al ver que «vagaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34). En repetidas ocasiones, multiplicó los panes y los peces para dar de comer a aquellas multitudes hambrientas. ¡Con qué amor curó a los ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos, que «no le dejaban tiempo ni para comer» (Mc 6,31), resucitó a los muertos y consoló a los tristes, a la viuda de Naín, a la madre cananea, a Jairo, al oficial! Jesús, también, tuvo predilección por los despreciados de aquel orden social: los niños, las mujeres, los leprosos, los samaritanos, los pecadores y las prostitutas.
El es el Mesías por el que Dios hace justicia a los oprimidos, proclama su liberación, salva a los pobres e indefensos y manifiesta su predilección por los desheredados de este mundo. ¡Dichosos ellos que son los principales beneficiarios de la intervención de Dios!

 

Jesús y los ricos


             Jesús, como ungido del Padre e Hijo suyo, quería también que «todos ios hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Conocedor del peligro que para entrar en el reino de Dios suponían la idolatría de la riqueza y el deseo desordenado de poseer y acumular los bienes creados, nos habló de ello con una meridiana claridad y con frases lapidarias. Sólo le movían su gran amor y su misericordia.
«¡Ay de vosotros, los ricos
porque ya tenéis vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados,

porque vais a pasar hambre!
¡Ay de los que ahora reís,
porque os vais a lamentar y llorar!»
(Lc 6, 24-25).


               Caminaba Jesús por los campos de Galilea y se le acercó corriendo un joven. Se arrodilló ante él y le preguntó: «qué había de hacer para alcanzar la vida eterna». Jesús le respondió que guardar los mandamientos y, al decirle el joven que «los había guardado todos desde la niñez», le miró con amor y le dijo:
«Una cosa te falta: Ve, vende todo lo que posees, y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven acá y sígueme».

El joven frunció el ceño y se marchó entristecido, porque era muy rico. El Maestro comentó: «Hijos míos, ¡qué difícil va a ser a los ricos entrar en el reino de los cielos! Más fácil será para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios» (Mc 10,17-25).

¿Por qué es tan difícil? Porque el rico con mucha facilidad se aficiona a las riquezas, se apega a ellas, se esclaviza y desea aumentarlas. Las riquezas son fuente de placeres, de bienestar, de prestigio, de influencia y de poder. El alma humana las absolutiza, las transforma en su fin, les da su corazón. Por su adquisición, conservación y aumento, el rico se vuelve insolidario y capaz de cualquier injusticia y explotación de los demás. Se ensoberbece, descansa en las riquezas, pone en ellas su seguridad. Todo esto le va cerrando a Dios, le embota e insensibiliza el espíritu y le incapacita para compartir sus bienes con los necesitados y con los demás. «El que no renuncia a todos su bienes, dijo Jesús, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

También recalcó Jesús, con la1 parábola del rico Epulón y del mendigo Lázaro, las consecuencias para la vida eterna del amor desmedido a las riquezas. Vivía Epulón vestido de lino y púrpura en un espléndido palacio, donde todos los días daba sus banquetes. A la puerta, cubierto de llagas que lamían los perros, estaba sentado Lázaro, deseoso de calmar su hambre cori las sobras de la mesa, pero nadie se las daba. Murieron anbos. Lázaro fue transportado al seno de Abrahán y el rico arrojado al abismo. Epulón vio de lejos a Lázaro junto a Abrahán y le pidió que, apiadado de tantos tormentos, le enviara a Lázaro con la punta del dedo mojada en agua para que refrescara su lengua. Abrahán le contestó: «Hijo, recuerda que en vida te tocó lo bueno a ti y a Lázaro lo malo, por eso ahora él encuentra consuelo y tú padeces. Además, entre nosotros y vosotros se abre una inmensa sima y, por más que quiera, nadie puede cruzar de aquí para allá ni de allá para acá» (Lc 16,19-3 1).

         El pecado del rico estuvo en que, encerrado egoístamente en sí mismo y puesta su seguridad en las riquezas, se le endureció el corazón, se volvió insolidario, insensible. No pensó que los bienes materiales han sido creados por Dios para todos, que tienen un destino universal anterior a la propiedad privada y que los bienes superfluos, diríamos hoy, tienen una función social. Creyó que era el dueño absoluto de lo suyo, que podía hacer lo que quería con sus bienes, olvidándose de los demás, de que sólo era el administrador de los bienes de Dios, ante el que había de responder.

En esta vida el hombre ha de optar entre poner su corazón en Dios o dárselo a las riquezas. «Donde está tu tesoro, dijo Jesús, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Debe elegir decididamente entre amar a Dios por encima de todas las riquezas y estar afectivamente siempre dispuesto a dejarlas efectivamente en la medida que lo exija el amor a Dios y al prójimo, o se lo pida el Señor, o amar a las riquezas más que a Dios y a sus hermanos. Ambos amores se excluyen, son incompatibles, no pueden cohabitar en un mismo corazón. Como proclamó Jesús: «Nadie puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). El dinero es el símbolo del egoísmo, Dios es la generosidad y la gratuidad desinteresadas.

Entonces, se preguntará alguno con Pedro, ¿quién puede salvarse? Jesús dio la respuesta: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, que todo lo puede» (Mc 10,27). La solución cerebralmente es clara, pero vivencia1- mente muy difícil para el que ha puesto su corazón en las ríquezas. Difícil, sí; imposible, no. Dios puede dar al rico «un corazón nuevo y un espíritu nuevo, quitarle el corazón de piedra y darle un corazón de carne» (Ez 36,26). El sí puede inundar al rico de ese amor que «sin dolor deshace el amor a las criaturas» (Sta. Teresa), a las riquezas, y llenarlo del amor a los demás. Dios quiere que también los ricos se salven. Pero tienen que cambiar el corazón con el amor, que les impulsará a compartir los bienes con los necesitados y a acumular riquezas seguras e inagotables en los cielos.

Un ejemplo de ello lo ofreció Zaqueo, aquel hombre muy rico, jefe de los publicanos. Jesús atravesaba Jericó y Zaqueo quería conocerlo. Como era pequeño de estatura, se adelantó a la muchedumbre y se encaramó en un sicómoro. Al pasar, Jesús levantó la mirada y se autoinvitó. Zaqueo le recibió y obsequió en su casa con mucha alegría. Jesús con su presencia le cambió el corazón.

«Señor, dijo Zaqueo, estoy decidido a dar a los pobres la mitad de mis bienes y a devolver cuatro veces más al que haya defraudado en algo» (Lc 19,1-10).
Dios sí puede salvar al rico, pues es capaz de cambiar con el amor un corazón egoísta e insolidario y hacerlo desprendido y generoso.

Jesús exhortó a los suyos a no desvivirse por lo que van a comer, a beber o a vestir, sino por «buscar, antes que nada, el reino de Dios y todo lo bueno y justo que hay en él, con lo que todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,25-34); y a que invirtieran, sí, sus riquezas, pero para la otra vida: «Vended vuestros bienes y repartir el producto a los necesitados. Hacéis así un capital que no se deteriora, un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrones que roben, ni polilla que destruya» (Lc 12,33; Mc 6,19-21).

¡Cuánto alabó la conducta de aquella pobre viuda que echó en el tesoro del Templo dos monedas de muy poco valor, pero que eran todo lo que tenía para vivir! (Lc 21,1-4). El animó a los que le seguían a dar y prestar «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,34-36) y a ayudar desinteresadamente a los que no pueden corresponde, «así la recompensa se tendrá cuando los justos resuciten» (Lc 14,12-14).


Conclusiones prácticas


             Todo cristiano debe ser pobre de espíritu en el sentido de que su corazón ha de estar entregado a Dios y a los demás y no al dinero y, por ello, no apegado ni esclavizado por sus propios bienes, sino desprendido de ellos y dispuesto a comunicarlos con generosidad a los necesitados. En el nuevo orden que Jesús vino a instaurar en la tierra, Dios y los hermanos han de ser nuestro tesoro y los bienes creados han de satisfacer efectivamente las necesidades de todos los seres humanos, hijos de Dios e iguales en dignidad.

En la actualidad, el 20% de la población mundial disfruta del 80% de las riquezas producidas al año, mientras el 80% de los hombres malviven con un 20%. Esta realidad esquizofrénica tan injusta, desigual, dura e inhumana, dama al cielo y a nuestras conciencias. La pobreza impuesta es un mal que se ha de erradicar.
A algunos Dios, como al joven del Evangelio, les llamará para darlo todo a los pobres y seguirle; a otros les inspirará la generosidad de Zaqueo, pero a todos los creyentes les exige que hagan partícipes de sus bienes a los pobres, dándoselos para cubrir sus necesidades o invirtiéndolos para darles trabajo.

Al dar, se ha de hacer con gozo, pues «Dios ama al que da con alegría» (II Cor 9,7). Su recompensa será grande aun en esta vida, pues según las palabras de Jesús:
«Más feliz es el que da que el que recibe» (Hch 20,35). La única manera de ser feliz es dedicarse a hacer felices a los demás.

El siglo XVIII fue el de la revolución francesa en defensa de los ciudadanos privados de sus derechos fundamentales por las monarquías autoritarias; el siglo XIX y parte del XX han sido el de la lucha por la justicia en pro de los obreros injustamente explotados por el capitalismo salvaje; el siglo XXI ha de ser el de la liberación de los pobres del mundo. Nosotros, los cristianos, seguidores de Jesús, el amigo de los pobres, debemos ser los pioneros. Este es hoy el primer problema social del mundo, como nos lo enseña la doctrina social de la Iglesia.

El clamor de los pobres del mundo ha de resonar en nuestros corazones y hemos de comprometernos en la transformación de este «orden» mundial tan desigual e injusto en el reparto de los bienes creados, y tan aberrante en el uso de las riquezas, ya que, mientras millones de seres humanos malviven y mueren de hambre, gastamos cantidades ingentes de dinero, inteligencias y recursos, en armamentos y en satisfacer necesidades artificiales.

Las generaciones futuras condenarán esta situación, como nosotros, y aún más, lo hacemos con la esclavitud de siglos pasados. No podemos descansar hasta implantar la civilización del amor, de la solidaridad universal, de la dignidad e igualdad de todos los seres humanos. Nosotros tenemos que ser los portadores de los valores del Evangelio en el mundo.

Ante la realidad dramática del tercer mundo nuestra actitud ha de ser la del buen samaritano. Al ver a aquel hombre herido, robado, echado medio muerto a la vera del camino, no pasó de largo. Se le conmovió el corazón, tuvo compasión y misericordia de él, le atendió personalmente y le dio de sus bienes. Como Jesús, el gran samaritano, los cristianos, sus seguidores, hemos de ayudar, personal y comunitariamente, todo lo que podamos a los pobres de la tierra tendidos en el camino de la historia. Como exhortaba Pablo a los tesalonicenses, «no nos cansemos de hacer el bien» (II Tes 3,13).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


3. «APRENDED DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN» (Mt 11,29).

 
La humildad es la virtud que lleva a vivir como quien no es, ni tiene nada, por sí mismo, y todo, aun la existencia, lo ha recibido. El humilde no se gloría de lo que es, de su valer, de sus cualidades y aptitudes. No lo niega y lo agradece, pero todo lo mira como dado, como confiado para que lo administre en favor y en servicio de ios demás. Si es más que otros, no se enorgullece, sino que se pone a la altura de los demás, que son inferiores y tienen menos.

Jesús de Nazaret fue humilde y servicial desde la encarnación hasta la muerte y aun después de la resurrección.


La Encarnación


El Hijo de Dios, el Verbo, se hizo hombre por amor: «El, a pesar de su condición divina, no quiso hacer ostentación de ser igual a Dios. Se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo, se hizo semejante a los hombres y, apareciendo como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo». (Fil 2,6-7).

El que era Dios se abajó, se anonadó, se hizo hombre. El Creador se hizo criatura. El hombre es, sí, la cima de la evolución, el fin inmediato de toda la creación, la medida de todas las cosas. Es el único ser inteligente, libre y responsable del universo, mientras no se demuestre positivamente lo contrario, pero ¡es tan limitado, frágil y finito! Cuantitativamente, en el espacio y en el tiempo, es un supermicrobio. Su vida es «flor de un día» comparada con los quince mil millones de años transcurridos desde la gran explosión. Y su tamaño físico, ¿qué supone entre los cien mil millones de galaxias del universo separadas por inmensas distancias de años luz? Y la Palabra se hizo hombre y estuvo nueve meses oculto en el seno de María!


La humildad de Jesús en su vida


Jesús quiso nacer en una gruta de ganado en Belén y’ de los treinta y tres años de su vida, pasó treinta oculto y escondido en un pueblecito. Allí se ganó el pan trabajando con sus manos encallecidas como un simple carpintero, haciendo o arreglando arados, yugos, puertas y ventanas. En su presencia nada se traslucía de su divinidad. Nadie notó nada especial. Jesús era, para los nazarenos, «el carpintero», «el hijo de José el carpintero» y «de María», allí estaban sus primos Santiago, José, Judas, Simón y sus primas. Era uno de tantos en aquel grupo humano del que se dudaba «que pudiera salir algo bueno» (Jn 1,46).

Al comienzo de su vida pública, se representó humildemente a Juan el Bautista como un pecador más y después fue llevado por el Espíritu al desierto, donde le tentó Satanás. Rehusó el camino que le proponía de riquezas, triunfos, poder y gloria, y se abrazó con el de la pobreza, la humillación, el servicio, la cruz y el fracaso.
Su misión pública se desarrolló preferentemente en Galilea despreciada por los de la capital, Jerusalén. Allí enseñó y convivió con el pueblo sencillo, gente ruda y analfabeta, labradores, pastores, pescadores, pequeños comerciantes y artesanos, y los marginados de aquella sociedad: los pobres, los pecadores, las mujeres y los niños.

Cuando eligió a sus doce discípulos, no llamó a sacerdotes, doctores de la Ley o gente de prestigio social, sino a individuos del pueblo, pescadores, «personas sin instrucción, ni cultura» (Hech 4,13).

Cuando curaba milagrosamente, siempre exigía el secreto a los que, agraciados, le proclamaban el Mesías esperado, y para denominarse eligió el nombre menos aparente: el Hijo del hombre.

Fue insultado repetidas veces y todo lo sobrellevó con humildad, mansedumbre y silencio. Le tenían por un «comilón y borracho, amigo de prostitutas y de pecadores» (Mt 11,19), le llamaban «samaritano» Un 8,48), sus parientes decían que estaba loco (Mt 3,21) y muchos «que había perdido el juicio» Un 10,20), que eran «un embaucador» (Mt 27,63), «que estaba poseído por Belzebú», «que tenía un demonio» Un 8,48,52; 10,20), que era «un alborotador» (Lc 23,2) y «un blasfemo» (Mc 14,64).

El, que nos dijo que «no vivía preocupado por su propio honor» Un 8,50) y que «no buscaba los honores que puedan dar los hombres» Un 5,41), se retiró solo a la colina, cuando cayó en la cuenta de que la gente, entusiasmada, le quería aclamar y hacerlo rey (Jn 6,14-15).

Su actitud ante el Padre quedó plasmada en aquellas palabras: «Yo no puedo hacer nada por mi cuenta» (Jn 5,30) y, con respecto a los hombres, dijo: «Yo no he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Humilde obediencia y humilde servicio.

Para penetrar más en la humildad de Jesús, se ha de considerar que, sin falsear la realidad, podía haber dejado resplandecer su divinidad a lo largo de su vida mortal. Su rostro hubiera resplandecido como el sol, sus vestidos serían blancos como la nieve y por todos los poros de su cuerpo desbordaría su deidad. Así fue en el monte Tabor, pero por un tiempo corto, en lo alto de una montaña, sólo ante tres discípulos y excepcionalmente, para confirmar la fe de ellos, que se tambalearía con el descalabro y el escándalo de la cruz. Su vida hubiera sido de triunfo, de exaltación y de gloria, pero el camino del Padre era el de la pobreza y la humildad.

Bien pudo Jesús, que se propuso como modelo de amor (Jn 13,34-35), presentarse también como dechado de humildad: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).


La humildad en la pasión


La humildad de Jesús brilló en el más alto grado en su pasión y muerte. Se humilló «hasta el extremo».  El domingo antes de su arrestamiento, entró Jesús en Jerusalén. Un gran gentió lo aclamó, alfombró el camino con sus mantos, agitó en sus manos ramas y palmeras cortadas en el campo, y gritaba: «Bendito el que viene
en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Gloria al Dios Altísimo!» (Mt 11,1-11). Jesús, el rey manso y pacífico, escogió para cabalgar, no un brioso corcel blanco, como los emperadores romanos, sino un pollino, signo de humildad. Ya lo había anunciado el profeta Zacarías:  
«Decid a Jerusalén, la ciudad de Sión: Mira, tu Rey viene a ti lleno de humildad, montado en un asno, en un pollino, hijo de animal de carga» (Mt 21,1-6).

En la tarde del jueves, Jesús, que sabía que había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre, celebró la cena de la Pascua con sus discípulos. Al acabarla, él, «con plena conciencia de haber venido del Padre y de que ahora a él volvía, y perfecto conocedor de la plena autoridad que le había dado el Padre» (Jn 13,1-5), se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después, echó agua en una palangana y, como un esclavo, se puso a lavarles ios pies a sus discípulos y a secárselos. ¡Gesto admirable de humildad y de servicio!

A continuación, Jesús instituyó la eucaristía, el sacrificio de la nueva Alianza. Se transformó en pan y en vino para poder quedarse con nosotros y darnos la vida en abundancia. El, que en la encarnación se abajó al hacerse hombre y ocultar su divinidad, en la eucaristía se hace una cosa, se anonada, hasta esconder aun su humanidad. Allí se humanizó, aquí se «cosificó», para estar aniquilado hasta el fin de los siglos, él, que vive glorificado a la diestra del Padre. ¡Abismo de amor y de humildad!

Luego, en Getsemaní, fue arrestado «como un ladrón» y comenzó la pasión propiamente dicha. Esta fue, sí, cruel y dolorosísima, pero igualmente humillante e ignominiosa.

El Sanedrín, el Consejo Superior de Israel, compuesto por el sumo sacerdote, los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los doctores de la Ley, ¡le condenaron por blasfemo! (Mc 14,53-64).

En la noche triste, en casa de Caifás, fue escupido, abofeteado, golpeado, burlado por los miembros del Sanedrín, llenos de envidia y de odio, y por sus criados (Mc 14,53-65). Era la imagen viva del Siervo de Yahvé: «Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7).

El viernes, a la mañana, los sacerdotes y los ancianos lo condujeron maniatado por las calles de Jerusalén al pretorio de Pilato. Le acusaron ante el procurador romano, falseando el motivo de su condena, «de haber comprobado que andaba alterando el orden público, de oponerse a que se pagara el tributo al emperador y de afirmar que era el Mesías, o sea, rey» (Lc 23,2). Su pueblo, tan amado, le pospuso a Barrabás, un bandido sedicioso y homicida (Mc 14,6- 13), y lo rechazó pidiendo a gritos que lo crucificaran (Mc 14,12-15).

El tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, lo recibió como a un ser curioso, cuyas habilidades quería ver para entretenerse con toda su corte. Jesús, con toda dignidad, le respondió con el silencio y fue despreciado y burlado. Herodes se lo devolvió a Pilato vestido con un manto de burla (Lc 23,6-12). «Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores.., despreciado y desestimado» (Is 5,3).

De nuevo en el pretorio, Pilato, a pesar de declararle repetidamente inocente, lo condenó cobardemente a ser flagelado y a morir crucificado, medio de ejecución cruel e ignominioso reservado a ios esclavos y a los criminales. Después de la flagelación, los soldados lo condujeron al interior, donde reunieron a la soldadesca, lo vistieron de rey de chirigota y lo coronaron de espinas. De rodillas ante él, le hacían reverencias y le saludaban con profundo desprecio: «Viva el rey de los judíos», le escupían y le golpeaban la cabeza con la caña (Mc 15,15-20). «Ofrecí mi espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos» (Is 60,6).

Clavado en la cruz, desnudo, fue burlado y tomado a chunga por la plebe, por ios sacerdotes y maestros de la Ley, por los soldados y por los ladrones crucificados con él (Mc 14,25-36). Como el Siervo de Yahvé, «tenía tan desfigurado el aspecto que no parecía hoinbre, ni su apariencia era humana y le estimaron, herido de Dios y humillado» (Is 52,14 y 33,4).

Jesús arrostró por nuestra salvación y liberación tristezas de muerte, abandonos crueles, dolores atroces y humillaciones sin cuento. «Por sus cardenales hemos sido salvados» (1 Ptr 2,24). «El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.., fue traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron... aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca» (Is 33,4-5,9).

La humildad de Jesús no quedó sin recompensa: «Hombre entre ios hombres, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia y morir en la cruz. Por eso Dios le exaltó sobre todo lo que existe y le otorgó el más excelso de los nombres, para que todos los seres en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, y todos proclamen que Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». (Fil 2,8-11).


La humildad después de la resurrección

 
Jesús después de la resurrección, aunque cambió su vida, no mudó su manera de ser. Siguió siendo el mismo de siempre: manso, humilde, comprensivo, servicial.
¡Qué fácil le hubiera sido explotar la resurrección y lograr los triunfos más brillantes! Aun sus mayores enemigos se le hubieran sometido y aclamado.

Imaginémonos que se hubiera aparecido resucitado con las llagas de sus manos, de sus pies y de su costado, ante el Sanedrín en pleno. Todos los jefes religiosos de Israel, el Sumo Sacerdote, los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, se habrían consternado, frotado los ojos, acercado incrédulos, tocado, escuchado y, convertidos, habrían proclamado Hijo de Dios al que habían condenado por blasfemo.

¡Cuáles habrían sido el alboroto y las aclamaciones de todo el pueblo, sí Jesús resucitado se hubiera paseado por el Templo y por sus atrios en una gran solemnidad litúrgica! Al verle, oírle y tocarle, todos se habrían entusiasmado y a una sola voz le aclamarían el Mesías esperado, el Hijo de David, el rey de Israel.
Nada de esto hizo Jesús. Sólo se dejó ver de los suyos, asustados y tristes, para consolarles y animarles, y se comportó con la sencillez, humildad, condescendencia y servicialidad de siempre.

Se apareció por primera vez a las mujeres, que tanto le amaban, y se dejó abrazar los pies; salió al encuentro de Pedro, desconsolado y afligido por su traición, para reanimarlo; se hizo un viajero más en el camino de Emaús para atraer al redil a aquellas dos ovejas que, desilusionadas, huían; se dejó palpar por los doce y comió con ellos para convencerles de la verdad de su nueva vida; accedió a que el incrédulo Tomás metiera sus dedos y sus manos en sus llagas; y, a la orilla del mar de Galilea, asó un pez y llevó pan para que sus discípulos, agotados del inútil bregar toda la noche, repararan sus fuerzas. Siempre el mismo.

«Los caminos de Dios no son nuestros caminos». No quiso, ni quiere Jesús lograr la adhesión de sus seguidores con la fuerza deslumbrante y contundente de la evidencia cegadora. Respeta nuestra inteligencia y nuestra libertad y sólo quiere, sin ejercer una presión psicológica, atraernos con su increíble amor. Además, para nuestra salvación y liberación en orden a la implantación del reinado de Dios, eran más persuasivos sus ejemplos de mansedumbre y de humildad. ¡Cuánto explica esto los silencios de Dios!


La doctrina de Jesús


Las enseñanzas de Jesús sobre la humildad no son menos claras que sus admirables y continuos ejemplos.

Un día, los discípulos discutían entre sí, en el camino, quién de ellos era el mayor, el principal. Al llegar a Cafarnaún, Jesús se sentó en la casa, los llamó y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,33-37).

En otra ocasión, le preguntaron a Jesús «quién era el mayor en el reino de los cielos». El llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les respondió:
«yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños n entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18,1-4).

Los niños eran despreciados en Israel, pero para Jesús: «El más pequeño de entre vosotros, ése es el mayor» (Lc 9,4).

En otro momento, se presentó a Jesús la madre de Santiago y de Juan, los hijos del Zebedeo, y le pidió que sus dos hijos se sentaran en el reino a su lado, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los otros diez discípulos se enteraron y se indignaron contra las pretensiones, que perjudicaban las suyas, de los dos hermanos. Jesús los reunió los doce y les dijo: «Cono muy bien sabéis los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo, como el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,42-45).

Recordemos las palabras del Maestro, después de lavar los pies a los doce:
«Comprendeis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el criado más que el que le envía. Sabiendo esto dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,12-17).

 


Conclusiones prácticas

 
Dichosos, sí, porque además, como proclamó el mismo Jesús: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla seré enaltecido» (Lc 14,11).

La humildad de corazón es imprescindible para convivir en todos los órdenes. Es verdad, como enseñó S. Pablo, que «el amor es paciente, servicial, no es envidioso, ni jactancioso, ni se engríe» (1 Cor 13,4) —la humildad nace del amor— pero también lo es que la humildad es absolutamente necesaria para que viva y crezca el amor. ¡Cuántas riñas, tensiones, distanciamientos, luchas, aversiones y enemistades se evitarían con la humildad en la vida familiar, social e internacional! Nada más lógico y consecuente que la humildad, porque «Vamos a ver, ¿quién te hace a tí mejor que los demás? O, en todo caso, ¿tienes algo que no hayas recibido? Pues si todo lo que tienes (y eres) lo has recibido, ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo» (1 Cor 4,7).

Al ser humano, sin embargo, le tientan fuertemente el ansia del poder y de escalar los puestos y cargos más distinguidos, así como la soberbia y el orgullo, lo que le induce a sobrevalorarse a sí mismo, a buscar los honores y la gloria, y a servirse abusiva y despóticamente —pues el poder corrompe— de los demás en provecho propio.

Jesús con sus eximios ejemplos de humildad, de servicialidad y su doctrina, nos enseñó que, en el nuevo orden que había venido a traer a la tierra, los que creen en él, si son los primeros, se han de esforzar en comportarse como los últimos y, si tienen el mando, se han de convertir en los servidores de todos los demás.
La avaricia de las riquezas, el afán del poder y la soberbia y el orgullo, son las raíces profundas de todos los males, abusos e injusticias, que han asolado la historia de la humanidad. Jesús nos vacunó eficazmente contra todas estas tendencias malsanas: contra la avaricia de riquezas, el desprendimiento y la generosidad; contra el ansia del poder, el espíritu de servicio; y contra la soberbia y el orgullo, la humildad de corazón. Los cristianos, transformados en otros Cristos, hemos de ser el fermento, aquí y ahora, de este mundo nuevo.

La generosidad en la comunicación de nuestros bienes con los necesitados y la servicialidad de nuestras personas, brotadas del amor, han de ser ios distintivos de ios que creemos en Jesús.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.«AMAOS LOS UNOS A IOS OTROS COMO YO OS HE AMADO» (Jn 13,34).

 
Jesús es amor


«Dios es amor» nos reveló el Espíritu Santo por la pluma de S. Juan (1 Jn 4,7). Aunque Dios es único, no está solo. En el seno de la divinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se conocen, se aman, se gozan, se dan. Y este amor esencial, primero, increado, determinó libre, gratuita y desinteresadamente, amar, darse a otros seres finitos, que crearía de la nada. El amor estalló fuera de sí en una especie de «bigbang» a lo divino. El Amor es el origen de todo lo que existe.

Dios nos creó por amor y nos ama con un amor eterno e infinito, con un amor, diríamos, heroico: el Padre entregó a su Hijo por nuestra salvación y el Hijo encarnado dio su vida por nosotros, «la mayor prueba del amor». Ese amor de Dios es, además, cercano, maternal, tierno y solícito, misericordioso y perdonador, incondicional y siempre fiel, pues Dios «no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).
Este amor de Dios es el que late en Jesús de Nazaret, el Hijo encarnado, el enviado del Padre. Jesús es el río caudaloso, que brota de aquella fuente inagotable e infinita de amor que es Dios.

Por amor se encarnó y se hizo hombre para poder estar con nosotros, cerca de sus pobres, pequeñas y débiles creaturas; para mostrarnos con su vida y su doctrina cómo es el Padre y cuál es el camino que conduce a él; dónde está la verdad, cuál es la verdadera vida; para poder ofrecer su ida por nuestros pecados, reconciliarnos con el Padre, liberarnos, salvarnos; y para dar un sentido, un estímulo y una esperanza a nuestras cruces, contrariedades y sufrimientos, inherentes e inseparables de nuestra condición de creaturas finitas y materiales. No nos dejó solos. Quiso iluminar nuestro camino, guiamos, animarnos y consolarnos en nuestro peregrinar hacia el encuentro definitivo. «El es la luz del mundo» (Jn 8,12).

La vida de Jesús entre nosotros fue un derroche de amor. Amor universal, a todos, pero con cuatro predilecciones; los pobres, los despreciados, los enfermos y los pecadores. Una vida olvidada de sí, entregada a los demás, a hacer siempre el bien. Por los campos, colinas y aldeas de Galilea, con fríos y calores abrasadores, anunció sin descanso la llegada del reino de Dios. Poniendo la mano sobre ellos, o dejando que lo tocaran, curó a los leprosos, a los ciegos, a los paralíticos y resucitó muertos. Perdonó a los pecadores, prostitutas y publicanos, y defendió y dignificó a los marginados: las mujeres, los niños, los samaritanos. Su entrega era tal que «no tenía tiempo ni para comer». Jesús «pasó la vida haciendo el bien por todas partes» (Hech 10,18). Fue un hombre para los demás.

Predicó, con su ejemplo y sus palabras, el camino liberador del amor. Ello le enfrentó con el judaísmo reinante, con los fariseos, que ponían la salvación en el cumplimiento estricto y minucioso de la Torá, la Ley escrita y oral, y con los saduceos, los ricos y los poderosos. Unos y otros chocaron con Jesús, lo rechazaron y este enfrentamiento condujo a Jesús a la muerte ignominiosa de la cruz. Así pudo darnos «la mayor prueba del amor» (Jn 15,13).

Murió por amar, por enseñarnos el camino del amor, de la libertad y del espíritu. Murió por su fidelidad al Padre y a nosotros, que le hizo «obediente hasta la muerte» (Fi 2,8). Este sacrificio heroico, íntimo, de Jesús, satisfizo por nuestros pecados, reparó nuestras ofensas y nos salvó. No fue su sangre —Dios no es un dios sádico, que, como otro Baal, necesite aspirar el olor caliente de la sangre humana para calmar sus iras—, sino la oblación de amor, de fidelidad y de obediencia que ofreció al Padre en la cruz por nuestro perdón y por nuestra salvación, hasta la última gota de su sangre. La sangre, las llagas, son el símbolo externo, que nos revelan hasta dónde llegó aquel amor íntimo y redentor.


La doctrina de Jesús


Después de leer los Evangelios, podemos asegurar que el amor es la quinta esencia del mensaje de Jesús, el signo distintivo de los cristianos: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os améis unos a otros» Un 13,35).

Naturalmente no hablamos del amor humano posesivo, de ese sentimiento unitivo regido por la atracción del sexo (el eros), que ama al otro por lo que recibe de él. Amor también creado por Dios. Tampoco tratamos del amor en un sentido más amplio, como un sentimiento noble y elevado (la filia) que engendra la convivencia y la amistad entre las personas. Nos referimos al ágape, que indica el amor libre que ama a los otros por lo que son y busca su bien y provecho, generosa y desinteresadamente, sin esperar recompensa. Es el amor divinizado, sobrenatural, que nos asemeja a Dios, a cuya imagen hemos sido creados (Gén 1,26).

En la última cena, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos, Jesús les dijo: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34).

Jesús, como testamento, nos dejaba el único «mandamiento» de su mensaje, del reinado de Dios: «amaos como yo os he amado». Es el modelo que debemos imitar.

La primera característica de nuestro amor es que ha de ser «como el de Jesús». No podemos amar cuantitativamente, en intensidad, «tanto como él nos amó», su amor es infinito, pero sí debemos esforzarnos en que nuestro amor a los demás sea cada día mayor. Y, sobre todo, podemos «amar como él nos amó» cualitativamente, con su bondad, su cercanía, su comprensión y compasión, su misericordia y su perdón, su mansedumbre y su humildad, su entrega generosa y su sacrificada servicialidad. El amor es difusivo, necesita comunicar sus cosas y, sobre todo, darse a sí mismo, unirse.

«Como él nos amó», «hasta el extremo», «hasta dar la vida por los que amamos, la mayor prueba del amor». Las palabras de Jesús más que un mandamiento son su testamento en el que nos propone la meta ideal a que hemos de aspirar. El mandamiento se cumple y ya está. Las exigencias del amor no tienen límite (Jn 15,13).

Imitando a Jesús, hemos de vivir dispuestos a perder la vida, si se presentara el caso y, mientras tanto, a entregar la vida día a día consumiéndola en el servicio desinteresado y generoso de todos los demás.

La segunda nota típica de nuestro amor, para que sea como el de Jesús, es su universalidad. Hemos de amar a todos. En el cristianismo no hay «míos», todos son «nuestros». Todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre Dios, seamos hombres o mujeres, ricos o pobres, cultos o ignorantes, compatriotas o extranjeros, de la misma raza o de otra.

Y la universalidad de nuestro amor se ha de extender no sólo a los amigos, sino también a los enemigos; no sólo a los buenos, sino también a los malos. Oigamos a
Jesús: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: “amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”» (Mt 5,43-44).

«Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, ofrécele la otra; y al que te robe el manto, que se lleve también la túnica. Da a todo el que te pida; y a quien te quite lo tuyo, no se lo exijas» (Lc 6,27-30).

Sí, el cristiano para ser «otro Cristo» ha de amar aun a los enemigos y tener para ellos sentimientos de bondad y de perdón. «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes les aman a ellos. Y si hacéis el bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto, y si prestáis a aquéllos de quienes esperáis recibir, ¿qué  mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. Vosotros en cambio, amad a vuestros enemigos, hacedles el bien y prestarles, sin esperar nada de ellos» (Lc 6, 32-35; Mt 5,46-48).

Jesús mediante imágenes y expresiones más o menos chocantes, pero reveladoras — que «las hojas no nos impidan ver el árbol» — dice que los que le siguen no pueden odiar, que han de «devolver bien por mal» (1 Pd 3,9), que tienen que perdonar siempre. «Como él», que murió no sólo pidiendo perdón por sus enemigos declarados, sino aun disculpando a los que, mientras le mataban, se reían de él: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,24).
Esta doctrina puede parecer muy difícil, y lo es, pero no olvidemos que, en esto también, «lo que es imposible a los hombres no es imposible a Dios». El amor cristiano es un don, una gracia.

Jesús, además, nos alentó a ello con dos motivos: ser como el Padre y la recompensa. «Así os hacéis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre los malos y los buenos, y hace llover sobre justos y pecadores» (Mt 5,45).
«Entonces vuestra recompensa será grande en el cielo y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los malvados. Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc 6,36).

La norma del cristiano es «amar como Jesús» y «ser misericordioso como el Padre celestial». Amor ilimitado, misericordioso y servicial, pues «debemos vivir como él vivió» (Jn 2,6).

 

El amor cristiano


El amor cristiano es la médula del mensaje de Jesús, el corazón del reino de Dios. No es el imperativo de una ley, que se ha de cumplir. Es la respuesta libre y espontánea de quien se siente amado y conoce las orientaciones y el ejemplo de Jesús.
«Queridos, escribe 5. Juan, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único — como propiciación de nuestros pecados— para que vivamos por medio de él... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,7-9.19).

Dios es amor, es la fuente del amor y todo nació del amor primero. Jesucristo es la suprema manifestación de ese mismo amor. Ellos nos amaron desde la eternidad gratuita, incansable, desinteresadamente. Los cristianos, que hemos nacido de Dios y le conocemos, hemos de ser siempre amor los unos con los otros y con todos. Como repetía S. Juan a sus discípulos: «Es el mandamiento del Señor y él sólo basta».

Y es que el amor lo es todo, nada es algo sin el amor y sólo el amor es eterno, como nos enseñó Pablo. Si no hay amor, es vaciedad y nada me aprovecha, así el hablar la lengua de los hombres y de los ángeles, como el don de profecía, el conocimiento de todos los misterios y toda la ciencia, lo mismo el repartir todos los bienes a los pobres que el entregarse a las llamas. Con el amor, en cambio, nos vienen todas las virtudes: la bondad, la comprensión, la compasión, la misericordia, el perdón, la humildad, la mansedumbre, la justicia, el no poder hacer el mal a nadie,
la entrega desinteresada, el servicio sacrificado, la fortaleza, la paciencia. Y sólo el amor no se acaba, será eterno. En la otra vida, la fe y la esperanza cesarán al ver y poseer a Dios. Sólo quedará el amor, al contemplar «cara a cara» y «como él es» al infinito amor (1 Cor 13,1-13).

Así lo vieron los primeros cristianos con un amor dinámico y efectivo, enfervorizados por el recuerdo de Jesús muerto y resucitado. «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común. Hasta vendían las propiedades y bienes y repartían el dinero entre todos según las necesidades de cada cual. A diario asistían al templo, celebraban en familia la cena del Señor y compartían juntos el alimento con sencillez y alegría sinceras» (Hech 2,44-46).

«El grupo de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma, y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos disfrutaban en común... Nadie entre ellos tenía necesidades, pues ios que eran dueños de haciendas y de casas las vendían y entregaban el producto de la venta, poniéndolo a disposición de los apóstoles para que lo distribuyeran según las necesidades de cada uno» (Hech 4,32-35; 2,42).

La gente en Roma, en el siglo III, decía de los cristianos: «Mirad cómo se aman». Ya nos dijo Jesús, que el amor sería el distintivo de sus seguidores.


El amor a Dios y al prójimo


Muchas veces se plantea, como una alternativa, el amor a Dios o al prójimo. Con frecuencia se oyen quejas de que hoy sólo se habla del amor al hermano. ¿Qué pensar de este falso dilema?

En realidad no es verdadero el amor a Dios que no se traduzca en el amor al prójimo y, a su vez, no se puede amar al otro hasta la muerte, aun a los enemigos, si este amor no se alimenta en el amor a Dios. Ambas vertientes, la vertical y la horizontal, son inseparables, son las dos caras de una misma moneda.

Dios quiere, sí, que le amemos, «él nos amó primero», pero no porque con ello le podamos dar algo que no tenga, que necesite. Su amor es desinteresado. Quiere que le amemos, porque en ello está nuestra realización, nuestro perfeccionamiento, nuestra felicidad, nuestra salvación. Dios quiere que le paguemos la deuda infinita de amor que tenemos contraída con él, amando a los hermanos. Jesús, en los Evangelios nunca nos exhorta al amor a Dios, lo da por supuesto; siempre insiste, como si quisiera corregir una tendencia desequilibrada, en el amor al prójimo.

Un doctor de la Ley le preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante de la Ley. El le respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia. Este es el mayor y primer mandamiento. Pero hay un segundo mandamiento semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la Ley de Moisés y los profetas» (Mt 22,34-40).

El escriba le preguntó por uno y Jesús le respondió con dos. Son iguales e inseparables. La razón la dio Jesús en la parábola del juicio final: «Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más humilde de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho» (Mt 25,40).

Amar al hermano es amar a Dios. Dios quiere que le amemos en los demás, como le dijo Jesús resucitado a Pedro en la orilla del lago: «Si me amas, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17).  Ámame en los demás. Así lo entendió Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros; y también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si alguno tiene bienes en este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo es posible que permanezca en él el amor de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,16-18).

«Amémonos unos a otros, porque él nos amó primero. Si uno dice: Yo amo a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido este mandamiento: que quien ame a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4,19-21).

Dios «nos amó primero», Jesús «dio su vida por nosotros», parece que la conclusión tenía que ser «amemos nosotros a Dios, a Jesús». Y sin embargo, concluye: «amé- monos los unos a los otros». Es que el amor de Dios lleva a amar lo que él ama: los seres humanos todos. Somos la pasión de Dios, que se siente amado cuando «con obras y de verdad» nos amamos unos a otros.
Ambos amores son inseparables. El torrente de amor infinito con que Dios nos ama, ha de correr a través de nosotros hacia los demás. San Agustín escribió magistralmente: «El amor a Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor al prójimo es el primero en el rango de la acción».


Conclusiones prácticas


Los creyentes, conscientes de que somos amados eterna e infinitamente por Dios y por Jesús, el Dios hecho hombre, debemos corresponder con el amor. «El amor saca amor», decía Sta. Teresa. El es el núcleo del mensaje de Jesús, el motor de su proyecto y de su utopía. «Amar es cumplir la Ley entera» (Rom 13,10).

Hoy vivimos en un mundo deshumanizado, egoísta, sin entrañas, sin amor. La ambición de riquezas y de poder de los más fuertes, individuos, grupos y naciones, imponen fríamente la ley de la eficacia, de la productividad, de la competitividad, caiga quien caiga. Ello conduce al odio y a la violencia de los explotados, y a que se gasten sumas ingentes en armamentos, a la vez que la mayor parte de la humanidad se muere de hambre, de enfermedades, de ignorancia. Esto dama al cielo.

Nosotros no podemos permanecer resignados. Nos hemos de esforzar en denunciar a los cuatro vientos tantas injusticias y en empapar de amor nuestros corazones y el de todos los hombres y mujeres, las mutuas relaciones entre los seres humanos en todos los órdenes y niveles, así como las estructuras en que hemos de vivir, «hasta transformarlas de salvajes en humanas y de humanas en divinas según el corazón de Dios» (Pío XII).

Nuestro amor ha de ser universal, a todos los seres del planeta, a los amigos y a los enemigos, a los buenos y a los malos y siempre con preferencias y predilecciones por los pobres y despreciados. Sólo así será como el de Jesús. Y, para que no sea puro sentimentalismo, ha de comenzar por aquellos con quienes vivimos y alternamos habitualmente: el círculo de la familia: esposos, hijos, pa\dres, hermanos, familiares; de las amistades, compañeros de trabajos y conciudadanos y, especialmente, de los pobres y abandonados que conocemos personalmente. Es la piedra de toque de su autenticidad. Es muy fácil amar a distancia, pero tiene el peligro de ser pura y estéril compasión. San Ignacio insistía en que «el amor, que consiste en dar y comunicar el que ama al amado, se ha de poner en las obras más que en las palabras» (EE n. 230-231).

Sólo el amor puede neutralizar el egoísmo y apagar el odio. En la medida en que los cristianos, «el fermento del mundo», hagamos triunfar el amor, se realizará el proyecto de Jesús: el reinado de Dios. Además, «en el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor» (S. Juan de la Cruz), como nos lo recalcó Jesús en la escenificación del juicio final (Mt 25,1-46). Sólo el amor lo es todo.
Dios quiere que los cristianos, «elegidos en la persona de Cristo para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4), «vivamos como Jesús vivió» (1 In 2,6), como él, «que pasó la vida haciendo el bien por todas partes» (Hech 10,38). Tenemos que esforzarnos en implantar la civilización y la cultura del amor y en ser hombres y mujeres que no saben más que amar y hacer el bien, perdonar y devolver bien por mal y vivir para los demás olvidados de nosotros mismos. La vida cristiana es responder con el amor a los demás al amor eterno, infinito, gratuito, incondicional y desinteresado de nuestro Padre Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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5. «SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL» (Lc 6,36)

 
La misericordia de Dios en el antiguo Testamento


La misericordia es la reacción del amor en presencia del débil, del pequeño, del que sufre, del indigente, del pecador. En el Antiguo Testamento, la misericordia de Dios entraña en sí una mezcla de amor, de ternura, de piedad, de clemencia. El Dios revelado se conmueve, por su misericordia, ante la debilidad y la miseria de sus criaturas. Es un río caudaloso de compasión y de perdón.

Ya en los albores de la humanidad, cuando los primeros padres se sublevaron contra Dios y quisieron ser absolutamente autónomos, independientes del Creador, la norma del bien y del mal, otros «dioses», Dios compadecido anunció un salvador, que libraría al hombre caído del poder del Mal: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañal» (Gén 3, 1).

         En el Sinaí, después del pecado del pueblo elegido, Yahvé se apareció a Moisés y le reveló el fondo de su ser, que se conmueve de ternura a la vista de la debilidad y de las miserias humanas: «Yahvé, Yahvé, compasivo y misericordioso
lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6).

Las palabras hebreas que emplea Yahvé, al autodefinirse, son HANAM y RTHEM, que, según los escrituristas, significan ese cúmulo de sentimientos de amor, de piedad, de compasión, de ternura, de cariño, que experimenta una madre cuando se inclina para tomar a su hijito en sus brazos y llevarlo a sus pechos (HANAM), y lo que siente la madre hacia el hijo que lleva en sus entrañas (RIHEM). El amor hacia los pecadores, que Dios se atribuye, es un amor tierno, lleno de piedad, de solicitud y de compasión maternales.

En los profetas, continuamente encontramos las mismas ideas sobre el amor compasivo de Dios como fuente de su misericordia.

«En un arranque de furor, por un instante oculté mi rostro, pero con amor eterno te he compadecido —dice Yahvé tu redentor» (Is 54,8; 60,10). «Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia» (Jer 31,3).

«Cuando Israel era niño, yo le amé... y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más le llamaba, más se alejaba de mí... Yo enseñé a caminar a Efraín, tomándolo por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-9).

En los salmos, son frecuentes las aclamaciones jubilosas y reconocidas a la misericordia del Señor: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades» (Sal 99,5). «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, proclamaré su fidelidad por todas las edades» (Sal 117,1). «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 105,1). Pero ningún pasaje explaya la misericordia, la comprensión, la compasión y el perdón de Dios como el salmo 102:

«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad, no está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo, no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como se levantan el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos así siente el Señor cariño por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Los días del hombre duran lo que la hierba... pero la misericordia del Señor es eterna» (Sal 102,9-17).

Una de las Lamentaciones reflexiona: «Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renueva cada mañana. ¡Qué grande es tu fidelidad! (Lam 3,21-23).

La revelación del Antiguo Testamento se puede representar en un como ciclo en cuatro actos, que se repiten continuamente. Al principio, es el amor infinito y gratuito de Dios; a él le sigue la ingratitud y el pecado del hombre; vienen, después, los males que proceden del pecado, y el arrepentimiento, la conversión, la vuelta a Dios; y, por fin, la misericordia, la compasión, el perdón infinito del Señor. Y vuelta a empezar.

Toda la concepción de Dios, que por experiencia tenía el pueblo de Israel, se resume en la primera de las dieciocho bendiciones, que acompañan al Shemá:
«Con amor eterno nos has amado, Señor Dios nuestro; con piedad grande y superabundante has tenido misericordia de nosotros, nuestro Padre, nuestro Rey».
¡Qué abismo el de la misericordia y perdón de Yahvé, el mismo que latía en el corazón del Verbo encarnado!

Tal vez alguno esté pensando que también el Antiguo Testamento nos habla del «Señor terrible» (Sal 75,8), de «sus narices resoplando de cólera» (Sal 17,16), de su furor, del ardor del fuego de su ira.

Así es, pero no podemos olvidar que en el Antiguo Testamento abundan los antropomorfismos, no sólo en las expresiones e imágenes, sino también en cuanto a que los hombres proyectan y atribuyen a Dios sus propios sentimientos y reacciones. En parte, es aún un Dios hecho a imagen y semejanza del hombre.
Es verdad que la justicia es un atributo divino, el otro polo de la misericordia, pero también el Espíritu nos reveló por Santiago: «La misericordia es mayor que la justicia» (Sant 2,13).

Idea abstracta que ya nos la había enseñado el salmo con imágenes concretas: «La misericordia de Dios llega a los cielos, su fidelidad hasta las nubes, su justicia hasta la cima de las cordilleras; sus juicios son profundos como el mar» (Sal 35,6) .

Cuanto sobrepasan los cielos —para los judíos el no va más— a las altas montañas, tan cercanas a la tierra, así sobresale la misericordia de Dios sobre su justicia.

Para convencernos de ello vayamos al Nuevo Testamento donde está la plenitud de la revelación. Contemplamos a Jesús de Nazaret, «la imagen visible del Dios invisible» (Col 1,5), en el que conocemos a Dios como es, pues, como él nos dijo, «el que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9). Jesús no es un puro representante de Dios, es Dios hecho hombre, en cuya humanidad resplandece el rostro misericordioso de Dios.


La misericordia de Jesús


Adentrémonos en la eternidad de Dios, donde está el origen de Jesús. Allá, en su eternidad, la Stma. Trinidad determinó crear por amor gratuito y desinteresado a la humanidad y conternpló el cúmulo inmenso de pecados humanos de toda la historia. ¿Cuál fue su reacción? ¿De ira, de cólera, de castigo, de abandono? No. Empleando expresiones de los profetas Oseas y Jeremías, diremos que a Dios «se le revolvió dentro el corazón y se le estremecieron, se le conmovieron, las entrañas por amor a nosotros pecadores y no nos faltó su ternura».

La Stma. Trinidad, en un segundo «big-bang» de amor misericordioso, compasivo y perdonador, determinó salvar al género humano. El Padre «amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único.., no para condenarnos, sino para salvarnos» (Jn 3,16- 17). El Hijo asumió la humildad de nuestra carne, de nuestra naturaleza. El Hijo encarnado es Jesús de Nazaret, en quien palpita todo el amor eterno e infinito del Dios misericordioso y compasivo. ¡Esta fue la reacción de Dios ante la humanidad pecadora!

«Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22). Jesús que, como el Espíritu, conocía las intimidades del Padre, nos manifestó cuáles eran los sentimientos de Dios ante el pecado de los hombres en las maravillosas parábolas del hijo pródigo y del buen pastor (Lc 15,1-7; 11-32).

En ellas nos describe la pena y la tristeza de Dios por el pecador que se ha alejado de él y la solicitud del pastor por la oveja perdida; cómo el padre «profundamente conmovido, sale al encuentro del hijo, que vuelve, le estrecha entre sus brazos y le besa» y cómo el pastor se «llena de alegría al encontrar a la oveja descarriada y la pone sobre sus hombros»; y, por fin, vemos la fiesta que organiza el padre «vistiendo al hijo con las mejores ropas, y matando el ternero cebado, porque el hijo muerto había vuelto a la vida», y al pastor que «reune a sus amigos y vecinos para que compartieran su alegría pues había encontrado la oveja descarriada» (Lc 15,1-32).

Jesús comenta: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no lo necesitan» (Lc 15,7).

¡No hay ni sombra de ira, de cólera, de furor! ¡Sólo amor, misericordia, compasión, piedad, ternura, perdón! Esta actitud divina de misericordia la vivió Jesús con los hechos toda su vida. En los evangelios, le vemos siempre transparentando el rostro de la misericordia divina con los pobres, los humillados de la sociedad, los que sufren, las personas concretas, las multitudes, los pecadores. Con razón sabedores de su bondad acudían a él con el grito: «Señor, ten piedad» (Mt 15,22; 20,30). Nos fijaremos ahora, sobre todo, en su misericordia con los pecadores, por la que fue acusado de «amigo de pecadores y de gente de mala reputación» (Lc 7,34).

Mateo, un odiado recaudador de impuestos, fue llamado por Jesús: «Ven conmigo». Y Mateo se levantó y se fue con él. Más tarde, Jesús, con sus discípulos, fue a comer a casa de Mateo y con ellos participaron a la mesa «muchos publicanos y gente de mala reputación». Los fariseos se escandalizaron y Jesús, que les oyó hablando con los suyos, les dijo: «No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. Id y aprender qué significa aquello: <Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis misericordiosos» (Mt 9,9-13; 12,7).

A Dios no le agradan los sacrificios externos, sino que, como él, seamos misericordiosos y compasivos los unos con los otros, y más con los pecadores.
En otra ocasión, un fariseo invitó a Jesús a comer. Cuando estaban echados a la mesa, una mujer de mala reputación se puso detrás, a los pies de Jesús. Le regó los pies con sus lágrimas, se los secó con sus cabellos, se los besaba y derramó sobre ellos el perfume que llevaba en un frasco de alabastro. Simón, el fariseo, pensaba para sus adentros que Jesús no era un profeta, pues no sabían quién era aquella fulana. Jesús le propuso una parábola en defensa de aquella pública pecadora y dijo a Simón:
«Si ésta demuestra tanto amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien se le perdona poco, manifiesta poco amor».

Y a la mujer arrepentida: «Tus pecados quedan perdonados... Por tu fe has sido salvada. Vete en paz» (Lc 7,36-50).

Jesús, más que en el pecado, se fija en la fe y en el amor del pecador arrepentido que confía en la misericordia de Dios, quien mira con compasión y piedad a sus hijos perdidos. Estos tienen, además, un nuevo motivo para amar.
Otra vez, en los atrios del Templo, Jesús enseñaba a la gente. En esto se presentaron ios maestros de la Ley con una mujer casada sorprendida en flagrante adulterio.

Según la Ley de Moisés debía ser matada a pedradas. Ellos, conocedores de que Jesús era misericordioso y compasivo, le pusieron a prueba para encontrar así un motivo de acusación contra él: «Según tú, ¿qué hay que hacer?». Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo polvoriento. Se incorporó y les dijo: «El que de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra». Se agachó y siguió garabateando en las losas. Todos se escabulleron, uno por uno, comenzando por los más viejos (Jn 8,1-11). Jesús con toda delicadeza e ingenio salvó la vida de aquella mujer, la perdonó misericordioso: «Tampoco yo te condeno, vete en paz», y confundió a aquellos pecadores que no tenían misericordia ni compasión.

A Pedro le perdonó en casa de Caifás mirándole amorosamente al pasar (Lc 22,61) y después, a la orilla del lago, le dio la oportunidad de reparar con su humilde profesión de amor las tres negaciones y le confirmó como pastor supremo de su rebaño (Jn 21,15-17). Lo mismo hubiera hecho con Judas si, arrepentido, hubiera vuelto confiado a Jesús.

En la Cruz, acogió al buen ladrón, que, aunque al principio le insultaba, luego reconoció a Jesús, e increpó a su compañero: «Es que no temes a Dios, tú que estás condenado al mismo castigo? Nosotros estamos pagando nuestros crímenes, pero éste no ha hecho nada malo». Al volverse a Jesús y pedirle que le recordara en su reino, aquel buen pastor le dijo: «te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,39-43).

Y a sus enemigos, que le crucificaban y se reían de él, les perdonó y aun disculpó: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34-37).
Estos hechos no fueron unos casos aislados, esporádicos y anecdóticos en la vida de Jesús. Salían de una actitud permanente de su corazón nacida de la misión misma para la que había sido enviado por su Padre.

En Cafarnaún, con ocasión del llamamiento de Mateo, el odiado recaudador de impuestos, afirmó Jesús: «Yo no he venido a llamar a ios justos, sino a los pecadores (Mt 9,13).

En Jericó, cerca del Mar Muerto, se quedó en casa de Zaqueo, un hombre rico, jefe de publicanos y de mala reputación y, como todos murmuraran, proclamó solemnemente: «E1 Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido!» (Lc 19,1-10).

         Jesús era el Enmanuel, el «Dios con nosotros», y sus sentimientos y actitudes eran idénticas a las del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad». Era el río por el que corría el mismo amor infinitamente misericordioso de Dios.


Jesús ante las penas de la vida


Aunque nos hemos extendido más sobre la misericordia de Dios y de Jesús con los pecadores por ser tan admirable, consoladora y transcendental, no podemos olvidar la piedad y compasión que sintió ante todas las penas y miserias humanas, corporales y espirituales, y cómo hizo todo lo que pudo para remediarlas.

         Se conmovió al oír las peticiones de los dos ciegos de Jericó que le pedían la vista y los curó (Mt 20,29-34), se compadeció del leproso y le limpió de su enfermedad (Mc 1,41), se enterneció al ver llorar a la viuda de Naín por su hijo único y lo resucitó (Lc 7,11-17), tuvo piedad del desconsuelo de Jairo y devolvió a su hija a la vida (Lc 8,40-56), sintió lástima de las multitudes que le seguían sin tener qué comer y multiplicó los panes y los peces (Mc 8,1-10), se apiadó de las gentes que vagaban como ovejas sin pastor (Mt 9,36), suspiró emocionado ante el llanto de Marta y de María, se echó a llorar y resucitó a Lázaro Un 11,28-44), se estremeció de tristeza a la vista de Jerusalén por su próxima destrucción (Mt 23,37-39) y lloró por ella (Lc 19,41). ¡Cuántas curaciones multitudinarias realizó movido por su compasión!2. ¡Ninguna pena humana fue ajena a su corazón! Con razón decía: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

El, que nos propuso como meta el «amarnos unos a otros como él nos amó», expresó este mismo ideal con otras palabras: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial» (Lc 6,36) y, en las Bienaventuranzas, proclamó: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).


Conclusiones prácticas


Ante la misericordia insondable y la compasión infinita del Padre y de Jesús, son múltiples nuestras reacciones.

En primer lugar, por lo que respecta a uno mismo, se han de incrementar en nuestro corazón el amor y el agradecimiento. ¡A todos se nos ha perdonado tanto! «Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y unos mentirosos. Sí, por el contrario, reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos ios perdonará y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,8-10). Amemos más, porque se nos ha perdonado mucho.

También debe brotar en nosotros la confianza en ese Padre de piedad, «conocedor de nuestra masa», de nuestra fragilidad, y «que se acuerda de que somos barro». «Todos ios pecados imaginables, escribió Sta. Teresa del Niño Jesús, comparados con la misericordia de Dios son como una gota de agua echada en un brasero». Es incorrecto ese dicho popular ante una gran maldad: «Eso no tiene perdón de Dios».

Finalmente, a la vista de la infinita misericordia divina, tenemos que desterrar el temor servil como móvil de nuestras acciones. «Vosotros, enseñaba Pablo, no habéis recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor. Habéis recibido un Espíritu que os transforma en hijos y que os hace exclamar: <Abba, Padre!» (Rom 8,14-15). San Juan fue más explícito y contundente: «Nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados en el día del juicio. El amor y el temor son incompatibles. El amor auténtico elimina el temor, por cuanto el temor está en relación con el castigo, y el que teme no ha alcanzado la perfección en el amor» (1 Jn 14, 16-18). Al Dios rico en misericordia, a Jesús que dio su vida por nuestros pecados, les debemos servír por amor y confianza filiales, no por miedos.

Por otra parte, los cristianos, urgidos por los ejemplos y las palabras del Maestro, hemos de sentir comprensión y compasión ante los pecados de los demás, por muy grandes que sean. No seamos como el fariseo de la parábola, que se gloriaba ante Dios de su propia justicia, sino como el publicano, que se sentía y confesaba un pecador. Acordémonos del dicho de Jesús a los ancianos de Israel: «El que de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra» (Jn 8,7) y repitamos con Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pidamos por los pecadores.

«Sed compasivos, insistía Jesús, como vuestro Padre celestial es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y se os perdonará... con la medida con que midiereis seréis medidos... ¿Cómo miras la paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6, 36-38.41-42).

Por último, con respecto a ios sufrimientos, tristezas \ y desgracias de las gentes, nos hemos de apiadar y comj padecer, y con obras, como Jesús en su vida. ¡Cuarenta millones mueren de hambre al ano, quince de e los son niños, y cuántos cientos de miles de refugiados vagan, víctimas de la guerra, de un lugar a otro, etc.!

Y cerca de nosotros, ¡cuántas bolsas de pobreza, tristezas, enfermedades, ancianos abandonados, emigrantes, presos, drogadictos...! No caigamos en la tentación de no hacer nada porque no podemos remediarlo todo. Unidos, además, podemos mucho. Sacrifiquemos nuestra comodidad y hagamos lo que está en nuestras manos. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteís... Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,40,45).


 

 

 

 

6. «PASABA TODA LA NOCHE ORANDO A DIOS» (Lc 6,12).

 

La oración de Jesús

 

Toda la historia de Israel en el Antiguo Testamento está entretejida de oraciones, en que las criaturas, conscientes de su propia indigencia, de su fragilidad, de sus infidelidades y de su completa dependencia de Dios, acudían a él con humildad y respeto, confiados en su bondad, su benignidad, su clemencia y su omnipotencia.

La oración era la expresión, el respirar de la vida religiosa de aquel pueblo creyente, y las oraciones revestían toda clase de formas acomodadas a las circunstancias. Unas era de bendición, glorificación y alabanza por la grandeza de Dios y de sus obras, otras de acción de gracias por sus beneficios, o de súplicas en las angustias, peticiones en las necesidades, y de arrepentimiento después del pecado. Eran gemidos, gritos de alma, cánticos de júbilo y de alegría, personales o comunitarios.
         En este ambiente nació Jesús de Nazaret, judío entre judíos. Todos los días, como los buenos judíos después de la cautividad de Babilonia, recitaba en familia la oración oficial, el Shema Israel, mirando a Jerusalén. Se repetía a la mañana, antes de comenzar la tarea, y a las tres de la tarde, coincidiendo con las horas en que se ofrecían los sacrificios y holocaustos en el Templo.

Cada shabat, «cesar, descansar», día de oración y de descanso, Jesús acudía a la sinagoga, el lugar de la oración del pueblo. Para comenzar se recitaba el «Sbemá», el credo de Israel, varias oraciones por diversas intenciones, se suplicaba la llegada del anhelado Mesías, y se leía la Torá y los profetas, que eran comentados por algunos de los presentes. La lectura de los textos bíblicos y los comentarios práctico-exhortativos estaban reservados a los hombres a partir de los doce años.

Todos los años, celebraba Jesús la fiesta de la Pascua el 14 de Nisán —la luna llena de marzo-abril— para conmemorar la salida y liberación de Egipto; la de Pentecostés, cincuenta días después, en la celebración de la siega; la de las Tiendas para evocar aquéllas en los que los hijos de Israel habitaron durante cuarenta años en el desierto; la del Yon-Kipur, o día de la expiación, a fin de alcanzar del Señor el perdón de las faltas y pecados del pueblo; la del Rosh Hashana, la fiesta del Año Nuevo, la de la Dedicación del Templo, purificado por Judas Macabeo, (1 Mac 4) y la de los Purim, algo parecida a nuestro carnaval, en que conmemoraban la liberación del pueblo por la reina Ester.

Desde los doce años, Jesús subía a Jerusalén para participar en las solemnidades litúrgicas del Templo: los sacrificios, las oraciones, cánticos y danzas de alegría.

Pero además, y a pesar del silencio de los Evangelios, no podemos dudar de que Jesús ya desde niño y, sobre todos, de adulto, se retiraría en Nazaret a lugares solitarios, a los campos, a las colinas, a los olivares, como lo haría después en su vida pública, para estar personal e íntimamente a solas con Dios. Allí hablaría a su Padre, le bendeciría, le amaría, se dejaría iluminar e invadir de la divinidad.

También, guiado por el Espíritu Santo, reflexionaría sobre las diferencias y contrastes entre lo que oía en la sinagoga a los fariseos y doctores de la Ley, que ponían la religiosidad y la salvación en el cumplimiento de la Torá y de las tradiciones de los mayores, y lo que él experimentaba en el contacto con aquel Dios que era todo amor, gratuidad, misericordia y perdón. Su alma se iluminaba sobre los designios de su Padre Dios y la misión, liberadora y altamente peligrosa, a la que iba a ser enviado. Gracias a la oración, Jesús, a la vez que «crecía y se fortalecía, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2,40).

¡Cuántas veces, desde las cimas de las colinas que circundan Nazaret, explayaría sus miradas sobre el cercano Carmelo en la costa mediterránea, sobre la llanura de Esdrelón con el monte Tabor, sobre la depresión del Jordán, el lago de Tiberíades y Cafarnaún, futuro centro de operaciones de sus correrías apostólicas, y hacía las montañas de Samaría, atravesadas por el camino que cada año recorría al subir a Jerusalén para celebrar la Pascua!. Su alma se dilataría y ardería en ansias de comenzar su misión de «traer el fuego a la tierra», de recoger la mies abundante.

Como aparece en las parábolas, Jesús «veía a Dios en todas las cosas»; en los lirios del campo, en los pajarillos, en la gallina que cobija a sus polluelos, en los pastores guardianes de sus rebaños, en las vides y sus sarmientos, en las mieses... y en tantas situaciones humanas: la alegría de los banquetes familiares, los padres que perdonaban a sus hijos, los jornaleros que aguardaban en la plaza... Su alma estaba siempre abierta a Dios.

En las noches calurosas del verano, Jesús, sentado a la puerta de la casa con José y María, luego sólo con su madre, contemplaría aquel cielo silencioso y profundo, tachonado de palpitantes estrellas. Su alma se fundiría con su Padre, y sus labios recitarían el salmo: «Cuando contemplo el cielo obra de tus manos,
la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? (Sal 8,2-).

Allí, extasiado, escuchaba a «los cielos proclamar la gloria de Dios y al firmamento decir que era la obra de sus manos» (Sal 18,1).

 

La oración de Jesús en la vida pública


En la vida pública, Jesús dedicaba largos ratos a la oración durante el día, pero sobre todo por la noche, a pesar de su trabajo tan agotador que «no le dejaban tiempo ni para comer».

Una tarde, después de enseñar, curar y consolar a la gente, la despidió, hizo que sus discípulos se embarcaran, y él «subió al monte a orar a solas. Al llegar la noche, todavía seguía allí... A eso de las tres de la madrugada, andando sobre el lago, se dirigió a ellos», que luchaban con las olas y el viento contrario. Jesús estuvo largas horas de la noche en oración (Mt 14,22-25).

En otro momento, Lucas nos narra cómo «Jesús se fue al monte a orar, y pasó toda la noche orando a Dios» (Lc 6,12), y Marcos nos cuenta que «de madrugada, antes de amanecer, Jesús se levantó, y saliendo de la ciudad, se dirigió a un lugar apartado a orar» (Mc 1,35).

Jesús oraba de día, en medio de sus faenas «se retiraba a lugares solitarios» (Lc 5,15), pero la noche, sin duda por su silencio y soledad, era su tiempo preferido, en sus primeras horas, durante toda la noche y al amanecer. ¿Cuánto dormía Jesús? Poco. ¡Tampoco tenía tiempo para dormir! Cuando lo hacía, caía rendido. En la tempestad del lago, se quedó dormido sobre un cabezal. No le despertaron ni el viento huracanado, ni las grandes olas que entraban en la embarcación, ni el zarandeo de la barquilla. Tuvieron que hacerlo sus atemorizados discípulos (Mc 4,35-41).

¡Quién hubiera podido contemplar aquella oración de Jesús en los atardeceres luminosos, en las noches a la luz de las estrellas, o en los amaneceres, en que el sol dora las aguas del lago! Se dirigiría lleno de amor y de agradecimiento a su Abba, a su Padre, con él dialogaría y de dejaría inundar de él. Era una oración contemplativa, unitiva, iluminadora, transformante, de la que Jesús sacaba el amor, la luz, la fortaleza, para cumplir su misión.

En cualquier momento, se le escapaba el corazón, amoroso y agradecido, hacía su Padre Dios. Eran acciones de gracias: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has ocultado todo esto a ios sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así los has querido tú» (Lc 10,21); «Padre, te doy gracias por que me has escuchado. Yo sé muy bien que me escuchas siempre» Un 11,41). Eran peticiones y súplicas por sus enemigos, que le estaban matando (Lc 23,34), o gemidos escapados desde el fondo de su alma atormentada por la tristeza, la angustia y el temor: «Padre, glorifica tu nombre» Un 12,27-28); «Padre, pase de mí este cáliz» (Mc 14,36), «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Lc 27,46).
Toda su vida era oración, pero, llevado por el Espíritu intensificaba la oración en los momentos cruciales. En el bautismo en el Jordán (Lc 3,21), en la cuarentena del desierto, al comenzar la vida pública (Mc 4,1-11), en la elección de los apóstoles (Lc 6,12-16) en la transfiguración (Lc 9,28), en la resurrección de Lázaro Un 11,41), en el Cenáculo, al comenzar la pasión Un 17,1-26), en Getsemaní (Mt 26,36-46) y en la cruz (Lc 23,34.46; Mc 15,34).

La apertura y el trato de Jesús con su Padre eran continuos. No necesitaba ir a la sinagoga, ni al Templo. Contemplaba a Dios en la creación, en las gentes, en los pobres, en los despreciados, en los enfermos, en los pecadores. Lo hacía en cualquier sitio, «en espíritu y en verdad» Un 4,21-24).

La enseñanza de Jesús Jesús nos ofreció continuos ejemplos de trato personal e íntimo a solas con su Padre, aunque en sus instrucciones se refirió preferentemente a la oración de petición, sin duda por ser la más espontánea y frecuente.

Un día estaba Jesús orando y, al terminar, le dijo uno de los doce: «Señor, enséñanos a orar, lo mismo que Juan a sus discípulos». Jesús le respondió: «Cuando oréis, decid:
Padre nuestro, que estás en los cielos santificado sea tu nombre. Venga tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo. Danos cada día el pan que necesitamos. Perdónanos nuestros pecados como también nosotros perdonamos a quienes nos hacen mal. No permitas que nos apartemos de ti y líbranos del mal»
(Lc 11,1-4; Mc 6,9-13).

Jesús les dio la oración propia de sus seguidores y en ella nos enseñó a quién hay que dirigirse y qué se ha de implorar.

En primer lugar, nuestra oración se ha de dirigir a Dios como Padre de todos y, por ello, con el ánimo lleno de amor y confianzas filiales en su amor y en su misericordia, en su compasión, ternura y generosidad. Ya no somos esclavos bajo el régimen del temor, ni meras criaturas, sino hijos de Dios y todos hermanos. Jesús llamaba a Dios Abba, «Padre», palabra aramea con la que los niños pequeños llamaban a sus padres, cargada de confianza, cariño y abandono. El quiere que llamemos «Padre» a Dios y que acudamos a él con esos sentimientos.

Además, nuestra oración se ha de orientar a pedir preferentemente ios bienes del espíritu: su gloria, la llegada de su reino, que cumplamos su voluntad, que nos perdone los pecados, que nos mantenga unidos a él y nos libre del mal. También quiere que imploremos con realismo, pues somos materia, que no falten a nadie los bienes necesarios para vivir y servir: el alimento, el vestido, la habitación, simbolizados en el «pan», que se «nos dará por añadidura si buscamos la justicia del reino de Dios» (Mt 6,33).

No nos enseñó que acudamos a Dios para que nos conceda todos nuestros caprichos temporales: que nos toque la lotería, que gane mi equipo de fútbol, que apruebe ios exámenes, etc. Dios no es «un tapa-agujeros», un «apaga fuegos», una máquina para satisfacer nuestros antojos materiales. «De Dios, decía Sto. Tomás de Aquino, no hemos de esperar algo menor que él mismo»3, y 5. Ignacio de Loyola, después de haber dejado todo a la entera disposición divina, sólo pedía: «dame tu amor y tu gracia que esto me basta».

El Maestro también dio diversas indicaciones sobre cómo y dónde se ha de orar y pedir. «Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que son muy dados a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que todo el mundo les vea. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, métete en tu cuarto y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está allí a solas contigo. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te lo recompensará».

«Al orar no os pongáis a repetir palabras y palabras, como hacen los paganos, que se imaginan que Dios les escucha sólo cuando dicen largas oraciones. No hagáis eso, que vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad aun antes de que le pidáis nada» (Mt 6,5-8).

La oración, según Jesús, ha de hacerse en la soledad y en el silencio, que ayudan a concentrarse y a sentir a ese Dios tan cercano, que conoce a cada uno en concreto y sabe de qué tiene necesidad. La oración entre el ser humano y Dios ha de ser, desterrada toda intención vanidosa, íntima y directa, «como un amigo habla a otro amigo» (S. Ignacio de Loyola).

No se opone al modo de orar de Jesús el recogerse no ya materialmente en el cuarto, sino en la propia conciencia y, desde allí, acudir al Padre Dios, así en la calle, en el autobús, en un parque, como ante un bello paisaje, el cielo estrellado o el inmenso mar. No hace falta «ir ni a Jerusalén ni subir al Garizín», basta hacerlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Toda la creación es el templo de Dios.

Jesús que conocía nuestra indigencia y limitaciones, nos exhortó a pedir y con perseverancia: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Pues todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abre. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez le dé una culebra? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan!» (Mt 7,7-11).

La oración de petición, según Jesús, ha de estar llena de fe, de confianza, «Todo lo que pidáis a Dios con fe lo recibiréis» (Mt 7,7-8), y de perseverancia, como nos lo inculcó con los ejemplos del amigo que a media noche despierta al otro para pedirle tres panes (Lc 1 1,5-8) y el de la viuda y el juez injusto e impío (Lc 18,1-8). Dios es Padre, su amor es infinito, todo lo puede, siempre escucha. ¿Siempre? Sí, siempre que se le pidan «cosas buenas».

San Lucas concreta más y escribe: «;Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Si el Padre prevé que lo que se le suplica, aun siendo moralmente bueno y humanamente apetecible, no va a ser para nuestro mayor y verdadero bien natural o sobrenatural, el de otros o para nuestra vida eterna, no lo concederá.

Por mucho que se le ruegue, nunca dará a sus hijos lo que sabe va a resultar «no un pan, sino una piedra; no un pescado, sino una culebra». En estos casos, la oración no se pierde, Dios escucha y concede no lo mismo que se le pide, pero sí lo más conveniente. La oración de petición siempre es eficaz: o alcanza lo que se desea, o cambia el corazón del que pide.

El Bto. P. Miguel Pro. jesuita mejicano martirizado en el año 1928, dejó escrito: «La finalidad de la oración está mucho menos en obtener lo que le pedimos que en cambiarnos a nosotros mismos. Es más, tenemos que ir más allá y decir que pedir cualquier cosa a Dios nos transforma poco a poco en personas capaces de prescindir incluso de aquello que piden».

Sta. Teresa de Jesús exclamaba: «Que no, mi Dios, no, no más confianza en cosa que yo pueda querer para mí. Quered de mí lo que quisiéreis querer; y si vos, Dios mío, quisiéreis contentarme a mí, cumpliendo lo que pide mi deseo, veo que iría perdida» (Exclamaciones, XVII).

«Bueno es Dios, decía San Agustín, que a veces no nos da lo que queremos, pero sí lo que deberíamos preferir» y Santa Teresa del Niño Jesús segura del amor de Dios, le contestaba: «Cuando tú no me escuchas, te amo más todavía».

Por ello, nuestras súplicas han de ser siempre condicionadas a la voluntad de Dios, como la de Jesús en Getsemaní: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,36).


Conclusiones prácticas


A imitación de su vida y según las enseñanzas de Jesús, todo cristiano ha de acudir a su Padre en demanda de «cosas buenas», pero, sobre todo, debe encontrar tiempo para recogerse en la intimidad de su ser a solas con su Padre Dios. Es imposible la vida cristiana sin la oración. De lo contrario, si se deja absorber por los trabajos, preocupaciones y afanes por las cosas de esta vida temporal, escuchará aquellas palabras del Maestro: «Marta, Marta, estás solícita y turbada por muchas cosas. Una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte» (Lc 10,38-42). ¿Qué hacía María? Estar a los pies de Jesús, mirarle, escucharle, hablar con él, amarle. El trato con Dios, con Jesucristo, cambia los corazones y les impulsa a seguirle e imitarle. La oración es la fuente del amor, que es lo único que puede transformar el mundo.

Para orar hemos de renovar la presencia de ese Dios tan cercano, en quien «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). En él estamos siempre sumergidos como el pez en el agua y él empapa todo nuestro ser corno el agua a la esponja. Es algo más íntimo a nosotros que nosotros mismos, «intirnior me ipso» (S. Agustín). «Somos morada de Dios y templo del Espíritu Santo» (1 Cor 3,16).

Podemos orar en la naturaleza. Dios se manifiesta primero en las creaturas, esos regalos de sus manos amorosas, esos destellos que reflejan su misterio, su divinidad, su bondad, su verdad, su hermosura, primicias del cielo y prendas y anticipos del deseo que tiene de dársenos cara a cara.

Pero la mayor revelación de Dios se realiza en las Sagradas Escrituras, su palabra y, sobre todo, en Jesucristo, la Palabra eterna encarnada, «reflejo resplandeciente de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hbr 1,3), camino del Padre, pues «nadie va al Padre sino por él» (Jn 14,6), «a quien vemos al ver a Jesús» (Jn 14,9). Por ello, los Evangelios han de ser nuestra lectura predilecta y el objeto habitual de nuestra contemplación.

Para orar «no hay que pensar mucho, sino amar mucho» (Sta. Teresa), pues «no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gozar y sentir de las cosas internamente» (S. Ignacio de Loyola). En ella, hemos de «estar amando al amado» (S. Juan de la Cruz), «hablar como un amigo con otro amigo» (S. Ignacio), pues «orar es hablar de amistad con quien sabemos que nos ama» (Sta. Teresa).
Esta oración, este estar a solas con Dios, con Jesucristo, es el medio más eficaz para cambiarnos el corazón. Mucho más que todos nuestros esfuerzos, todas nuestras ascesis y, no digamos, nuestros propósitos. Y para mayor confusión de nuestro innato pelagianismo, la oración es tanto más transformante cuanto más pasiva.

El camino de la oración, no el de las «nadas», es el seguido y enseñado por San Ignacio de Loyola para convertir y divinizar al hombre. Todo su afán en sus ejercicios espirituales es prepararle para recibir en la oración «la consolación», que él define como «una moción interior con la que el alma viene a inflamarse en amor de su Creador y Señor y, consiguientemente, ninguna cosa creada puede amar en sí misma, sino en su Creador» (E.E. n. 316).

Esa «inflamación en el amor» es lo que transforma al hombre, lo libera y le pone en disposición de docilidad para elegir y hacer siempre lo que Dios quiera. No hay santidad sin oración, porque es la fuente del amor.

 

 

 

 

 

 

 


 

7. «SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE Y MUERTE DE CRUZ» (Fl 2,8)


La obediencia es la virtud moral por la que libremente nos adherimos a las órdenes recibidas de la autoridad, divina o humana, lo que transforma la vida en un servicio.

Cuando se dice que Jesús fue obediente, se alude a su humanidad, pues en cuanto Dios no puede obedecer. El Verbo es igual al Padre: «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado», y el decreto de la encarnación no fue un mandato del Padre a su Hijo, sino una decisión de las tres personas de la Stma. Trinidad.

Un ángel fue enviado a María, una doncella pobre y humilde de Galilea. El Espíritu santo la cubrió con su sombra y fue engendrado Jesús de Nazaret. La tierra, el sistema solar, la Vía Láctea, todas las galaxias del universo entero, se estremecieron y exultaron de gozo y alegría al contemplar cómo Dios se hacía una parte suya. La creación llegaba así al término de su evolución. Aquel «por quien todo había sido hecho» Un 1,3) era parte de la creación, que así se divinizaba.
Al entrar en el mundo, Jesús, el Verbo encarnado, exclamó: «Tú, ¡oh Dios! no has querido las ofrendas ni los sacrificios; en su lugar me has dado un cuerpo. No han sido de tu agrado ni los holocaustos ni las víctimas expiatorias.

Entonces dije: «Aquí estoy para hacer tu voluntad. Así esta escrito en el libro acerca de mí». (Hbr 10,5-7; Sal 39,12-13).


Toda la vida de Jesús, desde la encarnación hasta la muerte, sería un continuo hacer la voluntad de su Padre. Era la esencia de su espiritualidad: obedecer por amor.


Obediencia en la vida


Por obediencia a las autoridades públicas, al emperador Augusto, Jesús nació en Belén de Judá, de donde procedía José, su padre, del linaje de David (Lc 2,1-7). Así, también se cumplieron las Escrituras (Miq 5,1).

A los doce años, edad que el judaísmo consideraba como la de la madurez religiosa, Jesús, ya bar mitzvah, «hijo del mandamiento», subió a Jerusalén por las fiestas de la Pascua para cumplir el mandato de la Ley. Se quedó en la ciudad y, cuando a los tres días sus padres angustiados le encontraron en el Templo, su madre María le preguntó porqué había hecho aquello con ellos. Jesús respondió:
«Y por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2,41-50).

Este fue el lema de Jesús en toda su vida: hacer la voluntad del Padre, ocuparse en su cosas, cumplir la misión para la que había sido enviado, en una palabra, obedecer.

Después, el niño con sus padres José y María regresó ¿ a Nazaret y allí:
«siguió sujeto a ellos» (Lc 2,51).

Con estas escuetas palabras resume Lucas los treinta años de la vida oculta de Jesús. Vida de obediencia a Dios, al Espíritu y a sus legítimos representantes. Obediencia del Creador a sus pobres criaturas: dos aldeanos, vecinos de un pueblo insignificante de Galilea.

En la vida pública, lo mismo con sus obras que con sus palabras, dio siempre ejemplo de una actitud permanente y profunda de disponibilidad, de sumisión y de obediencia a la voluntad de Dios.

A una mujer, que, entusiasmada con la presencia y actuaciones de Jesús, le echó un piropo: «Feliz la mujer que te dio a luz y que te crió a su pecho», le contestó:
«Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,27).

Cuando su madre y sus parientes le fueron a visitar en Cafarnaún y le llamaron, comentó mirando a los que le rodeaban: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mc 3,31-35).

En diversas ocasiones, Jesús repitió que él había sido enviado para cumplir una misión: «Yo he venido de Dios y estoy aquí enviado por él» (Jn 8,42). «No he venido por mi propia cuenta; he sido enviado  por aquel que es veraz.., el es el que me ha enviado» (Jn 8,49).

«Conozco de veras a mi Padre y obedezco sus órdenes» (Jn 8,55). Su amor al Padre, que le había enviado, le hacía estar en actitud de total docilidad y obediencia.

Cuando Jesús volvía de Judea a Galilea, llegó a un pueblo llamado Sicar y, fatigado del camino, se sentó junto a un pozo, que había excavado allí el patriarca Jacob. Los discípulos se fueron al pueblo a comprar comida. Al volver, vieron con sorpresa que Jesús estaba hablando con una mujer y, además, samaritana. Al irse ella, los discípulos le insistieron: «Maestro, come» y Jesús les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis... Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra de salvación» Un 4,29-34).

Para cumplir la misión de su Padre —en aquel momento salvar a la samaritana y a los de su pueblo— Jesús se olvidaba aun de comer, a pesar de que «estaba fatigado, y era el mediodía».

Esta postura íntima y continua de su espíritu se pone de manifiesto en sus deseos, palabras y actuaciones.

«Yo no pretendo actuar según mis deseos, sino según los deseos del que me ha enviado» Un 5,30;6,38).

«La doctrina que yo enseño no es mía, es de aquél que me ha enviado» Un 17,16).

«Yo no hablo por mi cuenta; el Padre que me ha enviado es quien me ha ordenado lo que debo decir.., yo enseño lo que he oído al Padre» Un 12,49-50).

 «Os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su propia cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19).

«Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado es que hago lo que el Padre me encargó hasta llevarlo a feliz término» (Jn 5,36).

«Si no realizo las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, fiaros de ellas» (Jn 10,37).

«Conforme el Padre dicta, así juzgo» Un 5,30). «El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» Un 8,29).

Obedecer era como el respirar de Jesús. Siempre y en todo. Era su alimento. La obediencia nacía de su gran amor.


La obediencia en la muerte


La disponibilidad y obediencia de Jesús fue continua a lo largo de su vida, ¿cuál sería su comportamiento en la prueba máxima? El himno de los Filipenses nos lo
a clara: «Fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8).

Frase que quiere decir no sólo que fue obediente hasta el último instante de su vida, sino, sobre todo, que fue fiel a la obediencia aunque ella le condujera a la muerte brutal e ignominiosa de la cruz.

Jesús no vino para morir. Se encarnó para realizar la misión de Dios, hacer su voluntad: estar con nosotros, traer la luz a nuestras tinieblas, mostrarnos el rostro amoroso del Padre y enseñarnos el camino del amor que conduce a él, salvarnos y liberarnos. Sólo su vida de obediencia, de adhesión a los deseos del Padre, fueron la causa de su muerte, que no se explica sin su vida, como sin la muerte no se comprende su resurrección.

Jesús era un hombre «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado». Al prever los sufrimientos y la muerte, se estremeció.

«Me encuentro —decía a sus discípulos días antes de la pasión— profundamente turbado, pero ¿qué puedo decir? ¿Diré a mi Padre que me libre de lo que en esta hora va a venir sobre mí? ¡Pero si precisamente he venido para aceptarlo! Padre, glorifica tu nombre» Un 12,27-28).

Se conmovió en su naturaleza humana, pero no dudó en obedecer. Así, «Hijo y todo como era, aprendió en la escuela del sufrimiento lo que cuesta obedecer» (Hbr 5,8). «Convenía que Dios, por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación» (Hbr 2,10).

En la última cena, en aquel ambiente de angustia y tristeza, Jesús dijo a los suyos con resolución: «Se acerca el que tiraniza este mundo, no tienen ningún poder sobre mí, pero tiene que ser así para demostrar al mundo que yo amo al Padre y que cumplo fielmente la misión que me encomendó. ¡Levantaos, vámonos de aquí!» Un 14,30-31).

A continuación bajó al huerto de Getsemaní y, hombre como era, le invadieron la angustia, el temor, una tristeza mortal, hasta sudar de horror gotas de sangre (Mc 14,33; Lc 22,44). En aquella hora terrible, lleno de amor, confianza y obediencia, acudió de nuevo a su Padre: «Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,35).

No era una petición en firme para que le librara de la cruz. Era un gemido, una queja amorosa, salidos de aquel alma triste, abatida, atemorizada, pero siempre sometida a la voluntad del Padre: «no se haga mi voluntad sino la tuya».
En el momento del prendimiento uno de los suyos sacó una espada y le cortó una oreja a un criado del sumo sacerdote. Jesús le curó y dijo al discípulo:
«Guarda esa espada... ¿No crees que yo puedo pedirle ayuda a mi Padre, y que él me enviaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que predicen que las cosas tienen que suceder así?» (Mt 26,51-54).

Al sumo sacerdote, Jesús, que permanecía en silencio ante las falsas acusaciones, le contestó por respeto a su autoridad, cuando Caifás le conminó exigiéndole en nombre de Dios vivo a que les dijese si era el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 26,62-64).

Clavado ya en la cruz, después de velar por su madre María, «plenamente consciente de haber cumplido a la perfección la misión que el Padre le había confiado, con el fin de que se cumpliesen las Escrituras — que decían «en mí sed me dieron a beber vinagre» (Sal 68,22) — Jesús exclamó: «Tengo sed» (Jn 19,28).

Después de probar el vinagre, que empapado en una esponja le ofrecieron los soldados en la punta de una caña, dijo: «Todo está cumplido». «E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu» (Jn 19,29-3 0).

La obediencia de Jesús nos salvó, «nosotros hemos quedado santificados porque Jesucristo se ha ajustado a la voluntad de Dios ofreciendo su propio cuerpo de una vez para siempre» (Hbr 10,10). «Así como por la desobediencia de un solo hombre (Adán) todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo (Jesús) todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

 

Jesús sacerdote de obediencia


Toda la vida de Jesús, desde aquel «He aquí que vengo ¡oh Dios! para hacer tu voluntad» de la encarnación hasta el «Todo está cumplido» del Calvario, fue un «ocuparse de las cosas de su Padre», «hacer lo que le agradaba», «realizar la misión que le había encomendado», «obedecer hasta la muerte», «llevar a cabo su obra de salvación». Para Jesús, obedecer, servir, era amar. Era su alimento; su espiritualidad personal.

Durante sus días mortales entre el pueblo judío, Jesús fue un simple seglar. No pertenecía a la tribu de Leví, de la que únicamente procedían los sacerdotes de la Antigua Alianza. Pero Jesús ejercitó continuamente el sacerdocio común al ofrecer al Padre sacrificios espirituales de alabanza, de acción de gracias, de obediencia y docilidad, incondicionales y amorosos.

En las últimas horas, su obediencia filial le condujo a la muerte, ofreciendo al Padre, por amor a él y a nosotros, el sacrificio de sí mismo.

El fue la víctima y el sacerdote. El Padre, que no quería sacrificios sangrientos, ni holocaustos expiatorios de animales, aceptó el sacrificio del amor, la fidelidad y la obediencia de su Hijo Jesús, en satisfacción por los pecados de la humanidad. «Obedecer vale más que los sacrificios y holocaustos; ser dócil, más que la grasa de carneros» (1 Sam 15,22). Así quedó constituido el sacerdocio ministerial de la Nueva Alianza, cuyo sacrificio de obediencia agradable a Dios se perpetúa cada día «desde donde sale el sol hasta el ocaso» (Mal 1,11) sobre el ara del altar.
«Cristo... llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote, según el rito de Melquisedec» (Hbr 5,8-10).

 

Conclusiones prácticas


Para todo cristiano hacer la voluntad de Dios ha de ser su mayor aspiración, su alimento. En esta consideración, no nos fijaremos en la obediencia, querida también por Dios, a las autoridades humanas, civiles y religiosas, sino en la docilidad a los designios fundamentales que Dios tiene sobre todos y cada uno de nosotros como creaturas y como cristianos. Es nuestra Vocación con mayúscula.

Dios quiere que todo ser humano, su creatura, le alabe, le ame, le sirva, y que todo bautizado se esfuerce en llegar a la santidad y a ser apóstol. Para eso nos ha creado y llamado y en eso hemos de concretar nuestra obediencia.
La voluntad de Dios es que «nos amemos los unos a los otros como Jesús nos ha amado» (Jn 13,34), con un amor «misericordioso como el de nuestro Padre celestial» (Lc 6,36); con un amor generoso que nos impulse a hacer siempre el bien, a dar de nuestros bienes a los que carecen de lo necesario, a darnos a nosotros mismos a los otros, a no vivir para uno sino para los demás; con un amor perdonador que «nunca devuelve mal por mal, sino que se empeña por vencer al mal a fuerza de bien» (Rom 12, 17-21). En esto consiste la santidad.

Además, según los planes de Dios, todo el que cree en él y en su Hijo Jesucristo se ha de sentir «enviado por Jesús, como el Padre le envió a él» (Jn 20,21), para «ir por todas las naciones, solo y en comunidad, a fin de hacer discípulos, bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñarles a vivir todo lo que él nos encomendó» (Mt 28,14-18).

Dios espera de nosotros que seamos «la luz del mundo», «la sal de la tierra», «el fermento de la masa» y que trabajemos para empapar del espíritu, la doctrina y la vida de Jesús, todos los corazones y todas las instituciones temporales: la familia, las asociaciones intermedias, la vida y relaciones nacionales e internacionales.

Conforme al proyecto de Dios sobre nosotros, cada creyente ha de poder decir, como S. Pablo, «mi ley es Cristo» (1 Cor 9,21). Jesús de Nazaret ha de ser nuestro motivo en todo y el último determinante de nuestra vida, pensamientos, sentimientos y conducta. La voluntad de Dios es que siempre seamos testigos del amor, «otros Cristos». Esta es nuestra obediencia.

Dios, al que por amor hemos de obedecer siempre, «nos predestinó para ser imágenes de Cristo» (Rom 8,29) que «es la imagen del Dios invisible» (Col 1,15) y su voluntad es que todos nosotros «reflejemos en nosotros mismos la gloria del Señor y nos vayamos transformando en imagen de Cristo con resplandor creciente bajo el influjo del Espíritu Santo» (2 Cor 3,18).

Al transfigurarnos en otros Cristos, como Dios lo quiere, no sólo somos más cristianos, sino también más hombres.

Dios «creó al hombre a su imagen y semejanza» (Gen 1,26-27) y Jesús, en cuanto hombre, es «la imagen perfecta del ser de Dios» (Hbr 1,3). Jesucristo es la cumbre y cima de la humanidad y el alfa y la omega de la creación, «todo fue creado por él y para él» (Col 1,16).

La voluntad de Dios Padre es que cada uno de nosotros aspire y se esfuerce en ser como él.

 

 

 

8. «ANUNCIABA POR TODAS PARTES LA BUENA NOTICIA DEL REINO DE DIOS» (Mc 1,38)

 
            Jesús sabía que el Padre quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» y él, que «hacía siempre lo que era del agrado de su Padre», encaminó todos sus afanes, esfuerzos y trabajos, sin escatimar sacrificio alguno, a difundir la verdad de la buena nueva. Al final de su vida, le preguntó en el pretorio el procurador romano Pilato si era rey, Jesús contestó: «Yo soy rey... Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo
el que es de la verdad escucha mi voz» Un 18,37).

Jesús fue enviado con la misión de traer la iuz a las tinieblas del mundo, el amor a la tierra y así salvar y liberar a la humanidad entera. Con sus ejemplos y su conducta, sus gestos y sus silencios, pasó la vida anunciando la buena noticia del Reino de Dios.

 

En Nazaret


            De Jesús en Nazaret, donde transcurrió treinta años, no conservamos una sola palabra. Pero no fue una pérdida de tiempo. Allí nos enseñó con los hechos sublimes verdades: el gran valor de la vida oculta, retirada, silenciosa, de oración, la dignidad del trabajo manual, la necesidad de la obediencia y que lo que vale ante Dios no son las cosas extraordinarias en sí mismas, sino el amor y el espíritu con que se hace su voluntad, aun en lo más pequeño, ordinario y cotidiano.

         Pero, sobre todo, en aquel largo retiro, Jesús en cuanto hombre, fue creciendo «con la edad en sabiduría y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,52).

Gracias a la oración personal con su Padre Dios, a la lectura ponderada de las Escrituras, especialmente de los profetas, y a la reflexión sobre todo lo que le rodeaba, Jesús se formó, maduró y percibió con toda claridad cuál era el contenido del mensaje de Dios que había de anunciar al mundo.

En los ratos de oración en Nazaret, experimentó la paternidad de Dios, profundizó en el conocimiento de sus designios amorosos, de su misericordia perdonadora, de su voluntad de salvación universal de la humanidad caída. Vivió la cercanía, la maternidad, la ternura y la solicitud del amor de Dios a sus pobres creaturas, con preferencia a los pobres y a los débiles. Se percató de que el amor debía ser la única norma de conducta, y de que es la sola fuerza capaz de sostener, impulsar y transformarlo todo.

Al mismo tiempo, la reflexión sobre la Escrituras, en contraste con lo que veía a su alrededor y lo que oía cada sábado en la sinagoga, persuadió a Jesús de que toda la religiosidad oficial estaba asentada sobre bases falsas, y de que constituía una estructura de poder y de dominación.

Todo se reducía al cumplimiento detallado, minucioso y externo de la Ley de Moisés, de la Ley escrita y de la oral: las tradiciones humanas de los mayores, como fuente de salvación. Jesús cayó en la cuenta de que las normas de pureza legal carecían de contenido y justificación, de que lo que mancha al hombre no son las cosas, «todas eran buenas», sino lo que sale del hombre; de que nada vale la letra sin el espíritu y de la futilidad de la circuncisión externa, física, del cuerpo, si no iba acompañada de la íntima del corazón. Penetró en la vaciedad, como ¡ya lo habían denunciado los grandes profetas, de aquellos holocaustos y sacrificios de comunión del Templo, a donde subía cada año, en que se inmolaban toros y ovejas y se ofrecía sangre y grasas, para alabar a Dios y reparar los pecados del pueblo. Comprendió que a Dios le agradaban «la misericordia y el amor y nos los sacrificios», «la obediencia y la docffidad, y no las grasas». Experimentó que Dios estaba en todas partes, que la creación entera con sus verdes llanuras, sus altas montañas, sus mares azulados y sus estrellados cielos, era su templo, y que para adorarle «en espíritu y en verdad» no era necesario subir al monte Sión en Jerusalén ni al Garizín en Samaría.

Jesús también presintió en Nazaret los conflictos, choques y rechazos que le esperaban con los fariseos, escribas y los sacerdotes, y cuál iba a ser el desenlace de su misión. Como el de los profetas.

 

Por Galilea

 

Cuando Jesús tenía «unos treinta años» llegó el tiempo de la predicación clara y abierta de la verdad. A ella se inflamado del amor a su Padre y a los hombres.

Salió de Nazaret, de su pueblecito, donde dejó apenada a su amada madre, su casita, aquellos paisajes, aquella paz. Se dirigió a las orillas del Jordán, a la altura de Jericó, en cuyas orillas Juan predicaba la conversión y bautizaba. Después de su bautismo y de la cuarentena de oración, ayuno y tentaciones, volvió al norte.

«Jesús se dirigió a Galilea a predicar la buena noticia del reino de Dios y decía; «El tiempo ha llegado y el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el mensaje de salvación» (Mc 1,14-15).

La buena noticia era que el reino de Dios había llegado ya al mundo, que Dios intervenía ya directa e inmediatamente en la historia. A anunciarlo dedicaba toda su actividad, sus fuerzas y cualidades. «Andaba recorriendo, nos dice 5. Lucas, pueblos y aldeas proclamando por todas partes el reino de Dios» (Lc 8,1).

Impulsado por su ardiente celo de la gloria de Dios y de la salvación de todos los seres humanos, Jesús no descansaba, tanto más cuanto que veía que «la mies era abundante pero los segadores pocos» (Lc 10,2) y que las pobres gentes, guiadas por los fariseos y los doctores de la Ley, de buena fe pero equivocados, «andaban corno ovejas sin pastor» (Mc 6,34).

«Vayamos también a otras partes, dirá a sus discípulos, a los pueblos vecinos, a las ciudades, porque tengo que anunciar la buena nueva del reino de Dios. Y recorrió toda Galilea, y todas las aldeas de Judá, predicando en sus si- nagogas y expulsando demonios» (Mc 1,38 y Lc 4,42).

Para esto había venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Predicó sin descanso la buena nueva, recorrió pueblos, aldeas y ciudades, enseñó en las llanuras, en las orillas del lago de Genesaret, desde sus aguas, en las laderas y en las cumbres de las montañas. Frecuentó Cafarnaún, donde estaba «su casa», Betsaida, Cesarea de Filipo, Gerasa, la Decápolis, Caná, Naín, Nazaret, Samaría, Jericó, y hasta Tiro y Sidón. Multitud de veces atravesó la llanura de Esdrelón, verdeante por sus mieses, sus olivares y sus campos cuajados de florecillas silvestres, la árida depresión del Jordán y la zona central montañosa, cruzada de valles, de Sarnaría, cuando subía a Jerusalén.

Las caminatas eran largas, a pie, por caminos duros y polvorientos. Durante buena parte del año, el sol era abrasador, y los calores ardientes de día y de noche, sobre todo en Cafarnaún, su base de operaciones, a doscientos doce metros bajo el nivel del Mediterráneo. Iba con lo puesto, sandalias y un bastón, como se lo ordenó a sus discípulos (Mc 6,8-9), y «las gentes no le dejaban tiempo ni para comer». Se fatigaba, tenía sed y hambre y dormía sobre el duro suelo, pues «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza», y poco, ya que dedicaba largas horas de la noche a la oración, a estar con su Padre, de donde sacaba luz y fuerzas.
«Había venido a prender fuego a la tierra y ¿qué quería sino que ardiera?».

 

¿Qué era el reino de Dios?

 

El núcleo en torno al cual gravitó toda la enseñanza y toda la actividad histórica de Jesús fue el reino de Dios.

Pero, ¿cuáles eran su contenido, su naturaleza, las exigencias de aquella realidad misteriosa anunciada por las Escrituras, que todo Israel esperaba anhelante y que Jesús predicaba de continuo? ( Jesús habla en los sinópticos 61 veces del reino de Dios (85 si se suman los lugares paralelos), 2 en Juan y aparece 30 veces en los otros escritos del Nuevo Testamento).

Jesús nunca lo definió en términos claros, precisos e inequívocos. Sólo repetía, y en esto estaba parte de la originalidad de su mensaje, que el reinado de Dios «estaba cerca», que «había llegado ya», que era una realidad histórica y operante ya. «El tiempo ha llegado y el reino de Dios ya está cerca. Convertíos y creed el mensaje de salvación» (Mc 1,14). «Si yo expulso los demonios por el poder de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros» (Mt 12,28).

Un día los fariseos preguntaron a Jesús: «Cuándo vendrá el reino de Dios? El les contestó: El reino de Dios no vendrá de una manera notoria. No se podrá decir:
«Está aquí», o «Está allí». En realidad, el reino de Dios ya está entre nosotros» (Lc 17,20-21). «Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido esta palabra» (Lc 4,20), la de Isaías que anunciaba la señal de la llegada del reino de Dios (Is 61,1-2).
«Felices los que pueden ver todo lo que vosotros estáis viendo! Os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Lc 10,23-24).

Todos los oyentes de Jesús tenían una noción, con raíces bíblicas aprendidas en la sinagoga, de qué era el reino de Dios. Jesús no necesitó concretarlo. Flotaba en
el ambiente ( Cuando los países del Este de Europa, en los últimos meses de 1989, se levantaban pidiendo la democracia, no la definían. Sabían lo que era y qué no era.
113). Nosotros, apoyándonos en los profetas y en las palabras de Jesús, podemos acercarnos al contenido del que fue el tema específico de la predicación de Jesús.

En primer lugar, el reinado de Dios apuntaba a la esperada manifestación gloriosa de Dios, soberano universal del hombre y del mundo, y a su intervención libre y gratuita como Señor, salvador y liberador de su pueblo. Se realizaría a través de un enviado, el Mesías, el mediador histórico del reino de Dios.

Además, el reinado de Dios, anunciado por las Escrituras y confirmado por Jesús, significaba el advenimiento de un estado en que el Mesías administraría la justicia con equidad. No sólo en los juicios concretos, lo que se daba por supuesto, sino, sobre todo, en cuanto que ayudaría, protegería, preferiría y privilegiaría a los pobres, a los débiles, a los marginados de aquel orden social injusto. Ellos serían los favoritos, los predilectos de Dios, que los libraría del injusto señorío de los poderosos en lo económico, social, político y religioso, al implantar la justicia social equilibradora y compensatoria de Dios (Is 61,1-11, 1-5; Salm 71,1-3.12-15; Jer 23,5; Lc 16-21). El reinado de Dios era la hora de los pobres y despreciados.

Finalmente, el reinado de Dios predicado por Jesús era el advenimiento del amor. Dios es el Dios del amor y de la misericordia, un Dios padre tierno y solícito de todos. Todos somos sus hijos, hermanos unos de otros, debemos «amarnos como él nos amó» y, por ello, con preferencia a los pobres, y «ser misericordiosos unos con
otros como nuestro Padre celestial», y de una manera especial con los pecadores.
Según las enseñanzas de Jesús, en el reino de Dios el amor lo empapa todo, imposibilita para hacer el daño a nadie, para cometer injusticias y explotar a los demás. Por el contrario, el amor impulsa a amar a cada uno en concreto, como es, a respetarle en su personalidad única e irrepetible, a servir a los demás y a entregarles no sólo ios bienes propios, sino a uno mismo y aun la vida.

El reinado de Dios que Jesús anunciaba no era un reinado nacionalista y político, en que el Mesías liberaría a Israel del dominio romano, conquistaría todos los pueblos de la tierra, los regiría con justicia y derecho, y todas las naciones subirían a Jerusalén para adorar a Yahvé. Así era el Mesías esperado por la inmensa mayoría de los judíos: la gente del pueblo, los zelotes, los fariseos y los maestros de la Ley.

Tampoco era un reinado transcendente, sólo en el más allá, en el eon (tiempo) futuro, después del fin de este mundo, como se creía en los círculos apocalípticos, continuadores de los círculos proféticos antiguos. Los apocalípticos, cansados de este mundo, esperaban la salvación, y a su agente «el Hijo del hombre», en un mundo completamente nuevo y distinto.

Jesús coincidía con los apocalípticos en el carácter espiritual del reinado de Dios, pero se diferenciaba en muchos puntos. El reinado de Dios no se daría sólo en la otra vida, había llegado ya, aquí abajo, en el tiempo, en la historia, que la salvación había de transformar, si bien en su plenitud sólo se daría en la otra vida, en el más allá, en la eternidad futura.

Además, para los apocalípticos, la salvación total iría precedida por el fin de este mundo, que tendría lugar entre horrendos cataclismos y destrucciones. Para Jesús, además de iniciarse en la historía, sin ningún corte, iría creciendo sencilla y silenciosamente, como una semilla sembrada en el campo, como un grano de mostaza, y actuaría como el fermento en la masa.

Por último, para los apocalípticos, el futuro salvífico sería obra exclusivamente de la gracia de Dios, sin intervención del hombre. Jesús, y en esto coincide con los antiguos profetas, exigía para el advenimiento del reinado de Dios, la colaboración del ser humano: «Convertíos y creed la buena noticia». Jesús no coincidía con los profetas en que éstos, que desconocían la vida después de la muerte, esperaban la salvación de Dios inmersa sólo en la historia de este mundo.


La autoridad de Jesús


Jesús anunciaba sin descanso la llegada del reinado de Dios por aquellos campos, pueblos y ciudades, y lo hacía con toda independencia y libertad de espíritu. La gente quedaba admirada y entusiasmada de su doctrina.

«Cuando Jesús terminó de hablar, la gente estaba profundamente impresionada por sus enseñanzas, porque les enseñaba con verdadera autoridad y no como sus maestros de la Ley» (Mt 7,28).

Cuando volvió a Nazaret y habló en la sinagoga a sus convecinos, «todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22), y se preguntaban: «De dónde le viene a éste esa sabiduría?, ¿no es el híjo del carpintero?» (Mt 13,54-55). También en el Templo, los jefes de los judíos, después de oírle hablar al pueblo, que le rodeaba en el pórtico de Salomón, «decían asombrados: ¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?» Jn 7,14).

Los escribas, maestros de la Ley, y los fariseos, enseñaban todos los sábados en las sinagogas. Allí, su actuación, después de haber oído la lectura de la Ley de Moisés y de los profetas, se reducía a explicarlos, interpretarlos, y aplicar sus enseñanzas a las circunstancias presentes. Lo hacían repitiendo los pareceres de los grandes maestros. En tiempos de Jesús, dos eran los guías de Israel: Hillel, más amplío y liberal en las interpretaciones de la letra de la Ley, escrita y oral, y Shammai, más estrecho, cerrado y conservador.

Los escribas y fariseos se ceñían a exponer los pareceres de esos maestros, a presentar una casuística minuciosa y detallada a propósito del cumplimiento de la Ley, y los preceptos secundarios que la protegían de las transgresiones, y que eran, recordémoslo, seiscientos trece mandamientos, doscientos cuarenta y ocho positivos y trescientos sesenta y cinco prohibitivos. Aquello era axfisiante, todo estaba previsto y programado, y la Ley se había convertido en un instrumento de dominación de las conciencias por parte de los escribas y de los fariseos. Era un yugo duro y una carga pesada.

Jesús, que no salió de Nazaret hasta los treinta años, no había seguido unos cursos de estudios superiores de la Ley a los pies de un maestro. Sólo había aprendido a leer en la bet midrash, la escuelita adosada a la sinagoga de su pueblo, para poder seguir la Ley. Sin embargo, en su predicación rompió todos los esquemas. Jamás citó las interpretaciones de los grandes maestros, ni se apoyaba en la autoridad de ellos. Basaba su doctrina no en la letra, sino en el espíritu de las Escrituras, en las experiencias de su Padre Dios, y en la reflexión sobre la realidad.

No sólo no aducía la autoridad de los grandes maestros, ni seguía las tradiciones orales de los mayores, sino que muchas veces, las contradecía abiertamente y con entera libertad. Más aún, la misma Ley de Moisés, lo más sagrado de Israel, fue criticada, corregida y derogada públicamente por Jesús, como en el caso del divorcio, de la lapidación, de las leyes de pureza, etc.

Los profetas habían hablado en nombre de Dios, repitiendo lo que a él le habían oído. Los rabinos exponían las interpretaciones de los maestros. Jesús enseñaba en nombre propio, como quien estaba por encima aun de la Ley: «Sabéis que se dijo... pero yo os digo» (Mt 5,21.27.31.33.38.43.).

El mensaje de Jesús, inspirado en el Dios de la verdad, del Espíritu, de la libertad y del amor, era, frente al de los escribas y fariseos, un mensaje liberador, traía un aire nuevo, fresco, que ensanchaba el corazón de las masas, cansadas y agobiadas por tantos mandamientos, prohibiciones, normas, obligaciones y preceptos. «Su yugo era suave y su carga ligera» (Mt 11,28-30).

Nada tenía de particular que las gentes quedaran «impresionadas», «atónitas», «maravilladas» de sus hermosas palabras, y que le siguieran entusiasmadas. «Jamás nadie había hablado como lo hacía aquel hombre» Jn 7,46).


Conclusiones prácticas


Los cristianos, a imitación de Jesús, hemos de ser «la luz del mundo», los pregoneros del Reino de Dios por toda la tierra. Jesús anunció incansablemente la proximidad y la presencia del Reino de Dios; los primeros cristianos proclamaron por todas las naciones a Jesús muerto y resucitado. Aquellas comunidades comprendieron que el Reino de Dios era Jesucristo mismo y que ser como él era la encarnación del Reino de Dios en la historia.

Todos los bautizados hemos sido incorporados, injertados, en Jesucristo y llamados, por ello, no sólo a la santidad, a vivir el amor, sino también al apostolado, a difundir el mensaje de Jesús, a Jesús mismo, por todo el mundo. «Vosotros los que creéis, nos increpaba Paul Claudel, ¿qué habéis hecho de la fe?» La fe es una gracia, un don de Dios, pero también una responsabilidad. Dios nos ha confiado ese tesoro, pero no para que lo ocultemos, lo vivamos a lo más en el ámbito personal y familiar, sino para que lo manifestemos a todo el mundo, para que «la fe que actúa por el amor» (Gal 5,6) empape y guíe todos los corazones, las instituciones y las estructuras temporales. «Nadie enciende una lámpara y la pone en sitio oculto, ni bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entran vean el resplandor» (Lc 11,33). La fe se nos ha dado para que iluminemos a todos los seres humanos con el conocimiento amoroso de quien es la verdad y la luz del mundo. Los enemigos de Cristo quieren que la voz de su Iglesia se oiga sólo’ en los templos y en la sacristía. Nosotros hemos de seguir el deseo de Jesús: «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidio vosotros a la luz del día, y lo que escucháis en secreto, pregonadlo desde las azoteas» (Mt 10,27).

Hoy en día, hemos contemplado atónitos, casi sin poder creerlo, el hundimiento estruendoso y fulminante del «socialismo real» basado en la ideología marxista-leninista. En su tiempo, fue saludado por muchos, partidarios del colectivismo, de la intervención y la planificación, como el camino de la salvación. A los setenta y tres años de vigencia, el sistema se ha desplomado por sus resultados: la miseria y la escasez económica, la incapacidad de producir y de competir son el fruto de la supresión de todos los derechos humanos fundamentales.

Tampoco el sistema liberal a ultranza, que dogmatiza el valor del mercado y se ha revelado muy apto para producir, se ha manifestado capaz por sí solo, sin límites morales y correctivos legales, idóneo para solucionar los problemas de la humanidad, pues no mejora la distribución. El liberalismo salvaje, dejado a sí mismo —el «laisser faire» era su lema— ha conducido a explotaciones e injusticias increíbles de los obreros y de los pobres por parte de los capitalistas, a la acumulación de las riquezas mundiales en manos de unas pocas naciones poderosas y a un consumismo, en los países desarrollados, deshumanizador, materialista, egoísta, insolidario, que deja vacíos los espíritus.

Ante este panorama, los cristianos, conscientes de la trascendencia de los tiempos que nos ha tocado vivir, dejado aparte todo complejo de inferioridad, hemos de tener el amor, el valor y la audacia, de anunciar a este mundo el mensaje de Jesús. Como los primeros cristianos dieron a conocer a Jesús a un mundo que aún lo ignoraba, nosotros tenemos que manifestarlo a una cultura y civilización que casi lo desconocen ya.

No digamos: «Yo solo nada o poco puedo». Cada aerosol aislado nada influye en el estado de la atmósfera, pero utilizados millones y millones de veces contribuyen eficazmente a destruir la capa de ozono de la biosfera, necesaria para que la vida sobre la tierra no perezca abrasada por los rayos ultravioletas. Si todos los cristianos, que somos centenares de millones, testificamos el amor con todas sus consecuencias de respeto, perdón, solidaridad, diálogo, generosidad, destruiríamos la atmósfera social de egoísmo, de injusticias y de odio, que envuelven al mundo.

Cada uno sabe cuáles son los campos de su apostolado: la familia, que es el primer templo, educando a los hijos en las vivencias de la fe; el grupo de las amistades y de los compañeros de trabajo, las asociaciones, sindicatos, partidos políticos... Hemos de cristianizarlo todo con nuestra conducta, nuestro ejemplo, nuestros criterios y principios, el voto en las elecciones democráticas, etc. ¡Cuántos cristianos ocupan puestos de responsabilidad al frente de la vida económica, política, sindical, cultural, en los gobiernos de las naciones y en organismos internacionales: la ONU, la UNESCO, la FAO. Como escribía P. Lapide hemos de sacar la enseñanza del mensaje de amor y reconciliación del Sermón de la Montaña «de los templos y de las facultades de teología para llevarla paso a paso a los parlamentos y a los ministerios de relaciones exteriores».

Lo tenemos que hacer por amor a la humanidad entera convencidos de que el mensaje de Jesús de Nazaret es el único que puede inspirar un nuevo orden nacional y mundial al servicio de todas las naciones y de cada uno de los seres humanos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9 «GUARDA LA ESPADA, TODOS IOS QUE EMPUÑEN ESPADA A ESPADA MORIRÁN» (Mt 26,52)


Jesús vino a implantar el reinado de Dios, a cambiar los corazones y aquel orden social opresor, que dominaba en Israel y en todo el mundo antiguo, a sentar las bases para que todas las instituciones, autoridades y leyes, respetaran la dignidad de todos los hombres y mujeres y, junto con los bienes materiales, estuvieran al servicio de cada persona concreta.

Pero Jesús no fue un revolucionario en el sentido usual de la palabra. No intentó derrocar por la violencia a los poderosos y, una vez suprimidos ios enemigos con la muerte, las cárceles y el destierro, adueñarse con las armas del poder político y religioso e implantar el reinado de Dios por la fuerza. Jesús no fue en cuanto a los medios el precursor de la Revolución Francesa o de Lenin, aunque, en los principios, él sembró la semilla1. Vino a salvar a todos, a liberar a los pobres y oprimidos de las injusticias y de las situaciones deshumanizadoras nacidas del egoísmo de ios ricos y de los poderosos, y a convertir a éstos de la idolatría del yo, del egoísmo, y a liberarlos de la esclavitud de la avaricia de las riquezas, de la ambición del poder y de la soberbia de la vida.

Y esta transformación radical de los corazones y de las estructuras la emprendió Jesús no con medios violentos, que son el origen de nuevas y mayores injusticias y opresiones, sino con las armas de la verdad y del amor. Jesús predicó y vivió el amor del Padre y de nosotros al Padre como fuerza dinamizadora de nuestro amor universal a los demás y de nuestra entrega generosa a cada uno. Sólo del amor —no del egoísmo, ni del odio— brota la fuente de la justicia, de la igualdad, del perdón, de la generosidad. Sólo el amor conduce a la fraternidad, a la generosa comunicación de bienes, al diálogo, a la solidaridad, a la libertad y a la paz.


La enseñanza de Jesús


En el sermón de la Montaña, en que Jesús nos propone una manera de ser fundada en el amor universal, después de proclamar «bienaventurados a los que trabajan en favor de la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9), anuló la ley del Talión y proclamó la ley del perdón, «del devolver bien por mal».

«Sabéis que se dijo también: “Ojo por ojo y diente por diente” (Ex 21,24-25; Lev 24,19-20; Dt 19,21). Pero yo os digo: No rivalicéis en hacer el mal. Al contrario, si alguno te abofetea en una mejilla, preséntale también la otra. Y al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, cédele el manto. Y si alguno te fuerza a caminar una muJa, acompáñale dos. A quien te pida algo, dáselo, y a quien quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda» (Mt 5,38-42; Lc 6,27-30).

Como vemos, Jesús con esta doctrina no manda sufrir pasiva, silenciosa y resignadamente las ofensas e injusticias del enemigo, sino «al contrario» responder a ellas, sí, activamente, pero devolviendo bien por mal. Hay que resistir al mal, al enemigo, pasar al ataque, pero no con sus armas, con nuevas violencias, sino con las obras del amor no-violento. Así se rompe la escalada, el círculo vicioso de la violencia engendradora de nuevas y mayores violencias, odios y venganzas, y se intenta, a la vez, cambiar el corazón del enemigo, desarmarlo, transformarlo de enemigo en amigo.

Más aún, para profundizar más en las raíces de la paz, de la no-violencia, Jesús nos mandó expresamente amar a los enemigos y perdonarles de corazón.
«Sabéis que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”». Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por lo que os persiguen. Así seréis verdaderamente hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues él hace que el sol salga sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,43-45). «Pero a vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos y portaos bien con los que os odian. Bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian» (Lc 6,27-28).

Jesús manda amar a los enemigos no con un amor de sentimiento, de simpatía, de afecto, que puede ser psicológicamente imposible, pero sí con un amor de obras:
orad por ellos, deseadies lo bueno, hacedies el bien, para ser como el Padre celestial. El amor desarma los corazones, los incapacita para toda violencia. Y el amor nos ha de conducir al perdón incondicional, permanente y continuo: «Pedro, acercándose a Jesús, le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano, si me ofende? ¿Hasta siete? Jesús le contestó: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,3; Lc 17,4).

Las ofensas, según Jesús, se han de solucionar no con otra ofensa, sino por el diálogo, por las buenas: «Si en el momento de ir a presentar tu ofrenda en el altar de Dios te acuerdas de que tu hermano tiene algo en contra de ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, luego podrás volver y presentar tu ofrenda. Si estás en pleito con alguien, procura resolverlo por las buenas mientras te sea posible hacerlo, para que tu adversario no te entregue al juez» (Mt 5,23-25).

Jesús en toda su vida predicó al amor a Dios y al prójimo, y nos dejó como único mandamiento suyo el «amarnos unos a otros como él nos amó». Y el amor es la última y única razón de la paz. El que ama no puede cometer injusticias: si es rico, el amor lo hace generoso, si es poderoso, el amor lo vuelve servicial y, si es muy dotado, el amor le facilita el ser humilde. La ambición de riquezas, el deseo del poder y la soberbia, suelen ser las causas de las injusticias y de las opresiones y humillaciones, que engendran el odio, la venganza y la violencia, en la vida familiar, social e internacional. Jesús, al traernos el amor al corazón de los hombres, puso el remedio en la raíz del mal (Carlos Marx puso la raíz de todos las injusticias de la historia en la propiedad privada de los medios de producción. La experiencia ha demostrado que se equivocó, pues tal causa es, a su vez, una causa causada. Jesús fue mucho más certero y perspicaz. Para él, la raíz de todos los males está en el corazón del hombre, que es —el corazón humano— la única y última causa, causante e incausada, del bien y del mal).

El amor exige la justicia, que es el fundamento de la paz.
Se suele objetar contra la no-violencia de Jesús, aquellas palabras suyas: «Creéis que yo estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre...» (Lc 12,51-53; Mt 10,34).

Evidentemente este texto no se puede interpretar al margen de todo el contexto de los Evangelios, pero además, basta con considerarlo en sí mismo. Es claro que se trata de un hebraísmo, como cuando Jesús dice «Si alguien viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos...» (Lc 14,26). No exige el odio, sino que le amemos a él más que a ellos y lo dejemos todo para seguirle. En el texto Jesús dice, con las limitaciones de su lenguaje, que él, su vida, su doctrina, sin él pretenderlo, van a ser ocasión de divisiones, pues exigen una elección libre, que no siempre será coincidente, y como él dijo, «el que no está conmigo, está contra mí» (Lc 11,23).

Ya antes, Jesús, al predecir las persecuciones a sus seguidores, adelantó que «el hermano entregará a la muerte al hermano; se levantarán los hijos contra sus padres, y les matarán, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que perseverare hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,21-22).

Así lo había predicho el anciano Simeón en la presentación del niño en Jerusalén: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para señal de contradicción» (Lc 2,34-35).

El mismo Jesús nos dijo: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» Un 14,27). La paz de Jesús turba y altera la paz del mundo, que se asienta en el poder, la fuerza, la injusticia y la opresión. La paz de Cristo nace del amor.


Jesús hombre de paz


En toda su vida, la figura de Jesús respira amabilidad, compasión, mansedumbre y humildad. Su presencia irradia serenidad y paz. Este talante pacífico y no violento de Jesús, resplandece en algunas ocasiones.

En una de sus salidas a Jerusalén, habían de atravesar Samaría y Jesús envío algunos de sus discípulos para buscar alojamiento. Los samaritanos, al saber que iban a la ciudad santa, les negaron la hospitalidad. Entonces, Santiago y Juan, los «hijos del trueno», dijeron al maestro: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,51-56). Jesús les reprendió y se fue a otro pueblo. La venganza, el odio, la violencia, no tenían cabida en el corazón de Jesús.
En la noche antes de la crucifixión, Judas acudió a Getsemaní con un numeroso tropel de gente con antorchas y faroles para arrestar a Jesús. Al ver aquello, los discípulos le preguntaron: «Señor, ¿atacamos con la espada?», y Jesús, tajante, les contestó: «Dejadlo! ¡Basta ya!» Cortó por lo sano. A continuación, Pedro, más impulsivo, desenvainó su espada y cortó la oreja a Malco, criado del sumo sacerdote. Jesús curó la oreja y reprendió a Pedro: «Guarda esa espada. Todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿No crees que yo puedo pedirle ayuda a mi Padre y que él me enviaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles?» (Mt 26,51; Lc 22,49; Jn 18, 10-11).

Las espadas y los ejércitos, es decir, la violencia y la guerra, no entraban en los planes de Jesús, el rey de la paz. Sus «armas» eran la verdad y el amor, como respondió a la gente que venía a aprisionarlo: «Todos los días he estado entre vosotros enseñando en el Templo y no me habéis arrestado» (Mt 26,55). Las «armas» de Jesús eran la luz de la verdad y el fuego del amor. El reinado de Dios no llegaba con ruido, catástrofes y violencias; crecía silencioso como una semilla (Mc 4,26-32). Y sus discípulos debían actuar como el fermento en la masa (Mt 13,33), como la sal de la tierra (Mt 5,13), como la luz del mundo (Mt 5,14-16).
Ya se lo dijo, en el proceso, Jesús a Pilato: «Yo soy rey, pero mi reino no es como los de este mundo. Silo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos ..., mi misión consiste en dar testimonio de la verdad» (Jn 18,36-37).

La lucha armada, violenta, no cabía en los designios de Jesús. Su fuerza era la verdad y el amor.

A veces se aduce contra la no-violencia de Jesús el hecho de que arrojara a latigazos a los mercaderes del Templo.

Es innegable que Jesús, devorado por un santo celo de la gloria de Dios, se indignó ante aquel espectáculo del Templo. En cuanto a los látigos, digamos que ninguno de los sinópticos hablan para nada de ellos. Sólo Juan; y de su texto no se deduce que pegara con ellos a los mercaderes: «hizo un látigo con cuerdas y echó fuera del Templo a todos, con sus ovejas y bueyes» (Jn 2,15). Muy bien pudo utilizarlo sólo para mover a los animales.


Jesús y la paz del mundo

 

Ya los profetas anunciaron que con el Mesías esperado vendrían la paz y la no violencia al mundo: Isaías aclamaba la paz mesiánica: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor... No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Ejecutará al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos y la lealtad cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque el país está lleno del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar» (Is 11,1-9).

En el mismo sentido Miqueas profetizó: «Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor...; de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Será el árbitro de muchas naciones, el juez de numerosos pueblos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Se sentará cada uno bajo su parra y su higuera, sin sobresaltos —lo ha dicho el Señor de los ejércitos—. Todos los pueblos caminan invocando a su Dios, nosotros caminamos invocando siempre al Senor, nuestro Dios» (Miq 4,1-5).

Y Zacarías predice: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, cabalgando un asno, una cría de borrica. Destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; destruirá los arcos de guerra y dictará paz a las naciones; dominará de mar a mar, del Gran Río al confin de la tierra» (Zac 9,9-10).

Con estas imágenes, los profetas nos anuncian que el futuro y esperado Mesías con sus palabras y enseñanzas —«la vara de su boca y el aliento de sus labios»— traerá la paz, la ausencia de violencias y de guerras, a todas las naciones. El conocimiento del Señor, que colmará la tierra, reconciliará a todos los enemigos, se desarmarán y vivirán pacíficamente todos los pueblos, aun los que más se odiaron.
Todo ello se cumplió en Jesús. Con su doctrina del amor y de la justicia, de la generosidad de los ricos en el reparto de los bienes, de la servicialidad de los poderosos, de la humildad de los capaces, y del perdón incondicional de todos, sentó las únicas bases que conducen a la paz universal en el seno de las familias, en la sociedad y en las relaciones internacionales. No odio, sino amor. No venganza, sino perdón. No ambición, sino generosidad. No dominación, sino servicio. No soberbia, sino humildad.


Conclusiones prácticas


Los cristianos, testigos siempre del amor de Cristo, hemos de ser ios abanderados de la no-violencia, del diálogo, de la reconciliación. No se trata de adoptar una aptitud de sufrida y pasiva resignación ante las opresiones injusticias, sino de responder al mal con el bien, al odio n el perdón, para conseguir la conversión del injusto, el opresor, a fin de que deje de serlo. No se contemporiza n el mal, se quiere eliminarlo, pero con otros medios, ás lentos, sí, pero más eficaces y permanentes3.
Este talante no-violento, inspirado en Jesucristo, lo emos de comenzar a vivir, en primer lugar en nuestras ilaciones cotidianas, en el seno de la familia, en el círculo e nuestras amistades. Nada de riñas, de iras, de insultos, e rencores, de odios, de venganzas. El odio ha de estar esterrado del corazón del cristiano, ahogado por el amor el perdón.

En nuestra vida social, debemos defender siempre los 4erechos y deberes fundamentales de todo ser humano racidos de su dignidad inalienable de persona. Su violaión induce a la violencia. La paz es fruto sólo de la jisticia. Especialmente nos hemos de oponer, con mansedumbre, sin violencia, pero decididamente, a toda violación del derecho a la vida: la pena de muerte, pues sólo Dios es el dueño de la vida, de su comienzo y de su término; la supresión de las torturas, que hieren la dignidad de la víctima y degrada aún más a los que la practican y, sobre todo, los abortos y las guerras.

El aborto es objetivamente un asesinato con tres agravantes: se comete con premeditación, es contra un ser inocente e indefenso y por decisión de los padres mismos o de la madre. Desde el mismo momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, existe un nuevo ser humano único e irrepetible con su código genético y u sistema inmunológico propios, totalmente distinto del cr de la madre. El feto es el mismo ser humano que luego nacerá, será niño, joven, adulto, maduro, anciano, sin solución de continuidad, ni saltos cualitativos bruscos. Se calcula que actualmente se practican ¡40 millones de abortos al año en el mundo! Tenemos que luchar con las armas de la verdad y de la justicia para que el aborto, ese crimen, no sea legalizado y, sobre todo, para eliminar las situadones que conducen a él.
Finalmente, movidos por el amor universal de Jesucristo, hemos de oponernos siempre a las guerras, con sus innumerables muertes, sus dolorosísimos sufrimientos y sus destrucciones irreparables. Las guerras han sido el azote de la humanidad hasta el punto de que la mayor parte de la Historia se confunde con la descripción de los incontables conflictos bélicos. Sólo en la II Guerra Mundial perecieron 60 millones de seres humanos, soldados, niños, mujeres y ancianos y, desde el año 1945, en guerras regionales han muerto unos 20 millones de personas. Esto es inadmisible y, desde el mensaje de Jesús de amor y reconciliación, hemos de esforzarnos por suprimir las raíces de las guerras eliminando las injusticias sociales en las naciones, entre las naciones y las diferencias abismales y crecientes entre el Norte, con países inmensamente ricos, y el Sur, con otros sumidos en la pobreza absoluta, con el agravante de que a veces, además, «los pobres financian a los ricos». Hemos de ser constructores de la paz. «Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra» (Pío XII), «Guerra a la guerra» (Pablo VI), «Nunca más la guerra, aventura sin retorno. Nunca más la guerra, espiral de luto y de violencia, amenaza a la naturaleza en el aire, en la tierra y en el mar» (Juan Pablo II). Toda guerra es un fracaso humano.

Para ello, y siguiendo la doctrina social de la Iglesia, que adapta las ideas y principios del evangelio a los problemas presentes de la vida social, debemos ser decididos defensores de un nuevo orden mundial. Hoy la humanidad tiene conciencia de los peligros que amenazan a su misma supervivencia, causados por el hombre, y de que o nos salvamos todos juntos o todos perecemos. El camino se ha abierto con la caída del muro de Berlín, el fin de la guerra fría entre el Este y el Oeste y su urgencia se ha puesto de manifiesto con la guerra del Golfo.

(Todo lo que exponemos aquí está proclamado y urgido por la Doctrina social de la Iglesia. Puede leerse: Pacem jo terris nn. 109-119; 136-135; Gaudium el Spes nn. 79-82 del Vaticano II; y las encíclicas Populoram Progressio de Pablo VI y la Solicitado rei socialis de Juan Pablo II).

En este nuevo orden internacional, menos avaricioso, menos intolerante y mucho más solidario, serían innecesarias las guerras. Se caminaría al desarme total, con la destrucción, primero, de las armas nucleares, químicas y biológicas, lo que ya se ha comenzado y, más tarde, aun de las armas convencionales. «De las espadas se forjarían arados y de las lanzas podaderas; no se alzaría pueblo contra pueblo y no se adiestraría para la guerra» (Miq 4,1-5). ¡Qué cantidades se ahorrarían no sólo de materias primas, energía y dinero, sino de millones de investigadores dedicados hoy a crear instrumentos de muerte, y todo ello se dedicaría al servicio de la vida de todos los seres humanos! Esta es la única «guerra» de la que se puede decir: «Dios la quiere». El camino es conocido. Es la humanidad quien tiene la responsabffidad de elegir entre el bien y el mal, la supervivencia o la destrucción, la vida o la muerte. ¿Caemos en la cuenta del papel trascendental de nosotros los cristianos, los sembradores de la paz? Acordémonos de aquella bienaventuranza de Jesús:
«Dichosos los que trabajan en favor de la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

10.«NO TEMÁIS A LOS QUE PUEDEN MATAR EL CUERPO PERO NO PUEDEN MATAR EL ALMA» (Mt 10,26)


La libertad de Jesús


Una de las características más admirables de la personalidad humana de Jesús es su espíritu de libertad, su valentía. Jesús fue libre ante la Ley, ante las instituciones, costumbres, prejuicios y presiones sociales, que se oponían a la dignidad del hombre, así como frente a todos los grupos poderosos, privilegiados y opresores, que dominaban la sociedad israelí. De sus palabras y de sus actuaciones concretas emana una fuerte y profunda libertad de espíritu y de expresión, y nos enseña vitalmente qué es ser libre, aunque no lo definiera.

La raíz honda de esta personalidad libre y animosa de Jesús radica en la conciencia que tenía de ser el enviado del Padre, al que amaba filialmente y cuya voluntad siempre cumplía con entera obediencia, que en nada menoscababa su libertad, pues nacía de su profundo amor: «su alimento era hacer la voluntad del que le envió y realizar su obra (Jn 4,34). Jesús no era, como los profetas, sólo la voz del Padre. El era su Palabra, pues «los dos eran uno mismo» Un 10,30), y con su vida y sus enseñanzas nos manifestó los designios de aquel Dios, que era «el liberador de los oprimidos» y «el padre de los pobres».

Fidelísimo al amor a su Padre y, por ello, al amor concreto a todos ios hombres, aunque más a los pobres y marginados, Jesús vivió y expuso con independencia, sin compromisos ni componendas con nada ni con nadie, las líneas maestras del reinado de Dios.

Estas eran radicalmente opuestas en todo al sistema dominante, así en el orden social, como en el religioso y en el político, en el que le tocó vivir. En aquel mundo, las riquezas, la Ley, la religiosidad, la sociedad, estaban estructuradas al servicio de una minoría pudiente e instalada: los romanos, los saduceos, los fariseos, los doctores de la Ley. Jesús, aquel hombre libre, anunció con mansedumbre, sin arrogancias, ni provocaciones, el camino de Dios. Ello hizo que inevitablemente surgiera la fuerte oposición de quienes ostentaban el poder político, religioso y social. Alarmados, creyendo servir a Dios, a su religión, al lugar santo y a la nación, cuando en realidad les movían sus egoísmos y sus intereses creados, lo colgaron de un madero. La muerte de Jesús fue una necesidad histórica, una consecuencia de su propia vida. Fue víctima de su libertad de acción y de expresión.

Libertad con ios suyos Jesús, por fidelidad al Padre, fue libre de los vínculos familiares. Amaba a los suyos, especialmente a su madre, pero el amor a su Padre superaba todo otro amor. Cuando María le preguntó en el Templo: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo!». Jesús le respondió: «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,41-52). En Cafarnaún, a los oyentes que le dicen «Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera», les pregunta: «Quiénes son mi madre y mis hermanos?, y paseando la mirada por todos añadió: Aquí tenéis a mi madre y a mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es hermano mío y hermana y madre» (Mc 3,31-35).

A sus discípulos enseñó Jesús que el amor a los familiares, por muy sagrado y querido por Dios que sea, debe dejarnos libres, relativizarse, ante el amor a Dios y a la salvación de los demás. «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Ante la alternativa de elegir entre el amor a Dios o a la familia, la duda no tiene cabida: «El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de los cielos», le contestó a uno que deseaba despedirse de su familia antes de seguirle (Lc 9,62; Cf. Mt 8,22).

Igualmente Jesús fue libre e independiente en las relaciones con sus discípulos, sus elegidos, que nunca comprendieron la hondura de su ser y la profundidad de su misión.

Para los discípulos, gente del pueblo, empapados de nacionalismo mesiánico, Jesús — como vemos en los discípulos de Emaús— «era un profeta poderoso en obras y en palabras ante Dios y ante el pueblo.., y esperaba que fuera el libertador de Israel» (Lc 24,19-21). Aun en el momento de la ascensión después de la muerte y resurrección de Jesús, le preguntaban: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino para Israel?» (Hech 1,6).

Con esta mentalidad, no fue extraño que, cuando Jesús predijo sus próximos padecimientos y su muerte dolorosa, Pedro le agarrase y se pusiera a regañarle aparte. Jesús, con entereza, «se volvió y, mirando a sus discípulos, riñó a Pedro diciéndole: ¡Apártate de mí, Satanás! Tú no piensas como piensa Dios, sino como piensan los hombres!» (Mc 8,3 1-33). Pasaje que se repitió cuando Jesús, arrodillado a los pies de Pedro para lavárselos, nos enseñó que el camino de su Padre no era el de la dominación y ci triunfo, sino el de la humildad y el servicio. Como Pedro se opusiera, le dijo: «Si no te dejas lavar, no tienes nada que ver conmigo» (Jn 13,1-17).
Jesús desoyó a Pedro con la misma libertad y firmeza con que había rechazado las tentaciones de Satanás en el desierto (Mt 4,1-11).

En otra ocasión, en Cafarnaún, muchos de sus oyentes, escandalizados de sus palabras, se echaron atrás y le dejaron para siempre. Jesús se volvió a los doce y les preguntó: «También vosotros queréis marcharos?» Un 6,67). Antes de traicionar el mensaje de su Padre, se hubiera quedado solo. En realidad, la incomprensión y la soledad, aun de los suyos más íntimos, le acompañaron en su vida pública, y su único refugio era retirarse a orar a solas con su Padre Dios.


La libertad ante el pueblo


También Jesús fue libre con el pueblo, aquella pobre gente, a la que tanto amó, en quienes volcó toda su bondad, luchó por su liberación social y religiosa y a quien curó de sus enfermedades, dolencias y necesidades materiales. Aquella gente, buena y sencilla, amó a Jesús y le comprendió, pero, influenciada por el ambiente de opresión extranjera que se respiraba en la nación judía desde hacía siglos, y por la conciencia de su elección divina y de las promesas de Dios, soñó con un Jesús Mesías liberador de la dominación romana y, entusiasmada, le quiso proclamar Rey. Jesús con entera libertad, decepcionó al pueblo en sus aspiraciones nacionalistas y, fiel a los designios de su Padre, «se retiró a la colina él solo» (Jn 6,14-15). Jesús era insobornable.

Jesús fue igualmente personal, libre e innovador en la defensa de las mujeres, los niños, los samaritanos, despreciados y marginados por la mentalidad, el derecho y las costumbres de aquel sistema social dominante.

Recordemos la situación totalmente discriminada en que se encontraba la mujer en aquella sociedad tan machista del mundo antiguo, en Israel, en todo el Oriente, en Grecia y en Roma. En el pueblo judío, la mujer era un menor de edad, un ser inferior, sin derechos, así en la sociedad como en la familia.

En la familia, la mujer joven estaba enteramente sometida, aun en la elección de su futuro esposo, al padre, la esposa al marido y la viuda al cuñado. Sólo el hombre podía iniciar la separación matrimonial de la mujer, no al revés, «si resultaba que no hallaba gracia a sus ojos, porque descubría en ella algo que le desagradaba» (Dt 24,1-2). El marido le daba el libelo de repudio y la despedía de casa (Recordemos que, si para Shammai «ese algo desagradable» tenía que ser algo grave: la esterilidad, el adulterio, para Hilel bastaba que se le hubiera quemado la comida y para el rabí Aquiba que el marido hubiera encontrado una mujer más hermosa).

La legislación en caso de adulterio era igualmente machista e injusta. Lo mismo el marido que la esposa habían de ser lapidados en el caso de ser sorprendidos en adulterio cometido con una persona desposada o ya casada, pues se violaba el derecho de un tercero. La discriminación estaba en que el hombre, la mujer no, quedaba libre de la muerte, si el acto había tenido lugar con una soltera o una mujer pública.

Jesús alzó su voz y actuó con todo coraje e intrepidez frente a aquellas mentalidades y leyes, ¡y de la Torá!, tan injustas y discriminatorias, y trató a la mujer como a un ser igual al hombre en dignidad y derechos.

Tuvo una gran amistad con Marta y María y frecuentó su casa (Lc 10,38-42; Jn 11,1-44); conversó a solas con una mujer, no sin la sorpresa de sus mismos discípulos, y además samaritana (Jn 4,1-26); se dejó tocar, besar y ungir por una prostituta, a la que defendió y alabó (Lc 7,36-60); curó a muchas mujeres de sus enfermedades: a la suegra de Pedro de su fiebre (Lc 4,38-39), a la hemorroísa de sus pérdidas (Mt 9,20-22), a la mujer encorvada de su joroba (Lc 13,10- 17); a la hija de la sirofenicia de su grave enfermedad (Mc 7,24-30) y resucitó a la hija de Jairo (Mt 9,18-26) y al hijo único de una pobre viuda (Lc 7,11-17). Fueron las mujeres las primeras a quienes se manifestó resucitado, en premio a su fidelidad y amor, y las envió a comunicar a los apóstoles la buena noticia (Mc 16,1-11; Jn 20,11-18).

Pero donde Jesús demostró más su autonomía y libertad en favor de la mujer fue en tres hechos. Primero, se dejó acompañar en sus campañas anunciadoras del reino de Dios, por mujeres: María Magdalena, Juana, la mujer de Cusa el intendente de Herodes, Susana y «muchas más» que asistían con sus recursos a Jesús, y a sus discípulos (Lc 8-13). Hecho insólito e increíble para los maestros de Israel, que, además, sólo enseñaban su saber a los hombres. En segundo lugar, salvó de la lapidación, prescrita por la Ley de Moisés, y perdonó con misericordia y amor, a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). Y, sobre todo, Jesús acabó con aquella situación injustísima de indefensión e inferioridad en que se hallaba la mujer en el matrimonio, al declarar ilícito y nulo al divorcio y la concesión tan arbitraria del libelo de repudio (Mc 10,1-12; Mt 19,1-2). Como diría S. Pablo: «Los que creéis en Jesucristo, sois hijos de Dios... Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno» (Gál 2,26-28).

Es fácil imaginar la conmoción, el rechazo y la indignación que tales doctrinas y actitudes despertarían en aquel ambiente social en que el hombre estaba tan privilegiado y la mujer tan discriminada, despreciada y segregada en todo.
También con los niños, que eran tenidos por seres inacabados y sin derechos —hasta los doce años no eran hijos de la Ley, ni les obligaba su cumplimiento— Jesús manifestó su predilección y su amor contra la opinión pública.

Repetidas veces nos cuentan los evangelistas cómo Jesús los acogía con ternura, los estrechaba entre sus brazos, a pesar de la oposición de sus discípulos, a quienes decía: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10,15; Lc 18,17). Más aún, los equiparó a él: «el que reciba a un niño en mi nombre, a mí me recibe» (Mc 9,37); los propuso como modelos: «de los que son como ellos, es el reino de Dios» (Mt 19, 13-15), «el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-16) y declaró que «el mayor en el reino de Dios es el que se hace pequeño como un niño» (Lc 9,48; Mt 18,1-4).

De la misma forma Jesús prescindió de todas las convicciones y prejuicios sociales, tan fuertes, en contra de los samaritanos. Los judíos los miraban como a unos herejes y extranjeros y no se trataban con ellos (Jn 4,9). A Jesús para insultarle le llamaron «samaritano» (Jn 8,48) y ci autor del Eclesiástico ios califica de «el pueblo necio que mora en Siquén» (Ecl 50,26). Jesús, el amigo de los marginados, habló con la samaritana y fue la primera a quien reveló que era el Mesías Un 4,26), anunció a los samaritanos la buena noticia y muchos creyeron que era el salvador del mundo Un 4,39-42), propuso a un samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, como modelo de caridad (Lc 10,25-37) y ponderó el agradecimiento del leproso samaritano curado, a diferencia de los otros nueve judíos (Lc 17,11-19). En el momento de la ascensión, envió a sus apóstoles para que fueran sus testigos «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta el último rincón de la tierra» (Hch 1,8).

 

Libertad con los poderosos


En la sociedad judía del tiempo de Jesús, los poderosos eran ios ricos, los fariseos y doctores de la Ley, ios saduceos y las autoridades públicas, así religiosas: el sanedrín y el sumo sacerdote, como civiles: Herodes y el procurador romano Poncio Pilato. Ante todos ellos Jesús se comportó con soberana libertad y dignidad.

 

Recordemos la actitud y las palabras de Jesús ante los ricos y las riquezas. Para los ricos, influenciados por el Antiguo Testamento, las riquezas eran la bendición de Dios para los justos, eran el premio de Dios.

Los judíos, hasta el siglo II a. J.C., no conocían la otra vida, por lo que el premio de los justos había de darse en la presente, puesto que Dios es justo, y el premio aquí no podría ser otro que las riquezas, el bienestar, la salud, la vida larga, la descendencia abundante. Ser rico era señal de justicia.

 

Jesús con toda audacia, proclamó desgraciados a los ricos, a lossaciados, a ios que ríen y gozan, y les predijo el hambre y el llanto (Lc 6,14-26). Con toda claridad, predijo la suerte en la otra vida de los ricos que se dejaban llevar de su egoísmo e insolidaridad, y la dicha que aguarda a los pobres, en la parábola de Epulón y de Lázaro (Lc 16,19- 31); insistió en la inseguridad de las riquezas: «Los bienes que allegaste, ¿de quién serán?, si mueres» (Lc 12, 13-21), en que «no sacian la sed» Un 4,13-14) y en que, muchas veces, tienen un origen injusto (Lc 16,9-13). La conducta de Jesús, pobre entre los pobres y su doctrina, voz de los sin voz, alarmaron a los ricos, los hirieron y provocaron su rechazo.

En los Evangelios resplandece continuamente la libertad y autonomía de Jesús frente a los fariseos y los doctores de la Ley. Ellos eran poderosos no en bienes materiales, ni en el poder religioso o civil, pero sí por la autoridad moral que tenían sobre el pueblo y sus conciencias, como guardianes de la Ley de Moisés, de las tradiciones de los mayores y sus legítimos intérpretes. El pueblo los estimaba y respetaba, aunque ellos los despreciaban como a gente ignorante «que no conoce la Ley y son unos malditos» Jn 7,49).

La esencia de la Ley de Moisés era el amor. El amor de Dios, sobre todas las cosas «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6,5) y el amor al prójimo «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18; cf. Mt 22,34-40; 5,17-20; 7,12). Mas con el correr de los siglos y de las vicisitudes, la Ley se había llenado de adherencias humanas, de costumbres históricas, de tradiciones de los mayores, de interpretaciones que suplantaban al amor.

Se atribuyó al cumplimiento externo, detallado y minucioso de sus múltiples preceptos y mandatos, una especie de poder mágico para salvar. Bajo el pretexto de la gloria de Dios, unos pocos entendidos habían petrificado la Ley vaciándola de su espíritu, y la habían convertido en un instrumento de dominación sobre el pueblo, de defensa de su prestigio, autoridad moral, y de sus intereses sociales. Lo importante no era el hombre, sino la Ley.

Ante esta realidad esclavizante, Jesús, fiel a su Padre y a los hombres, proclamó continuamente la verdad y actuó con indomable libertad. A pesar del escándalo de los fariseos y de los doctores de la Ley, curó multitud de veces enfermos en sábado y declaró: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre — él — es también señor del sábado» (Mc 2,27-28 y par). Lo importante no era la Ley, sino el hombre y él, Jesús, era dueño del sábado y de la Ley.

Con igual firmeza rechazó las tradiciones de los antepasados, la Ley oral, tan sagrada para los fariseos y escribas como la Ley escrita. «Vosotros, les dijo, os apartáis de los mandatos de Dios para seguir las tradiciones humanas... por mantener vuestras propias tradiciones, dais completamente de lado a los mandamientos de Dios... con esas tradiciones vuestras, que os pasáis unos a otros, anuláis lo que Dios tenía dispuesto» (Mc 7,1-13).

Jesús yació de contenido las leyes de la pureza ritual extensamente legislada por la Ley de Moisés en el Levítico, cuando dijo a la gente: «Oidme todos y entended esto: Nada de lo que entra en el hombre puede hacerle impuro. Lo que realmente hace impuro al hombre es lo que sale del corazón. Quien pueda entender esto que lo entienda» (Mc 7,14-23). Jesús declaró intrépidamente que todos los dijera lo que dijera la Ley, son limpios y no uro al hombre, «porque no entran en su co-
En m chos casos concretos, Jesús, señor de la Ley, la violó. To ó a los leprosos, lo que estaba prohibido por la Ley (Mc ,40-42, Lev 5,3; 13,45-46), tocó cadáveres (Mc 5,41; Lc ,14; Núm 19,11-14), trabajó y curó enfermos en sábad (Mc 2,23-28; Ex 3 1,12-17; 34,21; 35,2) y comió con publcanos y gente de mala reputación, lo que hacía impuro a un judío (Mc 2,15-17). También con suprema autorida invalidó la poligamia, el divorcio y el libelo de repudio Mc 10,1-2 y par), implantados por la Ley de Moisés e el Deuteronomio (Dt 24,1-3). (Jesús dijo que «no había venido a anular la Ley de Moisés ni los Profetas... sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Pero ¿qué entendían por la Ley y los profetas? 1l nos lo aclaré en el mismo sermón de la montaña: «Portaos en todo con ios demás como queréis que los demás se porten con vosotros. En esto consiste la Ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas» (Mt 7,12). A esto quería dar plenitud).

Recordemos, para calcular exactamente el impacto de su doctri a y proceder en la mentalidad de ios dirigentes espiritual s y del pueblo, así como su suprema firmeza y libertad e espíritu, que la Ley de Moisés era lo más sagrado el pueblo judío y que ella, junto con la guarda del sába o, las tradiciones de los ancianos, las leyes de impureza y la circuncisión, eran los signos de identidad del judaí mo, nacido en el exilio de Babilonia para defenderse del contagio del pueblo persa, y mantenido celosamente para protegerse del helenismo avasallador.

Nada extraño que los fariseos y los doctores, como nos lo repiten los evangelistas «se reunieran para estudiar el modo de matar a Jesús» (Mc 3,6; Mt 12,14; Jn 5,18; 11,53; 7,1).

 

Libertad con las autoridades


Jesús fue especialmente crítico y libre ante los titulares del poder religioso y civil. Toda institución, toda autoridad, iiacen con la intención de servir a los hombres, pero fácilmente se absolutizan, se convierten en un fin de sí y para í, y acaban por dominar, esclavizar y explotar a los hombres. Es lo que decimos hoy, que «todo poder corrompe».

Jesús denunció con arrojo y valentía los abusos de todas las autoridades, cuando dijo: «Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen» (Mc 10,42-43). La tiranía y la opresión de los súbditos era el común denominador de las autoridades públicas del mundo antiguo. La fuente del poder de todos aquellos imperios y autoridades fue la fuerza. Jesús criticó dura y resueltamente aquella situación e indicó el único remedio: «Entre vosotros no ha de ser así; al contrario, el que quiera subir, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos», y se presentó a sí mismo como modelo: «Tampoco este hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,43-45).

Entre las autoridades religiosas del tiempo de Jesús ocupaban un lugar preeminente el Sumo Sacerdote y los sacerdotes de alta jerarquía. En Israel, recordemos, el sacerdocio era hereditario, reservado a los descendientes de Aarón (1 Cron 24,1) y, entre ellos, el lugar directivo lo ocupaba la famffia de Sadoc (Ez 40,43; 1 Cron 24,3). Con los reyes macabeos, que se hicieron sumos sacerdotes, se rompió con estas tradiciones y, desde la conquista romana el año 63 a. J.C., Herodes y los procuradores romanos nombraban sumos sacerdotes a los que eran más intrigantes y ofrecían mayores sobornos, con lo que quedaban hipotecados. Las autoridades civiles extranjeras los nombraban y deponían.

Los sumos sacerdotes y los de la alta jerarquía sacerdotal pertenecían al grupo de los saduceos, conservadores en lo religioso, helenistas en lo cultural y colaboracionistas con Roma en lo político. En el Templo, tenían el instrumento de su dominación, de su prestigio y de su poder económico, así como el origen del prestigio moral y de dominación de los fariseos y maestros era la Ley, la Torá.

En el Templo, el centro de la vida religiosa de Israel, tenían una fuente de riqueza y de poder. Todo israelita, estuviera en la tierra prometida o en la diáspora, desde Mesopotamia hasta el Mediterráneo, debía pagar un tributo anual para el sostenimiento del Templo. Además, las primicias, los diezmos, la venta de las víctimas para los sacrificios: toros, bueyes, ovejas, palomas, el cambio de las monedas extranjeras —el tributo había que pagarlo en didracmas-_- la venta de las pieles de los animales sacrificados y la parte de las mismas que se reservaba para su alimento, eran una fuente de pingües ingresos.

Ante esta realidad abusiva, Jesús reaccionó con toda osadía, audacia y libertad, consciente del riesgo que corría, pero celoso de la gloria de Dios y de la libertad de los creyentes.

Es significativo que ios evangelistas nunca presentan a Jesús participando en los sacrificios del Templo. Subía a él, pero para enseñar al pueblo y discutir con los doctores y fariseos. También es revelador que, en las más de cien ocasiones en que los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles nos relatan contactos de Jesús y de sus apóstoles con el sumo sacerdote y los altos sacerdotes, siempre son encuentros llenos de tensión y enfrentamiento. No olvidemos que Jesús puso a un sacerdote y a un levita como modelo de insolidaridad, en contraste con el samaritano que tuvo misericordia (Lc 10,25-37), y se refirió a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley, como así lo entendieron, en la parábola de los labradores criminales que mataron al hijo del dueño de la viña (Mc 12,1-2; Lc 20,9-19).

Jesús, en línea con los grandes profetas de Israel: Amós, Oseas, Isaías, Jeremías... declaró sin ambages que Dios «no quiere sacrificios, sino misericordia» (Mt 9,13). Aseguró que «para dar culto al Padre no tenían que subir ni al Garizín ni a Jerusalén, sino que lo importante era hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,21-24). Bastaba cualquier sitio. De hecho, Jesús, se unía y hablaba con el Padre en las montañas y lugares solitarios, sin mediación del Templo, de los sacerdotes y de los sacrificios. Dijo que el Templo sería destruido hasta no quedar piedra sobre piedra (Lc 21,5-6) y que el Templo era él: «Destruid este Templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo» (Jn 2,18-22). Esta fue la acusación ante Caifás y el Sanedrín (Mc 14,57-59). Todo era relativizar el Templo y atacar aquel monopolio centralizado que había degenerado en abusos y explotaciones.

Pero la copa rebasó, cuando Jesús subió a Jerusalén por la Pascua y se encontró el Templo lleno de gentes que vendían bueyes, ovejas y palomas. Lleno de celo y de santa indignación, echó fuera del Templo a todos con sus ovejas y bueyes, tiró al suelo las monedas y volcó las mesas de los cambistas y dijo: «Mi casa ha de ser casa de oración para todas las naciones, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,15-19 y par). Jesús, que se había proclamado superior a la Ley, demostró también que era dueño y señor del templo.

Jesús, además, al decirles que el Templo era «casa de oración para todas las naciones», rechazó aquella discriminación del Templo, en que los gentiles, bajo pena de muerte, estaban excluidos, de los lugares principales reservados a los judíos. Dios era Dios de todos, no sólo de su pueblo elegido.

La reacción de ios jefes de ios sacerdotes y de los maestros de la Ley fue inmediata: «comenzaron a buscar la manera de matar a Jesús, aunque tenían miedo, porque toda la gente estaba pendiente de su enseñanza» (Mc 11,18).
Jesús, aquel hombre libre, fue igualmente digno e independiente ante las personas concretas titulares de la autoridad religiosa y civil.

A Caifás, asistido por el Sanedrín en pleno: los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, Jesús le respondió, ante una pregunta ociosa, con toda dignidad, «permaneciendo en silencio y sin contestar una sola palabra» (Mc 14,61). Cuando le instó si era el Mesías, el Hijo de Dios bendito, dijo la verdad, aunque ello le supusiera la condena por blasfemo: «Sí, lo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado en el lugar de honor al lado de Dios todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mc 14,62).

Con el mismo valor y libertad se comportó ante Herodes Antías, tetrarca de Galilea y Perea. Al decirle los fariseos que se fuera de Galilea, pues Herodes quería matarle, Jesús les respondió: «Id y decidle a ese zorro: Has de saber que yo expulso demonios y curo enfermos hoy y mañana, y al tercer día terminaré» (Lc 13,31-33). Además de llamarle zorro, le recuerda que él hará, no lo que le place al tetrarca, sino su propia voluntad, que era la del Padre.

Cuando en el proceso de condena, Pilato envió a Jesús a Herodes éste le acogió con alegría, «pues tenía esperanza de verle hacer algún milagro». Herodes, ante toda su corte, le preguntó muchas cosas pero Jesús, insobornable, no le contestó ni una sola palabra. Tampoco le dio el gusto de hacer en su presencia unos milagros, lo que le hubiera valido la liberación. Jesús hacía milagros no para bibirse, ni para adular a los poderosos, ni en provecho opio, sino sólo por amor a ios que sufrían y para sigficar que había llegado el reinado de Dios.

La misma entereza y dignidad mantuvo ante el prorador Poncio Pilato, que, además, deseaba salvarle de muerte y confesaba su inocencia. Le respondió lacócamente: «Tú lo dices», y con el silencio, con nuevas preguntas, y para asegurarle que sí, que era Rey aunquø no como los de este mundo. Le advirtió, además, con tod confianza y franqueza, que era responsable ante Dios de lo que fuera a hacer con él: «No tendrías autoridad alguna sobre mí, si Dios no te la hubiera concedido» (Mc 15, 1-5; Jn 18,28-40).

Estamos acostumbrados a contemplar a Jesús como modelo de amor, de misericordia, de mansedumbre, de humildad, de obediencia, de soportar pacientemente con espíritu el dolor. Todo esto es verdad. Pero no lo es menos esta otra vertiente de ese Jesús íntegro, libre, independiente, audaz, valiente, arriesgado, en que también le hemos de imitar lo que creemos en él.


Conclusiones prácticas


Jesús al despedirse de sus apóstoles, los envió, y en ellos a nosotros, a «ir por todo el mundo, hacer discípulos entre los habitantes de todas las naciones... Y enseñarles a cumplir lo que les había mandado» (Mt 28,19-20). Los que creemos en él debemos proclamar la buena nueva de su mensaje con entera libertad, valentía y santa audacia, como él, «sin temer a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,26).

Lo hemos de hacer con libertad, fortaleza y valentía, a ejemplo del Maestro, pero, a la vez, con amor, con mansedumbre, con humildad. Nada de fanatismos, ni de fundamentalismos, avasalladores, pero, también, nada de cobardías, de miedos, ni de complejos de inferioridad. ¡ Si el mundo actual camina sin norte! Nosotros sembremos a Jesucristo por todas las naciones y rincones, ofrezcamos su luz; luego cada uno será responsable de que la semilla produzca «el treinta, el sesenta, o el ciento por uno» (Mc 4,1-9).

La fe, como el amor, no se impone por la fuerza. No sería fe, que supone una libre adhesión.

Y anunciemos todo el mensaje de Jesús, sin trocearlo, ni parcelario, sino en su integridad. Exponiendo, sí, sus exigencias orales y éticas con claridad y firmeza, pero sin reducir, ni mucho menos, el cristianismo a un moralismo, porque es, ante todo, la religión de la vida, de la luz, de la alegría, del amor, de la esperanza.
Ya sabemos que el espíritu del mundo6 con sus criterios y valores del egoísmo y riqueza, ambición y soberbia, libertinaje y hedonismo, se enfrentará con nosotros. Ya nos predijo él que el mundo nos odiaría, nos perseguiría, guardaría nuestra palabra (Jn 13,18-20), pero no temamos, «él ha vencido al mundo».
6. Por «mundo» entendemos no la creación, toda ella buena, un regalo y destello de Dios, ni la humanidad, todos somos hermanos e hijos de Dios, sino el espíritu del mal, personificado en Lucifer.

En otros tiempos no tan lejanos, y aun hoy en algunos lugares de la tierra, los cristianos han sido perseguidos r su fe violentamente y padecido calumnias, cárceles, stierros, torturas y aun la muerte. La historia de la glesia está sembrada de innumerables mártires que entre orribles tormentos derramaron con alegría su sangre por fe. Nosotros somos hijos suyos, pues «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». No podemos ser indignos de ellos

Hoy, en los países democráticos, prosigue la persecución, si bien con otras formas, más civilizadas, sí, pero no menos eficaces, sino todo lo contrario. No se trata de crear mártires, sino apóstatas. No de quitar la vida, sino de esfumar poco a poco la fe. Para ello, utilizarán todos los medios, desde la educación, mediatizando los derechos prioritarios de los padres a elegir el tipo de educación de sus hijos, reduciendo el influjo familiar, hasta los medios de comunicación social: revistas, la prensa, el cine, la radio, la televisión, etc. que presentarán como progresistas e imitables actitudes y conductas opuestas a la moral cristiana, o, como la cosa más natural y corriente, la violencia física, el amor libre, la infidelidad conyugal, las relaciones prematrimoniales, el aborto, el divorcio, la homosexualidad, el agnosticismo, el ateísmo. Saben muy bien que la corrupción de costumbres axfisía la fe.

Ni a nosotros, ni a la Iglesia, nos van a tocar. Ya no habrá martirios, quemas de conventos, desamortizaciones, violaciones del derecho fundamental a la libertad religiosa, etc., pero sí se nos despreciará, se nos desacreditará, tachándonos de retrógrados, anticuados, oscurantistas, anticientíficos, reaccionarios, enemigos de lo moderno, etc. Y en cuanto a la voz de la Iglesia jerárquica, no se la callará, pero sí, como lo palpamos todos los días se la ridiculizará, se la tergiversará, se la desautorizará, se la acusará de meterse en política, como si la política no estuviera sometida a la ética y a la moral, se criticara algunas expresiones secundarias para ocultar su mensaje central, se le hará el vacío y el silencio. ¿No es esto el pan nuestro de cada día?

Hemos de ser conscientes de estas nuevas estrategias para defendernos a nosotros y a la gente del pueblo de su influjo insensible, imperceptible, pero letal. Fieles a nuestra misión de iluminar el mundo y de transformarlo, utilizaremos todos los medios, métodos y tácticas modernas para hacer cada día más efectiva la presencia de Jesucristo en este mundo tan vacío y necesitado de su luz. Confiemos en la gracia de Dios merecida por Jesús crucificado, más que en los medios humanos, y trabajemos con santa libertad y mansa audacia, sin temor a la persecución. «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, nos dijo él, porque de ellos es el reino de Dios» (Mt 5,10-12).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11 «SI EL GRANO DE TRIGO CAE EN TIERRA Y MUERE DA MUCHO FRUTO» (Jn 12,24)

 
Antes de entrar en el tema, debe quedar claro que Jesús no fue un masoquista, no buscó el sufrimiento y la cruz por ellos mismos. No se encarnó para sufrir y morir crucificado. El Verbo vino al mundo para traernos la luz, la verdad, la vida, la esperanza, para anunciar e implantar los comienzos del reinado de Dios entre los hombres, salvarnos y liberarnos. El amor y la fidelidad al Padre y a los hombres, la obediencia en el desempeño de la misión que le había sido encomendada le condujeron, por una mediación histórica, a la persecución, a los sufrimientos y a la muerte.

Tampoco el Hijo de Dios se hizo hombre en Jesús para suprimir el sufrimiento de nuestras vidas —lo que en sí mismo es imposible’—, ni para liberarnos de la muerte natural. Si «puso su tienda entre nosotros», fue, entre otros motivos, para enseñar a los seres humanos a que con su conducta, movida por el amor, evitaran tantos padecimientos causados por los unos a los otros, y para mostrarles cómo sobrellevar con espíritu, sentido y esperanza los males, inevitables o no, de la vida. del dolor». ( Sobre la inevitabilidad del mal, véase el apéndice segundo: «El misterio del dolor»).

Por lo demás, la vida de Jesús, como la de todos los mortales, estuvo marcada por las dificultades, los sufrimientos y la cruz, junto con gozos y alegrías íntimas e intensas.


En la vida


Ya desde sus primeros días, a los cuarenta de nacer, el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, profetizó a María en el Templo de Jerusalén, a donde había subido con José para purificarse y presentar al Señor: «Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros se levanten. Es un signo de contradicción puesto para descubrir los más íntimos pensamientos de mucha gente. Y en cuanto a ti misma, una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).

Poco tiempo después, el niño fue perseguido por Herodes el Grande, que temeroso de que le usurpara el reino lo buscaba para matarlo, y los tres tuvieron que huir a Egipto con grandes molestias (Mt 2,13).

En Nazaret, llevó una vida dura, de pobreza, de austeridad, de trabajo manual, de ocultamiento, en medio de aquella gente ruda e ignorante. Pero, también ¡cuánto gozó aquel pequeño al recibir el amor, la ternura, la solicitud y el calor, de su madre María! Todos sabemos lo que es una madre, ¡qué sería aquella «bendita entre todas las mujeres» y «llena de gracia»! ¡ Qué feliz fue Jesús, ya de niño, jugando en el taller de José y aprendiendo en él el oficio de carpintero! Y, cuando murió el padre, Jesús tuvo la dicha de convivir a solas con María, orar, pasear y conversar aún más íntimamente con ella.

En la vida pública, Jesús tuvo que soportar, en su continuo vagar de un lugar a otro, los calores sofocantes de aquella tierra, que en verano superan los cincuenta grados, y las inclemencias de las lluvias, los vientos y los fríos del invierno. Le cansaban las caminatas por aquellos caminos y senderos duros y polvorientos; sentía el hambre, la sed, y tantas veces dormía sobre el desnudo suelo. Sin duda que, como todos los hombres, padeció dolores y molestias corporales y enfermedades.
Jesús, en aquellos casi tres años, sufrió la incomprenSión de casi todos.
Sus vecinos de Nazaret, en su primera visita, «se enfurecieron al oír sus palabras, y echando mano de él, le sacaron de allí y le llevaron a un barranco de la montaña sobre la que se asentaba el pueblo, con intención de despeñarlo. El se escabulló de sus manos y se fue» (Lc 4,16-30).

Sus familiares «no creían en él» Un 7,5) y varias veces, avergonzados, le fueron a coger para llevárselo a casa, pues «había perdido el juicio» (Mc 3,21; cf. Jn 10,20).

La gente sencilla del pueblo, sus predilectos, a quienes tanto amaba, se fue decepcionando en sus esperanzas mesiánicas, al caer en la cuenta de que no era el rey soñado, el Mesías político y nacionalista, que había de liberarlos del yugo romano y someter a todos ios pueblos y naciones a Jerusalén, a donde subirían para adorar a Yahvé. Fue el comienzo de la «crisis galilea». Jesús se dedicó más a sus discípulos para prepararlos a los futuros acontecimientos (Mc 8,31; Jn 6,60-69).

Los escribas y los fariseos, solos o aliados con los herodianos y los saduceos, se confabularon en Galilea y en Jerusalén, para apresarlo, y matarlo (Mc 3,6). La buena nueva que anunciaba minaba su autoridad y cuestionaba sus concepciones sobre la religiosidad: la Ley, el sábado, las leyes de pureza, el Templo, en los que se fundamentaban su prestigio y su posición social privilegiada. Jesús no podía andar por Judea, «lo buscaba para matarlo» Un 7,25), y tenía que huir a Galilea, a Tiro y Sidón, al desierto, al otro lado del Jordán.

Los propios discípulos no le entendieron. Cuando a partir de la «crisis galilea», les habló de su próxima muerte por las autoridades judías, no comprendían nada de lo que les decía. Después del primer anuncio, Pedro le llevó aparte y trató de disuadirlo.

Jesús reprendió al discípulo: «Apártate de mí, Satanás! ¡Tú no piensas como piensa Dios, solo como piensan los hombres!» (Mc 8,31-33). Jesús se lo repitió por segunda vez, «pero ellos no entendieron nada de esto», y en el camino de Cafarnaún discutieron «quién de ellos era el más importante» (Mc 9,30- 17). Después del tercer anuncio de su muerte, Santiago y Juan se acercaron a Jesús y le pidieron: «Concédenos que nos sentemos a tu lado el día de tu gloria: el uno a la derecha y el otro a la izquierda» (Mc 10,32-45). Aun después de resucitado, en la cima del monte de los Olivos, momentos antes de la ascensión, le preguntaban los apóstoles: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel» (Hech 1,6; cf. Lc 24,21). Hubo de bajar el Espíritu santo, en Pentecostés, para que cambiaran aquellas cabezas cegadas por sus prejuicios y ambiciosos proyectos (Hech 2,1-4).

Todo ello producía en el ánimo de Jesús una dolorosa wnsación de soledad, de tristeza, de fracaso, que superaba con su admirable fortaleza y entereza de ánimo, alimeniadas en la oración.

También tuvo Jesús sus grandes alegrías en su vida rública. Gozaba con la naturaleza al contemplar los cielos oscuros tachonados de refulgentes estrellas, y los amancceres deslumbrantes del lago; al recorrer la llanura de Isdrelón con sus mieses, sus olivares, sus viñedos, sus campos rocosos, bañados por la luminosidad del día; al ver los rebaños de ovejas, oír el canto de los pájaros y dejarse llevar de los lentos y misteriosos atardeceres. Todo balbuceaba trémulamente la bondad, la verdad, la hermosura y la belleza, del Dios invisible e indecible.

Jesús gozó muchísimo haciendo el bien a la gente sencilla. El, que dijo «más feliz es el que da que el que recibe» (Hech 20,35), ¡qué felicidad tuvo que sentir en su corazón al curar de sus enfermedades a tantos pacientes: ciegos, cojos, paralíticos, leprosos, lisiados, al consolar a los tristes, al perdonar ios pecados a los publicanos, pecadores y prostitutas, al liberar a los posesos, y al dar de comer a aquellas multitudes hambrientas que le buscaban y le seguían porque le amaban, atraídos por la bondad de su corazón, sedientos de su doctrina liberadora y agradecidos por sus curaciones y misericordias!

Jesús también se deleitó con aquellos niños de caritas sucias y sonrientes, de ojos limpios e inocentes y de corazones abiertos y confiados. Los pequeños, que intuyen quién les ama, acudían a él, que les acariciaba, ponía las manos sobre sus cabecitas, les abrazaba, les sentaba sobre sus rodillas y les besaba. Eran la imagen de los que quieren entrar en el reino de los cielos.

De la terrible soledad que le causaba tanta incoin prensión, Jesús se curaba en las largas horas que, al anu checer o en los amaneceres, dedicaba a la oración a solas con su Padre. Allí se llenaba de amor, gozaba de su co municación, y su alma se iluminaba, se llenaba de dicha y se fortalecía para la lucha de la vida.
También le aliviaban en sus penas su madre y las buenas mujeres. En alas del amor, le seguían y asistían con sus bienes (Lc 8,1-3). Le fueron fieles hasta el pie de la cruz y, aun después de muerto, le atendían en el se pulcro. Sólo ellas le amaban por él mismo, desinteresadamente, sin esperar recompensa. Cuando estaba en Je rusalén, subía a Betania, donde descansaba su corazón y rehacía sus fuerzas con la amistad y atenciones de los hermanos Marta, María y Lázaro, que le hacían olvidar tantas tensiones, angustias y persecuciones (Lc 10,38-42; Jn 11,1-44).


En la muerte


Jesús fue condenado a muerte y muerte de cruz. La crucifixión, suplicio que procedía de los persas, poco usado por los cartagineses, fue utilizado por los griegos, pero, sobre todo, por los romanos en los pueblos dominados.

Cicerón lo clasifica como «el suplicio más cruel e ignominioso de todos».
 El palo transversal, llamado «patíbulo» por los romanos, era la tranca con que se aseguraban las puertas por dentro, una vez cerradas; removida «patebant fores», quedaban abiertas. Se las solían atar sobre los hombros a ios esclavos díscolos como castigo.

El condenado después de la flagelación atrocísima debía llevar el patíbulo por las calles más concurridas para vergüenza propia y escarmiento de los demás hasta el lugar de la ejecución. Allí, echado en ci suelo, le clavaban las manos en el madero, lo elevaban y, una vez atado en el palo vertical, allí fijo, le cosían los piés con agudos clavos. Por respeto al pudor judío, un ligero velo le cubría el vientre.
Era un suplicio de esclavos, que se aplicaba también a hombres libres no romanos, por crímenes de homicidio, robo, traición o sedición. La agonía del crucificado era horrorosa. Le atormentaban la sed causada por las pérdidas de sangre y la deshidratación del cuerpo por el abundante sudor, la fiebre producida por las heridas, y loS fuertes calambres de sus miembros violentamente extendidos. La muerte, a veces al cabo de unos días, le sobrevenía por agotamiento y asfixia, pues la sangre encharcaba los pulmones, le constreñía el corazón y lo paralizaba.

Jesús fue crucificado entre criminales (Lc 22,37), «fuera de las murallas» (Hech 13,12). Antes había padecido la tristeza mortal y el hundimiento moral de Getsemaní; la noche en casa de Caifás, abofeteado, golpeado, escupido, burlado; el desprecio de Herodes Antipas y de su corte; la vergüenza de ser pospuesto a Barrabás en el pretorio de Pilato, la pena íntima de verse rechazado por su pueblo, los dolores ferocísimos de la flagelación y la rechifla de los soldados que le coronaron con espinas y le aclamaron como rey de burla.

En la cruz pasó tres horas, traicionado por uno de los suyos, abandonado de sus discípulos, burlado por el pueblo, los soldados y los jefes de los judíos. Desde lo alto, pidió perdón para todos, se lo otorgó al buen ladrón, veló por su madre, y se quejó amorosamente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban donado?» (Mc 15,34).

Estuvo colgado del madero aquel Siervo de Yahve «aquel varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento, sin figura humana, ni belleza, ni apariencia. Aunque era inocente, fue herido de muerte por los crímenes de sti pueblo, traspasado por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; recayó sobre él el castigo de nuestra paz. Maltratado, no abrió la boca, enmudeció como una oveja ante sus esquiladores, como un cordero llevado a matadero. Por sus heridas hemos sido curados. Dios acep tó complacido aquella vida ofrecida como un sacrificio
expiatorio, y le prolongará sus días, le hará ver su des cendencia, justificará a muchos y será constituido luz de las naciones para que la salvación llegue hasta el extremo de la tierra» (Is, 42,1; 49,6; 50,6; 52,13; 53,1).

Aunque en la pasión fue compadecido por las mujeres de Jerusalén (Lc 23,27-3 1) y confortado por un ángel (Lc 22,39-44), no conoció la alegría. Esta vino después y eterna. El Padre lo resucitó. Así le premió su obediencia, su amor y su fidelidad, y a nosotros nos garantizó que aqué’ era «su Hijo amado, al que debíamos escuchar» (Mc 9,7), que el rostro de Dios, que nos había mostrado, era el verdadero, y que su camino, el del amor, es el de la vida. Si la pasión y muerte es la consecuencia de la vida de Jesús, así la resurrección es la coronación de la muerte. No se explica sin ella.

¿Por qué convenía que Jesús sufriera? Jesús en la oración del huerto, clamó a su Padre: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,35-36). ¿Por qué m fue posible? ¿Por qué fue otra la voluntad de Dios? ¿No había otras alternativas? 1)ios podía muy bien, ante la ingratitud de la humanidad, haberla perdonado sin más, haber indultado, movido por su misericordia, todos los pecados de los hombres.

También Jesús, el Dios encarnado, hubiera podido iai kfacer, sin sufrir, nuestras iniquidades con un acto cualquiera de su vida: una oración, un ofrecimiento, una curución, una caminata, etc. Una sola de sus acciones, o de us deseos, tenía un valor infinito, pues era Dios, y hubiera bastado para reconciliarnos con el Padre y salvarnos y liberarnos.

El Padre, no obstante, quiso que Jesús padeciera y nutriera por nosotros. ¿Por qué convenía que Jesús sufriera tan cruel e ignominioso suplicio? Dios, repetimos, no es un sádico que se regocija viendo, o haciendo, sufrir. No es un Baal, que sólo se aplacaba con el olor de la sangre de los sacrificios de seres humanos. Dios no es un monstruo. Dios, es amor. Entonces, ¿por qué fue esa su voluntad? Ya desde ahora, conociendo a ese Dios que es amor y compasión, podemos responder: «por que así convenía a nuestro mayor bien». Veámoslo.

El Verbo se encarnó no sólo para satisfacer por nuestros pecados, salvarnos y liberarnos. Aunque el hombre no hubiera pecado —hipótesis imposible- la segunda persona de la Stma. Trinidad se hubiera hecho hombre. Considero imposible esta hipótesis por la pecaminosidad innata del ser humano debida a su materialidad, fragilidad y debilidad, por la finitud y limitaciones de su alma, la tensión dialéctica entre las pasiones ciegas y fuertes de la carne y tendencias del espíritu, y la influenciabilidad del hombre por el ambiente social. Miremos, si no, la realidad a lo ancho del espacio y a lo largo de la historia. Lo de María, la madre de Jesús, fue un privilegio.

El Hijo se encarnó, también, para estar con nosolri. cerca de nosotros, junto a sus pobres criaturas, tan ¡ queñas, finitas y limitadas, frágiles y miserables. El anu reclama la cercanía.

Igualmente acampó entre nosotros para traer la luz nuestras tinieblas, al mostrarnos así el verdadero rost ii de Dios Padre, oculto y escondido a nuestra razón, como el camino que conduce a él: el del amor.

Pero aún había otros motivos para hacerse hombre, y éstos, no los podía conseguir sino sufriendo y muriendo Ante Jesús sufriendo en su vida y muerto en la cru, palpamos, en primer lugar, la realidad de la encarnación. El Hijo asumió totalmente la naturaleza y la condición del ser humano, incluida la experiencia del mal, del fra caso, del dolor y de la muerte, El, «que se hizo uno d tantos, presentándose como un simple hombre» (Fil 2,7), «fue probado en todo como nosotros, menos en el pe cado» (Hech 4,15). El amor exige la igualdad.
Además, sólo la muerte de Jesús nos manifestó todo el amor de Dios. Así vimos «cuánto amó Dios al mundo, pues no dudó en entregar a su Hijo único.., para que por medio de él —de su pasión y muerte— el mundo se salve» (Jn 3,16-17); y cuán inmenso fue el amor del Hijo que «dio su vida por nosotros, la mayor prueba del amor» (Jn 15,13).

Y, finalmente, sólo Jesús doliente, crucificado y muerto, nos ofrece un modelo viviente que imitar y seguir en nuestras cruces y tribulaciones, nos da un sentido para soportarlas, una esperanza que nos sostenga, y nos enseña cómo transformar y sublimar los dolores y sufrimientos, inevitables o evitables de la vida en un instrumento de maduración, de sufrimiento y de mérito, para esta vida, para la resurrección y vida eterna. Estos bienes fundamentales para nuestro bien,
no los hubiera conquistado un Jesús que hubiera pasado por la vida triunfante y glorioso.

«Si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, ecrihió S. Pedro, eso dice mucho ante Dios... También (rlsto sufrió por nosotros, dejándonos un modelo para quc sigáis sus huellas» (1 Pd 2,20-24).

«Precisamente por haber sido puesto a prueba él mismo y haber soportado el sufrimiento, puede ahora ayudar a quienes se debaten en medio de la prueba» (Hbr 2,18).

Después del Calvario, sin él no, tenemos un estímulo para padecer y sabemos cómo sufrir y para qué. No es- tamos solos. Tenemos unas huellas que seguir y como modelo a aquel que nos puede ayudar por haber sufrido. Ahora, en el sufrimiento, podemos «poner los ojos en el crucificado y todo se nos hace poco», como decía Sta. Teresa.

A imitación de Jesús, toda persona con fe ha de acudir en el sufrimiento a Dios y a los hermanos. Ha de orar y clamar a Dios: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos cscondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y miseria» (Salm 43,24-25). ¿No le preguntó Jesús a Dios por qué le había abandonado? (Mc 15,33-34). Y ha de buscar alivio en los hermanos, como Jesús en Getsemaní, aunque siempre los halló dormidos (Mc 14,37-42). La cruz compartida pesa menos. El cristiano no es un estoico y ha de ser humilde.

Como Jesús, el que cree, en medio de la pena y la oscuridad, ha de confiar ciegamente en la cercanía y el amor incondicional del Padre: «Aunque atraviese por ca ñadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo» (Salrn 22,4). Dios no nos deja solos. Está dentro de nosotros para sostenemos. El es siempre fiel, aunque no veamos nada, sino tinieblas.

Como Cristo, en tercer lugar, ha de ofrecer sus males y tristezas al Padre para el bien y la salvación de los demás, para «completar en su carne mortal lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). FA compartir los sufrimientos con Jesús crucificado tiene un sentido, un valor redentor.

Finalmente, el que sufre y cree se ha de apoyar y animar con la esperanza cierta no sólo de que todo pasa, nada es eterno, es «un breve padecer», (Véase Rom 8,17-18; 2 Cor 4,16-18; 1 Pdr 5,10; 4,13),  sino, sobre todo, de la resurrección y del premio, a veces aun en esta vida, y ciertamente en la eterna. «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación» (2 Cor 1,5); «Estad alegres, en proporción a los sufrimientos que compartís con Cristo, así también, cuando se revele su gloria, desbordaréis de alegría» (1 Pe 4,13).

A la vista de Jesús crucificado, podemos sufrir no sólo con Cristo, sino también como él y para él. «A los que aman a Dios, todo —aun el mal y el dolor— les ayuda para el bien» (Rom 8,28).

Para persuadirnos aún más de su conveniencia, pensemos qué hubiera sido el cristianismo, sin Jesús crucificado y resucitado. Hubiera sido, sí, una doctrina, un camino, llenos de sabiduría, de moralidad y de humanismo, como el de Buda, Confucio, o Gandhi. Pero el cristianismo no hubiera sido él, Jesucristo, nuestra vida.

 

La doctrina de Jesús


Jesús fue un hombre sincero y leal. No utilizó el engaño ni las promesas falaces, como ios políticos de todas las latitudes antes de las elecciones. El nos dijo con toda honradez y claridad, qué es lo necesario para ir detrás de él, qué es lo que le aguarda a sus seguidores. Quiere que le sigamos no por intereses y egoísmos, sino por él mismo y por su causa.

Para evitar malas interpretaciones y todo asomo de masoquismo, que busca la cruz por la cruz y cuanto más mejor, hay que distinguir en esta materia entre las cruces propias de esta vida mortal: molestias corporales, dolores, enfermedades, tristezas, soledades, muerte de seres queridos, catástrofes naturales, etc., y las cruces típicas del seguimiento de Jesús. Cuando él nos anima a abrazarnos con la cruz, no piensa en las primeras. Estas cruces naturales se dan en la vida de todo cristiano, en unos más y en otros menos, como en la de cualquiera persona que no conoce a Jesús. Los cristianos por el hecho de serlo, no van a sufrir ni más ni menos, de este tipo de cruces. Cuando Jesús anuncia las cruces y exhorta a abrazarlas, se refiere a las que hay que tomar para para seguirle y a las que proceden del hecho de su seguimiento.
El con claridad dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiere salvar su vida la perderá; pero el que dé su vida por mi causa y por la causa del mensaje de la salvación, la salvará»
(Mc 8,34-35).

Para ir en pos de Jesús y ser uno de los suyos, hay que negarse a sí mismo, morir al hombre viejo y nacer a un hombre nuevo. El hombre viejo es el egoísmo, es decii, la avaricia de riquezas y de placeres, la ambición del pod.i y la gloria, la soberbia y el orgullo, la envidia, el odio, li venganza y la violencia. El hombre nuevo, por el contrario, que ha de nacer y crecer en el cristiano, es amor, espíril de pobreza, desasimiento y generosidad, moderación en el uso de los bienes de la tierra, humildad y servicialidad perdón y mansedumbre.

Transformación sobrenatural que tan maravillosamente describió S. Pablo: «La muerte de Cristo fue un morir al pecado de una vez para siempre, mas su vida es un vivir para Dios. Asi’ también vosotros consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11). «Ahora vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, vive en mí Cristo... que me amó y se entregó por mí» (Gál 3,19-20). Como el grano de trigo, el cristiano ha de morir a sí mismo y nacer de nuevo para dar mucho fruto (Jn 12,24). ´

A veces, Jesús puede mirar a uno con más amor, llamarle y seducirle para que le siga más de cerca. Todo cristiano ha de estar siempre dispuesto a esta muerte más radical y a dejarlo todo: «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierras por su causa y la del mensaje de salvación» (Mc 10,29-30), y a seguirle por él y por la difusión de su mensaje, más que por el «ciento por uno en esta vida y después en la vida eterna» (Mc 10,29-30).

Pero hay, además, otras cruces específicas de los que van detrás de Cristo y que él ya nos las anunció: las persecuciones públicas y sociales, las calumnias, los desprecios y, tal vez, las cárceles, las torturas y el martirio. Es el precio de seguir a Jesús.

«Si el mundo os odia, recordad que primero me odió a mí. Si perteneciérais al mundo, el mundo os amaría wtiio cosa propia; pero no pertenecéis al mundo, pues
OS elegí, y saqué de él. Por eso el mundo os odia. cordad lo que os he dicho: Ningún siervo es superior a su amo. Como me han perseguido a mí, os perseguirán tiambién a vosotros; y como han rechazado mi enseñanza, iimbién rechazarán la vuestra» (Jn 15,18-20; cf. Jn 16, 20-22; 12,26; lJn 3,13). «Os entregarán a la tortura y os matarán. Seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre... pero cE que perseverare hasta el fin se salvará» (Mt 24, 9-13;10,21).

La historia de la Iglesia y la de sus mártires, desde Jerusalén y Roma hasta nuestros días en El Salvador, prueban la verdad de esta profecía de Jesús.
La persecución del mundo al cristiano y al cristianis¡no, aunque varíe de métodos, es inevitable. El espíritu del mundo, espíritu de egoísmo, es contradictorio con el espíritu del amor, que es el de Jesús. Ambos son opuestos, irreconciliables.
El cristiano perseguido, lejos de temer «a los que pueden matar el cuerpo pero no el alma», ha de sentirse alegre «por haber sido considerado digno de sufrir por Jesús» (Hech 5,40-42). Dichoso él, como ya lo proclamó Jesús en la montaña de las bienaventuranzas.

«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y cuando falsamente digan de vosotros toda clase de infamias sólo porque sois mis discípulos. ¡Alegraos entonces! ¡Estad contentos, porque os espera una gran recompensa en el cielo! ¡Así también fueron perseguidos los profetas que vivieron antes que vosotros!» (Mt 5, 11-12; Lc 3,22-23).

 

Conclusiones prácticas


Nuestra primera reflexión es que la religión de Jesús no es la religión del dolor, de la muerte, de la cruz. Es la religión de la luz, de la vida, de la verdad, de la alegría, de la esperanza, del amor, de la salvación.

Es verdad que se enfrenta con el misterio del dolor, esa realidad de nuestra existencia, pero es para darle sentido y esperanza. También es cierto que la muerte de Jesucristo, seguida de la resurrección, constituye el momento culminante de la historia de la salvación, la plenitud de la revelación del amor de Dios, pero a ella le llevó su amor. A Jesús le mataron por amar. La crucifixión fue la consecuencia del amor, en el que consiste la quintaesencia del cristianismo.

Por todo ello, ante una imagen de Jesús crucificado, lejos de contemplar sólo con los sentidos sus llagas, sus cardenales, su sangre, hemos, sobre todo, de profundizar con la fe en este misterio infinito de amor que allí se nos revela, para movernos a amar con un amor comprometido. La compasión nos conmueve, el amor nos transforma.

En la cruz, y sólo en ella, se nos manifiesta «cuánto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único.., para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). En ella, Jesús, el Hijo encarnado «nos dio su vida, la mayor prueba del amor» Un 15,13) y desde la cruz el Espíritu Santo se nos dio al «derramarse en nuestros corazones» (Rom 5,5) desde el costado abierto. Ante la cruz debemos adorar y alabar la suprema revelación del amor de Dios.

En cuanto a las penas y sufrimientos de cada día, ¿cuál ha de ser nuestra actitud? ¿Tenemos que desearlas, procurarlas, o evitarlas? La respuesta variará según sean pruebas comunes de la vida o propias de los discípulos de Jesús.

Si las cruces comunes son evitables: dolores físicos, molestias, enfermedades, accidentes, disgustos, etc., creemos que lo mejor es evitarlas, prevenirlas, suavizarlas, curarlas. Nuestro Padre Dios no nos ha dado el don precioso de la vida para que suframos, sino para que vivamos y gocemos y disfrutemos en su punto y medida de las criaturas, regalos de Dios, destellos de su ser, primicias del cielo y prendas del deseo que tiene de dársenos eternamente cara a cara.

Si se trata de cruces comunes inevitables, Jesús nos enseñó cómo sobrellevarlas: con fe, con amor, con sentido, con esperanza. Suframos con él y como él. Tenemos un modelo y unas huellas. No estamos solos.

En relación con las cruces que proceden de su seguimiento, específicas de los cristianos, creemos en primer lugar, que las que nacen del negarse a sí mismo para seguir a Cristo, son las únicas que debemos buscar y amar. Cuanto más uno muerta al hombre viejo, al egoísmo, para nacer al hombre nuevo, al amor, tanto mejor. «Si permanecemos en él, hemos de vivir como él vivió» (1 Jn 2,6), hasta poder repetir con Pablo: «Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
En cuanto a las persecuciones, que se derivarán del anuncio de su persona y de su mensaje, no las hemos de procurar, ya nos las enviarán. Sí, tenemos que soportarlas con la alegría de poder sufrir algo por dar a conocer a Jesucristo al mundo y aumentar en él la presencia de quien tanto nos amó.

 

 

 

12. Y LA PALABRA SE HIZO CARNE» (Jn 1,14)

 


La fe cristiana


La fe cristiana nos enseña que Jesús fue verdadero Dios y verdadero hombre.En los primeros siglos del cristianismo, en que la teología era más bien descendente y no se dudaba en el entorno social de la existencia de la divinidad, o de las divinidades, las dificultades y las herejías versaron sobre la realidad de la humanidad de Jesús. En nuestros días, en que se extiende el ateísmo y el agnosticismo, y la teología tiende a ser ascendente, las objeciones y herejías se refieren al otro término: que Jesús sea Dios.

En este capítulo consideraremos la verdad de que Jesús fue un verdadero hombre, compuesto de un cuerpo y de un alma substancialmente unidos, «en todo semejante a los demás hombres menos en el pecado».

En el siglo 1 aparecieron los «docetas», del griego dokeín, «parecer», que sostenían que la humanidad de Jesús no era real, sino sólo aparente. El Verbo no se había encarnado, hecho carne, sino sólo revestido de unas apariencias de hombre, sin serlo. Les movía a sostener esta postura la concepción platónica sobre el hombre, que era una unión accidental de un espíritu y de la carne, algo así como la que se da entre el caballo y el que lo monta, y la idea pesimista que tenían de la materia y de la carne. Era indigno de Dios.

Más tarde surgieron en Alejandría los «monofisitas», del griego monos, «único» y fhysis, «naturaleza», quienes para defender la unicidad de Jesús de Nazaret, sostenían que, después de la encarnación, en Jesús había una sola naturaleza, la divina encarnada, que había absorbido de algún modo la naturaleza humana. Esta se da en Jesús, no en mera apariencia, pero sí absorbida. El concilio de Calcedonia condenó esta herejía en el 451.

Con la doctrina de la Iglesia profesamos que en Jesús se dan una sola persona y dos naturalezas: la divina y la humana completas. Nos convencen de ello los Evangelios, que continuamente nos hablan de su cuerpo y de sus sentidos, de su alma y de sus facultades, como de un hombre entero y verdadero.


El cuerpo de Jesús


El cuerpo de Jesús fue concebido virginalmente por obra del Espíritu Santo en el seno de una joven de Nazaret llamada María. A los nueve meses «se le cumplieron los días del alumbramiento» y dio a luz a su hijo en Belén de Judá. Su madre lo amamantó para alimentarlo, «lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre». A los ocho días, un sacerdote le circuncidó con un cuchillo de pedernal y el niño derramó su primera sangre y lloró por el dolor, como todos los pequeños. Sus padres, María y
José su padre legal, le pusieron por nombre Yehosúa, «Dios es salvación», Jesús.

Los evangelistas Mateo y Lucas (Mt 1,1-17; Lc 3,23- 28) nos presentan su genealogía hasta Abrahán, Mateo, y hasta Adán, Lucas, para darnos a entender que era un ser humano concreto, un judío descendiente de sus antepanados, como otro cualquiera.

Vivió en Nazaret, aquella aldeita oculta entre montañas, donde dio sus primeros pasos, «creció en estatura, se fortaleció» e hizo un hombrecito, como los otros mozos sus compañeros y amigos. A los doce años subió con sus padres a Jerusalén para celebrar la Pascua en el Templo. Nadie de sus vecinos, que eran tan pocos y todos se conocían por el trato diario, notó en él nada de particular en los treinta años de convivencia. Era como todos.

En la vida pública procedió como uno más. Jesús tenía hambre y comía para calmarla. En el desierto, después de cuarenta días de ayuno, «al fin sintió hambre», como cuando al salir de Betania vio una higuera con hojas junto al camino y se acercó para coger sus frutos. Padeció la sed, el calor suele ser sofocante, y para apagarla pidió en Sicar de beber a la samaritana, y en la cruz a ios soldados, «tengo sed», que le dieron vinagre. Muchas veces le vemos en banquetes comiendo y bebiendo: en casa de Mateo con los publicanos y pecadores, con un fariseo, en Betania con sus amigos Marta, María y Lázaro, con Zaqueo en Jericó, en las bodas de Caná, en casa de Simón el leproso, en la cena pascual, etc. Era una necesidad del cuerpo humano que tenía que satisfacer, aunque la gente le asediaba «y no le dejaba tiempo ni para comer». Sus enemigos le acusaban de «comilón y borracho».

El cuerpo de Jesús «se fatigaba con las caminatas y se sentaba para descansar en el brocal del pozo de Jacob», caía rendido de sueño en la popa de la barca y tan pro fundamente que no le despertaba la tempestad. Cada no che reparaba sus fuerzas con el sueño, en las horas qw no dedicaba a la oración y, como él nos dijo, «a diferencii de las zorras del campo y de las aves del cielo, no ten ii donde reclinar su cabeza». Dormía tendido en el suelo, bajo los olivos, con el manto como almohada, donde pillaba la noche, o en su casita de Cafarnaún.

Los Evangelios aluden a sus vestidos que en la trans figuración «resplandecieron blancos como la nieve», du los que Jesús se despojó para lavar los pies a sus discípulos, que fueron sustituidos por uno blanco de burla en el palacio de Herodes y por un manto de púrpura en el pretorio de Pilato y, en el Calvario, divididos en cuatro lotes, fueron echados a suerte junto con la túnica sin costura tejida de una pieza de arriba abajo, tal vez por su madre. Juan el Bautista se confesaba indigno de soltar las correas de sus sandalias.

Pero, sobre todo, nos describen todos los miembros de su cuerpo. Su cabeza fue coronada de espinas, «su rostro resplandeció como el sol» en el Tabor, sus cabellos fueron perfumados en casa de simón el leproso, su frente se cubrió de sudor de sangre en Getsemaní, sus mejillas padecieron las bofetadas y los escupitajos, de su garganta salió un grito de victoria al expirar. Sus espaldas y sus hombros fueron triturados por los azotes de la flagelación y el peso del patíbulo; en su pecho se recostó el discípulo amado y una lanza atravesó su costado hasta el corazón, del que manó sangre y agua; sus brazos y sus manos se cansaban de hacer el bien, de curar, de bendecir, de abrazar a los niños. Su vientre y sus partes más íntimas fueron cubiertas en la cruz, según la costumbre judía, con un paño de pudor; sus piernas no fueron quebradas, «ni, como al Cordero pascual, se le rompió alguno de sus huesos»; sus pies, aquellos que recorrieron tantos camipos, que cubrió de lágrimas la pecadora, ante los que colocaban a los enfermos, fueron clavados en el Gólgota. ‘lodo su cuerpo fue embalsamado y colocado en el sepulcro y, aun después de su gloriosa resurrección, conicrvó las llagas de su costado, de sus manos y de sus pies.
El cuerpo de Jesús, como el de todo ser humano, cstaba dotado de los cinco sentidos.

Muchas veces su mirada se alzó al cielo para orar a su Padre, para darle gracias porque amaba con predilección a los pequeñuelos, para pedirle su ayuda y su bendición; para contemplar a alas multitudes que vagaban como ovejas sin pastor», para mirar con amor al joven rico, con compasión a Pedro que le negaba, a Zaqueo encaramado en un sicómoro, a María y a Juan al pie de la cruz; para gozar de aquella naturaleza lan variada y tan bella, la hermosura de los lirios del campo, de la llanura de Esdrelón, del lago de Galilea, de los rosados e incendiados atardeceres mediterráneos, del misterio profundo de las noches estrelladas.

Su paladar gustó el sabor de las comidas, del cordero y del pescado, del pan ácimo y fermentado, de la leche de su madre y de las ovejas, de las verduras dulces y amargas, de la miel, de los higos, de las olivas, del frescor del agua y del sabor del vinagre y del vino mezclado con hiel. Su olfato percibió los olores del campo, del heno, de las flores silvestres, del incienso del Templo, del perfume de María en Betania.

Sus oídos escucharon «la voz del viento que sopla donde quiere y no le ves», el clamor de los pobres, el silencio de las noches tranquilas, los gritos de los leprosos apartados, las risas de los niños, la voz del Padre en el Jordán, en el Tabor, en el Templo, las de su pueblo le rechazaba: «A ese no, a Barrabás! ¡Crucifícalo!
Su tacto tocó continuamente a los enfermos sobre que imponía sus manos, los ojos de los ciegos, los oídos du los sordos, la lengua de los mudos, el cuerpo de los leprosos, la oreja de Malco, la mejilla de Judas, las cabecitas de 1os pequeños. Las multitudes le tocaban «porque salia de l una fuerza que sanaba a todos», le oprimían y estrujaban obligándole a subirse a la barca. Sus carnes sintieron los dolores cruelísimos de los golpes y de las bofetadas, de la flagelación y de la coronación de espinas, del estar colgad durante horas cosido con clavos a un madero.

Jesús, como todo hombre, tenía su edad: unos treinta años al iniciar la vida pública y treinta y tres al morir. Se cansaba, lloraba, sudaba, clamaba, besaba, cantaba. En Nazaret, todos sabían que era el hijo de José el carpintero, que su madre se llamaba María, y conocían a sus hermanos, Santiago, José, Simón y Judas, y a sus hermanas (En arameo, la lengua de Jesús, y en hebreo, «jermanos» significa «parientes, familiares», como en general en las lenguas orientales. Marcos nos da los nombres de sus «hermanos»: Santiago, José, Judas y Simón (Mc 6,3), y Mateo nos presenta a una de las mujeres que acompañaban a Jesús en la cruz, junto a su madre, la otra «María madre de Santiago y de José» (Mt 27,56). A varios misioneros de la India y de China les hemos oído decir que en aquellos países ocurre lo mismo).

 En su vida pública varias veces hacen su aparición su madre y sus hermanos que le buscaban por diversos motivos. Su madre le acompañó hasta el último suspiro y sostuvo en su regazo el cuerpo destrozado y muerto de su hijo.

 

 

El alma de Jesús


Jesús, como nosotros, tenía también un alma substancialmente unida a su cuerpo. No era, como defendían los apolinaristas del siglo IV, un ser humano incompleto, en el que la divinidad suplía la ausencia del alma. Su alma es creada y espiritual, con las mismas facultades de inligcncia, de capacidad de amar y de sentir, y de voluntad dotada de la libertad.

La inteligencia de Jesús llamó la atención de todos. IA)S guardianes del Templo respondieron a sus amos, los sumos sacerdotes y los fariseos: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46). Sus paisanos dc Nazaret se maravillaban de sus palabras y se preguniahan «de dónde le viene esa sabiduría a este el hijo del iarpintero» (Lc 4,22), porque bien sabían que no había hecho, como los escribas, los estudios superiores de la Ley. «La gente quedaba asombrada de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mt 7,28-29). Hasta los jefes de los judíos ic preguntaban admirados: «Cómo entiende éste de letras sin haber estudiado?» (Jn 7,15).

Llama la atención su capacidad de observación de la naturaleza y de los acontecimientos de la vida cotidiana, de los que sacaba comparaciones y enseñanzas para exponer y aclarar las más sublimes verdades. Las ramas ya tiernas de la higuera anuncian el verano; las nubes de occidente traen la lluvia y el viento sur el bochorno, el cielo de fuego al atardecer preludia el buen tiempo y el rojo sombrío, tormenta; el trigo se pudre en la tierra para dar mucho fruto, los sarmientos separados de la vid se secan y queman, la cizaña crece entre el trigo, las semillas caen en el camino, entre zarzas, sobre la piedra, en la tierra, el viento se oye, pero no se ve.

También le llamaban la atención la conducta de los amos con sus siervos, amor perdonador de los padres hacia sus hijos perdid la solicitud del pastor por sus ovejas y el desinterés de Iu mercenarios, la alegría de la mujer después del parto, el afán por buscar los primeros puestos, los abusos de poderosos, el egoísmo de los ricos, así como que el denario era el salario de un día de trabajo, que las serpientes son astutas y las palomas sencillas, que los buitres van a los cadáveres, que las luces se colocan en lo alto, lo pequeño que es el ojo de una aguja, que el vino nuevo revienta los odres viejos, que no es lo mismo edificar sobre roca o sobre arena... De todo sacaba una enseñanza.

La inteligencia de Jesús penetraba en el corazón de los hombres e intuía sus pensamientos e intenciones. Como nos dice Juan: «no se confiaba a los hombres, porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de ellos, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2,24-25). Supo lo que pensaban en su interior ios fariseos cuando perdonó los pecados al paralítico de Cafarnaún, curó al hombre de la mano seca en sábado, sanó al endemoniado ciego y mudo; cuando la pecadora le besó sus pies y se ios ungió con un perfume en casa de un fariseo, cuando, para cogerle, le preguntaron si era lícito pagar el tributo al César, o cuando, en Betania, María derramó sobre su cabeza un aroma precioso. El sabía que le buscaban por interés, quiénes creían en él o no, lo que se tramaba en el corazón de Judas, la debilidad del amor de Pedro y de los discípulos... El talento y la inteligencia de Jesús resplandeció sobre todo en sus continuos contactos y discusiones con ios escribas, los maestros de la Ley y los fariseos. Siempre les dejaba callados, sin respuesta. A sus insidiosas preguntas les respondía a la gallega: al preguntarle sobre su autoridad para hacer aquellas cosas, les responde preguntándoles si el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres; si le interrogan por qué sus discípulos no reguían las tradiciones de los mayores, les pregunta: y vosotros, ¿por qué violáis la Ley de Dios por vuestras tradiciones?

Otras veces les da una respuesta lapidaria, llena de hiduría, que les deja sin palabra. A los saduceos, que para probar la imposibilidad de la resurrección le aducen
caso de la mujer casada con los siete hermanos, les calla:
« En el cielo ni se casan, ni se casarán, serán como ángeles de Dios». Cuando los ancianos, para comprometerle ante el pueblo, le presentan a la mujer adúltera, Jesús, con un conocimiento del hombre y de la vida, les dice: «El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra», todos se escabulleron, empezando por los más ancianos. A los fariseos que se escandalizaban porque no guardaba el sábado y curaba a los enfermos, les da esta sentencia fundamental: «No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre» y, al recriminarle porque los suyos no guardaban las leyes de la pureza ritual, les responde: No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo ltIe sale del corazón». Los saduceos le preguntaron insidiosamente quién había pecado si el ciego de nacimiento o sus padres y Jesús, refutando su creencia de que todo mal era el castigo de algún pecado, les sentenció: «Ni él, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios», y a los fariseos que le plantearon, tendiéndole una trampa, la cuestión de la licitud del tributo a Roma, les contesta, al ver la efigie de la moneda: «Dad al César lo que es del César, pero a Dios lo que es de Dios»...

Jesús, aunque no había cursado los estudios superiores de la Torá, la conoce muy bien y continuamente aduce los textos apropiados en sus exposiciones y respuestas Los fariseos se escandalizaban porque comía con pubh canos y gente de mala reputación, y les cita a Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). Satanás le tienta en el desierto de placer, de riquezas y de poder, y le aduce el Deuteronomio y los salmos (Mt 4,1-11; Dt 8,3;6,13; Sal 90,11-12). Los judíos en elTemph le acusan de blasfemo, por haber dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa», y les desarma con las palabras del salmo: «No está escrito en vuestra Ley que Dios dijo: Vosotros sois dioses?» (Jn 10,22-39; Sal 81,6). Con la Escritura en la mano, probó a los escribas que el Mesías es, más que hijo, Señor de David, pues así le llama el profeta rey (Lc 20,41; Sal 109,1); a los saduceos, que la resurrección es una realidad, pues el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, es «un Dios de vivos y no de muertos» (Lc 20,37-40; Ex 3,6) y al fariseo que la esencia de la Ley es el amor a Dios inseparable del amor al prójimo (Mc 12,28-34; Dt 6,4-5; Lev 19,10). Citando a Moisés, restauro la unicidad y la indisolubilidad del matrimonio (Mc 10,6; Gén 1,27; 2,24) y con las palabras de Isaías expulsó a los mercaderes del Templo (Lc 19,46; Is 56,7). Cuando los fariseos y maestros se desedifican al ver a los discípulos arrancar espigas en sábado, les recuerda a Abimelec que entregó a David y a sus soldados los panes consagrados al culto (Mc 2,23-28; 1 Sam 21,2-7). Oigamos, por fin a Jesús, exponiendo a los dos desilusionados discípulos de Emaús que era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en su gloria e imaginemos cómo recorrió toda la Escritura «empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas» (Lc 24,25-27). ¡Qué lección magistral de las sagradas Escrituras sería aquélla!

La inteligencia de Jesús conocía a distancia en el espacio y en el tiempo. Juan, el discípulo amado, escribe: Sabía todo lo que iba a suceder» Jn 18,4). Antes de la entrada triunfal en Jerusalén, manda a dos discípulos desde Betfagé a la aldea de enfrente y les anuncia que allí ntontrarán un pollino atado, y lo que debían contestar a las preguntas de los amos (Lc 19,28-34) y, al preparar la tiltima cena, les envía a Jerusalén prediciéndoles que çncontrarán a un hombre con un cántaro de agua y lo uc habían de hacer (Mc 14,12-16). Jesús adelantó sucesos ituros imprevisibles: la ruina de Cafarnaún, su muerte y resurrección, la traición de Judas, las negaciones de Pedro, ri escándalo de todos, el sitio de Jerusalén, su destrucción y la del Templo, la muerte de Pedro, las persecuciones & las sinagogas, la perpetuidad de su Iglesia, etc.

El alma de Jesús vibró con todos los sentimientos humanos. Sintió pena y compasión al ver a las muchedumbres que andaban errantes como ovejas sin pastor, la soledad de la viuda de Naín ante su único hijo muerto, a los enfermos que le pedían con sus miradas y sus gritos la salud, a la ciudad ingrata de Jerusalén, al oír el llanto de las mujeres al verlo cargado con la cruz. Se admiró de la fe del centurión, de la pecadora, de la cananea. Se indignó con la incredulidad y dureza de cabeza y corazón y la hipocresía de los escribas y fariseos. Gozó en Nazaret n la compañía de María y José, de la amistad de los hermanos Marta, María y Lázaro en Betania, de la compañía a solas de sus discípulos a la orilla del lago, de la presencia de ios niños de miradas inocentes y limpias sonrisas. Se alegró y bendijo a su Padre por su predilección con los humildes y sencillos. Agradeció al leproso curado que, él sólo de los diez, volvió a darle las gracias. Se airó con sus enemigos, los saduceos y los fariseos, con los mercaderes y cambistas del Templo. Miró con ternura al joven rico, a los niños, a sus discípulos en el Cenáculo, al llamarlos «hijos míos», a Jerusalén a quien amaba como «la gallina a sus polluelos».

En Getsemaní, su alma se turbó, sintió el pavor, la angustia, la tristeza de muet1 el miedo, el espanto, la soledad y el abandono, hasta h su Padre. Gimió, clamó, suplicó, lloró. Su alma exquishi fue sensible a todos los sentimientos y emociones bu manas.

No nos extendemos a tratar de la inmensa capacidad de Jesús para amar «hasta el extremo», «hasta dar la vida por sus amigos, la mayor prueba del amor»; y de su yo luntad firme, valerosa, decidida y siempre identificada con la del Padre; de su libertad de espíritu soberana e inso bornable, cualesquiera que fueran las consecuencias. A ellas hemos dedicado sendos capítulos3. Recordémoslo para confirmarnos en nuestra fe de que Jesús era un honi bre verdadero, como cualquiera de nosotros. Fe nacida de la revelación en las Escrituras y confirmada por el magisterio de la Iglesia.

 

 

 

13«SEÑOR, VEO QUE ERES PROFETA» (Jn 4,19)


Los profetas paganos


La palabra profeta del griego phemi «decir» y pro, adelante de, en vez de», significa el que habla en lugar de otro. En hebreo se les llamaba nabí, en plural nebiim, término derivado del acádico nabú, «llamar», en participio pasivo «llamado». Profeta, por lo tanto, es el que ha recibido un llamamiento de Dios para que hable en su nombre a su pueblo y le comuníque, en calidad de enviado suyo, su mensaje sobre el pasado, el presente o el futuro.

En el antiguo Oriente, los profetas, como los sabios, los consejeros, los escribas, etc., formaban parte de las cortes reales y del personal de los lugares de culto y ejercitaban la adivinación profesional (Dan 2,2; 4,3). Eran astrólogos, magos, videntes, adivinos de carrera, profetas de oficio, a quienes acudían los reyes, los jefes, antes de iniciar una empresa o para que les interpretaran sus sueños. Hablaban en nombre propio, sin haber sido enviados, ni recibido instrucciones de Dios, y se guiaban por las intuiciones o reflexiones de su propio espíritu (Ez 13,2- 3). Se presentaban falsamente como enviados de Dios (Jer 27,15) en busca de dinero, medros personales y de pularidad (1 Rey 2,6-27; Miq 2,7-11; 3,5s; Jer 23,28-2). Ez 13), y para ello adaptaban sus profecías a los deseis de ios reyes, de las instituciones y de la turba. Para pm fetizar, a veces, se desnudaban y ponían en trance cole tivo (1 Sam 19,20-24), para lo que se valían de la dani y de la música, de la violencia de gestos y contorsiones y de cuchillos y lancetas con los que se sajaban hasta chi rrear sangre (1 Rey 18,26-29).


Los profetas de Yahvé


Los profetas de Yahvé eran totalmente diferentes. Dios, para alejar a su pueblo elegido de todo peligro de superstición y de los influjos de la magia y de los adivinos, a los que los pueblos semitas acudían con frecuencia, suscitó sus profetas, portavoces e intérpretes de sus verdades y designios (Dt 18,9-22; Num 23,23; Am 2,l0s; Jer 7,25; Zac 7,12; Neh 9,30).

No faltaron los profetas de Yahvé en Israel desde Moisés, el más grande de los profetas (Dt 34,10), con quien Dios trataba, no en visiones, sueños, audiciones o iluminaciones interiores, como con los demás, sino «cara a cara», «boca a boca», contemplando el rostro divino y sin morir (Num 12,6-7; Ex 33,11), hasta Malaquías, en el siglo V, el último de los profetas. Unos como Samuel, Elías, Eliseo, Natán, Gad, etc., fueron sólo profetas predicadores, de acción, a diferencia de los profetas escritores, que nos dejaron sus oráculos y revelaciones en escritos fijados por ellos mismos o recogidos y recopilados por sus discípulos: Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Sofonías, etc. (Los profetas escritores se dividen en mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y  Daniel, y menores, todos los demás, no por la importancia de las revelaciones, sino por la extensión de sus escritos. Por orden cronológico hay tres épocas: antes del destierro, en tiempos de los asirios y babilonios: Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Nahum, Sofonías, Habacuc, Jeremías, Baruk; durante el cautiverio, bajo los babilonios y los persas: Ezequiel y el Segundo Isaías; y después de la vuelta de Babilonia, bajo los persas: Ageo, Zacarías, Abdías, Joel y Malaquías).
          Para proclamar la verdad recibida se servían de ordinario de la palabra, con un lenguaje incisivo, lleno de imágenes y, a veces, también de gestos simbólicos. Hay en los profetas unos treinta gestos simbólicos: romper un jarro de afarero (Jer 19,1-10), el matrimonio desgraciado de Oseas (Os 1-3), comprar un campo (Jer 32,1-15), desnudarse o descalzarse (Is 20,2s), enviar un yugo a los reyes (Jer 27,3-11) o romperlo (Jer 28,10), comerse un rollo, partir un manto en doce trozos y separarlos en diez y dos, etc.

         No eran profetas por propia decisión, ni con fines interesados, como los falsos, sino por vocación de Yahvé, que les daba un gran valor moral, la fidelidad a sus mandatos y, a veces, el carisma de predecir el futuro y aun de hacer milagros. La elección de Dios era libre, imprevisible e improvisada y cambiaba el rumbo de la vida del nabí(Ex 34,19; Am 7,12- 17; Is 6; Jer 1,4-9; 20,7-n8...). La aniciativa era de Dios, quien irrumpía en los profetas, los arrancaba de sus ocupaciones habituales y los enviaba al pueblo con la misión de comunicarle su palabra, de manifestarle sus designios y verdades opuestas a la línea de las instituciones políticas y religiosas del país. Jeremías fue llamado desde el seno de su madre: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yahvé en estos términos: <Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía y antes de que nácieras te tenía consagrado: yo te constituí profeta de las naciones» (Jer 1,4-5). Yahvé llamó a Samuel siendo aún niño y, además, mientras estaba dormido (1 Sam 3,1-21). Amós, un pastor de vacas y cultivador de higos en Técoa, en el límite del desierto de Judá, fue tomado por Dios de detrás del rebaño y enviado a profetizar en el reino del Norte: «Yahvé me dijo: ve y profetiza a mi pueblo Israel» (Am 7,14-15). Ezequiel esciHhe llí fue sobre mí la mano de Yahvé y me dijo: Levántaie 1 de la vega y allí te hablaré» (Ez 3,22).

Los profetas auténticos no escogen ellos su oficio; lu ige otro que los envía en misión y, a veces, lo hauii )ntra su deseo, pero no pueden dejarlo: «Ruge el leon
luién no temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizara’ m 3,8). Jeremías en sus «Confesiones» exclama: «Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir, me has agarrado, me has podido... La palabra de Yahvé ha sido para mi causa de oprobio y burlas constantes, y me dije: No volveré a recordarlos, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como un fuego ardiente prendido en mis huesos y, aunque yo me esforzaba para logarlo, no podía» (Jer 20,7-9; cf. 15,18s; 20,14-18).

El carisma profético era un carisma de revelación de rdades, (Am 3,7; Jer 23,18; II Rey 6,12), con el que ios daba a conocer a su pueblo y a los hombres verdades cretas, que ellos no podían descubrirlas por sus propias erzas: el pensamiento y la voluntad divinas, sus designios salvación, su adaptación a las realidades concretas carn antes con el tiempo, sus reprobaciones y amenazas; verides que, a veces, eran incómodas y peligrosas para la a del profeta. Aunque su objeto fue múltiple y variado, as las profecías tendían a un fin único: manifestar la vación divina que se cumpliría en plenitud sólo en la rsona de Jesús (Heb 1,ls).

Los profetas eran entre sí muy distintos: príncipes, stócratas, sacerdotes, agricultores, pastores, una mujer, as profecías cambiaban en función de los tiempos y las cunstancias, pero, sin embargo, tienen una continuidad ma unidad, hay una tradición profética, pues a todos animaba el mismo Espíritu y por todos hablaba el reino Dios, el único verdadero (1 Sam 10,6; Miq 3,8; Os 7; Jer 3,10; Ez 11,5). No decían lo que les indicaban geniales intuiciones, reflexiones sobre las realidades histórico-po1íticas, el profundo conocimiento del corazón humano, o una lenta elaboración psicológica en el subconsciente. Eran la «boca de Dios», la voz de su palabra. Dios hablaba por ellos (Jer 1,9; 15,19; Is 6,6; 59,21; II Sam 23,2).

El profetismo de Israel, junto con el sacerdocio y la realeza, fueron los tres ejes de la vida del pueblo elegido durante siglos. Pero el profetismo no era una institución, glectiva o hereditaria, como las otras dos. Era una gracia dc Dios, un don suyo, objeto de su promesa (Dt 18,14- 19), una iniciativa divina, que la otorgó libremente y la cesó, cuando él quiso en sus inescrutables designios, en ci siglo V a.J.C. El profetismo de Israel es un fenómeno único en la historia de las religiones.

Los profetas exhortaban al pueblo a retornar al ideal de Israel, a ser fieles a la Alianza con Yahvé, a cumplir la Ley expresión permanente de su voluntad; hacían presente la Ley en la vida cotidiana, en las situaciones cambiantes y concretas de la historia, y defendían el monoteismo contra las tentaciones continuas e insidiosas del sincretismo idolátrico, del baalismo fenicio, del culto sideral de los babilonios. «Dios es único y fuera de él no hay otro Dios» (Is 44,4-8).

Denunciaban los pecados y desviaciones, individuales o colectivos, de todo tipo, y les amenazaban con terribles castigos por su mala conducta moral: derrotas, muertes, destierros, dispersiones, la llegada del «día de Yahvé» (Am 5,18; Sof 1,15). Todo ello mezclado con exhortaciones a la conversión al ideal de Israel, a la fidelidad a su Dios. El castigo era una medicina, no un fin en sí mismo.

En concreto fueron especialmente claros y duros con los pecados sociales contrarios a la ley: el lujo excesivo de unos pocos en palacios, vestidos, fiestas, banquetes, joyas, etc., fuente de una vida licenciosa e inmoral, la desigualdad entre los pocos ricos y la inmensa muchedumbre de los pobres, las injusticias, opresiones y explotaciones de los débiles, los esclavos, los forasteros, los huérfanos y las viudas; la venalidad de los jueces en favor de los influyentes, los fraudes de los comerciantes en pesos y medidas, etc. El monoteismo de los profetas era un monoteismo ético, cargado de exigencias morales con los demás.

Igualmente, fueron muy críticos, en nombre de Yahvé, contra la vaciedad, la exterioridad, el formalismo, que presidían el culto, los sacrificios y los rituales del Templo. No implicaban el corazón del hombre, estaban vacíos, no purificaban, no salvaban. ¿Para qué quería Dios unos ritos supersticiosos, ajenos a toda actitud interior y a la preocupación moral? (Am 5,21-25; Os 6,6; Is 1,11-17; Jer 6,20; 7,4; 26,1-5; Miq 6,6-8).

Pero, sobre todo, los profetas anunciaron la salvación para siempre del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad». Desde Amós, los profetas saben que Yahvé es ante todo, salvador. Israel ha roto la Alianza, pero Dios, su autor, no. La última palabra no la tendr el castigo, sino el amor, la misericordia, el perdón, la salvación. Después de Oseas, la doctrina de la alianza S( desarrolla bajo la figura del matrimonio. Es, sí, un con trato, pero que sólo tiene sentido por el amor, que in posibiita el cálculo y abre las puertas del perdón. El amor fuente de la Alianza, es más grande que ella.

Al castigo sucederá la hora de la misericordia, y a la antigua Alianza otra. No será una restauración de la deantes, ya caduca, sino una nueva y eterna «escrita en
interior y en el corazón de los hombres» (Jer 31,31-33); los rociará a los hombres con agua pura para purificarlos de sus inmundicias y basuras, y les dará un corazón
nuevo, les infundirá un espíritu nuevo y les cambiará el corazón de piedra por uno de carne. Así seremos su pueblo y él será nuestro Dios» (Ez 36,16-38).

El culmen del anuncio de salvación definitiva se alcanzó con la promesa de la época mesiánica instaurada por el futuro Mesías. El mensaje esencial de ios profetas mira al fin de la historia, al fin de los tiempos, en que se realizará el acontecimiento absoluto; la encarnación de la Palabra de Dios, la aparición de Jesús, el centro y el fin de la historia.

Los profetas exponían verdades muchas veces incómodas, por lo que su figura era discutida, su misión arriesgada y expuesta a las persecuciones y a un final violento.

La reina Jezabel, pagana, esposa de Ajab, rey de Israel, exterminó a los profetas de Yahvé (1 Rey 18,4.13) y persiguió a muerte a Elías (1 Rey 19,1-3); el rey Manasés derramó mucha sangre inocente en Jerusalén (2 Rey 2,1.16) y, según la tradición judía, Isaías fue una de sus víctimas; Joaquín rey de Judá, acuchilló al profeta Urías y arrojó su cadáver a una fosa común (Jer 26,20-23); frremías sufrió la persecución y el destierro y decía a Yahvé: «la espada ha devorado a los profetas, como león cuando estraga» (Jer 2,30); Nehemías, al recordar la historia del pueblo, resumía: «mataron a los profetas que les conjuraban a convenirse a ti» (Neh 9,26). El mismo Jesús exclamó dolorido a la vista de la ciudad de Jerusalén:
«Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que les son enviados» (Mt 23,37). La muerte era el coronamiento de su misión por la verdad.

Aun el éxito de su predicación no se daba, con ti cuencia, en sus vidas; vendría luego (Is 6,9s; Jer 1,19; 7,2, Ez 3,6s). Sus palabras, que eran las de Dios, transcenh,in los resultados inmediatos, su eficacia era escatológica, tu lativa «a los últimos tiempos», a la salvación definitiva, según S. Pedro, a nosotros. «Acerca de esta salvación indagan e investigaron los profetas cuando anunciaron los bienr que Dios os tenía destinados. El Espíritu de Cristo, alen tando ya en los profetas, les hizo conocer de antemano lo que Cristo había de sufrir y la gloria que después alcanzaría. Y se les reveló que para vosotros, no para ellos, se transmitía lo que ahora os anuncian los que proclaman el mensaje le salvación.., anuncio que los mismos ángeles están desean h contemplar» (1 Ped 1,10-12).


Juan el Bautista


La edad de oro del profetismo fueron los siglos VIII y VII, período de transición en que se pasa del antiguo yavismo al Israel renovado de después del destierro. En el siglo V, con Malaquías, se terminó el profetismo y las voces de los profetas estuvieron calladas durante más de cuatro centurias. En este tiempo, el judaísmo postbabi lónico veló por la ortodoxia de la religión revelada e hizo hincapié en el cumplimiento estricto de la Torá escrita, ampliada con las numerosas tradiciones de los mayores. En los dos últimos siglos antes de nuestra era, los movimientos apocalípticos espiritualizaron la religiosidad de Israel y le insuflaron aliento, horizontes y esperanza en la próxima intervención salvífíca de Yahvé. Por fin, en el reinado del emperador Tiberio surgió un profeta, el último del Antiguo Testamento: Juan el Bautista.

Dios había comunicado a Moisés: «Yahvé tu Dios suscitará de en medio de ti, entre sus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis... pondré mis palabras en su 1rna y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,15-18). Ia.indose en este texto deuteronómico, los judíos creían que espíritu de profecía había de rebrotar como señal de la era mesiánica y esperaban al Mesías como un nuevo Moisés, que Innovaría centuplicados los prodigios del Exodo.

En el siglo V, Dios dijo a Malaquías: «He aquí que yo civío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí. He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que llegue el día de Yahvé, grande y terrible» (Ml 3,1.23). Este texto llevó los judíos al convencimiento de que Elías, que había sido arrebatado al cielo (2 Rey 2,11-13), había de volver y ser el profeta que precedería a la llegada del Mesías.
En este contexto se explica que, cuando aparece Juan vn el Jordán predicando la penitencia, la conversión y bautizando, las autoridades religiosas de Jerusalén le enviasen sacerdotes y levitas a preguntarle quién era, si era Elías o el profeta Jn 1,19-28); o que el pueblo «como estaba a la espera, anduviera pensando en sus corazones acerca de Juan, sí no sería el Cristo» (Lc 3,15).

Jesús aclaró el tema después de la transfiguración en el Tabor. Los discípulos preguntaron: «Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero? y él les respondió: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron... Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista» (Mt 17,9-13). Elias fue el precursor, pero no por sí mismo, sino en la persona de Juan, que vino «con el espíritu y el poder de Elías... para preparar sus caminos» (Jn 1,17.76; Mc 1,2-5).

Juan era un verdadero profeta, como los antiguos. Elegido ya desde el seno de su madre Isabel, como Jeremías y el Segundo Isaías (Jer 1,4-5), en el año quince
de Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Jud. y Caifás Sumo Sacerdote, «le fue dirigida la palabra d Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto y se fue pr toda la región del Jordán proclamando un bautismo J conversión para el perdón de los pecados» (Lc 3,1-4) Vestido de pelo de camello y un cinturón de cuero, manifestaba el sentido presente de la Ley y, por ello fustigaba los pecados del pueblo, de los fariseos, de los saduceos, de los soldados, de los publicanos, y les en señaba lo que tenían que hacer: ser justos con todos generosos con los necesitados (Lc 3,10-14), anunciabai el castigo inminente de Dios y exhortaba al arrepenti miento y a la conversión: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca ya. Convertíos y creed en el mensaje de salvación» (Mc 1,14-15).

Juan fue el más grande de los profetas. No anunció, como los antiguos, que el Mesías, al que dibujaban va gamente, había de venir en una fecha lejana e imprecisa, sino que proclamó su cercanía: «Detrás de mí viene el que es más que yo, y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de su sandalia» (Mc 1,7-8). Más aún, Juan, iluminado por el Espíritu de Dios, designó a Jesús como el elegido de Dios, el Mesías anunciado y esperado: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29-34).

Jesús hizo de él la mayor alabanza: «Cuando salisteis a ver a Juan al desierto, ¿qué esperabais encontrar?... ¿Un profeta? Pues sí, os digo, y más que profeta. A Juan se refieren las Escrituras cuando dicen: «Yo envío mi mensajero delante de mí para que te prepare el camino». Os digo que no hay hombre alguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él... Todos los profetas y la Ley de Moisés anunciaron este reino hasta que llegó Juan. Y, en efecto, Juan es Elías, el profeta que había de venir» (Mt 11,7-15).

Juan era el mayor porque anunció quién era Jesús, a quien presentó «con el hacha preparada para cortar de raíz los árboles que no dieran fruto y echarles al fuego» (Lc 3,9), y «con el bieldo en la mano para limpiar su era, guardar el trigo en el granero y encender una hoguera en que la paja arda sin fin» (Mt 3,12). «El más pequeño, sin embargo, del reino de Dios es mayor que Juan», porque conoce mejor cómo era Jesús, todo amor, misericordia y perdón, y que venía «a salvar lo que estaba perdido», «no a los justos sino a los pecadores». Jesús no vino, en su vida mortal «a condenar, sino a salvar»

Juan, no Malaquías, fue el último profeta y con él se cierra el profetismo del Antiguo Testamento.

 

Jesús de Nazaret

 

La opinión popular, sobre todo de los ambientes de Galilea, coincide en ver en Jesús a un gran profeta. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
«Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» y ellos contestaron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros que Jeremías o algún otro profeta» (Mt 16,13-14; Mc 6,15). Al ver resucitado al hijo único de la viuda de Naín, «el temor se apoderó de todo el pueblo y alababan a Dios diciendo: «Un gran profeta ha salido de entre nosotros» y «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). Después de la multiplicación de los panes y de los peces en la orilla del mar de Galilea, la multitud exclamaba: «Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo» (Jn 6,14). Junto al pozo de Jacob, la samaritana le dice: «Señor, veo que eres profeta» Un 4,19).

         Ya en Jerusalén, en el Templo, la gente que le escuchaba afirmaba:
«Seguro que éste es el profeta que había de venir» Un 7,40); para el ciego de nacimiento, curado milagrosamente por Jesús, «era un profeta» Un 9,17); los sumos sacerdotes y los fariseos no se atrevieron a detenerle «porque tuvieron miedo a la gente, que le tenía por profeta» (Mt 21,46) y, cuando en la entrada triunfal, la ciudad se conmovió y preguntaba quién era, la muchedumbre respondía: «Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea» (Mt 21,11). Los discípulos de Emaús, ya muerto Jesús, le confesaban «un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de los hombres. (Lc 24,19). Sólo los jefes, los sumos sacerdotes y los faris lo negaban: «Examina las Escrituras, le objetaron a Nicodemo, y verás que de Galilea no ha salido jamás ningún profeta» (Jn 7,52; cf. Lc 7,39).

Jesús, sin embargo, nunca reivindicó este título pali sí. Sólo algunas veces aludió incidental e indirectamen u a esta realidad, como cuando en Nazaret sentenció: «Só1o en su patria y en su casa un profeta carece de prestigio» (Mc 6,4; Jn 4,44), o cuando replicó a los fariseos que lu urgían a salir de los dominios de Herodes Antipas, que le buscaba para matarlo: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén> (Lc 13,33).

Pero Jesús en sus enseñanzas asumió el papel de profeta y lo desbordó. Con él, la revelación de las intimidades dc Dios llegó a su plenitud. Sólo él nos manifestó los misterios augustos e inescrutables de la Trinidad de Dios, de la encarnación y redención, de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, del fin último del hombre. El es el lazo y el nudo de todas las verdades reveladas; en él convergen todas las verdades reveladas y alcanzan su plena dimensión. Es el compendio de todos los secretos y planes de Dios.

Jesús, además, tocó todos los temas de la predicación de los profetas antiguos.
Respecto a la Ley, separó la Ley escrita de la oral, de las tradiciones de los mayores, y a éstas las desautorizó cuando contradecían aquélla (Mc 7,1-14); anuló las leyes de la pureza ritual, «pues sólo mancha al hombre lo que sale de su corazón» (Mc 7,14-27); relativizó la observancia del sábado entendida como un valor absoluto superior al hombre y al amor (Lc 6,1-5; 6,6-11...), y, cuando fue necesario, cambió la misma Ley de Moisés (Mt 5; Mc 10,1-11). Pero, sobre todo, Jesús resaltó y ahondó en la verdadera esencia de la Ley: el amor, el amor a Dios y al prójimo, ambos inseparables (Mt 22,37-40). Más aún, redujo toda la Ley a un solo mandamiento, el suyo, el de la nueva Alianza: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).
En cuanto a los abusos morales y a las injusticias sociales, Jesús fue radical. No defendió, es verdad, ningún sistema político u orden social concretos, no dio fórmulas o recetas para implantar la justicia en el mundo, pero sí nos dejó los únicos principios y orientaciones capaces de acabar con los abusos del poder y las injusticias sociales:
ci que tiene el poder, dijo, no debe oprimir, estrujar y despreciar a sus súbditos, como lo hacía el imperio romano, Herodes Antipas, los sumos sacerdotes y los poderosos, sino «ser el servidor de todos», «el último de todos» (Mt 20,24-28); y el que acumula las riquezas no debe darles el corazón, verse como dueño absoluto, sino como administrador de Dios y ser generoso en darlas a los pobres y necesitados (Mc 10,21). Lo predicó y lo cumplió. Toda su vida fue un servir a los demás, él «que no había venido para ser servido sino para servir», y siempre volcó las predilecciones de su corazón en los pobres, en los despreciados, en los más pequeños del mundo.
También fue Jesús muy crítico y despegado con el Templo y sus cultos. Los evangelistas jamás lo presentan, aunque lo hacía sobre todo en grandes fiestas, asistiendo a sus solemnidades y sacrificios; arrojó a los mercaderes y cambistas de los atrios del Templo interesadamente profanado en su destino de ser «casa de oración para todas las naciones. (Mt 11, 15-19); anunció su ruina total «hasta no qtil. piedra sobre piedra»; dejó asentado que, en adelante, « para dar culto a Dios no era necesario subir ni a Jerusalén, ni a Garizín», sino que bastaba cualquier lugar, con tal que se hiciera «en espíritu y en verdad» Jn 4,19-24); nos enseñó que él era el verdadero Templo, el lugar de la presencia Dios y de la unión de Dios con los hombres; y con su inmolación, el único sacrfficio de la nueva Alianza, y la institución del nuevo sacerdocio, dejó sin sentido todos ritos y sacrificios del culto antiguo.

Pero Jesús fue mucho más que un profeta.

Lo específico de las enseñanzas de los profetas era el anuncio de la venida, en un futuro incierto y lejano, leI Mesías, y con él de la era mesiánica, del triunfo de Dios, de la saivacíón definitiva y universal. Ellos anunciaban ti Mesías. Jesús fue el anunciado, el esperado, el Mesías mismo. «En otros tiempo, Dios habló a nuestros ante pasados por medio de los profetas... Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio de su Hijo... que es reflejo resplandeciente de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser (Heb 1,1-3).

Los profetas, además, predicaban en nombre de otro, transmitían lo que les decía el que los enviaba. Continuamente repiten: «así habla el Señor», «Oráculo de Yahvé». Eran sus bocas, sus voces. Jesús, por el contrarió, hablaba en nombre propio: «pero yo os digo», «en verdad, en verdad os digo». No era un in termediario, sino la Palabra misma de Dios. Aquella Palabra <que estaba junto a Dios, que era Dios... y que se hizo carne y puso su morada entre nosotros» Jn 1,1.14)

14.«JESÚS SE OFRECIÓ A SÍ MISMO DE UNA VEZ PARA SIEMPRE» (Heb 7, 27)


Jesús de Nazaret no fue sacerdote según el orden del antiguo Testamento. Ni lo fue, ni podía serlo. Al sacerdocio c accedía no por una elección personal como los escribas, ni por una vocación sobrenatural como los profetas. El .mcerdocio era cuestión de herencia; se nacía predestinado i él. En el pueblo judío, sólo los pertenecientes a la tribu de Leví estaban segregados para el culto divino y, de ellos, unos para el sacerdocio propiamente dicho, los descendientes del levita Aarón, hermano de Moisés, y los demás para iuxiliares en el Templo. Jesús no era hijo de la tribu de Leví, sino de la de Judá. No podía ser sacerdote ni servir ii culto divino. Era un seglar en el pueblo judío, un laico como los demás.


El sacerdocio del Antiguo Testamento


El sacerdote estaba destinado a las acciones del culto para ser el intermediario entre Dios y los hombres. «Es un hombre, nos dice la carta a los Hebreos, escogido
los demás para representar a los hombres ante Dios, otic ciendo dones y sacrificios por los pecados» (Hebr 5, 1). El sacerdocio se da en casi todas las religiones (No tienen sacerdotes aquellas religiones que, como el budismo, el islamismo y actuali-nente el judaísmo, no ofrecen sacrificios).

En los comienzos del pueblo elegido, no había sacerdotes especializados, ni santuarios. Los patriarcas Ab hán, Isaac y Jacob, construían altares con piedras en el lugar en que se les había manifestado Yahvé y sobre elJi sacrificaban sus ganados (Gén l2,7s; 13,18; 22,1-1k,. 26,25; 31,54; 46,1). La tribu de Leví aún era una tribu profana, sin atribuciones sacerdotales, como se ve en 1a bendición de Jacob a su hijo Leví, en la que no apan su destino sacerdotal (Gén 49,5-8).

A partir de Moisés, el gran legislador, que era levita, la tribu de Levita, elegida y consagrada por Dios para estu servicio, se especializó en las funciones cultuales (Ex 32,25-29). Al bendecir Moisés en el monte Nebo, poco antes de morir, a las doce tribus, atribuye ya incumbencias sacerdotales a los hijos de Leví. En adelante, deberían enseñar la Ley al pueblo, ofrecer íncienso ante el rostro de Dios y sacrificar en el altar (Dt 33,8-11). Los levitas serán los sacerdotes por excelencia en los diferentes santuarios Dan, Betel, Silo, Jerusalén... Ello no impedía el que aun en Israel, como en la mayoría de aquellos pueblos, los jefes del clan o el padre de familia ofrecieran personalmente los sacrificios e investieran a sus sacerdotes (Juec 17,5.12; 6,18 29; 13,19; 1 Sam 7,1). A veces eran los mismos reyes los que inmolaban los sacrificios (1 Sam 13,9).

Hasta David la casa levítica sacerdotal más important era la de Elí en Silo (Juec l7,9s; 1 Sam 1,3), pero desde Salomón la primacía pasó a la estirpe sacerdotal de Sadoc (1Rey 1,32-40), del que hasta el siglo II, debían descender, hecho así fue, los sumos sacerdotes.

Con la reforma de Josías en el 621, desaparecieron los antiguos santuarios nacionales y locales, y todo el culto p centralizó en Jerusalén. Los levitas, sacerdotes y auiI lares, monopolizaron el culto del Templo.

En el año 587, Judá fue conquistada por los babilonios desaparecieron la institución monárquica y el Templo. EI sumo sacerdote pasó a ser el guía religioso de la nación aumentó su autoridad y prestigio sobre el pueblo, a lo que contribuyó también la desaparición de los profetas en el siglo V.

Después del exilio, la casta levítica goza ya de la exclusiva indiscutible del culto en el segundo Templo y se jerarquiza rigurosamente. La cima la ocupa el Sumo Sacerdote, el prototipo del sacerdocio, que debe de ser hijo de Sadoc, es el jefe de la teocracia y, desde el siglo VI, deiaparecidos los reyes, es ungido (Lev 8 4,3; 8 12; 16,32); Inmediatamente debajo, están los sacerdotes, descendientes de Aarón y, finalmente, en la escala inferior, el clero bajo, los simples levitas (1 Cron 25-26).

Las funciones de los sacerdotes de Israel eran preferentemente dos: el servicio del culto y el servicio de la palabra, dos formas de mediación. Ellos eran los hombres del santuario. Guardaban el Arca de la Alianza hasta su desaparición en el 587 (1 Sam 1,4; 2 Sam 15, 24-29); presidían las fiestas litúrgicas (Lev 23, 11.20)  y ofrecían los sacrificios, en los que aparecía en plenitud su papel de mediadores.

En cuanto al ministerio de la palabra de Dios contenida en la Torá, que recoge los grandes acontecimientos históricos fundantes de su fe y las cláusulas y los códigos de la Alianza, los sacerdotes la leen al pueblo en la liturgía de las grandes fiestas, y la interpretan y adaptan a circunstancias cambiantes (Jer 18,18; Ez 44,23; Ag 2, 1 Los sacerdotes, además fueron los redactores de la Ley escrita (Esd 7,14-26; Neh 8). Después del destierro Iç Babilonia, con la aparición del judaísmo, proliferan maestros especializados de la Ley, los escribas, se multi plican las sinagogas por todos los pueblos, y los sacerdotç concentran sus servicios en el culto del Templo de Je rusalén.

Los sacerdotes de Israel fueron en su conjunto fieles a su misión y con el culto y la enseñanza mantuvieron  vivas en el pueblo las tradiciones de Moisés y de los profetas. Pero eran hombres, por lo que a veces tuvieron sus fallos, que bien se los denunciaron los profetas.

Ellos les acusan de no conocer a Dios (Jer 2,8), de olvidarse de las enseñanzas del Señor (Os 4,6), de idolatría (Jer 2,26-27; Os 4,4-11), de profanar lo santo y violar la Ley (Sof 3,4), de aprovecharse materialmente del altar y del Templo (1 Sam 2,12-17; 5,1-7; 69), de ofrecer pan impuro, reses ciegas, cojas, enfermas (Mal 1,6-9), de con taminarse, en los santuarios locales, con usos cananeos (Os 4,7-11), de enseñar por salario (Miq 3,11), de impiedad y maldad (Jer 2,26s; 23,11), de infamias y violencias (Os 6,9).

Los profetas les recordaban el ideal sacerdotal y sus obligaciones: pureza en el culto, fidelidad a la Torá, santidad en su vida. Y, como el hombre sólo no podía alcanzar aquella meta, los profetas anunciaban, para los últimos tiempos, la restauración del sacerdocio y la llegada un sacerdote fiel. «He aquí, decía Malaquías, que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí y enseguida vendrá
su Templo el Señor a quien vosotros buscáis y el ángel de la Alianza, que vosotros deseáis. . . .Purificará a los hijos  Leví y los acrisolará como el oro y la plata, y serán para Yahvé los que presenten la oblación en justicia. Ennces será grata a Yahvé la oblación de Judá y de Jerusalén como en los días de antaño, como en los años antiguos» (Mal 3,1. 3-4).

El pueblo esperaba al sacerdote fiel, que había de venir it lado del Mesías, hijo de David (Zac 4,11-14; 6,12-13; 3cr 33,17-22), al igual que los esenios de Qumrán, que puardaban la llegada de dos Mesías, uno sacerdote y otro rey.

¿Quién sería aquel nuevo sacerdote?

 

Los sacrificios

 

Los sacrificios eran ofrendas presentadas a Dios, un «don», minbah, una entrega de los propios bienes, gorban, que solían ser ganado mayor y menor, bueyes, corderos, aves, tórtolas, pichones y frutos del campo, harina, vino, aceite de oliva. Esta costumbre de dar lo suyo a la divinidad responde a lo más hondo del corazón y de la psicología humana. Es la manera sensible de expresar la adoración, el agradecimiento, el deseo de entregarse, de unirse en comunión con Dios, de alcanzar sus bendiciones, de aplacar al Señor y expiar por las propias culpas y pecados. Los sacrificios eran cruentos e incruentos y los primeros podían ser de tres clases.

         El sacrificio de comunión, selamin, se ofrecía en acion de gracias o para alcanzar nuevos favores de Dios. Presentaban las ofrendas personas ya reconciliadas con Dios para resaltar la amistad y comunión con él y la grasa entrañas de las víctimas se quemaban en honor de Yavhe el pecho y las piernas se reservaban para el sustento de los sacerdotes y de sus familiares, y el resto lo comían sus oferentes en compañía de sus hijos, hijas, siervos y forasteros, huérfanos y viudas invitados (Lev 7,lls; Dut.12,12.18; 16,11s).

El tercero era el sacrificio de expiación por el pecados que llevaba unida la idea de reconciliación entre Dios el pecador. Una parte de la víctima se inmolaba en el altar, otra era para el sacerdote y el resto se quemaba en des poblado, «fuera del campamento», en un vertedero d cenizas. El oferente imponía la mano sobre la cabeza del animal para simbolizar la transmisión de la culpa. El gran día de la expiación, el Yon Kippur, el sumo sacerdott ofrecía el sacrificio expiatorio por todo el pueblo, imponia su mano sobre la cabeza de un macho cabrío que era abandonado vivo en el desierto (Lev 16,1-10).

Con el tiempo, desgraciadamente, los sacrificios deon de ser símbolos del estado interior de los espíritus,  les dio un valor por sí mismos, y pasaron a sustituir la wrdadera religiosidad, la piedad interior. Hipocresía rebiosa de quienes se creían en amistad con Dios porque .tiilizaban ciertos ritos cultuales, con pésimas disposicioecs internas, despreciando sus deseos elementales: el amor al prójimo y la justicia social con los más pobres y necesitados. Contra esta mera exteriorización de los sacrificios, que tenía ya algo de práctica supersticiosa, levantaron también sus voces los profetas.
Yahvé, por sus voces los profetas, manifsetó su desprecio por aquellas fiestas, sacrificios, salmodias y canciones (Am 5,21-23), su hartura por los holocaustos de carneros, el cebo de los cebones y la sangre de los animales, y su aborrecimiento y detestación por el humo de ks inciensos, los novilunios, los sábados, y los torrentes de aceite (Is 1,10-15; Miq 6,6-7). No oye vuestras plegarias, repetían los profetas, ni mira vuestros brazos extendidos, «porque vuestras manos están llenas de sangre» (Is 1,15); «vuestro amor es como nube mañanera y como rocío matinal» (Os 6,4).

Dios no podía aceptar aquellas ofrendas que no ten a más valor que el de ser puros símbolos externos de un.i actitud interna y sincera de los espíritus, si las hahian separado y vaciado de este significado. ¿Qué era lo qi agradaba a Dios? Oigamos a sus profetas: «Fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como un arroyo perenne» (Am 5,24). «Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocausto» (Os 6,6; cf. 2,21; 14,3). «Lavaos, limpiaros, quitad fechorías, no hagáis mal. haced el bien, buscad lo justo, dad su derecho al opti mido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,15-20). «Se ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahvé reclama de ti: sólo que practiques la equidad, que ames la piedad y que camines humildemente ante el Se ñor» (Miq 6,8).

De este clamor de los profetas se hicieron eco los historiadores y los salmistas:
«Acaso Yahvé se complace con los holocaustos y los sacrificios como con la obediencia a la palabra de Yahv Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad q11 la grasa de carneros» (1 Sam 15,22). «No te reprocho tus sacrificios.., pero no aceptaré un becerro de tu casa, ni un cabrito de tus rebaños... el orh y cuanto lo llena es mío, ¿comeré yo carne de toros, beber: sangre de cabritos? Ofréceme un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro yo te libraré y tu me darás gloria» (Salm 49,8-23; Salni 50,12-19).

 

Evidentemente Dios no quiere nuestras cosas, sino a nosotros.
El profeta Malaquías anunció en nombre de Dios, harto de aquel culto vacío y sin espíritu, un nuevo sacrificio. «No me es grata la oblación de vuestras manos. Desde donde sale el sol hasta el ocaso, grande es mi nombre entre las naciones y en todo lugar se ofrece a mí un sacrificio de incienso y una oblación pura» (Mal 1,10-11; cf. Jer 3,9).

¿Cuál sería aquel sacrificio de la era mesiánica? Jesús sacerdote y víctima
El autor de la carta a los Hebreos pone en boca de Jesús los versículos del salmo 39: «Por eso dice Cristo al entrar en el mundo: <Tú, ¡Oh Dios! no has querido las ofrendas ni los sacrificios; en su lugar me has formado un cuerpo. No han sido de tu agrado ni los holocaustos ni las víctimas expiatorias>. Entonces dije: <Aquí vengo yo para hacer tu voluntad>. Así está escrito en el libro acerca de mí»
(Hebr 10,5-7).

El ideal de la vida de Jesús fue hacer la voluntad de su Padre, realizar la misión para la que le había enviado: revelar a los hombres el verdadero rostro de Dios, mostrarles el camino que conduce a él, reconciliarles con él, salvarles y liberarles, y ofrecerles un modelo, un sentido y una esperanza para sobrellevar las cruces de esta vida.
El himno a los Filipenses condensa también la tra yectoria de Jesús: «Cristo Jesús... a pesar de su condición divina tomó la condición de esclavo y... hombre entre los hombres, se anonadó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz»
(Fil 2,6-8).

Jesús sabía muy bien que para Dios: «Mejor es obedecer que sacrificar;
mejor es la docilidad que la grasa de carneros» (1 Sam 15,22).

Ofreció el sacrificio de no hacer su voluntad, sino de acatar la del que le envío, aunque ello le llevara hasta morir en la cruz y derramar aun la última gota de su sangre.

Es verdad que Jesús en su predicación jamás se atribuyó a sí mismo la dignidad de sacerdote, pero también lo es que miró su muerte y habló de ella como de un sacrificio, que presentó envuelto en alusiones y figuras del Antiguo Testamento.
En primer lugar, él, como todos los profetas, rechazó la vaciedad de los sacrificios del Templo, cuando dijo a los fariseos: «Id y aprended qué significa aquello: <Yo no quiero que me ofrezcáis sacrificios, sino que seáis misericordiosos» (Mt 9,13; 12,7).

En otra ocasión, Jesús advirtió a los suyos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en pago por la libertad de todos los hombres» (Mt 10,45; 14,24). Clara alusión al Siervo de Yahvé, cuyo sacrificio expiatorio salvó a muchos (Is 52,13-53, 12).

Poco antes de su última Pascua, él, que sabía que «había llegado la hora de ir a su Padre» Jn 13,1), dijo a sus discípulos: «Como sabéis, dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen» (Mt 26,2.12).
Al celebrar la Pascua, en que se comía el cordero previamente sacrificado en el Templo, Jesús, que era «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» Un 1,29), realizó aquella figura de la liberación de Egipto, al ofrecerse e inmolarse por la salvación de todos.

Acabada la cena, «tomó en sus manos una copa, dio gracias a Dios y la pasó a sus discípulos. Todos bebieron de ella y él les dijo: «Esto es mi sangre de la Alianza y que va a ser derramada en favor de todos» (Mc 14,23- 24). Jesús alude a Moisés, quien, al ratificar la Alianza en el Sinaí, derramó la mitad de la sangre de novillos sacrificados sobre el altar y con la otra mitad roció al pueblo y dijo: «Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros» (Ex 24,1-8). Antes de levantarse de la mesa, oró: «Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo sea glorificado en ti» Un 17,1). En la oración sacerdotal, se ofreció y pidió por los hombres.

Jesús ofreció a su Padre el sacrificio de alabanza de su obediencia, de su amor y de su fidelidad a él y a todos los hombres. El se inmoló a sí mismo; fue la víctima de su sacrificio, realizado en el templo del universo para la salvación y liberación de todos. El fue fué sacerdote y la víctima. Sacrificio perfecto, de valor infinito, pues fue ofrecido por Jesús, la Palabra de Dios hecha hombre.

El es el sacerdote sumo y eterno, el Cordero de Dios que se inmola por todos, el verdadero Siervo de Yahv su sangre la de la nueva y eterna Alianza. El antiguo sacerdocio, sus múltiples sacrificios, no fueron más que símbolos y figuras de este sacrificio nuevo y único en el que aquéllos se realizaron en plenitud.


Los escritos del Nuevo Testamento


Los apóstoles, los primeros cristianos y ios escritos neo- testamentarios, vieron en Jesucristo al nuevo sacerdote y a su muerte como un holocausto. Ni Pedro, ni Pablo, ni Juan, le llamaron «sacerdote» explícitamente, pero todos ellos presentan la muerte de Jesús como el sacrificio del Siervo, del Cordero, como la sangre de la nueva Alianza.

Pedro escribe: «Cristo no cometió pecado ni se encontró mentira en sus labios» (1 Ped 2,22), cita de Isaías, cuando describe al Siervo de Yahvé (Is 53,9); «Habéis sido liberados... no con bienes caducos de oro y plata, sino con la sangre de Cristo; una sangre preciosa, como de Cordero sin mancha y sin tacha» (1 Ped 1,18-19), y desea que los cristianos «sean purificados con su sangre» (1 Ped 1,2).
Para Pablo la muerte de Jesús es el acto supremo de su libertad, un acto profundamente sacerdotal, el sacrificio por excelencia, que él mismo ofreció.
«Eliminad todo resto de la vieja levadura; vosotros debéis ser panes pascuales, de masa nueva y sin levadura, porque Cristo, que es la víctima pascual, ya ha sido sacrificado» (1 Cor 5,7).

«Ahora Dios, por la muerte de Cristo, nos ha restablecido en su amistad... siendo enemigos, Dios nos reconcilió consigo mediante la muerte de su Hijo» (Rom 5,9-10; 2 Cor 5,19).

«Dios restablece en su amistad — a los creyentes — de una manera gratuita, poniéndolos en camino de salvación por medio de Cristo Jesús. De la muerte sacrifical de Cristo, Dios ha hecho, para el que cree, instrumento de perdón» (Rom 3,24-25).

«Con la muerte de su Hijo, Dios... nos libera y nos concede el perdón de los pecados» (Ef 1,7; 2,16). «Por él se reconcilian en Dios todos los seres... mediante la muerte de Cristo en la cruz... por la muerte que Cristo ha sufrido en su cuerpo mortal, Dios ha hecho la paz con vosotros» (Col 1,20-22).

Juan es menos explícito, pero relata la pasión como un acto sacrificial, que abre con la oración sacerdotal y en la que como sacerdote se ofrece a sí mismo como la mediación eficaz a la que aspiraba el antiguo sacerdocio.

El único que llama a Jesús clara, explícita y reiteradamente, sacerdote es el autor desconocido de la carta a los Hebreos. Escrita antes de la caída de Jerusalén y de la destrucción del Templo en el 70 dj.C., es una exhortación a los judíos convertidos a la fe en Jesucristo, y que se encontraban en peligro de apostatar y de volver al judaísmo a causa de las persecuciones, tormentos, encarcelamientos y expolio de sus bienes por su nueva fe (Hebr 10,32-34).

El autor anónimo les anima a permanecer fieles a su fe en Jesucristo (11,1-12.25) y para ello, después de afirmar que Jesucristo es la perfecta revelación de Dios (1, 1 3), les demuestra, con citas del Antiguo Testamento, su absoluta superioridad sobre los ángeles (1,4-2,18), sobo. Moisés y Josué (3,1-4,13), sobre el sacerdocio levítico (4,14-7, 28), sobre la antigua Alianza (8,1-9) y sobre los sacrificios del Templo (10,1-31).

Le llama «sumo sacerdote que penetró en los cielos, esús, el Hijo de Dios» (4,14), «santo, inocente, incon taminado» (7,24-26), capaz de compadecerse de nuestras debilidades al haber pasado las mismas pruebas que no sotros, excepto la del pecado (4,14- 15) y haber aprendido en la escuela del dolor lo que cuesta obedecer (5,8).

Jesús es el sacerdote que Dios había prometido con juramento: «El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec»
(Salm 109,4).

Melquisedec, rey de Salem y sacerdote eterno del Altísimo, no sólo bendijo a Abrahán, sino que recibió de él el diezmo de su botín. Luego era superior, como son superiores el sacerdocio y sacrificio de Jesús, «según el orden de Melquisedec», al sacerdocio y los sacrificios aarónicos, levíticos, del Templo (7,1-28).
En Jesús surge un nuevo y eterno sacerdocio, que abolió el antiguo por inútil e insuficiente. Nuevo sacerdocio eficaz, de valor infinito y único, pues «lo hizo —se ofreció — de una vez por todas inmolándose a sí mismo» (7,28).

El sacrificio de Moisés era una sombra del de Jesús. Aquellos sacrificios de sangre de toros y de machos cabríos habían de repetirse cada año, pues eran incapaces de hacer perfectos a los hombres y limpiar sus culpas (8,1-2). El sacrificio de Jesús, en el que ajustó su voluntad a la de Dios al ofrecer su propio cuerpo una vez por todos, nos limpia del pecado y consagra a Dios (10, 10.14). Sólo Jesús cs el gran sacerdote, que nos limpia la conciencia de pecado y baña el cuerpo en agua pura, lo que nos permite acercarnos a Dios con corazón sincero y lleno de fe
(10,22).

Jesús, «que comparte por siempre el poder soberano de Dios» (10,12), «permanece para siempre y su sacerdocio es eterno» (7,24). «Sólo él puede salvar de forma definitiva a quienes por él se acercan a Dios y vive siempre intercediendo por nosotros» (7,25), desde el trono de Dios y desde nuestros altares, en los que «desde donde sale el sol hasta el ocaso» se perpetúa el sacrificio único, de valor infinito, de Jesús de Nazaret.

 

15.«TÚ ERES EL MESÍAS!» (Mc 8,29)


El Mesías


La palabra Mesías procede del hebreo mashíah, «ungido», cuya traducción griega es Xristos, de donde viene, en latín y en castellano, Cristo.

La expresión «ungido», Mesías, se aplicaba inicial- mente sólo al Rey. Unicamente él, que había recibido de Yahvé la misión de guiar y gobernar al pueblo de Israel (Ex 28,41; 1 Sam 2,35), era ungido con aceite para simbolizar la penetración en él del Espíritu de Dios necesaria para que realizara su cometido.
Las Sagradas Escrituras nos relatan la unción de ios primeros reyes. Saúl, el primer rey de Israel, era un joven apuesto, gallardo, más alto que nadie, de la más pequeña de las doce tribus, la de Benjamín. Un día, en que buscaba las asnas perdidas de su padre Quís, acudió al vidente Samuel. Este, advertido por Dios, derramó sobre su cabeza el cuerno de aceite, le besó y le dijo que le había ungido como caudillo del pueblo para que lo guiara y lo liberara de sus enemigos (1 Sam 9-10,1).

El mismo Samuel, antes de la muerte desastrosa de Saúl en ios montes de Gelboé (2 Rey, 31,1-13), ungió a un hijo de Jesé de la tribu de Judá, llamado David. Era ci más pequeño de sus ocho hermanos. Estaba pastoreando los rebaños de su padre y Yahvé dijo al profeta, cuando se presentó: «Levantate y úngelo, porque éste es mi elegido». Samuel derramó sobre su cabeza el aceite de oliva y desde entonces el Espíritu de Yahvé reposó sobre aquel joven rubio, de bellos ojos y hermosa presencia (1 Sam 16,1-13; cf. 2 Sam 2,4; 5,3).

Su hijo Salomón, aún en vida de David, fue ungido en Jerusalén junto a la fuente de Guijón por el sacerdote Sadoc, el profeta Natán y Benías, jefe de la guardia, para anticiparse a las pretensiones al trono de su hermanastro Adonías, a quienes apoyaban Joab, sobrino del rey y jefe de los ejércitos de David, y el sacerdote Abiatar (1 Rey 1,5-2,40).

Todos los reyes de Judá recibían, en el momento de su coronación, la unción que les constituía en lugartenientes de Dios (II Rey 11,12; 23,30), un personaje sagrado, al que todo fiel debía respeto religioso (1 Sam 24,7.11; 26,9.11.16.23; II Sam 1,14.16), pues era el instrumento de Dios para cumplir sus designios sobre el pueblo. Los reyes con frecuencia se comportaron indignamente.

Con la conquista babilónica del reino de Judá y la destrucción del Templo de Salomón en el 587, desaparece la dinastía davídica y la institución monárquica. Crece el prestigio del sumo sacerdote, que en adelante será el guía religioso y civil de la comunidad y, por ello, comienza a ser ungido (Lev 4,3.5.16; II Mac 1,10) como el «Mesl,I%. actual, al igual que ios antiguos reyes (Dan 9,25)2. unción se extendió más tarde a todos los sacerdotes.

Ultimamente, el término «Mesías» se utilizaba sol todo para designar aquel personaje esperado que haln.i sido prometido al pueblo como su liberador.


El Mesías esperado


A partir de la profecía de Natán al rey David, la palahi.i «Mesías» se usaba no sólo para nominar al rey de turin dejudá, sino también, ya partir del destierro con exclt sividad, a un personaje futuro, del linaje de David, en u! que se concentraban todas las esperanzas de salvación liberación del pueblo.

David decidió subir el Arca de la Alianza de la casi de Obededón a la ciudad de Jerusalén y deseaba edificarl allí una casa, un Templo. Yahvé, agradecido, le promelu por boca del profeta Natán que le levantaría una casa, es decir, una dinastía, que sería eterna (II Sam 7,12-16).

«Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de tí la descendencia quu saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de tu realeza. Yo seré para él un padre y él será conmigo un hijo. Si hace mal, lo castigaré,... pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl... Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente» (2 Sam 7,12-17; cf. Salm 88,25-38).

(Las Escrituras nos hablan de la unción de Aarón (Ex 29,7; 30,22-23;
Salm 133,2), unción que luego se extendió a los simples sacerdotes, pero estos relatos pertenecen a escritos tardíos, postexfficos, de origen sacerdotal, que ru trotrayeron el rito hasta Aarón para resaltar la categoría del sumo sacerdote).

Esta profecía es la primera manifestación del meanismo real. En adelante, el pueblo, apoyado en esta romesa, cree en la perpetuidad de la dinastía de David. ás tarde, los profetas, testigos de las infidelidades y abominaciones de los Mesías davídicos reinantes, orientnn la esperanza de Israel hacia un futuro rey ideal, el Mesías.

El desconcierto fue inmenso y la fe fue sometida a una terrible prueba, cuando cayó Jerusalén y el rey Se- decías, el ungido del Señor, fue hecho prisionero, le lacaron los ojos, después de degollar a sus hijos a su vista y, encadenado, lo llevaron a Babilonia (2 Rey 25, 1-7). Ni siquiera a la vuelta del destierro, Zorobabel descendiente de David fue coronado rey, como lo vaticinaba el profeta Zacarías (Zac 6,9-14; 8,9.39.52). ¿Dónde estaba la promesa hecha a David sobre la perpetuidad de su dinastía? Pero la fe fue más fuerte que la duda, se adaptó a las circunstancias y nacieron, de las diferentes interpretaciones de la promesa, varias ten- ciencias sobre el futuro Mesías.

El profeta Ezequiel ve al Mesías futuro como un nuevo David bajo la figura de un pastor: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un sólo pastor que apacentará las ovejas, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yahvé, he hablado. Concluiré con ellos una Alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces» (Ez 34,23).

El Deuteroisaías nos presenta como futuro salvador, como el Mesías, a un misterioso siervo de Yahvé, víctima inocente que con sus sufrimientos y muerte por nuestros pecados traerá la liberación para todos (Is 52,13-53,12).

 Muchos siguen esperando anhelantes en un descn diente de la dinastía de David, que reinará sobre Israel lo liberará y conquistará el mundo. Todos los pueblos naciones subirán a Jerusalén a adorar a Yahvé. Esta esperanza se avivó con la instauración de la dinastía judia de los Macabeos, pero decayó con su triste fin y la ocupación romana.

El grupo de los apocalípticos suspiraban por un Mesías más bien espiritual. La profecía de Daniel daba alas a sus esperanzas (Dan 7,13-14). El Mesías sería el Hijo del hoin bre, un ser sobrenatural, que enviado por Dios, implan taría el reino de los Santos en un mundo nuevo, despu de la destrucción del presente.

Los esenios de Qumra’n, marcados por un influjo sacerdotal preponderante dados sus orígenes, y apo yados en ciertos textos proféticos que asociaban la rea leza con el sacerdocio en los últimos tiempos (Jer 33,14 18; Ez 45,1-8; Zac 4,1-14; 6,13), aguardaban la venida de dos Mesías: uno sacerdote, que tendría la preerni nencia, y otro rey, que se ocuparía de los asuntos temporales.

En los tiempos de Jesús, los fariseos, los zelotes y la mayoría del pueblo esperaban al Mesías político, nacio nalista, liberador de la opresión romana. Poco eco había tenido el Mesías pastor, o el Siervo de Yahvé. Los fariseos pretendían acelerar la venida del Mesías con su pacient y perseverante fidelidad a la ley de Moisés. Los zelotes, por el contrario, más ejecutivos e impacientes, recurrían a la violencia y a las armas contra el poder romano. En la sublevación del 135 d.J.C., proclamaron Mesías al caudillo del levantamiento.

 

Jesús, el Mesías esperado

 

Los profetas anunciaron con insistencia la llegada de un Mesías y de la era mesiánica para un tiempo futuro e preciso y lo describieron con rasgos vagos, oscuros, misteriosos. Sin embargo en sus escritos y oráculos podemos espigar unos cuantos rasgos más concretos que rfilan la personalidad y la vida del Mesías venidero. Veamos cuáles fueron y comprobemos si se cumplieron todos ellos en Jesús de Nazaret y sólo en él.

En primer lugar oigamos al profeta Miqueas exclamar: «Mas tú, Belén Efrata, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de tí me ha de salir aquél que ha de dominar en Israel... él se alzará y pastoreará con el poder de Yahvé... se asentará bien, porque entonces se hará él grande hasta los confines de la tierra» (Miq 5,1-3).

Los dos evangelistas de la infancia de Jesús, Mateo y Lucas, nos informan de que nació en Belén: «Nacido Jesús en Belén deJudá, en tiempos del rey Herodes, unos magos que venían de oriente se presentaron en Jerusalén» (Mt 2,1). Lucas nos relata el por qué José y María subieron de Nazaret a Belén y cómo nació allí Jesús: «Subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la Ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, se cumplieron los días del alumbramiento y dió a luz a su hijo primogénito y lo acostó en un pesebre» (Lc 2,1-7).

El profeta Natán predijo que el Mesías nacería del linaje del rey David, cuando, en el oráculo antes citado, le comunicó que de sus entrañas vendría aquél cuyo trono y reino permanecerían eternamente (2 Sam 7,12-16).

Todo Israel, antes del destierro, esperaba que el futun Mesías descendería de David y, aun después de la vue1i de Babilonia, la mayoría permanecía en esta creencia.

Y Jesús era del linaje de David.

El ángel que se apareció en sueños a José le dijo: «Josc, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer> (Mt 1,22).

Y el ángel de la anunciación dijo a María: «No temas. María, porque has hallado gracia delante de Dios, vas concebir en el seno y vas a dar un hijo, a quien pondnis por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1,30-33).

Lucas y Mateo nos presentan «el libro de la generaciól de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán» y en las dos genealogías figura David como su antepasado (Mt 1 ,> y Lc 3,31-32).

Por hijo de David tenía a Jesús el pueblo, como se desprende de los gritos de los ciegos de Jericó: «Señor, hijo de David, ten compasión de nosotros» (Mt 20,29-34: 9,27) y las aclamaciones del pueblo en la entrada triunfal en Jerusalén: «Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 20,9).

El profeta Isaías, dirigiéndose al rey Ajaz le predice: «El mismo Dios va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar un hijo y le pondrá poi nombre Emmanuel» (Is 7,14), que significa «Dios con nosotros» (El término hebreo almah, «doncella», designa una joven recién casada sin concretar más. El texto griego de los LXX lo traduce por «virgen», y es un testigo de alto valor, al ser del siglo III an.C., de la antigua interpretación judía, según la cual la concepción del Mesías sería virginal).

Isaías habla inmediatamente del nacimiento de un hijo dci rey Ajaz, pero, por la solemnidad dada al oráculo y ci sentido estricto del nombre dado al niño, se presiente que Isaías atisba en ese nacimiento real una intervención de Dios encaminada al reino mesiánico definitivo. Muchas veces los profetas comprendían el sentido inmediato de sus oráculos proféticos, pero no alcanzaban el sentido profundo que Dios daba a aquellas realizaciones directas y presentes.


Jesús de Nazaret fue concebido y nació virginalmente.


El evangelista Mateo nos cuenta las angustias e incertidumbres de José, con quien estaba desposada María, ya que, «antes de empezar a vivir ellos juntos, ella se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». José había decidido repudiarla en secreto, cuando el ángel se le apareció en sueños y le tranquilizó: «José, .. .no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel», que traducido significa: «Dios con nosotros» (Mt 1,18-25).
En el relato de Lucas vemos a María en Nazaret, quien, al anunciarle el ángel un hijo, se turba y pregunta: «Cómo será eso puesto que no conozco varón?». El ángel le responde: «El Espíritu santo vendrá sobre tí y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo h Dios» (Lc 1,26-38).

Además Isaías predijo que se llamaría Emmanuel, qtic significa «Dios con nosotros» (Is 7,4; Mt 1,23).

Jesús fue, y es, el verdadero Dios con nosotros. Yahvé, en su encuentro con Moisés en el Sinaí, se autodefinió: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), lo que si nificaba para los hebreos: «Yo soy el que está con yo sotros», a vuestro lado, a vuestro favor, para protegen s, para ayudaros. Jesús «era la Palabra de Dios, y la Palahr,i era Dios... y la Palabra acampó entre nosotros» (Jn 1,1.14 Jesús, Dios y hombre, Dios hecho carne, vivió entre no sotros «como un hombre cualquiera» (Fil 2,7). Se anonatl y tomó la condición de esclavo para estar con nosotros para manifestar en su humanidad, en un lenguaje asc quible a los humanos, cómo era el Padre y el camino qiti. conduce a él. Toda la vida la pasó junto a lo más pobn. y desconsiderado de la sociedad, entre la gente del puehk sencillo. Y, aun ahora, que está sentado a la derecha dul Padre, sigue, como nos prometió «con nosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20; Ji’ 14,18-21) y «allí donde estén reunidos dos o tres en su nombre» (Mt 18,20).

En Jesús se cumplieron las profecías de que el Mesías sería concebido virginalmente, nacería en Belén, sería hijo de David y el Emmanuel, «el Dios con nosotros», pero los profetas también nos dejaron un boceto de cómo y quién iba a ser el Mesías.

El profeta Zacarías anima a Jerusalén: «Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a tí tu rey, justo y vic torioso, humilde y montado en un pollino, cría de asna..  proclamará la paz a las naciones; su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10).

«El Mesías, según Zacarías, será aní, «humilde» y su reinado pacífico. Jesús en su vida toda fue justo y pacífico, no vino a traer la opresión sino el amor, hizo justicia a los pobres, rechazó continuamente la violencia, y se puso como modelo de mansedumbre y de humildad. En la entrada triunfal del domingo de Ramos en Jerusalén, lejos del boato de los reyes históricos y de los esplendores de los emperadores romanos, entró sentado en un pollino, sobre el que aún no había montado hombre alguno» (Mc 11,1-6).

El profeta Ageo, al contemplar terminado, hacia el 520 a.J.C., el segundo Templo, inferior en belleza, riqueza y rnonumentalidad al primero de Salomón, exclamó lleno de gozo.

«La gloria de este segundo Templo será mayor que la del primero —dice el Señor—. En este sitio daré la paz» (Ag 2,9). En estas palabras vieron los judíos una alusión al Mesías venidero. Jesús frecuentó este segundo Templo de Zorobabel, engrandecido y enriquecido posteriormente por Herodes el Grande. El Templo fue arrasado e incendiado en el año 70 d.J.C., en la toma de Jerusalén por Tito. Luego el Mesías vino ya y fue Jesús.

En pleno destierro de Babilonia, Ezequiel oyó la palabra de Yahvé y profetizó contra los pastores de Israel, los jefes civiles y religiosos, por no haber apacentado al rebaño, sino haberse aprovechado de él en su provecho propio, haberlo dominado con violencia y dureza, por lo que las ovejas se dispersaron y convirtieron en presa de las bestias del campo. Yahvé promete que él mismo cuidará y velará por él y anuncia, por el profeta, la lleiJa de un Mesías bajo la figura de un pastor: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pasif que los apacentará, mi siervo David (un descendeiii suyo). El las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, S(h su Dios y mi siervo David (el Mesías) será príncipe et medio de las ovejas» (Ez 34,23-24).


Jesús fue el pastor de Ezequiel.


Se llenaba de compasión al ver las multitudes «qiw vagaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34); dejaba las noventa y nueve ovejas en el redil para ir a buscar la oveja perdida y, encontrada, la curaba alegre y la llevaba sohr’ sus hombros (Lc 15,4-7). El mismo nos dijo: «Yo soy c.I buen pastor que llama a sus ovejas una por una y va delano.’ de ellas y le siguen porque conocen su voz. Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia... El buen pastor da la vida por sus ovejas... También tengo otras ovejas que no son de este redil también éstas las tengo de conducir y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» Un 10,1-18).
Jesús, lejos de aprovecharse de sus ovejas, dio la vida por ellas para que tuvieran vida abundante.

El Deuteroisaías pone en la boca del futuro Mesías estas palabras:
«El espíritu del Señor Yahvé está sobre mí por cuanto me ha ungido (Mesías). Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, a preparar el año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los que lloran» (Is 61,1-2).

Jesús, después de los cuarenta días de ayuno en el desierto, vino a Galilea, a su pueblo Nazaret. Allí, como era sábado, fue a la sinagoga, donde leyó el pasaje citado de Isaías4. Después se sentó y, ante las miradas fijas de todos sus compatriotas, dijo: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,14-24; cf. Lc 7,18-23).
El mismo Jesús nos dijo que él era aquel ungido de Yahvé, es decir, aquel Mesías que anticipaba el profeta.

Nos basta abrir los Evangelios por cualquiera de sus páginas y nos encontraremos con el amor, la ternura, la predilección que Jesús derrochó con los pobres, con los despreciados de la sociedad, con los enfermos, con los que sufren en su corazón, con los pecadores. Toda su vida fue consolar y liberar de los pecados, de los prejuicios, de los errores, con la luz de la verdad de Dios.

Siglos antes, Isaías, iluminado por Dios, había lanzado una bella profecía:
«El pueblo que andaba en tinieblas vió una luz intensa. A los que vivían en tierra de sombras una luz brilló sobre ellos.., porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el imperio y se llamará <Maravilla de Consejero>, <Dios fuerte>, <Padre perpetuo>, <Príncipe de la paz>. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia» (Is 9,1.5-6).

Jesús es esa gran luz, como lo dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en 4. Jesús omitió, al citar a Isaías, aquel versículo: «día de venganza de nuestro Dios». Consciente de su misión en esta su primera venida, lo suprimió a sabiendas. El venía no a «juzgar, Sino a salvar al mundo» n 3,16-17).
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» Un 8, 12i Todos los títulos dados por Isaías son perfectamente a cables a Jesús tan lleno de sabiduría, de valor, fortah,.i y libertad, tan amoroso con todos, tan pacífico y pacih cador, tan justo y equitativo. Con razón la liturgia navi deña aplica todos estos títulos a aquél que nació en Bekn
Y el mismo Isaías profetiza refiriéndose al futuro Mesías: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y un retoiu brotará de sus raíces. Reposará sobre él el espíritu (h Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu (lu consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de respeto du Yahvé’... No juzgará por apariencias, ni senteciará solo de oidas, juzgará con justicia a los pobres y sentencia ri con rectitud a los desamparados de la tierra» (Is 11,1-4).

Son los siete dones del Espíritu Santo de los que Jesiis estuvo rebosante. En las orillas del Jordán, después del bautismo, «cuando salía del agua, Jesús vió que el cielo se abría y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma y oyó una voz del cielo que decía “Tú eres mi hijo amado; en tí me complazco”» (Mc 1,9-11). El Espíritu de Yahvé reposó sobre él, le colmó de sus dones y de sus frutos.
Jesús nació del tocón de Jesé, cuyo tronco y cuyas ramas habían sido taladas en el 587, al caer para siempr la dinastía davídica. «El espíritu profético —dice en una nota la Biblia de Jerusalén— confirió al Mesías las virtudes eminentes de sus grandes antepasados: la sabiduría e inteligencia de Salomón, la prudencia y la bravura de David, el conocimiento y el temor de Yahvé de los Patriarcas y Profetas: Moisés, Jacob y Abrahán». Todos conocemos, también, su justicia con los pobres y los desechados, que cra predilección por ellos para nivelar la injusticia con que el mundo les trataba.

Daniel, que escribió su libro en el siglo II a.J.C., en tiempos de la persecución de Antioco IV Epifanes, nos describe en una de sus grandiosas visiones:
«Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve, los cabellos de su cabeza puros como la lana... Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él... Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he aquí que las nubes del cielo venían como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio el imperio, el honor y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas, le sirvieron. Su imperio es eterno, nunca pasará, y su reino jamás será destruído» (Dn 7,9.13-14).

«Hijo de hombre», en hebreo benadam, designa originariamente al hombre (Ez 2,1), pero en el contexto de Daniel apunta a un ser misterioso que superaba la condición humana. Es un ser preexistente transcendente, de origen celeste. La apocalíptica judía puso en él la esperanza de que sería el instrumento de Dios para, una vez asolado este mundo, implantar su reinado definitivo.

Jesús se autodesignaba continuamente como el «Hijo del hombre». Era una expresión poco usada en Israel, por una parte, y, sobre todo, nada comprometedora ante las suspicaces y recelosas autoridades romanas.

El uso que hace Jesús de este nombre indica la complejidad y riqueza de su contenido. Unas veces lo emplea para resaltar su fuerza y su plena potestad (Mc 2,28), otras para hablar de sus futuras humillaciones, sufrimientos muerte (Mc 9,31; Mt 8,20; 11,19; 17,22; 20,28; Lc 6,22k, y también de su resurrección, glorificación y del juicio final (Mc 13,26; 14,62; Mt 17,9; 24,30; 25,31), cuand, resucitado, venga entre las nubes del cielo y, sentado ii lado de Dios todopoderoso (Mc 14,62), juzgue a todas las naciones de la tierra.

Jesús al llamarse Hijo del hombre sugiere misterio samente, pero con suficiente claridad no sólo que es aquc que contempló Daniel, sino también el verdadero caráctci de su mesianismo, mezcla de la debilidad y de la humilda de su condición humana y de la grandeza y poder de su realidad divina.

Finalmente el libro de Isaías, que profetizó el naci miento virginal del Mesías y su manera de ser, nos describc con palabras dramáticas, ya en el siglo V a.J.C., cuál seri su trágico final, en la figura del Siervo de Yahvé.

«Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano... Le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores acostumbrado a los sufrimientos... El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores, nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno seguía su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca... Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron... Aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años...

Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo a una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Is 52,13-53,12).

Al leer esta descripción, escrita siglos antes, nuestra mente está viendo la pasión dolorosa y la muerte ignominiosa de Jesús en la cruz. En ella, aquel cordero inocente, cargado con nuestros crímenes, triturado por nuestros pecados, se inmoló por la salvación de todos y fue glorificado. Con razón estos versículos han sido llamados «el quinto evangelio»; son la quinta narración de la pasión.
Jesús es el’ verdadero Siervo de Yahvé, el salvador esperado, aquél de quien hablaba el oráculo de Isaías.

El es el Mesías anunciado y tan esperado. Sólo en él se cumplen —como hemos visto— todas y cada una de las profecías de los antiguos profetas sobre el futuro Mesías tan anhelado por el pueblo.

Jesús, sin embargo, nunca se llamó a sí mismo Mesías. Era un nombre preñado, en aquel ambiente histórico, de resonancias temporales, nacionalistas, políticas. Hubiera despertado en el pueblo el entusiasmo en orden a la liberación del yugo extranjero y a proclamarlo rey n 6,15), y las autoridades romanas hubieran intervenido inmediata y enérgicamente para reprimir todo asomo de rebelión
(Jn 11,47-48).

Pero Jesús fue el Mesías y, además, Rey. El mismo se lo dijo así a Pilato: «Tú lo dices, yo soy rey» (Jn 18,37). Rey no, como él lo aclaró, «como los de este mundo» (Jn 18,36). No tenía un territorio limitado por fronteras; su reino es universal. No disponía de ejércitos y de policía para imponer coactivamente su voluntad y sus decreto’ su reino es el de la libertad. No dominaba sobre las cosas y bienes terrenos; su reino es el de los corazones. No gozaba de un poder legislativo con que abrumar a sus súbditos; su reino es el del amor y su única norma «amarnos como él nos amó». Como dijo a Pilatos: «Yo soy rey, yo para esto nací y para esto vine al mundo pait dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). La verdad sobre Dios, sobre el hombre, y sobre el único camino, el dJ amor, que conduce a la felicidad y a la paz entre los hombres y a la visión de Dios.

En los siglos que precedieron a Jesús, y en su tiempo, había diversas concepciones sobre el Mesías. El las reunio todas: fue hijo de David y rey, fue profeta y sacerdote, fue el Hijo del hombre y el Siervo de Yahvé.

Con Jesús se realizó la promesa hecha a David de que su casa y su reino permanecerían para siempre ante Dios y que su trono estaría firme eternamente.

Con Jesús se concretó y se cerró la promesa a Abrahán de que de él nacería un pueblo numeroso como las estrellas del cielo, como las arenas de las playas marinas.

En Jesús se cumplió la promesa misericordiosa de Dios a la humanidad pecadora en los albores de su creación:«Pondré enemistad entre tí —la serpiente, símbolo del mal— y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te pisará la cabeza mientras tú aceches a su talón» (Gén 3,15). Jesús, el hijo de María, venció definitivamente al mal.

16. «YO Y EL PADRE SOMOS UNO» (Jn 10,30)

 

La fe cristiana


Nuestra fe proclama que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. En los comienzos del cristianismo hubo más dificultades, como lo expusimos, para admitir la humanidad de Jesús y en los siglos posteriores las discusiones, reflexiones y definiciones, versaron sobre su divinidad. Hoy en día, la cultura moderna, cientifista y tecnicista, materialista y secularizada, admite, sí, que Jesucristo haya sido un hombre excepcional, el más preclaro e influyente de la historia humana, pero ignora su dimensión divina. Ni se lo plantea.

En el siglo IV se extendió el arrianismo promovido por Arrio (c. 256-c. 336), presbítero de Alejandría, quien defendía que Jesús era una pura criatura, perfecta en sí misma, pero creada por Dios de la nada. Participó en la creación del mundo, por sus méritos Dios lo adoptó por hijo suyo, pero no era Dios por naturaleza. Esta doctrina fue condenada como herética por el Concilio de Nicea, del año 325, convocado por el emperador Constantino. El arrianismo sobrevivió hasta el siglo VIII.

En el siglo V, apareció el nestorianismo, fundado Nestorio (380-451 dj.C.), patriarca de Constantinopla, ic la escuela de Antioquía. El, para salvaguardar la integnJ.i de la humanidad de Jesucristo, resalta de tal maner perfección propia de las dos naturalezas, la divina y la mana, que cada una tenía su personalidad propia, por I que en Jesús había dos personas yuxtapuestas y unidas it cidentalmente. El Verbo divino habitaba como en un tenipb en la humanidad de Jesús. El conflicto se agravó y afeci a toda la piedad cristiana. Si el nestorianismo era verdadero

 María no era la madre de Dios, sino sólo de Jesús homhrc El Concilio de Efeso (a. 431), cuyo campeón fue San Cirilo de Alejandría, condenó el nestorianismo y proclamó a la Virgen María theotokos, «madre de Dios». Aún hoy algunas minorías nestorianas sobreviven en países asiáticos, sobre todo, en Irak.

Como las aguas no acababan de tranquffizarse, en el 45  el papa León Magno convocó el Concffio de Calcedonia En él se definió que en Jesucristo se da la divinidad, p es Dios verdadero, engendrado eternamente por el Padrr consustancial con él, y la humanidad engendrada por la Virgen María, igual a la nuestra; y que ambas naturalei estaban no confundidas (monofisismo), ni unidas sólo a cidentalmente (nestorianismo), sino que confluyen en u sola persona, en una sola hipóstasis, la del Verbo. La na turaleza humana de Jesús no subsiste en sí misma, sino ei la persona del Hijo eterno.


Hijo de Dios


El título de «Hijo de Dios», o sus quivalentes «Hijo del Altísimo», «Hijo Bendito», se halla con frecuencii referido a Jesús de Nazaret en los Evangelios: doce veces Mateo, seis en Marcos, ocho en Lucas (cuatro en los Hechos) y diez en Juan. . S. Pablo lo llama así en quince ocasiones.

 

Así le llamó Satanás en las tentaciones del desierto: si de veras eres el Hijo de Dios, di a estas piedras que s conviertan en pan...», «tírate abajo desde el alero del Femplo... porque Dios ordenará a sus ángeles que cuiden dc ti» (Mt 4,3.5.p).
Sus discípulos, al ver a Jesús que se acercaba camimando sobre las aguas del lago, exclamaron: «Verdade‘amente, tú eres el Hijo de Dios!» (Mt 14,22-32); y Pedro, en la región de Cesarea de Filipo, le confiesa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» (Mt 16,13-20).

También los endemoniados por espíritus inmundo se irrojaban de rodillas a los pies de Jesús y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios!» (Mc 3,7-12). En Guedara clamaban: Déjanos tranquilos, Hijo de Dios! ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» (Mt 8,28-29; cf. Mc 1,34) y en Gerasa: «Déjame en paz, Hijo del Dios Altísimo! ¡Por Dios te ruego que no me atormentes!» (Mc 5,7).

El sumo sacerdote Caifás le conminó en el sanedrín de Jerusalén «En el hombre de Dios vivo, te exigo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!» (Mt 26,63), y todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, le preguntaron al oír su respuesta afirmativa: «Así que tú eres el Hijo de Dios?» (Lc 22,70; Mc 14,61).

En el Calvario, los que pasaban meneaban la cabeza al verlo crucificado y le decían: «Baja de la cruz si eres ci Hijo de Dios!... Que Dios le salve, si es verdad que le quiere y ya que él afirma que es Hijo de Dios» (Mt 27,40.43).

Y, ya muerto, el centurión romano, que «estaba junto a Jesús, al ver cómo había muerto, dijo: ¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15,37-39).
Pero, ¿qué significaba, en el ambiente judío, la presión «Hijo de Dios»? El sentido era amplio y ambiguo y no necesariamente indicaba que era de naturaleza divina. Hay que ver en cada caso.

En el Antiguo Oriente se aplicaba el título de Hijo de Dios a un hombre a quien se tenía por hijo adoptivi de la divinidad, especialmente a los reyes, que a ves fueron venerados como dioses: los faraones, los eni peradores romanos... En el Antiguo Testamento se llama Hijo de Dios puras criaturas. A veces designa a los ángeles (Gén 6,1-2; Job 1,6) otras al pueblo elegido: Dios encarga a Moisés que diga al Faraón: Israel es mi hijo, mi primogénito» (Ex 4,22), y Deuteronomio díce: «Hijos sois de Yahvé vuestro Dios» (1 )t 14,1). Díos por el profeta Oseas nos manifiesta: «Cuandu Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1), y por Jeremías: «Yo soy para Israel un padre, y Efraín es mi primogénito» (Jer 31,9; cf. Is 1,2).

Con frecuencia los reyes son presentados como hijos de Dios. «Yo seré para él el padre y él será para mí un hijo», profetizó Natán a David (1 Sam 7,14) y en los salmos leemos referidos a ellos: «Tú eres mi hijo, yo te he en gendrado hoy» (Salm 2,7), o «El, el rey, me invocará: ¡Tu eres mi Padre, mi Dios, mi roca, mi salvación! Y yo han de él el primogénito, el altísimo entre ios reyes de la tierra» (Salm 88,27-28).

Y a menudo, también se llama «hijo de Dios» al in lividuo que es justo dentro del pueblo de Israel: «Sé para bs huérfanos un padre, recomienda el Eclesiástico, haz Cun su madre lo que hace su marido. Y serás como un hijo del Altísimo, él te amará más que tu madre» (Edo 4J0). Y el libro de la Sabiduría nos enseña: «Si el justo s hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de 7us enemigos» (Sab 2,18), el justo «se gloria de tener el Conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor» (Sab 2,13) y pregunta: «Cómo, pues, (el justo) ha sido vntado entre los hijos de Dios y tiene su herencia entre los santos?» (Sab 5,5).

Como vemos, aun en Israel, la denominación «Hijo de Dios» no tiene un sentido unívoco, por lo que hay que estudiar el contexto y las circunstancias en cada caso en que se presenta a Jesús como Hijo de Dios. ¿Se trata de una filiación natural, lo que comportaría la igualdad de naturaleza, o sólo metafórica, es decir, de una filiación adoptiva?


La divinidad de Jesús


Jesús nunca dijo clara y explícitamente que él era Dios. En el ambiente judío de su tiempo de rígido monoteísmo, tal declaración hubiera sonado como un trallazo. ¡Un
hombre Dios! Los judíos «no tenían oídos para oir tal estampido». Era una pretensión inaceptable, algo inconcebible, una locura, una blasfemia.

Pero Jesús, que había venido a revelarnos la profundidad de Dios, sus insondables misterios, sus designios de infinito amor, tenía que manifestarnos toda la verdad: él, Jesús de Nazaret, era Dios. Y nos lo enseñó no clara y rotundamente, sino velada e implícitamente en sus palabras, en sus acciones, en sus actitudes, con luz no cegadora, pero sí suficiente para que lo conocieran los h1 pios de corazón.

Lo mismo ocurrió con el augusto misterio de la Stma. Trinidad, que presentado abiertamente hubiera sonad los oídos judíos a politeismo, a blasfemia. Pero nos reveló implícitamente, sobre la marcha, en sus discu rs y comportamientos Sólo así podemos comprender la urit cidad y trinidad de Dios, la divinidad de Jesús, la enn nación del Verbo, y el amor infinito que le llevó a moni y resucitar por nuestra salvación y liberación.

Jesús tenía conciencia clara de quién era él, de su divinidad, y nos lo reveló de mil maneras Todo su su conducta, sus palabras, rezuman su conciencia de hijo por naturaleza de Dios.

Recordemos lo que se ha llamado las «pretensjon(’ de Jesús, en las que implícitamente sín arrogancia, pcu con una humilde serenidad, nos comunica toda la verdad Israel, como todos los pueblos con tradiciones y raícs, tenía una serie de antepasados paradigmáticos que refle jaban el ideal del pueblo elegido, así como unas flstitu ciones sagradas e intocables que definían su identidad Pues bien, Jesús nos insistió en que él era superior a ellos y que estaba por encima de ellas.

Los profetas de Israel ocupan un lugar privilegiado en los designios de Dios sobre su pueblo al elegirlos par) que fueran sus portavoces en orden a comunicarle st voluntad. Recordemos a Oseas, Amós, Isaías, Jeremías Ezequiel, etc. Según Jesús, todos ellos suspiraron y anun ciaron su venida: «Vosotros sois felices porque tenéis ojos que pueden ver y oídos que pueden oír. Os aseguro que muchos profetas y muchos hombres justos desearon ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oir lo que estáis oyendo, y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Jesús dijo a los judíos que Juan el Bautista era «profeta y más que profeta» y «que no había hombre alguno mayor que Juan» y «sin embargo, añadió, el más pequeño en el reino de I)ios —que venía con él— es mayor que Juan» (Mt 11, 7.15; cf. Lc 11,32).

Un día la gente pedía a Jesús que le diera una señal milagrosa para creer en él. Jesús les recriminó su incredulidad y les recordó que la reina de Saba había venido desde las lejanas tierras del sur para escuchar la sabiduría de Salomón, y concluyó: «Y aquí hay alguien más importante que Salomón» (Mt 12,38-42). A Salomón Dios le había «dado un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de él ni lo habrá después» (1 Rey 3,12). Para Israel, era el arquetipo de la sabiduría.

En el Templo de Jerusalén, Jesús planteó una cuestión a los maestros de la Ley, los escribas: ¿Cómo podía el Mesías ser hijo de David, si el propio rey, inspirado por el Espíritu Santo, había dicho: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de sus pies» (Mc 12,35-37; Sal 109,1). Jesús era hijo de David, pero también superior a aquel gran rey.

Moisés era para los judíos un personaje mítico, el más grande. El había sido el instrumento de Yahvé en la liberación de Egipto, como profeta había hablado con Dios cara a cara, sin intermediarios y no había muerto, y él promulgó la Ley en que se contenía la voluntad de Dios sobre su pueblo. Jesús se consideró mayor que Moisés, anuló y corrigió su Ley en muchos puntos: «Sabéis que se dijo (por Moisés)... pero yo os digo» (Mt 5,21.27.31.33.38.43). En el tema de la indisolubffidad del matrimonio, Jesús aclaró: «Moisés consintió (en el divorcio) a causa de vuestra incapacidad... y yo os digo...» (Mt 19,8).

Jacob era el padre de las doce tribus de Israel, la fuent del pueblo elegido. Pues bien, una samaritana preguniv un día a Jesús: «Acaso te consideras de mayor categori.t que él?», que Jacob, nuestro antepasado, que hizo est pozo del que bebió él, sus hijos y sus ganados. Jesús !c respondió implícitamente que sí, pues el agua del poz de Jacob no quitaba la sed, pero el que bebiera del agua, que él nos iba a dar, no tendría sed jamás.

El patriarca Abrahán, grande por su fe en Yahvé, había sido el depositario de todas las promesas divinas y el manantial original del pueblo hebreo. Jesús dijo clara mente que él era superior a Abrahán y ¡anterior en la existencia a él!: «Acaso eres tú más que nuestro padr Abrahán? ¿Por quién te tienes?», le preguntaron a Jesús los judíos, pues decía que los que aceptaran su mensaje no morirían, siendo así que aun Abrahán había muerto. Jesús les respondió: «Abrahán, vuestro padre, se alegro sólo con el pensamiento de que iba a ver el día de mi venida; y lo vió y se alegró». Los judíos le replicaron: «De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abrahán?». Jesús les contestó: «Os aseguro que antes que Abrahán naciera, existo yo» Un 8,51-59). Los judíos escandalizados intentaron apedrearle, aquello era una blasfemia, pero Jesús se escabulló entre la gente y salió del Templo.
Por encima de los hombres, en la jerarquía de las criaturas, sólo estaban los ángeles de Dios. Jesús habla de ellos como de algo suyo, sus servidores (Mt 4,11; 13,41; 16,27; 24,31; 25,31; 26,53; Mc 1,13; Lc 22,43; cf. Hebr 1,4-14).

Las dos instituciones más sagradas e inviolables de Israel eran la Ley, a la que se le daba un valor absoluto, y el Templo. Jesús, con sus palabras y sus hechos, nos mostró que él estaba por encima de ellas. Derogó la ley del divorcio, y anuló las leyes de la pureza ritual y las referentes a los sacerdotes y sacrificios. En cuanto al Templo nos dijo explícitamente: «Pues os digo que aquí hay alguien que es mayor que el Templo» (Mt 12,6; cf. Mc 14,58). Mayor que el Templo era sólo Dios.

La misma verdad: que él era de naturaleza divina, que se desprende de sus «pretensiones», manifiestan implícitamente las «exigencias» de Jesús. El nos dijo con rotundidad: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37).
IP «El que quiera venir conmigo debe estar dispuesto a dejar a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas... Si no es así, no puede ser discípulo mío» (Lc
14,26).

Estos amores, el de los padres, el de la esposa, los hijos, los hermanos, son los amores más íntimos y más grandes del ser humano. Por encima de ellos sólo hay un amor: el de Dios, el único absoluto, ante el que todo se relativiza. Jesús nos exigió paladinamente, como condición indispensable para ser sus discípulos, el preferirle y amarle incondicionalmente más que a todos ellos.

Más aún, nos dijo que tenemos que amarle a él «incluso más que a la propia vida, o no podemos ser de los suyos» (Lc 14,26). La vida es el bien más preciado del ser humano, ¿quién puede exigírnosla, como condición «sine qua non», sino solo Dios? Jesús, además, se comportó y actuó en muchas ocasiones como Dios, y con la naturalidad de quien sabía que lo era. Cuando iba a curar al paralítico en Cafarnaún, admirado de su fe, le dijo: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Al oírlo, los escribas pensaban en sí mismos: «Qué dice este? ¡Está blasfemando! ¡Solamente Dios puede perdonar pecados!». Jesús, para «demostrarles que el Hijo del hombre tenía autoridad para perdonar los pecados en este mundo», sanó al paralítico.
Así les mostró que lo que pensaban: que él se arrogaba la categoría de Dios, era verdad y no una usurpación, ni una blasfemia.

Continuamente curaba a los enfermos en sábado y para más notoriedad en las sinagogas, donde se reunía todo el pueblo. El sábado era algo intocable para los judíos, pero él, «el Hijo del hombre era Señor también del sábado» (Mc 2,28). Dejaba que sus discípulos quebrantasen la ley del ayuno (Mc 2,18-20), que no guardasen las leyes de la pureza ritual y las tradiciones de los antepasados, la Ley oral, y él desautorizaba a unas y a otras (Mc 7,1-23). Con él, llegaba la salvación (Lc 9,9) y sólo en «sus palabras» se podía cimentar la liberación (Mt 7,24). Varias veces, se presentó a sí mismo, como el supremo juez que, acompañado de sus ángeles, había de venir con todo su esplendor para, sentado en su trono glorioso, juzgar a todas las naciones del mundo (Mt 25, 31-46; l6,27p). El era el supremo legislador y el sumo juez. Con gran sencillez poder y majestad, por sí mismo curaba todas las enfermedades, arrojaba a los demonios y dominaba las tempestades, los vientos y el mar.

En dos ocasiones confesó indirecta, pero claramente, que él era el Hijo de Dios bendito y en el sentido de ser Dios por naturaleza.

En Cesarea de Filzo, después de preguntar a sus discípulos quién decía la gente que era él, les interrogó quién decían ellos que era. Pedro declaró: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» yjesús le contestó: «Feliz tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos» y le prometió edificar sobre él su Iglesia y darle las llaves de su reino de Dios (Mt 16,13- 19). Por la solemnidad de la ocasión, la intervención del Padre, y la grandeza de la promesa, queda claro que Pedro no había dicho que era Hijo de Dios en el sentido metafórico, hijo por adopción, como lo somos todos, sino Hijo de Dios por naturaleza. Al premiárselo, Jesús nos reveló que aquello era verdad.
En el Sanedrín, al ver Caifás que no coincidían los que testificaban contra Jesús para poder matarle, se levantó en medio de todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la Ley, y solemnemente le preguntó: «Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito? Jesús le respondió: Sí, lo soy; y vosotros veréis al Hijo del hombre sentado en el lugar de honor al lado de Dios todopoderoso y viniendo entre las nubes del cielo». Al oírlo el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: «Para qué queremos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia! ¿Qué os parece? Todos ellos dieron su fallo, condenándole a muerte» (Mc 14,61-64). Caifás le preguntó si era el Hijo de Dios en el sentido propio, de lo contrario no habría habido blasfemia, y Jesús aseguró, a él, a ellos, y a todo el mundo, que sí, que lo era y se describió con atributos propios de la divinidad.

En otros dos momentos fue la misma voz del cielo, del Padre, quien nos anunció que Jesús era su Hijo amado, en quien se complacía.

En las orillas del Jordán, al salir Jesús del agua en que había sido bautizado, el cielo se abrió yvio Jesús que el Espíritu santo descendía sobre él como una paloma. Al mismo tiempo resonó una voz salida del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado: en ti me complazco» (Mc l,9-llp).

En la cima del Tabor, Jesús, mientras oraba, se transfiguró. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos estaban blancos como la nieve. En esto aparecieron Moisés y Elías, símbolos de la Ley y los profetas del Antiguo Testamento, y conversaban con él de lo que estaba a punto de sucederle en Jerusalén. Pedro, Santiago y Juan contemplaban atemorizados tanta gloria y cuando una nube los envolvió oyeron una voz, salida de la nube, signo de la presencia de Dios, que les dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadie a él» (Mc 9,2-7p).
Es evidente que en las dos ocasiones la voz del cielo resonó no para decirnos que Jesús era su hijo por adopción, sino por naturaleza. La solemnidad y la trascendencia de ambos momentos así lo confirman.

Esta misma verdad de su naturaleza divina por esencia nos lo reveló Jesús en las manifestaciones de la conciencia de su filiación divina distinta y única. El vino para descubrirnos el verdadero rostro de Dios, las profundidades de su ser, que en Dios el ser es amar, que él es Padre, y a enseñarnos que todos somos hijos de Dios Padre y hermanos los unos de los otros. Pero, a la vez, tenía conciencia de que su relación filial con Dios Padre era diferente de la de los demás, y enteramente otra. Nosotros somos hijos adoptivos; él lo es por naturaleza.

En su vida pública, al escuchar, a su regreso, lo que le contaban los setenta y dos enviados por él, «el Espíritu santo llenó de alegría a Jesús, que exclamó: “Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino al Padre; y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre y aquél a quien el Padre se lo quiera revelar”» (Lc 10,2 1-22).

A él, y sólo a él, el Padre le ha entregado todo, todo lo ha puesto en su mano. Todo es común entre ambos. Sólo él, no nosotros, conoce íntimamente al Padre y este su conocimiento del Padre es equiparable al que el Padre, que es Dios, tiene de él, porque los dos son iguales. Nosotros sabemos algo del Padre por revelación; él, la Palabra de Dios, conoce todas las intimidades del Padre por sí mismo y como el Padre a él. La apertura entre el Padre y el Hijo Jesús es total, porque son el mismo Dios. El es el camino para el Padre.

Jesús, cuando oraba a su Padre, le llamaba Abba, «Padre mío querido», «papá mío». En el Antiguo Testamento muchas veces se compara el amor de Dios a sus criaturas con el de un padre a su hijo, pero nunca invocaban a Dios con esta expresión, que en arameo está cargada de matices llenos de sentimientos infantiles y familiares. Para Jesús, Dios no era un ser trascendente, majestuoso, lejano. Era su Padre por naturaleza, «su papá querido» (Mc 14,36; Rom 8,15; Gal 4,6).

 Joachim Jeremías, que tanto ha profundizado en este tema, escribe: «Una revisión de la rica y abundante literatura oracional judía, tan poco estudiada aún, lleva a la conclusión de que en ninguno de sus pasajes esní atestiguado el término <Abba> para invocar a Dios» (El subrayado es nuestro). J. J. «Palabras de Jesús». Edit. FAX. Madrid, 21970.

Esta conciencia de su filiación distinta de la de ‘os demás se manifiesta en la parábola de los viñadores criminales. El dueño de la viña envió a sus criados repetidas veces para que cobraran de los labradores la parte del fruto convenida en el contrato de arrendamiento, pero los golpearon, apedrearon y mataron. Entonces mandó a su propio hijo, pensando «a mí hijo lo respetarán», pero lo arrojaron fuera de la viña y lo asesinaron. El padre castigó a los labradores y arrendó a otros sus tierras (Mt 21,33-46).

En esta parábola, Jesús alude a la infidelidad del pueblo elegido, que persiguió y mató a ios profetas, los enviados de Dios y, al fin, acabó también con el Hijo de Dios, el mismo Jesús, por lo que la elección pasó a ios paganos. Jesús distingue perfectamente entre el Hijo, él mismo, y los demás enviados, los profetas. Sólo él es el Hijo y por naturaleza.

Jesús, el mismo que nos había enseñado a todos a orar a Dios diciéndole: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6,9; Lc 11,2), distingue siempre su filiación de la nuestra. A María Magdalena, ya resucitado, le dice: «No me retengas más, porque todavía no he ido a mi Padre; anda, ve y diles a mis hermanos que voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Todos somos sus hermanos, pero Dios es su Padre de distinta manera. De él es Padre por identidad de naturaleza, nuestro por adopción. Jesús jamás habló de «nuestro Padre».

Por eso Jesús pudo decir en el Templo: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10-30), «el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,30.38): los dos eran el único Dios. Ahora comprendemos aquellas palabras de Jesús a Felipe en la última cena: «El que me ve a mí está viendo al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» Un 14,8-11). Jesús, el Hijo, es el reflejo de Dios, la imagen perfecta de su ser.
Podían aducirse más hechos y palabras de Jesús para comprender que él se nos presentaba como verdadero Hijo de Dios por naturaleza. Creemos que bastan los reseñados. En todos ellos hay una cristología implícita, que nos dice quién era Jesús.
Nada tiene de extraño que los judíos repetidamente lo quisieran matar por blasfemo. «El decía que Dios era su propio Padre y se hacía así igual a Dios» Un 5,18).

Intentaban apedrearle «por la blasfemia que has proferido contra Dios: tú que eres hombre como los demás, pretendes hacerte pasar por Dios» Un 10,3 1-33).


¿Quién es este?


Cuando Jesús calmó la tempestad en el lago, los discípulos se preguntaban:« Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,41).
Al entrar Jesús triunfante en Jerusalén aclamado por un gran gentío, la ciudad se agitó y unos a otros se preguntaban: «Quién es éste?» (Mt 21,10).

El mismo Jesús, en Cesarea de Filipo, preguntó a los discípulos: «Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13.15). Esta es la gran cuestión sobre Jesús: ¿Quién es él? Espero que, apoyados en las Escrituras, hayamos acertado a dar la respuesta, aunque la riqueza de su contenido es inagotable:

— Jesús es un hombre, nacido en Belén de la Virgen María, bajo el emperador de Roma Augusto, «en todo semejante a nosotros menos en el pecado».

—- Jesús es el profeta, que nos reveló las uiiIL.ei insondables verdades escondidas de Dios, ti infinito abs seres humanos; y que era más {Liu pues hablaba en nombre propio.
-— Jesús es el «sacerdote eterno según el or1i quisedec», que, sacerdote y víctima, se uf b mismo por la salvación de la humanidad y II Jesús es el Mesías anunciado por los profel 1, ,l#b y esperado por el pueblo y por toda la cien i’iw ungido por el Espíritu santo realizó la mision ‘1skai_ confiada por el Padre.

—Jesús es el Hijo de Dios vivo por naturaleza, persona de la Stma. Trinidad, Dios como el Padre y el Espíritu santo, que se encarnó para estar con nosotros, mostrándonos el rostro y el corazón del Padre, enseñarnos el camino que conduce a él, liberarnos y acompañarnos en las alegrías y en los sufrimientos de  la vida.

Esta es la fe de los cristianos. Por fidelidad a Jesucristo,

— una pléyade de mártires ha sufrido las cárceles y derramado hasta la ultima gota de su sangre en medio de torturas y horribles tormentos;

— un sinfín de jóvenes generosos de ambos sexos se han consagrado a él con un amor exclusivo, sn sus más íntimas inclinaciones, muriendo en vida y viviendo como ángeles, para poder entregarse al servicio de todos con un corazón indiviso;

— una multitud de misioneros y misioneras se han alejado de la patria, de la cercanía fisica de los suyos, para llevar a lejarnos países de cimas extremos y de lenguas, cultura y costumbre totalmente diferentes, la luz y el mensaje de Jesús;

-- un sinnúmero de enfermos sobrellevan con gozo y alegría sus dolores y sufrimientos sostenidos con el  ansia de imitarle y de «completar lo que falta a la pasión de Cristo»;

--- una muchedumbre de personas se empeñan en vivir el mundo su único mandamiento del amor, deseosos de impregnar con su espíritu, su fe y su esperanza,
realidades temporales, familiares y sociales, nacionales e internacionales;

--- millones de cristianos estamos decididos, con la gracia de Dios a seguirle, amarle y servirle en los en los demás y, sifuera presico, a dar la vida antes que negarle, sostenidos por su maor y con la esperanza de que «quien la pierde por él la salvará».

17. «ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE» (1 Ped 3,22).

 
Resucitó


El Sanedrín condenó a Jesús por blasfemo, porque se había proclamado el Hijo de Dios igual a Dios, a la muerte humillante e ignominiosa de la cruz. Su desaparición fue el triunfo de sus enemigos, los jefes de Israel, los saduceos, los escribas y los fariseos, que quedaron vencedores y tranquilos. Ellos tenían la razón. Dios había abandonado a Jesús, no había intervenido en su favor, no estaba con él.

Sus discípulos y seguidores, por el contrario, se vinieron abajo. Todo había terminado. Desilusionados y sin esperanza, se escondían temerosos y abatidos en sus casas, o se marchaban de Jerusalén dejando aquella aventura. Así los dos discípulos frustrados de Emaús, que esperaban que «él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21).

Pero Dios, a los tres días, resucitó a Jesús. Sus discípulos lo vieron vivo, palparon sus manos y su costado atravesados, comieron con él. Dios no lo había liberado de la muerte, «pues el Mesías tenía que sufrir todo esto antes de entrar en la gloria» (Lc 24,25), pero sí «lo liberó de la corrupción» (Salm 15,10) y lo resucitó a una vida nueva. Fue la respuesta de Dios a la condena de los hombres. No abandonó definitivamente al que se presentaba como su Hijo amado y lo resucitó. Dios estaba con él.

Con la resurrección, Dios garantiza a Jesús, le da la razón, acredita su reivindicación de ser igual al Padre, declara la inocencia de Jesús condenado por blasfemo.

Con la resurrección, Dios exalta a Jesús, ese Dios encarnado y humillado por los hombres, revela la gloria de su oculta divinidad y lo constituye por encima de todo. «Dios ha hecho Cristo y Señor, dirá Pedro, a ese Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hech 2,22-26; cf. Fil 2, 6-11). Es la exaltación pascual.

Con la resurrección, Dios rehabilita a Jesús y nos dice que él es su enviado; que suscribe y ayala su vida y doctrina; que el rostro de Dios Padre y el camino hacia él, que Jesús nos había enseñado, son los verdaderos. Parece que el Padre repite: «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7).

Con la resurrección, Dios demuestra que Jesús trae la salvación anunciada por los profetas, anhelada por toda la humanidad, y que con él se inaugura un mundo nuevo en que habite la justicia (2 Ped 3,13; Ap 21,1; cf. Is 51; 55,17; 66,22).


La glorificación


A los cuarenta días, Jesús resucitado ascendió a los cielos (Hech 1,6-11). Retornó al seno del Padre, de donde había bajado a la tierra para encarnarse y estar con nosotros. Descendió como siervo y asciende como Señor.

El cielo no es un lugar, un espacio, sino un estado i felicidad y de dicha intensas y eternas producidas por la visión sin velos de Dios. Pero dada nuestra naturaLz,i sujeta siempre a las coordenadas del espacío y del tiernju podemos figurarnos, apoyados en las Escrituras, el cielo donde Jesús entró triunfante, fue enaltecido y glorificado.

Con Isaías, nos imaginamos un trono excelso y elevado, en medio de una nube resplandeciente y refulgente donde está sentado Dios, el Señor, para nosotros la Stna Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, los tres iguales ni anteriores ni posteriores, ni superiores ni inferiones, sino coiguales, coeternos, coinfinitos. Rodean el trono mi ríadas y miríadas de espíritus celestes, cubiertos con alas, que no cesan de aclamar: «Santo, Santo, Santo es el Señor llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6,1-3; Ez 1,4).

Delante del trono, vio S. Juan el Evangelista, como un mar trasparente semejante al cristal y en torno al trono cuatro Vivientes, y a veinticuatro Ancianos, sentados en tronos, con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas. Los Vivientes repiten sin descanso día y noche: «Santo, Santo, Santo, Señor, Dios todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir». Cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que esta sentado en el trono, los veinticuatro Ancianos se postran, adoran al que vive por los siglos de los siglos y arrojan sus coronas delante del trono diciendo: «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el poder, porque tú has creado el universo; no existía y por tu voluntad fue creado» (Ap 4,111). 1.

Insistimos que todo esto es una escenificación humana de las Escrituras. para simbolizar la majestad, la gloria, la trascendencia de aquel que es invisible e inefable, eterno e infinito, «el Dios escondido».

Hasta ese trono refulgente y esplendoroso fue encumbrado Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado, muerto y ¡resucitado por nuestra salvación en cumplimiento fiel de los designios divinos. Entró acompañado de una multitud de justos y todo el cielo se conmovió. Jesús fue exaltado, glorificado y sentado, él que era «el Dios verdadero de  Dios verdadero», a la diestra del Padre.

Todos los coros de los ángeles y las almas de los justos salvados contemplaron y adoraron su humanidad transformada, portadora de las llagas de sus manos, pies y costado y, caídos rostro en tierra, aclamaron a Jesucristo diciendo: «Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre adquiriste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra. Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Apoc. 5,9-10.12)

Jesús de Nazaret, el Dios hecho hombre, el hijo de María, el amigo de los pobres y despreciados, el que murió por nuestra salvación, quedó exaltado y glorificado a la derecha del Padre por los siglos de los siglos.


Seremos semejantes a él


«Cristo, la imagen del Dios invisible, el primogénito de todo lo creado.. el que existía antes de que hubiera cosa alguna... es también el primogénito de ios que han de resucitar, la cabeza del cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,15.17-18). Jesús ha resucitado, está sentado junto al Pa dre, y también nosotros, con él y en él, estamos y estaremos, por la misericordia divina, eternamente junto a ellos. «Dios rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, cuando estabamos muertos por las culpas nos dio la vida con Cristo —estáis salvados por pura generosidad— con él nos resucitó y con él nos hizo sentar en el cielo, en la persona de Cristo Jesús» (Ef 2,4-6). El cielo es el último destino del hombre.

¿Qué es el cielo? No es un lugar, un delicioso jardín de frondosos árboles, frescos ríos, bellas flores y amplias praderas, por donde pasean los bienaventurados; ni un banquete de exquisitos manjares y escogidas bebidas. Todo esto no son sino imágenes para simbolizar su gozo y alegría.

El cielo es un estado de dicha y de felicidad intensas, inefables y eternas, producido por la visión de Dios cara a cara, sin velos, como él es. «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos (en la otra vida). Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es», nos dijo San Juan (1 Jn 3,2).

«Ahora vemos confusamente en un espejo, escribe 5. Pablo, mientras que entonces veremos cara a cara; ahora conozco sólo de forma limitada, entonces conoceré del todo, como Dios mismo me conoce». Al ver a Dios, a la Stma. Trinidad, y poseerla, se desvanecerán la fe y la esperanza, «sólo quedará la mas grande, el amor» (1 Cor 13,12-13).

El cielo es ver a Dios Trino y Uno, a Jesucristo, conocerlos como nos conocen, ser semejantes a ellos, y vivir eternamente para el amor. ¡Cuánto gozamos en esta vida al contemplar tantos paisajes hermosísimos con que Dios ha embellecido la tierra y el universo, al escuchar sublimes sinfonías musicales, al estar en compañía de un amigo íntimo, de una persona amada! Nos hacen exclamar: ¡Qué será el cielo! Esos momentos fugaces son los que mejor nos ayudan a atisbar, a intuir lo que aquello será. Si una gotita de agua nos hace tan felices, si un rayo de sol nos da tanto gozo y alegrías, ¿qué será vivir sumergidos en aquel océano inmenso y contemplar sin velos al sol infinito?

Dios es la Verdad, la Bondad, infinitas, la infinita Belleza, el infinito Amor. El cielo es verlo cara a cara, como él es, entrañados en él, aunque sin disolvemos ni perder nuestra personalidad individual.

San Juan nos lo representa como «una ciudad sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la luz que alumbre a sus habitantes, que reinarán por siempre», «y su antorcha es el Cordero» (Apoc 22,5 y 21,23); «no habrá templo alguno, porque el Señor Dios, dueño de todo, y el Cordero son su templo» (Apoc 21,22), y Dios «enjugará las lágrimas de los ojos de los bienaventurados, y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Es todo un mundo viejo el que pasó» (Apoc 21,4).

Y en el cielo, «estaremos con Jesucristo, con Dios», no aislados, sino «todos juntos». Con María nuestra madre, con los seres más queridos, con aquellos a quienes más debemos y nos deben en orden a la salvación, con todos los bienaventurados, y sin miedo a que se termine, por toda la eternidad.

Con razón San Pablo, que fue arrebatado en vida al paraíso, nos resumió su experiencia con estas palabras: «Ni el ojo vio, ni la oreja oyó, ni el entendimiento humano puede imaginar lo que Dios ha preparado para los que ie aman» (2 Cor 12,2-4). Entonces comprenderemos el amor infinito de los planes de Dios. Nos creó de la nada libre, gratuita y desinteresadamente; se encarnó para ayudarnos y salvarnos a nosotros pobres criaturas materiales, finitas, limitadas, contingentes, débiles y fugaces; nos mostró el camino que conduce a Dios, y nos perdonó con infinita misericordia todos los pecados, a fin de conducirnos al cielo eterno, nuestro último fin.

Allí profundizaremos en la sabiduría de los designios de Dios, que vio merecía la pena crearnos en esta vida, aun con sus dolores y sus sufrimientos, muchos inevitables y otros debidos a nosotros mismos, pues todo era pasajero y sólo el premio eterno. Como escribió Pablo: «los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse en nosotros» (Rom 8,17- 18); «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (II Cor 4,16-18).

Todo el cielo y toda la creación aclamarán a Jesucristo, el Cordero inmolado, que «A pesar de su condición divina, se despojó de su grandeza tomó la condición de siervo y se hizo semejante a ios humanos. Y hombre entre los hombres se rebajó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo que Dios le exaltó
sobre todo lo que existe, y le dio el más excelso de los nombres para que ante el nombre de Jesús todos los seres caigan de rodillas en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos proclamen que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre»
(Fil 2,6-11).

Viviremos eternamente glorificando a Dios Padre en el Espíritu santo y a ese Jesucristo «por quien y para quien todo fue hecho y en quien todo tiene su consistencia, en quien Dios tuvo a bien hacer residir toda la plenitud de la divinidad y reconciliar en él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en ios cielos» (Col 1,16. 19). Veremos y gozaremos al ver «realizado el designio benévolo que Dios se propuso de antemano: «hacer que todo, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra, tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1,910)2.


Intercede por nosotros


Jesús resucitado se apareció a sus discípulos repetidas veces y se vio que era el de siempre. La resurrección no le cambió el corazón, su manera de ser. Aparece siempre

Amoroso con las santas mujeres, con María Magdalena, con los discípulos; sencillo, se deja tocar, come con los suyos; humilde, accede a las exigencias de Tomás, prepara el desayuno para los pescadores del lago; perdonador con Pedro que le negó; solícito con los discípulos de Emaús que huían, y consolador de todos. La resurrección, diríamos, no se le subió a la cabeza.

         Siempre nos interpela la pregunta: ¿cuántos se salvarán? No lo sabemos.
Pero sí sabemos que «el Señor es compasivo y misericordioso lento a la ira y rico en clemencia, que no está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo, que no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.. que, como un padre, siente el Señor ternura por sus fieles, porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Salm 102,8-10; 13-14). Pero sí sabemos que la misericordia de Dios hacia los pecados de los hombres es infinita y que a esta infinita clemencia pide perdón el sacrificio de Jesucristo de valor también infinito. Se juntan y confluyen dos abismos infinitos de perdón. Pero sí sabemos, y nos lo recuerda Pablo, que el fiscal, el acusador en el juicio va a ser «Dios el que perdona y salva» y el juez «Cristo Jesús, el que murió, más aún resucitó y está al lado de Dios intercediendo por nosotros» (Rom 8,31-35).

         Tampoco Jesucristo, ahora glorificado y exaltado junto al Padre, se olvida de este mundo. Desde su trono divino «intercede por nosotros» (Hebr 7,25; Rom 8,34).
Se fue, pero sin olvidarnos, «para preparar un lugar en las muchas mansiones de la casa de su Padre y... para volver y tomarnos consigo para que donde está él estemos también nosotros» Un 14,1-3).

        
Se fue, pero no nos dejó solos.


Nos prometió el Espíritu de Verdad, «el otro Abogado, el Consolador, para que nos ayude y esté siempre con nosotros», «para que nos recuerde cuanto él nos ha enseñado y nos lo explique todo», «para que nos guíe y podamos entender la verdad completa» Un 14,16.26; 16,13). El Espíritu Santo vivificador y santificador es el alma de la Iglesia, de las comunidades cristianas y de cada uno de nosotros.
Se quedó entre nosotros, en la sagrada eucaristía, muy cerca, para no separarse, para que le recibamos, para darnos la vida del Padre. «In cruce latebat sola deitas, at hic latet simul et humanitas». En la cruz, y en la vida mortal de Jesús, estaba oculta su divinidad, en la Eucaristía, aun la humanidad. En la encarnación se hizo hombre, en la Eucaristía, una cosa. Y así, para estar con nosotros, aun en los pueblecitos más pobres y olvidados, y no en la fase de treinta años de kénosís, de «anonada miento»

de su vida mortal, sino ahora que está glorificado junto al Padre, y hasta el fin del mundo.

Se fue pero, en la cruz, en el momento de rechazo y abandono de todos, nos dio a su madre María por madre nuestra para que nos consuele, interceda por nosotros, sea la medianera de todas las gracias.

Y en su vida constituyó la Iglesia, su Cuerpo Místico, para que velara por la pureza de los tesoros de la revelación y los difundiera por todos los confines de la tierra, para que perdonara nuestras culpas y pecados, y nos vivificara con los sacramentos, manantiales de la vida divina.

Se quedó en la Iglesia, en ios cristianos y en todos los seres humanos. «Donde estuvieren reunidos dos o más en mi nombre allí estoy yo» (Mt 18,29). El está en los demás, especialmente en ios pobres, despreciados, enfermos y pecadores, «y lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Jesús cumple su promesa de «estar todos los días con nosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Está con nosotros aquí, y en la gloria intercede ante el Padre por nosotros. ¿Qué le pedirá?

Que derrame el Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre toda la creación para que se extienda el reinado de Dios en este mundo y seamos otros Cristo; que vivamos su único deseo de que «nos amemos los unos a los otros como él nos amó»; y, como desde lo alto de la cruz: «Padre, perdonalos porque no saben lo que hacen».
La resurrección y glorificación de Jesús abrió nuevos horizontes a nuestras vidas. Si la fe en el amor del Padre que nos entregó a su Hijo, y en el amor del Hijo que «dio por nosotros la vida, la mayor prueba del amor», nos ha de inflamar en el amor, la fe en la resurrección y exaltación de Jesucristo nos llena de esperanza, de ánimos y da un sentido a nuestra vida y a nuestros sufrimientos. Iluminados por la fe, motivados por el amor y sostenidos por la esperanza, nos hemos de esforzar en implantar ya aquí, en esta vida, el reinado de Dios que anunció Jesús de Nazaret, como anticipo del que en plenitud gozaremos eternamente en la vida del más allá.

 

«VEN, SEÑOR JESÚS»

 

 

 

 

Apéndices 260

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BREVE HISTORIA DE ISRAEL


EPOCA DE LOS PATRIARCAS


Hacia el 1850 a.J.C. Abrahán, procedente de Hanán y de Ur en Mesopotamia, llega a la tierra de Canaán.

Hacia el 1680, más o menos, Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abrahán, emigra con su familia, obligado por el hambre, a las fértiles tierras del Nilo. Se instalan en Gosén, en el delta del río, y se forma un gran pueblo.

Hacia el 1300, los faraones los someten a trabajos forzados y a dura esclavitud.


Liberación y conquista


Alrededor del año 1250 a.J.C., Moisés libera al pueblo y atraviesa el mar Rojo. En el Sinaí, Yahvé hace la Alianza con su pueblo y le entrega la Torá, la Ley. Después de vagar cuarenta años por el desierto, llegan a la tierra de promisión. Moisés muere a su vista en el monte Nebo y deja a Josué al frente del pueblo.

         Entre 1220 y 1200, Josué cruza el Jordán y conquista Canaán, que reparte entre las doce tribus. La conquista no fue total: quedaron los filisteos en la costa y ciudades cananeas en el interior. Hacia el 1200, muere Josué.

De 1200 a 1025, las tribus se mezclan con los pueblos hostiles y adoran a Baal, dios de la fertilidad. Hostigados por ellos, los israelitas claman a Yahvé, quien suscita los jueces, jefes temporales, Débora, Barac, Gedeón, Jefté, Sansón, etc., que los liberan.


Epoca de la Monarquía


Hacia el 1030, las tribus piden al profeta Samuel un rey estable que las defendiera y Saúl, benjaminita, es ungido rey. Muere en 1010 a manos de ios filisteos en los montes de Gelboé.

Desde 1010, le sucede David, de la tribu dejudá, que reina sobre las doce tribus. Conquista Jerusalén a los jebuseos y la constituye capital. Vence a los filisteos y pacifica el reino. Natán le anuncia una descendencia eterna en el trono. Muere hacia el 970.

Desde el 970, su hijo Salomón ocupa el trono. Amplía el territorio desde el Eúfrates a Egipto, organiza el reino y establece relaciones diplomáticas y comerciales con las naciones vecinas. Su obra cumbre fue la construcción en Jerusalén del primer Templo a Yahvé. Estos dos reinados son la edad de oro de Israel.

En el 931, a la muerte del rey sabio, se dividen las doce tribus en dos reinos: el de Israel, al norte, con diez tribus, y el de Judá, al sur, con las de Judá y Benjamín.
Desde el 931 al 721, pervive el reino del norte, con capital en Samaría, varias dinastías y frecuentes golpes de Estado, hasta que en el 721, Sargón II, rey de Asiria, lo conquista. Conduce a la flor y nata del pueblo israelí a Nínive, y trae colonos de las tierras asirias a Samaría que, mezclados con los israelitas que se quedaron, dan lugar al pueblo samaritano.

Hasta el año 587, reinó en Judá, el reino del sur, la dinastía davídica. En este año, Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén y desterró a Babilonia toda la aristocracia social, los sacerdotes y los levitas, los hombres cultos, los funcionarios y miembros del ejército y los obreros cualificados. Quedó en Judá el pueblo pobre y sencillo, agricultores, pastores. Nabucodonosor arrasó el Templo de Jerusalén, en cuyo incendio desapareció el Arca de la Alianza.

En los años anteriores al destierro, elevaron sus voces los profetas Amós y Oseas en Samaría, Isaías, Miqueas, Sofonías, Jeremías y Habacub en Judá.
En el destierro de Babilonia, se fraguó el judaísmo al fijar los sacerdotes los signos distintivos de la identidad de los judíos a fin de no se absorbidos por los babilonios, y los mismos sacerdotes recopilaron las tradiciones escritas dispersas, las reelaboraron y completaron. De esta época procede la redacción definitiva del Pentateuco. Durante el destierro, Ezequías y el segundo Isaías, profetas, alentaron la esperanza del pueblo.


La época persa


En el año 539, el gran Ciro (555-530), rey de los persas y de los medos, conquista el imperio babilónico.

Al año siguiente, el 538, Ciro promulga un edicto por el que autoriza a los judíos a volver a Jerusalén y reconstruir el Templo y las murallas. Ese año, el príncipe S basar sale con la primera expedición de repatriados.

Desde el 520 al 515, el pueblo, alentado por los pn fetas Ageo y Zacarías, reconstruyó el Templo deJerusihti bajo la dirección de Zorobabel, descendiente de Da\’ILI Era más modesto que el de Salomón, pero sería más gl rioso, pues vería al Mesías (Ag 2,9).

En el año 445, el rey persa Artajerjes 1(46.5-423) envio a Jerusalén como gobernador al judío Nehemías, políi ¡eo, que reedificó las murallas y organizó la vida material .lJ pueblo. Fue gobernador hasta el 433.

En el 438, el mismo rey mandó ajudá a Esdras, sacul dote y escriba, para renovar el culto, urgir el cumplimiei it de la Ley y ordenar la vida religiosa de los judíos. Esdr.i legó la ley de Moisés, el Pentateuco, al pueblo, que renov la Alianza.
En el 424, volvió Nehemías como gobernador y urgi la reforma religiosa de Esdras.


La época griega


En el año 332, Alejandro Magno de veintiún afios conquista todo el imperio persa, y en él a Judea, y prosigli( sus conquistas hasta la India. Se difunde el helenismo poi todo el imperio.

En Palestina, hacia el 330 se produce el cisma sarni ritano. Tienen ya el Pentateuco y construyen su temp l( propio en el monte Garizín, rival del de Jerusalén.

Muere Alejandro a los treinta y un años en el 33 vencido por la enfermedad, y su inmenso imperio se reparte entre sus generales: el general Seleuco (305-281) se
queda con la parte central asiática y Siria hasta la India, y Optolomeo (323-285) con Egipto e Israel.

En el año 200, el rey Antíoco III el Grande (223-187) clcrrota a Tolomeo V (204-180) e Israel pasa a depender de ¡os reyes seleúcidas.

En el 175, sube al trono Antíoco IV Epifanes (175- 164), al que la Biblia califica de «vástago perverso», que w empeñó en helenizar a los judíos por la fuerza y les prohibió, bajo pena de muerte, el ejercicio de sus cositimbres religiosas propias. Dedicó el Templo de Jerusalén a Júpiter Olímpico.

 

La época macabea


En el año 167, el sacerdote Matatías, se subleva contra Ant foco IV y comienza la guerra por la liberación. Matatías, fundador de la dinastía de los macabeos, no davídica, murió en el 166.

Desde el 166 al 160, su hijo Judas vence a los seleútidas, conquista Jerusalén y, en el 164, purifica y consagra el templo. Después de muchas victorias, muere heroicamente en el campo de batalla, en el 160.

Desde el 160 al 143, le sucede su hermano Jonatán, que amplía ‘os territorios de Judea y une al poder político el religioso, ya que es proclamado sumo sacerdote. Este hecho, al no ser descendiente de Sadoc, hace que un grupo de sacerdotes huyan al desierto y funden un monasterio en Qumrán. Jonatán murió prisionero y ejecutado por I’rifón en el 143.

Desde el 143 al 134, reina su hermano Simón que, a i.t vez, es el sumo sacerdote. Con él se consigue la plena independencia del Estado judío y funda la dinastía as monea. Murió asesinado por su yerno Tolomeo en el 135.
En el 134, subió al trono Hircano 1(134-104), hijo de Simón, que detentó también la dignidad de sumo sacerdote. Conquistó Idumea y Samaría, donde destruyó en el 128 el templo samaritano de Garizín. En estos años apa recen los grupos religiosos de los fariseos y de los saduceos. El rey adopta a los saduceos, la nobleza religiosa, frente a los fariseos.

Desde el año 103 al 76 a.J.C., tras un breve reinado de Aristóbulo 1(104-103), hijo de Hircano, reina su hermano Alejandro Janeo. Incrementó el territorio del reino. El pueblo le arrojó limones en el ejercicio de sus funciones como sumo sacerdote. Se decantó por los saduceos y combatió a los fariseos, que cada vez adquirían más prestigio ante el pueblo por su conocimiento de la Ley. Alejandro J aneo murió en el 76 en el sitio de Regaba, al este del Jordán.

En el 76, le sucedió su esposa Salomé Alejandra que reinó hasta el 67 a.J.C. Al no poder, como mujer, ejercer el sumo sacerdocio, se lo confió a su hijo Hircano II. Siguiendo el testamento de su esposo, favoreció a los fariseos, que contaban con el favor del pueblo y les dió entrada en el Sanedrín, donde hicieron prevalecer sus ideas. Los saduceos se agruparon en torno a Aristóbulo, segundo hijo de Salomé Alejandra. El reinado de esta reina fue de prosperidad y de paz.

A su muerte, el 67, estalla la rivalidad entre sus dos hijos, Hircano II, sumo sacerdote, apoyado por los fariseos y que busca la ayuda del idumeo Antípater, y Aristóbulo, que cuenta con el favor de los saduceos. Ambos hermanos acuden a ios romanos, que ya habían conquistado Antioquía y Siria.

 

La época romana


En el año 63 a.J. C., el general Pompeyo aprovecha la guerra civil entre los dos hermanos, Hircano y Aristóbulo, invade Palestina y conquista Jerusalén. Nombra a Hircano II sumo sacerdote y lleva prisionero a Roma a Aristóbulo. El idumeo Antípater, padre de Herodes el Grande, gobierna de hecho la Judea. Murió envenenado en el 43.

En el 40, el Senado romano nombra a Herodes rey de Judea, quien el 37 conquista Jerusalén, en manos de Antígono. Herodes nombra sumo sacerdote a Ananel, un judío de paja, y con el favor del nuevo emperador de Roma, Octavio Augusto, amplía su reino hasta igualar el de David, aunque siempre bajo Roma. Para congratularse con los judíos, era idumeo, se casa con Marianne, nieta de Hircano II por su padre, y de Aristóbulo por su madre.

Herodes reprimió con dureza a los fariseos y a los saduceos, durante su reinado hubo paz a la fuerza y floreció la agricultura, el comercio y las grandes construcciones. Entre ellas, destaca la del Templo de Jerusalén, que engrandeció y enriqueció notablemente. Fue un rey cruel y sanguinario y la población judía odió a aquel rey intruso. Murió en Jericó el año 4 a.J.C.

Dos años antes de la muerte de Herodes el Grande, en el 752 de la fundación de Roma, en el cuarenta y dos de Octavio Augusto, estando todo el orbe en paz, nació en Belén, Jesús de Nazaret, hijo de María. Herodes dividió su reino entre sus tres hijos: Arquelao, Herodes Antipas y Filipo.  Como es sabido, Jesús nació en el año 6 o 7 antes de la era cristiana, que comenzó con su nacimiento. Se debe a un mal cálculo de Dionisio el Exiguo en el siglo VI. Hoy deberíamos estar en el año 1997 o 1998 d J.C.

Arquelao, etnarca de Judea, Idumea y Samaría, fue una copia de su padre, tirano, ofensivo, despiadado, cruel. Augusto lo depuso el año 6 d.J.C. y lo desterró a Viena. En adelante, sus territorios dependerían directamente del emperador, que los gobernaría mediante un procurador. El más conocido es Poncio Pilato (26-36 d.J.C.).
Herodes Antipas (-4 a 39 d.J.C.), tetrarca de Galilea y Perea, fue ambicioso, soberbio, supersticioso y amante del lujo. Asesinó a Juan Bautista y se rió de Jesús en la pasión. El emperador Calígula lo desterró a Lión.

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, el 28 de la era cristiana, Jesús de Nazaret, de unos treinta años, inició su vida pública. En el año 30, siendo sumo sacerdote Caifás y procurador Poncio Pilato, fue crucificado en Jerusalén.
En el año 66 d.J.C., los judíos zelotes se sublevaron contra Roma y el general Tito, futuro emperador (79-8 1), conquistó Jerusalén, el año 70, y destruyó el Templo.

En el 135 d.J.C., volvieron a levantarse contra Roma. La insurrección fue sofocada por el emperador Adriano (117-138 d.J.C.) nacido el 76 en Itálica (Sevilla), que arrasó la capital. Sobre sus ruinas fundó una nueva ciudad más pequeña según el diseño de un campamento romano. La llamó Aelia Capitolina. Sobre las ruinas del Templo judío edificó un templo a Júpiter e hizo colocar una estatua ecuestre de sí mismo. Expulsó a los judíos bajo pena de muerte, que se dispersaron por el mundo entero, siempre con la esperanza viva, al celebrar la Pascua, de «El año que viene en Jerusalén».

EL MISTERIO DEL MAL

 

LA TESIS

 

El misterio del mal, del dolor, ha atormentado siempre la mente humana, y a no pocos les ha conducido al ateísmo.

«O Dios —argumentaba el filósofo griego Epicuro— quiere evitar el mal y no puede y, entonces, no es omnipotente; o puede y no quiere, y, entonces, es malo. Luego no hay Dios». ( Transmitido por Lactancio, «De ira Dei», 13 (PL 7,121).

Los maniqueos, para explicar el misterio, defendieron la existencia de dos principios: uno bueno, Dios, de quien procede todo lo bueno y otro malo, origen del mal. Los hindúes, que creen en la reencarnación, sostienen el principio del Karma: todo lo que uno sufre está determinado por su proceder en la vida precedente. Fialmente, los hebreos del Antiguo Testamento, que, sin admitir la vida anterior, desconocían aún la futura, defendían que el dolor y los males eran el castigo por los pecados cometidos, por el individuo o la comunidad, en esta vida.

Nosotros sostenemos otra tesis: el mal es algo ine table e inexorablemente unido a la esencia misma d 1 seres creados materiales, finitos; es algo metafísicaintnt ineludible dado su ser.

Ahora bien, si el mundo material, finito, y más si est,i vivo, es intrínsecamente imposible en sí mismo sin el m,iI, Dios no puede hacer un mundo sin dolor. Y no por el deja de ser omnipotente, como sostenía Epicuro. Lo siu siendo aunque no pueda hacer imposibles: «un círeuli cuadrado», «que una cosa, a la vez y en el mismo seni id, sea y no sea», «que» «yo» sea «otro», «que una crialLti sea Dios», etc.

Tampoco Dios puede hacer algo que vaya con1ri
esencia propia, que es ser amor y bondad: no puede zarse sádicamente haciendo sufrir a las criaturas, ni ini pedirles por sistema que las cosas creadas sean lo que
violentando su naturaleza, o divertirse jugando arbitrariamente con sus criaturas, suplantarlas, anularlas. Dios e omnipotente, sí, pero ante todo es Amor. Más que LnI, omnipotencia amorosa, es un amor omnipotente. Lo mero, lo substantivo, es el amor.

Este supuesto, diríamos hablando a nuestro modo, qtw Dios en su eternidad ante la creación se encontró:— no en la alternativa de elegir entre unos universios perfectos, sin males ni dolor, u otros universos sufrimientos;

— sino ante la alternativa de escoger entre unos iii versos con males y dolores todos ellos —lo un trario es metafísicamente imposible— o la no cración, la nada absoluta.

         Dios decretó la creación, ésta nuestra, para dársenos, para hacernos felices, para que gozáramos en esta vida y, sobre todo, en la eterna. Ni quiso el mal, ni éste procede dc él. Su origen está, defendemos, en la esencia misma de las cosas creadas materiales y finitas y, como veremos, cn gran parte en la conducta del ser humano. Dios vio que, a pesar de todo, la creación merecía la pena. El sufrir rs pasajero; la felicidad, eterna.


Las pruebas


Al tratar de probar nuestra tesis, distinguiremos para mayor claridad entre las cosas creadas puramente materiales y las que, además, son seres vivientes conscientes, inteligentes, libres y responsables.


1. Las cosas creadas materiales


La materia por sí misma, por su esencia, es frágil, deleznable, inconsistente, degradable, perecedera. Se gasta, se estropea, se deteriora.

Pensemos en las más grandiosas y sólidas construcciones arquitectónicas de la humanidad. Con el tiempo y los elementos, todas se deshacen, se derrumban, se transforman en ruinas. Lo mismo ocurre con las máquinas modernas más perfectas fabricadas con los materiales más (Itiros y resistentes. Sus días están contados y, a los pocos años, sólo sirven para el desgüace y para chatarra.

Si se trata de seres materiales vivos, como las plantas, los animales y el hombre en su ser corporal, su deteriorahilidad aún es mayor, pues la materia viva ha de ser más delicada, más frágil, y es increíble la complejidad de sus organismos. Este estropearse, esencial a la materia, se traduce en los seres vivos materiales y sensitivos, en molestias, dolores, enfermedades y la muerte. Ese sentir el deshacerse, el deteriorarse de la materia de nuestro cuerpo es el dolor.

El dolor, las enfermedades y la muerte de los seres vivos, así como las catástrofes naturales, no son castigos enviados por Dios por el pecado del hombre, sino consecuencia ineludible de la materialidad. Se daban, en el universo y en la tierra, miles de millones de años antes de la aparición del hombre. Pensemos además que los animales no podrían sobrevivir si no se mataran y devoraran los unos a los otros.
Lo dicho vale tanto para nuestra tierra o nuestro sistema solar, como para cualquiera de los miles de millones de galaxias de nuestro universo, pues toda su materia procede del mismo núcleo inicial que estalló en el «bigbang» hace quince mil millones de años. Más aún, esta verdad sigue en pie respecto a cualquier materia, por diferente que sea, de otros universos, pues es algo intrínsecamente inherente a la materialidad.


2. Los seres materiales conscientes, inteligentes, libres, responsables


El ser humano, que también es un cuerpo material, tiene conciencia refleja de su existir, es capaz de conocer la verdad, adquirirla, puede sentir diversos afectos y sentimientos, y decidir por sí mismo su conducta sin coacciones externas, ni necesidades internas. Es más perfecto que las piedras, los vegetales y los animales y, por eso, más capaz de sufrir, y tiene sus sufrimientos específicos, por esta su mayor perfección en el ser.

Es inteligente y esta facultad elevadísima es una nueva fuente de sufrimientos. Ansía la verdad, pero su adquisición supone esfuerzo, privaciones, consagración, sacrificio de otras muchas cosas buenas. Por ser inteligente, el hombre es capaz de prever el futuro, las dificultades y males que le amenazan: pérdidas de seres queridos, enfermedades, la vejez y, al fin, la muerte. Los animales sólo viven el presente.
Pero, sobre todo, el hombre por su inteligencia se plantea los problemas fundamentales de la existencia humana: ¿qué somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? ¿qué sentido tiene la vida? Y muchas veces no ve la respuesta. Vive en la oscuridad. Además, creado para Dios, tiene una sed innata de felicidad, de inmortalidad, de amar y ser amado, de plenitud, que no puede saciar con las criaturas finitas y fugaces. «El hombre se supera infinitamente a sí mismo» (Pascal). Es finito y tiene deseos íntimos de infinitud. «Creado para Dios, su corazón está inquieto hasta que descanse en él» (San Agustín).

El ser humano, además, goza de la prerrogativa admirable de la libertad, que, a su vez, es origen de muchos sufrimientos. Elegir es sacrificar. No se puede escoger todo, porque muchos bienes, que le apetecen, se excluyen entre sí, son incompatibles. Sufre antes de optar y, aun una vez hecha la elección, le duele lo que dejó.

Por la libertad, además, el hombre decide por sí mismo, lo que le hace responsable de sus actos y de las consecuencias, buenas o malas, de sus decisiones autónomas. Con frecuencia, tendrá que arrepentirse de lo que libremente determiné y, si se trata de acciones moralmente malas, sentirá la tortura de la culpabilidad.
El corazón humano está dotado también de la capacidad de sentir. No es una roca, ni una silla. Es sensible a la alegría, al gozo, a la dicha, a la felicidad, pero también por ello es vulnerable a la tristeza, al malestar, al abatimiento, a la pena, al desaliento, a la depresión, etc.

Podemos amar, ¡ qué gran tesoro! que tanto nos acerca y asemeja a Dios, pero ¡cuántos pesares tienen su manantial en el corazón! Del corazón brotan los grandes amores y deseos, que a veces no pueden ser realizados, pero también las ausencias, las soledades, el monstruo de los celos, las desilusiones, los desengaños, los fracasos.

Podemos amar, pero también, y por ello, odiar, rabiar, ser violentos.
El hombre es esencialmente una unidad de materia y de espíritu. Es un ser conflictivo en sí mismo, con tendencias contrarias y aun contradictorias. El espíritu busca la verdad, la belleza, el bien, el amor, y los ciegos apetitos y las fuertes pasiones del cuerpo tienden a lo material, a lo sensible, al margen de toda moralidad. El hombre es tensión, lucha, y ha de vencerse, abnegarse, renunciar a sí mismo, para ser lo que debe.

El ser humano por su naturaleza está sujeto a las coordenadas del espacio y del tiempo. Nueva fuente de dolores y de sufrimientos. El tener que estar cada uno en un solo lugar conileva la ausencia de los seres amados, las nostalgias; y la temporalidad hace al hombre y a todo lo que le rodea efímero, huidizo, fugaz. El tiempo, que se eterniza en el sufrimiento, vuela en la felicidad. ¡Qué pena, se va!

Finalmente, el hombre es naturalmente social, nacido para no vivir solo, sino en compañía. ¡Cuántas ventajas se derivan del vivir con otros! Más también la experiencia nos enseña lo dificil y conflictivo que es convivir. Una de dos: «o te sacrificas por los demás o te sacrifican»; «o cada uno se sacrifica y se hace a todos, o aquello puede resultar un infierno».

 

3. El hombre origen del mal


Creemos probado que la existencia del mal en este mundo es inevitable por la misma esencia material, finita, limitada de las cosas creadas. La única manera de que no existiera el dolor sería la nada absoluta; que sólo existiera Dios. Pero, ¿explica esto todo el mal que se da en el mundo? Claro que no. El mal de la vida, en un sesenta o setenta por ciento, se debe exclusivamente a la conducta y actitudes de los seres humanos. El misterio del mal no abarca estos males. Su origen es claro:
el hombre. No hay más misterio. El es el único responsable.

Pensemos en tantas y tan cruelísimas guerras como han azotado la humanidad, en la injusta distribución de las riquezas a todos los niveles, en la explotación a que han sido sometidos los individuos, las clases, las razas, las naciones por obra de los más fuertes y poderosos, en la destrucción de la naturaleza por un desarrollo irracional, etc. Y, en un orden más cercano, ¡cuántas desaveniencias familiares, matrimonios rotos, hijos traumatizados, ancianos abandonados, enfermedades causadas por los excesos humanos, en el comer, beber, muertos en la carretera, etc.!
Ante este panorama, no nos preguntemos por el misterio del mal y, sobre todo, no nos preguntemos por qué ha hecho Dios el mundo así. Dios creó el mundo y «todo era bueno», somos nosotros, los hombres los únicos que hemos construido la historia. Vivamos el amor de los unos a los otros, como es la voluntad de Dios manifestada por su enviado Jesucristo, y desaparecerán la mayor parte de los sufrimientos de la humanidad.

          

Objección


No quiero terminar, sin responder a una objección que sin duda les está rondando la cabeza: «Admitido que las cosas sean así por naturaleza, ¿no podría intervenir Dios y evitar los males que se siguen?».

Bien podría, por ejemplo, detener en el aire esa teja que le va a caer y matar a uno; desviar al mar los ciclones y gotas frías que van a causar tantas muertes y destrozos; impedir que uno fumara, bebiera en exceso, se drogara para evitar tantas enfermedades; detener el brazo del asesino; bilocar a las personas para que no se diera la separación; infundir los conocimientos sin largos estudios y esfuerzos; insensibilizamos para el dolor, etc.

A ello respondemos: Dios es amor, y porque es amor respeta normalmente a las criaturas en su ser, las deja ser lo que son, actuar según su naturaleza. Dios respeta la autonomía del mundo, y sobre todo, la libertad del ser humano. Lo ha creado hijo y no esclavo, libre y no una marioneta, a «su imagen y semejanza», no un robot.
Ese Dios supermilagrero, intervencionista, «bombero apagafuegos», enderezador de entuertos, «tapa agujeros», es un dios absurdo, una fabricación humana. Ese dios no existe.

Dios es amor y no manipula a las criaturas, «no juega a los dados con el mundo», diría Einstein, y menos con el hombre, para que actuen contra su naturaleza. No los crea para anularlos. Nadie más liberal que Dios, que no suplanta la autonomía de las criaturas, ni elimina el protagonismo y la responsabilidad del ser humano. Contemplemos si no la evolución del universo y la historia de la humanidad. Deja hacer; deja ser.

El estar Dios haciendo continuamente miles de millones de milagros para sacarnos las castañas del fuego, no sólo haría imposibles las ciencias, sino que sería incompatible con la dignidad de las criaturas y, sobre todo, con la dignidad del hombre y de Dios.

Aunque parezca paradójico es el amor de Dios, que nos respeta porque nos ama, la explicación de sus «ausencias» y de sus «silencios», que con frecuencia nos resultan tan dolorosas. Cuando suframos por la aparente ausencia de Dios, avivemos la fe en que ese Dios tan silencioso es el mismo que «amó tanto al mundo que nos entregó a su Hijo único para salvarnos» Un 3,16- 17), para que «diera su vida por nosotros, la mayor prueba del amor» Un 15,13).

Jueves, 05 Mayo 2022 10:18

examen y meditación sacerdotal

Escrito por

Carta a los sacerdotes del prefecto de la Congregación para el Clero

Jornada Mundial de Oración para la Santificación del Clero

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto completo de la carta dirigida alos sacerdotes por el cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero y por el secretario del dicasterio, monseñor Celso Morga Iruzubieta, arzobispo titular de Alba Marítima.

*****

CARTA A LOS SACERDOTES

 

Queridos Sacerdotes:

En la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el 15 de junio de 2012, celebraremos, como de costumbre, la “Jornada Mundial de Oración para la Santificación del Clero”.

La expresión de la Escritura «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3), aunque vaya dirigida a todos los cristianos, se refiere e n modo particular a nosotros, los sacerdotes, que hemos aceptado no sólo la invitación a “santificarnos”, sino también a convertirnos en “ministros de santificación” para nuestros hermanos.

Esta “voluntad de Dios”, en nuestro caso, por decirlo así, se ha doblado y multiplicado al infinito, tanto que a ella podemos y debemos obedecer en cada acción ministerial que llevamos a cabo.

Este es nuestro estupendo destino: no podemos santificarnos sin trabajar para la santidad de nuestros hermanos, y no podemos trabajar para la santidad de nuestros hermanos sin que antes hayamos trabajado y trabajemos para nue stra santidad.

Al introducir a la Iglesia en el nuevo milenio, el Beato Juan Pablo II nos recordaba la normalidad de este “ideal de perfección”, que debe ofrecerse en seguida a todos: «Preguntar a un catecúmeno: “¿quieres recibir el bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle: “¿quieres ser santo?”» 1.

Ciertamente, en el día de nuestra Ordenación sacerdotal, esta misma pregunta bautismal resonó de nuevo en nuestro corazón, pidiendo una vez más nuestra respuesta personal; pero se nos ha confiado para que supiésemos dirigirla también a nuestros fieles, custodiando su belleza y preciosidad.

La conciencia de nuestros incumplimientos personales no contradice esta persuasión, como tampoco lo hacen las culpas de algunos que, a veces, han humillado el sacerdocio a los ojos del mundo.

A distancia de diez años —considerando que las noticias difundidas se agravan — debemos dejar que resuenen de nuevo en nue stro corazón, con mayor fuerza y urgencia, las palabras que Juan Pablo II nos dirigió el Jueves Santo del año 2002: «Además, en cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las peores

manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica. Mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación penosa, todos nosotros —conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina — estamos llamados a abrazar el

mysterium Crucis y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y renovado impulso de ese ideal de entrega total a Cristo que está en la base del ministerio sacerdotal»2.

Como ministros de la misericordia de Dios, sabemos, por tanto, que la búsqueda de la santidad siempre se puede retomar, a partir del arrepentimiento y el perdón. Pero a la vez sentimos la necesidad de pedirlo, cada sacerdote, en nombre de todos los sacerdotes y para todos los sacerdotes3.

Refuerza nuestra confianza la invitación que la propia Iglesia nos dirige a cruzar nuevamente el umbral de la Porta fidei, acompañando a todos nuestros fieles. Sabemos que este es el título de la Carta apostólica con la cual el Santo Padre Benedicto XVI convocó el Año de la Fe que comenzará el próximo 12 de octubre de 2012.

Una reflexión sobre las circunstancias de esta invitación nos puede ayudar.

Se sitúa en el 50° aniversario de la apertura del Concilio ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962) y en el 20° aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992). Además, para el mes de octubre de 2012, se ha convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre el tema de "La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana".

Se nos pedirá, pues, trabajar en profundidad sobre cada uno de estos “capítulos”:

– sobre el Concilio Vaticano II, a fin de que sea de nuevo acogido com o «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX»: “Una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza ”, “una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”4;

– sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, para que realmente se acoja y se utilice «como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como una regla segura para la enseñanza de la fe»5;

– sobre la preparación del próximo Sínodo de los Obispos, para que sea realmente «una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe »6.

Por ahora —como introducción a todo el trabajo— podemos meditar brevemente sobre esta indicación del Pontífice, en la cual todo converge: «Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la al egría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe».7

“Los hombres de cada generación”, “todos los pueblos de la tierra”, “nueva evangelización”: ante este horizonte tan universal, sobre todo nosotros, los sacerdotes, debemos preguntarnos cómo y dónde estas afirmaciones pueden unirse y consistir.

Podemos, pues, comenzar recordando que ya el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con un abrazo universal, reconociendo que “El hombre es «capaz» de Dios”8; pero lo hace eligiendo —como su primera cita— este texto del Concilio ecuménico Vaticano II: «La razón más alta (“eximia ratio”) de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor (“ex amore”), es conservado siempre por amor (“ex amore”); y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador . Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente » (“hanc intimam ac vitalem coniunctionem cum Deo”)9.

¿Cómo olvidar que, con el texto que acabamos de citar —precisamente en la riqueza de las formulaciones escogidas— los Padres conciliares querían dirigirse directamente a los ateos, afirmando la inmensa dignidad de la vocación, de la que se habían alejado como hombres? ¡Y lo hacían con las mismas palabras que sirven para describir la experiencia cristiana, en el culmen de su intensidad mística!

También la Carta apostólica Porta Fidei inicia afirmando que esta «introduce en la vida de comunión con Dios », lo que significa que nos permite adentrarnos directamente en el misterio central de la fe que debemos profesar: «Profesar la fe en la Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— equivale a creer en un solo Dios que es Amor» (ibídem, n. 1).

Todo esto debe resonar de modo especial en nuestro corazón y en nuestra inteligencia, para que seamos conscientes de cuál es hoy el drama más grave de nuestros tiempos.

Las naciones cristianizadas ya no sienten la tentación de ceder a un ateísmo genérico (como en el pasado), sino que corren el riesgo de ser víctimas de ese particular ateísmo que viene de haber olvidado la belleza y el calor de la Revelación Trinitaria.

Hoy son sobre todo los sacerdotes, en su adoración diaria y en su ministerio diario, quienes deben encauzarlo todo hacia la Comunión Trinitaria: sólo a partir de esta y adentrándose en esta, los fieles pueden descubrir verdaderamente el rostro del Hijo de Dios y su contemporaneidad, y pueden verdaderamente llegar al corazón de todo hombre y a la patria a la cual todos están llamados. Y sólo así los sacerdotes podemos ofrecer de nuevo a los hombres de hoy la dignidad del ser persona, el sentido de las relaciones humanas y de la vida social, y la finalidad de toda la creación.

“Creer en un solo Dios que es Amor”: no será realmente posible ninguna nueva evangelización si los cristianos no somos capaces d e sorprender y conmover nuevamente al mundo con el anuncio de la Naturaleza de Amor de Nuestro Dios, en las Tres Divinas Personas que la expresan y que nos hacen partícipes de su misma vida.

El mundo de hoy, con sus laceraciones cada vez más dolorosas y preocupantes, necesita al Dios-Trinidad, y anunciarlo es la tarea de la Iglesia.

La Iglesia, para poder desempeñar esta tarea, debe permanecer indisolublemente abrazada a Cristo y no dejar nunca que se le separe de Él: necesita santos que vivan “en el corazón de Jesús” y sean testigos felices del Amor Trinitario de Dios. ¡Y los Sacerdotes, para servir a la Iglesia y al mundo, necesitan ser santos!

Vaticano, 26 de marzo de 2012

Solemnidad de la Anunciación de la Santísima Virgen

NOTAS

1 Carta Apostólica Novo millennio ineunte, n. 31.

2 JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo del año 2002.

3 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Material para Confesores y

Directores espirituales, 9 de marzo de 2011, 14-18; 74-76; 110-116 (el sacerdote como penitente y discípulo espiritual).

4 Cf. Porta fidei, n. 5.

5 Cf. Ibídem, n. 11.

6 Ibídem, n. 4.

7 Ibídem, n. 7.

8 Sección Primera. Capítulo I.

9 Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica n. 27.

LECTURAS Y TEXTOS para profundizar o para celebraciones

LECTURAS BÍBLICAS

Del Evangelio de Juan: 15, 14-17

Del Evangelio de Lucas: 22, 14 - 27

Del Evangelio de Juan: 20, 19 - 23

De la Carta a los Hebreos: 5, 1 - 10

LECTURAS PATRÍSTICAS

S. JUAN CRISÓSTOMO, El sacerdocio, III, 4-5; 6.

ORÍGENES, Homilías sobre el Levítico, 7, 5.

LECTURAS DEL MAGISTERIO

Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.

JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 2001.

Benedicto XVI, Homilía del Jueves Santo, 13 de abril de 2006.

LECTURAS de los ESCRITOS de los SANTOS

SAN GREGORIO MAGNO: Diálogos, 4, 59.

SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo de la divina Providencia, cap. 116; cf. Sl 104, 15.

SANTA TERESA DE LISIEUX, Ms A 56r; LT 108; LT 122; LT 101; Pr n. 8.

BEATO CHARLES DE FOUCAULD, Écrits Spirituels, pp. 69-70.

SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ (EDITH STEIN), WS, 23.

ORACIÓN POR LA SANTA IGLESIA Y POR LOS SACERDOTES

Oh Jesús mío, te ruego por toda la Iglesia:

concédele el amor y la luz de tu Espíritu

y da poder a las palabras de los sacerdotes

para que los corazones endurecidos

se ablanden y vuelvan a ti, Señor.

Señor, danos sacerdotes santos;

Tú mismo consérvalos en la santidad.

Oh Divino y Sumo Sacerdote,

que el poder de tu misericordia

los acompañe en todas partes y los proteja

de las trampas y asechanzas del demonio,

que están siendo tendidas incesantemente para las almas de los sacerdotes.

Que el poder de tu misericordia,

oh Señor, destruya y haga fracasar

lo que pueda empañar la santidad de los sacerdotes,

ya que tú lo puedes todo.

Oh mi amadísimo Jesús,

te ruego por el triunfo de la Iglesia,

por la bendición para el Santo Padre y todo el clero,

por la gracia de la conversión de los pecadores empedernidos.

Te pido, Jesús, una bendición especial y luz

para los sacerdotes,

ante los cuales me confesaré durante toda mi vida.

(Santa Faustina Kowalska)

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida int erior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cab eza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he

desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy

consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como

ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13)

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:18

examen para ejercicios espirituales

Escrito por

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

 

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

 

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

 

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

 

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

 

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

 

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

 

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

 

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cab eza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

 

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

 

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

 

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

 

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

 

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

 

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

 

 

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13)

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

 

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

 

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

 

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

 

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

Jueves, 05 Mayo 2022 10:16

Eucaristia-pan-partido Esquerda A

Escrito por

 

                                                 EUCARISTÍA,

PAN PARTIDO PARA LA VIDA DEL MUNDO

Juan Esquerda Bifet

                                               INDICE

 

 

INTRODUCCION

 

I. PRESENCIA REAL Y DECLARACION DE AMOR

 

1. Presencia real que sella la Alianza

2. A partir de la fe

3. Presencia que exige presencia y relación

 

II. SACRIFICIO COMO DONACION TOTAL E INCONDICIONAL

 

1. Dar la vida, darse a sí mismo

2. La interioridad sacrificial de Cristo

3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

 

III. COMUNION, BANQUETE Y SACRAMENTO DE RECONCILIACION

 

1. El pan vivo

2. Para vivir la misma vida de Cristo

3. Sacramento de unidad y amor

 

IV. MINISTERIO Y MISION ECLESIAL

 

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad

2. Fuente, centro y culmen de la vida

3. El ministerio de servir el pan y la palabra

 

V. ESPERANZA Y ESCATOLOGIA: CAMINO CONFIADO HACIA EL ENCUENTRO DEFINITIVO

 

1. Espera confiada y activa

2. Hasta recapitular todo en Cristo

3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

 

VI. VIDA NUEVA EN EL ESPIRITU SANTO

 

1. El agua viva

2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu

3. La "epíclesis" de la Misa

 

VII. DIMENSION MARIANA Y ECLESIAL

 

l. María figura de la Iglesia

2. Unidos a María en el "amén"

3. Maternidad de la Iglesia sacramento universal de salvación

 

LINEAS CONCLUSIVAS

 

SIGLAS

 

ORIENTACION BIBLIOGRAFICA

 

INTRODUCCION

 

Jesús se presentó a sí mismo como "pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,51). Es pan hecho "migajas", triturado por amor, para compartir su mismo ser con todos hermanos. Es una vida hecha oblación para comunicar una "vida abundante" (Jn 10,10).

 

Como a los discípulos de Emaús, Jesús se nos muestra "al partir el pan" (Lc 24,30). Es su modo peculiar de amar: darse él mismo, sin  pertenecerse, según los designios del Padre, como "consorte" y compañero de camino.

 

En la Eucaristía, su presencia permanente indica esta oblación total de quien acompaña, escucha, comparte, comunica y, consecuentemente, espera en retorno nuestra donación. Es presencia donada en sacrificio y comunicada con todo su ser.

 

Es una declaración permanente del "amor más grande", que es el de "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Es amor "hasta el extremo" (Jn 13,1), de quien, como Hijo, comparte el mismo amor del Padre expresasdo en el amor del Espíritu: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros" (Jn 15,9).

 

Se hace presente en la Eucaristía para insertarse en nuestra vida y convertirnos en su misma expresión de donación al Padre y a los hermanos: "Padre... todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos... yo en ellos y tú en mí... y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí... para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,10.23.26).

 

La vida humana es hermosa sólo cuando se hace verdad de donación. La oblación amorosa de Cristo pide la nuestra: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Entonces nuestra vida se hace también Eucaristía, "pan partido".

 

Cada cristiano y toda la comunidad eclesial celebra y vive en sintonía con Cristo Eucaristía, para hacerse su "complemento" (Ef 1,23), su prolongación en la historia humana, signo de su misma oblación. Gracias a la Eucaristía, que lleva el bautismo a su pleno desarrollo, el creyente hace de la vida una relación filial con Dios y una oblación de pan partido para todos los hermanos. La vida merece vivirse cuando se vive en sintonía con la oblación de Cristo, como pan partido y comido.

 

Cristo ora en nosotros con su misma actitud filial. El "Padre nuestro" es su oración en nosotros. Cristo ama en nosotros y mira a los hermanos desde nuestro corazón en sintonía con el suyo, injertando sus pupilas en las nuestras. El mandato del amor ("amaros como yo os he amado": Jn 13,34) consiste en enfocar la propia vida por la "perfección de la caridad" (LG 40) según la pauta del sermón de la motaña: "Sed perfectos (sed misericordiosos) como vuestro Padre celestial" (Mt 5,48; cfr. Lc 6,36).

 

La vida cristiana se hace, pues, "Eucaristía", como continuación de la misma oblación de Jesús en nuestra vida cotidiana transformada en amor. El vive en nosotros para mirar, desde nosotros, al Padre con su misma mirada amorosa en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21) y mirar a los hermanos con su mismo amor.

 

Por la Eucaristía, cada creyente realiza una misión irrepetible, como expresión personal del amor del Señor en medio de los hemranos. Y cada comunidad eclesial es una historia de su oblación, un signo suyo, transparente y portador para toda la humanidad. Enraizada en la Eucaristía, la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1). "La Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía" (enc. Ecclesia de Eucharistia 26). Por esto, "la Iglesia vive de la Eucaristía" (ibídem, 1).

 

La presencia de Cristo en la Eucaristía, es presencia de donación sacrificial, para comunicarse tal como es y construir la comunión en el corazón de cada ser humano, de cada familia, de cada comunidad y de la humanidad entera, por medio de una Iglesia hecha, con Cristo, pan partido, oblación y comunión, expresión del amor de Dios Amor uno y trino (cfr. LG 4). "Del misterio pascual nace la Iglesia... En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual" (EdE 3).

 

La Eucaristía es, pues, "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11), "fuente y cima de toda evangelización", porque "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia" (PO 5). De este modo, "el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo" (EdE 8).

 

Así es el "misterio de nuestra fe". "La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación" (EdE 11).

 

La Iglesia aprende a vivir de la Eucaristía, sitiéndose idenfiticada con María, en cuyo seno se formó el "pan de vida" y cuya oblación al pie de la cruz personificó y anticipó la oblación de la misma Iglesia. En la celebración y adoración eucarística, "la Iglesia aprende de María la propia maternidad" (RMa 43).

 

En su caminar histórico, y especialmente en el inicio de un tercer milenio, y como continuación de una historia milenaria de gracia, "la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia".

 

El itinerario ya está programado; se nos invita a recorrerlo: la presencia, la oblación y la comunicación de Cristo piden actitud relacional y oblativa, para realizar con él la misma misión de ser "pan partido" para toda la humanidad, bajo la acción del Espíritu Santo, de camino hacia "el cielo nuevo y la nueva tierra" (Ap 21,1), siguiendo la pauta de "la mujer vestida de sol" (Ap 12,1), transparencia y portadora de Jesús. "El programa... se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia" (EdE 60).

 

I. PRESENCIA REAL Y DECLARACION DE AMOR

 

1. Presencia real que sella la Alianza

2. A partir de la fe

3. Presencia che exige presencia y relación

 

 

1. Presencia real que sella la Alianza

 

La presencia del "Emmanuel" entre nostros y en la Eucaristía es como una prolongación misteriosa de la Encarnación del Verbo en la historia humana.

 

Después de la Ascensión, "está más presente". Pero esta presencia es una realidad nueva. "La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor" (EdE 55).

 

La presencia real y substancial de Jesús en la Eucaristía es, especialmente, declaración de amor. Se ha quedado bajo signos de pan y vino porque nos ama. Es un gesto de "nueva Alianza" (Lc 22, 20), es decir, de amor esponsal, de amistad y de cercanía. Se ha hecho nuestro "camino" (Jn 14, 6). Cristo nos revela al Padre y el misterio de su amor: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).

 

A la luz del "gran deseo" de celebrar la Pascua de la nueva Alianza (Lc 22, 15) y a la luz de su "amor a los suyos hasta el extremo" (Jn 13, 1), podemos "conocer" amando la eficacia de sus palabras: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26-27).

 

Esta presencia por amor de desposorio (Alianza) dice relación a su promesa de estar siempre con nosotros: "Estaré con vosotros hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20). Está en relación estrecha con el quehacer misionero de la Iglesia: "Id... a todas las gentes" (Mt 28,19).

 

La misión de la Iglesia consiste en hacer que, en cada comunidad humana, haya los signos permanentes de la presencia activa de Jesús resucitado. Esta realidad forma parte del anuncio eficaz del evangelio ya desde la primera evangelización y en todo el proceso de implantar la Iglesia. La nueva Alianza, como declaración de amor, es universal: "por vosotros y por todos" (Mt 26,28; Lc 22,20).

 

La antigua Alianza ya suponía una presencia especial de Dios en medio de su pueblo, simbolizada por una tienda (shekinah) o una nube (Ex 33, 7-11). Desde el día de la Encarnación, Dios habita entre nosotros como Emmanuel, "Dios con nosotros" (Mt 1,23), el "Verbo hecho carne" (Jn 1,14). Esta presencia es definitiva, como de hermano o miembro de la misma familia, que establece su tienda de caminante entre nosotros (Apoc 21,3). Una vez resucitado, Jesús queda entre nosotros sin condicionamientos de tiempo y de espacio. Pero, además, ha querido quedarse bajo signos eucarísticos, como declaración permanente de esta nueva Alianza, que es amor de cercanía y de consorcio.

 

La presencia eucarística es una realidad que tiene origen en el amor de Cristo y que reclama el amor entre los hermanos. De hecho, el Señor se hace presente en la celebración eclesial, que es "ágape" o caridad; esta caridad fraterna es origen de una presencia especial de Jesús en la comunidad, que dice relación con la presencia eucarística, aunque no se identifique con ella: "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

La presencia de Cristo en la Eucaristía es permanente como signo de su amor indefectible a la Iglesia y a toda la humanidad. Esta presencia nunca dejará de existir hasta el día de la restauración final. Es presencia activa, santificadora, transformadora y evangelizadora. Es la presencia de enamorado que suscita santos y apóstoles. Jesús es buen pedagogo, que educa y ayuda a vivir el misterio de su presencia.

 

Es una presencia peculiar, por el hecho de quedarse el Señor bajo las especies de pan y vino, además de quedarse como víctima sacrificial y como manjar de comunión, pero se relaciona con otros modos de quedarse entre nosotros: en los sacramentos, en su palabra, en la comunidad, en los que sufren, en sus apóstoles, etc. Se puede decir que la Eucaristía es la presencia más intensa de Cristo resucitado, que hace posible todos los otros modos de presencia y que nos ayuda a vivirlos como prolongación de la presencia eucarística. Incluso es presencia que invita y urge a prestar nuestra colaboración como misión de hacerse realidad en todos los corazones, en todas las comunidades y en todos los pueblos.

 

No es presencia de adorno ni un simple signo de la omnipotencia divina, sino que es inicio de una presencia mutua, que un día se hará visión, posesión y unión. De la presencia eucarística podríamos decir lo que Pablo dice de Cristo Redentor: "Con él, Dios nos ha dado todo" (Rom 8,32). Efectivamente en la presencia eucarística encontramos la síntesis y la realidad actual de la redención.

 

Los signos pobres de la presencia eucarística de Cristo son signos de amor profundo. Son como los signos pobres de Belén y de la vida de Jesús, que dejan transparentar á Dios Amor. Dios se da principalmente a sí mismo por medio de sus dones. Naciendo pobre, Dios ha mostrado ser Dios Amor, que ha venido para hacerse él mismo donación más allá de sus dones. Haciéndose presente bajo signos pobres, Cristo muestra, como en el evangelio, su amor de cercanía a nuestra debilidad. Los signos pobres de la Eucaristía recuerdan la humildad y la obediencia de Cristo al Padre como declaración de amor a todos los hombres.

 

En cualquier cultura y en cualquier época histórica se recordarán con cariño y se visitarán con respeto las circunstancias concretas de la Encarnación: Nazaret, Belén, Palestina en general. Nadie podrá decir nunca que las circunstancias geográficas e históricas, que Dios escogió para vivir entre nosotros, son ajenas a la propia cultura. Las signos pobres de pan y vino, que Cristo escogió para quedarse en la Iglesia y en el mundo, ya no son elementos de una cultura y de un ambiente, sino que pasan a la "transculturación" del misterio de la Encarnación, puesto que ya pertenecen a toda la humanidad como tesoro común.

 

La humanidad va haciéndose una sola familia, como reflejo de Dios Amor, para pasar al "más allá" de la "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). La presencia humilde de Jesús no violenta a nadie, porque el amor busca la cercanía y espera pacientemente la presencia de sus amigos. Le basta con declararse tal como es, como quien se ha quedado por amor. Pero necesita voceros enamorados que experimenten, primero ellos mismos, que la presencia de Cristo es la razón de ser de la propia existencia, y que sepan gritar a los cuatro vientos que Cristo sigue presente entre nosotros.

 

 

2. A partir de la fe

 

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe; es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras fiel Señor: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre". Se queda presente como glorificado, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, para darse de todo, tal como es.

 

Jesús, el Verbo encarnado y el Redentor resucitado, es el Señor de la creación y de la historia: "Todas las cosas se fundamentan en él", porque "todo ha sido creado en él y para él" (Col 1, 16-17; cfr. Jn 1,3). La soberanía de Jesús sobre las cosas y sobre la historia humana es un punto básico de nuestra fe, por encima de las explicaciones que nosotros podamos dar sobre el cómo de la realidad eucarística.

 

Un día todas las cosas, la creación y la historia, serán "restauradas en Cristo" (Ef 1,10). Jesús ha instituido la Eucaristía como signo fuerte y eficaz de esta restauración final. Como Señor resucitado, es capaz de transformar el pan y el vino en su cuerpo y sangre; la fuerza de su resurrección, a través de la "transubstanciación" eucarística, toca la raíz de toda la creación, de todo nuestro ser y de toda la historia humana, en vistas a una transformación o resurrección en él, que salvará nuestra identidad de la contingencia temporal y la hará pasar a la "vida eterna". Esa es la fuerza del Verbo encarnado, glorificado en la cruz: "Si yo fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn 12,32). Un día, en el más allá, desaparecerán también los signos eucarísticos, para dejar paso a la gran realidad de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1).

 

La transubstanciación o cambio de toda la substancia de pan y de vino en el cuerpo y sangre del Señor, recuerda el sentido profundo del "misterio". Por este "metabolismo" (como dicen en las Iglesias de Oriente), Cristo se hace presente misteriosamente, más allá de lo que nuestra razón pueda comprender. Por esto se puede llamar a la Eucaristía "el mayor de los milagros" (enc. Mysterium fidei). Es presencia verdadera, real y substancial de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo las especies de pan y de vino.

 

"La singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía se llama «real» no por exclusión, como si las otras presencias no fueran «reales», sino por antonomasia, porque es substancial" (EAm 12; cita Mysterium fidei de Pablo VI)

 

La fe en la presencia eucarística de Jesús equivale a un "sí" a sus palabras, por encima de toda explicación. La humildad y la pobreza del Verbo encarnado, nacido en Belén y muerto en cruz, nos piden nuestra fe, de suerte que sepamos descubrir a Cristo bajo los signos pobres de la Eucaristía y de la Iglesia. Por esta fe en su presencia activa, Jesús nos invita a enrolarnos, de modo consciente y responsable, en su paso ("pascua") hacia el Padre. Gracias a la presencia eucarística de Jesús, nuestro ser va quedando a salvo de la nada, de la contingencia y del pecado, para ir recuperando con creces el rostro original del hombre, que Dios se había propuesto desde la creación y que ahora debe ser el rostro de cada persona y de toda la humanidad transformada en Cristo.

 

Aunque la presencia de Cristo en la Eucaristía tiene unas características peculiares, no obstante se relaciona con su múltiple presencia de resucitado en el mundo y en la Iglesia, por medio de su palabra, de sus sacramentos, de la comunidad eclesial, de las personas que sufren, de los evangelizadores, etc. Jesús resucitado, que ya vive presente en su Iglesia y en cada uno de sus fieles (Mt 28,20; Hech 9,4), se hace presente, con toda su realidad redentora, bajo los signos o apariencias (las "especies") de pan y vino.

 

Sólo Dios puede llegar a lo más profundo de cada ser y transformarlo completamente. Las palabras de Jesús, Hijo de Dios, llegan a la "esencia" (substancia) del pan y del vino, para transformarlos en su propia realidad, que se hace presente de manera "verdadera, real y substancial". La ciencia y la experiencia humana continuarán viendo, palpando y experimentando "palo" y "vino"; pero el Señor de la creación y de la historia ha reorientado y cambiado el ser más profundo de estas "substancias" en la línea de una "nueva creación", que es verdadero cambio en el cuerpo y sangre de Cristo resucitado.

 

Es todo el ser y todo el misterio de Jesús que se hace presente. "Cuerpo" indica todo su ser en su expresión externa. "Sangre" indica todo su ser en su vida profunda e íntima. Las palabras de la "consagración" se refieren directamente al cuerpo y a la sangre, pero, por "concomitancia", es todo el ser de Jesús el que se hace presente como declaración de amor.

 

Dios ha cambiado la realidad profunda del pan y del vino en una realidad del "más allá", es decir, en la realidad escatológica de Cristo glorioso. La nueva creación no destruye nada, sino que hace "pasar" a la realidad definitiva. En la Eucaristía no hay coexistencia de pan y vino. "No queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente con su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar" (Pablo VI, enc. Mysterium fidei}.

 

El Señor espera de nosotras un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la adoración, más que por el camino de la investigación y curiosidad. La reflexión teológica puede ayudar, con tal que parta de la fe amada y vivida. Paulatinamente esta misma reflexión debe dejar paso a la "ciencia del amor", a la admiración, a la adoración, al silencio. La presencia de amor y de totalidad por parte de Jesús, reclama presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo del corazón. Las palabras de Jesús resucitado, que son expresión de su amor y de su poder salvador, fundamentan nuestra fe.

 

Nuestra fe eucarística es una respuesta a la palabra de Jesús, predicada en la Iglesia, celebrada en la liturgia, vivida por los santos, reeditada por nosotros y anunciada a todos los hombres y a todos los pueblos. El universalismo de este anuncio depende de nuestro modo generoso de vivir esta fe personalmente y en la comunidad eclesial.

 

 

3. Presencia que exige presencia y relación

 

"La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo" (EAm 35). La presencia permanente de Jesús en la Eucaristía reclama una actitud de "visita", de "cita" y de encuentro, concretada en "diálogo cotidiano" (PO 18).

 

Es presencia que pide trato de amistad por parte de quien ha seguido a Cristo para "estar con él" (Mc 3,13). Jesús habla al corazón y pide una actitud relacional permanente, que se alimenta de los momentos eucarísticos. La presencia de Jesús es presencia de toda su persona, de todo su ser y, por tanto, presencia de su "sí" como donación personal que reclama presencia y amor de retorno.

 

"¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!" (EdE 25).

 

La relación amistosa con Cristo se va haciendo sintonía con su corazón, es decir, con sus amores e intereses salvíficos. Así se aprende a sintonizar con Jesús adorador, reparador y salvador. Es el camino mejor para entrar en el silencio activo de la adoración y acción de gracias. Es adentrarse en el "misterio" o intimidad del corazón y "amor de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). Sólo en alas de esta amistad sencilla y profunda con Cristo, es posible caminar por el camino de la oración contemplativa, que es la oración de los amigos de Cristo, es decir, de los pobres salvados por él.

 

La relación personal se concretiza necesariamente unión y transformación por medio del seguimiento e imitación. Se quiere seguir e imitar a Cristo, el "contemplativo" de los planes salvíficos del Padre, para, con él y en su Espíritu, adorar, alabar, agradecer, interceder, reparar. El Espíritu Santo, comunicado por Jesús, orienta nuestra vida hacia estos amores o "miradas" (vivencias) de Cristo Redentor: glorificar al Padre y salvar a los hombres, haciendo de la vida una donación. Jesús en la Eucaristía sigue siendo el centro de la creación y de la historia humana.

 

Cada uno en particular y cada comunidad de hermanos se hace gota de agua que se "pierde" en este horizonte infinito del amor de Cristo. En los momentos de soledad junto al sagrario se aprende el significado de la actitud permanente de Jesús resucitado ante el Padre: "vive siempre para interceder por nosotros" (Heb 7,25).

 

El amor es así: busca la presencia, estar juntos, compartir la vida, unirse vitalmente en intimidad y comunión de ideales. La Iglesia, a través de los siglos, ha ido practicando esta actitud relacional ante Jesús sacramentado, por medio de la devoción privada y del culto público. Las expresiones personales y comunitarias han sido, a veces, manifestaciones de la vida cultural, artística y cristiana de todo un pueblo. La devoción popular se ha ido entrecruzando con el culto más oficial. En los ejemplos y escritos de los santos se ha subrayado el momento personal de diálogo expansivo y amistoso con Cristo. Todo es consecuencia y prolongación del encuentro con Cristo en el sacrificio de la Misa, como celebración de toda la comunidad eclesial.

 

Junto al sagrario se va aprendiendo que la presencia de Cristo es un don. La posibilidad de encontrar en Cristo al confidente y al amigo, sobre todo en los momentos de tentación y de prueba, es un don que se redescubre cada día más. Al principio puede parecer que somos nosotros los que vamos a hacer el "favor" de acompañar a Cristo, como cuando el Señor pidió agua a la samaritana. Luego vamos aprendiendo que la "sed" de compañía que manifestó Jesús junto al pozo de Jacob, no es más que una invitación a descubrir que es nuestra vida la que tiene sed de él.

 

A Teresa de Ávila le atraía irresistiblemente el poder colocar un nuevo sagrario en algún rincón del mundo. Era el ansia misionera de hacer presente a Cristo bajo signos permanentes en cada comunidad humana.

 

El apóstol tiene que dejar, muchas veces, su familia, sus amistades, su patria, sus planes y sus gustos personales. Con su presencia sacramental, Cristo suple con creces todo lo que uno ha dejado por él. Si faltara la amistad y la intimidad con Cristo Eucaristía, volvería a nacer en el corazón una serie interminable de exigencias personalistas disfrazadas de "carisma" y de "derecho".

 

La escala de valores de una persona se conoce por el tiempo que dedica a personas, quehaceres y cosas. Para el primer valor o para el primer amor del corazón siempre se encuentra tiempo. ¿Encontrar tiempo para estar con Cristo sin prisas psicológicas? Es cuestión de amor y de una recta escala de valores.

 

A Cristo no le extrañan ni molestan nuestras distracciones involuntarias, nuestro cansancio, nuestra sequedad e incluso el esfuerzo que tenemos que hacer para permanecer junto a él. Se contenta con nuestra decisión sincera de estar amigablemente con él. Le gusta nuestra presencia cuando nos presentamos tal como somos. Pero quiere ver en el corazón el deseo sincero de hacer de nuestra presencia una donación. La calidad de nuestra presencia junto al sagrario depende de haber descubierto a Cristo presente en el hermano, en sus palabras, en los acontecimientos, en la comunidad, en los signos de Iglesia.

 

El celo y compromiso apostólico se fraguan en estos momentos de sagrario, que parecen tiempo perdido. Allí se recupera el sentido esponsal de la vida, como desposorio y amistad con Cristo, que abraza a todos los hermanos y a todo el cosmos.

 

El secreto de la perseverancia en seguir generosamente a Cristo, sólo se explica a partir de estos momentos de amistad, en los que se escucha, como si se estrenaran por primera vez, las palabras del Señor: "sígueme","id", "estaré con vosotros", "vosotros sois mis amigos".

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Presencia de Alianza o pacto de amor:

 

- "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,28)

 

Presencia y de enamorado;

 

- "Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1).

 

El don de conocer amando:

 

- "Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae" (Jn 6,44).

 

Amistad y amor de retorno:

 

- "Como el Padre me amó, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (3n 15,9).

 

Presencia que pide relación personal:

 

- "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

II. SACRIFICIO COMO DONACION TOTAL E INCONDICIONAL

 

1. Dar la vida, darse a sí mismo

2. La interioridad sacrificial de Cristo

3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

 

 

1. Dar la vida, darse a sí mismo

 

El "deseo ardiente" de Cristo de celebrar la Pascua (Lc 22,14-16) tiene el sentido de resumir en sí todos los sacrificios del Antiguo Testamento y de toda la historia, para llevarlos a y perfección y plenitud. Cristo es "nuestra Pascua" (1Cor 5,7).

 

El sacrificio de Cristo, que abarca desde su Encarnación hasta la Ascensión, continuando en el cielo, que ya es perfecto desde el principio y que tiene su punto culminante en la Cruz, se actualiza o hace presente en la Eucaristía. "El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio" (EdE 12). "La Eucaristía, supremo don de Cristo a la Iglesia, hace presente sacramentalmente el sacrificio de Cristo para nuestra salvación" (EEu 75).

 

Todo el existir de Jesús es donación. Su cuerpo y su sangre, es decir, todo su ser, en su expresión externa y en su vivencia interna, son un sacrificio perenne: "Entrando en el mundo dice... Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,5-7). Este sentido sacrificial de su vida tiene un momento culminante: la muerte de cruz (Fil 2,5-7). Toda su existencia estaba orientada hacia "su hora, de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1). La presencia de Jesús en la Eucaristía es el signo de su perenne donación.

 

Darse a sí mismo y no sólo sus cosas, es la síntesis de la vida del Buen Pastor: "El Buen Pastor da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11). Este gesto de "dar la vida" en sacrificio, es la máxima expresión del amor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Todo el misterio de la Encarnación y de la redención se resume en este gesto de darse sacrificialmente: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3,16). Esa es la máxima expresión del amor de Dios a los hombres.

 

En este sentido, el cuerpo de Jesús es siempre "entregado" y su sangre "derramada", aunque el momento culminante, querido por el Padre, es la muerte en cruz (Jn 12,27-28). Su vida es un sacrificio de propiciación "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28), sacrificio de Alianza que establece la unión con Dios (Lc 22,10) y sacrificio de Pascua (cordero pascual) que libera de la esclavitud (Lc 22,15; Jn 1,29). Jesús sintetiza en sí mismo estos tres sacrificios principales del Antiguo Testamento.

 

La vida de Cristo es toda ella sacerdotal, en cuanto que se ofrece a sí mismo de una vez para siempre (Heb 9,12). Su sangre, es decir, su vida, está llena del Espíritu de Dios Amor (Heb 9,14). Por esto Jesús es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima (sacrificio) y altar. Esta realidad la ha querido presencializar bajo signos eucarísticos en el sacrificio de la Misa.

 

La pobreza de Belén, de Nazaret y de la vida pública, indica que Jesús se da a sí mismo, y no sólo sus cosas. Dios se hace pobre para manifestar lo que es: Amor. Pero en la vida de Jesús, esta donación es sacrificial, en cuanto que es ofrenda total y, a veces, dolorosa al Padre por la redención de todos los hombres. No es un sacrificio de "destrucción", sino de salvación y de glorificación: "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12,32). Jesús, por su inmolación, es centro vital del mundo, de la historia y de cada corazón humano.

 

El hombre quiere devolver a Dios lo mejor que ha recibido de él: su vida. Pero Dios no quiere la destrucción, sino el amor de donación. En muchas culturas religiosas (también en las del Antiguo Testamento), este gesto de donación se expresaba derramando la sangre de un animal, puesto que la sangre simbolizaba la vida. El sacrificio del Cordero Pascual al salir de Egipto, de la Alianza en el Sinaí y de propiciación por los pecados en el desierto, tenía esta significación, con los matices de aplacar a Dios, restablecer la unión con él y reparar por los pecados cometidos. La vida de Jesús se resume en el gesto de derramar su sangre (Lc 22,20). Entregando su vida en sacrificio (Jn 19,30), es decir, derramando su sangre, ya nos puede comunicar el "agua" del Espíritu, la paz y el perdón (Jn 19,34).

 

Toda la historia de la Iglesia queda marcada con el signo del seguimiento de Cristo Redentor, el cordero inmolado. Si la Iglesia sintoniza con el gesto de Jesús, de dar la vida por amor a los hermanos, es para "teñir su túnica en la sangre del cordero" (Apo 7,14). Entonces la comunidad eclesial transparenta el evangelio, como "la mujer vestida de sol", es decir, transformada en Jesús a ejemplo de María (Apoc 12,1).

 

La fuerza misionera de la Iglesia, que debe anunciar e evangelio a todas las gentes, estriba en la capacidad de vivir el misterio eucarístico tal como es: donación sacrificial do Cristo y de su esposa y "complemento", que es la misma Iglesia (Ef 1,23). Maria, "la mujer" asociada a la hora de Cristo (Jn 2,5; 19,25), es el modelo de esta actitud materna y misionera de la Iglesia, que es asociada al sacrificio redentor y universal de Cristo.

 

En la Eucaristía se hace presente o se "representa" el misterio de la cruz. Es el "memorial" efectivo de su pasión muerte y resurrección, como misterio pascual. Durante la celebración litúrgica, "conmemoramos" haciendo presente el sacrificio redentor de Cristo (1Cor 11,24). El hecho de hacerse presente el "cuerpo" y la "sangre" de Cristo es ya sacrificio; pero las palabras de Jesús, actualizadas por el sacerdote ministro (en la "consagración") y los signos de separación de especies sacramentales, dejan entrever toda lo fuerza sacrificial de la celebración eucarística.

 

Jesús dio la vida "por todos" (Mt 26,28) e instituyó e sacrificio de la Eucaristía para hacer presente continuamente su sacrificio redentor universal. La comunidad sintoniza con esta donación sacrificial de Cristo, en la medida en que se haga ella misma donación para todos los hermanos redimidos. La Iglesia ha sido instituida para hacer partícipes de la redención a todos los hombres. El sacrificio eucarístico debe ser celebrado con la participación activa de todos los pueblos (Mal 1,11). El universalismo efectivo de esta celebración queda condicionado a la actitud de donación de los cristianos que ya participan en la Eucaristía.

 

"Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección" (SC 47).

 

 

2. La interioridad sacrificial de Cristo

 

El Cordero Pacual inmolado (cfr. 1Cor 5,7-8), de pie como resucitado (cfr. Apoc 5,6), es ahora, en la Eucaristía, el sacrificio de alabanza, de acción de gracias, de propiciación y de expiación. La interioridad de Cristo se quiere prolongar en nuestra vida.

 

La Eucaristía como sacrificio sólo se entiende a partir de la interioridad de Cristo, que se inmola por amor. Todo su ser, sus obras y sus vivencias son una oblación existencial, que se concreta en adoración, alabanza, gratitud, reparación e intercesión. Es el sacrificio de "agapé" o de caridad, al que Cristo asocia a su esposa la Iglesia. Es el sacrificio de "acción de gracias" (Eucaristía) o de bendición (Mt 26,26; Lc 24,30), que se expresa en el "partir el pan", haciendo de su propia vida una donación sacrificial.

 

La gran señal del amor de Cristo es el sacrificio de la cruz, que es ya inicio de su glorificación y de la nuestra. Es el sacramento o signo de su donación. Este momento, "su hora" (Jn 13,1), polariza toda su existencia, transformándola en "pascua" o paso hacia el Padre: "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38). Así realiza el desposorio o alianza de Dios con la humanidad.

 

Los amores o interioridad de Cristo son siempre de inmolación de sí mismo para cumplir los planes salvíficos del Padre sobre todos los hombres. El "yo me inmolo" (Jn 17,19) es una actitud fundamental y permanente de Jesús: "Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar" (Jn 17,4). Esta actitud de amor inmolativo al Padre para salvar a los hombres, encuentra su punto culminante en su actitud de morir amando en la cruz: "Todo lo he cumplido. E inclinando la cabeza entregó su espíritu" (Jn 19,30).

 

No es, pues, el sacrificio doloroso por sí mismo lo que atrae a Jesús, sino el amor del Padre y al Padre, que se traduce en amor de totalidad o de dar la vida por los hermanos: "Por esto me ama el Padre, porque yo doy la vida" (Jn 10,17); "yo conozco (amo) a mi Padre y pongo mi vida por las ovejas" (Jn 10,15). Este amor, que realiza la unión entre Dios y los hombres, es el que hace posible que las situaciones humanas de atropello no se conviertan en frustración, sino más bien en una nueva forma de realizarse. Este es la originalidad y "utopía" del cristianismo: vencer el dolor con el amor, sufrir amando o haciendo de la vida uní donación. Así quedarán vencidos para siempre el pecado, e dolor y la muerte.

 

La oración eucarística o canon de la Misa termina siempre con el "amén". Es el "sí" de la Iglesia esposa, que quiere sintonizar con los amores o interioridad de Cristo espose muerto en cruz. Sólo a partir de este "si" se puede hacer de la vida una comunión con el Padre y con los hermanos; es la "comunión" que se expresa en el "Padre nuestro", en el signo de la paz, en la comunión eucarística y en el compromiso de hacer de toda la vida una continuación del sacrificio de Cristo. El "amen" de Cristo al Padre reclama y hace posible el "amén" de los suyos, a quienes él ha amado hasta e extremo (Jn 13,1). El sacrificio de la Alianza, por ser desposorio, supone el "sí" de Cristo y el de la Iglesia. La fecundidad misionera de la Iglesia depende de este "sí".

 

La interioridad de Cristo se expresa exteriormente en sus palabras, repetidas ahora por el ministro: "entregado por vosotros". Es el canto del Siervo inocente o Siervo de Dios, que asume esponsalmente, como protagonista, la historia de todo el pueblo; su sufrimiento tiene sentido porque se transforma en amor; sólo así se podrá salvar al pueblo de todas las opresiones e injusticias (Is 52-53). Es el amor de Cristo inmolado el que libera al nuevo Pueblo de Dios, de todo exilio y de toda opresión. La actitud de las bienaventuranzas y del mandamiento del amor, es la imitación de la interioridad de Cristo, que le lleva a dar la vida en sacrificio para salvar a toda la humanidad.

 

En la Eucaristía se hace presente el sacrificio de Cristo, no en abstracto, sino con toda su realidad concreta: su "sí" sacrificial, desde la Encarnación (Heb 10,7ss) hasta el cielo, donde presenta sus llagas abiertas y gloriosas por medio de una relación dialogal y amorosa con el Padre en el Espíritu Santo (Heb 7,25). Es el "sí" que tuvo su manifestación perfecta en la muerte de cruz: "En tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

Sólo el amor hizo de la vida de Cristo un sacrificio. Es el amor de ir a la hora querida por el Padre, de derramar su sangre en sacrificio. La vida o sangre de Cristo estaba llena del Espíritu de amor y, por esto, pudo entrar en el corazón de Dios para alcanzarnos la vida nueva en el Espíritu y hacernos hijos de Dios (Heb 9,14). Ahora este mismo amor sacrificial, hecho presente en la Eucaristía, en la realidad del cuerpo y sangre de Cristo inmolado, es el que transforma nuestra vida en una oblación agradable a Dios y fecunda para toda la humanidad redimida. En este sentido podemos "completar" la pasión y sacrificio de Cristo, puesto que él mismo ya asumió en su sacrificio nuestra participación en él (Col 1,24).

 

 

3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

 

Por el sacrificio de Cristo, el pasado se hace presente y anticipa el futuro de restauración final. En ese sentido, el sacrificio de Cristo se hace contemporáneo al hombre de cada época histórica. Los deseos de la humanidad entera encuentran en Cristo su cumplimiento; fuera de él, esos deseos quedan incompletos. Ahora la Eucaristía es el centro de la liturgia cósmica e histórica. "Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día" (EdE 14, cita a S. Ambrosio).

 

La razón de ser de la Eucaristía es el amor de Cristo esposo a su esposa la Iglesia. La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia, en cuanto que comparte esponsalmente la inmolación de Cristo. El Señor se ofrece ahora bajo signo eucarísticos, que son esencialmente signos de Iglesia. Ofrecemos a Cristo y nos ofrecemos con él. Es el sacrificio de "Cristo total", es decir, de Cristo y de la Iglesia.

 

La presencialización del sacrificio de la cruz tiene lugar gracias a los signos de Iglesia. La Eucaristía es, pues, el sacrificio de Cristo esposo, participado esponsalmente por la Iglesia, en cuanto que ella aporta los signos eucarísticos (materia, forma, ministerio sacerdotal, etc.) y en cuanto que toda la Iglesia se hace "complemento" del sacrificio de Cristo

 

El servicio de presidir la comunidad eclesial en nombre de Cristo Cabeza y de hacer presente al Señor bajo signo eucarísticos, es propio y exclusivo del sacerdote ministro. Pero es toda la Iglesia la que ofrece a Cristo y se ofrece con él. Toda la Iglesia colabora responsablemente a que toda la humanidad se haga Cuerpo Místico de Cristo por el hecho de bautizarse y de participar de su cuerpo eucarístico.

 

Nuestra vida se hace oblación sacrificial porque es parte integrante de la oblación de Cristo al Padre: "Por él, ofrezcamos continuamente al Padre un sacrificio de alabanza" (Heb 13,15). Nuestra vida ya puede ser el eco vivencial y esponsal de su "sí" a los designios salvíficos y universales di Dios Amor: "por él, decimos amén ("sí") para gloria de Dios" (2Cor 1,20). Este es el "sí" de toda la comunidad eclesial que se ensaya continuamente al terminar la oración eucarística de la Misa, antes del "Padre nuestro" y de la comunión.

 

La Iglesia (y cada uno de nosotros), preparando el "pan" y el "vino" de la Misa, hace Eucaristía de todo el trabajo y convivencia humana. El "cuerpo" y la "sangre" del Señor son nuestra misma oblación, hecha oblación de Cristo al Padre en el amor del Espíritu, desde el día de la Encarnación hasta el día de nuestra glorificación con él en los cielos. El momento culminante de la cruz da sentido sacrificial a toda la existencia de Cristo y a todo el ser de la Iglesia corno esposa o consorte, "la mujer", cuya figura y personificación es María al pie de la cruz (Jn 19,25-17; Apoc 12,1ss; Gal 4,4-19).

 

La victoria de la cruz consiste también en que el sacrificio de Cristo, gracias a la resurrección, se puede hacer presente en la comunidad y ser participado por ella. En este sentido, el sacrificio pascual del Señor se prolonga continuamente en la Iglesia. Ya podemos compartir la tribulación y el triunfo de Cristo "con las palmas en las manos" (Apoc 7,9). La Iglesia esposa se engalana con el traje de las bodas o del encuentro definitivo, que es la "túnica blanca" del bautismo, "blanqueada con la sangre del cordero" (Apoc 7,9-14).

 

La Iglesia, salvada por el sacrificio de Cristo, se ofrece a sí misma en sacrificio. Se ofrece toda entera, sin excepción de vocaciones y ministerios o servicios, y se ofrece toda entera sin reservarse nada. Este sentido de totalidad en la entrega u oblación sacrificial eucarística es la garantía de su misionariedad universal.

 

La Eucaristía se hace el sacramento del "martirio", como testimonio de la muerte y resurrección de Cristo. La Iglesia deja transparentar el misterio pascual de Cristo, en la medida en que haga de su propia existencia el anuncio del sermón de la montaña: transformar el sufrimiento en amor y donación. Así se hace "trigo molido por los molares de las fieras" (San Ignacio de Antioquía), para convertirse ella misma en "pan de vida" compartido con todos los hombres. De este modo, a través de la Eucaristía, como sacrificio de Cristo y de su Iglesia, "el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención" (Dominicae Cenae 9).

 

La vida del cristiano, como miembro de la Iglesia, es vida de "crucificado con Cristo" (Gal 2,19). La verdadera gloria de la Iglesia es la de convertirse en transparencia de la cruz de Cristo y portadora, por ello mismo, de la "nueva creación" (Gal 6,14-15). La gran victoria del sacrificio de Cristo es la de que nosotros ya podemos ofrecer a Dios aquello por lo que Cristo murió y resucitó: nosotros mismos transformados en él. Somos oblación agradable a Dios gracias a la oblación de Cristo hecha nuestra.

 

Las "ofrendas espirituales" (1Pe 2,5) de la Iglesia son la expresión del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios como "Pueblo sacerdotal" (1Pe 2,5-9). Es el sacrificio de hacer de toda la vida un "camino de amor", como el de Cristo, que "nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros en oblación y sacrificio" (Ef 5,1-2). Es el sacrificio del que nace la Iglesia esposa, asociada al mismo sacrificio de Cristo (Ef 5,25-27). La vida cristiana es, pues, la "ascética" oblativa de "ordenar todo según el amor" (Sto. Tomás). Cristo nos ofrece con él (1Pe 3,18).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Una vida inmolada por amor:

 

- "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13; cfr. Lc 22,19-20; Jn 10,15-17).

 

Desde la Encarnación en el seno de María:

 

- "Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... ¡He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Heb 10,5-7).

 

Desde el Corazón de Cristo:

 

- "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15).

 

Iglesia que comparte la suerte de Cristo:

 

- "Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,2; cfr. Heb 13,15; 1Pe 3,18).

 

Una vida ofrecida en las manos del Padre:

 

- "Por ellos me inmolo a mí mismo (Jn 17,19).

 

- "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46).

 

III. COMUNION, BANQUETE Y SACRAMENTO DE RECONCILIACION

 

1. El pan vivo

2. Para vivir la misma vida de Cristo

3. Sacramento de unidad y amor

 

 

1. El pan vivo

 

En el convite eucarístico, "Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura" (antífona del oficio de Corpus).

 

"Tomad y comed... tomad y bebed" (Mi 26,26-27). Jesús es "el pan de vida" (Jn 6,35ss). Su existencia es donación y comunicación de todo lo que es y tiene. La iniciativa es suya. Es la iniciativa salvífica de Dios sobre nuestra participación en él: "de su plenitud hemos recibido todos" (Jn 1,16). De este modo hace que nuestro ser se abra para recibirle y para transformarnos en él. La invitación evangélica "venid a mí todos" (Mt 11,28) se traduce ahora en comida bajo signos eucarísticos.

 

Jesús es el Verbo, la Palabra del Padre, que se ha hecho nuestro hermano (Jn 1,14). Desde el día de la Encarnación se está realizando una "comunión" universal o nueva creación en Cristo. Todo el cosmos, pero de modo especial toda la humanidad y cada corazón humano, va participando cada vez más de Jesús "pan de vida". Es el proceso de la nueva creación, que encuentra su momento fuerte en la comunión eucarística. Todo se va haciendo "comunión" en Cristo (su Cuerpo Místico), en la medida en que cada creyente se haga "comunión" con Cristo "pan de vida" en la Eucaristía.

 

Jesús es "pan de vida" porque es nuestra Pascua, "el cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1,29). El ardiente deseo de Jesús, de comer este pan con nosotros (Lc 22,15), expresa su ardiente deseo de "comunión" e intercomunicación vivencial con nosotros. Cuando le comulgamos bajo signos eucarísticos, entramos en sintonía con sus amores y participamos de su mismo ser de Hijo de Dios.

 

La Eucaristía es, pues, comida y banquete. No es simple signo manifestativo, como puede ser una comida fraterna, sino una realidad. Jesús, presente en la Eucaristía, se hace nuestro alimento espiritual. La comunión eucarística, precisamente por ser comunión de su cuerpo y de su sangre, transforma nuestra vida en comunión real y vivencial con Cristo. En realidad, cada comunión sacramental es sólo un inicio de la gran cena del encuentro final, cuando ya no serán necesarios los signos eucarísticos (Apoc 3,20; 21,1-10). La comunión sacramental es un inicio y un signo eficaz de este encuentro esponsal de toda la humanidad con Dios Amor.

 

Cada comunión sacramental tiene sentido de encuentro personal. Cristo ha amado y dado la vida por todos y por cada uno (Gal 2,20). Pero es siempre un acto que pertenece a la "comunión" de Iglesia. Por esto cada comunión eucarística es una etapa en el caminar de una Iglesia que va acercándose cada vez más al encuentro definitivo con Cristo resucitado. La Eucaristía (y no propiamente la unción de los enfermos) es el sacramento de este encuentro pascual de muerte y resurrección.

 

En la celebración eucarística participamos de la mesa de la palabra y de la Eucaristía. Son los dos momentos diferenciados de la mesa del mismo "pan de vida" que es Jesús, como Verbo y como banquete sacrificial. La mesa de la palabra nos recuerda que todo acontecimiento humano es encuentro y "comunión" con el Verbo que habita entre nosotros. La mesa de la Eucaristía es el signo fuerte de transformación de todo nuestro ser en el Cuerpo Místico de Cristo. Con ambas mesas o con ambos momentos de la misma mesa se va transforman do el cosmos o la creación entera en una nueva creación; pero los pasos en firme sólo se dan cuando el hombre va comal pando vivencialmente la palabra y el cuerpo y sangre del Señor. La comunión eucarística es el punto culminante de este comunión, puesto que se recibe el mismo cuerpo y sangre de Cristo, es decir, todo él, verdadera, real y substancialmente presente bajo los signos o "especies" de pan y vino.

 

La Eucaristía es el cuerpo y sangre de Cristo como pan partido entre los hermanos: "Jesús tomó pan, lo bendijo (dio gracias), la partió y lo dio a sus discípulos" (Mt 26,26). En este texto encontramos resumido todo el contenido de la oración eucarística o canon actual, incluso hasta el signo externo del partir el pan, que ha de tener lugar en el momento de la comunión (y no en la consagración).

 

La oración eucarística o canon desarrolla las palabra y gestos de Jesús. La comunidad eclesial y cada persona en particular dice el "amén", que es un "sí" de comunión con Cristo presente, hecho banquete sacrificial. El "Padre nuestro" (oración de fraternidad universal) y el signo de la paz (como reconciliación) forman parte integrante de la comunión eucarística. Comer a Cristo "pan de vida" bajo especies eucarísticas es entrar en comunión de caridad con los hermanos. Esta comunión fraternal es fruto y, al mismo tiempo, garantía de la comunión sacramental.

 

Si Cristo es "pan de vida" para todos los hombres sin excepción, la comunión eucarística urge a construir la comunión o comunidad universal de hermanos. La misión nace del encuentro y de la comunión con Cristo, y urge a colaborar responsablemente en la construcción o "implantación" de la Iglesia en todas las comunidades humanas. La Iglesia aparece siempre como "comunión" de hermanos que, teniendo diversos carismas, todos de conjunto reflejan la "comunión" de Dios uno y trino. La misión eclesial nace de esta comunión divina, transmitida por Cristo a su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo.

 

La razón de ser de la Iglesia es precisamente esta misión de construir la familia humana como "comunión", es decir, como reflejo de la vida divina de comunión o de amor mutuo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús "pan de vida" se hace encontradizo con todos y cada uno. Cuando no es posible la comunión sacramental, el deseo sincero de la misma puede producir el mismo efecto. Hay cristianos que pasan largos años en las cárceles o en un exilio, donde no es posible la celebración y la comunión eucarística. Hay misioneros (religiosos y laicos) que no pueden comulgar sacramentalmente durante largos períodos. "Cristo nunca abandona", decía el obispo de Cantón después de estar veintitrés años en la cárcel.

 

La comunión dice siempre relación con el sacrificio. Por esto el momento más adecuado de recibir la comunión es durante la celebración eucarística. Cuando no se puede participar en el sacrificio, pero sí en la comunión, la propia vida (familia, trabajo, apostolado, etc.) es oblación con Cristo, que se une a todas las celebraciones eucarísticas del mundo. El signo más claro de que la comunión sacramental ha sido comunión con Cristo "pan de vida", es el deseo sincero y ardiente de unirse al sacrificio de la Misa. Cristo es "pan de vida" y pan "partido" entre los hermanos, porque la vida del Señor se ha hecho oblación sacrificial de cruz y resurrección. Por ser "banquete pascual", la Eucaristía es banquete de reconciliación con Dios, con los hermanos y con el cosmos.

 

 

2. Para vivir la misma vida de Cristo

 

"El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él" (1Cor 6,17). La participación en la comunión eucarística tiene como objetivo nuestra transformación progresiva en Cristo. Participamos de su cuerpo y sangre para participar de su misma vida.

 

La presencia sacramental de Cristo, cuando comulgamos, dura mientras permanezcan las especies sacramentales; pero cada comunión bien participada es una nueva profundización de la permanencia de Cristo en nosotros y de nosotros en él. Vamos viviendo cada vez más de su presencia y de su misma vida (Jn 6,56-57). De nuestra vida que pasa, va quedando sólo lo que se convierte en participación de la vida de Cristo. Nuestra vida terrena se hace vida eterna.

 

La presencia eucarística de Jesús, al ser participada por la fe y la comunión, salva nuestra caducidad. Nuestro presente pasajero se va haciendo presente definitivo que no pasa. Cristo salva nuestro tiempo y nuestra contingencia para transformarlo todo en vida perdurable. Comulgar equivale a hacer pasar todo nuestro ser, toda la humanidad y toda la creación, hacia la realidad última que será restauración de todo en Cristo resucitado. Por esto la comunión sacramental de Cristo unifica nuestro interior y armoniza toda nuestra vida, en sintonía cada vez mayor con Dios, con los hermanos, con la historia y con el cosmos.

 

La comunión sacramental hace cada vez más profundo nuestro "injerto" en el misterio pascual, es decir, en la muerte y glorificación de Cristo (Rom 6,5). La vida nueva que Cristo nos comunica es su misma vida: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15,5). Entrar en comunión con Cristo es participar en su misma vida y en su inmolación por el fuego o amor del Espíritu Santo (Heb 9,14).

 

En el encuentro sacramental con Cristo "el alma se llena de gracia". En realidad es todo el ser del hombre el que va pasando a ser más Cuerpo Místico de Cristo; pero es un proceso lento que necesita prolongación del encuentro sacramental en momentos de diálogo íntimo, donde se fragua la amistad con él.

 

En estos momentos de "visita" o de "cita", la palabra de Dios meditada en el corazón se convierte en "pan de vida". Es el mismo Jesús, Palabra y Eucaristía, el que se comunica con todo lo que él es. A partir de estos momentos eucarísticos, toda la vida se va haciendo Cuerpo Místico de Cristo, como prolongación de la Encarnación y de la Eucaristía. Vivir de Cristo y en Cristo equivale a traducir a vivencias y compromisos concretos, el mensaje evangélico de las bienaventuranzas, del mandato del amor y del "Padre nuestro".

 

Se participa de la vida divina en la medida en que la persona se abre a la caridad. La vida se hace prolongación de Cristo, como epifanía de Dios Amor. La comunión sacramental transforma las personas y las comunidades para hacerlas transparencia del evangelio ante los que todavía no creen en Jesús.

 

De la celebración eucarística nacen las comunidades cristianas (familia, comunidad de base, grupos apostólicos y espirituales, parroquia, etc.), que tienen "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32) y que saben afrontar con "audacia" ("parresía") la evangelización (Hech 4,31). Este proceso de vida en Cristo lo describe san Pablo como "no vivir para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15). Equivale a dejar vivir a Cristo en nosotros: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). El hecho de poder o tener que comulgar con frecuencia da a entender la posibilidad de progresar en esta unión con Cristo, no en el sentido de llegar ya a una perfección absoluta, sino más bien de tender continuamente hacia ella, renovando esta decisión en cada encuentro sacramental con el Señor.

 

Los signos pobres del pan y del vino simbolizan las cosas pequeñas del quehacer cotidiano, que manifiestan, al mismo tiempo, la decisión de totalidad: querer amar a Cristo del todo y hacerle amar de todos. El progreso de nuestra vida espiritual y apostólica está ligado a la comunión eucarística, en el sentido de participar cada vez más de la vida de Cristo y hacerse cada vez más capaz de transmitirla a los hermanos. No se trata de una "cosa" que aumenta con el número de comuniones recibidas, sino de la configuración con el Señor, que depende de nuestra apertura a su acción en nosotros.

 

Recibir más de una vez al día la comunión es posible y aconsejable cuando tomamos parte activamente en la vida de varias comunidades o en situaciones diferentes en que se celebra la Eucaristía. Pero no es propiamente el "número" de comuniones recibidas el que nos configura más con Cristo, sino la sintonía ("comunión") de nuestra vida con él, presente sacramentalmente en diversas comunidades o situaciones eclesiales. El número de comuniones puede ayudar a afinar nuestra sintonía y, por tanto, nuestra configuración y transformación en Cristo. La comunión diaria, cuando es posible, indica la actitud habitual de abrirse a la vida nueva en el Espíritu, que Cristo nos comunica con generosidad.

 

El signo de haber recibido con provecho la comunión sacramental es la sintonía con los hermanos redimidos por Cristo, especialmente con los que sufren, con los marginados y olvidados, con los más pobres y con los que todavía no le conocen ni le aman explícitamente. El crecimiento en la vida divina, recibida de Cristo, se expresa también en el celo apostólico de ansiar ardientemente y de colaborar eficazmente a que toda la humanidad participe en el sacrificio y banquete eucarístico de la Iglesia.

 

 

3. Sacramento de unidad y de amor

 

La comunión tiene eficacia ontológica: nos une a la vida de Cristo que transforma la vida del hombre. Es una pertenencia vital que perfecciona la gracia de adopción recibida en el bautismo y nos hace vivir la realidad eclesial de Cuerpo Místico y "comunión de los santos". "La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.73, a.3).

 

La vida en Cristo, gracias a la comunión eucarística, se puede renovar continuamente. La Eucaristía como sacramento es signo eficaz de lo que ella misma contiene: Cristo "pan de vida". Los sacramentos y la palabra revelada tienen ya una eficacia especial de renovación, pero la comunicación de vida en Cristo encuentra su punto culminante en la comunión sacramental. En la comunión renovamos nuestro encuentro vivencial con Cristo como si fuera por primera vez. La vida cristiana se renueva eficazmente como imitación, unión y configuración con Cristo. En el aspecto vocacional la comunión se hace reestreno del seguimiento de Cristo y respuesta generosa al "sígueme" ("el vino que engendra vírgenes").

 

La presencia de Cristo en la Eucaristía se hace signo eficaz de comunicación de todo lo que es él. Es como la expresión externa de su decisión de transformarnos en él. Es él quien tiene la iniciativa de comunicarnos su vida y quien ha asumido la responsabilidad de reproducir en nosotros su rostro y su amor de Hijo de Dios y de hermano universal. Apoyados en él, comulgándole a él, ya es posible ir trazando en nosotros los rasgos de su fisonomía de Buen Pastor que da la vida por todos. La Eucaristía es sacramento y sacrificio al mismo tiempo. La comunión sacramental nos hace partícipes en el sacrificio de Cristo, que fundamentalmente consiste en su inmolación para darla vida (Jn 10,11-18; 15,13). Comulgando, nos hace partícipes de su donación sacrificial y de su misma vida.

 

En la Eucaristía encontramos el sacramento permanente del amor de donación de Cristo a su esposa la Iglesia. El signo de esta donación es la comunión sacramental. Mientras duran las especies sacramentales, Jesús está en la Eucaristía invitando a la "comunión" vivencial con él, como unión afectiva y efectiva. Por esto, en la tradición eclesial, se llama a la Eucaristía "sacramento de amor". Es el sacramento que expresa el amor de Cristo y que realiza nuestro amor a Cristo; pero es también el sacramento que fundamenta el amor a todos los hermanos. Es el "sacramento de fa piedad" (SC 47) que fundamenta nuestra relación filial con Dios en Cristo y nuestra relación fraterna con los demás hombres.

 

La Eucaristía es el sacramento o "signo de unidad" (SC 47) y el "sacrificio de reconciliación" (plegaria eucarística). Tanto para participar en el momento sacrificial, como en la comunión sacramental (que es parte integrante del sacrificio), es necesaria la reconciliación previa con los hermanos (Mt 5,23-24). El signo de la paz, antes de la comunión, quiere expresar esta reconciliación, como tarea permanente de construir la paz empezando por el propio corazón y por la comunidad en que se vive.

 

La misma comunidad se hace signo "sacramental" cuando vive en comunión como fruto de la celebración eucarística y de la comunión sacramental (PO 8). Esa comunidad es ya "un hecho evangelizador" (Puebla, 663). La Eucaristía, celebrada y participada en la comunidad eclesial (que tiene siempre una perspectiva universal), significa y realiza la caridad que abraza a todos los hombres.

 

La santificación personal está en relación con la reconciliación comunitaria, en cuanto que supone vivencia de la "comunión" fraterna en todos los niveles del amor: colaboración, comunicación de bienes, vida comunitaria, escucha, comprensión, perdón, etc. Es la Eucaristía la que hace posible esta "comunión" eclesial en todos los niveles, puesto que es "el sacramento de la piedad, el signo de la unidad y el vínculo de la caridad". Por esto antes de comulgar sacramentalmente, hay que estar ya en "comunión" (reconciliación) con Dios y con los hermanos. El sacramento de la penitencia o reconciliación, siempre conveniente, es necesario cuando se ha roto gravemente esta comunión fraterna. Pero será propiamente la participación y comunión eucarística la que haga posible y la que refuerce esta comunión fraterna y eclesial.

 

La comunión eucarística va construyendo la unidad interior del corazón, en los criterios, escala de valores y actitudes hondas, por una vida de fe, esperanza y caridad. El hombre va recuperando su rostro primitivo que refleja a Dios Amor. Por la comunión se recupera o reconstruye la identidad del hombre, que había desparramado su propio ser en una dispersión o disgregación de fuerzas en contra de la unidad de la familia humana y del cosmos. Especialmente por la comunión eucarística, "Cristo Señor obra en el hombre y en el mundo con la fuerza de la redención" (Reconciliatio el paenitentia 23).

 

De la unidad del corazón se pasa a la unidad de la humanidad y de la creación. La comunión no se reduce a un efecto individual, sino que opera en la persona como miembro de la comunidad eclesial y humana. La comunión eucarística opera una "conversión personal que es la vía necesaria para la concordia entre las personas" (Reconciliatio el paenitentia 4). Celebrando todos los signos de reconciliación y especialmente la Eucaristía y la penitencia, "la Iglesia comprende su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre si, dos realidades íntimamente unidas" (ibídem 6).

 

Por la comunión se participa de modo especial en la "epíclesis" o invocación de la venida del Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, así como transforma también la comunidad eclesial en su Cuerpo Místico. La celebración eucarística, que incluye como parte integrante la comunión, es el momento cumbre de la comunicación del Espíritu Santo, siempre en relación a todo el misterio pascual celebrado en la liturgia y en relación a los sacramentos del bautismo, confirmación y orden. La comunión individual indica que esta transformación o "nuevo nacimiento" (Jn 3,5) llega a todos los que creen en Jesús.

 

La persona que comulga se hace portadora de la vida nueva para todos los hermanos. Entonces la transformación que procede de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo y que pasa a la comunidad eclesial y a cada creyente, se prolonga en toda la comunidad humana de toda la historia y en la creación entera.

 

Por la celebración eucarística (Hech 2,42-47), la comunidad eclesial se hace "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Los que comulgan deben tener "un mismo sentir" (1Pe 3,8). Entonces la comunidad se hace evangelizadora con la fuerza y la audacia del Espíritu (Hech 4,33).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Banquete y alimento:

 

- "Yo soy el pan de vida; el que viene a mi, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6,35; cfr. Mc 14,22-24; Sal 16).

 

Vida nueva en Cristo.

 

- "El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en él... y vivirá por mi" (Jn 6,56-57; cfr. 15,5; Gal 2,19-20).

 

- "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9).

 

En la "comunión" de Iglesia:

 

- "Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración" (Hech 2,42).

 

- "Tenían un solo corazón y un alma sola" (Hech 4,32).

 

IV. MINISTERIO Y MISION ECLESIAL

 

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad

2. Fuente, centro y culmen de la vida

3. El ministerio de servir el pan y la palabra

 

 

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad

 

La Eucaristía "reune a todas las criaturas" (S.Gregorio de Nisa). La presencia sacrificial de Cristo muerto y resucitado, es presencia efectiva y eficaz que quiere llegar a cada ser humano.

 

La Eucaristía fundamenta la misión de la Iglesia. "Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía... hace presente a Cristo, autor de la salvación" (AG 39).

 

La Iglesia vive de la Eucaristía. De ella recibe, como de su fuente, la vida divina. La misión de la Iglesia tiende a la Eucaristía para hacerse comunión y construir la comunión. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión" (SRS 40).

 

La Eucaristía es la "fuente y culminación de toda la evangelización" (PO 5), "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11). A ella, pues, "se ordenan todos los trabajos apostólicos" (SC 10). La comunidad eclesial no está implantada suficientemente mientras en ella no se celebre la Eucaristía, como fuente de las vocaciones y como centro a donde se orientan los ministerios proféticos, cultuales y hodegéticos (cfr. PO 5; SC 10).

 

La comunidad eclesial se evangeliza y, a su vez, se hace evangelizadora, por la celebración comprometida de la Eucaristía. La proclamación de la Palabra, como anuncio del misterio pascual, lleva a la celebración de este mismo misterio. Las exigencias de la caridad cristiana son la expresión de una vida que participa de la donación sacrificial de Cristo Sacerdote y Víctima. "No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano" (PO 6).

 

El misterio redentor, que se hace presente en la Eucaristía, tiene dimensiones universalistas. "Cristo murió por todos" (2Cor 5,15); "Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,51-52). Quien recibe los frutos de la redención por medio de la Eucaristía, queda misionado para compartir esos mismos frutos con todos los hermanos (Jn 20,17).

 

En el sacrificio eucarístico encontramos a Cristo Mediador, que es "propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Jn 2,2). Ningún valor cristiano ha sido nunca exclusivo de un grupo reducido. El encuentro con Cristo Redentor, presente en la Eucaristía, debe hacerse realidad para todo ser humano, puesto que él es "el Mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2,5).

 

La institución de la Eucaristía es, al mismo tiempo, encargo y misión de hacer llegar a toda la humanidad los beneficios de la redención. El cuerpo y la sangre de Cristo son sacrificio ofrecido "por la multitud", es decir, "por todos" (Mc 14,24). Jesús "ha venido para servir y para dar la vida en redención (rescate) por todos" (Mc 10,45).

 

Jesús en el evangelio habla de banquete de bodas, al que son invitados todos (Mt 22,1-14). La analogía del banquete de bodas indica la pertenencia a la Iglesia esposa de Cristo, que se prepara para las bodas definitivas en el más allá (Apoc 3, 20; 21,1-2). La Eucaristía es ya el inicio de este banquete, donde comienza a tener lugar el desposorio con Cristo esposo, "que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo en sacrificio por ella" (Ef 5,25ss). Por esto los discípulos de Cristo son enviados a invitar a todos los hombres: "a cuantos encontréis, llamadlos a las bodas" (Mt 22,9).

 

La Eucaristía es, pues, el sacrificio universal profetizado por Malaquías: "Desde la salida del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar ha de ofrecerse a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura" (Mal 1,11). La nueva Alianza ha sido sellada con la sangre de Cristo Mediador de todos los hombres (cfr. Heb 9,11-15; 1 Tim 2,5). Así "se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres" (Tit 2,11). Jesús es el "Salvador de todos" (1 Tim 4,10).

 

Este universalismo, que es intrínseco al sacrificio eucarístico, se convierte en llamada permanente a colaborar a que todos los hombres puedan participar en él de modo explícito, consciente y vivencial. El servicio o ministerio que cada uno desempeña en la celebración eucarística no es un simple signo de cercanía al altar o a las especies sacramentales, por medio de cantos, lecturas, ofrendas, distribución del sacramento, etc., sino que principalmente es una aportación responsable para que toda la comunidad eclesial y toda la comunidad humana participe realmente de la Eucaristía.

 

El mejor servicio que podemos prestar a los hermanos que están lejos o que desconocen el misterio eucarístico, es el de imitar la donación sacrificial de Cristo en nuestras vidas. Por esta donación, traducida en el mandamiento del amor, lo hombres conocerán el contenido del misterio eucarística. Nuestro anuncio de Cristo muerto y resucitado para la salvación de todos, se hace testimonio y experiencia de encuentro con el Señor. La "audacia" de evangelizar nace de la celebración vivencial y comunitaria de la Eucaristía (Hech 2,42-47 4,31-34). La vida cristiana, cuando está centrada en la Eucaristía, contagia de evangelio y de misterio pascual a todos los hombres.

 

En la medida en que se viva la celebración eucarística como "sacramento (o misterio) de la fe", se irá comprendiendo mejor la exigencia de comunicar esta misma fe a toda la humanidad. La Eucaristía es "sacramento de fe" porque en ella se expresa y manifiesta la fe de la Iglesia, mientras que, al mismo tiempo, es signo eficaz de la misma para todos los redimidos.

 

La dimensión universalista de la Eucaristía se capta y se vive con espíritu y con compromiso misionero, cuando se sintoniza con los sentimientos de Cristo presente en ella: "venid a mí todos" (Mt 11,28), "tengo compasión de la muchedumbre" (Mc 8,2), "tengo otras ovejas... y conviene que yo las traiga" (Jn 10,16), "tengo sed" (Jn 19,28), "id, enseñad a todas las gentes" (Mt 28,19).

 

El sentido universalista de la celebración eucarística se capta en la medida en que no se pongan obstáculos en el corazón para participar en la misma vida de Cristo. El Señor no excluye a nadie de su misterio redentor; somos nosotros los que tendemos a hacer de los dones de Dios un objeto exclusivo de nuestro pequeño círculo. Captaremos el significado profundo de la Eucaristía para nosotros, en la medida en que, al mismo tiempo, la contemplemos en su dimensión universalista. Cristo es "pan vivo... para la vida del mundo" (Jn 6,51).

 

La misma celebración eucarística, también en sus expresiones artísticas, llenas de belleza, llega a inspirar cristianamente las diversas culturas (cfr. EdE 51). "La Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo" (EdE 22). "Toda comunidad, para ser cristiana, debe formarse y vivir en Cristo, en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración centrada en la Eucaristía, en la comunión expresada en la unión de corazones y espíritus, así como en el compartir según las necesidades de los miembros (cfr. Act 2, 42-47)" (RMi 51).

 

 

2. Fuente, centro y culmen de la vida

 

La Eucaristía da sentido a la vida humana, transformándola en expresión de la oblación de Cristo. "Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira" (EdE 59). Por esto es el "corazón de la vida eclesial" (VC 95).

 

La oblación de Cristo se actualiza. "En el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55).

 

Participar en la Eucaristía comporta la colaboración activa y responsable para hacer de ella el centro de la vida de cada uno y de toda la Iglesia, la cual, a su vez, tiene como misión hacer que toda la humanidad acepte a Cristo como centro de la creación y de la historia. "En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia" (PO 5). Por esto "los sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se orientan" (ibídem).

 

La Eucaristía es "la fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11) porque a ella se dirige el anuncio del misterio de Cristo muerto y resucitado, y de ella derivan todos los servicios de caridad para la comunidad de los fieles. En este sentido es fuente y cumbre de toda la actuación eclesial, de toda vocación, ministerio y carisma. Esta importancia central no deriva de una mera celebración externa, sino del misterio pascual que en ella se celebra y que, por tanto, supone y exige el anuncio y la comunicación del mismo misterio a toda la comunidad humana.

 

En Cristo resucitado, Hijo de Dios y Redentor, "fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra... y todo subsiste en él. Él es cabeza del cuerpo de la Iglesia; él es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas" (Col 1,16-18).

 

En el sacrificio de la muerte y resurrección de Jesús, es decir, "con la sangre de su cruz", presente en la Eucaristía, se realiza la reconciliación de todas las cosas y de todos los hombres con Dios y entre sí (cfr. Col 1,19-20; Ef 2,14).

 

Toda la comunidad eclesial, por el hecho de participar en la Eucaristía, queda responsabilizada para convertir en realidad lo que en la Eucaristía se celebra. La dignidad de la persona humana aparece en el misterio de Cristo Redentor, porque sólo él "manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre", en cuanto que "el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Gracias a la presencialización del sacrificio de Cristo en la Eucaristía, todo hombre "asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado con la esperanza, a la resurrección" (ibídem).

 

La comunidad humana, toda entera, hace de su actividad (de su trabajo y convivencia) un camino para llegar a "una tierra nueva y un cielo nuevo" (Apoc 21,1), donde habite la justicia y el amor (cfr. 2Pe 3,13; 2Cor 5,1-2). La misión de la Iglesia consiste en hacer de todo el trabajo y de toda la convivencia humana, "pan y vino" que se convertirán en el "cuerpo" de Cristo. La pequeña cantidad de pan y de vino que se transforman (transubstanciación) en el cuerpo y sangre del Señor, son un signo eficaz de la "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), comenzando a convertir la humanidad entera en el Cuerpo Místico del Señor.

 

Esta fuerza central de la Eucaristía da a la vida cristiana y apostólica un sentido de desposorio: "Os he desposado con Cristo como casta virgen" (2Cor 11,2). La palabra "desposorio", en su significado más profundo, equivale a correr la suerte o a "beber el cáliz" de Cristo (Mt 20,22; Mc 10,38).

 

En la última cena según san Juan, Jesús habla de amistad mutua como declaración de amor y como donación total, hasta "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,9-15). La vida de cada cristiano y de cada comunidad eclesial se centra en Cristo, hasta hacer de él el punto espontáneo de referencia y la vivencia más profunda.

 

Llegar a experimentar esta "centralidad" de Cristo presente en la Eucaristía, respecto a la comunidad eclesial, a toda la creación, a toda la humanidad y a toda la historia, es algo que dimana de una fe que se hace relación personal, como de quien reestrena diariamente la existencia en el "estar con él" (Mc 3, 14; Jn 15,27). Esta orientación hacia el centro (Eucaristía), para que llegue a ser convicción profunda, debe empezar por ser vivencia personal de amistad con Cristo. Entonces se siente la necesidad imperiosa de ser fiel a la invitación de Cristo, que brinda su desposorio a todos los hombres: "Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos encontréis llamadlos a las bodas" (Mt 22,9).

 

Cada vocación y cada carisma se redescubre a la luz de esta "centralidad" eucarística, superando las tensiones exclusivistas. El misterio pascual de Cristo, presente y celebrado en la Eucaristía, la propia vocación y el propio carisma (personal y comunitario) reencuentran su verdadera perspectiva: todo viene de Cristo y todo vuelve a él. Esta relación personal con Cristo fundamenta la interrelación y el equilibrio con otras participaciones del mismo misterio del Señor y del mismo Espíritu (1Cor 12,4). La acción del Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Jesús, es la misma acción que transforma la multiplicidad de carismas, de vocaciones y de ministerios, en la unión o "comunión" del único Cuerpo Místico de Cristo.

 

La vivencia de esta orientación hacia la Eucaristía, de parte de las personas y de las comunidades eclesiales, es la base para la construcción de una sociedad humana más justa, fundamentada en el amor como donación sacrificial. En la Eucaristía, vivida con esta dimensión eclesial de universalismo y comunión, el cristiano encuentra las directrices para transformar todos los sectores de la vida según el espíritu evangélico. En la Eucaristía comienza a ser realidad la unión de todos los hermanos, como primer paso del compromiso de transformar todo el cosmos según los designios salvíficos de Dios. "Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana" (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem 62).

 

 

3. El ministerio de servir el pan y la palabra

 

La Eucaristía está relacionada estrechamente con la palabra revelada por Dios. El mismo Jesús es "pan de vida", en cuanto Verbo hecho hombre (la Palabra del Padre) y en cuanto comida eucarística bajo especies de pan y vino. "La totalidad de la evangeliza­ción, aparte la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía" (EN 28).

 

Cuando se anuncia el mensaje evangélico de la redención, se indica, al mismo tiempo, que el misterio redentor de Cristo se hace presente en la Eucaristía. El anuncio del evangelio incluye la invitación a participar en el sacrificio y banquete eucarístico, así como a prolongar en la vida la donación sacrificial del Señor.

 

La Iglesia existe para evangelizar. Su acción evangelizadora comporta "predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección" (EN 14). En la Iglesia somos todos servidores del pan y de la palabra, para construir la comunidad en el amor; todos somos profetas, sacerdotes y reyes (LG 31).

 

La naturaleza misionera de la Iglesia arranca del hecho de ser signo portador de Cristo para todas las gentes. Por esto se llama a la Iglesia "sacramento", es decir, "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1).

 

La Iglesia realiza esta acción evangelizadora por medio del anuncio, de la presencialización y de la comunicación del misterio de Cristo. Anuncia la Palabra, es decir, el Verbo hecho hombre, que ha muerto y resucitado; esta realidad salvífica la hace presente en la Eucaristía y la comunica a todos los hombres. Por este servicio de la palabra evangélica, del pan eucarístico y de los demás signos salvíficos, la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1).

 

Cristo, "pan de vida", como Verbo del Padre y como Redentor hecho presente en la Eucaristía, sale al encuentro del hombre por medio de la Iglesia. Los servicios o ministerios, como signos portadores de Cristo, hacen de la Iglesia el espacio de la fe, donde el hombre encuentra y acoge al mismo Cristo "Salvador del mundo" (Jn 4, 2; 1Jn 4,14).

 

La presencia de Cristo en la Iglesia se convierte en misión. La promesa de "estaré con vosotros" está íntimamente relacionada con el mandato: "Id, enseñad a todas las gentes" (Mt 28,19-20). En realidad es una presencia múltiple de Cristo bajo diversos signos eclesiales (palabra, sacramentos, comunidad), entre los que sobresale la Eucaristía. La presencia de Cristo en la Iglesia, como "pan de vida", se convierte en urgencia de anuncio y de comunicación.

 

Quien encuentra a Cristo por la fe y la Eucaristía, queda misionado para hacer partícipes de esta realidad salvífica a todos los hermanos. Del encuentro se pasa a la misión. Cuando la palabra de Dios se asimila vivencialmente por la contemplación, entonces se convierte en fuerza del Espíritu que envía a anunciar el misterio de Cristo a todos los hermanos. Cuando se participa de la Eucaristía, como presencia, sacrificio y comunión, se siente en el corazón la misma fuerza del Espíritu enviado por Jesús, que insta a hacer de toda la humanidad el Cuerpo Místico del Señor y el único Pueblo de Dios.

 

La palabra revelada, inspirada por el Espíritu, lleva a la Eucaristía, que es el pan y el vino transformados por el mismo Espíritu en cuerpo y sangre del Señor. Toda la humanidad se va transformando en Cuerpo Místico de Cristo o Pueblo de Dios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Todo creyente que recibe la palabra de Dios y participa en la Eucaristía, se convierte en instrumento vivo para la construcción de la humanidad como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. Todo cristiano es, pues, servidor del pan eucarístico y de la palabra evangélica, según las características de la propia vocación, y siempre con la dimensión universalista de la revelación y de la redención.

 

El mandato de Jesús de celebrar la Eucaristía (Lc 22, 19-20) se dirige a toda la Iglesia en general. El ministerio o servicio de presidencia y de pronunciar válidamente las palabras de la consagración "en persona" o "en nombre" de Cristo (para hacerle presente bajo signos eucarísticos), es un servicio exclusivo del sacerdote ordenado. "El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo" (EdE 5). Pero es toda la Iglesia la que queda comisionada para celebrar el misterio redentor y para colaborar responsablemente a que todos los hombres participen en él. La Iglesia entera, cada uno de modo distinto, según su propia vocación, realiza el servicio del anuncio de la palabra, que es invitación universal a participar en el sacrificio y banquete eucarístico.

 

El servicio de los sacerdotes ministros está "en continuidad con la acción de los Apóstoles" (EdE 27) y "conlleva necesariamente el sacramento del Orden" (EdE 28). "El ministerio de los sacerdotes, en virtud dal sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena" (EdE 29). Por esto, "si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal" (EdE 31).

 

Las tensiones de la vida apostólica se superan en el encuentro con Cristo Eucaristía. Para todo apóstol, "cada jornada será así verdaderamente eucarística" EdE 31). La Eucaristía ha de tener "su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales" (EdE 31). "El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas" (PDV 48).

 

Las palabras de Jesús siguen siendo eficaces, por ser palabras de Dios. El momento culminante de esta eficacia es cuando son parte (forma) del sacramento, pero de modo particular en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. Las palabras de la consagración son pronunciadas, al mismo tiempo, por Jesús y por el ministro ordenado.

 

Toda la comunidad eclesial tiene parte activa en el anuncio de la palabra que se hace "pan de vida". El "amén" al final de la plegaria eucarística (canon de la Misa) es la expresión de esta participación en el ministerio de la palabra y de la Eucaristía. Es el "sí" de toda la Iglesia, que, a partir de la Eucaristía, se hace anuncio, testimonio y compromiso de vivir el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor.

 

La "buena semilla" (Mt 13,24) es Jesús "pan de vida" y palabra de Dios, que es recibida por toda la Iglesia para comunicarla a todos los hermanos. Éste es el proceso de misionariedad o maternidad de la Iglesia, que encuentra en la Virgen María su modelo y su Madre (Lc 8,19-21).

 

"La presencia eucarística de Cristo, su sacramental «estoy con vosotros», permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual "la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea, signo de unidad de todo el género humano" (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem 63).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Por todos:

 

- "Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos por todos para la remisión de los pecados" (Mt 26, 28; cfr. Jn 6,51; 11,51-52).

 

Universalismo:

 

"Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,51).

 

- Vivir para Cristo:

 

- "Murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó" (2Cor 5,15; cfr. Col 1,16-18).

 

Mandato y misión:

 

- "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en conmemoración mía" (2Cor 11,24; cfr. Mt 28,19-20).

 

V. ESPERANZA Y ESCATOLOGIA: CAMINO CONFIADO HACIA EL ENCUENTRO DEFINITIVO

 

1. Espera confiada y activa

2. Hasta recapitular todo en Cristo

3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

 

 

1. Espera confiada y activa

 

El camino histórico y eclesial es de confianza y tensión hacia un encuentro definitivo con Cristo resucitado. "En la Eucaristía recibimos la garantía de la resurrección corporal al final del mundo" (EdE 18). Nuestra esperanza se apoya en la Eucaristía, que "es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra" (EdE 19). Ella pone "una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas" (EdE 20).

 

San Pablo, al describir la celebración eucarística afirma: "Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica de la espera activa, "hasta" que vuelva el Señor, marca el tono de la vida cristiana. Es la esperanza que confía y tiende hacia el encuentro. Es la confianza de poder transformar el presente según los planes salvíficos de Dios Amor. Y es la tensión de un camino hacia la cena de las bodas (cfr. Apoc 3,20), donde no podríamos llegar solos o con las manos vacías.

 

Dios nos invita a las bodas de su Hijo, para compartir con él la filiación divina (Mt 22,2). Para ello hay que compartir con él el misterio de la Pascua, que es misterio de muerte y resurrección, y que se hace presente en la Eucaristía. La Iglesia entera y cada cristiano en particular, vive con Cristo la tensión pascual del "voy y vuelvo" (Jn 14,28). El lugar definitivo del encuentro se prepara ya desde ahora, haciendo de toda la creación y de toda la historia humana, que es trabajo y convivencia, el "pan" y el "vino" que se convertirán, por medio de la Eucaristía, en el Cuerpo Místico del Señor.

 

El Señor viene bajo signos eucarísticos para hacer presente el banquete sacrificial, que es ya inicio del banquete de las bodas eternas. La comunidad eclesial responde con un "sí", que es compromiso de anuncio y vivencia: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús". Es el "amén" final del Apocalipsis (Apoc 22,17-20). Este "amén" final de la historia salvífica se hace, ya aquí y desde ahora, compromiso de construir "los cielos nuevos y la tierra nueva" (Apoc 21,1).

 

La presencia pascual de Cristo resucitado en la Iglesia, y de modo particular en la Eucaristía, asegura la posibilidad de mantener el ritmo de confianza y de tensión hacia el encuentro final. La fuerza de la resurrección de Jesús, que es fuerza del Espíritu Santo, hace posible el misterio eucarístico, que es presencia sacrificial de Cristo, para realizar el crecimiento del Cuerpo Místico, que es la Iglesia, y para hacer avanzar toda la creación y toda la historia hacia una "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

 

La Iglesia vive su camino de peregrinación entre un "ya" y un "todavía no". Ya tiene, en la palabra y en la Eucaristía, las primicias de la plenitud futura, pero todavía no ha llegado a este encuentro final, que será visión de Dios y restauración en Cristo. "La restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada por el Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia" (LG 48).

 

En la sacramentalidad de la Eucaristía, como signo eficaz del misterio redentor, aparece la sacramentalidad de la Iglesia, como signo transparente y portador de Cristo para todas las gentes: "sacramento universal de salvación" (AG 1; LG 48).

 

La Encarnación del Verbo se hace tensión o dinamismo salvífico hacia la ascensión de Cristo glorificado. Y es también tensión hacia la "parusía" o venida final de Cristo. El anuncio de que "vendrá como lo habéis visto subir al cielo" (Hech 1,12), se convierte en espera activa, responsable y misionera, gracias a la celebración eucarística "hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

 

La Palabra personal de Dios hecha nuestro hermano, se convierte en el "pan de vida" de la Eucaristía. De la Palabra, creída, contemplada, celebrada, anunciada y hecha vida propia, pasamos a la visión y al encuentro definitivo. Del "pan de vida", que transforma nuestra existencia en Cuerpo Místico, pasamos a la glorificación plena de todo nuestro ser. La humanidad entera y el cosmos están dramáticamente pendientes de nuestra apertura a la Palabra y de nuestra celebración responsable y comprometida de la Eucaristía.

 

En la Eucaristía se nos da ya, como celebración y encuentro inicial, "la prenda de la gloria futura" (himno eucarístico). Gracias a la muerte y resurrección de Cristo Redentor, presente en la Eucaristía, recibimos el Espíritu Santo, en quien hemos sido "sellados", y que es "prenda de nuestra herencia" eterna (Ef 1,13-14). Es la medicina de la inmortalidad del hombre, banquete que vence la muerte, "fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Efes. 20).

 

"La Eucaristía es gustar la eternidad en el tiempo... es por naturaleza portadora de la gracia en la historia humana. Abre al futuro de Dios; siendo comunión con Cristo, con su cuerpo y su sangre, es participación en la vida eterna de Dios" (EEu 75).

 

 

2. Hasta recapitular todo en Cristo

 

La celebración del misterio eucarístico se convierte en un signo eficaz para llevar a término el designio divino de salvación universal, de "restaurar todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra" (Ef 1,10). Jesucristo, presente en la Eucaristía, nos comunica el Espíritu Santo para hacer realidad este plan de salvación y para presentar al Padre toda la creación restaurada, "para que sea Dios todo en todas las cosas" (1Cor 15,28).

 

En el proceso de la transformación del hombre y del cosmos, la Eucaristía es el signo eficaz y el punto de referencia obligado. La antropología y la cosmovisión cristiana sólo se entienden a partir del misterio pascual de Cristo presente bajo signos eucarísticos. El pan y el vino pasan a ser el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado, mientras, al mismo tiempo, el creyente, que participa en la Eucaristía, se va convirtiendo cada vez más en el Cuerpo Místico de Cristo, que un día también debe llegar a ser cuerpo glorioso como el del Señor.

 

Desde el día de la Encarnación, Jesús asume, como propia, la historia de cada persona y de toda la comunidad humana (GS 22). A partir del misterio pascual de muerte y resurrección, presente en la Eucaristía, Jesús asume toda la creación para hacerla "pasar" paulatinamente a la plenitud del "más allá". Así se va realizando el "hombre nuevo" (Col 3,10), que vive la vida nueva del Espíritu, comunicado por Jesús a los que creen en él. "El cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1; 2Pe 3,13) sólo tienen sentido como punto de llegada de este hombre configurado con Cristo gracias a la Eucaristía. Entonces tendrá lugar la comunicación plena y definitiva de Dios uno y trino.

 

La exaltación de Cristo en la cruz (Jn 12,32), como signo anticipado de la resurrección, es el polo de atracción de toda la humanidad y de toda la creación transformada. Ahora en la Iglesia, la presencia de Jesús resucitado bajo signos eucarísticos, se hace "memorial" de su muerte redentora, que transforma el universo comenzando por el corazón del hombre. De este modo, por la Eucaristía, "participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que él, el Hijo eterno y él mismo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre" (RH 20).

 

La misma acción divina que resucitó a Jesús, es la que ahora transforma el pan y el vino en su cuerpo y sangre. La Iglesia, acogiendo esta acción y colaborando con ella, se hace instrumento ("sacramento") privilegiado de la restauración de todas las cosas en Cristo resucitado.

 

La unidad del corazón y de la convivencia humana, así como la unidad del cosmos bajo la acción del Espíritu de amor, dependen de la celebración afectiva y efectiva de la Eucaristía, como "sacramento de unidad". Esta unidad de restauración final en Cristo, depende de la unidad interna y vital de la Iglesia, como reflejo de la unidad de Dios Amor, uno y trino (LG 4).

 

En la oración sacerdotal, Jesús pide al Padre que sus discípulos "sean consumados en la unidad" (Jn 17,23). La unidad entre el Padre y el Hijo, en el amor del Espíritu Santo, debe reflejarse en la comunidad eclesial como condición "para que el mundo crea" (ibídem). La Eucaristía realiza esta unidad, que sólo es posible cuando Cristo se hace presente: "Yo en ellos, tú en mí" (ibídem). La unidad cristiana, en el corazón y en la comunidad, nace de la participación en Cristo, "pan de vida", que vive en nosotros para que vivamos nosotros en él (Jn 6,56-57).

 

"El culto eucarístico es, a su vez, transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre" (Dominicae Cenae 7). La celebración del sacrificio de la Misa y la adoración personal y comunitaria tienen como objetivo esta transformación de la persona, de la comunidad y de la historia según los planes salvíficos de Dios. De este modo, "el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la redención" (Domninicae Cenae 9).

 

Los congresos eucarísticos, que se celebran periódicamente a nivel nacional e internacional, subrayan siempre la acción de la Iglesia en el mundo precisamente como comunidad eucarística. Es la misma Iglesia la que toma conciencia de la misión de transformar la humanidad transformándose primero a sí misma. "Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma" (EN 15).

 

La acción eclesial en la sociedad recibe su fuerza de Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Los criterios, la escala de valores y las actitudes de la persona se orientan hacia el mensaje evangélico de amor y de donación sacrificial. La familia se redescubre a sí misma como signo portador de Cristo para ella y para los demás. El trabajo recobra su dignidad cuando valoriza más la persona que la eficacia inmediata o la ganancia; la persona se realiza en la medida en que, a ejemplo de Cristo Eucaristía, se hace donación y servicio.

 

La sociedad entera se redescubre como familia de hermanos, que caminan juntos hacia el encuentro definitivo con Cristo. El amor, la vivencia personal y la convivencia humana se simbolizan en el pan y en el vino, que se transforman en el cuerpo y sangre de Jesús. La Eucaristía se hace fermento de esta transformación final, que ya ha comenzado en cada corazón y en cada comunidad humana. La Eucaristía es "la fuente y la culminación de toda la vida cristiana" (LG 11).

 

 

3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

 

Jesús instituyó la Eucaristía en el marco histórico de la Pascua, manifestando su gran deseo de celebrarla (Lc 22,15) como "paso" definitivo hacia el Padre (Jn 13,1). En la Eucaristía se hace presente el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo. Es la Pascua de la Iglesia peregrina, esposa de Cristo, de camino hacia la Pascua definitiva del "más allá", "en el Reino de Dios" (Lc 22,16).

 

Los signos eucarísticos son ahora invitación de Cristo esposo a su esposa la Iglesia, para que comparta con él este "paso" hacia el Padre. Las palabras son declaración de amor e invitación a correr su suerte. El pan y el vino, que se transforman en el cuerpo y sangre de Cristo glorioso, son el símbolo de todas las realidades terrestres que serán restauradas, al final de los tiempos, con la fuerza de la resurrección del Señor.

 

La Eucaristía contiene ya una realidad escatológica (el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado), que ha asumido una realidad terrena (pan y vino) transformándola incluso con el cambio de substancia ("transubstanciación"). De modo semejante o analógico, la Eucaristía hace "pasar" todo nuestro ser y toda la creación hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1). Este paso es progresivo y depende de nuestra fe, esperanza y caridad.

 

En la Eucaristía se anticipa la fiesta futura (cfr. Apoc 3,20). La fiesta cristiana es siempre "pascua", es decir, "paso" hacia el encuentro definitivo con Cristo. Es un encuentro que se va preparando por un proceso de imitación, seguimiento, unión y configuración con él (cfr. Apoc 14,4). El "canto nuevo" de la Pascua definitiva se inaugura en la celebración eucarística (Apoc 14,3; 5,9). Comulgamos en el cuerpo y sangre de Jesús resucitado, presentes en lo que fue anteriormente nuestro pan y nuestro vino, y que es ahora signo eficaz de nuestra transformación.

 

La Pascua se celebra en cada Eucaristía, pero de modo peculiar el "domingo" o día del Señor. "Cada semana, en el día que llamó «del Señor», (la Iglesia) conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua" (SC 102).

 

Los cristianos "viven según el domingo" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Magn. 9,1). "Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana... Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor seconvierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad" (MNi 35).

 

En la Santísima Virgen, ya glorificada y asunta a los cielos en cuerpo y alma, "la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma toda entera, ansía y espera ser" (SC 103).

 

Los santos, como hermanos que ya celebran la Pascua definitiva, son un estímulo para la Iglesia peregrina: "Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo" (SC 104).

 

Anticipando esta realidad futura en la celebración eucarística (por la presencia de Cristo bajo las especies de pan y vino), la Iglesia proclama el cambio de la humanidad y de la creación entera al final de los tiempos. La transformación eucarística ("transubstanciación") es un signo fuerte e instrumento de la transformación de la humanidad en el Cuerpo Místico de Cristo. La creación entera está anhelando esta transformación de los hijos de Dios por obra del Espíritu Santo enviado por Jesús resucitado (cfr. Rom 8,22-23).

 

A partir de la muerte y resurrección de Cristo, todas las realidades terrenas han recibido un impulso nuevo hacia una restauración final o plenitud escatológica. Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, es el garante de este camino hacia una Pascua "cósmica" y universal, cuando aparecerá claramente que "todas las cosas subsisten por él" (Col 1,17).

 

El señorío de Jesús resucitado, sobre la muerte y sobre el ser de las cosas (transformando el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre), es garantía de un éxito final. Pero Dios no quiere salvar al hombre sin la cooperación del mismo hombre a estos planes de salvación universal. Por esto la Pascua final depende de la Pascua que tiene lugar en cada corazón humano y en cada comunidad donde se celebra la Eucaristía.

 

La misión de la Iglesia es anuncio, celebración y vivencia de la fiesta de Pascua, que es muerte y resurrección. En el apóstol se traduce por la actitud de "dar la vida" como el Buen Pastor (Jn 10,11), "para que tengan vida abundante" (Jn 10,10). En medio de la Iglesia, Jesús Eucaristía se hace camino de Pascua, enviando su Espíritu para que la misma Iglesia viva la tensión misionera de hacer que todo quede orientado hacia Cristo, el Señor resucitado.

 

El encuentro y el seguimiento de Cristo se convierten en misión de transparentar a Cristo en el mundo (cfr. Apoc 12,1). La renovación de este encuentro y la vivencia generosa de la misión dependen del deseo sincero de llegar, con todos los hombres, a la Pascua definitiva. Es el deseo que se expresa en la celebración eucarística: "Ven, Señor" (Apoc 22,17 y 20).

 

La Eucaristía, como fiesta anticipada de la Pascua definitiva, absorbe nuestra vida y nuestra muerte, convirtiéndolas en "paso" y "nuevo nacimiento" (Jn 3,5s). Todo sacrificio y la misma muerte queda "absorbida" por el misterio pascual de Cristo (1Cor 15,54). "Vivimos y morimos para él" (Rom 14,8).

 

Todo se hace desposorio con Cristo (cfr. 2Tim 2,11), puesto que participamos ya ahora de su muerte y resurrección, para ir a su encuentro definitivo (cfr. 1Thes 4,13-18). Toda donación es un salir de sí mismo para pasar a Dios Amor; por esto morir con Cristo es "ganancia", puesto que transforma la vida en amor, donación y vida eterna (Fil 1,21-23).

 

Por esta donación sacrificial (en la vida y en la muerte), gracias a la Eucaristía, nos hacemos partícipes con Cristo de la comunión universal con toda la humanidad redimida. Celebrando la Eucaristía nos disponemos a vivir y a morir con esta actitud misionera de quien "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38) porque "dio la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

La Eucaristía es el sacramento que transforma nuestra vida y nuestra muerte en "Pascua", como participación en el misterio pascual de Cristo. Por esto la celebramos con la dinámica misionera de quienes se sienten llamados a comunicar la fe y la salvación a todos los hermanos: "Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Eucaristía y esperanza:

 

- "Ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios" (Mc 14,25).

 

- "Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia" (2Pe 3,13).

 

Hasta que vuelva:

 

- "Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él vuelva" (1Cor 11,26; cfr. Hech 1, 2; Jn 14,28).

 

Proceso de restauración en Cristo:

 

- "Recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra" (Ef 1,10).

 

Ven, Jesús:

 

- "El Espíritu y la Esposa dicen: Ven... Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús" (Apoc 22,17-20; cfr. Lc 22,16).

 

VI. VIDA NUEVA EN EL ESPIRITU SANTO

 

1. El agua viva

2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu

3. La "epíclesis" de la Misa

 

 

1. El agua viva

 

Jesús se presenta a sí mismo como "pan de vida" (Jn 6,35). Sólo él puede saciar el hambre y la sed del corazón humano. Se hace encontradizo con todos para ofrecerles "el don de Dios" y el "agua viva" (Jn 4,10). Es el mismo Jesús el don de Dios Amor al mundo (cfr. Jn 3,16). Con el misterio de su muerte y resurrección, presente en la Eucaristía, comunica a todos "los ríos de agua viva", es decir, el Espíritu Santo que procede del amor del Padre y del Hijo (Jn 7,38-39; 15,26-27).

 

La Eucaristía hace presente el misterio pascual, como momento culminante en el que Cristo comunica su Espíritu. Derramando su sangre en sacrificio, ya puede comunicar el agua viva del Espíritu (Jn 19,34). Resucitando, comunica a los Apóstoles la misma misión recibida del Padre bajo la fuerza del Espíritu (Jn 20,21-23).

 

Jesús Eucaristía es la "roca" de la que mana el agua viva del Espíritu (cfr. 1Cor 10,4; Ex 17,6). La entrega que Jesús hace de su espíritu al Padre (Jn 19,30) es su muerte sacrificial, que ahora se hace presente bajo signos eucarísticos. Del sentido sacrificial de su muerte deriva el poder comunicarnos la nueva vida.

 

La carta a los hebreos nos describe la sangre o vida de Cristo llena de Espíritu Santo: "La sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo se ofreció a sí mismo como sacrificio inmaculado a Dios" (Heb 9,14). Este sacrificio es el único que puede subir hasta el cielo y, desde allí, comunicarnos el Espíritu Santo. Esta imagen cultual bíblica supone los sacrificios antiguos, cuya sangre tenía que ser quemada para que su aroma llegara hasta Dios en el cielo (cfr. Heb 9,11-14).

 

El Espíritu Santo, enviado ahora por Jesús presente en la Eucaristía, hace de la vida cristiana una oblación a Dios. Entonces la vida se hace filiación divina participada de Jesús, para poder decir "Padre" a Dios con su mismo amor (Rom 8,14-17; Gal 4,4-7). Por esto se reza el "Padre nuestro" después del "amén" de la oración eucarística o canon de la Misa, como participación en la vida divina trinitaria. "Por Cristo, tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

Del sacrificio de Cristo derivan los sacramentos y la misma Iglesia. El bautismo comunica la gracia de "renacer por el agua y el Espíritu Santo" (Jn 3,5). La vida nueva se va profundizando cada vez más, como imitación, unión y configuración con Cristo. La comunión eucarística nos hace vivir de la misma vida de Cristo que es vida en el Espíritu (cfr. Jn 6,57).

 

El cuerpo y la sangre de Cristo son sacrificio "para la vida del mundo" (Jn 6,51). La primera creación, que también fue por obra del Espíritu (cfr. Gen 1,2), se ha hecho "nueva creación" (2Cor 5,17). En la celebración eucarística recibimos el "vino bueno" o vino nuevo de las promesas mesiánicas, que es fruto de "la hora", es decir, del misterio pascual de Jesús (Jn 2,1-11;7,39).

 

La Eucaristía nos lleva a participar más profundamente en la vida trinitaria. Hemos sido bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). El agua del rito bautismal simboliza esta misma vida de Dios uno y trino, personificada en el Espíritu Santo; por esto Jesús habla de "bautismo en el Espíritu" (Hech 1,5). El sacrificio redentor de Cristo ha hecho posible que esta agua llegara "a todas las gentes" (Mt 28,19).

 

El sacrificio u "oblación pura", que se ofrecería en medio de todos los pueblos, según la profecía de Malaquías (Mal 1,11), es ahora la Eucaristía. Todos los pueblos formarán el único pueblo de Dios. El agua de la vida nueva en el Espíritu, que brota del corazón de Cristo, es el Espíritu Santo. Pedro, el día de Pentecostés, anunció que éste es el don que Dios derrama sobre todos los hombres (cfr. Hech 2,17; Joel 3,1-5).

 

El grito de Jesús en medio del templo, invitando a todos a beber de los torrentes de agua viva (cfr. Jn 7,37), se va haciendo realidad cumplida en cada comunidad donde se celebra la Eucaristía. "El Espíritu Santo... mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero" (enc. Dominum et Vivificantem 23).

 

En la multiplicación de los panes, manifestó Jesús la "compasión" por la muchedumbre (Mt 15,32). Era la preparación catequética para el anuncio de la Eucaristía como sacrificio "por la vida del mundo" (Jn 6,51), para comunicar a todos la "vida eterna" (Jn 6,54), es decir, "el Espíritu Santo que vivifica" (Jn 6,62).

 

 

2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu

 

Cristo nos une a él en un solo cuerpo por un proceso de santidad y transformación eclesial: "Vosotros recibís el misterio que sois vosotros" (S.Agustín, citado por EdE 40). La comunión eucarística construye la comunión eclesial. "La Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial" (EAm 35). "La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo" (EdE 34). "La Eucaristía crea comunión y educa para la comunión" (ibídem 40).

 

El Cuerpo Místico de Cristo tiene como característica principal la unidad basada en la caridad. "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos" (Ef 4,5-6). Esta unidad en la caridad se construye celebrando la Eucaristía: "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1Cor 10,17). Así, pues, los que comemos del mismo "pan de vida", recibimos "el mismo Espíritu" (1Cor 12,11).

 

En la celebración eucarística, tanto la mesa de la palabra como la mesa de la Eucaristía nos comunican la gracia del Espíritu Santo. La palabra, inspirada por el Espíritu, es camino de luz "hacia la verdad plena" (Jn 16,13; 14,26). Jesús es, al mismo tiempo, la Palabra del Padre y el "pan de vida" que nos hace vivir la vida nueva en el Espíritu. Y es el mismo Jesús el que nos hace penetrar el sentido profundo de las Escrituras a la luz del misterio pascual (cfr. Lc 24,45). Esta realidad santificadora de Jesús tiene su máxima expresión en la Eucaristía, donde hace presente su misterio redentor.

 

La palabra lleva a la Eucaristía. Jesús es "pan de vida" como palabra y como pan eucarístico. Toda la historia de salvación, tal como se describe en la revelación (Escritura y Tradición), apunta al misterio pascual de muerte y resurrección, que se hace presente en la Eucaristía. La luz de cada pasaje bíblico proviene de "la hora" de Jesús. En cada pasaje de la revelación, Dios se acerca y se manifiesta; pero la máxima revelación tiene lugar "en la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), cuando el Verbo se hace hombre, Dios con nosotros (Emmanuel), por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María (cfr. Lc 1,35).

 

Al mismo tiempo, la Eucaristía lleva a la palabra, puesto que no se trata de un simple rito religioso, sino del misterio pascual hecho presente bajo signos eucarísticos, como centro de toda la historia salvífica. En la Eucaristía comprendemos y vivimos la cercanía y epifanía de Dios, que dirige la historia de su pueblo, hablándole y amándole, hasta llegar a la máxima expresión de este amor, que es la donación sacrificial de su Hijo (cfr. Jn 3,16; 15,13).

 

Es el Espíritu Santo el que ha hecho posible la formación del cuerpo y sangre de Cristo en el seno de María. Y es el mismo Espíritu el que ahora hace posible, en la comunidad eclesial, que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y sangre del Señor, inmolado en sacrificio y hecho comunión. Este misterio pascual de Encarnación, muerte y resurrección, nos lo comunica el mismo Espíritu que ha hecho posible el sacrificio de "la sangre de Cristo" (Heb 9,14), y que sigue comunicando la luz necesaria para comprender los textos sagrados inspirados por él (cfr. 2Pe 1,21).

 

La Iglesia, como cuerpo de Cristo, como "casa espiritual" (1Pe 2,5) y como "sacerdocio real" y "pueblo adquirido" (1Pe 2,9), se edifica en la medida en que cada uno se haga, en Cristo, "piedra viva" y "oblación espiritual" (1Pe 5,5). Al participar del pan eucarístico o del "maná escondido" (Apoc 2,17), la Iglesia sigue la voz del Espíritu Santo, para convertirse toda ella en el pueblo amado, "reino de sacerdotes", redimido por la sangre de Cristo (Apoc 1,5-6). Y es siempre el mismo pan, Jesús, el que hace posible la construcción del nuevo "templo del Espíritu" (1Cor 6,19).

 

El Espíritu Santo enviado por Jesús nos hace nacer a una vida nueva, más allá de toda cultura, lengua, raza y nación. Las gracias o carismas del Espíritu son diferentes en cada persona y en cada comunidad, para que cada uno se sienta amado y misionado de modo irrepetible. Esta diferencia, precisamente por provenir del Espíritu Santo, debe hacerse "comunión" de hermanos. Desde el momento en que los "carismas" llevaran a la discusión acalorada y a la ruptura de la caridad, dejarían de ser gracias del Espíritu (cfr. 1Cor 12,3-12).

 

Todos los hombres, "judíos y gentiles, siervos y libres", son llamados a "participar del mismo Espíritu" (1Cor 12,13). La comunión eucarística es un signo eficaz de esta comunión universal en la misma vida nueva o vida divina, que es la vida en Cristo y vida en el Espíritu.

 

La participación en el cuerpo eucarístico de Cristo urge, pues, a colaborar a que todos los cristianos vivan en la unidad o comunión, pedida por Jesús en la última cena (cfr. Jn 17,11ss). Esa unidad de "un corazón y una sola alma" (Hech 4,32) la hace posible la oración o celebración eucarística (cfr. Hech 2,42-46), como momento culminante en que se recibe el Espíritu (cfr. Hech 4,31). Este testimonio eclesial de unidad se hace signo eficaz para el anuncio del evangelio en todo el mundo (cfr. Jn 17,23; Hech 4,33).

 

 

3. La "epíclesis" de la Misa

 

La imponer las manos sobre el pan y el vino ("epíclesis"), en la oración eucarística (canon), se pide al Padre que envíe su Espíritu para que transforme el pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor. Después de la consagración, se invoca nuevamente la venida del Espíritu Santo para que nos transforme en el Cuerpo Místico de Jesús. Es la "epíclesis" o invocación que aparece, más o menos explícitamente, en todas las plegarias eucarísticas. Por esto el sacrificio eucarístico, en el canon primero, se llama "espiritual".

 

Se invoca el Espíritu Santo sobre el pan y el vino, así como sobre la comunidad eclesial. El cuerpo eucarístico de Cristo está en estrecha relación con su Cuerpo Místico que es la Iglesia. Es toda la creación la que se simboliza por el pan y el vino, y que debe pasar a la realidad futura de "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Y es toda la comunidad humana, de "todas las gentes", la que debe pasar a ser Cuerpo Místico de Cristo. El Espíritu Santo ha sido enviado por Jesús para que todos los hombres se hagan hijos de Dios por obra del mismo Espíritu.

 

Al participar eucarísticamente en el cuerpo y la sangre de Jesús resucitado, se nos comunica el Espíritu Santo. Es todo el ser de Jesús el que es portador del Espíritu, especialmente por el misterio de su muerte y resurrección hecho presente en la Eucaristía. En este sentido, todos los sacramentos derivan de la Eucaristía, en cuanto que ésta hace presente el sacrificio redentor, que es fuente de toda la sacramentalidad de la Iglesia. Por esto se puede considerar a la Eucaristía como el momento culminante en que se nos comunica el Espíritu Santo. Los sacramentos del bautismo, confirmación y orden (siempre en relación al misterio pascual presente en la Eucaristía) son signos eficaces y portadores de una gracia o "sello" especial ("carácter") del Espíritu, a modo de consagración o configuración del propio ser con el de Cristo, Hijo de Dios, enviado y Sacerdote.

 

En la celebración eucarística, cuando invocamos al Espíritu Santo ("epíclesis"), pedimos que se realice lo que significa la Eucaristía, es decir, el hombre nuevo y libre (cfr. 2Cor 3,17; Jn 3,5), que es responsable de la transformación de todo el cosmos en "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). Esta fe escatológica sostiene toda la marcha misionera de la Iglesia hacia el encuentro final con Cristo resucitado. El "agua viva" o vida en el Espíritu, que Cristo nos comunica ahora por la Eucaristía, será un día la realidad de adentrarse en la vida de Dios, es decir, en el "río de agua viva" que procede del Padre y del Hijo (Apoc 22,1).

 

El "amén" de toda la comunidad eclesial al terminar la oración eucarística, antes del "Padre nuestro", es el "sí" a la nueva Alianza (o desposorio) sellada por la sangre de Jesús. En la primera Alianza, la nube sobre el Sinaí (cfr. Ex 24,18) y la nube sobre el tabernáculo (cfr. Ex 40,34-38) simbolizaba el Espíritu de Yavé. Entonces el pueblo respondió con un "sí": "Todo cuanto ha dicho Yavé lo cumpliremos" (Ex 24,3 y 7). En la nueva Alianza, que comienza con la Encarnación, la "sobra" o nube del Espíritu cubre a María Virgen, para hacerla morada de Dios (Lc 1,35). María, en nombre de toda la humanidad, responde con un "sí": "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

 

La "nueva Alianza" queda sellada con la sangre de Jesús Hijo de Dios (Lc 22,20), que "por el Espíritu Santo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios" (Heb 9,14). Es el don que Jesús hace a su esposa la Iglesia bajo signos eucarísticos (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,25). La comunidad eclesial responde primero con la aclamación después de la consagración ("ven, Señor Jesús") y luego con el "amén" que sella el pacto de amor con Dios, en el Espíritu Santo, por Cristo, hacia el Padre ("per Ipsum"...).

 

El "sí" de la Iglesia a la invocación del Espíritu Santo y a la Alianza o desposorio con Cristo, es el "sí" de toda la humanidad. En realidad es la imitación del "sí" de María, que es Tipo o figura de la Iglesia en cuanto esposa de Cristo y asociada a la obra salvífica de redención universal.

 

El "amén" a la "epíclesis" o invocación del Espíritu Santo (enviado ahora por Jesús Eucaristía, de parte del Padre), es el "sí" que prepara la comunión sacramental. El "Padre nuestro" es la primera oración de comunión con Dios y con todos los hermanos. El signo de la paz expresa el deseo de restaurar las posibles rupturas. Esta comunión eclesial de caridad ("coinonia", "agapé") se hace misión y signo eficaz de evangelización (cfr. Jn 17,23).

 

En la comunión sacramental (Eucaristía) y en la comunión eclesial (Cuerpo Místico), nos encontramos todos los hermanos redimidos por Cristo. La invocación ("epíclesis" ) del Espíritu Santo urge a hacer realidad el que todas las gentes reciban abundantemente este don de Cristo resucitado (Hech 2,17).

 

La Iglesia, que escucha la palabra, ora y celebra la Eucaristía (cfr. Hech 2,42), es, por ello mismo, enviada a anunciar la reorientación ("conversión") de todos los hombres y de todo el hombre hacia el encuentro y la configuración ("bautismo") con Cristo, portador de la vida nueva o vida divina, "en el nombre (o en la unidad y vivencia) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).

 

El "amén" a la invocación del Espíritu, durante la celebración eucarística, hace posible que la Iglesia, ayudada por el mismo Espíritu, pueda decir el "amén" del encuentro final con Cristo (Apoc 22,17.20). Entre los dos "amén", el eucarístico y el del final de los tiempos, está todo el proceso de santificación y toda la acción misionera de la Iglesia como madre, es decir, como signo portador de Cristo a todos los pueblos, "sacramento universal de salvación" (AG 1; LG 48).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Vida nueva y agua viva:

 

- "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva" (Jn 4, 10; cfr. 7,38-39).

 

Unidad en el amor:

 

- "Puesto que el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1Cor 10,17).

 

- "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4,4).

 

Vida en el Espíritu:

 

- "Por él tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

La epíclesis de la Misa:

 

- "Por Cristo tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

VII. DIMENSION MARIANA Y ECLESIAL

 

l. María figura de la Iglesia

2. Unidos a María en el "amén"

3. Maternidad de la Iglesia sacramento universal de salvación

 

 

1. María figura de la Iglesia

 

Jesús tomó carne y sangre en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo, para ofrecerse al Padre en sacrificio ya desde la Encarnación (cfr. Heb 10,5-7). Desde el primer momento quiso asociar a su "sí" el "sí" o "fiat" de María como parte de su misma oración sacrificial (Lc 1,38). En "la hora" o momento supremo de la cruz y de la glorificación, la quiso también asociada a su sacrificio redentor como "la mujer" o Nueva Eva (Jn 2,4; 19,25-27). Toda esta realidad redentora es la que Cristo hace presente en la Eucaristía, como misterio pascual de muerte y resurrección, en el que quiso la cooperación activa de su Madre (LG 58 y 61).

 

María es Tipo, figura o personificación de la Iglesia. Ahora el Señor toma de la Iglesia pan y vino para convertirlo, por obra del Espíritu, en su cuerpo y sangre. En este ofrecimiento de la Iglesia, Jesús asume principalmente el "sí" de su cooperación al anuncio, la presencialización y comunicación del misterio pascual. La Iglesia es cooperadora y "complemento" de Cristo Redentor (Ef 1,23; Col 1,24).

 

En este sentido, se puede decir que "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" (RH 20). Cooperando a la realización del sacrificio eucarístico, la Iglesia encuentra su razón de ser: anunciar, hacer presente, comunicar y hacer vivir el misterio pascual.

 

La Iglesia ha sentido siempre la necesidad de hacerse consciente de la presencia de María junto a la cruz y en la celebración eucarística. Así lo manifiesta en el recuerdo que hace de ella durante la oración eucarística o canon de la Misa.

 

El hecho de vivir la presencia de María en el Cenáculo durante la preparación para Pentecostés (Hech 1,14), se convierte en paradigma o ejemplo de toda reunión eclesial y especialmente de la celebración eucarística. Es siempre la presencia humilde y callada de la esclava del Señor, que ayuda a centrar toda la atención en Cristo Redentor: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

 

La presencia de María en la realidad y en la conciencia eclesial es la consecuencia de las palabras de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). La comunidad eclesial aprende de ella la actitud de recibir con fidelidad generosa al Verbo o Palabra. El "sí" que ofrece la Iglesia tiene ahora forma de pan y vino, como indicando toda la vida humana (trabajo y convivencia), para que Cristo lo transforme todo en su carne y sangre. Así la Iglesia aprende a ser misionera y madre como María y con su ayuda, para comunicar a Cristo al mundo (cfr. Mc 3,33-35).

 

El gesto de María junto a la cruz es el gesto que debe imitar la Iglesia en la celebración eucarística: "Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y finalmente fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo" (LG 58).

 

La Iglesia se rejuvenece constantemente en la Eucaristía, en cuanto que así se hace esposa siempre fiel (virgen), asociada o cooperadora de Cristo y, por tanto, madre permanente como María. De la Santísima Virgen aprende la Iglesia esta actitud materna, tanto más joven o vital cuando más fecunda: "Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (LG 62).

 

La juventud y belleza de la Iglesia dependen de la actitud de consorcio o de desposorio con Cristo Redentor, hecho presente en la Eucaristía. Es el rejuvenecimiento de una Iglesia siempre "en estado de misión" (RH 20) o de maternidad fecunda, que hace presente a Cristo en medio de cada comunidad humana.

 

La naturaleza misionera de la Iglesia se expresa en esta acción evangelizadora de asociarse a Cristo Redentor, para prolongar su palabra, su sacrificio y su acción salvífica y pastoral, que encuentra su fuente y su cumbre en el misterio eucarístico (LG 11; PO 4).

 

De la celebración eucarística, que es eminentemente mariana y eclesial, nace el celo apostólico universal, como signo y estímulo del amor materno de la Iglesia (cfr. Gal 4,19; 2Cor 11, 28; EN 79).

 

De este modo, la celebración eucarística es un nuevo cenáculo actualizado continuamente, donde la comunidad eclesial se reúne "con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14) y donde el Espíritu Santo sigue "infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo" (LG 4). "La piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía... en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía" (RMa 44).

 

En la escuela de María, "mujer eucarística", la Iglesia aprende a ofrecer y ofrecerse con Cristo unida a su oblación. "María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él... la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio" (EdE 53).

 

En la adoración eucarística, podemos imitar la actitud interna de María, que es "el primer «tabernáculo» de la historia... la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?" (EdE 55).

 

En la celebración eucarística, nuestra oblación se une a la de María, quien "con toda su vida junto a Cristo, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía... «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22)... Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión... ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)?" (EdE 56).

 

 

2. Unidos a María en el "amén"

 

La vida de Jesús es un "sí" o "amén" al Padre, a modo de donación sacrificial. Este "sí" comenzó el día de la Encarnación, en el seno de María (cfr. Heb 10,5-7), continuó a través de toda la vida (cfr. Lc 10,21) y llegó a su punto culminante en la cruz (cfr. Jn 19, 30; Lc 23,46). Ahora ante el Padre, Jesús resucitado continúa su "amén" intercesor (cfr. Heb 9,12; 7,25). Es el "sí" de oblación sacrificial que ahora se hace presente en la Eucaristía por medio de su Iglesia y para la redención de todos.

 

En el seno de María, Jesús fue pronunciando su "sí" mientras asumía de ella carne y sangre. La virginidad de María, además de fisiológica, es principalmente espiritual, es decir, de apertura y consagración total al Verbo o Palabra de Dios. Este "sí" de María es el de "la mujer" asociada a "la hora" del Redentor. Ahora, en la Eucaristía, juntamente con el pan y el vino, Jesús recibe el "sí" eclesial de asociación a la obra redentora.

 

El Espíritu Santo ayudó a María a decir un "sí" de cooperación virginal y materna, como modelo del "sí" de la Iglesia. En la celebración eucarística , el mismo Espíritu ayuda a la Iglesia a decir su "sí" o "amén" (final de la oración eucarística) que es asociación a Cristo Redentor. "El consentimiento de María fue en nombre de toda la humanidad" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.30, a.1).

 

Es el mismo Espíritu el que guía a la Iglesia, como guió a Cristo, hacia el "desierto" de la prueba (Lc 4,1), hacia la evangelización de "los pobres" (Lc 4,14 y 18) y hacia el sacrificio redentor y pascual de muerte y resurrección (cfr. Heb 9,12-14).

 

El "amén" o "sí" de la Iglesia en la celebración eucarística expresa su naturaleza esponsal, como asociada a Cristo y cooperadora para que toda la creación deje de gemir y pueda llegar a "la revelación de los hijos de Dios" (Rom 8,19-23). Es toda la humanidad la que espera dramáticamente poder decir el "sí" de la Iglesia. En el "sí" de María, Tipo de la Iglesia, ya comenzó a realizarse este "amén" universal: "A partir del "fiat" de la humilde esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios" (Marialis cultus 28).

 

La Iglesia se expresa a sí misma cuando se une al "sí" de Cristo Redentor como María. "Respondéis «amén» a eso mismo que sois vosotros", dice san Agustín. La Iglesia se hace realidad de esposa asociada a Cristo, precisamente a partir de la Eucaristía. "Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor... María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia" (EdE 55)

 

El "amén" de Jesús, Cabeza de la Iglesia, se hace "amén" de todo su Cuerpo o "complemento" (Ef 1,22-23). La "prenda" o "sello" del Espíritu hace posible esta fidelidad generosa que nos introduce en la vida trinitaria (Ef 1,13-14). El Padre nos unge, sella y comunica la "prenda del Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,22), para que nuestra vida se resuelva en un "amén" asociado al de Cristo: "Por él, decimos "amén" para gloria de Dios (2Cor 1,20).

 

Por Cristo ya tenemos, pues, "el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18). Nuestra vida, trabajo, vivencia íntima y convivencia con los hermanos, se va convirtiendo en un "amén" de oblación a Dios, simbolizada por el pan y el vino que se convierten en cuerpo y sangre de Cristo: "Por él, ofrezcamos continuamente a Dios sacrificios de alabanza" (Heb 13,15).

 

Jesús es el "amén" de la Alianza esponsal entre Dios y los hombres (Apoc 1,7-8). Este "amén" queda sellado con el derramamiento de su propia sangre. El "sí" del nuevo pueblo de Dios, que responde a la Alianza nueva, tiene lugar en la celebración eucarística, como respuesta al "sí" de Jesús. El "amén" de la Iglesia se va haciendo "canto nuevo" (Apoc 5,9), que tiene que llegar a ser el himno de todos los redimidos.

 

Toda la realidad de la Iglesia peregrina, de camino hacia el encuentro de plenitud, es como las primicias del Reino definitivo. Ya tiene comienzo en esta tierra, pero sólo en la medida en que la Iglesia se asocie al "amén" de Cristo.

 

En el momento del "sí" ("fiat") de María, toda la creación y toda la historia estaban pendientes de este gesto generoso y transcendental, libre y responsable. Ahora toda la humanidad está pendiente del "sí" de la Iglesia al misterio pascual que se celebra en la Eucaristía. La fuerza evangelizadora del anuncio se basa en la fidelidad generosa de la Iglesia a la celebración de este misterio. Toda la fuerza de la Iglesia misionera se resume en este "amén".

 

En este contexto mariano y eclesial, que desvela la fuerza espiritual y evangelizadora de la Iglesia, se puede comprender mejor cómo "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" (RH 20). En la medida en que una comunidad cristiana sintonice con el "amén" de Cristo, Verbo o Palabra del Padre y "pan de vida", se hace Iglesia misionera y madre como María.

 

"María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente" (EdE 57).

 

 

3. Maternidad de la Iglesia, sacramento universal de salvación

 

María es Tipo o figura de la maternidad de la Iglesia: "La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es Tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre" (LG 63).

 

En la celebración eucarística, "la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada" (EdE 61).

 

La naturaleza misionera de la Iglesia se concreta en ser "complemento" de Cristo (Ef 1,23), a modo de signo transparente y portador suyo para todos los pueblos. La "sacramentalidad" de la Iglesia expresa precisamente esta realidad, de modo especial en los siete sacramentos. La Eucaristía es la máxima expresión de la sacramentalidad de la Iglesia, en cuanto que es presencia y comunicación del sacrificio redentor de Cristo, del que proceden todos los signos salvíficos. La Iglesia es "sacramento universal de salvación" (AG 1).

 

Naturaleza misionera y sacramentalidad se concretan en su maternidad, es decir, en ser instrumento de la vida nueva o vida divina. Es maternidad ministerial, en cuanto que se realiza a través de ministerios o servicios que son signos salvíficos. El modelo y personificación de esta maternidad es María, Virgen y Madre: "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera" (LG 64).

 

La Iglesia aprende la actitud virginal y materna de María, especialmente en su gesto de asociarse a Cristo Redentor junto a la cruz; es gesto de fidelidad, unión, sufrimiento, asociación, como de quien se entrega "consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado" (LG 58). Por esto la Iglesia, cuando celebra el misterio eucarístico, recuerda siempre a María, como sintiendo necesidad de su presencia, amor, ejemplo e intercesión.

 

La misionariedad es la acción apostólica que deriva del mandato o envío de Cristo. Es acción que se desenvuelve en anuncio, presencialización y comunicación del misterio pascual de muerte y resurrección que celebramos en la Eucaristía. La Iglesia es misionera y madre en relación con su naturaleza de "sacramento" o signo portador de Cristo, por el profetismo, la liturgia y la construcción de la comunidad.

 

Ésta es la naturaleza materna de la Iglesia a imitación de María: "La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la Encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja, en cierto modo, las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por esto también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).

 

La Iglesia "sacramento" (Ef 5,32) se realiza principalmente en la Eucaristía. En ella encuentra los constitutivos esenciales de su propio ser: Palabra de Dios, presencia de Cristo, venida del Espíritu Santo, comunidad, servidores o ministros, santificación, misión, signos salvíficos, etc. A través de la Eucaristía y por medio de la Iglesia, Cristo sale al encuentro del hombre de todos los tiempos, razas y culturas. La Iglesia, principalmente por la Eucaristía, se hace lugar de encuentro del hombre con Cristo resucitado.

 

La realidad de Iglesia tiene origen en Jesús, en cuanto que es el Verbo encarnado que se quiere prolongar en el tiempo bajo signos sensibles portadores de su palabra, de su presencia y de su salvación. Esos signos que constituyen la Iglesia, se los ha escogido el mismo Jesús. Ya no son signos exclusivos de una cultura, sino que adquieren la categoría de "transculturación", como el hecho de haberse realizado la Encarnación en Nazaret y el nacimiento en Belén.

 

El momento culminante del origen de la Iglesia es "la hora" en que Cristo murió, resucitó y comunicó el Espíritu. La Iglesia nace como misionera o enviada a anunciar, presencializar y comunicar la salvación de Cristo Redentor de todos los hombres.

 

Toda la realidad de Iglesia se podría concretar en ser signo transparente y portador de Cristo, es decir, en su "sacramentalidad". En la liturgia y principalmente en la celebración eucarística, la Iglesia recuerda y celebra su propio origen, "pues del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5).

 

De ahí deriva la convicción de que en la Eucaristía se encuentra "todo el bien de la Iglesia" (PO 5), que la Eucaristía "construye la Iglesia" y que "la Iglesia vive de la Eucaristía" (RH 20).

 

A la Eucaristía se la llama "sacramento de reconciliación" (plegaria eucarística tercera), en el sentido de que la comunidad cristiana, por el hecho de comer de "un mismo pan", forma "un solo cuerpo" místico de Cristo (1Cor 10,17). La Eucaristía es el "sacramento de la unidad", porque en ella "se realiza la unidad de la Iglesia" (UR 2). Por esta unidad, la Iglesia se hace signo transparente y portador del evangelio (cfr. Jn 13,33-35; 17,23). Que la Iglesia sea "sacramento" significa que viene a ser el "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano"; precisamente ahí aparece "su naturaleza y su misión universal" (LG 1).

 

La fuerza y "audacia" de la evangelización (Hech 4,31ss) le viene a la Iglesia de ser comunidad con "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). La fuente de esta unidad, como signo eficaz de evangelización y como "hecho evangelizador" (Puebla 663) es el "partir el pan" en un contexto de meditación de la Palabra y de fraternidad o comunión eclesial (Hech 2,42).

 

La Iglesia aprende de María a ser Madre de la unidad. De ella aprende a ser "Madre de los hombres" (LG 69). En la celebración eucarística encuentra la presencia de María como en el cenáculo (Hech 1, 14). "La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (LG 68). Imitando a María, la Iglesia hará que todos los hombres y todos los cristianos "se reúnan en un solo Pueblo de Dios" (ibídem).

 

 

                                            MEDITACION BIBLICA

 

Presencia de María en el Cenáculo:

 

- "Perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14; cfr. Jn 19,25-27).

 

Carne y sangre que se formaron en el seno de María:

 

- "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús... El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por  eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,31.35).

 

María figura de la Iglesia:

 

- "Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol" (Apoc 12,1; cfr. Ef 5,25-32).

 

 

El "amén" de María y el nuestro:

 

- "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

 

- "Por él, decimos amén, para gloria de Dios" (2Cor 1,20; cfr. Heb 10,5s; Jn 2,5).

 

LINEAS CONCLUSIVAS

 

El camino eclesial está polarizado por la Eucaristía como centro, fuente y cumbre de su vida y de su misión. El "misterio de la fe" se profundiza por un conocimiento vivido de Jesucristo, para saberse amado por él, amarle y hacerle amar. Es la fe en Cristo, Dios hecho hombre, único Salvador, que se concreta en la adoración al Padre "en espíritu y verdad" (Jn 4,24).

 

El Catecismo de la Iglesia católica (CEC n.1327), citando a San Ireneo, dice: "La Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar»" (CEC n.1327).

 

La renovación de la vida y de la misión de la Iglesia, en personas y comunidades, tiene siempre como pauta el evangelio hecho Eucaristía, "pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,51). En la Eucaristía, celebrada, adorada y vivida, personal y comunitariamante, se encuentran las líneas de una renovación que es fidelidad más profunda, en armonía con toda la historia de gracia. El "nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía" (EdE 60).

 

La fe en la Eucaristía se profundiza celebrándola, contemplándola, viviéndola y comunicándola, sin buscarse a sí mismo. De este modo, la Eucaristía produce en nosotros la unión con Cristo, para descubrirle y servirle en la comunión eclesial, y especialmente en los hermanos más necesitados.

 

Nuestra actitud de fe en la Eucaristía ("lex credendi") se expresa en la actitud de oración y de caridad ("lex orandi", "lex agendi"). La vida y misión de la Iglesia se fraguan en la celebración y adoración eucarística. Entonces "el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5), se concreta en la "caridad de Cristo" que urge a la contemplación, a la santidad ya la misión: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos... para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,14-15).

 

La Eucaristía es la escuela de los santos y de los apóstoles de todos los tiempos. El programa pastoral del tercer milenio se resume en "caminar desde Cristo" (NMi 29). "Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25)" (NMi 59).

 

El camino eucarístico es de oblación como verdad de la donación. "En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María... Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!" (EdE 58). María Inmaculada y Asunta a los cielos es "la gran señal", para la Iglesia peregrina (Apoc 12.1). "Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor" (EdE 62).

 

                                       SELECCION BIBLIOGRAFICA

 

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(Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos) Instrucción "Redemptionis Sacramentum" sobre algunas cosas que se deben observar y evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 marzo 2004); Instrucción "Eucharisticum Mysterium" (25 marzo 1967).

 

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AG:    Decreto conciliar Ad Gentes.

 

CEC   Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo de la Iglesia Católica, 1992).

 

EAm   Exhortación apostólica Ecclesia in America (Juan Pablo II, 1999).

 

EEu    Exhortación apostólica Ecclesia in Europa (Juan Pablo II, 2003).

 

EN:    Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (Pablo VI, 1975).

 

GS:    Constitución conciliar Gaudium et Spes.

 

LG:    Constitución conciliar Lumen Gentium.

 

NMi:   Carta apostólica Novo Millennio Inneunte (Juan Pablo II, 2001)

 

PDV:  Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (Juan Pablo II, 1992).

 

PO:    Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis.

 

RH:    Primera encíclica Redemptor Hominis (Juan Pablo II, 1979).

 

RMa:  Encíclica Redemptoris Mater (Juan Pablo II, 1987).

 

RMi:   Encíclica Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, 1990).

 

SC:    Constitución conciliar Sacrosantum Concilium.

 

TMA:  Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente (Juan Pablo II, 2000).

 

UR:    Decreto conciliar Unitatis redintegratio.

 

VC:    Exhortación apostolica Vita Consecrata (Juan PabloII, 1996).

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:16

EUCARISTÍA, pastoral Orense

Escrito por

LA EUCARISTÍA

FUENTE DE VIDA ECLESIAL

 

 

Edita

Obispado de Ourense

Ilustración portada:

Xan Rodríguez López

Depósito Legal

OU-26-2006

 

 

LA EUCARISTÍA

FUENTE DE VIDA ECLESIAL

Carta Pastoral

del Obispo de Ourense

Luis Quinteiro Fiuza

 

 

ÍNDICE

Introducción ............................................................................................................................................................................. 9

Capítulo I. El misterio de la Eucaristía ........................................................................................................... 11

1. La Eucaristía, un don de Dios ................................................................................................ 11

2. La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe ............................................................ 12

3. Un misterio de luz .............................................................................................................................. 14

4. La presencia real del Señor en la Eucaristía ......................................................... 17

5. La reserva eucarística y adoración del Santísimo

Sacramento ............................................................................................................................................. 21

6. La Eucaristía, sacramento del único sacrificio

de Cristo ........................ 25

7. La Eucaristía es un verdadero banquete ................................................................. 30

Capítulo II. La Eucaristía y la Iglesia ................................................................................................................. 37

1. Antecedentes de la asamblea eucarística

en la historia de la salvación .................................................................................................. 37

2. Eucaristía e Iglesia, una relación constitutiva .................................................... 41

3. María, mujer “eucarística” ........................................................................................................... 55

Capítulo III. La Eucaristía y la misión de la Iglesia ............................................................................ 61

1. La Iglesia, misterio de comunión ...................................................................................... 61

2. La Iglesia, misterio de comunión y de misión ................................................... 66

3. El Espíritu Santo, protagonista de la misión ........................................................ 69

4. La Eucaristía, un eficaz descendimiento

del Espíritu Santo ............................................................................................................................... 74 5. La Eucaristía, fuente y cumbre de la misión

de la Iglesia .............................................................................................................................................. 76

Capítulo IV. Los Cristianos, Testigos del Amor en el Mundo ............................................... 84

1. Rasgos esenciales de la espiritualidad de comunión ............................... 85

2. Variedad de vocaciones .............................................................................................................. 86

3. Eucaristía y movimiento ecuménico ............................................................................ 93

4. Diálogo interreligioso y misión .......................................................................................... 95

5. Apostar por la caridad .................................................................................................................. 97

6. Eucaristía y acogida a los más pobres ........................................................................ 99

Conclusión ............................................................................................................................................................................. 105

 

 

 

 

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA ECLESIAL

·

Introducción

1. En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de ca­rácter programático, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre cons­cientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cris­to, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro” . Desde la contemplación del rostro de Cristo se puede avanzar por la senda de la santidad mediante el arte de la oración. Este compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mis­mo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfecciona­miento en la Jerusalén celeste” .

En este marco pastoral ha de situarse la contemplación del rostro eucarístico de Cristo. En este sentido, nuestra Diócesis vivió con gozo el Año de la Eucaristía, durante el cual hemos

Juan Pablo II, Carta Apostólica, Novo millennio ineunte, (NMI), (2001), n.16.

NMI. n.29.

 

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA ECLESIAL

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compartido celebraciones y acontecimientos singulares, entre los que cabe destacar la realización en nuestra Catedral de la exposición «Camino de Paz. Mane Nobiscum Domine». Una oportunidad que, sin interrumpir el propio camino pastoral, nos ha permitido acentuar “la dimensión eucarística propia de toda la vida cristiana” . No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifesta­ción de su inmenso amor” . En efecto, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral . La experien­cia gozosa y profunda del Año de la Eucaristía representa para nosotros un programa pastoral para vivir la fe cristiana en este momento histórico. Por este motivo, después de haber recibido con inmenso gozo, con toda la Iglesia, la primera Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, «Deus Caritas est», deseo entre­garos esta Carta Pastoral sobre la Eucaristía, fuente de vida eclesial. En ella quiero mostrar las dimensiones fundamentales del misterio eucarístico cuya celebración es tan decisiva para la vida cristiana y para el ejercicio de la Caridad.

Juan Pablo II, Carta Apostólica, Mane nobiscum Domine, (MND), (2004), n.5.

Juan Pablo II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, (EE), (2003), n.1.

Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución, Lumen Gentium, (LG), n.11.

 

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I

El misterio dela Eucaristía

2. El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al ha­blar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el miste­rio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacra­mento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera” . El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eu­carístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el le­gado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe. Es evidente que este misterio no puede ser entendido a partir de uno solo de sus aspectos. De modo conciso deseo subra­yar algunas dimensiones del único misterio eucarístico.

1) La Eucaristía, un don de Dios

3. El sacramento de la Eucaristía es la manifestación del amor fontal del Padre que envía a su Hijo y al Espíritu Santo para nues­tra salvación. En la celebración de la Santa Misa actualizamos la historia de la salvación donde actúan la Trinidad Santa. La institu­ción de la Eucaristía nos conduce al Cenáculo donde se encuentra

Concilio Vaticano II, Constitución, Sacrosanctum Concilium, (SC), n.47.

 

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el Señor con sus discípulos. En efecto, “para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partíci­pes de su Pascua, (el Señor) instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a su apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo testamento” . No se trata de un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino del “don por excelencia”. Con palabras que rezuman una intensa emoción Juan Pablo II, se preguntaba: “¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Euca­ristía nos muestra un amor que llega ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1), un amor que no conoce medida” . El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” .

2) La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe

4. El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta acla­mación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones hu­manas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Re­velación divina” 10. Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Incliné­

Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica de la Iglesia Católica, (CEC), n.1337.

�����������EE. n.11.

Concilio Vaticano II, Decreto, Presbiterorum Ordinis, (PO), n.5.

10 Pablo VI, Carta Encíclica, Mysterium fidei, (MF), en Ecclesia, 1261 (18-IX-1965) p.11.

 

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monos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino aten­diendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar” 11. S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa” 12. Los fieles cristianos, haciéndose eco de las palabras de Santo Tomás de Aquino, cantan frecuentemente: “En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; solamente se cree al oído con certeza. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues no hay nada más verdadero que la Palabra de la verdad” 13. Cristo en la Eucaristía está realmente presente y vivo y actúa con su Espíritu 14.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la teología ha realiza­do notables esfuerzos para mostrar el genuino sentido de esta verdad. La tarea teológica ha de conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe vivida de la Iglesia 15. Pablo VI, después de alabar los notables esfuerzos de los teólogos, advierte con toda claridad que “toda explicación teológica que intente bus­car alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros” 16.

11 S.Juan Crisóstomo, In Math.Homil, 82,4: (PG. 58,743).

12 S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas, IV,6: SCh. 126,138.

13 Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

14 Juan Pablo II, Carta Encíclica, Fides et ratio ,(1998), n.13.

15 EE.n.15.

16 Pablo VI, El Credo del Pueblo de Dios , (Madrid, 1968), n.25.

 

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3) Un misterio de Luz

5. Juan Pablo II presentó el año de la Eucaristía siguiendo el icono de los dos discípulos de Emaús 17. El camino emprendi­do por estos dos discípulos es también el camino del hombre de hoy. En efecto, “En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la in­terpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios” 18. Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mis­mo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”19. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo” 20. De hecho Él vino al mundo para ser luz: “Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en mí no siga en tinieblas” 21. Ante la persona de Jesús es necesario decidirse. La luz es incom­patible con la tiniebla. Así el drama que se establece ante Jesús es un enfrentamiento de la luz y de las tinieblas. La luz brilla en las tinieblas 22 y el mundo trata de sofocar la luz, porque sus obras son malas. Cuando Judas sale del Cenáculo, para entregar a Jesús, el evangelista nota intencionadamente: “Era de noche” 23 ; el mismo Jesús al ser arrestado declara: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” 24.

En el relato de la aparición a los dos discípulos de Emaús en­contramos una clave para hablar de la Eucaristía como misterio de

17 Cfr. Lc. 24,13-35.

18 MND.n.2.

19 Jn. 8,12.

20 Jn. 9,5.

21 Jn.12,46.

22 Cfr.Jn.1,4.5.9.

23 Jn.13,30.

24 ����������Lc.22,53.

 

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luz. En efecto, “la Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos ‘mesas’, la de la Palabra y la del Pan” 25. Este es el mismo ritmo que se nos presenta en la narración del encuentro del Resucitado con los discípulos. El Señor interviene para mostrar “comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, cómo toda la Escritura lleva al misterio de su persona” 26. Las palabras del Resuci­tado hacen ‘arder’ los corazones de los discípulos, les rescatan de la tristeza de la oscuridad y desesperación y suscitan el deseo intenso de permanecer con Él: “Quédate con nosotros, Señor”27.

Al hablar de las diversas presencias de Cristo en la Iglesia, el Concilio Vaticano II enseña que “está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritu­ra” 28. Sin perder de vista que “la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de cul­to” 29, deseo subrayar la importancia de la mesa de la Palabra dentro de la celebración eucarística. Hay que reconocer que actualmente ‘los tesoros bíblicos’ son más asequibles para todos los fieles 30. La procla­mación de la Palabra de Dios en el contexto de la Asamblea litúrgica favorece ante todo el diálogo de Dios con su pueblo. La enseñanza conciliar es muy clara al respecto: “En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la Palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” 31. Más concretamente, cuando proclamamos la Palabra de Dios en la liturgia, Cristo en persona nos habla 32.

25 �����������MND. n.12.

26 Ibid.

27 Lc.24,29.

28 SC.n.7.

29 SC.n.56.

30 Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución, Gaudium et Spes, (GS), n.51.

31 Concilio Vaticano II, Constitución, Dei Verbum, (DV), n.21.

32 Cfr. SC.n.7.

 

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6. Transcurridos cuarenta años desde la clausura del Concilio Vaticano II y al finalizar el año de la Eucaristía, sería oportuno re­visar personal y comunitariamente “de qué manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios” 33. Juan Pablo II se mostraba muy realista a la hora de hacer dicha revisión. Se situaba en las circunstancias precisas que preceden y están pre­sentes en la celebración litúrgica. He aquí sus palabras: “En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine” 34. Estas advertencias tan concretas suponen para nosotros un compromiso activo a re­flexionar previamente sobre la Palabra de Dios, a escucharla atenta­mente en la celebración y a practicarla en nuestra vida cotidiana.

En la mesa de la Palabra aprendemos diariamente a vivir como hi­jos de la luz. La Palabra de Dios ha de ser para un creyente como la lám­para que alumbra sus pasos. Dios es quien “nos llamó de las tinieblas a su admirable luz” 35. En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor 36. El fruto apetecido de la luz es todo lo que es bueno, justo y verdadero. Es necesario caminar en la luz para estar en comunión con Dios que es del todo luz, sin mezcla alguna de tiniebla 37. El criterio básico para saber si caminamos en la luz es el amor fraterno: “Quien ama a su hermano permanece en la luz y nada le hará tropezar” 38. En consecuencia, “Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su ‘Amén’ (cfr.IICor. 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida” 39.

33 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Dies Domini, (DD), (1998), n.40.

34 MND.n.13.

35 IPe.2,9.

36 Cfr.Ef.5,8.

37 Cfr.IJn.1,5-ss.

38 Cfr. IJn.2,8-11.

39 DD.n.41.

 

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4) La presencia real del Señor resucitado en la Eucaristía

7. Todos los aspectos del misterio eucarístico “confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia real” 40. Creemos firmemente que bajo las especies eucarísticas está realmente presente el Señor. Esta es la fe de la Iglesia que hun­de sus raíces en la misma Verdad revelada.

a) En la fuente de la Sagrada Escritura

8. En los relatos de la institución de la Eucaristía se nos indica que Jesús se da a sí mismo bajo las apariencias de pan y de vino como el nuevo sacrificio pascual (carne y sangre) para la comida 41. También en el cuarto evangelio se afirma esta presencia real sacra­mental de Cristo en la Eucaristía 42. Por voluntad del Padre es el mismo Jesús quien da a comer su carne y a beber su sangre: “Mi Pa­dre es quien os da a vosotros el verdadero pan del cielo... El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” 43. De los datos bíblicos brota la convicción de que Cristo se hace realmente presente en la Eucaristía para dar a sus discípulos, en las especies de pan y de vino su propio cuerpo y sangre como alimento y bebida44. Desde esta perspectiva de presencia y donación los apóstoles Juan y Pablo saca­ron algunas consecuencias para la vida personal y comunitaria del creyente. San Juan insiste en la dimensión personal: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por Él. Así también, el que me coma vivirá por mí” 45. San Pablo incide especialmente en la pers­

40 MND.n.16.

41 Cfr. Mt.26,26-29; Mc. 14,22-25; Lc.22,15-20; ICor.11,23-25.

42 Cfr. Ratzinger, J., La Eucaristía centro de la vida, (Valencia, 2003), p.84.

43 Jn. 6,32.35.

44 Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Clausura del Congreso Eucarístico Italiano (Bari) AAS, 97 (2005) 785-789; Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi, Ciudad del Vaticano, AAS, 97 (2005) 782-785

45 Jn. 6,56-57.

 

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pectiva comunitaria: “Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” 46.

b) El testimonio de los Padres de la Iglesia

9. Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, frente a las afirmaciones de carácter gnóstico, afirmaron la presencia real de Cristo en la Eucaristía con diversas expresiones. Son abundan­tes los testimonios al respecto. Ellos afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. Frente al pensamiento gnós­tico de carácter dualista, S. Ireneo subraya, por una parte, la en­carnación y resurrección de Cristo y, por otra, la Eucaristía y la resurrección final: el pan y el vino, parte de este cosmos mate­rial, han sido asumidos para un sacramento salvador por el mismo Cristo y nos dan la garantía de la resurrección corporal. He aquí sus palabras: “En cambio, nuestras creencias están en armonía con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía es confirmación de nuestras creencias. Porque ofrecemos lo que es de él, proclamando de una manera consecuente la comunidad y la unidad que se da entre la carne y el espíritu. Y así como el pan que procede de la tierra, al recibir la invocación de Dios, ya no es pan común, sino Eucaris­tía, compuesta de dos cosas, la terrena y la celestial, así también nuestros cuerpos cuando han recibido la Eucaristía, ya no son co­rruptibles, sino que tienen la esperanza de la resurrección” 47. Por su parte, S.Juan Crisóstomo sostiene: “No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su

46 ICor. 10,17.

47 S.Ireneo, Adversus haereses, IV,18,4-5: (PG. 7,1027); cfr. también: Ibid. V, 2,2-3: (PG. 7,1124).

 

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gracia provienen de Dios. ‘Esto es mi cuerpo’, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas” 48.

c) las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia

10. El Magisterio de la Iglesia, ha expresado esta verdad de fe en diversas ocasiones. Recordaré algunas afirmaciones que considero fundamentales. El Concilio de Trento enseña el sentido verdadero e íntegro del misterio eucarístico. Los Padres conciliares de Trento sostienen que en sacramento de la Eucaristía están “ contenidos ver­dadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” 49. El Concilio tridentino habla, pues, de presencia real, verdadera y sustancial de Cristo, verdadero Dios y verdadero hom­bre, bajo la apariencia sensible del sacramento. Además, apoyándose en las palabras de Cristo, el Concilio de Trento enseña que la Iglesia siempre tuvo la persuasión de “que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustan­cia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión fue llamada oportuna y propiamente, por la Iglesia católica, transustanciación” 50.

Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección” 51.

11. Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cris­to tiene en la Iglesia 52 y, en el contexto de éstas resalta la peculia­

48 S. Juan Crisóstomo, De proditione Iudae homilía, 1, 6: (PG. 49,380); Cfr. Solano, ����J., Textos eucarístico primitivos, Madrid, 1978; Cfr. Sánchez-Caro, J.M., Eucaristía e Historia de la Salvación, Madrid, 1983.

49 Concilio de Trento, Decreto sobre la Santísima Eucaristía, canon 1: (DS. 1651).

50 Ibid. cap.IV: (DS.1642).

51 SC. n.47; cfr. también: SC.nn. 6,10; LG. n.28; PO. n.13.

52 Cfr. SC. n.7.

 

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ridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por anto­nomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” 53. Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo 54. Una vez reali­zada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad. Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológi­ca. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, con­vertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies” 55. Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes.

La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”. Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía 56, sostenía: “En este sacramento, Cris­to no puede hacerse presente de otra manera que por la conver­sión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamen­

53 MF, lc.p.16.

54 Cfr. Ibid. lc. pp.16-17

55 Ibid. lc. p.18.

56 Cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, lc. n. 24.

 

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te íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación” 57. El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente” 58. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Euca­ristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento y de Pablo VI 59. En la Eucaristía actua­lizamos el misterio pascual de Cristo. En efecto, como nos dice el Santo Padre, “después de la consagración, la Asamblea de los fieles, consciente de estar ante la presencia real de Cristo crucifi­cado y resucitado, hace esta aclamación: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, junto con Tomás, llena de maravilla, puede repetir: Señor mío y Dios mío (Jn.20,28)” 60

5) La reserva eucarística y adoración del Santísimo Sacramento

12. Como una consecuencia lógica de la fe en la peculiar presencia real de Cristo en la Eucaristía, la Iglesia ha legitimado la práctica de la reserva eucarística. En efecto, “la presencia eu­carística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas” 61. La Iglesia primitiva solicitaba a los fieles a conservar con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a los enfermos. Así nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “El sagrario (taber­

57 Ibid. n.25.

58 Ibid.

59 Cfr. CEC. nn.1373-1377; EE. n.15; MND. n.16.

60 Benedicto XVI, Mensaje en el Angelus (11-9-2005): en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.28.

61 �������������CEC.n.1377.

 

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náculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa” 62. Pablo VI con palabras sencillas pero muy sentidas nos recordaba que “la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad re­ligiosa y parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies con­tiene a Cristo, Cabeza visible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, ‘por quien son todas las cosas y nosotros por Él’ (ICor.8,6)” 63. Esta presencia sacramental es una manifestación elocuente del amor hasta el extremo del Hijo de Dios por nosotros: “Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tu­viéramos el memorial del amor con que nos había amado ‘hasta el fin’ (Jn.13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presen­cia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor” 64.

13. La Iglesia manifiesta su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía no solamente durante la Santa Misa, sino también fuera de su celebración. Cristo en el tabernáculo es para nosotros una llamada continua al encuentro personal con Él. Supone una invitación a reproducir en nosotros sus mismos sentimientos 65. ¿Cómo olvidar a Cristo presente en el sagrario? Si Cristo ha que­rido regalarnos esta presencia tan singular, ¿no será que a través de ella quiere entablar con nosotros un diálogo muy personal? Si somos sinceros hemos de reconocer que debemos mucho al trato íntimo con Cristo presente en el sagrario. Deseo recordar varios testimonios muy esclarecedores al respecto.

62 ��������������Ibid. n.1379.

63 MF. lc. p.19

64 CEC. n.1380.

65 Cfr. Flp. 2,5.

 

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Pablo VI nos advertía: “Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en su sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, confor­me a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor allí presente” 66. Seguidamente destacaba el carácter dinámico de esta presencia que transforma nuestra existencia cotidiana: “Pues día y noche (Cristo) está en medio de nosotros, habita con nosotros, lleno de gracia y de verdad (cfr.Jn.1,14); ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los dé­biles, invita a su imitación a todos los que se acercan a Él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón y a buscar no las propias cosas, sino las de Dios” 67. La visita al Santísimo se desarrolla en un clima de diálogo de amor con quien sabemos que nos amó hasta la muerte, y muerte de Cruz. Es una conversación que nos ayuda eficazmente a caminar por la senda de la santidad: “Cualquiera, pues, que se dirige al augusto sacra­mento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar, a su vez, con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama infini­tamente, experimenta y comprende a fondo, no sin grande gozo y aprovechamiento de espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo en Dios (cfr.Col.3.3) y cuánto valga entablar conversa­ciones con Cristo; no hay cosa más suave que ésta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad” 68.

Años más tarde, Pablo VI calificaba la adoración del Santí­simo Sacramento como de verdadera obligación: “Estamos obli­gados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar la hostia santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que éstos no pueden ver y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos” 69.

66 �������������MF. lc. p.19

67 Ibid.

68 Ibid.

69 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, lc.n.26

 

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14. Juan Pablo II nos apremiaba también al culto de adora­ción que se da a la Eucaristía fuera de la Santa Misa. Lo conside­raba de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. La adoración debe mantenerse permanentemente como algo necesario para la vida de las comunidades cristianas: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca vuestra ado­ración” 70. Es necesario crecer en el ‘arte de la oración’ que se va descubriendo en el trato personal e íntimo con Cristo presente en el sagrario: “Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cfr.Jn.13,25), palpar el amor infini­to de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el ‘arte de la oración’ (cfr.NMI. n.32) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conver­sación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?” 71. Él nos hablaba del diálogo espiritual con Jesús Sacramentado desde su propia ex­periencia: ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” 72. Con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, el Santo Padre Benedicto XVI nos hablaba así de la adoración: “La palabra latina adoración es ‘ad-oratio’, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor... Volvamos de nuevo a la Última Cena” 73. Precisamente el Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, “reconociendo los múltiples frutos de la adoración eucarística en la vida del pueblo de Dios”, pide que “sea mante­

70 Juan Pablo II, Carta a los Obispos sobre el misterio y el culto a la Eucaristía, (1980), n.3.

71 EE. n.25.

72 Ibid.

73 Benedicto XVI, Homilía en Marienfield en la Eucaristía de clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud (21-VIII-2005): en ‘Ecclesia’, 3.272-73 (27-VIII y 3-IX-2005), p.41.

 

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nida y promovida, según las tradiciones, tanto de la Iglesia latina como de las Iglesias orientales” 74.

15. Estos testimonios consideran a la Eucaristía como un te­soro inestimable que nos ofrece la posibilidad de acercarnos al ma­nantial de la gracia. En consecuencia, “Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas Apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multipli­can los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor” 75.

Conviene fomentar, tanto en la celebración de la Santa Misa como en el culto fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, con el modo de comportarse 76. No hay que olvidar que la adoración eucarística nace del sentimiento profundo de acción de gracias y de reconocimiento porque Cristo, Dios y hombre, está realmente presente entre nosotros. La presencia personal de Cristo en la Eucaristía justifica por sí misma nuestra gratitud y nuestra adoración. Se adora porque se cree firmemente que Cristo está en­tre nosotros de una forma singular en el sagrario. No hay nada que engrandezca, tanto a la persona humana como arrodillarse ante el Santísimo. Este es realmente el misterio de nuestra fe.

6) La Eucaristía, sacramento del único sacrificio de Cristo

16. Entre las denominaciones del misterio eucarístico se nombra el de ‘Santo Sacrificio’ porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, ‘sacrificio de alabanza’ (Hch.13,15), sacrifico espiritual, sacrifico puro y santo, puesto que completa y

74 Proposiciones del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, n.6: en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.33.

75 ������Ibid.

76 Cfr. MND. n.18.

 

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supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza” 77. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge los diversos calificativos que la Sagra­da Escritura da al Sacrificio de la Misa.

a) En la Eucaristía se actualiza el mismo sacrificio de Cristo

17. La Eucaristía es verdadero sacrificio por ser memorial de la Pascua de Cristo. El carácter sacrificial de la Eucaristía nos lo recuerdan las mismas palabras de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros (Lc.22, 19-20)”. Así pues, “en la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que ‘derramó por muchos... para la remisión de los pecados’ (Mt.26,28)” 78.

En la Santa Misa se hace presente el sacrificio de la cruz, por­que es su memorial y gracias a él los hombres pueden acoger su fruto 79. El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicitar esta verdad eucarística, nos remite a un texto básico del Concilio de Trento donde se describe con cierto detalle el carácter sacrificial de la Eucaristía: “Cristo, nuestro Dios y Señor (…) se ofreció a Dios Padre (…) una vez por todas, muriendo como intercesor so­bre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no podía poner fin a su sacerdocio (Heb.7,24.27), en la última Cena, ‘la noche en que fue entregado’ (ICor.11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza huma­na) (…) donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la re­dención de los pecados que cometemos cada día” 80. De esta forma,

77 ��������������CEC. n. 1330.

78 Ibid. n. 1365.

79 Cfr. n. 1366.

80 Concilio de Trento, Doctrina del Santo Sacrificio de la Misa, c.2: (DS. 1740).

 

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mediante la Eucaristía llega a los hombres de hoy la gracia de la reconciliación obtenida por Cristo de una vez para siempre 81. Así el sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son un único sacrificio, porque “Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el mi­nisterio de los sacerdotes que se ofreció a sí misma entonces en la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer” 82.

b) La Eucaristía, sacrificio de la Iglesia

18. La Eucaristía es también sacrificio de la Iglesia, porque sus miembros se ofrecen a sí mismos junto con la Víctima divina 83. En la Eucaristía el sacrificio de Cristo y lo ofrecemos en Él y con Él, lo presentamos ante el Padre y participamos en su misma ac­titud de sacrificio pascual y de auto-ofrenda. El sacrificio pascual se prolonga en la historia en el Cuerpo de Cristo. Es el sacrificio también de la comunidad unida a Cristo. Con ello la Iglesia no pretende hacer una obra suya, meritoria. No se intenta hacer un nuevo sacrificio al lado del de Cristo. Al contrario, la Iglesia es y vive por el Espíritu del sacrificio de Cristo, acogiéndolo en la fe, desarrollando toda su virtualidad, asociándose activamente a él. La Iglesia es consciente de que sólo lo puede hacer “en memoria de él” y lo que ella hace tiene eficacia sólo “por él, con él y en él”. Los creyentes aceptan profundamente el acontecimiento de la Cruz de Cristo y se dejan penetrar por su fuerza salvadora. La Iglesia es, vive y celebra el memorial del sacrificio pascual con su Señor y Esposo. Esto acontece sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero también se realiza en su vida entera. Al sacri­ficio ritual le corresponde el sacrificio vivencial, espiritual, de la ofrenda de toda la vida84. En este sentido se trata de vivir a fondo

81 Cfr. EE. n.12.

82 Concilio de Trento, Doctrina del Santo Sacrificio de la Misa, c.2: (DS. 1743).

83 Cfr. LG.n.11; PO.n. 5; CEC. n. 1368.

84 Cfr. Arostegui, ����M., Lugar que ocupa la oración en el culto según San Ireneo de Lyon, en: Teología y Catequesis 95 (2005) 175-197.

 

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las exigencias eucarísticas del sacerdocio común de todos los bau­tizados. La vida de Cristo fue una entrega ofrecida al Padre por todos los hombres. Toda su vida fue una verdadera “diakonía” que culmina con su pasión y muerte en la Cruz.

Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cris­to. La Iglesia que peregrina en este mundo, pastores y fieles, par­ticipa en la celebración del sacrificio eucarístico de Cristo: “En­cargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El Obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del Obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La co­munidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico” 85. La Iglesia celebra el santo Sacrificio de la Misa como comunidad jerárquica. Cada miembro participa activamente desde su misión concreta en la comunidad cristiana.

19. Los miembros que gozan de la gloria del cielo se unen también a la ofrenda de Cristo. En la celebración eucarística es­tamos en comunión “con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Euca­ristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo” 86. Juan Pablo II nos invitaba a todos a entrar en la escuela de María, Mujer ‘eucarística” 87. Tam­bién se ofrece el sacrifico eucarístico “por los fieles difuntos que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados, para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo” 88. Considero muy oportuno recordar aquella recomendación tan llena de fe de

85 CEC. n. 1369.

86 Ibid. n.1370.

87 Cfr. EE. nn. 53-58.

88 CEC. n.1371.

 

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santa Mónica dirigida a san Agustín y a su hermano poco antes de fallecer: “Enterrad este cuerpo dondequiera, y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo muy de ve­ras es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis” 89. Es muy consoladora la verdad de la comunión de los santos que no se rompe ni siquiera con la muerte: “La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espiri­tuales” 90. En la Eucaristía actualizamos sacramentalmente la co­munión entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo.

En la celebración litúrgica alcanza su verdadera expresión el carácter sacrificial de la Eucaristía sobre todo en las anáforas. En ellas se une la anamnesis con la acción de gracias como sacrificio vivo y santo, a la vez que se afirma que la ofrenda de la Iglesia está unida a la víctima inmolada que nos reconcilia, y transforma nuestra vida en ofrenda permanente: “Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo (…), te ofre­cemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víc­tima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad (…). Que Él nos transforme en ofrenda permanente” 91. En la santa Misa se ofrece el único sacrificio agradable por el que Cristo nos ha redimido, pero un sacrificio que el mismo Dios “ha preparado a su Iglesia”, para una salvación actual que se extiende a todos los hombres y también a los difuntos 92. En las diversas anáforas se destacan la dimensiones cristológica (“Dirige tu mirada, Pa­dre santo, sobre esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su cuerpo y con sus sangre y, por este sacrificio nos abre el camino

89 S.Agustín, Confesiones, 9, 11,27: (PL. 32,773).

90 LG.n.49.

91 Plegaria Eucarística (PE), III.

92 PE. IV.

 

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hacia ti”) 93 pneumatológica sin la cual no hay Eucaristía (“san­tifica estos dones con la efusión de tu Espíritu”)94 y eclesiológica del sacrificio eucarístico (“Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” )95.

7) La Eucaristía es un verdadero banquete

20. El misterio de la Eucaristía es, a la vez e inseparablemente sacrificio y “banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y en la Sangre del Señor” 96. Más todavía, “la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se entregó por nosotros” 97.

En la última Cena Jesús tomó el pan dio gracias, lo partió y lo dio a comer a sus discípulos; y tomó el vino dio gracias después de comer, y lo dio a beber a sus discípulos. Jesús se man­tiene en le marco de la cena pascual judía. Lo que cambia es el contenido y el sentido del rito, expresándolo por las palabras que acompañan: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre”. Jesús renueva el contenido y sentido, que en adelante ya no remitirán a la antigua Pascua, sino a la nueva. Así nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Al celebrar la última Cena con sus após­toles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino” 98.

93 PE. V/a.

94 PE, II.

95 PE para la Reconciliación II.

96 �������������CEC. n.1382.

97 Ibid.

98 Ibid. n. 1340

 

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a) La invitación apremiante de Cristo y de la Iglesia a parti­cipar adecuadamente en este banquete

21. El mismo Señor nos invita con fuerza a recibirle en la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la car­ne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” 99. Él es el pan de vida que ha bajado del cielo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Para acoger a esta apremiante invitación del Señor es necesario prepararnos adecuadamente. El mismo Apóstol llamaba la atención sobre este deber: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa” 100.

Con la fuerza de su elocuencia y con toda claridad, S. Juan Crisóstomo exhortaba con estos términos a sus fieles: “También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sen­tarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrom­pida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo” 101. En este mismo sentido el Catecismo de la Iglesia Católica establece: “Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” 102.

Juan Pablo II se hacía eco de todas estas advertencias y reiteraba la vigencia de la norma del Concilio de Trento que sostiene que para recibir dignamente la Eucaristía, “debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal” 103. Desde esta perspectiva se comprende la estrecha vinculación existente entre el sacramento de la Eucaristía y la Penitencia. Así pues, “La Eucaris­tía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándo­

99 ���������Jn.6,53.

100 ICor. 11,28.

101 S. Juan Crisóstomo, In Isaiam, 6,3: (PG. 54,480).

102 CEC. n. 1385.

103 EE. n.36.

 

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lo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: ‘En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios!’ (IICor.5,20)” 104. Al tratarse de una valoración de conciencia, el juicio sobre el estado de gracia corresponde al propio interesado. En casos de un comportamiento externo grave, la Iglesia en su cuidado pastoral no debe, por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, mostrarse indife­rente. A esta situación de manifiesta indisposición moral alude la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admi­sión a la comunión eucarística a las persona que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” 105.

b) Los frutos del banquete eucarístico

22. Los frutos de la Eucaristía son decisivos para la vida de los creyentes. Ante todo la comunión nos une muy estrechamente a Cristo. El mismo Cristo lo había anunciado: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él” 106. La comu­nión sacramental fundamenta nuestra vida en Cristo: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” 107. La Eucaristía une a los fieles con Cristo en la mayor unión de intimidad y de amor. El pan eucarístico incorpora a los hombres a Cristo y hace así de ellos un único cuerpo espiritual. S. Agustín describe esta unión íntima de forma magistral con estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes, ¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí” 108. En las comidas habi­tuales el hombre es el más fuerte y asimila los alimentos. Pero en

104 EE. n. 37.

105 CIC. c. 915.

106 Jn. 6,56.

107 Jn. 6,57.

108 S. Agustín, Confesiones, 7,10,16: (PL. 32,742).

 

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nuestra relación con Cristo sucede a la inversa: el más fuerte es Él, Él es el protagonista. Al comulgar somos despojados de nosotros mismos y asimilados a Él. Somos hechos uno con Él.

Al llegar a la aldea de Emaús, adonde iban, el Caminante hizo ademán de seguir adelante. Los dos discípulos le rogaron que se quedase con ellos. El Caminante accedió “y entró para quedar­se con ellos” 109. En el sacramento de la Eucaristía, el Resucitado encontró el modo de quedarse no sólo “con” ellos, sino también “en” ellos. La alegoría de la vid y los sarmientos evoca esta íntima unión entre Cristo y los cristianos 110. En dicha alegoría se repite varias veces el verbo “permanecer”. Juan Pablo II, aplicando estas palabras a la Eucaristía, comentaba así esta permanencia: “Esta relación de íntima y recíproca ‘permanencia’ nos permite en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿no es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? El ha puesto en el corazón del hombre el ‘hambre’ de su Palabra (cfr.Am.8,11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para ‘saciarnos’ de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo” 111.

23. La comunión nos separa del pecado. El pan de vida que recibimos en la Eucaristía es el Cuerpo entregado por nosotros y la Sangre derramada por muchos para remisión de los pecados. La Eucaristía nos une a Cristo, purificándonos de los pecados come­tidos y preservándonos de futuros pecados 112. En la vida normal el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas. De modo análogo, la Eucaristía robustece la caridad que, en el trato cotidiano, puede debilitarse. La caridad vivificada por la co­munión “borra los pecados veniales” 113. Cristo, nuestro alimento,

109 Lc.24, 28-29.

110 Cfr. Jn.15,1-17.

111 MND. n. 19.

112 Cfr. CEC. n. 1393.

113 Concilio de Trento, Decreto sobre la Eucaristía, c.2: (DS.1638).

 

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reaviva en nosotros el verdadero amor, nos capacita para romper los lazos desordenados que nos atan a las criaturas y nos arraiga más en su amor. En efecto, “cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal 114.

24. La unión con Cristo conlleva la unidad del Cuerpo mís­tico. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren y recono­cen el rostro del Resucitado al partir el pan, “en aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás” 115. El en­cuentro con el Resucitado impide la dispersión y los vuelve al lu­gar de la unidad. En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos presenta el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. No existe mayor amor que dar la vida por los amigos” 116. No es posible es­tar unidos a la Vid verdadera, sino estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. Mediante el sacramen­to de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. No me detengo en el análisis de este fruto concreto de la Eucaristía; lo haré en el capítulo siguiente, al tratar de la relación entre Eucaristía e Iglesia.

25. En la Carta de convocación del año de la Eucaristía Juan Pablo II mencionaba con fuerza el carácter de compromiso con los más pobres que brota de la celebración de este sacramento. La viva tradición de la Iglesia recuerda desde siempre esta dimensión del misterio de la Eucaristía. De modo muy claro y preciso nos lo hace saber el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr.

114 ��������������CEC. n. 1395.

115 Lc. 24,33.

116 Jn. 15,12-13.

 

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Mt.25,40)” 117. Como dice Juan Pablo II, “se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna” 118. En el último capítulo de esta Carta abor­daré esta temática, al hablar de la espiritualidad de comunión.

26. La Eucaristía es prenda de la gloria futura. “Si la Eucaris­tía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados ‘de gracia y bendición’, la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial” 119. En nuestra eco­nomía sacramental tenemos un medio de salvación proporcionado a nuestra esperanza de resurrección. El mismo Señor nos garan­tizó que la Eucaristía es fuente auténtica de resurrección: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” 120. En este sentido la Eucaristía es “medicina de inmortalidad, alimento contra la muerte, alimento de eterna vida en Jesucristo” 121. En un mundo de múltiples contradicciones como el nuestro debe brillar con intensidad la esperanza cristia­na 122. Ahora bien, Cristo fundamenta nuestra esperanza con su resurrección y con su promesa de su venida gloriosa a la tierra 123. Sin embargo, no puede haber mejor garantía de la segunda venida de Cristo que su venida continua en la Eucaristía 124. Este sacra­mento anima desde dentro la esperanza que colma las aspiraciones del corazón del hombre. Al hacerse presente por el Espíritu Santo el cuerpo y la sangre de Cristo, anticipan ya la transformación gloriosa que esperamos: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe

117 ��������������CEC. n. 1397.

118 MND. n.28.

119 CEC.n. 1402.

120 Jn. 6,55.

121 S.Ignacio de Antioquía, Ad Eph”, 20,2: (PG. 5,611); cfr. también, S.Ireneo, Adv.haer., 5,2,2-3: (PG. 7,1124).

122 Cfr. EE.n.20. Cfr. Conferencia Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada: “¡Mar adentro! (Lc 5, 4)”, (2002).

123 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica, Ecclesia in Europa (EinE.) (2003). En este documento se indica una y otra vez que la resurrección de Cristo es el único fundamento de la esperanza humana.

124 Cfr. CEC. n. 1405.

 

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en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y la sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” 125. Ce­lebramos la Eucaristía, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

27. Como se puede deducir de todo lo dicho, el misterio eu­carístico encierra en sí mismo una pluralidad de aspectos que en esta ocasión os he querido señalar brevemente. Recojo un texto de la Instrucción “Eucharisticum mysterium” que nos ofrece una admirable síntesis de los aspectos centrales de la Eucaristía: “Por eso la Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente: sacri­ficio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: ‘Haced esto en memoria mía’ (Lc.22,19); banquete sagrado, en el que, por la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga” 126.

125 ���������������������������GS. n.38. Cfr. San Ireneo Adv.haer., V, 2-3 (PG, 7. 1125-1128).

126 Pablo VI, Instrucción, Eucharisticum mysterium, (EM) (1967), n.3.

 

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II

La Eucaristíay la Iglesia

28. Existe un vínculo estrechísimo entre el misterio de la Eu­caristía y la Iglesia. Como nos recordaba Juan Pablo II: “si la Eu­caristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constan­tinopolitano, la confesamos una, santa, católica y Apostólica” 127. San Agustín formuló en toda su profundidad en el fragor del cis­ma donatista la íntima relación entre Eucaristía e Iglesia. Llama a la Eucaristía “signo de unidad” y “vínculo de caridad” 128. Am­bas afirmaciones aparecen permanentemente en la memoria de la Iglesia. Nuestro Salvador en la última Cena instituye la Eucaristía que es a la vez sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual 129. Dentro de esta amplia temática me fijaré inicialmente en algunos aspectos.

1) Antecedentes de la Asamblea eucarística en la historia de la salvación

29. La vida y la historia de una comunidad en marcha se con­vierte, tanto en el pueblo de Israel como en el cristianismo, en símbolo primordial de la presencia de la divinidad como manifes­tación del misterio. En efecto, “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” 130.

127 EE. n.26

128 S.Agustín, In Ioan., 26,6,13: (PL. 35,1608).

129 Cfr. SC.n. 47.

130 LG.n.9.

 

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a) La realidad de la Asamblea en el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento nos remite a las Asambleas que tu­vieron lugar en las diversas etapas de la historia de la salvación. El mismo pueblo de Israel se entiende como una verdadera Asamblea, como pueblo convocado y congregado por Dios. Este pueblo li­berado de la esclavitud de Egipto, celebra la Alianza en el Sinaí 131. El acontecimiento de la Pascua y de la consiguiente Alianza hace de Israel el pueblo de Dios, la congregación de los elegidos, una Asamblea adornada con estas connotaciones: Convocada por ini­ciativa de Dios, a través de Moisés 132. Presencia de Dios en medio del pueblo reunido, expresada por la teofanía. Dios se comunica con el pueblo en Asamblea y le expresa su voluntad en las tablas de la Ley 133. Respuesta de la Asamblea, como aceptación del compro­miso y profesión de fe: “Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yahvé” 134. Rito sacrificial de la alianza 135.

Las reuniones cultuales posteriores serán conmemoración del acontecimiento pascual. La Asamblea anual de la Pascua es una reunión familiar y religiosa cuyos ritos, puestos en relación con la liberación de la esclavitud de Egipto, son como el memorial, la expresión de la salvación concedida por Yahvé a su pueblo 136. En esta celebración, además del rito, es importante el diálogo, recor­dando las maravillas del Dios liberador. En los libros del Antiguo Testamento se describe la relación de Dios con el pueblo escogido con categorías que, de alguna forma, expresan la comunión. Se utilizan términos como palabra, alianza, fidelidad, misericordia, justicia, amor. Para concretar tal relación, Dios “eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su vo­

131 Cfr. Ex.19,24.

132 Cfr.Ex. 19,7.

133 Cfr.Ex. 19,17-18; Dt. 9,10; Ex.20,1-ss.

134 Ex. 19,8; 24,3.7; cfr. Dt. 27, 15-26.

135 Cfr. Ex. 24,8.

136 Cfr. Ex.13, 14-16.

 

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luntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí” 137. La Asamblea pascual constituye al pueblo de Israel como tal pueblo.

En la historia de la salvación esta Asamblea no será defi­nitiva 138. Los profetas de modo progresivo anuncian una futura Asamblea, una reunión escatológica que será más perfecta y que reunirá en sí todos los pueblos. Del resto fiel de Israel Dios convo­cará un nuevo pueblo y establecerá con él una nueva Alianza: “Así dice el Señor Yahvé: He aquí que voy a recoger a los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon. Voy a congregarlos de todas partes para conducirlos a su suelo (…) Concluiré con ellos una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré su Dios y ellos serán mi pueblo” 139. Las palabras del profeta nos indican ya los rasgos esenciales de esta Asamblea defi­nitiva: Dios convoca a esta nueva Asamblea al pueblo disperso de Israel y a todos los pueblos. Será la Asamblea definitiva. Con este pueblo se realizará un nuevo pacto o Alianza. En ella se ofrecerá un culto espiritual. Dios estará presente y habitará en su nuevo pueblo para siempre.

b) La Asamblea en el Nuevo Testamento

30. Toda la actuación de Dios en la antigua Alianza “sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que ha­bía de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el Verbo de Dios hecho carne” 140. El Nuevo Testamen­to nos presenta a Jesús como el que ha venido a dar cumplimiento a las promesas. Su misión es reunir a todos los hombres en el reino del Padre. En la vida pública comienza reuniendo a sus discípulos,

137 LG. n. 9.

138 Cfr. Jr.23,3; 29,14.

139 Ez. 37,21.23-24.26-27.

140 LG. n. 9.

 

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a los “Doce”, a la gente que escucha sus palabras y contempla sus signos y milagros. En su predicación anuncia el Reino. Más toda­vía, Él es en persona el Reino.

El signo definitivo de que Cristo es el convocador y funda­mento de la nueva Asamblea será su misterio pascual. Cristo es el Salvador que ha constituido un nuevo Pueblo, lo adquirió con su sangre 141. Concretamente, la última Cena es la Asamblea culmi­nante de Cristo con los discípulos y la Asamblea cultual referente de la comunidad cristiana. Juan Pablo II describía la analogía en­tre la alianza del Sinaí y la nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo con estas palabras: “Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre, los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comuni­dad mesiánica, el pueblo de la nueva Alianza” 142.

San Pablo resalta especialmente la relación que existe entre el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico de Cristo. Ante las divi­siones y discriminaciones incipientes, el Apóstol corrige la actua­ción de la comunidad no sólo porque no se atiende al bien de toda la comunidad y a las exigencias de la verdadera fraternidad, sino también porque una actitud insolidaria con los más pobres está en evidente contradicción con la participación eucarística del cuerpo y la sangre de Cristo 143. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la Cena del Señor, que el Apóstol transmite siendo fiel a la tradición recibida, y la comunidad de hermanos que se reúne en Asamblea eucarística para celebrar y conmemorar esta Cena y la participación en la misma Eucaristía expresando la unidad en la fe en el mismo Señor.

La primitiva comunidad cristiana tiene conciencia de ser el nuevo Pueblo de Dios. Si la venida del Espíritu en el Jordán inau­gura la vida pública de Cristo, el acontecimiento de Pentecostés

141 Cfr. IPe.1,9-10.

142 EE. n.21.

143 Cfr. ICor. 10,16-17; 11, 23-29.

 

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representa el inicio de la vida pública de la Iglesia. La comunidad que brota de Pentecostés se caracteriza por ser: Asamblea univer­sal donde tienen cabida todos los pueblos y razas sin distinción. Asamblea escatológica, ya que en ella se cumplen las promesas 144. Asamblea que vive intensa y conscientemente la presencia del Es­píritu que es enviado sobre ella de modo extraordinario. Asamblea que acoge en su seno y proclama a todas las gentes el Evangelio. Asamblea que celebra los signos de salvación. Esta Asamblea ten­drá como día propio para la reunión el domingo, el día del Señor. Ninguna Asamblea será signo tan real y eficaz de la presencia del Señor y de la realización de la misma Iglesia como la Asamblea del domingo, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía.

2) Eucaristía e Iglesia, una relación constitutiva

31. La Asamblea eucarística y la Iglesia forman, desde los co­mienzos mismos, una unidad. Así pues, “la Iglesia es comunidad eucarística” 145. No hubo un tiempo inicial de la Iglesia en el que todavía no existiera la Eucaristía. Desde sus orígenes la Iglesia se entendió a sí misma como Asamblea eucarística. Juan Pablo II señalaba que “hay un influjo causal de la Eucaristía en los oríge­nes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cfr. Mt.26,20; Mc.14,17; Lc.22,14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles ‘fueron la semilla del nuevo Is­rael, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada’... Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: ‘Tomad, comed... Bebed de ella todos...’ (Mt.26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta el final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sa­cramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: ‘Haced esto

144 Cfr. Hech. 2,16-21; Jn.14-17.

145 Ratzinger, J., Lc. p.128.

 

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en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío” (ICor.11,24-25; cfr. Lc.22,19)” 146.

Por el bautismo somos incorporados al Cuerpo único de Cris­to 147. El Apóstol afirma algo parecido sobre la participación en el único cáliz eucarístico y en el único pan eucarístico 148. De esta forma, “la incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros…” 149. La Iglesia está allí donde quiera que los cristianos se acercan para celebrar la Cena del Señor en torno a la mesa del Señor. Comunidad eucarística y comunidad eclesial forman una unidad y no pueden ser separadas.

La Iglesiacelebra y vive los misterios de nuestra fe. En una obra clásica del P. Henri de Lubac, cuyas aportaciones han ayuda­do a profundizar en la relación vital entre Eucaristía e Iglesia, se puede leer: “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia. En el primer caso, es la Iglesia en cuanto la hemos considerado en su sentido activo, en el ejercicio de su poder de santificación; en el segundo, se trata de la Iglesia en su sentido pasivo, de la Iglesia de los santificados. Y en virtud de esta misteriosa interacción, es el Cuerpo único, en fin de cuentas, el que se construye, en las condiciones de la vida presente, hasta el día de su definitiva perfección” 150. Más adelante, el P. Henri de Lubac afirma de modo sintético: “Es en la Eucaristía donde la esencia misteriosa de la Iglesia encuentra su expresión más plena y, correlativamente, es en la Iglesia, en su unidad católica, don­de florece en frutos efectivos la misma Eucaristía” 151. La relación

146 EE. n. 21.

147 Cfr. Rom. 6,3-5; ICor.12,12-ss; Gál. 3,27-ss.

148 Cfr. ICor. 10,16-ss.

149 EE. n.22.

150 de Lubac, H., Meditación sobre la Iglesia, (Madrid, 1980) p.112.

151 Ibid. 132.

 

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entre Eucaristía e Iglesia es tan profunda y tan íntima que ni la Eucaristía podría existir sin la Iglesia, ni puede haber Iglesia sin Eucaristía. Cristo es, en la Eucaristía, el corazón de la Iglesia. Es decir, Eucaristía e Iglesia conforman el único Cuerpo de Cristo.

2.1. La Iglesia hace la Eucaristía

32. Jesucristo es el único sumo Sacerdote de la nueva Alian­za. Él es el gran celebrante de la Eucaristía. A través del Espíritu Santo se hace presente de múltiples maneras en la celebración de la Eucaristía: en su Palabra y bajo las especies del pan y del vino, en la persona del sacerdote y en la propia comunidad que celebra 152. La Eucaristía tiene, por tanto, su origen en Cristo y es un don de Dios. Sin embargo, desde un punto visible y externo, la Eucaristía es el sacramento central de la Iglesia, en el que se manifiesta de modo especial la verdadera naturaleza, la estructura ministerial y la acción sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Es la Iglesia entera la que está de algún modo presente, como pueblo sacerdotal, ejer­ciendo su universal sacerdocio. Así se reconoce en el Misal de Pa­blo VI, cuando se dice: “La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local y para cada uno de los fieles” 153.

a) Toda la Iglesia, como Pueblo sacerdotal, participa en la celebración de la Eucaristía

33. El Concilio Vaticano II recordó de nuevo la doctrina del sacerdocio común 154, invitando a todos los fieles presentes en la celebración de la Eucaristía a participar en ella de forma conscien­

152 Cfr. SC.n. 7.

153 Ordenación General del Misal Romano (OGMR), cap.I, n.1.

154 Cfr. LG.nn.10-12.

 

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te, piadosa y activa 155. Promover y facilitar esta participación de todos en la celebración eucarística es uno de mis grandes deseos como Obispo de la querida diócesis de Ourense. Participación activa no puede ser entendida de un modo meramente exterior y activista. Al hablar del ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos, el Concilio describe la participación en la Eucaristía con estos términos: “Participando (los fieles) del sacrificio euca­rístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento” 156.

La participación en la santa Misa conlleva interrumpir la ac­tividad y la rutina cotidianas para alabar la bondad de Dios, de la que vivimos y de la que tenemos experiencia día tras día y para darle gracias a Dios por habernos dado a Jesucristo como Camino, Verdad y Vida 157. En la celebración eucarística tenemos también la oportunidad de descubrir lo que es esencial para nuestra vida, so­bre aquello que nos sustenta y sostiene. En la Eucaristía tomamos conciencia de la fuente de la que nos alimentamos y del fin para el que vivimos. Está claro que no nos alimentamos de nosotros mis­mos, ni vivimos por nosotros mismos ni para nosotros mismos. La celebración de la Eucaristía no debería ser un acto ceremonioso y triste, sino una fiesta alegre y viva. Todos los que en ella participan –niños, jóvenes, adultos y ancianos– deberían hacerlo con todas las dimensiones de la persona. El gozo en el Señor es nuestra fuer­za 158. El Apóstol nos insiste: “Estad siempre alegres en el Señor; os

155 Cfr. SC.nn.11.14.48.50.

156 LG.n.11.

157 Cfr. Jn.14,6.

158 Cfr. Neh. 8,10.

 

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lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, supli­cando y dando gracias” 159. La Eucaristía ha de ser una verdadera celebración festiva llena del gozo más auténtico.

34. Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía ha de man­tenerse el respeto ante el Dios santo y ante la presencia de nuestro Señor en el sacramento. Debe ser también un espacio para el silen­cio, la meditación, la adoración y el encuentro personal con Dios. En este sentido, la liturgia nunca es un medio para un fin, sino un fin en sí misma. Contribuye a la glorificación de Dios y, por eso mismo, a la salvación del ser humano. Es necesario redescubrir la riqueza de la Eucaristía y elucidar su sentido. La verdadera forma­ción litúrgica, que llegue al fondo no sólo del entendimiento, sino del corazón, es imprescindible para una participación más prove­chosa en el don de la Eucaristía. Son múltiples los ministerios que los fieles laicos pueden y deben asumir en la celebración eucarísti­ca. Todos ellos desempeñan un auténtico ministerio litúrgico que merecen nuestra gratitud y reconocimiento 160. Desde esta pers­pectiva, la Eucaristía es expresión de una Asamblea participativa. Todo el pueblo de Dios es sujeto participativo de la acción litúrgi­ca de la Iglesia. De ahí que “las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual” 161. Se trata, como ya dije, de una participación que actualiza el sacerdocio universal y que expresa la unidad en la diversidad de oficios y ministerios.

159 Fil.4,4-6.

160 Cfr. SC. n.29.

161 Ibid. n. 26.

 

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b) La Eucaristía y el ministerio ordenado

35. La acción eucarística de la Iglesia se expresa y ejerce de modo diferenciado, haciendo en ella cada uno todo y sólo aquello que le pertenece 162. No se debe caer, por tanto, ni en una confusión de funciones y ministerios, ni en una absorción de los mismos. Jesús no sólo llamó al pueblo en general. A los Doce los llamó y envió de un modo especial, confiándoles también la celebración de la Cena: “Haced esto en memoria mía” 163. La Eucaristía mani­fiesta la participación y comunión de todo el Pueblo de Dios en su estructura jerárquica. Esta ordenación jerárquica se manifies­ta sobre todo en la Eucaristía presidida por el Obispo, rodeado del presbiterio y con la actuación adecuada de todos los servicios y ministerios 164. En la Eucaristía dominical, donde se reúne la Asamblea en un determinado lugar, se representa a la Iglesia ente­ra en comunión con el Obispo y con las otras Iglesias 165.

Juan Pablo II describe con cierta amplitud el tema de la apos­tolicidad de la Iglesia y de la Eucaristía 166. Me detendré en aquellos aspectos que muestran cómo la Eucaristía es esencialmente Apos­tólica. Los Apóstoles están en íntima relación con la Eucaristía, porque Jesús les confió este Sacramento y ellos y sus sucesores lo trasmitieron hasta nosotros. “La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor” 167. En un segundo sentido la Eucaristía es Apostólica, pues se celebra en conformi­dad con la fe de los Apóstoles. Durante la bimilenaria historia del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio de la Iglesia ha ido precisando con sumo cuidado la doctrina sobre la Eucaristía. De este modo se ha salvaguardado la fe Apostólica en este Misterio

162 �����������������Cfr. Ibid. n.28.

163 Lc.22,19; ICor.11,24ss.

164 Cfr. SC. nn. 41.29.

165 Cfr. Ibid. 42.

166 Cfr. EE., cap. III.

167 EE. n.27.

 

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tan excelso. “Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así” 168. En tercer lugar, la sucesión Apostólica conlleva necesariamente el sacramento del Orden. Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno. Más todavía, la sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral afecta esencialmente a la celebración eucarística. “En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles ‘participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real’, pero es el sacerdocio ordenado quien ‘realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” 169.

36. Ni el ministerio sacerdotal ni la Eucaristía pueden ser derivados ‘desde abajo’, a partir de la comunidad. Ambos supe­ran radicalmente la potestad de la Asamblea. Para la celebración eucarística es irrenunciable el ministerio del sacerdote ordenado. La Eucaristía, que se funda en la previa acción salvífica de Dios, es signo pleno de la permanente donación y condescendencia del Padre por Cristo en el Espíritu Santo. Este advenimiento de la salvación ‘desde fuera’ y ‘desde arriba’, cobra expresión simbóli­co-sacramental en el envío del sacerdote a la comunidad. Es cier­to que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la comunidad cristiana. Como cualquier otro cristiano depende a diario y siempre de nuevo del perdón y la misericordia de Dios, de su ayuda y de su gracia. Sin embargo, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal se halla frente a la comunidad como representante de Aquel que es Cabeza de la Iglesia y verdadero Celebrante primordial. En este sentido, el sacerdote ordenado “realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico” 170. El sacerdote actúa, entonces, “in persona Christi Capitis”. La pa­labra autorizada de Juan Pablo II nos ofrecía el significado preciso de esta expresión: “in persona Christi quiere decir más que ‘en

168 ����������EE. n.27.

169 Ibid. n. 28.

170 LG.n.10

 

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nombre’ o también, ‘en vez’ de Cristo. In ‘persona’: es decir, en la identificación específica, sacramental con el ‘sumo y eterno Sacer­dote’, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie” 171.

El ministerio del sacerdote ordenado “es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarísti­ca al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena” 172. El ministe­rio sacerdotal es constitutivo para la celebración eucarística. La Asamblea que es convocada para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente un sacerdote ordenado que la presida. La función de presidir la Eucaristía no consiste sólo en realizar determinados ritos o en pronunciar ciertos textos, sino en actuar permanente­mente “en la persona de Cristo”, a quien representa, y “en nombre de la Iglesia”, elevando al Padre la plegaria y la ofrenda del Pueblo santo, siendo instrumento dócil en las manos del Señor para la santificación de la comunidad eclesial.

37. Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, lo es también del ministerio sacerdotal. La praxis de la celebración diaria de la Eucaristía tiene una importancia decisiva para la vida espiritual de los presbíteros 173. La Eucaristía “es la principal y cen­tral razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectiva­mente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella” 174. Son múltiples y variadas las actividades pastorales del presbítero. Hoy día existe en su vida un serio peligro de disper­sión. La caridad pastoral debe ser el vínculo que dé unidad a toda la vida del presbítero 175. Esta caridad pastoral que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, halla su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía. “El alma sacerdotal ha de reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial” 176. En

171 EE. n.29.

172 Ibid.

173 Cfr. PO. n.18.

174 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Dominicae Cenae, (DC) (1980) n.2.

175 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Pastores Dabo Vobis, (PDV) (1992), n.23.

176 ����������PO. n.14.

 

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consecuencia, “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su cele­bración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabi­lidad de impregnar de manera ‘sacrificial’ toda su existencia” 177. En la celebración cotidiana de la Eucaristía el sacerdote encuentra la fuerza necesaria para afrontar, sin caer en la dispersión, los di­versos quehaceres pastorales. “Cada jornada será así verdadera­mente eucarística” 178. En este sentido, “el presbítero tiene que ser ante todo adorador y contemplativo de la Eucaristía a partir del mismo momento en que la celebra” 179.

c) La prioridad de una pastoral vocacional para el ministerio ordenado

38. De la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de la necesidad absoluta del ministerio ordenado para cele­brar el sacrificio eucarístico deriva la imperiosa necesidad de la pas­toral de las vocaciones sacerdotales. La pastoral vocacional sobre todo para el ministerio sacerdotal es para mí una gran prioridad. En varias ocasiones me pronuncié sobre ello desde mi llegada a la diócesis de Ourense. Una vez más deseo urgir a los jóvenes, padres, educadores y, especialmente, a los sacerdotes en este cometido vo­cacional. Dios “se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio” 180. Yo mismo escri­bí al respecto: “Cuando un joven encuentra a un sacerdote que sien­do un verdadero hombre ha encontrado en Cristo Jesús el desarrollo más auténtico de su inteligencia y la plenitud de su vida afectiva, la pregunta vocacional queda definitivamente planteada” 181.

177 ����������PDV.n.23.

178 EE.n.31.

179 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (18-9-2005): en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.28.

180 Ibid.

181 Quinteiro Fiuza, Luis, Un Seminario para la Nueva Evangelización, (Ourense, 2003) n.9.

 

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La oración ocupa un lugar de gran importancia en la pasto­ral vocacional, “porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella (la Eucaristía) la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote” 182. Además quienes rezan hacen suya la exhortación de Jesús y oran para que el Señor mande trabajadores a su mies 183. La misma diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía es un testimonio y un incentivo para la respuesta generosa de los jóve­nes a la llamada de Dios.

Soy consciente del gran esfuerzo que los sacerdotes y los co­laboradores laicos están llevando a cabo para celebrar con digni­dad la Eucaristía. Todos los que tienen alguna responsabilidad en lo referente a la correcta celebración de la liturgia, y en especial de la Eucaristía, merecen mi más sincero agradecimiento. Hemos de profundizar más y más en la comprensión de la liturgia e inten­tar que ésta sea fecunda en nuestra vida. De este modo podremos contagiar a otras personas el gozo de celebrar la Eucaristía.

39. No podemos, sin embargo, cerrar los ojos ante algunas circunstancias especialmente dolorosas. La participación en la Eu­caristía, por lo que al número se refiere, está descendiendo en los últimos años. Además, la comprensión que buena parte de quienes acuden a las celebraciones tiene de los textos y símbolos litúrgicos es cada día más deficiente. Se va desconociendo paulatinamente que la Eucaristía es, ante todo, un acontecimiento sagrado en el que se actualiza “la obra de nuestra salvación” 184. Anumerosos jóvenes, sobre todo, les va resultando un tanto extraño el lenguaje y las formas de la liturgia. Comienza a notarse ya la escasez de sacerdotes y ya no es posible celebrar cada Domingo la Eucaris­tía en cada comunidad parroquial, siendo así que “la parroquia es

182 EE. n.31.

183 Cfr. Mt.9,38.

184 SC.n.2.

 

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una comunidad de bautizados que expresan y confirman su iden­tidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi” 185. Todas estas circunstancias me preocupan hondamente, ya que son realidades que afectan esencialmente a la vida diocesana. Urge una compren­sión más profunda de la Eucaristía, para avanzar en la vivencia de la fe cristiana.

2.2 La Eucaristía hace la Iglesia

40. La relación entre el misterio de la Eucaristía y la Iglesia implica también el efecto de la Eucaristía en la Iglesia. La influen­cia de la Eucaristía es tal que puede decirse que la Iglesia es ob­jeto de la Eucaristía o, con otras palabras, “la Eucaristía hace la Iglesia”. De esta forma la Iglesia es objeto principal de la Eucaris­tía que ella ‘hace’; es beneficiaria primera del acontecimiento que celebra. Mediante la Eucaristía “la Iglesia vive y crece continua­mente” 186. La significación de la Eucaristía para la vida de cada Iglesia particular es tal que “no se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísi­ma Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, empezar toda la formación en el espíritu de comunidad” 187.

a) En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión

41. Mientras peregrina en la tierra, la Iglesia está llamada a mantener y promover tanto la comunión con el Dios trinitario como la comunión entre los hombres 188. La Eucaristía hace y sig­

185 ���������EE.n.32.

186 LG.n.26.

187 PO. n.6.

188 Cfr. LG.n.1.

 

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nifica a la Iglesia como comunión. No es casualidad que el térmi­no “comunión” sea uno de los nombres específicos del Santísimo Sacramento. Se llama “comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su San­gre para formar un solo cuerpo” 189. En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Se puede afirmar que la Eucaristía es el lugar más privilegiado de expresión, realización e identificación de la Iglesia, el momento decisivo de su crecimiento en verdadero Cuerpo de Cristo, al servicio de toda la humanidad. El misterio entero de la Iglesia, en su ser, su aparecer y sus signos más auténticos, se manifiesta de modo especial en la Eucaristía 190. Como nos indica el Santo Padre, “la Eucaristía podría conside­rarse también como una ‘lente’ mediante la cual comprobar conti­nuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pudiera conocer el amor de Dios y hallar en él plenitud de vida” 191.

Por ser la persona de Cristo, la Eucaristía puede considerarse como fundamento y base de la Iglesia. Como enseña el Concilio de Trento, los otros sacramentos poseen la fuerza de santificar; en la Eucaristía, en cambio, está presente el mismo autor de la santificación. Más todavía, enseña el Concilio Vaticano II : “En la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, junta­mente con él” 192. En la Eucaristía se actualiza el misterio pascual de Cristo. La Iglesia celebra en la Eucaristía el sacrificio mismo de Cristo, que es origen y fuente de la comunidad cristiana. Cristo es el redentor de la Iglesia, que se entregó por ella para acogerla

189 ������������CEC.n.1331.

190 Cfr. LG.n.3; CEC nn.1325-1329.

191 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (2-10-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.30.

192 PO.n.5. Cfr. Concilio de Trento, Decreto sobre la Eucaristía, c.3: (DS.1639).

 

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como Esposa santa e inmaculada 193. Este amor hasta el extremo del Esposo a su Esposa se perpetúa hasta el final de los tiempos en la celebración eucarística. Compenetrándose plenamente con el misterio pascual, la Iglesia realiza en la Eucaristía la plenitud de su ser.

b) En la Eucaristía se va generando el misterio de la Iglesia

42. La Eucaristía es generadora de Iglesia que brota y nace cada día del misterio eucarístico como fuente inagotable de co­munión. Es en la Eucaristía donde una multitud de seres humanos llegan a ser el Cuerpo de Cristo, al participar de su persona –de su Cuerpo y Sangre– e incorporarse a ella. La Eucaristía es “la su­prema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia” 194. La Eucaristía a la vez que actualiza la obra de nuestra redención, representa y realiza la unidad de la Iglesia: “La unidad de los fie­les, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representado y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cfr.ICor.10,17). Todos los hombres están llamados a esta unión en Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos” 195.

La unión con Cristo conlleva la unión con los hermanos. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren el rostro del Re­sucitado al partir el pan, vuelven a Jerusalén junto a los demás: “En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los de­más” 196. En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos recuerda el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado” 197. No es posible

193 Cfr. Ef.5,21-33.

194 EE. n.38.

195 LG. n.3.

196 ����������Lc.24,33.

197 Jn. 15, 12-13.

 

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permanecer unidos a la Vid verdadera, sino estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo.

En el misterio eucarístico tenemos la oportunidad de partici­par del único Pan de vida: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna... permanece en mí y yo en él” 198. La participación en el único Pan y en la única Sangre nos hace un solo Cuerpo: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cris­to? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” 199. En el sacramento de la Euca­ristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. San Agustín comenta admirablemente el texto del Apóstol: “Si voso­tros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis ‘amén (es decir, ‘sí’, ‘es verdad’) a lo que reci­bís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, sé tú verdadero miem­bro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero” 200.

43. La reflexión cristiana que arranca sobre todo del mensa­je paulino, ha utilizado constantemente la conocida comparación del pan formado por muchos granos de trigo, molidos, converti­dos en harina, amasados por el agua del bautismo y cocidos por el fuego del Espíritu, para mostrar las raíces de la unidad de la Iglesia y para exhortar a los cristianos a la convivencia concorde y pacífica. La Constitución “Lumen Gentium” sintetiza la doctrina paulina en los siguientes términos: “En la fracción del pan euca­rístico compartimos realmente el cuerpo del Señor, que nos eleva a la comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, aunque

198 ����������������Jn. 6,51.54.56.

199 I Cor. 10,16-17.

200 S. Agustín, Sermón, 272: (PL. 38,1246).

 

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muchos, somos un solo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan (ICor.10,17). Así todos somos miembros de su cuerpo (cfr.ICor.12,27) y cada uno miembro del otro (Rom.12,5)” 201.

Es evidente, nos indicaba Juan Pablo II que “la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión” 202. Las divisiones que pue­dan existir entre los fieles cristianos contradicen abiertamente las exigencias radicales de la Eucaristía. En la celebración eucarística el día del Señor ha de convertirse también en el día de la Igle­sia: “Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que pue­de desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” 203. En cada Eucaristía nos sentimos urgidos a reprodu­cir entre nosotros aquel mismo ideal de comunión que animaba a los primeros cristianos. Aquella Iglesia, congregada en torno a los Apóstoles y convocada por la Palabra de Dios para la fracción del pan, vive en profundidad la comunión entre todos sus miem­bros 204. El Santo Padre nos habla de la Eucaristía como fuente de comunión con Cristo y entre nosotros con estas palabras: “En la Eucaristía, el Señor se nos da con su cuerpo, con su alma y su divi­nidad, y nosotros nos convertimos en una sola cosa con él y entre nosotros” 205.

3) María, mujer “eucarística”

44. Hemos visto como la Iglesia hace la Eucaristía, pero tam­bién como la Eucaristía hace la Iglesia. Allí donde está la Euca­ristía, allí está la Iglesia. Ahora bien, enseñaba Juan Pablo II, “si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y mo­

201 LG. n.7.

202 EE. n.40.

203 Ibid. n. 41.

204 Cfr. Hech. 2,42-47; 4,32-35.

205 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (25-9-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.29.

 

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delo de la Iglesia” 206. Al ser la Virgen el miembro humano más excelso de la Iglesia, es obvio que se puede hablar de ella como mujer “eucarística”. En la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, Juan Pablo II, al hablar de la Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, incluyó entre los misterios de luz la “institución de la Eucaristía”. María puede guiarnos en la contemplación del rostro eucarístico de Cristo, porque tiene una relación muy estrecha con él: “A primera vista, el Evangelio no ha­bla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto a los Apóstoles, ‘concordes en la oración’ (cfr.Hech.1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, ‘asiduos en la fracción del pan’ (Hech.2,42)” 207.

a) María, mujer eucarística en todas las dimensiones de su vida

45. La relación de María con la Eucaristía se puede mostrar indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eu­carística en toda su vida. La Eucaristía es misterio de fe que supera totalmente la luz de nuestro entendimiento. Es necesaria la luz de la fe. María puede ser apoyo y guía en toda actitud creyente 208. En efecto, “María es la ‘Virgen oyente’, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina” 209. Ante la propuesta del Arcángel, la Virgen responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” 210. La Iglesia desde el día de la institución de la Eucaristía no dejó

206 EE. n. 53.

207 Ibid. �����Ibid.

208 Cfr. Ibid. n.54.

209 Pablo VI, Exhortación Apostólica, Marialis Cultus, (MC) (1974), n.17.

210 Lc.1,38.

 

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de cumplir el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras nos recuerdan aquellas de la Virgen que nos invitan a obedecer a su Hijo sin titubeos: “Haced lo que Él os diga” 211. Juan Pablo II comentaba la relación entre ambas expresiones con estas palabras: “Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: ‘no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida” 212.

A lo largo de su vida, la Virgen vivió una permanente ac­titud eucarística, incluso antes de la institución de este sacra­mento. En primer lugar “por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios” 213. Con timidez humilde, pero con fe confiada, la Virgen pronuncia su “Sí”. La Virgen nos muestra en su “Sí” un corazón generosa­mente obediente. La morada de un pecho casto se hace de repen­te templo de Dios. En la “comunión” de María gestante, Jesús vive en Ella día y noche durante nueve meses. Así pues, “María concibió en la encarnación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y de su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” 214. La Virgen “no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hom­bres con fe y obediencia libres” 215. Hemos de seguir las huellas de la fe de María: una fe generosa que se abre a la Palabra de Dios y que acoge la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia,

211 Jn. 2,5.

212 EE. n. 54.

213 Ibid. n. 55.

214 Ibid.

215 LG. n. 56.

 

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para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios. En este sentido existe una notable analogía entre el “fiat” pronunciado por María en las palabras del ángel y el “amén” que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor 216.

46. Después de su “fiat”, María sintió que el Verbo se hizo carne en su seno. Llena de Dios se pone en camino para visitar y ayudar a su parienta, Isabel. De esta forma se convierte en el Arca de la nueva Alianza. Es la primera Custodia que preside la primera procesión del Corpus Christi. Juan Pablo II nos ofrecía un comentario de tinte eucarístico del encuentro de María con Isabel: “Cuando en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en ‘tabernáculo’ –el primer ‘ta­bernáculo’ de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como ‘irradiando’ su luz a través de los ojos y la voz de María” 217. Más tarde, María al contemplar embelesada el rostro de su Hijo recién nacido, se convierte en modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística.

María durante toda su vida hace suya la dimensión sacrifi­cial de la Eucaristía. En la presentación del niño Jesús en el tem­plo, Simeón y Ana representan a todas las gentes expectantes que salen al encuentro del Salvador. Jesús es reconocido como “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también como “signo de contradicción” 218. Precisamente la espada de dolor predicha a María, su Madre, profetiza otra oblación perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación a todos los pueblos 219. El anciano Simeón se dirige a María con estas palabras: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto

216 Cfr. EE. n. 55.

217 Ibid. �����Ibid.

218 Cfr. Lc. 2,22-38.

219 Cfr. CEC. n. 529.

 

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las intenciones de muchos corazones. Y a ti misma una espada te atravesará el alma” 220. En estos términos se describe la con­creta dimensión histórica en la cual el Hijo de Dios cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor. María ha de vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre 221.

La profecía de Simeón se va cumpliendo y “María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘co­munión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración euca­rística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la pa­sión” 222. Las palabras de la institución de la Eucaristía “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros” tienen un eco especial en el corazón de María, pues “aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno!” 223. En la Eucaristía Jesús se nos da como “Pan de vida” en la comunión. Este momento de la celebración eucarística tuvo en la vida de la Virgen una inten­sidad especial y única: “Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” 224. En la Eucaristía actualizamos el misterio pascual de Cristo. En el trance fundamental de su vida histórica Jesús pone en eviden­cia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo. La maternidad espi­ritual emerge de la definitiva maduración del misterio pascual de Cristo. María es entregada al hombre (Juan) como madre de todos los hombres.

220 Lc. 2, 34-35.

221 Juan Pablo II, Carta Encíclica, Redemptoris Mater, (RMa.) (1987), n.16.

222 EE. n. 56.

223 Ibid. �����Ibid.

224 Ibid. Ibid.

 

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b) La Eucaristía es toda ella un ‘Magnificat’

47. Este sacramento se llama “Eucaristía porque es acción de gracias a Dios” 225. En el cántico del “Magnificat” María da gracias por las maravillas que Dios ha realizado en ella y en toda la huma­nidad. En este cántico vertió, como en una ánfora, los secretos de su corazón y las más íntimas efusiones de su alma. El “Magnifi­cat” refleja el interior de María. “La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias... María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de salva­ción... María canta el ‘cielo nuevo’ y la ‘tierra nueva’ que se antici­pan en la Eucaristía ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un Magnificat!” 226. En el proceso de nuestra configuración con Cristo hemos de aprender de su Madre, dejándonos acompañar por Ella. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María Eucaristía. “Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente” 227.

225 CEC. n.1328.

226 EE. n. 58.

227 Ibid. n. 57.

 

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III

La Eucaristíay la misión dela Iglesia

48. Basta con leer los Evangelios para percibir que Jesús no se conformó con ser, con sus palabras y con sus obras, el signo vivo del Reino que anunciaba. Es un dato incontestable que re­unió en torno a sí a un grupo de discípulos, para que atestiguaran públicamente su llamada universal a la salvación y el Reino de amor que venía a instaurar. Todavía hoy, cuarenta años después del Concilio Vaticano II, resuenan con fuerza aquellas palabras de Pablo VI: “La Iglesia se sitúa entre Cristo y la humanidad, pero no prendada de sí misma..., no como constituyéndose en su propio fin, sino muy al contrario, constantemente preocupada por ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo; por ser toda de los hombres, entre los hombres, para los hombres, humilde y gloriosa intermediaria, trayendo, conservando y difundiendo desde Cristo a la humani­dad la verdad y la gracia de la vida sobrenatural” 228. La Iglesia existe para la misión. La Iglesia se siente enviada por el Dios Uno y Trino. En la Eucaristía ofrece al Padre el sacrifico de Cristo, gracias a la invocación del Espíritu. Antes de mostrar la relación entre la Eucaristía y la misión de la Iglesia, quiero recordar algu­nas dimensiones básicas de la Iglesia como misterio de comunión y de misión.

1) La Iglesia, misterio de comunión

49. La Iglesia se halla inserta en el designio de Dios Padre de comunicarse a los hombres por Jesucristo en el Espíritu Santo. La reflexión eclesiológica no puede disociar la fuente trinitaria de la Iglesia de su manifestación en la vida de los hombres 229. La Iglesia

228 Pablo VI, Discurso pronunciado en la apertura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, (14-IX-1964), n.11.

229 Cfr. LG. nn.2-4.

 

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es como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” 230.

a) La Iglesia es fruto del amor gratuito de Dios

La Iglesiano existe como tal más que en el ‘Abba’ incesante que dirige al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Nacida del amor del Padre, la comunidad eclesial se siente fruto de su amor gratuito. El Padre “estableció convocar a quienes en creen en Cris­to en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos defini­tivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos” 231.

Desde la raíz de la iniciativa del Padre, al Hijo pertenece po­ner en ejecución el plan de salvación de su Padre. Éste es el motivo de su “misión”. En efecto, “el misterio de la santa Iglesia se mani­fiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: ‘Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios’ (Mc.1,15; Cfr. Mt.4,17)” 232. Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inaugura el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” 233. Ahora bien, la Iglesia no es sólo memoria y fidelidad a los orígenes. Se edifica gracias a la acción del Señor resucitado.

50. El Espíritu Santo influye permanentemente en la marcha de la Iglesia por la historia desde una triple perspectiva. La tercera Persona divina santifica a la Iglesia. Así nos lo enseña el Concilio: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra,

230 LG. n.4.

231 LG. n.2.

232 LG. n.5.

233 LG. n.3.

 

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fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que in­deficientemente santificara a la Iglesia” 234. El mismo Espíritu que es fuente de comunión en la relación trinitaria, es también fuente de comunión en la relación eclesial: “el mismo en la Cabeza y en los miembros” 235. Él es, también la novedad creadora de la histo­ria, en la espera activa del Reino escatológico. En síntesis, se puede afirmar que el Padre origina la Iglesia mediante la misión conjunta del Hijo que la instituye y del Espíritu que la constituye. De modo muy conciso sostiene Tertuliano: “Donde los tres, es decir, el Pa­dre y el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia que es el cuerpo de los tres 236. En este sentido “La Iglesia es una misteriosa exten­sión de la Trinidad en el tiempo, que no solamente nos prepara a la vida unitiva, sino que nos hace ya partícipes de ella. Proviene de la Trinidad y está llena de la Trinidad” 237.

b) La Iglesia se reconoce como misterio de comunión

51. El concepto de comunión vertebra la eclesiología del Con­cilio Vaticano II. Esta noción impregnó durante el primer milenio la conciencia de la Iglesia. En el Sínodo extraordinario de 1985 se reconoce que “la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio” 238. En su primer artículo la Carta “Communionis notio” afirma: “El concepto de comunión (koinonia), ya puesto de relieve en los textos del Conci­lio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profun­do del misterio de la Iglesia, y ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica” 239. La teología está prestando una gran atención a esta aportación conciliar. El Secretario especial de la primera Asamblea extraordinaria del Sí­

234 Cfr. LG. n.4.

235 �����������Ibid. n.7.

236 Tertuliano, De bapt., VI, en (CCL 1, 282).

237 de Lubac, H., Paradosso e mistero della Chiesa, (Milano, 1979) 25.

238 Relación Final II, c.1.

239 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, (CN) (1992), n.1.

 

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nodo de Obispos de 1969, escribía: “La innovación del Vaticano II de mayor trascendencia para la eclesiología y para la vida de la Iglesia ha sido el haber centrado la teología del misterio de la Igle­sia sobre la noción de comunión” 240. Hace años sostenía también, con toda claridad, el teólogo alemán, Walter Kasper que “Una de las ideas fundamentales de la eclesiología del Concilio, la idea fundamental más bien, es la de ‘comunión’... Los textos conciliares y su eclesiología de comunión en modo alguno están superados. Podría incluso decirse que su recepción no ha hecho más que co­menzar” 241.

c) Dimensiones básicas del misterio de la Iglesia como comu­nión

52. El Dios cristiano no es soledad, es comunión. El modelo acabado de comunión lo encuentra la Iglesia en el misterio de la Santísima Trinidad 242. El pueblo de Dios está incardinado en el movimiento de autocomunicación y automanifestación de Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo 243. El misterio trinita­rio de Dios se refleja en tres imágenes eclesiológicas básicas: Pue­blo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu. Estas tres imágenes son prioritarias, porque expresan el misterio más fun­damental y más vital de la Iglesia. En el pueblo de Dios que vive como Cuerpo de Cristo todos son sujetos de comunión: “Esta co­munión comporta una solidaridad espiritual entre los miembros de la Iglesia, en cuanto miembros de un mismo Cuerpo, y tiende a su efectiva unión en la oración, inspirada en todos por un mismo Espíritu, el Espíritu Santo que llena y une toda la Iglesia” 244. Es connatural al ser cristiano actuar corresponsablemente ‘pro sua

240 Antón Gómez, A., Primado y colegialidad, (Madrid, 1970) 34.

241 Kasper, W., La Iglesia como comunión, en ‘Communio’ 1 (1991) 51-52.

242 ��������������������������Cfr. LG. nn.2-4; UR. n.2.

243 Cfr. Ef. 1,3-ss; Col. 2,24-ss.

244 CN. n. 6.

 

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parte’ en la comunión y misión de la Iglesia. Ésta es comunión en ‘igualdad diferenciada’.

La comunión eclesial tiene una auténtica base sacramen­tal 245. Más concretamente, la comunión eclesial y la Eucaristía son realidades inseparables: “La participación del cuerpo y san­gre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos” 246. En consecuencia, “la expresión paulina: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, significa que la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo, es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo” 247. La celebración de la Eucaristía es, en cuanto mesa del Señor compartida, hogar de fraternidad cristiana, fermento de la solidaridad con todos los hombres y fundamento y exigencia que clama por la efectiva comunicación.

La Iglesiacatólica, una y única se constituye en y a base de las Iglesias particulares y subsiste en ellas 248. La Iglesia no se frag­menta en sucursales ni resulta de la organización internacional con entidades administrativas en determinados lugares. La Iglesia no es suma de partes, sino comunión de totalidades. La universa­lidad de la Iglesia se realiza localmente. La Iglesia es el Cuerpo de las Iglesias 249.

53. La comunión eclesial es un regalo de la familia divina. La realidad de la Iglesia-Comunión forma parte integrante del designio divino de salvación. Es el Espíritu vivificador quien realiza la admirable unión dentro de la Iglesia 250. Con estas pa­labras precisas se describe esta acción del Espíritu: “Aquel Espí­ritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que ‘en la plenitud de los tiempos’ (Gál.4,4) unió

245 ���������������Cfr. LG. n.11.

246 S. León Magno, Sermo, 63,7: (PL.54,357C).

247 CN. n. 5.

248 Cfr. LG. n.23.

249 Cfr. CN. nn. 7-10.

250 Cfr. UR. n.2.

 

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indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristia­nas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia” 251. La comunión es fruto también de la Palabra y de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía. No es, por tanto, fundamentalmente el resultado de esfuerzos humanos. Ahora bien, esta comunión tiene un carácter dinámi­co. Está exigiendo una expansión y una profundización personal y comunitaria. La comunión iniciada como don de Dios recla­ma la colaboración de cada creyente y de cada comunidad. La comunión se va configurando como comunión ‘orgánica’. Está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios y carismas 252.

2) La Iglesia, misterio de comunión y de misión

54. Hemos visto como la eclesiología de comunión representa el corazón de la doctrina conciliar sobre la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia, misterio de comunión, ha nacido para la misión. Comu­nión y misión son dos dimensiones inseparables del único misterio de la Iglesia. Por su naturaleza, la Iglesia durante su peregrinación en la tierra es misionera, ya que ella misma deriva su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre 253. La misión, pues, encierra un significado trinita­rio y teologal. Nace de la caridad del Padre 254, actualiza en cada momento de la historia la misión de Jesús, el Hijo de Dios 255 y se hace posible por el Espíritu Santo 256.

251 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Christifideles laici, (ChL) (1988), n.19.

252 ������������������Cfr. Ibid. n. 20.

253 Cfr. AG. n.2.

254 Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica, Redemptoris missio, (RM), (1990) n.5

255 Cfr. LG. n.13; AG. n.5; RM. Nn.20.24.

256 Cfr. RM. Nn.21-30.

 

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a) La Iglesia existe para la misión

55. La misión abarca también a la entera existencia de la Igle­sia. En este sentido, la misión significa mucho más que una tarea de la Iglesia. Es la expresión misma de su ser. La Iglesia existe para la misión. Pablo VI declaraba con palabras lapidarias que la evan­gelización representa la vocación propia de la Iglesia: “Evangeli­zar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección” 257. Los que se sienten discípulos de Jesús, hijos de Dios y hermanos entre sí, son constituidos por la fuerza del Espíritu Santo en comunidad evangelizadora 258. La Iglesia surge de la persona y de la misión evangelizadora de Jesús y es enviada por el Señor Resucitado a evangelizar hasta su segunda venida. La comunidad Apostólica continúa la presencia y la acción salvadora de Jesús de Nazaret muerto y resucitado. En el libro de los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el dinamismo misionero de las primeras co­munidades cristianas.

El envío de Cristo ‘hasta los confines del mundo’ sigue sien­do tan actual como en la era Apostólica. Juan Pablo II asumía muy en primera persona aquel grito del Apóstol: “¿Ay de mí si no predicara el Evangelio!” 259.El testimonio apostólico se apoya en cuatro aspectos que no se han difuminado con el paso del tiem­po. Una certeza: la de Cristo resucitado que sigue estando vivo, “exaltado por la diestra de Dios” 260; un envío: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” 261; una seguridad: “Sabed que yo es­

257 �����������������������������������Pablo VI, Exhortación Apostólica, Evangelii Nuntiandi, (EN), (1975), n.14.

258 Cfr. IPe. 2,9.

259 ICor. 9,16; cfr. RM. n.1.

260 Hech. 2,33.

261 Mt. 28,19.

 

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toy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” 262 ; y una fuerza interior: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo” 263.

b) El centro del mensaje es la salvación en Jesucristo

56. La única misión de la Iglesia y su carácter progresivo la describe el Apóstol con estas palabras: “Capacita así a los cre­yentes para la tarea del ministerio y para construir el Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta que seamos hombres perfec­tos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo” 264. En la oración sacerdotal Jesús manifiesta el contenido esencial de la evangelización: “Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” 265. La evangeli­zación explicita el amor gratuito y universal de Dios comunicado en la persona de Jesucristo por la acción del Espíritu Santo. Lo nuclear del mensaje evangelizador es la salvación en Jesucristo. En consecuencia, “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios” 266. Él nos hace presente la cercanía de Dios, su misericordia entrañable, nos da la filiación divina y nos promete la vida que no tiene fin. El mensaje cristiano afecta a todo el hombre y a todos los hombres. La tarea evangeli­zadora “es única e idéntica en todas partes y en toda situación, si bien no se ejerce del mismo modo según las circunstancias 267. Los inmensos horizontes geográficos de la misión no deben ocultar los nuevos espacios humanos que marcan las mentalidades y las op­ciones de nuestros contemporáneos: “Existen otros muchos areó­pagos del mundo moderno (además del de la comunicación) hacia

262 �����������Mt. 28,20.

263 Hech. 1,8.

264 Ef. 4,12-13.

265 Jn.17,3.

266 EN. n.22.

267 Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes, (AG), n. 6.

 

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los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los del niño; la salvaguardia de la creación... Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales…” 268. La misión de la Iglesia es única, pero se realiza en tareas diversas. Esto da a la evangelización una gran riqueza de formas y de cauces.

57. El anuncio del Evangelio incumbe a todo cristiano cons­ciente de su vocación de bautizado. La Iglesia entera es la que ha recibido de Cristo el mandato de ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio. A todo el pueblo de Dios incumbe este mandato 269. Por tanto, “no se da, por ende, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo” 270. Por consiguiente, “no hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor” 271. Evangelizar es un acto ‘eclesial’ que ha de realizarse en comunión con la Iglesia y en nombre de ella 272. Ahora bien, la Iglesia univer­sal se hace presente en cada una de las Iglesias particulares con to­dos sus elementos constitutivos. La Iglesia universal se manifiesta como ‘Cuerpo de Iglesias’ 273.

3) El Espíritu Santo, protagonista de la misión

58. Sin el Espíritu Santo ni se realiza ni se produce su efecto en nosotros la salvación que Cristo nos ha traído 274. El don del Es­píritu Santo es el don constante; es expresión de la perennidad de la acción salvadora de Dios cumplida de una vez para siempre en

268 ����������RM. n.37.

269 Cfr. AG. n. 23.

270 PO. n.2.

271 ChL. n.3.

272 Cfr. AG. n.35; EN. n.60.

273 Cfr. LG. n.23.

274 Cfr. LG. n.4; GS. n.22; RM. Nn. 28.29.56; cfr. También, Juan Pablo II, Carta Encíclica, Dominum et vivificantem, (DetV) (1986) nn. 23-53.

 

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Cristo, pero que el Espíritu Santo constantemente universaliza, actualiza e interioriza 275.

a) El Espíritu Santo, principio vital de la Iglesia

La Iglesiaes de algún modo el lugar ‘natural’ del Espíritu, como lo fue la humanidad de Jesús en el tiempo de su vida mor­tal. San Ireneo formula así esta realidad: “Donde está la Iglesia allá está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es la verdad” 276. Más tarde, San Juan Crisóstomo sostiene con toda claridad que “si el Espíritu Santo no estuviera presente no existiría la Iglesia; si existe la Iglesia, esto es un signo abierto de la presencia del Espíritu” 277. El Espíritu santifica constantemente a la Iglesia, mora en ella, la introduce en la plenitud de la verdad, la unifica y la dirige, la enriquece con di­versos dones jerárquicos y carismáticos y la lleva a la perfección 278. Constituye como el principio vital de la Iglesia, su alma 279.

En el Cenáculo, la víspera de su pasión, Jesús promete a sus discípulos el envío del Espíritu Santo 280. Dios cumple siempre sus promesas. El día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo so­bre los Apóstoles y sobre la primera comunidad de los discípulos del Señor que en el Cenáculo “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu”, en compañía de María, la madre de Jesús 281. En el relato de este acontecimiento se recogen tres elementos externos: el ruido del viento, las lenguas de fuego y el carisma del lenguaje. Todos ellos indican no sólo la presencia del Espíritu Santo, sino también su particular venida sobre los presentes, su donarse que

275 Cfr. Rom. 5,5; Gál. 4,6; cfr. también, Ladaria, L., El Dios vivo y verdadero, (Salamanca, 1998) 324-ss.

276 S. Ireneo, Adv. Haer.” II, 24,1: (PG. 7,870).

277 ���������������������S. Juan Crisóstomo, Hom. Pent., I,4: (PG. 53,97).

278 Cfr. LG. n.4.

279 Cfr. LG.n.7.

280 Cfr. Jn. 14, 16.26; 15,26.

281 Cfr. Hech. 1,14.

 

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provoca en ellos una verdadera transformación 282. Pentecostés su­puso una efusión de vida divina. Junto con la Pascua, Pentecostés constituye el coronamiento de la economía salvífica de la Trinidad divina en las historia humana. En el evento de Pentecostés se reve­la al mundo la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios. La relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia no es de tipo externo, sino de carácter profundo y vital: “A la Iglesia, de hecho, le ha sido confiado el Don de Dios, como soplo a la criatura formada, a fin de que todos los miembros, participando en él, sean vivificados; y en ella ha sido depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escalera de nuestra subida a Dios” 283.

El decreto conciliar “Ad gentes” destaca la relación de la ter­cera Persona divina con la misión de la Iglesia. El decreto recuerda que “el Señor Jesús, antes de dar voluntariamente su vida para salvar el mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre” 284. La misión de la Iglesia no es sólo fruto de la obedien­cia al ‘mandato de Cristo’, sino que se hace presente en todos los pueblos y naciones impulsada “por la caridad y gracia del Espíritu Santo” 285. Además, la presencia y acción del Espíritu es impres­cindible para que la palabra de la predicación sea acogida por las personas en sus corazones 286.

b) El Espíritu Santo, agente principal de la evangelización

59. Pablo VI en la exhortación Apostólica “Evangelii nun­tiandi” (1975) dedica todo el número 75 para mostrar la relación

282 ������������������Cfr. Hech. 2,1-4.

283 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 4,1: (PG. 7,855).

284 AG. n.4.

285 Ibid. n.5.

286 Cfr. Hech. 16,14; AG. nn. 13.15.

 

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entre la tercera Persona divina y la evangelización. Comienza sen­tando este principio básico: “No habrá nunca evangelización po­sible sin la acción del Espíritu Santo” 287. Acontinuación describe a grandes trazos la presencia activa del Espíritu en la vida pública de Jesús de Nazaret. El mismo Espíritu, después de Pentecostés influye tan decisivamente en la vida de los Apóstoles que si Él no sería posible la gran obra de la evangelización. Más todavía, “el Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce, inspirando las palabras que ellos deben pronunciar, desciende también ‘so­bre los que escuchan la Palabra” 288. Por ello, “gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece” 289. El anima desde dentro toda la actividad Apostólica de la Iglesia. Él actúa en cada evangelizador.

Es necesario recordar que las habilidades personales, los me­dios técnicos y los recursos humanos no suplen la acción del Es­píritu Santo que es quien alza los corazones a la gracia, mantiene la comunión eclesial y alienta la vida evangélica. El evangelizador que es dócil a la acción del Espíritu Santo vive con ilusión, alegría y esperanza. Pablo VI, después de resaltar la bondad de las técni­cas de la evangelización, señala con toda claridad que “ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue ab­solutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor” 290. Sin temor alguno puede “decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evange­lización” 291.

60. Todo lo dicho muestra que, cuando la Encíclica “Re­demptoris missio” (1990) de Juan Pablo II trata del Espíritu como

287 EN. n.75.

288 Ibid.

289 Ibid.

290 Ibid.

291 ������Ibid.

 

· 73 L A EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA ECLESIAL

protagonista de la misión, está siguiendo las huellas de la viva Tra­dición de la Iglesia. Mientras que la “Evangelii nuntiandi” habla del Espíritu como “agente principal”, la Encíclica “Dominum et vivificante” (1986) lo presenta como “protagonista transcendente de esta obra salvífica” 292, de aquí pasó este título al capítulo terce­ro de la “Redemptoris missio”. Juan Pablo II no duda en afirmar que “el Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda misión eclesial” 293.

Mediante la acción del Espíritu, el Evangelio va tomando cuerpo en las conciencias y en los corazones de las personas y se va difundiendo en la historia. En toda actividad eclesial está presente el Espíritu que da la vida. Después de Pascua, “los Após­toles viven una profunda experiencia que los transforma: Pente­costés” 294. El Espíritu les capacita para ser testigos de Jesús con toda libertad. Tras el primer anuncio de Pedro y las conversiones consiguientes, se forma la primera comunidad 295. Es el Espíritu el que hace misionera a toda la Iglesia. Las primeras comunidades eran dinámicamente abiertas y misioneras. En ellas se cumple este principio tan saludable: “Aun antes de ser acción, la misión es tes­timonio e irradiación” 296.

El Espíritu está presente y operante en todo tiempo y lugar. Es verdad que el Espíritu se manifiesta de manera especial en la Iglesia, sin embargo su presencia y acción no quedan circunscri­tas de modo exclusivo al ámbito eclesial. El Concilio Vaticano II recalcó esta realidad. Enseña que el Espíritu actúa en el corazón del hombre, mediante las “semillas de la Palabra”, “incluso en las iniciativas religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana en­caminados a la verdad, al bien y a Dios” 297. El Espíritu actúa real­mente en la sociedad, la historia, en las culturas y en las religiones.

292 ��������������D et V. n.42.

293 RM. n. 21.

294 Ibid. n.24.

295 Cfr. Hech.2,42-47; 4, 32-35.

296 RM. n. 26.

297 RM. n.28; cfr. también: GS. nn. 10.11.22. 26.38.41.92-93; AG. nn. 3.11.15.

 

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Él que “sopla donde quiere” 298 nos invita a considerar su acción presente en todo tiempo y lugar. Como Iglesia particular, nuestra Diócesis ha de prestar atención a la presencia y a la voz del Espí­ritu. Ha de afrontar las tareas evangelizadoras, confiando plena­mente en el Espíritu “¡Él es el protagonista de la misión!” 299.

4) La Eucaristía, un eficaz descendimiento del Espíritu Santo

61. Hay que reconocer que en la liturgia es toda la Santísima Trinidad la que actúa: El Hijo encarnado es el centro viviente, el Padre es el origen primero y el fin último y el Espíritu Santo es el que hace presente a Cristo en el hoy de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica de la Iglesia Católica destaca el papel activo del Espíritu como pedagogo, preparador, memoria, animador y actualizador del misterio de Cristo en la celebración litúrgica 300.

a) La presencia activa del Espíritu Santo en la Liturgia

La Liturgiaes llamada ‘el sacramento del Espíritu’, porque, como en el día de Pentecostés, llena de sí mismo las acciones li­túrgicas. Más todavía, “la gracia del Espíritu Santo tiende a sus­citar la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre” 301. Por la presencia del Espíritu en la liturgia los mis­terios de la vida de Cristo llegan a ser para el creyente actuales y eficaces. El Espíritu Santo operante en el tiempo de la Iglesia es el que hace a Cristo nuevamente vivo en medio de los suyos. La Palabra de Dios, proclamada y escuchada en la liturgia, posee una particular vitalidad y una eficacia real. En síntesis se puede decir que “la finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda

298 Jn.3,8.

299 RM. n.30.

300 Cfr. CEC. nn. 1091-1109.

301 Ibid. n. 1098.

 

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acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo” 302.

Los Padres de la Iglesia pusieron de manifiesto la presen­cia activa del Espíritu Santo en la vida sacramental de la Iglesia. “Nuestros misterios, sostiene San Juan Crisóstomo, no son accio­nes teatrales: aquí todo está regulado por el Espíritu” 303. San Ci­rilo de Jerusalén enseña que el Espíritu “transforma siempre lo que toca” 304. “Sólo en la Iglesia, afirma San Isidoro de Sevilla, se celebran fructuosamente los sacramentos; de hecho, es el Espíritu Santo el que habita en ella y opera secretamente el efecto” 305.

b) El Espíritu Santo y la Eucaristía

62. Bien sabemos que en la Eucaristía “se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pas­cua” 306. Dada la riqueza de la Eucaristía, es evidente que la acción del Espíritu en ella es muy destacada. De algún modo se puede afirmar que la presencia del Espíritu en la Eucaristía hace que la celebración de este sacramento sea un Pentecostés, un eficaz des­cendimiento del Espíritu. Juan Pablo II nos recordaba cómo la Iglesia pide la presencia del Espíritu en la celebración eucarística: “La Iglesia pide este don divino (el Espíritu Santo), raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la ‘Divina Liturgia’ de San Juan Crisóstomo: ‘Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones…para que sean purificación del alma, remi­sión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos’. Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: ‘Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos

302 CEC. n. 1108.

303 S. Juan Crisóstomo, In Espist. I ad Corint.”, 41,4: (PG. 61,345).

304 S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses, V, 7: ( PG. 33,516).

305 S. Isidoro de Sevilla, Etimologías, VI, 19, 40-41.

306 ����������PO, n. 5.

 

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de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’. Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como ‘sello’ en el sacramento de la Confirmación” 307.

El mismo Espíritu que obró la encarnación del Hijo de Dios es el que realiza ahora el misterio eucarístico. El sacerdote, im­poniendo las manos sobre el pan y el vino, pronuncia la epíclesis anteconsecratoria: “Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo” 308. En la epíclesis de después de la consagración se invoca la acción del Espíritu sobre la comu­nidad que va a participar en la comunión. Se pide a Dios que, por medio de su Espíritu, conceda a la comunidad, que está celebran­do el memorial de la pascua de Cristo y que va a participar de su donación sacramental, los frutos del sacramento: el amor, la vida, la unidad. Como en Pentecostés el Espíritu llenó de vitalidad a la Iglesia naciente, ahora, al celebrar la Eucaristía, la comunidad desea ser transformada en el Cuerpo de Cristo: “Danos tu Espíritu de amor a los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia” 309.

5) La Eucaristía, fuente y cumbre de la misión de la Iglesia

63. La Eucaristía es generadora de Iglesia, que brota y nace cada día del misterio eucarístico. Es en la Eucaristía donde una multitud de personas se hace Cuerpo de Cristo 310. En virtud de esta misteriosa interacción es el Cuerpo único el que se va cons­truyendo en las condiciones de la vida presente, hasta alcanzar la perfección definitiva al final de los tiempos. No existe auténtica celebración y adoración de la Eucaristía que no conduzca a la mi­

307 �����������EE. n. 17.

308 PE. III.

309 PE. para niños II.

310 Cfr. LG. n.11.

 

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sión. De hecho, “la Eucaristía es fuente de misión” 311. Asu vez, la misión presupone otro rasgo eucarístico esencial, la unión de los corazones. Toda la tarea evangelizadora de la Iglesia nace y tiende a la Eucaristía: “Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo” 312. El Santo Padre Benedicto XVI nos recuerda el perfil evangelizador de la Eucaristía. He aquí sus palabras: “La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando por nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso del anuncio y de testimonio del Evangelio y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” 313.

a) Fundamento eucarístico de la misión

64. De la Iglesia como comunión a la misión de la Iglesia, gracias al misterio de la Eucaristía, porque “la liturgia en la que se realiza el misterio de la salvación se termina con el envío de los fieles (‘missio’) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana” 314. Mediante la participación activa en la Eucaris­tía, nos alimentamos de la savia de la Vid verdadera que es Cristo. Unidos especialmente a la Vid, los sarmientos son llamados a dar fruto 315. Durante el encuentro del Señor resucitado con los discí­pulos de Emaús, el Señor les explica el acontecimiento de su muer­te y resurrección y, ‘al partir el pan’ le reconocen. Entonces se

311 Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, Proposición, n.42: en ‘Ecclesia’, 3.284 (19-XI-2005) p.35.

312 EE. n. 22.

313 Benedicto XVI, en su primer mensaje (20-IV-2005), n. 4, en: Boletín Oficial del Obispado de Ourense (2005) p. 390.

314 CEC. n.1332.

315 Cfr. Jn. 15,5.

 

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sienten impulsados a volver a Jerusalén para anunciar a los Once la noticia: “Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: ‘¡Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!’. Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían reconocido en el partir el pan” 316. Esto pone de manifiesto, al menos en parte, que a la Eucaristía se le llame también, con razón, la “Misa”. Juan Pablo II hablaba de la “Misa a la misión” 317. El discípulo de Cristo se siente deudor para con los hermanos de todo lo que ha recibido en la celebración de la Eucaristía. Todo aquél que, en la Santa Misa, ha reconocido la presencia del Señor, se siente urgido a transmitir a los demás el Evangelio. El creyente escucha dentro de sí el mandato del Señor: “Id y anunciad a mis hermanos” 318.

65. Terminada la celebración eucarística, el fiel cristiano vuel­ve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios 319. La Asam­blea se dispersa para cumplir una misión o tarea y no precisamente por cuenta propia o en solitario, sino por encargo de Cristo en solidaridad eclesial y con la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La misma oración después de la comunión insiste normalmente en la responsabilidad y en el compromiso que brota de la Santa Misa. Es imposible que la Eucaristía alimente la fe y no lleve a comunicarla; convierta el corazón y no mueva a predicar la conversión; realice la unidad y no impulse a superar las divisiones de la vida.

Al recordar con palabras solemnes la institución de la Eucaris­tía, San Pablo nos advierte: “Siempre que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga” 320. En

316 Lc. 24,23-25.

317 DD. n.45.

318 Mt. 28.10.

319 Cfr. Rom. 12,1.

320 ICor. 11,26.

 

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estos términos el Apóstol refiere la dinámica misionera de la Eucaris­tía. Después de la consagración el sacerdote proclama ante los fieles: “Este es el Sacramento de nuestra fe”. El pueblo fiel responde: “Anun­ciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. La comunidad creyente es convocada para celebrar y proclamar ante el mundo la Pascua del Señor. En su vida pública Jesús asoció pronto a los Doce y a los setenta y dos a su misión 321. Resucitado de entre los muertos, los envió para que hicieran discípulos de todas las gentes 322. Antes de su Ascensión a la derecha del Padre, les comunicó: “Voso­tros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” 323. Con el Cuerpo y la Sangre del Resucita­do, los que participan en el banquete eucarístico, reciben el Espíritu Santo que los capacita para el testimonio público.

La Asambleaeucarística es misionera, ya que actualiza el di­namismo profundo de la comunión. Esta comunión hace posible que el mundo crea y reconozca a Jesús como enviado del Padre. Así lo expresa Jesús en el Cenáculo en la oración al Padre, im­petrando para sus discípulos el don de la unidad: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo po­drá creer que tú me has enviado…” 324. Desde esta perspectiva, la comunión es fuente y meta de la misión.

Por otra parte, la celebración eucarística es proclamación pú­blica de la muerte y resurrección del Señor hasta su venida glorio­sa. Los fieles cristianos reunidos en Asamblea anuncian su fe, es­peranza y determinación de vivir en el amor. Dios se reveló como amor y la comunidad eucarística da a conocer esta buena nue­va: “Dios es amor…El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo

321 Cfr. Mt. 10,1-25; Lc. 9,1-6; 10, 1-24.

322 Cfr. Mt.28, 16-20; Mc. 16,14-20.

323 Hech. 1,8.

324 Jn. 17,21-23.

 

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para librarnos de nuestros pecados” 325. Los cristianos, reunidos en torno al altar del sacrificio donde se consuma el amor hasta el ex­tremo, celebran e invitan a todos al banquete del amor, a comulgar con el cuerpo y la sangre del Primogénito de la nueva creación.

66. La Eucaristía es prenda de la gloria futura. Imprime a la Iglesia una tensión escatológica. El pan y el vino eucarísticos están transidos del poder de la resurrección que empieza a obrar ya en nosotros: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día…el que coma de este pan vivirá para siempre” 326. Asu vez, la Eucaristía es alimento del Pueblo peregrino327. Es fuente de esperanza activa y comprome­tida con la historia concreta. El Concilio Vaticano II, tras indicar que la actividad humana encuentra su perfección en el misterio pascual y que es preciso entregarse al servicio temporal de los hombres, concluye: “El Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial” 328. La comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía y así poder recorrer la historia con Cristo en su paso hacia el Padre. La Eucaristía es fuente de reconciliación y nos da fuerza para ir en busca de los ausentes.

b) La Eucaristía, fuente de renovación de la misión

67. De la Eucaristía nace el deber de cada cristiano de coope­rar al crecimiento del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud 329. En efecto, “mediante la Eucaristía la Iglesia vive

325 IJn. 4,8.10.

326 Jn. 6, 54-58.

327 Cfr. Conferencia Episcopal Española, La Eucaristía, alimento del Pueblo Peregrino, (1999).

328 ����������GS. n.38.

329 Cfr. AG. n. 36.

 

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y crece continuamente” 330. De la fuente eucarística debe brotar un renovado compromiso por la misión eclesial. La Eucaristía es un verdadero lugar de renovación en la misión de la Iglesia por varias razones.

La Eucaristíainfluye positivamente en los fieles que participan en ella. El sujeto de la celebración de la Eucaristía es la persona ini­ciada en la vida de Cristo y de la Iglesia a través de los sacramentos. El Concilio Vaticano II nos describe cómo cada fiel va ejercitando el sacerdocio común en la vivencia de los sacramentos 331. El bau­tismo incorpora los fieles a la Iglesia y “quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia” 332. El sacerdocio común no es, pues, solamente espiritual, sino comunitario y público. La con­firmación fortalece el lazo de unión con la Iglesia; el confirmando recibe de un modo especial el don del Espíritu Santo para dar tes­timonio de Cristo en el mundo y el confirmado se convierte en un cristiano adulto capaz de defender y de proteger la fe. Quien, desde esta realidad de confirmado en la fe, participa en la Eucaristía no puede menos de renovar la misión que ya ha recibido al ser iniciado y que expresa y celebra permanentemente en la cena del Señor. La Eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana 333. Esta vida brota del altar y a él vuelve como a su punto más alto. La Euca­ristía es centro y culmen de la evangelización, porque es centro del Evangelio, de la Iglesia, de la vida cristiana y de la misión. En este sentido, la Santa Misa se constituye como el espacio de revisión y renovación de la misión, en momento oportuno para una auténtica toma de conciencia sobre el derecho y el deber de participar en las tareas de edificación de la Iglesia en el mundo 334.

330 ����������LG. n.26.

331 Cfr. LG. n.11.

332 Ibid.

333 Cfr. Ibid.

334 Cfr. SC. n.10; AG. n.36; AA. nn. 3-7; PO. n.5.

 

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68. La Eucaristía es también causa de renovación de la mi­sión, porque en ella se celebra el misterio del cual arranca y en el que se funda la misión de la misma Iglesia. En efecto, el nuevo Pueblo de Dios y los sacramentos nacen del Misterio Pascual: muerte y resurrección, ascensión y envío del Espíritu. En este momento es cuando el Señor Jesús transmite el Espíritu y la mi­sión, el poder de perdonar y bautizar, la encomienda de predicar el Evangelio y de ser sus testigos “hasta los confines de la tie­rra” 335. La actualización del Misterio Pascual en la Eucaristía conlleva el compromiso por la misión que arranca de la Pascua. “La Eucaristía, en efecto, es el centro propulsor de toda la ac­ción evangelizadora de la Iglesia, un poco como el corazón en el cuerpo humano. Las comunidades cristianas, sin la celebración eucarística, en la que se alimentan en la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, perderían su naturaleza auténtica: sólo al ser ‘eucarísticas’ pueden transmitir al propio Cristo a los hom­bres, y no sólo ideas o valores, todo lo nobles e importantes que se quiera. La Eucaristía ha forjado insignes apóstoles misioneros, en todo estado de vida: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos; santos de vida activa y contemplativa” 336 Desde esta perspectiva, la Eu­caristía representa la llamada, el memorial de la misión pascual de Cristo en su visibilidad histórica. La comunidad que celebra conscientemente la Eucaristía, se sitúa de cara a las exigencias e implicaciones de la Alianza nueva y definitiva.

La Eucaristíarejuvenece incesantemente a la Iglesia. Por este motivo es causa de renovación de la misión de todo el Pueblo de Dios. La Eucaristía exige la evangelización y es a la vez evangeli­zadora. La Asamblea eucarística es epifanía de la Iglesia, ya que es “el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, universal y local, y para todos los fieles individualmente” 337. La Eucaristía,

335 Mc. 16,15-16; Mt. 28,18-19; Jn. 20,22-23; Hech. 1,8.

336 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (2-10-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.30.

337 �����������OGMR. n.1.

 

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como todo sacramento, se estructura sobre una articulación de palabra y signo, anuncio y gesto, verbo y acción. En la Eucaristía culminan la evangelización, la catequesis, el ministerio sacerdo­tal y la caridad. Pero, al mismo tiempo, de la Eucaristía dimanan la nueva fuerza y el nuevo compromiso de la comunidad entera y de cada fiel concreto para seguir realizando con empeño y au­dacia la misión recibida y celebrada 338. Se trata, por tanto, de una evangelización que encierra tres momentos integrantes: implica una preparación antecedente del presbítero, los servicios y mi­nisterios, la comunidad entera, incluye, además, una verdadera mistagogía eucarística en el desarrollo y realización elocuente de las palabras y signos y, por último, un compromiso consecuente para la vida ordinaria. La realización del triple ministerio pro­fético, sacerdotal y real dentro de la Eucaristía es para la Iglesia como memorial permanente de los objetivos de su misión: sus­citar la fe por la Palabra, compartir la vida por la caridad, dar gracias y animar la esperanza por el culto.

Estoy firmemente persuadido de que, si nuestra diócesis de Ourense celebra y vive el misterio eucarístico en sus dimensio­nes fundamentales, responderá adecuadamente a la llamada ur­gente que supone la Nueva Evangelización 339.

338 ����������������Cfr. SC. n. 10.

339 Precisamente el cap.V de los Lineamenta del último Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía llevaba por título: Mistagogía eucarística para la Nueva Evangelización.

 

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IV

Los Cristianos, Testigos del Amor en elMundo

69. Juan Pablo II señalaba que “el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promo­tor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzán­dose incansablemente para que ésta sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano” 340. Todo el ministerio episcopal debe estar animado por la espiritualidad de comunión. Como su­cesor de los apóstoles tengo el deber de promover y animar las diversas tareas diocesanas con una auténtica espiritualidad de comunión. En este sentido, las instituciones eclesiales han de actuar impregnadas por la comunión. Soy consciente de que “la comunión se manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica” 341. En el capítulo precedente he mostrado cómo la comunión es la forma de existencia, de vida y de misión de la Iglesia. El ser cristiano está radicalmente modelado por la fraternidad y la comunión. El Concilio Va­ticano II “insiste en la comunión, convirtiéndola en su idea inspiradora y en el eje central de todos sus documentos” 342. La comunión encarna y manifiesta la entraña misma del misterio de la Iglesia. La fidelidad al designio divino y el anhelo de responder a la profunda esperanza del mundo nos impelen en este comienzo de milenio a llevar a cabo un gran desafío: “ha­cer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” 343. Antes de exponer algunas consecuencias concretas que derivan de la espiritualidad de comunión, intentaré mostrar sus rasgos esenciales.

340 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Pastores Gregis, (PGr) (2003), n. 22.

341 Ibid.

342 Juan Pablo II, Discurso a la Curia romana, (20-XII-1990), en ‘Ecclesia’ 2511 (19-1-1991) 18.

343 NMI. n.43.

 

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1) Rasgos esenciales de la espiritualidad de comunión

70. La espiritualidad de comunión está enraizada en el mis­terio de la Santísima Trinidad. De esta forma “la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” 344. La Iglesia procede del misterio trini­tario. El designio salvífico universal del Padre, la misión del Hijo y la obra santificadora del Espíritu fundan la Iglesia como miste­rio de comunión 345.

La espiritualidad de comunión significa también “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico” 346. Existe fraternidad porque Jesús, el Hijo, nos hace partícipes de la fi­liación divina y de la comunión con el Padre. La condición filial del Primogénito se va ensanchando en una multitud de hermanos suyos e hijos del Padre. Dios nos llama a “reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos” 347. Jesucristo es la piedra angular sobre la que se levanta el templo de Dios en el Es­píritu 348. Él es también la Cabeza del cuerpo de la Iglesia 349. La puerta de entrada a la fraternidad eclesial es el bautismo, por el cual somos hijos de Dios. Un nuevo nacimiento nos introduce en el seno de una nueva familia. El cristiano es en realidad ‘co-cristiano’. Invocamos a nuestro Dios como ‘nuestro Padre’. La oración cristiana por excelen­cia expresa y ahonda la relación con Dios como Padre y la relación fraternal con sus hijos. En el seno de la Iglesia no tienen sentido las barreras que impiden la existencia fraterna: “Los que os habéis bauti­zado en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” 350. San Pedro exhortaba a los primeros cristianos con

344 LG. n.4.

345 Cfr. LG. nn.2-4.

346 NMI. n. 43.

347 Rom. 8,29.

348 Cfr. IPe. 2,4-8.

349 Cfr. ICor. 12,12-13.16.

350 �����������������������������Gál. 3,27-28; cfr. Col.3,11.

 

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estas palabras: “Amad a los hermanos” 351. La comunión, pues, “es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cfr.Gál.6,2) y rechazando las tentaciones egoístas” 352.

La Iglesiaes en Cristo un cuerpo de hermanos que se alimen­ta y crece participando en el mismo Cuerpo eucarístico del Señor. El sacramento de la Eucaristía es fuente y expresión permanente de la fraternidad cristiana. Al recibir la Eucaristía, el cristiano no comulga solamente con Cristo; por Cristo recibe también a sus hermanos cristianos.

La espiritualidad de comunión es como un principio educa­tivo donde día a día se va formando la persona humana y el cris­tiano. Se extiende, por tanto, a todas las personas y actividades eclesiales. Esta espiritualidad ha de estar presente en los distintos espacios eclesiales. El entramado de la vida de cada Iglesia debe ser informado por la comunión 353. Además, nos advertía Juan Pablo II que “no nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se con­vertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” 354.

El capítulo cuarto de la exhortación Apostólica “Novo Mi­llennio Ineunte” lleva por título: “Testigos del amor”. Siguiendo de cerca su contenido, deseo exponer sintéticamente los aspectos bási­cos que configuran la espiritualidad de comunión. Cada uno de es­tos aspectos se relaciona estrechamente con el misterio eucarístico.

2) Variedad de vocaciones

71. La Iglesia es una comunión orgánica, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En consecuencia, “está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementarie­

351 �����������IPe. 2,17.

352 NMI. n.43.

353 Cfr. Ibid. nn.43.45.

354 Ibid. n.43.

 

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dad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades” 355. Desde esta perspectiva cada fiel cristiano se encuentra en relación con todo el Cuerpo místico de Cristo y le brinda su propia colaboración. La comuni­dad cristiana ha de acoger todos los dones del Espíritu. En efecto, “la unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgá­nica de las legítimas diversidades” 356.

Es el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Los diversos ministerios y carismas son para la edificación de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo. “Servir al Evangelio de la esperanza mediante una caridad que evangeliza es un compromiso y una responsabilidad de todos” 357. Para llevar a cabo la nueva evangelización es imprescindible seguir despertan­do el sentido de la corresponsabilidad de todos los bautizados.

El momento actual nos está urgiendo un generoso esfuerzo en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de es­pecial consagración. “No se puede pasar por alto la preocupante escasez de seminaristas y de aspirantes a la vida religiosa, sobre todo en Europa occidental” 358. Es necesario pedir insistentemente al Dueño de la mies que mande operarios a su mies 359. La pasto­ral vocacional adquiere entre nosotros una dimensión dramática “debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo” 360. Como dije en la Carta “Un Seminario para la Nueva Evangelización”: “En este trabajo pastoral, marcado por esta urgencia eclesial, hemos de trabajar con ilusión, unidos todos como la familia del Señor” 361. Si existe una respuesta positiva por parte de todos, será posible

355 �����������ChL. n.20.

356 NMI. n.46.

357 EinE. n. 33.

358 Ibid. n. 39.

359 Cfr. Mt. 9,38.

360 NMI. n.46.

361 Quinteiro Fiuza, Luis; lc. n.3.

 

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llevar a cabo una pastoral amplia y capilar que se haga presente en las familias, en las parroquias y en los centros educativos. Es imprescindible llevar el anuncio vocacional al terreno de la pas­toral ordinaria.

a) El ministerio ordenado

72. Entre los diversos ministerios que existen en la comu­nidad eclesial, hay uno que posee una característica especial: el ministerio ordenado. Los ministros ordenados reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden. De esta forma reciben la autoridad y el poder sagrado para servir a la Iglesia, personificando a Cristo Cabeza y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del anuncio del Evangelio y de la celebración de los sacramentos 362. En el ejercicio de su ministerio están “llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado” 363. Considero que “el ejercicio del sagrado ministerio encuentra hoy muchas dificultades, bien debidas a la cultura imperante, bien debido por la disminución numérica de los presbíteros, con el aumento de la carga pastoral y de cansancio que esto puede comportar. Por eso son más dig­nos aún de estima, gratitud y cercanía los sacerdotes que viven con admirable dedicación y fidelidad el ministerio que se les ha confiado” 364. Los ministros ordenados son ante todo una gracia para la Iglesia entera. El sacerdocio ministerial está esencial­mente finalizado al sacerdocio común de todos los bautizados y a éste ordenado 365.

362 ������������ChL. n. 22.

363 PDV. n.15.

364 EinE. n. 36.

365 Cfr. LG. n. 10.

 

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b) La vida consagrada

73. La vida consagrada no es fruto de la voluntad humana. Al contrario, “enraizada profundamente en los ejemplos y ense­ñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu” 366. Alo largo de la historia nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada divina, eligieron li­bremente un camino de especial seguimiento de Cristo, para de­dicarse a él con corazón ‘indiviso’ 367. La vida consagrada es, pues, “una planta de muchas ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y produce copiosos frutos en toda estación de la Iglesia” 368. El bau­tismo es la tierra fértil de donde brotan ulteriores compromisos y consagraciones. Como se ha dicho más arriba, es el Espíritu el que establece la igual dignidad básica, pero también la pluriformidad de vocaciones, carismas y consagraciones 369.

La consagración, como signo de las realidades definitivas, se convierte en profecía y en testimonio sobre todo por los desafíos lanzados por la vida consagrada al hedonismo, al materialismo y a la libertad exacerbada 370. La práctica de la pobreza, castidad y obediencia va configurando a la persona consagrada con el Se­ñor Jesús. Hay que reconocer que una Iglesia particular sin per­sonas de vida consagrada, se encontraría fuertemente debilitada. Toda familia de vida consagrada recibe sentido en cuanto edifica el Cuerpo de Cristo en la unidad de sus diversas funciones y ac­tividades. La Iglesia particular constituye el espacio histórico en el que una vocación se expresa en la realidad y en el que se efectúa su comportamiento apostólico. La solicitud para con las personas de vida consagrada forma parte esencial de mi ministerio episco­pal. En efecto, “el Obispo ha de estimar y promover la vocación y

366 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Vita Consecrata, (VC) (1996) n.1.

367 Cfr. ICor. 7,34.

368 VC. n. 5.

369 Cfr. Ibid. n.31.

370 Cfr. Ibid. nn. 84-92.

 

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misión específicas de la vida consagrada, que pertenece estable y firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia” 371.

c) La vocación específica de los fieles cristianos laicos

74. La riqueza de la vida nueva recibida en el Bautismo in­cluye, además del ministerio ordenado y de la vida consagrada, la vocación propia de los laicos. “Éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sa­cerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia me­dida” 372. La aportación de los laicos a la misión eclesial es irre­nunciable. Los pastores deben, por tanto, reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su base sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, en el Matrimonio.

Además, por medio de los fieles laicos, el Pueblo de Dios se hace presente en los más variados sectores del mundo. Es verdad que toda la Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inheren­te a su naturaleza y a su misión, que hunde sus raíces en el mis­terio del Verbo Encarnado. La Iglesia vive en el mundo, aunque no es del mundo 373. Es enviada a continuar la obra salvadora de Cristo, la cual “al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal” 374. Ahora bien, “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”. A ellos “corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” 375. Los fieles laicos son llamados por Dios para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santi­ficación del complejo y dilatado mundo de la realidad social, de la

371 PGr. n.50.

372 ChL. n.23.

373 ����������������Cfr. Jn. 17,16.

374 Concilio Vaticano II, Decreto, Apostolicam Actuositatem (AA), n.5.

375 LG. n.31.

 

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política, de la familia, de la cultura, de la educación y del trabajo. A los fieles laicos compete de modo especial la animación cristia­na de las realidades temporales 376.

Es de gran importancia para la comunión la tarea de promo­ver y favorecer el fenómeno asociativo laical que en la vida actual de la Iglesia se está caracterizando por una particular variedad y vivacidad 377. La razón profunda que justifica y exige la asociación de los fieles laicos es de orden teológico. Así lo reconoce el Con­cilio Vaticano II, cuando contempla el apostolado asociado como un “signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo” 378. La libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia es un verdadero y propio derecho. Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ejercerse siempre en la comunión de la Iglesia 379.

75. Un campo de ejercicio del sacerdocio común es el matri­monio y la familia. La unión sacramental del esposo y la esposa participa en la alianza de Dios con la humanidad a través de la sangre de Cristo. En la visión cristiana del matrimonio, la relación entre un hombre y una mujer (unidad e indisolubilidad) responde al plan original de Dios. Cristo eleva el matrimonio a la dignidad de sacramento y así es signo del amor esponsal de Cristo a su Igle­sia 380. La pastoral familiar adquiere hoy día una urgencia especial, ya que “se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental” 381. Tratándose de una realidad tan básica, la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cultura que contradice abiertamente la visión cristiana del matrimonio.

Nunca se ponderará demasiado la trascendencia de la familia tanto para la sociedad como para la Iglesia. La familia cristiana es, además, célula de la Iglesia, una Iglesia en pequeño. El hogar, co­

376 �����������������Cfr. ChL. n. 15.

377 Cfr. Ibid. n.29; cfr. También, NMI. n.46.

378 AA. n.18.

379 Cfr. AA. nn. 19.15; LG. n. 37; Código de Derecho Canónico, (CIC), c.215.

380 Cfr. NMI. n.47.; Cfr. Benedicto XVI, Carta Encíclica, Deus Caritas est (DCe) (2006) n. 11.

381 Ibid.

 

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munidad de vida y amor, es el ámbito en que la vida se transmite, los hijos son esperados y no temidos y son acogidos como regalo de Dios. En la familia, escuela del más rico humanismo, se fragua la persona y el cristiano, ya que no basta el engendramiento sin los desvelos, la compañía, el amor, la educación, la siembra de las virtudes y los valores humanos y cristianos.

Los padres de familia han recibido el encargo inestimable de ser los primeros transmisores de la fe cristiana a los hijos. Desde el seno de un hogar cristiano, los hijos acuden a la parroquia que es familia y fermento de una vida nueva en Cristo. Conviene tener presente, además, “que es en la familia donde nacen las vocacio­nes al sacerdocio y de donde parten aquellos que, en nombre de Jesucristo, están llamados a servir desde su ministerio sacerdotal a toda la comunidad eclesial” 382. En la pastoral vocacional tiene una responsabilidad muy especial la familia cristiana que, en virtud del sacramento del matrimonio, participa en la misión educativa de la Iglesia 383.

76. En la Iglesia, misterio de comunión, es también comu­nión en las vocaciones y servicios diferentes y complementarios. El sujeto de la celebración eucarística es la Iglesia. Toda la co­munidad reunida es sujeto activo de la ofrenda a Dios; los fieles, que han acudido a la celebración, se unen al ministro ordenado y concurren con él en la oblación de la Eucaristía 384. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial están recíprocamente referidos por diversos motivos: porque participan del único sacerdocio de Cristo, porque ambas modalidades pertenecen al mismo Pueblo sacerdotal y porque están al servicio de la misión que la Iglesia ha recibido de su Señor. Las necesarias distinciones no deben oscure­cer la unidad fundamental de la Iglesia y de todos sus miembros. Por el contrario, no se puede obnubilar la específica participación

382 ��������������������������������Quinteiro Fiuza, Luis; lc. n.5.

383 Cfr. PDV. n. 41.

384 Cfr. LG. n. 10.

 

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de ministros y comunidad nivelando todo y confundiendo todo en una vaga generalización. Esta participación real de la comuni­dad cristiana en el santo Sacrificio de la Misa tiene su expresión celebrativa y debe tener su repercusión espiritual. En consecuen­cia, los cristianos, ministros y comunidad entera, han de tener los mismos sentimientos de Cristo y reproducir en su interior las mismas actitudes que tenía cuando ofrecía el sacrificio de sí mis­mo al Padre por la salvación de todos. La Eucaristía es vínculo de comunión entre todas las vocaciones de la Iglesia.

3) Eucaristía y movimiento ecuménico

77. Al ser la Eucaristía signo eficaz de la comunión eclesial no se puede pasar por alto las implicaciones ecuménicas de este sacramento 385. La Eucaristía contiene el fundamento mismo del ser y de la unidad de la Iglesia: el Cuerpo de Cristo ofrecido en sa­crificio y dado a los fieles como Pan de vida. La verdad del Cuerpo eucarístico del Señor produce, a la vez que significa, la unidad de todos los comensales del banquete eucarístico. Lo que une a los fieles en la celebración eucarística es la realidad objetiva del Cuerpo del Señor. Con otras palabras, la unidad que Cristo ha querido para su Iglesia sólo se edifica sobre la base de la presencia real sustancial del Señor resucitado en la Eucaristía. De ahí que S. Agustín ante la grandeza del misterio eucarístico exclamase: “¡Oh sacramento de piedad, oh vínculo de unidad, oh vínculo de caridad!” 386.

El hecho de la división dentro de la familia cristiana no permi­te a todos los discípulos de Cristo reunirse en torno a la mesa del Señor y participar en la única Cena del Señor. Esto supone una pro­funda herida en el cuerpo del Señor. Los bautizados no podemos resignarnos a vivir esta circunstancia como si fuera algo normal.

385 Cfr. EE. n.43.

386 S. Agustín, In Io.Evang. Tractatus, 26, 13: (PL 35, 1613); cfr. SC. n.47.

 

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Al contrario, “la aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios 387. Al celebrar el Sacrificio eucarístico, la Iglesia eleva su plegaria al Padre, impetrando la presencia del Espí­ritu Santo, admirable constructor de la unidad eclesial 388.

78. En el diálogo ecuménico, al referirnos a la íntima relación entre Eucaristía y unidad de la Iglesia, hay que distinguir entre las Iglesias orientales, que han conservado la Eucaristía de una forma completamente válida 389y las Comunidades eclesiales que no han conservado la realidad originaria y plena del misterio eu­carístico 390. La declaración “Dominus Iesus” interpreta de forma autorizada la doctrina conciliar con estas palabras: “Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión Apostólica y la Eucaristía válidamente celebrada son verdaderas iglesias particulares… Por el contrario, las Comuni­dades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido estricto…” 391.

Para comprender esta situación muy plural cuando se des­ciende a lo concreto, son muy orientadores estos principios: “No es lícito considerar la comunicación en las funciones sagradas como un medio que pueda usarse indiscriminadamente para restablecer la unidad de los cristianos. Esta comunicación depende principal­mente de dos principios: de la significación obligatoria de la uni­dad de la Iglesia y de la participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohíbe la mayoría de las veces esta comunicación. La necesidad de procurar la gracia la recomienda a veces. La autoridad episcopal local determine prudentemente el

387 EE. n. 43.

388 Cfr. UR. n.2.

389 Cfr. Ibid. n.15.

390 Cfr. Ibid. n. 22.

391 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración, Dominus Iesus, (DI) (2000) n.17

 

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modo concreto de actuar, atendiendo a todas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, a no ser que la Conferencia episcopal, según las normas de sus propios estatutos, o la Santa Sede deter­minen otra cosa” 392. El decreto “Unitatis redintegratio” declara la posibilidad de que la ‘comunicación en la cosas sagradas’, si se usa discriminadamente o prudentemente, sea medio que coadyu­ve a lograr la unidad de los cristianos. Después establece los dos principios que deben dar el criterio de ese ‘uso discriminado’. Las disposiciones concretas para la aplicación de estos principios se hallan expuestas en el Directorio ecuménico 393.

4) Diálogo interreligioso y misión

79. El diálogo interreligioso es también un elemento esencial de la espiritualidad de comunión. Como cristianos reconocemos con gozo que un nuevo milenio y un nuevo siglo se abren a la luz de Cristo. Pero no todos los hombres conocen y son conscientes de esta luz. A nosotros que tenemos la inmensa dicha de creer en Jesucristo, hemos de transmitir la luz de Cristo a todas las gen­tes 394. Diálogo interreligioso y misión son realidades que guardan entre sí una estrechísima relación. En efecto, el diálogo interreli­gioso “entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ‘ad gentes’, es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones” 395.

Existe una creciente interdependencia entre los distintos lu­gares de la tierra. Las migraciones están también de actualidad. Es obvio que la tecnología y la industria modernas hacen posi­

392 UR. n.8.

393 Cfr. Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, (1993) nn.122-136. En estos números se aborda el tema de la ‘communicatio in sacris’, especialmente la Eucaristía. A esta normativa se alude también en la Encíclica, EE, nn. 44-46.

394 ������������������Cfr. Ibid. n. 54.

395 RM. n.55.

 

L A E U C A R I S T Í A , F U E N T E D E V I D A E C L E S I A L 96 ·

bles numerosos intercambios entre países muy variados. Ciertos hábitos culturales de países lejanos y desconocidos, gracias a los medios de comunicación, se nos hacen más familiares y los in­terpretamos con más detalle. Estos factores de interdependencia y comunicación entre diversos pueblos y culturas favorecen una conciencia más clara y concreta del pluralismo religioso existente en el mundo 396.

80. Dentro de esta nueva configuración de la sociedad, el diá­logo interreligioso adquiere una importancia y urgencia especia­les. Este contexto está exigiendo el establecimiento y el desarrollo de relaciones que permitan una convivencia más fluida y fecun­da entre las personas y las distintas tradiciones religiosas. Sobre todo, a partir de las afirmaciones del Concilio Vaticano II, se han ido perfilando las dimensiones del diálogo que debe existir entre la Iglesia católica y las demás religiones no cristianas 397. Hay que reconocer que la práctica del diálogo interreligioso suscita dificul­tades en la mentalidad de muchas personas. Conviene, por tanto, conocer, ante todo, la orientación doctrinal y pastoral que el Ma­gisterio de la Iglesia nos ha ido ofreciendo.

Una auténtica actitud dialogal ha de conjugar el binomio: fi­delidad y apertura. Por un lado se trata de la exposición sincera y clara de la propia fe sin miedo, eliminando toda ambigüedad; por otro, se intenta comprender en profundidad la postura del inter­locutor. Cada tradición religiosa profesa su ‘credo específico’. Éste no es negociable en el diálogo interreligioso. Es decir, el diálo­go “no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en nosotros (cfr.IPe.3,15)” 398. La integridad de la propia fe prohíbe cualquier compromiso de

396 Cfr. Comisión Teológica Internacional, El Cristianismo y las Religiones, (1996), (Madrid, 1998) 557-558.

397 Cfr. LG. n.16; GS.n.22; Concilio Vaticano II, Declaración Nostra aetate, (NA).

398 NMI.n. 56; cfr. DI; Cfr. EinE. n. 55.

 

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reducción. El falso irenismo daña la pureza de la fe y oscurece su genuino y definitivo sentido. No es aceptable tampoco el sin­cretismo que, en la búsqueda de un terreno común, pasa por alto la oposición y las contradicciones entre los credos de tradiciones religiosas diferentes, mediante alguna reducción de su contenido.

5) Apostar por la caridad

81. La contemplación del rostro de Cristo orienta nuestra existencia hacia el mandamiento nuevo que Él nos dio: “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” 399. Ser testigos del amor es el gran testimonio que nos está pidiendo el mundo a los discípulos de Cristo 400. El libro del Apocalipsis recoge las palabras que el Espíritu dice a las Iglesias. Se trata, ante todo, de un juicio sobre la vida. Se refiere a los he­chos, al comportamiento: “Conozco tu conducta: tu caridad, tu fe, tu espíritu de servicio, tu paciencia” 401. Es un llamada a servir al evangelio de la esperanza. La Iglesia no sólo debe anunciar y ce­lebrar la salvación que viene del Señor, sino que debe vivirla en la existencia concreta de las personas. Al margen del amor la persona humana permanece un enigma para sí misma. El amor es la expe­riencia originaria de la que brota la esperanza 402. La buena noti­cia que la Iglesia debe transmitir a todos los hombres consiste en que Dios nos ha amado primero y que Jesús concretiza este amor, amándonos hasta el extremo, como nos acaba de recordar el Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica «Deus caritas est» 403.

En el seno de las familias y de las comunidades cristianas ha de vivirse con intensidad el Evangelio de la caridad. «Las or­ganizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus

399 Jn. 13,34.

400 Cfr. NMI. n. 42.

401 Ap.2,1-3.

402 ����������������EinE. nn.83.84.

403 Cfr. IJn.4,10.19; Jn. 13,1. Cfr. DCe (2005) n. 1

 

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proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cris­tiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor»404.

Es decir, “nuestras comunidades eclesiales están llamadas a ser verdaderas escuelas prácticas de comunión” 405. La opción por la caridad nos proyecta “hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano” 406. El cristiano que siente dentro de sí el amor de Dios, descubre el rostro de Cristo en los demás: “He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber; fui forastero y me habéis hospedado; desnu­do y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis venido a verme” 407. Esta página sobre el juicio definitivo nos ilumina el misterio de Cristo. Acoger y servir a los pobres significa acoger y servir al mismo Cristo.

82. El amor preferencial por los más pobres ha de manifestar­se en una caridad activa y concreta. «Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se ex­tienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora»408. En el ambiente en que nos movemos son múltiples las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana. Juan Pablo II describe con claridad y va­lentía el rostro de las pobrezas de siempre y también de las nuevas.

404 ������������DCe. n. 29.

405 EinE. n. 85.

406 NMI. n. 49.

407 Mt. 25,35-36.

408 DCe. n. 15.

 

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Al hablar de las nuevas, dice “que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sinsentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social” 409. El momento histórico que estamos vi­viendo nos señala con toda urgencia, como nos dice el Santo Padre Bendicto XVI que: «en un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás»410. Constato con gozo que en los planes diocesanos de pastoral, se insiste en la urgencia de implantar ‘ca­ritas’ donde todavía no exista y de fortalecerla en las comunidades parroquiales donde ya esté funcionando. La calidad cristiana de una comunidad se refleja en la vivencia en todos sus aspectos de la dimensión caritativa. Para construir la civilización del amor, es necesario acudir a la doctrina social de la Iglesia. Así nos lo recuerda el Santo Padre en su Encíclica: «En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones —ante el avan­ce del progreso— se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo»411.

6) Eucaristía y acogida a los más pobres:

83. Benedicto XVI señala: «Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última

409 Cfr. Ibid. n.50; cfr. también, EinE. nn. 86-89.

410 �����������DCe. n. 1.

411 DCe. n. 27.

 

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Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). (...) La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús»412. La viva tradición de la Iglesia recuerda siempre esta dimensión de este sacramento. Nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, al afirmar: “La Eu­caristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por noso­tros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr.Mt.25,40)” 413.

a) En la fuente de la Sagrada Escritura

84. Desde su dimensión social y caritativa, en la Eucaristía se recogen y actualizan los gestos básicos del comportamiento de Cristo. Hay que reconocer que el amor ha sido siempre el alma de su vida. No es casual que en el Evangelio según San Juan no se mencione el relato de la institución de la Eucaristía. En cambio se recoge el gesto del lavatorio de los pies. Conviene profundizar en este gesto donde “Jesús se hace maestro de comunión y servicio” 414. La Eucaristía ha de ser un banquete de caridad y de amor sin dis­criminación social al que todos somos invitados 415. El apóstol S. Pablo sostiene que no es lícita la celebración eucarística en la que no esté presente el espíritu de comunión y de caridad más concre­ta 416; este mismo testimonio se reivindica para la comunidad de Jerusalén 417. Desde los primeros momentos de la vida de la Igle­sia, en las reuniones de la comunidad se realizan colectas para los pobres 418. No se puede compartir el pan eucarístico sin compartir

412 ������������DCe. n. 13.

413 CEC. n. 1397.

414 Cfr. Jn. 13,1-20; EE. n.20.

415 Cfr. Lc. 14,15-ss.

416 Cfr. ICor. 11,17.22.27.34.

417 Cfr. Hech. 2,42-ss; St.2,1-ss.

418 Cfr. Hech. 11,29; Gál. 2,9-ss; ICor. 16,1-4; IICor.8-9.

 

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el pan cotidiano. Mas todavía, el servicio de caridad y comunión que se presta en las colectas es designado por el Apóstol con el nombre de liturgia, la cual, a su vez, mueve de nuevo a dar gracias a Dios 419.

b) Testimonio de los Padres de la Iglesia

85. Los Padres de la Iglesia ofrecen un testimonio constan­te del aspecto caritativo-social de la Eucaristía. S. Justino, que nos ha transmitido la primera narración de la Eucaristía, destaca la di­mensión social de la misma con estos términos: “Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, da lo que bien le parece, y lo recogido se entrega al presidente y él socorre con ello a los huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él se constituye en provisor de cuantos se hallan en necesidad” 420. S. Juan Crisóstomo relaciona con vigor y elocuen­cia algunas afirmaciones de Jesús: “¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: ‘Esto es mi cuerpo’, y con su palabra llevó a realidad lo que decía; afirmó también: ‘Tuve hambre y no me disteis de comer’, y más adelante: ‘Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer’. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos” 421.

La Eucaristíaposee, por su propia naturaleza, una dimensión caritativo-social. Es el sacramento de la caridad de los cristianos. Con razón la Iglesia ha unido la fiesta del Corpus Christi y Cári­

419 ���������������������������������Cfr. Rom. 15,27; IICor. 9,12-ss.

420 S. Justino, Apología, I, 67: (PG. 6,429). Cfr. DCe. nn. 22-23.

421 S. Juan Crisóstomo, In Math. Homil., 50,3: (PG. 58,508).

 

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tas, urgiendo que de la misma celebración eucarística nazca la exi­gencia del amor fraterno. El servicio caritativo-social de la Iglesia está radicado en la Eucaristía.

c) Las afirmaciones de la misma Liturgia:

86. Los mismos textos litúrgicos destacan el aspecto carita­tivo-social de la Eucaristía. Deseo fijarme, ante todo, en algunas afirmaciones de las plegarias eucarísticas. En ellas aparece Cristo como el verdadero servidor que se entrega del todo por nuestra salvación. De una forma especial son los necesitados, los pobres, enfermos y oprimidos por cualquier causa quienes son objeto del amor del Padre manifestado en Cristo: “Porque Él, en su vida te­rrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre y en su espíritu y cura las heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” 422. La razón del servicio en Dios no es otra que el amor del todo gratuito. Jesús es el modelo perfecto de caridad: “Te damos gracias, Padre fiel y lleno de ternura, por­que tanto amaste al mundo, que le has entregado a tu Hijo, para que fuera nuestro Señor y nuestro hermano. Él manifiesta su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y pecado­res. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su palabra son para nosotros la prueba de tu amor; como un padre siente ternura por sus hijos, así tu sientes ternura por tus fieles” 423.

Una de las finalidades principales de este servicio es la recu­peración de la amistad y la comunión con Dios mismo median­te el sacrificio de la nueva alianza y también la recuperación y el fortalecimiento de la reconciliación de la humanidad, a menudo

422 Prefacio común, VIII.

423 Prefacio de la PE. V/c.

 

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amenazada por la división, la enemistad y hasta la misma guerra. En la ‘Plegaria sobre la reconciliación II’ se dice al respecto: “Pues, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, tú diriges las voluntades para que se dispongan a la reconciliación. Tu Espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión. Con tu acción eficaz consigues que las luchas se apaci­güen y crezca el deseo de la paz, que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” 424. La Iglesia ha de ser servidora de la reconciliación realizada por Dios y actualizada en la Eucaristía. Los fieles no sólo deben compartir los bienes con los más necesita­dos, sino también han de promover en todo momento la justicia, la paz y la reconciliación: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y oprimido. Que tu Iglesia sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” 425.

Esta tarea caritativo-social, que se expresa y promueve por la Eucaristía, incumbe a todos los fieles cristianos. Este servicio compromete a toda la comunidad eclesial, representada por la Asamblea reunida: “Tú lo llamas (al hombre, al cristiano) a co­operar con el trabajo cotidiano en el proyecto de la creación, y le das tu Espíritu para que sea artífice de justicia y de paz, en Cris­to, el hombre nuevo” 426. Todos hemos de seguir a Cristo en su amor a los ‘pobres y enfermos, a los pequeños y pecadores’, sin ‘permanecer indiferentes ante el sufrimiento humano’ 427. He aquí, en síntesis, algunos textos litúrgicos que expresan la dimensión caritativo-social de la Eucaristía. Lo que se expresa en la ‘gran

424 Prefacio de la PE. sobre la reconciliación II.

425 PE. V/b; cfr. también PE sobre la reconciliación II.

426 Prefacio III sobre la Cuaresma.

427 PE.V/b.

 

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oración’ de la Iglesia tiene un carácter fundamental y central: uni­dad y caridad, justicia y paz, salvación y reconciliación, ayuda y solicitud por los más pobres.

87. El horizonte de nuestro momento histórico se halla os­curecido por múltiples y variadas cuestiones. También en nuestro mundo ha de brillar la esperanza cristiana: “Por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad re­novada por su amor” 428. En efecto, “nuestro Dios ha manifesta­do en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos’ (Mc.9,35)” 429. La Eucaristía es el momento más intenso de la vida de la Iglesia. Cada celebración eucarística ha de ser el signo más claro de la reconciliación en un mundo tan dividido y manifestación concreta del amor de Dios hacia los más necesitados.

428 EE. n.20.

429 MND. n. 28.

 

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Conclusión

88. La hora de Jesús es la hora en que vence el amor. Ha de ser también nuestra hora. Lo será de verdad cuando la Eucaristía sea el centro de nuestra vida. Desde esta profunda convicción, el San­to Padre, Benedicto XVI, les decía con toda claridad a los jóvenes: “No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!” 430.

La extraordinaria riqueza del misterio eucarístico nos alienta para seguir avanzando por la senda de la Nueva Evangelización. Os invito a contemplar, celebrar y vivir las dimensiones fundamentales del sacramento de la Eucaristía. En este misterio se halla la fuen­te inagotable de toda renovación cristiana. En nuestra Diócesis, de honda tradición mariana, es necesario volver nuestra mirada hacia la Virgen María, mujer “eucarística” en todos los aspectos de su vida. Que nuestro patrono, San Martín de Tours, nos ayude con su protección para vivir la Eucaristía como manantial perenne de ca­ridad 431. En la perspectiva del undécimo centenario del nacimiento de San Rosendo, para cuya celebración ya nos estamos preparando, es oportuno fijar nuestra mirada en el rostro eucarístico de Cristo, y en Aquella que canto con la “Salve”, oración que llegó al corazón y a los labios de tantos católicos.

Os bendice y reza con vosotros

Luis Quinteiro Fiuza

Obispo de Ourense.

Ourense, 1 de marzo de 2006

Miércoles de Ceniza.

430 Benedicto XVI, Homilía en Marienfield en la Eucaristía de clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud (21-VIII-2005): en ‘Ecclesia’, 3.272-73 (27-VIII y 3-IX-2005), p. 41.

431 El Papa cita expresamente a nuestro patrono, San Martín de Tours, como modelo de caridad, cfr. DCe. n.40.

 

 

Este libro se acabó de imprimir

en os talleres de RODI Artes Gráficas

en el mes de marzo de 2006

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:07

Ejercicios Espiritules Mendizabal A

Escrito por

EJERCICIOS SPIRITUALES

 

P. Luis M. Mendizábal S.J.

 

 

 

ÍNDICE

290

 

 

 

Día 1º.- Plática preparatoria

 

Principio y Fundamento

Fin del hombre

Personalidad cristiana

Uso de las criaturas

La devoción al Corazón de Cristo

 

Día 2º.- Los tres pecados

 

Pecados propios

La mediocridad

El infierno

La muerte

 

Día 3º.- El pecado fuera de mí

 

La Misericordia

Vida Espiritual

El Rey Temporal

La Encarnación

 

Día 4º.- El Nacimiento

Vida oculta

 

Nuestra consagración

El Niño perdido

Dos Banderas: 1ª meditación

Dos Banderas: 2ª meditación

 

 

 

 

Día 5º.- Tentaciones de Jesús

 

Elección de los Apóstoles

La Reforma

La Samaritana

Los tres binarios

 

Día 6º.- Sobre la Oración

 

Consolación y desolación (Transfiguración)

La Caridad

Marta y María

Contemplación en la Acción

 

Día 7º.- Principio de la Pasión

 

La Última Cena

La Oración del Huerto

La Reparación

Proceso de Jesús

Crucifixión y muerte de Jesús

 

Día 8º.- La Resurrección

 

Otras apariciones

La Mortificación

Aparición en el Lago de Tiberíades

Contemplación para alcanzar amor

 

 

 

 

PLÁTICA PREPARATORIA

 

Vamos a empezar estos Ejercicios con la gracia del Señor, bajo la protección de la Santísima Virgen. Y como actitud de entrada, vamos a procurar desde el primer día, la actitud más eficaz para los Ejercicios. Ante la realidad del retiro de ocho días, puede haber peligros por un extremo y por otro, según la actitud que uno sienta psicológicamente ante los ocho días de Ejercicios.

Las personas que son más bien frías o de poco fervor, ante la realidad de los ejercicios, que son inevitables, -por mucho que uno quiera evitarlos, no lo puede-, pueden tener la tentación de convertir los Ejercicios en la fórmula de cada año. Es un túnel que hay que pasar, y que uno espera pasar con la esperanza también, de volver de nuevo al estado de vida en que uno se encontraba. Como los Magos, que dice la Escritura que “por otro camino volvieron a su tierra”. La fórmula de cada año: ocho días hay que estar en silencio, más o menos; ocho días en que hay que oír puntos de meditaciones; ocho días en que hay que meditar, examinar la conciencia, y que uno procura pasar lo mejor posible: leyendo, informándose, quizás dedicándose a una renovación de la teología…

En otras, que son más fervorosas hay peligros por el extremo contrario. Peligro de llevar a los Ejercicios los propósitos ya hechos; como si todo estuviera en hacer un determinado propósito,que uno, más o menos, ya lo intuye desde el principio, y con esto dice: pues al fin de los Ejercicios ya haré el propósito de hablar menos, de tener más paciencia, de no enfadarme; el propósito de ser más fiel a las distribuciones, etc. Si los Ejercicios consistiesen en hacer un propósito, pues lo podíamos hacer ahora y nos ahorrábamos los Ejercicios.

Hay que hacer propósitos en los Ejercicios, ciertamente; pero los Ejercicios no son hacer un propósito, sino que ese propósito es fruto de una elaboración interior, de un acercamiento al Señor, de una vida de intimidad con Cristo. A esto tienden más los Ejercicios. Por eso, a un alma fervorosa que tiende a hacer los Ejercicios así, de verdad, el peligro más natural que se suele presentar, el más frecuente, es el peligro de los nervios. El peligro de entrar a los Ejercicios con una tensión interior de que no se va a escapar un minuto; y con una tensión interior tan violenta, que no voy a distraerme ni una vez, y voy a aplicarme con todas mis fuerzas, porque tengo que sacar el jugo de mi interior. El peligro de los nervios.

Pues bien, los nervios en la vida espiritual no sirven para nada positivamente. La oración de nervios no la cuenta Santa Teresa entre los tipos de oración. Los nervios sirven en la vida espiritual como una cruz que hay que ofrecer al Señor; pero la oración nunca se hace con nervios. Como el amar nunca se hace con nervios, sino que la existencia de los nervios, más bien indica muchas veces una desorientación en el amor; una persona que no sabe amar de veras, y entonces entra en una especie de ficción de amor, excitándose los nervios.

De modo que nada de esto en los Ejercicios; nada de nervios. No vamos a los Ejercicios a poner los nervios en tensión, no; vamos a los Ejercicios a estar con Jesucristo. Esto son los Ejercicios: estar con Jesucristo. Cuando Él llamaba a los Apóstoles, cansados de tanto trabajar, de tanto recorrer las tierras de Palestina predicando la Palabra del Señor, el Señor les invitaba y les decía: “Venid aparte conmigo y descansad un poco”. Esto es lo que son los Ejercicios: venid aparte y descansad un poco.

Que lo necesitamos… después de un año de trabajo intenso por el Señor –con sus limitaciones, pero con el Señor sustancialmente-, después de un año así, uno tiene necesidad de un descanso con Jesucristo. Después de un año donde uno ha pasado, más o menos, sus crisis interiores, sus dificultades interiores, donde más o menos ha perdido un conjunto de intimidad con Cristo, necesita un descanso, un dejar las cosas para volver a la intimidad con Cristo, así con paz, despacio, sin prisas, sin nervios. Estar con Jesucristo. Sin planes definitivos previos…Así tenemos que entrar en los Ejercicios, con esta idea: a estar con Él. Y Él dirá. El Amo será el que mandará.

Sentido, por tanto, de convivencia con Jesucristo en estos días muy particularmente. “Venid a Mí los que estáis cargados de trabajos y fatigas porque Yo os aliviaré”. Y no hay fatiga tan grande como la fatiga apostólica, como la fatiga de la santidad, que san Pablo denomina “el trabajo de la caridad”. Es el más fuerte. Y nosotros estamos cansados de ese trabajo de la caridad. Tenemos que venir a Cristo para estar con Él.

Venimos, pues, al Corazón de Cristo, allí, a descansar en Él. Y desde ahora os consagráis a Él de verdad; y le consagráis estos días de descanso y de retiro con Él, con sencillez, como viviendo a la luz del Señor, en el ambiente del Señor. Diríamos con una expresión que suena un poco a Paulina, que nosotros “vegetamur ad Domino”. Somos como plantas que crecen, vegetan bajo la mirada del Señor, con la fuerza que inspira el Señor, en el Corazón de Cristo. Nos consagramos a Él desde ahora, y os aseguro que ésta será la medida del fruto de vuestros Ejercicios: la medida de la verdad de vuestra consagración a Él.

Por lo tanto, grandes esperanzas en los Ejercicios, porque el Señor tiene grandes designios sobre vosotras, grandes planes. Y como Él tiene grandes promesas para lo que se consagran a Él, en las que uno ya no cree porque las ve, las ve… Al principio uno cree; pero como decían los de

Samaría a aquella buena mujer samaritana: “ya no creemos por tu palabra, sino porque nosotros hemos visto que éste es el Mesías”. Pues algo así. Uno ya no cree en las promesas del Corazón de Cristo sino porque uno mismo las ha visto.

Pues, abrirnos a la esperanza, con una esperanza grande, pero muy grande. Él es el Director de los Ejercicios, Jesucristo. Lo importante de los Ejercicios es lo que Él dice; eso es lo que buscamos todos: lo que Él dice; no lo que yo digo aquí, no; lo que Él dice con ocasión de lo que yo hablo, por ministerio de lo que yo hablo; por lo que Él directamente inspira al alma con ocasión de la palabra, o durante un tiempo de silencio, o en el tiempo de descanso o del paseo.

Lo importante es lo que Él dice al alma. Y cuando Él habla, se deja todo lo demás. Cuando Él habla, todos los demás estamos de sobra. Pero como habla en cualquier parte, como no hay lugares ni ocupaciones fijas para que Él hable, tenemos que mantenernos todo el día en esa atención amorosa a la Palabra del Señor. Tratar con Él con confianza; tratar mucho. No digo que paséis muchos ratos precisamente delante del Señor en el Tabernáculo, pero sí visitas frecuentes, aspiraciones constantes, abriéndonos al Señor de verdad. Y así, esta misma noche, ya desde ahora, abrir nuestro corazón a la esperanza y a esta atención amorosa a su voluntad. Que entremos de una vez en las vías del espíritu. Que muchas veces no acabamos de entrar; estamos como a mitad.

No reservarnos nada. Si no tengo el valor de ofrecérselo al Señor, al menos no poner nada de mi parte que diga: esto no se toca, aquí no hay nada que hacer. Nada. Y así, vivir en recogimiento interior esta entrega de nuestra parte a la voluntad del Señor en esta convivencia de estos ocho días.

Hemos dicho que venimos a estar con Jesucristo, a descansar con Él, a convivir con Él. ¿Y qué vamos a hacer bajo la mirada de Jesucristo, en el descanso de su Corazón? Vamos a hacer los Ejercicios Espirituales. Quizás para alguna de vosotras es la hora de la paz -¿por qué no?- que

Jesucristo ofrece una vez más, quizás la última. ¿Por qué no? Nunca tenemos que asustarnos; nunca, nunca. Y todos podemos tener un mal rato, una dificultad; podemos mantener en nuestra alma una inquietud, una infidelidad al Señor grave.

Eso puede pasar a todo el mundo, y puede uno asustarse y complicarse la vida y no hallar la paz. Pues bien, para alguna de vosotras puede ser la hora de la paz. Si fuere el caso, no asustarse; es fácil de arreglar. Pero para todas vosotras es camino de santidad heroica estos ocho días de Ejercicios; y vamos a subirlos pero así eh? Pero deprisa, de prisa. “Amemos, curramos”. De santidad heroica. Quizás para llegar a ella necesitamos de alguna purificación: de una falta, de una afección, reajuste de alguna observancia.

Decía el P. Baltasar Álvarez: “Si seis o siete reglas anduvieran en práctica veríamos luego el fruto grande que se seguiría, y ahorraríamos muchas advertencias y lecturas”. Que nos pasamos la vida leyendo, cuando la cuestión es hacer, hacer. La oración no es una asignatura independiente del resto de la vida. Hay que ser fieles a todo.

Pues bien; vamos a remediar eso; eso que tú sabes. A veces decimos: “si yo no tuviera esa falta…, si yo no tuviera ese defecto…, si yo no procediera de esa manera…, si venciera esa negligencia en el trato con el Señor… Pues bien; eso que cada uno de nosotros ve como un obstáculo a la perfección, eso, lo puedes escribir desde ahora. No porque los Ejercicios sean arreglar eso; no digo eso; pero es una cosa que uno tiene delante en cuanto puede ser que haya necesidad de una purificación para emprender ese camino a grandes pasos hacia la santidad.

De hecho, Él nos llama a grandes alturas espirituales, a grandes gracias de oración y apostolado; sin duda ninguna. Hoy se habla mucho de la llamada de todos a la perfección, etc., pero resulta después una perfección que es, pero totalmente barata. No, no. Hablamos de la perfección en serio, en serio. Y el Señor tiene preparadas para nosotros grandes gracias de santidad y de apostolado; y hay que prepararse.

Tenéis que ser personas espirituales, que es lo que hace falta hoy

día; que personas de ciencia las tenemos cuantas queramos, y más quizás entre los no católicos. Lo que hace falta en una religiosa no que digan: ésa tiene tres doctorados. Para eso no necesita llevar toca… Lo que hace falta es que sea una persona espiritual, espiritual… que haya entrado por las vías del espíritu, que sea una persona que viva enamorada de Cristo, y que el juicio que deben dar las chicas de la monja debe ser: “esa monja está loca por Cristo”. Ese es el gran juicio que deben dar de la religiosa; y si no dan ése, estamos fuera de la línea, fuera de la línea. Y todo lo demás, en cuanto nos ayude a esto.

       Pues bien; el Señor tiene preparadas para vosotras –que tenéis esto como ideal y que el Señor quiere esto de vosotras- grandes gracias de santidad y de apostolado. Y para llegar a esto, si decimos que bajo la mirada de Jesucristo vamos a tender a esta santidad heroica, ¿cómo vamos a tender a ello? Haciendo los Ejercicios. Hacer los Ejercicios.

Vamos a hacer Ejercicios. De modo que no a oírlos, no. No es que los Ejercicios los hace el que habla, no. Vamos a hacerlos, no a oír… ¿Es que no va a oír? Viene a oír, es verdad, pero hacer Ejercicios no es oír; es una parte. Oír es para algo que hay que hacer después: hacer Ejercicios. Ni siquiera venimos a pensar. ¿Es que entonces no voy a pensar? Vas a pensar, pero no vienes a pensar como expresión de lo último que vienes a hacer en los Ejercicios, no. No es lo mismo pensar en la inhabitación trinitaria que vivir la inhabitación trinitaria. Porque hoy día, esto ya viene a ser una cosa muy común, todo el mundo le habla a usted de Sor Isabel de la Trinidad y de la vida trinitaria, y del Padre en el Hijo, por el Hijo, del Espíritu Santo. Eso lo sabemos decir todos. La cuestión es vivirlo, vivirlo. No es tan fácil. El pensarlo no es tan difícil.

Pues bien; no venimos a pensar. El hombre no está hecho para pensar. El hombre está hecho para amar… para amar. Y el que piensa mucho y cree que todo está en pensar, suele ser de ordinario un fracasado de la vida, que sabe darse. Que a la vida venimos a darnos, y mientras una persona no ha llegado a darse, no es madura; aunque piense mucho, y aunque hable mucho y aunque diga mucho de su personalidad, si no es capaz de darse, no hay madurez personal. El hombre está hecho para darse. Puede preparar su don, puede escoger la persona a la cual darse, pero tiene que darse, darse definitivamente. No está hecho para pensar, mas tiene que darse racionalmente, es verdad; inteligentemente, porque es racional. Y tiene que pensar, pero ordenadamente a la donación de sí mismo, a la madurez de sí mismo.

Pues bien; en la vida espiritual es lo mismo. Los Ejercicios no son oír y no son pensar. Y hay un grande peligro de que nosotros, aun siendo personas religiosas, no tomamos en serio la vida espiritual. Hay peligro de tomarla como una cierta ficción; proceder como si… como si… ¡Ay! esto

es fatal, esto es fatal. Yo procedo como si Jesucristo me amara, “como si”, pero no llego a vivir de verdad, íntimamente que la realidad es que Jesucristo me ama… y que es sencillo… que es la verdad…, sino un poco así: como si Jesucristo me amara; como si el pecado fuera un grande mal,

pero no una cosa que me coge vitalmente y obviamente: pues el pecado es una cosa terrible… Pues no. UN “como si, “como si”.

Pues bien; es necesario realizar de verdad. Que es verdad que Jesucristo me quiere santa; que es verdad… Aquí hay mucho que discurrir. Es verdad; me quiere santa. Que es verdad que Jesucristo me prepara grandes gracias; que es verdad… Que es verdad que Jesucristo me ama con locura… y desea mi amor… y quiere establecer conmigo esta relación de amor mutuo hasta la transformación mutua… Que es verdad que muchos se condenan… se condenan… se juegan la eternidad ahora…

Es necesario, pues, hacer, vivir ocho días de santidad; bien, a fondo, de verdad.

Dice Santa Teresa: “Pensó bastaba conocer las piezas para dar mate, y es imposible; que no se este Rey sino a quien se le da del todo”. No se da… Pues bien; tomarlo en serio. Leemos en el P. Escaramendi un ejemplo que él cuenta de un joven que fue a la Universidad de París a oír teología. Entró en la clase, y el profesor que estaba explicando aquella expresión: “Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme”. Y oyó esas palabras, salió de la clase y ya no volvió. Y le dijeron: Pero, ¿por qué no vuelves? Dice: Ya me basta lo que he oído. Ahora sólo tengo que cumplirlo; cuando haya hecho esto, iré a otra lección. Eso es tomarlo en serio. Pero nosotros oímos y nos quedamos tan tranquilos: ¡Oh, qué paso tan hermoso del Evangelio! ¡Qué bonito! Y ahí nos quedamos.

Es necesario vivir estos ocho días de santidad. Los Ejercicios son vida, vida. El Señor trata con nosotros; Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. De modo que, como la primera célula que se forma en el ser vivo es una célula viva y hay vida… los Ejercicios no es un mero ejercicio táctico, un proceder como si el demonio estuviese allá… cómo procedería yo, caso de que esto fuese verdad; no. No es eso. Es una vida que se vive, que se vive en contacto con Jesucristo, en la realidad sobrenatural auténtica. Que esto que decimos cuando entramos en los Ejercicios no es una especie de catafalco que arma uno sobre la realidad, sino que es la visión de la realidad auténtica, como la ve Dios; nada más. Y vivir esto de verdad, de verdad.

Ahora bien, no es un mero ejercicio táctico, sino que es un verdadero progreso vital, verdadero; y en la vida no hay nunca retroceso, nunca. Por tanto, como los Ejercicios son vida y vamos a vivirlos, no vamos a destejer nada de lo que ya hemos hecho hasta ahora en nuestra vida espiritual. Esto es muy importante, muy importante. Ni siquiera para empezarlos.

Que algunos dicen: voy a hacer estos Ejercicios como si fueran los primeros de mi vida. ¿Cómo has dicho, cómo si…? Eso es ficción; no los haces de verdad. Ahí hay un catafalco; no va. No como si. Los Ejercicios que voy a hacer son los de ahora, de mi vida real, el paso de la vida espiritual que me toca hacer ahora. En la verdad.

Los Ejercicios son verdad; como son vida, son verdad, son sinceridad. “El Padre busca tales adoradores que lo adoren en espíritu y en verdad”. De verdad; de veras. Por lo tanto, no destejer ni para empezarlos.

Y no vamos a entrar al principio y fundamento como si fuésemos unos ateos que van a encontrar el primer rasgo de verdad. Pero ¿por qué? Si vivimos una vida espiritual ya… Como si

fuese un juicio de razón pura… vamos a ver otra vez, como si yo ahora me encontrase con la verdad cristiana por primera vez. Todo eso son ficciones. Soy una persona que vive con Cristo, y voy a ver

estas verdades que expondremos, en el grado de vida espiritual en que yo me encuentro ahora.

De verdad, de verdad. No destejer. Si alguna ha llegado a un cierto modo de orar, de contemplar…creer que ahora tiene que dejarlo todo y volver al principio, es error manifiesto. Porque es ficción… no es verdad… Vivimos en la vida espiritual auténtica. Estoy en este grado de oración, en este modo de orar… pues retén ese modo de orar y vamos a caminar adelante desde el punto en que te encuentras.

Ni vamos a destejer tampoco en los mismos Ejercicios. No vamos a bajar de una meditación a otra, sino que todo va a ser subir, una después de otra, después de otra… desde el punto de vida espiritual en que estamos ahora. Hacia arriba, hacia arriba, a lo alto. “Duc in altum”. Así vamos con el Señor.

Toda vida es un proceso integrativo. Hay una integración; y eso supone que cada paso que se ha dado ya no se desteje más, sino que influye en el siguiente, y el siguiente recae sobre el precedente, y los dos forman una unidad; y así se camina adelante. Hay que subir cada peldaño de los Ejercicios, conseguir el fruto de cada meditación, cada día, saborearla en los tiempos libres…pero de verdad, sin nervios. Que cuando hay nervios, ya no hay verdad; hay artificio. De verdad, de verdad.

Para hacer así los Ejercicios es necesario olvidar todo lo demás; todo, todo, todo: clases, alumnas, amigas; todo, todo. “El que se ocupa demasiado de hacer el bien, no tiene tiempo de ser bueno”, decía un poeta indio. Y es verdad. Tanto hacer el bien, tanto hacer el bien… ya podía ocuparse usted de hacerse bueno. Tanto bien a los demás…

Olvidar y trabajar. Ponerse en oración. Dilatar el corazón desde el principio. Y mantener esa fidelidad suave al Señor encada momento del día, siguiendo lo que iremos indicando en los Ejercicios, como parte, como orientación. Con fidelidad siempre.

¿Cuáles van a ser las características de nuestros Ejercicios? Van a ser una verdadera integración del hombre espiritual. Vamos a ir ponderando todos los principios, viviendo con el Señor y realizando lo que debe ser.

El hombre espiritual, la persona espiritual debe ser una persona de luz divina en la inteligencia, de amor divino en el corazón, de decisión divina en la voluntad y en el comportamiento de su vida. Esto debe ser. Vamos a procurar esto: iluminar la mente, inflamar el corazón y confirmar la voluntad. Esto será.

Pero, por lo tanto, en el entendimiento serán los Ejercicios de fe… fe… No vamos a hacer grandes elucubraciones teológicas, que nos sirven, quizás, para otras cosas. Pero Señor, ¿está el Evangelio? Pues vamos al Evangelio. ¿Lo ha dicho el Señor? El Señor qué pocas elucubraciones teológicas hacía, ¿verdad? Pocas… Bien sencillo: “Vete, y haz lo mismo”. Ahí está la teología. Sencillo… Fe… fe… Que perdemos la fe a fuerza de discurrir, muchas veces, y creemos que raciocinamos mucho… somos inteligencias luminosas… Y vamos perdiendo toda la riqueza de la fe, sencilla, dócil a Dios.

Pues van a ser los Ejercicios así:sencillos… docilidad a Dios, luz de fe… fe. Es pura fe, caminar hacia Dios. Creyéndole siempre, sabiendo que es verdad, que es el verdadero valor de las cosas, es el que nos da la fe, y nosotros lo aceptamos. ¿La fe me ha dicho esto? Lo acepto. Si me dice que un acto de puro amor hace más por la Iglesia que todas las obras exteriores juntas sin ese amor, pues creerlo… Es así… Es verdad, es verdad; aun cuando me parezca a mí que todo el porvenir del mundo actual está en correr mucho.

Está en amar mucho. Corriendo o parados, como el Señor quiera; pero en fuerza del amor, no en fuerza del motor. Y lo mismo en lo demás; y en la reparación, y en el valor de la cruz, y de la mortificación… Que no nos entra… Con ojos humanos es absurdo. Y si yo para decir que hay quellevar la cruz tengo que empezar a hacerle argumentos, pues le diré lo mismo que decía Cristo: “Si uno no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”. Ahí está claro, claro. La luz de la fe, luz en la fe.

En la voluntad, van a ser Ejercicios de gracia; más que de fuerzas nerviosas, gracia, gracia del Señor abundante… gracia. Gracia extraordinaria del Sagrado Corazón que se va a volcar en los

Ejercicios, con seguridad. Y en el afecto, en el corazón, van a ser Ejercicios del don de Sabiduría: Conocimientoíntimo de Jesucristo, conocimiento íntimo de las verdades superiores, conocimiento íntimo del Señor, que es bueno. Videte et gustate quia bonus est Dominus. “Venid y gustad cuán bueno es el Señor”. Gustadlo… Ese resabor interno del Espíritu Santo, que es el que nos da energía y nos da fuerza y nos da docilidad y sumisión, porque es todo esa especie de instinto que nos pone de acuerdo con Él. Eso van a ser. En la voluntad, don de Sabiduría: gustar al Señor.

       Lo demás, el director aparente es lo que queda en último lugar. Porque como va a ser Él el que va a actuar… el director aparente, poco puede hacer. Lo único que puede hacer es estar a

disposición. Ser siervo de los siervos de Dios. Lo interesante para el Director espiritual es ayudar al alma a vivir este contacto íntimo con Dios; nada más, nada más. Ese es el oficio del Director de Ejercicios: iluminar, quitar impedimentos, ayudar al alma en sus estados interiores para hacerse luz, para corresponder con fidelidad, de modo que pueda operar más libremente y más directamente el Criador con su criatura y la criatura con el Criador a solas. El director les ayuda en nombre de la Iglesia, para que realicen este contacto íntimo de amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRINCIPIO Y FUNDAMENTO

 

Hoy hablamos muy frecuentemente de una crisis religiosa en el mundo, en la vida religiosa misma, en la vida de Comunidad, en la consagración a Dios, en el apostolado. Se habla mucho de los valores religiosos, morales, humanos… Y tenemos una tendencia a interesarnos por todo. Tendencia que es buena, y puede ser sana; pero en general, hay más tendencia en nosotros, hoy día, hacia el ecumenismo que al matiz del catolicismo.

Ecumenismo, en su idea misma, significa “extensión universal”. La “Ecumene” es la tierra habitada. Y el ecumenismo significaría extender la religión a toda la tierra habitada: que todos

entren en la Iglesia, que se realice la unión de todos.

       Catolicismo significa en su concepto, por su palabra misma, “catolon”, “en cuanto a todo”. De modo que no es sólo en el aspecto universal, sino en el aspecto de profundidad individual; que

coja todas las partes, todos los elementos de cada uno, y al mismo tiempo toda la extensión universal.

Pues bien, en ese interés nuestro por todo, por lo universal, a veces perdemos en profundidad; y no raras veces el mero hecho de interesarse por todo, suele ser un modo de no interesarse por que uno tiene más cerca de sí. Es, primero, uno mismo, y en segundo lugar, las obras, los trabajos que uno tiene alrededor de sí, de los cuales uno debe responder. Y así, hay gente que resuelve todos los problemas sociales de todo el mundo, menos del pueblo en que vive; todos los demás es capaz de resolverlos. Esto sería un modo fatal de enfocar nuestra vida espiritual.

Ya santa Teresa lo decía en las moradas primeras, capítulo II: “Pone a otra un celo de la perfección muy grande; esto muy bueno es; mas podría venir de aquí, que cualquier faltita de las hermanas le pareciese una gran quiebra, y un cuidado de mirar si las hacen, y acudir a la priora. Y aun a las veces podría ser no ver las suyas, por el gran celo que tiene de la religión. Cada uno se mire a sí. Dejémonos de celos indiscretos, que nos pueden hacer mucho daño”.

Pues esto puede aplicarse mucho también hoy día. No es que vamos a dar en los Ejercicios métodos de apostolado; no vamos a dar ninguno. Pero vamos a procurar ir a la sustancia, a lo formal, a nuestra dependencia de Dios en cualquier actividad. Que ustedes tengan después que dedicarse a cualquier actividad, la más variada y la más extraña, eso es cuestión de la vocación de cada una, del destino que le den a cada una; pero que en cualquier actividad procedan como Dios quiere. Esto es lo importante, y esto es lo que nosotros vamos a procurar particularmente. Y no es tan fácil esto en nuestra propia vida. No sólo en esa crisis religiosa del mundo, de que hablamos todos: la juventud de hoy, las chicas de hoy, cómo se les entiende, como se les trata, esa crisis… no sólo fuera, sino en nuestra propia vida.

Muchas veces ni nos entendemos a nosotros mismos, ni sabemos qué hacer en concreto. ¡Cuántas veces! ¿Cómo procedo yo aquí, en estas circunstancias? ¿Qué criterio sigo? Y ahí tenemos una vida que nos resulta complicada.

Mirad; la vida cristiana, la vida religiosa, no es complicada en absoluto. Es sencillísima. No digo que sea fácil; digo que es sencillísima. Precisamente, la dificultad está en la sencillez. Porque

¡es tan sencilla…! Es darse a Dios. No hay más. Sin reservas. Y es sencilla… Tan sencilla, que, como no tenemos excusas de no hacerla, la complicamos, y entonces ya nos excusamos: Claro, no

es tan fácil… porque hay tantas cosas que ver… hay tantos problemas… hay tantos valores… En fin, que uno no llega a darlo todo, y se queda contento porque va resolviendo los problemas que se presentan poco a poco.

Se nos presentan así, como vida complicada: La personalidad… que hay que atender mucho a la personalidad… Los valores terrestres… tan descuidados por la ascética tradicional que

nunca ha entendido, influida por un cierto maniqueísmo; nunca ha entendido; siempre ha ido por el camino de la mortificación… cuestiones de la Edad Media… Humanismo, naturalmente; hay que

hacerse amables a todos, a todos… como Jesucristo: amables…

Junto a esto, hay alguna vez alguien que habla –Juan XXIII- de austeridad, de penitencia para el Concilio. Nadie comenta eso. Eso… pues un salto atávico del Papa, que era tan abierto y tan amable… Aquello: “Penitencia para el Concilio…” esa Encíclica se deja pasar, no correponde tanto.

Medios modernos de apostolado. ¡Ah, eso sí! Todos los medios modernos, enseguida: televisión, cine, radio, excursiones… Todos los medios modernos. ¿Es que no hay que emplearlos?

Claro que hay que emplearlos. Si no hubiese que emplearlos, la solución sería muy sencilla. Pero…¿y la “oportet facere et haec non omitere”?

Y por otro lado, tenemos clarísimo que sin penitencia y sin oración y sin sacrificio no hay redención de las almas. Eso no tiene vuelta de hoja. Y entonces, ante estas cosas, dice una: Bueno, y ¿cómo actúa una religiosa de hoy, de hoy, de hoy? Porque nosotras queremos ser religiosas 1963. Y no de enero del 63, sino de julio y agosto del 63… Se suele resolver esto muy fácil; una solución que parece muy fácil: Lo que Jesucristo hubiera hecho hoy, eso tenemos que hacer nosotras; o lo que vuestra fundadora hubiera hecho hoy.

Pues bien; permitidme que os diga que esto no resuelve nada: lo que Jesucristo hubiera hecho hoy. Porque todos decimos que Jesucristo hubiera hecho lo que hacemos nosotros. Y es lógico, porque nadie tendría el valor de hacer algo, si no creyese, o si no dijese, al menos, que piensa que Jesucristo haría lo mismo; si no, tendría que dejar de hacerlo.

Me parece que nos podríamos fiar de una persona que procediese de esta manera: “Lo que Jesucristo haría hoy”, nos fiaríamos de su criterio, si esta persona sinceramente nos asegurase –pero con sinceridad-, que ella en tiempo de Jesucristo hubiese hecho lo que hubiese hecho Jesucristo.

Así ya me fiaría más: En aquel tiempo, yo me hubiese ido a vivir a Nazaret en lugar de vivir en Roma; en lugar de fundar una academia en Atenas, me hubiese ido a Nazaret a estar 30 años trabajando en una carpintería.

Si realmente me lo dijese así, de verdad de verdad, pues puede ser que le creyese, y que lo que ella piensa ahora es lo que Jesucristo haría ahora. Pero si nosotros no pensamos hacer, cuando estaba Jesucristo, lo que Él hizo, quiere decir que no tenemos el criterio de Cristo. De modo que, “lo que Jesucristo haría hoy” no nos resuelve la cuestión; no vale nada eso.

Eso me dice sólo lo que usted piensa hoy; nada más. En este sentido es difícil orientarse en nuestra vida de hoy; es difícil. Y es lo que se nota: una desorientación general. Se dan golpes de ciego por

un lado y por otro. Es muy difícil. Y más en la raíz. Porque, no se trata de si se hace una pequeña

acción aquí… si se cambia la toca, o cosas de esas… Eso no es la raíz… Si el arreglo de las mojas

fuese cuestión de hábitos, eso lo arreglaban los sastres en poco tiempo en todas las monjas. ¡Que no

está ahí! Eso es muy secundario, es muy material, es un elemento muy material; tengan o no tengan.

“El hábito no hace al monje”, decían los antiguos. Hay que ir a la raíz, que nuestro modo de vida.

Ahí está: nuestro modo de vida, nuestro nivel de vida, nuestro tono de vida. Este es el punto

importante. Porque, aun siendo ya religiosas –como siendo sacerdotes, lo mismo-, se nos presentan muchas posibilidades de ser religiosas; muchas. Se puede ser religiosa así y asao; de muchas maneras.

Y aquí está lo radical. ¿Qué espera el mundo de las religiosas de hoy? Y ¿qué nos importa a nosotros lo que espera el mundo de las religiosas de hoy? Como si el mundo tuviese criterio para saber lo que debe ser la religiosa de hoy… Si Jesucristo hubiese seguido este criterio: lo que esperaba Israel del Mesías… estaríamos buenos ahora. No, no importa nada. Porque el criterio de nuestra vida religiosa no lo va a dar el mundo, y no lo debe dar.

San Ignacio solía decir algunas veces al P. Nadal, que le preguntaba cómo avanzaría en la santidad. Le respondió Ignacio: “P. Nadal, mirad lo que hace el mundo, y haced vos todo lo contrario, y llegaréis derecho a la santidad”. ¿Esto quiere decir que nosotros vamos a hacer lo contrario? Tampoco. Pero digo que no es criterio. No nos interesa lo que el mundo quiere de las religiosas. Lo que nos interesa es: lo que Jesucristo quiere de las religiosas, y de esta religiosa, que eres tú, en el mundo de hoy. Eso sí. Pero lo que Jesucristo quiere, no lo que el mundo quiere; lo que Jesucristo quiere de ti en el mundo de hoy, en la realidad de hoy; esto sí.

Ahora bien; ¿Cómo ha de ser la religiosa de hoy según la mente de Cristo? Este es el punto difícil. Aquí es donde tenemos que orientarnos. Y fácilmente, cuando tocamos estos problemas y

leemos revistas que se escriben por todas partes, fácilmente perdemos de vista el aspecto sobrenatural: ver las cosas con los ojos de Dios. Qué piensa Dios de esto. Lo que piensa Jesucristo de las cosas: de la educación, de la formación, de la vida personal de santidad, de la vida de austeridad, del apostolado… lo que piensa Jesucristo.

Cuál es el sentido de mi vida. Y aquí sí que suele haber poca sinceridad. ¿Cuál es el sentido de mi vida? Si pudiera empezar ahora mi vida ¿qué haría yo ahora para llevarla sanamente? Pues bien; para esto vamos a considerar –pero no considerar solo; decíamos que los Ejercicios no son pensar, sino vamos a realizar vitalmente- elPrincipio y Fundamento. Volvamos allá. Verdades sólidas, reveladas, sobrenaturales, que vamos a ver en espíritu de fe sobrenatural. No con sola razón. No imaginar que el principio y fundamento es: prescindiendo de la fe, ahora venimos a la razón filosófica; nada de eso. Estamos en el orden sobrenatural. Con fe; lo que nos dice la fe del sentido de nuestra vida; y así, establecer la verdadera jerarquía de los valores a la luz de la fe.

El texto del Principio y Fundamento lo conocéis. Lo vamos a meditar todo el día. Lo presentaremos, quizás, con otras palabras, pero en su sentido íntimo de fe sobrenatural. ¿Qué es el Principio y Fundamento?

Primero os voy a dar una visión general de todo el Principio y Fundamento, y después nos detendremos un poco en el comienzo: en el “ser criado”.

 

El Principio y Fundamento.- San Ignacio no hace mucha insistencia en esas palabras: “es criado”, de la creación; no. Lo que se pretende es esto ya: El principio y fundamento de cualquier modo nuestro de actuar, tiene que ser caer en la cuenta de que nosotros estamos sobre la tierra: cada uno, no la humanidad, sino el hombre, singular, concreto, es criado. Es decir, el sentido de su vida: por qué está aquí. “Es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor en esta vida”. Lo dice muy bien el catecismo de Astete: “El hombre ha sido creado para servirle en esta vida y después gozarle en la eterna”. De modo que, eso de alabar, hacer reverencia, no es lo que va a pasar allí, el la otra vida, sino ya ahora.

“El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir”. San Ignacio emplea estas palabras sinónimas; unas veces dice “para servicio y alabanza”; otras dice: “para alabanza y gloria”, etc.; cambia un poco, pero más o menos es lo mismo, significan lo mismo: “El hombre ha sido creado para servir a Dios”. Pondremos nosotros de una manera más concreta; conforme, muy conforme a San Ignacio.

El hombre ha sido creado –de modo que tú has sido creada, puesta en esta vida- para agradar a Jesucristo; para eso: para agradar a Jesucristo. Y así, agradando a Jesucristo, obtener la plena felicidad de tu alma, la plena salud, el pleno bienestar de tu alma en esta vida; no sólo en la otra; en esta vida. Este es el principio y fundamento.

Estamos hechos para esto: para agradar a

Jesucristo, y así, ser felices ya en esta vida; con dolores o sin dolores…; agradando a Jesucristo, ser felices. Y todo lo demás –esta es la luz de la fe- todo lo demás, se nos ha dado para agradar a Jesucristo. Nada más. -¿El apostolado? También… también. Por eso, el Apóstol San Pablo empieza siempre: “Siervo de Cristo, servidor de Cristo en mi apostolado”; “a quien sirvo en mi apostolado”, dice san Pablo; en mi apostolado mismo agrado a Él. De modo que todo lo demás, para que nos ayude a agradar a Cristo.

Esta es la luz de la fe en la inteligencia. Así es. El sentido de mi vida es agradar a Cristo, y así ser feliz. Y todo lo demás, para que me ayude a agradar a Cristo, y así ser feliz.

Consecuencia en la voluntad: Por tanto, tengo que emplear las cosas y a mí mismo, en cuanto me ayuden a agradar a Cristo; nada más. Tanto cuanto me ayuden…

Tercera consecuencia: En el corazón, en la afectividad. Decíamos que eso es la integración personal total: entendimiento, voluntad y afecto. Afecto proporcionado; no sentimentalismos. Pues

bien; consecuencia en el afecto. Por tanto, tengo que ser indiferente para todo lo creado…Indiferente ¿quiere decir que tengo que ser apático? ¡No! Tengo que enamorarme de Cristo de tal

manera, que todo lo demás no me importe nada; con tal de agradar a Cristo. Entonces emplearé todas las cosas según lo que es el ideal de la fe sobrenatural.

Este es el principio y fundamento. Bien sencillo: una verdad de fe, una consecuencia de la voluntad y una consecuencia de afectividad. El hombre ha sido creado para agradar a Cristo… y todo para que le ayude a agradar a Cristo… Luego tiene que emplearlo así… Luego tiene que hacerse indiferente a todo lo creado en fuerza de su grande amor a Cristo.

Aquí tenemos todo. Este es el principio y fundamento: juicio estimativo de la fe, firmeza de voluntad y proporción en la afectividad.

Vamos a detenernos ahora con sabor espiritual en la primera parte. Vamos a quedarnos en este “el hombre es creado”, que como digo no tiene ese sentido de creación, pero a pesar de esto nos podemos detener con fruto, en cuanto que vamos a ver que nos tenemos que apoyar en solo Dios. Y esto es muy buena base.

El peligro nuestro es apoyarnos en nosotros o en las cosas. No. El hombre es criatura; por lo tanto, tiene que apoyarse en solo Dios. Y el punto de partida de toda nuestra vida tiene que ser el formarnos una idea justa de lo que es Dios: Padre… amabilísimo… que es todo para nosotros. “Dios mío y todas mis cosas”.

Y hay peligro en esto. Partiendo de esto mismo, cuántas veces en el apostolado moderno, el valor Dios queda muy en segundo lugar. Lo importante es remediar las miserias humanas. Eso nos da mucha pena… cómo vive tanta gente… tantas familias… -Pero, oiga: ¿y ofenden a Dios? –Oh, eso después; lo primero es que se arregle esto, porque aquí lo que nos da pena es lo material. -¿Y Dios? –Ah! ¿Y los derechos del obrero…? –Natural; los tiene, y hay que dárselos todos, muy verdad… -¿Y los derechos de Dios? ¿Quién sale por ellos? ¡Nadie! –Tenemos que tener a San Miguel como el gran patrono de esto; San Miguel que lanzó el grito: “¿Quién como Dios? Y salvemos los derechos de Dios, y sintamos dolor íntimo del modo como vienen conculcados los derechos de Dios, sin que nadie hable de ellos. Tiene derechos sobre nosotros.

Es el primer valor. No que la gente viva feliz. No es el primer valor; sino, “buscad primero el reino de Dios y su justicia; todo lo demás se os dará por añadidura. –Parece que lo dice el Evangelio…

El principio de toda virtud, digo, es: tener un conocimiento justo de Dios. Lo decía en el Tratado de “Recta in Deum FIDE” un autor del siglo II: “El fundamento y firmamento –firmeza de todas las virtudes-, me parece que es sentir y creer dignamente de Dios”. Y es justo. Y es verdad que muchas veces Dios no ocupa en nuestra vida el lugar que le corresponde, aun como religiosos.

       No… Dios se porta como Dios con quien le considera Dios; y lo demás no. A quien le considera como un mero suplemento, después de todo lo demás… Cuando una persona dice: ¿Qué tal va ese asunto? -¡Ah! Está en las manos de Dios.

-¡¡Ay!! De ordinario quiere decir que ha agotado todos los recursos, y que ha recurrido ya a las manos de Dios. Y ¿Por qué no ido desde el principio a las manos de Dios? –Pues muchas veces, Dios es el suplemento que queda allí detrás… para las causas perdidas. Lo que no podemos hacer nosotros, se lo dejamos a Dios. –Pues no. Pensar justamente de Dios, creer en Él de veras: que Dios existe, que es nuestro Padre, que nos ama, que Jesucristo nos quiere… de veras… Que hay pocos que crean de veras en Dios…

-Una vez me decía un seglar con mucha admiración, de un sacerdote, de un padre: “¡¡¡Oh!!! Qué Padre ése. Ése es de los pocos que ha visto que creen en Dios; creen en Dios” Sólo eso le causaba admiración: que creía en Dios.

Pues bien; partamos de aquí. Nosotros dependemos de ese Dios, Padre, grandísimo, infinito, inmenso. Y como esencia nuestra –fijaos… partamos de puntos sólidos-, mi esencia íntima no es la

de ser profesor. ¿Por qué? Porque me pueden quitar mañana… y ya no soy profesor, y no he perdido mi esencia… Ni la de ser predicador, o la de ser –para ti- organizador de esto o de lo otro, o

enseñarte de esto o de lo otro… Todo eso no es tu esencia; todo eso te lo puede quitar una criatura,

y naturalmente, Dios mismo; no es tu esencia. No decimos que la esencia del hombre es una rica personalidad psicológica… No siempre es ésa su esencia. Que es portador de valores eternos… Lo

es ciertamente; pero no ponernos esto como esencia así, porque estas cosas fácilmente nos pueden llevar a una actitud de soberbia: “yo soy portador de valores eternos… yo soy una personalidad que

usted debe respetar…”

Lo íntimo nuestro, lo verdaderamente íntimo nuestro, nuestra dignidad esencia es: ser criaturas de Dios. Ahí está. Y eso no lo dejamos nunca, ni lo dejaremos jamás. Te quitarán de cualquier sitio donde tú puedas trabajar; ¡muy bien! Nunca nadie te quitará el ser criatura de Dios, y seguirás siéndolo siempre: criatura de Dios. Ahora, nuestra dignidad, ser criaturas de Dios, supone de nuestra parte una dependencia total de Dios como criaturas…criaturas… Él puede hacer de mí lo que quiera en sus designios divinos.

Pero no sólo soy criatura de Dios, diríamos, de una manera así, lanzada por Dios, dejada ahí… no; criatura de Dios que depende de Dios con lazos de hijo… hijo… como hijo de Dios. Mi apoyo, mi esencia está aquí, está aquí.

¿Es verdad que es Padre mío Dios? Sí, sí. Él ha creado mi alma. Y notad bien que Dios no crea las almas en serie. Dios crea las almas, a cada uno la suya, y hecha para esta persona, concretamente para ti, sabiendo lo que pretendía. Y la ha hecho con amor; para ti. Dios no tiene fábricas en serie; no hay nadie en serie para Dios. Existe el alma concreta, creada por Él directamente; salida de las manos de Dios.

Por otro lado, nuestro cuerpo también depende de Dios. Es verdad que nuestro cuerpo nos lo han dado nuestros padres como instrumentos de Dios; pero fijaos que la acción de los padres es tan

reducida… Nuestros padres fueron los primeros que no sabían siquiera cómo seríamos nosotros; y los primeros que tenían interés y curiosidad por ver qué sería de nosotros: si seríamos perfectos en

el cuerpo o no, si tendríamos algún defecto o no. ¡Mira qué causa nuestra! Nuestros padres… ¡qué causa tan ciega! Dependías todo de Dios. El que sí sabía todas tus cualidades físicas, todas ellas, es

Dios mismo. Ese sí… ése sí. Sabía todo: cómo iba a ser todo tu cuerpo, todo… tu alma y tu cuerpo también… porque sabía para qué te quería; sabía bien la función que te iba a dar en el mundo… Por

eso tenemos que sacar como una primera conclusión ésta: no quejarnos nunca de nuestro cuerpo ni de nuestra alma; nunca, nunca. Porque nuestro cuerpo y nuestra alma, como el Señor nos lo ha dado para una función, son excelentes para esa función; y cuando nosotros nos quejamos de nuestro cuerpo y de nuestra alma, suele ser porque no queremos aceptar esa función. Pero son excelentes para lo que el Señor quería de nosotros. No quejarnos nunca… Si nos tenemos que quejar, es de nosotros, en cuanto que no aceptamos nuestra misión; pero para la misión que tenemos, es lo mejor que nos podía dar Él. Aceptarlo siempre. Y no quejarnos nunca de nuestro cuerpo ni de nuestra alma.

      

Consecuencia de este ser criatura de Dios.- Dios nos sostiene en el ser en cada momento.

 

Nosotros dependemos de Dios, y no dependemos de nadie más que de Dios. Y esto, en el Señor, es un punto que Él sostiene y defiende con celo, diríamos. No quiere que seamos de ningún otro…sólo de Dios. Es nuestra dignidad. De modo que no dependo de ninguna criatura, de ninguna; de ninguna persona ni de ninguna cosa. –Y ahí están los mártires que han demostrado con su sangre, que dependen sólo de Dios aunque les quiten la vida… sólo de Dios, sólo de Dios. Y aun siendo tan humildes, tan dóciles a la voluntad de Dios, a su ley, son capaces de enfrentarse con cualquier tirano; sin miedo… porque ellos son de Dios, y sólo de Dios. –Así tenemos que mantenernos siempre; y esto, el Señor lo quiere.

Orígenes, comentando un pasaje del Antiguo Testamento, en el que se dice: “Maldito el que pende, el que está colgado del leño”. Maledictus qui pendet ad ligno, dice él: “Mira si quizás esto debería interpretarse también según lo que dice Jeremías: “Maldito el hombre que pone la esperanza en el hombre”; porque tenemos que poner la esperanza en sólo Dios, y no en ninguna criatura, aunque esta criatura sea un ángel del Paraíso. Sólo Dios”.

 –Aquí tenemos un gran principio para

todo lo que tendremos después. Dependemos de sólo Dios, de sólo Dios. Pidamos gracia para sentir esto: Yo dependo de solo Dios, de solo Jesucristo. Eso que se dice en Filosofía: ens ab alio “ente que depende de otro”; ese otro es Cristo. Yo soy, por mi naturaleza, por mi esencia, dependencia de Dios, dependencia de Cristo.

Consecuencia práctica.- Yo no dependo de ninguna criatura… ni dependo de la sonrisa de ésta… ni del morrito de la otra… Yo no dependo… ¿Que se va a enfadar? Ya se le pasará, Dios mediante; y si no, peor para ella… -No dependo de mi comodidad… “Maldito el hombre que pone la esperanza en el hombre” Y podríamos decir: “Maldito el hombre que pone la esperanza en la radio… Maldito el hombre que pone la esperanza en las revistas que va a publicar… Que pone la esperanza en la televisión… Que pone la esperanza en los medios modernos de apostolado… Maldito el hombre que pone la esperanza en los medios antiguos de apostolado… también, lo mismo… Maldito el hombre que pone la esperanza en las costumbres que ha tenido hasta entonces… Maldito el hombre que pone la esperanza en lo moderno que está saliendo ahora…Maldito el hombre que pone la esperanza en los apuntes… Maldito el hombre que pone la esperanzaen el registrador, en el magnetófono… como si toda la santidad estuviese en una cinta… No tenemos que poner la esperanza en nada de eso; en solo Dios. Sólo Dios. Sólo Dios.

–Entonces, ¿no hay que hacer nada de lo otro? –No he dicho nada de eso. “El que pone la esperanza”; porque  tenemos que depender solo de Dios, sólo Dios; en todo, en todo. Así era San Ignacio. San Ignacio, esto lo decía de verdad, y lo hacía de verdad. Y esto es vida teologal, esto. No, hacer muchos actos de fe, esperanza y caridad durante el día… “El justo vive de la fe”, vive; no, actos de fe de vez en cuando… Esto no es difícil… sino, vive de la fe.

–Y así era San Ignacio. Comprendió muy pronto, con la luz que el Señor le dio, que aquí estaba todo:en apoyarse en sólo Dios. Y se determinó que él se apoyaba en sólo Dios. Y cuando tuvo que salir hacia Palestina, estaba con escrúpulos de conciencia de si tenía que llevar algún dinero para el viaje o no; y no quería llevar nada, ni una blanca. Y… tenía ciertas angustias, y fue al confesor. Le dijo el confesor que llevase unas blancas. Y… recibió en limosna… y las iba a llevar… y después las dejó en un banco en una playa, porque le parecía que era ofender al Señor no tener la esperanza en Él…

Y le dijeron que se llevase un compañero, porque no sabía italiano, ni latín, ni nada para ir a Roma y a Palestina… Y dijo que aunque le diesen por compañero al hijo del conde de Cardona, que no lo aceptaba, porque él quería tener su fe, esperanza y amor en sólo Jesucristo. Y si llevaba un compañero, pues tendría esperanza de que si caía le levantaría el otro, y que si se ponía enfermo le curaría; y esa fe, esperanza y afición la quería tener so sólo Cristo. Porque si alguna vez le hubiese ayudado, pues sentiría reconocimiento –que era un corazón muy noble- y se apegaría a él; y él quería fe, esperanza y caridad en sólo Jesucristo. –Eso es tomarlo en serio. Sólo dios. Criatura de Dios… hijo de Dios…

Pues bien; mi esencia es: depender, creer, esperar, amar a solo Dios. Tener fe, esperanza y afición en solo Dios, y llevar conmigo todas las consecuencias de esto. Emplearé todos los medios con tal que no me quiten la confianza. Un apóstol que tiene fe, esperanza y amor en solo Dios, empleará lo que tenga que emplear, pero no se detendrá en eso, y después le dará un puntapié y no estará anunciando: es que, gracias a estos medios que he empleado… Usará todo sin apoyarse en nada; en sólo Dios.

Que esto nos entre muy dentro… De solo Dios dependemos. Penetrar un poco en el gustar esta dependencia de solo Dios, entrando en el sentimiento interno, auténtico de cómo dependo de

Dios. Dependo totalmente de Dios, como un barco del agua, sostenido en el agua; si no hubiese agua… a tierra.

–Más: como una imagen depende de mi imaginación. Si yo me pongo a imaginar

ahora la cúpula de San Pedro, la veo, la tengo en la imaginación. Si ahora no pienso, ya no la tengo,porque no pienso en ella. No me la imagino.

–Así dependo yo de Dios. No que soy una imagen de la imaginación divina; soy un ser creado, pero dependo de Dios, como una imagen de mi imaginación. Basta que el Señor no pensase en mí, y yo no existiría; no sólo muerto, sino que no existiría, volvería a la nada. Y cuanta más entidad tengo en mí, más dependo. Un granito de arena depende todo de Dios, pero tiene poca entidad. Un animal depende más de Dios; tiene más entidad.

Un hombre que tiene la razón, tiene más dependencia de Dios; tiene más entidad. Y la gracia santificante es la dependencia plena, la más perfecta. El alma en gracia es como el alma sostenida por los brazos de Dios, a la que Dios besa. No sólo está sostenida –todas las almas están sostenidaspero el alma en gracia está como en el abrazo de Dios; la tiene contra su Corazón por la gracia santificante.

Me decía una vez un alma, que tenía ciertas dudas, que no veía el beneficio de la creación. Y ella le decía al Señor: “¿Por qué me habéis creado, Señor?” Y el Señor, dice, que le hizo sentir como un beso suyo en la frente que le duró algunos días, y oyó esta palabra: “Si Yo no te hubiera creado, ¿para quién sería este beso?”

Y es verdad. La realidad es ésta: que Dios te ha creado para darte su beso de amor. Y la gracia santificante es ya un abrazo de Dios al alma, que puede subir muchísimo, porque hay abrazos y abrazos.

Dependo todo de Dios, con relación total, sí, pero de paternidad amorosa. ¡Para quién sería este beso! De la mente de Dios dependo como posible, pero del corazón, de la voluntad de Dios, dependo como existente. Me amó, y por eso me creó. Me amó sin causa precedente; no había motivo especial que le moviera a Él a esto. Me amó porque quiso, por un exceso de su amor. Me amó así: como cuando tú tienes que escoger entre dos sillas, por ejemplo, exactamente iguales, exactamente.

No hay ninguna diferencia. La persona que escoge en estas condiciones no está determinada por la silla, sino que ella pone la bondad en la silla: ¡Ésta! La he escogido porque he querido; no había razón especial en ella, pero ahora me muevo yo; tengo la bondad en esa silla y mi preferencia en ella, y ahora la prefiero. Así se mueve Dios también en cualquier orden de creación.

Ser creado por Dios significa por consiguiente –que lo sientas esto internamente- estar sostenido en el ser por el latido del Corazón de Dios. Eso es ser criatura de Dios. Cada momento de tu ser es un latido de Corazón de Dios que te ama… que te ama, que te mantiene en el ser. Cada minuto de tu ser procede de Dios, y procede conscientemente de Dios. Y esto no te lo ha dado así para siempre, no. Te va dando el ser gota a gota, y cada momento es un latido del corazón de Dios.

Así como cuando tomo el pulso, cada latido de pulso es un latido del corazón, pues algo así; cada momento de mi ser, es un latido del Corazón de Dios, que me lo da gota a gota. Que yo sienta esto internamente, y que esto sea la base de todo lo que después trataremos de realizar sobre nuestra posición apostólica, nuestra posición de santidad. La base –partamos de aquí-, la verdadera base es que somos criaturas de Dios; por lo tanto, tenemos que depender sólo de Dios.

Pero recordemos: con dependencia de paternidad amorosa. “Si no te hubiese creado, ¿para quién sería este beso?”.

 

FIN DEL HOMBRE

 

Vamos a procurar saborear las meditaciones que vamos haciendo, en los ratos libres, etc., en lugar de ocuparnos con leer muchas cosas. Es mejor, en general, saborear suavemente las ideas que vamos exponiendo, haciéndolas que se realicen en nosotros, y así subir bien cada uno de los escalones de los Ejercicios.

Hemos dicho que el Señor nos ha dado el cuerpo y el alma con todas las cualidades para una misión. De modo que tengo una misión que cumplir en este mundo. Una misión que me ha confiado

Jesucristo, y que será lo que Él me pregunte el día del Juicio: ¿Has cumplido la misión que te he encomendado?

Si me siento, pues, dependiente de Jesucristo en cada momento del día y en todos los lugares por los cuales yo puedo pasar; si es que Él me ha dado todas las cualidades que yo tengo, me las ha dado para esa misión que cumplir. Yo puedo emplearlas también para otras cosas… Tengo muchas posibilidades… Pero Él tenía ante los ojos una misión personal mía, una misión que cumplir. ¿Cuál es, pues, el sentido de mi vida?

Hemos dicho –y podemos repetirlo ahora, lo debemos decir que yo no estoy en este mundo, no he recibido la vida que yo tengo, para ser, -precisamente y meramente- para ser un buen profesor, por ejemplo. No. Puede ser que no… Puede ser que dentro de los planes divinos no sea ése mi fin, la misión última que yo voy a realizar. Ni para ser un buen organizador… Tampoco…Puede ser que no… Puede ser que el día que tengo que organizar algo, pues resulte un pequeño fracaso… es posible también. Ni siquiera para desarrollar mis cualidades… -y en esto voy a insistir, porque como estos criterios cunden… -Yo no estoy para desarrollar mis cualidades. No puedo poner esto como segura misión mía.

En primer lugar, había que preguntar muchas veces –que hoy tantas veces decimos: tengo que desarrollar mis cualidades- podríamos preguntar: ¿de qué cualidades habla usted, de las que

tiene, o de las que cree tener? Porque, generalmente, todos creemos tener una gran cantidad de cualidades para todas las cosas. Y no siempre es el mismo juicio de los que están alrededor de nosotros. Pero aun cuando tuviese verdaderamente ciertas cualidades y tuviese posibilidad de desarrollarlas, no se puede decir que yo he nacido para desarrollar mis cualidades.

En primer lugar porque, si tienes tantas cualidades como parece que dices que tienes, todas no las puedes desarrollar. Tendrás que escoge entre ellas…: tu posibilidad de estudiar letras… o de estudiar música… Todo a la vez es muy difícil que puedas hacerlo. Tiene uno que escoger esas cualidades. Y en segundo lugar, porque el Señor, que es dueño de nuestra vida, y puede tomar nuestra vida en cualquier momento, y puede pedir el sacrificio de una vida joven –indudablemente-, puede también pedir el sacrificio de ciertas cualidades que tiene a una persona concreta.

Esto no suele ser nada raro. Se encuentra uno a veces, entre los que tienen que ayudar a las almas, que dicen: Esta persona

tiene muchas cualidades de trato social; es muy simpática, muy amable. Por lo tanto tiene que quedarse en el mundo; es para la vida del mundo, porque todas esas cualidades tiene que desarrollarlas, y no puede entrar en la Trapa. ¡Ah, de modo que para usted a la Trapa van las tontas, las que no valen para otra cosa! A la Trapa con ellas. Eso es. A los trapos, a los trapos… los trapos viejos. Pues no señor; eso no es verdad.

El Señor pide muchas veces el sacrificio de las mejores cualidades de una persona. Y si el Señor las pide, no es que yo tengo, por encima de todo, que desarrollar mis cualidades. No. Si pide el sacrificio de una cualidad, hay que ofrecerlo; por lo tanto, no puedo tomar como norma. Y no puedo decir absolutamente: Yo estoy en este mundo para desarrollar mis cualidades. No es verdad. Y menos en la vida religiosa.

Más voy a deciros: ni siquiera para salvar almas. Todos, de hecho, salvamos almas, porque lo esencial del cristianismo es que sea cooperador de Cristo en la edificación del Cuerpo Místico; todos. La persona que está retirada en un convento, está salvando almas. Pero cuando digo que no estamos hechos ni siquiera para salvar almas, me refiero, para salvar esas almas con las cuales estamos en contacto, y de las cuales decimos: yo tengo que salvar esta alma, o ésta, o ésta. No estamos ni siquiera para eso.

Nosotros no somos la Providencia, y no sabemos si Dios quiere salvar a esa alma por nuestra acción directa. Puede ser que no… -Pero es que yo le hago tanto bien…

-Si no es voluntad que sea usted la que salva a esa alma, pues no tenga reparo en dejarlo, si le dicen que lo deje. Y cuántas veces pueden venir de aquí las crisis: es que no me dejan a mí ayudar a esa alma concreta que tiene tanta necesidad… y la caridad está por encima de todo. No señor. Esto no es cierto; no tengo ninguna seguridad de que soy yo la persona que tiene que salvar a esa alma concreta. Por lo tanto, fiarnos de la Providencia…

Y menos todavía estamos para santificar los valores terrestres; menos digo, como fin. Hay gente en este mundo que tiene que santificar los valores terrestres; pero nosotros no podemos decir sin más: el hombre está sobre la tierra para santificar los valores terrestres, al menos si se entiende el santificar como se entiende hoy día muy frecuentemente, santificarlo por el uso y el goce.

¿Hay un coche nuevo? Vamos a santificarlo; a montarnos encima, a comprarlo para santificarlo; porque así el cristiano santifica el coche. Y lo mismo en una infinidad de cosas. ¿Un invento moderno? A santificarlo enseguida. Y para eso fácilmente nos creemos con vocación de santificar los valores terrestres. Pues no es norma de vida; no es ésa la norma de vida.

Habrá gente… Una cosa es que haya que hacer algo, y otra cosa es que la tenga que hacer yo. Muy fácilmente en esto nos inclinamos por este camino que resulta más fácil a la naturaleza. Enseguida nos dicen: el Papa ha dicho que hay que santificar el cine. Y ahora, todos a santificar el cine. Enseguida caemos en eso, porque… lo ha dicho el Papa. Estamos todos de acuerdo que hay que santificarlo, pero el Papa no ha dicho que tienes que santificarlo tú el cine, que tienes que desarrollar tú el cine, sino ha dicho que hay que desarrollarlo.

También ha dicho el Papa que conviene que haya almas contemplativas. ¿Por qué no se te ocurre a ti lo mismo? –Ah, eso es para otro. ¿Eh? Ahí que vayan otros. –Pues igual. No es la norma. Por lo tanto, nunca caer en esto como criterio: Ahora, lo que el mundo quiere de la religiosa de hoy es que santifique los valores terrenos. No existe tal norma, no existe tal criterio. Puede ser… puede ser… para un seglar sobre todo… En una religiosa, puede ser que sea el uso de ciertas cosas… puede ser…; pero no es la norma; no estamos hechos para eso.

Esto es de importancia, porque, si estamos hechos para una cosa, en el momento que no se puede hacer, no tiene sentido nuestra vida. Y nuestra vida tiene sentido, ciertamente, mientras podamos amar y sufrir por Cristo. Tiene sentido. ¿Yo puedo hacer eso? Pues entonces mi vida religiosa tiene todavía sentido.

Pues entonces, ¿para qué estamos?, ¿Para qué nos ha creado el Señor? Mirad que no trato en este momento del fin último: que hemos sido creados para que al momento de la muerte vayamos al cielo; no hablo de esto.

–Ya sabemos que sí; para eso somos creados, para que en último término nos salvemos. Sino estamos hablando del sentido de la vida en cada momento de la vida. En una decisión que yo tengo que tomar, me puedo preguntar: Bueno, ¿cuál es el sentido de mi vida en esta decisión? ¿Para qué, con qué criterio, qué norma tengo que seguir en esta decisión? Vale, pues, para el tiempo y para la eternidad; para cada momento y cada decisión de la vida.

Pues bien, yo he sido creado, el sentido de mi vida es agradar a Jesucristo. Ese es el sentido de mi vida. “El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo”. ¿Es esto cierto? Ciertísimo. Agradar a Jesucristo. Vamos a verlo, porque es muy hermoso.

Algunos textos de san Pablo. Cristo está en el centro de la teología de san Pablo. El cristiano se define, según san Pablo, definiendo sus relaciones con Cristo. San Pablo no usa nunca la palabra cristiano, “el cristiano”; nunca. Pero sí muchas circunlocuciones para designar lo mismo; y una de las más frecuentes es: “en Cristo Jesús”, el hombre en Cristo Jesús, el cristiano. Para él, el cristiano es el que está al servicio del Señor.

En primer lugar tiene a Jesucristo como Maestro, y siendo Maestro, el ser Maestro llevaba consigo dos elementos: la enseñanza, la doctrina y la imitación del Maestro. Eso era común en aquel tiempo.

San Pablo retiene los dos aspectos: la doctrina de Cristo y la imitación de sus ejemplos. Y así dice que Cristo dio su vida para comunicarnos su resurrección; tenemos que imitar su caridad. En todas ocasiones vuelve sobre el mismo tema: “Ese amor de Cristo debe regular nuestro amor; su pobreza nuestra pobreza; aliviar los unos a los otros como Cristo nos ha aliviado a nosotros, etc.

Pero está muy subrayado en san Pablo el aspecto del servicio de Jesucristo; servicio en este sentido de agradar a Jesucristo, como esclavos suyos de amor. Santa Teresa lo dice con esa expresión tan bella: “somos siervos del Amor”, siervos del Amor.

En la carta a los Romanos, capítulo 14, dice san Pablo: “Sive vivimus, sive morimur, Domini sumus”, “sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor”. Y notad que este Señor, en san Pablo es siempre Kyrios: Jesucristo. Somos de Cristo, sea que vivamos, sea que muramos.

Porque si vivimos, vivimos para Cristo, y si morimos, morimos para Cristo. En la carta a los Colosenses, en el capítulo 1, les dice a los fieles: “ut ambuletis digne Domino per omnia placente” Aquí está la definición del cristiano: “que caminéis dignamente, en todo agradando a Cristo”, en todo agradando a Cristo. Deo per omnia placente. Es la actitud del siervo fiel que trata de contentar en todo a su Señor; darle gusto en todo, en todo.

En la carta a los Efesios, lo mismo: “probando cuál es el beneplácito de Cristo”, qué es lo que agrade a Jesucristo en todo. Y en la misma carta a los Efesios, en el capítulo 5, versículo 17: “comprendiendo cuál es la voluntad de Cristo”; siempre penetrando esa voluntad de Cristo. Eso es lo característico del que vive en Cristo Jesús: en todo procurar agradarle, en todo procurar penetrar su voluntad para realizarla con amor.

Y en la carta a los Romanos, en el capítulo 16, dice: “estos tales, no sirven a Cristo Señor Nuestro, sino a sus comodidades”, cuando habla de: “no son cristianos de verdad, no agradan a Cristo, no buscan su complacencia”. Es evidente que ese título de Kyrios en san Pablo, corresponde al Señor respecto de todos sus servidores de amor. Siervos del amor.

Y es así también teológicamente. Y esto es muy hermoso. Hemos sido creados para agradar a Cristo. Vamos a verlo así, que nos dará una plenitud de gusto interior. El hombre ha sido creado para gloria de Dios. Nos lo dice la teología; está definido en el

Concilio Vaticano. Ahora bien; la gloria externa de Dios es Jesucristo; Cristo es la gloria del Padre, el glorificador del Padre. Como dice San Juan de la Cruz: “Al Padre nada agrada fuera de Cristo”.

Y es así, nada le agrada. Todo lo que hay fuera de Jesucristo, para Él es como si no lo fuera. Por eso dice San Pablo: “In Christo enim vos estis”. “Vosotros estáis, sois algo de Cristo Jesús”. Lo demás, delante del Padre, nada. Él no ve más que Cristo. Por eso nosotros tenemos que reconocer que Él la gloria del Padre.

Por eso decimos en la Misa: Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam. “Te damos gracias por tu grande gloria”. Nosotros no entendemos nada. ¡Qué ridículos somos nosotros ante Dios! Si no fuese porque estamos haciéndolo en cuanto Cristo en nosotros glorifica al Padre, ¡qué ridículo sería que nosotros diésemos gracias a Dios, como que nos felicitásemos con Él por la obra que había hecho! Porque no entendemos nada.

Supongamos un gran arquitecto que ha hecho una grande obra; cuando se hizo el Escorial, por ejemplo; y que los chiquillos de las clases elementales fuesen al encuentro del ingeniero, del arquitecto, para felicitarle por la obra que había hecho. ¿Pero qué entendéis vosotros de lo que yo he hecho, chiquillos?

–Muy bien, muy bien hecha; es una gran obra el Escorial. –¡Si no entendéis nada…! –Ahora; si estos chiquillos del curso elemental fuesen preparados por un gran arquitecto que entiende la obra, y él ha preparado el coro de los chiquillos, y él está detrás de ellos sosteniéndolos, y ellos expresan el sentimiento del ingeniero, del arquitecto, entonces… entonces sí los estima, en cuanto ve la expresión de una persona que lo entiende.

Cuando nosotros nos ponemos ante el Señor y le decimos: Gloria in excelsis Deo. Laudamus te. Benedicimus te. Adoramus te. Glorificamus te… sería ridículo ante Dios que nosotros le glorificásemos si es que Cristo no fuese el que le glorifica en nosotros. Él sí. Él lo entiende. Es el Hijo, la Sabiduría del Padre. Él lo entiende, y Él glorifica en nosotros al Padre. Por eso, fuera de Cristo no hay gloria para el Padre.

Por eso decimos también en la Misa: “Por Él, con Él, en Él es

para ti toda gloria”. No hay fuera de Él. Y en san Pablo lo mismo. San Pablo habla del misterio de Cristo escondido en los siglos que “nosotros hemos sido escogidos en Cristo antes de la constitución del mundo para ser inmaculados en Él”. Todo es Cristo ante el Padre. Y esa es su gloria.

El fin de la creación es el Cristo total. Christus totus de san Agustín. Cristo total. Nosotros todos incorporados en Cristo. El hombre tiene, pues, por fin o como fin a Cristo. O mejor dicho quizás todavía, tiene como fin el fin mismo de Cristo, por quien ha sido asumido como miembro de su Cuerpo Místico y le ha dado como finalidad intrínseca, íntima, la misma finalidad de la cabeza, que es Cristo.

Por lo tanto, no es un fin subordinado a la gloria del Padre, sino que esa gloria se la da en la sumisión a Cristo cabeza. Yo glorifico al Padre en cuanto incorporado a Cristo; Cristo en mí glorifica al Padre. Esta es la realidad sobrenatural: Cristo en mí glorifica al Padre.

Todas esas bravatas que hacemos nosotros filosóficamente y teológicamente, si no estuviesen todas inspiradas y movidas por Cristo, al Padre no le sirven para nada; no le glorifican. En cambio, nosotros parece que nos gloriamos más cuando somos nosotros independientemente los que encontramos algo. No, no. Solo Cristo.

 Y aquí está precisamente la imagen del Cuerpo Místico de Cristo. ¿Qué significa ese Cuerpo Místico? Pues en la imagen de San Pablo significa esto: que la cabeza es la que comunica a los miembros el movimiento y el sentimiento. Así, cuando yo veo, la cabeza ve en el ojo; cuando yo toco, la mano toca, pero la que toca en realidad es la cabeza en la mano. Y así, todo el Cuerpo Místico de Cristo es el instrumento con que Cristo glorifica al Padre; y cuando más nos movemos por la moción de Cristo, tanto más glorificamos al Padre, tanto más transformados en Cristo.

Esto es. Por lo tanto, la perfección nuestra, para la cual hemos sido llamados, está en proporción de nuestra docilidad a Cristo cabeza. Cuanto más Jesucristo puede disponer de nosotros, servirse de nosotros para glorificar al Padre, tanto más somos perfectos; tanto más realizamos nuestra misión con la glorificación con la cual Él quiere en nosotros glorificar al Padre; para la cual precisamente, nos ha dado a nosotros todas las facultades y todas las cualidades.

Unas veces será glorificar al Padre llevando en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo con la enfermedad, con el dolor, tomado así en docilidad a Cristo cabeza. Otras veces será glorificar al Padre por la alabanza; pero no la alabanza que nace de mí, sino idealmente en cuanto esa alabanza es Cristo el que en mí alaba al Padre. Y así en todas las demás cosas.

La perfección actual del miembro será la realización de amor en cuanto Cristo ama en mí actualmente y con disposición de reverencia suma y de docilidad, acentuada todavía por la invasión actual de la moción de Cristo. Entonces llegaremos al grado perfecto: cuando siempre y constantemente Cristo lanza hasta nosotros la corriente de su gracia, y constantemente en nosotros, en plenitud de amor, alaba al Padre.

Ahí tenemos el ideal: el hombre ha sido creado para agradar a Cristo, complacer a Cristo, y de esta manera ser instrumento dócil para que Cristo, en nosotros, glorifique al Padre; y esto por toda la eternidad. Siempre será Cristo el glorificador del Padre, y nadie fuera de Cristo.

Por eso deberíamos desear que en todas nuestras acciones vaya por delante aquel sentimiento íntimo de una moción siempre mayor y más actual proveniente de Cristo. Eso sería el ideal: cada vez más cogidos por la moción de Cristo. Eso es lo que será la norma para muchas de nuestras actividades.

Muchas veces queremos remover todo, rehacer todo. Tenemos que examinar siempre si esto viene de Cristo, si esto me hace más dócil a la moción de Cristo, o si más bien me voy afirmando a mí mismo en separación de Cristo. Si es así, no voy a glorificar mucho al Padre con esto.

Por lo tanto, vemos aquí que sí, que es verdad: “El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo”. Lo dice la teología, lo dice San Pablo… Y es el sentido que daba San Ignacio. Y esto nos va a dar también un sabor espiritual. “A mayor gloria de Dios”. Y muchas veces imaginamos: a mayor gloria de Dios… a construir algún gran palacio para mayor gloria de Dios. Y muchas veces hacemos muchas cosas para mayor gloria de Dios. Todo, todo lo hacemos a mayor gloria de Dios. Y nos cuidamos bien para mayor gloria de Dios y para tener más fuerzas para servirle. Y siempre estamos así reservándonos para el futuro; para gloria de Dios.

Pues eso, no siempre corresponde a la realidad. Porque no sabe uno por qué, pero siempre coincide la mayor gloria de Dios con la mayor gloria nuestra. No sabe uno por qué, pero de hecho resulta así. Y si a uno le ha resultado un fracaso… pues parece que la gloria de Dios ha sufrido.

¡¡¡No!!! No tengan miedo… No tengan miedo… que eso muchas veces glorifica más a Dios. “A mayor gloria de Dios”. “La máxima gloria de Dios”. ¿Cómo lo entiende San Ignacio? Pues al mayor agrado de Jesucristo. A mayor gloria de Dios significa lo que más agrade a Jesucristo. Y voy a leeros un par de cartas, textos de San Ignacio, donde se ve esto; para que veamos que no andamos por el aire.

El P. Nadal, compañero de San Ignacio, que promulgó las constituciones, en una exhortación que tuvo en España el año 1554, dos años antes de la muerte de San Ignacio, hablaba de la vida de San Ignacio, del P. Ignacio, como ejemplo de la vida del jesuita. Y decía así, hablando de su conversión: “Dándose al servicio de Dios no se contentaba con poco, sino juntamente deseaba y procuraba –fijaos- cómo más le pudiese agradar en todo y con toda perfección”.

Fijaos el sentido: Cómo podía agradar en todo y con toda perfección. Y así lo repite esto muchas veces en las constituciones: A mayor honra y gloria de su Divina Majestad. ¡Ah! Aquí está: cómo más le podía agradar en todo y con toda perfección. “Y así es menester que todos los de la Compañía tengamos esto delante de nuestros ojos con devoción y nos intrinsiquemos este espíritu”, que lo metamos en las entrañas: agradar en todo y en toda perfección a Jesucristo. Y eso es la mayor gloria de Dios: lo que más le agrade a Cristo. “El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo”.

Y Fabro, escribiendo en nombre de todos los compañeros el año 1538 al profesor Goubea, portugués, que les había conocido a todos ellos en París y les tenía mucho cariño… y les había escrito diciendo que se fuesen todos a Indias portuguesas, que allí había mucho… y eran un grupo de diez… le contesta Fabro en nombre de San Ignacio y dice así: “La misma distancia de la región aquella de las Indias no nos asusta, ni tampoco el trabajo de aprender lenguas. Sólo se haga lo que más agrada a Cristo. Id quod maxime Christo placeat”.

Aquí tenemos la expresión: a mayor gloria de Dios, a mayor honra de Dios, lo que más agrade a Jesucristo. Que disponga de nosotros. Si quiere que vayamos a la India; lo que más a Él le agrade.

Y en el memorial de Fabro, hablando de su ofrecimiento al Papa decía así: “se ofrecen en holocausto al Papa; para que viese en qué podamos servir a Cristo, para edificación de todos los que están bajo la potestad apostólica”. Servir a Cristo, agradar a Cristo, servirle en todo. De modo que este es el sentido teológico de San Ignacio.

Y era muy delicado San Ignacio en estas cosas; corregía con mucho detalle todas las cartas, y él ponía esto: “Y a vosotros también, carísimos hermanos en Jesucristo, Dios y Señor nuestro, por el mismo os pido, etc.”. Así que, podemos decir con razón: El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo. Ahí tenéis todo el sentido de nuestra vida: agradar a Cristo.

Y noto más. Respecto de Jesucristo no cumplimos nuestro fin, el sentido de nuestra vida, ahora, es decir, no se nos ha dado la vida meramente para que al fin nos salvemos y vayamos al cielo –eso bueno es, y que aseguremos esto y procuremos esto a las almas está bien; de acuerdo-, no se nos ha dado para que a la hora de la muerte lleguemos a la visión beatífica, sino que se nos ha dado la vida para que actualmente la empleemos en el amor de Cristo; para esto. De modo que lo mejor de nuestra vida, para Cristo.

¡Qué triste tiene que ser lo contrario! Muchas veces pedimos: “Señor, una buena muerte”. Buena cosa es; pero pida una buena vida, que la vida es la que tiene que servir al Señor, y la muerte será consecuencia. Vivir, vivir en amor de Cristo, en puro amor; vivir cada día de nuestra vida. “In sanctitate et justitia coram ipso ómnibus diebus nostris. “En santidad y justicia, ante su presencia, todos los días de nuestra vida”. Pidamos esto: vivir, y el vivir lo mejor de nuestra vida para Cristo.

Cómo tiene que ser triste de verdad el que uno, después de haber empleado toda la vida de este mundo en vanidades, en pequeñeces; la vida actual de desahogo, de satisfacciones, cuando llega uno a los sesenta, setenta, ochenta años, se convierte y entra en el cielo sin pasar por el purgatorio inclusive…

Cómo tiene que ser triste… si se pudiese tener tristeza en el cielo, realmente se sentiría triste pensando que lo mejor de su vida, nunca fue para Cristo; no fue lo mejor de su vida. Cuando la vida

valía algo, cuando todavía iba la gente detrás de ella… entonces… todo eso no fue para Cristo.

Cuando ya nadie lo quiere… el mundo mismo no lo quiere ya… entonces se refugia en el Corazón de Cristo, que como es tan bueno, tan grande… lo recibe todavía y lo lleva al cielo para siempre.

Pero será eternamente verdad que lo mejor de su vida no fue para Cristo; no fue. Pues bien; apliquemos esto a todo nuestro día, a todo nuestro trabajo, a toda nuestra vida. Que lo mejor de mi día sea para Cristo; no los restos del día, sino lo mejor, para amar a Cristo. Lo mejor de mis fuerzas para Cristo; siempre. Así nos encontraremos con el sentido íntimo de la vida cristiana. Jesucristo no es un personaje muerto; no es un ser que vivió hace dos mil años… magnífico.

Vemos en el Evangelio, ¡qué gran figura aquélla que pasó por allá! Ni es un ser que está allí en el cielo sin contacto ninguno con nosotros. Él por su cuenta, allí, esperándonos a que lleguemos; no. Jesucristo está junto a nosotros, mantenemos un diálogo con Él. Y este diálogo es el sentido de nuestra vida: vivir con Cristo, agradarle en todo, corresponder a lo que Él desea de nosotros, mantener ese diálogo vivo con una persona viva.

La vida cristiana es cuestión de amor, de verdad, personal; de relación personal con Cristo. Ahí estamos en el fondo del catolicismo, en la sustancia, que está expresada en aquella frase maravillosa de Jesús a la Samaritana, aquella pobre mujer que había pasado una vida un poco ligera, que no sospechaba quién era aquel Señor con quien hablaba, que estaba cautivada de admiración viendo cómo hablaba Jesucristo de todo lo que le iba preguntando… Le había ofrecido el agua viva… Y creo sin duda que la Samaritana tenía vergüenza, es decir, pensaba en el fondo: este personaje que está hablando conmigo, si supiese quién soy yo, no me hablaría. Y por eso cuando el Señor le dice: “Llama a tu marido”, ella desvía la conversación, y le dice: “No tengo marido” Y el Señor le dice: “Es verdad, porque has tenido cinco, y el que tienes ahora no es tuyo”.

Eso debió ser para ella un golpe. Si aquel personaje le hablaba, no era porque ignoraba su indignidad, sino porque la amaba como era, siendo como era, conociéndola como era. Y cuando llegando después de esto –que seguía hablando con ella- al fin de la conversación, dice aquella pobre mujer: “Sabemos que viene el Mesías; cuando venga el Mesías, Él nos hablará”. Jesucristo le dice: “Soy Yo que hablo contigo”. ¡Qué magnífico! ¿eh? Soy Yo, el Mesías, Dios, Jesucristo, que hablo contigo: la de los cinco maridos y el que tiene ahora no es tuyo. Yo, que hablo contigo. Eso es la vida cristiana: Jesucristo que habla contigo; que mantiene ese diálogo abierto donde no hay reservas… donde nadie puede poner un freno… noblemente no puede poner un freno, sino que tiene que llenar la plenitud del diálogo con Cristo.

Así sorprendemos el aspecto vital del cristianismo, que está aquí; el aspecto vital que no puede ser sustituido ni siquiera por las consideraciones más o menos sublimes de la gracia santificante, etc., etc., etc. Muchas cosas muy subidas; pero es que… yo soy… sabe… yo… a mi me gusta la espiritualidad dogmática, teológica; no una espiritualidad moralista.

–Despacio. ¿Qué significa espiritualidad moralista? ¿Creer que Jesucristo ha venido aquí, al mundo, para que observemos la ley natural? Eso sería moralista. Eso es fatal. No ha venido sólo para eso; ayuda a eso. Ha venido para traernos una vida nueva. Pero la vida no es para pensar. ¿Qué hacemos con que una persona esté pensando: mira que el hombre tiene inteligencia… tiene memoria… tiene voluntad… ¡La voluntad humana! ¡Oh, penetrar!.. ¡La voluntad humana! ¡Qué voluntad humana! Tú, ¿amas o no amas?

Pues lo mismo pasa en el orden sobrenatural. La gracia santificante… Pero… ¿Para qué se te ha dado sino para vivir la vida con Cristo, la vida que corresponde al orden al que has sido elevada? Para vivir el diálogo de amor con Cristo, que no lo hubieses podido vivir sin ser elevada a este orden sobrenatural, de vivir el diálogo con Cristo.

Y muchas veces, mucha consideración de la inhabitación, y de esto… que son muy hermosas y hay que darlas también, pero que se convierten como en el centro de la persona, en la que está dando vueltas y vueltas y vueltas sin darse al Señor.

No. El hombre ha sido creado para mantener este diálogo de amor con Cristo, y todo se le ha dado para esto: la gracia, y la inhabitación, y todo. Para mantener este diálogo de amor con Cristo, como Cristo mantiene su diálogo de amor con el Padre; siempre con el Padre. Quae placita sunt ei facio semper. “Siempre hago lo que agrada a mi Padre”. Esto no es moralismo; no es moralismo, no.

“Y mediante esto, salvar el alma”. No es una mediación; quiere decir: de esta manera, así, salvar el alma; no a la hora de la muerte sólo, sino ahora; así, obtener la plena salud del alma. Así: agradando a Jesucristo.

La plena salud. Él ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Esa es su grande, su ardiente sed de Cristo: que tengamos vida. Por lo tanto, nunca imaginemos que hemos venido aquí, a la vida religiosa, a vivir una vida espiritual para estar con las caras largas, tristes, siempre en angustia, hasta que llegue la hora de la muerte. ¡No! “Vuestro gozo nadie os lo podrá quitar”, y “el reino de Cristo es paz y gozo en el Espíritu Santo”. Desde ahora, desde ahora.

Que tenemos que quitarnos de la cabeza esas imaginaciones que a veces llevamos para salvar nuestras posiciones: que lo importante es hacer, trabajar… que las consolaciones interiores, que las visitas del Señor, secundario… no importa, no importa.

 -¡Ojo! Que eso es muy cómodo; porque nos podemos quedar con todos nuestros apegos humanos tan tranquilos y decir: no importa, porque el Señor… Más dura la vida así. ¡No! ¡No! El Señor quiere que tengamos plena felicidad del alma; paz y gozo en el Espíritu Santo.

Pero el camino es agradar a Jesucristo como fin de nuestra vida. Agradarle a Él solo, solo a Él. Agradarle en todo,darle gusto en todo. Que de esta manera encontramos la felicidad que quiere el Señor que tengamos. Así que esto no es pesimismo. Cuántas veces dicen esto: Entonces usted, una vida así, toda de Cristo… pero un cristianismo pesimista…

-Vamos a ver: ¿me puede decir usted qué es un cristianismo pesimista? ¿Cristianismo optimista es el que puede uno divertirse lo que quiera en este mundo sin pecar? ¿Ese es el optimismo del cristiano?

Pues mire; eso sí que sería pesimismo. Si a mí me dijesen que lo optimista del catolicismo es que puede gozar de lo que gozan los no católicos ¿eso es lo más optimista que tenemos? Pues estamos en grande… estamos en grande… ¡Que no!

Lo optimista del catolicismo es que ya en esta vida podemos vivir la vida celeste. Podemos gozar de Dios desde este mundo. Podemos gozar estos goces y estos dones del Señor que antes no los hubiésemos tenido hasta la hora de la muerte.

Y Él quiere que vivamos ya ahora la vida sobrenatural, la vida con Cristo, la vida de la gracia, con todas las riquezas que eso trae consigo…bienes inmensos… satisfacciones inmensas… no comparables a las de este mundo.

Esto es lo que nos trae el catolicismo; es la vida nueva de Cristo. “Si supieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú se lo pedirías, y Él te daría un agua viva, que tú no sospechas”. Esto es looptimista. Que así se obtiene la felicidad…

San Pedro, en la primera carta, en el capítulo 1, lo dice también así: “Amando a Aquel a quien no veis, os alegráis con una alegría interminable”. Ahora ya, desde ahora, que el preanuncio, el pregusto de lo que será la felicidad celeste.

Así es como uno es feliz; no por desahogos mundanos, no por frustraciones del propio yo, que busca cómo salir otra vez con la suya, con lo que había dejado una vez… Esa es una vida muy infeliz, muy infeliz. Cuando una religiosa está mirando a ver cómo aprovechar cosas del mundo, porque ya la vida religiosa no le satisface… malo, malo.

Es como cuando en la vida del matrimonio busca uno la felicidad fuera del matrimonio. Malo. Hay algo que falla. Que no se hace uno feliz así… Que es el camino de las frustraciones del propio yo.

Cuántas veces hay tanto malestar, incluso dolores de cabeza, etc., porque uno no vive plenamente y no tiene la plena salud del alma; porque está buscando, como mirando por el ojo de la cerradura, aquellas cosas que dejó una vez con grande ánimo. Y esto nos hace que el papel nuestro ante los seglares sea fatal, fatal… Porque se nota enseguida y se ve que una persona que se ha consagrado al Señor, pues no encuentra su felicidad allí dentro. Y entonces pueden decir en verdad: Se ve que el Señor no es eso que dicen, porque esas personas en el fondo tienen ganas y nostalgia de lo que dejaron y de lo que nosotros gozamos sin dificultad, y ellas se sentirían muy felices si pudiesen gustar un poco de la vida del mundo. ¡Qué triste es esto!

Pues no; no es ése el plan divino; no. El plan divino es que nosotros seamos felices. Pero, el camino es el cumplimiento de nuestra misión. “El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo”, viviendo con Él en este diálogo de amor. Y de esta manera, agradándole a Él solo en todo, obtener la plena salud del alma.

      

PERSONALIDAD CRISTIANA

 

Voy a insistir en un concepto que he dicho en la meditación precedente. Decíamos que agradando a Jesucristo se obtiene la salud del alma, la plena felicidad del alma. Y decía que este concepto es muy importante: no concebir la vida espiritual como un período siempre de tristeza, de ansiedades; que después en el cielo vendrá el momento de la gloria, del gozo, pero aquí en la tierra todo es sufrimiento; no. No es ese el concepto de vida espiritual.

Es cierto que, a veces, resulta cómodo, cuando uno no encuentra al Señor en su propia vida, decir: mire, lo importante es que usted sea firme en la voluntad; es lo que el Señor quiere de usted. Y muchas veces el director espiritual da esta solución, que es la más cómoda también para él porque así consuela mucho a las almas. Pero muchas veces, ni el director está convencido, ni la persona misma, porque es demasiado sencillo. Puede ser en algunos casos –no hay que excluirlo- que haya casos en que haya alguna particular dificultad en la persona; pero nunca debemos decir que sea esto lo más normal. No. Lo normal no es esto. Lo normal es que en la vida espiritual se viva con felicidad, en trato con el Señor; normalmente.

Algunas personas, por dificultades temperamentales, etc., pueden crear una excepción; pero no digamos nunca: es lo normal. Sí es más cómodo para remediar. Porque una persona que va a la oración y tiene sus apegos del corazón, puede ser que no encuentre al Señor, y se consuela diciendo que una prueba del Señor, cuando, en realidad, si se librase de los apegos que tiene, es fácil que encontrase al Señor. Cuando no se pone aquí el interés, entonces fácilmente uno descuida muchas peculiaridades de la vida espiritual que debería atender.

Por parte del director espiritual es lo mismo. Nunca pretender remediar las cosas en un momento. Hay que animar, hay que examinar si hay alguna razón espiritual que pueda impedir esta plenitud de vida interior, y poco a poco introducir al alma en esta plenitud de vida interior; pero no venir demasiado pronto a la solución fácil de decir: nada, no importa esto; esto, no.

Pues bien; Santa Teresa, en el capítulo XI de su vida tiene algunas indicaciones muy interesantes en este respecto. Cuenta un primer sentimiento interior que tuvo de un tipo de comunicación divina más alto de lo normal. Y dice así: “Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo…” De modo que se ponía ella habitualmente junto a Jesucristo en el Huerto, en la Pasión, en algún paso de la vida de Cristo, y esto le daba mucha devoción. Y alguna vez en que estaba haciendo este ejercicio de ponerse junto a Cristo le sucedía “venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en Él. Esto no era a manera de visión; creo lo llaman mística Teología. Suspende el alma de suerte que toda parecía estar fuera de sí”. Y describe un poco este estado; es un caso, diríamos, extremo. Pero dice después: “Primero había tenido muy continuo una ternura, que en parte algo de ella me parece se puede procurar: un regalo, que ni bien es todo sensual, ni bien es espiritual; todo es dado de Dios. Mas parece para esto nos podemos mucho ayudar con considerar nuestra bajeza y la ingratitud que tenemos con Dios, lo mucho que hizo por nosotros, su pasión con tan graves dolores, su vida tan afligida. Si con esto hay algún amor, regálase el alma, enternécese el corazón, vienen lágrimas; algunas veces parece las sacamos por fuerza, otras el Señor parece nos las hace, para no podernos resistir. Parece nos paga Su Majestad aquel cuidadito con un don tan grande, como es el consuelo que da a un alma ver que llora por tan gran Señor; y no me espanto, que le sobra la razón de consolarse”.

Y dice después cómo hay una gran diferencia de comunicaciones de Dios y comunicaciones de Dios, como hay en el cielo. Y después dice: “Entendamos bien cómo ello es, que nos los da Dios –sus dones- sin ningún merecimiento nuestro, y agradezcámoslo a Su Majestad; porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar”. Este es el trato con Dios, con Jesucristo: recibimos y damos. “Y es cosa muy cierta que mientras más vemos que estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más aprovechamientos nos vienen, y aún más verdadera humildad”. Yo soy pobre, pero estoy rico por los dones suyos; pero sigo siendo pobre, porque estos dones no son míos. “Lo demás es acobardar el ánimo a parecer que no es capaz de grandes bienes, si en comenzando el Señor a dárselos, comienza él a atemorizarse con miedo de vanagloria. Creamos que quien nos da los bienes nos dará gracia para que, en comenzando el demonio a tentarle en este caso, lo entienda, y fortalezca para resistir; digo, si andamos con llaneza delante de Dios, pretendiendo contentar sólo a Él, y no a los hombres”. Y dice otra advertencia:

 “Es menester sacar fuerzas de nuevo para servir, y procurar no ser ingratos; porque con esa condición las da el Señor; porque somos tan miserables y tan inclinados a cosas de tierra, que mal podrá aborrecer todo lo de acá de hecho con gran desasimiento quien no entiende tiene alguna prenda de lo de allá; porque con estos dones es adonde el Señor nos da la fortaleza, que por nuestros pecados nosotros perdimos. Y mal deseará se descontenten todos de Él y le aborrezcan, y todas las demás virtudes grandes que tienen los perfectos, si no tienen alguna prenda del amor que Dios le tiene, y juntamente fe viva. Porque es

tan muerto nuestro natural, que nos vamos a lo que presente vemos; y así, estos mismos favores son los que despiertan la fe y la fortaleza. Ya puede ser que yo, como tan ruin, juzgo por mí, que otros habrá que no hayan menester más de la verdad de la fe para hacer obras muy perfectas, que yo, como miserable, todo lo he habido menester”.

Y entonces, ¿por qué no llegamos? “Algunos impedimentos diré, que a mi entender lo son para ir adelante en este camino y otras cosas en que hay peligro”. Dice: “Bien veo que no le hay con que se pueda comparar tan gran bien en la tierra”. Dice: “Somos tan caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios, que, como Su Majestad no quiere gocemos de cosa tan preciosa sin gran precio, no acabamos de disponernos. Mas si hiciésemos lo que podemos en no asirnos a cosa de ella, sino que todo nuestro cuidado y trato fuese en el cielo, creo yo sin duda muy en breve se nos daría este bien, si en breve del todo nos dispusiésemos, como algunos santos lo hicieron. Mas parécenos que lo damos todo; y esto que ofrecemos a Dios la renta o los frutos, y quedámonos con la raíz y posesión. Determinámonos a ser pobres, y es de gran merecimiento; mas muchas veces tornamos a tener cuidado y diligencia para que no nos falte, no sólo lo necesario, sino lo superfluo, y a granjear los amigos que nos lo den, y ponernos en mayor cuidado (y, por ventura, peligro), porque no nos falte, que antes teníamos en poseer la hacienda. ¡Donosa manera de buscar amor de Dios! Y luego le queremos a manos llenas, a manera de decir. Tenernos nuestras aficiones, ya que no procuramos efectuar nuestros deseos y no acabarlos de levantar la tierra, y muchas consolaciones espirituales con esto; no viene bien, ni me parece se compadece esto con estotro. Así que, porque no se acaba de dar junto, no se nos da por junto este tesoro. Plegue al Señor que gota a gota nos le dé su Majestad, aunque sea costándonos todos los trabajos del mundo”.

Esta es la salud del alma; aquí está. ¿Qué no se nos da? Porque no nos disponemos… y muchas veces queremos todo. Así hemos expuesto, pues, esta mañana la primera parte, la base fundamental, que tiene que dar el sentido a toda nuestra vida, y mirarla siempre desde ahí: yo he sido creado para agradar a

Cristo. De modo que Él en mí glorifique al Padre.

Y aquí se presenta una dificultad, que es la que voy a tratar ahora en esta plática.

–Bueno;pero eso, eso es una concepción… será muy hermosa, bíblica… pero, ¿cómo se compagina eso con la tendencia actual tan marcada a la personalidad? ¿Dónde está la personalidad humana en este diálogo con Cristo?-

La personalidad; que es lo que nos trae siempre ahora preocupaciones en todo: en la obediencia, en la vida religiosa, en los votos… la personalidad; ¿dónde está?. Yo creo esto: que generalmente los que tienen más personalidad, hablan menos de personalidad. Los que menos hablan, no necesitan; la tienen. En cambio, los que no han tenido personalidad y les ha crecido en el convento, les pasa lo que a los chicos cuando les crece la barba, igual; que les parece que no ha pasado nunca, hasta que les pasa a ellos.

Y mientras que un Francisco de Borja, que tenía gran personalidad, no encontraba ninguna dificultad en someterla en la obediencia –precisamente porque ofrecía una personalidad-, cuando ha nacido dentro, parece que se han encontrado con un tesoro que no habían ofrecido y no acaban de ofrecerlo: la personalidad. ¿Qué es la personalidad? Es lo primero que habría que preguntar: pero ¿qué es la personalidad? ¿En qué consiste la perfección cristiana?

Pues bien; cuando se trata del orden sobrenatural, nunca hay que considerar la mera personalidad, sino la personalidad cristiana. Y vamos a hablar un poquito de esto: de la madurez, de la perfección; en qué consiste la perfección. Y podemos decir que cuando se habla de perfección, se trata de la perfección de la personalidad cristiana. Y la perfección de la personalidad cristiana

consiste precisamente en esa caridad dócil a Cristo; ahí está la perfección de la personalidad cristiana. Vamos a ver si lo exponemos en esta plática.

Hemos repetido quizás muchas veces, que la perfección consiste en la caridad. Y hoy se dice esto por activa y por pasiva… la caridad… la caridad está por encima de todo; la perfección está en la caridad, virtud teológica, reina de las virtudes. Pero ciertamente sería simplificar demasiado la cuestión, apoyándose en esta expresión, que es de Santo Tomás y de otros muchos antes que Santo Tomás. Digo que sería simplificar demasiado, si uno se detuviese en esta mera expresión sin bajar a una inteligencia más perfecta de ella, de su sentido.

Así, hoy día, esta frase de Santo Tomás se ha sometido a desviaciones groseras, como cuando se confunde esa caridad con una mera filantropía humana, amabilidad, no dar un disgusto a otro. Eso no es la caridad. Entonces Jesucristo faltó muchas veces a la caridad con los escribas y fariseos; muchas veces, muchas. Y no faltaba a la caridad. De modo que no siempre es eso. No se confunde con la amabilidad y con no herir a nadie.No. Procurar no herir, eso es propio de la caridad, pero cuando hay que herir, herir por amor de Dios, pues también es una forma de caridad. No hay que confundir las dos. –Pero de esto hablaremos a su tiempo, porque dedicaremos alguna plática a esto-.

¡Cuánto se abusa de la caridad para hacer con excusa de ella la pura voluntad propia! ¡Cuántas veces!, por caridad, es por propia voluntad propia. In caritate vestra invenitur voluntas vestra, podremos decir parafraseando la frase del Señor, que hablaba de los sacrificios: “que en vuestros sacrificios se halla vuestra voluntad”. Pues nosotros podemos decir: cuántas veces en vuestra

caridad se halla vuestra voluntad, y lo que más os conviene, y lo que más os gusta.

La expresión de Santo Tomás no quiere decir absolutamente que todas las demás virtudes sean accidentales a la perfección; nunca. Todas entran en la perfección, y sin ellas no se da la perfección. Y mucho menos quiere decir que uno puede pasar por encima de las virtudes con tal de salvar la caridad, como se llama así a la amabilidad; mucho menos. No. No se puede pasar por encima de ninguna virtud.

Así como uno que ha hecho ya y ha prometido el celibato sacerdotal, no puede pasar por encima del celibato con excusa de la caridad. Para casarse con una solterona pobre y desolada, por caridad, uno dice: pues renuncio al sacerdocio por caridad, para consolar a esta pobre mujer. No se puede. –Pero la caridad es la reina de las virtudes… -Sí. -¿Es más alta que el celibato? –Sin duda ninguna. –Ah, entonces… -Entonces nada. Tenga usted caridad y celibato; las dos cosas; guarde las dos, y lo mismo vale del silencio… y lo mismo de la obediencia, y lo mismo vale de todas las virtudes; como también vale de la fidelidad conyugal, que es inferior a la caridad. Y no obstante eso, no se puede saltar por encima con excusa de la caridad.

No confundir, pues, estas cosas.

«La perfección consiste en la caridad». Quiero decir, en primer lugar, que la caridad es en el orden jerárquico la superior, como la reina de todas las demás; pero tienen que existir también las demás y no se puede pasar por encima de ellas con excusa de la caridad.

¿En qué consiste la perfección? Vamos a ver si lo detallamos más. Cuando decimos: “La perfección consiste en la caridad”, ¿la perfección de qué? ¿la perfección de la vida, o la perfección de la persona? ¿la perfección de qué? Y vamos a decir que se trata de la perfección de la persona cristiana, de la personalidad, que son dos cosas distintas.

En la Escritura, cuando se habla de la perfección moral en el modo de actuar de una persona, que se llama irreprensibilidad… -y podemos decir así: esta persona ha procedido perfectamente, no

se le puede atribuir culpa ninguna, es irreprensible-, es un modo de perfección. Y también aparece en la Escritura la perfección de la madurez de la persona; persona madura. En este sentido, la persona imperfecta es la que no ha llegado a la madurez. No digo la que no ha llegado por culpa –a lo mejor sin culpa-, pero no es persona madura, no es perfecta. Estos dos conceptos se ven claros,

¿no? Son dos conceptos distintos. Yo puedo decir de este muchacho, de este joven: este joven no ha llegado a la madurez. ¿Quiero decir con eso que es culpable? No, no digo que es culpable.

Puedo decir: este hombre es irreprensible, este joven es irreprensible, pero no es todavía perfecto, pero procede sin culpa. Son dos conceptos distintos que se confunden muchísimas veces, desgraciadamente.

En San Pablo, en la carta a los hebreos concretamente, dice él: «Y os habéis convertido en gente que necesita de leche y no de alimento sólido. Ahora bien; todo el que toma leche, todavía no ha llegado a dominar la palabra de la justicia, porque es niño todavía. En cambio, el alimento de los perfectos es el alimento sólido, es decir, de aquellos que, por la costumbre, tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal».

Aquí tenemos la idea del hombre perfecto; perfecto cristiano. Es le hombre que, por el ejercicio constante, por la costumbre, tiene los sentidos interiores del alma ejercitados, preparados, para discernir el bien y el mal, o lo que es lo mismo, para discernir la voluntad de Dios, lo que agrada a Dios. Esto es lo perfecto.

De modo que en aquel pasaje, San Pablo pone una triple antítesis: discípulo y maestro; los opone. Añade después: niño y hombre perfecto. Las etapas de la vida espiritual, como las de la vida corporal se dividen así: en infancia y madurez, que se caracterizan por el alimento específico: leche y alimento sólido. De modo que aquí tenemos en San Pablo el concepto del perfecto; perfecto que se opone a niño, inmaduro; el hombre maduro, el hombre perfecto.

Según esto, según San Pablo, han obtenido el fin de la perfección cristiana los que de una manera estable están ejercitados, preparados, en forma, por efecto del ejercicio duro, gimnástico, que han hecho para discernir en todo la voluntad de Dios.

Esta es la característica del hombre perfecto. ¿Quiere decir que no cometen faltas? No; puede ser que cometan algunas faltas de fragilidad, y en ese sentido tienen algo de responsabilidad; pero

tales, son maduros. Y puede darse el caso contrario de un hombre que no es perfecto con madurez del tipo que decimos, y sin embargo es en cierto modo irreprensible.

Esto tiene mucho valor en la dirección espiritual de las almas; estos dos conceptos que no se deben confundir. Uno puede ser irreprensible y no maduro; puede ser maduro y tener algunas faltas

que reconoce uno como faltas. No se puede uno detener ni en una cosa ni en la otra. No decir: es que no tiene culpa; ya está; perfecto. ¡No! No tiene culpa, pero no es perfecto. Entonces lo importante ¿qué es?, ¿que sea perfecto aunque tenga culpa?  Tampoco podrá ser perfecto aun cuando tenga esa madurez, si no es fiel también en cumplir los deberes que tiene que cumplir.

       Para que lo entendáis esto mejor, vamos a recurrir a la imagen clásica de San Pablo. San Pablo tenía una predilección por la imagen del deporte. Cuántas veces habla de los que corren en lascarreras, en las olimpiadas.

Pues bien; cuando San Pablo habla de esto distingue dos cosas: la perfección de la carrera y la perfección del corredor que está preparado. Dice cómo él tiene que

luchar, pues tiene que abstenerse de todo, hacer ejercicio duro, constante, para estar en forma para el momento de la lucha. Así, tenemos la perfección de la persona. Después tiene que luchar según las leyes del juego. Aquí esta la irreprensibilidad.

No contentarse con la irreprensibilidad, sino ir cada vez más madurando, de modo que podamos discernir la voluntad de Dios. Y los Ejercicios nos ayudan para esto: para preparar el alma, ejercitar el alma, ejercitarla, habituarla, para que halle la voluntad de Dios en madurez de espíritu; llevarla a la madurez espiritual. Si no se lleva a esto, nos podemos encontrar con gente que no comete pecado, y sin embargo no es perfecta en su modo de actual. ¡Cuántas veces pasa esto!

Yo recuerdo de un Padre espiritual mío, que cuando se le iba uno a quejar de ciertas molestias que recibía de aquí y de allá, de una persona o de otra, decía: “Y lo peor, es que no pecan; porque si pecasen, como son buenos, se arrepentirían; pero como no pecan, como lo hacen por amor de Dios, pues le fastidian”.

Aquí está el concepto de irreprensibilidad; sin culpa, pero falta de madurez, de juicio. En el concepto de irreprensibilidad, cuando uno pone como ideal el no cometer una falta, se puede ir muchas veces a hacer enseguida voto de no cometer una falta deliberada. Pues no es eso lo más importante, sino que lo más importante es que usted llegue a discernir lo que es más perfecto; que es otra cosa distinta. Hay gente que tiene una conciencia muy grosera, y si tuviesen voto de perfección seguirían tan groseros. Ahora; como ellos no ven más perfección que eso…

Recuerdo un caso. Me contaba un Padre de la Gregoriana, misionólogo, que estuvo por África. Y le acompañó un ex – legionario, de la Legión extranjera, y le enseñó todo aquello… le acompañó con mucho afecto… un poco abandonado religiosamente, pero le cayó simpático aquel Padre. Y cuando se despidió, conmovida, el Padre le quiso pagar –le había llevado en coche por

allá…- y le dijo: “No, no, no; Usted tiene más necesidad de dinero, y mejor le vendría que yo le diese a usted. Ahí tiene un poco de dinero; le pago yo. Diga alguna Misa por mi alma. Y si algunavez necesita usted suprimir alguna persona, pues basta que me dé la dirección; ya me encargaré yo. Porque esto por la Iglesia no lo he hecho nunca todavía; yo quisiera servir a la Iglesia”.

Si éste tuviese voto de perfección, le eliminaría lo mismo, porque como le parece que es una obra de ayuda a la Iglesia… Veis la irreprensibilidad; falta de perfección de la madurez cristiana, de

la personalidad cristiana.De modo, que tened claros estos dos conceptos: irreprensibilidad y madurez de la perfección de la personalidad cristiana.

       Ahora vamos a ver más en concreto. ¿En qué consiste la madurez de la personalidad cristiana? ¿Qué elementos entran ahí?

Partimos de la analogía, del ejemplo de la madurez de la personalidad humana, y vamos a ver esta madurez de la personalidad humana. ¿Cuándo se puede decir que una persona, una personalidad humana es madura?

       En el hombre tenemos varios planos. Existe la parte animal, existe la parte intelectual, y todo tiene sus cualidades y sus potencias. El hombre perfecto en el orden humano, tiene que integrar toda esta realidad que él tiene.

Integrar significa no solo desarrollar, sino crear una unidad interior; de modo que sea una única persona; no planos diversos: el plano animal por un lado, el plano intelectual por el suyo, sino cada uno de los elementos superiores, de los estratos superiores del ser, tiene que apoyarse en los inferiores, informar estos inferiores, y a su vez los inferiores influir en los superiores, constituyendo una unidad. Así se va desarrollando el hombre.

Ahora, tiene que llegar a una unidad que sea verdadera, que corresponda a los verdaderos valores reales; y esto, de ordinario, se le comunica a la persona humana por la educación, educación que tiene que ser objetiva; tiene que presentar a éste, que está en desarrollo, el ideal antropológico total, personal, del hombre, y hacerlo llegar a esa unidad final.

Hoy día en este trabajo de integración, se atribuye un gran valor al funcionamiento de la afectividad. La afectividad se entiende, no meramente el sentimentalismo, no; eso no es afectividad; sino la afectividad se entiende, la capacidad adhesiva de la persona humana; es acoger las cosas con calor; no meramente dejarlas allí fuera, como una separación de la realidad, sino una aceptación proporcionada del valor de las cosas. Si la inteligencia me presenta que esta cosa tiene valor, no sólo tengo que decir: tiene este valor, sino tiene que haber en mí una respuesta cordial, afectiva, proporcionada a ese valor; proporcionada. Y cuando falta esta respuesta, hay algún desorden en la personalidad, falta de madurez.

De ahí muchas veces una cierta tendencia de tipo esquizofrénico, es decir, como una personalidad dividida del orden de la realidad. La realidad va por su lado, yo voy por el mío; no entro en el orden real, existente: en las cosas, en las personas, sino está fuera; no tiene capacidad de reacción. Eso es desorden.

Otras veces por exceso, porque adhiere demasiado; no según el juicio proporcionado de la inteligencia; y eso también es desorden. Pues bien; a esto se le atribuye un gran valor hoy día: al desarrollo afectivo proporcionado.

Insisto; no es sentimentalismo. Es sentimentalismo es más superficial, y de ordinario suele ser por falta de afectividad proporcionada. Así, la gante que es muy emotiva y se conmueve enseguida, se desconmueve con la misma facilidad, porque falta la respuesta personal, cordial, del fondo del ser a esa impresión exterior. Y así, los muy emotivos cambian como las veletas, y dentro no se adhieren a la realidad. Hablo, pues, de la respuesta proporcional.

En una ocasión, se me presentó un viejecito llorando, como pocas veces he visto llorar, y conmovía, ¡pobrecito! Y después, cuando pudo hablar ya, con los sollozos que traía, yo conmovido por lo que le hubiera podido pasar a aquel hombre, le di unas palmadas y le digo: Bueno, pero ¿qué le pasa, qué le pasa? ¿alguna desgracia? Y me dice: “Se me ha muerto el gato”. El gato… Para mí

un respiro. Y el pobre… no, no; lloraba, lloraba, lloraba. Me decía: “Es la única persona que me quería”.

Eso no es afectividad proporcionada; eso es sentimentalismo. No es proporcionado. De modo que ahí no; eso no es justo. Esa persona no es madura. No aplica los valores y la adhesión cordial

personal a los valores proporcionales.

       En cambio, comprenderéis otro caso en el cual falta esta reacción. Imaginad una joven que ha perdido a su madre. Dieciséis, dieciocho años. Y la encuentro y le pregunto: ¡Habrá sentido mucho

la muerte de su madre! ¿No es verdad? Y me dice: -“No, no; nada, nada, nada. No he sentido nada”. –Pero ¿usted sabe lo que era su madre y lo que le debe usted? –“Sí, sí; eso lo entiendo perfectamente y quisiera tener pena, pero no siento ninguna pena”.

       Esto es falta de respuesta proporcionada. Este caso no es normal. Incluso se puede ver si hay que hacer alguna intervención

clínica para ver si se puede remediar esto; a ver si se puede crear la respuesta afectiva proporcionada, porque esta persona tiene un defecto psicológico. Hay algo que no marcha. Veis claro. Aquí está este valor que dan tanto hoy día los médicos, y al que atribuyen muchas de las perturbaciones mentales personales. Son aspectos de afectividad, de la afectividad verdadera proporcionada.

       Tiene, pues, un papel muy importante la afectividad, porque ella realiza esa integración y da unidad a todo el ser humano. Lo demás, quedan como compartimentos sueltos, individuales. En cambio, esto le da la unidad en la totalidad de la persona. Bien.

¿Cuándo, pues, podremos decir que existe una persona madura humanamente? Cuando se da estos tres elementos:

1º.- cuando a cada experiencia, valor, realidad, se la da en el juicio, en la estima del juicio, el valor que le corresponde objetivamente. No sobrevalorar nada y no subvalorar nada, sino lo que le corresponde. Eso vale como cien, yo lo estimo como cien. Vale como veinte, lo estimo como veinte. Es el juicio proporcionado.

2º.- Cuando la respuesta afectiva es proporcionada a ese valor que yo reconozco en la cosa. Si el valor ha sido cien, mi respuesta afectiva debe ser una adhesión a esa cosa como cien; y no que me

deje frío, no. Que aquello es veinte, como a veinte, como corresponde al orden objetivo.

3º.- Cuando la firmeza de voluntad y cuando el comportamiento exterior, comportamiento personal, corresponde al juicio estimativo por lo menos, y al otro, pues pueda ser que en un período haya que formarlo, pero sea correspondiente a la estimación del juicio. Si ahora hay que actuar según este juicio, hay que actuar así, se actúa así, con fuerza de voluntad, aun cuando quizás todavía la afectividad no responde, porque no se ha formado; pero la voluntad al menos responde. Entonces tendríamos una persona perfecta. Cuando se dan los tres elementos juntos es la madurez de la persona.

Y vamos a explicar esto al orden sobrenatural. Es muy sencillo

Por los Sacramentos y por la gracia, tenemos un elemento más en nuestra personalidad: la gracia santificante. De modo que, sobre el ser animal, intelectivo, tenemos ahora el ser de la gracia.

       Este ser de la gracia, este orden de la gracia, tiene que integrarse con los otros dos y formar una unidad única, una personalidad cristiana. Y para eso no se puede separar en dos planos: el plano sobrenatural y el plano natural, sino que es necesario que el plano sobrenatural y el natural, todo, forme una unidad de la persona cristiana: en la valoración, en todo.

Y aquí un principio que para vosotras tiene particular importancia en la educación. Es fatal el insistir en esta separación: valores humanos - valores sobrenaturales; fatal. Sería como si uno en el orden puramente humano estuviera distinguiendo: valores animales, valores intelectivos. Y uno dijese: vamos a desarrollar ahora todos los valores animales. ¡Pura libertad! ¡Hala! ¡A hacer el

animal! Y después desarrollaremos los valores intelectivos: ¡a hacer el intelectual! No. Es una unidad; por lo tanto, incluso la actividad animal es siempre racional, y debe ser siempre racional.

Lo mismo en el orden sobrenatural. No existen los tales valores humanos. Es todo según la persona cristiana. ¿El deporte? Juicio cristiano del deporte, valoración cristiana. Es una única persona cristiana. Si se forma esos planos diversos, una vez que ha crecido así, ya difícilmente se realizará la unidad de todo el ser; difícilmente. Será siempre como dos personas: la persona humana, la persona cristiana. Ahora actúa como cristiana, ahora actúa como humana. No. Esto es fatal. De modo que hay que realizar esa integración; una unidad; desde el principio. En todo dar el valor cristiano que tiene, como persona cristiana.

Mas, fijaos que –como indicaba en la meditación precedente- la persona cristiana no se agota en ese elemento de gracia que entra sobre ella, sino que la verdadera cabeza de la persona cristiana es Cristo, de cada uno de nosotros. El que nosotros somos miembros de Cristo no refiere inmediatamente y primariamente al aspecto social de todos, que formamos un cuerpo, sino se refiere a la dependencia del miembro de la cabeza; cada miembro es una dependencia particular de la cabeza. El miembro solo no puede hacer nada. El miembro depende de la cabeza, porque el movimiento y sentimiento le viene de la cabeza a través de los nervios. Por lo tanto, en cada unde

vosotras la cabeza suya es Cristo. De modo que tenemos los planos siguientes: plano animal, plano

intelectual, plano de la gracia santificante, y Cristo cabeza de esta persona. Esta es la persona cristiana concreta.

Ahora, ¿cuándo llegaremos a la perfección, madurez, de la persona cristiana? Llegaremos, de un modo análogo a cuanto decíamos:

1º.- Cuando el juicio de las cosas se pronuncie siempre y se forme siempre según la luz de la fe; siempre. Es el valor que tiene esta cosa, que es el verdadero valor de la cosa –notad-; es como la ve Dios. Ese es el juicio de la fe: como la ve Dios. Valorizarla como la valoriza Dios. Eso es como juicio, en cada cosa.

 

2º.- En la afectividad, que haya una respuesta proporcionada al juicio de la fe. Para eso tenemos la caridad y el corazón nuevo que el Señor nos ha dado en el Bautismo con la gracia santificante, que nos ha enriquecido también en la afectividad; y hay una respuesta proporcionada. Se puede decir: -Es que yo no tengo la culpa… -Si yo no digo que haya culpa… Digo que no es perfecto si no hay una respuesta afectiva proporcionada. Pongo un ejemplo.

Supongamos que yo le pregunto a una joven: ¿Sabes tú lo que es el pecado? Y me dice: Sí, es una ofensa a Dios; es una cosa horrible. -¿Sientes repugnancia al pecado? –No. Aquí hay una falta de proporción. La respuesta afectiva no corresponde al juicio estimativo; no hay perfecta persona cristiana, no hay. ¿Es que tiene culpa? Ninguna.

Tampoco aquella joventenía culpa de no sentir la muerte de su madre. Ninguna. Pero lo único que digo es que no es perfecta. Pero entonces, ¿qué va a hacer? Eso es otra cuestión. ¿Para qué son los Ejercicios Espirituales? “Sentimiento interno de la pena que sufren los condenados… sentimiento interno de la gravedad del pecado…” Para proporcionar, para obtener la gracia de Dios que en nosotros

produzca, cree, ese corazón nuevo y esa afectividad nueva proporcionada a la criatura, a la realidad concreta, según el juicio de la fe. Pero mientras no lo tenga, no es perfecto. Lo mismo si le

pregunto: ¿Tú sabes quién es Jesucristo? –Sí; le debo todo. –Y, ¿amas mucho a Jesucristo? ¿Sientes amor a Jesucristo? –No, nada; me deja frío. –Pues hay una falta de proporción; no ha llegado a la

realización. Y toda vuestra educación con todos vuestros colegios va a eso. Si no, estamos perdiendo el tiempo: educar a la persona cristiana en todos los aspectos: juicio de fe, respuesta afectiva proporcionada y respuesta de la voluntad firme, según el juicio estimativo de la fe. Ahí tenéis todo el ideal; y esto en docilidad a Cristo cabeza. De modo que idealmente sea Cristo el que vive en nosotros, en la perfección de este ser sobrenatural; y claro está que esto, podemos decir que se realiza cuando en la perfección de la caridad. Entonces se ha llegado a este grado; cuando uno vive ya la plenitud de la caridad, no solo en el grado mínimo en que es virtud.

Como decía Santa Teresa, ¿por qué el Señor no nos da desde el principio la caridad perfecta y nos ahorraría mucho? Dice: No, no nos disponemos. Hay que irse disponiendo, educando, como en el orden humano; hay que ir creando, preparando, disponiendo, hasta que se llega a la caridad perfecta; aquella caridad que procede de la fe pura, del corazón limpio.

Y entonces es cuando se realiza el ideal de San Pablo: La caridad es paciente, es benigna, no es celosa. Todo eso lo hace la caridad. Lo piensa bien todo, ama a todos, todo lo soporta… Es la perfecta caridad; cuando uno está ya solamente en plena docilidad a Cristo, realizando el ideal de la filiación suprema. Aquella que decía el mismo Cristo hablando Él de la relación que tiene con el Padre (Jn 5, 19: “En verdad os digo, el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve hacer al Padre; pero lo que el Padre hace, eso también lo hace el Hijo espontáneamente”.)

Este es el ideal de la personalidad cristiana. Es: que se llegase a tal estado que uno, por propia iniciativa, independiente de Dios, no hace nada. Pero apenas Dios quiere una cosa de esta persona, la hace espontáneamente, con perfección, con esa vivencia interior afectica rica; con el deseo de agradar sólo a Dios. Tendamos, pues, a esto; y veremos cómo realizamos la unidad de nuestro ser sobrenatural, y cómo es verdad lo que hemos dicho en la meditación precedente: que el hombre ha sido creado para agradar a Cristo.

 

USO DE LAS CRIATURAS

 

En medio de la confusión del mundo, de los criterios que reinan, que vemos alrededor, hemos procurado poner clara nuestra posición: “Yo he sido creado para agradar a Cristo”. Este tiene que

ser el filón fundamental de toda nuestra vida: agradar a Jesucristo.

Y ahora, miramos alrededor de nosotros, y mirando alrededor de nosotros, todavía nos encontramos con todas las cosas que nos rodean, y quizás todavía no llegamos a orientarnos del todo. Nos encontramos con todos los valores apostólicos, valores terrestres, humanos, de cuanto nos rodea. ¿Cómo proceder en todo esto? Pues vamos a ver ahora esta norma, para imponerla a la voluntad, y la consecuencia en la afectividad.

       Todas las cosas son creadas para el hombre. De modo que es la frase de San Pablo que dice: “Todas las cosas son vuestras, pero vosotros de Cristo y Cristo del Padre”. Todas las cosas son creadas para el hombre; todas cuantas uno encuentra en su vida, sin excepción ninguna.

Ese es el primer aspecto que interesa subrayar: sin excepción ninguna, sin presupuestos; sin poner cosas intangibles. Todo: método, nuevos o antiguos; costumbres, nuevas o antiguas; todo es para que nos ayude a agradar a Cristo. Sin excepción. Es difícil esto. No presuponer nunca como algo inconmovible, que uno tiene que hacer esto o lo otro, sino todo ponerlo sencillamente a disposición de Cristo. Todo. ¡Qué difícil es esto en la práctica!

Cuántas veces decimos: es que esta joven tiene que cuidar la salud. Es cierto que aquel sitio, aquel lugar es ocasión próxima de pecado, y siempre peca, pero… la salud… ¿Y la del alma? ¿Por qué dejamos como presupuesto intangible esto o lo otro? ¡Cuánto bien se deja de hacer muchas veces por no tener ese ánimo total!

Hace falta realizar la voluntad del Señor. –Es que tiene que estar en tal ciudad… -O la tiene que dejar… o tiene que cambiar de sitio… En esto no podemos nunca poner nosotros límites a la voluntad del Señor.

Y lo mismo en el mundo espiritual, en los apegos que podemos tener. ¡Qué difícil es esto! Y aquí suele fallar precisamente la auténtica dirección espiritual. Hay pocas almas –creo yo relativamente pocas almas que se ofrezcan decididamente, del todo, a la dirección espiritual; que no presupongan ciertas cosas intangibles. Hay pocas almas que pongan todo a disposición de Cristo.

       Siempre encontramos motivos para hacer alguna reserva. O porque este director es un poco anticuado, o porque: “Bueno, esto es mejor no decirse, porque si no, corre peligro de que nos quedemos sin ello”. Y… queda uno tranquilo… que va llevando la dirección espiritual. Pues… no puede ser. Hay que ponerlo todo a disposición de Cristo. Todas las cosas para el hombre. “Todas las cosas son vuestras”; al servicio del hombre. Para que le ayuden a agradar a Jesucristo. Nada más que para esto. Las cosas todas son materia de nuestro diálogo con Cristo. Todas las cosas. No son el

sujeto con el cual nosotros dialogamos, sino que hablamos con Cristo de las cosas, de las personas.

       Y en nuestro mismo conversar con ellas, más miramos la reacción de Dios que la reacción de las personas mismas.

No son, pues, tres puntos los que determinan mi vida: Dios en lo alto, las criaturas, y yo; como un triángulo, de modo que yo dialogo a veces con Dios, a veces con la criatura, sino que son sólo dos puntos: Dios y yo, y las criaturas en medio, como materia de nuestro diálogo. Esta es la visión real, íntima. Y aquí está el principio: derechos a Cristo.

Como decía aquel hermano coadjutor nuestro, que ya murió, tan bueno… vasco, que nunca llegó a aprender el castellano del todo. Y tenía sus cosas muy simpáticas. Volvió de Bélgica, poco antes de la guerra, en 1936, y al pasar la frontera escribió una carta desde aquí a Bélgica, a los compañeros que estaban en Bélgica, y decía: “Aquí viene caos”. –En efecto, la guerra vino al poco tiempo. –Cierto que le gustaba mucho aprenderse de memoria todas las palabras españolas que oía-. Y en una ocasión en que se le inundó todo el refectorio que estaba preparando –un jueves-, allí acudimos todos a charlar con él. Y le dijimos, naturalmente: -Hermano, ha venido caos. Y nos dijo:

- No, no, no, no; ha venido hecatombe.

Y le preguntamos:

- Pues, ¿qué diferencia hay?

-Hecatombe es un caos chiquito.

 Pues bien; este buen hermano que había luchado en la guerra carlista, era muy entusiasta; y cuando empezó la guerra, estaba con unos entusiasmos… Y le llamó el P. Provincial de entonces y

le dijo: -Hermano, ahora usted ya no está luchando la guerra carlista. Así que nada de políticas ¿eh? Deje usted todo eso.

Y dice el hermano: -Pierda usted cuidado, Padre, pierda usted cuidado. Yo, línea recta a Cristo, y caiga quien caiga.

Pues bien, aquí está esta meditación del Principio y Fundamento. Todo está ahí: línea recta a Cristo y caiga quien caiga. Todo para Cristo. Todo nuestro, pero para que nos ayude a ir derechos a Cristo, sin ninguna desviación. Todas las cosas para el hombre. De modo que ninguna cosa debe interrumpir mi diálogo con Cristo; ninguna cosa de este mundo, ninguna. Y menos como religiosa.

       Todo tiene que ayudarme a vivir mi diálogo con Cristo; sean cosas agradables o sean cosas desagradables. Mi vida es crecer en esta unión con Cristo en cualquier circunstancia de mi vida, sea dolorosa, sea de placer, sea de diversión, sea de apostolado.      Tenemos que crecer cada día y cada hora en este diálogo de amor con Cristo. Porque mi oficio es agradar a Jesucristo. Para que me ayuden a agradar a Jesucristo.

       En los apuntes espirituales de Lucía Cristina –seudónimo; ella se llamaba con otro nombre-, publicados por el P. Pulén, cuenta que en septiembre de 1875, cuando se preveía ya el comienzo de

la guerra franco-alemana, ella se encontraba angustiada ante las realidades que se echaban encima, y había perdido un poco la paz. Y el Señor dice que le hizo sentir internamente esta palabra:

-“Hija mía, no hay en el mundo nadie más que tú y yo”.

Y ella le dijo: - Pero Señor, ¿y todas las demás almas? ¿y todas las demás cosas?

Y el Señor a ella: - “Para un alma que me ama, no existe en el mundo nada más que ella y yo. Todas las demás almas, todas las demás cosas la interesan sólo en cuanto le vienen de mí y la llevan a mí”.

Dice que esto le empezó a dar una especie de dominio de sí misma, que hasta entonces no había tenido nunca, y que fue creciendo. Es esto, esto que estamos diciendo. El hombre ha sido creado para agradar a Jesucristo. Y todo lo demás para que le ayude a esto en este diálogo con Cristo. “Mi público es Dios”, decía

Consummata, “mi público es Dios”. No hay más… que las demás me aplaudan o no me aplaudan, no me importa, con tal que Jesucristo esté contento.

Pero no está resuelto todo. Porque las criaturas me pueden servir para agradar a Jesucristo de muchas maneras. Me pueden servir, en primer lugar, por la abstención de ellas. Hoy día, esto se

olvida un poco. Parece que el servicio de las criaturas, y parece que el holocausto de las criaturas y la santificación de las criaturas tiene que consistir siempre en el goce de las criaturas.

Pues no. Pueden servirme y las puedo santificar y puedo agradar al Señor, absteniéndome de ellas. Y notad que, quizás, nada santifica tanto a una cosa como la abstención de ella por voluntad de Dios y en obsequio a Dios. Así, por ejemplo, el matrimonio, quizás nadie lo santifique tanto como el religioso que renuncia a él por amor de Cristo: a una cosa buena y santa por amor de Cristo. Lo ofrece en holocausto porque lo estima, y lo santifica, y lo sacrifica al Señor. De modo que, ante la criatura puedo tener una abstención. No usarla y no gozar de ella. Pueden servirme para agradar a Jesucristo por su contemplación, contemplando la criatura.

Por ejemplo: un paisaje, las estrellas, el arte… Contemplar…

Pueden servirme también con su uso, el uso de las criaturas, el sencillo uso de ellas. Necesito esto: el autobús, el tranvía, el teléfono… uso. Uso de las criaturas. Mero uso. Y pueden servir también al hombre para agradar a Jesucristo por el goce de las criaturas. También… ¿De modo que el goce no es malo? No, no es malo necesariamente. Hay que distinguir en el gozo de las criaturas tres grados diversos:

 

1º. El gozo que se convierte en sí mismo; el gozo de las criaturas, en el cual el hombre se detiene aunque sea por encima de la voluntad de Dios. Este es pecado; cuando el gozo se convierte en fin último del hombre.

 

2º. Pero puede haber un gozo en el cual el hombre descanse realmente; no es un mero uso, sino que descansa en la criatura. Es en cierto sentido un fin. Por ejemplo: el amor humano matrimonial. Es evidente que el amor humano no es un mero uso de una persona o del matrimonio, sino que hay un descanso mutuo en el amor. Pues bien; esto no es pecado. Al contrario, para muchas almas es la voluntad de Dios sobre ellas. Por lo tanto, no hay por qué no santificarlo en algunos casos –cuando Dios lo quiera- con el goce de este amor humano.

 

3º. Y por fin, existe el gozo que podemos llamar concomitante, que acompaña el uso de las criaturas. Por ejemplo, cuando uno come con apetito o duerme a gusto, pasea cuando tiene que pasear, con gusto. Esto acompaña un uso de las criaturas. Es un gusto concomitante. Este gusto concomitante no es pecado.

 

(4º). Todavía hay una pequeña diferencia. El gusto en el cual descansa la criatura, aun cuando no es pecado –muchas veces es voluntad de Dios sobre una criatura-, pero no se compagina normalmente con la contemplación infusa. Precisamente San Juan de la Cruz pone todo su esfuerzo en librar al alma de todo goce en el cual el alma descansa: goce de posesión. Esto no se puede compaginar con esa elevación que él describe en sus libros. El gozo concomitante, éste ni siquiera impide como tal la contemplación, a no ser que se convierta en gozo en el cual el alma descanse. Ahí tenemos, pues, cuatro tipos, cuatro modos de cómo las criaturas pueden servirnos para agradar a Jesucristo: por la abstención, por la contemplación, por el uso y por el goce.

Antes de pasar adelante. ¿Cómo se nota si el apego que uno tiene a una criatura, o el goce de una criatura es concomitante, o si ha pasado ya a quiescente, a un gozo en el cual reposa, descansa

uno? Porque, cierto, que el comer con apetito es un gozo concomitante. Pero cuando uno está soñando una semana en la merienda del día tal, eso no es concomitante; ahí hay algo de descanso.

Pues bien; suelen dar los autores espirituales como señal para conocer esto, lo que llaman las pasiones fundamentales. Son éstas: gozo, tristeza, esperanza, temor. ¿Cuándo pone uno su descanso en el goce de una criatura? El mero hecho de pensarla –esa realidad-, le causa gozo. Y el mero hecho de pensar que no la tiene, le causa tristeza. Y el que pueda realizarse en un tiempo próximo, le causa esperanza; tiene esperanza de que se haga. Y el peligro de que no se realice en un tiempo próximo, le causa temor.

Supongamos que una religiosa tiene su ilusión en un espectáculo al que va a asistir. Entonces, el mero pensar en el espectáculo le causa alegría. El pensar que no se va a dar el espectáculo le causa tristeza.

Cuando se acerca ya el día, tiene esperanza de que se pueda realizar, de que el tiempo será bueno, de que no será impedido por otras razones. Y cuando sale algún peligro de que parezca que el tiempo se pone malo, empieza a tener temor. Y apenas se despierta por la mañana, va a mirar a la ventana a ver si el tiempo es bueno… a ver si esta tarde se podrá tener… Eso indica algo de descanso. No es algo meramente concomitante, sino que es algo quiescente.

Pues bien; aquí tenemos las posibilidades; y nadie puede decir “por este camino” si no es lo que Dios quiere para agradar a Jesucristo. Y aquí comienza la lucha. Las criaturas nos atraen, y nos dicen: “Mira, goza de nosotros, porque, si no, la vida es triste”. Y nos seducen… El Señor nos las ha dado todas como cálices para

nuestra misa. Y nos atraen… Y quizás debemos abstenernos de ellas… Quizás tenemos que usarlas solamente, y ellas nos atraen a gozar de ellas. Y así, nos impiden el fin para el que vamos, que es

agradar a Jesucristo. Diríamos que pasa algo así como si en una carretera, en un lugar peligroso donde no conviene que se detengan los coches, pusieran un letrero diciendo: “No detenerse aquí”; y fuera un letrero tan artístico, tan bien hecho, que todos los coches cuando llegan allí, se paran para contemplarlo.

 

–Pues… ¿no le dice que no se detenga? Siga adelante. –Es que es tan hermoso… Esta es la lucha de las criaturas. Las criaturas nos están señalando hacia Dios: más allá, más  allá.

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura…

Sigue adelante… En cambio nosotros nos quedamos muchas veces contemplando o gozando de las criaturas. Esta es la lucha.

Según esto ¿qué norma tenemos que seguir respecto de las criaturas? Nunca creer que la santificación es meramente el goce de ellas; nunca. Tenemos que romper este criterio que es falso, que hoy día se extiende mucho. Puede ser en algunos casos; pero no universalizar.

Ofrecer en holocausto las criaturas, para algunos viene a ser, pues como el holocausto puro: fumarlo. Ese es el holocausto. Y después sale el humo del holocausto conforme se va fumando el puro… No siempre es así. A veces, el holocausto es no fumarlo, sencillamente; dejarlo. ¿Cuál es, entonces, la norma a seguir? Norma…; “Jamás contentarnos con decir «no es pecado»; jamás”.

–Pero, ¿por qué no, si no es pecado? –Mirad, que esto se nos va metiendo mucho… se nos va metiendo mucho. Hoy casi hay que dar razón de por qué uno se sacrifica, incluso en la vida religiosa. –Usted, ¿por qué no va la cine?

–Pues usted, ¿por qué va?, puedo preguntar más bien. –Usted, ¿por qué se priva de la televisión? -¿Es que no tengo libertad…? –Usted, ¿por qué hace penitencia? –Casi tiene uno que dar razón. Y es triste que en la vida religiosa, toda ella ordenada a ese servicio generoso del Señor, que ya uno tenga que dar cuenta de por qué se sacrifica. -¿Si no es pecado?

–Es que nunca la norma es: “No es pecado, luego lo hago”; nunca. Ni siquiera para los seglares; nunca. Las criaturas no se nos han puesto delante para no pecar, sino para agradar a Jesucristo. Lo mismo digo de decir: “No es contra la regla, luego lo hago”. Igual. No es esa la norma. Aun para los seglares. Es triste cuando los seglares preguntan: “¿Es pecado hacer esto?, ¿es pecado?”. No es que esté mal el que lo pregunten; no es que no haya que contestarles; pero digo que da pena el que se contenten con saber si no es pecado para hacerlo enseguida. No basta. Uno tendría que contestar lo mismo a un cristiano que a un musulmán en muchas cosas.

Por ejemplo: este vestido ¿es pecado? Tengo que dar la misma respuesta a una cristiana que a una musulmana; lo mismo. Y en cambio es cristiana. Lo que tiene que preguntar un cristiano siempre es: ¿Esto es cristiano? Y una religiosa tiene que preguntar: ¿Esto es religioso? ¿Es digno de quien profesa la vida religiosa nuestra, de quien tiene una regla de amar todo lo que el mundo aborrece? La norma no es “no es pecado; no.

 

Segundo. Tampoco es norma la mera norma de prudencia humana. Es buena cosa, pero no termina ahí. Ni aun lo que es más perfecto en sí mismo. Eso no es norma de acción. –Es que esto es en sí más perfecto. A mí no me interesa. A mí me interesa lo que agrada a Dios de mí. Y puede ser que a Dios le agrade de mí algo que en sí mismo no es tan perfecto. Si eso fuese la norma absoluta, nadie se podría casar, porque es más perfecto lo otro. De modo que no es norma de acción lo que es en sí más perfecto, sino lo que Dios quiere de ti.

Tampoco es norma de acción lo que es más costoso, ni lo que es más agradable. Algunos, esto lo toman enseguida: no es norma lo que a mí más me gusta. Y enseguida le dicen: porque las inclinaciones nuestras a veces, pues van a cosas que no son del agrado del Señor… inclinaciones a afecciones desordenadas… La norma no es lo que a mí me gusta; si agrada al Señor, aunque no me guste; pero tampoco es lo que a mí me disgusta. Que algunos no acaban de entender esto, y toman como norma, lo que me disgusta. No es norma.

Porque a mí me disgustaría muchísimo tirarme al tren ahora. Y no me tiro. Y si me tirase haría un pecado mortal, gracias a Dios. –Pues, lo que es en un pecado mortal, puede ser en otras cosas, que no agradan a Dios y a mí me cuestan. Y esto a muchas almas les trae al retortero.

Porque apenas hay una cosa que les cuesta, ya dicen: Es que Dios lo quiere. ¿Quién ha dicho eso? No hay santo que haya dado esta norma: que hay que hacer lo que más nos cuesta; nadie, nadie. -¡Ah! Pues San Juan de la Cruz dice que “no lo que más te guste, sino lo que menos te guste”. San Juan de la Cruz dice muy bien –que era muy teólogo-: “inclinarme más a lo que me cuesta que a lo que me agrada”. Muy bien. Inclinarse. Pero no tomarlo como norma de acción.

San Ignacio también dice: “Nuestro más continuo oficio será nuestra mayor abnegación y continua mortificación en todas las cosas en el Señor Nuestro”, en lo que agrada al Señor. Inclinarnos siempre a eso. Dentro de lo que agrada al Señor, me inclino siempre a esto; siempre.

Eso sí. Eso es perfecto. Pero la norma no es lo que más me desagrade, ni lo que más me agrade. La norma es lo que agrade a Cristo.

Para llegar a esto estará muy bien que yo me incline. El P. Rottan llegará a decir esta frase que, en sí misma, pues sería factible. –Menos mal que no era español, que era del Norte- Porque

decía él: “Lo que me desagrada –he cogido apuntes-, por el mero hecho de que me desagrada, es razón de hacerlo”.

 Pero lo que quiere decir es esto: “El mero hecho de que me desagrade es una razón de más para hacerlo”. Eso puedo ponerlo yo como razón positiva para hacerlo; no definitiva, sino una razón de más para hacerlo: el que me desagrada. Si quedo a igualdad, que no sé si hacer lo que me agrada o lo que me desagrada, y no llego a discernir bien, hago lo que me desagrada.

–Es también muy útil, pero eso no es la norma; nunca. Y veréis cómo San Ignacio en los Ejercicios no dice nunca esto, sino en todas sus peticiones dice: “Pedir al Señor me escoja para lo que me cuesta”, pero no que la hace; “que me escoja debajo de su bandera a las cosas que más me cuestan”.

Pues bien; para llegar a esto, habituarnos –y ahora estamos viendo sólo la norma ideal-, habituarnos a buscar en todo lo que nos parezca razonablemente más agradable a Dios. Buenamente. No se puede llegar en esto a una seguridad absoluta, pero habituarme a esto: a hacer en cada momento lo que me parece más perfecto en mí en ese momento.

Y así, poco a poco, venciendo las afecciones desordenadas, disponernos a hallar esa voluntad de Dios cada vez más luminosamente. Ponernos delante de Jesucristo y preguntarle muchas veces: Señor, ¿es esto lo que más te agrada de mí? Con suavidad, sin complicaciones; que el Señor no quiere las complicaciones. Suavemente. ¿Es eso lo que Tú quieres de mí? Es el “tanto cuanto me ayude a agradar a Cristo”. Y esto aplicarlo a los medios de la vida religiosa y a todo lo que tienes entre manos.

En los mismos medios eficaces, como es la Misa y la Comunión, la oración y sus promesas, la devoción al Corazón de Cristo, a la Santísima Virgen… cuanto me ayude a agradar a Cristo.

Los medios necesarios para no ser una mala religiosa, como la meditación, los exámenes, la observancia regular, el conocimiento de Cristo…

Medios desagradables que abrazados ayudan, como son: el orden, la dirección espiritual sólida, la austeridad y penitencias, las compañías fervorosas… Medios agradables que dejados, ayudan a agradar a Cristo, como son: acciones, cargos, sitios, objetos, compañías poco fervorosas y muy simpáticas… etc. Pero esto, ¿no es hacer la vida triste? ¿No es ése un concepto demasiado negativo de la vida cristiana? No, no.

Por aquí se llega a la plena salud del alma; cuando uno emplea así todas las cosas con esta norma constante: lo que agrade a Cristo. No lo que es pecado: “No es pecado, luego lo hago”; no, no, no. Eso no. Lo que más agrade a Cristo.

Y notad que todo lo que hoy se dice –muy bien dicho y muy justo- de la teología de los valores terrestres, del valor que tiene la simpatía humana, valor del matrimonio, etc., todo eso… lo único que nos trae como conclusión ascética a nosotros, no es escoger entre lo malo y lo bueno, sino entre lo bueno y lo mejor.

Y que la renuncia verdaderamente cristiana no es la renuncia de lo malo, sino la renuncia de lo bueno para algo mejor. Si no, lo otro no entra todavía; él queda en el límite de lo prohibido nada más.

Este es el plan. Y esta es la posición que debe tener nuestra voluntad. En todo. Aplicarla a todos los medios: si es el avión, como si es el barco, como si es el registrador, la cinta magnetofónica, como si es el reloj. Cualquier cosa entra en esto. “Lo que agrade a Cristo”.

–Pero ¿tiene usted algo contra los medios modernos? –Una cosa tengo, y es que los empleamos poco.

–¡Ah, pero entonces usted es muy abierto! –¡Qué voy a ser abierto… ni cerrado…!

¡¡¡Agradar a Cristo!!! Nada más, nada más. Y no creer que para agradar a Cristo haya que ir con barca de remos. Empléelos, no para pasarse una excursión ahí…: ya que no tengo ocasión, ahora me marcho por ahí a merendar. Eso no, eso no. Para lo que es verdaderamente apostólico, y lo que es con finalidad apostólica y bajo la moción del Espíritu Santo; ahí sí. Pero fuera de eso, no. Y ahí es donde se nota. A mí no me da miedo ninguno que empleen todos los medios modernos, siempre que se ve para agradar a Cristo, hallando sólo a Cristo en la actuación interna y despegado de todo lo demás.

Pero para vivir así, viene una última consecuencia: es necesario hacernos indiferentes. Si no, no podremos a la larga esto. La persona que tiene un cariño… que tiene cariño hacia el coche…

pues va en coche hasta la cama. Es incapaz de dar dos pasos sin el coche. Tiene que enseñar a todo el que viene el coche, y cómo lo hace funcionar, y lo que ha aprendido del coche.

–Y el que tiene cariño a otra cosa… al magnetófono… pues igual. Tiene que llevarse el magnetófono por todas las esquinas… y así con todo. Ahí se ve cuándo uno en esas cosas procede con verdadero despego e indiferencia.

A mí me hace mucha gracia cuando anuncian un colegio: un colegio de esos con piscina y no sé cuántos, y con agua de no sé qué clases y con filtros de no sé qué… Pues esos son medios… o

¿es que usted está dando bombo como si fuese el fin del colegio? Pues ya se entiende… Nadie dice: Un colegio donde los chicos se afeitan todas las mañanas. No se le ocurre… Pues ya se entiende. Es un medio ¿no? Está sobreentendido. Vamos a la sustancia.

–Y esto que nos falla hoy día ¿veis? Todas las discusiones van enseguida sobre lo que son medios materiales y no sobre lo formal.

¡Déjese de eso! Dicen: vamos a arreglar, a cambiar los hábitos de las monjas. No señor. Eso es cuestión de sastres; la reforma de la Iglesia estaría en manos de los sastres. Si no es eso… A la

sustancia; al centro.

–Y no hablar tanto… “Aquí todos somos unos modernos; queremos que nos quiten esto…” No se puede a la larga, si uno no es indiferente. Porque tenemos una inclinación muy fuerte, y el corazón nos traiciona constantemente. Y el que tiene apego a una criatura y tiene deseos de estar en un sitio, encuentra mil razones para llegar a ese sitio. Por muchos modos… Y a la larga, no se resiste. Porque sigue llamando, sigue llamando…

Es necesario hacernos indiferentes. Indiferentes no con la pura voluntad, sino indiferencia afectiva hacia las criaturas. Hay un apego –diríamos-, o una afección triple, o una indiferencia triple. Hay una indiferencia en la sensibilidad. Esa no está en nuestra mano muchas veces. Pero hay una indiferencia en el corazón. Es la persona que hace una cosa con gusto, y renuncia a ella con gusto. Esta indiferencia afectiva es inexacta. La sensible no siempre nos acompaña.

Puede ser que sea una cosa dolorosa, que haya una repugnancia notable de la parte sensible, superficial, pero uno lo ofrece con gusto. Esta indiferencia afectiva tiene que existir, y no de la pura voluntad, que se confundiría con la determinación precedente que hemos dicho.

No; eso no bastaría. Sino que aquí lo

que se trata es que haya un cambio de amor; no se trata de la indiferencia afectiva del hombre apático. El apático es el que no tiene afectividad; es aquel de quien decía San Pablo –decía de los

paganos-: “homines sine affetione, sine Christo”. “Hombres que no tienen afecto”. Y es el gran pecado del mundo de hoy. Con todo lo que es el mundo de hoy, que parece que está lleno de afectividad, el gran pecado del mundo de hoy es la falta de afecto sincero.

Y la gran desesperación de los jóvenes –si las tratáis- es que, andando todos detrás de ellas, nadie las estima sinceramente. Y ése es el gran vacío que ellas experimentan. El mundo no tiene afección hacia ellas. Se sirve de ellas, las utiliza; pero estima sincera, personal, no la tienen. Y ese es el gran vacío que ellas tienen. Y es el de todo el paganismo, de todo donde no hay Cristo. “Sine affectione”.

No se trata, pues, de esta indiferencia que es apatía. La apatía es falta de corazón, falta de afecto. La indiferencia de la que tratamos aquí es concentración del afecto en Cristo. Es necesario para llegar a esto que nos enamoremos de Cristo hasta tal punto que con tal de agradarle a Él, todo lo demás nos sea indiferente. Es un cambio de amores.

Notad que el juicio estimativo no basta para

la estabilidad del hombre. Que es muy difícil obedecer a la larga contra el propio juicio, dice San Ignacio, porque es muy violento ir contra la inclinación natural. Por lo tanto, si esa inclinación no se ordena a Cristo por este enamoramiento, será muy difícil mantener esta norma. Pero, como digo, es, no por falta de afecto, sino por exceso ; por centrar el corazón en Cristo.

Si es tu amor el que me guía

con dulzura o sinsabor

¿Qué me importa a mi la vida,

qué me importa a mí el dolor,

si es tu voluntad, Señor?

Esta es la posición auténtica. Y decir que ésta no se puede conseguir… ¡Ah! Es que eso no se puede… porque esas cosas… la voluntad sí, pero el afecto, no. –No se puede conseguir con una orden de la voluntad; eso es claro. Pero la educación debe llevar a esa maduración del amor a Cristo, hasta que el alma llegue, para contentarle a Él, a hacerse indiferente a todo lo demás. Y esto, en la vida humana, estamos cansados de verlo. ¡Vaya si se cambia el gusto de afecto! ¡Como que de ahí se suele notar cuándo una persona está enamorada!

De ordinario, antes de que lo note la persona misma, lo notan las que están alrededor, porque ha cambiado el gusto… Él siempre

está defendiendo a la tal persona… sus criterios son siempre buenos… Y antes no tenía ninguno de esos criterios. Y es que ya va cambiando por esta adhesión afectiva.

Yo recuerdo un caso clásico de esto. Me lo contó uno que es profesor de la Universidad ahora. Cuando eran estudiantes él y otro compañero suyo –eran estudiantes de Filosofía y Letras-, iban todos los días después de clase a la iglesia de los jesuitas para reírse del gusto de los jesuitas, que habían dorado un altar de madera precioso; lo habían dorado de arriba abajo.

Y todos los días

iban a la iglesia y al altar, y decían: “¡Pero mira qué mal gusto tienen! Un altar tan precioso, y lo han estropeado. No tienen perdón de Dios. Fíjate…” Y al día siguiente, lo mismo: “Pero fíjate…”

Y un día aquel otro se fue al Noviciado de la Compañía. Y éste no salía de su asombro. ¿Será posible ese hombre? Y no creía que tuviese vocación. –Y se fue al Noviciado. Y le dejaron bajar a su compañero. Y le dice:

-Oye; pero cuéntame; pero ¿tú tienes vocación? Pero… ¿qué has hecho? Pero ¿es de veras?

Y le dice el otro:

-Mira si tendré vocación, que hasta me gusta aquel altar.

¿Qué pasa ahí? Pues, hay algo que cambia. Eso es claro. Es que el corazón es así… Hay una extensión afectiva. Un alma que está enamorada de otra persona, dice:

-¿A dónde va a ir usted?

-A donde usted quiera; con tal de ir con usted… no me importa.

-Pero ¿a tal sitio?

-No, como quiera, como quiera; con tal de que vayamos juntos…

Eso es el alma que busca a Dios y que se ha enamorado de Cristo. Con tal de estar con Jesucristo, donde quiera. Con tal de que le agrade a Él, esto o lo otro me da lo mismo. Y así es como se muestran las almas de temple.

Y comenzadlo a pedir ya desde ahora: “Señor, no lo que yo quiera, por mucho que lo quiera, sino lo que Tú quieres, aunque yo no lo quiera. Señor, no como yo quiero por mucho que lo quiera, sino como Tú quieres, aunque yo no quiera”. Y que esto vaya entrando dentro, dentro; hasta que poco a poco, en los Ejercicios y en nuestra vida lleguemos a ese enamoramiento de Cristo, al estilo

de Javier, de San Francisco Javier, para el cual ya era lo mismo estar en Japón, que estar en China, que estar en cualquier parte, con tal de agradar a Cristo.

 

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE CRISTO

 

Vamos a hacer esta meditación de la devoción al Corazón de Cristo, sirviéndonos de la exposición del principio y fundamento.

Es cierto que hay una crisis de la devoción al Sagrado Corazón.

 

Los Sumos Pontífices últimos han hablado de la importancia de esta devoción; han tenido documentos importantes. Pero a pesar de todo hay que reconocer que mucha gente actualmente, no acaba de entrar por esta devoción al Corazón de Cristo. Hay muchos jóvenes que han trabajado con fervor en movimientos de Acción Católica, de apostolado católico; se han entusiasmado de la figura de Cristo, y no acaban de entusiasmarse con la devoción al Corazón de Cristo, por diversas razones.

La encuentran en alguna manera como algo pasado para ellos, algo demasiado frío, demasiado de iglesia. Examinando los elementos que pueden influir en esta reacción de mucha gente, buena por otra parte, creo que se encuentra uno con que una gran parte de esto depende de la exposición misma de la devoción al Corazón de Cristo.

La devoción al Corazón de Cristo no consiste esencialmente y principalmente en algunas prácticas devotas, aun cuando sean buenas y, en su grado, necesarias; como son: algunas novenas, algunos actos de consagración o de reparación, etc. No consiste esencialmente en esto. Estos son elementos que pueden ayudar, pero no son la esencia.

Podríamos decir que la devoción al Corazón de Jesús si consistiera en esto, no se podría llamar como la llama Pío XII la quintaesencia del cristianismo y la forma más perfecta de vivirla. La devoción al Corazón de Jesús, más que todos esos elementos sueltos, es un modo de concebir la vida cristiana. La sustancia de esta devoción se podría decir que consiste en este punto.

Con la evolución de los tiempos, la figura de Cristo se hace cada vez más grande, más teológica, más elevada, más celestial –diremos- más subida; y con todas estas ideas del cuerpo místico de Cristo, se forma uno una idea tan alta de Cristo, que este Cristo a fuerza de subir parece que es totalmente insensible. Es ya como un ser que parece que no toca a Él nada de las cosas de este mundo. Y entonces vienen esas consideraciones del pecado mismo, en el cual no se ve cómo una acción transitoria de un hombre pueda interesar al Señor.

Pues bien; en medio de esto, el Corazón de Cristo que se muestra a la humanidad, es un gesto del Señor que quiere decirnos: pero mira, si Yo tengo un corazón… no me trates como una persona sin corazón. Yo lo tengo. ¿Por qué me tratas así, si tengo un corazón? Eso es en el fondo el sentido de la devoción al Corazón de Cristo.

En vez de un Cristo abstracto, es Él mismo que se presenta y

me muestra la realidad de su ser humano-divino, de un corazón que late. La devoción al Corazón de Cristo es, pues, sobre todo, un modo de concebir la vida. No es un conjunto de elementos objetivos determinables, sino es algo que interesa a la persona misma y le da una visión de toda la realidad humana.

Y vamos a ver si entendemos en qué consiste esta visión del mundo. ¿Qué nos presenta el mundo de hoy? Basta abrir los periódicos de actualidad para comprender qué es el mundo hoy; más o menos como siempre. Interesa la materia; interesa el deporte, el arte; interesa la economía, la moda, la diversión, el espectáculo. Eso es lo que interesa: lo sensacional.

Pero no hay sitio en este mundo para Cristo, para Dios; apenas se menciona. No es suficientemente sensacional como para interesar como interesa la prensa, la radio. No interesa al mundo. Incluso la religión de muchos cristianos de hoy, fácilmente se nos presenta como cortada de la vida. Hay un hiato entre la realización religiosa y la realización vital. Este cristiano va de vez en cuando a orar, hace alguna visita al Señor en la Eucaristía, quizás oye la Misa incluso algunos días entre semana, comulga, pero una vez que ha hecho sus actos religiosos, después todo el día es para él.

En cuántos cristianos hay esta dualidad: el culto al Señor y el resto para mí. E incluso en estas personas, cuando piensan en Jesucristo, Jesucristo es para ellas una gran figura, sí, pero una figura que está allí, hace dos mil años, hacia la cual uno tiene que volver la cabeza, porque está muy lejos. Y si la miran hoy, la ven allí en el cielo, casi tan lejos como los dos mil años del pasado, sin preocuparse más de los hombres, insensible a todo. Él está en la gloria del Padre.

La moral hoy, también presenta unos caracteres correspondientes. ¿Qué significa el pecado para la mayor parte de los hombres y para muchos de los cristianos? Como decía un autor inglés, “el pecado es una denominación medieval para designar el fin de semana”. Es decir, es como un modo de divertirse, y a lo sumo lo considera como algo contra los mandamientos de Dios. No

precisamente como una ofensa personal contra la persona misma de Dios, sino algo así que, como existen leyes del Estado, existen los mandamientos de Dios, y va contra los mandamientos de Dios.

Y si esto es la religión en muchos seglares fieles, en los religiosos y en las religiosas, muchas veces hay un peligro de concebir la vida religiosa demasiado literalmente en este sentido. No que deban observar todas las Reglas –que lo deben hacer-, sino que el sentido de esta misma observancia puede ser más material, como valorizando la observancia en sí misma. Si yo hago esto, y esto, y esto, ya me pueden canonizar; si hago esto, soy perfecto. Y parece que con esto ya queda uno contento y satisfecho.

Y para muchos religiosos, de esta manera, las Reglas –que son un medio para que nosotros vayamos siempre más íntimamente en nuestro trato con Dios- se pueden convertir también en una especie de muro que contiene la intervención de Dios en el alma; como diciendo: “yo en las Reglas lo tengo todo; de modo que Dios no interviene más en mi vida. Ya me ha dicho todo lo que me tiene que decir; está en las Reglas”. No es verdad eso.

Lo que está en las Reglas –es cierto- es de Dios. Dios lo quiere, pero no es todo lo que Dios quiere de mí; eso es para favorecer mi docilidad a Dios, que seguirá abriendo nuevos y nuevos horizontes en mi vida. Y esto fácilmente falla cuando se concibe la vida religiosa en un sentido material, demasiado terreno.

También ahí puede entrar entonces el doble plano de oración y vida. De ahí muchas veces el empeño de querer saber con seguridad el punto donde se encuentra uno en la vida espiritual. De ahí a veces esa obediencia religiosa terminada en los superiores como tales, no terminada en Cristo mismo, en espíritu de fe.

De ahí muchas veces también, la castidad como un esfuerzo ascético meramente, no como una expresión de amor total y exclusivo al Señor. Es un modo de concebir el mundo, la religión, la moral y la vida misma religiosa. Puede darse esto, y en muchos casos se da.

Pues bien; en medio de este mundo así, en el cual muchas veces dentro de la vida religiosa se plantea uno la cuestión: ¿pero qué importancia tiene y qué puede interesar a Dios que yo hable o no hable en este momento de silencio? ¿qué más le dará a Él?

 –Cuando uno ve la pequeñez de una observancia, fácilmente le puede entrar esta tentación: y esto, ¿para qué sirve? ¿qué más le dará al Señor todo esto? En medio de esta concepción, viene a iluminarlo todo la revelación del Corazón de Cristo. Es como un

 

relámpago, como un rayo que luce en medio de este ambiente, y nos da el verdadero valor y el verdadero sentido de toda la realidad. Es la revelación del Sagrado Corazón. Es un cambio repentino en toda nuestra vida, que si nos la hace el Señor –Dios quiera hacérnosla en estos momentos-, entonces transformará también toda nuestra vida.

En una ocasión, estando yo de maestrillo en un colegio, pusieron una película documental. Yo llegué tarde; miré un poco hacia el telón y vi dos manos que se movían. Fui a mi sitio; miré un poco a aquellos muchachos y les encontré que estaban todos sentados en la punta de la silla, casi sin respirar, mirando a la pantalla, con una emoción que dije para mí: pues no será para tanto… Y volví a mirar, y al volver a mirar, también yo me quedé como ellos, con la misma emoción.

¿Qué había pasado? Ahora veía en la pantalla el significado de aquellas manos. Eran las manos de un cirujano que estaba operando en el corazón de un joven. Y claro, las fotografías mostraban el pecho abierto, el corazón que latía y las manos del cirujano que intervenían en el corazón mismo. Y naturalmente decíamos todos: aquí no hay bromas; un pequeño descuido del médico y le cuesta la vida a la persona que está debajo.

 Y entonces entendí: “Esto es la devoción al Corazón de Cristo”. Esto. Nosotros nos encontramos como manos que se mueven en este mundo. Pequeñas cosas, sin importancia, pequeñas observancias, mandamientos que parecen cosas pequeñas… y nosotros actuamos, y nos parece una cosa que no vale la pena preocuparse.

Pero he aquí que viene esta iluminación de la revelación del Corazón de Cristo, y me dice: Mira; esas manos tuyas están operando sobre el Corazón de Cristo. Debajo de esas manos está un Corazón que late, y todo lo que tú haces es una operación sobre ese Corazón. Todo lo que tú haces es, o agradable o desagradable al Corazón de Cristo. Todo repercute en Él. O es una alegría para Cristo o es un dolor para Cristo.

Pero no hay acción humana, verdaderamente humana, que no repercuta en el Corazón de Cristo. Si tú tienes esta visión, si caes en la cuenta vitalmente de que todo es una operación en el Corazón de Cristo, ya está. El sentido de todo es una operación en el Corazón de Cristo. El hombre está hecho para agradar a Cristo.

Es una gracia muy grande esta: la de sentir internamente que toda mi vida, que la vida de       todas las almas que el Señor te confía, son una operación ene. Corazón de Cristo. Gracia que tenemos que pedir intensamente: que yo sienta esto. Esto sería la revelación del Sagrado Corazón para mí: que me lo haga sentir así, que se me muestre internamente, enseñándome esta realidad.

Es lo que decía el Señor a Lucía Cristina: “Para un alma que me ama no hay en el mundo más que ella y Yo. Todo lo demás le interesa en cuanto le viene de Mí y le lleva a Mí”. O lo de Consummata: “Mi público es Dios”.

En el fondo, esta gracia es la misma que recibieron los Apóstoles en el Cenáculo cuando la Resurrección de Jesús. Estaban en el Cenáculo muertos de miedo, con las puertas cerradas, y se creían seguros, como muchas veces nosotros en una observancia más material de la misma ley, de las mismas Reglas, como queriendo mostrarnos ya contentos del todo porque estamos rodeados de estos muros.

Y cuando estaban así en esta concepción más material y más humana que su misma seguridad, Jesucristo mismo se presenta en medio de ellos, como diciéndoles: ¿por qué me tratáis como muerto

si estoy vivo? Tenéis que tratarle como persona viva. Si tengo un corazón… Y les mostró las manos y el costado. Estoy vivo, el corazón me late, tenéis que contar conmigo. Sin Mí no podéis hacer nada, porque yo me intereso por vosotros; tengo algo que hacer siempre en vuestra vida.

–Y se alegraron los discípulos habiendo visto al Señor. La misma gracia de los Apóstoles en el Cenáculo es también la gracia de San Pablo en el  camino de Damasco. San Pablo cuenta tantas veces aquella escena, que uno se pregunta por qué repite tanto un hecho personal suyo. Es que fue para él la luz de toda su vida. Fue para él la intuición del misterio del Cuerpo Místico de Cristo.

Él perseguía a los cristianos de tejas para abajo por el celo de la Ley, y persiguiendo a los cristianos se encuentra con Cristo mismo que se le pone delante y le muestra su Corazón prácticamente, y le dice: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Él

no contaba con ese Cristo vivo, que era sensible, que tomaba como hecho a sí la persecución de loscristianos, que se le mostraba allí como el verdaderamente perseguido. Y entonces, al ver este Corazón de Cristo que se le abría, comprendió Saulo: “Todo y en todas las cosas Cristo”.

Es el Cristo de Pablo con un corazón grande… grande… Lo dice en su carta a Timoteo: “Verdad es cierta y digna de todo acatamiento: que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los

pecadores, de los cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia: a fin de que Jesucristo mostrase en mí el primero su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los que han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna”.

Que el Corazón de Jesús nos conceda esta gracia: que el Corazón de Cristo se nos muestre personalmente. Que nos dé luz para captar esta realidad honda. Así adquiriremos una nueva concepción del mundo y comenzaremos una nueva vida ya desde ahora, contemplando todo el mundo y toda la realidad.

Y al leer las noticias y los periódicos, inmediatamente pensaremos en el Corazón de Cristo, porque todo es una operación en el Corazón de Cristo. Y si hay una desgracia de un terremoto, pensaremos que Cristo estaba presente en la Eucaristía, y ¿qué habrá sido de Él?

Y cuando haya cualquier sensacionalismo diremos: ¿y habrá sufrido Cristo? Y con esto ¿habrá sido Él el que lo ha pagado todo… ¿Así, para nosotros, toda la realidad estará fundada siempre en el Corazón de Cristo.

Esta es la esencia de la devoción al Corazón de Cristo. Quien tiene esto, tiene lo más; lo demás es una explicación, es una exposición de algo que está ahí como en germen. Esa explicación

contiene dos principios y nuestra respuesta a esos principios.

 

Primer principio: Jesucristo me ama ahora. Si es una operación en el Corazón de Cristo, quiere decir que en Él repercuten mis acciones.

 

Segundo principio: Ese Corazón de Cristo es sensible; goza con mis alegrías, con mis buenas obras, y sufre de una manera verdadera; sufre con nuestros pecados y con nuestras ofensas.

 

Y lo demás es una respuesta. Cada alma responderá según su personalidad concreta cristiana, según lo que el Señor le confía. Pero todas las respuestas estarán fundamentadas en esta motivación, en este amor de Cristo que nos ama y en esa reacción del Corazón de Cristo ante nuestra respuesta.

Esta respuesta fundamentalmente será: Ya que Cristo me ama, yo le amo y me consagro a Él. Ya que Cristo ahora es sensible y sufre ahora de una manera verdadera, pues yo también quiero

repararle. Consagración y Reparación. Y todo ello sintetizado en la Santa Misa. Ahí tenemos toda la devoción al Corazón de Cristo.

Jesucristo me ama ahora. ¡Jesucristo! Esta gran figura que la hemos visto tantas veces en las vidas de Cristo, en los Evangelios, en tantos trabajos hechos sobre Jesucristo. ¡La gran figura de Jesús!

Pues bien; a pesar de todo esto, tenemos la tentación constante de suplir con veleidades de perfección lo que es sustancia en esta perfección misma. Tenemos la tentación de ser nosotros como Dios. Es la mayor tentación del hombre, del religioso y de la religiosa. La tentación de querer tener en nuestra mano todo cuanto necesitamos. Tenerlo en mí con la seguridad de que lo tengo yo; porque nos parece que las cosas son más seguras en nuestras manos que en las manos de Cristo.

En el orden material, las que están preocupadas con el orden material; en el orden espiritual, lo mismo. Todo es a ver si puedo tener en mis manos con seguridad la norma de mi perfección. Con estos apuntes que yo tengo, ya estoy seguro, porque los llevo en el bolsillo, y cuando haga falta los sacaré, y ya está la santidad asegurada. ¡Que no! Es la tentación constante: Y si yo observo esto, ¿entonces soy santo? ¿Qué medida me da usted y qué fórmula me da usted para esto? Una:

 

DEPENDER DE CRISTO. Y toda nuestra tentación es huir del depender de Cristo. Tenerlo todo en nuestra mano.

Pues bien; la devoción al Corazón de Cristo viene a colocar a este gran Jesucristo en el lugar que le corresponde en nuestra vida. Jesucristo nunca es SUSTITUIBLE. Jesucristo es representado por el Papa, Obispos, etc., pero nunca es sustituido. Jesucristo continúa exigiendo de cada alma personalmente una respuesta de amor personal a Él, un diálogo personal con Él.

La Iglesia es mediadora en cuanto ayuda y lleva al alma al contacto inmediato con Cristo. Y ella queda allí como una lámpara encendida, como testigo privilegiado de ese encuentro del alma con Cristo; para que se realice legítimamente.

El catolicismo es mantener ese diálogo con una persona viva, que es Cristo. Cuando un hombre empieza a preocuparse del problema de Cristo, va bien. Si llega a ver en Él la figura más grande de la historia, va mejor. Si llega a descubrir en Él al Dios-Hombre, ha dado ya con la verdad.

Pero aún le queda un paso muy difícil que dar. Decir: “Este Hombre-Dios es mi amigo personal, me ama a mí ahora; me conoce y me ama”. Vamos a ver si el Señor nos concede esta gracia en esta meditación de hoy; la gracia que pretendemos: este caer en la cuenta de este amor personal de Cristo. Que es verdad que me ama…

Es toda la parábola del Buen Pastor. El Buen Pastor conoce sus ovejas por su nombre, y las llama, y ellas le conocen a Él, como Él las conoce a ellas. El gran patrono de esta verdad es Zaqueo. ¡Qué figura tan simpática! Os podéis encomendar a él para que os obtenga esta gracia del Señor como él la obtuvo en el Evangelio.

Y vamos a ir al Evangelio para comprender y ver la figura de Jesucristo, que es tan amable… Es tan simpático, que gana los corazones.

Oh, hermosura que excedéis a todas las hermosuras. Sin herir, dolor hacéis, y sin dolor deshacéis el amor de las criaturas.

No imaginéis al Señor como si estuviera siempre con un bastón en la mano, sino que el Señor en el fondo, es una buena persona. Y es un caballero, y le gusta que le tratemos como caballero, y que nosotros le tratemos a Él como caballeros. El Señor se arregla muy bien con los caballeros, y no con las almas mezquinas.

Vamos al Evangelio. Nos habla de Zaqueo. San Lucas, capítulo 19. ¿Qué nos dice el Evangelio de este simpático Zaqueo? Que era un hombre rico. Jefe de publicanos –que eran considerados como pecadores; tenían fama de que no tenían la conciencia muy estrecha-.

Dice el Evangelio que era pequeño de estatura. No dice que era gordo, pero lo podemos suponer. Este hombre, que era rico, recibiría visitas de fariseos, de sacerdotes, que iban a decirle que por ese camino se condenaba, que faltaba a la justicia, a la caridad; que así no podía salvarse. Y él les decía: Esto es asunto mío, no os preocupéis, yo me arreglaré.

Zaqueo seguía haciendo su vida sin preocuparse demasiado; hasta que conoció de oídas a Cristo y le entraron deseos vivísimos de conocerle. Y este fue el comienzo de su salud. Así tenemos que salvar las almas: llevarlas al deseo de Cristo, y cuando entre Cristo, Él hará lo demás.

Él seguía con sus negocios, pero cuando supo que Jesucristo venía en persona a Jericó, llevado del deseo de conocerle, salió a donde venía Él. Y venía rodeado de una multitud de gente, y el pobre empezó a apretar, a dar empujones; pero no veía nada porque era pequeño. Entonces, llevado del deseo de ver a Cristo toma una decisión heroica.

Él hizo sus cálculos: “Tiene que pasar por aquella calle… Pues bien, ahora que están todos ocupados aquí, yo me voy por delante, aprovecho que no hay nadie, me subo a un árbol y lo veo a la perfección”. Y dicho y hecho. Vedle al pobre Zaqueo, al jefe de los Directores de Banco, corriendo por la calle, gordo, rico, pequeño como era… mirando atrás si alguien lo miraba. Da la vuelta al ángulo de la calle, mira si hay alguno, ve el árbol, se sube arriba… ¡pobre hombre! ¡Con cuántos apuros! Sin que nadie lo viese, se sienta entre las hojas del árbol. Nadie lo ha visto subir; él está entre las hojas.

Pero imaginaos lo que significa esto como humillación. Imaginaos al alcalde de la ciudad subido a un árbol… Pero él tantas ganas tenía de verle, que no le importó. Desde el árbol ve al Señor por primera vez. Sus ojos se fijan en Cristo, en aquel rostro que desean ver los ángeles, y él queda satisfecho. Ya lo ha visto: “¡Ese es!” Y cuando estaba así… -lo que es el Señor ¿eh?

- llega debajo del árbol. –Podía haber pasado y haberle mandado un mensaje después: mira que me interesa hablar contigo… No, no. –Llega debajo del árbol y mira arriba. Miraron todos. ¡Qué vergüenza! ¡Pobre Zaqueo! Desde arriba no veía más que caras por todas partes. Todos los ojos mirando hacia él, y él no tenía por dónde escaparse. Y el Señor mirándole… y todos mirándole… y… unos comentarios…

Pero aquí viene el momento emocionante. Él conocía al Señor, había oído hablar de Él, lo admiraba; pero lo que no podía pensar es QUE EL SEÑOR LE CONOCIESE A ÉL… y se interesase por él. Este es el paso difícil que le falta al alma que está entusiasmada con Cristo, pero que todavía no está convencida de que Cristo le ama ahora.

Pues bien; después de haberle visto así, el Señor le dice: ¡Zaqueo! –si no se cayó del árbol fue por la omnipotencia divina que lo sostuvo-. Pero ¿podéis imaginaros lo que es eso? Él, que está loco de admiración por aquel Hombre… que lo ve por primera vez… y que ese Hombre lo llama a él por su nombre… “Zaqueo, baja enseguida, que tengo que hospedarme en tu casa”.

Y el pobre Zaqueo todo turbado, tuvo que bajar delante de todos. Pero no le importaba nada. No sabía sino que aquel Señor lo había llamado. Para él no había más que Cristo. Y allí va feliz; no le importa nada la murmuración de la gente.

Cuando estaban comiendo, el buen Zaqueo se levanta y dice: “Señor, la mitad de mis bienes para los pobres, y si alguna vez he defraudado a alguien, le daré cuatro veces más”. Pero… ¿quién le ha hablado a Zaqueo de justicia social? –Es que Cristo ha entrado en su casa.

Cuántas veces tú también estás subida en la higuera para ver a Jesucristo a distancia… en tus especulaciones… y el Señor pasa y te dice: “Baja de la higuera… de tantos problemas… que tengo que hospedarme hoy en tu casa”.

Esta es la vida espiritual: ese hospedarme hoy en tu casa. Ese HOY es la eternidad comenzada. Tener a Cristo en mi casa supone que Cristo mande en mi corazón. Supone hacer un obsequio constante a la presencia de Cristo en mi alma. Supone conocer que Jesucristo me ama AHORA. Que fundó la Iglesia y los Sacramentos para ti; pero AHORA, Jesucristo es tu vida; Él ha hecho de ti otro Cristo y te exige que procedas como otro Cristo.

Y esta presencia de Jesucristo se siente hasta en nuestro cuerpo. Esta acción de Cristo es consciente. Él, conscientemente abraza al alma contra su Corazón. Él tiene que ser el que nos una

consigo; no podemos robar esta unión. Y así, todo nos viene de Cristo; lo agradable y lo desagradable: salud, enfermedad, desgracias… Y no hay ninguna de estas cosas que no las haya tenido Cristo en sus manos ensangrentadas y haya pensado: “Se lo mandaré, sí. Le hará bien. Yo le daré gracia para sufrir”. Todo, en el cuerpo y en el alma, nos viene del amor de Cristo, y hemos de

vivir en ello la plenitud de su amor.

El P. Reyes, después de quedarse ciego, escribió esta composición: “Cuando yo era pequeño, mi madre solía venir por detrás; me ponía las manos sobre los ojos y me preguntaba: ¿Quién soy yo? Y yo le respondía: Tú eres mamá. –Ahora que soy mayor, has venido, Señor, a poner tus manos sobre mis ojos y me preguntas: ¿Quién soy Yo? Y te respondo: Tú eres mi Padre, que me has puesto las manos sobre los ojos, y sólo te pido que me las quites para ver tu rostro en la eternidad”.

 

 

LOS TRES PECADOS

 

Ayer por la tarde meditábamos el principio y fundamento de la devoción al Corazón de Cristo. Y encontrándonos ya con la figura de Jesucristo en la escena de Zaqueo, oíamos cómo la gente murmuraba de que iba a hospedarse en casa de un pecador. Y siempre que nos acercamos de verdad al Señor, tenemos que sentir también nosotros la conciencia de nuestra indignidad en este diálogo con Jesucristo.

Esto es inevitable. Y precisamente, para que nuestras relaciones con Jesucristo sean fieles, verdaderamente, tenemos que tener esta conciencia de la distancia enorme que hay entre Él y nosotros, a pesar de que nos llama a esta intimidad con Él.

Nosotros somos siempre pobres, aun cuando por sus dones estemos en riqueza; pero por nuestra naturaleza, somos pobres.

Ahora, pues, sin destejer nada, vamos a seguir adelante en nuestro camino. Y vamos a dedicar el día de hoy entero, a ver ésta nuestra miseria, junto al Señor. No para desanimarnos, si para revolvernos las conciencias. Nada de eso. Sería estropear el día de hoy. Por eso, vamos a procurar ir explicando bien, para que obtengamos el fruto auténtico de estas meditaciones.

Es el primer ejercicio que aparece en los Ejercicios: la meditación de los pecados. Y así, aprovecharemos esto para ir explicando un poco, prácticamente, el modo de hacer oración, la

actitud de oración.

 

Primer paso: acto de presencia de Dios. Ponernos en la presencia del Señor desde ahora. Este acto de presencia de Dios no es un acto pasajero: ya he hecho la oración preparatoria renovando al Señor: creo en tu presencia… Ya está. Ahora otro acto. No. El acto de presencia de Dios es tomar una actitud para toda la oración, que tiene que perseverar en ella. Actitud que se establece, y que sólo ella hará que la oración sea oración.

En efecto; acto de presencia de Dios no significa pensar que Dios está presente; no. Eso es pensamiento de la presencia de Dios. El acto de presencia de Dios es que me pongo en la presencia

del Señor.

Así como antes de hablar por teléfono hay que establecer la comunicación –si no, no hacemos nada, por mucho que yo hable-, de esta misma manera, la oración se comienza estableciendo esta comunicación con Dios, poniéndonos en la presencia del Señor. Abrirnos a la presencia del Señor, en verdad; en espíritu y en verdad. Esto es el acto de presencia de Dios. Sin nervios… En la realidad. Estamos ante Él.

Orar no es concentrarse en una idea; no. Una idea en la cabeza, sobre la cual convergen ahora todas mis facultades… Eso no es orar necesariamente. Ni es pasar entretenidos la hora de oración con jaculatorias, o lecturas, o el rosario… -Ya está. Ha pasado la hora… menos mal; por esta vez ha la hemos hecho. Vamos a ver mañana cómo se presenta.

 –No es eso el ideal de la oración. A veces habrá que recurrir a esos medios, pero no es ese el ideal. El ideal de la oración, ni es estar ocupados siempre sin ninguna distracción… -Que para algunos es también el ideal no tener ninguna distracción; ya van con ese empeño desde el principio: que no me distraiga nada. Y entonces, cuando no ha habido distracciones, ha sido buena la oración. No es tan sencillo; no. Se va a la oración a estar con Jesucristo, de verdad. Estar con Él. Sin ansiedad… con el corazón abierto…

Eso es acto de presencia de Dios. No concentrarnos en la idea de que Dios está presente, pensándolo con fuerza; sino es más bien lo contrario: dilatar el corazón, abrir el corazón al influjo del Señor. Como uno que abre la ventana de par en par por la mañana para que entre el sol, así uno abre el corazón al influjo de Dios. Eso es el acto de presencia de Dios: abrirse a Él.

Recogimiento, sí, pero no introversión. Cuántas veces se confunden estos dos conceptos. Uno quiere ser recogido, y empieza a pensar dentro de sí mismo en sus propias cosas. No. Incluso se llega a decir que las personas introvertidas son más aptas para la vida interior. No es verdad; en absoluto. Los dos extremos son malos: las personas extrovertidas y las introvertidas. Las dos tienen dificultad para la vida de oración.  Lo que hace falta son personas recogidas, que saber recogerse. –Pero, ¿no es lo mismo? –No… Vamos a ver una imagen que nos lo haga ver.

El chofer de una máquina, de un coche, que va mirando a todo lo que encuentra fuera de la carretera y saludando a todas las personas que pasan, sin disminuir la velocidad, pero interesándose

por todo, mirando todo… éste es extrovertido; y fácilmente irá a terminar en algún accidente, porque no atiende, no está recogido.

Introvertido. Sería si este chofer, mientras va caminando a toda velocidad normalmente, está siempre mirando todas las piezas del motor por dentro: ahora éste, ahora la otra… sin parar. Igual.

También éste tiene el mismo peligro de no llegar al término, de tener otro accidente.

Recogido es el chofer que tiene una atención distribuida. Va dándose cuenta de la carretera, de las señales que hay, de la marcha del motor… pero con una atención así, serena, hacia el fin que pretende en el conducir el coche. Ese es el hombre recogido.

Pues bien; en la oración vamos con recogimiento; no introvertidos, ni extravertidos, sino con recogimiento; aplicando nuestras facultades, abriendo nuestro corazón a este influjo íntimo del Señor.

Olvido de lo creado,

memoria del Creador,

atención al interior

y estarse amando al Amado.

Eso es orar. Con paz. Ponernos en la presencia del Señor. Aguantarme, a veces. Mantener nuestro diálogo abierto ante Él; y si no somos capaces de estar con Jesucristo, al menos soportar que Él esté con nosotros en la oración. De verdad, sin ninguna ficción. Por eso tenemos que guardar con diligencia las adiciones… los medios que tenemos… pero sin poner nunca nuestra confianza en ellos. No. Poner de nuestra parte lo que podemos, y después esperarlo del Señor.

Esta es la verdadera actitud humilde: diligente, pero sin poner la confianza en los medios. Porque lo que pedimos siempre en la oración es una gracia; una gracia que nos tiene que dar el Señor. Que no tenemos que sacar de dentro de nosotros estrujando nuestros sentidos y nuestro cerebro, sino que tiene que venir de fuera; del Señor, que nos la dará. Y es inútil que estemos con los nervios en tensión para ver si la obtenemos; porque no va a salir de los nervios, sino tiene que venir de un corazón abierto o a un corazón abierto, de las manos del Señor.

Es una gracia. Por lo tanto, diligencia sí, pero sin ninguna tensión. Como más estarse amando al Amado. El gran esfuerzo nuestro –pero esfuerzo no con nervios sino diligencia nuestra- tiene que ser el de mantener el alma quieta, pacífica y dispuesta para la acción de Dios. Ahí está todo lo nuestro.

Pensar, meditar, pero con el alma quieta, pacífica y dispuesta para recibir del Señor la gracia que pedimos. Que nos conceda Él. Que no podemos obtener con nuestras fuerzas. Ahí tenemos el acto

de presencia de Dios: abrirnos. Y mantenerlo abierto. Y si durante la oración caemos en la cuenta de que el corazón ya no está abierto, abrirlo de nuevo.

Olvido de lo creado,

memoria del Creador.

Atención al interior

y estarse amando al Amado.

 

 

ORACIÓN PREPARATORIA: La santidad.

 

Es lo que tenemos que pedir siempre. Ayer hablábamos del ideal: el agradar en todo puramente a Jesucristo. Pues eso es la santidad; llegar a eso. Y esto es lo que pedimos de aquí en adelante en todas nuestras oraciones. Es el Padre Nuestro: venga tu reino… hágase tu voluntad… Es eso mismo, expuesto también de esta manera, como

oración preparatoria: que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas a agradar a Jesucristo.

 

 

Puramente. Es la santidad. Y esto es lo que se pide en toda oración y en toda actividad nuestra, en todo… porque es el ideal al que tendemos. Y para llegar a este ideal, vamos a hacer esta oración o esta meditación. Pero siempre tendiendo a la plenitud del Padre nuestro: que se realice el plan divino sobre nosotros.

Esta es la oración preparatoria: el principio y fundamento. Todo lo del día de ayer visto como ideal al cual tendemos, y que pedimos al Señor constantemente; y para lo cual vamos a practicar el ejercicio correspondiente.

Fijaos en este detalle. San Ignacio pone aquí con mucha precisión: “Que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas”. En forma pasiva. No dice: que yo ordene… Porque en último término, es gracia suya. Nosotros, respecto a la ordenación total no llegaremos nunca con nuestras fuerzas.

Y así, en el oficio de Prima, en el Breviario, todas las mañanas rezamos aquellas palabras: Dominus autem dirigat corda nostra et corpore nostra in caritate Dei et patientiam Christi. Deseo de la Iglesia constante para todos sus sacerdotes y religiosos: que pidan –es palabra del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses- “que el Señor dirija Él, rectifique Él nuestros corazones y nuestros cuerpos a la caridad de Dios, al amor puro de Dios y a la paciencia de Cristo”. Es decir, a la espera paciente del día del Señor. Que Él lo dirija.

Y lo mismo en la oración: “Dirige, Dominus…”, “Señor, dirige nuestros corazones siempre…”. De modo que yo no puedo ordenar activamente. Es una gracia… Por eso es una petición: que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas… El orden. La palabra predilecta de San Ignacio, como de San Juan y de todos los grandes santos: el orden.

El orden es la última expresión de la bondad de Dios sobre la criatura. La ordenación es lo último de la operación divina, por la cual la cosa pertenece al Todo cuando está en orden. Se ordena. Es como el rayo mismo de la belleza de esta cosa. Es la resonancia del Verbo de Dios en ella; por la cual, con todo su ser confiesa a Dios, volviéndose a Él. Este es el orden: vuelve hacia Dios pura. Dirigat. Dirige, Domine, corda nostra. “Señor, que nuestros corazones vuelvan a Ti totalmente, limpiamente”.

Por la ordenación, toda criatura es santa y espiritual en su grado, aun cuando sea de esas que no tienen aliento de vida ni afecto de inclinación, como son las criaturas materiales. Cuando están ordenadas, también ellas vuelven a Dios; se hacen santas y espirituales. Porque ellas no están destinadas a la caridad, es decir, a la felicidad de su unión con Dios –las criaturas de este mundo, la

naturaleza-, pero estimulan a los hijos de Dios, enseñándoles en su medida la alabanza del amor de Dios. El amor es el que crea el orden, en último análisis; el amor. Y esto es lo que lo pedimos: que

dirija nuestros corazones, nuestras intenciones íntimas a su puro amor. Grande gracia.

Y para llegar a esto, es por lo que estamos entrando en este día de Ejercicios; para tender a este ideal. Porque el Señor no concede esta gracia así como un regalito, sin más; sino quiere que nos dispongamos. Y vamos a disponernos con los Ejercicios. Repetiremos siempre esta petición, y siempre procurando disponernos.

 

COMPOSICIÓN DE LUGAR. Vamos a ver la composición de lugar; qué significa esto. Le dan dos interpretaciones. Una composición de lugar sería, pues… construir el lugar. Como uno que está haciendo un Belén, y lo construye. Otros dicen más bien así: Composición de sí mismo –recogimiento-, viendo el lugar. De hecho en San Ignacio dice: Composición viendo el lugar.

Composición de sí mismo. Porque nos impresiona mucho en la realidad. Cuando uno va, por ejemplo, a Roma, y ve allí los recuerdos de los santos… y ve que en este cuarto estuvo San Luis Gonzaga… con el mismo piso, con la misma ventana… Aquí tenía su

mesa… Era como los demás… abría esta puerta… Eso compone, le recoge a uno. –Aquí estuvo San Benito, en esta gruta. Ahí está la estatua, ante la que solía estar él… y aquí vivía… por aquí subía…

Todo eso, recoge.

Pues bien; cuando uno puede visitar el sitio donde se ha realizado un misterio, se siente sobrecogido por la realidad de verdad, de ese misterio. Por ejemplo, en Nazaret: “Aquí el Verbo se

hizo carne”. Se siente uno recogido. Eso es composición viendo el lugar.

En esta meditación hay una composición que muchas veces a las almas les extraña mucho. Y sin embargo, es tan hermosa… “Aquí será ver con la vista imaginativa y considerar mi alma encarcelada en este cuerpo corruptible, y todo el compuesto en este valle como desterrado entre brutos animales. Digo todo el compuesto de ánima y cuerpo”.

–Dice uno: Qué cosa tan extraña… -Pues no tiene nada de extraño. El alma encarcelada en este cuerpo; sí. Hoy hay una cierta dificultad en admitir esto. Creen que es copretendencia Platónica; es una concepción que ya está superada.

Ahora el hombre es la persona humana; que eso de alma y cuerpo separados… Una unidad. –Eso es no entender ni el ABC de lo que dicen los autores espirituales. Los autores espirituales, cuando hablan del alma y cuerpo, nunca los oponen: el alma en cuanto se separa del cuerpo; nunca. Sino para ellos, alma es el hombre espiritual, y cuerpo es el hombre en cuanto animal; todo.

El “alma mía considera…” no es el alma sola, sino el hombre espiritual el que considera. DE modo que lo que quiere decir es que el hombre espiritual que hay en mí, está encerrado en este hombre carnal que hay en mí. Porque todos tenemos los dos hombres dentro. ¿No pedimos en la Misa todos los días

por eso está en el Introito- ab homine inicuo et doloso erue me? “Líbrame de este hombre que soy yo, inicuo y lleno de dolo” Líbrame de él para volar hacia Ti. Ab homine inicuo et doloso erue

me. Todos llevamos una ley en nuestros miembros que no corresponde a la ley de nuestra mente.

Pues bien; la composición de lugar es nuestra actitud en este momento de los Ejercicios; nada más, nada más. Ayer veíamos el ideal –¡magnífico!- de “todo puramente para agradar a Cristo… y todas las cosas para que me ayuden a esto… y enamorarme de Cristo y hacerme indiferente a todas las criaturas… Y el hombre espiritual, viendo este ideal grandioso tiende hacia él con toda su fuerza y desea volar, y desea vivir…: “Yo mañana voy a vivir este ideal…” Y cuando uno empieza a quererlo vivir, nota que hay un paso que le tira hacia abajo; que no puede, no puede.

 –Empiezo muy bien… después me viene una dificultad, un peso en mí… Hay algo que me arrastra hacia abajo. Es el hombre carnal; es el efecto del pecado. Si yo no puedo volar es por el pecado. Por el pecado original que ha dejado en mí este peso, y por los pecados personales que lo han aumentado y me han dejado detrás de sí esta herencia, este encarcelar mi alma, que no puede volar.

Tiene pasiones…tiene inclinaciones… tiene deseos… que le hacen mucho peso al alma cuando quiere volar. De modo que, cuando una persona dice: Pues yo no siento nada de particular; yo no veo por qué el alma está encarcelada; yo no siento nada… quiere decir que esa alma no vuela, no vuela. Si volase, sentiría el peso del cuerpo. El cuerpo corruptible, no el cuerpo como tal. En la resurrección tendremos cuerpo, y no nos impedirá nada. Pero es el cuerpo en cuanto está aquí, corruptible, consecuencia del pecado, con todo el peso que deja en él el pecado. Sería como un pajarito que estuviese atado con un hilo muy fino, transparente, y él no ve el hilo… y ese hilo tiene cien metros.

Si este pajarito nunca vuela ni intenta volar más allá de los diez metros, nunca se sentirá prisionero; nunca. Pero si un día quiere volar más allá de los cien metros, entonces comprenderá que está atado, que no puede volar como quiere porque está atado.

Pues bien; cuando el alma comienza a sentirse atada, quiere decir que está comenzando a volar; y si no se siente atada, no vuela, no está volando. Y este es el sentimiento. Por eso es una composición de lugar tan bonita: el alma, que no puede llegar al ideal de ayer; está encarcelada en esta carnalidad, consecuencia del pecado. Y por eso va a considerar el pecado; su estado, su miseria; el pecado.

 

 

PETICIÓN.

 

Las gracias que vamos a pedir ahora son las gracias de la vida purgativa.

¿En qué sentido de la vida purgativa? La vida purgativa no es la lucha con el pecado. Aquí no vamos a tratar de hacer una confesión general; no. Y no les voy a dar ningún tiempo para hacer confesiones generales. Cada una se arregla cuando le parezca; porque no se trata de eso en los Ejercicios. No es eso lo que se pretende aquí en estas gracias: una lucha con el pecado, una purificación en ese sentido, sino es una purificación de siempre mayor finura espiritual, de siempre mayor sumisión a Dios, mayor transparencia del alma para limpiarse. “Examen general –dice San Ignacio- para limpiarse y prepararse a la confesión”.

Para limpiarse. Es para purificar siempre. Pues bien; las gracias de la vida purgativa no son precisamente las de preparación de una confesión; no. Yo supongo que todo está en orden, supongo que todo está perdonado.

Y sin embargo, hoy consideraremos toda nuestra vida. Toda nuestra vida a la luz del amor de Cristo. Para sentir ¿qué? Pues para sentir vergüenza de nosotros; confusión de lo mal que hemos correspondidoal Señor en nuestra vida. ¿Para confesarme? No; si está todo perdonado…

Es para sentirme delantede Jesucristo con ese sentimiento que tiene que ser la clave de todo el día de hoy, que tiene que llegar hasta el fondo del corazón: ¡Qué bueno ha sido Jesucristo conmigo! Aun en mis pecados… en mis infidelidades… ¡Y qué mal me he portado yo con Él en toda mi vida! Este tiene que ser el

sentimiento: sentir internamente eso. Está perdonado todo; y eso, todavía me hace más impresión.

¡Qué bueno ha sido conmigo! Y yo, que no acabo de caer en la cuenta, y queme porto tan mal con Él ¿Por pecados mortales? No vamos a distinguir. Por mi correspondencia poco leal al Señor. Por

mi mezquindad de espíritu. Esto. Y estas son las gracias de la vida purgativa: sentir internamente. Y así pasa.

Dice el P. Polanco hablando de San Ignacio: “Desde este tiempo –es decir, cuando empezó a recibir aquellos dones extraordinarios en Manresa, después de haber hecho la confesión general, todo…- desde este tiempo, comenzó, con la lumbre recibida, a entrar más en el conocimiento de sí,y haciendo varios discursos de su vida pasada, comenzó a sentir íntimamente sus pecados y a llorarlos con gran amargura”.

Después que había hecho la confesión general. Ahora tenía más luz. Y entonces le daba pena: ¡Cómo me he portado con el Señor! Y así suele ser en general. El sentimiento más íntimo de los pecados no suele ser el que uno tiene cuando hace una primera confesión, no; sino más adelante, repensando la propia vida a la luz

de Dios, viendo lo bueno que es Dios. Cuanto más se le conoce a Jesucristo, más se admira uno de cómo se ha comportado con Él.

Esta es la gracia que pretendemos: vergüenza y confusión de mí mismo… de mí mismo. –Dice: dolor para confesar mis pecados… No, no. ¡Que no es para eso! –Notad que al P. Fabro, San Ignacio no le dio los Ejercicios sino después de cuatro años que estaba viviendo con él; y había hecho una confesión general… y le había enseñado muchas prácticas… Y todavía no hacía los Ejercicios.

Y después hizo los Ejercicios, y se detuvo varios días en la primera semana con mucha penitencia y mucho dolor, pero no para hacer la confesión –que estaba hecha-, sino para sentir íntimamente esto, esto; la verdad de esto: lo mal que me he portado con el Señor. Que esto se me quede en el fondo del alma como una exigencia de amor, para ver qué tengo que hacer yo para amarle más.

“Vergüenza y confusión de mí mismo, viendo que tantos han sido justamente condenados por menos pecados que yo”. Y sin embargo, a mí el Señor me ha perdonado. ¿Por qué? Esta es la

vergüenza y confusión: A otros ha tratado de otra manera; a mí ¿por qué? Y al alma noble dice: ¿Por qué a mí? Y siente vergüenza. Yo soy peor que todos esos otros, y sin embargo, el Señor me ha amado. ¿Dónde está la solución de este misterio?

Esta es la meditación de ahora. Grande gracia esa vergüenza y confusión, infundida por el Señor; no sacada por mis nervios. Grande gracia. Pedírselo. Abrirnos. Considerar con el espíritu y el corazón abiertos al Señor. Es el comienzo de la integración afectiva. Sentir internamente con sentimiento participado del Corazón de Cristo lo que corresponde a la realidad de mi vida pasada.

Sin esconder nada. Delante del Señor. Y así, sentirme como una cosa vil, pidiendo al Señor que me dé su luz y su verdad. Y en la Misa, presentarme así ante la Majestad divina; decir de verdad –como está en el canon, al comienzo del canon-: “Te igitur clementissime Pater”. “Padre clementísimo”. Que lo sienta en el fondo del alma qué bueno ha sido conmigo el Señor.

También tenemos que avivar el sentido sobrenatural del pecado, que se pierde con excusas de toda clase, dando más valor a las otras cosas terrenas. El pecado es un misterio de iniquidad;

misterio de verdad. Y muy fácilmente tenemos hoy día el peligro de desvalorizarlo, por un extremo o por otro. O diciendo que son cosas pequeñas… que el Señor es muy bueno… que el Señor no puede permitir…

Y sin embargo, Jesucristo es quien más ha hablado del infierno, de todos los predicadores. Creo que relativamente pocos habrán hablado tanto del infierno como el Señor. ¡Y es tan bueno…! Precisamente porque es bueno no quiere que vaya nadie.

Pues bien; avivar también este sentido sobrenatural. Es misterio de iniquidad, porque es una rotura de relaciones personales con Dios. Es una respuesta grosera, injuriosa, en el diálogo personal con Cristo.

Y con esta introducción, que es lo más importante, vamos a entrar en esta meditación primera; brevemente. Lo importante es el encuadrar, el dar el sentido que tiene la meditación.

 

 

LOS TRES PECADOS.

 

¿Por qué vamos a los tres pecados? Porque para ver lo que es el pecado y la reacción de Dios ante el pecado, tenemos que ir a la Revelación. Porque, el juicio de los hombres no nos dice nada.

Los hombres piensan a su manera, y muchas veces nos presentan un Dios que es el que ellos se construyen; no el que se nos ha revelado en el Evangelio. Por eso tenemos que ir a la Revelación, a fuente segura. Y en la Revelación nos encontramos con esto:

Primero, con el pecado de los ángeles, y con la reacción de Dios, y el castigo de Dios. –Con el pecado de Adán y Eva; la reacción de Dios y el castigo de Dios. –Y por fin, con lo que nos dice la Revelación de la gravedad de un pecado mortal que merece el infierno. Con esos tres elementos seguros, donde no cabe duda, vamos a partir de aquí. Brevemente.

 

 

PECADO DE LOS ÁNGELES.

 

Sabemos –y es de fe- que todos los ángeles fueron creados buenos, y que los demonios se hicieron ellos malos, usando de la libertad que el Señor les había concedido.

En la Escritura tenemos pocos datos para ver el pecado de los ángeles, y no tenemos ninguna descripción en qué consistió este pecado de los ángeles. En San Lucas, capítulo 10, el Señor dice: “Vi a Satanás como un rayo que caía del cielo”. Pero no sabemos más. A qué cosa se refiere esto, no lo sabemos. En el juicio final, en la sentencia del juicio final, en San Mateo, en el capítulo 25, también dice el Señor: “Id al infierno, al fuego eterno, que ha sido preparado para Satanás y sus ángeles”. Por lo tanto, sabemos que fue preparado para ellos. No existía antes. Para ellos.

En la carta de Judas se hace alguna referencia al pecado de los ángeles. En las frases que suelen aducirse de Ezequiel, habla de Tiro, de la ciudad de Tiro. Isaías, en el capítulo 14, de la de Babilonia. Y la famosa frase “non serviam” que se suele decir aquí, está en Jeremías, capítulo 2, versículo 20, pero no se refiere a este pecado de los ángeles, sino está en otro concepto.

De modo que tenemos que decir en verdad: no tenemos la descripción. Sabemos esto por revelación: que los ángeles pecaron, y cayeron así del cielo y fueron castigados con el infierno. Pero la descripción no la tenemos. Y los teólogos piensan en qué consistiría el pecado.

Santo Tomás piensa en la soberbia: el querer ser como Dios. No porque quisiesen cambiar la personalidad o adquirir la personalidad divina, sino según Santo Tomás, en cuanto creyeron poder llegar a la misma visión beatífica sin necesidad del socorro de Dios; por las propias fuerzas de ellos. Y así vinieron en soberbia, y no quisieron servir. Es decir, sería querer el orden sobrenatural por sus propias fuerzas. De todos modos vinieron en soberbia.

A veces a nosotros nos puede pasar un poco parecido a esto, cuando queremos obtener todas las cosas sobrenaturales con nuestras fuerzas. No. Disponernos, y esperar del Señor.

Según otros teólogos, se sublevaron contra Dios por no admitir el someterse a Jesucristo. El Señor les habría revelado el misterio de la Encarnación, mostrándoles lo que sería el hombre –ese ser, mitad materia, mitad espíritu, como un microbio pequeñísimo visto desde la Majestad infinita de Dios-, y les manifestó que el Verbo se haría carne, y que ellos tendrían que servirle. Y eso les pareció demasiado humillante. Servir a ese microbio… No puede ser. Y entonces se rebelaron. No serviremos. “Non serviam”

De todos modos, sea cual sea la explicación –que no la sabemos, no nos la ha revelado el Señor-, viniendo en soberbia. Esto sí. Ellos no quisieron someterse al plan divino. No quisieron

realizar su esencia de agradar a Dios en todo, sino que, viniendo en soberbia, y no queriendo agradar a Dios, se rebelaron contra Él. Ángeles… criaturas excelentes.

 Dicen los teólogos que un solo ángel podría regir todo el universo. Un solo ángel; con su inteligencia y su poder. Potencia enorme… enorme. Inteligencia brillantísima… Cometen un pecado, y Dios no les perdona, no les perdona. A pesar de ser las criaturas excelentes que eran; a pesar de toda la gloria que le podían dar,

no les perdona. Aquí está la fuerza de esta meditación, de este punto. Angelis peccantibus, Deus non pepercit. “Pecaron los ángeles, y Dios justamente, no los perdonó”.

 –Y parece que cuando se insiste en esto, y cuando el Apóstol insiste en esto, es porque podía haberles perdonado; si no, no insistiría, no habría nada que hacer. Podía haberles perdonado en absoluto. No les perdonó. Y es justo, y es misericordioso. Yo, ¿qué castigo les hubiera puesto a los ángeles?

-¡Ah! Yo les hubiese perdonado… -Quiere decir, que no sabes lo que es el pecado, que no sabes. Porque Dios es mucho más bueno que tú, mucho más bueno que tú. Y la prueba está en que cuando te hacen una ofensa a ti, cuánto te cuesta perdonar. Y el Señor no tiene dificultad en perdonar tantas veces… Mucho más bueno que tú. Y ama a las criaturas mucho más que tú. Lo que pasa es que tú no sabes lo que es el pecado, el misterio de iniquidad. Por eso, no pienses en ello, y piensa un poco en lo que significa el pecado, y que yo lo dejo así… lo descuido totalmente… me parece que no es nada. –Que yo sienta internamente esta gravedad del pecado. “Y se creó el infierno para ellos”.

 

Y ahora viene la reflexión: Bueno. Esto es un pecado mortal; y yo cuántos… Y a mí, ¿por qué el Señor me ha perdonado? –Vergüenza y confusión. Que mirándoles a los ángeles en un cierto

sentido, yo tenga vergüenza… porque ellos parece que me echan en cara: Y a ti, ¿por qué te ha perdonado? A ti, ¿por qué? A nosotros nos ha condenado, y justamente; pero a ti, ¿por qué?

 

 

 

PECADO DE ADÁN Y EVA EN EL PARAÍSO.

 

Vamos al segundo pecado. El Señor les llena de felicidad, de todas las ventajas, en aquel paraíso de felicidad. Les impone una orden: no comer del fruto del árbol prohibido.

–No entremos ahora en discusiones teológicas, de que si era esto o no era. Aun cuando sea una cosa mínima, al menos por gravedad no habría ninguna razón para decir que el Señor no puede imponer una cosa tan pequeña… con tales consecuencias… Eso son pequeñeces. Lo que importa es el sentido de la orden. Es lo que nos pasa a nosotros: Pero, por un minuto de placer, ¿por qué toda la eternidad? –Hay que ver el sentido de la cosa, no la materialidad.

Cuando la conciliación en Roma, el Papa Pío XI quería un sitio abundante donde pudiese retirarse –que es cuando le dieron Castelgandolfo-. Y el gobierno italiano estaba dispuesto a

concederle una gran finca, que ocupa todo el Genícolo de Roma. Y sólo le ponía una condición al Papa, y es que pagase una lira al año por aquella posesión. Una lira al año –que viene a ser diez céntimos al año-. Y toda la posesión era del Papa. Pero cada año diez céntimos.

Y Pío XI no lo admitió; no admitió. ¿Por qué? Pero, ¿por diez céntimos? Por diez céntimos quiere decir que esa finca no es suya. Nada más. Y el día que éste no pagase diez céntimos, sería gravísimo; porque es no reconocer que la finca es del otro. De modo que en la materialidad no hay que fijarse nunca; en el sentido.

Pues bien; el Señor les impuso esto; un pequeño precepto: “En esto, no tocar. No comer de este fruto”. Que esto después hay que interpretar… Dejémoslo a los bibliófilos y a los exegetas. Allá ellos lo interpreten.

A nosotros nos interesa el hecho; esto: una orden de Dios a Adán y Eva. Y notad; Adán y Eva vivían felices. Es delicioso leer en el texto de la Escritura, que cuando uno recorre este pecado, parece que uno recuerda los propios pecados. Cómo se desarrolló… Es tan bonito psicológicamente…

Primero se ve que Adán y Eva gozaban de la familiaridad de Dios; que Dios trataba con ellos como amigo. Dice que en la brisa de la tarde solía bajar a hablar con ellos. Es lo que pasa en la conciencia buena, inocente, que parece que vive en familiaridad con Dios. Y en la conciencia serena, al atardecer, el Señor baja… “¡Qué ganas el alma tenía de ser buena, y cómo se alegraba cuando Dios le decía que lo era!”. Así pasa con el alma inocente. El Señor parece

que en la conciencia baja a tratar con ella y a decirle que está contento, que es buena.

Y así vivían felices. Hasta que el demonio tienta a Eva. Y le tienta de un modo muy semejante a como nos tienta a nosotros. Le tienta, no directamente por el pecado, sino acercándole a la ocasión

del pecado. Y exagerando, como suele hacer.

–Parece que está oyendo uno a esta gente de hoy, a

esos amigos de hoy, que van por esta misma táctica-. Y les dice: Pero ¿es que el Señor os ha prohibido comer de todos los árboles del Paraíso? ¿Es que no os deja disfrutar de nada? Así se presenta siempre el demonio cuando el punto prohibido lo presenta como el único placer posible: Pero, ¿es que vosotros os vais a aburrir toda la vida?

Y Eva admite el diálogo. El primer defecto de Eva: admitir el diálogo con el demonio. –Y ella le dice: No; podemos comer de todos. Sólo de éste no podemos comer, porque nos ha dicho el Señor que, si comemos de este árbol, moriremos. Como dice el alma cuando empieza a admitir el diálogo del amigo. Dice: Es que me ha dicho el sacerdote, me ha dicho el Padre que sólo de esto no tenemos que tomar, porque si comemos de esto que morimos, que vamos al infierno, que nos condenaremos.

Y entonces el demonio se echa una carcajada: Pero, ¿que os ha dicho eso? ¡Mentira! Si lo que pasa es que el Señor sabe muy bien que lo que tenéis que hacer es comer de esto… Mientras no comáis de esto, no sabréis lo que es el bien y el alma. Y hay que comer de todo en este mundo; hay que conocer el bien y el mal. Entonces, seréis como dioses.

Lo demás, está la vida como dividida: una parte que no tienes experiencia y no conoces… y hay que tener experiencia de todo en este mundo. Cuando comas, entonces serás como Dios. Entonces conocerás todo el bien y el mal…Y Eva contempla el árbol… y ve que era muy agradable… parecía muy gustosa aquella fruta… y la contempla… y extiende el brazo… y muerde aquella fruta con aquel sabor dulce y amargo del pecado. Ya está. Ya lo ha hecho.

 Y como pasa cuando uno comete el pecado, para convencerse, pues procura llevar a otros en el mismo camino, y enseguida se lo ofrece también a Adán. Y Adán lo acepta. Y lo come. ¿Por respeto humano…? ¿Por dar gusto a su mujer…? Puede

ser. Lo come también. Y en el momento mismo de comer este fruto dulce y amargo del pecado, se sienten desnudos.

Es lo que pasa con el pecado. Antes del pecado, todo era inocente, todo era transparente, todo limpio. Llega el pecado y parece que todo se ha vuelto malicia. Por todas partes no se ve más que pecado y ocasión de pecado. Y… claro. Lo primero, alejarse de Dios; miedo de Dios. Si esa alma antes solía ir por la tarde a hacer una visita al Santísimo, esa tarde no tiene ganas de ir, porque no se encuentra bien delante del Señor. Y pasa adelante. Y la lamparilla del Sagrario parece que le molesta. Y sigue… sigue… sigue… hacia atrás. Huyendo de Dios, como Adán y Eva se esconden; viéndose desnudos se esconden.

Y al atardecer, llega el Señor –como siempre-. Y no les encuentra. Y les llama: “Adán, ¿dónde estás?, ¿donde estás? –Y el pobre responde: “Es que me he visto desnudo, y me he escondido

porque me daba vergüenza”. –Y ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? Sino que has comido del fruto que te dije que no comieras”.

–Y él comienza a excusarse: “Es que Eva… Eva me lo ofreció”. Y Eva: “Es que la serpiente me engañó”. Excusándose… -Y viene el castigo: “Pues moriréis, moriréis. Y toda vuestra desobediencia seguirá vuestro camino. Fuera del Paraíso, fuera”. Y los arroja del Paraíso. Penitencia que hicieron. ¡Cuánta! –Y reflexionar sobre mí. Vergüenza y confusión. Ellos por un pecado, y yo, ¡cuántas veces he repetido lo mismo…! Si parece que aquel pecado es mi pecado… Y yo, ¿por qué no?

 

 

UN HOMBRE CONDENADO POR UN SOLO PECADO.

 

No sabemos si hay nadie condenado por un solo pecado. No lo sabemos. La Iglesia nunca define si uno se ha condenado o no. Del único que teológicamente cierto sabemos que se condenó –cierto en teología, porque la Iglesia no lo ha definido- es Judas. Pero no sabemos de ningún otro. Lo que sí es teológicamente cierto y es de fe, que si uno muere con un solo pecado mortal, se condena. Esto es cierto. De hecho, ¿se ha dado el caso? No lo sabemos. En cuanto humanamente se puede juzgar, pues… habrá que ver. Moralmente, en lo que podemos decir humanamente, pues hay casos en los que uno dice: Esto… parece que aquí… éste se ha condenado. Humanamente; pero sin formular ningún juicio.

Es cierto que no todos los pecados que nos parecen pecados mortales, lo son enseguida. Cierto también. El Señor sabe guardar la responsabilidad justa de cada uno. No vamos a entrar ahora en

esto. Hay vicios… hay herencias… hay muchas cosas. Pero si hay un pecado mortal cierto, y muere en pecado mortal, esa alma se condena.

Pues bien; supongamos que hay alguno así. Yo, junto a esas almas, ¿qué figura hago? ¿Qué papel represento? Condenadas por menos pecados que yo. Y esos me pueden echar en cara y decir:

Y a ti, ¿por qué? A mí me ha condenado, y justamente –fijaos que no hay ningún condenado que diga que ha sido injusto Dios, ninguno; justamente; porque ellos ven el misterio de la iniquidadpero a ti, ¿por qué no? Vergüenza y confusión de esto. Que me sienta en la realidad.

 Fijaos que no hay nada de ficciones aquí. Es el sentido de nuestra vida. Que si yo he visto que el Señor me ha creado para agradarle a Él… pero es verdad que yo he respondido como he respondido… y que lógicamente, parece que lo lógico debía haber sido que el Señor me hubiese castigado con penas de este mundo, con penas del otro; y no me ha castigado. ¿Por qué?, ¿por qué?

Pues la solución es: Jesucristo en Cruz; Jesucristo puesto en cruz. La verdadera solución teológica de este enigma –que nunca llega a ser solución del todo- es: porque cuando yo iba camino del infierno, decidido por mi parte, cargado con mis pecados, el Señor Jesús se ha puesto delante de mí en la entrada del infierno; se ha puesto en Cruz en el Calvario. Y cuando yo iba a pasar, Él, descolgando su brazo ensangrentado, me ha apretado contra su Corazón, y clamando al Padre le ha dicho: “Padre, en ésta no te fijes en sus pecados; fíjate sólo en mi amor. Ésta es para mí. Ésta, para mí”.

–Y así ha clamado el Señor. Y no una vez, sino muchas. Y quizás el Padre le diga: Pero Tú siempre estás con ésa… pero, ¿qué tiene ésa? –No, no importa. En ésta no te fijes en sus pecados, fíjate sólo en mi amor. La quiero para mí, mi esposa, para que sea toda de mí, toda para mi amor. –Y esto no es imaginación, no. Es exacto teológicamente lo que estoy diciendo de este clamor de Jesucristo al Padre.

Y en efecto, leemos en el capítulo 17 de San Juan esta expresión de Jesucristo: “Padre, quiero que lo que Tú me has dado estén conmigo”. Es el ofrecimiento eficaz de su Pasión. Y así, te aprieta contra su Corazón: “Ésta, para mí; para mí. Me ha costado cara, pero la quiero para mí. Estará conmigo”. Es cierto que Jesucristo lo hacía por voluntad del Padre: “Los que me has dado”, es cierto; porque en último término es el Padre el que nos escoge. Pero es cierto que clamaba así porque no tenía otro modo de clamar y de arrancarme del pecado. Ofrece eficazmente por mí su

Redención.

Y ahora me pregunto: Y, ¿Por qué a mí? Me amó sin causa precedente. No le di ningún motivo para amarme así. Sin causa precedente. Puedes decir que eres creada por el amor. Él te ha hecho a ti. Te ha comunicado su bondad. Te arrancó del pecado porque te amó. Nada más. Porque quiso amarte… siendo así que veía que otras hubieran sido más generosas y más santas que tú… Y a otras no las arrancó así… y a ti te arrancó. Te amó porque quiso. Nada más. Es el misterio de la predilección divina. Misterio de amor. ¿Por qué?      

–Vergüenza y confusión de mí mismo. Agradecimiento a Jesucristo que me ha amado, que ha ofrecido su Cruz por mí. Recordemos la escena de aquel ciego de nacimiento que Jesucristo curó y a quien habían echado de la Sinagoga. Jesucristo, que es tan delicado y tan bueno, cuando se enteró que le habían echado de la Sinagoga porque confesaba que quien le había curado era Profeta; y le decían que era un pecador, y él decía: “Pues no sé… a un pecador Dios no le oye…” –“Vete de ahí”, y le echaron de la Sinagoga. “¿Tú vienes a enseñarnos a nosotros?” Y lo excomulgaron… Jesús, que es tan delicado, cuando vio que aquél le había confesado ante los hombres, se le hace encontradizo, y le

dice: “Y tú, ¿crees en el Hijo de Dios?” –Y él: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él? –Lo has visto, y el que habla contigo, ése es”. –“Creo, Señor”.

Pues bien; también a ti Jesucristo se te hace ahora encontradizo y te dice: Y tú, ¿crees en el Hijo de Dios? ¿Quiere tú amar al Hijo de Dios? ¡Qué bueno ha sido Jesucristo conmigo! ¡Y qué mal me he portado yo con Él! Que esto nos coja del fondo. Con mucha paz, con mucha paz. La verdad; ¡qué bueno ha sido conmigo! ¡Y qué mal me he portado yo con Él!

Y ahora preguntarme: Yo, ¿qué he hecho hasta ahora por Jesucristo? ¿Qué he hecho para agradar a Jesucristo? ¿Qué hago ahora por Jesucristo? Y ¿qué debo hacer por Jesucristo? Preguntémosle así. Señor, me amé hasta matarte. Pues Señor, ahora te amaré, con tu gracia, hasta matarme por Ti.

 

 

PECADOS PROPIOS

 

Vamos a hacer esta meditación sobre nuestros pecados. Hacerla sin bajar ningún escalón, sino poniéndonos en el estado en que nos encontrábamos al fin de la meditación precedente: a los pies de Cristo crucificado, en un acto de amor puro al Señor que ha sido tan bueno, con tanta predilección para conmigo. Y así, sin bajar nada de esto, seguimos adelante.

Puestos en la presencia del Señor, con el corazón abierto a Él, con el alma quieta, pacífica y dispuesta, en contacto con el Señor, le pedimos que Él nos comunique la gracia que deseamos. Y en último término, la gracia es la de llegar a ser en todo servidores fieles del Señor: que en todas nuestras intenciones, acciones y operaciones, pretendamos puramente complacerle a Él. Que Él ordene mis intenciones, acciones y operaciones. Que mis intenciones sean ordenadas puramente a agradar a Jesucristo.

Para llegar a esto, estamos haciendo esta meditación, concretamente para disponernos. Y sentimos ese peso que hay en nosotros, en el hombre carnal que está dentro de nosotros, que nos

impide el realizarlo con plenitud; y vamos a pedir al Señor que nos ayude a purificarnos.

La gracia que pedimos en esta meditación –concretamente, más en particular- para disponernos a aquella final de que todo sea ordenado puramente a agradar a Jesucristo, es pedir crecido e intenso dolor y lágrimas de mis pecados.

Vamos a ver si hacemos bien esta meditación, con mucha paz y con mucho fruto espiritual. No se trata de un examen de confesión, no. No se trata de nada de eso. Y en cuanto se presentase cualquier aspecto de atención para la confesión, rechazarlo; porque eso es tentación del enemigo. No se trata de eso. Ni se trata de hacer muchas distinciones de si aquello fue pecado mortal o no fue pecado mortal… o qué cosa fue… no se trata de nada de esto en la meditación presente. Si uno quiere hacer esas cosas, esos exámenes, los puede hacer en ratos libres, pero en la meditación no; no es ése el fin.

Se trata de una visión general de mi vida, de toda mi vida. Ni siquiera reducirme al año pasado; no. Toda mi vida. Visión general de ella. Que hay en nuestra vida muchas negligencias… ofensas al Señor… muchas. ¿Aun entre religiosas? Sí, muchas, muchas.

–Y se trata de enfrentarse con nuestros pecados y nuestras faltas; aun muchos que nos cuesta reconocer y que a veces excusamos por las circunstancias, por el ambiente, porque hoy se hace así… Lo que pretendemos es proceder en verdad en la presencia del Señor. Tal como somos en su presencia sin escondernos nada, transparentes a la mirada de Jesucristo. Proceder en verdad. Que yo sienta íntimamente

–porque el Señor me lo haga sentir con una intervención suya, por su gracia-, cómo he perdido el tiempo de mi vida. Que lo sienta. ¿Para desanimarme? No. Sería malo. Pero que lo sienta. Cómo he perdido el tiempo de mi vida. ¿Qué tengo yo de religioso en mi vida? ¿Puedo decir que es digna de un religioso? ¡Cuánta insinceridad en mi vida con Jesucristo! Esto es lo que pretendemos: esta visión general.

El alma, según el grado en que se encuentra ahora, así reacciona respecto de su vida pasada. No se trata de volver a empezar nada; no, no. Desde el momento y desde el lugar en que me hallo ahora, miro hacia el pasado y me dejo invadir de este sentimiento de mi propia miseria, de lo mal que me he portado con Cristo en la realidad.

En San Ignacio encontramos diversos momentos en que él se halló junto a la muerte o cerca de la muerte. Uno en Pamplona. Después, en otra ocasión en que se sentía muy cerca de la muerte y tuvo mucho miedo… Después, cuando ya llegó la hora de la muerte, que estaba contento de morir, deseando ir al cielo.

–Y en la segunda ocasión, cuando iba en la barca y estuvo muy grave y creyó que estaba para morirse, Ignacio, que llevaba ya unos cuantos meses –algún año- de vida así de generosidad con el Señor, de mucha penitencia, de mucha oración, de desprendimiento de todas las criaturas, hallándose de frente a la muerte, dice que sintió confusión y dolor.

Confusión y dolor. Las gracias que pedimos aquí. “Confusión y dolor por juzgar que no había empleado bien los dones y

gracias que Dios Nuestro Señor le había comunicado”. Eso es lo que le causaba dolor: “No he hecho nada… Las gracias que Él me ha dado, ¿cómo las he empleado? –Y eso le causaba confusión y dolor.

Por lo tanto, no se trata sólo de los pecados mortales. No, no, no. Incluso las imperfecciones nuestras, dejarnos invadir de ese sentimiento, de esa impresión verdadera y sincera de lo mezquinamente que procedemos con el Señor. De eso se trata. Y es natural que cuanto más sube un alma, más íntimamente siente esto.

Santa Teresa tiene dos pasajes que les voy a leer ahora. Uno es en su vida, capítulo 38. Dice así: “Estando una noche en oración” –ya muy adelante, se entiende, en su vida espiritual, “estando una noche en oración, comenzó el Señor a decirme algunas palabras, trayéndome a la memoria por ellas cuán mala había sido mi vida, que me hacían harta confusión y pena”.

–Confusión y dolor, como San Ignacio-. “Confusión y pena; porque, aunque no van con rigor, hacen un sentimiento y pena que deshacen, y siéntese más aprovechamiento de cono cernos con una palabra de éstas, que en muchos días que nosotros consideramos nuestra miseria; porque trae consigo esculpida una verdad que no la podemos negar”.

–Que el Señor me hiciese sentir esto íntimamente. Con amor,

como lo hace; no con rigor; con amor. Que me haga entender cuán mala ha sido mi vida hasta ahora, cuán mala. Y que esto va creciendo, también lo indica Santa Teresa en el capítulo 7 de las moradas sextas. Nada menos en las moradas sextas. Dice allí: “Os parecerá, hermanas, que a estas almas que el señor se comunica tan particularmente” –pone un paréntesis muy sabio- “(en especial podrán pensar esto que diré las que no hubieren llegado a estas mercedes, porque si lo han gozado, y es de Dios, verán lo que yo diré)”.

Esto es muy útil. Cuántas veces se oye hablar de que en ciertos grados ya, no se siente más dolor de los propios pecados… que entra uno en la corriente Trinitaria… Y qué pocas señales hay ahí de que lo ha experimentado la persona que lo dice… muy poco. Habla de memoria. –Esta dice muy bien: “En especial podrán pensar esto que diré las que no hubieren llegado a estas mercedes, porque si han llegado, y es de Dios –no falsas-, verán lo que yo diré”.

Pues bien. “Os parecerá que a estas almas que estarán ya tan seguras de que han de gozarle para siempre, que no tendrán que temer ni que llorar sus pecados” –les parecerá eso-, “y será muy grande engaño, porque el dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios”. Y es obvio. “Y tengo yo para mí, que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitará. Verdad es que unas veces aprieta más que otras, y también es de diferente manera; porque no se acuerda de

la pena que ha de tener por ellos”, –del castigo que ha de tener por los pecados-, “sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido, porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida” –el alma. Pero… tratándose de Jesucristo… a quien va conociendo: toda su bondad, su infinita amabilidad, su poder, su majestad… Y cuando piensa y mira: cómo lo he tratado yo… Pero… cómo he sido tan atrevida… “Espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto; parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran Majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las mercedes que recibe, siendo tan grandes como las dichas, y las que están por decir. Parece que las lleva un río caudaloso, y las trae a sus tiempos”. Viene corriente de agua y se seca. “Esto de los pecados está como un cieno, que siempre parece se avivan en la memoria, y es harto gran cruz. En lo que toca a miedo del infierno, ninguno tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho; mas es pocas veces. Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle, y se vean en estado tan miserable, como se vieron en algún tiempo; que de pena ni gloria suya propia, no tienen ningún cuidado; y si desean no estar mucho en purgatorio, es más por no estar ausentes de Dios, lo que allí estuvieren, que por las penas que han de pasar”.

–Muy hermoso… y muy justo. Y es verdad. Cuanto más se conoce a Dios, y más se entra en contacto con Dios, y no con la idea de Dios, tanto más uno siente la pena de haberlo tratado como lo ha tratado. Pero una pena suave, una pena que no inquieta el alma, que no quita generosidad y que no lo quita entusiasmo, sino

precisamente se lo aumenta. Pues bien; esto es lo que pretendemos: sentir esta pena, dolor intenso. No precisamente para hacer una confesión general, no; sino en nuestra relación con Jesucristo, proceder con sinceridad, con verdad. Para eso procedemos, pues, por esta meditación.

Y primero podemos contemplar el conjunto de nuestros pecados, sin distinciones, como digo; el conjunto. De esta manera: Desde nuestro primer pecado, en la inocencia perdida, que deja una huella psicológica muchas veces… Ha roto la ilusión de Jesucristo sobre el alma… que tenía sus planes… que le había cuidado tanto… Y ahora, el Señor se encuentra con que todos sus

preparativos los hemos echado por tierra.

–Y luego después, en todas partes y en todos los tiempos; a ver si hay un lugar donde hemos vivido, del cual podamos decir de veras: aquí no ha habido ninguna infidelidad a Jesucristo; ha sido todo perfecto. –Siempre lo hemos tratado con infidelidad, siempre. No hemos correspondido jamás del todo; en algún momento, quizás; pero del todo, no habrá lugar, casa, donde hemos estado; no habrá año de nuestra vida, en el cual no podamos decir: ¡cuántas infidelidades!

–Es que no tengo conciencia de pecados graves… -Es que no importa que sean graves para eso… El alma mezquina, lo es también en los pecados veniales… Pero después quedan, pues ciertos pecados ocultos a nuestra soberbia, que tenemos que confiarlos al Señor: pecados de omisión en las responsabilidades del propio cargo… ahora; sin exagerar tampoco. Un pecado de omisión, para que sea verdadero pecado, tiene que ser deliberado.

    No es que uno se va a encontrar de sorpresa con que ha cometido muchos pecados: “No sabía que los había cometido”. No. Pero hablamos de esos descuidos conscientes en el propio oficio: yo descuidé la vigilancia…después pasó lo que pasó… etc. Ver todo esto.

Y concretamente, los pecados que más en nosotros pueden ser frecuente o más capitales: inconstancia; a veces… descuido de las cosas espirituales… poca delicadeza con el Señor en su presencia delante del Tabernáculo… poco finura eucarística… comodidades… falta de sinceridad… falta de servicialidad a los demás… preocupaciones egoístas… impaciencias… palabras menos caritativas… mal genio… desobediencias… murmuraciones… quejarnos del Señor… envidia… gula… vanidad… falta de espíritu de fe…

Y esas cosas también particulares que hoy están muy de moda por ahí, de pecados nuestros de… exámenes colectivos… todas esas cosas… Pero en la presencia del Señor, en la presencia del Señor. Que hay algunas cosas que, sí, tenemos que decidirnos; que la gente de fuera observa mucho y se desedifican de nuestro modo de proceder como religiosos. Ser sinceros.

Una cosa que a veces se echa de menos en nosotros. Nos parece que podemos ser doblados por ser religiosos; como no decir la verdad plenamente. No. Hay que ser sinceros. Y acostumbrarse. Que esto escandaliza mucho. Gente que dice: “Me han dicho que no está y le he visto”. Y estaba. No. Es mejor decir: Pues no puede venir. Y basta. –Y otras cosas parecidas.

Lo mismo que una cosa que desedifica mucho de parte nuestra –y creo que debemos recurrir a ello y ser generosos aquí-: no pretender nunca derechos por ser religiosos. No. Tender más bien a

esto: a ser como los demás. Y a veces se nota así, incluso en el confesionario. Y allí, en Roma, a veces me pasa esto y me molesta: Viene una religiosa a confesarse… y tiene que pasar por delante de todos.

–Es que yo, como tengo que ir al trabajo… soy religiosa y estoy ocupada. –Y las demás, ¿cree usted que pierden el tiempo, que no tienen nada que hacer, más que usted, por ser religiosa?

Si le dejan, si le ofrecen, magnífico; muy bien. Pero… prevalerse de que uno es religioso para enseguida… “me tienen que ceder” no edifica, no edifica. Sino, tengamos esto también: espíritu de humildad.

–Pues bien; lo que nos toque. Y no pretender tener preferencias: “nos deben dar esto... nos deben…” No, no. Habituarnos en esto a quitar, a perder. Lo que nos den, bien; se acepta si nos lo ofrecen. Pero que sea un ofrecimiento no exigido por nosotros, sino en todas, sencillez…

-Todo esto. Veamos un poco este conjunto de nuestra vida concreta. Y consideremos, al ver esas faltas, ese conjunto de lo que ha sido nuestra vida hasta ahora… que tantas veces hemos dejado al Señor… tantas veces no le hemos agradado como era nuestra

esencia… ¿Y por qué lo hemos dejado? Decía Santa Teresa: “y por las cosas tan viles porque dejó una tan grande Majestad”.

Y consideremos que en esos pecados y faltas nuestras, si hubiese algo que nos honrase… algo de lo que nos pudiésemos gloriar… Pero dejamos al Señor por cosas que son humanamente indignas, indignas. Es decir: la mentira; aun cuando una persona mienta sin pecar –porque no sabe que es pecado-, es una cosa repugnante. El que yo diga de una religiosa: es una mentirosa, pues… eso es repugnante. Sin embargo, dejo a Dios por esto: para ser mentirosa.

–Lo mismo digo de la ira. La ira es una cosa en sí misma repugnante. Si el Señor la ha prohibido –la ira- es porque no

corresponde a la naturaleza humana, a la persona humana. En cambio, yo dejo a Dios por la ira. Y después tengo que esconderme… después tengo que excusar… tengo que dar motivos –aparentes al menos- para justificar aquello, porque es humanamente repugnante.

       –La envidia. Repugnante… No hay cosa más repugnante que el que digan: Ésta tiene envidia. Y sin embargo, pues yo la acepto… y dejo al Señor para aceptar esto. –La sensualidad. –En la vida religiosa, hoy día, la soberbia, ¡huy! Cómo está. Y es repugnante… Sin embargo… Cuando uno piensa: Esta persona que va a reformar

la Orden, no sólo la Orden, sino la Iglesia de Dios… toda; porque hasta ahora nadie ha entendido la vida religiosa, hasta que ha llegado esta religiosa que tiene ahora 26 años… que hace 25 años

andaba a gatas todavía… Pues ahora ha venido el Espíritu Santo sobre ella; ahora. Nos va a decir lo que es la vida religiosa; hasta ahora no se ha entendido nunca, nunca. Se ha perdido el tiempo. Es ridículo eso. Y sin embargo… dejamos a Dios… y no le oímos más… y vamos allá a hacer y deshacer. Es ridículo –Lo mismo las críticas. Tan feo… Cuando uno no puede más, a ver si se puede a la otra persona hablando mal de ella… haciendo ver los defectos que tiene… Es repugnante.

Y… notemos también esto de paso: la edificación. Que cada uno de nosotros lleva en sí la fama de los demás. Porque, si una de vosotras hace una cosa, no dicen que ha sido la Madre Tal y Tal; no. “Así son las monjas, así son las monjas”, por una que han visto. Así son. Y a veces, pues… realmente es admirable cómo el pueblo conserva la fe. ¡Qué admirable es! Porque, viendo las cosas que ven de parte de sacerdotes, de religiosos… Y ¡claro!, cuando ven a una religiosa, pues que no, no corresponde y… dicen:

-Ay, las monjas, ¡cómo están!

-Y dice uno: -No, no, no. Es una excepción, una excepción.

-¿Y aquella otra?

-Otra excepción.

-Bueno, y la regla general, ¿dónde está? Tantas excepciones…

-No; en el Instituto hay mucho fervor…

-Bueno; y, ¿dónde está? ¿dónde está?

Eso es enorme, enorme. –Y el Señor les conserva la fe, a pesar de todo; que es un milagro constante del Señor. Eso decía uno como apologética, un ejemplo. Decía: “Pues para mí, el argumento de apologética es que, todos los sacerdotes juntos, puestos a hundir la Iglesia, no la han logrado hundir todavía”. Puestos a dar mal ejemplo.

       Pues algo de eso pasa también a los religiosos. Todavía hay vocaciones, y hay deseos de vida religiosa. Pues ahí tenemos nuestra parte de responsabilidad respecto a toda esta vida religiosa. Que donde hay religiosas que son cien por cien religiosas, la gente va detrás… Que edifica… Pero si ven a una religiosa que no se sabe que tiene de religiosa mas que el hábito… eso no arrastra nunca, nunca. En fin, veamos por qué hemos dejado al Señor. Por todas esas pequeñeces.

Y entretanto, Jesucristo, ¿qué hace? ¡Qué contraste entre nosotros y Jesucristo! ¡Qué contraste! Él, que es Majestad infinita… nosotros, que somos unos microbios infinitesimales… Y sin embargo, Él paciente, paciente. ¡Qué contraste! Yo, que no puedo soportar una palabra que me dicen, y Él, que perdona las ofensas una después de otra. Y adelante, adelante. –“A mí es indigno que me hayan tratado de esta manera…” Y el Señor soporta, soporta. ¡Qué contraste! Él, la palabra del Señor siempre dulce, siempre amable. Y mi lengua, que muchas veces critica, que muchas veces

se impacienta… Y después llega la Comunión y tenemos que unir nuestra boca con la boca de Cristo. ¡Qué contraste!

Lo mismo en la humildad. La humildad de Cristo. Que es tan humilde… tan humilde en todo… que se hizo hombre… se anonadó a sí mismo hasta la muerte de cruz… y nosotros, que no soportamos nada, que queremos salir en primer lugar, ser considerados y estimados… ¡Qué contraste!Las virtudes de Cristo: la mansedumbre, el amor… Esto, cuando se ve así de frente, esto no se resiste, si el Señor da luz para ver la diferencia que va de Cristo a nosotros.

Santa Teresa, en las Fundaciones, cuenta el caso tan bonito de aquella Catalina Godínez, que era una joven que tenía entonces recién cumplidos los 15 años. Y esta Catalina Godínez no se contentaba con poca cosa, y le reprochaba a su padre –que la quería casar con no sé quién- que se contentaba con poco, y que la nobleza de su familia tenía que empezar por ella; y soñaba con eso.   Y un día que estaba echada sobre la cama, soñando con estas cosas de grandes noblezas y de grandes hazañas, se encontró delante –cayó en la cuenta, porque estaba allá- el crucifijo; que tenía un crucifijo delante. Y en el crucifijo tenía el título de la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Y el Señor le tocó así… Y dice –cuenta Santa Teresa en el capítulo 22 de las Fundaciones-: “Así como leyó el título, le pareció había venido una luz a su alma para entender la verdad, como si en una pieza oscura entrara el sol; y con esta luz puso los ojos en el Señor que estaba en la cruz corriendo sangre, y pensó cuán maltratado estaba, y en su gran humildad, y cuán diferente camino llevaba ella yendo por soberbia. En esto debía estar algún espacio, que la suspendió el Señor. Allí le dio Su Majestad un poco conocimiento grande de su miseria, y quisiera que todos lo entendieran. Dióle un deseo de padecer por Dios tan grande, que todo lo que pasaron los mártires quisiera ella padecer, junto una humillación tan profunda de humildad y aborrecimiento de sí, que, si no fuera por no haber ofendido a Dios, quisiera ser una mujer muy perdida, para que todos la aborrecieran; y así comenzó a aborrecer, con grandes deseos de penitencia, y que después puso en obra. Luego

prometió allí castidad y pobreza, y quisiera verse tan sujeta, que a tierra de moros se holgara

entonces la llevaran por estarlo”.

–Aquí está la gracia de Dios. El contraste. ¡Qué distinto camino

llevamos nosotros de Dios! Nuestro modo de actuar y el de Dios; nuestra soberbia y su humildad. Y sin embargo, con esa humildad, ha sido el Señor el que nos ha mantenido. Él. El que más favores nos ha hecho a nosotros; el único a quien nosotros hemos ofendido.

Pensemos en esta gravedad particular de nuestra mezquina respuesta al Señor. ¿Por qué tiene particular malicia mi pecado? ¿Por qué? Porque conozco más del Señor. El Señor te ha invitado a tu particularmente, y de ti vale muy en particular la palabra suya del Evangelio: “Si alguno me ama, yo le amaré, mi

Padre le amará y vendremos a él y haremos nuestra morada en él”. –Y cuántas veces, oyendo esta palabra de Jesucristo: “Si alguno me ama…”, yo le he dicho: Pues yo no, no me interesa, no me interesa. Tu amor, ¿qué significa? –“Mi Padre le amará” -¡Qué me importa! No me importa, no me interesa. –“Y yo le amaré” –Tampoco. –“Y vendremos a él y haremos nuestra morada en él”. –Y muchas veces le he echado de mi morada; no lo he hospedado, no. Lo he descuidado totalmente. Así he respondido al amor grande de Cristo. Y Él, que me había preparado tanto… tanto…

Mayor malicia tiene mi pecado, sin duda, porque tenía mayor conocimiento y mayor libertad. Con toda la formación religiosa… formación espiritual… Mayor ingratitud, por los mayores beneficios recibidos del Señor: familia, ambiente… Mayor ofensa por las circunstancias agravantes…

 Por eso, mi pecado debe estar siempre delante de mis ojos, como dice San Juan de la Cruz: “Que el alma no debe jamás olvidar su pecado; no para confesarlo siempre –en la confesión sacramental-, sino para ser más agradecida siempre y para tener más esperanza. Porque si el Señor me amó tanto en mi pecado, qué tendrá preparado ahora que quiero serle fiel”.

De modo que –podemos decir en verdad-, nosotros que nos gloriamos de ser delicados con todos, y que no queremos herir a nadie, a nadie, sólo con el Señor nos portamos groseramente. –Si

yo sacase a una de ustedes aquí fuera, y les preguntase a todas: ¿Tienen ustedes algo contra esta religiosa? Pues es fácil que me dijesen: No; es muy correcta… se porta bien con todas… -El único

que tendría algo contra ella sería Jesucristo. Sin duda. “Pues yo tengo muchas cosas. Porque a mí no me trata bien… a mí me descuida…. Conmigo no es cortés… no es delicada…”

–Y con todos los demás somos delicados. Qué sentido tan hondo, aun cuando no sea el sentido literal, podemos decir a la palabra del

Miserere: Tivi soli peccavi. “Sólo contra Ti peco yo”. Contra los demás no peco nunca; procuro no ofender a nadie. Sólo contra Ti peco yo. –Y en sentido literal es también bien hermoso. Según Soli,

aquel convertido rabino, traduce así en sentido literal: “Delante de ti no he hecho más que pecar”, diría David.

       –Y otros, en sentido literal lo entienden: “He pecado sólo ante tus ojos; ningún otro ha visto mi pecado. Pero he pecado ante tus ojos”. Pero podemos darle el sentido que he dicho: “Con solo Cristo hago yo estas cosas; con los demás, no”. Y a pesar de esto, Jesucristo me sigue amando, y me ha seguido amando con una constancia, que no hubiera habido servidor en la tierra que hubiese sido tolerado de su señor si lo tratara de esta manera.

Esto decía muchas veces San Ignacio: “Servimos a un buen Señor. Que si a un señor de la tierra le hubiéramos tratado como le hemos tratado a Nuestro Señor, hace tiempo que nos hubiera arrojado de su servicio”. No. Él tiene paciencia. Y nos ama. No sólo nos tolera, sino que nos quiere, nos quiere de verdad; nos ama. Impide nuestro castigo cuando las criaturas estarían dispuestas a

ejercitarlo sobre nosotros. Ni siquiera permite el demonio que nos haga daño… -que él lo desearía tanto…

- Y esto, ¿por qué? Pues, por Cristo crucificado. De nuevo a la cruz de Cristo. Ahí está Él, intercediendo por nosotros, ofreciendo su sangre por nosotros. “En ésta no te fijes en sus pecados, fíjate sólo en mi amor”. Y con una paciencia infinita… infinita… inagotable. Una vez… y otra vez…

¡Oh Paciencia infinita en esperarme!

¡Oh duro corazón en no quereros!

¡Que esté yo cansado de ofenderos

y que no lo estéis Vos de perdonarme!

Cuántas veces volvisteis a mirarme

esos ojos divinos y a doleros

mientras yo quebrantaba vuestros fueros

Y Vos, Señor, callar, sufrir y amarme…

Y así es en verdad: paciente, paciente. Paciens quia Deus. “Paciente con un paciencia que sólo es de Dios”, porque es Dios. Es que le hemos costado caros también. Hay una leyenda de un crucifijo en Toledo, que dicen que pasó así –es leyenda-; Junto al

Crucifijo hay un confesionario. Y en el confesionario, un sacerdote recibió a un penitente que se acusó de algún pecado. Le dio un aviso, le dio la absolución, pero le puso en guardia para que tuviese cuidado en aquella materia y no volviera a caer. –A los ocho días vuelve con el mismo pecado. El confesor le vuelve a advertir y le da la absolución. –Tercera vez; todavía le da la absolución, pero le dice: Como vuelva a caer aquí, no le podré dar la absolución. –A los ocho días vuelve con el mismo pecado. Y el confesor le dice: Pues yo no le puedo absolver ya. Lo siento mucho, pero primero corríjase. Y lo mandó sin absolución. –Y cuenta la leyenda, que cuando salía del confesionario el sacerdote, el crucifijo descolgó un brazo, y dejando caer una gota de sangre, dijo al confesor: “¡Claro! Como tú no has derramado tu sangre por él, no te importa mucho

mandarle sin absolución. S tú hubieses dado tu sangre por él, de otra manera lo tratarías”.

–Y es algo de mucha verdad. Es que, como Él ha dado su sangre por nosotros, tiene una paciencia…Somos como la perla preciosa que Él ha comprado con su sangre, y Él ha dado todo por ella… la oveja perdida… Y esto es el gran misterio: Que el pecador mismo es el tesoro de Dios. Que Dios va a buscarlo, y va a recogerlo para hacerlo entrar en el palacio del cielo, y hacerlo gozar consigo de su propia felicidad. ¡Qué bien se ha portado Jesucristo conmigo!

       Pues así, delante de este Cristo crucificado que ha derramado su sangre por ti y que te abraza contra su corazón con amor; no con tolerancia sólo, sino con amor; que te ama, te estima y te quiere, razona un poco, piensa un poco hablando con Él. Cuánta misericordia desinteresada, sin interés propio, sino por amor. Misericordia infinita, donde mis pecados por muchos que sean, son

como una gotita de tinta que cae en el océano. Piensa que es mucho más la infinita misericordia de Dios que toda la malicia de un hombre. No es nada esa malicia junto a su bondad. ¡Qué soy yo ante el Señor, aunque sea un gran pecador? ¿Qué es el pecador más grande ante Dios, sino una hormiguilla miserable? Aun puestos a pecar… todo eso queda ahogado en la misericordia de Dios.

Pues mírale así en esa sangre de Cristo que cae de la Cruz, que es su misericordia, que es su amor; como dice San Ignacio de Antioquia: la caridad de Dios es la sangre de Cristo. Y mirándole así preguntarte ahora, sintiendo esa pena grande de haberte portado así con Él, tan bueno: Yo, ¿qué debo hacer por Cristo? Si Él se ha portado así, yo… ¿qué debo hacer por Cristo? San Pablo, resumiendo la vida de Cristo por él, como poniendo un epitafio sobre la tumba de Cristo, o sobre la Cruz de Cristo muerto, decía: DILEXIT ME, ET TRADIDIT SEMETIPSUM

PRO ME. “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Ojalá como repuesta al amor de Cristo, se pueda escribir también sobre tu tumba, en la hora de tu muerte: “Amó a Jesús y dio su vida por Jesús”.

 

 

LA MEDIOCRIDAD

 

No cabe duda que a lo largo de la vida espiritual se puede uno cansar: años de vida religiosa, durante los cuales uno ha ido haciendo sus propósitos repetidos, con caídas repetidas… Pueden

entrar ciertos estados de inquietud interior… crisis… Y no es frecuente que esas inquietudes que entran en el alma, no siempre sean aquellas que deberían ocupar la atención. Son muchas veces

casos, en los cuales las inquietudes son infundadas. No es ése el punto que debería ocupar el alma.

Hoy estamos viendo, recordando nuestra miseria ante el Señor, y el Señor cuenta con nuestra miseria. Eso no es nunca una desilusión para el Señor: la presencia de nuestra miseria humana. A nosotros, sí, nos puede causar una desilusión. Habíamos imaginado que nunca más volveríamos a tener una fragilidad… Sin embargo, el Señor nos conocía bien. –No es eso lo que nos debía

inquietar más.

Y a veces, en cambio, no nos fijamos en lo que debería ser lo sustancial, el punto importante en el que deberíamos fijar nuestra atención. Los propósitos hechos, y que muchas veces no se llegan

a cumplir, que vuelve uno a caer, a veces es porque son propósitos hechos desmesuradamente; a veces, porque tocan puntos temperamentales, en los cuales no podemos menos de volver a caer con más o menos frecuencia, y que ante Dios quizás no siempre tienen esa responsabilidad.

       Y en cambio, hay otro aspecto fundamental de nuestra vida que puede ser fatal para nuestra vida de religiosos. Y este aspecto –que es del que me voy a ocupar ahora- es el de la renuncia práctica a la santidad. Este es el punto fatal. Mientras el alma tienda a la santidad, y de verdad, y no renuncia a ella y procura animarse hacia ella, no está todo perdido. Pero cuando uno –según le parece como efecto de sus experiencias pasadas- ya renuncia a la santidad heroica para quedarse en una honesta medianía, entonces sí que ese estado de esa alma religiosa debe preocuparnos. Aquí deberíamos aplicar todo nuestro interés.

Es una pena que haya tantas almas religiosas que han renunciado prácticamente a la perfección, a la santidad. Digo prácticamente; quizás no teóricamente, pero prácticamente sí.

A veces nos quejamos de falta de vocaciones para la vida religiosa, que en algunos sitios se notan. E inmediatamente, estudiando las razones que pueden haber influido en esta falta de vocaciones religiosas, encontramos siempre muchos motivos exteriores: el ambiente materializado, la educación que reciben en las familias, criterios… Todas estas razones pueden ser verdaderas; no hay que quitarles nada de su peso. Pero no deberíamos nunca omitir en estos casos el examen de nosotros mismos, y hacernos esta pregunta sincera: Para vivir la vida que yo vivo, ¿hace falta vocación de Dios? Una vida en la cual uno ya se ha hecho…

-Tenemos una gran facilidad para hacernos al sitio donde estamos. Uno se toma ya las medidas… y ya da su forma al colchón… y ya está, ya está. En cualquier ambiente ¿eh? Lo mismo que esté en la Trapa, que esté en la Cartuja… Uno se hace un poquito los huesos… y… ya está. Ya ha encontrado uno su postura. Pasarlo lo menos mal posible. Ahora ya hemos encontrado nuestro rinconcito.

–Y claro, para vivir así, muchas veces no hace falta vocación divina. Y si no hace falta vocación divina, Dios no la da. ¿Es que merece una vocación divina mi modo de vivir, en el cual procuro contentar todo lo que puedo mis comodidades? Pues así hay muchas almas religiosas: que tienen un trabajo constante en no morir, en no morir. A ver cómo nos arreglamos para seguir viviendo.

Esto es lo que da pena en la vida religiosa, esto. El demonio tiene más interés en impedir la santidad de un alma fervorosa, que en impedir el estado de gracia en un alma normal, sencilla, vulgar. Por eso deberíamos llorar más amargamente la caída de un alma fervorosa en el desaliento respecto de la santidad, que la caída de un hombre ordinario en el pecado mortal.

–Y por eso, voy a hablar de esto hoy. Para animarnos. Hoy estamos viendo nuestra miseria en nuestra correspondencia al Señor: Qué mal me he portado con Él… Y vamos a examinar esta mezquindad de nuestra vida: a ver si ha entrado algo de esto en mi corazón, para hacer un propósito firme, con una confianza plena en el Corazón de Cristo, que remedie esto y nos impulse a una santidad heroica, sublime.

No voy a hablar de la tibieza, por lo tanto. Voy a decir algunas ideas sobre la mediocridad espiritual. ¿Qué es mediocridad espiritual? ¡Qué lástima! Después de haberlo dejado todo, se han quedado en un estado –que vamos a describir ahora- que resulta la verdadera peste de la vida religiosa.

Mirad; la peste de la vida religiosa, me atrevería a decir que no son tanto las religiosas malas, que tiene que haberlas siempre, siempre. Una religiosa que va empeorando, y salta… Si entre los doce Apóstoles hubo uno que saltó… Eso tiene que haber siempre. Pero, la religiosa mala… pues ya lo sabemos… pues es una religiosa mala, que no tiene espíritu… con faltas graves… es una religiosa que está siempre descontenta, siempre con mal espíritu… que ya se ha echado todo a la espalda… Bien. Lo mejor que puede hacer es dejarlo todo y marcharse. Esos casos se dan. Y suelta uno, y se marcha. Bien.

Pero la verdadera peste de la vida religiosa no son ésas –que ésas no hacen mucho daño. Pues ya se conoce… es una así…-; sino, la peste de la vida religiosa son las religiosas buenas, buenas… Pero… cuando digo buenas quiero decir esas religiosas que son amables, son muy finas, muy correctas; pero son unas honestas religiosas.

 No hay miedo de que se maten, no hay miedo; sino… una prudencia en todo… No hay cuidado, no hay cuidado. Todo lo tienen medido… saben cómo disfrutar de las comodidades… En fin… Éstas son la peste: buenas religiosas, pero que no se matan por el Señor; no hay cuidado. Son las religiosas mediocres. Mediocre, entendido no en el sentido peyorativo –mediocre-, sino en el sentido éste, de honesta medianía: un pasar decente, y basta.

Pues bien; ¿Cuáles son las características de estas almas mediocres? Es difícil entenderlas, porque, la característica del alma mediocre es que ella misma sabe defenderse muy bien, y encuentra razones para seguir viviendo la vida que va llevando… y continuar. Y encuentra razones sobrenaturales para ello. De modo que no es tan fácil dar con el alma mediocre y poderla decir: Mira, ahí estás tú; tú eres un alma mediocre. Es difícil. Por eso vamos a ver las características.

No se pueden llamar principiantes a estas almas, no lo son; llevan años de vida religiosa, llevan años de práctica de vida espiritual. Por lo tanto, tienen ya sus hábitos virtuosos adquiridos. Son sustancialmente fieles en los ejercicios de piedad: oración, exámenes. Se han asimilado sustancialmente las grandes verdades fundamentales que nutren la vida espiritual: Jesucristo, la Iglesia, la gracia, los Sacramentos. Todas estas verdades son para ellas realidades de las que han caído en la cuenta personalmente. Las han llegado a vivir en un cierto grado. Por tanto, la vida cristiana no es para ellas mera palabra, mero formalismo; existe toda una vida interior, ene. Sentido estricto de la vida interior. Se han purificado de muchos malos hábitos, de inclinaciones desordenadas más acentuadas que podían poner en peligro su vida espiritual. Han adquirido sobre las diversas pasiones un dominio tal que les permite evitar en el curso de la vida ordinaria las sorpresas más graves. Por lo tanto, no son principiantes, no.

Tampoco son tibias. No puedo decir: esta alma es un alma tibia. No. La verdadera tibieza, la que los maestros de la vida espiritual estigmatizan, es un decaimiento espiritual, una relajación, una decrepitud. La vida, en el alma tibia, no sólo está detenida en su desarrollo, sino se la deja caer en ruinas. El síntoma más característico de esta ruina espiritual es la plena aceptación de la ofensa a Dios mientras no peligre la salvación: el hábito del pecado venial deliberado. Esa es el alma tibia. La reacción del alma tibia suele ser: Bueno… no es más que un pecado venial… Total… después me confieso, se arregla, y ya está. No se pone en peligro la salvación… pues adelante. Si se pone en peligro, ya es otra cosa.

Pues bien. En el alma mediocre –de que estamos hablando- no se da esto. Hay buena voluntad, de ordinario; podrá darse algún pecado venial plenamente deliberado, como puede darse en otros; pero de ordinario, habitualmente no acepta el pecado venial. Cuando es pecado venial, el alma se resiste; no, no lo quiere. –Entonces, ¿por qué esas almas no son plenamente fervorosas?, ¿por qué? Vamos a ver las características.

Retienen defectos muy notables estas almas, como son en general los siguientes: vanidad, gula, pereza, susceptibilidad, impresionabilidad, curiosidad… Notables. Notables en este sentido: lamentan esos defectos, hacen algún esfuerzo para corregirlos, pero prácticamente sólo llegan a impedirlos crecer. Aun en éstos –en estos vicios, en estos defectos-, la posición del alma es hacer esfuerzos sólo para contrarrestar la corriente, para que estos vicios no lleguen al pecado: que la vanidad no sea pecado, que la susceptibilidad no llegue a pecado; pero mientras no llegue a pecado, en el fondo continúan acariciando estos vicios y continúan fomentándolos, incluso prácticamente, con tal de no llegar al pecado.

 Lo curioso es que encuentran siempre razones para poderlos hacer. Los esfuerzos que hacen las almas éstas no les permiten progresar claramente hacia la perfección, a un progreso de unión con Dios, a una tendencia siempre constante a la transformación en Cristo, sino que los esfuerzos que hacen se reducen a contrarrestar la corriente de la naturaleza. –Hay una expresión clásica en la espiritualidad que dice que “en la vida espiritual, no avanzar en

retroceder; es decir, la corriente de nuestra naturaleza nos lleva hacia abajo. Pero, ¿puede una gasolinera, el motor de una gasolinera, por ejemplo, trabajar lo suficiente para contrarrestar la

corriente, quedándose siempre en el mismo sitio? Pues bien; estas almas vienen a trabajar de esta manera. Es un contrarrestar la corriente; no se dejan llevar hacia el pecado, pero tampoco avanzan definitivamente. Están allí compensando la corriente, sin más esfuerzo.

Algún ejemplo práctico para reconocer el alma mediocre; porque es difícil. Como digo, suele fallar en esos vicios, y veremos después las raíces. La raíz última es la falta de comprensión de la abnegación, de la abnegación evangélica. –Pero vamos a poner un par de ejemplos: Ante una humillación, ante una curiosidad o una sensualidad, ¿cómo reacciona el alma mediocre? ¿Cómo reacciona el alma fervorosa? Supongamos que dos religiosas –las dos: una fervorosa, la otra mediocre- reciben una humillación. Otra religiosa las ha reprendido públicamente, delante de gente de fuera, seglar, y sin tener ninguna autoridad para ello… y sin ninguna prudencia, por otra parte. Pero, estaban con otros, y ésta les ha reprendido, con fuerza, delante de los demás; les ha humillado. Bueno.

 –Reacción primera de las dos almas: es dolor; eso desagrada, desagrada a todo el mundo. En eso no se distinguen el alma fervorosa y el alma mediocre. Las dos lo sienten. Como si a uno le hacen una operación sin anestesia, se siente… El dolor lo siente. Ahí no hay distinción. –Viene el segundo momento, el momento en el cual viene la reacción personal de esa persona. En el segundo momento, el alma mediocre reacciona muy distinta del alma fervorosa.

Reacción del alma fervorosa. Ordinariamente reacciona más o menos así: Señor, ¡cuántas veces te he pedido que me mandes humillaciones… cuántas veces!, una astillita de tu Cruz… Y ahora que me ha venido esto, que es una pequeñez, que no tiene ninguna

trascendencia, -no se va a hundir el mundo por lo que me ha pasado-, me cuesta, me cuesta llevarla. ¡Qué pequeña soy, Señor, qué pequeña cosa! Pero no me hagas caso. Tú, dame gracia. Perdona que yo no sea generosa, pero mándame otra crucecita tuya; mándame todas las que Tú quieras, Señor, y dame fuerza para que piense más en esto. Adelante. –Esta alma es fervorosa, indudablemente.

Reacción del alma mediocre. Cuando oye, el primer movimiento ha sido de dolor. Después empieza a reflexionar, y reflexiona más o menos así: Pero mira que… haberme reprendido a mí… y delante de gente de fuera… y precisamente esta monja, que es medio tonta –lo saben todos-, es medio tonta… imprudente… A mí, por mi parte no me importa… humillaciones, pues todas las que quieras… a mí… humillaciones no me asustan. Pero es por lla, por ella… porque… es que como es tan imprudente, ya lo ha hecho otras veces, y… a lo mejor es capaz de hacérselo a otra que tenga menos virtud que yo…

Y entonces, pues… pues la reacción puede ser muy fuerte. De modo que voy a decírselo enseguida a la Superiora para que la corrija. No por mí; por mí no, no. Humillación a mí… a mí humillaciones, todas las que quieras. Por ella, por ella… porque, se hace daño, ¿verdad? Se hace daño. Y la caridad quiere que yo la corrija, que le avise, que le avise para que le den una buena penitencia saludable. Para que se corrija; por su caridad. Pues bien; ésta, con toda su caridad, probablemente es un alma mediocre, que no llega a tragarse la humillación, y… ¡ay! por ahí no pasa.

Lo mismo puede pasar en otros campos. Por ejemplo, pues en cuestión de curiosidad… en problemas con los Superiores… Curiosidad. Una revista, un espectáculo que uno ha tenido ocasión de ver. Se ha dejado llevar un poco de la curiosidad… no ha habido nada, un poco de sensualidad… unas cosas un poco así… que el alma mediocre reacciona generalmente diciendo: Pues, ¿por qué no? Pues… si no sabemos lo que leen las chicas de hoy, pues, ¿qué

vamos a hacer? Hay que leer de todo para poderles ayudar… Por mí… más fácil sería no leer nada… más cómodo… Pero la cuestión es que podamos ayudar en el apostolado.

 –El alma fervorosa no. Reacciona así: Señor, ¡qué poca delicadeza he tenido contigo! Tú, que estás dentro de mi corazón… y no he tenido el valor de vencerme un poquito en esta curiosidad, en esta sensualidad, y haberlo dejado todo. Dame gracia; para la próxima vez, que me venza, que no, no vaya, no me deje llevar de esta sensualidad.

–Ahí tenéis las dos reacciones: el alma mediocre y el alma fervorosa. ¿Era pecado? No; en ninguno de los dos casos. Pecado no se podría decir… Sin embargo, una ha entendido lo que es la cruz; la otra no. No, no, no. No acaba de tragarla.

Ahí tenéis, pues, un ejemplo. La característica es, pues, excusar la falta de fervor con muchas razones, incluso sobrenaturales; pero falta ese arranque hacia la santidad heroica. –

No. ¡Bah! Yo me arreglaré buenamente. Yo sabré distribuir las cosas de modo que estemos en todo: con Dios y con el propio yo. Hacer las paces entre los dos. Este es el estado triste de la mediocridad.

Entonces, ¿cuáles son las causas de esta mediocridad? ¿Por qué esta religiosa que lleva ya tantos años de vida espiritual, ha venido a parar en esto, en esta medianía, que da pena? Pues bien; la causa inmediata, la que está como en el fondo de la mediocridad, es la incomprensión de la doctrina evangélica sobre la abnegación. Incomprensión, de una manera personal, por lo menos, de esta abnegación evangélica.

Para el alma mediocre, la abnegación significa renunciar a lo que es pecado, nada más. Cuando no es pecado, “ancha es Castilla”. Si no es pecado, ¿por qué me voy a vencer? De modo que, ¿voy a vencerme, además de las cruces que ya nos vienen de por sí? ¿Por qué? Ya basta lo que nos viene…

Para ella, renuncia evangélica es renuncia al pecado. Nada más. Y no entiende nada más que esto. No entiende todo lo que expondremos después en los Ejercicios sobre la cruz de Cristo. Todo eso no le entra. Para ella el lema es: No privarse de nada de lo que se pueda enriquecer uno, no privarse de nada. Y cuántas veces tiene como lema: “Es la única ocasión que tengo. Voy a ver esto, voy a ver lo otro, porque es la única ocasión que tengo”. Y a eso no resiste en absoluto.

Yo recuerdo un compañero mío –muy bueno- que, estando en Alemania, el año 50, se representaba la Pasión de Oberammergau; famosa, mundialmente famosa. Estábamos cerca,allí en Pulla, y nos invitaron a ir. Y a uno de éstos –a este fervoroso que estaba allí-, le dijeron: “Mire usted; vaya usted porque es la única ocasión que tiene en su vida de ver esto. ¿Quién sabe si después volverá a tenerla? Se celebra cada diez años… Ahora está usted cerca… pues

vaya. Es la única ocasión de su vida”. –Y aquél no acabó de aceptar. –Y a mí me dijo después en particular lo que le movía a él personalmente. Me decía: “Pues mire usted; yo, creo que es la única ocasión que tengo de renunciar a este espectáculo por amor de Cristo, y no la quiero perder”.

–Y es verdad; es otro modo de ver totalmente opuesto, totalmente. La única ocasión de verlo… pues la única ocasión de sacrificarlo. Y la voy a perder y no voy a poder ofrecerla otra vez… pues, ¿por qué voy a dejar pasar esta ocasión? –Esta alma es fervorosa, evidentemente fervorosa. Pero la mediocre no lo entiende. Abnegación es lo que no es pecado. Todo lo que no es pecado se puede hacer; si es pecado, uno renuncia. La cruz es la imposición de ésta. Y claro; así resulta una vida religiosa que es una vida religiosa muy raquítica. Todo está, en esta religiosa, en no pecar y no faltar a la regla. Porque también en esto son fieles. Lo dice la regla y basta; no quiero faltar a la regla. Pero… si la regla no lo prohíbe y no es pecado, ¡ah!, entonces, ¿para qué me voy a imponer más de lo que el Señor me impone? Nada de eso.

–Y en realidad, el Señor le está invitando quizás al sacrificio. No digo que sea la norma –como decía ayer-: que hay que sacrificar todo lo que nos gusta; pero quizás el Señor le pide un sacrificio más allá de esto. No acaba de entender esta alma que, en la abnegación cristiana, lo que tendría sentido en la hipótesis de que no existiera Cristo, no es del todo cristiano. Esta alma no lo entiende. Y esto es muy profundo, ¿eh? Lo que tendría el mismo valor, en la hipótesis de que no existiera Cristo, no es del todo cristiano.

–Meditar esto. – Que muchas veces decimos: Vamos a dar testimonio de Cristo. –Bien. –Vamos a dar testimonio de la Iglesia. -¿Cómo? –Vamos a construir un campo de deportes… fantástico, fantástico; el mejor de España. Y ese va a ser testimonio de Cristo. –Pues mire usted; eso es testimonio del dinero que tiene el que lo construye, porque sin el dinero no lo hubiese construido. Pero testimonio de Cristo… lo dudo mucho. Porque, aun cuando no hubiera existido Cristo, ese campo de deportes se podía construir lo mismo, y merecía la pena igual.

Esto no lo entiende el alma mediocre, no lo entiende. Testimonio de Cristo es aquello que se realiza de tal manera que si no existiera Cristo, no tendría sentido. Eso es testimonio de Cristo.

Cuando yo veo a una persona, un sacerdote, que vive allí, en los picos de los Alpes a dos mil metros de altura, solo, sin teléfono, sin luz, sin agua, y está allí como un salvaje… y lo veo que se sacrifica y corre de aquí para allá… una vida humanamente imposible, me pregunto: ¿Cómo puede vivir esta vida este hombre? Y la respuesta es: porque ama a Cristo.

Eso es testimonio de Cristo. Sin Cristo, eso no se podría entender.  Ese es el verdadero testimonio de Cristo. Es un tono de vida que sin Cristo no tendría sentido. Ahí está el testimonio de  Cristo, porque está diciendo que existe Cristo.

Así lo mismo la religiosa que es abnegada, que todo se lo carga ella… que nunca dice una palabra de queja y que está de la mañana hasta la noche como el borrico de carga… que todo se le viene allí… -Con tal de que no se abuse de esto, ¿eh? Ya veremos esto. Porque algunas abusan, ¿no? Y claro, acaban por cansarse. “Ya me he cansado de ser santo”, decía el otro. Sin que abusen los demás-. Pero por parte de ella, siempre así, siempre. –Bueno, y esta monjita, pero, ¿cómo puede vivir así? Pues porque ama a Cristo, y no hay más explicación. Eso es testimonio de Cristo. Quienquiera que ve eso dice: ¡Ah! Luego Cristo existe, existe.

Pues bien; esto el alma mediocre no lo entiende, no pasa por ahí; no. Ha perdido ya la noción de la abnegación cristiana. Su lema es: “No privarse ya de nada”; con tal de que no sea pecado y no sea contra la regla, bueno. Todo lo demás… mejor. ¿Cómo ha llegado esta alma a este estado, a esta pérdida del concepto de abnegación cristiana? Porque al principio, cuando entró en el Noviciado, no era así… Eso es lo admirable que se ve. Estamos viendo a gente que está ahí, con unas mentalidades la mar de curiosas…

Hace cinco o seis años estaban en el Noviciado todas devotas… Pues, ¿qué ha pasado? Pues…se va perdiendo esto como resultado de la falta de una vida interior fuerte, de una vida interior que llegue hasta el corazón, que no coja toda la persona. Una vida interior vivida, personal, de contacto con Cristo.

En estas almas falta un verdadero recogimiento habitual del alma. No les falta alguna vida interior; la tienen. Oran, meditan, tratan de unirse con Dios, tienen verdadero espíritusobrenatural; pero todo ello tiene en estas almas algo de superficial. Les falta la totalidad en compenetrarse con los puntos de vista y principios sobrenaturales; los cuales, por lo tanto, no ejercen la primacía efectiva en las actividades y en los juicios del alma. No. Parece que hay dos planos: está el plano ese de la oración… después de está este otro. O pasa este aspecto real de la vida hasta la oración, o por lo menos se presentan dos planos distintos. Les falta esaplenitud que hace abrazar todos esos principios sobrenaturales con todas sus consecuencias.

–Aquel hermanito que les dije: “Línea recta a Cristo”, tenía un Sagrado Corazón en su cuarto. Y estaba debajo escrito en el cuadro: Adveniat regnum tuum, y él había escrito a lápiz debajo: Con todas sus consecuencias. –Pues a éstos les falta esto: el aceptar esos principios con todas sus consecuencias. Ahí se quedan: almas buenas, consagradas y afanosas en el servicio de Dios. Además de no haber comprendido bien la doctrina de la abnegación, tampoco han comprendido del todo la primacía de la vida interior y los medios sobrenaturales en la santificación y en el apostolado. No, no.

Dicen, de vez en cuando: Sí, hay que orar; pero… no se apoyan en eso, no. Hay que orar; eso para otro, para otro. Un Padre espiritual de sacerdotes del Seminario, para formarlos un poco a no tener después celotipias y cosas, les solía decir: “Mirad; vosotros seis tenéis que ser seguidores de la ascética de la comodidad… ¿eh? Cuando en vuestro apostolado hay un campo que lo cubre otro, vosotros contentos: “Menos mal, así tengo menos que trabajar. Ya está cubierto ese campo…” De modo que… ¿que se ocupa uno de los jóvenes? Pues vosotros contentos. Ya está; ese campo está cubierto; vosotros a otro lado”. Y me dijo que una vez –después de un par de años- fue a ver a un sacerdote, se encontró con el sacerdote y le dijo: “¿Qué tal va la oración?”. Y le dijo: “Ese campo está cubierto”. Eso ya lo piensan otros.

Pues algo así. Estas almas, eso de oración y apostolado… sí, sí, dicen que sí, porque dice el Evangelio; pero bueno; eso más bien que hagan otros; porque uno ya en la propia vida espiritual se ha perdido esa riqueza de vida interior que llegue verdaderamente hasta el

corazón.

En la vida espiritual, de hecho, no está todo en empezar. Y claro, poco a poco, viniendo a faltar esta energía interior, la guarda del corazón se hace más floja… falta docilidad a la luz sobrenatural… fidelidad a las inspiraciones de la gracia… y queda así una vida invadida totalmente por el exterior, por las preocupaciones, los pasatiempos, las impresiones de los objetos que nos rodean. Ya estamos en el estado de preparación inmediata a la mediocridad.

Se comprende, por tanto, que por falta de una vida interior un tanto profunda, los pensamientos y las afecciones plenamente sobrenaturales, no sean en estas almas un estímulo suficiente para lanzarlas adelante con aquel vigor que sería necesario para que pasasen la honesta mediocridad en que viven. Se quedan ahí. Son buenas… son buenas. Generalmente,muy ricas de valores humanos… muy buenas… muy amables… muy simpáticas… pero ahí se han quedado: en ese estado que da verdadera pena.

Falta, pues, el verdadero recogimiento interior. Y esto con la abnegación, pues van unidos. Cuando falta el recogimiento, la abnegación no se realiza, y cuando no hay abnegación, el recogimiento se pierde. Y así va aumentando esto. Que no está todo en empezar en la vida interior, sino que hay que seguir adelante, con gran generosidad, conforme vamos siguiendo hacia las alturas de la santidad.

Esta falta de vida interior, ¿Por qué se ha acentuado de esta manera? Porque hemos dicho: falta vida interior, sí. Pero, ¿por qué se ha realizado esto? ¿Cuáles han sido las causas inmediatas que han ido provocando esta especie de languidez de vida interior? Pues hay varias.

En las almas de vida activa. Hay algunas que son muy entregadas al servicio del Señor, y con generosidad, pero se ahogan en los trabajos y en los negocios que toman. Muchas veces,

es excesivo el ahogo del trabajo: hay que hacer esto… preocupaciones constantes… Y esto, seca la vida interior. Se ilusionan con las necesidades de las almas… se dan con todo el corazón a ellas… y poco a poco se puede empobrecer la vida espiritual. Partimos del orden real.

–Es que debería hacerse de otra manera… -Mire; es así, es así… y ya está. El Señor quiere de nosotros un trabajo según su voluntad, no según nuestro ímpetu; según su voluntad. Y claro, al empobrecerse la vida espiritual, el alma se deja invadir en parte, por puntos de vista humanos, pierde poco a poco la inteligencia de los medios sobrenaturales, y aun cuando todavía le queda suficiente fe profunda y caridad verdadera para no desviarse del todo, pero cesa totalmente, o casi totalmente el avance hacia la unión con Dios.

En las almas dedicadas a vida contemplativa, es decir, en almas que se dan más a los ejercicios espirituales, el peligro puede estar en la superficialidad respecto de sus deberes para con Dios; en llegar a una especie de estado habitual, de una cierta fórmula. Encuadrada en el marco de la vida espiritual, el alma sirve a Dios, le está unida; pero después de haber corregido los defectos más llamativos, después de haber adquirido lo sustancial, se produce un

cierto equilibrio interior, en el que faltan verdaderos avances, falta el profundo espíritu de vida interior y de abnegación absoluta y robusta. Eso puede ser también.

Pero, otro motivo que también suele tener influjo en esta mediocridad, es un cierto fastidio general, producido por la monotonía de la vida espiritual: siempre los mismos esfuerzos, siempre renovados, sin victorias a la vista… Y entonces el alma viene a considerar la mediocridad como algo inevitable. Las posibilidades de santidad que le parecían realizables, ahora le parecen sueños de juventud, que desaparecen con los años. Se ha ido todo eso. Y suele pasar muchas veces.

–¡Claro! Ha entrado en el Noviciado con un ímpetu… ¡Huy!... “Santa Teresa de Jesús, Santa Teresa de Ávila, va a ser junto a mí nada, una niña pequeñita; porque yo no voy a dejar títere con cabeza; voy a levantarme a una santidad… en pocos años llego a las cumbres de la unión transformante”. –Bien. Muy bien. –Pasan los años, y… la unión transformante no acaba de llegar. Y… pasan los años, y vienen las pequeñas dificultades de la vida, y se va uno encontrando con los ángeles de la realidad –los ángeles con barbas- son los reales… y empieza a desilusionarse. Y… ¡bueno! Se ve que aquello eran sueños… La santidad no es… no es para nosotros. Esos eran cuentos… Nos engañaban… ¡Señor! Si la santidad… eso… si es un absurdo todo eso. Y se abandona, y dice: “Bueno, bueno, bueno; vamos a aprovechar esta vida y vamos a procurar pasarla lo mejor posible”.

–Y fácilmente, no sólo eso, sino que proyecta esa sonrisa sobre las que comienzan… Y cuando se ve que sale una joven, o que va al Noviciado, o sale del Noviciado con ímpetus: ¡Huy!, ya verá… ya frenará… ya frenará… ya irá aprendiendo la realidad… ¡Huy!, ¡tantos ímpetus!”

¡Y que mal se hace con esto; qué mal papel! Cuando un alma va hacia Dios derecha… -Y es ese fruto: fastidio general… Uno había hecho sus planes… no resultan como uno había pensado… y entonces se deja caer en la mediocridad. Y de ahí muchas veces, haya que tener mucha atención a ciertas ideas que se van metiendo: de que antes éramos mejores… de que antes iban las cosas mucho mejor… de que mi santidad antes de ser religiosa… ¡Antes de ser religiosa! Aquello era coser y cantar… La dificultad está ahora. En los primeros ímpetus, cuando todo es bonito… todo es… La cuestión es a una cierta edad…

Hay ahora en Roma un cierto movimiento, que querían que no se canonizase a ningún santo de menos de 25 años, porque dicen que hasta esa edad, todos somos santos más omenos. La cuestión es de ahí en adelante; cuando uno se encuentra con la realidad auténtica.

Pues bien; a esas almas les pasa un poco de esto: fastidio… Yo creía que iba a encontrar las cosas así… que todo iba a ser ideal… y ah!!! Entonces vamos a dejarnos. Para qué matarnos… En el fondo, la última raíz de la mediocridad, la que va creando todo esto, hay que reconocer que es las afecciones desordenadas, los apegos del corazón.

Apegos hacia cosas incluso honestas, no malas –si son malas, uno ya se despega-, pero incluso hacia cosas honestas. Y esto hay que tenerlo muy presente. Fijaos; lo que los Superiores, incluso en la vida religiosa, permiten, no es que lo impongan… Hay una biblioteca abierta; es mejor que haya una biblioteca; luego tengo que ir a la biblioteca. ¡No! Esa posibilidad está abierta; usted tiene que ver ante Dios cómo emplea esa posibilidad. –Hay posibilidad de salir fuera para ver un espectáculo; luego tengo que ir. ¡No! Se ha dado la posibilidad; no es que se le haya impuesto, ni mucho menos. Como se le da a usted la posibilidad de que haga penitencia, tome disciplina…; no quiere decir que la tenga que tomar siempre cuando se le dice que puede tomarla. Igual. Eso tiene que dejar un espíritu interior libre. Y cuando uno se sirve de eso para apego… y decir que lo hace uno por obediencia, cuando lo hace uno apegándose… “es que lo hago con permiso de los Superiores…” Pero si los Superiores no pueden dar permiso para que usted se apegue a nada… no le pueden dar permiso… A usted le podrán dar permiso para que use algo, pero no para que lo emplee.

Pues bien; cuando van entrando estos apeguillos –pequeñas cosas, ridículas… son ridículas– pero donde nuestro corazón se adhiere, se queda allí pegadito, eso va enfriando. Es como un parásito, que va secando todo el jugo del árbol poco a poco, y le quita aquella energía de entrega a Dios, y va haciendo que el alma se vuelva seca y se vaya retorciendo, y pierda transparencia, y pierda esa energía y ese entusiasmo hacia la santidad. Aquí suele estar la raíz. Tiene mucha importancia. Por varias razones: En primer lugar que… cuesta, cuesta. Y en segundo lugar, porque enseguida busca sucedáneos.

–Y me voy a detener un poquito aquí, aun cuando sea un poco tarde. Vosotras conocéis la historia del conejito. La voy a contar otra vez, porque ésta es importante.  Pedrito había recibido como regalo un conejito; un conejito precioso… que se lo llevaba consigo a todas partes. Iba a comer con el conejito, a pasear con el conejito, a dormir con el conejito, y hasta a Misa quería ir con el conejito. Y cuando llegó Navidad, pusieron el pesebre, el Nacimiento. La madre de Pedrito, queriendo formar al niño, le llamó: Ven aquí,

Pedrito. –Y vino con el conejito en los brazos. Y le dice la mamá:

- Vamos a hacer una oración a Jesús. ¿Quieres?

- Sí, mamá, sí, sí, sí; vamos a hacer una oración con el conejito.

- Bueno. Yo voy por delante y tú repites.

- Bueno, mamá. Bien.

- Jesusito… Jesusito –de mi vida… de mi vida –yo te doy… yo te doy –mi corazón…

mi corazón –mis ojos… mis ojos –mis oídos… mis oídos –mi lengua… mi lengua – todo mi ser… todo mi ser –mi conejito… ¡Hala! Pedrito… repite: mi conejito…¡Hala! -¿No le das tu conejito a Jesús? Dile: mi conejito… -No, mamá, el conejito, para mí. –De modo que los ojos para el Señor, los oídos para el Señor, la lengua para el Señor… No se los iba a arrancar para dejarlos en la cunita… Eso él ya lo preveía: que era un dar, pues… per modo di dire, dicen los italianos: “Así por decir”. Pero el conejito… eso de que su mamá se lo cogiese por las orejitas y se lo diese al Niño Jesús… Eso lo veía demasiado cerca, y demasiado doloroso.

Pues así nos pasa a nosotros, ¿eh? Al Señor le ofrecemos todo: nuestros ojos, nuestros oídos, el voto de pobreza, de castidad, de obediencia… todo… menos el conejito… El conejito para

nosotros. -¡Bueno! –Pues todos tenemos más o menos nuestro conejito; todos. Y un conejito, que es ridículo… y feo, a veces. Pero es el conejito… y lo acariciamos, y lo tenemos. No habría penitencia

mayor que la que los demás supiesen cuál era nuestro conejito. ¡Qué ridículo! ¡Qué ridículo! ¡Qué ridículo! Una es: las cartas de su director espiritual que las tiene coleccionadas; No las mira nunca, pero allí las tiene. Cada vez que tiene que cambiarse de cuarto, allá va con su cajón: todas las cartas de sus Directores espirituales; de los que ha tenido desde su infancia. Pero, ¿para qué las tendrá ésta? Pues nada; allí están… Otra es una estampita… otra, una aguja… otra…

Una vez me pasó con una religiosa que quiso hacer Ejercicios, y me dijo que quería hacerlos sola. Y… no podía; yo no tenía tiempo. Pero le dije: - Mire, puede hacer usted esto: Ponga usted una lista de los apegos que tiene, y me la trae; me la hace de todas las cosas a que está apegada.

- Me dijo: No tengo nada.

- Bueno. Feliz de usted. Pero mire usted un poco más.

- Y me viene y me dice: Pues mire; yo… visto todo… pues tengo una máquina de coser, que tengo en mi cuarto; pero con permiso de la Superiora.

- Y le dije yo: Pues, peor todavía; peor. –Peor no en el sentido de … tener permiso está bien-, pero peor porque así lo justifica: porque, como tengo permiso de la Superiora…

- Y le digo: Bueno. Pues mire; vamos a empezar a hacer los Ejercicios. Usted deja la máquina

- ¡Oh! ¡Eso no! ¡Eso no! Lo de la máquina… pues sabe usted que es muy cómodo.

- Pues ustedes, ¿no tienen ninguna en la Comunidad?

- Sí que hay, pero tenerla una en el cuarto, eso es mucha ventaja.

- Bueno; pues empiece. A ver. Deje usted. Vamos a hacer los Ejercicios.

- ¡Ah, no, no! Eso no lo hago.

- Bueno, pues usted verá…

- Y me dice: Bueno; ya lo dejaré poco a poco.

Y efectivamente. Pues como no la deje usted por piezas… Poco a poco. Y ahí está con su máquina; el conejito, el conejito. Pues así tenemos ridiculeces, que van quitando el nervio a la vida espiritual, que nos van haciendo así… como… muy terrestres: que no nos dejan volar.

Y, como digo, como el Señor no quiere estar nunca en un corazón donde haya otro apeguillo, porque Él quiere el corazón entero, pues tampoco es tan generoso con esas almas. Y comienzan a perder ese arranque, ese entusiasmo.

Y después viene otra cuestión, y es que enseguida buscan los sucedáneos, que los tenemos todos. Estamos hechos como una criba de sucedáneos. Para salvar lo que uno tiene que salvar, es capaz de hacer maravillas. –Decían de un fraile una vez: “¡La penitencia que hace ese fraile con tal de no trabajar!” –Pues… algo así nos suele pasar. Con tal de salvar el conejillo, somos capaces de

hacer cualquier cosa.

Os voy a poner un ejemplo de fuera, porque así se ve mejor. Cuando son religiosas, hablo de los de fuera; cuando son de fuera, de los religiosos, porque en persona ajena se ve mejor. Viene una muchacha, una joven, y me dice: “Padre, permiso para ir a bailar con cilicio”.  Bien; bien. Si le parece… Pero piense si no sería mejor dejar el cilicio y el baile; las dos cosas. ¡Oh! Y empiezan a ponderar: Mire, es una chica más buena... Si usted la ve… así como viste, tan elegante… pues va con cilicio; cuando va a bailar va con cilicio. -¡Pero no sea tan infeliz! Si a ésa no le cuesta nada con tal de bailar… Esos son cuentos. Al contrario; precisamente porque no está contenta con el ir a bailar, necesita algo que la compense; Y entonces, pues se pone el cilicio. Dirá: ahora soy generosa. Pero es generosa donde no le toca. La generosidad debía estar en otro lado.  

–Es que esta chica duerme en el suelo, ¿sabe usted? Usted la ve tan elegante cuando sale fuera… pues duerme por tierra. –Una chica, con tal de ir elegante al día siguiente, duerme encima de una aguja; con tal de ir elegante al día siguiente. De modo que, no ponderar; porque son sucedáneos… Hay que ir a la sustancia, al sitio donde está el conejito. Aquél, con tal de no dejar el conejito, pues dejaría cien pesetas, si tuviese. Pero el conejito, con él.

Pues esto mismo puede pasar en la vida espiritual y en la vida religiosa. Uno tiene su conejito, y para defenderlo… huy!!! Tiene todo un tinglado para defender el conejito, con todos los permisos

necesarios, todas las defensas necesarias. Y claro, tiene sus ventajas, ¿eh? Así como –yo diría con un poco de malicia- que en vida de Comunidad, una úlcera bien administrada es un tesoro precioso; bien administrada, ¿eh? Una úlcera moderada bien administrada. Llega la hora de trabajar:

- Oiga, ¿podría hacer usted tal cosa?

- ¡Huy! Con mucho gusto, pero tengo la úlcera. El médico me ha dicho que… tengo

que descansar.

- ¡Bueno!... Oiga… ¿a tal otra cosa esta tarde?

- ¡Huy! ¡Con qué gusto iría!, pero tengo la úlcera, sabe usted, y claro… pues el

médico me ha dicho…

- ¡Bueno!

Llega un banquete, y allá está el de la úlcera. ¡Anda! Y come bien...

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- Oiga usted. ¿Y la úlcera?

- Y dice: ¡Oh!, me ha dicho el médico que con un poco de cuidado que puedo comer de todo si hace falta. Es un tesoro… Pues así, muchas veces, el conejito bien administrado es un tesoro; bien administrado. Y todos los sucedáneos que nos sirven para salvar el conejito.

Pues bien; examinemos esto, examinemos esto. Que no haya en nosotros esos parásitos que nos quiten el nervio de la vida interior. Porque si perdemos el nervio de la vida interior, no mantendremos el concepto claro de abnegación cristiana. Y no teniendo este concepto de abnegación cristiana, nos moveremos en una mediocridad honesta, en un pasar bien la vida religiosa.

 

 

EL INFIERNO

 

Vamos a meditar sobre el infierno, entendiendo bien el sentido de esta meditación, que realmente es una meditación magnífica.

Sentido de la meditación. No se trata de bajar de la contrición subida en que nos encontrábamos en la última meditación: dolor de los pecados, pesar de haber correspondido al Señor como lo hemos correspondido… aquel abrazo con Jesucristo en la cruz… Nos encontrábamos muy bien al pie de la cruz con Cristo. Aquello era contrición, era dolor intenso de mi vida; ahora no se trata de bajar de la contrición a la atrición. No es que vamos a pedir: delor de mis pecados por haber merecido el infierno; no es ése el sentido de la meditación. Eso sería bajar un peldaño, y por lo tanto bajar a una ficción.

Eso –la atrición- es cosa buena, y nunca tenemos que perderla de vista, que en determinados momentos es muy útil para muchas almas; es buena. Pero aquí no se trata de eso. Ni se trata de vivir nuestra vida en el temor. No. El temor no hace cosas grandes. El temor sirve, a lo sumo, para frenar en un momento de peligro, pero no se puede vivir enana manera digna y alta sólo en el temor. El temor no es una rueda del coche con el cual caminamos hacia Dios; es más bien una rueda de repuesto que uno lleva para un momento

determinado cuando no camina bien el coche. Es más bien como la señal de alarma en el tren; el freno de seguridad para un momento de peligro y de emergencia. Pero no es lo normal en la vida espiritual el caminar en el temor.

No se trata, pues, de esto. No es una meditación para suscitar en nosotros el temor. Ni la atrición ni el temor. Entonces, ¿de qué se trata? Fijaos en la grandeza de esta meditación, que es maravillosa. Esta meditación es sencillamente la garantía del amor. Garantía de que mi amor a Jesucristo no cesará nunca. Fijaos el sentido que tiene. Pongamos un ejemplo.

Imaginad dos personas que se quieren mucho, mucho, mucho, mucho. Y en un momento de grande amor y de fusión de amor en que se sienten muy felices en el amor mutuo, les viene a la mente que un día podría cesar ese amor. Y llevadas de un momento de arranque de amor dicen: Pues antes de que cese este amor, de que pueda cesar, vamos a concluir aquí nuestra vida; nos dejamos morir aquí; nos producimos la muerte para nunca caer de este estado de felicidad a donde hemos llegado.

–Eso sería un modo de no caer del amor; un modo fatal, pero se puede comprender: en la riqueza del amor, el interés de que haya una garantía de que ese amor nunca decaerá ya más. Pues bien; encontrándose a los pies de Jesucristo, en aquel abrazo de amor con que hemos terminado las meditaciones precedentes, cuando Él me aprieta contra su Corazón y clama al Padre: “En ésta, no te fijes en sus pecados; fíjate sólo en mi amor”, cuando me oprime así contra su Corazón, yo me abrazo a Jesucristo, y me viene un pensamiento de mi fragilidad, de mi debilidad; y el pensamiento es éste: Y si este amor nuestro cesase un día… Por parte de Él no cesará nunca, pero por parte mía… Yo soy tan débil, tan frágil… Si un día yo me olvidase del amor de Cristo… Y entonces viene este gesto: no la muerte, sino el infierno antes de separarme de Ti.

Esta es la meditación del infierno; este es el sentido; magnífico. Un sentido de plenitud de amor. Antes de separarme de Cristo, quiero, si fuese posible, sufrir el infierno, sufrir las penas que padecen los condenados.

–Así se entiende perfectamente. Es una plenitud de amor, garantía del amor; sublime. Por eso, puestos en la presencia del Señor, abiertos hacia Él, pidiéndole la gracia cumbre de nuestra santidad: que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente para agradar a Jesucristo, le pedimos en concreto esta gracia: la gracia de sentir internamente, “sentir” internamente, en lo íntimo de mi corazón las penas del infierno. Si pudiese hacerlo así realmente, y el Señor me lo concediese, a eso mismo bajaría al infierno ahora. Sentir internamente las penas del infierno. “Para que si del amor de mi Dios me olvidare por mis culpas, al menos el recuerdo de las penas me ayude a no separarme de Cristo”.

Esta es la meditación. No quiero separarme más de Él. Y si hace falta sufrir… cualquier cosa. Como uno que dijese: Si yo pudiese garantizar mi vida lanzándome al fuego… allá me lanzo; pero no quiero separarme más de Cristo. Esta es la meditación. Una gracia muy importante, muy hermosa, que puede darnos como la firmeza en el amor de Cristo. Porque lo que nos puede separar es la atracción de los sentidos, y si yo tengo vivo lo que es el infierno, no me atraerá más.

A     demás, esta meditación nos puede obtener otras gracias muy grandes. De la meditación delinfierno, cada alma en el grado en que se encuentra, saca el fruto que le corresponde. Y uno puede sacar del cielo, temor; y otro puede sacar de la meditación del infierno, amor; ¡tanto… tan grande amor…! Y es verdad. Si yo pienso –si tuviésemos esta fe viva-, que ahora yo debería estar ene.

Infierno, y que si no estoy en el infierno se le debo a Cristo, ¡cuánto agradecimiento a Cristo! Cuanto más vivamente haya sentido yo lo que significan las penas de los condenados, ¡cuánto

agradecimiento a Cristo! ¡Lo que le debo…! Porque el no haberme dejado caer, es más favor que el haberme arrancado después de haber caído allí. Y todo se lo debo a Él, a su amor y a su Pasión.

Otra gran ventaja de esta meditación y otra grande gracia, es la gracia de que no me quejaré de nada. Si yo lo siento de verdad… ¡nunca! Porque todo lo que yo pueda sufrir de desagradable en

este mundo, ¿qué tiene que ver con el infierno que yo había merecido? Por eso se comprende cómo a San Francisco de Borja –que había meditado esto a fondo- cuando iba caminando en las condiciones de aquel tiempo, por aquellas hospederías mal cuidadas, noches desagradables…

-como decía Santa Teresa: “Esta vida es como una noche pasada en una mala posada”- pues en aquellas circunstancias, él iba siempre alegre, siempre contento. Y preguntándole cómo le trataban en las hospederías decía: “Muy bien, lo paso estupendamente. –Y, ¿cómo? –Yo mando delante un criado, el cual me prepara el aposento como yo quiero, y siempre me lo prepara bien, y siempre me encuentro a gusto”. Y al decirle quién era el tal criado, que no le habían visto llegar, dice: “El criado es el pensamiento de que ahora debía estar en el infierno, y entonces cualquier aposento que me toca me parece demasiado ancho, y estoy muy agradecido al Señor de que me dé esto, porque al lado del infierno, cualquier cosa que me pueda tocar es un cielo”.

–Esto es fruto de la meditación auténtica del infierno.

Es verdad, y sin ficciones, sin nervios: Yo debería estar allá; ¿de qué me quejo? –Que hace un calor que no se puede soportar… ¡Pues chico! Ya quisieran venir a veranear aquí los del infierno…

ya vendrían con gusto, ya… se pasarían unos días estupendos. Y nos dirían: ¿de qué os quejáis? Si se está aquí como en el cielo… -Y lo mismo de cualquier otra cosa. Eso es fruto de la convicción íntima, verdadera, de que yo debería estar en el infierno: Todo me viene ancho, todo me viene bien.

Y otro fruto es el celo de las almas. Tantas almas que se pierden… que van camino del infierno… tan alegremente… como sin caer en la cuenta… “Ancho es el camino que lleva a la perdición y muchos caminan por él”, dice el Señor. Y, ¿qué hago yo por esas almas? ¿Qué puedo hacer? Para sentir y obtener esta gracia, para disponernos a ella, ayuda el considerar bien una consideración previa; y es la de actuar la realidad del infierno. El infierno, como lugar de tormentos –del cual habla tantas veces el Señor-, me toca de cerca. Hay lugares de esta tierra que no me tocan tan de cerca como el infierno.

Por ejemplo: el Polo Sur; no tengo probabilidades de que yo vaya un día allí. Me toca más de lejos. El infierno… ya es otra cosa. El infierno está muy poco distante de nosotros, muy poco; y a la muerte tenemos que llegar todos… y el infierno está cerca… De modo que es algo muy real. Ahora existe, hay gente en él; quizás amigos míos que están allí… Me toca de cerca… Como hay amigos míos en América o en Asia o en Oceanía, pues también los hay allí,

en el infierno. –Es que no se condena nadie… -Pues no lo sabemos. Es verdad que la Iglesia no define, pero a mí me parece observar este hecho: que los santos, que se matan por las almas y no se cansan de trabajar por ellas, generalmente piensan que se condenan muchas.

 Los científicos que están estudiando y que no se matan precisamente por las almas, ésos suelen pensar que se condenan

pocos. ¿Quién tiene razón? No lo sabemos. Pero es un hecho; es un hecho. Y en las cosas de salvación conviene fiarnos de los santos; en las cosas de perfección, de los que tienden a la perfección.

Pues bien; tan real es eso y tan cercano me toca el infierno, que puedo decir en verdad que yo podía y debía haberme condenado; ahora. Como uno que debía haber tomado un avión, y ese avión ha caído, y dice uno: Pues mire, yo podía haber caído en ese avión; más normalmente debía haber caído en ese avión, porque yo tenía ya mi billete cogido, y por un descuido, por un retraso del tren, no he podido llegar a tiempo al avión.

 –Pues algo así. Yo podía ahora estar en el infierno en vez de estar aquí, camino de salvación, porque yo podía haber cometido pecados graves… y los he cometido… y si los he cometido, lo lógico es que hubiese sido castigado por Dios y haber caído en

el infierno ahora, ahora.

Más. –Sin escrúpulos ahora, sin angustias de conciencia, pero con un sentido de verdad y de sinceridad-. Si yo muriese ahora, en este momento, ¿a dónde iría? Dice San Pablo que “no sabe el hombre si es digno de amor o de odio”. No lo sabemos. Tenemos gran confianza en el Señor de que estamos en gracia de Dios, y no debemos complicar la vida, es cierto; pero en el fondo, fíjate si nos

toca cerca… que si en este momento yo muriese, pues no tengo seguridad absoluta de que no iría a parar allá; absoluta. Pero sin complicar las cosas.

Más; yo puedo condenarme mañana. Puedo… Porque puedo tener un mal cuarto de hora, cualquier mal momento. Somos tan frágiles… Y me puede coger la muerte en ese momento. No lo espero así, por la misericordia del Señor, sino oque sé que el Señor es bueno y que no está siempre esperando el momento el momento más desagradable para cogernos; ni mucho menos, Pero en absoluto es así: yo puedo condenarme mañana. Hay tanta gente que ha perdido la vocación… que después ha perdido la fe… que se ha lanzado por esos caminos…

-Es que ha muerto como  religiosa… -Sí, santamente. Todos morimos santamente; eso se dice siempre: ha muerto santamente. En Roma, hace poco, creyendo que iba a morir un Prelado que hay por allá, le habían puesto ya la tumba, y está escrito así: “Murió santamente”, y después no murió. Y está allí; falta la fecha: Murió santamente.Pero… en la conciencia personal… Y a veces, después de una vida en que uno ha estado haciendo siempre su voluntad, siguiendo sus criterios con soberbia… críticas… revolviendo las

conciencias y las vidas… después va a morir santamente… ¡¡¡Ay!!! Difícil.

Y a veces, se persevera en vida religiosa sólo materialmente, porque uno no sabe qué hacer si tuviese que dejar la vida religiosa. Y ya una vez llegado aquí, pues vamos adelante, que es lo más cómodo… Y… así llega la muerte. Pensar esto, que es lo más terrible. Pensar… para pedir al Señor que yo lo sienta: que es posible que yo acabe en el infierno; es posible… Aquella palabra de Jesucristo a Judas: “Uno de vosotros me hará traición”. Son dos… “Uno de vosotros me hará traición”.

Pues bien; con este espíritu entremos, dispuestos a considerar, a obtener esta grande gracia del Señor: sentir íntimamente lo que significaría el infierno, para que ni se me ocurra jamás separarme de Cristo, sino me abrace a Él y viva siempre en su amor. En el infierno podemos distinguir la pena de sentido y la pena de daño.

 

 

LA PENA DE SENTIDO: los sufrimientos de los sentidos del hombre. Se puede considerar, ver con la vista de la imaginación el fuego del infierno; que es teológicamente cierto que hay ese fuego material, instrumento de Dios para atormentar los cuerpos y las almas. “Y así las almas como en cuerpos ígneos”, todas como llenas de fuego, de ardor… que es tan costoso para nosotros un tormento tan terrible: el del fuego. Una persona que arde viva…

Pues así, ver los condenados con la vista de la imaginación. Oír llantos, alaridos… y así siempre. Quejas, voces, blasfemias contra Cristo, Nuestro Señor y contra todos sus santos… Eso es lo que oye el oído, que lo atormenta siempre. Con lo doloroso que

es esto: estar en la sala de un hospital a dormir, oyendo los lamentos y quejidos, toda la noche… que se hace eterna. Pues allí no se oye más que esto.

Oler con el olfato el humo, piedra azufre, sentina y cosas podridas. Todo es repugnante lo que se puede oler en el infierno, en aquel estado. Gustar con el gusto cosas amargas, como lágrimas, tristeza, una tristeza amarga… y el verme

de la conciencia, el gusano roedor de la conciencia que no deja en paz: Pero hombre, por tan poco… pero qué te hubiese costado arreglar aquello, haber dejado aquella tontería… El verme de la conciencia. Y por fin, tocar con el tacto, cómo los fuegos tocan y abrasan las almas y las atormentan.

Pensar esto. Sin llegar a descripciones dantescas. No, no se trata de eso. No se trata de suscitar la imaginación desenfrenada, que después no arregla la vida, porque facilita después la imaginación para otras cosas. No; sino en espíritu de fe. Es así.

Y el Señor lo llama –y a mí es lo que más me dice en todo el infierno-, es Jesucristo mismo quien lo llama: locus tormentorum, lugar de tormentos; el infierno. Uno que cae allá… Podemos decir que es un campo de concentración, campo de tormentos, creado por la sabiduría infinita al servicio de la justicia para atormentar al hombre, enemigo de Dios. Eso es… terrible.

–Pensar esto. Y que sienta ese tormento… sin parte santa… sin esperanza de que se acabe todo eso jamás… por toda la eternidad… sin acabarse nunca. La eternidad no es un tiempo infinito, sino es un instante para siempre, para siempre. Es la posición definitiva del hombre: separado de Dios.

Examina. ¿Tienes desórdenes que pueden llevarte allí? Para que no te separes nunca de Cristo,

para combatirlos. -¿Salvas almas? ¿Te interesan las almas? ¿O te interesa sólo el nombre tuyo o de tu Instituto, o el salvar las apariencias? Almas hay que salvar.

 

 

LA PENA DE DAÑO. –Es más grave, aunque a nosotros no nos hace tanta impresión. Por eso no se debe omitir la primera parte cuando se habla a la gente sencilla. Porque esta segunda, como es la pena de no ver a Dios, y aquí no lo vemos y no sufrimos mucho por eso, pues uno dice: si en el infierno no hay más que no ver a Dios, no me parece que es un infierno muy terrible. En realidad es así, pero no hiere tanto la mentalidad del hombre como la pena de sentido. Pero en sí es más grave; tanto, que si ésta no existiera, el infierno no sería infierno; sería una cosa tolerable en fuerza del amor de Cristo.

Se puede comprender un poco esta pena de daño; sí. Alguna idea podemos tener de la pérdida de un bien muy grande, que le deja a uno con la ansiedad definitiva, que le deja a uno con el hambre eterna de ese bien que se la ha escapado de entre las manos.

Y vamos a poner dos ejemplos. Como veis, somos enemigos de todo lo que suscitar imaginaciones así… desatadas. No, no. Atarnos siempre a la revelación. Y voy a poner, a pesar de todo, dos ejemplos para que nos ayuden; que no son descabellados, a pesar de que uno de ellos puede parecer un poco; pero veréis que no, que se adhiere mucho a la realidad.

El primer ejemplo es el del marinero que cae al agua, y sus compañeros caen en la cuenta deque ha caído en medio del océano; y el capitán ordena que todos, puestos en la borda de la nave contemplen el mar y observen a ver si llegan a divisar entre las olas altas, grandes, el marinero caído al agua. Y así dan una vuelta todos mirando, y no lo ven. El capitán, que tiene que responder de la nave y de la ruta de la nave, dice: hagamos la última prueba, demos una vuelta todavía, a ver si lo vemos. Y dan una vuelta, todos mirando con atención, y nada. Entonces el capitán da la orden: ¡Adelante! ¡Hacia Europa!

Poneos ahora en la posición del marino caído al agua. Después de la primera sorpresa, mira la nave y ve que empieza a dar una vuelta grande. Dice: “Ya estoy salvado, ya se han fijado, han caído

en la cuenta de que yo no estoy en la nave y vienen a buscarme”. Y podéis imaginar la desesperación y los esfuerzos con que grita aquel pobre hombre en medio del rumor inmenso de las olas que no dejan oír dónde está. Y ve que da toda la vuelta y que no le ven, que no le oyen… sigue clamando… y ve que comienza una segunda vuelta. Y le vuelve de nuevo la esperanza: a ver si ahora me ven. ¡Qué gritos! Y cuando a la tercera ya, la nave se marcha, ¡qué desesperación! Queda solo, solo, en medio del océano. Y allí, en aquella nave que se pierde en el horizonte, se va la vida;

queda sin vida. Muerto vivo en medio del océano. Solo. Se comprende la desesperación, aun cuando no tenga otros dolores. Pero es la vida la que se le va. –El condenado, solo en el mar del

infierno, y Dios que se le escapa para siempre, definitivamente; su vida.

 

Un segundo ejemplo, que puede parecer más de imaginación. Imaginad esa enfermedad de que ha hablado algún médico, que, dejando al hombre las facultades sensitivas –de modo que oye, sigue las conversaciones que hay alrededor-, pierde todo movimiento del cuerpo. De suerte que, examinando los movimientos, no hay nada, no hay vida; está muerto. Y sin embargo, a pesar de eso, sigue sintiendo dentro lo que pasa, oyendo lo que pasa. Imaginad un caso así. Una joven que, atacada de esta enfermedad, queda así sobre el lecho, y viene el médico y la examina; y viendo que no da ninguna señal de vida, pues dice: esta hija está muerta y hay que enterrarla. Imaginad la desesperación de esa chica… que oye todo… no puede moverse… Y ve que se acercan, que la llevan a la caja, que le ponen en la caja y no puede moverse. Y lo oye todo, y lo sigue todo.

Imaginad que la llevan así hasta el cementerio, la bajan a la fosa, la dejan allí, y comienzan a cubrirla con tierra. Y ella oye la tierra que cae sobre la caja y no puede moverse. ¡Qué desesperación! ¿No es verdad? La vida se le queda fuera, lejos… y ella bajo tierra; allí, con un metro, metro y medio de tierra encima de su caja. Y ella está viva, pero enterrada viva; muerta en vida.

Imaginad que, estando así, recobra el uso de los sentidos y del movimiento, plenamente. Con qué desesperación pretendería abrirse camino hacia la vida; a ver si conseguía levantar aquella cubierta y aquella tierra que le separa de la vida… Pero es inútil, no puede nada, no puede moverse. ¡Qué desesperación! –Es pena de daño. Alejamiento de la vida. Morir viva.

Pero imaginad, con otro esfuerzo todavía de la imaginación, que se oyen unos golpes de azada sobre la caja, que se van acercando cada vez más… Y ella se alegra: “Han caído en la cuenta y vienen a buscarme”. Cada vez se acercan más; ya llegan hasta la caja, y después de un poco se abre la caja… y cuando se abre la caja, se encuentra ella, allí, perfilándose en el azul del cielo, la figura de su propio padre. Y cuando se lanza hacia su padre: “¡Padre…!”, el padre la rechaza. Le dice: “Maldita, vete ahí, quédate ahí, que ahí te quedas para siempre”. Y la rechaza, y cubre de nuevo con tierra el cadáver de su hija, vivo.

¡Es un poco de imaginación…! No tanto, no tanto. ¿Por qué? Porque esto es lo que pasará con  los condenados. Separados de la vida, muertos vivos… Pero llegará un día –el día del juicio final-, en que volverán a ver el rostro de Cristo, del Padre de ellos, del Padre de los condenados. Pero lo verán, y se lanzarán hacia Él, no con la voluntad deliberada –porque lo aborrecen en el fondo-, pero

sí con toda la inclinación de su tendencia a la felicidad, hacia Cristo; y entonces Cristo los rechazará: “Id, malditos, al fuego eterno para siempre”.

Pensar esto. Que pueda uno terminar maldecido por Cristo… es terrible. Que la única vez que vamos a ver el rostro de Cristo, podamos oír de sus labios: ¡Maldita para siempre…! –Pensar esto.

Pensar que puedo terminar mi vida bajo el odio de Cristo; que sea aborrecido de Cristo… -Que no me separe de Cristo.

¡Maldito! ¡Al fuego eterno! Maldito el condenado, porque ha roto con Dios. Y tiene dentro un desgarramiento interior… Hay dos tendencias: la tendencia natural hacia la felicidad, y por otra parte el alejamiento de esa felicidad, porque no la quiere, y la rechaza. Ha roto con su último fin; tiende a él con toda su tendencia natural, y Él lo rechaza, y lo rechaza porque es malo; no lo rechaza por otras razones… Y el condenado lo reconoce que es malo y que hace bien Dios en rechazarlo; lo reconoce, porque es indigno del amor de Dios.

Como un amante desairado. Imaginad una joven que tiende con toda su fuerza hacia un joven al cual admira. Pero este joven la ha rechazado porque es mala. Y ella lo reconoce y dice: “Y ha hecho bien”. Y a pesar de eso tiende hacia él con toda su fuerza. Pero él, –y ella lo reconoce- la rechaza porque es mala. –Queda así siempre como separada en dos: una tendencia por un lado y un aborrecimiento, en su voluntad, en su sensibilidad, en todo su ser.

 ¡Maldito! Que yo sienta esto: lo que puede ser la maldición de Dios sobre nosotros. Un entendimiento hecho para la verdad, que ahora se coja en la mentira; una voluntad hecha para el amor, que odia, y odia el bien sabiendo que es el bien, pero no puede menos de odiarlo, porque ya se ha decidido contra él. Y toda la sensibilidad, también maldita. Una inversión de todo su ser. Cada facultad del hombre sufre violencia interior. Y Dios hace sentir al condenado el odio infinito que le tiene. ¡Terrible…! Mucho más terrible que el fuego quemando, Dios que hace sentir que lo odia.

 –Si aquí cuando una persona siente que otra no le quiere, que la desprecia, cuesta tanto… allí sentir el juicio de Dios que lo odia… juicio objetivo de Dios… Odio infinito. El condenado, podemos decir que está sostenido ya en su ser por el odio de Dios. Y notad que Dios odia al condenado. No es que odia al pecado y ama al condenado, no. Dios odia al condenado. Porque el pecado no es otra cosa sino el hombre mismo que tiene su voluntad pervertida. Es el hombre el objeto del odio de Dios. En esta tierra podemos decir: Dios ama al pecador y odia el pecado; no porque en el momento presente ame al pecador con complacencia, sino porque el pecador puede convertirse, y Dios ama lo que resultará de esa conversión.

Pero en el infierno ya no hay conversión. Es objeto del odio infinito de Dios. El pecado es el infierno del infierno. Y esto por toda la eternidad, definitivo; se ha acabado, se ha acabado. Ya no hay nada, no hay posibilidad de volver atrás; definitivo. –Esto es el infierno. Que yo lo sienta íntimamente, sea la

pena de sentido, sea la pena de daño.

Y ahora, “como si” –pero sin ficción- como si el Señor en este momento delante de mí, puesto delante de mí, me hubiese arrancado ahora mismo del infierno, donde yo me encontraba… sin

Cristo, sin Padre, con odio, con inquietud, con todos los tormentos de aquel lugar de tormentos. Y Él, Jesucristo, puesto en cruz, sufriendo la Pasión y muerte por mí, me arranca del infierno, me libra del infierno. Yo me postro a sus pies, ponderando la gran misericordia de Dios para conmigo. ¡Qué bueno ha sido! A mí me ha arrancado; a otros no. A mí sí. ¡Cuánta misericordia ha empleado el Señor conmigo!

Darle gracias a Jesucristo, ser muy reconocidos por este favor; darle gracias y ponernos muy a su disposición para todo lo que Él pueda querer de nosotros, porque todo se lo debemos a Él. Darle

gracias, ser almas agradecidas. Cuántas veces insiste San Pablo: Et gratiae stote. Y sed agradecidos a Cristo, que nos ha hecho este favor; de verdad. ¡Si lo sintiésemos de verdad que debíamos estar allá, y que todo, todo se lo debemos a Él…!

¡Gracias! Gracias porque no he caído en él por la misericordia de Jesucristo. ¡La grande misericordia del Señor! Y pedirle aborrecimiento del pecado; que me puede llevar al infierno y que lleva a otros al infierno. Que sienta una repugnancia instintiva al infierno. Pedírsela a Jesucristo crucificado. Que no me separe nunca de Él. Que sienta estos dolores íntimamente.

Y, por fin, pedirle grande celo de las almas. Que no haya ninguna de las almas encomendadas a nosotros por la providencia del Señor, sea por nuestro apostolado directo, sea por nuestra oración y nuestra reparación, que caiga en el infierno por nuestra negligencia, sino que todas ellas se salven.

“Eterno Señor de todas las cosas –decía San Francisco Javier-, acordaos de las almas de los infieles que creasteis a vuestra imagen y semejanza. Mirad, Señor, cómo en deshonor vuestro se

llenan de ellas los infiernos. Acordaos de vuestro Hijo Jesucristo que sufrió tanto por ellas”. Así tenemos que pedir al Señor. Y que este celo de las almas y este agradecimiento, dejen en nuestra alma como un temple firme, una garantía de que no nos separaremos de Cristo, y que en agradecimiento a Cristo, haremos por Él cuanto Él quiera pedirnos.

 

 

LA MUERTE

 

Vamos a hacer esta meditación, como una repetición de las meditaciones del día de hoy, al final del segundo día de Ejercicios. Pueden detenerse allí donde han encontrado más devoción, donde el Señor más se les ha comunicado, siempre insistiendo en ese concepto básico: lo bueno que ha sido Jesucristo conmigo y lo mal que yo me he portado con Él. Que esto nos llegue hasta el fondo del alma siempre.

 

Hemos meditado también el infierno, como obra de la misericordia del Señor para con nosotros, que nos ha librado de él; como garantía de nuestro amor a Cristo, para que no haya nada que nos separe de Él. Y ahora, en los Ejercicios, pone San Ignacio una repetición con un triple coloquio, pidiendo al Señor por medio de la Santísima Virgen primero; acercándonos a Ella, que es la que mejor conoce la gravedad del pecado –porque no lo tiene, precisamente-; que le pidamos a Ella nos conceda esas tres gracias:

 

1º. Aborrecimiento del pecado

2º. Conocimiento del desorden de mis operaciones para ordenarme en adelante

3º. Conocimiento de las vanidades del mundo para arrojarlas de mí totalmente.

 

Vamos a hacer esta meditación así, sobre este triple coloquio, que después tenemos que repetir a Jesucristo y al Padre; por medio de la Virgen a Jesús, y de la mano de Jesús y de la Virgen al Padre para que nos conceda esta gracia. Es aquella realización de la personalidad cristiana: sentir aborrecimiento del pecado como corresponde a su valor; sentir el desorden de las operaciones para

echarlas, y sentir la vanidad de las cosas mundanas, lo vanas que son.  Y así, vamos a hacer esta meditación, o este coloquio en forma de meditación; y a lo último nos detendremos en la consideración de la muerte, que es lo que más nos manifiesta la vanidad de las cosas de este mundo, cómo pasa todo… para presentarnos ante el juicio del Señor.

Se trata –en este pecado, en este desorden y en esta vanidad- del camino que nos puede llevar hacia el pecado mortal y hacia el infierno. ¿Cuáles son en la vida religiosa los caminos del infierno?

El primero creo que se puede decir que es la soberbia; soberbia oculta o manifiesta; esa soberbia con la cual uno se cree ya superior a todos los demás, que ninguno otro entiende las cosas de la vida espiritual sino uno mismo; ese espíritu a veces exaltado de querer cambiarlo todo, de revolucionar todo; de impaciencia, de no soportar las cosas.

Eso es lo más peligroso, quizás; el camino más fácil para caer en el infierno dentro de la vida religiosa: la soberbia oculta o manifiesta; a veces es manifiesta, otras veces oculta. Tanto más, que de ordinario estos espíritus así, agitados, que ni están en paz ni dejan estar en paz a los demás, cuando se manifiestan así, como grandes revolucionarios, son en el fondo del corazón unos pobrecillos, que tienen dentro la lucha de una afectividad que no saben controlar.

Cuando a uno de dicen: hay una persona ahí que está muy agitada… y que tiene grandes problemas de vida: la reforma de la vida religiosa, de la actualización… y… que no soporta; está agitada, quiere hablar con usted… cuando uno oye esto, tiembla, porque sabe que detrás de esos espíritus, en general, hay grandes problemas afectivos interiores, no resueltos; y muchas veces, debajo, problemas de castidad.

Y son pobres hombres, pobres almas que dan verdadera pena; y se manifiestan externamente con toda esa soberbia aparente, cuando dentro no son capaces de soportarse a sí mismos.   Y como son almas soberbias en esto, no sé cuál es lo primero; no sé si lo primero es el problema ese afectivo, el problema de la castidad, y después pasa a la actitud de esa soberbia, o es lo contrario. No siempre es fácil de decirlo; pero Dios se retira del alma soberbia y la deja allí sola, y el demonio le prepara asechanzas en muchos campos: en humildad, en obediencia, en pobreza, en las prescripciones que se le imponen… y acaba por saltar y por desesperarse y amargarse; ya va por un camino que da mucho

que pensar.

 

El segundo camino del infierno en la vida religiosa es, naturalmente, la materia de la castidad, del segundo voto; sin exagerar tampoco. No hay que llevar las cosas también al extremo; y nunca vivir con ansiedad en estos campos. La ansiedad no es de Dios; sino siempre con paz. Pero es un campo que ofrece siempre una facilidad del pecado. Notemos respecto de este campo del segundo voto, no suele ser directamente un problema de castidad, sino suele ser un problema de afectividad.

Suele empezar por ahí. Raras veces el problema se presenta directamente en el campo de la castidad, raras veces; y en general, cuando se presenta así, fácilmente se supera; es un pequeño desliz, nada, una cosa sin importancia. De ordinario, el problema viene de la afectividad, y es que, al ofrecer nosotros al Señor el obsequio de nuestra virginidad, de nuestro celibato, lo que le ofrecemos como raíz, es nuestro afecto, nuestro corazón; y en el hombre hay como una especie de energía de capacidad de afecto radical que después se realiza en planos diversos: en el plano sensual, en el plano sexual, en el plano psicológico, en el plano sobrenatural.

Y cuando uno ofrece al Señor la virginidad, no es que la tendencia sexual hacia el otro sexo uno la ordena a Dios, esa misma concretización la termina en Dios, no. Eso sería una sublimación en el sentido de los psicólogos modernos, y no se da así; sería fatal. Sino que existe un corte de la tendencia hacia el otro sexo, de la tendencia que debería terminar en el matrimonio; un corte. Un corte que deja una tendencia insatisfecha, y en ese sentido, como una herida abierta. Ahora, esta herida abierta, que

viene a ser como un holocausto que se ofrece al Señor, permite que la tendencia interior vaya toda hacia Dios directamente; la tendencia sobrenatural. Pero queda allí la herida abierta. Ahora bien; mientras la tendencia hacia Dios sea ferviente, fervorosa, esa herida no se deja sentir, no se siente.

Pero si la tendencia hacia Dios se enfría por cualquier razón, entonces vuelve a molestar esa herida que ha quedado abierta, y vuelve a dejarse sentir con un picor, con una tendencia, con una

necesidad, una urgencia… y entonces viene el peligro. Si esta persona ahora, comienza a acariciar esa tendencia, a ceder en ella, no digo para el pecado precisamente, sino, con tal de no llegar al

pecado todo lo que pueda, entonces se pone en el plano inclinado hacia el pecado.

 Y este suele ser el camino: la afectividad primero se ha puesto en Dios, después vienen las realidades, los disgustos de la vida, viene el tedio de la vida religiosa, de la vida común, fastidio de las cosas, incomprensión de parte de los superiores, incomprensión de parte de los iguales… Y cuando uno se encuentra con una religiosa a la que nadie comprende… eso va mal, eso va mal. Las grandes incomprendidas es fatal. Eso quiere decir que el corazón está vacío, y el corazón vacío es siempre muy peligroso. Y

entonces se encuentra pues… un desahogo en una señorita de fuera, en una persona de fuera a lo mejor, que lo comprende… es la única con la que puede hablar… empieza a desahogarse, y… y empieza a buscar algún desahogo también de esa tendencia que Dios ha puesto en el hombre… y de ahí se presentan los peligros más próximos, incluso en la castidad. De ordinario este es el proceso.

El problema de castidad suele ser de origen afectivo. –Por lo tanto, mucha atención al efecto; que esté siempre lleno de Cristo, y renovarlo constantemente, y enamorarse de Cristo, que mientras haya esa plenitud de enamoramiento de Cristo, no habrá tanto peligro de la castidad; y cuando uno tiene problemas de castidad, procure enriquecerse del amor de Cristo, sin dar vueltas sobre sí mismo, sin estar contemplando siempre sus propias deficiencias y las propias incomprensiones y cruces. Hacia el Señor… volar adelante.

Y esto hay que tenerlo presente, porque, en la vida religiosa quizás ha bajado un poco el tono de la misma pureza, de la castidad misma. Con todas estas cosas modernas, que serán muy

necesarias, muy buenas, apostólicas, todo lo que usted quiera; pero el tono de la vida religiosa, quizás ha sufrido con todo esto. Hay más holgura, más facilidad, más sensualidad, muchas veces larvada, pero que quita un poco de esa transparencia en muchas almas, de la transparencia de la castidad positiva; que nuestra castidad tiene que ser positiva; no el evitar el pecado, sino el hacernos cada vez más transparentes a las miradas de Cristo. Que el alma suba siempre hacia el Señor en toda limpieza, angélicamente.

Pues bien; en esta materia, supuesto esto que he indicado, quien no ora, cae. Quien no ora, no en el sentido de que: yo no he rezado esta mañana, y hoy caeré. Esas son exageraciones que hacen mucho daño al alma. No, no es ése el sentido. Quien no ora, es decir, quien no tiene vida de oración, vida interior, cae, cae. Por la razón que he dicho: porque donde no hay vida interior no hay calor de amor a Cristo, y donde no hay calor de amor a Cristo enseguida entra el vacío del corazón, y entonces viene la tendencia normal, natural, hacia las criaturas.

En esta materia, quien se pone en peligro temerario, cae; en peligro temerario, es decir, no razonable: porque uno mismo se busca las cosas, porque se propone ciertas lecturas, ciertos espectáculos, ciertas cosas que no tenía por qué mirarlas. Pues, quien se pone en peligro temerario, cae. Y quien no guarda los sentidos, cae. Quien no guarda los sentidos habitualmente, se entiende; lo cual no quiere decir una ansiedad en la guarda

de los sentidos, no. No vivir nunca con ansiedad en esta materia, como si uno estuviese siempre al borde del abismo. No, por Dios, no. No es eso. Hay un margen bastante grande antes de llegar al

pecado mortal, bastante grande.

Por eso; que uno camina, tiene que andar por ahí, y… “que se me han ido los ojos”…”. Pero no se asuste por eso. –Entonces, ¿puedo mirar todo? No, no; usted vaya a lo que tiene que ir, pero no se asuste si alguna vez se le escapa, que todavía queda mucho, desde lo sensual hasta lo venéreo, etc. Holgura del corazón; generosidad con Dios en la paz y en la holgura de corazón. –Y notemos que en esto, no valen largos años de vida ni de inocencia. No tenemos ninguna seguridad. Por eso, tenemos que tener un modo de actuar muy sencillo y muy diligente, pero sin apoyarnos en nuestros propios méritos. A veces es curioso.

Pasa a veces, que uno se encuentra en los peligros más grandes y ni se le ocurre un pensamiento malo, y después uno se

encuentra en una circunstancia donde no hay nada malo, nada de particular, y le viene una tentación. Es enteramente imposible de prever, es imprevisible esta materia. Y no valen largos años.

–Es que yo… son muchos años que me conservo así. –No importa. En la vida de un Padre suizo aparece cómo él tuvo las grandes tentaciones contra la castidad a los 70 años. Hasta entonces había ido sin ninguna dificultad; y a los 70 años empezó a sentir las grandes tentaciones. ¿Fenómeno curioso? Pues, puede ser. –En fin, no hay nunca una seguridad. Por eso, proceder siempre con diligencia normal, serena, habitual.

Los otros caminos del pecado mortal son: las pasiones no domadas. Dondequiera que hay pasiones sin domar, esas pasiones pueden ser un peligro muy grande. –El desprecio formal y descuido habitual de los ejercicios espirituales, por las razones que hemos indicado: no hace falta, esas son ñoñerías, y lo importante es vivir virilmente nuestro cristianismo. De ahí resulta que se enfría la vida interior, y enfriándose la vida interior nos encontramos con falta de sentido de abnegación, con falta de sentido íntimo de amor a Cristo, y todos los peligros que de ahí derivan.

El desprecio de las cosas pequeñas, habitualmente, en la vida religiosa. Tenemos que hacer cada pequeña acción con todo el amor con que un mártir va al martirio, con el grande amor. Pidamos al Señor siempre esas grandes gracias del amor grande de Cristo. –La pérdida de la vocación es otro peligro también para la condenación cuando es una cosa culpable. –La tibieza, los pecados

veniales habitualmente aceptados con deliberación. Todo eso nos puede llevar al infierno, y ahí tenemos que adquirir un aborrecimiento de esos pecados. Pero para hacer así este coloquio, puedo fijarme en mi pecado, es decir, en mi pecado – diríamos-, el pecado habitual mío; no precisamente el temperamental sino el pecado en que yo más fácilmente caigo por las razones espirituales que sean. No porque tengo mal genio y se me escapa de vez en cuando. Ahí no darle demasiada importancia, procurando insistir siempre en el mejorar, pero es muy difícil que lo elimine; y al Señor no disgusta tanto como a nosotros muchas veces; que a nosotros nos deja muy en ridículo, y eso nos duele. Pero mi pecado, digo así, el pecado habitual mío, mi negligencia más grande.

–Pues bien; pedir a la Virgen, a Jesucristo, al Padre, conocimiento interno y aborrecimiento de ese mi pecado. ¿Por qué razones? Primero, por la fealdad intrínseca de ese pecado concreto, que es el mío, sea la envidia, sea la ira, sea la pereza, el descuido de os ejercicios espirituales, la frialdad en el trato con Dios, la falta de caridad… Ver lo repugnante que es ese pecado, lo que supone como locura, como ingratitud con el Señor. Si hubiese sido un enemigo el que me tratase así… pero tú, que has profesado ser esposa mía, que te dedicabas toda a agradarme siempre… que seas tú la que me ofendas…

Así se quejaba el Señor por el profeta: “Si hubiese sido un enemigo…”, ¿pero tú, alma religiosa, mi amiga, a quien he puesto yo al frente de otras almas para que las formes, tú me tienes que tratar así? –Y cuánto daño has hecho así en las almas que debías formar…

Cuántas veces se oye decir: Sí, hay algunas religiosas que convencen, pero otras… Considerar también el daño que me hace ese pecado. Daño que viene representado en la parábola de Jesucristo del buen samaritano: el caminante que cae en manos de ladrones. Y dice que se marcharon, lo despojaron y lo dejaron medio muerto. Lo despojaron de las virtudes; ¡cuántas veces! Ese pecado, ¡cuántas virtudes me quita! La despoja del fervor; va perdiendo el entusiasmo.

Quizás llega a tal grado que ya me río del noviciado. Eso sería ya muy malo. Si uno llega a reírse del fervor del noviciado, eso quiere decir que va muy mal. –Con llagas, lo dejaron al pobre herido; en estado de torpeza, de debilidad espiritual, plagado, medio muerto. Así me quedo yo muchas veces con mi pecado: con una vida lánguida en la vida espiritual. –Que sienta aborrecimiento de esto; que me hace mucho daño ese pecado. Y no sólo a mí, sino que causa daño en mi derredor, según el pecado que sea, más o menos: palabras contra los Superiores, religiosos, prelados, obispos, incluso quizás al Papa… me he atrevido a decir palabras para criticar al Papa, criticar al Prelado, criticar a los superiores internos… Palabras contra la caridad, que delante del Señor es una cosa tan delicada, hiriendo la reputación de los demás, el honor y la fama de los demás, induciendo en las almas el desaliento, que es un pecado muy grande.

Almas generosas que volarían hacia Dios, yo he hecho la labor de desanimarlas, presentándoles las dificultades, la falta de espíritu sobrenatural…que la vida religiosa no es tanto como se imaginan… y las he desanimado. Y aquí hay peligro de pecado grave a las veces. “Líbrame de mis pecados ocultos”, decía el salmista. Y el Evangelio es muy duro cuando habla de la caridad y de las faltas de caridad; cuando dice que si uno llama a otro con un mote: rácano, fatuo, que será reo del fuego eterno.

–Palabras quizás contra la comunidad donde vivo… contra la Congregación o la Orden… quizás sembrando críticas, descontento, mal espíritu… Quizás he dado ejemplos que han hecho daño. Esto hiere mucho al Señor también. En el libro de los Reyes se dice así de aquellos reyes malvados: “Pecó e hizo pecar a Israel”. Con esto se quiere indicar como una cosa muy repugnante a los ojos de Dios. Examinar esto en mí para que lo aborrezca. Preguntarme: ¿He sido de los que atraen las bendiciones sobre mi Orden, sobre la Comunidad? ¿He atraído bendiciones del cielo? O más bien al contrario: ¿He atraído castigos del Señor? ¿He sido útil a mi Comunidad? O al contrario: ¿He sido inútil? ¿Querría yo sinceramente, en la presencia del Señor, que todos los de la Congregación o todos los de la comunidad fueran como yo? Si yo supiese que ninguna de la Congregación mía es mejor que yo, ¡qué altura de santidad en la Congregación nuestra!

Y esto, tanto más cuanto lo comparamos con las gracias recibidas. ¡Cuántas gracias constantes del Señor! Desde la vocación, la formación, educación religiosa, reglas, dirección… -Que me llegue al fondo este aborrecimiento de mi pecado. Pedírselo a la Santísima Virgen.

Coloquio con la Virgen que no hizo pecado, y por eso ama más al Señor, lo conoce mejor y sabe más lo que significa ofender al Señor. Coloquio con Jesucristo que llevó sobre sí mis pecados a la cruz; y de la mano de Jesucristo y de la Virgen, coloquio al Padre, que conoce adecuadamente lo que es el pecado.

Y vamos al desorden de las operaciones. El desorden se puede dar en las tendencias o en los actos. Las tendencias pueden ser desordenadas, y de ahí nacen después los actos desordenados. El

desorden propiamente tal en las tendencias, se puede reducir al desorden de la sensualidad, de la afectividad y de la soberbia.

 ¡Cuánto desorden en mí en ese campo! No digo ahora que son pecados. ¡Cuánto desorden, cuánto me lleva, cuánto me determino por esas tendencias desordenadas, aun cuando quizás no haya sido pecado! Me determino por afecciones desordenadas. Vivo de mil naderías, pequeñeces, caprichos, que yo después hincho, y me parece que es una cosa tan importante… y no vale nada. Mil naderías. Gozo de las criaturas en vez de usar; a veces las desvío de su fin, les hago ir contra su fin, y así hago a veces a Dios cómplice de mis desórdenes, obligándole a cooperar conmigo por la conservación y el concurso que me tiene que dar. Y claro, en

fuerza de estas tendencias desordenadas, hay infinitas contradicciones en mi vida. ¡Cuántas… cuántas…! Contradicciones entre mi conducta y mis principios. Los principios están ahí; son los

principios religiosos, los principios sobrenaturales; ¿y la conducta?

       –Es que no se puede vivir de principios sobrenaturales. -¿Quién ha dicho eso? Pues entonces, ¿para qué la enseñan si no se puede vivir de principios sobrenaturales? Como les decía antes, cuando uno se encuentra con ejemplos de

sacerdotes, religiosos malos, dice: “No se fije en eso, porque la Iglesia… Hay que distinguir entre la Iglesia y los sacerdotes”. ¡Muy bien! Pero si se encuentra otro, y otro, y otro… y los que voy encontrando, pues igual. ¿Dónde están los principios? ¿Dónde está la norma general?

–Examinemos estas contradicciones, que son repugnantes.

Contradicciones entre mi conducta y mis sentimientos íntimos –muchas veces disimulados los sentimientos íntimos-, por los dos extremos: a veces sentimientos íntimos muy altos… mi conducta

muy baja; a veces sentimientos íntimos inconfesables… en la conducta exterior, procura disimular suficientemente.

Contradicciones entre mi conducta y mi profesión religiosa; ¡cuántas…! Yo que me llamo religiosa… me dedico a eso… consagrada al Señor… y mi conducta, ¡qué distinta…! Y claro, muchas veces es patente la contradicción entre mi conducta y la opinión que tienen de mí como religiosa. Los seglares estiman mucho –digan lo que digan- y piden mucho de los religiosos; y son

generosos en hacer limosnas, en desprenderse de sus bienes para los religiosos; pero lo hacen para los religiosos en cuanto tales, para que sirvan al Señor; no para que se aprovechen de eso para vivir mejor que los seglares. ¡Qué dolores es esto a las veces! Saber de una persona que ha renunciado a todo por ayudar a un religioso, a un seminarista; que en años no se hace un vestido para poder ahorrar dinero, y así va dando su beca poco a poco… y el seminarista o el religioso que se sirve de esta beca, no puede prescindir de ir al cine todos los domingos. ¡Qué contradicción! Aquella alma tan generosa, que se desprende de todo para ayudar a un religioso, a una religiosa porque ve en ellas la consagración a Dios que le atrae; y la religiosa no corresponde a esa idea alta, que es justa, por parte del seglar.

Contradicción, por fin, entre mi conducta y los consejos y las doctrinas de oficio que tengo que dar, y que doy quizás a los demás: desprenderse de todo… amar al Señor… solo Dios… ¿Y mi

conducta? Detestar ese desorden; que lo arroje de mí. Que haya en mí una lógica sobrenatural; que me ofrezca en holocausto, como lógicamente corresponde al amor de Cristo a nosotros.

Como dice San Pablo en la carta a los romanos, en el capítulo 12: “Por tanto, os ruego por la misericordia de Dios que dio su vida por nosotros, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, que es el holocausto lógico ante el amor de Cristo”. Eso es el holocausto lógico. Que sea consecuente, que cesen esas contradicciones, que haya en mí un orden interior.

 Y pedírselo a la Virgen, que tuvo siempre tal orden en su alma, toda ordenada, todas sus intenciones dirigidas puramente a complacer a Dios. Y de la mano de la Virgen, acercarnos a Jesucristo, la norma del orden. Y por Jesucristo, al Padre, para que nos conceda ese aborrecimiento de todo desorden en nosotros y esa lucha implacable para ordenarnos. Que nos conceda la gracia del orden: que todas las intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas a agradar a Cristo.

 

Por fin, y considerar las cosas mundanas y vanas. Y para esto nos va a ayudar un poco la consideración de la muerte.

El mundo. Se entiende el espíritu del mundo, las gentes que viven según ese espíritu del mundo.

¿En qué consiste el espíritu del mundo? San Juan lo cuenta en su carta en el capítulo 2: “No améis el mundo ni las cosas que hay en el mundo; y la norma es: la concupiscencia erigida en norma de conducta”. Eso es el mundo: la concupiscencia como norma. Amor de sí hasta el desprecio de Dios. Dios queda fuera; nosotros dejamos seguir nuestras tendencias. La norma es la concupiscencia.

Eso es el mundo. La comodidad… la soberbia de la vida… la soberbia de los ojos… la concupiscencia de la carne… eso, como norma de conducta. Cuando uno va por las cosas mundanas es eso: el esplendor, lo que sacia la vista, lo que sacia los sentidos, eso como norma.

odo lo que se pueda por ahí. –Pues bien; es mundo no está lejos de mí, sino que está en mí, en mí; en mí tengo las cosas mundanas y vanas. Y se nos suelen meter tanto en la vida religiosa… El acicalamiento… el cuidado del buen nombre… la estima de todos… el ser muy de actualidad… que es un modo de mundanidad como cualquier otro; al que nos consideren siempre como las del día de parte del mundo… que no hagamos mal papel ante el mundo… Perfumes… que se meten en la vida religiosa mucho… para poder tratar con el mundo… La tendencia a todo lo que es lujo… para ir dignamente… El querer tratar con gente encopetada siempre… no condesas ni marquesas, sino de ahí para arriba.

Ahora muchas veces, muchas cuestiones sociales, y al lado de eso, está esto. Ahora está de moda; todo son cuestiones sociales, pero con tal de que vivamos en grande entretanto; y si puede ser –porque no puede quizás tratar con condesas y marquesas-, pero si a ésa de las cuestiones sociales le tocase al lado una marquesa o condesa, veríamos a ver… a ver cómo resiste.

 –El afán desmesurado de doctorados y títulos. ¡Oh! ¡Doctorados! ¡Títulos!, para hacer bien a las almas. ¡Ojalá! ¡Ojalá! Pero si no hay títulos, ¿con qué nos presentamos ante el mundo? No digo que no hay que tomarlos. Pero ese afán, ¿eh?... Todos con títulos, todos; y varios títulos, a poder ser; y hasta la cocinera que tenga título de cocinera, y… y la otra para que no tenga complejo de inferioridad… y la otra título de hortelana… que tenga también un título de perita agrícola para poder trabajar, para que estemos todos a la altura… ¡Cuánta mundanidad!, ¡cuánta mundanidad! Y si puede ser, con tarjeta de visita, donde aparezcan los títulos para presentarlos. ¡Cuánto mundano…!

       Pues bien; lo tengo dentro de mí todo este espíritu de mundo; lo debería matar cada día en mí, pero en vez de matarlo, quizás lo acaricio y en cada uno de mis pecados. Sus señales, ¿cuáles son?

El apetito de placer, de comodidad, diversiones del espíritu y del corazón, indocilidad, testarudez, pretensiones, susceptibilidad, independencia, crítica, gusto del brillo y de los primeros puestos…

Pues bien; soy religioso y al mismo tiempo soy mundano y mundana en la vida religiosa. –Esto es lo que crea en muchas personas del mundo esa especie de indiferencia cuando ven una religiosa así: “¡Bah! Pues mire; como nosotros, como nosotros, tan materiales como nosotros”.

Detestar ese espíritu mundano, detestarlo íntimamente. El espíritu mundano es el enemigo de Dios dentro de mí, mi peor enemigo. Y tener horror profundo a todas sus manifestaciones, todo lo que es mundanidad. ¿Que otros lo hacen y glorifican a Dios? Déjenlos en paz. ¡Bendito sea! Pero… nosotros como Jesucristo, derechos, como Cristo.

Y esta vanidad tan fuerte, se descubre, sobre todo, en la consideración de la muerte. Ahí cae todo por su peso. Por eso vamos a ver brevemente la consideración de la muerte y del juicio, para caer en la cuenta de la vanidad de todo lo mundano. Lo que no es mundano resiste al pensamiento de la muerte. De modo que podemos decir que la alegría auténtica resiste la prueba del pensamiento de la muerte. No teme al pensamiento de la muerte la alegría auténtica, sino aun cuando yo piense que me voy a morir, sigo feliz, alegre, con esta alegría que ahora reina en mi corazón. Si no es auténtica, el pensamiento de la muerte la deshace.

Recuerdo una vez que, tratando con un judío, me contó esta historia: del anillo de Salomón. Decía aquella historia así: Había en tiempo del rey Salomón un joyero que tenía fama de ser muy inteligente. Tanto, que la gente había empezado a decir que era más inteligente que Salomón y más sabio que Salomón. Se llamaba Benjamín.

Pues bien; es rey Salomón empezó a tener celos de éste, y sabiendo que decía la gente que era más inteligente que él, un día le llamó y le dijo: .- Benjamín, eres –me han dicho- más inteligente que yo.

.- No, Majestad, no, no, absolutamente.

.- No, no; me han dicho que eres más inteligente que yo, y quiero probarlo. Por lo tanto, te voy a poner una prueba. Si la resuelves, reconozco que eres más inteligente que yo, pero si no la resuelves, te mando decapitar.

Y él vio que lo que pretendía el rey era decapitarlo, y le dijo:

.- No, Majestad, no, que yo no… yo soy muy corto de inteligencia; no, no, no… no se puede hablar de eso.

.- No, no, no; tienes que hacer la prueba. ¿Tú eres joyero?

.- Sí, Majestad.

.- Pues mira; tienes que hacerme el anillo más precioso del mundo, y para esto todas las joyas de mi palacio están a tu disposición. Pero ese anillo tiene que tener esta propiedad: que cuando esté yo triste, muy triste, mitigue mi tristeza, y cuando yo esté muy alegre muy alegre, mitigue mi alegría.

Y el pobre Benjamín dijo:

.- Majestad, yo no puedo hacer eso; no, no, yo no puedo.

.- ¡Que no! ¡Tienes que hacerlo! Un mes de tiempo. Si al mes no me lo traes, te mando decapitar. Ahora, si lo haces, eres más inteligente que yo. Y el pobre se marchó de allá murmurando; no tuvo más remedio. Y apenas llegó a su casa, lo primero que dijo es: Mira; este mes que tengo es el tiempo suficiente para escaparme. Y cogió enseguida sus cosas, hizo los paquetes, y se marchó camino de Siria. Y cuando estaba caminando hacia la Siria, casi en el confín, se encontró con un mendigo, un pobre mendigo que se llamaba Neftalí; y cuando este Neftalí lo ve pasar le dice:

.- Pero Benjamín, ¿a dónde vas?

Y dice:

.- Pues que el rey me quiere matar y voy escapando.

.- Pero, ¿por qué te quiere matar?

.- Pues mira si no quiere matarme; me ha dicho que le tengo que hacer el anillo más precioso del mundo y que tenga esta propiedad: de que cuando esté muy triste le mitigue la tristeza, y que cuando esté muy alegre, le mitigue la alegría. Y esto es que me quiere matar, porque si no se lo hago, me mata…

Y el Neftalí se echó a reír y dice:

.- Pero, tú que eres tan inteligente, ¿no sabes hacer eso?

Dice:

.- ¡Qué le voy a hacer yo…! Yo, el anillo más rico, el anillo más precioso se lo haría, pero eso de que le quite la tristeza o le disminuya la alegría, eso yo no puedo. Y él le dijo:

.- Si es tan fácil… si es tan fácil… Mira; tú haz el anillo, y hazlo bien hecho, como sabes hacerlo; y después, no tienes más que escribir estas tres letras, estas palabras:

“También esto pasará”.

Y dice:

.- Pues si es verdad… pues es verdad…

Y se volvió corriendo y le preparó el anillo y le escribió dentro esto: “También esto pasará”.

Porque así, cuando el rey esté muy triste, viendo que ha de pasar esto, pues le quita fuerza a la tristeza, y cuando esté muy alegre, el ver que aquello pasará mitiga la alegría. ¡Ay! pues tiene razón.

Y al cabo de algunos días se presenta al rey con el anillo y la inscripción; y el rey lo vio y le dijo:

.- Eres más sabio que yo.

Dice él:

.- No, Majestad; Neftalí, el mendigo, es más sabio que Vuestra Majestad y que yo.

Aquél es el que ha entendido.

Pues bien; este es el pensamiento de la muerte: que estamos en una grande alegría… tenemos que morir… se mitiga la alegría si no es auténtica, si no es sobrenatural. Si es sobrenatural, crece. Si estamos muy tristes… el pensamiento de la muerte… pasará…; también esto pasará. De modo que la muerte es como la piedra de toque para ver la autenticidad de la vida. “Para morir feliz vivió como quien iba a morir”.

Y así vamos acercándonos hacia la muerte en un paso ininterrumpido. Cuando decimos: Yo tengo cincuenta años. No; tienes cincuenta años menos… menos; eso ya se ha pasado; ya está. ¿Cuándo moriré? Si yo supiese que tengo que morir a los setenta, pues… ya tengo cincuenta menos, quedan veinte… Si yo supiese cuándo iba a morir, ya podría calcular… cada vez me queda menos.

Nos vamos acercando a la muerte. Y ante esto no hay defensa posible, no hay defensa. Ya puede decir uno que no quiere morirse, es inútil, es inútil; camina hacia la muerte. Y todos los que han

pasado, han llegado a la muerte; y ahora vamos acercándonos nosotros, y pasaremos, y vendrán otros y pasarán. Es donde todos tienen que venir a parar. El cementerio es donde va a parar la ciudad; todos los de la ciudad van pasando por el cementerio; todos.

Y como nuestra vida es tan frágil por otro lado… en los momentos presentes, tantos accidentes, tantas muertes repentinas… Es lo que nos presenta el Señor: la muerte… la muerte; la meditación de la muerte, de la vanidad de las cosas de este mundo. Que hoy día, ¡cuántas veces!, después de terminar una fiesta, mientras vuelven a casa, un accidente.

Me decía el día pasado una persona, al pasar por una calle, por un sitio: Aquí, el primero de año, cuando pasábamos nosotros por aquí, nos encontramos con un accidente donde habían muerto dos: un chico y una chica que venían de celebrar la noche vieja, y tuvieron un choque, y una pierna de la chica salió por allí, fuera

del coche… quedaron secos en el momento. –Esto pasa hoy con una cierta frecuencia en medio de la vida.

Es certísimo que moriremos; muy cierto; y sin embargo, nunca acabamos de convencernos deltodo; nunca. Moriremos… pero… Aun cuando uno sepa, y está grave, y está en la cama, y está…pues siempre piensa vivir más. Un poquito más tarde; no es para tanto; cree que saldrá de ésa. Creo que siempre es verdad que la muerte coge repentinamente a todos, porque todos esperan que unpoco más tarde; todavía no.

Por ahí pasaremos todos, aunque nos cueste. Es difícil que uno se imagine un entierro o un funeral, donde uno sea el que es llevado; sino siempre nos parece que participamos nosotros. Es que es una experiencia que no hemos tenido nunca. Y es certísimo que moriremos pronto; también esto. Pronto. Aun cuando sean treinta,

cuarenta, cincuenta, sesenta años, es prontísimo. No hay más que mirar hacia atrás y ver cómo hanpasado los años. Y ha pasado uno la mitad de la vida con seguridad… pues otro tanto como uno ha vivido, más o menos… Pronto.

Y es cierto que, al morir, lo dejaremos todo; no podremos llevar nada con nosotros.

–En la tumba de Mazzarino, del cardenal Mazzarino estaba escrito: cinis, pulvis, nihil. “Ceniza, polvo, nada”. –Y es lo que le impresionó a Borja en el entierro de la Emperatriz. Toda aquella

hermosura… nada; no quedaba nada. –Dejaremos todo: comodidades, placeres, oficio, hermosura, casa… todo, todo, todo, todo.

Eso es certísimo. Pero es incertísimo cuándo moriremos. El año pasado, por esta fecha –un poquito más tarde-, del 16 ó 17 de agosto al 26 de agosto, más o menos, estaba yo dando Ejercicios a un Instituto secular italiano en una casa del pueblo de Pío XI, Dessio; y simultáneamente estaba dando al otro grupo de ese Instituto secular, a unos 50 Kms. de distancia otro Padre, Roberti, jesuita. Empezamos el mismo día. En la estación nos esperaban a los dos.

Terminamos el mismo día, el 25 ó 26 de agosto. El tres de septiembre aquel Padre había muerto en un accidente de automóvil. Fue una cosa… Pues allí estábamos… los dos… -Es así; no sabemos cuándo; no sabemos, no sabemos. Y quién iba a decir que en tal sitio, cuando fue precisamente a tal cosa… de paso… allí murió, allí mismo. –No podemos decir nunca dónde; ni cuándo ni dónde. Y esto antes uno, cuando era joven, pues apuntaba. ¡Huy! He leído en un libro que tal murió así. Ya uno no apunta, porque… pasan todos los días cosas, pero cantidades de cosas. Yo no sé… no

acabaría uno nunca.

Y no sabemos cómo moriremos, que es lo gordo. Lo peor de todo es esto: si moriremos en gracia o en pecado. Las probabilidades van según la proporción. El Señor no es una persona que va ahí, a aprovechar el momento malo; no. Quien vive habitualmente en gracia, muere en gracia.

Quien vive habitualmente en pecado, tiene peligro de morir en pecado. Eso es un hecho. Pensemos un poquito en el momento de la muerte y en el juicio que uno se forma de la vida en el momento de la muerte. Llega el momento de la recomendación del alma. El sacerdote, en nombre de la Iglesia, le dice: “Sal de este mundo”. Y me lo dice la Iglesia para animarme: “Sal de este mundo”.

Es la hora decisiva; sal de este mundo. De este mundo; de todo lo que es sitio en esta tierra. “Todas las demás cosas sobre la haz de la tierra”. Sal de este mundo, sal de aquí. Fuera los objetos, de la situación, de la influencia que uno puede tener, de los planes que tenía entre manos, de las empresas que estaba llevando, de la actividad humana… No era necesario al mundo; yo no era necesario al mundo. Era un siervo inútil, y tengo la seguridad absoluta que no se sentirá mi vacío. Nunca. Aun cuando sea el Papa; no se sentirá el vacío. Pasa… pasa…

-Sal de este mundo. Estaba aquí de paso… has terminado… sal de este mundo. De este mundo; de todas las personas. Me voy solo, solo. Sal de este mundo solo. Del cuerpo mismo, solo. ¿Qué llevo conmigo? Pues llevo conmigo mis obras, mis pocos méritos, mis pecados; eso llevo conmigo, todo lo demás queda aquí. El pecador, o el hombre de mundo, la persona que llega a este momento, pues… tiene que haber hecho su testamento. El testamento significa esto: dejarlo todo, todo. Y… no hay nada que

podamos llevar; todo tengo que dejarlo a los demás.

 Cuando uno lo ha hecho ya en vida, se ha acabado; ya no se preocupa; poco tiene uno que dejar en testamento. Pero el que tiene muchos bienes, allí están todos alrededor: Bueno, y tal cosa, ¿para quién la dejas?, ¿y tal otra?, ¿y esto? Todavía queda aquello; ¿a quién la dejas? Todo lo tienes que dejar. Es la expresión del testamento; todo.

–Después del testamento, cuando ha dejado las cosas, tiene que despedirse de las personas. Si es un hombre casado tiene que despedirse de su esposa… de sus hijos… Y el médico dice que aquello se está acabando, y… en un determinado momento, se queda solo… solo… Y aquí viene el examen de la propia vida, cuando uno está solo ante la muerte: ¿Qué uso he hecho de los bienes de la tierra? ¿Qué he hecho yo en mi vida por Cristo? ¡Cuánto he empleado en mi utilidad, en el lujo, en las comodidades…! ¿Cuánto he empleado en desgastarme por los demás, en el servicio deCristo…?

 –Y aquí está la gran diferencia. El pecador, aunque supongamos que está arrepentido, si es pecador, si ha sido pecador, y ahora se confiesa bien… tiene que encontrarse con una desolación, diríamos; ha dado su juventud al mundo, y ahora da la vejez y sus huesos a Dios. Pero lo que valía la pena de él, al mundo.

Y ahora es cuando se dice de verdad: ¿quién ha enterrado su juventud: éste o la religiosa abnegada, sacrificada, que ha ofrecido los años mejores de su vida en obsequio a los demás, sacrificadamente por los enfermos, o por las misiones, por la enseñanza? ¿Quién ha enterrado su juventud? Eso que dice el mundo: la juventud es para aprovecharla, no para enterrarla.

¿Quién entierra la juventud? –Y si el seglar es justo, una persona fiel –que hay muertes magníficas indudablemente- si es una persona casada santa, y que acepta con generosidad, pero tiene que dejar todo lo que quiere, todo lo querido, y lo tiene que dejar con dolor. Es el momento del desprendimiento. Se han quedado mucho… Dios quiere ahora que se separen… Se separan… pero con mucho dolor.

En cambio, el hombre religioso, si ha sido tibio, sentirá tristeza en ese momento, pensando en los ejercicios espirituales que ha hecho… pensando en la vocación… quizás con temores… Allí tiene delante el crucifijo, o lo tiene entre sus manos… El mismo ante el cual hacía su oración, sus exámenes, que tenía sobre la mesa de trabajo. Es el mismo; testigo de toda su vida. Y ahora, lo tiene allí; y ha sido una vida tan lánguida… tan religiosa de nombre sólo…

En cambio, el religioso fervoroso… que llega el momento de la muerte… ya se ha acabado todo. ¿Qué significa la muerte para esta alma fervorosa, que en toda su vida religiosa ha estado buscando sólo a Cristo, y ha hecho siempre el holocausto de sí…? Ahora ha llegado el momento… Si siempre buscaba el rostro del Señor, ha llegado el momento de abrazar al Esposo; ahora se correrá el velo… Y Él que le espera: el Esposo que ha buscado tanto en su vida. Es la muerte santa, la muerte perfecta, serena.

Aquel hermano que decía: .- Hermano, ¿quiere oír usted lo que hemos tomado en cinta magnetofónica de la fiesta de la coronación de la Virgen de Oñaz? Y dice:

.- ¡Para qué! Si voy a oír ahora el concierto del cielo. No me lo ponga. ¡Para qué! Esa es la muerte; ésa. La felicidad. Ya, todo, todo, todo cesa; todo. Toda la vida he estado detrás de Él buscándole… ya ha llegado el momento del abrazo. Sólo me quedo con Cristo en ese momento de la muerte. La vida se ha concentrado en su sentido íntimo: el diálogo con Cristo. Ahora va a ser el encuentro definitivo con Cristo, por quien he ofrecido mi vida, a quien he dado todo.

Y Ese por quien he trabajado siempre, a quien he amado siempre, ése es mi Juez. Voy a caer en sus manos. Tiene una paz… y una felicidad…

 

Coloquio.

 

–En aquel momento, Jesucristo me puede acompañar. Voy a entrar por un camino, para mí desconocido. La muerte lleva consigo esa incertidumbre; humanamente hablando entramos en otro mundo, en el mundo que no es ya el de esta materia; y eso nos sobrecoge. ¿Encontraré allí amigos? La Iglesia me dice: Subvenite Angeli Dei “Venid, ángeles de Dios y acompañadle”. No tenéis que imaginar la muerte como un momento que entra al alma en una oscuridad, en una languidez; no.

       El momento de la muerte es como una luz inmensa que entra en el alma, y en la que el alma entra en el gozo del Señor. No es languidez; es plenitud de vida, que al lado de la vida que tenemos aquí, esta vida nuestra es muerte. Y se abre el alma… Jesucristo me acompaña. Él es de aquí y es de allí. Todos desearíamos en este momento tener al lado uno que nos siguiese…

Tenemos que dejar todo: el confesor que nos asista, se queda aquí… todos los demás que están alrededor, que han estado rezando las letanías de los Santos, se quedan aquí… y va uno solo. Si pudiese tener alguien que me acompañe… Ese es Cristo, Jesucristo; el amigo fiel, siempre fiel. El único que nome dejará jamás, ni en la muerte ni después de la muerte. Me acompaña. Será fiel a mí. El único queestará a bordo de mi alma. El práctico a bordo. El único que no me dejará jamás. –Y sobre mi

tumba, la cruz, el crucifijo. Y en mis manos, el crucifijo. Y aun puesto bajo tierra, el Señor continuará pensando en mi cuerpo con el deseo de resucitarlo, porque desea glorificar también mi

cuerpo.

Prepararnos para la muerte. No con muchos pensamientos macabros, no; prepararnos para la muerte. Y no hay más camino que: inocencia o penitencia; el buscar a Cristo sólo; en todo… en

todo. Orar… “Ruega por nosotros Santa Madre de Dios ahora y en la hora de nuestra muerte”.

Mantener ya desde ahora familiaridad con los santos de allí, que son con los que nos vamos a encontrar; vivir ya desde ahora una vida celeste en contacto con el cielo. Sobre todo, morir al

mundo, antes que el mundo nos deje él; que el mundo es malo, y generalmente, antes de que muramos, ya el mundo nos deja, y nos manda retirar, y comienza ya la muerte en vida. Ya somos una carga a los demás. Incluso piensan que… por caridad, para que no sufra, sería mejor que muriese… No significamos nada para el mundo.

–Pues bien; no esperar a que él me deje a mí, sino yo dejarle a él antes; morir al mundo antes que el mundo nos mate, antes que el mundo nos deseche; cuando todavía valemos, cuando el mundo todavía no nos desecha a nosotros, desecharle nosotros a

él. –Y esto lo hacemos en la vida religiosa. Es una muerte al mundo. En aquel verso inspirado de un Carmelo se lee: Entra, hija; mas te advierto que en esta humilde clausura sólo vive con dulzura

aquélla que al mundo ha muerto.

Y es así… y es así. La vida religiosa está hecha para muertos al mundo, y quien no está muerto al mundo, se encuentra muy mal en la vida religiosa. Y si es ésta la que tiene que hacer la vida religiosa a su manera, pues estamos mal. Es como si una sala está desinfectada, y entra un insecto, y dice: -Aquí se vive muy mal.

 -¡Claro! Como que está hecho contra ti… es precisamente para matarte a ti; así es que aquí no puedes vivir. –Pues eso es la vida religiosa. Está hecha para muertos al mundo, y sólo entonces se vive en paz. Ojalá nos aficionásemos al ejercicio ascético de morir constantemente. Ojalá sacásemos este propósito, que es la verdadera muerte y la señal de que hay una muerte verdadera.

 Si alguna de vosotras lo llega a sacar aquí tiene la santidad en pocas palabras: “No quejarme de nada ni de nadie, ni de mí mismo, ni por fuera ni por dentro”. Nada; como quien ha muerto. No vivo. Ya está. Agradar a Cristo. Adelante. Señor, mejor así. Adelante. Gracias. –Pero es que me han roto una pierna… Mejor así… Gracias. Para tus planes… No quejarme: de aquel… de aquél… Nada, nada.

Eso es morir, eso es morir. Quien vive así, buscando a solo Cristo, la muerte le será feliz. Y amar ardientemente a Jesucristo. Mucho; hasta dar nuestra vida por Él. Ese es el gran camino. Y en esto se pueden abrir grandes horizontes.

Recuerdo una vez de una persona que me proponía esto como plan. Llamaba esta persona a lo que proponía, el voto de virginidad en el sufrimiento. Y lo entendía así: “Ofrecerme a pasar humillaciones, desprecios, malas interpretaciones; y cuando todo esto venga, recibirlo con alegría y con gran silencio externo e interno y sin buscar jamás desahogo ni consolación en criatura alguna, ni siquiera consolarme a mí misma”. Esto es muy fino, muy fino.

Va determinando después: “La alegría al recibir todo esto será en la parte superior, pues el que la naturaleza se rebele y le duela, no está en mi mano evitarlo. Entiendo no desahogarme, en no lamentarme cuando se me interpreta mal, etc., no hacer ningún comentario, ni admitirlo, y no hacer ni decir nada para que las cosas queden en claro. En no comunicar a persona alguna nada que me haga sufrir y que tenga relación con una tercera persona; y eso ni siquiera con las superioras.

Si éstas me preguntasen alguna vez algo, entonces diría la verdad; de lo contrario, callar siempre. Y aun en cosas que no tenga relación con nadie, no buscar el menor alivio, diciendo o dando a entender que sufro. Si son cosas internas mías, rigurosísimo silencio con todas las hermanas aunque parezcan muy buenas y espirituales.

 Con la Madre, según qué cosa, tampoco. La práctica de este ideal –según lo he experimentado- lleva a no faltar a la caridad, y por lo menos para mí, ha sido el medio de hacer desaparecer las faltas contra esa hermosa virtud; por lo menos las de palabra y pensamiento. No digo que sea fácil; para mí es dificilísimo, sobre todo cuando a lo interior se añada todo esto que viene de fuera. Pero veo que el sufrir y callar hace fuerte y templa el espíritu, y no

pierdo la esperanza de que a fuerza de luchar y pudrirme, llegue algún día a ser alma de temple”. Esto es morir a sí mismo.

Pues bien; que esto nos sirva para adquirir ese aborrecimiento de las cosas mundanas y vanas; esa orientación de nuestra vida puramente a agradar a Cristo, para que así el momento de nuestra

muerte sea para nosotros, de verdad, el encuentro feliz con aquel Señor al cual hemos procurado agradar toda nuestra vida, y cuyo rostro hemos buscado incesantemente.

 

 

 

 

 

EL PECADO FUERA DE MÍ

 

Meditando los pecados y nuestra respuesta ingrata al Señor, no debemos quedar en mi pecadopersonal solamente, sino que vamos a procurar subir hasta el pecado en sí; el pecado de los hombres, no sólo el mío. Y esto tiene su importancia. En efecto, a veces, por diversas razones, el hombre se siente como si llevase un cadáver en su corazón. Un cadáver del cual no se puede desprender por muchos esfuerzos que haga. Siempre está allí.

Un estado de desaliento, de desconfianza… producido en el alma a la vista de los propios pecados: pecados pasados, pecados de la vida de antes de ser religiosa, de después… creando un verdadero tormento psicológico al alma. Y no hay modo de echárselo de encima; está allí siempre ese recuerdo de los pecados pasados.

En casos de gente del mundo, se da muchas veces este estado interior de las chicas de los colegios, universitarias, etc. Un estado que ellas mismas no saben, quizás, interpretar y que no saben formular; pero que sienten dentro como un peso. Quizás se podría formular de esta manera, y lo encontrarían así como un reflejo real del estado interior que ellas sienten: si yo no hubiera perdido mi virginidad, si yo no hubiera perdido mi inocencia, me esforzaría por conservarla con todas mis fuerzas; pero ya que la he perdido, ¿para qué esforzarme? Ya no merece la pena. Y se dejan llevar.

Y notamos que una gran parte de las jóvenes que se pierden, se pierden por esto: por desconfianza; porque ya han perdido la ilusión o la esperanza de poder ser buenas, y ya una vez que no pueden ser buenas, hay que hacer la impresión de que ya no interesa el ser buenas, de que ya lo más importante es lo otro: el ser inteligente, el ser admirada; pero en el fondo llevan esa amargura interior. Si hasta entonces hubiesen conservado su inocencia, se esforzarían con toda su alma; pero lo consideran ya cosa perdida; ya es inútil, ya total…

Y en casos de personas religiosas pasa una cosa parecida: si yo no fuera ya conocida como una religiosa tibia, como una religiosa mundana, como una religiosa revolucionaria, como una religiosa murmuradora… pues… me esforzaría por ser una buena religiosa; pero ya que soy así, ¿cómo cambio? Ya me conocen todas como tal. Sería un deshonor para mí; ya no importa. Lo que

tenía que perder, lo he perdido.

Todo esto, todo ese estado interior, supone un conocimiento en un sentido demasiado egocéntrico del pecado. No digo que sea malo, no; pero demasiado centrado en nosotros mismos. Si esto lo traducimos en el lenguaje del Corazón de Cristo, entonces comprenderemos cómo diríamos que es casi diabólico un tal modo de pensar. Porque sería como decir: si yo no hubiera azotado a Cristo, me esforzaría por no azotarlo; pero una vez que lo he azotado, seguiré azotándolo. Esto es no entender el pecado.

Esto es una cuestión diabólica. Ninguno, con sentido claro, procedería así con ninguna persona humana, y menos con Dios. Es que no se trata en el pecado, tanto de tu honor cuanto de Cristo y de la gloria de Cristo. Y así, aun en almas fervorosas que tienden decididamente hacia la santidad y hacia el agradar a Cristo, se siente a veces que llevan este cadáver a borde del alma.

Piensan a veces con ansiedad: ¿por qué habré pecado tanto… por qué habré cometido tantos y tales pecados…? No es que duden del perdón; están seguras de que todo está perdonado. No es que quieran renovar las confesiones; está ya. Pero es una pena ansiosa que turba, que corta las alas para volar, que están allí creando ese peso de plomo sobre el corazón.

Y esto pasa en concreto en materias de pureza más particularmente, a pesar de que éstas son –siendo graves, como son- las menos graves entre las graves, porque son aquéllas en las que hay más fragilidad humana, más inclinación de la concupiscencia, etc., y tienen en sí menos gravedad maliciosa. Y sin embargo, dejan más esta huella, esta especie de peso dentro, como algo de lo que uno no llega nunca a librarse del todo.

Pues bien; tengamos claro esto; que aunque nos parezca lo contrario, no es eso puro amor de

Cristo, no es puro amor. No digo que es malo; es bueno también eso; pero no es puro amor de Cristo, sino que hay una buena dosis de amor propio; amor propio que no llegará a ser pecado, ni mucho menos, que tiene su aspecto de bueno; pero no tanto puro amor de Dios.

 En el fondo, lo que me hace sufrir es que no soy tan perfecto como yo querría. Si yo pudiese presentar una vida inmaculada en todo, una página limpia del servicio del Señor… Y la prueba está bastante clara; porque si no es así, si la razón es verdaderamente el que Jesucristo sea ofendido, ¿Por qué quedo indiferente ante las ofensas que cometen los demás? Me puedo interesar, sí; pero no me dejan con esa pena ansiosa como las mías. Y aun cuando es verdad que tenemos más obligación de impedir nuestros pecados que los de los demás, pero no habría esta desproporción si la razón fuera verdaderamente la ofensa de Cristo; porque también los pecados de los demás ofenden a Cristo. En el fondo, son las consecuencias de una consideración demasiado egocéntrica del pecado, demasiado centrada en nosotros mismos.

Por eso, para evitarlo, vamos a explotar lo que los Ejercicios mismos nos ofrecen como remedio, y vamos a exponer así el segundo principio fundamental de la devoción al Corazón de Cristo: Jesucristo es sensible, y en qué sentido se puede decir que Jesucristo ahora sufre; en qué sentido se puede decir esto.

En los Ejercicios hemos pedido vergüenza de mí mismo: “vergüenza y confusión, viendo que tantos han sido condenados, castigados, por menos pecados que yo, y cuántas veces yo merecía

haber sido castigado por mis tantos pecados”. Hemos pedido dolor intenso de mis pecados; pero hemos visto siempre a Jesucristo en cruz. Es el efecto más terrible del pecado.

Aquí está el Corazón de Cristo. Cristo en cruz. ¿Qué dice el Corazón herido de Cristo cuando se nos presenta delante con su Corazón herido? Nos dice que está herido, que hay ofensas al Corazón de Cristo. ¿Quién es el que lo ha herido? Eso no es tan importante para nosotros. Que sea yo o que sea otro, lo importante es que el Corazón de Cristo está herido. De aquí se pueden abrir grandes horizontes de generosidad a un alma ardiente.

Si antes, quizás, llegaba a decir: antes morir que cometer yo un pecado mortal, contemplando ahora ese Cristo herido, ofendido por el pecado, quizás el Señor me mueva internamente a decir: Señor, mi vida para evitar un pecado, sea mío, sea de otro; lo que yo quiero esevitar una ofensa a tu Corazón, una herida de tu Corazón. Ahí tenemos horizontes inmensos de caridad y de amor.

Pero entremos ya en el punto más central. ¿Sufre Cristo?

Ese Corazón herido que se nos presenta ahora, ¿es sólo un símbolo o hay una realidad íntima en esto? Y así, puesto en la presencia del Señor, de verdad, abiertos hacia Él, con el ánimo quieto, pacífico y dispuesto; sin concentración nerviosa, sin esfuerzos nerviosos, abiertos hacia Él, le pedimos la gracia de que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas para agradarle a Él. Y para llegar a esto, para disponernos a esta gracia, hacemos esta meditación de ahora, como los ejercicios todos.

Y en esta meditación, viendo así el Corazón herido de Cristo ante nuestros ojos, le pedimos gracia para sentir internamente en qué sentido sufre ahora, y para sentir

internamente cuál debe ser mi actitud ante ese Corazón herido de Cristo.

Primero: El pecado respecto a la naturaleza física de Cristo. Y esto lo vamos a ver en dos etapas: en su vida mortal y en su estado actual en el cielo. En su vida mortal, en su vida terrena, el

pecado –sea mío o sea de otro- ha tocado a Dios en lo más profundo de su Corazón.

El pecado es  causa de la pasión de Cristo. Él tomó sobre sí nuestros pecados; pero todos ellos y cada uno de ellos, conscientemente y en particular. No es que Él tomase así como una idea general: ofrezco esto por todos los pecados de la humanidad. Cada uno de mis pecados y cada uno de los pecados de todos los hombres, Jesucristo los tomó sobre sí conscientemente, y cada uno de ellos supuso en Él la causa de sufrimientos íntimos. Si yo hubiera pecado menos, Jesucristo hubiera sufrido menos. Esto es certísimo.

Además, no sólo es causa sencilla de la muerte de Cristo, sino que nuestros pecados suponen una negra ingratitud con Cristo; porque, nosotros le hemos ofendido después de haber sabido su

perdón y su redención y después de haber recibido la gracia santificante. De modo que es un pecado que recae sobre sus beneficios.

Y Jesucristo es muy delicado para la gratitud. Pocas veces se quejó en su vida, y se quejó de aquellos nueve leprosos curados que no habían venido a darle gracias; sólo había venido aquel samaritano. Por eso, nuestro pecado es una herida en el Corazón de Cristo en su vida mortal; por ser causa de su Pasión y por ser una particular ingratitud que él tomó sobre sí con ese carácter de ingratitud.

Pero nos puede pasar esto, de decir: Pero, aquel pecado… si cometí el pecado… si Jesucristo sufrió, ya lo sufrió; ahora ya se acabó. Y nos puede dejar esto un poco fríos. No nos debería dejar;

porque en el fondo sabemos que la distancia temporal es muy relativa respecto de Cristo, ya que Él veía nuestra realidad presente y reaccionaba a ella como si estuviese presente, porque la conocía en su visión beatífica. Pero a pesar de esto, a nosotros nos interesa mucho: Y ahora, ¿qué supone en la humanidad de Cristo glorioso?

       Vamos a ver este segundo aspecto. ¿Sufre Cristo ahora en el cielo? Ciertamente que no sufre en su cuerpo glorificado; cierto. San Pablo lo dice claramente: “Ya no muere Cristo; la muerte ya no le puede dominar”. Ahora bien; en el lenguaje de la Escritura, muerte no es sólo la muerte, el instante de la muerte, sino todo aquello que es sufrimiento físico, herida, enfermedad, todo eso es muerte inicial en el lenguaje de la Escritura. El enfermo está ya bajo la garra de la muerte; ha comenzado a morir.

Pues bien; en Cristo ya no hay nada de esto; no hay sufrimiento físico, no es capaz de heridas ni de enfermedad, ni de

dolor. Esto es claro. En su alma ¿Jesucristo sufre? Vamos a verlo.

En su alma Jesucristo posee la visión beatífica, ve la divinidad; en su alma, digo, no sólo en cuanto Verbo, sino en cuanto tiene una humanidad creada.

Con esta humanidad ve, posee la visión beatífica y en fuerza de la visión beatífica es verdaderamente feliz. Eso está definido por la Iglesia. Pero esto no resuelve todo. Que Jesucristo tiene ahora en su humanidad la visión beatífica y que esa humanidad es por tanto verdaderamente feliz, lo admitimos sin más, naturalmente; pero también cuando estaba en este mundo, en su vida terrena, el alma de Cristo poseía la visión beatífica y era por consiguiente verdaderamente feliz cuando estaba sobre la tierra; veía al Padre y era feliz. Y con todo, esa felicidad procedente de la visión beatífica no impedía que sufriese, incluso físicamente en su cuerpo, en la agonía, en la cruz; y no impedía –mucho menos- que sintiera compasión honda en su alma a vista de las ofensas que recibía el Padre y de los males morales que sufrían los hombres.

Sentía compasión muy honda. Cuántas veces nos dice el Evangelio que, viendo la multitud decía: “Me da pena esta multitud, porque están como ovejas sin pastor”. Ahora bien, este sentimiento de compasión de Cristo, ese “me da pena, siento compasión”, no estaba condicionado exclusivamente por la pasibilidad de su cuerpo; no es que procediese de una reacción corporal suya, sino que procedía directamente en su alma de la visión intuitiva de la realidad dolorosa.

Cuando veía aquellas almas desgraciadas, cuando veía la ofensa del Padre, lo intuía en su alma, y eso producía en Él la reacción de un sentimiento hondo de compasión, aun cuando es verdad que ese sentimiento de compasión redundaba y repercutía en su cuerpo, que todavía era capaz de sufrimiento; eso es cierto. Pero la reacción de compasión viene del alma, viene de la visión intuitiva de la necesidad humana y de la ofensa de Dios.

Ahora bien; en su estado actual glorioso, como está ahora en el cielo, Jesucristo no sufre en su cuerpo, pero podemos admitir que siente compasión honda en su alma ante las ofensas del Padre, ni es indiferente a nuestro mal moral, al mal de sus miembros sobre la tierra, ni siquiera a sus males físicos.

 Los siente íntimamente y se compadece de ellos. En efecto; a este estado actual de Cristo se refiere San Pablo cuando dice en la carta a los hebreos: “No tenemos un pontífice que sepa compadecerse de nuestras miserias”. Ahora, se compadece de nuestras miserias, siente compasiónpor ellas. Este sentimiento hondo de compasión de Cristo podemos, quizás, declararlo con un

ejemplo humano. Suponed una madre que está en perfecto bienestar económico, en perfecto estado de salud, y recibe la noticia de que su hijo ha sido trasladado a una clínica gravemente enfermo.

Esta madre no puede menos de sentir compasión íntima, se puede decir; tiene todo lo que puede desear de salud, de estado económico… pero tiene que sentir compasión por el estado de su hijo. Esto que estoy diciendo no se opone a ninguna afirmación eclesiástica ni a ninguna definición; ni se puede decir –porque aquí estaría la objeción- que una tal compasión es incompatible con la

felicidad actual de los bienaventurados en el cielo.      

–Entonces, no son bienaventurados si tienen esa compasión… -Pues no; es compatible. Más bien podemos decir esto otro; lo contrario. En cierto sentido –fijaos bien en esto, que aquí está la clave-, en cierto sentido, supuesta la existencia actual de las ofensas al Padre y de los sufrimientos de sus miembros sobre la tierra –existe en este orden todavía-, supuesto esto, podemos decir que ese sentimiento de compasión es un elemento de la felicidad de Cristo, como de la felicidad de los santos. Y lo comprenderéis bien.

Para una madre, supuesta la enfermedad del hijo –pues claro que sería más feliz si no existiese la enfermedad del hijo-, pero supuesta la enfermedad del hijo, no habría mayor dolor que el de no poder compadecerlo; porque ama. Ciertamente sería más feliz si el hijo no estuviera gravemente enfermo, cierto, pero supuesta la enfermedad, es más feliz compadeciéndolo. Y es que, en último análisis, enla compasión hay una fruición de amor; el amor goza en poder compadecer. Si ama, compadece.

Y así está Cristo en el cielo, y así están los santos en el cielo: muy unidos a nosotros, sensibles a nuestros pecados o a nuestras virtudes. Es verdad que esa compasión de Cristo, como la de los

santos, se ejercita en un modo perfecto, sin mezcla de imperfección alguna que rompa la serenidad del espíritu bienaventurado. Y esto es lo que a nosotros, a veces, nos impresiona y no entendemos.

A pesar de tratarse de un sentimiento mucho más profundo que el más ardiente celador de los santos, que un Javier, que un Pablo, que decía: Quién se escandaliza y yo no ardo… y sin embargo, no rompen la serenidad.

Sobre el misterio de este dolor o de este sentimiento profundo podemos, quizás, tener alguna ilustración en las doctrinas de los santos y en la práctica de los santos. Pensad sólo en esto: cuanta

más santa es un alma, cuanto más ardiente en su celo, pero más alta en su vida espiritual, tiene tanta mayor compasión de los pecadores.

Un Javier, un Pablo, sienten compasión honda, íntima, y sin embargo, cuanto más suben, más serena es su vida; más crece su compasión y más serena es su vida. Esa paz que supera todo sentido. Eso es lo que a nosotros nos choca. Y sin embargo, el celo

que tiene esa alma tan serena en su unión con Dios es muy superior al que tiene un alma incipiente que está agitándose y agitando a los demás.

 Y sin embargo, la serenidad es total. Esto en el bienaventurado es en grado supremo. Y es cierto que no podemos imaginar que un San Francisco Javier, lleno de compasión por las almas, imaginase él que en la hora de la muerte iba a cesar ya esa

compasión por las almas, porque si no, no sería feliz en el cielo, no. Él es feliz en esa compasión serena, que no rompe la felicidad, pero que le hace interesarse por las almas y sentir íntimamente la desgracia de estas almas y las ofensas del Padre.

En este sentido –entendiéndolo así-, en este grado, se pueden interpretar justamente una expresiones impresionantes de San Antonio Magno, del famoso fundador de la vida del desierto, San Antonio Magno, y de Orígenes. Dice San Antonio Magno en una carta: “Os digo, como cosa cierta, que nuestra negligencia y miseria, nuestras conmociones extrañas, no sólo nos hacen daño a

nosotros, sino que constituyen un trabajo para los ángeles y para todos los santos en Cristo Jesús, porque no descansan totalmente por causa de nosotros. En verdad, hijos míos, que nuestra miseria

les causa tristeza a todos, como por otra parte, nuestra salvación y glorificación les produce alegría y descanso”.

Y Orígenes tiene estas expresiones magníficas, entendidas bien: “Mi Salvador llora aún hoy día mi pecado. Mi Salvador no puede alegrarse del todo mientras yo permanezco en pecado; permanece en tristeza mientras yo permanezco en error. Nosotros somos, por consiguiente, los que, descuidando nuestra propia vida, retrasamos su plena felicidad. Nos espera a nosotros para beber

del fruto de esta vid. Y tú mismo tendrás felicidad al salir de este mundo, si eres santo; pero tu felicidad será plena cuando no te falte ningún miembro del cuerpo. Esperarás a otros, como otros te

han esperado a ti”. Esto podemos tenerlo así, que nos podrá servir mucho para ver que Cristo tiene un Corazón, tiene un Corazón ahora, se interesa por nosotros y compadece todas nuestras miserias y todos nuestros pecados.

 

Y pasemos al segundo punto: el pecado en relación con el Cuerpo Místico de Cristo.

El sentimiento de compasión de Cristo glorioso, del que hemos hablado ahora, corresponde a la herida real del cuerpo místico suyo. Todo pecado es una herida en el cuerpo místico; desde luego,

el ejemplo… la cooperación con otros… esos causan una herida en este cuerpo universal de la Iglesia; una herida en los demás; no sólo en mí, sino en los demás. Y con nuestro ejemplo, somos muchas veces causa de que Jesucristo no sea reconocido en la Iglesia.

Si toda la Iglesia fuese brillante, llena de esplendor, se la reconocería como fundada por Cristo con más facilidad que no cuando se la ve lleva de miserias por todas partes. Y nosotros hemos puesto nuestro granito en esta impresión que puede causar la Iglesia fuera, a los que no son de ella. Pero, aun todo pecado interno, de pensamiento, pecado secreto, íntimo, es una herida en el cuerpo místico de Cristo.

Jesucristo está ahora leproso en su cuerpo místico, y yo lo puedo curar. Mis pecados no son sólo destrucción mía, sino que son también destrucción del cuerpo místico; no en el sentido de que nadie se vaya a condenar sin su culpa por mis pecados, no. Nadie se condena sin su culpa personal, cierto; pero una vez que un alma ha cometido un pecado mortal, por su parte se ha condenado ya. Ya no puede merecer el perdón de Dios, y si tiene deseos de salir del pecado –si son deseos eficaces- esos deseos son ya fruto de la misericordia pura del Señor que se ha compadecido de él; porque él, por sí, no puede querer ni siquiera salir del pecado. Se ha condenado de su parte.

Pues bien; esas almas del cuerpo místico de Cristo, muchas veces se salvarían y el Señor les concedería esas gracias misericordiosas, si por el resto del cuerpo místico circulase esta vida plena; y al impedir yo esta vida plena con mi pecado, pues puede haber un influjo, de modo que esa alma no reciba esas misericordias que no merece por otra parte, a las cuales no tiene ningún derecho. Y es claro que por nuestra negligencia pueden haberse condenado muchas almas, muchas; no sólo porque hemos pecado, sino incluso por falta de correspondencia en cosas de delicadeza y de perfección, a las que el Señor había vinculado gracias particulares de misericordia a los demás.

¡Ah!, ¿entonces tengo más responsabilidad y más pecado? No, no; no exagerar esto. Mi responsabilidad es la misma siempre ante el señor: lo que él me pida; porque esas almas no tienen ningún derecho, y no tengo mayor obligación de hacerlo. Ahora, si lo hago… puede ser que hubiese salvado muchas almas que, quizás, no se han salvado.

Y al contrario, precisamente porque constituimos este cuerpo místico, los pecados de los demás católicos me tocan; me tocan de cerca en cuanto que esos pecados no me pueden dejar indiferente. Somos una unidad con Cristo; y el miembro vivo se reconoce en esto, en que compadece con los demás miembros. Cuando uno no siente esa compasión, quiere decir que no tiene la plena vitalidad del cuerpo, si no, todo el cuerpo coopera al miembro herido.

Pues bien; pidamos sentir íntimamente las heridas del cuerpo místico; que tenga sensibilidad para ellas, que sea un miembro vivo de Cristo. Y es gracia del Señor. ¡Oh!, si tuviésemos este sentimiento íntimo de las grandes heridas del cuerpo místico, ¡qué poco nos fijaríamos en las pequeñeces de nuestra vida! Que yo me esté quejando de este pequeño disgusto, de este pequeño dolor que tengo, este pequeño dolor de cabeza, cuando el cuerpo místico de Cristo sufre tanto, tanto…: persecuciones, sacrilegios, escándalos… Y yo estoy ahí con mi pequeño dolor.

–Ampliar el corazón, hacerlo grande con las dimensiones del Corazón de Cristo. Y que tengamos sensibilidadpara todo eso; que sea nuestra reacción inmediata el sentir íntimamente cualquier herida del cuerpo místico de Cristo.

 

Y vengamos al tercer punto: Los pecados de mis almas, mis almas.

 

Dentro de este cuerpo místico, mi sensibilidad mayor tiene que ir a los pecados de mis almas. No sería una actitud perfectamente católica el trazar una línea divisoria entre nosotros y los pecadores; una línea divisoria que permitiese que yo me interesara por ellos, que pidiera por ellos… pero yo inocente, ellos pecadores; yo implorando perdón para los pecadores… Esta actitud –que no es mala- no sería todavía perfectamente católica. Si fuese así –si hubiese una línea divisoria entre mí y los pecadores no se entendería la necesidad del sacrificio por las almas; bastaría el apostolado: trabajar por ellos…apostolado activo… hablar con ellos… apostolado eficiente de medios modernos… orar. Pero, si yo soy inocente, ¿por qué debo sufrir por ellos? Este es el gran misterio de la cruz; éste es. El gran misterio.

Y este misterio se agudiza todavía contemplando la cruz de Cristo, que es el verdadero misterio. La cruz de Cristo, no la nuestra. La nuestra la hemos merecido; pero la de Cristo… como decía el buen ladrón: “Éste, ¿qué mal ha hecho? Nosotros padecemos lo que hemos merecido, pero éste…” –Pues bien; vamos a ver si penetramos así, para comprender esta base de la devoción

al Corazón de Cristo que fundará después nuestra respuesta de reparación.

En mi pecado personal. No basta pedir perdón, no basta; sino que tengo que satisfacer por mi pecado; tengo que ofrecer satisfacciones dolorosas por mi pecado para repararlo. Pues bien; lo

mismo pasa en los demás. No basta pedir perdón por ellos; hay que satisfacer por los pecados.

Y aquí está el fundamento de la reparación; satisfacción o reparación que supone en el sentido estrictode la palabra una satisfacción penosa, dolorosa, por los pecados. No un mero perdón, sino una satisfacción de una deuda. En efecto; suponed que una persona me debe un millón de pesetas.

 Yo puedo proceder de dos maneras respecto de esta persona que no puede pagar; o decirlo: yo le perdono el millón; lo dejo; y esto es humillante para esa persona, o yo lo puedo buscar una

ocupación, medios para conseguir ese millón y que me lo pague. El orden que ha escogido el Señor es éste segundo: darnos la posibilidad de pagar, porque así es más noble, es más digno de la bondaddivina, que no esa humillación del hombre que vive de puro perdón del Señor; no. Reparar.

       Te doy la posibilidad de reparar; y nos ha dado la posibilidad de reparar enviando a su Hijo a la cruz; su Hijo que ha ofrecido por nosotros la reparación de la cruz, y nos ha dado la posibilidad de unirnos aÉl y unir nuestra pequeña satisfacción a la forma infinita de la suya, de su satisfacción.

–Pues bien; vamos a aplicar este concepto. Jesucristo era nuestra cabeza realmente, y es nuestra cabeza realmente; y por ser Él nuestra cabeza real y no ficticia, nuestros pecados, de manera verdadera, en una cierta manera, pero verdadera, eran suyos, porque Él es nuestra cabeza y Él así ha ofrecido su satisfacción al Padre por nuestros pecados. No tenéis que imaginar como si el Padre hubiese dicho: voy a imaginar que los pecados de la humanidad están todos sobre Jesús, y ahora en su muerte quedan todos reparados.

Dios no procede por imaginación, por ficción, como si estuviesen aquí. Es que estaban allí, porque Él era nuestra cabeza real; tenemos todos, toda la humanidad, un vínculo íntimo con Él, y en fuerza de este vínculo, Él podía satisfacer por todos. Y así ha satisfecho por todos.

Voy a poneros un ejemplo para que entendáis esto, y para que entendáis cómo tiene que ser verdadera reparación y satisfacción.

Suponed, un momento, que un servidor del palacio del Papa, del palacio apostólico, ha injuriado al Papa; supongamos.

Y supongamos que yo soy personalmente amigo del Papa; le he conocido de siempre, hemos sido siempre íntimos amigos, y me entero de que ese criado, de que ese servidor le ha ofendido. Y voy a él; y hablando con él, le muestro mi afecto, mi estima, que estoy

junto a él… Esto, ¿ha satisfecho por el pecado del otro? No, no.

La injuria del otro está allí, y el otro tiene que pagar. Lo que yo le hago le puede consolar en un cierto modo por otra línea, viendo que hay otras personas que le estiman; pero no he satisfecho la injuria del otro. ¿Cuándo podría yo satisfacer esa injuria del otro?

Fijaos. Si yo fuese, por ejemplo, hermano del que la ha herido, del que le ha injuriado, de modo que tenemos una unión íntima entre los dos; y por otra parte, soy amigo del Papa y no he perdido esa amistad, porque yo no le he ofendido; él me sigue estimando, seguimos siendo buenos amigos; y ahora, al saber que mi hermano ha sido el que le ha injuriado, yo me presento unido a mi hermano, los dos juntos.

La injuria de éste, en un cierto modo, es mía por la

unión que hay entre los dos, pero al mismo tiempo conservo la amistad con el Papa, y entonces, tomando a mi hermano, yendo juntos los dos, ya no voy meramente a pedirle perdón, sino voy a

ofrecer una satisfacción con mi hermano por el pecado o la injuria de mi hermano.

Y así los dos juntos, ya no me acerco en el tono de puro amigo, sino en el tono humillado de quien ofrece una

satisfacción: “Perdónanos lo que hemos hecho, perdónanos; no pienses más en eso; mira que somos los dos una sola cosa. Él está arrepentido, se ha arrepentido de cuanto ha dicho, de cuanto ha hecho, y ahora viene a pedir perdón y a ofrecer esta satisfacción, la que haga falta”.

Entonces sí, hay una satisfacción; una satisfacción, vicaria en cierto modo, sí, pero que supone también en la parte de la persona que ha injuriado, que ofrezca lo que ella puede como satisfacción. Aquí tenemos el plan divino de la redención.

Pues bien; lo mismo pasa en nosotros con nuestras almas. Nosotros, cada una de vosotras, tiene sus almas en el cuerpo místico de Cristo. Almas con las cuales está vinculada por una unión real sobrenatural. ¿Cuál es esta unión? No es fácil de determinar; parece que se puede admitir sin más, que se da la unión creada por vínculos sobrenaturales, como son los sacramentos.

Por ejemplo: miembros de una misma familia por el Sacramento del Matrimonio, almas que la Iglesia nos ha confiado particularmente: súbditos con superiores, Director con las almas dirigidas, párroco con sus feligreses, etc. Eso desde luego. Pero además de esto, yo creo que hay muchísimas almas, miles y millones de almas que están vinculadas a nosotros por el Señor con vínculo real sobrenatural, aun cuando nosotras no las conozcamos siempre.

Pues bien; todas esas son mis almas, mis almas con el campo del cuerpo místico que yo puedo curar, y por el cual puedo satisfacer ante el Señor. No se da esa unión particular de que estoy

hablando, con todo el cuerpo místico, no. No tenemos nosotros esa unión con las almas que existieron hace siglos, ni con las almas que existirán después, ni siquiera con todas las almas presentes. No tenemos ningún argumento que lo pruebe así. Jesucristo sí. Él estaba unido a todas las almas, y la Virgen también, y por eso es medianera universal; pero nosotros no. Nuestro campo es más reducido: nuestras almas, ésas que el Señor sabe, ésas que están unidas.

Pues bien; respecto de esas almas puedo decir también en verdad, que los pecados de esas almas son míos, míos, de una manera real, verdadera; no míos personalmente cometidos, no míos en modo que yo quede manchado por ellos, pero míos en ese sentido: que, yo nunca seré castigado por ellos, nunca; no son míos en ese sentido; pero si quiero, si quiero –y en esto soy libre-, tengo posibilidad de satisfacer por ellos, de reparar por ellos. Diremos que son las llagas de Cristo que yo puedo curar con mi satisfacción.

 No tengo obligación, no tengo; aunque quizás de mi satisfacción depende la salvación de ellas; y los pecados de ellas son míos realmente. Y por esos pecados no digo sencillamente: Señor, perdónales, sino digo ante Jesucristo: Señor, perdónanos

nuestros pecados. Pedid la gracia de sentirlo así íntimamente, de sentir los pecados de las almas, de mis almas, y de sentirme así capaz de satisfacer por ellas, de cargarme con esos pecados.

Y esta me parece la razón por la cual en el mismo Antiguo Testamento con tanta fuerza decía Moisés estas palabras, en el Éxodo, capítulo 34: “Si he hallado gracia delante de tus ojos, Señor, te pido que camines con nosotros”. Él con el pueblo; el pueblo había ofendido al Señor, y él dice: “Si yo he hallado gracia a tus ojos, te pido que camines con nosotros”. Y dice entre paréntesis “(porque es pueblo de dura cerviz), y que quites nuestros pecados y nuestras iniquidades, y nos poseas”.

Ahí tenemos la actitud del alma: unida a las suyas, a sus almas. “Si he hallado gracia ante tus ojos te pido que camines con nosotros, porque es pueblo de dura cerviz, y que quites nuestros pecados y nuestras iniquidades, y que nos poseas”.

Y ésta me parece también la razón por la cual es una devoción tan predilecta en la devoción al Corazón de Jesús, la Hora Santa. Porque en el Huerto de Getsemaní, Jesús sintió sobre sí los pecados de todos los hombres y de toda la humanidad con luz mística, y se vio cargado con todos ellos, y se presentó así delante del Padre. Y así, muchas almas en esa práctica del ejercicio de la Hora Santa han sido agraciadas con este sentimiento íntimo de los pecados de las propias almas.

Pues pidamos al Señor esta grande gracia: que ampliemos nuestro horizonte respecto del pecado; que saliendo de una concepción demasiado unilateralmente egocéntrica del pecado, sepamos también sentir íntimamente la ofensa de Cristo, la herida del Corazón de Cristo; que sintamos íntimamente que Cristo es sensible a nuestros pecados y que tomemos así sobre nosotros los pecados de nuestras almas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MISERICORDIA

 

Vamos a hacer esta meditación del Reino de Cristo, y en ella dar un paso difícil que hay que dar antes de entrar y de comenzar a subir con el Señor. Este paso difícil que hay que hacer, y no sólo pensar, es el de construir y fundar sobre las ruinas del propio yo, en confianza, el edificio de la santidad.

 

Ante el espectáculo que hemos visto de nosotros mismos, de nuestra respuesta al amor de Cristo, no podemos menos de exclamar como decía San Pablo: Miser ego homo, “Miserable de mí,

hombre”. Como comenta San Agustín: Miserable, porque soy hombre, y miserable porque soy yo entre los hombres. Miser ego homo. Vamos como un grande campo de nuestra ingratitud al Señor, de nuestra mezquindad con Él, de ese modo de caminar siempre a medias con el Señor.

Pues bien; sobre esas ruinas de nuestra nada, vamos a fundar ahora, en confianza, el edificio de la santidad; o mejor, va a fundar el Señor sobre nuestras ruinas el edificio de la santidad. Así pues, poniéndonos desde ahora en la presencia del Señor en actitud de oración, con el corazón abierto a la acción de Dios –que eso es oración-, no tanto estrujando nuestro cerebro, nuestras fuerzas, nuestros nervios, sino abriéndonos a la acción de Dios como se abren las ventanas para que entre la luz del sol.

Pues bien; en esta actitud, en la presencia del Señor, de verdad, en espíritu y verdad, le pedimos la gracia de la santidad, que consiste en eso: que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas, por la gracia del Señor, puramente a agradar a Cristo. Es el fin de nuestra vida: agradar a Jesucristo.

Y para llegar a esto y disponernos, hacemos esta meditación y este paso difícil que tenemos que dar. Y vamos a pedir gracia para sentir internamente, de verdad, que Jesucristo me perdona todo, que estoy en su amistad. Mirad que esto es importante para una vida de fervor y una vida espiritual intensa. Que el alma, para poder avanzar con generosidad, tiene que tener la seguridad moral de que está en la amistad de Cristo, de que Cristo la ama, que Jesucristo tiene ilusión sobre ella, que le comunica sus gracias y que está así cooperando con Cristo. Es importante. Es una grande gracia, importante. Si yo creyese y sintiese estar siempre en enemistad con Cristo, ¿qué entusiasmo podría tener para lanzarme a la santidad? Ninguno. De modo que pidámosle con intensidad, con verdad. Y el paso que hay que dar en esta meditación está constituido por una serie de pequeños peldaños que vamos a irlos dando uno por uno, eliminando todos los obstáculos que el demonio quiera introducir en este momento de los Ejercicios, donde estamos ahora.

 

Primer paso: Reconocer humildemente mi pecado; humildemente, con verdad. No huir de Jesucristo. A veces tenemos esa especie de inclinación interior, que casi nos avergonzamos de presentarnos delante del Señor, y casi hacemos una ficción interior; que cuando vamos a la oración parece que nos presentamos como si fuéramos distintos de lo que somos en la vida normal. Y no, no. Hay que abrirse al Señor como somos, tal como somos; no huir de su mirada, no tratar de esconder nada a la mirada de Dios, sino abrirnos, patentes; ponerlo todo en su presencia, no huir de

Jesucristo. Los pecadores malos, no arrepentidos, huyen; los pecadores sinceramente arrepentidos, quedan ante la mirada de Jesucristo.

Vamos a ver algunos ejemplos de la Escritura que nos ayudaría a adoptar esta posición. En el Antiguo Testamento. Tenemos. Tenemos: Adán y Eva; cometen el pecado y huyen del Señor; tratan de esconderse del Señor porque no están en buena disposición. En el Nuevo Testamento, Judas traiciona al Señor y huye del Señor, desesperado, y se cuelga de un árbol, y muere. Los escribas y fariseos huyen del Señor, no resisten su mirada, sino que se escapan, esconden sus pecados, quieren presentarse como justos. Mientras que los pecadores arrepentidos, éstos se quedan, resisten la mirada del Señor.

 Fruto del quedarse ante la mirada de Cristo: el perdón de Jesucristo; nos perdona enseguida. Fruto del escaparse de la presencia de Cristo es la desesperación. Sin solución. Nunca más volverán a Cristo mientras estén así. Vamos a ver este otro aspecto del no huir de Cristo.

En el Antiguo Testamento tenemos un ejemplo maravilloso del Rey David en el segundo libro de Samuel, en el capítulo 12. Y es útil caer en la cuenta de esto para no desanimarnos. Se trata del

santo Profeta David, del hombre según el corazón de Dios. Y sin embargo, cometió aquel pecado de adulterio, grande; un poco más grande generalmente que no esas pequeñas angustias que a nosotros se nos pueden presentar. Pecado de adulterio que quiere cubrir trayendo al esposo de aquella mujer.

Y el esposo de aquella mujer no quiere ir a su casa porque están en lucha. Y entonces David le da una carta a él mismo para el General que está en el frente, en la cual decía al General supremo Joab: “Poned a Urías en el puesto de mayor peligro, y cuando ataquen los enemigos, dejadlo solo para que lo maten y acaben con él”. Y así yo estoy libre. El santo profeta David. Para que conozcamos el corazón de Dios, que no se cansa.

Y en efecto, le ponen en lugar de peligro, y muere. Y David, con todo lo que era, seguía tan tranquilo, como si no hubiese pasado nada. Él llamó a aquella mujer… la podía ya casar… y siguió

feliz. Y entonces mandó al profeta Natán a David. El profeta Natán se presentó con aquel valor que tenían aquellos profetas, y le empezó a hablar en forma de parábola.

Y le dice: “Rey, vengo a contarte un caso muy triste que ha sucedido en tu reino. Y es que había un señor que tenía muchas riquezas, muchos rebaños, todo lo que quería de dinero; y junto a él vivía un pobrecito que no tenía más que una ovejilla, nada más, y una ovejilla que él había cuidado como hija suya, que la reclinaba en su seno. Como una hija la quería; lo único que tenía así, posesión suya.

Pues bien; aquel hombre recibió una vez un huésped, y para honrar a su huésped, en lugar de tomar alguno de los animales de sus rebaños, se fue al vecino, le quitó la oveja, la mató, y se la preparó al otro para comer”.

 Y el rey se enfureció, y dice: “¿Quién ha sido ese?, que es digno de muerte. Tendrá que pagar cuatro veces más que lo que ha quitado a su compañero”. Y Natán le dice: “Ese eres tú. ¡Cuántas cosas te ha dado Dios! ¡Cuántos favores te ha hecho! Y te promete dar más todavía. ¿Por qué has ido a pecar con la mujer de otro? ¿Y por qué después has hecho matar a Urías con la espada de los enemigos?

Pues mira; el Señor se vengará de ti, y entrará la espada en tu casa, y verás a tus enemigos que se reirán de ti”. Y David dice entonces: Peccavi “he pecado”. Sin excusa ninguna; he pecado. Y el profeta Natán a él: “También Dios te ha perdonado”. –Esto es Dios, esto es Dios. “He pecado”.

Basta. No huir de Dios. No empezar a excusarse como Adán y Eva: “Es que la mujer que me diste por compañera… es que la serpiente me tentó… “He pecado”. “También Dios te ha perdonado”. En el mismo momento. Este es el fruto de no huir de Dios.

Y lo mismo en el Nuevo Testamento: La Magdalena que se echa a los pies de Cristo; Pedro, que después de haber renegado del Señor, va a su encuentro en la Resurrección. El buen ladrón, que

maravillosamente en el momento de su muerte es una figura grande. –Espero que la podremos ver cuando hablemos de la Pasión-. El buen ladrón, que después de haber perdido toda su vida en una vida llena de crímenes, de pecados, cuando le quedan sólo un par de horas de vida, se encuentra con Cristo en la cruz, se sacia de Cristo, y entonces sale en defensa de Cristo contra las blasfemias de su compañero, y le dice: “¿Ni tú temes al Señor estando en el mismo suplicio? Y nosotros padecemos lo que hemos merecido, pero éste, ¿qué mal ha hecho?” Y entonces con esa nobleza, volviéndose a Jesucristo dice sólo: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu gloria”. Y el Señor le dice: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.

Qué ejemplo ¿eh? Aun cuando yo viese que toda mi vida

hasta ahora ha sido nada, perdida, no he hecho más que pecar, nada, solamente engañarme y engañar, supongamos… ¿qué voy a hacer ahora? “Acuérdate de mí cuando vinieres en tu reino”. Y entonces el Señor te dirá: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso, hoy mismo”.

Y así en otros tantos casos. Ejemplo maravilloso es el de Jesucristo frente a la adúltera; aquella pobre mujer, quizás caída en las trampas que le habían puesto sus propios enemigos –los enemigos de Cristo-, que después de haberla hecho caer en el pecado, la ponen en vergüenza pública delante del Señor: “Señor, la hemos encontrado pecando; ¿qué dices tú? Moisés decía que a

éstas había que matarlas. Tú, ¿qué dices? Y creían que con eso el Señor, o decía: pues hay que matarla, o decía que no había que matarla, va contra Moisés.

Y el Señor, sin querer herir a aquella mujer con una mirada suya, al comienzo baja los ojos y empieza a escribir en la tierra. No sabemos lo que escribía. Y los otros le insistían: “Di, responde, responde”. Y Él se levanta y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado que le tire la primera piedra”. Y siguió escribiendo. Y aquellos hombres se marcharon uno a uno, comenzando por los más viejos. No resisten la mirada de Cristo.

Ahora es cuando Jesucristo les ha dicho: a ver, vuestro pecado. Se escapan del Señor. Y sólo queda la adúltera. Ella sí, ella se ha arrepentido íntimamente, y queda allí de frente la miseria y la

misericordia; de frente. Y el Señor, levantando su mirada ya ahora, le dice: “Mujer, ¿nadie te ha condenado?”. –Nadie, Señor. –“Pues Yo tampoco te condeno; vete en paz y no peques más”. No debemos, pues, huir ante Jesucristo, no. Caeríamos en la desesperación. Quedémonos siempre, con el corazón patente, abierto, sin esconderle nada. Peccavi. “He pecado”; aquí estoy, Señor. Y esto no impedirá tu intimidad con Él.

¡Qué bueno ha sido Jesucristo conmigo en mi pecado, en mi mismo pecado! Cuando yo me alejaba de Él, Él me amaba e impedía que yo cayera más debajo de lo que quería yo caer. ¡En

cuántas jóvenes…! Estaban decididas a dar el último paso, y quizás hicieron los planes para ello y todo, y a última hora… un accidente, una casualidad, y… pecó, pecó, porque tenía todos los planes hechos, pero no perdió su virginidad. ¿Por qué? Por el amor de Cristo, que la quería conservar para sí. Quería para Él esa virginidad. Y le daba pena que la perdiese tan tontamente. Ese es el amor de Cristo. Y reconocerlo así, sin esconderle nada. Ese es el primer paso.

 

Segundo paso: Jesucristo me perdona. Jesucristo me abraza contra su Corazón. Que yo lo sienta así. Jesucristo es el gran perdonador. Basta leer las parábolas, preciosas, de Jesucristo, donde hable de ese perdón: de la oveja perdida, del pastor que deja las noventa y nueve en el redil y sale en busca de la única que se le ha perdido entre los montes; y va a buscarla con fatiga, y por fin la encuentra, y la toma sobre sus hombros, y va alegre y convoca a sus compañeros y a sus amigos: “Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido”. Y la lleva sobre sus

hombros porque está herida la pobrecita, está herida, y aun cuando se ha separado culpablemente del rebaño… pero el Señor sólo piensa en que está herida y que tiene que llevarla Él sobre las espaldas. –Y así caminamos también nosotros de vuelta hacia el paraíso: sobre las espaldas de Jesucristo. –Y no maravillarnos nunca de que seamos pobres y heridos, porque por eso nos lleva Él

sobre sus espaldas, porque sabe que estamos así.

La parábola del hijo pródigo, siempre tan nueva y siempre tan antigua… “Oh hermosura siempre antigua y siempre nueva”. Podemos oírla como de labios de Jesucristo que te habla ahora; al volver a tu casa, al hogar, te habla de todo lo que pasó antes. Te dice Él: ¿Te acuerdas, hija mía, te acuerdas? Cuando tú en aquel hervor de tu juventud viniste un día y te presentaste con actitud un

poco soberbia y orgullosa… que tú ya eras mayor… que tú sabías lo que había que hacer… que te diese todas las facultades porque tú querías despacharlas a tu gusto… Yo te lo di, te lo di… y tú te marchaste y te alejaste de Mí. ¿Te acuerdas cómo poco a poco, poco a poco fui despareciendo de tu horizonte…? Y ya no contabas conmigo porque casi te molestaba, porque no tenías aquella tranquilidad en la vida que llevabas… Y empezaste a derrochar tus cualidades… y grandes planes y grandes cosas… Y la gente te admiraba y te seguía…

Hasta que se fue acabando todo aquel brillo,

aquel esplendor, y entró el hambre en aquella región. Y entonces, ya te veías mal, con un vacío en el corazón que no podías más. Y te pusiste a cuidar animales inmundos, a poner todo tu cuidado alrededor de eso: de sensualidad, de comodidad… Ya… lejos de Dios.

 Pero aun eso, aun eso que comen también los animales, eso, no llegaba a saciar tu hambre, y estabas siempre con hambre, no

encontrabas la felicidad. Hasta que un día, reflexionando un poco, por la acción de mi gracia, dijiste: “Me levantaré, iré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, pero recíbeme, al menos, como uno de tus criados”.

 ¿Te acuerdas aquel día, aquella determinación…? Y… viniste, viniste. Pero yo te estaba esperando,

porque yo estaba más dispuesto a recibirte que tú a volver. Y, ¿te acuerdas del abrazo… cuando Jesucristo te abrazó contra su Corazón…?

Que yo sienta esto. Yo le digo al Señor: Señor, he pecado contra el cielo y contra ti. Y Él no me deja terminar, y me ahoga entre sus brazos, y me dice: Pero, ¿qué estás diciendo? Y te mira, y te ve que estás descalza, porque has consumido todos los bienes que habías llevado, y te has quedado sin nada, caminando y lastimándote por esta tierra. Y dice: “Pronto, ponedle las sandalias”. Y el vestido todo hecho harapos: “Traedle el vestido mejor y ponédselo pronto”. Y mira la mano: “¿Y el anillo…? Si le has perdido… Lo has vendido, ¿verdad, hijo?, ¿verdad? Te encontrabas tan mal…

Has vendido el anillo de hija mía… Pues mira: “Ponedle un anillo en el dedo”, que yo la recibo como hija, como antes. “Y preparad un buen banquete, que tenemos que celebrarlo”. -¡El gran

perdonador! Y es Jesucristo el que describe así el perdón de su Padre.

Y podríamos completar la parábola, cuando están en aquella fiesta, en aquella alegría general, si imaginamos que este pobre hombre, hijo pródigo, se pusiese triste en un determinado momento.    Y su padre le ve y le dice: Pero hijo mío, ¿qué te pasa? ¿Es que no estás contento? ¿Te quieres marchar otra vez de casa? –Y él le dice: Padre, no, no. No es eso. –Pues, ¿qué te pasa? –Es que… es que no sé… no sé si me has perdonado… ¿No es verdad que esto sería como una puñalada en el corazón del padre? Pero, ¡cómo no te he perdonado! Pero, ¿por qué puedes dudar de mi perdón? Eso me hiere mucho, casi más que el que te hayas marchado. Después de todo lo que he hecho por ti, ¿vas a dudar de mi perdón?

Pues así te dice también Jesucristo: No dudar de mi perdón. Jesucristo te perdona. Sentirte entre los brazos de Cristo que te perdona, te ama. Todo eso, el pasado, se ha pasado. Él todo lo echa en el fondo del mar de su Corazón; allí desaparece totalmente. Nada. Y esto nos cuesta mucho a nosotros, porque, como generalmente nosotros proyectamos nuestra psicología en Cristo, como somos tan mezquinos en el perdonar, no acabamos de comprender lo que es el perdón de Dios.

Como siempre nos queda algo… pues… decimos con la boca que sí, pero en el corazón no lo entendemos del todo. –Pues Jesucristo es distinto; es un Corazón muy grande, y especial en

perdonar. Y Él no se acuerda más. Nosotros tenemos que acordarnos para mayor agradecimiento, para mayor generosidad en el resto de nuestros días; pero Él, lo echa. No me traeréis un ejemplo del Evangelio en el cual Jesucristo eche en cara a alguno los pecados que Él le ha perdonado una vez; nunca. No existe, no existe.

Se cuenta de una santa, que el Señor le preguntó: ¿Sabes cuál es el título que más me gusta que me den? Y ella empezó a darle títulos… Pues no sé…: El de Emperador, Rey de cielos y tierra, Hijo de Dios… Y dice que el Señor le dijo: “No; el título que más me gusta es Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; porque eso es lo que yo he venido a hacer aquí, a la tierra: a quitar los pecados del mundo”. –Olvida, pues, todos nuestros pecados.

Por eso, ante esta realidad, y sintiéndome en los brazos de Cristo, tengo que hacer, hacer, no pensar, hacer un gesto generoso, que es éste: Aceptar toda mi vida pasada, aceptarla tal como ha sido. Hay algunas almas que no acaban de aceptar la propia vida pasada. Eso… no pueden con ello.

Y casi diría yo, que no acaban de perdonar al Señor el que haya permitido los pecados que han cometido. ¿Por qué el Señor ha permitido esto en mí? ¿Por qué no ha tenido el mismo cuidado en

evitar mis pecados como el de tantas otras almas predilectas suyas…? –No es sano esto. Aceptar mi vida pasada, tal como ha sido, sin esconder nada de ella, toda entera. Porque Jesucristo te ama tal como eres. No tal como hubieras querido ser ahora, sino tal como eres.

Así te ama el Señor. Lo que pasa es que a nosotros mismos nos vemos a veces tan feos, que no quisiéramos vernos así. Y como no nos amamos a nosotros mismos tal como somos, pues nos parece que tampoco Jesucristo nos quiere tal como somos. Pues no señor. Aceptar mi vida pasada de verdad. ¿Tantos pecados y tantas cosas…? Todo, todo, todo, todo.

Aceptarlo tal como ha sido. Y… entonces, ¿tengo que ir recordando y confesando mis pecados? No. Pero aceptarlo, sí. No para estar siempre repitiendo las confesiones, no. Eso no siempre ayuda, ni mucho menos, y muchas veces significa de parte del alma una menor confianza en Dios. Parece que el alma quisiera tener la satisfacción de poder decir: le puedo responder al Señor a cualquier dificultad que me ponga. Si el día del juicio me dice: Es que cometiste esa falta… Pero lo confesé. Es que hiciste esto…

Pero ya hice penitencia. Pues no señor; tener un poco de humildad delante del Señor y confiar más en Él que en nuestras diligencias. Y una vez que hemos puesto la diligencia conveniente, a juicio del confesor, para confesar nuestros pecados, Dios no quiere que estemos ansiosos, no quiere eso; porque en el fondo es pensar mal de Él. Y al fin y al cabo, Jesucristo, yo creo que el fondo es una buena persona…

Es una buena persona. Y no le gusta eso. A Él le gusta que le tratemos como caballero, como caballero, de verdad. Y también a nosotros, Él nos tratará como caballero. –Pues bien; eso otro, pues suele significar falta de esa idea clara de Cristo, y estar dando vueltas a sí mismos… Una vez que has hecho una diligencia conveniente, a juicio del confesor prudente, no quiere Él que demos más vueltas a las cosas.

Y puede ser que si a veces estás dando vueltas y vueltas y vueltas, te ayude esto que voy a decir ahora: Hacer un propósito firme de no tocar nunca, jamás, ningún pecado de la vida pasada en confesión, ni siquiera en la hora de la muerte. Y esto en obsequio a la misericordia de Jesucristo. Y puede ser que te ayude eso, incluso escribir un billetito con esta fórmula: “Corazón de Jesús, en Vos confío. En obsequio de vuestra misericordia, propongo no tocar nunca ningún pecado de la vida pasada en confesión, ni siquiera en la hora de la muerte”. Y pones la fecha de hoy, y basta, basta. –Es que a lo mejor no me confesé bien de aquello… -¿Es de antes? Se ha acabado.

       Eso es obsequio a la misericordia del Señor. No tocar. Aceptarlo todo limpiamente, pero no para volver a tocar confesiones generales y generales, no. Tener siempre un dolor general, eso sí; confesarlo en la presencia del Señor, también: Señor, todo mi ser está patente a tus ojos, todo mi pasado. Pero no para estar revolucionando siempre el corazón; no. No tocar. Confío a la misericordia del Corazón de Cristo.

Más. Puedes hacer también esto: un acto –si lo puedes, si lo sientes-, un acto generoso de – para superar eso que decía, que algunos no acaban de perdonar al Señor el que haya permitido sus

pecados- agradecer a Jesucristo el que haya permitido mis pecados, el que los haya permitido.

       Y decirle: Señor, te lo agradezco por el bien que se me sigue de ellos, te lo agradezco. No querer servir al Señor sólo a condición de que haga de nosotros un monumento de inocencia, sino aceptar también si quiere hacer de nosotros un monumento de misericordia; aceptarlo.

Y por fin, pedir dos grandes gracias: Primera gracia Que saque de mis pecados el provecho que Jesucristo pretendía cuando los permitió. Cuando permitió mis caídas, mis faltas, algo pretendía Él. Pretendía… pues que yo tuviese más humildad, o que tuviese más comprensión para los demás, o una experiencia para poder educar a otros. Él sabe la ventaja que podía sacar. Porque, aun mi pecado una vez cometido, viene ordenado también para bien mío y para bien de las almas.

Que saque ese provecho que Él pretendía: de humildad, comprensión, ayuda de las almas. Y segunda gracia Que en el futuro ame a Jesucristo más de lo que le hubiera amado si no

hubiese cometido esas faltas. Y ya está, ya está. Ahí lo dejas todo, con paz y felicidad en el Corazón de Cristo. Hacerlo esto, hacerlo; no pensar sólo, hacerlo; y hacerlo de verdad, tratando con Jesucristo como con un caballero y caballerosamente.

Otro paso más. Puede ser que el demonio ahora, para quitarte ánimos para lo que empezamos ahora de la verdad de los Ejercicios, te esté sugiriendo al oído esto: Mira; es inútil todo lo que estás haciendo; porque, tantas veces has propuesto tantas cosas… Después pasan los Ejercicios y se pasa también todo; y esto va a ser igual, igual. Pasarán los Ejercicios, y volverás a lo mismo. -¡Mentira! Es mentira. No va a ser igual que otras veces; ciertamente que no, no va a ser igual.

Cuando Jesucristo cogió a San Pablo en el camino de Damasco y lo echó por tierra, se acabó la vida de Saulo, y comenzó una vida nueva.

-Saulo, Saulo, yo soy Jesús, a quien tú persigues.

-Señor, ¿quién eres?

-Pues… yo soy Jesús a quien tú persigues.

-Y, ¿qué quieres que haga?

Y el Señor a él: -Saulo, me das pena; duro es para ti dar coces contra el aguijón.

Es una frase delicadísima del Señor, que tiene un doble sentido finísimo. El uno de decir: Saulo, es inútil que te defiendas; si eres mío… Es inútil que estés dando coces contra el aguijón; ya

te tengo, eres mío. Y otro de compasión de Jesucristo: Pero Saulo, ¿por qué estás coceando contra el aguijón? Me das pena porque te haces daño; si te haces daño… No, no seas así; deja ya. –Pues esto

mismo pasa ahora contigo en los Ejercicios.

Hay una analogía –y hemos visto- en la devoción al Corazón de Cristo y en la aparición de Damasco. Y como ahora estamos ordenándolo todo fiándonos en el Corazón de Cristo que se nos  muestra, en el Corazón de Cristo a quien hemos visto desde el primer día, a quien hemos consagrado los Ejercicios, que está derramando sus gracias extraordinarias normales a quien se fía de Él… lo estás notando ya: que los Ejercicios no son iguales, no son iguales. En la paz… y en la generosidad… y en el amor de Cristo… y en la confianza en Cristo y solo Cristo… pues no va a ser igual que otras veces; no, no, no. Porque nos vamos a fiar de solo Él y de la gracia extraordinaria de su Corazón.

Pero todavía el demonio te puede decir esta otra idea desalentadora. Puede decirte: Bien; supongamos que no va a ser igual que otras veces, supongamos. Pero en todo caso, cuando tú

empezabas tu vida espiritual con aquel ímpetu, aquella generosidad, y te lanzabas a las grandes alturas de la santidad, mira, aquello ya lo has perdido para siempre.

Has sido infiel, te has arrastrado en una vida más o menos mediocre, y ahora ya, aun cuando no sea como otras veces –y admito que vas a hacer una vida de un cierto fervor-, pero ya nunca llegarás a las alturas a que el Señor te llamaba antes, cuando, todavía te acuerdas con nostalgia de aquella llamada del Señor a la grande santidad, a las grandes alturas de la vida de oración. Se ha acabado.

 –Esto también es falso, es falso. Jesucristo restituye al mismo estado. Es así… lo ha hecho así el Señor. Dice Santa Teresa que: “en arrepintiéndonos, vuelve el Señor al mismo estado o más alto del que antes tenía”; restituye el mismo estado. Tenemos un caso en San Pedro. San Pedro había recibido de Jesucristo la promesa del Primado; y el Señor había mostrado hacia él una predilección muy particular. Llega la noche de la pasión… el único apóstol que reniega explícitamente de Cristo –en cuanto nos lo refieren los Evangelios- es Pedro: “que no conoce a aquel hombre”.

Los apóstoles conocían un poco a Jesucristo; habían estado tres años junto a Él, y algo sabían de sus sentimientos, de su modo de actuar, de su Corazón. Pues bien; a ninguno de los apóstoles se

le pasó por la cabeza que Pedro hubiera perdido la prerrogativa que tenía de la promesa del Primado; y le siguen tratando como al Jefe de ellos. Y cuando llega la Resurrección –de hecho- el ángel anuncia: “decidles a los apóstoles, y a Pedro…”. Y a Pedro. De modo que mi infidelidad, aun después de haber conocido a Cristo, no es óbice para las grandes elecciones del Señor.

 Recordemos a San Agustín hasta los treinta y tres años; recordemos a San Ignacio después de una vida bastante dejada, abandonada. No es óbice para las grandes gracias, para los grandes planes del Señor. Y recordemos que –es un detalle muy curioso- a la Magdalena la pone Jesucristo junto a su Madre. “Y estaba junto a la cruz de Jesús, María su Madre, María Magdalena…” No se avergüenza de ello. Junto a la Virgen Inmaculada, la pecadora arrepentida.

Todo esto no es óbice para las grandes gracias del Señor.

Más; -y llegamos con esto al último punto, al último escalón; es la conclusión-. Luego, ¿yo puedo y debo aspirar a una grande santidad? Puedo y debo. Por muchas razones: En primer lugar, porque como dice el Señor mismo, a quien más se ha perdonado, más debe amar. Es un deber de gratitud. ¿Que se me ha perdonado mucho? Tengo que amar mucho.

 Y como al fin, la santidad está en el amor, en la intensidad del amor, luego a quien más se ha perdonado, más santo tiene que ser.  Y esto nos tiene que ayudar mucho a tener mucho empuje en la vida. Y en las pequeñas cosas que se nos presenten, acordarnos de lo que tenemos que amar a Cristo para reparar lo poco que

hemos amado. Y en las dificultades, y en los sacrificios que se presenten, tener siempre ese ánimo grande y generoso. Todo es poco para reparar lo poco que hemos amado a Cristo.

 

Segunda razón: para reparar el tiempo perdido. Precisamente porque hemos perdido mucho tiempo es necesario que –sin ansiedad, sin intensidad nerviosa, pero con una plena disponibilidad en las manos de Cristo- lo reparemos también. Tempus instanter operando ad redimentes, dice la Iglesia; “con un trabajo diligente, insistente, reparar el tiempo perdido”.

 

Tercera razón –y es la que más me mueve-: Porque esa miseria nuestra y esa respuesta nuestra mezquina al Señor, hasta ahora, es buena base para que Jesucristo edifique mi santidad. Ese es el fundamento que Él busca, ya que así no puedo gloriarme de mi santidad. Y Jesucristo, Dios, es muy celoso de su gloria; y muchas veces no concede grandes gracias porque el hombre se gloriaría de ellas. Y en la santidad pasa lo mismo. Por eso, cuando uno ya se ha curado en raíz, y no puede gloriarse porque tiene experiencia vivida de la propia miseria, esto puede ser una base excelente para que el Señor construya el edificio de la santidad.

Recordemos el modo de actuar de Dios con Gedeón. Cuando Gedeón –en el libro de los Jueces, cap 7- iba con su ejército de 22.000 hombres al encuentro de sus enemigos, se le muestra el Señor y le dice:

-“¡Gedeón!”

Y él responde: -“Señor, aquí estoy; ¿qué quieres de mí?”

Y dice:

-“Mucha gente llevas, Gedeón; con tanta gente no podré darte la victoria”.

¡Qué manera de discurrir del Señor! ¡Qué distinto es le modo de pensar de Dios del nuestro!

“Con tanta gente no podré darte la victoria, porque se gloriaría Israel de su brazo, diciendo: «con la fuerza de mi poder he vencido a mis enemigos», y quitaría la gloria a Dios”. “No podrás vencer”.

Y entonces le dice: -“Avisa a los soldados que el que sienta algo de miedo, se retire a su casa”. Y quedaron 10.000. Diez mil hombres. Y se presentó de nuevo el señor a Gedeón:-“¡Gedeón!”

-“¿Qué queréis, Señor?”

-“Demasiada gente llevas todavía. Con esa gente no puedo darte la victoria, porque todavía se gloriaría Israel”.

Y les pone la prueba del agua. Cuando llegan ardientes de sed a un riachuelo, y unos se lanzan de bruces a beber el agua, y otros solamente se inclinan, cogen con la mano un poco de agua y la

lamen con la lengua, y de dice: “Todos los que se han lanzado así, ávidamente a beber el agua, echándose de bruces, todos esos, elimínalos, y toma sólo aquéllos que han lamido el agua llevándola en la mano”. Y quedaron trescientos hombres nada más.

Y entonces le dice el Señor a Gedeón: “¡Gedeón! –notad bien la dialéctica del Señor tan distinta de la nuestra-, Gedeón, con estos hombres, YO te daré la victoria”. Con estos hombres, Yo te daré la victoria.

Es la clave de todo lo que es nuestra vida espiritual y vida de santidad: Tenemos que tener trescientos hombres; tenemos que aplicar nuestras cualidades, pero no son ellas las que nos dan la

victoria. “Yo, con estos hombres; Yo te daré la victoria”. Ya no se pueden gloriar. Y con aquellos hombres derrota a los enemigos.

Y así sigue también el Señor en el Nuevo Testamento.

La Iglesia la quiso edificar sobre Pedro, el pecador, el renegado; y no sobre Juan, el inocente, el fiel, el virgen; sino sobre Pedro. Sobre ese Pedro cuyos restos están en el fondo de la Basílica Vaticana y del cual, la misma Basílica parece que es todo un símbolo. Cuando uno ve toda esa grandiosidad, esa cúpula, y en el fondo aquellos huesecillos calcinados, dice uno: ¡Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia! Sobre esto. ¿Qué hay aquí? ¡Nada! Es lo que está en la base, lo que Jesucristo ha escogido para fundar la Iglesia; porque así el fundamento es Él, es Cristo. Y sigue Jesucristo siempre construyendo sobre nuestra nada. Y sólo sobre nuestra nada; y lo demás no lo construye.

Así pues, ver toda nuestra vida como un campo lleno de ruinas. Todo. Sin asustarnos. Presentándolo a la mirada del Señor. Descansando al mismo tiempo en el Corazón de Cristo. Y así, reclinados sobre su Corazón, repetimos: “Miser, ego homo”; y le decimos al Señor: No puedo gloriarme de nada. Illi curribus, isti equis, nos autem in nomine Domini fortes sumus. “Aquellos se glorían de sus carros; los otros de sus caballos; nosotros somos fuertes en el nombre del Señor”.

Y Jesucristo te coge de la mano para conducirte así a la más alta santidad. Tú no puedes nada, pero con Jesucristo lo puedes todo. Fíate de Jesucristo. Él tiene sus planes sobre ti. Deja el pasado a la Misericordia; el futuro a la Providencia, y consume el presente en el Amor.

Nunca imaginar la santidad como una especie de combinación de trenes que, si se pierde uno se pierden ya todos y todas las combinaciones; no. Más bien es una excursión por la montaña que,

aun cuando uno haya perdido el camino, si encuentra un buen guía que le lleve adelante, puede ser que resulte una excursión más maravillosa de la que uno había creído comenzar. Y ese guía tiene

que ser Cristo; y la base: nuestra confianza en Él. Es la confianza. Cerrar la última puerta para ir a solas con Jesucristo.

VIDA ESPIRITUAL

 

Vamos a dedicar esta plática a describir un poco el sentido de la vida espiritual. Estamos haciendo los Ejercicios. Ejercicios que nos deben llevar a la madurez de la persona cristiana y nos capaciten para vivir la vida espiritual. Hoy hay un peligro notable en todos los ambientes de hacer o de llamar vida espiritual lo que sólo es una vida humana, o cristiana a lo sumo.

En la misma vida religiosa, vocación religiosa, ¡cuántos criterios humanos! Casi se presenta como el ideal de una vida religiosa, de enseñanza, por ejemplo, el llevar la misma vida y el mismo nivel que las universitarias de hoy; el ideal de muchas jóvenes religiosas. No sé para qué se han hecho religiosas.

Un criterio muy humano en todo el rendimiento que hay que tener… un tiempo, un horario fijo… y no matarse por las almas. Mucho, mucho de la religiosa va así. Cuántas veces podríamos oír al Señor que decía: “¿No hacen esto también los publicanos?” Pero esto lo hacen también los seglares… esto lo hace cualquiera; el no pecar, procurar no pecar, eso lo hacen todos. E incluso, esto se presenta como ideal… y el deseo de participar todo lo posible de la vida que hacen los seglares para poderles entender mejor… y darles a ellos mismos como nivel de vida un nivel puramente humano, vivido en gracia, pero puramente humano, entonces la cosa resulta todavía más peligrosa.

 En todo esto hay algo de contingente y del hábil de la naturaleza humana. Pero en el fondo íntimo hay una idea, un criterio, un juicio, que desgraciadamente va cundiendo por todas partes, y es éste: que la perfección consiste en cumplir los deberes del propio estado, y basta. Si uno es abogado, el que sea perfecto

abogado; si uno es músico, que sea perfecto músico; y eso es vida espiritual, y todo lo demás es ñoñería. Esto es falsísimo, falsísimo. No hay que atender sólo al cumplir los deberes del propio estado, sino en la vida espiritual hay que atender al nivel espiritual en el cual se viven los deberes del propio estado. Y esto es de importancia capital. Se confunde, en una palabra, la vida espiritual

con la simple vida cristiana.

Y, ¿qué es la vida espiritual en su sentido más estricto? La vida espiritual corresponde a la vida del espíritu en cuanto espíritu significa una participación del Espíritu Santo. Vida espiritual significa la vivacidad del Espíritu. Hombre espiritual, persona espiritual se dice la que gusta las cosas espirituales, la que no necesita espuelas para caminar adelante, porque el espíritu internamente la rige. “Los que se guían, son conducidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios”, dice San Pablo. Y a esta vida espiritual nos prepara precisamente el ejercicio espiritual.

Vamos a ver si entendemos bien esto.

Vida espiritual no es lo mismo que vivir en estado de gracia. La vida espiritual comienza en un momento determinado, ene. Cual el alma viene como orientada hacia el cielo, hacia las cosas sobrenaturales como ocupación primaria de su espíritu. En general, puede darse que una persona haya vivido años enteros en gracia santificante sin haber comenzado en serio una vida espiritual. En

un momento determinado puede realizarse un hecho que la conmueve, la agita, una verdad concreta que le toca el corazón, y en ese momento comienza su vida espiritual auténtica.

       Voy a poner alguna imagen, alguna explicación práctica para ver esto. La vida espiritual comienza con lo que se suele llamar la conversión afectiva, la ordenación de la persona hacia las cosas superiores; de toda la persona. Un hombre, un abogado que cumple sus deberes de estado; un padre de familia que va los domingos a la Misa con fidelidad, que realiza sus deberes con exactitud, pues puede vivir años enteros en este nivel; sin embargo, en él, el orden sobrenatural no ocupa el lugar primario en el orden vital de su preocupación primaria, sino él quiere vivir esa vida normal bajo la mirada de Dios, en conformidad con la voluntad de Dios, y basta.

       Pero imaginemos que este hombre en un determinado momento le impresiona un hecho: la muerte de un amigo… o, cae en la cuenta, en un sermón, del amor de Cristo, que Jesucristo lo ama tanto; cae en la cuenta de la transitoriedad de los bienes de este mundo; una verdad concreta que le impresiona, y en fuerza de esta verdad, ese orden sobrenatural viene a ocupar el primer puesto de importancia vital en esa vida. Ahora comienza la vida espiritual para este hombre. Tendrá su ritmo, que describiré enseguida.

Usando una imagen un poco campestre o un poco casera –que todo nos ayuda-, podríamos decir que pasa en el hombre con la conversión afectiva, algo parecido a lo que pasa con un perro de caza. Cuando sale el cazador con su perro, al principio el perro corre por aquí y por allá, hace siempre diez veces del camino que hace el cazador, va a un extremo, vuelve, sale otra vez, vuelve otra vez… va así, como siguiendo al amo, sí, pero siguiendo con una cierta libertad de movimientos. Y el amo está contento. En un determinado momento, encuentra el rastro de la liebre que va a buscar. Ya entonces no se separa del rastro que ha encontrado, porque ha olido ya la presa.

Pues una cosa así pasa en la conversión afectiva. El alma va siguiendo más o menos, pero enun determinado momento encuentra el rastro de lo divino, de lo sobrenatural, y ya se aplica a ello, ya no se distrae con otras cosas; su ocupación es ahora seguir esta línea detrás de esa presa, que el tesoro del cielo.

Otro ejemplo –a lo mejor toca aquí; no sé-. En algunos sitios: seminarios, casas religiosas, están dispuestas de tal manera las cosas, que desde el sitio donde uno trabaja, desde el estudio, se siente el olor de la cocina. Y entonces suele pasar esto: que hacia las once u once y media, llega un olor de la cocina, y ya parece que toda la vida se ordena hacia la cocina, es decir, hacia el comedor más bien.

Pues bien; eso es la conversión afectiva. En un determinado momento de la vida de este hombre, la llega del cielo el olor de la cocina celestial, donde se está preparando el banquete de las bodas, y el rumor de la música que allí está perpetuamente celebrándose en el banquete de las bodas del Cordero, y que atrae el alma y la ordena ya hacia aquel banquete celeste. Eso es la conversión afectiva.

El efecto que produce esta conversión afectiva, que es esa vivacidad del espíritu en el alma es doble: en primer lugar le da la conciencia al alma de los impedimentos que hay en ella para la realización de ese ideal. Esta verdad concreta, al atraerla hacia las cosas superiores, le hace sentir los obstáculos que hay en ella para llegar a esas realidades superiores.

Es la palabra de Dios que llaga hasta la división del alma y del espíritu. Y ahí discierne lo que hay de bueno y de malo en el hombre. Para el hombre que antes le parecía que no había tal distinción de hombre espiritual y hambre animal, ahora es claro: existe la distinción; en mí hay una tendencia muy fuerte y hay un

peso que me retiene. Y por eso no suele ser raro que en el momento de la conversión afectiva, la persona se sienta peor que antes, con más pecados que antes, con más vicios que antes, porque antes los tragaba sin sentir, y ahora está cayendo en la cuenta de todo lo que hay de podrido en la naturaleza suya, en sus tendencias… y eso no se cura de una vez… La conciencia sí se adquiere, pero la curación no es inmediata.

El segundo efecto que produce la conversión afectiva es el de una grande buena voluntad, generosa; un deseo indeterminado de hacer cualquier cosa por seguir esa llamada de Dios que aparece en la conversión afectiva. Y esto lleva consigo un espíritu de generosidad, de disposición a

emprender cualquier camino ascético que se le indique, y la sumisión a la dirección auténtica, que es la de la Iglesia jerárquica. Son las dos ideas: discernimiento de los espíritus y generosidad;

ánimo y generosidad.

Son las disposiciones que se suponen al comienzo de los Ejercicios, en la adición 5ª y después en todo el camino de la discreción que se realiza en el examen de la conciencia, etc. Supone que se parte de una conversión afectiva, y realizada la conversión afectiva va a ayudar a la evolución de esa vida espiritual.

De ordinario, una vez que entra por este camino el alma, suele tener altibajos; momentos de fervor, de ordinario en fuerza de este impulso… suele ser un alma muy decidida a cualquier cosa por Dios… hace incluso ciertos disparates humanamente considerados, en el deseo de darse al Señor… pero puede tener también sus momentos de bajada y de vuelta a subir. Eso es normal; dentro del plan de esta vida espiritual hay sus altos y sus bajos, hasta que entra el alma en otro período que describiremos a su tiempo, que es la entrada en un estado superior de vida espiritual.

Vamos ahora a indicar en qué consiste el progreso espiritual estricto. El progreso espiritual, de este orden de vida espiritual de que estamos hablando, no hay que confundirlo con el mero aumento      de gracia santificante. Puede una persona aumentar constantemente su gracia santificante, y sin embargo, no notarse en ella un verdadero progreso espiritual.

Son dos conceptos distintos. A veces se simplifica demasiado. Para entender estos conceptos hay que tener en presente el sentido que tiene la vida de la gracia, que es una relación personal con Cristo; y en toda relación personal hay muchos aspectos. Es muy compleja la relación personal. Si yo pregunto, por ejemplo, de una

persona cómo progresa en su maduración personal, pues es difícil decir en qué consiste ese progreso de maduración personal, porque no basta decir que ha aumentado sus conocimientos intelectuales.

       Uno puede aumentar sus conocimientos intelectuales, y sin embargo, no aumentar su maduración personal, ni aumentar su fuerza de voluntad; porque puede aumentar su fuerza de voluntad y no aumentar su maduración personal. Es otro aspecto del equilibrio total de la integración resultante, que supone un cierto aumento del conocimiento de la voluntad, pero con ciertas características, ciertas proporciones; y sería fatal identificarlo con el mero aumento cuantitativo de inteligencia o de voluntad o físico de la persona.

Pues bien; esto mismo pasa en el orden sobrenatural. Es simplificar demasiado el orden de la gracia, identificar el progreso espiritual con el aumento casi cuantitativo de la gracia. Y vamos a

indicar un poco esto, que es de interés para nosotros.

En la gracia, en el enriquecimiento sobrenatural que se nos da por la justificación, sacramentos, obras buenas, hay que distinguir diversos aspectos. Hay un aumento o un enriquecimiento funcional. A veces los Sacramentos comunican una función en el orden sobrenatural de la gracia.

Por ejemplo, el Sacramento del Orden da la función sacerdotal, una función. Sacramento del Matrimonio, una función concreta. Hay además del aumento funcional, el enriquecimiento cuantitativo, a cuasi cuantitativo, porque la gracia no es cantidad; no existe la cantidad de gracia estrictamente. La gracia es una cualidad. Ahora, como solemos decir aumento cuantitativo de alegría, podemos también hablar del aumento cuantitativo de gracia santificante, que otros teólogos llaman un enraizamiento de la gracia, una radicación de la gracia en el hombre; como quiera llamarse. Son imágenes, en todo caso; una y otra son imágenes, para indicar este acumularse, progresar en especie de cantidad de gracia; méritos de la vida eterna y gracia ya santificante actual en la persona.

Pero hay un aumento que podemos llamar extensivo. Cuando Dios comunica una gracia al alma, esa gracia puede ser asimilada por toda la persona, realizarla vitalmente, asimilársela, convertirla en jugo y sangre; y esto es una extensión de aquella gracia que se ha comunicado. La gracia, de suyo, es la que se ha dado ya; pero esta gracia viene asimilándose por la persona. Aumento extensivo.

Y hay un aumento que podemos llamar aproximativo a la visión beatífica, de acercamiento a la visión de Dios; muy lejana de la visión, pero que se va acercando a la visión de Dios.

–Voy a explicar esto.  Supongamos, como es en realidad, que entre Dios y nosotros existe un muro –y lo puedo llamar así sin escrúpulo-, un muro que nos une y nos separa al mismo tiempo. Ese muro es la fe, la fe; la vida de fe. La vida de fe nos une a Dios, pero al mismo tiempo nos mantiene lejanos de Dios, porque no lo vemos; y todos hemos experimentado que este muro de la fe, a las veces se nos presenta muy denso, un muro muy sólido. Pero nos une al mismo tiempo. Creemos en Dios, pero nos aleja.

Mientras estamos en esta vida, vivimos de fe. Peregrinamur a Domino, “estamos como peregrinos”, lejos del Señor. Este es el muro de la fe. Imaginad que está aquí ese muro de la fe. Nosotros estamos en una parte, Dios está en la otra parte.

El aumento cuantitativo, cuasi cuantitativo de gracia, ¿en qué consiste? Estamos nosotrosaquí, vamos acumulando gracia y méritos, pero el muro de la fe puede ser que se mantenga igualmente denso como antes. Yo voy acumulando, enriqueciendo… como dice el Señor: negociamini donec venio, “negociad en tanto que vuelvo…”, y cuando llegara el momento de la muerte y este muro cae, esa gracia y esos méritos se convierten en visión de Dios, proporcional a la gracia y a los méritos. Es un aumento cuantitativo.

Pero el aumento aproximativo se podría definir como un continuo afinar el muro que nos separa de Dios. Este muro, que es muy denso, va haciéndose cada vez más sutil, más fino, hasta que

al final se convierte en un velo; siempre en fe, en pura fe, sin ver a Dios en esta vida, pero se ha hecho tan luminosa la fe, se ha hecho ya tan transparente, que el alma cree que casi ve a Dios. Dios se le hace muy presente, Dios se le hace muy cercano, muy próximo.

       Esta vía, este camino de hacer más sutil el muro de la fe, es el progreso de vida espiritual; éste. Aquí está; es vivir una vida cada

vez más celeste ya desde este mundo; porque esto el Señor nos lo ha concedido concediéndonos la gracia santificante desde este mundo: el poder vivir desde ahora una vida cada vez más celeste.

De modo que, el progreso espiritual, en cuanto espiritual, “progreso espiritual”, se puede decir que es el continuo hacer más sutil el muro que nos separa de Dios, el acercarnos progresivamente a

la visión beatífica, siempre quedando muy lejos; en la fe.

Esto –que es una imagen lo que yo he empleado-, esto, en la vida espiritual de cada uno, se siente en cuanto este progreso espiritual significa aumento intensivo de fe, esperanza y caridad. Aumento intensivo; que no está en mi mano; porque hacer más sutil este muro, no es obra que la pueda hacer yo. Es Dios el que tiene que acercarse a mí; es un muro.

Naturalmente la imagen del muro es muy material; pero la puedo expresar de otra manera. Yo puedo decir que entre los ojos de un ciego y el objeto exterior está el muro de su ceguera, un muro que los separa. Y puede ser que ese muro se haga más sutil en cuanto va recobrando esa facultad visiva, y en cuanto comienza a ver por lo menos borrosamente los objetos, aunque no los vea con claridad; como decía aquel ciego del Evangelio: “Veo los hombres como árboles”; comenzaba a ver; el muro se comenzaba ya a sutilizar.

Pues bien; son todas imágenes. Pero esta visión mayor, esta penetración mayor es el aumento intensivo de fe, esperanza y caridad. Dones santísimos de Dios, que los da Él a quien quiere, pero normalmente no los da sino a quien trabaja y se dispone a recibirlos. Veréis enseguida la diferencia entre el aumento cuantitativo y el aumento aproximativo en el orden práctico.

Viene una persona a confesarse. Termina su confesión; yo le digo: haga un acto de dolor, haga un acto de amor. Y la persona repite el acto de amor de Dios, el Señor mío Jesucristo, y aumenta con esto su fe, su esperanza, su amor. Yo le puedo decir: haga un acto de fe, un acto deesperanza, un acto de caridad. Aumenta la fe, esperanza y caridad, pero aumenta con ese aumento cuasi cuantitativo. Si yo le digo a esta persona: haga un acto más intenso de fe, esperanza y caridad, más vivo, de una fe más viva, me dirá: eso quisiera yo… ¿Cómo lo hago? Porque no está en mi

mano…

Por eso, en el “Miradme, oh mi amado y buen Jesús”, pedimos que infunda Él en nosotros fe, esperanza y caridad, vivísimos… porque esto es don de Dios. El alma puede hacer un acto de fe, pero no puede aumentar la intensidad de su fe, porque eso es gracia del Señor que se acerca al alma e ilumina su fe; siempre en pura fe, pero una fe más luminosa, más íntima, más adherente a la

persona misma de Cristo; más que a las ideas concretas que a nosotros nos pueden ocurrir.

Y aquí nos encontramos de nuevo en el momento oportuno de insistir en la piadosa mentira de las arideces en la vida espiritual. Que no… que no… Que tenemos que aumentar siempre estos dones del Señor en nosotros. Dice así San Ignacio en una carta a San Francisco de Borja: “que todos los ejercicios espirituales y corporales se ordenan a los santísimos dones de Dios, que son aumento de fe, esperanza y caridad, sentimiento interno de las verdades sobrenaturales, ordenadas todas a ese servicio mayor del Señor. Santísimos dones que no están en nuestra mano el tener y traer cuando nos parece, sino que son puramente dados por el Dador de todo bien”.

A esto va toda la vida espiritual; pero no creer: es que la culpa en esta persona, no podrá tener quizás remedio; pero no presuponer siempre como algo que es normal esa aridez en la vida espiritual. Y la Iglesia no lo siente nunca así; cuando, por ejemplo, en la oración misma del Espíritu Santo pide “gozar siempre de la consolación de su Espíritu”, et de eius semper consolatione gaudere, o cuando dice en la oración: “para que con un corazón puro de todas las manchas, podamos gozar más ampliamente de Ti”. A esto vamos: a gozar de Dios ya en este mundo, proporcionadamente, no como en el otro, que es muy poco lo que podemos gozar en relación con lo otro, pero mucho, en relación con lo que puede gozar un mundano del mundo.

Bueno… Con esto, ya vemos un poquito de lo que es el progreso espiritual en fe, esperanza y caridad. Pero se podría objetar esto: Si al fin y al cabo en la hora de la muerte yo voy a ver la visión de Dios, y eso es proporcionado a la gracia que yo tengo, ¿qué me importa ahora trabajar por este progreso espiritual? Pues boy a hacer la vida con un aumento cuantitativo de fe, esperanza y

caridad, y después, en el cielo, lo veremos.

–Quien hace esta objeción, no ha acabado de entender la

grandeza de Dios. Esta alma no quiere jugarse el todo por el todo, y… dice que irá a gozar de Dios a la hora de la muerte; pero mientras podamos estar en este mundo… pues vamos a gozar en este mundo. No estima a Dios en lo que es. El alma, que aun sabiendo esto, dice: No; yo ahora tengo posibilidad de morir a este mundo y de vivir una vida celeste, y la escojo ahora, esa alma se ofrece como holocausto a Dios; naturalmente.

 Ahora escoge morir al mundo para vivir a Dios; no sólo en la hora de la muerte. Y es natural que esta alma que procede así supone un amor inmensamente más grande que el otro; y por lo tanto, las obras realizadas así, y estos actos de holocausto vividos, suponen un aumento de gracia muy superior al otro. Esta alma vive de veras su holocausto de amor.

Pero vamos a dar un paso más y ver la función de nuestra actividad en orden a este progreso espiritual. Es bien claro, bien evidente, que esa comunicación de Dios de que he hablado ahora, que es ese acercarse a nosotros en la mayor iluminación de la fe, viveza de la esperanza e inflamación del amor, que esa comunicación no la podemos causar nosotros. Yo no la puedo producir; es el Dios personal y libre que se da a mí. Y así como ene. Orden humano yo no puedo causar eficazmente la donación de otra persona a mí, tampoco en el orden sobrenatural.

Es un don gratuito. Y este es el primer punto que debemos siempre tener ante los ojos en toda actividad espiritual; éste. Es un don gratuito lo que yo pretendo, pero lo que pretendo es aquello; y por lo tanto, en el examen de la oración, al examinar el ejercicio espiritual que he realizado, la primera pregunta que tengo que hacer no es: a ver si he hecho todo lo que me había propuesto hace, sino la primera pregunta es: ¿He hallado a Dios? ¿Se me ha comunicado Dios? Si se me ha comunicado, va bien; he obtenido la

gracia que se pretende: sentimiento interno del Señor, comunicación íntima del Señor, aumento de fe, esperanza y caridad. Bien. Ha ido bien. He obtenido lo que buscaba. ¿No lo he obtenido?

Entonces tengo que examinar si ha sido quizás por falta de disposición mía. Y entonces, voy a ver si he procedido con diligencia, si con libertad de espíritu, con despego del corazón, con aplicación diligente; o quizás he procedido con excesiva diligencia nerviosa, sin abrir mi corazón a la acciónde Dios; entonces tengo que examinar todo lo demás. Pero la primera pregunta, como dice San Ignacio, es: Cómo me ha ido en la oración, es decir, si he hallado a Dios, si Dios se me ha comunicado, si el muro de la fe se ha hecho más sutil durante esta oración.

La otra pregunta, examinada un poco con inteligencia serena, se hace ridícula. Y os voy a poner un ejemplo humano para que lo entendáis, porque así lo cogeréis perfectamente. La Sagrada Escritura emplea muchas veces esta imagen, que creo es la más perfecta para entender nuestras relaciones con Dios: es la del amor humano.

Pues bien. Imaginad una muchacha, una joven que desea atraer sobre sí la mirada, la atención de un joven. –Es el alma que desea atraer sobre sí la mirada de Dios. –Esta joven, ¿qué hace? Tiene que prepararse… tiene que arreglarse… y ella, pues lo hace: se perfuma… se viste lo mejor que puede… se pone las joyas mejores que tiene… su madre le ayuda en toda esta faena… y después tiene que ir a dar un paseo, una vuelta por donde se encuentra ese joven cuya atención quiere atraer. Y supongamos que da esa vuelta, ese paseo, y vuelve a casa. –Todo esto que he descrito es el ejercicio espiritual, ordenado a atraer la mirada de Dios sobre nosotros.

–Y vuelve a casa esta joven y su madre le hace el examen del

ejercicio. Y le pregunta: Hija mía, ¿cómo te ha ido? Y ella, imaginad que responde: pues muy bien; yo he hecho lo que tenía que hacer; me he vestido, me he peinado bien, me he arreglado, he dado una vuelta, he pasado por donde él estaba, y aquí estoy. He hecho lo que tenía que hacer.

–Pero él, ¿te ha mirado? -¡Ah!, eso no importa. ¡Cómo que no te importa! Pues, ¿para qué habías hecho todo? ¡Claro que importa! Porque quiere decir que no hemos obtenido lo que pretendíamos.

Esto mismo pasa en la vida espiritual, exactamente. El ejercicio espiritual en cuanto es este acercamiento hacia Dios –en cuanto es un deber que uno cumple, eso es otra cuestión distinta-, en cuanto es un acercamiento hacia Dios está ordenado a atraer su mirada; y sería ridículo que al hacer el examen de conciencia yo dijese: He hecho todo lo que tenía que hacer; no me importa. Ya está todo hecho. –No… ¿Te ha mirado? Es que lo otro es muy cómodo; porque en lo otro sigue uno igual, mientras al volver así y ver: pues no me ha mirado… tienes que examinar si es éste el modo mejor de prepararte para esa mirada de aquél.

Y notad, que cuando una joven se prepara así, por muy bien que se prepare y por muy diligentemente que se prepare, no impone la mirada del otro, sino que la mirada del otro es libre, personal, no es causa eficiente de la mirada del otro. Lo mismo en el orden espiritual. El alma que trabaja con diligencia, que se prepara para este encuentro con el Señor, no hace que la mirada del Señor sea fruto de su trabajo y de su diligencia.

Por eso, al actuar así en el ejercicio espiritual, el alma tiene que hallarse muy desconfiada de sus diligencias y con la confianza puesta en solo la bondad de Dios. ¿He puesto de mi parte lo que

podía? Voy a ver si el Señor se digna mirarme, en modo que después pueda repetir con San Juan de la Cruz: Bien puedes mirarme después que me miraste, pues gracia y hermosura en mí dejaste. De eso se trata. Y este es el ejercicio espiritual en orden al progreso espiritual. Tenerlo muy presente, que aquí está la clave de la dirección espiritual auténtica; que lo que se trata es de acercarnos a Dios, no de hacer nuestros planes y de conservarlos, que eso es muy cómodo; hacer un propio programa de vida espiritual muy sencillo, y todo está en si he sido fiel o no he sido fiel.

La vida espiritual es mucho más sutil, mucho más fina; es un trato personal con Cristo, y supone un examen constante, cuando no se le ha encontrado a Cristo, para ver si hay en mí apegos, estorbos, dificultades a este encuentro del Señor. Y no decir: ya he hecho lo que tenía que hacer, y lo demás no me importa, porque lo importante es hacer lo que yo creía que tenía que hacer.

Pues bien; esta es la vida espiritual, este es el sentido del ejercicio espiritual, que no es causa del don de Dios, causa eficaz, sino que es disposición. Por eso, no tenemos que hacerlo con esfuerzos nerviosos, con violencia, sino con ese ánimo quieto, pacífico y dispuesto, poner nuestra diligencia desconfiando en ella y poniendo nuestra confianza en la bondad misericordiosa del Señor, que tiene más deseos de comunicarse a nosotros, que nosotros de recibirlo.  

Pero notad al mismo tiempo, que el ejercicio espiritual no es una mera petición, sino que es una verdadera disposición. Por eso, los mismos Sacramentos no sustituyen el ejercicio espiritual. No lo pueden sustituir. El Sacramento de la Eucaristía nos da el germen de la vida ascética, pero hay que disponer el alma todavía para estas nuevas comunicaciones del Señor, de modo que vayamos progresando de día en día, de montaña en montaña, de unción en unción, hasta el encuentro supremo y definitivo con Cristo, que será para nosotros el comienzo de la eterna felicidad.

 

 

 

EL REY TEMPORAL

 

                               Vamos a comenzar la consideración de los misterios de la vida de Cristo; y vamos a empezar con la meditación del rey temporal, meditación fundamental y magnífica. A ver si lo entendemos bien y adquirimos la actitud que requiere esta meditación del rey temporal. Hacerla de verdad, no pensar solamente, sino obtener esa actitud.

Nos ponemos en la presencia del Señor en verdad, en espíritu y en verdad, abiertos a su acción, estar con Jesucristo de veras. Y así, en esa actitud de oración, le pedimos la gracia de la santidad, como siempre: que nos conceda al fin ese gran ideal de que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas a complacer a Jesucristo en todo, puramente ordenadas; no las ordenaremos nunca nosotros activamente; será obra de la gracia. Esa sí. La gracia es la que nos ordenará en último término, y nos dará así esplendor de la gloria del Verbo; el orden, la razón.

Para llegar a este ideal, nos queremos disponer, como hemos visto también en la plática de hoy; disponernos con diligencia, y nos disponemos haciendo en la presencia del Señor esta consideración del rey temporal. Yo nos encontramos con la figura de Cristo, persona amabilísima de Cristo.

¡Oh, hermosura que excedéis

a todas las hermosuras!

Sin herir, dolor hacéis,

y sin dolor deshacéis

el amor de las criaturas.

¡Cristo! Verlo cómo camina por aquellos lugares de Palestina, visitando las sinagogas, las villas, los castillos, los pueblos, los valles, los montes de Palestina; siempre caminando a pie, sencillamente. Y pedirle la gracia que deseo; la gracia que no la obtenemos con nuestro esfuerzo. Es don de Él y es inútil que nos pongamos a crispar los nervios y a poner las manos en tensión. Tiene que venir de fuera, tiene que venir del Señor la gracia que deseamos; gracia grande.

En último análisis es la santidad misma. Dice así: “la gracia para que no sea sordo a su llamamiento, más presto y diligente para cumplir su santísima voluntad”. Oír la voz de Dios y realizarla con presteza, con diligencia, es la santidad. El alma que habitualmente oye la voz de Dios y la realiza con presteza, el alma que es madura y santa. Pero aun cuando no lleguemos a eso habitual, que es la esencia del cristiano, por lo menos que en este momento de los Ejercicios tenga tales disposiciones que no sea sordo a su llamamiento.

En efecto, San Pedro en su primera carta dice a los cristianos: “Por lo cual, bien apercibido vuestro ánimo, subcinti lumbos mentis vestre, es decir, “ceñidos los lomos de vuestra mente”, en esa disposición de presteza, “tened perfecta esperanza –con perfecta esperanza- en la gracia que se os ofrece para la manifestación de Cristo Jesús”. De modo que son los tres elementos: con los lomos

de la mente ceñidos, perfectamente sobrios, esperad, tened esperanza ardiente en la gracia de Cristo.

Y dice después: “como hijos de obediencia”; de Cristo. El cristiano es hijo de obediencia de Cristo, está hecho para obedecer a Cristo, para agradar a Cristo. Ahora bien; para agradar a Cristo, que yo no sea sordo a su voz cuando me comunica su voluntad.

Y lo mismo dice también San Pedro en la primera carta, cuando admirándose de los cristianos que no habían visto a Jesucristo como  él con los ojos de la carne, les dice: “A quien vosotros, sin haberle visto amáis, en quien ahora igualmente creéis aunque no lo veis, y creyendo os holgáis, os alegráis ya ahora con júbilo indecible y colmado de gloria”. Es la felicidad, el amor a Cristo; ya desde ahora os holgáis.

Pues bien; hijos de obediencia somos por esencia; obediencia de Cristo cabeza. Y obedecer, la palabra obedecer viene del latín obedece, que significa ob audire: escuchar, oír. A veces se usa también así en los términos y en las lenguas modernas: esta persona no me oye, no me escucha; quiere decir: no me obedece, no me hace caso. Ob audire. Pues bien; somos hijos de obediencia, de oír a Cristo, escuchar su voz y realizarla con diligencia, “presto y diligente para cumplir su santísima voluntad”.

Una analogía entre estas expresiones de Pedro: “con los lomos ceñidos, perfectamente sobrios, esperad”, la encontramos en el Antiguo Testamento en el pasaje del primer libro de los Reyes, cuando a Elías que estaba escondido en la gruta del monte Horeb, le dice el Señor: “Sal de la gruta, estate de pie en el monte, en la punta del monte, delante del Señor”. Es la misma actitud, la actitud

contemplativa de quien en todo momento está escuchando al Señor, atento a la voz del Señor y dispuesto a realizar lo que Él quiera: de pie, sobrio, esperando al Señor.

Pues esto, que al menos actualmente lo haga yo ahora; si no es habitual en mí –que sería el ideal de la vida religiosa, que está toda ordenada a esto: a escuchar la voz de Dios y a estar siempre

prestos y diligentes en realizarla-, que al menos ahora, actualmente, yo no sea sordo a su llamamiento; llamamiento real, no ficticio; real.

Ante la práctica, ante la llamada de Dios, ¡qué fácil

es hacerse sordo!, qué fácil es… distrayéndonos a otra cosa… o haciéndonos los desentendidos… o interpretando las cosas conforme a razón prudente… -Eso, ¡puf! Una razón prudente… ¡qué

disparate! Todo el mundo que lo  upiera diría que es un disparate. Esto el mundo no lo puede entender. –Bueno. ¿Y si el Señor se lo pide? –Siempre atentos a escuchar. Es difícil.

San Francisco Javier, cuando tenía que ir a la isla del Moro, donde estaban aquellos antropófagos que se comían unos a otros y a los blancos que llegaban, y él tenía que predicar a Cristo, sentía un miedo espantoso y decía: “Tengo tal miedo, que hasta el latín del Evangelio se me oscurece, y no lo entiendo. Porque allí leo yo en el Evangelio que «quien ama su vida la perderá, y quien pierde su vida por mí, la ganará». Y… no lo entiendo, no lo entiendo”. Y entonces reaccionando dice: “Pues si no me dejan andar con una barca, iré a nado, pero allá voy”. Y cuando llegó se encontró con tantos consuelos en medio de tantos peligros que decía: “Estas no se debían llamar islas del Moro, sino las islas de confiar en Dios”.

Y en el Evangelio tenemos en esto una página triste para el Señor, la página del joven rico del Evangelio. El Señor, que dominaba los mares, las enfermedades, la muerte, no llega a dominar aquella alma. Le ofrece que le siga, le llama, y aquel joven rico se hace sordo al llamamiento de Cristo; y se va triste porque tiene muchas posesiones. ¿Por qué ha permitido el Señor que esté ahí esa página para siempre, que es casi una vergüenza para Cristo? Pues porque esa página se repite constantemente en la historia, constantemente; de almas a quienes llama Cristo a la perfección, a la santidad heroica, y que se hacen sordas. Con razón decía el poeta:

Tengo miedo, Señor, de que me ames,

miedo de que me elijas por amigo;

tengo miedo de estar solo contigo,

miedo de que te vuelvas y me llames.

No te puedo seguir, aunque reclamas

mi amistad y mi amor como un mendigo,

que estoy enamorado y no consigo

romper este amorío cuando Tú clamas;

y es que es tan fuerte la atracción humana

que yo no puedo abandonar su encanto.

Tengo abierta al mundo una ventana,

y las voces que oigo atraen tanto…

que me da miedo el entender tu llana voz

de Maestro que me quiere santo.

 

Y es así. Nos hacemos sordos. –Pues pedir esta grande gracia. Dilatar el corazón; que se rompan todas las barreras; que realmente yo no sea sordo a su llamamiento, más presto y diligente

en cumplir su santísima voluntad.

La meditación tiene una introducción; una parábola del rey temporal, que a algunos parece casi es como algo pasado de moda. Y sin embargo, me parece a mí que no se entiende la segunda parte sin la primera, y que no se puede sustituir. Quien quisiera sustituirlo por grandes ideales políticos y sociales, quiere decir que no ha entendido el reino de Cristo. Y eso es tan frecuente hoy día… hoy día en que más bien se le quiere comparar con el ideal de un partido político, o el ideal del comunismo, o el ideal del racismo. Ideales grandes, políticos, eso no es el reino de Cristo.

 Ahí está para muchos el defecto fundamental que después repercute en toda la vida, en todo el apostolado: como si fuera un partido político. No es eso. Por eso, la primera imagen es muy buena, muy buena. –Es que ahora no se da eso tanto. –Pues

puede ser que no; pero quizás se pudiese sustituir –yo no he hecho nunca la prueba de ponerme a ello en serio- con alguna otra imagen que salve las condiciones esenciales. Tratándose de religiosas y de mujeres, quizás la imagen del matrimonio; quizás. Pero con una imagen general, difícilmente otra distinta de ésta, del rey temporal. Y veréis por qué. La meditación del reino de Cristo no es más que un voto de confianza a Jesucristo; nada más. Antes de empezar a contemplarle, Él pide un voto de confianza, porque si no, es inútil que se ponga delante. Si cada vez que Él se va a poner delante, tú vas a criticar y vas a decir: si tiene razón, si es verdad, si hay que seguirlo, pues para eso… no vale la pena. Será una imitación de Cristo a tu manera, como tú quieres.

Por eso, comienza con un voto de confianza, que es esto. Por eso, esta primera parte es insustituible, y bien entendida da mucha luz para ver lo que es el reino de Cristo. Lo que se quiere insistir en la primera parte es que en el reino de Cristo no se trata de una empresa, o de un partido político que entusiasma, sino que se trata de una persona que me exige mi plena confianza personal. Eso es el reino de Cristo. Es la cooperación personal con Cristo.

Por eso lo describe así en la parábola: El primer punto es “poner delante de mí un rey humano, elegido de mano de Dios Nuestro Señor”, es decir, que me consta que lo ha elegido Dios Nuestro Señor; me consta a mí, lo sé. Él lo ha puesto. Por lo tanto, quiere decir que Él le asiste; quiere decir también que me merece plena confianza, que no se equivoca, que procede bajo inspiración divina.

Por consiguiente, que en sus criterios es indiscutible, y nadie discute. Por eso dice: “a quien hacen reverencia y obedecen todos

los príncipes y todos los hombres cristianos”. Esto lo supone. De modo que, una persona concreta, pero puesta por Dios, que no se equivoca, que obra bajo inspiración divina, a quien de hecho nadie

discute, hacen reverencia y obedecen todos los príncipes cristianos. Eso lo supone.

 

Segundo punto. Aquí viene una empresa; pero la característica de la empresa es la relación personal con esa persona; llevada por Él, con sus criterios. E invita, a los que invita, a que vayan con Él; no a que por propia iniciativa venzan a los enemigos en los diversos campos, no; sino le acompañan a Él personalmente. Esa es la invitación. Y este es el sentido del reino de Cristo.

Pues bien; dice así: 2º “Mirar cómo este rey habla a todos los suyos diciendo: Mi voluntad es de conquistar toda la tierra de infieles; por tanto, quien quisiera venir conmigo, conmigo, ha de ser contento de comer como yo, y así de beber y vestir”. No dice: ha de ser contento de luchar con todas sus fuerzas donde le toque, no; como yo, conmigo. “Asimismo ha de trabajar conmigo en el

día y vigilar en la noche, porque así después tenga parte conmigo en la victoria como la ha tenido en los trabajos”. Ved la insistencia de ese conmigo, con Cristo, como será después en el reino de Cristo.

 

Tercero. “Considerar qué deben responder los buenos súbditos a rey tan liberal y tan humano, y por consiguiente, si alguno no aceptase la petición de tal rey, cuánto sería digno de ser vituperado

por todo el mundo y tenido por perverso caballero”. ¡Pero hombre! Ante esa empresa… un hombre elegido por Dios, que obra bajo inspiración divina, que no falla, que no se equivoca… y tú, ¿no quieres acompañarle?, ¿no quieres ir con Él, participar de su vida?

Y de ahí viene la aplicación a la segunda parte. El reino de Cristo, la esencia íntima, el dinamismo íntimo del reino de Cristo, ¿en qué consiste? En la unión con Cristo, en la colaboración con Cristo. Ahí está todo: la colaboración con Cristo. El Señor nos llama a colaborar con Él.

Y claro, -antes de entrar en la explicación, quiero indicaros esto-: colaborar significa una unión de trabajo; sí. Como Cristo opera con el Padre: “Mi Padre obra y Yo obro”. La unión de trabajo: el Creador y la criatura, totalmente aplicados a un trabajo que produce gloria divina y salvación nuestra. Un trabajo que es todo divino y todo nuestro. Eso es la empresa de Cristo: Él con nosotros.

Colaboración.

Ahora bien, la colaboración no significa mera obediencia a los preceptos que se dan. El súbdito, el simple súbdito de una nación, no se puede decir que colabora con el Gobierno en la política, sino obedece. Colabora –y aquí está la explicación-, colabora el que es participante de la idea del principal agente, se la asimila y la realiza. Y aquí está la raíz de la obediencia apostólica, que es esencia de la colaboración con Cristo: asimilarse la idea de Cristo y realizarla. “Que yo no sea sordo a su llamamiento, más presto y diligente en cumplir su santísima voluntad”.

Ese es colaborador. Y cuanto más se compenetra de la idea de su jefe, y éste más le hace participante de ella, como Jesucristo a los Apóstoles a quienes dice: “Ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; en cambio, a vosotros os he manifestado todos mis planes, todas mis ideas apostólicas”, tanto más colabora y participa en el reino de Cristo. Esta es la idea.

Es la nueva alianza de Cristo con nosotros, el Nuevo Testamento del reino de Cristo. Eso que pedimos todos los días: Adveniat regnum tuum. “Venga a nosotros tu reino”. Esto.

Vamos a ver, pues, esta segunda parte. El reino de Cristo.

La segunda parte consiste en aplicar el sobredicho ejemplo del rey temporal a Cristo Nuestro Señor; y lo primero, si de aquél decíamos un rey humano, elegido por mano de Dios Nuestro Señor,

aquí, Jesucristo, elegido ciertamente por Dios. De verdad… Más. Es Hijo de Dios, es Dios, es infalible; y el Padre en aquella teofanía del monte Tabor, en la Transfiguración, les dirá a los Apóstoles: “Este es mi Hijo muy amado, escuchadle, haced todo lo que os diga”. Es infalible en sus criterios, en sus normas apostólicas, en sus criterios de redención; es infalible; no puede equivocarse, es Dios mismo.  

Ahora, nosotros le damos ese voto de confianza a Cristo en estemomento de los Ejercicios con sinceridad o no. Porque a Jesucristo nosotros le creemos en algunas cosas. Sí, Cuando nos habla de la Santísima Trinidad, le creemos: Padre, Hijo y Espíritu Santo; sí. Cuando nos habla de la inhabitación en el corazón humano, le creemos. Cuando nos habla de que Él se ha hecho hombre, le creemos. Pero cuando viene a los criterios prácticos… ya no nos fiamos tanto; ya nos parece que quizás Él estaba influenciado un poco por el ambiente de entonces… y aquello de hablar tanto de la pobreza y esas cosas, que era por un influjo un poco maniqueo de aquel tiempo… que ahora las cosas han cambiado ya…

Cuando nos dice que para redimir al mundo hace falta la cruz y la oración… -¡Pues hombre! Hay que entenderlo, ¿verdad? Porque claro… en aquel tiempo, el Señor… pues no podía de una vez decir todo… pero en fin… ¡Y claro! Pues ahora oímos hablar de la excelencia del matrimonio… del valor teológico de las fuerzas sexuales… Y uno dice: Y en el Evangelio, ¿dónde está eso?

-¡Ah! Es que todavía no se había descubierto… -Pues, ¿a qué ha venido el Señor entonces…? ¿A decirnos lo que le parecía así, para el tiempo? ¿Es eterno o no es eterno? ¿Por qué no insistimos en lo que insistía Cristo? Porque había muchos valores que no eran del tiempo, y Él insistió. La cruz no era del tiempo, y Él insistió en ella… Pues cuando llegamos al orden práctico, no nos fiamos de Cristo. Y esto hay que reconocerlo. Y aquí está la fuerza del rey temporal, aquí está. Me fío yo de Cristo… o no me fío de Cristo… Para mi trabajo apostólico, para mi santificación, ¿me fío de Cristo?

–Y aquí está la expresión hermosísima de San Pedro de Alcántara, de aquel hombre hecho de raíces de árboles: “En la pobreza, como en todo lo demás, yo me fío de mi Señor Jesucristo”. Ese es el orden: “como en todo lo demás”. Y Él ha dicho que ése es el camino, y me fío, y basta.

–Esto es difícil. Y esto es lo que se pretende ahora. Aun cuando a mí me parezca un disparate, si es el criterio de Cristo, lo acepto. Es Dios; y el Padre eterno me ha dicho: “Hacedle caso, escuchadle”. Me lo enseña Él.

 “Si tal vocación después consideramos del rey temporal a sus súbditos, cuánto es cosa más digna de consideración, ver a Cristo Nuestro Señor Rey eterno, y delante de Él todo el universo mundo, al cual y cada uno en particular” –uno a uno; esto es el reino de Cristo: uno a uno; todos, y uno a uno; universalidad y catolicismo; uno a uno- “llama y dice”. De modo que ahora eso de verdad. No… ¡huy! ¡Qué bonito es esto! ¡Qué hermoso! No. Eso es de verdad.

En este momento de los Ejercicios, Jesucristo, personaje real, el mismo que te ha arrancado del infierno… el mismo; el mismo que ha tenido una paciencia infinita contigo, que te ha amado tanto… que te ha perseguido tanto con sus gracias… al cual debes todo lo que tienes… que te podía haber castigado… que te podía haber eternamente condenado… y que te ha devuelto todas las cualidades y todas las facultades que tienes, y todo el cuerpo y el alma, y todo lo que tienes… en este momento, este Jesucristo te llama, te llama personalmente. “Que no sea sordo a su llamamiento”.

Y te dice, te invita a cooperar en el reino de Cristo. Te dice: “Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos y así entrar en la gloria de mi Padre. Por tanto, si quieres venir conmigo, has de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me seguirás en la gloria”. Palabras grandiosas: “Si quieres venir conmigo”. Cooperar es: conmigo, ¿eh? Conmigo; si quieres venir conmigo. No dice: si quieres salvar muchas almas, si quieres… No. “Si quieres venir conmigo, conmigo”. Aquí está el reino de Cristo: acompañar a Cristo. Si quieres venir conmigo significa: junto a mí; siempre estaremos juntos los dos, siempre. “Si quieres venir conmigo”. Yo estaré junto a ti en el Tabernáculo, en el Sagrario siempre… en tu corazón siempre… te acompañaré siempre…

 Conmigo significa: con mi fuerza, porque yo te comunicaré mi fuerza, y en todo este trabajo de colaboración conmigo yo te daré la fuerza; tú no la tendrías para nada, para nada. Eres debilísima,

mucho más de lo que tú crees; pero trabajarás conmigo. En todo, conmigo, yo estaré junto a ti. Yo te daré las fuerzas. –Conmigo significa: con mi ejemplo, con mis criterios, conmigo; no por cabeza

tuya; conmigo. En todo, conmigo. Si quieres venir conmigo, has de trabajar conmigo, colaborar conmigo, con mis ideas, con mis criterios, con mi fuerza, con mi ejemplo, para que siguiéndome en

la pena me sigas también en la gloria.

 

Tercer punto.- “Considerar que todos los que tuvieren juicio y razón ofrecerán todas sus personas al trabajo”. Notad que en el rey este, en la proximidad a él, en el venir conmigo, hay muchos grados. Vienen con Él los que están más o menos lejos, pero, junto a Él, alrededor de Él; y vienen con Él mucho más cerca los que participan de su misma intimidad, y mucho más íntimamente con Él vendría una persona, por ejemplo, que fuese esposa de ese rey; mucho más íntimamente. Y cuanto más íntimamente, más participa de ese conmigo, mucho más íntimamente.

Pues bien; “Todos los que tendrán juicio y razón, ofrecerán sus personas al trabajo”, lo que haga falta: aquí estoy, a tu disposición; y esto lo mismo que sea una persona casada, como si es una persona que quiere consagrarse al Señor; todo el mundo. A tu disposición, para que hagas lo que quieras de mí.

 

Tercer punto.- Este punto es… saca de quicio. Este punto parece que sale por donde menos uno se esperaba. Y tanto, que muchos empiezan a dudar: pero, ¿qué fundamento teológico tiene esto? Esto no tiene ningún fundamento teológico. –Vamos a ver si lo tiene, y vamos a ver si es lógica la consecuencia.

“Los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su Rey eterno y Señor universal”, los que más querrán acercarse a Cristo, señalarse junto a Él, “no solamente ofrecerán sus personas al trabajo”. Desde luego, haz de mí lo que quieras. “Sino aun haciendo contra su propia sensualidad” que se rebela y no quiere “y contra su amor carnal y mundano”, que no quiere, que se resiste, “harán oblaciones de mayor estima y mayor momento diciendo”.       Y uno se imaginaría a éstos que quieren señalarse: Señor, yo quiero ir a primera línea, yo quiero combatir delante de los enemigos y correr todo el mundo, y pasar hambre, pasar lo que haga falta, a correr, a poder ser, como un avión ahora, por todas partes. Y se encuentra uno con esta oferta, sublime, pero que le deja a uno… como despistado. “¡Eterno Señor de todas las cosas!”.

 Es Cristo, Jesucristo, el eterno Señor de todas las cosas. “Yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante de vuestra infinita bondad y delante de vuestra Madre gloriosa, y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero, y deseo, y es mi determinación deliberada, sólo lo que sea vuestro mayor servicio y alabanza”, solo que sea vuestra voluntad.

Nunca da San Ignacio el paso por su cuenta, sino, si es

voluntad tuya, si esto te dignas concedérmelo; pero yo quiero, y deseo, y es mi voluntad determinada, si es ésa tu voluntad, “de imitaros en pasar todas las injurias, y todo vituperio, y toda pobreza así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima Majestad elegir y recibir en tal vida y estado”; si es que tu santísima Majestad se digna recibirme en un puesto tan magnífico.

 Te dice: pasar injurias, pobreza, vituperio. No se entiende esto. –Y ahí viene enseguida el pensador teológico que vive la vida teológica de la gracia, y dice: Pues eso no tiene sentido; porque aquí lo importante es la caridad y no el pasar pobreza; la pobreza tanto cuanto, tanto cuanto. Lo importante es amar a Dios, amar a Dios. Y si la riqueza nos ayuda a amar a Dios, pues riqueza, y si nos… -

Entonces, en qué quedamos. Entonces, ¿por qué San Ignacio hace voto de pobreza? Somos tontos; hay que hacer voto de usar de los bienes como nos ayuden, no de pobreza. Si eso es la caridad… tanto cuanto. Y el celibato, ¿no es tanto cuanto? Por lo tanto, no hacer voto de virginidad, sino hacer voto de tanto cuanto; me casaré cuanto me convenga. Y si en un determinado momento para el apostolado, me conviene casarme, pues dejo el celibato y me caso. ¿Ve usted cómo no se aplica la lógica? Aquí hay algo que falla.

La pobreza es un medio. Distingo. También la castidad es un

medio; pero a quien Dios ha llamado a pobreza tiene que vivir en pobreza; ya no es un mero medio para él, sino que el Señor lo ha escogido en un modo de vida, como el Señor mismo ha vivido en

un modo de vida. –Aquí está el misterio, ¿veis? Y, ¿dónde está teológicamente esto? Por eso lo voy a explicar, y después lo repetiremos y lo entenderéis perfectamente.

La perfección consiste en la caridad; nada de eso de pobreza, vituperios… nada. Hoy día tendemos más bien a lo contrario: a ocupar los primeros puestos para gloria de Dios, porque hay que ocupar todo. Y no digo que no; los que van llamados por ese camino, bien hacen en ir; vayan, y es un verdadero camino; de acuerdo. Pero el Señor en el Evangelio no lo ha dicho nunca esto; eso es verdad también. Nunca le oiréis: ocupad los primeros puestos para glorificarme; nunca. No lo ha dicho. Pero es cierto que se puede, y conviene; no digo que no. ¿Cómo perfección? Eso ya es otra cuestión distinta. –Pero… a lo que voy. La perfección consiste en la caridad. ¿Qué significa esto?

La caridad, ¿qué es? Un estar así: ¡Oh! ¡Oh! ¡Caridad! ¡Caridad! -¡Qué caridad…! Caridad es matarse por Cristo. ¡Claro…! Mucha caridad, pero que me traten bien, y un buen sillón… y todo

en deliquios de amor. Sí; y los demás que se maten. Y yo entre tanto, pues… la caridad… ¡Oh! ¡Es tan hermoso amar al Señor! ¡Oh! ¡Oh! ¡La caridad…!

–Eso no es caridad. Cuando el Señor dice que la perfección consiste en el amor, se entiende en el amor de verdad, en un amor que es un amor ardiente; cierto, cierto; no un amor de puras obras, de unas obras hechas con frialdad, no. Se trata de enamorarse de Cristo, enamorarse de Cristo. Y esa es la verdadera perfección; y por eso, si Jesucristo no se hubiese encarnado, nunca nos hubiésemos enamorado de Dios, porque Dios para nosotros está demasiado lejos; y jamás hubiésemos podido pensar que podíamos entrar en una relación de enamoramiento con Dios, si Él no se hubiese hecho hombre y no se hubiese dado a nosotros; y no nos hubiese inspirado esa amabilidad y esa benignidad de Cristo. Pero desde que Él se ha manifestado como caridad, como amabilidad, entonces requiere de nosotros una respuesta de enamoramiento.

Ahora bien; cuando existe verdadero amor de enamoramiento –y aquí está el rey temporal-, cuando existe verdadero amor de enamoramiento, el alma enamorada no puede menos de desear

vivir la misma vida de la persona que ama. Y si no, no está enamorada, Ahí no caben cuentos. Y claro, este caso de enamoramiento se da pocas veces en la vida. Se suele dar entre esposos, se suele dar muchas veces entre soldados y sus jefes, sobre todo antes; un soldado como los que llevaba Napoleón consigo, que se caracteriza por eso: con tal de ir con este jefe, a cualquier lado, no me importa; a cualquier frente y a cualquier batalla con tal de ir con él. Ese es el hombre enamorado.

Pues bien; donde hay enamoramiento de verdad, que son estos dos casos –vamos a poner los dos-, entonces la persona enamorada no puede menos de desear participar del mismo estado de vida de aquella persona a quien ama. Suponed el caso de una esposa que tiene a su esposo en la cárcel, o en un campo de concentración. Si esta persona, si esta esposa está verdaderamente enamorada, no puede menos de desear participar de la vida misma de su esposo, no puede menos. Y si dice que no lo siente, que no

lo desea, pues ya manifiesta claramente que no está enamorada, que no es un amor muy grande. Y

esto, ¿por qué?, ¿por raciocinio? No, por necesidad de amor. Porque, enamorada como está, no

puede vivir si no participando de la vida de la persona amada. –Y lo mismo pasa con un jefe. Tiene que participar del modo de vivir de su jefe. –Y si a aquella esposa, su esposo le da la orden de no venir y de vivir cómodamente, aquella esposa tiene que obedecer, porque es esposa, pero obedecerá de mala gana, y esto no disgusta a su esposo; porque el esposo quiere que le obedezca, pero quiere

también que le ame su esposa; y eso le gusta mucho: que le ame su esposa, y que lo haga así de mala gana, y que esté deseando de ir a vivir con él.

–Y lo mismo pasa con el soldado. Si ese jefe suyo en una batalla se lanza a pecho descubierto a la batalla, este soldado desea lanzarse como él; y si es que su jefe le da la orden de retirarse y de cubrirse, él tendrá que cubrirse, pero de mala gana,

porque no puede soportar estar él cubierto cuando su jefe está descubierto. De modo que, donde hay verdadero enamoramiento –esto suelen llamar los santos amor de veras a Cristo-, enamoramiento de Cristo, no hay más que desear sino participar de su misma vida, de la vida que Él ha llevado; no de este particular material, sino del tono de vida.

       Si el jefe camina por la batalla, a pecho descubierto, él a su lado; no porque ponga el pie en el mismo sitio. Y si le han herido, querría que le hubiesen herido también a él; no porque le hieran en el mismo sitio, sino por la realidad de conjunto; como él. El mismo tono de vida.

Pues bien; esto mismo nos pasa con Jesucristo. Jesucristo ha venido como Rey escogido por Dios, Hijo de Dios, y se nos ha puesto delante como ejemplo, como dice la carta a los hebreos: “como nuestro jefe de fila, en la fe, que camina delante de nosotros”. Y ha venido para pasar el  valle de este mundo y después conducirnos por la otra parte a la Jerusalén celeste. Como Moisés atravesó el Mar Rojo al frente de sus hombres, del pueblo de Israel, camina también el Señor delante de su pueblo, de los cristianos.

Y este Jesucristo tiene a su alrededor sus amigos íntimos, los Apóstoles, que han convivido con Él. Y los Apóstoles no podían desear otro tipo de vida sino el de Cristo; no podían pensar en otra cosa, no podían desear vivir de otra manera sino como Cristo mismo vivía.

Y por eso, una respuesta del mismo tipo, con la que nos encontramos aquí, que parece que se desvía, les pasó a ellos cuando la madre de los hijos del Zebedeo le dijo al Señor: “Señor, mandad que estos se sienten el uno a la derecha y el otro a la izquierda en el reino de los cielos”. Y Jesucristo les dice: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?” Ahí está la participación.

–Y lo mismo le pasará a San Pablo. Cuando se glorían otros y le quieren difamar a él, en la carta a los Corintios le dice: ¿Son hebreos? Yo también lo soy. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son del linaje de Abraham? También lo soy yo. ¿Son ministros de Cristo? Diré que yo lo soy más que ellos; en muchísimos trabajos; más en las cárceles, en azotes sin medida, en riesgos de muerte frecuentemente”.

 Ahí está el cáliz de Cristo. Eso es ser ministro de Cristo: “Más yo, porque he tenido más trabajos y más persecuciones y más cárceles”. Hoy le diríamos: Todo eso no vale… vale el amor; más amor. –Pues, ¿dónde está el amor sino en la práctica? Y no nos hagamos merengues… que nos hacemos merengues.

Pues bien; los Apóstoles tenían que seguirle así; no tenían más remedio. Jesucristo les llama a que estén con Él y participen de su vida en todo; y todos ellos mueren mártires, menos San Juan, según parece. De modo que era obvio.

Cuando nosotros, a través de los tiempos, llegamos a pasar el valle de este mundo, ese camino iniciado por Cristo continúa caminando, caminando, caminando; pero nuestra relación con Cristo es la misma que los Apóstoles.

También nosotros podemos enamorarnos de Cristo, y lo propio del alma enamorada de Cristo es que yo quiero pasar el valle de este mundo como lo ha pasado él; porque me parece que es la mayor vocación que Él me puede dar: vivir como Él ha vivido. Porque si hubiese habido otro medio más eficaz que éste para realizar la obra de Cristo, Jesucristo la hubiese escogido. Él ha escogido este camino, a mí no me toca más; quiero ir como Él. Y si el Señor me escoge para ello, será el mayor regalo que me puede hacer; “serán los que más se señalen en el servicio de Dios los que participen de su misma vida”.

Por eso Él ha dicho: “Trabajar conmigo… conmigo… para que participando de mis trabajos, participes también de mi gloria”. De modo que es teológicamente exacto, exacto. Lo que hace falta es hacerlo; y menos pensar, y menos problematizar, y más amar de veras, y seguir hasta el fondo a Cristo. Ahí está todo.

Ahora lo entendéis perfectamente este tercer punto. Y voy a repetir. Y con esto terminamos: “Los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su Rey eterno y Señor universal, no

 

solamente ofrecerán sus personas al trabajo de cualquier modo, mas aun haciendo contra su propia sensualidad –que le cuesta.

 También a la esposa le cuesta ir al campo de concentración, y también al soldado le cuesta luchar como su jefe- y contra su propio amor carnal y mundano, harán oblaciones de mayor estima y mayor momento diciendo”. Y esto es ya un abrir del todo el corazón al Señor. Que no sea sordo a su llamamiento. No determino nada; sólo es una disponibilidad absoluta, pero una disponibilidad inclinándome a lo que más cuesta a la carne, a lo más costoso; inclinándome, y pidiéndole que si Él quiere, me escoja; porque la voluntad en último término, la norma de mi acción, es la voluntad suya; que Él me escoja.

 ¡Y es un don tan grande el que el Señor escoja para una vida así…! “Eterno Señor de todas las cosas. Yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante vuestra infinita bondad y delante vuestra Madre gloriosa, y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas las injurias y todo vituperio, y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima Majestad elegir  recibir en tal vida y estado”.

 

 

LA ENCARNACIÓN

 

Vamos a meditar en la Encarnación del Verbo. Pongámonos en la presencia del Señor, abriendo nuestro corazón a la acción divina, como hemos indicado ya tantas veces, sin cansarnos nunca de ello; porque es importante adquirir esta actitud de oración: el corazón abierto al Señor siempre. Y así abiertos a Él le pedimos la gracia de

nuestra santidad, del ideal del primer día de Ejercicios: que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones, en todo, sean ordenadas, por su gracia, puramente a agradar a Cristo; en todo, hasta que sea ésta como la sustancia de nuestra vida: agradar a Cristo.

 Y para disponernos a esta gracia, entremos en esta contemplación. Y entramos sin dejar nada de lo que ha pasado hasta ahora, con la actitud con que hemos terminado la meditación precedente. Nos hemos ofrecido a seguir a Cristo de cerca, hemos hecho nuestra oblación, de veras, sin artificios, con sinceridad: “que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada de imitaros en pasar todas injurias, todo vituperio y toda pobreza, si Vuestra Santísima Majestad me quiere elegir en tal estado de vida”.

Así nos hemos ofrecido y así lo repetimos ahora al comienzo de la oración, de modo que esa abertura nuestra hacia Dios sea cada vez más dilatada. Dilatantur spacia caritatis. Cada vez más tiene que desarrollarse en nosotros el espacio de la caridad.

Y ante este ofrecimiento nuestro, ante esa disposición abierta de desear imitarle, Él mismo, Jesús, se pone delante de nosotros para que nos fijemos en Él: “Has dicho que quieres venir conmigo, pues mira cómo procedo yo; mírame”; para que le conozcamos íntimamente.

¿Qué cosa significa conocerle íntimamente? Conocer íntimamente una persona no es verla en cuanto a su rostro con los ojos del cuerpo. Conocemos muchas personas con los ojos del cuerpo y no les conocemos internamente. Si conocer una persona fuera eso: conocer su rostro, decía San Agustín: “Yo no me conocería a mí mismo, porque no tengo medios”. Ellos no tenían los medios modernos de ahora y tenían una idea muy vaga; se miraban en espejos hechos de metal bruñido. Y dice: “pues entonces, yo no me conocía a mí mismo, y sin embargo me conozco; y a muchos otros que veo en la cara, no los conozco internamente”.

Conocer a una persona es conocer lo que piensa esa persona, conocer lo que le gusta… sus criterios… Todo eso es conocer la persona. Y así solemos decir: “Mira, esto no se lo ofrezcas porque no le gusta. Lo conozco muy bien; eso no le gusta. Esto otro, sí, le hará gracia; lo conozco bien, y esto le gustará”. Eso es conocer una persona.

Pues bien; el Señor se pone Él mismo delante de nuestros ojos para que le conozcamos, porque tenemos que ir con Él, con Él. Fijar, pues, nuestra mirada en Él para conocerlo, y conociéndolo, nos enamoremos de Él. Como decía el mismo San Agustín: “He aquí que el mismo Esposo se presenta a vuestros ojos; miradle, y si hay algo en Él que no os guste, no le améis”.

 Es todo amabilidad. “¡Oh hermosura que excedéis a todas las hermosuras!”. Contemplarlo, fijar nuestros ojos en Cristo con insistente amor, con deseo de penetrar en su interior, de comunicar con Él nuestra intimidad y nuestra amistad. Como decía San Juan de la Cruz: Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacellos y véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos, y sólo para Ti quiero tenellos. Sólo para Ti, para contentar al Señor.

Y así, hacer esta oración de suave contemplación, en esa actitud de “olvido de lo creado, memoria del Creador, atención y estarse amando al Amado”; estarse. Así llenaremos nuestro corazón del amor de Cristo. Es importante; nuestro corazón tiene que estar lleno. Si no está lleno del amor de Cristo, es peligroso; tenderá a otros amores creados.

Y contemplamos de esta manera el primer paso de Cristo, su Encarnación, para conocerlo, enamorarnos de Él e imitarlo, según lo que Él quiera de nosotros, según lo que Él quiera comunicarnos de su misma vida.

 

Primer escenario: el mundo.- El mundo no lo imaginéis un mundo así, de siglos pasados; no, no. El mundo de ahora, el mundo que necesita la redención de Cristo –como es el nuestro-, en cuanto no está dominado por Cristo. Hablamos del mundo actual, de nuestras tierras, países de misión… todas esas cosas, eso es el mundo que necesita la redención de Cristo. Y eso es lo primero que vamos a considerar: el mundo antes de la redención. Dios no se muda. Y por eso yo puedo hacerme presente a aquel momento así: Él veía en aquel momento toda la realidad que necesitaba de la redención, y es la misma realidad que yo palpo: En las niñas tienes que educar, en el ambiente que tenemos que mejorar, que reformar, todo esto.

      

Esto es el mundo. Sentir vacío el mundo. En este momento, en el mundo, ¿quién piensa en ti? Nadie, nadie. No somos importantes para el mundo. Cuando estamos en medio del mundo, sí le interesa, porque es egoísta y puede sacar ventaja de nosotros. Y entra uno en un hotel, y parece que todo el mundo se desvive por uno. Apenas deja el hotel y ha pagado… ya todo lo demás no interesa nada. Ya desaparece. No somos nada en el mundo.

Y sentir este vacío, que eso es hacer contemplación: sentir vacío del mundo en este momento. Y contemplarlo así, con ojos serenos. ¿Qué es el mundo –siempre prescindiendo de Cristo ahora, sin Cristo-, qué es ese mundo? Conocerlo íntimamente es conocer lo que piensa. Y, ¿qué piensa el mundo? No podemos penetrar en sus pensamientos sino a través de sus conversaciones.

Sorprended cualquier conversación de este mundo, sin Cristo. Y, ¿qué hablan? Pues hablan de diversiones, hablan de planes, de excursiones, de placeres, de pecado, de economía, de todas esas

cosas materiales. Dios no interesa nada a este mundo; nada, nada, nada, nada. Más; llega a pensar que puede ser perfectamente bueno sin Dios. No necesita. Porque todo está en hacer bien al prójimo… Ese es el mundo. Si menciona a Dios, ordinariamente es para blasfemar de Él, para despreciarle, para decir que no tiene lugar en nuestro mundo. Eso es el mundo. Eso piensa el mundo.

Y por otra parte, contemplad el sin sentido del mundo. Este mundo que nosotros tenemos ante los ojos, pues son gente que hace treinta años estaba naciendo; ha llegado a la madurez, se han

casado, comienzan a tener hijos, envejecen, los hijos crecen, después se casan, mueren, y así todo; una cosa detrás de otra. Eso es el mundo. Es esa materialidad. Sentir ese vacío, esa pequeñez del mundo.

       Y si eso lo sentimos nosotros, ¿qué cosa sentirá Dios? Porque esos hombres que están en el mundo de hoy con tanta prisa, siempre corriendo, siempre deprisa, a comprar por aquí y por allá…

los ve uno por la calle y nunca van con paz, sino siempre tienen algo que hacer urgente. ¿Qué hacen? Pues… -Estoy hablando fuera de la redención de Cristo- pues… van caminando hacia el infierno; pecando, por el camino del pecado.

Como decía San Pablo: “hombres sin afecto, sin Cristo”, que han perturbado el orden de la naturaleza y se glorían de hacerlo perturbado, porque ya dicen que Dios ha creado el cuerpo para el placer. Dice: Así como el alimento para el estómago, el placer es para el cuerpo. –Ese es el mundo; sentirlo así. Es el mundo que yo tengo que redimir también, el mundo que a mí se me presenta para santificar, ése: el de los jóvenes de hoy, el de las jóvenes de hoy, ese mundo… que es de un vacío inmenso. –Pero, es que siendo así son felices… - Vacío. Y vacío enorme.

Y segundo escenario: ¿Cuál es la reacción de Dios ante ese mundo que va camino del infierno; que va con un sentido materialista, existencialista y desesperado? ¿Cuál es la reacción de

Dios, la de entonces y la de siempre? Dios no se muda. Ese mundo visto desde los ojos de Dios es nada. Si sintiésemos esto un poco… Si la tierra vista desde un avión a una grande altura, las grandes ciudades parecen un hormiguero, donde un hombre no significa nada, nada… desaparece, total no se ve, no se ve… ¿qué será la tierra vista desde la Majestad de Dios? Un granito de arena insignificante, nada, poquísimo. Y dentro de esa tierra y de ese grano de arena están los hombres como microbios infinitesimales, que están caminando y disputándose un trocito de ese granito de

arena. Eso es lo que ve Dios.

Contemplarlo así. Que es verdad. Porque por mucha dignidad que nosotros tengamos, junto a Dios, ¿qué somos? Un granito insignificante. Pues bien; esos microbios infinitesimales, que son los

hombres, esos microbios se rebelan contra Dios, y creen que ya no necesitan de dios; que como cuando hicieron la torre de Babel, también ahora, que con estos medios modernos, y estos cohetes… que pueden ya prescindir de Dios, porque han dado una vuelta a la corteza de la tierra, a 180 kilómetros, y no han encontrado a Dios. Es indignante, ¿verdad? Y parece que la reacción de Dios debía ser la que nos pasa a nosotros muchas veces: “Pues ahí se las arreglen todos; suprimirlos y se ha acabado”. Pues no; Dios no reacciona así.

Conocer el Corazón de Dios para reaccionar nosotros como Él. La reacción de Dios, contemplando todo ese vaho que viene de ese mínimo microscópico mundo, vaho de blasfemias, de pecados… la reacción de Dios es: “Hagamos redención del género humano”, lo vamos a redimir. Es maravilloso. Quoniam ipse prior dilexit nos. “Él, primero nos amó”.

Cuando éramos pecadores, Él nos amó. Él fue el primero en venir a nuestro encuentro. “Hagamos redención del género humano”. Y podemos contemplar así la Santísima Trinidad de un modo antropomórfico, como celebrando un consejo: ¿Cómo redimir al género humano? Y ahí intervienen los atributos divinos.

Y uno de los modos de redimir al género humano era perdonarle; ya que no lo suprimía porque tenía misericordia, perdonarle. Pero la bondad divina y la sabiduría divina indican que es un modo que humilla demasiado al hombre; porque el Señor respeta al hombre mismo. Es tan delicado siempre respecto de sus criaturas… Le humillaría demasiado. Vamos a encontrar un modo que le de la posibilidad de redimirse. Y entonces, la sabiduría divina encuentra, escoge el medio de hacerlo.

Y la segunda persona, el Verbo de Dios, se ofrece: Yo me haré hombre, yo me haré hombre. –Es lo increíble, increíble. –Cuando uno ve por la tierra esas hormiguitas pequeñitas que van por ahí, y

piensa uno: Pues de mí a esa hormiga hay menos distancia que de Dios a mí… y que yo pudiese redimir a esas hormiguitas haciéndome hormiga… es increíble. Es el plan divino.

–Esta meditación es la clave de todas las normas de vida espiritual y de vida apostólica. El que entiende esto, va derecho; el que no lo entiende, no irá nunca derecho. Es increíble. “Yo me haré hombre, me haré uno de ellos. Esos microbios que están ahí… yo me haré uno de ellos. Y haciéndome uno de ellos, moriré por ellos, moriré por ellos. Hasta la muerte, y ofreceré mi vida en holocausto; y eso será la reparación de esos hombres; y ellos se unirán a Mí formando un cuerpo místico, porque yo les comunicaré la gracia y les haré hijos de Dios, y así unidos en Mí, ellos ofrecerán también su propia satisfacción unida a la mía, teniendo su valor de la mía, y así, todos participarán de nuestra vida divina”. -¡Qué grandioso el plan de Dios! Pero, ¡qué distinto del nuestro!, ¡qué distinto del nuestro!

Y se decide la Encarnación. Verbum caro factum est. “El Verbo se hizo carne”. El misterio de Cristo escondido de todos los siglos. “Se anonadó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Y eso por amor a nosotros. Pensar que Dios amó al ingrato, amó al que le ofendía, y en fuerza de su amor, da un salto inmenso, el salto de Dios a nuestro barro en alas del amor.

“Saltó como un gigante a correr su carrera”, y es tan grande, tan inmenso, que esta inmensidad que nos separa de Él la salta en fuerza del amor como si fuera nada. Por amor a nosotros. Porque Él

primero nos amó. Su corazón late en amor infinito al Padre, y en fuerza de ese amor me ama, me ama… y acepta todo el plan de la redención, plande humillaciones y de desprecios, y encarnándose dice: “Dios mío, quiero, lo quiero, es mi determinación deliberada, hasta la muerte, para salvar a los hombres”. Es increíble. Hasta los ángeles se asombran de tanto amor a Dios. Si cuando Jesucristo lloraba en la tumba de Lázaro, los que estaban presentes decían: “Mira cómo me ama”, cuando ven al Verbo de Dios dar este salto hasta la naturaleza humana, los ángeles exclaman: “Mira cómo les ama, cómo les ama. Sólo el amor explica esto: hacerse una hormiguita. Tanto, que creen algunos que éste fue el pecado de los ángeles: el no querer servir al Hombre-Dios.

Y así lo describe el poeta inglés Jockin en unos apuntes que tienen sobre los Ejercicios. Pinta con gran vigor cómo el Verbo de Dios sale engalanado del cielo, acompañado de toda su corte de los ángeles, maravillosa, porque va a celebrar sus bodas; y le acompañan todas las cortes angélicas. Y caminando, se desvía un poco del camino, y entra en una barraca, pobre, destartalada, y allí encuentra una joven sucia, fea; y va a desposarla. Y al ver esto los ángeles, algunos de ellos, se retiran: Non serviam. “Yo no puedo ponerme a servir a ése”.

–Son los ángeles malos, los ángeles rebeldes, que no quieren

humillarse a servir al Hombre-Dios que desposa la naturaleza humana. –Eso para que yo me gloríe tanto de mi personalidad. Pensar que los ángeles, quizás fueron rebeldes por no querer servir al Hijo de Dios hecho hombre, ¡cuánto menos a mí! Pues bien; aprendamos esto: Hagamos redención del género humano. Eso mismo que yo digo.

Y aquí viene el contraste, aquí está todo. Nuestra mentalidad no es la de Dios. Uno de los dos tiene razón. Los dos no podemos tenerla. Fijaos. Cuántas veces nosotros, ante el mundo que necesita de redención, ante las jóvenes, ante las chicas, universitarias, alumnas, el mundo nuestro de hoy, decimos: “Hagamos redención de este género humano”.

También nosotros, como la Santísima Trinidad. Y al escoger los medios, en el fondo –digámoslo con sinceridad-, creemos que la culpa de que no todos sean santos, de que no todo el mundo sea cristiano y católico, la tiene Dios; la culpa la tiene Dios. Porque si nosotros fuéramos Dios, ya estaría remediado todo esto. Lo pensamos.

Cuántas veces decimos: Si tuviera los medios de los comunistas, de tanta gente… si pudiéramos construir los colegios que ellos pueden construir… si tuviéramos los medios de propaganda que ellos tienen… si tuviéramos dinero… -Pues, eso qué es, sino decir que, si fuéramos Dios, todo estaría remediado. Es eso. Aquí están poscriterio. Si yo fuera Dios… Nosotros para redimir al mundo quisiéramos hacernos Dios o ser Dios. Y Dios para redimir al mundo se hace Hombre con todas las limitaciones humanas.

¿Veis? Dos polos opuestos. O uno tiene razón o el otro la tiene. Y nosotros muchas veces en nuestro apostolado nos quejamos de que, “claro, no nos dejan desarrollar nuestras facultades… la obediencia nos lo impide… todo son trabas… no acaban de entender… no nos dejan en paz… la libertad… eso es lo que nos daría más fuerza…”.

Y el Verbo para hacer la redención del género humano se hace obediente hasta la muerte y muerte de cruz. No vamos por el mismo camino. Aquí está la clave de todo ¿eh?, de todo: en el primerpaso del Hijo de Dios. “Se anonadó a Sí mismo hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Y dirá San Pablo con energía grande: “La sabiduría de este mundo es estupidez ante Dios. Nosotros predicamos a Cristo crucificado, porque lo que es necio de Dios es más sabio que todos los hombres”. Y aquí está todo.

       ¿Has dado el voto de confianza a Cristo? ¿Te fías de Cristo? Conócele, conócele. Conocerle íntimamente para enamorarte de Él e imitarle. Seguirle de cerca, si es que te quiere escoger debajo de su bandera. Es el gran misterio: el salto del cielo a la tierra en alas del amor. El hacerse hombre con todas las limitaciones humanas. Y realiza la Encarnación.

Veamos el misterio de la Anunciación, que es tan delicado y hermoso. El Verbo busca una Madre. –Aprendamos también aquí a conocer a Jesucristo.

–Busca una Madre, la puede escoger… Si yo tuviese que escoger, ¿cómo la escogería? Pues bien; no busca valores humanos, no los busca. No busca ni grande cultura –que la Virgen no la tenía-, ni grandes riquezas, -que no las tenía tampoco-, porque ante el Verbo no vale el oro, ni el lujo, ni el placer… Y ni siquiera busca a una Magdalena convertida; tampoco. Busca y se

prepara Él, una virgen: la Virgen María, la Inmaculada.

El ángel enviado por el Señor va a buscarla a un pueblecito insignificante. Allí no es ni Roma, ni Atenas, ni Jerusalén… sino un pueblecito que no aparece en la Biblia: Nazaret; pueblecito de 400

ó 500 habitantes, pequeñísimo, en las montañas, donde nosotros no iríamos ni siquiera a pasar las vacaciones: ni siquiera a eso. Porque allí no hay teléfono, no hay radio, no hay televisión, no hay

luz eléctrica, no hay agua corriente… Allí no hay nada. No hay cama… duermen en el suelo… Y va allí, va allí… -Es que era por su tiempo. -¡Qué su tiempo! Como si no pudiese escoger otro tiempo.

Podía haber escogido otro tiempo. Y además que en aquel tiempo en Roma se vivía pero que muy bien, muy bien, como no se vive ahora. Muy bien. En Roma, en aquel tiempo, en las grandes termas

se bañaban en agua de mar. Hoy día no se bañan. Si no va usted al mar, no hay agua de mar.

Entonces, la traían del mar para poderse bañar cómodamente con agua de mar en las termas. De modo que, si hubiese querido pasarlo bien, lo podía. Como ahora; ahora hay sitios donde no hay

teléfono, y no hay radio, y no hay televisión, y no hay luz, y no hay agua corriente. Lo que pasa es que nadie quiere ir… nadie quiere ir. Y si a uno lo mandan allí es la gran cruz. ¿Cómo se puede pasar sin nada de eso? Las misiones… Así me decía un negrito una vez que estaba hablando conmigo. ¡Más bueno…! Es del Congo. Y… llamaron por teléfono; voy a coger el teléfono, y me dice sonriendo: Allí no tenemos eso, allí no tenemos…

Pues bien; ahí, ver los gustos de Dios. Él ha escogido eso; en absoluto yo también puedo escoger un sitio así, o me pueden mandar a él por lo menos; eso es indudable. Él lo ha escogido. En

aquel tiempo y ahora, ha escogido un sitio donde no tiene ninguna comodidad. No hay valores terrestres. Y sin embargo, Él ha escogido ese sitio. Y va allí a buscar precisamente un corazón, que

es el de la Virgen. Y allí sí; eso se la ha preparado Él, eso se lo ha preparado Él. Vamos a penetrar un poco en el Corazón de la Virgen para ver después este coloquio del Ángel, o del Señor con María.

La Inmaculada.- Tendría entonces, pues unos 16 años de edad. Santidad grande, pureza; muy pobre, desposada con un carpintero, es decir, con un agricultor como todos los demás, con un campesino; que el pueblo de 400 habitantes no existe el carpintero que no haga más que el carpintero, sino es uno de los campesinos que se arregla para remediar todas las cuestiones de carpintería en los ratos libres, porque es el carpintero; pero él tiene sus campos. No, no creer que era un oficio así cualificado, sólo carpintería; no. Es un campesino que hacía también de carpintero, de constructor.

–Desposada con éste, en una aldeíta desconocida, totalmente esconocida; pero dentro, cuántos tesoros hay en esa joven, en esa Virgen María. Fijémonos un poco el Ella para enamorarnos también de Ella. La imagen de María, nuestra Madre, es verdaderamente maravillosa, maravillosa; y nos tiene que cautivar, porque tiene que ser el modelo de nuestra consagración a Cristo.

La Virgen, desde el primer momento de su concepción, era predilecta de Dios. Hay algunos que hoy día casi encuentran dificultad en esto, y casi no acaban de comprender cómo la Virgen

pudo venir al concepto de virginidad; como si tuviese que proceder según la psicología de todas las aldeanas de su tiempo. Y no, no hay que pensar así. La gracia tiene su psicología. Indudablemente

lo podemos experimentar muchas veces.

Cuando un alma se vuelve hacia Dios de veras, muy fácilmente, muy frecuentemente brota el ella un deseo de consagración total y exclusiva al Señor, aun cuando no haya oído hablar explícitamente de virginidad; pero es algo que lleva consigo esa gracia que el Señor concede.

Pues bien; si eso hace en nosotros la gracia tan medida que tenemos, tan poquita, ¿qué haría en la Virgen la gracia de su Inmaculada Concepción? Ella que era predilecta de Dios… Si nos dicen los teólogos que María tenía ya en su concepción más gracia que los santos más grandes al fin del tiempo de su vida… No tenemos que medir la psicología de la Virgen con un alma que no está siquiera en gracia de Dios, sino tenemos que medirla por la psicología de losgrandes santos al fin de su vida.

Pues bien; si queremos comprender un poco esta virginidad de María, esa su consagración total al Señor, tenemos que partir siempre de este punto: La Virgen, según muchos Padres, tiene como razón única de su existencia el ser Madre de Cristo. De modo que el Verbo no escogió su Madre entre las posibles mujeres, no; sino que la posibilidad de la Virgen estaba vinculada a su maternidad. Si no, no hubiera existido; sólo para ser Madre de Dios. La posibilidad de María estaba ordenada a la Encarnación, según muchos Padres.

Pues bien; la Virgen, destinada a ser Madre de Dios, desde el instante de su concepción era objeto, de parte de Dios, de un amor de predilección que nosotros no podemos ni siquiera imaginar. Dios la contemplaba con amor, con predilección; y alrededor de ella formaba una especie de cerco amoroso que le hacía penetrar sensiblemente la profundidad y la delicadeza de su amor.

Y Ella sentía esa predilección de Dios; no por predilección respecto de los demás; sentía este amor delicado de Dios hacia Ella;y como era un alma creada inmaculada, sin complicaciones, sin reservas, tendía a Dios con toda la sublimidad y la sencillez de su tendencia total, sin reserva.

A Ella le parecía lo más natural del mundo el amar a Dios como Ella lo amaba, con un amor total y exclusivo. Amaba tanto a Dios…, del cual sentía como una infiltración de sentimiento amoroso, como del amor celoso de su Dios.

La mayor parte de las vírgenes cristianas entiendenperfectamente lo que significa esta infiltración amorosa de Dios con solo echar una mirada sobre sí mismas. Porque aún ahora, Dios lo

hace así muchas veces. Hay muchas almas que ha escogido desde pequeñas con amor. Y es celoso de que el corazón de esas jóvenes no sea para ningún otro nunca, sino sea sólo para Él. Y eso a pesar de que muchas veces nosotros mismos no las cuidamos, y a veces nosotros mismos somos ocasión de que no conserven ese amor total y exclusivo con motivos muy falsos, con educación equivocada, porque dice que tienen que ser normales… que tienen que amar también las criaturas, etc., etc.

Pues bien; esta preparación del corazón que el Señor ejercita muchas veces en muchas vírgenes, aún hoy día, la llevó a cabo en la Virgen Santísima en un grado que podíamos decir infinito. Y así Ella se sentía toda atraída a Dios con una atracción sencilla. Amaba tanto a Dios que ni siquiera reflexionaba en si amaba a Dios; porque el reflexionar sobre el amor quita siempre algo a la intensidad del amor. Y así una madre, una madre genuina, no duda nunca en si ama o no ama a su hijo, no piensa en ello. Ama sin reflexionar. Si reflexionase perdería algo de la intensidad del amor.

 A Ella le parecía tan natural ser toda de Dios… Lo más obvio… No es que creyese que era pecado amar a otra persona, pero comprendía que era una infidelidad a aquella delicadeza de amor que le mostraba Dios. Y así, como una azucena abierta hacia Dios se ofrece la Virgen durante toda su vida; con sencillez, sin compararse con nadie.

Estamos aquí en el centro de la virginidad. Ese es el estado interior de la virginidad, que se entrega a sólo Dios, sólo Dios. La virginidad no está tanto en la parte física del hombre, no está tanto; -también esto interviene-; no está ahí su raíz. Ni está en el mero pudor infantil de una niñacon su actitud de reserva, con su actitud más centrada en sí misma. Lo esencial de la virginidad está

en el corazón abierto a sólo Dios. Ahí está: Sólo Dios. Y si el corazón está sólo para Dios, lo demás será una consecuencia, se lo arrastrará consigo, llevará toda su persona en el vuelo de amor hacia sólo Dios. La virginidad es la del corazón. Sólo Dios, sólo Dios. Eso está escrito sobre el corazón de una virgen: sólo Dios, sólo Jesús.

Y el Señor puede pedir a un alma un tal grado de virginidad positiva –no en el aspecto de pecado, sino en el de virginidad positiva-, que aun el quedarse y detenerse un poco en una florecilla,le parezca una infidelidad al amor exclusivo de Dios, porque ya su corazón es sólo de Dios, y ella debía resbalar en todas las criaturas para descansar en sólo Jesús. Pues bien; así estaba la Virgen, en esta actitud de azucena abierta hacia Dios; Virgen del todo.

Es bien curioso. Dios, que destinaba a María a ser Madre suya, le infunde el instinto de ser Virgen. Es curioso; pero es muy profundo y es bellísimo. Precisamente comunicó a la Virgen el instinto de ser virgen para que fuera Madre de Dios, Madre de Jesús.

En efecto, hay una expresión tradicional que se atribuye a algunos Padres, que dice así: “Si una virgen tuviera un hijo, ese hijo sería Dios”. Y a primera vista parece una cosa así paradójica, y

no se entiende. Cuando uno reflexiona, dice: pues es verdad. Porque hemos dicho que la virginidad está en el corazón, sobre todo en el corazón, radicalmente en el corazón. Pues bien; si una virgen, siendo virgen tuviese un hijo, el hijo es siempre hijo del amor; por lo tanto sería hijo del amor de esa Virgen, y como ese amor de la Virgen es Dios, ese Hijo sería Hijo de Dios, de su amor.

      Y esto es lo que pasa en la Santísima Virgen. En la Virgen, la maternidad brota de la virginidad, de ese amor exclusivo a Dios. Así la prepara Dios para ser Madre, con esa entrega total a Él, exclusiva; con esa abertura de azucena hacia sólo el Verbo, hacia sólo Dios; con esa sencillez con que se mantiene abierta a sólo Dios.

Y viéndola tan hermosa, el Verbo se inclina hacia Ella y tiene con Ella este diálogo que nos pone San Lucas en su Evangelio, que es maravilloso. Vamos a leerlo así.

“Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una Virgen”. Ya hemos visto quién es esta Virgen. “Desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José, y el nombre de la Virgen era María. Y habiendo entrado el ángel a donde Ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre todas las mujeres”.

Y aquí vemos la primera virtud maravillosa de la Virgen: su sencillez, sencillez grande. “Al oír esto, la Virgen se turbó, y se puso a considerar qué significaba una tal salutación”. ¿Por qué se turbó, la Virgen? Pues la Virgen se turbó sencillamente –podemos pensarlo así-, se turbó porque nunca había pensado en ser distinta de las demás, nunca había reflexionado ni se había comparado con nadie; y al oír ahora que Ella “llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres…”, pero, ¿qué significa esto? ¿Qué he hecho yo? Si yo no tengo nada… Es la turbación

-¿qué puede significar esto?- de la sencillez de la Virgen. Que es maravillosa la sencillez de la figura de María. En todo el Evangelio, en esta parte –que muchos creen que es de origen de María misma-, notad esto: Cuando habla Isabel dice siempre: “Y exclamando en voz alta dijo a María: Bendita entre las mujeres”. Y dice: “Se llenó del Espíritu Santo y dijo”. Cuando hablan los demás, todos llenos del Espíritu Santo. Cuando habla Ella, siempre dice: “Y dijo María”. María… Siempre así; se llamaba María, sin ningún adjetivo, nada; María.

–Es esa sencillez característica. –Lo mismo también que esta sencillez –que era tan difícil…- esta humildad que se ve aquí… que no reflexiona en compararse con nadie; que esa es la verdadera humildad, y es la verdadera sencillez… Y María necesitaba una sencillez donal enorme.

Pensad que María tenía que ejercitar con Jesús todos los cuidados de una madre con su niño. Y al mismo tiempo lo veneraba como su Dios. ¡Qué sencillez hace falta para esto! Después, en la vida pública, ve que le consideran como el gran profeta, el gran Mesías, y Ella tiene que hacer el papel de la Madre del Mesías en la misma sencillez de cada día.

 –Y después de la resurrección todavía ve que adoran a su Hijo como Dios, y Ella es una sencilla mujer como todas las demás. –Es admirable esa sencillez de María. Es una figura que impresiona.

Y lo mismo en su humildad. La humildad de la Virgen es verdaderamente donal. No ha reflexionado. Por eso ahora se sorprende de que le digan una tal cosa.

–Y en todas sus cosas, Ella hace lo que tiene que hacer.

Algunas veces nosotros solemos preguntar: Pero, ¿cómo es posible que esa alma se sienta la peor de todo el mundo? Pero si reflexiona un poco… si se compara con aquella otra… pues, ¿cómo se va a considerar peor…?

–Es que esto es lo que no hace un alma humilde: el compararse; es incapaz de eso. Sino, está en Dios y ve toda su miseria en Dios, y no se le ocurre compararse con nadie. El ocurrírsele compararse ya es una falta de esta plenitud de humildad. El alma humilde no piensa en ello.

–Así es María; se turba. Vamos adelante con la figura de María. “El ángel le dijo: Oh, María, no temas, porque has hallado gracia en los ojos de Dios. Sábete que has de concebir en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de su padre David y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin”.

A una joven israelita instruida como María en la Ley, esto no presentaba ninguna duda; se trataba del Mesías. Era un pueblo curioso aquel pueblo judío, en el cual toda joven israelita tenía la

ilusión de tener en su descendencia al Mesías. Todas. Por eso no concebían la virginidad. Era suhonor: a ver si el Mesías está entre mis hijos, en mi descendencia.

–Y María, llevada de ese amor al Señor, de ese amor que sentía internamente, había renunciado a esto. Con sencillez. Ella no podía amar una persona humana con ese amor exclusivo y total, propio del matrimonio; y había renunciado. Y ahora se encuentra con que precisamente Ella, no va a tener en su descendencia lejana al Mesías, sino que va ser la Madre del Mesías.

Y Ella lo entiende perfectamente. El lenguaje es enteramente del Antiguo Testamento para designar al Mesías. Y Ella lo comprende. Y con la misma sencillez, sin aspavientos ningunos, le dice enseguida al ángel: “¿Cómo va a ser eso?, pues yo no conozco varón alguno”. Si yo no voy a consumar el matrimonio… ¿Cómo va a ser eso, que voy a tener un hijo…?

¿Es que María estaba dispuesta a renunciar a la maternidad divina con tal de conservar la virginidad? Ni pensarlo. María no pensó en eso. Eso sería una imperfección. María es docilísima a la voluntad de Dios, y no hace un ídolo de ninguna cosa creada. Ni pensarlo. Lo que pasa es que María estaba ciertísima de que Dios la quería virgen. De eso no podía dudar. Ella sentía la predilección de Dios, y sentía que era una infidelidad a Dios el dejar ese estado suyo de entrega total al Señor como azucena abierta.

Pero, por otra parte, el ángel le anunciaba esto, y también lo

creía. Y ahora la duda de la Virgen es: ¿Cómo se unen estas dos cosas? Yo creo una cosa y creo la otra. Pero, ¿cómo se realiza esto?

Y el ángel le responde con lo que hemos dicho antes: Si una virgen tuviese un hijo, ese Hijo sería Dios. Y es lo que le dice: No, tu Hijo no va a ser puro hombre, no. Mira; “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por cuya causa el Santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios”, de una manera más particular.

 –Y esto lo entendió también la Virgen. La terminología que se emplea aquí es la misma terminología con que se habla del Arca donde reposaba la gloria de Dios. Sabía que era el templo de Dios. El Espíritu Santo iba a cobijarla con su sombra como cobijaba el Arca del Testamento donde descansaba el Señor.

–Y Ella lo entiende. Tuvo que tener esta luz. La Virgen comprendió que iba a ser Madre de Dios. Lo dicen los Padres: que María entonces tuvo esa luz. Pero además nos lo dice la misma razón teológica

–a mí, al menos, me hace mucha fuerza-. Porque si el Señor viene a pedirle su consentimiento, no se lo va a pedir para otra cosa distinta de lo que va a ser. El Señor es caballero siempre; y si viene a pedirle su consentimiento, una madre que procede humanamente, aun cuando no sepa de antemano quién será el hijo y cómo será el hijo, pero debe saber quién es el padre de su hijo. Y éste es Dios. Será Hijo de Dios. Y Ella lo entiende, lo entiende.

Y aquí viene lo hermoso. Y María cree, cree. Esto es admirable. La fe de María. Que esta joven haya creído que podía ser Madre de Dios… es increíble. Mucho más que la fe de Abrahán. Y lo hace con la misma sencillez… como se mueve en todo este orden sobrenatural. Cree, cree. Por eso le dirá Isabel como su grande felicidad: “Dichosa tú que has creído que se podía realizar lo que el ángel te anunciaba”, lo que te anunciaba el Señor. Lo has creído.

–Y Ella sí. ¿Por qué no? Y viendo todo lo que era esto, y creyéndolo, se encuentra con la grande proposición a la que tiene que responder.

 

 

Contemplemos esta escena.

 

Hay una imagen en que está el Niño Jesús teniendo entre sus manos una azucena que le mira abierta. Y debajo hay una frase que dice sólo esto: Suscipe me. “Cógeme, tómame”. Y no se sabe si es la azucena la que dice a Jesús: cógeme, o si es Jesús el que le dice a la azucena: cógeme. Es el momento de la Encarnación. Ahí está. La Virgen toda abierta hacia el Señor; el Señor inclinado hacia María pidiendo su consentimiento. La Virgen que está pidiendo al Verbo: cógeme; y el Verbo que le pide a la Virgen: cógeme. Y el coger la Virgen al Verbo es dejarse coger por el Verbo.

Es la Encarnación, el fruto de la virginidad. Dilatare, aperire, tanquam rosa fragrans mire. “Ensánchate, ábrete como una rosa que exhala fragancia exquisita”. Y así se abre la Virgen al influjo del Señor que quiere entrar en Ella. Y conociendo todo lo que iba a venir en este sentido, la Virgen, con sencillez, sin aspavientos, inclina su cabeza y dice: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Y el Verbo se hizo carne en ese momento; sin que nadie se enterase, en la sencillez del día ordinario y normal, cuando quizás fuera estaban las vecinas hablando o gritando. Nadie se entera de lo que pasa, de la intimidad de la acción de Dios en el alma. Y quizás poco después vinieron a llamar a la puerta a pedirle un favor, y la Virgen salió tan sencilla como antes. Llevaba dentro de sí el Verbo encarnado.

Y Ella, sencilla, igual… y habla… y sigue toda su vida normal. –Esa es nuestra Madre. Y aplicarnos a nosotros. Aplicar a tu misión. Porque esta es la respuesta de la Virgen: la colaboración de María a la idea de Redención de Cristo. Es la primera cooperadora. Ha aceptado en pleno el plan divino. Y a ti también, el Señor te pide cooperación. Aplícala a tu misión.

También a ti te saluda el ángel: “Ave gratia plena”, porque estás llenade gracia por la misericordia del Señor. “Dominus tecum”, el Señor está contigo, por la gracia, por su ayuda. “Bendita tú entre las mujeres”, evidentemente, escogida por Dios entre tantas… Y te anuncia lo mismo: que el Señor quiere encarnarse en ti –analógicamente-, que el Señor quiere manifestarse a través de ti, que pide tu cooperación, que seas instrumento dócil de lo que el Señor quiere actuar a través de ti.

 –Y también tú tienes que creer. Que es difícil… y es la base de la santidad. La base de la santidad está en un acto de confianza grande, por el cual creemos que Dios es capaz de hacernos santos y es capaz de salvar las almas con nuestra cooperación, a pesar de nosotros. Y eso está en la base: que puede. Un acto de fe grande, grande.

Y entonces, abriéndonos al Señor, sintiendo, oyendo que Él nos dice también a nosotros que quiere, a través de nosotros, nacer en las almas, todas las almas nuestras están pendientes de nuestra respuesta. Si toda la humanidad pendía de la respuesta de la Virgen, mis almas dependen de mi respuesta. Yo puedo decidir para ellas de muchos bienes, de la redención misma. ¿Cómo responderás a esta invitación del Señor, a que realices esa misión de cooperación plena, sin reservas? Con las palabras de la Virgen: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu

palabra”.

 

 

EL NACIMIENTO

 

En estos momentos de devoción interior en que estamos esperando el nacimiento de Cristo con la liturgia del día de hoy “hodie scietis quia veniet Dominus et mane videbitis gloriam eius”. “Hoy sabréis que viene el Señor y mañana temprano veréis su gloria”, vamos a prepararnos haciendo la meditación sobre este misterio: el nacimiento de Cristo; misterio de la infancia de la Palabra silenciosa. Vamos a ponernos así en la presencia del Señor con ese sentido de dilatación del corazón, para que el Señor vaya imprimiendo dentro de nuestra alma la lección de la Navidad.

Una nueva ocasión de renovar nuestra compenetración con Cristo, de iniciarnos en esa vida divina que Él nos trae a la tierra como Palabra del Padre. Y para eso tiene que hallar en nosotros ese corazón abierto por su misma gracia para saber copiar detalladamente, atentamente aquella lección que Él personalmente

nos dicta. Y por eso tenemos que pedirle esa gracia de conocerlo íntimamente en este misterio.

       Cada misterio de Cristo nos pone ante los ojos toda la riqueza de la divinidad encarnada, de la Palabra del Padre; y en todos los misterios se realiza de nuevo el efecto del misterio central de Cristo, que es su Pasión y su Resurrección. Cada misterio nos lo aplica con su matiz particular, con su aspecto más propio para nosotros. Y por eso cada alma recoge ese fruto de la muerte y resurrección de Cristo en aquel matiz que a ella concretamente el Señor le pide.

Por eso tenemos que insistir en la gracia de conocerlo íntimamente; para no quedarnos en la superficie del misterio, para no quedarnos en la belleza del cuadro que se nos pone delante, sino para arrodillarnos ante Él, para entender qué es lo que Jesucristo quiere, cuál es la iniciación de mi vida que Él pretende al

ponerme delante de este misterio y al hablarme silenciosamente desde Él; qué es lo que a Él le agrada en mi vida. Y así poco a poco transformar todo nuestro ser en el suyo, nuestro modo de pensar en el suyo y nuestro modo de actuar en el suyo.

       Con estos deseos vamos a fijarnos en las tres etapas del misterio de Belén: antes del viaje a Nazaret; de Nazaret a Belén, y por fin, en la gruta de Belén.

 

Primero: en Nazaret, antes del viaje.

 

Podemos contemplar las personas, que todo es para nosotros lección. Allí están la Virgen y San José. Nos vamos a detener, porque en ellos vamos a ver la manera de disponernos al éxtasis del nacimiento.

María y José son las personas más amadas de Dios, más amadas del Padre. Están en una casita pobre… de carpintero, de hortelano… Fijémonos en la Virgen… cómo se mueve… qué hace… qué piensa… qué cosas son las que ocupan su mente… cómo habla… qué caridad tiene en todo… cómo trabaja… su serenidad… su humildad… su blandura interior… su sencillez en todo.

Es la santidad ideal; la del Principio y Fundamento de los Ejercicios; la que busca en todo solamente agradar a Dios. No tiene otra finalidad sobre la tierra en ninguna de sus acciones: agradar al Padre; en todo, sencillamente; en esa misión que Él mismo le ha confiado ya desde el principio de su vida, pero más particularmente desde la Anunciación.

Notemos en ese espíritu de la Virgen ese constante confluir de los dos elementos: los dones de Dios que la inundan, a los que Ella responde con un Magnificat anima mea Dominum; con una aceptación de esos dones en amor; con un olvido de sí misma para engrandecer al Señor que se los da, reconociendo sus dones. E inmediatamente, en fuerza de esos mismos dones del Señor, la aceptación de la finalidad para la cual se los da, que es –el Señor le da todos esos dones- para la colaboración en la Redención de Cristo, en la Redención de la humanidad por Cristo. Y así, María está siempre conjugando estas dos palabras: Magníficat y Fiat.

El Magnificat a los dones de Dios, y el Fiat a la voluntad salvífica del Padre, para la cual se le dan esos dones de Dios; hasta que llegaa ofrecer en la cruz, en su último fiat el sacrificio de su Hijo, y después recoge en la Resurrección de nuevo, con el Magnificat, el don de la nueva vida comunicada por su Hijo. Magnificat y Fiat, como personificados en la Virgen, que se arrodilla ante el Señor. Magnificat y Fiat. La Inmaculada… la Redentora con Cristo… el complemento de la Trinidad.

Y junto a la Virgen está San José. También modelo de la santidad del Principio y Fundamento. La Escritura nos dice de él que era: Vir iustus, hombre justo, temeroso de Dios, santo. La expresión justo, en la Escritura refleja aquella santidad que nace de lo profundo del corazón; aquella que nace de la raíz del ser y que se extiende después a todas las acciones. Diríamos que es: un alma bien encuadrada; vir iustus. Como una mesa que está bien asentada; es: en su puesto. Así es San José.

Siempre ocupa su propio puesto. Vir iustus. –Y entrando más adentro en esta figura del vir iustus, podríamos decir que la justicia de José es como su justeza, su exactitud, su precisión. José, el hombre exacto, que está en su puesto, siempre en su lugar, donde Dios quiere, sin pasar más allá y sin quedarse más acá. Vir iustus. El hombre que está en su lugar.

Así como cuando tenemos a veces –sucede- dentro de nuestra mente unas ciertas melodías interiores y deseamos expresarlas externamente en el canto, y hay algunos que las saben expresar con precisión, entonadamente, y otros que no pueden precisarlas –defecto de naturaleza, defecto de ejercicio, como sea, pero lo que cantan no sale entonado-, de la misma manera podemos decir que el Espíritu Santo dentro del alma de cada uno está inspirando una melodía interior, celestial; la melodía que es en el fondo, con una variante u otra, aquella que decía Ignacio de Antioquia: “Ven al

Padre, ven al Padre”, que oía desde el fondo de su corazón.

Pues bien; no todos saben expresar esta melodía con exactitud, con precisión, entonadamente. En cambio, José es el varón justo, el que sabe cantar con exactitud la melodía que interiormente le está inspirando el Espíritu. Y por eso el Evangelio tiene especial interés en hacernos resaltar que, cuando le da una orden el Señor, José la repite al pie de la letra: “José, levántate, toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga”. “Y José se levantó, tomó al Niño y a su Madre y huyó a Egipto, y allí estuvo, hasta que el ángel vino de nuevo a advertirle”.

Es la justeza; es la precisión; es la copia de la melodía interior, expresada con entonación, con entonación de vida, con precisión de amor; siempre al servicio de la voluntad del Señor. Es el vir iustus.

A María y a José viene esta santidad, de la cercanía que tienen en su función junto a Jesucristo. Eran sumamente sencillos. Pero están los más cercanos de la Verdad. Si nosotros hubiésemos preguntado a María y a José si tenían mucha cultura… si seguían los acontecimientos de entonces del mundo… si sabían lo que iba representándose en los teatros de Atenas… pues nos diría San José: Pues… pues no, no sé nada… Yo lo único que me preocupo es de procurar hacer la voluntad de Dios…

-Pues… saldríamos de la conversación… pues sí… quizá haciendo ese comentario: gente buena, excelente… pero… cerrados… poca cultura… poco conocimiento… poca abertura. Ignorando que existen dos aberturas: existe la abertura de la superficie y existe la abertura de la profundidad. Existe la abertura de la superficie que es la de multiplicar nuestros conocimientos en un mundo en el cual no se nos da más conocimiento de la verdad, sino que se multiplican los predicados que nos hablan de una misma verdad ya conocida. Y hay otra abertura en profundidad, que es la que abraza la Verdad.

Los filósofos más grandes que van en busca de la verdad, muchas veces no llegan a abrirse para abrazar la verdad. Estos dos de Nazaret tenían poca abertura de superficie, ciertamente, pero tenían una gran abertura de profundidad. Y tendrán la dichainmediatamente, después de haber abrazado con su espíritu a la Verdad, de abrazarla también entre sus brazos a esa Verdad hecha carne.

Estos son María y José; sencillos. Humanamente no de grandes aberturas; humanamente. Pero de grande abertura interior, que abraza constantemente a la Verdad, y en quienes se dilata cada día más el conocimiento íntimo del Padre, de Dios, que les va a dar también entre los brazos a su Hijo encarnado. Esos son. Están preparándose ahora, o el Padre les está preparando al éxtasis del Nacimiento. Y, ¿cómo los prepara? ¿Qué hacen estos dos grandes modelos?

Primera de las virtudes que se nos manifiesta en ellos: el abandono sencillo a la Providencia del Padre. Si consideramos con sentido realista la situación en que se encuentran los dos en Nazaret, sabiendo por las Profecías que el Mesías tiene que nacer en Belén, ellos, en cambio, están en Nazaret; se acerca el tiempo del nacimiento y siguen en Nazaret; y no se mueven… y no se turban… Se abandonan a la voluntad del Padre. No hacen nada especial por cumplir, de la manera que a ellos les parece, las Profecías ya antes escritas sobre el nacimiento de Cristo; no hacen nada especial por realizar sus proyectos, sino que en todo se abandonan confiadamente a la Providencia del Padre. Esa es la posición de los dos. Y están ahí… esperando suavemente. Y cuando estaban en estas circunstancias, en este abandono del Señor, ocupados, sin duda ninguna, en preparar todas las cosillas,

-que con corazón materno la Virgen, con lo mejor de su alma San José las estaban preparando para endulzar un poco la entrada de Jesús en este mundo, para endulzar un poco la pobreza en la que iba a nacer en aquella pequeña casita, choza de Nazaret: la Virgen preparaba sus pañales… San José le hacía su cuna… le arreglaba todo en la casa lo mejor que podía… con todo su amor…- pues cuando estaban así ya acercándose, esperándolo todo del Señor, viene el decreto del Emperador: que cada uno tiene que inscribirse en el lugar de origen de su propia familia.

¡Qué poco les costó a María y a José reconocer en este decreto el dedo de Dios! Dominus est.“Es el Señor”. Tenían que ir a Belén; no les costó mucho. La orden venía de un emperador pagano, que no pretendía en nada buscar la voluntad de Dios; ni de lejos. Quizá ni creía en Dios… Pero da la orden: ¿Por intereses humanos? ¿Para enriquecerse? ¿Para imponer contribuciones? Es lo mismo, es lo mismo.

Esa orden es la que Dios quería que sirviese a María y José como indicador de su camino hacia Belén. Y ellos lo reconocen. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios en los detalles de cada día”; en la limpieza del corazón de María y de José que sólo están buscando el gusto de Dios, el agrado de Dios, notan inmediatamente: aquí está la mano de Dios. Y obedecen; reconocen con espíritu de fe la voluntad del Padre, y se ponen en camino.

Una obediencia difícil, costosa, en circunstancias difíciles, como se encuentran entonces al emprender aquel camino largo de unos 120 kilómetros. Pero no dudan un momento. Se ponen en camino. ¿Qué hacen, pues, en este momento la Virgen y San José para prepararse al éxtasis del Nacimiento? Obedecer. Con sumas dificultades. Renunciar a lo poco, a lo poquito que habían preparado. Poca cosa era… Lo habían hecho con el amor más grande del mundo; lo habían hecho por el amor de su Jesús, del Niño que iba a nacer; con la intención más pura. Y sin embargo, el Señor les pide que aun eso lo dejen.

¡Cuánto nos cuesta a nosotros a veces! Con eso de decir que lo hacemos por amor de Dios, nos pegamos tan fácilmente a eso bueno que queremos hacer, y nos parece que Dios mismo no nos puede pedir renunciar a lo que nosotros buscamos por amor de Él.

Y sin embargo, no sabemos bien los caminos que nos tienen que llevar a prepararnos al éxtasis del Nacimiento. El Evangelio del último domingo de Adviento dice: Et videvit omnis caro salutare Dei. “Toda carne verá la salvación de Dios”; toda carne; todo hombre. A todos se anuncia la salvación.

Es esa idea que la Iglesia recoge tanto en el día de hoy: esa dilatación para todo el mundo; ese espíritu ecuménico que lleva consigo el anuncio del Evangelio. Y no sólo a todos, sino que a todas las partes del hombre se anuncia la salvación. Todo el ser humano tiene que estar salvado, tiene que llegar a la plena salud del alma.

Pero para eso hay que preparar los caminos del Señor. Y para eso se hizo la voz de Dios sobre Juan Bautista, y salió a predicar movido por Dios. Y, ¿qué predica? Ego vox clamantis. “Yo soy la voz del que clama”. ¿Qué? In deserto parate viam Domini. “Preparad los caminos de Dios en el desierto”, en la soledad, en el desprendimiento, en el despego de las cosas de este mundo. “Preparad los caminos del Señor”. Y eso es lo que hacen la Virgen y San José: renunciar a lo poco que habían preparado.

Y esa es la preparación inmediata que el Padre hace en María y José para el éxtasis del nacimiento; para que ese nacimiento de Cristo se extienda a todos y a todo. Quizás nosotros les hubiéramos

aconsejado –si nos hubiesen pedido a nosotros un parecer de cómo prepararse al nacimiento- quizás les hubiésemos aconsejado que se retirasen de todas las cosas de este mundo, que estuviesen metidos en una gruta, en un cuarto, en una soledad, orando, orando sin distracciones… No ha sido ese el plan de Dios. Se preparan con un viaje duro; saliendo de su casa; caminando días enteros.

Pero la verdadera preparación está en esto: abandono a la voluntad de Dios. Obediencia y renuncia. Y siempre será así. No tenemos otro camino para llegar al éxtasis del nacimiento, para abrazar entre nuestros brazos en nuestro espíritu, cada vez más en lo íntimo de nuestro corazón – que esos son los progresivos nacimientos de Cristo en el alma: Cristo nace en el alma en la medida en que el alma se transforma en Él-; no hay, digo, otro camino, sino éste: renuncia, obediencia, abandono a la voluntad de Dios. Por sus caminos. Per tuas semitas duc nos potendimus, dice la Iglesia con su espíritu materno y con su espíritu educador. Hermosísima jaculatoria, que debemos tomar de la liturgia, de esa oración de la Iglesia Madre: “Por tus caminos, llévanos a donde tenemos que ir”. Por los tuyos, no por los míos. Por los tuyos: Obedecer, abandonar, renunciar.

Y, ¿para qué todo esto? ¿Por qué les hace dejar todas estas cosas, y trabajar, y sufrir? ¿Por qué? Consideremos para qué se trabaja en este mundo. Se trabaja para ir adquiriendo algún dinerillo, para asegurarse los años de la vejez, para poder disfrutar más adelante un poco de la vida… Nunca veréis que en este mundo se anuncien ventajas para sufrir más. Nunca leeréis un anuncio: “Si usted quiere quedarse más pobre, haga esto, o haga esto otro, aproveche esta ocasión…”. Siempre es para huir de la pobreza, del sufrimiento; para huir de la humillación…

Jesucristo, ¿por qué hace sufrir así, obedecer, abandonarse, trabajar, renunciar, a María y a José? Sencillamente: para nacer en suma pobreza; hacer en suma pobreza de verdad. Y después de los

trabajos de toda la vida, hasta la cruz. Para eso.

Ahí tenemos el grande ejemplo de Cristo que tenemos que imitar. Es la Iglesia de los pobres de verdad. ¡Qué razón tenía San Ignacio! Cuando en una ocasión el P. Jerónimo Nadal, caminando con él le preguntaba llevado a su ardor de espíritu: P. Ignacio, déme la fórmula para llegar pronto a la santidad, a una santidad heroica, alta. Y le dice el P. Ignacio: “P. Nadal, mirad lo que se hace en el mundo, y haced Vos lo contrario; y llegaréis en un momento a la santidad”.

Mirad; tendréis que trabajar para ser pobres. No para hablar de la pobreza; para ser pobres. Porque hemos llegado a un momento en este mundo, en el cual a uno no le dejan ser pobre. Había períodos en los cuales la gente era muy divertida… la Curia de los Cardenales tenía sus grandes villas, magníficas… sus grandes diversiones… pero si uno quería ser pobre, le dejaban. ¡Todo lo que quiera! Ahora, no le dejan a uno en paz. Sino, ¡por la gloria de Dios, y por el bien de las almas, y por la salud de todos!, el que quiera ser pobre tendrá que sudar de verdad.

Pues bien; Jesucristo les hizo trabajar a ellos –a la Virgen y a San José- para nacer en suma pobreza; porque lo que le preparaban en Nazaret todavía era demasiado; demasiada comodidad para lo que Él quería tener a la entrada de este mundo. Para darnos ejemplo de dónde están los verdaderos tesoros.

 

Segundo: el camino, el viaje.

“Hacerme esclavito indigno”, dice San Ignacio; “como si presente me hallase”. Es curiosa esta expresión de San Ignacio. Es el único diminutivo que expresa San Ignacio en todos sus escritos, Constituciones y Cartas: “hacerme esclavito indigno”. Ahí se ve todo el corazón que él ponía en esta meditación.

¿Es pura imaginación? No. No es pura imaginación. No es que uno vaya a imaginarse que estaba entonces allí; no. Sino que, sabiendo que el hecho que nos cuenta en el Evangelio es verdadero, sabiendo que entonces la Virgen, y Jesús en el seno de la Virgen nos veía y nos conocía, entonces participa con nosotros sus misterios, y nosotros participamos con una actitud real, sincera, auténtica, leal.

Y entonces nuestra posición es la de ser servidores de Cristo, indignos servidores de Cristo, indignos servidores de su Madre; y lo hacemos con gusto. “Hacerme esclavito indigno”. Y así lo tenemos que hacer.

–Es que son pequeñeces… -¡Pues no! El alma que en la oración

sabe hacerse así, durante la vida será también un esclavito indigno; será humilde, será sencillo; y no esperéis que un alma soberbia, pagada de sí misma, de su intelectualidad, vaya a la oración a hacer esas tonterías. No las hará nunca… porque no; porque no dicen bien con su dignidad.

De modo que están las cosas muy unidas. Y poco a poco se forma en nosotros esa actitud de esclavito indigno ante el Señor y ante la Virgen, que después será la actitud de esclavito indigno ante los demás, ante el prójimo, en esa caridad grande que debemos tener con todos, que es la virtud característica de la nueva vida traída por Cristo.

Pero una caridad de servicio verdadero, hecha con humildad. Lo mismo que servimos a la Virgen y a San José, nos sentiremos siempre servidores de todos; a la disposición de todos, en cuanto no sea ofensa a Dios; porque somos los últimos; estamos para agradar a todos. Yo no soy para mí; yo soy para los demás.

Pues bien; como un criadito indigno, un esclavito indigno. Y me ofrezco a acompañarlos con mucho gusto. Les veo salir… La Virgen sobre el borriquillo… y yo le tomo las riendas al borriquillo… Y no me parece que es humillante para nada. Lo hago con mucho gusto… Y voy caminando adelante… contemplando a la Virgen… Eso es contemplar: contemplar a la Virgen mirándola; más pura que la luna, más fúlgida que el sol. ¡Tan bella; tan recogida!

Y la contemplas, la miras, hasta que el burro te da una patada, porque no le dejas pasar. Y despiertas. ¡Es tan hermoso contemplar a la Virgen! Cómo va. Lleva dentro el tesoro más grande del cielo y de la tierra. Va recogida; no introspectivamente. No es que está atendiendo a sí misma; está atendiendo en su interior a su Hijo, su tesoro; lo lleva dentro. Por eso va recogida; y no le cuesta mucho.

Cuando pasa por Jerusalén, no va contemplando todos los escaparates que encuentra…curioseando entre las multitudes que pasan… no. Ella tiene algo interior que le llama constantemente: su Hijo. Está internamente rica. La custodia de los sentidos no es difícil cuandollevamos a Jesucristo dentro de nosotros. Más bien entonces tenemos como una necesidad de aislarnos de todo lo demás; como una llamada interior a sumergirnos en la presencia de Cristo. Y así camina María, sin dificultad.

Se cuenta en la vida de San Bernardo que en una ocasión, un compañero suyo de la abadía donde estaba, le invitó a dar un paseo. Salieron los dos, y estuvieron todo el día caminando; y al

volver a la abadía, el compañero le preguntó: -Fray Bernardo, ¿le ha gustado el lago? -Y dice él: ¿qué lago? -Y dice el otro: ¡Cómo! Pero, ¿no lo habéis visto? Todo el día hemos estado caminando al

borde de un lago. -Pues no lo he visto.

Contando esto, decía uno: ¡Pues valiente tonto! Esas son las tonterías que nos cuentan ustedes, ¡los ascetas! Como cuando dicen: el Hermano asno –del cuerpo-. ¡Cosa más hermosa que un lago! ¡Cosa que más nos puede ayudar a llevar a Dios! Pues, ¿por qué no lo tenía que mirar? Son exageraciones de los santos. –Yo decía para mí: Pero San Bernardo, ¿por qué no contemplaba el lago exterior? Pues, porque tenía un lago interior; un lago interior precioso.

Mi Amado las montañas

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amoroso.

Todo eso es mi Amado para mí, dice San Juan de la Cruz. –Y como tenía ese lago interior, no le atraía el lago exterior; estaba demasiado ocupado. Y ahora pregunto: ¿Quién es más tonto, el que

pasa al lado del lago exterior sin contemplarlo, o el que pasa días y años al lado de su lago interior sin fijar nunca su mirada en él? ¿Qué lago es más hermoso?

       Pues bien; el mundo no saber mirar al lago interior; a esa fuente que el Señor ha hecho en medio de nuestro corazón. El alma llena de Dios no sabe mirar al lago exterior; pero no porque está en el vacío, o no porque esté centrada en sí misma, sino porque está atendiendo a su tesoro interior; a esa presencia íntima de Cristo en el sagrario del alma.

Es el ejemplo de la Virgen en este viaje: recogida en el Señor. Es lo que tenemos que hacer siempre en nuestra vida. No está la preparación inmediata al éxtasis del nacimiento en un estar retirado materialmente entre cuatro paredes; no necesariamente; pero sí en llevar dentro de nosotros al Verbo de Dios; con atención interior; con despego de las criaturas; en espíritu de obediencia y de mortificación. Eso sí. Ahí está la preparación.

 

Llegan a Belén.

 

Nadie los recibe en esta noche santa; nadie. Así está Dios preparando a estas almas para el éxtasis del nacimiento. Llaman a una puerta… no hay sitio. Llaman a otra… no hay sitio. Llama a otra… no hay sitio. Si nos hubiésemos encontrado a estos dos por aquellas calles de Belén, pobrecitos, como aldeanos que no saben moverse por la ciudad, llamando a una puerta y a otra, nos darían una pena…

Y nos preguntaríamos: ¿Cómo trata Dios a estas dos almas así? Pero, ¿cómo las trata Dios? Y como tenemos una inclinación casi congénita, connatural, a creer que Dios no ama a quien hace sufrir, nos parecería que estos dos son dos pobres desgraciados que no tienen suerte en la vida. A quienes Dios castiga, o en quienes Dios, al menos, no se fija con predilección, y en quienes

no tiene sus complacencias.  

Y sin embargo, son las dos personas que más ama desde toda la eternidad y en toda la historia. Y llevan dentro al Hijo de Dios. Aprendamos a valorizar los caminos de Dios. Que nuestras humillaciones, eso de quedarnos a la pública vergüenza, eso de no encontrar lugar ninguno en que apoyarnos… eso de que nos parezca que nos ponen perdidos, no es señal de que Dios nos ama menos, aun cuando nos cuesta reconocerlo; sino que muchas veces es el camino de Dios; son las almas que Dios más ama. Sobre la renuncia, sobre la obediencia, sobre el abandono, ahora viene la humillación. Humillados, despreciados de los hombres. Y así les prepara el Señor.

Pues bien; esta tendencia tiene que existir siempre en nosotros si queremos entrar al éxtasis del nacimiento; esta tendencia constante; tendencia a ser humillados; tendencia a ser fieles a Dios a costa de cualquier sacrificio; y esa tendencia no es verdadera tendencia, no es auténtica tendencia si cuando aun puede realizarse de hecho, no la realizamos. No.

–Qué fáciles somos de decir: Mire usted; yo tengo de todo, pero con desprendimiento. ¡Qué difícil es eso! ¡Muy difícil! Es difícil creer en el desprendimiento de una persona que, pudiendo dejar una cosa, no la deja.

-¿La puede usted dejar? ¿Sí? Déjela. ¿No la deja? No está muy desprendida. Si fuese que no la puede dejar, bien; todavía pase, pase. Pero si la puede dejar sin inconveniente, entonces quiere decir que está apegada.

Pues sí. No nos gloriemos de estar en una disposición de humildad y de desprendimiento y de pobreza y de sacrificio y de caridad, cuando rehuimos después la realidad concreta que nos ofrece la vida y el plan de Dios.

“Como si presente me hallase”. Porque si les acompaño a María y a José, participaré también de sus humillaciones y sacrificios. Allí están, pues, en Belén, agotados todos sus recursos, en la calle, a la intemperie, sin saber qué hacer. Y entonces me puedo acercar a ellos como esclavito indigno, y quizás le sugiero yo mismo una gruta más lejos… un lugar donde se recoge el ganado…

porque al menos podrán estar allí un poco recogidos. Y nos dirigimos allá.

Me adelanto con San José… le ayudo a limpiar un poco aquella gruta sucia, oscura, sin luz, sin nada… ¿A dónde va a  venir a parar el Hijo de Dios con tanto caminar? Después de haber hecho un poquito la limpieza que se puede, entra la Virgen; la Reina de los

cielos y tierra. Entra en su palacio; en el palacio que le ha preparado el Padre Eterno para este momento cumbre de la historia del mundo, desde toda la eternidad. Entra; y contempla la gruta. Y

mirando, iluminada por luz divina, la Virgen exclamaría: “¡Oh, pobreza, pobreza!

Ahora lo entiendo todo, todo, Esto es lo que viene buscando mi Hijo con tanto hacernos trabajar y renunciar y humillarnos. Me ha quitado todo. Me ha dejado sólo a mi Hijo; sólo Jesús, sólo Jesús. Aquí está la disposición última para el éxtasis del nacimiento. Le ha quitado todo. Sólo Jesús.

Y no gozaremos nunca de la plenitud de esta comunicación divina, hasta que tengamos sólo a Jesús como único tesoro nuestro. Por el desprendimiento a la contemplación. Y ahí, en esas

circunstancias, en ese silencio, en esa pobreza, nace el Hijo de Dios.

No nace de la pobreza, de la miseria; nace del amor; del amor que lleva hasta el desprendimiento de todo para no tener más que Él. Y nace el Hijo de Dios de un modo milagroso; nace entre los esplendores de la divinidad. La Virgen lo recoge con amor. Es su único tesoro. Todo lo tiene en Él. Lo recoge… lo abraza… Dice el Evangelio que la Virgen lo recogió y lo envolvió en pañales.

Este detalle lo tuvo que decir la Virgen; sólo Ella. No se lee en ninguna otra historia en estas circunstancias. Es que a la Virgen le debió impresionar enormemente el tener entre sus brazos al Verbo de Dios, en quien Ella creía como Hijo de Dios; y debió impresionarle enormemente el fajarlo. Es el Verbo de Dios hecho carne, hecho impotencia, con toda la limitación que supone la carne.

El hombre, dice Job: Brevi vivens tempore repletur multis miseriis . “El hombre viviendo un tiempo breve está lleno de infinitas miserias”. Este es el    Hijo de Dios, que tiene que ser fajado por su Madre; el Verbo de Dios. “Lo fajó y lo puso sobre el pesebre”.

Contemplemos la adoración de la Virgen; sumergida allí en una profundidad de amor, con el que hasta entonces nunca había sido adorado el Verbo desde toda la eternidad; superior a los Ángeles y a los Serafines; y así la Virgen arrodillada, hecha toda Ella en su adoración un Magníficat y un Fiat perpetuos.

Allí está Ella, volcán de amor. Y así, adorando a su Hijo, se consagra de nuevo a Él. Y le diría desde el fondo del corazón: “Hijo mío, mis ojos para mirarte, mis manos para cuidarte, mis labios para besarte, mi corazón para amarte”. No está más que para Él. Se consagra desde el fondo de su corazón en silencio.

Y en ese momento, quizás a lo lejos se sentían los ruidos de la ciudad, de las músicas de las fiestas; pero todo eso no llega al corazón de la Virgen. Tiene un tesoro entre sus brazos; tiene un tesoro sobre aquellas pajas. Y entonces la Virgen, encariñada de amor por su Hijo, su único tesoro, podemos pensar piadosamente que haría también esta petición: Hijo mío, yo deseo, quiero, lo pido como Madre tuya que soy, que haya siempreen el mundo almas cuyos ojos sean sólo para mirarte, cuyos labios sean sólo para besarte, cuyas manos sean sólo para cuidarte, cuyo corazón sea sólo para amarte. Y de esta petición de la Virgen, nace la virginidad en la Iglesia. Almas que se dedican enteras al cuidado de Cristo, y de solo Cristo; para quienes también, como para la Virgen, Dios quita todo, y sólo las deja a su Hijo, sólo les deja a Jesús, a quien tienen que engendrar en las almas por el apostolado, por la caridad, por el amor, por el sacrificio.

 

Contemplemos a la Virgen.

 

Contemplemos para aprender a contemplar a Jesús.En esta noche de hoy, día de Navidad, ante la gruta de Belén, yo puedo acercarme también a Jesús. Y quizás la Virgen viéndote con cierto temor, con cierta timidez; viendo que andas rondando cerca de la gruta y cercadel pesebre de su Hijo, te llama y te dice: “Vente por aquí”. Te llama.

Acércate. Mírala. Mira también a tu Salvador, a tu Señor, a tu tesoro, a tu todo. Mira, aquí está. Y la Virgen te invita: “contémplalo” Y nosotros, viéndonos tan cerca, quizás empezamos a hablar y hablar, y a pedirle muchas cosas y muchas gracias, ya que estamos allí cerca, y que nos conceda tantos favores… hasta que la Virgen te dice con una palabra eficaz: Calla, calla; estate en silencio; acostúmbrate a mirarlo en silencio a Él que es la palabra silenciosa; a estar con Él sin hablar tanto. No le despiertes. ¡Tiene tanto que sufrir! Déjale al menos que descanse ahora ahí donde está, sobre esas pajas, dormido.

–Y te enseña así a estar en silencio en la oración, contemplándole, adorándole en amor.

 

El Verbo calla.

 

¿Qué hace ahí Jesús dormido como está, pasando frío, llorando otras veces, qué hace? Amar, amar; amar mucho. Abajarse hasta el pesebre, y todavía del pesebre hasta la cruz; porque ha venido así para esto: “No has querido oblaciones y sacrificios, pero me has dado un cuerpo. Aquí me tienes; quiero, Señor, hacer tu voluntad”.

 

–Bajarse; no contentarse nunca; tender hasta la cruz; ser exagerado. Dice que el Señor le dijo una vez a San Francisco de Asís: Francisco, ¡pero si el amor te ha vuelto loco! Y entonces Francisco le contestó: “¡Mira quién lo dice! ¡Mira quién lo dice! ¡Señor! ¿Es que te has olvidado del pesebre y de la cruz?”

Ser exagerado. Cuando nosotros tenemos miedo a veces de ser exagerados, tenemos que contemplar el ejemplo de Cristo. Y si Él quiere que le sigamos de cerca, sin límites; como Él.

Que Él se nos manifieste esta noche. Que también nosotros esta noche podamos decir de verdad que hemos visto al Salvador; que el Salvador se nos ha acercado hasta el fondo de nuestro corazón; que ha nacido en nosotros.Que esto es lo propio de toda Navidad: que el Señor puede nacer en nosotros, porque el Señor nace en nuestras almas y viene a nuestras almas en la medida en

que nuestras almas se transforman en Él.

Aun cuando ha llegado ya a nosotros, puede venir más; y podemos repetir constantemente:  Adveniat regnum tuum, “venga también tu Navidad a nosotros”. Es lo que anuncian los ángeles en medio de esta pobreza y de este silencio y de esta soledad. Los ángeles cantan: “Gloria a Dios en las alturas, paz en la tierra a los hombres, objeto del amor de predilección de Dios”, objeto del amor de Dios, de la Redención, que está ya en marcha.

 Está comenzando a realizarse el plan divino de que todos los hombres vean su salvación. Y esto puede venir a nuestras almas en la medida en que la gloria de Dios es mayor por parte de nosotros, en cuanto más plenamente realizamos sus planes sobre nosotros, y a través de nosotros sobre los demás, y en la medida en que la paz de Dios reine en nuestro corazón, en el silencio interior, en el desprendimiento, en la obediencia y en el abandono a la voluntad del Padre.

 

VIDA OCULTA

 

Vamos a seguir las meditaciones de los misterios de la vida de Cristo, con el deseo ardiente de conocerlo siempre más. Esta es la vida eterna: “conocer la gloria de Jesucristo como unigénito del Padre, como Hijo de Dios”. Deseos de conocer y de amar a Jesucristo, que llenen toda nuestra vida; que así siempre seremos felices; que Él solo basta.

La contemplación de los misterios de la vida de Cristo nos puede ayudar a este conocimiento, si está bien hecha, porque, dice San Juan al terminar el prólogo en su Evangelio, recordando su vida con Cristo: “Y hemos visto su gloria, gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

Así había visto a Jesucristo; como lleno de bondad, de misericordia y de fidelidad. –Y eso mismo les pasa a los Apóstoles en cada uno de los pasos de la vida de Cristo. Y concretamente, después del milagro de las bodas de Caná, San Juan resume así lo que había pasado: “Este fue el primer signo”, el primer milagro, la primera manifestación maravillosa de Cristo. El primer signo, no por el tiempo precisamente, sino como el prototipo de los milagros de Cristo. “Y sus Apóstoles vieron su gloria y creyeron en Él”.

       Estos son los pasos habituales para irse acercando a Cristo. Primero, Él nos muestra con un signo, con una acción maravillosa su gloria. Entonces nosotros, contemplándola, vemos esa gloria del Unigénito del Padre, y viendo esa gloria, creemos en Él. Ese es el proceso de toda nuestra vida de compenetración con Cristo: Él se manifiesta, nosotros vemos su manifestación, y creemos en Él.

       Pero es natural que para proceder así, no podemos guiarnos por la sola imaginación, no podemos apoyarnos en lo que a nosotros se nos ocurre, sino que es una cosa mucho más delicada y

mucho más íntima. No podemos: “a ver… a aumentar los misterios de la vida de Cristo… ahora este otro…”. Tenemos que apoyarnos en su manifestación.

Si no, terminaremos como aquel sacristán. Cuentan que un párroco tenía quedar unos avisos al público; y al llegar a la iglesia para hacer el Vía crucis el domingo, le llaman a asistir a un moribundo. El pobre, que quería avisarles algunas cosas, le dice al sacristán: Haz tú el Vía crucis, pero despacio, a ver si para cuando vuelvo, todavía están aquí. En efecto, se fue a asistir al moribundo… no acababa de morirse… tardó unas horas… y creyó que ya no había nadie. Y cuando vuelve, encuentra que había luz en la iglesia. Entra, y ve que están todos: uno dormido, el otro bostezando… y el sacristán impertérrito seguía adelante y estaba recitando. Decía: “Estación 94: la mujer de Pilatos se suicida. Te adoramos Cristo y te bendecimos…” No acababa…

Pues, no se trata de eso en los misterios de la vida de Cristo, de dejarnos llevar de la imaginación: a ver, a aumentar… para llenar la hora. No. Sino es acoger lo que Él nos ha manifestado.

Por esto, estos misterios que vamos meditando tienen que ser siempre apoyados en lo que nos dice Él mismo en el Evangelio y lo que nos enseña la Iglesia, porque eso es Cristo.

Y procediendo así, entonces nosotros participamos de los misterios de Cristo. No es una mera función de la imaginación para desarrollarla fantásticamente. Y, ¿por qué tenemos esta unión? Vamos a ver si entendemos bien esta conexión nuestra con los misterios de la vida de Cristo.

Jesucristo en cuanto hombre –en cuanto Dios, ya lo sabemos, es eterno y todo le es presente-, pero aun en cuanto hombre, con su inteligencia humana, ve, veía durante su vida terrestre, cada momento de su vida terrestre, la divinidad; tenía la visión beatífica. Y en Dios veía cuanto le tocaba a Él de toda la Creación, que es toda ella. De modo que aun cuando con sus ojos corporales no me

veía a mí, porque no existía todavía, pero en la visión beatífica, en la visión de Dios, me veía a mí y cada uno de mis pensamientos en el futuro. Por otra parte, yo veo en el Evangelio lo que Él hace; por lo tanto, nos encontramos.

Nos puede servir modernamente una imagen para entender esto. Suponed que yo estoy hablando aquí, y hay un aparato que toma por televisión lo que yo estoy hablando y lo transmite a Roma, supongamos. Lo que yo estoy hablando lo están viendo y oyendo en Roma. Ellos directamente no verían eso, pero a través de la televisión lo ven, y oyen mi conferencia.

Suponed ahora que simultáneamente hay un móvi o aparato de televisión que toma allí a aquel hermano mío que está oyendo mi conferencia, lo recoge y me lo transmite aquí. Yo tengo aquí un  pequeño aparato de televisión, ene. Cual estoy viendo la figura de quien me está oyendo en Roma.

Es natural que esta conferencia tenga como oyente ante mis ojos, no sólo vosotras, sino también éste, porque yo lo estoy viendo aquí. Vosotras no lo veis, yo lo veo. Y estoy viendo sus reacciones a

mis palabras. Y yo puedo decir, alargar una frase, una expresión, una idea, según la reacción que estoy viendo en esa persona.

Pues bien; una cosa así pasa con Jesucristo y nosotros. En todos los misterios de la vida de Cristo, el conocimiento de Cristo no terminaba en aquellos oyentes que tenía alrededor o aquellos testigos corporales, sino que estaba viéndome a mí, que iba a ser testigo de esa escena a través del anuncio del Evangelio. Y viéndome, hablaba también para mí. Y puedo quizás pensar que algunos detalles de eso que Él decía, se referían directamente a mí. Yo por mi parte lo veo y lo encuentro en el Evangelio, donde están escritos esos detalles que me dan lo sustancial de los misterios de la vida de Cristo. Así veis cómo participamos en los misterios de Jesucristo.

Y en este espíritu vamos a hacer esta meditación, puestos en la presencia del Señor, con el corazón abierto a Él, con paz, con serenidad; sabiendo que es gracia suya lo que pretendemos, que no la podemos sacar estrujándonos el cerebro o los nervios; pero con diligencia.

Y le pedimos la gracia para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas para agradar en todo a Jesucristo.

Para eso entramos en esta contemplación: para ordenarnos en todo el conjunto nuestro, para obtener esa gracia. Y le pedimos la gracia, ofreciéndonos por nuestra parte, con el ofrecimiento del Rey temporal: “que quiero y deseo y es mi determinación deliberada de imitaros…”, ofreciéndonos así con el corazón del todo abierto, sin reservas.

Él se pone a nuestros ojos en el misterio de la vida oculta. Y

la pedimos gracia para conocerle íntimamente, penetrar sus criterios, sus normas, sus gustos; para más enamorarnos de Él y mejor imitarle.

Me invita, pues, Jesucristo a su casa. Es mi casa, porque todas las cosas suyas son mías; me las ofrece. Su Madre es mi Madre. Lo ha dicho Él mismo, con una delicadeza que no nos atreveríamos nosotros a atribuírsela: “El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre, mi hermano y mi hermana”.

Pues bien; vamos allá. Llamamos a la puerta, y viene fuera Jesucristo. Jesús, joven, 14, 15 años… Nos mira con amor.

–Todo esto es verdad-. Nos conoce, nos ama. ¡Qué ojos tan puros los ojos de Cristo! ¡Qué mirada tan pura! ¡Qué diferencia de tantas otras miradas…! ¡Qué nobleza! ¡Qué sencillez!

Nos invita a pasar. Nos presenta, desde la puerta, a su Madre, que está trabajando; y nos fijamos cómo viste, cómo camina, cómo sonríe, cómo trabaja…

Con paz. Verla así para empaparnos en ello, para que se nos comunique a nosotros también este mismo modo de actuar. Nos presenta a Ella personalmente: “Madre, ésta es Tal… de que tantas veces te he hablado… por la que me he interesado tanto… que he confiado a tus cuidados maternos…”

Y nos muestra también a San José que está trabajando. Trabaja en la huerta… trabaja en el oficio de carpintero… Trabajo duro… suda mucho… pero, feliz.

Y después que nos ha mostrado aquello, nos invita a quedarnos. “Si quieres quedarte aquí…” Pero esta propuesta es demasiado seria. Quedarnos aquí…

Y mira uno un poco… Es una casa que está apoyada sobre la roca, una gruta, terminada por delante… una habitación… dos… En el suelo, pues no hay baldosas, sino es el pavimento de la tierra… y le preguntamos un poco: -Bueno; bien, bien; voy a quedarme aquí; me invitas. Pero, ¿qué me ofreces? ¿Qué condiciones de vida? ¿Tienes televisión? -Pues no… no, no; televisión no hay. -¿Cómo se pasa la noche, entonces? Y radio, ¿tienes? -No; tampoco. -¿Ni siquiera eso?  -No… -Bueno; ¡pero por lo menos luz eléctrica tendrás!

-No; no, no.; tampoco. Nos arreglamos con estos mecheros. Pues… Es un poco serio eso, ¿eh? Quedarnos en la casa de Jesucristo es un poco serio.Pero nos invita… nos invita… No hay grandes cuadros por las paredes… No hay nada de eso.

Y entonces le preguntamos:

-Pero oye, Jesús; pero, ¿es que estás a gusto aquí? Pero, ¿Tú vives aquí a gusto?  Y nos dice: -¡No he de vivir a gusto… si lo he escogido Yo todo esto…! Lo he escogido en todo el mundo… Podía haber ido donde me parecía, y he escogido Yo esta casa. Así que, ¡fíjate si estoy a gusto! Porque, mira: Aquí hay poco confort, hay poco lujo, es cierto. Pero hay mucha pureza y mucho amor, que es lo que Yo busco. Aquí hay mucho amor. Estas dos personas son las que más aman en el mundo y las que más me quieren en el mundo. Yo soy feliz, soy feliz.

Y piensa un poco; y mira si Jesús estaría a gusto en tu cuarto, en tu aposento. A ver si hay mucho de lujo y poco de amor… Entonces no estará a gusto. O a ver si lo contrario: mucho amor y

nada más que Cristo… Y procura darle gusto aunque no te guste a ti, y procura que te guste lo que a Él le gusta. Que te enamores de eso: lo que a Él le gusta.

 

Pobreza de verdad en la casa de Nazaret.

 

Y en medio de ese ambiente de pobreza, viven una vida de familia Jesús, María y José. Vida de caridad íntima, de familia vivida en el corazón. Y es que Jesús, María y José se estiman mucho, se estiman de verdad.

¿Cómo se conoce cuando una persona estima a otra? Pues basta ver cómo habla de ella cuando esta persona está ausente y no puede enterarse o no se enterará de lo que yo digo.

Si sorprendemos las conversaciones de Nazaret, ¿cómo hablan María y Jesús de San José?

María: “¡Qué padre tienes, qué bueno es, qué trabajador! Es que no para un momento. Y siempre con ese humor igual, siempre con esa paz… ¡Qué felicidad es vivir con un padre así!”

–Sin poner ningún pero; nada, nada, nada. Todo transparente. –Se estiman…

Y José habla a Jesús de María lo mismo: ¡Qué Madre tienes! ¡Qué buena es! ¡Qué modesta!

¡Qué equilibrada en todo! ¡Qué suave! Todo se lo quiere cargar Ella. Da gusto trabajar por una Madre así”.

Y María y José cuando hablan de Jesús: “¡Qué felices somos de tener con nosotros al Hijo de Dios! Este niño que va creciendo en edad, sabiduría y gracia… ¡qué felices somos! Todo está bien empleado lo que tenemos que trabajar y sufrir, por tener con nosotros al Hijo de Dios”.

 

 –Se estiman. Reflexionar para la vida de familia.

–No admitir murmuraciones… ni críticas… ni chismes…

Hay un pecado que en el próximo Concilio esperamos que lo pongan con excomunión.

–Todo lo va a arreglar el próximo Concilio, y recurriremos a él-. Una excomunión sólo; pero una excomunión especialísimamente reservada al Santo Padre personalmente, y sólo para la hora de la

muerte. Entretanto… excomunión. Y es por este pecado: por el pecado de contar a una lo que otra ha dicho mal de ella. Excomunión especialísimamente reservada al Santo Padre para la hora de la muerte.

–Pero, ¿sabe usted lo que es?

–Oiga, Madre, ¿sabe usted? La Madre Tal ha dicho de usted que es usted tonta.

–Mire usted que… que… ¿Quién les pone ahora a esas dos de acuerdo? ¿Quién es pone de acuerdo? ¡Si es imposible! Eso no lo hace el demonio.

 ¡Pues no! Nada de chismes. Estimarse. Hablar bien, o no hablar. Y si uno tiene que charlar mucho, y si quieren hablar

–poco tiempo de hablar deben tener-, pero cuando se habla mucho, y… se baja ya, porque se acaba la conversación, entonen las letanías. Pero no bajar a chismes.

–Estimarse… estimarse…

Se aman… se aman Jesús, María y José. Se aman con afecto, indudablemente; se quieren mucho, mucho.

Pero se aman, sobre todo, con obras y sacrificio, al mismo tiempo que con grande amor. No es un amor que queda así en las regiones aéreas, sino es un amor que quiere de veras y que llega al holocausto de sí. Se aman con sacrificio.Y el primer sacrificio que ofrecen todos, los tres, es el de sonreír siempre, siempre. Es muy

importante. Acoger siempre a los demás sonriendo.

Pensar en esto y reflexionar sobre esto. Que… la cara no es nuestra… la cara no es nuestra; es de los demás. Nuestra cara no nos toca a nosotros, no la estamos mirando, no. Es de los demás. Y

los demás tienen derecho a querer que tengamos una cara sonriente; tienen derecho.

–Es que tengo un dolor de estómago… -¡Y yo que culpa tengo! Eso es para usted. A mí, póngame usted la cara que tiene que ponerme, la que me toca, la que me toca a mí.

Y aquí está la base de muchas cosas, ¿eh? Ponedme una casa lujosísima, con todos los lujos que se pueden tener, pero todos los habitantes de la casa serios, como en un funeral de tercera, todos. Es insoportable; se marcha uno a la calle. Para vivir uno así… Va usted por una esquina y le sale uno serio. Va usted por otro lado… otro serio. Pues chico… Me marcho…

En cambio ponedme una casa pobre, muy pobre, no hay nada; pero todos amables, todos sonrientes… Pues se está muy bien…

Pues bien; es el primer don y el primer sacrificio del amor: el saber ser para los demás. Yo no soy para mí, soy para los demás.

Y éste era el lema de la casa de Nazaret, sin duda ninguna. Allí se estiman y se aman con el sacrificio. El lema de cada uno de los tres en la casa de Nazaret era éste: “Trabajar yo para que los demás puedan descansar. Yo no soy para mí, soy para los demás. Privarme yo para que los demás puedan tener. Ayunar yo para que los demás puedan comer. Velar, madrugar yo para que los demás

puedan dormir. Para mí lo peor, para los demás lo mejor. En lo agradable, primero ellos, después yo. En lo desagradable, primero yo, después ellos”.

 

Esta es la vida de familia: de estima y de amor.

Y viviendo así constantemente con este espíritu, tan lejos de todo egoísmo, como si todos tuviesen que estar a mi servicio y todos alrededor de mí, son felices, muy felices; José y María con la intimidad de Jesús, y Jesús con sus padres.

Es la vida interior. Son felices, no por desahogos mundanos, no. No tenían necesidad María, José y Jesús de salir ahí los domingos por la tarde a los bares de Nazaret; no tenían mucha necesidad de eso. O a ver espectáculos por ahí; no tenían necesidad. Saldrían, darían sus paseos, por lo que lleva consigo de descanso, pero no para fijar su afectividad en las criaturas. No necesitaban nada de eso. Eran felices en esa intimidad mutua.

Cuando nosotros queremos buscar nuestra felicidad fuera de la intimidad mutua nuestra, ya es señal de que hemos perdido esa intimidad, de que hemos perdido esa vida interior.

Y reflexionamos sobre nosotros en esta vida nuestra de comunidad y de familia. Que hay mucha gente que pervierte el orden jerárquico de las cosas.

 

Nuestro primer campo de apostolado es la santificación de nuestra familia religiosa.

 

Santificación delcolegio, vida de familia dentro de nosotros. Y es el primer campo de apostolado. Y es nuestro primer deber de caridad. Y lo más delicado de nuestra caridad debe ser para nuestras hermanas. Siempre. Y quien no procede así, quiere decir que no procede por caridad. Y hoy día hay mucho peligro de esto. Hay mucha gente que se deshace de caridad para los comunistas… y para los herejes… y para los paganos… pero en la Comunidad… uff!!! ¡¡¡Insoportables!!!

–Y dicen que es muy fina, que es una persona muy fina… y toda la gente de fuera habla de esto. –Pues mire, en casa… no se diría que es tan fina, no se ve por ningún lado. Eso no es ordenado. Nuestros mejores sacrificios, nuestras mayores delicadezas, finuras, tienen que ser para el primer campo de apostolado que el Señor nos ha confiado, que es la vida de familia. Aquí, entre nosotros; caridad con nosotros.

 

Lo primero. Orden.

 

Suele pasar una cosa parecida como las chicas de fuera. Usted las ve fuera… son una maravilla; con una delicadeza y… una finura… y una gracia… y una alegría… Llegan a sus casas, y sus madres vienen a quejarse: Es que no puedo con mi hija; porque es que mi hija… es que… es insoportable… -¡Pero hombre! Si es tan fina… tan educada… -Pues será con usted. En casa no puedo con ella. -¿Sabe usted qué pasa? Pues, que como suelen llevar guantes… pues fuera llevan guantes; pero como ahora se llevan las uñas largas… pues en casa se quita los guantes, y quedan las uñas…

 

Pues que no nos pase igual.

 

Vida de familia, de caridad mutua, auténtica, que parte de una estima auténtica. Esa es la base. Vida de obediencia es la vida de Nazaret. Es la grande lección, tan difícil. Cuando el Evangelista resume la vida de Jesús en Nazaret, dice que “estaba obedeciéndoles”. Et era subditus illis. Pensemos en esto.

Jesucristo podía haber trabajado en mil Acciones Católicas; sin duda. Podía haber organizado en Nazaret Congregaciones Marianas… Acciones Católicas… Todo lo que hubiese querido.

Cualidades no le faltaban.

Más. Si le hubiésemos encontrado a aquel joven -20 años, 22 años- por la calle, ¿qué le hubiésemos aconsejado nosotros? ¿No le hubiésemos aconsejado que si tenía un poco de caridad y un poco de celo, que tenía que ir a trabajar entre los obreros, o que tenía que ir a participar en lasactividades de la organización católica… a ver qué hacía en casa… eso no se puede tolerar… que eso es egoísmo? ¿No le hubiéramos dicho eso?

Y, sin embargo, Jesucristo tenía más caridad que todos los de la caridad juntos. Y a pesar de eso, está en su casa… obedeciendo a sus padres… hasta los treinta años… quieto… sin manifestarse…

Hoy diríamos: Pero, ¿y el desarrollo de la personalidad…? Pero, ¿es que no es capaz de hablar? Pero, ¿es que no es capaz de hacer?

–Quieto. Es que nos quiere enseñar una lección muy difícil, muy difícil. No quiere enseñar que el apostolado no está formalmente en moverse, en agitarse, en hablar, en predicar, sino que esta en SACRIFICARSE POR DIOS REALIZANDO SU VOLUNTAD SOBRE NOSOTROS. Eso es el apostolado.

Es falso decir que una persona que trabaja apostólicamente, activamente, salva más almas que una persona que está recogida en la Trapa. Es falso, falso… -¡Ah!, pues yo me quedé fuera creyendo que salvaba más almas… -Pues se equivocó, porque no es verdad.

Tiene que haber almas en medio del mundo, indudablemente. Pero no es porque salvan más almas, sino porque tiene que haber también tales almas. Cada uno salva más almas cuando está donde Dios le quiere, y haciendo en el grado en que Dios lo quiere. Porque en último término, el que salva almas es Cristo, sirviéndose de nosotros como instrumentos. Y tanto más se sirve de nosotros como instrumentos cuanto somos más dóciles a lo que Él quiere de nosotros.

De modo que, el cartujo que está retirado en la Cartuja, y Dios lo quiere en la Cartuja, salva las almas que Dios le ha confiado, y las salva todas. El apóstol activo que está en medio del apostolado activo, y Dios le quiere en el apostolado activo, salva todas las almas que Dios quiere que salve.

Pero no se pueden hacer las cosas como a uno le parecen. Si esta persona está trabajando activamente, y Dios la quería en la Cartuja, salva menos almas de las que salvaría en la Cartuja. Y si

esta persona está en la Cartuja y debía estar en la vida activa, salva menos almas de las que salvaría en la vida activa. Que la cosa no está en moverse o en no moverse; la cosa está en cumplir la voluntad de Dios; en ocupar el puesto que Él nos ha confiado.

Con fidelidad. Y si Dios nos quiere en el silencio, en el silencio. Entonces salvamos más almas que en la actividad. Esta es la gran lección de Jesucristo. Si no, si le hubiésemos visto siempre activo, hubiésemos pensado que estando parados no se salvan nunca.

Él ha cogido lo que más llama la atención, lo más difícil, lo que menos se entiende humanamente: que obedeciendo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, así es como se redime al mundo. Exinanivit semetipsum factus obediens usque ad mortem. “Se anonadó a Sí mismo, hecho obediente hasta la muerte”. Y allí 30 años quieto, quieto; en Nazaret.

 

Aprende a obedecer… a obedecer.

 

Es el mayor sacrificio… el obedecer; el mayor sacrificio. Por eso es tan fecundo…Es el mayor sacrificio porque es la oblación de sí mismo por amor. Eso es obedecer: oblación de sí mismo. Cuando yo hago una cosa, aunque sea muy grande, pero por mi voluntad, yo puedo hacer la cosa, pero no a mí mismo. Porque yo he sido el que lo he escogido por mi gusto.

–Es que hace muchas penitencias… Muy bien, muy bien… Pero las hace por su gusto, y ofrece la penitencia. En cambio, en la obediencia, ofrezco a mí mismo por la obediencia. Suponed que yo ahora podía estar predicando en una gran catedral, con una asistencia de 40.000 personas. Y cuando voy a ir por allá, me avisa mi Superior y me dice: No, no vaya. En vez de eso, hay que limpiar en tránsito ese; coja la escoba y a barrer.

–Yo voy a barrer… murmurando un poco… como el perro que le mandan que esté parado. Y empiezo a mover la escoba… ¿Qué ofrezco al Señor, el movimiento de la escoba? ¡Qué movimiento de la escoba! Lo que le ofrezco es a mí mismo, a mí mismo en holocausto. Ofrezco todo lo que había podido hacer y todo lo que es

todo mi ser; el ofrecimiento íntimo de mí mismo.

 –Y en cada acto de obediencia pasa lo mismo. Se realiza el holocausto de sí mismo. Por eso, la vida de obediencia es vida de holocausto total, tanto, en cuanto uno se somete a la voluntad de Dios, sin seguir la propia voluntad independiente de Dios.

Esto es la obediencia. Sólo se obedece a Dios, a nadie más. Por eso es un holocausto, que se ofrece a solo Dios. No obedecemos a ningún otro sino a Dios, y a todos los demás en cuanto legítimamente representan a Dios. Lo demás no se obedece.

Si yo voy por la calle y me encuentro con un mendigo, el primero que encuentro al salir, y le digo: Mire usted; yo estaba dudando ahora de si marcharme a Badajoz o a Sevilla. Dígame usted, y lo que usted me diga, voluntad de Dios. ¿A dónde voy: a Badajoz o a Sevilla? Me dice: Vaya usted a Sevilla. Dice: Dios quiere que vaya a Sevilla.

-¡Mentira! Eso es como echar un dado al aire, nada más. Es echar a suertes. Porque ése no tiene ninguna autoridad sobre usted, no tiene legítima autoridad de Dios, legítima representación de Dios. En cambio, la autoridad legítima le dice: Vaya usted a Sevilla; y puede usted decir: Dios quiere que yo vaya a Sevilla. Y es verdad.

 –Pero sólo se obedece a Dios o a su legítimo

representante. De modo que no se obedece para aprender sólo, y cuando llega uno ya a saber un poco, prescinde de la obediencia, no. No sólo. Jesucristo sabía. Sabía más que San José y, sin embargo, obedece.

No se obedece tampoco porque el otro sea santo, o sea más santo que yo… porque en la casa de Nazaret, el menos santo de todos era San José, y era el que mandaba a todos. Y la Virgen –que

estaba en la mitad- mandaba y obedecía. No es porque sea santo, no. Es para adorar a Dios, para ofrecer ese obsequio a Dios. “He

venido, Padre, para hacer tu voluntad”. Y este es el orden que Tú has puesto, y yo lo acepto. Y entonces, en cada acto de esa vida de obediencia, es honrado Dios. Es la glorificación de Dios.

Pues bien; examinemos un poco esto. Mirad que la eficacia apostólica depende en gran parte de la obediencia. Porque en la obediencia es donde precisamente uno se pone como colaborador de Dios. La colaboración supone la aceptación de la idea por su legítimo manifestante, de la idea de Dios. Y lo demás no hay apostolado; hay apariencias. Y ya vemos los resultados de esto.

 

Apariencias…

 

De modo que una persona que hace lo que le gusta… como le gusta… cuando le gusta… ahí hay generalmente poca voluntad de Dios y mucha voluntad propia. En cambio, otra persona que hace lo que le mandan, aun cuando no le gusta, cuando no le gusta, como no le gusta… hay poca voluntad propia y mucha voluntad de Dios. Y de ahí viene después la eficacia apostólica. ¡Ojalá aprendamos esta lección grandiosa de Cristo! Ojalá de cada una de vosotras se pueda decir a la hora de la muerte, de verdad: “Se anonadó a sí misma, hecha obediencia hasta la muerte y muerte de cruz”.

Por fin, la vida de Nazaret es vida de trabajo. Trabajo duro… de obrero… donde no hay ocho horas de trabajo, sino todo el día tiene que estar trabajando. Un trabajo que no humilla a Jesucristo.

No se siente humillado, sino que lo dignifica Él mismo el trabajo.

Y piensa un poco qué estimas tienes al trabajo, del obrero, etc. Hoy día estamos en ese tiempo de la ocupación en los problemas sociales, etc. Pero ten siempre un criterio sobrenatural,

sobrenatural. No por moda, no porque la cuestión social… puramente esto; no. Sino con la visión divina; porque tiene esos derechos ante Dios, porque es hermano tuyo en Cristo, para que se

santifique. No meramente para que esté bien económicamente; no, no… Y es verdad, que si a Jesucristo lo hubiésemos encontrado quizás por la calle, quizás le hubiéramos despreciado como un obrero. No; no hacerlo así. “Lo que hagáis a uno de éstos, a mí me lo hacéis”. Y procurar, sí, tener esa estima, procurar el bien espiritual de ellos, procurar cumplir con todos nuestros deberes para con ellos, pero no como sola justicia, sino con grande amor, como si lo hiciéramos a Cristo mismo.

Y así en este trabajo duro, Jesucristo trabaja con pura intención de glorificar al Padre. Este es nuestro ejemplo: trabajar con pura intención. Trabaja con orden, en obediencia, sometiéndose a lo que San José le indica. Con diligencia suma; sin prisas por otra parte, sin dejarse absorber, sin dejarse perder y sin dejar nunca la contemplación del Padre y de la divinidad. Orando a la vez, con un corazón abrasado en amor a Dios y a los hombres.

Reflexiona también en esto sobre ti misma. Cómo trabajas, cómo oras en el trabajo, con qué orden, con qué diligencia, con qué amor en el trabajo mismo. De modo que también en ti se realice lo mismo que en Cristo esa unión del trabajo con la pura intención de agradar al Padre, con la oración constante para glorificar a Dios y salvar nuestras almas.

 

NUESTRA CONSAGRACIÓN

Hemos expuesto en diversas partes de los Ejercicios los dos principios fundamentales de la devoción al Corazón de Cristo. Ahora, después de haber visto la cooperación de la Virgen a la obra de la Redención, de la Encarnación; su consagración total al servicio de su Hijo, a agradar a su Hijo, vamos a considerar nuestra respuesta al primer principio: Si Jesucristo me ama ahora, lo lógico es que yo responda a este amor.

 

–Y vamos a hablar aquí de esta respuesta nuestra al amor de Cristo.

Una vez convencido de que Jesucristo me ama personalmente, ahora, y de que Él me envía todas las cosas, todas las gracias, agradables y desagradables, mi respuesta lógica será la de reconocer que todo viene de su mano y devolverle estas mismas cosas con amor.

Para hacer esto, el primer paso es ver en Jesucristo no una cosa, sino una persona viva. No considerarlo meramente como una reliquia o como una estatua, sino como se trata a una persona viva. Y esto tanto en nuestra vida personal espiritual, como en la formación de los demás.

Vosotras, que os dedicáis a la educación y a la formación de la juventud, éste es vuestro oficio: el introducirlas a una vida cristiana plena, auténtica. Para enseñar Matemáticas y enseñar Ciencias, para eso la Fundadora no funda una Congregación religiosa. Para eso bastan los Institutos del Estado. Lo que hay que hacer es formar jóvenes cristianas. Y todo lo demás es estar fuera de su sitio. Y a esto vamos.

Tanto en nuestra vida espiritual, como en la formación apostólica y en la educación, hay que enseñarles –a las jóvenes- a ver en Jesucristo una persona viva. Que cuando se acercan a la Eucaristía vayan a tratar con una persona viva. No precisamente porque uno lo diga sólo con palabras, sino por el sentido mismo que da a toda la vida cristiana.

Jesucristo en la Eucaristía no es un cadáver, no es una mera reliquia, sino Jesucristo en la Eucaristía es una persona viva, que nos conoce, que nos ama, que nos ve entrar en la iglesia o en la capilla y se alegra. Porque como persona viva, reacciona, como reaccionaba en su vida pública, lo mismo. Y ante la fe del centurión, Él se admiró; y ahora, se admira lo mismo ante nuestra fe auténtica, verdadera, rica. Y cuando nos ve entrar, se alegra, como uno que ve entrar a su amigo y se alegra de la entrada de su amigo.

Este es nuestro trato con el Señor; es una persona viva. Y tratarlo así, como persona viva. Por ejemplo, no sería de este sentido una persona o una educadora que dijese a las niñas: “Id a hacer una visita al Santísimo”. Eso dice poca cosa a una niña: hacer una visita al Santísimo. Si en cambio le dices: “Mira, vete, y dile esto a Jesús”. Eso ya es una persona viva. “Cuéntale esto. A ver qué te dice Jesús sobre esto. No sé si le gusta a Jesús lo que estás haciendo”.

– Y eso es formación cristiana. Lo que pasa es que para actuar así hay que creer en la gracia. Y esa alma niña que se nos ha puesto en nuestras manos, que Jesucristo te la ha confiado para que tú formes en ella a Cristo “donec formetur Christus in vobis” y de la cual tendrás que dar cuenta al Señor para ver si le has formado a Él en ella, pues muchas veces no caemos en la cuenta de que tiene en sí todas las riquezas sobrenaturales. Y así como hay una afectividad humana, y hay una inteligencia humana y una voluntad humana, que por la educación hay que desarrollar e integrar, así también hay en esa niña una fe divina, una caridad divina, una afectividad divina que hay que desarrollar en ella.

Y muchas veces prescindimos como si no existiera. Y es fatal formar a las niñas católicas como si fueran paganas, con los mismos principios.Eso es desconocer el orden sobrenatural. Formarlas únicamente para que cumplan su deber: “este es tu deber”. Eso es pagano, pagano. Hay que dar al mismo deber un sentido cristiano, en todo su ser: “Y esto es lo que Jesucristo quiere de ti. Y tú tienes que realizar la misión que Jesucristo te confía.

Y ahora Jesucristo quiere esto de ti, y no eres fiel y no cumples así el deber que tienes para con Cristo, el cual ha dado la vida por ti”. –Y, ¿es que las niñas lo entienden esto? –¡Pues claro que lo entienden…! Lo que pasa es que no creemos en la gracia. ¿No lo han de entender? Si tienen una sensibilidad delicadísima… una psicología sobrenatural muy fina…

Santa Teresita del Niño Jesús lo cuenta así también en la Historia de un alma: la impresión que a ella le causaba ver las reacciones de las niñas a las verdades sobrenaturales que les explicaba. ¡Pues claro que lo captan! Tienen gracia santificante. –Y así hay que educar también a las futuras madres de familia, para que formen a las niñas y a sus niños con este mismo espíritu.

Una vez me contó un padre que, después de una conferencia que dio él sobre estas lecciones del papel del amor a Cristo en la educación de los niños, etc., un maestro –D. Manuel se llamaba- le salió al encuentro después de la conferencia y le dice:

-Eso que ha dicho usted es verdad.

-¡Pues claro! Me supongo… si no, no lo hubiese dicho.

-No; quiero decir que yo lo he experimentado esto.

Y contó este caso: Era maestro de un pueblecito. Y entre sus chicos, tenía uno particularmente díscolo y que no llegaba nunca a dominar. Lo había castigado cien mil veces; y ya se reía de los castigos… cuando lo llamaba venía saltando… riéndose… Recibía el castigo y seguía igual… y no sabía qué hacer el pobre maestro. Y un día aquel chico estaba así enredando como de costumbre, sin saber ya qué hacer, lo llama; viene el otro así riéndose… Y sin saber cómo salir del paso, se le ocurrió entonces al maestro, y le dice: “Mira, chico; vete a la iglesia, y allí, en el altar donde dan la comunión está Jesús; vete y dile a Jesús lo que me estás haciendo; a ver qué te dice”. Y el chico salió saltando de la escuela, como había venido haciendo hasta la mesa del profesor. Pasaron diez minutos y no volvía. Pasa un cuarto de hora y no vuelve. Y los chicos le dijeron: “D. Manuel, aquél ya no vuelve; aquél se ha ido de vacaciones”.

–Pues a los veinte o veinticinco minutos se presenta el chico llorando. El Maestro que le ve, lo llama: “Ven aquí”. Y viene, y le pregunta:

-¿Qué te ha dicho Jesús? Y el chico le responde: -“Me ha dicho que usted también me perdone”. Y desde aquel día, aquel chico cambió totalmente. Fue el remedio definitivo.

 –Eso supone personas de fe, de fe. Lo que pasa es que si nosotros no creemos prácticamente, ¿cómo vamos a infundir esa fe en los demás? Tratarlo, pues; ver en Él una persona viva, como es en realidad. E infundir esto en toda nuestra educación con la mayor naturalidad del mundo, que eso es lo que impresiona. No como quien está haciendo un tinglado, no. ¿Es lo normal? Pues así es. “Y eso se lo digo yo al Señor”. Y verás cómo te ayudará.

Viendo así a Jesucristo como una persona viva, se suscitará en nosotros, como segundo paso, un amor personal a Jesucristo. Amor personal de delicadeza y entusiasmo. No un amor personal frío, que es sólo obedecer y hacer las obras que nos manda. No sólo eso, sino un amor personal, rico, de delicadeza y entusiasmo. Nuestro corazón tiene que estar lleno, y si no está lleno del amor de Cristo, fácilmente se desbocará hacia las criaturas.

Y esto lo mismo en la formación: que los niños se enamoren de Cristo. Que son muy capaces… muy capaces… A su manera cada uno, porque no se puede pedir a todos lo mismo. Como niño… pero lo harán, lo harán. Y así han vivido siempre también los santos, con este amor personal.

En la vida del P. Rubio se lee que una vez en el tranvía, yendo por Madrid, cuando subió, pidió dos billetes. Y cuando le preguntó el otro para quién era, dice: “¡Ah, no! Perdone, uno”. El  otro era para el Señor, que le quería pagar el viaje. Como iban juntos…

-Eso es familiaridad. Y él mismo decía: “Hasta que se encuentra al Señor, trabajo cuesta. Cuesta mucho encontrarle; pero una vez que se le encuentra, se le encuentra hasta en la sopa; en todas partes”. Y así es… es así… Una vez que uno lo ha encontrado, ¡ya está!, por todas partes. Vive una vida de amor, de amor de delicadeza y entusiasmo. Mientras seamos capaces, mientras haya en nosotros capacidad de amar, amar a Jesucristo.

Este aspecto afectivo es muy importante. Y notad que los colegios vuestros deben ser colegios del amor de Cristo. Es lo que interesa… Lo que interesa no es que al final de los años de estudio

digan:

-¿Qué tal el colegio?

-¡Estupendo! Todas han aprobado la reválida.

-Dígame usted: ¿Todas han salido enamoradas de Cristo? Es lo que me interesa…

¡Enamoradas de Cristo!

Imaginaos el bien que se haría si de todos los colegios de religiosos saliese una juventud enamorada de Cristo. Pero si sale una juventud…

-¿Qué tal? –Dice: ¡Muy bien! Sí, sí. Van después a la Residencia y las contenemos allí… Nos dan mucho que hacer, pero… -no van a Misa ni los domingos-, pero… sacan buenas notas.

–Pues, ¡cierre la Residencia! -Está tocando el violín… ¡a cuatro manos… Claro…! Nuestra forma es educación de juventud, y educación cristiana. No para

aguantar a la gente.

Esto es importante: este enamorarse de Cristo y enamorar a los demás. Escuelas del amor de Cristo; colegios del amor de Cristo.

Se comprende así –tratándose de religiosos-, que un Padre espiritual de ciertos religiosos les preguntase a los que llamaba a él para cuenta de conciencia: “Durante el día, ¿piensa usted con frecuencia y con afecto en Jesucristo?”. Si respondía, si el joven religioso le decía: Sí. –Bueno, va bien. Sin le decía: No, el Padre se ponía un poco serio y le decía: “Pues mire usted, me preocupa; porque, o no es usted normal o no tiene usted vocación”.Y el otro asustado, decía: Y, ¿por qué?  

–“Pues mire; o ha dejado todo por Jesucristo, o no lo ha dejado todo por Jesucristo. Si la ha dejado todo por Jesucristo, ¿cómo se explica que, habiendo dejado lo más querido por amor de Cristo, ahora no piense siquiera en Jesucristo durante el día con amor? Eso es algo anormal. Y si no lo ha dejado todo por Cristo, dudo mucho de su vocación. –Y es verdad; en el fondo hay mucho de verdad. Puede llegar a un punto de exageración que no es tal siempre la ley psicológica, pero hay un fondo muy verdadero.

–Lo hemos dejado todo por Cristo “congregavit nos in unum Christi amor”; ¿Cómo es que ahora este amor a Cristo no ocupa el centro de toda nuestra existencia? ¿Cómo es que toda nuestra vida no es buscar a ese Cristo y gozar de su encuentro cuando lo hemos encontrado? Este es el problema que se presenta.

Y ahora vendría la cuestión: Pero entonces, ¿por qué son relativamente pocas, relativamente, las almas religiosas que llegan a este enamoramiento de Cristo? Dirán algunos: “Es que yo estoy enamorado de Cristo, pero es que no se nota”. ¡No se nota! Déme usted un alma enamorada, a ver si no se le nota; a ver si es capaz de disimular. ¡Ni de lejos! Un alma que está enamorada no es capaz de disimular; le salta por todas las esquinas. Y las muchachas, las chicas, que tienen una gran vista  y caen en la cuenta de todo, saben muy bien: Esa es o no es una enamorada de Cristo; eso lo saben muy bien.

–Y ése me gustaría que fuese el gran elogio que hiciesen de una religiosa. No el que digan: Esa religiosa es una maravilla como matemática; sabe una de Matemáticas… Lo que interesa

es que me digan: Esa religiosa está loca por Cristo. Eso es lo que es el juicio grande que se forma una chica, una joven, de una religiosa: Está loca por Cristo; de verdad.

Por lo tanto, no es que se disimule; no es fácil, no es fácil. Pero, en fin; admitamos que se puede disimular. Entonces digamos sencillamente: ¿Por qué son aparentemente tan pocos los religiosos enamorados de Cristo? ¿Dónde está el secreto?

–Pues, creo que hay que decir que el secreto está en esto: “En que no saben pasar el desierto afectivo”. En la vida espiritual hay un desierto; siempre. Un desierto que hay que atravesar con trabajo, y en pura fe. Y eso no se pasa fácilmente.

Los autores espirituales, los Padres –y ya la carta a los Hebreos mismos-, les gusta comparar la vida cristiana, vida espiritual, al éxodo de los israelitas del desierto a Jerusalén. Ahora bien; ¿qué pasó en aquel éxodo del desierto, de Egipto a Jerusalén? –Cuando Moisés los sacó de Egipto, salieron todos, pasaron el Mar Rojo con la ayuda del Señor, con aquellos milagros… y todos salían

cantando. ¡Encantados! ¡Satisfechos! Y pasó Moisés el Mar Rojo, y empezó a cantar aquel cántico que teníamos los sacerdotes en el Breviario en las segundas Laudes, que ahora lo han acortado, que

no acababa nunca. Cuando tocaban las segundas Laudes… “Cántico de Moisés”; eran dos o tres páginas; y aquello no acababa. Como decía un sacerdote de Teruel: “La jotica de Moisés”, la jotica de Moisés.

Pues bien; la jotica de Moisés que no acababa. Y la hermana de Moisés cantaba, y las otras cantaban. Todo el mundo a cantar; todos felices. Después siguen un poco más adelante, y viene el desierto. Y empezaron a tener hambre… y sed. Y entonces se rebelaron contra Moisés: “¿Nos has sacado aquí para matarnos del hambre en el desierto? Mejor estábamos en Egipto, que al menos

teníamos ajos y cebollas”. Y se rebelan contra él. Y se rebelan contra Dios.

Y esto mismo pasa en la vida espiritual. Igual. Cuando uno sale de Egipto –comienza la vida espiritual dejando el mundo-, sale con un arranque que, con unas alegrías y unos cantos… una felicidad… Después llega el desierto; el desierto afectivo. Y una necesidad de amar y de ser amado… Y empieza a apretar el hambre y la sed; y es muy fácil que el alma se rebele contra Dios y que se vuelva a Egipto. No personalmente a Egipto, porque a lo mejor no puede dar el paso hacia atrás, pero haciendo del desierto un pequeño Egipto; buscando una satisfacción en las criaturas; desahogo de las criaturas; y hacerse ya su propia vida moderadamente. Ya no llegan a la Jerusalén celestial; no llegan a ese grado de enamoramiento de Cristo a esa plenitud de que habla San Juan de la Cruz en sus últimas estrofas, desde luego; pero aun proporcionalmente al orden normal:

Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado

do mana el agua pura

entremos más adentro en la espesura.

Eso se ha acabado. Esas espesuras, que como él dice son las espesuras del mucho padecer, “porque no hay mucho amar sin mucho padecer”, eso se ha acabado. Aquí está el secreto. Es que el Señor es muy particular. Ya lo decía San Agustín –que tenía aquella familiaridad con el Señor. –Y le decía: “Señor, ¿quién te entiende? ¿Quién te entiende? Buscas a quien huye de ti, y escapas del que te busca”. Está uno yendo por ahí, por esos mundos de Dios, y el Señor va detrás, y no lo deja en paz, y lo persigue. Va uno buscando al Señor, y se esconde, se esconde. Y es así… -Y es ese desierto afectivo la piedra de toque de nuestra fidelidad al Señor. Y es necesario atravesarlo.

Es necesario formar el propósito firme, definitivo: que vamos

hasta Jerusalén, y buscamos a sólo el Señor, sólo Jesucristo. Y aunque me muera de hambre, aunque las criaturas se me presenten pidiéndome mi amor, yo no beberé más que del agua que sale del Corazón de Cristo. Haurietis aquas cum gaudio de fontibus salvatoris. “Beberéis el agua con alegría, el agua que brota de la fuente del Salvador”. Aquí está el secreto.

Y se suele notar ese estado afectivo interior en el modo como se emplean los ratos libres. Un día que hay una fiesta… -vosotras tenéis menos probabilidades, porque tomáis lo que se os da-, pero

quien tiene un poco de libertad, cuando se presenta un domingo por la tarde, o una fiesta, se nota muy pronto a qué cosas se inclina entonces el corazón.

Y hay gente –religiosas, desde luego, religiosas-, que desean pasar las fiestas lo más parecido posible a los seglares; lo más parecido. A divertirse como ellos, a correr como ellos… y casi tienen una especie de nostalgia de no poder participar en todas las cosas que hacen ellos. Y les parece que es como un complejo de inferioridad por ser religiosas; que son demasiado ñoñas y del siglo pasado.

-¡Ay! cuando uno encuentra esto…¿Qué puesto puede haber ahí para el amor de Cristo? –En cambio… -yo no sé; ya me voy haciendo viejo-, pero se acuerda uno de aquellos tiempos heroicos, gloriosos, cuando el domingo por la tarde veía uno a los hermanitos coadjutores –que son los santos de talla-, aquellos hermanitos que tenían el rato libre del domingo, y se pasaban dos o tres horas en la capilla. Allá… con el Señor. Eso sí que es grande.

–Ahora… pues ya tienen que desarrollar más la cultura… tienen que pasear más… tienen que ver… tienen que estudiar… tienen que hacer… ¿Serán más santos? Pues a lo mejor… No lo ve uno, pero bueno. Pero a lo mejor… Como Dios es testigo… Con eso nos arreglamos muy bien: como Dios ve las cosas…

-Pero, ¡qué temple aquel! Rato libre que tenían, ¡a la capilla! Todavía tenemos algunos así. Allí tenemos en Roma un hermanito que cuando se presenta para cuenta de conciencia, yo me metería debajo la mesa. Ochenta y cinco años me parece que tiene. Como un niño, ¿eh? Como un niño. Y ese es de los de la capilla. Allá va. Y todos los demás dicen: Este, estesí que es…

-Pues, ¿por qué no le imitamos? ¿Cómo no le imitamos? Aquí está el amor de Cristo; aquí, aquí. Y por aquí hay que llegar a ello: sólo Cristo, sólo Cristo. Y declarar guerra a todo lo que no sea sólo Jesucristo. Este amor personal, de delicadeza y de entusiasmo a Jesucristo hay que mantenerlo vivo en los ejercicios de la vida cotidiana. No se trata de que uno corte la vida ordinaria para hacer un acto de amor.

El termómetro del amor de Cristo no hay que ponerlo en el momento de la oración, en que está el alma allí muy sumida en la oración, sino hay que ponerlo en la vida de cada día, en el nivel de amor con que vive la vida cotidiana. Ahí se pone el termómetro.

 Hay que mantenerlo vivo. La vida del cristiano no es interrumpir de vez en cuando su vida para hacer un acto de fe, un acto de esperanza y un acto de caridad, no. Eso es muy fácil. Está uno trabajando; interrumpe un poco y dice: Señor, yo creo en ti, creo en Dios Padre todopoderoso… Eso es muy fácil. Eso no es la vida teológica cristiana, no sólo eso. Sino, lo que importa es que mi vida cotidiana sea oda ella empapada de fe, de esperanza y de caridad. “Mi justo vive de la fe”. No vive haciendo actos de fe de vez en cuando, sino que la vida toda, está impuesta por la fe, y se entiende sólo por la fe.

–Y eso es lo que cuesta. En cualquier decisión del día, yo me rijo por la luz de la fe; en todo lo que veo. Y en cada momento hago un holocausto de mi modo de ver humano para seguir el modo divino de ver las cosas. Eso es vivir, vivir.

Por lo tanto, este amor hay que vivirlo en el ejercicio de cada día. Procurar demostrarle ese amor en todas las cosas del día, las pequeñeces de cada día; vivirlas con amor. Aun el detalle más pequeño, con el mismo amor con que un mártir va al martirio, lo mismo. Ahí está. Y cuanto más profundo sea este modo de vivir en amor las circunstancias de cada día, tanto más alta es la vida espiritual de esa persona. Mantenerlo, pues, y demostrarle este amor al Señor en todo.

En los Superiores; sí. Hoy día que hablamos tanto de la caridad con todos: los paganos, los comunistas, los herejes, los malos religiosos, los sacerdotes, los seglares… todos, todos… menos con los Superiores. A los Superiores, a lo sumo a lo sumo, obediencia. Ya les basta. Caridad con todos los demás.

–Pues esto no es caridad ordenada, porque dice San Pablo a los Tesalonicenses: “Que debemos mayor caridad a nuestros Superiores, ya que ellos tienen que responder por nosotros ante Dios, y por lo tanto, son más legítimos representantes de Dios, a quien se ordena nuestra caridad”. Y es lógico, y es justo.

– De modo que, en el mismo obedecer, en el mismo seguir a los Superiores, procurar mantener lacaridad. Caridad también en el trato con las hermanas, naturalmente. Porque “lo que hacéis a una de éstas, a mí me lo hacéis”. Por lo tanto, el vivir esa caridad como a Cristo mismo, con ese espíritu…¡qué hermoso sería esto! Hacer un pequeño favor como a Cristo mismo.

–Y eso a todos; sobre todo –como decíamos en la meditación precedente- a los miembros de la Comunidad; pero lo mismo a  los seglares. No se trata de establecer una oposición entre la caridad y las demás virtudes, sino que el cristiano perfecto ejercita todas las virtudes con caridad. Y da lo que es justo con caridad; pero lo que es justo también.

No se trata sólo de dar a cada uno lo suyo, sino de dar a cada uno lo suyo como a Cristo; con la misma delicadeza, con la misma caridad con que lo haría a Cristo mismo, con la misma sonrisa; igual que a Cristo. Y entonces, la vida, sí, sería celestial entre nosotros.

Y lo mismo verlo en las niñas que hay que educar. Porque “lo que hacéis a uno de estos pequeñuelos, a Mí me lo hacéis”. Y hacerlo con el mismo espíritu, con el mismo amor, con la misma delicadeza y entusiasmo. Pero no basta esto. Dice San Pablo: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”; la santidad.

Ahora bien, santidad no es privarse de espectáculos, privarse de placeres, privarse de comodidades. Eso no es la santidad. Y eso dicen muy bien, y hoy se insiste mucho en esto y con mucha razón. No es eso la santidad. Pero notad bien.

Tampoco es santidad lo contrario. Que algunos sacan esa conclusión: luego santidad es ir al cine, santidad es fumar, santidad… No, no. Ni lo uno ni lo otro es santidad. Ahora, es muy cierto que la santidad, que no consiste formalmente en eso, no se obtiene de hecho sin el sacrificio de la mayor parte de esas cosas. Eso es un hecho. Aun cuando no es eso, pero no se realiza sin eso.

Pero no es, no es. Como decíamos: la norma no es hacer lo que más me cuesta; no es. “La santidad –dice San Juan de la Cruz- consiste formalmente en que el alma, según la voluntad, esté puramente transformada en la pura voluntad de Dios”. Eso que pedimos todos los días: “sean ordenadas mis intenciones, acciones y operaciones puramente para agradar a Jesucristo”.

En la capilla de la conversión de Loyola, hay una inscripción inspirada que dice así: “Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Está muy bien dicho. No dice: Aquí se convirtió; “aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Iñigo de Loyola era –decía él- un soldado desgarrado y vano. Pero era buena persona en el fondo. Y de hecho, pues… practicaba los Sacramentos…

Antes de la batalla de Pamplona, como no había sacerdote, se confesó con un soldado… Y ya está… Eso, ¿no es hermoso? Hizo su confesión con un compañero; le contó todo; se confesó.

 –De modo que no era así un… malo; no. Casi iba a decir –con un poco de ironía, pero…- que si se hubiese muerto en Pamplona, le hubiésemos podido hacer… pues, canonizar como patrono de los soldados de Acción Católica. ¡Buena persona! Pero, en aquellos días de convalecencia en Loyola, cuando estaba allí, en la cama, se aburría; y pidió a su hermana Magdalena que le trajese alguna novela; novela de caballerías, de hazañas de caballeros.

Magdalena –no sé si será verdad, o si era una pía mentira-, le dijo que no había en casa; que no había más que la vida de Cristo y la vida de los Santos. Pero como se aburría, dijo: Pues que me traigan la vida de Cristo y la vida de los Santos. Y en la lectura de la vida de Cristo y la vida de los santos, Ignacio de Loyola cayó en la cuenta de que Jesucristo tenía algo que hacer en su vida. Y entonces renunció a sus planes.

–Tenía planes muy vanidosos; no pecaminosos, vanidosos. El

quería casarse no con una condesa o marquesa, sino más arriba. Parece que era la hija delEmperador detrás de la que iba él, ¡nada menos! Serían vanidosos… pecado no. Pero cuando cayóen la cuenta de que Jesucristo tenía un papel que realizar en su vida, renunció a sus planes vanidosos, para realizar en todo los planes de Cristo sobre él. “Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”, se puso a disposición de Dios. Basta.

Esa es la determinación de la santidad: renunciar a los propios planes en cuanto propios; incluso de santidad. Que nosotros hacemos planes hasta de santidad; una santidad que tiene que ser

así, así, así, así; una santidad de la que cuando yo pase por la calle venga toda la gente a besar las huellas de mis pies, y que me vengan a besar la faja cuando pase –con tal de que no me la ensucien…

- ¡Pues no…!

–Una santidad en la que no haya humillaciones, sino todos admirados del esplendor de mi santidad. No.

–Sin faltas; ni una falta… Siempre, todas las noches llego al examen de conciencia: no ha habido nada, nada, nada. ¡Señor! Todo es gloria tuya…

-Y no es ese el plan de Dios, sino el plan de Dios es que lleve siempre una jorobilla que está allí dándole y dándole y dándole…

Y hay que renunciar a los propios planes, incluso de santidad, hechos por nosotros, para aceptar los planes de Dios sobre nosotros. Esa determinación; de eso se trata. Mis planes son un estorbo a los suyos. Como muchas veces pasa en la misma oración; y éste es el primer punto, y éste el segundo… y cuando Dios quiere intervenir, no le dejo ni meterse. –No, no, no; ahora estoy en el primer punto. Cuando haya terminado el tercer coloquio; entonces es tu tiempo. ¡No, no! Nuestros planes son estorbo a los suyos…

La más pequeña afección –de las que hablábamos el día pasado- impide más la santidad que un pecado mortal o muchos pecados mortales esporádicos, pasados y llorados. Sin duda ninguna.

Decía el P. Ginhac –que tenía buena experiencia de vida espiritual-: “Hay muchas almas que trabajan, hay muchas almas que se sacrifican, hay muchas almas que oran, hay muchas almas que hacen obras de caridad; pero hay pocas que se hayan dejado a sí mismas. En el fondo, en todas esas obras siguen buscándose a sí mismas”. Y es muy difícil, es muy difícil. No es negocio fácil el realizar esta determinación de aceptar los planes de Cristo puramente; puramente agradarle a Él. Pero llegaremos poco a poco con la gracia de Dios, invocando al Espíritu Santo sobre nuestro sacrificio, como en la Santa Misa: “Veni sanctificator omnipotens aeternae Deus et Benedit hoc sacrificium tuo sancto nomini preparatum”.

Pues bien; este acto de ponernos deliberadamente a entera disposición de Cristo, es la consagración a Él. Consagrarnos. Como el cáliz, que consagrado por el obispo, queda dedicado al culto divino, así nuestra persona, por esta determinación y este acto aceptado por el Señor, queda dedicado al servicio exclusivo del Corazón de Cristo.

Se trata de hacer la consagración de toda mi persona. Yo ahora recojo todo mi pasado, porque soy fruto de todo mi pasado; preveo en cuanto puedo prever todo mi futuro en el instante presente, y así lo ofrezco al Señor como holocausto, como donación de amor. Es un acto importante. “Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?”. “Que ya sólo el amor es mi ejercicio”.

Pues bien; todo depende de mi sí al Señor; si le digo: sí. Y lo debo dar y lo puedo dar y hacer esta consagración de mí mismo, aun contando con mi vida pasada; que es una de las cosas que muchas veces nos impiden: el pensamiento de nuestra vida pasada; como si fuésemos indignos de ese ofrecimiento al Señor. Y es verdad que nosotros no somos dignos de darnos a Él, pero Él es

digno de tomarnos, de que nos demos.

–Contando con mi vida pasada; pongámosla toda en las manos del Señor.

En un barrio de Barcelona sucedió este caso que os voy a contar ahora, que me lo contó el mismo párroco, Mosén. Había allí un barrio muy rojo –esto era hacia el año 49-. Y el párroco nuevo –que había sido nombrado para allí-, puso su iglesia en una barraca; y para hacer el apostolado, entre otros métodos recurrió a predicar el ejercicio del Vía Crucis todos los viernes. Y esto que atrae mucho a los hombres, hizo que comenzaran a acudir; y cada viernes había una serie de conversiones.

Y había una delegada comunista en el barrio que, viendo lo que estaba pasando, no quería acercarse a la barraca por miedo de convertirse. Y he aquí que una vez, mientras estaba lavando junto al río, oyó desde allí el sermón, y se convirtió. Comenzó una vida nueva, hizo una confesión magnífica, y siguió ejemplarmente la vida de la parroquia.

Esta mujer tenía dos hijas que trabajaban en una fábrica de máquinas de escribir. Y una vez que el párroco se encontró con su máquina rota, pensó en estas dos muchachas. Dijo: les voy a llevar la máquina a ver si me la arreglan. Toma la máquina, se va allí, le espera aquella ex-delegada comunista, y con mucha pena le dice que no podrían por ahora; tendría que esperar alguna semana, porque estaban sobrecargadas de trabajo. Y el párroco le dice: Muy bien, aquí se la dejo; cuando esté arreglada me la trae. –Y se marchó.

Al poco tiempo de haber vuelto a la casa parroquial, se acerca la comunista, la ex-delegada comunista llevado la máquina de escribir de ella. Y le dice: “Mosén, usted necesita una máquina, ¿no es verdad? Pues mire; con esta máquina yo he pecado tanto… Yo querría que usted ahora la santifique con sus manos de sacerdote. Aquí la tiene. Empléela entretanto”.

Veis con qué finura había traducido en términos actuales modernos la palabra de San Pablo: “Los miembros que han servido a la iniquidad, sirvan ahora a la justicia en Cristo Jesús”. Con toda

sencillez.

Pues esto mismo tienes que hacer tú; igual, igual. Que yo he pecado tanto con este cuerpo, con esta alma, con estos ojos, con esta imaginación… No importa… no importa. Toma esa máquina

tuya: ese cuerpo y esa alma, y se la presentas a Jesucristo y le dices: “Señor, yo con este cuerpo, con esta alma he pecado tanto… he pecado tanto con esta máquina… Yo quisiera que Tú ahora la santifiques con tus manos redentoras”. Y se la dejas. A su disposición. Para que Él escriba el mensaje de paz y de amor que quiere escribir al mundo; mensaje que no se escribe con letras, sino con vida; con nuestra vida. Pero una vida, cuya vida sea Él.

Vida de toda mi vida,

no de toda, que fue loca,

pero vida de esta poca

a Vos tan tarde ofrecida.

Se la dejas… Y Él escribirá ese mensaje de vida al mundo a través de ti, que es lo que Él quiere.

“Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Junto a estas palabras se podrían poner estas otras que tienen el mismo sentido: “Aquí se entregó Dios a Iñigo de Loyola”; porque entregarnos nosotros a Dios es dejarle paso libre para que Él pueda realizar sus planes sobre nosotros.

Esa consagración nuestra al Señor no es un mero ejercicio ascético, no. Es darle al Señor toda nuestra persona para que se sirva de ella y se manifieste a través de ella.

Recuerdo el caso histórico de aquella jovencita, María, que a los doce años se quedó sola con su hermanito pequeño. Murió su madre, y el hermanito tenía todavía pocos meses; y con mucho trabajo y mucho esfuerzo consiguió sacar adelante a su hermanito. Y cuando estaba ya a los cinco o seis años –esas cosas de niños-, jugando con los demás, cayó en la cuenta de que todos los demás

tenían una madre y que él no tenía.

Cayendo en la cuenta de esto, va corriendo a donde su hermana y le dice:

-María, todos mis compañeros tienen una mamá. ¿Yo no tengo mamá?

Y ella le dice:

-Sí, también tú tienes mamá.

-Y, ¿es buena mi mamá?

-¡Huy! Es tan buena… Muy buena, muy buena.

Y dice entonces el pequeño:

-María, ¿es más buena que tú?

Y ella sollozando, le dice:

-Mucho mejor que yo, mucho mejor que yo.

-Y, ¿dónde está?

-En el cielo.

-Pues tengo unas ganas de ir al cielo… Porque si es más buena que tú… Quién sabe cómo será de buena, si es más buena que tú.

Este es el ideal cristiano; éste, éste. No es meramente no pecar. ¡No! La persona cristiana tiene que ser tal, que lleve al deseo de Cristo y de la Virgen. ¿Es más bueno que tú? Pues tengo unas ganas de conocer a Cristo… Porque si es más bueno que tú…

Eso me pasó a mí una vez con el P. Ubillos. Santo varón, de santa memoria, que tenía setenta y tantos años; ya hace muchos años. –Y yo le tuve que acompañar en un viaje. Toda la gente iba detrás de él. Apenas llegó a la estación, en Tudela, salieron todos los taxis a buscarlo; todos le querían llevar –gratis, se entiende-; con aquella fama de santidad que tenía…

¡Tan simpático el P. Ubillos! Le pasaban algunas cosas… Tenía la costumbre todas las noches –entre paréntesis; no importa-, tenía la costumbre todas las noches de rociar la cama con un poquito de agua de San Ignacio, que tenía encima de la mesilla, y después se echaba un trago de agua de San Ignacio, y apagaba la luz. Y una noche que no había luz, -había poca-, en lugar de la botella del agua de San Ignacio, cogió una botella de yodo, y roció la cama y se echó un trago. ¡Pobre hombre! ¡Con todos sus años! ¡Unos ardores…! No pudo dormir en toda la noche. Estaba intranquilísimo. Y a la mañana siguiente fue al enfermero –que no era el enfermero… muy famoso- y le dice: “Hermano, me ha pasado esto, ¿puedo desayunar?” Y el otro le dice: “Todo lo que pueda, todo lo que pueda. Hay que contrarrestar”, contrarrestar.

Pues este P. Ubillos, que era la bondad personificada, iba a dar el catecismo a Castejón; más de media hora de tren; y tenía permiso para ir en una locomotora de mercancías. El iba allí todos los domingos por la tarde al catecismo; y explicaba el catecismo; Y lo querían tanto… Y cuando murió le hicieron funerales allí donde el catecismo.

Y después de los funerales, se acerca uno de los ferroviarios y le dice al Padre que hizo los funerales: “Mire, Padre, yo he leído la vida de Cristo. ¡Y qué bueno era! Pero tan bueno como el P. Ubillos…” A él le parecía que no podía ser tanto; no podía ser tanto.

Pues decirle a uno de estos: “Pues Jesucristo es mucho más todavía”. –Pues tengo unas ganas de conocerle… Porque si es más bueno que tú… ¡quién sabe cómo será de bueno!

Pues de esto se trata. Y esto es lo que pretende Jesucristo con nuestra consagración a Él: manifestarse a través de nosotros; tomar posesión de todo nuestro ser para que todo nuestro ser lo manifieste a las almas. Que llegue así a invadir hasta la última sonrisa nuestra. Todo como invadido por Cristo, de modo que Él se manifieste a nosotros. Y así sucede en realidad.

El cardenal Bertrán, en unas conferencias que tiene a sacerdotes, cuenta esto que le pasó a él en una ciudad alemana. Iba por la calle y se encontró con un ciego, y le dijo:

-¿Llevas mucho tiempo aquí?

Y el otro contesta:

-Pues diez años, Padre.

El otro se dijo: ¿Padre…? Este tiene que ver. ¿Cómo sabe que yo soy sacerdote? Y le pregunta:

-Pero, ¿tú eres ciego de nacimiento, verdad?

-Sí, Padre.

-Entonces, ¿cómo sabes que soy sacerdote?

Y el otro le dice:

-Se conoce por la voz.

Y es verdad, es verdad. Cuando el alma es muy de Dios se conoce por la voz. Se conoce en todo, en todo. Y eso es lo que tenemos que hacer. No se trata de disimular que somos de Dios; no.

Hoy día se tiende un poco a poner esto como ideal: Que sea una chica excelente, pero que nadie lo note.

–Pues, ¿para qué está?, ¿para qué está?

–Que videant opera vestra bona, dice el Señor: “Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”.

 Dice: se equivocó, se equivocó el Señor. No. Lo importante es que no vean las obras buenas que no glorifiquen al Padre, sino que sigan en el mundo.

–Pues no señor. El ideal nuestro es éste: dar testimonio de Cristo. Esto es. Que quien nos vea, se acerque a Cristo. ¿Es fácil? Es muy difícil, es muy difícil.

Pero para eso, tenemos que fiarnos de Él. Que Él realice en nuestro ser esa especie de transformación interior, total; de modo que en nosotros viva Cristo y se manifieste Cristo.

¡Señor!, yo quiero ser como esa Hostia,

cederte mi sustancia en un instante.

Mi vida toda se transforme en Cristo,

y sólo quede mi disfraz de carne.

 

 

EL NIÑO PERDIDO

 

Vamos a hacer esta contemplación sobre el Niño perdido en el Templo. Queremos seguir a Jesucristo.

 

Pongámonos en la presencia del Señor, como en todas estas contemplaciones: con el corazónabierto hacia Él, dejando que penetre en nuestro interior. Dilatare, aperire, tanquam rosa fragrans mire. “Dilátate, ábrete, como una rosa que exhala fragancia exquisita”. Dilatar así nuestro corazón en la presencia del Señor.

Y le pedimos la gracia de la santidad, que veíamos en el Principio y Fundamento: que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas, por la gracia divina, puramente a

complacer a Cristo, a agradar a Jesucristo en todo.

Y para llegar a esto, nos estamos disponiendo con los Ejercicios.

Y ahora nos encontramos contemplando estos misterios de la vida de Cristo con la disposición de la oblación del rey temporal, que la podemos renovar: “Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante de vuestra Madre gloriosa y de toda la corte celestial, que yo quiero, deseo, y es mi determinación deliberada de imitaros en pasar toda injuria, toda pobreza, si vuestra santísima Majestad me quisiere elegir en tal vida y estado”. Esto dilata más nuestro corazón.

 

Y ahora le pedimos la gracia de conocerle íntimamente en este paso concreto. Conocimiento íntimo del Señor: lo que piensa, sus criterios. Y conocimiento íntimo en nuestro interior. Que también esto es importante. Conocimiento íntimo. Esto que en los Ejercicios aparece tantas veces, como: “sentir internamente, conocer internamente”, no sólo se refiere a Jesucristo, a su intimidad, sino también que nos llegue hasta el fondo de nuestro corazón.

 

Por sentimiento se entiende aquí una especie de elevación general y una como investidura de afectos, que hacen obrar al hombre connaturalmente de una manera contraria a la de la carne y sangre. Sentimiento interno sobrenatural; un conjunto de sentimientos, de disposiciones interiores.

Y en otras palabras: supone en el hombre una especial plenitud y dominio de lo que San Pablo llama espíritu: el espíritu de Cristo o el Espíritu Santo. Compenetrado el hombre en sus actuaciones de que Cristo lo hace todo en él –cuando está actuando-, sintiéndose arrebatado y fuera de sí, y transportado, como poseído de un espíritu que sabe y gusta experimentalmente que es Cristo mismo, el Hijo, que lo pone con el Padre, que lo ordena hacia el Padre, y ordena todas sus intenciones, acciones y operaciones hacia el Padre; sintiéndose coordinado y subordinado y orientado, como miembro de Cristo, en Cristo, al Padre. Eso es el sentimiento interno; conocimiento interno del Señor.

El hombre, cuando se encuentra así bajo este sentimiento interno, se siente silencioso en su actividad. Y en este silencio íntimo hay y se percibe una actuación, un hablar, un amar, un resolverse, que claramente proviene de otro Ser, tan íntimamente dueño de nosotros, que nos hace proceder al exterior con el mismo aplomo y seguridad como si fuéramos nosotros sin intervención

alguna. Así, el hombre siente surgir en su interior, pero no de su interior un actuar, un formular, un clamar que llega hasta el Padre. El Espíritu que está en nosotros, clama al Padre.

Este sentir internamente, conocer internamente, gustar de las cosas internamente, implica una penetración amorosa hacia dentro, de la verdad que se propone. Una compenetración, además, mía con la verdad. Es decir; de tal manera que me penetra y moldea; la penetración del objeto en mi interior sustancial, calándome y empapándome hasta la médula. Es ese sentir que me corresponde

como miembro de Cristo.

Así como cuando yo mando a la mano que haga algo, el acto de voluntad está en la mano, pero no nace de la mano, sino que le viene impuesto; de esta misma manera, estos sentimientos, este conocimiento está en mí, pero no nace de mí; me viene comunicado del Corazón de Cristo. Y en último término, esto es la perfección cristiana.

Nuestras virtudes, no son nuestras como moderación de una tendencia nuestra, meramente, de una tendencia humana, sino que son participación de las virtudes mismas de Cristo. Y así, mi paciencia no es no enfadarme, sino es participar de la paciencia del Corazón de Cristo.

Y lo mismo mi caridad, y lo mismo mi fortaleza. Todo es participar del Corazón de Cristo que me suele ir comunicando en esta gracia. Por eso, dejarnos empapar de este conocimiento íntimo de Cristo para enamorarme de Él e imitarle según su voluntad.

Hemos seguido a Cristo en su vida oculta. Ahora vamos a seguirlo en un momento difícil de su vida: cuando Jesucristo deja a sus padres para dedicarse al puro servicio del Padre.

 

Obediencia a Dios y a sus representantes.

 

Pero primero a Dios… primero a Dios; a los representantes en cuanto legítimamente representan a Cristo. Cuando la voluntad de Dios sea otra, hay que aceptarla cueste lo que cueste, aunque sangre el corazón y haya lágrimas en los ojos.

 

Esta es la lección de Jesús que se queda en el Templo.

Vamos a considerarla.

 

Primero, camino de Jerusalén.

 

Preparativos de alegría en Nazaret. Van al Templo. El salmo de los peregrinos, que ellos repetían tantas veces, dice: “Me he alegrado en lo que se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor”. Y allí, en toda la casa de Nazaret como en todo el pueblo, se prepara con alegría este viaje.

En el camino, la Virgen camina con Jesús, en quien tiene todo su corazón; Ella lo tiene todo en Cristo. Para Ella no hay otras cosas. Sólo Jesús. Ella dice de verdad: Iesus meus et omnia. “Jesús mío y todas mis cosas”. Fuera de Él no tiene nada. En Él lo tiene todo.

Mi amado las montañas los valles solitarios nemorosos, etc.

Y la Virgen, en el camino, lo contempla tantas veces… Se le van los ojos detrás de Jesús, su tesoro y su todo. Con aquel vestido que, quizás, lo ha hecho Ella misma… lo ve tan simpático entre sus compañeros… centro de la compañía de sus amigos, que van todos a Él.

Cuenta San Jerónimo que había quedado una tradición en Nazaret, según la cual, los muchachos del pueblo para decir que iban a Jesús solían decir: Eamus ad suavitatem, “vamos a la suavidad, al que es la suavidad”. Era así el centro de todos.

Y Jesús va contento en este camino; muy contento. Porque va a someterse a la Ley. Y todo lo que es someterse a la Ley –Él, que ha venido para ser obediente hasta la muerte y muerte de cruz- le alegra.

Lo contrario de nosotros, que muchas veces el solo pensar que nos tenemos que someter a una ley, nos entristece, y hacemos lo posible por librarnos de una ley, eximirnos de ella. Jesucristo no. Él va contento, va a someterse a la Ley impuesta por su Padre. Lo hace con gusto.

Está contento, en segundo lugar, porque va a hacer un gran sacrificio. Gran sacrificio. Y Él sabe que le va costar mucho: el quedarse sin que sus padres lo sepan, el hacer llorar a sus padres. Y esto le cuesta mucho. Va a hacer un gran sacrificio. Y esto le da alegría, porque Él ha venido a esto.

“No ha querido el Padre hostias y oblaciones, pero le ha dado un cuerpo, una humanidad para que se ofrezca”. Y lo va a ofrecer. Tanto más costoso cuanto que las lágrimas, más que suyas son de los suyos, de sus padres. Y va contento porque va a preanunciar la vida religiosa.

Ese quedarse Jesús en el Templo para sólo servicio del Padre, sin otras ocupaciones, es el prenuncio de una vida religiosa dedicada toda ella sólo a complacer al Padre, como primera y única ocupación de la vida. Y ve y está viendo en el futuro miles y miles de almas que seguirán su ejemplo y se dedicarán también ellas al servicio del Padre, aunque sea con lágrimas de los suyos.

Y así caminan. El mismo camino que hizo la Virgen cuando iba allá, hacia Belén, antes del nacimiento de Jesús. Y llegan hasta Jerusalén.

–La llegada a Jerusalén era grandiosa. La vista que se ofrecía a sus ojos de la Ciudad Santa, al atardecer, cuando el sol reverberaba sobre los mármoles y el oro del Templo, debía ser grandiosa. Nos cuentan los contemporáneos que era un espectáculo

único, que parecía aquel Templo en llamas con el esplendor del sol poniente. Y llegaban ellos, los judíos, los que venían de la Galilea, y se entusiasmaban ante aquella imagen que se presentaba a sus ojos.

Y entonces entonaban el cántico: “Me he alegrado de lo que se me ha dicho: vamos a la casa del Señor”. Y Jesús canta con los demás desde aquella altura, contemplando la ciudad de Jerusalén

a sus pies, que va a ser más tarde –total… no tanto-, después de 21 años, el teatro de su Pasión y muerte. Y por primera vez, pudiendo al menos reaccionar como hombre consciente, se presenta ante Jerusalén y ve con sus ojos el Calvario; allí lejos; lo está viendo.

 

 

Segundo: en Jerusalén.-

 

¿Qué hace Jesús en Jerusalén los días de Pascua? Lo primero visita el Templo y va a adorar al Padre. Era el lugar que el Padre se había escogido hasta que llegase el Mesías; lugar de predilección, donde reposaba, descansaba la gloria de Dios.

Y Jesús sube las escaleras grandiosas del Templo, pasa el atrio de los gentiles, sube a las escaleras del atrio de las mujeres, pasa al atrio de los hombres, y allí sube las últimas escaleras y se

detiene a la entrada del atrio de los sacerdotes, porque Él no puede entrar allá; no es sacerdote. Y allí, en la última puerta, de cara hacia el Sancta Sanctorum, ora. La oración del Cristo al Padre. Allí,

de pie, con las manos cruzadas sobre le pecho, como solían orar, con los ojos elevados hacia el cielo, está en unión de oración con el Padre.

Acerquémonos a los labios de Cristo y al Corazón de Cristo que ora con aquella elevación sublime; para enamorarnos de Cristo. “Véante mis ojos… muérame yo luego”. Y si penetramos un poco en el Corazón de Cristo y nos acercamos a Él y ponemos nuestro oído cerca de sus labios, veremos que está pronunciando una oblación que, quizás, conocemos. Más o menos, en su sentido, decía el Señor así: “Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación…

que yo quiero, y deseo, y es mi determinación deliberada de pasar todas las injurias y todo vituperio y toda pobreza… hasta morir en cruz”. Por ti. Y pronuncia tu nombre, porque te conoce. Lo ofrece

por ti, por ti. Todo, todo. Ha venido a eso: a ofrecerse, a anonadarse a sí mismo hasta la muerte de cruz. Y ofrece también el sacrificio de las lágrimas de su Madre; todo. Por ti, por ti. Para que seas también tú generosa y fuerte.

 

Ora. –Contemplémoslo sin prisa a Jesús en oración.

 

Terminada su oración, Jesús, ¿qué hace? Asiste a las lecciones de Escritura. Eran las ocupaciones normales de los que venían a Jerusalén. De modo que allí en los atrios del Templo, había unas salas donde los Doctores de la Ley explicaban las Escrituras.

Y Jesús va allá. ¡Qué emoción para Él el escuchar la explicación de las Escrituras que Él había dictado, que hablaban de Él! –porque todas las Escrituras se refieren a Cristo en último término-; y oír las exposiciones que hacían los Doctores, que no siempre eran acertadas. Y Él escucha con humildad, en silencio, con respeto a la palabra divina.

Jesús, además, asiste a los sacrificios. Era el sacrificio del cordero; y había allí un grande altar sobre el que iban sacrificándose los corderos que traían por familias. –Y nos acercamos con Jesús al altar de los sacrificios, y vemos que presentan un cordero; el sacerdote lo sacrifica, y Jesús se vuelve pálido. Y le preguntamos: ¿Qué tienes, Señor? ¿Qué te pasa? Y nos dice: “Es que me impresiona; porque dentro de 21 años, esto lo van a hacer conmigo. Porque este cordero es el símbolo, el tipo de mi muerte. Por eso no le rompen ningún hueso, porque a mí tampoco me lo romperán. Por eso sacan toda la sangre, porque a mí no me quedará ninguna gota de sangre. Es el cordero de Egipto, símbolo de la Pascua eterna, nueva, del Nuevo Testamento.

Y me lo van a hacer a Mí”.  -¡Qué impresión para Cristo! Todo lo que es el culto del pueblo de Israel, todo está ordenado a Él. Y Él recoge su sentido, porque lo conoce íntimamente.

Jesús, además, recorre el Vía Crucis. También va viendo lo que pasará en cada uno de los pasos. Aquí lo azotarán… Y Él ve el sitio. Aquí lo coronarán de espinas… aquí tomará la cruz… por aquí caminará… se encontrará con su Madre…

Todo eso lo ve Él con una claridad plena. Y va haciendo su Vía Crucis y renovando constantemente su ofrecimiento por ti: “Que quiero y deseo y es mi determinación deliberada de sufrir todo esto por ti, por ti”. Jesús ofrece, sobre todo, el sacrificio de las lágrimas de su Madre, que es el sacrificio inmediato que se va a realizar entonces mismo.

 

Y así pasa los días de Pascua, ocupado con estas santas meditaciones. Y llega el momento de marchar. El Evangelio no dice más que esto: “Acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó en Niño Jesús en Jerusalén sin que sus padres lo advirtiesen”.

 

Meditemos esto en un sentido realista. Llega el momento, y Jesús se tiene que quedar. ¿Qué le costaba a Jesucristo haber dicho una palabra a sus padres? Nada… ¿Haberles dicho: No os maravilléis; el Padre quiere que me quede aquí un par de días todavía? Nada…

-Es que, lo que quería el Padre no era eso, sino era el sacrificio: que se quedase sin que sus padres lo supieran. Era un sacrificio que el Padre pedía a Jesús; y Jesús, dócil, lo acepta. Y para realizar ese sacrificio, pues no sabemos cómo procedería el Señor. Quizás se esconde detrás de alguna de las columnas del Templo mientras marchan… Quizás los ve marchar…

Ellos totalmente despreocupados, porque nunca habían tenido el mínimo disgusto de parte de Jesús. Sabían que era de fiarse totalmente. Y sin embargo, tenía que quedarse. Quizás los ve marchar; y a Jesús se le iban los ojos tras su Madre… y

no le dice nada. Y la ve perderse de vista con San José… y nada. Se esconde; quieto, quieto. Quizás baja sus ojos antes de que su Madre desapareciese del todo. “Que quiero y deseo y es mi determinación deliberada, de ofrecer este sacrificio por ti, por ti”.

Y ellos caminan. “Anduvieron la jornada entera”. ¿Qué hace Jesús ese día en Jerusalén? -¡Pobre Jesús! Solo… doce años… Estaría por la ciudad, pues como un gitanillo. No tiene dónde reposar… no tiene dónde descansar… Seguiría haciendo esa vida ordinaria… iría a orar al Templo, asistiría a las lecciones, haría el Vía Crucis… Y lo demás, pues como un gitanillo sin casa, como un niño de la calle. Allí está.

Y llega la noche; y, ¿dónde dormiría Jesús? Dormiría en el atrio del Templo, allí, en un rincón… sobre un banco… Eso es Jesús.

Y su pensamiento está yéndosele detrás de su Madre, porque en ese momento ya su Madre ha caído en la cuenta de que Él no está con ellos. Y no puede dormir con ese pensamiento de su Madre,

porque quiere mucho a su Madre; mucho. Es la criatura que más ama…

 

Y allí está Jesús.

“Entretanto, persuadidos de que venía con alguno de los de su comitiva, anduvieron la jornada entera, buscándole después entre los parientes y conocidos”. Hacen el camino, un día entero de camino, y al anochecer, cuando llegan a la posada, al primer descanso, pues… no está Jesús.

-¿No ha venido contigo?

-No…

-¿Contigo?

-Tampoco

-Pues, ¿con quién habrá venido? Porque ha tenido que venir… Si es tan fiel… Siempre viene con nosotros… Obediente…

Y empiezan a preguntar entre los parientes y conocidos:

-Pero, ¿no habéis visto a Jesús?

-No; nadie. No; no ha venido, no ha venido.

¡Qué dolor para la Virgen! ¡Qué dolor! Porque, fijaos, que no tenía más amor que Cristo… Y

ahora le falta Cristo.

–La pérdida de Cristo, el esconderse de Jesús, es el gran dolor para quien tiene puesto todo en Jesús. Y la Virgen no tenía otro amor; no tenía ningún otro descanso más que Jesús.

Ahora le falta todo. –Si allí en el Nacimiento, en la gruta, podía decir la Virgen: “Me ha quitado todo; me ha dejado sólo a mi Hijo”, ahora tiene que decir: “Me ha quitado hasta mi Hijo”. Todo…

Y aquella noche, la Virgen sufre. Su imaginación desatada, ¡qué cosas pensaría! Creen

algunos teólogos que María sufrió entonces más que en la cruz; porque su imaginación le representaría todo lo más terrible que le podía representar: que quizás el Padre le había retirado a su Hijo porque no había sabido cuidarlo… que quizás el Padre había determinado que no se cuidase ya más de su Hijo… que Dios sabe lo que habrían hecho… si le habría pasado algo… Todo lo que una

madre puede imaginar de peor cuando se trata de la desaparición de su hijo.

Y Jesús… quieto, quieto. Y está viendo el dolor de su Madre… y lo siente íntimamente… Y allí está: tumbado sobre un banco, quizás sobre la piedra, durmiendo, o sin poder dormir pensando en su Madre. “Más como no le hallasen, retornaron a Jerusalén en busca suya”. Apenas llega la aurora, vuelta a Jerusalén. Es el segundo día ya. Vuelta a Jerusalén. Y llegan a

Jerusalén ese día por la tarde, después de una jornada entera de camino.

Y pensad: Esa noche estaban en Jerusalén Jesús y sus padres. Y Jesús no va a encontrar a sus padres. –Eso que hablamos tantas veces de la caridad con los padres, la caridad con los padres…

Pues, ¿dónde está la caridad de Cristo con los padres? –Nos quiere dar la grande lección del desprendimiento, de la fidelidad a la voluntad del Padre, cueste lo que cueste. Y esa noche, quizás Jesús los vio llegar, quizás los vio; con su mente divina, sin dudar; con su visión beatífica, sin dudar; pero quizás corporalmente, porque estaba allí y los vio pasar. Y no se presenta; porque no era la voluntad del Padre. Y esa noche están todos en Jerusalén. Y Jesús duerme como un gitanillo de nuevo, en el atrio del Templo, por algún rincón; y la Virgen y San José irían a una posada… Estaban todos allí.

Aquí sí que diría la Virgen todo este tiempo:

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste habiéndome herido;

Salí tras ti corriendo y eras ido.

“Y al cabo de los tres días –al día siguiente, el tercero- lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los Doctores. Y, ora los escuchaba, ora les preguntaba”.

-¡Qué serenidad de Cristo! Al día

siguiente, tercero, de nuevo como siempre, a orar al Templo, a asistir a las lecciones sagradas.

–Y  Jesús va allí con todos los jóvenes de su edad y está escuchando las lecciones. Y los Doctores proponen; Él escucha. En determinados momentos ponía sus dificultades, pedía sus aclaraciones, y estaban todos asombrados. “Cuantos le oían quedaban pasmados de su sabiduría y de sus respuestas”. Dejó el equilibrio de aquella sencillez, de aquella penetración inteligente en aquel joven de 12 años, ya mayorcito.

–Y se preguntarían; pero, ¿quién es éste? Pero, ¡cómo conoce la

Escritura! ¡Con qué precisión pregunta! ¡Qué precisión de respuestas! Quizás les hablaba del Mesías… cuándo tenía que venir el Mesías… Les hablaría, quizás de la profecía de Daniel… las 72 semanas de Daniel… si no era ya el tiempo… Ponía objeciones… le respondían… Y todos miraban con admiración a aquel muchacho, a aquel joven.

Y he aquí que cuando estaba así, entonces, entra la Virgen con San José. –Ponderemos el dominio del corazón de los dos: de Jesús y de María; los dos; que son un gran ejemplo. Entran; y al verle, sus padres quedaron maravillados. Allí estaba; sereno, tranquilo, como si no hubiese hecho nada. Se quedaron maravillados. Maravillados también por su sabiduría, por sus repuestas, porque la gente estaba preguntando: ¿quiénes serán los padres de este joven? ¿De dónde será? ¿Quién será su madre dichosa?

Y entran los dos, y se lo encuentran. Y Ella se abriría camino: “Es mi Hijo, es mi Hijo”.

 –Y le mirarían con admiración, felicitándose con Ella de tener un hijo tal. Pero Ella va derecha hacia Él “Su Madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando”. Tu padre y yo. –Aquí entramos en los misterios grandes. Tu padre y yo. A San José lo pone delante de Ella. Tu padre y yo. “Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros?”. ¿Por qué nos has dejado solos? ¿Por qué te has escondido? “Tu padre y yo te hemos estado buscando con dolor”.

Es el símbolo del alma en todo el trayecto de este mundo. Es buscar a Jesús con dolor. Te hemos estado buscando con pena. Y eso al Señor le agrada: el que nuestro dolor sea su ausencia, y que, llevados de ese dolor, lo busquemos en todas las cosas y en todas partes. “Te hemos estado buscando con dolor”. ¡Qué moderación en las palabras de la Virgen! Serena. Con un dolor íntimo, pero con un equilibrio… sin prorrumpir en grandes frases y grandes palabras. “Hijo, ¿por qué te has portado así? Mira que tu padre y yo te estábamos buscando con dolor”.

Jesús le responde con una aparente dureza, que es un misterio. Entramos en los misterios. Parece que debía haber dicho: Menos mal, ahora ya ha terminado la prueba. No. “Él les respondió:

¿Cómo es que me buscabais? ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas del servicio de mi Padre?”. –“Tu padre y yo te buscábamos”. “Debo ocuparme en las cosas del servicio de mi Padre”. El Padre suyo es el Padre que está en los cielos. “Mi Padre”.

Pero ahora se presentan aquí grandes problemas, naturalmente. Grande misterio. Primero, casi les reprende: “¿Por qué me buscabais?”. Segundo: “Me debo ocupar en las cosas del servicio de mi Padre”. –Pero es que cuando estabas en casa nuestra, ¿no te ocupabas en las cosas del servicio del Padre? –Este es el gran misterio que no entiende el mundo de hoy. ¿Veis?, ¿veis?

Para el mundo de hoy, todo es igualmente el servicio del Padre, todo. Y la chica que está en su casa, que trabaja allí, está en el servicio del Padre lo mismo que la religiosa. Lo importante es que

dondequiera que estemos, hagamos lo mejor que podamos.

-¿Dónde sale esto? “En las cosas del servicio de mi Padre”. Las cosas del servicio del Padre que nos enseña Cristo, son aquéllas que tienen como ocupación única complacer al Padre; directa. Jesús ha dejado todo, ha dejado su familia, ha dejado su ocupación, ha dejado todo, solamente para estar en el servicio del Padre, en la

contemplación del Padre, en el culto del Padre, en eso que ya será el prenuncio de una vida religiosa. Y en su casa no. En su casa obedecía en el orden civil normal, y eso quería el Padre que lo hiciese; pero Jesucristo ahora ha dejado todo para el solo servicio del Padre.

Y dice más: “Mas ellos no comprendieron el sentido de la respuesta”. No comprendieron. ¿Es que no sabían que era Dios? De aquí no se sigue absolutamente que no lo supieran. Sabían que era

Dios, pero no comprendieron todo este modo de actuar del Señor. Esto para ellos resultó un misterio; como resulta un misterio hasta que uno no tiene que pasar por unas circunstancias parecidas; como resulta un misterio por qué –podemos decir tantas veces-, por qué un hijo debe dar un disgusto a sus padres. Y nos parece que no. Que la caridad pide que no se les dé nunca un disgusto. –No comprendieron la respuesta; como tantos no la comprenden hoy día.

-¿Es que la Virgen no entendió nada de esto? –Entendió mucho. “Su Madre conservaba todas estas cosas en su corazón”. A ver si entramos un poco en el sentido de este progreso de la Virgen. Es muy curioso esto. Y nos va a dar pie esta especie de tipo, que es este hecho, para comprender cómo la Virgen iba creciendo en su progreso espiritual.

Mirad; lo que nos presenta el Evangelio de los encuentros de la Virgen con Jesús, creo que se pueden llamar y se pueden designar como una separación continua. La primera separación es el nacimiento mismo. En el nacimiento, el Niño se separa de la Madre. La segunda es la Presentación y la Purificación de la Virgen, cuando el anciano Simeón le anuncia la espada de dolor; y Ella deja a Jesús en los brazos de Simeón. Después, más adelante es esta escena del Niño perdido.

Aquí, en la respuesta de Jesús aparece un abismo entre Él y la Virgen. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”.

–Más adelante, en las bodas de Caná: “Mujer, ¿qué tienes que ver conmigo?”. Y eso lo tuvo que sentir la Virgen como una verdadera separación.

 –Y

más adelante, en su vida pública: “Mira que tu Madre y tus hermanos están ahí fuera y te esperan”.

Y el Señor: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?”. Y extendiendo las manos sobre los discípulos dice: “Estos son, los que hacen la voluntad de mi Padre, mi madre, mi hermano y mi hermana”.

–Si uno lo examina así, va abriéndose una separación entre la Virgen y Jesús. ¿Cuál es el sentido de esta separación? ¿Es una verdadera separación? No; es un progresivo unirse María a Jesús. ¿En qué sentido? La Virgen, desde la Encarnación, según creo, al menos por la fe, había comprendido el misterio de Cristo; pero por fe; como nosotros conocemos el misterio de la Eucaristía por fe; que está presente allí en la Eucaristía. Pero, decíamos ayer en la plática, que el progreso espiritual está en una progresiva iluminación de la fe. La Virgen sabía por fe que su Hijo era Hijo de Dios. Pero en estos encuentros sucesivos, Jesucristo le hace sentir internamente que es el Hijo de Dios, y le muestra así progresivamente su relación con el Padre y su relación con los hombres.

Dice San Juan de la Cruz en uno de sus últimos cánticos, que en aquellos grados –en los últimos grados de la contemplación- el alma se goza en la consideración de los misterios de la vida de Cristo, y concretamente en el misterio de la unión hipostática y de la unión de los hombres con Cristo. Pues bien; fijaos que en todos estos pasos, Jesucristo da a la Virgen un conocimiento experimental de su filiación divina y de su unión con los hombres. Y aquí concretamente le dice: “las cosas de mi Padre”, su filiación y su relación con el Padre, vital, real. Y la Virgen lo capta.

Pero como dice el mismo San Juan de la Cruz de esos conocimientos íntimos del alma, cuando dice, por ejemplo, en aquella poesía:

Y todos cuantos vagan de Ti

me van mil gracias refiriendo,

y todos más me llagan y déjame muriendo

un no se qué que queda balbuciendo.

 

Todos los que conocen a Dios me hablan de Él, y me hieren, me atraen hacia Él; pero lo que me mata, lo que me deja muriendo es un no sé qué, que quedan balbuciendo; algo que se entrevé, algo inmenso, que no llegan a decir, que quedan como balbuciendo, de la infinita grandeza de Dios.

Pues bien; esto mismo le pasa a la Virgen. La Virgen, en este conocimiento y en este momento intuye la divinidad de su Hijo de un modo mucho más luminoso que lo que Ella podía haber conocido en la Encarnación misma, con un conocimiento iluminado, experimental, como estas grandes gracias místicas. Pero como pasa con los místicos, que nos dicen que cuando entienden una cosa, entienden sin entender; entienden con un conocimiento superior que no pueden reducir al discurso. Y como ellos dicen, entiende, pero comprenden que queda mucho más sin entender; entienden sin entender. Esto le pasa a la Virgen ante este fuego luminoso. La Virgen entiende y no entiende. No entendieron del todo. Y por eso, como pasa después al alma espiritual, cuando pasa el fogonazo, se queda rumiando… rumiando lo que ha pasado. “Y la Virgen conservaba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón”. Y así va creciendo la Virgen. Y ya, de ahí en adelante, cuando contempla a su Hijo, lo contempla con la luz que ha obtenido en este misterio. Y así ahora, cuando vuelven a Nazaret, siempre que lo ve allí al Niño Jesús, lo ve como Hijo del Padre, que está al servicio del Padre, y se acerca a Él con ese respeto, con esa delicadeza, porque ha aumentado su unión a Él. Es algo así como si una madre tuviese un hijo suyo gran general.

Para realizar esas empresas de general tiene que separarse de su madre para que manifieste esa grandeza como general. Pero cada vez que manifiesta esa grandeza como general, la madre se une más a su hijo íntimamente, porque sabe que ese gran general es su hijo.

Pues bien; lo mismo le pasa a la Virgen: En cada uno de estos encuentros, la Virgen se une más a Cristo, porque ese Hijo de Dios que ha visto, ha intuido ahí, es su Hijo. Y cuando después lo verá en Nazaret como Hijo suyo, lo ve con esa luz superior como Hijo de Dios. Y así va progresando indefinidamente del conocimiento de Cristo a su amor a Cristo, a la mayor manifestación de la gloria de Cristo, hasta que llega el momento de la muerte en la cruz, que realiza la Virgen con el supremo conocimiento suyo del Hijo que ofrece al Padre en holocausto.

Pues bien; volvamos a nuestro misterio.

Este misterio de Jesús en el Templo es el misterio de Dios que hace sufrir a su Hijo viendo las lágrimas de su Madre. Por ti.

–Y tú por Cristo, ¿qué? ¿Qué ofrecerás a Cristo?

–Cualquier cosa.

Aunque sangre tu corazón. Jesús no te quita el sufrimiento, pero da fuerzas para llevarlo. Y quisiera aquí indicar una cuestión que casi parece fuera de moda, pero como siempre lo ha sido… Es insistir un poco en la lección que nos da el Señor de desprendimiento familiar.

Decía Santa Teresa en “Camino de Perfección”, en el capítulo 9

–Exceptúa padres y hermanos en el nº 3 cuando dice-: «Es razón con ellos –con los padres- cuando tuvieren necesidad de consuelo, si viéremos no daña a lo principal, no seamos extraños, que con desasimiento se puede hacer, y con hermanos». La peste de la vida religiosa y sacerdotal son los sobrinos y las sobrinas.

“A quien Dios –decía aquel malicioso, de los sacerdotes- a quienes Dios quitó los hijos y el demonio les dio sobrinos.

Y dice Santa Teresa hablando de esto, del trato con los parientes: “En esta casa –dice- mucho cuidado de encomendarlos a Dios, que es razón. En lo demás, apartarlos de la memoria lo más que podamos, porque es cosa natural asirse a ellos nuestra voluntad más que a otras personas”. Y como esto siempre ha sido cosa combatida, dice después Santa Teresa: “Quien os dijere otra cosa y que es virtud hacerla, no los creáis, que si dijese todo el daño que trae consigo, me había de alargar muchísimo”. Después dice: “Y qué olvidada parece está el día de hoy en las religiones estaperfección”. En su tiempo… Así vivimos siempre… siempre: ¡Oh! ¡Nuestros tiempos, nuestros tiempos! “Qué olvidada parece está el día de hoy en las religiones esta perfecciones.

Viene ya la cosa a estado, que tienen por falta de virtud no querer tratar mucho los religiosos a sus deudos, y como que lo dicen ellos, y alegan sus razones”. –Y así pasa siempre, ¿verdad? “Hoy”, dice ésta, “hoy, el año 1580”; estaba olvidada de las religiones la perfección. –Pues… Decimos: es que… hemos descubierto ahora el 4º mandamiento. –Pues allí estaban igual, con los mismos problemas del 4º mandamiento.

Me hace mucha gracia esto, porque, como he tenido que estudiar algunas cosas, siempre estamos nosotros con que nuestros tiempos, como han cambiado… Nuestros tiempos… -Y a mí me pasó estudiando la obediencia. Ahora solemos decir: “Es que ahora han cambiado los tiempos, la gente es mucho más independiente… Y claro, pues ya la obediencia no se puede urgir lo mismo…”

-¡Bueno! Pues empecé a estudiar un poco y ver algunas cosas, y me encontré el año 1583 un tratado de San Roberto Belarmino, con el título de “La obediencia que se llama ciega”, y dice entre las objeciones que se ponen: “Quizás alguno objetará: Pero aquella perfección de la virtud de la obediencia era buena para otros tiempos, pero hoy que han cambiado tanto las costumbres de los

tiempos actuales, parece que requiere otra forma de virtud”. 1583. –Hacia atrás: 1480-90, Herp tiene un tratado, y dice: “Pero eso de la obediencia, quizá no se pueda aplicar en nuestros tiempos, sobre todo ahora que los Superiores se ocupan más de las cosas materiales que de las espirituales”.

–Hacia atrás. Siglo XIII. Mil doscientos y pico. Jacobo de Milán. Dice: “Pero, ¿dónde encontrarás hoy quien quiera obedecer? ¿No encontrarás más bien quien quiera servirse de los Superiores para

hacer de ellos lo que quiera?”. Dice: “Lo peor del caso es que lo que haríamos a gusto por nuestra cuenta, por el mero hecho de que nos lo mandan, ya no lo queremos hacer”. Dice: “¡Qué diferencia de nuestros padres! ¡Aquéllos sí que sabían obedecer! Porque no eran como los modernos de hoy –dice-, no eran como los modernos de hoy, que están siempre dando vueltas: si esto es bueno, si no

es bueno, si está bien mandado, si está mal mandado… Aquéllos nuestros Padres eran los que obedecían”. Mil doscientos cincuenta y tantos. De modo que eran los modernos los que estaban entonces trayendo dificultades a la obediencia. 1200. Eso pasa siempre… y en todas las demás cosas pasa siempre. Existe siempre: el alma que se abraza con la cruz de Cristo y el alma que encuentra muchas dificultades para abrazarse con la cruz de Cristo.

Pues aquí igual. Santa Teresa dice lo mismo. Por eso añade ella: “Todo este decirnos que huyamos del mundo, que nos aconsejan los santos, claro está que es bueno. Pues creedme que lo

que más se apega de él son los deudos, y lo más malo de desapegar. Por eso hacen bien los que huyen de su tierra, si les vale, digo, que no creo va el huir el cuerpo, sino en que determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús Señor nuestro, que como allí lo halla todo, lo olvida todo; aunque ayuda es apartarlos muy grande hasta que ya tengamos conocida esta verdad. Que después podrá ser quiera el Señor por darnos cruz en lo que solíamos tener gusto, que tratemos con ellos”.

 

 

 

DOS BANDERAS

 

1ª MEDITACIÓN

 

Vamos a hacer esta meditación sobre lo que San Ignacio llama: MEDITACIÓN DE DOS BANDERAS. No llama contemplación, sino meditación.

¿Qué significan “Dos Banderas”? Significan, sencillamente, dos programas de vida. Dos programas de apostolado: la una de Cristo, Sumo Capitán y Señor nuestro, la otra de Lucifer. Por esto esta meditación trae en los Ejercicios antes de la Vida Pública, de la vida apostólica.

El sentido de esta meditación es iluminarnos; darnos luz para comprender un poco la técnica del auténtico apostolado. Al encontrarnos ante los misterios de la vida pública de Cristo y verle actuar, podemos fácilmente caer en el engaño de creer que lo fundamental de la vida apostólica es algo que no es lo fundamental, y que, escondidamente, vayamos fomentando nuestros deseos humanos, naturalistas, en vez de seguir limpiamente la conducta del Espíritu Santo. Es quizás el peligro más grande de todo apostolado.

Como intervenimos nosotros como instrumentos humanos –tenemos que actuar con nuestras fuerzas, tenemos nosotros también una mentalidad propia- es muy difícil el llegar a someter del todo nuestra mentalidad a la mentalidad de Cristo, y con la excusa de “gloria de Dios”, se nos puede mezclar la búsqueda de nuestra propia gloria.

Cuando el apostolado es un método para buscar la propia gloria, su eficacia se ha reducido muchísimo o se ha reducido a ser nada. Totalmente inútil; totalmente ineficaz. En el mismo Evangelio leemos aquella frase del Señor: “Yo no busco mi gloria; hay quien la busque y quien le juzgue, que es el Padre. Pero yo no busco mi gloria. El que busque su gloria, de ése no se puede uno fiar”.

Y también a los fariseos les decía que ellos no podían creer porque buscaban la gloria los unos de los otros. Y lo mismo podemos decir del apostolado eficaz: no podréis buscar salvar las almas si buscáis en ello vuestra gloria; porque eso es lo opuesto al

sentido verdadero del apostolado, que es únicamente extender el Reino de Cristo, no nuestro reino.

       Pues bien; ante esta realidad de la vida apostólica que se va a abrir ante nuestros ojos, y a la que tenemos que dedicar de hecho nuestra vida, esta meditación nos quiere iluminar, nos quiere poner en guardia para que el demonio no nos desvíe de lo que debe ser la verdadera actitud nuestra apostólica, y así anule todos nuestros esfuerzos de apostolado.

Nos encontramos, por otra parte, adelante en la vida espiritual y, consiguientemente, es claro que en este momento en el cual nos queremos lanzar a ayudar a otros, a salvar a las almas, que el demonio no nos tiente claramente con algo que es pecaminoso. Eso es más evidente. Es inútil que en ese momento el demonio le presente a uno la tentación del pecado manifiesto; no. Ahora que

tratamos de salvar almas, no nos va a preparar él esta trampa de un pecado manifiesto; sino que lo hace con apariencia de apostolado.

Por eso se llama: dos programas de apostolado. Dos programas aparentemente más o menos eficaces, pero dos tipos de apostolado. Y el demonio quiere sugerirnos que el suyo –el que nos presenta- es más eficaz para salvar a las almas. Y aquí está precisamente el engaño del demonio, ¡que es muy inteligente!

El sentido, por tanto, de esta meditación de Dos Banderas, es abrirnos los ojos para que veamos la realidad sobrenatural que se está verificando; para no concebir nunca nuestro trabajo apostólico como una realidad meramente terrestre, palpable; esos elementos que nosotros podemos ver con nuestros sentidos. No es eso.

Se pretende en esta meditación llegar a un sentimiento interno, profundo; una convicción personal, íntima, de que nuestra vida apostólica es colluctatio non adversus carnem et sanguinem, sed adversus principes et potestades, adversus mundi rectores tenebrarum harem, como dice San Pablo en la carta a los Efesios en el capítulo 6.

Tenemos que convencernos de que nuestra lucha en el apostolado “no es contra la carne y sangre; no es contra los poderes terrestres; no es contra la psicología humana; sino que es contre el demonio”. Princeps huius mundi. Toda la lucha de Cristo era contra el “Príncipe de este mundo”, que Él tenía que lanzar fuera. Y por eso nos muestra tan claramente la Escritura: la lucha verdadera de Cristo era con Satanás, y la materia sobre la que versa esta lucha son los hombres; se disputa al hombre.

Por lo tanto, el sentido de esta meditación es obtener un sentimiento interno de la realidad existencial del demonio; que a veces lo creemos así…, pero con frialdad… sí, lo mínimo para salvar

las cosas de fe; nada más. ¡Que el demonio existe! El demonio está en medio de nuestro trabajo apostólico, y ese demonio es listísimo y poderosísimo.

La frase de San Pedro: adversarius vester diabolus tamquam leo rugiens circuit querens devoret, “vuestro adversario, Satanás, como un león rugiente está dando vueltas para ver si puede devorar a alguno”. De ahí: sentimiento interno de su potencia, que casi nos quitaría todo aliento para el apostolado, al ver que es inteligentísimo. Es un ángel. Nuestra inteligencia, comparada a la suya, es nada; nuestra fuerza, comparada con la suya, es nada.

Nos entraría un miedo inmenso si el demonio mismo, nuestro enemigo, se mostrase delante de nosotros. Y además, no sólo es un ángel y no sólo es inteligentísimo, sino que tiene una experiencia inmensa; sino que como ha visto pasar toda clase de gentes, y ha visto cómo han empezado todos los religiosos y todas las religiosas su vida de santidad, y cómo, poco a poco, los han ido engañando y quitándoles de aquellas alturas a que pensaban llegar; tiene una experiencia tan grande que conoce perfectísimamente los caminos por los cuales nos puede desviar.

Más; -como decía el otro- más sabe el demonio por viejo que por demonio. Y junto a él estamos nosotros, gente sin experiencia; la primera vez que nos encontramos con los problemas estos del apostolado; a veces confiados de nosotros mismos, creyendo que nosotros somos ya lo último que se puede decir en esta tierra… y el demonio se frota las manos.

De ahí, sentimiento interno también, de la fuerza de los poderes sobrenaturales en el apostolado. Ser instrumentos de Cristo. Que si ponemos nuestra esperanza en nuestros medios humanos: cualidades, talento, cultura, formación, en eso el demonio puede con nosotros cuando quiere y como quiere.

Nuestra fuerza está en Cristo cuando se trata de apostolado. Por eso, tener fe en esos poderes; los poderes estrictamente sacerdotales. Fe en el espíritu de Cristo; saber actuar en el nombre de Cristo, con la fuerza de la oración, como instrumentos suyos para extender su Reino.

Y por eso mostrarnos siempre apostólicamente como ministros de Cristo; como compañeros de Cristo; como colaboradores de Cristo, enemigos declarados de Satanás; y hablar siempre in spiritu. “En espíritu”. Confiados siempre en la gracia apostólica. Este es el sentido de la meditación.

       El demonio tiene verdadero influjo en nuestra vida; mucho, mucho. No en cosas extrañas que suelen pasar de vez en cuando; esos espiritistas y toda esa gente. Esos, de ordinario, están ya de

suyo bastante chiflados y el demonio no se preocupa ya mucho de ellos; no necesitan demonio; sino en nuestra vida normal, apostólica, ahí es donde se mezcla. En la vida de cada día; en nuestro modo de pensar; en nuestro modo de valorizar. Ahí entra. Y claro, como es tan inteligente…A los santos mismos les ha causado siempre vértigo la presencia del demonio.

Santa Teresa, en las Moradas quintas, habla del interés del demonio en estropear: “Yo os digo, hijas, que he conocido personas muy encumbradas y llegar a este estado; y con la gran sutileza y ardid del demonio tornarlas a ganar para sí, porque debe de juntarse todo el infierno para ello; porque –como muchas veces digo- no pierden un alma sola, sino gran multitud. Ya él tiene experiencia en este caso. Porque, si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires, etc.”.

Y San Juan de la Cruz, como también San Alonso Rodríguez, hablando del poder que tiene el demonio, dice así San Juan de la Cruz en el cántico III: “Sus tentaciones y astucias son más fuertes

y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne; y porque también se fortalece de estos dos enemigos para hacer al alma fuerte guerra, ningún poder humano se podrá comparar con el suyo, y así sólo el poder divino basta para poderle vencer, y sólo la luz divina para poder entender sus ardides: por lo cual, el alma que hubiere de vencer su fortaleza, no podrá sin oración; ni sus engaños podrá entender sin mortificación y humildad.

Y San Alonso Rodríguez, hablando en su “Tratado de los varones perfectos”, en el capítulo 7º dice: “Actúa con disfraz de ángel bueno con los buenos; disfraz de celo, trabajo, talento, obras

escritas, virtudes que hace creer posee, consolaciones sensibles, consolaciones muy elevadas, dando amor de Dios. Parece inflamar en amor divino y se levanta tan alto el entendimiento a contemplar

los secretos divinos y misterios altísimos, con tan sensible suavidad, que le parece al alma gustar algunas reliquias de la gloria. Esto y muy más altas cosas puede el espíritu malo”.

Así que nos encontramos ante esta realidad: el apostolado es una cosa muy delicada; el demonio tiene mucho interés en estropear –esto es una realidad auténtica- y junto a esto viene ese

deseo de apoyarnos firmes en una roca sólida.

Yo me atrevería a decir que, en nuestros tiempos –en los tiempos que corremos siempre; siempre son nuestros tiempos- hay que fiarse únicamente –creo que puede decirse así-, primero: de

la autoridad eclesiástica que manda como tal.

Cuando la Autoridad Eclesiástica, el Papa, manda, dice: esto es así, haced así ¡basta eso! Qui vos audit, me audit. En donde tiene autoridad sobre nosotros y nos manda hacer, ¡es voluntad de Dios! Aun cuando el que manda no conforme su vida con la de Cristo. Eso no me interesa; porque, qui vos audit, me audit. Por lo tanto, el Papa manda hacer así, ¡se hace así! No digo que uno tiene que fiarse de los que indican enseguida la voluntad de la Santa Sede para todo: “Hoy, la Santa Sede quiere que ustedes vayan así”. –Pues que nos lo diga; ¡que nos lo diga! “La Santa Sede desea que las Religiosas hagan esto”. -¡Que nos lo diga! Porque si no, yo puedo invocar la Santa Sede para todo lo que quiero.

 

 

PRIMER PUNTO, por lo tanto, ¡firme!: AUTORIDAD ECLESIÁSTICA QUE MANDA COMO TAL.

 

SEGUNDO: Hay que fiarse únicamente –dentro de lo que es de Autoridad Eclesiástica, porque ahí siempre hablamos de eso; dentro de lo que es sumisión a la Iglesia Jerárquica, dentro de esto, fiarse de aquellos que conforman su vida con las enseñanzas de Cristo. De ésos.

Lo demás…¿dónde vamos a parar? ¿De los que tienen una gran inteligencia portentosa? Al menos para mí… yo me fío muy poco, muy poco… Porque no se trata de grandes inteligencias para seguir la vida de Cristo. No se trata. El Señor no ha hecho las cosas muy complicadas. La vida espiritual es sencillísima. Mucho, mucho. Solamente que, precisamente porque es muy sencilla, nos cuesta. Y

entonces hacemos grandes equilibrios para unas cosas tan claras, evidentes, que está tan claro en el Evangelio, que el santo más sencillo lo capta enseguida. Pues, es esto. Costará, ¡pero bien claro

está!

Es lo que decía San Pedro de Alcántara a Santa Teresa cuando se enteró que estaba consultando para las fundaciones del Carmelo. Estaba consultando a grandes teólogos y grandes canonistas. Le escribió una carta –que está en las Obras Completas de la BAC, en el tomo III-, le escribió en una hoja arrancada de un cuaderno, sin márgenes, y le dice así: “Señora mía –algo así empieza su carta-, maravíllome mucho que estéis consultando a teólogos y canonistas para cosas de perfección. A esos hay que consultarlos cuando se trata de cosas de teología y cánones, pero cuando se trata de cosas de perfección hay que consultar a los que tratan de perfección”. Y entonces le echó una carta en la que dice que los consejos de Cristo son buenos, y muy buenos; y sabe lo que nos conviene.

Por eso en esta meditación, ante la vida apostólica misma, el punto de partida es éste: Pedir al Señor luz, luz, sabiendo que la realidad es que Él está por una parte: por el campo de la paz, por el campo del Reino de Cristo, del Reino del Padre, y el demonio está de la otra parte, en medio de confusión.

Sabiendo esto, que el Señor nos conceda luz para conocer los engaños del demonio; para que sepamos cómo olfatear dónde empieza a desviarse algo del espíritu evangélico. Que tengamos en eso como un sentido vivísimo. “Conocer los engaños del demonio; y gracia y fuerza para no dejarnos llevar por ellos”. Porque es que, a veces, cae uno en la cuenta del engaño, pero no tiene fuerzas para arrancarse. Es que hoy día hay que tener un valor de león para hacer algunas cosas…

Recuerdo que en el Concilio –me decía uno que había estado en una Sesión del Concilio- se hablaba entonces de la “Iglesia de los pobres”, y se levantó por lo visto un Cardenal, que era español, y empezó su discurso y dice: “A mí, este nombre «Iglesia de los pobres» no me gusta”. Y me decía el que había asistido: hacía falta un valor de león para decir eso… Eso no lo decía nadie, aunque no les gustase a nadie; pero decirlo para que salga después en el periódico… ¡eso cuesta horrores!

Y esto nos pasa en infinidad de cosas. En el fondo, en el fondo uno ve: pero si esto espiritualmente no marcha… Pero, ¿quién lo dice? ¿Quién le pone el cascabel al gato?

–Y por esohace falta, no sólo caer en la cuenta, sino tener valor para no dejarse llevar de esos engaños, y para

mantener una vida limpia apostólica, serena, cristiana, evangélica. Digan lo que digan, ¡adelante! Es muy costoso. –Y aquí está, me parece que en el fondo, todo el secreto de nuestra eficacia apostólica; y aquí está la dificultad más grande.

Pues bien; LUZ para conocer la vida verdadera que nos muestra Cristo –el apostolado auténtico que nos muestra Cristo, el camino de la paz que Él nos muestra- y FUERZA para seguirlo, porque cuesta también.

Con esto vamos a entrar ya en la meditación. Tiene dos partes. En la primera se expone el programa del demonio; es decir, es una especie de resumen, síntesis, como para darnos una especie

de pauta: por dónde suele aparecer el engaño del demonio. Fíjate en estos particulares, en estos detalles, y con éstos podrás ver; cuando aparece esto y esto… ¡ponte en guardia!, por ahí suele empezar él.

–Y después vemos cuál es la mentalidad de Cristo, y cómo suele Él llevar al apostolado, como normas, como indicaciones para estar atentos.

 

 

PRIMERA BANDERA

 

Primer programa de apostolado.

 

Eso que nos pasa hoy día. Aquí lo que se refleja en el fondo es el problema eterno, que es muy difícil de resolver; eso que nos pasa a nosotros y les ha pasado a nuestros antepasados y les pasará a los que vengan detrás. Como tenemos que vivir en medio de un mundo real –un mundo con todos los adelantos, con todas las mentalidades- es evidente que tenemos que emplear todos los medios humanos. ¡Claro! Tenemos que emplear los medios que hay

concretamente en nuestro tiempo; tenemos que emplear los medios que emplean las gentes con las que tratamos; no podemos aislarnos de la realidad en que vivimos. Esto es más que evidente.

Más; todos esos medios no son malos en sí mismos, porque si son malos, quedan excluidos.

Por lo tanto, pueden tener utilidad y al tener utilidad, uno no puede dejarlos a una parte, de una manera definitiva, tajante, y decir:

-Aquí, ¡nada de eso!

-¿Qué va a hacer en el apostolado?

-Nada.

-¿Va usted a emplear la radio?

-¡No, señor! ¡Es del demonio!

-El cine, ¿lo va a emplear usted?

-¡Del demonio!

-¿La prensa?

-¡Nada de eso!

-Entonces, ¿qué va a hacer?

-Pues como iban los apóstoles en su tiempo: con un cayado y una alforja al hombro, a recorrer el mundo. ¡Eso es el verdadero apostolado!

Pues no tiene por qué. Eso es simplismo. Y en ese plan, no hay problemas; éste los arranca de raíz, desde luego. Precisamente, porque son aspectos instrumentales de medios que pueden ser muy útiles, aquí es donde va a entrar la tentación del demonio. Si no hiciese falta sería imposible que nos tentase por ahí. Como hace falta… como puede ser muy útil… entonces viene que él, entrando por este aspecto de utilidad, vaya desviándonos del uso recto de esos medios mismos en el campo apostólico, no en el campo meramente humano.

 

–Esta es la dificultad y esta es la táctica del enemigo y el peligro. Por eso es delicado esto.

Pues bien; para indicarnos un poco el camino por el que se suele notar la intervención del demonio, aquí en esta meditación nos encontramos con un primer punto, que es como darnos a conocer el tono de la voz del demonio, y en los siguientes el contenido de lo que nos dice el demonio.

 

TONO DE LA VOZ.

Es lo que corresponde al primer punto. Enseguida voy a explicarlo.

Diga lo que diga el demonio; sugiera lo que sugiera como contenido, tiene siempre una voz un poco ronca; una voz que causaría ciertas vibraciones en el alma y por la cual uno puede advertir: aquí ha entrado la sugestión del demonio; esto no va limpio…

-Es el primer punto de esta contemplación de la primera parte que dice así: “El primero, imaginar, así como si se asentase, el caudillo de todos los enemigos en aquel gran campo de Babilonia, como en una grande cátedra de fuego y humo; en figura horrible y espantosa”. Es decir, siempre que interviene el demonio, aparece

con estas características. ¿Cuáles son?

 

PRIMER PUNTO: sentado en una grande cátedra de fuego y humo. Cátedra de fuego y humo.

 

Primero, cátedra. ¿Qué significa cátedra? Significa, en primer lugar –y se puede decir que suele caracterizarse el demonio por eso- “hablar ex-cátedra”. No admite discusión de lo que dice. Hay que aceptarlo. Lo ha dicho él. No le interesa que lo que dice sea verdad, sino que lo que le interesa es que sea actual, que sea moderno. Es así. ES ASÍ .

 -¿Por qué razón? -¡Es así! ¡Basta! Es así. ¡Lo han dicho tantos! Lo ha dicho tal persona o tal otra. Nunca el Evangelio, sino siempre personas concretas. Esto da un valor enorme para orientación de uno personalmente. Notaréis siempre esto: en las doctrinas evangélicas no se aduce la fuerza del testimonio de un hombre concreto, actual. ¡Nunca, nunca, nunca! ¡Sino Cristo! ¡Los Santos Padres! ¡San Agustín!

Estos lo han dicho, ¡basta!

–En la otra, ¡nunca esto! Sino siempre: yo soy el seguidor de tal autor, de tal otro, de tal otro…, actual. Es curioso; muy curioso. Esto da mucha luz, mucha luz. Pero, ¿a quién predicamos nosotros? ¿A Cristo? ¿O a este autor, o al otro autor? ¡La doctrina de tal…! ¡Variaciones al tal…! ¡Veneraciones al cual…! Esos –decía el Señor de los fariseos- que aman salutationes in foro. Salutaciones en las revistas; salutaciones en los libros, en que uno le tiene que decir al otro…. Como hace poco leía de uno que le había dedicado: “¡Usted es nuestra esperanza, señor Profesor!” -¡Yo creía que era Cristo nuestra esperanza…!Esto es característico. Esto dice algo que no es evangélico; que no es evangélico.

CÁTEDRA. Cátedra, por lo tanto, quiere decir que uno impone la enseñanza sin admitir discusión; que es totalmente distinto de lo que tenemos nosotros en la Iglesia Católica cuando – aduciendo una cosa dicha por Cristo- dice: “Esto es enseñanza de Cristo, y hay que aceptarla, auncuando no la entendamos”. En este caso no es así, sino es: “Lo ha dicho tal persona, humana siempre. Lo ha dicho tal otro. Hoy día se hace así”.

De modo que notaréis siempre esto: Cátedra, en cuanto que se dice: ¡Todos hacen eso!

-Y, ¿por qué hoy día, por ejemplo, no se ayuna?

-¡Hombre, si parece usted de la Edad Media!

-¡Hombre! Pero, ¿por qué no?

-Pero hombre, si hoy nadie, nadie hace eso ya.

-Eso ya lo veo, pero, ¿por qué?

-¡Pero hombre! Si parece usted no sé qué…

-Que sí; pero usted, ¿no me podría decir una razón por la cual…?

Y ahí no hay razón. Todos visten así… todos trabajan así… todos actúan así… Hoy se piensa

así…

-Bueno; pero, ¿usted piensa o piensa otro por usted?

¡HOY SE PIENSA! Eso es cátedra. Cátedra. No hay mucho evangélico ahí: “Hoy se piensa

así. Hoy no se usan las penitencias. Eso es de la Edad Media. Eso es de entonces…!

-Y usted, ¿come hoy?

-Sí.

-Y eso, ¿no era de la Edad Media?

-¡Ah! Eso es distinto; eso hay que entenderlo…

Pero lo demás… eso es moda. Hoy día gusta eso… -Eso lo suelen decir los vendedores: “Mire usted, hoy se lleva esto; hoy se lleva esto mucho”.

 –Esto en la vida espiritual: “hoy se lleva esto”, ¡eso no vale! ¡¡Eso no es de Cristo!! Así que, este es el primer aspecto: cátedra.

Esa cátedra –grande cátedra- es soberbia. De modo que el centro del interés está en la persona, siempre que hay sugestión del demonio.

El demonio nos puede presentar grandes empresas, grandes acciones apostólicas, grandes

sacrificios, grandes humillaciones. También eso nos puede presentar. Pero siempre acaba en la

glorificación del siervo de Dios. Al final pasa la gente echándole incienso. ¡Ya está! ¡Ya ha

terminado él en una cátedra! Eso es característico del demonio. ¡Siempre!

“¡Oh, con mi movimiento apostólico se transforma el mundo! Hecho por mí, por mí… Pero

nadie se entera, ¿eh?, nadie se entera. Yo estaré retirada en mi celda, pero todo eso ha nacido de la

semilla que he echado por todo el mundo”.

¡Cátedra! Eso no es sano; hay algo que no suena. Hoy notamos eso. Y me lo decía una persona de mucho espíritu: “Hay cosas, hay artículos, hay revistas, hay libros, hay obras que suenana metal falso; no sabe uno por qué, pero el sonido es ése; no parece que es macizo; hay algo ahí”.

Esto da ese sonido, ¡cátedra! ¡Qué poco evangélico! DE FUEGO Y HUMO. Cuando habla el demonio, aparece el FUEGO siempre. La pasión. Un cierto ardor, una cierta prisa, un no soportar las cosas. Fuego. Capricho. Momento. Ardor. HUMO. Humo indica ese estado interior molesto, un poco picante; que no se ven las cosas con transparencia; que hay una especie de perder los detalles; parece que los bordes se van borrando, emborronando.

–“Antes se veía más claro, ¡una preciosidad!, todo lo que tenía que ser mi vida de sacrificio… Mire usted, ahora, ¡no tiene usted ni idea! Se han quedado las cosas… ¿Sabe usted que no se puede pensar? ¡Ay! ¡Se ha metido! ¡Se ha metido!

“Ego sum Lux mundi. Qui sequitur me non ambula in tenebris”, dice el Señor. “El que me sigue no camina en las tinieblas. Yo soy la Luz del mundo”. En cambio, el que camina en la oscuridad y no tiene buena la conciencia, odia la luz. ¡Es demasiado claro eso! Y se tiende a eso. Use usted conceptos límites, en los cuales siempre quede una cosa vaga, indeterminada, para que así, poco a poco… ¿Estaba claro? Pues ahora ya no está claro. Y después, cuando ya no esté claro, procuraremos tirar el agua a nuestro molino. Traerla. Eso es táctica; eso es oscurecer. Humo.

Lo mismo pasa en la vida espiritual. Cuando el demonio entra… Antes estaba todo transparente, límpido –campo de generosidad, campo de donación, el buscar a Cristo- ¡todo estaba

tan claro! “Ahora se me ha metido un nudillo ahí, que no veo claro. Sabe usted… ¡con lo hermoso que era entregarse a Cristo! ¿Sabe usted que no es tan claro eso? Que no… que no…” ¡Humo!

¡Cátedra de fuego y humo! En aquel gran campo de Babilonia, que significa confusión. Campo de falta de limpieza de ideas. Confusión. En figura horrible y espantosa. De modo que -¡siempre!- el toque de la voz del demonio es éste: Cátedra, fuego, humo, confusión.

 

SEGUNDO PUNTO.- ¿Qué es lo que él sugiere? ¿Cuál es el contenido? ¿Qué es lo que él dice con esa voz ronca, característica suya, de cátedra, de fuego y humo? ¿Qué es lo que dice? ¿Contenido? –Y aquí, ¡esto es genial!: “Considerar cómo hace el llamamiento de innumerables demonios, y cómo los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra; y así por todo el mundo. No dejando provincias, lugares, ni personas algunas en particular”. De modo que todos estamos en lucha con el demonio; nadie se escapa de él; aunque sea en conventos de clausura rigurosísima, rigurosísima.

Allá va esta persona, y se lo lleva consigo… Y el demonio –como no queda atado por la clausura; a él no le obliga la ley de la clausura- ¡entra lo mismo! Nadie, nadie se escapa; aunque sea a los ermitaños de donde sea.

Y entra con sus ideas; y va. Y por eso este demonio manda a todos, a todos. Y, ¿qué les da? ¿Qué consejo les da?: Cómo tentar a los hombres. “Considerar el sermón que les hace”. Es decir, las normas del demonio puestas así, de una manera, diríamos, de parábola. Y cómo les amonesta para echar redes y cadenas.

Suponemos el caso concreto: cualquiera de vosotras que quiere realizar un apostolado eficacísimo; y está decidida, cueste lo que cueste; hasta a dar la propia vida por ello; unida a Cristo crucificado. Y ahora el demonio manda a uno de sus satélites y le dice: “Vete a aquélla y haz guardia en torno para, poco a poco, sin prisa –porque el demonio no tiene prisa, no tiene nunca prisa- sin prisa, para que poco a poco consigamos desviarla”.

–Y les amonesta a esto: que echen redes y cadenas. Que no digan cosas claramente pecaminosas o erróneas; ¡en absoluto! Porque con eso no hacemos nada. Es una persona que quiere servir a Dios sinceramente; por lo tanto, si se le presenta una cosa que es claramente contra la voluntad de Dios, la rechaza de plano. Tienen que ser redes y cadenas. Redes suaves; a poder ser, de estas redes de plexi-glass, transparentes, que no se note que existen; muy suaves, muy suaves; y sin prisas…

Después se le da otra vueltecita ligerísima, ligerísima, ligerísima. “Ha aflojado ya en esto; muy bien”. Después otra, después, cuando ya se les puede más, entonces les echaremos cuerdas más fuertes. Y por fin, se les encadena. Se les encadena de tal manera que queden inutilizadas apostólicamente. No que se sienten encadenadas, no; creen que han encontrado la libertad; pero apostólicamente toda su eficacia se ha ido por tierra.

¡REDES Y CADENAS! Y a esto les exhorta mucho. No empezar por las cadenas; ¡por las REDES! “Que primero vengan a tentar de codicia de riquezas, como suele ut in pluribus, para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia. Y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios”. Y por lo menos, una vez que ha llegado a esto, éste, apostólicamente, ¡cero! ¡Ya se acabó! Todo lo que éste podía haber hecho por Cristo, ya está todo esto destruido. Este ya no hace nada. Se le ha inutilizado.

Esta es, verdaderamente, la clave de una infinidad de engaños a que estamos sometidos. ¿Qué significa esto de que hayan de tentar de codicia de riquezas? ¿Qué se entiende por riquezas? Y, ¿por qué dicen que han de tentar de riquezas? Pues porque las riquezas no son malas; al contrario, son utilísimas para el apostolado.

Recuerdo que contaban una vez de una religiosa que fue a hacer unas compras y compró no sé qué cuestión, y cuando llegó la hora de pagar metió la mano por el bolso y parece que no tenía fondo el bolso ese, y no acababa de llegar hasta el fondo; más abajo, más abajo… Ya por fin, debió pescar allí dentro la cartera, y la sacó y estaba envuelta en no sé cuántos paños, y la desenganchó.

Tiró por fin la cartera fuera, soltó los dineros que tenía que pagar, la volvió a meter, la empezó a dar vueltas, y otra vez allá, ¡hasta el fondo del bolsillo! Y cuando le vio uno que estaba allí cerca le dice: “Hermanita, está usted agarrada al dinero, ¿eh?”. Y ella le contesta muy expedita, muy rápida: “¡Ah, señor!, es que el dinero es muy mal señor, pero es muy buen servidor”. Muy buen servidor.

Es verdad. La riqueza… ¡cosa más buena! Con las riquezas, ¡las cosas que se pueden hacer! ¡Cuántas obras apostólicas! ¡Cuánto bien a las almas! ¡Si tuviésemos más medios para fundar

hospitales, obras benéficas, institutos! Riquezas. Son muy buenas. Por lo tanto, el demonio dice: empezad por ahí; porque son cosas

razonables, incluso desde un punto de vista apostólico y espiritual.

       Por lo tanto, empezad por ahí. ¿Qué se entiende, pues, por riquezas? En primer lugar, por riquezas se entiende el dinero. Pero

riqueza es todo aquello que es humanamente estimable. Es riqueza. Es algo estimable. Es algo por lo cual uno daría dinero por obtenerlo. El dinero, al fin y al cabo, es para obtener otras comodidades; si en vez de tener yo dinero en oro lo tengo en acciones, me da lo mismo; si en lugar de tenerlo en acciones lo tengo yo en que esta persona vale tanto… y lo tengo también en mis cualidades que vienen apreciadas en tanto, pues…

Ahora bien; esto, el que uno tenga una inteligencia de esas que… producen hipo, ¿no?, una inteligencia… Le dan a usted una conferencia, ¡y nada!, como quiera se van treinta mil liras enmedia hora… ¡Tiene talento! Se aprecia… Facilidad de escribir… ¡Tiene una pluma!, y eso se paga, se cotiza. Todo eso es humanamente estimable; es riqueza, riqueza. Por lo tanto: el talento, la ciencia,

las aptitudes y la preparación insignes… Esos que tienen un título de láurea por la Universidad de Oxford, ¿no? ¡Hombre! Se quita el gorro… ¡Este es por Oxford! ¡Este por Lovaina! ¡Por la Universidad de Lovaina! Pues uno tiene que hacer un poco la venia, ¿no? ¡¡De Lovaina!!

Todo esto: aptitud extraordinaria, preparación insigne, es riqueza. Más; ¡virtud conocida! Porque no es que vamos sólo por ahí, no. La virtud conocida, por ejemplo: “¿Sabe usted que este individuo es un santo? ¡Hace milagros!”. Y hasta la gente –apenas

se asoma él por allí- van todos detrás. Pues esa virtud conocida es estimable. A mí no me extraña nada que Simón Mago quisiera comprar eso con dinero. Todo esto son riquezas; todo esto son elementos útiles para la extensión del Reino de Dios.

¡Claro! Porque imagínese usted un apóstol que tiene esa preparación puede hacer muchísimo más que no un pobrecillo al que se le desprecia porque no tiene preparación alguna. Este puede

presentarse en determinados ambientes y estar a la altura. Por lo tanto, es un gran medio apostólico; indudablemente.

Notad esto –que aquí lo importante está en esto-: son cosas que no se pueden presentar como malas, porque no lo son. Más; que pueden ser útiles, e incluso a veces necesarias apostólicamente. Notad que no vamos a decir: ¡fuera todo eso! ¡Ni mucho menos! Pero el demonio les da este consejo: “Llevadles a codicia de riquezas”.

Codicia de esto: codicia de esas cualidades, de esas aptitudes, ¡codicia! Es decir, que se detengan en ellas, que pongan su corazón en ellas, que se afanen por ellas, que –ya que son cosas útiles- se conviertan para ellos en el último fin –diríamoscasi; porque están bajo Dios, desde luego, pero que sobrevaloren esto: en encontrar estas cualidades.Esto es lo que se trata: llevarles a codicia de riquezas.

Y aquí, el texto de San Ignacio es muy luminoso. No dice de qué manera han de tentar, sino dice sencillamente: “Primero habían de tentar de codicia de riquezas” ¿Por qué métodos? ¿Por qué argumentos? Eso lo deja él a merced de cada uno de los demonios –es bien inteligente-, según el caso concreto.

Diría San Ignacio aquí: Según subiecta materia. “Según el tipo que sea”. Ahora, lo pueden hacer y lo saben hacer ellos perfectamente. O con razones escriturísticas… porque la Escritura dice esto, y lo prueba la Escritura. Pues ya dice allí, ¿verdad? “Mulierem fortem, quis invenit?”. Aquella mujer fuerte que es ejemplo de la Biblia… todos sus criados están vestidos sunt duplicibus, todos tienen dos vestidos. Todo esto de la Escritura, o sea que es Palabra de Dios revelada… Pruebas escriturísticas, porque allí también dice a Adán y Eva: “Creced y multiplicaos, y

poseed la tierra”. Por lo tanto: poseed la tierra. –O razones teológicas: “la teología de los valores terrestres…”. ¡Pues claro! Es ignorancia, ¿no?

Aquel San Agustín, San Ambrosio y todos estos, no habían dado todavía con la verdad. Y el Señor mismo no fue claro suficientemente, ni llegó a captar, probablemente, la teología de las fuerzas sexuales, por ejemplo; no las expuso en el Evangelio con suficiente claridad; y hoy día lo hemos encontrado, hemos completado con esto el Evangelio. Porque allí, ¡claro!, se comprende que bajo el influjo en que vivían, etc., ¿verdad?, no llegasen a esto… Se comprende que un poco de maniqueísmo… es comprensible que el Señor no se librase un poco de esa mentalidad… y se comprende que Él insiste un poco demasiado en la virginidad… en exceso, ¿no? Ahora ya hemos llegado a la moderatio; ahora hemos visto ya lo que es el verdadero valor de esto; y por lo tanto, estos son valores teológicos; son auténticos no menos que los otros, etc.

 –Razones teológicas. Valores terrestres. Incluso, a veces dice para evitar la vanidad –es muy listo el demonio-…Leía en el Beato Ávila una frase que yo creo que picaríamos, me parece que todos. Dice así el Beato Ávila: “El robador que viene de noche es el más peligroso y más de temer. Tienes un buen pensamiento, y te da Dios un deseo de seguirlo en algo, y dices: ¿Para qué quiero riquezas, para qué quiero fasto, para qué quiero honra vana?”.

 Fijaos en este paso. Yo no sé qué les pasa a estos santos que todos dan en el mismo clavo: “¿Para qué quiero riquezas, para qué quiero fasto, para qué quiero honra vana?”. El primer escalón, riquezas; el segundo, honor. ¡Es curioso! “Quiero dejar todo esto; quiero pasarme con poco; quiero ser pobre; no quiero tratos; no quiero trampas; no quiero oficios; no quiero nada de este mundo. Viene este pensamiento.

Viene otro luego, y dice: “Déjate de esto; esto es perfección; esa vida es de perfectos”. –Yo creo que esto ya no lo admitiríamos- “Sé que bien puedes mercadear, y tratar de ser rico y salvarte. ¡Claro! ¿Quién te quita?” –y hoy diríamos- y ser perfecto… “¡Quién te quita de que no sirvas a Dios y des limosnas y hagas muchos bienes! Antes los bienes se dan y dan más aparejo para salvarse en

quien los tiene, que no si fueses pobre, porque la pobreza acarrea muchos males. ¡Ya lo creo! Hace distraer al hombre andando de las cosas que ha menester, y faltándole las más veces. ¡Anda! Que eso no lo quiere Dios., sino que anden sus siervos alegres y riéndose.

La tristeza, y el andar con la cabeza baja, y traer los vestidos rotos y de mal paño, hace que seas conocido y te tengan por santo;

y de esta manera caerás en algún pecado de soberbia. Más vale que andes como todos andan; que no seas singular; que comuniques con todos; que te vistas razonablemente. Más vale que andes humilde en lo de dentro que no en lo de fuera, que aquello es lo que mira Dios, que lo de fuera poco hace al caso, antes ayuda a encubrir la santidad del corazón, y de esta manera estarás más seguro”.

¡Quién no escribiría esto! ¿Verdad? ¡Si parece un consejo de un Padre Espiritual! Todo esto trae el demonio, no para que pares en esto, que no es en sí malo, sino para de aquí llevarte poco a poco a cosas peligrosas, en donde pierdas a Dios, y así hacerte entender que no hay peligro a donde le hay. Es curioso; esto es curioso.

De modo que se trata de tentar a codicia de riqueza. Es lo fundamental, sea por un camino o por otro: de teología o de apostolado, o de simple comodidad o de ahorro de tiempo. “Es para

ahorrar tiempo”, y después se le pasa el tiempo leyendo el periódico.

O “para trabajar más tiempo por la gloria de Dios…”.

¡Todo es por la gloria de Dios!

-¿Puedo hacer alguna mortificación, alguna penitencia?

-¡Oh! Tiene usted que ahorrar sus fuerzas; Usted todavía es joven. Tiene que dar mucha gloria a Dios. Cuando sea más viejo.

Llega a los treinta años.

-¿Puedo hacer algo? ¿Puedo hacer alguna penitencia?

-¡Treinta años! ¡Oh, la flor de la edad! Ahora no, no; ¡Tiene usted que rendir tanto por la gloria de Dios…!

¡Bueno!

A los cuarenta años.

-¡Cuarenta años! Jesucristo tenía un poco menos de esa edad… pero es precisamente cuando se empieza a rendir de verdad.

-A los cincuenta, puede hacer uno algo…

-¡Oh, cincuenta años! ¡Es la madurez del hombre! Antes a los cincuenta años se era viejo; ahora, con las cosas modernas, a los cincuenta años es cuando produce uno en serio.

A los sesenta: -¡Oh, sesenta! El Señor le ha dado a usted muchas fuerzas; consérvelas, que está usted rindiendo mucho y tiene usted que rendir más.

Setenta.

-¿Puedo hacer algo?

-¡Oh, ahora nada! Tiene que concluir sus trabajos de ahora en adelante.

A los ochenta.

-¿Puedo hacer algo?

-¡Sí, ahora! ¡A la cama! ¡No tiene que ir más que ahí, a que le den la Extremaunción…! Se le ha ido ahorrándose para lo que iba a hacer después; porque él iba a trabajar… pero iba a trabajar… Está siempre preparándose.

Es como esos que están siempre estudiando, estudiando… Y está uno esperando: a ver qué va a rendir éste, ¿verdad? Porque, ¡tanto prepararse! Y después, pues… ¡a la cama! Llevar a codicia de riquezas. Y, claro, ¿qué suele pasar? El demonio es muy listo. Como él le ha metido esto dentro, y le ha hecho valorizar… ¡Lo que vale esto! ¡Lo que vale el tener esta preparación y tener estos títulos!

¡Hombre!, sin eso no se puede trabajar hoy día. Eso es lo que da más; porque si usted lleva este título… si usted lleva, por ejemplo, el título de Oxford… después lleva el título de Lovaina… y después tiene usted todavía barnicillo de algún título de la ONU y de la FAO, ¡pues claro!, con eso se presenta usted y no hay quien le resista, ¿no?

Y este individuo ha acabado por creerse que cuando se presente con esto es el único en el mundo que lo tiene; y claro, pues cuando se presenta… pues naturalmente, no puede pasar como todos los demás hijos de Dios; le corresponde algo. ¡No por él! ¡No es por él!, pero ciertamente que en esta reunión el puesto que le corresponde es éste, ¿no? A él no le importaría personalmente, pero es el honor del estado religioso, del estado eclesiástico, porque… para que vean, ¡que vean que no son todos tontos los que están en el estado religioso!

       Por lo tanto, está bien que le hagan esto. Tiene que presentarse con un vestido digno, para poder hacer un buen papel, etc. Y si no le dan eso, pues sale furioso porque no le respetan, porque no le hacer caso. Los Superiores no caen en la cuenta de que él tiene más cualidades que todo esto. ¡A ver dónde le van a poner! ¡A ver si le quieren meter en un colegio donde no hay nadie!

VANO HONOR DEL MUNDO.

¡Ya está! ¡Ya está! VANO HONOR DEL MUNDO. Venias…¡Y esto se nos mete por todas las esquinas… por todas las esquinas! Y se nos va todo… ¡Oh, cuánto se nos va en vanos honores…! ¡Cuánto se nos va! En el apostolado: ¡La gloria de Dios!

“Que a la gloria, aunque sea por Cristo, le tengo miedo”. ¡Por la gloria de Dios! Y claro, el demonio se frota las manos…Ahí tenemos; en una ciudad: ¡COLEGIO! A ver quién tiene el mejor colegio de religiosos. “Aquéllas han puesto piscina de 20 x 50; nosotras: 25 x 53. Aquéllas van dos horas al día; nosotras, ¡dos horas y media! Estamos mejor”. Y están al tanto: “a ver aquel otro colegio; a ver cuál es el mejor colegio de la ciudad”.

 -¿Y esto el la gloria de Cristo? ¿Y eso es el hacer bien a las almas? ¿Y eso es el formar y educar? ¿Es eso? Se nos va todo después en humo de pajas. VANO HONOR DEL MUNDO. Vano honor. Y que tiene más licenciadas de aquí… más títulos de allá…

- Conclusión: que termina el año. Salen felices porque las alumnas, ¡todas!, han sacado matrícula en la Reválida… -Bueno, pero, ¿para eso están en el colegio? ¿Es esa la gloria del colegio? –Y, ¿cómo va el amor de Cristo? Porque no es para eso la vida apostólica… ¿O es que ustedes han dejado todo, todo, para que las alumnas saquen matrícula?

Para eso podían estar en un Instituto civil. ¡Que no! ¡Que se trata de educar hijos de Dios! ¡Que se trata de formar éstas que serán después santas madres de familia o vírgenes de Cristo! Y no sencillamente para decir: ¡Ah, es el mejor! En Gimnasia va

estupendamente; después, en deportes, ¡el mejor colegio del mundo…! ¡Cuánto se nos puede mezclar!

–“Es que hace falta”. –Todos estamos de acuerdo; todos estamos de acuerdo. Y por eso está ahí el peligro de que caiga en CODICIA DE RIQUEZAS, codicia de esos elementos; el poner el acento en ellos; sobre valorizarlos.

De ahí: VANO HONOR. Una cierta satisfacción; y de ahí a SOBERBIA. Una vez que el hombre ha llegado a este VANO HONOR, a ese creérselas, a ese exigir que se le trate “por la gloria de Dios”; una vez que ha llegado a eso, viene la SOBERBIA, y ese hombre es irritable, intratable. A él no se le puede hacer la más mínima cosa, porque a él le corresponde este título… ¿Y para qué ha entrado este individuo en la vida religiosa? ¿Se ha consagrado a Dios de verdad? Per ariam viam reversis sunt in regiones suma. “Por un camino tan largo, después de una gran vuelta, han vuelto otra vez al punto de donde partieron”.

Y ése es el espíritu del mundo: esa personalidad, ese derecho propio, ese juzgarlo todo, ese criticarlo todo. Porque uno se cree muy por encima, muy por encima de la Curia Romana –de la

Curia Diocesana, ¡desde luego!, de la Curia Romana, “donde está esa gente que no entiende nada de nada… ¡Cuándo acabarán con todos esos!”. Pero, ¿eso es humildad? ¿Eso es buscar la gloria de Dios? ¿Eso es buscar el bien de las almas? ¡Y cuánto se nos mete! ¡Qué fácilmente podemos meternos a hacernos jueces, a imponer nuestros criterios, a creer que lo hemos visto todo! Y es una cosa que da una pena enorme.

Porque esta persona, hace treinta años, hace treinta y cinco años, vivía y caminaba a cuatro patas todavía…Ahora es “maestro universal”; ¡muy por encima del Papa! Porque al Papa se le considera…¡pobrecito…! ¿Verdad? ¡Pobrecito! Vicario de Cristo… pero eso no quita que sea un hombre muy limitado, muy limitado… ¡Y ni compararse! Ni compararse con lo que tenemos nosotros, desde luego.

Y “salvar los propios derechos”. Y que nadie nos toque esto… y que lo otro…¡Que no! ¡Que así no llegaremos nunca a la santidad! ¡Nunca, nunca! Y nuestro apostolado no será nunca eficaz; porque desde el momento en que la vida de apostolado se capta y se ve que el apóstol busca su propia gloria, ¡eso no da fruto! Eso es como cualquier otro; como un propagandista de sus propios negocios, ¡igual! Es difícil. Y nos lleva a esa codicia de riquezas también en la vida religiosa.

Y ahora, dos palabritas sobre esto: sobre el aspecto de CODICIAS entre nosotros. Es cierto que no hay que exagerar en esto y decir: ¡Fuera todo lo que es moderno! ¡Ni mucho menos! Yo creo, más bien, que lo empleamos demasiado poco; más bien demasiado poco. Sino hay que estar siempre abiertos en esto, pero sin valorar las cosas más que lo que tienen; sino cada uno en su grado.

Como: Yo hablo en una lengua, en castellano; pues si estoy en otro sitio tendré que hablar en otra lengua; y si estoy entre gente de otra cultura, en otra lengua. Eso es muy obvio y muy claro; pero no estoy allí dando vueltas: “¿Usted se fija la cultura que yo tengo? ¿Usted se fija lo bien que yo hablo español? Pero, ¿usted no se ha fijado? ¡Si soy miembro de la Real Academia! ¡Usted fíjese y aprenda!”. No se me ocurre esto, ¿verdad?, sino que hablo, y ya está. ¿Tengo esta cultura? La tengo, y ya está, y no tengo ninguna exigencia ni nada por eso; porque todo esto son instrumentos para el apostolado, y nada más. En el puesto en que el Señor me quiera.

Bien; por lo tanto, nada de cortar esto. Tanto más que, en muchas Congregaciones Religiosas no se puede aplicar este Reino de Cristo de la pobreza plenamente, porque no es una actividad estrictamente apostólica; es decir, no es estrictamente apostólica en el sentido de que no es como los Apóstoles que sólo predican el Reino de Dios, sino que tienen una serie de elementos de educación, y por eso la medida no es exactamente la misma.

 –De todo esto hablaremos después, al hablar de la segunda parte, de la Bandera de Cristo-.

Ahora nos contentamos con esto: el tener esa especie de intuición para entender los ardides del demonio, que siempre lleva a lo mismo. Con esa voz que lleva en sí CÁTEDRA, imposición, moda, modernidad; sólo por el mero hecho de serlo, sin decir: ¡esto es verdadero!, sino “hoy se hace así”; con ese fuego, con ese humo, con esa oscuridad, va inculcando esto: CODICIA DE RIQUEZAS, codicia de posibilidades humanas, cosas humanamente estimables; todo eso que es humanamente estimable, para que de ahí vaya poco a poco creciendo el VANO HONOR DEL MUNDO, y

desviándose de la búsqueda del puro amor de Cristo, acabe por SOBERBIA, por ser uno mismo el centro; acabe por sentarse en esa cátedra en la cual desea uno ser honrado. Ya sabemos que el Señor

no honra a quien se honra; como decíamos desde el principio: “¿Cómo podéis creer vosotros, que buscáis la gloria los unos de los otros?”. Y cuánto más: ¿Cómo podéis convertir las almas y atraerlas a Cristo, vosotros, que en vuestro apostolado buscáis meramente los unos la gloria de los otros?

 

 

DOS BANDERAS 2ª MEDITACIÓN

 

Vamos a ver ahora la segunda Bandera.

El programa apostólico de Cristo. “Así por el contrario, imaginar al Sumo y verdadero Capitán, que es Cristo Nuestro Señor”.

Es el verdadero. En esto insisten siempre mucho los autores espirituales, los místicos. Para ellos, de veras, verdadero, tiene un sentido muy subido; siempre significa –diríamos- la plenitud: el alma que ama de veras a Cristo Nuestro Señor; la perfección verdadera; el amor verdadero;todo esto significa en ellos algo que es. Como dice el mismo Cristo: “Yo soy vitis vera; la vid verdadera”. Y el verdadero Capitán es Cristo; el verdadero Jefe nuestro.

“El primer punto considerar cómo Cristo Nuestro Señor se pone en un gran campo de aquella región de Jerusalén, en lugar humilde y gracioso” Aquí volvemos a la misma técnica de la primera parte de la meditación.

Primero: el todo de la voz de Cristo.

–Cualquier sugerencia que nos viene de Cristo, lleva como característica ésta: en lugar humilde, hermoso y gracioso. En aquella región de paz. La característica de la moción de Cristo es que lleva a olvidarse de sí mismo; a tender hacia Cristo; sólo hacia Él; de modo que uno quede en su lugar sencillo; en la paz, en la gracia, en la serenidad. Cuando esto se turba quiere decir que hay algo particular ahí que no es de Cristo, de sóloCristo.

En este tono de paz, de serenidad, -nunca de angustia, nunca de amor propio, nunca de ese ardor impaciente e inquieto, que es propio de nuestra voluntad humana, de nuestra voluntad propia-,

en eso, nos da también el contenido de lo que dice.

Respecto de este “tono”, dice así el P. Baltasar Álvarez –en la explicación de las Reglas-: “Todo deseo que nace del amor propia y propia voluntad, padece engaño. Conocerse ha por dos indicios: primero, porque desasosiegan y quita la paz cuando quiere algo”. El movimiento ese impaciente de cualquier retraso. “Segundo, porque alcanzada la cosa que desea, no hay paz tampoco. No haya excusa contra esto –dice él- no haya excusa contra esto”.

Y en otro lugar de la misma explicación, dice: “Que ninguna excusa se admite en los estrados del Altísimo para que uno pierda la paz. No haya excusa contra esto; ni se diga que se desea la cosa

so color de bien; ne mentiatur iniquitas sibi quia in pace factus est locus eius. Y añade: “Más se sirve a Dios con la quietud de espíritu que con el cumplimiento de nuestra propia voluntad aunque sea de cosa buena”.

Y esto es muy importante. ¡Y es tan difícil! Tan difícil que uno pueda decir: este movimiento, esta acción –que es de cosa buena en sí-, esta acción, no es de la propia voluntad. Difícil. ¡Nos encariñamos tanto con nuestras ideas apostólicas, con nuestro modo de pensar! Cuando en el fondo está uno viendo: esta persona, actuando así, no aumenta su paz, no aumenta su humildad, ni en su sumisión a Dios; sino que más bien se confirma a sí mismo; más bien está levantándose una cátedra a sí mismo; cuando es esto, no estamos bajo la moción del Dios sincera, plena. Y esto da mucha luz para nuestra propia vida interior.De modo que, en lugar humilde y gracioso. En la paz, en la quietud, en la docilidad al Señor.

Segundo: el contenido de lo que comunica el Señor.

–“Considerar cómo el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos”. Aquí no entran los ángeles, sino que está hablando de nuestra actividad apostólica; que nuestra misión es cooperar con Cristo al establecimiento de su Reino, y por lo tanto el Señor nos envía, y nos da un encargo para vivir nuestro apostolado, para realizar plenamente la idea de Cristo. “Y los envía por todo el mundo esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas”.

Nosotros tenemos que ir; sin dejar parte de la tierra donde no lleguemos. Lo que el Señor nos confía, ¡allá vamos! ¿Qué es lo que tenemos que comunicar en nombre de Cristo? El mensaje. Y por lo tanto, ¿qué es lo que Cristo son comunica a nosotros, sea por medio de los hombres, sea internamente por sus inspiraciones? “Considerar el sermón que el Señor hace”; es decir, las normas que da de apostolado

–y esto, no porque se las invente aquí San Ignacio, sino porque están en el Evangelio; son las normas de Cristo-. A todos sus siervos y amigos. Iam nono dicam servos sed amicos. Una vez que

el Señor nos escoge para su trabajo apostólico, y nos comunica su idea íntima, apostólica, nos hace sus amigos.

“Ya no os llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que el Padre me había encargado, os lo he comunicado a vosotros”. “A todos sus siervos y amigos que a tal jornada envía; encomendándoles –no es que les imponga con un sentido de violencia y de angustia-, encomendándoles que a todos quieran ayudar”. ¡Cuánta, cuánta teología de apostolado hay en esta meditación! “Que a todos quieran ayudar”. No excluir a nadie de nuestra parte, ni incluir positivamente a cualquiera o a una persona concreta; ¡nada! Sino a todos los que el Señor nos ponga delante en nuestro trabajo, en nuestra vida, a todos queremos ayudar; sin excluir a nadie. Y este es el verdadero apóstol: el que, a quienquiera que se le acerca, ayuda.

“Que a todos quieran ayudar”. No es que violente, sino que el trabajo apostólico es, esencialmente, colaborar con la gracia. El trabajo que tiene que hacer un verdadero apóstol es siempre, con esa docilidad interior a la acción de Dios, descubrir en el alma la acción de la gracia y subrayarla.

Si Dios está moviendo a esta alma por este camino, yo –recogiendo esa voz de la gracia en el alma- le hago como de altavoz, y le repito, y le subrayo eso que la Gracia está creando en esa alma. Insisto en ello: que quieran ayudar; ayudar. Palabra característica en San Ignacio y en el P. Nadal cuando habla, por ejemplo, de los ministerios de la Compañía: “que nuestra Compañía está para ayudar”.

“Ayudar en traerlos, primero: a suma pobreza espiritual”.

Esas encuestas que hacemos nosotros: “¿Qué piensa usted del apostolado?”. –Pues aquí tenemos lo que piensa del apostolado San Ignacio, con el Evangelio en la mano: “Que quieran ayudar en traerlos a suma pobreza espiritual”. Que como Él predicó las bienaventuranzas, que las prediquen también ellos. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”.

“Que todos quieran traer a suma pobreza espiritual; y si su Divina Majestad fuere servida y los quisiera elegir, no menos a la pobreza actual”. Volvemos ya al concepto de pobreza; y aquí tenemos también ese peligro constante de diluir la doctrina de Cristo.

–Hoy día llamamos pobreza a cualquier cosa. Todo es pobreza. Los casados viven en pobreza; los religiosos en pobreza; los sacerdotes en pobreza; ¡todos en pobreza! Y aun cuando tengan todos los dineros que quieran y todos los millones… pero viven en un desprendimiento total, ¡en pobreza! Consejo de pobreza.

¿Qué es pobreza? ¿Se puede decir que pobreza es el uso cristiano de los bienes? ¡¡NO!! Eso es uso cristiano de los bienes. Pobreza significa cuando uno carece de bienes. Eso es pobreza. Con esto no quiero indicar nada, ¿eh? Porque sería fatal y sería contradictorio que una persona, siguiendo una vocación concreta, quisiese cambiar su vocación. Lo que pasa es que creemos que todos estamos llamados a lo mismo en todos los aspectos de la Iglesia, y no es verdad.

Cada uno tiene su propia vocación; y tiene que seguir su propia vocación. Pero pobreza significa esto: carencia de los bienes. Pobreza. Y poco a poco, en la valoración misma de los Consejos Evangélicos, vamos tendiendo a desvirtuarlos. Y hemos reducido, poco a poco, el seguimiento de Cristo a tres Consejos; y estos tres Consejos los hemos reducido a la virtudes correspondientes; y todo lo que en esas virtudes correspondientes supera lo que es estrictamente obligatorio, lo llamamos Consejo Evangélico.

De modo que la pobreza, la reducimos al uso de los bienes; uso moderado de los bienes; uso prudente de los bienes. Lo que ahí supera el pecado, lo que está uno obligado a hacer bajo pecado, es Consejo de pobreza. ¡Claro! ¡Así, todos tenemos pobreza! Basta que uno sea un buen cristiano, ¡y es pobre por el mismo hecho! Tiene consejo de pobreza.

La virginidad se reduce a la castidad. De modo que lo que ahí haya más que estricta obligación, ¡pues ya es consejo evangélico de castidad! Y la obediencia la reducimos a la obediencia que uno tiene que cumplir en el propio estado: familia, en el aspecto civil, en el aspecto eclesiástico, religioso; y con eso, todo lo que ahí supere lo que es estrictamente obligatorio, estoy practicando el Consejo Evangélico de obediencia.

Puede ser que se pueda hacer, pero no se puede comparar con lo que es el seguimiento de Cristo, tal como está en el Evangelio cuando le dice al joven rico: “Vete, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y sígueme”. Eso es pobreza. Es decir, la pobreza, como tal, no es una mera acción humana; sino la pobreza como tal, como consejo evangélico, es el seguimiento de Cristo dejando todas las cosas. Ese es el Consejo.

       –Como la castidad. La virginidad no es meramente abstenerse

del matrimonio, sino es seguir a Cristo y enamorarse de Cristo de modo que no haya lugar para la propia voluntad, o la voluntad de otros fuera de Cristo. Eso. Los consejos evangélicos en su plenitud. Pero lo otro será una cosa de mérito, teológica.

Aquí, San Ignacio habla de pobreza. Y que se procure llevar a todos –aquellos que uno encuentra- a suma pobreza espiritual. ¿Qué significa esta pobreza espiritual? Que se procure ayudar a llegar al desprendimiento real de las cosas de este mundo.

 Desprendimiento del corazón; eso es suma pobreza espiritual. Que de parte suya no haya codicia de ninguna riqueza, sino que esté más bien en esa sumisión a Dios, con ese desprendimiento afectivo pleno. Y añade: ¿Y es útil, y es conveniente ayudar a todos a que lleguen a la pobreza actual, al desprendimiento real de todos los bienes?

Y esto no lo dice; sino que dice: “a todos ayudarles a ese desprendimiento cristiano”. “Y si el Señor fuere servido –es decir-, si se viese la voluntad y el agrado de Dios- también a pobreza actual”. ¡Ayudar a eso! Eso es muy poco popular; creedme que eso es muy poco popular. Lo otro –el darse así, una especie de tono de que uno está practicando todo y viviendo en grande- eso no es tan poco popular.

Pero pobreza no sólo es esa pobreza de todo aquello que es humanamente estimable, de todo lo que es pobreza en sentido de dinero, de disposición libre del dinero, sino que pobreza significa también el carecer de cierta formación.

Tenemos un caso clásico. ¡Cómo se está diluyendo poco a poco el concepto de hermano coadjutor entre los religiosos! –Entre las religiosas, hermana lega-. Eso parece que está diluyéndose del todo… ¿Por qué? ¡Ah! Porque es una humillación; es un estado de humillación… ¡Cuánta, cuánta lección da eso!

El Hermano lego, diríamos que es la forma químicamente pura de la vida religiosa. Es el hombre que está dedicado solamente al servicio de Dios; sin otros honores de ningún título. Y eso, que es la vida religiosa químicamente pura, ¡eso no entra! No entra porque, en gran parte, somos nosotros mismos los que alejamos a la gente de ese género de vida; como queriendo indicar que no es digno de hombres. Es una cosa que hace pensar mucho.

No ignoro todos los problemas que existen. Los sé muy bien. Pero, aun prescindiendo de esos problemas actuales, ¡eso cuesta muchísimo! Yo tendría tanto gusto… -porque somos nosotros tan novedosos, ¿verdad?, y hay cosas que son de moda- yo me inclinaría mucho a ver cuántos se podrían hacer sacerdotes-legos.

Se ha hablado de sacerdotes-obreros; sacerdotes obreros…

¡sacerdotes-legos! Sacerdotes que van a hacer la vida de Hermano lego, dejando todo lo demás…¡qué pocos encontraríamos, me parece! ¡Muy pocas vocaciones para esto! Los sacerdotes obreros ya encontraríamos probablemente; ¡sobre todo si después salen en el periódico! Sacerdote lego, ¡no!

Sin embargo, ahí está lo que es químicamente puro de la vida religiosa. De esa vida de desprendimiento de todas las riquezas; de todo lo que es humanamente estimable, y no para solamente servir a Dios. Diría yo que la vocación más hermosa dentro de la vida religiosa, es ésta. ¡La más hermosa! Y que, en el fondo, apostólicamente, la que más bien hace, es ésta.

Ahora, eso supone una gran predilección de Dios. Una gran predilección. “Y si nuestro Señor fuere servido, y se dignase escogerme, no menos en pobreza actual”. En pobreza de todo. De todo, de todo, de todo. No podemos hacerlo por nuestras propias fuerzas o nuestra propia voluntad.

Todo lo que es auténtica vocación no es fruto de nuestra propia voluntad, sino que es invitación del Señor, es delicadeza del Señor. Fijaos con qué delicadeza insiste aquí San Ignacio: ¡SI ÉL FUERE SERVIDO no menos!; pero entretanto está uno deseando: “Señor, que seas servido de escogerme en esta pobreza actual”. Como el endemoniado de Gerasa podemos decirle que deseamos ir con Él; pero puede ser que Él nos diga: No, vete y anuncia a los tuyos en medio de ese fausto y de esa grandeza lo que Yo te he hecho a ti. Y eso es lo que tenemos que hacer, porque el estado de pobreza real, no querido por Cristo, no sería apostólico; no sería apostólico. Esto tenedlo muy presente siempre. En toda vocación nuestra.

La virginidad, no querida por Cristo para esta alma, no tiene valor apostólico. Si es que yo lo he hecho por capricho, porque me he impuesto: “Yo quiero vivir esto, y no ser menos que San Jerónimo, y no ser menos que…”, pues bien; eres menos que todos esos, porque todo esto que tú haces, no está bajo la acción de la gracia, sino bajo el capricho de tu voluntad. Y aun cuando te cuesta horrores, y quizás tengas más luchas interiores que las distracciones que tendrías en una vida de casada, toda esa lucha la has cogido así porque la has querido tú; no porque el Señor te ha llamado a ello.

Todos estos valores son muy delicados, y ¡claro!, cada vez estamos haciendo de toda esta vida nuestra de seguimiento de Cristo, una organización según nuestros pareceres. ¡Aquí está el gran peligro! Por eso esta meditación es de una riqueza, ¡es de una luz! En toda esa condensación, tan breve, ¡hay tanta riqueza teológica!

De modo que, SI EL SEÑOR FUERE SERVIDO, no menos a la pobreza actual. ¡Pero no imponerla! Ni la persona a sí misma, ni a los otros. Si el Señor fuere servido. Está uno atento: “Pues parece que Dios me llama a esto. ¡Gracias a Dios! Parece que Dios me llama a una vida de pobreza actual”. Es un don del Señor; es una predilección que tiene con pocos. –Lo mismo pasa con una vida de sufrimientos, o una vida de humillaciones. No es para todos; no la da el Señor a todos.

 

SEGUNDO: A DESEO DE OPROBIOS Y MENOSPRECIOS

Es el segundo paso. Si una persona no tiene títulos, no tiene representaciones humanas, etc., ¡se le deja el último lugar!

¿Que viene el Papa?

-Mire, yo soy el cardenal no sé cuántos…

-Un sillón aquí.

-Yo aquí venía a ver al Papa.

-Usted, ¿quién es?

-El Arzobispo no sé cuántos…

-¡Ah!, sí. Señor Arzobispo; aquí…

-Usted, ¿quién es?

-Pues yo soy Juan Pérez.

-¡Oh!... no hay sitio, no hay sitio… ¡Nada!

-¡Pero hombre!, y aquí, delante de todos me han mandado atrás…

Donde no hay riquezas –en el sentido de valores humanamente estimables- hay menosprecios. Porque está unido. Eso está unido.

Quien tiene valores humanamente estimables, difícilmente será despreciado; difícilmente. Se le despreciará por algún aspecto, en el cual no tiene valores humanamente estimables. Pero cuando

faltan: ¡despreciados! No se les tiene en cuenta; no se les deja un sitio especial; no se les invita a nada; no se les honra. ¡Al contrario! No falta allí una pullita: “¡Claro, como es cortito…! Es muy bueno, muy bueno. ¡Cortito, cortito! Pero lo demás es un Padre estupendo, estupendo…”. Ya está; con eso basta.

–Y es una vida esa muy rica. Y eso, sólo cuando el Señor escoge. Eso es gran predilección. ¡Qué valores tan distintos de lo humano! ¿No es verdad? ¡Qué valores tan distintos! ¡Quién iba a decir, humanamente, que es una predilección de Dios ser escogido para una vida de menosprecios! Y, sin embargo, yo no puedo escoger esa vida de menosprecios porque me entra el capricho de serlo, y así… para mostrar que soy capaz de llevarlo; no. Cuando se encuentran algunos casos, alguna persona que dice: ¡Cómo! ¿De modo que es verdad que con el hábito sería más santo? ¡Entonces se lo quito yo y me lo pongo ahora mismo!

–Eso no tiene ni sentido de lo que es vocación de Dios. ¡Nada! Esas son cuestiones de gracia de Dios. Cuestiones de predilección; que

si yo las hago por mi cuenta me quedo sin una cosa y sin la otra.

-“¡Yo para eso no me caso!”

-Pues se queda usted sin casarse y sin lo otro.

-¡Ah! Es que yo voy a vivir una vida de austeridad y de pobreza; porque yo veo que hoy día hay que hacer así, y voy a mostrar cómo hay que proceder así.

-Y, ¿le mueve a usted la gracia?

-¡Qué gracia ni qué cuentos! Yo vivo en pecado mortal; ¡Ni creo en Dios…!

-Pues no le sirve para nada; para nada.

Mientras que, cuando el Señor, atrayéndome a Sí, nos asocia a su obra redentora, cerca de su cruz, participando de sus sufrimientos, de sus humillaciones, de sus desprecios, entonces quiere decir que nos tiene muy cerca; que quiere que seamos instrumentos muy ricos, muy eficaces de su obra redentora.

Es evidente que, cuando el Señor llama a un alma a esta participación de sus misterios, del sufrimiento, tiene una particularísima predilección hacia ella. De ahí, en los santos, los deseos de ser escogidos debajo de su Bandera.

Y una vez puesto ahí, después de esos deseos de menosprecios, sigue la humildad. Es el hombre feliz. Porque éste tiene ya la suma libertad; no le importa nada de nada. Siempre feliz. ¡Que resulta que le han echado una bronca terrible…! ¡El hombre feliz! Y dice él: ¡La merecía! Y sale encantado, aun cuando allí…

Como el santo ése, que le venían tentaciones de dar un bofetón a un Abad; y se santiguó entonces para vencer esa tentación, y el guardián dice: ¿pero estoy endemoniado que haces todavía el signo de la cruz? Y después se le pasaba ya; mordía esto y, ¡adelante!

Es el hombre feliz, el que ha llegado a esto. El que tenga deseo de menosprecios, deseo de humillaciones, ése tiene una paz inconmovible. Y Dios se le comunica de una manera inmensa a esta alma. Inmensa. La ha escogido para esto; él le sigue de cerca. No tiene nada que perder porque lo ha perdido todo, y “de mojados, ¡al agua!”.

Es el camino feliz. ¿Difícil? ¡Claro que es difícil! Supone una vocación de Dios, pero grandiosa, y que, apostólicamente, hace una impresión inmensa, inmensa; y hace un bien inmenso en las almas.

“De modo que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza.

El segundo, oprobio y menosprecio contra el honor mundano. Y tercero, humildad contra soberbia. Y de estos tres escalones induzcan a todas las otras virtudes”.

Insistía en que no puede uno mismo determinar –ya lo he indicado, porque tiene que ser por invitación del Señor- el grado de pobreza en que uno va a vivir; cada uno tiene su Instituto y su forma de vida; y sería erróneo el que uno no aceptase su propio Instituto. Sino: Dios me ha llamado aquí, y Dios me quiere con las condiciones de esta vida. Ahora; tener la humildad suficiente para

decir: el Señor no me ha querido en otra; me ha querido en ésta. Y en lugar de decir: ¡Menos mal que me ha dejado todas estas comodidades!, decir: Señor, si me hubieses aceptado para una vida

más dura quizás… o con otras dificultades… Pero uno acepta la voluntad de Dios sin atormentarse.

En general, cuando llama Dios a un alma a la vida estrictamente apostólica, estrictamente,

dedicada sólo a la extensión de la palabra de Dios, suele pedir la pobreza total; suele llevar por la pobreza total. Porque no se entiende lo demás que, predicando la sola palabra de Dios, uno esté viviendo como por estipendio de esa palabra de Dios; ni puede tener la eficacia que tiene cuando uno se apoya sólo en el Señor. En general.

Es la cuestión de San Ignacio. San Ignacio lo puso así. Pero decía que, cuando uno vive ya en la vida apostólica, entonces debe vivir sólo de limosnas; entonces. Mientras estudia, no; porque todavía no rinde; todavía no está preparado, no es el hombre apostólico. Cuando después esté ya trabajando, entonces tiene que vivir así. –Y decía que, donde no se produce bien de las almas, allí

no se deben pedir limosnas. Es decir, tenía una idea muy clara de esto.

El operario es digno de su merced, y no le faltará; ¡pero tiene que trabajar! Tiene que extender la palabra de Dios. Si en una

ocasión no puede extenderla, que no pida limosna tampoco; que se arregle de otra manera. Concretamente; en los colegios, por ejemplo, no se puede urgir esto. Esto es clarísimo. No es que dice: vamos a vivir de pura pobreza en los colegios. No puede ser. Por lo tanto, quiere decir que por la misma razón de ser de un Instituto que tiene que mantener estos colegios, tiene otro grado de pobreza.

Pero aún aquí hay que distinguir siempre, creo, -en los colegios, etc.- la vida las religiosas mismas en contraposición al nivel del colegio donde se vive. Y la vida de las religiosas mismas

debe ser siempre una vida de pobreza. Parece que eso lo lleva la mima Institución de la vida religiosa; aun cuando uno no debe aplicar esa misma norma al colegio, donde están las que tienen que ser educadas.

Pero –y aquí sí que insistiría- no hay que olvidar que ha de ser una educación cristiana; a la realidad cristiana de la vida. Por lo tanto, hay que infundir a toda la educación cristiana auténtica, el valor cristiano y el uso cristiano de los bienes. Esto sí es importante.

Ahora bien; es sumamente destructivo el empeño en presentarse con lujos excesivos; el empeño en presentarse como el primer colegio de la ciudad en este punto, etc., etc. Eso se capta muy pronto. Eso es fatal. Además, que en sí, es dar una educación que los mismos padres en casa no les deberían dar. Esa educación a valorar la preparación, el lujo, etc., muestra que las religiosas estimas mucho tales cosas en la gente del mundo; y esto no es justo porque no es valoración cristiana de las cosas.

Hoy día que el peligro está en el materialismo que todo lo invade, en que la gente no piensa más que en divertirse y pasarlo bien, es necesario que la educación cristiana muestre, no sólo en sus consejos, sino en su práctica, que no son esos los grandes valores; que una juventud sana debe valorar las cosas de otra manera. –Esto me parece muy importante.

Ahora bien; si uno insiste sobre esto: ¡es que son medios! –Pues no los anuncie usted, sino como medios. Para poner un ejemplo:

-Es que hoy día, modernamente, esto no es más que un medio que se emplea.

-¡Pues no está usted diciendo en todos sus programas que aquí se usa esto, y esto, y esto…!

¡Déjelo! Si es un medio que se usa, pues es un medio que se usa; ¡y ya está! Usted anuncie que es un colegio de educación cristiana, para el día de hoy, ¡y basta!

No sobrevalorar, por lo tanto, lo que sobrevalora el mundo; sino dar a cada cosa su justo valor cristiano; y formar en él. No formar religiosas, pero sí formar cristianas; y cristianas que tienen un concepto cristiano del dinero. Sin ningún afán de ganar dinero; ni siquiera en apariencia.

Todo lo que pueda tener apariencia de esto, no desedifica. Eso, como un aspecto –diríamos- apostólico, en ciertos aspectos que no son estrictamente predicación de la palabra de Dios, tenerlo presente para no querer ser reformadores y revolucionarios en todas las cosas. Pero la idea evangélica que esté muy clara, que es ésta: que tenemos que llevar a la gente a esta valoración cristiana de los bienes; y si la gracia los lleva, ayudarles a que lleguen a pobreza actual. Y si la gracia les lleva, a menosprecios actuales, ayudarles a que vayan llegando a esto, para que así lleguen a la humildad, que es la base de todas las virtudes.

 

Termina la meditación con un coloquio.

Triple coloquio: a la Virgen, a Jesucristo, y al Padre.

Como una gran gracia. San Ignacio la pidió muchas veces en su vida. Y en todas aquellas vicisitudes cuando iba hacia Jerusalén y no encontraba barco –donde parece que él sufría porque no le ponía el Señor debajo de su Bandera; que no le escogía para una vida de humildad, para una vida de desprecio, de pobreza-, pedía constantemente a la Virgen que LE PUSIERA CON SU HIJO.

Que le pusiera con su Hijo quiere decir esto: que le pusiera cerca de su Hijo. Que le obtuviese la gracia para estar cerca de su Hijo. Para ser aceptado debajo de su programa; junto a Él en la cruz.

–Es una gran gracia. Y en la visión de la Storta es donde tuvo la seguridad de que el Padre le ponía con su Hijo. El Padre le ponía con su Hijo; bajo su Bandera. Jesucristo con la cruz.

Pues bien; coloquio: Porque me alcance la Virgen gracia de su Hijo y Señor. Notadlo bien: gracia de su Hijo y Señor; para que yo sea recibido debajo de su Bandera.

PARA QUE YO SEA RECIBIDO. Nada de violencias. Nada de voluntarismos; de meterme yo donde no me llaman.

¡QUE SEA RECIBIDO DEBAJO DE SU BANDERA! Y primero: en suma pobreza espiritual. ¡Que llegue a esto! ¡Que me dé gracia para este desprendimiento real de todo! Desprendimiento espiritual auténtico, y, “si su Divina Majestad fuere servida, y

ME QUISIERE ELEGIR Y RECIBIR –es gracia de elección-, no menos en la pobreza actual”. Esa gran gracia.

 

Segundo: En pasar oprobios e injurias por más en ellas le imitar. Siempre con ese pegarse a Cristo. Imitarle a Él; estar cerca de Él; participar de su misma vida. Como una gran gracia. Que me dé también gracia para llegar a esto. “Sólo que las pueda pasar sin pecado de ninguna persona ni displacer de su Divina Majestad. Y con esto, un Ave María”.

Es decir; pedirle la gracia en el campo apostólico de la Iglesia, donde hace falta de todo. Hace falta gente que emplee grandes medios, con grandes famas y grandes glorias; hace falta eso. No

olvidemos nunca esto: que cuando uno hace voto de pobreza, no quiere decir que todos lo tienen que hacer.

Cuando uno renuncia a dignidades eclesiásticas, no quiere decir que todos tienen que renunciar, ¡ni mucho menos! Si no, nadie podría ser ni obispo, ni presidente, ni ministro, ni nada. ¡No! Todos esos son también medios apostólicos; y pueden serlo. Sólo que uno le pida al Señor que se digne escogerle para ese ministerio apostólico, en pobreza y humildad; porque, siendo lo demás igual, esto significa más predilección de Cristo: que yo SEA ELEGIDO debajo de su Bandera.

 

Y con esto, un Ave María.

Pedir otro tanto al Hijo, para que me alcance del Padre; y decir el Anima Christi. Y pedir otro tanto al Padre, para que Él me lo conceda, y decir un Pater noster.

 

 

 

TENTACIONES DE JESÚS

 

Ayer por la tarde considerábamos la meditación de las Dos Banderas. Dos programas de vida apostólica: el programa de Cristo, el programa del demonio. Y veíamos cómo es necesario, al

menos de nuestra parte, pedir al Señor que nos quiera escoger debajo de su Bandera; primero en suma pobreza espiritual, y si su Divina Majestad quisiere elegirnos, no menos en la actual: en pasar

injurias, oprobios, desestimas, etc. Es decir, esa vida de semejanza de Cristo, como la pasó el mismo Jesucristo. Decidirnos a ese ideal.

Ese ideal que podríamos expresar con palabras no tan brillantes: “Una vida perra por Cristo”. Que sea ése nuestro ideal. No una vida cómoda por Cristo; “una vida perra por Cristo”.

Ayer lo veíamos así, un poco en el aire. Unas conclusiones de una meditación hecha por un santo, aprobada por la Iglesia, genial, sintética… Hoy vamos a fijarnos: eso mismo contemplando a Cristo, para ver que es verdad, que tiene razón, que es así. Y por eso, vamos a fijar nuestra mirada directamente en Jesucristo, ya desde el principio, abriendo nuestro corazón hacia Él, en paz interior, con el alma quieta, pacífica, dispuesta. Fijar nuestra mirada en Jesucristo.

En el Evangelio de San Lucas, capítulo 4º, versículo 20, en aquella ocasión en que Jesucristo hablaba en la Sinagoga, cuando leyó un trozo de Isaías, y después de haberlo leído, enrolló de nuevo el volumen, se lo entregó al servidor y empezó a hablar, dice el evangelista: Omnium oculi erant in sinagoga ascendentes in eum. “Los ojos de todos, en la Sinagoga, estaban fijos en Él”.

 

–Así tenemos que poner nuestra mirada: fijos en Jesucristo.

Orígenes comenta sabrosamente: “También ahora, si queréis, en esta Sinagoga, en este grupo, vuestros ojos pueden fijarse en el Salvador. Porque, cuando el ojo principal de tu corazón lo diriges a

 

la sabiduría y a la verdad, a contemplar el Unigénito de Dios, tus ojos se fijan en Jesús. Beata, feliz aquella reunión de la cual la Escritura atestigua que todos los ojos de los que estaban presentes

estaban fijos en Jesús. Cómo quisiera yo que este grupo vuestro –dice Orígenes- pudiera recibir el mismo testimonio: Que los ojos de todos –de los catecúmenos y de los fieles, de las mujeres, de los hombres, de los niños-, no los ojos corporales, sino los ojos del alma, estuvieran fijos en Jesús”.

¡Qué hermoso es! ¿Orígenes? Aquí suelen decir que esto es piedad de los siglos de San Bernardo. ¡Orígenes! ¡El gran Orígenes! ¡El amante del martirio! Pues así, fijemos nuestra mirada en Jesús para que no se nos pierda nada, para conocerlo íntimamente, y ofrecernos con apertura del corazón a seguirle: “Que yo quiero, y deseo, y es mi determinación deliberada de imitaros”. Y para eso, estoy fijándome con amor: todo lo que hace Él, cómo piensa Él, cómo organiza Él la Redención del género humano, cómo la hace, cómo la vive.

¡Oh Hermosura que excedéis

a todas las hermosuras!

Sin herir, dolor hacéis,

y sin dolor deshacéis

del amor de las criaturas.

Oh nudo que así juntáis

dos cosas tan desiguales,

no sé por qué os desatáis

pues atado fuerza dais

a tener por bien los males.

Vamos a ver cómo inaugura Jesucristo su vida pública –como nosotros queremos inaugurar nuestra vida de redención de las almas-; a ver qué criterios son los suyos, cómo actúa Él; porque ahí tenemos que apoyarnos –yo creo-, en Cristo, en cómo Él lo hace.

Pues bien; Jesucristo inaugura su ministerio con tres pasos. Primero, se despide de su Madre. Segundo, se deja bautizar por Juan. Tercero, pasa cuarenta días en el desierto y es tentado. Vamos a ver estos tres puntos de meditación.

 

Primero, se despide de su Madre. –Jesucristo ha llegado hacia los 30 años. Juan está predicando el bautismo de penitencia por todo el Jordán; las multitudes corren a él; todos los tipos: negociantes, soldados… A cada uno dice su palabra de perdón, de preparación para la venida próxima del Mesías. Ya está. Ya ha llegado el momento; la plenitud de los tiempos. Y Jesús oye llegar las noticias del Jordán, y Él sabe muy bien que eso significa su partida de Nazaret; que ha llegado el tiempo pleno. Y se lo diría a su Madre: “Madre, ya se acerca la hora; tengo que empezar mi obra, mi predicación; tengo que dejarte… te quedas aquí…”. Es Madre viuda… con hijo único… y… que se quieren tanto… Pero, tiene que dejarla. Se forman las caravanas, como se formaban en cada uno de los pueblos de las regiones, para ir a Juan a oír su predicación, a hacerse bautizar por él en el bautismo de penitencia.

–Y Jesucristo se enrola en uno de esos grupos con toda naturalidad.

Y llegado el momento, parte la caravana. Jesús se despide de su Madre; le dice que ya no volverá por allí… Ya han terminado la obra que estaban haciendo juntos, hasta la cruz. En la cruz volverán a verse; volverán a colaborar.

Y la Virgen lo acepta todo; con mucho dolor… No tiene más que a Jesús… Hijo suyo único y su Dios. ¡Y es tan agradable la presencia de Cristo, tan necesaria para ella, pobre viuda…! Lo acepta.

–Y cuando Jesús desaparezca… se retira a su casa… En su casa, todo le habla de Jesús; todo: El sitio donde trabaja, donde come; los alrededores, el jardín, la huerta… todo le habla de Jesús; los instrumentos que han quedado allí… todo. María, sola.

–Soledad de la Virgen, que nos tiene que ayudar mucho en nuestras soledades. En nuestras desolaciones interiores, cuando Jesús se esconde en nuestro corazón, recurrir a la soledad de la Virgen, unirnos a Ella.

Este es el primer paso para la libertad del apóstol… del apóstol. El verdadero apóstol de Cristo tiene que estar libre, libre. Si no estamos, no salimos nunca de las faldas de mamá. Siempre, en todas partes: la mamá. Y manda la mamá. No. Si no, nos pasará lo del endemoniado del Padre Rodríguez, que quería echar al demonio y le dijo: “Mamá”. Y acabó con él, con el sacerdote.

No. Libertad de espíritu. Estamos con Cristo y sólo con Cristo. Adelante. Lo mismo el sacerdote, que el religioso y la religiosa… no, no. Adelante. Si no puedes dejarlo y lo tienes, quédate en casa. Ya está. Te quedas ahí… Pero si quieres servir a Cristo, de verdad, hay que romper todo eso. De verdad… Y no hay marido que soportase a su mujer todos los requiebros que tiene muchas veces una religiosa que tiene que ir a ver a sus papás constantemente. Si fuese casada, no le dejaría, no.

Pues bien; libertad de espíritu. –Es que la Madre de Jesucristo le sigue. –Sí, le sigue. Eso

puede hacer una madre: seguir. Pero no preceder al apóstol; nunca. Si ella va entre los fieles que le quieren seguir a escuchar la palabra de Dios, muy bien. Pero nunca supone ningún dominio sobre el apóstol de parte de sus padres. No. Está dedicado al ministerio del culto de Dios.

Ministerio sagrado; apostolado. Estimar esto. Como Cristo. Dejar todo. A seguir a Cristo. Esto, ¿es faltar de amor a los padres? ¡Qué va a ser! Esto es aumentar el amor hacia Dios y aceptar su voluntad sobre nosotros; seguirle.

Y va a bautizarse. ¡El bautismo de Cristo! Es el primer misterio -¿veis?-: ¡Cómo va Jesucristo por el camino de las humillaciones! Es el bautismo de penitencia. No para perdón de los pecados –porque tenía que venir Cristo para perdonar los pecados- pero sí bautismo de penitencia para disponer al perdón de los pecados. Por lo tanto, quien viese a Jesucristo que se acercaba al Bautismo con un grupo de gente y que se hacía bautizar por Juan, sin juicio temerario podía decir que Jesucristo era un pecador.

Iba a bautizarse. Bautismo de penitencia.

Nosotros, quizás, le hubiésemos aconsejado enseguida que no fuese, porque para el ministerio apostólico, su fama de santidad era necesaria. ¿Qué podían decir si empezaban por decir que fue a

bautizarse como todos los demás a manos de Juan Bautista? –Y sin embargo, Jesucristo va por ahí: el camino de la humillación; que es distinto del nuestro…

Y llega al Jordán. ¿Hasta qué punto conoció Juan a Jesucristo? ¿Se conocían de antes? No. ¡Qué se van a conocer! No se conocían. –Bueno, pero es que esos cuadros que le pintan a Jesús con Juan Bautista y un corderito…

-Esos están hechos por el pintor.

–No se conocieron nunca.

Juan  Bautista, desde pequeño, fue al desierto… y nada… Pero el que conoció al Señor cuando todavía estaba en el seno de su madre –Isabel- lo tuvo que conocer también en aquel espíritu interior, con aquel instinto interior, cuando lo vio venir… tan distinto de los demás… lleno internamente de la divinidad… Y lo vio; y tuvo una intuición: “Ese es el Mesías”.

Todavía no había visto la señal que le había anunciado el Señor: “Sobre quien vieres bajar una paloma, ése es”. No le había visto, pero ya le intuyó que era ése. Como pasa con las almas santas, que se intuyen, se conocen; una especie

de intuición previa.

Y cuando Jesucristo empezó a conversar con Juan sobre el Bautismo, entonces se convenció más todavía. Al conversar con Él, comprendió que no tenía ningún pecado. Y entonces quería impedirlo: “Yo debo ser bautizado por Ti, y Tú vienes a mí”. Y Jesucristo le responde: “Deja ahora, que así conviene que cumplamos nosotros toda justicia”. ¿Qué significa esto?

El que dice estas palabras, cuenta estas palabras, es San Mateo. Ahora bien; en San Mateo, cumplir, el “implere” significa generalmente cumplir algo profetizado en el Antiguo Testamento.

“Para que se cumpliera lo que estaba escrito”; para que se cumpliera. Pues bien; parece que aquí el Señor lo que le dijo a Juan es esto: “Conviene que se cumplan las profecías; por lo tanto, bautízame”.

¿Cuáles eran esas profecías que iban a cumplirse? Parece que se refiere a Isaías en el capítulo 53, versículos 11 y 12, donde dice así: “El justo, servidor mío, justificará muchos. Él tomará sobre sí su iniquidad. Por tanto, Yo le daré como premio la multitud de los poderosos. Hará un gran botín, porque se ha ofrecido por sí mismo a la muerte y porque fue computado entre los malhechores”. A esto parece que se refiere. “Conviene que cumplamos lo que está profetizado: Él cargó sobre sí los pecados de todos y fue considerado entre los malhechores. Conviene que entremos por aquí”.

Y esto se confirma con la palabra del Padre, que una referencia a Isaías 53, 1. Y las mismas palabras del Padre después del Bautismo, cuando dice: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas mis complacencias”, son una cita textual de una expresión que aparece tres veces en “Los Setenta”, para designar a Abraham, su hijo, ofrecido como víctima: “Toma a tu hijo Isaac, a tu hijo el que amas el unigénito, en quien tienes tus complacencias, y ofrécelo en el altar”. Conviene que cumplamos toda justicia”.

Jesucristo sabe que Él es el Isaac que el Padre ofrece por la salvación de los hombres. Jesucristo sabe que es el servidor fiel de Yahvé que tiene que cargarse sobre sí con las iniquidades de todos para redimirlos; y así tendrá un gran botín, porque ha sido contado entre los malhechores. Y por eso le dice a Juan: “Yo no tengo pecado, pero me sumerjo en el bautismo de penitencia porque estoy cargado con los pecados de la humanidad: Mis almas”; las almas de Cristo. Por eso Jesucristo inaugura su ministerio cargando sobre sí los pecados de sus almas, de la humanidad. Reflexionad también sobre esto.

Así se inaugura su ministerio; así. No con muchas exterioridades; así. Sumergiéndose en el bautismo de penitencia; cargados con los pecados de nuestras almas. Y baja. Y se hace bautizar. Esto debió dejar a Juan tan impresionado, le hizo una impresión tan enorme, lo entendió tan bien, que para él, Jesucristo ya no era más que “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. El Cordero de Dios que lleva sobre sí el pecado de la humanidad. Y así lo ve siempre: “Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi”. Ahí está. Ya lo veía siempre así; como se sumergió en el Jordán: cargado con los pecados de la humanidad.

Tiene otras finalidades también el bautismo y nos señalan los teólogos: la santificación del agua bautismal… Todo esto, sí es verdad. Pero creo que el sentido íntimo es este: el cumplir la profecía, el cargarse con los pecados de la humanidad y sumergirse en el bautismo de penitencia. Y cuando después de haberse bautizado –hecho este gesto de humillación, cargándose con los

pecados-, sale del Jordán y se pone en oración, baja sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma, visiblemente. Y Juan lo ve, y se confirma definitivamente.

Y el Espíritu Santo posándose sobre Él, simboliza esa plenitud de la complacencia divina, que hace ya de la Humanidad de Cristo el instrumento habitual, constante, de la predicación evangélica y del ministerio evangélico. Así se inaugura: con la plenitud del Espíritu Santo sobre la suprema humillación de Cristo que carga con los pecados de la humanidad.

Aprendamos la vía sólida, segura: el programa de Cristo, la bandera de Cristo. Por ahí. “Y Jesús –tercer aspecto- lleno del Espíritu Santo, dicen los Evangelistas…” –Parece que con esto quieren indicar que después del bautismo, después de esta teofanía, derivó sobre Cristo un especial esplendor del Espíritu Santo. Estaba ya unido a la divinidad hipostáticamente, pero ahora

parece que sobrevino a la Humanidad un nuevo enriquecimiento, esplendor; y así parece que quieren indicar al decir: “lleno del Espíritu Santo”. Subió al Jordán así, en la plenitud de su esplendor mesiánico.

“Y lleno del Espíritu Santo, fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado del demonio”. Otra humillación de Cristo. –Vamos a penetrar en el sentido de este desierto y de esta

tentación del desierto. Dice: “llevado del Espíritu”, o “el Espíritu lo condujo al desierto”. La palabra griega que aparece en uno de los evangelistas es la misma que emplea el evangelista cuando dice que Jesús lanza el demonio de los posesos; lo cual supone una fuerza, una cierta violencia. De modo que el Espíritu Santo conduce a Jesucristo –diremos- con violencia al desierto. Lo lanza al desierto.

Supone casi como una resistencia de parte de la humanidad de Cristo, que estaba llena del Espíritu Santo. Y lo lanza al desierto; y allí está orando y ayunando cuarenta días y cuarenta noches, para empezar el apostolado. –Eso que decimos ahora: -Pues eso no está en el Evangelio… -Pues los cuarenta días de ayuno allí están, en el Evangelio… para empezar… Y se retiró. A la soledad, al silencio, a la penitencia. Y, ¿por qué esto?

Hay una analogía curiosa entre este período de Jesucristo en el desierto y la agonía del Huerto. Aquí dice que el Espíritu lo lanzó, como con violencia; allí, en la agonía del Huerto, dice que el Señor “abulsus est”, “se arrancó de los Apóstoles”, y entró en la soledad del Huerto de los olivos con fuerza. También allí sentía una violencia… Comienza igual. Termina en el desierto con que los ángeles le sirven; en el Huerto, un ángel le conforta. Y en medio, Jesucristo ora y es tentado. Hay una analogía, porque corresponden a situaciones análogas.

Dice alguno de los evangelistas que, cuando estaba allí en los cuarenta días, oraba, ayunaba, et tentabatur a Satanan, “y era tentado por Satanás”. Algunos dicen que es un adelantar lo que viene después al fin; en cambio otros dicen: Pues no; puede ser y se puede entender de que era tentado en esos cuarenta días también. Era tentado; y alguno de ellos pone: “como de lejos”: tentado con el sueño, la tristeza, una especie de hastío, y cosas semejantes. Algo parecido a lo del Huerto.

Pues, ¿qué es lo que veía Jesucristo que le hacía orar así, ser tentado de esa manera? Lo mismo que en el Huerto. En el Huerto veía cerca de sí ya inmediata la Pasión, y sentía naturalmente una repugnancia enorme a la Pasión y a la muerte. Tanta más repugnancia cuanto más valor tenía su vida y su sangre, que eran de valor infinito. Y ahora, esta repugnancia la siente Jesucristo ante el programa de su vida mesiánica, ante el programa que el Padre le ha trazado, que es terrible… terrible.

El programa mesiánico de Cristo, cuando uno lo considera en fría, es espantoso: Tres años de vida pública… corriendo de una parte a otra…incomprendido… perseguido… calumniado… con discusiones constantes… Y al cabo de los tres años, la muerte en cruz. Espantoso. Tremendo.

Imaginad un sacerdote que el día de su primera Misa ve con claridad, con una visión de Dios ante sus ojos, que tiene este programa de apostolado: tres años de trabajo… de incomprensión… de cambios de una parte a otra… Y a los tres años, lo fusilan. Se ha

acabado. Tres años nada más. Es enorme. Eso causa una repugnancia a la naturaleza… y pensar que eso va a ser el programa de vida… Nosotros que imaginamos tantas veces un apostolado brillante de años y años de trabajo, de luminosidad por todas partes…

Y Jesucristo ve: tres años… al cabo de los cuales uno de los doce que ha escogido, le hará traición… la gente no le sigue… la gente dirá: crucifícalo, crucifícalo… Es enorme…

-Y es el programa de Cristo, el programa del Padre; el que le ha confiado el Padre. Y siente una repugnancia su naturaleza. Y se retira al desierto. Y ora. Y ayuna… Y lo acepta con todo su Corazón. Por eso dirá San Pablo: “Jesucristo no se agradó a sí mismo”. Iesus Christus non sibi placuit. “No se agradó a sí mismo”. Y por eso dice el mismo Señor: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”. Quae placitur sibi gaudio –dirá San Pablosustinuit crucem confussionem contemplat. “Poniéndose ante los ojos el goce, se quedó con la cruz, despreciando toda confusión”. Es el tiempo del desierto: ayuno, oración.

–Y lo acepta. Acepta su misión plenamente, hasta la cruz. “Se anonadó a sí mismo hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Y lo quiere. Ecce venio. “He venido a esto”. Lo quiero. Lo acepto. Es mi determinación deliberada. El Padre lo quiere así, y Yo lo quiero; contra toda la repugnancia de la naturaleza humana, que naturalmente no está inclinada hacia el dolor.

–Eso es la oración de Cristo en el desierto. Aquí nos enseña el mismo Jesucristo, que no es imperfección al tener tentaciones en el

apostolado, tentaciones ante la repugnancia de la vida apostólica que nos espera. Y por eso precisamente Jesucristo las tiene así, después de estar lleno del Espíritu Santo en el bautismo.

“Pasados los cuarenta días, Jesucristo siente hambre. Y se acerca el tentador. Penetremos aquí en esto: la tentación del desierto. La tentación, la triple tentación, que es tan rica de enseñanzas para nosotros.

Si no queremos quitar a este episodio su verdadero carácter y menguar su significación, notemos que esta prueba que soporta Jesús en el desierto, no consistió meramente en una triple tentación de gula, de vanagloria y de ambición. No es ése el sentido total: tenía hambre, y le propuso satisfacerla. No; no es ése el sentido. Fue mucho más grave y decisiva.

Todos los comentadores de hoy de los Evangelios están de acuerdo en verlo así: Jesús fue tentado, no a título de hombre ordinario, sino a título de Mesías, de su función mesiánica, en la hora misma en que iba a presentarse ante los israelitas, ante los judíos, ante sus compatriotas, como Mesías. Las imágenes que el demonio hace brillar ante sus ojos, las eligió con grandísima habilidad para seducirlo, si hubiese sido posible. Debemos repetir que la mayor parte de los judíos de entonces habían desfigurado el santo y celestial retrato que los profetas habían trazado del Mesías, hasta hacerlo completamente terreno y desconocido.

El libertador que ellos esperaban había de aparecer de un modo teatral, debía multiplicar los milagros sin más, manifestarse como rey poderoso, dominar a los romanos, darles de comer, resolver sus problemas materiales… Este programa de falso mesianismo es el que el demonio, en sus consecutivos asaltos, propone a Jesús para que lo realice. Quería hacer de Él un Mesías por la gracia de Satanás, o por la gracia de los hombres; no por la gracia del Padre.

–Y aquí está el secreto de las tentaciones. De una riqueza, de una actualidad para nosotros, enorme. Podríamos decir, usando términos modernos, que el demonio en estas tres tentaciones le presenta a Jesucristo el resultado de una encuesta hecha entre los judíos, sobre lo que ellos esperaban del Mesías; nada más, nada más. “Si Tú eres el Mesías, el pueblo judío espera de ti esto. Si no lo haces, no ganarás al pueblo. Espera de ti esto. No lo ganarás”. Es decir, el demonio le propone un programa de éxito humano en su apostolado, al lado del programa que le presenta el Padre de muerte en cruz. Este es el verdadero sentido de la tentación del desierto. Y vamos a verlo.

Se acerca el tentador. Había visto en Jesucristo algo más que un puro hombre. No era un hombre ordinario. Y entonces, sospechando que era el Mesías –quizás no el Hijo de Dios precisamente, pero el Mesías-, el demonio trata de desviarlo de su función mesiánica, para así impedir la redención de los hombres. Y se le presenta, y le dice: “Si Tú eres el Mesías…”

–eso que nos suele decir el mundo siempre con tanta insistencia y con tanta fuerza de convicción para tanta gente: Si tú eres el apóstol de hoy, si tú eres el apóstol actual que tiene verdadero celo de las almas…- “si Tú eres el Mesías, di que estas piedras se conviertan en pan”. ¿Qué quiere decir con esto? ¿Satisfacer el hambre? No eso; sino, sabía él muy bien que el pueblo de Israel esperaba un Mesías que satisficiese las necesidades materiales del pueblo de un modo milagroso. Por lo tanto, lo que pretende es esto: satisfacer a las necesidades materiales del pueblo.

–Si tú eres el apóstol de hoy –nos dicen-, remedia toda la cuestión social y creeremos en ti. Por ahí tienes que empezar. Multiplica los panes. Sabía que era ésta la característica que el pueblo esperaba del Mesías. Por eso –fijaos que no es sólo de este

momento-, estas tentaciones son un aspecto de este momento, pero que después se reflejan en toda la vida de Cristo. Y el demonio continúa siempre presentándole este aspecto para desviarlo de su función mesiánica.

–Y por eso, cuando Jesucristo multiplica los panes en el desierto, inmediatamente la gente se pone a gritar: “¿No es éste acaso el Mesías que nosotros esperábamos?” Y le querían hacer rey. ¡Claro! Este era el Mesías que ellos esperaban. Y no hay, quizás, ningún milagro en que haya insistido tanto Jesucristo – después de haberles mandado a todos dispersos: a los apóstoles a la barca, y a la gente fuera, y Él se queda solo en el monte-, y al día siguiente, en Cafarnaúm, no hay milagro en el que haya insistido tanto Jesucristo, diciendo que “no lo habían entendido”. Y les dice: “En verdad, vosotros me seguís, no porque habéis visto el signo –no porque habéis entendido el sentido de lo que he hecho- sino porque os he dado de comer”.

–Es éste el Mesías que ellos esperaban. Y estaban siempre revolviendo con aquello de que “Él dará un pan milagroso… Él nos dará un pan del cielo… todo nos lo remediará Él…” Y Él les dice: Pues no señor. No es éste el pan bajado del cielo el que os dio Moisés en el desierto, sino el verdadero pan es el Hijo de Dios; que es lo que Él les responde ahora.

De modo que, el demonio es muy listo. El demonio iba a desviarlo; a proponerle su programa, como siempre: Por riqueza, por vano honor, por soberbia. Ese camino va a seguir en el programa mesiánico.

Y entonces Jesucristo le responde: “Escrito está –Escritura-: no vive de sólo pan el hombre, sino de todo lo que Dios dice”; de cualquier cosa que venga de la mano de Dios. Allí en el desierto se les dio, no pan, sino se les dieron aquellas aves… el maná… “De lo que venga de Dios”. Estamos en sus manos.

–O también en un sentido pleno –que no me repugnaría-; en un sentido se podía decir que el Señor le dice, haciendo referencia a escondidas a lo que es el verdadero don mesiánico, que es el mismo Cristo en la Eucaristía:“No sólo de pan material vive el hombre, sino el pan que yo tengo que darles es mi Cuerpo y mi Sangre. Es lo que sale de la boca de Dios, que es la palabra de Dios. El alimento del hombre es la palabra de Dios, o la palabra de Dios encarnada y presente en la Eucaristía”.Pero no acepta. No es ése el camino, no. No le engaña…

 

Entonces el demonio pasa al segundo. El diablo lo llevó al pináculo del Templo. Y mostrándole de allí abajo la multitud que estaba en los atrios del Templo, le dice: “Si Tú eres el Mesías, échate de aquí abajo”.

Como lo que esperaban es un Mesías teatral… échate de aquí abajo… Está escrito que no te harás nunca daño… es el Mesías que no sufrirá nunca… no te harás daño porque los ángeles te protegerán para que no te hagas daño… y así caerás en medio de la gente sin hacerte daño, y verán que el Mesías ha bajado del cielo; y entonces te aceptarán.

Es la teatralidad mesiánica. Es lo que ellos esperaban tantas veces; cuando decían: “Cuando venga el Mesías, no sabemos de dónde será; pero de éste lo sabemos que es de Nazaret”. O cuando decían: “Muéstranos un signo o una señal del cielo”. Y Jesucristo no se las concedía: la teatralidad del Mesías… que bajase del cielo… una cosa que se imponía por sí misma… luminosa…; como tantas veces nosotros somos tentados también en nuestro apostolado.

Y aquí el demonio es él el que usa el argumento de la Escritura: “Porque está escrito que los ángeles te recogerán en sus palmas para que no te hagas daño al caer, con los pies”. Y Jesucristo sigue fiel. No le gustan las teatralidades.

–No hay que hacer teatro en la vida espiritual y apostólica.

Y Él entonces le dice: No… ¿Por qué me tengo que tirar? Si tengo aquí unas escaleras para bajar… “No tentarás al Señor tu Dios”. No hay que recurrir a estos medios cuando hay otros humanos. No; no me voy a tirar. –Y va.

 

Segunda tentación; mesiánica también.

 

Y el demonio, ya desesperado, sabiendo que la coronación del reino mesiánico –como esperaba el pueblo, como los mismos apóstoles lo tendrán siempre en su cabeza hasta el fin: a ver quién sería el primero en el reino de los cielos-, sabiendo esto, que debía terminar, según la mentalidad de los israelitas, de los judíos, en un reino universal, sin límites, superando a los romanos, todos, lo lleva a un monte alto, y le muestra, le hace ver la gloria del mundo, lo que significaría la posesión de todo ese mundo; y le hace brillar ante su imaginación todo el esplendor de las cortes de la tierra. Y le dice: “Todo esto te daré, serás rey de todo esto, si postrado me adoras”. Es decir, si me sirves, si sigues mi voluntad, si sigues mis criterios, mis normas. Todo esto te lo daré. Serás el Rey universal, que es lo que pretendes como Mesías: el reino universal. Adveniat regnum tuum. Te lo daré. Sólo con una condición: que me hagas caso, que sigas mis criterios. Y entonces, Jesús en respuesta le dijo: “Vete de ahí, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo y a Él solo servirás”, a Él solo agradarás en todo.

 –Es la respuesta del Principio y Fundamento: Agradar a solo Dios. Nada. Si a Él no le agrada, no daré un paso. El camino no será, quizás, tan triunfante como el que tú me indicas, pero yo sigo la voluntad del Padre. “A Él solo agradarás, a Él solo servirás”. ¡Bueno…! Aquí están las tentaciones. A nosotros nos tienta el demonio lo mismo. Y no hay apóstol que no atraviese por estas tentaciones. Es la tentación decisiva del apóstol.

A Jesucristo –como les decía- no terminó en este momento, sino que siempre siguió el demonio presentándole estas perspectivas; constantemente, constantemente. Porque no se define de una vez para siempre. El demonio es muy inteligente, muy constante; y vuelve, y vuelve, y después de haber dicho que no, pues vuelve otra vez, y lo presenta de otra manera, y procura no desviar siempre en este sentido.

En cambio, Jesucristo siguió derecho hacia la cruz, derecho: a la voluntad del Padre. En la multiplicación de los panes le quieren desviar. En la oración del Huerto le quieren desviar. Sus mismos apóstoles le quieren desviar. Y la reacción de Cristo es siempre violenta, firme.

Pocas veces fue áspero Jesucristo. Y lo fue con Pedro, cuando después de la confesión de la medianidad hecha por Pedro –en el capítulo 16 de San Mateo-, cuando Jesucristo les había preguntado: “¿Quién decís vosotros que es el Hijo del Hombre?”. Y Pedro le contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo que ha venido a este mundo”. Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.

Y Jesucristo le dice: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado la carne y la sangre”. Es decir, esto no lo has sacado tú por consideraciones humanas; lo que has visto no corresponde al ideal mesiánico que tienen los hombres. Por eso, el que tú hayas reconocido en esta vida mía al Mesías, eso te lo ha revelado el Padre. Sólo con luz divina lo podías entender.

–Por eso, ¡cómo somos ridículos cuando creemos que nosotros

con luz humana vamos a convencer a la gente del mesianismo, de la vida de Cristo, del camino apostólico! ¡Que no! ¡Que no! –Jesucristo se lo dice explícitamente: “Viéndome como me veías, tú no podías juzgar que Yo era el Mesías. No lo has juzgado así. No te lo ha dictado eso la carne y la sangre, el modo humano de pensar; sino mi Padre que está en los cielos te lo ha revelado, te lo ha hecho entender. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra

edificaré mi Iglesia”.

Bien… A renglón seguido dice el Señor: “Les mandó que a nadie dijesen que Él era el Cristo”, que no lo dijesen, porque entenderían mal; que no lo dijesen. Y una vez que ya lo habían aceptado como Cristo, Jesucristo empieza a manifestarles claramente su función mesiánica, que era la muerte en cruz. Y dice enseguida: “Y desde luego comenzó a manifestar a sus discípulos que convenía que fuese Él a Jerusalén, y que allí padeciese mucho de parte de los ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes, y que fuese muerto y que resucitase al tercer día”.

¡Claro! Habéis reconocido que soy el Mesías. Mirad lo que significa ser el Mesías; esto: la muerte en cruz y la resurrección. Y Pedro -¡el mismo!- tomándole aparte le agarra del brazo y le dice: ¿Qué estás diciendo? ¿Mesías en la cruz? “Trataba de disuadirlo diciendo: ¡Ah, Señor! De ningún modo, no ha de verificarse eso en ti”. Que te van a matar… y que vas a ir a la cruz… No ha de verificarse. –La idea mesiánica humana. Y entonces Jesús, vuelto a él le dijo: “Quítateme de delante, Satanás”.

–Este es Cristo. A quienquiera que se pone delante de su camino hacia la cruz: ¡fuera! “Quítateme de delante, Satanás. Me escandalizas. Porque no piensas como Dios sino como los hombres”.

–El Mesías según Dios. Aquí está la clave de todo. Aquí está: pensar como Dios, no como los hombres. El que antes había pensado como Dios, reconociéndole como Mesías, ya está ahora pensando como los hombres. Así cambiamos nosotros. Así somos de indóciles a la gracia. Así mezclamos nuestra miras humanas en nuestro apostolado: una vez todo por Dios, después mezclamos un criterio humano, un modo de ver humano.

–Y Jesucristo eso no lo tolera. “Apártate, Satanás”. Como fue en el desierto, igual; porque le separa de la cruz, le quiere llevar a un Mesías glorioso. Y ellos insistirán siempre, siempre, siempre: Si en este tiempo restituirás el reino de Israel… Señor, ¿quién será el primero en tu reino? Siempre… vuelta… y vuelta… ¡Es tan difícil al hombre entender el criterio divino, apostólico…! El ser Mesías según

Dios o según los hombres.

Pues bien; cada una de vosotras tiene que soportar esta tentación. Cada una de vosotras sentirá infinitas veces: “Si eres religiosa de hoy; el mundo de hoy espera esto de las religiosas”. Y, ¿qué te importa a ti lo que espera el mundo? Si el mundo nos va a dar los criterios de Redención, estamos buenos… estamos buenos… No me importa nada lo que espera el mundo de la religiosa. Lo que me importa es lo que espera Dios de la religiosa de hoy, en el mundo de hoy.

Pero lo que espera Cristo, no lo que espera el mundo. Y ya sería hora de acabar con todas las encuestas de lo que espera el mundo de la religiosa. ¿Encuesta? Pregunta a Jesucristo lo que Él pide de las religiosas y lo que Él quiere de las religiosas. Y que sean religiosas abrazadas con la cruz. Y que vayan, sin ñoñerías, pero con la cruz de Cristo bien clavada. Hasta la Cruz.

Esta es nuestra tentación. Y ésta es la decisión que tienes que tomar. Ser religiosa según Dios, o ser religiosa según los hombres. Y aquí está la clave de la santidad: en este programa de vida. Y si te decides de verdad con Cristo a ser religiosa según Dios, aceptarlo hasta el fin, hasta morir con Cristo crucificado.

 

ELECCIÓN DE LOS APÓSTOLES

 

Vamos a hacer esta meditación o contemplación sobre el llamamiento de los Apóstoles, llamamiento a la vida apostólica.

También en esto deberíamos tener algunas ideas claras; que hay mucha confusión en todo este concepto de vida perfección, de vida de santidad, perfección apostólica, perfección matrimonial, etc., etc.

No es lo mismo –estrictamente hablando- la vida de perfección que la perfección en la propia vida; todos tenemos que procurar la perfección en la propia vida. Pero vida de perfección se llama aquélla que toda ella está explícitamente ordenada como una escuela especial a la obtención de la perfección interior, a la vida de oración, a la vida de unión con Dios.

Y lo mismo la vida apostólica. En toda vida cristiana tiene que haber edificación del Cuerpo de Cristo, ejemplo, apostolado en los

límites que uno pueda hacerlo; pero vida apostólica es aquélla que está toda ella ordenada al apostolado, en todos sus elementos.

Por eso, la vida de matrimonio no es apostólica, no se puede

llamar vida apostólica; nunca. Y tampoco se puede llamar vida apostólica la vida de negocios seculares. No es apostólica. Tiene que hacer apostolado, tiene que dar buen ejemplo, tiene que ejercitar ese negocio o esa vida de negocios de un modo cristiano, ejemplar; pero no es vida apostólica.

Y en eso hay mucha confusión. A fuerza de hacer votos se les ha quitado mucho valor. Todo el mundo hace votos ahora. Ya no sabe uno ni los votos que tiene. Voto de esto; hago voto. Y después, al mes, ya se ha cansado, y, “quíteme el voto”. Y así estamos: poniendo votos y quitando votos.

Se ha quitado mucho valor a los votos, mucho. Y en la misma vida religiosa, mucho. Y no sé cómo. Porque ahora hace uno los votos, y parece que casi no está obligado; sino, bien… caso de…se pide una pequeña dispensa. Y termina el año, y ya estoy libre otra vez. De modo que hay una depreciación de los votos, a fuerza de hacerlos. Y ya no sabe uno ni los que tiene.

 –Yo creo que no sé si los tengo, pero… muchos son. Desde los cuatro solemnes, después no sé; creo que son… no sé si son cinco o seis; no sé cuántos-.

Y con esto, no hay concepto claro de vocación. Porque los votos los puedo hacer cuando me parece; está en mi mano. Y hace uno un voto; hace voto de pobreza y… se queda uno con todo lo que tiene; pero hace voto de pobreza. Y como ese voto depende de uno, pues ya está; ya he hecho el voto; igual que el otro que ha dejado todo: San Francisco de Asís.

-¿Cómo que igual? San Francisco dejó todo y vivió en pobreza; y yo tengo todo, vivo estupendamente, pero tengo voto de pobreza lo mismo que San Francisco.

–Estas cosas no acaba uno de entenderlas del todo. Aquí hay algo que no marcha, algo que no marcha. Y es eso: el subrayar tanto, poner tanto el valor en los votos como tales. Y lo importante en la vida cristiana, lo importante no es el voto, sino lo importante es la vida que se confirma con voto. Eso es lo importante.

El individuo que vive pobre, y no tiene nada, ya puede dejar de hacer el voto, porque no tiene nada… Muchas veces se hace el voto para quedarse con los bienes. Y hace uno el voto: voto de administrarlos ordenadamente, etc. Pues la pobreza es pobreza, pobreza; y pobreza no es uso ordenado de los bienes, sino pobreza es pobreza; y el uso ordenado de los bienes es algo que es para todos los cristianos, normalmente.

La pobreza no es para todos los cristianos. Aun la persona que tiene más capitales y más bienes y más familia, tiene que usar cristianamente de sus bienes, y ésa es su obligación como cristiano; pero obligación de pobreza, no la tiene. La pobreza es privarse muchas veces de cosas necesarias y convenientes.Pobreza.

 –Y lo mismo en otras cosas, ¿verdad? Con esto, que se ha extendido mucho, de estados de perfección, etc. –que es muy bueno y la Iglesia lo quiere-, pero tiene consigo el peligro éste de desprestigiar, es decir, de disminuir la importancia de la vida que está bajo los votos. Como si todo estuviese en hacer votos. Y no, no.

Siempre tener presente el modo de vida que se confirma con los votos: el modo de vida pobre, casto, obediente. Y no meramente: he hecho voto de practicar algún grado de pobreza. Como para estar en estado jurídico de perfección, basta que haya alguna práctica, en algún grado, de la pobreza, castidad y obediencia, pues… yo ya tengo. Pero notemos que hay estados de perfección y estados de perfección.

Hay estados de perfección y estados de mayor perfección. No todos los estados de perfección son iguales, ni mucho menos. Hay estados de perfección y de mayor perfección. Basta un mínimo para que uno entre en el grado de estado de perfección; basta alguna práctica de la pobreza –que yo no se debe llamar pobreza en ese sentido-, basta alguna práctica de un cierto control en el uso de los bienes, que no estaría yo obligado personalmente a hacerlo, y que yo lo acepto. Ya está: estado de perfección. Pero de eso a ser como San Francisco de Asís, hay un mundo de distancia.

Pues bien. Se pierde con esto el concepto de la vocación. Porque, si lo que hago yo por el voto es una pequeña práctica, que no me coge toda la sustancia de mi vida, pues ahí no se acaba de ver qué sentido tiene la vocación. La vocación estrictamente significa una llamada de Dios a un acercamiento a Él y a una consiguiente mayor participación en su obra redentora. Eso es vocación. La vocación se entiende –en teología espiritual- vocación a un estado de vida, algo habitual; a un estado definitivo de vida; más cerca de Cristo; con mayor participación de la cruz de Cristo.

Eso es vocación. Vocación no es toda buena inspiración de Dios; se podría llamar también, pero no se suele llamar. Y así yo no digo: tengo vocación de ayunar los viernes. No llamo a eso vocación. Puede ser que Dios me pida eso; pero no digo que tengo vocación de ayunar los viernes. O tengo vocación de tomar la disciplina todos los días. Vocación no llamo a eso. Eso es una práctica.

Vocación supone que interesa toda la vida: el estado de vida que se acerca a Cristo. Y en este sentido –entendiéndolo así- no ve uno, y no acaba de ver, a pesar de todo lo que se habla hoy día, que el matrimonio sea vocación estricta, vocación –notad- estricta. Si yo llamo vocación a toda misión, entonces el matrimonio es una vocación, eso es claro; porque tiene una función que realizar, una función confiada por Cristo. Pero, así como el paso del paganismo al

cristianismo es vocación, vocación de Dios que llama a un estado cristiano de vida, el cristiano, si Dios no le llama más cerca de Sí, si Jesucristo no llama más cerca de Sí, normalmente se casará; no hace falta otra vocación para casarse. Es lo normal de quien está ahí. Si Él no lo toma y se lo atrae a Sí, pues es lo que tiene que seguir normalmente, Por eso, el Señor no dice: El que tiene oídos –para casarse- que oiga. No. “No todos entienden esta palabra, sino a los que les ha dado el Padre”. Pues para entender que se pueden casar, no es que tengan necesidad de una palabra del Padre.

 –Eso en sentido estricto, ¿eh? Ahora, si uno llama función, es cierto que tiene una función; una función cristiana, y con la espiritualidad correspondiente, todo lo que usted quiera; pero vocación estrictamente… ¿A qué se llama vocación? A Jesús que llama a Sí, llama a Sí. Y no vemos ningún caso en el Evangelio, en el cual Jesús llamase a uno y le dijese: José, ven aquí; ven aquí a casarte con ésta. Vente conmigo para casarte con ésta. No aparece nunca en el evangelio. No es que Él llame a mayor intimidad para que se casen; llama para estar con Él. Esa es la verdadera vocación: a participar más de su vida y de su obra redentora.

Entendiendo así la vocación, claro que hace falta que Él nos llame; claro, claro. Y por lo tanto, yo no puedo decir que basta que yo lo quiera. No, no basta; sino, tiene que ser Él el que me llame.

Hace falta una vocación divina, como insiste el Papa Pío XII y como insisten también los documentos pontificios.

No basta, pues, una mera buena voluntad; el Señor tiene que llamarme. Y mucho menos basta eso que, a veces, se hace. Que uno va por la calle y le dice: ¿Usted se va a hacer monja?

–Y dice: No, no tengo vocación. –Yo se la doy, mire; yo le llamo en nombre del Señor; porque el Señor me ha mandado a mí a su encuentro. Ahí está.

–Eso no; eso no es ni respeto a Dios, ni nada. Y mucho menos el decir: Pues resiste usted a la gracia si resiste a mis palabras. ¡Tonterías! Ahí no hay nada de resistencia a la gracia.

–La vocación es de Dios y sólo de Dios. Es de Jesucristo; de Dios en Cristo, y sólo de Dios en Cristo. Como digo, se refiere al verdadero estado de vida. ¿En qué consiste esta vocación? Pues consiste en que Jesucristo mismo, personalmente se ofrece al alma con particular amabilidad, y así atrae al alma a esa intimidad con Él.

Ahí está la verdadera vocación: Jesucristo que se abre, se manifiesta al alma se le manifiesta amable, capaz de polarizar su afectividad hacia Él, capaz de satisfacer al alma con su amistad; y entonces el alma se lanza a esta amistad de Cristo que Él le ofrece, y acepta ella libremente.

De modo que hacen falta las dos cosas. No basta que uno diga: yo ahora, para sacrificarme, renuncio a todo; no basta eso. Sino que la renuncia tiene que venir porque el Señor internamente se me ofrece a su intimidad. Y claro, cuando Él se me ofrece… consecuencia: me quita todo lo demás.

Vamos a poner el ejemplo humano, que es el del amor humano. En el amor humano, el que una joven renuncie a todos los demás afectos para aceptar el amor de un joven concreto, no es que el amor consista en renunciar a todos los demás, no; sino que, en fuerza del amor que ha nacido, lleva como consecuencia el que uno tiene que renunciar a todo, incluso para que pueda madurar este amor hacia él.

Una vez que ha empezado a brotar, aunque todavía no domina del todo a la persona, ya uno tiene que cuidar; y va cortando todo lo demás para fomentar y favorecer este amor exclusivo y total a esta persona. De modo que, el amor, esa llamada de esa persona hacia sí, no hay que confundirla con la mera renuncia de los demás.

Y así podéis comprender que una joven que dijese: Pues yo no me voy a casar más que con el rey de Bélgica; con ningún otro. Y le ofrecen aquí, y le ofrecen allá… -No señor; yo con el rey de Bélgica. A nadie. ¡Y qué! ¿Con eso se ha casado con el rey de Bélgica? Me parece que no. Si el rey de Bélgica no se le ofrece… Pues entonces, ¿qué hace? Pues, pobrecita; se queda sin el rey de Bélgica y sin ningún otro. Sin nada. Se ha empeñado, se ha emperrado en esto, que tenía que ser así, y ahí se ha quedado. Ahora; si fuese que él le hubiese invitado, entonces ésta tiene que dejar todo lo demás, incluso para madurar este amor exclusivo y total que nace.

Esta es la vida con Cristo. Es un trato personal con Él; que Él se abre a nuestra amistad y nos invita a su intimidad. Y sólo así se realiza. No por puro sacrificio: “renuncio a todo”; no. Si fuese por sacrificio, pues podía hacer otro distinto: llevarse una piedra encima de la cabeza, por ejemplo. Si es por sacrificio… que escoja otro. De modo que hace falta que haya dentro del alma esta vivencia de tendencia a Cristo, de llamada de Cristo, de polarización hacia Cristo. Y entonces sí; todo lo demás lo lleva consigo. Lo demás, el cortar todo sin tener esa tendencia, no la crea la tendencia.

Si el Señor no le ha invitado, no es que esté obligado a darle; y resultaría como les he dicho: “Pues usted se queda sin una cosa y

sin otra”. Sería como si aquí tuviéramos telegrafía con hilos, y de repente uno dice: ¡Ah! Pues mucho mejor era la telegrafía sin hilos… -Y, ¿cómo la va a hacer usted?

–Pues, cortar los hilos,¿verdad? –Y va, y corta los hilos. Se queda sin la telegrafía con hilos y sin la telegrafía sin hilos; porque mientras no cambie las máquinas… Esa telegrafía está hecha para hilos.

       Pues esto mismo pasa en la vida espiritual. Verlo en su sentido realista, verdadero: nuestro trato de intimidad con Cristo. –Y esto mismo se ve en el Evangelio. Si Jesucristo no llama, aunque yo haga todos los votos, pues no me ha llamado. Los votos los puedo hacer; pero si no me llama, no me ha llamado.

Tenemos el ejemplo en el capítulo 5 de San Marcos, que es muy bonito. Jesucristo había pasado a la otra parte del mar y estaba en Gerasa. “Pasaron al otro lado del lago, al territorio de los gerasenos. Apenas desembarcaron, les salió al encuentro un energúmeno, salido de los sepulcros, el cual tenía su morada en ellos y no había hombre que pudiese refrenarle ni aun con cadenas, pues muchas veces, aherrojado con grillos y cadenas, había roto las cadenas y despedazado los grillos sin que nadie pudiese domarle”. Era el terror de la región este endemoniado; furioso.

“Y andaba siempre día y noche por los sepulcros y por los montes gritando e hiriéndose con piedras a sí mismo”. El terror. Es el demonio que domina la región. “Este, pues, viendo de lejos a Jesús, corrió a Él y le adoró. Y clamando en alta voz dijo: ¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo Dios? En nombre del mismo Dios te conjuro que no me atormentes”. Y es que Jesús le decía: “Sal, espíritu inmundo, de ese hombre”.

“Y le preguntó Jesús: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Mi nombre es legión, porque somos muchos. Y le suplicaba con ahínco que no le echase de aquel país”. Como cuando Jesucristo se encuentra en le alma con un demonio de estos.

 “Estaba paciendo en la falda del monte vecino una gran piara de cardos, y los espíritus infernales le rogaban diciendo: Mándanos a los cerdos para que vayamos y estemos dentro de ellos. Y Jesús se lo permitió”. ¡Hala, marchaos: a los cerdos! “Y saliendo los espíritus inmundos entraron en los cerdos, y con gran furia toda la piara, en que se contaban al pie dos mil, corrió a precipitarse en el mar en donde se anegaron todos”. ¡Al agua! Y se les metieron al agua, todos. ¡Dos mil! “Los que los guardaban huyeron, y trajeron las noticias a la ciudad y a las alquerías, y las gentes salieron a ver

 

lo que había pasado. Y llegando a donde estaba Jesús, ven al que antes era atormentado del demonio, sentado, vestido y en su sano juicio”. Normalísimo. Y quedaron espantados: Pero éste… Tranquilo, manso; a los pies del Señor; sentado, como un perrito… “Los que se hallaban presentes les contaron lo que había sucedido al endemoniado y lo de los cerdos”; esa colilla que había traído. “Y temiendo nuevas pérdidas…”.

Es lo que suele pasar, ¿eh? Cuando entra el Señor en el alma, al primer demonio que echa…: los conejillos. ¡Dos mil cerdos al agua! ¡Hala! ¡Con el demonio! ¡Todos muertos! Y la gente empieza a decir: Pues Señor, si sigue éste avanzando, no deja aquí títere con cabeza. ¡Y menuda! Si entra… si ha empezado con dos mil… nos quedamos sin cerdos, sin conejos… “Y temiendo nuevas pérdidas comenzaron a rogarle que se retirase de sus términos”: Señor, si te puedes marchar…

 -Esto pasa al alma. “Señor, vamos ya… ya está bien, ya está bien. Nosotros estamos muy contentos de que le has dejado a éste en paz, pero si vas a limpiar más todavía… Márchate un poco, un poquito, un poquito; a distancia”. Y el Señor humilde, se va, se va. “Si no quieres… si no quieres que limpie toda la región…” “Y al salir Jesús a embarcarse, el que había sido atormentado del demonio, se puso a suplicarle que lo admitiese en su compañía”. ¡Pobrecito! Ya curado. El que hubiese estado endemoniado no significa nada. De María Magdalena había echado siete demonios… Eso no significa nada. Todos hemos estado endemoniados con el pecado. Eso no significa nada.

–Y éste le pedía que le dejase ir en su compañía con los otros Apóstoles. “Mas Jesús no le admitió, no le admitió. Sino que le dijo: Vete a tu casa y con tus parientes”. Lo contrario de ir con Jesús. “Y

anuncia a los tuyos la gran merced que te ha hecho el Señor y la misericordia que ha usado contigo”. Tiene que hacer apostolado; sí, también. Pero no vida apostólica con Cristo. No. “Vete, anuncia, manifiesta a los tuyos los bienes que el Señor te ha hecho”. “Y se fue aquel hombre, y empezó a publicar por el distrito cuantos beneficios había recibido de Jesús”.

–Y si le encontrásemos a este pobre hombre allí, sentado, un poco triste, y le preguntásemos: ¿Por qué estás triste?, nos diría: Pues el Señor no me ha acogido en su compañía;no me ha querido coger.

–Nosotros, que somos tan fáciles de consolar, le diríamos enseguida: Pues señor; pues haz los tres votos; si es lo mismo… haz los tres votos. Haz voto de pobreza, de modo que des cuenta de lo que vas gastando al jefe de la sinagoga; después haces voto de castidad; haces voto de obediencia también al jefe de la sinagoga, y es lo mismo.

–Pues no es lo mismo; porque éste no ha sido recibido en la compañía de Cristo. No ha sido… No lo ha recibido en su intimidad como los Apóstoles. Él quería, y Jesucristo no lo admitió. No hay vocación.

 

Segundo ejemplo.

 –Otras veces, Jesucristo invita, y el hombre no acepta. También esto puede pasar. El Señor muestra su intimidad.

–Notad que siempre se manifiesta el Señor como Señor en todos estos casos: en el endemoniado liberando del demonio la región. Se ha manifestado con su poder divino y le ha atraído a esta alma, le ha parecido ver esto, y ha querido su intimidad.

       En el otro, igual. Lo trae San Mateo en el capítulo XIX y San Marcos y los demás en los lugares paralelos. El Señor había hablado de la pureza; después había hablado de los niños, de la inocencia; y después de que había hablado de esto, dice: “Se le acercó un hombre joven, que le dijo: “Maestro bueno”. Había visto esa bondad; se le había abierto el Señor; había visto que le atraía. “Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?

–Y Él, Jesús, le respondió: ¿Por qué me llamas bueno?”. ¿Qué grado de bondad me atribuyes? –porque Él tiene la bondad de Hijo de Dios-. “Dios solo es el bueno”. Si soy bueno, saca las consecuencias… “Por lo demás, si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos. Y él le responde: ¿Qué mandamientos?

–Jesús: No matarás, no cometerás adulterio, no hurtarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo.

–Y el joven le dice: “Todos esos los he guardado desde mi infancia; ¿qué más me falta?”. Y era verdad, ¿eh? Era un joven puro; porque, el Señor “le miró y le amó”. Notaron los Evangelistas que se complacía en aquella alma. Que era verdad, era verdad. Lo miró con cariño, con amor.

–“Y entonces le dice: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después, ven y sígueme”. Aquí lo invita; aquí se abre a su amistad: haz esto y sígueme, sígueme. “Habiendo oído el joven rico estas

palabras, se retiró entristecido porque tenía muchas posesiones”.

–Ved lo que impide la intimidad con Cristo y el seguir la vocación. No son los pecados pasados –éste no tenía pecados; había guardado los mandamientos-, sino los apegos presentes. Tenía muchas posesiones… tenía muchos apegos… y el hombre espiritual que había en el joven rico se fue triste, porque fue mortificado.

Tenía una tendencia hacia Cristo, y tuvo que mortificar esa tendencia para mantener sus posesiones. Y se marcha. Cristo lo ha invitado; él no ha querido. Por sus apegos. También a éste le hubiésemos consolado nosotros fácilmente si le hubiésemos encontrado triste: ¿Por qué estás triste? -¡Ay! es que tengo que venderlo todo, darlo a los pobres, y fíjate tú…

-Pues… no hace falta. Aquí lo importante es que tú hagas voto de pobreza; tú haz voto de pobreza, y te quedas con todo, como antes. Y sólo nos das cuenta de cómo lo administras. Ya está. Ya te

graduaremos un poco en ciertos gastos; ya está. Pero lo mismo.

-¡Qué va a ser lo mismo! “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”, -no a tus parientes- “a los pobres, y tendrás un tesoro en

los cielos”. Aquí en la tierra, se acabó; no hay tesoros. Y entonces, vienes; sígueme, porque yo seré tu tesoro. Entonces me poseerás a Mí.

–Pues no, no, no; el joven rico no fue admitido. Podía haber hecho todos los votos. El Señor le debía haber dicho de otra manera: Mira, haz voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y sigue con tus bienes.

–No. El Evangelio es claro, ¿eh? ¡Cómo lo oscurecemos cuando nos parece…! “Jesús dijo entonces a sus discípulos: En verdad os digo, qué difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos”; los que están pegados a los bienes, a las riquezas. En cambio el demonio: a codicia de riquezas siempre, siempre; porque sabe que difícilmente entrarán en la intimidad de Cristo los que tienen codicia de riquezas, los que son ricos de verdad.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

Tercero.- Jesucristo llama, se ofrece, y el hombre responde. Son los Apóstoles.

Y vamos a examinar y ver esta preciosidad del llamamiento de los Apóstoles. Parece que Cristo llamó a los Apóstoles en tres etapas. En la primera, más que llamarles, les admite a su intimidad. Son ellos los que vienen, y Él los acepta, los admite para que vean un poco la vida que hace.

Un primer encuentro. Después los llama a más continua compañía en la pesca milagrosa; al menos había cuatro de ellos. Y por fin, los llama ya para ser sus Apóstoles. Vamos a ir siguiendo esto para ver la figura de Cristo, que es tan amable; es tan simpático el Señor… A veces le imaginamos como esas figuras bizantinas, que están así… que parece que asusta, con las manos así… pantocrátor.

Pues no era así, no. Era simpático; les tomaba el pelo a los Apóstoles… Dicen que no se rió nunca; pues yo creo que más de una vez, más de una vez. No digo que estuviese a carcajadas, no. Pero tenía una sonrisa… que les tomaba el pelo a los Apóstoles. Y a ellos les gustaba mucho. Estaban muy a gusto con el Señor. Eso es una realidad. Estaban muy a gusto con el Señor. Y cuando les dijo que se marchaba, les parecía que se quedaban huérfanos. Eso supone un trato muy delicado de parte de Cristo.

Pues bien; vamos a verlo así. Cuenta San Juan en el capítulo 1: “Los primeros discípulos” “Al día siguiente –dice- otra estaba Juan allí con dos de sus discípulos: Andrés y Juan Evangelista”. Juan evangelista tendría entonces unos diecisiete años, calculan; porque si no era casado, era porque no había llegado a la edad todavía; diecisiete años, una cosa así. Andrés un poco más; tendría sus veinte años… Estaban los dos con Juan Bautista. “Y viendo a Jesús que pasaba…”.

Allí estaban los tres; y Jesús como si no supiese nada, un poco haciendo el tonto… sucedió que pasó que pasó cerca; y pasaba como si no cayese en la cuenta de que estaban los tres; serio… adelante… Y lo ven pasar. ¡La hermosura de Cristo! “Y Juan cuando lo ve, les dice: He aquí el Cordero de Dios”. Lo que le había quedado del Bautismo. “He aquí el Cordero de Dios”. “Los dos discípulos al oírlo hablar así, se fueron en pos de Jesús”. -¡Bueno! Adiós. Detrás.

– ¡Qué ejemplo es el de Juan el Bautista! El hombre desinteresado y desprendido, que busca solamente llevar las almas

a Cristo y está siempre señalando a Cristo: “Ese es el Cordero de Dios”. Y cuando se van todos detrás de Él, él queda contento, “porque el amigo del Esposo se alegra oyendo la voz del Esposo”.

Y él tiene esa función. Y Cristo debe crecer y él disminuir. Y es fiel a su misión hasta dar su vida por Cristo.Y allá se van los dos: Juan y Andrés.

 –Pensad lo que significa en ellos este encuentro. Ellos que conocen el Antiguo Testamento, que conocen las profecías, se encuentran con el Mesías de carne y hueso. Ahí está. Y vamos a hablar con Él. ¿Sabéis lo que eso significa? Ahora tenían dentro un miedo… un respeto… una emoción… que no acababan de arrancar.

–Y el señor caminaba delante y los dos detrás. –Oye; dile tú, dile tú, diría Andrés a Juan. ¡Hala! Empieza; tú dile algo. –Y el otro: No, no; dile tú que eres mayor. –Bueno; y, ¿qué le decimos? –Pues yo que sé qué le decimos. ¿Qué le preguntamos? –Tanto es así, que el Señor les estaba oyendo bisbisear detrás, y que no acababan de arrancar.

Y Jesús… “Volviéndose Jesús a los dos, y viendo que le seguían les preguntó: ¿Qué buscáis?

–Es la gran pregunta de Cristo siempre: ¿Qué buscas? Con tu caminar, con tu llorar, con tu reír, con tu trabajar, ¿qué buscas?, ¿qué estás buscando?

–Buscar sólo a Cristo, agradar sólo a Cristo; esa sería la respuesta ideal para Cristo: A Ti te busco, a Ti. “En todas las cosas busque a Cristo Nuestro Señor”.

–“¿Qué buscáis? Y ellos respondieron: Maestro, ¿dónde vives?”. Nosotros venimos así… a estar… a estar… Buscamos a Ti… ¿Dónde vives? “Y Él les dice: Venid y lo veréis”. ¡Hala! Venid conmigo.

–Y ellos, felices; con el Mesías. “Fueron, pues, y vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Y Jesús les habló del Reino de Dios. Y ellos estaban pendientes de sus labios. Era entonces como la hora de las diez”, a las cuatro de la tarde. Y se quedaron. Felices.

–Y lo que pasa siempre cuando uno se encuentra con Cristo: el deseo de llevar otras almas a Cristo. Eso es característico del encuentro con Cristo. Uno que se siente feliz quiere hacer felices a los demás. Y estos dos salieron con ese plan, ¿eh?: Al primero que encontremos, lo traemos aquí; al primero.

–Y salieron. “Uno de los dos que habían oído lo que dijo Juan y que siguieron a Jesús, era Andrés, hermano de Simón Pedro” –Andrés y Juan evangelista-. “El primero con quien éste tropezó”

–porque éste iba: al primero que encuentre…- “el primero con quien se tropezó fue su hermano Simón”. Simón era hombre de armas tomar, ¿eh? Simón era un jefecillo; éste tenía carácter de jefe; y se ve que allí en su pueblo, entre su grupo, entro los pescadores, mandaba él; se remangaba.

–Y se      encontró con él. “Y le dijo: Hemos hallado al Mesías. Y lo cogió y lo llevó a Jesús”. Ese es el apóstol: llevarlo a Jesús. –Le llevó a Jesús. Él iría un poco prevenido: Vamos a ver a este Mesías;

vamos a ver. Tenía una mirada tremenda Pedro, ¿eh? Vamos a ver el Mesías.

–Y Jesús que le ve venir –que venía un poco tieso-, Jesús fijó los ojos en él –más fuerte que Pedro-, le mira a los ojos y le dice: “Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te vas a llamar Roca”. Y le gustó, le gustó. Este me ha entendido. Eso de Roca… Eso está bien. Bien, bien, bien; me quedo, me quedo. Este me ha entendido. –Le pudo con su mirada. Y se acomodó a él. A Juan y a Andrés, los trajo a casa. A éste, al primer golpe: Roca. –Muy bien. Eso me va bien.

“Al día siguiente determinó Jesús encaminarse a Galilea; y en el camino encontró a Felipe”. Felipín, majo… bueno… Este Felipe era un hombre culto, griego; el nombre es Philipos, griego. Un

hombre culto, tímido… pero muy bueno. Y claro, pues… el Señor después le tomaba un poco el pelo.

–Se encontró con Felipe y le dice: “Sígueme. Sin duda; sígueme. Porque si le hubiese dicho: Si quieres venir… todavía estaría dudando, ¿eh?: Si será verdad, si no será; si me habrá dicho, si no

me habrá dicho; si será sólo por cortesía, si no será. Estaría dudando hasta ahora. “Sígueme”. Y él como un corderito detrás.

¡Qué bonitas son las relaciones de Felipe con el Señor! Es simpático.

–Aquí le pasa igual. El primero con quien se encuentra él es Natanael, que es doctor de la Ley. Lo que les pasa a los

tímidos, que se tropiezan siempre con las dificultades. A ellos les toca todo. Y a éste fue con Natanael. Pero aún en el resto de la vida. ¿Os acordáis cuando un grupo de griegos querían ver a Jesús, poco antes de la Pasión?, y se acercaron al grupo de los Apóstoles y tropezaron con Felipe y le dicen: “¡Señor! –se quedaría… ¿yo, señor?

– “Queremos ver a Jesús”. Y él dice: ¡Ay va!, y, ¿qué hago yo ahora? Si les llevo y no le gusta, me echa una bronca… Y fue –pues lo que hace todo tímido- fue a Andrés, y le dice: Oye, Andrés, éstos quieren ver a Jesús. Y entonces los dos juntos – con Andrés- al Señor. Dice: Ahora, si nos viene una bronca, para los dos. Ya está tranquilo. “Y le dicen: Ahí hay unos griegos que quieren verte”. Y entonces tiene el Señor el gran sermón del grano de trigo.

Y lo mismo le pasó en la multiplicación de los panes, cuando llegan allí al atardecer y le dicen los Apóstoles al Señor: Señor, mándales a casa que todavía no han cenado, y les dice el Señor:¿Cómo…? No, no; tenéis que darles de cenar vosotros. ¡Cinco mil hombres que había allá! “Dadles de cenar vosotros”. Y Felipe se rascaba la oreja.

 –Pero, ¿qué ha dicho? ¿Nosotros? Estaba el pobre apurado. Y el Señor le dijo a él, a él: “Oye, Felipe, ¿de dónde sacaremos panes para todos éstos?”.

Y dice San Juan que se lo dijo “Tentans eum”, tomándole el pelo, probándolo. Y el pobre Felipe dice: Ducentorum denariorum panem non suficiunt. “Aunque tuviésemos un millón, no llega para que les toque a cada uno un currusco”. Modicum quid accipiat, un currisquín.

Y entonces el Señor les da, les da. Que se sienten. Pero a Felipe le toma el pelo. ¿Por qué? Pues porque era tímido… tímido… se asustaba… Y así hasta la última cena, el pobre. En la última cena estaba elseñor hablando de aquellas grandezas: que voy hacia el Padre… y vosotros no sabéis el camino… Y Felipe

–que no cogía nada de aquello- le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Tanta cosa…

-Y el Señor con un poco de ironía amable: “Felipe, Felipe, ¿tanto tiempo conmigo como estoy con vosotros y todavía no me conoces?”. ¡Pobre Felipe! Se asusta… “Quien me ve a mí ve al Padre”.

–Pues éste es Felipe- Y el Señor le trata así… así… Lo mismo podíamos hablar de los demás. De Tomás; el hombre… -pero quizás hable todavía más adelante

-el hombre que encuentra el Señor pesimista. Es el hombre que tiene miedo de que le jueguen siempre alguna mala partida. Es como esos caseros que van contando los dineros así… que

van contando…

Así era Tomás, un poco así, pesimista. Es el que dice: “Vamos también a morir con Él”. Y después de la resurrección, pues le pasó igual. Y el Señor le trató, porque le amó. Pero se emperró lo mismo: A mí no me engañan, a mí no me engañan. Y por poco le cuesta el apostolado. Y el Señor también lo sabe tratar, y le dice: “Tomás, no seas incrédulo, no seas desconfiado, sino fiel”. Y lo cura también. Y así de cada uno de ellos. Los trata así.

Pues bien; al día siguiente Felipe halló a Natanael y le dijo: Hemos encontrado a aquél de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas: a Jesús de Nazaret, el hijo de José”. Y Natanael le dice: ¿Qué estás diciendo? “¿Pero acaso de Nazaret puede salir cosa buena? Si de Nazaret no está profetizado nada en los libros sagrados…”. ¡Pobre Felipe! ¡Menudo jarro de agua fría! ¡Al Doctor de la Ley! ¡Le tenía que tocar a él! –Y entonces él dice: Bueno, bueno, mira; “Ven y lo verás”.

¡Hala! Vete, vete, vete. A mí no me vengas con líos. Ven y lo verás. Vete a hablar con Él. “Vio Jesús venir hacia Él a Natanael, y dijo de él: -¡Qué delicado es el Señor! No a él directamente; dijo de él a los demás, pero de modo que él le oyese-: “He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez ni engaño. Y Natanael le dice: ¿De qué me conoces? Jesús le respondió: Antes de que Felipe te llamara, yo te vi cuando estabas debajo de la higuera”.

Nadie sabrá jamás a qué se refería el Señor aquí, ¿eh?, jamás. Él lo entendió. Es esa delicadeza de Jesucristo. Tocar el punto: “cuando estabas debajo de la higuera”. Y Natanael: “¡Oh, Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel!” Le dice el Señor: “¡Pero hombre!, porque te he visto debajo de la higuera, ¿por eso crees? Mayores cosas verás cuando veas a los ángeles del cielo subir y bajar sirviendo al Hijo del Hombre”. Ya verás, ya verás.

Les va introduciendo. Es el primer encuentro con Cristo con los Apóstoles.

 

Segundo. Les llama a más continua compañía. Esto lo describe muy bien San Lucas en el capítulo 5, que es delicioso, delicioso. Pedro, con su hermano Andrés, Juan y Santiago habían estado pescando toda la noche en el lago. Echa la red por aquí, echa la red por allá. Nada. Cogieron ramas y piedras… ¿Peces? Nada; ni un pez. Y cuando llegó la mañana y salió el sol, pues vuelta a casa; a limpiar las redes y a dormir.

–Y estaban ellos allí limpiando las redes –unas barcas que no eran muy grandes tampoco, pero bien… buenas…-, y entretanto Jesucristo estaba ya predicando. Y estaba predicando allí cerquita

del lago, y la gente se iba amontonando; y cada vez le empujaban más, le empujaban más, de modoque ya Él veía que el lago estaba detrás, que a la siguiente le tiraban. Y entonces dice…“Hallándose Jesús junto al lago de Genesaret, las gentes se agolpaban alrededor de Él ansiosas de oír la palabra de Dios”.

En esto, vio dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado y estaban lavando las redes. Subiendo, pues, en una de ellas, la cual era la de Simón, le dice a Simón: Simón, ven aquí, trae la barca.

–Y Simón enseguida, obediente, sube arriba, cansado como

 

 estaba, mete las redes en la barca y… al sitio donde estaba el Señor. Rema. –Le dice: Ven aquí, ven aquí. –Sube a la barca, y le dice a Simón: Separa un par de metros. –Separa un par de metros y dice: Ya basta, quieto ahí. –Y sentado en la barca, les hablaba a la gente. Ya no había peligro de que le empujasen. Estaba a una separación del agua… Perfectamente. –Y les siguió amaestrando.

Acabada la plática

–Pedro estaría con los dos o tres que tenía consigo, el grupo que estaba allí, oyéndole también sentados en la barca, con sueño, cansados; después, por no haber cogido nada, pues con mal humor, un poco de mal humor-; “Y acabada la plática dice Jesús a Simón: Guía mar adentro”. Vamos a alta mar. Mar adentro. Duc in altum. Mar adentro.

–Y a Pedro, eso no le haría mucha gracia, porque ya pensaba él que no iba a descansar. Y le diría: ¡Hombre! Bueno… si quieres… si quieres… Vamos allá; a coger los remos; mar adentro, mar adentro. Cuando estaban así, un poco fuera, un poco dentro del mar, les dice el Señor: “Echad vuestras redes para la pesca”. Y aquí Pedro le miraría al Señor un poco así…: Pero éste… qué bien habla y qué bueno es, pero de pesca… Yo creo que es de secano éste, de secano. Como es de Galilea éste… Le miraría un poco así y le diría: Señor, de pescar, se suele pescar de noche… de noche…Hemos estado toda la noche pescando y no hemos cogido nada; ¿y ahora vamos a echar con el sol? No se suele echar de día la red.

–“Y le dice: Maestro; toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido”. Pero parece que le está diciendo eso, ¿verdad?: Señor, sí; pero de pesca… yo creo que no es tu fuerte ése, ¿eh?, pescar. Pero en fin… “No obstante, sobre tu palabra, echaré la red”. ¡Hala! Mira; me fío tanto… echo la red; por darte gusto, por agradarte a Ti.

–Y echa la red. “Y habiéndolo hecho, empiezan a venir peces…” Y el Señor estaba tan tranquilo en su sitio; mirando. Y Pedro se asomaba allí por le babor y el estribor; y mira, y peces que vienen por allá; y va al otro, y peces por el otro lado. Jamás había visto tantos peces juntos. Y tira de aquí, y la red llena. Y miraba, miraba al Señor, miraba los peces; estaba…

Dice el Evangelio que “les había invadido el estupor; el asombro se había apoderado así de él como de todos los demás que con él estaban”. Veía por todas partes peces, peces. Y los pescadores ya saben dónde hay peces, y cuándo vienen los peces y cómo vienen los peces. Aquello no lo había visto jamás Pedro. –Y el Señor tranquilo; miraba como si no pasara nada. Y Pedro asustado; los otros asustados; y hablaban entre ellos, tiraban… Y nada, que no daban abasto con las redes. Empiezan a sacar las redes, y peces… y que se iba a fondo la barca. Y entonces a pegar gritos a los de la orilla: que viniesen de la otra barca para sacar peces.

–Y el Señor tan tranquilo. “Hicieron señal a los compañeros de la otra barca que viniesen y les ayudasen. Vinieron luego y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen”.

–Y el Señor tan tranquilo. Dice que no entendía de pesca… Estaría Pedro diciendo: Pero… -Es decir; Pedro estaba viendo la Majestad de Dios. En Cristo estaba viendo el dominio absoluto que tenía. Para el pescador eso es claro. Para el que estudia en su mesa de trabajo, podrá decir que no es milagro absoluto, que a lo mejor los peces estaban ahí.

–¡Pero si tú no has montado en una barca ni en figura! ¡Qué vas a saber cómo van los peces! Los peces saben cómo van, lo pescadores. Y ellos saben bien si eso lo hace o no lo hace Dios. –Y él estaba asombrado. Eso no, no; no pasaba nunca. “Y viendo Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús”. El pobre no sabía qué hacer ante aquello. “Y se arrojó a los pies de Jesús diciendo: Apártate de mí, Señor”. –Eso que decíamos de la presencia de la gloria de Dios, siempre: que el hombre se siente como indigno y que desea alejarlo, como José ante la Encarnación de Jesús. “Apártate de mí, Señor, que yo soy un hombre pecador”.

Pero, Señor, si supieses lo que yo soy… ¡Qué hermoso es este gesto de Pedro! ¡Humilde! Soy un hombre pecador. Se sentía como indigno de aquella majestad de Dios que se había manifestado en

ese portento de la pesca. Este no dice como el joven rico: “Todo eso lo he observado desde mi juventud”; “soy un pecador, apártate”. “Y es que el asombro se había apoderado, así de él como de todos los demás a vista de la pesca que acababan de hacer”.

“Entonces, Jesús dijo a Simón: No tienes que temer”. No tengas miedo, hombre, no tengas miedo. ¿Has visto lo que es pescar? Tú que te crees un gran pescador, ¿has visto? Bueno. Pues

mira; esto, con hombres, ¿entiendes? Vas a ser pescador de hombres. Pero como te he dicho yo, ¿eh?: sobre mi palabra, sobre mi palabra. En las condiciones más desfavorables, sobre la palabra

de Cristo, tú conseguirás pescar. En las condiciones más favorables, que a ti te parecían, sin mi palabra, no pescarás nada, ¿eh? Pues bien. ¿Has visto lo que es pescar? Con hombres. ¡Hala! De hoy en adelante, serán hombres lo que has de pescar. Así.

“Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron”. Dejando las redes y al padre; todo. El negocio; todo. No es que fuera en el mismo momento. Probablemente llegaron a

tierra, pusieron en orden las cosas, confiaron el negocio al padre, y dejando el negocio y al padre, fueron con Jesús. Paso más definitivo; atraídos por la majestad de Cristo que se les ofrece a que vengan con Él, a la intimidad suya.

 

Último paso. El Señor los escoge ya como sus Apóstoles. Y esto lo cuenta Marcos en el capítulo 3, y también Lucas en el capítulo 4. Lucas, en el capítulo 6 insiste en las circunstancias en que elige el Señor a los Apóstoles. Las circunstancias fueron cuando más arreciaba la persecución; cuando empezaban ya a perseguir al Señor de una manera sistemática, y se aumentaba el odio y la animosidad contra Él, entonces se escogió a los doce consigo. Y lo hizo así. Subió una noche solo al monte a orar; para orar por sus Apóstoles.

“Por este tiempo, se retiró a orar en un monte. Y pasó toda la noche haciendo oración a Dios” por sus Apóstoles: “Padre, los que me has dado los he conservado”. Le da al Padre sus Apóstoles. Y Él está en esa intimidad con el Señor. –Contemplarle allí en la montaña, en la noche, en la oscuridad, solo, orando.

“Así que fue de día, llamó a sus discípulos”. Y llamó –dice el Evangelio- “a los que Él quiso, a los que Él quiso” No a los que quisieron ellos. “A los que Él quiso”. Vocabit ad se, quod ipse voluit. “Llamó a Sí a los que Él quiso”.

Veamos esa escena: Jesús, que baja con esa riqueza interior de su oración de unión íntima con el Padre. Está la multitud abajo, en el monte, en los prados. Y Jesús empieza a llamarles uno por uno. “Los que Él quiso”. –“Simón, ven aquí”. Y Simón se separa del grupo; se pone junto a Él.

“Andrés, ven aquí”. “Santiago, Juan, Felipe” Y van viniendo todos… uno a uno. Momento de emoción, que todo sacerdote recuerda cuando ha oído su nombre para la ordenación sacerdotal, y ha respondido: Adsum; estoy presente.

–Uno a uno. Escogió doce. ¿Para qué? Para tenerlos consigo; para que estuvieran con Él y para mandarlos a predicar, “dándoles potestad de curar enfermedades y de arrojar demonios”.

–Esta es la vocación de los Apóstoles. Los llama el Señor a cada uno. ¡Qué grandeza de delicadeza de Cristo! Para estar con Él… Como en la misma vida religiosa: para estar con Jesucristo. Para predicar –ese no es vuestro oficio inmediato-, pero, para extender el reino de Cristo; para educar, para formar a Cristo en las almas.

–“Dándoles poder de curar enfermedades y expeler demonios”. Esto de curar enfermedades, en la Escritura está siempre vinculado al demonio: lo de la enfermedad; las enfermedades. Es consecuencia del pecado original.

Por lo tanto, cuando Jesucristo cura las enfermedades, lo hace como Salvador, en cuanto quiere mostrar su dominio sobre todas las consecuencias del pecado; e indicando la misma liberación del

pecado, en cuanto la enfermedad como unión con Cristo crucificado; pero la enfermedad mala, la enfermedad posesión del demonio, que supone en ella un espíritu que está como impaciente,

inquieto en el mal, el Señor viene a liberar de esa enfermedad; a arrojar los demonios.

Y ahí están los doce Apóstoles. ¡Qué planes de Cristo! ¡Cómo ha querido iniciar su apostolado! ¿Instituyendo una gran Universidad? No. ¿Escogiendo grandes lumbreras de ciencia?

No. Pescadores… publicanos… pobres… ¡Los planes de Dios! Si hubiese escogido grandes hombres, se diría que la obra de Cristo era debida a los talentos humanos. Aquí nadie puede decir eso. Son hombres recios. Son pobres, enfermos, débiles, sin cualidades, aparentemente de ninguna formación, y el Señor tiene una paciencia infinita para tratarles, para irles formando con paciencia.

¡Cuánto, cuánto tiene que sudar el Señor! ¡Hay momento en que le salen con cada cosa! Y hasta el fin, nunca entendieron la cruz; nunca. Otras cosas… Es famoso aquel pasaje en el cual el Señor después de haber disputado con los fariseos les dice: “Guardaos del fermento de los fariseos”. Dicen ellos: ¡Ay va! ¡Si nos hemos olvidado del pan! Por eso nos lo dice; no hemos cogido el pan. Les dice el Señor: Cuando Yo he multiplicado los panes, ¿os ha faltado pan alguna vez? ¡Pero cómo os voy a decir Yo eso! ¡Si estoy hablando del fermento de los fariseos que es la hipocresía! ¡Que no

seáis hipócritas!

-¡¡¡Ah!!! Y lo mismo en tantas otras ocasiones. Con Pedro, cuando se le acerca el que recogía el tributo del Templo y le dice: Oye, ¿vuestro Maestro paga? -¡Claro! Y el Señor le dice: “Mira, echa el

anzuelo y al primer pez le abres la boca y encontrarás dos piezas, una para ti y otra para Mí; paga. Y cuando llega a casa le dice: Oye, Pedro, los reyes de la tierra, ¿de quién toman los tributos, de los hijos o de los súbditos? –De los súbditos. –Luego los hijos no pagan. ¡Hala! Aprende. ¿Para qué les has dicho que Yo pago? Con

 

una paciencia les forma; no le entienden, y vuelta y vuelta.

Llega la última cena. Está hablando de que va a morir. Y a pesar de eso, Él les entiende y les dice: Vosotros estáis limpios, aunque no todos; pero estáis limpios; y vosotros habéis sido fieles, y habéis permanecido conmigo en mis tentaciones y os preparo un buen sitio en el cielo.

Ese es Jesucristo. Que os entre muy dentro esto. Nuestra vida es para vivirla con Cristo, con ese Cristo, que como decía desde el principio y lo vemos aquí, en el fondo es una buena persona.

 

LA REFORMA

 

Hemos meditado esta mañana en el llamamiento de los Apóstoles a estar con Jesucristo, y para que Él les enviase a ayudar a otros a estar con Él. Ahora vamos a hablar de la reforma de nuestra vida; la reforma de los Ejercicios: los propósitos.

En nuestra vida tenemos que dirigirnos, no por lo que es agradable o desagradable. Ninguna de las dos cosas es norma de determinación. Una cosa es agradable, luego la hago. Eso no es criterio sobrenatural. O lo contrario: una cosa es desagradable, luego la hago. Tampoco es criterio sobrenatural. El criterio es: lo que agrada más a Cristo. Ni siquiera es la norma lo que es en sí más perfecto, sino lo que en mí agrada más a Cristo. A veces, se ve tan claro lo que Dios quiere de uno, que no se puede dudar. A veces, Dios manifiesta tan patentemente su voluntad sobre nosotros, que el alma no puede dudar de ello: Dios me quiere así. Dios quiere esto concretamente de mí. Como cuando el Señor llamaba, por ejemplo, a Felipe: “Sígueme”.

Otras veces no se ve tan claro, y entonces vienen las normas para elegir, que pone San Ignacio en el libro de los Ejercicios para personas espirituales. Cuando hay una orden determinada, en cosa

que no es pecado, pues eso es como si fuese ya claro y evidente lo que tengo que hacer. ¿Hay esta orden? Dios quiere que lo haga. Se ha acabado.

Eso es sencillísimo. Hay este precepto de la Iglesia,

hay este precepto de la ley de Dios… Eso, todo es ya patente y claro. La dificultad se presenta en lo que queda todavía a nuestro libre albedrío, a nuestra libertad. Fuera de eso que el Señor ha prohibido, ha excluido, queda un campo, en el cual yo puedo escoger entre una cosa y otra.

Para que yo pueda ponerme a deliberar sobre una cosa u otra, estas dos cosas tienen que ser, al menos, buenas. Si una de las dos fuese mala, no tengo nada que deliberar; hay que hacer la buena.

La elección del hombre espiritual, la elección auténtica del hombre espiritual, en cuanto es elección, no entre el bien y el mal, sino entre el bien y el mejor. Y esto es fundamental.

–Por eso, cuando a veces se insiste tanto en los valores terrestres: que el matrimonio es una cosa buena; que los medios modernos de práctica de la vida, los continuos inventos que hay para comodidad de la vida… que eso es bueno… Supongo… Porque si no fuese bueno, no habría que elegir, sino rechazarlo. Pero desde el momento en que usted me dice que es bueno, lo único que me dice es que puede entrar en una elección mía, que puedo elegir entre eso y lo mejor. De modo que, siempre nuestra elección tiene que ser entre lo bueno y lo mejor.

La renuncia cristiana es renuncia a algo bueno, a algo que enriquece la personalidad, incluso en el orden sobrenatural; pero que en el caso concreto, Dios nos muestra que es incompatible con el enriquecimiento mayor que nos quiere dar por otra parte. La elección nuestra es: como un padre que a su hijo le ofrece dos juguetes, los dos preciosos, y le dice; Escoge. Y el niño dice: Pues los dos.

–No, uno de los dos. Pues bien; aquí tengo que renunciar a uno bueno, a una cosa buena para tomar otra que me parece mejor. Esa es la elección del hombre espiritual. De modo que, nunca movernos como elección entre el bien y el mal. Y cuando oigamos: “es una cosa buena, es una cosa que aun espiritualmente puede enriquecer”, con eso no hemos decidido nada; eso nos dice solamente que puede ser materia de elección. Si no estuviese dentro de la Iglesia y de la ley de Dios, no sería materia de elección. Ahora; entre dos cosas buenas, pues tengo que elegir una u otra. Y aquí es donde algunas veces, aun aquí, en lo libre, Dios puede manifestarnos lo que a Él más le agrada. Y hay casos.

Por ejemplo, en ciertas vocaciones que, desde pequeñas, sin ninguna duda jamás, se han ordenado en la vida religiosa; y han pasado todas las crisis de la pubertad, etc., y nunca han puesto en duda esa orientación hacia la vida religiosa. Eso es patente que es vocación. Eso es clarísimo. Es la vocación más clara; aun cuando nunca se haya puesto a reflexionar explícitamente sobre ello. Ahí

hay algo que, puesto por Dios, persevera constante en medio de todas las crisis.

 

Pero otras veces no se ve tan claro. Entonces, ¿cómo actuar? San Ignacio pone ahí diversos modos de elegir, que deberían ser, poco a poco, como el sistema normal de nuestra vida. Toda nuestra vida tiene que estar agradando a Cristo; por lo tanto, saber cómo encontrar su voluntad y cómo vivir este agrado de Cristo.

Él pone tres tiempos de elección, tres tiempos para hacer una buena elección. El primero es el que acabo de indicar: cuando el Señor se manifiesta tan claramente, que sin dudar, ni poder dudar,

el alma sigue lo que le es mostrado. Pero no siempre se da esto. Entonces queda el segundo tiempo.

El segundo tiempo es por experiencia de consuelos y desconsuelos interiores. No es que haya que hacer aquí un discurso grande, no; sino la consolación es algo divino en el alma. Cierta presencia del Señor, cierta elevación de la mente al puro amor de Dios; no meras emotividades, sino con mucha paz interior, con mucha igualdad de espíritu, tendiendo a un amor grande al Señor,

ardiente; con deseos de humildad, con sumisión a la Iglesia, etc. Todo esto es la consolación.

–Y contrario a la esto, está la desolación, que es: tristeza interior, hastío de la vida, desesperación; el alma está como sin fe, sin esperanza, sin amor; como toda fría, toda alejada del Señor, atraída quizás a las cosas bajas y terrenas… Eso es desolación. Y en el alma se dan consolaciones y desolaciones. Como en el mundo hay día y noche, así también en el alma hay día y noche; y estas

diversas mociones que se dan no tiene nada de particular.

Ahora; el modo para poder acertar si esto agrada al Señor, puede manifestarse en esta experiencia de consolaciones y desolaciones, en cuanto que muchas veces un alma atenta puede

observar esto: que siempre que está en consolación, insiste una determinada idea, una determinada invitación de parte del Señor.

       Cuando estoy alegre, me siento, por ejemplo, inclinada, particularmente inclinada a las Misiones; cuando estoy consolada internamente, no con buen humor, que es distinto. Que algunos confunden la consolación con una buena digestión; y no es lo mismo. Cuando está en la auténtica consolación, le viene enseguida la idea de las Misiones, del darse al Señor allí; con paz, con buenas señales. Y cuando le viene la desolación, lo contrario; todo eso le da rabia y no sabe por qué Misiones ni qué cuentos.

Si esto es constante y hay una suficiente confirmación por estas experiencias constantes, entonces puede uno vincular y ver: Parece que la consolación, que viene de Dios, trae consigo también esta moción, que parece que viene también de Dios. Si llegase uno a asegurarse de este empalme, ya uno podría tomar esa determinación: A Dios le agrada de mí, esto: mi marcha a las Misiones; que en último término tenemos en la vida religiosa la señal de la voluntad de Dios por el Superior; aun cuando el Superior mismo tiene que hallar, buscar esa voluntad de Dios según los grados en que se encuentre el súbdito.

De modo que puede ser así: por consolaciones y desolaciones.

También puede hacerse el paso contrario: que una persona cuando está en consolación, por ejemplo, presente al Señor esa idea que tiene de ir a las Misiones; y cuando está muy ardiente, muy consolado, muy cerca del Señor, se lo presenta, como para ver su gusto. Si la consolación se aumenta, se confirma, y esto es algo habitual, pues parece que es una confirmación de parte de Dios.

–En la desolación lo mismo: lo ofrece al Señor. Si en la desolación siempre viene una especie de repugnancia, pues puede ser también lo mismo: que es una confirmación de que ésa es la voluntad del Señor; pero tiene que ser con suficiente experiencia, y no nunca sin el apoyo, al menos inicial, introductivo, de una persona experimentada, que ordene un poco estas experiencias y haga ver el valor que tienen.

–Pero el método vendría a resultar el mismo que un servidor que no sabe el gusto de su señor, y tiene unos cuantos platos… y le presenta un plato y se fija en la cara que pone:

 -Pues parece que le gusta, porque la reacción no es de comunicación mayor; más bien he perdido la

consolación que tenía. Lo retiro. Eso es.

       –O como decía el mismo san Ignacio del alma sencilla, que en su vida normal se rige un poco suavemente por esto en lo que queda su libre albedrío; decía que tenemos que proceder en el conversar con las criaturas, como una persona que pasa un vado, el río, un río; y no ve el fondo. Entonces esta persona pone un pie y prueba si el piso está firme. Si el piso está firme, lo asienta y pasa el otro pie. Y vuelve a probar. Si aquello está firme, lo asienta, y

entonces otra vez el otro pie. Y va avanzando, hasta que llega un momento en que no ve piso firme, y se tira atrás.

–Así hay que proceder en nuestra vida.

–O como un niño que, cuando no saber si puede hacer una cosa en la mesa, o no puede hacerla, pues suele hacer así: echa la mano, mirándole a la madre, y si la madre sonríe, pues se anima, y si pone cara seria, pues retira la mano, porque se ve que aquello no va.

–Así tenemos que proceder con Dios, un poco en esta línea, sin entrar ahora en más detalles. Cuando así uno no encuentra eso que agrada al Señor, entonces tiene uno que regirse por un juicio humano prudente sobrenatural. Sencillamente procurar ver qué razones hay, por qué esto puede agradar al Señor. Y según esas razones, buenamente, sin complicaciones mayores, según el grado de la cosa, ha de haber una proporción para una determinación en lo que uno presenta al Señor o piensa internamente. Si es una cosa de poca importancia, pues no perder tiempo. Dice: Para ver si mañana voy a pasar por este tránsito o por el otro, voy a hacer hay un día de retiro.

–Pues no merece la pena. Pase por donde le dé la gana. –Pero por este juicio prudente se puede a veces ver: Me parece que prudentemente… creo que esto es lo más agradable, lo que más me parece que le gustará al Señor; y lo hace uno buenamente. Eso que Él quiere de nosotros es esa buena voluntad sincera de complacerle.

Y para este disponernos a captar su voluntad, la mejor preparación es ésta:la constante elección de lo que nos parece mejor; sanamente lo mejor; en cada momento. Ahora, indicado ya esto, vamos a dar algunas normas sobre la reforma de nuestra vida. ¿Por qué

–vamos a examinarnos primero-, por qué tantas veces nuestros propósitos quedan en papel mojado? Hace uno propósitos…

-¿Propósitos? Los del año pasado. Vuelta a proponer, y al poco tiempo, vuelta a caer. Y después de un rato dice: Yo, como si no hubiese hecho Ejercicios; no he sacado nada de los Ejercicios.

-¡Mentira, mentira! El fruto de los Ejercicios lo estás obteniendo, aunque después cometas muchas faltas. El acercamiento a Cristo, el enamoramiento de Cristo, eso es el fruto de los Ejercicios.

En el mes de Ejercicios de los novicios, decía San Ignacio: Para calentarse el alma en el amor de Cristo se hacen Ejercicios. El calentarse el alma en el amor de Cristo es fruto de los Ejercicios, y es buen fruto de los Ejercicios.Pero examinemos esto: Por qué tantas veces nuestros propósitos han sido flojos, y por qué han sido inútiles y se han convertido en papel mojado y nos han desanimado. Pues por varias razones.

Primero, porque confiamos en nosotros mismos al hacer los propósitos. Y si uno confía en sí mismo está perdido. Lo dice Santa Teresa con mucha gracia y con mucha fuerza. Dice: “¿Por qué tantas veces había hecho yo propósitos, y hasta esta última vez del cuadro no los cumplía? Pues, porque creo que en todos ellos ponía la confianza en mí misma”.

Esto es fundamental para que haya un buen propósito: No poner la confianza en nosotros mismos; no poner la confianza en nuestros esfuerzos, ni en nuestros trabajos, ni en nuestros propósitos, ni en nuestros apuntes; todas esas cosas; no. Yo creo que el Señor muchas veces no da ni gracias a mucha gente; porque van cargadas con un almacén de apuntes… y llevan allá todo, todo. Y el Señor dice: “Pues para qué le voy a dar más ideas, si ya tiene bastantes… Ya tiene todo lo que quiere…” Y se queda Él… Como uno que no invita a otro porque viene allí con una mochila llena de cosas…

-Pues bueno; pues coma usted lo que ha traído… Está usted tan entusiasmado con eso… -Hay que decir de verdad el Padre nuestro aun en sentido espiritual. “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”, y no el pan seco de hace un año. No; el pan nuestro de cada día; que Él proveerá. El pan nuestro de cada día también espiritualmente.

–Entonces, ¿no hay que tomar ningún apunte? No digo eso; pero no apoyarse en ellos. Buenamente; como tantas otras cosas, toma uno sus apuntes… pero sin estar allí: Ya, ya estamos seguros, aquí está en el bolsillo; ya llevamos la receta. Otra razón por la cual fallamos en nuestros propósitos: Porque confiamos en nuestro fervor.

Y en los Ejercicios, pues hay un fervor crecido generalmente. Y entonces hace uno los cálculos de lo que hará por el nivel en el que está entonces; y claro, es desproporcionado. Es algo así como si uno que tuviese mucha hambre, mucho apetito, y dice:

-Usted, ¿qué va a comer?

–Yo, un buey; entero; con los cuernos y todo.

–Bueno. Le empiezan a sacar el buey… pues a la cuarta parte del buey, ya no puede más. ¡Qué a la cuarta parte! A la décima parte. Se le ha acabado el apetito, se ha llenado… De modo que no hay que hacer propósitos desproporcionados. Es justo el fervor de los Ejercicios, que debe ir, en un cierto sentido, en aumento; pero no es el ambiente de los Ejercicios el que habrá también en la vida. La vida cotidiana es la vida normal, religiosa, de verdad, con Cristo; pero no precisamente es la de los Ejercicios. Por eso, no poner este nivel.

Otra razón: Porque se hacen propósitos de no cometer ninguna falta. Más; se suele hacer el propósito de no cometer faltas, tratándose de defectos congénitos, temperamentales. Y…

¿Propósitos?

–No cometer ninguna falta.

–Bueno. Y es una persona que tiene un genio tremendo.

-Termina los Ejercicios:

-¿Qué propósito ha hecho?

–No enfadarme nunca.

–Bueno. Sale de los Ejercicios esa noche, y en la cena no la han traído el plato, y se ha enfadado. Y dice: Ya no he hecho nada en los Ejercicios.

–Pero, ¡infeliz! ¿Por qué has hecho el propósito de no cometer ninguna falta? No hagas ese propósito. Nunca hagan el propósito de no cometer ninguna falta en los Ejercicios; sino hagan el propósito de ocuparse particularmente de aquel aspecto de su vida. Pero no hagan el propósito: No cometeré ninguna falta. ¿Quién puede hacer el propósito de no cometer ninguna falta venial? Si no podemos vivir sin pecados veniales… Por lo tanto, cuando cae dice: Ya no vale mi propósito.

–No.

–Estaré atento.

Vamos a ver este aspecto. Defectos congénitos; con los que ha nacido uno o que se le han formado muy pronto en la vida: el mal genio, o la impaciencia, o cierta imaginación un poco agitada que uno lleva… Pues bien; ese defecto, probablemente morirá con usted en la hora de la muerte; probablemente. Y quizás algún minuto más tarde que usted…, porque todavía colea después.

–Lo del vino del otro, que era tan borracho. Dice: Este, mientras no reaccione al vino, quiere decir que ha muerto. Si se le pone una botella delante, y no salta, se ha muerto. Y aun cuando salte, puede ser reacción después de muerto.

Pues… es así. El defecto congénito, muy fácilmente uno lo lleva consigo. Y… es un campo de muchas humillaciones… De modo que, no asustarse por esto.

–Si no, se desanima enseguida. No tenemos nunca que asustarnos por nuestras faltas. La santidad no consiste en no tener defectos. Los santos, pues los han tenido; algunos eran tremendos… Ahora estamos un poco acostumbrados a unos santos tan santos que… ni suspiraban siquiera, porque se apagaba la vela; ni suspiraban… Y ahora, pues tiene que ser así… una florecita así… Ya podían venir esos santos un poco vendavales; aquel tipo San Jerónimo, que era un gran santo y tenía su mal genio… y sus arranques…

Y lo mismo el P. Satu, que a lo mejor conocieron ustedes; Satu, que era un gran santo; pero tenía un genio. Me decía uno que trabajó con él de misionero: “Si hay que hablar, yo hablaré de todo; yo no he visto hombre más santo ni más demonio”. Y, ¡claro!, a ése le pasaba eso: que tenía una naturaleza vivísima… Y una vez que fue a un moribundo… él tenía una predicación fuerte, y le echó un sermón sobre el cielo, del cielo que le esperaba.

-¿Se confiesa usted?

–No.

–Se calentó. ¡Al infierno! Le hizo un sermón del infierno… Le echó allí los tormentos que le esperaban si no se confesaba…

-¿Se confiesa? –No. –Lo cogió por el cuello y le dijo: “O te confiesas, o te ahorco”.

–Y dijo: Sí, sí, sí, sí. El pobre moribundo dijo: Sí, sí, sí, sí. Y se confesó.

–Un método poco evangélico, pero se confesó. Y quién sabe si fue al cielo gracias a eso.

–Un poco de nervio hace falta, aunque se escape un poco. Y no: ¡Uy! Es que he dicho… no sé… fu, al gato

–No es para tanto.

–No pongamos tanto en eso. Una fidelidad sincera. Determinación de la voluntad, sincera, de servir al Señor, con una fidelidad a todo; pero no poner todo en no tener defectos: Se me ha escapado esto… ya no soy

santa.

–Déjelo, déjelo. La santidad está en que el alma, según la voluntad, esté puramente transformada en la pura voluntad de Dios. De modo que nada de esa especie de quejas y nostalgias después: Es que yo creía que después de los Ejercicios ya no iba a cometer ninguna falta.

-¿Quién se lo ha dicho? Pues ha creído mal.

-¿Tendré defectos?

–Sí señor, se lo aseguro desde ahora. Así que cuando los tenga no diga: Han ido mal los Ejercicios. No; sí los tendrá, los tendrá…Pero como la santidad no consiste en no tener defectos, sino en no hacer las paces con los defectos… pues, adelante, adelante. La santidad está en una determinación de la voluntad, sincera. No perder NUNCA la paz por las faltas, y no hacer NUNCA paces con las faltas. Sino siempre adelante; sin turbarse; adelante. No maravillarse de sí mismo; que somos muy débiles y muy frágiles.

Santa Teresa decía así: “Cuidad de entender de Dios en verdad. No se os encoja la voluntad, que se puede perder mucho bueno”. Así; muy justo. La determinación sincera. Que alguna vez caigo? Pues bien, me arrepiento, y ya está; adelante. Sin detenerme más; sin estar dando vueltas…

Una vez –recuerdo haber oído este hecho en Alta Italia- iban dos en bicicleta en dirección contraria; y en una curva se pegaron, chocaron; no se hicieron nada. Bajaron de la bicicleta, y empezaron a discutir entre los dos quién tenía la culpa: Que no, que eres tú; que yo venía de aquí; que no; pues sí… Vino un coche y los cogió a los dos. ¡Al hospital! Pasaba un coche por la curva y los atropelló a los dos.

Esto pasa muchas veces en la vida espiritual; ¡muchas veces! Que se ha cometido una falta…y está ahí, a dar vueltas: hasta dónde habrá habido… si habré llegado, si no habré llegado…

-Pero, ¡cuánto tiempo está perdiendo! Deje eso, y ame al Señor. Ya está. Ofrézcale lo que haya sido; y Él lo ve, y adelante, adelante; a amar al Señor. Tenemos tan poco tiempo para amar a Jesucristo en esta vida… Hay que aprovecharlo. Es lo que suele pasar en el orden humano.

Una persona que tiene un coche nuevo, nuevecito, recién salido de la fábrica. Y hay tipos diversos de persona: Una está siempre con un pañito a limpiar el coche por todas partes para que no le caiga un poquito de polvo, y cuando está caminando: ¡Ojo!, que… ¡Ay!, me parece que… se ha rozado. Baja del coche; para. Pues parece… No, no; ¡menos mal! Le da; le pasa otra vez el pañito; adelante, otro poquito. Y… ¡ay, ay, ay! Aquí un poco de barro. ¡Pero hombre! ¿Para qué tiene usted el coche? Es usted esclavo del coche…

-Ah! Entonces, ¿tengo que pegarle trompazos? –Tampoco. Para vaya con el coche a donde tiene que ir. Y si alguna vez tiene algún rasponazo, pues ya lo arreglará usted. Pero no estar todo centrado: en que no caiga una mancha al coche. Si no está hecho para eso…

-Usted trabaje por el Señor, con decisión y con verdad, y esté siempre atento. Y cuando hay algún roce, lo remedia enseguida. No haga paces, no quiero; mi determinación es seguir al Señor pero sin detenerme sólo en un preciosismo, centrado en mí mismo. No.

Dice Santa Teresa en el trozo que les decía: “Hemos de pensar que estas cosas, aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son. Ya sabe Él nuestra miseria y bajo natural, y sabe que estas almas desean siempre pensar en Él y amarle. Eso es lo que Él quiere, y no esa otra congoja que nos tomamos nosotros. Esta otra congoja

–dice- hace sólo que si hubiésemos sido inútiles para servir al

Señor media hora, que ahora lo seamos cuatro horas”. Es justo. Y es verdad. No; no.

–Hace una persona un acto de impaciencia, y se pasa todo el resto del día impaciente porque se ha impacientado.

-¡Pues chico! ¡Ya está arreglado eso! Y dice ella, Santa Teresa: “Que muchas veces viene de la indisposición del cuerpo, y ésta encarceladita de esta alma no puede hacer lo que quiere, y cuanto más la quieren forzar entonces, es peor”.

–Muchas veces pasa esto.

–Pero si no puedo…

pero Señor, si…

-Tenemos nuestras limitaciones. La determinación sincera de darnos del todo a Cristo. ¿Que ahora no responde nuestra imaginación…? Pues no se apure.

–Pero es que ahora tengo unas tentaciones… y contra la fe… y todo… y contra la castidad… y contra la caridad… ¿De qué

viene esto?

–Que, ¿de qué viene? ¡Viento sur! De eso viene; que hay viento sur. ¡Déjelo…! Ya cambiará la veleta… y entretanto aguante; y no esté entretenida dando vueltas, dando vueltas a eso. Vaya a lo que tiene que ir. Lo esencial está en la determinación de la voluntad. En todos hay sus bajones orgánicos, físicos, que tienen un influjo sobre el alma.

Y dice entonces Santa Teresa: “Sírvale entonces al cuerpo el alma por amor de Dios, porque otras muchas sirva él al alma, y todo se haga como aconsejare el confesor”. Porque ni siempre conviene dejar los ejercicios espirituales porque uno no se encuentra bien, ni siempre conviene forzar al alma para que los haga cuando no tiene capacidad para ello”. Y ahí es donde dice Santa Teresa: “Pues algunas veces tendrá que interrumpir, y tendrá que irse al campo”; y no estarle ahí violentando, porque no puede la pobrecita.

Hay así momentos en que la imaginación da vueltas; y uno la quiere parar… Pues no se puede parar. ¿Cómo pararía usted el sol cuando corre en su curso?

–Lo voy a parar.

–No se puede…

-Y así estamos en nuestra vida; que hay que procurar tender a lo que uno tiende. Hay que tener paciencia, y la paciencia más difícil es la paciencia con nosotros. Y ver nuestras faltas con los ojos con los que las ve Cristo; no con los ojos de nuestro amor propio, que muchas veces es el herido y el que queda humillado. Dejarse en paz en las manos de Dios.

Pues bien. ¿Cómo vamos a hacer la reforma entonces, para que sea una cosa útil, práctica? La mejor reforma es reformar nuestra vida, la vida. La mejor reforma es: que tú hagas el propósito de ser religiosa de la Compañía de María. Esa es la reforma. Pero religiosa de la Compañía de María según Dios, no según los hombres. Cien por cien.

Es cuestión de esa mentalidad tuya: Yo quiero

ser lo que soy. Esa es la reforma de la vida: ir a la raíz, a mi concepción de la vida religiosa, a mi concepción de la vida religiosa, a mi concepción de la vida de la Compañía de María; y reformarla para gloria y alabanza de Cristo.

Porque, cuando uno se hecho religioso o religiosa, pues no es que siempre lo haga puramente por puro complacer a Dios, sino se mezclan muchas cosas: Pues, porque había una religiosa que era muy simpática y me gustaba; o porque yo creía que de esta manera podía estar, pues mejor; humanamente arreglaba ciertas cosas… Se mezclan muchos motivos, fácilmente.

–Pues bien; la reforma de la vida es purificar esos motivos de nuestra vida. Y ahora

–que ya no somos como entonces, que creíamos que los ángeles no tenían barbas, sino que ahora sabemos lo que es la vida religiosa, lo que es la vida de comunidad auténtica, con las personas de carne y hueso, auténticas

- ahora es cuando yo hago el propósito, o cuando yo hago la elección de mi vida actual. De modo que en este momento yo elijo ser religiosa de la Compañía de María, que la conozco ya. Con todas las limitaciones humanas; todo, todo, todo. Puramente para agradar a Cristo. Eso es reforma de la vida. Como si tuviese que elegir hoy; igual. Ahora, lo elijo.

Purificar, pues, mi intención. Darle a esta vida religiosa el sentido de una consagración a Cristo; para vivir sólo en Cristo, según el Instituto. Y tender hacia el aspecto de santidad en que Dios me quiere; no con sucedáneos y pegotes por todas partes, que parecemos una criba… No, no, no. Sino limpiamente: agradar a Cristo. Religiosa cien por cien. Religiosa según Dios, no según los

hombres; según Dios.

Por lo tanto, no directamente, primariamente: Es que… no cometeré más faltas. No… Deja eso. Sino, esto: ser religiosa cien por cien. Al hacer esto, rectifica la vanidad. Es decir, aquello que más nos ha impedido en la vida religiosa para tener esta pura intención. De modo que sea una vida religiosa austera, sin respetos

humanos. Lo que más me haya impedido; ahí. Para ser, como religiosa, toda de Dios. Y esto

–ya que he venido a estar con Cristo, a hacerle un holocausto, a hacer lo que a Él le agrada

- esto será la orientación sustancial de mi vida, la determinación de mi voluntad. Y entonces le pido al Señor que, para mantener esta pureza de intención, que permita, que me elija, para ser humillada en aquel punto de mi vida religiosa donde yo he puesto mi vanidad. Y el Señor lo hace; esto lo hace enseguida, enseguida. En esto es generosísimo, generosísimo.

Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum. Traducción literal: “A los que aman a Dios, todo son jorobas”. Tiene el mismo sentido. De modo que esto lo concede el Señor enseguida, enseguida. –Y suele pasar lo de esas estaciones grandes: Roma, etc., que hay muchas taquillas, y en algunas hay una cola larga…

En el cielo hay igual, muchas taquillas, y hay unas colas que no terminan nunca. Si usted se pone en cola, para cuando le toca… Y son esas que piden, pues una vida feliz, un matrimonio feliz… que

los hijos aprueben los exámenes… Hay allí una cola… Para cuando le toca, muchas veces ha pasado ya el examen, y todavía no ha llegado la respuesta del cielo.

–Pero hay otras… que llega usted, no hay nadie. Pide usted el billete y se lo dan; a vuelta de mano. Y son esas: la pide usted que le humille… Eso… a vuelta de mano. Si usted pide ahora, para la tarde ya lo tiene de vuelta; inmediata, rapidísima.

Pues bien; pedir esto. Aquel aspecto donde más ponemos nuestra vanidad. ¿Eh? Pues una será: En que canta bien; pues que le salga un gallo. Otra será: Pues que los exámenes todos brillantes; pues que le salga un suspenso. Otra será… pues yo que sé… que es muy observante y que nunca falta al silencio; pues, que le encuentren faltando al silencio. Allá. Y… adiós, cae uno con todo su equipo.

–Eso. Que purifique eso; ese aspecto de la vida religiosa: donde más ponemos nuestro cariño. Esta es la reforma de la vida; esto, esto. Una vez que has hecho esto de verdad, bien hecho, ahora puedes fijarte en un punto de oración; en lo que es meditación, en la oración, vida de oración; un solo punto, uno.

–Es que a mí me falla la oración, porque no tengo recogimiento después de cenar, supongamos, o después de la noche… Pues ese punto. O porque no preparo los puntos… Eso. O por la hora en que hago la oración, o el modo… Ahí. Un punto de la vida de oración. No vas a hacer propósito de que no vas a caer en eso, sino que vas a estar atenta en ese punto.

Otro punto: de la vida de trabajo. En el apostolado seglar, en la educación, en el trabajo del colegio… Otro punto. U orden en el trabajo, o cierto defecto que yo veo que aquello me va mal, o que me dejo absorber demasiado, o que no sé frenarme cuando debo terminar las obras. Un punto del trabajo. Y, un punto de la Regla. Un punto. Tal regla que no marcha. Un punto. Que veo que es importante esto y estoy detrás. Atenta a eso. Tampoco aquí hacer el propósito de no caer. Atenta a ese punto de la Regla.

Y una vez que hayáis hecho esto, ahora podéis poner todos los defectos congénitos, todos en fila, detrás; todo lo que queráis. Pero la sustancia aquí, aquí: en vuestra relación con Cristo.

Y aplicar también a eso, quizás, el examen particular. –Les voy a dar un consejo, les voy a indicar una manera, porque algunas veces suele haber problema en esto del examen particular. Y algunos no se arreglan, no se acaban de arreglar. Un modo, que me parece bueno, del examen particular, puede ser este: En lugar de apuntar precisamente: cada vez que me impaciente, una falta; o cada vez que he faltado al recogimiento, una falta.

Desde luego, que no es práctico el contrario. Eso de decir: cada vez que hago un acto de amor de Dios, pues lo anoto. Porque eso… eso no resuelve mucho; porque a lo mejor, en media hora hago veinte; recupero todo lo que no había hecho durante el día. Y a lo mejor durante el día he hecho muy pocos.

–De modo que el mero número no ayuda.

-¿En las faltas? Pues muchas veces tampoco; en algunas personas, por lo menos, no. Si a alguna le ayuda, pues muy bien; que lo siga haciendo. Pero a otras no le ayuda. Pues bien; en vez de esto, puede ser que sea útil esto: Fijándonos siempre en una virtud cristiana; es decir, una virtud que debemos participar del Corazón de Cristo.

Si se trata de la paciencia o de la caridad, llevarlo de esta manera: Tres o cuatro veces por la mañana, otras tantas por la tarde, recogerse suavemente, de verdad –o incluso haciendo una visita, o si uno no puede hacer la visita recogiéndose de veras-, recogerse en el Corazón de Cristo –o en el Corazón de la Virgen, si una tiene más devoción a esto-, pues… hay allí todas las virtudes; allí están los lagos… bosques… “Mi Amado las montañas…”

Y va uno allí a recogerse en esa virtud concreta, en la que uno está procurando especializarse. Y descansa allí, recorriendo la vida de Cristo, por ejemplo, algún paso de la vida de Cristo; de su caridad, tan fina, tan delicada. Y se deja un poco empapar por esta caridad de Cristo, para que baje a nosotros; porque nuestra caridad tiene que ser participación de la de Cristo. Y que nos entre un poco; contemplándolo, nos empape.

Y una vez así empapados, examinar desde la última vez que me he recogido, cómo he ido en la caridad. Y prevenir un poco hasta la próxima vez que me recogeré: cómo debo actuar para manifestar esta caridad de Cristo, para empaparme en esta caridad de Cristo. Y así, la vez siguiente. Y como falta, se anota solamente cuando no me he recogido en el momento en que me había propuesto recogerme.

Al terminar tal clase, al terminar tal trabajo me iba a recoger; ¿no lo he hecho? Eso, es falta. Y así no habrá muchas faltas, pero existe el interés constante de entrar en el Corazón de Cristo y de participar sus virtudes; porque no es lo más importante el anotar la falta: he cometido una impaciencia y ahora me venzo, y soy así paciente en cuanto me hago violencia; sino que el remedio mayor está en el participar del Corazón de Cristo. “Jesús manso y humilde de Corazón, haced nuestro corazón semejante al vuestro”. Ahí tenéis una aplicación para eso que hayáis escogido, para eso que os pueda interesar como un elemento importante en vuestra vida.

Ahora, para alcanzar gracia de Dios para esto, un consejo. No entra en el propósito; la reforma ya está hecha: ser religiosa cien por cien. Eso es el gordo; eso. Para esto gordo, ayuda pedir al Señor que me humille en el punto donde yo he puesto mi vanidad. Y después los tres puntitos: un punto de oración, un punto de trabajo, un punto de Regla. Ya está hecho. Ahora; sin propósito, por un acto de generosidad actual. Mira; sin ponerte a cavilar: a mí, ¿qué me podría pasar; que me hiciesen pedacitos con un cuchillo, así, a pedacitos…? No, eso es cavilar. Nada de esas cavilaciones.

Entre las cosas posibles, probables, pero de esas que nos dan miedo: A mí si me ponen en tal clase… estoy a punto, porque eso está ahora moviéndose…; a mí que me manden a tal ocupación, a tal sitio, a tal Casa, ¿eh?; entre esas probables, de esas que nos quitan un poco la paz, mira si llegas a tener tres cosas así, y pídele al Señor que te las conceda, que te elija para esas tres.

Que oye, ¿eh?, oye, oye, oye. Esto no hacerlo en broma, si no… Es mejor decir: Pues no lo hago; porque si lo haces de veras, oye.

–Yo se lo oí contar esto a un predicador con mucha gracia, y era verdad. Le pasó a él una vez. En unos Ejercicios a religiosas dijo esto: Que pidiesen tres cosas. Y se marchó. Al cabo de algún tiempo –un año, dos años-, fue a otra casa, y se encontró con una religiosa que le recibía; y le dijo:

-Padre, yo le debo a usted mucho.

-Pues no sé. Yo no recuerdo; yo no la conozco.

-Pues usted dio Ejercicios en tal Casa, ¿no es verdad?

-Sí.

-Pues mire usted. Cuando usted nos dijo aquello, yo tenía una repugnancia enorme a ir a una casa determinada de nuestra Congregación. ¡Le tenía una antipatía…! Y le dije al Señor: Señor, que me manden a esa Casa. Después tenía una antipatía muy grande a una religiosa. Y tenerla a aquélla como Superiora era… el acabóse para mí. Y le dije: Bueno pues; ésa como Superiora. Y después, lo que yo no puedo aguantar nunca es la escuela de párvulos, porque son insoportables. Y le dije: Pues Señor, ésa también.

¡Bueno! –Eso era el día de la reforma. Termino los Ejercicios… una carta de la Provincial. La abro. Me había destinado a aquel colegio. Y bueno… hice la maleta y me marché. Llego; estaban de fiesta. Y digo: ¿Qué pasa hoy, qué fiesta es?

–Han cambiado la Superiora. Y digo: ¿Y quién viene aquí? La que había dicho yo. ¡De Superiora! –Al día siguiente me llama a su

cuarto y me dice: Oiga, estaba ordenando las clases y he pensado que usted podía llevarse las párvulas… ¡La tercera! En días me vino todo. Y dice: “Y jamás he sido tan feliz en mi vida. He

encontrado la felicidad aquí donde yo creía que me iba a morir de miedo. He sido feliz”.

Pues bien; algo así. A ver si tenéis el ánimo –esto es de generosidad, ¿eh?, no toca a los propósitos-, un ánimo que diga: Pues nada, Señor, para atraer las bendiciones sobre mi reforma, así, sólida, auténtica, Señor, si a Ti te parece, aquí me ofrezco a esto: a las tres cosas que más me cuestan.

 

LA SAMARITANA

 

Jesucristo ha querido llamarse el Buen Pastor. Dice que el buen pastor conoce sus ovejas, y sus ovejas le conocen a él. El buen pastor –según Jesús- busca la oveja perdida.

–Y Él se ha detenido muchas veces en esta parábola de la oveja perdida. En su sentido literal, esta parábola es una respuesta a las críticas de los fariseos –que es como el profesionalismo religioso-; ésos que se creían santos. Y una respuesta a los escribas –que era

como la teología académica de su tiempo-, explicando con afable y persuasiva convicción por qué Él se mezcla a los pecadores: a Zaqueo, a Mateo, a la Samaritana, acogiéndolos y respondiendo a

sus invitaciones.

       El ambiente en que se manifiesta esta parábola del Buen Pastor, es el del tiempo de Jesús; cuando los pastores recogían sus ovejas, las tenían en un redil, las juntaban varios en el mismo redil,

y a la mañana siguiente salía cada pastor y comenzaba a llamar a sus ovejas, o sencillamente a silbar. Y entonces le seguían las propias; todas las demás quedaban en el redil. E iban, caminaban,

siguiendo a su pastor hacia los pastos.

–En cambio, si aquel pastor no era el auténtico, no era el suyo, aunque las llamaba, no le siguen; y si viene un ladrón y llama a las ovejas, éstas no le siguen, porque conocen la voz del pastor.

–Aquí se refiere el Señor, y se mueve, en todo este ambiente de aquel tiempo. La respuesta de Jesucristo a los que le critican que trata con los pobres pecadores, se apoya, pues, en un hecho humano. Es el hombre imagen de Dios, y por eso se apoya en la imagen de Dios, que es el hombre.

Es un hecho familiar, evidente: que es el pastor… que es el profesor –podríamos decir-; el buen profesor, no mercenario, es el que se interesa por el alumno, por aquel alumno que no puede seguir las clases… por el alumno que ha perdido el gusto de los estudios… por el que ha fracasado… por el alumno en crisis… Ese es el buen profesor; no el que no se ocupa sino de los más aventajados en el curso.

Es el que concentra sus esfuerzos –olvidando la clase que puede ya seguir sola- en levantar al alumno fracasado; el que se entretiene con él, que procura comprenderle, animarle… que le soporta, le alienta, le estimula hasta ponerlo al nivel de los mejores. Y en esto encuentra un sentimiento de triunfo; es su triunfo, del que habla con sus colegas. –En esto demuestra un alma de profesor o de profesora; en esto.

Y esto mismo pasa con el pastor. El alma del pastor se ve en esto. No en que sigue a las ovejas buenas, que están sanas y que le siguen dócilmente, sino, como dice el Señor: en que va a buscar a la oveja herida, a la pobrecita que no puede seguir al rebaño, que se ha perdido. –De modo que se apoya en este hecho humano, familiar, evidente, afirmando conjuntamente la divinidad de Jesús.

En efecto, toda la imagen del pastor tiene una resonancia del Antiguo Testamento, donde Dios aparece como el Pastor de Israel, el Buen Pastor. Habría, sí, que tener presente en le memoria, cuando se leen estos pasajes del buen pastor, los grandes temas escriturísticos, especialmente el del Pastor del Salmo 22: “El Señor es mi Pastor, nada me puede faltar”.

Y entonces se capta que Jesucristo se identifica limpiamente con el Dios de Israel, e introduce a la inteligencia de su divinidad, de su Encarnación, de su Corazón y del Corazón del Padre. Fijaos. Jesucristo con la parábola del buen pastor que va a buscar la oveja perdida, nos está mostrando en su obra redentora –que eso es la redención-, su Corazón, su intimidad.

La Creación no nos lo mostraba esto. En la Creación se había mostrado solamente por fuera: en su potencia, en su sabiduría, en su benevolencia. En la Redención, que es obra personal, Dios revela su ánimo secreto. Enseña a asemejarnos a Él, a ser como Él, e introduce a la visión beatífica que nos pone en el gozo del Padre, en el Hijo con el Espíritu Santo.

Este es el ideal de Cristo, el que Él nos propone en estas parábolas del Buen Pastor. Y cuando habla del buen pastor encontramos todos los elementos: la pérdida de la oveja y su búsqueda. Son en diversos grados. La pérdida de la oveja es el alejamiento de Dios, el aislamiento, la miseria, la vía de la voluntad humana. Conforme va entrando en un alma la voluntad puramente

humana, conforme, así, se va alejando la oveja perdida. Pobrecita.

Insiste en la búsqueda de esa oveja perdida. Porque la oveja perdida, esta pobrecita que se ha alejado, sigue siendo tesoro para Dios. Es objeto del amor individual de Dios. La conoce por su nombre. La que falta es la tal oveja.

Por eso, cuando entra en el redil, y las cuenta y las sigue, y ve que falta una de las cien, examina todas, y dice: Falta la tal oveja. –Es tesoro de Dios, tesoro de predilección de Dios, objeto del amor individual de Dios, a pesar de sus obstinadas resistencias. Y Dios, en la búsqueda de esa alma, se acerca de todos los modos; por todas las partes está rodeando esa alma hasta que la vuelve al redil. La coge, y la vuelve; la vuelve sobre sus hombros el Señor. No tenemos que maravillarnos que la oveja se sienta débil y que en determinados momentos se sienta herida.

 Por eso, precisamente, la lleva sobre sus hombros el buen pastor. Y cuando nos sentimos débiles, no tenemos que echarnos fuera de las espaldas de Cristo, sino que entonces más fuertemente tenemos que agarrarnos al Corazón de Cristo para que Él nos lleve sobre sus hombros hacia la vida común eclesiástica, que ya en este mundo es el gozo de los que han hallado a Dios o de los que han sido hallados por Dios, y que será todavía más plena en la felicidad eterna, la alegría final. Ahí es donde aparece la humanidad y benignidad de Dios: en la comunión de alegría en el misterio de la

Trinidad.

Pues bien; esta búsqueda del Buen Pastor que va a buscar la oveja perdida, la podemos encontrar realizada por el Señor en un caso concreto, en la Samaritana. Y si tenemos tiempo, consideraremos después el bellísimo salmo 22, como canto del alma que, ya curada, unida a la comunidad eclesiástica, canta con el Señor la bondad de Dios: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”; el de la confianza, cuando somos ya llevados por el Señor.

Vamos a ver, pues, el encuentro de la oveja perdida en la escena de la Samaritana. Fijemos nuestra mirada en Jesucristo, puestos en la presencia del Señor; abriendo nuestro corazón a Él para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas puramente a agradar a Jesucristo.

Fijando en Él nuestras miradas, le pedimos este conocimiento íntimo para ver cómo actúa Él, cuáles son sus criterios, cuáles son sus gustos; y para aprender nosotros de Jesucristo cómo Él, toda su vida, toda, toda ella está ordenada a la redención de los hombres. No hay un solo paso en su vida que no sea para las almas; toda ella. No es nada egoísta el Señor. Y ahora vamos a ver cómo Jesucristo sabe conversar espiritualmente. Una conversación sencilla… Ese gran apostolado que nosotros podemos hacer en el trato con las niñas, en los colegios, en las residencias, en todas partes; como Jesucristo.

¿Qué conversaciones tendría Jesucristo con las jóvenes de hoy? ¿Les estaría hablando del cine, les estaría hablando de la radio, les estaría hablando de las novelas últimas que han salido? ¿Podemos imaginarlo así al Señor, como esperando las últimas noticias de los circos de Roma que iban llegando, para hablarles de esto?

Vamos a ver cómo habla el Señor. Que sepa hablar de Jesucristo de modo que lleve a su amor. Ahí tenéis una grande gracia que pedir. Esas son las grandes gracias. Que nadie se acerque a mí, que no se acerque más al Señor. Que sepa hablar de Cristo de modo que lleve a su amor. ¿Por qué Jesucristo, yendo a Galilea pasó por Samaría? Las razones que nos dan los evangelistas son diversas; pero es muy útil también esto.

En Mateo, capítulo 4, y en Marcos, capítulo 1, se dice que “como oyó Jesús que Juan había

sido entregado a Herodes, se retiró a Galilea”. Lo habían puesto en manos de Herodes; lo habían traicionado. Y Jesús se retira a Galilea.

¿Cuál fue la razón objetiva de la prisión? Pues fue que Herodes había sido sorprendido por él, por motivo de Herodías; le había hablado fuerte, y entonces Herodes lo metió en la cárcel. Marcos dice lo mismo: “A causa de Herodías”, lo habían traicionado, lo habían puesto en la cárcel. Y sin embargo, dicen Mateo y Marcos que Juan había sido entregado. Que Herodes le hace matar, eso no

es entregarlo. Lo habían entregado –parece- los judíos. Se habían arreglado para desprenderse de él porque los molestaba. Había sido entregado. ¿La razón objetiva en los otros evangelistas? Por

razón de Herodías.

En Juan dice: “Luego que entendió Jesús que los fariseos habían sabido que Él juntaba más discípulos y bautizaba más que Juan, dejó la Judea y volvió otra vez a Galilea”. Temía más Jesús a

los fariseos –que probablemente habían entregado a Juan en manos de Herodes, presentándole como indiscreto censor de su vida privada-, temía más a los fariseos que a Herodes. Y, en efecto, si realmente tuviese miedo de Herodes, no iría a Galilea, que era precisamente donde Herodes era tetrarca. Sin embargo, sabía bien que los fariseos que le tenían envidia, primero se habían, primero

se habían desprendido de Juan y lo habían entregado a Herodes; ahora que sabían que los judíos estaban diciendo que Él tenía más discípulos y bautizaba más que Juan –aun cuando Él no bautizaba-, pues entonces dice: Ahora querrán hacerme lo mismo. –Y huye de los judíos.

“Los fariseos y los legistas –dice Lucas en el capítulo 7- desbarataron el consejo de Dios respecto de ellos, no haciéndose bautizar por Juan”. Aquí estuvo el pecado inicial de ellos. Si ellos hubiesen tenido la humildad de someterse al bautismo de Juan, no hubieran desbaratado los planes de Dios.

Pues bien; aquí vemos una serie de manejos humanos. Esta es la vida apostólica. No imaginarla como una limpieza de razones, todas ellas puramente sobrenaturales en todos. Eso son  utopías. Tenemos que tender cada uno a ese ideal, pero en la realidad, todo está lleno de motivos humanos, de intereses.

Y en medio de eso juega la Providencia. De modo que “sabiendo que le habían entregado a Herodes”; Juan dice: “Cuando se supo que los fariseos decían que Él tenía más discípulos que Juan…” Y Lucas, en el capítulo 4 dice: “Volvió Jesús en la fuerza del Espíritu a Galilea”. De modo que en la fuerza del Espíritu, no quita nada todas esas otras motivaciones, porque ahí se manifiesta también la voluntad de Dios. Y cuando uno toma esa decisión porque ve que Dios lo quiere, se mueve por la fuerza del Espíritu.

Y Él tenía que volver a Galilea. Y dice el Evangelio: “Debía, por tanto, pasar por Samaría”. Y se preguntan enseguida los comentadores: “Oportebat”; ¿por qué tenía que pasar por Samaría?

Podía dar una vuelta y pasar por Perea. No había razón ninguna. Un tener que pasar… Tanto más, que Samaría era un puesto, un territorio muy enemigo de los galileos, que a veces les trataban muy mal a los galileos e intentaban matarlos, porque tenían enemistad con ellos por razón de que los galileos iban a adorar al templo de Jerusalén y los samaritanos adoraban en el Garizín, que tenían ellos junto a la capital de Samaría. Y, ¿por qué tenía que pasar por Samaría? “Tenía que pasar”. No hay una razón geográfica.

Pues bien; algunos comentaristas con razón –lo podemos pensar así- dicen que no se trata de necesidad física, sino del amor. Y aplican aquellos de in virtute spiritus, “en fuerza del Espíritu”. Era el amor el que le hacía pasar por Samaría.

En efecto, Jesucristo va a Samaría a llamar a esta mujer, una pobre mujer samaritana... –pero ven; que esta es la realidad de nuestra vida sobrenatural- la cual no tiene ni idea de que Jesús, este día y medio –que dura ese camino de Jerusalén hasta Samaría-, que este día y medio está caminando para buscarle a ella.

¡Cómo es el Señor! ¡Buscando la oveja perdida! ¡El tesoro de Dios! ¡Una pobre mujer! Y Jesús se desvía del camino, se pone en peligros para buscar a esta pobre mujer, la cual ese día y medio, esa noche, toda la noche, pues durmió tranquilísimamente, sin poder sospechar que Jesús estaba acercándose en busca de ella.

Y Jesús va a buscar la oveja; por todas las partes la rodea. ¿Qué vida haría la mujer en esa noche? No lo sabemos… no lo sabemos. Una vida materializada… con las preocupaciones suyas materiales… quizás de pecado… No lo sabemos. Y Jesús venía buscándola, caminando, caminando. Y a la mañana siguiente, con todo el calor, con todo el sol de Samaría, camina, camina, sudando… en busca de la oveja. El Buen Pastor que busca la oveja perdida.

Y dice: “Llegó, pues, a la ciudad de Samaría, llamada Sicar, vecina a la heredad que Jacob dio a su hijo José”. ¡Cuánta riqueza hay aquí! ¿Veis? En San Juan, estos detalles son todos históricos, pero tienen un contenido… Como el Señor, hace que la realidad entera que Él ha puesto en la tierra sea un reflejo, una imagen de las realidades superiores, Juan está leyendo toda la realidad con los

ojos divinos; y está viendo todo el contenido de tipo, de imagen, que tenía cuanto daba.

Y en efecto, llegó a la ciudad de Samaría, llamada Sicar, vecina a la heredad que Jacob dio a su hijo José. Este pozo, esta heredad, es el don de Jacob a su hijo José; su hijo predilecto: José. Un don de Jacob.

–Y aquí va a presentarse el pozo, que es Cristo; la fuente de agua viva, que es el don de Dios a los hombres, sobre el que insistirá Cristo. Aquí estaba la fuente de Jacob, el pozo que se llamaba así. Jesús, pues, cansado del camino, fatigatus ex itinere, se sentó así, sobre el brocal de ese pozo; esperando a la samaritana. “Yo os haré pescadores de hombres”. Está esperando… cansado… lleno de sudor…

Ha sido un día y medio de camino para buscar a la oveja perdida; y la espera. “Quaerens me sedisti lassus”. “Te sentaste cansado cuando me buscabas a mí”. Y San Agustín con sus cosas maravillosas que tiene, dice: “Ya comienzan los misterios; porque no en vano se cansa Jesús. No en vano se cansa la fuerza de Dios. No en vano se cansa Aquél por quien los cansados reciben fuerzas. No en vano se cansa Aquél que si nos deja nos cansamos y que si nos tiene presentes, nos da fortaleza. Y sin embargo, se cansa Jesús, y se cansa del camino, y se sienta. Y sesienta junto al pozo, y se sienta cansado a la hora Sexta. “Era ya cerca la hora de Sexta”.

Todo esto, algo nos quiere decir; algo nos quieren insinuar. Nos hacen estar atentos. Nos exhortan a que llamemos a la puerta. Que Él nos abra, a nosotros y a vosotros; Aquél que se dignó exhortarnos y decir: “Llamad y se os abrirá”. Por ti se ha cansado del camino Jesús. Hemos hallado la fuerza de Jesús y hemos hallado a Jesús débil.

“Fuerte y débil”, sigue San Agustín con sus maravillosas

palabras. –Es esto: el misterio de Cristo. “Y era cerca de la hora de Sexta; más o menos la hora Sexta”. Juan, cuando llega el momento en que Pilatos entrega a Jesús para que lo crucificasen, dice que era la hora sexta.

La misma; la hora sexta. Y no; no creo que en vano, no. Sino que es la misma cosa. Jesús, a la hora Sexta, hacia el mediodía, está allí cansado, con sed; como en la cruz estará cansado, sentado en la cruz, con sed. Allí dirá también: “Tengo sed”, como aquí va a decir a la Samaritana: “Mujer, dame de beber”. Está recordando el misterio de la redención; el encuentro de Cristo con el alma en la Redención; el recoger a la oveja perdida con su obra redentora, con su muerte en cruz; sentado, cansado, junto al pozo de Jacob, junto al pozo de los placeres humanos, del agua de la tierra, de la vida terrena, para darnos la vida superior, la vida de la gracia.

“Y entonces vino una mujer samaritana a sacar agua”. Jesús la espera, la ve venir con su cántaro sobre la cabeza. Y se acerca. Y aquella buena mujer, en el fondo tenía un buen corazón. Tenía deseos cuando vio a aquel judío –que los reconocían enseguida-, sentía deseos de ofrecer el agua, porque veía que no tenía nada; pero no se hubiese atrevido nunca ella a ofrecer a Jesús.

Y aquí nos da también Jesús tantos ejemplos de conversación, de trato con las almas. Cuántas veces el gesto de pedir un favor, de abrir una cordialidad, puede permitir a una persona hacer un favor que deseaba hacer y no podía hacer. –Y Jesús quiere provocarle a esto: a una obra buena.

Y cuando la ve llegar así, una mujer, por otra parte –así diríamos hoy-, pues de buena voluntad, a pesar de los vicios en que se movía, le dice Jesús: “Dame de beber”. -¡Qué maravilloso! “Dame de beber”. El Hijo de Dios, Jesucristo, a un alma, a una pobre mujer que Él conoce, le pide de beber: “Dame de beber”. Es como si dijese: Tengo sed, tengo sed. Y dice San Agustín: “El que pedía de beber, tenía sed de la fe de la mujer”. La sed que tenía: “Dame de beber” es: cree en mí; tengo sed de que creas en Mí. Dame de beber. Ten sed de Mí. –Y ella no lo entiende. Es la conversación de Cristo, que está jugando siempre con el sentido superior de las realidades terrestres. Hay un agua…

Y Él está viendo un agua un agua superior. Hay un pozo… está viendo las fuentes del Salvador. Y está moviéndose así, llevando al alma a elevarle de las realidades terrestres a las cosas superiores.

Subir desde las cosas sensibles a las sobrenaturales.

Y en esto, ella le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? Porque los judíos no se avienen con los samaritanos”. Estaban en guerra, estaban en lucha siempre.

Y tú, judío –se te nota por el modo de hablar- ¿vienes a pedirme a mí, que soy samaritana? ¿Cómo tú me pides? –Si supiese ella que era el Hijo de Dios, eso sí que sería admiración: ¿Cómo tú, Hijo de Dios, me pides de beber a mí, que soy una pobre criatura? ¡Cuánta profundidad en estas palabras de Cristo: “Dame de beber”! ¡Tú a mí! ¡Yo, criatura, puedo darte de beber a ti, Creador! Es todo el misterio de la vida cristiana, de la oveja perdida, que no acaba de comprender que ella puede ser el tesoro de Dios. Y sin embargo, es el tesoro de Dios, que viene buscándola en la redención de un modo, para nosotros, increíble.

Y entonces, Jesús le dice en respuesta: “Si tú conocieras el don de Dios…” Tú me estás hablando aquí, en el pozo de Jacob, que es el don de Jacob a su hijo José. “Si tú conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, puede ser que tú le hubieras pedido a Él, y Él te hubiera dado un agua viva”. Ya le va elevando. “Si tú supieras…”. Si scires donum Dei… Es lo que a uno se le ocurre al ver tanto afán de placer, tanto deseo de gustar de las cosas de este mundo.

Y uno les pide: Dame de beber un poco. Y creen que el dar de beber es dar de las cosas de la tierra, disfrutar de las cosas de este mundo… ¡Si no es eso…! ¡Si tú supieras quién es el don de Dios…!

Jesucristo es el don de Dios. “Así amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único”. Se da a sí mismo a mí. Él es el don de Dios: en la Encarnación, en la Eucaristía; más todavía, en mi vocación. El don

de Dios. Ese es Cristo. El don que se te da.

“Tú quizás le hubieras pedido a Él”, le está diciendo el Señor; y trata de llevarle a sentir una inclinación interior y una sed interior, de la que no es consciente la samaritana. Si tú conocieras este don de Dios, caerías en la cuenta que dentro de ti tienes una sed, no formulada, indeterminada, que es la que te llevaría a desear y a pedir esta agua viva. Hay una sed interior que tú no sabes formular.

Y ella sigue por su línea. El Señor es paciente; propone…Tenemos que aprender mucho esto: no insistir inútilmente y constantemente en una idea que se nos ha ocurrido. Hay que ofrecer al alma la oportunidad y saberle dejar; y si no la coge, pues volver más adelante.

Pero sin empeñarnos: a éste tengo que convencerle con este argumento y nada más. No. El Señor no es así en sus conversaciones.

–Y ella vuelve. “Le dice la mujer: Señor, tú no tienes con qué sacar el agua, y el pozo es profundo. ¿Dónde tienes esa agua viva?”. Si no tienes nada, ningún recipiente para sacarla… El pozo es tan profundo… -tenía unos 30 metros- ¿De dónde vas a sacar esa agua viva? “¿Eres tú, por ventura, mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él mismo, y sus hijos, y sus ganados?”

El pozo de Jacob era para todas las cosas humanas. Allí bebían los hombres: bebía Jacob, bebían sus hijos; y bebían sus ganados. Es el símbolo de los placeres terrestres, que los goza el hombre y los gozan los animales. De todos. Ese es el pozo. Un pozo profundo, del que hay que sacar el agua, pero que no acaba de saciar.

–No tienes –le dice al Señor la samaritana-, no tienes

medios para sacarla… No tienes para sacar esa agua que es propia de hombres y de animales. Y Jesús le responde: “Quienquiera que beba de esta agua, tendrá otra vez sed”; sed tendrá otra vez; tiene que venir a buscarla.

“Pero quien bebiere del agua que Yo le daré, nunca jamás volverá a tener sed de esta agua”, de esta agua de los hombres y animales, de los placeres de la tierra, de las felicidades puramente humanas, terrestres… No volverá a tener sed. Antes bien, el agua que yo le daré, vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que manará hasta la vida eterna, que brotará siempre, siempre; que clamará, saltando hacia el Padre; como decía Ignacio de Antioquia: “Tengo dentro de mí, siento una voz que me dice: Ven al Padre, ven al Padre”.

Es la gracia, la vida interior que va siempre hacia la Trinidad, hacia el Padre. Es el anuncio ya del agua suya, de un agua superior; no como ésta; muy superior; que quita la sed de esta agua. Y la mujer entonces le dice: “Señor, dame de esa agua para que no tenga yo más sed ni haya de venir aquí a sacarla”. Dame de esa agua.

–Ya le había dicho antes: “Si tú conocieras el don de Dios, tú, quizás le hubieras pedido”. Ya está pidiendo, ya está realizándose el deseo de Cristo, de Cristo crucificado, que tenía sed –“tengo sed”- de que las almas tengan sed de Él, de que le pidan: Dame de esa agua; de esa agua que brota del Corazón de Cristo, de la sangre del Corazón de Cristo.

Ya esta mujer –sin saber todavía lo que es-, pero ya ha formulado su deseo, ya se acerca: “Dame de esa agua para que no tenga más sed”. Fijaos; no es sólo para que no venga a beber aquí,

conteniendo mi sed, sino para que ni siquiera tenga sed; y en consecuencia, para que no venga aquí de nuevo jamás, a este pozo donde he bebido tantas veces en estas cosas de la tierra. Que ya ni

tenga sed ni venga más. Ya lo ha pedido, ya lo ha formulado. El Señor la va llevando al deseo de los bienes superiores.

Y entonces, Jesús, que le quiere dar esa agua, quiere además realizar un paso. Y el paso es que la mujer reconozca su miseria, y que la mujer sepa que Jesucristo cuando le habla, no le habla porque esté equivocado, porque creía que trataba a una persona muy digna de su amor, una persona muy santa; no. Jesucristo trata con una persona real, concreta.

–Y entonces le dice: “Anda, llama a tu marido y vuelve acá con él”. ¡Con qué suavidad! Le está tocando la llaga… está tocando el punto débil de esta mujer… En efecto, lo que le impide a la samaritana, y lo que Jesucristo procura cuando ella le pide el agua, es esto: que ella creía que Jesucristo le hablaba porque no conocía quién era ella. Si no, -pensaba ella-, no me ofrecería su amistad.

–Y Jesucristo, para llevarle a este conocimiento, va muy suavemente. “Llama a tu marido” a ver qué dice. Y ella, con un poco de esta ligereza, le dice: “Yo no tengo marido”. Y Jesús –quería esconder ese punto delicado de la mujer-, y Jesús entonces le dice: “Tienes razón en decir que no tienes marido, porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes, no es marido tuyo. En eso has dicho la verdad”.

–No es que ignorase lo que había dentro. El Pastor, buen Pastor que va buscando la oveja perdida en la obra de Redención, sabe que es una oveja herida.

–No tenemos que disimular nuestras miserias cuando Jesucristo viene a recogernos sobre sus hombros, no. Claro; patente; patente: “Has dicho la verdad”.

–Y le manifiesta toda su llaga interior. Y ella le dice: “Señor, veo que eres un profeta”. Pero desvía la conversación. Es un punto éste, delicado, y no va a buscarle; sino, “veo que eres un profeta”, es decir, un ser muy especial; todavía no el Mesías, no el Hijo de Dios, sino un profeta. Tú conoces las conciencias, conoces la interioridad del alma; veo que eres un profeta. ¡Ah!, bien.

Pues ya que eres un profeta, respóndeme

a esto: “Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, Garizín, y vosotros –los judíos- decís que en Jerusalén está el lugar donde se debe adorar”. Le responde Jesús: “Mujer, créeme a mí”. La fe. Fíate de mí; créeme a mí. Está hablándole del agua que le está dando. Él vuelve siempre a lo suyo. “Ya llega el tiempo en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre, sino en cualquier lugar”, en todas partes. “Vosotros adoráis lo que no conocéis, pero nosotros adoramos lo que conocemos, porque el Salvador procede de los judíos. Pero ya llega el tiempo, ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. De veras. En espíritu.

Es el tiempo nuevo mesiánico el que se caracteriza por esta adoración del Padre en espíritu y verdad; no a través de imágenes, de figuras, como la del templo de Jerusalén, a donde entraba el sacerdote una vez al año, sino que en el Nuevo Testamento se abre la cortina; el sancta sanctorum se abre a todos; y como dice la carta a los hebreos, “queda patente el camino del santa sanctorum

para todos”.

Todos podemos vivir en el templo de Dios, todos. Y el templo de Dios no es aquí o allá, sino viviremos en el Corazón de Dios, que nos ha abierto su Corazón, nos ha abierto los bienes sobrenaturales con su resurrección, y vamos a vivir siempre, en todas partes, en adoración constante

al Padre en espíritu y en verdad, agradándole en todo, adorándole; como dirá San Pablo: “A quien sirvo en mi evangelio con mi apostolado”. –Le ha abierto todo el horizonte de la gracia. La vida de gracia, que en sí misma es una cosa íntima, interna en nosotros que salta hasta la vida eterna, y que al mismo tiempo nos hace llevar dentro de nosotros el templo del Espíritu Santo, el templo de la divinidad para vivir siempre en adoración al Padre.

Y dice más: “Porque tales son los adoradores que el Padre busca”. El Padre se está formando estos adoradores. “Dios es espíritu, y por lo mismo, los que le adoran, en espíritu y en verdad deben adorarle en fuerza del espíritu y en verdad; de veras. Sin ficciones; de veras. Sin nervios; de veras.

Le dice la mujer: “Sé que está para venir el Mesías, esto es, el Cristo; cuando venga, Él nos lo declarará todo”. Ya ha llegado hasta el Mesías; la figura suprema que esperaban todos los israelitas; los judíos, los samaritanos, los galileos; todos hacia el Mesías; la gran figura del Mesías.

Y el Señor le dice: “Ese soy Yo, que hablo contigo”. Aquí está todo el cristianismo. Yo, el Mesías, el Hijo de Dios, Verbo del Padre, que hablo, converso contigo; la mujer que ha tenido cinco maridos, y el que tiene no es suyo. Yo converso contigo. –Este es el Buen Pastor que ya coge a su oveja sobre los hombros. “Yo, que converso contigo”.

“En esto, llegaron sus discípulos, y extrañaban que hablase con aquella mujer. No obstante, nadie le dijo: ¿Qué le preguntas o por qué hablas con ella?”. No. Ya van entrando en el espíritu de Cristo. Y no se maravillan ellos como se maravillarán después los escribas y fariseos: por qué va a tratar con los pecadores. Él es el Buen Pastor que viene a buscar la oveja perdida.

–No le preguntaron ya. “Entretanto, la mujer, dejando allí su cántaro, se fue a la ciudad, y dijo a las gentes: “Venid y veréis un hombre que me ha dicho todo cuanto yo he hecho. ¿Será, quizás, éste el Cristo? Con eso salieron de la ciudad y vinieron a encontrarle”.

Un hereje de los primeros siglos, Heracleón, se fija en un pequeño detalle, que no consta en el Evangelio, pero que él lo pone así. Aquella mujer convertida ya, que buscaba el agua, el agua terrestre, y se ha encontrado con Cristo –que se le ha hecho así encontradizo, y a propósito del agua terrestre le ha infundido el deseo del agua superior-; esta mujer, dice Heracleón que: cuando se fue a Samaría, dejó su cántaro junto a la fuente. ¿Junto a la fuente para que el Señor se sirviese? Quizás; pero él lo interpreta en un sentido más espiritual, en cuanto dejó el cántaro a los pies de Cristo.

El cántaro sería algo así como la parte superior de su alma: la mente. La mente que queda siempre en esta pobre samaritana, agradecida, a llenarse del agua de Cristo a los pies del Señor. Allí queda fija. Mientras sus pies corren, mientras va ella a anunciar y a predicar el evangelio, su mente ya no se separa del Corazón de Cristo; está allí, a los pies del Señor. Como el endemoniado de Gerasa, que estaba a los pies del Señor, allí, vestido, modesto, ordenado, también la samaritana dejaría el cántaro así a los pies. Ya no quería separarse de Cristo.

¡Qué corazón el de la samaritana! Estaría allí siempre… Pero fue a anunciarlo, fue a decirles que estaba el Mesías; porque –como decíamos-, siempre es el resultado de quien ha encontrado a Cristo, el deseo de comunicarlo a los demás.

Y entonces le instaban los discípulos diciendo: “Maestro, come. Y Él les dice: Yo tengo para alimentarme un manjar que vosotros no sabéis”. Y se decían ellos unos a otros: “¿Le habrá traído alguno algo de comer?”. Jesús les dijo: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado y dar cumplimiento a su obra”. A esto está dedicado Cristo totalmente.

Por eso Él se alimenta de este buscar las ovejas. Ese es su alimento, y esa es el agua que Él bebe: la sed de las almas, la salvación de las almas. Por eso en la cruz dirá la misma palabra: “Tengo sed”; sed de las almas; que tengan sed de mí.

“El hecho fue que muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la mujer que aseguraba: me ha dicho todo cuanto yo he hecho”. No tiene dificultad en confesar: me ha contado todas mis miserias; las sabe.“Y venidos a Él los samaritanos, le rogaron que se quedase allí. Y, en efecto, se detuvo dos días en aquella ciudad. Con lo que fueron muchos más los que creyeron en Él por haber oído sus discursos”. –Cuando un alma llega a entablar su discurso con Cristo, Jesucristo la gana, la vence.

Y entonces decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú has dicho, pues nosotros mismos hemos oído y hemos conocido que Éste es verdaderamente el Salvador del mundo”.

Salvator mundi. Es la designación única, aquí, y en la primera carta de San Juan. Es la designación que se dio a José: Salvator mundi; allí, en Egipto; el José del pozo. –Este es el verdadero Salvador del mundo. Y así, Jesús ganó a aquellas ovejas de Samaría.

Pues bien; esto mismo hace Jesucristo con nosotros. Y esto mismo nosotros, como ministros de Cristo, tenemos que hacerlo con las almas. Nuestro oficio es, sobre todo, atender a las ovejas perdidas, descarriadas. Con mucha paciencia… con un camino áspero, cansados del camino; con una dedicación total a esto, como manjar nuestro que nos alimente, porque es contribuir a que venga

el reino de Cristo. “Y ése es mi alimento –como tiene que ser el mío, como el del Señor-, ése es mi alimento: buscar hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra”.

 

 

 

LOS TRES BINARIOS

 

Antes de la vida pública de Cristo, hemos hecho la meditación fundamental de las “Dos banderas”, como una iluminación del entendimiento para comprender los engaños del enemigo y una luz para conocer el camino de Cristo. Y para decidirnos a una vida así de santidad, de verdad, es muy importante esto: el que tengamos esta claridad de los planes de Dios y de los planes del demonio.

Ahora vamos a hacer esta meditación sobre los tres binarios. Es un término ya pasado de moda. Tres binarios significa tres clases de hombres. Y se trata de examinar cuál es nuestra decisión de voluntad sobrenatural.

Estamos siempre en el campo sobrenatural. Y realmente, es una meditación ésta, de mucha importancia, genial, en cuanto resulta una verdadera prueba de voluntad. Puesto en un caso así, impersonal, es un ejemplo que uno ve objetivamente, ver cómo proceden esos tres tipos, para deducir cuál es mi estado interior, mi modo de voluntad.

Es oración de verdad. Por lo tanto, caer en la cuenta de la ilogicidad que hay en algunos modos de proceder, y disponernos para elegir lo más perfectamente posible.

Primero voy a leer el texto, explicarlo un poco, y después haremos la aplicación a lo que en nosotros puede ser una dificultad.

Puestos en la presencia del Señor, con el corazón abierto a Él, le pedimos gracia para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas a complacer, a agradar a Jesucristo.

Y para eso entramos en esta meditación, contemplación.

La historia.- La historia aquí siempre es un punto de arranque. Siempre la verdadera historia es la nuestra; siempre. Hay una historia objetiva, que es un misterio de la vida de Cristo, pero eso es como el punto de arranque –una historia objetiva-, para después aplicarlo a nuestra propia historia, la que estamos nosotros viviendo.

Y aquí pasa lo mismo. La historia es: de tres clases de hombres. Y cada uno de ellos ha adquirido diez mil ducados. Vamos a poner: ha adquirido, pues cien millones, por poner una cifra fuerte. Cien millones. Le han venido a caer en su bolsillo cien millones. Una cantidad respetable.

Pero los ha adquirido no puramente por amor de Dios. No se podría decir que es puro amor de Dios. No es que se ha hecho con pecado; eso tampoco. Pero puro amor de Dios, tampoco. Puramente para complacer a Cristo, no. Y como lo han adquirido así, pues se pegan a los cien millones… Y están allí pegaditos, y sienten dificultad en hallar en paz a Dios Nuestro Señor; porque cuando van a la oración, siempre les viene aquel peso, y cuando quieren desarrollar su vida interior, siempre están de medio aquellos cien millones. No pura o debidamente por amor de Dios.

Y quieren todos salvarse. Salvarse, no en el sentido sólo de salvarse a última hora, porque no lo han hecho con pecado, sino salvarse en el sentido de tener la plana salud del alma, tener la plena felicidad y hallar en paz a Dios Nuestro Señor.

Y como son inteligentes, ellos comprenden que lo que les impide esa paz y esa plena salud del alma, no son los cien millones que están allí fuera –esos no influyen en la paz del alma-, sino es el peso que ellos tienen por el apego a los cien millones; porque los cien millones ni quitan ni ponen en el espíritu. Que estén en aquel cajón, allí metidos, o en el Banco, a mí eso no me pone un peso. El peso está en mi apego a los cien millones.

Y ése es el peso que impide el que yo encuentre en paz a Dios Nuestro Señor. Porque estoy apegado, estoy preocupado, y me da gusto volver de vez en cuando al Banco y revisar que tengo cien millones. Y de vez en cuando me pongo a pensar: ¡Qué bien! Ya con estos cien millones estamos en seguro. ¿Eh? Este peso es el que no le deja hallar en paz a Dios Nuestro Señor.

Y los tres quieren quitar ese peso.

Este es mi caso personal. Por lo tanto, me tengo que ver así delante de Dios Nuestro Señor y de todos los santos, para desear y conocer lo que sea más grato a su Divina Majestad. Esta es la mayor gloria de Dios: lo que sea más grato a su Divina Majestad. Y para eso, pedir lo que quiero. Pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su Divina Majestad y salud de mi ánima sea. Lo que sea más grato al Señor y más útil para la perfecta salud de mi alma.

Primer binario.- “El primer binario –el primer tipo de hombres, el primer hombre-, querría quitar el afecto que tiene a la cosa esa, para hallar en paz a Dios Nuestro Señor y saberse salvar; y no pone los medios hasta la hora de la muerte”. No es que remita las cosas hasta la hora de la muerte, sino que querría, y de hecho no pone los medios hasta la hora de la muerte. Y a la hora de la muerte tampoco, porque se muere. –Enseguida haremos la aplicación.

Segundo binario.- “El segundo hombre quiere quitar el afecto; lo quiere. Pero así le quiere quitar, que queda con los cien millones”. Una única condición pone: que los cien millones se queden en el Banco a su nombre. Ahora; con tal de que usted no me toque los cien millones, yo haré todo por quitar el afecto. Pero los cien millones déjemelos en paz. La única condición. “De manera que allí venga Dios donde él quiere, y no determina de dejarla para ir a Dios, aunque fuese el mejor estado para él”.

-¡Bueno! ¿Y si fuese mejor que usted dejase los cien millones?

-Eso no; los cien millones, no.

-¡Bueno! ¿Y si es mejor estado?

-No, no, no. Mire, mire; cien millones no. Yo lo que quiero es hallar en paz a Dios Nuestro Señor y mantener los cien millones. Ahora, déme usted remedio; los que usted quiera, para tener los

cien millones y la paz.

De modo que no está dispuesto a llegar, a seguir a Dios Nuestro Señor, sino que quiere que Dios Nuestro Señor venga a donde él quiere.

 

Tercer binario.- “El tercer hombre quiere quitar el afecto. Y así le quiere quitar, que tampoco está apegado a tener los cien millones o no tenerlos. Ni siquiera a eso está apegado. El otro quiere quitar el apego, pero continúa a pegado a tenerlos. Que se sin impresión afectiva, ¿verdad?, pero que los tenga.

–Este no. Sino quiere solamente “está determinado –por su parte- a tenerla esa cosa o no tenerla, según que Dios Nuestro señor le pondrá en voluntad, y a la tal persona le parecerá mejor para servicio y alabanza de su Divina Majestad”. Sólo en este grado: en cuanto realmente pueda ser mejor para gloria de Dios. Pero si para gloria de Dios es mejor que yo no tenga

los millones, yo los dejo.

Y entretanto –y ése es el ejercicio ascético; esta meditación es muy buena para indicar dónde va el ejercicio ascético-, y entretanto, quiere hacer cuenta que todo lo deja en afecto. Es decir; ese hacer cuenta quiere decir que ya se hace a la idea; hacer cuenta… -Decía uno de un pueblecito de Oña: “Naces en Oña, vives en Oña, mueres en Oña; hazte cuenta que no has nacido”.

Pues bien; hacer cuenta es eso: hacer cuenta que lo deja en afecto. Por parte de él ya está: yo me despego de esto. En cuanto se refiere a mi disposición de espíritu, esto, como si no existiera paramí. Yo hago ya la idea de que esto lo dejo. Hace cuenta que lo deja en afecto. “Poniendo fuerza – aquí está el ejercicio ascético- de no querer aquello ni otra cosa ninguna, si no me moviere solo el

servicio de Dios Nuestro Señor”. Solo esto. Y ahí pone fuerza siempre.

Donde no me mueve sólo el servicio de Dios Nuestro Señor, allí yo no me inclino, no quiero inclinarme. De manera que, el deseo de mejor poder servir a Dios Nuestro Señor le mueva a tomar la cosa o dejarla; sólo eso. No la inclinación que yo pueda tener; eso no entra; sino el solo servicio de Dios Nuestro Señor me mueve a eso: a dejar la cosa o tenerla.

Y termina con los coloquios de la contemplación de las “Dos banderas”, pidiendo a la Virgen, a Jesús y al Padre que lo quiera escoger debajo de su bandera: en suma pobreza, en pasar oprobios…

Y con esto dice después una nota: “Es de notar que cuando nosotros sentimos afecto o repugnancia contra la pobreza actual, cuando no somos indiferentes a pobreza o riqueza, mucho aprovecha para extinguir este afecto desordenado, pedir en los coloquios que el Señor le elija en pobreza actual”. Nunca, nunca dice: “entonces, lo hago”; nunca. Sino, pedir que le elija en eso.

Uno puede hacer como ejercicio ascético en un pequeño acto; pero algo que sea posición de vida, nunca se debe tomar, si no es que consta que el Señor lo elige. Entretanto, no. Pida que el Señor le elija en esa pobreza actual. “Y que él quiere, pide, suplica, sólo que sea servicio y alabanza de su divina Bondad”, como aparecía en el Rey temporal. Esta es la meditación, que es magnífica.

 

Vamos a ver la aplicación a nosotros y la explicación del caso.

La cosa adquirida. Ahí pone esos denario –hemos dicho cien millones-, pero puede ser lo mismo para nosotros, pues un puesto, no puramente por Dios. Mis sudores me ha costado…codazo a la derecha y codazo a la izquierda… intercesión por aquí, intercesión por allá… y ahora estoy en un puesto, bien… bien… donde me encuentro bien. ¡Un puesto! Una afición que uno tiene… un apego…

Una vanidad, a la cual uno está agarrado… Es una pequeñez… pero ahí está. Como si fuesen cien millones. Porque lo que impide es el apego a la cosa adquirida. Una curiosidad… Un cierto nivel de vida religiosa un poco así… Ya me he acolchonado un poco… Ya está; ya lo he adquirido.

Una posición tomada en un grupo, o en un ambiente, que quizás fomenta ciertos espíritus antijerárquicos…: yo soy de la oposición… Ya, he adquirido este puesto… Una actitud ya tomada claramente ante superiores o súbditos… Pues yo soy de la nueva onda.

Ya está. Eso ya saben. ¡Caracterizado! -¿Puramente para agradar a Cristo?

–Puramente pues…puramente… -¿Sólo para complacerle? –¡Pero la nouvelle vague…! Ahí está. –O yo soy de la vieja vague… que es lo mismo; igual. Eso lo mismo una que otra.

Un destino sacado a pulso… que ya me ha costado… -Una santidad que no es de verdad, sino de mucha ficción y mucha fórmula… Un apostolado muy a modo humano… en el cual ya estoy

metido…

-Un modo de educar pagano y mundano… y ya estoy también dentro…Eso es la cosa adquirida; eso. Y tantas otras cosas, ¿verdad? Esos son los cien millones.

El alma no lo ha encontrado o no lo ha obtenido por puro complacer a Cristo. Puramente… eso no. No es que haya cometido un pecado, pero puramente para complacer a Cristo, no.

Consecuencia: No halla en paz a Dios Nuestro Señor. No tiene la plena salud del alma. En la oración no llega a entrar, no llega a encontrar esa comunicación divina. No… -Yo ya me he quedado en ese grado… Dicen que eso: que Santa Teresa contaba las baldosas… Yo estoy por ahí, en ese grado de oración. Eso me consuela: que Santa Teresa…

-Pero Santa Teresa contaba las baldosas cuando iba al locutorio todos los días a charlar; no cuando estaba subiendo, ¿eh?

No tiene devoción… No tiene una castidad angélica… porque cuando tiene que ser la revisora de los cines y de los espectáculos –que le ha costado su trabajo llegar a ese cargo-, pues no puramente porque le mandaban, sino… ya he llegado… Y ahora, pues no tiene una castidad angélica tampoco… Se pasa sus grandes escrúpulos…

-Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro? Pues se ha metido usted por su voluntad… No se siente en la plenitud de su espíritu religioso… y siente un cierto vacío… no es todo de verdad…Si tuviera que empezar ahora… sería muy fácil. Basta continuar el camino recto. Pero… ya estamos ya…

Y entonces solemos decir: “Pero es que si insistimos en el verdadero espíritu de nuestra Congregación, tendremos que dejar ciertas obras que llevamos adelante y que nos producen buenas entradas…” Entradas… suele haber de por medio. ¡Hombre! Si empezamos a aplicar ese criterio de que hay que eliminar las que no son buenas, ¡pues chico!, ¡cuántas pesetas menos al mes…! Y aguantar… aguantar… Es que perderemos la estima que tienen de nosotros como religiosos actuales… ¿Y vamos a meternos por aquí?

Eso es no hallar en paz a Dios Nuestro Señor.

–Si fuese en comienzo… pero ahora ya… Está en marcha… está en marcha… -Es lo que pasa en la afección…: que está en marcha. Y la dificultad viene de eso: de que está en marcha. No es que sea pecado lo que hace. ¡¡¡No!!! No es que sea pecado.

Y estas almas que no hallan en paz a Dios Nuestro Señor suelen decir: “No, no; si yo… yo estoy tranquila, estoy tranquila. Yo ya sé que no es pecado eso, y yo no lo he hecho con pecado; ¡y claro!, algunas veces suelo tener una cierta cosa, pero… pero estoy tranquila, sustancialmente tranquila.

Alguna vez, ¿verdad?, me viene cierta turbación, pero… yo qué sé, por ser un poco escrupulosa, aunque temperamentalmente sí…pero sustancialmente tranquila, tranquila. No… estoy bien, estoy bien. Podría hacer, quizás, más; pero en fin, estoy bien, estoy tranquila; yo estoy tranquila”. –No halla en paz a Dios Nuestro Señor.

Es el problema sencillo de alguna afección desordenada… existente… que oscurece la mente y le hace hallar mil razones para justificar su posición. Ahí encuentra por todas partes unos equilibrios… Pues sí, mire; visto todo, pues tengo que quedarme, por fin. Visto todo el conjunto…

-Una afección desordenada. Y el alma pierde transparencia. Antes era un alma transparente. Ahora ya se ha complicado. Van naciendo, haciéndose, formándose cálculos en el alma. Ya no circula tanto con la transparencia de antes. E inmediatamente busca sucedáneos… los eternos sucedáneos que nos vienen muy bien para justificar lo que uno hace.

En fin, el alma se debate en una defensa heroica de sus posiciones. ¡¡¡Ah!!! Toda la lucha está aquí. A ver cómo salvo esto. Que yo salve la posición en que me encuentro; ahí está todo. Pues bien; este es el caso, que muy fácilmente lo tenemos también nosotros en algún grado.

Y ahora vamos a ver las tres clases de reacción; que suele ser la clave de la dirección espiritual eficaz. El problema de la dirección, muchas veces depende del Director, es verdad; pero, los directores suelen decir que depende de los dirigidos. También es verdad. Porque, cuando una persona se presenta a la dirección con una disponibilidad total, el alma sube derecha, como esos cohetes, ahora, de los astronautas; así, derecha…; cuando deja todo. Y dice: Usted de mí… lléveme a Dios; basta, basta.

Y aquí está la clave: en las disposiciones de las tres clases de hombres, que son también tres clases de almas que se presentan a la dirección espiritual; igual. Y por eso les tiene que servir lo mismo para las dos cosas ahora esta especie de examen, de meditación.

Primera clase de hombres. “Querría quitar el afecto, pero no pone los medios hasta la hora de la muerte”. ¿Qué significa esto?

Le podíamos poner como título a esta primera clase de hombres “Acuerdo de principios”. Eso es la primera clase de hombres. Eso lo sabe todo director espiritual.

Cuando una persona le dice a su  director: “Mire usted; yo, en principio estoy de acuerdo con usted”. –Ya basta, ya hemos terminado. Se le saluda y se le manda. Ya basta, basta.

Es la primera clase de hombres; nada más. “Acuerdo de principios”. No va a estar en desacuerdo de principios… Sería muy gordo. “Acuerdo de principios”. Pero suele reaccionar así: “Mire usted; yo en principio estoy de acuerdo con usted, pero en la práctica no se pueden aplicar esos principios.

¡Claro…! En la práctica no se puede vivir de principios sobrenaturales; en la práctica… Yo estoy de acuerdo… yo también creo en el Evangelio… pero del Evangelio no se puede vivir, mire usted; no se puede… Hay que saber un poco de gramática… hay que vivir con los pies sobre la tierra… si no, vivirá usted en babia… Pero en principio estamos los dos de acuerdo. ¿Ve usted? Cuando cambien las circunstancias, entonces aplicaremos los principios.

¡Claro…! Porque… eso que usted dice… pues eso, hace 10 años, quizás, todavía se podría aplicar. ¡Claro! Usted se acuerda de su tiempo. Hace 10 años… desde luego, hace 50 años, sin duda; pero ahora… pues no se pueden aplicar, desgraciadamente. Cuando hayamos transformado el mundo, hayamos hecho un mundo mejor del que tenemos ahora, entonces se podrá volver a eso. Porque, tiene usted razón; sí. Si en lo que dice usted, tiene más razón que un santo. Así debía ser, mire usted.

En principio es perfecto lo que usted dice; no se le puede poner una objeción. ¡Ah!... en la práctica… como usted ve, en la práctica…” Lo deja para la hora de la muerte, para la hora de la muerte. Ni siquiera lo toma en consideración seria. No. En principio, de acuerdo. En principio sí. Sólo que aquello no es para estos tiempos.

Cuando le quiten el cargo, cuando se terminen ciertas obras que estamos ahora terminando, cuando pasen ciertas preocupaciones que tengo, cuando haya dado los exámenes y ya podamos otra vez pensar las cosas más lentamente, cuando cambie la moda, cuando podamos introducir de nuevo lo que debía ser el tipo cristiano auténtico –si es que es ése-, cuando nos pongan otro cardenal protector –hasta eso se puede llegar-, pues entonces. A la hora de la muerte.

Consecuencias de este modo de actuar: No hay perfección, no hay perfección. No hay alegría espiritual profunda; no puede haber, porque hay una escisión íntima de la personalidad. Hay en mí dos personalidades: la que acepta los principios y la que no los aplica a la práctica. Y esos principios, si es verdad que son del Evangelio y son para la vida, o se pueden aplicar o no se pueden aplicar. Si no se pueden aplicar, no son principios de vida; y no me los afirme. Porque el Señor no ha hablado en el Evangelio para seres angélicos… Ahí está. Y esta persona está dividida internamente.

¡Claro! ¿Consecuencia? A veces esta escisión lleva a dolores de cabeza. Una religiosa tiene un dolor de cabeza persistente –no siempre, ¿eh?, porque a veces uno tiene un tumor dentro, pero… dice que uno avisó a la policía que tenía un cocodrilo debajo de la cama. Y mandaron a un psiquiatra. Y cuando llegó el psiquiatra, se lo había comido, porque se había escapado del circo el cocodrilo. Y decían que veía fantasmas. No. Puede ser que un cocodrilo también se escape. No hay que decir solo: fantasmas; no- Pues bueno. ¿Dolores de cabeza? Pues muchas veces viene de aquí.

Y eso los médicos lo saben de memoria.

Tristezas hondas, hondas… Pues porque no puede encontrar la felicidad… ¿Cómo va a poder encontrar, si uno se siente siempre profesando unos principios que no puede practicar? ¿Cómo? O se dejan los principios o se deja la práctica.

¿Visitas al psiquiatra? Sí… Yo soy muy amigo de los psiquiatras en Roma. Ellos me mandan a mí y yo les mando a ellos. Estamos muy de acuerdo, muy de acuerdo. Y la mayor parte de las cosas: dolores de cabeza, etc., vienen de aquí. Muy de acuerdo estamos, muy de acuerdo. Viene de aquí: de una no adecuación con la realidad, de una no aceptación de la realidad auténtica. Es fatal

eso. Una posición fatal, fatal.

¿En el apostolado? Fruto mediado en las almas… muy mediocre. Porque eso se le ve a la legua, que esta persona no vive de esos principios. ¿Y qué va predicar: los principios o la práctica?

Y por último, peligro de desaliento. Se llega a no ver la belleza del fin pretendido. Ya no lo ve como bello… porque se lo considera como quimérico. “Pues ya… Son ilusiones; una fantasía todo eso… En el orden práctico no se puede hacer eso; es una quimera; y yo he ordenado mi vida hacia una quimera, y estoy viviendo de imaginación, de hipocresía”. Eso es el desaliento. Es lógico.

Examinar esto. Y examinarlo en mi dirección espiritual. ¿Soy yo de los que están de “acuerdo de principios”?, que voy allá y le digo: Mire, mire; en lo que usted dice tiene más razón que un santo, pero en la práctica… -Porque eso es inútil, es inútil; se pierde tiempo.

 

Segunda clase de hombres. ¿Cómo reacciona esta segunda clase de hombres? Son –se puede titular así- “compromiso con Dios, acuerdo con Dios”. Yo cedo un poco y Él cede un poco. Los dos un poco y venimos a un acuerdo. Pone condiciones a Dios. No todos los sacrificios necesarios, sino los que me parezca.

–Como decía aquel Padre: “Que entre el gobierno español y los españoles había un acuerdo secreto, que no consta en ningún sitio; por el cual, el gobierno se compromete a dar leyes, y los súbditos se comprometen a observar las que le parece de las leyes”.

–Pues algo de esto pasa aquí, ¿eh? Viene el Señor… -Ponga condiciones; ya veré yo las que acepto; pero no todas; todas no. ¿Sacrificios? Sí, sí, sí, pero no todos. Este no; este no me lo pida.

A un seglar le invita el Señor a ir a la Trapa. Dice: ¡Hombre! ¡La Trapa! ¡Pero hombre! ¿La Trapa precisamente…? Pues… -Pero, ¿por qué la Trapa? ¿Vida austera? -¿A qué hora se levantan en la Trapa? ¿A las tres y media? Yo a las dos y media; pero en casa, ¿eh?, en casa.

-¿Cuánto trabajan en la huerta? ¿Cuatro horas? Yo seis; pero en el jardín de casa, ¿eh? -¿Toman disciplina? Yo dos veces al día; pero en casa. Todo, con tal de estar en casa. Es… condiciones.

 –Haré una vida de un sacrificio y de una santidad… pero no religiosa, ¿eh? ¡Ah, no! Eso no, eso no. Tiene una afección a una persona, a un trato, a una cosa… Le dicen: ¡Hombre! Y, ¿por qué no

deja usted esa cosa? ¿No estaría decidido a dejarla? -¡Ah, no!; no, no, no, no; pero oraré, ¿eh?, oraré. Yo, desde hoy, comienzo una serie de novenas de la confianza ininterrumpida para que el Señor libre mi corazón de todo afecto a todas las criaturas; pero dejarlo, no puede ser, no puede ser.

Además, ya sabe usted, lo dice la Escritura: Non currentis, neque volentis, sed miserentis est Dei. “Que la cuestión no del que corre o del que quiere, sino de Dios que se compadece”. Por lo tanto, yo no quiero ser semipelagiano, ¿eh? Yo oraré, oraré. Eso sí, oraré, ¡pero cuánto!, ¡lo que voy a rezar! ¿Y a usted le parece que será más eficaz si la hago una por la mañana y otra por la tarde? Porque yo estoy dispuesto, ¿eh?, a orar, a orar todo lo que haga falta. Pero no me diga que lo deje eso, porque no puede ser. Toda la gana de sucedáneos, de penitencias y de programas espirituales que entran aquí.

–Usted debería dejar esa diversión, ese baile… -No, no, no; yo bailaré con cilicio. –Pero, ¿a qué viene el cilicio?, si ahí no duele… Lo que duele es lo otro. Esta es la segunda clase de hombres, que es absurdo. Es absurdo; porque la cuestión está donde duele; no lo que usted quiere, sino donde hay necesidad de un corte. Sería como uno que va  al médico; y tiene unos de estómago y dice:

-¿Quiere usted que veamos con rayos X?

-Sí señor.

-Le mira: Huy, huy, huy. Tiene usted una úlcera terrible. Esto está muy mal, muy mal. ¿Usted

quiere curarse?

-Sí señor.

-¿A cualquier precio?

-A cualquier precio.

-Bueno; pues mire usted; aquí hay que operar.

-¿Operar ha dicho? Mire; todas las medicinas que usted quiera, todas; pero, ¿operación? Las operaciones son costosas, dolorosas y peligrosas, mire usted. Yo por ahí no paso. A mí el estómago no me lo ve nadie a ojo así… a ojo limpio; no, no. Si quiere, me ve con rayos X, pero así…directamente, no me lo ve nadie.

-Pues mire usted, que no se puede curar así…

-Ah, no, no, no, no, no. Déme medicinas… las que usted quiera; todas. Yo estoy dispuesto a

todas.

-Pero, ¿la operación?

-La operación no; eso no.

-¿Pero usted quiere curar?

-Sí señor.

-Pues no hay más remedio.

-Pues yo todas las medicinas que usted quiera. ¿Por qué se empeña usted en la operación,

señor? Si usted quiere operar, aquí está el brazo; mire. Aquí puede usted hacer lo que quiera.

-Pero si el brazo está sano… Si aquí lo que duele es el estómago…

-¡Ah! Pues el estómago no, no.

Esto es la segunda clase de hombres. Está dispuesto a ciertos sacrificios, con tal de que no

toquen el punto débil…

Examinar esto: cuál es mi estado en esto. Y examinarlo en mi dirección espiritual. Que no

hallaré la paz ni el pleno fruto del espíritu mientras esté así. Nunca. Estaré siempre: a ver cómo

defiendo esto… a ver cómo salvo esto… ¡No!

Tercera clase de hombres. Es el hombre eficaz. Enseguida se le nota a este hombre. Hasta en el modo de presentar las cosas. Como suele presentar éste las cosas así: “Mire usted; si usted no me dice lo contrario, yo dejo esos millones”. Porque hay algunos que presentan la trama, ¿verdad? Se les ve que están más agarrados… Y le dicen a usted: “Mire usted, yo… me costaría mucho, mucho, mucho… y además tengo tantas razones… pero, en fin, si usted cree que realmente Dios quiere esto de mí… pues mire usted, yo creo que ya me daría gracia para superarlo”. Y está uno viendo que no hay modo de que ceda. Y, ¿qué le va a decir usted; que lo deje? ¡¡¡No!!! No meta el dedo en el ventilador. No se mete, porque hace daño.

Y así pasa a estas almas. Cuando se presentan con muchas cosas y muchas defensas, y al fin le dicen: En fin, de todos modos, si a usted le parece… -¡A cualquiera le parece! Quedamos mal para toda la vida. Al principio sí. El espiritual joven, de empuje, al principio pues… Hasta que se rompe la cabeza tres o cuatro veces, y dice: ¡Quia! Si no está dispuesto, no se lo digo. Total, se queda como antes y quedamos reñidos los dos. Nada de eso.

Pongamos un ejemplo para verlo. De fuera, ¿eh? Supongamos que tengo un dirigido sacerdote. Y un día –ése que es dirigido mío-, leo en el periódico que le han hecho obispo, le han nombrado obispo. Y veo que ha anunciado el día de la consagración: “El día tal y tal lo consagrará Fulano de Tal y Tal”. Y cuando faltan cuatro días se me presenta y me dice:

-Oiga, me han nombrado obispo.

-¡Hombre!, me alegro, me alegro, en fin…

-Mire usted, yo quiero proceder así, limpiamente. Si a usted le parece que es mejor que yo renuncie, renuncio.

-Pero, ¡cómo que está usted dispuesto! ¡Pero si han anunciado en el periódico! ¡Si ya se ha hecho los trapos rojos y todo! ¿Y ahora yo le tengo que decir que renuncie? ¡Ni hablar! Que el Señor le bendiga en su nuevo estado… y que haga mucho bien…

¡Claro…! El hombre eficaz no es ése. El hombre eficaz es: Cuando ha recibido el aviso de que le van a nombrar, viene corriendo y dice: “Mire usted, aquí está. Acabo de recibir este aviso. Si a usted no le parece lo contrario, yo renuncio”. Yo le digo: Pues no veo nada en contrario… no veo razones… Eso es muy fácil. Pero si tiene que ser usted el que le ponga las razones en contra… eso es más difícil, es más doloroso. De modo que éste es el hombre eficaz. Hace cuenta que lo deja en afecto. Por su parte como si no estuviere: esto se ha acabado. Y vive así en grande. Es el que se echa el mundo por montera; éste. ¡A mí que me importa!

Examinar esto también en la dirección espiritual. Tiene consecuencias grandiosas: Abundan las gracias de Dios en esta alma. Como no tiene ningún obstáculo… pues a donde quieran… Pueden llevarme aquí, o allá… lo mismo; a donde quieran. Grande alegría interior. No se la quita nadie, nadie. Grande eficacia apostólica, porque es el hombre que se ve que está convencido, y el hombre que convence de verdad.

Porque, le da lo mismo… lo que Dios quiera. Que le quitan de aquí…¡Bien, hombre, bien! Que le han puesto de Superior y le quitan… ¡Bien!, como quieran. Mejor…mejor. Siempre está mejor; todo le va mejor. A ver si llegamos a esto, a esta disposición. De verdad…     ¿Cómo se llega a esto? Pues orando. Ahí están los tres coloquios. Con la cooperación nuestra y el esfuerzo nuestro por inclinarnos de nuestra parte a lo que más nos cuesta.

San Ignacio aquí, no dice nunca que nos determinemos a dejar esa cosa porque sentimos afecto, no; sino, tenemos que estar dispuestos a dejarlo, e inclinarnos a dejarlo. Pero no dejarlo, mientras no veamos la voluntad de Dios. Esto es cierto.

Y esta es la misma mente de San Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz no dice: “Hacer lo que más te cueste”, sino “inclinarte más a lo que más te cueste”, con la finalidad de encontrar limpiamente la voluntad de Dios, que será que deje o que no deje; eso habrá que ver. Y aquí es donde se ven las almas de temple. Aquí salen. El alma de temple, que sabe afrontar la vida espiritual en serio, como una verdadera empresa, y no como una fábrica de merengues…

Hay un ejemplo del Hermano Jimeno; lo trae en la vida del P. Baltasar Álvarez el P. Lapuente. El Hermano Jimeno era un hortelano; un santo varón, simpático, sencillo. Y una vez le hicieron

predicar en público en el refectorio, cunado fue el P. Baltasar Álvarez. Y subió el pobre hermanito hortelano. Y estaban todos los profesores del colegio; todos mirándose uno a otro y riéndose cuando subió. Y sube y dice: “El día pasado, yendo de camino, nos encontramos con una mula que llevaba un carro lleno de paja. Y la burra estaba muy débil y se había caído, y tuvimos que ayudarla a

levantarse. Y teniendo todo el carro lleno de paja, estaba muy débil”. Todos riéndose. –Y dice: “Eso les pasa a muchos letrados: que llevan un carro lleno de paja, de ciencia, de consejos, y ellos están muertos de debilidad”. Se acabaron las risas.

Este era el Hermano Jimeno; simpático, sencillo; un hombre muy de Dios, muy de Dios; que sufría el pobre… Y le pasaba esto al Hermano Jimeno: Una vez –cuenta su vida-, cuando volvía de la huerta –que había estado trabajando todo el día y estaba reventado a la noche- el pobre no se podía tener de pie. Subió a la mula, y camino de Zaragoza –que era el huerto de Zaragoza-.

Mientras se acercaba al colegio iba dialogando consigo mismo:

-¡Hermano Jimeno!

-¿Qué?

-Si cuando llegas a casa, el P. Ministro te manda lavar los platos…

-Pero, ¡qué me va a mandar, hombre!, ¡qué me va a mandar!, ¡si estoy reventado, si no puedo

estar ni de pie…! ¡Qué me va a mandar!

-¿Y si te manda?

-Pero, ¡qué me va a mandar! ¡Si tiene sentido común el P. Ministro…! No me puede mandar esto. No puedo estar de pie…

-¡Bueno! ¿Y si te manda?

-Pues iré, iré, iré; iré a lavar platos; iré. -¡Señor!, que me mande el P. Ministro a lavar platos; que me mande a lavar platos. Este es; este es el hombre de cuajo; éste. “Que me manden a lavar platos”. No dice: voy a ir a lavar platos. “Que me manden”. Y le mandaban allá.

Eso, antes de que vengan los bocados, ¿eh?; esos bocados amargos que uno puede prever.

Pero después vienen los bocados amargos, muy amargos. Cuestan…: humillaciones… trabajos… Y ahora viene. Cuando llegan los bocados, ¿qué hay que hacer? Pues, cuando llegan los bocados,

primero hay que tragar; primero. Cuando viene un disgusto de estos… con esfuerzo, con esfuerzo, pues… ya ha pasado. Pero no basta, ¿eh? Hay que digerirlos… digerirlos… Porque si se quedan en

el estómago, repiten como las cebollas, y vuelven… vuelven. De modo que, un disgusto, una humillación que ha habido… y ya me la trago. Peor se queda ahí.

Y después de un rato dice: “Pero hombre, qué tontería me han dicho, pero hombre… que me hayan tratado de esa manera a mí…” Ya está, ya está. –Lo traga otra vez. Y otra vez se queda en el estómago, y repite. Y no se acaba de digerir. Y cuando mejores son los bocados, son tanto peores si se quedan en el estómago.

Por eso hay que digerir, hay que digerir. Y aquí es; si no se digieren, van dejando dentro del corazón esa especie de cálculos. Al principio era transparente; después se van formando una serie de cálculos, que la sangre no circula tan bien; una especie de pedruscos que entran dentro… Y a veces tenemos como una plaga de esos por todo el cuerpo, por toda el alma. Durezas que se han ido formando.

Dicen los mejicanos –con mucha verdad-: “La mula no era tan arisca, pero la hicieron a palos”. ¿Eh?  –De esos bocados sin digerir, de ahí salen: la amargurilla… y la cara triste… y el desengaño… y la desilusión… y el empezar a decir: ¡Huy!, esta vida… ¡Huy!, todo va mal, todo va mal…

Como decía aquel hermanito nuestro: “Desgrasiadamente salió de la Compañía”. Todos los que le habían hecho algo: “Desgrasiadamente salió de la Compañía”. Todos, todos. No veía más que todo negro, todo negro. “Siempre creando necesidades… siempre avisos al Superior…”. Todo lo veía así ya. Él por enfermedad, pero otros, por esto. Todo negro… Porque no han digerido los bocados; se les han quedado en el estómago. Y hay que digerir. –Y, ¿cómo se digieren?, ¿cómo se digieren? Con mucho amor a Cristo. A fuerza de amor a Cristo. Y no hay otro modo de digerir.

Y aquí es donde viene bien lo que cuenta San Alonso Rodríguez. Más o menos lo cuenta él así. San Alonso Rodríguez se pasaba unas humillaciones tremendas, y le costaba mucho… Y él, que era un hombre tan de Dios, pues cuenta qué método seguía para digerir los bocados. Y dice que pasaba esto: A veces le venía una humillación o alguna cosa que le costaba mucho; y era como un hueso grande que le hubiesen echado a un perro, que no podía con él. ¡¡¡Huy!!! Y entonces lo llevaba a un rincón, y dejaba allá el hueso; sin pensar… ¡Hala! Allí.

–Y entonces miraba a Jesucristo crucificado de frente, y se empezaba a enardecer de amor a Cristo, sin pensar en el hueso; sino lo que Jesucristo le había amado y lo que él merecía, y… hasta que se inflamaba de amor. Y cuando se inflamaba de amor, iba corriendo al hueso, lo cogía y lo ponía en medio, para que su amor a Cristo disolviera el hueso.

–Y dice que se le enfriaba el amor. Y entonces dejaba el hueso

otra vez al rincón. ¡Hala! Y otra vez a amar a Jesucristo con toda su alma. Cuando estaba así amando fuerte, fuerte, fuerte… al hueso otra vez: al medio. Hasta que al fin ya, lo disolvía y lo digería. Y entonces decía al Señor: ¡Señor! Mándame otro hueso, mándame otro hueso. Esa son las almas de temple, almas de temple. Así tenemos que hacer nosotros; aunque nos cueste… ¡Nada! A fuerza de trabajar…“mándame otro hueso”.

Es lo que le pasaba al sobrinico de un jesuita. Tenían una boda –un banquete-; y este chiquillo tenía cuatro o cinco años. Y al final les pusieron una copita de coñac; y el chiquillo dijo: “Yo también quiero coñac, yo también quiero coñac”. -¡Pero hombre!, que te va a quemar… que no puedes tú, pobrecillo, que eres todavía muy pequeño… -“Yo también quiero coñac, yo también quiero coñac”. ¡Bueno…! Deliberaciones de los padres…: ¿Qué hacemos con esto? Le ponemos una gotica así, una gotica. Le ponen una gotica al chiquillo… Por poco se ahoga el pobrecillo; se quemaba por dentro. Toda la familia alrededor, dándole palmadas por todas partes, ayudándole… Y él con aquella angustia… que no podía más… que no podía… Y lo primero que dijo: -“Pero me gusta, ¿eh?, pero me gusta, me gusta”.

Pues esto mismo tenemos que hacer nosotros. Cuando el Señor nos da una gotica de su coñac, que es la cruz, una gotita… -porque nos la da así, porque somos pequeñines: una gotita-, y nos

abrasamos…que tienen que venir todos los ángeles y santos de la corte celestial a darnos palmadas a ver si llegamos a digerir aquello… pues mire; cuando ya hemos tragado un poco: “Pero me gusta, ¿eh?, pero me gusta”.

Que sea ése nuestro ideal: ser almas de temple, que lleven de veras a la realización, los principios evangélicos.

 

SOBRE LA ORACIÓN

 

Jesucristo nos llama para que estemos con Él, y para que ayudemos a todos a estar con Él. Esta es nuestra vocación: estar con Jesucristo, llevar las almas a estar con Jesucristo. Si no, no tendría sentido nuestra vocación apostólica.

Nuestro trabajo de educación y ocupación con las almas va a esto: ayudarles a estar con Jesucristo. Ayudarles a venir a suma pobreza, a la perfección de su unión con Cristo; a todas las almas. Y esto meterlo dentro; es nuestra vocación. No otras cosas, no otras famas. Lo demás, seríamos como dice San Pablo, como la campana que suena, el bronce que suena; todo vacío.

Como esas pamparas de las paradas militares que van metiendo ruido delante sin hacer nada de provecho. Eso no puede ser. De modo que, estamos hechos, puestos aquí, para estar con Cristo y ayudar a otros a estar con Cristo. “Si scires donum Dei”, decía el Señor a la Samaritana: “Si supieras el don de Dios, tú le

pedirías a Él”. Dar a conocer este don de Dios; conocerlo nosotros, estimarlo y darlo a conocer a los demás, para que todos tengan sed de Cristo, y vayan, y le pidan esta agua viva; y Jesús así, les coja sobre sus hombros para volverlos al redil del Padre.

Esta es nuestra enorme responsabilidad, que muchas veces la descuidamos. Ya nos van metiendo una cierta responsabilidad de la formación cultural que tenemos que dar a las niñas, etc., que hay que preparar bien… todo; pero para estar verdadera formación radical.

¿Cuántas de nuestras niñas salen enamoradas de Cristo, que saben estar con Cristo? –¡Enorme responsabilidad! Dar consejos, ayudar. No decir nunca que es pecado lo que no lo es; nunca. Si no es pecado, no es pecado. Pero tampoco llamar perfecto lo que no lo es. Eso no es perfecto, pues no es. Y nosotros tenemos que tender a lo perfecto. Darles el agua de vida eterna, y no contentarnos nunca con: no es pecado. Nunca.

Y en esto se presentan grandes problemas para gente que desea decididamente tender a la perfección. Cuántas veces entonces, un consejo espiritual puede ser fatal; un consejo espiritual que no corresponde al de Cristo, que no sería el que Jesucristo le hubiese dado a esa joven o a esa niña en ese momento; sino así; el que a mí se me ha ocurrido por las circunstancias de hoy. Pero tendrás que responder ante Jesucristo de ese consejo que has dado. Y la única cosa que te salvará será ésta: Señor, yo dije esto creyendo que Tú habrías dicho lo mismo. Por eso se lo dije; sinceramente.

Grande responsabilidad. Si San Juan de la Cruz habla con tanta energía contra los maestros espirituales –que da miedo; porque dice allí que los enemigos que pueden impedir al alma el progreso espiritual son principalmente tres; ciegos que conduzcan a un ciego, y son: el maestro espiritual, el demonio y el alma; tres enemigos-, esto tienes que aplicártelo también a ti para tu aconsejar espiritual: qué tienes que decir a un alma, cómo tiene que proceder, cómo sale de tus manos; almas que te ha confiado Cristo.

Cuanto hemos dicho hasta ahora en los Ejercicios es duro. ¡Qué duda cabe! Sencillo sí que es; pero duro también; nadie duda de ello. Pero por ahí hay que subir a la unión familiar con Cristo; y

no hay otro camino. No se ha inventado otro camino y no se inventará. Porque la unión familiar con Cristo es una unión de amor, y para la unión de amor tiene que haber unión de amor exclusivo y total. Y eso lleva consigo que hay que eliminar todo lo demás.

De modo que Jesús se da totalmente a quien le tiene a Él como el único tesoro. Y Él lo dice bien claramente: Nisi quis renunciaverit ómnibus qui possidet, non potest esse meus discipulus. “Si uno no renuncia a todo lo que posee”; todo. Aquí no hay excepción; eso está bien claro en el Evangelio. A todo hay que renunciar. Y entretanto no será del todo discípulo mío. Puede ser que llegue a un cierto grado, pero del todo discípulo mío no será. Y el grado en que será discípulo mío será el grado en que renunciará a todo lo demás.

Por eso, cuando Jesucristo a un alma exige poco, quiere decir que se quiere dar poco. Cuando a un alma exige mucho, quiere decir que se quiere dar Él mucho. Y si exige todo, que se quiere dar Él del todo para ser Él la felicidad del alma.

Por eso, si invitados por Cristo lo dejamos todo, relictis redibus et patrem, “dejando las redes y el padre”, entonces seguiremos a Cristo; entonces viviremos una vida de oración íntima, una de aquellas profundidades del tesoro íntimo de Cristo:

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos, etc.

Todo eso es mi Amado para mí, dice San Juan de la Cruz. Lo que para otros son las montañas y los valles y los mares y los ríos, eso es mi Amado para mí. Y ahí lo tengo, y ahí lo encuentro todo;

cuando has renunciado a todo. De modo oque se puede decir también de ti en verdad:

En soledad vivía,

y en soledad ha puesto ya su nido,

y en soledad la guía

a solas su querido,

también en soledad de amor herido.

Ahí está; todo es soledad ahí. –Es que estoy con los demás.

 –Claro que estás; claro. Pero nadie te quita esa soledad interior que tenemos que formar dentro de nuestro corazón; esa especie de zona de silencio, esa especie de clausura interior que tenemos que llevar con nosotros en todas partes, en todo el mundo.

Y allí dentro… el Señor, como en un Sagrario; en la punta de nuestra alma, como una lamparilla encendida que le hace vela siempre. Eso es lo que se pretende: “En soledad vivía”. Y aun cuando estéis en medio de la multitud, “en soledad vivía”. Y cuando se vive en soledad con la persona que se quiere, nunca se está menos solo que cuando se está solo. Cuando dos personas se

aman, nunca están menos solas que cuando están solas. Y nunca están más solas que cuando están acompañadas de otros. Y es así.

Nuestra soledad no es estar solos con nosotros, sino estar solos con Dios, en el diálogo íntimo con Dios, que es la plenitud de vida.

Por eso, el Señor te dice también a ti, que rompas las amarras y vayas mar adentro. Que se acaben ya esas medianías, que te des de una vez a la verdadera vida del espíritu. Duc in altum, te dice Jesús como a Pedro: “Mar adentro”.

Mar adentro,

un misterio de la mar.

Mar adentro,

mar y cielo; soledad.

¡Señor!, qué pocas las almas

que mar adentro se van.

¡Qué misterios insondables tendrá el mar,

qué misterio en la barquilla,

que mar adentro se va!

Hay una historia en los santos

que Dios sabe; nadie más.

Mar adentro, mar adentro

me mandaste navegar;

mar adentro voy remando.

Mar y cielo; soledad.

Así te invita el Señor: Mar adentro; a ese misterio insondable, a ese secreto íntimo del alma con Dios. Pero hay que decidirse para ello. A nosotros nos gusta tanto ser un poquito de agua y un poquito de tierra… Como las ranas: un poquito en el agua con la cabecita fuera para respirar, y después a la tierra, a tomar el sol. Y en último término, si pasa una tempestad, nos agarramos a las ramas; no demasiado. Eso es no fiarse de Cristo. ¡Mar adentro! Déjate de tierras; mar adentro. Sola con Cristo. “Estar con Cristo”; entonces sí; estar con Cristo en soledad. Eso es la vida de oración: estar con Cristo. Dios no se muda; Él es siempre constante, siempre igual.

Todo se pasa.

Dios no se muda.

Quien a Dios tiene

nada le falta.

Solo Dios basta.

Nosotros sí cambiamos mucho; mucho. –Le decía el Señor una vez a Santa Teresa –cuenta ella-: “Díjome una vez, consolándome, que no me fatigase –esto con mucho amor-. Que en esta vida no podíamos estar siempre en un ser. Que unas veces tendría fervor y otras estaría sin él; unas con desasosiegos y otras con quietud y tentaciones; mas que esperase en Él y no temiese”.

Eso dice también el Señor; Él no se muda. Nosotros cambiamos; nosotros sí; Él no. Y Dios que nunca se muda, Él ora siempre conmigo; siempre. En el cielo, donde está viviendo siempre para interceder por nosotros; en el Sagrario donde está siempre en vela, orando en todo momento del día y de la noche; en mí, en mi corazón ora por su Espíritu. “Mirad que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”.

Con nosotros está; siempre. Y ese Jesucristo que ora conmigo, ése es al mismo tiempo mi modelo. Él, que nunca ha dejado este oficio que tuvo también en la tierra, me está enseñando al mismo tiempo cómo orar. “Como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos sean uno en nosotros”. La oración es importantísima para nosotros. El empaparnos, establecer el contacto con el Señor, adorar al Señor; es muy importante.

Vamos a ver, pues, si hablamos hoy de esta oración explícita. En la siguiente meditación hablaremos de la vida de oración durante el día, la unión con Dios; y por la tarde hablaremos de Marta y María y de la contemplación en el trabajo o en la acción. 

La oración misma.

 

Algunos encuentran dificultades hoy día, y quieren encontrar también justificaciones para no orar explícitamente. Justificaciones muy subidas, a las veces, muy llenas de teología y de caridad, pero que en el fondo, muchas veces esconden la imposibilidad o la dificultad de la oración explícita.

Se insiste mucho en la oración virtual: -Para mí todo el día es oración; no necesito ponerme allí delante del Sagrario a orar una hora entera, sino, ya está: todo el día estoy yo con el Señor. ¿Para qué más oración?

–Pues… no corresponde tampoco esto a lo que hacía

Jesucristo. Toda la vida de Jesucristo era oración en ese sentido. Él tenía la visión del Padre, estaba siempre unido al Padre. “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”. En todo lo buscaba, en

todo estaba unido a Él. Tanto, que podía decir: “Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo”.

Siempre. Nunca estaba solo. Siempre en unión con el Padre. En Jesucristo, todo era oración, era holocausto continuo en obsequio al Padre, era estado habitual de oración. Porque si es verdad – como dice Orígenes-, que todo deseo de la mente buena, todo deseo eficaz de una mente buena, de un alma buena, es oración eficaz ante Dios, en Jesucristo eso era todo oración.

Él todo lo hacía como abierto al Padre, como una oración continua para el Padre. Y era una oración, al mismo tiempo, colectiva, porque era de Cristo Cabeza de todo el Cuerpo Místico, del Cristo total; siempre, en todo se presentaba al Padre como Cabeza del Cuerpo Místico. Y a pesar de todo, Jesucristo oraba. Dice el Evangelio en varios sitios: “Y muy temprano, levantándose salió y se marchó a un lugar desierto y allí oraba”. “Y después de haberles mandado fuera, subió al monte a orar”. “Y estaba Él solo en tierra”. “Y se pasaba la noche en la oración de Dios”. “Él, se retiraba a un lugar desierto y oraba”.

¡Cuántas veces nos dicen esto! Tanto, tanto, que esta oración de Cristo, como en el Huerto, en que se retira de los Apóstoles y va a orar; y en el desierto los cuarenta días que va a orar y ayunar-; esto, el verle a Jesucristo como ellos le veían a una cierta distancia con respeto, en aquella posición tan respetuosa, tan subida, tan serena al mismo tiempo, es lo que a ellos les movía a decirle: “Señor, enséñanos a orar”, enséñanos. Doce nos orare. Orar. No la oración virtual sólo, sino la oración explícita.

¿Por qué oraba así Jesucristo? ¿Para darnos ejemplo? Ya eso nos bastaría para que nos dedicásemos también nosotros a la oración explícita. Pero no era sólo eso. Es que también el Señor tenía necesidad de la oración. Porque, en cuanto hombre, estaba sometido al Padre; en cuanto hombre mostraba su culto, su adoración, ofreciendo en holocausto esa misma Humanidad al Padre.

Y en la oración, lo que hacemos es ofrecernos en espíritu y en verdad como holocausto total al Padre; dedicados todo, todo el ser, cuerpo y alma, al culto a Dios. En lo demás, hacemos lo que tenemos que hacer sobre la tierra como sometidos a Dios, bajo la voluntad de Dios.  Aquí, buscamos el rostro mismo de Dios con todo nuestro ser, hecho holocausto. Es el obsequio de nuestra humana naturaleza.

 Por eso, es verdad que toda nuestra vida debe ser de unión con Dios; eso es verdad –y de ello hablaremos-, y en este sentido debe ser toda oración, pero debemos dar siempre el tiempo exclusivo a la oración; “dejadas todas las otras cosas”; ahora para el Señor.

Así es el ejemplo de Jesucristo –como he indicado-; por esta razón: porque también Él ofrece el holocausto de su ser total, en cuanto es criatura, al Padre, y tenemos que hacerlo así aun cuando –notemos- ese tiempo de oración frecuentemente pueda resultar duro, en medio del curso, etc. Puede ser… A veces porque no nos preparamos bien; pero puede ser que resulte. Aun cuando resulte duro, hay que ser fiel; aun cuando resulte desagradable; como la aridez del desierto a donde se retiraba Jesús a orar. Hay que aguantar, hay que soportar que el Señor esté con nosotros.

–Y esa dureza, pues puede venir muchas veces de nuestra indisposición; entonces hay que curarla. Otras veces, de un cansancio en todo el cuerpo, de un día de trabajo que pesa después. Pues, tomarlo como desierto, pero ser fieles en nuestro holocausto al Señor. Como un soldado tiene que hacer guardia aunque esté cansado; allí está.

Otras veces se hace duro por las distracciones de las ocupaciones, aun muy santas, que tenemos. A veces porque no las llevamos bien; otras veces porque, a pesar de que las llevamos, quedan. Otras veces es castigo y penitencia por nuestras infidelidades durante el día; por nuestras faltas de observancia, de caridad, de generosidad. Pues bien; tenemos que orar a pesar de todo. Es nuestro oficio, es nuestro deber. Y no caer nunca en esa tentación de decir: Ya basta lo otro; porque es más cómodo. No.

 

Jesucristo en esto es nuestro modelo. Él oraba, pasaba las noches en oración. –Y nos tiene que enseñar también. Tanto más, cuanto que Él ora en nosotros. Él mismo. Y nosotros prestamos

nuestra colaboración a esa oración de Cristo Cabeza que quiere orar en nosotros al Padre.

Lo decía así Orígenes: “Jesucristo permanece en aquellos que oran, y especialmente cuando los que oran salen de su ciudad y vienen al mismo Jesús, imitando a Abrahán que obedecía a Dios que le decía: Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre”. Cuánto más dejemos todo, más ora Cristo en nosotros.

 Por eso, tenemos que transformarnos en Cristo cada vez más, para que nuestra oración sea así oración de Cristo en nosotros. Tienes que cambiar para que, buscando el rostro de Dios, lo encuentres y lo veas. Tienes que arrojar de ti todas las cosas humanas; tienes que hacerte ángel, mejor dicho, tienes que hacerte Dios para orar a Dios.

Por eso la oración es dura muchas veces. La oración, en sí, no es dura; lo que es duro es lo que lleva consigo la oración, la exigencia de la oración, la continua transformación en Dios para poder orar bien, como Cristo ora al Padre.

–Y ese es el trabajo constante, el trabajo de nuestra renuncia constante. Hay una imagen clásica en los autores espirituales sobre la transformación del alma en Dios. Dice que le alma subió a un castillo alto, en el monte, y cuando llegó a la puerta, llama a la puerta:

-Tan, tan, tan, tan.

Y le responden de dentro:

-¿Quién es?

Y responde el alma:

-Yo.

Y le dicen de dentro:

-No hay sitio para dos.

Y no le abren.

Entonces el alma se marcha, va al bosque; se va por allá, hace penitencia, se purifica. Y después de tiempo, después de un par de años, vuelve y llama:-Tan, tan, tan, tan.

-¿Quién es?

-Tú.

-Entra, porque aquí sólo vive la gloria de Dios.

Le abren la puerta; cuando ya no es el yo, cuando es Cristo, el alma transformada en Cristo.

Tienes que cambiar, cambiar. Hacerte ángel. Más; -es frase de Orígenes-: tienes que hacerte Dios, divinizarte, para que puedas ver el rostro de Dios, que es lo que buscamos en la oración. Él ora, pues, en nosotros. Y esto nos tiene que animar mucho en nuestra oración. Él está en nosotros. Tenemos que disponernos, y orar. Encontraremos, ciertamente, algunas dificultades en la oración. Quiero indicar un poco sobre este punto.

 

Dificultades de la oración.

–Primero: un concepto que se nos puede meter, de que estamos perdiendo el tiempo de la oración.

–Estoy allí… no hago nada… pierdo el tiempo. Para eso, pues mejor es ocuparlo en cosas útiles. ¡Hay tanto que hacer…! ¡Tantas almas que se pierden! ¡Tanto apostolado!

–Esos son engaños, engaños. De ningún modo salvarás tantas almas como siendo fiel a tu vida de oración habitualmente

–puede haber un caso extremo, en el cual uno pasa por encima de esto; de acuerdo-,

 pero habitualmente, esa vida de oración; porque de ahí nacerá la elevación misma de tu trato con las almas; les podrás llevar el contenido íntimo de tu unión con Cristo. Lo demás, llevarás palabras vacías, en las que se verá muy claro que eres como un repetidor, como un disco que suena. Pero no representan esas palabras el contenido de tu corazón. Hace falta, es necesario transformarnos en Cristo.

De modo que ese concepto de perder el tiempo hay que eliminarlo totalmente. Es concepto pagano. Es concepto de carne y sangre, que no estima sino lo que es útil humanamente; en este mundo que sólo estima la utilidad de las acciones de los hombres respecto de los otros hombres. Y a eso llaman caridad, y a eso llaman amabilidad y a eso llaman grandeza.

-¿Y Cristo? Que se esté.

– Pues no es verdad. Merece la pena

–y caed en la cuenta de esto-; Jesucristo merece una hora de mi día, dedicada sólo a Él; y no es mucho. Y no es perder el tiempo estar ocupado en amar a Cristo.

De ahí suele venir ese concepto mismo mundano: el que muchos –los mundanos en general- no estimen nunca una vida de contemplación pura: de la Trapa, la Cartuja, el Carmelo. Eso no lo

entienden. ¿Qué hacen esas personan sin hacer nada? ¡Que trabajen un poco!

–Los más ateos no tienen inconveniente contra las religiosas de enseñanza, contra las religiosas de los hospitales, si no es porque les meten esas ideas religiosas; pero como actividad, no tienen ningún inconveniente en que estén allí, y que cuiden de los hospitales; y las estiman, y las admiran: ¡Oh, qué hermoso! ¡Mire

qué sacrificio! ¡Y cómo se dedican a los demás! Eso es caridad, eso es vida religiosa; todo lo demás son historias.

–Pero las religiosas contemplativas, no. No las entienden. ¿Por qué? Porque eso no tiene sentido humano. Una vida de oración y penitencia, humanamente no se entiende. Eso sólo lo entiende quien entiende el amor de Cristo; no lo entiende el que concibe la vida sólo en un sentido utilitario: disfrutar de la vida.

Pues en nuestra vida concreta hay una partecita de ella que es de contemplación pura: la oración. Que es partecita sea de veras para el Señor; con una estima grande de ella. Que sea como la flor de todo el día. Así. Fruto de todo lo demás; porque no se puede separar. No es que estamos ordenados sólo a la contemplación, no. Vosotras no sois puramente contemplativas; pero que ahí, el rato de oración venga a resultar como la flor de todo el día, que se ha formado con el resultado de todo el día, y se abre al Señor. “Dilatare, aperire, tanquam rosa fragrans mire”.

 Es el holocausto

nuestro; es la unción de la cabeza de Cristo, como dice Orígenes. Nosotros podemos ungir los pies del Señor y la cabeza del Señor. “Ungimos los pies del Señor –dice Él- cuando hacemos obras a

favor de nuestros hermanos: obras de limosnas, de caridad, de ayuda; porque nuestros hermanos son como los pies de Cristo, con los que Él camina ahora sobre la tierra. Pero podemos ungir también la cabeza de Cristo. Y ungimos la cabeza cuando hacemos obras puramente de amor a Cristo sin utilidad aparente de nadie. Sólo para obsequiarle a Él, a la Cabeza. Y de este perfume se llena

toda la Iglesia de Dios”. ¡Qué finura de Orígenes!

–Las cosas modernas… ¡Orígenes! Vaya usted a los grandes hombres. Esos son los grandes intelectuales y los grandes amantes de Cristo; los de verdad.

 

 

 

–Ese es el perfume de la Iglesia. Ahí está. Y ese tiene que ser el perfume de todo nuestro día. Como esa rosa que se abre, que deja después todo el día perfumado. Holocausto; unción de la cabeza; desprendimiento de todo. Y cuando se va haciendo así en todo, entonces se puede convertir también todo el día en una especie de continuación de ese holocausto, de ese obsequio al Señor todo el día.

Otra dificultad de la oración, que retrae a muchas almas: son las distracciones de la oración. Distracciones que no hay que minimizar. –Hay tratados enteros para evitar distracciones en la oración-. No concebir nunca la oración meramente como pasar una hora sin distraerse. No es eso la oración. Hay almas que parece que se preparan así, con un poco de miedo; dicen: Bueno, ahora empieza la oración. Oración preparatoria. Se santiguan, y dice: Ahora, desde ahora vale. A no distraerme. Una hora.

–No es eso la oración. Puede ser que sea un buen ejercicio, pero no es eso la oración. La oración no es estar una hora sin distraerse. No es estar allí con: “A la primera distracción que aparece, la rechazo. A ver…”. –Pues ya estás distraída. Esa actitud no es de oración; es de atención a las distracciones que pueden salir; es ya una distracción.

A la oración hay que ir con espíritu amplio, con el corazón dilatado; sin estar encapotadas, como dice Santa Teresa, ¡encapotadas! No. Sin tensión de músculos. Ir de verdad a estar con el Señor. No, a no tener distracciones. No ir a la oración a pasar entretenidos la hora, solo eso; y ya recurrimos a todos los medios habitualmente.

Y primero, pues empiezo a meditar, después saco el rosario, después un libro, después empiezo jaculatorias, termino con las letanías; y todavía me faltan dos minutos, y ahora repito una jaculatoria… No es pasar entretenidos la hora. Puede ser que alguna vez también haya que recurrir a eso, pero no es ése el sentido sustancial. Sino, a la oración se va a estar con Cristo en pura fe, de veras. A estar con el Señor; como posición sustancial. Y estando con el Señor, uno piensa, se dispone, se prepara. Pero fundamentalmente, estando con el Señor.

Hay diversas clases de distracciones, que hay que tener presentes cuando uno las quiere corregir. Si siempre son distracciones de una materia, siempre, esto suele indicar un apego del corazón en esa materia; y el remedio tiene que ser librarse de ese apego. Eso suele pasar en determinados momentos, determinadas preocupaciones, trabajos que hay que hacer, cosas que uno teme, antes de los exámenes, etc. Donde hay apegos. Librarse. Es una afición desordenada, o vanidad; lo que sea.

Otras veces son variadas, de las ocupaciones del día. Y esto puede argüir una falta de recogimiento durante el día; que no está uno en el Señor, sino se deja coger demasiado de las cosas, y después vienen en tiempo de oración.

A veces son distracciones que vienen contra todo lo que uno podía esperar, y vivísimas, y como tentaciones. Y esto puede ser, incluso, del demonio.

–No asustarse. Es algo anormal. No es que suceda así siempre; alguna vez. Otras veces son tentaciones varias, a pesar del recogimiento que uno tiene durante el día. Estas distracciones son de debilidad humana. Y en este caso hay que aprovecharlas lo más posible; con sencillez. Actuar la presencia de Dios cuando uno se acuerda. No estar entreteniéndose con la distracción y discutiendo con ella, sino volver de nuevo al Señor por la vía más breve. No repensando desde el punto en que me separé, no; porque entonces pierdo mucho tiempo. Me encuentro con que la imaginación se ha ido por aquellos montes, aquellas colinas, y me la encuentro allí lejos; y ahora la traigo como una niña haciéndole un sermón: tienes que venir aquí…

-Sigues distraída… No hagas eso, no hagas eso. Sino, cuando caes en la cuenta de que estabas en las montes por allí, vuelve al Sagrario y sigue adelante. Ya está. No pienses más. Ni cuánto tiempo… Señor, siempre estoy con esta distracción… Nada, nada; todo eso es perder el tiempo. Al Señor. Seguir adelante.

Los remedios de las distracciones, por lo tanto, no hay que aplicarlos tanto en el momento de la oración, sino que, en general, hay que aplicarlos al resto del día. Es el día entero.

 –Hay almas que desean hacerlo todo bien. De modo que se divierten en grande. Trabajan absorbidos por el trabajo totalmente; comen bien; y después quieren rezar bien. Todo bien. “Todo lo hizo bien”.

Pues… es difícil esto; muy difícil; muy difícil. La oración es el resultado de todo el día. No se puede separar del resto. Y es el resultado, como la flor de nuestra conversación con Dios todo el día. Y si durante todo el día, el Señor ha estado insistiendo, inspirando, pidiendo, y yo me he estado haciendo el sordo de la mañana a la noche, después a la oración, voy yo allí y se hace Él el sordo. Y no hay manera.

–Para que aprendas a ser cortés, a ser delicado con Jesucristo, que es con el único con el cual no eres delicado; con Él. Pues no. Estate atenta, hospédale en tu casa. Y cuando haya procedido así normalmente, la oración se hace mucho más fácil, y mucho más normalmente se comunica el Señor. De modo que no es una asignatura más, sino que es tratar de persona a persona con el Señor en todo nuestro día.

Otro peligro de la oración y otra dificultad suele ser la curiosidad; el ir a la oración a tener grandes ideas; ideas sublimes, bellísimas. ¡Oh!, he pasado toda la hora considerando las procesiones trinitarias. ¡Qué hermoso es eso! ¡Las potencias trinitarias! Y casi las ven con la cruz alzada y todo que van con la procesión con dentro; intratrinitarias. ¡Qué sabrá ésa de las procesiones trinitarias! Pero está emocionada con las procesiones trinitarias. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo haciendo procesión.

–Ha leído a Sor Isabel de la Trinidad: ¡Oh, qué sublime! ¡El Espíritu Santo! ¡Unas ideas magníficas! ¡Maravillosas! Que no se trata de ideas hermosas, sino se trata de adherir a Cristo, a la persona de Cristo, adherir a Dios. No a las ideas de Dios, sino a Dios mismo. Y cuando uno dice: ¡Oh, qué ideas tan maravillosas!, dice: Adiós, estamos fuera del tiesto. ¡Malo!

–Que no te apegues a las ideas, sino a la persona. Y muchas veces las ideas impiden que uno se apegue a la persona. Debería de ayudar, debería disponer el alma para adherirse a Él, y sin embargo, a veces no. Mirad;quien se acerca a Dios, siempre sale más humilde del contacto con Dios, más conocedor de su miseria, más sentirá su propia nada. Siempre.

Moisés, cuando se encuentra con Dios que le habla desde la zarza, se descalza, se humilla. Todos los demás tienen ese santo temor de Dios, como San José ante la Encarnación, todos. El alma que se acerca a las ideas de Dios, sale más satisfecha de sí misma: ¡Oh, lo que he entendido! ¡Qué hermosura! ¡Oh! –Eso quiere decir que no has llegado hasta Dios. Dios entra de otra manera dentro del alma.

Pues bien; muchas veces a la oración se va a esto: a tener ideas y a ver si se me ocurre algo bonito para poder apuntarlo después, para que se me quede allí; y si encuentran mis apuntes que digan: ¡Oh, qué oración tenía!, ¿eh? ¡Tenía grandes ideas!

–Pues no. En esto se me suele ocurrir que a veces nos quedamos en las ideas de Dios sin entrar en Dios, de un modo parecido a lo que contaba ese pintor tan curioso y original: Dalí, ¿verdad? Dalí, entre esas originalidades que tiene, tiene unos bigotes que le llegan casi hasta los ojos o así, hacia arriba; los pone dentro con un alambre para que estén así. Y va con esos bigotes por todas partes; toda la gente se le queda mirando. Dice que los lleva para captar las radiaciones astrales, que las capta con esos bigotes.

–Y le preguntaron una vez a ver para qué llevaba esos bigotes. Y dice: Pues para pasar desapercibido. Y le dicen: ¡Pero qué ocurrencia! Pero, ¿no ve usted que todos le miran? – “No señor; miran a los bigotes, y yo detrás, observo a los que me miran”.

–Pues bien; muchos se quedan en la oración en los bigotes de Dios; sin llegar hasta Él. Y hay que pasar por encima. No en las ideas hermosas; a Dios. Pegarse a Él. Pegarse a Jesucristo, a la persona misma de Cristo. A Dios mismo, no a las ideas de Dios. Por eso hay que tener siempre esta actitud de atención interior. Abiertos. A estar con Él. Estar con Jesucristo. Abiertos a Cristo.

Modos de orar.

 

–Brevemente.

Lo fundamental es esto último en que he estado insistiendo ahora: ir a estar con Cristo, en pura fe, con el corazón abierto; para recibir su influjo, su contacto. No ir a la oración tanto al “tener que estar una hora entera ahora”, como un deber que hacer: ahora es la hora de orar, voy allá a orar; cumplir mi deber. No tanto darle este tono, sino ir a estar con Cristo. Con alegría. Voy a estar un rato con el Señor. Como si fuese paseo en silencio. Igual.

       Se advierte muchas veces en las almas que, almas que no encuentran a Dios en la hora de oración, lo encuentran en un rato de paseo en silencio, o lo encuentran en un rato de visita voluntaria por la tarde. Esto, ¿a qué se debe? No se puede dar una norma absoluta.

A veces, sienten la tentación de decir: Pues ya que encuentro a Dios de esta manera, voy a dejar la oración, porque allí pierdo el tiempo; y por la tarde haré mi visita, o, en paseo, en silencio encontraré al Señor. Esto es fatal. Nunca esto. A las veces, esta oración más rica, más sabrosa de la tarde, del paseo en silencio, es fruto de la oración de la mañana. Si cesase esa oración de la mañana, cesaría también lo otro. Y ahí viene el demonio a tentar a que dejes la oración de la mañana.

 –Nunca. No. Ser fiel, ser fiel.

–Pero, otras veces puede ser perfectamente que la actitud con la cual uno entra en la oración obligatoria, como una obligación que tiene: a no perder tiempo, a no distraerme, esa actitud cree

una verdadera inhibición del espíritu, que, consiguientemente se encuentra más árido.

–Si yo tengo que estar con una persona una hora, y antes de estar una hora estoy pensando que tengo que hablar la hora entera sin parar, y que, a ver qué se me ocurre; pues no se me ocurre nada. La más charlatana que sea, si va en ese plan, se le acaba la conversación: el tener que estar la hora entera; y mira; y todavía no ha hablado más que cinco minutos; y quedan cincuenta y cinco todavía; y de dónde saco yo materia… Y en cambio, los demás días habla tres horas, cuatro horas, cinco horas,

sin parar.

–Y es un poco de esto también en la oración: Como tengo que estar con el Señor, pues va uno con el miedo: a ver cómo ocupo el tiempo… No, no. Ir en la actitud esa interior sencilla, serena; a desahogarse afectivamente con el Señor; a estar con Él. Sin prisas, sin miedo de que alguna vez tenga alguna distracción; no ir así. Si uno va a habla con su madre no está pensando: a ver si no me distraigo en este tiempo, no. Estoy hablando, y a lo mejor tengo un libro en la mano, o veo una flor, o cojo algo… No pasa nada.

 Estamos los dos conversando. Esa holgura de espíritu en la oración. Ir de veras, en espíritu y en verdad a estar con el Señor. Y saber estar quietos; saber estar quietos. Que no todos saben estar quietos en la oración. Hay gente que está charlando, hablando, pidiendo… Y… no le dejan meter baza al Señor, no.

–Eso me decía una vez uno: No, no; cuando yo voy a la oración hablo yo, ¿eh?, hablo yo. El Señor no; no tiene entonces nada que decir; ahora hablo yo; ahora me toca a mí.

–Y de parte del Señor, debe ser a veces un poco molesto.

–Pero, pero ¡cuándo te callarás! –Charla que charla y charla que charla.

–Pero… ¡estate callado! –Sí; sí. Hemos conocido gente que charla, ¿verdad?

Recuerdo un compañero que era… ¡qué charlatán! No he visto cosa parecida. Y éste una vez que fue a la barbería, pues le estaban afeitando; y él hablaba y hablaba y hablaba y hablaba. Y ya le llegaban hacia la boca. ¡Igual! Con la boca torcida, pero hablar, hablar. ¡Pero hombre, que le van a cortar! No charle así.

 –Saber estar quietos. En la oración vamos, sobre todo, no a una quietud; no vamos a una quietud; vamos a pensar, pero con actitud quieta, interior. Mientras uno piensa, mientras busca al Señor, quieta. Y apenas el

Señor da una muestra, o apenas uno se encuentra bien con el Señor, quedarse allí, quedarse. Y no estar hablando y hablando y hablando.

–Porque es que si no, me parece que no hago nada. –Pues vence eso. –Y ésa es una de las dificultades más grandes de la oración: ese deseo de estar satisfechos de que hemos hecho todo y de que: ya está, estoy tranquilo; que por lo menos he trabajado. –Pero no se trata de eso; estamos buscando al Señor. Por lo tanto, cuando Él se muestre, calla.

Como dice Santa Teresa: que hay algunas almas que tienen su plan hecho de oración, y aun cuando el Señor se les muestre y se les comunique, le dicen: Señor, espera, que tengo que acabar estos Padrenuestros; ahora los tengo que terminar; después ya podrás venir.

–Así no se trata al Señor. Con delicadeza. –Y suele pasar eso, que el señor, yo creo que a muchas almas, a muchas les dice: Pero estate callada; calla de una vez, por lo menos. Óyeme, óyeme. –No, no, no; espera, espera; ahora hablo yo. –Pero, óyeme. –Y el Señor querría concentrar sus rayos sobre el alma; y si el alma estuviese quieta, se inflamaría. Pero no hay modo, porque es inquietísima, y está ahí pensando y repensando; volviendo a un libro, y unas jaculatorias, y el rosario y el otro… -Estate quieto. Esto como actitud.

 

Modos concretos.

–A veces la plegaria, la oración de petición, que es muy buena. Pero oración de petición que no tiene que convertirse en un sucedáneo. La oración de petición es excelente; es la que más se subraya en el Evangelio directamente; en la insistencia. Pero es la que más tenemos que emplear como oración durante todo el día: la de petición.

Según las cosas que vayamos necesitando, viendo: por las almas; en lo que nosotros estamos trabajando; en nuestra propia santificación; en nuestras humillaciones; pedir siempre, siempre, siempre. Era la oración continua de que hablaban los Padres del desierto, que repetían: Deus in adjutorium deum intende. Siempre; todo el día estaban pidiendo el auxilio del Señor. Es muy bueno.

En el tiempo de la hora de oración, ¿mucha petición? A veces puede ser, puede ser. Y hay almas que se pasan rezando el Padre nuestro. Aquel Padre Sautu que les hablé, que cogía al enfermo por el cuello, pues se pasaba todos los días –cuando ya perdió la voz, estaba en la Curia Romanados horas de oración con los brazos en cruz. Dos horas. Y le preguntaban a ver qué hacía; porque le vio alguno.

-Pues orar.

-Y, ¿qué reza?

-Padre nuestro.

-Y, ¿por qué está con los brazos en cruz?

-Porque, si no, me duermo.

Se levantaba a las tres de la mañana, y dos horas de oración con los brazos en cruz.

Puede ser, para almas -¡bien!- hora de oración, de petición de repetir; puede ser. No se puede dar normas absolutas. Pero en todo caso, oración de petición es compatible con las afecciones desordenadas. Uno no limpia su corazón, y en cambio llega a la oración y pide al Señor, y pide, y pide, y pide. Por eso hay muchas almas que piden mucho, mucho, y después siguen sus gustos. Se confirman en su santísima voluntad; la de ellas. Piden. Parece que están pidiendo todos los días:Hágase mi voluntad así en el cielo como en la tierra.

 –Pues… puede haber más sucedáneos. –Y puede haber sucedáneos también en cuando se suele insistir tanto, ¿verdad?: Es tan fácil orar… Te presentas al Señor con necesidades tuyas; se las presentas al Señor.

–Y así puede ser que almas que estén con verdaderos apegos desordenados, hacen la oración sobre ellos. ¿Eh? Tiene uno que examinarse y está medio loco con los exámenes

–y no agrada mucho al Señor eso; debería tener un poco más de dominio-, y sin embargo, va a la oración, y vuelta a los exámenes: Señor, dame gracia para esto, para que los lleve bien, para que sepa examinarme; ¡venga! E incluso puede llegar a dialogar con el Señor sobre la materia del examen: ¿Cómo es aquella lección que no me acuerdo?

Señor, ayúdame.

–Y se pasa la hora repasando la lección. –Esos pueden ser sucedáneos. Y lo mismo en las necesidades del ministerio o del apostolado. Está una preocupada con el caso de una chica, y dice: llega la oración y hago de la preocupación oración, y allí estoy a repetir.

 –Pero si estás apegada a esa chica… ¿Y también en la oración quieres estar pensando en ella? Piensa en el Señor. Pueden entrar estos sucedáneos, y pueden entrar cuando un alma a la que Dios ya se comunica en paz y que se encuentra bien con el Señor, le entra el escrúpulo de que no hace nada. Y aun cuando estaría muy

bien a gusto así con el Señor, entonces le viene: pues algo hay que hacer; y empieza a pedir, y a decir jaculatorias.

–Pues, no señor. Si Dios te quiere en silencio, estate en silencio. Si Dios te quiere serena y tranquila, estate así, aun cuando no tengas la satisfacción de que has hecho algo. De modo que no se convierta esa petición, que es tan buena, en un sucedáneo del espíritu.

 

Después está la meditación.

La meditación es sencillamente reflexionar, de veras. Aquí no hay ficciones. Reflexionar en espíritu de fe sobre la palabra sensible de Dios, para que el corazón se compenetre de ella. Eso es meditar. En vedad; sin ficciones; sin violencias; sin no distraerme. No; en verdad. Reflexionar, pero en espíritu de fe, a la luz de la fe. Como hacía la Virgen. “María conservaba todas esas cosas, reflexionando en su corazón”. Les daba vuelta; lo que había pasado.

Pues igual. Lee un trozo del Evangelio y reflexiona; en espíritu de fe; con criterios divinos. Reflexiona sobre esa palabra sensible de Dios que le llega a ella por la palabra escrita, por la Revelación, por la historia, la enseñanza de la Iglesia, la Liturgia; todo eso. Reflexiona en espíritu de fe para que el corazón se compenetre de ella, para que llegue hasta el corazón, para que se encariñe con ella, se aficione a ella, piense según la palabra de Dios, la vaya asimilando; y así, Cristo se vaya formando en su corazón, se vaya transformando en Cristo, pensando como Él, amando como Él, gustando como Él. Eso es la asimilación.

Y por fin, una cosa que puede sernos muy útil. Hay días y hay horas en las cuales uno no está para muchas cosas: cansancio, trabajo, salud. Pues bien.

 

BAÑOS DE EUCARISTÍA.

Os lo aconsejo mucho. BAÑOS DE EUCARISTÍA. Se va uno al banco de la capilla, se sienta allí delante del Señor, y se está; tomando baños de Eucaristía. Dejándose mirar del Señor. Que la mire, que la cure, que la inflame… Está allí. -¿Qué hace usted? ¡Si no haces nada…!

–Tomando baños de Eucaristía.

–Pero, ¡si no hace usted nada…!

–Baños de Eucaristía. –Como uno que toma baños de sol.

 

–No hace usted nada.

–Pues tomo baños de sol.

–Pues igual. Baños de Eucaristía muy, muy ricos. De mucho fruto espiritual, cuando uno en espíritu de fe está allí delante del Señor sin tener prisa para hacer otras cosas que le esperan. Baños de Eucaristía.

Pues bien; tenedlo todo esto presente. Sin olvidar que la raíz de todo está en renunciar a todo. Nisi quis renuntiaverit omnibus quae possidet non potest meus esse discipulus. “Si uno no renuncia a todo lo que posee no me encontrará plenamente como su Maestro y su Amigo”.

 

CONSOLACIÓN Y DESOLACIÓN

 

Hemos sido llamados para estar con Jesucristo, para vivir con Cristo. No sólo en el rato de oración explícita, sino todo el día, y todos los días de nuestra vida. In sanctitate et justitia coram ipso ómnibus diebus vital nostrae. “En santidad y justicia ante sus ojos todos los días de nuestra vida” y todos los momentos del día. A eso nos llama Él; y ése es el ideal: la perfección de la caridad.

La perfección de la caridad, que no hay que entenderla como una mera presencia de la gracia santificante en el alma, sino una presencia muy activa y muy vital, de modo que llegue al grado supremo de caridad que el Señor pretende de nosotros.

La caridad, en la que consiste la perfección –a la cual dedicaremos después una plática-, la caridad ésta, no es meramente la presencia de la virtud teológica de la caridad, sino que la caridad, en sentido espiritual, es el amor divino de Dios; un amor de Dios que, en su modo mismo llega al aspecto divino, infundido por Él como coronación misteriosa de la buena voluntad del hombre sobrenatural; por la cual el hombre adhiere afectuosamente a Dios en Cristo y se une a Él; no sólo considerándolo como fin que obtendrá el término de la vida temporal, sino como substancia ya de vida eterna que está viviendo.

Esa es la caridad. A eso tendemos. Y hacia esa caridad tendemos por la caridad virtud, por nuestro esfuerzo en colaboración con la gracia. Y esta caridad perfecta es la que no se impone, sino que es el fin del precepto. No es el objeto del precepto, sino el fin a que tiende la ley; el fin de la predicación evangélica. Y por eso no puede imperarse, sino que nace limpia del corazón puro, de la buena conciencia, espontáneamente conformada ya a la ley; el hombre carnal que se ha sometido al hombre espiritual. Espontáneamente sometida al agradar a Dios, espontáneamente; nace de la fe franca. Es la caridad que eliminada toda nube –al menos habitualmente-, ya ilumina todo el paisaje de la vida.

Es la caridad celeste que en su modo deiforme, transfigura el alma en el candor de Cristo y hace ver a Dios en todas las cosas, descubriéndolo aun en las cosas más pequeñas. Es la que vive de la fe en la vida cotidiana, con sencillez y serenidad.

Un tal estado al que el Señor nos llama, evidentemente no puede ser jamás un estado particular, un momento del día solamente, sino que es una voluntad vínculo; la misma voluntad que une a Dios toda la persona humana para que esté, no solamente dotada de caridad, sino inflamada en la caridad.

Por lo tanto, el alma en ese estado, no sólo acepta la voluntad concreta que Dios le da, y la recoge, sino que ya antes de que Dios mande una cosa, adhiere a la voluntad de Dios; se han hecho una voluntad. Es lo que se llama la unión de voluntad; constituyen una única voluntad.

Y entonces es la unción que, como aceite se difunde por toda la persona e informa todos los sentimientos, mitiga internamente las pasiones, ya que sólo ese amor grande, lleno de adhesión afectiva, es capaz de transformar internamente los sentimientos.

Este es el aspecto donal del hombre; la comunicación de los dones del Espíritu Santo. Es el Espíritu de verdad; de sinceridad plena, de sinceridad auténtica, porque ya lo más íntimo del hombre, visitado por el Espíritu Santo, forma uno con lo íntimo de Dios. Y las acciones son ya solamente una manifestación del espíritu interior divinizado sin violencia.

Este es el ideal. Y por lo tanto es normal que en la vida espiritual desarrollada con fidelidad, se sienta habitualmente la devoción. Que la devoción brota de esta caridad; es el acto de esta

caridad. No hablo de esa devoción así, mientras uno está en la capilla; no; esta devoción íntima, sabrosa, que sirve al Señor con gusto, con gusto íntimo.

 En la simple unión de caridad, la acción de Dios suele ser tan normal en el alma, que ya no se nota. Como se dice de un estudiante que siente gusto en el estudio, sin querer con esto afirmar que siente una impresión sensible, lo mismo puede decirse que se forma en el corazón el gusto de Dios.

Esta alma tiene ya el gusto de Dios; notando el bien, que tal gusto de Dios sobrepasa todo sentimiento pío. Pax Dei quae superat omnem sensum. “La paz íntima de Dios que sobrepasa todo sentido”.

Cuando el corazón se abandona totalmente –como hemos dicho- a esa ley divina; cuando consiente con toda su energía natural y sobrenatural, entonces se vuelve diáfano de caridad, transparente de caridad.

Ese abandono de sí mismo a la afección de la caridad, proceso supremo de nuestra adhesión humana y de nuestro trabajo humano de adhesión a la voluntad de Dios, resumen de todas las tesis ignacianas, que va a esto: al abandono total a la voluntad de Dios, poniendo todo nuestro ser a su servicio, efecto característico de los dones del Espíritu Santo –es la actitud donal-,es representado por la flexibilidad maravillosa del tallo del girasol en su vértice. Aquí la rectitud no es ya rigidez, sino constante flexibilidad, disponibilidad, movilidad al ritmo del movimiento solar, a la inspiración el Cristo celeste. Como dice también la Iglesia en su himno: O sol salutis intimies Iesu refulge mentibus. “Oh, sol de salud, brilla, Jesús, en lo más íntimo de nuestras mentes”.

Esta es la devoción normal en la vida espiritual. Cuando uno ha trabajado un poco, y con sinceridad se ha despojado de sí mismo y de las cosas, esto no es una cosa extraordinaria y particular; no, no. Los Apóstoles vivían a gusto con Jesucristo; estaban a gusto con Él. Es lo normal esa devoción, que es como la flor del siglo futuro, como la llama San Bernardo: Flos eri futuri.

Dice San Bernardo: Tempus preteriti fructus est compuncio. “La compunción es el fruto del tiempo pasado”. Flos eri futuri es devotio. “La flor –que todavía no es fruto-, la flor del siglo futuro, de la eternidad, es la devoción. La devoción viene a ser como el pregusto de la eternidad. Ya actualmente estamos participando en nuestro grado.

Y comentando esto, Suárez dice que es verdad que es así, y que esa devoción brota de la caridad. Si miramos la suavidad y el deleite que suele traer consigo la devoción, de ningún acto se sigue tan eficazmente como del afecto de la caridad; de esa caridad llena de afecto, de riqueza hacia Cristo.

La devoción es, pues, -ese estado habitual del alma en todo el día en el servicio del Señor- es, pues, la flor de la caridad actuada; como su lecho blando y la información actual de todas sus virtudes que va alimentando esa caridad y va cultivando todas ellas como amor de Dios, con amor.

Puede terminarse a los Santos, a la humanidad de Cristo, a los objetos, al trabajo apostólico; todo hacerlo con devoción, con devoción; en el servicio del Señor, en el agradar al Señor. Y así se

convierte todo en un ejercicio de amor. “Que ya sólo en amar es mi ejercicio”, aun cuando esté trabajando en cualquier parte; en la plenitud de la devoción.

Los obstáculos que impiden esta devoción, que inciden sobre ella, que la perturban, nunca provienen meramente de fuera. Gaudium vestrum nemo tolle ad vobis. “Vuestro gozo nadie os lo quitará”. Ninguno puede arrancarte esta devoción, de fuera, sino que supone siempre una actitud tomada por el alma misma; una reacción personal del alma; un adaptarse del alma, en una dirección que no está de acuerdo con la corriente de la vida que le viene comunicada por Cristo. Jesucristo la mueve en un sentido, y ella se empeña en otra actitud. Entonces se perturba la devoción interior.

Entonces, el alma trata de adaptarse a alguna posición concreta suya, y esa resistencia al flujo de la gracia, que venía comunicándosele, esa resistencia a la corriente de la devoción que ya existía, forma esas ondas sobre la tersura del alma. El alma estaba como reflejando a Dios, el rostro de Dios, habitualmente, serenamente –ilumina vultum tuum super nos, “ilustra sobre nosotros, haz brillar sobre nosotros tu rostro”-, estaba reflejándose, y ahora se han formado estas pequeñas ondas sobre la superficie del alma y se emborrona el rostro de Dios que antes se reflejaba en ella.

Entonces se comprende experimentalmente que aquella actividad no es según la corriente que viene de Dios por la caridad. ¿He perdido la devoción? He metido algo que no era propiamente lo que Dios quería. Y esta atención interior es la que hace al alma espiritual; esta constante atención a Dios.

–Muchos dicen que no se complican la vida con esto; no necesitan; viven mucho más tranquilos. Y es verdad. El tener este huésped del alma “dulcis hospes animae”, supone unadedicación total a su cuidado. Y cuando se suspende esa devoción, esa especie de reflejo del rostro de Dios sobre el alma, el alma sabe decir: aquí he metido algo que no era lo que Dios quería.

 Algo así como pasa con la luz. Que uno vive en la luz de Dios, como vive con nuestra luz. Es una cosa que inunda el ambiente; estamos en la luz. In luce ambulare, sale tantas veces en la Escritura, “caminar en la luz, a la luz de Dios”. Es como la devoción en la cual uno camina. Y, como pasa con la luz nuestra, que si uno introduce algún instrumento con perfecto, donde hay algún contacto, salta el plomo y se queda a oscuras. He perdido la luz.

¿Qué quiere decir esto? Que he introducido algo que no era lo que Dios quería; que he metido algo mío en mi obrar. Y entonces se examina uno: he perdido la luz; ¿Por qué habrá sido eso? Y va allí a ver, a buscar el defecto, a eliminar aquel aparato, aquella máquina, y entonces vuelve a ponerse la luz de nuevo y a caminar en la luz. Así se camina en el Señor. Así entendida la devoción, es como la salud del alma.

Decíamos desde el Principio y Fundamento: el hombre ha sido creado para agradar a Cristo, y así obtener la salud del alma.

Viviendo así, reflejando el rostro de Dios, ya está obteniendo su plena sensibilidad a la acción de la gracia. Habrá momentos de crecida devoción, que son una verdadera consolación del espíritu, más que lo normal que suele tener de ordinario; como una inyección de elementos sobrenaturales, que si están bien empleados deben producir un aumento de salud, una mayor invasión de la gracia sobre la persona humana, haciéndola aún más dócil, más adherida a Dios, más pegada a Dios.

Si, sin que venga un obstáculo nuevo nuestro, cesa la devoción, si parece emborronarse la figura de Dios sobre el alma, sin que yo haya hecho nada –después de examinarme bien-, puede uno tener la seguridad de que ahora se trata de una prueba de Dios.

Y entonces, en realidad, no es que se ha perdido la paz, sino que se ha trasladado más a la profundidad, más debajo de la superficie, más al fondo, aunque las purificaciones sean profundas; pero Dios está más en comunicación que antes con el alma. La imagen de Cristo está pasando de la superficie del corazón a lo más profundo del alma; allí donde no está sometida a los vaivenes de la imaginación y de la sensibilidad, donde después no llegarán ya las modificaciones del cuerpo, ni de la sensibilidad, ni de la imaginación.

Esta es la obra de Dios. Y a esto tenemos que tender, sin cansarnos. Se puede decir así, que la devoción es como una especie de conciencia del amor de Dios y de su complacencia sobre el alma. El alma se mueve así bajo la mirada de Dios.

–Tender a eso; no ser fáciles en evitarlo. Que es tan fácil decir que la vida cristiana, pues es muy sencilla, y no hay que trabajar mucho, y basta el hacer obras de caridad a los demás. Es mucho más íntima la riqueza de vida que el Señor nos ha traído.

“Si scires donum Dei”. “Si supieras el don de Dios”, y lo que Él quiere tratar con el alma, tú se lo pedirías, y no te quedarías en la superficie.

Dice el obispo Antoline, comentador de San Juan de la Cruz –tiene unas cosas preciosas-: “A estas almas –dice-, a estas almas que van buscando a Dios a su manera, sin llegar a estas profundidades; a estas almas parece habla San Agustín cuando dice: “Buscad lo que buscáis, pero no a do lo buscáis”. Como si dijera: ¡Oh, qué bien me parecen vuestras ansias! ¡Cómo me agradan esos deseos de encontrar a Dios que es el Bien de mi alma! Buscadle en buena hora. Pero si le queréis hallar, no le busquéis a do le buscáis. Mudad de veras y camino. Tomad la senda larga del alma, andad por ella, que ella os llevará a donde está el Amado descansando. Y si es verdad –como lo es- que Dios está en lo muy hondo del alma, mira cómo le hallará quien le busca por de fuera.

Cuando veo aquestas almas, no me parecen sino a la mujer que hace que le pregonen al hijo por la ciudad, y anda muy ansiosa por toda ella diciendo a voz de pregonero le den su niño perdido; y

déjale dormido en el rincón más escondido de la casa. Y a la que anda revolviendo su casa por encontrar el anillo que no halla, y desanda cuanto tiene andado aquel día a ver si encontrará su joya;

y llévala escondida dentro del pecho a do le puso para lavarse las manos.

¡Qué de pesadumbres que ahorrarán estas personas si se miraran a sí primero y a su casa! ¡Con qué facilidad se encontrarán

con el hijo y el anillo! ¡Oh, válgame Dios, Señor! ¡Cómo te hallara esta alma y hubiera gozado de tus brazos si te buscara dentro de sí y no fuera de casa! ¡Qué de pesadumbre que ahorraras! Por lo menos no hubiera caído en las manos de unos guardas que la hirieron, ni hubiera recibido los golpes que recibió de haber caído en ellas”. Es eso. Buscarlo, buscarlo. Dentro de nosotros, en nuestra vida interior. No en la introversión, sino en la realidad de su presencia en nosotros.

Para poder vivir así hace falta esa pureza. Esa devoción constante, ese reflejar en nosotros el rostro de Dios supone un alma pura. Y el presupuesto de esta presencia de Dios es una castidad angélica; castidad angélica que no significa que no hay inclinaciones o mociones, sino significa esa castidad positiva del corazón. Que no va sólo a evitar el pecado, sino que va a poner su corazón en solo Dios. Y se desprende de todo lo que es carnal y sensual, sin poner su nido en ello, sino limpiamente. Si se desprende de las cosas, si huye de las ocasiones, no es por sólo el temor del pecado –como: si no hubiera pecado yo me quedaría aquí-, sino es para adherirse a solo Dios, solo Dios. Y renuncia a los gustos de las criaturas para ponerle en solo Dios.

–Este es el presupuesto. El corazón que no se libra así de los gustos terrestres, sobre todo carnales y sensuales, no gustará tampoco de esta devoción íntima del alma, sino se contentará con una medianía en esto; el ser un buen cristiano. Bien. Patriarcalmente.

Pues bien; esto es lo habitual. Y considerémoslo así; y no estemos siempre diciendo que lo importante es hacer lo que uno tiene que hacer; no. Hay que llegar a esto. Más en la vida religiosa,

como estáis vosotras. Si esto es lo normal –como los Apóstoles lo tenían así normalmente; vivían así con Cristo, con gusto; aun cuando estaban corriendo de una parte a otra de la Palestina, pero iban siempre con Jesús, y tenían el gusto de estar con Él-, pero hay momentos en los cuales se pierde este sentido.

Son las desolaciones, desolaciones; en que parece que el Señor esconde esa luz. Como indicábamos, a veces se puede fundir el plomo. Se encuentra uno en la oscuridad; hay el día y la noche en nuestra vida normal. Y en la vida espiritual el Señor de vez en cuando se esconde. Se escondía a la Virgen cuando se quedó en el Templo, se esconde a los Apóstoles otras veces, se esconde a las almas. Es la desolación. Esta desolación puede ser una desolación sin culpa o con culpa.

Sin culpa; porque el Señor en un determinado momento quiere retirarse para dejar el alma en prueba, para ver cómo camina. Es lo que decía San Agustín, que se quejaba a veces del Señor: “Señor –decía- Señor, ¿cómo es que me tratáis así, que os vayáis sin decirme: Agustín, que me voy?” Sino, cuando menos lo esperaba, se retira; cuando menos lo esperaba. Se queja de esto: de que se vaya y de que no le diga que se marcha.

–Pues así pasa también en el alma, a veces: que se marcha. ¿Qué se entiende por desolación? Por desolación se entiende oscuridad del alma. Si antes estaba en la luz, ahora está en tinieblas. Turbación en ella. Moción a las cosas bajas y terrenas: a la sensualidad, a lo material.

Inquietud de varias agitaciones, tentaciones. Moviendo a desconfianza: “No puedo ya más”. Sin esperanza; “yo no salgo de esto, no tengo remedio”. Sin amor: “ya no me dice nada el amor”. Hallándose toda perezosa, tibia, triste, y como separada, alejada de su Criador y Señor Jesucristo. Eso es la desolación; momentos en que está uno así. Parece que todo se ha acabado. Y esto les pasa a todos, a todos; todos pasamos por ahí.

Y el P. Nadal, hablando una vez a los estudiantes de España, de la oración, y de las consolaciones y desolaciones, decía lo que era desolación; y decía: esto, pues hay que pasarlo bien; y parece que se relamía en decir que el P. Ignacio también las pasaba, y que le dijo a él en Roma, que tenía algunas desolaciones que no se podía valer; que no podía estar de pie de la desolación que tenía. Y cuando venía esta desolación, a veces sentía como si en toda su vida no hubiese recibido un solo favor de Dios; como si todo lo pasado fuese una mentira, Eso es lo que sentía en ese momento. Era fiel, y pasaba adelante.

Pero estas desolaciones, es normal que vengan. Lo que no es normal es que habitualmente viva uno en sequedad, en aridez, y todo lo demás es normal; eso no. Pero que vengan momentos de desolación, eso hay que cargarse con ello. Tienen que venir. Con causa o sin causa.

       El ejemplo de esto y el símbolo de lo que es una desolación, en el orden material –como el agua del pozo de Jacob es símbolo del agua de la gracia- es la tempestad. La desolación es como una tempestad en el alma. En la tempestad se oscurece el cielo, los nubarrones se adensan, el agua del amar se agita, viene el temor de que se va a perecer, da la impresión de que de ésa ya no se sale, de que las cosas se ponen cada vez más negras; se pierde la fe, la esperanza, se olvida todo el resto; ya no se ve más que la tempestad.

–Esa es la significación, la imagen de lo que es la desolación

espiritual. Pues bien; éstas pueden ser –como digo- sin causa. Y el ejemplo de esta tempestad sin causa, o de esta desolación sin causa nos la representa San Mateo, en el capítulo 8: en la tempestad.

Dice así San Mateo: “Entró, pues, en una barca acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca. Mas Jesús estaba durmiendo”.

–Estaba en la barca. ¿Tenían la culpa los Apóstoles? Ninguna. Jesucristo había entrado en la barca; estaba allí, estaba descansando. No tienen culpa. Pero la tempestad es recia. “Y acercándose a Él sus discípulos –que trabajaban y luchaban con la tempestad, ya creyeron que estaba todo perdido- acercándose sus discípulos le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Les dice Jesús: ¿De qué teméis, hombres de poca fe? Y entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y a la mar, y se siguió una gran bonanza”.

–Esta es la tempestad sin causa. Pero, donde se ven todas las inclinaciones: la agitación del espíritu, el temor; sin esperanza, sin amor, y que les parece que el Señor, si no está despierto y lo sienten despierto, no hace nada ya en la barca ni les puede defender. La falta de confianza.

Pues esto mismo nos puede pasar a nosotros. Cuando es sin causa, en el momento en que uno entra en desolación tiene que mirar hacia atrás en todo caso, y ver si de la consolación precedente, uno ha dado causa para esta desolación. En el caso de éstos, Jesucristo había entrado en la barca. No lo habían echado de la barca, no había salido; estaba allí. Ellos no le habían tratado mal; luego estaba. Sólo que estaba durmiendo; no se hacía sentir en la barca; no se hacía sentir su presencia. Estaba allí presente, pero como dormido.

–Y de aquí viene la tentación de desconfianza. Y habrá momentos en nuestra vida en lo que lo sintamos así: todo oscuro. Y el Señor está que no se le siente; parece que no está dentro, y está, porque no ha salido. Y estaba dentro. Quietos, quietos. Y si quieres un consejo en estos momentos de desolación: no despertar al Señor. A ver si tienes valor para eso. Que no tenga que decirte: Mujer de poca fe, ¿por qué has dudado?, ¿por qué tienes miedo? ¿Es que Yo no te puedo proteger, aun cuando no me sientas? ¡Si estoy aquí contigo dentro de tu barca! Si el alma va así: ¿A dónde te escondiste, Amado? El Señor le dice: No, aquí estoy, aquí estoy; estoy aquí; aun cuando parezco no darme cuenta. Ten confianza. –Y ten esa confianza en las desolaciones sin causa. Fiarte del Señor y caminar adelante, aun cuando parece que se va a hundir

todo. Él está dentro; no hay peligro. Adelante.

       Voy a detenerme un poquito en algún punto de estos escrúpulos, de estas tempestades interiores, porque también puede ser algo útil en nuestra vida. En estas ansiedades de espíritu de tipo de escrupulosidad, procurar no detenerse demasiado, no angustiarse como si todo fuese a acabar; no. No es fácil lo que estoy diciendo; lo sé. Pero, acostumbrarse a no dialogar con la angustia interior. No mirar a ella, no creer que hay que ponerle paz antes de poder caminar adelante; sino caminar adelante, a pesar de que uno siente esa angustia o esa tribulación. Es uno de los aspectos de ansiedad y de escrúpulo y de tempestad en la vida espiritual.

       Hay algunas almas que por una cualquier pequeña cosa con que se encuentran, se turban. Si tienen que ver algo o leer un libro; oyen una narración… y apenas sale la mínima cosa, ya están

turbadas; ya están: que si habré pecado, que si malos pensamientos, que si me gusta, no me gusta…Y están así. Si han visto una imagen o un cuadro: ¡Ay!, ¡si habré pecado! Dice: Pues no; yo creo que podía verlo.

Vuelven a mirar otra vez: ¡¡¡Ay!!! ¡Peor! Pues no puedo. Pues yo creo que puedo, porque eso no tiene gran… A ver otra vez. –Y están así. Después se marchan, y: He pecado, no he pecado… ¡Cuánta angustia en esto! Y llegan a tener un poco de envidia de otras almas que son tranquilísimas, tranquilísimas. Ven las cosas más audaces con una paz de espíritu… Y después, nada; sin

 

ninguna turbación. Y llegan a tener un poco de envidia y decir: ¡Si yo pudiese tener eso!

A mí me gustaría poder ver todo lo que puedo ver y no sentir ninguna turbación. Sería ideal. –Tienen envidia. –No tengan envidia de eso, ¿eh? Ninguna. Porque la paz que tienen ésos es una paz de las patriarcas del Antiguo Testamento. No es la del Nuevo Testamento.

En el Nuevo Testamento, nuestra paz es Cristo, Cristo. Una paz positiva. Allí distingue Santa Teresa en los conceptos del amor de Dios, muchas paces que hay en el alma. Y ésa es, pues del Antiguo Testamento; aquellos Patriarcas.

–En cambio, cuando el Señor pone una inquietud en el alma en estas cosas, muchas veces es porque quiere comunicar al alma una paz muy profunda. Y para ello tiene que desprenderla de todo. Y como esta alma, por lo que ella misma está diciendo, si no tuviese esa inquietud se detendría en todas esas cosas –porque es lo que ella desea: si yo pudiese mirar y ver todo sin sentir nada… -si no tuviese esa inquietud se detendría en todas esas cosas, porque no sería pecado; y el Señor, a veces, le pone esa especie de espina interior para que no se detenga, porque le quiere dar todo, y quiere librarla de todo eso.

De modo que el camino ahí, no es el estar discutiendo: si es, no es; sino el formarse esta castidad positiva. Si yo renuncio a esto, no es porque crea que es pecado; y esa ansiedad que tengo no es de pecado, sino porque quiero gustar de sólo Jesucristo. Y lo demás no me importa. Es que podía gozarlo sin pecado –supongamos-; pero no quiero. Y gozaré de solo Dios, sólo Dios.

–Y entonces se libra uno de muchas cosas. Es que puedo mirarlo; puede ser; sí, sí. Lo podría hacer, a pesar de la turbación que me parece que sentiría, pero quiero gozar de sólo Dios, sólo Dios.

A propósito de esto, ahí se puede aplicar lo que dice San Juan de la Cruz en aquellos versos:

Oh, ninfas de Judea,

en tanto que en las flores y rosales

el ámbar perfumea,

morad en los arrabales,

y no queráis tocar nuestros umbrales.

Esta especie de solicitación de la sensibilidad, de la sensualidad, la  maneja mucho el demonio para –y es la finalidad mayor que tiene el demonio-, más que para hacer pecar, para distraer el alma del coloquio con Dios, del coloquio con Jesucristo; para hacerle atraer su atención sobre este campo; y así hacerle perder mucho el amor de Dios. Eso es lo que pretende el demonio.

 –Y esto hay

que tenerlo muy presente. En todo lo que es imaginación y afectividad, ahí no debe entrar le voluntad directamente a luchar con esas cosas, porque no puede hacer nada la voluntad; ahí le dominan. La imaginación tiene tal fuerza de sugestión sobre nosotros, que la voluntad se pierde, y cuando quiere imponerse, se encuentra como sugestionada.

Por eso hay que dejarla bajar a la imaginación y afectividad; sino que existen como dos planos: el plano imaginación afectividad y el plano voluntad. Que la imaginación y afectividad, como un perrito de ésos, va allí a buscar su alimento; si la voluntad va detrás y trata de tirarlo, pues se va a ocupar mucho tiempo y va a estar los dos a forcejear, y a lo mejor se queda intranquila, porque está: si me gusta, si no me gusta.

¡Pues claro que te gusta! ¡Claro que te gusta! Pero, aunque te gusta, no estés discutiendo con eso; sigue el camino de la voluntad adelante; a hacer lo que tienes que hacer. Y entonces, la imaginación y afectividad vienen detrás, después de un poquito. Ya está. –Pero es que a lo mejor…

 -Déjalo todo eso, deja eso; que eso es turbación, inquietud, fijarte demasiado en ti misma; déjalo, déjalo. Confíalo al Señor, y ya está. Adelante. Pero notad que lo importante es esto: no interrumpir el diálogo con Cristo, no interrumpirlo.

La intención del demonio y el daño de entretenernos con esas sirenas, es el peligro de perder este tiempo de amar a Cristo, de atraernos hacia esas cosas y ocuparnos con ellas. Ha pasado el día, todo el día pensando en esto, y no ha amado al Señor, sino ha estado ocupada: a ver cómo limpiar esto.

Yo recuerdo que cuando éramos pequeños, además de las cosas que hacíamos en la Enseñanza, teníamos una diversión entre los chicos, que consistía en esto: Se iba por las casas, escaleras arriba, y se tocaba el timbre, y salía una mujer con la escoba. Y nos seguía.

Con eso nos divertíamos. Cuando no se sabía qué hacer, pues, tocar el timbre. Se subía la escalera… a correr, correr, correr. Si uno tocaba el timbre y no salía la mujer con la escoba, pues no nos divertía. Para eso no se volvía a aquella casa; como no salía con la escoba… Lo que era interesante es que saliese con la escoba, porque así nos divertíamos.

Esto mismo hace el demonio en el alma; exactamente. Toca el timbre para que salgas con la escoba. Si tú no sales con la escoba, el demonio no te tocará más el timbre, porque lo que él pretende es que salgas fuera, que dejes el diálogo con Cristo para salir fuera. Y no lo tienes que dejar.

–Entonces, ¿cómo proceder? Siguiendo tu diálogo con Cristo. Un ejemplo también, para que se os grabe bien esto. Suponed que yo estoy hablando aquí con una persona; y cuando estamos hablando, viene un perro y empieza a ladrar ahí. Y esta persona me

dice: “Huy, mire; eso me molesta muchísimo y yo no puedo hablar así. Mire, espere un poco que voy a hacerlo callar”. Y se va y empieza: ¡Chis, chis! Y el perro: Guau, guau; más fuerte. Y estamos una hora, dos horas. Hasta que yo le digo: Mire usted; cuando le haya hecho callar me llama, porque entretanto voy a ir por ahí a dar una vuelta. –Justo, ¿no?

Eso es lo que quieren muchas almas. Están hablando con Cristo, y el demonio empieza a ladrar y les presenta esas cosas de imaginación y de afectividad; y dicen: ¡Huy!, ¿cómo me presento yo así con Cristo? Yo no puedo hablar así con Cristo. Voy a hacer callar esta imaginación y esta afectividad. Y se están todo el día con la imaginación y la afectividad. Y el Señor, con los brazos cruzados esperando.

–Ha conseguido el demonio lo que quería: interrumpir el diálogo con Cristo. Entonces, ¿cómo hay que hacer? Pues, hay otro método. Cuando estamos hablando, empieza a ladrar el perro, y yo le digo a esta persona: Mire usted; ese perro nos va a molestar, pero nosotros seguiremos hablando. Si alguna vez nos distrae y no oímos bien, repetiremos; pero no nos vamos a molestar por el perro. Y el perro, al poco tiempo, se cansa y se marcha. Y nosotros seguimos  hablando.

–Este es el modo de tratar al demonio en todas estas sugestiones: no interrumpir el diálogo con Cristo. Aun cuando parezca que nos turba, aun cuando parezca que mancha, no hacer

caso. Adelante con Jesucristo, en el amor de Cristo. Lo demás sería absurdo. Nosotros tenemos nuestra imaginación y nuestra afectividad que siguen su curso y van por su cuenta.

Es como los chiquillos que están allí jugando, en el último piso. Ya sabe uno que están allí jugando. Pues déjelos estar; que jueguen. Si no, sería tan absurdo como una persona que tiene que trabajar en una oficina que da a la calle; y cuando empieza a trabajar, empiezan a pasar los coches; y es una gran ciudad, y no le dejan a uno en paz, y los tranvías, y la gente que pasa. –Yo no puedo trabajar así. Y sale a la ventana a detener la circulación. Pues le llevan al manicomio. ¿Cómo va usted a parar eso?

–Pero, ¡es que no puedo trabajar! Pues, ¡qué le voy a hacer! Usted no va a parar la circulación. –Entonces, ¿qué voy a hacer? –Mire; si cada vez que usted tiene ganas sale a la ventana, pues le llevarán al manicomio. -¿Qué voy a hacer? –Pues usted póngase a trabajar, y cuando le cuando le vengas ganas de decir: ¡Ay!, ya está eso, no se detenga; siga trabajando. No interrumpa nunca deliberadamente su trabajo. No se ponga nunca a reflexionar: ¡qué hago ahora!, si saldré a la ventana a parar la circulación. Nunca. Sino, vuelve a seguir; y a los dos o tres días, pues ya se ha acostumbrado. Y trabaja y no cae en la cuenta.

Esto es lo que hay que hacer espiritualmente en este campo.

Otras veces, las desolaciones vienen con causa; las producimos nosotros, las atraemos nosotros. Ejemplo de esta desolación con causa en el Evangelio, tenemos en el capítulo 14 de San Mateo. Ahí, sigue esta escena a la multiplicación de los panes.

–Cuando Jesucristo multiplicó los panes, aquéllos que estaban presentes lo quisieron hacer rey. Y parece que los Apóstoles también se contagiaron de esto: del deseo de que le hicieran rey. Y Jesucristo interviene drásticamente. Y les obligó a los Apóstoles a que fueran a la barca; a todos. La barca y al otro lado. Y yo les despediré a estos otros.

–Y los mandó solos, sin Él, al otro lado del lago. Él mandó a la gente y subió al monte solo, a orar. Dice: “Inmediatamente después, Jesús obligó a sus discípulos a embarcarse e ir a esperarle al otro lado del lago, mientras que despedía a los pueblos. Y despedidos éstos, subió solo a orar en un monte, y entrada la noche se mantuvo allí solo. Entretanto, la barca estaba en medio del mar batida reciamente de las olas por tener el viento contrario”.

Aquí, esta tempestad es con causa. Jesucristo no está dentro, y no está dentro porque ellos han dado motivo, en cuanto no lo han aceptado como Mesías según Dios, sino han mezclado miras humanas en el Mesías. Se han dejado guiar por el juicio humano del Mesías, por lo que esperaba el pueblo de Israel del Mesías. Y entonces, el Señor les manda solos. Tienen la tempestad. Pero Él

ora. Y como dice Orígenes: “Podemos pensar que la oración de Cristo es la que mantuvo a los Apóstoles en vida y los salvó en medio de la tempestad, porque Él seguía orando por ellos”.

 –Aun cuando haya sido una desolación así y no esté presente en el alma de esta manera, en cuanto que el alma ha sido culpable, pero Él sigue orando lo mismo por el alma en medio de la tempestad. Después se presenta Jesucristo… le tienen por fantasma… le permite a Pedro que venga…

Pedro duda… Dándonos siempre este ejemplo: que en toda tempestad tenemos que confortar nuestra fe y nuestra esperanza, y mantenernos fieles a lo que teníamos pensado antes de la desolación. Corregir lo que es causa de la desolación, enmendarlo, y volver a fiarnos de nuevo del Señor.

En general, la razón por la cual viene la desolación por causa nuestra es siempre porque no se piensa con criterios de Dios. Porque uno atribuye a sí mismo las cosas que tiene; porque se fía de sí mismo; porque ha cedido en casa ajena… Pero siempre es porque no sigue los criterios divinos.

Y lo mismo en nuestro apostolado, en nuestro trabajo; muchas desolaciones porque te guías a modo humano, no según el modo divino. Y no sigues los principios sobrenaturales. Pero en la vida espiritual, no sólo hay desolaciones, sino que también hay consolaciones, y consolaciones muy grandes; además del nivel ése de devoción que hay. Y hoy, que es precisamente el día de la Transfiguración del Señor, es el día que se presta a esta meditación de la Transfiguración de Cristo; la consolación de los Apóstoles. Que es deliciosa esta escena de la Transfiguración.

“Seis días después –dice el Evangelio- tomó Jesús consigo a Pedro, y a Santiago y a Juan su hermano”. Los tres predilectos. “Y subiendo con ellos solos a un alto monte” –que no sabemos cuál era, quizás el monte Tabor, quizás el monte Hermón-, los lleva consigo; y parece que estaba en oración, se pusieron en oración, se pusieron en oración. Y estando en oración “se transfiguró en su presencia”.

Apareció lo que Él tenía dentro escondido. Eso que lleva Jesucristo, que nosotros conocemos por fe y ellos sabían por fe, pero que ahora se manifestaba externamente como la gloria del unigénito del Padre. Y lo vieron en todo su ser transfigurado. “Su rostro se puso resplandeciente como el sol, sus vestidos blancos como la nieve”. Y, una delicia, y una paz, y una serenidad, una alegría interior… “Y al mismo tiempo les aparecieron Moisés y Elías”.

Notad. Esta transfiguración viene inmediatamente después del anuncio de la Pasión, que ellos no querían creer, que Pedro le había dicho que no le pasaría eso. Pues, viene ahora la transfiguración. “Y aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él de lo que debía padecer en Jerusalén”. De modo que si ellos creían que, según la Ley y los Profetas, el Mesías tenía que ser el triunfador y no padecer, ellos se encuentran con Jesucristo transfigurado, el Jesús Hijo de Dios, Moisés, la Ley, y los Profetas, que están hablando de lo que iba a padecer en Jerusalén. De modo que la Ley y los Profetas hablaban de sus sufrimientos, del Mesías auténtico; no como lo entendía el pueblo –que lo entendía mal-; hablan de la Pasión.

–Pero Pedro lo que está viendo es lo bien que se está allí. “Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús: ¡Señor!, aquí estamos muy bien. Si te parece, yo construiré aquí tres pabellones, tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Para los tres. Dice el Evangelio que “no sabía lo que se decía”. Pero aquí, ¡a quién se le ocurre estar!  Las tiendas para ellos; nosotros nos arreglaremos sin nada. Para vosotros las tres tiendas; os las hacemos aquí.

 –Era la fiesta de los Tabernáculos; iban camino de Jerusalén para la fiesta de las Tiendas, pero se podían hacer; no hacía falta ir hasta Jerusalén. Y eso quería decir él: aquí las hacemos las tres. ¿Para qué nos marchamos? Aquí estamos muy bien.

–Es la tentación de siempre. Cuando viene la consolación, a quedarse. ¡Oh, qué bien se está aquí!, ¡qué bien, qué bien! Y creer que uno puede detener la consolación con tres tiendas. A meterlos aquí para que no escapen.

¡Hala!, ¡a las tres tiendas! Así nos pasa a veces, ¿eh? Cuando uno quiere meter la consolación en un cuaderno, es lo mismo. ¡Ah!, aquí metemos los tres: una hoja para Elías, otra para el Señor, otra para Moisés. No sabían lo que se decían. No sabía el pobre Pedro lo que se decía. Estaba fuera de sí.  Estaba tan contento… que ya se olvidaba de sí mismo. A los demás.

“Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube resplandeciente vino a cubrirlos”. Es la gloria de Dios. La nube resplandeciente, tenebrosa al mismo tiempo, viene a cubrirlos. Entran como en la gloria de Dios. Es la gloria, la nube, que hace sombra al Arca; la que hace sombra a la Virgen es esa nube: la gloria de Dios. Les rodeó la majestad de Cristo Dios; el Padre.

“Y al mismo tiempo, al mismo instante, resonó desde la nube una voz que decía: “Este es”. Éste, éste que está aquí, éste es mi querido Hijo; el que habló ya en el Bautismo con la referencia a Isaac: Toma a tu hijo muy querido en quien tienes tus complacencias y ofrécelo en el altar. Todo esto está hablando de la cruz; todo, todo, todo.

Y la voz del Padre insiste en lo mismo; Jesús había hablado de lo mismo; Moisés y Elías vuelven a la cruz. El Padre dice: Este es mi Isaac. “Este es mi Hijo muy querido en quien tengo mis complacencias. A Él habéis de escuchar”. Haced caso de lo que Él os diga. Si Él os habla de esto, es así. Este es mi Hijo muy amado. Este es el Isaac. Hacedle caso. “A cuya voz los discípulos cayeron sobre su rostro en tierra y quedaron poseídos de un gran espanto”. Estaban así, boca abajo. “Mas Jesús se llegó a ellos, los tocó y les dijo: Levantaos, no tengáis miedo”, no tengáis miedo. Levantaos, que ya ha pasado todo.

 “Y alzando los ojos -¡ah, qué bonito es esto!- no vieron a nadie, mas que sólo a Jesús”. ¿Qué quiere decir esto? Que no vieron a Moisés, ni a Elías, ni la nube, ni gloria, ni luz, ni resplandor, ni vestidos blancos; a sólo Jesús. Al Jesús de siempre, al de todos los días. Sólo Jesús.

Pero para un alma espiritual, aquí encuentra tanto… “Ya no vieron más que a sólo Jesús”. Para ellos ya no había más que sólo Jesús, sólo Jesús. Todo lo demás desaparece. Sólo Jesús. ¿Todos los resplandores…? La persona la tienen consigo. A Jesús lo tienen. Sólo Jesús. Ya no ven más.

–El alma que ha sido iluminada por la consolación divina no ve más que sólo Jesús; en todo, sólo Jesús. Pues bien; esta es la consolación: la transfiguración de Cristo. ¿Cuál es el fin de la consolación? Ese aumento de fe, esperanza y caridad, esa elevación a las cosas sobrenaturales, esa paz del alma, esa serenidad, esa fortaleza; ¿a qué viene eso?, ¿por qué lo comunica el Señor?

Pues,

el fin de la consolación auténtica es recalcar la cruz. A eso va: recalcar el camino de la cruz. Todos van a eso, todos: El Padre, Moisés, Elías, Cristo: la cruz. Seguidle, que tiene razón. Marcar la señal clara, el camino claro que hay que seguir. Que después no lo estará repitiendo a cada paso…

Después podrá venir la desolación; vendrá el túnel; y cuando llega el túnel, no hay que quedarse: a sentarse, a esperar a que venga el sol otra vez. Hay que caminar, caminar; como se pueda. ¿Qué se ve la luz? Pues hay que seguir adelante, y no todos parados. No. Sino que se pone uno las manos delante, y, ¡adelante! (Entre paréntesis. Cuando vayan en la oscuridad, no pongan nunca la mano así; porque puede haber una puerta abierta y les da en la nariz. Cruzar las manos. Con las manos cruzadas, así se va bien) Pero no detenerse. Ya nos ha señalado el camino: por allá, por allá. –¡Es que no lo repite cada metro! -¡Claro que no! ¡Ya te lo he dicho! –Las señales luminosas en la carretera no se ponen en cada metro, sino cuando hace falta: en un cruce, en un momento difícil,

dice: por aquí va. Y entra uno luego en la oscuridad; lo que haga falta. Ya nos lo ha señalado. Lo seguimos a Él.

–A esto viene la consolación: recalcar los criterios y marcar el camino que hay que seguir después, aun cuando ya no se sienta la luz de la consolación y quede sólo Jesús que está junto a nosotros, pero sin ese esplendor del momento de la consolación. Y la señal de la consolación divina se ve en esto: en que recalca la cruz y en que hace que desaparezca todo lo que no sea sólo Jesús. Neminen viderunt nisi solum Jesé. “Ya no vieron más que sólo a Jesús en todo”.

 

LA CARIDAD

 

Vamos a tratar hoy de un tema muy actual. Y vamos a encuadrarlo –como hay que encuadrarlo- en el plan divino para entenderla perfectamente. Aun cuando me alargaré en alguna cosa un poco, pero quisiera decir varias cosas. El plan de Dios, ¿cuál es? San Juan, el evangelista, en su prólogo y en su introducción dice: “Hemos visto su gloria como unigénito del Padre”.

Toda la gloria del Padre se nos ha manifestado en Cristo. Cristo es la gloria del Padre. Y Cristo, en su vida terrena, va manifestando progresivamente esa gloria del Padre. Dios, en todo el Antiguo Testamento, se le muestra a Juan como una constante manifestación de amor a los hombres. Y esa manifestación de amor a los hombres se va a coronar en Cristo, y en la cruz de Cristo. Por eso, la cruz de Cristo es la gloria y la glorificación del Padre por parte de Cristo.

Jesucristo, unigénito del Padre, glorifica al Padre en cuanto en todas sus acciones procede como unigénito suyo, en cuanto el Padre es el que en Cristo actúa, obra; Él obra las obras del Padre.

Y lo mismo pasa en el amor supremo de la cruz. Ese amor supremo de la cruz de Cristo, es también, como en las demás obras, el Padre el que obra en Él. Por eso, así como quien ve a Cristo ve al Padre, así quien ve el amor de Cristo, ve el amor del Padre. Y como ésta es la suprema glorificación del Padre, el supremo amor de Cristo y el supremo amor del Padre, por eso precisamente la cruz es la coronación de la glorificación del Padre.

En el plan divino, no termina todo en la cruz; sino que la glorificación la tiene que realizar el Espíritu Santo en la Iglesia, en cuanto a cada uno de los fieles comunica luz y gracia para entender

ese amor personal de Dios en Cristo a nosotros. La expresión de San Pablo: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”. “Así amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito”. Y esto es obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el que tiene que introducir a los fieles en el corazón del misterio del amor de Dios; ese misterio escondido desde los siglos, que se ha manifestado en Cristo.

Y por eso, San Pablo ruega de rodillas ante el Padre de Nuestro Señor Jesucristo para que conceda a los fieles la luz, la gracia, para conocer la largura, la anchura, la profundidad y la altura del amor de Cristo que supera toda ciencia.

Y como dirá San Juan: Nos autem credidimus caritatis. “Nosotros hemos creído en el amor”. Pero naturalmente que esta aceptación del amor de Cristo, el comprender esa anchura, largura, altura y profundidad del amor de Cristo, que es glorificarle, no se entiende de una comprensión meramente intelectual, sino que el fiel comprende ese amor de Cristo en cuanto se lo asimila y en cuanto penetra y se sumerge en ese amor del Corazón de Cristo, y en consecuencia se deja coger como a oveja sobre los hombros del Buen Pastor, sabiendo que el Corazón de Cristo palpita de amor por cada uno de nosotros.

Este es el misterio cristiano; aquí está. El corazón del misterio cristiano es el corazón mismo de Cristo. Dondequiera que se ve un cristiano que pasa, tiene que verse en él un hombre que está sumergido en el amor de Cristo. Y así creyendo en ese amor que le ha llevado hasta la cruz, glorifica a Cristo y al Padre.

Ahora bien –y con esto entramos en el misterio del amor y en la plenitud de ese misterio del amor de Dios en Cristo-; decimos que la glorificación de Cristo y del Padre se consuma en la Iglesia. El cristiano es la gloria de Cristo. Y se completa –como decíamos- por la acción del Espíritu Santo.

En la Iglesia, el Espíritu acaba de revelar el misterio del amor divino, y los fieles penetran en la perfección de este amor con fe perfecta en el amor de Dios. Entonces es glorificado el Hijo en nosotros, cuando nosotros creemos en el amor que Dios tiene para con nosotros en Cristo. El fruto que tiene que glorificar al Padre es el amor que hace a los hombres discípulos fieles de Cristo. No cualquier amor, sino el amor pleno, que les hace fieles discípulos de Cristo; el amor hasta el sacrificio.

Y así, vamos a penetrar en este misterio de la caridad, del amor. Eso que hoy día tanto se habla: de la caridad. Es la verdadera glorificación del Padre, que está toda en la caridad. Pero vamos a entender bien esta caridad.

La plenitud del fruto que glorifica al Padre es el amor que hace a los hombres fieles discípulos de Cristo. No el amor como tal, así, sino el amor auténtico, que si es auténtico les hace fieles discípulos de Cristo. Y es bien curioso notar que el evangelista que más habla de la obediencia de Cristo al Padre es San Juan, el evangelista del amor; porque toda la obediencia de Cristo era en amor, y todo el amor de Cristo a los hombres era en obediencia al Padre. “Para que el mundo conozca que amo al Padre, levantaos, vamos de aquí”.  

 Pues bien; así como esta caridad sometía a Cristo al Padre en amor, gustosamente, así la verdadera caridad que glorifica al Padre es la que somete al fiel discípulo a Cristo. Y cuando llega, como en el caso de Cristo, a una sumisión tal, obediente en amor, que le lleva hasta el sacrificio de su vida, entonces la glorificación de la caridad en la Iglesia respecto del Padre y de Cristo, es completar cuando se llega al sacrificio total. Entonces la manifestación del amor es plena.

Por eso, cuando Jesucristo predecía a Pedro lo que pasaría después y le decía: “Cuando seas mayor, otro te atará y te llevará donde tú no hubieras querido ir”, dice San Juan que esto lo decía prediciendo la muerte con la que iba a glorificar a Dios. Le iba a glorificar con un amor tan grande que lo llevase hasta dar su vida por Cristo. “Para que el mundo conozca que amor a Cristo, levantaos, vamos a la cruz”.

–Y esta va a ser después la aplicación a vosotras: Para que el mundo conozca que amo a Cristo, vamos a la cruz, vamos a trabajar por Él; hasta dar nuestra vida por Él. Es la plenitud de la gloria de Dios. De ahí el deseo ardiente que había entre los primeros cristianos de ser escogidos como mártires del amor de Cristo. Ellos ya tenían el deseo supremo: hasta dar la vida por Él, es decir, el deseo ardiente que les poseyese el amor mismo de Cristo hasta dar, en obediencia a ese mismo amor, la propia vida por Él.

El fruto, por lo tanto, que glorifica al Padre, aquél de quien decía: “Yo os mando para que produzcáis fruto, y ese fruto permanezca siempre”, el fruto pleno, es el amor que unifica, que lleva hasta el holocausto total, que es la plenitud de la caridad.

Así tenemos que encuadrar la caridad para no desviarnos; a partir de la raíz del misterio mismo de Cristo, que es la caridad.

Ahora bien; cuando en el Nuevo Testamento se habla de caridad, este término de “h`vg, ahp ” se refiere unas veces al amor del Padre para con el Hijo: el Padre ama al Hijo. Otras veces, al amor del Hijo para con el Padre: Jesucristo ama a su Padre; la misma palabra. Otras veces, al amor del Padre o del Hijo para con los hombres: ama a los hombres. Y otras veces al amor de los hombres entre sí y para con el Padre y el Hijo.

El Nuevo Testamento sólo conoce una única caridad: es el amor unificante. Y según las circunstancias propone bajo uno u otro aspecto. La caridad es sencillamente el amor mutuo de todo el Nuevo Testamento entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí, que existe en Dios, existe en los hombres, y que no constituye más que un único amor: el amor del Padre en Cristo, el amor de Cristo en nosotros, y consiguientemente el amor del Padre en nosotros. Es lo que pedía Jesucristo en la Última Cena: “Para que el amor con que me has amado esté en ellos, y Yo en ellos”.

Esta es la caridad. Con artículo: la caridad. Y esta es la gloria de Cristo: el amor unificante. En último término, en su realización plena será en al Resurrección, cuando será todo el amor unificante de todos los bienaventurados con el Padre y con Cristo.

Pero entretanto, el cristiano En su vida, ahora, tiene que revelar a Cristo. Revelar a Cristo en él, en cada uno de nosotros; y así la unidad de los cristianos será la gloria de Jesús, que recoge a los suyos y los une.

El amor de Cristo nos ha congregado como ovejas dispersas, y las ha hecho constituir esta realidad común, esta unión nuestra, que es la Iglesia, y más concretamente cada una de nuestras Congregaciones, reunidas todas con un amor particular de Cristo, como es vuestro Instituto. Dentro de todo, Él ha reunido este Instituto, como unidas por el amor de Cristo.

Con esto tenemos ya la base de lo que es la caridad fraterna del Nuevo Testamento. La caridad fraterna del Nuevo Testamento es esencialmente en Cristo; esencialmente. Porque se funda y brota

de la realidad que constituye la unidad del Cuerpo Místico. No es una cuestión meramente individual de cada uno de nosotros, que nace en cada uno de nosotros y va hacia Dios, no. Sino que al constituir entre nosotros una realidad mística, una unión, una familia, mucho más íntima, en cuanto a su unión, que la que puede existir entre los miembros de una familia terrestre, en cuanto se forma esta realidad del cuerpo místico, brota como expresión afectiva una unión de amor.

Mirad. En una familia terrestre existe una unión objetiva de carne y sangre; y de la participación de la misma carne y sangre –que es lo que constituye la familia-, brota una flor afectiva, una unión afectiva, que es la piedad familiar, que está en los padres para con los hijos, está en los hijos para con los padres, está entre los hermanos entre sí. Brota todo de la participación de la misma carne y sangre.

Pues bien; en esta nueva unión real, existente, mística, del cuerpo místico, brota también una floración afectiva, que es la caridad. Esa es la caridad. La que une a todos los miembros de esta

realidad: Dios Padre con el Hijo y con nosotros en el Espíritu Santo.

De modo que Cristo es todo en todas las cosas. Por eso, esa realidad en el Nuevo Testamento se atribuye unas veces al Padre, otras al Hijo, otras a los hombres, porque es una única cosa, que nos une a todos: es la caridad que brota de la unión del Cuerpo Místico.

Y así es como Cristo es todo en todas las cosas. El amor del Padre y del Hijo está en el cristiano de un modo análogo a como el amor del Padre está en el Hijo, está en Jesucristo; está en nosotros con todo su vigor, con toda su fuerza, con toda su tendencia interior, su dinamismo interior. Y así, vamos a entender perfectamente el principio fundamental de la caridad fraterna.

El fiel cristiano, sintiendo en sí la presencia y la urgencia de este amor, como dice San Pablo: la caridad de Cristo, ésa que tenemos nosotros dentro, la caridad comunicada de Cristo, que le pesa,ésa me urge, me impulsa; es como una fuerza interior que no le deja en paz. Ama a los hermanos, y los recoge y los abraza con el mismo amor con el que Cristo lo recogió a él.

Por eso nosotros somos cooperadores del Buen Pastor en cuanto estamos llenos de la caridad de Cristo; en cuanto nosotros,

viendo a los hermanos, en fuerza de esa caridad de Cristo que está en nosotros, les abrimos los brazos como los abrió Cristo en la Cruz, y los acogemos con el mismo amor con que Cristo nos acogió a nosotros.

Esta es la realidad de la Iglesia: con el mismo amor; porque es la caridad suya la que habita en nosotros. Y si decimos que amamos a Dios con la caridad –notad- con la caridad –porque nosotros podemos amar a Dios no con la caridad sobrenatural sino con un sentimiento religioso humano; no hablo de esto-; si amamos a Dios con la caridad, es imposible que no tengamos dentro de nosotros esa misma caridad que se abre a los hermanos.

 Porque, como es una unidad, es una realidad sobrenatural que lleva consigo el dinamismo de abrirse hacia la oveja perdida; quien dice que tiene en sí la caridad, con la cual ama a Dios y no abre sus brazos a la oveja perdida, se ha equivocado; no tiene la caridad. Podrá tener un amor humano a Dios, es posible; pero no tiene la caridad. Porque si tuviera la caridad, tendría en sí el dinamismo interno de la caridad. Y al revés; quien dice que tiene la caridad para con el prójimo y no ama a Dios, no tiene la caridad. Tendrá la afabilidad, la filantropía; no tiene la caridad.

La caridad es una unidad. Es el amor de Dios en Cristo que se

extiende hasta nosotros y nos comunica un corazón como el de Cristo; como tiene que ser –y lo veremos- toda virtud del hombre cristiano, participación de los sentimientos íntimos del Corazón de Cristo. Y por eso, el dinamismo interno de este amor, hace que se abra uno hacia los demás hombres.

Y cuando vemos a un pagano, a un alma alejada de Dios por el pecado, el impulso del amor de Dios en nosotros tiene que llevarnos a tomarlo, a recogerlo, a mostrarle los brazos abiertos. Es la caridad fraterna. Y quien no tiene ese dinamismo, que no diga que tiene la caridad, porque no la tiene.

Virtud fundamental ésta de la caridad. En el plan divino, Cristo se manifiesta amante en cada uno de los fieles. Y tiene que manifestarse Él, pero con la caridad. Notad que la característica de la caridad es, que es gratuita.

La caridad de Dios no está determinada por la criatura, no. No es ella la que le atrae determinantemente, sino que Él primero ama a la criatura. Y la caridad hacia la oveja perdida no está determinada por esa criatura, sino que es el impulso interno del amor de Dios que se abre hacia ella; es el deseo de comunicar Cristo a las almas. Lo que busca en la oveja perdida el buen pastor, no es lo que la oveja perdida tiene en su ser natural: sus bellezas naturales y sus valores naturales, sino lo que busca es lo que Él quiere comunicar a esa oveja perdida.

Ese es el verdadero tesoro. Lo que ama es lo que Él va a dar. Es gratuito. Y esto es característico de todo verdadero amor de caridad hacia el prójimo. No está determinado por sus cualidades; eso no es la caridad. No es malo; no es la caridad.

La caridad de Cristo es: Cristo que se quiere comunicar a sí mismo a las almas. Nos une, pues, a todos –y aquí a vosotras en este Instituto- el amor de Cristo; la caridad de Cristo comunicada a nosotros. Tiene que ser amor ardiente. Y nos une a todos el mismo celo por las almas en fuerza de ese mismo amor de Cristo. Y así, vamos a volver ahora la mirada a la realidad de nuestra caridad, que nace de Dios. Toda la caridad nace de Dios, viene de Dios, ha bajado hasta nosotros. Se habla tanto de esto…

Nuestra vida religiosa tiene que ser una familia. Más; nos unen vínculos más estrechos. Por lo tanto, tiene que ser un verdadero amor, donde todos nos amemos ardientemente. Pero fijaos; no tiene que ser como una familia terrena. No confundamos estas dos cosas. Tenemos que amarnos; amarnos con ese amor divino que es amor grande, grande amor. Pero sin confundirlo con un amor meramente terreno. Es un amor mucho más hondo, mucho más grande; pero no está fundado en los mismos lazos que el amor terreno.

Por eso, a mí me da mucha pena cuando hay que mantener la vida de familia en la vida religiosa con espectáculos, con copitas, para que cuando se junten las religiosas, pues… estén más unidas en caridad. Fijaos que no digo que esté mal; no juzgo. Lo que digo es que eso no es la caridad, la caridad.

Puede ser que sea bueno, pero no hablemos de fomentar la caridad. Si quiere, diga que quiere fomentar la coexistencia, la comunicación mutua, la alegría humana, lo que quiera; pero no crea que va a sostener la caridad con esas cosas; la caridad. Así no se mantiene, cuando tenemos nosotros dentro la caridad de Cristo que busca a las almas.

A la vida religiosa venimos a consagrarnos plenamente al amor exclusivo de Cristo y a dejarnos coger por ese amor total de Cristo hacia las almas. Y si no, nos hemos equivocado. Hemos venido a dedicarnos al amor exclusivo de Cristo. Lo cual quiere decir que hemos venido a hacer nuestro corazón transparente a la plenitud del amor de Cristo a los fieles, del amor de Cristo, que es

el que tiene que manifestarse. Esos son inseparables.

       Y no es buen amor de Dios el que no nos abre hacia el amor del prójimo. No es bueno. Y esas señales pone algún autor espiritual para conocer si las comunicaciones divinas son auténticas. Si son auténticas llevan a abrirse hacia el prójimo, a desear el bien del prójimo.

Por eso no hay que confundir. Tenemos que poner nuestro corazón a disposición de Cristo. En nosotros tiene que ser Cristo el que ame a los hombres. Pero no caigamos nunca en esa confusión de pensar: Yo creía que la vida religiosa era como la familia donde yo vivía. ¡Oh!, se equivoca.

–La Compañía de Jesús es Madre… Madre… Nuestra Madre la Compañía de Jesús… Pero es una Madre seca. Y tiene que ser así. Y si no, te equivocas. Si vienes a buscar dulzuras, que te tengan en brazos y que te ayuden… ¡No!, apóstol de Cristo, religiosa de Cristo, ¡no! Eso no.

–De modo que no es lo mismo que la familia terrena. Y no caer nunca en la disposición de aquella pobre novicia, que le decía llorando a su Maestra: -¿Por qué lloras? Dice: ¡Ay! Es que en mi casa me tenían tanto cariño… pero aquí me tienen sólo caridad… ¡Pues bueno!, si no puede resistir esto, si no puede uno mantener esa firmeza, esa dureza, pues… es mejor que lo deje, que no vaya por la vida religiosa. Si tiene que tener siempre al lado a su mamá que es esté atendiendo… ¡No!

Y entramos ya en la famosa y complicada cuestión de la caridad. Pocas palabras se prestan tanto a desviaciones, como ésta de la caridad. En otros tiempos el peligro iba por el iluminismo, el

quietismo, por el misticismo. Se abusaba en otros tiempos de todo lo que era más íntimo y espiritual. Hoy se abusa de la caridad. Y se puede decir, en verdad, aplicando a lo que decía el Señor: In caritatis vestra invenitur voluntas vestra. “Con tanta caridad os hacéis vuestra real gana”. ¡Oh, cuántas veces! Mucha caridad; lo que le da la gana.

–Eso significa la palabra del Señor. Y se llega en esto, pues a cosas románticas y sentimentales, y a interpretaciones del Evangelio como lo haría un protestante que cogiese un texto solo, y… ¡Aquí está!  -¡Pero hombre! –Ponen el ejemplo de un maquinista que lleva un tren. Si hace esta maniobra pues… mata a todo el tren y se salva él. Si hace esta otra maniobra se mata él, pero salva el tren. Y este hombre es ateo y no tiene fe; y hace esa maniobra y se muere allí. ¿Se salva? Pues, ¡eso es la caridad! ¡Claro que se salva!

 - ¡Romanticismo puro! Si ese hombre no tiene fe, se condena; porque sin fe nadie se salva. Eso está muy claro: “El que crea y se bautice se salvará, y el que no crea será condenado”. De esto no cabe duda. –¡Pero hombre!, ¡qué pena! –Toda la que usted quiera. Pero si se ha condenado ha sido por su culpa, por su culpa. Ahora; que Dios tendrá eso en cuenta, que es un alma generosa, muy bien. Pero si no ha creído, se condena. De esto no me cabe la menor duda, porque eso es explícito y clarísimo.

-¡Ah!, pero es que mire usted, es que… es que allí el Evangelio dice que: estuve enfermo y me

visitasteis, estuve en esto… Y ya ve usted, ahí no habla de la fe, y no habla… -¡Pero hombre!, ¿vamos a entendernos el Evangelio a trozos? Entonces, ¿la tradición no significa nada?, y la enseñanza de la Iglesia, ¿no significa nada? ¿Y va usted a coger una frase, la que usted le parece, como quiera, sin tener en cuenta todo lo demás?

Así que eso es fatal. Y es ese empeño, ¿verdad?, esa especie de romanticismo de querer hacer la vida cómoda a todos. Y ahora ya se hace voto de hacer la vida agradable a los demás. Sí, sí… se

hace voto de eso.

Pues bien; vamos a ir a las cosas sólidas, como es Cristo; que como les decía, tanta paternidad divina se convierte en abuelez. Vamos a ver este punto.

 –Sin fe no se salva nadie. Y sin caridad, virtud teológica de caridad,no se salva nadie. A quién el Señor le comunica, y cómo, y qué medios emplea, eso es otra cuestión. Si a esta persona el Señor le premia ese acto de generosidad con una iluminación y se salva, muy bien. No quito nada. Y esto es claro.

–Es que estuve enfermo y me visitaste… -Pero esto, ¿cómo lo

conoces?, esto, aislado de todo el resto… En primer lugar, ¿se trata de obras de misericordia o se trata de obras de precepto? Pues evidente que se trata de obras de precepto. –Yo me pasé una tarde

en la enfermería con gripe, y no me visitó esta hermana. -¡Hala!, ¡condenada al infierno!

-¡Hombre, por Dios! No, no. No quiere decir eso el Señor. Lo que pasa es que todas las obras de misericordia obligan de precepto a modo de ejemplo, de ejemplo. Otras veces se atribuye la salvación a la limosna, otras veces se atribuye la salvación a la sola fe. Y ahí, dentro de los ejemplos que pone de caridad, pues pone unos cuantos. Pero a otro será: Pues mira; fui discípulo tuyo y no me enseñaste ni jota. ¡Al infierno! Porque no le educó al Señor que fue discípulo.

 –Me procesaste y me condenaste injustamente. Y le condenará por eso. Lo que nos quiere enseñar el Señor es que toda la observancia del Nuevo Testamento es cristiana. Esto es de mucha importancia; cristiana. De modo que el cristiano no es el que meramente obedece, sino es el que obedece como a Cristo. Y el verdadero cristiano que actúa, no es el que da al obrero su jornal, sino el que se lo da como a Cristo; así, personalmente; como a Cristo; con el mismo amor que a Cristo.

Y si lo hace así, se lo hace a Cristo plenamente. Y lo demás, Jesucristo tomará toda esta observancia como hecha a sí mismo. Y lo condenará; aun cuando a él le ha parecido que no ofendía a Dios… Tú me ofendiste cuando no hiciste esto, como si lo hubieses hecho a mí mismo. Te condeno por esto. De modo que no vayamos por ahí, por romanticismos.

Si viviésemos así, con esta observancia cristiana de la ley, sería una delicia. Si cada uno de nosotros, al hacer un favor a los demás, lo hiciese como a Cristo y procurase tratar a los demás como a Cristo, ¡qué bien! Para defender estas desviaciones que a veces se van extendiendo con excusa de la caridad, se recurre a indicar que todo nuestro apostolado y toda la perfección consisten en la caridad. Y es verdad. En la caridad. Con artículo: en la caridad. Y que la caridad está por encima de todo.

–Sí; pero, ¿qué caridad es la caridad? La virtud teológica, desde luego; la virtud teológica. Es la única que dicen los teólogos que está por encima de todo. Pero no la afabilidad humana y no el contentar a los demás meramente; esto no está por encima de todo. Y algunos, que se sienten muy violentos con los vínculos de la obediencia y del silencio, creen que esto impide la plena efusión de la caridad. Porque para ellos… ¡Oh!, ¡la caridad! Son tan plenos, pletóricos de caridad, que eso de estar media hora sin hablar… ¡Hombre…! Y la otra pobrecita que a lo mejor está triste… Media hora sin hablar… Tengo que hablar. ¡Dónde vamos, dónde vamos!

Recuerdo el caso de tres religiosas de una Congregación que obtuvieron permiso del Nuncio de Su Santidad, que era entonces Antoniutti, cardenal Antoniutti; y como les impedía la vida religiosa que ellas llevaban el entregarse a la caridad como ellas querían, pues obtuvieron del Nuncio permiso para dejar la Congregación y dedicarse a su apostolado de caridad en un suburbio de una ciudad.

–Y fueron allí, y a los tres meses riñeron. Y se acabó la caridad. Ya está. Eso es; dejaron la Congregación para practicar la caridad, y a los tres meses ya estaban: cada una por su lado. Ya está. Habían reñido. ¡Cómo engaña el demonio con la caridad, la famosa cuestión de la caridad! Si fuese, si hubiese sido la caridad, no pasaba eso con la caridad.

Eso les pasa infinitas veces. La perfección consiste en la caridad. Sí, si se entiende bien, en la auténtica caridad. Pero no tanto en otras virtudes subordinadas a la caridad; sí. Que la caridad no suprime nada, sino que da forma a todo y sostiene cada cosa en su forma.

 –Y no dejarnos llevar meramente de juicios humanos y de afabilidades humanas. Vamos a entrar más en esta caridad nuestra, tal como debería ser, para indicar sus caracteres. Toda la vida de la Iglesia, la vida de cada parroquia, de cada Instituto, vista desde el cielo, desde la altura, debía ser como una flor repetida constantemente, una flor de caridad, una unión de pétalos, de almas, que están unidas entre sí, porque todas están unidas en el pedúnculo común, que es Cristo. Congregavit nos in unum Christi amor.

Y entonces, sí; sería un espectáculo maravilloso, toda la Iglesia que se presentase así en todas las Comunidades. ¡Y cuánta edificación en los fieles! Esa sería la impresión que más atrajese las almas a Cristo. Todas unidas; no directamente unas con otras por un aspecto exterior, por una práctica exterior, sino unidas porque

están enraizadas en la Santísima Trinidad, en al amor a Cristo. Ahí están fuertes; cada una de ellas y todas, unidas en el mismo amor. Uniéndonos todos en Cristo nos unimos todos entre nosotros en fuerza de ese mismo amor. ¡Oh, si lo hiciésemos así! Y éste sería el verdadero camino de la unión con Dios. Y el alma que no entiende esto en la misma vida religiosa, pues no ha dado todavía con el punto.

Santa Teresa, en las moradas quintas, capítulo 3, dice así: “Cuando yo veo almas muy diligentes en entender la oración que tienen” –están allí: si están en el desposorio espiritual, o en el matrimonio o en el segundo grado del matrimonio espiritual-, “muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella” –así: como con la toca por encima, así- “muy

encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir” –ahí, ahí; el dedo se le ha quedado así, así…- “bullir, ni menear el pensamiento” –no un dedo sino el pensamiento- “porque no se les

vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido” –pues les parece ya todo un mundo aquello- “han tenido, háceme ver cuán poco entienden el camino por donde se alcanza la unión y piensan

que allí está todo el negocio.

Que no, hermanos, no. Obras quiere el Señor. Y si ves una hermana enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esta devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti, y si es menester lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello”. Aquí está. “No tanto por ella cuanto porque sabes que tu Señor quiere aquello”. En Cristo, con Cristo. Esta es la verdadera unión con su voluntad. Es en la propia docilidad a ese dinamismo interior de la gracia en nosotros; ahí está.

Porque el amor de Dios en Cristo que está en nuestro corazón, que se ha difundido dentro, nos impulsa a eso: a ser cordiales, benignos, a participar de los sufrimientos de los demás, a remediarlos, en fuerza de ese mismo amor interior que tenemos a Cristo.

Y añade Santa Teresa: “Y que si vieres loar mucho a una persona, te alegres más mucho que si te loasen a ti”. Aquí, aquí. Esta es la caridad; aquí. “Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de veras loar. Mas esta alegría de que se entiendan las virtudes de las Hermanas es gran cosa, y cuando

 

 

viéremos alguna falta de alguna, sentirla como si fuera nuestra y encubrirla”. Esto es la caridad, esto. Encubrirla enseguida, y no empezar a contar por aquí y por allá: ¿Sabe usted lo que le ha pasado a ésta? No. Encubrirla como si fuese mía; taparla, taparla.

“Cuando os viereis faltas de esto –dice Santa Teresa-, aunque tengáis devoción y regalos y que os parezca habéis llegado ahí, y alguna suspencionsilla en la oración de quietud (que a algunas luego les parecerá que está todo hecho)” -¡claro!, han tenido una suspencionsilla… se me fue el pensamiento; ya… ya…-, pues, “creedme que no habéis llegado a unión”. Ya está; bien claro. “Y

pedid a Nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo y dejad hacer a Su Majestad”.

Esto es sano. Aquí tenemos lo que decíamos antes: este amor de Dios en Cristo, que si es auténtico –en la comunicación de Dios-, tiene que llevar a más amor del prójimo; si es auténtico. Como actitud sencilla y espontánea de amor. Y añade ella: “Que Él os dará más que sepáis desear, como vosotras os esforcéis y procuréis

en todo lo que pudiereis y forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas, aunque perdáis de vuestro derecho, y olvidar vuestro bien por el suyo, aunque más contradicción os haga al natural, y procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo y que lo habéis de hallar hecho”. Esta es la verdadera caridad, la que tiene que resplandecer en nuestra vida.

Vamos a penetrar bien en esto de la caridad; más adelante. De modo que la caridad no es hacer el propio gusto con excusa de caridad, trayendo el agua a nuestro molino con mucha diplomacia y con mucha delicadeza. Tampoco es la simpatía natural. No digo que es mala. Algunos cuando no es la caridad, creen que es pecado. No. No es mala. No es eso la caridad. Es mucho más grande que eso.

Tampoco es la filantropía, esa especie de interés social que tenemos por todos; que nos dan pena en un orden puramente humano: por el estado en que están económicamente, etc. No es esto. Tampoco digo que esto es malo. Es noble, es bueno; pero no es la caridad. Y es triste que muchas veces en estos movimientos nuestros actuales, nos interesa más el evitar una incomodidad humana que una ofensa divina. Y creo que no nos moveríamos mucho hoy en el mundo porque Dios sea ofendido o menos ofendido, porque todo el mundo tiene que salvar sus derechos hoy día, menos los de Dios, que no interesan.

Tampoco es el cariño afectuoso que viene determinado muchas veces por elementos humanos; que viene a arrastrarnos. Algo humano que uno encuentra, una ligadura que se establece con lo

humano. Es un cariño. Es un cariño afectuoso del orden familiar o semejante. Por eso decía que nuestra vida tiene que ser una vida de familia, pero no como una familia terrena. Tampoco es esto. Tampoco digo que es malo; pero no es esto.

–Hoy se insiste mucho en esto: en que hay que amar la persona concreta. Lo de la novicia: “allí me tenían cariño, aquí me tienen caridad”; la persona concreta, cuerpo y alma, tal como es; y amarla así. Y se insiste mucho en esto. Pues bien; con una cierta moderación, es cierto. Cierto que hay que amar la persona concreta, cuerpo y alma, pero de tal manera que uno no se sumerja en esto. Tiene uno que moderarlo siempre. Pero desde otro campo.

Y es muy curioso que esas personas que hablan tanto de ese amar, amar de verdad, y amar cuerpo y alma, que no apliquen esto a Jesucristo. ¡Qué miedo tenemos de esto: sentimiento en la vida espiritual, sentir internamente, y después resulta que estamos pegados a todo! Pero respecto de Jesucristo, ¡ojo, ojo!, que no te hagas…

Es verdad que no tienes que ser sentimental desproporcionado, pero eso se ve en la actuación de todo el día. La persona que: ¡Ay!, todo suspiros… y después no sabe obedecer. No; no, no. Pero una cosa es proceder por sentimiento, por afecto, y otra cosa es proceder con afecto.

Y no me diréis nunca que el ideal del hombre es proceder por sola razón, sin afecto; no. Un matrimonio dice: Nosotros procedemos muy humanamente, por pura razón. Pues nada; yo pienso: ahora hay que dar un beso al niño; pues… ¡pum!, porque eso es lo perfecto, ¿no?; es de razón. –No me diga usted esas cosas; ni que es lo más humano. No. Hay que proceder no por sentimiento, pero hay que proceder con sentimiento. Eso es obvio.

Y lo mismo pasa en nuestro trato con Dios. Pues estas mismas almas que son tan exigentes en que hay que amar al prójimo, respecto de Dios dice: Uno… buena voluntad; buena voluntad; pero el amor verdadero, se entiende.

–Pues entonces usted, ¿ama de veras a Dios, o no? Deberíamos partir de aquí. De modo que una cosa y otra. Estoy de acuerdo: hay que amar a Dios y hay que amar al prójimo.

Tampoco es lo mismo que amor, ni amor sobrenatural estrictamente.

–A ver si esto también lo cogéis bien-. No es lo mismo que amor. Una persona que está en gracia de Dios y ama humanamente, con amor humano –supongamos entre dos novios que se quieren bien- este amor no es pecado. Es un amor verdadero. Es amor sobrenatural también. Están en un nivel sobrenatural.

Pero no es la caridad. No es la caridad. Es bueno, y amor sobrenatural es. –Y aquí no hacer caso de muchos argumentos filosóficos que se hacen. Que dice uno: Pues mire, todo eso será precioso y tiene usted un talento extraordinario, porque usted me demuestra que todo amor es participación de Dios, participación del amor supremo; todo eso es muy bonito; pero eso no es la caridad. –Todo amor terrestre es participación del amor de Dios. También el amor malo es participación del amor de Dios. Si no, no lo amaría. Pero no es la caridad. ¡Estaría bonito! Dice: Todo amor honesto es la caridad.

-¡Mire qué bien! De modo que dos novios que se quieren, y están amando a Dios; el uno en el otro está amando a Dios. ¡Suerte! Mire usted; está uno trabajando, trabajando a ver si llega a amar a Dios, y los otros, ya están. Eso es… es mucho alambiqueo y mucha cosa; pero uno por sentido común dice: Déjeme usted de cuentos, ¿verdad?, déjeme usted de cuentos. Eso será muy bueno y será lo que usted quiera; pero eso, la caridad no es. ¡Trabajo nos cuesta!

Entonces, ¿qué es la caridad? La caridad es el afecto cordial; cordial. Y lo pongo así: afecto cordial. No pongo el afecto sensible, el afecto de emotividad sensible; cordial, íntimo, personal. Afecto cordial hacia Dios en Cristo, es la caridad, y su extensión afectiva a los hombres; el amor fraterno, como extensión del amor de Cristo. De modo que caridad fraterna es en Cristo por dos aspectos: en primer lugar porque su fuego interior es la caridad participada de Cristo.

En segundo lugar, porque su objeto, terminativamente los hombres, los ama como extensión de su amor a Cristo mismo, en cuanto ve en ellos la extensión de Cristo. Y así, los ama. -¡Ah! –y aquí se hace la objeción-, entonces… entonces usted no ama a las personas. Usted los ama en Cristo.

Como decía aquel hombre en el hospital a la Hermanita: “Hermanita, usted no me quiere; usted quiere a Dios, pero a mí no me quiere. Usted lo hace todo por Dios”, dando aquí a entender que quiere que le quiera. Aquí vemos que hay que amar la persona concreta.

–Pues, no señor. Si yo amo así al prójimo, amo al prójimo como lo ama Cristo. -¡Ah!, entonces usted no me ama. –Entonces,

tampoco Cristo le ama. Y si no le ama Cristo, ¿quién le ama? Y si le ama Cristo, le amo yo también como Cristo, como extensión del mismo amor de Cristo. Y se entiende un poco esto.

Y voy a detenerme aquí en esto un momento todavía, para explicaros un poco de esta extensión afectiva, para que cojáis bien, y veáis también el proceso normal como se llega a esta auténtica caridad, que no es tan fácil como se imaginan muchos de los predicadores de la caridad. Por todas partes encuentran caridad.

¿Qué significa esta extensión afectiva? Es algo que se realiza muy frecuentemente entre los hombres, sólo en el reino del afecto, del amor. Y así vemos muchas veces, que una persona que nos resultaba indiferente, desde que sabemos que es pariente de tal otra, pues ya se nos hace simpática.

“Mire usted; yo no sabía quién era, pero como es prima de no sé quién, pues… me tiene cierta gracia”. Ya está. Y lo mismo nos pasa con el número de la calle, del teléfono. Todo esto, primero

nos parecía indiferente; ahora, como vive aquí Fulana de Tal, pues, ¿sabe usted que este sitio de la ciudad me gusta ya? Me resulta más agradable. –Es extensión afectiva a los hombres. ¿Cómo procede aquí? ¿Cómo se procede en esto? Pues bien; voy a poneros un ejemplo para ver cómo amamos a las criaturas mismas y las amamos en Cristo y las amamos de verdad, de veras.

Un ejemplo. Suponed una joven universitaria. Esta joven universitaria, aficionada al arte, a la pintura, va a una exposición de pinturas. Y le empiezan a gustar aquellos cuadros, y se encuentra con dos particularmente que le atraen la atención extraordinariamente. Se informa, va enseguida a preguntar quién es el autor de estos cuadros, y le dicen: No; es un autor desconocido, que no ha querido dar su nombre.

–Bueno, ¿pero se pueden adquirir? Sí, sí; eso sí. Aquí tiene usted el precio. Y es un precio que cuesta un ojo de la cara. Pero como tiene dinero, pues: Sí, sí, sí; me los llevo, me los llevo. Es que a mí me entusiasma aquel cuadro.

–Y se los lleva a su casa. Les pone buenos

marcos… en el mejor sitio de la casa… vez que sale, vez que entra… a contemplar el cuadro, y durante el día de vez en cuando: ¡Ah, si tengo esos dos cuadros! ¡Qué maravilla! Y venga, y venga, y venga. Y así se está.

–Hasta que se enamora de un chico, un universitario. Conforme se va

enamorando del universitario, los cuadros se van empolvando, los dos cuadros; porque ahora tiene un cuadro vivo, otro cuadro vivo; y se va olvidando. Ya no se acuerda más que del otro, y del teléfono, y llamar, y esto. Bueno. Hasta que, tratando, tratando con el otro, se entera de que el otro, pues también es aficionado a la pintura. ¡Hombre! Y le dice: ¡Pues si tengo dos cuadros! Verás cómo te gustan. Y… a quitar el polvo a los cuadros. Los limpia bien, los prepara bien, pone una lámpara, una luz para que se vean y le llama. Y viene éste a contemplar los cuadros. Y los mira un poco… suelta una carcajada. Y dice: ¡Si estos cuadros los he pintado yo! ¡Son míos!

-¡Ah!, no vuelve a caer un gramo de polvo en esos cuadros. No hay cuidado, no. Quiere los cuadros locamente. Más que antes. Los entiende más que antes, porque ahora los entiende de verdad. Ahora los entiende como expresión que son de esa persona, porque son eso: son la expresión de aquella persona a quien ella va penetrando, conociendo, y ahora ve más el valor íntimo que tienen. ¿Los identifica estos dos cuadros? No. Son distintos. Uno es un cuadro, y el otro es otro; y uno le gusta más que el otro o menos que el otro, pero los dos muchísimo porque son de éste.

 –Extensión afectiva del amor real de los cuadros. Esto mismo pasa al alma. Y este es el proceso normal. Nosotros, primeramente nos encontramos con los cuadros, que son las criaturas. Y nos entusiasmamos con ellas. Y estamos, venga con ellas, dando vueltas.

Hasta que el Señor se nos hace el encontradizo y nos atrae y ocupa nuestro corazón. Y cuando Él ocupa nuestro corazón, las

criaturas se empolvan. Y esto es lo normal. Y no ser en esto exagerados, es decir: ¡Ay de la novicia que no se le empolven las criaturas! ¡¡¡Ay!!! No se enamorará mucho de Cristo. Y que hagan

algunos disparates muy bien hechos; muy bien hechos; muy bien hechos.

Y Dios que es buen Maestro de novicios, a los que ha cogido Él bajo su dirección, nunca les ha impedido hacer disparates. Porque es muy lógico. Y tenemos que tener una gran comprensión de esto. Y no decir: Ya están las novicias ahí… sin sentido común. Pues bendito sea que lo pierden. Y si no lo pierden, mala señal. Poco enamoramiento de Cristo. Pero es que… ¡hombre!, ¡es que no se puede tolerar!

¡Pero hombre! En otras cosas los toleramos. Viene uno que comete pecados mortales de todas clases… ¡mucha comprensión!, ¡pobrecito! Viene el otro novicio que ha hecho un disparate, porque

no sé qué… se ha pasado un mes sin bañarse, y, ¡ay!, ¡qué disparate! Pues… tenga también un poco de comprensión. ¡Si es obvio que los cuadros se empolven! ¡Pero si es obvio! Si se ha enamorado de otra persona, pues es obvio. Hasta que llega un momento, en el cual ya el mismo Señor, le dice al alma: Esos cuadros son míos, son míos. Y le da luz para comprender la realidad. Son míos.

Y entonces, ¡ah!, entonces se vuelve también hacia las criaturas, pero de una manera distinta de antes. Las entiende ahora en su verdadera realidad, como las ha hecho el mismo Cristo y las ama el mismo Cristo; como expresión que son de Cristo; como mayor expresión que todavía quiere dar Cristo a ese cuadro y que desea comunicársele más plenamente. Y entonces es cuando ya vive esa vida de fraterna caridad en esta plenitud del amor de Cristo.

Este es el camino normal. Y éste es el verdadero sentido de la caridad cristiana. Cuando vivamos así, entonces podremos decir de verdad: “Congregavit nos in unum Christi amor”. Y así, congregados en uno por el amor de Cristo, iremos también en busca de esa oveja perdida, para que en ella se realice también el plan redentor de Cristo.

 

 

 

MARTA Y MARÍA

 

Al fin del libro de los Ejercicios pone San Ignacio algunas meditaciones, o puntos de meditación como materias; y son muy breves. Y uno de ellos, uno de esos puntos que él pone, se refiere a la predicación en le Templo. Y dice así:

Primer punto.- Estaba cada día enseñando en el Templo.

Segundo punto.- Acabada la predicación, porque no había quien le recibiese en Jerusalén, se volvió a Betania. –Esa es la meditación.

Esto indica que a San Ignacio le impresionaba este hecho: Tanto triunfo de Jesucristo…enseñaba todo el día… y después nadie lo quería recibir en Jerusalén. Y cuando nadie lo quería recibir en Jerusalén, se volvía a Betania, porque en Betania tenía siempre una casa que estaba abierta a Él.

Manete in me et ego in vobis, dirá Jesucristo en la última cena: “Permaneced en Mí y Yo en vosotros”. Jesucristo permanece en mí; yo permanezco en Él. Cuando yo voy a Él, lo encuentro siempre en el Sagrario a mi disposición, siempre orando por mí, siempre dispuesto a comunicarme sus dones. –Cuando Él viene a mi corazón, ¿me encuentra siempre? ¿Soy yo para Jesucristo como

la casa de Betania que está siempre abierta? Porque el Señor suele llamar al corazón, por ejemplo, en ciertos días, ciertas fiestas, domingos por la tarde…; cuando se le ofende tanto en tantos modos, Él suele llamar muchas veces al corazón de un alma religiosa, pidiéndole que le consuele; es decir, que le abra su corazón, que se entregue a Él, que se ofrezca por las almas.

       Cuando viene así, ¿me encuentra a mí dispuesto?, ¿o me hago yo sordo y encuentra cerrada la puerta de mi alma? ¿Soy yo la Betania de Cristo? Y, ¿qué significa esa Betania de Cristo? Betania es una lección de vida espiritual, que vamos a meditar ahora.

Siempre ha sido clásica en la vida espiritual la imagen de Marta y de María. A veces se interpretan como si Marta significase la vida activa, apostólica; y María significase la vida de contemplación pura: en la Cartuja, o en la Trapa, o en el Carmelo.

No es ése, sin embargo, según parece, el verdadero sentido íntimo; sino significan dos modos de vivir la vida espiritual. Puede ser una religiosa contemplativa, Marta, y una persona apostólica activa, puede ser María, según el modo como vive su vida espiritual. Por eso vamos a estudiar, vamos a considerar y contemplar en la presencia del Señor estas lecciones de Betania.

En el Evangelio nos habla en tres ocasiones de Betania, de Marta y de María. La primera en Lucas, capítulo 10, versículo 38 y siguientes. La segunda en la resurrección de Lázaro, en San Juan,

en el capítulo 11, y la tercera en el mismo San Juan, en el capítulo 12, cuando después de la resurrección de Lázaro le hacen un banquete, y María derrama sobre los pies de Jesús aquel ungüento precioso de nardo puro, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.

Vamos a considerar estas tres cosas para sacar estas lecciones de vida espiritual. Primer paso. De Lucas. Es la primera vez que se nos muestran Marta y María. Y vamos a ver cómo se caracteriza la vida de cada una de las dos hermanas.

“Prosiguiendo Jesús su viaje a Jerusalén, entró en cierta aldea, donde una mujer, por nombre Marta, le hospedó en su casa”. Esta Marta, creen algunos comentadores, era todavía joven, porque si no estaban casadas era porque no habían llegado a la edad. De modo que calculan algunos, Marta tendría entonces unos 17 años. María era más joven; tendría sus 15 años, y Lázaro era el hermano

menor. Por eso, en todas estas escenas, Lázaro apenas representa nada, que era un niño todavía de 12 ó 13 años; el hermano menos de Marta y María.

Marta es la hermana mayor, es la que hospeda a Jesús. Y notad que Marta recibe de Jesucristo peculiares muestras de afecto y de amor. A ella se dirige el Señor muchas veces personalmente, la llama por su nombre. Y es que necesitaba más esta especie de atención personal de Cristo. Mientras que a María nunca le habla directamente; nunca la llama por su nombre, porque no necesita. María está siempre atenta a todo lo que dice Cristo. Y todo lo que dice lo acoge ella, aunque no se dirija a ella personalmente.

Vamos a ver, pues, aquí cómo actúan estas dos, estos dos tipos de vida espiritual. “Tenía ésta una hermana llamada María, -la hermana menor-, la cual, sentada a los pies del Señor estaba escuchando su palabra”. María se sentó allí y no se despegaba de los labios de Cristo: lo miraba, lo contemplaba, lo escuchaba, como embelesada; sin prisa. Fijaos en este gesto de María que es característico: sentada a los pies de Cristo, siempre; como el cántaro de la Samaritana que decíamos en la otra meditación; sentada a los pies de Cristo.

“Mientras tanto, Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era menester”: la cocina, la mesa, el comedor… “Por lo cual se presentó y dijo: Señor, ¿no te fijas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile que me ayude. Pero el Señor le dio esta respuesta: Marta, Marta, tú te afanas y acongojas con muchísimas cosas; a la verdad que una sola cosa es necesaria.

María ha escogido la mejor parte que no le quitaré jamás”. Esta es la primera lección de Betania.

 Marta es un alma ardiente, que ama mucho al Señor, indudablemente; mucho. Y es casi una pena que en la liturgia tenga una Misa tan pobrecita. Es la misa de “Comunes Virginum”. Creo que merecía una Misa suya, Marta. Mucho amor de Cristo. Una grande figura Marta.

Pero con este grande amor de Cristo, tiene también sus grandes limitaciones en su vida espiritual. Si trabaja, si está moviéndose en la cocina y en el comedor y corriendo de una parte a otra, es por amor de Cristo. Está preparándolo todo para Cristo. Y sin embargo, trabaja tanto por Cristo, que pierde la paz. Trabaja tanto por Cristo, que se sumerge en el trabajo. Y mientras está trabajando, ya no oye la palabra de Cristo. Esta es la limitación de Marta. Y ése es el tipo de Marta en la vida espiritual. El tipo de Marta en la vida espiritual, su característica está en una vida de preocupaciones incontroladas, incluso en las cosas de amor a Cristo. Trabaja intensamente, pero ya no oye a Jesucristo; interrumpe su diálogo con Cristo para servir a Cristo. Y en consecuencia, llega a corregir al mismo Jesucristo. Y así le dice: “Señor, ¿pero no te fijas que mi hermana me ha dejado sola? Dile que me ayude”; no la entretengas; dile que me ayude.

Es, pues, el alma Marta, el alma siempre preocupada por novedades en la vida espiritual. Siempre preocupada por cambiar materias de examen, de meditación, de métodos de oración, continuos problemas de acomodaciones; todo para servicio del Señor. Pero es como una criada de una señora de una casa, a quien ha dado la señora la orden de hacer tal cosa, y ya aunque la llame,

ya no oye nada; porque es inútil; ahora está haciendo lo que le han dicho. Ya no oye; hasta que termine, como si no existiese; no cuente con ella.

 –Esta es el alma Marta. Por eso el Señor le responde con una respuesta que es un poco de, una cierta, una ligera reprensión: “Marta, Marta”. Le repite, ¿eh? Porque Marta ya estaba corriendo; después que había dicho aquello, estaba ya en la cocina. Es que no espera; Marta no espera. Ella va de prisa. Y tiene que decirle: “Marta”, porque si no, no oye, ya no oye. Y le tiene que llamar el Señor: “Marta, Marta; tú te afanas y acongojas con muchísimas cosas”. Estás trabajando ahí en tantas cosas que te distraen, te dispersan, todas teacongojan.

–Aquí hay una diversidad de comentario. “A la verdad una sola cosa es necesaria”. Algunos lo interpretan en un sentido material, que sería el punto de partida: Marta, Marta, estás preparando demasiadas cosas. ¡Si a mí me bastan unos puerritos! Una sola cosa es necesaria; me

basta una cosa. –Algunos comentadores lo interpretan así, en sentido material. Pero hay razones muy poderosas para pensar –sin excluir esto- que aquí hay una verdadera lección espiritual. Por lo

tanto, se habla del trabajo dispersivo de Marta, ocupada en muchas cosas, mientras que “María ha escogido la mejor parte”, porque María tiene como oficio oír la palabra de Dios. Y ésa es su

ocupación: oír la palabra de Dios. La virtud de María no es que no trabaje. Con esto no se quiere decir que no hay que trabajar, ni mucho menos; sino quiere decir que la ocupación principal, la única necesaria es escuchar la palabra de Dios y no perder nunca el hilo de contacto con Dios, el diálogo constante con el Señor.

Ahí tenemos, pues, los dos tipos, y el juicio del Señor. “María ha escogido la mejor parte, y jamás se la quitaré”. No le voy a decir que se vaya, no; déjala en paz.

–Así sale el Señor en defensa del alma serenamente contemplativa, pacífica. Que a veces –incluso en la vida religiosa- se llega a estimar más el alma Marta, que es muy eficaz… Ya San Ignacio decía en su regla: “Se haga más caudal de las virtudes que de las letras y otros dones naturales y humanos”. Y a veces, pues no, no se estima tanto. Y aquí está el juicio claro del Señor: “María ha escogido la parte mejor”.

Y a veces, pues los mismos que tienen que regir a otros en la vida religiosa, se fijan más…: “Mire, mire;

déjeme de vidas interiores; aquí una persona eficaz”. Y se estima más a ésas que son eficaces, verdaderas Martas, que no al alma de vida interior, de vida espiritual.

 

Efectos de esta vida de Marta y de esta vida de María, se ven muy bien en el segundo pasaje del Evangelio: En la resurrección de Lázaro, que es el símbolo de la resurrección del pecador. Una realidad, un hecho histórico, pero que al mismo tiempo simboliza la resurrección del pecador por la intervención y por las lágrimas y peticiones de las almas amigas de Cristo; del pecador también amigo de estas almas. Es la resurrección de nuestras almas. Vamos a verlo así, porque además conocemos aquí el Corazón de Cristo; en esta meditación, que es preciosa.

“Estaba enfermo por este tiempo un hombre llamado Lázaro, vecino de Betania, patria de María y de Marta, sus hermanas”; hermano de estas dos. Las hermanas, pues, enviaron a decirle:

-Notad que lo que había pasado es esto: que le quisieron prender a Jesús; habían cogido piedras para apedrearle, y después al final les dijo: “¿Por qué me apedreáis? Si no hago las obras de mi Padre no me creáis, pero si las hago… Cuando no queráis darme crédito a mí, dádselo a mis obras. Entonces quisieron prenderle, mas Él se escapó de entre sus manos. Y entonces se marchó a Perea, a la otra parte del Jordán, a dos días de camino de distancia”. Se retiró allí ante el peligro de que los judíos le persiguieran; “se fue de nuevo a lo otra parte del Jordán y permaneció allí”-.

 Pues bien; ahí está Jesucristo; está con sus Apóstoles, que había escapado de un peligro de muerte. Y estando allí –en este tiempo-, estaba enfermo Lázaro; y las hermanas enviaron un mensajero que recorriese esos dos días de camino y que le dijese: “Señor, aquél a quien tú amas está enfermo”.

Oración sencilla, expositiva. Basta. Es la confianza suma. Oración dictada por María, sin duda ninguna. “Aquél a quien tú amas está enfermo”. Basta, basta. No, no insistir más. Basta que le digas esto. Que sepa: Aquél a quien tú amas está enfermo.

“Oyendo Jesús el recado, les dijo: Esta enfermedad no es mortal, no es para muerte, sino que está ordenada para gloria de Dios, para que por ella el Hijo de Dios sea glorificado”. Imaginad cómo trata el Señor a sus almas; cómo las prueba en la confianza.

El mensajero oye este mensaje, vuelve a Betania tranquilamente, después de dos días de camino, y les dice: Me ha dicho el Señor que no muere. Y le dicen ellas: Pues si ha muerto, ha muerto ya.

-¡Qué prueba de confianza! No ha entendido bien. El Señor no dijo que no iba a morir; que no acabará en muerte, sino que será glorificado el Hijo de Dios por ella.

 

 

Nosotros entendemos muchas veces mal lo que nos dice el Señor; lo entendemos a nuestro modo. Y de ahí nos vienen muchas veces las dudas, las desconfianzas… porque nos hacemos nuestros planes e interpretamos la voluntad de Dios a nuestra manera, y su gloria tiene que ser de la manera que a nosotros nos parece; y cuando no resulta, pues pasamos grandes oscuridades de espíritu. –Fiarnos de Jesucristo. “Aunque me mates, me fiaré de ti”; aunque me mates. Aunque yo no vea nada, me fiaré de Ti. Y así están estas dos; reciben el mensaje de Cristo, y ha muerto, ha muerto.

Y ahora, fijaos lo que es el Corazón de Cristo, para entenderlo. Jesús tenía particular afecto a Marta, a su hermana María y a Lázaro. “Cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en

el mismo sitio”. Unan estas dos cosas: “tenía particular afecto” y “se quedó dos días hasta que se murió”.

Y está así: “particular afecto”. Y es verdad, es verdad. Si Jesucristo se quedó allí, fue para cumplir la voluntad de su Padre. No era por falta de poder de curar a Lázaro, sino que el Padre quería que resucitase a Lázaro. Y si Él hubiese estado presente, ¿cómo podía dejarlo morir allí, Él presente, ante las lágrimas de Marta y María, para resucitarlo a los cuatro días?

Estando lejos sí lo podía hacer, porque hay cosas que la presencia física no permite, aun cuando la distancia no impediría la curación; pero la violencia que tenía que hacerse el Corazón de Cristo era diversa. No tendría sentido: estar allí, dejarlo enterrar, llevarlo, y a los cuatro días: “ahora, quitad la piedra”. Mientras que si está lejos, pues eso humanamente es más comprensible. –De modo que era verdad: “Porque amaba con particular afecto a Marta, María y Lázaro, se quedó otros dos días en el mismo

sitio”.

Después de pasados éstos –cuando ya había muerto- dijo a los discípulos: “Vamos otra vez a Judea”. Y aquí tenemos a los buenos discípulos que te tenían un miedo de volver… ¡Lo que hace una afección desordenada! “Que yo no sea sordo a su llamamiento”. Aquí éstos… eso de Judea…Hace poco allí las piedras silbaban; y ahora volver a Judea… Y sin embargo, el Señor dice –así ama

a Lázaro-: “Vamos otra vez a Judea”.

Le dicen sus discípulos: “Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte y, ¿quieres volver allá?”. Ellos se separan un poco, ¿verdad? Vamos –le dicen:¿quieres volver?, ¿quieres ir? –Jesús les responde: “¡Pues qué! ¿No son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza porque no tiene luz”. Quiere decir eso: no es la hora de las tinieblas todavía, no hay peligro. “Así dijo, y les añadió: Nuestro amigo Lázaro –qué palabras dulces del Señor: nuestro amigo Lázaro-, nuestro amigo Lázaro duerme; pero yo voy a despertarle del sueño”. Bastante claro, ¿no es verdad? Un mensaje… estaba grave… va a ir dos días de camino... ¡No va a ir a despertarle del sueño! Era bastante claro.

–Pues no lo entendieron. Tenían tal miedo, que no lo entendieron. “A lo que dijeron sus discípulos: Señor, si duerme, se curará”; buena señal es. Si ya está durmiendo… Cuando un enfermo llega a dormir, pues bueno es; ya se cura. ¿Para qué vamos a ir?

-Cualquier cosa con tal de no ir. Segundo binario. “Mas Jesús había hablado de la muerte. Y ellos pensaban –mirad que no es que fingían-, pensaban que hablaba del sueño natural”. Dos días de camino para despertarlo. ¡Parece mentira! Pues pensaban que hablaba del sueño natural. “Entonces les dijo Jesús claramente: Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí a fin de que creáis”.

Fijaos la importancia que tiene la fe en la gloria de Cristo, que se alegra de una cosa tan dolorosa para Él, para que crean los Apóstoles, para que tengan un argumento claro de la gloria de Cristo. “Pero vamos a él”.

 

–Y no se movían los Apóstoles, no se movían. Eso de Judea… las piedras aquellas… no les hacían gracia. “Entonces Tomás, por otro nombre Dídimo, dijo a sus condiscípulos: Vamos también nosotros y muramos con Él”. Ahí no va a quedar títere con cabeza; vamos a morir todos. Pero eso no se lo quitaba nadie. ¡Qué resucitar a Lázaro! Vamos a morir todos. Pero vamos a morir con Él. ¡Hala!

  • Es el pesimista. Tomás. ¡Pesimista! Pero vamos… generoso:

vamos a morir. “Llegó, pues, Jesús, y halló que hacía cuatro días que Lázaro estaba sepultado: dos días de viaje del mensajero, los dos días de Jesucristo… los cuatro días que estaba ya sepultado.

 

 “Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir; y María se quedó sentada en casa”. Aquí están los dos caracteres: Marta, muy amante de Cristo, muy buena, pero curioseando por la ventana: a ver las últimas noticias; a ver qué hay de nuevo. Y se enteró: Pues ha venido Jesús. Y apenas oye, sin que Él la llame para nada, a correr, a recibir al Señor. En cambio María, sentada en

casa; quieta, quieta. No tiene prisa; está allí, en casa.

“Dijo, pues, Marta a Jesús: -aquí vemos el carácter de Marta: un poco precipitada, de grande amor a Jesucristo-, le dice: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. Lo habían repetido muchas veces las dos hermanas, pero con un matiz distinto. Fijaos esta frase; la de María es un poco distinta. “Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. Y ahora le

añade: “Ahora que ya sé yo que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieras”.

       Fijaos Marta. Marta en el diálogo con Cristo habla, habla mucho. Además le muestra al Señor que ella lo sabe todo. “Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano; pero ya sé yo, eso ya lo sé, que cualquier cosa que pidas al Padre te la concede”. Es casi una herejía, porque no es creer en la divinidad de Cristo. Jesús tiene que pedirle al Padre… Pero Marta lo sabe, eso ya lo sabe, que cualquier cosa que pide al Padre se lo concede. –Y Jesús, que tiene una paciencia enorme, le dice: “Tu hermano resucitará”. Palabras de grande consuelo. –Y Marta: “Ya sé yo que resucitará”. Ya sabe también esto: “que resucitará en la resurrección universal del último día”. Como diciendo: Precisamente esto lo hemos estudiado en el último círculo de estudios: la resurrección universal. Ya lo sé, ya lo sé. No me dices nada nuevo… Ya lo sé.

 -¡Qué paciencia tiene el Señor!, ¿verdad? ¡Qué pronto se podía acabar con esta conversación! Unas ganas de darle un cachete, ¿eh?, y decirle: Vete de ahí… Lo sabe todo, lo sabe todo Marta. “Le responde Jesús: Yo soy la resurrección y la vida”. Palabras grandiosas.

Tener un amigo que puede repetir estas palabras: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque hubiera muerto, vivirá. Y todo aquél que vive y cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto, Marta? Le responde: ¡Oh, Señor! Sí que lo creo; y que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo que ha venido a este mundo”. Como una respuesta de catecismo. Pero, ¿a qué viene eso: que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo que ha venido a este mundo? ¡Si no digo eso! Que Yo soy la resurrección y la vida; ¿crees? “Y dicho esto, se fue”. Da la vuelta, y a correr.

–Muy amante de Cristo, pero éste es el carácter de Marta; es característico. “Se fue, y llamó secretamente a María, su hermana diciéndole: Está aquí el Maestro y te llama”.

Vamos a detenernos un poco. El alma que es Marta, por regla general lo sabe todo, lo sabe todo. Y si alguno la quiere orientar espiritualmente… “ya lo sabía; eso ya lo sabía; sí, sí; eso ya lo he oído, ya lo sé”. Pero es un conocimiento de Cristo que no llega al corazón. Para Marta, Jesús es demasiado hombre. “Todo lo que pidas al Padre, te lo concederá”.

La divinidad de Cristo no ha penetrado en lo profundo de su corazón. A pesar de que ella dice que cree en la resurrección de su hermano, que cree que Cristo es el Hijo de Dios, cuando llega la hora, y Jesucristo le dice: “Quitad la piedra”, Marta duda: “Señor, que ya lleva cuatro días, que huele mal…”.

¿Dónde está la fe? ¿No decías que creías, que sabías todo eso? –Y el Señor le responde con aspereza: ¿No te he dicho que si te fías de Mí, verás la gloria de Dios?”. Fíate de Mí. –Es éste el carácter de Marta. En teoría, brillante; sabe mucho, conoce mucho intelectualmente; agitada; corre de aquí para allá; culturalmente perfecta; y el conocimiento de Cristo no le llega al corazón. La divinidad de Cristo no le penetra hasta el fondo; no forma esta vida, no la informa del todo.

María es muy distinta. María se ha sentado a los pies de Cristo. Había encontrado el Corazón de Jesucristo, y eso era todo para ella. Ella fue, sin duda, la que envió el mensaje: “Aquél que Tú

amas está enfermo”. Jesucristo, para María, es “el que ama”. Es el Maestro que ama. Y ella está siempre sentada a los pies del Maestro; siempre. Aun cuando Cristo está lejos y ella está en su casa, está como a los pies del Maestro.

María cree profunda y prácticamente en la divinidad de Jesucristo; en una divinidad que es amor. Por eso, no se agita hasta que Cristo mismo la llama. Espera a que la llame. Y entonces, se apresura, sale corriendo. No tiene fórmulas como Marta; llega y se echa a los pies de Cristo y se entrega al amor. Repite casi las mismas palabras de Marta, pero con esta pequeña diferencia.

 María, en el texto griego, dice al Señor: “Señor, si Tú hubieras estado aquí, no se me hubiera muerto el hermano”. La pérdida ha sido suya, y Jesucristo no hubiera permitido en ella este

dolor. Es el amor personal a ella. Y es verdad. Como hemos indicado antes: lo que no podía sufrir Jesucristo era dejarlo morir a la vista de ellas. –Es el amor.

En Marta parece que la razón por la cual dice que si hubiera estado presente no hubiera muerto el hermano, era por su omnipotencia. Como que, parece casi no creyese que a distancia lo

podía haber curado. En el caso de María, no; es el amor. “No se me hubiera muerto mi hermano”

Me amas tanto, que no hubieras permitido que, a vista de mis lágrimas, muriera mi hermano. Sabe que para el Señor, los familiares de los que se han entregado a Él son atendidos por Cristo con una atención especial.

–Y cuando llega la hora de quitar la piedra, María no dudará. “Quitad la piedra”. Y María lo sabe; se fía del amor de Cristo. Pues bien; cuando llega allí María, sencillamente, después de repetir estas palabras: “Si hubieras estado aquí, no se me hubiera muerto mi hermano”, se echa a los pies de Cristo. “Y echándose a los pies, no dice más; se echa a llorar”. “Jesús, al verla llorar, y llorar también los judíos que habían venido con ella, se estremeció en su alma y se conturbó a Sí mismo y dijo:¿Dónde lo pusisteis? –Ven, Señor, le dijeron, y lo verás. Entonces, a Jesús se le arrastraron los ojos en lágrimas”.

Las lágrimas de María. No hablaba nada, no le ha expuesto nada: ni que espera esto, si que sabe lo otro; nada. Echarse a sus pies y llorar; nada más. Y Jesús se conmueve. Le milagro de la resurrección de Lázaro lo arranca las lágrimas de María. “Entonces se dijeron los judíos: Mirad cómo le amaba”; hasta llora. Es el Corazón de Cristo. “Mas algunos de ellos dijeron: Pues éste que abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿no podía hacer que Lázaro no muriese?

–Siempre por razón de la omnipotencia, sin ver la finalidad de la gloria de Dios. Y Jesús sigue la voluntad del Padre, aunque sea en cosas costosas a su Corazón. “Finalmente, prorrumpiendo Jesús en nuevos sollozos que le salían del corazón, vino al sepulcro –que era una gruta cerrada con una gran piedra-, y dijo: “¡Quitad la piedra! Marta, hermana del difunto, le respondió: Señor, que ya huele mal; que ya hace cuatro días que está ahí. Le dice Jesús: ¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios?”. No tienes fe. ¿No te he dicho que Yo soy la resurrección y la vida?

 –Eso te lo repite también el Señor a ti: ¿No te he dicho…? Pero, es que mi pasado, que todo esto… -Pero, ¿no te he dicho que si te fías de mí, verás la gloria de Dios; que tu santidad, tu vida futura tiene que ser gloria de Dios; y verás lo que es la gloria de Dios y el poder de Dios?

Quitaron la piedra. Jesús oró: “Padre, gracias te doy porque me has oído. Bien es verdad que Yo sabía que siempre me oyes; mas lo he dicho por este pueblo que me rodea, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado. Y dicho esto, gritó con voz muy alta: Lázaro, sal afuera”.

¡Qué momento sublime! La resurrección y la vida frente a la muerte. Y con una voz potente, lo arranca de las garras de la muerte. Y sale el que estaba muerto. “Salió fuera ligado de pies y manos con fajas, y tapado el rostro con un sudario. Y les dice Jesús: Desatadlo y dejadlo caminar”; ayudadle.

Es el Señor. Es el milagro de la resurrección del pecador por las lágrimas de las almas amigas de Jesús. Es el amor de María quieto y lloroso quien arranca el milagro. Viendo llorar a María, llora

Jesús. –Si queremos convertir las almas, tenemos que estar en la actitud de María. Tenemos que estar en esa actitud constante de quien está a los pies de Jesús llorando, porque son nuestras almas.

Y entonces haremos algo. Esa actitud la tenía también Ignacio, y la quería San Ignacio, cuando dice en una carta: “Sólo nos resta llorar y rogar a la salud mayor de su conciencia y de todos los otros”.  Y en otra parte dice: “No vemos otro medio sino oraciones y buenas obras, encomendándoselo todo a Dios. De allí ha de venir el remedio y virtud para todo lo demás”.

Esta es María, María. Serena. A los pies del Señor. Llena de amor a los hombres, porque está llena de amor a Cristo, al Corazón de Cristo. Y poco después en la última escena, en la unción anticipada de Jesús, se ve también esta actitud de María que penetra en el Corazón de Cristo. Y ella está cayendo en la cuenta perfectamente que las nubes se van ensombreciendo; cada vez más densas; que ya el Señor tiene que morir.

Ya ha tenido la intuición de la muerte de Cristo. Y por eso “seis días antes de la Pascua, volvió Jesús a Betania, donde Lázaro había muerto, a quien Jesús resucitó. Aquí le dispusieron una cena; Marta servía; Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con Él, y María tomó una libra de ungüento, de nardo puro, de gran precio, y lo derrama sobre los pies de Jesús, y los enjuga con sus cabellos. Y se llenó la casa de la fragancia del perfume”.

Es la intuición de María. Su corazón le decía que el Señor estaba poco tiempo con ella, con su cuerpo, con su humanidad. Y quiso darle ese obsequio de amor en su intuición. Y el Señor lo dice

así explícitamente, cuando a Judas, que se quejaba de aquel gesto, sin hablar nada a María, defendiendo a María, le dice: “Dejadla que lo emplee para honrar de antemano el día de mi sepultura”.

Que tiene razón, tiene razón. Su corazón no le engaña. No me tendrá mucho tiempo aquí presente. “Pues en cuanto a los pobres, los tenéis siempre con vosotros, pero a Mí no me tenéis siempre”.

Esta es María; es la delicadeza, la intuición. Según creo, María no fue al sepulcro; no es María de Betania la que fue al sepulcro. Porque María no iba con los ungüentos. Le había ungido antes y

esperaba su resurrección, como María, la Madre de Jesús.

Pues bien; no es para nosotros una vida contemplativa pura. No es la vida de María en ese sentido que se suele entender, a veces, como si fuese una vida de pura contemplación en el claustro

absoluto, en la Cartuja, en la Trapa, no. Pero tiene que ser una vida de María en el sentido espiritual.

Fundada en la persuasión íntima de que Jesucristo me ama en cada momento, me quiere de día y de noche, mientras mis potencias trabajan para Él. Se trata de que el esplendor de la fe nos haga elevar nuestras potencias; ver con los ojos de Dios, al modo de Dios, como una claridad y esplendor de virtud.

No tenemos que guardar con avaricia las gracias que Dios nos da, sino con esa actitud de quien está a los pies de Cristo, sintiéndonos pobres, incapaces de nada, sin poder resistir a las tentaciones, miserables, pecadores; pero siempre con nuestro corazón fijo en Cristo; fijo en Cristo e implorando: “Señor, el que Tú amas está enfermo”. Y que en el frío, nuestro calor sea Cristo, pero de veras. Y que en el calor, nuestro refrigerio sea Cristo. De modo que podamos decir de verdad: “Jesús mío y todas mis cosas”. “Teniendo a Jesús en lugar de padres, hermanos y de todas las cosas”.  Sobre esta vida de María, sobre esta vida de contemplación en medio de la acción, trataremos en la meditación siguiente.

 

CONTEMPLACIÓN EN LA ACCIÓN

 

Vamos a ver lo que Jesucristo desea de nosotros como ideal de vida de unión con Él. No sólo como un comienzo de vida espiritual, sino el ideal de nuestra vida apostólica, de modo que vivamos siempre en esa unión, con ese espíritu de María. En ese estado que San Ignacio llama contemplación en la acción.

       Dice Jesucristo en una de sus parábolas, que el reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que esperan al esposo cuando vuelve de las bodas. Y dice también que es semejante a los servidores que esperan a su Señor. Aquellas diez vírgenes que esperaban, no todas eran prudentes; cinco eran necias, y habiendo tomado las lámparas, no tomaron consigo el aceite.

De los servidores dice: “que si viene en la segunda vigilia de la noche y le encuentra en vela, y si viene en la tercera y en la cuarta, se lo encuentra en vela, dichoso aquél siervo. Os digo de verdad, que el Señor mismo se ceñirá y se pondrá a servirle”. Todo esto nos muestra cómo la vida cristiana, en su esencia misma, es una espera del Señor, que puede venir a nosotros en cualquier momento del día. No sólo en su visita final, el día de nuestra muerte, sino en las visitas que hace constantemente a las almas.

 Estar siempre en vela esperando al Señor. Eso es ser cristiano. “Sperate perfecte” dice San Pedro en su carta. Es lo que

pide también la Iglesia en la Prima del Oficio Divino: Dominus dirigat corda nostra et corpora nostra in caritatem Dei et patientiam Christi. “El Señor dirija nuestros corazones y nuestros cuerpos al amor de Dios y a la espera paciente de Cristo.

Y precisamente la vida sincera, sencilla, de fe, es aquélla que con ojos puros está constantemente contemplando al Señor, que se presenta en todas las circunstancias de la vida. En efecto, las visitas del Señor son muy diversas. Visitas del Señor son las cosas agradables y las cosas desagradables que Él nos envía: es la salud y es la enfermedad, es la alegría y es la tristeza, es la consolación y es la desolación.

–El domingo pasado leíamos en el Evangelio: “porque si hubieses conocido hoy el día de tu visita…” El Señor venía a visitar Jerusalén en aquél último día de los Ramos. Y así al alma también la visita constantemente, con todos los tipos de visita del Señor: agradables y desagradables. Sólo un alma pura es capaz de ver al Señor en todas sus visitas. Sólo un alma pura es capaz de ver al Señor en todas las cosas.

Ya en el Antiguo Testamento encontramos un pasaje que nos habla y representa esta disposición interior. Es el capítulo 19 del libro 3º de los Reyes, o si lo considera el libro de Samuel, el libro 1º de los Reyes. El profeta Elías había tenido aquella disputa con los profetas de Baal. Había puesto aquel altar, ellos habían puesto el buey, habían invocado todo el día al Señor de ellos, al dios Baal, para que bajase fuego y consumase el sacrificio, sin obtener nada. Y por su parte, Elías había invocado al Señor y había bajado el fuego que había consumado el buey que él había puesto sobre el altar. Y entonces Elías dijo: Ahora, cogedles a todos –que eran muchos, 400 ó 500- y los llevó a todos a un torrente y los degolló a todos. No quedó ni un profeta de Baal. Antes la reina Jezabel había degollado a todos los profetas del Dios verdadero. Cuando Acab anunció esto a Jezabel, Jezabel le mandó un aviso a Elías: “Los dioses me den esto y me añadan otras cosas, si mañana a estas horas no estás tú como los profetas que has degollado”.

Entonces le entró miedo a Elías y se

escapó; desesperado, desalentado ante la maldad de Acab, de Jezabel, el estado del pueblo. Y se marchó por el desierto. Y se puso a dormir debajo de un árbol, cansado de la vida. Y dijo al Señor: “Señor, quítame la vida, que yo no soy mejor que mis padres; la vida aquí en la tierra es insoportable. Quítame la vida”. Y así, desanimado totalmente, desesperado, se durmió debajo de aquel árbol, esperando la muerte.

Un ángel le despertó y le mostró un alimento y una bebida. Elías comió de aquel pan, bebió de aquella bebida, y se volvió a dormir otra vez, esperando la muerte. El ángel entonces le despertó otra vez y le dijo: Elías, come de ese alimento y bebe de esa bebida, porque tienes que caminar mucho; aún te queda un camino muy largo, tienes mucho que hacer”. Y él caminó con la fuerza de aquella comida y aquella bebida por cuarenta días hasta el monte Orbe, el monte de la visión de Dios, que el monte Sinaí, el monte de la contemplación del Señor. Y subió al monte, y de nuevo se metió en una gruta de aquéllas que había en la montaña.

Es la reacción del hombre desalentado, que ya no sabe qué hacer. Y se mete en las grutas y se esconde. Y estaba allí dentro, hasta que el Señor le llamó y le dijo: “Elías –tres palabras claves para la vida de contemplación del Señor-: egredere, “sal de ahí, sal de esa gruta”; sta in monte, “ponte de pie sobre el monte”; coram Domino, “delante del Señor”. Estado contemplativo, estado de vela.

La montaña, el monte Orbe es para nosotros el monte de la vida religiosa, con las ayudas de la Eucaristía, del alimento del Señor, en medio de un mundo que para nosotros es hostil en la vida espiritual. No nos entiende, nos persigue. Hemos caminado siguiendo nuestra vocación hasta llegar al monte de la visión de Dios, al monte Sinaí.

Y el peligro está aquí: que llegamos al monte y nos volvemos a meter en las grutas, en las concavidades, preocupados siempre con nosotros mismos, hastiados de la vida, ocupados por las pequeñeces de cada momento: que si nos ven o no nos ven; que si nos consideran o no nos consideran; que si nos duele la nariz; que si nuestro apostolado rinde o no rinde.

Todas esas pequeñeces, que son como las grutas del monte. Y nos estamos allí metidos dentro, todo oscuro. Hasta que el Señor como a Elías nos dice: Sal de ahí, sal de ti misma, déjate a ti, sal afuera, a la luz, al sol, al día del Señor. In die Domini, a la luz esplendente del rostro de Dios. Sal. Sta in monte. Estate de pie sobre el monte, en la punta más alta del alma, por encima de las criaturas, y estate de pie. Estar de pie es el estado del que vela.

 Estar de pie con atención amorosa, con el espíritu, no concentrado en un punto, sino con el espíritu abierto al Señor. Dice San Ignacio: “Antes del lugar donde voy a hacer oración, ponerme de pie, y elevando la mente hacia Dios, pensar dónde voy y a qué”. Velar. Manteniendo el alma vigilante y atenta por encima de todas las pequeñeces de este mundo. Coram Domino, “delante del Señor”; esperando al Señor, al Señor que viene.

Eso es lo que da sentido a la vida cristiana, y más todavía a la vida religiosa fervorosa, perfecta. Salir de sí; estar en el monte; delante del Señor; porque el Señor va a pasar. Elías se puso allí de pie sobre el monte, delante del Señor. Y cuenta la Escritura que vino un viento fortísimo, y el Señor no estaba en el viento fortísimo. Vino un terremoto, que sacudió todas las rocas del monte, y el Señor no estaba en el terremoto. Vino un fuego que abrasaba todo, y el Señor no estaba en el fuego. Vino, por fin, una brisa sutilísima, un silbo de aire, y allí estaba el Señor.

¿Qué nos quiere dar a entender esto? Que para encontrar al Señor en nuestra vida, no hay que esperar a los grandes acontecimientos, esos que destrozan la naturaleza y que la revuelven toda. No. El Señor viene en el silbo sutil, en el pequeño detalle de cada día. Ahí viene el Señor. Es imprescindible para descubrirlo, que el alma esté atenta. En cada momento del día pasa el Señor.

 

Beati mundo corde quoniam ipsi Deum videbunt. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Verán a Dios, no sólo en la Patria celeste, sino que verán a Dios los que tienen el corazón puro, en el pequeño detalle de cada día. Allí lo verán. –Y así como nosotros, cuando conocemos a una persona a la que le gusta jugar, darnos sorpresas, gastarnos bromas, y llegamos a nuestro cuarto y vemos que nos han revuelto la mesa, decimos enseguida: Ya está aquí ése, ya ha puesto su mano, inconfundible, no puede dejarme en paz; pues lo mismo con el Señor.

El alma que está en vela, ya habituada, apenas ve un detalle: que le han estropeado un plan que tenía, que las cosas le salen al revés, dice: Ya está aquí el Señor. Es el Señor. Es el Señor. Te agradezco, Dios mío, porque las cosas no van según el modo mío. Como San Juan después de la Resurrección en la pesca milagrosa, cuando empezaron a entrar los peces en la red, miró hacia la orilla y le dijo a Pedro: Dominus est. “Es el Señor; estas cosas son suyas. Es el Señor”.

Pues esto lo hace el alma que tiene fe, todos los momentos del día: La campana que suena, y la orden de los Superiores, y el disgusto, y el contratiempo, y la alegría. Es el Señor. Es el Señor. Es el Señor. Y así, lo encuentra en el silbo claro y sutil de cada día, porque está en vela sobre el monte, fuera de sí misma.

Así le pasó al anciano Simeón en el Templo. El anciano Simeón había recibido una promesa del Espíritu Santo: que no vería la muerte hasta encontrarse con el Mesías que iba a salvar al pueblo. Y Simeón estaba en vela, siempre en vela. Estaba también él encima del monte, en el monte del Señor, in monte sancto tuo, en el monte santo, en le Templo, todos los días, saliendo de sí mismo, delante del Señor, esperándole.

Y el Señor se presentó a Simeón, no en la figura grandiosa que hubiese imaginado quien leyera, sin discreción, a Isaías, y a todos aquellos profetas que describían al gran Mesías que entraba en el Templo con magnificencia, no. El Mesías no viene en aquel temporal, sino que viene en los brazos de una madre joven. Y él, que estaba en vela, lo reconoció. Dominus est. “Es el Señor”. Tan distinto de lo que esperaba el mundo.

Él no tenía una idea mundana del Señor, sino una idea divina. Y como dice el Señor: “Dichoso aquel siervo que cuando llega el señor, lo encuentra en vela. En verdad os digo que él se ceñirá y lo servirá”, pues así se realiza con Simeón. La Virgen se lo deja en sus brazos, y le da el Niño Jesús a él para que lo tenga en sus brazos. Y recibiéndole en sus brazos, entona aquel Nunc dimitis servum tuum

Domine, “Ahora, Señor, puedes enviar a tu siervo en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, el que has preparado para luz de las gentes, luz para revelación de los pueblos y gloria de tu pueblo

Israel”.

Es el himno que cantamos todos los días en Completas, cada día; como queriendo indicar que cada día tenemos que agradecer al Señor, porque lo hemos encontrado, porque lo hemos visto, “porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Es eso que tenemos que examinar todos los días en nuestro examen: Si he hallado a Dios en el día de hoy, para poder cantar de verdad el “Nunc dimitis”, ahora puedo descansar tranquilo porque mis ojos, también hoy, han visto al Salvador en el silbo de aire del detalle de cada día. Lo he visto, lo he encontrado tal como Él me había dicho. Y entonces me ha regalado también, porque se ha puesto a servirme y a consolar mi espíritu.

Esto es la vida cristiana perfecta: las vírgenes, el criado que espera al Señor, Elías que está sobre el monte delante del Señor, Simeón que en el Templo espera la llegada del Mesías. Esto es la

vida cristiana; la vida, sobre todo, perfecta. Estamos, pues, llamados a esta vida. Más particularmente nosotros, llamados a la vida religiosa, dedicados a esta vida de María en la contemplación. No en el sentido de María como si fuera una religiosa de clausura en pura contemplación, pero sí en cuanto tenemos que mantener en el alma en nuestra vida toda, la posición de María a los pies del Señor.

Tenemos que ser contemplativos en esa actitud interior, siempre atenta al Señor en todo momento. En tiempo de oración, en la oración; en tiempo de la acción, en la acción. Vamos a aplicarlo ahora en nuestra vida concreta. Vamos a ver si describimos ese estado de contemplación. No es que vayamos a exponer ahora, precisamente la contemplación infusa, estricta, en sentido técnico, sino vamos a exponer algunas ideas, que para nosotros, prácticamente –prescindiendo de muchas explicaciones científicas- nos ayuden para ver cómo tiene que proceder nuestra vida.

Estamos llamados a trabajar, a contemplar al Señor, a vivir en vela. Estamos llamados, no sólo a hacer las cosas por Dios, por Jesucristo –como Marta-, sino que estamos llamados a hacer las

obras en Cristo, como instrumentos perfectos suyos que Él maneja, y que están siempre dependiendo de su palabra y de su mirada. Se trata de vivir una vida de unión constante con Dios.

Esa vida de unión constante –y en ese sentido verdadera contemplación-, supone que el alma se ocupa con sabor en Dios, como en el objeto de su felicidad. Quiere decir que todo el día el alma se ocupa en Dios. No sólo en cuanto hace las cosas para poseer un día a Dios al fin de su vida, sino como quien ya ha comenzado la posesión del mismo Dios. Y camina sin prisas. Hace lo que un día María, sentada a los pies del Señor.

¿Qué le falta a esa alma para la felicidad perpetua? Pues que se corra el muro, y que eso que es fe, se convierta en visión. Pero a Dios lo tiene ya, lo posee ya, lo gusta ya inicialmente. Por eso camina con esa paz perpetua, constante, serena. Con deseo ardiente del Señor pero en la paz constante del Señor.

La vida de unión contemplativa en el sentido que hablamos se da, pues, cuando el alma, en pura fe, dejadas todas las cosas, busca temblorosa el rostro de Dios invisible que la llama. Esto es la contemplación constante. El alma, en pura fe, no en visión. Porque siempre se trata de fe, mientras estamos en este mundo. “Peregrinamos lejos del Señor”, como dice San Pablo.

Dejadas todas las cosas, en desprendimiento afectivo total. Busca temblorosa –temblorosa por el recuerdo de sus faltas pasadas, que han dejado en ella una profunda humildad-,temblorosa, pero busca animosamente, busca con gran confianza en el Señor, temblorosa, el rostro de Dios invisible que la está llamando.

Cuando el alma, pues, está ocupada con Dios en posesión actual, cuando el alma, dejada todas las cosas, todo absolutamente, busca temblorosa, con ánimo, el rostro invisible de Dios que le está llamando hacia Sí, el alma siente constantemente como una tendencia hacia sólo Dios, sólo Dios. Y en todas partes busca ese rostro de Dios.

Es la actitud que indicábamos: Egredere; sta in monte; coram Domino. Está buscando el rostro de Dios en todas las cosas y en todo momento. Esa actitud que leemos en aquella estrofa de San Juan de la Cruz:

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente los ojos deseados,

que tengo en mis entrañas dibujados!

Así está en todo instante, en toda ocupación, sea oración, sea trabajo, sea conversación, sea enseñanza, sea la cocina, sea la ropería, en todo está buscando el rostro de Dios; como ocupación principal suya. ¿Está haciendo apostolado en las almas? Busca el rostro de Dios. ¿Está enseñando a los niños? Busca el rostro de Dios. En todas las cosas. Esto supone un holocausto total de sí mismo.

Dejadas todas las cosas, dejado a sí mismo. Supone un grande sacrificio, un instrumento dócil al Señor, que lo busca en todas partes.

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente los ojos deseados,

que tengo en mis entrañas dibujados!

Lo que dice de cristalina fuente -San Juan de la Cruz- se refiere a las fórmulas del dogma, que nos ofrecen escondido dentro de sí el contenido que es Dios mismo. Y le dice: “Oh cristalina fuente”, ¡Oh verdades dogmáticas! “Si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos mismos de Dios”.

Pero eso tenemos que decir de todas las realidades también. De todo lo que tenemos entre manos. Y la que está en la cocina, puede decir:

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente los ojos deseados,

que tengo en mis entrañas dibujados!

Y en la otra que está barriendo o fregando el suelo, dirá:

¡Oh baldosa esplendente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente los ojos deseados,

que tengo en mis entrañas dibujados!

En otra será en correr de aquí para allá, será en la escuela, en las niñas… Es buscar en todos los sitios, en todas las cosas, el rostro de Dios. Es la obsesión del alma: “si formases los ojos deseados…” Esa es la actitud contemplativa. Esa actitud no se forma por concentración, sino que se realiza por retracción de todas las criaturas y abertura hacia Dios. No es que esté yo pensando en un concepto concreto de Dios, en una imagen concreta de Dios, no. Es una atención amorosa del alma que está buscando. “Sobre el monte, delante del Señor”. Espera, siempre, para poderlo encontrar.

“En todas las cosas –dice San Ignacio- busquen a Dios nuestro Señor, apartando de sí cuanto es posible el amor de todas las criaturas –retracción- por ponerle en el Creador de ellas. A Él en todas las cosas amando y a todas en Él”.

Y a San Francisco de Borja –que tenía tantos deseos de hacer

oración y penitencia- le escribía que moderase mucho todo eso, que viviese con devoción constante. Y le decía: “procurando siempre de tener la propia ánima quieta, pacífica y dispuesta para cuando el Señor nuestro quisiere obrar en ella, que sin duda es mayor virtud de ella y mayor gracia poder gozar de su Señor en varios oficios y en varios lugares, que en uno solo. Para lo cual mucho nos debemos ayudar en la su divina bondad”.

–Es por retracción. “El alma quieta, pacífica y dispuesta; abierta al Señor, para cuando el Señor nuestro quisiere obrar en ella”; que esté siempre atenta. –Por lo tanto, no es formarse una idea, un concepto de Dios, una imagen. Al alma que vive así, si le

preguntamos: Pero, ¿qué conoce usted concretamente? Nos responderá: Pues… Dios… Dios… -

Pero, ¿qué conoce usted de Dios? Pues… que existe… Dios… -Eso que ha causado tal deseo de conocerlo, es Dios, Él mismo. Le busca a Él. Es la frase predilecta del Señor: ¿A quién buscáis? A Juan y a Andrés que le seguían: ¿Qué buscáis? A la Magdalena: ¿A quién buscas? ¿Por qué lloras?

–Y si nosotros podemos decirle siempre, cada momento del día: A Ti. “Te quaerimus”. A Ti. El Señor. El Señor. –Y en esa acción que haces ahora, ¿qué estás buscando? –Tu rostro, Señor. –Esa es

la actitud, no por concentración, sino por retracción, por separación de las cosas. “Dejadas todas las cosas a un lado, la mente se abre hacia solo Dios”. Por eso, se mantiene el alma –como dijimos al principio de la oración- abierta al Señor; como uno que abre las ventanas para que entre el sol.

Naturalmente esto hay que mantenerlo también en todos los trabajos y en todas las ocupaciones: el corazón abierto hacia Dios. Y por ahí es por donde se sabe si un alma trabaja por Dios o trabaja en Dios. Trabajar por Dios no es lo mismo que trabajar en Dios. No es lo mismo trabajar por Jesucristo que trabajar en Jesucristo.

¿Qué diferencia hay? Un ejemplo práctico, para ver la

diferencia. Imaginad una persona que está trabajando en una oficina. Tiene su teléfono sobre la mesa; teléfono que le une al jefe de su oficina. Toma el teléfono, hace el número, oye la respuesta, se pone en contacto y dice, pregunta: ¿Qué tengo que hacer ahora? –Le responden: Tal y tal cosa. –Lo haré con mucho gusto. –Cuelga el teléfono y se da al trabajo. Se sumerge en él, se olvida de todo lo demás. Sólo cuando ha terminado su trabajo después de dos o tres horas, vuelve a coger el teléfono y dice: Esto ya está hecho.

–Es el examen del trabajo. Lo he hecho de esta manera y de esta. ¿Está bien? –Le responden: Está bien. –Ahora, ¿qué hago? –purificación de la obra que va a comenzar-. Tal cosa. –Perfectamente. –Esto es hacer las cosas por Dios. Muy bueno, muy bueno, no hay que dudar de eso. Una cosa muy buena. Purifica la intención, se da al trabajo, y después se examina.

Pero, ¿qué es hacer las cosas en Dios, en Cristo? Coger el teléfono y no soltarlo del oído, sino trabajar con el teléfono aplicado al oído. Si el jefe quiere hablarme no tiene que hacer sonar el teléfono; basta que hable, porque yo lo estoy oyendo. Es la posición de María a los pies del Señor: está siempre oyendo. Marta, en cambio, no. Marta cuelga el teléfono para hacer las cosas del Señor.

Esa actitud, que es mantener los auriculares puestos al oído en todo, es lo que nos une al Señor; esa elevación de la mente; ese estar en todo delante del Señor, buscando al rostro de Dios; a ver si se forman los ojos deseados; a ver si veo en todo la mano de Dios; a ver si le conozco en sus visitas de todos los tipos, en cualquier momento que se presente. Es hacer las cosas en Dios, como punto central de mi vida. Estar esperándole, esperándole. Como uno que espera el autobús, y pasa por encima de las demás cosas, y mira siempre al horizonte a ver si es que viene.

–Pues no es éste… Y lo deja pasar porque no le ocupa. No se fija en todo lo demás. Todo lo demás pasa. “Todo se pasa, Dios no se muda”. Está solo mirando a ver si asoma por allí el autobús que le interesa.

Esa es la actitud del alma contemplativa. Está buscando a Dios y constantemente dice: Pues, no es el Señor, no es el Señor. Ahora es el Señor. Y esta es su verdadera ocupación todo el día: conseguir que su mente no sea ocupada por ninguna otra cosa. Esta es la ocupación mientras espera al Señor: actúa. Y actúa con diligencia. Peor no se da al trabajo; darse no. No permite que su corazón se sumerja en el trabajo, se ahogue en el trabajo, sino,

se mantiene siempre dueña de su trabajo. Se aplica con toda diligencia, continúa siempre esperando al Señor en él, en su trabajo, oyendo si el Señor habla: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” también ahora.

Podíamos designar también esta actitud contemplativa como una actitud natatoria en las criaturas. Como uno que está nadando constantemente sobre las criaturas, y retira las criaturas, sea a la derecha sea a la izquierda; no es el Señor. Es agradable, pero no es el Señor. Es espiritual, pero no es el Señor. –Desagradables, lo mismo: dolor, sufrimiento, desolación; no es el Señor.

Y procura mantener siempre la fuerza que se junta en el alma. Cuida de de las criaturas sin sumergirse en ellas, manteniendo siempre fuera la mente, la parte superior del alma, por encima de todas las criaturas, para que en el momento en que aparezca entre las nubes el sol, O Sol salutis intimis Jesu regulget mentibus, el Señor, Cristo, la ilumine inmediatamente y la encuentre dispuesta a ser iluminada. La frase de San Ignacio: “Mantener el alma quieta, pacífica y dispuesta para cuando el Señor nuestro quisiere obrar en ella”.

Este es nuestro ideal, el ideal de perfección. Esto supone generalmente en el alma un esfuerzo, un trabajo, un período ascético, por el cual nos disponemos pensando, resistiendo, recurriendo a medios humanos. Para poder mantener esta unión con el Señor durante el día, el alma inicialmente, recordará los misterios de la vida de Cristo, escenas de la Pasión, una jaculatoria, el resumen de la meditación de la mañana. Este es un trabajo previo, que se supone, para poder llegar a lo que hemos indicado, hasta que entra el alma en un período, que es muy delicado, y lo quiero exponer ahora.

Después de un período de verdadero fervor, estas almas buenas, religiosas, que se han enardecido leyendo la vida de Cristo, leyendo libros piadosos, gustándolos, saboreándolos, aun siendo el alma muy fiel, constantemente fiel, pueden entrar en un camino de aridez insistente, en el cual el alma no gusta ya ni la lectura del Evangelio, ni las vidas de los santos, ni otras lecturas espirituales que antes le llenaban de fervor.

No las gusta en este sentido, no le causan el entusiasmo de antes, sino que, cuando lee el Evangelio, o lee la vida de los santos, o un libro ascético, sus reacciones son éstas: Está bien, estoy de acuerdo. Termina de leer, ya no le dice nada. Tiene más bien un cierto aburrimiento, y fácilmente empieza a preocuparse. No tiene interés en volverlo a leer y empieza a decir: “Se ve que estoy cayendo en la tibieza, porque no me atraen nada las cosas espirituales. Antes tenía un fervor tan grande… Antes tomaba notas de todo lo que leía en el Evangelio; todo me interesaba. Ahora ya no me interesa. ¿Será tibieza?” –Y fácilmente se confunde con la tibieza este estado, que puede ser muy bien el estado interior de entrada en esta actitud purgativa, buscando a solo Dios, solo Dios. Y con todo, si uno la examina un poco en detalle, se distingue de la tibieza, y se distingue sin grandes dificultades.

Prescindiendo ahora de otros aspectos que puede haber, temperamentales, psicológicos –que Santa Teresa y San Juan de la Cruz llamaban la “malenconía”, la melancolía- prescindiendo de esos aspectos, que se entremezclan muchas veces, la tibieza se distingue en esto: En que el alma tibia no gusta de las cosas espirituales, pero gusta de las cosas mundanas. Fomenta sus desviaciones hacia curiosidades, vanidad, hacia ocuparse de cosas del mundo, y consiguientemente le resultan insípidas las cosas espirituales.

En cambio, en el alma que está entrando en ese período de purgación y de preparación después de aquel fervor ascético, esta alma ni gusta de las cosas espirituales, ni de las cosas mundanas. ES como un estado febril interior, de fiebre, de inquietud, de no descansar en las criaturas. Una especie de falta de gusto, de descontento más o menos general. Y la razón de esto es: que el alma está orientada hacia Dios con una orientación íntima, como instintiva, aunque en concreto, no cae ella misma en la cuenta de que está buscando a solo Dios.

¿Por qué? ¿Cuál es esta inclinación instintiva? Pues, porque ha entrado el instinto divino de solo Dios en el alma. Se ha madurado en ella este instinto, de forma como instintiva. –Nos hablan los santos del instinto del Espíritu Santo, el instinto de solo Dios.

Vamos a explicarlo.

¿Qué significa este instinto de solo Dios? No es que el alma vaya detrás de una idea concreta de Dios, de una imagen concreta de Dios, sino que es una elevación como vaga, aparentemente indeterminada hacia el rostro de Dios invisible que la está llamando.

El alma no cae en la cuenta de que tiene el instinto hacia solo Dios, sino que, pasa algo así como cuando en el tiempo de la pubertad se despierta el instinto sexual en el hombre. Aun cuando esta persona esté sola y no conociera el otro sexo, llegado aquel período, siente dentro de sí una inquietud interior, que no sabe definir y no sabe a qué tiende en concreto.

Sólo nota esto: que lo que antes le gustaba –juegos de niños, etc.-, ahora no le gusta, y nota que todo aquello ya no le llena, y tiene una inquietud interior, un estado febril que no sabe explicar a dónde va ni qué es, pero que de hecho no es más que la maduración del instinto sexual hacia el otro sexo. Pues bien; en este momento que estamos describiendo de la vida de fervor, se ha despertado en el alma el instinto de solo Dios.

El Señor ha hecho despertar en el alma esta tendencia; y al tener el instinto de sólo Dios, lo único que nota el alma es que todos aquellos gustos de cosas concretas, aun espirituales, y por tanto creadas, que antes le llenaban, ahora no le llenan; ahora, lo único que le preocupa es el creer que está mal, que ha empeorado, que por sus pecados Dios la ha dejado, aun cuando en realidad, Dios la está llamando ya hacia Sí; y sin saberlo ella misma, está buscando de hecho el rostro mismo de Dios.

Por eso decíamos que, dejadas todas las cosas, busca, temblorosa, el rostro del Señor, que la está llamando de una forma como instintiva. Así como la paloma mensajera se orienta enseguida hacia su término, así a esta alma se le ha creado ya el instinto de orientación hacia sólo Dios. –Y así como en el caso que hemos dicho de la pubertad, cuando esta persona se encontrase en realidad con el otro sexo, tiende hacia él su inquietud y termina en esa persona el deseo indeterminado que tenía, así también esta alma contemplativa, cuando Dios se le empieza a comunicar de un modo particular, comprende hacia dónde iba orientado su instinto, ese instinto que había nacido en ella y que se había manifestado en esas inquietudes, en esa aridez interior, en esa especie de insipidez.

Un criterio para ver esto en estas almas, para ver que está madurando en ellas un instinto superior, es el de la iluminación subjetiva de esas almas. Esas almas suelen decir que no entienden

nada, que no gustan nada, que no tienen ganas ni impulsos de hacer nada. Y sin embargo, en el orden práctico, entienden y captan muy bien la conducta de Dios.

Y son almas muy fieles en la determinación, aun cuando no corresponde a lo que ellas puedan pensar de su fidelidad. Y caen en la cuenta con mucha lucidez de las exigencias evangélicas. Muy detalladamente. De modo que si se les pregunta: ¿Qué habría de hacer aquí idealmente? ¿Cuáles son las exigencias de la vida interior? ¿Qué significa esta expresión evangélica? Entonces se ve que afinan muchísimo. Son muy delicadas.

Pero a pesar de eso tienen la impresión, mirándose a sí mismas, de que es todo oscuridad, que no entienden nada, que están dejadas de la mano de Dios. –Es que la luz que reciben esas

almas, no es para iluminarles a ellas, sino para iluminarles el camino hacia Dios. Como los faros del coche están dados, no para iluminar el coche, sino para iluminar la carretera que tienen que seguir. Y si uno se pone a mirar a los faros, queda ciego; no ve. No están hechos para eso. En cambio, si lanza sus faros a iluminar la carretera, la iluminan perfectamente.

–Esta luz que da Dios al alma, y que va dándole cada vez más progresivamente, es la luz para agradar al Señor, para contemplar al Señor, para seguir los caminos del Señor. Por eso, esas almas afinan mucho en las exigencias del Señor sobre ellas, aun cuando les parece que no son capaces de hacer nada de eso que ven que el

Señor exigiría de ellas. –Y esto que he dicho vale como indicación general de un paso difícil en la vida espiritual, que suele presentarse en esos momentos.

De todos modos, volvamos a la actitud hacia la que tenemos que tender; esa actitud de estar sobre el monte, esperando al Señor, buscándole en todas las cosas, buscando en todo, el rostro de Dios. ¿Cómo llegar a esto?

Hay ciertas resistencias en el alma. El alma se resiste por diversas razones. Y en primer lugar, siempre al hombre le resulta difícil seguir a Dios si no lo palpa con sus sentidos. Le gusta tener siempre algo concreto que palpar, algo que le deje seguro de que ha hecho lo que tenía que hacer, y que las cosas están así en su puesto.

–Así les pasaba a los israelitas cuando iban caminando por el

desierto: que al menos deseaban tener una representación sensible de Dios. –Y eso le pasa también al alma. Y por eso, este abandonarse ene. Señor, este ponerse a disposición del Señor, buscando en pura fe el rostro invisible de Dios, le causa siempre un cierto temor y vértigo. Uno quisiera más bien tener la seguridad de que está pisando sobre terreno firme, seguro. Y así el alma resiste como con una resistencia ontológica –diríamos-, por su misma naturaleza. Pero además se presentan ciertas dificultades a toda alma, que le impiden o dificultan llegar a este estado. Vamos a dar algunas normas prácticas para salir al encuentro de estas dificultades, que nos ayuden eficazmente a disponernos hacia ese estado de vida espiritual.

Primer peligro que hay que evitar. Es consejo de San Ignacio en la regla de los peregrinos, y que también el P. Lallemant recomienda mucho. Para evitar este peligro damos este consejo: “Nunca determinar simultáneamente el tiempo en que hay que hacer una obra y la obra que hay que hacer en este tiempo”, cuando se trata de cosas precipitadas. Es decir, no hablo de las distribuciones normales que uno tiene; sino algo empeñativo. Por ejemplo, uno que dice: “En esta hora tengo que leer estas treinta páginas”. Nunca señalar esto. ¿Por qué? Porque esto introduce en el alma dos ideas y dos preocupaciones. Cuando decimos, por ejemplo: en todo buscar al Señor, mantener el corazón libre, abierto, entonces no es que decimos que tenemos que tener dos ideas en la cabeza, no. Peor en lo que hemos dicho: en esta hora tengo que leer estas treinta páginas, ahí sí que hay dos ideas en la

cabeza. Esta persona está preocupada por el tiempo y por lo que tiene que hacer en ese tiempo. De modo que, normalmente estará constantemente mirando al reloj: Todavía tengo este tiempo; todavía me faltan estos minutos. Y es obvio, porque tiene dos ideas en la cabeza. –Esto hace daño. Hace daño a la cabeza y hace daño a la contemplación misma, porque no puede estar el corazón libre y

abierto.

Y no hay cosa más fatal ni que más impida la contemplación que esto. Yo puedo decir: “Tengo que leer estas treinta páginas; hasta que las termine”. Muy bien. “Me dedicaré con verdadera diligencia; por Dios, pero con verdadera diligencia, sin sumergirme en ellas; pero si no termino en una hora, será en hora y media”. O al revés. Puedo determinar: “Tengo una hora para leer; hasta donde llegue”. Pero si quiero unir las dos cosas, es fatal. –Y esto es lo que en la vida religiosa no puede ser. -¡Ah!, pero es que yo soy estudiante, ¿sabe usted?, y tengo que trabajar, y tengo que dar el examen de esta materia.

–Pero entonces, ¿para qué se ha hecho usted religiosa?

¿Para ser como una estudiante de fuera? No. El ser religiosa tiene sus limitaciones. Como evidentemente, si uno es de una Orden muy penitente, muy estrecha, y tiene que estudiar, yo le pregunto a este señor: ¿Para qué se hizo usted miembro de esta Orden? –Para hacer penitencia. Pero es que la penitencia, me impide estudiar. –Pues entonces… escoja, escoja.

Porque una Orden austera, penitente, y nunca puede practicar la penitencia porque tiene otras cosas que hacer. Pues podía haberse hecho de otra Orden… Usted tiene que practicar como miembro de esa Religión, y si no, ¿para qué se ha hecho de ella? Si no, resulta que vivimos todos igual. Cada uno ha escogido una Orden en la que tiene que vivir un tono de vida concreto.

En nosotros, como religiosos, hay una limitación, y es la que lleva esas obligaciones de vida religiosa, que es “estar en el monte delante del Señor”. Eso lo puede hacer usted como religiosa. ¡Ah!, pero… es que así… resultará que no soy tan brillante como otras.

-¿Y qué? ¿Vamos a hacer más difícil las cosas porque somos religiosos? Este es un punto muy importante. De modo que, hacer el trabajo hasta donde llegue. ¿No puedo más? Pues no puedo más. Si esto es realmente insuficiente para un rendimiento normal de una persona, le corregirán. Pero no tiene usted que trabajar con tanto interés por perfeccionar cada elemento. Y aprender a trabajar, pero no estar nunca con esas ideas que sería fatal y difícil de superar.

 

Segunda dificultad y segundo peligro. Son los puntos de honra en los trabajos que uno hace. Eso que a veces se suele decir –quizás en broma, no sé-, pero es un mal consejo que se da a veces o se oye: “Usted que se va a dedicar a tal obra, a tal trabajo, ¡a triunfar!, por el HONOR del Instituto, por el honor de la Congregación, de la Orden. Eso es fatal.

¿Pero es que ahora vamos a estar con la fama del Instituto siempre? Como el primer valor de lo que tenemos que hacer: la fama del Instituto. Como si no tuviese uno bastante poco con la fama personal, ahora le tiene que venir la fama del Instituto. Es la que tiene uno que salvar, que es más importante que la mía.

–A veces se suele dar ese consejo, y se introduce eso de las dos Banderas que decíamos: “Punto de honra, el vano honor, la soberbia”. Pues no. Trabajar con diligencia, procurar hacer todo lo mejor que pueda, perfectamente; pero no apurarse. Que si a usted no le sale bien, no tenga ningún miedo a que nos deje mal.

Esa es la verdadera posición de un Superior. Usted trabaje. Lo que queremos es que agrade a Dios y que llegue a ser una verdadera religiosa. ¿El resultado? Dios dirá. –Eso sí. Eso la es verdad. No ir a triunfar en los trabajos.

–Pero es que entonces, ¿si no resulta? Si no trabajo así, a lo mejor después me paso una humillación. –Pero, ¿no dice usted que igual gloria de Dios, que prefiere lo que más le cueste, lo más humillante? ¿O es que vamos a estar siempre así de broma en la vida con el Señor? Este es el caso. ¿Usted espera que llegue un día distinto de los días normales, en que usted va a vivir eso del tercer grado de humildad y todas esas cosas? Eso hay que vivirlo cada día. Haga lo que pueda. ¿Que después le viene la humillación? Pues bendito sea Dios.

Ahí es donde fallamos. Por eso no llegamos a esa contemplación en la acción. Si no llegamos a esto, ¿a qué vamos a llegar? La vida espiritual hay que tomarla con la seriedad que tiene. Con buen humor siempre, pero con la seriedad que tiene. Ese es el punto de honra de que hablaba Santa Teresa, que es uno de los inconvenientes más graves para esta vida de unión con el Señor.

Otra dificultad es la entrega a las obras. Entregarse a los trabajos. A veces se da también este consejo: “Usted purifique la intención y después, se dé al trabajo”. Se propone la dificultad: ¿Cómo me las arreglaré yo para juntamente vivir esa unión con Dios? Y se le dice eso: “No debe dejar de hacer las cosas; no complique. Usted purifica la intención y después se lanza, y adelante”.

–Pero, ¿y quién le da permiso a usted para hacer esto? Sería como una persona que tiene muy mal genio y yo le digo: “Usted tiene muy mal genio, ¿verdad? Pues mire, no se preocupe. Cuando usted ve que le viene un ataque de rabia, usted purifica la intención, y después se deja llevar”. Pero es que, ¿qué entiende usted por pureza de intención? ¿Dejarse llevar después? ¿Eso es pureza de intención? No.

La pureza de intención no es sólo un acto previo que yo hago. Purificar la intención es: de verdad, buscar el contentar puramente al Señor, vivir en esta actitud interior en que tenemos que vivir, buscándole a Él en todas las cosas, lo mismo en la conversación como en la oración, como en todo.

Y si en la oración decíamos que el acto de presencia de Dios no es un acto pasajero, sino que es el que tiene que informar toda la vida, lo mismo pasa en cualquier otra obra. -¡Ah!, es que eso es

complicar las cosas, porque así tiene usted varias ideas en la cabeza.

–Pero, ¿quién le ha dicho que tiene varias ideas en la cabeza cuando tiene el corazón abierto hacia Dios? Esa otra manera que leshe dicho de la preocupación del tiempo y del trabajo, esa sí. La preocupación por sacar una buena nota; eso sí que es tener dos ideas en la cabeza.

Pero el que yo al trabajar, aplicándome con diligencia tenga los auriculares puestos y esté por encima de todo, sin esclavizarme debajo del trabajo, sin sumergirme, sino siendo siempre dueña del trabajo, esto significa hacer del estudio oración. No precisamente hacer un acto de purificar la intención de antemano y entregarse, no; el estudiar con esa actitud interior de buscar a Dios.

Otro punto es la voluntad propia y los derechos propios; y por eso voy a indicar brevemente dos caminos rápidos; difíciles, pero rápidos. Dos pequeños medios prácticos, eficaces si los hacéis de verdad.

El primero, que cada vez que veas que no eres dueña de tus ocupaciones, sino esclava de las obras que estás haciendo, te separas de ellas, un momento, un minuto o dos minutos. Sepárate. Yo estaba ya debajo, ya no era dueña, era esclava, estaba sumergida. Sepárate un minuto o dos… y abrir el corazón a Dios y volver al trabajo, aun a cierta distancia, y volver otra vez con los

auriculares puestos. Es eficaz y es necesario para nuestra vida religiosa.

Segundo medio muy eficaz también, es proponerse el hacer la voluntad de otro antes que la suya donde no haya pecado ni desagrado del Señor. En todas las particularidades y caprichos que

tenemos, en todas. Es que voy a limpiar los cristales, y vamos dos. Y ésta otra tiene un método y yo el mío que siempre me parece el mejor. Y le miro un poco con el rabico del ojo, y veo que va a otro método, y yo me lo tomo igual, el mismo, sin discutir, y lo hago igual. En todo lo que no desagrade al Cristo, el gusto, la voluntad de otra antes que la propia.

La persona que así camina, que se impone esto como norma en todo lo que no es pecado, en cuanto no desagrada al Señor, se dispondrá muy fácilmente, si lo hace así pendiente del Señor, liberada de todo, saliendo de sí misma, se habituará a estar en el monte, delante del Señor y con el corazón puro hallará a Dios en todas las cosas.

 

 

PRINCIPIO DE LA PASIÓN

Entramos en las meditaciones de la Pasión de Cristo y de la Resurrección.

 

Tenemos que evitar siempre en nuestra vida espiritual el escollo de prescindir de Cristo y se de Pasión. No caer nunca en esa tentación que algunas almas sienten y a la que ceden: de querer volar más alto que Cristo, más allá. Cristo para algunas es un paso, que ya han llegado a superar, y ahora ya, no necesitan de Cristo. Eso no es sano. Tenemos que seguir siempre a Cristo, y aun en la

gloria, glorificaremos al Padre en Cristo, y Cristo en nosotros. Todo lo que nosotros podemos hacer de grande, lo tiene Cristo en nosotros. Y nosotros, eternamente tendremos que ser almas fieles a Cristo, dóciles a Cristo; de modo que Él sea todo en nosotros. Imitar a Cristo en su Pasión y seguir a Cristo en su Pasión; no olvidarla nunca.

San Juan de la Cruz insiste mucho en esto en la subida del Monte Carmelo; en el libro II capítulo VII tiene unas expresiones magníficas. –Porque parece que San Juan de la Cruz es el que lleva al Verbo… aquellas sublimidades… y que desaparece ahí Jesucristo y su Pasión-. Dice así: “Querría yo persuadir a los espirituales” –espirituales llama a las almas de oración, a las almas contemplativas que han entrado ya en esos estados; lo dice él después expresamente; al final de este mismo capítulo, dice él: “hablemos ahora con el entendimiento del espiritual, y particularmente de aquél a quien Dios ha hecho merced de poner en el estado de contemplación, porque, como he dicho, ahora voy

particularmente con estos hablando, y digamos cómo se ha de enderezar a Dios en fe y purgarse de las cosas contrarias”.

–Pues bien; está hablando de los espirituales, de los que Dios ha puesto en este estado de contemplación. “Querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos –aunque esto en su manera sea necesario a los principiantes-, sino en una cosa sola necesaria, que es, saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo”.

Eso es programa. Ahí va. “Porque ejercitándose en esto, todo esotro y más que ello se obra y se halla en ello, y si en este ejercicio hay falta, que el es total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras de andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles. Porque el aprovechar no se halla sino imitando a Cristo, que es el Camino, y la Verdad y la Vida, y ninguno viene al Padre sino por Él, según Él mino dice por San Juan. Y en otra parte dice: Yo soy la Puerta. Por Mí, si alguno entrare, salvarse ha. De donde, todo espíritu que quiere ir por dulzuras y facilidad, y huye imitar a Cristo, no le tendría por bueno”. Bien claro. “Y porque he dicho que Cristo es el Camino, y que este camino es morir a nuestra naturaleza en sensitivo y espiritual, quiero dar a entender cómo sea esto a ejemplo de Cristo; porque Él es nuestro ejemplo y luz”.

Y dice eso, explícitamente en su muerte. “Cuanto a lo primero, cierto está que Él murió a lo sensitivo espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte, porque como Él dijo: en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza y en la muerte lo tuvo menos”.

“Cuanto a lo segundo, cierto está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma, sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así, en Él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia de Dios. Y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo”, etc.

“No consiste, pues, en recreaciones y gustos y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior”. “No me quiero alargar más en esto –dice San Juan de la Cruz- aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos; pues los vemos andar buscando en Él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, más no sus amarguras y muerte, amándole mucho a Él”. Este es el amor de Cristo: amarle mucho a Él, a Él, no sus gustos; y adherir a Él.

Pues bien; tenemos que entrar en esta Pasión, que es el camino para imitar a Cristo, para confortarnos con Él. Es muy importante la Pasión de Cristo, y desgraciadamente se está perdiendo mucho esta devoción y este recuerdo del pueblo cristiano. Y en parte es de nuestra educación, fruto de nuestra educación. Ecce quomodo moritur iustus et non est qui recogitet corde. “Mira cómo muere el justo, y nadie piensa en ello”. Esta es la tristeza de Cristo en cruz: Verlo ahí pendiente en la cruz, y ya, la misma Cruz tendemos tanto a ponerla como un elemento de arte, que a veces no se distingue ni a Cristo crucificado; sino, es el gusto de ahora: ahora se hace la cruz así.

Con tantas ideas, tanta multiplicidad de gustos, de sentimientos, de discursos, de elevaciones, y Cristo crucificado queda ahí arrinconado; nadie piensa en Él. ¡Qué poca gente hace el Vía Crucis, etc.! Y es eso: que se pierde entre los seglares. Antes había más devoción, me parece, a la Pasión de Cristo.

Pensar con frecuencia en la Pasión de Cristo, aunque sólo sea por agradecimiento; y vale para todos los estados de vida espiritual. Por eso tenemos que entrar en estas meditaciones con suavidad.

A veces se pierde el fruto de esta semana de Ejercicios por ciertas cosas de las que hablaremos un poco, pero no siempre se obtiene el fruto total. Y eso es una pena. Con suavidad, pero con verdad, acompañar a Cristo en su Pasión. Además, es la fortaleza para nuestra pasión. Hemos sido asociados a la Pasión de Cristo.

 San Pablo habla de su conversión, de todas las riquezas que él tenía en el judaísmo, las glorias que él había heredado y a las que renunció todas y las consideró como estiércol por conseguir a Cristo, por conquistar a Cristo; y dice entonces –como esencia del cristianismo que había encontrado-: “para conocer a Cristo”.

–Conocer no se entiende intelectualmente, sino venir al conocimiento íntimo de Cristo-. “Para conocer a Cristo, y la virtud de su resurrección, y la compañía de sus pasiones”. Ese es el cristiano. No como en etapas sucesivas, sino que siempre participa de esto. Al compenetrarse con Cristo, recibe en sí la fuerza de su resurrección, que es la gracia, es el consuelo, y al mismo tiempo la compañía de sus pasiones; simultáneamente. Y en los sufrimientos, goza uno; pero sufre.

Las dos cosas. Y así les dice muchas veces a los cristianos: “El Señor que nos consuela en todas nuestras tribulaciones”. Y les dice otras veces: “Y habéis soportado con alegría que os arrebataran

vuestros bienes”. Y así siempre. Es, unido. No imaginar el cristianismo: consolación pura y no hay nada que sufrir, no. Y nunca prometer esto a los fieles, porque no es el cristianismo. El cristianismo, cuanto más cristiano normalmente, más sufre; pero, más se consuela también.

Porque el Señor, donde abundan las pasiones, hace que abunde también la consolación de Cristo. Hay una unión muy íntima. Tanto es así que, Jesucristo cuando habla de glorificar al Padre, habla ya de su muerte; su muerte glorifica al Padre. Y es muerte dolorosa, muy dolorosa; pero al mismo tiempo Él tiene la

visión beatífica. Y aun cuando no llega a la parte inferior, se realiza este misterio, que después se vuelve a repetir en todo cristiano auténtico. Es un sufrir y gozar al mismo tiempo.

Es el misterio del cristiano y es el misterio del apostolado, de la redención. Está aquí. En tiempo de Pasión, la Iglesia suele cantar el himno Vexilla regis prodeunt. “Avanzan las enseñas del Rey”. Pues bien; esas enseñas del Rey son: la muerte y la resurrección, unidas. Es Cristo crucificado, pero que tenía alrededor de su cabeza aquellos rayos que todavía quedan en los crucifijos, que significan la gloria. Es el trono desde el cual reina Cristo; y esto es por su resurrección. Esas son las enseñas del Rey: muerte y resurrección.

 Y así, Cristo crucificado glorioso es el signo de salvación, hacia el cual tenemos que volver nuestra mirada, como los israelitas en el desierto sobre aquella señal, aquella cruz con aquella serpiente que había elevado Moisés, para que los que habían sido mordidos por la serpiente, recobrasen la salud. Así nosotros tenemos que volver nuestros ojos a Cristo crucificado. El cristiano tiene que ver siempre la cruz coronada de gloria.

Jesucristo expresa esto –y vamos a detenernos un poco en ello- en un pasaje del Evangelio de San Juan, poco después de lo que meditábamos ayer de la resurrección de Lázaro y de la unción

anticipada de Betania.

En el capítulo 12, en el versículo 20, después de la entrada de Jesús en  Jerusalén, en este ambiente que se va adensando contra Cristo, en el ambiente de la resurrección de Lázaro, que habla de su muerte, sepultura, resurrección; cuando las sombras de la persecución están cada vez más negras, se presenta a la comitiva de los apóstoles un grupo de griegos, diciendo: “Queremos ver a Jesús”.

Introducidos a la presencia del Maestro, Jesucristo pronuncia unas palabras que, a primera vista, parecen muy altas, una doctrina muy elevada, pero que no corresponde a lo que han pedido los gentiles. Y sin embargo, tiene mucho que ver; es la respuesta de Cristo a la petición de los gentiles. En efecto, ante la mirada de Cristo, en aquel momento, se extienden todas las masas de los gentiles, de los paganos de todos los tiempos, las cuales, representadas por esos griegos, se acercan con el deseo ardiente de ver a Jesús. Domine, volumus Jesum videre.

En el Evangelio de San Juan el ver a Jesús no significa verle con los ojos materiales, sino que significa verle en su gloria de unigénito del Padre. Significa conocerle íntimamente. Significa entrar en su amistad, tratar con Él como amigo. Pues bien; estos griegos querían ver a Jesús, querían establecer un contacto de amistad con Jesús; y por eso se acercan a los Apóstoles.

–Es el deseo de tantas almas que, sin saberlo ellas mismas, están torturadas en el fondo de su alma con este deseo de

ver a Jesús. Y ellas mismas no lo saben. En cuántas inquietudes de espíritu, en cuántos vacíos del corazón, en cuántas turbaciones, en el fondo del alma está este deseo: queremos ver a Jesús. Y cuando uno llega ya a Cristo; ha caído en la cuenta que ese vacío, que esa falta de su interior, que esa insatisfacción es el deseo de ver a Cristo.

Pues bien; ante el deseo de verlo, expresado por aquel grupo de griegos en representación de toda la humanidad, de todos los gentiles –recordad la tentación del demonio en el desierto: “Todo

esto te daré si postrado me adoras”-, ve ahora toda esa extensión. Jesús, al ver esto, ve también llegado el momento de manifestarse a todo el mundo y conquistarlo por el camino de la Cruz, que es el

verdadero camino, el único camino de salvación. Volumus Jesum videre. Y Jesús dice: Pues para verme, tengo que morir en Cruz; para que me podáis ver. Es el camino del cual trataba de desviarle el demonio en las tentaciones del desierto, cuando le ofrecía el camino de la gloria para conquistar todo el mundo.

Entonces Jesús había respondido: “Al Señor solo adorarás y a Él solo servirás”. Y ahora siguiendo fielmente ese servicio y adoración del Padre, se encuentra con la cruz inminente, que será el camino por el cual se va a manifestar al mundo todo y conquistarlo. “Cuando Yo sea levantado en la Cruz, todo lo atraeré a Mí”.

Pues bien; en este contexto de la fructificación de Cristo, de la glorificación de Cristo, de la conquista del mundo –Adveniat regnum tuum-, con este panorama de cruz y de gentilidad ante sus

ojos, Jesucristo pronuncia el misterio de la Redención, el misterio de todo apostolado; también del nuestro, si queremos colaborar con Cristo; y el misterio de la ascética cristiana misma.

Oigamos de los labios de Cristo. Es un principio fundamental, misterioso, que nos quedará siempre en misterio y siempre sin acabar de entenderlo del todo: “Si el grano de trigo no muere queda el solo; pero si muere, entonces produce mucho fruto”. Principio misterioso, que por mucho que penetremos, quedará siempre oscuro en nuestra mente; porque es verdadero misterio de vida ascética y de vida apostólica. Y que es la clave de la vida ascética y de la vida apostólica. Tenemos que guiarnos en el misterio.

Están claros en las palabras del Señor los dos aspectos: la muerte y al mismo tiempo la resurrección, la fructificación, la gloria. Y estos dos aspectos están muy unidos; casi son dos aspectos de una misma realidad.

Vamos a examinar qué pasa con el grano de trigo. ¿Qué significa ese “morir” del grano: “si el grano no muere” ¿Muere en realidad el grano? Jesucristo se estaba sirviendo de un hecho común, diario, en la vida campesina. Para que fructifique el grano de trigo hay que sepultarlo bajo la tierra. Tiene que germinar, tiene que morir, tiene que pudrirse aparentemente; pudrirse en ciertos aspectos.

Porque, notad; la vida misma del trigo no se pudre, la vida misma del trigo no muere; sino que precisamente para que se desarrolle la vida, tiene que morir el grano en cuanto grano, en sus apariencias de grano; tiene que destruirse la corteza, el límite que sofoca la vida en su interior, que la limita. La vida misma interior es la que, en su expansión vital, requiere la ruptura y la corrupción de la corteza que la ahoga. Eso pasa en el grano de trigo. De hecho, no muere.

Ahora bien; ese grano de trigo es Jesucristo; Él lo sabe perfectamente: Cristo, Dios-Hombre, que lleva en Sí toda la vida divina dentro de su Humanidad unida a ella hipostáticamente. Y esa

totalidad de su ser, Dios-Hombre, la Palabra de Dios encarnada, ésa es el grano de trigo. Y ese morir; tiene que ser despreciado, escupido, muerto, sepultado.

Si muere así, si soporta todos esos sufrimientos, entonces sí, entonces produce mucho fruto. Entonces crece, grana, se multiplica; y será esa mies inmensa que Él está viendo ante sus ojos. Pero si no muere, si ante la realidad dura que se presenta como proceso de la fructificación, se echa atrás por miedo de la muerte, entonces, si no rompe la barrera de limitación que sofoca la pujanza de la vida, queda solo; como el grano que cae rodando por el camino fuera de la tierra, y queda allí, solo, abandonado, junto al camino, sin fructificar. Es la verdadera muerte del grano.

 Ahora, la que muere es la vida. No muere la corteza; no muere la apariencia exterior, sino la vida que estaba dentro del grano de trigo. Queda solo allí fuera. He aquí el significado de toda la Pasión de Cristo; es éste. Pasión de Cristo que es fructificación, que es glorificación del Padre, manifestación a los hombres de las riquezas íntimas de su Corazón, que ama a todos, en esta obra grandiosa, que es la reparación del pecado, la

justificación nuestra, la resurrección.

Pero esto no vale sólo para Cristo, sino que también vale para todos aquellos que se asocian a su obra redentora. Por eso Jesucristo inmediatamente generaliza su expresión. Él ve toda la realidad, como la ve siempre en todos los planes de la vida. Y ve que su ejemplo, y su realidad y su muerte y su glorificación tienen que repetirse en cada uno de cuantos han de asociarse con Él como

cooperadores de su obra de Redención.

Y entonces propone un principio más general: “El que ama su alma, la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna”; en ese mismo sentido que hemos dicho. Si alguno quiere conservar intacto todo lo que tiene, y tiene miedo de perder la vida, perderse a sí mismo, la vida corporal, sus comodidades, éste las perderá y perderá su vida íntima. Perderá la vida íntima, y con ella, también la vida corporal.

Pero si es capaz, quiere, y da su vida aparente y la pone bajo tierra, entonces dará mucho fruto y salvará su alma, salvará su vida. Y añade el Señor: “El que me sirve, sígame, y donde esté yo, esté también mi servidor”.

Aquí está toda la obra de la Iglesia, asociada a la cruz de Cristo: “El que me sirve que me siga”. Donde va el Señor, allá va su servidor. El gran principio de la imitación de Cristo, que seguirán tanto más cerca las almas, cuanto más tengan que cooperar con Cristo en la redención de los hombres.

Lo que salva a los hombres, no es el simple amor. El amor que glorifica grandemente al Padre, es el amor que llega hasta dar la vida por Cristo, como Jesucristo ha dado su vida por las almas; el amor que se hace holocausto, donación total, que cae bajo la tierra, y muere. Sea porque muere de una vez para siempre, dado toda su vida, sea porque en cada momento vive su holocausto y muere a sí mismo, y en todo momento está ofreciendo todas sus fuerzas y todo su ser a la puravoluntad de Cristo.

¿Esto es difícil? –Sí. -¿Cuesta? –Cuesta; y cuesta mucho. Por eso Él ha ido delante; para darnos su fuerza y su ejemplo. “Si alguno tiene que dar su vida, que me siga a Mí que voy delante. Que fije su mirada en Mí, en Cristo crucificado. Y donde esté yo, también estará él, porque también él glorificará al que le haya glorificado”. Y si hemos participado de la cruz de Cristo, nos pondrá a su lado el día de la resurrección. Es lo que dice Jesucristo terminando: “Si alguno me sirve, mi Padre le glorificará, le dará gloria”.

Todo esto cuesta mucho. Por eso es tan difícil. Por eso el Señor encuentra tantos que quieren estar con Él, pero encuentra tan pocos que sinceramente quieran cooperar con Él en la redención de los hombres. Y apenas nos encontramos con la cruz, nos asustamos. Cuesta.

Recuerdo aquella joven, que era religiosa y que tuvo que dejar el noviciado por una enfermedad muy grave, de la cual murió a los pocos años, con 24 ó 25 años de vida. Y cuando en la enfermedad sufría y estaba ya casi muriendo, aquella joven decía en momentos de espasmo: “¡Oh, grano de trigo, cómo te cuesta morir; cómo te cuesta morir!”

 –Cuesta; cuesta el morir. Más; sería imposible que de nuestra parte pudiésemos acompañar en el sufrimiento a Cristo, si no estamos íntimamente unidos a Él. Y no podemos estar íntimamente unidos a Él, si Él mismo no nos escoge, no se une a nosotros, y así, formando una unidad con nosotros, no nos asocia a Sí en amor.

Hay muchos que sufren simultáneamente con Cristo: Cristo en la Cruz, y ellos en otra cruz, pero sin estar unidos con Él con unidad de amor. Y así no se puede sufrir. “Sígame”; si alguno me ama, me quiere servir, “sígame”. No podríamos acompañarle sin que Él mismo, conocedor de nuestra miseria, no se infundiera en nosotros como vida nuestra., para que creciendo en nosotros Él, que es nuestra vida, “vida de nuestra vida”, rompa también la corteza, y el germen de la vida fructifique en nosotros.

Por eso, parece que Él ha querido instituir antes de su Pasión el Sacramento de la Eucaristía, como recuerdo de su Pasión y memorial de su Pasión, pero al mismo tiempo, como medio de asociarnos a su Corazón, para tener así la fuerza de acompañarle en la cruz.

Vamos a considerar esta Pasión de Cristo. Y vamos a empezar por la Eucaristía, para asociarnos con Él.

Jesucristo, en la Última Cena, comienza con el lavar los pies a los Apóstoles. Pues vamos a empezar también nosotros por aquí, para asociarnos al amor de Cristo y a la Pasión de Cristo.

Ambientémonos un poco en espíritu de oración. Jesucristo, antes del lavatorio de los pies, ora. Ora como siempre ha orado ante los grandes acontecimientos de su vida. Como oró antes de la

multiplicación de los panes, levantando los ojos al cielo. Como oró antes de la Transfiguración. Como oró antes de las tentaciones del desierto. Pues también ahora ha llegado el momento supremo, en el cual se expresará plenamente como el Mesías enviado por el Padre; y en este momento supremo, habrá también Pan –como en la multiplicación de los panes-, que sale de la boca de Dios, que es la Eucaristía.

Y habrá elevación, como cuando lo llevó el demonio al pináculo del Templo; esta elevación será la Cruz. Y habrá un reino, como el demonio se lo había presentado, y este reino será el fruto de la Redención. “Cuando Yo sea exaltado de la tierra, todo lo atraeré hacia Mí”. Ora Jesús. Y envía dos de sus discípulos para que preparen la sala de la Última Cena. Y quiere que la sala esté bien adornada, porque es la noche del Amor de Cristo.

Entremos en el Corazón de Cristo, en los deseos íntimos de Cristo. –Dice Jesús: Desiderio desederavit hoc Pascha manducare vobiscum ante quam patiam. “Con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. “Con deseo he deseado”; por servir al Padre, por agradarle; como cuando se quedaba en el Templo. Con deseo. Todo lo que es agradar al Padre es el alimento de Cristo.

–Deseo grande también de salvarte a ti. Con deseo grande. Antes de padecer por ti. Con deseo grande. Porque esta Pascua, como canta la Iglesia en el himno de Santo Tomás: Novum Pascha, novo leges, “la Pascua nueva de la nueva Ley”, es la Eucaristía. “Con deseo he deseado comer contigo esta Pascua”, porque la Eucaristía es lo que va a hacerle el alimento y el banquete con el cual se va a unir contigo, con cada uno de los hombres en todo el

Nuevo Testamento. Con deseo he deseado comer esta Pascua contigo, esta Pascua de la Nueva Ley, antes de padecer; con sufrimiento. Porque esta Pascua va a ser el memorial de la Pasión de Cristo.

–Que a veces, muchas cosas que hacemos nosotros, que son muy hermosas y muy necesarias: en el modo de oír la Misa, en el escucharla en grupos, uniformemente; todo eso es muy hermoso y muy necesario; pero no olvidemos que es memorial de la Pasión de Cristo, recuerdo de la Pasión de Cristo. Y que no oiríamos bien la Misa, si no recordáramos la Pasión de Cristo, que lo ha dejado para eso en el último momento: “Haced esto en recuerdo mío”, en memoria de mi Pasión. Con sufrimientos. Con deseo ha deseado esta Pascua para quedarse contigo. Con vosotros, con cada uno de los fieles. ¡Lo que desea padecer por ti Jesucristo! Desea quedarse; desea dar su vida; todo.

 

Contraste. –Mirad; el Jueves Santo y la Última Cena es el día del Amor, de la manifestación del Amor personal de Cristo. La Eucaristía es misterio de Amor. Si el misterio cristiano es caer en la cuenta sinceramente y creer que Dios nos ha amado, el Sacramento de la Eucaristía es el Sacramento que nos indica más a las claras ese amor de Cristo. Y eso se ve desde su preparación: “Con deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros”.  Por eso empieza el mismo lavatorio con esas mismas palabras de San Juan: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Pues bien; parece que en toda esta parte de la Pasión –que comienza aquí, en la Eucaristía-, parece que Jesucristo ha querido asociar este anuncio del amor grande suyo, en todo, al recuerdo de

nuestra ingratitud para con Él. Y así Jesucristo ha querido que los Apóstoles uniesen siempre estos dos aspectos: el amor suyo y la ingratitud y la frialdad de los hombres. Y esto se veía desde este primer momento, desde el lavatorio de los pies; y después en la Eucaristía.

Jesucristo, con grande deseo desea dar su vida y comer esta Pascua con los Apóstoles. Y los Apóstoles disputaban entre ellos quién sería el mayor. ¡Qué contraste! Jesucristo desinteresado; llevado en fuerza de su amor hasta dar su vida por ellos, y ellos… quién de ellos parece que era el mayor, el primero. ¡Qué dolor para Cristo! Y sin embargo, ¡qué compasivo es Jesucristo!

En esa misma Cena –que nosotros hubiésemos dicho: ¡qué falta de respeto!; es una cosa muy grave-, en esa misma Cena, Jesucristo dice a los Apóstoles: “Y vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Pero a esto, parece que ni siquiera le da importancia. ¡Qué comprensivo es Jesucristo! En sus mismos sufrimientos, ¡qué comprensivo es! Y en esta Última Cena precisamente les dice Él a los Apóstoles: “Vosotros sois los que habéis permanecido fieles conmigo en los días de mis pruebas, y yo voy a prepararos un buen sitio en el cielo”. Y es el juez de vivos y muertos. ¡Qué comprensivo es!

–Que tengamos esta idea grande del Corazón de Cristo. Que es verdad que Jesucristo nos va a juzgar; pero tampoco tenemos que imaginarlo como un juez mezquino –que no lo es nunca-. Es un gran caballero; en todo. –Y nos encontraremos con grandes sorpresas.

Yo estoy seguro que muchas veces el juicio de Jesucristo sobre nosotros es más benévolo que el nuestro; por nuestras angustias, por nuestro complejo de inferioridad, por nuestras inseguridades personales, por nuestra soberbia, que no quiere reconocer las propias limitaciones como Él las reconoce.

Y estoy seguro que el día del juicio, el Señor te va a decir muchas veces: “Esto que pasó… hasta aquí resististe; te lo cuento por bueno. Después, caíste. Bien. Después te arrepentiste. Pero hasta este momento fueron todo méritos tuyos, hasta el último momento en que cediste”. –Te encontrarás con grandes sorpresas.

Es muy comprensivo el Señor; muy comprensivo. –“Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en los momentos de mis pruebas”. Parece que el Señor les podía haber dicho: Siempre habéis estado igual. Nunca acabáis de entender lo que os digo. Sois insoportables. –No. Jesucristo les comprende.

El grande dolor de Jesús es Judas; la espina de Cristo en toda esta Última Cena. “Estáis limpios –les dirá enseguida-, mas no todos”. –Pues bien; en este momento, con grande amor de Cristo –frialdad de los hombres, incomprensión de los hombres-, Jesucristo se levanta de la mesa y les leva los pies.

–El lavatorio de los pies, que sobrecoge a Juan. Y se ve que todavía estaba él impresionado cuando hablaba, cuando escribía de aquella escena: “La víspera del día solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin”, hasta el extremo, hasta la muerte, pero hasta todo lo que se podía amar. “Y acabada la Cena, cuando ya el diablo había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle” –siempre el contraste: el amor de Cristo, la ingratitud de los hombres-, “Jesús, que sabía que el Padre le había puesto todas las cosas en sus manos, y que como venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestido, y habiendo tomado una toalla, se le ciñe; echa después agua en un lebrillo y se pone a lavar los pies de los discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido”. Esto a Juan le deja

sobrecogido.

Lo miran con asombro. Empieza a lavar los pies, arrodillado a los pies de cada uno de sus amigos, de sus Apóstoles. Y lava los pies de Judas. Esto está claro; porque después de esto dice: “Vosotros estáis limpios, mas no todos”. Si no, no hubiese lavado a todos. Lava los pies de Judas.

¡Qué repugnantes los pies de los que anuncian la traición! Si el salmo dice: “¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!”, también podemos decir: ¡Qué repugnantes los pies de los que anuncian la traición!, de los que habían ido allí diciendo: ¿qué me queréis dar y yo os lo entrego?

Y sin embargo, es inútil. Judas no se conmueve. –Es el alma endurecida, que por mucha misericordia del Señor y muchas delicadezas y muchas humillaciones del Señor, que se pone a sus pies a servirle, una vez que uno toma ese camino de decir: “Yo ya estoy así; adelante”, no se mueve.

¡Qué misterio el del corazón humano! Jesucristo consuma en Él las últimas ternuras y las últimas delicadezas de su amor para

conmover a aquella alma sin remedio, sin fruto. Y pasa a los demás, con el corazón deshecho internamente. ¡Es tan fino el Señor! ¡Y es tan sensible a las ingratitudes de los hombres! ¡Y aquel Judas ha recibido tantos favores suyos! Pero no; está endurecido, está endurecido.

Vox mundi estis, sed non omnes. Y eso lo siente Cristo hasta el fondo: “no todos”. Hay uno que no. –Y entonces pasa, y llega hasta Simón Pedro. Y Simón Pedro, con aquel ímpetu, un poco así, recio, pero de grade amor de Cristo, cae en la cuenta de lo que está pasando allí, y al ver que Jesucristo se le arrodilla a los pies, y que le quiere lavar los pies, no puede soportar eso, y le dice: “Señor, ¿Tú lavarme a mí los pies?”. ¿Tú a mí? –Si le había dicho ya en la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un hombre pecador”, ¿ahora ése mismo me va a lavar los pies? –No lo entiende. –Y es verdad, y es admirable. “Yo soy el que hablo contigo”; pero mucho más es “Yo soy el que te lavo los pies”. Y Jesús le responde y le dice: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora”, no hace falta que lo entiendas; “lo entenderás después”.

 –Le dice Pedro: “Jamás me lavarás Tú a mí los pies”; ni ahora, ni después, ni nunca. Por ahí no paso. –Un poco duro; un poco seguro de sí mismo; un poco confiado en sus fuerzas. Impetuoso, pero de buen corazón. Y al alma que tiene un buen corazón y que ama de veras a Cristo, ¡qué bien se le domina!; ¡qué fácil es llevarlo, si ama de veras a Cristo!,

aun cuando tenga algunos ímpetus.

Le responde Jesús: Muy bien. “Si yo no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Ya te puedes marchar. –Y entonces Pedro, al ver que aquello se pone serio, le dice: “Señor, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza”; todo lo que haga falta, con tal de no marcharme de tu lado. “No permitas que yo me separe de Ti”. Señor, haz de mí lo que quieras; pero yo contigo, contigo. –Y entonces le dice Jesús: Si me lo hubiese dicho esto Judas, que le lavase todo… porque está todo necesitado. “El que acaba de lavarse no necesita lavarse más que los pies, estando como está limpio todo lo demás”.

–Se refiere a las costumbres de Palestina, que cuando pasaban un río, etc., generalmente entraban en el agua, se bañaban. Con el calor… con el sudor… el polvo… -Bien; el que se ha bañado así recientemente, pues está limpio. Lo único es que en el trozo de camino que ha hecho, se el empolvan los pies.

 –Pues bien; el que se ha bañado hace poco, basta que se lave los pies. “Y vosotros, limpios estáis, aunque no todos”. Y Judas lo oye, y nada. Quieto. “Que como sabía quién era el que le había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios”.  –Pensad que el Señor pueda decir esas cosas de nosotros: “No todos estáis limpios”.

Esto me enseña –es el juicio de Cristo sobre los Apóstoles-, me enseña a no asustarme por mis pequeñas faltas. No. Porque, aun cuando me manche en el servicio sincero de Cristo –que hay

momentos de debilidad y de fragilidad-, ahí está el lavatorio de los pies de Cristo.

Ahí está Jesucristo, dispuesto a lavarme los pies. Y así tengo que acercarme al examen de conciencia y a la confesión; no a torturarme el espíritu, no; sino a sentir las manos amorosas de Cristo que me lava mis faltas. Y con más admiración que Pedro, debo decir yo al Señor cuando me viene a lavar: “Señor, Tú a mí me lavas mis pecados con tu sangre, ¡con tu sangre! Hasta eso has llegado.

¡Cómo debo ir así a la Penitencia!, a sentir las caricias de esas manos redentoras de Cristo. Con humildad; dejándome lavar. Que es necesario; que sólo Él me los puede lavar. Y después le dice el Señor: “¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies uno al otro. Os he dado ejemplo, para que lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también”.

Tomar esto como programa de vida. Ofrecerme a lavar los pies de los demás, las faltas de los demás; a esconderlas, a no publicarlas, a remediarlas, aun cuando tenga que mezclar mi sangre con la sangre de Cristo –que no sólo me ha lavado los pies con agua, sino con su sangre-, ayude también con la mía, con mi vida, con mi sacrificio, a lavar los pecados de los demás, las faltas de los demás; para que reine en todo la caridad auténtica de Cristo.

Así ha instituido Jesús también la confesión; como el lavatorio continuado de los pies de losfieles; el ministerio de la misericordia de Cristo; la preparación para la Comunión, que es el Sacramento del Amor.

       Decíamos que este Sacramento de la Eucaristía –pasamos a este punto de la institución de la Eucaristía- que este Sacramento de la Eucaristía que ha dejado el Señor como recuerdo y como muestra de su amor personal, parece que ha tenido interés en que se asocie también al recuerdo de nuestra ingratitud.

Siempre en los Apóstoles –o en los relatos evangélicos-, siempre están unidas esas dos expresiones: “En la noche en que era traicionado, Él instituyó la Eucaristía”. Es –parece- el recuerdo, el memorial del amor de Cristo hasta la muerte, y de la ingratitud nuestra hasta el

deicidio, hasta la muerte de Dios. Sabiendo que era traicionado; sabiendo. Lo sabía; lo sabía. Sabía quién era el traidor, y sabía que le estaba traicionando. –De modo que esto en nuestra vida no nos

tiene que asustar nunca. En la noche de la ingratitud de los hombres se instituye el Sacramento del Amor. Vamos a verlo así.

In qua nocte tradebatur. ¿Qué traición era ésta? Judas es el que le traiciona. En la noche en que era traicionado por Judas. Judas, la espina del Corazón de Cristo en la Última Cena. “El traidor”, le llaman. Y cuando sale Judas del Cenáculo, el Señor se encuentra aliviado; respira. Nunc clarificatur Filius Hominis. “Ahora es glorificado el Hijo de Dios”; ahora se realiza ya su muerte y su pasión; ahora va a buscar ya a los verdugos, a los soldados.

Y Juan, que estaba penetrando en aquella noche de misterios el Corazón de Cristo, sabía que era Judas el que lo traicionaba, porque el Señor le había dado la señal; y fijó su mirada en él cuando salía precipitadamente. Y se fijó que, cuando abría la puerta, era autem nox, “era ya de noche”, era noche oscura. Noche, en Jerusalén; noche, en el alma de Judas; noche, en el Corazón de Cristo.

In qua nocte tradebatur. “En la noche en que era traicionado por Judas”. –Judas sale; y Cristo, aliviado. –Pensar que alguna vez Cristo se pueda aliviar con que yo me aleje… que desaparezca de su presencia… En la noche en que era traicionado, no sólo por Judas, sino por Pedro; en esa noche, en que Pedro le iba a traicionar. Y Él lo sabía, y se lo había predicho: “Esta noche, antes de que el gallo cante, tú me habrás negado tres veces”. La noche negra para Cristo, cuando se quedó con nosotros.

En la noche en que era traicionado por mí; en la noche de mi ingratitud, de mi pecado; cuando yo estaba en pecado. En esa noche en que yo le ofendía, en la noche de nuestra ingratitud, saltó el rayo del amor de Cristo. Precisamente en nuestra ingratitud. Y con este amor precisamente, nos arranca de ese estado nuestro, para aplicarnos el fruto de su Pasión y para unirnos a él en la obra de la Redención.

In qua nocte tradebatur. Jesucristo tiene delante toda la visión oscura de la ingratitud humana; esa noche negra; y está viéndote a ti a través de los siglos, después de dos mil años, y te conoce, y te ama, y por encima de este océano de ingratitudes, quiere estar contigo, quiere eso: personalmente estar contigo.

Y entonces, sobre esta visión –diríamos maléfica- de todos los males, de todos los sacrilegios, de todas las ingratitudes, el Señor eleva sus ojos hacia el Padre, a la visión beatífica, y entonces, contemplando al Padre y para agradar al Padre y en fuerza del amor al Padre, en el que nos ama a todos, da el salto gigantesco de quedarse en la Eucaristía.

Supera todas nuestras ingratitudes, y se da. Dedit se; “se da a sí mismo”. Se me da a mí. Es el don de Dios, a mí. Si scires donum Dei. “¡Si conocieras el don de Dios!” Ese es el don de Dios. Y se entregó a cada uno de los fieles. Se entrega; se deja en sus manos. Y con obligación de que lo tomen; en la noche de la ingratitud de ellos, cuando ellos no lo querían y no querían estar con Él y querían echarle fuera de este mundo.

 Cristo encubre su rostro bajo las especies de la Eucaristía para que le comamos, para que sea alimento y vida nuestra, para que nos transforme en Él. Si scires donum Dei. ¡Si supieras lo que tienes en esa Hostia!, lo que es el don de Dios… ¡cómo la desearías! ¡Qué hambre tendrías de Eucaristía! Si scires donum Dei.

 –Pedir al Señor que nos dé luz para conocer el don de Dios; para poder decir de verdad mirando a la Hostia: Jesus meus et omnia. “Jesús mío y todas mis cosas”. Aquí tengo todo; ya no necesito más.

–Y después de la Eucaristía, después de la Comunión, tú lo

tienes todo, todo. “Jesús mío y todas mis cosas”. Y así instituye la Eucaristía. Bajo los signos visibles, se da Él a sí mismo; inmolado. Y se a mí, pecador. A cada una de sus ovejas perdidas; como a Zaqueo, como a la Samaritana. En los demás Sacramentos me da su gracia; aquí se da a Sí mismo, fuente de la gracia, para ser Él mi vida.

“Así como Yo he sido enviado por el Padre y vivo por el Padre, así el que me come vivirá de mi vida”; para ser Él mi vida como cabeza del Cuerpo Místico; para que en todo yo me rija por su moción y su sentimiento; para actuar la realidad sobrenatural de esa vida divina del cuerpo místico, en la cual, el miembro vive de la cabeza, es prolongación de la cabeza, es dócil a todo lo que viene

de la cabeza.

Para ser Él mi vida, la vida del miembro, y para ser Él el fundamento de la caridad fraterna; para que unidos todos en Él, como los pétalos de la flor en el pedúnculo, estemos todos formando esa flor de la caridad fraterna. Congregavit nos in unum Christi amor. “Nos ha unido a todos en uno el amor de Cristo”, de modo que sea “todo y en todas las cosas Cristo”.

Y examina un poco esto. Examina un poco tu actuación eucarística. ¿Aprovechas la presencia eucarística de Cristo? ¿Practicas la adoración de Cristo, a veces la adoración nocturna de Cristo, cuando te lo permiten? ¿Fomentas en las almas la adoración de la Eucaristía, sin dejarte coger por corrientes y cosas, que para eso está ahí? ¿Adoración de Jesucristo? ¿Lo consideras una persona

viva? ¿Sabes –en cualquier sitio donde vas, en cualquier casa, en cualquier parte de la casa donde tú estás trabajando- sabes colocarte en dirección al Sagrario? ¿Sabes situarte y orientarte: ahí está el Sagrario más cercano? Allí está Cristo, allí está el centro de la casa, allí está Él.

Hoc facite un meam commemorationem. Tenemos que acordarnos mucho de Él, que así recordaremos la Pasión. La Eucaristía en medio de nosotros, es la presencia corporal del Señor, personal, que está siempre influyendo en nuestra vida y que se convierte en el centro de toda la vida cristiana. Si la vida cristiana es ese diálogo con Cristo, con Dios en Cristo; si la vida cristiana no consiste en no pecar solamente, sino estar convencido y vivir que Jesucristo es una persona viva, que tiene parte en nuestra vida, esto se realiza de una manera eminente en la Eucaristía.

No lo olvidemos. Él está aquí, Él está aquí. Como la Jerusalén celeste, toda la ciudad celeste, está iluminada por el Cordero Inmaculado, que ha sido inmolado como lo describe el Apocalipsis, así también la Jerusalén terrestre, la Iglesia, toda ella gira alrededor de Cristo Eucaristía; es como el centro.

Y esto muy particularmente en la  vida religiosa, en la cual ocupa el lugar central de toda la casa. ¡Qué hermoso es ver así toda la vida cristiana, toda la vida religiosa centrada en la Capilla, en la Eucaristía. Y desde que se levantan por la mañana, a Jesús Eucaristía; y cuando se van a comer, a Jesús Eucaristía; y cuando se van a acostar, a Jesús Eucaristía; y así toda la vida.

Es el centro, es el sol de la Casa Religiosa; y lo mismo debemos procurar de parte de nuestro apostolado y de nuestro trabajo; que sea el centro de cada Parroquia, de cada familia cristiana. El centro de todo el cristianismo es Jesucristo presente en la Eucaristía, que sólo en nuestra asociación con Él encontraremos la fuerza para comprender y para vivir como Él ha vivido. “Donde esté Yo, allí estará mi servidor”.

Y gracias a esa unión con Cristo, que es la que da sentido a toda nuestra vida, podremos penetrar en la participación con la Cruz de Cristo. Adoremos así a la Eucaristía y pidámosle esa fuerza y esa gracia para entender su Cruz, para sentir dolor con Cristo doloroso y para hacer que esa luz de Cristo se refleje también en nuestra vida.

 

LA ORACIÓN DEL HUERTO

 

Vamos a hacer la meditación sobre la oración del Huerto. Pero primero vamos a explicar los puntos particulares de esta tercera semana de los Ejercicios.

Aquí concretamente pretendemos una gracia particular. Se trata en esta semana de sentir – como gracia de la semana misma, para llegar a aquel ideal de agradar en todo a Jesucristo, para

transformarnos en Cristo-, sentir dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. De la pena de Cristo. Sin desviarnos

de esto.

Naturalmente no es una gracia sencilla ésta, sino que es difícil. Y hay que reconocer que no siempre se obtiene en los Ejercicios. ¿Por qué? Lo veremos enseguida, quizás, por qué: la gracia que pretendemos aquí, no es sencillamente una compasión humana al ver los sufrimientos de Cristo.

Cualquier persona de corazón noble que asistiese a la Pasión de Cristo y lo viese, sentiría pena, sentiría compasión, como la sentimos aun oyendo la muerte o viendo la muerte de un ajusticiado.No es esa compasión humana. Cuanto más viva tenga una la imaginación y más tierno tenga el corazón humanamente, tanto más, al representarse con viveza la Pasión de Cristo en un cuadro muy al natural, sentirá pena e incluso lágrimas; pero sería una compasión humana.

Ni siquiera bastaría el que esa compasión tuviera como fondo un espíritu de fe, pero humana todavía. Es decir: Uno que pasase entonces por el Calvario y viese a Jesucristo crucificado, sin saber quién era, sentiría pena; porque es un hombre que sufre. Aun cuando tuviera fe y supiese que es Cristo, mientras quedase en esa compasión humana, todavía no habría llegado al ideal supremo de esta gracia que aquí pretendemos.

 El ideal de esta gracia es mucho más. La compasión humana

en espíritu de fe, es sólo una preparación para esta gracia interior, que es participar de la pena interna del mismo Cristo; como sumergirnos en la pena de su Corazón. Sentir pena de la pena de Cristo. No de mi pena. No de que yo me queda sin Jesús porque muere, sino de la pena que Él tiene dentro. Penetrar en ella; entrar en la pena de Cristo.

 –Por eso, “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena como Cristo pasa por mí”. Cuando decimos pena interna –de nuevo insisto-, excluimos los nervios, que son superficiales. Íntima, en lo íntimo del corazón nuestro. Ni es el sentimiento inicial, que a veces se da en un comienzo de vida de fervor. Es algo mucho más profundo. Es penetrar en el Corazón de Cristo, sumergirnos en su amargura, que es infinita; de Dios-Hombre. Si penetrásemos un poco lo que Cristo siente ahí dentro… cómo repercuten en Él todas las heridas, todos los sufrimientos físicos que en los demás hombres no tienen esas raíces de profundidad divina.

Fijaos que en la Pasión, el pecado que cometen los hombre: Pilatos, e incluso aquellas piadosas mujeres de Jerusalén que lloraban por Cristo, y a las que Cristo, de hecho, reprende; porque hay que entenderlo como una verdadera reprensión cuando les dice: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos. Porque si en el árbol verde se hace esto, en el

seco, ¿qué se hará?” Es una especie de reprensión.

¿Por qué? Porque estas piadosas mujeres, estas mujeres de Jerusalén, como Pilatos, como Herodes, como los mismos judíos, están considerando en aquel que sufre al puro hombre, al puro hombre. Y si uno no ve más que el puro hombre en Cristo, no hay ninguna razón para pensar que los sufrimientos de Cristo superen a los sufrimientos de tantos otros que han sufrido en este mundo. Los sufrimientos de Cristo, considerados así, en su realidad humana, no son superiores a los que han sufrido muchos otros.

Total, duraron… no llegaron a 24 horas. Poco tiempo. Pero, ahí estaba precisamente el pecado: el considerarlo como puro hombre. Y así Pilatos les dice: “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” Ecce homo. “He aquí el hombre”. Y las mujeres de Jerusalén lloran al hombre. Por eso el Señor les dice: Si vosotrastenéis pena por esto que veis, que consideráis vosotras en mí, más vais a sufrir vosotras dentro de poco, como castigo por esto.

 De modo que, no caigamos en este pecado nosotros; sino, hay que penetrar en el misterio del Corazón del Dios-Hombre que sufre. “Pena de tanta pena como Cristo pasa por mí”. Digo que es un sufrimiento íntimo, si el Señor nos lo concede –y aquí veremos por qué a veces no lo concede-.

Santa Teresa en las moradas quintas, en el capítulo 2, dice así: “¡Oh grandeza de Dios!, que pocos años antes estaba esta alma, y aún quizás días –pocos días antes-, que no se acordaba sino de sí. ¿Quién la ha metido en tan penosos cuidados? Que aunque queramos tener muchos años de meditación, tan penosamente como ahora esta alma lo siente, no lo podremos sentir.

Pues, válgame Dios, si muchos días y años yo me procuro ejercitar en el gran mal que es ser Dios ofendido, y pensar que estos que se condenan son hijos suyos y hermanos míos, y los peligros en que vivimos, cuán bien nos está salir de esta miserable vida, ¿no bastará?

Que no, hijas, no es la pena que se siente aquí, como las de acá; que eso bien podríamos, con el favor del Señor, tenerla, pensando mucho esto; mas no llega a lo íntimo de las entrañas”. Pena interna de tanta pena. “No llega a lo íntimo de las entrañas, como aquí, que parece desmenuza un alma y la muele, sin procurarlo ella, y aun a veces sin quererlo”. Allí lo tiene dentro. Le queda allí, sin quererlo.

Fijaos en la expresión: que parece que desmenuza el alma y la muele. “Pues, ¿qué es esto? ¿De dónde procede? Yo os lo diré. ¿No habéis oído que la Esposa, que la metió Dios a la bodega del vino, y ordenó en ella la caridad? Pues esto eso, que como aquel alma ya se entrega en sus manos –aquí está la raíz- ya se entrega en sus manos, y el gran amor la tiene tan rendida, que no sabe ni quiere más de que haga Dios lo que quisiere de ella (que jamás hará Dios, a lo que yo pienso, esta merced, sino a alma que ya toma por muy suya), quiere que, sin que ella entienda cómo, salga de allí sellada con su sello.

Porque, verdaderamente, el alma allí no hace más que la cera cuando imprime otro el sello, que la cera no se le imprime así, sólo está dispuesta”. Recordad: el alma quieta, pacífica y dispuesta para

cuando el Señor quiera obrar en ella. “Digo blanda; y aun para esta disposición tampoco se ablanda ella, sino que se está queda y lo consiente. ¡Oh bondad de Dios, que todo ha de ser a vuestra costa!

Sólo queréis vuestra voluntad, y que no haya impedimento en la cera.

“Pues veis aquí, hermanas, lo que nuestro Dios hace aquí, para que esta alma ya se conozca por suya –el sello que le pone-; da de lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta vida: no nos

puede hacer merced”. Esta es la gracia que pretendemos, gracia que es coronación de otras. Y si uno no se da, no puede pretender que el Señor también le haga sentir internamente esta pena. Porque es un gran don de Dios el participar de los sentimientos de su Pasión. Es de muy predilectos. Y entretanto, pues contentémonos con ese sentimiento en espíritu de fe, de ver a Jesucristo, con espíritu de humildad por nuestra parte, y procurar pegarnos a Jesucristo, adherir a Él, Cristo crucificado.

Para penetrar, para disponernos a esta gracia –que es gracia suya, que no podemos obtener por nuestras fuerzas, no podemos causar, sino únicamente tenemos que disponernos y quitar los impedimentos-, nos ayudan los puntos que San Ignacio pone en estas meditaciones de la Pasión, como tema sobre los que volver para disponernos a sentir esa pena interna.

Y estos puntos especiales, en las meditaciones de la Pasión, son éstos: “El cuarto, considerar lo que Cristo Nuestro Señor padece en la Humanidad, o quiere padecer según el paso que se contempla”. Así que, fijarnos en el aspecto humano, detenernos un poco. Pensar: lo que Cristo está sufriendo, lo que Cristo quiere sufrir, e irlo considerando poco a poco. Todavía es un orden humano; es para disponernos. “Y aquí comenzar con mucha fuerza, y esforzarme a doler, tristar y llorar”. A dolerme con Él, entristecerme con Él, llorar con Él. “Y así trabajando por los otros puntos que se siguen”.

De modo que, este esfuerzo es sincero, verdadero. Que es verdad, no es ficción. Que es verdad que Cristo está sufriendo esto. Y al ver que es verdad, esforzarme por compadecerme de Él. Dolerme, entristecerme, llorar. Pero siempre, de verdad. Por lo tanto, sin esfuerzos nerviosos; que éstos hacen daño. No. De veras: Señor, ¡cuánto has sufrido por mí! Que lo sienta, Señor. Este dolor, este otro, esas espinas; que lo sienta. Dámelo a sentir más íntimamente. De veras; esforzarme de veras; con mucha fuerza, con mucha verdad; esforzarme. En un sentido auténtico, de verdad. Que es cierto que Cristo ha sufrido esto por mí.

–De modo que ese esfuerzo no es esfuerzo nervioso, esfuerzo de concentración, sino que es esfuerzo de verdad; que puede ser con el espíritu de penitencia, que puede ser con el recogimiento, con el volver sobre ello, con el orar sinceramente.

“El quinto, considerar cómo la divinidad se esconde”, cuando se trata de la Pasión de Cristo. Es decir, penetrar en el sentimiento íntimo de Cristo. Que está solo. Que no siente en su parte inferior esa presencia de la divinidad, a la que está unida hipostáticamente su Humanidad. No lo siente. La divinidad se esconde.

Él nos manifiesta esto en la oración del Huerto y en la Cruz: que la divinidad se ha escondido. Si no, no lo hubiéramos imaginado; es decir, que queda muy sola la Humanidad en su sufrimiento. Y en esa Humanidad que sufre, no se ve nada de la divinidad. Parece que no es Dios el que está ahí, sino que es puro hombre, y aun una miseria entre los hombres. “Ladivinidad se esconde”.

Cómo podría destruir a sus enemigos, y no lo hace. Cómo podría manifestarse con la gloria de la Transfiguración, y no lo hace; y cómo deja padecer la sacratísima Humanidad tan crudelísimamente. Tanto… Y la deja. La divinidad escondida. Es el dolor inmenso de Cristo.

–Cuando estaba en su vida mortal, cuando estaba en su vida pública, Él decía: “Y no estoy solo, porque el Padre está conmigo”. Ahora en la Pasión dirá: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” No siente en su parte inferior.

–Considerar esto en los sufrimientos de Cristo; no sólo

el sufrimiento exterior y el sufrimiento físico, sino la soledad interior, la tristeza interior, la tristeza de muerte de Cristo. “Y el sexto, considerar cómo todo esto padece por mis pecados”. Por mí. Que esto me ayudará también a disponerme a esa gracia.

Por mí lo padece. “Y qué debo yo padecer por Él”. La primera

vez que sale el padecer en los Ejercicios. Hasta ahora no; hasta ahora salía pobreza, salía injurias, vituperios, ese esfuerzo apostólico; todo esto. Pero ahora, ya es padecer. “Qué debo yo hacer y padecer por Él”. Él, todo eso lo padece por mí. Y yo por Él, qué debo hacer; qué debo padecer.

Si entrásemos en esto, que está en la misma petición también: De tanta pena como Cristo pasa por mí, ¡por mí! Si penetrásemos el sentido de este “por mí”, ¡qué de otra manera meditaríamos la Pasión! ¡Y qué de otra manera tendríamos el recuerdo de Cristo crucificado! ¡Y qué de otra manera nos enamoraríamos de Él!

¿Qué significa este “por mí”? Significa, en primer lugar, en vez de mí, en lugar mío. Yo debía sufrir; y Él padece en lugar mío. Si estuviésemos convencidos de esto: que yo debía ser castigado; ¡no Él! No Él sufrir, sino yo.

En la guerra última pasada murió en Polonia, en Auschwitz, el P. Maximiliano Kolbe, capuchino, antiguo alumno de la Universidad Gregoriana. Murió el 14 de agosto de 1941 a las 12’50. Está introducida la causa.

¿Cómo murió este Padre Maximiliano Kolbe? Mártir de la caridad. Era un grande apóstol de Polonia. Lo metieron en el campo de concentración. Y había una orden tajante del comandante del campo, como en los demás, que por cada uno que se escapase del campo, morían 20.

Pues bien. Un día se corrió la voz en el campo, de que había escapado uno, y el pánico cundió en todo el campo. Porque allí las cosas se hacían. Y en efecto, al poco tiempo, los reúne el comandante del campo, y les dice: Os acordáis de lo que está ordenado: 20 por uno. Para hacer una buena impresión, redujo el

número, primero a 15. Bien. Y por fin, a 10. Escogeremos diez. Entonces, como todos, cada uno tenía su número –allí no se les conocía por los nombres-, empezó a dictar los números que iba

escribiendo su asistente: Número tal, número tal, número tal. Diez.

 Y al nombrar uno de los números, el pobre que lo llevaba, lanzó un grito y dijo: ¡Ah, mi mujer y mis hijos que ya no volveré a ver! -¿Quién era? Nadie lo sabe. Entonces, al menos, no lo sabían. Sólo lo conocían por el número. –Cerca de él estaba el P. Maximiliano Kolbe. Y cuando oyó esto, dio un paso adelante. Y

entonces el comandante preguntó:

-¿Qué quiere el nº 16.670?

Y el P. Maximiliano dice: -Me gustaría ponerme en lugar de éste. Yo no tengo mujer, no tengo hijos, y quisiera sustituirle.

-Aceptado.

No sabía él quién era tampoco el que tenía el número. El héroe se preparó rápidamente. Parecía que tenía prisa por ofrecer su último sacrificio. –Y los metieron en la cámara de la muerte, en la cámara del hambre, porque a estos condenados los     cerraban en un cuarto y nadie se preocupaba de ellos hasta que iban murien                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    do todos.

El último que  quedó fue el P. Maximiliano Kolbe, que les animó a todos ellos hasta la muerte. Y por fin, cuando ya quedaba sólo él y tenían prisa, porque hacía falta el cuarto para otras cosas, se dio la orden de que le introdujesen una inyección de veneno en la mano izquierda o en el brazo izquierdo, y así se murió la antorcha de Nuestra Señora el día 14 de agosto de 1941 a las 12’50.

Este ha muerto por el otro. Ha dado su vida por el otro. ¿Vosotras podéis imaginar que el hombre que fue liberado por el P. Maximiliano Kolbe, piense con frialdad en la muerte del P. Maximiliano Kolbe; que no tenga su fotografía en su casa, y que no les haya explicado a sus hijos y a su mujer: éste ha muerto por mí, por mí; le debo todo a él; y murió, murió por mí?

Pues bien. Eso es Jesucristo para nosotros. Cuando veas la cruz, Cristo crucificado, tienes que decir así: Ha muerto por mí, en vez de mí. Yo debía haber muerto. –Y así tienes que decirlo también a las niñas que educas: Ha muerto por mí, por ti. Jesucristo ha muerto por mí. Es el primer sentido: “Cómo todo esto lo padece por mí, por mí”.

–Pero todavía tiene más sentido. Por mí quiere decir por causa mía; yo he causado esa muerte. Por mí quiere decir todavía, por mi perfección; para que yo me dé a la santidad. Ha muerto para eso.

Todo eso junto.

Podríamos decir, exponer una parábola en la cual recogiésemos toda esta riqueza de sentido en ese “por mí”, para que nos haga fuerza y nos disponga a esa gracia del Señor. Imaginad una nación donde hay persecución religiosa. E imaginad que allí hay una orden, por la cual, todos los estudiantes universitarios y universitarias tienen que denunciar a sus padres si es que practican la religión. E imaginad una joven universitaria que sabe que su padre practica la religión, pero no lo denuncia; y sus compañeras se enteran, y empiezan a reírse de ella, a amenazarla, a decirle que tiene que denunciar a su padre, que si no, ellas la denuncian a ella. Y la pobre, apurada, denuncia a su padre. Y encarcelan a su padre, lo procesan, y supongamos que lo condenan a muerte; a su padre. Y esta chica, la víspera del fusilamiento de su padre, como si no supiese nada, se acerca a su padre para despedirse. Y su padre, que lo sabe todo, le dice sólo esta palabra: “Hija, muero por ti, por ti”.

 -¿Qué quiere decir “por ti”? Muero en vez de ti, porque tú no has tenido valor para afrontar la muerte; muero por ti. Muero por ti, es decir, muero por causa tuya; tú me has denunciado, tú me has llevado a los tribunales. Muero por ti, para que seas buena en el uturo; a ves si en adelante eres mejor de lo que has sido hasta ahora, hija mía.

 -¿Cómo se le puede olvidar a esta hija esa palabra de su padre: muero por ti? –Pues así muere Jesucristo. Todo eso lo padece por mí, en el sentido pleno. Por mí, en lugar de mí; por mí, por causa mía, por mis pecados, causa de su muerte; por mí, para mi santificación.

Pues bien; esto nos puede ayudar a disponernos en todas las meditaciones de la Pasión de Cristo. Además, aprendamos a ver en esos sufrimientos y en esa Pasión de Cristo, nuestro tesoro, que podemos ofrecer al Padre; para nuestra fortaleza; para obsequiar al Padre.

También cuenta Santa Teresa esto: “Quizás le responderá lo que a una persona que estaba muy afligida delante de un crucifijo en este punto, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por Él. Díjole el mismo crucificado consolándola, que Él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión;

que los tuviese por propios para ofrecer a su Padre. Quedó aquella alma tan consolada y tan rica, según de ella he entendido, que no se le puede olvidar, antes cada vez que se ve tan miserable, acordándosele, queda animada y consolada”. Nos da el Señor; se nos da todo, todo. A nuestra disposición. Todo por mí. Todo para mí.

Pues bien. Con estas disposiciones y con esta petición vamos a entrar en la meditación de la oración del Huerto mismo. Lo importante es este encuadrar las meditaciones de la Pasión. Y ahora, brevemente, expondremos los puntos de la oración del Huerto.

Jesús, con los Apóstoles, sale del Cenáculo, después de aquella oración sacerdotal; atraviesa el torrente de Cedrón, pasa al otro lado y llega al Huerto de los Olivos. Y en un lugar les deja a los ocho Apóstoles. Les dice: Quedaos aquí. A estos ocho Apóstoles no les dice que oren, sino los deja. Pueden descansar, pueden dormir. Toma consigo solamente a tres, los tres predilectos: Pedro,

Santiago y Juan.

Esto nos indica ya cómo el penetrar en los sufrimientos del Corazón de Cristo es de predilectos, de muy predilectos. Entre los mismos Apóstoles, escoge a tres. Sólo tres. Es una gran gracia la de entrar y participar del dolor mismo de Cristo.

Cuando se encuentra con ellos solo, entonces empieza a atemorizarse, a angustiarse, a entristecerse, a tener tedio. Los Apóstoles, contemplando al Señor vieron que su rostro se cambiaba, que se ponía triste, se ponía con un gesto como de angustia; que miraba a todas partes como lleno de pavor. Nunca lo habían visto así. Él, que era siempre tan dueño de las circunstancias, en todos los momentos de su vida, ahora lo encuentran así y se asustan ellos mismos de verlo.

Y el Señor entonces les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Está con angustias de muerte. Y les pide sólo esto: “Aguardad aquí y orad conmigo”. Estad en vela, orad conmigo. Y entonces Él se separa de los Apóstoles, “arrancándose de ellos con violencia”. Hace un sacrificio costoso.

Les ha pedido que oren con Él. Y se adentra entre los olivos solo, con paso inseguro, tambaleándose, porque ha tomado sobre sí nuestra debilidad. ¡Cómo se esconde la divinidad! ¡Quién diría que ése es Dios! Con miedo, con angustia, con tedio de la vida.

La divinidad se esconde. ¡Lo que sufre Cristo internamente! Vamos a penetrar aquí. Los sufrimientos de Cristo. –La tristeza de Cristo es una verdad revelada. La ha querido revelar Él mismo. Si no, no hubiésemos penetrado nunca en ese misterio de la divinidad que se esconde en Cristo. Es revelada.

¿Por qué está triste el Señor? A ver si Él nos concede participar un poco de esa profunda tristeza de Cristo. Cristo camina entre los olivos, tambaleándose hasta caer por tierra, bajo la mirada del Padre. Tiene pavor ante la justicia divina. Él es cabeza real de la humanidad. Los pecados de la humanidad, en un cierto sentido, caen sobre Él todos; en un modo real, no por pura ficción del Padre. Y ante esta justicia divina, se ve con luz mística cargado con todos esos pecados de la humanidad.

Tiene pavor. Pavor ante los tormentos espantosos que le esperan, que Él los siente en todo detalle, en toda su profundidad. Y ante esos tormentos, que ve con su imaginación vivísima en todos sus detalles, tiene que estar abandonado de Dios, con la divinidad escondida.

Maldito de los hombres, abandonado también de los hombres. Y ante todos esos sufrimientos, tiene que ser como un cordero manso que no abre la boca, que no suaviza el dolor. La divinidad no intervendrá para nada. Dejará sufrir crudelísimamente a la sacratísima Humanidad. Por eso tiene pavor, pavor.

Siente tedio, tedio; es esa especie de cansancio de la vida. Ese no sentir y no ver el sentido que puede tener la vida nuestra; que le parece que no tiene, no hay razón de sufrir; que no hay razón de

pasar ese cáliz tan amargo. Sin fruto.

–Ya Orígenes, sabiendo esto y conociendo esta íntima tristeza

de Cristo y tedio de Cristo, decía así hablando de lo que a nosotros nos puede pasar: “¿Qué voy a decir de las luchas, de los pensamientos que nos sugiere a veces el enemigo para quitarnos de la fe de Cristo y de la esperanza de nuestra vocación? Porque cuando suscita en nosotros las aflicciones de las tentaciones y las molestias del siglo, consecuentemente ya empieza a sugerir a nuestra imaginación que es superfluo y es inepto tolerar tantas cosas por Cristo. Que es mucho mejor llevar una vida tranquila y sin persecuciones”.

Es lo que le pasa a Cristo en este momento. ¿Para qué? ¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Para qué tanta Pasión? Total, por la importancia que le van a dar los hombres… por el interés que se van a tomar por sus sufrimientos… que nadie se acordará ya ni siquiera de tener una imagen suya… ¿Y para eso voy a dar yo la vida? Siente tedio; tedio de sus sufrimientos. Tedio también porque se siente identificado con el pecador.

Pasamos todos por Jesucristo, porque Él es el Cordero que lleva los pecados del mundo. Y todos pasamos a depositar nuestros pecados sobre Él, todos, todos. Cada uno de los nuestros. Y así ve Él ese río inmenso de la humanidad –ése es el sufrimiento de Cristo- con todos los detalles de cada hombre que ha existido y existirá, que todos ellos pasan junto a Él depositando sobre Él los propios pecados; los pecados más inmundos, más impuros, más repugnantes, más contra Dios, más sacrílegos; todos los van depositando sobre Él. Y Él se siente cargado, como sumergido en ese fango inmundo; Él que es tan puro.

–Si para una virgen delicada es tan costosa una calumnia de pureza –porque es lo contrario de lo que ella puede desear y buscar-, ¡qué sería para Cristo ver toda esa repugnancia! Con toda su reverencia al Padre, sentir sobre Sí todos los sacrilegios y todas las blasfemias; con toda su delicadeza de corazón sentir todas las impurezas.

–Y así vamos pasando toda la Humanidad. Y en ese momento están pesando sobre el Corazón de Cristo todos los pecados de la Humanidad. Y Él los siente vivamente. Y ve en sus manos los pecados de todas las manos, y las siente como leprosas, repugnantes, hinchadas. En sus labios los pecados de todos los labios: de palabras, de sacrilegios, de blasfemias, de besos; todos los pecados; y los siente en sus labios. En sus ojos, los pecados de todos los ojos de la humanidad. En su boca los pecados de todas las bocas. En su Corazón los pecados de todos los corazones: de amarguras, de odios, de amores; todo. Y así, ante la justicia del Padre siente que le afean realmente, que le avergüenzan; con toda su delicadeza finísima…

 -Penetrar en esa pena de Cristo, en ese dolor íntimo de Cristo. Y está triste; triste. Ante la mirada del Padre, la mirada de la justicia divina, ante la Pasión, siente quebrantos de dolor por nuestros pecados. El Profeta le había dicho: Atritus propter scelerat nostra. “Por nuestros crímenes”; se siente con todo el peso de la inutilidad de su Pasión, que le deja triste. Quem tilitas in sanguine meo.

Tristeza y tedio que se hacen ya aplastantes por el abandono del Padre, porque encuentra esa soledad ante el Padre. –Y siente los sufrimientos de su Madre que va a estar presente en la cruz, que va a seguirle en los momentos más duros de su sacrificio, y va a sufrir; y Él la va a ver sufrir. Siente los sufrimientos de todos los Santos.

–Piensa en esto: No hay sufrimiento de tu vida que Cristo no hay sufrido antes de su agonía. Todo lo que te ha venido a ti, lo ha sufrido Él antes; todo. Y todavía más que tú, porque veía toda la profundidad de ese sufrimiento. Y dado el amor que te tenía, lo ha

sufrido más. Todo. Y eso que te pasa a ti, pasa con todos los hombres de todos los tiempos. Y eso está pasando en este momento sobre el Corazón de Cristo: sufrimientos de los Santos, los sufrimientos de la Iglesia entera, las persecuciones; todo lo siente.

Y siente muy particularmente la indelicadeza y la ruindad de tantas almas, que después de lo que Él ha sufrido por ellas, no hay modo de que se molesten, no hay modo. No merece la pena. Están arrastrando una vida lánguida; siempre salvando sus derechos; siempre salvando sus comodidades. No hay modo de que hagan nada por Cristo.

“Si fuese un enemigo… pero eres tú, que Yo escogí para esposa mía, para que enseñases a los demás, para que les condujeras a la intimidad conmigo. Y ahora me tratas así”. Y eso le da una repugnancia… Y todas esas infidelidades nuestras están cayendo sobre Él, las está viendo. Y le causan tristeza. “Mi alma está triste hasta la muerte”.

¿Qué podemos hacer nosotros viendo así a Jesucristo por tierra entre los olivos? Pues, no hablar mucho; pero pegarnos a Jesucristo, y oírle cómo clama al Padre en ese momento, diciendo:

“Padre, si es posible pase este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Si es posible, pase este cáliz.

       El Señor nos quiere mostrar que podemos seguir siendo hombres en nuestros sufrimientos. Que no es el ideal cristiano un estoicismo; no. El Señor pide: “Si es posible, pase este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Siente toda la repugnancia, siente toda la dificultad de su naturaleza humana. Pero está firme. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es un grito que el Padre te lo pasa a ti en el momento en que vas a depositar tus pecados y tu vida en el Corazón de Cristo, que la va a ofrecer así en su Pasión; Jesucristo agonizante, caído por tierra como un gusano, que no parece ni hombre, que cualquiera que hubiese pasado por allí le hubiera dicho: ¡Vamos, sé

hombre, levántate!

Y era Dios. Pues, ese es Jesucristo, con esa mirada agonizante, cuando tú te acercas a depositar tu vida y tus pecados, te mira y te dice: Si es posible, pase este cáliz; el de tu vida, al menos éste; que éste pase. Eso depende de ti. Al menos tú, sé generosa. No cargarme más. Eso de pende de ti; pero, si es posible. No se haga mi voluntad sino la tuya, porque Él va a cargar

con tu voluntad en tu vida. –Y cuántas veces se hace nuestra voluntad sobre Cristo.

Pues contemplarlo así, seguirlo, sin movernos mucho; pero muy cerca de Cristo. Como quien asiste a un enfermo y lo agarra de la mano, y no tiene nada que decirle, sino que: estoy contigo,

Señor, estoy contigo, estoy contigo. Estar con Él.

Jesucristo, después de un rato, se levanta para buscar a los discípulos. Está deshecho. “Y vino a los discípulos y los halló dormidos”. ¡Qué dolor éste de Cristo! Casi peor que todo lo que estaba sufriendo; el encontrarlos dormidos. Después que ha aceptado todo, se vuelve a ésos a quienes había pedido un favor: Estad en vela y orad conmigo, que Yo lo necesito ahora; que me basta saber que hay una persona que está conmigo, que eso es ya un consuelo para mí. Pues bien; vuelve a los tres y los encuentra dormidos. No les interesa a ellos Cristo.

No hay cosa más desoladora que el encontrarse un enfermo grave, que está muy mal, que está sufriendo mucho, con que la persona que le debía velar, está durmiendo. Es decir: no le interesa

nada. Yo que estoy pasando estos ratos… la otra persona no se interesa.

Y así los encuentra a los tres. Dormidos. Él pasando toda esa agonía, y los otros, dormidos. El único que vela es Judas. ¡Qué tristeza ésta para Cristo! Y Jesucristo se siente solo. Consolante me

quaesivi et non inveni. “Busqué uno que me consolase y no lo encontré”.

Sacar también esta conclusión para nosotros: Aceptar el desierto afectivo. Que muchas veces tendremos que estar solos. Y sentir esa soledad íntima. Que encontraremos nuestra fuerza en la

Pasión de Cristo. Y hacer el propósito de acompañar a Jesucristo en su Pasión en la Hora Santa. Yo, y otros, en cuanto pueda, ayudar para que acompañen a Cristo.

Y les dice: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo?” ¿Ni siquiera eso? “Velad y orad para que no caigáis en la tentación”. Fijaos que Jesucristo siempre repite el Padre Nuestro. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Fiat voluntas tua. Y ahora les dice a los Apóstoles: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación”. Et ne nos inducas in tentationem.

Ahí está todo: en el Padre nuestro; todo lo que se puede pedir. Y el Señor siempre lo tiene en sus labios. “El espíritu, a la verdad, está pronto, pero la carne es flaca”. Y se fue otra vez a orar, repitiendo las mismas palabras. Vuelve a la misma oración.

 A esa hora en que tantos le ofenden, siente en su dolor y en su Corazón todos los dolores y tristezas de todos los hombres; en un Corazón. Los dolores de todas las madres, los dolores de todos los padres… y sufre crudelísimamente. Tiene pesando sobre sí en este momento todos los tormentos de la Pasión: los dolores físicos, morales, las afrentas, el abandono del Padre, congojas de muerte… Padece en el interior; en el corazón, que se le desgarra, como que se le desencajan los huesos; con un choque entre la repugnancia al cáliz que se le presenta y la voluntad absoluta de beberlo; quiere beberlo. “Si es posible pase este cáliz; pero lo que Tú quieras, lo quiero yo”.

¡Con qué voluntad padece Cristo! ¡Con qué firmeza! Y de este choque, precisamente, de este sufrimiento, cuando la divinidad se

esconde, salta la agonía de Cristo.

Un ángel le conforta; le muestra, quizás, el fruto de su Pasión. Si el demonio insistía en mostrarle la inutilidad de la Pasión –como suele hacerlo con todas las almas para indicarles que es inútil trabajar tanto, que no merece la pena, que por qué va a cargarse con una vida tan molesta, tan insegura, que es mejor pasarlo con tranquilidad en este mundo-, el ángel le muestra el fruto de la Pasión, quizás.

Y primero, la Inmaculada Concepción de María, fruto de la Redención de Cristo, que es una gloria al Padre inmensa. Y después, la santidad de tantas almas, que van a ser verdaderamente heroicas en su generosidad para con Cristo para gloria del Padre. Y eso merece ya la pena. A así, el ángel le conforta. Con grande humillación de Cristo, porque es consolado por una criatura, por un servidor suyo. Pero le conforta. No es que le quita los sufrimientos; no.

El ángel no viene a quitarle parte del cáliz. No le quita nada. El Señor no nos quita las cruces, no nos quita los sufrimientos, sino que nos conforta. “Pasión de Cristo, confórtame”. Dame fuerza para llevar los sufrimientos.

–Y entonces, en aquel impulso del Corazón de Cristo que acepta con decisión todo, y toma el cáliz para beberlo hasta las heces, salta el sudor de sangre. “Y empezó a sudar gotas de

sangre que corrían por la tierra”.

 –Pegarme a Jesucristo; adherirme a Él, a Él. Cómo me impresionó aquel hermano coadjutor tan santo, que tenía luces muy particulares sobre la Pasión, y que me decía un día hablando con él –ya murió; sufría mucho, estaba retirado-, me decía: Que el Señor me dé fuerza, porque en esos momentos me ahogo, cualquier cosa haría uno. Pero le pido que me mate antes de un pecado; que me dé fortaleza. Pero con eso, cruz, cruz. No hay cosa mejor –me decía-, cruz. Yo no entiendo. Ya habrá otros caminos; pero a mí, la cruz me parece de los mejores.

Ver a Jesucristo; quién es y cómo está. Se deshace, se deshace”. Recordáis las palabras de Santa Teresa: “Que desmenuza el alma y la muele”. Este decía lo mismo: “se deshace, se deshace”. Tenía dones superiores. Se deshace. Ver quién es y cómo está. Verlo allí en el Huerto; quién es y cómo está. “Pegarse a Jesucristo –me decía- pero de veras, de veras.

Sobre todo cuando es usted joven no hay cosa mejor, pegado a Jesucristo con la cruz, pero de veras, de veras”. Qué bien está esto: de veras. Así, junto a Jesucristo en la agonía del Huerto, pegado a Jesucristo,aplicando tu rostro al suyo, para estar allí con Cristo, acompañándole en su agonía, sin decir nada. Pegado a Jesucristo.

Y terminada su oración, se levantó y los encontró otra vez dormidos. Sólo vela Judas. Y el Señor, después de aquella hora de vela, les dice ya a los Apóstoles: Bueno, hijos; ahora dormid y descansad. Y Él, el que va a la muerte, vela el sueño de los Apóstoles con grande delicadeza. No por ironía; con verdad. Dormid, que yo os velo. Y Él, el que va a morir, está cuidándoles a los otros.

Y está allí, ofreciéndose al Padre. Y estando así, puede ver con sus ojos humanos las luces, las lámparas de los que vienen por el otro lado del torrente. Y en la soledad de la noche, quizás puede oír las palabras tristes de Judas que, volviéndose a ellos, les dice: “¿Lo conocéis? Mirad; aquél a quien yo daré un beso, ése es. Atadlo y conducidlo con cautela; que no se os escape”. Y eso lo oye Jesucristo. ¡Qué pena para Él!

–Con cautela, que no se os escape; que es muy vivo… -¡Pobre Judas! El único que vela; el traidor.

 –Jesucristo lo oye; siente pena. Y se le va a ofrecer como amigo a ese mismo Judas por su parte.

–Y cuando ya están cerca, entonces les despierta a los Apóstoles: ¡Hala! Levantaos. Ya está cerca el que me hace traición. Y entonces, firme, se presenta a Judas, el cual le da un beso fuerte. “Lo besó fuertemente y le dijo: Dios te guarde, Maestro”.

¡Cómo le quemó esto al Señor, este beso de traición, de hipocresía! Y le dice: ¡Judas; amigo, amigo! Amigo, no porque lo eres, sino porque lo puedes ser. Amigo, porque de parte mía lo serás desde ahora. “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” ¿A qué has venido: a entregarme?, o, a qué has venido; hasta dónde has bajado.A qué has venido. ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre? ¿A esto has venido a parar? A qué has venido. Y Judas se retira, y después prenden al Señor. Esto lo veremos después.

Reflexionemos sobre el sentido de la oración del Huerto, las lecciones de la oración del Huerto.

La oración del Huerto nos muestra explícitamente que el cáliz se lo envía el Padre. Esto es muy importante. El cáliz de la Pasión, no se lo envían los escribas y fariseos; es el Padre. “Padre, si es posible pase este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El cáliz que le preparan los otros, se lo envía el Padre. “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”, dirá a Pedro.

 

Segundo. Muestra que lo acepta libremente. “Se entregó a la muerte porque quiso”. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Podía huir, podía librarse, pero era voluntad del Padre. Y Él lo acepta. Nos muestra que en toda la Pasión se esconde la divinidad. No lo hubiéramos sabido.

Hubiésemos creído que Cristo en su Pasión no sentía esas heridas con su deseo de agradar al Padre; que Él sufría con gozo interior. No. Nos muestra que la divinidad se esconde. Que deja sufrir crudelísimamente a la Humanidad. Nos muestra que esa Pasión la ofrece por mí, por mí. Yo soy el tormento de Cristo en su agonía inmediatamente; no mediante los verdugos y los soldados, sino por mi persona. Yo soy el sufrimiento de Cristo en la agonía. Y esto no es un paso que termina, y sigue la pasión de otra manera, no. Ese estado de Cristo sucede escondidamente en toda la Pasión.

 En toda la Pasión, Jesucristo está triste hasta la muerte. En cualquier paso de ella, en su Corazón, íntimamente, está triste. En la flagelación, y en la noche triste, y en la corona de espinas, y ante Herodes y ante Pilato y en la cruz, está triste hasta la muerte. En toda la Pasión ora al Padre: “Si es posible pase este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. En toda la Pasión busca consuelo en sus discípulos, y no lo encuentra. Y en toda la Pasión siente la soledad más profunda; soledad de Cristo débil para fortalecernos.

Que esto sea para nosotros le comienzo de nuestra fuerza.

Y preguntarnos: Cuánto padece Cristo por mí; y qué debo yo padecer por Él.

 

LA REPARACIÓN

 

Preguntamos en esta tercera semana de los Ejercicios, qué debo yo hacer y padecer por Él. Y es el momento oportuno para hablar de la segunda respuesta nuestra a los principios fundamentales de la devoción al Corazón de Cristo: sobre la reparación.

La reparación se puede distinguir en tres clases: reparación negativa, reparación afectiva y reparación aflictiva. Las dos primeras no son reparaciones en el sentido más estricto de la palabra, sino en un sentido más amplio.

Reparación negativa. Si es que estoy convencido de que Cristo sufre por mí, por mis pecados, por los pecados de los demás, que el pecado causa esta herida en el Corazón de Cristo, la respuesta obvia será procurar evitar las ofensas a Jesucristo; las mías y las de los demás. Evitar, pues, el pecado, sus causas y sus efectos. Es lo menos que uno puede hacer. Y a esto se llama reparación negativa. Esto, tanto en mí cuanto en los demás.

En mí. –Cuál debe ser mi actitud ante el pecado si viene, si se presenta en mi vida, y se presentará. Porque, como decíamos, no hacemos el propósito de no caer nunca en pecado, sino que hacemos el propósito de estar con particular atención en eso que hemos visto que el Señor desea más de nosotros. Pero el pecado se presenta. En cosas de debilidad, y aún quizás, si el Señor lo permite –esperemos que no-, aun en cosas mayores. Puede ser.

De nosotros nada nos debe maravillar. Por eso, yo pondría indulgencias si pudiese –no puedo-, a esta jaculatoria –hace 15 días hizo Ejercicios conmigo un obispo, y no picó; no me las puso a esta jaculatoria: “De un mal cuarto de hora, líbranos, Señor”.

Porque todos podemos tener un mal cuarto de hora. Y en un mal cuarto de hora puede hacer uno muchos disparates, algunos disparates gordos. Por eso pedidle al Señor: Líbranos de un mal cuarto de hora. Pero si ese mal cuarto de hora llegase, ¿cómo tenemos que reaccionar?

No asustarnos; es lo primero. No es una sorpresa para el Señor. Ya nos conoce. Él sabía lo que había dentro del hombre. No asustarnos. Y no asustándonos, no perder la confianza, sino: “ya sabía, contaba con esto, no me había apoyado en mis fuerzas; esto lo suponía que podía pasar. Miconfianza no estaba en esto, sino en el Señor. Y como Dios no se muda, mi confianza sigue firme en el Señor”. No perder la confianza.

–Por eso, todavía pondría más indulgencias –a algún Arzobispo

se las pediré- a esta otra jaculatoria: “De la desconfianza después de un mal cuarto de hora, líbranos, Señor”. De modo que, no perderla; firmes. Más; si tenemos valor, hagamos ese acto de agradecer al Señor el que haya permitido esa falta en nosotros; falta que nos servirá como humildad, como comprensión, con tantos otros frutos espirituales. Y en este tono de serenidad y de paz y de confianza, pide uno perdón al Señor. Y entonces puede uno aplicar también una reparación aun también aflictiva, pero en este tono. No como una rabia contra uno mismo, una especie de odio o de furor, como indignado de que yo haya cometido tal falta; esto no es sano, no es bueno.

       Leía una vez en un autor –no recuerdo quién era-, que una vez un santo, pasando por un corredor del convento donde estaba, se le fueron los ojos por la ventana y vio una mujer que pasaba. Tuvo una tentación. –Esto en la Edad Media; si fuese ahora, se hubiese desmayado-.

Pues bien; dice que cada vez que pasaba por delante de aquella ventana se tiraba de los pelos por aquella infidelidad que había hecho. –Será muy bueno, pero mejor sería que tuviese más paz, más humildad dentro, y que recurriese al Señor en ese espíritu sereno, pacífico, de humillación, de humildad. La penitencia auténtica no procede de un espíritu áspero, sino procede de un espíritu manso, de un espíritu humilde. Si no, cada vez se hace más bruto uno.

Eso le pasó a un connovicio mío. De esas cosas que pasan.

–Está ahora trabajando muy bien en América. –Y un día, estaba en su cuarto y se le fundió la bombilla. Fue al Padre Ayudante: -Padre, se me ha fundido la bombilla.

-Ahí tiene usted otra.

Llega a su cuarto, deja la bombilla sobre la mesa, da unas cuantas vueltas la bombilla… al suelo. Y vuelve:

-Padre, se me he roto la bombilla.

-¡Si le acabo de dar una!

-Esa se me ha roto. La he dejado sobre la mesa y se me ha caído al suelo.

-Bueno; tenga usted otra, pero tenga cuidado.

Aquel día tocaba barrido. Teníamos aquellos pingos de entonces para dar petróleo al suelo.

Coge uno de aquellos pingos, empieza a sacudir, y lo rompe. Al Padre Ayudante:

-Padre, he roto un pingo.

-Pero usted, ¿qué tiene hoy? Pues no vuelva a coger otro pingo. Dedíquese a correr las camas.

Coge la primera cama, le da un arrancón y la rompe. Vuelve al Padre Ayudante:

-He roto la cama.

-¡Señor! Pues eso es cosa muy seria.

–El Padre Ayudante estaba que no podía de risa-. Eso es cosa muy seria. Así no hay Compañía de Jesús que resista. Si va usted a ese paso… Así que esto me hace dudar mucho de su vocación. Mire; va usted a ir a la capilla, hace usted media hora de oración y piense usted qué penitencia va a hacer.El pobre novicio asustado fue al Maestro. Y el Maestro le dice:

-No, no; haga usted como le dice el Padre Ayudante; eso es cosa del Padre Ayudante.

Va a la capilla, hace su media hora de oración y vuelve todo compungido:

-Ya he hecho la media hora de oración.

-Y, ¿qué penitencia ha pensado usted?

-Una disciplina.

-¡Una disciplina! ¿Para que se haga usted más bruto todavía?

Pues bien; eso puede venir; un poco de ese espíritu. No. Tiene que ser de espíritu manso, de un espíritu sereno internamente. De ahí viene la auténtica penitencia. Y una vez hecho esto, entonces destruirlo con ese espíritu hasta la raíz, aplicando la mortificación de la voluntad, de la fantasía, del cuerpo; robustecimiento de la voluntad; el examen de conciencia; todo esto que nos puede servir para cumplir la obra que el Señor quiere de nosotros; todos estos medios, a los que se les puede dar este sentido de reparación negativa.

Entre estos medios, merece particular interés uno: es la aplicación de la Santa Misa. Para almas, a quienes haya que ayudar, que tienen mucho que purificarse, pues… darles este consejo: que hagan decir una Misa para que se les aplique a ellos; aplicación a ellos de las satisfacciones de Cristo. Es muy bueno. Es el más grande medio, que muchas veces no se emplea, sino para otras intenciones más de petición.

Y sin embargo, ésta es muy propia de la Santa Misa: la aplicación de las satisfacciones de Cristo. Y para muchas almas, un grande consejo. Y así, de vez en cuando, pedir una Misa por las propias intenciones, por la purificación de todo lo que haya en nosotros de menos agradable al Señor.

Y lo mismo que en nosotros, en los demás. Todo el trabajo, que se ordene, a evitar el pecado, sea o no sea doloroso: la educación, el apostolado, el evitar escándalos. Todo esto es reparación negativa. Y en este sentido, toda vuestra vida puede tener perfectamente un sentido de amor a Cristo y de reparación negativa.

Está después la reparación afectiva, de amor; que, usando ciertos términos un poco antropomórficos, podríamos definir como el amor a Cristo que quiere distraerle del dolor que le causan los pecados de los hombres. Antropomórfico; pero para dar el sentido de esta acción consolativa de Cristo. El alma, contemplando a Jesucristo ofendido, lo ama; lo ama como queriendo compensar el desamor de los otros; queriéndolo consolar, tanto del dolor que tuvo en su vida, como de las heridas que ahora se causan en su Cuerpo Místico.

–Así habla en este sentido el Papa Pío XI en su encíclica “Miserentissimus”, indicando cómo Jesucristo, lo mismo que veía nuestros pecados, veía también nuestro amor en todos los pasos de su vida. Y este amor nuestro, visto por Él, lo consolaba en medio de sus tribulaciones, como veíamos también en la oración del Huerto.

Esta reparación afectiva se puede hacer de muchas maneras. Y voy a proponer algunas.

Espero que a nadie se le ocurrirá hacer todo lo que yo diga ahora, porque se vuelve loca; sino, yo sugiero algunos caminos, algunas cosas, para que cada una escoja lo que más le pueda ayudar. En la vida espiritual hay que tener espontaneidad en el espíritu y libertad de corazón. Y un día, pues practica esto, y otro día, pues reza tres Padrenuestros a San Roque; que es un gran santo también.

Pues bien; un modo de realizar esta reparación, sin cargar nada nuestra vida, es informar toda la vida con esa intención; lo que hacemos normalmente. Darle esa intención. Uno que se levanta por la mañana, levantarse con diligencia, con puntualidad, para reparar las perezas, etc. El ir a la capilla a adorar al Señor, por tantos que le olvidan y que no le adoran. El oír la Santa Misa, con la

misma intención: por tantos que la descuidan los domingos, días de fiesta, etc. Sobre todo, haciéndolo esto en orden a nuestras almas. Las almas nuestras que no cuidan de estos deberes, etc.

Y así se puede hacer de toda la vida.

Esto, ¿qué da? ¿Qué eleva? ¿Es que ya toda obra buena no era consolativa de Jesucristo? Sí, le consuela toda obra buena, pero es que aquí hay una mayor delicadeza de amor. El motivo es el puro amor de Jesucristo, ese deseo puro de agradarle, de consolarle, que va informando todo el día de cada uno de nosotros.

Además de esto, hay actos especiales de delicadeza y de finura en el amor de Cristo, que no todas las almas son igualmente capaces de hacer. Ahí depende del temple de cada alma. Recordad el ejemplo de aquel negro que tenía el alma blanca. Aquel africano que se presentó al misionero y le pidió si había sitio en el seminario para él. Y el Padre le dice:

-Pues… con mucho gusto te aceptaría, pero no tengo medios.

-Y él se calló, se marchó y desapareció del pueblo. Nadie sabía dónde había ido. Y después de un año volvió, todo contento y satisfecho. Fue al misionero y le presentó una bolsa de monedas de

oro. Y le dice:  -¿Basta esto ahora? Dice:

-Oh, sí, ¡demasiado! Aquí ya hay suficiente.

-Pues… me ha costado mucho; el trabajo ha sido muy duro. He estado en las minas de oro trabajando mucho, pero estoy muy contento. Ahora puedo ser sacerdote. Y entró en el seminario. Pero había trabajado demasiado y sus pulmones estaban deshechos. Y

al poco tiempo tuvo que dejar el seminario porque no tenía salud. –Y entonces aquel pobre negro va al misionero y le dice:

-Padre, estas monedas para usted, para algún otro que quiera ser seminarista y no tenga dinero. Se las dejo; para que sea sacerdote; ya que yo no puedo serlo, que otro sea sacerdote. Yo me vuelvo a las minas a ver su puedo conseguir más dinero para otro sacerdote.

Y allí se volvió. Y cuando estaba ya para morirse decía al Señor: Señor, un mes todavía, y tengo dinero para otro seminarista.

 –Esto. Él no puede ser sacerdote; que otro sea sacerdote. Pues así podemos hacer muchas veces. Que yo no he conservado mi inocencia, que no he conservado mi virginidad, mi pureza… voy a procurar que haya otra alma que conserve esa pureza, esa virginidad, para reparar. Ya que yo no puedo, Señor, esta alma, para que te ame. Y tantas otras cosas. Delicadezas de la vida de un alma que quiere en todo agradar a Jesucristo y que está centrada

en Él.

Entre las obras, así, más aptas para esta reparación afectiva, está, sin duda ninguna, la oración; pero la oración afectiva. Esa de la que hemos hablado:

Olvido de lo creado,

memoria del Creador.

Atención al interior

y estarse amando al Amado.

Ese estarse amando a Jesucristo por tantos que no se acuerdan de   y que consideran tiempo perdido el estar con Él, es un acto de mucha reparación.

Lo mismo la Santa Misa y la Comunión. Son los actos más grandes del amor de Cristo y de nuestro amor. El Sacramento del amor. Servirse de ello para obsequiar y adorar particularmente al Señor, es el gran medio de repararlo afectivamente, ofreciendo la Santa Misa así, como reparación de nuestro amor, como holocausto ofrecido por nuestro amor.

Y una práctica que les puede ser muy útil es la del ofrecimiento de la virtud contraria del Corazón de Cristo. Decíamos el día pasado, ayer, cómo no tenemos que estar siempre dando vueltas a nuestras faltas. Que una ha cometido una falta, y está impaciente porque se ha puesto impaciente, y está examinando hasta dónde, y cómo, y cuándo, y si sería, si no sería, si sería mejor así, si habrá habido consentimiento pleno, si quizás alguna parte no…

Pierde mucho tiempo. En lugar de esas discusiones con las faltas y de perder ese tiempo precioso del amor de Cristo, la reacción, muy buena, puede ser esta otra. Cuando una ha cometido una falta cualquiera, sin discutir sobre ella, sencillamente recurrir al Corazón de Cristo y ofrecer al Padre la virtud contraria del Corazón de Cristo, y en obsequio suyo. Y basta. De modo que si ha sido una falta de caridad, se recoge uno en el Corazón de Cristo y se la ofrece al Padre: Padre, te ofrezco la caridad del Corazón de Cristo en reparación de mi falta de caridad. Y se sumerge en ella; y esto es mucho más eficaz; sea por el culto que se da a Dios, sea también porque el Señor nos infunde más eficazmente esa su caridad, que es la que tiene que constituir nuestra virtud cristiana.

Y pasamos a la reparación aflictiva. Es la cruz. Es la reparación dolorosa. El misterio de la cruz, que es un verdadero misterio. Y de aquí tenemos que partir siempre. No lo entenderemos nunca del todo: ¿Por qué tengo que sufrir? ¿Por qué la cruz? Y menos todavía cuando se trata de la cruz de Cristo.

No la entendemos nunca. Y no la entenderemos… Por tanto, si un alma exige que le expliquemos la cruz antes de abrazarse con ella y dice que ella no se abrazará con la cruz hasta que haya entendido por qué uno debe abrazarse con la cruz, esa alma no se abrazará nunca con ella; nunca.

Como uno que no aceptase el misterio de la Trinidad hasta que no lo hubiese comprendido; no lo entenderá nunca. Si se abraza con ella con generosidad, mirando a Cristo, que es el que nos dice que hay que cargar con la cruz, entonces puede ser que entienda algo, puede ser que encuentre luz para comprender la cruz. Pero si no se abraza con ella, no la entenderá nunca. Es un misterio.

Como es un misterio –la cruz- en su sentido apostólico. Aquella palabra del Señor al bajar del monte de la Transfiguración y encontrarse con aquella escena del pobre padre que había presentado a su hijo a los Apóstoles para que arrojasen de él el demonio, y los Apóstoles lo habían intentado y el demonio no se iba. Y llega el Señor, y sale el padre, el pobre padre, y le dice: Señor, si puedes…si puedes… Lo he traído a tus discípulos y no lo hacen. Pero, Señor, si puedes… ten compasión de mí. Y el Señor le dice: “Si puedes creer, todo es posible al que cree”. –“Señor, creo; ayuda mi incredulidad”, decía el padre con lágrimas en los ojos. “Creo, Señor; ayuda mi incredulidad”. Y entonces el Señor arroja el demonio. Y los Apóstoles le preguntaron: “¿Por qué nosotros no le

hemos arrojado, no le hemos podido arrojar? Y el Señor dice: Esta clase de demonios no se puede arrojar si no es con la oración y el ayuno”.

–Y uno se pregunta: ¿Y por qué? ¿Por qué? Son las leyes de la vida sobrenatural. -¿Por qué? ¿Qué tiene que ver que yo ayune para que el demonio se marche del otro? Que ayune él… Parece que sería lo más obvio. –Pues no. Tiene que ayunar el que lo quiere echar.

Es el misterio de la cruz; misterio de santificación y misterio de apostolado. Y todo se oscurece así. E inmediatamente nos dicen: -Bueno; y, ¿cómo prueba usted eso por la Escritura? – Pues mire; muy difícil, muy difícil. Usted apriete, y después mire la Escritura. Pero si primero quiere ver la Escritura, es muy difícil, muy difícil. Una prueba convincente para uno que se pone en plan de no creer, es muy difícil de obtener, muy difícil.

Pues bien; es el misterio de la cruz, que tiene grande valor en el apostolado y en la santificación. El mundo no puede ver la cruz. Le tiene una especie de antipatía radical. Y es que Cristo ha vencido al mundo con la cruz. “Te adoramos, Cristo, y te bendecimos porque por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Y como ha sido derrotado por la cruz, y el demonio ha querido desviarlo de la cruz y no ha podido, y ve en la cruz el signo de la victoria de Cristo y de la glorificación de Cristo, pues no puede ni verla.

Y por eso, lo que más odia el mundo es la cruz. Todo lo demás lo tolera, pero la cruz, no. Y apenas llega un Gobierno ateo, un Gobierno antirreligioso, lo primero, quitar las cruces. No lo puede ver. Y lo malo es que muchas veces, nosotros, oyendo esos gritos del mundo que nos llama y nos dice siempre: “Dadnos un cristianismo sin cruz y creeremos en vosotros; dadnos un catolicismo sin cruz y todos nos hacemos católicos”, creemos que ese es el camino, y escondemos la cruz. Y no sabemos que es el camino fatal.

Porque por la cruz se redime al mundo. “Quiso Dios, por la estulticia de la cruz, salvar a los creyentes”. Es así… -Por eso es nuestra lucha. Queremos esconderla, queremos hablar de un catolicismo positivo, de un catolicismo humano, donde no haya cruz. No hace falta. La cruz más bien es un elemento artístico para poner ahí, en un modo que uno tiene que adivinar: eso es la cruz, ¿verdad? Ya; sí. Claro es un… un escorzo, debe ser. La cruz. –Pues no. Lo que vence al mundo es la cruz. Convencernos de eso; convencernos de eso.

La cruz, que tiene que ser una cruz viva. Más. No tenemos que esconderla nunca, sino que tenemos que ser, nosotros mismos, cruces vivas; que si somos nosotros cruces vivas, entonces el mundo reconocerá en nosotros a Jesucristo crucificado. Y Jesucristo crucificado per signum sanctae crucis. ¡Cómo olvidamos esto!  Siempre estamos: Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, Dios nuestro. Y ya queremos esconderla. Pero, ¿cómo?, ¿cómo? Si está ahí la fuerza: en la cruz…-Ser cruces vivas.

En un barrio de una ciudad, había una vez un catecismo, al cual iba un Padre, un sacerdote. Se presentó un chico de unos nueve años, el cual era nuevo; nunca lo habían visto allí. Entró, estuvo muy atento en todo el catecismo, y al terminarse, lo llama el sacerdote y le dice:

-¿Has hecho la Primera Comunión?

-No.

-Bueno; entonces, ¿quieres que hable yo con tus padres para que te preparemos un poco para la Comunión?

-No; no hable usted con mis padres, porque mi padre es comunista, y suele decir que no quiere ver a un cura en su casa, porque es capaz de hacer cualquier disparate; y que no quiere ver cruces ni todas esas cosas.

-Y, ¿no hay nadie en tu casa que sea religioso?

-Pues mi abuelita, todavía va a la Iglesia.

-Pues ya hablaré yo con tu abuelita. Dile que venga, y ya hablaré yo con ella, a ver cómo arreglamos esto.

Y habló con ella y lo arreglaron y pudo hacer la Primera Comunión sin que sus padres lo supiesen, a escondidas de su padre; una Primera Comunión muy fervorosa. Era un chico excelente.

Y al poco tiempo, después de algún tiempo, viene la abuelita, y le dice:

-Padre, el pequeño está muy grave, está muy enfermo. Pero su padre dice que no quiere ni cura, ni cruz, ni nada; y que si se muere, se harán los funerales civiles, pero que en su casa no entrará un sacerdote y que la cruz no la quiere ver para nada. Le dio las instrucciones para asistirle en la hora de la muerte, y al poco tiempo volvió la abuelita y le dice: -Padre, el niño ha muerto. Y mi hijo dice que puede usted venir y que puede hacer usted los

funerales y todo, todo; la cruz; todo.

-¿Cómo ha sido eso?

Y le contó entonces la abuelita:

-Mire. El pequeño estaba en su camita, siempre con los ojos cerrados; sufría. Y mi hijo, el padre del chico, no se separaba nunca de él. Y estaba allí contemplándole, con mucha pena. Y en un momento, el chiquillo abre los ojos grandes y le dice: “Papá, mira”. Mi hijo se inclinó y él no hizo más que esto: “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y se murió. Y mi hijo levantó la cabeza lleno de lágrimas y me dijo: Madre, ahora puede venir el cura, y la cruz, y todo.

 – No quería la cruz hasta que la vio viva en su hijo. Allí. Y entonces se convirtió. Como decía la abuelita: “Y la voz de mi hijo era la que tenía él antes de que se hiciera comunista”. –Le había cambiado la cruz. Tanto huir de la cruz, que no quería verla. Nadie se la ponía delante de los ojos la cruz. –Cruces vivas. Tiene un grande valor la cruz, aun cuando a nosotros nos cuesta creerlo, porque es dolorosa y siempre encontramos razones para no cargar con ella.

Pío XI, en su encíclica “Miserentissimus”, cataloga estos valores de la cruz e indica tres, en tres períodos diversos. Dice que, la cruz, la reparación dolorosa, aflictiva, incoa la unión con Cristo satisfaciendo por los propios pecados. Es el primer grado.

–Hemos cometido pecados; hay que satisfacer por ellos. Y dice el Papa que es un deber de justicia satisfacer por los propios pecados. El Concilio de Trento dice que podemos satisfacer por los pecados con penitencias y con aflicciones. Penitencias que sean voluntariamente aceptadas, sean impuestas por el confesor; y aflicciones, es decir, lo que nos viene sin que nuestra voluntad intervenga para nada, como son las aflicciones de enfermedades, de clima, calor, frío, molestias, de vida común, etc. Todo esto son

aflicciones, que por la misericordia del Señor, también nos sirven para satisfacer por nuestros pecados.

Las penitencias impuestas por el confesor, también. Las penitencias, de suyo, como penitencias, no hay que pensar –hubo algún teólogo que pensó así-, que la penitencia que impone el confesor, aunque sea pequeña, satisface por todas las penas que se deben por aquella confesión. De modo que uno que muriese después, iría derecho al cielo. Pero eso no se admite en general, porque no hay proporción. Y ningún confesor piensa normalmente que pone una proporción entre la penitencia que impone y lo que puede merecer aquella alma.

Al contrario; en general, cuanto más pecadora es un alma, fácilmente se le impone determinados grados. A un alma muy alejada de Dios, que se acerca al Señor por la primera vez, fácilmente se le impone una penitencia mínima. Y es prudente. Porque si a ese señor le dijese: Rece usted un rosario, me preguntaría –o no me preguntaría-, saldría de allá: ¿Qué es eso de un rosario? – ¡Si no sé el Ave María…! ¡Tengo que aprender el Ave María…! ¿Cincuenta veces? Y no se vuelve a acercar a un confesionario en los días de su vida. –Hay que ser muy delicado. Y el confesor lo tiene que saber.

En Roma, un Padre iba a confesar a sitios donde había confesiones en serio. Y estaba un poco asustado; confesiones después de treinta, cuarenta años; y pecados serios; y decía: ¿cómo se pone una penitencia proporcionada? Y fue a consultarle al P. Capello, el santo P. Capello, que murió el año pasado en fama de santidad, de grande santidad en la Universidad Gregoriana; santo hombre.

Y le preguntó: ¿Qué penitencia? –Y él le dice –como siempre solía decir: “Mira, mira, mira; se le pregunta si sabe rezar el Ave María. Si no la sabe, se le aconseja –no como penitencia que la aprenda, a ver si puede aprenderla; que le hará bien. Y entonces se le pone como penitencia que dé una limosna al primer pobre que encuentre fuera de la iglesia; que no dé a la Iglesia, sino fuera de la iglesia. Y le dará una buena limosna.

–Si sabe el Ave María, una Ave María. Y el otro se quedaba así asustado. –Sí, hágalo así, porque ése volverá, volverá. Y poco a poco se le podrá formar. Mientras que si le pone usted una penitencia que para él es desacostumbrada y no está preparado, ni

hará la penitencia ni volverá otra vez a confesarse. Y es muy justo. –En cambio le decía: “A las monjas, fuerte, déle fuerte”. Es decir, a quien tiene disposición; a ésas ya les puede poner. Y es

cuestión de delicadeza.

De modo que eso no quiere decir que porque le ha puesto un Ave María ya se le perdona toda la pena debida por el pecado; no. Pero aquí, lo que sí se abre muchas veces es un modo también para actualizar la confesión. Muchas veces, ya entra una especie de rutina en la confesión. Tal penitencia. Y el confesor, pues tiene que ser bueno también, naturalmente. Y es justo que lo sea.

Integridad de la confesión, y, una cosa proporcionada, que tampoco son causas del otro mundo. Pero el alma, que desea en esto también progresar y avivar el espíritu de la confesión, muchas veces puede ser ella misma la que proponga una penitencia, porque puede facilitar. Un alma puede decir al confesor: Pues no; yo deseo una penitencia así, en serio, proporcionada, si puede ser. –Y, ¿qué

penitencia haría usted? –Pues, tal cosa. –Y el confesor se la puede dar como penitencia. Y a veces hay almas muy generosas.

Hablando de esto y haciendo una prueba –no es confesión, sino fuera de confesiónindicándole a una persona: ¿qué penitencia haría usted, por ejemplo, por tal cosa? –¡a qué confesor se le hubiese ocurrido!-, me contestó: Pues yo, por mí, levantarme un mes a las seis de la mañana para ir a Misa y comulgar. ¿Quién le impone esa penitencia?

–Y sin embargo, el confesor le puede elevar eso a penitencia sacramental. E incluso, cuando no se le imponga con obligación para la confesión, sino que le diga: Mire; para la confesión basta que haga esto, ya está; aunque no haga lo demás, no peca; pero si lo hace, y le aconsejo que lo haga, todo eso viene elevado a penitencia sacramental, que tiene más eficacia para satisfacción de los pecados.

–De modo que ahí puede haber siempre un campo para actualizar el fervor de la vida espiritual. Noto, todavía, que el sufrir las aflicciones no significa que uno las sufre con gusto. Algunos creen que sufrir meritoriamente significa sufrir con una paz beatífica interior. Imperturbables: -¡Ah, con un gusto estoy sufriendo!

–Pues, ¡entonces no sufre! ¡Claro…! El verdadero sufrimiento es un sufrimiento que es sufrimiento, y que cuesta. Y el verdadero sufrimiento es ése con el cual el alma está allí que no puede más, y se aprieta los dientes; y casi se le escapa una palabra; y casi está desesperada. Eso es sufrir, eso. Y esto es lo que satisface también.

 –Es que yo no quiero sufrir porque, a veces, me impaciento. ¡Mire que bonito! Pues, aunque se impaciente un poco; la cruz es muy saludable, aunque a veces cometamos algunas imperfecciones llevándola. Nos hace mucho bien, mucho bien. Y no ser tan ingenuos que dice: Es que como no puedo rezar así, le pido al Señor que me quite la cruz.

-¡Mire qué bien! Ahora no es tiempo de rezar; es tiempo de sufrir. Y lo que tiene que ofrecer al Señor es su sufrimiento. Y el sufrimiento ofrézcaselo, sobre todo, cuando no sufre, antes de que venga, y cuando venga, lo pasa como puede; pero allí, en la cruz. Estaría bien que el Señor en la cruz dijese en un determinado momento: Padre, que estoy muy incómodo, no puedo rezar; me bajo para rezar mejor. ¡Mire qué bien! ¡A la cruz!, que es lo que une con Dios: la cruz, el sufrimiento; pero el sufrimiento de verdad, sufrimiento de veras; aun cuando haya imperfecciones. Nos hace mucho bien. Es como el purgatorio para la unión de amor; la cruz, en cuanto es reparación por los propios pecados.

 

Segundo grado; segundo valor de la cruz: Perfecciona la unión sufriendo a imitación de Cristo crucificado, con el deseo de parecerse a Él, de imitarle a Él -¡Oh, si formásemos así a las almas! Almas de temple, almas de oración y de cruz. Que sepan imitar a Cristo.

Estos son los grandes apóstoles; aquí se ve el temple de las almas. Que no las hagamos así, dulces, dulces; sino que sepan imitar a Cristo con la cruz. Así le pasaba a San Francisco Javier. Nosotros cuando vemos al grande Apóstol, queremos imitarle en el correr de aquí para allá –que hizo 100.000 Km. a pie en 10 años-. Incansable.

Con unos fracasos enormes. Cuando los chiquillos se le reían y le tiraban piedras, y él iba allí, con los pies descalzos por la nieve del Japón, echando una manzana al aire loco de alegría, mientras los chiquillos se reían de él.

Y cuando murió Javier, se escribió desde allí, escribió a un religioso como con un alivio: “Ya murió por fin aquel fanático”, como diciendo: Menos mal, ahora estamos ya tranquilos. –Ese era Javier.

Un hombre que a los 45 años estaba todo cano, lleno de desilusiones; siempre alegre al mismo tiempo. Ese es Javier. –Pero éste formaba a las almas en serio, como a él le había formado Ignacio. Y así, es una cosa muy curiosa que él apenas se detenía en ningún sitio más de algún par de meses, y corría a otro lado y a otro lado. Y le achacan eso: que no tuvo el asiento de fundar las cristiandades a fondo. Y sin embargo, él decía que no era esa su vocación, sino abrir brecha por todas partes, que después vendrían los demás a asentar. Y, además, las cristiandades fundadas por él perseveran; y cuántos se glorían de la cristiandad fundada por Javier.

Pues bien; es que éste los formaba a temple: Caso bonito es el caso de Amboino, donde él estuvo poco tiempo. Formó un grupo de cristianos, tuvo que marcharse después y éstos quedaron sin misionero durante 10 años, en medio de una persecución musulmana fortísima. Y cuando después de 10 años se presentaron los primeros misioneros, creyeron que no encontraban a ninguno.

Y con grande sorpresa encontraron que el grupo, sustancialmente era fiel y se había conservado. Y entonces, al jefe de ellos, que era un Manuel de Jacibe, le preguntaron: Pero, ¿qué es lo que os ha mantenido fieles? ¿Qué es lo que os ha dado fuerza en medio de tantos trabajos, de tantas persecuciones para manteneros fieles a Jesucristo? Y él respondió muy sencillo: Mire Padre; yo no conozco mucha Teología; yo apenas distingo una verdad de otra, pero yo sólo sé una cosa que me la grabó a fuego el P. Javier, y es ésta: “que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo”. No sabía más. Y allí estaba: “que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo”.

¡Oh!, si metiésemos esto a las almas: que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo. Que hablamos mucho hoy mucho de la formación de los seglares y de la formación… ¡Temple hay que darles! Que ya nos costará formar unos seglares como los del tiempo del P. Lapuente. Es admirable.

La vida de Luisa de Carvajal… ¡Qué figura, qué figura! Formada por el virrey de Navarra que había sido embajador ante el emperador, ante el rey de romanos, Fernando, y que era un hombre que conocía el latín perfectamente; virrey; que conocía la teología mística al dedillo; de una penitencia extraordinaria; que le formó a esta niña que había quedado huérfana en un espíritu de penitencia enorme…

Y esta chica tuvo la vocación de irse a Inglaterra a predicar la fe en medio de los protestantes, como seglar. E hizo voto de que no rehuiría ninguna ocasión que se le presentase de martirio, que lo pudiese hacer sin pecado; que no la rehuiría. Y cuando quería marcharse, una chica de 30 años, sola, a Inglaterra, a predicar la fe en medio de la persecución protestante de Inglaterra, le preguntaron al P. Lapuente -¡qué santos eran aquéllos! ¡Qué fibra tenían!- le preguntaron qué le parecía de ese espíritu, si le aprobaba ese viaje. Y él, después de haberla conocido, después de haber oído, todo, respondió: “Que él no era en aconsejar el tal viaje, pero que mucho menos se atrevería a desaconsejarlo”. ¡Menos!

– Y se fue, se fue. Y allí una vez se puso de rodillas delante de una cruz que estaba en una vía pública, y por poco

la apedrean; y la querían meter en la cárcel. Y fundó un convento en la Embajada española, una especie de convento de una serie de mujeres que vivían allí; y se pusieron furiosos los protestantes de que les hubieran puesto un convento allí en las narices de la Reina. –¡Y cuánto tenía que sufrir! Vivir en aquella ansiedad… Su hermano fue a visitarla. La quería volver, y le dijo que a lo mejor era amor propio lo que tenía. Y le contestó: “Pero, ¿vos pensáis que si hubiese sido por amor propio, yo hubiese aguantado aquí más de un par de días? Pero, si el Señor no me hace olvidar lo mucho que le debo, y lo mucho que él merece que yo sufra por Él, estad seguro de que no me volveré a España”. Y allí se quedó. Esos son de temple. “Lo que Él merece que yo sufra por Él”. Pues bien; éste es el segundo grado: imitación de Cristo. Él ha sufrido por mí. ¿Qué debo yo sufrir por Él?

 

Tercer grado; tercer valor: completa la unión ofreciendo sacrificios por los hermanos.

Cuando ya la cruz se ha convertido en cruz corredentora con Cristo de las almas. Y en primer lugar, por los efectos de mis pecados en el Cuerpo Místico: pecados de colaboración, de mal  ejemplo. Y sobre todo, por los pecados de mis almas. Notemos que es probable que no haya ninguna explicación de la Redención sin el sacrificio de un cristiano que aplique las satisfacciones infinitas de Cristo.

Es verdad que Jesucristo ha ofrecido satisfacciones infinitas. Pero esas satisfacciones vienen a ser como una grande central eléctrica, llena de potencia, pero que tiene que aplicarse. Y el motor que aplica esa potencia es el sacrificio de un cristiano. En ese sentido se puede entender la frase de Orígenes, que tenía tanta estima de los mártires, y decía: “Yo me temo que, desde que no hay mártires, que no se nos perdonan los pecados, porque no hay almas que ofrezcan su holocausto por nosotros”.

Es una exageración, porque no hace falta el martirio mismo para esto; está Jesucristo en la Eucaristía como sacrificio, y está después el sacrificio de cada cristiano que se sacrifica haciendo la voluntad del Padre. Pero ahí se ve un poco esa tendencia, ese sentimiento de que hace falta el sacrificio de un cristiano para que se nos apliquen las satisfacciones de Cristo.

Y así se comprende un poco y se ve la grandeza de lo que es el apostolado: Un sacerdote que ve muchas veces tantas conversiones por un lado, tantos sacrificios por otro, y sabe uno que cada conversión de éstas es fruto de sacrificio y de sacrificios costosos de otros; y estas otras almas que se sacrifican no saben a quiénes se han aplicado sus frutos; pero ahí está ese juego que veremos un día con luminosidad. –Ofrecer sacrificios por los hermanos.

–Así se comprende también la llamada de la Virgen de Fátima, que: “se condenan muchos porque hay pocos que oren y se sacrifiquen por ellos”.

¿De qué depende la eficacia de esta redención o de esta cruz redentora de las almas, de esta reparación? La eficacia depende de dos elementos, los dos esenciales: de la intensidad del sufrimiento y de la dignidad de la persona que sufre. Las dos cosas tienen que haber. Si el sufrimiento fuese nulo, la dignidad más grande no ofrece reparación. Tendrá mérito, pero no es reparación estricta. Y si el sufrimiento es intensísimo, pero la dignidad es nula porque está en pecado mortal, entonces tampoco hay reparación. ¡Qué pena que se pierdan tantos sufrimientos porque las almas no están en gracia!

De estos dos elementos, el más importante es la dignidad de la persona que sufre, la santidad de la persona que sufre, porque sufrimiento no nos faltará nunca. Y aun los más pequeños sufrimientos en un alma muy digna, pues tienen una eficacia muy grande.

 Por eso el demonio tiene tanto interés en impedir la santidad de las almas, porque sabe que un grado de alta santidad que impida, impide más bien en las almas que muchas santidades mediocres. Y se comprende.

–En esas grandes máquinas que hay ahora, que desmontan las montañas para hacer esos aeropuertos, campos de aviación, etc., que actúan y se llevan un monte por delante; una máquina de esas que se detenga durante una hora de trabajo, significa mayor daño que no un obrero con su azadón que se detiene en trabajar durante una semana. Es mucho más la otra en un día.

Por eso el demonio pretende eliminar estas almas, evitar que actúen estas grandes potencias, o que no se hagan, sino que se quedan en azadones que trabajan; y aun cuando éstos alguna vez se suspendan por horas y días, hacen muy poco; siempre en orden relativo.

Pues bien; esa dignidad viene de la unión con Cristo. Pero sobre todo esto hablaremos otra vez. Ahora detengámonos aquí, conscientes de este valor de la reparación nuestra; que estamos llamados a participar del misterio del grano de trigo. Como decíamos esta mañana: si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.

 

 

 

PROCESO DE JESÚS

 

Puestos en la presencia del Señor, con el corazón abierto hacia Él, con serenidad, manteniendo el alma quieta, pacífica y dispuesta, le pedimos la gracia de la santidad; que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas, en todo, para agradar al Señor.

Para llegar a eso, estamos haciendo estas meditaciones de la Pasión de Cristo, que nos ayudarán a compenetrarnos con Cristo, a hacernos íntimamente dóciles en fuerza del amor Y le pedimos la gracia propia de estas meditaciones, que es gracia para sentir dolor con Cristo doloroso; y sentirlo íntimamente, con aquel sentimiento que llega a las entrañas, a lo más íntimo del ser.

Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasa por mí. No es la mera compasión exterior, sino esa participación, esa penetración en el dolor íntimo de Cristo, en el que la divinidad está escondida; que sufre tanto en su humanidad, tan crudelísimamente. Y todo eso lo padece por mí. Y qué debo yo hacer y padecer por Él.

Enamorarnos de Cristo crucificado. Decía el Beato Ávila: “Habemos de pedir a Nuestro Señor que nos escriba en nuestros corazones a Cristo crucificado. ¡Qué desagradecidos son los hijos de

Adán a los beneficios que les ha hecho! ¡Qué cierto merecen nombre de ingratos, y principalmente por el olvido que tienen de Nuestro Señor Jesucristo! San Pablo, de amor que tenía, no hacía sino nombrarlo mucho.

A un mártir se lo hallaron escrito en el corazón. De no tratar a Jesucristo hay tanta sequedad y miseria. Esa es la piedra de donde hiriendo, el predicador ha de sacar agua, como dice San Pablo, y el pedernal que hiriéndolo saca el fuego para encender los corazones. Porque sin Cristo no se inflaman los corazones ni se vuelven a Nuestro Señor.

Y así es la empresa de los predicadores, llevar el nombre del Señor Jesús y evangelizar sus riquezas. Esto es oficio de ángeles: animar con Jesucristo. Que es dar ayuda, descanso y paraíso y lo demás. Y así no será menester pedirles siempre que den, sino darles lo que han menester.

Porque Cristo Nuestro Señor es el que

envió el Padre para remedio de nuestros males. Y después de enseñados los males que nos vinieron por el pecado, debe evangelizarles Jesús, que es, sanar a los contritos, y lo demás que dice San Lucas en el capítulo 4. Y estas dos cosas se han de tratar mucho, a saber: Jesucristo en la cruz y en el altar. Los que predican reformación de Iglesia, por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer y pretender”. ¡Qué actual es esto también hoy! ¡Tanto reformar la Iglesia! Por ahí, por ahí. Por aquí: “por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer y pretender”.

“Y así, de mirar su imagen se han remediado algunos. Porque mirándole a Él, Él nos mira a nosotros, y da gracia para que se muevan los corazones a convertirse a Él. Y así, mirándonos y dándonos gracia es como nos ayuda. Es camino de Nuestro Señor Jesucristo, seguro y firme entre las aguas de aqueste mar que navegamos. Por eso, el evangelio se dice con luz y se oye en pie, para que se oiga y se estime y se ponga por obra”.

Pues esto es muy de actualidad. Y en nuestra educación y en nuestra formación, por aquí tenemos que comenzar: por Cristo crucificado. Y no por ahí, yendo por las ramas, por cosas muy ajenas, medio humanas, medio naturales en todo. ¡Cristo crucificado! Y no lo haremos si no lo conocemos y si no tenemos dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado. Y la misma Santa Misa nos tiene que recordar constantemente esta Pasión de Cristo. “Jesucristo en la cruz y en el altar”.

Mándame donde Tú quieras;

dame trabajo o quietud,

que donde quiera que vaya

esperándome estás Tú

en la Hostia y en la Cruz.

 

Vamos brevemente, siguiendo los puntos, a recorrer algo de la Pasión de Cristo hasta la Crucifixión; brevísimamente.

 

Cuando prendieron a Jesús en el Huerto, lo llevaron, dice el Evangelio, atado a Anás; atado con cuerdas. Las cadenas no se las ponían hasta que eran condenados a muerte. Consideremos este paso, viendo a Jesucristo atado, humillado, que es arrastrado así, con las manos atadas, desde el Huerto hasta casa de Anás; el dolor físico de Cristo. Jesucristo estaba agotado por el derramamiento de sangre del Huerto, por la agonía, por aquella lucha terrible, aquel temor, angustia. Y le ponen cuerdas fuertes, y le atan fuertemente.

“Con cautela, como había dicho Judas, para que no se escape”. Y lo llevan a empellones. Quizás cae derribado por tierra pasando el torrente. Y podemos decir con San Agustín: Non frustra ligatur Verbum Dei. “No en vano es atado el Verbo de Dios”. O como dirá después San Pablo: Sed Verbum Dei non est aligatum.

¡Cuántas veces, los ministros de Cristo han sido atados como Cristo mismo! Pero la palabra de Cristo no se ata. Y allí está atada la palabra de Cristo. El Verbo de Dios atado. Ahí han aprendido tantos y tantos santos el deseo de atarse, viendo ese Cristo, que parece que pierde su libertad; esas manos omnipotentes que pierden ya su libertad. Los hombres quieren que Dios no pueda actuar.

Entonces se sienten como contentos; cuando saben que el Señor no se venga de ellos, no les castiga, y quisieran tenerle siempre así, para tener ellos libertad de hacer lo que quieren. Y viéndolo así al Verbo de Dios, atado, humillado, han aprendido los santos a atarse. De ahí el deseo de vincularse con votos, con obligaciones, con reglas, como la palabra de Dios.

Pero no es sólo dolor físico; es dolor moral. Es una humillación muy grande para Jesucristo. Entra en la ciudad a aquellas horas de la noche, atado como malhechor. Él, que era tan estimado, que había estado discutiendo todos los días con los escribas y fariseos victoriosamente, con admiración del pueblo; Él, que había sido recibido pocos días antes en gloria, en triunfo; ahora el contraste es mayor. Resulta que lo han vencido, y sus enemigos triunfan. Y esto es muy costoso.

A los ojos de todos aparece como derrotado. Han podido con Él. Es lo que muchas veces pasa a las almas buenas y justas; que son siempre loa que aparecen vencidas, porque los hombres son más audaces y son más astutos, y se sirven de tantos medios… Y muchas veces vemos a la virtud derrotada. Es el ejemplo de Cristo.

Cristo entra derrotado. Ante cuantos en el pueblo y en la ciudad habían asistido a las luchas, y habían oído los sermones de Cristo, las predicaciones de Cristo, y las disputas y las injurias de los escribas y fariseos, ahora reconocen, tienen que ver sencillamente las almas sencillas, que Jesucristo era el que no tenía razón; que por fin lo han descubierto. Miradas desde las ventanas, en las calles.

Risas. ¿Ese era aquél que decía que era el Mesías? Míralo; resulta que era un malhechor. Ya le han cogido por fin. –Y Jesucristo lo oye, lo oye. Entra por la misma puerta, probablemente, por donde el domingo hizo su ingreso triunfal. Por

la misma calle que entonces estaba alfombrada, donde todavía quizás quedan restos de aquellos adornos del domingo –estamos ahora en el jueves-. La gente sale de todas partes a la puerta, a la

ventana, al oír los gritos de la gente que pasa. ¡Cómo me costaría esto!, ¿no es verdad?

–Y Jesucristo lo sufre en lo íntimo de su Corazón. Porque no es sólo ese mundillo de entonces, sino que Jesucristo ve cada uno de los sentimientos de aquellos hombres y de los sentimientos de los hombres de toda la humanidad, que muchas veces lo van a considerar así, con desprecio, con irrisión, despreciando su doctrina, despreciando a sus discípulos, despreciando todo lo que Él ha enseñado en el Evangelio, como si fuese todo una locura, falta de sentido; lo llevan atado a Cristo.

Y al mismo tiempo, Jesucristo está sintiendo todo el dolor de su Cuerpo Místico. De su Cuerpo Místico atado. Tantas prisiones de sus ministros y de sus fieles; tantos mártires. Siente hasta las ligaduras de sus santos; como las ligaduras de Javier, que se ataba las piernas para reparar la vanidad con que se había considerado y gloriado de ser el primer bailador de París. Y después se ataba las piernas. Hasta que se le incrustan las cuerdas en la pierna y le tienen que operar. Y Jesús siente todo esto. Todo lo que es ligadura, todo esto lo siente Él.

Las penitencias de sus santos; y todo le causa dolor; las siente Él. Las ligaduras, sobre todo, de la palabra de Dios; que muchas veces sometemos a nosotros y llevamos a Jesucristo donde Él no quiere, diciendo que es ésa su voluntad. Y le hacemos ir contra su voluntad.

Considerar lo que sufre Cristo y lo que quiere sufrir. Todo eso todavía le parece poco en fuerza de su amor. Y desea que esas cuerdas se conviertan en cadenas. Y que esas cadenas se conviertan en clavos. Que esas miradas sean las de todo el mundo; y así ve toda la historia. Que la humillación sea hasta la muerte; aun cuando en su interior, ese cáliz le repugna.

–Notad que siente toda la tristeza del Huerto-. Está triste hasta la muerte en medio de estos pasos. Y su naturaleza se

resiste. Transeat a me calix iste. ¡Cómo se esconde la divinidad! Está solo entre sus enemigos. Qué debo yo hacer, y qué debo padecer por Él. A mí que me gusta tanto la libertad, el ser libre, el moverme a mi gusto en todo. Qué debo yo hacer y padecer por Él para corresponder un poco a la generosidad con que Él se ha atado por mí.

Lo llevan a Anás así como está; a altas horas de la noche.

Anás.- ¿Quién es este hombre? Es un hombre astuto y apreciado, de mucho influjo. Es el suegro del sumo pontífice de aquel año. Hombre muy rico. La historia nos cuenta que Anás llegó hasta los 90 años de edad. Cinco hijos suyos fueron sumos sacerdotes, y ahora era sacerdote su yerno. –De modo que, un hombre hábil, diplomático, de grande influencia en la ciudad, de esos vividores que saben venderse en todas las circunstancias.

Y, ¿por qué le someten a Jesucristo a Anás? –porque no tenía autoridad, aun cuando se podía llamar sumo sacerdote porque lo había sido, pero no tenía autoridad actual-. Pues lo llevan porque

era suegro de Caifás, dice San Juan. Es decir, querían dar una satisfacción a aquel anciano que no podía ver a Jesucristo. Y ahora, que tenga la satisfacción de verlo, de verlo atado, de jugar con Él,

de gozarse de que ya va camino de la muerte. Ya han acabado con Él.

Siempre la paga Jesucristo. A costa de Jesucristo tienen que encontrar satisfacción los hombres. No les importa Jesucristo. Pero hay otra razón por la que lo llevan a Anás. No sólo porque era suegro de Caifás y tendría gusto en ello, sino porque Anás era el principal enemigo de Cristo. Y más tarde, en los Actos de los Apóstoles, en el capítulo 4, aparecerá Anás como el grande enemigo de los cristianos.

Y quieren –Caifás y los demás-, que Anás se harte de mirarlo y de despreciarlo. Que se dé un gusto grande.

Y última razón; porque como era muy inteligente, había que hacer una prueba antes del proceso verdadero, cómo podían ir las cosas. Y esto Anás lo podía hacer perfectamente. Aun cuando él no era autoridad, podía tantear cómo iría un proceso.

Y comienza el interrogatorio en casa de Anás. El interrogatorio en que se refleja nuestro pecado respecto de Jesucristo tantas veces; cada uno a su manera. Anás, dice el Evangelio que le preguntó sobre sus discípulos y sobre su doctrina como con autoridad. Como nosotros muchas veces nos plantamos delante de Cristo queriendo juzgar de sus discípulos y de su doctrina. Cuántas veces el hombre se pone así delante de la enseñanza de Cristo para ver si tiene razón o no tiene razón. Que nos diga Él qué es lo que piensa de las cosas. Ya veremos si es razonable lo que dice o no. Así está Anás con Cristo: sus discípulos y su doctrina.

Jesucristo, con una delicadeza suma, calla sobre sus discípulos y responde sobre su doctrina. Pero notad, que ya antes de esta respuesta de Cristo y del bofetón que le dará el soldado, el primer

bofetón le está dando Anás, Anás; no con guante de hierro o con un bastón, sino con su ficción.

Cómo Jesucristo tantas veces se presenta también atado a los pecadores como si no fuera Dios, con la divinidad escondida. Así está también delante Anás; que parece que el pecador puede hacer lo que quiera de Cristo. Es dueño absoluto. Jesús atado junto a él. Así se presenta también ahora.

Con grande delicadeza, Jesucristo calla sobre los discípulos. ¿Qué podía decir él de sus discípulos? Si habían huido todos… Y el que no había huido, Pedro, estaba negándole fuera. Quizás le estaba oyendo Él, en medio de aquellos apuros de la noche, diciendo que no conocía a Cristo. No dice nada de los discípulos.

De su doctrina, Él dice: “¿Por qué me preguntas a mí de la doctrina? No se le pregunta al reo; sino, están los acusadores. Yo no he hablado siempre en secreto diciendo cosas misteriosas, sino

que siempre he hablado en la Sinagoga y en el Templo donde recurren todos los judíos. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que yo he dicho. Ellos te dirán cuál es mi doctrina”.

Respuesta justísimo. Le está diciendo en el fondo –que es lo que cuesta a Anás-, que él no tiene autoridad; primera cosa: no tiene autoridad. No está procediendo en un verdadero proceso. Y esto le hiere a Anás; pero es la verdad. No tiene autoridad. Pero en todo caso hay testigos. Él no está buscando misterios.

Y entonces, uno de los ministros, acercándose al Señor, le da un bofetón, quizás con un bastón; un golpe fuerte en la mejilla que hace temblar al Señor, a la virtud de Dios. El la expresión del bofetón de Anás; lo que más le hiere a Cristo es Anás; no es el pobre soldado, que es un ignorante; y él, lo que ha oído. Quizás le han acuciado para que le dé ese golpe; quizás provocado por el mismo Anás.

De todos modos, le hieren a Jesucristo para dar gusto a los

hombres; como suele ser casi siempre: el dar gusto a los hombres, al mundo. Entonces cedemos y no tenemos dificultad en herir a Cristo. Con razón decía San Pablo: Si hominibus placerem servus Dei non essem. ¡Cómo teníamos que tener esto dentro del alma!: “Si yo buscase el agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo”.

       No podría ser; no podría agradar a Cristo. Porque no están de acuerdo los gustos de los hombres y los gustos de Dios. –Y éste quiere agradar a los hombres, y ofende a Cristo. Le da fuerte en su

rostro divino. Y nadie protesta. Esto es lo que siente la soledad de Cristo; eso de decir: todos contra Él. Y se siente en aquella tristeza íntima, solo, solo, solo. Con la divinidad escondida; todos contra

Él; ningún discípulo que le consuele, que esté con Él.

Exclamación llena de admiración: ¡Cómo el Señor soporta esto! ¡Cómo no hace que el brazo de ese soldado se paralice! No, no. Jesucristo no procede así. La divinidad se esconde. Ahora es el

poder de las tinieblas. Y ahora Jesucristo está sometido a ellos, como está sometido a los pecadores que pueden hacer con Él lo que quieran: pueden ofenderle, cometer sacrilegios; y Él no se ofende; Él no se venga.

Más; Cristo ofrece el perdón. Y con grande mansedumbre le dice: “Si he hablado mal, di en qué he faltado. Y si he obrado bien, ¿por qué me hieres?”. ¿Te he hecho algún daño? ¿Por qué lo tengo que pagar Yo? ¿Por agradar a los hombres? –Y Jesús se encuentra solo, solo; completamente solo.

Y lo llevan así atado a Caifás. Quizás fue en este paso o más adelante –quizás más adelante-, pero en uno de estos pasos, de una casa a otra, de una habitación a otra-, cuando Jesucristo miró a Pedro –si es que eso hay que entenderlo de una mirada material, y no de una mirada interior, de que el Señor se compadeció de él-. Pero en todo caso, tenemos que considerar que estas casas –las casas del suegro y del yerno-, probablemente eran una sola grande casa, un grande palacio.

Un grande palacio con un grande patio

interior, ene. Cual se entraba de fuera por una puerta, y después estaban las habitaciones. Por una parte estaría Anás, en otra, Caifás, de modo que se entra y se sale, aun sin salir del patio interior, a la calle. Y esto explica muchas cosas de las de la Pasión. Pasa el atrio interior, que es donde estaban los soldados, en aquel grande atrio interior; pasa de un sitio a otro en la oscuridad de la noche, entre el fuego que habían encendido los soldados, porque hacía frío aquella noche. Jesús, al resplandor de las llamas se le ve que entra en la casa de Caifás. Aquí es un verdadero proceso.

Caifás es el sumo sacerdote. Dice el evangelista: “Y lo mandó Anás, atado, a Caifás pontífice”. Juan había dicho en el capítulo 18: “Caifás era aquél que había dado este consejo a los judíos: “Conviene que un hombre muera por el pueblo”. Y va a ser éste el juez; éste que ya de antemano ha dicho que conviene que

uno muera por el pueblo.

 –Nosotros que nos quejamos tantas veces de que no nos juzgan

objetivamente; de que esa persona está prevenida contra nosotros… como si entonces ya no se realizase la voluntad de Dios sobre nosotros…”El cáliz éste lo ha dado mi Padre”. Y el que le va a

juzgar a Cristo, ya le ha prejuzgado. Tiene que morir. “Conviene que uno muera por el pueblo”.

Caifás.- Es el enemigo personal de Cristo. Se considera él enemigo personal. Fue pontífice del año 18 al año 34. Le va a juzgar, junto a Caifás, el Sinedrio. Y el Sinedrio había ya decretado su condenación. En el capítulo 11 de San Juan, en el verso 52 lo leemos. Lo había decretado ya. Por lo tanto, va a caer en manos de unos jueces que tenían ansias de quitárselo de encima. Y allá va;

indefenso, atado. “Anás lo mandó, atado, a Caifás”.

A Caifás que lo había prejuzgado, lo había condenado, y estaba con su Sinedrio que lo había ha condenado a muerte. Y es el camino de Dios. Y es la glorificación del Padre. ¡Cómo nos cuesta entender esto!

Junto a Caifás, o con el Sinedrio, hay –parece; al menos yo me inclino a ello-, hay dos sesiones: una sesión nocturna y una sesión a la mañana siguiente, muy breve, porque ya estaba hecho lo principal. En la sesión nocturna, las características son éstas: Buscan un falso testimonio contra Jesucristo. ¡Un falso testimonio! –Nosotros también nos quejamos: Mire usted quién ha dicho, quién ha hablado de mí. -¡Un falso testimonio! ¡Buscado! Y no lo encuentran. Aun gente que viene allí a decir, no es capaz. No sabe concretar un falso testimonio. ¡Qué santidad la de Cristo! Sus enemigos que le observaban día y noche, y son incapaces de acusarlo de una falta verdadera. Y ni puestos a buscar falsos testimonios, los encuentran.

Por fin, encuentran dos que dicen lo que Jesucristo habló en el Templo. Éste dijo: “Yo destruiré este templo, y en tres días lo reedificaré”. Y el otro decía una cosa parecida. “Pero no era igual el testimonio de ellos”. Puede significar que no era concorde el testimonio de ellos, o quizás – como piensan otros-, no era suficiente, no era el testimonio como para condenarle, porque no se

veía razón suficiente para condenarlo. No es que Él hubiese despreciado el Templo, sino que Él no habló de desprecio del Templo.

Y viendo que aquello no marchaba, y que no había modo de condenarlo, entonces el sumo sacerdote, ya nervioso, le conjura con solemnidad. Primero le dice: “¿Nada respondes a lo que éstos

todos están testimoniando contra ti? ¿No dices nada?” –No tenía nada que decir. No había testimonio suficiente.

–Y dice el evangelista la gran palabra, que ha sido clave para muchas almas: Jesus autem tacebat. “Jesús estaba en silencio”; no decía nada. Es el grande silencio de Cristo en la Pasión. Los que dicen que el Evangelio no habla del silencio. ¡Que no habla del silencio! Jesus autem tacebat. En medio de todas las quejas, en medio de todos los testimonios, de todas las calumnias, Jesus autem tacebat. Aquí han aprendido las almas a callar. El silencio. A no quejarse, a no murmurar; a no quejarse ni por fuera ni por dentro, de nada ni de nadie, ni de sí mismo; a vivir en la soledad silenciosa. Jesus autem tacebat.

Y como Jesús callaba y no se establecía una discusión, como ellos hubiesen deseado que hubiese saltado con impaciencia, ya no tiene más remedio el sumo sacerdote, en su puesto de sumo sacerdote, con su autoridad legítima: “Te conjuro en nombre de Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Mesías”. Esto es autoridad; la autoridad que le pide un testimonio. Y Jesucristo sabe la gravedad

de este testimonio que tiene que dar.

Por eso dirá San Pablo: “el cual dio buen testimonio” –aun cuando él habla de Pilatos-; pero lo mismo pasa aquí: “dio buen testimonio”; buen martirio. – Martirio significa testimonio. –Como la respuesta de Juana de Arco, en la que anotó el notario: “Respuesta mortífera”. Pues Jesús, sabiendo todo, dice: “Tú lo has dicho; Yo soy el Mesías”.

Ved un poco esto. Es casi increíble la fuerza que tiene esta expresión. Aquel pobre hombre, con su mejilla ya hinchada, con sus cabellos desgreñados después de la agonía del Huerto; macilento, agotado, oye esta pregunta del sumo sacerdote: “Te conjuro que nos digas, en nombre de Dios vivo, si Tú –pobre hombre, pobre hombre que estás ahí-, si Tú eres el Mesías”. Y Él dice: “Sí; Yo soy el Mesías”. –Éste, éste, con la divinidad escondida; este hombre, que no parece hombre, es el Mesías.

Y entonces el sumo sacerdote se rasga las vestiduras, escandalizado. ¡Qué hipócrita! Había encontrado lo que quería. Y mostraba una tristeza por la ofensa de Dios…“Vosotros mismos habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece a vosotros? ¡Oh, reo es de muerte!

Merece la muerte”. Por haber dicho la verdad.

¿Por qué le condenan a muerte a Jesucristo? Estaba escrito en el Levítico, capítulo 24: “Quien se jacte falsamente de ser profeta enviado por Dios, morirá”. Pero aquí, ¿quién se jacta falsamente de ser profeta enviado por Dios? Ningún Profeta podía presentarse como Profeta entonces.

Durante la vida pública le habían preguntado muchas veces: “Si Tú eres el Cristo, dínoslo claramente”. Y Jesús les había dicho: “Vosotros no queréis venir a Mí para tener vida. Yo no recibo la gloria de los hombres. ¿Cómo podéis creer, vosotros, que buscáis la gloria los unos de los otros? No estáis dispuestos”.

Y aun de los príncipes, muchos habían creído en Él. Pero por los fariseos, por temor de los fariseos, no lo confesaban, para que no los arrojasen de la Sinagoga. Porque amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios.

Aquí se ve todo esto en este momento. Jesucristo habla claro. “Si Tú eres el Cristo, dínoslo claro”. Aquí está. Y sin embargo, no lo aceptaron. No pueden venir a Él, porque buscan la gloria los

unos de los otros, y buscan la comodidad y el honor. Buscan las cosas de este mundo y no están dispuestos a seguir a Cristo y dejarlo todo para seguir su voluntad.

–Es lo que muchas veces nos pasa a nosotros: que no confesamos a Cristo del todo, porque amamos la gloria de los hombres; amamos nuestras comodidades.

Pero lo condenan a muerte. Porque es el Mesías… Es tremendo esto que nos pasa a nosotros con Cristo: que lo hemos condenado a muerte por ser Mesías, por ser Hijo de Dios y por ser Rey. Por ser lo que es, lo hemos condenado a muerte.Como si nos molestase que fuera lo que es. Como muchas veces lo despreciamos porque es lo que es: porque es Dios. Y nosotros querríamos que no fuera Dios.

Y lo llevan allí, a una sala, para que pase la noche. La sala de belleza de Cristo en la noche triste. La sala de belleza de Cristo con que se está preparando para el día de la muerte, el día de su amor.

Esa noche los soldados que están de guardia se entretienen con Él. “Le daban bofetadas, le vendaban los ojos, le escupían en el rostro y le decían: Tú, Mesías, profetiza quién es el que te ha dado este golpe”. Habían oído que le habían condenado a muerte por decirse Mesías, Profeta; y se reían de Él. “Profetiza quién te ha herido”.

 Pero podían decirlo en verdad, en verdad; porque esas heridas que Él recibía, no eran sólo de los soldados, de los verdugos, sino que eran de toda la humanidad, que descargaba sus golpes sobre Él. “Profetiza quién te ha herido”. Él sí lo veía. Para Él esas vendas que le ponían ante los ojos no significaban nada, y veía a través de ellas a los soldados, y más que a los soldados –porque ellos eran pobres ignorantes-, a los que conscientemente han abofeteado a Cristo en su vida. “Profetiza quién te ha herido”.

Hay un cuadro de Fray Angélico, en el cual está el Señor en esta escena con una venda, a través de la cual se ven los ojos del Señor como transparentes. Y alrededor de Él se ven unas manos

que lo hieren, pero esas manos no terminan en nadie, sino son como manos al aire, con lo cual quiere decir que ahí terminan las manos nuestras; que terminan en esas bofetadas al Señor.

       Pero allí está toda la noche. –A divertirse a costa del Señor. –Para reparar tantas horas de salas de belleza. Y al terminarse estas escenas de la noche, los soldados volverían a casa contentos: Esta noche nos hemos divertido. Esta noche se nos ha pasado pronto. ¿Por qué? Lo hemos pasado bien. –Se han divertido a costa de Cristo. Cuántas noches se pasan divertidas a costa de Cristo, mientras Él está allí recibiendo estos golpes; que le escupen en el rostro, que lo desprecian. Y la gente al día siguiente sale contenta y satisfecha: nos hemos divertido en grande esta noche; a costa de Cristo.

¡Cuántos sufrimientos de Cristo! Cristo sufre. Además de esos físicos, está sufriendo la   negación de Pedro. Está sufriendo la muerte de Judas. Todo eso le pesa sobre el alma. Las negaciones de Pedro, mucho le duelen. Sus discípulos duermen de verdad. Pedro se había metido en aquel peligro imprudentemente. Había querido seguir al Señor, pero lo seguía un poco de lejos.

Y Juan, que parece que tenía amigos en casa del pontífice, entró sin dificultad, y le dijo a la sirvienta, que estaba en la puerta, que aquél otro era un amigo suyo, que le dejase pasar. Y entró también Pedro; con mucho miedo; deseando ver en qué terminaba todo.

Y se acercó con timidez al fuego. A la luz del fuego, la criada lo ve, lo mira, y dice: “Yo creo que también éste es de los que iban con Jesús”. Y el pobre ya pierde la serenidad, y le asegura que no, que no conoce a ese hombre, que jamás ha estado con Él, que no sabe quién es.

¡Pobre Pedro!, el que decía que: “antes morir. Aun cuando tenga que ir a la muerte, yo no te negaré jamás”, ante las palabras de esta pobre criada, ya tiene miedo de lo que puede pasar. Dice que nunca ha estado con Él, que no le conoce, no lo conoce. Y quizás, el Señor le oía esas palabras. ¡Qué dolor para Cristo!

–Pedro, ¿no me conoces? Y, ¿quién te ha prometido el Primado?, y, ¿quién te ha ordenado sacerdote esta noche?, y, ¿quién te ha dado la Primera Comunión esta noche? ¿No me conoces? Y después las cosas se multiplican, se complican, y los peligros son mayores, y la gente se va interesando; y vienen los soldados, y le vuelven a repetir: ¡Pero si el mismo hablar te dice que eres galileo! No vengas aquí contando esas cosas. ¡Si es claro que tú eres de Galilea! -¡Que no, que no, que no! Y perjuraba, y aseguraba, y echaba imprecaciones; que no conocía a ese hombre.

Cuando estaba así es cuando Jesús pasa, o de Anás a Caifás, o de Caifás a la sala ésta de la noche triste. Y Jesús, con una delicadeza enorme –podía haber pasado muy bien-, pero con una

delicadeza enorme para no traicionarle –porque el Señor no traiciona nunca; y si le hubiese mirado claramente le hubiesen dicho: ¿lo ves?, ¿lo ves cómo eres, cómo te conoce?- sin que nadie caiga en la cuenta, furtivamente, lo miró; miró a Pedro. Y esa mirada de Cristo

–“Ojos de Cristo miradme”-, esa mirada de Cristo, le dijo todo. Le dijo que ya se lo había predicho; que no se fiase de sí mismo; que ya le había perdonado; que, adelante, adelante; que, convertido, vuelto, confirmase a sus hermanos.

Y Pedro, entonces, comprende que allí no puede estar. Y va hacia la puerta de salida, y pide que se la abran, y sale fuera. Y se echa a llorar. Flevit amare. Allí, apoyado contra el muro, sollozando. Todo lo que ha pasado en aquella hora, en aquellas dos horas… ¡Cuántas cosas en poco tiempo! “Flevit amare”.

Y se fue, probablemente, a la Virgen. ¡Dónde iría! Al refugio de los pecadores. Quizás el primer pecador que recogió la Virgen –socia del Redentor- fue el primer Papa: a Pedro; a quien mostró las delicadezas de su corazón, y a quien mostró las delicadezas del Corazón de Cristo, asegurándole que Jesús le perdonaba, que Ella lo conocía, que no pensase más en ello, que ya se había pasado eso.

A la mañana siguiente –si seguimos el relato de San Lucas-, se reunió el Sinedrio brevemente para confirmar lo hecho”. Y el sumo sacerdote parece que esta vez le preguntó ya directamente no sólo si era el Mesías, sino si era el Hijo de Dios. Ya antes los escribas y fariseos habían notado que Él se hacía Dios. Cuando Él les preguntó una vez: “¿Por qué me queréis apedrear? –No te queremos apedrear por las buenas obras que haces, sino porque siendo hombre te haces Dios”. Y esto lo temían. –De modo que le podía preguntar muy bien, dando un paso más: no sólo Mesías, sino Hijo de Dios.

Pues bien; le presentan allí atado, delante de aquella asamblea grande. El pobre Señor, agotado por la agonía, agotado por toda la noche de vela, con todos aquellos insultos que le habían

hecho: bofetones, le habían escupido, todo sucio, que apenas se tiene en pie; y a este hombre le preguntan: ¿De modo que Tú eres el Hijo de Dios? Casi suena a una ironía de parte del sumo sacerdote. Tú, pobrecillo, miserable, que no puedes tenerte en pie, ¿Tú eres el Hijo de Dios? -

¡Cómo se esconde la divinidad de Cristo! ¡Cómo se esconde! ¡Tú!

–“Quién es y cómo está  Se deshace”.

Y Él, no obstante todo, con grande energía y firmeza, le responde ante todos: “Tú lo has dicho. Yo te aseguro que veréis al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poder y majestad”. ¡Ese pobre hombre! ¡Parece mentira!

Lo manifiesta así, y ahora ya lo condenan definitivamente a muerte. Porque es blasfemo; se ha hecho Dios este pobrecillo hombre. Si fuese loco… Si fuese loco ya se habría arreglado, pero si no es loco, es un blasfemo.

Y le atan, le atan con cadenas y lo llevan a Pilatos.

En este momento cae sobre el Corazón de Cristo la pena inmensa de la muerte de Judas, que la siente tanto. Al ver que las cosas iban en serio –Judas quizás no había caído en la cuenta del todo de la rapidez con que iban las cosas, de la seriedad con que buscaban al Señor-, al ver lo precipitado que iba todo, al oír que ya lo habían condenado a muerte y que lo llevaban ya a Pilatos para que se realizase la sentencia aquel mismo día, sintió aquel remordimiento interior.

Un remordimiento sin confianza, una desesperación. Y entonces fue al Templo con sus monedas y su bolsa. Y les dice: “He pecado entregando sangre inocente”. Lo habéis condenado a muerte. Es falso. Ese hombre no merece la muerte. –El mismo que lo ha traicionado lo reconoce: No merece la muerte.

Pero a ellos no les importa nada, no les importa nada. Y dicen: “Ahí te las arregles. Eso es cosa tuya. Nosotros haremos lo que nos parece”. Y entonces, echa sus monedas al templo. -¿De qué le sirve todo lo que él pensaba hacer con esos dineros? ¡Desesperado!

Y entonces busca un árbol; se ahorca. Si hubiese ido a los brazos de Cristo, aun entonces le hubiera recibido diciendo: ¡Amigo, amigo mío! Porque Él tiene un Corazón grande como para eso. ¡Amigo mío!

Pero no fue a Cristo. Se alejó de Él. Se colgó desesperado.

Cómo tiene que resonar en los oídos de Judas las últimas palabras que él ha pronunciado, y que él ha oído de Cristo: “Llevadlo con cuidado para que no se os escape”. ¡Que yo haya dicho esto! Pero, ¡a dónde he llegado! –“Amigo”, que le decía Jesucristo. “Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Y aquellas otras palabras de Jesucristo en la última cena: “Mejor le hubiera sido no haber nacido”. Todo esto, ¡cómo resonará en los oídos de Judas eternamente!

¡Y cuánto sufre Jesucristo! Un alma por la cual Él ha hecho tanto, y que no ha sido capaz de volver a Él; que no se ha fiado de Él. Le ha faltado la confianza.

Y lo llevan a Pilatos. Pilatos es el brazo secular. Tienen prisa por realizar la sentencia. Tienen que buscar otra sentencia de los romanos. Porque si los romanos hubieran confirmado solamente la

sentencia de los judíos, entonces no hubieran podido ejecutarla el mismo día. Y ellos son muy celosos de salvar la ley.

Ellos, de otras cosas no tienen escrúpulos, pero de que la fórmula de la ley se salve, sí. Lo que les decía el Señor: ¡Hipócritas, hipócritas!, que salváis la letra de la ley y pasáis por encima de la misericordia y de todas las virtudes.

Cuando la ley se hace abstracta y formal, ¡cuántos recursos legalísticos!; cuando la ley no se toma como la señal del agrado de Dios y el deseo de contentarle en todo. Llevan, pues, a Jesús atado con cadenas –después de la condena de muerte-, ya de día, ante todo el pueblo, en la ciudad donde era conocido. Para Él, ¡qué dolor! Tener que atravesar aquellas calles donde todos le conocen; donde todos lo han visto victorioso, triunfante; ahora atado con cadenas, condenado a muerte.

Y oír esos comentarios que no puede menos de hacer la gente: Mira, mira, ¡cómo nos había engañado! Mira, ¡por fin lo han reconocido! ¡Fíjate! ¡Y nosotros que íbamos detrás de Él!

Las manos atadas de Jesús, sus ojos bajos, su rostro afeado, sucio, con sangre, con saliva, amoratado. Y en su corazón, toda la tristeza, todo el hastío de la oración del Huerto. Y en medio de todo eso, el amor a ti que salta por encima de todo y que le hace llevar todo eso. Dilexit me et tradidit semetipsum pro me.

Oye los comentarios de la multitud desagradecida, que ha olvidado todo. Y llegando a casa de Pilatos, los que lo llevan, -los sacerdotes-, no entran por no contaminarse. No entran allí para no

mancharse. Era la casa de un pagano. Ellos no podían entrar. Tenía sus ídolos, tenía sus estatuas romanas. Era un sitio impuro, y ellos se hubieran manchado.

Y le acusan desde fuera. Tiene que salir Pilatos. Es Pilatos un hombre legalista, romano, auténtico. De “buena” voluntad. Eso que solemos decir muchas veces: de “buena” voluntad. Donde lo de “buena”, pase; pero la voluntad no se ve por ningún lado. Le falta voluntad. “Buena voluntad”. Mientras no toque sus intereses, desea arreglarlo todo. Está cansado de los problemas de los judíos, que ya le han traído varias veces muchas dificultades y muchas cuestiones, y está harto de ellos.

Sale a los judíos. Jesucristo es el centro del diálogo de Pilatos con ellos. Y les pregunta: “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” –Lo que decíamos del pecado de todos en la pasión de Cristo: considerarlo puro hombre. “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” Y ellos indignados, le dicen: “Si este no fuera un malhechor, -uno que obra cosas malas-, no te lo hubiéramos traído”.

Pues ya puedes suponer; si te traemos a uno… ¿No te fías de nosotros? Es un malhechor. Y él les dice: “Pues si no le habéis juzgado, juzgadle vosotros según vuestra ley”. Y ellos le responden: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley, nosotros no podemos matar a ninguno”.

Este es uno de tantos; pero nosotros no podemos matar a ninguno. No podemos poner en cruz, como nosotros deseamos. La ley nos lo prohíbe. Y éste merece la cruz. Éste es un cualquiera; un

malhechor.

Y entonces presentan los capítulos de acusación, que son estos tres, convenientes para ellos. Ellos le habían condenado por otra razón: porque se había hecho Hijo de Dios. A Pilatos eso le importaba muy poco, que fuera Hijo de Dios o no. Pero a Pilatos le presentan otras tres causas de acusación: “A éste lo hemos hallado que agitaba nuestro pueblo”, lo revolucionaba contra vosotros.

Es un agitador. “A éste lo hemos hallado que prohibía dar el tributo al César”, que decía que no había que dar el tributo al rey de los romanos. “Y a éste lo hemos hallado diciendo que Él era el

Cristo Rey de Israel”. ¡Qué contrario a la verdad! Él, ¡que había agitado al pueblo! Él, ¡que había prohibido dar tributo al César, cuando dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de

Dios”! Él, que se quería hacer Rey, cuando en la multiplicación de los panes –esto es lo que quería el demonio, esto; pero Él no iba por ese camino-, cuando en la multiplicación de los panes habían

querido hacerle rey, Él no lo aceptó, en absoluto.

Y entonces Pilatos se lo lleva adentro. Y le pregunta. Trascendencia de este diálogo de Pilatos. Pilatos se encuentra con un caso que para él era nuevo totalmente. Él era un ignorante de todo lo que estaba pasando alrededor de Cristo. Y se encontraba con un caso nuevo. De un hombre a quien se acusaba de tres capítulos, de agitación contra los romanos, y que por lo tanto podía ser puesto en cruz, como todos los revolucionarios y esos patriotas. Por lo tanto, un caso normal.

Fijaos en la trascendencia de cualquier caso de nuestra vida. En todos los momentos de la vida estamos actuando en Cristo. Todo es una operación en el Corazón de Cristo. Lo que hiciereis a uno de éstos, a Mí me lo hacéis. Él, el día del juicio –Pilatos- será juzgado por esto: Cuando tú condenaste a aquél injustamente, condenaste a Cristo; porque es el caso real. Pero él procedía como

cualquier otro en cualquier otro caso, con la misma neutralidad.

Y ahí está Jesús, hecho una miseria ante Pilatos, lleno de majestad y de autoridad, rodeado de todo el lujo romano. Y le pregunta: “De modo que, ¿eres tú el Rey de los judíos?” ¿Eres Tú? –Pero también esto, ¿cómo? ¡No lo podría sentir! Aquel pobre hombre: “¿Eres Tú el Rey de los judíos?” Y Jesucristo, con una entereza, le pregunta: “¿Es pregunta que te interesa personalmente?” Es decir, ¿tienes tú razones para pensar esto? ¿O es porque te lo han dicho otros? ¿Te interesa verdaderamente? ¿O es que lo has oído así…? Y él le dice: “Yo no soy judío. Yo no entiendo de esas cosas. Tu pueblo, los tuyos, los judíos y los pontífices te han entregado a mí”. Yo no me he metido en nada. Son propiamente los tuyos los que te traen. ¿Qué has hecho?

Y entonces Jesucristo le dice: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino hubiera sido de este mundo, mis ministros, mis súbditos, mis soldados hubieran luchado para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí abajo”. Palabras misteriosas para Pilatos. Dice que es Rey, pero no el rey al modo humano. No rey como quería hacerle el demonio en las tentaciones; si no, sus súbditos, sus soldados hubieran luchado, no le hubieran dejado así.

Entonces Pilatos le dice: “Luego, ¿Tú eres Rey?” Tú, ¿eres Rey? –Y Él: “Tú lo has dicho. Quia Rex sum ego. “Yo soy Rey. Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la Verdad, oye mi palabra”. –Va por otro lado. Un reino de Verdad.

No es el reino de la tierra, el reino de los romanos, el reino de rebelión contra los invasores. No. De la Verdad. “Todo el que es de la Verdad me sigue”. Y entonces Pilatos vio que la cosa iba por otro lado. Y con aquel sentido de escepticismo, levantando un poco los hombros, le dice: “Bueno, ¿y qué es eso de la verdad? Quid est veritas?” ¡Bah! ¡Vaya usted a saber qué es verdad! ¡Eso no me toca!

Y salió fuera. Y les dijo claro: “Yo no encuentro causa alguna en este hombre”. Aquí no hay motivo. ¿No habéis dicho que quiere ser Rey? Aquí no hay nada de eso. Este es un pobre hombre que no tiene nada, no ha hecho nada grave; aquí no hay ninguna rebelión.

Y entonces ellos le insultaban y le insistían: que ha hecho esto, que ha hecho lo otro. –Jesús callaba. Nada, nada. De modo que el Presidente se maravillaba grandemente de que Jesús no dijese una palabra.

Mirad; siempre la táctica de Cristo: A la autoridad legítima que le pregunta lo que tiene que preguntar, responde. Fuera de eso, nada. Jesus tacebat. Los demás pueden decir lo que quieran. E insistiendo los otros en aquella lluvia de acusaciones, le dicen: “¡Pero si no ha parado de revolver a toda la gente desde Galilea hasta aquí!” No ha parado en todo el tiempo.

Empezó por Galilea, y no ha parado. Y pregunta él, apenas oye esto: “¡Cómo! Pero, ¿es de Galilea éste? –Sí. - ¡Ah!, pues muy bien. Si es de Galilea, no me toca a mí, no me toca a mí. Está Herodes, que es tetrarca de Galilea –con el cual he tenido ya algunos conflictos por cuestiones de jurisdicción, que dice que yo intervine donde no me tocaba-, pues es la ocasión mía. Que lo lleven a Herodes, y que se arregle Herodes. –Y lo mandan, atado, a Herodes.

Herodes.- La persona Herodes. Sus relaciones con Jesucristo. Cómo va Jesucristo pasando de enemigo suyo en enemigo suyo. Herodes es el hombre voluptuoso, débil, regido por una mujer que había decapitado a Juan por una bailarina. Ese es. Ahí va; a esas manos va a parar. Es Jesucristo artado en manos de la concupiscencia y del mundo. Ahí va. Un hombre supersticioso, que creía que Juan había resucitado en Cristo.

Quizás estaba allí, en Jerusalén, Herodías y su hija. Y allá va Jesús; a todo este ambiente. Y va atado. Va a responder. Su vida está en manos de todos estos. ¡Qué humillación para Cristo! La divinidad se esconde. ¡Cuánto sufrimiento! Todos esos pecados cargan sobre Él.

Dice el Evangelio que “Herodes se alegró al ver a Jesús”. Se alegó. Pero se alegó como quien iba a ver un espectáculo interesante. ¡Tantos se alegran de ver a Cristo como un espectáculo interesante! No porque van a jugarse la vida por Él; no porque van a tomar en serio lo que Jesucristo diga, sino, un espectáculo interesante. Interesarse por Cristo; es un elemento cultural; conviene leer el Evangelio; conviene conocer las vidas de Cristo; conviene conocer la Historia.

 Es el tipo de hombre voluptuoso, para

quien Jesucristo no interesa en el fondo de su vida solamente como un suplemento, o como un complemento en la conversación de una verbena. ¡Cuántas veces pasa esto! Tiene uno su vida, y de vez en cuando habla de Cristo; el problema. Y pregunta de Cristo: Oiga usted, ¿y qué, cómo está ahora el problema teológico actual? –Pero, ¡qué le interesa a éste! ¡Si no es más que para pasar el tiempo! Curiosidad intelectual; curiosidad sensacional. Con deseo de conocerlo, pero sin cambiar su vida; sino, de lado.

       Y Jesucristo calla, calla. No levanta sus ojos. Herodes, en efecto, no le preguntaba por su causa. No le preguntaba por lo que había venido allí; cuál era su crimen, la acusación que tenían contra Él. Sino le preguntaba cosas de curiosidad; como tantas especulaciones de racionalistas y de intelectuales. No va a la raíz, sino, curiosidad, interés, problemas históricos.

Y Jesús calla. No abre su boca delante de Herodes, porque era voluptuoso empedernido; y no puede uno oír a Jesús cuando se da a los placeres. Es inútil; no lo oiremos, no lo escucharemos. Mientras nos demos a la voluptuosidad, al placer, a la carnalidad, no se puede oír a Jesús. No habla. “Jesús callaba”. Calla porque está ante Herodes que ha decapitado a Juan por un capricho. Porque era un apóstata práctico. Entretanto, los judíos le acusan con muchas palabras, muchas acusaciones. Y Él se calla. Y Herodes lo despreció; lo despreció con toda su corte.

El mundo, que es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida –eso es Herodes-, desprecia a Cristo, y lo desprecia cordialmente. No le sirve para lo que él pretende. “La sabiduría de Dios es estupidez a los ojos de los hombres, y la sabiduría de los hombres es estupidez a los ojos de Dios”. Como lo despreciamos nosotros cuando estimamos

alguna cosa más que Cristo; o cuando no le creemos capaz de saciarnos y de llenar nuestro corazón. Y lo mandó así. Le puso un manto brillante, y tratándole como loco, le mandó de nuevo a Pilatos. “Y en ese día se hicieron amigos Herodes y Pilatos, por causa de Jesucristo”.

Bien. Vamos a interrumpir aquí ahora esto. Quizás pasemos directamente a la crucifixión. Completad vosotras, por vuestra parte, ésas y las siguientes escenas de la Pasión. Si podéis, tenéis

oportunidad, tenéis devoción, podríais hacer cada una por su parte el Vía Crucis, acompañando así al Señor en espíritu de amor en este sufrimiento que padece por mí, por mis pecados.

 

CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS

 

Vamos a hacer esta contemplación en la presencia del Señor, sobre la Crucifixión y Muerte del Señor, las Siete Palabras de Jesucristo en la Cruz, y el Descendimiento. Vamos a asistir así, con ese deseo, con ese corazón abierto, con el afecto de un hijo que asiste a la agonía de su padre moribundo y que recoge de sus labios su testamento de amor. Así vamos a asistir a esta escena final de la vida de Cristo. Pero actuando la fe viva: que ese moribundo es Dios. Que así lo hemos tratado.

Que no es un mero hombre. Por lo tanto, penetrando en este dolor íntimo de Cristo doloroso, en este quebranto con Cristo quebrantado, de modo que sea un sumergirnos en el océano infinito de su sufrimiento, de su dolor, el sumo aniquilamiento, como decía San Juan de la Cruz en el texto que he citado esta mañana.

Después de la condena a muerte, después del camino del vía crucis, llegan al Calvario Jesús con los dos ladrones. Y dice el Evangelio que le dieron a beber vino mezclado con mirra. Aquellas

piadosas mujeres que tenían como obras de caridad –llamemos en el término general de caridad-, como obras de afecto, de benevolencia hacia los condenados a muerte tenían ésta: darles a beber vino mezclado con mirra, que era una especie de bebida embriagante, con la finalidad de mitigar un poco los dolores.

Por eso hay que distinguir del todo este vino mezclado con mirra del vinagre que le darán después. Son dos cosas distintas. Esta es una ofrenda de amor, de compasión a ellos. “Le

dieron vino mezclado con mirra”. Es un calmante. Y Él no quiso beberlo, sino que gustándolo, renunció a él. No quiso, porque quería sufrir del todo, el sufrimiento de la Cruz. Él venía allí como víctima.

Tenía dentro de sí la divinidad que podía calmar todos los dolores, y no quería. Dejaba sufrir tan crudelísimamente a la sacratísima Humanidad, la contenía. Y no iba a tomar esos calmantes exteriores. Quería sufrirlo todo, hasta lo último, por amor de mí. Agradece a aquellas piadosas mujeres, pero no lo toma.

Luego, le arrancan los vestidos con violencia, vestidos que se habían adherido ya a las llagas de la flagelación, con dolor nuevo. Siente dolor y vergüenza al verse así desnudo ante la multitud. Entrar en el Corazón de Cristo, donde siente Él todos los pecados de toda la humanidad. Se ve ante todos, con todos ellos, delante de la justicia del Padre. Y le ordenan que se eche sobre la cruz. Y Él obedece. Factus obediens usque ad mortem. “Él obedece hasta la muerte”. Es como está salvando a la Humanidad. Es lo que nos cuesta creer a nosotros: que muriendo uno en la cruz salve a la Humanidad. Nos parece que tiene que ser siempre la victoria, la gloria, el aplauso del mundo, y no el ser cosidos a la cruz entre la irrisión y en la vergüenza de todos los que nos rodean.

Y lo crucifican. Probablemente siguieron el método que parece era el habitual. El palo transversal estaba sobre la tierra. El palo vertical estaba ya clavado, sujeto en tierra, elevado, y lo hacían ponerse sobre el suelo y le clavaban las manos en el palo transversal. Luego levantaban ese palo sobre el otro con cuerdas y fijaban éste sobre el vertical.

Entonces clavaban los pies. Una operación muy dolorosa, sumamente dolorosa, aun humanamente. Cuánto más para la sensibilidad de Cristo que en todos esos sufrimientos veía toda la realidad que estaba pasando sobre esas heridas y que le llegaba hasta la sensibilidad suma de su naturaleza humana hipostáticamente unida a la divinidad.

Fijan la mano derecha. Naturalmente los agujeros estaban hechos previamente, porque servían unos mismos maderos para muchos ajusticiados, y para facilitar el clavar los mismos clavos, tenían ya los agujeros que aprovechaban. Pasan la mano a martillazos; se encogen los nervios de los dedos, los brazos, con ese calambre de dolor agudísimo. Martillazos que resuenan en el Corazón de la Virgen que está presente, que los oye, con dolor también.

Después los clavos suenan ya más en firme; se fija en el madero el clavo y queda ya la mano derecha clavada. Todo el cuerpo encogido de dolor. Tienen que estirarlo normalmente con cuerdas por la otra parte para que llegue la mano al sitio prefijado para el clavo. Quizás se dislocan los huesos. “Se pueden contar todos sus huesos”.

Y fijan también el segundo clavo. Queda la mano izquierda clavada en la cruz. Y el Señor está así: boca arriba, hacia el cielo, como víctima, en medio de dolores espantosos. Y lo levantan en el

aire; con todo el peso que pende en ese primer momento de los dos clavos. Dolorosísimo. Entre el cielo y la tierra. Fijan el palo transversal en el vertical, y clavan los pies. Doloroso; muy doloroso.

Ahí está ya el Señor como víctima entre el cielo y la tierra. No está en la tierra ya. Tampoco en el cielo. Es el momento del sacrificio. Suenen las trompetas del Templo; más o menos era la hora del mediodía. Os acordáis de la Samaritana: era como la hora sexta. También aquí dice San Juan: era la hora de sexta. Y era el momento en que se comía el cordero pascual; y por eso las trompetas lo anunciaban. El cordero pascual verdadero es el que pende ya entre el cielo y la tierra.

Dolores agudísimos, intolerables. Los dos que estaban con Jesucristo –los dos ladrones- los soportan también igual que Él, y lanzan gritos de dolor, lanzan palabras de blasfemia, de imprecaciones, de queja. Jesucristo, en este momento precisamente, es cuando pronuncia su primera palabra: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

Es como el Memento del sacrificio sangriento de la cruz. Perdónales. Pide el fruto de la Pasión por las almas: el perdón. Perdónales, porque no saben lo que hacen. ¡Qué reacción tan distinta de los ladrones! “Porque no saben lo que hacen”. Y lo dice de verdad el Corazón de Cristo. El Corazón de Cristo no miente. No

es que hace una ficción. No, no. Lo dice de veras. “Porque no saben lo que hacen”.

Excusa al pecador en cuanto puede. No quiere decir con esto que no pecan, y que no pecan gravemente, pero quiere decir que busca la excusa que se puede presentar al Padre. Que no saben todo lo que están haciendo. Ellos, no son tan malos que hubieran crucificado al Rey de la gloria su hubiesen creído en Él.

Lo dirá lo mismo San Pablo: Si cognovissent nunquam Dominum majestatis crucifixissent. “Si lo hubiesen conocido, nunca le hubieran crucificado al Señor de la majestad”. Pero no es que no

pequen. “Cuanto hicisteis a uno de éstos, a mí me lo hicisteis”. Pero, a pesar de eso, les quiere excusar en lo que pueda. Es el Corazón de Cristo, que siempre trata de comprender y de excusar.

Como el corazón de una madre, que sin mentir, siempre trata de excusar al propio hijo.

Aun cuando haya cometido algún crimen y lo hayan condenado a muerte, la madre siempre dirá: No es malo; yo

lo conozco, no es malo. Le han engañado. Es verdad que ha hecho eso, pero es que le han engañado. Pero él no es malo. –Ese es el Corazón de Cristo. “No saben lo que hacen”.

Lección grande para nosotros, tan difíciles en perdonar. Tan difíciles en olvidar las ofensas y las injurias que nos hacen, las pequeñas molestias que nos causan. ¡Qué tiene que ver eso con los

sufrimientos de la cruz de Cristo! Y sin embargo, Jesucristo, la primera palabra que pronuncia: “Perdónales, perdónales que no saben lo que hacen”.

En medio de esos acerbos dolores, piensa en nosotros, como si no pensara en sí, y piensa precisamente en los que le atormentan. Porque sabe que si no obtuviese el perdón para ellos, serían castigados terriblemente. Piensa en sus propios enemigos, y nos enseña a perdonar; a perdonar a los mismos que nos ponen en la cruz; perdonarles de corazón.

 

Segunda palabra.- Ante esta palabra de Jesucristo, uno de los dos ladrones que quizás al principio blasfemaba también y se quejaba –tenían algo contra el Señor, porque quizás por Él habían adelantado la hora de ajusticiarles; quizás no hubiesen sido ajusticiados en ese día si no hubiese habido que ajusticiar a Cristo-; pues uno de los dos, no puede menos de quedar admirado ante esta reacción de Cristo.

Este ladrón ha observado a Jesús; sabe lo que es la cruz, ventajas de la cruz. Él sabe lo que es sufrir, sabe lo que es el tormento que padece Cristo, aun cuando es mucho menor de lo que Cristo padece en realidad; no tiene comparación. Pero algo lo ha captado.

Y ve que aquel hombre es más que hombre. Lo observa en la cruz. Ha oído aquella palabra: “Perdónales, porque no saben lo que hacen”. Lo mira; se fija en Él. Sus ojos se llenan de Cristo crucificado. Y mirándole a Jesucristo, Jesucristo le mira a él. Como miró a Pedro, respexit Petrum, mira también al buen ladrón. Las dos miradas se cruzan.

Y Jesucristo le toca en el fondo de su corazón. Y se realiza en el buen ladrón un milagro de la gracia. ¡Es una figura tan maravillosa la del buen ladrón! Una santidad hecha así tan de repente, ¡y tan alta! Tan llena de confianza y de fe, que es realmente la obra maestra de Cristo crucificado.

Y este buen ladrón parte de una confesión de sí mismo. Se pone a defender a Jesucristo. El otro blasfemaba contra Cristo, contra Dios, imprecaba; y él se pone a defenderle: “¿Ni tú temes al

Señor, estando como estás en el mismo suplicio?” “El Señor”. A Cristo, ¿no le temes? ¿No tienes respeto, estando en el mismo suplicio que Él? –Defiende a Cristo. Es el efecto de la gracia.

Defiende a Cristo porque reconoce su propia miseria. “Y nosotros hemos merecido esta cruz”, porque hemos cometido muchos crímenes. Reconoce que su cruz es merecida. ¡Qué difícil es esto entre los hombres: reconocer que nuestra cruz es merecida! Siempre oímos quejas:

Yo, ¿por qué tengo que sufrir? Pero el Señor, ¿cómo permite esto? Pero yo, que soy inocente, ¿por qué tengo que pasar todas estas tinieblas? –No es verdad, no es verdad. Lo hemos merecido. ¿Quién puede decir que no ha merecido la cruz?

–Y este buen ladrón parte de aquí: “Nosotros hemos merecido nuestra cruz”. El verdadero misterio no es nuestra cruz; el verdadero misterio es la cruz de Cristo: “Pero este, ¿qué mal ha hecho?” Aquí está tocando toda la grandeza del misterio de la cruz, sobre el que volveremos a meditar enseguida: el misterio de la cruz de Cristo. “¿Qué mal ha hecho?”

–Y así, movido por esa cruz de Cristo, lleno de la belleza de la cruz de Cristo –que como dice San Agustín: para quien la entiende es muy hermosa la cruz-, se vuelve al Señor y clama: “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu Reino”. Cuando vengas en tu gloria, acuérdate de mí.

Oración magnífica; llena de confianza; sin pedirle nada en particular. “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. Notad esto: Ha creído en el reino de Cristo, en el cual no han creído los escribas y fariseos, y no ha creído Pilatos, y no han creído los mismos discípulos y los mismos Apóstoles. Ha creído en el reino de Cristo viendo a Cristo CRUCIFICADO.

Ese mismo Cristo crucificado que ha sido el escándalo que ha dispersado a los Apóstoles; el que llevará a los de Emaús lejos de la ciudad, porque esperaban que fuera el Mesías que iba a restituir a Israel, y lo han crucificado.

El buen ladrón solo, conoce a Cristo crucificado. Y viendo a Cristo crucificado cree en el reino de Cristo. Cree que es el Hijo de Dios, porque le ha visto crucificado de cerca, con la experiencia de la cruz y con ese modo divino de llevar la cruz, donde se manifiesta la divinidad. No por el esplendor de su gloria que está escondida, sino por el modo con que la lleva, por la paciencia, por la grandeza de ánimo, por la generosidad, por el perdón que ofrece y que pide al Padre.

Ha creído viendo a Cristo crucificado; lo

que no hizo Santo Tomás, lo que no hicieron los de Emaús ni los Apóstoles. Y con una confianza total, se abandona todo a ese Corazón de Cristo crucificado: “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu Reino”.

Ve toda su vida perdida; toda ella no ha hecho más que ofender a Dios. Sólo le quedan pocas horas de vida. Y no se asusta, y no se precipita, y no empieza a hacer grandes cosas y grandes conflictos, sino que sencillamente, se abandona al Corazón de Cristo. Se fía de Él. “Acuérdate de mí el día que vengas en tu gloria”.

¡Qué lección para nosotros! Aunque mi vida toda haya sido un engaño hasta ahora, aunque haya estado siempre a mitad, siempre a medias, aunque la cruz que llevo la tengo merecida, aunque me queden pocas horas de vida, ¿a dónde iremos? ¿Dónde huiremos? Al Corazón de Cristo; sólo allí. “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu reino”. ¡Qué figura tan hermosa el buen ladrón!

Y el Señor inmediatamente le responde: “En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. “Hoy mismo”. No hay mucho que esperar. “Hoy mismo”. “Estarás conmigo”. Estaremos juntos. Como estás conmigo en la cruz, estarás conmigo en la gloria. Y desde ese momento, la cruz del buen ladrón se convierte en la cruz del corredentor con Cristo. Es el primer corredentor en la

cruz, junto con la Santísima Virgen.

Su cruz ahora es distinta de lo que era antes. Antes era el castigo de los pecados; ahora es la cruz asociada a Cristo; con Él va a reinar. “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. Es la grandeza del perdón. Si en la primera palabra Jesucristo había pedido el perdón, ahora lo aplica. Es la aplicación de la primera Palabra de Cristo: “Hoy mismo”. El fruto de la Redención comienza ya a aplicarse.

¡Qué lecciones para mí! ¡Qué bueno y qué comprensivo y qué generoso es el Señor! Basta que uno reconozca que merece la cruz que lleva, y esa cruz queda transformada. ¡Qué bueno es! ¡Qué fuerza tiene su gracia! ¡Cómo ha transformado a un hombre en un momento! Cuando parecía que ya no había nada que hacer; cuando pocos minutos antes, quizás, estaba blasfemando e imprecando al

Señor…

¡Qué fuerza tiene el presentar a los ojos de los hombres la cruz de Cristo! Pero la cruz de Cristo llevada como Cristo; de modo que a través de ella se manifieste Cristo. No hay ninguno en 302

este mundo sin cruz. Nadie. Nuestra cruz, o es la cruz del mal ladrón, o es la cruz del buen ladrón, o es la cruz de Cristo. O es la cruz del que expía sus pecados, o es la cruz del que se condena, o es la cruz del que redime con Cristo. Jesucristo ha comenzado ya a extender el fruto de su Redención.

Las tinieblas se hacen cada vez más oscuras. Alrededor de Cristo está la multitud que lo contempla, que se va aburriendo. Notad esto, que es impresionante. Los momentos más grandes de

la Historia están realizándose ahora. Y los que están más presentes, se aburren. Se alarga aquella escena.

 Al principio la emoción, el momento de levantarlo en cruz; después ya verlo; la sangre que corre, le afea; los insectos que rondan alrededor de Cristo; las tinieblas que oscurecen el ambiente, porque han bajado en este momento sobre la colina del Calvario; la gente se aburre; las injurias continúan lloviendo sobre la cruz de Cristo: “Si tú eres el Mesías, baja de la cruz y creeremos en ti”. “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”; ese sufrir todo el sacrificio de la cruz entre las ironías y las risas de los presentes, que es enorme. El sufrir es costoso; pero el sufrir con la estima de los que están alrededor, de la compasión de los otros, todavía se puede. Pero mientras los demás se ríen y se burlan de quien sufre, es el colmo de la cruz.

Pero como se alarga la escena, la gente se va cansando. Se cansa de todo, de lo más sensacional. Y empiezan a marcharse. Las tinieblas les asustan un poco; se empiezan a escapar. Y así, las piadosas mujeres con la Virgen, pueden acercarse un poco hacia la cruz.

La cruz no estaría muy levantada. Solían estar levantados sobre la multitud algo así como la altura de los hombros para arriba; poco. Y así, la Virgen con las piadosas mujeres y San Juan, se acercan lo más posible; lo que les permiten los guardias de la cruz.

Y Jesús está en silencio. Está en el canon de su sangriento sacrificio. Dentro, ya lo podemos ver; en medio de aquella tristeza íntima, aquel tedio de la vida, aquella soledad, aquella especie de

abandono del Padre, en ninguna parte encuentra consuelo. Con los ojos cerrados, en dolores físicos inmensos, dolores morales, humillaciones. No le queda nada; lo ha dado todo por nosotros. No tiene nada. En el estado que sabemos, probablemente está muriendo asfixiado, ahogado.

La muerte del crucificado, de ordinario era ahogo, porque la postura misma del cuerpo hacía que el crucificado tuviera dos posiciones: una posición con los brazos horizontales y otra posición con los brazos casi verticales. Era lo normal. Estando en aquella posición, el peso del cuerpo tendía hacia abajo, y entonces los brazos se ponían casi en posición vertical.

Y estaba así, sufriendo, pero al menos dejándose caer de su peso, hasta que la respiración le faltaba y se ahogaba; y entonces haciendo un esfuerzo se imponía de nuevo, se erguía, quedaban los

brazos casi horizontales. Y es lo que se nota en la misma sábana santa. Se formaban dos corrientes de sangre: la una que caía directamente de los clavos a tierra, y la otra que corría a lo largo de los brazos, que correspondían a las dos posiciones del crucificado.

Y así está Jesucristo; ofreciendo su sacrificio; con un dolor inmenso.

 Ahí no hay esa gran serenidad y esa grande paz en la parte inferior de su espíritu. Está en soledad suma, en abandono sumo, aridez total, aniquilación total. Y estando así en ese estado de angustia interior, de ahogo, en un determinado momento abre sus ojos y ve a su Madre, su pobre Madre, que lo ve sufrir sin poder hacer nada.

–¡Tantos condenados a muerte que no quieren que su madre se entere! –Su Madre está allí, y lo ve morir. Y mirándola, a su Madre, afligida, y a Juan junto a Ella, entreabriendo sus párpados entre los grumos de sangre que le caen, le dice: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Palabras trascendentales.

Tienen un sentido –como se ha demostrado actualmente con fuerza y con verdad- un sentido mesiánico, no privado de Cristo. Es función mesiánica la que está ejercitando. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y volviéndose a Juan: “Ahí tienes a tu Madre”.

No es que va a cuidar de su madre y dejarle allí para que no esté sola y cuiden de ella, no. Notemos que tanto más fuerza tiene esta palabra de Cristo, cuanto que probablemente estaba presente a los pies de la cruz la madre de Juan, la madre de los hijos del Zebedeo. Y estando la madre presente, dice a Juan: “Ahí tienes a tu Madre”.

Tiene sentido mesiánico, sí: El Señor –dijimos- que en toda su vida se mostraba casi con una separación continua de la Virgen. Y llegando a la vida pública, en las bodas de Caná, le había dicho: “¿Qué tienes que ver conmigo, Mujer? No ha llegado todavía mi hora”. Y anotan los comentaristas, que la hora de Cristo es la muerte, es la cruz. Es decir, que la función de María en la obra de Cristo, en la obra redentora, tenía que realizarse en la cruz de Cristo.

 Pero allí tenía una función que realizar María. Y si en los demás pasos de la vida pública muestra respecto de Ella esa especie de despego, indicando la independencia que tiene que tener el ministro de Cristo de todos sus lazos familiares, y dice: “Mi madre y mis hermanos son los que hacen la voluntad de mi Padre”,

ahora, en este momento, no la rechaza, porque es el momento en que María realiza su función de socia del Redentor. Tiene una función mesiánica María. Y las palabras de Cristo se refieren a esta

función mesiánica. María es nuestra Madre. “Ahí tienes a tu hijo”.

       Y notad –como advierte Orígenes-; no dice Jesucristo a la Virgen: Ahí tienes otro hijo tuyo, sino “Ahí tienes a tu hijo”. María no tiene más que un Hijo, que es Jesús. “Ahí tienes a tu hijo”, ahí

tienes a tu Jesús: Juan. Porque ahora todos los redimidos son Cristo. Y María es Madre de Cristo, y sólo de Cristo; del Cristo total, de los miembros de Cristo. Y todos los miembros de Cristo tienen por Madre a María, como el mismo Jesucristo tiene por Madre a María.

Y esto por esencia del cristiano. Porque el cristiano es cristiano en cuanto es Cristo, es miembro de Cristo. Y en cuanto es miembro de Cristo, es hijo de María. Así como Jesús es por su naturaleza misma Hijo de María, así todos nosotros, somos por naturaleza hijos de María.

Y no se puede decir que para nosotros es una cosa más o menos accidental nuestra relación con la Virgen, nuestra devoción a María no es accidental. No puede ser buen cristiano el que no tiene a María por Madre; no puede ser cristiano. Y así como a ser cristianos se nos ha dado en ese corazón una afectividad, con la cual podemos amar a María como Madre.

Y esto es lo que Jesucristo recalca ahora. Al decirle a María, con palabras eficaces suyas en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, ahí tienes al único hijo tuyo, que es Cristo; ahora, por mi muerte, Juan es Cristo, es miembro de Cristo, ahora le comunica a María un corazón de Madre para con todos los cristianos, para con todos los miembros de Cristo. “Ahí tienes a tu hijo”.

 No sólo con una relación exterior, sino, desde ahora, María nos ama como hijos; no como ficción, sino como que son verdaderos hijos suyos. Y así también Juan recibe la misma orden: “Ahí tienes a tu Madre”. Y Juan recibe un corazón de hijo para con María. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”, en su corazón, como hijo, porque era hijo de María. Es la obra de la Redención y es la función de María. Es la función mesiánica. Es palabra de Cristo Redentor. Al buen ladrón le ofrece el Paraíso. A Juan le da otro Paraíso, que es el Corazón de su Madre. “Ahí tienes a tu Madre”. Es el fruto de la Redención; la realización del Cristo total en la cruz.

 Contemplemos a Cristo, físicamente deshecho. De nuevo fijemos nuestra mirada para llenarnos, como el buen ladrón, que seguiría mirando todo el tiempo a Cristo, su esperanza, su amor. Físicamente no hay en Él parte sana. Todo es un dolor intensísimo. Moralmente ha quedado sin fama, sin honor; humillado. Él ha sido derrotado. La razón la tienen los otros; la razón es la del vencedor. Despreciado de todos. Blanco de los insultos del pueblo. Con su Madre a sus pies, rodeado de oscuridad, terminando su sacrificio.

Es la hora suprema. Dentro de su Corazón siente el asco del pecado, del que está cubierto, lleno. Ha cargado sobre sí nuestros pecados. Es el cordero de Dios que lleva sobre sí el pecado del mundo. Se revolvía su Corazón en un mar de tristezas. Mira ansiosamente a todas partes como un náufrago en medio de las olas, y cuando levanta sus ojos al Padre encuentra un cielo de acero.

Notemos que estas siete palabras de Cristo, no son estados sucesivos de Cristo, sino que representan aspectos simultáneos del ofrecimiento de Cristo en la cruz. En cada momento Él está pidiendo perdón, está ofreciendo ese perdón, está realizando el fruto de la Redención, está sintiendo la soledad del Padre, está confiado en las manos del Padre. No son como períodos sucesivos, sino son como planos diversos del alma de Cristo; aspectos diversos de su vida interior.

Se vuelve, pues, al Padre y no lo encuentra. Y entonces pronuncia esas palabras misteriosas, que nunca penetraremos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Son palabras del Salmo, que Jesucristo repite aquí; del salmo en el cual se describe la muerte del Mesías en la soledad, en el abandono.

La única consolación de Cristo era siempre el Padre. Jesucristo fue en toda su vida un incomprendido. Nadie lo comprendió jamás. Ni siquiera su Madre llegaba a comprenderlo, por muy santa y muy elevada que era. Pero es como un grande genio o un grande matemático, que tiene que explicar siempre sus Matemáticas a párvulos, que nunca lo comprenden. Así es la sabiduría divina cuando tiene que explicarla a inteligencias humanas. Siempre incomprendido.

La soledad de Cristo tuvo que ser enorme en su vida. Por eso Él insistía siempre: que si no estaba solo era porque el Padre estaba con Él. Non sum ego solus quia Pater mecum est. Y ahora es la suprema humillación de Cristo: el Padre no está con Él. Es decir, sigue unido hipostáticamente a la divinidad, tiene la visión beatífica, y a pesar de eso, esa presencia del Padre en Él, esa unión hipostática con la naturaleza divina, no llega a sentirse en los estadios inferiores de su alma.

Y está triste. Y está solo, como abandonado del Padre. Anuncia su estado interior, el estado de su suprema humillación, porque a mí no me importa alejarme del Padre; eso que, quizás a mí no me importa. Que el Padre me abandone, no me importa. Con tal de que no me abandonen los hombres… Y en cambio, Jesucristo siente, es el grande dolor de Cristo.

¿Cómo puede realizarse esto? Es el grande misterio que nunca llegaremos a penetrar del todo. ¿Cómo es posible que teniendo la visión beatífica Cristo, no sienta el consuelo de ella? Es un misterio.    Tenemos el ejemplo que se suele poner de una montaña muy alta, que en su cumbre está iluminada, y en su parte inferior está cubierta de nubes; al mismo tiempo tiene aquel reflejo del sol y abajo tiene toda la oscuridad y la tempestad y las tinieblas. Es una imagen.

Otra imagen puede ser la del padre moribundo, en medio de dolores atroces, que en el momento mismo de su agonía llega a ver a su hijo que ha venido de muy lejos para asistir a la muerte de su padre. Y lo ve llegar, y siente sobre su frente el beso de afecto de su hijo que ha llegado. Está en medio de sus dolores, y siente al mismo tiempo ese afecto de su hijo. Son imágenes, pero es un misterio enorme. El misterio del pecado, en cuanto el pecado aleja al hombre de Dios, y aleja a Dios del pecador.

Jesús, viendo que todo se había cumplido, cayendo en la cuenta que faltaba para cumplirse una cosa, es decir: “que en su sed le dieron a beber vinagre”, se vuelve hacia los soldados que están cerca de Él, y les dice: “Tengo sed”. –Recordemos a la Samaritana: “Mujer, dame de beber”. “Tengo sed”. Ahora lo pide a los soldados que están cerca de Él.

–Su Madre oye la voz de su Hijo. ¡Y con qué gusto hubiera ido a buscarle esa agua! Y no puede darle nada. Esa sed la tiene que saciar el pecador, la oveja perdida. “Tengo sed”. Le dice a la Samaritana, le dice a los soldados, les dice alos pecadores; a esos que pueden saciar la sed. Porque en último término es sed de que los hombres tengan sed de Él, de su sangre.

“Tengo sed”. En su sentido físico era clarísimo. Jesucristo estaba abrasado de sed. Sus labios estaban resecos, partidos; no había tomado nada desde el día anterior. Había derramado tanta sangre… que no podemos hacernos idea.

Una vez que daba yo Ejercicios, hablando de la flagelación, indicaba que lo grande de la flagelación de Cristo no era el que hubiera sufrido tantos azotes –como suelen decir a veces, que parecen exageradísimos-. Cuando los verdugos saben azotar, con 40 azotes se mata a una persona.

Y si no lo matan, es porque no quieren matarla. Pero no hacen falta muchos azotes, no. Y uno de los que me oyó dijo: ¡Qué verdad tan grande es eso! Porque yo he sido azotado. En una cierta revolución yo tomé parte, y después nos azotaron. Y me dieron 60 golpes. Y nos los dieron soldados especializados de caballería. Después de cada 10 golpes se turnaban porque ya estaban rendidos lo que nos los daban. Y al terminar, sí, yo caí por tierra deshecho, y me bebí seis litros de agua, de la sed que tenía.

La sed de Cristo era ardiente, ardiente, enorme. Su lengua reseca, abierta, rajada. Sus labios, como dice el salmista “como tejas resecas”. “Tengo sed”. Era verdad. No se había quejado hasta

entonces porque no estaba escrito, pero ahora se queja; lo tenía dentro. Por tantos y tantos pecados de la lengua y de la boca. “Tengo sed”. Pero, sobre todo, tenía sed de las almas; como en la

Samaritana, igual. Tenía sed de la samaritana, de los soldados, de las almas. “Tengo sed”.

Y entonces, uno de los soldados, corriendo, empapó una esponja en vinagre. ¿Por qué en vinagre? Pues era natural. Tenían un pozal de vinagre. Los que han tenido que intervenir en cosas de sangre, en derramamientos de sangre, saben bien que el vinagre limpia la sangre.

Y por eso los soldados, en las ejecuciones capitales en que hay derramamiento de sangre, llevan siempre un pozal de vinagre para lavarse las manos. Quita la sangre. Y en ese pozal tenían sus esponjas para lavarse, naturalmente. Y después de la crucifixión normalmente se lavaban las manos de sangre en aquellos pozales de vinagre.

Y cuando el Señor dijo que tenía sed, uno de los soldados, lo primero que vio de líquido fue el pozal de vinagre; y sacando una de las esponjas que estaban dentro, empapada en vinagre, la puso

en el extremo de la lanza, y se la acercó a los labios de Cristo.

Así hemos tratado a Cristo. Cuando pidió agua en su sed ardiente le hemos dado vinagre; cosa que no haríamos con nadie. Cosa que no haríamos con el criminal mayor que en el momento de su muerte nos pidiese agua. Le daríamos agua, y si posible fuera, agua endulzada, azucarada, para que al menos las últimas horas de ese moribundo fuesen lo menos dolorosas posibles. A Cristo, en su sed, le hemos dado a beber vinagre; vinagre que tuvo que caer en aquellas heridas abiertas de sus labios como un tormento; doloroso; ardor.

Y entonces, viendo que todo se había acabado, dice el Señor: Consummatum est. Se acabó. “Todo está consumado”. Es un grito de victoria de Cristo. Mirando hacia atrás, ve todo el plan del Padre sobre su vida. Desde que nació en Belén; desde que se quedó en el Templo; desde que fue a bautizarse al Jordán; desde las tentaciones del desierto; todo el plan que el Padre le había trazado, lo ha seguido todo al pie de la letra. Consummatum est. Se acabó, se acabó. Todo está concluido. Todo lo que el Padre me confió lo he hecho. ¡Padre!, opus consumarum quod dedisti mihi facian.

“He terminado la obra que me confiaste”. Todo, todo. Tenía que dar mi vida, tenía que morir entre humillaciones, como el hombre derrotado, como el gusano pisoteado por sus enemigos. Ya está. Todo está cumplido. Ahora sólo falta la glorificación de Cristo. El Padre le glorificará. “Si el grano de trigo no muere, no da fruto, pero si muere, da mucho fruto”. Es el triunfo de Cristo:

Consummatum est. La obra de la Redención está cumplida. Todo lo que el Padre me confió lo he hecho. Era el camino opuesto a lo que los israelitas esperaban de Él. Le costó. Jesucristo no se agradó a sí mismo. Pero ahora ha llegado ya al fin. Todo está consumado.

¡Si yo pudiese decir lo mismo cuando se acerque la hora de mi muerte! He consumado el plan que me has confiado; todo lo he hecho. Ha sido costoso; he tenido que pasar cruces, humillaciones,

sacrificios; pero todo está consumado. No ha habido nada, no ha habido regla que Tú me hayas indicado que tenía que cumplir, que no la haya cumplido. Todo está consumado; al menos después de aquellos Ejercicios.

–Que yo pueda decir esto: Consummatum estn. Todo está cumplido. Y entonces, con grande gozo, con confianza plena en el Padre, dice: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Confianza absoluta. Es Padre. Aun cuando lo siente lejos, aun cuando no tiene esa consolación de su presencia sensible en la parte inferior, pero sabe que es su Padre.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Ahí está, en el seno del Padre. Vuelve al Padre de donde salió. “Sabiendo que venía del Padre y que volvía al Padre”. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

“Y diciendo esto, inclinó la cabeza”; porque quiso. “Y entregó su espíritu”. Contemplemos a Cristo muerto en la cruz. Contemplar suavemente ese cadáver de Cristo; como vería aquella joven, de que decíamos esta mañana, el cadáver de su padre fusilado, muerto por ella. Muerto por ti. Y oiría a alguien que le decía al oído: Ha muerto por ti, por ti.

Muerto por mí. Ha hecho el sacrificio de todo. Todo lo ha sacrificado. En el sumo dolor corporal, en la suma

ignominia, en la suma angustia interior, en el sumo esfuerzo de su voluntad por beber el cáliz que le ofrece el Padre. Pero hay una sobreabundancia de gracia y de perdón. Es un amor ilimitado el que le ha llevado hasta la cruz. En la entrega absoluta ha realizado la obra del Padre. Es nuestro Maestro y nuestro Modelo.

Contemplemos esa Cruz de Cristo. Y le podíamos decir con el poeta:

Delante de la cruz los ojos míos

quédenseme, Señor, así mirando

y sin ellos quererlo, estén llorando

y porque pecaron mucho y están fríos.

Y estos labios que dicen mis desvíos

quédenseme, Señor, así callando

y sin ellos quererlo, estén rezando

porque pecaron mucho y son impíos.

Y así, con la mirada en Vos prendida

y así con la palabra prisionera

como la carne a vuestra cruz asida

quédeseme, Señor, el alma entera.

Y así clavada en vuestra cruz mi vida

así, Señor, cuando queráis que muera.

 

Contemplemos así a Cristo. Y contemplemos cómo la Virgen –que contempla a su Hijo- ve que llegan los soldados, después de un rato, por orden del Sanedrín, para romper las piernas de los crucificados, para que no estuviesen en la cruz el día solemne de la Pascua.

Y llegan a la cruz. ¡Qué dolor para la Virgen cuando ve que comienzan a quebrar las piernas de los dos ladrones para que se desangren y mueran y sean bajados de la cruz! A veces tardaban mucho en morir. ¡Qué dolor para Ella! Eso de prever: Y ahora con mi Hijo, ¡lo mismo!

–Su Hijo está ya muerto. Cuando el soldado llega y lo contempla, ve que ha muerto ya. Pilato mismo quedará admirado cuando le digan que ya ha muerto, porque le parece que ha muerto muy pronto.

Y entonces, el soldado, en lugar de quebrarle las piernas, enristra la lanza y se la mete por el costado. Le abre el costado; hasta el corazón. “Y salió sangre y agua”. “Y quien lo vio dio testimonio, y su testimonio es verdadero”. Sangre y agua. El misterio de la Iglesia, de los Sacramentos: Eucaristía y Bautismo, que proceden del Corazón de Cristo, de Cristo muerto en la

Cruz, de la Redención de Cristo.

 Como Eva fue formada del costado de Adán, así la Iglesia, del

costado de Cristo dormido en la Cruz. Es el último gesto de Cristo. Ha querido poner la firma a toda su vida. Abrirnos el secreto que ha movido a toda ella: su Corazón. “Me amó y dio su vida por mí”, dirá San Pablo. Me amó. Es la firma. Es el Corazón abierto para que podamos entrar allí. Y como decía el poeta Lope de Vega:

Muerto estáis. Por eso os pido

el Corazón descubierto

para castigar dormido

para perdonar despierto.

Si decís que está velando

cuando Vos estáis durmiendo,

¿quién duda que estáis oyendo

a quien os canta llorando?

Y si Vos dormís, Señor,

el amor vive despierto

que no es el amor el muerto,

Vos sois el muerto de amor.

Que si la lanza, mi Dios,

el Corazón pudo herir

no pudo el amor morir

que es tan vida como Vos.

 

Ese es el Corazón de Cristo. Es el secreto de toda la vida. Para que podamos penetrar la anchura y la largura y la profundidad y la altura del amor de Cristo, que supera toda ciencia.

Ahí está nuestro tesoro. Ahí está nuestra habitación. Ese Corazón es vuestro. Mirad lo que os dice el Beato Ávila: “Hermanas, entended la gran merced que os ha hecho Dios. Paraos a pensar en

el costado de Jesucristo. Que allí querría que fuese vuestra morada, como lo dice el Esposo de los Cantares: Surge, propera amica mea, speciosa mea, et veni columba mea in coraminibus petre.

La piedra es Cristo y los agujeros de ella son sus llagas; y a esta morada os convida. El decir que no me quieren allá, no lo creeré, aunque me lo juréis. Porque si tengo yo una casa mía en tierra, de justicia no me han de echar de ella. El hábito, las tocas, no es tan vuestro como las llagas de Jesucristo.

¿Para qué son las llagas? Para que si la carne os persiguiere, tengáis casa a donde os defendáis del diablo. ¡Cómo creeré yo que me arrojarán de esta casa siendo Dios tan amoroso! No es de creer que os negará lo que tan vuestro es. Mirad vos, si vais como debéis. Que muchas veces cierra Dios la puerta de la casa, mas no por desamor, ni por negarnos lo que es tan nuestro, sino por ver cómo vais, por probaros si vais de verdad, para ver si os marcháis luego en llegando a la puerta. Porque sois romero hijo, habéis de porfiar y decir: Señor, no me iré de aquí hasta que me abráis la puerta; no me iré hasta que me deis limosna. ¡Oh, qué de gente perdida hay en esta casa! Váse el pobre luego en diciéndole el muchacho: ¡Dios os ayude!, y desde que viene su padre para darle

limosna, dice: ¿A dónde está el pobre? Ya no parece. Si perseveráis en las llagas de Cristo, sin duda alcanzaréis lo que pidiereis”.

 

Ahí lo tenéis. Es Cristo crucificado. Si vosotras lo habéis dejado todo por Cristo, Cristo os lo ofrece todo en su Corazón. Es vuestro. Es el fruto de vuestra Redención. Y junto con el Corazón de Cristo, desde su cruz, tenéis también como vuestra a su Madre. “He ahí vuestra Madre”.

Y examinaos si habéis cumplido la voluntad de Cristo agonizante. Quizás no he sido fiel con mi Madre. Quizás no la he tratado tanto como Madre. Pues que de aquí en adelante cumplamos su testamento. Y pongamos nuestra morada en Cristo y nos cobijemos bajo el manto de su Madre.

 

 

LA RESURRECCIÓN

 

Vamos a hacer estas meditaciones de la cuarta semana de los Ejercicios; brevísimamente.

Puestos en la presencia del Señor, abriendo nuestro corazón a Él siempre, en todo, le pedimos gracia para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas por su gracia a agradarle a Él. Ese ideal que vimos ya desde el primer día de los Ejercicios y hacia el cual procuramos tender. Ideal que en último término nos lo tiene que conceder Él, y nosotros nos disponemos, procurando ser dóciles a su misma gracia.

Y para llegar a este ideal, vamos a hacer estas meditaciones de la cuarta semana. Meditaciones que son de un grande valor espiritual. Difíciles de obtener las gracias que pedimos en ellas, que

muchas veces no se obtienen por la brevedad del tiempo, por las condiciones en que se hacen estas meditaciones. Y es una pena, porque realmente son las gracias más subidas de todos los Ejercicios.

La gracia que pedimos aquí es gracia para alegrarse y gozarme intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Es una gracia muy delicada, muy subida. Y precisamente el peligro está en esto: que se confunda esta gracia con una gracia muy humana; que se confunda esta alegría, este gozo, con una alegría y un gozo humanos. Y muchas veces esta alegría y gozo humanos perturban la intimidad de aquella alegría y de aquel gozo que deberíamos sentir de la resurrección de Cristo, de Cristo glorioso. No porque ese gozo íntimo de Cristo glorioso no sea un gozo que supera a todo gozo, sino porque el gozo humano nuestro lo ponemos fundado en elementos humanos, en elementos nuestros, a veces incluso espirituales, pero muy nuestros.

Y tampoco quiero decir con esto que ese gozo humano sobrenatural sea malo; es bueno, pero puede, a las veces, por lo menos perturbar e impedir que se tenga este otro. Mucho más, si ese gozo es humano en el sentido normal de la palabra.

¡Cuántas veces pasa en el pueblo cristiano que toda la obra y todo el trabajo de la Cuaresma, venga a perderse el día de Pascua! Por este contraste: sale uno ya de la Semana Santa, se da a la alegría humana, a los desahogos humanos, y pierde todo lo que había recogido en todo el tiempo; ¡con tanta pena! ¡Pensar que para muchas almas los días de Pascua son los días de pérdida de la

gracia!

Pues bien; que no nos pase a nosotros esto. Por eso vamos a penetrar el sentido. Y en esta meditación, como hicimos en la primera meditación de la Pasión, vamos a ver el sentido de estas meditaciones, y los puntos diversos que nos pueden ayudar a disponernos a esta grande gracia.

Gracia para alegrarme y gozarme de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Es la verdadera consolación del espíritu, la suprema consolación del espíritu; cuando el alma se goza no del propio gozo, no de la propia paz, no de haber resuelto los propios problemas, y esto le consuela: el estar en gracia, el haber trabajado mucho en los Ejercicios, el haber trabajado mucho en la

meditación; todo eso es bueno, y es también un premio del Señor esa tranquilidad de la buena conciencia; pero lo que aquí se pretende es mucho más; es la consolación y gozo que tiene el mismo Cristo. Entrar en esta consolación de Cristo, en esta gloria que Él está disfrutando en su Resurrección. Por lo tanto, no se trata de un gozo reflejo, de gozarnos al ver que poseemos a Dios, sino que gozamos del gozo mismo de Dios.

–A ver si esto lo entendemos bien; este penetrar. Parecido a lo que decíamos de la Pasión. Como una persona, un artista que admira una obra de arte, puede tener dos etapas en esta admiración. Un grande músico que escucha la interpretación de una ópera grandiosa, de Wagner.

En el uno –en el período primero- esta persona está juzgando la obra y gozándose del modo como él mismo está juzgando la obra: va indicando si está bien interpretada, si está mal…; esto es más perfecto de lo que yo había oído hasta ahora.

–Bien. Y va gozando, y goza mucho. Pero no goza todavía del todo; gozaría del todo si en un determinado momento fuese de tal manera cogido por las armonías de aquella ópera, por aquella representación, que en un cierto sentido perdiese la dualidad, su separación de la misma obra interpretada; perdiese como la conciencia de que él estaba oyendo, y quedase sumergido en esas armonías y en esas bellezas, como sin caer en la cuenta de que él está juzgando nada, sino metido dentro. Y sólo cuando termina así la obra, como quien despertaba de un sueño, diría: ¡Qué maravilloso! Ahora cae en la cuenta de que es distinto de la ópera misma que está juzgando. Ha sido cogido por ella, se ha sumergido en la armonía.

Pues bien; en lugar de esas armonías humanas, poned armonía de Dios, la belleza de Cristo resucitado. Y el alma, arrebatada por esa belleza, por esa armonía, como que pierde la conciencia de sí misma. No es que la pierde, porque está disfrutando y se está gozando; pero pierde esa especie de conciencia de separación de la cosa de quien está superior a la cosa misma, juzgándola, deleitándose en ella, y viene cogido por la belleza, la armonía del mismo Dios; su perfume, su gusto; y queda sumergido en el gozo de Dios.

Eso es lo que pedimos: gracia para alegrarse y gozarme de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Y como ese gozo es infinito, esas armonías son infinitamente sonoras e infinitamente bellas, queda uno allí dentro. Intra in gaudium Domini tui. “Entra en el gozo de tu Señor mismo”. Allí dentro. Por el mucho sufrir hay que entrar en el mucho gozar. Esto son las consolaciones divinas, esto: entrar en el gozo del Señor; al menos lo más subido de ellas.

Y, ¿cuál es ese gozo de Cristo resucitado? ¿Cuál es esa gloria de Cristo resucitado? La gloria de Cristo resucitado es sencillamente su divinidad; la divinidad que ahora se difunde, empapa su Humanidad a la cual siempre ha estado hipostáticamente unida, pero que ahora glorifica, consuela, invade, como una especie de embriaguez de gloria, de gozo, de gusto. Ese es el gozo de Cristo.

San Pablo, en la 2ª Carta a los Corintios, en el primer capítulo les dice a los fieles: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo y Dios de todo consuelo, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que podamos también nosotros consolar a los que padecen las mismas tribulaciones que nosotros; con la misma consolación con que nosotros somos consolados de Dios, porque a medida que abundan hasta nosotros las aflicciones de Cristo, también abunda en nosotros la consolación de Cristo”.

Aquí está la clave de la vida cristiana: Jesucristo glorificado, lleno de la consolación del Padre, lleno de la participación en su Humanidad misma, de la gloria de la divinidad, que la ha invadido y la hace feliz.

Pues bien; dice San Pablo: “Como los sufrimientos de Cristo abundan hasta nosotros…” La imagen es ésta: Cristo es como un vaso grande, un cáliz. Los sufrimientos no vienen del Padre. El Padre no sufre. No es el Padre de todo sufrimiento. Los sufrimientos nacen de la limitación de la Humanidad de Cristo. Nacen en su Humanidad, llenan esa Humanidad de Cristo, y rebosan el cáliz de la Humanidad de Cristo saltando hasta nosotros.

Pues bien; así como las aflicciones de Cristo, los sufrimientos de Cristo, llenando todo su Corazón rebosan hasta nosotros, de la misma manera, la consolación que viene del Padre, a través de Cristo, después de llenar toda la Humanidad de Cristo, sobreabunda hasta nosotros. Es la obra de Cristo, es la glorificación de Cristo. Glorificación que tiene dos etapas: la primera es la plenitud de esa Humanidad de Cristo llena de la gloria del Padre. Es lo que vemos en la Humanidad gloriosa de Cristo ahora, que nos hace gozar, nos hace entrar en ella.

 

Segunda etapa: la abundancia de esa plenitud a todo su Cuerpo Místico. De modo que en fuerza de esa plenitud del Espíritu, que ya comunica a Cristo glorioso, porque como dice San Pablo: “Se ha hecho Espíritu vivificante”, ahora ya ese Cristo glorioso tiene como función comunicar a todas las almas su consolación, su divinidad, y hacer que las almas llenas del Espíritu, reconozcan en Cristo al Hijo del Padre, vean en Él su divinidad, y conociendo su divinidad y llenos de la participación de esa divinidad, reconozcan el amor del Padre en Cristo a los hombres, y reconozcan así a Cristo y al Padre, que es la vida eterna: la glorificación eterna del Padre.

Este es el plan de Dios. Es lo que se realiza en estos misterios: la Humanidad de Cristo llena de gozo y de gloria. Pero no se ha quedado sólo para sí. Cristo glorioso, hecho Espíritu vivificante, tiene como función suya comunicar a los demás esa consolación. Y es lo que dice San Ignacio en uno de los puntos que hay que añadir ahora a estas meditaciones para llegar a obtener esta gracia que pretendemos. “Considerar cómo la divinidad que parecía esconderse en la Pasión, parece y se muestra ahora tan milagrosamente en la santísima resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella”. Ahora la divinidad se muestra en la Humanidad. La Humanidad queda toda ella, aun como Humanidad, como divinizada con la gloria.

 

 “Y el quinto: Mirar el oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae, comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros”; pero no sólo con una consolación –diríamos- de palabra; la consolación que trae es el comunicar su misma divinidad a los hombres. Ese es el grande oficio de Cristo. El oficio que Él comunica a sus ministros.

      Los ministros de Cristo, los apóstoles de Cristo, los envía Él para consolar a las almas; consolarlas no sólo con palabras, sino comunicándoles la divinidad, la gracia santificante, las gracias actuales, para que vivan una vida divina en todo, para que sobreabunde hasta ellas la consolación de Cristo.

Esta es toda la realidad cristiana. De modo que, penetremos bien estas dos etapas y estos dos estados de la Resurrección de Cristo: la gloria personal suya, y su glorificación, su fructificación en el conocimiento del amor de Cristo en las almas y en la vida de la gracia en las almas.

San Pablo sintetiza todo en aquellas tres expresiones: “Conocer a Cristo, la fuerza de su resurrección y la compañía de sus pasiones”. No se separan. La vida cristiana es una asociación misteriosa al amor de Cristo, que por la Pasión y en la Pasión vive de la gloria de la resurrección. No nos quitará nuestros sufrimientos, no. Y sin embargo, gozaremos del gozo de Cristo, gozaremos de la consolación del Padre en nuestras mismas tribulaciones. Esta es la gracia que pretendemos: Sentir internamente este gozo grande del gozo de Cristo.

También tiene otros frutos esta cuarta semana de los Ejercicios. El confortarnos, viendo dónde vamos a ir a terminar. Porque si Cristo ha sido glorificado, también lo seremos nosotros. “El que me sirva, que me siga, y donde Yo estoy también estará él. Para que habiéndome seguido en el sufrimiento, me siga también en la gloria. Y mi Padre le glorificará”, decía el Señor.

Y otro fruto es también quitarnos el miedo a la muerte, sabiendo que hay una vida después, que es una vida de gozo con Cristo. Otro fruto, por fin, es: caer en la cuenta de cómo es Cristo. Que tengamos nuestra conversación con Él. Que ese Cristo –podíamos pensar- en la vida humana, mortal, pues era así: muy afable, muy simpático, muy agradable, muy sencillo; pero es que ahora ya es Cristo glorioso; ahora ha cambiado. Pues en estas escenas lo vemos a Cristo glorioso que trata con los Apóstoles como antes, como ahora trata con las almas, igual. Esta vida de Cristo glorioso es la vida que sin presentarse Él corporalmente a las almas, vive con ellas: escondiéndose, presentándose, probándolas, jugando con ellas.

Es el Cristo nuestro. Nuestro Cristo; como está ahora. No hay que tenerlo ahora impasible; que está allí en el cielo sin ocuparse de nada, no. Es Jesucristo glorioso, tal como lo vemos en estos misterios.

Y así, con esta ambientación, vamos a hacer la primera meditación de la Resurrección y de la aparición a la Santísima Virgen. Una aparición que no consta en el Evangelio; que varias veces le sugirieron a San Ignacio que la quitara. Los mismos compañeros suyos, que eran profesores de Escritura, le hacían notar que eso no consta en el Evangelio, y que por lo tanto, casi sería mejor que lo quitase. Pero no hubo manera.

 San Ignacio no la quitó nunca. Y por esa razón lo puso él al final con un poco de malicia. Dice él: “Primero apareció a la Virgen María”. Primera meditación: “Primero apareció a la Virgen María; lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros”. No le cabía en la cabeza eso. ¡Pero si dice que apareció a otros! ¡Pues ya está dicho que apareció a la Virgen! “Porque la Escritura supone que tenemos entendimiento. Como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?” Argumento de la Escritura. Y es verdad. ¡Cómo no se iba a aparecer a su Madre! Lo que pasa es que la aparición a su Madre tiene un sentido totalmente distinto de las demás apariciones. La aparición a su Madre no era para dar testimonio de la resurrección. El testimonio de su Madre no se aceptaría como testimonio;

es un testimonio interesado. Sino que la aparición a su Madre fue asunto íntimo y personal suyo con la Virgen. Pero lo vamos a considerar, y así, consideraremos la resurrección en su aparición a su Madre.

Jesucristo, al morir en la cruz, deja su cuerpo en la cruz unido a la divinidad, y su alma baja al limbo de los justos. Parece que esta bajada al limbo de los justos conviene interpretarla –aun cuando no muchos lo ponen así-, conviene interpretarla, no como el comienzo de la gloria de Cristo, sino como lo sumo de su humillación: el bajar al limbo de los justos. Realmente en el Credo aparece así.

El creo en Dios Padre y en Jesucristo su único Hijo… bajó de los cielos a la tierra; es una humillación. “Murió, fue sepultado, descendió a los infiernos”. Parece que todavía es: bajó más; descendió. No es que empezó a subir hacia el limbo, sino que descendió a los infiernos.

Se podía, pues, interpretar que la bajada al limbo es la muerte verdadera de Cristo. No pensar así, como que Cristo en el momento de morir, en ese momento lanza su espíritu y…¡glorioso! No; apenas sería muerte eso. Cristo quiso gustar la muerte para facilitarnos a nosotros. ¡Cómo tendríamos que estar agradecidos a Cristo!

Los que morían en el Antiguo Testamento, aun los justos: David, Moisés, los grandes Patriarcas, los grandes Profetas, no iban al cielo derechos, sino que tenían que esperar la venida de Cristo. No entraba nadie en el cielo a la visión beatífica; nadie. Y el alma de estos santos, patriarcas, profetas, estaba en el limbo, sin ver a Dios, en un estado que es como de una cierta languidez espiritual.

 Y allí estaban, esperando la venida del Señor, el cual glorificado debería glorificarles también a ellos e introducirlos en la visión beatífica. De modo que el porvenir que ellos tenían en la muerte no era nada halagüeño.

Por eso explica que los Patriarcas y Profetas del Antiguo Testamento no deseaban nunca la muerte; nunca. No la deseaban porque no tenían ninguna ventaja. In inferno quis confitebur tibi? ¿Allí qué hacemos? Méritos no tenían; visión de Dios, tampoco tenían; no tenían tampoco la vida de la tierra. De modo que la muerte era muerte; era muerte. Y era el verdadero efecto del pecado original; no sólo la muerte corporal, no sólo la muerte del pecado, sino también esta muerte, esta languidez. Hasta que vino el Señor.

Y el Señor parece que quiso gustar ese mismo estado de muerte como las almas de los justos del Antiguo Testamento; que murió de veras. Y su alma gustó esa languidez, aunque estaba unido a la divinidad; pero todavía no permitió que esa divinidad la invadiera del todo y la glorificase, sino que quiso, como dice San Pablo, gustar la muerte; gustarla. ¡La suprema humillación! Para librarnos de ella.

 En cambio, nosotros ahora no. El alma que muere en gracia de Dios, purificada de sus pecados, apenas muere… al cielo. Por eso

decía San Pablo: Cupio disolvet esse cum Christo. “Tengo ganas de liberarme de este cuerpo para estar con Cristo”. Es un grande don que el Señor nos ha hecho, del cual le debemos estar muy agradecidos. La muerte para nosotros ya no es muerte prácticamente. Si nos purificamos, si correspondemos al Señor, es un abrir los ojos a la luz plena del día. Eso es la muerte. –Pero allí no.

Y Jesucristo muere de veras. Desciende al limbo de los justos.

Se encuentra allí con todos los Patriarcas y Profetas que le esperan,

y a ellos también anuncia la próxima resurrección y les comienza a consolar.

Entretanto, los judíos han ido corriendo a Pilatos para decirle que se habían acordado de que aquel impostor, cuando estaba en vida estuvo diciendo no sé qué cosas; que al tercer día no sé qué iba a pasar. Dicen: “Pon guardias en el sepulcro; es necesario. No sea que vengan sus discípulos, lo roben, y después digan: Ha resucitado como había predicho. Y el último engaño será peor que los anteriores”. Cuida, cuida eso; pon soldados.

–Pilatos estaba ya harto y les dice: “Tomad los soldados y ponedlos como os dé la gana. Marchad”. Y ellos, llevaron los soldados, sellaron la piedra con las cuerdas, los sellos, y dejaron allí los soldados en guardia.

Jesucristo, llegado el tercer día, ya tenía deseos de resucitar para consolar a las almas, para llenarse Él mismo en su Humanidad de esa plenitud de su divinidad, glorioso, y comunicar esa misma gloria y esa misma divinidad a las almas, sobre todo a las más atribuladas por su Pasión; como pasa siempre. A toda glorificación precede la Pasión, a toda grande glorificación precede la grande pasión. Y cuanto más se participa de la Pasión, más se participará de la gloria de Cristo.

Y está deseoso de consolar a su Madre, de consolar a los Apóstoles, de recogerlos. Y en un momento, el alma de Cristo se vuelve gloriosa, resplandeciente. Ya aquellas almas de los justos son felices, porque en la Humanidad de Cristo ven la divinidad, ya gloriosa. Olvidan todo lo pasado.

El pobre Adán que se acuerda de su pecado; David; todos ellos. Ahora ya todo ha pasado. Ahora es la gloria de Cristo consolador, que siendo Él glorificado, comunica también a los demás esa misma gloria; sin envidia, sin celos. Y entonces van hacia el sepulcro. También el cuerpo tiene que participar de esta gloria. El cuerpo que sigue unido a la divinidad, pero que todavía no ha sido glorificado. Y se inicia aquella procesión de espíritus bienaventurados hacia el sepulcro.

Cuando pasan por allá ven a los guardias que están en el sepulcro; serios, muy serios. Allí no pasa nada. Allí no entra nadie. Con sus armas, sus lanzas, sus escudos, paseando de una parte a otra.

¡Qué ridícula es la potencia humana! El Señor diría: Mira, mira; mira esos que van a impedir mi resurrección. Veréis ahora qué carrera se van a dar; todos. ¡Qué ridículos somos los hombres ante Dios! ¡Y cómo nos apoyamos en esto, aun ahora: que si las armas, que si las bombas! Pero, ¡qué es eso ante Dios! Tengamos una confianza ilimitada en Cristo glorioso, que nos dará su virtud y su poder para llevar con fuerza nuestra misma pasión.

Y entra en el sepulcro, acompañado de las almas bienaventuradas, del cortejo de los ángeles, las legiones de ángeles que acompañan a su Dios y Señor, y les muestra el cuerpo, cómo ha quedado, cómo le han dejado en la Pasión. Fruto de nuestros pecados. Así ha quedado por mí.

Y cada uno de ellos dicen: Por mí; por mí. Adán y Eva, y David; todos; por mí. Y lo adoran, y lo admiran, y agradecen a Jesucristo su amor. Y en un determinado momento, Jesucristo hace que su alma entre en el cuerpo. Entra e informa ese cuerpo y lo hace hermosísimo, con un resplandor, una gloria, sutilidad, belleza

indescriptible. Todos quedan adorando esa Humanidad gloriosa. Cristo glorioso. Ya está.

La Humanidad de Cristo ha entrado en el gozo de Padre. Para siempre. No como en la Transfiguración en un cierto momento, en que ciertos destellos de la gloria divina iluminan a la Humanidad, sino ahora es ya para siempre. Ha entrado en la gloria del Padre. Durante su vida estaba unido hipostáticamente al Verbo; pero en esa Humanidad no había entrado aún la gloria del Padre en toda su plenitud, ni siquiera el alma misma tenía esa gloria del Padre en toda su plenitud.

 Ahora es la invasión total que llena de felicidad indescriptible e inimaginable a la Humanidad de Cristo. El consuelo de Cristo es su divinidad, que por Él se va a comunicar a nosotros. Gustar la divinidad de Cristo; entrar dentro. ¡Qué felicidad tiene que tener el Corazón de Cristo con esa invasión de divinidad, de gloria! Porque padeció en la Cruz, lo llenó de gloria. Hecho Hijo de Dios en virtud,

dice San Pablo.

La Iglesia canta: Veniens a Libano quam pulchra facta es, alleluia. “Viniendo del Líbano, ¡qué hermosa se ha hecho! Et dolor vestimentorum eius super omnia aromata, alleluia, alleluia. “Y el perfume de sus vestidos –de su Humanidad- sobre todos los aromas”. Fabuns distilans labia eius, mel et lac sub lingua eius. “Es miel lo que hay en sus labios; miel y leche bajo su lengua”. Es eso.

La Humanidad de Cristo es todo eso. Toda esa riqueza de divinidad, de dulzura, de armonía, de perfume, de gusto, eso es Cristo, la Humanidad de Cristo. Entrar en el gozo del Señor. Jesucristo sale del sepulcro. Aquella piedra no le dice nada, no le impide nada; vuela. Tiene que ir a consolar a su Madre. Se marcha. Y a uno de los ángeles que le acompaña le dice: quita esa piedra, que estorba.

Y el ángel baja como un relámpago, sacude la piedra, tiembla todo el calvario y los soldados que ven aquello echan a correr con un espanto… sin mirar atrás; hasta llegar a los escribas y fariseos, que los habían puesto allá. Y llegan sin aliento. –Pero, ¿qué pasa?

–Que, ¿qué pasa? ¡El fin del mundo! –Pero, ¿qué ha pasado? –Un rayo que ha caído. ¡Que ha resucitado! La piedra ha ido por los aires. –Pero, habréis soñado. -¿Soñar? Id vosotros a verlo. –Menudo espanto tenían los pobres. ¡Que ha resucitado!

La noticia de la resurrección de Cristo, para quien le ama es el grande gozo. Anuntio vobis gaudium magnum. Pero para quien no le ama, es la noticia más terrible: la resurrección de Cristo. Para los escribas y fariseos era lo peor que les podía pasar. -¡Ya está otra vez! Ellos creían que se habían deshecho de Él.

–Pero, ¿quién se puede deshacer de Cristo? No podemos nunca. Él es insistente, constante. Y es Dios. Y supera todas nuestras dificultades. Ahí está otra vez. Creían que se habían deshecho de Él, y ahora es peor que antes. ¡Ha resucitado! Se quedan atónitos. Y los soldados que todavía no volvían en sí del susto, sentados allí, dicen: Buena le hemos hecho.

Bueno, pero… pero, ¿de verdad? -¡Que si era de verdad! Allí no se podía estar. –Bueno, bueno, pero habréis soñado. ¡Qué soñar! –Bueno, pero al menos decir eso: que han venido los Apóstoles… -¡Qué Apóstoles! Allí no había nadie; aquello ha saltado de dentro.

–Pero, decidlo. -¡Decidlo!, ¡sí! Pero, ¡cómo vamos a decir que han venido los Apóstoles! ¿Y los hemos dejado pasar? –No, decid que estabais durmiendo. –Sí, durmiendo. Y nuestro jefe nos mete en la cárcel o nos manda fusilar. Estamos en servicio. –Bueno, bueno, pero vosotros decid que estando durmiendo vinieron los Apóstoles. –Bueno, pero si vinieron los Apóstoles y estábamos durmiendo, ¿cómo los vimos? ¡Cómo vamos a decir que estando durmiendo vinieron los Apóstoles! O los vimos, o no los vimos.

–San Agustín dice: Verdaderamente, tú sí que duermes, que traes testigos dormidos. Es el esplendor de la resurrección de Cristo el dolor de los escribas y fariseos. Jesús va a su Madre. Deja todo eso. ¡Pequeñeces! Eso los derrota y los deshace, sin caer en la cuenta de lo que está haciendo el Señor con todos los hombres y todos sus enemigos. Va a su Madre. Veamos esa aparición a María, que es muy consoladora para nosotros. No tenemos datosevangélicos, sino tenemos más bien lo que nos dice la razón iluminada por la fe.

Para María, la aparición de Cristo no es prueba de su resurrección. Ella creía en la resurrección de Cristo. No necesitaba verlo para creer. Aun cuando no se le hubiese aparecido, aun cuando nadie le hubiese dicho nada, Ella estaba segura: el tercer día había resucitado. Aun cuando no hubiese aparecido a nadie, el cuarto día ya tendría la seguridad: Cristo ha resucitado, mi Hijo ha

resucitado. Lo sabía.

María es la lámpara de fe en medio de las tinieblas de la cruz el día de Viernes Santo. Tiene un dolor profundísimo, pero está serena. De Ella principalmente, y quizás de Ella únicamente –yo creo que María de Betania vale también, pero ciertamente de su Madre- vale la primera palabra del Señor cuando le dijo a Tomás: “Bienaventurados los que sin haberme visto han creído”.

Allí Jesucristo no habla directamente del futuro, no habla de los que sin haberle visto creerán, sino de los que “no me han visto y han creído; sin haberme visto”. Esta bienaventuranza, en sentido pleno, vale para la Virgen.

La Virgen creyó sin haber visto señales portentosas. Tenía fe; la pura fe. Y en la resurrección de Cristo, en el Evangelio se nos muestra muy claramente que Cristo no se muestra sino a quien ha madurado en la fe, en la pura fe.

San Juan de la Cruz insiste mucho en esto; con verdad. Porque es lo mismo que pasa en el alma. Jesucristo no se muestra al alma hasta que no la ha purificado bien, bien, bien, bien en le fe; en la fe. Hasta que ha creído. Y cuando ha creído, se le muestra.

Lo mismo hace con los Apóstoles. A todos ellos, como iremos viendo, empieza por madurarlos en la fe, aduciendo para ello señales, signos exteriores. Pero Él no se muestra hasta que no han creído. Creer.

En cambio, en la Virgen no necesitaba de estos signos. Ella creía ya. Y porque creía ya, no pedía ninguna señal del cielo. Lo comprendemos en el orden humano también. Suponed que yo sé por un mensaje secreto que se me comunicó en Roma, que hoy el Papa iba a venir a Talavera. Me lo dijo él: el día tal llegaré yo allí. Y supongamos que yo estoy aquí en casa, y en un determinado momento me dicen: el Papa ha llegado, el Papa está aquí. Yo le diría: ¿Ha llegado ya? -¡Cómo ya! -¡Es que ya sabía que

iba a venir! No me asombra; ya lo sabía.

En cambio, si yo no lo sabía, si no creía que iba a venir y me lo dicen, digo: Pero usted está riéndose de mí. ¿El Papa aquí? ¡Qué cuentos! Usted me quiere gastar una broma. –No lo creería. Y pediría una señal: Vamos a ver, dígame usted: ¿cómo me lo prueba usted eso?

Es lo que pasa en la Resurrección de Cristo. María ya lo esperaba, lo esperaba. Los Apóstoles no lo esperaban. Por eso a los Apóstoles les prepara a la fe; a todos los demás va preparando en la fe. Sólo la Virgen estaba preparada. “Bienaventurados los que sin haberme visto –sin haber esperado señales visibles- han creído”, tenían fe en la resurrección, como ya les había predicho. Ya

os había dicho que al tercer día resucitaba.

Tiene, pues, esta fe profunda la Virgen. Pero esto no impide que tenga un dolor profundísimo, pero sereno. Sin esos aspavientos, sin esos gestos teatrales y espectaculares. Cuanto más honda es la pena, menos espectacular es; más íntima. Lo ha perdido todo la Virgen. No tiene más afecto que Cristo, y ahora Cristo ha muerto.

Y entretanto, María no busca alivio ninguno fuera de Cristo. Ella sí que también se aplica aquello de San Juan de la Cruz:

Ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras –no se desvía-,

pasaré los fuertes y fronteras.

Considera a Jesucristo como una persona viva; no como una persona muerta. Y sabe que vendrá; sabe que resucitará. En cambio, los Apóstoles lo consideran como muerto, no cuentan con

Él.

Y estando así, contemplando con dolor hondo las reliquias de la Pasión de su Hijo, en un momento se le muestra Jesucristo glorioso. ¡Quién podría describir ese encuentro! Jesucristo, como

Dios, aun en su Humanidad, con todo el esplendor de la divinidad que se refleja en ella, Jesucristo, mostrándose a su Madre que cambia el rostro, y que es feliz, Jesucristo agradece a su Madre; le da gracias.

–Y tiene que ser grandioso esto: sentir a Jesucristo que nos agradece: Gracias por todo lo que has hecho; gracias. Y lo oiremos esto. El día del Juicio, Jesucristo nos agradecerá lo que hemos hecho por Él. Gracias por la manera como has trabajado, por tus sacrificios, por tu dedicación apostólica, por tu holocausto de amor; gracias. Es muy agradecido Jesucristo.

Como dice Santa Teresa: “Que es muy bien nacido; que es Hijo de Virgen”. Jesucristo agradece a su Madre por todo lo que ha hecho, desde Nazaret hasta la Cruz; todo; mostrándole que lo tiene todo presente. Lo había hecho muchas veces en su vida; con una palabra, con una sonrisa. Pero lo había hecho discretamente; sólo como enviado de Dios, en su apariencia muy humana. Muy cortés, muy agradecido. Pero ahora le agradece como Dios.–Y tiene que ser inmenso el sentir que Dios nos agradece; como Dios, con todo su esplendor, con toda esa gloria, esa majestad.

Recoge Jesús todo el ímpetu de su agradecimiento de treinta y tres años, que lo tenía allí contenido en su Corazón, mostrándole que no olvida nada, que todo lo tiene presente, que sabe muy bien y aprecia muy bien que ha agotado las ternuras de su Corazón de Madre Virgen para con Él.

Todo eso se lo muestra. Y María es feliz. Esto le causa una alegría profunda a la Virgen. A Ella, que siendo Madre, quiere ser considerada como esclava. “Señor, yo a tu servicio, para darte gusto siempre; no he hecho nada. «Siervos inútiles somos; lo que teníamos que hacer, eso hicimos».

Señor; yo no he hecho nada, nada. No me hables de eso. Nada”. Pero, una paz, una felicidad y una alegría… Y entonces entona de nuevo el Magnificat: “Mi alma engrandece al Señor porque ha hecho Él cosas grandes en mí; ha mirado la humildad, la bajeza de su sierva; que yo no servía para nada. Todo es gloria tuya, Señor; todo es tuyo”.

Unamos nuestro agradecimiento en el gozo que nos causará el sentir este agradecimiento de cristo, este “gracias” de Jesús, sincero. Gracias por tus sacrificios, gracias por tu generosidad, gracias por tu colaboración a la salvación de las almas. También nosotros diremos: Señor, si no he hecho nada… Somos siervos inútiles. Y Él nos mostrará que no olvida nada de lo que hemos hecho, que todo lo tiene presente.

Entonces, como premio, como corona, Jesucristo abraza a su Madre. ¡Qué abrazo! Dejarse caer en los brazos de la Virgen, y tomar a la Virgen en sus brazos. Y Ella, la Virgen, en ese momento pronuncia una palabra que sólo Ella puede pronunciar. ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Por toda la eternidad: ¡Hijo mío! –Nosotros, cuando vemos la Hostia, decimos: ¡Señor mío y Dios mío! La Virgen dice: ¡Hijo mío y Dios mío! –Y se abraza con Él. Ya se ha acabado todo para Él, se ha acabado todo.

Clemente Alejandrino, en uno de sus escritos, comentando la primera carta de San Juan, aquella frase: “Lo que nuestras manos tocaron del Verbo de la Vida”, dice así: “Se cuenta en las tradiciones, en la leyenda, que Juan, tocando externamente el mismo cuerpo del Señor, llegó a introducir su mano hasta lo más profundo, y que cediendo la dureza de la carne, dejó paso a la mano del discípulo, que tocó así la divinidad del Verbo”. La tradición es: “Lo que nuestras manos tocaron del Verbo de la Vida”. Es una tradición, una leyenda.

Pero esto sí que se realizaría en este abrazo de la Virgen con Jesús. Si alguna vez… Aquella Humanidad de Cristo cede, y María palpa, gusta la divinidad de su Hijo. Entra en el gozo de su Hijo y se sumerge allí. ¡Qué felicidad, qué perfume, qué gusto, qué paz! Ahí está todo. “Entra en el gozo de tu Hijo”. Y entra allí la Virgen. Es indescriptible.

–Gustar esto, gustar internamente el gozo de la Virgen en el gozo de Cristo. Y allí estaría. Cesa todo.

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado,

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado,

entre las azucenas olvidado.

 

Aquí sí que cesa todo, todo, todo. No hay nada más que su Hijo y Ella. Está sumergida en esa armonía interior de la divinidad de su Hijo; gustando la divinidad. Eso que nos describen los autores místicos del “toque de la divinidad”, y del “gusto de la divinidad”, esto se realiza en María de un modo superior, sublime.

Y allí se estaría la Virgen para siempre, y no se querría separar nunca. Pero Jesús la separa, y le dice que tiene que quedarse sobre la tierra. Ella le diría: “Pues, llévame contigo. Yo, ¿qué hago ya sobre la tierra?” Pero Él le confía el tesoro infinito de su Pasión; Ella va a ser la medianera de las gracias; Ella va a ser la administradora de ese tesoro infinito de su Pasión.

Le confía la Iglesia; la de entonces y la de siempre. Tiene que cuidar de ella. La Virgen le diría y le repetiría: “Llévame contigo; ¿qué sentido puede tener para mí la vida? ¿Qué puedo gustar ya en la vida? –Y es verdad. Después de haber gustado la divinidad de Cristo, ¿qué podía atraer a María en este mundo? Nada, nada. Después de haber gozado esas armonías, ¿qué le podían decir las

armonías de la tierra, y las músicas de la tierra después de haber gozado esto?

–Aquí está el secreto del desprendimiento total de las criaturas. Cuando nosotros insistimos tanto en los valores humanos, en las armonías de la tierra, ene. Saber gustar esto, porque lo demás es ser personas descentradas, bien claro están mostrando que no han gustado la divinidad; no la han gustado. Si hubiesen gustado la divinidad, no hablarían así. Pero, ¿quién puede hablar de hermosuras de este mundo si ha gustado la divinidad de Cristo?

 –¡Es que eso es falta de humanismo! – Lo que es falta, es de divinidad; de divinidad. Imaginad un hombre artista que ha oído las armonías de las mejores orquestas internacionales, y que constantemente las gusta y las oye, y que va a un pueblecito pequeño a descansar unos días en el verano, y en aquel pueblecito hay una banda de música, que es una vergüenza; y van a interpretar las grades obras. Y este pobre hombre cuando va a la plaza y pasa por allí y están sonando, se tapa los oídos, porque sufre, sufre. Y la gente le dice: ¡Ve usted qué poco gusto tiene!, ¡qué poco humano es! No le gusta la música. –¡Lo que le gusta es la buena música!

Pues esto mismo pasa en la humanidad. Hablar tanto de los gustos de la tierra, de las bellezas del arte, de la cultura, de la armonía… ¡Lo que me gusta es la buena música! La música divina, el gusto de la divinidad, el tesoro inmenso interior. Esto es.

Y aquí está el secreto. La Virgen ya vive sobre la tierra como peregrina, como extranjera. Todo lo de aquí no le dice nada. Ella vive con el corazón en su Hijo, donde gusta a su Hijo. Y todo le dice y le habla de su Hijo, y todo lo de la tierra ya no tiene para Ella más sentido que recordar ese gusto de su Hijo.

Él le ha confiado a los hombre, y Ella los cuida. “Cuida de los míos. Yo soy tu Hijo en ellos. Vendré a buscarte a su tiempo”. Y Ella obedece, y lo acepta. Lo acepta con resignación, comamos, y se dedica a las almas. Pero se dedica a las almas con el corazón fijo en su Hijo.

 Es la contemplación en la acción. Desprendimiento de todo en alegría. Ella en todo ve a su Hijo, en todo. Ve el agua, y se acuerda de su Hijo, de las tempestades que había calmado. En el trigo, ve la

Eucaristía. En el vino, se acuerda de las bodas de Caná, del vino de la nueva economía. En las plantas, en el cielo; todo está hablando de su Hijo, todo lo ve así. “A Él en todas amando, y a todas en Él”, porque su Corazón está en Cristo. Y esta es la verdadera caridad de María. Ahí está la caridad: Todo en Cristo, con el Corazón de su Hijo, con el Corazón de su Hijo.

Reflexionemos sobre nosotros también. Que este tiene que ser el camino. Es una grande gracia ésta de la resurrección. Si llegásemos a sentir íntimamente este gozo inmenso del gozo de Cristo, entonces también desaparecerían para nosotros tantas atracciones de la tierra. Y como la Virgen, habiendo disfrutado de esa riqueza de la divinidad de Cristo, viviríamos como peregrinos sobre la tierra. La expresión amada, preferida de San Ignacio.

Se conservan unos escritos de San Pedro

Canisio, el cual anotó algunas expresiones características del Padre Ignacio, que él recalca mucho. Y la primera es: “Considerarse siempre peregrinos sobre la tierra”. Y es así. Pero tiene que ser por

la plenitud del gozo de la Patria, por la plenitud del gozo de Cristo glorioso.

 

OTRAS APARICIONES

 

Vamos a seguir disponiéndonos con la gracia del Señor a esta gracia particular de la cuarta semana de los Ejercicios; que será un buen camino para obtener el ideal de agradar en todo a Jesucristo; que nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas a agradar al Señor.

Renovemos aquel deseo de sentir esta alegría, este gozo intenso del gozo y de la gloria de Cristo resucitado. Pensando cómo Él está lleno de la divinidad que se manifiesta en todo, y cómo trae como oficio comunicar esa misma consolación a los demás. Esa gracia, que es participación de la naturaleza divina, que es la que tiene que llenar el corazón de los fieles.

 

Y vamos a hacer la meditación esta, tocando algunos puntos, algunas apariciones del Señor: a las mujeres, a los discípulos de Emaús, a los Apóstoles. Buenamente. Hasta donde lleguemos.

 

Jesucristo no sólo da a gustar la divinidad a la Virgen Inmaculada, a su Madre, sino también a las mujeres pecadoras de otro tiempo; y también a los traidores arrepentidos, como Pedro. En todo esto, lo que pide Jesucristo es fe; y donde no hay esa fe, comienza por suscitarla; de modo que el alma tenga fe viva en el Señor.

Esto lo hace con todos. Fijaos en todas las apariciones cómo en realidad primero dispone, no presentándose Él mismo directamente, sino unas veces por un ángel, por las piadosas mujeres, por fenómenos diversos; suscitando la fe.

Cómo fueron las apariciones del día de la Resurrección, discuten mucho los comentaristas y hay diversas tendencias. No es fácil. Pero parece que se podría poner el hecho de esta manera: Primero, van las mujeres al sepulcro, y junto con ellas va también María Magdalena. Ven el sepulcro vacío, y al verlo así vacío, inmediatamente, sin esperar a más, María Magdalena echa a correr para contarlo a los Apóstoles: que el sepulcro está vacío. Los Apóstoles parece que no vivían todos juntos en este momento. Pedro y Juan parece que no estaban con los demás en el Cenáculo, y probablemente tampoco estaba en la misma casa los dos, sino que eran casas distintas de la ciudad.

Magdalena corre, pues, a Pedro, y Pedro parece que no le hace caso. Corre a Juan, el cual cree posible lo que dice Magdalena: que el sepulcro está vacío. Corre a los Apóstoles en el Cenáculo –Magdalena- que no la creen tampoco en absoluto, y entonces se vuelve al sepulcro.

Entretanto, las otras mujeres se habían quedado consternadas delante del sepulcro; se les aparecen los ángeles que las preparan en la fe, y entonces corren a anunciar a los Apóstoles también ellas. Entretanto Juan, que había posible lo que decía Magdalena, corre a casa de Pedo, y juntos salen a ver el sepulcro y lo encuentran vacío. Y se vuelven, creyendo que era verdad lo que decía Magdalena.

Los discípulos durante el día se desparraman desanimados, como los dos de Emaús; durante el día también, Jesucristo se aparece a Pedro, y al atardecer solamente, se aparece a los Apóstoles en el Cenáculo.

A María Magdalena se le aparece junto al sepulcro, cuando vuelve después de haber anunciado a Juan y a Pedro. Esto parece que puede ser el orden como se desarrollaron las cosas en ese día confuso de emociones. Pero, como indicaba, en todas las apariciones precede siempre la preparación de la fe.

Idealmente, si los Apóstoles hubiesen tenido una fe viva, no se hubieran detenido en Jerusalén, sino que se hubiesen ido directamente a Galilea, como Él les había dicho: Vosotros precededme en Galilea; allí os hallaré, y me encontraré con vosotros. Pero ellos no se sentían seguros, no estaban firmes en la fe, y se quedaron en Jerusalén.

 

La aparición a las mujeres.- Las personas son las piadosas mujeres, pero sin la Virgen. La Virgen no va con ellas, porque la Virgen tiene fe. Tampoco va con ellas María de Betania. Esa María Magdalena no parece en absoluto a la María de Betania, aun cuando los comentadores tampoco estén de acuerdo en este punto, sobre la identidad o no identidad de María de Betania a María Magdalena; pero toda la psicología de María Magdalena en la resurrección es muy opuesta a la psicología de María de Betania, a su paz, a su serenidad interior.

Esta –María de Betania-, lo mismo que la Virgen había gustado el Verbo; y como lo había gustado íntimamente, tenía una fe confiada en medio de la oscuridad de la muerte de Cristo. En cambio, estas piadosas mujeres tienen una fe imperfecta. La imagen de éstas que corren es la imagen de la desolación imperfecta.

Estas mujeres han perdido la fe en Cristo vivo. Ellas contemplaron cómo José de Arimatea y Nicodemo preparaban el cadáver del Señor, cómo lo embalsamaban, y estaban inquietas. Y querrían ellas intervenir también para hacerlo mejor, porque aquellos hombres no sabían hacerlo; y querrían meter mano, pero no les dejaban. Si no, no hubiesen acabado nunca.

Estaban pegadas al Señor. Nada; ellos se encargaron de todo. Y éstas, mortificadas:“No lo saben hacer; ya se ve que son hombres. No, no entienden de estas cosas”. Pero los hombres aquellos tenían prisa; era ya tarde. Pusieron al Señor en el sepulcro; y ellas no estaban satisfechas.

Dicen: “No, no, no; tenemos que volver nosotras y tenemos que hacerlo como se debe hacer. Estos lo han dejado muy mal, muy mal”.

Tienen mucho amor a Jesucristo, sí. El tesoro de ellas es el cadáver de Cristo. No es Cristo; es el cadáver de Cristo. Es lo que les queda de Cristo. No tienen esa fe viva en la resurrección. Y en cuanto se pasa el sábado, después de haber comprado cantidades de ungüentos, de perfumes, enorme, apenas a la madrugada del domingo –que ahora se llama domingo; fue el primer día de la semana libre-, se lanzan hacia el sepulcro para realizar la obra que no habían podido hacer antes. Y van allá.

“Avanzada ya la noche del sábado, al amanecer vino María Magdalena con la otra María, las mujeres, y otras, a visitar el sepulcro. Y mientras caminaban se preguntaban: ¿Quién nos quitará la piedra del sepulcro? Ellas van decididas, has pensado todo menos que hay una piedra en el sepulcro.

Pero caminan, como buenas mujeres; adelante. Cuando se les ocurre: ¡Ay va! ¡Si hay una piedra! ¿Quién nos la quitará? –Y no obstante, adelante, adelante; a ver, a ver qué pasa. Y cuando estaban ya bastante lejos, se fijan, y ya no estaba la piedra. –Pues… ¡está abierto! Pues, ¿qué ha pasado? Se lo han llevado.

–Y María Magdalena sin esperar más, se separa de las demás y va corriendo a avisar: que lo han robado, que le han quitado del sepulcro. -¡Nada!, eso son imaginaciones, ¿verdad? Lo único que puede decir es que no está; que lo han robado… eso… eso… Como no tenía fe, fe viva, no le vino inmediatamente que había resucitado, sino: lo han robado.

Y entretanto las otras mujeres siguen adelante con mucho pavor: ¿Qué pasaría allí? ¡Pobrecitas!, ¿eh? Si llegan a ir un poco antes se encuentran con los guardias; no sólo con la piedra, sino los guardias que estaban allí. ¿Qué hubiesen hecho con los ungüentos entonces? Hubiesen caído por las rocas todos; del susto.

–Pero ya el Señor había resucitado. Llegan y entran al sepulcro. Y se encontraron con un ángel. “Y el ángel, dirigiéndose a las mujeres les dijo: Vosotras no tenéis que temer. Bien sé que venís en busca de Jesús, que fue crucificado”. Ellas venían, más que en busca de Jesús, en busca del cadáver de Jesús. Pero con amor, con amor. –Se hallan sin el cuerpo. La primera reacción había sido asustarse, al ver que no estaba el cuerpo; estaban consternadas porque no estaba el cuerpo.

–Cuántas veces pasa esto: estar consternados precisamente por lo que es señal de salvación. Estar consternados por nuestro estado espiritual interior, cuando es el estado que lleva a la salvación; cuando es lo que tiene que pasar; cuando es señal de que el Señor nos ama, nos quiere. ¡Cuántas veces! Consternadas por algo que es parte precisamente de lo que el Señor prometía. –¡Pero si el Señor te lo había dicho eso!

–No encuentran, y están consternadas porque no está el cuerpo. Ahí está el motivo de tu gloria. Por eso les dice el ángel: “No tenéis que temer. Vosotras bien sé que buscáis a Jesús que fue crucificado. Ya no está aquí; ha resucitado según predijo”. Ya lo dijo Él. Ha resucitado. “Venid, mirad el lugar

donde estaba sepultado el Señor”. Y bajan, y lo ven. Aquí estaba. Pero ya no está. Ha resucitado.

–La grande noticia, la grande alegría. Pero no lo han visto a Él. Es un ángel. Ven las señales. Les está preparando a la fe: Primero, viendo la piedra quitada. Después, viendo el sepulcro vacío. Después, con el ángel. Pero todavía el Señor no se les muestra. “Y ahora, id, sin deteneros, a decir a sus discípulos que ha resucitado y que va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis”. Id a Galilea

como os ha dicho el Señor. –No había modo de moverlos de Jerusalén a éstos. Estaban pegados; a ver qué pasaba. “Id a Galilea. Ya os lo prevengo de antemano”.

–Ellas salieron al instante del sepulcro con miedo y con gozo grande. Con una mezcla. –Es que es imponente. Todas estas escenas suponen una carga de emoción interior. Con mucho gozo, pero con miedo: Bueno, y, ¿qué habrá pasado? Y en la ciudad, ¿qué pasa? Con todo lo que le han perseguido, ¿qué pasará ahora?

 –Todo ese estado interior. Y fueron corriendo a dar la nueva a los discípulos. Los discípulos estaban en el Cenáculo, allí metidos. Y éstas llegarían allí. Llaman a la puerta: ¡Pum, pum! –Y los otros, quietos, quietos. “¡No abrir, no abrir!, que vienen en nuestra busca”.

Ellos tenían la idea de que después de acabar con Cristo, acababan con ellos; y estaban metidos allí, sin salir. Y cuando llaman éstas, pues lo lógico sería eso: No abrir, no abrir; eso no. -¿Abren? –No, no; no abras, no abras. –Y ellas: que somos nosotras… -A ver, ¿quién, quién? –No, no, ¡que eso es trampa! –Diría: “Yo soy, pues María, la madre de Santiago. –Pero, si será, si será… -Y mirarían así, con mucho miedo. –Y les dicen: Que… ¡que ha resucitado! -¡Hala, hala! A correr, a correr; marchad, marchad; ya están viendo visiones éstas; ya están exaltadas.

 El Señor les ha preparado; todavía no lo han visto. ¿Cómo les ha preparado el Señor? ¿Cómo tenemos que prepararnos nosotros al encuentro del Señor? ¿Cómo tenemos que preparar las almas a

este encuentro del Señor?

Pues, les ha avivado la fe, recordándoles las palabras de Cristo: “Ha resucitado como lo había dicho. Precededme en Galilea, como os lo había dicho”. Todo esto estáya.

–Recuerda las palabras de Cristo. Ese es siempre el camino que nos ha de llevar a disponernos al encuentro de Cristo: recordar sus palabras, volver a rumiarlas y saber poner la palabra justa en la

circunstancia concreta de la persona. Es el gran medio de consolar a las almas, el poderlas retratar en un paso de la Sagrada Escritura, y decirle: “Mira, eso que te pasa es esto. Así estás. Pues mira: el Señor ha dicho esto, y el Señor te está conduciendo por aquí”.

María Magdalena se había separado de éstas. Ella fue por su cuenta corriendo; tenía más prisa que todas las demás. Era inquieta María Magdalena. De la cual el Señor había lanzado fuera siete demonios. Y apenas anunció a los Apóstoles, fue de nuevo al sepulcro.

 

Veamos esta aparición a María Magdalena.

La vida de pecado no impide nunca, cuando se ha llorado, las grandes comunicaciones de Cristo; nunca. De María había lanzado siete demonios, es decir, multitud. Tenía cantidad de vicios y de pecados. Y aquí precisamente lo recuerda San Marcos, en este momento de la Resurrección:“Primero se apareció a María Magdalena, de la que había echado siete demonios”.

Como digo, no parece ésta la María de Betania. María Magdalena, ésta, es una verdadera Marta espiritual. Le falta la fe viva. Tiene mucho arranque y mucho amor, pero no tiene aquella fe

profunda en la divinidad de Cristo.

Viene con las otras mujeres, con la misma falta de fe, con la misma falta de confianza, a visitar, a honrar la reliquia de Cristo, no la persona viva de Cristo. No está esperando al Señor como la Virgen, ni como María de Betania. Lo cual significa que creía en que Cristo estaba muerto, pero no creía en Jesucristo como persona viva.

Es impetuosa, María. Ve el sepulcro vacío, y sin más, corre a los Apóstoles: a Pedro y a Juan. Parece, por el relato del Evangelio, en San Juan, que no estaban estos dos en la misma casa, y los apoyan los comentadores en que dice explícitamente que: corrió a casa de Pedro y a casa de Juan. Repite dos veces. No dice: a casa de Juan y Pedro, sino “a casa de Pedro y a casa de Juan”.

Pues bien; va a ellos, impetuosa, y se encuentra con que no le hacen caso. Juan no sabía nada de concreto. La Virgen probablemente no había dicho nada a Juan, aun cuando estuviese en su casa. No era un oficio suyo divino. Le podía consolar en cuanto le animaba a la fe, pero decirle: Jesús ha venido a visitarme, ha resucitado ya, probablemente no se lo dijo; si el Señor no se lo encargó explícitamente, no se lo diría. Su discreción era suma, y Ella se mantenía en esa actitud contemplativa.

Por eso, María, al ver que Juan no le da especiales esperanzas, después de haber corrido a Pedro, se iría con los Apóstoles, correría por una parte y por otra, y vuelve al sepulcro. “Pedro no le creyó”. Eso lo dice explícitamente el Evangelio. “Como ni los otros lo creyeron”,lo dice San Lucas. Y se volvió al sepulcro. ¿Qué hace allí en el sepulcro? Busca y llora. Pero busca con agitación.

Vamos a ver el texto del Evangelio. “Entretanto, María Magdalena estaba fuera, llorando cerca del sepulcro”. Cerca, pero agitada. “Con las lágrimas, pues, en los ojos, se inclinó a mirar el

sepulcro”. ¡La de veces que había mirado allá! ¡Cuántas veces! Pero, con poca fe. Busca; llora. No al Señor, sino a la reliquia del Señor. Y una vez más se vuelve a mirar. ¡Tantas veces había mirado…!

–Eso que nos pasa cuando hemos perdido un objeto, que estamos mirando siempre los mismos cajones y los mismos sitios. Y lo ha mirado cien veces, pues, vuelta a mirar. Y es una cosa que no cabe en el bolsillo, porque es un estante, pues es capaz uno de mirar a ver si lo tiene en el bolsillo.

Pues eso es lo que pasa en estos momentos. Ella mira otra vez; vuelta. Y cuando mira otra vez, se encuentra nada menos que con dos ángeles, vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Y María está tan ocupada con el Señor, con la reliquia del Señor, que no le asustan los ángeles.

Se encuentra con ellos y se queda impertérrita. “Dijéronle ellos: Mujer, ¿por qué lloras?” –La pregunta que tanto gusta al Señor: Quid ploras? –El ángel va a disponerla a María para la aparición de Cristo. Y va a disponerla haciéndole ver un poco su estado interior. Haciéndole ver qué es lo que está buscando; que está equivocada.

Que lo que ella está buscando, no es a Cristo mismo, sino el cadáver, y que tiene que buscar a Cristo vivo, a Jesucristo vivo. Mulier, quid ploras? “¿Por qué lloras?” Y ella responde sin ninguna

turbación y sin ningún susto: “Pues porque se han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dominum meum. Su Señor no es Cristo, sino el cuerpo de Cristo. “Han llevado de aquí a mi Señor”.

–A su Señor nadie se lo puede llevar, si es Cristo. Al cuerpo de Cristo muerto, sí. “Han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto”. Jesucristo ya no existe para ella; está en plena desolación. No tiene fe, no tiene esperanza.

“Y dicho esto, volviéndose hacia atrás…” -esto no es de María de Betania- ¿Por qué volvió hacia atrás? Pues quizás porque el Señor, que ya estaba preparándola, pues movió un poco, hizo algún ruido entre las hojas del jardín. “Volviéndose hacia atrás vio a Jesús en pie”, en pie. Todo lo debía María a Jesús. ¡Claro! ¡Todo! Todo lo había puesto en este amor a Cristo.

Hace tres días lo había visto morir, pagando tan caro el perdón que le había concedido cuando en casa de Simón el fariseo, lo dijo que había sido perdonada en muchos pecados porque había amado mucho. Y ahora, ese Cristo, a quien ella sin saber, está buscando, creyendo que sólo busca el cuerpo de Cristo, se le va a poner delante de los ojos.

Es el Consolador. El Consolador que sabe jugar con las almas. Ella no conocía que fuese Cristo porque le faltaba la fe. No es que necesariamente se hubiese disfrazado de Cristo. No necesariamente, sino que, para que nosotros podamos reconocer a Cristo, tenemos que tener los ojos puros, llenos de pura fe. Y por eso dice el evangelista: “Vio a Jesús en pie, mas no conocía que fuera Jesús”. Y le dice Jesús, para prepararla todavía; prepararla a su manifestación y a su comunicación: Mujer, ¿por qué lloras? –de nuevo- ¿por qué lloras? -¿Por qué nos afligimos nosotros?- “¿A quién buscas?” Quem quaeris? La eterna pregunta de Cristo: ¿Buscas consuelo, o me buscas a mí?

María, ve quizás una cierta majestad en aquella persona, pero no puede sospechar que sea Cristo. ¡Cómo va a sospechar, si ha muerto hace tres días! Pero ve una cierta majestad, y entonces comprende que ella lo trate de “Señor”. Le dice entonces, pensando que sería el hortelano: “Señor, si tú le has quitado, dime dónde le pusiste y yo me lo llevaré”.

Es una respuesta sin sentido ninguno por ningún lado. En primer lugar porque el otro podía decir: Pero, ¿de quién hablas? “Señor, si tú le has quitado…” Pero, ¿a quién?, ¿a quién? Un hombre que le encuentra por el camino, en el jardín, dice: ¿Por qué lloras? –Si lo has quitado… si tú lo has quitado… ¿A quién? –Ella no tiene más que a Cristo en la cabeza, el cuerpo de Cristo. “Si tú lo has quitado, dime dónde lo pusiste”. –Si lo he quitado, no te lo voy a decir; por algo lo he quitado. “Y yo me lo llevaré”.

–Pues para ese viaje, no me lo hubiese llevado yo. –No, no tiene sentido ninguno; pero es eso; es el amor de ella; que no ve más que esto. “Yo me lo llevaré”. Y, ¿cómo se va a llevar ella el cadáver de un hombre? “Yo me lo llevaré”. No piensa en nada más. Más que… se ha asustado, y dice: Pues a lo mejor éste, el hortelano que era el dueño del sepulcro, pues se lo ha llevado, y lo ha retirado y lo ha echado fuera.

 “Yo me lo llevaré” a otro sitio, a otro sepulcro. Ella siempre con el cuerpo de Cristo. Ni soñar que ése podía ser el Señor. Le dice Jesús: “María”. Volviéndose ella al instante –porque ya se había vuelto otra vez. ¿Eh? Después de haberla dicho, iba a otro lado. Como Marta, igual. –“Volviéndose ella, le dijo: «Rabboni»”. –El Señor es el Buen Pastor que conoce sus ovejas y las llama por su nombre. Y ellas oyen su voz y la reconocen.

Pero le ha llamado –fijaos- como a Marta le solía llamar. A María nunca le llamaba por su nombre; oía siempre ella. En cambio a esta María de Magdala o de la Resurrección, no; le ha tenido que llamar como a Marta: Marta, Marta; María, María. Para hacerle esperar, para hacerle detenerse un poco, para hacer que su corazón reposase. “María, María”, palabra que trae a la mente de esta pobre mujer todo, todo, todo. Cuando viniste allá a casa de Simón el fariseo, María…; cuando asistías a mi muerte en la cruz… Es verdad que Jesucristo ha buscado a María más que María a Él;

mucho más. Siempre estaremos con retraso respecto de Jesucristo. Nos lleva la ventaja de una eternidad.

“María”. Y ella entonces volviéndose le dijo: “Rabboni”. “Maestro mío”. Lo reconoció y se echó a sus pies, y se agarró a Él con un consuelo grande. Lo que ya no se esperaba ella. Pues el Señor… como antes, como antes. Ha pasado todo. “Ha pasado el invierno”. Tiene el consuelo inmenso. Y goza del gozo del Señor abrazada a Cristo, a quien se agarra, como diciéndole: Ahora ya no te suelto más; ahora no te escapas. Y le aprieta fuerte. Y el Señor la deja, la deja. “Rabboni”.

Gusta la divinidad. Fijaos el gozo que siente ahora María al abrazarse con Cristo. No es la satisfacción de haberle buscado con diligencia, sino el gozo de Dios. No es que ella dice: Menos mal que he trabajado y menos mal que lo he buscado; no. Es el gozo de Dios que ha encontrado. No es el deber cumplido, sino es el encuentro con Cristo glorioso.

Y está allí. Ya no quiere más. Hasta que el Señor le dice: Noli me tangere. “No te quedes apegada”. Le dice ella: ¡Ah!, ya no te suelto. –Pero no te quedes ahí; no te quedes apegada. O de                  otra manera: Suéltame ya. Significa lo mismo. Noli me tangere: “Suéltame, suéltame”. Porque ella no lo quería. Ella decía como Jacob: No te dejaré hasta que me bendigas, hasta que me lleves contigo. Y Él le dice: Suéltame ya, suéltame. “Porque no he subido todavía a mi Padre”. No es todavía el tiempo. Hay mucho que hacer todavía. Tienes mucho que hacer. Cuando vengas después, cuando vengas a la gloria del Padre, entonces podrás estar agarrada conmigo a mis pies toda la eternidad. Pero ahora tienes que hacer, porque, aunque es verdad que no he subido a mi Padre y me tienes aquí contigo, pero tú tienes algo que hacer. Mira; “vete, vete a mis hermanos –qué palabra dulce del Señor a los Apóstoles-, vete a mis hermanos y diles de mi parte: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. “Vete a mis hermanos”.

Después de la Redención de Cristo, nosotros somos hermanos de Cristo. Él nos ha dado como Madre a su Madre, porque Él está en nosotros; y el Padre suyo es el Padre nuestro, y el Dios nuestro es Dios suyo, porque Él es Dios

-Hombre y nosotros somos hombres que participamos de su divinidad. Es el consuelo. E inmediatamente a todo aquel que consuela Cristo, hace que comunique su consuelo a los demás. Es

esa cadena que se establece ya definitivamente: La Divinidad a la Humanidad de Cristo, de la Humanidad de Cristo gloriosa a los hombres, y de los hombres entre sí. Abundan las pasiones de Cristo de unos a otros como abunda la consolación de Cristo de unos a otros.

Esta es María Magdalena; la pecadora que ha gozado de la resurrección de Cristo. Y nosotros podremos hacer lo mismo. Nada nos lo impide nuestra vida pasada, nuestros pecados. Sólo tenemos

que tener esa madurez en la fe.

 

Aparición a Pedro.-

 Vamos a considerar otra aparición de Cristo que nos puede ser muy útil. La de Pedro sería muy hermosa; muy bonita es: cómo el Señor lo prepara, cómo el Señor tiene esas delicadezas con él, con Pedro. Vamos a verlo.

Pedro es el más afligido de todos los Apóstoles; Pedro. Por muchas razones. Por su triple negación muy particularmente. Eso no se le quita de encima. Por esa triple negación suya en la noche del sufrimiento de Cristo, se siente responsable en gran parte de los dolores y de la muerte del Maestro.

–Es eso que suele pasar cuando uno no ha sido fiel: Pues… parece que yo tengo la culpa… -Y cuando ve que ha muerto y oye que le han crucificado y que ha muerto en la cruz, él siente eso: Yo soy culpable de eso; yo no me he portado como debía; le he sido ingrato, lo he traicionado. Y ese dolor, Pedro lo lleva en su rostro.

Las lágrimas no cesan de caerle cada vez que se acuerda de lo que ha pasado. “Empezó a llorar” dice el Evangelio; como si no acabase ya de llorar. Y no sabe de quién pedir la absolución; no sabe a dónde ir. ¿A dónde puede ir? Si estuviese Cristo, se le acercaría y le pediría perdón, y le pediría excusa de todo. Pero ahora, ¿a dónde va a pedir absolución? Nadie se la puede dar. “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?” Y no sabe a dónde ir.

Tampoco está firme en la fe. Se ha acabado todo. Jesucristo ha muerto en la cruz; ya no es más que un cadáver en el sepulcro. Sufre mucho Pedro, mucho. Todo lo que él había hecho siguiendo a Cristo cae por tierra. Había renunciado a sus negocios, todos sus planes; y ahora, ¿qué hace? Sufre mucho.

Y Jesucristo conoce su aflicción y le quiere consolar. Pero como es muy delicado el Señor, le quiere consolar sin testigos. Es así de fino el Señor. No le quiere hacer pasar un mal rato ante los demás. A él lo va a consolar solo a solo; sin testigos. Y si Magdalena es la primera de las mujeres –Magdalena, de la cual echó siete demonios-, Pedro será el primero de los Apóstoles, precisamente el

pecador arrepentido; éste. Y no fue otro.

Así trata el Señor. Eso pasa por encima de todas esas pequeñas cosas nuestras, aun de los pecados; una vez que uno se arrepiente de ellos, eso no establece ninguna dificultad al contacto con el Señor. Al contrario, muchas veces el alma sabe aprovecharse, tiene una disposición más humilde, más sumisa al Señor.

Pues bien; como en todos los demás, Pedro que está débil en la fe, tiene que ser madurado en la fe. Y esto lo hace el Señor: la maduración de la fe de Pedro. Primero, madura esta fe o empieza a

madurar, empieza a prepararse con el anuncio de Magdalena.

      Cuando llega Magdalena y llama a la puerta, y dice a Pedro: “Le han robado al Señor, lo han quitado”, esto ya empieza a preparar el corazón de Pedro. Ya hay algo nuevo que le puede empezar a hacer pensar. Cuando después va con Juan a visitar el sepulcro, la preparación sigue adelante. Viene Juan a su casa y le dice: Pues vámonos a ver. ¿Has oído lo que ha dicho Magdalena? –Sí. –Y, ¿qué te parece? –Pues que son sueños. -¡Qué va!, ¡qué va a ir! –Pues vamos allá. –Tenían demasiado miedo los dos-. Sí, vamos

allá; ahora nos ven por la calle enseguida, y nos conocen. Y si nos conocen, pues nos llevamos un disgusto. –Dicen: Pues vamos allá, y nos vamos corriendo; de una carrera llegamos allí en poco tiempo y lo vemos.

–Y en efecto, se echan los dos una carrera –lo dice así el Evangelio: “Con esta nueva salió Pedro y el dicho discípulo y se encaminaron hacia el sepulcro. Corrían ambos a la par”. Corriendo los dos; ¡carrera! Y llegó primero Juan. ¿Porque era joven? Sí; porque era joven. ¡Pero vamos! No es que hay que imaginar que Pedro fuese un viejo. Pedro tendría unos 25 años, 26 años. De modo que no es tanta la diferencia de edad.

Juan era joven. Ya tendría un poco más entonces Pedro, porque eran tres años los que habían pasado; pero vamos, no pasaría de los 30. Mientras que Juan tenía unos 20. Bien. Alguna diferencia sí que hay; no tanta. Pero, el verdadero motivo por el que Juan corría adelante, era otro probablemente. Es que Juan tenía el corazón muy libre, muy libre.

Pedro, cuando corría, tenía unos sentimientos dentro… Penetremos en el corazón de Pedro en esta carrera al sepulcro. Los dos están llevados por el amor de Cristo, ciertamente. Corren los dos bajo el impulso del amor de Cristo; pero Pedro pensaba en lo que había hecho y en lo que había dicho. Eso no se lo podía quitar de encima. Y ahora iba hacia el sepulcro, sí, pero iba con esa cara de angustia, con esas mejillas hundidas de tres días de llorar.

En el fondo estaría pensando: Y si estaba allí, ¿qué me dirá?, ¿qué me dirá? Eso era inevitable en Pedro. Todavía no estaban las cosas limpias, claras, ¿Qué me dirá? –Conocía el Corazón de Cristo, sí; pero eso no lo podía evitar. Mientras que Juan corría con ligereza; él no tenía ningún pensamiento de ese tipo.

“Llegó, pues, el primero Juan, y habiéndose inclinado vio los lienzos en el suelo, pero no quiso entrar”. No entró; por respeto a Pedro. Fijaos, que ellos conocían el Corazón de Cristo. Pedro es el jefe. No. A esperarle.

“Y llegó tras él Simón Pedro, y Simón Pedro entró en el sepulcro”. Él sí. –Pero, ¿el pecador? Entra en el sepulcro. Es el jefe. –Así es el Señor, y así trata a las almas. “Y entró y vio los lienzos en el suelo y el sudario que habían puesto sobre la cabeza de Jesús, no junto con los demás lienzos, sino separado y doblado en otro lugar. Entonces el otro discípulo entró también”. Asombro de Pedro cuando se encuentra con los lienzos y el sudario por otro lado.

Encuentra lo que no esperaba. Él eso no se lo esperaba. No son señales de robo éstas; porque le había dicho Magdalena que lo habían robado. Uno que roba no se detiene a quitar los lienzos y a

doblarlos, y poner el sudario aparte. Se lo lleva todo. No son señales de robo. Son señales de resurrección; de aquellos lienzos que ya no necesita, de aquel sudario que ya no necesita. Y se queda admirando, admirando.

Mirad; las señales son claras. Lo que había dicho ya el Señor: los lienzos, el sudario, la piedra quitada. Las señales son claras. Y sin embargo, no llegan a discernir la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: “Entonces el otro discípulo que había llegado primero al sepulcro, entró también, y vio y creyó”. ¿Qué creyó? Y dicen muchos comentadores: Creyó que lo habían robado, que es lo que se trataba de demostrar; eso que había dicho Magdalena: lo han robado. Y ve los lienzos y ve el sudario, y creyó que lo habían robado.

–Añade: “Porque aún no habían entendido de la Escritura que Jesús debía de resucitar de entre los muertos”. De modo que las señales que vieron eran de resurrección, y no las conocieron como señales de resurrección. Eran claras suficientemente para quien tuviese el corazón limpio.

Meted esto dentro, que es mucha verdad: El discernimiento de las señales divinas, supone la paz y pureza del alma. Si el alma no está en paz y pura, no reconoce las señales de Dios. No podrá hallar la voluntad de Dios fácilmente. No las encuentra.

Esas exigencias de una razón argumentadora –que necesita esto, porque tiene que ver, porque ya yo tengo una inteligencia suficientemente clara, yo soy muy razonador, usted tiene que probarme esto, y esto no está claro… -las exigencias de una razón argumentadora, aparentemente argumentadora, no es prueba siempre de una inteligencia superior; no.

Generalmente pueden ser pruebas de un corazón menos limpio. La inteligencia transparente, penetrante, cuando está al servicio de un corazón limpio, descubre inmediatamente las señales divinas;inmediatamente. –Es que yo necesito esto.–Generalmente…

Ahí Pedro no es que tuviese mucha más inteligencia, no; lo que le faltaba es la disposición del corazón, la limpieza del corazón para ver las señales divinas. La fe menos razonadora es muchas veces mucho más penetrante de las señales divinas y de la palabra divina. Y se volvieron, se volvieron los dos a casa.

 

Meditación de Pedro. Pedro vuelve a casa, pero ya se le ha agitado el corazón. Al principio, su meditación estaría perturbada, agitada. Luego se hace más recogida, comenzando a evocar los recuerdos del Maestro: lo bueno que era, su perdón, sus palabras. Y le iban viniendo a la cabeza. Iba recordando: ¡Ay!, aquella vez, cuando yo le dije: Tú eres el Hijo de Dios vivo; si dijo que iba a morir… ¡Si lo dijo! Cuando yo le dije: ¡que no, que no, que no! Y me dijo que le escandalizaba.

Pues, hablaba de su muerte entonces. Y dijo que al tercer día resucitaría. –Empieza a meditar, a repensar. –Es el modo de madurar la fe: el recuerdo de las palabras del Señor; las recuerda. Y recuerda sus predicciones. Y esto provoca en Pedro la actitud de espera: -¡Oh!, pues es posible… pues a lo mejor… Se pone ya como quien está esperando. Y en un cierto momento que no sabemos

–no sabemos más que se le apareció-, la aparición de Cristo, que le consuela. A solas los dos. Los Apóstoles dirán: “Se ha aparecido a Pedro”. Y a ellos les bastará esto. Basta. Como le había dicho el Señor: “Y tú, por fin, cuando vuelvas, confirma en la fe a tus hermanos”.

Cristo se le muestra glorioso, lleno de gloria divina; y ahí se encuentran en un abrazo íntimo el amor penitente y el amor misericordioso. El amor de Pedro, llorando, arrepentido de todo, humillado, porque había sido un poco por su confianza en sí mismo y por su soberbia por lo que le había pasado lo que le había pasado, y el amor de Cristo misericordioso. Y Pedro le diría otra vez: ¡Señor, Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo! Y Él le repetiría: Y tú eres Pedro, y sobre esta piedraedificaré mi Iglesia. Sobre ésta. No me he equivocado; ya sabía lo que eras. Y cuando te lo anuncié,

te lo anuncié sabiéndolo. No tienes que pensar más en eso. “Venid a Mí todos los que os estáis con trabajos y fatigas que Yo os aliviaré”. ¡Cómo sería el perdón de Jesús para Pedro! ¡Qué profundidad! ¡Qué paz le dejó! ¡Qué serenidad! Todo había pasado.

Y el Señor le da su gracia, le comunica la divinidad también a él, la consolación del Padre, y le pide que con esa gracia que él tiene ahora, confirme también a los Apóstoles, que los prepare; que

los pobres están como ovejas descarriadas sin Pastor. Que les vaya preparando. Que Él se les presentará también, les consolará; pero que él les prepare un poco para que pueda el Señor manifestarse a ellos.

Pues bien; reflexionemos sobre nosotros para disponernos también con la misma confusión, como Pedro, al consuelo de Cristo; reconociendo, como Pedro, que somos en gran parte causa de la Pasión de Cristo. Pero sin desanimarnos nunca. Porque todos nuestros pecados pasados no serán impedimento para la efusión de esta gracia redentora de Cristo. Y así, vivir en consolación y en confianza.

Que el Señor no nos olvida; que el Señor sabe lo que necesitamos. Y si hemos sufrido por Él, si hemos sufrido con Él, aun cuando hayamos tenido nuestras debilidades, el Señor no nos dejará. Y esto tiene que ser para nosotros como una confirmación en los Ejercicios: el consuelo de Cristo. Y aun cuando haya algún disparate grueso, como el de Pedro, el Señor me consolará. Y aun

cuando yo me desanime, como los discípulos de Emaús, que abandonaron todo y se iban hacia Emaús, Él me consolará también.

 

Los discípulos de Emaús.

 

- Estos discípulos de Emaús son el tipo de algo que puede ser muy

nuestro después de los Ejercicios. Es el tipo de las almas desalentadas, desanimadas.

Los dos discípulos de Emaús han perdido ya la esperanza de encontrar al Señor. Son clásicos en la vida espiritual estos caracteres. Han esperado un cierto tiempo, no han salido las cosas como ellos pensaban, y se marchan, se desaniman; dejan la vida de comunidad y van por su lado ya, para buscar el camino propio de ellos. Vamos a ver este trozo brevísimamente, para ver estas lecciones para nosotros, sabiendo que el Señor nos buscará como buen Pastor a estas ovejas descarriadas.

“En este mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de 60 estadios. Y así conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido”. Entre los dos; hablando, hablando.

–Es la característica del alma desanimada. Siempre hablando de las desgracias propias: todo, todo va mal; lo que ha pasado; el pobre… y dale vueltas y vueltas. Siempre igual; siempre hablando de esas cosas.

“Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía”. Jesús. “Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen”. Les faltaba la fe. Y Jesucristo va a madurarles la fe antes de que lo reconozcan.

Esto es también una lección de cómo nosotros tenemos que ayudar a las almas. Estos dos pobres hombres asustados, que van por aquel camino alejándose ya de la comunidad, dejándolo

todo, han perdido tres años de vida, y ahora a ver cómo pueden remediar lo que han perdido.

 –Pero, fíjate; y cómo le han matado; y cómo esto… Y venga, y dale. Y con miedo de los judíos, por otra parte. Y el Señor que se acerca por el camino, y éstos que lo ven que se acerca, dicen: ¡Ay!, ese será un espía. Y los dos: “Vamos más aprisa”. Y el otro, más aprisa. –“Vamos más despacio”. Y el otro, más despacio. –Ya está; no nos escapamos.

Y el Señor que se acerca. Y les dice: “¿Qué conversación es esa que caminando lleváis entre los dos?” Y los dos se quedaron parados, tristes; unas caras largas. El Señor no sabía –como si no supiese- qué conversación tenían. Pero le gusta saber de ellos. –Es el modo como hay que tratar espiritualmente a las almas afligidas: Pero, ¿qué le pasa que está triste?

“Y uno de ellos, llamado Cleofás –siempre es uno de ellos el que habla: Cleofás; del otro no sabemos ni el nombre. Era uno de esos que suele haber siempre, ¿verdad?: Yo, como éste. Sí, sí, sí, tiene razón éste; como éste-. “Uno de ellos llamado Cleofás, que llevaba la voz cantante, respondiendo, le dijo: “¿Pero tú solo eres tan extranjero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en ella estos días?” Pero, ¿dónde has vivido? Y le responde el Señor: “¿Qué? ¿Qué ha pasado?”

¡Cómo es el Señor!, ¿eh? ¡Cómo le gusta esto! –Pero, ¿qué, qué ha pasado? Y él: “Pues lo de Jesús Nazareno, el cual fue un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo”. Y el otro decía: ¡Pues claro, hombre! ¿Es que no sabes tú eso? Era grandísimo. –Menos mal que hizo un buen juicio el Señor, ¿eh? Si llega a hablar mal… estaba presente. “Grande profeta.

Y cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron a Pilato para que fuese condenado a muerte. Y le han crucificado”. Jesús les oiría: ¡Pero hombre! Y, ¿qué hay de nuevo en

eso? “Mas nosotros esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel”. Aquí está el desaliento. “Nosotros esperábamos”. Yo esperaba, que después de aquellos Ejercicios, pues que ya no me iba a pasar esto.

Nosotros esperábamos que aquellos Ejercicios iban a ser decisivos para mi santidad. Pero resulta… Esperábamos. –Y Él les oye con mucha paciencia. “Nosotros esperábamos que era el que había de redimir a Israel”. Esperaban el Mesías de modo humano, no en el modo divino. “Y no obstante, después de todo esto, he aquí que estamos ya en el tercer día, después que acaecieron todas estas cosas…

-Bueno, ¿y por qué dices que el tercer día? Algo tenían ellos en el oído del tercer día. Y, ¿por qué te marchas en el tercer día? Espera a que termine por lo menos, ¿no?

–Pues no. “Bien es verdad que algunas mujeres de entre nosotros nos han sobresaltado, porque antes de ser de día fueron al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo que hasta habían visto unos ángeles, los cuales les han asegurado que está vivo”. Han llegado hasta ver alucinaciones aquellas mujeres. Bien es verdad… -¡Bueno!, pues espera; tercer día. No estás dándome más que datos que me están diciendo que deberías proceder en modo contrario a como estás procediendo. Por lo menos lo prudente es: a ver en qué va a terminar esto, antes de marcharte.

–Ese es el alma desalentada. Dice: Pues ya yo lo sabía; yo debería hacer esto. –Pues, espera; espera.

–Pero es que yo esperaba… -Pero, espera…

“Con eso, algunos de los nuestros han ido al sepulcro y han hallado ser cierto lo que las mujeres dijeron, pero a Jesús no le han encontrado”. Es el alma desanimada. Sí; todo eso es cierto; y después era verdad lo que habían dicho, pero “a Jesús no le han encontrado”.

Y entonces les dijo él: “¡Oh, necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron ya los profetas!” No se muestra todavía como Jesús, sino como un hombre que conoce, que ha leído la Escritura. –Pero, ¡qué tontos sois! Pero… me dices que ha muerto, que le han entregado, que está al tercer día que han pasado estas cosas, y dices que vosotros esperabais que iba a redimir a Israel.

Pues… ¡Pero señor! “¡Pues qué! Por ventura, ¿no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria?” Pero, ¡si está escrito en la Escritura que tiene que morir en la Cruz! Pues, ¿qué señal hay para que no esperéis que era el Mesías? Lo contrario, eso que me estás diciendo es señal de que ése era el Mesías.

“Y entonces, empezando por Moisés y discurriendo por todos los Profetas, les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de Él”. Mira lo que dice Isaías: “Si diere su vida por todos, entonces le daré una descendencia ingente”. Y mira lo que dice Jeremías, y Moisés, y los Profetas, y el salmista, y David. Iba hablándoles, hablándoles, y ellos estaban pendientes de los labios; los dos. Y se les pasaban los kilómetros de carretera sin sentir.

Y en esto llegaron cerca de la aldea donde iban. Se encontraban ya allí. “Y Él hizo ademán de pasar adelante”. Bueno… -Pues nosotros nos quedamos aquí. –Pues yo voy adelante. –“Mas le detuvieron por fuerza”. Le cogieron y dicen: a éste no le soltamos. Es que les había animado tanto… ¿Cómo les había preparado a la fe? Recordando la Escritura, recordando la palabra de Dios: Mira lo que estaba escrito, y esto, y esto, y esto, y esto.

“Y le detuvieron diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y va ya el día de caída”.

Quédate con nosotros. ¡Hala!, quédate. ¿A dónde vas a ir ahora? Quédate con nosotros. ¡Estaban tan bien con el Señor…! Sin saberlo ellos, estaban ya apegados al Corazón de Cristo, que se manifestaba a través de aquella conversación sobre la palabra de Dios. Por la palabra de Dios escrita a la palabra de Dios personal.

Y entró con ellos. “Bueno; pues me quedo”. “Y estando juntos a la mesa, tomó el pan”. –Se pusieron los tres. Los otros: Vienes a cenar con nosotros. –Bueno. –Se ponen los tres, y tomó el pan. –Ya estaban maduros en la fe, ya tenían los ojos preparados. “Tomó el pan y lo bendijo como lo bendecía siempre en su vida mortal. Y habiéndolo partido se lo dio”. Y ellos cuando vieron aquello: ¡Ay!, como el Señor… ¡Si es el Señor! Y lo vieron, y lo reconocieron. “Con lo cual se les abrieron los ojos y le reconocieron”.

¡Qué alegría! “Mas Él desapareció de su vista”. -¡Bueno! Estos dos se encontraron mirándose uno al otro, y frotándose los ojos: Pero aquí… pero… Y vendría la señorita que estaba sirviendo: Oiga

señorita, éramos tres aquí, ¿no es verdad?

–Pues sí, tres; ¿dónde está el otro? –Pues eso decimos nosotros… ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! Lo han reconocido en el partir el pan.

 -¿Fue esto la Eucaristía? Los comentadores son muy distintos en esto. Pero hay razones poderosas para pensar que sí. Porque en San Lucas, la fracción del pan tiene un valor muy singular.

En los Hechos de los Apóstoles y en el Evangelio de Lucas, el título “en la fracción del pan”, parece que se refiere a la Eucaristía. Notad que puede tener perfectamente este sentido que es muy completo y muy rico.

Y se volvieron corriendo a Jerusalén; otra vez todo el camino para atrás. Y se dijeron uno al otro: ¿Por ventura nuestro corazón no estaba que ardía dentro de nosotros cuando Él nos hablaba en

el camino, cuando nos abría el sentido de las Escrituras? ¿Pero no sentías tú dentro una cosa allí…?

¡Pero mira que somos tontos! ¡Pero hombre, si lo hemos tenido con nosotros! –Cuánto ha durado

esta visión del Señor, ¿un minuto? Un minuto, y ya los ha arreglado para toda la vida. Eso es el Señor. Y hasta les ha asegurado, los ha vuelto al redil, y hasta les ha metido dentro el fuego; y ahora van solos, ya vuelven ellos al redil. La primera cosa que hacen, volver a la comunidad, al redil, dócilmente y en carrera. “Y levantándose a la misma hora se volvieron a Jerusalén”.

Y hallaron reunidos a los once. Llaman a la puerta: abrid, abrid. Y ellos con el respeto y temor de siempre les abren; y cuando iban a decirles con toda la emoción, les dicen de dentro: “Realmente resucitó el Señor y se apareció a Simón”. Al único a quien creen, a Simón. Magdalena, ésa… quién sabe lo que

habrá visto; pero a Simón… Simón para ellos tenía mucha fuerza: “ha aparecido a Simón Pedro”. Y ellos a su vez referirían lo acaecido en el camino y cómo lo reconocieron en la fracción del Pan, en la Eucaristía, parece.

Así es el Señor de bueno, y así ha buscado la oveja; y a éstos que se descarriaban ya, los trae también al redil; con ese amor, con esa delicadeza, recordándoles, disponiéndoles al encuentro con

Él. De la palabra escrita a la palabra de la Eucaristía; eucarística, personal.

 

 

Aparición a los Apóstoles.- Vamos a verla.

 

Los Apóstoles eran reacios a creer. También a mí me puede pasar esto: que yo tenga momentos en los cuales de alguna manera me ponga así un poco terco en no admitir lo que el Señor me da.

 

Los Apóstoles estaban turbados indudablemente. Todo ese día, desde la mañana, había sido de muchas emociones. Comentan los hechos pasados, siempre volviendo sobre el mismo tema. Tienen las puertas cerradas por miedo de los judíos. “Siendo tarde aquel día primero de la semana, y estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas de la casa donde estaban los discípulos…”

 

Todo estaba atrancado. Estos Apóstoles no contaban con Jesucristo en su vida, no. Lo consideran también ellos como muerto, como un personaje muerto. Lo han dejado fuera y ellos quieren sentirse seguros en sí mismos, fuera de Cristo.

–Como nosotros muchas veces en nuestra vida hacemos nuestros planes dejando a Jesucristo fuera de ellos, sin que Él intervenga en nuestra vida. Es el símbolo de un cristianismo humano, humanista, cerrado, donde Cristo no ocupa el lugar central vitalmente.

Tendrían ellos sus razones para ello y podemos imaginar sin dificultad que quizás, cuando les hablaban de que había aparecido aquí, de que había aparecido allá, argüirían entre ellos: Pues si es

verdad que ha resucitado, ¿por qué no se ha mostrado a todos?

       ¿Qué le cuesta? Si fuese verdad esto, lo lógico sería que viniese a nosotros con quien ha estado siempre, y no allí a Magdalena o a los de Emaús, a ésos precisamente. Y nosotros que estamos aquí esperando todo el día… Pues yo no sé si eso será verdad. Ellos tendrían estos argumentos; es lógico. –Es el poner normas a Dios en vez de aceptar en pura fe los caminos que Él señala.

Les ha enviado diversos mensajes para disponerlos; ya los discípulos están un poco preparados, dispuestos. Al principio no; pero uno detrás de otro: Magdalena, las mujeres, Pedro, los

de Emaús… aquello se está preparando. Podemos pensar que ellos, en el plan humano en que estaban, pues estarían: a ver si viene, a ver si viene. Ya tienen actitud de espera: “a ver si viene”.

Pero pasa el tiempo, pasa todo el día, y que no viene. –Eso que nos pasa a veces en Ejercicios: ¡que se acaba!, ¡pues no viene, no viene! Y quizás las mujeres, les dirían: ¿preparamos la cena? Y ellos dirían: No, esperad, esperad un poco; a ver si viene, a ver si viene.

–Chicos, aquí no viene, así que a preparar la cena, ¿eh? Vamos a cenar. –Sacaron la cena, y… ya se ha acabado; ya no viene. Cenaron. Cuando iban a ir a la cama, entonces entra Jesucristo.

Así hay que entender el Evangelio. “Se presentó en medio de ellos a la tarde, estando cerradas las puertas, después de cenar, de modo que Él les pregunta si tienen algo de comer, porque no le acababan de creer. Y le dieron lo que había sobrado de la cena”.

Se presenta Jesucristo sin anunciar su venida. No llama a la puerta, no. Se presenta en medio. Si estaban ellos ya levantados después de cenar, despidiéndose entre ellos, se pone en medio de ellos. Está ahí sencillamente, como entra y sale el alma, sin anunciar su venida.

Aquí está presente. Si ruido, cuando menos lo esperaban, al terminar el día. Stetit in medio eorum. Familiar. “Mirad que Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”. Como otras veces se había presentado en medio de ellos y había estado con ellos, como uno de ellos, uno más, y les dice: “La paz sea con vosotros. Yo soy, no tengáis miedo”. Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado.

Qué saludo este de Cristo: “La paz sea con vosotros”. La paz es el fruto de la Redención. Él ha establecido la paz positiva, la paz de Cristo. “Os doy mi paz”. La paz. Es una palabra eficaz, les infunde la paz. “La paz sea con vosotros”. Como cuando calmó la tempestad. No meramente pone un orden, sino que se da Él mismo a ellos, les comunica la divinidad: “La paz sea con vosotros”. Él es nuestra paz. Y les muestra las manos y el costado. Les mostró su Corazón, como diciéndoles: ¿Por qué me consideráis como muerto, por qué os aseguráis en unas puertas cerradas dejándome fuera? Tocad y ved.

Dice otro de los evangelistas que aquellos Apóstoles quedaron sobresaltados y despavoridos porque creían ver un espíritu. Y entonces les dijo: “¿Por qué estáis conturbados? ¿Por qué se levanta ese vaivén de pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, que Yo mismo soy. Palpadme. Tocad”. ¡Estarían todos con un miedo! “Que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo. No soy un fantasma, no. Soy el mismo”. Y ellos van cobrando un poco de confianza. Dice el evangelista que todavía no acababan de creer de puro gozo. Estaban tan fuera de sí que les parecía aquello ya demasiado, demasiada alegría. Y claro, empezaron un poco a familiarizarse con el Señor. Y entonces Él, viendo que no salían de su asombre, les dijo: “¿Tenéis aquí algo de comer?” ¡Qué amable es el Señor! Como no acababan de creer: “¿Os queda algo, habéis dejado algo, tenéis algo?”

Ellos le presentaron parte de un pez asado. Y tomándolo en

presencia de ellos, lo comió. Que no soy fantasma, que no soy. Y entonces les dijo otra vez: “La paz sea con vosotros”. Es el mensaje constante de Cristo. Les da la paz, no sólo para ellos, sino también

para los demás.

Ese palpar a Cristo, eso les dio la paz. Era Él; Él mismo. Palpando sus manos y su costado y su Corazón, ¡ah!, entonces también ellos gustaron la divinidad de Cristo; también ellos. Aquello que decía Clemente Alejandrino: “que al palpar les cedió la carne y palparon la divinidad de Cristo. Lo que nuestras manos tocaron del Verbo de la vida. Y esa vida os anunciamos”.

Y el gozo de ellos era inmenso, inmenso. Les confirma: “La paz sea con vosotros”. A ver si el Señor te dice también a ti dentro de tu corazón: “La paz sea contigo”. Procurad permanecer siempre

en la paz. En esa paz sin sensación, en esa paz que no pone los nervios en tensión, en esa paz que no causa dolor de cabeza, que domina la impulsividad, la que acepta con dulzura el no ser ángel, el no ser oveja por naturaleza.

Para orar siempre y en todas partes, no hay que orar demasiado. San Juan de la Cruz dice que la gracia es una madre, y San Ignacio nos muestra en los Ejercicios que él piensa lo mismo. Seguir la gracia es mantenerse en paz, mantenerse en dulzura; sólo entonces es de buena ley la aspereza de la mortificación.

San Ignacio no pide la preocupación de aumentar sin cesar la mortificación, sino de continuarla; mantenerla permanentemente; pacífica en tiempo de paz y combativa sólo en los días de combate, que no son todos. Lo que debemos profundizar siempre más es en la abnegación.

“Déjate a ti en lo íntimo en respuesta a cualquier eventualidad y me hallarás a Mí”. Esta es el unicum necesarium, la única cosa necesaria; el ejercicio positivo de esa castidad del corazón que lo hace límpido al esplendor de la mirada de Jesús. Combatir las sirenas de las turbaciones, de las angustias, de las tentaciones, es disipación peligrosa; no por aquello a lo que nos expone, sino por lo

que nos hace perder.

Que nuestra espontaneidad sea cada vez menos la espontaneidad caprichosa, que se retrasa mordisqueando detrás del rebaño de haya en haya, sino que sea la espontaneidad de la oveja que sigue con paso igual y reposando al que marcha delante de ella, al Pastor, a quien ella ve de espaldas aquí abajo, pero que verá cara a cara en el día del reposo eterno, en los prados, en la

orilla del río, en la gloria.

Esa es nuestra paz, la que el Señor nos trae. “La paz sea con vosotros”. –Y entonces el Señor que viene a comunicar la paz, quiere que esa paz que Él les da, ellos la comuniquen a otros. “Como me ha enviado el Padre, también Yo os envío a vosotros”.

Esto dicho, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes los retengáis, les serán retenidos”. Es el Sacramento de la paz el que les da. Yo os doy la paz a vosotros; vosotros comunicadla a las almas por la penitencia, por la absolución, por el perdón de los pecados. La paz a todos. Es la generosidad de Cristo.

A esos Apóstoles que hasta entonces estaban dudando, infieles, les da las mayores gracias y los mayores poderes. “La paz sea con vosotros”.

Esta visión de Cristo ha durado poco, muy poco, diez minutos, un cuarto de hora; cuando menos se lo esperaban; y sin embargo ha dejado efectos perpetuos, para siempre. –Cuando llegan las comunicaciones de Dios, transforman el alma siempre, aun cuando sea en el momento menos esperado; por eso tenemos que tener siempre esa confianza en el amor de Cristo, que no cambia; y nunca decir: ya ha pasado el tiempo. No. El Señor se puede comunicar. Mantener siempre, en Ejercicios y fuera, esa constante esperanza en la comunicación del Señor. Y si alguna vez hago yo un disparate mayor todavía y si me emperro en que no, en que no creo, tenemos para consolarnos el ejemplo de Santo Tomás; Santo Tomás que nos tiene que animar mucho también. Vamos a

meditarlo un poco.

El Apóstol incrédulo.- Ese es Santo Tomás. Hay algo en él de temperamental. Acordaos de su expresión cuando la resurrección de Lázaro: “Vamos también nosotros a morir con Él”. Él ve negro, muy negro. Allí se acababa todo. Es generoso, pero muy pesimista.

Y en el capítulo 14 de San Juan, cuando el Señor les estaba diciendo cómo iba a la gloria y al Padre, y les dice: “Y a dónde voy lo sabéis, y el camino lo sabéis”; le dijo Tomás: No sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino? Pesimista, temperamentalmente pesimista. Es generoso y fiel, pero sin esperanza. No es un hombre de grandes esperanzas. Es recto, leal, pero estrecho, que teme sobre todo que le la peguen; es a lo que él tiene miedo. Él dice: aquí las cosas claras; él tiene ese miedo por

temperamento. Es como esos que están siempre contando las monedas: a ver si es justo, a ver si le ha pegado éste, a ver si… Un poco desconfiado… Tiene miedo de que se la peguen; no se fía, y tiene miedo de ser esclavo de ilusiones; tampoco quiere eso Tomás.

Con la muerte de Cristo, su horizonte ya estrecho de antes, se ha cerrado del todo. En él ya es noche oscura; nada hay que esperar; para él se acabó todo. Si antes no tenía grandes esperanzas, ahora nada, nada. Con todo, ama a Jesucristo y ama a los Apóstoles sus hermanos, sin duda ninguna.

Vuelve, y los encuentra locos de alegría; que están felices; que han visto al Señor; y venga a contar cómo estaba el Señor, cómo les había dado aquella paz. Y ese gozo le choca todavía más. No quiere dejarse llevar de ilusiones, de entusiasmos ciegos. “Pero vosotros estáis…; eso que estáis haciendo no es equilibrado; no, no sois objetivos”. Y él no quiere hada de esos entusiasmos, nada; hay que ser más sereno.

Con su pesimismo natural se agria con algunos remordimientos; porque es evidente que él debió pensar enseguida: yo, ¿por qué me habré alejado? ¡Pues yo tengo la culpa! Si hubiese estado aquí, las cosas serían claras. Y tiene remordimiento de haberse alejado. No lo he visto porque estaba separado. Le empiezan estos remordimientos, y esto le agria más todavía.

Quizás se lo reprochan: “Cómo no viniste… ¡claro!, como estuviste fuera… si hubieses estado aquí… te desanimaste, te fuiste…” Y eso todavía le cierra más a Tomás. ¡Es tan frecuente eso de quererse justificar! Él dice: Pues no; no tenía por qué. ¿Por qué iba a venir? Son tonterías. Yo no soy como vosotros que os dejáis engañar por éstas que han visto. Os han contagiado las mujeres estas. Y ahora se encasquilla. Pesimista, desconfiado, que después tiene un cierto remordimiento y se encasquilla con vanos pretextos.

        “Tomás, -le dijeron los discípulos- hemos visto al Señor”. Él les dijo: “Si no veo en sus manos la marca de sus clavos y no meto mi mano misma en su costado, no lo creo”. Son los vanos pretextos; necesidad de experiencia sensible; insuficiencia del testimonio concorde: Pero si le han visto todos, a mí no me basta eso, tengo que meter yo; eso no me basta, tengo que verlo yo mismo; y se emperra. Es una infidelidad notable.

 

Los Apóstoles son gente serena que les ha costado creer. Lo lógico sería que él dijese: pues he hecho mal en marcharme; qué lástima que no he estado aquí; vamos a ver si el Señor se compadece de mí. Sería la posición lógica. Él no; ha empezado con un poco de desconfianza y ahora se ha emperrado, se ha vuelto terco y allí está que no le doblega nadie.

“Y ocho días después estaban allí dentro los discípulos y Tomás entre ellos. Viene Jesús cerradas las puertas, como la otra vez, y puesto en medio de ellos les dijo: “La paz sea con vosotros” El gran saludo del Señor, la paz con vosotros. “En lugar humilde, hermoso y gracioso”.

Paz con vosotros. Y Tomás, cuando vio aquello, avergonzado, debajo de la mesa; y el señor miró un poco alrededor y le ve a Tomás y le dice: “Trae acá tu dedo. Mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado”. Lo sabía Él; claro que lo sabía. Si nos conoce bien, son sigue muy bien, aun cuando no lo veamos presente. Él nos sigue en todo. Y el pobre Tomás: Que no, que no; que ya creo, que no. ¡Hala, hala! Tú que no creías nada, a meter el dedo. Y el otro avergonzado. –Ven, ven aquí; mete, mete aquí. Y no le cedería el Señor. –Que no, que no, que ya creo. –Hasta dentro.

–Y después le dice: “Y no seas racionalista, sino creyente”. Eso significa incrédulo; no sean desconfiado, sino fiel.

–Cuántas veces nos tiene que dar el Señor este consejo. –Tomás accede, y a su contacto siente la divinidad, palpa la divinidad, gusta la gloria de Cristo, el gozo de Cristo. Entonces es cuando exclama: “Señor mío y Dios mío”. Confesión magnífica de la divinidad de Cristo que la ve ahí, que la gusta, que la goza en el Señor. Entonces le dice Jesús: “¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que no vieron y creyeron”. No seas incrédulo, no seas desconfiado, no seas racionalista. Dichosos los que no han visto y han creído.

–Parece que Él se refiere a la Santísima Virgen, sin duda. Creyó sin señales particulares-. En cambio de los demás, decía el Señor: si no veis señales y prodigios, no creéis. Es siempre la discreta claridad de unas señales, que sólo discierne la buena voluntad dispuesta en fe; y así quiere el Señor que procedamos, no con argumentos convincentes y metafísicos, sino Él se muestra siempre en una discreta claridad,que sólo la buena voluntad reconoce. La buena voluntad que procede con espíritu de fe.

Por eso San Pedro admirándose de los fieles les decía: “Al cual sin haber visto amáis”. Como diciéndoles: es admirable; vosotros no le habéis visto como nosotros; nosotros hemos comido con Él, le hemos conocido. Para nosotros el amor a Cristo no nos cuesta nada; le hemos visto, hemos convivido con Él; vosotros no le habéis visto y le amáis. Y amándole y viviendo con Él, os alegráis con un gozo que no se acaba nunca, con un gozo que nadie os puede quitar. Vuestro gozo nadie os lo puede quitar.

Es la alegría, el gozo de la divinidad de Cristo, que se comunica por ese trato íntimo con Él. Vivamos, pues, en esa confianza plena. No ser desconfiados nosotros, sino tener esa fidelidad al Señor que todo irá bien, si nosotros somos fieles en el momento presente con lo que el Señor quiere de nosotros. No siempre podemos hacerlo todo, no; tenemos nuestros planes, pero nadie puede excusarse de que en el momento presente no es fiel a lo que el Señor le pide entonces.

Y entonces, siendo fieles, el Señor nos premiará con esa alegría de que habla San Pedro, con una

alegría inmarcesible, con una alegría imperecedera que dura hasta la vida eterna.

 

 

LA MORTIFICACIÓN

 

Hablábamos ayer de la reparación en sus tres grados, y en el último cómo ofrece, completa, la unión con Jesucristo, ofreciendo reparaciones por los hermanos. Y hablábamos de la eficacia, de qué depende la eficacia de esta reparación, y decíamos que depende de dos elementos: la intensidad del sufrimiento y la dignidad de la persona que sufre, sea por penitencias o aflicciones.

Los dos elementos son importantes; si cualquiera de ellos es cero, la eficacia es nula como reparación. Pero decíamos que lo más importante es la dignidad de la persona que sufre, su unión con Cristo. Vamos a detenernos en estos dos aspectos.

 

¿Puede ponerse como regla de eficacia de reparación que cuanto más uno se imponga de sufrimientos y de penitencias, tanto más almas salva? No. Por una razón muy sencilla. Porque ese sufrimiento reparador tiene que ser un sufrimiento de Cristo en nosotros, y no será sufrimiento de Cristo en nosotros si está impuesto por nuestra propia voluntad. De modo que si una persona se aflige o hace penitencias grandes por su voluntad contra la moción de Cristo o contra la voluntad de Cristo, esas penitencias o esos sufrimientos no son reparadores; si es contra la voluntad de Cristo. Por eso, esa persona sería fatal. Llama San Juan de la Cruz a eso, penitencia de bestias.

 –Y con eso voy a indicar un poquito sobre estas normas de mortificación, que tienen que ser prudentes y tienen que ser dependientes y agradables a Cristo. La penitencia o mortificación se puede distinguir en mortificación interior y exterior.

La mortificación interior, no sólo de los actos malos –que ya se suponen-, pero puede ser mortificación –voluntaria en este caso-, porque no son de actos malos; de actos en sí no malos pero parasitarios, como parásitos en la mente, que pueden traer inconvenientes no permitiendo vivir en la realidad, y que debilitan nuestra vida interior. Hay mucha exuberancia en muchas almas, de fantasía, de imaginación, de pensamiento, que es como un elemento parásito, constante, y van secando la vida interior, y hacen que el alma no viva en la realidad, sino siempre está, o en el pasado, o en el futuro, o en otro mundo.

Así, hay algunos que sueltan la imaginación en recuerdos de la vida pasada. Se la dejan ir… Recuerdos, si eran agradables, para regodearse en ellos. Recuerdan triunfos pasados, victorias pasadas, éxitos, cualidades, actuaciones que uno ha tenido en la vida pasada.

Aun en cosas espirituales, allá van: Mis tiempos pasados; cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuando éramos jóvenes, ¡oh!, ¡entonces sí que iban bien las cosas! Está uno dando vueltas ahí. Y todo esto hace que uno no viva el presente. Esto es muy importante en la misma educación de las chicas, que, casi en general, cuanto más desagradable es el presente, cuanto menos uno acepta actualmente el presente, tanto más se refugia en el pasado o en el futuro, o en la fantasía.

Y es importante que todos nos acostumbremos a vivir el presente. Si no, son parásitos, que impiden mucho. O, en nuestros recuerdos agradables –como he indicado- para regodearse en ellos, o en recuerdos desagradables para justificarse.  “Aquello me salió mal, pero no fue por culpa mía; porque si a mí entonces me hubiesen hecho caso, como yo decía, aquello hubiese salido bien”.

Siempre la culpa la tienen otros.

Es clásico en esto un autor que cuenta de un general que tuvo que luchar una batalla; perdió la batalla, le cogieron prisionero, y después –estaba en un grande palacio, donde vivía magníficamente- todos los días repetía la batalla, la táctica de la batalla; todos los días ganaba, todos; menos la única vez que la perdió, que fue la auténtica. Todas las demás, no era por culpa

suya, sino porque no sé quién no había obedecido, había seguido… Pero él ganaba de todas todas.

Pues esto pasa mucho en ese refugiarse en recuerdos desagradables de la vida pasada. Y uno ya queda tranquilo, queda uno bien: “Pues no tuve yo tanta culpa; no, no fue por culpa mía, fue por los demás”.Lo mismo, soltar la imaginación en cosas futuras. Y no sólo futuras, sino futuribles… o puramente posibles, fingiéndose que uno se encuentra en triunfos: cuándo construiremos el colegio de esta manera o de la otra; cuándo llegaremos a poder llevar a las chicas de esta o de la otra manera. Triunfos, en los cuales uno vive una verdadera novela de la que uno es protagonista.    Siempre. Eso es en cosas futuras, futuribles o posibles. Bien. Hay almas que tienen mucha tendencia a esto. Y aquí puede uno mortificarse mucho.

Estas cosas serían tolerables si uno las limitase como descanso en un tiempo fijo. Hay algunas personas que descansan con esto. Conocí el caso de alguno que me decía que en vez de dar un paseo, a media tarde, después de haber trabajado mucho, decía: Yo, ahora, media hora doy rienda suelta a la imaginación y construyo una novela, y vivo en el pasado o en el futuro, y después de esto estoy más sereno y más descansado que si hubiera dado una vuelta por los alrededores.

Bien. Eso es tolerable. Sería tolerable el que uno limite un tiempo. Como hay otros modos de descansar, pues suelte usted ese rato, déjelo andar, con tal de que sea un tiempo fijo. Serían laudables si están guiadas por la razón para planear cosas concretas y eficaces: Qué se podría hacer… Entonces es laudable, es razonable. Dejo llevar un poco: Pues aquí se podría construir esto, se podría llevar así la cosa; pero para cosas concretas y eficaces. No en vago, así en general. Eso no.

Y son detestables si nos hacen esclavos de la imaginación y del sentimiento. Y en este caso hay que vencerlas como sea. Y se suelen vencer al comienzo introduciendo imaginaciones agradables, pero de una orientación más piadosa y más religiosa.  Por ejemplo, si uno está muy llevado a hacer grandes viajes, pues lleve la imaginación a visitar algún santuario o Tierra Santa; a una cosa más ordenada, para ir poco a poco llevando la imaginación a sus carriles.

También se puede mortificar interiormente la susceptibilidad, que es la sensibilidad exagerada en ciertos puntos, donde le tocan a uno. Y es muy sensible a esto. Apenas tocan esta materia, “es que yo pierdo los estribos”. Ahí está la susceptibilidad. Ahí es un gran campo de mortificación.

La mortificación también puede llevarse a la propia opinión. Saber mortificar la propia opinión considerándola como infalible y a la que todos tienen que doblegarse. Más o menos tenemos esa tendencia a decir: “Hablé yo, y basta. Cuando yo he hablado, nadie tiene que chistar.Se ha acabado. Hablé yo, y basta. Y después que hable yo, que hable otra”. Aquí se puede mortificar mucho. Preferir –esto es muy costoso, ¿eh?, esto que voy a decir ahora, pero es un campo de mortificación interior- preferir que en la práctica predomine la opinión de otro antes que la mía; y pretender siempre el bien de la caridad auténtica, la caridad.

Otro campo muy bueno de mortificación, sobre todo cuando se tiene que trabajar en un colegio, en una vida de Comunidad, en un colegio, es el de saber someter la propia actuación al bien del conjunto, y no pretender que todo el conjunto sirva a mi actuación. Sino, yo soy un elemento; un elemento que fácilmente me someto al bien del conjunto; en la Iglesia, en la Congregación donde vivo y en el colegio concreto donde estoy. Y saber ceder de lo mío para esto.

Y más para los valores superiores. Y por eso sería fatal que una religiosa pusiera dificultades en que se ocupara su tiempo o el tiempo de su materia precisamente –de sus Matemáticas o de sus

Ciencias- en valores superiores espirituales. Y que se vea que es mejor que hoy haya una conferencia o un retiro, que la otra empiece a decir: No, pues mis chicas tienen que estudiar Matemáticas, y eso de los retiros, ya les basta con lo que tienen de ordinario. Y eso es insoportable.

Ahí es donde hay que aplicar la mortificación. Saber ceder mi tiempo para deberes religiosos, y no sólo para deportes o para espectáculos, sino para lo religioso. Y aquí es donde se suele ver el

espíritu de la vida religiosa de un colegio. Porque es verdad que una religiosa podría decir: Pues para explicar Matemáticas… pues yo no sé por qué una religiosa tiene que explicar Matemáticas…

Pues bien; yo todavía lo entendería si esta religiosa lo explicase en un Instituto civil. Pero, ¿en un colegio? Caed bien en la cuenta que en el Colegio, la educación la da el Colegio; es resultado de una acción de todas en el Colegio; cada una de su punto. Por lo tanto, las niñas, las que se educan, tienen que ver que cada una de las religiosas se considera como una rueda del conjunto, y que cada

una de ellas estima como lo que más la formación religiosa de las niñas, y a ella se somete todo lo demás. Cuando va así, se ve un espíritu sano; de un colegio que va a formar en las niñas el amor a

Cristo y a la persona cristiana perfecta.

 –Pues ahí tienen un buen campo de mortificación interior.

Pero no basta; hace falta también aplicar la mortificación exterior. Difícilmente puedemantenerse una vida espiritual, si no está alimentada por mortificación exterior voluntaria; difícilmente. Y suele ser característico que, cuando una persona pierde el fervor religioso, la primera cosa que suele dejar son las penitencias exteriores. Y es muy comprensible.

Porque las penitencias exteriores son tan contra el sentido humano, y se entienden solamente en el sentido espiritual hasta tal punto, que cuado falla ese sentido espiritual parecen absurdas, y por lo tanto, no aguanta, no resiste. Y al contrario, basta muchas veces restablecer la penitencia exterior moderada, conveniente, para que también la vida interior se restablezca. Hay una conexión íntima; eso está muy claro.

 –Es que en la Escritura no se habla. –Ya lo creo que se habla. El ayuno es siempre penitencia exterior voluntaria, y dentro del ayuno se entiende lo que ellos llamaban in cinere et cilicio, “vestidos de ceniza y de cilicio”. Y ahí está todo lo que es. No que esté concretamente esta penitencia o esta otra; pero ahí la cosa está en lo que es aflicción voluntaria aplicada por uno mismo a sí mismo. Pues esto es. Es importante en la vida espiritual la penitencia.

No es raro encontrar hoy el criterio de que la penitencia está anticuada, que lo importante es cumplir con el deber. Como si hasta ahora los que hacían penitencia no cumpliesen con el deber. Sino, han descubierto que más importante es cumplir con el deber. Se supone que cumple con el deber.

Y con eso llegamos a que ya, un aún en Cuaresma tiene uno que privarse de nada. ¿Por qué va a dejar el cine en Cuaresma? Pues que cumpla con su deber; esa es la penitencia: cumplir con su deber. –Pues no; no. Aquí hay unos principios que se dicen que son falsos. Y uno de ellos es éste: el decir “primero es la obligación y luego la devoción”.

Vamos a explicar en qué sentido esto es verdadero y en qué

sentido no lo es. Sería falso que uno dejase la obligación por la penitencia; sería equivocadísimo. Por lo tanto, toda penitencia que impide el cumplimiento del propio deber, es mala, no es buena, no es agradable a Dios. Esto es clarísimo. Ahora, que yo no voy a hacer penitencia hasta que cumplo perfectamente todo mi deber… entonces no la hará nunca en su vida, jamás; no la hubiese hecho nadie, porque ya tenemos trabajo para irnos perfeccionando siempre. Y al contrario, la penitencia se hace muchas veces para obtener gracia de Dios para cumplir perfectamente el propio deber. Y como no llego a ello, pues entre otros medios, empleo también éste. De modo que eso no se debe decir así; no es verdad.

Vamos a ver los grados de esta penitencia, aunque también este miedo que suelen tener algunos…  Dicen: “Es que yo cuando hago penitencia, pues siento debilidad. El día que yo ayuno, siento debilidad”. -¡Pues es natural! ¿Para que ayuna usted? ¡Toma! -¡Ah!, es que yo creía que, se ayuna y hay que tener las mismas fuerzas.

–Pues para eso… El ayuno consiste no en lo que a uno le cuesta en el momento de comer; eso sería mortificación de la gula, mortificación del gusto; sino la penitencia, el ayuno, está en esto: en que cuando se ayuna, uno está con menos fuerzas en el día, y

esta es la penitencia; está el cuerpo mortificado. Es como en el sueño. La penitencia del sueño, cuando se acorta –que ya indicaremos que no conviene hacerlo-, cuando se hacen vigilias, velas porla noche, la penitencia –que es terrible-, es que después está uno todo el día medio vivo y medio muerto. Como aquel Padre que yo conocía que no dormía casi nunca, y dormía todo el día después.

Estaba siempre medio despierto; no se sabía nunca si acababa de estar despierto o durmiendo. Porque iba usted a hablar con él, y a todo decía que sí, que sí. Y es dolorosísimo para el que habla con él también. Pero es un sufrimiento enorme. Esta es la penitencia del sueño. Porque si después estoy tan tranquilo todo el día, pues no es penitencia; me cuesta en el momento un poco, pero después…

Esta es la penitencia del sueño y la penitencia del ayuno: es esta debilidad que se siente. Por eso dice San Ignacio: si no se corrompe el subyecto o se sigue enfermedad notable, notable. No

que se sigue debilidad, eso ya se sabe. –Cuando ayuno, me duele la cabeza. –Pues bueno, ya se supone. Eso es ayuno. Ahora, si es una cosa que no le deja trabajar en absoluto, que falta a su deber,

pues quiere decir que no la debe hacer. Pero que sienta uno un poco de debilidad, eso es claro.

Y después no hay que tener miedo, que no quitan tanto la salud, no. Yo, por ahora, no he visto a ninguno que se haya matado por penitencias; hasta ahora. Puede ser que en la historia haya habido, pero en los momentos presentes, no he encontrado a ninguno.

¿Cómo llevar esto? En general, en materia de penitencia, la norma es ésta: Una austeridad de vida; no una vida confortable, sino austeridad de vida. No, en general, un día de ayuno y luego al

día siguiente me vengo, al día siguiente me pongo hasta la coronilla. Ayer lo pasé mal, pero hoy… sacamos la espina. Algunos se imaginan que las vigilias de los Fundadores son para eso: para tener apetito para el día siguiente. No es ése el sentido. Más conviene lo otro: una vida austera constante, que no altibajos; momentos de grande austeridad, después viene la venganza.

Esta penitencia hay que aplicarla particularmente tendiendo a la perfección de la vida religiosa misma. Ese es el modo de orientarlo en su base. Por eso, la penitencia se puede realizar en la

práctica –diríamos- de perfección de los mismos votos religiosos; ahí queda campo: en la pobreza, en la castidad, en la obediencia; ahí, por ahí; lo que ahí pueda ser austeridad de vida, lo que ahí pueda ser mortificación que uno voluntariamente se impone en la línea de esos votos fundamentales religiosos.

Lo mismo en la observancia de las reglas. Hay que partir de ahí; lo que ahí pueda tomar uno como materia de mortificación, tanto mejor; empiece por ahí. En el cumplimiento perfecto del oficio –que muchas veces impone muchos sacrificios, si uno lo quiere cumplir bien-: dejar muchas cosas, aplicarse, trabajar en esto; ahí es donde hay que aplicar lo primero.

Después, respecto de la comida, ¿qué normas hay que seguir? Ahí están en los Ejercicios las reglas para ordenarse en el comer; ya en sí, el aplicar eso supone una cierta mortificación. Buena norma general es la de no guiarse por el gusto. Quizás en algunos casos guiarse inversamente al gusto. Y así a algunas personas no se les conoce.

Hay gente que suele estar muy atenta: a ver a este Padre qué le gusta. Y muchas veces no aciertan. Pues a ver; le ponen esto, a ver si come mucho o come poco. Y a lo mejor van al revés. Ya me decía allí el P. Segarra de uno que conocía él, que llevaba esa norma, y creyeron que le gustaba mucho y le pusieron todos los días lo mismo. Y él había comido por pura mortificación.

Si repugna una cosa, ¿qué hacer en la mortificación de la comida? Si repugna por un acto, un momento concreto, dejarlo, dejarlo. Si es una cosa habitual: es que a mí este manjar me repugna en general, entonces conviene consultarlo. Dios ha permitido en muchos santos que tuviesen cierta repugnancia a ciertas cosas, que nunca han llegado a superar. Y por eso no se puede dar el consejo: lo contrario; no. Hay algunas repugnancias insuperables, naturales insuperables.

 Santa Margarita, San Juan Berchmans, tenían una repugnancia grande al queso, y hay que estar en Roma para saber

la penitencia de San Juan Berchmans. Porque en Roma todo se come con queso, todo. Queso en la sopa, queso en los macarrones, queso solo, después queso en el postre… De modo que si uno tiene

repugnancia, pues está lucido. –Por lo tanto, consultar; no siempre conviene vencerlo. A veces, pues es mejor renunciar, dejarlo.

       El mismo San Francisco de Borja –que es curioso-, con toda la penitencia que hacía aquel hombre, aquella austeridad que tenía, nunca consiguió decir la Misa con un cáliz que hubiese usado otro, nunca; no podía; por ahí no. No podía en absoluto, no podía. Y llevaba su cáliz siempre.

Son esas cosas que Dios permite. De modo que en eso hay que tener un poco de humildad también. En el sueño. Pues en el sueño, no conviene, dice San Ignacio, disminuir habitualmente del

sueño conveniente para hacer penitencia, mortificación. Se puede, dice el mismo San Ignacio, disminuir en la comodidad del sueño; y en todas estas cosas, como dice el mismo San Ignacio, no es penitencia quitar de lo superfluo, sino que es penitencia quitar de lo necesario o conveniente. Y cuanto más y más, mejor y mayor penitencia, con tal de que no se corrompa el sujeto. En cambio, en la cantidad, no, porque no hay cosa que debilite tanto la cabeza como la falta habitual de sueño. No por una vez. Alguna vez esporádicamente, eso no significa nada, pero habitualmente, no. Debe ser la cantidad normal. Esto como normas prudenciales.

La puntualidad en el sueño es una buena mortificación. No tener miedo de tener una cama dura. En eso no hay que tener miedo; que aquí los médicos son muy generosos. Los médicos dicen que es muy sano la cama dura, muy sano; y que dormir en tierra dicen que es muy sano.

No se puede uno fiar mucho; suelen tener altos y bajos los médicos, y hay temporadas en que están defendiendo que es bueno ayunar; a los pocos días dicen que es muy malo ayunar; como suelen decir que los tomates son muy buenos; al poco tiempo dicen que los tomates son muy malos, que hacen mucho daño. Pero vamos; creo que en general suelen decir que el dormir duro, que es bueno.

Ahí también se puede uno mortificar. –Había uno que decía que él ponía el despertador una hora antes. Preguntaba uno si era bueno eso: una hora antes. Se despertaba, y miraba, y decía: todavía me queda una hora. Y daba una vuelta, y a dormir. Dice que disfrutaba más de la hora esa última, porque decía: todavía una hora.  –Pues eso no es muy mortificado, ciertamente; esos métodos no son.

En la penitencia exterior, lo normal. Vamos a decir una norma; normal. Se puede decir que es la norma que uno ha aprendido en el Noviciado y un poquito más, que para eso vamos creciendo en edad y en fuerzas; un poquito más. Para eso no hay que buscar grandes señales de Dios. Eso es lo normal.

Una persona o una religiosa que toma la disciplina todos los días, no se mata por eso, no hay cuidado. Que lleva el cilicio un par de horas al día normalmente, pues tampoco se mata; no hay peligro, no tengan miedo, no; no se muere. De modo que no hay que tener miedo de esas cosas, no.

También se podría decir esto: que no hay que fiarse demasiado de consejos de médico. Los médicos, pues van a lo suyo; ellos, pues en todo quieren que esté la persona muy rozagante y muy bien. Y claro, apenas ven una cosa, dicen: A usted le conviene dejar todo esto, y no, no; las penitencias no. No es lo que ellos más usan como médicos, las penitencias. Pero es el asunto suyo. Aunque sean muy buenos; ellos van a facilitar la salud del paciente. 

Recuerdo de un médico que, fue un Padre una vez a visitarle y conocía mucho la vida de la Compañía. Y lo examinó y le dijo: Mire usted; usted tiene que dejar las penitencias, no tiene que hacer penitencias corporales. Si usted deja las penitencias corporales, yo le prometo a usted otros doce años de vida. Pero tiene usted que dejarlas. Y el Padre, pues le creyó y las dejó. Después de un tiempo, como era hombre de fervor, dice: Bueno, ¿yo, por qué voy a dejar las penitencias? ¿Por vivir doce años más de vida? Y dijo: pues vamos a tomar otra vez las penitencias, y volvió a las penitencias sin decir nada. Pues vivió cuarenta años más. Doce años le había dicho el otro. ¡Cuarenta años!

Por eso, San Ignacio en una carta dice: Al médico hay que obedecerle en alguna manera, en alguna manera. Sí, hay gente que… “¡Huy! Lo que dice el médico vale más que lo que ha dicho el

Papa, porque me ha dicho que…” –Pero si los médicos saben muy bien. Suelen dar gusto a la gente, los médicos. Si a uno le gusta una cosa se la aconseja muy pronto.

–Es que me ha dicho el médico que tengo que fumar. –Y a mí me dicen los médicos: Mire usted, un buen médico no aconseja a

nadie que fume. Ahora, si el médico ve que al otro le gusta fumar y está empeñado en que se lo diga, pues se lo dice, porque daño no le hará muy grande, si no es en casos extremos. Pero que le va a hacer bien positivo, eso no es verdad. Pero ellos van, pues a eso. Ellos notan qué es lo que quiere la persona, y claro, suelen caer muy bien los consejos del médico, suelen venir bien. Es lo que decíamos de la úlcera de estómago bien administrada.

La penitencia exterior, esa normal, para esa no hacen falta señales de Dios; eso ya sabe uno por prudencia. Así como uno no necesita especiales señales de Dios para ver si tiene que tomar el

desayuno y la comida y la cena… pues ya sabe; pues es lo que come uno normalmente.

–Es que yo no sé si debo desayunar o no desayunar. –Pues desayune normalmente. Pues de esta misma manera lo que es normal en la vida espiritual, pues ahí no hace falta señales particulares de Dios; eso entra en lo normal de la vida, en la austeridad, sin miedo, que no nos matamos, que no.

Recuerdo de un señor que tenía una hija que quería entrar carmelita. Era muy bueno el señor. Y cuando su hija le dijo que iba al Carmelo, le dijo: ¡Encantado, encantado! Pero después se enteró

de que en el Carmelo tenían disciplina. ¡Huy! Entonces le disgustó mucho eso, y le dijo a su hija: Hija mía, tú no vas ahora al Carmelo, no te lo permito. Y el Director espiritual de la hija, que era

también del padre, al ver aquella reacción, le dijo: Pero, ¿por qué no le deja usted ir a su hija al Carmelo? Y dice: Es que me he enterado de que ahí les pegan, que les pegan, que una le pega a la

otra, y eso… a mi hija no la pega nadie; no, no; ahí no va. Y dice el otro: Pero, ¡qué les van a pegar! ¡Se pegan ellas! -¡Ah! ¿Es eso? Entonces que se marche; no hay cuidado de que se mate. –Pues eso, así es. No hay cuidado; no, no; ya nos cuidamos bien. Tenemos un cariñito… con un cariñito…

La penitencia –en cambio- extraordinaria, fuera de esto normal, que es una austeridad de vida, un cierto nivel de penitencia, la extraordinaria es de buen espíritu, y hay que considerarla siempre de buen espíritu, si no es en casos raros de personas anormales que tienen una tendencia en eso a la victimación morbosa. Pero normalmente es de buen espíritu. Y hay que cuidarlo y no hay que despreciarlo; es buen espíritu.

Ahora, hay que examinarlo y comprobarlo con consejo para ver si es de Dios. Una persona puede pedir razones para eso. Yo deseo hacer esto extraordinario. ¿Por qué? ¿Qué me mueve a ello? Y ver si realmente esa moción es de Dios. Esto como ciertas normas para la vida de mortificación. No meramente aplicar; cuanto más me sacrifico, tanto mejor, no. Tiene que ser según la voluntad de Dios, porque sólo ese sacrificio es eficaz.

Esta intensidad de sacrificio nuestro, tiene que ser realizada en una persona que tiene la dignidad; que está unida a Cristo. Esa dignidad existe ya desde el momento en que un alma está en gracia de Dios, pero se aumenta cuanto más actualmente une sus propios sufrimientos al sufrimiento de Cristo.

Decía el Papa Pío XI en la Encíclica “Miserentissimus”: No hay que olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares”. De modo que Jesucristo ofreció su expiación infinita en la Cruz. Pero la expiación de Cristo no excluye nuestras expiaciones.

No es que sea una injuria a Él el ofrecer nosotros; ya lo ofreció Él; no excluye nuestras expiaciones; como por otra parte, tampoco los méritos de Cristo excluyen nuestros propios méritos, aunque siempre es cierto que nuestra satisfacción tiene valor, solamente en cuanto se une a las satisfacciones de Cristo. Separada de ellas no tiene valor nuestra satisfacción, como nosotros no tendríamos méritos, separados de los méritos de Cristo; pero son nuestros también.

El Concilio de Trento lo dice expresamente: “Nuestra satisfacción es tal, que es por Cristo, en quien satisfacemos haciendo dignos frutos de penitencia, que tienen su fuerza de Él. Por Él son ofrecidos al Padre”. Así es. Todo es en Cristo. Por Él, con Él y en Él.

Esta unión, como digo, con las satisfacciones de Cristo se da ya desde el momento en que el alma está en gracia y obra en fuerza de la fe. Pero se hace más íntima y más perfecta si se pretende expresamente esa unión de nuestra reparación con la suya, sumando nuestro sacrificio al Sacrificio renovado incruentamente en el Altar: el Sacrificio de la Misa.

Y aquí tenemos la Santa Misa como síntesis de toda nuestra vida de unión con Cristo. Un sacerdote joven llegó de párroco a un barrio de París, y lo recibieron con una lluvia de piedras. Una de ellas le dio en la frente, y cayó en tierra manchada de sangre. El sacerdote se inclinó lentamente, y tomando la piedra, la levantó diciendo: “Esta piedra será la primera piedra de la iglesia que voy a construir en este barrio”. Y así fue; la puso como primera piedra; la piedra ensangrentada con su propia sangre.

–Eso es un símbolo de la Iglesia universal, que está edificada

toda ella sobre una Piedra ensangrentada, sobre el sacrificio sangriento de Jesucristo. Pero en esta Iglesia, no solamente la Piedra fundamental es un sacrificio, sino que cada una de las piedras que se van sobreponiendo, cada una de las piedras vivas, que son los miembros del Cuerpo de Cristo, forman un nuevo sacrificio, todas son sacrificio.

San Pedro lo dice así: “Y vosotros llegándoos a Él, Piedra viva, desechada por los hombres, pero preciosa, escogida a los ojos de Dios, ofreceos de vuestra parte como piedras vivas con que se edifique una casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo”.

Es un hermoso símbolo de esta realidad de la Iglesia el de algunos templos votivos construidos con los sacrificios de los fieles. Así me parece que está construido el Tibidabo; cada una de las piedras supone un sacrificio de un cristiano.

Las limosnas que se ofrecían no se admitían si no eran fruto de un sacrificio. No basta que uno diga: yo doy ese dinero, sino tiene que ser el dinero que uno ha ahorrado al privarse de un placer, de una diversión, de un gusto. Es el sacrificio por amor de Cristo el que va construyendo el templo. Y en esta construcción, los más nobles sacrificios son los que ponen las joyas y piedras más preciosas y más cercanas al Sagrario mismo de Jesucristo.

El en Antiguo Testamento, Moisés, cuando llegó el momento de construir el Tabernáculo, convocó a la multitud y les dijo: “Que cada uno ofrezca de lo que pueda según le dicte su corazón”. Y entonces ellos fueron trayendo según la generosidad de cada uno sus perlas preciosas, su oro, sus joyas, todo.

 –Pues con mucha más razón en el Nuevo Testamento, Jesucristo nos dice: “Que cada uno ofrezca de sus dones según lo que le dicte su corazón”. –Sabrosamente lo comenta Orígenes. Dice así: “Justo es que cada uno ponga de su parte en el Tabernáculo del Señor. Ni ignora Dios lo que ofrece cada uno. Qué gloria para ti si se puede decir en el Tabernáculo del Señor: El oro que cubre el Arca del Testamento es de ése; la plata de las basas de las columnas es de aquél; el bronce de los candelabros, de aquél; y así de cada cosa. Y al contrario, qué vergüenza, si cuando venga el Señor a contemplar su Tabernáculo no encuentre en él nada que hayas dado tú, nada que hayas ofrecido tú. ¿Tan indevoto, tan infiel has sido que no has dejado ningún recuerdo en el Tabernáculo

del Señor? Si el Señor cuando venga encuentra algo tuyo en su Tabernáculo, te defenderá y te dirá: “Suyo”. Y termina con esta preciosa oración de Orígenes: “Señor Jesús, concédeme que sea digno de ofrecer algún presente para tu Tabernáculo. Yo quisiera, si fuera posible, que hubiese algo mío en el oro con que se fabrica el propiciatorio, y si no tengo oro, al menos que pueda ofrecer algo de

la plata de las columnas, o al menos bronce. Pero si todo esto supera a mis posibilidades, que al menos sea digno de ofrecer la lana de mis cabras en tu Tabernáculo; al menos esto”.

Es la posición también de San Jerónimo, que no teniendo que ofrecer nada al Niño Jesús en la cueva de Belén, le ofrecía sus pecados. Si lo hago así, al mirar a la Iglesia, la miraré con mucho cariño porque hay algo nuestro, hay algo de nuestro corazón en ese edificio espiritual imponente. Y lo miramos como quien tiene parte de su propio tesoro.

También en la Iglesia hay algo mío, hay algo de mi corazón. Más o menos, según lo que me haya dictado mi corazón o el Corazón de Cristo; pero siempre algo de mi sacrificio, algo de sangre de mi corazón. Cada piedra es, pues, un sacrificio. Pero cada una de las piedras sacrifícales tiene que estar unida a la Piedra fundamental. Como decíamos de la rosa: cada uno de los pétalos a Cristo, y así se unen entre sí. Mi sacrificio tiene que estar unido al sacrificio de Cristo.

Y esto se realiza especialmente en la Santa Misa. La gotita de agua tiene que unirse al vino. Esa pequeña ceremonia tan impresionante, con una oración de San León Magno que todavía se reza en ese momento: Deus qui humanae substanciae dignitatem, pero que ha tenido diversos sentidos: unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina… pero en tiempo del Concilio de Trento hubo reformadores que querían suprimir esa ceremonia porque esa gota que añadíamos nosotros de agua al cáliz, que significa nuestra cooperación con Cristo, quitaba dignidad al sacrificio de Cristo; por eso querían que se suprimiese.                 Y entonces el Concilio de Trento mandó que no se suprimiese, sino que se retuviese esa ceremonia por su simbolismo profundo, y que cometería pecado mortal quien la dejase deliberadamente. Sin eso no se puede decir Misa, sin esa gota de agua. Se puede decir Misa sin agua en las abluciones finales, pero sin esa gota de agua –que es una gota-, no se puede decir Misa; por la riqueza de su significado, porque significa nuestra cooperación al sacrificio de Cristo.

Sé de un sacerdote, de un capellán, que en la guerra de España una sola vez, un solo día dejó de decir Misa, y fue por falta de esta gota de agua. El vino lo llevaba consigo, pensaba que el agua la encontraría en todas partes, y un día no la encontró, y no pudo decir Misa. –La profundidad de este significado.

Y, ¿qué significa esa gota de agua? ¿Qué hace esa gota de agua en el vino? Se lo decía yo eso a un campesino para explicarle un poco de la Santa Misa, allí por tierras de la ribera de Navarra, y

me responde: “¿Qué hace esa gota? Estropear el vino”. –Y es así; esa gota de agua no hace más que estropear el vino. Nuestra cooperación junto a la de Cristo, ¿qué es? Nada, nada; la estropea.

       Y sin embargo, esa pequeña gota, que el Señor ha querido que sea necesaria para su sacrificio, ha ordenado así en el orden actual: nuestra colaboración con Él, nuestra cooperación con Él, recibiendo

esta cooperación toda su fuerza del sacrificio de Cristo, esa gota de agua que cae en el cáliz se convertirá en la Sangre de Cristo, toda ella, hasta que se deje del todo.

       Mi sacrificio tiene que unirse al sacrificio de Cristo; es muy pequeño; una gotita de agua; pero necesario. Y ese vino con la gotita de agua de mi cooperación sacrificial, muy pequeña, pero necesaria, queda transformado en la sangre de Jesucristo.

Me ofrezco, pues, a mí mismo en la Santa Misa; y a mí mismo como sufriente y sacrificado, para transformarme en Cristo por el sacrificio suyo y mío. Yo ofrezco mi sacrificio y el sacrificio de Cristo, y Cristo ofrece su sacrificio y mi sacrificio. Y así fundidos en el fuego del único sacrificio, nos unimos más íntimamente el uno al

otro, y unidos subimos al Padre. Y como coronación de este sacrificio, el mismo Señor viene a mí en la Comunión para habitar en mí y transformarme en Él. –Es la Misa.

Vamos a bajar un poquito más. Terminaremos prontito. El Padre Isaac Yogues, uno de los mártires del Canadá, figura grande, impresionante, de los martirios más impresionantes el de éste, fue al Canadá siendo joven todavía. Trabajaba con los hurones, una de aquellas tribus salvajes que estaba siempre en luchas con los iroqueses. Los iroqueses eran crudelísimos.                                    Y en una ocasión cayó prisionero de los iroqueses con muchos de sus cristianos. Y los iroqueses lo trataron con una dureza… como trataban a los prisioneros. Ellos probaban si los prisioneros tenían valor, atormentándoles de una manera exquisita. Si no se quejaban, si lo llevaban adelante, los admiraban; y después, cuando llegaban a matarlos, les devoraban el corazón para que tuvieran ellos también el valor que tenía aquel hombre.

Los tormentos que le hicieron al P. Yogues y a los prisioneros son indescriptibles, enormes: quemarlos, cortarles los dedos, sacarles las uñas con los dientes, y así poco a poco, poco a poco… y

por años… Estuvo allí más de un año prisionero, sabiendo que en cualquier momento le podían matar, porque estaba a merced de cualquiera que le encontrase y le matara. Y sirviéndoles… Tormento espantoso.

Al cabo de un año pudo escapar, y se escapó. Creo que un poco más de un año. Y volvió a Francia. Tendría entonces unos 32 años. Llegó a Francia; vivía su madre. Llegó a París; fue a la Residencia nuestra de París y llamó a la puerta. Estaba totalmente desfigurado.

Pregunta por el P. Superior –que estaban entonces en tensión, sabían que estaban prisioneros varios Padres

- bajó inmediatamente.

-Pero, ¿es cierto que tiene noticias?

-Sí, traigo noticias del Canadá.

-¿Y qué me dice del P. Yogues? ¿Está vivo?

-Sí, está vivo.

-¿Lo ha visto?

-Sí, lo he visto.

-¿Y dónde está?

-Aquí; soy yo.

No lo conocían, estaba deshecho. Mártir de Cristo. Y entonces, resulta que el P. Yogues, venerado por todos como un verdadero mártir, totalmente mutilado por todas partes-, pues no podía decir Misa. ¿Por qué? Quedaba irregular; no podía dignamente tomar la Hostia; tenía las manos totalmente mutiladas. Y tuvieron que recurrir al Papa Urbano VIII para pedir dispensa de la irregularidad. Y el Papa contestó con una carta preciosa, concediendo el permiso con mucho gusto. Decía: “No sería digno que un mártir de Cristo no pudiera ofrecer el sacrificio de Cristo”. Es la definición de lo que es un cristiano: “un mártir de Cristo que ofrece el sacrificio de Cristo”. Era el P. Yogues, y es cada cristiano.

Nuestra vida es un sacrificio constante, que dura todo el día. En la carta a los Romanos decía San Pablo: “Ofreced vuestros cuerpos como sacrificio vivo”. Y comentando este pasaje dice San

Juan Crisóstomo: “¿Cómo se hace nuestro cuerpo sacrificio?” Y responde: “No mire tu ojo nada malo y se ha hecho sacrificio; no hable tu lengua nada indigno y se ha hecho sacrificio”; y así va recorriendo todos los miembros. Y San Bernardo decía: “La castidad en la juventud es un martirio sin sangre”. Y si eso es ya un martirio –el no pecar- ¡qué será el hacer de nuestros miembros dóciles instrumentos de Cristo en amor!

Y este mártir, que es cada cristiano, cada católico, se acerca cada mañana para ofrecer el sacrificio de Cristo, al que añade la gota de agua de su propio martirio; todos los días.

Pero no es sólo el ofrecimiento del martirio pasado. En el P. Yogues… ¡Es admirable! ¡Qué temple de hombres! Es que, como decía el P. Baltasar Álvarez: “Avergüenza la santidad de nuestros tiempos –decía él-; ver cómo Dios ha tratado a los Santos, ver lo que ellos hicieron y qué vida pasaron, qu esaca los colores a cualquiera de los que hoy día se consideran como santos y perfectos”.

Este P. Yogues –que vivía en grande por Francia, de triunfo en triunfo; su madre estaba toda emocionada: madre de un mártir-, después de pasado un poco de tiempo por Francia, pidió a los Superiores que quería volver a la Misión; a ver si le concedían volver a la misma Misión. Ya es, ya es; después de haber pasado un año de tormentos, ponerse en peligro de volver a caer otra vez.

Pues… pidió. Y aquellos Superiores –que tampoco eran merengues- pues se lo concedieron. Sí, sí; vuelva, vuelva.                              –Y se volvió. Volvió a la Misión. Y estuvo trabajando. Y un día el Superior de laMisión que quería establecer ciertas paces con los iroqueses, se le presenta al P. Yogues y le dice: Padre, estoy pensando que tenemos que hacer una paz con los iroqueses, y creo que usted sería el hombre para ir allá.

–Dice que se puso a temblar en cuanto oyó los iroqueses el P. Yogues. Y le dijo: Padre, si tengo que ir, iré; pero si voy, no volveré; les conozco muy bien a los iroqueses. Pero si quiere que vaya, yo voy. Y el Superior le dijo: Mire, piénselo, piénselo y déme la respuesta: Usted mismo déme la respuesta después de unos días. –El P. Yogues lo pensó, oró, y le dijo al Superior: “Padre, voy; pero no volveré”. Y fue, y no volvió. Le cortaron la cabeza en un banquete que le habían invitado. Lo admiraban por su valor y no le hicieron sufrir ya.

Tenía que entrar en la tienda por una puerta, una especie de agujero bajo por el que tenían que entrar a cuatro pies, y cuando sacó la cabeza por el otro lado, se la cortaron. Y así murió al P. Yogues, uno de los siete mártires jesuitas del Canadá.Pues bien; la Misa del P. Yogues fue el ofrecimiento del martirio cruento que le esperaba allíen el Canadá.

Y así también cada Misa es además el ofrecimiento incruento del día que comienza,es decir, el ofrecimiento incruento del nuevo martirio del día que empezará. Es lo mismo que en el Cenáculo. Fue deseo expreso de Jesucristo que el Cenáculo estuviera muy bien adornado para el ofrecimiento de la primera Misa. En aquella sala profusamente iluminada y decorada ofreció su sacrificio incruento; pero ese sacrificio incruento señalaba la proximidad y el comienzo del sacrificio doloroso y sangriento del Calvario. Horas más tarde las luces se habían apagado ya, y en las tinieblas exteriores del Huerto empezaba a tener lugar el sacrificio cruento.

Y así también es nuestra Misa. Vamos a la Misa revestidos de ornamentos preciosos y adornamos nuestros altares. Estamos celebrando nuestro sacrificio, nuestro ofrecimiento incruento. Luego se apagan las luces, dejamos los ornamentos y comienza la realización sangrienta de lo que hemos ofrecido ya incruentamente.

 Porque en la Misa no ofrecemos sólo nuestras cosas, sino que nos ofrecemos a nosotros mismos como víctimas con Jesucristo. Y esa víctima será sacrificada a lo largo del día. Tenemos que caer ya en la cuenta de esto.

Que no nos pase lo que sucedió a un alma muy buena, que estando ya en el lecho de muerte repetía, después de muchas enfermedades: “Ahora caigo en la cuenta de que en mi vida sólo ofrecía sacrificios, pero aún no había comprendido que debía hacerme yo misma sacrificio”. Que el Señor nos dé luz para comprender desde ahora, sin tener que llegar para eso al fin de nuestra vida: hacernos sacrificio.

El sacerdote al fin de la Misa da la bendición. Esa bendición que en el Nuevo Testamento es una cruz. En el Antiguo Testamento la bendición era en la abundancia de animales, en la abundancia de campos, de frutos de la tierra. La bendición del Nuevo Testamento es una cruz hermosa, grande, que aceptamos signándonos también nosotros y aceptando la cruz sobre nosotros.

Omni benedictione celesti et gratia repleamur, “que seamos llenos de toda bendición celeste y de toda gracia”. –Y ahora comienza el sacrificio cruento. Y mañana de nuevo, este mártir de Cristo vendrá otra vez a mezclar su gotita de agua con el vino del sacrificio de Cristo, para unirse con Él en el mismo sacrificio. Así tenemos el mártir de Cristo que ofrece el sacrificio de Cristo.

 

 

APARICIÓN EN EL LAGO DE TIBERÍADES

 

Dice San Juan de la Cruz en una expresión inspirada suya, en una frase: “Al atardecer de nuestra vida seremos examinados en el amor”. Cuando llegue el momento de la muerte, todo hombre, todo cristiano, sea sencillo fiel, sea el Papa, será examinado en el amor. La única pregunta que le hará el Señor es su respuesta al amor. No si ha hecho grandes cosas, o si ha estado escondid en un rincón, sino, si todo eso ha sido en alas del amor, si ha sido en docilidad a Cristo, por su amor. Al atardecer de nuestra vida, pues, seremos examinados en el amor. Y al atardecer de los Evangelios realmente ha querido también el Señor, que la última página del Evangelio sea también un examen del amor.

Es la última página, en último capítulo del Evangelio de San Juan, capítulo 21, un examen del amor. Y al atardecer de los Ejercicios, cuando estamos ya para terminarlos, también nosotros vamos a hacer este examen del amor. Así puestos en la presencia del Señor, con sencillo espíritu, sin tensiones, en acto de oración, vamos a pedirle la gracia que tanto hemos insistido en todos los Ejercicios, y que debemos insistir siempre: gracia para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas, por la gracia de Dios, íntimamente, desde lo más íntimo de nuestro corazón, a agradar a Jesucristo, a agradar al Señor en todo. Y para llegar a esto, estamos en los Ejercicios disponiéndonos y estaremos

siempre en toda nuestra actividad espiritual procurando disponernos a esta gracia, y ahora concretamente en estas meditaciones de la cuarta semana, pidiendo esta gracia que después tendrá que existir en nuestra vida; gracia para alegrarnos y gozarnos intensamente, íntimamente de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor.

 

Vamos a meditar así esta aparición de Jesucristo a siete de sus discípulos. Dice así San Juan en el capítulo 21: “Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a la orilla del mar de Tiberíades, y fue de esta manera: Se hallaban juntos Simón Pedro y Tomás llamado Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dice Simón Pedro: Voy a pescar”.

–No es que hubiesen vuelto al oficio de pescar, como oficio habitual de ellos; no. Lo habían dejado ya para siempre; sino que más bien aquí, como suele pasar con gente que ha dejado ya una casa o un oficio y vuelve después a pasar una temporada, o de vacaciones, fácilmente tiene la tentación de volver a ocuparse un poco con lo que antes tenía; si es un cazador, pues aprovecha aquellos días para salir de caza; si es pescador, para salir de pesca; si antes conducía el coche y tiene el coche en casa, pues para guiar un poco el coche. Una cosa así. Son más bien esas ocupaciones con las cuales ellos van pasando el tiempo, en el cual tienen que esperar al momento en que el Señor les dará la orden de dispersarse por el mundo. Y así, con esa intimidad, Pedro, no como un oficio que tiene que hacer, sino, les dice a sus amigos, a sus compañeros: “Voy a pescar”; esta noche voy a pescar. Y le dicen ellos: “Vamos también nosotros contigo”.

–Primer aspecto que se nos muestra aquí es la cordial unión entre todos ellos. Basta una señal de la voluntad de Pedro, un gusto de Pedro, y todos lo acogen; vamos contigo, vamos todos a pescar contigo. “Fueron, pues, y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada”.

 –De modo que eso suele pasar; no hay ninguna dificultad en ello; unas veces se coge y otras veces no se coge. Y esta vez fueron, les pareció que era una buena noche para pescar, probaron de todos los modos, por todos los lados del lago, y no cogieron nada. Y a la mañana, cansados, rendidos de toda la pesca, de nuevo hacia la orilla, humillados un poco; a descansar.

“Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera, pero los discípulos no conocieron que fuese Él”; no se lo esperaban. Eso que decíamos, esa actitud del alma que tiene que reconocer las visitas

del Señor. Si está siempre en vela, si está siempre esperándole, mucho más fácil lo reconoce.

Los Apóstoles no se lo esperaban en ese momento. Algo así nos suele pasar a nosotros: que muchas veces no lo esperamos: aquí, ¡cómo va a venir el Señor! Cuando uno está retirado, o está en la cama, o está comiendo, ¡ahora el Señor se me va a comunicar…! Y sin embargo, puede comunicarse en todas partes.  

 Nuestra gran tentación es siempre la de determinar al Señor los tiempos en que tienen que comunicarse, y esperarle sólo en ellos, y no todo el resto del día. Y así hacemos nuestros planes al Señor. Y el Señor, en cambio, es muy libre, muy libre.

Fijaos, el Señor  se les apareció a los Apóstoles el día de la Resurrección a última hora. Cuántas veces habrían pensado cuando les iba diciendo: que se ha aparecido a María Magdalena, que se ha aparecido a Pedro, que se ha aparecido a los de Emaús: Bueno, bueno; si es que es verdad que ha resucitado, hubiese venido aquí; con nosotros solía estar siempre. ¿Qué le cuesta? De modo que si no viene, pues quiere decir que no habrá resucitado.

–Y a pesar de eso, pues ellos tenían su inquietud: ¿Habrá venido? ¿Será? ¿No será? Pero, ¿por qué no viene aquí? Y así todo el día; todo el día así, con esa espera, sin acabar de creer del todo. Y yo creo que allí por la tarde, pues muchas veces las piadosas mujeres aquellas, que les preparaban la comida y la cena, se asomarían por allá: ¡Qué!, ¿preparamos la cena? Y ellos dirían: ¡Hombre!, espera; esperad un poco, esperad un poco a ver si viene; dicen que se ha aparecido por ahí; pues a ver si viene por aquí; vamos a esperarle. Y… no viene, y no viene, y se hace tarde. Y ya por fin dicen: Pues traed la cena, traed la cena; ya se ve que no viene. Y cenaron. –Y cuando ya no le esperaban, ¡pum!, se presenta entonces; al terminar la cena, en el último momento, cuando iban a ir a la cama. Allá está. Y entonces les consuela.

Así procede el Señor. Esto que está haciendo después de la Resurrección, es su modo general de actuar. Y con éstos, lo mismo. Precisamente se les presenta en la orilla, después de una noche en

que no han hecho nada y están cansados, rendidos, que no piensan más que en descansar ya; en ese momento. Y no lo esperan, claro.

“Venida la mañana, se apareció el Señor en la ribera”. Y uno diría: ¿Por qué en la ribera? ¿Qué le costaba haberse presentado en la barca? Y es verdad; si uno va lógicamente es así. Pero Él tiene su razón de ser. Y la ribera, suelen mostrar los Padres que es la tierra firme.

El mar se suele considerar el mar de este mundo, donde hay mucha variedad, mucha cosa; donde se hace la pesca, donde se trabaja. Y la tierra firme es algo así como lo eterno. Y ahora estamos cerca y lejos del Señor. El Señor está muy cerca de nosotros, y al mismo tiempo muy lejos de nosotros. Es esa actitud que tenemos que mantener ante el Señor: cerca y, al mismo tiempo, peregrinos.

Y se mostró en la ribera. “Los discípulos no conocieron que fuese Él”. No, no cayeron en la cuenta. “Y Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis algo de comer?” La pregunta más desagradable que les podían hacer cuando uno no ha pescado hada: ¿Habéis cogido algo? Se ve que ellos estaban un poco molestos. “Le respondieron: No”. Seco: no. Molestos: no.

Siempre me acuerdo aquí de aquel Padre que había entrado en la Compañía de sacerdote. Era un poco antes de la expulsión de España, y previendo la expulsión, él empezó a aprender francés por su cuenta, solo. Y cuando llegó la expulsión y pasó a Francia, por el sur de Francia, entró en la Residencia y le preguntaron: Est ce que vous conossez le français? Y él respondió: Peu! Un peu! Un peu! Éste es como éstos. “Le respondieron: ¡No! –Un peu!

Así es el Señor; muchas veces hace esas preguntas molestas; como diciéndoles: ¿Qué habéis cogido? ¿Nada? ¿Nada? “Sin Mí no podéis hacer nada”, dice el Señor. Y le gusta que de vez en cuando caigamos en la cuenta de esto. Y muchas veces, cuando te has esforzado en hacer muchas cosas, al final te preguntará el Señor: ¿Has cogido mucho? ¿Has cogido algo? –No. –Y eso le gusta a Él. Para que te convenzas que tiene que ser bajo su palabra.“Y Él entonces les dice: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis”. No estaba muy lejos; como a unos 150 metros, 100 metros de la orilla. “Echad la red a la derecha y encontraréis”.

A ellos les vendrían ganas de decir: ¡Qué derecha ni qué izquierda! ¡Ahora que ha salido el sol, echar la red a la derecha! Pero Pedro, en medio de todo, era dócil en esas cosas del mar; y…

obedeció. Y echó la red. Diría: Quién sabe si a lo mejor ése está viendo que hay algunos peces por aquí; alguna bandada de peces que ve ahí, desde la orilla.

 Echó la red. “Ya no podían sacarla por la multitud de peces que había”. Ya de nuevo el recuerdo del Señor;

que no es siempre por el recuerdo de palabras determinadas, sino por el recuerdo de lo que ha pasado antes con el Señor.

 Y Juan, que estaba más atento que los demás, apenas vio los peces, se acordó de la pesca milagrosa de otras veces: así solía hacer el Señor; aquí está la mano del Señor. “Y mirando hacia la ribera, hacia la orilla, con atención, con amor, con ojos puros, dijo:

Dominus est”.

Es la vida de contemplación: reconocer al Señor en sus visitas, en sus manifestaciones. Dominus est. E inmediatamente va hacia Pedro y le dice: “Es el Señor, es el Señor”. Pedro, que oye que es el Señor… “Se vistió la túnica, o mejor dicho, se ciñó la túnica, porque estaba desnudo. No es que estuviese desnudo, sino los que conocen las costumbres de allí interpretan justamente que tenía solamente el manto exterior suelto; de modo que no tenía la túnica

interior –tenían una especie de faja-, sino sólo el manto exterior, y así no se podía echar al agua porque le estorbaba. Y entonces lo que hizo fue ceñírselo eso mismo que llevaba, sin esperar a más,

a ponerse la túnica; lo que tenía. Se puso una cuerda alrededor y se tiró al agua, se echó al mar. A él no le importaban los peces ni nada. Ahí se queda todo. ¡El Señor!

–Le queda un poquito a Pedro, un poquito de aquella impulsividad, de aquellos de la Transfiguración: hagamos aquí tres tiendas; como si se le fuese a escapar el Señor si no se tira al agua; una cosa así. –Juan no; Juan se queda; ha visto al Señor y se queda. Pedro, en cambio, tiene afán por llegar. Y no le pide ahora ni siquiera caminar por encima del agua; ahora se basta él solo nadando. Se echa al agua y va a nado. Se echa al mar.

“Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de peces”. No la metieron en la barca, sino se la llevaron arrastrando, porque estaban cerca de la orilla y era más cómodo llevarla hacia la orilla. Dirían también: Pues ya es también tranquilo este Pedro, ¿eh? Ahora, él que es el jefe, nos deja solos. Y él, al agua, a la orilla. Y el otro, a grandes brazadas, llaga hasta la orilla,

sale a la playa.

¡Qué facha la de Pedro! Todo mojado; chorreando agua; se le cae de todas partes:del pelo, de las cejas, del manto que llevaba, de todo; como un pollo mojado. Y así se presenta al Señor: Aquí estoy.

Y el Señor le diría: ¡Pues menuda facha traes! ¡Qué espectáculo! –Y allí tienen ese diálogo bien sencillo: “En lugar sencillo, humilde y gracioso”. Ahí nadie se entera; ahí el mundo sigue su rumor y su ruido. El Señor actúa en las almas en esa sencillez; siempre; en la sencillez de la intimidad. No sabemos de qué hablarían, pero estaban allí Cristo y su Vicario. Los dos grandes. ¡Y qué facha! El uno todo mojado, y el Otro que se reiría un poco de él.

Entretanto, los otros tiran de las redes, se acercan hasta la orilla, “y al saltar a la orilla vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan”. ¡Qué delicadezas tiene el Señor! ¡Qué

delicadezas! Bajan… Fuego, pez y el pan; todo preparado. Es la primera vez que nos consta que el Señor fuera cocinero; aquí, después de la Resurrección precisamente. Hay aquí, sin duda, lo mismo que vimos en los de Emaús, un recuerdo de la Eucaristía. Los primeros cristianos veían en el pez el símbolo de Cristo en la Eucaristía; los panes y los peces en la multiplicación de los panes, símbolo de la Eucaristía.

 Es el manjar que Él ha preparado. En el cántico de la oveja alegre que camina con el rebaño: Dominus pascit me nihil mihi deest, dice también lo mismo: Parasti mihi mensam, “me has preparado una mesa ante las miradas de mis adversarios”. Ese es Cristo, que prepara la mesa. Él tiene predilecciones para los suyos; cuida de ellos.

Y les ha preparado ahí un desayuno Él mismo. –Y no reaccionaban estos hombres; porque sí, era el Señor; de una manera muy especial; no dudaban de que era el Señor. Tampoco se atrevían a preguntárselo y estaban como sin reaccionar.

Y entonces les dice el Señor: “Traed acá de los peces que acabáis de coger”; moveos. “Subió entonces Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; y siendo tantos, no se rompió la red”. –Dejemos ahora el simbolismo éste de Pedro que saca la red, simbolismo de la unidad de la Iglesia que no se rompe, en la que vienen todas las almas recogidas por Pedro y puestas a los pies de Cristo.

Y ellos estaban así. ¡Bueno!, pues quietos otra vez. No arrancaban estos hombres. Y entonces les dice Jesús: -conocer al Señor y no imaginarlo siempre así, como si fuese una cosa del otro

mundo, como decíamos, como esa imagen bizantina del Pantocrátor que no, no se mueve-. Les dice Jesús: “¡Vamos a almorzar; a comer!” ¡El Señor resucitado! Parece que no pensaba más que en el

espíritu… No. ¡A comer, a comer! Y Él mismo es el que les va a dar de comer. “Y ninguno de los que estaba comiendo osaba preguntarle: ¿Quién eres Tú?” Tenían ganas de decirle: pero vamos, dinos claro quién eres. “No se atrevían a preguntarle, ¿quién eres Tú?, sabiendo que era el Señor”.

De eso no tenían duda: Es el Señor. Todos ellos: es el Señor.

“Se acerca, pues, Jesús, y toma el pan y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez”. Él mismo corta los trozos de pan y da a cada uno el suyo, y el pez. Él mismo distribuye. ¡Qué humanidad de Cristo resucitado! Como está ahora en el cielo; así, así actúa con las almas. Él mismo.

Y no nos podemos imaginar –porque Pedro tenía un apetito excelente, desde luego; después de la noche de trabajo, el baño que se había dado, pues… tenía buen apetito y comería a gusto-, y no lo podemos imaginar que el Señor le dijese: Pedro, mortifícate un poco; come un poco menos. No. Sino que le

diría: ¡Menudo apetito tienes, Pedro! A ti no te basta lo que te he dado, ¿verdad? Y él, pues aceptaría lo que le diese el Señor, lo que le diese. Así trata el Señor con los suyos.

“Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después que resucitó de entre los muertos”. Así, con esta llaneza.

Simón tenía una pena muy honda, que no la acababa de quitar del todo. Y Jesucristo es Consolador. Y la pena honda que tenía Pedro es la del amor de Cristo.

Aquel fracaso que había tenido; que él creía que era tan enamorado de Cristo, que estaba dispuesto a dar la vida por Él, y resulta que le había negado. Y ya se le había quedado esa espina: ¿Cómo amo yo a Cristo?

Y Jesucristo quiere curarlo, quiere consolarlo de esto precisamente. Este diálogo de Cristo con Pedro no es el comienzo del diálogo, sino que lleva muchos años dialogando; es coronación de un diálogo que empezó hace mucho, cuando el Señor le dijo: “Tú eres Piedra, tú te llamarás Roca”. Y entretanto se ha ido formando. Este es el examen, resultado final de todo un tiempo de formación; así como el diálogo nuestro empezó con la Samaritana: “Yo soy Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios que hablo contigo”, y empezamos a hablar con Él. Pues bien; ya llevamos años de diálogo con Cristo, y ahora podemos hacer, como Pedro, este examen del amor; examen de todo el tiempo que llevamos de nuestro trato con Cristo, para que el Señor nos consuele también como consoló a Pedro.

Pedro tenía una espina: Yo no sé si amo a Cristo, no sé si le amo. Ya no quería ni pensar en ello, porque cada vez que pensaba se acordaba de su traición y… ya no tenía fuerzas para pensar más.

Y ahora, al terminar la comida, Jesús dice a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, -y él le miraría: ¿qué, Señor?-, ¿me amas tú más que éstos? ¡Qué pregunta del Señor! Si no hubiese estado en el Evangelio, no lo hubiésemos imaginado nunca que el Señor le preguntase esto a uno de sus discípulos: ¿me amas más que éstos? ¿Me amas?

–Aquí vemos; este me amas, no significaba sólo cumplir lo que Él manda, sino, ¿me amas? –Habla de amor de verdad. ¿Me amas? ¿Me quieres más que éstos? Del amor de afecto. ¿Me tienes más afecto que éstos? –Y él le respondió: “Señor, Tú  sabes que te amo”. No quiere complicaciones. Es la llaga de Pedro. Ya no se atreve. ¡Cuánto bien le han hecho a Pedro las faltas que el Señor ha permitido en él! Ahora se ha quedado blando, humilde.

Ahora ya no viene como antes a decir: “Pues claro que te amo; más que todos. Aun cuando todos te nieguen, yo nunca”. Ya no se atreve a decir esas cosas. Ya no se fía de lo que él sabe que ama, porque sabe que su ciencia en este campo es muy frágil, y aun cuando crea que ama, muchas veces no ama. Ya no se fía de sí. “Señor, Tú sabes que te amo”. Tú sabes; yo no lo sé. Tú sabes.

Me basta que sepas Tú; pero Tú sabes que yo te amo. Sin compararme a nadie. No, no digo: más que éstos. Señor, Tú sabes que yo te quiero, te quiero, y Tú lo sabes; me fío de Ti; creo lo que Tú pienses, creo lo que Tú digas. –Y le dice Él: “Apacienta mis corderos”.

Pedro, con eso, se tranquilizó un poco. Le confía sus corderos el Señor; sus propios corderos. Segunda vez le dice: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?, –sin compararse ya con nadie- pero, ¿me quieres? Esto le costaría a él un poco; esto se ponía un poco feo para Pedro, esa insistencia del Señor. Y él le responde: “Señor, sí, Tú sabes que te amo”. Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos”.

Y Pedro dice: ya, menos mal; esto se pasa. –Y después de un rato, el Señor otra vez: “Simón, hijo de Juan, pero, ¿me quieres de veras?” Y a Pedro se le cambia el color; se puso triste; se entristece. Dice: Aquí volvemos otra vez; yo le voy a armar otra al Señor; seguro que… ¿qué le voy a hacer ahora? ¡A ver si pasa lo mismo otra vez!

 –Ya no se fiaba de sí. ¡Cuánto bien le habían hecho esas caídas!, ya no tenía ninguna confianza en sí. Y le dice entonces: “Señor, pues si Tú lo sabes todo; Tú sabes que yo te amo”. Y el Señor: “Apacienta mis ovejas”. Y ahora le anuncia una gran consolación.

–Notad el contraste con la Última Cena-. Le dice el Señor a Pedro: Mira, “en verdad, en verdad te digo”. Ahora hablo Yo. Tú dices que Yo sé, ¿verdad?, que Yo sé. Pues mira, en verdad, en verdad te digo; antes te dije, ¿te acuerdas?: “En verdad, en verdad te digo que esta noche, antes de que el gallo cante me habrás negado tres veces; ahora, mira lo que te digo: En verdad, en verdad te digo, con la misma seguridad, que, cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas a donde querías, mas en siendo mayor, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te conducirá a donde tú no quieres ir. Esto lo dijo para indicar con qué género de muerte había de glorificar a Dios”.

–El contraste con la Última Cena es manifiesto. En la Última Cena decía Pedro: Señor, yo te amo; más que todos; y estoy dispuesto a dar mi vida por Ti. Y el Señor le dijo: “Hoy mismo me negarás”. Ahora, Pedro ya no sabe si ama al Señor; no se fía de nada. “Tú lo sabes todo, Señor, Tú sabes que te quiero”.

Y el Señor le dice: Pues mira; ahora es cuando me amas; y me amas tanto, que darás tu vida por Mí. Vas a dar tu vida por Mí. Ahora sí, ahora. Lo que antes te faltaba era un poco de humildad, un poco de desconfianza de ti mismo; no fiarte tanto de tus fuerzas; no ponerte en los peligros inútilmente; ser más suave, más manso, más confiado.

Ahora; ahora vas bien. Ahora que no sabes tú mismo si amas, es cuando amas; ahora queno te fías ya de ti. Y me amas tanto, que darás tu vida por Mí, y dando tu vida por Mí, glorificarás al Padre, con la plenitud de tu amor, hasta el holocausto total de ti mismo. “Cuando eras joven hacías lo que querías; te regías por tu voluntad, llevabas a los demás a donde te parecía. Cuando seas mayor, otro te atará, te llevará a la cruz y te crucificará, y morirás por Mí”.

–Consuelo de Pedro: ama a Cristo, ama a Cristo. Y para él no hay más alegría que ésta: la de amar a Cristo. Por eso dirá él en su carta a los fieles con admiración: “A quien sin haber visto amáis como le amamos nosotros, los que le hemos visto en el monte santo; igual vosotros. Y amándolo os alegráis con una alegría interminable e inmarcesible”.

–Este el consuelo de Cristo. Apliquemos un poco a nosotros mismos este examen del amor. El Señor, en este momento de los Ejercicios te llama a ti también por tu nombre, y te dice: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas más que éstas? ¿Me amas más que éstas? Y tú, consciente de todas tus debilidades, de todas tus fragilidades, de tu respuesta al Señor, que ya casi te parece que no le amas, aun cuando deseas amarle, no quieres aceptar ninguna comparación con nadie; aun cuando es verdad que deberías amar más, porque se te ha perdonado más, aunque deberías amar más porque se te ha amado más, pero no quieres aceptar nada de esto, y le dices al Señor: Señor, mira; a pesar de todo, a pesar de todas mis fragilidades y mis debilidades, Señor, Tú sabes que te quiero, Señor. No me comparo a nadie.

–Y el Señor te dice: Apacienta mis corderos; apacienta mis almas. Te vuelve a repetir lo mismo: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas? –Señor, Tú sabes que te quiero, Tú sabes; me basta esto. Yo no lo sé. Hay momentos del día en que es todo tan oscuro, que ya no sé si te amo; pero no importa que yo no lo sepa, basta que lo sepas Tú. Señor, Tú sabes que, a pesar de todo, te quiero.

–Y Él te dice: Apacienta mis corderos. Y por fin, mirándote con mucho amor, te pregunta: ¿Me amas? ¿Me amas de veras? –Señor,

Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. “Apacienta mis ovejas”. Pide también por el Papa, por los Obispos. Ofrece por tus almas. Apacienta mis ovejas.

–No te pregunta si amas a las ovejas, sino si le amas, a Cristo. Y en cambio te dice: Apacienta mis ovejas. Para apaciéntalas como de Cristo, no como tuyas. Piensa en ellas, cuídalas, amando en ellas a Cristo, rigiéndolas por los criterios de Cristo, no por los tuyos, como cosa suya de la que tienes que responder.

Él te confía lo más precioso que Él tiene: sus ovejas, el tesoro de Cristo, por el que ha bajado del cielo a la tierra; sobre todo las ovejas perdidas; sobre todo aquéllas en las que Él ha mostrado el mayor amor de predilección tomándolas sobre sus hombros; ahora tú las tienes que llevar sobre tus hombros, como Cristo te ha llevado a ti. Cuida mis ovejas; pero amando a Cristo en ellas, como extensión del amor de Cristo, no prescindiendo de Cristo. Por eso Él pregunta si le amas a Él, a Él.

–Y aquí está la raíz de todas las funciones que hay que ejercitar en la Iglesia. Toda función apostólica, toda misión que el Señor nos confía, tiene que ser comunicada en este momento: cuando el alma ha madurado en el amor de Cristo, cuando ese amor de Cristo ha llegado a ese grado de humildad, de docilidad, de mansedumbre; cuando es amor auténtico, no fiado de sí mismo y de sus normas y de sus criterios, seguridad de sí, sino desconfiando de sí, totalmente dócil, totalmente en las manos del Señor, en plena confianza en las fuerzas de Cristo. Y en este momento, cuando el alma ama a Cristo, entonces le confía su función en la Iglesia.

Así lo dice San Pablo en la carta a los Romanos. Ha hablado de la gran misericordia del Señor, por la cual ha muerto por nosotros, y en el capítulo 12 dice: “Ahora, pues, hermanos, os ruego encarecidamente –como consecuencia-, por la misericordia de Dios, por la cual Él ha dado su vida por vosotros, que le ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos, que es el culto racional que debéis ofrecerle”, es decir, que es la respuesta lógica, el obsequio lógico que tenéis que ofrecerle a Él, a quien ha dado todo por vosotros; como dice San Ignacio de Antioquia: El amor de Cristo, la caridad de Dios, es la sangre de Cristo.

Ahí está. Esa es la caridad de Dios. Por lo tanto, si la caridad de Dios es la sangre de Cristo, vuestra caridad lógicamente tiene que ser el holocausto de vuestros cuerpos, de vuestras personas enteras, como hostia viva, santa y agradable a Dios; de todos los cristianos.

Por eso el Señor pregunta: ¿Me amas? ¿Me amas hasta dar tu vida? –Yo ya no me fío; pero Él me lo dirá. Si tu amor es auténtico, a ti te dirá también como a Pedro: Mira, ahora que eres humilde, que no te fías de tus fuerzas, ahora, en verdad te digo: cuando eras joven, es decir, cuando te sentías con el vigor de tus fuerzas, de tus cualidades, de tus energías, hacías lo que querías. Tú misma te ceñías, tú misma te hacías tus planes, incluso en el servicio de Dios, y te parecía que todo lo que no eran tus planes era impedimento a la gloria de Dios. Tú misma te ceñías e ibas donde querías y como querías. Ahora que eres ya mayor, adulta en el amor, madura en el amor, ahora, “otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieres”. “Esto lo dijo significando con qué muerte iba a glorificar a Dios”. ¡Qué expresión tan preciosa de la vida de holocausto en la obediencia en la vida religiosa! Ahora, si amas de veras a Cristo, mira, llegarás a amarle tanto, tanto, que otro te ceñirá y te llevará donde tú no irías por tu voluntad. Es la muerte conla que tienes que glorificar a Dios, tú concretamente; en cada momento: dejarte atar por otro y llevar a donde tú no irías, a donde te llevan los representantes de Cristo.

Es el holocausto de amor que consuma la glorificación del Padre en tu vida. Es tu amor. Tienes que hacer de ti misma un holocausto de amor. Lo dice aquí San Pablo, y es casi como la expresión doctrinal del pasaje que estamos examinando en San Juan. Eso: todos los cristianos tienen que ser holocausto de amor. Y en la vida religiosa más particularmente todavía.

Y añade San Pablo: “Y no queráis conformaros con este siglo”, no busquéis los criterios de este mundo, “antes bien, transformaos con la renovación de vuestro espíritu”, cambiad vuestro espíritu, renovad vuestro espíritu, “a fin de acertar qué es lo bueno y lo más agradable y lo perfecto que Dios quiere de vosotros”. Hay que cambiar; no pensar como el mundo; para vivir este holocausto, para que vayas a donde tú no irías por tu carne y sangre, por tu propia voluntad, sino a donde Dios te quiere llevar por medio de sus representantes.

Y aquí viene la dificultad. “Por lo cual, dice San Pablo, os exhorto a todos vosotros, en virtud del ministerio que por gracia se me ha dado, a que no os consideréis más de lo que tenéis que consideraros”, a no creeros más de lo que sois; que es el gran peligro nuestro en el apostolado, en el amor de Cristo.

Queremos remediarlo todo, hacerlo todo, como si nosotros fuésemos los que tenemos que dar las normas supremas, creyendo que así colaboramos con Cristo. Non plus sapere quam oportet sapere. No sobreestimarse nunca. “Sino que os contengáis dentro de los límites de lamoderación”; que os estiméis moderadamente, según lo que os corresponde, “según la medida de feque Dios ha dado a cada cual en particular”, según la misión que Dios te ha confiado a ti enparticular. Y no querer ser más que eso.

No querer ser la renovadora de toda la Iglesia, de toda laCongregación, de todo el Instituto. Lo que tienes que hacer, lo que el Señor te confía, conmoderación. “Apacienta mis ovejas. Y apaciéntalas como mías, no como tuyas. Que no eres tú la providencia. Que Yo sé lo que te encargo. Tú responde de lo que Yo te encargo.

Y añade San Pablo: “Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en

Cristo un solo Cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros.

Tenemos, por tanto, dones diferentes, según la gracia que nos es concedida. Por lo cual, el que ha sido llamado al ministerio, dedíquese a su ministerio; el que ha recibido el don de enseñar, aplíquese a enseñar; el que ha recibido el don de exhortar, exhorte; el que reparte limosna, déla con sencillez; el que preside, sea con vigilancia; el que hace obras de misericordia, hágalas con apacibilidad y alegría”.

Cada uno en su puesto. Todos, en el puesto que el Señor nos ha encomendado, tenemos que vivir el holocausto nuestro, pero en la moderación de la fe; allí donde el Señor nos pone. –Y aquí es dondeel Señor distingue sus oficios: ¿Me amas más que éstos? –Señor, Tú sabes que te amo. –Apacientamis corderos; educa a mis niñas; cuida a mis pobres. –Y a cada uno da su oficio. –Y tú, fiel en ese oficio; haciendo no lo que tú quieres, sino donde el Señor te lleva, en holocausto total de ti misma.

Es el examen del amor. Aquí está, aquí está. –Nos quiere consolar el Señor. Dentro de este examen del amor y en este cuidado de las almas hay muchos grados: desde el aprobado hasta la matrícula; hasta el tercer grado de humildad, en el puesto que el Señor nos quiere.

Y puedes imaginar que el Señor te mira con mucho amor y te va examinando: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas? ¿Me amas tanto que por mi amor, en el puesto que te he encomendado, en la

fidelidad a lo que yo te digo, estés dispuesta incluso a dar tu vida

–como te he indicado yo ahora-,antes de cometer un pecado mortal? ¿Estás dispuesta a esto?

-¡Señor, cómo me voy a fiar de mí misma!, ¡si soy tan débil! Pero con tu gracia, Señor, yo lo quiero; Señor, Tú sabes que te quiero.

– Aprobado en el amor. Y el Señor te mira con más amor todavía, y te dice: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas?

¿Me amas de veras? ¿Me amas tanto que por mi amor, en el oficio que te he encomendado, sin pasar a otras cosas, en la docilidad a mi gracia estés dispuesta a consumarte en holocausto antes de

cometer un pecado venial, antes de salir de mis directivas en lo que sea pecado venial?

–Señor, yo lo quisiera así; no sé si seré capaz, pero al menos es mi voluntad deliberada, Señor.

 –Notable en el amor.

Pero sigue el Señor preguntando, y te dice: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas tanto que por mi amor estés dispuesta, en el servicio que yo te he encomendado, en la fidelidad a mis directivas,

en todo, a dar tu vida, si es preciso, antes de cometer una imperfección deliberada plenamente, o a faltar deliberadamente a las Reglas que Yo te he dado, que Yo te he dado, y a las cuales tú has dicho que te sometías deliberadamente?

–Señor, ¡soy tan débil! Conozco mi pasado, pero con tu gracia, Señor… Señor, yo quiero esto, deseo esto; dame tu gracia para ello. No me fío de mí. Tú sabes que te amo.

–Sobresaliente en el amor. Pero el Señor todavía te mira y te dice: Fulana de Tal, hija de Tal, ¿me amas todavía más, tanto que por mi amor, siendo igual gloria mía escojas el puesto más pobre, más humilde, más despreciado, más bien que no el puesto de brillo, de estima de todos, de esplendor; el puesto dondete estiman menos, donde te consideran menos, como una persona que es más corta, menos inteligente; por mi amor, sólo por mi amor; me amas tanto, siendo igual gloria mía?

 -¡Señor…! Lo espero, Señor; dame gracia para ello. –Matrícula de honor en el amor. Es lo supremo.

 

Tercer grado de humildad.

 

A ver; repite contigo misma delante del Señor este examen del amor, y de vez en cuando vuelve sobre él. Es la cumbre del amor. El fin actual –estado actual- de tu diálogo con Cristo, después de años de trato con Él: ¿Me amas, después de todo, hasta aquí?

“Dicho esto, dice el Evangelio, el Señor dijo a Pedro: Sígueme”, vente conmigo. Y, en efecto, el Señor se lleva consigo a Pedro. Y a Pedro, esto le gustó, sin duda ninguna; eso de ser predilecto… Estaban allí todos los demás, los siete, y que le llame a él aparte y que se lo lleve consigo… esto le gustaría. “Donecillos de Dios”, diría él, donecillos de Dios. Eso que nos suele pasar: Sí; donecillos de Dios; pero me los ha dado a mí y no se los ha dado a otro. A mí me los ha dado. Es voluntad suya, sí; pero a mí, pero a mí. Como decía aquel hermano coadjutor de París: Yo no sé cuántos talentos tengo, pero yo creo que dos tengo, porque éste es más tonto que yo.

–Pues así; “donecillos de Dios”. A mí me llama. Y él, caminando, de vez en cuando, pues volvería a ver la cara de los otros, a ver qué cara ponen los otros. Y mirando hacia atrás, vio que Juan no se resignaba del todo, y que iba allí… un poco así… disimulando un poco, pero que se iba acercando también a menor distancia.

       Entonces le entró curiosidad a Pedro. “Y volviéndose Pedro a mirar, vio que venía detrás el discípulo amado, yhabiéndole visto dijo a Jesús ya con un poco más de intimidad: Señor, ¿qué será de éste? A mí ya me lo has dicho; y éste, ¿qué? Y el Señor le respondió: Si Yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti que te importa?”. Lo curó de raíz. “¿A ti qué te importa?”. Es la última lección del Señor en el Evangelio: “¿A ti qué te importa?”. “Tú, sígueme”, y déjales en paz.

Pues bien; en este momento de los Ejercicios, también puede pasar eso: Señor, yo… yo he oído que me dices sígueme; me voy contigo, me voy contigo; pero, ¿y ésta? ¿Qué propósitos habrá hecho ésta? Y ésta, ¿pensará lo mismo? Y ésta, ¿qué? Yo tengo que hacer esto y esto y esto; y ésta, ¿qué? “¿A ti qué te importa?” “Tú, sígueme”.

–Lo que decíamos: que si uno no se hace salvaje por Cristo, que no llegará a la santidad. Hay que hacerse indómito. ¿A ti que te importa lo que dirá la otra, lo que hará la otra? Tú, sígueme; tú, sígueme. La última lección de Jesucristo: Ir derechos a la santidad. Y quien no toma esta determinación nunca llegará a la santidad. “¿A ti qué te importa?” Y entonces el Señor se lleva a Pedro consigo a la orilla del mar; y no sabemos; le comunicaría sus normas, sus indicaciones para apacentar sus ovejas.

Pues bien; a ti también te dice: “Sígueme”. Y siguiendo al Señor, te detienes con Él un poco sobre la orilla del lago, y allí, te descubre tu vida, y tú se la reconoces así: “En medio del camino de

mi vida, vuelvo la vista atrás, Señor, para contemplar y para bendecir tus rectificaciones, las que has hecho tú mismo de mis planes, los fracasos en que has hundido mis proyectos. No; mis pensamientos no eran los tuyos.

Con terca obstinación infantil me encapriché cien veces con juguetes brillantes que Tú no me querías dar. Lloré; pateé; todo inútil. Podía más tu amor que mi amor propio. Hoy veo claro que Tú tenías toda la razón al cambiar mis rutas y al sustituir tus destinos en vez de mis ensueños. Pero como tienes la costumbre de callarte; como no sueles dar explicaciones; como no prodigas las profecías, dejas a los tuyos en terribles noches del espíritu.

Por eso, cuando al fin tu idea se hace realidad, ¡qué vergüenza para nuestros microscópicos ensueños! ¿Es que no tienes crédito, Señor, para que yo te lo fíe todo: mis días futuros, mis actividades, mi cuerpo gastado, mi alma solitaria, mis ilusiones dudosas, mi destino eterno?

En medio del camino de mi vida, contemplo con asombrado amor todas tus rectificaciones, todos mis cambios de ruta, todos los fracasos de mis ideales. Nada me ha sucedido como yo quería. Ninguno de mis sueños cuajó en realidad. Ninguna de las profecías de mis amigos se ha cumplido.

Y veo con asombro que lo que ha sucedido ha sido mejor para mí. Tú, único amigo mío, mientras yo tejía mis telas de araña, sonreías en silencio, y con tu mirada aguda soltabas todos los nudos. He contemplado campos, cielos y almas que jamás soñé ver.

Han surgido hermandades interiores con corazones que entonces ni siquiera existían. Me he gastado en actividades para las que todos mi creyeron incapaz, y he fracasado en empresas para las que creí haber nacido. En las encrucijadas súbitas, primero era la turbación. En los cambios de dirección que me imprimía tu mano, era el pánico. Hoy, ya en el término, es el Miserere que reza mi orgullo fracasado y el aleteo de mi confianza en Ti. Bueno ha sido para mí el que me hayas humillado. Porque yo, no pensaba más que en mí solo. ¡Gran pecado!

Yo creía -¡necio!- que todo había de girar en torno a mí. No quería enterarme de que los destinos de todos están en una sola mano, que es la Tuya, y de que ella los relaciona y los subordina entre sí. No sería tu saber infinito si no tejieras mi dibujo único con los hilos de todas nuestras vidas. Y no se te enreda nunca la madeja, ni igualas los méritos de cada uno, ni mutilas su libertad.

Santa Teresa de Jesús veía en el mundo como un tablero de ajedrez. Nuestras fichas no son iguales, ni en su valor ni en su significación. Y aunque se mueven libremente, hay dos manos ágiles y eficaces que ordenan sus movimientos: la de Luzbel y la Tuya ensangrentada. Lo que llamamos puerilmente acontecimientos históricos, no son más que jugadas del maligno, que Tú aprovechas

para imponer tu poder y tu amor. ¿No es pedante creer en la filosofía de la Historia? ¿No sería más sincero y verdadero ver su teología? Y ahora comprendo, Señor, que no se perdería el más mínimo alfil si él mismo no te traicionara pasándose al enemigo.

  Por eso, en tu seno arrojo, Señor, todos mis cuidados. ¿Cómo no someter todos mis movimientos a la sabiduría y al amor de tu mano llagada? Besándola con el alma y con la vida, te suplico: Lleva Tú el juego, Señor. Y Él nos dice: No te preocupes ya. Yo lo preparé todo hasta este punto, hasta que te has echado generosamente en mis manos y en mis brazos. Aquí te esperaba Yo. Hasta aquí te he traído. Ahora, sígueme. Empezamos una vida nueva. Ven conmigo.

 

CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR

 

Todos los Ejercicios se han de ordenar al amor del Señor, pero ahora esta última contemplación es una especie de orientación para vivir el amor.

Hay dos notas previas en la contemplación. Si vamos a hablar de la vida en el amor y vivir este diálogo de amor con Cristo, la primera dificultad que se me puede presentar es ésta: Pero, ¿cómo sé yo que Jesucristo me ama, que Jesucristo me quiere, si no me habla? Y a esto responde la primera nota de la contemplación, la nota previa.

“El amor consiste más en obras que en palabras”. No hace falta que me hable al oído para que yo comprenda que me ama. El amor consiste más en obras que en palabras. No dice que el amor

consista en obras, como tampoco consiste en palabras, sino, consiste más en obras que en palabras.

También palabras. El amor tiene que tener sus palabras. Lo que quiere decir es que el amor consiste más en amor hasta las obras que en amor hasta las palabras, aunque las palabras ordinariamente vendrán también. Y el Señor me las hablará. “Yo, dice el Señor, en el Evangelio de San Juan, me manifestaré a él”.

Puede haber palabras sin amor de obras, pero no puede haber amor de obras sin palabras a su tiempo. No se trata de solas obras. Se trata de obras de amor. Y Jesucristo me hablará esas palabras de amor; las palabras sustanciales y los toques del alma que Cristo suele hacer en las almas. Y, ¿cuáles son las obras de amor? “Consiste más en obras que en palabras, consiste en obras de amor, más que en palabras de amor”.

Y es la segunda nota. El amor consiste en DAR de lo que tiene o puede; el uno al otro; el amante al amado y el amado al amante. Dar de lo que tiene o puede. Y más completamente y más perfectamente, el amor consiste –el amor personal, el amor éste del que hablamos en este diálogo con Cristo- el amor consiste en DARSE, en darse a sí mismo. Ese es el amor.

No todo el que da, ama. Hay muchos que son bondadosos y benignos y afables, y dan. Dan cosas, pero no son dones de amor. El verdadero amor, ese amor personal, total, es DARSE a sí mismo. Y sólo como avance de eso DARSE, da de lo que tiene o puede. Pero ése “lo que tiene o puede”, no es para detenerse en ello, sino es “dar de lo que tengo o puedo”, significa que quiero darme, que estoy dispuesto a darme, que estoy preparando el don de mí mismo, y que me daré después. En esto consiste el amor.

Los dones, cuando son dones de amor, son un avance de la donación de la persona misma, y si la donación se ha realizado ya –como en dos personas que se aman en el matrimonio-, los dones

mutuos son una expresión del don de sí que ya se ha realizado. Esas son las obras del amor: dar de lo que se puede o tiene como significación del don de sí mismo, como expresión de ese don, o avance o expresión de él.

Pues bien; puestos así en la presencia del Señor, con el corazón abierto a Él e invocando al Espíritu Santo de un modo particular: Veni Sancte Spiritus, Él, que es amor, vamos a pedirle gracia para disponernos a esta vida plena de amor, para que en todo vivamos en el amor; gracia para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente para agradar en amor a Cristo.

Y para eso nos disponemos con esta meditación, con esta contemplación, y pedimos la gracia concreta: gracia de conocer internamente, con ese conocimiento que llega hasta el fondo del alma, que está en nosotros sin ser de nosotros; conocimiento interno de tanto bien recibido, de tanto favor como me ha hecho el Señor, tantas obras de amor. “Para que yo enteramente reconociendo”, cayendo en la cuenta del sentido de esos dones de amor, “reconociendo pueda en todo amar y servir a su Divina Majestad”, a Dios Nuestro Señor. Amar y servir. Servicio de amor.

Siervos de amor. Para agradar a Cristo. Amar y servir. Con un amor hasta las obras, hasta el holocausto de mí mismo. Amor hasta la muerte por Él en cada momento de nuestra vida. El Señor y el alma, los dos se están dando mutuamente cada uno en los dones de la vida. No siempre reconocemos el valor de estos dones.

Vamos a poner un ejemplo: Supongamos una jovensencilla, modesta; y esta joven recibe muchos obsequios de parte de un joven: joyas, relojes, plumas, vestidos; conoces los dones de ese chico, lo útiles que le son, el sacrificio que a él le suponen y dice: ¡Pero qué bueno es este chico! ¡Mira todo lo que me está dando! Y cada vez que recibe un don lo agradece. Hasta que le decimos para que lo reconozca: Pero, ¿no ves lo que quiere? ¿No ves que lo que quiere ese joven es darse él mismo? Esos dones que te está dando no son más que una indicación de que él quiere darse a ti.

 -¡Ah!, no había pensado en ello. Esto es lo que pretendemos en esta meditación: Que yo, reconociendo tanto bien recibido, pueda en todo, conociendo el sentido de esos dones, amar y servir a Cristo Nuestro Señor.

Se supone en esta meditación para alcanzar amor, la actitud subjetiva de atención amorosa al Señor. El alma que está desprendida de todo, dejadas todas las cosas, busca temblorosa el rostro de Dios que la ama. Esto como disposición en todo; y presuponiendo esta disposición subjetiva de despego, de atención amorosa a este diálogo con el Señor, estos cuatro puntos nos indican las posibilidades que se abren a nuestros ojos de vivir este diálogo en su aspecto terminativo, en el modo como se lo presenta el Señor ante los ojos para vivirlo.

No depende este modo de vivir de nosotros solos. El Señor a cada uno da luz para comprender este modo de vivir, y entonces el alma responde a ello y vive según ese nivel que corresponde a lo

que ella ve y Dios le manifiesta.

Estos son los cuatro modos, los cuatro puntos; no es para que los siga todos, sino son como apertura de facilidad para que el alma abrace aquélla en la que Dios Nuestro Señor más se le comunique. Los últimos son más elevados, pero no debemos buscar aquello que es en sí más elevado, sino aquello donde el señor más se me comunica y donde uno se siente más dócil en las manos de Dios.

 

Punto primero: Yo bajo la acción de Jesucristo. Es un diálogo más en sentido humano.Jesucristo está fuera de mí; yo estoy frente a Él. Nos entendemos los dos. Él desde fuera envía sus dones, me hace sus regalos, con grande amor. Todo me lo va poniendo en mi vida ante mis ojos, me va llenando de favores, de posibilidades; este es mi diálogo con Él. Dones que Él me ha hecho, ¡tantos!, desde la creación. Esta creación, el Señor la ha hecho, no sólo como un puro don de favor, de beneficio, sino con la intención de DARSE ÉL MISMO.

Y así está esta poesía de la creación de San Juan de la Cruz, que comienza con estas palabras:

Una esposa que te ame,

mi Hijo darte quería.

Es como el motivo de la creación. Toda ella está ordenada a este desposorio del alma con el Verbo.

Y crea al hombre para que sea objeto de este amor de predilección del Verbo, para que pueda llegar a participar de esa vida divina. La creación te la dio porque quería darse Él. Y si no te hubiera creado a ti, ¿para quién sería ese beso de amor de Dios? Te dio el ser no como un puro favor, sino para darse Él a ti. Tú, el objeto a quien poderse dar; y lo mismo en las cualidades que te ha dado.

Todas son en el plan de Dios como nuevas aperturas de posibilidades de darse Él a ti, y estas posibilidades van aumentando cada vez más según el grado de gracia santificante que Él va dándote, y cada gracia que da el Señor es dilatar el corazón cada vez más para que sea más capaz de recibir a Dios.

Este es el plan divino, y más en la redención donde nos muestra la intimidad de su Corazón; este amor personal a cada una de sus ovejas, que da la vida por cada una de ellas y después las coge sobre sus hombros y las vuelve al redil. Esto lo hace para DARSE.

Reconocer cuánto me ama el Señor. Y cuando en los mismos Ejercicios y en tu vida espiritual has sentido el don de Dios, el Señor ha pasado cerca y te ha consolado íntimamente. Todo esto no es más que un preparar tu corazón cuando Él quiere darse. Y así, el alma que entiende al Señor, comprende que cada uno de sus toques interiores, cada una de sus mociones, es una preparación para uniones posteriores. Cada don del Señor es una preparación para un don mayor. Cada comunión que hacemos es preparación para otra Comunión más íntima; y así el alma debería ir creciendo cada vez más en esta intimidad con Cristo hasta llegar a la cumbre de su unión con Él.

Este es el plan divino. Ponderar por eso con mucho afecto, ¡cuánto me ha amado Dios! ¡Cuántas cosas me ha dado!: la vocación, que es como un liberarme de todas las demás cosas de este mundo, sin impedimentos del corazón, para libertarlo y para que sea todo de Él, capaz de la donación de Dios. Y dentro de la vocación, las llamadas a más y más santidad, a más desprendimiento de todo, a más libertad de todo. Son dones de dios que quiere darse.

En los dones de Dios, el Señor se nos comunica más inmediatamente que en otros. En la creación se nos comunica más inmediatamente que en la obra de la gracia, y dentro de la gracia, en cada moción íntima, auténtica de la gracia, Él se acerca a nosotros; de modo que todo don que da, es un acercarse Él a nosotros.

¿Cómo debo yo corresponder a este amor, a estos dones que Él me hace dándose Él en ellos y deseando dárseme del todo según mis posibilidades y según sus planes providenciales? Devolviéndole todo en amor.

Yo quisiera darle un don al Señor, pero todo don que yo quiero dar al Señor, apenas quiero yo recogerlo para mí, me fijo oque es don suyo, que Él me ha dado. No tengonada que no me haya dado el Señor para este diálogo de amor. Por eso correspondo ofreciéndole todo lo que tengo, todo. Ofreciéndole todas mis posibilidades, mis cualidades, mis momentos del día, todo. Diciendo como quien se afecta mucho: “Tomad, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento… Disponed a toda vuestra voluntad”. Ahí está. DÁNDOME VUESTRO AMOR Y GRACIA, que ésta me basta.

Dadme sólo que me améis. ¿Para qué? Para darme más posibilidad de darte; porque sólo amándome, el Señor me da, y si me ama quiere decir que me dará más; y si me da más, yo le devolveré más, porque todo lo que Tú me das, te lo quiero devolver en amor. Dame tu amor y tu gracia que esto me basta.

Y así, el alma que se abre un poco a esto y se da a sí misma en sus dones, no es que le dé una parte de mí, no; le digo que tome esto para que me tome Él en cada una de esas cualidades, en cada uno de esos momentos; y en todo quiere el alma DEJARSE Y

GUIARSE.

 Dejarse a sí misma, y darse al Señor. Y apenas hace este ofrecimiento es como una esponja que está en el agua y empieza a penetrar el agua y la empieza a hinchar; se dilata y cada vez se va dilatando más. “Ábrete, ensánchate como una rosa que exhala fragancia exquisita”. Y así el alma vive este diálogo de amor con Dios. Él fuera, yo aquí, recibo sus dones, y se los devuelvo en amor. Es un modo magnífico de vivir del amor en todas las circunstancias del día; y verlo así en todo lo que nos mande. Ahora me envía este percance, esta sorpresa, y se la devuelvo en amor; esto mismo que Él me ha dado, se lo devuelvo en amor. Y como ahí, en esa cosa se me da dado no sólo esta sorpresa, no sólo este gusto, no sólo este sufrimiento, sino a sí mismo en el gusto y en el

sufrimiento y en la sorpresa, así yo le devuelvo esta sorpresa, ese gusto, ese sufrimiento y me doy a mí mismo a Él. En todo DEJARSE Y GUIARSE. Es el primer modo de vivir el amor.

 

Punto segundo. Jesucristo en mí. Vuelvo la mirada hacia mi interior con espíritu de fe, y por la luz que el Señor mismo me comunica llego a percibir que Él está en mí. La Cabeza está en los miembros. Dios está en mí por esencia, presencia y potencia. De modo que por ser yo criatura no puedo existir sin que el Señor esté sosteniéndome; luego está dentro de mí. ¿Adónde te escondiste, Amado?, dice San Juan de la Cruz. Como el alma no le encuentra, démosle el Amado a ella y digámosle dónde está, que está en el fondo de su alma.

Allí, como decía San Agustín: “Yo te buscaba fuera y estabas dentro”. Sólo que hay almas muy superficiales que apenas tocan y raspan un poco de la superficie del alma, creen que han llegado ya a lo más hondo y no han llegado sino a la superficie; y si hubieran profundizado un poco más, hubieran descubierto dentro del alma que hay verdaderos valles y verdaderas montañas y verdaderas ciudades y que más en el fondo, en el fondo, está Dios mismo.

En toda criatura está presente. En mí está presente además dándome el ser, dándome la vida vegetativa, dándome la vida intelectiva. Está presente de un modo muy particular en el orden de la gracia, haciendo de mí mismo templo suyo.

El alma que lo siente así, comprende que lleva dentro de sí al Señor, como lo llevaba la Santísima Virgen en su seno; de un modo análogo. Ella llevaba al Verbo encarnado, personalmente, corporalmente presente; nosotros no lo llevamos así, pero de un modo análogo llevamos dentro de nosotros un Tesoro, que es la presencia de Dios, quien vive en nuestro corazón. El alma lo siente y lo respeta.

Está presente en ella, no siempre de un modo que le hace sentir su presencia. A veces está como durmiendo dentro del alma, está allí serenamente. Todo mi ser es su templo. Y cuando el alma cae en la cuenta de esta realidad, de que Él se me está dando, de que Él está dándome todo lo que tengo, las cualidades que tengo, estando Él mismo presente dentro de mí, correspondo a esta

presencia con un sentido de reverencia interior.

El alma vive como de rodillas ante el Señor, dispuesta siempre a responder con un ligero movimiento de cabeza a la manifestación de su voluntad; sin turbar el sueño de Jesucristo dormido dentro del alma, como en la escena de Navidad o como en la tempestad del lago. Allí está, allí está.

Decía San Juan de la Cruz: “¡Qué feliz es el alma en cuyo interior duerme el Señor!” ¡Y cómotiene que velar ella el sueño del Señor, sin despertarlo nunca! Esta es la respuesta del alma en este grado de vivir el amor en la presencia íntima de Cristo, haciéndose ella misma presente a lo más íntimo de sí mismo, que es Cristo.

Y esto en la Eucaristía. Cuando lo recibo en la Eucaristía, Él está dentro de mí, se me da, yo me doy a Él, y Él está dentro de mí. Y yo creo también en torno a Él esta zona de silencio, de respeto, de reverencia. Es la gracia de acatamiento grande. Es el alma que tiene respeto al Señor dentro de su corazón.

Y haciéndome así yo presente, en un vida toda ella ordenada a este servicio del señor, como cortesano junto a su rey, haciéndome presente a Él, sintiéndolo dentro de mí, es propio nuestro que nosotros proyectemos hacia el exterior nuestras propias experiencias interiores. Y al sentirlo dentro de nosotros, lo proyectamos también en el interior de todas las demás almas, de todas las demás personas. En todo lo vemos a Él presente.

Y lo respetamos. “Y mirándose los unos a los otros, crezcan en devoción, viendo en ellos a Dios Nuestro Señor, a quien cada uno debe reconocer en el otro como en su imagen”, porque está presente también, y lo respeta. Y de ahí viene la delicadeza de la caridad y del amor, con este acatamiento. Como tratamos al Señor en la Eucaristía, con reverencia y acatamiento, así lo ve uno en toda la creación; está presente a todo. Esta es nuestra consagración de amor. Es el modo de vivir este segundo grado del amor.

 

 

 

Tercer punto. Jesucristo trabaja en mí. Cristo comunica al miembro la vida sobrenatural al comunicarle su propia vida después de su resurrección. La vida del miembro viene de la cabeza. De modo que así Jesucristo prolonga su vida en mí; vive en mí. Él comunica el movimiento y el sentimiento sobrenaturales. Él siente en mí. Ama en mí. Sufre en mí, si todos estos actos son sobrenaturales. Puedo decir y debo decir con San Pablo: Vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus.

No sólo está presente íntimamente como dormido en el alma, como templo donde es adorado y reverenciado, sino que está viviendo en el alma, comunicando la vida misma al alma. Esta vida nuestra es de Cristo en nosotros. Él vive en mí. No soy yo el que vive; Cristo vive en mí.

No sólo está presente; vive en mí. Y este vivir son todas las manifestaciones de la vida. De modo que tengo que decir de la misma manera que digo: Cristo vive en mí, Cristo siente en mí. Ya no soy yo el que siente, sino Cristo siente en mí. Ya no soy yo el que ama; Cristo ama en mí. Es lo que decíamos, que a veces siente el alma dentro de sí, en lo más íntimo de su interior, de sus entrañas, un sentimiento que brota en mí, pero que no es mío; no nace de mí. Y el alma lo siente claramente: que no nace de mí. Yo no podría nunca producirlo, ni lo puedo mantener. Y cuando se marcha, no lo puedo volver de nuevo a mí. Y cuando lo tengo, no lo puedo retener conmigo.

 Es el sentimiento que se comunica como a miembro de Cristo, y que procede del Corazón de Cristo. Él vive en mí. Él siente en mí. Mis virtudes sobrenaturales no son mías sólo; son de los dos. Él las forma en mí. Cristo es el jardinero de mi alma. Dice el cántico de San Juan de la Cruz: “Mientras que de rosas hacemos una piña; hacemos los dos. Las rosas son los frutos de las virtudes; y de rosas hacemos tú y yo una piña; entre los dos”.

       San Ignacio de Loyola solía decir a propósito de este sentimiento interno, por el cual Cristo vive en mí: -no es mío eso; eso que he sentido tantas veces en momentos de los Ejercicios, no era mío; estaba en mí, me ha hecho moverme, determinarme, con el mismo aplomo como si fuera mío, pero no era mío; estaba en mí-.

Pues bien; decía San Ignacio, que no podría vivir –así le parecía-, si no sintiese en sí algo que no era suyo ni podría serlo en modo alguno; si no tuviera esa especie de presencia del Señor que le daba internamente ese sentimiento, ese estado interior elevado, ese vivir in spiritu, que le parecía que no podría vivir. De tal manera se había hecho uno con Él, que sin Cristo sentido íntimamente, la vida no la podría resistir. Creía que la vida suya estaba mantenida por sta comunicación de Cristo.

Son los santísimos dones, con los cuales el Señor vive en el alma; el sentimiento mío, como de miembro de Cristo. Como el acto de voluntad que impera la mano, está en la mano, sin ser de lamano; le viene impuesto de la voluntad. Pues bien; así estoy yo: como miembro de Cristo. Él vive en mí. Yo soy su instrumento en todo, como el miembro es instrumento de la cabeza, de la persona.

Él actúa en mí y por mí.

Esta es la realidad que el Señor puede manifestarnos y comunicarnos y hacernos sentir interiormente. Y nos lo hace sentir, como diálogo de amor por parte suya, haciéndonos experimentar íntimamente esta realidad. ¿Cuál tiene que ser mi respuesta?

“Responder según se ofreciere”. Aquí puedo responder entregándome del todo para que se sirva de mí y en mí para cuanto pretende, para lo que Él quiera: de mi santificación o de mi apostolado; a su disposición.

Para que Él sienta en mí, viva en mí, ame en mí, trabaje en mí, sufra en mí, que haga lo que quiera de mí. Todo lo pongo a su disposición; cuanto Él quiera dilatarmepara dárseme más todavía, para dárseme del todo. Y ayudarle; disponerme así, entregarme para ayudarle a darse a los demás; con lo cual se me dará más a Sí mismo a mí.

El apostolado auténtico hecho así como docilidad a Cristo, no impide nunca la propia santidad. Toda dilatación nuestra por la cual nos hacemos instrumentos del Señor para ayudar a los otros, dilata en nosotros los espacios de la caridad y aumenta en nosotros las posibilidades del don de Dios. Ser dócil instrumento para mi santidad y para mi apostolado en amor.

Notemos que no hace falta para producir un grande incendio que no aplique grandes fuegos. Basta una pequeña cerilla bien aplicada. Ni siquiera eso. Basta una lente que concentre los rayos del sol sobre un papel, aunque la lente fuera de hielo; no importa. Basta que deje pasar los rayos y los concentre, aunque ella siga fría. Que así yo sea instrumento de Cristo.

Aun cuando yo no sea de grandes capacidades, que yo deje pasar los rayos de Cristo, que no los absorba, que no los desvíe, que los concentre sobre las almas. Y entonces crearé incendios de amor. Que los concentre sobre mi corazón, y entonces crearé incendios de santidad. Ser y ofrecerme a ser lo que quiere Cristo que yo sea como perpetuación suya en la tierra.

Él quiere perpetuar en nosotros los diversos misterios de su Pasión, de su vida, y quiere servirse de nosotros, dice Isabel de la Trinidad, como una humanidad de más, en la cual renovar sus misterios. Y ofrecernos a esto: lo que Él quiera hacer de nosotros.

Si Él quiere hacer de nosotros una prolongación de sus sufrimientos, aceptarlo. Si quiere hacer de nosotros una prolongación de su caridad de amor a los pobres, aceptarlo. Si quiere hacer de nosotros una prolongación de su obediencia hasta la muerte, aceptarlo.

Y así, ser dóciles a lo que Él quiera de nosotros. Y viéndolo así -que vive en nosotros, que actúa en nosotros, que toda nuestra vida es Él en nosotros, proyectándolo hacia fuera-, lo veremos también trabajar en todo. Él está trabajando en todo, en todas las almas. Lo vemos en todo. Actúa. En la naturaleza, en todas partes está actuando. “Mi Padre obra y Yo trabajo también con Él, siempre”.

 

 

Cuarto punto. La cuarta posibilidad de amor. Yo, Jesucristo. Es la identidad con Cristo, la transformación en Cristo. ¡Sublime! Si el Señor nos lo da o nos ilumina a ello, sin ansias de llegar; cuando el Señor quiera dárnoslo, si nos lo quiere dar. Transformación en Cristo.

Dice San Juan de la

Cruz:Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado

do mana el agua pura;

Entremos más adentro en la espesura.

 

Hay que entrar más adentro. “Vámonos a ver en tu hermosura”. Y comentando el paso dice, que el alma, transformada ya en Cristo, contempla la hermosura de Cristo, y cuando se contempla así misma, ve en sí la misma hermosura de Cristo, porque se ha transformado en Él.

De modo que dondequiera que vea, ve la hermosura de Cristo. Y Cristo en el alma ve su propia hermosura. Y por eso dice: “Vámonos a ver en tu hermosura”. A dondequiera que volvamos los ojos, todo es ya tuhermosura. Como también dice el alma:

No quieras despreciarme,

que si color moreno en mí hallaste,

ya bien puedes mirarme,

después que me miraste,

pues gracia y hermosura en mí dejaste.

 

Mirando el Señor al alma, le ha dejado su propia hermosura; la ha puesto en ella. Como si un pintor, sólo con su mirada pudiese proyectar su imagen en un lienzo. Pues sólo con mirar al alma con amor, le ha dejado su hermosura. Y una vez que tiene su hermosura, ya bien puede mirarle.

“Pues su gracia y hermosura en mí dejaste”. Eso es el don de Dios al alma. Dios se da a Sí mismo; y dándose Dios a Sí mismo al alma, el alma le puede amar cuanto es amada de Dios. Es una expresión fuerte de San Juan de la Cruz, que se entiende siempre, no en el orden ontológico, sino en el orden afectivo. “Amar a Dios cuanto es amada de Dios”. Dice que el alma no podría ser nunca del todo feliz, si no pudiera amar a Dios cuanto es amada de Dios. Es casi un absurdo este pensamiento. Y sin embargo, dice bien San Juan de la Cruz: in lumine tuo videmus lumen, y así amaremos a Dios en su amor, en el Espíritu Santo, que nos lo dará Él. No es que

nuestro acto creado sea siempre increado, no; sino que Dios dándonos a Sí mismo, al darse a nosotros a Sí mismo, es nuestro, y siendo nuestro, nosotros podemos darle a Dios, Dios mismo. Y así le amamos cuanto somos amados de Él. Y este es el diálogo más sublime del alma con Dios, cuando todo su diálogo es dar Dios a Dios. Y así está siempre en esta plenitud de amor, en la cual el alma deificada, deiforme, hecha como Dios, transformada en la divinidad por afecto, está dando Dios a Dios, y recibiendo Dios de Dios.

Amemos, curramus; “amemos, corramos”; tenemos que tender hacia esta plenitud de amor; que tenemos poco tiempo para llegar a ella; el tiempo es breve, y se nos va en tantas pequeñeces y en tantas discusiones y en tantos problemas… ¡A amar el Amor!

Y el alma da Dios a Dios en la comunión constantemente. Después de la comunión podemos dar Dios a Dios. Lo tenemos dentro. Dar Dios a Dios. Y lo mismo ve el alma en todas las cosas. La hermosura de todas ellas es participación de Dios cuando ha llegado a ese grado deiforme; las ve todas como participación de Dios. Y más las ve en Dios que las cosas mismas.

Como la Virgen en la Resurrección, el alma ha gustado de Dios; en fe, sí, todavía, pero con todos esos toques íntimos del alma que le hacen gustar la divinidad. Dios es ya su alegría; no tiene otra. Dios es su alegría. Ya no hay alegría que merezca la pena fuera de Dios.

Las demás parecen pálidas, insignificantes; las cosas de este mundo son tan viles al lado de eso que ella ha experimentado en Dios… Quam sorde terram cum caelum aspiciam. “Cuando gusto del

cielo, ¡cómo me parece despreciable la tierra!” Quien ha gustado la intimidad de Dios, de la divinidad, ¿cómo le pueden parecer grandes las cosas de la tierra? Todo le parece vil.

Y las cosas, y las alegrías de la tierra son para ella solo un recordatorio de lo que ha visto y de lo que ha sentido de Dios. Un recordatorio para excitar de nuevo la alegría íntima que tiene en su interior.

Así como cuando nosotros tenemos una grande alegría, las pequeñas cosas que podemos sentir durante el día no hacen más que recordarnos aquel grande gozo que tenemos: “porque esto es pequeño, pero tengo ese grande gozo; ha resultado bien lo que yo tanto estaba trabajando”; pues de esta manera también, con la alegría íntima de la posesión de Dios, las pequeñas cosas de la tierra sólo hacen recordarla. De ordinario está dentro del alma como dormida, como serena, y de vez en cuando, despierta.

Qué dulce y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras:

y en tu aspirar sabroso

de gracia y gloria lleno,

¡cuán delicadamente me enamoras!

 

Y así el alma, en sí misma, siente más a Dios que a sí misma; incluso en su respiración, incluso en su actuación, en su conocer, en su amar, siente más a Dios que a sí misma. Y esto aumenta su deseo de Dios.   

Ya no piensa más que en esto; porque aun cuando lo posee en un cierto grado, pero es poco para lo que el alma desea. Y todavía desea más. Cuanto más se gusta de Dios, más se le ama. Quien no desea a Dios, quiere decir que no lo ha gustado en ningún grado. Pero quien le ha gustado un poco, inmediatamente desea más a Dios; con paz, pero con ansiedad al mismo tiempo.

Y si eso es en Sí mismo, en las cosas mismas, no ve ya un puro camino hacia Dios, sino más bien un recuerdo de lo que ha visto de Dios. Es decir, no sube por el gusto de las criaturas al gusto de Dios; saboreando lo que es esa criatura, gustando este gusto terreno hace después el argumento: Pues, ¿qué será de Dios?; si esto es tan hermoso, ¿qué será Dios? Si este espectáculo es tan maravilloso, ¿qué será Dios?

No es este el camino; ése es muy bueno también; pero en este momento al alma no le es así, sino que más bien, ve más directamente a Dios que a esta misma cosa o a este mismo gusto o a esta misma belleza.

Como una fotografía de una persona que no conocemos; uno la ve al principio como camino para llegar al conocimiento de ella; no la hemos conocido nunca y nos dicen: Mire usted, aquí está su fotografía; ¿se hace usted una idea de esa persona? Y esto nos ayuda para llegar al conocimiento de la persona.

Pero cuando la he conocido ya en la realidad, he pasado con ella un mes, o un año, o varios años, entonces, esa foto no me lleva al conocimiento de la persona, sino que es más realidad en la persona que uno ha conocido que no en la fotografía misma. Y sólo me sirve para recordar el conocimiento que yo tengo de esa persona, el gusto que he tenido de estar con ella.

Así también como al ver sonreír a una persona, no es que hacemos un argumento, y viendo el movimiento de los músculos deducimos la amabilidad de la persona; no hacemos así, sino que inmediatamente intuimos la amabilidad y la sonrisa interior de esa persona; pues de la misma manera, la creación para esta alma, se ha convertido como en la sonrisa de Jesucristo, a quien tiene ya dentro de sí, a quien se va acercando, a quien cree casi ver, aun cuando está muy lejos todavía de la visión.

 Pero aún queda un velo, un velo que cree ser tenue; y el alma se inflama en mayores deseos de que este velo se corra, porque no tiene ya nada que hacer en este mundo, en el cual se siente verdaderamente peregrina, alejada de su verdadera Patria, que es Cristo. Y entonces exclama del fondo de su corazón: “Rompe la tela de este dulce encuentro”.

Señor, que termine ya esta vida para que yo pueda encontrarme contigo. Veni Domine Iesu. “Ven, Señor Jesús”. “A Él en todas amando y a todas en Él”.