CONCLUSION: "Creo en la vida eterna"
A Dios no se le conquista. Es él mismo quien se da gratuitamente. Comienza a "ver" a Dios quien abre su corazón al amor. Quien se cierra en sí mismo o mancha su dignidad humana embruteciéndola con la posesión abusiva de los dones que son de toda la humanidad, no acierta a ver a Dios, ni en la creación ni en los hermanos ni en su corazón. Para empezar a "ver al Invisible" (Heb 11,27), hay que vivir de una convicción de fe que lleve a compromisos concretos: "creo en la vida eterna",
Somos muchos los que decimos que "creemos" en Dios. Pero no en todos los creyentes aparecen los signos claros de esta fe. Creer en Dios supone vivir en un dinamismo de encuentro familiar con él, "nuestro Padre". Quien vive así, no se contenta con los velos de la fe ni con los dones pasajeros de esta vida, sino que aspira a una visión y encuentro, personal y universal, pleno y definitivo. El "Credo", que recitamos todos los cristianos y que profesa la realidad profunda de Dios Amor y de Jesucristo Salvador, termina con esta expresión a modo de síntesis sapiencial: "creo en la vida eterna".
La vida cristiana es auténtica cuando se convierte en un "sí", un "amén", de todo lo afirmado en el "Credo". Este "sí" es personal, porque nadie nos puede suplir en el momento de decirlo y de vivirlo. Pero es también comunitario, porque refleja un corazón unificado por el amor a Dios y a toda la humanidad.
Caminamos hacia una "vida eterna" (Mt 19,29), una vida que ya no será efímera, sino definitiva. Nuestros nombres se van inscribiendo en "el libro de la vida" (Apoc 20.15), en la medida en que vivimos el presente según la verdad y el amor, que no tienen fronteras. La vida eterna no es escapar del tiempo, sino salvar el tiempo trascendiéndolo, es decir, amándolo de verdad.
La vida presente es siempre un don irrepetible de Dios Amor, que nos ensaya para pasar a vivir de su misma vida. Mientras tengamos un momento de vida presente, vale la pena vivirla. Por esto la vida es siempre sagrada y estamos llamados a respetarla y amarla, en nosotros y en los demás. Sólo Dios es dueño de la vida. Y sólo él puede transformar nuestra vida en vida eterna de encuentro, visión y donación plena. Si compartimos los dones de Dios con todos los hermanos, este amor romperá las fronteras del tiempo para convertirlo en eternidad. La fe se nos hará visión, en la medida en que la sepamos vivir y compartir sin fronteras.
San Benito resume la espiritualidad y perfección en este lema: "desear fervientemente la vida eterna" (Regla). Así sus monasterios se convirtieron en centros de piedad, trabajo, cultura, vida familiar y progreso. En aquellos tiempos, en torno a los monasterios, como en torno a las catedrales, surgieron pueblos y ciudades que cifraban su felicidad en el compartir con los demás hermanos peregrinos hacia la vida eterna. Cuando disminuyó esta dinámica de fe, esperanza y caridad, las ciudades y pueblos se convirtieron en centros de poder, competencias, luchas y divisiones. Sólo los santos, por su deseo de vida eterna, han sabido construir la ciudad temporal, respetando la autonomía de las cuestiones técnicas y marcando fuertemente la línea del mandato del amor.
Cuando decimos "fe", los cristianos queremos decir adhesión personal a Cristo y compromiso para poner en práctica su mensaje. La "inserción" de Cristo en el mundo tiene sentido de "fermento" (Mt 13,33), que transforma lo temporal en vida eterna. La trascendencia de la fe, que apunta al más allá, nos sitúa en una inserción que transforma la humanidad entera y la creación hasta "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).
Cuando afirmamos en el corazón y en la comunidad litúrgica, "creo en la vida eterna", trazamos un hito nuevo en la ruta de nuestro caminar de peregrinos. "Creemos lo que no vemos, para merecer, por la fe, llegar a ver lo que creemos" (San Agustín).
Todo "discípulo amado" de Cristo puede descubrir en cualquier situación histórica, también en un sepulcro vacío o en el trabajo de todos los días, las huellas de Cristo resucitado: "vio y creyó" (Jn 20,8); "es el Señor" (Jn 21,7). Son estos discípulos de Cristo los que se convierten en testigos del Invisible. La fe vivida en el servicio de todos los días, se contagia a los hermanos, ayudándoles a vivir la fe en la presencia de Cristo escondido en el seno de María y en los signos pobres de la Iglesia: "Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá lo que se te ha dicho de parte del Señor" (Lc 1,45). Entonces "la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia" (LG 1).
Elaborar y compartir el "pan nuestro de cada día" (Mt 6,11), a ejemplo de Jesús en Emaús, es el camino para ver a Dios. "Así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: 'Padre nuestro'" (AG 7).
En este camino hacia la visión de Dios, hay que convertir la vida en "pan partido". Dando a Dios esta "gloria", llegaremos a ver y participar de su "gloria", como María, "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1). "María, Madre de Misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, 'rico en misericordia' (Ef 2,4), para que haga libremente las buenas obras que él le asignó y, de esta manera, toda su vida sua 'un himno a su gloria' (Ef 1,12)" (VS 120).