Lunes, 11 Abril 2022 11:35

IV. Comunión de hermanos

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IV. Comunión de hermanos

 

      Presentación

      1. Cristo vive en el hermano

      2. "Ve a mis hermanos"

      3. "Que sean uno en nosotros"

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      No sería posible la relación personal con Cristo (la contemplación) ni el seguimiento evangélico y la disponibilidad misionera, sin la convivencia fraterna. Cristo se ha quedado presente entre nosotros, también en el signo del hermano (cf. Mt 25,40) y, de modo especial, en el grupo de los que le siguen fielmente (cf. Mt 18,20).

 

      La garantía de haber encontrado a Cristo y de haberle seguido, está en la vivencia de la fraternidad. La eficacia de la misión depende del signo de comunión (cf. Jn 13,34.35; 17,21-23). La capacidad de inserción y de acción apostólica es de la misma intensidad que la capacidad de compartir la vida con los hermanos que han sentido la misma vocación.

 

      Vivir fraternalmente en el propio grupo apostólico es la clave para saber servir a Cristo en todos los demás hermanos, especialmente en los más pobres.

 

1. Cristo vive en el hermano

 

      La vida es un caminar de sorpresa en sorpresa. Cuando abrimos los ojos de la fe, descubrimos a Cristo en el rostro de cada hermano. Saulo, el perseguidor, se convirtió en amigo y apóstol de Cristo, a partir de esta experiencia (cf. Act 9,4). Al final de nuestro camino histórico, Cristo también nos espera, para decirnos que él se nos hizo encontradizo en cada hermano, especialmente en el que sufre: "Lo que hicisteis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Sin esta vivencia de comunión con los hermanos, nunca encontraríamos a Cristo.

 

      En las comunidades cristianas primitivas, como en las nuestras, surgían problemas de convivencia no fáciles de arreglar. Cada uno tenía una opción y hasta un modo peculiar de obrar. Lo importante era la fe común; pero en ideas opinables, que a algunos les parecían certezas, había roces e incluso rupturas. En estas ocasiones hay que profundizar en la fe, para descubrir en todos los demás, al "hermano por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15). Las diferencias se hacen constructivas cuando es Cristo el punto de partida y de referencia, para hacer de la vida una donación.

 

      Jesús vivió siempre unido a cada persona: "Con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Su vida nunca fue la de un solitario ajeno a los acontecimientos, sino la de un esposo y amigo, que, aún en los momentos de soledad física, vive pendiente del consorte. Cada uno estábamos y seguimos estando en su corazón. Por esto, cuando encontraba a un leproso, un pecador o cualquier persona sedienta de verdad y de bien, se sentía en sintonía con ella, como con alguien que era parte de su misma biografía. Hoy Jesús resucitado vive en esta misma sintonía de solidaridad universal. En su oración al Padre, sigue diciendo: "Yo estoy con ellos" (Jn 17,23.26).

 

      Nunca podremos entender el misterio de la encarnación. Desde el momento en que el Hijo de Dios se hizo hombre, nosotros podemos ser su "complemento" (Ef 1,23). Somos como una fibra de su corazón. Pero nuestras palabras para expresar este misterio son todas inexactas. Lo importante es que él se prolonga en nosotros, más allá de nuestra ciencia y comprensión. Según las gracias y llamadas recibidas, somos su "gloria", su expresión, su signo, su prolongación: "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

      No se trata de una cosa que completa a otra, sino de personas que se intercomunican todo lo que son y tienen. En el caso de Jesús, es él quien nos comunica su filiación divina, su misma vida. Basta creer en él, "comulgarle", vivir en sintonía con él, para transformarse en él: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      El "misterio" de Jesús descifra el "misterio" del hermano: "En la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). En cada hermano hay una historia de amor, cuyo protagonista es el mismo Jesús.

 

      Para poder comprender mejor el misterio de nuestra existencia, tendríamos que acostumbrarnos a captar los sentimientos de Cristo, que afloran en el evangelio y que él comunica a los que le aman (cf. Jn 14,21). El no vivió nunca encerrado en sí mismo, sino abierto a los planes del Padre sobre el mundo. En estos planes entramos todos y cada uno, como objetivo concreto del amor oblativo de Cristo: "Por ellos me inmolo a mí mismo" (Jn 17,19).

 

      Una de las alegrías más profundas de Jesús era y es la de vernos a cada uno amados profundamente por el Padre, en el mismo amor del Espíritu Santo, precisamente porque somos biografía de Cristo su Hijo. Por esto Jesús decía al Padre: "Les has amado como a mí" (Jn 17,23). El Espíritu Santo va haciendo de cada uno de nosotros un "Jesús viviente". Pero esta fuente de alegría es también fuente de dolor, porque no todo ser humano se abre plenamente a esos planes amorosos del Padre.

 

      Esta historia de amor, que se realiza de modo misterioso en cada hermano, tiene lugar también en todos y cada uno de los que conviven con nosotros. Por encima de cargos y cualidades, cada miembro de nuestra comunidad y familia es una prolongación del mismo Jesús.

 

      Nos resulta bastante fácil vivir en sintonía con los hermanos lejanos, especialmente cuando recibimos alguna noticia. Pero la fe cristiana es un desafío cotidiano en las circunstancias concretas y reales. Mi respuesta a Cristo, mi relación personal con él, mi seguimiento y mi apostolado, sólo son auténticos si encuentran eco de garantía en la comunión fraterna. Otro modo de actuar sería señal de personalismo y alienación.

 

      Hay que ir descubriendo las huellas de Cristo, como una historia maravillosa de amor, en el propio grupo donde uno está insertado. Cada persona, con sus cualidades y defectos, con sus cargos y servicios, es una prolongación de Cristo en el tiempo. Las cualidades y cargos son para servir. Los defectos ayudan a recordar la propia experiencia de encuentro con Cristo misericordioso y Buen Pastor.

 

      Cristo comunicó a Pedro y a sus sucesores la tarea de "confirmar a los hermanos" (Lc 22,32). A nivel de comunión eclesial fraterna, es también tarea de todos. Recordando la "mirada" misericordiosa de Cristo (Lc 22,61), también nosotros sabremos mirar a los hermanos como él nos ha mirado a nosotros.

 

      Hay un punto clave en la vida de Jesús: su amor a "los suyos" (Jn 13,1). En la oración sacerdotal de la última cena los recordó repetidamente: "Los que tú me has dado" (Jn 17,6ss). Para Jesús, cada persona y la humanidad entera forma parte de su existencia. Esos "suyos" son especialmente los "enviados" ("apóstoles") para anunciar este amor a todos los hombres.

 

      Los que hemos sido llamados a esta misión, por el seguimiento evangélico, no podremos vivir la relación personal con Cristo, ni el desprendimiento y  el apostolado, si no es unidos a la familia apostólica a la que pertenecemos por llamado expreso de Jesús. Cuando él envió a los suyos, los envió "de dos en dos" (Lc 10,1), los acompañó con su presencia amorosa (Mc 16,20) y los esperó para revisar la vida apostólica (Lc 10,17; Jn 21,12ss). Ahora sigue haciendo lo mismo. La eficacia de su presencia "en medio" de nosotros, está condicionada a nuestra vivencia de comunión fraterna en su "nombre" (Mt 18,20).

 

2. "Ve a mis hermanos"

 

      La principal huella que deja el encuentro con Cristo es el tono de serenidad y de donación en el trato fraterno. Entonces se hace espontáneo y coherente el servicio incondicional a los hermanos. María Magdalena encontró a Cristo resucitado antes que los mismos Apóstoles. Su encuentro quedó garantizado por el signo de la comunión y del servicio: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17). Y marchó sencillamente a realizar este servicio de anuncio y de testimonio, que no siempre tiene éxito y aceptación inmediata (cf. Lc 24,11).

 

      Es muy importante constatar que el encuentro con Cristo tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, siempre en relación con la palabra viva de Jesús. Es entonces cuando el corazón descubre que este encuentro eucarístico es "sacramento de unidad". El mismo Señor nos contagia del amor a los hermanos. Su presencia, experimentada en el corazón, se hace eco de la misma presencia en el corazón de los demás. Por comer "un mismo pan", formamos "un solo cuerpo" de Cristo (1Cor 10,17).

 

      Las circunstancias humanas reales son siempre sencillas y pobres. El misterio se esconde dentro, dejando sólo entrever su luz entre rendijas. El engaño consistiría en empeñarse en hacer el bien sólo desde un pedestal o monumento, o también sólo desde la imaginación. Cuando Jesús lavó los pies a los discípulos, realizó un gesto cotidiano de aquel entonces, que era, al mismo tiempo, gesto de amistad y humildad. "Lavarse los pies mutuamente", a ejemplo de Cristo (Jn 13,14-15), equivale a esconderse en la vida cotidiana de una comunidad o familia, como tantos hermanos, esposos, padres, personas consagradas y sacerdotes, que no se venden a la publicidad.

 

      El amor de "gratuidad", que se da sin esperar el premio, sólo es posible a partir del encuentro con Cristo. En él se aprende a "perder" para "ganar". Las ambiciones del corazón, que todo ser humano experimenta, se van encauzando hacia lo mejor: "El que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10,44). Sin estos servicios humildes y, a veces, desconocidos, no sería posible la vida serena y gozosa de la comunidad cristiana.

 

      Nuestros conceptos y motivaciones pueden ayudar algo. Pero el aliento verdadero y decisivo sólo puede venir de las palabras siempre vivas del Señor: "Como yo os he amado" (Jn 13,34). El amor ya no es un simple concepto ni sólo un ideal, sino la presencia y amistad de Cristo escondido en cada hermano. Es él el primer interesado en que cada uno seamos su transparencia y en que todos juntos seamos su signo colectivo: "En esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13,35).

 

      La vida "espiritual" es una vida según el Espíritu de amor. Perderse en "espiritualismos" o en "activismos" no hace al caso. A veces, las polémicas surgen para llenar el tiempo que se debería emplear más para la oración y los servicios de caridad. Las teorías son casi siempre un modo de escapar de la realidad. Cuando se siente la llamada a servir como Cristo, se pierden otras maneras de razonar. Ya sólo se busca, tanto en la oración como en la acción, "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      La vida de donación en la pequeña comunidad y, a partir de ella, en la comunidad más amplia, es sólo posible "en íntima unión con el sacrificio eucarístico" (ET 47). La actitud contemplativa se fragua en el silencio de la adoración y se concreta en el servicio al misterio de cada hermano. Entrando en el misterio de Cristo, se entra generosamente en el misterio de la vida humana personal y comunitaria.

 

      Cuando se vive en familia, todos quieren servir lo mejor posible, sin hacerse sentir. No es que se busque directamente el último lugar, como por propaganda, sino que ya no se clasifican los lugares por primeros y segundos, sino sólo para realizarse amando en el servicio, pequeño o grande, que cada uno puede desempeñar. Se busca evitar molestias a los otros, sin hacerles pesar nuestros problemas y exigencias. Basta con que cada uno se sienta alentado a seguir a Cristo, por el hecho de encontrar una comunidad serena donde se vive de los criterios de Cristo, de su confianza y de su donación.

 

      La fraternidad universal se comienza a construir en las pequeñas comunidades donde todos quieren servir en el último lugar (cf. Mt 20,26-27), sin aspiraciones empequeñecedoras y atrofiantes. Sólo en esas comunidades encuentra eco el clamor de tantos pobres que todavía no conocen a Cristo o que son víctimas del egoísmo humano.

 

      El amor a los hermanos, de la pequeña y de la gran comunidad, es la señal de un seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles. Es ahí, en esta experiencia de Cristo presente, donde se aprende a imitar el gesto del buen samaritano: "Ve y haz tú lo mismo" (Lc 10,37). "Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios" (VS 20).

 

      La caridad hacia los más pobres, con compromisos estables de servicio desinteresado, sólo es posible empezando por el gesto de compartir con los hermanos del grupo apostólico la propia experiencia de Cristo Siervo. "Tampoco el hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). "La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide, pues, con su servicio, con su don, son su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia" (PDV 21).

 

      Convertirse a Cristo es abrirse a su amor. Ello equivale a abrirse al amor de los hermanos más necesitados, débiles y marginados. El "sentido" del pobre se aprende en el "sentido" de Dios Amor y en el "sentido" de Cristo presente en la comunidad eclesial. Si tenemos este "sentido de Cristo" (1Cor 2,16), sabremos "evangelizar a los pobres" como Cristo (Lc 4,18; 7,22). Las disquisiciones sobre el amor a los pobres se convertirían en pantalla propagandística o en discusión dialéctica entre teóricos, si ese amor no se viviera a partir de la contemplación, de la celebración eucarística y de la comunión fraterna en la propia comunidad.

 

      El camino hacia la perfección pasa por el corazón para unificarlo, y un corazón unificado construye la comunión fraterna. La caridad es esencialmente donación e incluye necesariamente la renuncia a personalismos y preferencias egoístas. La vivencia más intensa de la comunión, hasta perderse en Cristo, es señal de contemplación y de disponibilidad misionera. Pero esta actitud no es rentable humanamente, ni aun en el seno de la misma comunidad eclesial.

 

      La "noche oscura" de la contemplación de la Palabra, es la misma que pasa por la comunión y la misión. Sólo la luz de Cristo puede iluminar esta noche dichosa, en la que todo lo que no suene a él y a su amor, ya se considera como "basura" (Fil 3,8). La única ganancia y recompensa apetecible es la de saberse amado por él, poderle amar y hacerle amar.

 

      La vocación al seguimiento evangélico de Cristo se garantiza sólo por el camino de la comunión fraterna. Allí es donde resuena el sermón de la montaña y el mandato del amor, como camino de perfección y de misión. Allí aparece la Iglesia como misterio, comunión y misión.

 

3. "Que sean uno en nosotros"

 

      Una de las grandes tareas que Cristo encomienda a los que le siguen, es la de construir el propio grupo apostólico o espiritual en una comunión fraterna, que sea reflejo de la comunión de Dios Amor: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      La eficacia apostólica de un grupo de seguidores de Jesús, radica en esa comunión de hermanos, que es un signo de cómo amó el Señor. No es fraternidad basada en simpatías, preferencias y utilidades, sino en el amor a Cristo que vive en cada hermano. La presencia de Cristo se hace eficaz cuando la fraternidad se basa en este amor: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      Las diferencias de naturaleza o de carismas se convierte en servicio complementario y donación mutua. Entonces todos son "un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32), como consecuencia del mandato del amor (cf. Jn 13,34). La misión de Jesús tendrá efecto en la medida en que los suyos formen esta unidad: "Que sean perfectamente uno, para que el mundo conozca que tú me has enviado" (Jn 17,23).

 

      Un corazón unificado construye la comunidad en la misma unidad o comunión de Dios uno y trino. Cada corazón y cada comunidad eclesial es "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). La comunidad humana se construirá según los valores evangélicos, en la medida en que las comunidades eclesiales sean comunión. "Donde hay caridad y amor, allí está Dios" (himno litúrgico).

 

      Esta unidad de comunión sólo se puede construir a partir del mensaje de Jesús, predicado por los Apóstoles y por sus sucesores, celebrado, celebrado en la Eucaristía, convertido en oración y expresado en intercambio de bienes (cf. Act 2,42-47). Es, pues, una comunión comprometida en construir o reconstruir todo el tejido de la comunidad humana según el mandato del amor.

 

      La referencia a los sucesores de los Apóstoles (que presiden las Iglesias particulares) y, de modo especial, la referencia al sucesor de Pedro (que preside la "caridad" o Iglesia universal), es algo que pertenece a la esencia de la comunión eclesial. Quien "preside la caridad universal" (según la expresión de San Ignacio de Antioquía), es decir, el sucesor de Pedro, no es forastero en ninguna comunidad eclesial, sino que pertenece a la naturaleza íntima de toda comunidad cristiana basada en la caridad de Cristo.

 

      Las comunidades cristianas, construidas en la comunión, no son centros de poder humano ni fuente de autosuficiencia personal o colectiva. Serán comunidades cristianas auténticas, en la medida en que sean escuela de encuentro con Cristo, de seguimiento evangélico, de comunión fraterna y de disponibilidad misionera.

 

      En la comunidad se aprende a escuchar la Palabra, meditándola en el corazón (Lc 2,19.51), para hacer de la propia vida un complemento de la oblación eucarística de Cristo (Col 1,24;  1Cor 11,23ss). La comunidad se hace camino de perfección cristiana evangélica, para configurarse con Cristo y seguirle radicalmente. Ahí se aprende la libertad del corazón, expresada en obediencia; el desposorio con Cristo, expresado en fraternidad familiar; el seguimiento evangélico, expresado en desprendimiento e intercambio de bienes.

 

      La comunidad es escuela de misión, donde se aprende el anuncio y testimonio de la Palabra, la celebración de los misterios de Cristo y el servicio a los hermanos. Ese ambiente de escuela fraterna reclama de cada uno la disponibilidad para dar y para recibir, sin buscarse a sí mismo.

 

      Es Jesús mismo quien convoca a todos y envía "de dos en dos" (Lc 10,1), para ser su signo personal y colectivo. Es él quien acompaña personalmente en el campo de misión (Mt 28,20), y quien espera para revisar continuamente la acción evangelizadora (Lc 10,17ss). Por esto les pide que se reunan en Cenáculo, "con María su Madre", para recibir nuevas gracias del Espíritu Santo (cf. Lc 24,49; Act 1,14). Toda comunidad cristiana tiene que confrontarse con la primitiva comunidad eclesial, sin olvidar uno solo de los elementos fundamentales (cf. Act 2,42-47; 4,32-34).

 

      Cuando se vive de verdad la comunión fraterna, allí resuena toda la Iglesia universal, con la variedad armónica de carismas, vocaciones y ministerios. El amor a la Iglesia es connatural a quien sigue a Cristo Esposo. Los signos "pobres" de la Iglesia (en la pequeña y en la gran comunidad) se descubren como signos del amor de Cristo a su esposa, como fueron las pajitas de Belén y el trabajo humilde de Nazaret. Entones, en la pequeña comunidad apostólica se respira el oxígeno de la Iglesia universal.

 

      En la práctica cotidiana de la fraternidad, se aprende, más que en los libros, que "la eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos conciliares" (CFL 19). La "Iglesia" es comunidad "convocada" por Cristo, para vivir reunida "en su nombre", es decir, según sus criterios, su escala de valores y su mismo amor. Sin esta vida unificada en la comunión, la comunidad dejaría de ser Iglesia. Por esto, la Iglesia es "comunión de vida, de caridad y de verdad" (LG 9).

 

      A través de estas comunidades apostólicas, la Iglesia hace visible el rostro de Cristo en cada momento de la historia humana. Por medio de una vida de comunión, la Iglesia es transparencia e instrumento de Cristo. Es "sacramento" (signo portador y eficaz) en la medida en que sea "cuerpo" de Cristo, "pueblo" de Dios, "esposa" o consorte de Cristo pobre, obediente y virgen.

 

      El poder de inserción de una persona radica en la vida de comunión. Si el corazón vive unificado "en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre" (Ef 2,18), construye la comunidad en el mismo amor. Entonces se entiende el valor trascendente de quien, en la comunidad, se decide calladamente a ser una gotita de aceite para que todos "caminen en el amor" (Ef 5,2). Un apóstol de corazón unificado deja transparentar el evangelio a través de cualquier servicio a los hermanos. Sólo a partir de esta actitud humilde y fraterna, es posible la disponibilidad de ir a los más pobres, para vivir con ellos "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      Una comunidad cristiana es portadora de los valores evangélicos anunciados en las bienaventuranzas, cuando vive en comunión. La comunidad humana está herida por egoísmos colectivos, camuflados de progreso, cultura y bienestar. Esa enfermedad sólo se cura con comunidades eclesiales dispuestas a ser comunión, e decir, reflejo de la comunión trinitaria de Dios Amor. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'" (SRS 40).

 

      Para ser "comunión", reflejo de la "comunión" trinitaria, hay que despojarse de mucha chatarra. El amor hay que sembrarlo, dispuestos a perder todo lo demás. "Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor" (San Juan de la Cruz).

 

 

                    Puntos de reflexión personal y en grupo

 

- Descubrir el rostro de Cristo en el hermano:

 

      "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40; cf. Act 9,4).

 

      "Es el hermano, por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15).

 

      "Padre... los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

      "El amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26.

 

      "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      * Intuir en la vida de todo hermano las huellas de una historia de amor eterno.

 

 

- Servir a los hermanos como Cristo:

 

      "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34-35).

 

      "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13,14).

 

      "El que quiere ser el primero entre vosotros, será servidor de todos" (Mc 10,44).

 

      "Somos un solo cuerpo porque participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).

 

      * Aprender a servir, sembrando la serenidad, sin hacerse sentir ni hacer pesar sobre los demás los propios problemas.

 

 

- Construir la comunión fraterna:

 

      "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común... acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón... gozaban de la simpatía de todo el pueblo" (Act 2,44-47).

 

      "Eran un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32).

 

      * Colaborar sencilla y calladamente para que en mi comunidad o en mi grupo apostólico, la comunión fraterna sea signo de los valores evangélicos y signo eficaz de evangelización.

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