Lunes, 11 Abril 2022 11:34

II. Relación personal: encuentro

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II. Relación personal: encuentro

 

      Presentación

      1. "Venid y veréis... Ven y verás"

      2. Amistad e intimidad

      3. Sus huellas en mi vida

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      Una vida si relación personal con alguien profundamente amado, estaría abocada al fracaso, al aislamiento y a la frustración. La vocación empieza a descubrirse y a vivirse cuando a Jesús se le siente y se le trata como "alguien": "¿Dónde habitas?... Venid y veréis" (Jn 1,38-39).

 

      El camino de la vocación es relacional y de amistad. Si se perdiera esta orientación, ya no habría camino vocacional, ni en los comienzos ni después. Los fracasos vocacionales se incuban en el período inicial en que se estrena la vocación, y se manifiestan posteriormente cuando ya no se encuentra tiempo para estar con Cristo.

 

      No existe ningún corazón humano donde no resuene el "soy yo" de Jesús (Jn 6,20). Lo importante es darse cuenta, enterarse de ello, y, a partir de ahí, aprender el trato personal con él. "Tratar de amistad" con él, es siempre posible, porque consiste en "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa de Jesús).

 

 

1. "Venid y veréis... Ven y verás"

 

      El encuentro con Cristo no es una conquista de una elucubración intelectual sobre él. Tampoco es el producto de una concentración y potenciación de las fuerzas psicológicas. Es él quien se hace encontradizo y quien se da, a partir de una relación personal: "Venid y veréis... Hemos encontrado al Mesías... Lo llevó a Jesús" (Jn 1,39-42).

 

      Cuando se inició el camino vocacional, Jesús hizo un examen de amor, como preguntando si le buscamos a él o a nuestros intereses: "¿Qué buscáis?" (Jn 1,38). Es como si dijera: ¿me buscáis a mí o a vuestras preferencias?. Este examen se irá repitiendo a los largo de toda la vida. En una dificultad, un cambio de cargo, un fracaso, el Señor nos irá diciendo que si le buscamos a él, nos basta él, porque él nos espera siempre en cualquier recodo del camino.

 

      Las crisis se originan cuando se buscan sucedáneos o suplencias, y no al mismo Jesús. Hay que estrenar y reestrenar la vocación desde un encuentro vivencial, que no se puede explicar técnicamente, sino que es una "experiencia" comunicada por él mismo.

 

      Cuando uno ya ha comenzado esta experiencia de encuentro relacional, tampoco la puede explicar teóricamente a otros, sino sólo testimoniar: "Ven y verás" (Jn 1,46). Nadie nos puede suplir en este encuentro con Cristo. Pero confiamos en la fuerza de su invitación y en la comunión fraterna de quienes han iniciado el mismo camino: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      Jesús llama fundamentalmente para "estar con él" (Mc 3,14). Sólo a partir de este encuentro, es posible encontrarle y amarle en el hermano: daréis testimonio de mí, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27). Todo apostolado, dentro una variedad enorme de expresiones y servicio, consiste siempre en "transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      La actitud relacional empieza a experimentarse ya desde el primer momento en que Cristo "pasa" (Jn 1,36), como queriendo despertar en nosotros un movimiento o "fuego del corazón" (Lc 24,28), una mirada, un deseo ardiente: "¿Dónde habitas?" (Jn 1,38); "quédate con nosotros" (Lc 24,29). Y Jesús se queda de buena gana, para que nuestro corazón se abra tal como es, se deje mirar y amar por él y se estrene definitivamente en él.

 

      En este encuentro con él, nos cuenta sus preocupaciones y sus amores: "Tengo compasión de la muchedumbre" (Mt 15,32); "venid a mí todos" (Mt 21,28). El eco que produce en nuestro corazón su mirada y sus palabras, se puede expresar de mil maneras sencillas, desde "estar" como se está con un amigo, hasta "conversar" con confianza o "callar" escuchando, admirando y dándose. Es una presencia activa. La sencillez de saberse amado en la propia realidad o pobreza, se convierte en la relación de estar activamente con él, amándole y dispuestos a seguirle. "Mi vida es Cristo", decía Pablo (Fil 1,21).

 

      Aceptar a Cristo y creer en él, es una adhesión personal que va llenando el corazón, descubriendo que ya nada ni nadie lo puede llenar más que él: "Yo soy el pan de vida; quien viene a mí, no tendrá más hambre; y el que cree en mí, no tendrá más sed" (Jn 6,35).

 

      La relación personal con Cristo la hace posible él, con su cercanía amorosa como en las escenas evangélicas del leproso, del ciego, de la samaritana o del amigo Lázaro: "Si quieres, puedes curarme" (Mt 8,2); "Señor, que vea" (Mc 10,51); "dame de esta agua" (Jn 4,15); "el que amas está enfermo" (Jn 11,3).

 

      Mirar y escuchar a Cristo, es sentirse interpelado por Dios Amor que nos da a su Hijo (Jn 3,16), y que nos invita a escucharle, amarle y seguirle: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5). Al encontrarnos con Cristo, ya podemos dejar que él ore en nosotros, porque nos da su mismo Espíritu, para decir con su misma voz y su mismo amor: "Padre nuestro" (Mt 6,9). La oración cristiana es así de sencilla, como una actitud filial y amorosa, desde la propia debilidad y pobreza.

 

      El seguimiento de Cristo es para cumplir su mandamiento nuevo de amar a los hermanos como a él. Este seguimiento evangélico es posible desde el momento en que aprendamos a relacionarnos con él, para dejarnos amar, perdonar y contagiar de sus amores. La respuesta a la llamada de Jesús es, pues, una actitud relacional con él, que vive también en los hermanos. Entonces "Cristo revela el secreto de su amor... contemplar a Cristo hace posible vivir en familiaridad con él" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

      Cuando lleguen los momentos de dificultad y de oscuridad, Cristo dejará entender de algún modo su presencia y su cercanía, como lo hizo con Pablo en un contexto de contratiempos y tal vez de fracasos humanos y apostólicos: "No temas, porque yo estoy contigo" (Act 18,10).

 

      Si la vocación no se estrena y no se renueva todos los días con esta actitud relacional, el sentido de la llamada se esfuma. La vida iría perdiendo su sentido. El apostolado no pasaría de ser una filantropía vacía de evangelio.

 

      Para ser un signo creíble de Cristo, el apóstol debe manifestarse como un hombre profundamente relacionado con él. "Si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). La "contemplación" cristiana, a la que estamos llamados todos, es una actitud relacional de sencillez y amistad con Cristo, que está ya, como en semilla, cuando se estrena con autenticidad la vocación. El riesgo consiste en perder el tono relacional de este "primer amor" (Apoc 2,4). Sería como perder el centro de gravedad y abocarse al caos.

 

      Si Cristo se ha hecho encontradizo en mi realidad concreta, ya puedo seguirle, con tal de que le abra mi interioridad y mis actuaciones, para que las sane y las transforme. Esta actitud relacional de escucha y de respuesta, hará que mi apostolado sea como otro encuentro con él, que me "espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

      La oración, como actitud relacional (en cualquier modalidad de expresiones), es la garantía para poder encontrar a Cristo en el prójimo y en los acontecimientos. El don de la vocación incluye y hace posible el don de esta oración apostólica, que es "contemplación en la acción". El gozo de la propia identidad, de la perseverancia y del reestreno cotidiano de la vocación, tiene su fuente en la actitud relacional con Cristo. El "tiempo" para esta relación se toma de donde sea, porque siempre encontramos tiempo para quien amamos. Ese tiempo es cuestión de preferencias y escala de valores.

 

 

2. Amistad e intimidad

 

      La llamada de Jesús es siempre para entablar una amistad honda, que sólo él puede comunicar. Vale la pena entrar en sintonía con esta oferta inesperada e inmerecida: "Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14). Su amistad es una donación total: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      Es una amistad que Cristo ofrece generosamente y que espera un amor de retorno: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,14). Toda vocación es una llamada a entrar en esta amistad íntima con Cristo, que tendrá su expresión en el amor a los hermanos: "Amaos mutuamente como yo os he amado" (Jn 15,12).

 

      La amistad es donación mutua y total. En nosotros es un proceso que comienza sintiéndonos amados por él y entrando en su intimidad. Cristo nos comunica todo lo que es él y todo lo que tiene. Y nos hace partícipes de los planes amorosos de Dios sobre el hombre y sobre el mundo: "Os he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

      El trato personal con Cristo, escuchando sus palabras en el corazón, hace revivir cada detalle del evangelio, actualizándolo hoy. La mirada de Jesús, su misma voz, su cercanía, su comprensión y todo gesto suyo acontece aquí y ahora. El es así y, por esto, vivió todos los detalles de su vida "amando a los suyos" (Jn 13,1), a los de entonces y a los de ahora. Nuestra vida actual está plagada de detalles suyos, donde resuena su voz siempre joven, y donde podemos escuchar los latidos de su corazón.

 

      No es cuestión de teorías, sino de experiencia personal, donde todos somos invitados y donde nadie nos puede suplir: "Ven y verás" (Jn 1,46). El "vive" haciéndose encontradizo con cada uno (Lc 24,23). Y la prueba de que es él, es que, con su presencia, "arde el corazón" (Lc 24,32), como una convicción sencilla de que ya no se puede prescindir de él. La vida ya no tendría sentido sin él.

 

      Hay que aprender a "escuchar sus palabras" (Lc 10,39), de corazón a corazón (Jn 13,23-25), como quien las recibe tal como son, sin manipularlas, aceptando su misterio y su sorpresa, como María (Lc 2,19.51). Quien entabla amistad con Jesús, sabe "estar con él" (Mc 3,14), con una mirada sencilla de escucha, gratitud, unión, donación. Es él mismo quien guía por esos derroteros sorprendentes de la amistad.

 

      La amistad con Cristo tiene un precio, que no es excesivo para quien entiende de amor. El lo da todo y pide nuestro corazón entero. No es una utopía, porque el verdadero amor es así: darse del todo, en las cosas pequeñas, empezando todos los días. Si uno entra en sintonía con "los sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), se siente capacitado por él para dejar otras cosas: "Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo" (Fil 3,8). La amistad con Cristo lleva a vivir de su misma vida, de sus intereses, de sus ilusiones: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21; cf. Jn 6,57).

 

      Esta amistad es posible sólo cuando se estrena todos los días en el encuentro con Cristo presente en la eucaristía, en su palabra y en los hermanos. Un primer encuentro, si es auténtico, se convierte en una necesidad cotidiana: "Permanecieron con él aquel día" (Jn 1,39). Entonces uno aprende que "Cristo lo acompaña en todo momento de su vida" (RMi 88).

 

      La amistad hace posible vivir de los mismos sentimientos y amores. Cristo quiere compartir con los suyos los sentimientos más hondos de su corazón: que el Padre sea conocido y amado, que los hombres se abran totalmente al amor de Espíritu, y que "los suyos", juntamente con él, se entreguen a ese plan de salvación universal. Un apóstol se forma en sintonía con los amores de Cristo: "Su amor al Padre en el Espíritu Santo y su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (PDV 49).

 

      El itinerario de esta amistad comienza con una iniciativa del Señor. Nos hemos sentido interpelados por él, como por una "mirada" inolvidable (Jn 1,42). Nuestro primer paso consiste en abrirse a él, dejarse mirar por él. Entonces se intuye que todo lo nuestro le interesa, como parte de su misma vida. Y nos sentimos "llamados por el nombre" Jn 10,3), como nadie más que él nos sabe llamar (Jn 20,16). Hasta nos parece extraño y le preguntamos conmovidos: "¿De dónde me conoces?" (Jn 1,48).

 

      En el estreno o reestreno de nuestra vocación, descubrimos que la amistad que Cristo ofrece es desde siempre, y que nuestro ser ya estaba hecho sólo para encontrarle a él. En el corazón nace un gozo sencillo e indescriptible; pero es sólo el comienzo de una aventura que no tiene fin...

 

      A partir de ese momento, nuestra vida tendrá necesidad constante de volver a él, para encontrar nueva luz y nueva fuerza en el camino de la vida: "Quédate con nosotros, que el día ya declina" (Lc 24,29). El tiempo se encuentra cuando uno ama de verdad, porque "la fe cristiana... es un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88).

 

      Algo muy hondo ha cambiado en nuestra vida y no sabemos explicarlo. Hay "alguien", Cristo, que ha despertado nuestro corazón que estaba sonámbulo. La respuesta a su llamada se convierte en un camino de amistad. "Soplarán vientos", pero nuestra casa está ya "cimentada sobre la roca" de un amor que no abandona (Mt 7,24-25).

 

      En el camino vocacional habrá imprevistos agradables y desagradables. Incluso puede haber sustos y defecciones por parte de nuestra debilidad e inconstancia. Pero Cristo, amigo fiel, estará ahí, esperando puntual para mirarnos como a Pedro (Lc 22,61) o para decirnos, como a Pablo: "Soy yo" (Act 18,10). Y cuando parece que todo falla y que todos abandonan, él estará allí como la primera vez: "El Señor me asistió y me confortó" (2Tim 4,17). Durante la pasión, los discípulos se amilanaron, pero Jesús resucitado los fue recuperando uno a uno, sin humillarlos, para hacerles gustar de nuevo su amistad (Jn 20-21).

 

      El camino ya no lo recorremos solos, sino con él. Mientras él me señala un más allá ("voy al Padre"), me indica que el camino pasa por el servicio a los demás ("ve a mis hermanos") (cf. Jn 20,17). Allí me espera él, en mi realidad personal y comunitaria, para transformarla con mi cooperación. "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo" (Mt 18,20). La amistad con Cristo crea nuevos amigos que se aman con su mismo amor, sin condicionarse mutuamente, como signo y garantía de autenticidad.

 

 

3. Sus huellas en mi vida

 

      Jesús resucitado se deja encontrar en las huellas pobres que él va dejando en nuestro caminar. Es la misma pedagogía que usó en las escenas evangélicas: pasando por el camino (Jn 1,36), esperando sentado y cansado (Jn 4,6), durmiendo en la barca (Mc 4,38), dejando los lienzos por el suelo de un sepulcro vacío (Jn 20,6-7), haciendo ademán de pasar adelante (Lc 24,28), preguntando y dando indicaciones (Jn 21,5-6)... Esos signos casi siempre dicen relación al signo del hermano: "A mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

 

      Esas huellas suyas en nuestra vida son un examen de amor. Sólo las sabe captar quien sabe admirar, agradecer, esperar, buscar... La vocación es un don que se recibe tal como es. Esta llamada es para entablar una relación de amistad que debe hacerse permanente. Los que encuentran a Cristo lo expresan con gestos sencillos: "Hemos encontrado a Jesús, el hijo de José, de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46). La sencillez de "Nazaret" es garantía de autenticidad.

 

      Ante la realidad de cada día, uno puede reaccionar con rutina, agresividad, desánimo, cansancio, frialdad... Entonces no se encuentra a Cristo, porque se huye de la realidad, donde nos espera el Señor. Cristo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, camina con nosotros desde el día de su encarnación: "El Verbo se hizo carne y estableció su morada (tienda de caminante) entre nosotros" (Jn 1,14). Desde entonces, nos espera en nuestra realidad concreta y nos llama a cambiarla y a transformarla en donación. Pero él nos acompaña llamándonos a esa tarea que es suya y nuestra.

 

      Cuando Jesús apareció a los apóstoles, les mostró las huellas de su pasión y de su amor: sus manos, sus pies y su costado abierto (Jn 20,20; Lc 24,40). El rostro sereno de Jesús crucificado nos indica el camino para entrar en su intimidad: las huellas de sus pies y los gestos de sus manos. El evangelio ha quedado impreso en su cuerpo. Son pies que acompañan a sus amigos y que buscan la oveja perdida o la esperan como a la Samaritana, a la Magdalena y a María de Betania. Son manos que curan, perdonan, bendicen, acarician e indican un camino, que es él mismo. Pero, sobre todo, es un corazón que ama en todo momento y en todo detalle "hasta el extremo" (Jn 13,1). Para leer este evangelio en el cuerpo de Jesús, basta con "mirar" con los ojos de la fe, de corazón a corazón (Jn 19,37).

 

      Muchos hermanos nuestros nos manifestarán el mismo deseo que expresaron unos gentiles a los apóstoles: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). La persona llamada por Cristo se hace visibilidad suya por medio de servicios sencillos de caridad. Verán en nosotros a Jesús, si ven su modo de escuchar, mirar, servir, amar. Pero esto es sólo posible cuando el apóstol ha encontrado vivencialmente a Jesús: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído... la Palabra de vida" (1Jn 1,1-3).

 

      El deseo de encontrarle es ya una huella de su presencia. El sentir sed y necesidad de él, también. No le buscaríamos si, de algún modo, no le hubiéramos encontrado. Apenarnos por ver que le amamos poco o que muchos todavía no le conocen ni le aman, es otra huella de su presencia. Porque sus huellas son así de sencillas y "pobres". Por esto no ensoberbecen, sino que convencen profundamente, dejando una audacia humilde y generosa, como de quien ha sido perdonado y amado sin merecerlo.

 

      La "nube" donde se esconde Jesús se hace "luminosa", si le buscamos de "verdad", con autenticidad y confianza (Mt 17,5; Jn 4,23). Sólo quien le encuentra misericordioso en la propia pobreza y sabe olvidar "su cántaro" (de agua que no sacia la sed), podrá contagiar a otros de esa fe en Jesús "Salvador del mundo" (Jn 4,28-42).

 

      Cuando se ha encontrado a Cristo compartiendo nuestra sed, se pierden todos los complejos de superioridad e inferioridad. Si él "ha venido para salvar a los pecadores", esto lo aprenderé si me siento perdonado y salvador "yo el primero" (1Tim 1,15). Sabré seguir a Cristo, si le sé descubrir ("ver") por medio de la fe. Esta fe es un don suyo, que él ofrece a todos los "sedientos" (cf. Jn 7,37-39).

 

      Es posible nuestra relación personal con Cristo, porque es él quien, haciéndose presente, despierta en nosotros esa relación. Es también él quien se hace nuestra oración, comunicándonos sus mismas palabras, que son siempre vivas como recién salidas de su corazón. El evangelio de Jesús nos llega inspirado por el Espíritu (Escritura), predicado por la Iglesia, celebrado en la liturgia, vivido por los santos, realizado en el pueblo creyente y en nuestro corazón. Así Jesús sigue iluminando el "hoy" de nuestra historia.

 

      Las palabras de Jesús, junto con su eucaristía y los demás sacramentos, son los signos "pobres" portadores de su presencia activa. A él lo encontraremos en sus palabras, siempre vivas, en la medida en que sepamos ver su rostro en el rostro de los hermanos, especialmente en los más pobres. Hay que "lavarse los ojos" para ver a Cristo "luz del mundo", y para creer en él como "Hijo de Dios" (Jn 9,1-41).

 

      La persona llamada por Cristo se va haciendo transparencia de su presencia y de su palabra, en la medida en que sepa perderse a sí misma, es decir, dejar de lado todo lo que no suene a amor y donación. Encontrando a Cristo en la propia pobreza, se le descubre también en los signos pobres de los demás. Unas huellas despiertan otras huellas.

 

      La "contemplación" del apóstol es esa actitud de saber "ver" a Jesús donde parece que no está, como cuando Juan entró en el sepulcro vacío y creyó en Jesús resucitado (Jn 20,8). Entonces uno se siente capaz de ir, sin ansia de privilegios y sin preferencias, tanto a la soledad del desierto, como a la convivencia y al trabajo de todos los días.

 

      Es siempre Cristo quien llama, envía, acompaña, espera. Quien ha aprendido la actitud de pobreza, no pide privilegios. Por esto, encuentra a Cristo en los signos más pobres y en las personas más olvidadas y menos atrayentes. El verdadero apóstol "prefiere los lugares más humildes y difíciles" (RMi 66). Es la "vida escondida con Cristo en Dios", como dice San Pablo (Col 3,3).

 

      A Cristo se le descubre en los signos pobres de la propia vida, cuando el corazón se va acostumbrando a "meditar sus palabras en el corazón", como María (Lc 2,19.51). Ella fue "bienaventurada" porque "creyó" con el corazón abierto (Lc 1,45). Para creer en Cristo, basta fiarse de los signos pobres de su presencia, por los que él habla al corazón: "Bienaventurados los que creen sin haber visto" (Jn 20,29). Al apóstol Tomás, le hubieran tenido que bastar los signos de los hermanos que ha habían encontrado a Cristo.

 

      El realismo cristiano aparece en el encuentro con Cristo, que espera a cada uno en su historia y en su circunstancia concreta. Los que siguen a Cristo le "conocen" amando (Jn 10,14). La "cristología" del apóstol, o es contemplativa o se reduce a teorías estériles. La experiencia del encuentro con Cristo (que es experiencia de Dios) se realiza en la misma vida cotidiana, iluminada por la palabra y centrada en la eucaristía. El apóstol, en un mundo secularizado, "si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91).

 

 

                 Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La llamada de Cristo hace posible una relación personal con él:

 

      "¿Qué buscáis?... ¿Dónde habitas?... Venid y ved" (Jn 1,38-39).

 

      "Llamó a los que quiso... para estar con él" (Mc 3,13-14).

 

      "Habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27).

 

      "No temas... estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

      "Venid a mí todos los que estáis fatigados por el peso de vuestra cargo, y yo os aliviaré" (Mt 11,28).

 

      * Relacionarse con Cristo consiste en estar con él tal como uno es, respondiendo a su llamada: "Dame de esta agua" (Jn 4,15); "¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

 

- La vocación es un camino de amistad con Cristo:

 

      "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15,14).

 

      "Os he llamado amigos porque os he comunicado todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

      "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

      "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... vivirá por mí" (Jn 6,56-57).

 

      "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

      * Los amigos, o son iguales o se hacen iguales, en el pensar, sentir y querer: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21); "no me he preciado de conocer otra cosa, sino a Jesucristo, a éste crucificado" (1Cor 2,2).

 

 

- A Cristo le encontramos esperándonos en nuestra realidad concreta:

 

      "Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo" (Jn 4,6).

 

      "Ardía el corazón en el camino" (Lc 24,32).

 

      "Les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20; cf. Lc 24,40).

 

      "Sentada a sus pies, escuchaba sus palabras" (Lc 10,39).

 

      "El discípulo amado... entró en el sepulcro; vio y creyó" (Jn 20,8).

 

      * Jesús de Nazaret no escandaliza a quien vive amando la realidad de su propio Nazaret: "Hemos encontrado a Jesús... de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).

 

      * Su mirada y su palabra llegan al corazón: "María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2,19).

 

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