Lunes, 11 Abril 2022 11:34

I. Respuesta a una llamada: vocación

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I. Respuesta a una llamada: vocación

 

      Presentación

      1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

      1. Opción fundamental, sin condicionamientos

      3. Es posible

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      El seguimiento evangélico de Cristo da sentido a la vida y resulta posible, cuando se acepta la llamada que es iniciativa suya y declaración de amor: "Le miró con amor... ven y sígueme" (Mc 10,21). Porque es Cristo mismo quien se hace encontradizo con cada uno, sin excepción. Esta iniciativa suya capacita para responder sin condicionamientos, desde lo hondo del corazón. La clave de la respuesta consiste en saberse llamado y amado por él.

 

      El "sígueme", pronunciado por Cristo hace veinte siglos, continúa brotando de su mirada amorosa y de sus labios, como recién salido de su corazón. Por esto la respuesta se puede reestrenar todos los días con la alegría de un "primer amor" (Apoc 2,4).

 

 

 

1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

 

      Nuestras seguridades y protagonismos egoístas nos atrofian. Jesús nos llama a "encontrar la propia plenitud en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24). La iniciativa de la llamada la sigue teniendo él: "No me habéis escogido vosotros a mí, sino que yo os he escogido a vosotros" (Jn 15,16).

 

      Esta iniciativa, que es declaración de amor, hace posible nuestra respuesta libre, responsable y generosa: "Como mi Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Nos llama a salir de nuestras miradas miopes y de nuestro falso yo.

 

      La predilección de esta llamada enraíza en un "amor eterno" por parte de Dios (Jer 3,13), que "nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo" (Ef 1,3). Cuando Jesús proclamó esta llamada, "llamó a los que quiso" (Mc 3,13), como indicando que la vocación es un don suyo.

 

      Cada uno sin excepción es amado y llamado tal como es, para encontrar en Cristo su propia razón de ser. El puesto que cada uno ocupa en el corazón de Cristo, es irrepetible e irreemplazable. Desde el día de la encarnación, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, "se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Y desde el corazón de cada uno, sigue llamando a un encuentro de relación personal y de seguimiento amistoso y generoso. Hay que salir del caparazón egoísta que nos rodea, para aprender a entrar en lo más hondo del corazón, donde nos espera el Amor.

 

      Son muchos los hombres que todavía no han encontrado a Cristo escondido y esperando en el fondo de su corazón. Por esto, Cristo sigue amando y llamando a "los suyos" (Jn 13,1), para que reestrenen generosamente la llamada y se consagren a despertar en los demás una fe explícita y coherente.

 

      La llamada de Dios en Cristo es un don, una gracia suya. El "nos amó primero" (1Jn 4,10). Nos llama a participar en todo lo que él es y tiene, también en su filiación divina, como "hijos en el Hijo" (GS 22; cf. Ef 1,5).

 

      No hay nadie que deje de recibir esta llamada personal. La cuestión es si se toma conciencia de ella y se responde con generosidad. Jesús espera pacientemente a la puerta de cada corazón: "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,20).

 

      El Señor se nos hace encontradizo y nos llama en nuestras circunstancias, como en las de la Samaritana, Leví, Zaqueo, Magdalena, Saulo o Agustín. Hay que saber "sentarse" junto a él, sin prisas en el corazón, y escucharle "respirando" sin ansiedad. Se comienza a escuchar su llamada, cuando, conscientes de su presencia, dejamos de lado las prisas, los ruidos y las preocupaciones enfermizas. La acción y la convivencia con los hermanos será después más auténtica.

 

      Sentirse llamado equivale a sentirse "tocado" por el amor de Cristo, Casi siempre esta llamada se manifiesta por medio de signos sencillos de la vida cotidiana, que sólo el interesado puede descifrar con ayuda de los hermanos. Porque es un tú a tú en el que nadie nos puede suplir, aunque todos nos pueden ayudar.

 

      La iniciativa de la llamada de Jesús aparece de modo especial en sus palabras evangélicas y en la celebración y adoración de su misterio eucarístico. Cuando leemos, escuchamos o recordamos sus palabras, nos damos cuenta de que no son como las afirmaciones de un pensador u orador cualquiera. Sus palabras son vivas, recién salidas de su corazón, siempre jóvenes, que llaman "por el nombre" a cada uno que las escucha, si es que escucha de verdad.

 

      Es fácil hacer esta experiencia porque es él el primer interesado. Basta con leer el evangelio (o recordarlo) sin defensas artificiales, recibiéndolo tal como es. En cada palabra está él, que sigue pasando como cuando "pasó haciendo el bien" (Act 10,38), y que "amó a los suyos hasta el extremo" (Jn 13,1). Quien escucha sus palabras en el corazón (como hacía María), ya no es capaz de quedar indiferente. O se le dice que "sí", o uno se da cuenta que hace esperar a un amigo...

 

      Esa llamada se nota todavía más fuerte, cuando uno se decide a pasar un espacio de tiempo, sin mirar al reloj, ante un sagrario, donde está Jesús eucaristía las veinticuatro horas del día. Y cuando uno ha aprendido a estar con él como con un amigo, sin prisas psicológicas, se siente interpelado por una presencia que llama a entablar relación amistosa más permanente. Yo no se puede prescindir de él.

 

      Aprender que la vocación es iniciativa de Cristo y declaración de su amor, no es cosa fácil cuando preferimos "seleccionar" nuestros modos de vivir, siguiendo nuestras conveniencias y preferencias que parecen lógicas y legítimas. Pero el verdadero amor, como es el de Cristo, no se compagina con una caricatura de vocación. Su llamada nace de su amor e invita a compartir ese mismo amor. Y el amor es siempre sorpresa.

 

      Pablo, el perseguidor cambiado en apóstol, después de haber encontrado a Cristo, se consideró llamado así, desde el seno de su madre (Gal 1,15; cf. Is 49,1). Por esto comprendió que su vida ya no tendría sentido, si no fuera para vivir "segregado para el evangelio" (Rom 1,1).

 

      Agustín, el pensador que buscaba ansiosamente la verdad en la superficie de las cosas, encontró finalmente a Dios en Cristo, cuando comprendió que le esperaba en lo más hondo de su corazón: "Te buscaba fuera de mí y tú estabas dentro... más íntimamente presente que yo mismo".

 

      Si la iniciativa de la vocación la tiene el Señor, quien ha sido llamado no debe perder el sentido de gratitud y de admiración. San Pablo repetía: "Me llamó a mí, el menor de todos" (Ef 3,8). Cuando se pierde el agradecimiento por la vocación, comienzan las dudas y las añoranzas. Entonces se atrofia el corazón y ya no entiende de generosidad evangélica. Sólo un corazón agradecido por la llamada, sabrá vivir contento de su propia identidad, orará por los demás llamados y será capaz de contagiar a otros la vocación de seguir a Cristo. La pastoral vocacional no existe sin la oración y el agradecimiento por las vocaciones (cf. Lc 10,2).

 

 

2. Opción fundamental, sin condicionamientos

 

      La respuesta sincera a la llamada de Jesús es una adhesión plena del corazón a su persona y a su mensaje. Es, pues, una opción fundamental, seria, convencida, decidida, del todo y para siempre. La vocación cristiana es así, sin rebajas, porque nace del amor de totalidad de Cristo, que llama a pensar, sentir y amar como él.

 

      Las palabras de Jesús no pueden ser más claras: "El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mt 16,24). La terminología de esas expresiones evangélicas nos puede espantar; pero el amor comprende que se trata del ofrecimiento de una amistad incondicional, que espera la respuesta de un amor sincero: salir de los enredos del propio egoísmo, afrontar la realidad sin imaginar fantasmas, y reaccionar amando como Jesús, con él y en él... Y eso ya lo puede entender un "niño", porque "de los niños es el reino de los cielos" (cf. Mt 19,14).

 

      Reconocer la propia debilidad no es obstáculo para una respuesta generosa, sino más bien una condición indispensable para apoyarse en Cristo: "Tú sabes que te amo" (Jn 21,17). La entrega al Señor se hace posible a partir de un encuentro con él, que nos espera en nuestra propia realidad.

 

      Estas exigencias evangélicas son para todos, porque es el programa de Jesús sobre la "perfección de la caridad" (LG 40), a la que está llamado todo creyente: "Se perfectos (es decir, amad), como vuestro Padre del cielo es perfecto" (Mt 5,48). Jesús no hizo rebajas a nadie, aun conociendo el corazón y la debilidad de todos (Jn 2,25). Jesús, que "ha muerto por todos", llama a todos a "caminar en el amor" y a "vivir para él", si replegarse en sí mismos (Ef 5,1-2; 2Cor 5,15).

 

      Este programa de perfección cristiana no debe inducir al engaño de pensar que es sólo para unos "selectos" o para una "élite". Jesús llama sin restricciones: "Venid a mí todos" (Mt 11,28). Ser pobre, enfermo o pecador, no es excusa válida, porque Cristo "ha venido a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Y cuando llamó a un publicano (Leví), para convertirlo en apóstol, afirmó: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,13). A todos invitó a participar en las bodas de su reino: "A los pobres, débiles, ciegos y cojos" (Lc 14,11).

 

      Hechas estas puntuaciones, hay que recordar que la vocación cristiana no hace descuento a nadie, porque nace de un amor infinito, el de Cristo, que capacita para responder con un amor de totalidad. La "conversión" que predica Jesús (Mc 1,15) es la actitud de cambio radical, para abrirse totalmente al amor (Mt 5,48). Cada ser humano, cada familia y la sociedad entera está llamada a este amor, que sana de raíz el corazón humano, para hacerlo más humano.

 

      La respuesta a la llamada de Cristo es de por vida; no admite paréntesis, recortes, compases de espera ni fines de semana. Y es de totalidad, "con todo el corazón" (Mt 22,37). En este tú a tú, de corazón a corazón, nadie nos puede suplir. Nada ni nadie puede ocupar el puesto de Cristo. Pero todos los hermanos nos pueden ayudar.

 

      El "no vivir para sí", como decía San Pablo (2Cor 5,15), necesita previamente la convicción de ser amado sin reservas: "Me amó, se entregó por mí; no soy yo el que vivo, sino que es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20).

 

      Crisis personales, comunitarias e históricas, las ha habido y las habrá siempre. La primera de esas crisis fue cuando Jesús anunció la Eucaristía en Cafarnaún. Muchos, que habían seguido a Cristo, se hicieron atrás. En aquella ocasión, sólo perseveraron los que habían tomado una decisión clara por "alguien", no por algo: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68).

 

      La opción fundamental por Cristo es la decisión de amarle de todo y de hacerle amar de todos. Siempre es a partir de saberse amado por él. Se trata de "no anteponer nada a Cristo, como él no antepone nada a nosotros" (San Cipriano). Sólo así se comparte su misma vida, que se concreta en la decisión de ser santo (amarle sin descuento) y de ser apóstol (hacerle amar sin fronteras).

 

      Sin esta opción fundamental cristiana, la espiritualidad de las vocaciones específicas de laicado comprometido, de vida consagrada y de sacerdocio ministerial, no pasaría de ser un barniz caduco o, por lo menos, artificial. Se trata de "adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (VS 19).

 

      A esta respuesta decidida y generosa a la vocación cristiana, se la puede llamar "radical", es decir, desde la "raíz", con todas sus consecuencias. Ordinariamente reservamos este calificativo para la llamada a la práctica permanente los consejos evangélicos o estilo de vida evangélica de Jesús. Pero, para todo cristiano, es la opción fundamental ("radical") de vender todo para comprar la "perla preciosa" o "tesoro escondido" (Mt 13,44-46). Es la decisión de "no servir a dos señores" (Mt 6,24), de "renunciar a todo" (Lc 14,33), de "entrar por la puerta estrecha" (Mt 7,13), de no volver la cabeza hacia atrás (Lc 9,62). En definitiva, esa es la ley del amor: querer darse de verdad. Los propios proyectos y preferencias, personales, comunitarios y culturales, no pueden condicionar la entrega a Cristo.

 

      La vocación cristiana está siempre en la línea de las bienaventuranzas y del mandato del amor: amar en cualquier circunstancia, dándose al Padre y a los hermanos como Cristo. El corazón se va unificando, expulsando de él la dispersión, para abrirlo sólo al amor de Cristo que vive en los hermanos. Se quiere dar un "sí" total, como María la Madre de Jesús y Madre nuestra.

 

      Las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) se convierten en un tensión creciente hacia la perfección del amor: identificarse con Cristo, hasta pensar, sentir y amar como él, con él y en él.

 

      No es fácil dar una explicación de por qué uno se ha decidido a amar a Cristo de verdad, reestrenando la entrega cada día. Ante su mirada de amor, desde su cruz, desde su eucaristía, desde su palabra, desde sus pobres... ¿quién puede resistir? "Me sedujiste, Señor y me dejé seducir" (Jer 20,7). Cristo es siempre una sorpresa. La respuesta a su llamada consiste en aceptar las reglas de un amor que es así: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Act 9,6); "habla, Señor, que tu siervo escucha" (1Sam 3,10).

 

      El joven rico no se atrevió a seguir a Jesús; se quedó triste con sus harapos y sus riquezas de oropel. Otros prefirieron no mirar a lo que dejaban, sino a la persona de Cristo amigo, que les declaró su amor. Me decía un brahmán convertido: "A mí me ha conquistado Jesús, cuando, mirando un crucifijo, sentí en mi corazón: 'murió por mí'... Y lo dejé todo para seguirle".

 

 

3. Es posible

 

      El camino empieza donde uno está. Ahí, en nuestra realidad de peregrinos, ha llegado Jesús, para mirarnos con amor e invitarnos a seguirle dando un paso más. Su mirada y su llamada hacen posible nuestra respuesta. Si nos invita, como a Juan y a Santiago, a correr su suerte o "beber su cáliz", es que nos da fuerza para decir como ellos: "Podemos" (Mc 10,39).

 

      Sólo es posible responder a la llamada de Cristo, si lo hacemos desde nuestra limitación y debilidad, sin dejarse llevar por fantasías e imaginaciones. Como a la Samaritana, a mí me espera en el pozo donde voy todos los días a buscar un agua que no me puede saciar la sed (Jn 4,6ss). Cristo tiene sed de que mi corazón se abra a sus planes de su amor. La vocación es un encuentro entre la sed de Cristo y mi sed de algo más. Desde mi realidad, donde me espera Cristo, puedo responder con un primer paso de autenticidad, tal como soy, para ser lo que él quiere que sea, "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

 

      La respuesta a la vocación comienza siempre con un gesto sencillo de autenticidad, que tiende a la totalidad de la donación. A veces es un desahogo amistoso con Cristo, exponiéndole mis preocupaciones de todos los días. Otras veces es un gesto de escucha, apertura y servicio a los demás. Dando un paso más hacia él y hacia los hermanos, confiado en su mirada y comprensión, oiré en mi interior: "Soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26). Porque las ansias de verdad y de bien, sólo las puede saciar él.

 

      Ningún apóstol y ningún santo espanta, si se lee con atención su verdadera biografía. Los que respondieron con una entrega total, fueron los que más experimentaron previamente su propia debilidad. Allí aprendieron que Cristo vino a "cargar con nuestras enfermedades" (Mt 8,17). El seguidor de Cristo se apoya en la experiencia de su misericordia, para decir, como Pablo: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13); "cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte"(2Cor 12 ,10); "sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

      Podemos amar a Cristo con su mismo amor, porque Dios en él "nos ha amado primero" (1Jn 4,19). Al declararnos su amor, nos ha capacitado para "permanecer en su amor" (Jn 15,9).

 

      Los ideales del ser humano tienden siempre, directa o indirectamente, hacia la verdad, el bien, la felicidad. Para acertar, hay que apuntar hacia la fuente, hacia quien es la Verdad y el Bien: Jesús que se nos hace "camino", consorte, protagonista, amigo íntimo, hermano...

 

      Las cosas grandes y también las decisiones trascendentales, están hechas de cosas pequeñas, como un tejido maravilloso que se elabora hilo a hilo, día a día. Se empieza por un gesto sencillo de autenticidad, como puede ser un servicio al hermano; entonces el horizonte se abre al infinito del amor. En esas cosas pequeñas de cada día, uno aprende a saberse amado por Cristo, perdonado y contagiado de sus amores.

 

      Las cosas pequeñas son grandes por el amor que se pone en ellas. Y lo que parece tan sencillo, sólo es posible si nos atrevemos a tener todos los días un momento de encuentro con Cristo, esperando en su evangelio y en su eucaristía. Ahí ha empezado la audacia de los santos, tejiendo unas virtudes "heroicas", que están hechas de hilos pequeños como un día de trabajo en Nazaret. Esa santidad cristiana es posible, porque es Cristo el primer interesado en ella.

 

      La cosa más sencilla, siempre posible en este caminar vocacional, consiste en el empezar de nuevo todos los días, sin desanimarse, retractando las cobardías y las dudas, queriendo darse del todo en las cosas pequeñas y en la sorpresa de cada momento.

 

      Pedro y Andrés, como Juan y Santiago, dejaron las barcas para seguir a Cristo. La alegría y entusiasmo de un primer momento tuvo que madurar por un proceso de altibajos: desde ambicionar unos primeros puestos (Mc 10,37), hasta tener miedo de confesarse seguidor de Jesús (Mc 14,66ss). Pero el Señor se les hizo de nuevo encontradizo, para que, desde su pobreza, pudieran reestrenar la vocación con mayor generosidad. A Juan y a Santiago, Jesús les propuso compartir esponsalmente su misma suerte (Mc 10,38). A Pedro, le miró con misericordia (Lc 22,61), le examinó de amor y le hizo capaz de responder incondicionalmente a un nuevo "sígueme" que le llevaría a la oblación final (Jn 21,15-19).

 

      El punto de apoyo para decir el "sí" no se encuentra en nuestras cualidades, sino en la mirada amorosa y en la palabra viva de Jesús, que sigue llamando a los que él quiere para sí. Nuestra respuesta es también un don suyo; porque el don de la llamada capacita nuestra libertad endeble para seguirle generosamente. En la medida en que demos un paso sencillo en este seguimiento, descubrimos mejor y más claramente su llamada como iniciativa suya. A Jesús amigo, que invita al seguimiento, sólo se le comienza a conocer, cuando se le quiere amar.

 

      Jesús es buen pedagogo de "los suyos" (Jn 13,1). Comprende sus limitaciones como amigo y "consorte"; y al mostrar esa comprensión, exige una entrega total que él mismo hace posible a los que se fían de él. Como "buen samaritano", sabe que tendrá que repetir continuamente ("setenta veces siete") su gesto de comprensión y amor. La experiencia total a Cristo es posible, pero sólo a partir de la experiencia de su amor misericordioso.

 

      Amar a Cristo con el mismo amor con que él nos ama, ya es posible, si le dejamos vivir en nuestro interior. Si ello no fuera así, Jesús no nos hubiera podido dar el mandato de amarnos con su mismo amor (Jn 13,34-35). Con la imagen de la vid y de los sarmientos, nos ha dicho: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pero al decirnos "permaneced en mí y no en vosotros" (Jn 15,4), nos da a entender que es posible "vivir de su misma vida" (Jn 6,57), "vivir por él" (1Jn 4,9).

 

      Desde el primer momento de balbucear nuestro "sí", ya nunca más estaremos solos en nuestro caminar. La promesa de Jesús sigue en pie: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El es el único amigo que no abandona.

 

 

                 Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La vocación es don e iniciativa de Dios, declaración de amor, sorpresa inimaginable:

 

      "Nos ha elegido en Cristo... por pura iniciativa suya" (Ef 1,4-5).

 

      "Con un amor eterno te he amado" (Jer 31,3).

 

      "Nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

 

      "Llamó a los que quiso" (Mc 3,13).

 

      "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,10).

 

      "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15,16).

 

      "Así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      "Le miró con amor y le dijo... ven y sígueme" (Mc 10,21).

 

      * Compartir la experiencia vocacional: nos llama haciéndose encontradizo en nuestra realidad, como hizo con Leví (Mt 9,9-13) y Zaqueo (Lc 19, 1-10).

 

 

- La vida tiene sentido cuando se convierte en un "sí" de donación:

 

      "Me amó y se entregó por mí... Cristo vive en mí" (Gal 2,20).

 

      "Desde el seno de mi madre me llamó" (Is 49,1).

 

      "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

      "Sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

      "Los llamó y ellos... le siguieron" (Mt 4,22).

 

      "Nosotros te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

      * Compartir la alegría de decidirse a vivir para Cristo (2Cor 5,15).

 

 

- ¿Por qué no voy a poder realizarme según los planes de Dios sobre mí?:

 

      "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

 

      "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13).

 

      "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?... Le respondieron: Podemos" (Mc 10,38-39).

 

      "Todo es posible para el que cree" (Mc 9,23).

 

      "Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21,17).

 

      * Compartir cómo se puede responder a la vocación desde el momento en que uno siente que el corazón se orienta hacia Jesús, tiene "sed" de él (Jn 4,15).

 

      * Es posible responder a la vocación mientras haya capacidad de escucha y de admiración: "Fijaos en las aves del cielo... vuestro Padre celestial las alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo"... (Mt 6,26-28).

 

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