Lunes, 11 Abril 2022 11:31

Juan Esquerda Bifet EL PADRE OS AMA La misión, un proyecto de amor

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                            Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

                              EL PADRE OS AMA

 

 

                       La misión, un proyecto de amor

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                     INDICE

 

Documentos y siglas

 

Presentación: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17)

 

I. La sed y búsqueda de Dios en todos los pueblos

 

      1. La vida tiene sentido en la búsqueda de Dios

      2. Dios, ¿calla? ¿está ausente?... Ama como él es

      3. Las huellas desconcertantes de un Dios cercano

      Meditación bíblica

 

II. Dios "Padre" en el mensaje evangélico de Jesús

 

      1. Providencia misteriosa de Dios Amor

      2. Misericordia: ternura materna de Dios

      3. Su Hijo, enviado por amor a toda la humanidad

      Meditación bíblica

 

III. "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9)

 

      1. Su modo peculiar de amar: darse él mismo

      2. Su cercanía esponsal

      3. Su transparencia personal

      Meditación bíblica

 

IV. El "Padre nuestro", oración de toda la humanidad

 

      1. Actitud filial, oración en el Espíritu

      2. Cristo ora en nosotros

      3. La oración de toda la familia humana

      Meditación bíblica

 

V. "Amad... como vuestro Padre" (Mt 5,44-45)

 

      1. Cristo en el corazón y en la vida de cada hombre y de cada pueblo

      2. Actitud de las "bienaventuranzas" y del "mandato del amor"

      3. Dejar que Cristo viva y ame en nosotros y en todos los hermanos

      Meditación bíblica

 

Líneas conclusivas: Hacia la "civilización del amor" y la "cultura de la vida" en todos los pueblos

 

Selección bibliográfica

 

                                                         DOCUMENTOS Y SIGLAS

 

AA    Apostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).

 

AG    Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

 

CA    Centesimus Annus (Encíclica de Juan Pablo II, en el centenario de la "Rerum novarum", sobre la doctrina social de la Iglesia: 1991).

 

CEC   Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

 

CFL   Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

 

DEV   Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

 

DM    Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

 

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

 

EA    Ecclesia in Africa (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II, sobre la Iglesia en Africa: 1995).

 

EN    Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

 

ET    Evangelica Testificatio (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la vida consagrada: 1971).

 

EV    Evangelium Vitae (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el valor de la vida humana: 1995).

 

FC    Familiaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).

 

GS    Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

 

LE    Laborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

 

LG    Lumen Gentium     (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

 

MC    Marialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).

 

MD    Mulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).

 

MR    Mutuae Relationes (Directrices de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: 1978).

 

OL    Orientale Lumen (Carta Apostólica de Juan Pablo II: 1995).

 

OT    Optatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

 

PC    Perfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).

 

PDV   Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

 

PM    Provida Mater (Constitución Apostólica de Pío XII, sobre los Institutos Seculares: 1947).

 

PO    Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

 

PP    Populorum Progressio  (Encíclica de Pablo VI sobre cuestiones sociales: 1967).

 

RC    Redemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).

 

RD    Redemptionis Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).

 

RH    Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

 

RM    Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

 

RMi   Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

 

SC    Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

 

SD    Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

 

SDV   Summi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).

 

SRS   Sollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).

 

TMA   Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II como preparación del Jubileo del año 2000).

 

UR    Unitatis Redintegratio (C. Vaticano II, sobre la unidad).

 

UUS   Ut Unum Sint (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el empeño ecuménico: 1995).

 

VC    Vita Consecrata (Exhortación Apostólica de Juan PabloII, sobre la vida consagrada y su misión: 1996).

 

VS    Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).

 

                                                               PRESENTACION:

                                       "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17)

 

      Así es la gran sorpresa que Cristo comunicó a sus amigos, para anunciarla a toda la humanidad: "El Padre os ama" (Jn 16,27). Se refiere a un amor paternal, que, por parte suya, como Hijo de Dios, es especial; pero que él quiere compartir con nosotros: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).

 

      No se trata principalmente de una idea o concepto sobre la bondad divina, sino que el mismo Jesús se presenta como la expresión y epifanía personal de Dios Amor. Sus palabras, sus gestos, sus pasos y todos los momentos de su vida, equivalen al gran anuncio: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). En el amor de Cristo cercano, descubrimos el amor personal de Dios.

 

      Dos mil años desde la Encarnación son una historia de ese mensaje grabado en el corazón humano, que sigue anunciándose y aconteciendo en el aquí y ahora de cada comunidad humana. Gracias a la Encarnación del Verbo, somos hijos en el Hijo, es decir, en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. A cada ser humano le llega ese mensaje sorprendente, que sólo Cristo puede anunciar: "Mi Padre y vuestro Padre". Es Padre suyo desde la eternidad; es Padre nuestro por gracia y don suyo.

 

      El itinerario que ha seguido toda cultura, todo pueblo, toda religión y todo corazón humano, queda imantado hacia esta dirección: "Este es mi hijo amado en quien me complazco, escuchadle" (Mt 17,5). Al escuchar a Cristo, el hombre entra en los planes eternos de Dios Amor. Cada uno puede llegar a sentirse amado en Cristo.

 

      La mirada de Cristo refleja un amor eterno que procede del Padre y se expresa en el Espíritu Santo. Esa misma mirada se refleja en todo corazón humano. Los que ya se han percatado de ella, es decir, los creyentes en Cristo, tienen la misión de transparentar y anunciar la filiación divina participada.

 

      El mayor obstáculo para la evangelización, en el inicio de un tercer milenio, sería la opacidad de los que decimos haber encontrado a Cristo. La vida cristiana es tal cuando se expresa en la serenidad gozosa de anunciar a todo ser humano: "Dios te ama, Cristo ha venido por ti".

 

      Este anuncio no se improvisa ante el espejo, ni se puede expresar sólo por un discurso literario. Se trata de una "vida nueva" (Rom 6,4), que se traduce en acogida, convivencia y servicio callado. El anuncio se hace con la "mirada" contemplativa y comprometida, de saber adivinar la presencia de Cristo en cada hermano, sobre todo es el más pobre y menos valorado por los demás.

 

      La convicción de ser amados de Dios se resquebraja fácilmente por la duda, la desconfianza y el desánimo. El error y la fragilidad acechan a nuestra puerta. Sólo Dios hecho hombre, Cristo Jesús, puede disipar esos temores y comunicar esa convicción inquebrantable, a partir de la cual es posible afrontar la vida con gozo y generosidad.

 

      La afirmación hecha por Jesús, "el Padre os ama" (Jn 16,27), viene a ser la recta final de una historia milenaria de culturas y religiones, a modo de "cumplimiento de un anhelo" (TMA 6), que Dios mismo ha sembrado en todo corazón humano.

 

      El cristianismo es autorretrato de Jesús, cuando manifiesta la convicción gozosa de que la vida es hermosa y merece vivirse, porque ya se puede transformar en "complemento" de la misma vida y muerte de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre (cfr. Col 1,24).

 

      La vida se hace donación a partir de esta convicción honda: "Hemos conocido el amor" (1Jn 4,16). Entonces ya es posible caminar según las pautas del sermón de la montaña: "Amad... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5,44-45). Esa vida nueva es un don de Dios Padre, por medio de su Hijo, que nos hace "renacer por el agua y el Espíritu" (Jn 3,5).

 

      Cuando recitamos el "Padre nuestro" y lo vivimos por el mandato del amor, expresamos "el deseo filial de que Dios se manifieste y sea conocido por los hombres como Dios auténtico. Que su identidad revelada -su rostro de Padre- se muestre patente y eficaz sin límite en el ámbito de toda existencia humana" (I. Gomà Civit).

 

      La máxima expresión de Dios Amor consiste en haber enviado a su Hijo para que, participando de su misma vida, experimentemos el gozo de ser amados en él y como él: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su HIjo unigénito" (Jn 3,16). En la despedida de la última cena, Jesucristo hizo esta oración sorprendente: "Padre... que tengan en sí mismos mi alegría colmada... yo en ellos y tú en mí... los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,13.23).

 

      El cruce de miradas entre el Padre y el Hijo, expresado en el amor del Espíritu Santo, se prolonga en el corazón del creyente. "Toda gracia tiene su origen en la divina mirada" (Concepción Cabrera de Armida). Por esto, quien abre el corazón a esta mirada de amor, ya puede mirar al Padre "como lo mira Jesús".

 

      Nuestro encuentro con Cristo se nos ha convertido en sintonía con su amor al Padre. El Señor comparte con nosotros su "gozo en el Espíritu Santo" y su oración al Padre: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,21-22).

 

      La misión es un proyecto de amor, porque su fuente es Dios Amor. "La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre. Pero este designio dimana del «amor fontal» o de la caridad de Dios Padre" (AG 2).

 

 

I

 

LA SED Y BUSQUEDA DE DIOS EN TODOS LOS PUEBLOS

 

 

 

      1. La vida tiene sentido en la búsqueda de Dios

      2. Dios, ¿calla? ¿está ausente?... Ama como él es

      3. Las huellas desconcertantes de un Dios cercano

      Meditación bíblica

 

 

 

 

      La señal más clara de que Dios nos ama es el hecho de haber modelado nuestro corazón a su medida: ya no podemos prescindir de él. Nos sentimos realizados así: en la búsqueda de un Dios que parece esconderse en sus mismas huellas.

 

      Esta es la característica del amor de Dios: se da él mismo, más allá de sus dones. Por esto, buscarle es ya empezar a amarle y encontrarle, porque significa que hemos descubierto que sus dones no son él. La seguridad de saberse amado por él es la única brújula que puede orientar y dar sentido a la existencia de todo ser humano, sin distinción de raza, cultura o religión.

 

 

1. La vida tiene sentido en la búsqueda de Dios

 

      El ser humano se ha preguntado siempre sobre el sentido de su existencia. Culturas y religiones han elaborado hipótesis hermosas que ofrecen sólo un aspecto de la solución. Pero la realidad más honda y constatable es que el hombre busca el sentido de Dios como respuesta al sentido de la propia existencia.

 

      Esa búsqueda es como la de quien va palpando, "a tientas" (Hech 17,27), para dar sentido a la vida. En realidad, "el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre" (CEC 27).

 

      Preguntarse sobre sí mismo, en la perspectiva de un origen y de un fin, equivale a preguntarse sobre Dios. La autoconciencia espiritual del hombre se convierte en la búsqueda de la trascendencia divina. Hay "alguien" que da sentido a la vida, porque, al ser más allá de nuestra existencia, la sostiene. Es el "Otro", el trascendente e inmanente. En nuestro ser contingente están las huellas de su amor eterno. El misterio del hombre se desvela en el misterio de Dios.

 

      La "aspiración profunda" de todo ser humano tiende a "una vida plena". Por esto, el hombre "se interroga sobre sí mismo" (GS 9) y, precisamente por ello, se pregunta sobre Dios: "Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti... Tú estabas más íntimamente presente que mi mayor intimidad" (San Agustín, Confesiones).

 

      La conquista del universo es una aspiración legítima, puesto que el hombre es la síntesis del mismo. Pero esa aspiración sin fronteras cósmicas está alimentada por la sed de Dios: "Por su interioridad, el hombre es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

 

      Esa búsqueda se puede calificar de "sufrir a Dios" (Santo Tomás), en el sentido de necesitar absolutamente de él y de su amor, sin poder encontrarle plenamente en esta tierra. Porque sus dones no son él, que es infinitamente más allá de todos ellos. El hombre existe para saberse amado y poder amar, sin limitaciones en ese amor recibido y correspondido.

 

      La creación contingente, como una hoja seca que se cae del árbol, deja entrever que, a pesar de su caducidad, ha sido programada por amor. Pero es la inquietud interior del hombre la que se plantea el problema sobre Dios, no ya sólo como una primera idea o un primer motor, sino como "Alguien", que nos ama porque nos ha hecho capaces de amar y de ser amados.

 

      Si el hombre dejara de buscar a Dios, dejaría de buscar el sentido de la propio existencia. Esa búsqueda es la vida del hombre, porque todo paso en esa búsqueda es ya un encuentro con la verdad, el bien, la belleza, que tienen su origen y plenitud en Dios.

 

      Las cosas, puesto que son buenas, van aplacando, en cierto modo, la inquietud del corazón humano. Despreciarlas para poder llegar a Dios, sería un camino equivocado. Quedarse en ellas, olvidando a Dios, sería abocarse a la frustración. Las cosas son mensajeros que dejan entender que, en esos dones, Dios se comienza a dar a sí mismo. "Mil gracias derramando - pasó por restos sotos con presura, - y, yéndolos mirando, - con sola su figura - vestidos los dejó de hermosura" (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual). El "paso" de Dios por estos dones, deja entrever algo más...

 

      La búsqueda de Dios no puede separarse, en esta tierra, de la búsqueda del misterio del hombre y del universo. Todo es hermoso cuando se asume como epifanía del amor de Dios: "Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (Sant 1,17). Creación, evolución, historia..., todo es un libro abierto que habla de "Alguien".

 

      Quien busca a Dios no es un aguafiestas, sino que, con "mirada contemplativa" (EV 83), sabe adivinar que la historia humana ha tenido origen en un corazón divino, y que, consecuentemente, sólo encontrará su significado cuando discurra al unísono con ese amor eterno. La fe cristiana encamina hacia ese ideal: "Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio al Padre" (Col 3,17).

 

      "Ahora, que la noche es tan pura,

      y que no hay nadie más que tú,

      dime quién eres.

      Dime quién eres y por qué me visitas.

      por qué bajas a mí que estoy tan necesitado

      y por qué te separas, sin decirme tu nombre...

      Dime quién eres... dime quién soy yo también"

      (Himno de vísperas).

 

      El "Padre", de quien nos habla Jesús, es el Dios que "hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt 5,45), porque, más que "su" sol, todos son hijos "suyos", pedazos de sus entrañas.

 

 

2. Dios, ¿calla? ¿está ausente?... Ama como él es

 

      Dios, cuando se hace más cercano, deslumbra y parece ausente. Nuestra realidad humana procede de la nada por un gesto amoroso de Dios. Seguimos siendo "barro" quebradizo y opaco, especialmente cuando centramos demasiado la atención en nosotros mismos. La luz nos llama a salir de esa opacidad. Nos convertimos en luz cuando nos dejamos deslumbrar por la sorpresa de Dios, que es luz en las tinieblas: "En tu luz podemos ver la luz" (Sal 36,10).

 

      Frecuentemente nos asalta la duda sobre el amor: ¿nos aman de verdad o nos utilizan como una cosa?, ¿podemos amar con amor de donación sin manipular a los hermanos?... Mientras experimentamos nuestra debilidad, al mismo tiempo sentimos el anhelo insaciable de una vida llena de verdad, de bien y de belleza. Y en esos contrastes de nuestra realidad maravillosa y quebradiza, se hace presente Dios, diciéndonos que nos ama no según nuestros cálculos, sino como él es, porque él es Amor.

 

      Si abrimos los ojos a la realidad actual y a la historia del pasado, constatamos una humanidad que camino a tientas, con ansias de infinito y con lacras y atropellos indecibles, que se suceden sin interrupción. Esa historia refleja el fondo del corazón humano. Las miserias humanas son fruto de una división interna del corazón. Toda calamidad histórica tiene origen en "la íntima división del hombre" (GS 13).

 

      El problema sobre Dios consiste en que él es el absolutamente "Otro". El hombre encontrará su propia razón de ser y captará su propia realidad, sólo en la medida en que deje que Dios sea tal como es, con todo su misterio sorprendente. El empeño por querer adaptarse a esa realidad humana y divina, produce la sensación de "silencio" y "ausencia" de Dios.

 

      Dios, siendo "el que es" y quien sostiene toda la existencia (cfr. Ex 3,13-15), sigue siendo "el Dios escondido" (Is 45,15). En realidad es "el Dios vivo" (Ex 3,6; Mt 22,32; Rom 9,26), quien, por ser trascendente, es plenamente inmanente y cercano, amigo de los hombres, "misericordioso y clemente, rico en amor y fidelidad" (Ex 34,5-6). No es "el Dios desconocido", sino que "en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hech 17,23.28).

 

      Dios es siempre más allá de todo cuanto nosotros podamos pensar, decir y experimentar. Nos ama así, tal como es, dejándose "sentir" de algún modo, pero más allá de nuestras conquistas. Aceptarle tal como es y alegrarse de que sea así, es señal de amor y fuente de gozo. El verdadero amor ama a la persona amada y la quiere tal como es. Sólo en aras de ese amor, el "silencio" y la "ausencia" se van descubriendo como "palabra" y "presencia" suya peculiar.

 

      El abuso de querer utilizar las cosas y las personas según nuestros propios puntos de vista e intereses personalistas, se convierte en el error de intentar hacer un Dios a la medida de nuestro egoísmo. Entonces Dios "escapa", o mejor, espera oculto a que amanezca su luz en nuestro corazón. "Si alguno ama al mundo (egoísticamente), el amor del Padre no está en él" (1Jn 2,15).

 

      La manía de muchas programaciones y elucubraciones humanas consiste en querer apoyar en Dios la división del propio corazón. Entonces se crea un "politeísmo" práctico, fabricado con nuestras ideas achatadas, que incluso a veces intentamos adornar con la etiqueta de "gloria de Dios".

 

      Esos subproductos que nacen del corazón dividido, son como un espejo hecho añicos, que refleja la abigarrada lista de nuestras preferencias engañosas, por encima del misterio de Dios. Es necesario unificar el corazón, para poder descubrir a Dios cercano: "Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1Cor 8,6).

 

      Al "Padre de la gloria" (Ef 1,17) se le descubre con la sabiduría evangélica de aceptar la propia realidad tal como es, porque allí ha dejado Dios las huellas de su presencia y de su amor. Cuando Dios parece que calla y que está ausente, es que quiere corregir nuestro modo de pensar y de valorar las cosas. Entonces "Dios nos trata como a hijos", a quienes quiere corregir con amor (cfr. Heb 12,7-9).

 

      Cuando Cristo presentó el mensaje sobre el amor del Padre, no fue aceptado por todos. Si se busca el propio interés, "por encima de la gloria de Dios" (Jn 12,43), entonces no se acepta a Dios tal como es. El baremo para conocer nuestra actitud relacional respecto a Dios, se encuentra en el modo de tratar a los hermanos. Tanto el favoritismo, como la utilización de los demás, son el gran obstáculo para encontrar a Dios presente en nuestra vida.

 

      Dios ni calla ni está ausente; simplemente es más allá de sus dones. Es nuestro único Padre, en el sentido que él es más allá del don que nos ha concedido en nuestros padres terrenos: "Uno solo es vuestro Padre, el del cielo" (Mt 23,9). Ningún don divino puede llenar el corazón del hombre; pero todos los dones de Dios dejan entender ese más allá que es él mismo, y que un día será el don definitivo. Dios ama tal como es, dándose él, de modo sorprendente.

 

      Hay momentos en los que el "sufrir a Dios" ya no es debido sólo a nuestras limitaciones, sino que se origina en los nuevos planes de Dios sobre nosotros, que van más allá de nuestra lógica. En esos momentos hay que adoptar la actitud filial de Jesús en Getsemaní: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero que no sea como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26,39).

 

      A nosotros nos parece que Dios nos ama cuando tenemos éxitos y todo nos va bien. Pero, en realidad, todo lo que él envía o permite está hecho a nuestra medida, aunque sean los momentos de fracaso. Dios nos ama en su Hijo Jesucristo y como a él, que vivió marginado y murió crucificado. "Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Jahvé para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo" (Sal 103,13-14).

 

 

3. Las huellas desconcertantes de un Dios cercano

 

      En todo pueblo, en toda cultura y en toda religión, existen huellas patentes de una presencia y cercanía de Dios. Los acontecimientos históricos no tienen explicación sin él. Y hay textos doctrinales maravillosos que reflejan experiencias profundas de haberle encontrado. En el Antiguo Testamento, esa realidad tiene una dinámica y profundidad especial, puesto que se trata de una experiencia mesiánica, que sólo es posible con una presencia peculiar de Dios.

 

      Pero esas huellas de Dios, cercano en cada corazón humano y en cada pueblo, son huellas desconcertantes. Se amalgaman con expresiones humanas defectuosas. Las huellas de Dios se mezclan con huellas de seres que peregrinan "a tientas" y a tropezones. Así ama Dios al hombre, sin escandalizarse del barro humilde de su procedencia. Cuando se trata de un estropajo, Dios lo declara suyo, para cambiarlo en un bordado maravilloso. El es siempre fiel al amor.

 

      Hay muchas "escrituras" o libros "santos" y "espirituales", en el sentido de exponer una verdadera experiencia de Dios para transmitirla a los demás. Pero la "Escritura" del Antiguo Testamento tiene una acción especial del Espíritu Santo que, de hecho, engloba a todos los demás pueblos y culturas religiosas, para orientarlas hacia Cristo, el único "Mesías" y "Salvador del mundo" (Jn 4,42).

 

      Todas esas "escrituras", también las inspiradas por Dios, necesitan una recta interpretación, que deslinde las huellas de Dios y las huellas culturales, sociológicas y psicológicas del hombre. De todos modos, siempre se trata de una historia humana llena de luces y sombras, que es historia de una amor divino inquebrantable para todos y cada uno de los pueblos.

 

      Esta realidad de la historia humana acontece de modo especial en todo corazón, porque para Dios toda persona tiene un "nombre" irrepetible, grabado por artesanía en el fondo de su ser. Nuestra vida es una historia de huellas desconcertantes de Dios cercano.

 

      El misterio de su amor, consiste en que sus huellas de infinito se han querido identificar con las nuestras que parecen deleznables. Pero Dios nos ama así, tal como él es y asumiéndonos a nosotros tal como somos, insertando nuestra historia de hombres libres en la suya de amor eterno: "Mis planes no son vuestros planes" (Is 55,8), nos dice amorosamente el Señor, como recuperando la orientación de la ruta de nuestro caminar.

 

      Es importante acertar con la dinámica de esas huellas. Porque en la búsqueda irreversible del corazón humano, se ha hecho presente el mismo Dios. Ya "es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios", quien "busca al hombre movido por su corazón de Padre" (TMA 7).

 

      Esa sorpresa todavía no la ha descifrado ninguna cultura religiosa, como tampoco ninguna elucubración humana. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es "el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" y también en todas las culturas (cfr. TMA 6). Por esto, él es "la palabra definitiva sobre el hombre y su historia" (TMA 5). Sólo en él "se esclarece el misterio del hombre" (GS 22).

 

      Nuestras huellas por un camino zigzagueante, reflejan también una huellas de Dios que necesitamos descifrar. La clave es el amor, no la táctica ni el utilitarismo. A Dios no se le conquista, sino que se da él tal como es. Y su Espíritu de amor, que ha sembrado sus huellas en toda cultura y en todo pueblo, "las prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28).

 

      Las "semillas de la Palabra", sembradas por el Espíritu en todo corazón humano, tienden al encuentro con la "palabra definitiva". Dios ahora "habla al corazón" (Jer 31,3), por medio de su Palabra personal que es Jesucristo, el Verbo encarnado.

 

      Esas huellas son desconcertantes, porque reafirman la dignidad del hombre trascendiéndole. Sólo el Hijo de Dios hecho hombre puede descifrar las huellas de una búsqueda milenaria y mutua, por parte de Dios y por parte del hombre. Cristo, hombre como nosotros, afirma desde dentro de nuestro camino histórico: "Soy yo" (Jn 4,26; 6,35; 8,12.18). Sólo él "manifiesta el hombre al mismo hombre" (GS 22). En Cristo se actualiza y llega a su cumplimiento el mensaje del Sinaí sobre Dios fiel a la existencia: "Yo soy el que soy" (Ex 3,14; cfr. Deut 4,31).

 

      Nadie tiene derecho a reclamar lo que trasciende su propio ser. La búsqueda de Dios por parte de hombre es una gracia, y culmina en el encuentro con el Verbo encarnado. No es la conquista de una idea sobre Dios, sino las sorpresa de encontrarse con el Hijo de Dios hecho hombre, más allá de todo mérito e intuición. Pero una vez concedido este don, "las multitudes tienen derecho a conocer las riquezas del misterio de Cristo" (EN 53). Porque "hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4,6).

 

      En algunos ambientes culturales de religiones tradicionales, Dios es llamado "Padre de nuestros padres". En el Antiguo Testamento, Dios es "Padre de huérfanos" (Sal 68,6). Con ello se quiere indicar la bondad y ternura paterna de Dios: "Con amor eterno te he amado" (Jer 31,3); "yo soy para Israel un Padre" (Jer 31,9).

 

      Pero esas huellas de la cercanía de Dios han llegado a su cenit en Jesucristo, el Hijo eterno del Padre, enviado al mundo para compartir con nosotros su realidad de filiación divina. Aquellas huellas de la paternidad de Dios siguen siendo una preparación evangélica para encontrar a Cristo.

 

      Quienes hemos tenido ya la suerte de descifrar esas huellas sorprendentes de Dios Padre, quedamos comprometidos a compartir una realidad que es ya herencia de toda la humanidad. Pero el anuncio no será aceptado, si no procede de una actitud filial totalmente nueva, de parte de quienes, por ser hijos en el Hijo, tenemos que manifestar las facciones de Jesucristo. El mundo ya camina atraído no tanto por teóricos, cuanto por testigos del encuentro.

 

      Por este encuentro de fe, Cristo hace de nosotros "un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1,6). Sólo por medio de él, podemos "conocer al Padre" tal como es (1Jn 2,14; Mt 11,27). Y en este conocimiento amoroso, el Espíritu Santo, que es expresión personal del amor entre el Padre y el Hijo, nos delinea según la fisonomía de Jesús. La dinámica de la vida cristiana tiene una orientación trinitaria que arrebata toda la existencia personal y comunitaria: en el Espíritu, por Cristo, al Padre (cfr. Ef 2,18).

 

      El encuentro con Cristo, que comparte su filiación divina, es un don de Dios, el don de la fe. Así lo afirmó Jesús: "Nadie puede venir a mí, si el Padre no le atrae!" (Jn 6,44). Pero todas las huellas que Dios ha sembrado en las culturas y religiones llevan al encuentro explícito con Cristo: "Todo el que escucha el Padre... viene a mí" (Jn 6,45).

 

      Las huellas de Dios son todas salvíficas, porque orientan hacia Cristo Salvador y de él dependen: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Descubrir en las huellas de Dios, al mismo Dios como Amor y Padre, sólo es posible por medio de Jesús: "Nadie viene al Padre sino por mí" (ibídem).

 

      Este encuentro no es definitivo, en cuanto que tiende a un encuentro pleno en el más allá. La señal de haber encontrado al Padre anunciado por Jesús, es el anhelo de ese encuentro final ("escatológico") y pleno, que sigue dando sentido a la búsqueda en la vida humana.

 

      El encuentro con Cristo se hace anuncio y testimonio de esta paternidad divina, que cautiva el corazón con ansias de eternidad: "Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17). Sin este mordiente de misión y de búsqueda escatológica, el cristianismo perdería la fuerza de su "utopía", porque no sabría anunciar "el gozo de la esperanza" (cfr. Rom 12,12).

 

      "Quien diga que Dios ha muerto

      que salga a la luz y vea

      si el mundo es o no tarea

      de un Dios que sigue despierto...

      que Dios está, sin mortaja,

      en donde un hombre trabaja

      y un corazón le responde" (Liturgia de las Horas).

 

 

Meditación bíblica

 

 

- La vida es una búsqueda de Dios a través de sus dones:

 

      "Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (Sant 1,17)

 

      "Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio al Padre" (Col 3,17).

 

      "Amad... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5,44-45).

 

      "El Padre os ama" (Jn 16,27).

 

      "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,21-22).

 

 

- Dios ama desde un silencio sonoro:

 

      "Una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»" (Mt 17,5).

 

      "El que es" (cfr. Ex 3,13-15), sigue siendo "el Dios escondido" (Is 45,15), "el Dios vivo" (Ex 3,6; Mt 22,32; Rom 9,26), "misericordioso y clemente, rico en amor y fidelidad" (Ex 34,5-6), "el Padre de la gloria" (Ef 1,17).

 

      "En él vivimos, nos movemos y existimos" (Hech 17,23.28).

 

      "Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1Jn 2,15).

 

      "Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1Cor 8,6).

 

      "Uno solo es vuestro Padre, el del cielo" (Mt 23,9).

 

      "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero que no sea como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26,39).

 

      "Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Jahvé para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo" (Sal 103,13-14).

 

 

- La sorpresa de un Dios cercano:

 

      "Mis planes no son vuestros planes" (Is 55,8)

 

      "Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4,6).

 

      "Padre de huérfanos" (Sal 68,6).

 

      "Con amor eterno te he amado... yo soy para Israel un Padre" (Jer 31,3.9)

 

      "Nadie puede venir a mí, si el Padre no le atrae" (Jn 6,44).

 

      "Todo el que escucha el Padre... viene a mí" (Jn 6,45).

 

      "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).

 

      "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí" (Jn 14,6).

 

      "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9)

 

      "Padre... que tengan en sí mismos mi alegría colmada... yo en ellos y tú en mí... los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,13.23).

 

      "Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).

 

 

II.

 

DIOS "PADRE" EN EL MENSAJE EVANGELICO DE JESUS

 

 

 

      1. Providencia misteriosa de Dios Amor

      2. Misericordia: ternura materna de Dios

      3. Su Hijo, enviado por amor a toda la humanidad

      Meditación bíblica

 

 

 

 

      En todo lo que dice y hace, Jesús refleja al Padre que le ha enviado. Según sus enseñanzas, la historia humana, a pesar de las apariencias, se escribe al compás de los latidos del corazón de nuestro Padre Dios. Todo es providencial.

 

      El misterio de Dios Amor impregna con su luz y calor toda la vida humana. En el barro débil y quebradizo de todo ser humano, se refleja la ternura de sus ojos misericordiosos. La garantía de esta Providencia amorosa y de esta misericordia paterna, es la misma vida de Jesús, tan zarandeada como la nuestra. Dios nos ama a todos en Cristo su Hijo y ha programado nuestra vida para correr su misma vida y destino.

 

 

1. Providencia misteriosa de Dios Amor

 

 

      Jesús caminaba como quien pasea por su propia casa, con confianza filial. Y así enseñó a caminar a los demás, pisando con paso esperanzado. La historia humana, de todos y de cada uno, está llena de alboradas y de atardeceres, sin que falten, alternándose, éxitos y fracasos. Pero todo es hermoso porque se puede seguir la programación de Dios amor sobre nuestra vida de hombres libres. Ese caminar confiado es fuente de gozo. Dios protege a su pueblo "como a la niña de sus ojos, como un águila cuida a su nidada" (Deut 32,10-11).

 

      Dios respeta cariñosamente la libertad humana y la hace posible. Pero su omnipotencia es capaz de orientarlo todo según sus planes amorosos sobre el hombre. "Todo lo que le place lo realiza" (Sal 115,3). "Sólo el plan de Dios se lleva a efecto" (Prov 19,21). Esta Providencia misteriosa de Dios, que no deja de producir dolor y gozo, tiene su clave en el amor: "Dios es suficientemente poderosos y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal" (San Agustín).

 

      El mensaje de Jesús sobre la Providencia amorosa del Padre es tan claro como impresionante. A Dios no se le escapa ningún detalle. Pase lo que pase, "lo sabe vuestro Padre" (Mt 6,32). Los pájaros y las flores son un memorial de la Providencia divina, tan misteriosa como llena de amor: "¿No se venden dos pájaros por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre" (Mt 10,29). Todos los días se estrena una nueva aurora, como aventura imprevisible, porque "vuestro Padre hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt 5,45). Y ese sol es "suyo", como expresión de su amor.

 

      La realidad humana de desgracias personales y comunitarias, patentes en cada época histórica, parece disipar esa visión providencialista del evangelio. Pero, por la fe en Cristo, sabemos que Dios está de corazón en cada cosa y, que, consecuentemente, "todo es gracia" (Santa Teresa de Lisieux). A la luz de la Encarnación del Hijo de Dios, que fue zarandeado por la historia como cualquier ser humano, sin privilegios, ya se puede afirmar que "el tiempo llega a ser una dimensión de Dios" (TMA 10).

 

      El grito confiado de los salmos se desprende de situaciones semejantes a las nuestras; por esto se eleva el corazón a Dios con confianza filial: "Si mi padre y mi madre de abandonan, el Señor me acogerá" (Sal 17,10). El es "Padre de los huérfanos y tutor de viudas" (Sal 68,6). La historia humana, con todos sus contrastes, no deja de reflejar el "amor eterno" y "extremo" de Dios, Padre de todos, que ama a cada uno con amor irrepetible (cfr. Jer 31,3; Zac 8,2; Ef 2,4).

 

      Como un remolino en la corriente del río, así parece diluirse la vida humana, cuando las cosas (según nuestro parecer) andan mal. Pero el agua del río refleja siempre el azul del cielo. La lucha de la vida tiene un destino eterno que ya comienza a reflejarse cuando la vida se hace donación. "Dios nos ha dado a su Hijo único" por amor, insertándolo sin privilegios en nuestro mismo caminar histórico, "para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).

 

      No faltan éxitos deslumbrantes en la historia de cada persona y de cada pueblo. El riesgo de esos momentos de euforia consiste en atribuir los méritos sólo o principalmente al propio esfuerzo, o también a un "Dios" fabricado a nuestra medida. La Providencia conoce bien nuestro juego de niños, desmonta nuestro castillos de naipes y nos educa por la línea de la donación: hacerse pan partido y comido como Jesús. "No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el pan del cielo... Yo soy el pan de vida" (Jn 6,32-35).

 

      Cuando las cosas andan mal, nosotros reaccionamos drásticamente. A veces escapamos o nos desanimados, en huelga de brazos caídos. Frecuentemente queremos mantenernos en una frialdad indiferente que aparenta serenidad. Y no faltan las ocasiones en que afrontamos la realidad sólo con nuestra lógica humana de agresividad. Pedro, en Getsemaní, intentó defender a Jesús por medios admitidos legítimamente en la autodefensa. Pero Jesús espera de los suyos la lógica de las bienaventuranzas: reaccionar amando y perdonando. "Vuelve la espada a la vaina. La copa que mi Padre me ha preparado, ¿no la he de beber?" (Jn 18,11).

 

      Hacemos bien en acudir a Dios en nuestras necesidades y confiar en su ayuda. Pero, a veces, el resultado es contrario a lo que esperábamos y habíamos pedido. No obstante, la paternidad de Dios Amor va más allá de nuestra lógica. "¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!" (Lc 11,11-13).

 

      Tanta luz nos ofusca, porque nuestros ojos están enfermos. La pauta que nos da Jesús es la de una actitud filial que no deja de cumplir con sus propias responsabilidades. Lo importante es que, según sus palabras, "ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso" (Lc 12,30). El presente, tan enigmático, sólo deja entrever su secreto con la clave de un futuro definitivo. Las hilachas del reverso de un tapiz maravilloso (que es nuestra realidad presente) no nos dejan ver las maravillas del anverso del tapiz definitivo (que será nuestra realidad futura). "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12,32).

 

      A fuerza de "humanizar" el cristianismo, nos han desmantelado de los grandes valores humanos que se esconden en la esperanza cristiana: la audacia gozosa de afrontar la vida, sabiendo que siempre se puede hacer lo mejor. De las manos de Dios salió ese barro quebradizo que se llama Adán y Eva, Caín y Abel. Los añicos de esa obra de artesanía, por culpa del pecado original y otros pecados consecuentes, pueden rehacerse en Cristo.

 

      La paciencia milenaria de Dios providente, radica en su amor de donación y en el respeto que tiene siempre por la dignidad humana, obra de sus manos, imagen suya y pedazo de sus entrañas. La paciencia milenaria del divino alfarero pasa por Belén, Nazaret, Calvario, sepulcro vacío...

 

      La Providencia de Dios es así. Hoy como ayer, el Padre dice a su Hijo, presente en cada corazón humano y en toda la historia personal y comunitaria: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 17,5). Aceptar responsablemente esa Providencia, sólo es posible cuando la fe en Cristo se traduce en opción fundamental por él. La fe es "un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88).

 

 

2. Misericordia: ternura materna de Dios

 

 

      En todas las culturas religiosas se constata una cierta confianza en la bondad de Dios. En el Antiguo Testamento, el amor de Dios se descubre con la analogía de un padre (cfr. Os 11,1), una madre (cfr. Is 49,14-15; 66,13, un esposo (cfr. Is 62,4-5). Su amor es fiel, tierno e inquebrantable, "amor eterno" (Jer 31,3), amor de padre que levanta al hijo a la altura de su rostro para darle un beso e infundirle su misma vida (cfr. Os 11,4), o que le mece cariñosamente en sus brazos (cfr. Deut 1,31).

 

      Cuando se habla de "misericordia" divina, se quiere indicar la ternura materna de su amor. Es un amor que tiene las características del seno de una madre ("rahamim") (cfr. Jer 31,3; Is 49,15; Os 2,3). Y esa ternura materna es de fidelidad inquebrantable ("hesed") (cfr. Ex 34,6; Is 63,7; 2Sam 7,14). Podemos leer esta misericordia divina en la historia humana, puesto que "de la misericordia del Señor está llena la tierra" (Sal 33,5; cfr. Sab 11,23-26).

 

      Al presentar la bondad de nuestro Padre Dios, Jesús la describe con estas características de ternura materna, al estilo de los profetas (cfr. Lc 15,20). Por esto, la misericordia divina será la pauta de todo amor humano auténtico y perfecto: "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,36).

 

      El mismo Dios, en quien creen las diversas religiones, se ha mostrado, por medio de su Hijo, "rico en misericordia" (Ef 2,4), dispuesto siempre a perdonar. Por esto, Jesús "encarna y personifica la misericordia... es, en cierto sentido, la misericordia" (DM 2). "El amor del Padre es más fuerte que la muerte... más fuerte que el pecado" (DM 8). "Cuando la misericordia y la miseria se encuentran y se comprenden y se funden, ya no queda más que la MISERICORDIA y, hechida de ésta el alma, rebosante de felicidad, ansiando que millones de almas se aprovechen de la misericordia de Dios, queriendo difundirla por los cuatro ámbitos del mundo" (M. María Inés Teresa Arias).

 

      La "compasión", que tantas veces manifiesta Jesús ante el dolor (cfr. Mc 1,41; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15,32), hace de él "la revelación de la misericordia de Dios" (DM 2), "el signo legible de Dios que es Amor" (DM 3). En Jesús se revela el amor tierno de Dios: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?" (Is 49,15).

 

      La Iglesia, como comunidad familiar convocada por Jesús, "vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia" (DM 13). Es entonces cuando aparece con evidencia que "la misericordia es la fuerza constitutiva de la misión" (DM 6). La Iglesia no es más que un conjunto de signos débiles y pobres, pero transparentes y portadores de Jesús que personifica la misericordia divina. En este sentido, la Iglesia es madre de misericordia.

 

      Dios es "Padre de las misericordias y Dios de toda consolación" (2Cor 1,3), para que todo creyente que haya experimentado su misericordia, se haga, a su vez, mensajero y testigo de la misma. Las cosas de Dios son así; cuando uno se adentra más en ellas con autenticidad, se contagia de su amor y se siente más cercano a cualquier ser humano que sufre. La compasión verdadera se aprende en el corazón de Dios.

 

      La gran misericordia de Dios se concreta principalmente en hacernos partícipes de su misma vida, como fruto de la redención de Jesús: "Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros" (1Pe 1,3-4).

 

      Esa "riqueza" de la misericordia divina se ha manifestado como un "exceso de amor", en cuanto que Dios ama al ser humano en su realidad limitada, no por la limitación humana, sino porque Dios es la misma bondad. El "amor inmenso" de Dios se ha volcado sobre nuestra realidad débil y pecadora, para comunicarnos la "vida en Cristo", en el que "nos ha resucitado y glorificado" (Ef 2,4-6).

 

      Entonces se entiende mejor por qué la oración cristiana es "un grito a la misericordia de Dios" (DM 15). Se descubre a Cristo cercano, como signo legible de la misericordia del Padre, puesto que "con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor" (DM 3). La justicia de Dios se manifiesta plenamente "a través de la misericordia" (DM 4).

 

      Los males de esta vida quedan redimensionados. Cualquier sufrimiento puede convertirse en donación, al estilo de Cristo muerto en cruz. "La cruz de Cristo es una revelación radical de la misericordia... un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia del hombre" (DM 8).

 

      Al llamar a María "Madre de misericordia", la Iglesia encuentra en ella a la persona que "ha experimentado más que nadie la misericordia", como fruto excelso de la redención (cfr. DM 9). En este sentido, "María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina" y, por tanto, "puede llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de una madre" (DM 9). Ella deja entender el rostro materno de Dios. Es "el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión" (Puebla 282).

 

      La Iglesia encuentra en María su propia realidad de ser madre de misericordia. Es la misión de transparentar y comunicar a Cristo, para "hacer un mundo más humano" (GS 57), en el que reine el amor misericordioso de Dios, Padre de todos. María "condivide la condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios" (VS 120). "María es Madre de misericordia porque Jesucristo, su HIjo, es enviado por el Padre como revelación de la misericordia de dios" (VS 118).

 

      La Iglesia aprende de María la actitud materna de misericordia. "María Santísima, hija predilecta del Padre, se presenta ante la mirada de los creyentes como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo... Su maternidad, iniciada en Nazaret y vivida en plenitud en Jerusalén junto a la cruz, se sentirá como afectuosa e insistente invitación a todos los hijos de Dios, para que vuelvan a la casa del Padre escuchando su voz materna: «Haced lo que él os diga»" (TMA 54).

 

 

3. Su Hijo, enviado por amor a toda la humanidad

 

 

      En esta búsqueda mutua entre Dios y el hombre, Dios se muestra cercano, providente, misericordioso, con amor tierno de padre y madre. La creación y la historia están llenas de huellas de su cercanía y de ecos de su palabra. Pero el hombre no siempre descubre su presencia y su voz amorosa. La gran sorpresa de la historia humana, que todavía no es "noticia" en muchos corazones, consiste en que Dios se ha hecho hombre en Cristo su Hijo, enviado por amor.

 

      Somos muchos los que decimos creer en esta verdad. Pero Cristo no se deja encontrar cuando se le quiere reducir a un adorno, un paréntesis, una reliquia o un personaje que ya pasó. La clave es "no anteponer nada a Cristo", según la expresión de San Cipriano, repetida luego por San Benito. Así se le puede descubrir cercano, "alguien" que comparte esponsalmente nuestro caminar.

 

      Dios no se ha hecho hombre principalmente para que hagamos una elucubración teológica, ni tampoco para hacer de él una etiqueta o bandera para competir con los demás. Es el amor al "mundo", a toda la humanidad, lo que ha movido a Dios a hacerse hombre: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su HIjo unigénito... para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).

 

      Cuando uno lee el evangelio, sin prejuicios en la cabeza ni en el corazón, se encuentra con una sorpresa impresionante: el evangelio acontece, Cristo sigue presente y habla de tú a tú, con un lenguaje que sólo lo entiende la fe cristiana. Por medio de todos sus gestos y palabras nos quiere decir: "El Padre os ama" (Jn 16,27). Y cuando nos asalta la duda por tanta sorpresa, él insiste: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). Si el evangelio no se lee de corazón a corazón, no se llega a entender.

 

      Mientras estaba escribiendo estas notas, durante un viaje misionero, una joven me preguntó: "¿Por qué cuando leo el evangelio no lo entiendo?"... Pensé que, en realidad, todos somos de la misma arcilla, que plantea las mismas dudas y presenta las mismas debilidades. Pero me atreví a sugerirle: "Deje que el evangelio acontezca en su corazón y lo entenderá; pero hay que cambiar el corazón abriéndolo al amor, para que entre Cristo".

 

      El camino hacia Dios providente y misericordioso ya está trazado. Es el mismo Cristo que se hace "camino" (Jn 14,6), compartiendo esponsalmente nuestro caminar, como quien va a bodas (cfr. Mc 10,35.38). Desde su corazón, donde tenemos un puesto reservado, y guiados por su Espíritu de amor, descubrimos que Dios es Padre suyo y nuestro. La vida recupera su verdadero color.

 

      La vivencia más íntima, manifestada por Jesús durante su vida mortal, es el anuncio del amor del Padre por toda la humanidad. Dios ha programado para el hombre un "nuevo nacimiento" (Jn 3,5), que trasciende toda intuición y experiencia religiosa fraguada durante la historia humana.

 

      Cristo nos ama con el mismo amor con que le ama el Padre (cfr. Jn 15,9). El objetivo de la redención consiste en que el Espíritu Santo nos hace partícipes de esa misma vida divina (cfr. Jn 16,14). Por esto, el Padre nos ama como a Cristo su Hijo: "Los has amado como a mí... yo estoy en ellos" (Jn 17,23.26).

 

      Cuando Jesús nos habla del Padre, nos indica al mismo Dios reconocido por todas las culturas y religiones. Pero la novedad de su mensaje es el mismo Jesús, como expresión personal del Padre, que lo ha enviado por amor: "En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él ha dado la vida por nuestros pecados" (1Jn 4,16). Efectivamente, "ha muerto por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero" (1Jn 2,2). Por esto, ya podemos conocer que "Dios es amor" (1Jn 4,7).

 

      El mensaje de Jesús sobre el amor del Padre es para todos sin reduccionismos ni privilegios. En este mensaje descubrimos que "él nos amó primero" (1Jn 4,10), por propia iniciativa, de modo sorprendente, más allá de nuestras previsiones y cálculos humanos. La señal de vivir este mensaje será la mirada contemplativa hacia cada hermano, viendo en todos ellos un eco del amor eterno de Dios. Pero esa misma mirada se completa aceptándonos a nosotros mismos, en la propia realidad, con los dones recibidos para servir y con los defectos para corregirlos. Todo ello es como un retablo de la misericordia de Dios Amor, que hay que restaurar en nosotros y en los demás.

 

      Confesar a Jesús y creer en él, es aceptar consecuentemente la paternidad de Dios sobre toda la familia humana, también sobre los hermanos más cercanos, en quienes los defectos se nos hacen más patentes. Para ofrecer de verdad el corazón a Dios, hay que "reconciliarse con el hermano" (Mt 5,24). Y puesto que en todo hermano está presente Cristo, quien le descubre escondido, descubre a Dios Amor: "Quien confiesa al Hijo, posee también al Padre" (1Jn 2,23).

 

      El mensaje evangélico sobre el Padre se anuncia a través de una vida "salvada" por el amor, que se hace comunión con los hermanos. Entonces los creyentes en Cristo pueden anunciar con autenticidad: "Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo" (1Jn 4,14).

 

      A Dios Amor, que nos hace partícipes de su divinidad por medio de su Hijo, "no lo ha visto nadie" (Jn 1,18). Esa novedad cristiana sobre Dios Amor y sobre nuestra filiación divina participada, nos la ha contado y comunicado sólo Jesús, "el Hijo único, que está en el seno del Padre" (ibídem). Así es el "nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu" (Jn 3,5).

 

      Dios ha escrito todo su amor paterno por nosotros en la vida de Jesús, nuestro hermano y redentor. Toda su vida está marcada por el amor: "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38). Jesús es el Hijo enviado de Dios, "marcado con su sello" (Jn 6,27). Unidos a él y gracias al Espíritu Santo que nos comunica, experimentamos que Dios es nuestro Padre. Sólo Jesús, el Hijo unigénito, "ha venido de Dios y ha visto al Padre" (Jn 6,46).

 

      Hablar sobre Dios es relativamente fácil. Acertar en presentar su misterio, aunque sea balbuceando, es más difícil. Pero si Dios se ha expresado a sí mismo hablando, esa "Palabra" encierra todo lo que es él. Y esa Palabra eterna y persona es el Verbo encarnado, Jesús. Dios ha hablado sobre sí mismo "de muchas maneras": por medio de la creación, de la historia, de los profetas... Ahora, en "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), que es nuestra historia cristiana, "ha enviado a su Hijo nacido de la mujer" (Gal 4,4) y, por tanto, "nos ha hablado finalmente por medio de su Hijo" (Heb 1,2). "En El, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5).

 

 

Meditación bíblica

 

 

- Los hitos de una Providencia paternal:

 

 

      "Le cuida como a la niña de sus ojos, como un águila cuida a su nidada" (Deut 32,10-11).

 

      "Si mi padre y mi madre de abandonan, el Señor me acogerá" (Sal 17,10). "Es Padre de los huérfanos y tutor de viudas" (Sal 68,6).

 

      "Ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso" (Lc 12,30).

 

      "¿No se venden dos pájaros por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre" (Mt 10,29).

 

      "Vuestro Padre hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt 5,45).

 

      "¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!" (Lc 11,11-13).

 

      "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12,32).

 

      "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle" (Mt 17,5).

 

      "No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el pan del cielo... Yo soy el pan de vida" (Jn 6,32-35).

 

      "Vuelve la espada a la vaina. La copa que mi Padre me ha preparado, ¿no la he de beber?" (Jn 18,11).

 

 

- Una historia humana construida por la misericordia:

 

 

      "De la misericordia del Señor está llena la tierra" (Sal 33,5).

 

      "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,36).

 

      "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amo, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo ... y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,4-7).

 

      "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?" (Is 49,15).

 

      "¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de los misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!" (2Cor 1,3-4).

 

      "Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros" (1Pe 1,3-4).

 

 

- Por Cristo, la historia humana es historia de amor:

 

      "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su HIjo unigénito... para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).

 

      "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

 

      "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).

 

      "El Padre mismo ama, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Jn 16,27-28).

 

      "Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí... para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,23.26).

 

      "Ha muerto por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero" (1Jn 2,2).

 

      "Dios es amor... El nos amó primero... En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él ha dado la vida por nuestros pecados" (1Jn 4,7.10.16).

 

      "Quien confiesa al Hijo, posee también al Padre" (1Jn 2,23).

 

      "Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo" (1Jn 4,14).

 

      "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

      "Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo nacido de la mujer" (Gal 4,4).

 

      "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos" (Heb 1,1-2).

 

 

III.

 

 

"QUIEN ME VE A MÍ, VE AL PADRE" (Jn 14,9)

 

 

 

      1. Su modo peculiar de amar: darse él mismo

      2. Su cercanía esponsal

      3. Su transparencia personal

      Meditación bíblica

 

 

 

 

 

      Es una afirmación clave para descubrir el misterio de Cristo: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14.9). Ningún profeta se ha atrevido a formular una expresión semejante. Jesús se presentó como Hijo de Dios, siempre consciente de lo que era y de la misión que venía a realizar (cfr. Lc 2,49; Heb 10,5-7).

 

      Su modo de amar tiene estas características divinas, que enraizan en su humanidad verdadera: se da él mismo en persona y se acerca a cada hermano como quien vive y comparte la misma existencia. Sus gestos y sus palabras son transparencia personal del mismo Dios: "Soy yo" (Jn 8,28.58); "yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30).

 

      Leer el evangelio con el corazón abierto, equivale a encontrarse con Cristo, que es la Palabra personal del Padre, pronunciada eternamente en el amor del Espíritu Santo e insertada ahora en nuestra misma historia. El Padre se nos hace legible en Jesús, su Hijo, hecho retazo de nuestra misma existencia.

 

 

1. Su modo peculiar de amar: darse él mismo

 

 

      En todo gesto, palabra y momento de su existir histórico, Jesús hace de su vida una donación total. Es la expresión del amor más hermoso: "dar la vida" (Jn 10,15; 15,13). Se da él, especialmente cuando experimenta la pobreza extrema; no se pertenece, porque su vida está hipotecada por la voluntad salvífica del Padre; ama como "consorte", es decir, como quien comparte, desde dentro, todos los avatares de nuestro existir.

 

      La máxima expresión de este amor tiene lugar cuando muere amando y perdonando. Es la característica de su misma vida. Al asumir como propia la historia humana, toda persona concreta, aunque sea un estropajo, ocupa un lugar único en su corazón. Entonces su mirada amorosa al Padre se inserta en la nuestra haciéndola suya: "Perdónalos, Padre... En tus manos, Padre" (Lc 23,34.46).

 

      Pero esta actitud del final de su vida terrena, es el resultado de una programación que Cristo ha asumido como "hora" o meta de gracia a la que se dirige (cfr. Jn 2,4; 13,1) o como "comida" que sustenta y da sentido a su vida (cfr. Jn 4,34). Es la señal de garantía de que su mensaje de amor procede de Dios, porque hace siempre "lo que agrada" al Padre (Jn 8,29).

 

      Jesús no se busca a sí mismo. Es siempre "pan partido" (cfr. Lc 22,19; 24,30), "pan de vida" (Jn 6,35.48). La pobreza de no tener donde alojarse en su nacimiento (cfr. Lc 2,7), ni tener donde reclinar la cabeza al predicar (cfr. Mt 8,20), se concreta en su extrema desnudez en la cruz, cuando se repartieron sus vestidos y echaron a suerte su túnica (cfr. Jn 10,23).

 

      De este modo "cumplía todo" lo que el Padre le había encomendado (Jn 19,30, como expresión o "gloria" suya (Jn 17,4). Su vida fue siempre de donación por todos y cada uno: "Por ellos yo me inmolo" (Jn 17,19). Esta donación era la fuerte de su gozo: "Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida, para tomarla de nuevo" (Jn 10,17).

 

      Esta peculiaridad del amor de Jesús corresponde al modo de amar que tiene Dios. Nos da sus dones (que son pasajeros y no son Dios), pero se nos quiere dar él mismo, tal como es. El ser humano recibe entonces una llamada trascendental: salir de sí y hacerse pan comido, a imagen de Dios Amor en Cristo su Hijo.

 

      El proceso de nuestra donación es lento, porque el barro quebradizo de nuestro ser no entiende tanta artesanía. Por esto, Cristo "siente compasión" (Mt 9,36), carga con nuestros pecados y debilidades (cfr. Mt 8,17), como "consorte" o "esposo" (Mt 9,15). Se acerca, comparte, perdona, sana... Es decir, ama, sin más aditamentos, siendo sólo donación, como el Padre hace salir todos los días "su sol" por puro amor (Mt 5,45).

 

      Cuando uno se acerca a Cristo, presente en su evangelio y en su Eucaristía, se siente amado de modo nuevo. El no utiliza a las personas, sino que se da a cada uno tal como él es. No ama por las cualidades, méritos o cargos, sino por el ser de cada uno, que es como la prolongación y complemente del mismo Cristo (cfr. Col 1,24). Porque desde la Encarnación, "habita entre nosotros", compartiendo nuestra misma suerte (Jn 1,14). La gran sorpresa del que cree en Cristo consiste en sentirse amado por él, identificado con él, hasta el punto de que el Padre nos pueda decir, viéndonos en él: "Este es mi Hijo amado en quien me complazco" (Mt 17,5).

 

      El modo de amar de Jesús es expresión del modo peculiar de amar que tiene Dios. Jesús obró siempre "como el Padre" le había encargado: "Ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,31). Por esto, sus milagros indican el dominio sobre todo lo creado y el poder de cambiar la antigua ley en la ley nueva del amor: "Yo os digo, amad a vuestros enemigos" (Mt 5,44).

 

      En aras de ese amor, desde su primer momento en el seno de María, Cristo se ofreció para "hacer la voluntad" del Padre (Heb 10,5-7). Tal tenía que ser su ocupación habitual (cfr. Lc 2,40). a modo de "copa" de bodas ("Alianza"), para expresar su amor esponsal a toda la humanidad (cfr. Lc 22,20.42; Jn 18,11). Por esto, la "pasión" es el "paso" hacia el Padre, como signo del "amor extremo por los suyos" (Jn 13,1).

 

      Ya no importa tanto cuáles hubieran podido ser las circunstancias concretas de su nacimiento en Belén o de su infancia en Nazaret, y de su caminar por Palestina. Aunque nos alegramos de todas las circunstancias que ya sabemos, lo más importante es que en ellas se hizo pan comido, el hombre por los hombres, el "entregado" con todo su ser de "cuerpo inmolado" y de "sangre derramada en sacrificio por todos" (Mt 26,26-28). Porque esas circunstancias las quiere prolongar en las nuestras, haciéndolas complemento de las suyas.

 

      La novedad del cristianismo consiste en transparentar y prolongar en el tiempo, el modo peculiar de amar y de perdonar de Jesús. Su misión, recibida del Padre, consiste en hacer presente este amor en las circunstancias históricas de cada época. Porque la misión de Jesús transparenta el amor del Padre: "Como mi Padre me ha amado a mí, así os he amado yo a vosotros" (Jn 15,9). La misión del cristianismo consiste en transparentar ese mismo amor: "Como mi Padre me envió, así os envío yo... recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,21-2).

 

      Caminos hacia Dios hay muchos: todos los esfuerzos humanos de honestidad, hacia la verdad, el bien y la belleza auténtica, de paso hacia la trascendencia. Muchas figuras históricas, dentro o fuera del cristianismo, son gestos peculiares del camino hacia Dios. Pero "el Camino" es sólo Jesús (Jn 14,6), porque su modo de amar transparenta el modo de amar de Dios, que es la suma Verdad, el sumo Bien y la suma Belleza. En todos los momentos de su vida podemos "ver su gloria, gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

 

2. Su cercanía esponsal

 

 

      Toda persona que se encuentra con Cristo, experimenta lo que experimentaron cuantos le encontraron durante su vida mortal. A Cristo no se le siente extraño ni forastero ni intruso, sino cercano, de casa, pero con una mirada inexplicable: se presenta como compartiendo nuestra misma vida y nuestra misma suerte. Así lo describen los evangelistas, como cumplimiento de las promesas mesiánicas: "Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,16-17; cfr. Is 53,4).

 

      Podía tratarse de un fariseo (Nicodemo), de una divorciada (la samaritana), de una pecadora (la Magdalena), de un publicano (Zaqueo), de una madre que había perdido a su hijo único (la viuda de Naim), o también de leprosos, paralíticos, ciegos, hambrientos... Todos pudieron experimentar que su llamada era sincera: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30).

 

      El porqué de esta cercanía no puede buscarse en ejemplos históricos de personas santas, héroes o filantrópicas. Es algo único e irrepetible. Hay en él una amistad que puede calificarse de esponsal. En realidad, a sus discípulos los califica de "amigos del Esposo" (Mt 9,15). Y declara una amistad tan fuerte, que consiste en "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Pero es una amistad cuyo manantial hay que buscarlo en la eternidad: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      La intimidad que él ofrece es la de hacer a sus amigos partícipes de todo lo suyo. El Hijo de Dios hecho hombre comparte con nosotros su filiación divina y su intimidad con el Padre y el Espíritu Santo: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15).

 

      Al encontrar a Cristo, se derrumban todos nuestros complejos. Es como encontrar la propia razón de ser. Lo nuestro le interesa como suyo, como si ya lo hubiera vivido él desde siempre. Al escuchar sus parábolas, se constata que ha vivido las circunstancias humanas (trabajo, gozo, dolor...) desde dentro, pensando en nosotros y amándonos intensamente. En las parábolas se refleja, con todo detalle, su vida de casi treinta años en Nazaret. Pero ahora esas parábolas dejan entrever todavía con más claridad el misterio del Hijo de Dios hecho hombre: "Os he dicho esto en parábolas. Se acerca la hora en que... con toda claridad os hablaré acerca del Padre" (Jn 16,25).

 

      La gran sorpresa, para quien vive de la fe, consiste en constatar que Cristo se identifica con nuestro caminar. Cuando experimentamos nuestras limitaciones, que a veces son también pecados y errores, él hace nacer una esperanza nueva e inquebrantable en el corazón, para ayudarnos a decir: "Volveré hacia mi Padre" (Lc 15,17). Porque esta expresión del hijo pródigo la elaboró el mismo Jesús y ahora la dice con nosotros, en relación con su dinámica histórico-salvífica: "Voy al Padre" (Jn 14,12); "subo a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17).

 

      La constatación de esta realidad, como "conocimiento de Cristo vivido personalmente (VS 88), tiene lugar al experimentar la "conmoción" del padre del hijo pródigo, cuando recibe y cubre de besos al hijo de su amor (cfr. Lc 15,20). Porque, efectivamente, el Padre ve en cada uno de los redimidos una biografía complementaria de Jesús.

 

      Cristo se ha hecho protagonista, responsable, sensible, hermano, consorte de nuestra misma vida, como "único Mediador entre Dios y los hombres", porque "se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1Tim 2,5-6). La fragilidad de nuestra historia la asume él para hacerla partícipe de su caminar seguro y salvífico hacia el Padre.

 

      Esta cercanía esponsal de Cristo llega al punto de no querer prescindir de nosotros en su existir glorioso de resucitado. En realidad, se queda presente para seguir asumiendo nuestra historia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). Pero el objetivo final consiste en hacernos partícipes de su triunfo definitivo: "En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).

 

      Es verdad que esa insistencia en su cercanía esponsal no cancela nuestra libertad de aceptación y nuestra dignidad responsable. Pero él comunica siempre un aliento esperanzador: "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12,32).

 

      Jesús ha venido para garantizar el plan de Dios sobre los hombres: "El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos herma­nos» (Rom 8,19)" (LG 2).

 

      Las apariciones de Cristo resucitado indican esa cercanía, que alienta a los suyos a dar el salto a la fe. A cada uno se le hace cercano según su propia flaqueza, para que se sienta llamado por su propio nombre (cfr. Jn 20,16) e invitado por un movimiento o "ardor del corazón" (Lc 24,32). La cercanía se puede descubrir incluso bajo los signos pobres de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,7-8) o por medio de un éxito inexplicable después de un fracaso espiritual o apostólico (cfr. Jn 21,7).

 

      Esta cercanía es tan exigente como el amor de totalidad. Invita a creer sin esperar otros signos extraordinarios (cfr. Jn 20,29). Cuando uno ha entrado en esa lógica del evangelio, la cercanía de Cristo se hace examen de amor incondicional: "¿Me amas más, tú?" (Jn 21,15ss).

 

      Ya no caben subterfugios ni condicionamientos. El "sígueme" final del evangelio (Jn 21,19) es la invitación a amarle con la misma sintonía de relación personal y de entrega total. Habiendo amado "hasta el extremo" (Jn 13,1), bien puede exigir a los suyos un amor de retorno, que acepte la sorpresa permanente de su amor, dejándole a él la iniciativa del cuándo, cómo y por qué. ¡Nos basta él! Ya ha pasado el tiempo de los andamios pasajeros y de los compases de espera: "Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21,17).

 

 

3. Su transparencia personal

 

 

      En ese mundo peculiar de amar y en esa cercanía de hermano, Cristo transparenta su realidad de Hijo de Dios. Efectivamente, "el Hijo de Dios comunica a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad" (CEC 470). En sus pasos, gestos y palabras, deja entender su realidad profunda de "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), "esplendor de su gloria" (Heb 1,3).

 

      Su pro-existencia tan marcada, de quien entra en nuestra realidad histórica como en casa propia, sin herir nuestra dignidad, deja transparentar su pre-existencia de Hijo unigénito del Padre. Todo el evangelio puede resumirse en estas palabras: "La Palabra (el Verbo) se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

      Ya se encuentran "semillas del Verbo" en toda la creación y en toda la historia, especialmente en la revelación del Antiguo Testamento. Pero "Cristo es su única y definitiva culminación" (TMA 6), como "Palabra definitiva" (TMA 5) o "autorevelación definitiva de Dios" (RMi 5). Por esto, ya no es posible otra revelación, puesto que, en Cristo su Hijo, el Padre ya nos ha dicho todo, salvo la visión y el encuentro en el más allá: "En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella" (RH 11).

 

      El mismo Jesús invita a encontrar al Padre a través de él: "Yo el Padre somos uno" (Jn 10,30); "el que me ha visto a mí, ha visto al Padre... yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn 14,9-10). El objetivo de la misión de Jesús consiste en dar a conocer los nuevos planes de Dios, que ha enviado a su Hijo al mundo: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

 

      Al encontrar a Cristo, encontramos a "Dios Amor" (1Jn 4,8). Gracias a él, "hemos conocido el amor" de Dios, que "consiste en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). Esta manifestación y comunicación de Dios ha tenido lugar "en la plenitud de los tiempos", cuando "ha enviado a su Hijo nacido de la mujer" (Gal 4,4). De este modo, Dios nos ha revelado el secreto de su vida íntima, invitándonos a participar en ella, por Cristo y en el Espíritu Santo: "Pues por él, tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

      El Dios revelado por Jesús es el mismo de todas las religiones, pero la revelación sobre su realidad divina es nueva: Dios Amor que, en su máxima unidad vital, es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre se expresa a sí mismo en el Hijo (el Verbo o Palabra personal). El amor mutuo entre el Padre y el Hijo se expresa en el Espíritu Santo. Es un solo Dios en tres personas, donde cada persona es sólo relación de donación total. Pero ese misterio de Dios sólo lo conocemos por la fe: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar" (Mt 11,27); "nadie viene al Padre sino por mí" (Jn 14,6).

 

      Conocer a Cristo, tal como ama y se acerca en el evangelio, sólo es posible amándolo de verdad: "Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí" (Jn 10,14); "el que me ame, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21). Sólo se puede llegar a "conocer" el misterio de Dios, revelado por medio de Jesús, amando a fondo al mismo Jesús: "Si me conocierais a mí, conoceríais a mi Padre" (Jn 8,19). El "conocer", de que habla Jesús, incluye la aceptación por amor.

 

      Los hechos y discursos de Jesús son esa autorevelación de Dios. Jesús es "el consagrado y enviado al mundo" por el Padre (Jn 10,36) para esta revelación definitiva. Su "hacer y enseñar" (cfr. Hech 1,1) corresponde a un "pasar" especial de Dios por el mundo: "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38). Por medio de esta acción salvífica y amorosa de Jesús, se manifiesta el Padre: "Creed en mis obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn 10,38).

 

      El modo de hablar de Jesús no es simplemente conceptual, como de quien expone sólo unas ideas. Su mensaje refleja al mismo Dios personal, que no habla para convencer por fuerza de las ideas, sino que se da a sí mismo para captar el corazón humano desde su raíz. Por esto, la doctrina de Jesús no se presta a elucubraciones teóricas al margen de la aceptación de la Palabra de Dios por la fe.

 

      Sobre la doctrina de Jesús se ha reflexionado durante siglos. La reflexión teológica y conceptual tiene que respetar este presupuesto de aceptación doctrinal y vivencial de la persona de Jesús: "Un conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Porque el mismo Jesús expone su mensaje con objetividad y sin manipulaciones teorizantes: "Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar... Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí" (Jn 12,49-50).

 

      Esta actitud auténtica y coherente de Jesús deja entrever la nueva y definitiva revelación sobre Dios, porque se trata de conocer al Padre Dios, que ha enviado a su Hijo por amor. La autenticidad de Jesús aparece en su objetividad: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7,16).

 

      Una reflexión teológica que no fuera esencialmente invitación a la relación personal con Cristo y, por medio de él, con el Padre que lo ha enviado, no sería más que una manipulación de conceptos humanos destinados a la esterilidad y al cansancio. A muchas elucubraciones del pasado, y tal vez del presente, se pueden aplicar las palabras de Jesús: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces?" (Jn 14,9).

 

      Conocer a Cristo como Hijo de Dios, es una gracia del Espíritu Santo. Sólo el Espíritu puede "escrutar" esas "intimidades" divinas: "El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Cor 21,10). Se comienza a conocer a Cristo cuando se quiere entrar en sintonía con su modo de pensar, sentir y querer. El Espíritu comunica la realidad de Jesús a quien quiere vivir de él (cfr. Jn 16,15).

 

      Hay una "soledad" en el misterio de Cristo, que puede producir un rechazo por parte de quienes no estén dispuestos a aceptar con fe la nueva sorpresa de Dios. En Nazaret le quisieron despeñar (cfr. Lc 4,29). En la sinagoga de Cafarnaún calificaron de "duras" sus palabras (cfr. Jn 5,60). La cruz es el punto final de este "escándalo", que había sido ya profetizado por Simeón (cfr. Lc 2,34-35). Pero precisamente esta "soledad" y peculiaridad de Jesús le manifiesta tal como es: "No estoy solo, porque el Padre está conmigo" (Jn 16,32). Entonces manifiesta más que nunca su amor al Padre: "Para que conozca el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,31).

 

      Para "ver a Jesús" (Jn 12,21) y descubrir "su gloria" (Jn 2,11), hay que aprender a "mirar" su misterio con la actitud mariana de "estar de pie junto a la cruz" (Jn 19,25.37) para compartir su misma "espada". La fe es ese "mirar" con amor, para descubrir a Cristo en los signos pobres de su humanidad, como epifanía personal de Dios Amor. "Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20,29). La fe no espera ver signos extraordinarios, porque le bastan "las palabras de vida eterna" del Señor muerto y resucitado (Jn 6,68).

 

 

Meditación bíblica

 

 

- La peculiaridad del amor de Cristo

 

      "Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos" (Mt 14,14).

 

      "Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino" (Mt 15,32).

 

      "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11)

 

      "Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida, para tomarla de nuevo" (Jn 10,17).

 

      "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      "Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,48-51).

 

      "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

 

      "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      "Por ellos yo me inmolo" (Jn 17,19).

 

      "Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen... Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,34.46).

 

      "Hay un solo Dios, y también un solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1Tim 2,5-6).

 

 

- Cristo cercano, el Emmanuel, Dios con nosotros

 

      "La Palabra (el Verbo) se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1,14).

 

      "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

      "Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,16-17; cfr. Is 53,4).

 

      "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30).

 

      "El que me ame, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

      "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15).

 

      "En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).

 

      "Estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

      "Los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos herma­nos" (Rom 8,19).

 

 

- Cristo, epifanía personal de Dios Amor

 

      "La Palabra (el Verbo) se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

      "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7,16).

 

      "Si me conocierais a mí, conoceríais a mi Padre" (Jn 8,19).

 

      "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30).

 

      "A aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: Yo soy Hijo de Dios?" (Jn 10,36).

 

      "Creed en mis obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn 10,38).

 

      "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar" (Mt 11,27)

 

      "Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar... Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí" (Jn 12,49-50).

 

      "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por mí" (Jn 14,6).

 

      "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces?  El que me ha visto a mí, ha visto al Padre... yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn 14,9-10).

 

      "Para que conozca el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí" (Jn 14,31).

 

      "No estoy solo, porque el Padre está conmigo" (Jn 16,32).

 

      "Os he dicho esto en parábolas. Se acerca la hora en que... con toda claridad os hablaré acerca del Padre" (Jn 16,25).

 

      "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

 

      "Subo a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17).

 

      "El es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación... porque en él fueron creadas todas las cosas... todo fue creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15-17).

 

      "Siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas" (Heb 1,3).

 

      "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de la mujer" (Gal 4,4).

 

      "Por él, tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

      "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68-69).

 

 

IV.

 

 

EL "PADRE NUESTRO", ORACIÓN DE TODA LA HUMANIDAD

 

 

 

 

      1. Actitud filial, oración en el Espíritu

      2. Cristo ora en nosotros

      3. La oración de toda la familia humana

      Meditación bíblica

 

 

 

 

 

      Al meditar sobre la actitud orante de Jesús, uno se encuentra con la sorpresa de sentirse insertado en su misma oración. No es sólo porque él ora por nosotros, sino que él también ora en nosotros y nos comunica su misma actitud filial hacia el Padre.

 

      Entrar en sintonía con el "Padre nuestro", equivale a sintonizar con la oración de Cristo presente en todos los corazones. Entonces se rompen las barreras de la historia y de la geografía, para ir unificando el corazón en la comunión universal de hermanos, hijos del mismo Padre. La armonía de un corazón filial hace posible que en el cosmos y en la humanidad entera se refleje la comunión de Dios Amor.

 

      Por la oración del "Padre nuestro", Dios se nos hace familiar, "Padre querido", íntimo como una madre, pendiente de nosotros como en la vida de Jesús su Hijo. "Rezar el Padre nuestro es aspirar a un mundo humano en el que la Agapé («Caridad» o amor-a-lo-divino) sea principio supremo y única ley" (I. Gomá Civit).

 

 

1. Actitud filial, oración en el Espíritu

 

 

      La actitud relacional de Cristo respecto al Padre es filial, en el sentido profundo de ser expresión de realidad de Hijo de Dios hecho hombre. Su oración refleja y expresa esta actitud. Por esto, su mensaje sobre la oración no se centra en una exposición teórica de conceptos, ni en una metodología   psicosomática de concentración. La oración del "Padre nuestro" es actitud filial, como imitación y participación en la actitud filial de Cristo (cfr. Mt 6,9-13).

 

      Es normal que, para orar mejor en cualquier ambiente cultural y religioso, se busque una explicación adecuada que aclare las cuestiones, y que se practique una serie de medios útiles: fórmulas, ritos, actitudes corporales y mentales... La relación con Dios abarca todo el ser. Pero la novedad del "Padre nuestro" está en la actitud del corazón: saberse amado por Dios en la propia pobreza y querer amarle tal como es. Es una actitud filial de autenticidad, confianza, unión y entrega. Así se ora "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

 

      No sólo se imita la actitud filial de Cristo, sino que también se participa en ella, puesto que, por el bautismo, compartimos su misma vida. En este sentido, se puede afirmar que "la oración dominical es el resumen de todo el evangelio" (Tertuliano). "En tan pocas palabras, está toda la contemplación y perfección cristiana" (Santa Teresa, Camino).

 

      No sería posible rezar bien el "Padre nuestro", sin cierta sintonía con la vida de Cristo, especialmente con su actitud de unión con el Padre, compasión respecto a los hermanos y perdón de las ofensas recibidas. La actitud del "Padre nuestro" expresa el contenido de las bienaventuranzas.

 

      Esta actitud filial, que es imitación y participación de la vida de Cristo, es obra del Espíritu Santo. No sería posible con las solas fuerzas humanas de una concentración mental o con meros sentimientos estéticos y poéticos. El Espíritu Santo, enviado por Jesús, nos hace decir "Padre" con la voz y el amor del Hijo de Dios, que vive en nosotros: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rom 8,14-16).

 

      A esa actitud filial, comunicada por el Espíritu Santo, que es también realidad filial, corresponde la complacencia y el amor del Padre. Cuando Jesús nos dice "el Padre os ama" (Jn 16,27), su afirmación se basa en su unión con nosotros. Por esta unión, se comprende el significado de su oración al Padre: "Les has amado como a mí" (Jn 17,23). Compartimos la misma experiencia y realidad filial de Jesús.

 

      La oración de los salmos es una preparación de la época mesiánica. Aunque esas fórmulas milenarias recogen vestigios de oraciones de otras culturas religiosa, su contenido más profundo consiste en la esperanza mesiánica. Al margen de esta esperanza, que es el contenido básico de la revelación veterotestamentaria, los salmos no se distinguirían de las oraciones de otras religiones. Preanunciando la filiación peculiar del futuro Mesías, el creyente participa también de esta actitud filial: "El me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación! Y yo haré de él el primogénito" (Sal 89,27-28; cfr. Heb 10,5-7).

 

      No se trata, pues, solamente de una actitud de interioridad filial, sino también de una real participación, por gracia, en la misma filiación divina de Jesús: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1Jn 3,1). El don del Espíritu consiste principalmente en hacernos hijos en el Hijo (cfr. Ef 1,5.13-14). Dios revela esta realidad salvífica a los "pequeños", que se deciden a vivir en sintonía con el "sí" filial de Cristo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque  has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Mt 11,25-26).

 

      Poder decir "Padre" a Dios desde la propia realidad de hijos de Dios por participación, es un don divino que se concreta en la comunicación del Espíritu Santo: "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (Gal 4,6; cfr. Jn 14,16). Es el mismo Espíritu Santo el que "habla", vive y ora en nosotros (cfr. Mt 10,20; Rom 8,26-27).

 

      En esta comunicación del Espíritu Santo se sintetizan los frutos de la redención obrada por Jesús. Efectivamente, esta comunión es "la promesa del Padre" (Hech 1,4). La actitud filial del "Padre nuestro", bajo la acción del Espíritu Santo, es la clave para entender el evangelio, según la promesa de Jesús: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14,26). Se da testimonio de Cristo, en la medida en que se participe de su actitud filial traducida en donación a los hermanos.

 

      En esta actitud de sintonía con el Señor, se entra en un "conocimiento" amoroso de su mensaje, para llegar a su núcleo central: el diálogo de Dios con el mundo por medio de su Hijo, su Palabra personal. Conocer a Cristo es escuchar su voz y seguirle (cfr. Jn 10,27). De este conocimiento se sigue una comunicación especial del mismo Cristo: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

      Esta actitud filial, que es don del Espíritu, fundamenta la relación estrecha y hogareña con Dios Amor, uno y trino, presente por inhabitación en el corazón de los creyentes en Cristo: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, mi Padre le amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada (casa solariega)" (Jn 14,23). La oración es siempre eficaz cuando es actitud filial en unión con Cristo: "Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo" (Jn 14,13).

 

 

2. Cristo ora en nosotros

 

 

      Desde el día de la Encarnación, Jesús "está unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). La vida de cada ser humano forma parte de la suya, a modo de biografía complementaria. Por esto podrá decir el día del juicio final: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

 

      El "Padre nuestro" es nuestra oración insertada en la suya. El Padre oye en nosotros su voz y ve en nosotros su rostro. Cuando el hijo pródigo llega a casa y pronuncia la palabra "Padre", es Cristo mismo el que la pronuncia, haciendo que el Padre manifieste la ternura infinita de su amor (cfr. Lc 15,20-24).

 

      No es sólo la imitación de la actitud filial de Cristo, sino la participación en esta misma realidad de gracia. Jesucristo vive en nosotros como "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), ayudándonos a configurarnos realmente con su actitud filial respecto al Padre y con su amor fraterno hacia toda la humanidad. Dejar que él ore en nosotros, equivale a dejar que nos transforme en él. "El que es imagen de Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado" (GS 22).

 

      Orar el "Padre nuestro" con autenticidad es todo un programa de vida nueva. Porque el diálogo del Hijo con el Padre en el amor del Espíritu Santo, constituye toda su razón de ser y fundamenta nuestra existencia de vida nueva. Decir de verdad "Padre nuestro", equivale a moldearse en el corazón de Cristo. El ora en nosotros en la medida en que lo dejemos vivir en nuestros criterios, escala de valores y actitudes fundamentales.

 

      Las oraciones que Jesús dirigió al Padre eran nuestras, las formuló pensando en nosotros, amándonos y reservando en su corazón un lugar peculiar para todos y cada uno. Su oración o diálogo actual con el Padre tiene las mismas características. Se pueden, pues, tomar esas oraciones como propias, sabiendo que la actitud filial de Cristo se prolonga en nosotros: "Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7); "sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21); "te he glorificado sobre la tierra, he cumplido tu obra" (Jn 17,4); "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42); "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,34.46).

 

      No se trata de la materialidad de las palabras, sino principalmente de dejar que Cristo ore en nosotros. Tampoco es algo pasivo, alienante o sujetivista, sino una actitud de "conversión", es decir, de abrirse al amor. Porque esta actitud oracional y filial compromete a hacer de la propia existencia una donación total en la Eucaristía: "Mi cuerpo que es entregado por vosotros... mi sangre que es derramada por vosotros" (Lc 22,19-20).

 

      No es que los santos se sintieran más fuertes y más capaces que nosotros, sino más pobres y, por tanto, más invitados a entrar en los "sentimientos de Cristo" (Fil 2,5). En el decurso de la historia del cristianismo, muchas almas santas se han inspirado en alguna frase de la oración sacerdotal de Jesús en la última cena. Cuando decimos "santos", queremos decir personas que, siendo débiles como nosotros, se han sentido amadas e invitadas a darse del todo.

 

      No me atrevo a hacer un comentario, sino sólo a cursar una invitación para hacer la prueba, dejándose guiar por los sentimientos de Cristo, inmersos en su mirada amorosa al Padre (en el amor del Espíritu Santo), en sintonía con esa misma mirada hacia toda la humanidad y con su actitud de donación incondicional:

 

      "Padre... que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo... he manifestado tu nombre a los que me diste... he sido glorificado en ellos... me inmolo por ellos... que sean uno como nosotros... los has amado a ellos como me has amado a mí... el amor con que me amaste esté en ellos, porque yo estoy en ellos" (Jn 17,1-26).

 

      Hasta los "niños" pueden entender y vivir esta realidad cristiana (cfr. Mt 11,25). En el camino de la fe no hay privilegios, sino servicios y carismas diferentes, siempre para servir y compartir. Todo enfermo, pobre, niño o recién convertido, puede entrar (si recibe la gracia) en esta realidad de la vida íntima de Cristo, quien "se despojó" de todo (cfr.Fil 2,8) para expresar que su vida era un "sí" de "consumación" o de "entrega" total (cfr. Jn 19,30). Cuando uno va llegando a este "sí", todo lo demás que no suene a donación, es paja y "basura" (Fil 3,8).

 

      Ese es el camino para vivir la vida trinitaria en el fondo del corazón y en la vida. Y si es verdad que no hay que infravalorar los esfuerzos teológicos sobre el misterio de Cristo, siempre que se realicen con humildad e inviten a la contemplación y a la caridad, no obstante, lo más hermoso de la vida trinitaria del cristiano, consiste en la "vivencia" gozosa del misterio.

 

      No se trata de conquistar el misterio, sino de aceptar y vivir la dinámica del bautismo: en el Espíritu Santo, por medio de nuestra inserción en Cristo Hijo de Dios, ya podemos acercarnos al Padre (como el hijo pródigo o como Jesús en el bautismo), para experimentar su ternura paterna y materna. "Por él (Cristo), unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

      El Padre nos ama en Cristo desde la eternidad. Su amor desborda en nosotros cuando nos adherimos personalmente a Cristo con una fe viva: "El Padre mismo os ama, porque vosotros me amáis a mí y creéis que yo salí de Dios" (Jn 16,27). Este amor del Padre se convierte en donación. Nos da a su Hijo por amor: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9).

 

      La señal para saber si Cristo ora en nosotros, es la actitud de perdón (cfr. Mc 11,25). Es el "perdón" de acoger, comprender, respetar, darse, al estilo del mismo Jesús. El Señor quiere orar en nosotros y hacer que nuestra oración prolongue la suya a través del tiempo, a condición de que vivamos en sintonía con su mirada al Pare, traducida en mirada de amor a los hermanos.

 

      El misterio de la Encarnación fundamenta esta realidad consoladora y comprometida de la oración de Cristo, prolongada en la nuestra: "El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. El mismo une a Sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza" (SC 83).

 

 

3. La oración de toda la familia humana

 

 

      En el Corazón de Cristo cabemos todos. Su oración se contagia y prolonga en cada corazón humano. El objetivo de la redención consiste en que toda la humanidad llegue a pronunciar un "Padre nuestro" universal, que se refleje en el cumplimiento del mandato del amor. Así se cumplirá "el designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo, por el Espíritu Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: «Padre nuestro»" (AG 7).

 

      La oración del "Padre nuestro", como actitud filial y fraterna, se contagia por un proceso de ósmosis, que necesita también el anuncio y el testimonio. Si la misión consiste en "transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24), esta misma experiencia es la del "Padre nuestro", manifestado en la actitud de las bienaventuranzas y del mandato del amor.

 

      La suerte de la humanidad entera está ligada a Cristo el Hijo de Dios. Su paso por la tierra indica el itinerario obligado para todos. La vida de marginación y de pobreza, en Belén y Nazaret, se transforma en vida donada hasta la cruz. Entonces la vida humana recupera su sentido gozoso de donación a los hermanos, según los designios del Padre. Toda la humanidad está programada en esa ruta salvífica, cuyo caminar es sostenido por el "Padre nuestro". Sin esta actitud filial, el hombre reacciona con agresividad, desánimo y frialdad.

 

      La humanidad entra en el camino de salvación por las mismas etapas de la vida de Cristo. Cuando será capaz de decir de verdad el "Padre nuestro", también será capaz de compartir los bienes, escuchando el clamor de los hermanos que son hijos del mismo Padre. La "vida eterna", que ya inicia en esta vida presente, equivale a compartir la misma vida y suerte de Cristo muerto y resucitado (cfr. Jn 6,40), que nos juzgará un día a todos según el amor.

 

      Ser "testigos" de Cristo, "hasta los últimos confines de la tierra" (cfr. Hech 1,8), sólo es posible cuando se vive en sintonía con él. Las fronteras se superan fácilmente cuando se ora al Padre "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). El "Padre nuestro" universal ya se está preparando en el camino de toda cultura y en el anhelo de todo corazón. Esta "preparación evangélica" se dirige hacia la unidad y comunión total. El desenlace final sólo será posible abriéndose a los nuevos designios del Padre, con un corazón en sintonía con el de Cristo: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). Inculturarse hoy, significa transparentar el "corazón manso y humilde" de Cristo (cfr. Mt 11,29).

 

      La oración de Jesús incide en toda la historia. Un día conseguirá su eficacia definitiva: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La eficacia ya se comenzó a sentir desde la Encarnación y redención de Cristo. Pero Dios, con su paciencia milenaria, quiere salvar al hombre por medio del hombre. La "gloria" de Dios, que consiste en la vida plena del hombre, se conseguirá en la medida en que toda la humanidad se abra al amor. "La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo). El camino está trazado en la oración de Jesús, que se prolonga en el corazón humano.

 

      Esta dinámica histórica sólo es posible a la luz de la fe y bajo la acción del Espíritu Santo. Los mensajeros del evangelio son, por ello mismo, mensajeros del "Padre nuestro" universal: "Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49). La unidad de toda la familia humana se construye a la par con la unidad del corazón, para aprender a decir: "Sí, Padre" (Lc 10,21).

 

      El "bautismo" equivale a la "inserción" en la vida divina, por Cristo y en el Espíritu. "Bautizar a todas las gentes" significa hacerlas entrar en los planes de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo (cfr. Mt 28,19). El himno de este caminar en el amor se sostiene con la oración dominical.

 

      La historia humana ya ha recuperado, con creces, su orientación original. La "imagen de Dios", que fue impresa en el corazón del hombre (cfr. Gen 1,26-27) y que se perdió con el pecado, se reconstruye en Cristo, dejando que él viva y ore en nuestro propio corazón. Cuando un pueblo reza de verdad el "Padre nuestro", adquiere una mirada contemplativa hacia todos los demás pueblos. La propia cultura es una historia del mismo Dios, que también está presente en la cultura e historia de los demás pueblos.

 

      El "Padre nuestro", como expresión dialogal de las bienaventuranzas y del mandato del amor, vacía el corazón de todo egoísmo, lo llena del amor de Dios y lo convierte en donación a Dios y a los hermanos. La paz entre las naciones se fragua en el corazón unificado por este amor y actitud filial. La "carta magna" de la paz, se diga o no en las Constituciones de los pueblos, sigue la ruta trinitaria del "Padre nuestro", pronunciado por Cristo en un corazón y en una comunidad renovada por el Espíritu.

 

      Cuando los cantones suizos estaban enredados en una guerra fratricida (siglo XV), uno de los políticos que intentaba conseguir la paz (Nicolás de Flüe), sintió la llamada de Dios a retirarse a la soledad. Allí aprendió, para sí y para los demás, el programa para construir una verdadera convivencia pacífica. resumido en esta oración: "Señor, vacíame de mí, lléname de ti, y haz de mí un don para ti y para los hermanos". Gracias a este santo, que invitó a mirar e invocar a la Santísima Trinidad como fuente de unidad, Suiza consiguió la paz. Su constitución, desde entonces, inicia con la referencia al misterio de Dios uno y trino.

 

      La historia de los pueblos tiene sorpresas inexplicables. Hay culturas florecientes que se han derrumbado de modo aparatoso e irreparable. Los pecados históricos inciden en los pueblos, destruyendo todo aquello que no haya nacido del amor. El dominio y el poder no son garantía de permanencia. Lo único que va a quedar es aquello que haya nacido de la caridad y de la verdad.

 

      El "Padre nuestro" construye la comunión, sanando el corazón y la comunidad, para que viva en sintonía con el Corazón de Cristo, donde todo corazón humano y todo pueblo tiene un lugar reservado de predilección. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra «comunión»" (SRS 40).

 

 

Meditación bíblica

 

 

- La oración es actitud filial gracias al Espíritu

 

      "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rom 8,14-16).

 

      "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (Gal 4,6; cfr. Jn 14,16).

 

      "Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros" (Jn 14,16-17).

 

      "Si alguno me ama, guardará mi palabra, mi Padre le amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada (casa solariega)" (Jn 14,23).

 

      "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14,26).

 

 

- Cristo vive en nosotros y ora en nosotros

 

 

      "El me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación! Y yo haré de él el primogénito" (Sal 89,27-28; cfr. Heb 10,5-7).

 

      "Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo" (Jn 14,13).

 

      "El Padre mismo os ama, porque vosotros me amáis a mí y creéis que yo salí de Dios" (Jn 16,27).

 

      "Padre... que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo... he manifestado tu nombre a los que me diste... he sido glorificado en ellos... me inmolo por ellos... que sean uno como nosotros... los has amado a ellos como me has amado a mí... el amor con que me amaste esté en ellos, porque yo estoy en ellos" (Jn 17,1-26).

 

      "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1Jn 3,1).

 

      "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9).

 

      "Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7); "sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21); "te he glorificado sobre la tierra, he cumplido tu obra" (Jn 17,4); "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42); "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,34.46).

 

 

- La oración que hace de toda la humanidad una sola familia

 

 

      "Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren" (Jn 4,23).

 

      "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque  has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Mt 11,25-26).

 

      "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34).

 

      "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1).

 

      "Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49).

 

      "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Hech 1,8).

 

      "Por él (Cristo), unos y otros (judíos y gentiles) tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

 

 

V.

 

 

 

"AMAD... COMO VUESTRO PADRE" (Mt 5,44-45)

 

 

 

      1. Cristo en el corazón y en la vida de cada hombre y de cada pueblo

      2. Actitud de las "bienaventuranzas" y del "mandato del amor"

      3. Dejar que Cristo viva y ame en nosotros y en todos los hermanos

      Meditación bíblica

 

 

 

 

      Llegar a captar, como vivencia gozosa, que el Padre nos ama, sólo es posible cuando el corazón se abre a la vida de los demás. Hay demasiadas prisas y saludos superficiales, que hacen de los hermanos una cosa útil y nada más. Todas las teorías que han intentado negar a Dios (o que han fabricado ídolos intelectuales) han nacido en un corazón que previamente se ha cerrado al amor.

 

      La vida de cada ser humano es una historia de Dios Amor, que no se puede tratar con prisas y superficialidad, ni con utilitarismos egoístas. Sólo con una mirada de fe y con una actitud de donación, se descubre que Cristo vive en nosotros y que el Padre nos ama a todos entrañablemente en él. La convicción de ser amados de Dios, camina a la par con la decisión de amar a los hermanos. Y cuando uno se siente amado, se descubre capacitado para amar más. La persona humana se siente realizada  por ese amor. Pero "la caridad viene de Dios" (1Jn 4,7).

 

 

1. Cristo en el corazón y en la vida de cada hombre y de cada pueblo

 

 

      La vida es aprendizaje del camino de donación. Hay que abrirse a la perspectiva grandiosa de que todo es un gran museo de huellas de Dios Amor. En cada ser humano se refleja el rostro de Cristo. En todo corazón humano hay una historia de una presencia divina de gracia. Lo difícil es descubrir sus huellas, sin dejarse engañar por otras señales más aparatosas de cualidades y de defectos.

 

      A cada ser humano se le ama y respeta cuando se le mira con "mirada contemplativa" (EV 83). Es mirada que no curiosea ni utiliza, no domina ni desprecia, sino que intuye un misterio: la presencia de Cristo hermano y consorte. Es el mismo Cristo que convirtió a los inocentes de Belén en mártires, y que carga esponsalmente con todas las miserias de la humanidad (Mt 8,17).

 

      En la vida de cada ser humano y de cada pueblo resuena el himno inicial de la carta de Pablo a los efesios: "Nos ha elegido en Cristo desde antes de la creación del mundo" (Ef 1,4). Cada ser humano, independientemente de sus cargos y cualidades, está pensado por artesanía, para formar parte de los planes de Dios Amor en Cristo su Hijo: "Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados" (Col 1,12-14).

 

      Pero nosotros clasificamos, descartamos y utilizamos a nuestro aire, sin mirada evangélica. Es difícil, en la práctica, aceptar que Cristo "ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10), especialmente si estos hermanos, recuperados por Cristo, nos pasan delante en cargos y honores. Dios se hace silencioso y "ausente" cuando no amamos de corazón a los hermanos. Muchas obras apostólicas se vienen abajo porque las ha carcomido el egoísmo personal o colectivo.

 

      Todos los seres humanos está programados para configurarse con Cristo, para "ser santos e inmaculados en el amor" (Ef 1,4), para ser "alabanza de la gloria" de Dios como expresión de Cristo, partícipes de su misma filiación (cfr. Ef 1,5-6). Pero esta obra de artesanía necesita el acompañamiento respetuoso de los demás.

 

      Si desde la Encarnación del Verbo, "el tiempo llega a ser una dimensión de Dios" (TMA 10), ello significa que la vida de cada persona se está construyendo como "complemento" o biografía de Cristo en el tiempo histórico (cfr. Col 1,24). Cristo está "en el corazón de cada hombre" (RMi 88), queriendo compartir la misma vida para hacerla su misma vida.

 

      Cuando Cristo, según las narraciones evangélicas, se encontraba con alguna persona concreta, lo hacía como quien ya estaba allí anteriormente formando parte de la misma historia (cfr. Jn 1,50). En este sentido es "el Salvador del mundo" (Jn 4,42). No es "alguien" o algo superañadido artificialmente, sino "el don de Dios" (Jn 4,10), más allá de toda previsión humana y de todos los demás dones de Dios.

 

      Esta "mirada contemplativa" es la única que puede rescatar las "semillas del Verbo", presentes en cada corazón, religión y cultura. Porque todo ser humano es una historia de amor, que el Espíritu Santo está guiando hasta el encuentro explícito con Cristo. Efectivamente, "es el Espíritu quien esparce «las semillas de la Palabra» presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28).

 

      La gran sorpresa que nos ha regalado Dios consiste en habernos mostrado su amor dándonos a su Hijo. Pero esa sorpresa no la ven quienes no hacen de Cristo el centro de su propia vida. El cristianismo no será aceptado, sino en la medida en que los no cristianos se sientan mirados y amados como Cristo miró y amó.

 

      La verdadera historia del cristianismo está escrita en retazos de vida gastada por Cristo y por los hermanos. Esta historia existe en los santos y mártires de todas las épocas, en todos los campos de caridad y apostolado. No acostumbra a ser noticia ni queda escrita en los archivos, sino sólo en el corazón de Dios, como "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). ¿Quién sabe y valora que, en veinte siglos, pasan ya de un millón los mártires cristianos del continente asiático, mientras, al mismo tiempo, amplios sectores todavía están esperando el primer anuncio?

 

      Hay una intimidad profunda entre Cristo y cada corazón humano. Toda búsqueda de verdad y de bien camina hacia un encuentro con él. Pero Cristo quiere entrar, por la puerta ancha, en lo más hondo del corazón, para entablar una relación personal y para emprender un camino que ya es de seguimiento esponsal: "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen... El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre" (Jn 10,27.29).

 

      A los que ya han encontrado Cristo, él les encarga darle a conocer y amar: "Como el Padre me envió, así también yo os envío" (Jn 20,21). Es la sorpresa de participar en su misma razón de ser, de actuar y de vivir. Las circunstancias las escoge él con su acción providente, que siempre respeta nuestra libertad. Lo importante es ser, para otros, instrumento de encuentro con Cristo. Todo ser humano que se encuentre con nosotros, necesita encontrar alguna huella de que Dios le ama. Y las huellas de Dios Amor están en la línea de la donación y del servicio humilde, sin esperar más premio que el de amarle y hacerle amar.

 

      La predilección de Cristo es siempre hacia los pobres y los "pequeños". A veces, son estropajos, según la valoración que de ellos hace la sociedad, como en el caso de los niños sin protección jurídica (por no haber nacido), si hogar unido, sin una formación cultural... Cualquier pequeño se encuentra muy dentro de los amores de Cristo. "Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños... no es voluntad de vuestro Padre celestial, que se pierda uno solo de estos pequeños" (Mt 18,10.14).

 

      La "civilización de la vida" se construye por medio de la "mirada contemplativa", traducida en escucha, acogida, acompañamiento..., hasta compartir los mismos bienes, como miembros de una misma familia. Es el ideal a donde se tiende con sinceridad. Bastaría con dar un paso concreto en la propia comunidad o grupo humano en que se vive.

 

      Uno se siente amado por Dios y experimenta el gozo de su amor, cuando se decide a darse gratuitamente, sin exigir un amor de retorno. "Hay más alegría en dar que en recibir" (Hech 20,35). El mejor premio consiste en escuchar de la boca de Cristo: "El Padre os ama" (Jn 16,27). Nos basta él. "Sólo Dios basta" (Santa Teresa).

 

 

2. Actitud de las "bienaventuranzas" y del "mandato del amor"

 

 

      La actitud filial de la oración cristiana se traduce necesariamente en acogida y amor fraterno. Son las señales de garantía para cerciorarse de haber orado bien. Esta actitud relacional con Dios se refleja y se ensaya en la autenticidad de la relación con los hermanos. No existe dicotomía entre los momentos de oración y los momentos de acción y vida fraterna, sino interrelación y resonancia mutua.

 

      En realidad, la vida cristiana debe ser sintonía permanente con los sentimientos de Cristo, que son siempre de donación. "Cuando hayáis levantado a Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy, y que no hago nada por mi cuenta" (Jn 8,28). Su diálogo permanente con el Padre se traduce en cercanía a los hermanos, según los designios salvíficos del mismo Padre. Todo lo que es Jesús aparece en su actitud de crucificado, abandonado en manos del Padre, para redención de toda la humanidad.

 

      Quien ha experimentado el amor de Dios en su propia realidad de ser humano limitado, se contagia de la ternura misericordiosa del mismo Dios, para vivir en sintonía con los hermanos. "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso" (Lc 6,36). Obrar como hijos de Dios equivale a esa actitud descrita en el sermón de la montaña: "Amad... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial... Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).

 

      Amar a Cristo es decidirse a vivir sus mismas actitudes: "El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21). La intimidad con Cristo es la puerta para entrar en la intimidad con Dios amor: "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).

 

      Toda la enseñanza de Jesús se resume en el mandamiento nuevo, que es peculiarmente suyo, y que sólo él, viviendo en nosotros, lo puede convertir en realidad: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros"  (Jn 13,34-35).

 

      Dar "gloria" a Dios es ser expresión de Cristo por la sintonía e imitación de sus actitudes. "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos" (Jn 15,6). Las bienaventuranzas "dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su resurrección" (CEC 1717). Se puede decir que "son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él" (VS 16).

 

      El mandato del amor es un programa concreto y comprometido, puesto que urge a hacer de toda relación fraterna un donación plena a imitación del mismo Cristo. La fuente de este amor fraterno está siempre en el amor entre el Padre y el Hijo, que se expresa en la persona del Espíritu Santo.

 

      La vida evangélica del amor, que Cristo "practicó y enseñó" (Hech 1,1), se va plasmando en las circunstancias humanas de cada día. La vida oculta de Nazaret, vida de trabajo y convivencia, es el mismo mensaje de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Quien sigue a Cristo, siente la llamada a compartir su misma vida y destino, si esperar más premio que el de poder corresponder a su amor. En unión con él, se aprende a vivir de la sorpresa de Dios: "Lo sabe vuestro Padre" (Mt 6,32).

 

      Resulta entusiasmante ir entrando en la intimidad de Cristo, que es más profunda que la vida familiar: "Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). La condición que Jesús pone para entrar en esa intimidad es la verdadera fraternidad "en su nombre", es decir, por amor a él; entonces se hace presente "en medio" de nosotros (cfr. Mt 18,20). Esta fraternidad, basada en el amor de Cristo, conquista el corazón del Padre: "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18,19).

 

      Esa vida nueva es la planta sembrada por el Padre (cfr. Mt 15,13), como injerto o sarmiento de la vida que es el mismo Cristo. Permanecer en su amor equivale a entrar a formar parte de la familia de Dios, de la que nadie queda excluido si quiere abrirse al amor. El Padre quiere que se logre "mucho fruto" y que este fruto sea "permanente". "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto... y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,8.16).

 

      Se comienza a experimentar el amor del Padre cuando uno no busca directamente el éxito, sino la oportunidad de hacer felices a los demás. Hacer que una persona se sienta amada, respetada, alentada y capacitada para amar, es fuente de alegría porque es participación en el modo de amar característico de Dios: darse él mismo.

 

      Sentirse realizado, sólo es factible cuando uno se decide a hacer de la vida una donación. Entonces es siempre posible vivir la propia identidad, en cualquier circunstancia. Sentirse amado y poder amar, ayudando a otros a entrar en esta dinámica de donación, sólo es posible a partir del encuentro con Cristo. Con él presente, siempre es posible llegar al amor más hermoso: darse como él.

 

      La vida divina es "comunión" plena entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios ha hecho al hombre, como persona y como miembro de la comunidad, reflejo y semejanza de esa donación trinitaria interpersonal. Por esto, "el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo" (GS 24).

 

      Esta vocación del ser humano al amor, constituye su razón de ser. La felicidad no está tanto en recibir, cuanto en dar y darse para que los demás sean felices (cfr. Hech 20,35). Ese salir de sí para realizarse de verdad, sólo es posible con la gracia, porque "el amor viene de Dios" (1Jn 4,7).

 

      Definitivamente, la humanidad entera y cada persona en particular, "no puede encontrar su plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24). Otro tipo de progreso económico y social llevaría a la división y lucha por el poder. La lógica evangélica de las bienaventuranzas y del mandamiento nuevo encuentran en Cristo y en los que le siguen, su plena realización.

 

 

3. Dejar que Cristo viva y ame en nosotros y en todos los hermanos

 

 

      Esa era toda la ilusión de Pablo respecto a sí mismo y a los demás: "No soy yo el que vivo, es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20); "he de formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19). Pero el más interesado en ello es el mismo Cristo: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57).

 

      Dios nos ha enviado a su Hijo para que participemos en su misma vida: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9). Precisamente en este objetivo de la redención se descubre el amor tierno del Padre para cada ser humano, porque todos estamos llamados a prolongar a Cristo en nuestras circunstancias de espacio y de tiempo.

 

      En cada recodo de nuestro camino, podemos escuchar al Padre que quiere encontrar a Cristo en nosotros: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 17,5). A este Tabor se llega por medio de la vivencia del bautismo.

 

      Cada vocación cristiana diferenciada se caracteriza por su especial configuración con Cristo. Los matices de diferenciación indican su participación peculiar en la vida cristiana: en las estructuras humanas (vocación laical), en el servicio ministerial (vocación sacerdotal), en la profesión del radicalismo evangélico (vocación de vida consagrada). Pero lo más importante es la configuración con Cristo: como fermento evangélico insertado en el mundo, como signo personal-sacramental, como visibilidad y memoria viviente. Toda vocación apunta a vivir en Cristo, pensando, sintonizando y amando como él.

 

      El Padre quiere ver en cada uno la fisonomía de Cristo su Hijo, delineada de modo peculiar por el Espíritu Santo. Por esto, la diferenciación vocacional es complementación mutua, dentro de la realidad de gracia que constituye la comunión de los santos. Uno se siente amado por el Padre, cuando descubre ese amor peculiar en los demás y se alegra por ello. Y se siente acompañado por Cristo, cuando descubre en cada hermano a Cristo escondido, como un evangelio escrito en carne viva.

 

      El creerse superior o más selecto (tanto en cuanto a la propia persona como a la propia institución), no corresponde a la doctrina evangélica. Los carismas del mismo Espíritu son signos indicadores del amor de un mismo Padre, y de un mismo Señor, Jesucristo, que tiene sus predilecciones en los hijos más necesitados. Sin este enfoque de humildad evangélica, que es la quintaesencia de la comunión, los planes más hermosos de pastoral y las obras "apostólicas" más grandiosas, están abocadas a un fracaso ruidoso. La carcoma del egoísmo, personal o colectivo, no perdona ningún monumento que no se fundamente en la verdad de la donación.

 

      El inicio de un tercer milenio necesita ver las huellas de vida en Cristo, que no se borren con el tiempo. Sólo quedará lo que el Padre haya sembrado o injertado en Cristo. "Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz" (Mt 15,13). La caridad, como reflejo y participación de la comunión divina, fundamenta toda la historia humana personal y comunitaria: "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3).

 

      Sólo va a quedar la vida verdadera, que consiste en el amor. Es la vida que el Padre nos va comunicando en Cristo "por la acción del Espíritu Santo en el hombre interior" (Ef 3,16). Ese es el ideal cristiano que se está construyendo en cada corazón y en cada comunidad: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, enraizados y cimentados en el amor" (Ef 3,17).

 

      Al constatar que Cristo vive en nosotros, nos encontramos con su misma realidad de íntima unión con el Padre. Participamos de su misma vida divina relacional: "Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20).

 

      Dejar que Cristo viva y ame en nosotros, se traduce en correr su misma suerte en esta tierra, para llegar al mismo premio en el más allá: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí" (Lc 22,28-29). Ese premio no es otro que el encuentro definitivo con Dios.

 

      Jesús nos ha dejado como encargo ser signo del amor de Dios para todos los hermanos. Las "buenas obras" son una "luz" que deja entrever ese amor del Padre: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Todo hermano que se cruce en nuestro caminar, necesita sentir la cercanía del amor de Dios.

 

      Nuestras obras transparentan el amor divino sólo cuando no buscamos nuestro propio interés. La mejor "recompensa" de nuestras obras consiste en que los demás se sientan amados por Dios y capacitados para hacerse donación a Dios y a los hermanos. Para ser transparencia e instrumento de este amor, hay que aprender a desaparecer: "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial... Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,4).

 

      La vida cristiana lleva la impronta de la Trinidad. Todo apóstol se mueve en esta perspectiva de Dios Amor. El Padre comunica "la acción santificadora del Espíritu" a cuantos han sido "rociados con la sangre de Jesucristo" (1Pe 1,2). Esta acción salvífica une a todos "en un mismo sentir", que es el himno mejor para "glorificar al Padre" (Rom 15,6).

 

      La esperanza cristiana se apoya en esta amorosa dispensación de Dios, por Cristo y en el Espíritu. Cristo vive en nosotros transformándonos en él. El objetivo principal de su acción salvífica consiste en hacer de cada corazón humano un "sí" o "amén", por Cristo, al Padre (cfr. 2Cor 1,20). Cuando la vida se hace donación,entonces es una "oblación ofrecida por Cristo a Dios" (Heb 13,15).

 

      El "sí" de Jesús al Padre, en el amor del Espíritu Santo, se va haciendo realidad en la vida del creyente. Ese "sí" debe llegar a ser universal y cósmico, "cuando Cristo entregue a Dios Padre el reino" (1Cor 15,24), y entonces "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28).

 

      Es todo un programa de vida, que se estrena diariamente en la comunidad eclesial cuando celebra la Eucaristía: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo" (2Cor 13,13). El "amén" de Cristo al Padre, en el amor del Espíritu Santo, es ahora el "amén" de la Iglesia, que mira a María como "modelo de fe vivida" (TMA 43), "la mujer dócil a la voz del Espíritu" (TMA 48), "ejemplo perfecto de amor tanto a Dios como al prójimo" (TMA 54).

 

 

Meditación bíblica

 

 

- Cristo espera y vive en cada corazón humano

 

      "Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños... no es voluntad de vuestro Padre celestial, que se pierda uno solo de estos pequeños" (Mt 18,10.14).

 

      "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1,3).

 

      "Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados" (Col 1,12-14).

 

      "Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado" (Ef 1,4-6).

 

      "Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3,2-3).

 

      "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen... El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre" (Jn 10,27.29).

 

      "Como el Padre me envió, así también yo os envío" (Jn 20,21).

 

 

Una vida plasmada por las "bienaventuranzas" y por el "mandamiento nuevo"

 

      "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso" (Lc 6,36). Obras como hijos de Dios equivale a esa actitud descrita en el sermón de la montaña: "Amad... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial... Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).

 

      "Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,32-33).

 

      "Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50).

 

      "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18,19).

 

      "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

 

      "El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

      "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).

 

      "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos" (Jn 15,6).

 

      "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto... y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,8.16).

 

      "Cuando hayáis levantado a Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy, y que no hago nada por mi cuenta" (Jn 8,28).

 

      "Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1Jn 4,7).

 

 

Un programa de vida en Cristo que transforme el mundo

 

 

      "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16).

 

      "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial... Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,4).

 

      "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57).

 

      "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 17,5).

 

      "Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz" (Mt 15,13).

 

      "Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20).

 

      "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí" (Lc 22,28-29).

 

      "No soy yo el que vivo, es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20)

 

      "He de formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19).

 

      "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9).

 

      "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3).

 

      "Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, arraigados y cimentados en el amor" (Ef 3,14-17).

 

      "Pedro, apóstol de Jesucristo, a los que viven como extranjeros en la Dispersión... según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre. A vosotros gracia y paz abundantes" (1Pe 1,1-2).

 

      "Y el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (Rom 15,5-6).

 

      "Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en  él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de  Dios" (2Cor 1,20).

 

      "Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios" (Heb 13,15-16).

 

      "Luego vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad... Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo" (1Cor 15,24-28).

 

      "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo" (2Cor 13,13).

 

 

                                                         LÍNEAS CONCLUSIVAS:

Hacia la "civilización del amor" y la "cultura de la vida" y en todos los pueblos

 

 

      Nuestro caminar es construcción de una historia común y familiar sin fronteras. Venimos de Dios y caminamos hacia él, que es Padre de todos. El aire que respiramos es el mismo. Nuestros cuerpos asimilan los elementos de la misma tierra. Pero todo nuestro ser más profundo es fruto del amor de Dios que nos hace partícipes de su misma vida.

 

      En cada época se puede hablar de una nueva aurora. En realidad ese nuevo amanecer acontece cada día, porque Dios nos regala por amor "su sol" (Mt 5,45). Todas las cosas son dones suyos, como un regalo para prepararnos a recibirle a él. Todas las auroras pasan como se marchitan todas las flores; pero el amor que Dios puso en ellas nunca pasa, porque Dios se da a sí mismo.

 

      La nueva aurora del inicio del tercer milenio es un reestreno de la gracia de la Encarnación. La historia humana ha recuperado su sentido a partir del Hijo de Dios hecho caminante con nosotros. Ahora esa historia es suya y nuestra.

 

      La "renovación", como apertura a los nuevos planes de Dios Amor sobre el hombre, se llama, con términos evangélicos, "conversión" y "fe": "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (cfr. Mc 1,15). Nos llaman a abrir la mente y el corazón a la persona de Cristo, para "bautizarnos" en él, es decir, para pensar, sentir y amar como él. El mismo Cristo, el "Reino", está ya presente y urge a una aceptación gozosa y vivencial.

 

      La historia se está escribiendo sólo en el corazón de Dios, Padre de todos. Ordinariamente las noticias que se nos dan, o tal como se nos dan, son una caricatura de la realidad. Todo lo que no sea vida en Cristo, es sólo contraste y sombra, que hace resaltar más la luz y los colores. Interpretaciones sobre la historia las habrá siempre; pero la verdadera historia se hace y se cambia amando.

 

      En Cristo, el Padre nos dice que nos ama. "Dios busca al hombre", porque lo ha llevado eternamente en su corazón, "movido por su corazón de Padre" (TMA 7). Cristo es la personificación de esta búsqueda. Por esto es "el cumplimiento" y "la única y definitiva culminación" de todos los deseos del corazón humano, de las culturas y de los pueblos (cfr. TMA 6).

 

      Al estrenar un tercer milenio, se nota en el ambiente una actitud de inseguridad, desánimo, cansancio y, a veces, angustia. Las euforias engañosas tienen el mismo origen falaz que el anuncio de calamidades sin remedio. Si el corazón humano no se construye amando, entonces inventa teorías para engañarse él y engañar a los hermanos. La vida es más sencilla, porque, a la luz de la Encarnación, tiene la misma "dimensión divina" que la vida del Hijo de Dios hecho nuestro hermano y consorte (cfr. Jn 1,14; TMA 10).

 

      La gran suerte que nos ha tocado vivir, cabalgando entre dos milenios, es la de poder dejar las huellas de la presencia de Cristo. Esas huellas serán las únicas que quedarán imborrables, sin carcoma, porque son complemento de la vida, muerte y resurrección del Señor. En realidad, todo cristiano, con los matices diferenciados de su propia vocación, en "otro Cristo" (según San Cirilo), "visibilidad de Cristo" (VC 1) y "memoria viviente del Verbo encarnado" (VC 22). Y está llamado a ser así sin fronteras.

 

      Algunos cristianos han sido llamados a ser esa "visibilidad" y "memoria" de modo especial, como signo personal y sacramental del Buen Pastor (sacerdotes) o como signo radical del amor de la Iglesia esposa a Cristo Esposo (vida consagrada). La clave para serlo de verdad consiste en "no anteponer nada a Cristo" (según San Cipriano y San Benito). El objetivo es el de conseguir que "toda lengua confiese que Cristo es el Señor, para gloria de Dios Padre" (Fil 2,11). Nos unimos a la mirada amorosa de Jesús al Padre, para decir con él: "Te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar" (Jn 17,4).

 

      La "civilización del amor" se convierte en "cultura de la vida" (cfr. EV 95) para toda la humanidad. Se camina hacia "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1), donde reinará la justicia y el amor (cfr. 2Pe 3,13). Cristo mismo "prepara el lugar" definitivo para todos (Jn 14,2). La creación es hermosa, pero "gime" porque se está construyendo definitivamente bajo la acción del Espíritu de amor, que quiere hacer de todo y de todos la casa solariega de Dios, donde todos se sientan hermanos, como hijos del mismo Padre.

 

      Ese cambio radical hacia la nueva civilización y cultura, ya desde esta vida, es gemido esperanzado de actitud filial (cfr. Rom 8,23-24). Nuestro ser y nuestra historia chirría porque está pasando del egoísmo al amor. La vida de Cristo indicó este camino pascual, de muerte y resurrección: "¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,26).

 

      Para quien cree en Cristo, la vida es hermosa, con sus luces y contrastes de Belén y Nazaret, Tabor y Calvario. Lo importante es descubrir que Cristo identifica sus huellas con las nuestras, para que le descubramos sólo por la fe como "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Cuando, en medio de la tempestad o de una aparente ausencia,  nos dice "soy yo" (Jn 6,20; Lc 24,39), es para invitarnos a participar de una historia que se construye sólo en su corazón: "Voy al Padre... salí del Padre y he venido al mundo, ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Jn 16,10.28). Pero este tesoro hay que anunciarlo a todos los hermanos.

 

      Por Cristo, descubrimos que la historia humana está programada por amor en el corazón del Padre, y que nuestra dignidad personal y comunitaria consiste en compartir su misma vida de Hijo de Dios, "en quien todo tiene su consistencia" (Col 1,17), como "Alfa y Omega", principio y fin, "aquel que es, que era y que va a venir" (Ap 1,8). "Recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), consiste en hacer posible que la "mirada" del Padre se dirija con amor a cada ser humano, partícipe de la filiación de Cristo por el bautismo: "Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17).

 

      El "Reino del Padre" comienza a clarear en los corazones que se abren al amor (cfr. Mt 13,43). La "herencia del Reino" (Mt 25,34) se recibirá después. Cualquier evento histórico importante, como el paso entre dos milenios (aunque sea una clasificación convencional), es una llamada urgente a la santidad: "Para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable, en la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos los santos" (1Tes 3,13).

 

      Saciar la "sed" del Señor (cfr. Jn 19,28), equivale a comprender y secundar su profundo anhelo de que el Padre sea conocido y amado, de parte de toda la humanidad transformada en Cristo por medio del Espíritu Santo (cfr. Ef 1,18).

 

      En nuestro caminar histórico entre dos milenios, marcado por un Jubileo, "María, Madre del Redentor... la Madre del amor hermoso, será para los cristianos... la Estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor" (TMA 59). Así la historia universal se seguirá construyendo en el amor, como sello imborrable que Dios puso en ella, ya desde la creación y, de modo especial, desde la Encarnación. El beso de Dios, dándonos a su Hijo en el amor del Espíritu Santo, hará posible nuestro "sí", imitando el "sí" de María, porque "el asentimiento de la Virgen fue en nombre de toda la humanidad" (Santo Tomás de Aquino).

 

 

                                                     SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

 

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