Lunes, 11 Abril 2022 10:36

ESPIRITUALIDAD DE LA EVANGELIZACION J. Esquerda-Bifet

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                     ESPIRITUALIDAD DE LA EVANGELIZACION

      J. Esquerda-Bifet

1. El "espíritu" de la evangelización hoy

A) Terminología: "espíritu", "espiritualidad"

B) La dimensión espiritual de la evangelización

C) Documentos conciliares y postconciliares sobre la espiritualidad misionera

 

2. Naturaleza y significado de la espiritualidad misionera

A) Espiritualidad misionera: vivir la misión según el Espíritu

B) Datos fundamentales de la espiritualidad misionera

C) Síntesis doctrinal

 

3. Prioridades de la espiritualidad misionera

A) Fidelidad al Espíritu Santo

B) Experiencia de Dios para la misión

D) Formación espiritual para la vocación misionera específica

 

4. Dimensión misionera de la vida consagrada

A) Consagración como oblación total

B) Seguimiento radical de Cristo

C) Pertenencia y de servicio especial a la Iglesia por medio de signos y vínculos especiales, como expresión de la maternidad de la Iglesia y servicio de comunión universal

 

5. Espiritualidad misionera para una "Nueva Evangelización"

A) Dimensiones de la Nueva Evangelización: cristológica, pneumatológica, eclesiológica, antropológica, contemplativa, de santidad

B) Encuentro e intercambio de la espiritualidad y de la contemplación entre religiones y culturas

C) "Semillas" y "huellas" del Verbo Encarnado

 

1. El "espíritu" de la evangelización hoy

 

      A) Terminología: "espíritu", "espiritualidad"

      El término "espiritualidad" indica el "espíritu" o estilo de vida. Se quiere "vivir" lo que uno es y hace. Para el cristiano, se trata de la vida "espiritual", es decir, de la "vida según el Espíritu" (Rom 8,9): "caminar en el Espíritu" (Rom 8,4). Es, pues, una vida que se quiere vivir en toda su realidad humana, con autenticidad y profundidad.

      La vida espiritual no es, pues, una actitud intimista, sujetivista o alienante, sino una camino o proceso de santidad o de perfección, que se traduce en actitudes de fidelidad, generosidad y compromiso vital de totalidad.

      El verdadero estudio del misterio de Cristo se realiza con actitud vivencial. Hay que estudiar los datos de la revelación con una actitud científica de análisis y síntesis, en vistas a una clarificación y precisión (función científica); hay que profundizarlos también para el anuncio y la llamada a la fe (función kerigmática, evangelizadora, pastoral); hay que celebrarlos en los momentos litúrgicos (dimensión litúrgica). Pero si faltara la función vivencial, esas otras funciones correrían el riesgo de quedarse en profesionalismo.

      Es vida en Cristo (cf. Jn 6,56-57; Gal 2,20), a partir de una llamada que se hace encuentro (cf. Jn 1,35-51), unión y relación personal (cf. Mc 3,14), seguimiento personal y comunitario, imitación (cf. Mt 11,29), configuración o transformación (cf. Jn 1,16; Rom 6,1-8) y misión (cf. Mt 4,19; 28,19-20).

      Es vida nueva en el Espíritu, que, con el Padre y el Hijo, habita en el corazón del hombre como en su propia casa solariega (cf. Jn 14,17.23), que ilumina al hombre acerca del misterio de Cristo (cf. Jn 16,13-15), y que le transforma en transparencia y en testigo del evangelio (cf. Jn 15,26-27).

      La "espiritualidad" o el "espíritu" de la vida cristiana tiene, pues, dimensión trinitaria y, por tanto, teológica, salvífica, cristológica, pneumatológica. Pero es también un caminar de hermanos que forman una sola familia o comunidad "convocada" (dimensión eclesial), comprometida en las situaciones humanas concretas (dimensión antropológica, social e histórica). Es una vida espiritual que se alimenta de la meditación palabra de Dios y de la celebración del misterio pascual (dimensión contemplativa y litúrgica). Es vida que debe anunciarse y comunicarse a todos los pueblos (dimensión misionera), hasta que un día será realidad plena en el más allá (dimensión escatológica).

 

      B) La dimensión espiritual de la evangelización

      La "espiritualidad", o función vivencial de la teología, quiere abarcar el misterio de Cristo en toda su integridad y perspectiva. Este camino de perfección se hace, por su misma naturaleza, camino de misión.

      Por el hecho de ser testigo del "misterio" de Dios Amor y servidor de la "comunión" eclesial, el cristiano se hace disponible para la "misión". No habría espiritualidad cristiana sin referencia vivencial (afectiva y efectiva) a la Iglesia misterio, comunión y misión. El camino de la "espiritualidad" y perfección se hace servicio de la "Iglesia sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1).

      Es Cristo resucitado, presente en la Iglesia y en el mundo, quien ha comunicado el mandato misionero, como misión recibida del Padre bajo la acción del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 21-23; Act 1, 1-8). Por esto, la acción evangelizadora reclama una actitud relacional con Cristo: en Espíritu, por Cristo, al Padre (cf. Ef 2,18). La evangelización tiene, pues, dimensión "espiritual" de sintonía con los planes salvíficos del Padre, de relación personal con Cristo y de fidelidad a la acción del Espíritu Santo.

      La evangelización se vive con actitud de relación personal  respecto a Cristo que envía, acompaña y espera allí donde va el apóstol: "estaré con vosotros" (Mt 28,20). La dimensión espiritual de la evangelización consiste en la vivencia de esta realidad de fe.

      La espiritualidad del evangelizador se concreta en "actitudes interiores" (EN 74), todas ellas impregnadas de relación personal. Son actitudes de relación familiar con Dios, de confianza filial, de sintonía con los planes salvíficos de Dios, de amistad con Cristo, de fidelidad a la acción y presencia del Espíritu Santo, de escucha contemplativa de la palabra de Dios, de sensibilidad respecto a los problemas de los hermanos redimidos por Cristo, etc. Todas estas actitudes se traducen en una actitud comprometida para anunciar el evangelio a todos los pueblos. Sin esta actitud misionera, no se concibe la espiritualidad cristiana. Al mismo tiempo, sin las actitudes relacionales de espiritualidad, no existe una verdadera acción apostólica.

      Esta dimensión espiritual de la evangelización rompe la dicotomía entre la vida interior y la acción apostólica.

      La vivencia de la espiritualidad se convierte en sensibilidad respecto a las situaciones humanas concretas y actuales, a la luz del evangelio. Entonces se adquiere un verdadero sentido de la historia humana, afrontando los acontecimientos con los criterios, escala de valores y actitudes de Cristo Buen Pastor. De esta espiritualidad nace espontáneamente el sentido de comunión fraterna y el compromiso misionero de orientar toda la humanidad hacia la verdad de Cristo y, por tanto, hacia el amor, la solidaridad, la libertad, la igualdad, la justicia y la paz.

      El "espíritu" de la evangelización ("espiritualidad misionera") se convierte en un camino hacia la realidad completa, con toda su inmanencia y trascendencia. Es camino hacia Dios Amor y, por tanto, hacia todos los hombres y hacia todo el cosmos. Pero este camino pasa por el corazón, orientándolo hacia el único camino de salvación: Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6).

 

      C)    Documentos conciliares y postconciliares sobre la espiritualidad misionera

      La expresión "espiritualidad misionera" se encuentra en el decreto conciliar "Ad Gentes" (1965). Es la primera vez que aparece en el documento magisterial. Está en el contexto del objetivo de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos: "Este Dicasterio promueva la vocación y la espiritualidad misionera, el celo y la oración por las misiones, y difunda noticias auténticas y convenientes sobre las misiones" (AG 29).

      El tema en sí mismo (no la expresión literal), en todo su rico contenido, se encuentra explicado en el capítulo IV, que tiene como título "Los misioneros". Ahí se desarrolla la vocación misionera (AG 23), las virtudes (espiritualidad) del misionero (AG 24), la formación misionera (AG 25-26) y los Institutos Misioneros (AG 27). Como puede apreciarse en las notas, el tema viene a ser una continuación de la doctrina expuesta anteriormente por las encíclicas misioneras.

      El decreto conciliar "Ad Gentes" describe a los misioneros como portadores de una "vocación especial" (AG 23), que exige "vida realmente evangélica", expresada en fidelidad generosa a la llamada, de suerte que sean coherentes con las exigencias de la misión. Por esto "han de renovar su espíritu constantemente" (AG 24) y adquirir "una especial formación espiritual y moral" (AG 25). Imbuido de esta "vida espiritual", el misionero hará posible que "la vida de Jesús obre en aquellos a los que es enviado" (AG 25).

      Aunque de nuestro tema se hable explícitamente sólo en estos números citados (de los capítulos IV y V de "Ad Gentes"), todo el decreto conciliar aparece un dinamismo de disponibilidad cristiana para la misión.

      En los documentos postconciliares el tema de la espiritualidad misionera se fue profundizando paulatinamente. Empezó a cobrar actualidad desde la Exhortación Apostólica "Evangelii Nuntiandi" de Pablo VI (año 1975), donde se dedica todo un capítulo al "espíritu de la evangelización" (título del cap. VII).

      La palabra "espíritu" queda explicada en la misma Exhortación Apostólica, como "actitudes interiores que deben animar a los obreros de la evangelización" (EN 74).

      "Evangelii Nuntiandi" desarrolla la "espiritualidad" o "espíritu" de la evangelización como fidelidad al Espíritu Santo (EN 75), autenticidad de vida evangélica con una rica experiencia de Dios (EN 76), servicio de unidad (EN 77) y de verdad (EN 78), celo apostólico o caridad pastoral vivida con alegría pascual (EN 79-80). De este modo la Iglesia, reunida con María en el Cenáculo, fiel a las nuevas gracias del Espíritu, podrá realizar y promover la "evangelización renovada" que requieren nuestros tiempos (EN 81-82).

      La Constitución Apostólica "Pastor Bonus" (art. 86-88) ratifica el objetivo del Dicasterio misionero según las indicaciones de AG 29 y puntualiza algo más: "estudios de investigación sobre la teología, la espiritualidad y la pastoral misionera" (art. 86), el "espíritu misionero" (art. 87), las "vocaciones misioneras" (art. 88).

      La primera afirmación del capítulo VIII de la encíclica "Redemptoris Missio" es precisamente sobre la existencia de la espiritualidad misionera como "espiritualidad específica": "La actividad misionera exige una espiritualidad específica, que concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros" (n. 87). Se refiere a la "espiritualidad misionera" de que habla el título del capítulo.

      El decreto conciliar "Ad Gentes" había descrito la espiritual del misionero, detallando virtudes y actitudes concretas (AG 23-24) e instando a proseguir en la formación espiritual (AG 25). "Evangelii nuntiandi" había indicado un conjunto de "actitudes interiores" del apóstol (EN 74-80).

      La encíclica "Redemptoris Missio" sigue una línea descriptiva que corresponde al contenido de los capítulos anteriores y a la finalidad de la misma encíclica de elevar el tono de la disponibilidad misionera a lo Pablo (1Cor 9, 16, citado ya en el n. 1).

      El contenido de la encíclica se mueve en tres dimensiones principales estrechamente relacionadas: pneumatológica, cristológica, eclesiológica y pastoral. En el interior de la encíclica la actitud espiritual se encuadra también en la dimensión trinitaria, antropológica y sociológica.

      La fidelidad al Espíritu Santo (dimensión pneumatológica) es la actitud básica de la espiritualidad misionera ("espiritualidad" = vida según el Espíritu).

      La dimensión cristológica de la espiritualidad misionera se presenta como relación personal con él, imitación, seguimiento: "Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión, si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar" (n. 88).

 

      La dimensión eclesiológica de la espiritualidad misionera se expresa en amor a la Iglesia como la ama Cristo. Esta será la garantía de la misión: "Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo" (n. 89).

      La dimensión mariana de la espiritualidad misionera hace redescubrir y vivir la naturaleza misionera y materna de la Iglesia (Gal 4,4, 4,19; 4,26). "María es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (RMi 92; cf. LG 65).

      La dimensión pastoral de la espiritualidad se describe en la línea de la "caridad apostólica": "La espiritualidad misionera se caracteriza, además, por la caridad apostólica" (n.89).

      La dimensión antropológica de la espiritualidad está en estrecha relación con Cristo "que conocía lo que hay en el hombre (Jn 2,25), amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada" (n. 89).

      La encíclica coloca un tema básico de espiritualidad (la contemplación) al hablar de las nuevas situaciones actuales (dimensión sociológica), a modo de "nuevos areópagos" que interpelan a la Iglesia (culturas, medios de comunicación, desarrollo, liberación de los pueblos, derechos fundamentales, ecología, etc.), se señala "la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración... se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización" (n. 38).

      A esta problemática sobre la búsqueda actual de Dios, sólo se puede responder con una actitud verdaderamente contemplativa. El Papa lo afirma también como fruto de su misma experiencia misionera: "El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles: 'Lo que contemplamos... acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos' (1Jn 1,1-3). "El misionero ha de ser un contemplativo en la acción" (ibídem).

 

2. Naturaleza y significado de la espiritualidad misionera

 

      A) Espiritualidad misionera: vivir la misión según el Espíritu

      Si la "espiritualidad" cristiana significa "una vida según el Espíritu" (Rom 8,9), la "espiritualidad misionera" equivale a vivir la misión con fidelidad generosa al mismo Espíritu. Se conjugan, pues, dos realidades cristianas íntimamente unidas: espiritualidad y misión.

      La espiritualidad misionera es el estilo de vida que corresponde al mandato misionero de anunciar el evangelio a todos los pueblos. Las "actitudes interiores" del apóstol (EN 74) son, pues, su estilo o "espíritu": fidelidad generosa a la vocación y a la misión del Espíritu (EN 75), que equivale a cumplimiento del mandato misionero de Cristo según los designios salvíficos del Padre.

      Los temas teológicos y pastorales sobre la misión tienen necesariamente una dimensión de espiritualidad. Efectivamente, la misión supone respuesta vivencial y comprometida a los planes salvíficos y universales de Dios como agradecimiento de la fe recibida (dimensión trinitaria y salvífica); es cumplimiento generoso del mandato de Cristo (dimensión cristológica); es fidelidad incondicional a la misión y acción del Espíritu Santo (dimensión pneumatológica); es amor y sentido de Iglesia (dimensión eclesiológica); es prolongación de la acción evangelizadora de Cristo (dimensión pastoral); es cercanía comprometida al hombre concreto (dimensión antropológica y sociológica).

       La dimensión espiritual de la evangelización (como "espiritualidad misionera") no es, pues, ajena ni paralela a las otras dimensiones; pero tiene sus perspectivas, elementos y temario propios.

      La "espiritualidad misionera", como "espíritu de la evangelización" o dimensión espiritual de la misión, refleja el estilo de vida del apóstol, que se debe "renovar constantemente" (AG 24).

      La espiritualidad misionera es una parte integrante de la misionología como estudio de la función espiritual o vivencial de la misión.

 

      B) Datos fundamentales de la espiritualidad misionera

      Para poder relacionar la "espiritualidad" con la "misión", habrá elaborar unos datos fundamentales a partir de la figura del Buen Pastor, que se transparenta a través de las figuras misioneras de todas las épocas, desde Pedro y Pablo hasta nuestros días. Antes de elaborar una temática concreta, a base de análisis y síntesis, habrá que referirse a esos datos fundamentales como fuente de toda reflexión teológica sobre la espiritualidad misionera.

      La figura del Buen Pastor, con su fisonomía detallada es el punto de referencia de toda espiritualidad apostólica. Otros datos, más complementarios, podrán elaborarse a partir de las diversas épocas históricas, es decir, a partir del estilo misionero de cada momento del actuar evangelizador de la Iglesia.

      La acción magisterial de la Iglesia ofrece datos suficientes para elaborar la temática de espiritualidad misionera. A partir de la realidad misionera, emergen figuras e instituciones que subrayan algunos elementos esenciales de la misión, de modo que se pueda hablar de espiritualidad misionera peculiar.

      Las líneas básicas de la espiritualidad del apóstol o de las comunidades se pueden deducir de los tres elementos que componen la "vida apostólica" de todas las épocas históricas: seguimiento evangélico de Cristo, fraternidad o vida comunitaria del grupo, disponibilidad misionera. En realidad, es este último elemento el que matiza la generosidad evangélica y la vida fraterna del apóstol en general y del misionero en particular.

 

      C) Síntesis doctrinal

      Para captar todo el alcance de la espiritualidad misionera, no basta con delimitar su naturaleza y significado. Es también conveniente presentar una síntesis doctrinal que abarque un temario relativamente completo, en el que se puedan ver todos los elementos fundamentales indicados más arriba.

      Un buen temario o síntesis doctrinal podría derivar de la definición sobre la espiritualidad misionera. Este temario sería de tipo deductivo: naturaleza, niveles, alcance, aplicaciones, medios, etc. Pero podría también derivar de las realidades concretas de la vida misionera; sería entonces de tipo inductivo: situación, historia, dificultades, antropología, cultura, Iglesia local o particular, etc. El mejor método es siempre de síntesis de ambos tipos, el deductivo y el inductivo: elaborar una doctrina espiritual a partir de realidades misioneras iluminadas por el mensaje evangélico predicado por la Iglesia y vivido por los santos misioneros.

      Siguiendo estas líneas, un temario aproximativo podría ser el siguiente, siempre bajo una perspectiva vivencial:

      - Fidelidad al Espíritu Santo, en la misión de Cristo confiada a los Apóstoles y según los planes salvíficos del Padre.

      - Vocación misionera.

      - La comunidad apostólica.

      - Las virtudes concretas que derivan de la caridad pastoral.

      - La oración  como experiencia cristiana de Dios.

      - El sentido y amor de Iglesia misterio, comunión y misión.

      - La figura de María como Tipo de la Iglesia misionera.

 

      En todos estos temas, conviene distinguir si se trata de la persona del evangelizador o de la comunidad evangelizadora. La espiritualidad apunta a hacer disponible al apóstol y a la comunidad para la evangelización local y universal. Esta espiritualidad, personal y comunitaria, se basa en el seguimiento de Cristo que deriva de la misión.

 

3. Prioridades de la espiritualidad misionera

      A) Fidelidad al Espíritu Santo

      Todos los temas doctrinales sobre la espiritualidad misionera giran en torno al tema fundamental de la fidelidad al Espíritu Santo, puesto que se trata de una misión vivida bajo su acción salvífica. Pentecostés es el punto de referencia de la Iglesia misionera en cada época, que quiere renovarse reuniéndose en cenáculo con María, en espíritu de oración, escucha de la palabra, celebración de la eucaristía, vida comunitaria, para cumplir con "audacia" y con la fuerza del Espíritu la acción evangelizadora (cf. Act 1,14; 2,42-47; 4,31-35; cfr. AG 4; LG 59; EN 82; RH 82; RMi 92).

      Es el Espíritu Santo quien "infunde en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo" (AG 4). Por esto la espiritualidad misionera puede definirse como fidelidad al Espíritu Santo, que realiza en la Iglesia la misión confiada por Cristo (Jn 20,21-23). La unción y misión del Espíritu en Jesús abarca todo su ser, su vida y su acción apostólica.

      La fuerza y misión del Espíritu, que actuó en Jesús, es ahora la fuerza y misión de la Iglesia. Cada apóstol, como Pablo, se siente impulsado por el Espíritu y "prisionero" suyo (Rom 15,18; Act 20,22). La evangelización, como prolongación de la acción salvífica de Cristo, es eminentemente pneumatológica: "No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo... Es él quien actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por él"... Sin él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor" (EN 75).

      La "espiritualidad" del misionero consistirá, pues, en la fidelidad generosa al Espíritu Santo, que lleva al desierto (Lc 4,1), a la predicación y evangelización de los pobres (Lc 4,18), al gozo del misterio pascual (Lc 10,21). El discernimiento del Espíritu en la acción apostólica sigue estas mismas líneas bíblicas: oración, sacrificio, humildad, vida ordinaria de "Nazaret" (= "desierto"); amor preferencial por los que sufren, campos de caridad y servicio (= "pobres"), esperanza de confianza y tensión comprometida (= "gozo").

      La fidelidad al Espíritu Santo se traduce en relación personal con Dios como respuesta a su presencia, apertura a la luz de su palabra ysintonía con su acción santificadora y evangelizadora.

      B) Experiencia de Dios para la misión

      El fenómeno tal vez más llamativo de estos últimos tiempos, al comienzo de un tercer milenio de cristianismo, es el encuentro de las religiones no cristianas con el evangelio, como cuestionamiento sobre la "experiencia de Dios".

      Este fenómeno es parecido al que se encuentra en la sociedad "secularizada", que pregunta sobre el "silencio" y la "ausencia" de Dios: "Paradójicamente, el mundo, que, a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible" (EN 76).

      El "camino" de la oración, como camino relacional del hombre hacia Dios, es similar en todas las religiones (búsqueda del Absoluto, purificación, etapas, medio...), como una marcha hacia el "centro" de la vida, hacia la unificación del "corazón", hacia la armonía cósmica y hacia la fraternidad universal. ¿Cuál es la originalidad del cristianismo en esta búsqueda auténtica de Dios?

      Querer responder a esta pregunta trascendental con una síntesis teórica "mejor" o con una metodología psicológica "más perfecta", sería dejar el problema sin solución.

      La especificidad u originalidad del cristianismo consiste en esa "irrupción" de Dios en la historia de la humanidad y de cada uno, a modo de llamada inesperada o insospechada: revelación, encarnación, redención... en Cristo. "La venida del Espíritu Santo convierte e los Apóstoles en testigos y profetas, infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24).

      La espiritualidad cristiana se convierte, pues, en un hecho privilegiado de evangelización, en cuanto que debe colorear el concepto de misión (teología) y su aplicación metodológica (pastoral). El evangelizador debe presentar, a través de sus gestos de vida, su experiencia de Dios amor (revelado en Cristo), su experiencia de diálogo con Dios ("Padre nuestro"), su actitud de gozo pascual (esperanza) y su experiencia de las bienaventuranzas (hacer de la vida una donación).

 

      C) Formación espiritual para la vocación misionera específica

      Existe una vocación misionera general y especial. No se trata solamente de afirmar la existencia de esta vocación, sino que principalmente es necesario apuntar la formación en todos sus niveles. Cuando el concilio Vaticano II habla de la "vocación especial" o "vocación misionera" (AG 23), describe al mismo tiempo las virtudes y espiritualidad del misionero (AG 24) y urge a una formación espiritual adecuada (AG 25). "Evangelii Nuntiandi" comienza a describir "el espíritu de la evangelización" (EN cap. VII), hablando de las "actitudes interiores" que han de tener los evangelizadores, para "ser dignos de esta vocación" (EN 74).

      El tema de la vocación misionera puede estudiarse a nivel de teología (existencia y naturaleza de esta vocación), a nivel de pastoral (acción de pastoral vocacional) y a nivel de espiritualidad (señales de vocación, fidelidad, formación, etc.) (RMi nn. 32, 65-66, 79).

      La existencia de una vocación misionera específica reclama una actitud espiritual peculiar. Todo cristiano debe vivir la dimensión misionera de su propia vocación (laical, religiosa o de vida consagrada, sacerdotal). El misionero debe vivir la espiritualidad cristiana con los matices de su vocación. Como toda vocación cristiana, también la vocación misionera se caracteriza por unas señales: recta intención, decisión libre, idoneidad o cualidades. Todo ello ha que quedar garantizado por la admisión de la Iglesia. Por esto se necesita un período especial de formación, en el que se pueda dar un acertado discernimiento y acompañamiento.

      Los "sellados con vocación especial" misionera, tienen que estar "dotados" de "disposiciones y talentos", de suerte que estén "dispuestos a emprender la obra misional" según la misión que recibirán de la Iglesia. De este modo, quedan "segregados para la obra que han sido llamados, como ministros del evangelio, para que la oblación de los gentiles sea acepta y santificada por el Espíritu Santo" (AG 23; cf. Rom 15,16).

      La recta intención queda matizada por las motivaciones de la misión: comunicar la fe, implantar la Iglesia, extender el Reino, conducir los no creyentes a la plenitud en Cristo, etc. La decisión libre se constata en unas actitudes firmes ante la evangelización.

      Las cualidades o virtudes requeridas (idoneidad) se pueden resumir en las siguientes (cf. AG 23-25; EN 74-80):

      - fortaleza ante las dificultades de la misión;

      - sensibilidad y comprensión ante los valores auténticos de las religiones no cristianas;

      - visión sobrenatural de fe, que vaya más allá de una simple acción filantrópica;

      - presentar una vida que transparente el evangelio;

      - sentido y amor de Iglesia, traducido en obediencia;

      - vivir el carisma misionero de la propia institución.

 

       La fidelidad inicial debe ir madurando a través de la vida misionera, para convertirse en una actitud permanente de decisión, donación y gozo. Para apoyar esta actitud de seguimiento generoso y de misión universalista, habrá que presentar más claramente el carisma del grupo o del Instituto misionero al que se pertenece. Dios sigue llamando en cualquier situación histórica.

      La fidelidad depende de la gracia, puesto que la vocación es un don de Dios. Las comunidades tienen necesidad de apóstoles y misioneros; ello es un don (no un derecho) que Dios hace llegar a todos si cada uno corresponde según su responsabilidad. Precisamente por ello, se necesita la colaboración de la persona llamada y de toda la comunidad eclesial. Una comunidad evangelizada y evangelizadora es una comunidad que pide el don de las vocaciones y se prepara para recibirlas, sostenerlas y compartirlas con otras comunidades más necesitadas.

      La pastoral vocacional misionera se basa en esta oración y colaboración de todos. La fidelidad inicial y permanente ha de tener en cuenta los condicionamientos personales (psicología, herencia) y ambientales (familia, cultura...). La formación, en todos sus niveles (espiritual, humano, intelectual, pastoral), debe impartirse teniendo en cuenta los valores permanentes del evangelio (la fisonomía del Buen Pastor y de la "vida apostólica"), así como también las situaciones diferentes de cada época histórica.

      La formación espiritual misionera se basa principalmente en la llamada de Cristo, para estar con él y para ser enviado por él a fin de prolongar su misma misión de evangelizar, bautizando o configurando a cada hombre con Cristo y erradicando el espíritu del mal de todo corazón humano (cf. Mc 3,14; Mt 28,19-20).[1]

 

4. Dimensión misionera de la vida consagrada

      La vida consagrada, por la práctica permanente de los consejos evangélicos, tiene consecuencias misioneras que derivan de la misma consagración: "dilatar el Reino por todo el mundo" (LG 44). Esta responsabilidad misionera arranca de la misma naturaleza de la vida consagrada, que es:

 

      - consagración como oblación total,

      - seguimiento radical de Cristo,

      - pertenencia y de servicio especial a la Iglesia por medio de signos y vínculos especiales,

      - expresión de la maternidad de la Iglesia,

      - servicio de comunión universal (cf. LG 41).

 

      No deben olvidarse otros aspectos de la vida consagrada, que tienen gran repercusión en la disponibilidad y capacidad misionera: actitud permanente de conversión como apertura de amor esponsal, carisma fundacional, servicio especial de profetismo como expresión fuerte del seguimiento evangélico, pertenencia especial a la sacramentalidad de la Iglesia (por los signos de votos o compromisos)... En resumen, es un "estado (de vida) constituido por la profesión de los consejos evangélicos... que pertenece de manera indiscutible a la vida y santidad de la Iglesia" (LG 44).

 

      De esta realidad de gracia deriva un sentido profundo de gratuidad, gozo pascual, sencillez evangélica, audacia, misericordia, compasión..., que dan un colorido particular al seguimiento evangélico, a la fraternidad (familia) y a la disponibilidad misionera.

 

      Ad Gentes y Evangelii nuntiandi presentan una buena síntesis de la dimensión misionera de la vida consagrada. "Los Institutos religiosos de vida contemplativa y activa tuvieron hasta ahora, y siguen teniendo, la mayor parte en la evangelización del mundo" (AG 40). "Los religiosos, también ellos, tienen en su vida consagrada en medio privilegiado de evangelización eficaz. A través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedien­ta de los Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santi­dad de la que ellos dan testimonio. Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas. Ellos son por su vida signo de total disponibilidad para con Dios, la Iglesia, los hermanos. Por esto, asumen una importancia especial en el marco del testimonio que es primordial en la evangelización. Este testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento, de pureza y de transparencia, de abandono en la obediencia puede ser a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores" (EN 69).

 

      Los Institutos de "vida consagrada" tienen una responsabilidad peculiar respecto a la misión universal "ad gentes". La historia de la evangelización "ad gentes" presenta testimonios fehacientes de esta responsabilidad. Son tres los datos principales que estimulan a la misión: la gracia del bautismo llevada hasta la expresión de la vida consagrada, la gracia de la consagración por medio de la práctica permanente de los consejos evangélicos, el carisma específico del propio Instituto. La encíclica Redemptoris Missio repite la doctrina conciliar y del nuevo Código: "Dado que por su misma consagración se dedican al servicio de la Iglesia... están obligados a contribuir de modo especial a la tarea misional, según el modo propio de su Instituto" (RMi 69; can. 783).

 

      La exhortación Vita consecrata (1996) la presenta como signo eclesial que forma parte de la estructura "sacramental" de la Iglesia. De este modo, se hace itinerario trinitario, en el Espíritu, por Cristo, al Padre. Es itinerario espiritual, comunitario y misionero, que asume la totalidad de la persona en un amor esponsal a Cristo casto, pobre y obediente, para vivir de la presencia del Señor en medio de los hermanos (la fraternidad) y para "amar y hacer amar al Amor", según la expresión de Teresa de Lisieux, patrona de las misiones. De este modo, "la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo... se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús" (VC 72).

 

      La misión proviene de la misma consagración, como participación en la consagración y misión de Jesús (Lc 4,18; cf. can. 758). Sería impensable la "sequela Christi" sin la responsabilidad de dar testimonio del evangelio más allá de los propios límites de geografía, raza, cultura, y también más allá de las fronteras de la propia Iglesia local. "La Iglesia debe dar a conocer los grandes valores evangélicos de que es portadora; y nadie los atestigua más eficazmente que quienes hacen profesión de vida consagrada en la castidad, pobreza y obediencia, con una donación total a Dios y con plena disponibilidad a servir al hombre y a la sociedad, siguiendo el ejemplo de Cristo" (RMi 69).

 

      La encíclica Redemptoris Missio distingue entre Institutos de vida contemplativa e Institutos de vida activa, indicando la peculiaridad misionera de cada uno. Respecto a la vida contemplativa indica la necesidad de su presencia, como "preclaro testimonio entre los no cristianos de la majestad y de la caridad de Dios, así como de unión en Cristo" (RMi 69). La vida activa se presenta en el contexto de "inmensos espacios para la caridad, el anuncio evangélico, la educación cristiana, la cultura y la solidaridad con los pobres, los discriminados, los marginados y oprimidos" (RMi 69).

 

      La "secreta fecundidad apostólica" de la vida contemplativa (PC 7) queda así explicada en Ad Gentes: "Los Institutos de vida contemplativa tienen una importancia singular en la conversión de las almas por sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a su mies, abre las almas de los nos cristianos, para escuchar el Evangelio y fecunda la palabra de salvación en sus corazones" (AG 40).

 

      Entre los valores apostólicos de la vida consagrada, sobresale el tema de la "virginidad por el Reino", que "se traduce en múltiples frutos de maternidad según el espíritu. Precisamente la misión ad gentes les ofrece un campo vastísimo para entregarse por amor de un modo total e indiviso" (RMi 70). La encíclica misionera subraya la importancia de este testimonio de parte "de la mujer virgen, consagrada a la caridad hacia Dios y el prójimo, especialmente el más pobre" (ibídem). Juan Pablo II augura, a partir de este testimonio, fruto abundante en la pastoral de las vocaciones: "Es de desear que muchas jóvenes mujeres cristianas sientan el atractivo de entregarse a Cristo con generosidad, encontrando en su consagración la fuerza y la alegría para dar testimonio de él entre los pueblos que aún no lo conocen" (RMi 70).

 

      La vida consagrada presenta "una linea escatológica" o de anuncio y de encuentro final de toda la creación y de toda la humanidad con Cristo resucitado. Precisamente por esto, la vida consagrada forma parte especialmente de la Iglesia esposa y peregrina (cfr LG 48). De este modo, "preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial... y pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias" (LG 44).

 

      De esta línea de trascendencia y de escatología proviene la capacidad de inserción o "encarnación" en la vida terrena, para transformarla a la luz de las bienaventuranzas. La fuerza evangelizadora de la vida consagrada proviene de su relación con Cristo esposo resucitado presente. Ofreciendo su vida en holocausto, como el Buen Pastor, la persona consagrada se transforma en anuncio, presencia, transparencia y comunicación de la vida cristiana, que es vida de resurrección en Cristo.

 

      La armonía entre la dimensión escatológica y la de inserción (o "encarnación") está en relación directa con la "total consagración" por medio de signos eclesiales que indican pertenencia a la Iglesia como misterio, comunión y misión.

 

      La base fundamental del ser, del actuar y de la espiritualidad sacerdotal, es común a sacerdotes diocesanos y religiosos. La configuración con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor, exige para todos el mismo seguimiento radical (Vida Apostólica de los Doce), la misma disponibilidad misionera (local y universal) y la misma vida de "comunión" con los demás presbíteros del Presbiterio de la Iglesia particular, cuya cabeza es el Obispo. Las exigencias de "Vida Apostólica", al estilo de los Doce, son las mismas. La caridad pastoral es la quinta esencia de la espiritualidad sacerdotal, sea del sacerdote diocesano que del religioso.

 

      Ahora bien, todas estas realidades de gracia quedan matizadas por otras gracias, que podrían resumirse, para el sacerdote "diocesano", en la "incardinación", como pertenencia especial a la Iglesia particular y al Presbiterio, y como dependencia espiritual y ministerial respecto al Obispo; todo ello "como valor espiritual del presbítero" (PDV 31). En cuanto al sacerdote "religioso" (o de instituciones análogas), estas realidades de gracia quedan matizas por el "carisma fundacional", que se concreta en compromisos especiales de seguimiento evangélico y en modos peculiares de vida comunitaria y de misión.

 

5. Espiritualidad misionera para una "Nueva Evangelización"

A) Dimensiones de la Nueva Evangelización

      Dimensión cristológica: "Comunión íntima con Cristo... presencia consoladora de Cristo... lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88)

 

      Dimensión pneumatológica: "Docilidad al Espíritu... dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejante a Cristo" (RMi 87)

 

      Dimensión eclesial: "Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo" (RMi 89)

 

      Dimensión antropológica: "Fiel al espíritu de las bienaventuranzas, la Iglesia está llamada a... hacer revisión de la propia vida en el sentido de la solidaridad con los pobres" (RMi 60)

 

      Dimensión contemplativa: "El misionero debe ser un contemplativo en la acción" (RMi 91)

 

      Llamada a la santidad: "El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos" (RMi 90)

 

B) Encuentro e intercambio de la espiritualidad y de la contemplación entre religiones

 

      El encuentro actual entre religiones tiene lugar principalmente en el campo de la espiritualidad y, más concretamente, de la contemplación. A veces se convierte en un cuestionamiento mutuo sobre la experiencia peculiar de Dios. En relación con el cristianismo, el interés de las religiones aumenta respecto a los grandes místicos, dejando entrever algunas dudas sobre la actualidad, como si hoy la experiencia de Dios no apareciera tan claramente como en los santos del pasado.

 

      El aprecio por el cristianismo, de parte de las religiones, se va centrando cada vez más en un aspecto concreto: la irrupción insospechada de Dios Amor, que sale al encuentro del hombre, sin mérito ni preparación por parte de éste. Es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, hecho hombre, camino, consorte (esposo) en el caminar humano de búsqueda de Dios. "El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia... Cristo es su única y definitiva culminación" (TMA 6).

 

      El punto privilegiado de contacto, en este encuentro interreligioso, es el "silencio" o "apofanismo" de un Dios que es misterio inaccesible. En el cristianismo se afirma que Dios ha pronunciado su Palabra definitiva y personal (el Verbo) en este silencio, y que esta Palabra es "presencia" cuando parece "ausencia". Jesús es el Verbo Encarnado, el Emmanuel, Dios con nosotros. De este modo, la trascendencia absoluta de Dios Amor se hace la máxima inmanencia. Al cristiano se le cuestiona sobre su experiencia peculiar de esta realidad.

 

      El cristianismo no puede presentar una metodología peculiar, ni tampoco unos elementos culturales religiosos con la pretensión de ser mejores. Lo peculiar de la experiencia cristiana arranca de la inserción del mismo Dios en la propia realidad y limitación humana. Esa inserción divina es original, porque ya no es sólo su presencia y su mensaje, sino que el mismo Dios, en la persona de su Hijo, ha tomado la naturaleza humana. La experiencia peculiar cristiana no puede ser otra que el encuentro real y vivencial con Jesucristo. Por él y con la gracia del Espíritu Santo, ya podemos decir "Padre" a Dios, como "hijos en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 2,5).

 

      Se pregunta a los creyentes y a los evangelizadores sobre "un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente" (EN 76). Por esto, "el futuro de la misión depende, en gran parte, de la contemplación", puesto que "si el misionero no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). Sin esta experiencia de "contemplación", al estilo de Juan (cfr. 1,1ss), "la palabra corre el riesgo de hacerse vana e infecunda" (EN 76).

 

      Lo peculiar del cristianismo, que no destruye ningún valor religioso auténtico, consiste en la irrupción de Dios amor en la humanidad, más allá de las experanzas religiosas de toda cultura y de todo pueblo. "Cristo, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta el hombre al propio hombre" (GS 22).

 

      En Cristo, el "silencio" de Dio se hace Palabra definitiva. Toda religión, en su proceso de búsqueda de Dios, vislumbra que él es siempre más allá de toda experiencia. Cuando los dones de Dios (salud, bienestar, vida, etc.) desaparecen, queda siempre el misterio insondable de Dios. La fe cristiana, que es don de Dios, consiste en vislumbrar que, en esa "ausencia" y "silencio", Dios se da a sí mismo. No es una conquista, sino la recepción gozosa de que "Dios nos ha amado primero", porque "ha enviado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... Salvador del mundo" (1Jn 4,10-14).

 

      El encuentro de las religiones con el cristianismo tiene lugar, pues, de modo privilegiado, en el campo de la espiritualidad y contemplación. El cristiano no ha encontrado a Dios Amor en una conquista de interioridad, ni en la consecución de fenómenos extraordinarios, sino por gracia o don de Dios en la propia realidad y pobreza radical. Dios Amor espera a cada hombre en su propio corazón y en su propia circunstancia, porque la Palabra se ha insertado en la historia como "Verbo hecho carne" (Jn 1,14). Por esto Jesucristo "espera al apóstol en el corazón de todo hombre" (RMi 88). El caminar humano es un camino fraterno, abierto a la "sorpresa" y "misterio" de Dios.

 

      La "experiencia" de Dios en toda religión es algo vital, que abarca todos los campos de la vida, que tiende a la relación íntima con Dios, el Absoluto. Es siempre experiencia salvífica, que libera de la contingencia y de las limitaciones temporales, como un don de Dios, siempre inefable. La experiencia religiosa deja la necesidad y urgencia de comunicarla a otros. Pero es siempre experiencia muy limitada, porque siempre se vislumbra que Dios es más allá de toda experiencia. A Dios se le encuentra más cercano cuando parece más trascendente. Pero "a Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18).

 

      A pesar de estas limitaciones, la experiencia religiosa auténtica se expresa en la armonía y convivencia con toda la humanidad y con todo el cosmos. La diversidad de experiencias religiosas tiene un denominador común: Dios cercano y lejano, el mismo que se deja entrever de muchas y diferentes maneras en todas las culturas religiosas. El hombre sigue preguntando sobre Dios; esta pregunta da sentido a la historia humana y a la conviviencia entre los pueblos.

 

      Cuando la idea sobre la "experiencia" de Dios es una conquista, entonces el verdadero Dios desaparece. Esa falsa experiencia se convierte en otro factor de dominio sobre los humanos. El ateísmo y los fundamentalismos no son más que la idolatría del propio yo (o del propio grupo) en una transposición ideológica o pseudoreligiosa. Ningún creyente y, por tanto, tampoco el cristiano, escapa a este peligro de una falsa religiosidad, donde lo "religioso" se reduce a lo útil. La experiencia religiosa es auténtica si se expresa con la verdad de la humildad, es decir, con la convicción de haber recibido un don inmerecido de Dios, que debe compartirse con todos los hermanos.

 

      La experiencia peculiar cristiana tiene su punto de partida en el encuentro con Cristo, el Hijo de Dios enviado por amor. Ese encuentro es de fe, es don de Dios, es gracia; no es una conquista. la peculiaridad de la experiencia y de la salvación cristiana no anula los valores positivos de otras religiones; pero es un don inesperado, más allá de toda experiencia y esperanza religiosa. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para hacernos partícipes de su divinidad, compartiendo con nosotros su misma filiación divina (cfr. Jn 1,12.16; 1Jn 3,1).

 

      La experiencia cristiana, cuando aparece claramente en la vida de los creyentes, es una llamada a ir más allá de toda experiencia religiosa, sin humillar ni destruir ningún don de Dios. Llegar a esta experiencia no será nunca fruto de un proselitismo mal entendido o de una presión psicológica, sino de un don de Dios, quien, a su vez, quiere el testimonio y el anuncio de los que ya lo han recibido.

 

      Jesús, que envió a sus discípulos a anunciar la Buena Nueva "todos los pueblos" (Mt 28,19), había afirmado: "nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae" (Jn 6,44). La "preparación evangélica", que se encuentra en toda experiencia religiosa auténtica, llegará a su plena explicitación cuando el mismo Dios comunique el don de la fe. Esta comunicación, totalmente gratuita, va acompañada del signo claro de quienes, por creen en Cristo, transparentan al mismo Cristo y lo anuncian con autenticidad.

 

      El Espíritu de Dios, que está en el corazón de todo ser humano, conduce a llamar a Dios "Padre" en sintonía con los sentimientos y la realidad filial de Jesús: "toda oración auténtica está bajo la influencia del Espíritu... es suscitada por el Espíritu" (Juan Pablo II, Disc. 22 dic. 1986). Así es la dinámica de la nueva creación: en el Espíritu, por Cristo, al Padre (cfr. Ef 2,18).

 

C) "Semillas" y "huellas" del Verbo Encarnado

 

      Cuando, por medio de cualquier religión, se ha llegado a esa "experiencia", en la que Dios (o la trascendencia) se vislumbra como "más allá" de toda experiencia, de toda reflexión y de todo concepto, entonces la persona religiosa adopta una actitud de admiración ante el cosmos, ante los acontecimientos, ante los conceptos culturales, ante cualquier corazón humano y cualquier expresión religiosa de los demás. Ya no se fija tanto en las limitaciones y eventuales defectos. Toda expresión religiosa refleja algo de la Verdad, del Bien y de la Belleza. Las actitudes exclusivistas no son auténticamente religiosas.

 

      En las religiones tradicionales, Dios se hace cercano y familiar, manifestándose de muchas maneras en la misma vida (cap. 1). En las tradiciones hinduistas, el corazón quiere purificarse para llegar a la unión (y tal vez identificación) con Dios (cap. 2). En las tradiciones budistas, se intenta eliminar todo deseo para llegar a la trascendencia inmutable (cap. 3). Las tradiciones taoístas y confucionistas buscan mejorar el quehacer del camino humano personal y social para llegar a Dios (cap. 4). La tradición shintoísta se quiere identificar con el espíritu de Dios presente armónicamente en todas las cosas (cap. 5). La tradición hebrea se apoya en las promesas hechas por Dios a los primeros seres humanos y renovadas especialmente a Abrahán, Moisés y los profetas, sobre el Salvador y la salvación universal (cap. 6). La tradición islámica quiere recuperar la fe y esperanza de Abrahán, como sumisión perfecta a la voluntad de Dios (cap. 7). El hombre de todos los tiempos y de todas las culturas se pregunta permanentemente sobre el sentido de la vida humana y de la historia, de su origen y de su finalidad, sin poder borrar del corazón el deseo de trascendencia y del Absoluto (cap. 9).

 

      Jesús, el Hijo enviado por Dios Amor, ha venido a llevar a madurez todas esas semillas sembradas por el Creador desde los primeros seres humanos, y en todo pueblo y cultura (cap. 8). Su aportación no es una experiencia religiosa más, sino el don definitivo de quien es el mismo Dios de todas las religiones.

 

      Fijarse preferentemente en los elementos limitados o exóticos de otras religiones, no sería buena actitud religiosa. Elaborar un sincretismo a modo de amalgama indiferenciada de todos los elementos positivos, tampoco sería un buen camino que proponer a la humanidad, especialmente si se relativizaran algunos valores que tienen consistencia permanente o que son una iniciativa de la revelación divina. Una "religión" no puede pretender absorber a las demás eliminando sus contenidos, puesto que todas las religiones contienen factores regalados por Dios e insertados en una cultura y una historia.

 

      Pero si consideramos todos esos factores positivos como "semillas del Verbo"[2] y "preparación evangélica"[3], la orientación hacia Jesucristo, el Verbo Encarnado, no constituye un sincretismo o una absorción, sino el cumplimiento de lo que Dios ha querido desde el principio de la historia (cfr. Mt 5,17).

 

      No se trata de la absorción de las religiones en una (en el "cristianismo"), sino del desarrollo de todas ellas hacia una meta imprevista y sorprendente, aunque preparada por los anteriores dones recibidos de Dios. Jesucristo es Dios hecho hombre, "la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5), "el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6). De este realidad final, todas las religiones son una preparación diferenciada ("preparación evangélica"). El "cristianismo" será el garante de la respuesta definitiva de Dios, si la fe cristiana es "conocimiento de Cristo vivido personalmente", a modo de "decisión que afecta toda la vida" (VS 88). El desafío comenzó hace veinte siglos, con la llamada de Jesús a abrirse a los nuevos planes de Dios; el reto sigue siendo actual especialmente para todos los creyentes en él.

 

      Aquí encontramos el desafío mayor con que la comunidad cristiana (la "Iglesia" o comunidad "convocada" por Jesús) se ha encontrado en veinte siglos. No basta con tener a Cristo "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), sino que es necesario personalizar su mensaje (las bienaventuranzas y el mandato del amor), y expresar en la propia vida personal y comunitaria, que él "vive" resucitado (Act 25,19). Los "nuevos areópagos" necesitan "signos creíbles" (RMi 37-38,91).

 

      Las "semillas del Verbo", existentes en las diversas religiones, son, pues, una llamada de "conversión", que se dirige principalmente a los ya creyentes en Cristo. En este caso, la conversión recupera su significado más profundo: abrirse de todo corazón a los nuevos planes de Dios Amor, por Cristo y en el Espíritu, para toda la humanidad. De esta llamada a la conversión nadie queda excluido.  A nosotros se nos pide ser "huellas" del Verbo, insertándonos en toda cultura religiosa. También para nosotros la conversión consiste en "la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio, mediante la fe" (RMi 46). A partir de esta adhesión vivencial, otros descubrirán mejor las "huellas" de Verbo Encarnado.

 

      Tal vez las "semillas del Verbo", presentes en todas las religiones, han llegado a un momento de su itinerario en el que "reclaman" ya el encuentro explícito con el mismo Verbo Encarnado presente en los cristianos. Las "semillas" necesitan encontrarse con las "huellas" claras. No sería bueno demostrar una "superioridad" teórica y quedarse a la espera de una aceptación obligada por parte de los demás.

 

      Los no cristianos "tienen derecho" (EN 80) no a la fe, pero sí a escuchar, por el testimonio y el anuncio, que el Verbo ya se ha hecho hombre y que nosotros "hemos visto su gloria" (Jn 1,14). Ellos han empezado a "ver su estrella" (Mt 2,2). A nosotros nos toca indicar las pistas inmediatas (caminando con ellos) hasta llegar a la "pobreza" de Belén, donde Cristo se da a sí mismo. Es necesaria la acción del mismo Espíritu de amor que condujo (a Cristo y a su Iglesia) a "evangelizar a los pobres" (Lc 4,18). "Esta es la «Buena Nueva» que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y que todos los pueblos tienen el derecho a conocer" (RMi 44). La aceptación explícita de Jesús dependerá del don de Dios (la fe, la gracia), pero también de la respuesta libre de cada uno y del explícito anuncio y testimonio de los cristianos. Los "santos" y los "mártires" han sabido dar este testimonio de vivir y morir amando y perdonando.

 

      Los dones que Dios ha distribuido en todos los pueblos son "semillas del Verbo" e indican "la presencia y la actividad del Espíritu" (RMi 28). Son dones que "deben examinarse con la luz evangélica" (AG 11). Otro tipo de análisis llevaría a un sincretismo estéril. Sólo Jesucristo, el Verbo Encarnado, puede llevar a cumplimiento sus "semillas" presentes en todas las religiones de la humanidad (cfr. TMA 6; GS 22). "Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre" (RMi 28).

 

      Los valores auténticos de las religiones cuestionan al cristianismo. Hay que dejarse cuestionar por las "semillas del Verbo", para poder profundizar mejor el misterio de Cristo en el que ya creemos, pero que, en esta tierra, nunca vivimos perfectamente. Esas semillas trascienden no sólo los conceptos y expresiones culturales de los no cristianos, sino que también cuestionan nuestras elaboraciones teológicas, que, por válidas que sean, no pueden expresar perfectamente la fe.

 

      Toda la historia humana está centrada en Cristo, "imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas" (Col 1,15-16). Los "gemidos" o anhelos de toda la creación tienden a llegar a "la revelación de los hijos de dios" (Rom 8,19-22). Pero esas aspiraciones necesitan encontrarse con quienes ya han recibido la gracia de la fe y la expresan en sus vidas. El encuentro entre las "semillas" y las "huellas" explícitas del Verbo es una necesidad postulada por la naturaleza de los dones de Dios, quien ha enviado ya al "Hijo de su amor" (Col 1,13).

 

      El tiempo y la historia humana ya tienen sentido, porque, desde la encarnación del Verbo, "el tiempo llega a ser una dimensión de Dios" (TMA 10). La historia de cada ser y de cada grupo humano (con su cultura y religión) es ya como "biografía" de Jesús, quien ha dado la vida "en redención por todos" (Mt 20,28). Cristo está esperando a los suyos en el corazón de cada ser humano: "tuve hambre..., tuve sed... en verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,35-40).

 

      Este modo que tiene Dios de hablar y de actuar, afianza la dignidad de la persona y de las culturas humanas. La "palabra" que va diciendo Dios desde el principio de la creación (Sab 9,1), se ha hecho ya "Palabra" personal por medio de su Hijo Jesucristo, el "Verbo" Encarnado (Jn 1,14; cfr. Heb 1,2). El hombre ya puede responder con un "sí", que es reflejo de esa misma Palabra divina: "si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo, y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo" (TMA 7). En este sentido, Jesús es "el único Mediador entre Dios y los hombres" (1Tim 2,5-6).

 

      La esperanza de salvación, que ya se encuentra en todas las religiones, y las promesas hechas por Dios a toda la humanidad (especialmente desde Abrahán y Moisés), encuentran su cumplimiento en Jesucristo. "La plenitud de los tiempos" (Gal 4,4) indica que el tiempo o la historia ya ha encontrado su verdadero significado: "Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo... Entrar en la «plenitud de los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios" (TMA 9).

 

      Si todo ser humano está llamado a entrar en esos nuevos planes de Dios en Cristo, ello implica, por parte de los creyentes, que los hombres puedan "encontrar en la Iglesia el evangelio vivido"; en efecto, para toda persona de buena voluntad, que quisiera aceptar a Cristo, "sería una desilusión si, después de ingresar en la comunidad eclesial, encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación" (RMi 47).

 

      Es verdad que existe una acción salvífica de Dios que guía a toda la comunidad humana hacia Jesucristo resucitado. Pero esa acción es la misma que urge a la Iglesia a renovarse para ser "sacramento", es decir, signo transparente y portador de Cristo, de suerte que "la claridad de Cristo resplandezca sobre la faz de la Iglesia" (LG 1). De este modo, "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el evangelio a toda criatura" (VS 2). El evangelio aparece principalmente en los gestos de caridad y de solidaridad hacia todo hermano necesitado, prescindiendo de su religión, de su raza, de su ideología y de su condición social.

 

      La presencia de Cristo resucitado en la Iglesia garantiza su autenticidad, también en medio de las limitaciones históricas, de las que hay que pedir perdón. Pero para que el mensaje evangélico llegue a ser promulgado a nivel de conciencias y de culturas religiosas, es necesario que la comunidad eclesial esté "anclada en al corazón del mundo y sea suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo", dando "testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y, al mismo tiempo, del Dios Absoluto" (EN 76).

 

      La Iglesia, en cada época, está llamada a "manifestar el genuino rostro de Dios" (TMA 36), que ha hablado por medio de su Hijo único Jesucristo. Los veinte primeros siglos del cristianismo no siempre han sido transparencia del evangelio. El encuentro de las religiones y de la sociedad con el cristianismo tendrá lugar más allá de toda expresión cultural, es decir, en la verdadera experiencia de Dios, que supera todos los conceptos sin destruirlos.

 

      El diálogo entre religiones es principalmente diálogo de vida, a partir de la propia experiencia de Dios y con la disposición de abrirse a la nueva sorpresa de Dios, que sigue siendo él mismo, sin condicionarse a las criaturas. Dios se da a sí mismo, más allá de los méritos y conquistas humanas, e incluso más allá de sus dones: "éste es mi Hijo amado, escuchadlo" (Mt 17,5).

 

      Cristo ha venido a llevar a plenitud lo que Dios ya había sembrado en el corazón de todos. Al cristiano le atañe preparar ese encuentro de fe, que es un don de Dios: "cuanto de verdad y de gracia se encuentra ya entre las naciones... lo restituye a su autor, Cristo" (AG 9). La novedad cristiana, si se presenta y vive con autenticidad, no humilla a nadie, porque no se realiza propiamente como intercambio cultural, sino a partir del anuncio del Verbo Encarnado, que es don de Dios para todos y, por tanto, ya pertenece a todos: "nos ha nacido el Salvador del mundo" ( TMA 38; cfr. Lc 2,11). El anuncio ha de ser a partir de "la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      El "sí" a la Palabra de Dios, por parte de los creyentes en Cristo y por parte de quienes anhelan implícitamente esa misma fe, será siempre según el modelo de "la mujer", Madre de Jesús y figura de toda la comunidad eclesial y humana: "a partir del «fiat» de la humilde esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios" (MC 28). Ella, que es "la Madre de Dios y Madre de todos los hombres... interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad" (LG 69).

 

      Cuando en el corazón de un ser humano, un pueblo o una cultura religiosa, acontece este "sí" al misterio insondable de Dios, entonces aquel corazón, pueblo y cultura se sienten llamados por su verdadero "nombre": aquel nombre que eternamente estaba escrito y "elegido" en el Hijo, es decir, en el Verbo o Palabra personal de Dios Amor (cfr. Ef 1,3-4). Sólo este "sí" a los nuevos planes de Dios Amor en Cristo (su Palabra definitiva) puede salvar y llevar a madurez y plenitud todas las "semillas del Verbo" sembradas por Dios en la historia humana.

 

      Al creyente en Cristo le atañe "esperar contra toda humana esperanza" (Rom 4,18), urgido por "la caridad de Cristo" (2Cor 5,14), enrolándose en la paciencia milenaria de Dios Amor, sin anticiparse ni retrasar los planes del mismo Dios. En un momento de "nueva evangelización", lo más importante es preparar la casa, la "ecclesía" o familia de Jesús, como hogar de todos los hijos de Dios, donde cada uno se sienta acogido y pueda expresarse con autenticidad según los propios dones recibidos de Dios.

 

 

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Bibliografía:

J. ESQUERDA BIFET, Espiritualidad misionera, Madrid, BAC 1982; Teología de la Evangelización, Madrid, BAC 1995 (cap. X: Espiritalidad misionera);  Hemos visto su estrella (el erminar de las semillas del Verbo), Madrid, BAC 1996.



    [1]Vocación laical misionera: LG 31-35; AA 10; AG 21, 41; EN 73; CFL 7; RMi 71-72. Vocación misionera de la vida consagrada: LG 44; AG 40; EN 69; RMi 69-70; RD 15. Vocación sacerdotal misionera: LG 28; PO 10; AG 20; EN 68; RMi 67-68; PDV 15-18, 31-32. En toda vocación es esencial la vivencia de la presencia de Cristo en la propia vida: "Precisamente porque es 'enviado', el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. 'No tengas miedo... porque yo estoy contigo' (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

    [2]SAN JUSTINO, Apología II, 8. En los documentos del magisterio: AG 3,11; EN 53,80; RMi 28; VS 12,94; EA 67.

    [3]"La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que puedan tener finalmente la vida" (LG 16; cfr. VS 3). Es como una "pedagogía hacia el verdadero Dios o preparación para el evangelio" (AG 3).

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