Lunes, 11 Abril 2022 09:41

MISION: EXPERIENCIA DE ENCUENTRO CON CRISTO

Escrito por
Valora este artículo
(0 votos)

 

 

                 MISION: EXPERIENCIA DE ENCUENTRO CON CRISTO

 

              Preparar comunidades para el encuentro misionero

 

 

                                                         Juan Esquerda Bifet

 

 

 

      "El encuentro con el Señor produce una profunda transformación: el impulso de llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo" (EAm 68)

 

      "Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo" (NMi 40).

 

 

 

 

 

 

 

 


                                   INDICE

 

 

 

Presentación

 

I. LA BUSQUEDA DE DIOS EN EL CORAZON DEL HOMBRE

 

1. El corazón humano

2. Pueblos y culturas

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

II. DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

 

1. La creación y la historia

2. La revelación: Dios ha hablado

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

III. EL ENCUENTRO CON CRISTO

 

1. La fe como encuentro

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

3. El seguimiento personal y comunitario

 

IV. EL ENCUENTRO SE HACE MISION

 

1. Del encuentro, al encuentro

2. Comunidad y comunión misionera

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

V. EL ENCUENTRO DE TODOS LOS HERMANOS EN LA COMUNIDAD DE CRISTO RESUCITADO

 

1. El encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo encarnado

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

Conclusión

 

Bibliografía

 

Siglas


 

PRESENTACION

 

      La clave del tercer milenio será el encuentro con Cristo vivo, resucitado. Todo "creyente" que no tenga esta experiencia, a modo de "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), quedará desplazado y absorbido por el oleaje de un cambio profundo de época histórica.

 

      La humanidad entera necesita ver en los creyentes las huellas de Cristo resucitado. De nuestra experiencia de encuentro con Cristo, depende el que toda la humanidad llegue a ese mismo encuentro. "El Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

      En este momento de globalización de culturas y de fenómenos sociológicos, la misión consiste, más que nunca, en "comunicar a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      En realidad, todo corazón humano y todo pueblo está destinado a un encuentro explícito con Cristo: "Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida" (Bula IM 1). Pero para llegar a este encuentro se necesita el signo claro del Señor: "Nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo" (ibídem, 11).

 

      Si desde la Encarnación, "el Verbo Encarnado está unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22), ello indica que el camino de la humanidad está trazado y tiene en Cristo su cumplimiento: "La verdad, que es Cristo, se impone con autoridad universal" (FR 92). Pero la paciencia milenaria de Dios espera y prepara creyentes que sepan gritar, sin complejos y con sus propias vidas: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

 

      Bien se puede afirmar que "en el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «Ecce natus est nobis Salvator mundi»" (TMA 38). Pero son los mismos creyentes en Cristo los invitados a ser sus huellas vivas, de suerte que todos puedan decir con alegría: "Vámonos tras las huellas de Jesús" (Juan Pablo II, 29.6.99).

 

      La misión tiene, pues, una dinámica vivencial comprometida: pasar de la experiencia de encuentro con Cristo, al anuncio de que es posible este mismo encuentro para los demás hermanos. El encuentro con Cristo, por la fe y por la misión, es una gracia, un don de Dios; por ello mismo, es una invitación a colaborar con la propia iniciativa y responsabilidad.  "El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia" (EAm 68).

 

      El encuentro con Cristo no es una experiencia pasajera, sino que acontece y se estrena continuamente, de modo especial al escuchar su palabra evangélica y celebrar su donación sacrificial en la Eucaristía. El "día del Señor" (el domingo) es el momento privilegiado para reestrenar este encuentro con el Señor resucitado, que llamando y comunicando su misión.

 

      En ese encuentro vivencial con Cristo resucitado, como sucedió con la Magdalena, con los dos discípulos en el camino de Emaús y con los demás discípulos en el Cenáculo, la experiencia de encuentro se hace misión: "Como mi Padre me envió, así os envío yo" (Jn 20,21); "ve a mis hermanos" (Jn 20,17).

 

      A los cristianos de esta época nos ha tocado en suerte el privilegio de dejar las huellas de Cristo en el inicio de un tercer milenio de su nacimiento. Estamos en una época eclesial hermosa, fecunda y entusiasmante. Pero nuestros hermanos que todavía no creen en Cristo, no ven en nosotros el rostro del Señor. Con razón se puede afirmar: "Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, sin todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo" (RMi 92).


 

I. LA BUSQUEDA DE DIOS EN EL CORAZON DEL HOMBRE

 

1. El corazón humano

2. Pueblos y culturas

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

 

1. El corazón humano

 

      El corazón humano busca siempre la verdad y el bien. No ha habido nunca ninguna excepción. Urge recuperar un concepto realista y optimista del ser humano y de toda la comunidad humana. Pero este optimismo hay que matizarlo, porque en el mismo corazón hay nubarrones de oscuridad y tormentas de debilidad, que, a veces, conducen al error y al pecado. No obstante, siempre es posible recuperarse. Todo lo que sea violento no persevera en la historia.

 

      Esa es la realidad humana en su contexto integral de luces y sombras. Siempre queda lugar para la esperanza: "Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse" (GS 10).

 

      Los anhelos que anidan misteriosamente en el corazón del hombre, tienden a hacer la vida más hermosa, sin fronteras hacia dentro ni hacia el universo entero. Hay una armonía universal que debe discernirse y perfeccionarse. Dios ha hecho a todo hombre a "su imagen y semejanza" (Gen 1,26-27).

 

      La mirada del hombre hacia las cosas y hacia los semejantes se traduce en una inquietud de trascendencia: de dónde venimos y a dónde vamos. Nadie ha podido apagar nunca esta llama del corazón humano.

 

      Las cosas se escurren entre las manos y pasan para no volver, como una hoja seca que se lleva el viento. Pero la vida empezó a partir de "alguien", que ha dejado sus huellas imborrables de verdad, de bien y de belleza. El corazón busca siempre encontrarse con ese "rostro" que sopló con amor, con beso paterno, infundiendo algo de su misma vida en todo ser humano.

 

      Nadie podrá borrar nunca del corazón humano la huella de Dios. El hombre, "por su interioridad es superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14). El "corazón está inquieto" hasta encontrar a Dios, puesto que "en el interior del hombre habita la verdad" (San Agustín).

 

      En realidad, "el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda búsqueda" (FR 27). No se trata sólo de las diversas escuelas de pensamiento filosófico, sino de todo ser humano sin excepción, de las personas más desconocidas y marginadas, las cuales han sido, a veces, fuente de inspiración de pensadores, de artistas y de dirigentes de la sociedad.

 

      Es hermoso pensar que toda verdad o parte de verdad, descubierta por el hombre, es un bien de toda la humanidad  (sin fronteras en la historia y en la geografía) y es un jalón más en la marcha comunitaria hacia Dios y hacia el más allá. La búsqueda de la verdad se halla innata en todo corazón humano. Es una búsqueda que, aunque sea a tientas, siempre llega a descubrir algún rayo de luz.

 

      El hombre vive de esas luces que ha encontrado caminando, de sorpresa en sorpresa. Y siempre vislumbra que hay algo más o "Alguien" más. Con San Anselmo se puede afirmar: "Señor, tú eres más grande de todo lo que se puede pensar". Esas convicciones hondas son las que dan  sentido gozoso al caminar humano, ofreciendo la posibilidad de superar toda corrupción, ambición y división.

 

      Es verdad que el sufrimiento y la muerte parecen bloquear toda esa búsqueda; pero es siempre como si se intuyera que las cosas pasajeras y contingentes van dejando entrever a aquel que las ha regalado, el cual las retira para poder darse él mismo de un modo totalmente nuevo y definitivo. Las diferentes épocas históricas van purificando esa búsqueda, a veces de modo doloroso y dramático.

 

      El sentido de la vida aparece en esa búsqueda incesante del hombre sobre el más allá. Si Dios no existiera, la vida sería un absurdo. Si el hombre sigue buscando, es que Dios mueve su corazón: "Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el Absoluto" (FR 33). Cuando la búsqueda de Dios se ofusca, comienzan los atropellos hacia los hermanos.

 

      Se busca siempre a "alguien". Esa búsqueda sólo puede aquietarse en el encuentro con Dios "cercano", el "Emmanuel". Así "en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33).

 

      Dios se ha hecho siempre encontradizo con el ser humano, en el fondo del corazón, en los acontecimientos históricos, en la creación. Al manifestar la sed de Dios, todas las religiones, al margen de sus diferencias y peculiaridades, manifiestan una experiencia milenaria. Esta experiencia es siempre vital, diferente de las otras experiencias de la vida, puesto que es relacional con Dios, salvífica o sanante, inefable en su íntima naturaleza, abierta siempre a un más allá; pero nunca, en esta tierra, es experiencia directa de Dios.

 

 

 

2. Pueblos y culturas

 

      Los pueblos y culturas se han ido fraguando en un caminar de hermanos de una misma familia, donde se reflejan las actitudes hondas del corazón. Frecuentemente han aflorado personalidades excepcionales, que han sabido decir lo que muchos sentían sin saber expresarlo.

 

      Las avatares históricos hablan de migraciones masivas, tensiones guerreras, encuentros, expansiones y mestizajes. Todo ello ha ido cuajando en refranes o aforismos, canciones, poesías, danzas, tradiciones y costumbres. La inmensa variedad de pueblos y de expresiones culturales, no puede ocultar nunca la unidad de la familia humana.

 

      Al relacionarse con la naturaleza y con los demás hermanos, el hombre se ha manifestado tal como es: un ser relacionado. La  cultura es el modo de relacionarse con las cosas, con los demás y con la trascendencia. El ser humano se proyecta sobre su origen, su fin y el más allá. Ese anhelo de trascendencia, que es nota esencial e incancelable de toda cultura, es lo que constituye la "religión", como relación con Dios o con el Absoluto.

 

      Personas y comunidades humanas han reflexionado continuamente sobre su propia realidad. Lo importante es la realidad o verdad objetiva sobre la cual se reflexiona y no sólo los conceptos y las emociones. Las expresiones culturales pueden diversificarse casi hasta el infinito; pero la realidad humana o divina, sobre la que se reflexiona, es común a toda la humanidad.

 

      A la luz de la fe cristiana, se llegará a esta convicción: "Desde lugares y tradiciones diferentes, todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios" (FR 70).

 

      Toda cultura expresa de modo diferente y complementario el dinamismo del camino humano de un pueblo. Hay siempre intercambios y transformaciones profundas, como evolución armónica y crecimiento normal. No hay nada más opuesto a la cultura que el anquilosamiento y el exclusivismo. "Las culturas se alimentan de la comunicación de valores y su vitalidad y subsistencia proceden de la capacidad de permanecer abiertas a lo nuevo" (FR 71).

 

      El camino histórico y cultural de los pueblos tiende siempre a una plenitud que se intuye y nunca se alcanza del todo. En este sentido, se puede decir que toda cultura  está guiada por Dios para llegar a la plenitud en Cristo, no como exigencia intrínseca del proceso cultural, sino como llamada y gracia nueva, preparada en la misma cultura. "En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina" (FR 71)

 

      Ninguna cultura auténtica es contradictoria respecto a las demás y respecto a una nueva comunicación de Dios, que es la suma Verdad. De ahí que el encuentro con los demás hermanos, de cualquier cultura y religión, se fragua primero en el encuentro con la verdad que anida en todo corazón humano. Ello no quita la peculiaridad o los matices distintos de otras culturas, ni tampoco elimina la peculiaridad de Dios que se va manifestando de modo nuevo. Los sincretismo fáciles y los relativismos superficiales no son culturales ni respetan la peculiaridad del misterio de Dios y del misterio del hombre. En el fondo del corazón, el mismo Dios habla a todos de diversas maneras, pero siempre en la dinámica de una nueva manifestación suya que sólo será plena y definitiva en el más allá.

 

      Cuando una cultura encuentra a Cristo, no encuentra un valor cultural más o una experiencia religiosa como las demás, sino que encuentra la Palabra personal de Dios, que se ha hecho hombre como nosotros. No es, pues, un sincretismo, sino un salto al infinito de la nueva e irrepetible manifestación de Dios. Pero el encuentro con Cristo, por parte de cada pueblo, se expresa con fórmulas culturales diversas y, al mismo tiempo, válidas para todos los demás.

 

      Cristo es siempre más allá de toda expresión cultural válida y de toda experiencia psicológica sobre la trascendencia. Es el Verbo (la Palabra) insertada en nuestra realidad. Por esto es único e irrepetible, que no destruye ningún valor cultural y religioso precedente. Un día, en el más allá, las expresiones culturales ya no serán necesarias, porque "veremos a Dios tal como es" (1Jn 3,2). Cristo es más allá de toda experiencia religiosa o de interioridad.

 

      La palabra "cultura" (cultivo) tiene muchos aspectos o significados, pero fundamentalmente es el conjunto de valores de un pueblo que lo hacen diferente y complementario de otros pueblos. Las expresiones culturales son múltiples: arte, idioma, filosofía, costumbres, etc. Todas estas expresiones manifiestan el modo de relacionarse y de pensar sobre la creación, los demás hermanos, el más allá y el Absoluto (Dios). De igual modo que  toda cultura es respetable, así también ninguna tiene derecho a excluir, marginar o infravalorar a las demás.

 

      Los diversos criterios, valores y actitudes de todo ser humano sobre la trascendencia o el más allá, constituyen su ámbito "religioso". Es propiamente la relación con Dios, como origen y fin de toda la creación y especialmente del mismo hombre. A veces, esta realidad "religiosa" queda velada en algunas expresiones culturales; pero la negación de lo religioso no es valor cultural. Toda religión busca el significado integral de la existencia humana, en relación con Dios o la trascendencia y el más allá.

 

      "Las religiones, al tomar contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a dichos problemas con nocio­nes más precisas y con un lenguaje más elaborado" (NAe 2). La variedad de expresiones religiosas es debida a circunstancias sociológicas, históricas, psicológicas y, de modo especial, a experiencias personales y comunitarias. Los llamados "fundadores" de religiones han tenido una influencia decisiva en sus respectivos pueblos y, a veces, en la humanidad entera.

 

      La cultura no es, pues, contraria a la religión, sino que la religión es el aspecto principal de toda cultura. "Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales... hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmen­te, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano" (GS 53).

 

      Hay una providencia misteriosa de Dios, que guía a todo pueblo y a toda cultura, salvando la libertad de personas y comunidades. En todo pueblo hay un rico bagaje cultural y religioso, que camina empujado por un búsqueda.

 

      El cristianismo, a partir de la fe enraizada en la encarnación del Verbo, está capacitado para apreciar las culturas y religiones, especialmente en sus las actitudes básicas referentes a la vida, familia, sociedad y trascendencia, que son patrimonio común de toda la humanidad. La fe en Cristo ayuda a apreciar tanto los valores religiosos comunes, como los diferenciados; pero también invita a dar un salto cualificado por las mociones de la gracia.

 

 

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

      Durante toda la historia humana y en todos los pueblos, se puede constatar una "relación" con Dios o con la trascendencia. Esta relación ("religión") frecuentemente se la estructura en ritos y creencias, a veces a partir de algunas personas que han tenido una fuerte experiencia religiosa. No pocas veces, esta relación con lo divino ha quedado descrita en documentos o en tradiciones orales.

 

      Son, pues, muchas las vías para llegar al mismo Dios. Las religiones llamadas "tradicionales" se han decidido por el camino de la vida y de la creación. Dios es familiar, cercano, pluripresente. En algunas sociedades antiguas, Dios entraba en todas las estructuras personales y sociales. Algunas religiones peculiares de algún pueblo concreto (China, Japón, etc) tienen matices muy marcados: la vida como camino hacia Dios (taoismo), la armonía de la creación (shintoísmo), etc. En el hinduimo, a Dios se le busca y se le quiere encontrar para unirse a él, por un proceso o camino ("yoga") de desprendimiento de las cosas y del tiempo. En el budismo, se quiere llegar a una experiencia de más allá (trascendencia) que es indescriptible. En el Islam, se quiere cumplir la voluntad del único Dios, compasivo y misericordioso, inspirándose en la fe de Abraham, con la práctica de la oración, ayuno, limosna y peregrinación.

 

      En el Antiguo Testamento, que refleja los elementos básicos de todas estas religiones, se proclama una nueva irrupción de Dios en la historia (revelación personal), para preparar la venida del Mesías Salvador. Es la religión del antiguo Israel, todavía vigente en el hebraísmo, que sigue conservando aquellas gracias especiales de Dios.

 

      Se podría calificar a estas experiencias religiosas como de "preparación evangélica" o "semillas del Verbo", con verdadero valor, puesto que se trata de dones diferenciados por parte del mismo Dios. Pero hay que distinguir la revelación estricta del Antiguo Testamento, que es una preparación peculiar e inmediata hacia Cristo. "Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo

muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse, con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo" (FR 38).

 

      En realidad, el encuentro pluralístico interreligioso actual se puede considerar como un bien para las mismas religiones y para toda la sociedad humana. En el fondo de cada experiencia religiosa auténtica está el mismo Dios, Padre de todos, que ha querido respetar las diversas expresiones culturales. La construcción de toda la familia humana en una paz auténtica, pasa por el respeto a todas las expresiones religiosas, sin necesidad de caer en relativismo, sincretismo, indiferentismo, secularismo, sectarismo, racismo...

 

      Valorar a todas las religiones es un deber de justicia y de caridad, puesto que en todas ellas se pueden encontrar signos salvíficos de una presencia activa de Cristo. Son siempre signos que, como "destellos de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (NAe 2), llevan hacia Cristo, que es la revelación definitiva y que ha querido dejar en su Iglesia signos especiales de salvación.

 

      El cristiano sabe que su oferta religiosa no se contrapone a las demás, pero es la oferta definitiva de Dios, que previamente ha sembrado sus dones como preparación evangélica para encontrar a Cristo. Los dones que Dios ha dado a todos los pueblos se han llamado, desde el siglo II, "semillas del Verbo" (san Justino, Apología II,8), o también "preparación evangélica" (Eusebio de Cesarea, Praep. Evang. I,1). Clemente de Alejandría, refiriéndose al budismo e hinduismo, detecta en ellos una "pedagogía" divina que los guía hasta Cristo, "hasta que el Señor quiera llamarlos" (Stromata 1,5; 6,8).

 

      Esta actitud cristiana es de respeto y, al mismo tiempo, de reafirmación de la propia identidad de fe en Cristo. El concilio Vaticano II y su postconcilio nos ha acostumbrado ya a esta mentalidad: "La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones" (RMi 28; cfr. AG 3,11; LG 16).

 

      La fe en Cristo, el Verbo encarnado, como palabra definitiva de Dios, nos hace remontar a los orígenes de la creación y de la historia, buscando las raíces de toda la humanidad: "El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; en el mundo estaba... y no le conoció" (Jn 1,3-4,9-10). En él, todo ha de ser "sanado, elevado, completado" (AG 9). en efecto, hay que reconocer limitaciones e incluso pecado, en toda la historia humana.

 

      Cuando decimos "semillas del Verbo", reafirmamos, al mismo tiempo, la unicidad e irrepetibilidad del Verbo encarnado (Jesucristo). Ello nos hace descubrir momentos y etapas de una camino histórico que se dirige hacia él, el único Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El Señor no sólo disipa errores, pecados y limitaciones, sino que ha venido principalmente para "llevar a cumplimiento" (Mt 5,17) cuanto Dios ya ha sembrado en la historia humana.

 

      Los valores del Reino, que Dios ha sembrado en todos los pueblos, son una preparación para aceptar el Reino. La fe es un nuevo don de Dios, para aceptar el Reino de Dios, que es el mismo Jesús, ya "presente" entre nosotros (Mc 1,15). Jesucristo no es, pues, un extraño, sino el cumplimiento de una "preparación evangélica". El está presente "en el corazón de cada hombre" (RMi 88) y de cada cultura. "El Verbo encarnado es el cumplimiento del anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

      El Antiguo Testamento es una revelación peculiar de Dios, que tiende directamente a preparar la venida del Mesías (Cristo). El pueblo de Israel, portador de este mensaje, es "signo en medio de las naciones" (Is 11,12) y custodio de las esperanzas mesiánicas. Esa gracia de nuestros "hermanos mayores", sigue siendo válida e "irrevocable" (Rom 11,29), y apunta directamente hacia el encuentro con Jesucristo, porque la ley sigue siendo "pedagogo" hacia él (Gal 3,24). Dar el paso a la fe en Jesucristo, es una nueva gracia: "Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no le atrae" (Jn 6,44). No se puede obligar a la fe, sino que hay que preparar el camino para creer.

 

      Para todo cristiano, este planteamiento es un compromiso de cuestionarse si está preparado para detectar las "semillas del Verbo" y ayudarlas a madurar en Cristo. Nuestros hermanos que todavía no han encontrado a Cristo, son portadores de unos "anhelos" que el mismo Cristo ha venido a llevar a cumplimiento. Si ellos no ven en los cristianos los signos explícitos de Cristo, que "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38), no podrán aceptar, salvo milagro, la fe en el Señor. Nuestros conceptos pueden ayudar, pero la gracia (que es vida divina y, por tanto, caridad) es siempre más allá de toda reflexión humana.

 

      Dios, que ha sembrado todas esas realidades de gracia, invita a "recorrer juntos el camino de la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado" (FR 92). En Cristo ha aparecido "el misterio de la sabiduría de Dios" (1Cor 2,7). Es la sabiduría de las bienaventuranzas y del mandato del amor, como expresión de la particularidad del amor divino: darse gratuitamente. Por esto, "la caridad de Cristo excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios" (Ef 3,19).

 


 

II. DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

 

1. La creación y la historia

2. La revelación: Dios ha hablado

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

 

1. La creación y la historia

 

      Una hojita seca caída del árbol es una historia de amor. La vida que tenía la hojita se perdió, porque no era suya, sino que "alguien" se la dio. Pero quien se la regaló, lo hizo por amor al hombre, "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo" (GS 24).

 

      Las cosas pasan, pero dejan entrever que el Creador no pasa. El amor que Dios puso en las cosas no pasa. Y en este misterio de contingencia y trascendencia, Dios ha querido imprimir una pedagogía divina: al retirar sus dones, Dios se da  a sí mismo. Ya no es sólo el hombre que busca a Dios, sino que es el mismo Dios que busca al hombre. "Todo es gracia" y todo es invitación a amar: "Todas las cosas me dicen que te ame" (San Agustín).

 

      Hay una tensión en las cosas, que no tiene explicación natural. En efecto, las cosas "ya son" según el amor de Dios, pero "no son todavía" la donación personal del mismo Dios. El "encuentro" de este "ya" y "todavía no", será el encuentro definitivo. Esa tensión que Dios ha puesto en el corazón del hombre, es una señal y garantía del encuentro final ("escatología"). El corazón humano sigue siempre buscando, con una sed inexplicable que nada ni nadie, en esta vida, puede saciar. "Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti" (San Agustín).

 

      Si las cosas, al pasar, dejan entrever al que nos las regaló por amor, también los acontecimientos históricos (personales y comunitarios) son un signo de su venida y cercanía. En la historia humana todo se mueve según "los signos de los tiempos" (Mt 16,20). Dios nos quiere decir algo, pero no entendemos del todo porque nos falta la clave para discernir sus signos.

 

      La clave de la historia humana es que Dios, no sólo nos ha hablado de muchas maneras (cfr. Heb 1,2), sino que se ha introducido en la misma historia, formando parte de nuestra misma familia: "Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre" (TMA 9). Nuestro tiempo y nuestra historia ya tiene "dimensión divina" (TMA 10), porque Cristo hace de nuestra vida su misma biografía.

 

      Ninguna cultura puede prescindir de esa tensión hacia la trascendencia (como tendencia "religiosa"), que es herencia común de toda la humanidad. Por esto, la humanidad entera es una sola familia, con diferencias complementarias, que deberían enriquecer la unidad familiar de todos los pueblos.

 

      En todos pueblos, culturas y religiones hay gracias y dones de Dios, así como respuesta y colaboración humana libre, que a veces es de virtudes heroicas y también de debilidad y de pecado. Pero la historia es siempre salvífica, mirando hacia adelante, esperando siempre una nueva sorpresa de Dios, quien hace posible una respuesta humana sanante y liberadora. Dios, Padre de todos, ya ha enviado a su Hijo, Jesucristo, convertido en "el camino" (Jn 14,6) que se cruza con todos los caminos históricos y religiosos de los pueblos.

 

      La historia de cada pueblo y de cada persona es una historia de amor, que invita al creyente a adoptar una "mirada contemplativa" (EV 83). Con esta mirada de fe, se puede descubrir, en cada rostro humano, unos surcos y unas facciones que pueden reflejar, de algún modo, como preparación evangélica, "el amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rom 5,5).

 

      Si la creación comenzó por la palabra de Dios y con la comunicación del Espíritu (cfr. Gen 1,2; 8,1), la nueva creación, instaurada por Cristo, es un "nuevo nacimiento en el Espíritu" (Jn 3,5). Dios creó al hombre para comunicarle su misma vida, haciéndole "a su imagen y semejanza" (Gen 1,27). En Cristo, esa nueva vida tiene "la prenda del Espíritu" (Ef 1,13-14), para hacer de cada ser humano un "hijo en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5). Las gracias de Dios, comunicadas en diversos períodos históricos, no se contraponen. Dios, con su amor infinito, se comunica a todos los hombres, "elegidos en Cristo (por amor) antes de la creación del mundo" (Ef 1,3).

 

 

2. La revelación: Dios ha hablado

 

      Dios "ha hablado de muchas maneras" (Heb 1,1). Ha creado al hombre para relacionarse con él. Su palabra definitiva es él mismo, tal como es, expresándose a sí mismo en un amor infinito. Este "decir" de Dios será un día, en el más allá, visión y encuentro definitivo. De momento, caminamos "a tientas" (cfr. Hech 17,27), pero siempre guiados por las luces de la razón (creada por él) y por otras luces o inspiraciones que él mismo nos comunica.

 

      En la misma Sagrada Escritura, que contiene una revelación especial de Dios, se nos describe a la humanidad, desde los inicios, en relación con un Dios cercano, que habla y manifiesta su voluntad: a Adán y Eva (en el paraíso terrenal), a Noé (antes y después del diluvio), a los patriarcas. Aquello que Dios comunicó al corazón humano y a la humanidad, no se ha perdido, sino que se ha conservado en las conciencias y en los diversos pueblos y culturas. La providencia divina cuida de todos amorosamente.

 

      Desde Abraham y Moisés, la revelación de Dios es muy peculiar, puesto que es manifestación personal (de quien es por esencia) y tiende a la preparación inmediata de la venida de Cristo por medio de un pueblo, Israel, con la aportación inspirada de muchos profetas y santos escritores. Con la llegada de Jesucristo (que es la Palabra personal de Dios hecha carne), Dios nos ha dicho su palabra definitiva: "En él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre, y sobre la historia" (TMA 5).

 

      La razón humana es un destello de la inteligencia divina. Debido al pecado de los orígenes de la humanidad (cometido por nuestros primeros padres), la razón está debilitada; pero todavía busca y puede encontrar la verdad y el bien, cuya máxima expresión se halla en Dios. Esa búsqueda de Dios, por parte del hombre, es acompañada y guiada por Dios, quien busca al hombre para comunicarle su misma vida. La revelación divina, en sus diversas etapas, indica esta realidad de amor del mismo Dios, que se manifiesta y se da gratuitamente, mientras, al mismo tiempo, ha sembrado la búsqueda  en el corazón del hombre.

 

      El camino de la razón, que se va abriendo a la revelación gratuita de Dios, es camino de libertad: "La verdad os hará libres" (Jn 8,12). Dios no quiere autómatas ni esclavos, sino hijos responsables. Sin la revelación propiamente dicha, la razón puede encontrar la verdad sobre Dios y sobre el hombre; pero no llegaría nunca a la plenitud de la verdad, que se encuentra en Dios Amor, uno y trino, hecho hombre por nosotros, que comparte con nosotros su misma vida divina y que un día será visión cara a cara y unión plena y transformante.

 

      La fe es una respuesta libre a la verdad revelada por el mismo Dios, aceptando su mensaje por la autoridad del mismo Dios que revela. La razón y la fe, siendo distintas, "no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios" (FR 16). Gracias al asentimiento de fe en la revelación, la razón se trasciende a sí misma, sin contradecirse.

 

      El mismo Dios, que se ha manifestado por la revelación, ha expresado su mensaje con lenguaje y conceptos humanos y culturales. Por esto, "la verdad que nos llega por la revelación, es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón" (FR 35). En realidad, todos los destellos de la verdad, que Dios ha sembrado por la creación y la revelación, conducen "a la meta final, es decir, a la revelación en Jesucristo" (FR 38).

 

      El encuentro entre el hombre y Dios, fomentados por ambas partes, lleva al encuentro con Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Dios ha sembrado en el corazón del hombre y de los pueblos, muchas partecitas de verdad, que hacen posible (con la ayuda de la gracia) la acogida del nuevo don de Dios, que es la revelación propiamente dicha. Se pasa de lo implícito y embrionario, a la verdad explícita y plena.

 

      Después que Dios ha revelado su intimidad profunda (desde los primeros padres), la razón ya puede entrar en un proceso de comprensión de lo que Dios ha manifestado. Las diversas culturas humanas (con su derivación intrínseca hacia la religión o relación con Dios), son un esfuerzo por conceptualizar y expresar en ritos, fórmulas y estructuras, lo que el mismo Dios ha sembrado en el corazón y en la historia de los pueblos.

 

      Existen, a veces, grandes figuras (en las diversas religiones) que han legado una fuerte reflexión y experiencia sobre Dios. Todas esas "semillas" de verdad o "semillas del Verbo", llevan necesariamente (bajo el influjo de la gracia y respetando la libertad humana) al encuentro explícito con Cristo, el Verbo encarnado.

 

      La verdad de Dios, manifestada de muchas maneras (también la revelación como palabra de Dios), se dirige siempre a toda la humanidad, aunque puede valerse de etapas y  medios que muestran la paciencia milenaria de Dios. En este proceso de comunicación y de búsqueda, se puede observar una superación gradual y constante del miedo a la divinidad, o también a los acontecimientos históricos y a la realidad humana de dolor y de muerte.

 

      Cuando Cristo, el Verbo encarnado, acontece en la historia (por su Encarnación) y en el corazón humano (por la fe), queda destruida la angustia vital inherente a muchos estratos de la reflexión y de la convivencia humana. La historia camina hacia la paz de toda la familia humana, a partir de la construcción de la paz en el corazón, liberado de angustias, ambiciones  y divisiones, por un proceso de apertura hacia Dios Amor.

 

      Las gracias peculiares que Dios comunicó en el Antiguo Testamento siguen siendo válidas, también para detectar los destellos de luz y los valores permanentes en otras culturas religiosas. Dios reveló sus designios de salvación a los primeros padres (cfr. Gen 3) y a Noé después del diluvio (cfr. Gen 9). Con ellos y, por tanto, con toda la humanidad, hizo un pacto de amor ("Alianza"). Todo aquello se comunicó a toda la humanidad, y queda protegida por una acción providencial de Dios que continúa en cada pueblo y cultura.

 

      La renovación de la Alianza, que Dios quiso hacer desde Abrahán y los patriarcas, era en vistas a formar un pueblo peculiar (Israel), que, bajo su especial protección, custodiara esos dones, como patrimonio de toda la humanidad, hasta que viniera Cristo, el Mesías (cfr. Gen 12,2; 18,18). Con Moisés y los profetas, esa misma Alianza se renovó y afianzó, dando lugar a una religiosidad especial (con normas, fiestas y ritos) que "recordaría" eficazmente los principales acontecimientos de la historia de la salvación.

 

      Cuando leemos las "genealogías" sobre Jesucristo (cfr. Mt 1,1-17; Lc 3,23-38), recordamos que "Jesús nació de María", esposa de José, para asumir como propia esa historia humana universal, desde Adán y Eva. La "Nueva Alianza", sellada con la sangre de Jesús, es para la salvación y "redención de todos" (Mc 10,45). En ese árbol genealógico, hay santos y pecadores, de Israel y de otros pueblos.

 

      La venida del Hijo de Dios indica que "Dios ha enviado a su Hijo en la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), para completar o "llevar a la perfección" (Mt 5,17) lo que el mismo Dios había sembrado, como "semillas del Verbo" y "preparación evangélica", en todos los pueblos y, de modo especial, en el pueblo de Israel, que todavía conserva la gracia de las promesas (cfr. Rom 11,29). Lo que Dios manifestó y comunicó anteriormente, es armónico con la revelación definitiva en Cristo: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1-2).

 

      El mismo Espíritu Santo que ha inspirado las Escrituras y que ha dirigido la historia del pueblo de Israel de modo muy peculiar, se ha hecho presente y sigue haciéndose presente de modo activo en los otros pueblos: "En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino... Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre" (RMi 28).

 

      La misión del cristiano, en el inicio del tercer milenio, consiste en detectar las "semillas del Verbo" y llevarlas a su "madurez en Cristo" (RMi 28). Jesús detectó estas huellas en una mujer cananea (cfr. Mc 7,24-30), en un centurión romano (cfr. Mt 8,5-13), en unos gentiles que deseaban verle y a quienes les habló de su "exaltación" en la cruz, para "atraer todas las cosas" a él (cfr. Jn 12,20-32).

 

      El Espíritu Santo inspiró a Simeón a proclamar que Jesús era "la luz para iluminar a las naciones" (Lc 2,32). El apóstol vive pendiente de este discernimiento, comprometiéndose con "plena docilidad al Espíritu" hasta "dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 97). Entonces, todo apostolado, con sus múltiples expresiones y servicios, no es más que la manifestación de las huellas de Jesús en la propia persona del apóstol. La paciencia milenaria de Dios invita a saber sembrar sin esperar a ver el fruto inmediato.

 

 

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

      La revelación o manifestación personal de Dios Amor, culmina, de modo único e irrepetible, en la Encarnación del Verbo: "El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14). El Padre nos ha dado a su Hijo, que es su Palabra personal  y definitiva, y nos pide nuestra asentimiento libre, vivencial y comprometido: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo" (Mt 17,5).

 

      Ahora Dios ya "nos ha hablado por su Hijo" (Heb 1,2). De este modo tan peculiar, Dios se ha revelado como "Amor", porque "ha enviado a su Hijo al mundo para que vivamos por él" (1Jn 4,8-9). Ha llegado "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), en este momento en que "Dios ha enviado a su Hijo nacido de la mujer" (ibídem). Es "la Palabra definitiva" de Dios (TMA 5). Así "se ha introducido Dios en la historia del hombre" (TMA 9).

 

      Esta revelación definitiva de Dios por medio de Cristo, es también la revelación definitiva del misterio del hombre: "Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). El misterio de la Encarnación del Verbo "permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo" (EV 81), puesto que "el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

 

      Así se llega al "descubrimiento de Cristo como Salvador y Evangelizador" (TMA 40). En él escuchamos "la última llamada dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33).

 

      A la luz de esta revelación, comprendemos que toda la humanidad y toda etapa de su historia camina hacia el encuentro con Cristo. Los caminos son muchos y variados (según las diversas culturas religiosas y gracias de Dios), pero la providencia ha ido preparando todo cuidadosamente para que lleguen al Camino, que es el Verbo encarnado: "Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo" (FR 38).

 

      Es el mismo Dios, Creador e iniciador de la historia, quien ha enviado a su Hijo. La diversidad de las formas de "preparación evangélica" no disminuye el valor de la "plena verdad", que Dios ha revelado en Cristo (cfr. Jn 1,14.18). "En él están ocultos todos los tesoros de sabiduría y de ciencia" (Col 2,3). Por este don de Dios, Cristo forma parte esencial del patrimonio salvífico de toda la humanidad. Todos están elegidos y llamados por Dios a ser "hijos en el Hijo" (Ef 1,5). Así, pues, "sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva" (FR 99).

 

      Toda persona y toda comunidad humana, va llegando a la perfección del propio ser (personal y social), en la medida en que se abra vivencialmente a Cristo, que es "la única respuesta definitiva al problema del hombre" (FR 104). Cristo, como Verbo encarnado, único Salvador, es "el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

      Cristo resucitado es el único Salvador, en el sentido de llevar a la madurez todas las "semillas" de gracia que Dios ha sembrado en la humanidad a través de todos los tiempos. Dios no excluye a nadie de esta salvación, sino que incluye todo lo bueno como diversos pasos que ya se han dado en el camino hacia la plenitud que se encuentra sólo en Cristo. "La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana" (Bula IM 1). Es el mismo Cristo quien "pasó haciendo el bien"  (Hech 10,38) y quien sigue pasando (cfr. Lc 15,1-10) y esperando (cfr. Jn 4,6). Su salvación es plena porque se da él mismo, haciéndonos partícipes de su vida divina.

 

      Cristo es nuestro hermano desde su humanidad salvífica, como instrumento unido a su divinidad, que también quiere obrar por medio nuestro como "complemento" suyo (cfr. Col 1,24; Ef 1,23). La irradiación de su gloria tiene lugar principalmente desde su "anonadamiento" y desde su "cruz", para llegar a la resurrección suya y nuestra (cfr.Fil 2,7-11).

 

      Las bienaventuranzas son su "autorretrato" (VS 16; cfr. CEC 1717) y la pauta característica de toda vida cristiana: en toda circunstancia humana es siempre posible amar, es decir, hacer de la vida una donación, construir la vida dándose, a imitación de Dios Amor.

 

      Cristo es, pues, "la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres" (EAm 10). Sólo él ha podido decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).

 

      Aunque todas las religiones puedan presentar una experiencia verdadera de Dios, sólo en Cristo, Dios se revela como "Amor", en la máxima unidad de tres personas (cfr. 1Jn 4,8), hecho presente de modo especial e irrepetible por la Encarnación del Verbo. En este sentido, se puede afirmar: "A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer" (Jn 1,18).

 

      El Reino, que Jesús anunció es él mismo, presente en el mundo para realizar los planes de Dios: "El Reino de Dios está cerca..., creed en el Evangelio" (Mc 1,15). En él se cumplen todas las promesas sobre el Reino. En Nazaret, "a sus treinta años" (Lc 3,23) y después de leer el texto de Isaías sobre los tiempos mesiánicos, afirmó: "Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21).

 

      La encarnación del Verbo es "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), porque Jesús lleva a cumplimiento toda la historia de salvación. El ha asumido la historia humana como parte integrante de su misma biografía. Las esperanzas de salvación, que se encuentran en todas las religiones y, de modo especial, en el Antiguo testamento, se han cumplido en él. "En Jesucristo, Verbo Encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios... Cristo es el Señor del tiempo" (TMA 10).

 

      El concepto de "Reino", tal como aparece en la revelación, es muy rico de contenido. Significa el Señorío de Dios, reconocido por el hombre, que es la fuente de liberación y salvación definitiva. Jesús, en persona, es el Reino: "El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18). Las promesas mesiánicas ya han llegado a su cumplimiento en el "tiempo" de Jesús.

 

      Todo lo que prepare el encuentro con él, tiene valor de Reino. En este sentido, se puede decir que en todos los pueblos, culturas y religiones hay "valores de Reino", como huellas que tienden al encuentro con Cristo. En esos valores, todo creyente en Cristo puede detectar "anhelos" que tienden hacia él como a su "cumplimiento" (TMA 6). En realidad, "todo el que obra la justicia, nace de él" (1Jn 2,29).

 

      Quien vive de verdad los valores del Reino, en su propia cultura y religión, si es tocado por la gracia, se sentirá interpelado por la gran sorpresa de Dios: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). La búsqueda por parte de las religiones sigue siendo válida. Sólo falta el enlace de la fe. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

 

      El hecho de que Dios nos haya hablado "en su Hijo" (Heb 1,2), no significa que haya anulado su misma palabra comunicada a pueblos y culturas, sino que con ello hace patente que ha llegado el "cumplimiento" de esa palabra en Cristo, puesto que "en El Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5). El Reino, que es el mismo Jesús, con su mensaje y sus dones, se puede calificar como "carismático" o de gracia (presente en el corazón de cada hombre que se abre a Dios), eclesial (presente en la comunidad fundada por Jesús) y escatológico (tendiendo hacia el más allá o hacia el encuentro definitivo, donde nos encontraremos todos). Pero siempre es el mismo Jesús: en el corazón, en su comunidad eclesial, en el más allá.

 

      Todos los valores del Reino, escondidos en culturas y religiones, son invitados a aceptar la nueva ley del amor o "mandamiento nuevo" (Jn 13,34), que consiste en la puesta en práctica de las "bienaventuranzas" o de la perfección de la caridad, a imitación de Dios que sigue amando a todos y de Cristo que da la vida por todos (cfr. Mt 5,45; Jn 15,13). Los valores religiosos llegarán a su "cumplimiento" (Mt 5,17), sólo cuando los creyentes de otras religiones encontrarán la actitud cristiana de las bienaventuranzas. Es el desafío misionero de todo creyente en Cristo.

 

      Haciéndose hombre, Dios se inserta de modo especial como "el Camino" en los caminos históricos de la humanidad (cfr. Jn 14,6). Dios ha querido correr el riesgo de la historia humana, sin privilegios, verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, consorte y protagonista, sensible, Mediador y Salvador. La salvación que Jesús trae para todos es nueva, sorprendente, que no anula los anteriores destellos de salvación.

 

      A la luz de esta realidad histórica, "la salvación no puede venir más que de Jesucristo" (RMi 5), puesto que "en ningún otro hay salvación" (Hech 4,12). En él, muerto y resucitado, ha aparecido la salvación plena y definitiva "para todos los hombres" (Tit 2,11; cfr. TMA 38-39). Los destellos de salvación, presentes en todas las culturas y religiones, pueden sólo pueden llegar a su cumplimiento en Jesucristo. Es la salvación de hacer a todo ser humano hijo de Dios, por participación en la misma filiación divina de Jesús (Gal 4,6-7; Ef 1,5; Rom 8,14-17).

 

      "Creer en el Evangelio" (Mc 1,15), es una gracia que reclama un cambio de mentalidad y de vida ("conversión" como apertura a los nuevos planes de Dios), así como la adhesión personal a Cristo por una fe vivencial. Para dar este paso de conversión a la fe, se necesita el testimonio y el anuncio por parte de la comunidad de los creyentes, la Iglesia, que "está al servicio del Reino" (RMi 20). El anuncio tiene lugar por medio del testimonio de una "vida nueva" (Rom 6,4), para proclamar que el Reino, Jesús de Nazaret, ya ha llegado, y se presenta como "gozo grande" y salvífico "para todo el pueblo" (Lc 2,10), como "luz de las naciones" (Lc 2,32; Is 42.6) y "Salvador del mundo" (Jn 4,42).

 

      En todas las experiencias religiosas se puede observar que ya han constatado un Dios sorprendente y misterioso, siempre más allá de sus dones. La "sorpresa" de Jesús consiste en ser la "Palabra definitiva" (TMA 5; cfr. Heb 1,1-2): el Hijo de Dios, "nos ha contado" lo que el hombre nunca pudo saber de Dios (Jn 1,18). La peculiaridad de la experiencia cristiana de Dios no radica en los valores de una cultura diferente, sino en la "irrupción" especial de Dios en la historia por medio de su Hijo Jesucristo.

 

      La experiencia cristiana es de fe, aunque tiene sus repercusiones en la propia psicología y cultura. Por esto, enraíza en la misma realidad humana, tal como es, con la sorpresa de encontrar en ella, por la fe, a Jesucristo, que es el Verbo o "Palabra" personal de Dios, escondido en el silencio del corazón y de la historia (cfr. Jn 1,14; Sab 18,14-15). Pero la visión y encuentro definitivo con Dios, sólo será después de esta vida terrena.

 


 

III. EL ENCUENTRO CON CRISTO

 

1. La fe como encuentro

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

3. El seguimiento personal y comunitario

 

1. La fe como encuentro

 

      Creer en Cristo es un encuentro vivencial con él. No es posible este encuentro sin su gracia, porque es él quien se hace encontradizo. La fe es un don de Dios, que reclama una respuesta libre y comprometida. Aceptar la persona de Cristo y su mensaje, tal como es, es algo que transforma todo el ser, los criterios, la escala de valores y las actitudes.

 

      La fe vivida es todo un programa de santificación y de misión: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88)

 

      La apertura a la fe en Cristo se llama "conversión". Es un cambio de mentalidad y de actitudes, que deja atrás el error y el pecado, para "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). Es un proceso continuo, que inicia especialmente en el bautismo. Entrando en este proceso, se vive "la alegría de la conversión" (TMA 32).

 

      La adhesión a la persona de Cristo incluye la aceptación gozosa de su mensaje por entero. Reflexionar sobre la fe es "ciencia sabrosa" (San Buenaventura), que no admite el flirteo de los ensayos subjetivistas y de las dudas estériles. La "comunión íntima con Cristo" (RMi 88) es la consecuencia de su invitación: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      La reflexión sobre los datos de la fe se hace con toda la libertad de espíritu, a partir de un enamoramiento: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21). Todo el esfuerzo de la razón, ayudada por los medios culturales, es un proceso de clarificar y sistematizar, en vistas a profundizar y vivir mejor el misterio de Cristo. Este esfuerzo teológico tiene la nota de garantía cuando es una llamada a la contemplación, perfección, comunión de hermanos y misión.

 

      La misión no sería posible sin esta "experiencia de Jesús" (RMi 24), que invita a todos a entrar en la misma experiencia. Efectivamente, "es necesario que la nueva evangelización esté centrada en el encuentro con Cristo. El primer anuncio debe tender, por tanto, a hacer que todos vivan esa experiencia transformadora y entusiasmante de Jesucristo, que llama a seguirlo en una aventura de fe" (EAf 57).

 

      La Iglesia ha mirado siempre a María como "modelo de fe vivida" (TMA 43), "dócil a la voz del Espíritu" (TMA 48), "modelo de amor perfecto" (TMA 54). Así es el "conocimiento amoroso de Cristo" (CEC 429), que el mismo Señor reclama de sus seguidores: "Mis ovejas me conocen (amando)" (Jn 10,14; cfr. 14,21).

 

      El primer encuentro de Cristo con sus discípulos ofrece las líneas básicas de esta fe relacional, que incluye la aceptación de la persona y del mensaje del Señor: "¿Qué buscáis?... Maestro  ¿dónde vives?... Venid y lo veréis... Ven y verás" (Jn 1,38-39.46).

 

      Es el mismo Jesús el que invita a esta fe vivencial: "El que crea en mí, no tendrá nunca sed... Yo soy el pan de la vida... El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,35-57).

 

      La fe cristiana se traduce, pues, en relación personal y comprometida: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis... conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios" (Ef 3,17-19). Se trata de "vivir para aquél que murió y resucitó por nosotros" (2Cor 5,14).

 

      Entonces se afrontan la realidad y las dificultades para transformarlas en donación: "Todo lo puedo en aquél que me conforta" (Fil 4,13). La confianza en él destierra toda agresividad y todo desánimo: "Sé en quién he puesto mi confianza" (2Tim 1,12). La vida cristiana es complemento de la vida de Cristo: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20).

 

      Esta experiencia de Cristo en la propia vida, tiene lugar principalmente cuando el apóstol gasta su existencia para que otros encuentren a Cristo. "Precisamente porque es enviado, el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo... porque yo estoy contigo» (Hech 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

      La experiencia de encuentro con Cristo puede expresarse hasta en la marginación, la vida escondida y la misma cárcel, como testimonió Pablo, prisionero en la cárcel de Cesarea, en Palestina: "Jesús vive" (Hech 25,19). El Señor nunca abandona en estos momentos de la vida cristiana, cuando parece que él calla y está ausente. Basta un movimiento del corazón, por el que Cristo comunica que, en esos momentos, agradece lo que hicimos antes por él, pero que ahora sólo quiere la entrega de nosotros mismos, sobre todo cuando parece que ya no tenemos nada más que dar. Así sería la experiencia de Pablo en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tim 4,16-17).

 

      La novedad del cristianismo no estriba en una simple mejora de creencias, ritos y prácticas, sino en la adhesión personal a Cristo, el Verbo encarnado. Esta gran sorpresa de Dios, que nos ha enviado a su Hijo, se captará por el testimonio de cristianos que tengan la experiencia de haber encontrado al Salvador. Este testimonio no es la simple convicción de una verdad, sino que consiste en una vida cuyo centro sea el Señor: "No anteponer nada a Cristo" (San Cipriano y San Benito).

 

      La aceptación de las verdades cristianas por la fe, se concreta en una adhesión personal, un encuentro íntimo con "el viviente" (Ap 1,8). Sólo esa fe puede llegar a ser un reclamo para quienes todavía no han encontrado al Señor (cfr. VS 88). Esta convicción vivencial muestra a las claras que se ha tenido un encuentro con Cristo resucitado, tal vez como un movimiento inexplicable del corazón (cfr. Lc 24,32), en los signos que él mismo ha dejado en su Iglesia y en el mundo: su palabra viva, su Eucaristía y demás sacramentos, su comunidad de hermanos, todo hermano que sufre o necesita de nosotros...

 

      Esta experiencia de fe vivencial "afecta a toda la existencia" (VS 88) y es una opción fundamental que se traduce en un modo de pensar, sentir y amar como el de Cristo. El Señor se ha introducido en la vida de cada creyente como amigo fiel, como "maestro bueno" (Mc 10,17) y como quien comparte nuestra misma existencia y nuestro mismo caminar. En el corazón deja una convicción profunda e inexplicable de optar por él: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45). La decisión de compartir la vida con él, es la huella más profunda de su cercanía. Uno se siente imantado por sus palabras: "Permaneced en mí y yo en vosotros... permaneced en mi amor" (Jn 15,4-9); "quien come mi carne y bebe mi sangre... vivirá por mí" (Jn 6,58). Ya no se puede prescindir de él.

 

      Quien ha sido bautizado, ha quedado llamado a un proceso de santificación y misión. No se ha celebrado un simple rito, sino un signo eficaz que ha dejado una huella imborrable, un don o sello permanente del Espíritu (el "carácter"). Esa huella permanece siempre viva. Todo bautizado se ha "revestido de Cristo" (Gal 3,27), se ha "injertado en él", para "caminar con una vida nueva" (Rom 6,5-6). Quien contempla la vida de un cristiano y escucha su modo de anunciar a Cristo, tiene necesidad (y aún derecho) de ver y de intuir que Cristo "vive".

 

      A Cristo se le experimenta cercano, en la medida en que uno reconozca su propia realidad, sin escapar de ella, y se decida a seguirle sin condicionamientos. Toda vocación cristiana es de seguimiento evangélico. "Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino" (VS 19). "El seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización" (VS 119).

 

      No se puede anunciar a Cristo, si él no es el centro de la vida y la persona amada por quien se vive. Sólo quien comparte la vida con Cristo, con actitud personal de respuesta-encuentro-seguimiento, se hace "signo creíble" suyo (RMi 91). "El Salvador está siempre presente y del todo en los que viven en él" (Nicolás Cabásilas). La misión se hace realidad cuando el Espíritu Santo "impulsa a transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

 

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

 

      El encuentro vivencial con Cristo se hace relación personal. Esta relación consiste en saber "estar con Él" (Mc 3,13s: Jn 1,39) o como diría Santa Teresa, "estar con quien sabemos que nos ama".

 

      A esta relación personal se la llama oración y también "contemplación", porque se expresa con la "mirada" del corazón: "Lo que hemos visto y oído, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de la vida" (1Jn 1,1-3). Así lo manifiestan continuamente los Apóstoles: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,41-45).

 

      Contemplar o "ver" a Jesús es una cuestión de fe viva. No es la lógica humana la que dirige, sino el don de Dios que llamamos fe. De hecho, Juan, el discípulo amado, que anuncia esta experiencia (cfr. 1Jn 1,1ss), es el que "vio" a Jesús resucitado a través de unos signos pobres y de un sepulcro vacío: "Vio y creyó" (Jn 20,8). Es el mismo discípulo que, de este modo, podrá anunciar el misterio de la Encarnación: "Hemos contemplado su gloria, gloria de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

      El apóstol es tal porque anuncia esta experiencia como enviado por el mismo Señor: "Es testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91; cfr. EN 76). La acción apostólica "está sostenida por la contemplación" (VC 9), que consiste en la "comunión de sentimientos con él" (ibídem; cfr. Fil 2,5). Sin este testimonio contemplativo, como "experiencia de Jesús" (RMi 24), el apóstol "no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). En este sentido, se puede afirmar que "el futuro de la misión depende, en gran parte, de la contemplación" (ibídem).

 

      En realidad, el mensaje que vive y que anuncia el creyente es un conjunto de "palabras de vida eterna" (Jn 6,63-68). Son palabras que, en primer lugar, han hecho "vibrar" el corazón del mismo creyente y apóstol (cfr. Lc 24,32), para comunicarlas luego como "fuego" de amor: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

 

      La "mirada contemplativa" del creyente (EV 83) es reflejo de la mirada del mismo Jesús. Quien le ha descubierto allí donde parece que no está (traspasado en la cruz y "ausente" en el sepulcro vacío), ya está capacitado para encontrarle en todo hermano necesitado (cfr. Mt 25,40). Sólo quien ama al Señor le conoce de verdad (cfr. Jn 14,21) y le descubre en la bruma del lago: "Es el Señor" (Jn 21,7).

 

      A Cristo se le encuentra en la propia realidad pobre, no en las fantasías ni en las conquistas psicológicas; pero esa experiencia es posible sólo a través de su palabra viva, de su Eucaristía y sacramentos, y de su comunidad de hermanos. Esa experiencia de encuentro con Cristo no produce aires de superioridad ni de privilegios: "Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo" (1Tim 1,15).

 

      Se puede constatar en todas las culturas y religiones una experiencia de Dios, expresada de modo diverso, debido a la diferencia de manifestaciones culturales. Las expresiones de esta experiencia y la metodología para alcanzarla pueden ser diferentes, pero la experiencia misma (más allá de toda expresión) es un don del mismo Dios.

 

      La experiencia cristiana de Dios es participación y prolongación en el tiempo de la misma experiencia de Jesús. Se trata de dejarle orar y vivir en nosotros. Las experiencias de oración (que se pueden encontrar en otras religiones) pasan a ser actitud filial, hasta decir "Padre" a Dios, con la misma voz y amor de Jesús. Somos "hijos en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5) y, por tanto, es Cristo mismo quien ora en nosotros. Así nos ha amado el Padre, hasta "llamarnos hijos de Dios y serlo de verdad" (1Jn 3,1).

 

      Toda oración, cristiana y no cristiana, es una actitud relacional de autenticidad (reconocerse criatura ante el Creador) y de confianza ante la bondad de Dios. La peculiaridad de la experiencia cristiana consiste la fe en Dios Amor, revelado y comunicado por Jesús.

 

      No son las fórmulas ni los ejercicios de interioridad los que diferencian la oración cristiana de la no cristiana, sino la actitud filial comunicada por el mismo Jesús, quien nos ha hecho partícipes de su misma filiación divina. Gracias a esta participación en su misma vida, que se nos comunica por el Espíritu Santo, podemos decir "Padre" (Abba) a Dios, con la misma voz, el misma amor, la misma realidad filial de Jesús que vive en nosotros (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17).

 

      Dios "aguarda" en el corazón de todo hombre (cfr. GS 14). La "sorpresa" y la novedad de la experiencia cristiana de Dios consiste en que, en ese camino, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, se convierte en nuestro "camino" (Jn 14,6), en nuestro amigo-consorte o "esposo" (Mt 9,15), para "volver" al Padre con nosotros (cfr. Jn 16,28). Esa sorpresa no es una conquista, sino un don gratuito y una iniciativa de Dios que "es Amor" (1Jn 4,7), que "nos amó primero y nos envió a su Hijo al mundo para que vivamos por él" (1Jn 4,9). Ese don no es sólo para los cristianos, sino "para todo el mundo" (1Jn 2,2), llamado a creer en Cristo.

 

      Por la fe, se ha encontrado a Cristo, que es "el Verbo hecho hombre y acampado entre nosotros" para asumir nuestras circunstancias (Jn 1,14). La fe es un don que no produce aires de superioridad. Nuestro barro tiene el reflejo de la mirada de Dios amor, que ve en nosotros a su Hijo amado. El cristianismo es custodio del "don de Dios" (Jn 4,10) en "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4). Es una experiencia "narrada" por quien es "el unigénito" (Jn 1,8) que "ha visto al Padre" (Jn 6,46).

 

      Si toda actitud religiosa es relacional, especialmente en el momento de la oración, la peculiaridad del "silencio" de la experiencia cristiana de Dios, consiste en que ahí resuena "un silencio cargado de presencia adorada" y amada (OL 16). Así lo expresaba san Juan de la Cruz: "Una sola Palabra habló Dios en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída".

 

      Esta experiencia cristiana de Dios Amor es un don para toda la humanidad, porque éste es el designio salvífico del mismo Dios, que ha guiado providencialmente a todas las culturas y religiones: "Así se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: «Padre nuestro»" (AG 7).

 

      La experiencia comunicada por Jesús no destruye los valores positivos de otras experiencias, que pueden considerarse como "preparación evangélica". Por Cristo, todo hombre, si recibe el don de la fe, puede entrar en el misterio de Dios amor: "Nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Se necesitan testigos de esta experiencia de Dios Amor, porque "el futuro de la misión depende, en gran parte, de la contemplación" (RMi 91).

 

      Por el anuncio de esta experiencia, no se ofrece una nueva metodología de interioridad o de concentración, sino que se invita a entrar en la "nube luminosa" de un silencio peculiar, donde Dios habla ya por medio de su Hijo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadlo" (Mt 17,5). "Ver" a Dios, ya es posible por la fe en Jesús. Es un "contemplarle" más allá de toda experiencia, mérito y conquista humana.

 

      Quien entra en esta experiencia de fe, ya puede "escuchar" y "ver" a Dios donde parece que todo es "silencio" y "ausencia". La visión beatífica sólo será posible en el más allá. Mientras tanto, los acontecimientos son camino de Pascua con Jesús, que "pasa" hacia el Padre con nosotros (cfr. Jn 13,1). Todos los hermanos, sin distinción, ya aparecen como retazos de la biografía de Jesús prolongada en el tiempo (cfr. Mt 25,40). El corazón "arde" al contacto con los signos de la presencia de Jesús, que comparte esponsalmente nuestro caminar (cfr. Lc 24,32). Entonces todo creyente en Cristo se convierte en "un testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91). La misión del tercer milenio dependerá de esta experiencia contemplativa de los apóstoles, preparada ya en todas las culturas y religiones, pero que todavía no ha llegado a su madurez en Cristo.

 

 

3. El seguimiento personal y comunitario

 

      El encuentro vivencial, que se hace relación interpersonal, tiende a ser permanente, a modo de seguimiento. Se trata de "adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y destino" (VS 19).

 

      El seguimiento evangélico, al estilo de Jesús, se concreta en la actitud de reaccionar amando, siguiendo las pautas de las bienaventuranzas: en toda circunstancia, "amad... como vuestro Padre" (Mt 5,44.48). "Las bienaventuranzas... en su profundidad original, son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él" (VS 119).

 

      Mientras no se profundice la moral cristiana a la luz del seguimiento de Cristo, será imposible su aceptación y especialmente su práctica. Sólo quien está enamorado de Cristo, acepta su mensaje y sus exigencias en toda su integridad. El amor da sentido a todas las exigencias morales. Por esto, "la moral cristiana... consiste principalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia" (VS 119).

 

      El apóstol, a pesar de sus limitaciones, está llamado a ser la personificación de las bienaventuranzas; "es el hombre de las bienaventuranzas" (RMi 91). Los no cristianos y los no creyentes necesitan ver, en el creyente y apóstol, esa "alegría interior que viene de la fe" (ibídem), como fruto de haber unificado el corazón orientándolo hacia Cristo, sin anteponer nada a él. En ese testimonio evangélico se demuestra que "el amor sigue siendo la fuerza de la misión" (RMi 60).

 

      El seguimiento evangélico, personal y comunitario, comporta una "progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo" (VC 65), a modo de sintonía con su anonadamiento y con su cruz, para llegar a la fecundidad de la resurrección. Así se llegará a conseguir que "toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre" (Fil 2,5-11). No existe misión sin esa sintonía con Cristo crucificado y resucitado.

 

      Es verdad que el seguimiento supone renuncia. Es la regla principal del enamoramiento. Si el compartir la vida con Cristo no fuera desposorio y amistad profunda, la renuncia sería imposible o se convertiría en un peso insoportable. Cristo invita a correr su misma suerte y a beber su misma copa de bodas o de Alianza: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38). Sólo su amor esponsal puede dar sentido a "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      La lista de renuncias, elaborada por el mismo Cristo, no es una lista puritana y maniquea, sino que tiene una clave, sin la cual no es posible descifrar su contenido evangélico: "Por mi nombre" (Mt 19,29). El "nombre", en el contexto bíblico, es la misma persona y, en este caso, el mismo Cristo que ha declarado su amor para poder exigir amor: "Le miró con amor" (Mc 10,21); "como mi Padre me amó, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      Amar como Cristo, equivale a "dar la vida" (Jn 10,11). El Buen Pastor da la vida en la cercanía a todos los hermanos, en sintonía con su situación concreta, dándose él mismo, sin pertenecerse, según los designios amorosos del Padre, como esposo o consorte de toda la humanidad.

 

      Cuando decimos seguimiento "personal", en lenguaje cristiano significa que cada uno es irrepetible y que nadie le puede suplir. Pero precisamente por ello, la persona es esencialmente miembro de la comunidad eclesial. La persona del creyente en Cristo vive en comunión de hermanos, con Cristo "en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      Cristo se hace presente en la comunidad por medio de signos transparentes y portadores de su presencia y de su gracia. Son los signos de su palabra viva, los sacramentos (especialmente la Eucaristía), las personas llamadas a desempeñar diversos servicios o ministerios... Entonces la comunidad de personas creyentes (según su propia vocación, ministerio y carisma), forma "uno solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32).

 

      Es el Espíritu Santo, enviado por Jesús, quien da luz y fuerza para el encuentro y el seguimiento de Cristo, presente en los signos eclesiales de la comunidad. "La presencia del Resucitado en la Iglesia hace posible nuestro encuentro con El, gracias a la acción del Espíritu vivificante. Este encuentro, pues, tiene esencialmente una dimensión eclesial y lleva a un encuentro de vida. En efecto, encontrar a Cristo vivo es aceptar su amor primero, optar por El, adherir libremente a su persona y proyecto, que es el anuncio y la realización del Reino" (EAm 68).

 


 

IV. EL ENCUENTRO SE HACE MISION

 

 

1. Del encuentro, al encuentro

2. Comunidad y comunión misionera

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

1. Del encuentro, al encuentro

 

      La misión no es una simple acción social o filantrópica, sino un encuentro con Cristo que busca y espera a todos los hermanos, sin distinción de fronteras de ningún género. Precisamente por esto, se puede afirmar que Cristo espera al apóstol "en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

      Este encuentro con Cristo en el servicio misionero no sería posible sin la experiencia de fe vivida por parte del mismo apóstol. A los creyentes, "la venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 91).

 

      Así se puede afirmar que "el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de la vida" (RMi 88). El Señor le envía, le acompaña y le espera en la misión: "Id... estaré con vosotros" (Mt 28,19-20). "Quien nos ha llamado y enviado, permanece con nosotros" (PDV 4).

 

      El deseo de anunciar a Cristo es fruto de vivir de él: "La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11). "El anuncio apasionado de Cristo" (VC 75) proviene del "amor apasionado por Cristo" (VC 109). "Del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe" (CEC 429). La caridad de Cristo urge a la misión: "El amor de Cristo nos apremia" (1Cor 5,14).

 

      El profundo deseo de anunciar a Cristo nace del encuentro con él, puesto que escogió a los apóstoles "para estar con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14). Si se le ha visto ("contemplado") por la fe, se le quiere anunciar por la misión (cfr. 1Jn 1,1ss). Entonces la misión, sin olvidar los servicios necesarios de caridad, se hace invitación al encuentro con Cristo: "Ven y verás... lo llevó a Jesús" (Jn 1,42.46).

 

      La novedad de la misión cristiana radica en el misterio de la Encarnación del Verbo y de la redención. Cristo es el único Salvador. Por esto se anuncia a Cristo vivo, que murió y ha resucitado, para llamar a abrirse a él ("conversión"), transformarse en él ("bautismo") y formar parte de su comunidad eclesial (cfr. Hech 2,38ss). Así es el anuncio de Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, ), "el Salvador del mundo" (Jn 4,42).

 

      Anunciar hoy a Cristo, en una sociedad que pide experiencias y testigos, no sería posible sin esta orientación evangélica de invitar a vivir en Cristo (cfr. Jn 6,57; Gal 2,20). Quien ha experimentado esta vida en Cristo, ya no sabe otro modo de evangelizar: "Yo he de formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19).

 

      Vivir en sintonía con los amores de Cristo significa "llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y Buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (PDV 49).

 

      La misión es "comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús... estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, Buen Pastor" (PDV 57). La relación íntima con Cristo (por el encuentro con él) se concreta en ver a Cristo presente en todos los hermanos y servirle sin esperar recompensa. La misión es donación de gratuidad.

 

      A partir de este encuentro que se hace misión, se comprende la dinámica de renovación por parte del apóstol y de la comunidad apostólica: "El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial... Las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual, que el encuentro con Jesucristo vivo es camino para la conversión, la comunión y la solidaridad" (EAm 7).

 

      La misión, pues, se puede definir como dinámica de pasar de un encuentro a otro encuentro. "El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a El. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de ese encuentro" (EAm 68). Del encuentro con Cristo nace, pues, el impulso de la misión: "El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia" (ibídem).

 

      Entonces no existen obstáculos insuperables para la misión, ni ésta se queda circunscrita a unas fronteras limitadas. Toda misión cristiana, por ser prolongación de la misma misión de Cristo, tiende a ser (en diverso grado e intensidad) misión "ad gentes". La gratitud por el don de la fe se hace sintonía con todos los hermanos y con todos los pueblos. "La fe se fortalece dándola" (RMi 2).

 

      En el mensaje dirigido a la juventud de Roma (8.9.97), en vistas al Jubileo del año 2000, decía Juan Pablo II: "Para poder anunciar y testimoniar a Cristo, es preciso conocerlo y encontrarse con él... Sólo quien hace esta experiencia intensa y profunda de Cristo puede hablar eficazmente de él a los demás. Sólo quien cultiva una relación asidua con este divino Maestro, puede llevar hasta él a sus hermanos. El es la única persona capaz de responder plenamente a las expectativas de todo ser humano... Jesús no es solamente un gran personaje del pasado, un maestro de vida y de moral. Es el Señor resucitado, el Dios cercano a todo hombre, con quien se puede dialogar, experimentando la alegría de la amistad, la esperanza en las pruebas, la certeza de un futuro mejor... Confiad en Jesucristo!".

 

      Evangelizar es anunciar a Cristo "Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14). Es el mismo anuncio que proclamó el Señor: "Dios ha enviado a su Hijo al mundo... para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17). Se proclama a Cristo como "el Hijo unigénito que está en el seno del Padre" (Jn 1,18), "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15), el Hijo "enviado al mundo" por el Padre (Jn 17,36) con la "unción" y acción del Espíritu Santo (Lc 4,14.18). La misión tiende a "recapitular todas las cosas en él" (Ef 1,10).

 

      La salvación que ofrece Cristo es única e irrepetible, "para todos los hombres" (Tit 2,11), porque "en ningún otro hay salvación" (Hech 4,12), como "luz del mundo" que disipa las tinieblas (Jn 8,12) y "luz para iluminar a las naciones" (Lc 2,32). Dios se nos ha revelado así: "Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó... por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tit 3,4-6).

      Este anuncio llega a todos los sectores de la sociedad, sanándolos desde la raíz: salud, cultura, trabajo, libertad, convivencia, economía... Pero no se puede confundir con la filantropía, puesto que se apunta al bien integral del ser humano. Tampoco se puede confundir el anuncio evangélico con un simple encuentro y evolución cultural. Evangelizar es anunciar, celebrar y comunicar los planes salvíficos de Dios en Cristo, puesto que "todo ha sido creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,16-17). Todas las culturas están llamadas, por gracia, a llegar a la plenitud salvífica de Cristo, puesto que "de su plenitud hemos recibido todos, gracia por gracia" (Jn 1,16).

 

      La riqueza que se contiene en la palabra "evangelizar" es debida al contenido de la misma: se anuncia el gozo o la alegre noticia de que Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, es el Salvador esperado por todas las gentes. Se anuncia a Cristo, se da testimonio de su presencia por medio de una vida coherente, se invita a adherirse personalmente a él y a aceptar los signos salvíficos instituido por él y que constituyen la base de su comunidad o familia de creyentes (su "Iglesia"). "Evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo" (EN 26). Por esto, "evangelizar constituye la gracia y la vocación propias de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar" (EN 14).

 

      Evangelizar en una sociedad "icónica" (de imágenes) como la nuestra, comporta presentar los "signos" claros del evangelio. En realidad, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros" (RMi 42). Por esto, el testimonio de vida es "una condición esencial en vistas a una eficacia real de la predicación" (EN 76).

 

      El "evangelio" es, pues, "anuncio" del "gozo" salvífico en Cristo, que es "nuestra esperanza" (1Tim 1,1). Es "la esperanza que no defrauda" (Rom 5,5), precisamente porque "esperamos lo que no vemos" (Rom 8,25). Esa esperanza cristiana es "utopía" porque anuncia y promete un cambio radical de la humanidad y de la creación, donde sólo reinará el amor y la justicia (cfr. Ap 21,1-4; 2Pe 3,13). Es una "esperanza escatológica" o de una realidad "final", que ya se constata y construye en el presente, preparando "el cielo nuevo y la tierra" (Apoc 21,1).

 

      El primer anuncio del gozo evangélico tuvo lugar en Nazaret el día de la Encarnación: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1,28). Para proclamar este anuncio se necesitan personas que transparenten en la vida el "gozo de Dios Salvador" (Lc 1,47). Sólo se puede evangelizar "a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo" (EN 80). "La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe" (RMi 91).

 

 

2. Comunidad y comunión misionera

 

      La eficacia del grupo apostólico radica en ser "comunión", es decir, familia y sintonía de "un sólo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces Cristo está presente "en medio" de todos (Mt 18,20). En esa unidad, que refleja la comunión o familia trinitaria, se transparenta el Señor, haciendo de ella un signo eficaz de evangelización: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      La fuerza de la comunión consiste, pues, en que transparenta y comunica la presencia de Cristo resucitado. Las bienaventuranzas se personifican en el cumplimiento del mandato del amor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,35). La comunión es parte integrante del testimonio misionero: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32). La comunidad eclesial dejaría de ser "un hecho evangelizador" (Puebla 663), si en ella se resquebrajara la unidad: "La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí" (EN 77).

 

      La fuente inmediata de esta comunión eclesial es la Eucaristía, como "signo de unidad y vínculo de caridad" (SC 47). Es el centro de la vida de la Iglesia, "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11), "fuente y cima de toda la evangelización" (PO 5).

 

      El encuentro personal y comunitario con Cristo se hace misión, a partir de la Eucaristía: "La Eucaristía sigue siendo el centro vivo y permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial... es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo" (EAm 35).

 

      No se llegará nunca a la unidad del comunión en las comunidades eclesiales, sin la actitud permanente de conversión. Las divisiones se originan en la búsqueda y posesión de intereses personalistas o de grupo, así como en exclusivismos y exageraciones de cualquier signo. La comunión entre carismas distintos, distribuidos por "el mismo Espíritu" (Ef 4,4), se sostiene con esa actitud de conversión "ecuménica": "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (UR 7).

 

      La comunidad cristiana es esencialmente "comunión" ("coinonía"), como reflejo de la vida de Dios Amor. La comunidad "convocada" por Jesús, es decir, su "Iglesia" (Mt 16,18), es auténtica en la medida en que sea "comunión" de hermanos, con Jesús "en medio" (Mt 18,20), como reflejo del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cfr. Jn 17,21-23). Así era la primera comunidad eclesial de Jerusalén, donde todos eran "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Por esto, "lo tenían todo en común" (Hech 2,44).

 

      La Iglesia "comunión" respira siempre oxígeno universo; no es un grupo cerrado en sí mismo, sino "misterio", es  decir, "sacramento", signo eficaz, "instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). La Iglesia contribuye a la "edificación de un mundo más humano" (GS 57) en el grado en que ella misma sea "comunión". De este modo, "la unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia consti­­tuida por los hijos de Dios" (GS 42).

 

      Cuando la comunidad eclesial refleja "la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4), entonces se convierte en "signo levantado en medio de las naciones" (SC 2; cfr. Is 11,12). El signo de la comunión eclesial es el único que puede convencer a las religiones de los pueblos sobre la nueva irrupción de Dios en la historia por medio de Jesucristo. En el grado en que la Iglesia se haga comunión, por la unidad vital, oblativa y diferenciada de todos los creyentes en Cristo, en ese mismo grado será el "signo levantado" ante las religiones y culturas religiosas de los pueblos. Somos la Iglesia de la Trinidad, la Iglesia que es misión en el grado en que viva el misterio de la comunión.

 

      La realidad de la comunión eclesial es signo eficaz de la transformación de toda la humanidad, respetando la "autonomía" de las realidades temporales (GS 36) y salvando todos los valores culturales y religiosos. "Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra «comunión»" (SRS 40). La venida de Jesús, como Verbo encarnado, ha tenido como objetivo "establecer la paz o comunión con él y una fraterna sociedad entre los hombres" (AG 3). De este modo se ha constituido "un pueblo, en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en la unidad" (AG 2; cfr. Jn 11,52).

 

      Cuando la Iglesia vive la "comunión", se hace constructora de la comunión universal. Ella misma es el "cuerpo" de Cristo, donde debe reinar la armonía que proviene de profesar "una misma fe", de tener "un mismo Señor", de comer "un mismo pan" y de vivir de "un mismo Espíritu" (cfr. Ef 4,4-6; 1Cor 10,17). "En esta comunión está el fundamento de la misión" (RMi 75).

 

      Al vivir en comunión de hermanos, la comunidad eclesial es signo eficaz para hacer de toda la humanidad una "familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor" (GS 32). Sólo esta "comunión de vida" podrá mostrar a la Iglesia como "pueblo mesiánico", "germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación" para todo el género humano (LG 9). Jesús aparecerá entonces como "luz de las naciones" (Lc 2,32; Is 42,6).

 

      La "secta" es lo más contrario a la comunión eclesial, que refleja siempre la Trinidad y, consecuentemente, toda la humanidad redimida. Por esto, todos los títulos bíblicos de la Iglesia indican "comunión": cuerpo, casa, familia, templo, pueblo, esposa... (cfr. LG 6-7). La comunión de Dios Amor, uno y trino, es la fuente de la comunión eclesial, donde todos somos "familiares de Dios" (Ef 2,19, la comunidad amada por Jesús: "Mi Iglesia" (Mt 16,18), "mis ovejas" (Jn 10,14), "mis hermanos" (Jn 20,17), "mi madre y mis hermanos" (Lc 8,21), "los que tú me has dado" (Jn 17,4).

 

      El Espíritu Santo hace que la Iglesia vida "la verdad en la caridad" (Ef 4,15), escuchando la Palabra, celebrando la Eucaristía y los demás signos sacramentales, compartiendo los bienes con todos los hermanos. "Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea" (RMi 23).

 

 

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

      La misión como encuentro con Cristo, que nos espera escondido em el corazón de todos los hermanos, es un proceso de cercanía, según el estilo de vida del mismo Cristo. El se hizo cercano a los pobres, enfermos, pecadores, a los que buscaban la verdad, a todo ser humano en su situación concreta: "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

      Esta cercanía equivale a inserción en las situaciones humanas, a la luz de la Encarnación: "Habitó entre nosotros" (Jn 1,14). Es inserción acompañada con la autenticidad del testimonio, con la disponibilidad de arriesgarlo todo para anunciar a Cristo. A veces, este testimonio llega hasta el martirio: "El mártir es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. El sabe que ha hallado, en el encuentro con Jesucristo, la verdad sobre su vida, y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza" (FR 32).

 

      Al apóstol, "Cristo le espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88). A veces serán los ambientes culturales y religiosos, donde tendrá que inculturarse y entablar un sincero y respetuoso diálogo interreligioso. Otras veces serán las situaciones sociales de migración, pobreza, injusticia, guerra, enfermedad, marginación... Habrá de llegar a la niñez y juventud, a los adultos y ancianos, a la familia y a toda agrupación social. Allí hay que llamar a la "conversión", como apertura a la persona y al mensaje de Jesús, predicado, celebrado y vivido en la Iglesia. Las dificultades se agrandan cuando la sociedad ha entrado en una cultura de muerte y está dominada por el ansia de poder, poseer y disfrutar, anulando los derechos fundamentales de los más débiles.

 

      Básicamente la Iglesia sigue evangelizando en las mismas circunstancias sociológicas en que vivió Jesús. Las sombras, originadas por el pecado, no podrán apagar la luz de la verdad, que Dios ha sembrado en cada corazón humano y en cada pueblo. La voz de Cristo  resucitado, presente, sigue resonando en la historia: "La paz sea con vosotros; soy yo, no temáis" (Lc 24,36).

 

      A partir de los años setenta del siglo XX, se usa frecuentemente la palabra "inculturación". En realidad, es una aplicación de lo que se llama también adaptación, contextualización, "encarnación", inserción... "La inculturación es la encarnación del evangelio en las culturas autóctonas y, al mismo tiempo, la introducción de éstas en la vida de la Iglesia" (SA 21). No hay que olvidar que la religión constituye el corazón de toda cultura.

 

      Jesús, que es la Palabra personal de Dios, el Verbo hecho hombre, se inserta en las coordenadas culturales, geográficas e históricas. El misterio de la "encarnación", salvando su peculiaridad e irrepetibilidad, es la pauta para "encarnarse" o insertarse en las culturas. El misterio es siempre más allá de toda expresión humana cultural; pero esas expresiones culturales son válidas para anunciar y comunicar el misterio de Jesús. Las parábolas evangélicas indican esa inserción vital y comprometida en la cultura de su pueblo y de su época, sin esclavizarse a la misma. Así por ejemplo, con el símbolo cultural y bíblico de la serpiente de bronce (cfr. Jn 3,14; Num 21,8-9), Jesús anuncia su misterio pascual de salvación plena y definitiva.

 

      Los apóstoles siguieron esta misma pauta en el proceso de anunciar el evangelio en las diversas culturas de modo armónico y coherente. El discurso de Pablo en el areópago de Atenas (cfr. Hech 17,19-34) es un modelo de inculturación, para poder "hacerse todo para todos" (1Cor 9,19). Por esto, la inculturación o adaptación e inserción de la palabra revelada, "debe mantenerse como ley de toda evangelización" (GS 44). Una fe que no se insertara en la cultura y que, de algún modo, no se hiciera cultura, correría el riesgo de no ser plenamente recibida.

 

      El cristianismo, por su misma naturaleza, originada en el misterio de la Encarnación, se inserta en toda cultura y situación sociológica e histórica, como hizo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, y como hicieron los apóstoles.

 

      Una vez inculturados los contenidos evangélicos en una cultura (como ha sucedido ya en algunos países llamados cristianos), habrá que distinguir entre los contenidos de la fe y sus expresiones culturales, en vistas a insertar el mensaje en otros ambientes sociológicos, cuyos valores habrá que respetar, purificar y asumir. Esos nuevos valores ayudarán a comprender y a vivir mejor los contenidos evangélicos de la fe.

 

      Cuando la fe se ha inculturado en unas circunstancias sociológicas y culturales, puede decirse que se viste de un ropaje legítimo, pero nunca de valor absoluto. Ese mismo ropaje (v.g. la cultura hebrea o griega del Nuevo Testamento) no destruye ni infravalora los valores auténticos de otras culturas. Cuando se anuncia el evangelio, no se implanta una cultura en otra (aunque sí hay, de hecho, un encuentro cultural), sino que se anuncia una palabra revelada, que es siempre más allá de toda cultura y que necesita, al mismo tiempo, expresarse por medio de culturas concretas.

 

      Este proceso de inserción del evangelio en las culturas ("inculturación") no termina nunca, debido a que las culturas también evolucionan y se entrecruzan. El proceso de inserción del evangelio en las culturas religiosas de cada pueblo, equivale a una actitud respetuosa capaz de valorar todo lo que sea destello de "verdad" y de "vida", con la convicción profunda de que Cristo es "el Camino" que se cruza con todos los caminos religiosos de la humanidad. Cada cultura y cada religión caminan hacia la plena "libertad" en Cristo (cfr. Gal 4,31).

 

      Si el evangelio se inserta en las culturas, esas mismas culturas, ya embebidas de evangelio, se convierten en un factor de unidad universal, por encima y más allá de todo rito, raza y pueblo. Sería totalmente opuesto al evangelio, la actitud de sobrevalorar las expresiones de la propia cultura "cristianizada", por encima de otras expresiones culturales que son también válidas y parte del patrimonio universal.

 

      El proceso de inculturación, cuando es auténtico, tiende a rectificar y armonizar continuamente una doble perspectiva: hacia la Encarnación (valoración del hombre a partir de Dios hecho hombre) y hacia la redención (perdón de los pecados y salvación definitiva y escatológica). "La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído... Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo" (GS 58).

 

      La comunión eclesial y humana, construida como reflejo de la comunión trinitaria, supera toda ruptura y división entre cristianos, que ha sido sigue siendo "uno de los grandes males de la evangelización" (cfr. EN 77). La comunión eclesial es posible, porque "para Dios no hay nada imposible" (Lc 1,37). Los dones de Dios son para compartir. Cuando esos dones se comparten con los hermanos, aparece la sorpresa de Dios: El se da a sí mismo.

 

      La inculturación hace misionera a la misma comunidad ya inculturada, como garantía de que se ha recorrido rectamente el proceso de inserción del evangelio en la cultura. La cultura que ha asimilado el cristianismo, se ha potenciado en sí misma y se ha capacitado para compartir con otras culturas el mensaje evangélico recibido. El evangelio inculturado es fuente de nuevos apóstoles.

 

      En todas las culturas hay elementos y conceptos universalmente válidos. Cuando la revelación cristiana asume uno de estos conceptos (purificándolo), no solamente favorece a la cultura, sino que también asume una expresión que ya será siempre válida y universal (aunque imperfecta y mejorable). Por esto, el proceso de inculturación queda siempre abierto y es una fuente para comprender y expresar mejor la misma revelación (que siempre se ha expresado por medio de conceptos culturales existentes anteriormente). "El carácter universal del contenido de la fe" (FR 69) afianza el valor de las diversas expresiones culturales y las ayuda para un legítimo intercambio.

 

      El Misterio de Cristo se anuncia a todos los pueblos y culturas, que son diferenciadas y, al mismo tiempo, parte integrante de todo el patrimonio cultural de la humanidad. "La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios" (FR 70).

 

      Este encuentro entre fe y cultura (y también entre fe y razón), salvando la identidad de cada una, "ha dado vida a una realidad nueva" (FR 70). Es algo que dinamiza toda la acción misionera de la Iglesia, exigiendo una mayor renovación contemplativa y evangélica de la misma: "Toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia la plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina" (FR 71).

 

      No cabe, pues, el complejo de superioridad, de parte del apóstol: "Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por El en la historia y en la cultura de un pueblo" (FR 71). La misión es una llamada a las culturas "hacia la plena explicitación en la verdad", contenida en el misterio de Cristo (ibídem).

 

      Este proceso de inculturación es intrínsecamente misionero, porque presupone la unidad fundamental de la familia humana, ratifica el valor de los conceptos culturales, para expresar analógicamente la verdad revelada y valora las culturas locales en el contexto universal de la comunión eclesial y humana (cfr. FR 72; EAm 11, 16, 64, 70-72; EAf 62). La única verdad infinita, que está en Dios, se ha manifestado, de modo distinto y complementario, en las culturas (como reflexión humana) y en la revelación (que reclama una actitud de fe).

 

      El encuentro definitivo y pleno sólo será posible en Cristo, "la Palabra de la vida" (1Jn 1,1). No es encuentro entre dos culturas, sino entre Dios que envía a su Hijo y las semillas de esa venida que el mismo Dios ha sembrado en el corazón humano y en las culturas de los pueblos. Cristo, la Verdad, es la meta. Sólo caminando hacia esa meta, será posible "superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado" (FR 92).

 

      El cristianismo, por haber recibido la Palabra personal de Dios, que es el mismo Jesús, está llamado al diálogo con la sociedad, las culturas y las religiones. "La Iglesia se hace palabra... se hace mensaje... se hace coloquio" (ES 60). El diálogo definitivo ha empezado en Cristo, quien invita a entrar en la comunión de Dios amor, uno y trino.

 

      El diálogo es encuentro entre hermanos que intercambian los dones recibidos del mismo Dios. La palabra humana se inspira en la palabra de Dios, que puede manifestarse "de muchas maneras" (Heb 1,1). Entonces el diálogo se hace posible, tanto en la diversidad de pareceres y de doctrina, como en las diferencias de la vida práctica. A partir del Verbo encarnado, que es la palabra personal de Dios, y guiados por su luz, se puede entrar en diálogo, primero con los componentes de la propia comunidad cristiana (diálogo espiritual y pastoral), luego con los cristianos de otras comunidades eclesiales (diálogo ecuménico) y finalmente con las otras religiones o culturas (diálogo interreligioso, inculturación).

 

      El verdadero diálogo entre hermanos es "interior impulso de caridad" (ES 59). Cuando el cristianismo quiere entrar en diálogo con las situaciones, las culturas y las religiones, tiene que realizar un proceso de autoconversión y de renovación: tomar conciencia de lo que es ser cristiano y de lo que es ser Iglesia, observar y escuchar otras aportaciones de la verdad y del bien, disponerse a una fidelidad mayor respecto a la revelación predicada por Jesús, para poder anunciarlo y comunicarlo adecuadamente a los demás que ya tienen una cierta preparación evangélica.

 

      Cuando el diálogo es entre diversas experiencias religiosas (o diversas religiones), entonces se llama interreligioso. Este diálogo puede tener lugar a nivel de doctrina o reflexión teológica, a nivel estructural y organizativo, a nivel de cooperación caritativa o social, a nivel de experiencias religiosas y a nivel de vida por medio de la convivencia de todos los días. Ese diálogo es un "coloquio verdaderamente humano a la luz divina... para advertir las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes" (AG 11).

 

      Para entrar en este diálogo, auténtico y respetuoso, habrá que conocer y apreciar los elementos positivos de todas las religiones y culturas, puesto que "reflejan no pocas veces un destello de aquella Verdad que ilumina a todo hombre" (NAe 2; cfr. Jn 1,9). No sería posible este diálogo sin una permanente actitud de oración como experiencia de Dios. La experiencia de Dios Amor, revelado por Cristo, supera los obstáculos del absolutismo, del reduccionismo, del sincretismo y del relativismo.


 

V. EL ENCUENTRO DE TODOS LOS HERMANOS EN LA COMUNIDAD DE CRISTO RESUCITADO

 

1. El encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo encarnado

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

 

1. En encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo Encarnado

 

      Las semillas del Verbo, sembradas por el Espíritu Santo en las culturas y religiones, están llamadas "a su madurez en Cristo" (RMi 88). Para que lleguen a germinar, necesitan el encuentro con Cristo en una comunidad eclesial, donde las "huellas" de Verbo Encarnado se hayan hecho patentes. Sólo entonces aparecerá claramente que el Verbo Encarnado es "el cumplimiento de anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

      Este encuentro entre las semillas y las huellas del mismo y único Verbo Encarnado, es una gracia, un don de Dios, que pide y, al mismo tiempo, hace posible la cooperación espiritual y apostólica. Se necesitan santos y apóstoles. La apertura sistemática y progresiva hacia la fe en Cristo, el Verbo Encarnado, se llama "conversión". El que se convierte a la fe en Cristo, necesita ver prácticamente cómo es esa vida de conversión (cambio de mentalidad y de actitudes) en los ya creyentes en Cristo. "Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día" (RMi 47, final).

 

      Sólo con esta perspectiva realista de las semillas ya sembradas por el mismo Dios Amor, que nos ha enviado a su Hijo, se puede comprender, sin traumas ni rémoras, que "Jesucristo es... la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33). Las diversas "vías" de búsqueda auténtica de Dios (como son todas las religiones y culturas) están llamadas a llegar "a la meta final, es decir, a la revelación en Jesucristo" (FR 38).

 

      Descubrir estas semillas, no es sólo ni principalmente una labor intelectual o un análisis sociológico, sino que consiste principalmente en una apertura a la "luz evangélica" (AG 11). Estas semillas, por ser reflejo o "destellos" del Verbo, tienden, por su misma naturaleza, al encuentro explícito con "la Palabra definitiva del Padre", que es Jesucristo, el Verbo encarnado. Por esto, el mismo Espíritu Santo, que sembró estas semillas en los pueblos, culturas y religiones, "las prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28).

 

      El anuncio y el testimonio, así como el esfuerzo de inculturación y de diálogo, son presupuestos indispensables en ese proceso de maduración, que es siempre guiado por el Espíritu Santo. El encuentro entre las semillas del Verbo (en los no cristianos) y las huellas del Verbo (en los cristianos) se retrasa no por falta de la gracia divina, sino por defecto de colaboración humana. La "paciencia" milenaria de Dios urge a una "paciencia" cristiana, que consiste en la espera activa y responsable de Cristo que viene (cfr. 2Tes 3,5).

 

      En la dinámica histórica de esta paciencia milenaria de Dios, se inserta la acción evangelizadora para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Los valores del Reino, sembrados en todas las culturas, caminan hacia Jesucristo, que es el Reino ya presente en la historia (cfr. Mc 1,15). El encuentro con Cristo y la apertura a su mensaje, se llaman "conversión", como aceptación de los nuevos planes salvíficos de Dios Amor, que no destruyen la preparación salvífica anterior. La situación actual sobre el encuentro de todas las religiones con el cristianismo, es una novedad de gracia, que reclama apertura y conversión especialmente por parte de los ya creyentes en Cristo.

 

      Se puede constatar el estupor de muchos hombres y mujeres de buena voluntad, al leer la vida y los escritos de nuestros santos, mártires y místicos. Podríamos decir que los pueblos gentiles ya "han visto la estrella" del Mesías (Mt 2,2); pero necesitan encontrar hermanos de hoy, nosotros, que podamos decir: "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). En cierto sentido, se puede afirmar que las religiones no cristianas "tienen derecho" a escuchar de nosotros el anuncio de la Buena Nueva (cfr. EN 80; RMi 44).

 

      Aunque nadie tiene derecho a la fe, que es siempre un don de Dios, no obstante, "Cristo resucitado obra ya, por la virtud de su Espíritu, en el corazón del hombre" (RMi 28). Y es el mismo Cristo quien, mostrándose por la fe explícita a los ya creyentes, les comunica la misión: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17); "id por todo el mundo" (Mc 16,15). La acción del apóstol consiste en hacer realidad el encuentro explícito con Cristo: "Cuanto de verdad y de gracia se encuentra ya en las naciones... lo restituye a su autor, Cristo" (AG 9).

 

      El mensaje evangélico consiste en la gran novedad de la Encarnación del Verbo, como Palabra definitiva del Padre: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 17,5). Todo cristiano está llamado a transmitir este mensaje. Con la propia vida y con las palabras, hay que anunciar, con convicción y audacia serena y humilde, que "Cristo es su única y definitiva culminación" (TMA 6).

 

 

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

 

      La comunidad eclesial, dispuesta a una "nueva evangelización", necesita "un nuevo fervor de los apóstoles", capaces de encontrar los "nuevos métodos" y las "nuevas expresiones" que corresponden a las nuevas situaciones y a las nuevas gracias de Dios (cfr. Juan Pablo II, Discurso en Puerto Rico y Santo Domingo, 1983 y 1984).

 

      El inicio del tercer milenio pone de relieve las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cfr. RMi 37-38), así como los nuevos "signos de los tiempos" (TMA 46) y las nuevas gracias, que indican el "amanecer una nueva época misionera" (RMi 92).

 

      No se puede evangelizar con "evangelizadores tristes" (EN 80). Las dudas y los desánimos, que atrofian la misión, nacen de comunidades y de pensadores desanimados ante las nuevas situaciones, que deberían considerarse, más bien, nuevas ocasiones de evangelizar. "Todos deben recordar que el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que Él nos ha conquistado a través de su misterio pascual" (EAm 66).

 

      Hay una constante histórica que tiene sus raíces bíblicas. La comunidad eclesial está prefigurada por la fidelidad de la Sagrada Familia, que es guiada por una providencia misteriosa y sorprendente, como el encargo que recibió San José: "Toma al niño y a su madre" (Mt 2,13.20). Esa dimensión cristológica y mariana es la clave de la autenticidad eclesial. La Iglesia "es nuestra madre" por medio de este proceso de recibir, cuidar y transmitir a Cristo con y como María (cfr. Gal 4,4-7.19.26).

 

      La Iglesia del tercer milenio seguirá siendo, como en todas las épocas, la Iglesia de los mártires. Así darán el "testimonio" (martirio) en la línea del mandato del amor, como signo de santidad. La Iglesia se encontrará siempre "en estado de persecución" (DeV 60).

 

      La eficacia misionera del martirio se concreta en la expresión de Tertuliano: "La sangre de los mártires es semilla de cristianos". "La prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los « mártires », es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio... Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia" (RMi 45). El apóstol "siguiendo las huellas de su Maestro... da testimonio de su Señor con su vida enteramente evangé­lica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre" (AG 24).

 

      La misión, ya en sus inicios, tiene esta impronta martirial: "Seréis mis testigos" (Hech 1,8); "nosotros somos testigos" (Hech 2,32). El martirio es "un acto de fortaleza", afirma Santo Tomás. Es la actitud de dar la vida (de modo violento o en los servicios de caridad), en unión con el sacrificio de Cristo; es el supremo testimonio de la fe y de la esperanza (cfr. LG 42). Por su actitud de donación y perdón, "el martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana" (CEC 2473).

 

      El martirio, de sangre o de vida donada, es una constante en el camino de la santidad, de la vida comunitaria y del apostolado: "El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial" (IM 13). La clave de la actitud martirial del creyente y de la comunidad es el encuentro personal con Cristo: "El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo" (FR 32).

 

      Una comunidad que perdona y se organiza para la reconciliación, se hace signo y testimonio del mensaje evangélico: "Los mártires son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34)" (Bula IM 13).

 

      Ninguna cultura y religión se resiste al testimonio de las bienaventuranzas, llevado hasta el extremo: "Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo" (FR 32).

 

      Ante esta realidad de gracia, el deseo más ardiente de todo apóstol es el de hacer de la vida una donación sacrificial, en unión con Cristo: "Jesús, que muera mártir por ti, con el martirio del corazón o del cuerpo o, mejor, con los dos" (Santa Teresa de Lisieux).

 

      El concilio Vaticano II ha invitado a toda la Iglesia "avanzar continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8). La renovación se necesita para conseguir una "nueva evangelización". "La nueva evangelización exige la conversión pastoral de la Iglesia... con estructuras y dinamismos que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia, en cuanto signo eficaz, sacramento universal de salvación" (Doc. de Santo Domingo, 30). "Sólo una Iglesia evangelizada es capaz de evangelizar" (ibídem 23).

 

      Es toda la comunidad la que se hace sujeto evangelizador, formando a sus componentes para que evangelicen todos los sectores y situaciones humanas, presentando a Cristo Salvador único y universal. Vamos hacia una "nueva primavera" de gracia (RMi 2) o "nueva época misionera" de la Iglesia (cfr. RMi 92). Toda comunidad cristiana se dispone a afrontar las nuevas situaciones, en las que es posible "hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y con la vida, a todos los hombres y a todos los pueblos" (ibídem).

 

      La Iglesia recupera el tono de "la primera caridad" (Ap 2,4) siendo contemplativa de la Palabra, siguiendo a Cristo en su estilo de vida evangélica, compartiendo los bienes sin esperar a que sobren, reconociendo a los pobres como hermanos, anunciando con audacia y sin reticencias ni complejos, que Cristo es perfecto Dios, perfecto hombre y Salvador universal (cfr. Hech 2-4).

 

      "La Iglesia no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo"(LG 9). Porque es el Espíritu Santo quien, "con la fuerza del evangelio, rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (LG 4). Sólo así podrá recuperar, salvar y llevar a la plenitud en Cristo, todos los valores religiosos de los pueblos. La garantía de toda renovación eclesial es la de una comunidad eclesial como aquella de Jerusalén: "unida en oración con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14), formando "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32), escuchando "la doctrina de los Apóstoles" (Hech 2,42) y celebrando la Eucaristía como "pan partido" (ibídem). Es la comunidad eclesial que comparte los bienes solidariamente y se consagra a evangelizar "con audacia" (cfr. Hech 4,31-34).

 

 

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

      Después de veinte siglos de cristianismo, podemos intuir que solamente estamos empezando. Los santos han sido la personificación de las bienaventuranzas, una vida hecha donación, como la de Jesús. Hubo, hay y habrá siempre muchos santos, especialmente en vidas anónimas. Pero somos muy pocos los creyentes que de verdad transparentamos a Cristo, entre los más de mil millones de bautizados.

 

      La clave de la misión eclesial está en la santidad. Es la condición insustituible para que se cumpla la misión de la Iglesia. Tal vez estamos en la mejor época de la historia eclesial hasta el presente; pero los más de cuatro mil millones de no bautizados no ven a Jesús en nuestras vidas. "La santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia" (RMi 77).

 

      Si por santidad se entiende la "perfección de la caridad" (LG 40), a la que están llamados todos los bautizados, esta perfección se concreta en la relación personal con Cristo, unión, imitación y transformación en él, dentro de un proceso permanente de pensar, sentir y amar como él, en la vida cotidiana y según el propio estado de vida. Esta santidad es posible, empezando cada día, sin desanimarse por los propios defectos.

 

      La misión no es más que la transparencia o testimonio de esta vida en Cristo: "También vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Las bienaventuranzas, como autorretrato de Jesús, se anuncian por medio de creyentes que quieren vivir con coherencia el mensaje evangélico, andando por la calle y por los caminos del mundo. "La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad... La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión" (RMi 90).

 

      La comunidad eclesial custodia una herencia milenaria de gracia. Hoy, más que en el pasado, se puede tomar conciencia de la realidad universal y global, a la luz del misterio del Cristo, para asumir una actitud radical de seguimiento evangélico y, consecuentemente, insertarse en las culturas de los pueblos. La preparación técnica y cultural es necesaria e imprescindible; pero la acción de Cristo resucitado y de su Espíritu necesita "instrumentos vivos" y responsables (PO 12), conscientes de su propia pobreza, desprendidos de todo poder y seguridad humana, disponibles con fidelidad generosa. No hay quien se resista a esta fuerza humilde, audaz y amorosa de Belén, de Nazaret y de la cruz.

 

      La comunidad eclesial se fragua en la escuela de la Palabra, la celebración de la Eucaristía, del compartir los bienes con caridad fraterna y de la disponibilidad para evangelizar bajo la acción del Espíritu Santo (cfr. Hech 2,32-47; 4,31-34).

 

      Hay que cuidar, en un proceso de formación permanente, la reflexión catequética y teológica. Las ideas confusas y enfermizas siembran confusión. Toda reflexión teológica auténtica, por el hecho de inspirarse en la fe, es una invitación a vivir la vocación, contemplación, perfección, comunión eclesial y misión. Sin esta perspectiva evangélica entusiasmante, no hay verdadera reflexión teológica ni cristiana.

 

      La comunidad eclesial, para proseguir en el camino de la santidad y de la misión, mecesita el apoyo de una reflexión bíblica, patrística, litúrgica, magisterial e histórica (reflejada en la vida de los santos). Esta reflexión será entonces insertada ("encarnada") en la realidad concreta, existencial, comprometida, de sentido salvífico integral y dialogal respecto a todos los hermanos (no creyentes, no cristianos, no católicos). Entonces la reflexión será "kerigmática" o de primer anuncio: anunciar a Cristo muerto y resucitado, experimentado en el encuentro personal y comunitario.

 

      La reflexión catequética y teológica invita a la respuesta relacional y a la inserción e inculturación del evangelio en la realidad sociológica y cultural. Es siempre reflexión contemplativa y sistemática, que edifica la comunión en la diversidad de carismas derramados por el mismo Espíritu. No podrá olvidar la línea de "esperanza" o de escatología, como confianza en Dios Amor y como tensión hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Ap 21,1) y hacia la visión de Dios.

 

      Entonces se afianza el corazón en las verdades y valores permanentes, que se basan en la revelación. Los "valores del Reino", que existen ya en las culturas y en los pueblos, son una invitación apremiante a anunciar que "el Reino de Dios está cerca" (Mc 3,2), que ya ha venido en Jesús de Nazaret. "El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18).

 

      Esta renovación eclesial es la única que puede dignificar la vida humana, haciéndola más humana, llegando concretamente a cada sector: persona, familia, comunidad, pueblos, enfermos, pobres... La salvación plena y definitiva sólo se da en Cristo. La globalización verdadera será un pluralismo plurinacional y pluricultural orientado hacia el mandato del amor. Así es la utopía cristiana, que será siempre y sólo una aproximación gradual y efectiva al ideal de la glorificación de toda la humanidad en Cristo al final de los tiempos. Mientras tanto, un proceso de ósmosis, guiado por la Providencia divina, hace que los valores evangélicos vayan entrando en toda cultura y religión.

 

      La respuesta al tema del dolor y de la muerte se encuentra en una comunidad cristiana que vive y celebra el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. El Señor vivió nuestras mismas circunstancias históricas para transformarlas por medio de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Al compartir nuestra misma vida, no nos da una explicación teórica, sino que nos acompaña para que prolonguemos en nosotros su mismo existir.

 

      Toda reflexión auténtica sobre el misterio de Cristo comienza por una aceptación gozosa de su persona y de su mensaje. Se intenta entenderlo y explicarlo, dejándose conquistar el corazón, donde se descubren unos deseos de infinito que Dios había sembrado y que sólo Cristo puede descifrar. El creyente queda conquistado, libre y gozosamente, por un proceso de ordenar la vida según el amor, porque se descubre amado por Dios en Cristo y llamado a un encuentro final y definitivo en el más allá.

 

      La fe, reflexionada y vivida, va más allá de toda expresión intelectual y teológica. No hay ruptura entre fe y razón, sino armonía misteriosa entre el escuchar los contenidos de la fe (que son siempre misterio divino) y el reflexionar sobre estos contenidos, como intentando rasgar un velo que sólo Dios puede descorrer definitivamente.

 

      El momento privilegiado para caminar a velas desplegadas por esta renovación eclesial, es el "domingo" o día del Señor resucitado. La comunidad eclesial y cada uno de  los creyentes, como la comunidad de los primeros discípulos, renueva su experiencia de encuentro con Cristo. Sin esta experiencia de fe viva, sería imposible afrontar la vida y la historia con una cosmovisión cristiana. Los apóstoles son enviados para comunicar esa "experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      La "fiesta primordial" del domingo (cfr. SC 106), más que un precepto, es una exigencia de la misma fe, que necesita seguir experimentando la presencia real del Señor resucitado en el propio cenáculo y en el propio camino de Emaús.

 

      En en los albores del tercer milenio, se necesita una reedición del entusiasmo misionero de los primeros cristianos: "El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza «que no defrauda» (Rm 5,5)" (Juan Pablo II, Novo Millennio Inneunte 58).


                                 CONCLUSION

 

 

      El "amor apasionado por Cristo" (VC 109) se concreta en una "mirada contemplativa" (EV 83), que descubre las "semillas del Verbo" y la "preparación evangélica" en todo corazón humano y en toda cultura. De ahí deriva el "anuncio apasionado de Jesucristo" (VC 75). Así era el estilo misionero de Pablo: "La caridad de Cristo nos apremia" (1Cor 5,14).

 

      La clave del encuentro de las "semillas del Verbo" (en todo corazón humano) con las "huellas del Verbo" (en la vida de los creyentes en Cristo), está en la "experiencia" de encuentro con el mismo Cristo (cfr. RMi 24). La misión no es dicotomía entre vida interior y acción, sino un proceso de continuidad: del encuentro con Cristo en los signos eclesiales, el apóstol pasa al encuentro con Cristo que está presente y anhela ser realidad consciente y aceptada en todo corazón humano y en todos los pueblos.

 

      La Iglesia del tercer milenio debe llegar a ser la Iglesia del domingo, el día en que se reestrena, de modo comprometido, el encuentro con Cristo resucitado presente. "Es una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían arder su corazón mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos" (Juan Pablo II, Dies Domini 1).

 

      De esta experiencia renovada, acerca de su presencia real (especialmente en su Eucaristía), se pasa lógicamente a la actitud de "esperanza": "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20). Es la experiencia que compromete más la propia existencia en la construcción de la historia humana. Así será la Iglesia de la esperanza, que ya va transformando cada momento histórico de toda la humanidad, en "cielo nuevo y tierra nueva" (Ap 21,1), en el anhelo de llegar a la plenitud del más allá.

 

      La Iglesia, comunidad de bautizados, se inspira en la Palabra, en la Eucaristía y en la caridad fraterna afectiva y efectiva, para celebrar el domingo como "centro mismo de la vida cristiana... el día de la fe" (Juan Pablo II, Dies Domini). En esta celebración encuentra los signos principales de Cristo resucitado presente: "Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos" (Mt 28,20). No se puede vivir la fe ni dar testimonio de ella, sin la vivencia honda de la celebración del domingo y de la Pascua en la comunidad cristiana, donde todos, sin distinción de dones y carismas particulares, se sienten como única familia de Jesús, que calificó cariñosamente a su comunidad como "mi Iglesia" (Mt 16,18), "mi madre y mis hermanos" (Lc 8,21). Así Jesús "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). Sin amor entrañable a la Iglesia no hay misión.

 

      El inicio de un tercer milenio de cristianismo es un desafío para todos los creyentes en Cristo. Es una ocasión única para presentar el significado del tiempo y de la historia a la luz de Jesucristo, el Verbo encarnado. Porque la historia recobra su sentido cuando se dirige a Cristo, que es la razón de ser de la creación y de la humanidad.

 

      Este momento histórico y trascendental es motivo de esperanza y una urgencia de realizar la nueva evangelización. Se agradece a Dios el regalo de la Encarnación y de la Redención, que ya es patrimonio común de toda la humanidad. Se pide perdón por los "errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes", que hayan podido cometerse en el anuncio del mensaje cristiano o en la omisión del mismo (TMA 33). Y se abre el corazón a las nuevas gracias de Dios. Esas nuevas situaciones y esas nuevas gracias reclaman el "nuevo fervor" de los apóstoles, necesario para una nueva evangelización.

 

      Quienes creen y viven en la Encarnación del Verbo son la familia o Iglesia de Jesús: "La Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en contradicción con el Evangelio" (RMi 24).

 

 

      Ha llegado el momento histórico en que las religiones y culturas vislumbran a Cristo "luz de las naciones" (Lc 2,32), "luz del mundo" (Jn 8,12). Movidos por su resplandor, se acercan al cristianismo para decir: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). A los cristianos se nos presenta un reto ineludible, que Dios ha venido preparando pacientemente desde siglos. Hoy, de modo especial, "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el Evangelio a toda criatura" (VS 2).

 

      Hay que compartir esos dones de Dios para construir un mundo rico de humanidad. El encuentro explícito con Cristo, presente en el cristianismo, salvará la peculiaridad de estos dones y superará el peligro de elaborar una síntesis relativista y falaz. Pero se necesita una apertura ("conversión"), por parte de todos, al misterio de Dios Amor, revelado en Cristo, que es siempre más allá de toda elaboración religiosa.

 

      La ruta del encuentro con Cristo está ya trazada desde Belén, Nazaret, el Calvario, el sepulcro vacío y el Cenáculo. Como María, la Iglesia recibe a Cristo para transmitirlo a toda la humanidad. María es "la Madre del Señor", la Madre de la Iglesia, para ayudarla a ser receptiva y transmisora de Cristo. La misión es la razón de ser de la Iglesia. Todo lo que no entre en esta dinámica evangélica y evangelizadora, desaparecerá como algo caduco. La Iglesia mira siempre a "Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre" (FR 108).

 

      La oración final de la exhortación postsinodal sobre América ("Ecclesia in America") termina así: "Señor Jesucristo, te agradecemos que el Evangelio del Amor del Padre, con el que Tú viniste a salvar al mundo, haya sido proclamado ampliamente en América como don del Espíritu Santo... Enséñanos a amar a tu Madre, María, como la amaste Tú. Danos fuerzas para anunciar con valentía tu Palabra en la tarea de la nueva evangelización, para corroborar a la esperanza en el mundo. Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de América, ruega por nosotros!".

 

                                BIBLIOGRAFIA

 

 

AA.VV., Misión para el tecer milenio, curso básico de Misionología (Bogotá y Roma, PUM, 1992).

 

AA.VV., La misionología hoy (Estella, Verbo Divino, 1987)

 

AA.VV., Seguir a Cristo en la misión. Manual de misionología (Estella, Edit. Verbo Divino, 1998).

 

E. BUENO, La Iglesia en la encrucijada de la misión (Estella, EVD, 1999).

 

J. CAPMANY, Misión en la comunión (Madrid, PPC, 1984).

 

L.A. CASTRO, Gusto por la misión, Manual de Misionología (Bogotá, CELAM, 1994).

 

J. ESQUERDA BIFET, Teología de la evangelización (Madrid, BAC, 1995); Idem, Diccionario de la evangelización (Madrid, BAC, 1998).

 

J.L. IRÍZAR, Cristo, Iglesia y misión (Estella, Edit. Verbo Divino, 1998).

 

K. MÜLLER, Teología de la misión (Estella, Verbo Divino, 1988).

 

H. RZEPKOWSKI, Diccionario de Misionología (Estella, EDV, 1997).

 

A. SANTOS HERNANDEZ, Teología sistemática de la misión (Estella, Verbo Divino, 1991).

 

D. SENIOR, C. STRUHLMÜLLER, Biblia y misión (Estella, Verbo Divino, 1985.

 

 

                                   SIGLAS

 

 

AG:   Decreto conciliar Ad Gentes.

 

CEC:  Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo de la Iglesia Católica) (1992).

 

DeV:  Encíclica Dominum et Vivificantem (Juan Pablo II, 1986).

 

DV:   Constitución conciliar Dei Verbum.

 

EAf:  Exhortación Apostólica Ecclesia in Africa (Juan Pablo II, 1995).

 

EAm:  Exhortación Apostólica Ecclesia in America (Juan Pablo II, 1999).

 

EN:   Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (Pablo VI, 1975).

 

ES:   Encíclica Ecclesiam suam (Pablo VI, 1964).

 

FR:   Encíclica Fides et Ratio (Juan Pablo II, 1998)

 

GS:   Constitución conciliar Gaudium et Spes.

 

IM:   Bula Incarnationis Mysterium (Juan Pablo II, 1999)

 

LG:   Constitución conciliar Lumen Gentium.

 

NAe:  Declaración conciliar Nostra Aetate.

 

NMi:  Carta Apostólica Novo Millennio Inneunte (Juan Pablo II, 2001)

 

OL:   Orientale Lumen (Carta Apostólica de Juan Pablo II: 1995).

 

PDV:  Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (Juan Pablo II, 1992).

 

Puebla:     Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM, 1979.

 

RMi:  Encíclica Redemptoris Missio (Juan Pablo II, 1990).

 

SA:   Encíclica Slavorum Apostoli (Juan Pablo II, 1985).

 

SanDo:Documento de la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM, 1992.

 

SC:   Constitución conciliar Sacrosantum Concilium.

 

SRS:  Encíclica Sollicitudo Rei Socialis (Juan Pablo II, 1987).

 

TMA:  Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (Juan Pablo II, 1994, como preparación del Jubileo del año 2000).

 

UR:   Decreto conciliar Unitatis redintegratio.

 

VC    Vita Consecrata (Exhortación Apostólica de Juan PabloII, sobre la vida consagrada y su misión: 1996).

 

VS:   Encíclica Veritatis Splendor (Juan Pablo II, 1993).

Visto 256 veces

Deja un comentario

Asegúrate de llenar la información requerida marcada con (*). No está permitido el Código HTML. Tu dirección de correo NO será publicada.