Lunes, 11 Abril 2022 09:22

IX. "SOY YO": SOLEDAD LLENA DE DIOS

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     IX. "SOY YO": SOLEDAD LLENA DE DIOS

 

     1. El "Verbo" en el "silencio" de Dios

     2. El "Emmanuel" en la "ausencia" de Dios

     3. Servir abriendo caminos a toda la humanidad

 

 

1. El "Verbo" en el "silencio" de Dios

     Es hermoso celebrar la Navidad en un ambiente de fiesta y de familia. Los cantos y las costumbres navideñas son ya universales. En esas misma fiestas, el corazón intuye que el drama de Belén continúa siendo realidad en muchas familias que sufren. En todas partes se encuentra gente generosa, de cualquier religión, que dan a manos llenas para que no falte lo necesario en los hogares pobres. El gozo de la Navidad deja entrever el misterio de la cruz y de la resurrección.

     Dios nos habla por medio de los acontecimientos, las personas y las cosas. La historia humana y, de modo particular, la historia del antiguo Israel, es una continua epifanía y cercanía de Dios que habla en el "silencio": "un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real, cual invencible guerrero, se lanzó en medio de la tierra"... (Sab 18,14-15).

     Este modo de "hablar" de Dios se nos convierte en sufrimiento. Después de hablarnos "de muchas maneras", ahora ya "nos ha hablado por su Hijo" (Heb 1,1-2). Pero esta Palabra persona del Dios, que es Jesús el Verbo encarnado, se pronuncia ahora en nuestro Belén, Nazaret y Calvario. En estas circunstancias gozosas y dolorosas, Dios sigue hablando: "este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). ¿Cómo transformar en "Tabor" esos momentos de noche oscura que nosotros llamamos "cruz"?

     El "camino" para sentir la voz de Cristo en el silencio del dolor, no es otro que el mismo Señor, que se presentó como "luz" (Jn 8,12), "camino, verdad y vida" (Jn 14,6). En la tempestad nos dice siempre: "soy yo" (Jn 6,20). La fe en él deja entrever la resurrección ya desde los momentos de Calvario (Jn 8,28; Lc 24,39). La serenidad de tantas personas que sufren no tiene otra explicación que la experiencia de la palabra viva de Jesús.

     Esta experiencia de la voz de Cristo es un don suyo, que no niega nunca a los niños, a los enfermos y a cuantos se sienten pobres. El único "precio" que pide para oír su voz y experimentar su cercanía es el de compartir con él nuestro dolor. No se trata de un ejercicio de imaginación, sino de transformar nuestra experiencia dolorosa en una actitud de comprensión, servicio y donación para otros hermanos que también experimentan el dolor. Entonces descubrimos que nuestra cruz es la de todos, porque es la misma de Cristo. Haciéndonos "cireneos" de nuestros hermanos, descubriremos que Cristo está presente en nuestro caminar.

     La alegría de haber encontrado a Cristo en el dolor se contagia a los hermanos. Es la actitud de las bienaventuranzas. Quien, en el dolor, reacciona amando, siembra la serenidad y paz en torno suyo. Entonces Cristo comunica a otros el don de la fe. No hay conversiones cuando faltan apóstoles que transformen la cruz en donación. El Verbo sólo hace oír su voz en el "silencio" del amor.

     En unas conferencias de alto nivel, los expositores se inclinaban por afirmar que una verdadera conversión por parte de los hinduístas es prácticamente imposible, debido a la mentalidad sincretista y a los obstáculos culturales. A mi lado estaba un amigo, brahmán convertido, quien me dijo: "a mí me ha convertido el Señor"... Su conversión se había realizado contemplando en silencio un crucifijo y oyendo en su corazón que Cristo había muerto por amor.

     La oración es un camino de "silencio", para que nuestro ser se exprese en el "diálogo" de una presencia de donación. Este camino, por ser camino de amor, está lleno de sorpresas gozosas y dolorosas. Fuente de gozo es aprender a "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa de Jesús). Pero la presencia y la palabra de Dios parecen ausencia y silencio. Hay que aprender a expresarse más allá de los pensamientos, sentimientos y palabras, por medio de una actitud sencilla y filial de autenticidad (pobreza), confianza y unión. Lo importante no es nuestro "gusto" o consuelo en la oración, sino la convicción de que Dios (que está presente y nos habla) nos ama tal como somos. Hay que dejarle a él la iniciativa del encuentro, por encima de nuestras preferencias. "Denos él lo que quisiere, siquiera haya agua siquiera sequedad" (Santa Teresa de Jesús).

     La búsqueda de la verdad es gozosa, porque da sentido a la existencia. Pero también es dolorosa, porque es camino de renuncia a los espejismos y a los bienes aparentes. La libertad personal y comunitaria se realiza en esa búsqueda gozosa y dolorosa, construyendo una comunión de hermanos. Quien así busca la verdad, se va a encontrar con el "silencio" de los malentendidos, incomprensiones y marginaciones. Entonces parece como si Dios callara. Cuanto más intensamente se busca a Dios, más se siente la impresión de entrar en un silencio profundo. Ello es señal de autenticidad en la búsqueda. Así es la escuela del amor, donde sólo vale lo que suene a verdadero diálogo y servicio de donación. Es como el amor materno que se traduce en olvido de sí mismo para ser pura "gratuidad".

     Dios nos educa para este silencio haciéndonos experimentar primero el lenguaje sensible de sus dones. Todo nos habla de él. Pero luego nos deja entender que su palabra es más honda y sonora que esos dones pasajeros. "No quieras enviarme de hoy más ya mensajero ¡que no saben decirme lo que quiero!" (San Juan de la Cruz).

     En este silencio de amistad y "contemplación" se escucha la voz de Cristo, que invita a compartir su misma cruz como camino de desposorio. San Juan de la Cruz, ante un cuadro de Cristo cargado con la cruz, se expresaba así, respondiendo al Señor que le preguntaba qué premio quería: "Señor, lo que quiero es que me deis trabajos por padecer por Vos, que yo sea menospreciado y tenido en poco".

     En un ambiente cultural japonés, me indicaron que no se podía traducir a su mentalidad la parte de mi conferencia sobre la cruz. Pensé que la razón era más bien por confundir la cruz con el sufrimiento buscado por sí mismo. Entonces cambié la perspectiva del tema, explicando que la felicidad (como el gozo de Jesús resucitado) nace de una vida que afronta la realidad (y también el sufrimiento), para cambiarla en donación y servicio a Dios y a los hermanos. La alegría de San Francisco de Asís nacía de compartir los sufrimientos y humillaciones de Cristo. Esa alegría no se puede "importar" ni "imitar" simplemente por adaptación de datos culturales, porque es un don de Dios, por encima de todo valor cultural, que Dios da sólo a los "pequeños" (Lc 10,21).

 

2. El "Emmanuel" en la "ausencia" de Dios

     Dios deja sentir su presencia en muchos momentos de nuestra vida, a través de sus dones. Pero precisamente porque se nos quiere dar él mismo, nos retira esos dones pasajeros. Entonces su presencia nos parece ausencia dolorosa. Es la ausencia que sintieron los santos, precisamente porque vivían más cerca de Dios. Es como una "dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz).

     Sufrir la ausencia de Dios, o "sufrir" a Dios como dirían los santos, es un sentimiento que nace del amor. Sólo los enamorados experimentan esa ausencia dolorosa. Algunos santos se quejaban a Dios de este sufrimiento: "la oración es una queja de la ausencia de Dios... Deseo acercarme a ti y tu morada se me hace inaccesible... estás dentro de mí, en torno a mí, y yo no te siento... Te buscaré deseántote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote" (San Anselmo). Si se le busca, es señal de que, de algún modo, ya se le ha encontrado.

     Sólo Cristo, Dios con nosotros, el "Emmanuel", nos puede comunicar esta experiencia de Dios, cuando todo parece sepulcro vacío. Sus palabras siguen resonando en nuestro corazón, porque sólo él puede llamarnos por nuestro verdadero nombre (Jn 20,15-16). Quien ha experimentado que el dolor se puede convertir en donación, descubre la cercanía de Cristo resucitado: "es el Señor" (Jn 21,7). "Un movimiento del corazón me ha hecho sentir que él estaba ahí" (San Bernardo).

     La sonrisa más hermosa es la de esas personas que han encontrado a Cristo cuando todo y todos parecían fallar. En esos momentos de abandono, las frases evangélicas parecen recobrar todo su luz y todo su calor. El evangelio acontece de nuevo. No es una conquista, sino un don y una sorpresa inesperada. Es "ver a Jesús" (Jn 12,21), ver "su gloria" de Hijo de Dios hecho nuestro protagonista y esposo (Jn 1,14). Esta "contemplación" o visión de Jesús por la fe profunda, sólo es posible para los que se hacen "como niños" (Mt 18,3).

     Los santos nos han explicado este camino "contemplativo" de aprender a ver a Jesús más cerca de nosotros cuando parece más ausente. Sus explicaciones son sencillas y transparentes, pero nosotros las hemos complicado, a veces, con elaboraciones sofisticadas. Leyendo con el corazón abierto a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz y a otros santos (que llamamos "místicos" porque han entrado en el "misterio" e "intimidad" de Dios), es como si leyéramos el evangelio vivido por una persona que se siente pobre, amada u capacitada para amar. Entonces uno exclama como Edith Stein en momento de su conversión (mientras acababa de leer a Santa Teresa): "esto es la verdad".

     En lugar de comprometerse por este camino de pobreza bíblica y de infancia espiritual, nos parece más fácil quedarnos en unas elucubraciones "técnicas" sobre la cruz o sobre la contemplación... Uno hasta se puede sentir más satisfecho y "realizado", porque ya sabe más cosas y ha llegado a realizar unas conquistas. Pero, sin la ciencia de la cruz (que es ciencia de amor) y sin la fe (que es adhesión personal a Cristo), no se llega a experimentar la presencia de Jesús resucitado. En los momentos de contemplación y en los de acción, la cruz es el único camino para vaciarse de sí, llenarse de Dios y hacer de la propia vida una donación de amor: "que ya sólo en amar es mi ejercicio" (San Juan de la Cruz).

     Me impresionó vivamente la reacción sencilla de una persona joven con cáncer galopante: "doy gracias al Señor... y cuando veo mis faltas, entonces también le doy gracias, porque Dios me hace ver su misericordia". Aprendiendo a ver a Jesús en la propia cruz, se le descubre también esperando en las propias faltas y miserias, para transformarlo todo en humildad, confianza, conversión y amor. Aquella joven decía también que aprendió a ser cruz de Jesús cuando un niño, jugando con un crucifijo, desprendió la figura del Señor y le dio a ella la cruz. Dios habla por medio de signos pobres.

     ¿Por qué empeñarse en quedar a oscuras sin ninguna luz? La "oscuridad" de la fe no es la oscuridad de la ignorancia ni de la duda. La fe es luz que deslumbra y nos deja en una aparente oscuridad, como en espera de la visión. La oscuridad de la incredulidad es un pozo sin fondo. Es verdad que también hay el peligro de los espejismos, pero si Cristo se ha quedado bajo los signos pobres de la Iglesia y de los hermanos, ya no se le puede encontrar en otra parte, si no es en su palabra, su eucaristía, sus sacramentos, sus hermanos, su historia salvífica... Todo esto encuentra eco en la soledad del corazón, donde también nos espera él. No se trata de espejismos ni de falsas ilusiones, sino de una presencia que, por ser más amorosa y profunda, es más dolorosa.

     La fe en la presencia de Cristo resucitado presente, se va convirtiendo, por la cruz, en una certeza inquebrantable en esa misma presencia del Señor. No se puede explicar ni se puede regalar, pero se adivina que en los demás hermanos, sin excepción, se encuentran también las huellas de este Cristo resucitado que sólo se deja entender cuando se comparte con él su misma cruz.

     Aquí ya no sirven, o sirven de poco, las conquistas de una "interiorización" simplemente psicológica. Es el Señor quien se da. Y es él mismo quien exige como precio para descubrirle, una actitud de pobreza que es profundamente dinámica por expresarse en forma de autenticidad, humildad, confianza y generosidad.

     A veces parece como si Dios nos dejara en un "abandono" total. Entonces no caben los razonamientos y lógicas humanas, sino sólo la sintonía con Cristo, el Verbo y el Emmanuel, que quiso, por nuestro amor, experimentar ese mismo "abandono" en la cruz. Las palabras y la reflexiones sobran. Basta con unirse a Cristo para vivir con él esta presencia dolorosa de Dios Amor, por medio de una actitud de donación y de olvido de sí mismo, que es plenamente salvífica: "en tus manos, Padre" (Lc 23,46).

     En aras de este amor, tanto la oración como la acción y la convivencia, se hacen actitud de aceptar gozosamente el misterio de Dios. El aparente silencio y ausencia de Dios nos enseña una actitud de silencio activo de donación, expresado en adoración, admiración y servicio a Dios y a los hermanos. Ya no cuentan las propias preferencias, sino sólo la gloria de Dios y el bien de los demás. "La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo).

 

3. Servir abriendo caminos a toda la humanidad

     Servir no es un juego de entretenimiento. La vida se hace servicio cuando es donación gozosa y sacrificada. Servir es saber perderlo todo, para hacer bien a todos y en todo: "me he hecho siervo de todos para ganarlos a todos" (1Cor 9,22).

     Alguna vez se ha hablado del "misterio" del Japón, en el sentido de que es muy difícil una conversión. Me decía un hermano franciscano, misionero, que él fue instrumento de muchas conversiones sólo con un servicio humilde y alegre en la hospedería. Los huéspedes le preguntaban por qué estaba siempre contento. La respuesta les dejaba desconcertados: "porque le sirvo a Vd". Ellos insistían: "pero ¿dónde ha encontrado este camino para ser feliz?". El hermano añadía: "en el evangelio de Jesús"... Y luego les invitaba a leer el mensaje evangélico para encontrar sentido a la vida. Un joven de Nagasaki inició su proceso de conversión al ver el rostro sereno y alegre de los cristianos que salían de la misa dominical.

     Ordinariamente estos servicios humildes no son reconocidos ni se contabilizan en nuestros medios de difusión y en nuestros baremos para clasificar personas y cargos. Pero lo importante es que se trata de "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Para que la humanidad entera se renueve por el amor, se necesitan vidas crucificadas como la de Jesús. Los "cargos" más importantes en cualquier comunidad son aquellos que se dan, por "carambola", a personas un tanto olvidadas y marginadas: se trata de servicios que, como la gotita de aceite, sólo se notan cuando faltan...

     Impresiona leer biografías o autobiografías de santos que se han gastado calladamente en la labor ordinaria de todos los días al servicio de los demás. Pero esas vidas quedan casi siempre en el anonimato, como fermento evangélico que debe transformar calladamente toda la masa. En muchos campos de misión, se encuentran personas generosas que un día lo dejaron todo para ser signo de cómo ama el Buen Pastor. Casi nunca son noticia y, desde luego, desconocen nuestros enredos sobre escalafones y derechos adquiridos.

     El camino de la historia se abre a fuerza de cruces, siguiendo las huellas de Cristo crucificado: "si alguno quiere venir en pos de mí,... cargue con su cruz y me siga" (Mt 16,24). La fecundidad de la oración y de la acción está siempre marcada con el signo de la donación, a ejemplo del Buen Pastor que "da la vida" en sacrificio por todos (Jn 10,11).

     Los éxitos de la acción apostólica se fraguan en el tiempo aparentemente perdido de la contemplación. Allí se ha perdido todo lo que parecía ganancia, para quedarse con la actitud sencilla de quien se contenta con la sola presencia, palabra y amor de Cristo. Entonces se aprende que Cristo espera en cualquier persona, acontecimiento y servicio sin distinción. Ya no se tienen las preferencias de antes, sino las del amor.

     El "anonadamiento" de Cristo, por la encarnación y la cruz, "está impregnado de amor y expresa amor" (RMi 88). Faltan personas crucificadas que sean signo de cómo amó el Señor. "La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88). No hay espiritualidad misionera, si no se comparte la vida de Cristo: fidelidad a los planes salvíficos del Padre y a la acción del Espíritu Santo, hasta inmolarse "para redención de todos" (Mc 10,45).

     Nos encontramos hoy ante un desafío histórico al que sólo pueden responder quienes han encontrado a Cristo crucificado presente en el propio sufrimiento. Nos preguntan sobre nuestra experiencia de Dios y "se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización" (RMi 38). A este desafío no se puede responder con componendas, sino sólo con la experiencia de haber encontrado a Cristo resucitado en lo que parecía un sepulcro vacío. La búsqueda de Dios en la sociedad actual "es un areópago que hay que evangelizar" (RMi 38).

     La contemplación es actitud filial que se expresa encontrando a Cristo en la propia pobreza y en el propio sufrimiento. El apóstol "es un testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91). Por esto, "si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (ibídem).

     Los fenómenos culturales de hoy purifican todo lo que en la religión no es auténtico. Los fundamentalismos y fanatismos, así como las actitudes religiosas subjetivistas, sectarias y de adorno, son un modo cómodo de soslayar los planteamientos serios de una sociedad que está cansada de religiosidad caduca y que, sin rechazar a Dios, busca una respuesta al sufrimiento que parece silencio y ausencia de Dios. "El futuro de la misión depende en gran parte  de la contemplación" (RMi 91). La evangelización de una sociedad post-moderna está en las manos de quienes han experimentado la presencia de Dios Amor compartiendo la cruz de Cristo. Quien no sabe sufrir con amor, no encuentra a Cristo ni le sabe anunciar a los demás.

     Abrir nuevos caminos a la humanidad significa vivir el propio "Nazaret" con las actitudes hondas de Cristo, "ocupado siempre en las cosas del Padre" (Lc 2,49). Estas actitudes son las mismas desde la encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 10,8; 19,30). El trabajo más fecundo es el de una vida oculta para servir amando. Pero esta tarea está siempre marcada con la cruz. La actitud de las "bienaventuranzas" y del mandato del amor se paga siempre con el precio de la cruz.

     El camino histórico de la humanidad se dirige hacia un encuentro definitivo con Dios. No se puede llegar a este final feliz, sin haber compartido la vida con los hermanos. De la vida y de la cruz de Cristo se aprende una gran lección: la propia cruz, por ser la misma del Señor, es un modo de compartir las cruces de los demás hermanos, para transformarlas un día en vidas resucitadas. Cristo, que sufre en todo ser humano, necesita de nuestro amor crucificado para que todos lleguen a la resurrección final.

     Un misionero sufría una parálisis progresiva que se iba apoderando de él día a día. Impresionaba a todos su serenidad. El secreto de su gozo radicaba en su oración: "Señor, ya sólo me queda sano el corazón; tómalo para ti y para todos". Era una vida fecunda que no se malgastó por las ansias de poseer, disfrutar y dominar, sino que se empleó toda entera para construir la historia humana según el amor. La misión y la misma vida sólo se comienzan a entender a partir de la cruz de Cristo.

     La tarea de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) tiene un precio: "la redención por su sangre" (Ef 1,7). No existe liberación sin donación total, puesto que "sin derramamiento de sangre, no hay remisión" (Heb 9,22). La historia global de la humanidad se construye con la historia particular de cada ser humano que se decide a compartir la suerte y la "copa" de Cristo (Mc 10,38).

                             * * *

                         RECAPITULACION

 

- Cuando parece que Dios calla, es el momento de "meditar en el corazón" las palabras evangélicas (Lc 2,19.51), dejándolas entrar hasta lo más hondo de nuestro ser: en nuestros criterios y convicciones, valores y motivaciones, decisiones y actitudes... Poco a poco estas palabras, meditadas en el silencio, nos descubren el rostro y el corazón de alguien que vive siempre pensando en nosotros y amándonos: Cristo, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret.

 

- Al "silencio" con el que Dios pronuncia su Palabra personal (que es Jesús), sólo se puede responder adoptando una actitud de silencio contemplativo de donación (Sab 18,14-15; Jn 1.14). En este silencio, Dios "nos ha hablado por su Hijo" (Heb 1,1-2). Al "Verbo de la vida" (1Jn 1,1) sólo se le capta en sintonía de donación. Jesús deja oír su voz, "soy yo" (Jn 6,20), en el corazón de los que se reconocen "pequeños" (Lc 10,21).

 

- Cuando el dolor nos parece ausencia de Dios y sepulcro vacío, hay que aprender a esperar y a sufrir amando. Si no buscamos sucedáneos, Cristo, en el tiempo oportuno, dejará sentir su presencia de "Emmanuel" y dejará oír su voz de resucitado: "soy yo" (Lc 24,39). En un momento lleno de dificultades apostólicas, Pablo oyó la voz de Cristo: "no tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

- Experimentar nuestra propia pobreza y aparente inutilidad en los momentos de "silencio" y "ausencia" de Dios, es  la parte más importante de nuestra cruz. Entonces se descubre la "gratuidad" del amor de Dios, que "nos amó el primeramente" (1Jn 4,10), no por nuestra bondad, sino porque él es bueno. En esta experiencia se aprende el misterio de cada hermano, especialmente del más pobre y débil. Cada uno es biografía de Cristo, en su propio Belén, Nazaret, cruz y resurrección. Uniéndose a Cristo en su experiencia de "abandono", se comienza a vislumbrar una nueva presencia de Dios Amor: "en tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

- La fecundidad de una vida se mide por la capacidad de donación y de "contemplación" (ver a Cristo escondido): saber "callar" orientando todo el ser hacia el amor de "alguien", Jesús, a quien hemos descubierto con los ojos de la fe. Entonces se siente el deseo irresistible de amarle como él nos amó, hasta dar la vida y poder decir como Pablo: "me he hecho siervo de todos para ganarlos a todos" (1Cor 9,22).

 

- En la escuela de la contemplación de la Palabra y de la relación personal con Cristo presente en la eucaristía, se aprende a ver el rostro del Señor en el rostro de cada hermano. Amar a Cristo es servir a los hermanos. Cualquier trabajo es hermoso, no por el premio ni por el éxito inmediato, sino por el amor de donación. La historia se construye amando a los hermanos con el mismo amor de Cristo: "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

- Lo más importante de la vida presente consiste en orientar la existencia hacia el amor. Nuestras debilidades, defectos y fracasos, son también cruces que se pueden aprovechar para amar más: comprender a los más débiles. Esta "cruz" de donación parece una estupidez a los que se creen sabios, y es un escándalo para quienes esperan otra solución a los problemas del hombre; pero para todos es la salvación definitiva: "Cristo crucificado... es fuerza y sabiduría de Dios" (1Cor 1,23-24).

 

- Para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), se necesita vidas escondidas "con Cristo en Dios" (Col 3,3), que sepan compartir la misma "copa preparada por el Padre" (Jn 18,11).

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