Lunes, 11 Abril 2022 09:22

VIII. CRUZ: EL CAMINO PARA "VER A DIOS"

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     VIII. CRUZ: EL CAMINO PARA "VER A DIOS"

     1. Dios Amor en nuestra pobreza

     2. Recibir gozosamente el misterio de Dios Amor

     3. Misión: encontrar a Cristo en el hermano que sufre y busca

 

 

1. Dios Amor en nuestra pobreza

     En la vida humana nos hemos construido sofismas y espejismos al margen de la realidad. Dios, que creó el mundo con amor, pensando en cada uno de nosotros, nos espera en la realidad concreta de nuestro corazón y de nuestra vida. En esa realidad ha querido que viviera su Hijo, compartiendo nuestra misma vida. Belén, Nazaret y los caminos de Palestina se dirigen hacia la cruz, pero no terminan en ella, sino en la resurrección.

     Cuando asumimos nuestra realidad, gozosa y dolorosa a la vez, Dios Amor nos dice: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). En cada momento completamos la cruz de Cristo, su Tabor y su resurrección. En nuestra realidad concreta nos espera y habla Dios Amor.

     Aceptar la propia realidad supone la audacia de la veracidad y de la confianza. No es cómodo ni fácil. Casi siempre es un proceso doloroso. Darse uno mismo, tal como es y sin condiciones, es la cruz más fecunda. Vale la pena aceptar el dolor de esa cruz para llegar al verdadero gozo de la donación a ejemplo de Cristo crucificado. Es el gozo del Espíritu Santo, por encima de las inclinaciones y entusiasmos naturales. Es el gozo que nace de sufrir amando, según la promesa de Jesús: "Os he dicho esto para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo... amaos como yo os he amado" (Jn 15,11-12); "vuestra tristeza se convertirá en gozo... volveré a veros y de nuevo os alegraréis con una alegría que nadie os podrá quitar" (Jn 16,20-22).

     La cruz más difícil del apóstol es la de la vida ordinaria, cuando no se ve la trascendencia de las cosas pequeñas. Esa cruz escondida y silenciosa es la más fecunda.

     El camino hacia Dios Amor es camino de pobreza radical. La "contemplación" (theoria, theorein) significa "ver" a Dios donde parece que no está. Reconocer la propia realidad de criatura es camino de pobreza y de realismo: nuestro ser viene de Dios y vuelve a él; sus dones siguen siendo suyos ("gracia"), pero él se nos quiere dar del todo. Reconociendo nuestra "nada", nos trascendemos a nosotros mismos, porque Dios se nos comunica haciendo de nuestro ser su misma imagen.

     Si aprendemos a encontrar a Dios en la propia limitación y pobreza, ya no nos escandalizan los signos pobres del hermano, de la comunidad eclesial y de los acontecimientos. Pero nos sigue doliendo este hecho de que Dios se nos manifieste y hable a través de signos pobres.

     La tensión entre la gracia (los carismas) y los signos visibles (las estructuras e instituciones) es dolorosa. La solución se encuentra en el fondo del propio corazón humano, donde tiene lugar el encuentro doloroso entre la gracia de Dios y la naturaleza, como el fuego que transforma el hierro sin destruir su ser. Quien sabe llevar amorosamente esta cruz del propio ser, amado por Dios, será capaz, al mismo tiempo, asumir con amor la cruz de las tensiones entre carismas, ministerios, vocaciones, estructuras e instituciones. Es siempre la misma cruz, la única, la que Cristo nos ha dejado en herencia para completarle a él. "La sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino" (LG 8).

     Esta cruz "eclesial" es llevadera sólo cuando se ama a Cristo prolongado en su Iglesia. A la Iglesia se la comprende y se la ama sólo desde los amores de Cristo (Ef 5,25). "Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comu­nidad de fe, de  esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia" (LG 8).

     La cruz es inseparable de la aceptación y del conocimiento propio. La mayor cruz de los santos ha sido, a veces, examinar su pasado y verse con las manos vacías. Pero la aceptación humilde y confiada de esa cruz les ha reconfirmado en la convicción de que todavía podían hacer lo mejor: amar. Dios nos puede llenar cuando reconocemos nuestro vacío. Entonces se encuentra a Cristo como consorte y protagonista en el camino de la cruz. Nadie ha sufrido más y nadie ha gozado más que esas personas humildes, confiadas y decididas. "La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior que viene de la fe" (RMi 91). Con esa alegría es posible la "aceptación de los sufrimientos y persecuciones" (ibídem).

     La contemplación es inseparable de la cruz. "Ver" a Dios en la propia realidad supone pasar por la aceptación de las propias limitaciones con la voluntad decidida de trascenderlas. "Sufrir" a Dios equivale a ir más allá de la propia reflexión, de los propios sentimientos, palabras y gestos, para dar el salto a la unión con Dios: adorar su misterio, admirar su bondad, callar ante su aparente silencio para darse a él incondicionalmente.

     Dios se nos da gratuitamente, como el Todo que se nos comunica a nuestra nada. Reconocer en la práctica nuestra nada es un camino de sufrimiento, porque no es una nada vacía, sino la orientación de nuestro ser más profundo (que viene de la nada) hacia el Amor que es Dios. Para vivir estar orientación trascendente, hay que quitar mucha escoria. El proceso es doloroso porque se trata de recuperar el verdadero "yo", orientándolo hacia Dios y hacia los hermanos.

     En la experiencia dolorosa de la propia realidad, se descubre el misterio de la cruz, que es un don de Dios. El don se recibe tal como es. Entonces, tanto en la vida espiritual, como en la convivencia comunitaria y en la vida apostólica, la cruz aparece con toda su eficacia: es un poder desarmado que desarma a todos y en todo. Es la utopía de la cruz, es decir, del amor de Dios comunicado al hombre, que transforma al hombre y le capacita para amar a Dios con el mismo amor.

     Una joven consagrada a Dios, enferma de cáncer, me escribía: "Cuando el Señor me hace ver mis faltas (que antes no veía tanto), nace en mi corazón un sentido de profunda gratitud, porque veo la misericordia de Dios en mi flaqueza".

     La cruz de la enfermedad, de la soledad y del fracaso humano, se aprende descubriendo a Cristo esposo presente en nuestra realidad limitada. Entonces todo suena a amor. "Todo es gracia", diría Santa Teresa de Lisieux. Los caminos de la evangelización se abren siempre a partir de esas cruces llevadas con amor. "La muerte de amor que deseo, es la de Jesús en la cruz" (Santa Teresa de Lisieux).

 

2. Recibir gozosamente el misterio de Dios Amor

     Estamos acostumbrados a usar y dominar. El dolor proviene, en gran parte, de un abuso y dominio indebido. Cuando se trata de Dios, de su palabra, de su presencia y de sus dones, queremos hacer lo mismo que hacemos con los hermanos, las ideas y las cosas. Dios Amor se nos escapa de las manos, porque se nos quiere dar él tal como es, no como nosotros quisiéramos que fuera. Para llegar a Dios Amor, hay que aprender a "sufrir" su "misterio" de amor.

     Si en el Tabor el Padre nos invita a escuchar y aceptar el Hijo de su amor (Mt 17,5), en el Calvario se nos repite esta invitación de modo más profundo. La entrega amorosa de Cristo en manos del Padre (Lc 23,46), para podernos comunicar el agua viva del Espíritu (Jn 19,34-37), es la máxima epifanía de la Trinidad. Pero esa epifanía del "misterio" de Dios Amor se convierte en sufrimiento de Cristo y nuestro. Ese momento es, para Jesús y para nosotros, "la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1).

     El camino hacia la "visión" de Dios pasa por el sufrimiento de la cruz. La "contemplación" es camino doloroso, porque es camino de aceptación desinteresada del "misterio" de Dios. El es "más allá" de nuestras reflexiones, de nuestras esperanzas y de nuestros cálculos. Job aprendió esta lección en la experiencia profunda del dolor: "yo sé que mi Redentor vive, y al fin se erguirá como fiador sobre el polvo; y detrás de mi piel yo me mantendré erguido, y desde mi carne yo veré a Dios. ¡Al cual yo le veré, veránle mis ojos, y no otros!" (Job 19,25-27).

     En el sepulcro vacío, el "discípulo amado" aprendió a "ver" a Jesús resucitado con los ojos de la fe. "Los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). La limpieza del corazón es un proceso de sufrimiento transformado en amor. "¡Oh cruz gloriosa del Señor resucitado!... El amor de Dios brilla en tus brazos abiertos" (San Hipólito).

     Aceptar el "misterio" de Dios, tal como es, sin concesiones a nuestras limitaciones intelectuales, es una señal de amor. El verdadero amor se alegra de que la persona amada sea tal como es. La oración contemplativa es actitud de amor, que se traduce en adoración, admiración y silencio de donación. Esta actitud es dolorosa, porque va más allá de la reflexión, de los sentimientos y de las palabras; pero deja en el corazón el verdadero gozo del amor. A partir de esta actitud contemplativa, dolorosa y gozosa a la vez, el creyente afronta con esperanza las dificultades de la convivencia y de la acción apostólica. Esos obstáculos no son más que otras tantas ocasiones de realizarse amando.

     La "contemplación para alcanzar amor" es una actitud de sencillez, que en todo descubre dones y presencia activa y amorosa de Dios: "el mismo Señor desea dárseme... Dios habita en las criaturas, haciendo templo de mí... Dios trabaja y labora en mí"... El fruto de esta "contemplación" consiste en "mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba", y, consiguientemente, invitan a hacer de la vida una donación total: "Tomad. Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta" (San Ignacio de Loyola).

     No se trata de contemplación estética ni teórica, sino de un proceso doloroso y gozoso, de salir del propio egoísmo. De este modo se participa del misterio "pascual" de Cristo, aunque sea con los "gemidos inefables" del Espíritu en nuestro corazón (Rom 8,26): "¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?... salí tras ti clamando y eras ido... Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras... Ya sólo en amar es mi ejercicio... Me hice perdidiza y fui ganada... Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor que no se cura, sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual).

     Lo que más duele del misterio de Dios es que se da él mismo, por encima de sus dones. Esos dones nos los va retirando para dársenos él. La búsqueda de Dios, por la reflexión teológica, por la oración, por el trabajo y por la convivencia fraterna, se va transformando en el "misterio" de Dios que se da él mismo retirándonos sus dones pasajeros. El único "don" que no nos retira es el de su Hijo Jesucristo (con todo lo que él es para nosotros), pero aún entonces nos retira muestro modo de reflexionar, sentir, dialogar y obrar.

     Dios Amor es un misterio de "gratuidad": se nos da porque él es Amor, por iniciativa suya, sin esperar nuestros méritos ni nuestras conquistas. Quiere nuestra colaboración libre de una voluntad que busca darse de verdad, pero no necesita nuestras construcciones intelectuales y literarias. Nos agradece el esfuerzo que hemos hecho, dándonos infinitamente más y dejándonos con la impresión de "siervos inútiles" (Lc 17,10), que tienen las manos vacías. "Señor, mis manos están vacías; pero pon las tuyas en las mías, y ya no estarán vacías" (Santa Teresa de Lisieux).

     Sólo el amor puede superar este sufrimiento convirtiéndolo en gozo. No se ama el sufrimiento por sí mismo, sino que se ama a Dios, gozándonos de que él sea así tal como es. A partir de este amor, se ama a los hermanos con un amor totalmente nuevo, que supera las diferencias, los contrastes, las persecuciones, los malentendidos y las enemistades. En cada hermano ya se vislumbra el misterio de Dios Amor, más allá de una superficie caduca.

     Después de un accidente mortal, quedó sobre el suelo el cuerpo destrozado de un amigo ordenado sacerdote pocos años antes. Llegó su madre y le rogamos que renunciara a ver el cuerpo de su hijo. Ella dijo con una actitud llena de fe: "Padre, ¿verdad que todo lo que Dios permite es porque nos ama?"... Parecía como si hubiera descubierto una presencia más honda de Dios Amor. A esta fe, de ver a Dios más presente y cercano, cuando parece que está callado y ausente, sólo se llega por medio de la cruz. La lógica humana no entiende; el amor descubre la presencia de Cristo donde parece que no está (Jn 14,21).

 

3. Misión: encontrar a Cristo en el hermano que sufre y busca

     Cada hermano que se cruza en nuestro caminar es un misterio de amor. Usar y dominar al hermano con favoritismos, adulaciones, servilismos o, lo que es lo mismo, con atropellos, marginaciones y olvidos, es escapar de la verdad y del amor, es alejarse de Dios. El verdadero amor se demuestra recibiendo al hermano tal como es y tal como debe ser según los planes de Dios. La misión es también cargar con la "cruz" de la realidad del hermano que busca, sufre y goza. Todo hermano, como Cristo, necesita un "cireneo".

     Cuando el hermano triunfa o es feliz, hay que alegrarse sin utilizarlo. El verdadero amor se convierte en renuncia a toda clase de utilitarismos. Esa renuncia, que es "cruz", se convierte en fuente de gozo para todos.

     "Cristo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88). Cada hermano ha sido "tocado" por la cruz de Cristo y, por esto, necesita la ayuda de los demás para descubrir al Señor. La cruz se comparte entre todos, porque es un bien de todos. La cruz del hermano es también nuestra. La "comunión de los santos" es intercomunicación de los bienes que proceden de la cruz de Cristo participada por todos.

     Toda persona humana, si excepción, busca la verdad y el bien. Esta búsqueda es frecuentemente dolorosa y es también cruz. La misión consiste en ayudar a todo hermano en esa búsqueda que va en dirección a Cristo "camino, verdad y vida" (Jn 14,6). Quien ya ha encontrado a Cristo resucitado, recibe de Cristo la misión de ayudar a los demás: "ve a mis hermanos" (Jn 20,17).

     La misión del Espíritu Santo infunde en los apóstoles "una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima" (RMi 24). Por esto, "la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11).

     La cruz del camino contemplativo, como encuentro doloroso y gozos con el misterio de Dios Amor en la propia pobreza, se convierte en capacidad de misión y de servicio. Se encuentra a Cristo en el hermano sólo si se le ha encontrado antes en el silencio del propio corazón. "El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es testigo de la presencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: 'lo que contemplamos... acerca de la palabra de vida... os lo anunciamos' (1Jn 1,1-3)" (RMi 91).

     La caridad fraterna urge a descubrir las huellas de Dios Amor en la vida de cada hermano. Estas huellas son tan sencillas y "pobres" como las que el Señor ha dejado en nuestra propia vida. Quien no cargue con la propia cruz de descubrir a Dios presente en su vida, no sabrá descubrirle en la vida de los demás. Entrar en el misterio de Dios, presente en el hermano, es siempre un camino que pasa por la cruz y por el sepulcro vacío, antes de llegar al encuentro con Cristo resucitado.

     El rostro de cada hermano que busca y sufre, tiene siempre rasgos de la fisonomía de Cristo. "Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea... Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio 'yo', abriendo este 'yo' al otro... Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo" (SD 28)

     Vivir en sintonía con esa búsqueda y sufrimiento equivale a aliviar la sed y el cansancio del mismo Cristo crucificado. "Cristo... está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes de los sufrimientos de Cristo... Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre" (SD 30).

     El sufrimiento llevado con amor tiene eficacia espiritual y evangelizadora. "El valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo Místico a unirse a sus padecimientos y completarlos en la propia carne (cfr Col 1,24)" (RMi 78). "La Iglesia tiene necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo" (SD 27), porque son "una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad" (SD 24).

     El anuncio de Cristo muerto y resucitado "realiza la plena liberación del mal, del pecado y de la muerte... Esta es la 'Buena nueva' que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y que todos los pueblos tienen el derecho de conocer" (RMi 44). Quien vive crucificado con Cristo, comprende la "sed" del Buen Pastor (Jn 19,28). Quien ha compartido la cruz del Señor, no pone obstáculo al servicio fraterno y a la misión.

     La misión es anuncio de Cristo y de su mandato de amor. Este anuncio se hace principalmente con gestos de vida, con testimonio coherente. Entonces se invita a todos los hermanos a compartir la salvación que proviene de la celebración del misterio pascual de Cristo, especialmente por el bautismo, confirmación y la eucaristía. De ahí nace el compromiso de transformar la vida en compromisos de caridad y servicio.

     Compartir la misión de Cristo equivale a compartir su mismo camino hacia la cruz y la resurrección. En ese camino de pascua, todos los hermanos ocupamos un lugar especial e irrepetible en el corazón de Cristo. Pero muchas personas desconocen este amor o han cerrado su corazón. La cruz del apóstol, como amigo íntimo de Cristo, consiste en compartir sus amores hacia todo ser humano. "Quien tiene espíritu misionero, siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo" (RMi 89).

     La caridad del Buen Pastor se concretó en "dar la vida" (Jn 10,11-17), dándose él en persona, siguiendo los designios salvíficos del Padre y como "consorte" (esposo) enamorado de toda la humanidad. "No existe mayor amor que dar la vida por los amigos" (Jn 15,13). Quien ha encontrado a Cristo, tiene la convicción honda y comprometida de que él le espera en el corazón y en la vida de cada hombre. Quien ama a Cristo, se hace, como él, hermano universal.

     La misión, aprendida escuchando los latidos del corazón de Cristo, se convierte en una donación permanente que "inmola" los propios gustos, intereses y preferencias. Así como no hay encuentro con Dios sin "sufrir" el misterio de Dios, tampoco hay encuentro con el hermano sin respeto gozoso y doloroso de su realidad misteriosa de ser hijo de Dios.

     Al preparar los temas y la dinámica para un curso a misioneros, la persona encargada de la animación del grupo me indicó esta pista iluminadora: "estas personas han sufrido mucho; por esto están abiertas a toda iniciativa de generosidad". Efectivamente, sólo quien sabe sufrir amando, es capaz de comprender y vivir los compromisos de la misión. Para "ver" a Dios en la creación y en los hermanos, hay que pasar por la cruz.

                             * * *

                         RECAPITULACION

 

- La cruz más sencilla y, a la vez, la más difícil, es la de aceptar constantemente la propia pobreza y limitación. Experimentar la propia realidad es un proceso doloroso, pero hay que afrontarlo con esperanza para comenzar a vislumbrar torrentes de luz.

 

- La cruz hace trascender la propia realidad transformándola en receptividad hacia Dios Amor, que se nos da tal como es, cuando nosotros reconocemos lo que somos. En nuestro corazón resuena la voz del Padre: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5).

 

- Dios nos espera en lo más hondo de nuestro ser de criatura, porque está "más íntimamente presente que yo mismo" (San Agustín). Sólo se le comienza a experimentar (por la fe, esperanza y amor) cuando asumimos con audacia la cruz de reconocer que nuestro barro se hace moldeable en las manos amorosas del Creador. El sufrimiento pasado con amor, purifica nuestra mirada: "Los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8).

 

- Cuando queremos conocer a Dios, parece como si se nos alejara. El es siempre más allá de nuestros cálculos, reflexiones y planes. La búsqueda de Dios es dolorosa, pero no produce el dolor angustioso de quien ambiciona bienes creados que no puede poseer. Esa búsqueda de Dios se va haciendo encuentro en la esperanza. Es un "ya" gozoso que sostiene la búsqueda dolorosa de un "todavía no". Ese dolor sólo desaparecerá en el gozo del encuentro definitivo. Es el Espíritu de amor quien nos hace gemir con "gemidos inefables" (Rom 8,26).

 

- El modo como se nos da Dios es también doloroso y gozoso, porque es donación "gratuita", por encima de nuestros méritos, esperanzas y deseos. No entendemos su modo de amar y obrar. Todo nace de su amor, lo mismo el habernos dado a su Hijo que el haber permitido su crucifixión. Nuestra vida, si somos hijos en el Hijo, tiene que compartir la misma suerte de Cristo. La vida se convierte en amor cuando descubrimos que cada momento es "la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1).

 

- El amor al hermano se convierte en cruz de donación sin condicionamientos. Amar no es utilizar las personas ni dominarlas. Ningún ser humano puede reducirse a un documento, ni merece ser tratado anónimamente como un papel. Al hermano sólo se le puede tratar mirándole a los ojos con respeto, sin utilizarlo ni despreciarlo. La historia de amor, que es la vida de cada hermano, se nos convierte en una llamada a hacer de "cireneo" de sus cruces. Los cargos y cualidades de los demás, para convertirse en donación, necesitan nuestra presencia comprometida y dolorosa, sin esperar ventajas personales. Los defectos de los demás se corrigen admitiendo que su raíz está también en nuestro corazón.

 

- Durante nuestra vida, Dios nos pone al paso muchos hermanos para que experimentemos su amor y para que les ayudemos a realizarse amando. Una amistad bien entendida se convierte en fuente de gozo y de dolor. Encontramos a Cristo y nos realizamos a nosotros mismos, cuando compartimos con los hermanos sus gozos y sus penas, sus cualidades y sus limitaciones.

 

- La vida se hace misión de anunciar a todo hermano que su vida es "complemento" de Cristo, en su Nazaret, en su cruz y en su resurrección. Sólo después de haber estado junto a la cruz, se descubre a Cristo glorioso y cercano que habla al corazón: "ve a mis hermanos" (Jn 20,17).

 

- No existe acción apostólica verdadera sin las huellas de Cristo muerto en cruz y resucitado. El apóstol es consciente de esta realidad: "no sé nada más que a Cristo crucificado" (1Cor 1,2).

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