Lunes, 11 Abril 2022 09:21

CONSTRUIR UNA "NUEVA TIERRA"

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      VII. CONSTRUIR UNA "NUEVA TIERRA"

 

      1. Construir la historia amando

      2. La vida es donación

      3. Descorrer el velo

 

 

1. Construir la historia amando

      Asumir la propia cruz, en unión con Cristo, es el único camino para comprometerse en la construcción de la historia personal y comunitaria de la humanidad. Huir de la cruz, desalentarse o adoptar una actitud violenta, no conduce a nada constructivo. La cruz, para el cristiano, no es un simple madero ni un simple sufrimiento, sino la actitud de donación en las dificultades.

      La historia sólo se construye amando. Cristo, por medio de los que comparten la vida con él, sigue "atrayendo todo a sí" (Jn 12,32). Como Verbo encarnado y como redentor crucificado, es el centro de la creación y de la historia, porque "todo ha sido creado por él" (Jn 1,3) y "todo subsiste en él" (Col 1,17).

      En los cambios profundos de la historia, se encuentra siempre la sombra de la cruz, es decir, personas que se han entregado plenamente al amor de Dios y de los hermanos, por encima de "sus propios intereses" (Fil 2,21), porque "los que son de Cristo han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias" (Gal 5,24).

      Los cambios violentos, que no nacen de la caridad, como cualquier tipo de dictadura ideológica o práctica, son caducos; al caer esos cambios por su propio peso, a veces después de largas décadas, las aguas vuelven a su cauce primitivo. Lo único que construye la historia es el amor crucificado.

      Trabajamos por "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1), donde definitivamente "reinará la justicia" y el amor (2Pe 3,13). "La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada... cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano" (GS 39).

      Esta esperanza cristiana es crucificada, porque asume la realidad difícil y dolorosa, amándola, para transformarla desde dentro. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios" (GS 39).

      La esperanza cristiana se apoya en Cristo, muerto y resucitado, que "ha penetrado los cielos" (Heb 4,14). Es como el "áncora", que impide que el barco sea arrastrado por el oleaje violento (Heb 6,19). Cristo, en la cruz, todavía pudo resumir todo su mensaje evangélico de perdón, esperanza y donación total. Todo acontecimiento puede ser cambiado por una amor crucificado. Los hechos "irreversibles" no han existido nunca. Toda persona es recuperable, si hay algún hermano que se da por ella; las personas incorregibles, mientras le quede un segundo de vida, todavía pueden "cambiar" radicalmente hacia el amor y reparar con creces el pasado.

      Esos cambios históricos, comunitarios y personales, sólo son posibles por medio de la cruz. Siempre se puede esperar "una nueva humanidad que, en Jesucristo, por medio del sufrimiento de la cruz, ha vuelto al amor" (DEV 40).

      La eficacia verdadera no es inmediata. Cuando se siembra la verdad con amor, aunque sea por medio del sufrimiento, es como la buena semilla que se echa en el surco, dispuesta a perderse para poder fructificar a su tiempo (Jn 12,24). Confiar en la eficacia inmediata equivale a toparse con la frustración de unas manos vacías. "La doctrina de la cruz... es poder de Dios" (1Cor 1,18). Es verdad que es un poder desarmado, pero que también es capaz de desarmar y desmantelar todo poder humano que no haya nacido del amor.

      El trabajo humano, a pesar de la fatiga y de las frecuentes injusticias que le rodean, todavía puede recuperarse y hacerse constructivo de "una vida más humana" (GS 38). El sufrimiento que, a veces, acompaña el trabajo, si se asocia a la cruz de Cristo, redime al trabajo y al trabajador.

      Cualquier trabajo humano se puede convertir en continuación de la creación y en complemento de la redención, si se vive en la perspectiva de la cruz y de la resurrección de Cristo. "En el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo... El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar... Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de reden­ción, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los 'nuevos cielos y otra tierra nueva', los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo" (LE 27).

      La paz y el progreso se construyen amando. Las dificultades pueden transformarse en nuevas posibilidades de convivencia humana auténtica. Cualquier dificultad, aún antes de llegar a ser una injusticia, es una indicación de que algo debe completarse. Una "paz" de cementerio y una "paz" de dictadura o de intimidación, no es más que un sucedáneo de la verdadera paz. Querer conseguir un triunfo por medio de la violencia o de la guerra, no es más que prolongar y agravar las dificultades.

      La única actitud constructiva y gozosa es la de la cruz. "Uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al de Cristo en la Cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava" (CA 25).

      Lo más difícil del misterio de la cruz es la actitud de fe en su poder de victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte, cuando precisamente aparece en la vida todo lo contrario. Es el misterio de la encarnación y redención: Cristo completa, con nosotros, esta victoria en todo momento histórico, pero el fruto de la cruz aparecerá al final de los tiempos. Entonces veremos que el triunfo y el gozo de Cristo es también el nuestro. Esa fe y esa esperanza son dolorosas y crucificadas. Así es el "escándalo" de la cruz (1Cor 1,23).

      Asumir la cruz, la de cada uno y la parte que nos toca de la cruz de los demás, es el único compromiso histórico verdadero y eficaz. En este misterio sólo se entra por el camino de la fe, de la esperanza y del amor. "Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal" (CA 25).

      Toda experiencia nuestra del pasado, si ha nacido del amor, ha quedado salvada por Cristo. No hay lugar para la nostalgia ni para el romanticismo sentimental. Todo momento presente es asumido por Cristo crucificado y resucitado para convertirlo en vida perdurable: "quien cree en mí, tiene vida eterna" (Jn 6,47). La cruz, gracias a la resurrección, trasciende el tiempo. La historia sólo se salva y se construye en el amor.

 

2. La vida es donación

      La donación cristiana, por ser fruto de la cruz, no consiste sólo en dar cosas, sino principalmente en darse uno mismo. Sin esta donación de sí mismo, la cruz no pasa de ser un adorno o un malentendido. Sin amor a la cruz, todo sufrimiento se convierte en un fantasma. Gran parte de nuestro miedo nace de la falta de donación a la cruz o, mejor, a Cristo crucificado. Por una vida hecha donación, somos los brazos de la cruz y los testigos de su resurrección.

      La cruz es escuela de donación, escuela de santos, de contemplativos y de misioneros. El dolor que proviene de un error, de una injusticia o de un pecado, es un indicador de que en algún sitio (en nosotros o en los demás) falta la donación. Este vacío sólo se puede llenar con la propia donación oblativa. El amor sana y origina amor. El sufrimiento es parte insustituible de este crecimiento mutuo en la donación. "El hombre... no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24).

      La donación de la cruz es donación de sí mismo, a ejemplo de Cristo, que se hace pobre para indicar que se da él personalmente, que se hace obediente para mostrar su donación sin tener en cuenta su propio interés, que vive la virginidad para manifestar que su amor es donación esponsal. Esta donación de sí mismo, en las circunstancias históricas de una humanidad peregrina, es siempre un proceso doloroso que tiene su momento culminante en la cruz de Cristo y en la nuestra.

      La historia de la santidad y de la evangelización está jalonada de cruces que son otros tantos hitos de un proceso de donación total. En el camino de santidad y de misión, se avanza en la medida en que uno se da gratuitamente como Cristo en la cruz. En los alrededores de Ranchi (India) hay caminos jalonados de cruces, donde, años atrás, murieron los primeros evangelizadores de esos lugares poblados por aborígenes. Uno de estos misioneros murió al llegar a la plaza del pueblo, rodeado de sus cristianos. Entre ellos había un niño de siete años (hoy arzobispo de Ranchi), que quedó impresionado por el rostro sereno del misionero, mientras sentía en su corazón: "Si este misionero vino de muy lejos, dejando todo para anunciar a Jesús, ¿qué podría hacer yo?"

      La donación de la maternidad es, tal vez, el ejemplo más sublime de la donación humana: sufrir dándose, para dar vida a otro ser. Es el ejemplo Cristo aplicó a los apóstoles en su actuar misionero para comunicar una nueva vida (Jn 16,20ss). San Pablo se aplicó a sí mismo este símil materno (Gal 4,19). Transformar las dificultades en donación es el camino de la cruz, que conduce al gozo pascual de la fecundidad. En la convivencia eclesial de las comunidades y en el apostolado, sólo el "amor materno", como el de María, llega a la plena fecundidad espiritual y apostólica (LG 65; RMi 92).

      Para ayudar a los hermanos que se encuentran en situación de sufrimiento y marginación, de pobreza e injusticias, el camino cristiano es el de la donación desinteresada. Sólo se puede ir a los pobres con un corazón pobre y una vida pobre. El corazón pobre equivale a una actitud contemplativa de buscar en la palabra de Dios la solución para los problemas de la propia existencia. La vida pobre es el desprendimiento para compartir con los hermanos y servirles dándose uno mismo. La comunión eclesial y humana se construye por personas cuya vida se hace "pan partido". Así es la cruz fecunda, dolorosa y gozosa de la donación.

      Cualquier vocación, carisma (gracia especial) y ministerio, es servicio de comunión o de caridad. Los dones que no se utilizan para este objetivo, se atrofian o se pierden. Cuando estos dones son de "presidencia" o dirección, entonces deben convertirse en principio de unidad. Las personas que presiden la comunidad deben ser siempre, del todo y sólo donación. Los privilegios y ventajas temporales, casi siempre fomentadas por otras personas con segundas intenciones, no tienen que ver nada con el evangelio (Lc 9,46-48).

      Muchos sufrimientos se originan en la comunidad eclesial por el uso inadecuado de los dones que se habían recibido para servir. También ese sufrimiento es cruz para muchos hermanos. No hay lugar para la agresividad, la ruptura o el desánimo. Sólo la cruz, asumida por amor, puede disipar lo que no suene a amor. Sembrando amor, se recoge amor. También entonces se aprende a servir al hermano, "revelándole el amor de Dios que se ha manifestado en Cristo" (RMi 2).

      La cruz abre horizontes infinitos en los caminos de perfección y de misión. Abrir cada corazón y todo el corazón a Dios, sólo es posible mostrando en la propia vida al crucificado. Muchos problemas personales y comunitarios caen por su peso cuando el corazón y las instituciones se abren de verdad a los planes de Dios. "Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe" (RMi 49).

      Los sufrimientos pueden provenir de otras personas, de nosotros mismos y de los acontecimientos y las cosas. Pero el sufrimiento más profundo tiene su origen en el modo como Dios nos ama y como quiere que sea nuestro amor para con él y para con los hermanos.

      Efectivamente, nos da sus dones para dársenos él; pero luego nos retira esos dones, indicándonos que su donación personal sólo podrá ser plena en el más allá. De modo semejante, nosotros le damos a él y a los hermanos nuestras cosas como señal de donación; pero la Providencia permite que a veces, ya no nos quede nada más que dar que a nosotros mismos. Este proceso de donación de sí mismo, por parte de Dios y por parte nuestra, es la cruz de Jesús y la nuestra, como cruz de máxima gratuidad y donación, que es sólo anticipo de una donación que será plena en la visión de Dios.

      Mientras se disipan las sombras y la "nube luminosa" deja entrever más a Dios, el dolor es más profundo, porque el amor de donación es más sincero. El corazón ya siente el gozo de la cercanía de Dios que comienza a darse del todo; pero también siente el dolor de que todavía no se llegue a esa realidad plena. Las propias deficiencias y defectos en la donación a Dios y a los hermanos, se convierten en fuente de dolor por no amar del todo al Amor; pero es dolor confiado, sereno, de quien experimenta más que nunca la misericordia de Dios en la propia debilidad y miseria.

      El gozo que cantó María en el "Magnificat", como figura de todo creyente, es el signo de una donación (el "fiat"), que llega hasta la cruz ("stabat"). El secreto de este gozo de donación plena y dolorosa de María, "la mujer", consiste en la asociación esponsal con Cristo. La actitud mariana de donación es capaz de alcanzar continuamente de Jesús el milagro de las bodas de Caná: cambiar el agua en vino o las promesas mesiánicas en realidad, transformar la comunidad cristiana en una familia de santos y de apóstoles (Cenáculo, Pentecostés).

      Todo acontecimiento hace brotar de nuevo el "Magnificat" mariano en los corazones que han comprendido el amor. La donación total de Cristo al Padre tiene lugar desde el seno de María, se manifiesta plenamente en la cruz y se prolonga en cada corazón y comunidad cristiana.

 

3. Descorrer el velo

      Nuestra verdadera historia se escribe en un doble nivel: mientras caminamos como peregrinos entre gozos y tristezas, esta realidad transitoria va "pasando" a ser realidad permanente, transformada y salvada por Cristo. Estamos tejiendo un tapiz maravilloso, del que por ahora sólo vemos las hilachas del reverso. Un día se mostrará el anverso del tapiz, cuando se descorra el velo de la fe y de la esperanza, para dejar paso a la visión y al encuentro definitivo.

      Esta es la "intuición" de nuestra esperanza que, por estar apoyada en Cristo, no deja confundido a nadie (Rom 5,5). Así es la "utopía" cristiana de la cruz. La vida humana no tendría sentido sin la orientación de un ideal aparentemente inabarcable. El riesgo está en cambiar la "utopía" de la cruz, que es la de las bienaventuranzas y del mandato del amor, por una falsa utopía de consumismo, de eficacia inmediata, de bienestar a ras de suelo o por un ilusorio paraíso en la tierra. Esas son las utopías materialistas que destruyen la humanidad. La utopía de la cruz es la única que puede hacer avanzar la historia humana hacia la verdad y el bien definitivos.

      La fe es siempre "oscura", a pesar de su certeza sobre las verdades reveladas por Dios. Ante la cruz, la mente se queda a oscuras, pero con el convencimiento hondo de que "convenía que Cristo padeciese para entrar en su gloria" (Lc 24,26). Intuir esa luz, a través de la noche de la fe, supone una actitud amorosa de compartir la cruz de Cristo: "rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz). Entonces la nube se hace "luminosa" (Mt 17,5), porque, sin perder su opacidad y sin dejar de producir dolor, deja entrever a Cristo esposo que "cargó con su cruz" (Jn 19,17) para morir y resucitar por nosotros. El "abandono" de Cristo en la cruz era plena confianza y donación en manos del Padre.

      Llegar hasta el velo que nos separa del encuentro definitivo con Dios, es un proceso doloroso y gozoso de donación total. Dios parece "desconocido" y oculto en la "nube". El corazón sufre por la ausencia, y espera activamente con la convicción de ser amado y con la decisión de amar del todo. "El alma conoce a Dios, no porque le ve cara a cara, sino porque ella ha sido tocada por él en la oscuridad" (Tomás Merton).

      Querer decididamente descorrer el velo que nos separa de Dios, no significa entrar en una concentración psicológica abstracta y sujetivista. Detrás del velo hay "alguien"; no es una cosa ni una idea ni una simple experiencia de concentración interna. El velo se descorre en la búsqueda de un encuentro definitivo o en una espera activa y comprometida de no contentarse con nada que no suene a Dios Amor. "¡Sólo Dios basta!" (Santa Teresa de Jesús).

      Cuando se llega a esta experiencia profunda de la cruz, la razón tiene que callar con un silencio que abre el corazón y la misma razón hacia el infinito. "La cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo 'ha resucitado al tercer día' constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal" (DM 8).

      No se descubre la cruz de Cristo si no es a impulsos del amor. Para quien no ama, el velo del sufrimiento es un muro infranqueable. Dios comunica al corazón un conocimiento más profundo que el de la reflexión y conquista humana. Por ser el Amor, él es siempre "más allá" de nuestro conocimiento y de nuestro amor. "En lo más hondo del misterio de la cruz está el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida que está en Dios mismo" (DEV 41).

      El "Reino de Dios" no es un concepto, sino el mismo Jesús (RMi 18). Jesús está en el corazón y en la comunidad eclesial, y nos prepara un encuentro definitivo en el más allá. Para llegar a ese encuentro (Reino "escatológico"), hay que aprender a encontrarlo en el corazón y en la comunidad eclesial. Rasgar el velo de esos dos encuentros previos, supone entrar en la noche oscura de la fe. La cruz es el dolor y gozo de esos encuentros provisionales, que todavía no son definitivos. "El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección" (GS 39).

      Sin la sombra de la cruz, que es sufrimiento transformado en amor, la tensión escatológica hacia el Reino se convierte en huida de la realidad. Si no se comparte la cruz de Cristo, la dimensión "carismática" o espiritual del Reino se convierte en sujetivismo caprichoso. Sin amor profundo a Cristo crucificado, esposo de la Iglesia, la dimensión comunitaria del Reino se transforma en formulismos atrofiantes o en polémicas inútiles y cismas. Es siempre la cruz, como expresión máxima del amor esponsal entre Cristo y cada creyente, la que salva el significado auténtico del mensaje cristiano.

      Con la esperanza de descorrer el velo de la fe, el seguidor de Cristo se une a él en la "oscuridad" de la crucifixión (Lc 23,44). La fe y la esperanza hacen posible esa donación de la propia vida ("sangre"), para que toda la humanidad reciba la nueva vida del Espíritu ("agua") (cfr Jn 19,34).

      En esta tensión "teologal" (de fe, esperanza y caridad) comienza a vislumbrarse el sentido de la resurrección de Jesús y de la nuestra. "El velo del templo se rasgó por medio" (Lc 23,45). Cristo es ya el nuevo templo del que brota el "agua viva" del Espíritu (Jn 7,37-39). Cuando se comparte la donación total de Cristo en las manos del Padre (Lc 23,46), entonces la Iglesia se hace instrumento de una vida nueva para toda la humanidad.

      Un misionero anciano y paralítico me confió la oración que hacía todos los días, especialmente cuando arreciaba más el dolor: "Señor, tú que me has amado tanto, hazme la gracia de que yo te pueda amar con tu mismo amor". Esta oración me pareció un preludio del encuentro definitivo, cuando "Dios será todo en todas las cosas" (1Cor 15,28). Ante estas realidades cristianas auténticas, se caen por su peso todos nuestros baremos y cálculos de eficacia inmediata.

                                     * * *

                                RECAPITULACION

 

- No hay ningún paso constructivo en la historia humana, que no haya nacido del amor de donación. En nuestras circunstancias históricas, la donación comporta el sacrificio de salir de sí mismo. El misterio de la cruz ilumina y hace posible esta donación sacrificada. "Los que son de Cristo han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias" (Gal 5,24).

 

- No existe ninguna cruz que quede inerte e ineficaz. La memoria humana puede fallar en el modo como se distribuyen cargos, premios y títulos honoríficos. Detrás de cada época histórica floreciente, de cada institución y de cada paso en el progreso personal y comunitario, se halla siempre, tal vez escondido, el soporte de la cruz. "Cuando yo seré elevado sobre la tierra, atraeré todo a mí" (Jn 12,32).

 

- La donación verdadera no puede quedarse en compartir cosas, sino que llega a hacer de la propia persona un don. Es el darse a sí mismo. El proceso de darse equivale a desprenderse continuamente para realizarse a sí mismo. En este proceso, el dolor es connatural y sólo se entiende y se vive al amparo de la cruz de Cristo.

 

- En la comunidad eclesial, las vocaciones, los ministerios y los carismas siguen el camino de la cruz. Cada creyente ha recibido una llamada concreta (la vocación) y una gracias especiales ("carismas") para servir a la comunidad (ministerios). Sin el dinamismo de la cruz, esos "dones" de Dios dejan de ser donación y, consecuentemente, atrofian al que los ha recibido y son una rémora en la marcha eclesial. Se necesita el sufrimiento y la donación de la cruz para purificar esas escorias y para hacer de la comunidad un signo evangélico creíble. "El más pequeño entre vosotros, ése es el más importante" (Lc 9,48). "El que entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro servidor"(Mt 20.27).

 

- La lejanía y la ausencia la sienten sólo los que aman. El amor produce el dolor de un "todavía no", y alienta a seguir en la búsqueda. Cualquier desprendimiento es un precio razonable para el que ama. El dolor de la búsqueda se suaviza cuando se comprende que vale la pena seguir abriendo camino hacia el encuentro definitivo. En este caminar es decisivo el ejemplo y la compañía del Señor. El quiso experimentar nuestra cruz para decirnos que era "la copa (de bodas) preparada por el Padre" (Jn 18,11).

 

- Sólo cuando se asume la propia cruz con amor, comienza a intuirse que un día el velo que nos separa del encuentro se descorrerá del todo, para dejar pasar a la visión y posesión mutua. En esta vida terrena, la oscuridad de la fe será siempre dolorosa. Hay que "mirar al que crucificaron" (Jn 19,37), para empezar a saborear las aguas de vida eterna. No sirve tanto el reflexionar (por necesario que sea), cuanto el dejar que Cristo comparta nuestra cruz, para que aprendamos a compartir la suya: "Jesús, cargando su propia cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado Calvario" (Jn 19,17).

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