Lunes, 11 Abril 2022 09:11

LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO EN NUESTRA VIDA

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LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO EN NUESTRA VIDA

(Carta a los presbíteros) 

         

Sumario

 

 1. Motivos y contenido de esta Carta

           I. EL ESPIRITU SANTO Y EL SACERDOCIO

 2. "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4,18): Unción sacerdotal de Cristo

3. "En virtud del Espíritu Eterno" (Hb 9,14): Oblación sacerdotal de Cristo.

4. "Se llenaron todos del Espíritu Santo" (Hch 2,4): La Iglesia sacramento de Cristo

5. "Enviados por el Espíritu Santo" (Hch 13,4): Discípulos y evangelizadores

6. "El don conferido por la imposición de manos" (1 Tm 4,14): El ministerio apostólico y sacerdotal

           II. EL "ESPIRITU DE SANTIDAD" EN LOS PRESBITEROS

 7. "Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad"

8. Para que "la palabra del Evangelio dé fruto"

9. Sean "fieles dispensadores de los misterios"

10. "Formen un único pueblo"

11. Y den "testimonio constante de fidelidad y amor"

           III. AVIVAR LA GRACIA RECIBIDA POR LA IMPOSICION DE MANOS

 12. Cuidar la salud espiritual

13. Tiempos y espacios para la vida interior

14. Compartir la experiencia espiritual

15. Acompañamiento espiritual

16. Conversión y renovación por el Espíritu

17. Creer "contra toda esperanza"

18. Docilidad al Espíritu

19. El ejemplo de María

         

 Conclusión

 

 

 

 

 

LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO EN NUESTRA VIDA

          (Carta a los presbíteros)

 "Cristo, en virtud del Espíritu Eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha" (Hb 9,14).

 

           Queridos hermanos presbíteros:

 

           Al comenzar la Cuaresma de este año dedicado al Espíritu Santo, siguiendo la práctica de los años anteriores, quiero compartir con vosotros unas reflexiones que nos ayuden a todos a celebrar con mayor profundidad y aprovechamiento espiritual el misterio pascual de Jesucristo, atendiendo a la llamada que la Iglesia nos hace, al llegar este tiempo santo, para que nos convirtamos al Señor y renovemos nuestra vida.

           Os saludo con todo el afecto fraternal, deseando que "el Padre, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones" (Ef 3,16-17). Desde que el Señor me llamó al ministerio episcopal en favor de nuestra Iglesia Civitatense, mi propósito es dedicaros lo mejor de mí mismo y de mi tarea, hermanos y amigos.

 

 

 1. Motivos y contenido de esta Carta

 

          El contenido de esta carta está motivado en primer lugar por el hecho de encontrarnos en el segundo año de preparación del Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento del Señor, año centrado en el "reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia en nuestro pueblo", como señala el objetivo pastoral de nuestra Diócesis en el presente curso. Entre los varios aspectos que lleva consigo este objetivo se encuentra la vida espiritual de los sacerdotes. Recordad que os decía en la Exhortación pastoral de comienzo de curso: "Se trata de que todos nos comprometamos en este año dedicado al Espíritu Santo a cuidar con todo interés nuestra salud espiritual y de que, al mismo tiempo, procuremos fomentarla en las personas más cercanas a nosotros y especialmente en aquellas que nos han sido confiadas por razón de nuestro ministerio o tarea... La vida espiritual está en la base de cualquier acción apostólica o pastoral" (n. 28).

           Pero hay un segundo motivo. El año pasado, también con vistas a la Cuaresma, os escribía sobre El ejercicio del ministerio presbiteral en nuestra diócesis [1]. La primera parte de la carta era una invitación a discernir lo que el Espíritu Santo quería decirnos (véanse los nn. 4 y 6 especialmente). En este sentido la carta de este año prosigue aquellas reflexiones y sugerencias ahondando en lo significa en nuestra vida la presencia del mismo Espíritu que inspiró, acompañó, sostuvo y fortaleció a Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta el gesto supremo de la cruz.

           La carta tiene tres partes. La primera es un breve recordatorio de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la persona de Jesús y en la vida de la Iglesia, desde el punto de vista del sacerdocio ministerial del que el Señor ha hecho partícipes a los obispos y presbíteros, con el fin de suscitar una conciencia agradecida de lo que significa la especial vinculación a Jesucristo y al Espíritu que confiere el sacramento del Orden. La segunda parte señala algunas de las consecuencias de esta realidad para nuestra vida "en el Espíritu" o "según el Espíritu". Y la tercera señala algunas actuaciones, en la confianza de que os servirán para vivir más intensamente la participación sacramental en el sacerdocio de Cristo por su Espíritu.

 

 

          I. EL ESPIRITU SANTO Y EL SACERDOCIO

 

2. "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4,18): Unción sacerdotal de Cristo

           El pasaje del profeta Isaías que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su ministerio público, aplicándoselo a sí mismo (cf. Lc 4,16-21), nos sitúa una vez más ante la misteriosa realidad de la íntima unión y total compenetración entre Cristo y el Espíritu Santo. El curso pasado, centrado en el conocimiento de Jesucristo, y lo que llevamos recorrido del curso actual, en el que nuestra mirada se fija en la persona del Espíritu Santo, deben haber consolidado en nosotros la convicción de que "nadie puede decir 'Jesús es Señor' sino es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Cor 12,3b), y de que ninguno puede pretender conocer al Espíritu de Dios al margen de Jesús, que lo posee en plenitud desde la encarnación y lo ha manifestado y comunicado después de su resurrección (cf. Jn 20,22).

           Si queremos de veras reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad, hemos de tener en cuenta que no existe otro cauce de comunicación del Espíritu a los hombres y mujeres y aún a la creación entera, que la humanidad resucitada de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Él se hace presente en la Iglesia por medio de la Palabra y de los sacramentos, en los que se manifiesta la fuerza del Espíritu. Y Él continúa actuando en el mundo prolongándose en los fieles cristianos, miembros de su Cuerpo, a los que el Espíritu Santo llama, consagra y envía.

           "De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia", afirma el evangelista San Juan (Jn 1,16). En efecto, de la misma manera que la unción del Espíritu Santo se manifestó en el bautismo de Cristo, a quien constituyó Mediador único y fuente del mismo Espíritu, así también la vocación y misión de los fieles laicos tiene su origen en los sacramentos de la Iniciación cristiana, mientras que el sacerdocio ministerial lo tiene en el sacramento del Orden. Ahora bien, la donación y comunicación del Espíritu Santo a los discípulos de Jesús no se efectuó hasta la muerte y resurrección del Señor, es decir, en la Pascua-Pentecostés. 

 

3. "En virtud del Espíritu Eterno" (Hb 9,14): Oblación sacerdotal de Cristo

 

          La donación-efusión del Espíritu se produjo, por tanto, en la cruz, es decir, en el momento en que el Sumo Sacerdote y Mediador de la Nueva Alianza, se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada al Padre (cf. Hb 9,14). San Juan dice en su Evangelio que Jesús, "inclinando la cabeza, entregó el Espíritu" (Jn 19,30), significado inmediatamente después por el agua y la sangre que brotaron del costado abierto del Salvador (cf. Jn 19,34-35; 7,37-39; Ap 22,1).

 

          El Espíritu santificó así el sacrificio del nuevo Cordero pascual sin defecto ni tacha (cf. 1 Pe 1,19; Ex 29,1) sobre el ara de la cruz, convirtiendo a Jesús en Sacerdote y Víctima, capaz de ofrecer y de ser ofrecido. Jesús fue a la vez Oferente y Ofrenda, porque tuvo con Él al "Espíritu Eterno" que le dio la fuerza para elevarse hasta Dios y para que el suyo fuera el sacrifico verdadero y definitivo. Esta identificación perfecta, imposible para los sacerdotes de la Antigua Alianza, que tenían que ofrecer víctimas sustitutorias por el pueblo y por sus propios pecados (cf. Hb 5,1-3; 7,27; etc.), se produce ya desde la entrada de Jesús en el mundo cuando dice: "¡Heme aquí, oh Dios, que vengo para hacer tu voluntad" (Hb 10,7; cf. 10,5-9). En efecto, toda la vida de Jesús fue un continuo "hacer la voluntad del Padre" (Jn 6,38; cf. Mt 26,42; Fl 2,8).

 

          En virtud de esta oblación "todos hemos sido santificados" (Hb 10,10; cf. 10,14). Y la humanidad de Jesús, hasta ese momento humillada y masacrada, es glorificada y resucitada, es decir, transformada en "carne vivificante" (cf. 1 Pe 3,18; 1 Cor 15,45) y en manantial del agua viva del Espíritu Santo (cf. Jn 4,10). La fragilidad, la miseria y la finitud de la condición humana son definitivamente superadas no sólo para Jesús sino también para todos los que, por su encarnación, nos convertimos en sus hermanos (cf. Hb 2,11.17; 10,19). La resurrección, obra también del Espíritu Santo, ha restablecido la dignidad humana perdida por el pecado y ha restaurado el curso de la historia como espacio de salvación integral para toda la humanidad y aún para las demás criaturas (cf. 1 Cor 8,21-22). Aquí radica la esperanza que debe alentar a los laicos en su vocación y en su misión en la sociedad y en el mundo (cf. LG 31; 34).

 

4. "Se llenaron todos del Espíritu Santo" (Hch 2,4): La Iglesia sacramento de Cristo

 

 

          La cruz y la resurrección culminan en el nacimiento de la Iglesia, pues "del cuerpo de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5), en su bautismo "con Espíritu Santo y fuego" y en su envío misionero por obra del mismo Espíritu (cf. Lc 3,16; Hch 2,1-4). A partir de Pentecostés, el Espíritu Santo constituyó a la Iglesia en cuerpo de Cristo, dotado de muchos miembros que prolongan su humanidad glorificada. Por eso la Iglesia está en el mundo como un "sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cf. 9; 48).

           Pentecostés significa, por tanto, el comienzo del "tiempo de la Iglesia" o "tiempo del Espíritu", en el que Éste se hace "memoria viva" para recordar todo lo que ha dicho y hecho Jesús, actualiza eficazmente en los sacramentos los acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo, hace posible la comunión dentro de la Iglesia y constituye el ministerio como mediación personal y representación del que es Cabeza y Pastor (cf. Catecismo de la Iglesia Católica [= CEC], 1.076; 1.092 ss.; 1.548 ss.). El Espíritu enriquece verdaderamente a la Iglesia y la hace crecer con toda clase de carismas, ministerios y funciones (cf. 1 Cor 12,4-31; Ef 4,4-16). Esta representación personal a través del medio humano, sobre todo en el ministerio ordenado, pone de relieve la voluntad divina de seguir salvando a los hombres por medio de los hombres.

 

5. "Enviados por el Espíritu Santo" (Hch 13,4): Discípulos y evangelizadores

 

          Desde Pentecostés se repite lo que había ocurrido con Jesús: El Espíritu Santo, que lo guió y sostuvo en su ministerio mesiánico (cf. Lc 4,1.14.18; 10,21; etc.), acompaña y anima ahora a los discípulos en el anuncio del Evangelio y en la realización de la salvación que anunciaban (cf. Hch 2,2,4.8; 4,31; 6,3; 8,29.39; 11,12; 13,2; etc.). El Evangelio según San Lucas y el libro de los Hechos de los Apóstoles tienen como protagonista común e invisible al Espíritu Santo.

 

          El Espíritu actúa, por tanto, en todos los discípulos sobre los que ha sido derramado (cf. Hch 2,38; 8,15-17). Su presencia y acción en el corazón de los bautizados produce numerosos frutos (cf. Gál 5,22), el principal de los cuales es la filiación divina (cf. Rm 8,16-17) y la conciencia de haber recibido el amor del Padre (cf. Rm 5,5; 1 Jn 4,7-10). A nivel comunitario y social el Espíritu garantiza la fidelidad de la Iglesia a su Señor y hace que la diversidad de dones, de ministerios y de funciones se transforme en unidad (cf. Ef 4,4-6.13). La máxima expresión de esta unidad se produce en la participación eucarística (cf. 1 Cor 10,16-17). De manera que lo que aconteció en los primeros tiempos de la Iglesia, se realiza también hoy en todas las comunidades cristianas. 

          Por eso el Papa Juan Pablo II describe así la obra del Espíritu en nuestro tiempo: "El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos" (Carta Apost. Tertio Millennio Adveniente, 45).

 

6. "El don conferido por la imposición de manos" (1 Tm 4,14): El ministerio apostólico y sacerdotal

 

           Así pues, el Espíritu Santo es el que "según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12,1‑11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Entre estos dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu mismo somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14)" (LG 7). El origen del ministerio apostólico se encuentra, por tanto, en el mismo Cristo que lo ha instituido y le ha dado su naturaleza sacramental y su finalidad (cf. CEC, 1.548-1.551). Este ministerio en el espiscopado y en el presbiterado es, por otra parte, sacerdotal, es decir, participación ministerial en el sacerdocio de Jesucristo. No obstante el ministerio del diaconado se confiere también mediante el sacramento del Orden (cf. ib. 1.554). 

          "El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su cuerpo... Se confiere por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial" (PO 2), quedando "consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino" (LG 28). El gesto sacramental es la imposición de manos del Obispo, acompañado de la plegaria de ordenación, pero su efecto es una verdadera unción interior y especial del Espíritu Santo que configura al elegido con Cristo de manera que puedan actuar como representantes de Cristo Cabeza (cf. PO 2).  

          Los presbíteros sois, pues, verdaderos "ungidos del Espíritu", como Jesús (cf. supra n. 2), y "unción" quiere decir compenetración plena entre el hombre santificado y el Espíritu santificador, que hace fecundo y eficaz el ejercicio del ministerio. En este sentido, en el nivel del ser, todo sacerdote es verdaderamente "otro Cristo", como reza la frase clásica. Esta gracia que transciende a la persona, de manera que su eficacia salvífica no está condicionada por la situación moral del ministro de Cristo, requiere sin embargo una elevada santidad de vida como adecuada respuesta por parte del que ha sido llamado, consagrado y enviado con el poder del Espíritu Santo. De esta respuesta, favorecida por la propia gracia sacerdotal, trata lo que viene a continuación

 

 

          II. EL "ESPIRITU DE SANTIDAD" EN LOS PRESBITEROS

 

7. "Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad"

 

          Esta frase está tomada de la plegaria de ordenación de los Presbíteros, de las palabras esenciales:

 

Te pedimos, Padre todopoderoso,

que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del Presbiterado;renueva en sus corazones el Espíritu de santidad, reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sean, con su conducta, ejemplo de vida.

 

          A su vez está inspirada en el salmo 50: "Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme" (Sal 50,12). Naturalmente la plegaria de ordenación va más lejos que la súplica del salmista. Éste pide la creación de un nuevo corazón -centro de toda la persona-, que sustituya al que ha quedado endurecido por el pecado, y la presencia de un espíritu firme y generoso. Es lo que había anunciado el Señor por medio del profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carte el corazón de piedra y os os daré un corazón de carne; os infundiré mi Espíritu..." (Ez 36,26-27).

           La plegaria de ordenación pide la renovación del corazón del elegido para el ministerio sacerdotal. El Espíritu que recibió en el Bautismo y en la Confirmación es dado ahora de nuevo para transformar al que es ordenado, santificando radicalmente su persona, con vistas a un ministerio que es santificador, y fundamentando el nuevo estado de vida en la santidad que comunica. La dignidad del Presbiterado consiste, entre otros aspectos, en la presencia en los presbíteros del Espíritu Santo que produce la gracia de esta santidad radical y exige a su vez, una conducta coherente y el ejemplo de vida.

            Por eso el Papa Juan Pablo II ha escrito también: "Nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu Santo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden. Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el 'corazón nuevo', lo anima y lo guía con la 'ley nueva' de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad" (PDV 33).

 

8. Para que "la palabra del Evangelio dé fruto"

 

          La presencia y la acción del Espíritu Santo en los presbíteros hace que se cumplan también en vosotros, queridos hermanos, las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido; y me ha enviado..." (Lc 4,18). De este modo el Espíritu Santo se manifiesta en vuestra vida "como fuente de santidad y llamada a la santificación" (PDV 19). Una santidad y una santificación que se nutren no sólo de la configuración personal con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia que ha producido el sacramento del Orden, título que añade una segunda exigencia de perfección evangélica a la que procede de la consagración bautismal (cf. PO 2), sino también del ejercicio del ministerio en su triple función: la Palabra, los sacramentos y la guía del pueblo de Dios (cf. PO 13).

           El Concilio Vaticano II subrayó, en efecto, la íntima relación que existe entre la espiritualidad -vida "en el Espíritu"- de los presbíteros y las condiciones y las exigencias de cada una de las funciones ministeriales (cf. PO 4-6; 12-13). Esta relación ha sido desarrollada por la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis (n. 26) y por el Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros (cf. nn. 45-56) [2].

           En primer lugar respecto del ministerio de la Palabra (cf. PO 4; 13 a). Sin la presencia y la acción del Espíritu Santo, que actúa en los ministros que la anuncian y la explican y en los oyentes que la escuchan y acogen, esta función no pasaría de ser un acto de mera comunicación humana o de retórica. Por eso la plegaria de ordenación de los Presbíteros, en su última parte, pide para los que son ordenados: "que por su predicación, y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres, y llegue hasta los confines del orbe". El ejercicio del "ministerio del Espíritu", como llama San Pablo a la predicación evangélica (cf. 2 Cor 3,8), reclama del ministro una muy íntima unión a Cristo Maestro y una particular docilidad al Espíritu (cf. PO 13), que sólo serán realidad si el que predica procura primero recibirla en el corazón, antes de transmitirla a los demás (cf. DV 25) [3].

 

9. Sean "fieles dispensadores de los misterios"

 

          El ministerio de la santificación y del culto, que se ejerce en la celebración de la Eucaristía, de los demás sacramentos y sacramentales y en la Liturgia de las Horas, depende de una manera aún más patente de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la liturgia y, de manera especial, en la persona del ministro. No es otro el significado de la epíclesis o invocación al Padre para que envíe el Espíritu Santo con su poder transformador sobre las ofrendas en el caso de la Eucaristía, o sobre los otros elementos sacramentales y, naturalmente, sobre quienes van a recibir los sacramentos (cf. CEC 1.105-1.107). El Espíritu de santidad recibido en la ordenación actúa en el sacerdote garantizando la eficacia de su ministerio y santificando, por su mediación, a la Iglesia y a los hombres. Pero la acción santificadora del Espíritu alcanza también al ministro en orden a su propia santificación. Por eso sería un contrasentido no corresponder a esta presencia del Espíritu. 

          El sacerdote, en la celebración de los sacramentos y en la Liturgia de las Horas, está llamado a vivir la gracia que él mismo ofrece a los fieles en el ejercicio de su ministerio. Especialmente en el Sacrificio de la Misa, al mismo tiempo que enseña a los demás a ofrecer al Padre la Víctima eucarística y a asociarse a esta ofrenda, el presbítero debe unirse con la acción de Cristo Sacerdote "en cuya persona" actúa. Lo mismo ha de hacer en la celebración de los demás sacramentos, singularmente en el sacramento de la Penitencia y en la oración de las Horas, en la que presta su voz a la Iglesia (cf. PO 5; 13 b).

           La presidencia litúrgica requiere de todos nosotros una fina sensibilidad para unirnos cada día más a Jesucristo y para imitar el misterio que realizamos, dando muerte en nosotros al pecado y procurando caminar en la novedad de vida (cf. Rito de la Ordenación de Presbíteros, Homilía). Sólo así los sacerdotes seremos dignos ministros de Cristo y "fieles dispensadores de los misterios" de Dios (cf. 1 Cor 4,1), como pide también la plegaria de ordenación.

 

10. "Formen un único pueblo"

 

          La tercera función ministerial es la guía del pueblo de Dios, edificando la comunidad cristiana por la caridad pastoral, el ejemplo personal y la solicitud especialmente por los más pobres y los más débiles. Rigiendo y apacentando la porción de los fieles que le ha sido confiada, todo sacerdote ha de hacer suya la actitud del Buen Pastor dispuesto a entregar su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11; PO 6; 13 c). En esta función rectora del pueblo de Dios se requiere también la presencia y la acción del Espíritu Santo que hace que todos los dones converjan en la unidad y sean para la edificación de la Iglesia (cf. Ef 4,7-12). El Espíritu ayuda al presbítero en la difícil y a veces compleja tarea de suscitar vocaciones, valorar y coordinar carismas, especialmente entre los fieles laicos, manteniendo siempre la necesaria comunión con el Obispo dentro de la Iglesia local y particular.   

          Sobre la espiritualidad de esta función, que revive el servicio y la autoridad de Jesucristo Cabeza y Buen Pastor de la Iglesia, afirma el Papa Juan Pablo II: "Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que 'preside' y 'guía' una comunidad; del 'anciano' en el sentido más noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1,7-8)" (PDV 26). 

          La plegaria de ordenación termina pidiendo que el Espíritu de santidad haga fecundo el ministerio sacerdotal, de manera que "todas las naciones, congregadas en Cristo, formarán un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu Reino". En esta parte final de la súplica, el ministerio de los presbíteros se abre a una perspectiva universal y escatológica.

 

11. Y den "testimonio constante de fidelidad y amor"

 

          Hasta aquí unas líneas de espiritualidad sacerdotal basadas en la referencia a las tres funciones ministeriales clásicas, cuya eficacia garantiza el Espíritu de santidad recibido en la ordenación. El discurso puede alargarse mucho más, ampliándolo a cada una de las virtudes teologales, comunes a todos los bautizados -no se puede olvidar que el primer fundamento de la vida "en el Espíritu" de todo sacerdote es su consagración bautismal (cf. PO 12)-, y a aquellos otros valores exigidos por el sacramento del Orden, tales como la ya aludida caridad pastoral, el sagrado celibato, la fraternidad sacramental y apostólica, la obediencia jerárquica, la pobreza y disponibilidad para el servicio de la Iglesia, etc.

           Todas estas virtudes y valores, objeto de repetidas reflexiones e invitaciones a la puesta en práctica, son a la vez exigencias de vida sacerdotal y frutos del Espíritu que va perfeccionando día a día la obra iniciada en el momento de la ordenación (cf. Fl 1,6). En esta clave, la existencia entera de todo sacerdote debería aparecer como una obra maestra del Espíritu. Él es el artífice que hace siempre maravillas en nosotros, sobre todo cuando somos fieles y nos dejamos esculpir por Él.

           Como síntesis de esta segunda parte, se podrían meditar las palabras finales del prefacio de la Misa Crismal y de la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote:

 

      Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti   y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio de fidelidad y amor.

 

           III. AVIVAR LA GRACIA RECIBIDA POR LA IMPOSICION DE MANOS

 

          En esta última parte, como se ha dicho antes, os propongo algunas sugerencias para activar vuestra vida espiritual. Permitidme recordaros algo que escribí también en la Exhortación pastoral de principio de curso: "Es preciso que vivamos nuestro ministerio en profundidad, sobre la base de una vida espiritual madura y consciente, radicada en la vocación a la santidad, si queremos que sea eficaz y fecundo... La espiritualidad ha de tener primacía absoluta en nuestra vida, evitando descuidarla por muchas actividades que tengamos. Especialmente hemos de fomentar el encuentro con el Señor en la oración personal y en los restantes medios para la vida espiritual" (n. 28).

 

12. Cuidar la salud espiritual

 

          Con frecuencia se habla de la salud integral de los presbíteros, que comprende un buen estado físico, un notable equilibrio psicológico y afectivo, madurez y libertad en las relaciones personales y sociales, capacidad y gusto por aprender y alcanzar un grado mayor de conocimientos y de experiencias y, cerrando el arco, la alegría que procede de vivir intensamente la condición de hijos de Dios en el Hijo Jesucristo y de configurados a Él por el sacramento del Orden. Vivir gozosamente esta doble realidad es la mejor señal de poseer una buena salud espiritual.  

          Ahora bien, la espiritualidad sacerdotal es un conjunto de actitudes vitales que se adquieren, que es preciso cuidar y que manifiestan su buen estado en la práctica diaria no sólo del ejercicio del ministerio sino también de aquellos actos que nutren la vida "en el Espíritu" y que contribuyen también a definir un estilo de vida calcado en el de Jesucristo. En realidad toda nuestra existencia ha de ser conforme a la presencia y a la acción del Espíritu Santo que nos ha ungido, consagrado y enviado haciéndonos partícipes de la unción mesiánica y sacerdotal del Señor. De este modo el ejercicio de nuestro ministerio será alimento eficaz de nuestra espiritualidad. 

          Por eso la primera condición para que se haga realidad esta identificación personal y existencial con Jesucristo, es cultivar y, si fuera necesario, recuperar o restaurar la interioridad de nuestra vida espiritual. Lo pide también la conciencia de lo que significa la inhabitación del "dulce huesped del alma" en el corazón de los creyentes, presencia más intensa si cabe cuando va acompañada de la gracia del sacerdocio ministerial recibida en el sacramento del Orden. El Espíritu ha penetrado en lo más íntimo de nuestro ser y allí se convierte en fuente de nuestro pensar y de nuestro querer, para hacerlos conformes a la voluntad divina, cuando tratamos de ser fieles a la vocación y a la misión que se nos ha confiado. "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1 Cor 3,16; cf. 6,19).

 

13. Tiempos y espacios para la vida interior

 

          Frente a las tentaciones de la evasión y de la superficialidad, del activismo que es una especie de neurosis y que termina generando "stress", ansiedad y agotamiento espiritual, y ante los abundantes "ruidos" que distraen o que interfieren la comunicación con Dios, es necesario que nos procuremos espacios y tiempos que faciliten bucear en nuestro interior. De este modo podremos recomponer criterios y actitudes, enderezar la dirección de nuestra vida y recuperar el sosiego y la paz. Pero, sobre todo, será más fácil escuchar la suave voz de Dios que se deja oír en la quietud y en la brisa, más que en la tormenta y el huracán (cf. 1 Re 19,11-12), disfrutando de la oración que es "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama" (Sta. Teresa de Jesús, Vida, 7).  

          Es necesario, pues, equiparse interiormente, nutrir el organismo espiritual y cultivar los recursos recomendados por la Iglesia, que favorecen y mantienen viva la espiritualidad: retiros, ejercicios espirituales, meditación u oración mental, lectura espiritual o lectio divina, examen al final de la jornada, etc., medios muy útiles que no se deben dejar con la excusa de tareas ineludibles. La celebración del Oficio Divino, cuando se hace a solas o en un grupo reducido, requiere calma, reflexión sobre lo que se lee, apertura al mensaje de los salmos y de los restantes textos, y actitud orante. Dada la íntima correspondencia que existe entre nuestro estado físico y anímico y la vida espiritual, el descanso oportuno, el sosiego y el silencio, el saber hasta dónde se puede llegar para evitar la ansiedad y la sensación de agobio son buenos aliados para dedicarse un poco a Dios y atender "los asuntos del alma". El mismo Señor invitaba a sus discípulos: "Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco" (Mc 6,31), para instruirlos más detenidamente.   

          Por eso es preciso evitar también el riesgo que entrañan hoy algunos medios audiovisuales que, si no se saben dosificar o utilizar bien, lo que hacen es saturar la mente de imágenes, a veces perniciosas, e inducir a la pasividad restando tiempo a la reflexión personal, al diálogo y al cultivo de otros valores, entre ellos la oración.

 

14. Compartir la experiencia espiritual

 

          A veces la voz de Dios y la inspiración del Espíritu, no siempre se perciben con claridad, a pesar de nuestros esfuerzos. No faltan incluso "noches oscuras" en las que se mezclan situaciones de desaliento, cansancio y falta de gusto por el alimento que el Señor nos ofrece por medio de su Espíritu. En estas situaciones se desorbitan las cosas, se acumulan los problemas y se exagera su importancia. Pero, lo que es peor, sobreviene una especie de anemia espiritual apenas perceptible para uno mismo, salvo que se tenga el hábito del autoexamen frecuente o del "chequeo" periódico, por ejemplo, con ocasión del retiro o de los encuentros sacerdotales. Es ciertamente una buena costumbre el que, además de la expresión de confianza que supone el abrir el alma a un amigo, se aprovechen estos momentos para curar las heridas y aliviar la tensión en el marco del sacramento de la Penitencia. 

          Pero probablemente para ayudar a salir del aislamiento y objetivar la propia situación espiritual, no es suficiente este medio, cuya finalidad es muy precisa en el orden de la gracia. En efecto, la fraternidad sacerdotal debe ser para todo presbítero un elemento característico que le ayude a vivir el sacerdocio y sus exigencias en comunión fraterna, dando y recibiendo -de sacerdote a sacerdote- el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna si fuere necesario, sabiendo que la gracia del Sacramento del Orden "asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales..., y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua..." (PDV 74; cf. Directorio, 27).

 

          Las distintas formas de fraternidad sacerdotal, cuando están basadas en una verdadera caridad, ayudan decisivamente a vivir los distintos aspectos de la entrega personal al Señor y al ministerio, como el celibato, la gratuidad en el servicio pastoral, la obediencia libre, etc. aun en medio de las limitaciones humanas, de la pobreza de medios o de la escasez de los resultados.

 

15. Acompañamiento espiritual

 

          Dicho de otro modo, el presbítero necesita hoy superar esa soledad generada en parte por el temor a compartir experiencias y fracasos en el orden espiritual y en parte también por esa especie de pudor o de timidez que impide abrirse a los demás, y que en el fondo está sujeta a la tentación de no consultar a nadie. De lo que se trata es de que los presbíteros os acompañéis verdaderamente en vuestra vida espiritual y pastoral. Por mi parte y por obra de la Vicaría Episcopal del Clero se promueven convivencias y otras formas de comunicación constante dentro del ámbito del presbiterio diocesano, y se procura mejorar las relaciones personales y la cercanía especialmente en las situaciones delicadas. Pero todo esto no es suficiente.  

          Por eso, aunque encontrar un amigo del alma, en el que poder depositar gozos y esperanzas, fracasos y propósitos, es muy difícil en estos tiempos de subjetivismo y de egolatría, el acompañamiento y la orientación espiritual siguen siendo muy útiles para todos. El confiar a un hermano el seguimiento de la vida espiritual para avanzar juntos por el camino de la vida "en el Espíritu" es, aunque no lo parezca, un signo de profunda maduración. Naturalmente que para esto se requieren unas buenas dosis de trasparencia de espíritu, de sinceridad y de amistad sana y verdadera. Pero el Espíritu del Señor, que todo lo sondea y conoce (cf. Sab 1,7), sin duda está detrás de los que se reúnen para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad, sugiriendo a cada uno lo que debe decir para común edificación (cf. Ef 4,7.15).

 

16. Conversión y renovación por el Espíritu

 

          El presbítero, como todo fiel cristiano, está llamado a convertirse cada día más profundamente al Señor, debiendo buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro de su propio estado (cf. LG 42). Para los sacerdotes vale también la invitación paulina: "Cristo os ha enseñado a abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos de placer, a renovaros en la mente y en el espíritu. Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas" (Ef 4,20-24). 

          Como se ha dicho más arriba (cf. supra, n. 11) la vocación a la santidad del sacerdote tiene su primer fundamento en la consagración bautismal, como para todos los demás fieles. El carácter sacerdotal, comunicado por el sacramento del Orden, añade un nuevo título a esa vocación inicial que no modifica esa exigencia básica, que consiste en vivir "en justicia y santidad verdaderas". No son dos espiritualidades yuxtapuestas, la bautismal y la sacerdotal, sino una sola vida "en el Espíritu" que asume e integra las dos dimensiones. Y en ambas actúa el mismo y único Espíritu Santo que transforma los corazones y los "rejuvenece", al hacerlos más ágiles para buscar y cumplir la voluntad de Dios. La espiritualidad sacerdotal se apoya así, y encuentra expresión adecuada, en la renovación de la mente y del corazón por obra del Espíritu que opera en todos los creyentes que se dejan guiar por Él. 

          Cuando llega la Cuaresma o cualquier otro tiempo penitencial, en el que la Iglesia convoca a sus hijos y anuncia la necesidad de la conversión, nosotros no podemos dejar al margen de esta urgencia nuestra condición de ministros de Cristo y de dispensadores de los misterios de Dios (cf. supra, n. 10). Los frutos de penitencia que hemos de dar han de incluir necesariamente nuestra vida y nuestro ministerio. Por eso, en la medida en que respondamos a la llamada de la Iglesia a la conversión y a la renovación, experimentaremos que "se renueva nuestra juventud como un águila" (Sal 102,5). 

          No importa la edad, ni la experiencia acumulada, que a veces se traduce en falta de ilusión o en "acopio" de decepciones. Con la ayuda del Espíritu y nuestra colaboración, el pesimismo se convierte en serena confianza, la búsqueda de éxito se transforma en fidelidad perseverante y las crisis de sentido o de identidad dan paso al encuentro real con el Dios de la bondad y de la misericordia. Aunque nos cueste entender las palabras del Señor: "mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos" (Is 55,8), la verdad y la fuerza que buscamos están siempre del lado de Dios que nos dice una y otra vez: "Volveos a mí y yo me volveré a vosotros" (Zac 1,3). La celebración periódica y consciente del sacramento de la Penitencia tiene, entre otros frutos, el fortalecimiento de la fe y del espíritu de conversión.

 

17. Creer "contra toda esperanza"

 

          En este año dedicado al Espíritu Santo, en el que todos los creyentes hemos sido llamados también a "redescubrir la virtud de la esperanza" como actitud fundamental de nuestra vida (cf. Carta Apost. Tertio Millennio Adveniente [= TMA], n. 46), nosotros los pastores hemos de ser los primeros es acoger esta invitación. Y no sólo porque, de este modo, ayudaremos a los fieles que nos han sido confiados a vivir la esperanza y a "dar razón de ella" a quienes la pidan (cf. 1 Pe 3,15), sino también porque la necesitamos nosotros. 

          En una sociedad como la actual, sumamente competitiva y que sobrevalora los éxitos inmediatos, resulta más tentadora la actividad del técnico ejecutando rápidamente cualquier iniciativa que la labor paciente del campesino que echa la semilla después de trabajar bien la tierra, y que, no obstante, tiene que esperar el resultado de su trabajo, condicionado por otros factores ajenos a él. Por eso nuestro ministerio fue ya comparado por nuestro Maestro con la tarea del sembrador que esparce generosamente la semilla (cf. Mc 4,3 ss. y par.). En ocasiones la siembra es regada con las lágrimas (cf. Sal 126 -Vg 125-, 6), porque el fruto no acaba de llegar y todo nuestro trabajo parece realizado en vano. En todo caso el sembrador ha de unir la paciencia a la esperanza, oteando el cielo (cf. Sant 5,7).

           Precisamente es aquí donde se manifiesta la acción del Espíritu que transforma la espera en confianza, y la necesidad de éxito en perseverancia y en fidelidad. "La actitud fundamental de la esperanza, afirma la Tertio Millennio Adveniente, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" (n. 46). Esta mirada "a lo lejos" es, precisamente, la que permite percibir, aun en los signos más insignificantes, la obra del Espíritu que reconduce todas las cosas hacia donde Dios quiere. Esos pequeños signos, cuando los descubrimos y los analizamos a la luz de la Palabra de Dios o los llevamos a la oración, son suficientes para comprobar que, con el soplo del Espíritu, puede brotar otra vez la llama de la esperanza de ese rescoldo que está todavía encendido debajo de las cenizas. 

          La confianza se apoya entonces, no en nosotros mismos, sino en la fuerza intrínseca de la Palabra del Señor y en la eficacia de su Espíritu. Por eso a nosotros, en el ejercicio de nuestro ministerio, no se nos pide que tengamos éxito, sino que seamos fieles, imitando a Cristo, "pontífice fiel en lo que toca a Dios" (Hb 2,17), que "en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas... y fue escuchado por su actitud reverente" (Hb 5,7). Todo ministro de Cristo debe saber, aunque a veces resulte difícil aceptarlo, que "el que planta no significa nada, ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios" (1 Cor 3,7). Esto significa creer "contra toda esperanza", como Abrahán, el hombre de la fe (cf. Rm 4,18).   

 

18. Docilidad al Espíritu

 

          El sacramento del Orden nos ha hecho a los sacerdotes "hombres del Espíritu", a semejanza de Cristo (cf. Hch 10,38), y nos ha marcado con un carácter indeleble. Fiados en las promesas del Señor, de que el Espíritu estará siempre "con" nosotros y permanece "dentro de" nosotros (cf. Jn 14,16-17), hemos de tomar conciencia de esta presencia permanente del Espíritu Santo en nuestra vida y en nuestro ministerio, que los hace fecundos y eficaces en orden a la santificación de nuestros hermanos y a nuestra propia perfección espiritual.

           Pero es necesario que esta conciencia se traduzca en una profunda comunión con el Espíritu Santo, especialmente en el ejercicio de todas y cada una de las funciones del ministerio y en el cuidado y mantenimiento de la vida espiritual. Y comunión quiere decir docilidad a las mociones e inspiraciones que proceden del Espíritu. Para estar seguros de que estas mociones e inspiraciones proceden de Él, puede ser suficiente el comprobar su coherencia con lo que la Iglesia ha dispuesto y con lo que exige el bien superior de los fieles que nos han sido encomendados. Al igual que para Cristo, que "aprendió sufriendo a obedecer" (Hb 5,8), también para todos nosotros las determinaciones de la Iglesia son reflejo de la voluntad de Dios, de manera que la disponibilidad para llevarlas a cabo debe ser entendida como consecuencia de una elección realizada desde la libertad interior y madurada constantemente en la oración.

           Ciertamente, no todas las determinaciones tienen el mismo grado de obligatoriedad. En efecto, hay normas del Derecho general y particular que son ineludibles. Pero en la Iglesia existen también decisiones, líneas de acción y proyectos de actuación, que sin tener el alcance estrictamente jurídico de las normas del Derecho, han sido tomadas o respaldadas por quien tiene la misión de ejercer el oficio pastoral a nivel diocesano (cf. LG 27; CD 16). A este grupo de determinaciones pertenecen los objetivos pastorales, las orientaciones para la catequesis, la liturgia y la acción caritativa y apostólica en general, los medios para fomentar la formación permanente y la fraternidad entre los presbíteros, las pautas para la cooperación en el ministerio parroquial, la distribución de tareas y responsabilidades, la renovación de los cargos, las unidades pastorales, etc.

           Secundar y aplicar todas estas determinaciones es una exigencia también de la docilidad al Espíritu, que procura siempre la unidad y la comunión aun dentro de la diversidad de pareceres o criterios. Lo pide también el servicio al pueblo de Dios, para edificación de la Iglesia y crecimiento del cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12-13).

 

          Conclusión

 

19. El ejemplo de María

 

          Para realizar todos estos ideales y para poner en práctica los medios que alimentan la vida "en el Espíritu" contamos con la intercesión y el ejemplo de María, "la mujer dócil a la voz del Espíritu" (TMA 48). Ella misma, identificada plenamente con la misión y con la obra de su Hijo, aparece en la vida de Éste y en los comienzos de la Iglesia, dejándose guiar por el Espíritu.  

          Desde el primer instante de su existencia, María fue santificada por una gracia singular, que la hizo "sagrario del Espíritu Santo" (LG 53). Esta santidad original no fue meramente pasiva, porque desde que María tomó conciencia de su condición "agraciada" se dedicó a hacer fructificar esa misma santidad comunicada por el Espíritu, en sí misma y en el desempeño de su misión maternal. Desde la anunciación hasta la espera del Espíritu, estando reunida con los discípulos (cf. Hch 1,14), ejerció una verdadera acción apostólica, sustentada en la oración íntima y meditativa de lo que observaba y oía acerca de su Hijo (cf. Lc 2,19.51).

 

          Queridos hermanos presbíteros: Para nosotros no resulta difícil descubrir en María un modelo acabado de cómo hemos de ser fieles al "Espíritu de santidad" que actúa en nosotros desde el día de nuestra ordenación sacerdotal. En síntesis, a la vista de lo que os he tratado de ofrecer en las páginas precedentes, se trata de mantener viva la conciencia de la gracia que hemos recibido, de cooperar con ella para que fructifique cultivando la vida interior y aquellos medios que la hacen posible, y de pedir humildemente cada día la fuerza y el poder del Espíritu (epíclesis) para que venga en ayuda de nuestra debilidad y haga eficaz nuestro ministerio santificador.

 

                 Ciudad Rodrigo, 11 de febrero de 1.998

                  Nuestra Señora de Lourdes

                    + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo


[1]. En el Boletín Oficial del Obispado de marzo-abril de 1.997, pp. 119-146.

[2]. Además existe una abundante bibliografía especialmente en los materiales que en los últimos años ha brindado la Comisión Episcopal del Clero de la Conferencia E. Española, por ejemplo: Espiritualidad del Presbítero diocesano secular. Simposio (EDICE 1.987); y Espiritualidad sacerdotal. Congreso (EDICE 1.990).

[3]. Véanse las actitudes de los ministros de la Palabra que expuse en El ministerio de la Palabra de Dios en la Cuaresma. Carta a

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