Lunes, 11 Abril 2022 09:07

JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR EN LA INICIACION CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA FE Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.996-1.997

Escrito por
Valora este artículo
(0 votos)

JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR EN LA INICIACION

CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA FE

Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.996-1.997

 

          SUMARIO

 

 

          Introducción

 

1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.995-96.

2. El nuevo objetivo pastoral

3. En conexión con el objetivo anterior y con la "TMA"

 

          I. Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador,

          "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

 

4. "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor"

5. Jesucristo, nuestro Salvador

6. "El mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

7. El acontecimiento de la Encarnación

8. La Iglesia, prolongación de Cristo

9. La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

10. Conocer a Jesucristo

11. Celebrar a Jesucristo

12. Anunciar a Jesucristo

 

          II.  La Iniciación cristiana, inserción en Jesucristo

 

13. El itinerario de la Iniciación cristiana

14. El Bautismo, sacramento de Iniciación

15. Nuestra inserción en Cristo por el Bautismo

16. Incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo

17. Función maternal de la Iglesia y pastoral del Bautismo

18. El Bautismo, fundamento de la conducta moral

19. Espiritualidad bautismal

20. El Bautismo y las vocaciones específicas dentro de la Iglesia.

 

          III. La vida de la fe

 

21. La virtud teologal de la fe

22. La fe, un don que ha de crecer sobre el fundamento del Bautismo

23. "Fortalecer la fe de los cristianos"

24. "Fortalecer el testimonio de los cristianos"

25. Fe y obras: el compromiso social de los cristianos

 

          IV. Sugerencias prácticas

 

26. Las fuentes de nuestro conocimiento de Jesucristo

27. La catequesis del misterio de Cristo hoy

28. Dimensión cristológica de la formación permanente

29. Celebrar el misterio de Cristo en el año litúrgico

30. El domingo y las fiestas del Señor

31. Las devociones a Cristo

32. La pastoral del Bautismo de los Niños

33. Necesidad de la pastoral familiar y de la catequesis de adultos

34. El testimonio social entre nosotros

35. Dar también testimonio de unidad

36. Algunos acontecimientos eclesiales del próximo curso

 

 

          Conclusión

 

37. "Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR

          EN LA INICIACION CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA FE

 

          Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.996-97

 

 

 

          Introducción [1]

 

 

          Queridos hermanos presbíteros, religiosas y fieles laicos:

 

          Al comenzar esta Exhortación, destinada a presentar el objetivo pastoral diocesano del curso 1.996-97, me complace expresar a toda la comunidad diocesana y a cada uno de sus miembros mi saludo lleno de afecto y de estima en el Señor.

          Y con mi saludo el deseo de que el Padre "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu, robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todo el pueblo de Dios, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que transciende toda ciencia, el amor de Cristo" (Ef 3,16-19; cf. Col 3,16).

 

    1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.995-96.

 

          El deseo que acabo de manifestar es un eco del objetivo pastoral del pasado curso: Revalorizar la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial. En efecto, si durante el curso 1.995-96 nos hemos esforzado por acoger con fe la Palabra de Dios en nosotros mismos y en nuestra propia vida, "Cristo habita" en todos más plenamente, y la asimilación personal y comunitaria del misterio cristiano es más rica y profunda.

          Por otra parte, en este conocimiento "que transciende toda ciencia" consiste también la finalidad última del objetivo del curso próximo, cuya primera parte habla de conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador. Por eso, cuando nos disponemos a iniciar una nueva andadura en el camino de nuestra Iglesia Civitatense, debemos pedir al Padre que nos conceda seguir avanzando en la experiencia viva y consciente del "amor de Cristo", a fin de que el nuevo objetivo resulte eficaz y provechoso para toda la comunidad diocesana.

          En este sentido el Encuentro diocesano de Laicos de la Vigilia de Pentecostés, el 25-V-1.996, y el balance llevado a cabo por los Delegados diocesanos y por los arciprestes a finales de junio, nos hacen ser moderadamente optimistas. Entre las realizaciones directamente relacionadas con el objetivo diocesano de 1.995-96 se encuentran las catequesis de adultos, de adolescentes y de niños en las que se ha dedicado una atención mayor a la Biblia; los grupos eclesiales y apostólicos en los que se han tenido muy en cuenta la lectura, la oración y el comentario de la Palabra de Dios en relación con la vida; y las comunidades que se han esmerado en la proclamación de las lecturas y del canto del Salmo responsorial en la Eucaristía, con un significativo aumento y una mejor preparación de quienes ejercen de manera habitual estos servicios litúrgicos. 

          En términos generales se puede afirmar que en la comunidad diocesana y especialmente en los presbíteros, las religiosas, los catequistas y otros laicos más comprometidos, se ha tomado conciencia de la importancia de la Palabra de Dios como una realidad verdaderamente vital para la fe y para la misión evangelizadora de la Iglesia. En consecuencia el amor a la Sagrada Escritura ha subido algunos enteros entre nosotros. Entre los sacerdotes ha aumentado la inquietud por revalorizar de hecho el ministerio de la Palabra, sobre todo la homilía, fruto sin duda de haber dedicado a toda esta temática los retiros y las sesiones mensuales de la formación permanante.

 

          2. El nuevo objetivo pastoral

 

          Para el próximo curso tendremos un nuevo objetivo formulado así: CONOCER, CELEBRAR Y ANUNCIAR A JESUCRISTO SALVADOR, EN LA INICIACION CRISTIANA (SACRAMENTO DEL BAUTISMO) Y EN LA VIDA DE LA FE. Este objetivo se empezó a perfilar en la reunión del Consejo del Presbiterio de 23 de marzo de 1.996 y fue objeto de un primer análisis en las reuniones de delegados diocesanos y de arciprestes del pasado junio.

          Ahora bien, este objetivo pastoral, de manera semejante a como ha ocurrido con los que le han precedido, no aparece espontáneamente ni representa una novedad absoluta. En primer lugar está situado en las mismas coordenadas pastorales sobre las que se viene insistiendo desde hace años, es decir, en la evangelización y en la Iglesia local -nuestra Iglesia Civitatense-, tanto a nivel diocesano y arciprestal como a nivel parroquial. Estas coordenadas, verdaderas líneas prioritarias de formación y de acción, tratan de crear y de consolidar "un espíritu apostólico y un estilo pastoral, y contribuyen a configurar la sensibilidad misionera e integradora de los distintos aspectos de la presencia y de la acción de la Iglesia en nuestro pueblo" [2].

          Aunque parezca reiterativo, es bueno recordar también que todos los objetivos pretenden "crear conciencia eclesial, consolidar entre los presbíteros el sentido de la corresponsabilidad e impulsar la participación de los laicos y de los jóvenes en la vida de la Iglesia" [3]. Esto sin olvidar la atención a los presbíteros y a las vocaciones al ministerio sacerdotal, y el dar pasos para ir preparando a la diócesis para el futuro inmediato. 

 

          3. En conexión con el objetivo anterior y con la "TMA"

 

          Por otra parte el nuevo objetivo representa además un avance respecto de una realidad que empezamos a tener en cuenta ya el año pasado y que está llamada a ser un factor de continuidad en la formulación de los objetivos y de los programas pastorales de los próximos años. Me refiero a la Iniciación cristiana, cuya naturaleza e importancia empezamos ya a vislumbrar en relación con la Palabra de Dios en el curso pasado. En efecto, ante los problemas que plantea hoy el hacer cristianos y el incorporarlos de manera eficaz a la vida de la Iglesia, los pastores sentimos la necesidad de clarificar la idea que tenemos de la Iniciación cristiana y de analizar los medios catequéticos, litúrgicos y pastorales que empleamos para llevar a cabo la inserción de los hombres en el misterio de Cristo y su incorporación a la vida y a la misión de la Iglesia.

          Así el objetivo del año pasado nos ayudó a tener en cuenta que la proclamación de la Palabra de Dios es la condición primera para llevar a cabo una tarea de Iniciación cristiana, puesto que, antes de celebrar los sacramentos, "es necesario que los hombres sean llamados a la fe y a la conversión" (SC 9; cf. 59), por medio de la evangelización y la catequesis (cf. Rm 10,14-15; AG 13-14).

          Pero existe aún otro factor de continuidad entre el objetivo pastoral del curso 1.996-97 y el del año pasado. Se trata del programa que la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente -"En el umbral del Tercer Milenio"- del Papa Juan Pablo II, propone como preparación del Jubileo del año 2.000 [4]. Este programa contempla, para el año 1.997 y, por tanto para nuestro curso 1.996-97, la reflexión catequética sobre Cristo (TMA 40) y la actualización sacramental del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana (TMA 41), en orden a fortalecer la fe y el testimonio de los cristianos (TMA 42). Tener en cuenta esta referencia de la Carta Apostólica, además de ser un signo de comunión con el Papa y con la Iglesia universal en esta fase de la preparación jubilar, nos ayuda a definir con mayor nitidez y profundidad de campo los contenidos del objetivo pastoral que nos proponemos para el curso próximo.

          La exposición del objetivo se realiza en cuatro partes: la primera se fija en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo "carne" (cf. Jn 1,14) para salvarnos. La segunda se centra en la Iniciación cristiana y de manera particular en el Bautismo, sacramento de nuestra inserción en el misterio de Cristo. La tercera analiza la vida de la fe y el testimonio de los cristianos en la hora presente. Y la cuarta extrae consecuencias prácticas y propone algunas sugerencias operativas.

 

 

           I. CONOCER, CELEBRAR Y ANUNCIAR A JESUCRISTO SALVADOR,

          "EL MISMO AYER, HOY Y POR LOS SIGLOS" (Hb 13,8)

  

          4. "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor"

 

          Al iniciar esta primera parte, que fundamenta todo el objetivo pastoral, quisiera destacar toda la fuerza que tiene el enunciado que la precede, recordando las palabras del Símbolo Apostólico con las que confesamos nuestra fe en Jesucristo. De este modo yo mismo proclamo personalmente ante vosotros, mis queridos diocesanos, la fe de la Iglesia con la antigua fórmula bautismal que usamos también los domingos y solemnidades en la asamblea eucarística, alternando con el Símbolo de Nicea-Constantinopla: 

 

                   "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,

                   que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,

                   nació de Santa María Virgen,

                   padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

                   fue crucificado, muerto y sepultado,

                   descendió a los infiernos,

                   al tercer día resucitó de entre los muertos,

                   subió a los cielos

                   y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.

                   Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos"                  

 

          Estas palabras centrales del Símbolo, aluden a la obra de la redención humana. Pero al referirse a Cristo, revelador del Padre y transmisor del Espíritu Santo a la Iglesia, nos asoman también a todo el Misterio Trinitario. Por eso recitar conscientemente el Símbolo, significa acoger el don de la revelación divina y entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y aun con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos y queremos vivir como hijos de Dios.

          Al hacer mías estas palabras del Símbolo renuevo la conciencia de mi ministerio entre vosotros. En efecto, el día de mi ordenación episcopal me comprometí delante de la comunidad diocesana, del Presbiterio y de los obispos presentes, a "conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los Apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar" [5]. Quiero, por tanto, proclamar y escribir el nombre de Aquel que es, para vosotros y para mí, el principio y el fin, el mediador único, el pontífice misericordioso y fiel, la razón suprema de la historia y de nuestro destino, el amigo incondicional, el hermano mayor... ¡Jesucristo, nuestro Señor!

          Llevar en los labios y sobre todo en el corazón este Nombre divino, el único que puede salvar (cf. Hch 4,12; Rm 10,9), es poseer un tesoro por el que vale la pena cualquier renuncia con tal de tenerle a El, a Jesucristo. San Pablo, al final de su vida, no tuvo inconveniente en asegurar: "Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él... para conocerlo a él y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos" (Fil 3,8-11). 

 

          5. Jesucristo, nuestro Salvador

 

          A lo largo de este curso pastoral 1.996-97, nuestra mirada de creyentes y nuestra misión de evangelizadores y de sujetos activos de la Iglesia Civitatense, deben centrarse en la persona de Jesucristo, Evangelio de Dios (cf. Mc 1,1), "nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte, Jesucristo nuestro Señor" (Rm 1,3-4). Sólo así podremos fortalecer la vida de la fe de nuestras comunidades y realizar la pastoral de la Iniciación cristiana que deseamos.

          En efecto, por Cristo todos hemos sido llamados a la fe y a la vida de los hijos de Dios, y por El hemos sido consagrados y enviados a anunciar la Buena Nueva de la salvación a todos los hombres (cf. Jn 1,12; Mc 16,15-16; Rm 1,5-6; etc.). En El radica nuestro ser, nuestra misión y nuestro ministerio. En El hemos conocido también el amor y la bondad de Dios para con todos los hombres, y en El descubrimos el proyecto divino sobre la humanidad y aun sobre toda la creación. El colma las aspiraciones de todos los hombres y realiza plenamente todos los deseos. Nuestra mirada, por tanto, ha de estar "fija en El", como en la sinagoga de Nazaret, cuando inauguró "el año de gracia del Señor" (Lc 4,19; cf. 4,20).

          Como ya he recordado, el Papa invita a toda la Iglesia a dedicar un año entero, el primero de la preparación del Jubileo del año 2.000, a descubrir y a profundizar en la verdadera identidad de Jesucristo:

 

"El primer año, 1.997, se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y Obispos, es: "Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre" (cf. Hb 13,8)" (TMA 40).

 

          6. "El mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

 

          Este versículo procede de la Carta a los Hebreos y es un texto que nos resulta familiar porque es usado en la preparación del cirio en la Vigilia pascual. La expresión, en la mencionada carta, quiere dejar muy claro que la fe que nos ha sido anunciada por la Iglesia (cf. Hb 13,7), tiene un fundamento muy sólido y estable en la persona misma de Jesús. En efecto, Jesús es Alguien verdaderamente digno de crédito y al que podemos adherirnos totalmente, porque permanece siempre fiel, tanto en lo que toca a Dios, es decir, en su obediencia oblativa y sacerdotal (cf. Hb 2,17; 3,2; 5,7-9), como en lo que nos afecta a nosotros, la misericordia y la capacidad de compadecerse de sus hermanos (cf. Hb 2,10.17-18). Jesucristo es "el mismo", es decir, el Hijo de Dios y el Hermano de los hombres, el Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel" (Hb 2,17).

          En este sentido lo que Jesucristo era ayer, lo es igualmente hoy y lo seguirá siendo "por todos los siglos". A El pertenecen no sólo el pasado sino también el presente y el futuro (cf. Ap 1,18; GS 10; TMA 59). Por tanto no cabe buscar otro fundamento para nuestra vida de la fe y para nuestra vocación y misión, porque no existe fuera de Jesucristo. 

          El próximo curso pastoral 1.996-97, en las postrimerías del siglo XX y del segundo milenio de la historia de la Iglesia, vamos a tener la oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento de Jesucristo para adherirnos más conscientemente a El, de celebrar su presencia siempre actual y viva entre nosotros, y de anunciar de palabra y con las obras, que Jesucristo nuestro Señor y Salvador, está vivo hoy y sale de nuevo al encuentro de los hombres para "dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19).

          Jesús quiere decir en hebreo "Dios salva", y con esta misión fue anunciado expresamente antes de su nacimiento (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). En el nombre de Jesús se condensa toda la historia de la salvación en favor de los hombres. Por eso invocar el nombre de Jesús: "¡Jesús es Señor!" (1 Cor 12,3b; Ap 22,20) significaba en la Iglesia Apostólica acogerse a la salvación divina realizada en la muerte y en la resurrección de Cristo. Esta era, por otra parte, la primitiva fórmula bautismal (cf. Hch 8,37).

          Si queremos activar los "mecanismos" de nuestra fe de cara a la acción evangelizadora y a la Iniciación cristiana y prepararnos para el Jubileo del año 2.000, debemos subrayar con nuestras palabras y con nuestros gestos que Jesucristo es el centro de nuestra vida y de nuestro apostolado, que en todo lo que decimos y hacemos encontramos una persona en la que nos apoyamos, Jesús, "el Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), "camino, verdad y vida" (Jn 14,6).

 

           7. El acontecimiento de la Encarnación

 

          Pero nuestro conocimiento, celebración y anuncio de la persona de Jesucristo Salvador, incluye también el acontecimiento de la Encarnación, en la que se manifestó el amor de Dios a los hombres (cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9-10) y que nos hizo "hijos de Dios", "coherederos de Cristo" y "partícipes de la divina naturaleza" (Jn 1,12; Rm 8,17; 2 Pe 1,4). Este acontecimiento tuvo lugar en la "plenitud de los tiempos" (cf. Jn 1,14; Gal 4,4), es decir, cuando la historia humana alcanzó su momento culminante según el designio de Dios. Así lo afirma también el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: "por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".

          Para los creyentes en Cristo, es esencial recordar -hacer memoria- y revivir -celebrar- la Encarnación del Hijo de Dios, no como un hecho del pasado sino como un acontecimiento que está siempre vigente y actual con su poder de salvación: "En Jesucristo, Verbo encarnado el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno" (cf. TMA 10). Recordar y celebrar con fe este acontecimiento, proclamado por la Palabra de Dios y representado simbólica y eficazmente en los signos del rito sacramental, nos hace contemporáneos de este hecho y nos comunica su fuerza salvadora.

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, desde el comienzo, subraya la importancia cósmica y humana de la concepción virginal de Jesús y de su nacimiento en Belén (cf. TMA 2 ss.). En efecto, la Encarnación supuso la renovación de todas las cosas creadas por el que es "Primogénito de toda la creación" y "el que tiene la primacía sobre todo cuanto existe" (Col 1,15.18; cf. Jn 1,3; TMA 3). Para la humanidad Jesucristo "manifiesta el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22), devolviéndole la semejanza divina deformada por el pecado y elevando la condición humana a la más alta dignidad (cf. TMA 4).

          Fácilmente se identifica en esta idea la enseñanza de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II sobre la dignidad de la persona humana esclarecida por Jesucristo [6]. Al hablar de este modo del acontecimiento de la Encarnación, el Papa toma de nuevo las líneas básicas del "humanismo auténtico", el que "conduce de Cristo al hombre" y ofrece una respuesta a quienes se hacen todavía la pregunta por el hombre, por su razón de ser y por su libertad, aunque se muestren a veces escépticos y desilusionados de todos los dogmatismos modernos, incluido el de la ciencia.

          De esta toma de conciencia de lo que ha representado la Encarnación para el hombre se deduce además un principio fundamental para configurar toda la acción evangelizadora y pastoral de la Iglesia. El principio es éste: el Evangelio conecta con los deseos más profundos del corazón humano, de los que son testigos las religiones de la humanidad, para infundir luz, vida y libertad (cf. GS 21; TMA 6). La Encarnación está en el origen de una acción evangelizadora y pastoral que ha de buscar al hombre en su situación histórica concreta, para ayudarlo a escuchar y acoger a Jesucristo: En Cristo "Dios habla a cada hombre y el hombre es capaz de responder a Dios" (TMA 6).

 

          8. La Iglesia, prolongación de Cristo

 

          Del acontecimiento de la Encarnación se deriva otra gran verdad que afecta no sólo a la misión de la Iglesia sino a la misma naturaleza de ésta, y que la convierte también en un verdadero acontecimiento de vida y de salvación. Me refiero al misterio de la Iglesia, el cual sólo puede entenderse desde Cristo, Cabeza de todo el cuerpo eclesial. En efecto, la Iglesia tiene en el misterio de la Encarnación no sólo su comienzo en el que es su Cabeza, sino también la referencia de su configuración humana y divina, visible e invisible, terrena y transcendente, sociedad organizada y comunidad espiritual, institución y carisma (cf. LG 8; SC 2). Por este motivo el Concilio Vaticano II enseñó también que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cf. 48; GS 45).

          En este sentido la Iglesia es prolongación de Cristo, aunque no es identificable totalmente con Cristo, ya que éste es su Cabeza, el fundamento de su ser, el modelo de su actuación y la finalidad de toda su existencia. Sin embargo la correspondencia entre Cristo y la Iglesia es tan grande y profunda que las actitudes que se adoptan ante la Iglesia son actitudes derivadas hacia Cristo. Y a la inversa, la actitud frente a Cristo se proyecta también frente a la Iglesia. Por eso no es posible conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo adecuadamente si, a la vez, no se descubre, se valora y se manifiesta el misterio de la Iglesia. No cabe decir: "Cristo sí, la Iglesia no"; sino que es preciso afirmar: "Cristo sí, la Iglesia también" [7].

          Los que formamos la Iglesia debemos mantener una actitud de profundo reconocimiento y gratitud a Dios por este "gran misterio" (cf. Ef 5,32), pero a la vez de humilde búsqueda de conversión y de renovación para que el mundo crea también en la Iglesia, cuerpo de Cristo y prolongación de su presencia encarnada en la historia. Con palabras admirables lo expresó el Papa Pablo VI:

"La Iglesia tiene siempre necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio. El Concilio Vaticano II ha recordado... este tema de la Iglesia que se evangeliza a sí misma a través de una conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo de manera creíble" [8]

          Iglesia evangelizada y evangelizadora, nuestra comunidad diocesana, nuestras parroquias, nuestros grupos eclesiales y apostólicos, tienen que volver una y otra vez al Evangelio de Jesucristo "Hijo de Dios", "Hijo de David" (cf. Rm 1,3-4; Mc 1,1) para anunciar explícitamente que no hay otro nombre en el que pueda darse la salvación que el nombre de Jesús.

 

          9. La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

 

          Al hablar de Jesucristo y del acontecimiento de la Encarnación no podemos olvidar la participación tan especial que desempeñó la Santísima Virgen María en dicho misterio. Lo señala expresamente el Papa en su Carta Apostólica:

 

"María Santísima, que estará presente de un modo por así decir transversal a lo largo de toda la fase preparatoria (del Jubileo del año 2.000), será contemplada durante este primer año (1.997) en el misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre" (TMA 43).

 

          No podía ser de otra manera, porque María, como enseñó el Concilio Vaticano II, está "unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo" (SC 103). Más aún, según el designio de Dios, con vistas al misterio de Cristo y de la Iglesia, María entró también de manera muy íntima en la historia de la salvación y está presente de varios modos en los acontecimientos de la vida de Cristo, especialmente en la Encarnación y en su manifestación a los hombres (cf. LG 65; 66). Esta vinculación tan singular y tan profunda de María al Hijo de Dios hecho hombre tiene una adecuada expresión en el culto que la Iglesia ha dedicado siempre a la Santa Madre de Dios. Por eso la celebración de los misterios de la vida de Cristo y, de modo particular, el tiempo de Adviento y Navidad-Epifanía, constituyen una prolongada memoria y celebración de la maternidad divina y virginal de María [9].

          Además hay otra razón para tener muy presente a María al considerar el misterio de Jesucristo nuestro Señor. Y es que María, junto a su Hijo, es "la imagen de lo que la Iglesia, toda entera, ansía y espera ser" (SC 103), para presentarse ante Cristo como la Esposa "sin mancha ni arruga, santa e inmaculada" (Ef 5,27). "Tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad" la llama también el Concilio Vaticano II (LG 53; cf. 65). María nos ha precedido a todos en la santidad con que es preciso entrar a fondo en el misterio de la Encarnación para asemejarnos cada día más al Hijo de Dios y llevar en nosotros el reflejo de su gloria (cf. 2 Cor 3,18; 4,6). Entregada por entero, como sierva humilde del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo (cf. LG 56), nos enseña también a conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador. Con ella y como ella podremos, durante este curso pastoral y siempre, vivir nosotros y comunicar a los demás las riquezas insondables de Cristo.

 

          10. Conocer a Jesucristo

 

          "Esta es la vida aterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). Conocer a Dios, conocer a Jesucristo, sumergirnos en su luz, dejarnos iluminar por su Palabra encarnada, adherirnos plenamente a la persona de Jesús, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8), constituye la vocación, la gracia y la posesión más sublime de los hombres, el gran don revelado y comunicado en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

          Conocer a Jesucristo, celebrarlo y anunciarlo: estos tres verbos, que han aparecido ya varias veces, forman parte del enunciado del objetivo pastoral del curso 1.996-97. No han sido escogidos al azar. Cada uno de ellos encierra un significado propio, pero relacionados entre sí y atendiendo a su objeto, el misterio de Jesucristo, ofrecen un cuadro muy completo para comprender la misión actual de nuestra Iglesia Civitatense, dentro naturalmente del diseño que ha hecho el Papa en la carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente para la Iglesia universal.

          En efecto, conocer a Jesucristo significa mucho más que adquirir o poseer un conjunto de datos relativos a su persona y a su obra. Aunque esto es también necesario hoy, incluso por cultura humana, dada la relevancia de la figura de Jesús de Nazaret en la historia, para los creyentes no es suficiente. Conocer a una persona lleva consigo entrar en comunión profunda con ella, alcanzar sus pensamientos y sus deseos más íntimos, sintonizar plenamente con ella. Esto vale también, en términos generales, para el conocimiento de Dios y de Jesucristo, tomando conciencia en este caso de lo limitado de nuestros conocimientos y de nuestro lenguaje para expresar lo inefable. No obstante, aunque a Dios nadie lo ha visto jamás, "el Hijo unigénito, el que está junto al Padre, es el que lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). En este sentido la entera persona de Jesús y sus palabras y obras, nos han abierto el acceso a Dios (cf. Jn 14,6-10; TMA 6).

          Es necesario, por tanto, volver a la persona de Jesucristo y a su obra de salvación de manera que se produzca en todos nosotros un verdadero  redescubrimiento de nuestro Salvador y de su misión salvífica, un reencuentro en el que nos sintamos ganados y como fascinados verdaderamente por él. En el Evangelio se oye una queja de Jesús que yo no quisiera que se pudiera aplicar a ninguno de nosotros: "¿Tanto tiempo llevo con vosotros, y aún no me habéis conocido?" (Jn 14,9). Jesús es nuestro Buen Pastor y nos conoce a nosotros, pero es preciso que nosotros le conozcamos también a El, reconozcamos su voz y le sigamos siempre (cf. Jn 10,14-16).

 

          11. Celebrar a Jesucristo

 

          Celebrar, desde el punto de vista humano, es estar juntos y participar, es hacer fiesta y cantar, es recordar y hacer presente a alguien, es honrarlo y proclamar sus cualidades, etc. Celebrar es una de las manifestaciones más gratificantes del hombre, tanto a nivel individual como a nivel colectivo o social. Celebrar a Jesucristo y el misterio de la Encarnación entra ya no sólo en el terreno de la liturgia cristiana, cuya acción cumbre es la Eucaristía (cf. 1 Cor 11,23-26; SC 10), sino también en el de toda expresión religiosa o festiva que evoque la vida de nuestro Salvador y lo haga cercano a los hombres. La piedad popular está llena también de gestos y de expresiones de devoción y de amor a Jesucristo. En este sentido supone siempre el reconocimiento de la presencia salvadora del Señor en medio de su pueblo, como cuando estaba visiblemente en esta tierra y la gente acudía en masa para verle y tocarle, "porque de él salía una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19; cf. Mc 3,7-10).

          No obstante, precisando un poco más desde el punto de vista teológico, celebrar a Jesucristo es, como se ha indicado ya antes en el n. 7, evocar, revivir, actualizar y, en cierto modo, "ponerse en contacto" con los acontecimientos de la vida histórica de Jesús, los misterios que vamos recordando a lo largo del año litúrgico y de manera especial en la Pascua, para "llenarse de la gracia de la salvación" que contienen (cf. SC 102). Estos acontecimientos "se hacen presentes" simbólica y eficazmente para quienes los celebran con fe en los sacramentos y sacramentales (cf. SC 59-61), y en las fiestas del calendario cristiano (cf. SC 103-108).

          El Papa lo ha recordado también:

 

"Conforme a la articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar también en esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental" (TMA 31).

 

          Memoria y celebración del acontecimiento de la Encarnación, del que se van a cumplir 2.000 años y que justifica el próximo Jubileo. Pero memoria y celebración que no se quedan en la conmemoración histórica (cf. TMA 15), sino que actualizan aquel acontecimiento haciéndolo presente y operante desde el punto de vista de la salvación. Por eso toda celebración litúrgica es siempre un verdadero acontecimiento, y el año litúrgico revive el "año de gracia del Señor" inaugurado por Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. TMA 10 y 14). Celebrar a Jesucristo es, por tanto, hacerlo presente en nuestra vida y en la vida de los demás por medio de las palabras y de los signos que evocan y actualizan la obra de la salvación.

         

          12. Anunciar a Jesucristo

 

          Anunciar a Jesucristo no es otra cosa que llevar a la práctica su mandato misionero antes de subir a los cielos (cf. Mt 28,19-20; y par.). Dicho de otra manera, "anunciar a Jesucristo" es dedicarse a evangelizar a todos los hombres con la palabra y con el testimonio de vida. ¿Es necesario insistir en lo que tantas veces ha aparecido en los objetivos pastorales diocesanos a lo largo de los últimos años­­. Tan sólo deseo recordar que la invitación de la Tercera Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1974 y de Pablo VI en la Exhort. Apostólica Evangelii Nuntiandi en 1975, actualizada por el Papa Juan Pablo II con el término "nueva evangelización" -"con nuevo empeño, nuevo ardor y nuevos métodos"-, sigue siendo en este final de siglo la tarea principal de la Iglesia en la que todos debemos sentirnos comprometidos. En todas estas llamadas late una misma inquietud, un mismo propósito, el de "abrir un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, como expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el pueblo de Dios haciéndole partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia" (TMA 21).

          Anunciar a Jesucristo es la consecuencia que brota del conocimiento y de la celebración de sus misterios. Ambos aspectos, el conocer y el celebrar a Jesucristo, son un presupuesto necesario para evangelizar. Por esto sólo es verdadero nuestro conocimiento de Jesús y sólo es auténtica nuestra celebración, cuando de ambos brota la misión: "Id y anunciad... lo que habéis visto y oido" (Lc 7,22; cf. 2,20). La Eucaristía termina siempre con el envío misionero, que no es sólo un cortés "podéis ir en paz", sino un exigente "id" por todas partes y dad testimonio de lo que aquí habéis vivido. Evangelizar "anunciando" de manera explícita a Jesucristo y dando razón de nuestra fe y de nuestra esperanza en él (cf. 1 Pe 3,15), es también un aspecto esencial de nuestro objetivo pastoral diocesano.

           

II.  La INICIACION CRISTIANA, INSERCION EN JESUCRISTO

 

 

          Después de haber dirigido nuestra mirada a Jesucristo, el Hijo de Dios que "por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se encarnó... y se hizo hombre", ahora hemos de fijarnos en el gran don que nos hizo en la Encarnación, es decir, en la posibilidad de ser "hijos de Dios" y "coherederos con Cristo", participando de su condición divina (cf. Jn 1,12; Rm 8,16-17; 2 Pe 1,4). Este don se hace realidad en los hombres a través de la Iniciación cristiana y se comunica en el Bautismo.

  

          13. El itinerario de la Iniciación cristiana

 

          En la I parte de la Exhortación pastoral de comienzo del curso pasado, ya expuse algunas nociones sobre la Iniciación cristiana que sirvieran de punto de partida para empezar a ocuparnos de este tema tan importante en la misión de la Iglesia y que hoy preocupa mucho a los pastores [10]. La Iniciación cristiana, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica aparece, ante todo, como un don de Dios mediante la gracia de Jesucristo (cf. Cat., n. 1.212). Ahora bien, en cuanto tarea de la Iglesia, mediadora necesaria de este don por voluntad de Cristo, la Iniciación cristiana comprende un itinerario o proceso gradual en el que se dan todos o la mayor parte de estos elementos: el anuncio primero de Jesucristo, la catequesis y educación en la fe, la iniciación en la plegaria y en la celebración, la formación moral y la celebración de los sacramentos y de otros ritos sacramentales (cf. ib., nn. 4-6; 1.212; 1.275). Por parte del hombre, sujeto de la Iniciación, ésta comprende también la acogida de Jesucristo, la conversión, la fe, la recepción de los sacramentos, la conducta coherente y la incorporación personal y efectiva a la comunidad local de la Iglesia (cf. ib., n. 1.229).

          La Iniciación cristiana, por tanto, es mucho más que la sola catequesis o la sola celebración de los sacramentos de la Iniciación, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Estos sacramentos se llaman así porque santifican o consagran los "comienzos de la vida cristiana", según la famosa analogía del desarrollo de la vida humana (cf. ib., n. 1.212). El prototipo de este itinerario o proceso gradual ha sido, en todos los tiempos y lugares, la Iniciación cristiana de los adultos, configurada en todos sus elementos durante los primeros siglos de la Iglesia, instaurada por el Concilio Vaticano II (cf. SC 64-66; AG 14) y descrita hoy en el Ritual de la Iniciación cristiana de los adultos (Coeditores litúrgicos 1974).

          Ahora bien, en nuestras Iglesias particulares, en las que el Bautismo se celebra en las semanas siguientes al nacimiento de los párvulos, la Iniciación cristiana tiene características peculiares, de manera que requiere que la familia primero y la comunidad parroquial después, sin olvidar otras colaboraciones como la escuela y los grupos eclesiales, realicen una verdadera y propia catequesis tendente a desarrollar en los niños y en los adolescentes la semilla de la fe y de las demás virtudes cristianas, al tiempo que los preparan para celebrar eficaz y fructuosamente los restantes sacramentos de la Iniciación. Recuérdense, a este respecto, las palabras del Ritual del Bautismo de los Niños, al introducir la oración del "Padrenuestro":

 

"Estos niños, nacidos de nuevo por el Bautismo, se llaman y son hijos de Dios. Un día recibirán por la Confirmación la plenitud del Espíritu Santo. Se acercarán al altar del Señor, participarán en la Mesa de su sacrificio y lo invocarán como Padre en medio de su Iglesia" (n. 134).

 

          Antes se ha dicho a los padres: "Vosotros, por vuestra parte, debéis esforzaros en educarlos en la fe, de tal manera que esta vida divina quede preservada del pecado y crezca en ellos de día en día" (n. 124).

 

          14. El Bautismo, sacramento de Iniciación

 

          La Iniciación cristiana de nuestros pequeños y adolescentes ha empezado en el Bautismo, como en el caso de la práctica totalidad de los fieles de nuestra Iglesia Civitatense, dando lugar al proceso de crecimiento que comprende etapas progresivas, un "catecumenado postbautismal" (Cat., n. 1231). Así pues, el Bautismo significa el comienzo de nuestra vida cristiana. De su importancia habla también la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente. En efecto, dice el Papa:

 

"El esfuerzo de actualización sacramental mencionado anteriormente podrá ayudar, a lo largo del año, al descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana, según la palabra del Apóstol: 'Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo' (Gal 3.27). El Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, recuerda que el Bautismo constituye 'el fundamento de la comunión entre todos los cristianos e incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia Católica' (CIC 1271)" (n. 41).

 

          El Bautismo, lo mismo en los adultos que en los párvulos, es el sacramento que libera al hombre del poder de las tinieblas borrando el pecado original, y hace pasar a los hombres de la condición humana en que nacen como hijos de Adán al estado de los hijos adoptivos de Dios (cf. DS 1.524), hciéndolos nuevas criaturas, miembros del cuerpo de Cristo, e incorporándolos a la Iglesia (cf. Cat., n. 1.213). En el caso de los párvulos el sacramento es el principio y la fuente de todo el itinerario posterior de su educación cristiana, para que que comprendan y asimilen plenamente el misterio de Jesucristo y puedan finalmente, ellos mismos, asumir y ratificar la fe en la que fueron bautizados. También para estos niños el Bautismo es sacramento de Iniciación y el fundamento de su existencia cristiana.

 

          15. Nuestra inserción en Cristo por el Bautismo

 

          No es posible tocar todos los aspectos del sacramento del Bautismo en el corto espacio de una Exhortación pastoral. Pero sí destacar algunos puntos especialmente relacionados con nuestro objetivo diocesano. El primero de estos puntos es el de la inserción del hombre en el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios y Cabeza de una nueva humanidad.

          Son varios los textos bíblicos que se refieren a esta realidad. Entre ellos los que utilizan la imagen del vestido nupcial de los que, por Cristo, son hijos de Dios (cf. Ga 3,26-27; Ef 4,24; Col 3,10.12.14). Sin embargo es suficiente fijarse en el gran pasaje bautismal de Rm 6,1-11, especialmente en los vv. 3-5:

 

          "Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo,

          fuimos incorporados a su muerte.

          Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte,

          para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos

          por la gloria del Padre,

          así también nosotros andemos en una vida nueva.

          Porque si nuestra existencia está unida a él

          en una muerte como la suya,

          lo estará también en una resurrección como la suya"

 

          San Pablo, con un lenguaje realista y dinámico, habla de la sepultura simbólica en las aguas del Bautismo como una inmersión eficaz en el poder salvífico de la Muerte y Resurrección del Señor. El bautizado es sepultado de con Cristo, muriendo al hombre viejo, para resucitar a una nueva vida, la vida del Espíritu (cf. Rm 6,6; Ef 4,22-24; Col 3,9-10). El rito bautismal produce el efecto de unir íntimamente a Cristo y ligar a su suerte a quien acepta morir y ser sepultado con Cristo, imitando la perfecta obediencia del Hijo de Dios (cf. Fil 2,8; Hb 5,7-9). La "gloria del Padre" asocia al bautizado al Misterio pascual de Jesús y le hace caminar "en la novedad de vida" como una criatura nueva (cf. Col 2,12; 6,15; 2 Cor 5,17). El bautizado es ya, desde ese momento, miembro del cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 6,15, 12,27) y coheredero con él (cf. Rm 8,17).

          Esta inserción del hombre en Cristo, verdadera participación en el Misterio pascual, es tan profunda que el bautizado puede ser llamado "otro Cristo" y hacer suya la exclamación paulina: "Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20; cf. Rm 8,10-11). El Padre reconoce en cada bautizado los rasgos de su Hijo y "ama en nosotros lo que amaba en él" (Misal Romano, pref. VII dominical del T. Ordinario). El bautizado es hijo de Dios en el Hijo Jesucristo, de manera que El es el "Promogénito de muchos hermanos" (Rm 8,29; cf. Col 1,15.18; Ap 1,5).

 

          16. Incorporación a la Iglesia, cuerpo de Cristo

 

          El Bautismo es además el sacramento por el que los hombres son incorporados a la Iglesia, "integrándose en su construcción para ser morada de Dios, por el Espíritu" (Ef 2,22). La situación de los baptisterios y de la fuente bautismal, junto a la entrada de las iglesias, significa que este sacramento abre la puerta de la comunidad cristiana visible. Y quiere decir también que en el Bautismo ha nacido y renace el nuevo pueblo de Dios que transciende los límites humanos de las razas, las culturas y las naciones para formar un solo cuerpo en Cristo porque "todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1 Cor 12,13; cf. LG 7). En esta dignidad básica del Bautismo, "no hay distinción entre judíos ni gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28).

          La culminación de esta maravillosa unidad iniciada en el Bautismo, se alcanza en la participación eucarística, cuando la multitud "formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Cor 10,17). De este modo cada uno de nosotros nos hemos convertido en miembros del cuerpo de Cristo y hemos sido hechos miembros los unos de los otros (cf. 1 Cor 12,27; Rm 12,5). Esta incorporación hace que todo el cuerpo de Cristo se vea enriquecido por el Espíritu con toda clase de carismas, funciones y ministerios para el bien común (cf. 1 Cor 12,1-11; Ef 4,7-13). Por su parte, cada miembro, al participar en la dignidad profética, sacerdotal y real de Cristo, común a todos fieles cristianos, está llamado a colaborar en la misión salvífica de la Iglesia.

          Ahora bien, la incorporación de los bautizados a la Iglesia de Cristo y su participación en la misión de ésta se producen a través de la pertenencia a una comunidad local, la Iglesia particular o diócesis y la parroquia. La Iglesia universal, como es sabido, "está presente en todas las legítimas congregaciones locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de Iglesias" (LG 26; cf. SC 42; CD 11) [11].

          En nuestra diócesis la parroquia es, junto con el arciprestazgo, la plataforma pastoral principal y básica. Por eso debe tener prioridad como forma de participación en la misión de la Iglesia por parte de todos los bautizados, sin excluir, obviamente, otras instancias de comunión y de misión, como la familia, la escuela, los movimientos apostólicos, los grupos eclesiales, etc. [12].

 

          17. Función maternal de la Iglesia y pastoral del Bautismo

 

          No quiero dejar pasar este aspecto de extraordinaria importancia para comprender el Bautismo como sacramento de la incorporación a la Iglesia. La analogía con lo que ocurre en la familia humana nos ayudará a entender la función que corresponde a toda la comunidad cristiana en este sacramento. El nacimiento de un niño afecta a toda la familia y es siempre un acontecimiento de gran importancia, en el que todos los miembros de la unidad familiar se sienten implicados. Lo mismo ha de suceder en la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios (cf. LG 6).

          La participación, por tanto, de la comunidad cristiana en la pastoral de la Iniciación y, más en concreto, en la del Bautismo de los niños, es signo de la maternidad de la Iglesia que engendra y da a luz a nuevos hijos en este sacramento y los nutre y acompaña en su crecimiento hasta ver configurado a Cristo en cada uno de ellos (cf. Gal 4,19). La función maternal de la Iglesia, esencial y vital para ella y para los futuros hijos de Dios, corresponde a la comunidad eclesial primigenia, es decir, a la Iglesia particular o diocesana como comunidad plena y a las parroquias, en las que se realiza también la Iglesia en torno a un presbítero que hace las veces del obispo. Esta función no es transferible a ningún otro grupo eclesial, en el sentido de que "transmitir la vida de la fe, engendrar y alimentar, al cristiano es algo primigenio, básico y común, que no puede estar sujeto a ningún tipo de particularismos".

          Por este motivo "la catequesis general, la preparación y la celebración de los sacramentos de la Iniciación cristiana han de tener como marco de referencia y como lugar habitual la parroquia. Las excepciones a esta práctica han de contar con razones muy poderosas" [13].

 

          18. El Bautismo, fundamento de la conducta moral y del compromiso cristiana

 

          Entre los numerosos frutos de la gracia bautismal se encuentra también la capacidad para obrar de acuerdo con la condición de los hijos de Dios, o sea, según la moral cristiana. El Bautismo, al insertar a los hombres en el ser divino de Cristo, hace "santos" a todos los bautizados (cf. Rm 1,7; etc. ). Esto lleva consigo la obligación moral de obrar como Cristo en la obediencia filial al Padre (cf. 1 Pe 1,15-16; Fil 2,8). Dicho de otro modo, a esta inserción en Cristo debe seguir para los bautizados el compromiso de traducir en la propia vida las actitudes de fidelidad, servicio, donación de sí mismo, entrega a la causa del Reino de Dios, etc. de Cristo Jesús, "el cual no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28). El Bautismo exige "imitar" a Jesucristo, como exige también avanzar siempre por el camino de la perfección evangélica propuesto por el Señor para todos sus seguidores (cf. Mt 5,48; 1 Pe 1,16). El Evangelio es el "programa de vida" de todos los bautizados.

          Esta "imitación" de Cristo es un don del Espíritu Santo enviado a los corazones de los bautizados:

 

"Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará:

          de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar;

  y os daré un corazón nuevo,

          y os infundiré un espíritu nuevo;

          arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra,

          y os daré un corazón de carne.

          Os infundiré mi Espíritu,

          y haré que caminéis según mis preceptos,

          y que guardéis y cumpláis mis mandatos"

          (Ez 36,25-27; cf. Sal 50,4.9.12-14).

 

          Este bellísimo texto, una de las lecturas de la liturgia bautismal, se refiere a la transformación radical del corazón humano, es decir, el centro de su pensar, sentir y obrar. La presencia del Espíritu Santo hace posible que el hombre conozca con certeza la voluntad de Dios y se sienta movido a ponerla en práctica. El profeta Jeremías, al hablar de la nueva Alianza, prometió también la presencia del Espíritu del Señor en el interior de los corazones para que todos lo conozcan y "no tengan que enseñarse unos a otros ni los hermanos entre sí, diciendo: conoced al Señor; sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes" (Jer 31,43-34).

          La "vida de la fe", la "vida en Cristo", la "vida digna del Evangelio" son algunas de las expresiones que el Catecismo de la Iglesia Católica emplea para referirse a la conducta de los que han sido hechos hijos de Dios por el Bautismo y han recibido la gracia de Cristo y los dones del Espíritu para "llevar una vida nueva" (Cat., nn. 16, 1.691 ss.). En efecto, nuestra conducta ha de ser coherente con nuestra condición de hijos de Dios y coherederos de Cristo. En Navidad, al contemplar y celebrar el misterio de la Encarnación, la liturgia medita estas significativas palabras: "Reconoce, cristiano, tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del reino de Dios" (San León Magno, serm. 21).

 

          19. Espiritualidad bautismal

 

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente insiste en que el Bautismo es "fundamento de la existencia cristiana" (n. 41). Esto quiere decir también que toda nuestra vida ha de estar impregnada de la conciencia de ser hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, naturalmente de una conciencia agradecida, gozosa, testimonial. A esto es a lo que se llama espiritualidad bautismal, que se traduce en la alegría de "llamarnos y ser en verdad hijos de Dios" (1 Jn 3,1), en la posibilidad de invocar a Dios con el nombre de "Padre" (cf. Rm 8,15-16; Ga 4,6) y de confesar a Jesucristo como "Señor" (cf. 1 Cor 12,3), en la certeza de orar con la confianza de los hijos (cf. Mt 6,6-13) y en el nombre de Jesús (cf. Jn 14,13-14), en la seguridad de la ayuda del Espíritu frente a nuestra debilidad (cf. Rm 8,26-27), en la capacidad para "hacer nuestros los sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), etc.

          Todos los cristianos deberíamos tener más presente el recuerdo del Bautismo, no sólo en la Vigilia pascual, al renovar las promesas bautismales, sino en otros momentos, celebrando, por ejemplo, su aniversario como hacemos con otras fechas importantes de nuestra vida. El domingo, día de la Resurrección del Señor, es, por el mismo motivo, un memorial permanente del Bautismo. Reconocer en nosotros la gracia bautismal es un modo de descubrir, celebrar y anunciar a Jesucristo en nuestra propia existencia unida a la suya.     Las diversas escuelas o métodos de espiritualidad que han aparecido a lo largo de la historia, sobre todo cuando han sido acreditados por la santidad de quienes los crearon, reflejan siempre en su rica diversidad la misma y única base de la obra del Espíritu Santo en el corazón de los bautizados. Por eso no cabe una "vida en el Espíritu" o "según el Espíritu", que no se apoye en esta presencia y en la influencia permanente del Bautismo en los miembros de la Iglesia.

 

          20. El Bautismo y las vocaciones específicas dentro de la Iglesia

 

          En este sentido el Bautismo está también en la base de la espiritualidad específica de los diversos estados de vida de los discípulos de Jesús. Esto lo tuvo muy en cuenta el Concilio Vaticano II, al tratar de la espiritualidad de los sacerdotes: "Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del Bautismo, como todos los fieles en Cristo, recibieron el signo y el don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, dentro de la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección" (PO 12).

          En el caso de los religiosos y aun de todas las demás personas consagradas, ocurre lo mismo: "El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados... hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el Bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para extraer de la gracia bautismal fruto copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimientos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios" (LG 44) [14].

          Para los fieles laicos, el Bautismo está también en el origen de su vocación y de su misión en la Iglesia y en la sociedad (cf. LG 11; AA 4) [15]. El Bautismo es la fuente de todos sus derechos como miembro del pueblo de Dios y también de sus deberes. Bastaría referirse al sacerdocio común de todos los bautizados, por el que éstos hacen de su vida un sacrificio espiritual grato a Dios (cf. 1 Pe 2,5; Rm 12,1), para encontrar el motivo de su llamada a la santidad y a confesar delante de los hombres la fe que recibieron en el Bautismo (cf. AA 2-3).

          De manera especial en los esposos cristianos actúa la gracia bautismal, ya que en virtud del Bautismo, sacramento de la fe, el hombre y la mujer que contraen matrimonio se insertan en la Alianza de Cristo con la Iglesia, de manera que su comunidad conyugal es asumida en el amor de Cristo y enriquecida con la fuerza de su Espíritu [16]. El Matrimonio de los bautizados es signo eficaz del amor de Cristo a la Iglesia y crea una comunidad de amor, la familia, verdadera Iglesia doméstica. La espiritualidad conyugal y familiar tiene, pues, su primer fundamento en el Bautismo.

 

  

          III. LA VIDA DE LA FE

  

          El Bautismo, en el conjunto de la Iniciación cristiana nos ha asimilado a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Agradecer y valorar este gran don es también una forma de reconocer a Jesucristo presente en nuestra vida. Pero el Bautismo significa además el comienzo de la fe, es decir, de la respuesta del hombre a la acción de Dios. Este va a ser el contenido de esta tercera parte, en la que trataremos de analizar la vida de la fe y el testimonio de los cristianos como exigencia del Bautismo.

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente habla de ambos aspectos como uno de los objetivos del Jubileo del año 2.000 y, en particular, como una de las metas del primer año de la preparación. Dice el Papa:

 

"Todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado" (TMA, n. 42).

 

          21. La virtud teologal de la fe

 

          En efecto, la fe es una virtud teologal, esto es, que se refiere directamente a Dios, a quien tiene como origen, como motivo y como objeto (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.812). Por la fe creemos en Dios y en todo lo que él nos ha revelado y la Iglesia nos propone, y por la fe nos entregamos a Dios entera y libremente (cf. ib., 1.814). Creer significa, en primer término, la adhesión personal del hombre a Dios, confiando en El y sometiéndose a El en lo que se llama la "obediencia de la fe", como en el caso de Abrahán: "Por la fe Abrahán obedeció y salió al lugar que había de recibir en herencia, salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8). Por la fe, a su mujer Sara se le concedió el hijo de la promesa y, por la fe, Abrahán ofreció a su hijo Isaac en sacrificio (cf. Hb 11,17). San Pablo hizo este elogio de la fe de Abrahán: "creyó en Dios y le fue reputado como justicia" (Rm 4,3), de manera que vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rm 4,11.18).

          La Santísima Virgen María, por su parte, es la realización más perfecta de la fe y de la obediencia a Dios. Al anunciárselo el ángel, dio su consentimiento para concebir en su seno al Hijo de Dios con estas palabras: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Por la fe mereció que Isabel le dedicara este elogio: "Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45). Desde ese momento toda su vida fue creer en el cumplimiento de la Palabra del Señor (cf. Lc 2,35). La Iglesia se mira continuamente en ella para guardar la fidelidad que debe a Cristo (cf. LG 64).

          Creer en Dios está inseparablemente unido a creer en Jesucristo (cf. Jn 14,1), porque es el Hijo de Dios, "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero" (Credo), el único que ha visto al Padre y nos lo ha dado a conocer (cf. Jn 1,18; 6,46; Mt 11,27). Pero, al mismo tiempo, creemos en el Espíritu Santo "Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo" (Credo). El Espíritu Santo conoce las profundidades insondables de Dios y es el que nos descubre el misterio de Jesús y nos guía hacia la verdad plena (cf. Jn 14,26; 16,13-15; 1 Cor 2,10-11).

          Pero la fe significa también creer y aceptar todo lo que Dios ha dicho y revelado, porque él es la verdad misma. En este sentido, objeto de la fe son también todas las verdades reveladas por Dios: "Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia... como divinamente reveladas" (Cat., n. 182).

          La fe, tanto en la dimensión de confianza en Dios como en la dimensión de la adhesión de nuestra inteligencia a lo que él nos ha revelado, es un don de Dios, una verdadera gracia, una virtud sobrenatural infundida por él (cf. ib., n. 153). La fe, fruto de la evangelización y de la escucha de la Palabra de Dios, es necesaria para celebrar los sacramentos. Estos "no sólo suponen la fe, sino que también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman 'sacramentos de la fe'" (SC 59). Ahora bien la fe que expresan es, ante todo, la fe de la Iglesia, que es anterior a la fe de quienes celebran los sacramentos, los cuales son invitados a adherirse a ella y a profesarla en la misma celebración.

 

          22. La fe, un don que ha de crecer sobre el fundamento del Bautismo

 

          El Bautismo es, por tanto, sacramento de la fe. Ahora bien, la fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. La fe ha de crecer y ha de fortalecerse en todos los bautizados, sean niños o sean adultos. Al catecúmeno que va a ser bautizado o, en el caso del bautismo de párvulos, al padrino, se le pregunta: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?". Y él responde: "La fe". Por este motivo la Iglesia ha considerado siempre como una de sus tareas más importantes el reavivar la fe de los catecúmenos o de los padres y padrinos de los párvulos que se van a bautizar. A este fin se ordenan tanto el catecumenado de los adultos y la preparación de los padres y padrinos como la liturgia de la Palabra de Dios en la celebración del Bautismo y la profesión de fe que tiene lugar en el rito bautismal.

          Sobre la base de la necesidad de desarrollar la fe recibida en el Bautismo la Iglesia despliega toda su acción catequética, orientada hacia los niños, los jóvenes y los adultos. La catequesis es concebida como una permanente transmisión de la fe o enseñanza de lo que constituye el objeto de ésta, el misterio de Dios y de Jesucristo como suma verdad, y las verdades reveladas por Dios y presentadas como tales por la Iglesia. Esta enseñanza se caracteriza también por hacerse de modo orgánico y sistemático, con miras a introducir a los hombres más plenamente en la vida cristiana (cf. Cat., n. 5). La catequesis no es, por tanto, una tarea esporádica o que puede estar sujeta a las conveniencias de los destinatarios o de los responsables de las comunidades cristianas locales. Se trata, en efecto, de una acción íntimamente ligada a la vida de la Iglesia y que afecta decisivamente a su crecimiento interior y a su fidelidad al designio divino de salvación.

          El hecho de que la catequesis en sentido estricto esté dirigida a los ya bautizados, sean niños, jóvenes o adultos, para que crezcan en la fe y alcancen la plenitud de la vida cristiana, invita también a descubrir la especial acción del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los fieles y los dispone para acoger fielmente la verdad de Jesucristo y los demás contenidos de la catequesis. El es el verdadero Maestro interior que va conduciendo poco a poco a los fieles "hacia la verdad plena" (Jn 16,13) y los mueve a profesar la fe delante de los hombres (cf. 1 Cor 12,3). En realidad esta acción interior del Espíritu, unida a la labor catequética de la Iglesia, es la verdadera mistagogia de la fe, que seguía a la celebración de los sacramentos de la Iniciación en la Iglesia antigua, por la que los bautizados-confirmados eran "iluminados" (cf. Hb 10,32) en las catequesis mistagógicas.

 

          23. "Fortalecer la fe de los cristianos"

 

          Pero junto a la acción catequética, una comunidad cristiana viva no sólo se interesa por el crecimiento en la fe de los niños, de los jóvenes y de los adultos, sino que está preocupada también por el fortalecimiento de la fe de todos sus miembros sin excepción.

          Fortalecer la fe significa robustecer, dar resistencia y solidez a la fe. En este sentido en las páginas del Nuevo Testamento resuena ya una exhortación apremiante para resistir al diablo: "Sed firmes en la fe" (1 Pe 5,9). Como apoyo de esta firmeza se recuerda el ejemplo de muchos fieles en el mundo entero. Una exhortación semejante puede leerse en Ef 6,10-18, que llama a fortalecerse en el Señor, revistiéndose de las armas de Dios, es decir, la verdad como ceñidor, la justicia como coraza, el Evangelio de la paz como calzado, la fe como escudo embrazado con fuerza, la salvación como casco y la Palabra de Dios como espada del Espíritu; y perseverando en la oración asidua y en la vigilancia constante (cf. Mt 24,41; Lc 18,1; 1 Cor 16,13; 1 Tes 5,17). La Carta a los Hebreos exhorta también: "Y ya que tenemos un Sumo Sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengámonos firmes en la fe que profesamos" (Hb 4,14).

          La Iglesia de los primeros siglos tenía que fortalecer a sus miembros frente a una serie de peligros: las persecuciones que tiñeron de sangre los comienzos de la predicación del Evangelio, y sobre todo la tentación de hacer componendas con el paganismo, contemporizando con las bajas inclinaciones del hombre y no luchando suficientemente contra el pecado (cf. Hb 12,4).

          También en nuestro tiempo tenemos necesidad de la virtud de la fortaleza aplicada a nuestra fe y a las demás actitudes cristianas básicas, para no caer en la tentación de la indolencia o de la comodidad en la vida cristiana, en la conducta moral y en el testimonio. Es preciso, por tanto, remover las conciencias y sacudir la modorra de muchos cristianos mediante la llamada insistente y apremiante a la conversión como se hacía en la Iglesia de los primeros tiempos, denunciando los fallos principales y exhortando a un retorno cada día más consciente al Evangelio y al seguimiento de Jesucristo (cf. Rm 13,14; Ef 5,8-16). No podemos olvidar que este seguimiento entraña siempre "tomar la propia cruz" (cf. Mt 16,24-25; Ga 2,19), porque precisamente en la Cruz de Cristo se encuentra la "fuerza de Dios" transformadora de los espíritus (cf. 1 Cor 1,17-23).

          La Iglesia de este final de siglo, como recuerda también el Papa (cf. TMA 37), está siendo de nuevo Iglesia de mártires. Ahí están las penalidades y sufrimientos de los pastores y fieles de las minorías cristianas del Norte de Africa, y de innumerables misioneros en otros lugares del mundo, verdaderos testigos de la fe y del servicio a los más pobres, que afrontan dificultades de todo tipo, incomprensiones y hasta la misma muerte para ser fieles a su vocación evangelizadora y humanitaria.

 

          24. "Fortalecer el testimonio de los cristianos"

 

          Y si la fe es fuerte, lo será también el testimonio de los cristianos, es decir, de los pastores y de los demás fieles. En primer lugar el testimonio diario de vivir con fidelidad y con alegría el haber sido salvados por Jesucristo e incorporados a su cuerpo que es la Iglesia. Es preciso mostrar, de palabra y de obra, que somos verdaderamente libres porque el Señor nos ha redimido de las ataduras del pecado y nos ha dado la posibilidad de ser dueños de nosotros mismos y de encontrar en él, que por nosotros murió y resucitó, la fuente continua de nuestra felicidad y de nuestra esperanza. Cristo debe ser para cada uno de los que creemos en él, el asidero más firme de nuestra existencia según la vocación personal de cada uno.

          El cristiano consciente de que su suerte está unida a la del Señor, no tiene su corazón puesto en los bienes materiales sino en otros valores mucho más necesarios e importantes, como el amor, la amistad, la solidaridad, la justicia, la armonía familiar, la convivencia y la paz, de manera que usa de las cosas de este mundo sin darles más valor y en la medida en que están al servicio de las personas (cf. Mt 6,21; 19,21; Lc 12,21). Incluso es capaz de renunciar a los bienes para ayudar a los demás o para dedicarse más plenamente a su misión en la Iglesia y en la sociedad (cf. Mt 19,21; Hch 2,45; Hb 10,34).

          Actuando así se superará incluso ese grave equívoco de nuestro tiempo, denunciado ya por el Concilio Vaticano II, la separación entre la fe y la vida (cf. GS 43). Esta coherencia entre lo que creemos y el modo de vivir da credibilidad al mensaje cristiano y convence de que la fe en Dios Padre y en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, colma abundantemente las ansias de transcendencia y de felicidad duradera que anidan en el corazón de todo ser humano. Naturalmente esta coherencia se ha de alimentar cada día en la lectura meditativa de la Palabra de Dios, en la plegaria, en la celebración de los sacramentos y de manera especial en la Eucaristía, "fuente y culmen de toda la vida cristiana" (LG 11; cf. SC 10; etc.).

          De manera particular los fieles laicos, al cumplir con fidelidad sus deberes profesionales y ciudadanos, han de poner de manifiesto que saben que aquí no tienen morada permanente (cf. Hb 13,14), pero su fe les impulsa a una más perfecta dedicación a los asuntos de este mundo. En efecto, "todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia 'en la medida del don de Cristo'" (LG 33). "Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurreción y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo" (LG 38), orientando su vida familiar, profesional, social y, en general, todos los asuntos temporales de acuerdo con el Evangelio (cf. LG 36; GS 42-43; etc.).

 

          25. Fe y obras: el compromiso social de los cristianos

 

          El fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, ha de producir su fruto también en el ámbito de la vocación y de la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad. En efecto, "la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro" (St 2,17; cf. 2,14-18; 1 Jn 3,17). Por esto la incorporación de los bautizados al cuerpo de Cristo mediante la fe y el Bautismo, lleva consigo el que cada fiel cristiano deba sentirse solidario de las alegrías y de los sufrimientos de sus hermanos (cf. 1 Cor 12,26). La caridad fraterna exige, en definitiva, "llorar con los que lloran y reir con los que ríen" (cf. Rm 12,15). La comunicación cristiana de bienes en el interior de la Iglesia tiene que hacerse realidad como un signo de credibilidad de la misma Iglesia de cara a su acción evangelizadora (cf. Hch 2,44-45; 4,32.34-37).

          Pero las exigencias de la caridad no se reducen al ámbito de la comunidad cristiana, sino que han de contemplar a todos los hombres sin excepción. Lo pide también el significado universal del misterio de la Encarnación, acontecimiento por el que Cristo se ha acercado a todos los hombres para liberarlos de todo tipo de opresión (cf. Lc 4,18-19; Hch 10,38). La actualidad de la presencia redentora de Jesucristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8), en la historia humana forma parte del mensaje evangelizador que la Iglesia debe difundir por todas partes. Pero este mensaje debe ser acreditado por actuaciones concretas al servicio de una sociedad más justa, más tolerante, más solidaria y más fraterna. Anunciar a Jesucristo hoy significa comprometerse con la misión redentora de Jesús en su integridad y ponerse al servicio de los designios de Dios realizando su obra en cada contexto histórico.

          La preparación del Jubileo del año 2.000 no ha olvidado esta dimensión social de los años jubilares en la Biblia, de manera que encuentra incluso en ella una de las raíces de la doctrina social de la Iglesia (cf. TMA 13).

            IV. SUGERENCIAS PRACTICAS

  

          Esta última parte extrae algunas consecuencias de todo lo anterior y propone algunas sugerencias operativas. Los puntos van siguiendo el orden de los temas tratados.

 

          26. Las fuentes de nuestro conocimiento de Jesucristo

 

          La primera consecuencia operativa del objetivo pastoral diocesano de este curso ha de referirse necesariamente a nuestro conocimiento de la persona de Jesucristo y de su obra de salvación, al que hemos dedicado la primera parte, para que Jesucristo ocupe verdaderamente el centro de nuestra reflexión, de nuestra enseñanza, de nuestro ministerio y de todas nuestras tareas eclesiales y apostólicas. Sólo si conocemos a Jesucristo y su poder de salvación en nosotros, podremos celebrarlo y anunciarlo convenientemente:

 "Se trata, por tanto de descubrir en la persona de Cristo el designio de Dios que se realiza en él. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por él mismo, pues ellos encierran y manifiestan a la vez su misterio" [17]

          A lo largo de este curso pastoral hemos de acudir con más frecuencia y con más profundidad a las fuentes de nuestro "conocimiento de Jesucristo", es decir, al Evangelio y a toda la Sagrada Escritura, a la tradición de la Iglesia, a la teología, pero también a la oración e incluso a la experiencia de los santos, de los contemplativos y de otros testigos que se han acercado también a Jesús y se han dejado transformar por él.

          De entre todas estas "fuentes" es preciso destacar la Palabra de Dios, a la que dedicamos el objetivo pastoral del curso 1.995-96. Todo cuanto dijimos acerca del valor de las Escrituras en la vida de la Iglesia y para nosotros, sobre el modo de leerlas e interpretarlas a la luz de Jesucristo Resucitado y sobre la necesidad de intensificar la formación bíblica, el uso de la Biblia en la catequesis, la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, el ministerio de la homilía y la lectura en familia y en grupo de esta divina Palabra aplicada a las circunstancias de la vida, sigue teniendo valor en el presente curso. No se olvide que "desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (DV 25) [18].

 

          27. La catequesis del misterio de Cristo hoy

 

          Pero además de la centralidad de Cristo en todo cuanto reflexionemos, programemos o llevemos a la práctica en el curso 1996-97, es evidente que el objetivo de este año tiene una clara dimensión catequética. Este año habrá que poner un empeño especial en presentar con preferencia la persona y la obra salvadora de Jesús en todas aquellas acciones de carácter doctrinal o formativo, como la catequesis, la predicación, la enseñanza de la religión, los cursos de teología, las conferencias, los artículos en la prensa y en la hoja parroquial, las colaboraciones en la radio, etc.

          Obviamente, la presentación de la persona de Cristo ha de hacerse en todas sus dimensiones: como Dios y como hombre, como Señor de los tiempos y de la historia humana, como revelador del misterio de Dios, como Evangelio y como salvación para los hombres y centro de todo cuanto existe.

          De manera particular corresponde hacer esta presentación primordial de la persona de Cristo a la catequesis, cuya importancia ha sido expresamente recordada por la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente:

 

"El primer año será, por tanto, el momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su significado y valor originario de "enseñanza de los Apóstoles" (Hch 2,42) sobre la persona de Jesucristo y su misterio de salvación. De gran utilidad, para este objetivo, será la profundización en el Catecismo de la Iglesia Católica, que presenta 'fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la tradición viva en la Iglesia y del magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios'(Fidei Depositum, 3). Para ser realistas, no se podrá descuidar la recta formación de las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra Él y contra la Iglesia" (TMA 42). 

          La cita no puede ser más explícita, aludiendo incluso a la conveniencia de corregir las desviaciones cristológicas y las presentaciones parciales del misterio de Cristo en los últimos tiempos. Pero no es una buena pedagogía comenzar señalando estos errores y contraponiéndoles la doctrina sana. Tampoco es bueno plantear cuestiones que tratan los especialistas en cristología y que no están al alcance de los lectores y de los oyentes con poca formación teológica.

          Por eso será suficiente presentar de manera positiva e integradora la persona de Jesús como verdadero Dios y como verdadero hombre, que nació de la Santísima Virgen María Madre de Dios, haciéndose uno de nosotros en todo excepto en el pecado y uniéndose en cierto modo a todo hombre, que es imagen de Dios invisible, y que en su muerte y resurrección nos abrió el camino de la salvación (cf. GS 22). Como el Santo Padre señala oportunamente, la mejor síntesis del misterio de Cristo la tenemos en este momento en el Catecismo de la Iglesia Católica. Por este motivo recomiendo y encarezco su lectura y su uso constante en la catequesis de adultos, en los grupos de formación parroquiales y de otro tipo, etc. con la finalidad de dar a conocer a Jesucristo en base al objetivo diocesano.

 

          28. Dimensión cristológica de la formación permanente

 

          Cuanto acabo de decir se aplica también a la formación permanente de los presbíteros, de las religiosas y de los laicos más cultivados teológicamente. Pero, según las dimensiones de la formación permanente, el estudio y la reflexión sobre el misterio de Jesucristo no debe reducirse solamente a la adquisición de unos conocimientos y a la fundamentación de la doctrina cristológica en la Biblia, los Padres, el Magisterio y la teología, sino que ha de procurar también acercar a los destinatarios de esta formación a la experiencia personal y al encuentro con Jesucristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,5). Los presbíteros deben cultivar este año muy especialmente la faceta cristológica de su espiritualidad, faceta que se abre naturalmente a la dimensión trinitaria y pneumatológica [19].

          Por otra parte, la formación permanente ha de tener en cuenta la proyección pastoral en todos los campos de la misión de la Iglesia: catequesis, enseñanza religiosa, liturgia, acción caritativa y social, formación del laicado, apostolado seglar, familia, adolescentes y jóvenes, vocaciones, salud, misiones, etc. Los que siguen un curso de formación permanente están llamados a conocer más profundamente el misterio de Cristo y a vivirlo con intensidad, para comunicar sus propios conocimientos y vivencias como testigos verdaderos de Jesucristo y de su presencia salvadora entre los hombres.

          De manera particular me quiero referir a los educadores cristianos y a los profesores de religión y moral católica. Vuestra misión es cada día más necesaria y digna de reconocimiento. Conocer el misterio de Jesucristo significa poseer la clave para acceder al misterio de Dios y al misterio del hombre y, por tanto, para comprender todo el arco de la doctrina cristiana. La cristología ocupa un puesto neurálgico en el conjunto de los conocimientos teológicos. En vuestro papel científico y testimonial a un tiempo, presentad la figura y el mensaje de Jesús con todo el atractivo que merece, para que vuestros alumnos lo conozcan de verdad y sepan apreciar la contribución del cristianismo al pensamiento y a la cultura humana. En Europa y en España esta cultura no es comprensible adecuadamente si se prescinde de Jesucristo y de la Iglesia.

          Os pido que os preparéis lo mejor posible para vuestra tarea. Aprecio en cuanto vale vuestra dedicación y vuestra generosa entrega, en medio de las dificultades actuales que todos conocéis. Y confío en todos vosotros y en la tarea que realizáis en nombre de la Iglesia y para el bien de la misma sociedad humana.

 

          29. La celebración del misterio de Cristo en el año litúrgico

 

          Uno de los medios más eficaces y de influjo más amplio que tiene la Iglesia para introducir a los fieles en el conocimiento y en la vivencia del misterio de Cristo es el año litúrgico. Siguiendo el ritmo semanal, basado en los domingos, y aun el ritmo de cada día, la comunidad cristiana va recordando y actualizando los distintos acontecimientos de la vida del Señor y su obra salvadora, cuyo centro es justamente el Misterio pascual:

 

"La Santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó del Señor, conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año, desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión y Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor" (SC 102).

 

          El año litúrgico es, por tanto, una forma, y no la menos importante, de hacer presente en el tiempo a Cristo y su obra redentora, a fin de que los hombres se pongan en contacto con los hechos y las palabras en los que se efectuó la salvación de los hombres. Estos hechos y palabras son anunciados y proclamados como acontecimientos actuales en el "hoy de la Iglesia", por medio de las lecturas bíblicas que se hacen en la celebración. De ahí la importancia del Leccionario de la Misa, en el que siguiendo cada año un Evangelio Sinóptico, se desarrolla el misterio de Cristo en su totalidad. Así vivido, este misterio aparece como una epifanía progresiva de la bondad de Dios y de su amor al hombre (cf. Tit 3,4), que se manifiesta en la historia humana, es decir, en los días y en los años de los hombres, haciendo de ellos un signo de salvación, el "año de gracia del Señor" (cf. TMA 10).

          Pero el año litúrgico es también el resultado de la búsqueda, por parte de la Iglesia y de los creyentes, de una respuesta a esa epifanía divina, por medio de la conversión y de la fe. Por eso el año litúrgico posee un gran valor para educar a los fieles en las actitudes que deben adquirir para "imitar" a Jesucristo al que han sido incorporados por el Bautismo (cf. supra, nn. 15 y 18).

          Invito a todos los presbíteros y a los que cooperáis con ellos en la vida litúrgica a que pongáis interés e ilusión en la celebración de los diferentes tiempos litúrgicos, siguiendo las orientaciones del Misal y de las Normas universales sobre el año litúrgico y el calendario que se encuentran al comienzo de dicho libro. De manera particular os sugiero que cuidéis este año el denominado ciclo natalicio o de la manifestación del Señor, es decir, los tiempos de Adviento y Navidad-Epifanía, incluyendo naturalmente las solemnidades marianas que tienen lugar en él. No olvidemos que el tiempo que falta para el año 2.000 es presentado por el Papa Juan Pablo II como un verdadero Adviento presidido por el espíritu del Concilio Vaticano II (cf. TMA 20).

          Un factor muy valioso para celebrar de manera progresiva y completa el misterio de Cristo en el círculo del año lo constituye la homilía de los domingos y de las fiestas. El próximo año litúrgico estará presidido por el Evangelio según San Marcos, cuyo carácter de "buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1), desde el primer versículo, lo hace especialmente apto para anunciar el misterio cristiano con un fuerte acento kerigmático, es decir, centrado en Cristo Redentor y con una insistente llamada a la conversión personal. Predicar siguiendo este Evangelio es una buena ocasión para seguir renovando nuestro ministerio de la Palabra en la línea evangelizadora. También es una oportunidad para volver a estudiar y a meditar el texto de San Marcos, como ya se ha hecho alguna vez.

 

          30. El domingo y las fiestas del Señor

 

          Otro aspecto celebrativo del misterio de Cristo que es muy conveniente cuidar este curso es el domingo, como "día en el que los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que 'los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos' (1 Pe 1,3)" (SC 106). El domingo constituye un momento álgido de la vida cristiana, y de hecho la celebración eucarística dominical es la más participativa, la que reune mayor número de fieles de manera regular y la que se convierte en punto de confluencia de las diversas instancias eclesiales y aun de los más variados grupos de fieles.

          Pero la importancia de este día, "fiesta primordial" de los cristianos (cf. ib.), no consiste solamente en esta dimensión eclesial, sino que radica ante todo en su carácter de encuentro con el Señor Resucitado y de memorial de la vida nueva comunicada en el Misterio pascual. Lo indica el mismo nombre del domingo, "día del Señor" (cf. Ap 1,10). De todos es conocida la pérdida del sentido de este día festivo en la conciencia de muchos cristianos, que se dejan llevar por el fenómeno del fin de semana o que consideran el domingo como un espacio de libre disposición al margen de toda referencia a Dios, a Jesucristo y a la comunidad eclesial. Las consecuencias de esta actitud para la pertenencia a la Iglesia y para la identidad cristiana de los bautizados son muy graves. Los fieles que no celebran el día del Señor, se apartan poco a poco de la comunidad eclesial, de la Palabra de Dios, de la oración y de la Eucaristía, es decir, de la vida de la fe y del encuentro con Jesucristo.

          Lo mismo cabe decir del olvido de las fiestas del Señor a lo largo del año litúrgico. Junto con los domingos constituyen el despliegue de los acontecimientos de la vida de Cristo en el recuerdo anual que la Iglesia va haciendo de la obra de su divino Esposo. Entre las solemnidades hay que destacar las de Navidad y Epifanía, la Anunciación del Señor, el Triduo pascual, la Ascensión, Pentecostés, la Santísima Trinidad, el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el Sagrado Corazón de Jesús, Cristo Rey y el Aniversario de la Dedicación de la S.I. Catedral. En este curso pastoral orientado a conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo, deberían potenciarse lo más posible estas y otras fiestas del Señor, como la Presentación en el Templo, la Transfiguración, la Exaltación de la Santa Cruz, etc., cuidando todos los detalles de la celebración, especialmente los signos festivos, como las campanas, los cantos, los vestidos litúrgicos, las flores, el incienso, etc. y naturalmente las homilías y los restantes elementos didascálicos, como moniciones y preces.

          Ruego, por tanto, a los responsables de la vida litúrgica de las parroquias y comunidades que insistan en la celebración cristiana del domingo, explicando a los fieles su significado y los modos de referir a Cristo todos los valores humanos y religiosos del descanso, de la convivencia familiar, del deporte, del encuenttro con la naturaleza y aun del turismo. Pido también que se procure preservar el domingo y las solemnidades del año litúrgico de otras conmemoraciones que distorsionan su significado cristológico, por ejemplo, los trasladados indebidos de fiestas de santos a dichos días o la celebración de misas rituales o exequiales cuando no están permitidas. Es el misterio de Cristo el que, en definitiva, sale perjudicado.

          De la misma manera ruego a los responsables de los grupos eclesiales que no organicen celebraciones eucarísticas para grupos particulares en los domingos y en las fiestas de precepto, que disgreguen las asambleas litúrgicas habituales, especialmente en las parroquias.

 

          31. Las devociones a Cristo

 

          No quiero dejar de aludir tampoco a las manifestaciones de la piedad popular centradas en la devoción a la Humanidad santísima de nuestro Salvador. Me refiero no sólo al amor y a la veneración que siempre han suscitado en el pueblo sencillo determinados momentos o aspectos de la vida del Señor, como su infancia, su pasión y su glorificación, sino también a las expresiones que han adquirido carta de naturaleza y son incluso recomendadas por la Iglesia. Entre estas últimas se encuentra el culto eucarístico fuera de la Misa, el culto al Sagrado Corazón de Jesús, el Via Crucis, la veneración de las imágenes del Señor, las procesiones de Semana Santa, etc.

          Nacidas muchas de estas manifestaciones populares en el contexto de la liturgia, constituyen un testimonio elocuente de la grandeza del misterio de Cristo que no agota su celebración en los actos litúrgicos sino que se desborda de muchas maneras para multiplicar su acercamiento a los hombres y dejarse "poseer" por éstos, especialmente por los sencillos, los humildes y los pobres.

          El objetivo pastoral del próximo curso ofrece una buena ocasión para promover las mejores expresiones de culto a Jesucristo y de encauzar las devociones populares siguiendo las recomendaciones del Concilio Vaticano II y documentos posteriores [20]. La regla de oro sigue siendo ésta: "Los ejercicios piadosos deben organizarse siguiendo los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la liturgia, en cierto modo deriven de ella y hacia ella conduzcan" (SC 13).

          Un último aspecto todavía sobre el sentido que tiene el culto a nuestro Salvador tanto en la liturgia como en la piedad popular. Los fieles bien formados han tenido siempre la conciencia de que los gestos y actitudes corporales que deben realizarse dependen del modo o grado de la presencia del Señor. En efecto, en las celebraciones litúrgicas esta presencia tiene grados diversos: la presencia en la asamblea y en los ministros, la presencia en la Palabra divina y en el Evangelio, la presencia en los sacramentos con su virtud, hasta culminar en la presencia bajo los Dones eucarísticos (cf. SC 7; 33; etc.). Este último modo o grado de presencia, llamada "real" por su carácter singular y eminente, se subraya mediante el gesto de la genuflexión o de la adoración.

          En este sentido la liturgia ha determinado la genuflexión cuando se pasa delante del Sagrario donde está reservado el Santísimo Sacramento, y el permanecer de rodillas durante la consagración de la Misa, salvo que la estrechez del lugar, la aglomeración de la concurrencia u otra causa razonable lo impidan (cf. OGMR 21). En el momento de ir a comulgar está indicado el hacer un gesto de adoración antes de la recepción del Sacramento (cf. OGMR 244 c; etc.), que puede consistir en una sencilla inclinación de cabeza. Celebrar a Jesucristo supone también esmerarse en estos detalles que, convenientemente explicados, son siempre bien acogidos.

 

          32. La pastoral del Bautismo de los Niños

 

          De cuanto se ha dicho más arriba sobre el Bautismo y, en particular en el n. 17 acerca de la función maternal de la Iglesia y la pastoral de este sacramento, se deducen algunas consideraciones de orden práctico. En primer lugar que es toda la comunidad cristiana local, la que debe sentirse interesada por la pastoral del Bautismo dentro de un proyecto más amplio de Iniciación cristiana. Es, por tanto, responsabilidad de todos los bautizados el comunicar la vida de Cristo a nuevos miembros y el ayudarles luego a alcanzar la madurez y plenitud de esta vida.

          En segundo lugar esta pastoral, como la posterior educación de los bautizados en la fe mediante la catequesis y los demás medios de educación cristiana, incumbe a los párrocos como un grave deber (cf. CDC, c. 528-530; 851; etc.), pero pide la colaboración de los catequistas y de otros laicos a los que es preciso llamar, formar y alentar en esta labor. Después habrá que articular la participación de los miembros de la comunidad parroquial en las tareas concretas de la acogida de los padres y padrinos, en las catequesis prebautismales y en la incorporación de éstos a la vida de la Iglesia, si están apartados de ella, y en la preparación de la celebración.

          Tengo la intención de llevar al Consejo Presbiteral, dentro del curso 1.996-97, el estudio de la pastoral del Bautismo.

 

          33. Necesidad de la pastoral familiar y de la catequesis de adultos

 

          La acogida y el diálogo con los padres y padrinos es una tarea especialmente urgente hoy, porque el Bautismo de los párvulos en la fe de la Iglesia se debe realizar en la confianza de la futura educación cristiana de esos niños. Los padres deberían ser los primeros en conducir a sus hijos al conocimiento de Jesucristo y la vida de la fe, por gratitud a Dios y por fidelidad a la misión recibida tanto el día de su Matrimonio como en el Bautismo de éstos. Pero los pastores constatan con dolor que la mayoría de los padres que solicitan el Bautismo para sus hijos, no han hecho un verdadero discernimiento sobre los motivos y sobre las exigencias que comporta esta petición. Frecuentemente actúan movidos por el peso de la costumbre o por un cierto sentimiento de temor a que al niño le pueda ocurrir algo, aunque no faltan padres que, en medio de su escasa formación religiosa, desean de todo corazón que sus hijos sean bautizados como lo fueron ellos.

          Pero lo que hace más agudo el problema es el ambiente de increencia, de conformismo con una forma de vida materialista y hedonista, al margen de todo imperativo ético, es decir, en lo que está siendo de hecho un neopaganismo práctico cada día más extendido, y que está causando un verdadero vacío espiritual en la generación de los matrimonios jóvenes. Se teme con razón que los padres alejados de la Iglesia no sólo no van a ser los primeros educadores en la fe de sus hijos, sino que van a influir negativamente en ellos precisamente en los años más delicados de su formación. ¿Qué hacer entonces? Está claro que un breve cursillo o una visita al domicilio de la familia no resuelve el problema. Tampoco se pueden adoptar soluciones drásticas que pueden empeorar la situación. Un buena fórmula puede ser, cuando en la parroquia funciona algún grupo de catequesis de adultos, el procurar que estos padres acepten de buen grado incorporarse a él para activar su fe y su vida cristiana. Puede proponérseles también un período de maduración con el acompañamiento de otro matrimonio o del mismo sacerdote.

          Después están los casos, cada día más frecuentes, de los padres que viven en una situación irregular, como las denominadas "parejas de hecho", los casados sólo civilmente, o los divorciados y vueltos a casar, etc. Y no siempre se encuentran en el entorno familiar personas que se puedan responsabilizar seriamente de la futura educación cristiana de los niños.

          Por todo esto es necesario activar la pastoral del Bautismo de los niños en nuestras parroquias, pero sobre las bases de una buena pastoral familiar que acompañe a los matrimonios jóvenes durante los primeros años, y de una labor evangelizadora global tendente a formar verdaderas comunidades cristianas. La maduración de la fe de los bautizados, especialmente de los niños y de los adolescentes, requiere la existencia de una comunidad cristiana viva y de unas estructuras mínimas de catequesis de adultos en las parroquias.

         

          34. El testimonio social entre nosotros

 

          Como una aplicación práctica de cuanto se ha dicho en el n. 25 acerca del compromiso social de los cristianos, como testimonio de una fe acompañada de las obras, cabe recordar que una forma de testimonio entre nosotros en la hora actual es la de trabajar individual y comunitariamente, uniendo los esfuerzos a los de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en favor de la promoción social de nuestro pueblo y del desarrollo económico de estas comarcas, las más depauperadas de nuestra región.

          La caridad de Cristo nos exige ser solidarios en los esfuerzos justos de carácter reivindicativo y positivo, tendentes a mejorar las condiciones de vida y las perspectivas de futuro de toda la población, pero de manera especial de quienes sufren en este momento las consecuencias de una situación de postergación económica de la zona, los jóvenes que no han tenido todavía su primer empleo, los trabajadores ocasionales, los pequeños productores de los sectores agrícola, ganadero e industrial que no ven perspectivas de mejora, etc. Intervenir en estos ámbitos económicos y laborales corresponde a los laicos, pero los pastores no podemos inhibirnos sino que hemos de formar a esos laicos y darles a conocer la doctrina social de la Iglesia, así como hacer una llamada a la justicia y a la comunicación de bienes.

          No podemos olvidarnos tampoco de los problemas del mundo de la marginación: mendigos y transeuntes, drogadictos, alcohólicos, enfermos psíquicos, ancianos olvidados, etc. La atención a estas personas requiere no sólo organización sino también generosidad para poner los medios necesarios en manos de quienes se dedican a la acción caritativa y social en nombre de la Iglesia diocesana y de las parroquias.

 

          35. Dar también testimonio de unidad

         

          Un último ejemplo del testimonio que debemos dar todos los creyentes en Cristo lo constituye también el orar y el trabajar por la unidad de los cristianos. "¿Acaso Cristo está dividido?" se preguntaba San Pablo escribiendo a los Corintios (cf. 1 Cor 1,10-13; 3,21-23). El hecho es que durante el milenio que está concluyendo se han producido numerosas y grandes rupturas en la comunión eclesial muy difíciles de superar. Pero todos somos conscientes, sobre todo a la luz del Concilio Vaticano II, de que es necesario intensificar la oración y el compromiso en favor de la unidad deseada por Cristo (cf. Jn 17,21-22; TMA 34).

          Pero el testimonio de unidad no afecta solamente a las confesiones cristianas. También en el seno de nuestra Iglesia Civitatense estamos llamados a vivir gozosamente y a fortalecer cada día la gracia de la comunión eclesial, superando con espíritu de fe y de reconciliación las posibles fisuras que ponen en peligro la unidad de los espíritus. La comunión es un bien que no puede reducirse a los aspectos externos y organizativos de la Iglesia, sino que ha de brotar de lo más profundo del corazón, con ayuda de la gracia divina. Esta comunión "para que el mundo crea" (Jn 17,21; cf. 13,34-35) ha de ser compartida por toda la comunidad diocesana, en el seno de cada una de las comunidades parroquiales y religiosas, y por todas entre sí, en el Seminario Diocesano, en los grupos apostólicos y eclesiales, en las familias, en las asociaciones de fieles, etc. ¡Cristo nos ha salvado a todos y nos congrega en su amor!

          Permitidme insistir en esta vocación y en esta gracia de la unidad eclesial, queridos hermanos presbíteros. Vosotros y yo formamos el Presbiterio diocesano, signo y factor de comunión eclesial en nuestra Iglesia particular. Vivamos todos plenamente la fraternidad sacramental y apostólica, como nos pedía el Concilio Vaticano II (cf. PO 7-8) y nos ha recordado el Papa Juan Pablo II en la Exhortación Pastores Dabo Vobis [21], y tratemos en todo momento de mantener la mayor unidad en cuanto a los grandes criterios pastorales y en cuanto a las exigencias de fidelidad a nuestro ministerio para el bien de la Iglesia Civitatense.

          Las comunidades religiosas sois también, dentro de la gran familia diocesana, un testimonio y una llamada a "tenerlo todo en común" (Hch 2,44), pero no olvidéis que formáis parte también de la Iglesia local y que realizáis vuestra vocación consagrada en comunión de fe y de servicio con ella [22].

          La comunión de la Iglesia es uno de sus mayores bienes y, por tanto, uno de los mayores y más claros signos de evangelización. Por eso no es una cuestión de estrategia pastoral o de coordinación práctica, sino exigencia de un imperativo evangélico, el tratar de hacer visible y palpable en gestos y signos la comunión de la Iglesia diocesana. Uno de estos signos, y muy importante, es el incorporar a los propios planes de formación y de acción el Objetivo pastoral diocesano, de manera que se vea que toda la comunidad diocesana tiene conciencia de formar una familia en torno al Obispo, principio de unidad y de comunión en la Iglesia particular y vínculo con la Iglesia universal y el Sucesor de Pedro. De este modo, la pluralidad de carismas, de funciones y de tareas, lejos de dificultar la unidad, pondrá de manifiesto que todos trabajan por el bien común y la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,13; Ef 4,4-16).

 

   36. Algunos acontecimientos eclesiales del próximo curso

 

          El estudio y la puesta en práctica del Objetivo pastoral diocesano durante el curso 1996-97, no puede impedirnos participar en una serie de convocatorias especiales que tendrán lugar en los próximos meses tanto a nivel diocesano como a nivel nacional.

          Me refiero, en primer término, a la Visita pastoral, ya anunciada y que espero comenzar, Dios mediante, en el próximo mes de septiembre. Concebida como un encuentre del Obispo no sólo con los presbíteros sino también con sus colaboradores, con los miembros de la Junta Parroquial o Consejo pastoral, con las asociaciones laicales y con los distintos grupos de fieles nos permitirá orar juntos, escucharnos e intercambiar experiencias y palabras de estímulo [23]. De nuevo pido a todos que contemplen la Visita pastoral como un acontecimiento de gracia que debe desarrollarse en un clima de fe y de diálogo fraterno. Para que las comunidades y los fieles obtengan el mayor fruto espiritual, es necesario orar y pedir las actitudes de conversión a Dios y de escucha de la voz del Espíritu, de corresponsabilidad y de comunión eclesial.

          Otros acontecimientos son el Congreso "La Iglesia frente a la pobreza", coordinado por la Comisión Episcopal de Pastoral Social y que se celebrara los días 26 al 28 de septiembre; el Congreso sobre Educación en valores, organizado por el Consejo General de la Educación Católica, los días 15 al 17 de noviembre de 1.996; y el Congreso de Pastoral evangelizadora, convocado por la Conferencia Episcopal y previsto para septiembre de 1997, cuyo título es "Jesucristo, la Buena Noticia". En todos estos congresos participará una representación diocesana, que deberá acudir debidamente preparada, con la aportación de todas las personas interesadas, según la dinámica de cada congreso.

  

          Conclusión

 

           37. "Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre"

 

          El Objetivo pastoral diocesano del curso 1996-97 nos invita a descubrir a Jesucristo nuestro Señor y Salvador y a profundizar en el misterio de la Encarnación, al mismo tiempo que nos lleva a renovar la pastoral de la Iniciación cristiana, en particular el sacramento del Bautismo, y a fortalecer la vida de la fe y el testimonio de los cristianos.          El misterio de Jesucristo ha de presidir todas nuestras actividades y ha de ser acogido con alegría confiada, que brote de un conocimiento cada día profundo de dicho misterio, ha de ser celebrado con fe sincera y con gratitud, y ha de ser anunciado por todos los medios y en todas las circunstancias.

          Para llevar a cabo todo esto contamos con la Palabra de Dios y con la presencia luminosa y estimulante del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo Jesucristo envían sin cesar a la Iglesia y a nuestros corazones. Y contamos también con el ejemplo y la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, como ha dicho el Papa, estará presente a lo largo de toda la preparación del Jubileo del año 2.000. Por tanto contamos ya con ella a lo largo de todo el curso pastoral 1.996-97 y en cada actividad que nos propongamos. Ella es nuestro mejor modelo de la fe y de la respuesta obediente a la llamada de Dios.

          Pero de cara al contenido central del objetivo de este año, Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo, María se convierte también para nosotros en Maestra en el conocimiento de su Hijo, Iniciadora en las actitudes con que es preciso celebrar el culto divino y los sacramentos, y en Mensajera adelantada del Evangelio.

          Por estos motivos no dudo en poner en sus manos todos los contenidos y todas las propuestas y sugerencias de esta Exhortación, así como el curso pastoral que va a comenzar. Y con la confianza del pueblo sencillo, unido a todos vosotros, hermanos presbíteros, estimadas religiosas y queridos seminaristas y fieles laicos, la invoco y le pido:

 

                             "¡Muéstranos a Jesús,

                             fruto bendito de tu vientre,

                             oh clementísima,

                             oh piadosa,

                             oh dulce Virgen María!"

 

 

          Abadía de la Santa Cruz (Madrid),

          6 de agosto de 1.996, fiesta de la Transfiguración del Señor

                              + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 


    [1]. Los documentos que se citan constituyen el material que puede consultarse como complemento de esta Exhortación. Las siglas de los documentos del Concilio Vaticano II son las más conocidas: AA: Apostolicam Actuositatem; CD: Christus Dominus; LG: Lumen Gentium; SC: Sacrosanctum Concilium; etc. En nota aparecerán también otras siglas y referencias.

    [2]. La Comunidad parroquial al servicio de la Evangelización, Exhort. pastoral ante el curso apostólico 1.994-95, Introducción.

    [3]. Ib.

    [4]. Juan Pablo II, Carta Apostólica En el umbral del Tercer Milenio, de 10-XI-1.994, Librería Ed. Vaticana 1.994 (= TMA), nn. 39-54. Véase la Exhort. La Palabra de Dios, cit., n. 5.

    [5]. Rito de la Ordenación del Obispo, Interrogatorio del obispo electo.

    [6]. Véase también Juan Pablo II, Encíclica Redemptor Hominis, de 4-III-1.979, nn. 13 ss.

    [7]. Véase R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también. Reflexiones sobre la identidad cristiana, Salamanca 1.983.

    [8]. Pablo VI, Exhort. Apostólica Evangelii Nuntiandi, de 8-XII-1.975, n. 15.

    [9]. Véase Pablo VI, Exhort. Apostólica, Marialis Cultus, de 2-II-1.974, especialmente nn. 3-5.

    [10]Véase mi Exhortación La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial, nn. 4-10.

    [11]. Véase mi Exhortación de comienzo del curso 1.994-95: La comunidad parroquial al servicio de la Evangelización hoy, II parte: "La parroquia en la Iglesia particular".

    [12]. Véase la III parte de la citada Exhortación.

    [13]. Ib., n. 2.2.3.

    [14]. Véase también Juan Pablo II, Exhort. postsinodal Vita Consecrata, de 25-III-1.996, n. 30.

    [15]. Véase Juan Pablo II, Exhort. Apostólica Christifideles laici, de 30-XII-1.988, nn. 10-13.

    [16]. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Familiaris Consortio, de 22-XI-1981, n. 13; Ritual del Matrimonio, II ed. típica (Coeditores litúrgicos 1996), Introd. general, n. 7.

    [17]. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Catechesi Tradendae, de 16-X-1.979, n. 5.

    [18]. Sobre cuanto acabo de decir, véanse los nn. 17 y ss. de mi Exhort. La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial.

    [19]. Véase el Directorio sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1.994, nn. 3-11.

    [20]. Véase el Directorio sobre la piedad popular del Secretariado Nacional de Liturgia, publicado en 1989.

    [21]. Véase el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, nn. 25-29.

    [22]. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Vita Consecrata, n. 42.

    [23]. Véase el Anuncio de la Visita pastoral, en el Boletín Oficial del Obispado, de julio-agosto de 1996.

 

Visto 267 veces

Deja un comentario

Asegúrate de llenar la información requerida marcada con (*). No está permitido el Código HTML. Tu dirección de correo NO será publicada.