HOMILÍAS Y MEDITACIONES SACERDOTALES DEL PAPA BENEDICTO XVI

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

BENEDICTO XVI

HOMILIAS SACERDOTALES 

HOMILIAS SACERDOTALES DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI
EN LA MISA DE TOMA DE POSESIÓN DE SU CÁTEDRA

Basílica de San Juan de Letrán
Sábado 7 de mayo de 2005

Queridos padres cardenales;
amados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas: 

Este día, en el que por primera vez puedo tomar posesión de la cátedra del Obispo de Roma como Sucesor de Pedro, es el día en que en Italia la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión del Señor. En el centro de este día encontramos a Cristo. Sólo gracias a él, gracias al misterio de su Ascensión, logramos también comprender el significado de la cátedra, que es, a su vez, el símbolo de la potestad y de la responsabilidad del obispo.

¿Qué nos quiere decir, entonces, la fiesta de la Ascensión del Señor? No quiere decirnos que el Señor se ha ido a un lugar alejado de los hombres y del mundo. La Ascensión de Cristo no es un viaje en el espacio hacia los astros más remotos; porque, en el fondo, también los astros están hechos de elementos físicos como la tierra. La Ascensión de Cristo significa que él ya no pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte, que condiciona nuestra vida. Significa que él pertenece completamente a Dios. Él, el Hijo eterno, ha conducido nuestro ser humano a la presencia de Dios, ha llevado consigo la carne y la sangre en una forma transfigurada.

El hombre encuentra espacio en Dios; el ser humano ha sido introducido por Cristo en la vida misma de Dios. Y puesto que Dios abarca y sostiene todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias a su estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre. Cada uno de nosotros puede tratarlo de tú; cada uno puede llamarlo. El Señor está siempre atento a nuestra voz. Nosotros podemos alejarnos de él interiormente. Podemos vivir dándole la espalda. Pero él nos espera siempre, y está siempre cerca de nosotros.

De las lecturas de la liturgia de hoy aprendemos también algo más sobre cómo el Señor realiza de forma concreta este estar cerca de nosotros. El Señor promete a los discípulos su Espíritu Santo.
La primera lectura, que acabamos de escuchar, nos dice que el Espíritu Santo será "fuerza" para los discípulos; el evangelio añade que nos guiará hasta la Verdad completa. Jesús dijo todo a sus discípulos, siendo él mismo la Palabra viva de Dios, y Dios no puede dar más de sí mismo.

En Jesús, Dios se nos ha dado totalmente a sí mismo, es decir, nos lo ha dado todo. Además de esto, o junto a esto, no puede haber ninguna otra revelación capaz de comunicar más o de completar, de algún modo, la revelación de Cristo. En él, en el Hijo, se nos ha dicho todo, se nos ha dado todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por eso, la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de modo siempre nuevo, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo.

El Espíritu no añade nada diverso o nada nuevo a Cristo; no existe -como dicen algunos- ninguna revelación pneumática junto a la de Cristo, ningún segundo nivel de Revelación. No:  "recibirá de lo mío", dice Cristo en el evangelio (Jn 16, 14). Y del mismo modo que Cristo dice sólo lo que oye y recibe del Padre, así el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. "Recibirá de lo mío". No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo.

Por eso, la Revelación cristiana es, al mismo tiempo, siempre antigua y siempre nueva. Por eso, todo nos es dado siempre y ya. Al mismo tiempo, cada generación, en el inagotable encuentro con el Señor, encuentro mediado por el Espíritu Santo, capta siempre algo nuevo.

Así, el Espíritu Santo es la fuerza a través de la cual Cristo nos hace experimentar su cercanía. Pero la primera lectura hace también una segunda afirmación: seréis mis testigos. Cristo resucitado necesita testigos que se hayan encontrado con él, hombres que lo hayan conocido íntimamente a través de la fuerza del Espíritu Santo. Hombres que, habiendo estado con él, puedan dar testimonio de él. Así la Iglesia, la familia de Cristo, ha crecido desde "Jerusalén... hasta los confines de la tierra", como dice la lectura.

A través de los testigos se ha construido la Iglesia, comenzando por Pedro y Pablo, y por los Doce, hasta todos los hombres y mujeres que, llenos de Cristo, a lo largo de los siglos han encendido y encenderán de modo siempre nuevo la llama de la fe. Todo cristiano, a su modo, puede y debe ser testigo del Señor resucitado. Al repasar los nombres de los santos podemos constatar que han sido, y siguen siendo, ante todo hombres sencillos, hombres de los que emanaba, y emana, una luz resplandeciente capaz de llevar a Cristo.

Pero esta sinfonía de testimonios también está dotada de una estructura bien definida:  a los sucesores de los Apóstoles, es decir, a los obispos, les corresponde la responsabilidad pública de hacer que la red de estos testimonios permanezca en el tiempo. En el sacramento de la ordenación episcopal se les confiere la potestad y la gracia necesarias para este servicio.

En esta red de testimonios, al Sucesor de Pedro le compete una tarea especial. Pedro fue el primero que hizo, en nombre de los Apóstoles, la profesión de fe: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Esta es la tarea de todos los sucesores de Pedro:  ser el guía en la profesión de fe en Cristo, el Hijo de Dios vivo. La cátedra de Roma es, ante todo, cátedra de este credo. Desde lo alto de esta cátedra, el Obispo de Roma debe repetir constantemente:  Dominus Iesus, "Jesús es el Señor", como escribió san Pablo en sus cartas a los Romanos (Rm 10, 9) y a los Corintios (1 Co 12, 3). A los Corintios, con particular énfasis, les dijo:  "Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, (...) para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre; (...) y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1 Co 8, 5-6).

La cátedra de Pedro obliga a quienes son sus titulares a decir, como ya hizo san Pedro en un momento de crisis de los discípulos, cuando muchos querían irse:  "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras  de  vida  eterna,  y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). Aquel que se sienta en la cátedra de Pedro debe recordar las palabras que el Señor dijo a Simón Pedro en la hora de la última Cena:  "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).

Aquel que es titular del ministerio petrino debe tener conciencia de que es un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus fuerzas, y necesita constantemente  purificación y conversión. Pero debe tener también conciencia de que del Señor le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerlos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado.

En la primera carta de san Pablo a los Corintios encontramos la narración más antigua que tenemos de la resurrección. San Pablo la recogió fielmente de los testigos. Esa narración habla primero de la muerte del Señor por nuestros pecados, de su sepultura,  de  su resurrección, que tuvo lugar  al  tercer día, y después dice:  "Cristo se apareció a Cefas y luego a los Doce..." (1 Co 15, 4). Así, una vez más, se resume el significado del mandato conferido a Pedro hasta el fin de los tiempos:  ser testigo de Cristo resucitado.

El Obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. Así, la cátedra es el símbolo de la potestas docendi, la potestad de enseñar, parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce. En la Iglesia, la sagrada Escritura, cuya comprensión crece bajo la inspiración del Espíritu Santo, y el ministerio de la interpretación auténtica, conferido a los Apóstoles, se pertenecen uno al otro de modo indisoluble.

Cuando la sagrada Escritura se separa de la voz viva de la Iglesia, pasa a ser objeto de las disputas de los expertos. Ciertamente, todo lo que los expertos tienen que decirnos es importante y valioso; el trabajo de los sabios nos ayuda en gran medida a comprender el proceso vivo con el que ha crecido la Escritura y así apreciar su riqueza histórica. Pero la ciencia por sí sola no puede proporcionarnos una interpretación definitiva y vinculante; no está en condiciones de darnos, en la interpretación, la certeza con la que podamos vivir y por la que también podamos morir. Para esto es necesario un mandato más grande, que no puede brotar única y exclusivamente de las capacidades humanas. Para esto se necesita la voz de la Iglesia viva, la Iglesia encomendada a Pedro y al Colegio de los Apóstoles hasta el final de los tiempos.

Esta potestad de enseñanza asusta a muchos hombres, dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no constituye una amenaza para la libertad de conciencia, si no es una presunción contrapuesta a la libertad de pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe.

El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario:  el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo.

Así lo hizo el Papa Juan Pablo II, cuando, ante todos los intentos, aparentemente benévolos con respecto al hombre, frente a las interpretaciones erróneas de la libertad, destacó de modo inequívoco la inviolabilidad del ser humano, la inviolabilidad de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural. La libertad de matar no es una verdadera libertad, sino una tiranía que reduce al ser humano a la esclavitud.

El Papa es consciente de que, en sus grandes decisiones, está unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, a las interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino de peregrinación de la Iglesia. Así, su poder no está por encima, sino al servicio de la palabra de Dios, y tiene  la  responsabilidad de hacer que esta Palabra siga estando presente en su grandeza y resonando en su pureza, de modo que no la alteren los continuos cambios de las modas.

La cátedra es —digámoslo una vez más— símbolo de la potestad de enseñanza, que es una potestad de obediencia y de servicio, para que la palabra de Dios, ¡la verdad!, resplandezca entre nosotros, indicándonos el camino de la vida. Pero, hablando de la cátedra del Obispo de Roma, ¿cómo no recordar las palabras que san Ignacio de Antioquía escribió a los Romanos? Pedro, procedente de Antioquía, su primera sede, se dirigió a Roma, su sede definitiva. Una sede que se transformó en definitiva por el martirio con el que unió para siempre su sucesión a Roma. Ignacio, por su parte, siendo obispo de Antioquía, se dirigía a Roma para sufrir el martirio.

En su carta a los Romanos se refiere a la Iglesia de Roma como a "aquella que preside en el amor", expresión muy significativa. No sabemos con certeza qué es lo que pensaba realmente Ignacio al usar estas palabras. Pero, para la Iglesia antigua, la palabra amor, ágape, aludía al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo se hace siempre tangible en medio de nosotros. Aquí, él se entrega siempre de nuevo. Aquí, se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; aquí, mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la cruz, atraería a todos a sí.

En la Eucaristía, nosotros aprendemos el amor de Cristo. Ha sido gracias a este centro y corazón, gracias a la Eucaristía, como los santos han vivido, llevando de modos y formas siempre nuevos el amor de Dios al mundo. Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red -la comunidad eucarística- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo.

En definitiva, presidir en la doctrina y presidir en el amor deben ser una sola cosa:  toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la Ley y los Profetas, dice el Señor (cf. Mt 22, 40). El amor es la Ley en su plenitud, escribió san Pablo a los Romanos (cf. Rm 13, 10).

Queridos romanos, ahora soy vuestro Obispo. Gracias por vuestra generosidad, gracias por vuestra simpatía, gracias por vuestra  paciencia conmigo. En cuanto católicos, todos somos, de algún modo, también  romanos.  Con  las  palabras del salmo 87, un himno de alabanza a Sión, madre de todos los pueblos, cantaba Israel y canta la Iglesia:  "Se dirá de Sión:  "Uno por uno todos han nacido en ella"..." (v. 5). De modo semejante, también nosotros podríamos decir:  en cuanto católicos, todos hemos nacido, de algún modo, en Roma. Así, con todo mi corazón, quiero tratar de ser vuestro Obispo, el Obispo de Roma. Todos queremos tratar de ser cada vez más católicos, cada vez más hermanos y hermanas en la gran familia de Dios, la familia en la que no hay extranjeros.

Por último, quisiera dar las gracias de corazón al vicario para la diócesis de Roma, el querido cardenal Camillo Ruini, y también a los obispos auxiliares y a todos sus colaboradores. Doy las gracias de corazón a los párrocos, al clero de Roma y a todos los que, como fieles, contribuyen aquí en la construcción de la casa viva de Dios. Amén.

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 15 de mayo de 2005
Solemnidad de Pentecostés

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos ordenandos;
queridos hermanos y hermanas: 

La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.

Para Israel, Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Dios había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, después le había dado su ley, los diez mandamientos. Sólo así la obra de liberación, que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente:  la libertad humana es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común.

Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Así, Israel llegó a ser pueblo de forma plena precisamente a través de la alianza con Dios en el Sinaí. El encuentro con Dios en el Sinaí podría considerarse como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo.

El viento y el fuego, que bajaron sobre la comunidad de los discípulos de Cristo reunida en el Cenáculo, constituyeron un desarrollo ulterior del acontecimiento del Sinaí y le dieron nueva amplitud. En aquel día, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, "judíos piadosos (...) de todas las naciones que hay bajo el cielo" (Hch 2, 5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo:  todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles:  "La gente (...) les oía hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6).

El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda.

San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice:  "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es:  debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres.

El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice:  en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.

La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo:  "La paz con vosotros".

Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. "La paz con vosotros":  este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él.

Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios:  Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano.

Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos:  "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice:  "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.

Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice:  "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.

Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz.

Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés, el viento impetuoso del quincuagésimo día y el soplo leve de Jesús en el atardecer de Pascua, podemos pensar en el contraste entre dos episodios que sucedieron en el Sinaí, de los que nos habla el Antiguo Testamento. Por una parte, está el relato del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los diez mandamientos y a la conclusión de la alianza (cf. Ex 19 ss); por otra, el misterioso relato de Elías en el Horeb. Después de los dramáticos acontecimientos del monte Carmelo, Elías había escapado de la ira de Ajab y Jezabel. Luego, cumpliendo el mandato de Dios, había peregrinado hasta el monte Horeb.

El don de la alianza divina, de la fe en el Dios único, parecía haber desaparecido en Israel. Elías, en cierto modo, debía reavivar en el monte de Dios la llama de la fe y llevarla a Israel. En aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro  de una brisa suave. Y Dios le habla desde esa brisa suave (cf. 1 R 19, 11-18).

¿No es precisamente lo que sucedió en la tarde de Pascua, cuando Jesús se apareció a sus Apóstoles, lo que nos enseña qué es lo que se quiere decir aquí? ¿No podemos ver aquí una prefiguración del siervo de Yahveh, del que Isaías dice:  "No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz"? (Is 42, 2) ¿No se presenta así la humilde figura de Jesús como la verdadera revelación en la que Dios se manifiesta a nosotros y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios?

Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence.

Queridos ordenandos, de este modo el mensaje de Pentecostés se dirige ahora directamente a vosotros. La escena de Pentecostés, en el evangelio de san Juan, habla de vosotros y a vosotros. A cada uno de vosotros, de modo muy personal, el Señor le dice:  ¡la paz con vosotros!, ¡la paz contigo! Cuando el Señor  dice esto, no da algo, sino que se da a sí mismo, pues él mismo es la paz (cf. Ef 2, 14).

En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz. Así, este saludo se sitúa en el centro de vuestra misión sacerdotal:  el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir:  "este es mi cuerpo", "esta es mi sangre". Dejaos atraer siempre de nuevo a la santa Eucaristía, a la comunión de vida con Cristo.

Considerad como centro de toda jornada el poder celebrarla de modo digno. Conducid siempre de nuevo a los hombres a este misterio. A partir de ella, ayudadles a llevar la paz de Cristo al mundo.

En el evangelio que acabamos de escuchar resuena también una segunda expresión  del  Resucitado:   "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Cristo os dice esto, de modo muy personal, a cada uno de vosotros. Con la ordenación sacerdotal, os insertáis en la misión de los Apóstoles. El Espíritu Santo es viento, pero no es amorfo. Es un Espíritu ordenado.

Se manifiesta precisamente ordenando la misión, en el sacramento del sacerdocio, con la que continúa el ministerio de los Apóstoles. A través de este ministerio, os insertáis en la gran multitud de quienes, desde Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el Sucesor de san Pedro, que aquí, en Roma, es también vuestro obispo.

Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios.

Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo.
Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón.

Finalmente, queridos ordenandos, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.

Jornada de la vida consagrada

Jueves 2 de febrero de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

       La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia:  según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a  la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley:  la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1).

Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley:  va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17).

Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice:  "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9).

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo:  una ofrenda incondicional que la implica personalmente:  María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34).

Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón:  por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada.

 El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de  Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su  fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias  por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.

Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.

 HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL PAPA JUAN PABLO II

Lunes 3 de abril de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Durante estos días es particularmente vivo en la Iglesia y en el mundo el recuerdo del siervo de Dios Juan Pablo II en el primer aniversario de su muerte. Con la vigilia mariana de ayer por la noche revivimos el momento preciso en que, hace un año, aconteció su piadosa muerte. Hoy nos reunimos en esta misma plaza de San Pedro para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida.

Saludo con afecto a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a los numerosos peregrinos que han llegado de muchas partes, especialmente de Polonia, para testimoniarle estima, afecto y profundo agradecimiento. Queremos orar por este amado Pontífice, dejándonos iluminar por la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se nos ha recordado cuál es el destino final de los justos:  un destino de felicidad sobreabundante, que recompensa sin medida por los sufrimientos y las pruebas afrontadas a lo largo de la vida. "Dios los puso a prueba —afirma el autor sagrado— y los halló dignos de sí; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto" (Sb 3, 5-6).

La palabra "holocausto" hace referencia al sacrificio en el que la víctima era completamente quemada, consumada por el fuego; por tanto, era signo de ofrenda total a Dios. Esta expresión bíblica nos hace pensar en la misión de Juan Pablo II, que hizo de su existencia un don a Dios y a la Iglesia, y vivió la dimensión sacrificial de su sacerdocio especialmente en la celebración de la Eucaristía.

Entre sus invocaciones más frecuentes destaca una tomada de las "letanías de Jesucristo, sacerdote y víctima", que quiso poner al final del libro "Don y Misterio",publicado con ocasión del 50° aniversario de su sacerdocio (cf. pp. 121-124):  "Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam", "Jesús, Pontífice que te entregaste a ti mismo a Dios como ofrenda y víctima, ten misericordia de nosotros". ¡Cuántas veces repitió esta invocación, que expresa bien el carácter íntimamente sacerdotal de toda su vida! Nunca ocultó su deseo de llegar a identificarse cada vez más con Cristo sacerdote mediante el sacrificio eucarístico, manantial de incansable entrega apostólica.

En la base de esta entrega total de sí estaba naturalmente la fe. En la segunda lectura que hemos escuchado, san Pedro utiliza también la imagen del oro probado por el fuego y la aplica a la fe (cf. 1 P 1, 7).

Efectivamente, en las dificultades de la vida es probada y verificada sobre todo la calidad de la fe de cada uno: su solidez, su pureza, su coherencia con la vida. Pues bien, el amado Pontífice, al que Dios había dotado de múltiples dones humanos y espirituales, al pasar por el crisol de los trabajos apostólicos y la enfermedad, llegó a ser cada vez más una "roca" en la fe.

Quienes tuvieron ocasión de conocerlo de cerca pudieron palpar en cierto modo su fe sencilla y firme, que, si impresionó a sus más cercanos colaboradores, no dejó de extender, durante su largo pontificado, su influjo benéfico por toda la Iglesia, en un crescendo que alcanzó su culmen en los últimos meses y días de su vida.

Una fe convencida, fuerte y auténtica, sin miedos ni componendas, que conquistó el corazón de muchas personas, entre otras razones, gracias a las numerosas peregrinaciones apostólicas por todo el mundo, y especialmente gracias a ese último "viaje" que fue su agonía y su muerte.

La página del evangelio que se ha proclamado nos ayuda a comprender otro aspecto de su personalidad humana y religiosa. Podríamos decir que él, Sucesor de Pedro, imitó de modo singular, entre los Apóstoles, a Juan, el "discípulo amado", que permaneció junto a la cruz al lado de María en la hora del abandono y de la muerte del Redentor. Viéndolos allí cerca —narra el evangelista— Jesús encomendó a Juan a María y viceversa:  "Mujer, he ahí a tu hijo. (...) He ahí a tu madre" (Jn 19, 26-27).

Juan Pablo II hizo suyas estas palabras pronunciadas por el Señor poco antes de morir. Como el apóstol evangelista, también él quiso recibir a María en su casa:  "et ex illa hora accepit eam discipulus in sua" (Jn 19, 27). La expresión "accepit eam in sua" es singularmente densa:  indica la decisión de Juan de hacer a María partícipe de su propia vida hasta el punto de experimentar que, quien abre el corazón a María, en realidad es acogido por ella y llega a ser suyo. El lema elegido por el Papa Juan Pablo II para el escudo de su pontificado, Totus tuus, resume muy bien esta experiencia espiritual y mística, en una vida orientada completamente a Cristo por medio de María:  "ad Iesum per Mariam".

Queridos hermanos y hermanas, esta tarde nuestro pensamiento vuelve con emoción al momento de la muerte del amado Pontífice, pero al mismo tiempo el corazón se siente en cierto modo impulsado a mirar adelante. Resuenan en nuestra alma sus repetidas invitaciones a avanzar sin miedo por el camino de la fidelidad al Evangelio para ser heraldos y testigos de Cristo en el tercer milenio.

Vuelven a nuestra mente sus incesantes exhortaciones a cooperar generosamente en la realización de una humanidad más justa y solidaria, a ser artífices de paz y constructores de esperanza. Que nuestra mirada esté siempre fija en Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), el cual guía con firmeza a su Iglesia.

Nosotros hemos creído en su amor, y el encuentro con él es lo que "da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Que la fuerza del Espíritu de Jesús sea para todos, queridos hermanos y hermanas, como lo fue para el Papa Juan Pablo II, fuente de paz y de alegría. Y que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser, en todas las circunstancias, como él, apóstoles incansables de su Hijo divino y profetas de su amor misericordioso. Amén.

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Jueves santo 13 de abril de 2006

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don, llegamos a ser suyos:  la creación vuelve al Creador. Del mismo modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo:  ya no es cuestión de descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesucristo.

Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir:  "Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su "yo":  in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.

Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome:  "Tú me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo:  "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas".

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a los hombres.

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo, entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de asumir un servicio:  el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.

Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación:  "Sígueme". Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás:  "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo:  "No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos:  "Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30).

Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo "peso específico": la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.

Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.

La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión:  "Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras:  "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos:  en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos:  nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su "yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.

Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra:  la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver:  nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote:  llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración.

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de su Iglesia.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal:  sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espirituales. Son las siguientes:  "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús".

Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.

SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
DE 15 DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006

Queridos hermanos y hermanas;
queridos ordenandos:

En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.

La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta:  "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).

Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado:  él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él.

Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación:  el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor:  da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo:  "Yo  soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando:  "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).

Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":  se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia:  servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.

Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente:  a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.

Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice:  el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor:  es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.

A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado:  es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

En segundo lugar el Señor nos dice:  "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:  la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.

Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.

Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico:  no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.

El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.

Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:  "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:  "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.

La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:  musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.

Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.

La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo.

A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA PLAZA PIŁSUDSKI

Varsovia, viernes 26 de mayo de 2006

¡Alabado sea Jesucristo!

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Señor, "junto con vosotros deseo cantar un himno de gratitud a la divina Providencia, que me permite encontrarme aquí como peregrino". Con estas palabras, hace 27 años, comenzó su homilía en Varsovia mi amado predecesor, Juan Pablo II (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6). Las hago mías y doy  gracias al Señor que me ha concedido poder llegar hoy a esta histórica plaza. Aquí,  en  la vigilia de Pentecostés, Juan Pablo II pronunció las significativas palabras de la oración:  "¡Descienda  tu  Espíritu y renueve la faz de la tierra!". Y añadió, "¡de esta tierra!" (cf. ib.). En este mismo lugar fue despedido  en una solemne ceremonia fúnebre el gran primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, de cuya muerte recordamos en estos días el 25° aniversario.

Dios unió a estas dos personas no sólo mediante la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor, sino también mediante las mismas vicisitudes humanas, que los vincularon estrechamente con la historia de este pueblo y de la Iglesia que vive en él.

Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II escribió al cardenal Wyszynski:  "No estaría sobre la cátedra de Pedro este Papa polaco que hoy, lleno de temor de Dios pero también de confianza, inicia un nuevo pontificado, si no hubiese sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos; si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia; si no hubiese existido Jasna Góra y todo el período que en la historia de la Iglesia en nuestra patria abarca tu servicio de obispo y primado" (Carta de Juan Pablo II a los polacos, 23 de octubre de 1978:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1978, pp. 9-10).

¿Cómo no dar gracias hoy a Dios por todo lo que se realizó en vuestra patria y en todo el mundo durante el pontificado de Juan Pablo II? Ante nuestros ojos tuvieron lugar cambios de enteros sistemas políticos, económicos y sociales. La gente de muchos países recobró la libertad y el sentido de la dignidad. "No olvidemos las maravillas obradas por Dios" (cf. Sal 78, 7). Yo también os doy las gracias por vuestra presencia y por vuestra oración. Gracias al cardenal primado por las palabras que me ha dirigido. Saludo a todos los obispos aquí presentes. Me alegra la participación del señor presidente y de las autoridades estatales y locales. Abrazo con el corazón a todos los polacos que viven en la patria y en el extranjero.

"Permaneced firmes en la fe". Acabamos de escuchar las palabras de Jesús:  "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 15-17). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la Verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como él los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.

"Él os dará otro Consolador, el Espíritu de la verdad". La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, "viene de la predicación,  y  la predicación, por la palabra  de  Cristo",  dice  san Pablo (Rm 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los Apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia.

Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo:  incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas.  

Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

En efecto, Jesucristo dice:  "Si me amáis...". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección.

       Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente.

Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los Apóstoles:  "Si me amáis guardaréis mis mandamientos".

Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. "No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro:  el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la ley sin que todo suceda" (Mt 5, 17-18).

 Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo:  "Amar (a Dios) con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios" (Mc 12, 33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el "yugo" de la ley, que así se convierte en una "carga ligera" (Mt 11, 30).

Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe:  Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-12).

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro.

Hace 27 años, en este lugar, Juan Pablo II dijo:  "Polonia se ha convertido en nuestros tiempos en tierra de testimonio especialmente responsable" (Varsovia, 2 de junio de 1979). Conservad este rico patrimonio de fe que os han transmitido las generaciones precedentes, el patrimonio del pensamiento y del servicio de ese gran polaco que fue el Papa Juan Pablo II.

 Permaneced fuertes en la fe, transmitidla a vuestros hijos, dad testimonio de la gracia que habéis experimentado de un modo tan abundante a través del Espíritu Santo en vuestra historia.

Que María, Reina de Polonia, os muestre el camino hacia su Hijo y os acompañe en el camino hacia un futuro feliz y lleno de paz.
Que no falte nunca en vuestro corazón el amor a Cristo y a su Iglesia. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Cracovia-Błonia, domingo 28 de mayo de 2006

"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" (Hch 1, 11).

Hermanos y hermanas: 

Hoy, en la explanada de Blonia, en Cracovia, resuena nuevamente esta pregunta recogida en los Hechos de los Apóstoles. Esta vez se dirige a todos nosotros:  "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?". La respuesta a esta pregunta encierra la verdad fundamental sobre la vida y el destino del hombre.
 
Esta pregunta se refiere a dos actitudes relacionadas con las dos realidades en las que se inscribe la vida del hombre:  la terrena y la celeste. Primero, la realidad terrena:  "¿Qué hacéis ahí?", ¿por qué estáis en la tierra? Respondemos:  Estamos en la tierra porque el Creador nos ha puesto aquí como coronamiento de la obra de la creación. Dios todopoderoso, de acuerdo con su inefable designio de amor, creó el cosmos, lo sacó de la nada. Y después de realizar esa obra, llamó a la existencia al hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27). Le concedió la dignidad de hijo de Dios y la inmortalidad.

Sin embargo, como sabemos, el hombre se extravió, abusó del don de la libertad y dijo "no" a Dios, condenándose de este modo a sí mismo a una existencia en la que entraron el mal, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero sabemos también que Dios mismo no se resignó a esa situación y entró directamente en la historia del hombre, que se convirtió en historia de la salvación. "Estamos en la tierra", estamos arraigados en ella, de ella crecemos. Aquí hacemos el bien en los extensos campos de la existencia diaria, en el ámbito de lo material y también en el de lo espiritual:  en las relaciones recíprocas, en la edificación de la comunidad humana y en la cultura. Aquí experimentamos el cansancio de los viandantes en camino hacia la meta por sendas escabrosas, en medio de vacilaciones, tensiones, incertidumbres, pero también con la profunda conciencia de que antes o después este camino llegará a su término. Y entonces surge la reflexión:  ¿Esto es todo? ¿La tierra en la que "nos encontramos" es nuestro destino definitivo?

En este contexto, conviene detenerse en la segunda parte de la pregunta recogida en la página de los Hechos:  "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?". Leemos que, cuando los Apóstoles intentaron atraer la atención del Resucitado sobre la cuestión de la reconstrucción del reino terreno de Israel, él "fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos". Y ellos "estaban mirando fijamente al cielo mientras se iba" (Hch 1, 9-10). Así pues, estaban mirando fijamente al cielo, dado que acompañaban con la mirada a Jesucristo, crucificado y resucitado, que era elevado. No sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente ante ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo.

Para nosotros, sin embargo, ese acontecimiento de hace dos mil años es fácil de entender. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, con profunda emoción celebro hoy la Eucaristía en la explanada de Blonia, en Cracovia, lugar en el que varias veces celebró el Santo Padre Juan Pablo II durante sus inolvidables viajes apostólicos a su país natal. Durante la liturgia se encontraba con el pueblo de Dios casi en todas las partes del mundo, pero no cabe duda de que cada vez que celebraba la santa misa en la explanada de Blonia, en Cracovia, era para él un acontecimiento excepcional. Aquí volvía con el pensamiento y el corazón a las raíces, a las fuentes de su fe y de su servicio a la Iglesia. Desde aquí veía Cracovia y toda Polonia.

Durante la primera peregrinación a Polonia, el 10 de junio de 1979, terminando su homilía en esta explanada, dijo con nostalgia:  "Permitidme que, antes de dejaros, dirija todavía una mirada sobre Cracovia, esta Cracovia de la cual cada una de las piedras y ladrillos me son queridos; y que mire también desde aquí a Polonia..." (n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10). Durante la última santa misa celebrada en este lugar el 18 de agosto de 2002, en la homilía dijo:  "Agradezco la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado" (n. 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 6).

Quiero recoger estas palabras, hacerlas mías y repetirlas hoy:  os agradezco de todo corazón "la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado". Cracovia, la ciudad de Karol Wojtyla y de Juan Pablo II, es también mi Cracovia. Es también una Cracovia amada por innumerables multitudes de cristianos en todo el mundo, que saben que Juan Pablo II llegó a la colina vaticana desde esta ciudad, desde la colina de Wawel, "desde un país lejano", el cual, gracias a este acontecimiento, se transformó en un país amado por todos.

Al inicio del segundo año de mi pontificado he venido a Polonia y a Cracovia por una necesidad del corazón, como peregrino tras las huellas de mi predecesor. Quería respirar el aire de su patria.
Quería mirar la tierra en la que nació y donde creció para asumir su incansable servicio a Cristo y a la Iglesia universal. Deseaba, ante todo, encontrarme con los hombres vivos, sus compatriotas, experimentar vuestra fe, de la que él sacó la savia vital, y asegurarme de que estéis firmes en ella.
Aquí quiero también pedir  a Dios que conserve en vosotros la herencia de la fe, de la esperanza y de  la  caridad  que  Juan Pablo II legó al  mundo  y  de modo particular a vosotros.

Saludo cordialmente a todas las personas reunidas en la explanada de Blonia, en Cracovia, hasta donde llega mi mirada y más allá. Quisiera estrechar la mano a cada uno, mirándolo a los ojos. Abrazo con el corazón a todos los que participan en nuestra Eucaristía a través de la radio y la televisión. Saludo a toda Polonia. Saludo a los niños y a los jóvenes, a las familias y a las personas solas, a los enfermos y a los que sufren en el espíritu y en el cuerpo, que carecen de la alegría de vivir. Saludo a todos los que, con su trabajo de cada día, multiplican el bien de este país. Saludo a los polacos que viven fuera de los confines de la patria, en todo el mundo.

Agradezco al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia, las cordiales palabras de bienvenida. Saludo al señor cardenal Franciszek Macharski y a todos los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a nuestros huéspedes comunes que han venido de numerosos países, especialmente de los limítrofes. Saludo al señor presidente de la República, al señor primer ministro, a los representantes de las autoridades estatales, territoriales y locales.

Queridos hermanos y hermanas, el lema de mi peregrinación en tierra polaca, tras las huellas de Juan Pablo II, es:  "¡Permaneced firmes en la fe!". La exhortación que encierran estas palabras se dirige a todos los que formamos la comunidad de los discípulos de Cristo, se dirige a cada uno de nosotros. La fe es un acto humano muy personal, que se realiza en dos dimensiones. Creer quiere decir, ante todo, aceptar como verdad lo que nuestra mente no comprende del todo. Es necesario aceptar lo que Dios nos revela sobre sí mismo, sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos rodea, incluida la invisible, inefable, inimaginable.

Este acto de aceptación de la verdad revelada ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al misterio en el que está inmersa nuestra existencia. A esta limitación de la razón no se concede fácilmente el consenso. Y precisamente aquí es donde la fe se manifiesta en su segunda dimensión:  la de fiarse de una persona, no de una persona cualquiera, sino de Cristo. Es importante aquello en lo que creemos, pero más importante aún es aquel en quien creemos.

San Pablo nos habla de esto en el pasaje de la carta a los Efesios, que se ha leído hoy. Dios nos ha dado un espíritu de sabiduría y "ha iluminado los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a que hemos sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos; y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo" (cf. Ef 1, 17-20). Creer quiere decir abandonarse a Dios, poner en sus manos nuestro destino. Creer quiere decir entablar una relación muy personal con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo, y hacer que esta relación sea el fundamento de toda la vida.

Hoy hemos oído las palabras de Jesús:  "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Hace siglos estas palabras llegaron también a tierra polaca. Han constituido y siguen constituyendo constantemente un desafío para todos los que admiten pertenecer a Cristo, para los cuales su causa es la más importante. Debemos ser testigos de Jesús, que vive en la Iglesia y en el corazón de los hombres. Es él quien nos asigna una misión. El día de su ascensión al cielo, dijo a los Apóstoles:  "Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación. (...) Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16, 15).

Queridos hermanos y hermanas, con la elección de Karol Wojtyla a la Sede de Pedro, al servicio de toda la Iglesia, vuestra tierra se convirtió en lugar de un particular testimonio de fe en Jesucristo. Vosotros mismos habéis sido llamados a dar este testimonio ante el mundo entero. Esta vocación es siempre actual, y quizá más actual aún desde el momento de la santa muerte del siervo de Dios. Dad siempre al mundo vuestro testimonio.

Antes de volver a Roma para continuar mi ministerio, os exhorto a todos, citando las palabras que Juan Pablo II pronunció aquí en el año 1979:  "Debéis ser fuertes, queridísimos hermanos y hermanas. Debéis ser fuertes con la fuerza que brota de la fe. Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe. Debéis ser fieles. Hoy más que en cualquier otra época tenéis necesidad de esta fuerza. Debéis ser fuertes con la fuerza de la esperanza, que lleva consigo la perfecta alegría de vivir y no permite entristecer al Espíritu Santo.

Debéis ser fuertes con la fuerza del amor, que es más fuerte que la muerte. (...) Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia:  diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo con Dios mismo —con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo—, diálogo de la salvación" (Homilía, 10 de junio de 1979, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10).

También yo, Benedicto XVI, sucesor del Papa Juan Pablo II, os ruego que miréis desde la tierra al cielo, que fijéis vuestra mirada en Aquel a quien desde hace dos mil años siguen las generaciones que viven y se suceden en nuestra tierra, encontrando en él el sentido definitivo de la existencia. Fortalecidos por la fe en Dios, esforzaos con empeño por consolidar su reino en la tierra:  el reino del bien, de la justicia, de la solidaridad y de la misericordia. Os ruego que testimoniéis con valentía el Evangelio ante el mundo de hoy, llevando la esperanza a los pobres, a los que sufren, a los abandonados, a los desesperados, a quienes tienen sed de libertad, de verdad y de paz. Haciendo el bien al prójimo y promoviendo el bien común, testimoniad que Dios es amor.

Por último, os ruego que compartáis con los demás pueblos de Europa y del mundo el tesoro de la fe, también en consideración del recuerdo de vuestro compatriota que, como Sucesor de san Pedro, hizo esto con extraordinaria fuerza y eficacia. Y también acordaos de mí en vuestras oraciones y en vuestros sacrificios, como os acordabais de mi gran predecesor, para que yo pueda cumplir la misión que Cristo me ha confiado. Os ruego:  permaneced firmes en la fe. Permaneced firmes en la esperanza. Permaneced firmes en la caridad. Amén.

CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS EN LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS

ENCUENTRO CON LOS MOVIMIENTOS Y NUEVAS COMUNIDADES ECLESIALES

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Sábado 3 de junio de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

Habéis venido realmente en gran número esta tarde a la plaza de San Pedro para participar en la Vigilia de Pentecostés. Os doy las gracias de corazón. Al pertenecer a pueblos y culturas diversos, representáis aquí a todos los miembros de los Movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, reunidos espiritualmente en torno al Sucesor de Pedro, para proclamar la alegría de creer en Jesucristo y renovar el compromiso de ser sus discípulos fieles en este tiempo.

Os agradezco vuestra participación y saludo cordialmente a cada uno. Saludo con afecto, ante todo, a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los religiosos y a las religiosas. Saludo a los responsables de vuestras numerosas realidades eclesiales, que muestran cuán viva es la acción del Espíritu Santo en el pueblo de Dios. Saludo a los que han preparado este acontecimiento extraordinario y, en particular, a los que trabajan en el Consejo pontificio para los laicos, con el secretario, mons. Josef Clemens, y el presidente, mons. Stanislaw Rylko, al que agradezco también las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de la liturgia de las Vísperas.

Viene a nuestra memoria con emoción el encuentro análogo que tuvo lugar en esta misma plaza, el 30 de mayo de 1998, con el amado Papa Juan Pablo II. Gran evangelizador de nuestro tiempo, os acompañó y guió durante todo su pontificado; en muchas ocasiones definió "providenciales" vuestras asociaciones y comunidades, sobre todo porque el Espíritu santificador se sirve de ellas para despertar la fe en el corazón de tantos cristianos y para hacer que descubran la vocación que han recibido con el bautismo, ayudándoles a ser testigos de esperanza, llenos del fuego de amor que es precisamente don del Espíritu Santo.

Ahora, en esta Vigilia de Pentecostés, nos preguntamos:  ¿Quién o qué es el Espíritu Santo?¿Cómo podemos reconocerlo? ¿Cómo vamos nosotros a él y él viene a nosotros? ¿Qué es lo que hace? Una primera respuesta nos la da el gran himno pentecostal de la Iglesia, con el que hemos iniciado las Vísperas:  "Veni, Creator Spiritus...", "Ven, Espíritu Creador...". Este himno alude aquí a los primeros versículos de la Biblia, que presentan, mediante imágenes, la creación del universo. Allí se dice, ante todo, que por encima del caos, por encima de las aguas del abismo, aleteaba el Espíritu de Dios. El mundo en que vivimos es obra del Espíritu Creador. Pentecostés no es sólo el origen de la Iglesia y, por eso, de modo especial, su fiesta; Pentecostés es también una fiesta de la creación. El mundo no existe por sí mismo; proviene del Espíritu Creador de Dios, de la Palabra Creadora de Dios.

Por eso refleja también la sabiduría de Dios. La creación, en su amplitud y en la lógica omnicomprensiva de sus leyes, permite vislumbrar algo del Espíritu Creador de Dios. Nos invita al temor reverencial. Precisamente quien, como cristiano, cree en el Espíritu Creador es consciente de que no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer; es consciente de que debemos considerar la creación como un don que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre.

Frente a las múltiples formas de abuso de la tierra que constatamos hoy, escuchamos casi el gemido de la creación, del que habla san Pablo (cf. Rm 8, 22); comenzamos a comprender las palabras del Apóstol, es decir, que la creación espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, para ser libre y alcanzar su esplendor.

Queridos amigos, nosotros queremos ser esos hijos de Dios que la creación espera, y podemos serlo, porque en el bautismo el Señor nos ha hecho tales. Sí, la creación y la historia nos esperan; esperan hombres y mujeres que sean de verdad hijos de Dios y actúen en consecuencia. Si repasamos la historia, vemos que la creación pudo prosperar en torno a los monasterios, del mismo modo que con el despertar del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres ha vuelto el fulgor del Espíritu Creador también a la tierra, un esplendor que había quedado oscurecido y a veces casi apagado por la barbarie del afán humano de poder. Y de nuevo sucede lo mismo en torno a Francisco de Asís. Y acontece en cualquier lugar donde llega a las almas el Espíritu de Dios, el Espíritu que nuestro himno define como luz, amor y vigor.

Así hemos encontrado una primera respuesta a la pregunta de qué es el Espíritu Santo, qué hace y cómo podemos reconocerlo. Sale a nuestro encuentro a través de la creación y su belleza. Sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, la creación buena de Dios ha quedado cubierta con una gruesa capa de suciedad, que hace difícil, por no decir imposible, reconocer en ella el reflejo del Creador, aunque ante un ocaso en el mar, durante una excursión a la montaña o ante una flor abierta, se despierta en nosotros siempre de nuevo, casi espontáneamente, la conciencia de la existencia del Creador.

Pero el Espíritu Creador viene en nuestra ayuda. Ha entrado en la historia y así nos habla de un modo nuevo. En Jesucristo Dios mismo se hizo hombre y nos concedió, por decirlo así, contemplar en cierto modo la intimidad de Dios mismo. Y allí vemos algo totalmente inesperado:  en Dios existe un "Yo" y un "Tú". El Dios misterioso no es una soledad infinita; es un acontecimiento de amor.

Si al contemplar la creación pensamos que podemos vislumbrar al Espíritu Creador, a Dios mismo, casi como matemática creadora, como poder que forja las leyes del mundo y su orden, pero luego también como belleza, ahora llegamos a saber que el Espíritu Creador tiene un corazón. Es Amor.
Existe el Hijo que habla con el Padre. Y ambos son uno en el Espíritu, que es, por decirlo así, la atmósfera del dar y del amar que hace de ellos un único Dios. Esta unidad de amor, que es Dios, es una unidad mucho más sublime de lo que podría ser la unidad de una última partícula indivisible. Precisamente el Dios trino es el único Dios.

A través de Jesús, por decirlo así, penetra nuestra  mirada  en la intimidad de Dios. San Juan, en su evangelio, lo expresó de este modo:  "A Dios nadie lo ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado" (Jn 1, 18). Pero Jesús no sólo nos ha permitido penetrar con nuestra mirada en la intimidad de Dios; con él Dios, de alguna manera, salió también de su intimidad y vino a nuestro encuentro. Esto se realiza ante todo en su vida, pasión, muerte y resurrección; en su palabra.

Pero Jesús no se contenta con salir a nuestro encuentro. Quiere más. Quiere unificación. Y este es el significado de las imágenes del banquete y de las bodas. Nosotros no sólo debemos saber algo de él; además, mediante él mismo, debemos ser atraídos hacia Dios. Por eso él debe morir y resucitar, porque ahora ya no se encuentra en un lugar determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, ya emana de él y entra en nuestro corazón, uniéndonos así con Jesús mismo y con el Padre, con el Dios uno y trino.

Pentecostés es esto:  Jesús, y mediante él Dios mismo, viene a nosotros y nos atrae dentro de sí. "Él manda el Espíritu Santo", dice la Escritura. ¿Cuál es su efecto? Ante todo, quisiera poner de relieve dos aspectos:  el Espíritu Santo, a través del cual Dios viene a nosotros, nos trae vida y libertad. Miremos ambas cosas un poco más de cerca. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia", dice Jesús en el evangelio de san Juan (Jn 10, 10). Todos anhelamos vida y libertad. Pero ¿qué es esto?, ¿dónde y cómo encontramos la "vida"?

Yo creo que, espontáneamente, la inmensa mayoría de los hombres tiene el mismo concepto de vida que el hijo pródigo del evangelio. Había logrado que le entregaran su parte de la herencia y ahora se sentía libre; quería por fin vivir ya sin el peso de los deberes de casa; quería sólo vivir, recibir de la vida todo lo que puede ofrecer; gozar totalmente de la vida; vivir, sólo vivir; beber de la abundancia de la vida, sin renunciar a nada de lo bueno que pueda ofrecer. Al final acabó cuidando cerdos, envidiando incluso a esos animales. ¡Qué vacía y vana había resultado su vida! Y también había resultado vana su libertad.

¿Acaso no sucede lo mismo también hoy? Cuando sólo se quiere ser dueño de la vida, esta se hace cada vez más vacía, más pobre; fácilmente se acaba por buscar la evasión en la droga, en el gran engaño. Y surge la duda de si de verdad vivir es, en definitiva, un bien. No. De este modo no encontramos la vida.

Las palabras de Jesús sobre la vida en abundancia se encuentran en el discurso del buen pastor. Esas palabras se sitúan en un doble contexto. Sobre el pastor, Jesús nos dice que da su vida. "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (cf. Jn 10, 18). Sólo se encuentra la vida dándola; no se la encuentra tratando de apoderarse de ella. Esto es lo que debemos aprender de Cristo; y esto es lo que nos enseña el Espíritu Santo, que es puro don, que es el donarse de Dios. Cuanto más da uno su vida por los demás, por el bien mismo, tanto más abundantemente fluye el río de la vida.

En segundo lugar, el Señor nos dice que la vida se tiene estando con el Pastor, que conoce el pastizal, los lugares donde manan las fuentes de la vida. Encontramos la vida en la comunión con Aquel que es la vida en persona; en la comunión con el Dios vivo, una comunión en la que nos introduce el Espíritu Santo, al que el himno de las Vísperas llama "fons vivus", fuente viva. El pastizal, donde manan las fuentes de la vida, es la palabra de Dios como la encontramos en la Escritura, en la fe de la Iglesia. El pastizal es Dios mismo a quien, en la comunión de la fe, aprendemos a conocer mediante la fuerza del Espíritu Santo.

Queridos amigos, los Movimientos han nacido precisamente de la sed de la vida verdadera, son Movimientos por la vida en todos sus aspectos. Donde ya no fluye la verdadera fuente de la vida, donde sólo se apoderan de la vida en vez de darla, allí está en peligro incluso la vida de los demás; allí están dispuestos a eliminar la vida inerme del que aún no ha nacido, porque parece que les quita espacio a su propia vida. Si queremos proteger la vida, entonces debemos sobre todo volver a encontrar la fuente de la vida; entonces la vida misma debe volver a brotar con toda su belleza y sublimidad; entonces debemos dejarnos vivificar por el Espíritu Santo, la fuente creadora de la vida.

Al tema de la libertad ya aludimos hace poco. En la partida del hijo pródigo se unen precisamente los temas de la vida y de la libertad. Quiere la vida y por eso quiere ser totalmente libre. Ser libre significa, según esta concepción, poder hacer todo lo que se quiera, no tener que aceptar ningún criterio fuera y por encima de mí mismo, seguir únicamente mi deseo y mi voluntad. Quien vive así, pronto se enfrentará con los otros que quieren vivir de la misma manera. La consecuencia necesaria de esta concepción egoísta de la libertad es la violencia, la destrucción mutua de la libertad y de la vida.

La sagrada Escritura, por el contrario, une el concepto de libertad con el de filiación. Dice san Pablo:  "No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:  ¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15).

¿Qué significa esto? San Pablo presupone el sistema social del mundo antiguo, en el que existían los esclavos, los cuales no tenían nada y por eso no podían intervenir para hacer que las cosas funcionaran como debían. En contraposición estaban los hijos, los cuales eran también los herederos y, por eso, se preocupaban de la conservación y de la buena administración de sus propiedades o de la conservación del Estado. Dado que eran libres, tenían también una responsabilidad.

Prescindiendo del contexto sociológico de aquel tiempo, vale siempre el principio:  libertad y responsabilidad van juntas. La verdadera libertad se demuestra en la responsabilidad, en un modo de actuar que asume la corresponsabilidad con respecto al mundo, con respecto a sí mismos y con respecto a los demás.

Es libre el hijo, al que pertenece la cosa y que por eso no permite que sea destruida. Ahora bien, todas las responsabilidades mundanas, de las que hemos hablado, son responsabilidades parciales, pues afectan sólo a un ámbito determinado, a un Estado determinado, etc.

En cambio, el Espíritu Santo nos hace hijos e hijas de Dios. Nos compromete en la misma responsabilidad de Dios con respecto a su mundo, a la humanidad entera. Nos enseña a mirar al mundo, a los demás y a nosotros mismos con los ojos de Dios.

Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Esta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos.

Los Movimientos eclesiales quieren y deben ser escuelas de libertad, de esta libertad verdadera. Allí queremos aprender esta verdadera libertad, no la de los esclavos, que busca quedarse con una parte del pastel de todos, aunque luego el otro no tenga. Nosotros deseamos la libertad verdadera y grande, la de los herederos, la libertad de los hijos de Dios. En este mundo, tan lleno de libertades ficticias que destruyen el ambiente y al hombre, con la fuerza del Espíritu Santo queremos aprender juntos la libertad verdadera; construir escuelas de libertad; demostrar a los demás, con la vida, que somos libres y que es muy hermoso ser realmente libres con la verdadera libertad de los hijos de Dios.

El Espíritu Santo, al dar vida y libertad, da también unidad. Son tres dones inseparables entre sí. Ya he hablado demasiado tiempo; pero permitidme decir aún unas palabras sobre la unidad. Para comprenderla puede ser útil una frase que, en un primer momento, parece más bien alejarnos de ella. A Nicodemo que, buscando la verdad, va de noche con sus preguntas, Jesús le dice:  "El Espíritu sopla donde quiere" (Jn 3, 8). Pero la voluntad del Espíritu no es arbitraria. Es la voluntad de la verdad y del bien. Por eso no sopla por cualquier parte, girando una vez por acá y otra vez por allá; su soplo no nos dispersa, sino que nos reúne, porque la verdad une y el amor une.

El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu que une al Padre y al Hijo en el Amor que en el único Dios da y acoge. Él nos une de tal manera, que san Pablo pudo decir en cierta ocasión:  "Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). El Espíritu Santo, con su soplo, nos impulsa hacia Cristo. El Espíritu Santo actúa corporalmente, no sólo obra subjetivamente, "espiritualmente". A los discípulos que lo consideraban sólo un "espíritu", Cristo resucitado les dijo:  "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu —un fantasma— no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24, 39). Esto vale para Cristo resucitado en cualquier época de la historia.

Cristo resucitado no es un fantasma; no es sólo un espíritu, no es sólo un pensamiento, no es sólo una idea. Sigue siendo el Encarnado. Resucitó el que asumió nuestra carne, y sigue siempre edificando su Cuerpo, haciendo de nosotros su Cuerpo. El Espíritu sopla donde quiere, y su voluntad es la unidad hecha cuerpo, la unidad que encuentra el mundo y lo transforma.

En la carta a los Efesios, san Pablo nos dice que este Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, tiene junturas (cf. Ef 4, 16) y también las nombra:  son los apóstoles, los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros (cf. Ef 4, 12). El Espíritu es multiforme en sus dones, como lo vemos aquí.

Si repasamos la historia, si contemplamos esta asamblea reunida en la plaza de San Pedro, nos damos cuenta de que él suscita siempre nuevos dones. Vemos cuán diversos son los órganos que crea y cómo él actúa corporalmente siempre de nuevo. Pero en él la multiplicidad y la unidad van juntas. Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas. Y ¡con cuánta multiformidad y corporeidad lo hace!

Y también es precisamente aquí donde la multiformidad y la unidad son inseparables entre sí. Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único cuerpo, en la unión con los órdenes duraderos —las junturas— de la Iglesia, con los sucesores de los Apóstoles y con el Sucesor de san Pedro. No nos evita el esfuerzo de aprender el modo de relacionarnos mutuamente; pero nos demuestra también que él actúa con miras al único cuerpo y a la unidad del único cuerpo. Sólo así precisamente la unidad logra su fuerza y su belleza.

Participad en la edificación del único cuerpo. Los pastores estarán atentos a no apagar el Espíritu (cf. 1 Ts 5, 19) y vosotros aportaréis vuestros dones a la comunidad entera. Una vez más:  el Espíritu Santo sopla donde quiere, pero su voluntad es la unidad. Él nos conduce a Cristo, a su Cuerpo. "De Cristo —nos dice san Pablo— todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 16). 

El Espíritu Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra finalmente también en el impulso misionero. Quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno en su vida —el único auténtico tesoro, la perla preciosa— corre a compartirlo por doquier, en la familia y en el trabajo, en todos los ámbitos de su existencia. Lo hace sin temor alguno, porque sabe que ha recibido la filiación adoptiva; sin ninguna presunción, porque todo es don; sin desalentarse, porque el Espíritu de Dios precede a su acción en el "corazón" de los hombres y como semilla en las culturas y religiones más diversas. Lo hace sin confines, porque es portador de una buena nueva destinada a todos los hombres, a todos los pueblos.

Queridos amigos, os pido que seáis, aún más, mucho más, colaboradores en el ministerio apostólico universal del Papa, abriendo las puertas a Cristo. Este es el mejor servicio de la Iglesia a los hombres y de modo muy especial a los pobres, para que la vida de la persona, un orden más justo en la sociedad y la convivencia pacífica entre las naciones, encuentren en Cristo la "piedra angular" sobre la cual construir la auténtica civilización, la civilización del amor. El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la vida, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda.

Así pues, oremos a Dios Padre, por nuestro Señor Jesucristo, en la gracia del Espíritu Santo, para que la celebración de la solemnidad de Pentecostés sea como fuego ardiente y viento impetuoso para la vida cristiana y para la misión de toda la Iglesia.

Pongo las intenciones de vuestros Movimientos y comunidades en el corazón de la santísima Virgen María, presente en el Cenáculo juntamente con los Apóstoles; que ella interceda para que se hagan realidad. Sobre todos vosotros invoco la efusión de los dones del Espíritu, a fin de que también en nuestro tiempo se realice la experiencia de un nuevo Pentecostés. Amén.

 HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICAEN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 15 de junio de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

          En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos —como acabamos de escuchar en el Evangelio— y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:  "Tomad, este es mi cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo:  "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14, 22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que también anticipan el futuro, la venida del reino de Dios al mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal.

Estas palabras son inagotables. En este momento quisiera meditar con vosotros sólo en un aspecto. Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí mismo. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca y se une a nosotros.

Ahora bien, cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, contemplamos la Hostia consagrada, la forma más simple de pan y de alimento, hecho sólo con un poco de harina y agua.  Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía.

La oración con la que la Iglesia, durante la liturgia de la misa, entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo producto nuestro, algo hecho por nosotros; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad.

Ahora podemos también ampliar un poco más esta oración de la Iglesia, diciendo:  el pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos.

Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo.

Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo del pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con él. En su respuesta a esa pregunta, se encuentra la frase:  "En verdad, en verdad os digo:  si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). El pan, hecho de granos  molidos,  encierra el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, implica que el grano ha muerto y resucitado. Al ser molido y cocido manifiesta  una  vez más el misterio mismo de  la Pasión. Sólo a través de la muerte llega la resurrección, el fruto y la nueva vida.

Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resucitar, concibieron mitos de divinidades que, muriendo y resucitando, daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto modo, se orientaba hacia el Dios que se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y así abrió para todos nosotros la puerta de la vida.

En el pan y en su devenir los hombres descubrieron una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que tendría que existir un Dios que muere y así nos lleva a la vida. Lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación, ha sucedido realmente en Cristo. A través de su sufrimiento y de su muerte voluntaria, se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble:  nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que recorre con nosotros, y a través de los cuales nos conduce a la vida, son caminos de esperanza.

Cuando, en adoración, contemplamos la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia.

La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La "Doctrina de los Doce Apóstoles", un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación:  "Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (IX, 4:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 86). El pan, hecho de muchos granos de trigo,  encierra también un acontecimiento de unión:  el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea.

De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación:  la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión:  la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada:  sólo a través de esta  pasión  se  produce  un vino de calidad.

En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; con él el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a él mismo. Y le pedimos:  Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz.

Dales a ti mismo. Purifícanos y santifícanos a todos. Haznos comprender que nuestra vida sólo puede madurar y alcanzar su auténtica realización mediante la participación en tu pasión, mediante el "sí" a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. Une a tu Iglesia; une a la humanidad herida. Danos tu salvación. Amén.

MISA CONCELEBRADA CON LOS OBISPOS DE SUIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Capilla "Redemptoris Mater"
Martes 7 de noviembre de 2006

Queridos hermanos en el episcopado:

Los textos que acabamos de escuchar ―la lectura, el salmo responsorial y el evangelio― tienen un tema común, que se podría resumir en la frase: Dios no fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fracasa siempre, deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente "no". Pero la creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el "no" humano. A cada "no" humano se abre una nueva dimensión de su amor, y él encuentra un camino nuevo, mayor, para realizar su "sí" al hombre, a su historia y a la creación.

En el gran himno a Cristo de la carta a los Filipenses, que hemos proclamado al inicio, escuchamos ante todo una alusión a la historia de Adán, al cual no satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues quería ser él mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y se consideró un dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta razón dijo "no" para llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese modo se arrojó él mismo desde su altura. Dios "fracasa" en Adán, como fracasa aparentemente a lo largo de toda la historia. Pero Dios no fracasa, puesto que él mismo se hace hombre y así da origen a una nueva humanidad; de esta forma enraiza el ser Dios en el ser hombre de modo irrevocable y desciende hasta los abismos más profundos del ser humano; se abaja hasta la cruz. Ha vencido la soberbia con la humildad y con la obediencia de la cruz.

Así, ahora acontece lo que había profetizado Isaías, en el capítulo 45. En la época en que Israel se hallaba desterrado y había desaparecido del mapa, el profeta había predicho que "toda rodilla" (v. 23), el mundo entero, se doblaría ante este Dios impotente. Y la carta a los Filipenses lo confirma: ahora eso se ha hecho realidad. A través de la cruz de Cristo Dios se ha acercado a todas las gentes; ha salido de Israel y se ha convertido en el Dios del mundo. Y ahora el cosmos dobla sus rodillas ante Jesucristo, cosa que también nosotros hoy podemos constatar de modo sorprendente: el crucifijo está presente en todos los continentes, hasta en las más humildes chabolas. El Dios que había "fracasado", ahora con su amor hace que el hombre doble sus rodillas; así vence al mundo con su amor.

Como salmo responsorial hemos cantado la segunda parte del salmo de la pasión (Sal 22). Es el salmo del justo que sufre; ante todo de Israel que sufre, el cual, ante el Dios mudo que lo ha abandonado, grita: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo has podido olvidarte de mí? Ahora ya casi no existo. Tú ya no actúas, ya no hablas... ¿Por qué me has abandonado?". Jesús se identifica con el Israel sufriente, con los justos de todos los tiempos que sufren, abandonados por Dios, y lleva ese grito de abandono de Dios, el sufrimiento de la persona olvidada, hasta el corazón de Dios mismo; así transforma el mundo.

La segunda parte de este salmo, la que hemos recitado, nos dice qué deriva de ello: los pobres comerán hasta saciarse. Es la Eucaristía universal que procede de la cruz. Ahora Dios sacia a los hombres en todo el mundo, a los pobres que tienen necesidad de él. Él los sacia con el alimento que necesitan: les da a Dios, se da a sí mismo. Y luego el salmo dice: "Volverán al Señor hasta de los confines del orbe". De la cruz nace la Iglesia universal. Dios va más allá del judaísmo y abraza al mundo entero para unirlo en el banquete de los pobres.

Luego, está el mensaje del evangelio. De nuevo el fracaso de Dios. Los primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autorizados, dicen "no" a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su mensaje, su llamada, acaba en el "no" de los hombres.

Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que escuchamos en el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de un pequeño simposio en el marco de una cena en casa de un fariseo. Encontramos cuatro textos: primero, la curación del hidrópico; luego, las palabras sobre los últimos puestos; después, la enseñanza de no invitar a los amigos, que se lo pagarán invitándolo a su vez, sino a los que realmente tienen hambre, los cuales no podrán pagárselo con una invitación; por último viene precisamente nuestro relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente tienen hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. Entonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a los vagabundos.

Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a entender que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego, dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invitación se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.

Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evangelio, ha visto en ello la representación anticipada ―mediante una imagen― de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en primer lugar, y sólo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paganos.

Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión, se hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En Roma san Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de Jesucristo, el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas rechazan la invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: "Bien, dado que no escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo escucharán".

Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: "ellos lo escucharán". Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formándose. Durante las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas graves y duras, pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen también que los hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje llega por los caminos hasta los confines de la tierra, y los hombres acuden a la sala de Dios, a su banquete.

Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. "Fracasa" continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan "no", podemos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa.
También hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores.

Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invitados dicen "no". En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos "primeros invitados" en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías. Vemos las diversas formas como se presenta este "no, tengo cosas más importantes que hacer". Y nos asusta y nos entristece constatar cómo se excusan y no acuden los primeros invitados, que en realidad deberían conocer la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados a aceptarla. ¿Qué debemos hacer?

Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisamente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su existencia interior.

San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a fondo y se preguntó: "¿Cómo es posible que un hombre diga "no" a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su existencia?". Y responde: en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a "gustar" a Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser "tocados" por Dios. Les falta este "contacto" y, por tanto, el "gusto de Dios". Y nosotros sólo vamos al banquete si, por decirlo así, lo gustamos. San Gregorio cita el salmo del que está tomada la antífona de comunión de la liturgia de hoy: "Gustad y ved"; gustad y entonces veréis y seréis iluminados. Nuestra tarea consiste en ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios.

En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma cuestión, y se preguntó: "¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan sólo "probar" el gusto de Dios?". Y responde: cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuando utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este órgano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el hecho de que su mirada se fije en mí.

Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que debemos hacer es lo que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: "Tened los mismos sentimientos de Jesucristo" (Touto phroneite en hymin ho kai en Christo Iesou).

Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él. Este pensar no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su amor en el fracaso.

Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, podemos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es entrar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios; que percibamos en nosotros mismos su "gusto exquisito".

Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.

Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Señor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, aprendiendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces también en medio de tantos "no" encontraremos de nuevo a los hombres que lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos ―como dice claramente la parábola―, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala.

Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de Jesucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros.

A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depende de esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como tal, o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En definitiva, ¿qué debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa votiva del Espíritu Santo, invocándolo: "Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium" (Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está torcido).

Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infunda la fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le suplicamos de todo corazón en este momento, en estos días.

Amén.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DEL ESPÍRITU SANTO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Estambul, viernes 1 de diciembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

Al concluir mi visita pastoral a Turquía, me alegra encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar con ella la Eucaristía para dar gracias al Señor por todos sus dones. Deseo saludar en primer lugar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerados hermanos, que han querido unirse a nosotros para esta celebración. Les expreso mi profunda gratitud por este gesto fraterno que honra a toda la comunidad católica.

Queridos hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y laicos, pertenecientes a las diferentes comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia, os saludo a todos con alegría, dirigiéndoos las palabras de san Pablo a los Gálatas:  "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ga 1, 3). Deseo agradecer a las autoridades civiles presentes su amable acogida y de modo especial a todos los que han hecho posible la realización de este viaje. Saludo, por último, a los representantes de las demás comunidades eclesiales y de otras religiones que han querido estar aquí presentes entre nosotros.

¿Cómo no pensar en los diversos acontecimientos que precisamente aquí forjaron nuestra historia común? Al mismo tiempo siento el deber de recordar de modo especial a los numerosos testigos del Evangelio de Cristo que nos impulsan a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en la verdad y en la caridad.

En esta catedral del Espíritu Santo, deseo dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en la historia de los hombres e invocar los dones del Espíritu de santidad sobre todos. Como nos acaba de recordar san Pablo, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y de nuestra unidad. Él suscita en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe para que reconozcamos al Señor. Después de su confesión de fe en Cesarea de Filipo, Jesús dijo a Pedro:  "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).

Sí, ciertamente somos bienaventurados cuando el Espíritu Santo nos dispone a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de los cristianos, su Iglesia, tan rica por su multiplicidad de dones, funciones y actividades, y al mismo tiempo una, pues "es el mismo Dios que obra en todos" (1 Co 12, 6). San Pablo añade que "a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7). Manifestar el Espíritu, vivir según el Espíritu, no significa vivir sólo para sí mismo, sino aprender a configurarse constantemente a sí mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como él, en servidor de sus hermanos.

He aquí una enseñanza muy concreta para cada uno de nosotros, obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos servidores como él; esto vale también para todos los ministros del Señor, así como para todos los fieles:  al recibir el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13) y la vida de Cristo se ha convertido en nuestra vida, para que vivamos como él, para que amemos a nuestros hermanos como él nos ha amado (cf. Jn 13, 34).

Hace veintisiete años, en esta misma catedral, mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II expresó su deseo de que el alba del nuevo milenio "se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad, para testimoniar mejor, en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo, el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la catedral del Espíritu Santo, en Estambul, 29 de noviembre de 1979, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 11).

Ese anhelo no se ha cumplido aún, pero sigue siendo el deseo del Papa, y nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino que lleva a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", situando la perspectiva ecuménica en el primer lugar de nuestras preocupaciones eclesiales. Así viviremos de verdad según el Espíritu del Señor, al servicio del bien de todos.

Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra hermosa imagen que usa san Pablo al hablar de la Iglesia:  la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar un único edificio, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la vida nueva que nos ha dado el Padre en el Espíritu Santo. El evangelio de san Juan lo acaba de proclamar:  "de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 38).

Esta agua que corre, esta agua viva que Jesús prometió a la samaritana, los profetas Zacarías y Ezequiel la vieron brotar del costado del templo para hacer fecundas las aguas del Mar Muerto:  una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios hizo siempre a su pueblo y que Jesús vino a cumplir.

En un mundo en el que los hombres son tan reacios a compartir entre sí los bienes de la tierra y en el que con razón comienza a preocupar la escasez de agua, un bien tan valioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún más grande. Como Cuerpo de Cristo, ha recibido la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28, 19), es decir, transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la buena nueva, que no sólo ilumina sino que también cambia su vida, hasta vencer incluso a la muerte.

Esta buena nueva no es sólo una palabra, sino una Persona; ¡es Cristo mismo, resucitado, vivo! Por la gracia de los sacramentos, el agua que brotó de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, en "ríos de agua viva", en un caudal que nadie puede detener y que da nueva vida. Los cristianos no pueden tener sólo para sí lo que han recibido. No pueden confiscar este tesoro y esconder esta fuente. La misión de la Iglesia no es defender poderes ni obtener riquezas; su misión es dar a Cristo, compartir la vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, que Dios mismo nos entrega en su Hijo.

Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la vida diaria en compañía de personas que no comparten nuestra fe, pero "que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso" (Lumen gentium16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que sólo pide poder vivir en libertad para revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la cruz y nos entregó su Espíritu, presencia viva de Dios entre nosotros y en lo más íntimo de nosotros mismos.

Estad siempre abiertos al Espíritu de Cristo y, por tanto, sed solícitos con los que tienen sed de justicia, de paz, de dignidad y de respeto por ellos mismos y por sus hermanos. Vivid entre vosotros de acuerdo con las palabras del Señor:  "En esto conocerán todos que sois discípulos míos:  si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).

Hermanos y hermanas, encomendemos ahora a la Virgen María, Madre de Dios y esclava del Señor, nuestro deseo de servir al Señor. Ella oró en el Cenáculo juntamente con la comunidad primitiva, a la espera de Pentecostés. Junto con ella, pidamos a Cristo nuestro Señor:  Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los transforme en mensajeros de tu Evangelio.

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves Santo 5 de abril de 2007

Queridos hermanos y hermanas: 

El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. "Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos". Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta:  "Esto es lo que hace Dios".

En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino:  "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio:  asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.

San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del vestido:  "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo:  nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. "Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí":  así describe san Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.

Cristo se ha puesto nuestros vestidos:  el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente:  "Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis" (Ef 4, 22-26).

Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un "intercambio de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el sacerdocio se da un intercambio:  en la administración de los sacramentos el sacerdote actúa y habla ya "in persona Christi".

En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro "Adsum" —"Presente"— durante la consagración sacerdotal:  estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí" (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega "por todos":  estando a su disposición podemos entregarnos de verdad "por todos".

In persona Christi:  en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva:  revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros.
Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.

El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.

En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos.

Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros:  eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él.

Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.

Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).

Cuando yo era niño me decía:  pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La respuesta es:  la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos  transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar:  él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.

Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.

En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta:  "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".

El Papa responde:  "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).

Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.

Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.

San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es:  "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).

A veces quisiéramos decir a Jesús:  "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.

Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.

SANTA MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES
CON OCASIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2007

Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos ordenandos;
queridos hermanos y hermanas: 

Este IV domingo de Pascua, denominado tradicionalmente domingo del "Buen Pastor", reviste un significado particular para nosotros, que estamos reunidos en esta basílica vaticana. Es un día absolutamente singular, sobre todo para vosotros, queridos diáconos, a quienes, como Obispo y Pastor de Roma, me alegra conferir la ordenación sacerdotal. Así, entraréis a formar parte de nuestro presbyterium. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y los sacerdotes de la diócesis, doy gracias al Señor por el don de vuestro sacerdocio, que enriquece nuestra comunidad con 22 nuevos pastores.

La densidad teológica del breve pasaje evangélico que acaba de proclamarse nos ayuda a percibir mejor el sentido y el valor de esta solemne celebración. Jesús habla de sí como del buen Pastor que da la vida eterna a sus ovejas (cf. Jn 10, 28). La imagen del pastor está muy arraigada en el Antiguo Testamento  y es muy utilizada en la tradición cristiana. Los profetas atribuyen el título de "pastor de Israel" al futuro descendiente de David; por tanto, posee una indudable importancia mesiánica (cf. Ez 34, 23). Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos para darles la vida nueva y conducirlos a la salvación. Al término "pastor" el evangelista añade significativamente el adjetivo kalós, hermoso, que utiliza únicamente con referencia a Jesús y a su misión. También en el relato de las bodas de Caná el adjetivo kalós se emplea dos veces aplicado al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de los tiempos mesiánicos (cf. Jn 2, 10).

"Yo les doy (a mis ovejas) la vida eterna y no perecerán jamás" (Jn 10, 28). Así afirma Jesús, que poco antes había dicho:  "El buen pastor da su vida por las ovejas" (cf. Jn 10, 11). San Juan utiliza el verbo tithénai, ofrecer, que repite en los versículos siguientes (15, 17 y 18); encontramos este mismo verbo en el relato de la última Cena, cuando Jesús "se quitó" sus vestidos y después los "volvió a tomar" (cf. Jn 13, 4. 12). Está claro que de este modo se quiere afirmar que el Redentor dispone con absoluta libertad de su vida, de manera que puede darla y luego recobrarla libremente.

Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las ovejas —por nosotros—, inmolándose en la cruz. Conoce a sus ovejas y sus ovejas lo conocen a él, como el Padre lo conoce y él conoce al Padre (cf. Jn 10, 14-15). No se trata de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna (cf. Jn 10, 27-28).

Queridos ordenandos, que la certeza de que Cristo no nos abandona y de que ningún obstáculo podrá impedir la realización de su designio universal de salvación sea para vosotros motivo de constante consuelo —incluso en las dificultades— y de inquebrantable esperanza. La bondad del Señor está siempre con vosotros, y es fuerte. El sacramento del Orden, que estáis a punto de recibir, os hará partícipes de la misma misión de Cristo; estaréis llamados a sembrar la semilla de su Palabra —la semilla que lleva en sí el reino de Dios—, a distribuir la misericordia divina y a alimentar a los fieles en la mesa de su Cuerpo y de su Sangre.

Para ser dignos ministros suyos debéis alimentaros incesantemente de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana.

Al acercaros al altar, vuestra escuela diaria de santidad, de comunión con Jesús, del modo de compartir sus sentimientos, para renovar el sacrificio de la cruz, descubriréis cada vez más la riqueza y la ternura del amor del divino Maestro, que hoy os llama a una amistad más íntima con él. Si lo escucháis dócilmente, si lo seguís fielmente, aprenderéis a traducir a la vida y al ministerio pastoral su amor y su pasión por la salvación de las almas. Cada uno de vosotros, queridos ordenandos, llegará a ser con la ayuda de Jesús un buen pastor, dispuesto a dar también la vida por él, si fuera necesario.

Así sucedió al inicio del cristianismo con los primeros discípulos, mientras, como hemos escuchado en la primera lectura, el Evangelio iba difundiéndose entre consuelos y dificultades. Vale la pena subrayar las últimas palabras del pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado:  "Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo" (Hch 13, 52). A pesar de las incomprensiones y los contrastes, de los que se nos ha hablado, el apóstol de Cristo no pierde la alegría, más aún, es testigo de la alegría que brota de estar con el Señor, del amor a él y a los hermanos.

En esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, que este año tiene como tema:  "La vocación al servicio de la Iglesia comunión", pidamos que a cuantos son elegidos para una misión tan alta los acompañe la comunión orante de todos los fieles.

Pidamos que en todas las parroquias y comunidades cristianas aumente la solicitud por las vocaciones y por la formación de los sacerdotes:  comienza en la familia, prosigue en el seminario e implica a todos los que se interesan por la salvación de las almas.

Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta sugestiva celebración, y en primer lugar vosotros, parientes, familiares y amigos de estos 22 diáconos que dentro de poco serán ordenados presbíteros, apoyemos a estos hermanos nuestros en el Señor con nuestra solidaridad espiritual. Oremos para que sean fieles a la misión a la que el Señor los llama hoy, y para que estén dispuestos a renovar cada día a Dios su "sí", su "heme aquí", sin reservas. Y en esta Jornada de oración por las vocaciones roguemos al Dueño de la mies que siga suscitando numerosos y santos presbíteros, totalmente consagrados al servicio del pueblo cristiano.

En este momento tan solemne e importante de vuestra vida me dirijo con afecto, una vez más, a vosotros, queridos ordenandos. A vosotros Jesús os repite hoy:  "Ya no os llamo siervos, sino amigos". Aceptad y cultivad esta amistad divina con "amor eucarístico".

Que os acompañe María, Madre celestial de los sacerdotes. Ella, que al pie de la cruz se unió al sacrificio de su Hijo y, después de la resurrección, en el Cenáculo, recibió con los Apóstoles y con los demás discípulos el don del Espíritu, os ayude a vosotros y a cada uno de nosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, a dejarnos transformar interiormente por la gracia de Dios. Sólo así es posible ser imágenes fieles del buen Pastor; sólo así se puede cumplir con alegría la misión de conocer, guiar y amar la grey que Jesús se ganó al precio de su sangre. Amén.

MISA DE INAUGURACIÓN DE LA V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Explanada del Santuario de Aparecida
VI Domingo de Pascua, 13 de mayo de 2007

Venerables hermanos en el episcopado;
queridos sacerdotes y vosotros todos, hermanas y hermanos en el Señor: 
No hay palabras para expresar la alegría de encontrarme con vosotros para celebrar esta solemne eucaristía con ocasión de la apertura de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe. Saludo muy cordialmente a todos, en particular al arzobispo de Aparecida, monseñor Raymundo Damasceno Assis, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de toda la asamblea, y a los cardenales presidentes de esta Conferencia general.

Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia. Desde este santuario extiendo mi pensamiento, con mucho afecto y oración, a todos los que están unidos espiritualmente a nosotros en este día, de modo especial a las comunidades de vida consagrada, a los jóvenes comprometidos en movimientos y asociaciones, a las familias, así como a los enfermos y a los ancianos. A todos les quiero decir:  "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3).

Considero un don especial de la Providencia que esta santa misa se celebre en este tiempo y en este lugar. El tiempo es el litúrgico del sexto domingo de Pascua:  ya está cerca la fiesta de Pentecostés y la Iglesia es invitada a intensificar la invocación al Espíritu Santo. El lugar es el santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, corazón mariano de Brasil:  María nos acoge en este cenáculo y, como Madre y Maestra, nos ayuda a elevar a Dios una plegaria unánime y confiada.

Esta celebración litúrgica constituye el fundamento más sólido de la V Conferencia, porque pone en su base la oración y la Eucaristía, Sacramentum caritatis. En efecto, sólo la caridad de Cristo, derramada por el Espíritu Santo, puede hacer de esta reunión un auténtico acontecimiento eclesial, un momento de gracia para este continente y para el mundo entero.

Esta tarde tendré la posibilidad de tratar sobre los contenidos sugeridos por el tema de vuestra Conferencia. Ahora demos espacio a la palabra de Dios, que con alegría acogemos, con el corazón abierto y dócil, a ejemplo de María, Nuestra Señora de la Concepción, a fin de que, por la fuerza del Espíritu Santo, Cristo pueda "hacerse carne" nuevamente en el hoy de nuestra historia.
La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así llamado "Concilio de Jerusalén", que afrontó la cuestión de si a los paganos convertidos al cristianismo se les debería imponer la observancia de la ley mosaica. El texto, dejando de lado la discusión entre "los Apóstoles y los ancianos" (Hch 15, 4-21), refiere la decisión final, que se pone por escrito en una carta y se encomienda a dos delegados, a fin de que la entreguen a la comunidad de Antioquía (cf. Hch 15, 22-29).

Esta página de los Hechos de los Apóstoles es muy apropiada para nosotros, que hemos venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia encuentra a lo largo de su camino y que son aclarados por los "Apóstoles" y por los "ancianos" con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el evangelio de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14, 26) y así ayuda a la comunidad cristiana a caminar en la caridad hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Los jefes de la Iglesia discuten y se confrontan, pero siempre con una actitud de religiosa escucha de la palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden afirmar:  "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28).

Este es el "método" con que actuamos en la Iglesia, tanto en las pequeñas asambleas como en las grandes. No es sólo una cuestión de modo de proceder; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo. En el caso de las Conferencias generales del Episcopado latinoamericano y del Caribe, la primera, realizada en Río de Janeiro en 1955, recurrió a una carta especial enviada por el Papa Pío XII, de venerada memoria; en las demás, hasta la actual, fue el Obispo de Roma quien se dirigió a la sede de la reunión continental para presidir las fases iniciales.

Con sentimientos de devoción y agradecimiento dirigimos nuestro pensamiento a los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II que, en las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo, testimoniaron la cercanía de la Iglesia universal a las Iglesias que están en América Latina y que constituyen, en proporción, la mayor parte de la comunidad católica.

"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...". Esta es la Iglesia:  nosotros, la comunidad de fieles, el pueblo de Dios, con sus pastores, llamados a hacer de guías del camino; junto con el Espíritu Santo, Espíritu del Padre enviado en nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquel  que  es el "mayor" de todos y que nos fue dado mediante Cristo, que se hizo el "menor" por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Ad-vocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra,  sin  inquietud  ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).

El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo:  "Me voy y volveré a vosotros" (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la "ida" y la "vuelta" de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los sacramentos y sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha producido el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno. 

Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo:  Él es el Maestro que forma a los discípulos:  los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10).

Así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte en el "camino" por donde avanza el discípulo. "El que me ama guardará mi palabra", dice Jesús al inicio del pasaje evangélico de hoy. "La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 23-24). Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y como el amor al Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor a Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5, 5).

El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre. Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo, también en el texto de hoy. Jesús dice:  "La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 24). En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de la de Cristo:  "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).

El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta transmisión de consignas acontece en el Espíritu Santo:  "Sopló sobre ellos y les dijo:  "Recibid el Espíritu Santo..."" (Jn 20, 22). La misión de Cristo se realizó en el amor. Encendió en el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12, 49). El Amor es el que da la vida; por eso la Iglesia es enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres y los pueblos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). También a vosotros, que representáis a la Iglesia en América Latina, tengo la alegría de entregaros de nuevo idealmente mi encíclica Deus caritas est, con la cual quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje cristiano.

La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor:  misionera sólo en cuanto discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con renovado asombro, por Dios que nos amó y nos ama primero (cf. 1 Jn 4, 10). La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por "atracción":  como Cristo "atrae a todos a sí" con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así  la Iglesia cumple su misión en la medida  en  que, asociada a Cristo, realiza  su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.

Queridos hermanos y hermanas, este es el rico tesoro del continente latinoamericano; este es su patrimonio más valioso:  la fe en Dios Amor, que reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor:  esta es vuestra fuerza, que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, la paz que Cristo conquistó para vosotros con su cruz. Esta es la fe que hizo de Latinoamérica el "continente de la esperanza".

No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo, el auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos desde la primera evangelización hasta hoy.

Así lo atestigua la serie de santos y beatos que el Espíritu suscitó a lo largo y ancho de este continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para una nueva evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la generosidad y el compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y con palabras de esta V Conferencia os digo:  sed discípulos fieles, para ser misioneros valientes y eficaces.

La segunda lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de la ciudad santa. Escribe el vidente Juan que esta "bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios" (Ap 21, 10).

Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto, la Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), iluminada en el centro y en todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es llamada "novia", "la esposa del Cordero" (Ap 20, 9), porque en ella se realiza la figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres; ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.

Este icono estupendo tiene un valor escatológico:  expresa el misterio de belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado su plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no debe ser motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia compartiendo las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la humanidad contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf. Gaudium et spes, 1).

Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es precisamente y solamente en la caridad como podemos acercarnos a ella y, en cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios uno y trino, como hemos escuchado en el evangelio:  "Vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta maravillosa "morada de Dios con los hombres". ¡Qué magnífica vocación!

Una Iglesia totalmente animada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación de la ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella brota una fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.

Que la Virgen María alcance para América Latina y el Caribe la gracia de revestirse de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24, 49) para irradiar en el continente y en todo el mundo la santidad de Cristo. A él sea dada gloria, con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE SEIS PRESBÍTEROS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Sábado 29 de septiembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Nos encontramos reunidos en torno al altar del Señor para una circunstancia solemne y alegre al mismo tiempo: la ordenación episcopal de seis nuevos obispos, llamados a desempeñar diversas misiones al servicio de la única Iglesia de Cristo. Son mons. Mieczyslaw Mokrzycki, mons. Francesco Brugnaro, mons. Gianfranco Ravasi, mons. Tommaso Caputo, mons. Sergio Pagano y mons. Vincenzo Di Mauro. A todos dirijo mi cordial saludo, con un abrazo fraterno.

Saludo en particular a mons. Mokrzycki, que, juntamente con el actual cardenal Stanislaw Dziwisz, durante muchos años estuvo al servicio del Santo Padre Juan Pablo II como secretario y luego, después de mi elección como Sucesor de Pedro, también me ha ayudado a mí como secretario con gran humildad, competencia y dedicación.

Saludo, asimismo, al amigo del Papa Juan Pablo II, cardenal Marian Jaworski, con quien mons. Mokrzycki colaborará como coadjutor. Saludo también a los obispos latinos de Ucrania, que están aquí en Roma para su visita "ad limina Apostolorum". Mi pensamiento se dirige, además, a los obispos grecocatólicos, con algunos de los cuales me encontré el lunes pasado, y a la Iglesia ortodoxa de Ucrania. A todos les deseo las bendiciones del cielo para sus esfuerzos encaminados a mantener operante en su tierra y a transmitir a las futuras generaciones la fuerza sanadora y fortalecedora del Evangelio de Cristo.

Celebramos esta ordenación episcopal en la fiesta de los tres Arcángeles que la sagrada Escritura menciona por su propio nombre: Miguel, Gabriel y Rafael. Esto nos trae a la mente que en la Iglesia antigua, ya en el Apocalipsis, a los obispos se les llamaba "ángeles" de su Iglesia, expresando así una íntima correspondencia entre el ministerio del obispo y la misión del ángel.

A partir de la tarea del ángel se puede comprender el servicio del obispo. Pero, ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los Arcángeles acaban con la palabra "El", que significa "Dios". Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.

Su verdadera naturaleza es estar en él y para él.

Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.

Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.

Cuando la Iglesia antigua llama a los obispos "ángeles" de su Iglesia, quiere decir precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora mucho por el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.

Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente antigua", como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.

Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también "el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios" (Ap 12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona.

El obispo, en cuanto hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las negaciones y defender así la grandeza del hombre. Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La otra función del arcángel Miguel, según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios (cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed de verdad "ángeles custodios" de las Iglesias que se os encomendarán. Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el Dios-Amor.

Al Arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de Dios a María, como nos lo refiere san Lucas (cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su "sí" a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.

En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al "ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de todos los tiempos: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos.

Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación del universo.

Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.

San Rafael se nos presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.

El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías presenta esta curación con imágenes legendarias.

En el Nuevo Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la creación y amenazado de muchas maneras por el pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al subir por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las confusiones, capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.      Al sacerdote está confiada la misión de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora del amor de Cristo. Debe ser el "ángel" sanador que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.

En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios. Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.

"Permaneced en mi amor", nos dice hoy el Señor en el evangelio (Jn 15, 9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén

CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES
Y ENTREGA DEL ANILLO CARDENALICIO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Domingo 25 de noviembre de 2007

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas: 

Este año la solemnidad de Cristo, Rey del universo, coronamiento del año litúrgico, se enriquece con la acogida en el Colegio cardenalicio de veintitrés nuevos miembros, a quienes, según la tradición, he invitado hoy a concelebrar conmigo la Eucaristía. A cada uno de ellos dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo con afecto fraterno a todos los cardenales presentes. Además, me alegra saludar a las delegaciones que han venido de diversos países y al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede; a los numerosos obispos y sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los fieles, especialmente a los provenientes de las diócesis encomendadas a la solicitud pastoral de algunos de los nuevos cardenales.

La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a nuestra celebración una perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas bíblicas. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres grandes escenas:  en el centro, la crucifixión, según el relato del evangelista san Lucas; a un lado, la unción real de David por parte de los ancianos de Israel; al otro, el himno cristológico con el que san Pablo introduce la carta a los Colosenses. En el conjunto destaca la figura de Cristo, el único Señor, ante el cual todos somos hermanos. Toda la jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos estamos al servicio de su señorío.

Debemos partir del acontecimiento central:  la cruz. En ella Cristo manifiesta su realeza singular. En el Calvario se confrontan dos actitudes opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado:  "Si eres tú el Cristo, el Rey Mesías —dicen—, sálvate a ti mismo, bajando del patíbulo". Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la cruz, como Cordero inmolado.

Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa implícitamente la realeza del justo inocente e implora:  "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta:  "Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el sufrimiento llegará a la gloria divina" (Comentario a san Lucas, homilía 153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente, aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús promete al buen ladrón:  "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43).

San Ambrosio observa:  "Este rogaba que el Señor se acordara de él cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió:  "En verdad, en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso". La vida es estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino" (Exposición sobre el evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación:  "Este es el rey de los judíos", escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se convierte en la proclamación de la verdad. San Ambrosio afirma también:  "Justamente la inscripción está sobre la cruz, porque el Señor Jesús, aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con una majestad real" (ib., 10, 113).

La escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el momento de la verdad, en el que se rasga el "velo del templo" y aparece el Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia.

Pues bien, en el anillo cardenalicio que  dentro  de poco entregaré a los nuevos miembros del sagrado Colegio está  representada  precisamente la crucifixión. Queridos hermanos neo-cardenales, para vosotros será siempre una invitación a recordar de qué Rey sois servidores, a qué trono fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y  la muerte con la fuerza de la  misericordia divina. La madre Iglesia, esposa de Cristo, os da esta insignia como recuerdo de su Esposo, que la amó y se entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). Así, al llevar el anillo cardenalicio, recordáis constantemente que debéis dar la vida por la Iglesia.

Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David, presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante de la realeza, es decir, su dimensión "corporativa". Los ancianos de Israel van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a Cristo, me parece que vosotros, queridos hermanos cardenales, podéis muy bien hacer vuestra esta profesión de alianza. También vosotros, que formáis el "senado" de la Iglesia, podéis decir a Jesús:  "Nos consideramos como tus  huesos  y  tu carne" (2 S 5, 1). Pertenecemos  a  ti,  y contigo queremos ser  uno. Tú  eres el pastor del pueblo de  Dios;  tú  eres el jefe de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor, asumen sentido y valor la dignidad que nos ha sido conferida y la responsabilidad que implica.

Ahora nos queda por admirar la tercera parte del "tríptico" que la palabra de Dios pone ante nosotros:  el himno cristológico  de la carta a los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento  de alegría y de gratitud del que  brota,  porque  el reino de Cristo, la "herencia del pueblo santo en la luz", no es  algo  que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la  que hemos sido "trasladados", gracias a  la obra redentora del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-14).

Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales:  la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que "todo fue creado por él y para él (...) y todo se mantiene en él" (Col 1, 16).

La segunda dimensión se centra en el misterio pascual:  mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia de la nueva creación, "plenitud" de toda realidad y "cabeza del Cuerpo" místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.

Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es depositaria del misterio de Cristo:  lo es con toda humildad y sin sombra de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de salvación. No es una filosofía, no es una gnosis, aunque incluya también la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo, Logos encarnado, muerto y resucitado, constituido Rey del universo.

¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío?

Venerados hermanos cardenales, esta es, de modo particular, nuestra misión:  anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo hombre y para toda la familia humana. En la misma línea del concilio ecuménico Vaticano II, mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II fueron auténticos heraldos de la realeza de Cristo en el mundo contemporáneo. Y es para mí motivo de consuelo poder contar siempre con vosotros, sea colegialmente, sea de modo individual, para cumplir también yo esta misión fundamental del ministerio petrino.

Hay un aspecto, unido estrechamente a  esta  misión,  que quiero tratar al final y  encomendar  a  vuestra oración:  la  paz entre todos los discípulos de Cristo, como signo de la paz que Jesús vino a establecer en el mundo. Hemos escuchado  en el himno cristológico la gran noticia:  Dios quiso "pacificar" el universo  mediante  la cruz de Cristo (cf. Col 1, 20). Pues  bien, la  Iglesia es la porción de humanidad en la que ya se manifiesta la realeza de Cristo, que tiene como expresión privilegiada la paz. Es la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia, pero capaz de anticipar, en cierto modo, la Jerusalén celestial.

Por último, podemos referirnos aquí al texto del salmo responsorial, el 121: pertenece a los así llamados "cantos de las subidas", y es el himno de alegría de los peregrinos que suben hacia la ciudad santa y, al llegar a sus puertas, le dirigen el saludo de paz:  shalom. Según una etimología popular, Jerusalén significaba precisamente "ciudad de la paz", la paz que el Mesías, hijo de David, establecería en la plenitud de los tiempos. En Jerusalén reconocemos la figura de la Iglesia, sacramento de Cristo y de su reino.

Queridos hermanos cardenales, este salmo expresa bien el ardiente canto de amor a la Iglesia que vosotros ciertamente lleváis en el corazón. Habéis dedicado vuestra vida al servicio de la Iglesia, y ahora estáis llamados a asumir en ella una tarea de mayor responsabilidad. Debéis hacer plenamente vuestras las palabras del salmo:  "Desead la paz a Jerusalén" (v. 6). Que la oración por la paz y la unidad constituya vuestra primera y principal misión, para que la Iglesia sea "segura y compacta" (v. 3), signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

Pongo, más bien, pongamos todos juntos esta misión bajo la protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima. A ella, unida al Hijo en el Calvario y elevada como Reina a su derecha en la gloria, le encomendamos a los nuevos purpurados, al Colegio cardenalicio y a toda la comunidad católica, comprometida a sembrar en los surcos de la historia el reino de Cristo, Señor de la vida y Príncipe de la paz.

VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Viernes 1 de febrero de 2008

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos seminaristas y padres de familia;
queridos hermanos y hermanas: 

Para el obispo siempre es una gran alegría encontrarse en su seminario, y esta tarde doy gracias al Señor porque me renueva esta alegría en la víspera de la fiesta de la Virgen de la Confianza, vuestra patrona celestial. Os saludo a todos cordialmente:  al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, al rector y a los demás superiores, y, con afecto especial, a vosotros, queridos seminaristas. Me alegra saludar también a los padres de familia presentes y a los amigos de la comunidad del Seminario romano.

Estamos todos aquí reunidos para las primeras Vísperas solemnes de esta fiesta mariana tan querida por vosotros. Hemos escuchado algunos versículos de la carta de san Pablo a los Gálatas, en los que se recoge la expresión:  «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). Sólo Dios puede «llenar el tiempo» y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia. Dios ha llenado de sí mismo el tiempo al enviar a su Hijo unigénito y en él nos ha hecho hijos adoptivos suyos:  hijos en el Hijo. En Jesús y con Jesús, «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), podemos ahora encontrar las respuestas exhaustivas a las expectativas más profundas del corazón. Al desaparecer el miedo, crece en nosotros la confianza en el Dios a quien nos atrevemos a llamar incluso «Abbá-Padre» (cf. Ga 4, 6).

Queridos seminaristas, precisamente porque el don de ser hijos adoptivos de Dios ha iluminado vuestra vida, habéis sentido el deseo de hacer partícipes de ese don también a los demás. Estáis aquí para eso, para desarrollar vuestra vocación filial y para prepararos a la futura misión de apóstoles de Cristo. Se trata de un único crecimiento, que, al permitiros gustar la alegría de la vida con Dios Padre, os hace percibir con fuerza la urgencia de convertiros en mensajeros del Evangelio de su Hijo Jesús. El Espíritu Santo es quien os hace estar atentos a esta realidad profunda y amarla.

Todo esto no puede por menos de suscitar una gran confianza, porque el don recibido es sorprendente, llena de asombro y colma de íntima alegría. Así podéis comprender el papel que desempeña también en vuestra vida María, invocada en vuestro seminario con el hermoso título de Virgen de la Confianza. Del mismo modo que «el Hijo nació de mujer» (cf. Ga 4, 4), de María, Madre de Dios, así también en vuestro ser hijos de Dios ella es la Madre, la verdadera Madre.

Queridos padres de familia, probablemente vosotros sois los más sorprendidos de todos por lo que ha acontecido y está aconteciendo en vuestros hijos. Tal vez habíais imaginado para ellos una misión diversa de aquella para la cual se están preparando. ¡Quién sabe cuántas veces os ponéis a reflexionar sobre ellos! Recordáis cuando eran niños y luego muchachos; las ocasiones en que mostraron los primeros signos de la vocación; o, en algún caso, por el contrario, los años en que la vida de vuestro hijo parecía desarrollarse lejos de la Iglesia.

¿Qué sucedió? ¿Qué encuentros influyeron en sus decisiones? ¿Qué luces interiores orientaron su camino? ¿Cómo pudieron abandonar perspectivas de vida tal vez prometedoras, para escoger ingresar  en el seminario? Contemplemos a María. El Evangelio nos ayuda a comprender que también ella se hacía numerosas  preguntas sobre su Hijo Jesús y meditaba mucho sobre él (cf. Lc 2, 19. 51).

Es inevitable que, en cierto modo, la vocación de los hijos se convierta también en vocación de los padres. Tratando de comprenderlos y siguiéndolos en su itinerario, también vosotros, queridos padres y queridas madres, con mucha frecuencia os habéis visto implicados en un camino en el que vuestra fe ha ido fortaleciéndose y renovándose. Habéis participado en la aventura maravillosa de vuestros hijos.

En efecto, aunque pueda parecer que la vida del sacerdote no atrae el interés de la mayoría de la gente, en realidad se trata de la aventura más interesante y necesaria para el mundo, la aventura de mostrar y hacer presente la plenitud de vida a la que todos aspiran. Es una aventura muy exigente; y no podría ser de otra manera, porque el sacerdote está llamado a imitar a Jesús, «que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28).

Queridos seminaristas, estos años de formación constituyen un tiempo importante para prepararos a la entusiasmante misión a la que el Señor os llama. Permitidme que subraye dos aspectos que caracterizan vuestra experiencia actual. Ante todo, los años del seminario implican cierto alejamiento de la vida común, cierto «desierto», para que el Señor pueda hablar a vuestro corazón (cf. Os 2, 16). En efecto, él no habla en voz alta, sino en voz baja; habla en el silencio (cf. 1 R 19, 12). Por tanto, para escuchar su voz hace falta un clima de silencio.

Por esta razón, el seminario ofrece espacios y tiempos de oración diaria, y cuida mucho la liturgia, la meditación de la palabra de Dios y la adoración eucarística. Al mismo tiempo, os pide que dediquéis muchas horas al estudio:  orando y estudiando, podéis construir en vosotros el hombre de Dios que debéis ser y que la gente espera que sea el sacerdote.

Hay luego un segundo aspecto en vuestra vida: durante los años del seminario vivís juntos. Vuestra formación con vistas al sacerdocio implica también este aspecto comunitario, que es de gran importancia. Los Apóstoles se formaron juntos, siguiendo a Jesús. Vuestra comunión no se limita al presente; concierne también al futuro. En la actividad pastoral que os espera deberéis actuar unidos como en un cuerpo, en un ordo, el de los presbíteros, que con el obispo atienden pastoralmente a la comunidad cristiana. Amad esta «vida de familia», que para vosotros es anticipación de la «fraternidad sacramental» (Presbyterorum ordinis, 8) que debe caracterizar a todo presbítero diocesano.

Todo esto recuerda que Dios os llama a ser santos, que la santidad es el secreto del auténtico éxito de vuestro ministerio sacerdotal. Ya desde ahora la santidad debe constituir el objetivo de vuestra opción y decisión. Encomendad este deseo y este compromiso diario a María, Madre de la Confianza. Este título tan tranquilizador corresponde a la repetida invitación evangélica:  «No temas», que dirigió el ángel a la Virgen (cf. Lc 1, 29) y luego muchas veces Jesús a los discípulos. «No temas, porque yo estoy contigo», dice el Señor. En el icono de la Virgen de la Confianza, donde el Niño señala a la Madre, parece que Jesús añade:  «Mira a tu Madre, y no temas».

Queridos seminaristas, recorred el camino del seminario con el alma abierta a la verdad, a la transparencia, al diálogo con quienes os dirigen; esto os permitirá responder de modo sencillo y humilde a Aquel que os llama, liberándoos del peligro de realizar un proyecto sólo personal. Vosotros, queridos padres de familia y  amigos, acompañad a los seminaristas  con  la  oración y con vuestro constante apoyo material y espiritual. También yo os aseguro a todos un recuerdo en mi oración, a la vez que con alegría os imparto la bendición apostólica.

SANTA MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Domingo 27 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen: "Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (Is 9, 2). En efecto, a la alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y sobre todo la fiesta de la ordenación de nuevos sacerdotes.

Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos que dentro de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo agradecimiento a cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y de preparación, y os invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos nuevos sacerdotes a la Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante esta celebración, con espíritu de ferviente alabanza al Padre que los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y al Espíritu Santo que los ha formado.

Normalmente, la ordenación de nuevos sacerdotes tiene lugar el IV domingo de Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, que es también la Jornada mundial de oración por las vocaciones, pero este año no fue posible, porque yo estaba partiendo para mi visita pastoral a Estados Unidos. El icono del buen Pastor ilustra mejor que cualquier otro el papel y el ministerio del presbítero en la comunidad cristiana. Pero también los pasajes bíblicos que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación iluminan, desde un ángulo diverso, la misión del sacerdote.

La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?

El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la difusión del Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también Felipe, uno de los siete diáconos de la comunidad, diácono como vosotros, queridos ordenandos, aunque ciertamente con modalidades diversas, puesto que en la etapa irrepetible de la Iglesia naciente, el Espíritu Santo había dotado a los Apóstoles y a los diáconos de una fuerza extraordinaria, tanto en la predicación como en la acción taumatúrgica.

Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad "se llenó de alegría".

Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión, queridos diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.

El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de la alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son palabras programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la alegría de los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligidos.

Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.

En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la "Confirmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También para nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición de las manos es muy significativo.

En efecto, también es el gesto central del rito de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los candidatos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración, de la que constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obispo consagrante y, después de él, los demás sacerdotes ponen las manos sobre la cabeza de los ordenandos, expresando así la invocación a Dios para que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme, haciéndolos partícipes del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un tiempo brevísimo, pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.

Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este momento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad específica de este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero infinitamente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa; un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve todo, tanto en el interior como en el exterior.

También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movimiento" trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16), término griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor.En efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros", dice Jesús (Jn 14, 20).

Pero todo esto depende de una condición, que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14, 15), y que repite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de recibir y comunicar a Dios.

"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son los colaboradores más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos, las escucháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace partícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina "caminará" con vosotros y "crecerá" en vosotros.

Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya intercesión quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.

"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a vuestros deseos según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón para las personas encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de santidad y de fecundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia; esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.

Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio.

SANTA MISA CON LOS OBISPOS AUSTRALIANOS,
CON LOS SEMINARISTAS Y CON LOS NOVICIOS Y LAS NOVICIAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Santa María, Sydney
Sábado 19 de julio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Me complace saludar en esta noble catedral a mis hermanos obispos y sacerdotes, a los diáconos, a los consagrados y a los laicos de la Archidiócesis de Sydney. De un modo especial dirijo mi saludo a los seminaristas y a los jóvenes religiosos que están con nosotros. Como los jóvenes israelitas de la primera lectura de hoy, ellos son un signo de esperanza y de renovación para el Pueblo de Dios; y, también como aquellos, tienen igualmente el deber de edificar la casa de Dios para las próximas generaciones.

Mientras admiramos este magnífico edificio, ¿cómo no pensar en la muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, cada uno a su manera, han contribuido a construir la Iglesia en Australia? Pienso particularmente en las familias de colonos a las que el Padre Jeremías O’Flynn confió el Santísimo Sacramento en el momento de partir, un «pequeño rebaño» que tuvo en gran estima aquel tesoro precioso y lo conservó, entregándolo a las generaciones posteriores que edificaron este gran tabernáculo para gloria de Dios. Alegrémonos por su fidelidad y perseverancia, y dediquémonos a continuar sus esfuerzos por la difusión del Evangelio, la conversión de los corazones y el crecimiento de la Iglesia en la santidad, la unidad y la caridad.

Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente.

En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su auto-oblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.

En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.

Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24).

La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.

Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.

En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia.

Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado.

La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.

Queridos amigos, que esta celebración, en presencia del Sucesor de Pedro, sea un momento de renovada dedicación y de renovación de toda la Iglesia en Australia. Deseo hacer aquí un inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos sentido a causa de los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes y religiosos de esta Nación.

Verdaderamente, me siento profundamente disgustado por el dolor y el sufrimiento que han padecido las víctimas y les aseguro que, como su Pastor, también yo comparto su aflicción. Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Éstos han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. Os pido a todos que apoyéis y ayudéis a vuestros Obispos, y que colaboréis con ellos en combatir este mal.

Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano, especialmente para los jóvenes. En estos días, marcados por la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, estamos invitados a reflexionar sobre el precioso tesoro que nos ha sido confiado en nuestros jóvenes, y cómo gran parte de la misión de la Iglesia en este País ha estado dedicada a su educación y cuidado. Mientras la Iglesia en Australia continúa con espíritu evangélico afrontando eficazmente este serio reto pastoral, me uno a vosotros en la oración para que este tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación y una fidelidad cada vez más grande a las exigencias morales del Evangelio.

Deseo ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento a los seminaristas y jóvenes religiosos que están aquí. Queridos amigos, con gran generosidad os estáis encaminando por una senda de especial consagración, enraizada en vuestro Bautismo y emprendida como respuesta a la llamada personal del Señor. Os habéis comprometido, de modos diversos, a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo atrás y a dedicar vuestra vida a buscar la santidad y a servir a su pueblo.

En el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn 12,36). Estas palabras tienen un significado especial para vosotros, queridos jóvenes seminaristas y religiosos. Son una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente en sus promesas. Nos invitan a ver con los ojos de la fe la obra inefable de su gracia a nuestro alrededor, también en estos tiempos sombríos en los que todos nuestros esfuerzos parecen ser vanos.

Dejad que este altar, con la imagen imponente de Cristo, Siervo sufriente, sea una inspiración constante para vosotros. Hay ciertamente momentos en que cualquier discípulo siente el calor y el peso de la jornada (cf. Mt 20,12), y la dificultad para dar un testimonio profético en un mundo que puede parecer sordo a las exigencias de la Palabra de Dios. No tengáis miedo. Creed en la luz. Tomad en serio la verdad que hemos escuchado hoy en la segunda lectura: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8). La luz de la Pascua sigue derrotando las tinieblas.

El Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de vosotros ha emprendido la más grande y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad, la de crecer en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales, por una parte, y palabras y obras, por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo en la disciplina y en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada día en la luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica, alimentados por la meditación de la Palabra inspirada por Dios.

 A los Padres de la Iglesia les gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual, un jardín donde podemos caminar libremente con Dios, admirando la belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras da fruto en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la historia. Por tanto, que la plegaria y la meditación de la Palabra de Dios sean lámpara que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en el camino que os ha indicado el Señor. Haced de la celebración diaria de la Eucaristía el centro de vuestra vida. En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor sean alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso a Dios nuestro Padre.

De este modo, queridos jóvenes seminaristas y religiosos, llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales el amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de alimento espiritual para cuantos encontréis. Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad, pobreza y obediencia, habéis emprendido el viaje de un discipulado radical que os hará «signo de contradicción» (cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros contemporáneos.

Conformad cotidianamente vuestra vida a la auto-oblación amorosa del Señor mismo en obediencia a la voluntad del Padre. Así descubriréis la libertad y la alegría que pueden atraer a otros a ese Amor que va más allá de cualquier otro amor como su fuente y su cumplimiento último.

No olvidéis jamás que la castidad por el Reino significa abrazar una vida completamente dedicada al amor, a un amor que os hace capaces de dedicaros vosotros mismos sin reservas al servicio de Dios, para estar plenamente presentes entre los hermanos y hermanas, especialmente entre los necesitados. Los tesoros más grandes que compartís con otros jóvenes –vuestro idealismo, la generosidad, el tiempo y las energías– son los verdaderos sacrificios que pondréis sobre el altar del Señor. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma que Dios os ha dado para su gloria y para la edificación de la Iglesia.

Queridos amigos, permitidme que concluya estas reflexiones dirigiendo vuestra atención hacia la gran vidriera del coro de esta catedral. En ella, la Virgen, Reina del Cielo, está representada sobre el trono con majestad, al lado de su divino Hijo. El artista ha representado a María como la nueva Eva, que ofrece a Cristo, nuevo Adán, una manzana.

Este gesto simboliza que Ella ha invertido la desobediencia de nuestros progenitores, ofreciendo el rico fruto que la gracia de Dios ha dado en su vida y los primeros frutos de la humanidad redimida y glorificada, que Ella ha precedido en la gloria del paraíso. Pidamos a María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a la Iglesia en Australia en la fidelidad a la gracia mediante la cual el Señor crucificado continúa atrayendo hacia sí a toda la creación y a todo corazón humano (cf. Jn 12,32).

Que el poder del Espíritu Santo consagre a los fieles de esta tierra en la verdad, produzca abundantes frutos de santidad y de justicia para la redención del mundo y guíe a toda la humanidad hacia la plenitud de vida alrededor de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia celestial, seremos invitados a cantar las alabanzas de Dios eternamente. Amén.

INAUGURACIÓN DE LA XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pablo extramuros
Domingo 5 de octubre de 2008

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, así como la página del evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura: la imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos precedentes.

El pasaje inicial del relato evangélico hace referencia al "cántico de la viña", que encontramos en Isaías. Se trata de un canto ambientado en el contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra maestra de la poesía judía, que debía resultar muy familiar a los oyentes de Jesús y gracias a la cual, como gracias a otras referencias de los profetas (cf. Os 10, 1; Jr 2, 21; Ez 17, 3-10; 19, 10-14; Sal 79, 9-17), se comprendía bien que la viña indicaba a Israel. Dios dedica a su viña, al pueblo que ha elegido, los mismos cuidados que un esposo fiel reserva a su esposa (cf. Ez 16, 1-14; Ef 5, 25-33).

Por tanto, la imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación. Más que en la viña pone el acento en los viñadores, a quienes los "servidores" del propietario piden, en su nombre, el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados.

¿Cómo no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña hace un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. En cambio, sucede lo contrario: los viñadores lo asesinan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos de quedarse fácilmente con la viña. Por tanto, se trata de un salto de calidad con respecto a la acusación de violación de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio de la orden impartida por el propietario se transforma en desprecio de él: no es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.

Lo que denuncia esta página evangélica interpela nuestro modo de pensar y de actuar. No habla sólo de la "hora" de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los tiempos. De modo especial, interpela a los pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo.

En este contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que después desaparecieron y hoy sólo se las recuerda en los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha muerto", se declara a sí mismo "dios", considerándose el único artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo.

Desembarazándose de Dios, y sin esperar de él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara "muerto" a Dios, ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra ampliamente la crónica diaria— que se difunden el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida.

Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona a su suerte a los viñadores infieles, el propietario no renuncia a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por eso Jesús, citando el salmo 117: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (v. 22), asegura que su muerte no será la derrota de Dios. Tras su muerte no permanecerá en la tumba; más aún, precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará el inicio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz seguirá la gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo uva y el dueño la arrendará "a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo" (Mt 21, 41).

La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y espirituales aparecerá de nuevo en el discurso de la última Cena, cuando, al despedirse de los Apóstoles, el Señor dirá: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto" (Jn 15, 1-2). Por consiguiente, a partir del acontecimiento pascual la historia de la salvación experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas serán los "otros labradores" que, injertados como brotes elegidos en Cristo, verdadera vid, darán frutos abundantes de vida eterna (cf. Oración colecta). Entre estos "labradores" estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiso convertirse él mismo en la "verdadera vid". Pidamos al Señor, que nos da su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que nos ayude a "dar fruto" para la vida eterna y para nuestro tiempo.

El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo. ¡Siempre! La Iglesia no se cansa de proclamar esta buena nueva, como sucede también hoy, en esta basílica dedicada al Apóstol de los gentiles, el primero en difundir el Evangelio en vastas regiones de Asia menor y Europa. Renovaremos de modo significativo este anuncio durante la XII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, que tiene como tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia".

Aquí quiero saludaros con afecto cordial a todos vosotros, venerados padres sinodales, y a quienes participáis en este encuentro como expertos, auditores e invitados especiales. Además, me alegra acoger a los delegados fraternos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Al secretario general del Sínodo de los obispos y a sus colaboradores les expreso la gratitud de todos nosotros por el arduo trabajo que han realizado durante estos meses, así como nuestros buenos deseos ante las fatigas que les esperan en las próximas semanas.

Cuando Dios habla, siempre pide una respuesta; su acción de salvación requiere la cooperación humana; su amor espera correspondencia. Que no suceda jamás, queridos hermanos y hermanas, lo que relata el texto bíblico apropósito de la viña: "Esperó que diese uvas, pero dio agrazones" (Is 5, 2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre; por eso, es importante que tanto los creyentes como las comunidades entren en una intimidad cada vez mayor con ella. La Asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse con la palabra de Dios es para ella la tarea primera y fundamental.    

 En efecto, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la componen. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene como contenido el reino de Dios (cf. Mc 1, 14-15), pero el reino de Dios es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la consideración de san Jerónimo: "El que no conoce las Escrituras no conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo" (Prólogo al comentario del profeta IsaíasPL 24, 17).

En este Año paulino oiremos resonar con particular urgencia el grito del Apóstol de los gentiles: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16); grito que para todo cristiano se convierte en invitación insistente a ponerse al servicio de Cristo. "La mies es mucha" (Mt 9, 37), repite también hoy el Maestro divino: muchos aún no se han encontrado con él y están a la espera del primer anuncio de su Evangelio; otros, a pesar de haber recibido una formación cristiana, han perdido el entusiasmo y sólo conservan un contacto superficial con la Palabra de Dios; y otros se han alejado de la práctica de la fe y necesitan una nueva evangelización. Además, no faltan personas de actitud correcta que se plantean preguntas esenciales sobre el sentido de la vida y de la muerte, preguntas a las que sólo Cristo pude dar respuestas satisfactorias. En esos casos es indispensable que los cristianos de todos los continentes estén preparados para responder a quienes les pidan razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15), anunciando con alegría la Palabra de Dios y viviendo sin componendas el Evangelio.

Venerados y queridos hermanos, que el Señor nos ayude a interrogarnos juntos, durante las próximas semanas de trabajos sinodales, sobre cómo hacer cada vez más eficaz el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo. Todos comprobamos cuán necesario es poner en el centro de nuestra vida la Palabra de Dios, acoger a Cristo como nuestro único Redentor, como Reino de Dios en persona, para hacer que su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los demás sectores de la sociedad y de nuestra vida.

Al participar en la celebración eucarística, experimentamos siempre el íntimo vínculo que existe entre el anuncio de la Palabra de Dios y el sacrificio eucarístico: es el mismo Misterio que se ofrece a nuestra contemplación. Por eso "la Iglesia —como puso de relieve el concilio Vaticano II— siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, sobre todo en la sagrada liturgia, y nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (Dei Verbum21). El Concilio concluye con razón: "Como la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá nuevo impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la Palabra de Dios, "que dura para siempre"" (ib., 26).

Que el Señor nos conceda acercarnos con fe a la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Que nos obtenga este don María santísima, que "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2, 19). Que ella nos enseñe a escuchar las Escrituras y a meditarlas en un proceso interior de maduración, que jamás separe la inteligencia del corazón. Que también nos ayuden los santos, en particular el apóstol san Pablo, a quien durante este año estamos descubriendo cada vez más como intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios. Amén.

MISA CONCLUSIVA DE LA XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 26 de octubre de 2008

Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas: 

La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó:  "Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud:  "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento" (Mt 22, 37-38).

En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41):  la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas:  corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.

Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido:  "El segundo es semejante a este:  Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica:  "De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 40).

La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También la primera Lectura, tomada del libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas:  tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún "defensor". El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.

En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Por este motivo los señala como "modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya" (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence:  el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.

"Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas". "Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes" (1 Ts 1, 6.8). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria!

En esta celebración eucarística, con la que concluyen los trabajos sinodales, advertimos de manera singular el especial vínculo que existe entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos. ¡Cuántas veces, durante los días pasados, hemos escuchado experiencias y reflexiones que ponen de relieve la necesidad, hoy cada vez mayor, de escuchar más íntimamente a Dios, de conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más sinceramente la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la Palabra divina!

Queridos y venerados hermanos, gracias por la contribución que cada uno de vosotros ha dado a la profundización del tema del Sínodo:  "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo especial a los señores cardenales presidentes delegados del Sínodo y al secretario general, a quienes agradezco su constante dedicación. Os saludo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis venido de todos los continentes aportando vuestra enriquecedora experiencia. Cuando regreséis a casa, transmitid a todos el saludo afectuoso del Obispo de Roma. Saludo a los delegados fraternos, a los expertos, a los auditores y a los invitados especiales, a los miembros de la Secretaría general del Sínodo y a los que se han ocupado de las relaciones con la prensa.

Un recuerdo especial va a los obispos de China continental, que no han podido estar representados en esta Asamblea sinodal. Deseo hacerme aquí el intérprete —dando gracias a Dios— de su amor a Cristo, de su comunión con la Iglesia universal y de su fidelidad al Sucesor del apóstol san Pedro. Están presentes en nuestras oraciones, junto con todos los fieles que han sido encomendados a sus cuidados pastorales. Pidamos al "Pastor supremo" de la grey (1 P 5, 4) que les dé alegría, fuerza y celo apostólico para guiar con sabiduría y clarividencia a la comunidad católica que está en China, tan querida por todos nosotros.

Todos los que hemos participado en los trabajos sinodales llevamos la renovada conciencia de que la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo. Ahora es necesario que esta experiencia eclesial sea llevada a todas las comunidades; es preciso que se comprenda la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas. Esto exige, en primer lugar, un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su Palabra.

En este Año paulino, haciendo nuestras las palabras del Apóstol:  "Ay de mí si no predicara el Evangelio" (1 Co 9, 16), deseo de corazón que en cada comunidad se sienta con una convicción más fuerte este anhelo de san Pablo como vocación al servicio del Evangelio para el mundo. Al inicio de los trabajos sinodales recordé la llamada de Jesús:  "La mies es mucha" (Mt 9, 37), llamada a la cual nunca debemos cansarnos de responder, a pesar de las dificultades que podamos encontrar. Mucha gente está buscando, a veces incluso sin darse cuenta, el encuentro con Cristo y con su Evangelio; muchos sienten la necesidad de encontrar en él el sentido de su vida. Por tanto, dar un testimonio claro y compartido de una vida según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesús, se convierte en un criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia.

Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero, ¿cómo poner en práctica este mandamiento?, ¿cómo vivir el amor a Dios y a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las Sagradas Escrituras?

El concilio Vaticano II afirma que "los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura" (Dei Verbum, 22) para que las personas, cuando encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser "un hecho" de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la arbitrariedad, resulta indispensable una promoción pastoral intensa y creíble del conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar, celebrar y vivir la Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de nuestro tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los hombres (cf. ib., 21).

Con esta finalidad es preciso prestar atención especial a la preparación de los pastores, que luego dirigirán la necesaria acción de difundir la práctica bíblica con los subsidios oportunos. Es preciso estimular los esfuerzos que se están llevando a cabo para suscitar el movimiento bíblico entre los laicos, la formación de animadores de grupos, con especial atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo por dar a conocer la fe a través de la Palabra de Dios, también a los "alejados" y especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido de la vida.

Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por último, a destacar que el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y vital dependencia entre pueblo y Libro:  la Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota del amor (cf. Is 55, 10-11).

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que de la escucha renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, brote una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las comunidades cristianas. Encomendemos los frutos de esta Asamblea sinodal a la intercesión materna de la Virgen María. A ella le encomiendo también la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar en Roma en octubre del año próximo. Tengo la intención de ir a Camerún, en el próximo mes de marzo, para entregar a los representantes de las Conferencias episcopales de África el Instrumentum laboris de esa Asamblea sinodal. De allí proseguiré, Dios mediante, hacia Angola para rendir homenaje a una de las Iglesias subsaharianas más antiguas. María santísima, que ofreció su vida como "esclava del Señor" para que todo se cumpliera en conformidad con la divina voluntad (cf. Lc 1, 38) y que exhortó a hacer todo lo que dijera Jesús (cf. Jn 2, 5), nos enseñe a reconocer en nuestra vida el primado de la Palabra, la única que nos puede dar la salvación. Así sea.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS OBISPOS,SACERDOTES, RELIGIOSOS,RELIGIOSAS,MOVIMIENTOS ECLESIALES Y CATEQUISTAS DE ANGOLA Y SANTO TOMÉ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de San Pablo, Luanda
Sábado 21 de marzo de 2009

Queridos hermanos y hermanas,
Queridos trabajadores de la viña del Señor

Como hemos escuchado, los hijos de Israel se decían unos a otros: «Esforcémonos por conocer al Señor». Con estas palabras se animaban mientras se veían llenos de tribulaciones. Según el profeta, éstas caían sobre ellos porque vivían en la ignorancia de Dios; su corazón tenía poco amor. Y el único médico capaz de curarlo era el Señor. Es más, como buen médico, él mismo había abierto la herida para que así se curase la llaga. Y el pueblo se decide: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará» (Os 6,1).

De este modo, se han encontrado la miseria humana y la Misericordia divina, que no desea sino acoger a los desventurados.

Lo podemos ver en el pasaje del Evangelio que se ha proclamado: «Dos hombres subieron al templo a orar»; de allí, uno «bajó a su casa justificado» y el otro no (Lc 18, 10.14). Este último presentó todos sus méritos ante Dios, casi como convirtiéndolo en un deudor suyo. En el fondo, no sentía la necesidad de Dios, aunque le daba gracias por haberlo hecho tan perfecto y no «como ese publicano».

       Y, sin embargo, es precisamente el publicano quien bajará a su casa justificado. Consciente de sus pecados, que le hacen agachar la cabeza, aunque, en realidad, está totalmente dirigido hacia el Cielo, él espera todo del Señor: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13). Llama a la puerta de la Misericordia, que se abre y lo justifica, «porque – concluye Jesús – todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14).

San Pablo, patrón de la ciudad de Luanda y de esta estupenda Iglesia, construida hace casi cincuenta años, nos habla por experiencia propia de este Dios rico en Misericordia. Con el Jubileo paulino que se está celebrando, he querido resaltar el bimilenario del nacimiento de San Pablo, con el objetivo de aprender de él a conocer mejor a Jesucristo. Éste es el testimonio que nos ha dejado: «Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna» (1 Tm 1,15-16). Con el pasar de los siglos, el número de los que han recibido la gracia no ha dejado de aumentar. Tú y yo somos uno de ellos. Demos gracias a Dios porque nos ha llamado a entrar en esta muchedumbre de todos los tiempos para hacerla avanzar hacia el futuro. Imitando a los que han ido en pos de Jesús, seguimos al mismo Cristo y así entramos en la Luz.

Queridos hermanos y hermanas, siento una gran alegría de encontrarme hoy entre vosotros, mis compañeros de jornada en la viña del Señor; de ella os ocupáis cada día preparando el vino de la Misericordia divina y derramándolo sobre las heridas de vuestro pueblo tan atribulado. Mons. Gabriel Mbilingi, con las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido, se ha hecho intérprete de vuestras esperanzas y preocupaciones. Con el alma llena de gratitud y esperanza, os saludo a todos, hombres y mujeres dedicados a la causa de Jesucristo, a los que estáis aquí y a los que representáis: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, seminaristas, catequistas, líderes de los diversos Movimientos y Asociaciones de esta querida Iglesia de Dios. Deseo recordar también a las religiosas contemplativas, presencia invisible pero sumamente fecunda para nuestros pasos.

Permitidme por último un saludo particular a los salesianos y a los fieles de esta parroquia de San Pablo que nos acogen en su Iglesia, cediéndonos sin hesitar el puesto que habitualmente les corresponde a ellos en la asamblea litúrgica. Sé que se encuentran reunidos en el campo adyacente y espero verlos y bendecirlos al final de esta Eucaristía, pero ya desde ahora les digo: «Muchísimas gracias. Que Dios suscite entre vosotros y por medio vuestro muchos apóstoles que sigan los pasos de vuestro Patrono».

En la vida de Pablo, su encuentro con Jesús cuando iba de camino hacia Damasco ha sido fundamental: Cristo se le aparece como luz deslumbrante, le habla, lo conquista. El apóstol vio a Jesús resucitado, es decir, al hombre en su estado perfecto. Así, pues, se produce en él un cambio de perspectiva, pasando a verlo todo partiendo de este estado final del hombre en Jesús: lo que antes le parecía esencial y fundamental, ahora es para él como «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora lo único que cuenta es la vida en Cristo (cf. Flp 3,7-8). No se trata de un simple madurar del «yo» de Pablo, sino de un morir a sí mismo y de resucitar en Cristo: ha muerto en él una forma de existencia, y una forma nueva nace en él con Jesús resucitado.

Hermanos y amigos, «esforcémonos por conocer al Señor» resucitado. Como sabéis, Jesús, hombre perfecto, es también nuestro Dios verdadero. En Él Dios se hizo visible para hacernos partícipes de su vida divina. De esta manera, se inaugura con Él una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también la materia está integrada, y mediante la cual surge un nuevo mundo. Pero este salto cualitativo de la historia universal que Jesús ha realizado por nosotros y para nosotros, ¿cómo llega concretamente al ser humano, impregnando su vida y arrebatándola hacia lo alto? Llega a cada uno de nosotros a través de la fe y el bautismo.

 En efecto, este sacramento es muerte y resurrección, transformación en una nueva vida, de tal manera que la persona bautizada puede decir con Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero no soy yo. En cierta manera, se me quita mi yo, para quedar integrado en un Yo más grande; conservo todavía mi yo, pero transformado y abierto a los otros mediante mi inserción en el Otro: en Cristo alcanzo mi nuevo espacio de vida. ¿Qué es lo que ha sucedido en nosotros? Responde Pablo: que todos habéis sido hechos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28).

La gestación del Cuerpo de Cristo en la historia se va completando paulatinamente mediante este nuestro ser cristificados por obra y gracia del Espíritu de Dios. En este momento, me es grato volver con el pensamiento quinientos años atrás, o sea a los años 1506 y siguientes, cuando en estas tierras, a las que entonces venían los portugueses, se estableció el primer reino cristiano subsahariano, gracias a la fe y a la determinación del rey Dom Alfonso I Mbemba-a-Nzinga, que reinó desde el mencionado año 1506 hasta el 1543, año en que murió; el reino permaneció oficialmente católico desde el siglo XVI hasta el XVIII, con un embajador en Roma. Mirad cómo dos etnias tan diferentes –banta y lusitana– pudieron encontrar en la religión cristiana una plataforma de entendimiento, esforzándose para que ese entendimiento perdurase y las divergencias –que las hubo, y graves– no separaran los dos reinos. De hecho, el bautismo hace que todos los creyentes sean uno en Cristo.

Hoy os toca a vosotros, hermanos y hermanas, siguiendo la estela de aquellos heroicos y santos mensajeros de Dios, llevar a Cristo resucitado a vuestros compatriotas. Muchos de ellos viven temerosos de los espíritus, de los poderes nefastos de los que creen estar amenazados; desorientados, llegan a condenar a niños de la calle y también a los más ancianos, porque, según dicen, son brujos. ¿Quién puede ir a anunciarles que Cristo ha vencido a la muerte y a todos esos poderes oscuros? (cf. Ef 1,19-23; 6,10-12).

 Algunos objetan: «¿Porqué no los dejamos en paz? Ellos tienen su verdad; nosotros, la nuestra. Intentemos convivir pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que realice del mejor modo su autenticidad». Pero, si nosotros estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, le falta una realidad, que es la realidad fundamental, debemos también estar convencidos de que no hacemos ninguna injusticia a nadie si les mostramos a Cristo y le ofrecemos la posibilidad de encontrar también, de este modo, su verdadera autenticidad, la alegría de haber encontrado la vida. Es más, debemos hacerlo, es nuestra obligación ofrecer a todos esta posibilidad de alcanzar la vida eterna.

Muy queridos hermanos y hermanas, digámosles como el pueblo israelita: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará». Ayudemos a que la miseria humana se encuentre con la Misericordia divina. El Señor nos hace sus amigos, se nos entrega, nos entrega su Cuerpo en la Eucaristía, nos confía su Iglesia. Hemos de ser, pues, verdaderamente sus amigos, tener un mismo sentir con Él, querer lo que Él quiere y no querer lo que Él no quiere. Jesús mismo dijo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Que éste sea nuestro propósito común: cumplir todos juntos su voluntad: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Como hizo san Pablo, abracemos su voluntad: «No tengo más remedio que predicar el Evangelio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (cf. 1 Co 9, 16).    

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XIII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 2 de febrero de 2009

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros al final del santo sacrificio de la misa, en esta fiesta litúrgica que, ya desde hace trece años, reúne a religiosos y religiosas para la Jornada de la vida consagrada. Saludo cordialmente al cardenal Franc Rodé, expresando de modo especial mi agradecimiento a él y a sus colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica por el servicio que prestan a la Santa Sede y a lo que llamaría el "cosmos" de la vida consagrada.

Saludo con afecto a los superiores y las superioras generales aquí presentes y a todos vosotros, hermanos y hermanas, que, siguiendo el modelo de la Virgen María, lleváis en la Iglesia y en el mundo la luz de Cristo con vuestro testimonio de personas consagradas. En este Año paulino hago mías las palabras del Apóstol: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy" (Flp 1, 3-5). Con este saludo, dirigido a la comunidad cristiana de Filipos, san Pablo expresa el recuerdo afectuoso que conserva de quienes viven personalmente el Evangelio y se comprometen a transmitirlo, uniendo el cuidado de la vida interior con el empeño de la misión apostólica.

En la tradición de la Iglesia, san Pablo siempre ha sido reconocido como padre y maestro de quienes, llamados por el Señor, han hecho la opción de una entrega incondicional a él y a su Evangelio. Diversos institutos religiosos toman de san Pablo el nombre y también una inspiración carismática específica. Se puede decir que a todos los consagrados y las consagradas él repite una invitación clara y afectuosa: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Co 11, 1). En efecto, ¿qué es la vida consagrada sino una imitación radical de Jesús, un "seguimiento" total de él? (cf. Mt 19, 27-28). Pues bien, en todo ello san Pablo representa una mediación pedagógica segura: imitarlo siguiendo a Jesús, amadísimos hermanos, es el camino privilegiado para corresponder a fondo a vuestra vocación de especial consagración en la Iglesia.

Más aún, de su misma voz podemos conocer un estilo de vida que expresa lo esencial de la vida consagrada inspirada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. En la vida de pobreza él ve la garantía de un anuncio del Evangelio realizado con total gratuidad (cf. 1 Co 9, 1-23), mientras expresa, al mismo tiempo, la solidaridad concreta con los hermanos necesitados.

Al respecto, todos conocemos la decisión de san Pablo de mantenerse con el trabajo de sus manos y su compromiso por la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (cf. 1 Ts 2, 9; 2 Co 8-9). San Pablo es también un apóstol que, acogiendo la llamada de Dios a la castidad, entregó su corazón al Señor de manera indivisa, para poder servir con una libertad y una dedicación aún mayores a sus hermanos (cf. 1 Co 7, 7; 2 Co 11, 1-2). Además, en un mundo en el que se apreciaban poco los valores de la castidad cristiana (cf. 1 Co 6, 12-20), ofrece una referencia de conducta segura.

Y, por lo que se refiere a la obediencia, baste notar que el cumplimiento de la voluntad de Dios y la "responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28) animaron, plasmaron y consumaron su existencia, convertida en sacrificio agradable a Dios. Todo esto lo lleva a proclamar, como escribe a los Filipenses: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Otro aspecto fundamental de la vida consagrada de san Pablo es la misión. Él es todo de Jesús a fin de ser, como Jesús, de todos; más aún, a fin de ser Jesús para todos: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22). A él, tan estrechamente unido a la persona de Cristo, le reconocemos una profunda capacidad de conjugar vida espiritual y actividad misionera; en él esas dos dimensiones van juntas. Así, podemos decir que pertenece a la legión de "místicos constructores", cuya existencia es a la vez contemplativa y activa, abierta a Dios y a los hermanos, para prestar un servicio eficaz al Evangelio.

En esta tensión místico-apostólica me complace destacarla valentía del Apóstol ante el sacrificio al afrontar pruebas terribles, hasta el martirio (cf. 2 Co 11, 16-33), la confianza inquebrantable basada en las palabras de su Señor: "Te basta mi gracia, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Co 12, 9). Así, su experiencia espiritual se nos muestra como una traducción viva del misterio pascual, que investigó intensamente y anunció como forma de vida del cristiano. San Pablo vive para, con en Cristo. "Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20); y también: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Esto explica por qué no se cansa de exhortar a hacer que la palabra de Cristo habite en nosotros con toda su riqueza (cf. Col 3, 16). Esto hace pensar en la invitación que os dirigió recientemente la instrucción sobre "El servicio de la autoridad y la obediencia" a buscar "cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, meditándola y guardándola en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones" (n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de junio de 2008, p. 10).

Por tanto, espero que el Año paulino alimente aún más en vosotros el propósito de acoger el testimonio de san Pablo, meditando cada día la Palabra de Dios con la práctica fiel de la lectio divina, orando "con salmos, himnos y cánticos inspirados, con gratitud" (Col 3, 16). Que él os ayude, además, a realizar vuestro servicio apostólico en la Iglesia y con la Iglesia con un espíritu de comunión sin reservas, comunicando a los demás vuestros carismas (cf. 1 Co 14, 12) y testimoniando en primer lugar el carisma mayor, que es la caridad (cf. 1 Co 13).

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos exhorta a mirar a la Virgen María, la "consagrada" por excelencia. San Pablo habla de ella con una fórmula concisa pero eficaz, que pondera su grandeza y su misión: es la "mujer", de la que, en la plenitud de los tiempos, nació el Hijo de Dios (cf. Ga 4, 4). María es la madre que hoy en el templo presenta el Hijo al Padre, dando continuación, también con este acto, al "sí" pronunciado en el momento de la Anunciación. Que ella sea también la madre que nos acompañe y sostenga a nosotros, hijos de Dios e hijos suyos, en el cumplimiento de un servicio generoso a Dios y a los hermanos. Con este fin, invoco su celestial intercesión, mientras de corazón os imparto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas.

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 29 de junio de 2009

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Dirijo a cada uno mi saludo cordial con las palabras del Apóstol, junto a cuya tumba nos encontramos: "A vosotros gracia y paz abundantes" (1 P 1, 2). Saludo en particular a los miembros de la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla y a los numerosos arzobispos metropolitanos que hoy reciben el palio. En la oración colecta de esta solemnidad hemos pedido al Señor "que su Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana". Esta petición que dirigimos a Dios nos interpela también a nosotros: ¿Seguimos la enseñanza de los grandes Apóstoles fundadores? ¿Los conocemos de verdad?

En el Año paulino que se concluyó ayer tratamos de escucharlo de modo nuevo a él, el "maestro de los gentiles", y de aprender así nuevamente el alfabeto de la fe. Tratamos de reconocer a Cristo con san Pablo y mediante san Pablo, y de encontrar así el camino para la vida cristiana recta. En el canon del Nuevo Testamento, además de las cartas de san Pablo, se encuentran también dos cartas bajo el nombre de san Pedro. La primera de ellas se concluye explícitamente con un saludo desde Roma, pero a la que se presenta con el nombre apocalíptico de Babilonia: "Os saluda la que está en Babilonia, elegida como vosotros..." (1P 5, 13).

Al llamar a la Iglesia de Roma "elegida como vosotros", la sitúa en la gran comunidad de todas las Iglesias locales, en la comunidad de todos los que Dios ha congregado, para que en la "Babilonia" del tiempo de este mundo construyan su pueblo y hagan que Dios entre en la historia. La primera carta de san Pedro es un saludo dirigido desde Roma a la cristiandad entera de todos los tiempos. Nos invita a escuchar "la enseñanza de los Apóstoles", que nos señala el camino hacia la vida.

Esta carta es un texto muy rico, que brota del corazón y toca el corazón. Su centro es —no podía ser de otra manera— la figura de Cristo, presentado como Aquel que sufre y ama, como crucificado y resucitado: "El que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba; (...) con cuyas heridas habéis sido curados" (1 P 2, 23-24).

Partiendo del centro, que es Cristo, la carta constituye también una introducción a los sacramentos cristianos fundamentales del Bautismo y la Eucaristía, y un discurso dirigido a los sacerdotes, en el que san Pedro se califica como co-presbítero juntamente con ellos. Habla a los pastores de todas las generaciones como aquel a quien el Señor encargó personalmente que apacentara a sus ovejas y así recibió de modo particular un mandato sacerdotal.

Así pues, ¿qué nos dice san Pedro, precisamente en el Año sacerdotal, acerca de la misión del sacerdote? Ante todo, comprende el ministerio sacerdotal totalmente a partir de Cristo. Llama a Cristo el "pastor y guardián de las almas" (1 P 2, 25). En el texto griego la palabra "guardián" se expresa con el término epíscopos  (obispo). Un poco más adelante a Cristo se le califica como el Pastor supremo, archipoimen (1 P 5, 4).

Sorprende que san Pedro llame a Cristo mismo "obispo", "obispo de las almas". ¿Qué quiere decir con esa expresión? En la raíz de la palabra griega “episcopos” se encuentra el verbo "ver"; por eso, se suele traducir por "guardián", es decir, "vigilante". Pero ciertamente no se refiere a una vigilancia externa, como podría ser la del guardián de una cárcel. Más bien, se entiende como un "ver desde lo alto", un ver desde la altura de Dios. Ver desde la perspectiva de Dios es ver con un amor que quiere servir al otro, que quiere ayudarle a llegar a ser lo que debe ser.

Cristo es el "obispo de las almas", nos dice san Pedro. Eso significa que nos ve desde la perspectiva de Dios. Contemplando desde Dios, se tiene una visión de conjunto, se ven los peligros al igual que las esperanzas y las posibilidades. Desde la perspectiva de Dios se ve la esencia, se ve al hombre interior. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que en el hombre el alma se empobrezca; hacer que el hombre no pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor; hacer que el hombre llegue a conocer a Dios, que no se pierda en callejones sin salida, que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto al conjunto.

Jesús, el "obispo de las almas", es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Desde esta perspectiva, ser obispo, ser sacerdote, significa asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y obrar desde su posición elevada. A partir de él estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.

Así, la palabra "obispo" se acerca mucho al término "pastor"; más aún, los dos conceptos se pueden intercambiar. La tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.

San Pedro, en su discurso a los presbíteros, pone de relieve también otra cosa muy importante. No basta hablar. Los pastores deben ser "modelos de la grey" (1 P 5, 3).

La Palabra de Dios, cuando se vive, es trasladada del pasado al presente. Es admirable ver cómo en los santos la Palabra de Dios se transforma en una palabra dirigida a nuestro tiempo. En santos como Francisco, como el padre Pío y muchos otros, Cristo se hace verdaderamente contemporáneo de su generación, sale del pasado y entra en el presente. Ser pastor, modelo de la grey, significa vivir la Palabra ahora, en la gran comunidad de la Iglesia santa.

Ahora quiero llamar brevemente vuestra atención sobre otras dos afirmaciones de la primera carta de san Pedro que se refieren de modo especial a nosotros, en nuestro tiempo. Ante todo, la frase, hoy redescubierta, sobre cuya base los teólogos medievales comprendieron su tarea, la tarea del teólogo: "Adorad al Señor, Cristo, en vuestro corazón, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15).

La fe cristiana es esperanza. Abre el camino hacia el futuro. Y es una esperanza que posee racionalidad; una esperanza cuya razón podemos y debemos exponer. La fe procede de la Razón eterna que entró en nuestro mundo y nos mostró al verdadero Dios. Supera la capacidad propia de nuestra razón, del mismo modo que el amor ve más que la simple inteligencia. Pero la fe habla a la razón y, en la confrontación dialéctica, puede resistir a la razón. No la contradice, sino que avanza juntamente con ella y, al mismo tiempo, conduce más allá de ella: introduce en la Razón más grande de Dios.

Como pastores de nuestro tiempo tenemos la tarea de ser los primeros en comprender la razón de la fe. La tarea de no dejar que quede simplemente como una tradición, sino de reconocerla como respuesta a nuestros interrogantes. La fe exige nuestra participación racional, que se profundiza y se purifica en una comunión de amor. Forma parte de nuestros deberes de pastores penetrar la fe con el pensamiento para ser capaces de mostrar la razón de nuestra esperanza en el debate de nuestro tiempo.

Con todo, pensar —aunque es muy necesario—, por sí solo, no basta; del mismo modo que hablar, por sí solo, no basta. En su catequesis bautismal y eucarística en el capítulo segundo de su carta, san Pedro alude al Salmo que se usaba en la Iglesia primitiva en el contexto de la comunión, es decir, en el versículo que dice: "Gustad y ved cuán bueno es el Señor" (Sal 34, 9; cf. 1 P 2, 3). Sólo gustar lleva a ver. Pensemos en los discípulos de Emaús: sus ojos sólo se abren a la hora de la comunión durante la cena con Jesús, en la fracción del pan. Sólo en la comunión con el Señor, verdaderamente experimentada, logran ver. Eso vale para todos nosotros: más que pensar y hablar, necesitamos la experiencia de la fe, de la relación vital con Jesucristo.

La fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida. Si en el sacramento encontramos al Señor; si en la oración hablamos con él; si en las decisiones de la vida diaria nos adherimos a Cristo, entonces "vemos" cada vez más claramente cuán bueno es. Entonces experimentamos cuán bueno es estar con él. De esa certeza vivida deriva luego la capacidad de comunicar la fe a los demás de modo creíble.

El cura de Ars no era un gran pensador, pero "gustaba" al Señor. Vivía con él hasta en los detalles más insignificantes de su vida diaria, además de en las grandes exigencias del ministerio pastoral. De este modo llegó a ser una "persona que veía". Había gustado, y por eso sabía que el Señor es bueno. Pidamos al Señor que nos conceda este gustar, a fin de que así seamos testigos creíbles de la esperanza que está en nosotros.

Por último, quiero destacar otra palabra pequeña, pero importante, de san Pedro. Al inicio de la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1 P 1, 9). En el ámbito del lenguaje y del pensamiento de la cristiandad actual parece una afirmación extraña, para algunos tal vez incluso escandalosa. La palabra "alma" ha caído en descrédito. Se dice que esto llevaría a una división del hombre en espíritu y físico, en alma y cuerpo, mientras que en realidad él sería una unidad indivisible.

Además, "la salvación de las almas" como meta de la fe parece indicar un cristianismo individualista, una pérdida de responsabilidad con respecto al mundo en su conjunto, en su corporeidad y en su materialidad. Pero nada de todo esto se encuentra en la carta de san Pedro. El celo por el testimonio en favor de la esperanza, la responsabilidad por los demás caracterizan todo el texto.

Para comprender la palabra sobre la salvación de las almas como meta de la fe debemos partir de otro lado. Sigue siendo verdad que el desinterés por las almas, el empobrecerse del hombre interior, no sólo destruye a la persona misma, sino que además amenaza el destino de la humanidad en su conjunto. Sin la curación de las almas, sin la curación del hombre desde dentro, no puede haber salvación para la humanidad.

Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1 P 1, 14).

Hay otra palabra de la carta que puede ayudarnos a comprender mejor la fórmula "salvación de las almas": "Purificad vuestras almas con la obediencia a la verdad" (cf. 1 P 1, 22).

La obediencia a la verdad es lo que purifica el alma. Y convivir con la mentira es lo que la contamina. La obediencia a la verdad comienza con las pequeñas verdades de la vida diaria, que a menudo pueden ser costosas y dolorosas. Esta obediencia se extiende después hasta la obediencia sin reservas ante la Verdad misma, que es Cristo. Esta obediencia no sólo nos hace puros, sino sobre todo libres para el servicio a Cristo, y así para la salvación del mundo, que siempre comienza con la purificación obediente de la propia alma mediante la verdad. Sólo podemos indicar el camino hacia la verdad si nosotros mismos, con obediencia y paciencia, nos dejamos purificar por la verdad.

Y ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, que en esta hora recibiréis de mi mano el palio. Ha sido tejido con la lana de los corderos que el Papa bendice en la fiesta de santa Inés. De este modo, recuerda los corderos y las ovejas de Cristo, que el Señor resucitado encomendó a Pedro con la tarea de apacentarlos (cf. Jn 21, 15-18).

Recuerda la grey de Jesucristo, que vosotros, queridos hermanos, debéis apacentar en comunión con Pedro. Nos recuerda a Cristo mismo, que como buen Pastor tomó sobre sus hombros a la oveja perdida, a la humanidad, para llevarla de nuevo a casa. Nos recuerda el hecho de que él, el Pastor supremo, quiso hacerse él mismo Cordero, para hacerse cargo desde dentro del destino de todos nosotros; para llevarnos y curarnos desde dentro.

Pidamos al Señor que nos conceda ser, siguiendo sus huellas, buenos pastores, "no forzados, sino voluntariamente, según Dios (...), con prontitud de ánimo (...), modelos de la grey" (1P 5, 2-3). Amén.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DEL PAPA CON SUS EX ALUMNOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla del centro de congresos Mariápolis de Castelgandolfo
Domingo 30 de agosto de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio encontramos uno de los temas fundamentales de la historia religiosa de la humanidad: la cuestión de la pureza del hombre ante Dios. Al dirigir la mirada hacia Dios, el hombre reconoce que está "contaminado" y se encuentra en una condición en la que no puede acceder al Santo. Surge así la pregunta sobre cómo puede llegar a ser puro, liberarse de la "suciedad" que lo separa de Dios. De este modo han nacido, en las distintas religiones, ritos purificatorios, caminos de purificación interior y exterior.

En el Evangelio de hoy encontramos ritos de purificación, que están arraigados en la tradición veterotestamentaria, pero que se gestionan de una manera muy unilateral. Por consiguiente, ya no sirven para que el hombre se abra a Dios, ya no son caminos de purificación y salvación, sino que se convierten en elementos de un sistema autónomo de cumplimientos que, para ejecutarlos verdaderamente en plenitud, requiere incluso especialistas. Ya no se llega al corazón del hombre. El hombre que se mueve dentro de este sistema, o se siente esclavizado o cae en la soberbia de creer que se puede justificar a sí mismo.

La exégesis liberal dice que en este Evangelio se revelaría el hecho de que Jesús habría sustituido el culto con la moral. Habría dejado a un lado el culto con todas sus prácticas inútiles. Ahora la relación entre el hombre y Dios se basaría únicamente en la moral. Si esto fuera verdad, significaría que el cristianismo, en su esencia, es moralidad, es decir, que nosotros mismos nos hacemos puros y buenos mediante nuestra conducta moral. Si reflexionamos más profundamente en esta opinión, resulta obvio que no puede ser la respuesta completa de Jesús a la cuestión sobre la pureza. Si queremos oír y comprender plenamente el mensaje del Señor, entonces debemos escuchar también plenamente, no podemos contentarnos con un detalle, sino que debemos prestar atención a todo su mensaje. En otras palabras, tenemos que leer enteramente los Evangelios, todo el Nuevo Testamento y el Antiguo junto con él.

La primera lectura de hoy, tomada del Libro del Deuteronomio, nos ofrece un detalle importante de una respuesta y nos hace dar un paso adelante.

Aquí escuchamos algo tal vez sorprendente para nosotros, es decir, que Dios mismo invita a Israel a ser agradecido y a sentir un humilde orgullo por el hecho de conocer la voluntad de Dios y así de ser sabio. Precisamente en ese período la humanidad, tanto en el ambiente griego como en el semita, buscaba la sabiduría: trataba de comprender lo que cuenta. La ciencia nos dice muchas cosas y nos es útil en muchos aspectos, pero la sabiduría es conocimiento de lo esencial, conocimiento del fin de nuestra existencia y de cómo debemos vivir para que la vida se desarrolle del modo justo.

La lectura tomada del Deuteronomio alude al hecho de que la sabiduría, en último término, se identifica con la Torá, con la Palabra de Dios que nos revela qué es lo esencial, para qué fin y de qué manera debemos vivir. Así la Ley no se presenta como una esclavitud sino que es —de modo semejante a lo que se dice en el gran Salmo 119— causa de una gran alegría: nosotros no caminamos a tientas en la oscuridad, no vamos vagando en vano en busca de lo que podría ser recto, no somos como ovejas sin pastor, que no saben dónde está el camino correcto. Dios se ha manifestado. Él mismo nos indica el camino.

Conocemos su voluntad y con ello la verdad que cuenta en nuestra vida. Son dos las cosas que se nos dicen acerca de Dios: por una parte, que él se ha manifestado y nos indica el camino correcto; por otra, que Dios es un Dios que escucha, que está cerca de nosotros, nos responde y nos guía. Con ello se toca también el tema de la pureza: su voluntad nos purifica, su cercanía nos guía.

Creo que vale la pena detenerse un momento en la alegría de Israel por el hecho de conocer la voluntad de Dios y haber recibido así en regalo la sabiduría que nos cura y que no podemos hallar solos. ¿Existe entre nosotros, en la Iglesia de hoy, un sentimiento semejante de alegría por la cercanía de Dios y por el don de su Palabra? Quien quisiera mostrar esa alegría en seguida sería acusado de triunfalismo. Pero precisamente no es nuestra habilidad la que nos indica la verdadera voluntad de Dios.

Es un don inmerecido que nos hace al mismo tiempo humildes y alegres. Si reflexionamos sobre la perplejidad del mundo ante las grandes cuestiones del presente y del futuro, entonces también dentro de nosotros debería brotar nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos ha mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría resurge en nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes. Sin esta alegría no somos capaces de convencer. Pero esa alegría, donde está presente, incluso sin pretenderlo, posee una fuerza misionera. En efecto, suscita en los hombres la pregunta de si aquí se halla verdaderamente el camino, si esta alegría guía efectivamente tras las huellas de Dios mismo.

Todo esto se halla más profundizado en el pasaje, tomado de la carta de Santiago, que la Iglesia nos propone hoy. Me gusta mucho la Carta de Santiago sobre todo porque, gracias a ella, podemos hacernos una idea de la devoción de la familia de Jesús. Era una familia observante. Observante en el sentido de que vivía la alegría deuteronómica por la cercanía de Dios, que se nos da en su Palabra y en su Mandamiento.

Es un tipo de observancia totalmente distinta de la que encontramos en los fariseos del Evangelio, que habían hecho de ella un sistema exteriorizado y esclavizante. También es un tipo de observancia distinto de la que Pablo, como rabino, había aprendido: era —como vemos en sus cartas— la observancia de un especialista que conocía todo y sabía todo; que estaba orgulloso de su conocimiento y de su justicia, y que, sin embargo, sufría bajo el peso de las prescripciones, de tal forma que la Ley no aparecía ya como guía gozosa hacia Dios, sino más bien como una exigencia que, en definitiva, no se podía cumplir.

En la carta de Santiago hallamos la observancia que no se mira a sí misma, sino que se dirige gozosamente hacia el Dios cercano, que nos da su cercanía y nos indica el camino correcto. Así la carta de Santiago habla de la Ley perfecta de la libertad y con ello entiende la comprensión nueva y profunda de la Ley que el Señor nos ha dado.

Para Santiago la Ley no es una exigencia que pretende demasiado de nosotros, que está ante nosotros desde el exterior y no puede nunca ser satisfecha. Él piensa en la perspectiva que encontramos en una frase de los discursos de despedida de Jesús: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Aquel a quien se ha revelado todo, pertenece a la familia; ya no es siervo, sino libre, porque precisamente él mismo forma parte de la casa.

Una introducción inicial parecida en el pensamiento de Dios mismo sucedió a Israel en el monte Sinaí. Ocurrió luego de modo definitivo y grande en el Cenáculo y, en general, mediante la obra, la vida, la pasión y la resurrección de Jesús: en él Dios nos lo ha dicho todo, se ha manifestado completamente. Ya no somos siervos, sino amigos. Y la Ley ya no es una prescripción para personas no libres, sino que es el contacto con el amor de Dios, es ser introducidos a formar parte de la familia, acto que nos hace libres y "perfectos". En este sentido nos dice Santiago, en la lectura de hoy, que el Señor nos ha engendrado por medio de su Palabra, que ha plantado su Palabra en nuestro interior como fuerza de vida.

Aquí se habla también de la "religión pura" que consiste en el amor al prójimo —especialmente a los huérfanos y las viudas, a los que tienen más necesidad de nosotros— y en la libertad frente a las modas de este mundo, que nos contaminan. La Ley, como palabra del amor, no es una contradicción a la libertad, sino una renovación desde dentro mediante la amistad con Dios. Algo semejante se manifiesta cuando Jesús, en el discurso sobre la vid, dice a los discípulos: "Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado" (Jn 15, 3).

Y otra vez aparece lo mismo en la Oración sacerdotal: Vosotros sois santificados en la verdad (cf. Jn 17, 17-19). Así encontramos ahora la estructura justa del proceso de purificación y de pureza: no somos nosotros quienes creamos lo que es bueno —esto sería un simple moralismo—, sino que es la Verdad la que nos sale al encuentro. Él mismo es la Verdad, la Verdad en persona. La pureza es un acontecimiento dialógico. Comienza con el hecho de que él nos sale al encuentro —él que es la Verdad y el Amor—, nos toma de la mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar por él, en que el encuentro se convierte en amistad y amor, llegamos a ser nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y luego personas que aman con su amor, personas que introducen también a otros en su pureza y amor.

San Agustín resumió todo este proceso en la hermosa expresión: "Da quod iubes et iube quod vis", "Concede lo que mandas y luego manda lo que quieras". En este momento queremos poner ante el Señor esta petición y rogarle: Sí, purifícanos en la verdad. Sé tú la Verdad que nos hace puros. Haz que mediante la amistad contigo seamos libres y así verdaderamente hijos de Dios, haz que seamos capaces de sentarnos a tu mesa y difundir en este mundo la luz de tu pureza y bondad. Amén.

CELEBRACIÓN DE VÍSPERAS EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR Y XIV JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Martes 2 de febrero de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8).

También María y José cumplen este rito, ofreciendo —según la ley— dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad, comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la "salvación" de la humanidad, la "luz" de todas las naciones y "signo de contradicción", porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35).

En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término "Candelaria". Con este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es "la luz de los hombres" y lo acoge con todo el impulso de su fe para llevar esa "luz" al mundo.

En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. Os agradezco que hayáis venido, tan numerosos, en esta Jornada dedicada especialmente a vosotros, y deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cercanía cordial y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del pueblo de Dios.

La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto —se trata de dos versículos, pero muy densos— abre la segunda parte de la carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. A Cristo se le presenta como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.

En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión.

Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa "con fuerza" precisamente que Dios y el hombre se buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el mero hecho de existir, representa como un "puente" hacia Dios para todos aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que pudiésemos participar de su naturaleza divina.

Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la "confianza" con la que podemos acercarnos al "trono de la gracia", puesto que nuestro sumo sacerdote ha sido él mismo "probado en todo igual que nosotros". Podemos acercarnos para "alcanzar misericordia", "hallar gracia", y "para una ayuda en el momento oportuno". Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas.

Vosotros os habéis acercado con plena confianza al "trono de la gracia" que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el momento oportuno y en la hora de la prueba.

Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su pecado.

Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de "compunción del corazón", de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás.

 Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso específico de fidelidad a "estar con el Señor", a "estar al pie de la cruz", a menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo todo con alegría para la salvación del mundo.

Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a "perder" la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que "perdió" su vida por nosotros primero.

En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al "trono de la gracia". Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.

Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que para los religiosos presbíteros el Año sacerdotal sea una ocasión ulterior para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y consagradas, un estímulo a acompañar y sostener su ministerio con fervorosa oración.

Este año de gracia culminará en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a quienes ejercen el ministerio sagrado. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al reino de Dios.

Realicemos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro "heme aquí" y nuestro "fiat". Amén.

ANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves Santo 1 de abril de 2010

Queridos hermanos y hermanas

El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo todavía más singular: Dios nos toca por medio de realidades materiales, a través de dones de la creación, que él toma a su servicio, convirtiéndolos en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo.

Los elementos de la creación, con los cuales se construye el cosmos de los sacramentos, son cuatro: el agua, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva. El agua, como elemento básico y condición fundamental de toda vida, es el signo esencial del acto por el que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una vida nueva. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y representa el acceso común de todos al nuevo nacimiento como cristianos, los otros tres elementos pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo. Nos remiten así al ambiente histórico concreto en el que el cristianismo se desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy determinado de la tierra, verdaderamente ha hecho historia con los hombres. Estos tres elementos son, por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados también con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis entre creación e historia: dones de Dios que nos unen siempre con aquellos lugares del mundo en los que Dios ha querido actuar con nosotros en el tiempo de la historia, y hacerse uno de nosotros.

En estos tres elementos hay una nueva gradación. El pan remite a la vida cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria. El vino evoca la fiesta, la exquisitez de la creación y, al mismo tiempo, con el que se puede expresar de modo particular la alegría de los redimidos. El aceite de oliva tiene un amplio significado. Es alimento, medicina, embellece, prepara para la lucha y da vigor. Los reyes y sacerdotes son ungidos con óleo, que es signo de dignidad y responsabilidad, y también de la fuerza que procede de Dios. El misterio del aceite está presente en nuestro nombre de “cristianos”.

En efecto, la palabra “cristianos”, con la que se designaba a los discípulos de Cristo ya desde el comienzo de la Iglesia que procedía del paganismo, viene de la palabra “Cristo” (cf. Hch 11,20-21), que es la traducción griega de la palabra “Mesías”, que significa “Ungido”. Ser cristiano quiere decir proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de Dios, a Aquel al que Dios ha dado la realeza y el sacerdocio. Significa pertenecer a Aquel que Dios mismo ha ungido, pero no con aceite material, sino con Aquel al que el óleo representa: con su Santo Espíritu. El aceite de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo el Hombre Jesús está totalmente colmado del Espíritu Santo.

En la Misa crismal del Jueves Santo los óleos santos están en el centro de la acción litúrgica. Son consagrados por el Obispo en la catedral para todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada por el Episcopado, y remiten a Cristo, el verdadero «pastor y guardián de nuestras almas», como lo llama san Pedro (cf. 1 P 2,25). Al mismo tiempo, dan unidad a todo el año litúrgico, anclado en el misterio del Jueves santo. Por último, evocan el Huerto de los Olivos, en el que Jesús aceptó interiormente su pasión.

El Huerto de los Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la redención: Dios no ha dejando a Jesús en la muerte. Jesús vive para siempre junto al Padre y, precisamente por esto, es omnipresente, y está siempre junto a nosotros. Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia.

En cuatro sacramentos, el óleo es signo de la bondad de Dios que llega a nosotros: en el bautismo, en la confirmación como sacramento del Espíritu Santo, en los diversos grados del sacramento del orden y, finalmente, en la unción de los enfermos, en la que el óleo se ofrece, por decirlo así, como medicina de Dios, como la medicina que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, la resurrección (cf. St 5,14).

De este modo, el óleo, en sus diversas formas, nos acompaña durante toda la vida: comenzando por el catecumenado y el bautismo hasta el momento en el que nos preparamos para el encuentro con Dios Juez y Salvador. Por último, la Misa crismal, en la que el signo sacramental del óleo se nos presenta como lenguaje de la creación de Dios, se dirige, de modo particular, a nosotros los sacerdotes: nos habla de Cristo, que Dios ha ungido Rey y Sacerdote, de Aquel que nos hace partícipes de su sacerdocio, de su “unción”, en nuestra ordenación sacerdotal.

Quisiera brevemente explicar el misterio de este signo santo en su referencia esencial a la vocación sacerdotal. Ya desde la antigüedad, en la etimología popular se ha unido la palabra griega “elaion”, aceite, con la palabra “eleos”, misericordia. De hecho, en varios sacramentos, el óleo consagrado es siempre signo de la misericordia de Dios. Por tanto, la unción para el sacerdocio significa también el encargo de llevar la misericordia de Dios a los hombres. En la lámpara de nuestra vida nunca debería faltar el óleo de la misericordia. Obtengámoslo oportunamente del Señor, en el encuentro con su Palabra, al recibir los sacramentos, permaneciendo junto a él en oración.

Mediante la historia de la paloma con el ramo de olivo, que anunciaba el fin del diluvio y, con ello, el restablecimiento de la paz de Dios con los hombres, no sólo la paloma, sino también el ramo de olivo y el aceite mismo, se transformaron en símbolo de la paz. Los cristianos de los primeros siglos solían adornar las tumbas de sus difuntos con la corona de la victoria y el ramo de olivo, símbolo de la paz. Sabían que Cristo había vencido a la muerte y que sus difuntos descansaban en la paz de Cristo.

Ellos mismos estaban seguros de que Cristo, que les había prometido la paz que el mundo no era capaz de ofrecerles, estaba esperándoles. Recordaban que la primera palabra del Resucitado a los suyos había sido: «Paz a vosotros» (Jn 20,19). Él mismo lleva, por así decir, el ramo de olivo, introduce su paz en el mundo. Anuncia la bondad salvadora de Dios. Él es nuestra paz. Los cristianos deberían ser, pues, personas de paz, personas que reconocen y viven el misterio de la cruz como misterio de reconciliación.

Cristo no triunfa por medio de la espada, sino por medio de la cruz. Vence superando el odio. Vence mediante la fuerza más grande de su amor. La cruz de Cristo expresa su “no” a la violencia. Y, de este modo, es el signo de la victoria de Dios, que anuncia el camino nuevo de Jesús. El sufriente ha sido más fuerte que los poderosos. Con su autodonación en la cruz, Cristo ha vencido la violencia. Como sacerdotes estamos llamados a ser, en la comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a oponernos a la violencia y a fiarnos del poder más grande del amor.

Al simbolismo del aceite pertenece también el que fortalece para la lucha. Esto no contradice el tema de la paz, sino que es parte de él. La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad.

 Así sirvieron a la paz auténtica. También hoy es importante que los cristianos cumplan el derecho, que es el fundamento de la paz. También hoy es importante para los cristianos no aceptar una injusticia, aunque sea retenida como derecho, por ejemplo, cuando se trata del asesinato de niños inocentes aún no nacidos. Así servimos precisamente a la paz y así nos encontramos siguiendo las huellas de Jesús, del que san Pedro dice: «Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia» (1 P 2,23s.).

Los Padres de la Iglesia estaban fascinados por unas palabras del salmo 45 [44], según la tradición el salmo nupcial de Salomón, que los cristianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo, el nuevo Salomón, con su Iglesia. En él se dice al Rey, Cristo: «Has amado la justicia y odiado la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros» (v. 8).

 ¿Qué es el aceite de júbilo con el que fue ungido el verdadero Rey, Cristo? Los Padres no tenían ninguna duda al respecto: el aceite de júbilo es el mismo Espíritu Santo, que fue derramado sobre Jesucristo. El Espíritu Santo es el júbilo que procede de Dios. Cristo derrama este júbilo sobre nosotros en su Evangelio, en la buena noticia de que Dios nos conoce, de que él es bueno y de que su bondad es más poderosa que todos los poderes; de que somos queridos y amados por Dios.

 La alegría es fruto del amor. El aceite de júbilo, que ha sido derramado sobre Cristo y por él llega a nosotros, es el Espíritu Santo, el don del Amor que nos da la alegría de vivir. Ya que conocemos a Cristo y, en Cristo, al Dios verdadero, sabemos que es algo bueno ser hombre. Es algo bueno vivir, porque somos amados. Porque la verdad misma es buena.

En la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo particular como signo de la presencia del Espíritu Santo, que se nos comunica por medio de Cristo. Él es el aceite de júbilo. Este júbilo es distinto de la diversión o de la alegría exterior que la sociedad moderna anhela. La diversión, en su justa medida, es ciertamente buena y agradable. Es algo bue

no poder reír. Pero la diversión no lo es todo. Es sólo una pequeña parte de nuestra vida, y cuando quiere ser el todo se convierte en una máscara tras la que se esconde la desesperación o, al menos, la duda de que la vida sea auténticamente buena, o de si tal vez no habría sido mejor no haber existido.

El gozo que Cristo nos da es distinto. Es un gozo que nos proporciona alegría, sí, pero que sin duda puede ir unido al sufrimiento. Nos da la capacidad de sufrir y, sin embargo, de permanecer interiormente gozosos en el sufrimiento. Nos da la capacidad de compartir el sufrimiento ajeno, haciendo así perceptible, en la mutua disponibilidad, la luz y la bondad de Dios.

Siempre me hace reflexionar el episodio de los Hechos de los Apóstoles, en el que los Apóstoles, después de que el sanedrín los había mandado flagelar, salieron «contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (Hch 5,41). Quien ama está siempre dispuesto a sufrir por el amado y a causa de su amor y, precisamente así, experimenta una alegría más profunda. La alegría de los mártires era más grande que los tormentos que les infligían.

Este gozo, al final, ha vencido y ha abierto a Cristo las puertas de la historia. Como sacerdotes, como dice San Pablo, «contribuimos a vuestro gozo» (2 Co 1,24). En el fruto del olivo, en el óleo consagrado, nos alcanza la bondad del Creador, el amor del Redentor. Pidamos que su júbilo nos invada cada vez más profundamente y que seamos capaces de llevarlo nuevamente a un mundo que necesita urgentemente el gozo que nace de la verdad.

Amén.

CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús
Plaza de San Pedro
Viernes 11 de junio de 2010

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
queridos hermanos y hermanas:

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal.

El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación,  palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él.

Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender.

Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí».

Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario.

También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida.

Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo.

Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él.

Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida.

El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada.

Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él.

Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal.

Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres.

Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad de Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido?

En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino.

 Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no  andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa.

La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la vida.

Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el Salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar.

También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote.

También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande.

Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida  (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos.

Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.


Al termine di questa straordinaria concelebrazione, desidero esprimere la mia viva gratitudine alla Congregazione per il Clero, per l’opera svolta durante l’Anno Sacerdotale e per aver organizzato queste giornate conclusive. Un pensiero di speciale riconoscenza va ai Signori Cardinali ed ai Vescovi che hanno voluto essere presenti, in particolare a quanti sono venuti da lontano.

Saludo cordialmente a los presbíteros de lengua española, y pido a Dios que esta celebración se convierta en un vigoroso impulso para seguir viviendo con gozo, humildad y esperanza su sacerdocio, siendo mensajeros audaces del Evangelio, ministros fieles de los Sacramentos y testigos elocuentes de la caridad. Con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, os invito a continuar aspirando cada día a la santidad, sabiendo que no hay mayor felicidad en este mundo que gastar la vida por la gloria de Dios y el bien de las almas.

ORDENACIÓN PRESBITERAL DE LOS DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 20 de junio de 2010

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos ordenandos;

queridos hermanos y hermanas:

Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y todos los presbíteros, doy las gracias al Señor por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Quiero dirigiros un saludo particular a vosotros, queridos ordenandos: hoy estáis en el centro de la atención del pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente representado por la gente que llena esta basílica vaticana: la llena de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de auténtica conmoción, de alegría humana y espiritual.

En este pueblo de Dios ocupan un lugar especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros, vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este momento, de numerosísimas personas, humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños y los enfermos. Os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su inocencia y de su sufrimiento.

Por tanto, toda la Iglesia de Roma hoy da gracias a Dios y reza por vosotros, pone gran confianza y esperanza en vuestro futuro, y espera frutos abundantes de santidad y de bien de vuestro ministerio sacerdotal. Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, cuenta muchísimo con vosotros. La Iglesia os necesita a cada uno, consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de todo hombre de encontrarse con Cristo, salvador único y universal del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría plena. Así pues, todos nos sentimos invitados a entrar en el «misterio», en el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestro corazón con la ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que se ha proclamado.

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18).

Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».

Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después —con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22-24).

¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública.

Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy.

Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio —recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.

Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía.

Hoy, con el sacramento del Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros.

Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.

¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir cada día este ministerio con coherencia y generosidad. La gracia del presbiterado, que dentro de poco se os dará, os unirá íntimamente, más aún, estructuralmente a la Eucaristía.

Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo crucificado. Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27)

Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del Orden, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.

Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría.

María, la esclava del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que como presbíteros se os da hoy: la de configuraros a Cristo sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.

CELEBRACIÓN DE LA HORA SEXTA Y ENCUENTRO CON LAS MONJAS DE CLAUSURAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Monasterio dominico Santa María del Rosario
Jueves 24 de junio de 2010

Queridas hermanas:

Os dirijo a cada una las palabras del Salmo 124, que acabamos de rezar: «Señor, concede bienes a los buenos y a los rectos de corazón» (v. 4). Ante todo, os saludo con este deseo: que el Señor esté con vosotras. En particular, saludo a vuestra madre priora, y le agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de la comunidad. Con gran alegría acepté la invitación a visitar este monasterio, para poder rezar junto con vosotras al pie de la imagen de la Virgen acheropita de san Sixto, en otro tiempo protectora de los monasterios romanos de Santa María in Tempulo y de San Sixto.Hemos rezado juntos la Hora media, una pequeña parte de la oración litúrgica que, como monjas de clausura, marca los ritmos de vuestras jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une de modo especial a su Señor. Por esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación diaria en el sacrificio eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y rica en frutos, no sólo en relación al camino de santificación y de purificación personal, sino también respecto al apostolado de intercesión que lleváis a cabo en favor de toda la Iglesia, a fin de que comparezca pura y santa ante el Señor. Vosotras, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación puede obtener para la Iglesia.

Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar donde podéis vivir en el Señor; es para vosotras la nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor a celebrar el nombre del Señor (cf. Sal 121, 4). Estad agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin ningún mérito vuestro. Con Isaías, podéis afirmar: el Señor «me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (Is 49, 5). Antes de que nacierais, el Señor había reservado para sí vuestro corazón, a fin de colmarlo de su amor. Mediante el sacramento del Bautismo habéis recibido la gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente a él. La forma de vida contemplativa, que de las manos de santo Domingo habéis recibido en las modalidades de la clausura, os sitúa, como miembros vivos y vitales, en el corazón del Cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y al igual que el corazón hace circular la sangre y mantiene en vida a todo el cuerpo, así vuestra existencia escondida con Cristo, tejida de trabajo y oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para todo hombre que el Señor redimió con su sangre.

En esta fuente inagotable bebéis con la oración, presentando ante el Altísimo las necesidades espirituales y materiales de muchos hermanos que pasan por dificultades, la vida perdida de cuantos se han alejado del Señor. ¿Cómo no sentir compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida acontezca el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el reino de Dios se instaure en el corazón de todo hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: «Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio»: «Tu deseo es tu oración; y si es deseo permanente, continuo, también es oración continua» (Ep. 130, 18-20); por esto, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón se mantiene despierto, no deja nunca de desear y eleva continuamente himnos de alabanza a Dios.

Por tanto, queridas hermanas, reconoced que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos puntuales de oración, vuestro corazón sigue siendo impulsado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestro corazón su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger a Dios mismo (cf. Comentario al Evangelio de san Juan, tr. 40, 10). Este es el horizonte del peregrinar terreno. Esta es vuestra meta. Para esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y renunciando a los bienes terrenos: para desear, por encima de todas las cosas, el bien que no tiene igual, la perla preciosa que, para llegar a poseerla, merece la pena renunciar a cualquier otro bien.

Que cada día pronunciéis vuestro «sí» a los designios de Dios, con la misma humildad con la cual la Virgen santísima dijo su «sí». Ella, que en el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra cotidiana consagración virginal, para que en el ocultamiento experimentéis la profunda intimidad que ella vivió con Jesús. Invocando su intercesión maternal, junto a la de santo Domingo, de santa Catalina de Siena y de todos los santos y santas de la Orden dominicana, os imparto a todas una bendición apostólica especial, que extiendo de buen grado a las personas que se encomiendan a vuestras oraciones.

SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS  

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Martes 29 de junio de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Los textos bíblicos de esta liturgia eucarística de la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus servidores fieles y los libra de todo mal, y libra a la Iglesia de las potencias negativas. Es el tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro más profundamente espiritual.

Esta temática atraviesa hoy toda la liturgia de la Palabra. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y san Pablo, subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libra a Pedro de las cadenas y lo conduce fuera de la cárcel de Jerusalén, donde lo había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cf. Hch 12, 1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de su vida terrena, hace un balance completo, del que emerge que el Señor estuvo siempre cerca de él, lo libró de numerosos peligros y lo librará además introduciéndolo en su Reino eterno (cf. 2 Tm 4, 6-8.17-18). El tema se refuerza en el Salmo responsorial (Sal 33) y se desarrolla de modo particular en el texto evangélico de la confesión de Pedro, donde Cristo promete que el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia (cf. Mt 16, 18)

Observando bien, se nota, con relación a esta temática, cierta progresión. En la primera lectura se narra un episodio específico que muestra la intervención del Señor para librar a Pedro de la prisión; en la segunda, Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya lo ha librado «de la boca del león», lo librará «de todo mal» abriéndole las puertas del cielo; en el Evangelio, en cambio, ya no se habla de apóstoles individualmente, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De este modo vemos que la promesa de Jesús —«el poder del infierno no prevalecerá» sobre la Iglesia— comprende ciertamente las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por los demás testigos del Evangelio, pero va más allá, queriendo asegurar sobre todo la protección contra las amenazas de orden espiritual; según lo que el propio Pablo escribe en la Carta a los Efesios: «Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y las potencias, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las alturas» (Ef 6, 12).

En efecto, si pensamos en los dos mil años de historia de la Iglesia, podemos observar que —como había anunciado el Señor Jesús (cf. Mt 10, 16-33)— a los cristianos jamás han faltado las pruebas, que en algunos períodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas persecuciones. Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho, lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro.

El epistolario paulino atestigua ya esta realidad. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo —de la que hemos escuchado un pasaje— habla de los peligros de los «últimos tiempos», identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cf. 3, 1-5). La conclusión del Apóstol es tranquilizadora: los hombres que obran el mal —escribe— «no llegarán muy lejos, porque su necedad será manifiesta a todos» (3, 9). Así pues, hay una garantía de libertad, asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que tratan de impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden corromper su autenticidad y su credibilidad.

El tema de la libertad de la Iglesia, garantizada por Cristo a Pedro, tiene también una pertinencia específica con el rito de la imposición del palio, que hoy renovamos para treinta y ocho arzobispos metropolitanos, a los cuales dirijo mi más cordial saludo, extendiéndolo con afecto a cuantos han querido acompañarlos en esta peregrinación. La comunión con Pedro y con sus sucesores, de hecho, es garantía de libertad para los pastores de la Iglesia y para las comunidades a ellos confiadas. Lo es en los dos planos que he puesto de relieve en las reflexiones anteriores. En el plano histórico, la unión con la Sede Apostólica asegura a las Iglesias particulares y a las Conferencias episcopales la libertad respecto a poderes locales, nacionales o supranacionales, que en ciertos casos pueden obstaculizar la misión de la Iglesia.

Además, y más esencialmente, el ministerio petrino es garantía de libertad en el sentido de la plena adhesión a la verdad, a la auténtica tradición, de modo que el pueblo de Dios sea preservado de errores concernientes a la fe y a la moral. Por tanto, el hecho de que cada año los nuevos arzobispos metropolitanos vengan a Roma a recibir el palio de manos del Papa se ha de entender en su significado propio, como gesto de comunión, y el tema de la libertad de la Iglesia nos ofrece una clave de lectura particularmente importante.

Esto aparece evidente en el caso de las Iglesias marcadas por persecuciones, o sometidas a injerencias políticas o a otras duras pruebas. Pero esto no es menos relevante en el caso de comunidades que sufren la influencia de doctrinas erróneas, o de tendencias ideológicas y prácticas contrarias al Evangelio. En este sentido, el palio, por consiguiente, se convierte en garantía de libertad, análogamente al «yugo» de Jesús, que él invita a cada uno a tomar sobre sus hombros (cf. Mt 11, 29-30). Como el mandamiento de Cristo, aun siendo exigente, es «dulce y ligero», y en vez de pesar sobre el que lo lleva, lo alivia, así el vínculo con la Sede Apostólica, aunque sea arduo, sostiene al pastor y la porción de Iglesia confiada a su cuidado, haciéndolos más libres y más fuertes.

Quiero extraer una última indicación de la Palabra de Dios, en particular de la promesa de Cristo según la cual el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia. Estas palabras pueden tener también un significativo valor ecuménico, puesto que, como aludí hace poco, uno de los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división en el seno de la comunidad eclesial. De hecho, las divisiones son síntomas de la fuerza del pecado, que continúa actuando en los miembros de la Iglesia también después de la redención.

Pero la Palabra de Cristo es clara: «Non praevalebunt», «No prevalecerán» (Mt 16, 18). La unidad de la Iglesia está enraizada en la unión con Cristo, y la causa de la unidad plena de los cristianos —que siempre se ha de buscar y renovar, de generación en generación— también está sostenida por su oración y su promesa. En la lucha contra el espíritu del mal, Dios nos ha dado en Jesús el «Abogado» defensor y, después de su Pascua, «otro Paráclito» (cf. Jn 14, 16), el Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y conduce a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 14, 16; 16, 13), que es también la plenitud de la caridad y de la unidad. Con estos sentimientos de confiada esperanza, me alegra saludar a la delegación del Patriarcado de Constantinopla que, según la bella costumbre de las visitas recíprocas, participa en la celebración de los santos patronos de Roma. Juntos damos gracias a Dios por los progresos en las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos, y renovamos el compromiso de corresponder generosamente a la gracia de Dios, que nos conduce a la comunión plena.

Queridos amigos, os saludo cordialmente a cada uno: señores cardenales, hermanos en el episcopado, señores embajadores y autoridades civiles —en particular al alcalde de Roma—, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Os agradezco vuestra presencia. Que los santos apóstoles Pedro y Pablo os obtengan amar cada vez más a la santa Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, nuestro Señor, y mensajera de unidad y de paz para todos los hombres. Que os obtengan también ofrecer con alegría por su santidad y su misión las fatigas y los sufrimientos soportados por fidelidad al Evangelio.

 Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vosotros, en particular sobre el ministerio de los arzobispos metropolitanos. Que con su ayuda celestial viváis y actuéis siempre con la libertad que Cristo nos conquistó. Amén.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DE LA APERTURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ORIENTE MEDIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Domingo 10 de octubre de 2010

Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

La celebración eucarística, acción de gracias a Dios por excelencia, está marcada hoy para nosotros, reunidos ante el sepulcro de San Pedro, por un motivo extraordinario: la gracia de ver reunidos por primera vez en una Asamblea sinodal, alrededor del Obispo de Roma y Pastor Universal, a los obispos de la región medioriental. Este singular acontecimiento demuestra el interés de toda la Iglesia por la valiosa y amada porción del pueblo de Dios que vive en Tierra Santa y en todo Oriente Medio.

Ante todo elevamos nuestra acción de gracias al Señor de la historia porque ha permitido siempre, pese a acontecimientos con frecuencia difíciles y dolorosos, la continuidad de la presencia de los cristianos en Oriente Medio desde los tiempos de Jesús hasta hoy. En esas tierras la única Iglesia de Cristo se expresa en la variedad de las tradiciones litúrgicas, espirituales, culturales y disciplinarias de las seis venerables Iglesias orientales católicas sui iuris, así como en la tradición latina. El fraterno saludo, que dirijo con gran afecto a los Patriarcas de cada una de ellas, quiere extenderse en este momento a todos los fieles encomendados a su solicitud pastoral en los respectivos países y también en la diáspora.

En este domingo 28º del tiempo ordinario, la Palabra de Dios ofrece un tema de meditación que se aproxima de manera significativa al acontecimiento sinodal que hoy inauguramos. La lectura continua del Evangelio de san Lucas nos lleva al episodio de la curación de los diez leprosos, de los cuales uno solo, un samaritano, vuelve atrás para dar gracias a Jesús. En relación con este texto, la primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, relata la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, también él leproso, que fue curado sumergiéndose siete veces en las aguas del río Jordán, como le ordenó el profeta Eliseo.

Naamán también retorna adonde el profeta y, reconociendo en él al mediador de Dios, profesa su fe en el único Señor. Dos enfermos de lepra, por lo tanto, dos hombres no judíos, que se curan porque creen en la palabra del enviado de Dios. Se curan en el cuerpo, pero se abren a la fe y esta los cura en el alma, es decir, los salva.

El salmo responsorial canta esta realidad: «Yahvé ha dado a conocer su salvación, ha revelado su justicia a las naciones; se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel» (Sal 98, 2-3). Aquí está entonces el tema: la salvación es universal pero pasa a través de una mediación determinada, histórica: la mediación del pueblo de Israel, que se convierte luego en la de Jesucristo y de la Iglesia.

La puerta de la vida está abierta para todos pero, justamente, es una «puerta», es decir un pasaje definido y necesario. Lo afirma sintéticamente la fórmula paulina que hemos escuchado en la segunda carta a Timoteo: «La salvación que está en Cristo Jesús» (2 Tm 2, 10). Es el misterio de la universalidad de la salvación y al mismo tiempo de su vínculo necesario con la mediación histórica de Jesucristo, precedida por la del pueblo de Israel y prolongada por la de la Iglesia. Dios es amor y quiere que todos los hombres participen de su vida; para realizar este designio él, que es uno y trino, crea en el mundo un misterio de comunión humano y divino, histórico y trascendente: lo crea con el «método» —por decirlo así— de la alianza, vinculándose con amor fiel e interminable a los hombres, formando un pueblo santo que se convierta en una bendición para todas las familias de la tierra (cf. Gn 12, 3).

Se revela así como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6), que quiere llevar a su pueblo a la «tierra» de la libertad y de la paz. Esta «tierra» no es de este mundo; todo el designio divino sobrepasa a la historia, pero el Señor lo quiere construir con los hombres, por los hombres y en los hombres, a partir de las coordenadas de espacio y tiempo en las que ellos viven y que él mismo ha dado.

De dichas coordenadas forma parte, con su especificidad, lo que nosotros llamamos «Oriente Medio». Dios también ve esta región del mundo desde una perspectiva distinta, podríamos decir «desde lo alto»: es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob; la tierra del éxodo y del regreso del exilio; la tierra del templo y de los profetas; la tierra en la que el Hijo Unigénito nació de María, donde vivió, murió y resucitó; la cuna de la Iglesia, constituida para llevar el Evangelio de Cristo hasta los confines del mundo. Y también nosotros, como creyentes, miramos a Oriente Medio con esta mirada, desde el punto de vista de la historia de la salvación. Es la perspectiva interior que me ha guiado en los viajes apostólicos a Turquía, Tierra Santa —Jordania, Israel, Palestina— y Chipre, donde he podido conocer de cerca las alegrías y las preocupaciones de las comunidades cristianas. Por eso también he acogido de buen grado la propuesta de los patriarcas y obispos de convocar una Asamblea sinodal para reflexionar juntos, a la luz de las Sagradas Escrituras y de la Tradición de la Iglesia, sobre el presente y el futuro de los fieles y las poblaciones de Oriente Medio.

Mirar esa parte del mundo desde la perspectiva de Dios significa reconocer en ella la «cuna» de un designio universal de salvación en el amor, un misterio de comunión que se cumple en la libertad y, por tanto, pide a los hombres una respuesta. Abraham, los profetas, la Virgen María son los protagonistas de esta respuesta, que tiene su último cumplimiento en Jesucristo, hijo de esa misma tierra, pero que bajó del cielo. De él, de su corazón y de su Espíritu, nació la Iglesia, que es peregrina en este mundo, pero que le pertenece. La Iglesia está constituida para ser, en medio de los hombres, signo e instrumento del único y universal proyecto salvífico de Dios; cumple esta misión sencillamente siendo ella misma, es decir, «comunión y testimonio», como reza el tema de la Asamblea sinodal que se abre hoy, y que hace referencia a la célebre definición que da san Lucas de la primera comunidad cristiana: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).

Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión. Lo dijo claramente Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Esta comunión es la vida misma de Dios que se comunica en el Espíritu Santo, mediante Jesucristo. Es, por tanto, un don, no algo que ante todo tenemos que construir con nuestras fuerzas. Y es precisamente por esto por lo que interpela nuestra libertad y espera nuestra respuesta: la comunión nos pide siempre la conversión, como don que debe ser acogido y cumplido cada vez mejor.

Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran pocos. Nadie habría podido imaginarse lo que ocurrió después. Y la Iglesia vive siempre de esa misma fuerza que la hizo ponerse en marcha y crecer. Pentecostés es el acontecimiento originario, pero también es un dinamismo permanente, y el Sínodo de los obispos es un momento privilegiado en el que se puede renovar en el camino de la Iglesia la gracia de Pentecostés, a fin de que la Buena Nueva sea anunciada con franqueza y pueda ser acogida por todas las gentes.

Por consiguiente, la finalidad de esta Asamblea sinodal es sobre todo pastoral. Aunque no podemos ignorar la delicada y, a veces, dramática situación social y política de algunos países, los pastores de las Iglesias en Oriente Medio desean concentrarse en los aspectos relacionados con su misión.

A este respecto el Instrumentum laboris, elaborado por un Consejo pre-sinodal a cuyos miembros agradezco vivamente el trabajo realizado, subraya esta finalidad eclesial de la Asamblea, evidenciando su intención de reavivar la comunión de la Iglesia católica en Oriente Medio bajo la guía del Espíritu Santo. Ante todo en el interior de cada Iglesia, entre sus miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos, personas de vida consagrada y laicos. Y, después, en las relaciones con las demás Iglesias. La vida eclesial, fortalecida de este modo, verá producir unos frutos muy positivos en el camino ecuménico con las otras Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Oriente Medio. Es una ocasión propicia, además, para proseguir de forma constructiva el diálogo tanto con los judíos, con los cuales nos une de forma indisoluble la larga historia de la Alianza, como con los musulmanes.

Los trabajos de la Asamblea sinodal están orientados también al testimonio de los cristianos en ámbito personal, familiar y social. Esto exige que se refuerce su identidad cristiana mediante la Palabra de Dios y los Sacramentos. Todos deseamos que los fieles sientan la alegría de vivir en Tierra Santa, tierra bendecida por la presencia y por el glorioso misterio pascual del Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos esos Lugares han atraído a multitud de peregrinos y, también, a comunidades religiosas masculinas y femeninas que han considerado un gran privilegio poder vivir y dar testimonio en la Tierra de Jesús. A pesar de las dificultades, los cristianos de Tierra Santa están llamados a reavivar la conciencia de ser piedras vivas de la Iglesia en Oriente Medio, en los Lugares santos de nuestra salvación. Pero vivir de forma digna en la propia patria es, antes que nada, un derecho humano fundamental: por ello, es necesario favorecer las condiciones de paz y justicia, indispensables para un desarrollo armonioso de todos los habitantes de la región.

Todos, por lo tanto, están llamados a dar su contribución: la comunidad internacional, favoreciendo un camino fiable, leal y constructivo hacia la paz; las religiones presentes de forma mayoritaria en la región, promoviendo los valores espirituales y culturales que unen a los hombres y excluyen toda expresión de violencia. Los cristianos seguirán dando su contribución no sólo con las obras de promoción social, como los institutos de educación y de salud sino, y sobre todo, con el espíritu de las Bienaventuranzas evangélicas, que anima a la práctica del perdón y la reconciliación. Con este compromiso tendrán siempre el apoyo de toda la Iglesia, como testifica de forma solemne la presencia aquí de los delegados de los Episcopados de otros continentes.

Queridos amigos, encomendemos los trabajos de la Asamblea sinodal para Oriente Medio a los numerosos santos y santas de esta tierra bendita; invoquemos sobre ella la constante protección de la santísima Virgen María, para que las próximas jornadas de oración, reflexión y comunión fraterna sean portadoras de buenos frutos para el presente y el futuro de las queridas poblaciones de Oriente Medio. A ellas dirigimos de todo corazón el saludo de buen augurio: «Paz para ti, paz para tu casa y paz para todo lo tuyo» (1 Sm 25, 6).

MISA CONCLUSIVA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ORIENTE MEDIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 24 de octubre de 2010

Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

A dos semanas de distancia de la celebración de apertura, nos volvemos a reunir en el día del Señor, alrededor del altar de la Confesión de la basílica de San Pedro, para concluir la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Nuestro corazón está lleno de profunda gratitud a Dios, que nos ha donado esta experiencia realmente extraordinaria, no sólo para nosotros, sino para el bien de la Iglesia, del pueblo de Dios que vive en las tierras entre el Mediterráneo y Mesopotamia.

Como Obispo de Roma, deseo compartir mi agradecimiento con vosotros, venerados padres sinodales: cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos. En particular, doy las gracias al secretario general, a los cuatro presidentes delegados, al relator general, al secretario especial y a todos los colaboradores, que en estos días han trabajado sin escatimar esfuerzos.

Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido «al templo para orar»; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos «volver a casa» verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.

La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. «La oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista añade: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos» (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que «no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.

Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. «Pero el Señor, —prosigue san Pablo— me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor.

La Asamblea sinodal que hoy se concluye ha tenido presente siempre la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita en los Hechos de los Apóstoles: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Es una realidad experimentada en los días pasados, durante los cuales hemos compartido las alegrías y los dolores, las preocupaciones y las esperanzas de los cristianos de Oriente Medio. Hemos vivido la unidad de la Iglesia en la variedad de las Iglesias presentes en esa región. Guiados por el Espíritu Santo, hemos llegado a ser «un solo corazón y una sola alma» en la fe, en la esperanza y en la caridad, sobre todo durante las celebraciones eucarísticas, fuente y culmen de la comunión eclesial, así como en la Liturgia de las Horas, celebrada cada mañana en uno de los siete ritos católicos de Oriente Medio. Así, hemos valorado la riqueza litúrgica, espiritual y teológica de las Iglesias orientales católicas, además de la de la Iglesia latina. Se ha tratado de un intercambio de dones preciosos, del que se han beneficiado todos los padres sinodales. Es de desear que esta experiencia positiva se repita también en las respectivas comunidades de Oriente Medio, favoreciendo la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas de los demás ritos católicos y, por tanto, la apertura a las dimensiones de la Iglesia universal.

La oración común nos ha ayudado también a afrontar los desafíos de la Iglesia católica en Oriente Medio. Uno de ellos es la comunión en el seno de cada Iglesia sui iuris, así como en las relaciones entre las varias Iglesias católicas de distintas tradiciones. Como nos ha recordado la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 18, 9-14), necesitamos humildad para reconocer nuestros límites, nuestros errores y nuestras omisiones, a fin de poder formar verdaderamente «un solo corazón y una sola alma». Una comunión más plena en el seno de la Iglesia católica favorece también el diálogo ecuménico con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. En esta Asamblea sinodal la Iglesia católica ha corroborado también su profunda convicción de proseguir este diálogo, con el fin de que se realice plenamente la oración del Señor Jesús «para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

A los cristianos en Oriente Medio se pueden aplicar las palabras del Señor Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). En efecto, aunque su número es escaso, son portadores de la buena nueva del amor de Dios por el hombre, amor que se reveló precisamente en Tierra Santa en la persona de Jesucristo. Esta Palabra de salvación, reforzada con la gracia de los sacramentos, resuena con particular eficacia en los lugares en los que, por designio de Dios, se escribió, y es la única Palabra capaz de romper el círculo vicioso de la venganza, del odio y de la violencia. De un corazón purificado, en paz con Dios y con el prójimo, pueden nacer propósitos e iniciativas de paz a nivel local, nacional e internacional. A esta obra, a cuya realización está llamada toda la comunidad internacional, los cristianos, ciudadanos de pleno derecho, pueden y deben dar su contribución con el espíritu de las bienaventuranzas, convirtiéndose así en constructores de paz y en apóstoles de reconciliación para el bien de toda la sociedad.

Desde hace demasiado tiempo en Oriente Medio perduran los conflictos, las guerras, la violencia, el terrorismo. La paz, que es don de Dios, también es el resultado de los esfuerzos de los hombres de buena voluntad, de las instituciones nacionales e internacionales, y en particular de los Estados más implicados en la búsqueda de la solución de los conflictos. Nunca debemos resignarnos a la falta de paz. La paz es posible. La paz es urgente. La paz es la condición indispensable para una vida digna de la persona humana y de la sociedad. La paz es también el mejor remedio para evitar la emigración de Oriente Medio. «Invocad la paz para Jerusalén» nos dice el Salmo (122, 6). Oremos por la paz en Tierra Santa. Oremos por la paz en Oriente Medio, esforzándonos para que este don de Dios ofrecido a los hombres de buena voluntad se difunda en el mundo entero.

Otra contribución que los cristianos pueden aportar a la sociedad es la promoción de una auténtica libertad religiosa y de conciencia, uno de los derechos fundamentales de la persona humana que cada Estado debería respetar siempre. En numerosos países de Oriente Medio existe la libertad de culto, pero no pocas veces el espacio de la libertad religiosa es muy limitado. Ampliar este espacio de libertad es una exigencia para garantizar a todos los que pertenecen a las distintas comunidades religiosas la verdadera libertad de vivir y profesar su fe. Este tema podría ser objeto de diálogo entre los cristianos y los musulmanes, diálogo cuya urgencia y utilidad ha sido ratificada por los padres sinodales.

Durante los trabajos de la Asamblea se ha subrayado a menudo la necesidad de volver a proponer el Evangelio a las personas que lo conocen poco o que incluso se han alejado de la Iglesia. Se ha evocado muchas veces la urgente necesidad de una nueva evangelización también para Oriente Medio. Se trata de un tema muy extendido, sobre todo en los países de antigua cristianización. También la reciente creación del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización responde a esta profunda exigencia. Por eso, después de haber consultado al Episcopado de todo el mundo y después de haber escuchado al Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, he decidido dedicar la próxima Asamblea general ordinaria, en 2012, al siguiente tema: «Nova evangelizatio ad christianam fidem tradendam», «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana».

Queridos hermanos y hermanas de Oriente Medio, que la experiencia de estos días os asegure que no estáis nunca solos, que os acompañan siempre la Santa Sede y toda la Iglesia, la cual, nacida en Jerusalén, se extendió por Oriente Medio y después por el mundo entero. Encomendamos la aplicación de los resultados de la Asamblea especial para Oriente Medio, así como la preparación de la Asamblea general ordinaria, a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de la paz. Amén.

CAPILLA PAPAL PARA LA ORDENACIÓN DE CINCO ARZOBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 5 de febrero de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo con afecto a estos cinco hermanos presbíteros que dentro de poco recibirán la ordenación episcopal: monseñor Savio Hon Tai-Fai, monseñor Marcello Bartolucci, monseñor Celso Morga Iruzubieta, monseñor Antonio Guido Filipazzi y monseñor Edgar Peña Parra. Deseo expresarles mi gratitud y la de la Iglesia por el servicio que han prestado hasta ahora con generosidad y entrega, y formular la invitación a acompañarles con la oración en el ministerio al que están llamados en la Curia romana y en las representaciones pontificias como sucesores de los Apóstoles, para que el Espíritu Santo los ilumine y los guíe siempre en la mies del Señor.

«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). Estas palabras del Evangelio de la misa de hoy nos tocan especialmente de cerca en esta hora. Es la hora de la misión: queridos amigos, el Señor os envía a vosotros a su mies. Debéis cooperar en la tarea de la que habla el profeta Isaías en la primera lectura: «El Señor me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados» (Is 61, 1). Este es el trabajo para la mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles la buena noticia que no es sólo palabra, sino también acontecimiento: Dios, él mismo, ha venido a nosotros. Nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto, hacia sí mismo, y así cura el corazón desgarrado. Damos gracias al Señor porque manda obreros a la mies de la historia del mundo. Le damos gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho sí y porque en esta hora pronunciaréis nuevamente vuestro «sí» a ser obreros del Señor para los hombres.

«La mies es abundante» también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega. Precisamente en esta hora el trabajo en el campo de Dios es muy urgente y precisamente en esta hora sentimos de modo especialmente doloroso la verdad de las palabras de Jesús: «Son pocos los obreros». Al mismo tiempo el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar sólo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar a la venida de los obreros, pero sólo podemos hacerlo cooperando con Dios. Así esta hora del agradecimiento porque se realiza un envío a la misión es también especialmente la hora de la oración: Señor, envía obreros a tu mies. Abre los corazones a tu llamada. No permitas que nuestra súplica sea vana.

La liturgia del día de hoy nos da, por tanto, dos definiciones de vuestra misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al señorío de Dios, a fin de que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Y nuestro ministerio se describe como cooperación a la misión de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, que se le dio a él en cuanto Mesías, el Hijo ungido de Dios. La Carta a los Hebreos —la segunda lectura— completa esto a partir de la imagen del sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.

Pero quiero decir unas palabras sobre cómo poner en práctica esta gran tarea, sobre lo que exige concretamente de nosotros. Para la Semana de oración por la unidad de los cristianos, este año las comunidades cristianas de Jerusalén habían elegido un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: «Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42).

 En estos cuatro elementos básicos del ser de la Iglesia está descrita a la vez también la tarea esencial de sus pastores. Los cuatro elementos están unidos mediante la expresión «perseveraban» —«erant perseverantes»—: la Biblia latina traduce así la expresión griega προσκαρτερέω: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del ser cristianos y es fundamental para la tarea de los pastores, de los obreros en la mies del Señor. El pastor no debe ser una caña que se dobla según sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, la valentía de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo esencial a la tarea del pastor. No debe ser una caña, sino —según la imagen del primer salmo— debe ser como un árbol que tiene raíces profundas en las cuales permanece firme y bien fundamentado. Lo cual no tiene nada que ver con la rigidez o la inflexibilidad. Sólo donde hay estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino estuvo marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Sin embargo, sus tres conversiones y las transformaciones acontecidas en ellas son un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la verdad, hacia Dios; el camino de la verdadera continuidad que precisamente así hace progresar.

«Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles»: la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente él ha hablado. Realmente ha hecho algo y realmente ha dicho algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, confiarse a Dios, una relación viva con él. Pero el Dios al cual nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra.

La Iglesia antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la llamada Regula fidei, que, substancialmente, es idéntica a las profesiones de fe. Este es el fundamento seguro, sobre el cual nos basamos también hoy los cristianos. Es la base segura sobre la cual podemos construir la casa de nuestra fe, de nuestra vida (cf. Mt 7, 24 ss). Y de nuevo, la estabilidad y el carácter definitivo de lo que creemos no significan rigidez.

San Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la cual descubrimos siempre nuevos tesoros, tesoros en los cuales se desarrolla la única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como pastores de la Iglesia vivimos de esta fe y así también podemos anunciarla como la buena noticia que hace que estemos seguros del amor de Dios y de que él nos ama.

El segundo pilar de la existencia eclesial, san Lucas lo llama κοινωνία: communio. Después del concilio Vaticano II, este término se ha convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la vida eclesial. Lo que san Lucas quiere expresar exactamente con esta palabra en este texto, no lo sabemos.

Por tanto, podemos tranquilamente comprenderla basándonos en el contexto global del Nuevo Testamento y de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la da san Juan al comienzo de su primera carta: Lo que hemos visto y oído, lo que palparon nuestras manos, os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 1-4). Dios se ha hecho para nosotros visible y tangible y así ha creado una comunión real con él mismo.

Entramos en esa comunión a través del creer y el vivir juntamente con quienes lo han palpado. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos de algún modo lo vemos, y palpamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente enlazadas una con otra. Al estar en comunión con los Apóstoles, al estar en su fe, nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo.

Queridos amigos, para esto sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de la comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la sucesión apostólica: conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo visible y tangible y así tener abierto el cielo, la presencia de Dios entre nosotros. Sólo mediante la comunión con los sucesores de los Apóstoles estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale igualmente lo contrario: sólo gracias a la comunión con Dios, sólo gracias a la comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida.

Nunca somos obispos solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre y solamente en el colegio de los obispos. Este, además, no puede encerrarse en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece el entrelazado de todas las generaciones, la Iglesia viva de todos los tiempos.

Vosotros, queridos hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión católica. Sabéis que el Señor encomendó a san Pedro y a sus sucesores que estuvieran en el centro de esa comunión, que fueran los garantes del estar en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra ayuda para que permanezca vivo el gozo por la gran unidad de la Iglesia, por la comunión de todos los lugares y todos los tiempos, por la comunión de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el corazón, día tras día, su centro más profundo en ese momento sagrado, en el cual el Señor mismo se dona en la santa Comunión.

Con esto hemos llegado al elemento fundamental sucesivo de la existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás, a los discípulos de Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto de partir el pan. Y desde allí la mirada vuelve todavía más atrás, a la hora de la última Cena, en la cual Jesús, al partir el pan, se distribuyó a sí mismo, se hizo pan por nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan, la santa Eucaristía, es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. Cristo resucitado entra en mi interior y quiere transformarme para hacerme entrar en una profunda comunión con él. Así me abre también a todos los demás: nosotros, siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san Pablo (cf. 1 Co 10, 17).

Tratemos de celebrar la Eucaristía con una entrega, un fervor cada vez más profundo; tratemos de organizar nuestros días según su medida; tratemos de dejarnos plasmar por ella. Partir el pan: así se expresa asimismo el compartir, el transmitir nuestro amor a los demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claramente del versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al que acabamos de citar: «Los creyentes… tenían todo en común», dice san Lucas (2, 44). Prestemos atención a que la fe se exprese siempre en el amor y en la justicia de unos con otros y que nuestra práctica social se inspire en la fe; que la fe se viva en el amor.

Como último pilar de la existencia eclesial, san Lucas menciona «las oraciones». Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto? Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes de la oración. Así se pone de relieve algo importante.

La oración, por una parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe ser mi lucha con él, mi búsqueda de él, mi agradecimiento a él y mi alegría en él. Sin embargo, nunca es solamente algo privado de mi «yo» individual, que no atañe a los demás. Esencialmente, orar es también un orar en el «nosotros» de los hijos de Dios. Sólo en este «nosotros» somos hijos de nuestro Padre, a quien el Señor nos ha enseñado a orar. Sólo este «nosotros» nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar

cada vez más profundamente el núcleo de nuestro «yo». Por otra, debe alimentarse siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo, para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así orar, en última instancia, no es una actividad entre otras, una parte de mi tiempo. Orar es la respuesta al imperativo que está al inicio del Canon en la celebración eucarística: Sursum corda: levantemos el corazón. Se trata de elevar mi existencia hacia la altura de Dios.

En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a Juan el Bautista una «lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5, 35) y sigue: «ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la vida» (Hom. en Ez. 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer continuamente por él hacia su altura.

Duc in altum (Lc 5, 4): Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca. Esto lo dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a convertirse en «pescadores de hombres». Duc in altum: el Papa Juan Pablo II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en voz alta a los discípulos del Señor de hoy. Duc in altum os dice a vosotros el Señor en esta hora, queridos amigos. Habéis sido llamados a tareas que conciernen a la Iglesia universal. Estáis llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlos, por así decir, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la cual la luz del cielo no penetra. Debéis llevarlos a la tierra de la vida, en la comunión con Jesucristo.

En un pasaje del primer libro de su obra sobre la santísima Trinidad, san Hilario de Poitiers prorrumpe improvisamente en una oración: Por esto rezo «para que tú hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de nuestra profesión con el soplo de tu Espíritu y me impulse hacia adelante en la travesía de mi anuncio» (I 37 CCL 62, 35s). Sí, por esto rezamos en esta hora por vosotros, queridos amigos. Por tanto, desplegad las velas de vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, a fin de que el Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un viaje bendito como pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves Santo 21 de abril de 2011

Queridos hermanos:

En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal.

En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero.

El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida” de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo.

Cuanto más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos “cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía. Dejemos que precisamente estos santos óleos, que ahora son consagrados, nos recuerden esta tarea inherente a la palabra “cristiano”, y pidamos al Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que lo seamos verdaderamente cada vez más.

En la liturgia de este día se bendicen, como hemos dicho, tres óleos. En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales de la existencia cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar. Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el Dies irae. Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor.

En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.

Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (9, 2). El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres.

El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado.

Pero además de esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma.

Ésta es también una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa –por recordar sólo algunos nombres– atraviesa el mundo una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas –junto con su competencia profesional– llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.

En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6).

En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 9-10).

El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él.

Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.

No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no caen en saco roto.

Me dirijo finalmente a vosotros, queridos hermanos en el ministerio sacerdotal. El Jueves Santo es nuestro día de un modo particular. En la hora de la Última Cena el Señor ha instituido el sacerdocio de la Nueva Alianza. “Santifícalos en la verdad” (Jn 17, 17), ha pedido al Padre para los Apóstoles y para los sacerdotes de todos los tiempos. Con enorme gratitud por la vocación y con humildad por nuestras insuficiencias, dirijamos en esta hora nuestro “sí” a la llamada del Señor: Sí, quiero unirme íntimamente al Señor Jesús, renunciando a mí mismo… impulsado por el amor de Cristo. Amén.

CAPILLA PAPAL CON OCASIÓN DE LA BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 1 de mayo de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento.

Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.

Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.

Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.

«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos.

Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro.

María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).

También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)– ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium.

 Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera.

Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).

El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado.

Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!».

Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza».

Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio.

 El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.

¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos.  Amén.

SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Miércoles 29 de junio de 2011

Queridos hermanos y hermanas,

«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo, esta aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos sacerdotes el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo sabía y sentía que, en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y era también algo más que una cita de la Sagrada Escritura.

Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente personal. En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos había acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el Cenáculo.

 En el grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo –por mandato suyo– pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son únicamente palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser.

Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros. Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así, puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor.

Él se fía de mí: «Ya no siervos, sino amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de llevarla a los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos, sino amigos»: esta es una afirmación que produce una gran alegría interior y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede hacernos estremecer a través de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.

«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los antiguosLa amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.

Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

El primer cometido que da a los discípulos, a los amigos, es el de  ponerse en camino –os he destinado para que vayáis-, de salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mt 28,19s). El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo.

Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la fermentación, los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de los matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.

Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre verdadera.

El auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento.

 Precisamente de este modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios, tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76, 1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente íntimamente cada día.

Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria íntima sobre los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de pensar en lo que es propio de este momento.

En la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi más cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé I y a la Delegación que ha enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita en la gozosa ocasión de los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente también a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los Señores Embajadores y a las Autoridades civiles, así como a los sacerdotes, a mis compañeros de Primera Misa, a los religiosos y fieles laicos. Agradezco a todos su presencia y su oración.

 A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los grandes Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa? Nos puede recordar ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los hombros (cf. Mt 11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y, por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y amor. Así, es también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en la amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de ellos como Pastores.

Con esto hemos llegado a un nuevo significado del palio: está tejido con la lana de corderos que son bendecidos en la fiesta de santa Inés. Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido Él mismo en cordero por amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por las montañas y los desiertos en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado.

Nos recuerda a Él, que ha tomado el cordero, la humanidad –a mí– sobre sus hombros, para llevarme de nuevo a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su servicio, también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así decir, sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos ser Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se convierte en el nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente también la comunión de los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores; significa que tenemos que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que sólo en la unidad de la cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia Cristo.

Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he extendido demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido impulsado a mirar a lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido impulsado a deciros –a todos los sacerdotes y Obispos, así como también a los fieles de la Iglesia– una palabra de esperanza y ánimo; una palabra, madurada en la experiencia, sobre el hecho de que el Señor es bueno. Pero, sobre todo, éste es un momento de gratitud: gratitud al Señor por la amistad que me ha ofrecido y que quiere ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las personas que me han formado y acompañado. Y en todo ello se esconde la petición de que un día el Señor, en su bondad, nos acoja y nos haga contemplar su alegría. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A MADRID CON OCASIÓN DE LA XXVI

JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
18-21 DE AGOSTO DE 2011

SANTA MISA CON LOS SEMINARISTAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Santa María la Real de la Almudena de Madrid
Sábado 20 de agosto de 2011

Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,
Venerados hermanos en el Episcopado,
Queridos sacerdotes y religiosos,
Queridos rectores y formadores,
Queridos seminaristas,
Amigos todos

Me alegra profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros, que aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres, y agradezco las amables palabras de saludo con que me habéis acogido. Esta Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena es hoy como un inmenso cenáculo donde el Señor celebra con deseo ardiente su Pascua con quienes un día anheláis presidir en su nombre los misterios de la salvación.

Al veros, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del evangelio al mundo. Como seminaristas, estáis en camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre. Llamados por Él, habéis seguido su voz y atraídos por su mirada amorosa avanzáis hacia el ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en Él, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta muestra de predilección que tiene con cada uno de vosotros.

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar,  recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).

La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.

Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia. Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.

Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de la cruz del Señor.

Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14).

Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.

Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales.

Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.

Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.

Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.


ANUNCIO DE LA PRÓXIMA DECLARACIÓN DE SAN JUAN DE ÁVILA,
PRESBÍTERO, PATRONO DEL CLERO SECULAR ESPAÑOL, COMO DOCTOR DE LA IGLESIA UNIVERSAL

Queridos hermanos:

Con gran gozo, quiero anunciar ahora al pueblo de Dios, en este marco de la Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena, que, acogiendo los deseos del Señor Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Eminentísimo Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, de los demás Hermanos en el Episcopado de España, así como de un gran número de Arzobispos y Obispos de otras partes del mundo, y de muchos fieles, declararé próximamente a San Juan de Ávila, presbítero, Doctor de la Iglesia universal.

Al hacer pública esta noticia aquí, deseo que la palabra y el ejemplo de este eximio Pastor ilumine a los sacerdotes y a aquellos que se preparan con ilusión para recibir un día la Sagrada Ordenación.

Invito a todos a que vuelvan la mirada hacia él, y encomiendo a su intercesión a los Obispos de España y de todo el mundo, así como a los presbíteros y seminaristas, para que perseverando en la misma fe de la que él fue maestro, modelen su corazón según los sentimientos de Jesucristo, el Buen Pastor, a quien sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A MADRID CON OCASIÓN DE LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
18-21 DE AGOSTO DE 2011

SANTA MISA PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

PALABRAS DEL SANTO PADRE AL INICIO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Aeropuerto Cuatro Vientos de Madrid
Domingo 21 de agosto de 2011

Queridos jóvenes:

He pensado mucho en vosotros en estas horas que no nos hemos visto. Espero que hayáis podido dormir un poco, a pesar de las inclemencias del tiempo. Seguro que en esta madrugada habréis levantado los ojos al cielo más de una vez, y no sólo los ojos, también el corazón, y esto os habrá permitido rezar. Dios saca bienes de todo. Con esta confianza, y sabiendo que el Señor nunca nos abandona, comenzamos nuestra celebración eucarística llenos de entusiasmo y firmes en la fe.

* * *

HOMILÍA

Queridos jóvenes:

Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre.

Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido. Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?

En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.

Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados.

Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.

Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.

En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.

Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.

Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.

De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.

Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.

VISITA PASTORAL A ANCONA: SANTA MISA PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Astillero de Ancona
Domingo 11 de septiembre de 2011

Queridísimos hermanos y hermanas:

Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado me llevó a Bari, con ocasión del 24° Congreso eucarístico nacional. Hoy he venido a clausurar solemnemente el 25°, aquí en Ancona. Doy gracias al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y nos ven reunidos en torno a la Eucaristía. Bari y Ancona, dos ciudades que se asoman al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas a Oriente, a su cultura y su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida cotidiana».

Antes de ofreceros alguna reflexión, quiero agradecer vuestra coral participación: en vosotros abrazo espiritualmente a toda la Iglesia que está en Italia. Dirijo un saludo agradecido al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros; a mi legado para este Congreso, cardenal Giovanni Battista Re; al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, a los obispos de la provincia eclesiástica de Las Marcas y a los que han acudido numerosos de cada parte del país. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y muchos jóvenes. Mi agradecimiento va también a las autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido al buen éxito de este acontecimiento.

«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60). Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8).

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16, 3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: «Padre (...), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.

¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).

La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada.

Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36).

En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión.

Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.

Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.

REZO DE VÍSPERAS PARA LA INAUGURACIÓN DEL AÑO ACADÉMICO DE LAS UNIVERSIDADES PONTIFICIAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Viernes 4 de noviembre de 2011

Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra celebrar estas Vísperas con vosotros, que formáis la gran comunidad de las universidades pontificias romanas. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido y sobre todo el servicio que presta como prefecto de la Congregación para la educación católica, ayudado por el secretario y los demás colaboradores. A ellos, y a todos los rectores, a los profesores y a los estudiantes dirijo mi más cordial saludo.

Hace setenta años el venerable Pío XII, con el motu proprio «Cum nobis» (cf. AAS 33 [1941] 479-481) instituyó la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, con la finalidad de promover las vocaciones presbiterales, difundir el conocimiento de la dignidad y de la necesidad del ministerio ordenado y estimular la oración de los fieles para obtener del Señor numerosos y dignos sacerdotes.

Con ocasión de dicho aniversario, esta tarde quiero proponeros algunas reflexiones precisamente sobre el ministerio sacerdotal. El motu proprio «Cum nobis» representó el inicio de un vasto movimiento de iniciativas de oración y de actividades pastorales. Fue una respuesta clara y generosa al llamamiento del Señor: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38).

Después de la puesta en marcha de la Obra pontificia, se desarrollaron otras por doquier. Entre ellas quiero recordar el «Serra International», fundado por algunos empresarios de Estados Unidos, que toma su título del padre Junípero Serra, fraile franciscano español, con el fin de estimular y sostener las vocaciones al sacerdocio y asistir económicamente a los seminaristas.

A los miembros del Serra, que recuerdan el 60° aniversario del reconocimiento de la Santa Sede, dirijo un cordial saludo. La Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales fue instituida en la memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, venerado protector de los seminarios. A él le pedimos también en esta celebración que interceda por el despertar, la buena formación y el crecimiento de las vocaciones al presbiterado.

También la Palabra de Dios que hemos escuchado en el pasaje de la Primera Carta de san Pedro invita a meditar en la misión de los pastores en la comunidad cristiana. Ya desde los albores de la Iglesia fue evidente el relieve otorgado a los guías de las primeras comunidades, establecidos por los Apóstoles para el anuncio de la Palabra de Dios a través de la predicación y para celebrar el sacrificio de Cristo, la Eucaristía. San Pedro dirige un apasionado llamamiento: «A los presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar, os exhorto» (1 P 5, 1).

San Pedro hace este llamamiento en virtud de su relación personal con Cristo, que culminó en los dramáticos sucesos de la pasión y en la experiencia del encuentro con él, resucitado de entre los muertos. San Pedro, además, insiste en la solidaridad recíproca de los pastores en el ministerio, subrayando el hecho de que tanto él como ellos pertenecen al único orden apostólico. En efecto, dice que es «presbítero con ellos». El término griego es sumpresbyteros.

 Apacentar el rebaño de Cristo es su vocación y tarea común y los une de un modo particular entre sí, por estar unidos a Cristo con un vínculo especial. De hecho, el Señor Jesús en varias ocasiones se comparó a sí mismo con un pastor solícito, atento a cada una de sus ovejas. Dijo de sí mismo: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10, 11).

Y santo Tomás de Aquino comenta: «Aunque todos los jefes de la Iglesia sean pastores, sin embargo dice que él lo es de un modo singular: “Yo soy el buen pastor”, con el fin de introducir con dulzura la virtud de la caridad. De hecho, sólo se puede ser buen pastor siendo uno con Cristo y sus miembros mediante la caridad. La caridad es el primer deber del buen pastor». Así dice santo Tomás de Aquino en su Comentario al Evangelio de san Juan (Exposición sobre Juan, cap. 10, lect. 3).

Es grande la visión que el apóstol san Pedro tiene de la llamada al ministerio de guía de la comunidad, concebida en continuidad con la singular elección que recibieron los Doce. La vocación apostólica vive gracias a la relación personal con Cristo, alimentada con la oración asidua y animada por el celo de comunicar el mensaje recibido y la misma experiencia de fe de los Apóstoles. Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar su mensaje (cf. Mc 3, 14). Para que haya una creciente consonancia con Cristo en la vida del sacerdote, se requieren algunas condiciones. Quiero subrayar tres, que emergen de la lectura que hemos escuchado: la aspiración a colaborar con Jesús en la difusión del reino de Dios, la gratuidad del compromiso pastoral y la actitud de servicio.

En la llamada al ministerio sacerdotal está ante todo el encuentro con Jesús y el ser atraídos, conquistados por sus palabras, por sus gestos, por su misma persona. Es haber distinguido su voz entre las numerosas voces, respondiendo como san Pedro: «Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

Es como haber sido alcanzados por la irradiación de bien y de amor que emana de él, sentirse implicados y partícipes con él hasta el punto de desear permanecer con él como los dos discípulos de Emaús —«quédate con nosotros porque atardece» (Lc 24, 29)— y de llevar al mundo el anuncio del Evangelio. Dios Padre envió al Hijo eterno al mundo para realizar su plan de salvación. Jesucristo constituyó a la Iglesia para que se extendieran en el tiempo los efectos benéficos de la redención.

La vocación de los sacerdotes tiene su raíz en esta acción del Padre, realizada en Cristo, a través del Espíritu Santo. Así, el ministro del Evangelio es aquel que se deja conquistar por Cristo, que sabe «permanecer» con él, que entra en sintonía, en íntima amistad con él, para que todo se cumpla «como Dios quiere» (1 P 5, 2), según su voluntad de amor, con gran libertad interior y con profunda alegría del corazón.

En segundo lugar, estamos llamados a ser administradores de los Misterios de Dios «no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa» (ib.), dice san Pedro en la lectura de estas Vísperas. Nunca hay que olvidar que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento, de la ordenación, y esto significa precisamente abrirse a la acción de Dios eligiendo cada día entregarse por él y por los hermanos, según el dicho evangélico: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8).

La llamada del Señor al ministerio no es fruto de méritos particulares; es un don que es preciso acoger y al que se debe corresponder dedicándose no a un proyecto propio, sino al de Dios, de modo generoso y desinteresado, para que él disponga de nosotros según su voluntad, aunque esta pudiera no corresponder a nuestros deseos de autorrealización. Amar junto a Aquel que nos amó primero y se entregó totalmente a sí mismo. Es estar dispuestos a dejarse implicar en su acto de amor pleno y total al Padre y a todos hombres consumado en el Calvario. No debemos olvidar nunca —como sacerdotes— que la única elevación legítima hacia el ministerio de pastor no es la del éxito, sino la de la cruz.

En esta lógica, ser sacerdotes quiere decir ser servidores también con una vida ejemplar: «Sed modelos del rebaño» es la invitación del apóstol san Pedro (1 Pt 5, 3).

Los presbíteros son dispensadores de los medios de salvación, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la Penitencia; no disponen de ellos a su arbitrio, sino que son sus humildes servidores para el bien del pueblo de Dios. Así pues, es una vida marcada profundamente por este servicio: por el atento cuidado del rebaño, por la celebración fiel de la liturgia y por la generosa solicitud hacia todos los hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. Al vivir esta «caridad pastoral» siguiendo el ejemplo de Cristo y con Cristo, en cualquier lugar donde el Señor lo llama, todo sacerdote podrá realizarse plenamente y realizar su vocación.

Queridos hermanos y hermanas, os he propuesto algunas reflexiones sobre el ministerio sacerdotal. Pero también las personas consagradas y los laicos —pienso de modo particular en las numerosas religiosas y laicas que estudian en las universidades eclesiásticas de Roma, así como en los que prestan su servicio como profesores o como personal en dichos ateneos—, podrán encontrar elementos útiles para vivir más intensamente el tiempo que pasan en la ciudad eterna.

De hecho, para todos es importante aprender cada vez más a «permanecer» con el Señor, cada día, en el encuentro personal con él para dejarse fascinar y conquistar por su amor y ser anunciadores de su Evangelio; es importante tratar de seguir en la vida, con generosidad, no un proyecto propio, sino el que Dios tiene para cada uno, conformando la propia voluntad a la del Señor; es importante prepararse, también a través de un estudio serio y comprometido, a servir al pueblo de Dios en las tareas que se les confíen.

Queridos amigos, vivid bien, en íntima comunión con el Señor, este tiempo de formación: es un don precioso que Dios os brinda, especialmente aquí en Roma, donde se respira de modo muy singular la catolicidad de la Iglesia. Que san Carlos Borromeo obtenga la gracia de la fidelidad a todos los que frecuentan las facultades eclesiásticas romanas. Que el Señor conceda a todos, por intercesión de la Virgen María, Sedes Sapientiae, un provechoso año académico. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN
18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

SANTA MISA Y ENTREGA DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL A LOS OBISPOS DE ÁFRICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Estadio de la Amistad, Cotonú
Domingo 20 de noviembre de 2011

Queridos hermanos en el Episcopado y el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas

Es una gran alegría para mí visitar por segunda vez este querido continente, a continuación de haberlo hecho mi querido Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, y volver a vuestra casa, Benín, para dirigiros un mensaje de esperanza y de paz. En primer lugar, deseo agradecer muy cordialmente, a Monseñor Antonio Ganyé, Arzobispo de Cotonou, sus palabras de bienvenida, y saludar a los obispos de Benín, así como a los cardenales y obispos de numerosos países de África y de otros continentes. Y saludo calurosamente a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, venidos para participar en esta Misa celebrada por el Sucesor de Pedro. Pienso ciertamente en los benineses, pero también en los fieles de los países francófonos vecinos, como Togo, Burkina Faso, Níger y otros más. Nuestra celebración eucarística en la solemnidad de Cristo Rey del universo es una oportunidad para dar gracias a Dios por el ciento cincuenta aniversario del comienzo de la evangelización de Benín, y por la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos celebrado en Roma hace algún tiempo.

El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.

Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado.

 El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.

«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios.

Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.

Esta mañana os invito también a que compartáis vuestra alegría conmigo. En efecto, hace 150 años que la cruz de Cristo fue plantada en vuestra tierra, que el Evangelio fue anunciado por primera vez. En este día, damos gracias a Dios por el trabajo realizado por los misioneros, por los «obreros apostólicos» originarios de aquí o venidos de otros lugares, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y todos aquellos que, hoy como ayer, han hecho posible la difusión de la fe en Jesucristo en el continente africano. Deseo honrar aquí la memoria del venerado cardenal Bernardin Gantin, ejemplo de fe y sabiduría para Benín y para todo el continente africano.

Queridos hermanos y hermanas, todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. Después de 150 años, hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.

La Iglesia en Benín ha recibido mucho de los misioneros: ella debe llevar a su vez este mensaje de esperanza a quienes no conocen o han olvidado al Señor Jesús. Queridos hermanos y hermanas, os invito a que tengáis esta preocupación por la evangelización en vuestro país, en los pueblos de vuestro continente y en el mundo entero. El reciente Sínodo de los Obispos para África lo recuerda con insistencia: el hombre de esperanza, el cristiano, no puede ignorar a sus hermanos y hermanas. Esto estaría en contradicción con el comportamiento de Jesús. El cristiano es un constructor incansable de comunión, de paz y solidaridad, esos dones que Jesús mismo nos ha dado. Al ser fieles a ellos, estamos colaborando en la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe.

 [En este día de fiesta, nos alegramos del reino de de Cristo Rey en toda la tierra. Él es quien remueve todo lo que obstaculiza la reconciliación, la justicia y la paz. Recordemos que la verdadera realeza no consiste en una ostentación de poder, sino en la humildad del servicio; no en la opresión de los débiles, sino en la capacidad de protegerlos para darles vida en abundancia (cf. Jn 10,10).

Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad. Por la cruz, derriba los muros de la división, y nos reconcilia unos con otros y con el Padre. Hoy oramos por los pueblos de África, para que todos puedan vivir en la justicia, la paz y la alegría del Reino de Dios (cf. Rm 14,17). Con estos sentimientos, saludo con afecto a todos los fieles anglófonos, venidos de Ghana, Nigeria y los países limítrofes. ¡Que Dios os bendiga!]

 [Queridos hermanos y hermanas de lengua portuguesa en Africa que me escucháis, os dirijo mi saludo y os invito a renovar vuestra decisión de pertenecer a Cristo y servir a su reino de reconciliación, de justicia y de paz. Su reino puede estar amenazado en nuestro corazón. En él, Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros – y sólo nosotros – podemos impedir que reine sobre nosotros y hacer así difícil su señorío sobre la familia, la sociedad y la historia. A causa de Cristo, muchos hombres y mujeres se han opuesto con éxito a las tentaciones del mundo para vivir fielmente su fe, a veces hasta el martirio. Queridos pastores y fieles, sed para ellos ejemplo, sal y luz de Cristo en la tierra africana. Amén.]

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
Y CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 31 de diciembre de 2011

Señores Cardenales,
Venerables Hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado,
Distinguidas Autoridades,

Queridos hermanos y hermanas

Estamos reunidos en la Basílica Vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, y para dar gracias al Señor al final del año, cantando juntos el Te Deum. Os agradezco a todos que hayáis querido uniros a mi en esta ocasión tan llena de sentimientos y de significado. Saludo en primer lugar a los señores Cardenales, a los Venerables Hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, a los religiosos y religiosas, las personas consagradas y los fieles laicos que representan a toda la comunidad eclesial de Roma. Saludo de modo especial a las Autoridades presentes, comenzando por el Alcalde de Roma, al que agradezco por el cáliz que ha donado, según una hermosa tradición que se renueva cada año. Deseo de corazón que, con el esfuerzo de todos, la fisonomía de nuestra Ciudad esté cada vez más en consonancia con los valores de fe, cultura y civilización que corresponden a su vocación e historia milenaria.

Otro año llega a su término, mientras que, con la inquietud, los deseos y las esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo. Si pensamos en la experiencia de la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que es en el fondo. Por eso, muchas veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a nuestros días? Más concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y dolor? Esta es una pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de cada generación y de cada ser humano. Pero hay una respuesta a este interrogante: se encuentra escrita en el rostro de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el Viviente, resucitado para siempre de la muerte.

En el tejido de la humanidad, desgarrado por tantas injusticias, maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad gozosa y liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y nacimiento nos permite contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno ha entrado en nuestra historia y está presente de modo único en la persona de Jesús, su Hijo hecho hombre, nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar radicalmente la humanidad y liberarla del pecado y de la muerte, para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios. La Navidad no se refiere sólo al cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne directamente, sino que nos la regala nuevamente de modo misterioso y real.

Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4,4-5). Estas palabras tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque desde el día en que nació el Señor la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros.

 Así pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno definitivo. Desde que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más esclavo de un tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno.

La Iglesia vive y profesa esta verdad y quiere proclamarla en la actualidad con renovado vigor espiritual. En esta celebración tenemos motivos especiales para alabar a Dios por su misterio de salvación, que actúa en el mundo mediante el ministerio eclesial. Tenemos muchos motivos de agradecimiento al Señor por todo lo que nuestra comunidad eclesial, en el corazón de la Iglesia universal, realiza al servicio del Evangelio en esta Ciudad.

En este sentido, junto al Cardenal Vicario, Agostino Vallini, los Obispos auxiliares, los Párrocos y todo el presbiterio diocesano, deseo agradecer al Señor, de modo particular, por el prometedor camino comunitario dirigido a adecuar la pastoral ordinaria a las exigencias de nuestro tiempo, a través del proyecto «Pertenencia eclesial y corresponsabilidad pastoral».

 Su objetivo es el de poner la evangelización en el primer lugar, para hacer más responsable y fructífera la participación de los fieles en los sacramentos, de tal manera que cada uno pueda hablar de Dios al hombre contemporáneo y anunciar el Evangelio de manera incisiva a los que nunca lo han conocido o lo han olvidado.

La quaestio fidei es también para la diócesis de Roma el desafío pastoral prioritario. Los discípulos de Cristo están llamados a reavivar en sí mismos y en los demás la nostalgia de Dios y la alegría de vivirlo y testimoniarlo, partiendo de la pregunta siempre tan personal: ¿Por qué creo? Hay que dar el primado a la verdad, acreditar la alianza entre fe y razón como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva a la contemplación de la Verdad (cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, Prologo); hacer fecundo el diálogo entre cristianismo y cultura moderna; hacer descubrir de nuevo la belleza y actualidad de la fe, no como acto en sí, aislado, que atañe a algún momento de la vida, sino como orientación constante, también de las opciones más simples, que lleva a la unidad profunda de la persona haciéndola justa, laboriosa, benéfica, buena. Se trata de reavivar una fe que instaure un nuevo humanismo capaz de generar cultura y compromiso social.

En este marco de referencia, en la Asamblea diocesana de junio pasado, la diócesis de Roma inició un camino de profundización sobre la iniciación cristiana y sobre la alegría de engendrar nuevos cristianos a la fe. En efecto, el corazón de la misión de la Iglesia es anunciar la fe en el Verbo que se ha hecho carne, y toda la comunidad eclesial debe descubrir con renovado ardor misionero esta tarea imprescindible.

Las jóvenes generaciones, que acusan más la desorientación agravada además por la crisis actual, no solo económica sino también de valores, tienen necesidad sobre todo de reconocer a Jesucristo como «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 10).

Los padres son los primeros educadores de la fe de sus hijos, desde su más tierna edad; por tanto, es necesario sostener a las familias en su misión educativa, a través de iniciativas adecuadas. Al mismo tiempo, es deseable que el camino bautismal, primera etapa del itinerario formativo de la iniciación cristiana, además de favorecer una consciente y digna preparación para la celebración del sacramento, cuide de manera adecuada los años inmediatamente sucesivos al Bautismo, con itinerarios apropiados que tengan en cuenta las condiciones de vida de las familias.

Animo pues a las comunidades parroquiales y a las demás realidades eclesiales a seguir reflexionando para promover una mejor comprensión y recepción de los sacramentos, a través de los cuales el hombre se hace partícipe de la vida misma de Dios. Que la Iglesia de Roma pueda contar siempre con fieles laicos dispuestos a ofrecer su propia aportación en la edificación de comunidades vivas, que hagan posible el que la Palabra de Dios irrumpa en el corazón de los que todavía no han conocido al Señor o se han alejado de él. Al mismo tiempo, es oportuno crear ocasiones de encuentro con la Ciudad, que permitan un diálogo provechoso con cuantos buscan la verdad.

Queridos amigos, desde el momento en que Dios envió a su Hijo unigénito para que obtuviésemos la filiación adoptiva (cf. Ga 4,5), no hay tarea más importante para nosotros que la de estar totalmente al servicio del proyecto divino. A este respecto, deseo animar y agradecer a todos los fieles de la diócesis de Roma, que sienten la responsabilidad de devolver el alma a nuestra sociedad. Gracias a vosotras, familias romanas, células primeras y fundamentales de la sociedad. Gracias a los miembros de las múltiples Comunidades, Asociaciones y Movimientos comprometidos en la animación de la vida cristiana de nuestra Ciudad.

«Te Deum laudamus!». A ti, oh Dios, te alabamos. La Iglesia nos sugiere terminar el año dirigiendo al Señor nuestro agradecimiento por todos sus beneficios. Nuestra última hora, la última hora del tiempo y de la historia, termina en Dios. Olvidar este final de nuestra vida significaría caer en el vacío, vivir sin sentido. Por eso la Iglesia pone en nuestros labios el antiguo himno Te Deum. Es un himno repleto de la sabiduría de tantas generaciones cristianas, que sienten la necesidad de elevar sus corazones, conscientes de que todos estamos en las manos misericordiosas del Señor.

«Te Deum laudamus!». Así canta también la Iglesia que está en Roma, por las maravillas que Dios ha realizado y realiza en ella. Con el alma llena de gratitud nos disponemos a cruzar el umbral del 2012, recordando que el Señor vela sobre nosotros y nos cuida. Esta tarde queremos confiarle a él el mundo entero. Ponemos en sus manos las tragedias de nuestro mundo y le ofrecemos también las esperanzas de un futuro mejor. Depositamos estos deseos en las manos de María, Madre de Dios, Salus Populi Romani. Amen.

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR CON OCASIÓN DE LA XVI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves 2 febrero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.

El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).

El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.

Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios.

Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.

Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración.

En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.

La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado.

Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.

CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES Y PARA EL VOTO SOBRE ALGUNAS CAUSAS DE CANONIZACIÓN

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 18 de febrero de 2012

«Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam»

Venerados Hermanos,
Queridos hermanos y hermanas

Estas palabras del canto de entrada nos introducen en el solemne y sugestivo rito del Consistorio ordinario público para la creación de nuevos cardenales, la imposición de la birreta, la entrega del anillo y la asignación del título. Son las palabras eficaces con las que Jesús constituyó a Pedro como fundamento firme de la Iglesia. La fe es el elemento característico de ese fundamento: en efecto, Simón pasa a convertirse en Pedro —roca— al profesar su fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios. En el anuncio de Cristo, la Iglesia aparece unida a Pedro, y Pedro es puesto en la Iglesia como roca; pero el que edifica la Iglesia es el mismo Cristo, Pedro es un elemento particular de la construcción. Ha de serlo mediante la fidelidad a la confesión que hizo en Cesarea de Filipo, en virtud de la afirmación: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Las palabras que Jesús dirige a Pedro ponen de relieve claramente el carácter eclesial del acontecimiento de hoy. Los nuevos cardenales, en efecto, mediante la asignación del título de una iglesia de esta Ciudad o de una diócesis suburbicaria, son insertados con todo derecho en la Iglesia de Roma, guiada por el Sucesor de Pedro, para cooperar estrechamente con él en el gobierno de la Iglesia universal.

Estos queridos hermanos, que dentro de poco entrarán a formar parte del Colegio cardenalicio, se unirán con un nuevo y más fuerte vínculo no sólo al Romano Pontífice, sino también a toda la comunidad de fieles extendida por todo el mundo. En el cumplimiento de su peculiar servicio de ayuda al ministerio petrino, los nuevos purpurados estarán llamados a considerar y valorar los acontecimientos, los problemas y criterios pastorales que atañen a la misión de toda la Iglesia. En esta delicada tarea, les servirá de ejemplo y ayuda el testimonio de fe que el Príncipe de los Apóstoles dio con su vida y su muerte y que, por amor a Cristo, se dio por entero hasta el sacrificio extremo.

La imposición de la birreta roja ha de ser entendida también con este mismo significado. A los nuevos cardenales se les confía el servicio del amor: amor por Dios, amor por su Iglesia, amor por los hermanos con una entrega absoluta e incondicionada, hasta derramar su sangre si fuera preciso, como reza la fórmula de la imposición de la birreta e indica el color rojo de las vestiduras. Además, se les pide que sirvan a la Iglesia con amor y vigor, con la transparencia y sabiduría de los maestros, con la energía y fortaleza de los pastores, con la fidelidad y el valor de los mártires. Se trata de ser servidores eminentes de la Iglesia que tiene en Pedro el fundamento visible de la unidad.

En el pasaje evangélico que antes se ha proclamado, Jesús se presenta como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre, se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en cambio el estilo mundano del poder y la gloria.

Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que, según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez» apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y abandonar la del poder y la gloria.

San Juan Crisóstomo dice que todos los apóstoles eran todavía imperfectos, tanto los dos que quieren ponerse por encima de los diez, como los otros que tienen envidia de ellos (cf. Comentario a Mateo, 65, 4: PG 58, 622). San Cirilo de Alejandría, comentando los textos paralelos del Evangelio de san Lucas, añade: «Los discípulos habían caído en la debilidad humana y estaban discutiendo entre sí sobre quién era el jefe y superior a los demás… Esto sucedió y ha sido narrado para nuestro provecho… Lo que les pasó a los santos apóstoles se puede revelar para nosotros un incentivo para la humildad» (Comentario a Lucas, 12,5,15: PG 72,912).

Este episodio ofrece a Jesús la ocasión de dirigirse a todos los discípulos y «llamarlos hacia sí», casi para estrecharlos consigo, para formar como un cuerpo único e indivisible con él y señalar cuál es el camino para llegar a la gloria verdadera, la de Dios: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,42-44).

Dominio y servicio, egoísmo y altruismo, posesión y don, interés y gratuidad: estas lógicas profundamente contrarias se enfrentan en todo tiempo y lugar. No hay ninguna duda sobre el camino escogido por Jesús: Él no se limita a señalarlo con palabras a los discípulos de entonces y de hoy, sino que lo vive en su misma carne. En efecto, explica: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (v.45).

Estas palabras iluminan con singular intensidad el Consistorio público de hoy. Resuenan en lo más profundo del alma y representan una invitación y un llamamiento, un encargo y un impulso especialmente para vosotros, queridos y venerados Hermanos que estáis a punto de ser incorporados al Colegio cardenalicio.

Según la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe el poder y el dominio de parte de Dios (cf. Dn 7,13s). Jesús interpreta su misión en la tierra sobreponiendo a la figura del Hijo del hombre la del Siervo sufriente, descrito por Isaías (cf. Is 53,1-12). Él recibe el poder y la gloria sólo en cuanto «siervo»; pero es siervo en cuanto que acoge en sí el destino de dolor y pecado de toda la humanidad. Su servicio se cumple en la fidelidad total y en la responsabilidad plena por los hombres. Por eso la aceptación libre de su muerte violenta es el precio de la liberación para muchos, es el inicio y el fundamento de la redención de cada hombre y de todo el género humano.

Queridos Hermanos que vais a ser incluidos en el Colegio cardenalicio. Que el don total de sí ofrecido por Cristo sobre la cruz sea para vosotros principio, estímulo y fuerza, gracias a una fe que actúa en la caridad. Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea siempre y sólo «en Cristo», que responda a su lógica y no a la del mundo, que esté iluminada por la fe y animada por la caridad que llegan hasta nosotros por la Cruz gloriosa del Señor.

En el anillo que en unos instantes os entregaré, están representados los santos Pedro y Pablo, con una estrella en el centro que evoca a la Virgen. Llevando este anillo, estáis llamados cada día a recordar el testimonio de Cristo hasta la muerte que los dos Apóstoles han dado con su martirio aquí en Roma, fecundando con su sangre la Iglesia. Al mismo tiempo, el reclamo a la Virgen María será siempre para vosotros una invitación a seguir a aquella que fue firme en la fe y humilde sierva del Señor.

Al concluir esta breve reflexión, quisiera dirigir un cordial saludo, junto con mi gratitud, a todos los presentes, en particular a las Delegaciones oficiales de diversos países y a las representaciones de numerosas diócesis. Los nuevos cardenales están llamados en su servicio a permanecer siempre fieles a Cristo, dejándose guiar únicamente por su Evangelio. Queridos hermanos y hermanas, rezad para que en ellos se refleje de modo vivo nuestro único Pastor y Maestro, el Señor Jesús, fuente de toda sabiduría, que indica a todos el camino. Y pedid también por mí, para que pueda ofrecer siempre al Pueblo de Dios el testimonio de la doctrina segura y regir con humilde firmeza el timón de la santa Iglesia. ¡Amén!

CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES Y PARA EL VOTO SOBRE ALGUNAS CAUSAS DE CANONIZACIÓN

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 19 de febrero de 2012

Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
Queridos hermanos y hermanas

En la solemnidad de la Cátedra del apóstol san Pedro, tenemos la alegría de reunirnos alrededor del Altar del Señor junto con los nuevos Cardenales, que ayer he agregado al colegio cardenalicio. Les saludo ante todo a ellos muy cordialmente, y agradezco al Cardenal Fernando Filoni las amables palabras me ha dirigido en su nombre. Extiendo mi saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distinguidas autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de varias partes del mundo para esta feliz circunstancia que reviste una carácter especial de universalidad.

En la segunda lectura que se acaba de proclamar, el apóstol Pedro exhorta a los «presbíteros» de la Iglesia a ser pastores diligentes y solícitos del rebaño de Cristo (cf. 1 Pe 5,1-2). Estas palabras están dirigidas sobre todo a vosotros, queridos y venerados hermanos, que ya tenéis muchos meritos ante el Pueblo de Dios por vuestra generosa y sapiente labor desarrollada en el ministerio pastoral en diócesis exigentes, en la dirección de los Dicasterios de la Curia Romana o en el servicio eclesial del estudio y de la enseñanza.

La nueva dignidad que se os ha conferido quiere manifestar el aprecio por vuestro trabajo fiel en la viña del Señor, honrar a las comunidades y naciones de las cuales procedéis y de las que sois dignos representantes de la Iglesia, confiaros nuevas y más importantes responsabilidades eclesiales y, finalmente, pediros mayor disponibilidad para Cristo y para toda la comunidad cristiana.

Esta disponibilidad al servicio del Evangelio está solidamente fundada en la certeza de la fe. En efecto, sabemos que Dios es fiel a sus promesas y permanecemos en la esperanza de que se cumplan las palabras del apóstol Pedro: «Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5,4).

El pasaje del Evangelio de hoy presenta a Pedro que, movido por una inspiración divina, expresa la propia fe fundada en Jesús, el Hijo de Dios y el Mesías prometido. En respuesta a esta límpida profesión de fe, que Pedro confiesa también en nombre de los otros apóstoles, Cristo les revela la misión que pretende confiarles, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19).

Esta expresión de «roca-piedra» no se refiere al carácter de la persona, sino que sólo puede comprenderse partiendo de un aspecto más profundo, del misterio: mediante el cargo que Jesús les confía, Simón Pedro se convierte en algo que no es por «la carne y la sangre».

El exegeta Joaquín Jeremías ha hecho ver cómo en el trasfondo late el lenguaje simbólico de la «roca santa». A este respecto, puede ayudarnos un texto rabínico que reza así: «El Señor dijo: “¿Cómo puedo crear el mundo cuando surgirán estos sin-Dios y se volverán contra mi?”. Pero cuando Dios vio que debía nacer Abraham, dijo: “Mira, he encontrado una roca, sobre la cual puedo construir y fundar el mundo”. Por eso él llamó Abrahán una roca». El profeta Isaías se refiere a eso cuando recuerda al pueblo: «Mirad la roca de donde os tallaron,… mirad a Abrahán vuestro padre» (51,1-2). Se ve a Abrahán, el padre de los creyentes, que por su fe es la roca que sostiene la creación. Simón, que es el primero en confesar a Jesús como el Cristo, y es el primer testigo de la resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada, en la roca que se opone a la fuerza destructiva del mal.

Queridos hermanos y hermanas. Este pasaje evangélico que hemos escuchado encuentra una más reciente y elocuente explicación en un elemento artístico muy notorio que embellece esta Basílica Vaticana: el altar de la Cátedra. Cuando se recorre la grandiosa nave central, una vez pasado el crucero, se llega al ábside y nos encontramos ante un grandioso trono de bronce que parece suelto, pero que en realidad está sostenido por cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Y, sobre el trono, circundado por una corona de ángeles suspendidos en el aire, resplandece en la ventana ovalada la gloria del Espíritu Santo. ¿Qué nos dice este complejo escultórico, fruto del genio de Bernini? Representa una visión de la esencia de la Iglesia y, dentro de ella, del magisterio petrino.

La ventana del ábside abre la Iglesia hacia el externo, hacia la creación entera, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra a Dios como la fuente de la luz. Pero se puede subrayar otro aspecto: en efecto, la Iglesia misma es como una ventana, el lugar en el que Dios se acerca, se encuentra con el mundo. La Iglesia no existe por sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que deja trasparentar al Otro –con la «O» mayúscula– del cual proviene y al cual conduce. La Iglesia es el lugar donde Dios «llega» a nosotros, y desde donde nosotros «partimos» hacia él; ella tiene la misión de abrir más allá de sí mismo ese mundo que tiende a creerse un todo cerrado y llevarle la luz que viene de lo alto, sin la cual sería inhabitable.

La gran cátedra de bronce contiene un sitial de madera del siglo IX, que por mucho tiempo se consideró la cátedra del apóstol Pedro, y que fue colocada precisamente en ese altar monumental por su alto valor simbólico. Ésta, en efecto, expresa la presencia permanente del Apóstol en el magisterio de sus sucesores. El sillón de san Pedro, podemos decir, es el trono de la verdad, que tiene su origen en el mandato de Cristo después de la confesión en Cesarea de Filipo. La silla magisterial nos trae a la memoria de nuevo las palabras del Señor dirigidas a Pedro en el Cenáculo: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).

La Cátedra de Pedro evoca otro recuerdo: la celebra expresión de san Ignacio de Antioquia, que en su carta a los Romanos llama a la Iglesia de Roma «aquella que preside en la caridad» (Inscr.PG 5, 801). En efecto, el presidir en la fe está inseparablemente unido al presidir en el amor. Una fe sin amor nunca será una fe cristiana autentica. Pero las palabras de san Ignacio tienen también otra connotación mucho más concreta. El término «caridad», en efecto, se utilizaba en la Iglesia de los orígenes para indicar también la Eucaristía. La Eucaristía es precisamente Sacramentum caritatis Christi, mediante el cual él continua a atraer a todos hacia sí, como lo hizo desde lo alto de la cruz (cf. Jn 12,32).

Por tanto, «presidir en la caridad» significa atraer a los hombres en un abrazo eucarístico, el abrazo de Cristo, que supera toda barrera y toda exclusión, creando comunión entre las múltiples diferencias. El ministerio petrino, pues, es primado de amor en sentido eucarístico, es decir, solicitud por la comunión universal de la Iglesia en Cristo. Y la Eucaristía es forma y medida de esta comunión, y garantía de que ella se mantenga fiel al criterio de la tradición de la fe.

La gran Cátedra está apoyada sobre los Padres de la Iglesia. Los dos maestros de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio, junto con los latinos, san Ambrosio y san Agustín, representando la totalidad de la tradición y, por tanto, la riqueza de las expresiones de la verdadera fe en la santa y única Iglesia. Este elemento del altar nos dice que el amor se asienta sobre la fe. Y se resquebraja si el hombre ya no confía en Dios ni le obedece. Todo en la Iglesia se apoya sobre la fe: los sacramentos, la liturgia, la evangelización, la caridad.

También el derecho, también la autoridad en la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no se da a sí misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que escucha en la fe y trata de comprender y vivir. Los Padres de la Iglesia tienen en la comunidad eclesial la función de garantes de la fidelidad a la Sagrada Escritura. Ellos aseguran una exegesis fidedigna, sólida, capaz de formar con la Cátedra de Pedro un complejo estable y unitario. Las Sagradas Escrituras, interpretadas autorizadamente por el Magisterio a la luz de los Padres, iluminan el camino de la Iglesia en el tiempo, asegurándole un fundamento estable en medio a los cambios históricos.

Tras haber considerado los diversos elementos del altar de la Cátedra, dirijamos una mirada al conjunto. Y veamos cómo está atravesado por un doble movimiento: de ascensión y de descenso. Es la reciprocidad entre la fe y el amor. La Cátedra está puesta con gran realce en este lugar, porque aquí está la tumba del apóstol Pedro, pero también tiende hacia el amor de Dios.

 En efecto, la fe se orienta al amor. Una fe egoísta no es una fe verdadera. Quien cree en Jesucristo y entra en el dinamismo del amor que tiene su fuente en la Eucaristía, descubre la verdadera alegría y, a su vez, es capaz de vivir según la lógica de este don. La verdadera fe es iluminada por el amor y conduce al amor, hacia lo alto, del mismo modo que el altar de la Cátedra apunta hacia la ventana luminosa, la gloria del Espíritu Santo, que constituye el verdadero punto focal para la mirada del peregrino que atraviesa el umbral de la Basílica Vaticana. En esa ventana, la corona de los ángeles y los grandes rayos dorados dan una espléndido realce, con un sentido de plenitud desbordante, que expresa la riqueza de la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso.

Queridos hermanos y hermanas, a cada cristiano y a nosotros, se nos confía el don de este amor: un don que ha de ofrecer con el testimonio de nuestra vida. Esto es, en particular, vuestra tarea, venerados Hermanos Cardenales: dar testimonio de la alegría del amor de Cristo. Confiemos ahora vuestro nuevo servicio eclesial a la Virgen María, presente en la comunidad apostólica reunida en oración en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Que Ella, Madre del Verbo encarnado, proteja el camino de la Iglesia, sostenga con su intercesión la obra de los Pastores y acoja bajo su manto a todo el colegio cardenalicio. Amén.

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves Santo 5 de abril de 2012

Queridos hermanos y hermanas

En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo?

Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?».

Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy?

 Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos.

Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia.

Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del siglo XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.

Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos –como dice Pablo– «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza, el (munus docendi), que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente.

Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra.

El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón.

Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella.

 En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en su corazón. La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy.

En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque –se dice– expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena.

Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor.

Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo.

Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.

MISA CON OCASIÓN DEL 85º CUMPLEAÑOS DEL SANTO PADRE

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Capilla Paulina
Lunes 16 de abril de 2012

Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

En el día de mi cumpleaños y de mi Bautismo, el 16 de abril, la liturgia de la Iglesia ha puesto tres señales que me indican a dónde lleva el camino y que me ayudan a encontrarlo. En primer lugar, la memoria de santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes; luego, uno de los santos más peculiares de la historia de la Iglesia, Benito José Labre; y después, sobre todo, el hecho de que este día se encuentra todavía inmerso en el Misterio pascual, en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección, y en el año de mi nacimiento se manifestó de un modo particular: era el Sábado Santo, el día del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte de Dios, pero también el día en el que se anunciaba la Resurrección.

A Bernardita Soubirous, la muchacha sencilla del sur, de los Pirineos, todos la conocemos y la amamos. Bernardita creció en la Francia ilustrada del siglo XIX, en una pobreza difícilmente imaginable. La cárcel, que había sido abandonada por ser demasiado insalubre, se convirtió al final —después de algunas dudas— en la morada de la familia, en la que transcurrió su infancia. No tuvo la posibilidad de recibir formación escolar; sólo un poco de catecismo para prepararse a la Primera Comunión. Pero precisamente esta muchacha sencilla, que en su corazón había permanecido pura y limpia, tenía el corazón que ve, era capaz de ver a la Madre del Señor y en ella el reflejo de la belleza y de la bondad de Dios.

A esta joven María podía manifestarse y a través de ella hablar al siglo e incluso más allá del siglo. Bernardita sabía ver, con el corazón puro y genuino. Y María le indica la fuente: ella puede descubrir la fuente de agua viva, pura e incontaminada; agua que es vida, agua que da pureza y salud. Y, a través de los siglos, esta agua ya es un signo de parte de María, un signo que indica dónde se hallan las fuentes de la vida, dónde podemos purificarnos, dónde encontramos lo que está incontaminado. En nuestro tiempo, en el que vemos el mundo tan agitado, y en el que existe la necesidad del agua, del agua pura, este signo es mucho más grande. De María, de la Madre del Señor, del corazón puro viene también el agua pura, genuina, que da la vida, el agua que en este siglo —y en los siglos futuros— nos purifica y nos cura.

Creo que podemos considerar esta agua como una imagen de la verdad que sale a nuestro encuentro en la fe: la verdad no simulada, sino incontaminada. De hecho, para poder vivir, para poder llegar a ser puros, necesitamos tener en nosotros la nostalgia de la vida pura, de la verdad no tergiversada, de lo que no está contaminado por la corrupción, del ser hombres sin mancha. Pues bien, este día, esta pequeña santa siempre ha sido para mí un signo que me ha indicado de dónde proviene el agua viva que necesitamos —el agua que nos purifica y que da la vida—, y un signo de cómo deberíamos ser: con todo el saber y todas las capacidades, que también son necesarios, no debemos perder el corazón sencillo, la mirada sencilla del corazón, capaz de ver lo esencial; y siempre debemos pedir al Señor que nos ayude a conservar en nosotros la humildad que permite al corazón ser clarividente —ver lo que es sencillo y esencial, la belleza y la bondad de Dios— y encontrar así la fuente de la que brota el agua que da la vida y purifica.

Luego está Benito José Labre, el piadoso peregrino mendicante del siglo XVIII que, después de varios intentos inútiles, encontró finalmente su vocación de peregrinar como mendicante —sin nada, sin ningún apoyo, sin quedarse para sí con nada de lo que recibía, salvo lo absolutamente necesario—, peregrinar a través de toda Europa, a todos los santuarios de Europa, desde España hasta Polonia y desde Alemania hasta Sicilia: ¡un santo verdaderamente europeo! Podemos decir también: un santo un poco peculiar que, mendigando, vagabundea de un santuario a otro y no quiere hacer más que rezar y así dar testimonio de lo que cuenta en esta vida: Dios.

Ciertamente, no representa un ejemplo para emular, pero es una señal, es un dedo que indica hacia lo esencial. Nos muestra que sólo Dios basta; que más allá de todo lo que puede haber en este mundo, más allá de nuestras necesidades y capacidades, lo que cuenta, lo esencial es conocer a Dios. Sólo Dios basta. Y este «sólo Dios» él nos lo indica de un modo dramático. Y, al mismo tiempo, esta vida realmente europea que, de santuario en santuario, abraza todo el continente europeo hace evidente que aquel que se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos, porque por parte de Dios caen las

fronteras; sólo Dios puede eliminar las fronteras porque gracias a él todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros; hace presente que la unicidad de Dios significa, al mismo tiempo, la fraternidad y la reconciliación de los hombres, el derribo de las fronteras que nos une y nos cura. Así Benito José Labre es un santo de la paz precisamente porque es un santo sin ninguna exigencia, que muere pobre de todo pero bendecido con todo.

Y, por último, está el Misterio pascual. En el mismo día en que nací, gracias a la diligencia de mis padres, también renací por el agua y por el Espíritu, como acabamos de escuchar en el Evangelio. En primer lugar, está el don de la vida, que mis padres me hicieron en tiempos muy difíciles, y por el cual les debo dar las gracias. Pero no se debe dar por descontado que la vida del hombre es un don en sí misma. ¿Puede ser verdaderamente un hermoso don? ¿Sabemos qué amenazas se ciernen sobre el hombre en los tiempos oscuros que se encontrará, e incluso en los más luminosos que podrán venir? ¿Podemos prever a qué afanes, a qué terribles acontecimientos podrá quedar expuesto? ¿Es justo dar la vida así, sencillamente? ¿Es responsable o es demasiado incierto?

Es un don problemático, si se considera sólo en sí mismo. La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas.

Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: «¿Acaso un viejo puede renacer?».

Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.

El día en que fui bautizado, como he dicho, era Sábado Santo. Entonces se acostumbraba todavía anticipar la Vigilia pascual en la mañana, a la que seguiría aún la oscuridad del Sábado Santo, sin el Aleluya. Me parece que esta singular paradoja, esta singular anticipación de la luz en un día oscuro, puede ser en cierto sentido una imagen de la historia de nuestros días.

Por un lado, aún está el silencio de Dios y su ausencia, pero en la Resurrección de Cristo ya está la anticipación del «sí» de Dios; y por esta anticipación nosotros vivimos y, a través del silencio de Dios, escuchamos su palabra; y a través de la oscuridad de su ausencia vislumbramos su luz. La anticipación de la Resurrección en medio de una historia que se desarrolla es la fuerza que nos indica el camino y que nos ayuda a seguir adelante.

Damos gracias a Dios porque nos ha dado esta luz y le pedimos que esa luz permanezca siempre. Y en este día tengo motivo para darle las gracias a él y a todos los que siempre me han hecho percibir la presencia del Señor, que me han acompañado para que no perdiera la luz.

Me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el «sí» de Dios a través de su fe.

Al final, cardenal decano, le agradezco sus palabras de amistad fraterna, y su colaboración en todos estos años. Y expreso mi profundo agradecimiento a todos los colaboradores de los treinta años que he vivido en Roma, que me han ayudado a llevar el peso de mi responsabilidad. Gracias. Amén.

SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jornada mundial de oración por las vocaciones
IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2012

hermanos,
queridos ordenandos,
queridos hermanos y hermanas:

La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo «del Buen Pastor», contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.

Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen pastor», a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento —la Pascua de Cristo—, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.

Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (4, 8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: «Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular»; y añade: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (vv. 11-12).

El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente» (Sal 118, 22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.

La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (3,1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que «lo somos realmente» (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando —si Dios lo quiere— podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).

Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él encomendados: a la vida verdadera, la vida «en abundancia» (Jn 10, 10). Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. «El buen pastor da su vida por la ovejas» (Jn 10, 11).

Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18).

Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo.

Dice el abad Teodoro Studita: «Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas» (Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).

En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los «compromisos de los elegidos», la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: «¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica.

Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse «cada vez más estrecha» por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta pregunta diciendo: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, en la entrega del pan y el vino: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor».

Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.

Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados.

En efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta «puerta» del sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta «vía santa» como pueden cumplir el éxodo que les conduce a la «tierra prometida» de la verdadera libertad, a las «verdes praderas» de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14. 20-21; Sal 23, 2).

Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro «Sí, quiero, con la gracia de Dios», cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas —tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino. Amén.

SANTA MISA CON LOS MIEMBROS DE LOS INSTITUTOS DE VITA CONSAGRADA Y DE LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR 
CON OCASIÓN DE LA XVII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 2 de febrero de 2013

Queridos hermanos y hermanas:

En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8).

San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).

Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).

Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3).

Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.

Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18).

Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús.

El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).

«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición.

El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo.

Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios.

A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).

Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).

En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.

Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).

Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes.

En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.

Visto 659 veces