GONZALO APARICIO SÁNCHEZ
BENEDICTO XVI
HOMILIAS EUCARÍSTICAS
HOMILÍAS EUCARÍSTICAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI EN EL VATICANO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de LetránJueves 26 de mayo de 2005
Queridos hermanos y hermanas: En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador.
En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.
En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor "irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis" (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús "vaya delante" implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: "Id... y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19).
La otra dirección del "ir delante" del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: "No me toques, que todavía no he subido al Padre" (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo.
Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo "a Galilea", yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.
Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los "confines de la tierra" (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera "caput mundi".
La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el "via crucis". En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo.
Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados.
De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: "Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz" (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad.
Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.
En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: "Tomad, comed... Bebed de ella todos" (Mt 26, 26 s). No se puede "comer" al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de "comer", es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.
La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: "Tomad y comed".
Nuestra procesión termina ante la basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el amado Papa Juan Pablo II "Mujer eucarística". En verdad, María, la Madre del Señor, nos enseña lo que significa entrar en comunión con Cristo: María dio su carne, su sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo; que nos ayude a seguirlo fielmente, día a día, por los caminos de nuestra vida. Amén.SANTA MISA «IN CENA DOMINI»
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán Jueves Santo, 5 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas: En la lectura del libro del Éxodo, que acabamos de escuchar, se describe la celebración de la Pascua de Israel tal como la establecía la ley de Moisés. En su origen, puede haber sido una fiesta de primavera de los nómadas. Sin embargo, para Israel se había transformado en una fiesta de conmemoración, de acción de gracias y, al mismo tiempo, de esperanza.
En el centro de la cena pascual, ordenada según determinadas normas litúrgicas, estaba el cordero como símbolo de la liberación de la esclavitud en Egipto. Por este motivo, el haggadah pascual era parte integrante de la comida a base de cordero: el recuerdo narrativo de que había sido Dios mismo quien había liberado a Israel "con la mano alzada". Él, el Dios misterioso y escondido, había sido más fuerte que el faraón, con todo el poder de que disponía. Israel no debía olvidar que Dios había tomado personalmente en sus manos la historia de su pueblo y que esta historia se basaba continuamente en la comunión con Dios. Israel no debía olvidarse de Dios.
En el rito de la conmemoración abundaban las palabras de alabanza y acción de gracias tomadas de los Salmos. La acción de gracias y la bendición de Dios alcanzaban su momento culminante en la berakha, que en griego se dice eulogia o eucaristia: bendecir a Dios se convierte en bendición para quienes bendicen. La ofrenda hecha a Dios vuelve al hombre bendecida. Todo esto levantaba un puente desde el pasado hasta el presente y hacia el futuro: aún no se había realizado la liberación de Israel. La nación sufría todavía como pequeño pueblo en medio de las tensiones entre las grandes potencias. El recuerdo agradecido de la acción de Dios en el pasado se convertía al mismo tiempo en súplica y esperanza: Lleva a cabo lo que has comenzado. Danos la libertad definitiva.
Jesús celebró con los suyos esta cena de múltiples significados en la noche anterior a su pasión. Teniendo en cuenta este contexto, podemos comprender la nueva Pascua, que él nos dio en la santa Eucaristía. En las narraciones de los evangelistas hay una aparente contradicción entre el evangelio de san Juan, por una parte, y lo que por otra nos dicen san Mateo, san Marcos y san Lucas. Según san Juan, Jesús murió en la cruz precisamente en el momento en el que, en el templo, se inmolaban los corderos pascuales. Su muerte y el sacrificio de los corderos coincidieron. Pero esto significa que murió en la víspera de la Pascua y que, por tanto, no pudo celebrar personalmente la cena pascual. Al menos esto es lo que parece. Por el contrario, según los tres evangelios sinópticos, la última Cena de Jesús fue una cena pascual, en cuya forma tradicional él introdujo la novedad de la entrega de su cuerpo y de su sangre.
Hasta hace pocos años, esta contradicción parecía insoluble. La mayoría de los exegetas pensaba que san Juan no había querido comunicarnos la verdadera fecha histórica de la muerte de Jesús, sino que había optado por una fecha simbólica para hacer así evidente la verdad más profunda: Jesús es el nuevo y verdadero cordero que derramó su sangre por todos nosotros.
Mientras tanto, el descubrimiento de los escritos de Qumram nos ha llevado a una posible solución convincente que, si bien todavía no es aceptada por todos, se presenta como muy probable. Ahora podemos decir que lo que san Juan refirió es históricamente preciso. Jesús derramó realmente su sangre en la víspera de la Pascua, a la hora de la inmolación de los corderos. Sin embargo, celebró la Pascua con sus discípulos probablemente según el calendario de Qumram, es decir, al menos un día antes: la celebró sin cordero, como la comunidad de Qumram, que no reconocía el templo de Herodes y estaba a la espera del nuevo templo.
Por consiguiente, Jesús celebró la Pascua sin cordero; no, no sin cordero: en lugar del cordero se entregó a sí mismo, entregó su cuerpo y su sangre. Así anticipó su muerte como había anunciado: "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). En el momento en que entregaba a sus discípulos su cuerpo y su sangre, cumplía realmente esa afirmación. Él mismo entregó su vida. Sólo de este modo la antigua Pascua alcanzaba su verdadero sentido.
San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener poder contra la muerte? De hecho —sigue diciendo—, el cordero sólo podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el sacrificio de un animal.
Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo.
Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente". Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.
Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén.
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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Pavía, domingo 22 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas: hoy tengo la alegría de visitar vuestra diócesis, y el momento culminante de nuestro encuentro es la santa misa.
En el tiempo pascual la Iglesia nos presenta, domingo tras domingo, algún pasaje de la predicación con que los Apóstoles, en particular san Pedro, después de la Pascua invitaban a Israel a la fe en Jesucristo, el Resucitado, fundando así la Iglesia. En la lectura de hoy, los Apóstoles están ante el Sanedrín, ante la institución que, habiendo declarado a Jesús reo de muerte, no podía tolerar que ese Jesús, mediante la predicación de los Apóstoles, comenzara ahora a actuar nuevamente; no podía tolerar que su fuerza sanadora se manifestara de nuevo y, en torno a este nombre, se reunieran personas que creían en él como el Redentor prometido.
La acusación que se imputa a los Apóstoles es: "Queréis hacer que caiga sobre nosotros la sangre de ese hombre". San Pedro responde a esa acusación con una breve catequesis sobre la esencia de la fe cristiana: "No, no queremos hacer que su sangre caiga sobre vosotros. El efecto de la muerte y resurrección de Jesús es totalmente diverso. Dios lo hizo "jefe y salvador" de todos, también de vosotros, de su pueblo Israel".
¿Y a dónde conduce este "jefe"?, ¿qué trae este "salvador"? Él, dice san Pedro, conduce a la conversión, crea el espacio y la posibilidad de recapacitar, de arrepentirse, de recomenzar. Y da el perdón de los pecados, nos introduce en una correcta relación con Dios y, de este modo, en una correcta relación de cada uno consigo mismo y con los demás.
Esta breve catequesis de Pedro no valía sólo para el Sanedrín. Nos habla a todos, puesto que Jesús, el Resucitado, vive también hoy. Y para todas las generaciones, para todos los hombres, es el "jefe" que precede en el camino, el que muestra el camino, y el "salvador" que justifica nuestra vida. Las dos palabras "conversión" y "perdón de los pecados", correspondientes a los dos títulos de Cristo "jefe" y "salvador", son las palabras clave de la catequesis de san Pedro, palabras que en esta hora quieren llegar también a nuestro corazón. Y ¿qué quieren decir?
El camino que debemos seguir, el camino que Jesús nos indica, se llama "conversión". Pero ¿qué es? ¿Qué es necesario hacer? En toda vida la conversión tiene su forma propia, porque todo hombre es algo nuevo y nadie es una copia de otro. Pero a lo largo de la historia del cristianismo el Señor nos ha mandado modelos de conversión que, si los contemplamos, nos pueden orientar. Por eso podríamos contemplar al mismo san Pedro, a quien el Señor en el Cenáculo le dijo: "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32). Podríamos contemplar a san Pablo como a un gran convertido.
En su libro Las Confesiones, san Agustín ilustró de modo conmovedor el camino de su conversión, que alcanzó su meta con el bautismo que le administró el obispo san Ambrosio en la catedral de Milán. Quien lee Las Confesiones puede compartir el camino que Agustín, en una larga lucha interior, debió recorrer para recibir finalmente, en la noche de Pascua del año 387, en la pila bautismal, el sacramento que marcó el gran cambio de su vida.
Siguiendo atentamente el desarrollo de la vida de san Agustín se puede ver que su conversión no fue un acontecimiento sucedido en un momento determinado, sino un camino. Y se puede ver que este camino no había terminado en la pila bautismal. Como antes del bautismo, también después de él la vida de Agustín siguió siendo, aunque de modo diverso, un camino de conversión, hasta en su última enfermedad, cuando hizo colgar en la pared los salmos penitenciales para tenerlos siempre delante de los ojos; cuando no quiso recibir la Eucaristía, para recorrer una vez más la senda de la penitencia y recibir la salvación de las manos de Cristo como don de la misericordia de Dios. Así, podemos hablar con razón de las "conversiones" de Agustín que, de hecho, fueron una única gran conversión, primero buscando el rostro de Cristo y después caminando con él.
Quisiera hablar brevemente de tres grandes etapas en este camino de conversión, de tres "conversiones". La primera conversión fundamental fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el "sí" de la fe y del bautismo. ¿Cuál fue el aspecto esencial de este camino? Agustín, por una parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por las costumbres y las pasiones dominantes en él, así como por todos los interrogantes y problemas de un joven. Vivía como todos los demás y, sin embargo, había en él algo diferente: fue siempre una persona que estaba en búsqueda. No se contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería encontrar la verdad. Quería saber qué es el hombre; de dónde proviene el mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y cómo podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la vida correcta, y no simplemente vivir a ciegas, sin sentido y sin meta. La pasión por la verdad es la verdadera palabra clave de su vida. Realmente, lo guiaba la pasión por la verdad.
Y hay, además, una peculiaridad. No le bastaba lo que no llevaba el nombre de Cristo. Como él mismo nos dice, el amor a este nombre lo había bebido con la leche materna (cf. Las Confesiones III, 4, 8). Y siempre había creído —unas veces vagamente, otras con más claridad— que Dios existe y se interesa por nosotros (cf. Las Confesiones VI, 5, 8). Pero la gran lucha interior de sus años juveniles fue conocer verdaderamente a este Dios y familiarizarse realmente con Jesucristo y llegar a decirle "sí" con todas sus consecuencias.
Nos cuenta que, a través de la filosofía platónica, había aprendido y reconocido que "en el principio estaba el Verbo", el Logos, la razón creadora. Pero la filosofía, que le mostraba que el principio de todo es la razón creadora, no le indicaba ningún camino para alcanzarlo; este Logos permanecía lejano e intangible. Sólo en la fe de la Iglesia encontró después la segunda verdad esencial: el Verbo, el Logos, se hizo carne. Y así nos toca y nosotros lo tocamos.
A la humildad de la encarnación de Dios debe corresponder —este es el gran paso— la humildad de nuestra fe, que abandona la soberbia pedante y se inclina, entrando a formar parte de la comunidad del cuerpo de Cristo; que vive con la Iglesia y sólo así entra en comunión concreta, más aún, corpórea, con el Dios vivo. No creo necesario decir cuánto nos atañe todo esto: ser personas que buscan, sin contentarse con lo que todos dicen y hacen. No apartar la mirada del Dios eterno y de Jesucristo. Aprender la humildad de la fe en la Iglesia corpórea de Jesucristo, del Logos encarnado.
La segunda conversión de Agustín nos la describe al final del segundo libro de Las Confesiones con las palabras: "Aterrado por mis pecados, y por la carga de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad; pero tú me detuviste, y me animaste diciendo que Cristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió (2 Co 5, 15)" (Las Confesiones X, 43, 70).
¿Qué había sucedido? Después de su bautismo, Agustín había decidido volver a África, donde había fundado, junto con sus amigos, un pequeño monasterio. Ahora su vida debía dedicarse totalmente a hablar con Dios y a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de su Palabra. Así, pasó tres años felices, durante los cuales creía haber llegado a la meta de su vida; en ese período nació una serie de valiosas obras filosófico-teológicas.
En 391, cuatro años después de su bautismo, fue a la ciudad portuaria de Hipona para encontrarse con un amigo, a quien quería conquistar para su monasterio. Pero en la liturgia dominical, en la que participó en la catedral, lo reconocieron. El obispo de la ciudad, un hombre proveniente de Grecia, que no hablaba bien el latín y tenía dificultad para predicar, dijo en su homilía que tenía la intención de elegir a un sacerdote para encomendarle también la tarea de predicación. Inmediatamente la gente aferró a Agustín y a la fuerza lo llevó delante, para que fuera consagrado sacerdote al servicio de la ciudad.
Inmediatamente después de su consagración forzada, Agustín escribió al obispo Valerio: "Me sentí como uno que no sabe manejar el remo y a quien, sin embargo, le asignan el segundo lugar al timón... De ahí surgieron las lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la ciudad durante mi ordenación" (Epist. 21, 1 s).
El hermoso sueño de vida contemplativa se había esfumado; la vida de Agustín había cambiado fundamentalmente. Ahora ya no podía dedicarse sólo a la meditación en la soledad. Debía vivir con Cristo para todos. Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en el pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. No pudo escribir la gran obra filosófica de toda una vida, con la que había soñado. En su lugar, nos dejó algo más valioso: el Evangelio traducido al lenguaje de la vida diaria y de sus sufrimientos.
Así describe lo que desde entonces constituía su vida diaria: "Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, confutar a los opositores..., estimular a los negligentes, frenar a los pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos" (cf. Serm. 340, 3). "Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo inmenso" (Serm. 339, 4).
Esta fue la segunda conversión que este hombre, luchando y sufriendo, debió realizar continuamente: estar allí siempre a disposición de todos, no buscando su propia perfección; siempre, junto con Cristo, dar su vida para que los demás pudieran encontrarlo a él, la verdadera vida.
Hay una tercera etapa decisiva en el camino de conversión de san Agustín. Después de su ordenación sacerdotal, había pedido un período de vacaciones para poder estudiar más a fondo las sagradas Escrituras. Su primer ciclo de homilías, después de esta pausa de reflexión, versó sobre el Sermón de la montaña; en él explicaba el camino de la vida recta, "de la vida perfecta" indicada de modo nuevo por Cristo; la presentaba como una peregrinación al monte santo de la palabra de Dios. En esas homilías se puede percibir aún todo el entusiasmo de la fe recién encontrada y vivida: la firme convicción de que el bautizado, viviendo totalmente según el mensaje de Cristo, puede ser, precisamente, "perfecto", según el Sermón de la montaña.
Unos veinte años después, Agustín escribió un libro titulado Las Retractaciones, en el que analiza de modo crítico las obras que había publicado hasta ese momento, realizando correcciones donde, mientras tanto, había aprendido cosas nuevas. Con respecto al ideal de la perfección, en sus homilías sobre el Sermón de la montaña anota: "Mientras tanto, he comprendido que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos orar cada día: "Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"" (cf. Retract. I, 19, 1-3).
San Agustín había aprendido un último grado de humildad, no sólo la humildad de insertar su gran pensamiento en la fe humilde de la Iglesia, no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la sencillez del anuncio, sino también la humildad de reconocer que él mismo y toda la Iglesia peregrinante necesitaba y necesita continuamente la bondad misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros —añadía— nos asemejamos a Cristo, el único Perfecto, en la medida más grande posible cuando somos como él personas misericordiosas.En esta hora demos gracias a Dios por la gran luz que irradia la sabiduría y la humildad de sanAgustín, y pidamos al Señor que nos conceda a todos, día a día, la conversión necesaria, y así nos conduzca a la verdadera vida. Amén.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de junio de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: "Dogma datur christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem", "Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre" (n. 1). Por tanto, la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo y de su sangre" (ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de "proclamar desde los terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con "Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI, pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana" (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre".
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum", "He aquí el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del desierto de la existencia humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" (Jn 6, 35.48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6, 51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús sació a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron todos hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que existe entre la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus Christi, con la procesión y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las casas y las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la citada exhortación postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona" (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo" (ib.).
Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos hermanos y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica plaza: os saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario y a los obispos auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos, así como a los numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los fieles laicos.
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, sabemos que en toda Eucaristía, también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor hasta que venga" (cf. 1 Co 11, 26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara en el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el libro del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.
MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO ITALIANO (BARI)
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Solemnidad del "Corpus Christi"
Domingo 29 de mayo de 2005
Amadísimos hermanos y hermanas:
"Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión" (Salmo responsorial). La invitación del salmista, que resuena también en la Secuencia, expresa muy bien el sentido de esta celebración eucarística: nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor. Esta es la razón que ha impulsado a la Iglesia italiana a congregarse aquí, en Bari, para el Congreso eucarístico nacional.
Yo también he querido unirme hoy a todos vosotros para celebrar con particular relieve la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y así rendir homenaje a Cristo en el sacramento de su amor, y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que me unen a la Iglesia que está en Italia y a sus pastores. Como sabéis, también mi venerado y amado predecesor, el Papa Juan Pablo II, habría querido estar presente en esta importante cita eclesial. Todos sentimos que está cerca de nosotros y con nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien ahora puede contemplar directamente.
Saludo con afecto a todos los que participan en esta solemne liturgia: al cardenal Camillo Ruini y a los demás cardenales presentes; al arzobispo de Bari, monseñor Francesco Cacucci, a quien agradezco sus cordiales palabras; a los obispos de Pulla y a los que han venido en gran número de todas las partes de Italia; a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos; en particular, a los jóvenes, y naturalmente a cuantos de diferentes modos han colaborado en la organización del Congreso. Saludo asimismo a las autoridades, que con su grata presencia muestran cómo también los congresos eucarísticos forman parte de la historia y de la cultura del pueblo italiano.
Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como "Pascua semanal", expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, "Sin el domingo no podemos vivir", nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.
En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus"; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.
Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel "inmenso y terrible" (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.
En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.
Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.
El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6, 52).
En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.
Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: "Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda comunión de sentimientos". Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66).
Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.
Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios, afirma:"El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17).
La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias.
La Eucaristía -repitámoslo- es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos, precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo.
Soy consciente de que para eso no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que entren en los corazones y sacudan las conciencias, estimulando a cada uno a la conversión interior, que es el requisito de todo progreso en el camino del ecumenismo (cf. Mensaje a la Iglesia universal, en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 6).
Os pido a todos vosotros que emprendáis con decisión el camino del ecumenismo espiritual, que en la oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.
Queridos amigos que habéis venido a Bari desde diversas partes de Italia para celebrar este Congreso eucarístico, debemos redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación.
Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como "aquellos que han llegado a la nueva esperanza", y los presentaba como personas "que viven según el domingo" ("iuxta dominicam viventes"). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: "¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?" (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2).
"¿Cómo podríamos vivir sin él?". En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de Abitina: "Sine dominico non possumus". Precisamente de aquí brota nuestra oración: que también nosotros, los cristianos de hoy, recobremos la conciencia de la importancia decisiva de la celebración dominical y tomemos de la participación en la Eucaristía el impulso necesario para un nuevo empeño en el anuncio de Cristo, "nuestra paz" (Ef 2, 14), al mundo. Amén.
SANTA MISA "IN CENA DOMINI"
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves santo 13 de abril
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridoshermanosyhermanas:
"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.
Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.
Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.
Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.
"Vosotros estáis limpios, pero no todos", dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. "Pero no todos": existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.
"Vosotros estáis limpios, pero no todos": ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.
En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito: para él sólo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro: para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace
incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida.
"Vosotros estáis limpios, pero no todos". El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos "contagiar" por ella. Nos invita -por más perdidos que podamos sentirnos- a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.
Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: "Os he dado ejemplo..." (Jn 13, 15); "También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el "lavarnos los pies unos a otros"? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.
El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén.
VISITA PASTORAL A VERONA CON OCASIÓN DEL
IV CONGRESO NACIONAL DE LA IGLESIA ITALIANA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Estadio municipal "Bentegodi"
Jueves 19 de octubre de 2006
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
En esta celebración eucarística vivimos el momento central de la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia, que se reúne hoy en torno al Sucesor de Pedro. El corazón de todo acontecimiento eclesial es la Eucaristía, en la cual Cristo nuestro Señor nos convoca, nos habla, nos alimenta y nos envía. Es significativo que el lugar escogido para esta solemne liturgia sea el estadio de Verona: un espacio donde habitualmente no se celebran ritos religiosos, sino manifestaciones deportivas, implicando a miles de aficionados. Hoy este espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios con sus pastores y, de modo eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Cristo viene hoy a este areópago moderno para derramar su Espíritu sobre la Iglesia que está en Italia, a fin de que, reavivada con el soplo de un nuevo Pentecostés, sepa "comunicar el Evangelio en un mundo que cambia", como proponen las Orientaciones pastorales de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010.
A vosotros, venerados hermanos en el episcopado, con los presbíteros y los diáconos; a vosotros, queridos delegados de las diócesis y de las asociaciones laicales; a vosotros, religiosas, religiosos y laicos comprometidos, dirijo mi más cordial saludo, que extiendo a todos los que están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.
Saludo y abrazo espiritualmente a toda la comunidad eclesial italiana, Cuerpo vivo de Cristo. Deseo expresar de modo especial mi aprecio a los que han trabajado largamente en la preparación y la organización de esta Asamblea: al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Camillo Ruini; al secretario general, mons. Giuseppe Betori, así como a los colaboradores de las diversas oficinas; al cardenal Dionigi Tettamanzi y a los demás miembros del comité preparatorio; al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, también en nombre de esta amada comunidad veronesa que nos acoge.
Saludo asimismo con deferencia al señor presidente del Gobierno y a las demás distinguidas autoridades presentes; un cordial agradecimiento, por último, a los agentes de la comunicación social que siguen los trabajos de esta importante asamblea de la Iglesia en Italia.
Las lecturas bíblicas, que se acaban de proclamar, iluminan el tema de la Asamblea: "Testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo". La palabra de Dios pone de relieve la resurrección de Cristo, acontecimiento que ha reengendrado a los creyentes a una esperanza viva, como dice el apóstol san Pedro al inicio de su primera carta (cf. 1 P 1, 3). Este texto ha constituido la base del itinerario de preparación para este gran encuentro nacional.
Como sucesor suyo, también yo exclamo con alegría: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y Salvador. Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las cuales, por más dolorosas y pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros del hecho de ser amados por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y nosotros, aun sin verlo, creemos en él y lo amamos (cf. 1 P 1, 3-9). Su amor nos basta.
De la fuerza de este amor, de la firme fe en la resurrección de Jesús que funda la esperanza, nace y se renueva constantemente nuestro testimonio cristiano. Ahí radica nuestro "Credo", el símbolo de fe en el que se basó la predicación inicial y que, inalterado, sigue alimentando al pueblo de Dios. El contenido del kerygma, del anuncio, que constituye la esencia de todo el mensaje evangélico, es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.
Su resurrección es el misterio fundamental del cristianismo, el cumplimiento sobreabundante de todas las profecías de salvación, también de la que hemos escuchado en la primera lectura, tomada de la parte final del libro del profeta Isaías. De Cristo resucitado, primicia de la humanidad nueva, regenerada y regeneradora, nació en realidad, como anunció el profeta, el pueblo de los "pobres" que han abierto su corazón al Evangelio y se han convertido, y se siguen convirtiendo, en "robles de justicia", "plantación del Señor para manifestar su gloria", reconstructores de edificios en ruinas, restauradores de ciudades desoladas, reconocidos por todos como linaje bendito del Señor (cf. Is 61, 3-4. 9).
El misterio de la resurrección del Hijo de Dios, que, al subir al cielo para estar con el Padre, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, nos hace contemplar con la misma mirada a Cristo y a la Iglesia: el Resucitado y los resucitados, la Primicia y el campo de Dios, la Piedra angular y las piedras vivas, según otra imagen de la primera carta de san Pedro (cf. 1 P 2, 4-8). Así sucedió al inicio con la primera comunidad apostólica y así debe suceder también ahora.
Desde el día de Pentecostés la luz del Señor resucitado transfiguró la vida de los Apóstoles. Ya tenían la clara percepción de que no eran simplemente discípulos de una doctrina nueva e interesante, sino testigos elegidos y responsables de una revelación a la que estaba vinculada la salvación de sus contemporáneos y de todas las generaciones futuras.
La fe pascual colmaba su corazón con un ardor y un celo extraordinario, que los disponía a afrontar cualquier dificultad e incluso la muerte, e imprimía a sus palabras una fuerza de persuasión irresistible. Así, un puñado de personas desprovistas de recursos humanos, contando sólo con la fuerza de su fe, afrontó sin miedo duras persecuciones y el martirio. El apóstol san Juan escribe: "Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe" (1 Jn 5, 4). La verdad de esta afirmación está documentada también en Italia por casi dos milenios de historia cristiana, con innumerables testimonios de mártires, santos y beatos, que han dejado huellas indelebles en todos los rincones de la hermosa península en la que vivimos. Algunos de ellos han sido recordados al inicio de la Asamblea y sus rostros acompañan los trabajos.
Nosotros somos hoy los herederos de estos testigos victoriosos. Pero precisamente de esta constatación surge la pregunta: ¿Qué es de nuestra fe? ¿En qué medida sabemos comunicarla hoy?
La certeza de que Cristo resucitó nos asegura que ninguna fuerza contraria podrá jamás destruir la Iglesia. Nos anima también la conciencia de que sólo Cristo puede colmar plenamente las expectativas profundas de todo corazón humano y responder a los interrogantes más inquietantes sobre el dolor, la injusticia y el mal, sobre la muerte y el más allá.
Así pues, nuestra fe está fundada, pero es necesario que esta fe se transforme en vida en cada uno de nosotros. Es preciso realizar un esfuerzo amplio y capilar para que cada cristiano se convierta en "testigo" capaz y dispuesto a asumir el compromiso de dar a todos y siempre razón de la esperanza que lo impulsa (cf. 1 P 3, 15). Por esto, hace falta volver a anunciar con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Cristo, centro del cristianismo, fulcro fundamental de nuestra fe, palanca poderosa de nuestras certezas, viento impetuoso que barre todo miedo e indecisión, toda duda y cálculo humano.
Sólo de Dios puede venir el cambio decisivo del mundo. Sólo a partir de la Resurrección se comprende la verdadera naturaleza de la Iglesia y de su testimonio, que no es algo separado del misterio pascual, sino que es su fruto, manifestación y actuación por parte de los que, recibiendo al Espíritu Santo, son enviados por Cristo a proseguir su misma misión (cf. Jn 20, 21-23).
"Testigos de Jesús resucitado": esta definición de los cristianos deriva directamente del pasaje evangélico de san Lucas que se ha proclamado hoy, pero también de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 8. 22). Testigos de Jesús resucitado. Es necesario entender bien ese "de". Quiere decir que el testigo es "de" Jesús resucitado, o sea, que pertenece a él, y precisamente en cuanto tal puede dar un testimonio eficaz de él, puede hablar de él, darlo a conocer, llevar a él, transmitir su presencia.
Es exactamente lo contrario de lo que sucede con la otra parte de la frase: "esperanza del mundo". Aquí la preposición "del" no indica pertenencia, porque Cristo no es del mundo, como los cristianos no deben ser del mundo. La esperanza, que es Cristo, está en el mundo, es para el mundo, pero lo es precisamente porque Cristo es Dios, es "el Santo" (en hebreo Qadosh). Cristo es esperanza para el mundo porque resucitó, y resucitó porque es Dios. También los cristianos pueden llevar al mundo la esperanza porque son de Cristo y de Dios en la medida en que mueren con él al pecado y resucitan con él a la vida nueva del amor, del perdón, del servicio, de la no violencia.
Como dice san Agustín: "Has creído, has sido bautizado: ha muerto la vida antigua, ha quedado muerta en la cruz, sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que has vivido mal; que resucite la nueva" (Sermón Guelf. IX, en M. Pellegrino, Vox Patrum, 177). Los cristianos sólo pueden ser esperanza en el mundo y para el mundo si, como Cristo, no son del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, mi deseo, que seguramente todos vosotros compartís, es que la Iglesia en Italia recomience desde esta Asamblea como impulsada por la palabra del Señor resucitado, que repite a todos y cada uno: sed en el mundo de hoy testigos de mi pasión y mi resurrección (cf. Lc 24, 48). En un mundo que cambia, el Evangelio no cambia. La buena nueva sigue siendo siempre la misma: Cristo murió y resucitó por nuestra salvación.
En su nombre llevad a todos el anuncio de la conversión y del perdón de los pecados, pero sed vosotros los primeros en dar testimonio de una vida de conversión y perdón. Sabemos bien que esto no es posible sin estar "revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24, 49), es decir, sin la fuerza interior del Espíritu del Resucitado. Para recibirla es necesario, como dijo Jesús a sus discípulos, no alejarse de Jerusalén, permanecer en la "ciudad" donde se consumó el misterio de la salvación, el acto supremo de amor de Dios a la humanidad. Es preciso permanecer en oración con María, la Madre que Cristo nos dio desde la cruz.
Para los cristianos, ciudadanos del mundo, permanecer en Jerusalén no puede significar más que permanecer en la Iglesia, la "ciudad de Dios", donde a través de los sacramentos recibe "la unción" del Espíritu Santo.
En estos días de la Asamblea eclesial nacional, la Iglesia que está en Italia, obedeciendo el mandato del Señor resucitado, se ha reunido, ha revivido la experiencia originaria del Cenáculo, para recibir de nuevo el don de lo alto. Ahora, consagrados por su "unción", id; llevad la buena nueva a los pobres, vendad los corazones destrozados, proclamad a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, pregonad el año de misericordia del Señor (cf. Is 61, 1-2).
Reconstruid los antiguos edificios en ruinas, levantad de nuevo las antiguas construcciones, restaurad las ciudades desoladas (cf. Is 61, 4). Son muchas las situaciones difíciles que esperan una intervención salvadora. Llevad al mundo la esperanza de Dios, que es Cristo Señor, el cual resucitó de entre los muertos y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Basílica de San Juan de Letrán .-Jueves 7 de junio de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: "Dogma datur christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem", "Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre" (n. 1). Por tanto, la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo y de su sangre" (ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de "proclamar desde los terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con "Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI, pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana" (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre".
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum", "He aquí el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del desierto de la existencia humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" (Jn 6, 35.48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6, 51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús sació a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron todos hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que existe entre la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus Christi, con la procesión y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las casas y las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la citada exhortación postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona" (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo" (ib.).
Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos hermanos y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica plaza: os saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario y a los obispos auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos, así como a los numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los fieles laicos.
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, sabemos que en toda Eucaristía, también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor hasta que venga" (cf. 1 Co 11, 26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara en el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el libro del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Jueves Santo 20 de marzo de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la llamada de Dios que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal. «Adsum», «Heme aquí», dijimos, como respondió Isaías cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?» (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del obispo, nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión. Sucesivamente hemos recorrido caminos diversos en el ámbito de su llamada. ¿Podemos afirmar siempre lo que escribió san Pablo a los Corintios después de años de arduo servicio al Evangelio marcado por sufrimientos de todo tipo: «No disminuye nuestro celo en el ministerio que, por misericordia de Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4, 1). «No disminuye nuestro celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre encendido, que se alimente continuamente con la llama viva del Evangelio.
Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntarnos de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7) para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare coram te et tibi ministrare.
Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él.
La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la presencia de Dios y también un ministerio en representación de los demás. Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a él.
Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va más allá.
En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma introduce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.
Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromiso por el bien.
Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5, 41).
Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley. Pero realizar las acciones del rito se consideraba como servicio, como un encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu se debían llevar a cabo esas acciones.
Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio.
Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a ser el alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo debido y será una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.
En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y vivirla. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda.
Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.
Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto de los Olivos, resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído.
El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios.
Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo anunciamos correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ir contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza del amor de Dios.
«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en el Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor hasta el extremo, lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos permite convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.
«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada: «Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.
MISA «IN CENA DOMINI»
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 20 de marzo de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.
San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres.
Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.
En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.
En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.
En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.
Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).
Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.
Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.
Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección.
Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.
Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.
Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El «mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo.
En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor.
Esta inversión del orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia.
Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.
Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.
Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.
Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.
Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1, 8-9).
Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con él.
Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.
SANTA MISA Y PROCESIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR
EN LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 22 de mayo de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y,por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado.
Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: "Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). "Todos vosotros sois uno". En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino.
Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras "parálisis", nos levanta y nos hace "pro-cedere", es decir, nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come —le dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti" (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3) es una afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el "progreso", si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del "Decálogo", los diez mandamientos, donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor.
Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN CONEXIÓN TELEVISIVA VÍA SATÉLITE
Domingo 22 de junio de 2008
Señores cardenales;excelencias;queridos hermanos y hermanas:
Mientras estáis reunidos con motivo del 49° Congreso eucarístico internacional, me alegra unirme a vosotros a través de la televisión, asociándome así a vuestra oración. Ante todo deseo saludar al señor cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, y al señor cardenal Jozef Tomko, enviado especial al Congreso, así como a todos los cardenales y obispos presentes.
También saludo cordialmente a las personalidades de la sociedad civil que han querido participar en la liturgia. Saludo con afecto a los sacerdotes, a los diáconos y a todos los fieles presentes, así como a todos los católicos de Quebec, de todo Canadá y de los demás continentes. No olvido que vuestro país celebra este año el IV centenario de su fundación. Es una ocasión para que cada uno recuerde los valores que animaban a los pioneros y a los misioneros en vuestro país.
El tema elegido para este nuevo Congreso eucarístico internacional es: "La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". La Eucaristía es nuestro tesoro más valioso. Es el sacramento por excelencia; nos introduce anticipadamente en la vida eterna; contiene todo el misterio de nuestra salvación; y es la fuente y la cumbre de la acción y de la vida de la Iglesia, como recuerda el concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 8).
Por tanto, es sumamente importante que los pastores y los fieles se comprometan constantemente a profundizar en este gran sacramento. Así, cada uno podrá fortalecer su fe y cumplir cada vez mejor su misión en la Iglesia y en el mundo, recordando que la Eucaristía conlleva la fecundidad en su vida personal, así como en la vida de la Iglesia y del mundo. El Espíritu de verdad da testimonio en vuestro corazón; también vosotros dad testimonio de Cristo ante los hombres, como reza la antífona del Aleluya de misa.
Por consiguiente, la participación en la Eucaristía no nos aleja de nuestros contemporáneos; al contrario, dado que es la expresión por excelencia del amor de Dios, nos invita a comprometernos con todos nuestros hermanos para afrontar los desafíos actuales y para hacer de la tierra un lugar en que se viva bien. Por eso, debemos luchar sin cesar para que se respete a toda persona desde su concepción hasta su muerte natural; para que nuestras sociedades ricas acojan a los más pobres y reconozcan toda su dignidad; para que cada persona pueda alimentarse y mantener a su familia; y para que en todos los continentes reinen la paz y la justicia. Estos son algunos de los desafíos que han de movilizar a todos nuestros contemporáneos: para afrontarlos, los cristianos deben encontrar la fuerza en el misterio eucarístico.
"Misterio de la fe": es lo que proclamamos en cada misa. Deseo que todos se esfuercen por estudiar este gran misterio, especialmente releyendo y profundizando, individual y colectivamente, en el texto del Concilio sobre la liturgia, la constitución Sacrosanctum Concilium, con el fin de testimoniar con valentía ese misterio. De este modo, cada persona logrará entender mejor el sentido de cada aspecto de la Eucaristía, comprendiendo su profundidad y viviéndola cada vez con mayor intensidad.
Cada frase, cada gesto tiene su sentido, y entraña un misterio. Espero sinceramente que este Congreso impulse a todos los fieles a comprometerse igualmente en una renovación de la catequesis eucarística, de modo que ellos mismos adquieran una auténtica conciencia eucarística y, a su vez, enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio central de la fe y a construir su vida en torno a él.
Exhorto de manera especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia.
La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento —con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella y prolongarla— nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza "para la unidad con Dios y con los demás" (cf. san Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).
No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios.
También deseo invitar a los pastores y a los fieles a prestar atención renovada a su preparación para recibir la Eucaristía. A pesar de nuestra debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso, debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro, recuperando sin cesar, mediante el sacramento del perdón, la pureza que el pecado mancilló, "poniendo nuestra alma de acuerdo con nuestra voz" según la invitación del Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium, 11).
De hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia salvadora.
La Eucaristía ocupa un lugar muy especial en la vida de los santos. Demos gracias a Dios por la historia de santidad de Quebec y de Canadá, que ha contribuido a la vida misionera de la Iglesia. Vuestro país honra de modo particular a sus mártires canadienses, Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y sus compañeros, que dieron su vida por Cristo, uniéndose así a su sacrificio en la cruz. Pertenecen a la generación de hombres y mujeres que fundaron y desarrollaron la Iglesia en Canadá, con Margarita Bourgeoys, Margarita de Youville, María de la Encarnación, María-Catalina de San Agustín, monseñor François de Laval, fundador de la primera diócesis de América del norte, Dina Bélanger y Catalina Tekakwitha.
Seguid su ejemplo. Como ellos, no tengáis miedo. Dios os acompaña y os protege. Haced que cada día sea una ofrenda a la gloria de Dios Padre y participad en la construcción del mundo, recordando con sano orgullo vuestra herencia religiosa y su arraigo social y cultural, y esforzándoos por difundir en vuestro entorno los valores morales y espirituales que nos vienen del Señor.
La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía.
La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter sagrado: "Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (Sacrosanctum Concilium, 7). En cierto sentido, es una "liturgia celestial", anticipación del banquete en el Reino eterno, al anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, "hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).
A fin de que al pueblo de Dios no le falten nunca ministros para darle el Cuerpo de Cristo, debemos pedir al Señor que otorgue a su Iglesia el don de nuevos sacerdotes. Os invito también a transmitir la llamada al sacerdocio a los jóvenes, para que acepten con alegría y sin miedo responder a Cristo. No quedarán defraudados. Que las familias sean el lugar principal y la cuna de las vocaciones.
Antes de terminar, con alegría os anuncio el próximo Congreso eucarístico internacional. Se celebrará en Dublín, Irlanda, en el año 2012. Pido al Señor que os ayude a cada uno a descubrir la profundidad y la grandeza del misterio de la fe. Que Cristo, presente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo, invocado sobre el pan y sobre el vino, os acompañen en vuestro camino diario y en vuestra misión. A ejemplo de la Virgen María, estad abiertos a la obra de Dios en vosotros.
Encomendándoos a la intercesión de Nuestra Señora, de santa Ana, patrona de Quebec, y de todos los santos de vuestra tierra, os imparto a todos una afectuosa bendición apostólica, y a todas las personas presentes, que han acudido de los diferentes países del mundo.
Queridos amigos, al llegar a su fin este importante acontecimiento en la vida de la Iglesia, os invito a todos a uniros a mí en la oración por el éxito del próximo Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en el año 2012 en la ciudad de Dublín. Aprovecho la ocasión para saludar cordialmente al pueblo de Irlanda, que se prepara para acoger ese encuentro eclesial. Confío en que, juntamente con todos los participantes en el próximo Congreso, encuentren en él una fuente de permanente renovación espiritual.
MISA DE CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA CATEDRAL DE ALBANO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Domingo 21 de septiembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de hoy es muy rica en símbolos y la Palabra de Dios que se ha proclamado nos ayuda a comprender el significado y el valor de lo que estamos realizando. En la primera lectura hemos escuchado el relato de la purificación del Templo y de la dedicación del nuevo altar de los holocaustos por obra de Judas Macabeo en el año 164 antes de Cristo, tres años después de que el Templo fuera profanado por Antíoco Epifanes (cf. 1 M 4, 52-59). En recuerdo de aquel acontecimiento se instituyó la fiesta de la Dedicación, que duraba ocho días. Esa fiesta, unida inicialmente al Templo a donde el pueblo iba en procesión para ofrecer sacrificios, también se engalanaba con la iluminación de las casas y sobrevivió, bajo esta forma, después de la destrucción de Jerusalén.
El autor sagrado subraya con razón la alegría y la felicidad que caracterizaron aquel acontecimiento. Pero, queridos hermanos y hermanas, ¡cuánto más grande debe ser nuestra alegría al saber que sobre el altar que nos disponemos a consagrar se ofrecerá cada día el sacrificio de Cristo; sobre este altar él seguirá inmolándose, en el sacramento de la Eucaristía, por nuestra salvación y por la de todo el mundo! En el misterio eucarístico, que se renueva en todos los altares, Jesús se hace realmente presente. Su presencia es dinámica; nos abraza para hacernos suyos, para configurarnos con él; nos atrae con la fuerza de su amor, haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a él, haciéndonos uno con él.
La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su "casa", y todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla san Pedro. "Acercándoos a él, piedra viva desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios —escribe el Apóstol—, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (1 P 2, 4-5).
Casi desarrollando esta hermosa metáfora, san Agustín observa que, mediante la fe, los hombres son como tablas y piedras tomadas de bosques y montes para la construcción; mediante el bautismo, la catequesis y la predicación, son tallados, labrados y escuadrados; pero sólo se convierten en casa de Dios cuando se unen unos a otros mediante la caridad. Cuando los creyentes se unen entre sí dentro de un cierto orden, yuxtaponiéndose y combinándose estrechamente en la caridad, entonces se convierten de verdad en casa de Dios, y no hay peligro de que se desplome (cf. Serm. 336).
Por tanto, el amor de Cristo, la caridad "que no acaba nunca" (1 Co 13, 8), es la energía espiritual que une a todos los que participan en el mismo sacrificio y se alimentan del único Pan partido para la salvación del mundo. En efecto, ¿es posible comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros? Así pues, no podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, separados unos de otros. Este altar, sobre el que dentro de poco se renovará el sacrificio del Señor, ha de ser para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una invitación constante al amor; debéis acercaros siempre a él con el corazón dispuesto a acoger el amor y a difundirlo, a recibir el perdón y a concederlo.
A este propósito, el relato evangélico que acaba de proclamarse (cf. Mt 5, 23-24) nos ofrece una importante lección de vida. Es un llamamiento, breve pero apremiante, a la reconciliación fraterna, reconciliación indispensable para presentar dignamente la ofrenda ante el altar; una exhortación que retoma la enseñanza ya bien presente en la predicación profética.
En efecto, también los profetas denunciaban con vigor la inutilidad de los actos de culto realizados sin las correspondientes disposiciones morales, especialmente en las relaciones con el prójimo (cf. Is 1, 10-20; Am 5, 21-27; Mi 6, 6-8). Por tanto, cada vez que os acerquéis al altar para la celebración eucarística, debéis abrir vuestro corazón al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de quienes os han herido; dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.
En la liturgia romana el sacerdote, una vez realizada la ofrenda del pan y del vino, inclinado hacia el altar reza en voz baja: "Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia". Así, se prepara para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio eucarístico, en el corazón de la liturgia celestial a la que hace referencia la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que ofrece "muchos perfumes para unirlos a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro colocado delante del trono" (Ap 8, 3).
En cierto modo, el altar del sacrificio se convierte en el punto de encuentro entre el cielo y la tierra; el centro —podríamos decir— de la única Iglesia que es celestial y al mismo tiempo peregrina en la tierra, donde, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, los discípulos del Señor anuncian su pasión y su muerte hasta que vuelva en la gloria (cf. Lumen gentium, 8). Más aún, cada celebración eucarística anticipa ya la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el esplendor de la Iglesia, "esposa inmaculada del Cordero inmaculado, esposa a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla" (ib., n. 6).
El rito que nos disponemos a llevar a cabo en esta catedral, que hoy admiramos en su renovada belleza y que con razón queréis hacer cada vez más bella y acogedora, suscita en nosotros estas reflexiones. Este compromiso os implica a todos y exige, en primer lugar, que toda la comunidad diocesana crezca en la caridad y en la entrega apostólica y misionera. En concreto, se trata de testimoniar con la vida vuestra fe en Cristo y la confianza total que depositáis en él. También se trata de cultivar la comunión eclesial, que es ante todo un don, una gracia, fruto del amor libre y gratuito de Dios, es decir, algo divinamente eficaz, siempre presente y operante en la historia, más allá de toda apariencia contraria. Pero la comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada uno. Que el Señor os conceda vivir una comunión cada vez más convencida y activa, en colaboración y con corresponsabilidad en todos los niveles: entre presbíteros, consagrados y laicos, entre las diversas comunidades cristianas de vuestro territorio y entre las diferentes asociaciones laicales.
Saludo ahora cordialmente a vuestro obispo, monseñor Marcello Semeraro, al que agradezco la invitación y las amables palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en nombre de todos vosotros.
También deseo expresarle mis cordiales felicitaciones por el décimo aniversario de su consagración episcopal. Dirijo un saludo especial al cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, titular de esta diócesis suburbicaria, que hoy se une a nuestra alegría.
Saludo a los demás prelados presentes, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los jóvenes y a los ancianos, a las familias, a los niños y a los enfermos, abrazando con afecto a todos los fieles de la comunidad diocesana espiritualmente aquí reunida.
Un saludo a las autoridades que nos honran con su presencia y, en primer lugar, al señor alcalde de Albano, al que también agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Sobre todos invoco la protección celestial de san Pancracio, titular de esta catedral, y del apóstol san Mateo, cuya memoria celebra hoy la liturgia.
En particular, invoco la intercesión materna de la santísima Virgen María. Que en esta jornada, que corona los esfuerzos, los sacrificios y el empeño que habéis puesto para dotar a la catedral de un renovado espacio litúrgico, con intervenciones oportunas que han afectado a la cátedra episcopal, al ambón y al altar, la Virgen os obtenga poder escribir en nuestro tiempo otra página de santidad diaria y popular, que se añada a las que han marcado la vida de la Iglesia de Albano a lo largo de los siglos.
Ciertamente, como ha recordado vuestro pastor, no faltan dificultades, desafíos y problemas, pero también son grandes las esperanzas y las oportunidades para anunciar y testimoniar el amor de Dios. Que el Espíritu del Señor resucitado, que es el Espíritu de Pentecostés, os abra a sus horizontes de esperanza y alimente en vosotros el impulso misionero hacia los vastos horizontes de la nueva evangelización. Oremos por esta intención, prosiguiendo nuestra celebración eucarística.
SANTA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 1 de abril de 2010
Queridos hermanos y hermanas
San Juan, de modo más amplio que los otros evangelistas y con un estilo propio, nos ofrece en su evangelio los discursos de despedida de Jesús, que son casi como su testamento y síntesis del núcleo esencial de su mensaje. Al inicio de dichos discursos aparece el lavatorio de los pies, gesto de humildad en el que se resume el servicio redentor de Jesús por la humanidad necesitada de purificación.
Al final, las palabras de Jesús se convierten en oración, en su Oración sacerdotal, en cuyo trasfondo, según los exegetas, se halla el ritual de la fiesta judía de la Expiación. El sentido de aquella fiesta y de sus ritos —la purificación del mundo, su reconciliación con Dios—, se cumple en el rezar de Jesús, un rezar en el que, al mismo tiempo, se anticipa la pasión, y la transforma en oración. Así, en la Oración sacerdotal, se hace visible también de un modo particular el misterio permanente del Jueves santo: el nuevo sacerdocio de Jesucristo y su continuación en la consagración de los apóstoles, en la participación de los discípulos en el sacerdocio del Señor. De este texto inagotable, quisiera ahora escoger tres palabras de Jesús que pueden introducirnos más profundamente en el misterio del Jueves santo.
En primer lugar tenemos aquella frase: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera, llena, una vida que valga la pena, que sea gozosa. Al deseo de vivir, se une al mismo tiempo, la resistencia a la muerte que, no obstante, es ineludible.
Cuando Jesús habla de la vida eterna, entiende la vida auténtica, verdadera, que merece ser vivida. No se refiere simplemente a la vida que viene después de la muerte. Piensa en el modo auténtico de la vida, una vida que es plenamente vida y por esto no está sometida a la muerte, pero que de hecho puede comenzar ya en este mundo, más aún, debe comenzar aquí: sólo si aprendemos desde ahora a vivir de forma auténtica, si conocemos la vida que la muerte no puede arrebatar, tiene sentido la promesa de la eternidad.
Pero, ¿cómo acontece esto? ¿Qué es realmente esta vida verdaderamente eterna, a la que la muerte no puede dañar? Hemos escuchado la respuesta de Jesús: Esta es la vida verdadera, que te conozcan a ti, Dios, y a tu enviado, Jesucristo. Para nuestra sorpresa, allí se nos dice que vida es conocimiento. Esto significa, ante todo, que vida es relación.
Nadie recibe la vida de sí mismo ni sólo para sí mismo. La recibimos de otro, en la relación con otro. Si es una relación en la verdad y en el amor, un dar y recibir, entonces da plenitud a la vida, la hace bella. Precisamente por esto, la destrucción de la relación que causa la muerte puede ser particularmente dolorosa, puede cuestionar la vida misma. Sólo la relación con Aquel que es en sí mismo la Vida, puede sostener también mi vida más allá de las aguas de la muerte, puede conducirme vivo a través de ellas.
Ya en la filosofía griega existía la idea de que el hombre puede encontrar una vida eterna si se adhiere a lo que es indestructible, a la verdad que es eterna. Por decirlo así, debía llenarse de verdad, para llevar en sí la sustancia de la eternidad. Pero solamente si la verdad es Persona, puede llevarme a través de la noche de la muerte. Nosotros nos aferramos a Dios, a Jesucristo, el Resucitado. Y así somos llevados por Aquel que es la Vida misma. En esta relación vivimos mientras atravesamos también la muerte, porque nunca nos abandona quien es la Vida misma.
Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo más que un saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje famoso y cuándo se ha inventado algo. Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro.
Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad.
En la Oración sacerdotal, Jesús habla dos veces de la revelación del nombre de Dios: «He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como también yo estoy en ellos» (v. 26).
El Señor se refiere aquí a la escena de la zarza ardiente, cuando Dios, respondiendo a la pregunta de Moisés, reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento lo que había comenzado junto a la zarza ardiente; que en él Dios, que se había dado a conocer a Moisés, ahora se revela plenamente. Y que con esto él lleva a cabo la reconciliación; que el amor con el que Dios ama a su Hijo en el misterio de la Trinidad, llega ahora a los hombres en esa circulación divina del amor.
Pero, ¿qué significa exactamente que la revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su meta? Lo esencial de lo sucedido en el monte Horeb no fue la palabra misteriosa, el “nombre”, que Dios, por así decir, había entregado a Moisés como signo de reconocimiento. Comunicar el nombre significa entrar en relación con el otro.
La revelación del nombre divino significa, por tanto, que Dios, que es infinito y subsiste en sí mismo, entra en el tejido de relaciones de los hombres; que él, por decirlo así, sale de sí mismo y llega a ser uno de nosotros, uno que está presente en medio de nosotros y para nosotros.
Por esto, el nombre de Dios en Israel no se ha visto sólo como un término rodeado de misterio, sino como el hecho del ser-con-nosotros de Dios. El templo, según la sagrada escritura, es el lugar en el que habita el nombre de Dios. Dios no está encerrado en ningún espacio terreno; él está infinitamente por encima del mundo. Pero en el templo está presente para nosotros como Aquel que puede ser llamado, como Aquel que quiere estar con nosotros. Este estar de Dios con su pueblo se cumple en la encarnación del Hijo. En ella, se completa realmente lo que había comenzado ante la zarza ardiente: a Dios, como hombre, lo podemos llamar y él está cerca de nosotros. Es uno de nosotros y, sin embargo, es el Dios eterno e infinito. Su amor sale, por así decir, de sí mismo y entra en nosotros.
El misterio eucarístico, la presencia del Señor bajo las especies del pan y del vino es la mayor y más alta condensación de este nuevo ser-con-nosotros de Dios. «Realmente, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel», rezaba el profeta Isaías (45,15). Esto es siempre verdad. Pero también podemos decir: realmente tú eres un Dios cercano, tú eres el Dios-con-nosotros. Tú nos has revelado tu misterio y nos has mostrado tu rostro. Te has revelado a ti mismo y te has entregado en nuestras manos… En este momento, debemos dejarnos invadir por la alegría y la gratitud, porque él se nos ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al que podemos conocer y amar.
La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la petición por la unidad de sus discípulos, los de entonces y los que vendrán. Dice el Señor: «No sólo por ellos ruego —esto es, la comunidad de los discípulos reunida en el cenáculo— sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 20; cf. vv. 11 y 13).
¿Qué pide aquí el Señor? Ante todo, reza por los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros. Mira hacia delante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia y su unidad. Se ha dicho que en el evangelio de Juan no aparece la Iglesia, y es verdad que no hallamos el término ekklesia. Pero aquí aparece con sus características esenciales: como la comunidad de los discípulos que, mediante la palabra apostólica, creen en Jesucristo y, de este modo, son una sola cosa. Jesús pide la Iglesia como una y apostólica. Así, esta oración es justamente un acto fundacional de la Iglesia.
El Señor pide la Iglesia al Padre. Ella nace de la oración de Jesús y mediante el anuncio de los apóstoles, que dan a conocer el nombre de Dios e introducen a los hombres en la comunión de amor con Dios. Jesús pide, pues, que el anuncio de los discípulos continúe a través de los tiempos; que dicho anuncio reúna a los hombres que, gracias a este anuncio, reconozcan a Dios y a su Enviado, el Hijo Jesucristo.
Reza para que los hombres sean llevados a la fe y, mediante la fe, al amor. Pide al Padre que estos creyentes «lo sean en nosotros» (v. 21); es decir, que vivan en la íntima comunión con Dios y con Jesucristo y que, a partir de este estar en comunión con Dios, se cree la unidad visible. Por dos veces dice el Señor que esta unidad debería llevar a que el mundo crea en la misión de Jesús. Por tanto, debe ser una unidad que se vea, una unidad que, yendo más allá de lo que normalmente es posible entre los hombres, llegue a ser un signo para el mundo y acredite la misión de Jesucristo.
La oración de Jesús nos garantiza que el anuncio de los apóstoles continuará siempre en la historia; que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en unidad, en una unidad que se convierte en testimonio de la misión de Jesucristo. Pero esta oración es siempre también un examen de conciencia para nosotros.
En este momento, el Señor nos pregunta: ¿vives gracias a la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? O, ¿acaso no vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe? Y ¿no eres así tal vez culpable de la división que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el acceso al amor de Dios? Haber visto y ver todo lo que amenaza y destruye la unidad, ha sido un elemento de la pasión histórica de Jesús, y sigue siendo parte de su pasión que se prolonga en la historia.
Cuando meditamos la pasión del Señor, debemos también percibir el dolor de Jesús porque estamos en contraste con su oración; porque nos resistimos a su amor; porque nos oponemos a la unidad, que debe ser para el mundo testimonio de su misión.
En este momento, en el que el Señor en la Santísima Eucaristía se da a sí mismo, su cuerpo y su sangre, y se entrega en nuestras manos y en nuestros corazones, queremos dejarnos alcanzar por su oración. Queremos entrar nosotros mismos en su oración, y así le pedimos: Sí, Señor, danos la fe en ti, que eres uno solo con el Padre en el Espíritu Santo. Concédenos vivir en tu amor y así llegar a ser uno como tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea. Amén.
SANTA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 21 de abril de 2011
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo.
En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19).
Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?
Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente.
San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos.
Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres.
Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos. Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior!
Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre.
Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 16s).
La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos.
La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos.
En cada comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: «una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro». Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.
San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31s).
Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas.
Pero después sigue un anuncio y un encargo. «Tú, cuando te hayas convertido…»: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta humildad.
En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos.
Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro.
En este momento queremos pedirle que nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa Eucaristía.
Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 23 de junio de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos.
En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta consideración.
Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos.
Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico.
Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18).
Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva.
Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria.
De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo.
De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad.
Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos.
El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.
Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación.
Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios.
Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera.
También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.
SANTA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 5 de abril de 2012
Queridos hermanos y hermanas
El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás y, por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que, orando, va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo el misterio de nuestra Redención.
Jesús sale en la noche. La noche significa falta de comunicación, una situación en la que uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación, la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en definitiva, es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de vida. Jesús entra en la noche para superarla e inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la humanidad.
Durante este camino, él ha cantado con sus Apóstoles los Salmos de la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, ahora se va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su Transfiguración – la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través de su figura humana – y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén.
El éxodo de Jesús en Jerusalén, ¡qué palabra misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido el episodio de la fuga y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué aspecto tendría el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer tramo de este éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo.
Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en esta hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. No obstante, escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en sus almas, y ellos las transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús llama a Dios «Abbá».
Y esto significa – como ellos añaden – «Padre». Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre», sino como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente «niño», Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la más profunda unidad con él.
Si nos preguntamos cuál es el elemento más característico de la imagen de Jesús en los evangelios, debemos decir: su relación con Dios. Él está siempre en comunión con Dios. El ser con el Padre es el núcleo de su personalidad. A través de Cristo, conocemos verdaderamente a Dios. «A Dios nadie lo ha visto jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el seno del Padre… lo ha dado a conocer» (1,18).
Ahora conocemos a Dios tal como es verdaderamente. Él es Padre, bondad absoluta a la que podemos encomendarnos. El evangelista Marcos, que ha conservado los recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún: Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. 14,36). Él, que es la bondad, es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos.
Antes de reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús, debemos prestar atención a lo que los evangelistas nos relatan sobre la actitud de Jesús durante su oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35); asume por consiguiente la actitud de total sumisión, que ha sido conservada en la liturgia romana del Viernes Santo. Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado.
En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos, al arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe.
Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por nosotros. Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente ante la presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más. En las noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el caudal del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora también por mí.
Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre.
Finalmente, debemos prestar atención aún al contenido de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). La voluntad natural del hombre Jesús retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana en la voluntad del Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre.
La actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida.
Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad.
Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén.