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                              Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                           LOS SIGNOS DEL ENCUENTRO


                                    INDICE

 

Documentos y siglas

 

Introducción: Los signos del encuentro con Cristo

 

I. Huellas vivas de Cristo resucitado

      1. Presencia activa

      2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

      3. Encuentro vivencial y transformante

      4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

      Meditación bíblica

 

II. Los signos de la vida nueva

      1. Un nuevo nacimiento

      2. Madurez en el Espíritu

      3. Pan partido y donación plena

      Meditación bíblica

 

III. Los signos de la recuperación

      1. Conversión y reconciliación

      2. La salud para servir

      3. Compartir la Pascua de Cristo

      Meditación bíblica

 

IV. Los signos de la misión

      1. Iglesia, comunión misionera

      2. Familia cristiana en el mundo

      3. Los servidores del Pueblo de Dios

      Meditación bíblica

 

V. El signo levantado ante los pueblos

      1. Iglesia sacramental y santa

      2. El evangelio escrito en la vida

      3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

      Meditación bíblica

 

Conclusión: Las huellas de Cristo en nuestro caminar

 

Orientación bibliográfica


Documentos y siglas

 

AA    Apostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).

AG    Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

CA    Centesimus Annus (Encíclica de Juan Pablo II, en el centenario de la "Rerum novarum", sobre la doctrina social de la Iglesia: 1991).

CEC   Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

CFL   Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

DM    Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

DEV   Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

EN    Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

ET    Evangelii Testificatio (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la vida consagrada: 1971).

EV    Evangelium Vitae (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el valor de la vida humana: 1995).

FC    Familiaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).

GS    Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LE    Laborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

LG    Lumen Gentium     (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

MC    Marialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).

MD    Mulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).

MR    Mutuae Relationes (Directrices de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: 1978).

OT    Optatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

PC    Perfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).

PDV   Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

PM    Provida Mater (Constitución Apostólica de Pío XII, sobre los Institutos Seculares: 1947).

PO    Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

PP    Populorum Progressio  (Encíclica de Pablo VI sobre cuestiones sociales: 1967).

RC    Redemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).

RD    Redemptionis Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).

RH    Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

RM    Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

RMi   Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

SC    Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

SD    Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

SDV   Summi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).

SRS   Sollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).

TMA   Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II como preparación del Jubileo del año 2000).

UUS   Ut Unum Sint (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el empeño ecuménico: 1995).

VS    Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).


INTRODUCCION: Los signos del encuentro con Cristo

 

      En nuestra comunidad de creyentes, Cristo ha dejado huellas vivas de su presencia, a modo de signos de un encuentro que transforma la vida humana en vida verdadera y eterna. ¿Por qué?

 

      Nuestra existencia es un ensamblado de relaciones que tienen lugar a partir de un encuentro. Efectivamente, nos encontramos con las cosas que nos rodean y con las personas que se cruzan en nuestro camino. Y de ahí brotan unas preferencias y condicionamientos respecto a objetos concretos y a personas de nuestro ambiente. No hay nadie que no esté relacionado por lazos de convivencia, amistad y familia. Todos necesitamos sentirnos amados y poder amar.

 

      En estas coordinadas del espacio y del tiempo de nuestra vida, se ha insertado Cristo, desde el día de su concepción en el seno de María: "el Verbo habitó entre nosotros" (Jn 1,14), estableciendo su tienda de caminante en medio nuestro. La obra redentora de Jesús, que se fue desenvolviendo por cercanía, predicación, sanación y perdón, culminó en su misterio pascual de muerte y resurrección.

 

      Con gestos y palabras, se hizo encontradizo con todos, para relacionarse con cada ser humano, comunicando una vida nueva: "he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Esta presencia activa y salvífica sigue siendo una realidad hoy.

 

      La obra salvífica de Jesús continúa con sus mismos gestos y sus mismas palabras. A esos gestos y palabras les llamamos "sacramentos", porque son signos eficaces, portadores de una presencia y de una acción salvífica de Cristo. De hecho son un encuentro relacional con él, que se inserta en nuestro caminar concreto para salvarlo y trascenderlo. Nuestro "tiempo" pasa a ser "plenitud", participando de su misma vida eterna y definitiva.

 

      Estos signos del encuentro son como huellas vivas de su presencia de resucitado, que es presencia operante y cumplimiento de su promesa: "voy y vuelvo" (Jn 14,2-3). El encuentro de esta vida no es definitivo, sino sólo un punto de partida para un encuentro de plenitud.

 

      Cada sacramento, como signo peculiar de este encuentro, nos dispara hacia la relación profunda y la transformación plena. Son signos de contemplación y perfección, que un día nos llevarán a la visión y encuentro definitivo. Mientras tanto, se nos hacen signos de misión, porque Cristo los ha instituido por nosotros y "por todos" (Mc 10,45).

 

      Los sacramentos no son signos mágicos, precisamente porque son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado: "estaré con vosotros" (Mt 28,20). No somos nosotros los que conquistamos un poder por medio de unos ritos, sino que es él quien se nos acerca para un encuentro relacional y salvífico. Porque él "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

      Es el mismo Jesús el gran signo del encuentro, del que proceden los demás, a modo de actualización y presencialización de su misterio de encarnación y redención. Y esos signos constituyen su comunidad eclesial, como familia de servidores ("ministros") de esos mismos signos de encuentro y de salvación universal. "Para que los hombres puedan realizar este encuentro con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella desea servir solamente para este fin, que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida" (VS 7; RH 13).

 

      Para rehacer el tejido cristiano de la sociedad, hay que redescubrir esos signos del encuentro que brotan del corazón de Cristo. Un cristiano se distingue por ser una persona profundamente relacionada con él. Y a Cristo se le encuentra en esos signos eclesiales, humanamente pobres, que suscitan una fe viva a modo de "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46).

 

      A partir de este encuentro relacional, ya es posible construir una vida cristiana auténticamente "moral", que "consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanza en la vid de comunión de su Iglesia" (VS 119).

 

      El Señor se nos ha insertado e inculturado en nuestro mismo ambiente histórico y cultural. Los sacramentos son la "inculturación" de sus misterio en nuestra vida. De nuestras mismas circunstancias y espacios vitales, ha entretejido sus signos de salvación: nacemos, vivimos, caminamos, respiramos, morimos y pasamos al más allá, en él, con él y por él. Este encuentro se nos hace celebración comunitaria de los mismos misterios del Señor.

 

      Cuando le encontramos en la eucaristía y en su palabra viva, entonces descubrimos el hilo conductor de todos los signos sacramentales. Se nos hace encontradizo, como "pan de vida" (Jn 6,35.48), en todas las etapas de nuestro caminar terreno, de camino hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1).

 

      Mientras tanto, a los que hemos comenzado a encontrar a Cristo, se nos recuerda que esos signos los instituyó él para toda la humanidad. La misión consiste en hacer que todos los pueblos gocen de los signos del encuentro con Cristo resucitado, el único Salvador, "camino verdad y vida" (Jn 14,6).

 

      La Iglesia, como María, es invitada a compartir "la hora" de la redención de Cristo, que sigue comunicando el vino nuevo y el "agua viva" por medio de los signos del encuentro. María y la Iglesia son "la mujer" asociada esponsalmente a esa historia de gracia, como "torrentes de agua viva" para toda la humanidad sedienta (Jn 7,37-39; 19, 25-37).

 

      A Jesús le exigieron y le siguen exigiendo signos aparatosos de su presencia salvífica y mesiánica. Pero él no se doblega a esas exigencias tontas. Sus signos son sencillos y pobres, como "la hermana agua" y el signo del hermano. El mismo se ha hecho "signo de Jonás" (Mt 12,39), es decir, se ha quedado bajo los signos pobres de Belén, Nazaret, Calvario y sepulcro vacío, para hacernos partícipes de su resurrección. Ahora sus signos eclesiales tienen esta misma cualidad. Solamente le encontrará quien se decida a perderlo todo para vivir su misma vida: "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      En los sacramentos aparece toda la dinámica del misterio de la encarnación y de la redención: "si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo... El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor... El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cfr. Gal 4,7)" (TMA 7-8).


I.

 

HUELLAS VIVAS DE CRISTO RESUCITADO

 

 

 

 

      1. Presencia activa

      2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

      3. Encuentro vivencial y transformante

      4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

      Meditación bíblica


1. Presencia activa

 

      La presencia de Jesús en nuestro mundo, durante su vida mortal, se resume en pocas palabras: "pasó haciendo el bien" (Act 10,30). Todos buscaban "tocarle" para quedar "curados" (Mt 14,16). Su cercanía, sus palabras y sus gestos comunicaban paz, perdón, salvación, reconciliación. Cristo "está presente (en su Iglesia) con su virtud en los sacramentos" (SC 7).

 

      Aquel paso terreno y temporal de Jesús fue fugaz, apenas de 33 años. Pero desde entonces, nuestro mundo ha quedado marcado con sus huellas. Porque, después de morir y resucitar, vive presente entre nosotros por medio de unos signos instituidos por él. Esta presencia verdadera es activa y salvífica: "estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

      La palabra "sacramento" indica una acción sagrada, como signo portador de gracia. "El sacramento pertenece al género del signo" (Santo Tomás). De hecho, es un signo que hace presente el "misterio" de Cristo. Lo "íntimo" de Dios Amor se nos ha comunicado por medio del Señor (Ef 3,4; Col 4,3; 1Tim 3,16).

 

      Jesús mismo es el "sacramento" o signo eficaz, original y fontal, del que deriva la eficacia de todos los signos sacramentales y eclesiales. "Cristo es la fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Se puede decir que la vida de Cristo se prolonga en ellos: "lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (San León Magno). Sus palabras y gestos siguen presentes y eficaces en nuestra historia.

 

      En los sacramentos nos encontramos con la misma humanidad vivificante de Cristo. "Los sacramentos, como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son las obras maestras de Dios en la nueva y eterna alianza" (CEC 1116).

 

      El Señor ha querido quedarse en la comunidad eclesial bajo signos portadores de su presencia y de su acción redentora. Podemos "tocar" al mismo Cristo, escuchar sus palabras y experimentar su cercanía. Los signos sacramentales están constituidos por gestos y palabras, que son la prolongación del mismo Cristo.

 

      Los sacramentos son, pues, portadores del mismo Jesús. "No hay otro sacramento de Dios, sino Cristo" (San Agustín). El Señor, que es "el esplendor de la gloria del Padre" (Heb 1,3) y "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15), nos manifiesta y comunica todo el misterio de Dios Amor. Al "verle" y encontrarle, vemos y encontramos al Padre y al Espíritu Santo (Jn 14,9). Y en cada signo sacramental, Cristo se transfigura, como en el Tabor, para dejar oír la voz del Padre: "éste es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 17,5). La "nube" de la fe se hace "luminosa" y salvífica a la vez (ibídem).

 

      Esos signos salvíficos, portadores del "agua viva", son fruto de la encarnación y redención. "Salieron del costado de Cristo" (Santo Tomás). La humanidad de Cristo resucitado presente sigue siendo fuente de nuestra salvación. "La virtud salvadora deriva de la divinidad de Cristo a los sacramentos, por medio de su humanidad" (Santo Tomás). El es el autor de los sacramentos y sigue siendo su agente salvífico enviando su Espíritu. Su humanidad vivificante es el primer sacramento y el resumen de todos ellos, porque es el "instrumento unido" a su divinidad.

 

      El evangelio de Juan nos invita a "ver a Jesús" (Jn 12,21) más allá de la superficie, en la manifestación de "su gloria" por medio de "signos". El mismo Juan nos describe su actitud de fe: "lo que hemos visto y oído... el Verbo de la vida" (1Jn 1,1ss). En la cercanía sacramental de Cristo, que es el Verbo encarnado obrando por medio de signos, también nosotros podemos "ver su gloria" (Jn 1,14) y "creer en él" (Jn 2,11).

 

      En cada uno de los sacramentos, Jesús se manifiesta y comunica de modo peculiar. Sus palabras y sus gestos indican su presencia activa de resucitado. El misterio pascual se hace presente y operante, y se nos comunica por el anuncio (las palabras) y por los gestos. Es un anuncio que se hace donación y comunicación. Por esto, el encuentro sacramental con Cristo es vivificante y transformador.

 

      Nos encontramos con la misma humanidad de Cristo que se prolonga en el tiempo. Propiamente es él quien sale al encuentro para salvarnos en nuestras circunstancias concretas. "Se ha manifestado la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).

 

      Lo que Cristo hizo antes de la Pascua, se realiza ahora en los sacramentos, como fruto de la misma Pascua. Cristo sigue operando en su Iglesia, como a través de un conjunto de signos sacramentales que tienen en él su origen y su fuente de vitalidad. Los sacramentos hacen posible el encuentro con Cristo vivo.

 

      La eficacia del encuentro sacramental deriva del hecho de tratarse de actos realizados ahora por el mismo Cristo. Porque "es Cristo quien bautiza" (San Agustín). Con sus palabras y sus gestos prolonga sus misterios en nuestro tiempo y espacio.

 

      La presencia activa de Jesús resucitado es una realidad vivificante. El acompaña a cada creyente por las diversas etapas del camino de la vida. Es presencia relacional y transformadora, como de una "vid" que vivifica a sus "sarmientos" (Jn 15,5). La "inserción" en él, por el bautismo (Rom 6,5) constituye la primera etapa de este camino donde la presencia de Jesús hace "arder el corazón" (Lc 24,32).

 

      Las palabras de Jesús siguen siendo "espíritu y vida" (Jn 6,63). Al realizar los mismos gestos de Jesús por la celebración sacramental, las palabras indican una presencia suya que quiere hacerse encuentro interpersonal y transformante: "en mí permanece y yo en él" (Jn 6,56); "permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4). Este encuentro tiende a ser permanente y de donación plena: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      La presencia de Cristo en las bodas de Caná, en la noche del diálogo con Nicodemo, en las idas y venidas de la samaritana hacia la fuente y en la vida de cada ser humano necesitado de perdón y de salvación, es una presencia del Buen Pastor que "conoce" amando a sus ovejas, que las guía, defiende y busca, y que "da la vida" por ellas (Jn 10).

 

      Los sacramentos indican que la presencia salvífica de Jesús es para toda la comunidad y para cada uno en particular. La "compasión" de Jesús ante una muchedumbre (Mt 14,14; 15,32) es la misma que deja sentir ante cada leproso, ciego y marginado (Mc 1,41; Mt 20,34; Lc 7,13). El pan partido por Jesús llega a cada uno de los que forman la multitud hambrienta en el desierto (Mt 14,13-21).

 

      Esa presencia activa de Cristo en los sacramentos, y de modo especial en la eucaristía, solamente se capta por la fe. Encontrar a Cristo es un don de Dios (Jn 6,44; Lc 10,22). Sólo quien está dispuesto a admitir con el corazón las palabras de Cristo como "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), será capaz de encontrarle en los signos pobres de la Iglesia y en medio de las tempestades de la vida: "soy yo, no temáis" (Jn 6,20); "estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

 

      Jesús resucitado se ha quedado presente en medio de su comunidad de creyentes. A esa comunidad "convocada" por él, la llama cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). Los que se reunen "en su nombre" se hacen signos portadores de su presencia activa: "allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Es en esa comunidad de "hermanos" (Mt 12,49), donde Cristo se hace presente con sus palabras y sus gestos salvíficos. Es una comunidad materna, a ejemplo de María, porque recibe a Cristo para transmitirle a la humanidad entera.

 

      La comunidad eclesial está integrada por signos "sacramentales" instituidos por Jesús y también por servidores ("ministros") de estos mismos signos. Cada cristiano, según su propia vocación y carismas recibidos, es profeta, sacerdote y rey, en relación con los signos sacramentales. Son signos acompañados por el anuncio evangélico (profetismo), la donación sacrificial y amorosa (sacerdocio) y el compromiso de extender el Reino de Cristo (realeza). Todo creyente forma parte de los signos sacramentales de Cristo, porque la Iglesia es una comunidad profética, sacerdotal y real.

 

      La Iglesia es, pues, toda ella "sacramento", es decir, un conjunto de signos eficaces de la presencia salvífica de Cristo. De este modo actúa en el mundo como "signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). Cuando la Iglesia se renueva y purifica, "avanzando por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8), entonces se hace signo claro, transparente y portador de Cristo para todos los pueblos.

 

      Esta sacramentalidad santificadora y evangelizadora de la Iglesia tiene lugar en cada creyente que se dispone al encuentro sacramental con Cristo y al servicio sacramental del mismo Cristo. Por esto, en la Iglesia todo lo que no sea servicio y todo lo que no suene a caridad, es caduco y, por tanto, está llamado a desaparecer (1Cor 12-13). "La Iglesia es el gran sacramento de la comunión" (CEC 1108), como expresión de la comunión trinitaria de Dios Amor.

 

      La Iglesia vive su sacramentalidad especialmente en las celebraciones litúrgicas. La "comunicación de los frutos del misterio pascual de Cristo" tiene lugar principalmente "en la celebración de la liturgia sacramental de la Iglesia" (CEC 1076). Así se actualizan los designios divinos, como dispensación o "economía sacramental". La vida litúrgica "gira en torno al sacrificio y a los sacramentos" (CEC 1086).

 

      Los misterios de Cristo se hacen presentes y operantes por medio de los signos sacramentales de la Iglesia. Estos signos son, pues, un camino "para encontrar al Señor" (CEC 1098). Mientras se "recuerdan" y actualizan los misterios de Cristo, el Espíritu Santo se comunica a los creyentes, haciéndoles participar en la misma vida del Señor. Por esto, la celebración litúrgica, especialmente sacramental, es "anámnesis" (memoria) y "epíclesis" (invocación del Espíritu Santo).

 

      Es todo el Cuerpo Místico de Cristo, cabeza y miembros, como "Cristo total", quien sigue actualizando y celebrando los misterios de la redención. Los signos y símbolos que se usan en la celebración litúrgica y sacramental indican la encarnación del Verbo en nuestras circunstancias, como asumiendo toda la creación y toda la historia, con su conjunto de valores culturales, para hacerlos pasar a una nueva creación. Las palabras y los gestos, las imágenes y las expresiones, los lugares y los tiempos, quedan asumidos por la humanidad de Cristo que se prolonga en la Iglesia.

 

      Todos estos signos, por la presencia activa de Cristo y el ministerio de la Iglesia, pasan a ser signos eficaces de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo Redentor. "la Iglesia de los bautizados es el misterio-sacramento de la nueva alianza" (San Agustín).

 

      La Iglesia es "el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu" (CEC 1118). Cada uno de los siete sacramentos es una concretización peculiar de esta sacramentalidad eclesial, puesto que "existen por ella y para ella" (ibídem). Según San Agustín y Santo Tomás, "los sacramentos constituyen la Iglesia". La sacramentalidad de la Iglesia se expresa principalmente por la palabra anunciada, los sacramentos celebrados y la caridad practicada.

 

      Por ser la Iglesia, en Cristo, "como un sacramento" (LG 1), toda su estructura es sacramental, a modo de prolongación de la humanidad de Cristo en el tiempo. Por esto, en esa estructura eclesial actúa el mismo Espíritu que consagró y envió a Cristo para evangelizar a los pobres (Lc 4,18). Toda la Iglesia es instrumento vivo de la humanidad de Cristo, vivificada por el Espíritu Santo. Por esto, en la Iglesia, "la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorifica­do, por medio de los sacramentos" (LG 7).

 

      La Iglesia es toda sacramental, como signo portador de Cristo, en el anuncio, la celebración y el servicio de caridad. Los sacramentos son la autorealización de la Iglesia. Su ser sacramental se manifiesta en las diversas situaciones humanas. Por esto, los sacramentos incorporan a la Iglesia (bautismo), comunican la misión (confirmación, orden), reconcilian con la comunidad (penitencia), realizan la Iglesia doméstica (matrimonio), transforman la vida en donación solidaria y sacrificial (eucaristía), sanan y unen a los sufrimientos del Cristo total (unción de los enfermos).

 

      El cristiano que "sirve" estos signos, es decir, el "ministro" del sacramento, se convierte en el "vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y, por ellos, a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Los ministros o servidores de los sacramentos son "dispensadores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). La eficacia salvífica viene de Cristo, por medio de sus instrumentos vivos. Por esto, los ministros obran en nombre de Cristo, deben tener la intención de hacer lo que hace el Señor en su Iglesia y están llamados a dar testimonio en sus vidas de lo que ellos mismos realizan.

 

      La celebración litúrgica, principalmente en los sacramentos, es "la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC 10). La liturgia gira en torno al misterio pascual, anunciado, celebrado y comunicado. Es, pues, "la obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia" (SC 7).

 

      La Iglesia se hace "signo levantado en medio de las naciones" (SC 2; Is 11,12), principalmente cuando anuncia, vive y celebra los misterios de Cristo. Por esto, no puede haber evangelización si no se apunta a la celebración sacramental. El signo evangelizador de la caridad (Jn 13,34-35) aparece en la comunidad eclesial, que vive la donación y solidaridad fraterna como fruto de la celebración eucarística. La fecundidad materna y evangelizadora de la Iglesia depende de su sacramentalidad.

 

      Al "recordar" celebrando los misterios de Cristo, se aprende el mensaje evangélico, se agradece la salvación y se transforma la propia vida haciéndola más insertada y comprometida. "Por tanto, la liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios" (SC 61).

 

      Los sacramentos son acciones salvíficas por las que Cristo edifica su Iglesia y por las que comunica su vida divina a toda la humanidad. Por esto, en los sacramentos se manifiestan los valores esenciales de la Iglesia: ser signo transparente y portador de Cristo para todo corazón humano. La voluntad salvífica universal de Cristo se realiza por medio de la Iglesia y, más concretamente, por medio de los sacramentos. Estos, aunque celebrados por los cristianos, son ya patrimonio de toda la humanidad.

 

      El ministro y el receptor del sacramentos son portadores de una acción eclesial en la que se hace presente Cristo. La eficacia proviene del Señor, a condición de que se prolongue su palabra y sus gestos con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Esta eficacia, por la realización correcta de los signos ("ex opere operato"), no ahorra las exigencias de fe y coherencia por parte del ministro y de los que reciben los sacramentos. La validez no exime de la idoneidad.

 

      Toda la sacramentalidad de la Iglesia es fruto de los amores de Cristo (Ef 5,25ss). "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). Toda su razón de ser consiste en expresar a Cristo, por los sacramentos propiamente dichos (como signos instituidos por Cristo) y por los signos sencillos de la vida cotidiana de la Iglesia ("sacramentales"): bendiciones, oraciones, devociones, celebraciones, peregrinaciones, reuniones comunitarias, servicios de caridad...

 

      En la celebración de los sacramentos se aprende que "todo es gracia", porque toda la vida humana está polarizada por la presencia activa y salvífica de Cristo resucitado, que hace de toda su Iglesia una expresión y un instrumento vivo de su humanidad vivificante. Entramos en un humanismo integral, donde todo lo humano se orienta hacia Cristo para participar de su misma realidad gloriosa.

 

3. Encuentro vivencial y transformante

 

      Los sacramentos no son un rito mágico ni tienen que reducirse a un acto rutinario. Son más bien un espacio vital para un encuentro personal con Cristo, que transforma toda nuestro existir. Los encuentros narrados en el evangelio acontecen de nuevo. No son nuevas relaciones de sociedad, sino "nuevo nacimiento" (Jn 3,5), comunicación del "agua viva" del Espíritu (Jn 4,10; 7,37-39), sanación desde la raíz del pecado (Jn 5,14), instrumento de "vida eterna" (Jn 6,47), iluminación (Jn 8,12; 9,5), vida verdadera y abundante (Jn 10,10).

 

      Las gracias y dones del Espíritu, que Cristo comunica por medio de sus sacramentos, son para configurarse con el mismo Cristo y para entablar una relación personal, transformante y permanente con él. Cada sacramento comunica estas gracias de modo peculiar. El bautismo, la confirmación y el orden, comunican, además, un sello ("carácter"), que es don permanente e imborrable del Espíritu. Entonces el corazón humano queda marcado con sello de amor y de pertenencia total a Cristo y a sus planes salvíficos.

 

      El don permanente del Espíritu (el "carácter") es la garantía de que no sólo somos llamados a la santidad como participación de la misma vida de Cristo, sino que podemos aspirar y llegar a una plena transformación en él (Jn 17,10). En esta vida terrena es siempre un proceso que nunca llega a la plenitud. El "carácter", según Santo Tomás, es una "potencia cultual", para hacer de la vida una oblación unidad a la oblación amorosa de Jesús al Padre (Jn 17,19).

 

      El encuentro sacramental con Cristo es aceptación, por la fe, de su persona y de su mensaje. En este encuentro se reciben los frutos o efectos de su redención. Es, pues, encuentro transformante. El sacramento es causa instrumental de gracia o de vida en Cristo. No es un simple recuerdo ni una mera ocasión para recibir esa gracia.

 

      Los sacramentos nos ayudan y acostumbran a ver a Dios invisible a través de los signos visibles de la vida humana. "Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rom 1,,20). Los espacios y los tiempos de la vida que Jesús vivió, se han convertido en gestos permanentes de su presencia y de su actuar salvífico. Esos momentos fuertes del encuentro vivencial y vivificante con él, son una escuela para encontrarle en cada acontecimiento y en cada hermano.

 

      Los sacramentos son signos de reconocimiento y de reencuentro, a modo de "símbolo". El "símbolo" era un objeto dividido en dos partes, de las que se entregaba una para identificarla en un encuentro futuro. En el sacramento hay el elemento divino (la gracia) y el elemento humano (los gestos, cosas y palabras). Al celebrar los sacramentos, se realiza aquello que los gestos y palabras significan: la comunicación de la gracia o vida divina. Los misterios de la vida de Cristo se nos hacen presentes y se nos comunican de verdad.

 

      El Señor resucitado se ha querido acomodar a nuestro estilo de vida. Nosotros, para relacionarnos, necesitamos de palabras y de gestos o imágenes; necesitamos hablar y escuchar, ver y mirar. Pero esos signos de la vida son para expresar nuestra intercomunicación personal. Lo más importante del encuentro sacramental con Cristo es que él, por medio de estos signos, se nos comunica personalmente para "vivir de su misma vida" (Jn 6,57).

 

      Los signos sacramentales instituidos por Jesús son signos operativos de la Pascua. Por ellos, nos llega a nosotros el fruto de la muerte y resurrección del Señor. Son signos portadores de su presencia misericordiosa y salvífica. En este sentido, se puede decir que los signos sacramentales tienen estructura cristológica (son presencia activa de Cristo), pneumatológica (comunican el Espíritu), eclesiológica (expresan la sacramentalidad de la Iglesia), antropológico-salvífica (llegan al hombre en su situación concreta).

 

      En los sacramentos encontramos nuestra salvación en su misma fuente, que es Jesús resucitado. Son signos recordativos, porque hacen referencia al hecho histórico de la redención; son signos demostrativos, porque nos comunican la gracia salvífica; son signos prefigurativos o escatológicos, porque anticipan la vida futura.

 

      Los sacramentos son signos que estimulan la fe y comunican la gracia, porque recuerdan el misterio pascual ("anámnesis"), transforman el corazón con los dones del Espíritu Santo ("epíclesis"), son prenda de la vida futura. De modo especial y como referencia culminante, estas realidades se encuentran en la eucaristía, como "memorial de la pasión", donde "el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera" (SC 47).

 

      La "gracia" que se nos comunica es la misma vida divina participada, que es vida en Cristo y vida en el Espíritu Santo. Es una donación que santifica (gracia "santificante") con matices especiales de configuración con Cristo, según el sacramento recibido (gracia "sacramental"). En algunos sacramentos (bautismo, confirmación y orden), como se ha recordado anteriormente, se comunica la gracia especial o sello permanente del Espíritu ("carácter"). La fisonomía de Cristo se nos va grabando en el corazón con el fuego del Espíritu, para que la vida concreta sea sintonía comprometida con su mismo modo de pensar, sentir y amar.

 

      Son, pues, signos portadores del Espíritu Santo y de sus dones, que deifican al hombre haciéndole "consorte de la naturaleza divina" (2Pe 1,4). Son signos eficaces por su misma naturaleza, porque se realizan en virtud de la obra salvífica de Cristo y en su nombre.

 

      El anuncio de los misterios de Cristo (por la predicación, catequesis y testimonio) lleva necesariamente a la celebración de los mismos. Sólo a partir de esta celebración será posible transformar la vida personal y comunitaria. El anuncio evangélico no pasaría de ser una teoría, si no condujera al encuentro sacramental con Cristo.

 

      La urgencia de comprometerse en la vida comunitaria y social, no sería factible sin la presencia activa y eficaz de Cristo, que ha querido quedarse en los signos sacramentales. El misterio pascual se anuncia, se celebra, se vive y se comunica a los demás, cuando la Iglesia concretiza su realidad sacramental en los signos salvíficos que llamamos sacramentos.

 

      El ser humano ha quedado restaurado en Cristo. Ya es posible recuperar el rostro primitivo del ser humano, donde se reflejaba el rostro de Dios Amor. Este proceso de recuperación es la garantía de que toda la familia humana puede llegar a estar unificada universalmente, apoyándose en la comunión divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

 

4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

 

      Cuando, con su palabra y su presencia, Jesús asume nuestras cosas y nuestros gestos, no solamente los transforma en signos eficaces de su gracia, sino que los convierte en signos de un encuentro pleno y definitivo en el más allá. Por esto, los sacramentos son también signos "escatológicos", como anunciadores de un encuentro "final".

 

      De hecho, celebramos los signos sacramentales y, de modo especial, la eucaristía, "hasta que él vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica del encuentro con Cristo es la de una búsqueda de plenitud. Al encontrarle a él resucitado y presente en sus signos eclesiales, nos invita a asumir la historia para enrolarla en la misma realidad de Cristo: "voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17); "voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).

 

      Los sacramentos, como signos de la nueva alianza, indican unas bodas que comienzan ya en este vida, pero que sólo se consumarán en el "nuevo cielo y nueva tierra" (Apoc 21,1; 2Pe 3,13). El pacto de amor (la "alianza") se ha sellado con la donación sacrificial de Cristo Esposo, con su "sangre", es decir, con su vida donada (Lc 22,20). En esta tierra, los signos de esta nueva alianza son sólo un inicio de una realidad pascual, que será plenitud "cuando llegue el reino de Dios" (Lc 22,16).

 

      La Iglesia, como "sacramento universal de salvación", y, por tanto, con toda su realidad sacramental de signo transparente y portador de Cristo, se prepara continuamente, celebrando los sacramentos, para la "parusía" o última venida de Cristo resucitado. Cada celebración sacramental y, de modo especial, cada celebración eucarística, es una "prenda de la gloria venidera" (SC 47). La sacramentalidad de la Iglesia debe enraizarse, antes de la parusía, en todas las culturas y en todos los pueblos.

 

      El dinamismo de la vida sacramental de la Iglesia es el mismo de Cristo resucitado, presente en ella, para hacer que la humanidad entera participe en los signos pascuales de la nueva alianza: "porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia sí a todos los hombres (Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por ella unirlos a sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa.    Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó­ en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y conti­núa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (Fil 2,12)" (LG 48).

 

      Especialmente en la celebración litúrgica y sacramental, "Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia" (SC 7). De hecho, su presencia es una invitación a abrirse de nuevo al "primer amor" (Apoc 2,4). El esposo "llama a la puerta" e invita a "la cena" de las bodas eternas (Apoc 3,20).

 

      Los sacramentos comienzan a entenderse, siempre a la luz de la fe, cuando se viven desde los deseos profundos de Cristo. Los encuentros salvíficos de Cristo, narrados en el evangelio, son ahora realidad salvífica en las celebraciones sacramentales. Pero Cristo aspira a un encuentro definitivo con él, para hacernos partícipes de su misma "glorificación" (Jn 17,24). Así quiere compartir con nosotros su realidad de resucitado: "para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14,3; cfr. Jn 12,26).

 

      La historia humana camina definitivamente hacia "la recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Los misterios de Cristo, anunciados en la predicación, se hacen presentes y eficaces por la celebración. Sólo a partir del anuncio y de la celebración, es posible transformar la propia vida en vida de Cristo. Por esto, la evangelización tiene su punto culminante en la celebración del misterio pascual de Cristo (PO 5).

 

      Todo sacramento coloca a la comunidad eclesial y, por ella, a toda la comunidad humana, en la dinámica "escatológica" del encuentro definitivo con Cristo. Este encuentro comienza ya o debe comenzar en la historia presente. De aquí que la acción evangelizadora de la Iglesia tiende necesariamente a que, en cada comunidad humana, echen raíz estos signos sacramentales del encuentro. La tendencia escatológica de la misión, si es auténtica, se convierte en mayor inserción en el tiempo presente. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).

 

      La dinámica interna del signo sacramental consiste, pues, en una relación estrecha entre el pasado, el presente y el futuro. "El sacramento es, a la vez, signo conmemorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo manifestativo de la gracia, que produce en nosotros mediante esta pasión, y anuncio y prenda de la gloria futura" (Santo Tomás). Así aparece, una vez más, que "ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre" (Heb 13,8).

 

      El Espíritu Santo, comunicado a los creyentes por medio de los sacramentos, constituye "las arras de la herencia" y de las bodas (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Es el mismo Espíritu que urgió a la Iglesia primitiva a preparar el encuentro con Cristo: "oiga la Iglesia lo que le dice el Espíritu" (Apoc 2,7ss). Preparando el encuentro definitivo por medio del ensayo cotidiano del encuentro sacramental, la Iglesia recibe el Espíritu Santo para poder decir con él un "sí" definitivo: "el Espíritu y la esposa dicen: ven... ven, Señor Jesús... amén" (Apoc 22,17-21).

 

      Por ser signos prefigurativos de este encuentro definitivo, los sacramentos se remiten a la Pascua del Señor, que tuvo lugar en el pasado, para tomar de ella el significado esponsal de la celebración presente. La Pascua, en la que se selló la nueva alianza como pacto esponsal, se hace presente en los sacramentos con toda su eficacia salvífica. Este dinamismo pascual llegará a la plenitud en el más allá, cuando los signos sacramentales dejarán de existir, porque Cristo se deja ver, encontrar y poseer para siempre. El "alfa" se hace "omega" en Cristo, "el que es, el que era y el que ha de venir" (Apoc 1,8; cfr. 21,6). "Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento" (TMA 10).

 

      En la celebración sacramental, los creyentes se sienten invitados a un encuentro vivencial y plenamente transformante, que sólo será posible en el más allá. "Bienaventurados los que han sido invitados a las bodas del Cordero" (Apoc 19,9). Entonces todos los dones pasajeros de la vida presente se harán realidad plena. El dador de esos dones se nos dará él mismo en persona, cuando todo será novedad definitiva: "he aquí que hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5).

 

      Bebiendo el "agua viva" por medio de los sacramentos, llegaremos a la misma "fuente" (Apoc 21,6). Quien se nos hizo encontradizo en el camino de la vida presente, como "inicio" de un encuentro pleno, se nos hará "fin" y término definitivo.

 

      Los signos sacramentales son, pues, sacramentos de vida eterna y definitiva. Su "cumplimiento" tendrá lugar cuando "llegue el Reino de Dios" (Lc 22,16). En todo sacramento se preanuncia y anticipa la "vida eterna". En el encuentro con Cristo a nivel de fe y de adhesión personal, se hace transformación en él. La creación, la historia, la humanidad entera y todo nuestro ser de cuerpo y alma, está pasando ya, por Cristo, a la "resurrección" de una vida definitiva (Jn 6,38-40; Rom 8,22-23).

 

      Los que, con Cristo, peregrinamos en la tierra, participamos ya de la liturgia del cielo. Los sacramentos revelan el sentido de la existencia. La vida es hermosa porque todo momento presente, transformado en donación, queda salvado por Cristo para recuperarlo en el más allá. "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo... Entrar en la «plenitud de los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios" (TMA 9).

 

                              Meditación bíblica

 

- Cristo, sacramento fontal, humanidad vivificante:

 

      "A Jesús de Nazaret le ungió Dios don Espíritu y poder, y así pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos" (Act 10,38).

 

      "Le trajeron todos los enfermos. Le suplicaban que les dejara tocar tan sola la orla de su manto; y todos los que la tocaban, quedaban curados" (Mt 14,35-36).

 

      "Grande es el Misterio de la piedad: ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu" (1Tim 3,16).

 

      "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amo, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo; por gracia habéis sido salvados" (Ef 2,4-5)

 

      "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,51.57).

 

      "El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida" (Jn 6,63).

 

      "Permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4; cfr. Jn 6,56).

 

      "La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,1-2; cfr. Jn 1,14).

 

      "Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).

 

      "Yo soy, no temáis" (Jn 6,20).

 

      "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24,39).

 

      "Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

 

 

- Iglesia, sacramento, signo transparente y portador de Cristo:

 

      "Sobre esta piedra edificaré mi iglesia" (Mt 16,18).

 

      "La Iglesia es su Cuerpo, el complemento del que lo llena todo en todo" (Ef 1,23).

 

      "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt  28,19-20).

 

      "Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada... mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro (Ef 3,10-11).

 

      "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19,34; cfr. 7,37-39).

 

      "Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1).

 

      "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).

 

      "Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apoc 12,1).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25).

 

      "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8; cfr. 15,27).

 

- Del encuentro inicial, al encuentro definitivo:

 

      "Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,38-39).

 

      "El agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4,14).

 

      "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).

 

      "Voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).

 

      "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6,40).

 

      "Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad... por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina" (1Pe 1,3-4).

 

      "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16).

 

      "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

 

      "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Apoc 19,9).

 

      "Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (Apoc 1,8; cfr. 21,6).

 

      "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!... Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!" (Apoc 22,17-21).

 

      "Hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra... Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Efes 1,10-14).

 

      "Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1:21-22).


II.

 

 

LOS SIGNOS DE LA VIDA NUEVA

 

 

 

 

      1. Un nuevo nacimiento

      2. Madurez en el Espíritu

      3. Pan partido y donación plena

      Meditación bíblica


1. Un nuevo nacimiento

 

      La cosmovisión de Nicodemo, cuando de noche fue a hablar con Jesús, quedó desbordada por la doctrina evangélica. Ya no se trataba de un perfeccionismo farisaico, sino de un nuevo nacimiento: "en verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto ... el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,3-5). Nosotros somos "bautizados", como invitados a iniciar un itinerario permanente para hacernos "hijos en el Hijo" (Ef 1,5).

 

      El agua en la biblia es símbolo de la vida. El agua que ofrece Jesús es una vida nueva en la "fuerza" o el "fuego" del Espíritu de amor (Mt 3,11). Es el "agua pura", anunciada por los profetas, que comunica "un corazón nuevo" y "un espíritu nuevo" (Ez 36,25-26). Por el bautismo instituido por Jesús, renacemos "no de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23). Esta agua es fruto de la "sangre" de Jesús, es decir, de su donación sacrificial en la cruz (Jn 19,34).

 

      La misión que Cristo encargó a los apóstoles fue de "bautizar, es decir, de hacer que la humanidad fuera partícipe de la misma vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Esta acción transformante abarca todos los momentos y signos de la evangelización, pero se inicia con el bautismo propiamente dicho: "Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).

 

      La celebración del sacramento del bautismo es, pues, un punto de partida para "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). A partir de este momento, nuestra vida se transforma en la suya, como "injertados" en sus misterios de encarnación, muerte y resurrección (Rom 6,5). El bautizado está llamado a "caminar en una vida nueva" (Rom 6,4), "caminar en el amor" (Ef 5,1).

 

      La vida se hace camino o proceso "bautismal", como el de una "esponja" que se va empapando de agua. Cada sacramento, ministerio, carisma y vocación, ayudarán al crecimiento armónico de la "vida nueva" recibida en el bautismo (Rom 6,4). A partir del bautismo, todo cristiano está llamado, urgido y posibilitado para ser santo y apóstol. "Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la reli­gión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia" (LG 11).

 

      La llamada a la "conversión" o "metanoia" (Mc 1,15) va unida a la llamada a la fe y al "bautismo" (Act 2,38). Es una llamada a "configurare" con Cristo (Rom 8,29), a "revestirse" de él (Gal 3,26-28), a ser "engendrados de semilla incorruptible" (1Pe 1,23). Es, pues, "esponjarse" (bautizarse) en la vida nueva del Espíritu (1Cor 12,13). "Hemos sido redimidos por el autor de la vida, a precio de su preciosa sangre y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El, como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único. Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, que es el Señor de la vida, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal" (EV 79).

 

      La apertura a esas gracias de Dios Amor se llama "conversión", a modo de cambio interior profundo o a modo de cambio radical de camino, para quedar "lavados, santificados y justificados" (1Cor 6,11). La vida externa debe reflejar esa apertura al amor. Ha quedado borrado el pecado original, para poder recuperar el rostro primitivo del ser humano creado a imagen de Dios.

 

      Este "lavado (baño) de regeneración y renovación en el Espíritu" (Tit 3,5) será un proceso permanente urgido y posibilitado por el "sello" (carácter) o don permanente del mismo Espíritu (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Así llegamos a ser "en Cristo una nueva criatura" (2Cor 5,17). "El esfuerzo de actualización sacramental podrá ayudar a descubrir el bautismo como fundamento de la existencia cristiana" (TMA 41).

 

 

      Por el bautismo, el cristiano adopta una opción fundamental y una adhesión personal total y libre a Cristo. La fe se convierte en una actitud personal y comprometida: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88).

 

      Esta es la fe proclamada solemnemente en la celebración del sacramento del bautismo. Porque esta fe, que conduce al bautismo (Act 8,12-13; 18,8), se profundiza por la celebración del mismo sacramento (1Cor 10,1-13), hasta convertirse en una verdadera "iluminación" que da sentido a la existencia (Heb 6,4; 2Cor 4,6; 2Tim 1,10). Debe ser, pues, fe viva, que cambie la orientación del propio existir, para injertarse en el mismo destino de Cristo y así participar en la vida nueva del Espíritu. Somos "hijos de la luz" (1Tes 5,5).

 

      El bautizado entra a formar parte de la comunidad eclesial, que es "comunión" fraterna como reflejo de la "comunión" trinitaria de Dios Amor. Esta comunión eclesial se hace "germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación..., comunión de vida, de caridad y de verdad..., como instrumento de caridad universal" (LG 9). La comunidad eclesial forma "un solo cuerpo" de Cristo porque ha recibido "un mismo bautismo", tiene "una misma fe" y "un mismo Espíritu" (Ef 4,4-5).

 

      Al ser bautizados "en el nombre de Jesús" (Act 2,37) o en unión íntima con él, se comparte su mismo destino de Pascua, es decir, de muerte y resurrección (Rom 6,1-11). El perdón del pecado original originado (heredado) y de los demás pecados, equivale a quitar el obstáculo para participar en la vida trinitaria. El "bautismo" es "inmersión" en la vida divina, que es vida en Cristo y en el Espíritu Santo. Por esto, adquirimos una "vestidura de inmortalidad" (San Gregorio Nacianceno).

 

      En el sacramento del bautismo se hace presente o acontece el "bautismo" de Cristo, que, en el Jordán, nos representaba a todos nosotros. Las palabras del Padre se dirigen ahora a todos cuantos nos hemos "injertado" en Cristo: "éste es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). Unidos a él, participamos en el "bautismo" de fuego de su misterio pascual (Mc 10,39; cfr. Lc 12,50). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (SC 6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

 

      El proceso de una vida cristiana tiene las mismas etapas que la celebración del bautismo: escucha de la palabra, conversión, profesión de fe, efusión del Espíritu Santo, acceso a la comunión eucarística para construir la comunidad eclesial y humana, como reflejo de la comunión trinitaria. El bautismo es la puerta por la que se entra en este caminar eclesial de santidad, de fraternidad y de misión.

 

      La "gracia" que se recibe en el bautismo es la misma vida de Cristo. Es gracia de justificación o santificación, que, sanándonos y perdonándonos, nos hace hijos de Dios por participación. En esa gracia van incluidas las virtudes teologales y morales, así como los dones del Espíritu Santo. El sello o don permanente del Espíritu ("carácter") garantiza la respuesta fiel y generosa en un proceso de crecimiento hasta llegar a la "perfección" o "plenitud": "hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).

 

      Toda vocación cristiana enraíza en el bautismo, para llevarlo a plenitud. La vocación laical tiende a "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), desde sus cimientos de secularidad. La vocación sacerdotal se orienta a que toda la comunidad eclesial responda a la llamada a la oblación sacrificial y a la guía del Buen Pastor. La vocación de vida consagrada expresa radicalmente las exigencias bautismales del seguimiento evangélico.

 

      Los ya bautizados, si viven de verdad las exigencias del bautismo, experimentan la urgencia de bautizar "a todos los pueblos" (Mt 28,19), para que a todos lleguen los medios salvíficos instituidos por Jesús. Los no bautizados tiene "derecho a recibir (de los ya bautizados) el anuncio de la Buena Nueva de salvación" (EN 80). Cristo puede salvar a todos por medios extraordinarios, pero encarga a los suyos el hacer llegar la redención por los medios ordinarios del bautismo y de los demás sacramentos. Si "es el Espíritu quien esparce la semilla del Verbo en los ritos y culturas", es también el mismo Espíritu quien "los prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28). En este sentido se puede decir: "El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

2. Madurez en el Espíritu

 

      La realidad eclesial consiste en ser signo portador del Espíritu Santo enviado por Jesús. En ello se manifiesta su sacramentalidad. En cada uno de los sacramentos, se comunican las gracias y dones del Espíritu, especialmente en el bautismo, confirmación y orden.

 

      Todo cristiano ha recibido la "prenda" del Espíritu Santo (Ef 1,14; 2Cor 1,22; 5,5), para vivir la filiación divina participada o adoptiva: "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Gal 4,6). Gracias al mismo Espíritu, Cristo vive y ora en el corazón del creyente (Rom 8,14-17). El cristiano es "templo del Espíritu" (1Cor 3,16), vive según el Espíritu (Gal 5,25) y obra con la libertad del Espíritu de amor (2Cor 3,17).

 

      Es en el bautismo cuando se reciben principalmente estas gracias del Espíritu Santo, quien establece su morada en el corazón (Jn 14,17.23), guía a la verdad plena (Jn 14,26; 16,13) y transforma en Cristo (Jn 15,26-27; 16,14). Por esto, el bautismo "en el nombre de Jesús" es el mismo bautismo en el Espíritu (Act 2,38), que nos hace partícipes de la vida trinitaria (Mt 28,19).

 

      Así es el "único bautismo" cristiano en el Espíritu, que fundamento "la misma fe" y que construye "el único cuerpo" de Cristo que es la Iglesia (Ef 4,4-6). Por esto, la unidad o comunión de la comunidad eclesial consiste en "conservar la unidad del Espíritu" de amor (Ef 4,3).

 

      Cada sacramento es una comunicación peculiar de las gracias y dones del Espíritu. Por medio del sacramento de la confirmación, se recibe una nueva "señal" o prenda del Espíritu, con abundancia de sus gracias y dones, que robustecen al cristiano para incorporarse más plenamente a la Iglesia, para luchar contra el mal y para defender y comunidad la fe.

 

      Fue en la comunidad de creyentes de Samaría, ya "bautizados en el nombre de Jesús" (Act 8,16), donde aparece por primera vez el sacramento de la confirmación, en relación con el bautismo: "Pedro y Juan... oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo... les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo" (Act 8,14-17).

 

      Los ya bautizados, "por el sacramento de la confirmación se vinculan más estre­chamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compro­miso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo" (LG 11). El "confirmado" asume la responsabilidad de colaborar activamente en la comunidad eclesial, que es misionera por su misma naturaleza. Por ello mismo, participa más profundamente en la función profética, sacerdotal y real de la Iglesia.

 

      Se puede decir que la gracia del sacramento de la confirmación viene a ser una cierta plenitud de la gracia bautismal. Es un don especial del Espíritu que completa las gracias del bautismo, dentro de un crecimiento armónico abierto al infinito de Dios Amor. El rito de la imposición de las manos y de la unción indican una comunicación especial de la unción y consagración del Espíritu, como participación en la misma unción de Cristo (el "ungido" o Mesías). La comunidad de los bautizados y confirmados constituye el pueblo "mesiánico" (Ez 36,25-27), hecho partícipe de la misma unción sacerdotal de Cristo por el Espíritu (Act 10,39; Lc 4,18).

 

      El encuentro con Cristo resucitado, presente en la Iglesia bajo signos sacramentales, se convierte en comunicación de su Espíritu: "sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Cada sacramento es una comunicación peculiar de los dones del Espíritu, que corresponde a situaciones y etapas diferentes de la vida humana. El crecimiento en la vida nueva necesita el refuerzo de nuevas gracias del Espíritu.

 

      La "unción" del Espíritu indica que su acción salvífica penetra todo el ser humano, purificándolo, embelleciéndolo, haciéndolo más ágil, santificándolo, haciéndolo partícipe de la misma vida divina, comunicándole el gozo de la esperanza. En el sacramento de la confirmación se comunica la fortaleza del Espíritu para vivir, defender y comunicar la fe, asumiendo la responsabilidad de construir la comunidad eclesial como comunidad profética, sacerdotal y real.

 

      El "sello" (carácter) es indicativo de una presencia y acción permanente del Espíritu Santo. Esta "marca" es indeleble en los sacramentos del bautismo, confirmación y orden, para garantizar la posibilidad de responder a las exigencias del encuentro con Cristo. En la confirmación significa especialmente la pertenencia total a Cristo, a modo de opción fundamental y decisiva. La presencia y acción del Espíritu Santo hará posible que esta opción se reestrene todos los días, para afrontar las dificultades de la existencia humana y transformarlas según la verdad y el amor. El cristiano está marcado por la cruz, que equivale a la donación total: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85).

 

      Los efectos de esta comunicación del Espíritu se manifiestan en el crecimiento o profundización de la gracia y filiación divina recibidas en el bautismo. Los dones del Espíritu se comunican con un nuevo impulso, para que el creyente reaccione más espontáneamente según el programa de amor de las bienaventuranzas.

 

      La filiación divina participada hace que el corazón y la vida del creyente sean como el "Abbá" ("Padre") de Jesús, pronunciado en la oración y hecho realidad en la vida concreta por el mandado del amor. Así aparece que "Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad" (VS 87).

 

      La fortaleza para vivir, confesar, defender y difundir la fe, manifiesta una cierta adultez, no tanto unida a la edad cuanto a la madurez de la vida cristiana iniciada en el bautismo. La "lucha" cristiana consiste siempre y sólo en de afrontar las dificultades para transformarlas en donación. Es contraria a la fortaleza cristiana, tanto la agresividad y violencia, como la impaciencia, el desánimo y la huida. La adultez cristiana se concreta en ser signo de cómo amó el Señor, quien transformó la creación y la historia amando y perdonando.

 

      Por el sacramento de la confirmación, el creyente se integra o incorpora más responsablemente a la Iglesia particular (presidida por un sucesor de los Apóstoles) y a la Iglesia universal (presidida por el sucesor de Pedro). Esta incorporación significa tanto la disponibilidad para la misión sin fronteras, como la inserción comprometida, humilde y perseverante en el servicio de la pequeña comunidad eclesial a la que se pertenece, por medio de "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      El martirio cristiano, tanto el de todos los días como el de los momentos más difíciles de persecución, es la manifestación más clara de la presencia y acción del Espíritu Santo enviado para hacer "testigos" del evangelio (Jn 15,26-27; Act 1,8). "La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio" (VS 90). "En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y, a la vez, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios" (VS 92). "Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad... Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (VS 93).

 

3. Pan partido y donación plena

 

      La presencia de Jesús resucitado entre nosotros tiene su máxima expresión en la eucaristía, que es, al mismo tiempo, sacramento y sacrificio, pan partido y donación plena al Padre para nuestra redención. Su presencia actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, para comunicarse a los creyentes en unidad de vida y en sintonía de vivencias.

 

      El misterio eucarístico se comienza a "entender", siempre a la luz de la fe, a partir de las palabras y de las vivencias de Cristo. Su presencia ("esto es mi cuerpo... mi sangre") es de donación sacrificial ("cuerpo entregado... sangre derramada"), para hacerse vida en nosotros ("tomad y comed... bebed") (Lc 22,19-20). No es la lógica humana la que cuenta, sino las palabras vivas y actuales pronunciadas por quien, "habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

 

      En la eucaristía celebramos la Pascua de Cristo, es decir, el misterio de su muerte y glorificación. Sólo a partir de este misterio, recobra sentido la vida de la Iglesia y de toda la comunidad humana.

 

      Si los sacramentos son los signos del encuentro, éste tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, como presencia sacramental y sacrificial. Es presencia de donación plena expresada en los signos sacramentales. El Señor se da en sacrificio y se comunica totalmente.

 

      Cada sacramento encuentra su fuente y su punto culminante en la eucaristía, por ser la presencialización del misterio pascual de Cristo. Todos los sacramentos dicen relación a la eucaristía, como punto de partida y de llegada. Es "el sacramento de los sacramentos", porque "todos los sacramentos están ordenados a éste como a su fin" (Santo Tomás).

 

      El encuentro con Cristo, que tiene lugar en todos los sacramentos, se convierte en especial actitud relacional y transformante cuando se realiza en la eucaristía. Es entonces cuando son más reales las palabras de Jesús: "soy yo mismo, palpad y ved" (Lc 24,39).

 

      En toda acción litúrgica se realiza "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo", que "está siempre presente en su Iglesia" (SC 7). Cristo se une a los creyentes para que "la cabeza y sus miembros" sean una misma oblación al Padre en el Espíritu Santo (ibídem). En la eucaristía, Cristo se hace presente como sacrificio y como banquete. Es "nuestra Pascua" (1Cor 5,7) y nuestro "maná" o "pan de vida" (Jn 6,35ss), para unirnos a la entrega (oblación) de su vida, de su muerte y de su resurrección. "Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos" (San León Magno).

 

      El único sacrificio de Cristo, desde la encarnación hasta su glorificación, que tiene su punto culminante en la muerte y resurrección, se hace presente en nuestro espacio y en nuestro tiempo por medio de la celebración eucarística. Cristo, Sacerdote, víctima y altar, nos une a su realidad sacerdotal para que podamos celebrar con él y en él la misma oblación. Somos su "complemento" (Ef 1,23) y, consecuentemente, "complementamos" y prolongamos en el tiempo su presencia sacrificial (Col 1,24).

 

      Sólo el ministro ordenado realiza el servicio de presidencia, pronunciando eficazmente las palabras del Señor y obrando en su nombre y persona, como representante de Cristo Esposo. Pero es toda la comunidad eclesial, en cada uno de los creyentes, la que se hace oblación, se ofrece y ofrece (cfr. LG 11). Por esto, la eucaristía continúa en la vida ordinaria por medio de la "comunión" fraterna o donación mutua entre los hermanos. Cuando Jesús instituyó la eucaristía, también instituyó el servicio sacerdotal: "haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).

 

      La eucaristía es "fuente y cumbre de la vida cristiana" (LG 11). Ella "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5). Es, pues, "el compendio y la suma de nuestra fe" (CEC 1327). "La eucaristía construye la Iglesia" (RH 20) y la Iglesia hace posible la eucaristía.

 

      Los nombres que damos a este sacramento-sacrificio indican diversos aspectos del mismo: eucaristía (acción de gracias), banquete, "fracción del pan" (Act 2,42), synaxis (asamblea), memorial de la pasión y resurrección... En cualquiera de esos aspectos hay que armonizar la presencia, el sacrificio y la comunión sacramental.

 

      La presencia es por la acción del Espíritu Santo en la substancia del pan y del vino, para transformarlos en el cuerpo y sangre de Jesús ("transubstanciación"). El sacrificio es actualización del único sacrificio de Cristo, que ahora él ofrece con la Iglesia. Los frutos de la comunión (en relación con la presencia y el sacrificio) se resumen en la unión con Cristo: "el que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57). "Quien bebe esta sangre en el sacramento de la eucaristía y permanece en Jesús, queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a la plenitud la vocación de amor, propia de todo hombre" (EV 25).

 

 

      Al comer de mismo pan, llegamos a ser un mismo cuerpo por la comunión fraterna y eclesial: "porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17). La eucaristía es "el signo de la unidad" (San Agustín; cfr. SC 47).

 

      El pan y el vino, simbolizados ya en el sacrificio de Melquisedec (Gen 14,18), indican que todo el trabajo y toda la vida humana van pasando, por Cristo, a la realidad definitiva del "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). Por esto, al recordar y hacer presente al Señor, "anunciamos su muerte hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Es "la prenda de la vida eterna" (SC 47). Por la eucaristía, todo el cosmos y toda la humanidad ya están pasando a la realidad gloriosa del final de los tiempos.

 

      La invocación del Espíritu Santo ("epíclesis") recuerda su venida al seno de María, para tomar de ella carne y sangre para el Señor. María dijo el "sí", como asociada a Cristo Redentor (Lc 1,38). Cuando viene ahora el Espíritu Santo en la celebración eucarística, transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor. "Cuerpo" indica todo el ser humano en su expresión externa. "Sangre" significa la vida humana entera donada en sacrificio. Por esto, Jesús está todo entero en cada una de las especies sacramentales. A esa nueva venida del Espíritu, la Iglesia, con María y como ella, responde con un "sí", es decir, con el "amén" final de la oración eucarística. El "Padre nuestro", la paz y la comunión eucarística indican que es un "sí" en el caminar de una familia de hermanos.

 

      Los dos momentos de la misma celebración eucarística (la liturgia de la palabra y la de la eucaristía) son "un solo acto de culto" (SC 56). Lo que se anuncia en la celebración de la palabra (el misterio pascual), se hace presente de modo especial en la celebración eucarística. Esta realidad litúrgica se prolonga en toda la vida cristiana. En este sentido, la eucaristía no termina nunca, sino que tiende a transformar toda la humanidad en Cuerpo místico de Cristo y en Pueblo sacerdotal (1Pe 2,5-8; Apoc 5,10).

 

      Quien ha encontrado a Cristo presente e inmolado en la eucaristía, espontáneamente busca momentos de adoración y de amistad con él, que sigue presente bajo las especies eucarísticas. La comunidad eclesial, que ha celebrado la eucaristía, busca espontáneamente momentos de adoración, reparación y manifestación festiva y ambiental. La celebración y adoracón eucaristía es el momento culminante de la experiencia contemplativa de la Iglesia, porque en ese sacramento-sacrificio-comunión encuentra su verdadera razón de ser: hacerse pan partido como Jesús.

 

      La eucaristía se hace "misión" como encargo de comunicarla a toda la humanidad: "bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos (todos) para perdón de los pecados" (Mt 26,28). La comunidad eclesial no es suficientemente madura ni implantada, si la eucaristía no es el centro a donde se orientan todos los ministerios proféticos, cultuales y de caridad, porque "los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10). "En el sacramento de la eucaristía, el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Vivir el bautismo de modo permanente:

 

      "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5).

 

      "Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 5).

 

      "Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23).

 

      "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38; cfr. Mt 28,19).

 

      "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).

 

      "Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante" (Rom 6,4-5).

 

      "El nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo" (Tit 3,5).

 

- Crecer en la vida del Espíritu:

 

      "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios" (Gal 4,6-7).

 

      "Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo" (Act 8,14-15).

 

      "Nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,22; cfr. 5,5; Ef 1,14).

 

      "El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Roma 8,16-17).

 

      "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1Cor 3,16).

 

      "El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17).

 

      "Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros" (Jn 14,16-17).

 

      "Sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22).

 

      "Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4,1-4).

 

- Ser pan partido para todos:

 

      "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15).

 

      "Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).

 

      "Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed... Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,35.51).

 

      "El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).

 

      "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).

 

      "Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).

 

      "Cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,26).

 

 

III.

 

 

 

LOS SIGNOS DE LA RECUPERACION

 

 

 

 

      1. Conversión y reconciliación

      2. La salud para servir

      3. Compartir la Pascua de Cristo

      Meditación bíblica


1. Conversión y reconciliación

 

      El proceso de "conversión", que comenzó con ocasión del bautismo, como apertura a la "configuración" con Cristo (Rom 8,29), debe continuar toda la vida. Es un itinerario de cambio profundo ("metanoia"), para pensar, sentir y amar como Cristo. En este camino se encuentra frecuentemente el obstáculo del pecado. Entonces la conversión adquiere los matices de "arrepentimiento" o penitencia, para reconciliarse con Dios Amor (Mc 1,15; Act 2,37-41).

 

      El mismo día de la resurrección, según San Juan, Jesús comunicó a los suyos el ministerio de perdonar. Fue su regalo de Pascua, como fruto de haber derramado su sangre "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). Mostrando, pues, sus manos y su costado abierto, dijo: "recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).

 

      El sacramento del perdón recibe diversos nombres, como indicando diversas perspectivas. Es sacramento de la "penitencia", que significa cambio o rectificación en la marcha del camino, con una actitud de arrepentimiento de los pecados. Es sacramento de la "reconciliación" y de perdón, para volver a sintonizar con los planes de Dios, unirse a su voluntad y rehacer la unión con los hermanos. Es también sacramento de la "confesión", en cuanto que se reconocen lo propios pecados ante la Iglesia (ante el ministro del Señor). Todos estos aspectos quieren expresar la actitud fundamental descrita por Jesús en las parábolas del hijo pródigo y del publicano: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).

 

      El perdón se recibe siempre que uno se reconoce pecador ante el Señor misericordioso, con la disponibilidad de corregirse y confesarse. El sacramento del bautismo borra tanto el pecado original como los pecados personales si los hubiere. Pero la gracia del sacramento de la reconciliación es un perdón que llega más a la raíz del pecado cometido después del bautismo y sana sus imperfecciones y desvíos, potenciando al creyente para "convertirse" o abrirse más a la perfección del amor.

 

      El sacramento de la reconciliación mantiene el tono "esponsal" de la conversión permanente. Es la conversión de volver continuamente al "primer amor" (Apoc 2,4). Cristo esposo urge a un amor cada vez más fiel y, por tanto, a un "cambio" más profundo (Apoc 2,16), para que la vida cristiana sea sintonía con "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

      La verdadera penitencia y reconciliación es "interior", es decir, radica en los criterios, escala de valores, motivaciones y actitudes. Pero, precisamente por ello, debe expresarse concreta y exteriormente en la vida personal, comunitaria y social. Por esto, la "reconciliación" es con Dios y con los hermanos, especialmente en la comunidad eclesial. Así se construye la verdadera paz, a partir de un corazón unificado. "En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo" (GS 78).

 

      La actitud penitencial se expresa de diversas maneras: oración filial, limosna o solidaridad fraterna, ayuno o sacrificio, tiempos litúrgicos especiales (cuaresma), inicio de la celebración eucarística, etc. En el sacramento de la reconciliación, es Cristo quien perdona por medio del ministro ordenado y de los actos penitenciales del creyente. La acción salvífica de Cristo se hace presente por las palabras de la absolución y por la actitud del penitente. El signo eficaz de gracia se hace encuentro con Cristo Buen Pastor.

 

      Los actos del penitente son relacionales, como de un encuentro vivencial y transformante: ante Cristo presente reconoce (confiesa) su propio pecado, expresa su arrepentimiento y se compromete a satisfacer y corregir. El ministro, que obra en nombre de Cristo, debe reconocer en el penitente la persona del mismo Cristo que "cargó con nuestros pecados" (1Pe 2,24). Su servicio es de quien ya ha experimentado la misma misericordia del Señor. Las leyes del Cuerpo Místico, que son de comunión y de corrección fraterna, encuentran en este sacramento una expresión privilegiada.

 

      Los efectos del sacramento no se reducen al perdón, sino que también llegan a las actitudes del creyente, para abrirle más decididamente al camino de perfección. Sin el deseo sincero de perfección, será difícil comprender el por qué del sacramento, especialmente para quienes han superado relativamente el pecado grave.

 

      La celebración del sacramento es esencialmente festiva y gozosa, en cuanto que va dirigida al reencuentro con el Padre y con el Buen Pastor. Jesús quiso describir este perdón con tintes de fiesta y de gozo (Lc 15,5-7.9-10.22-32). Los santos han subrayado el sentido del perdón como un paso hacia las bodas definitivas, que sólo tendrán lugar en el más allá, mientras la "esposa" (los creyentes) van preparando y "lavando su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14). San Juan de la Cruz describe el "matrimonio espiritual" con estas palabras: "el Buen Pastor se goza con la oveja sobre sus hombros, que había perdido y buscado por muchos rodeos".

 

      Cuando se vive el encuentro con Cristo, escondido bajo los signos eclesiales, se hace más comprensible la celebración frecuente y periódica del sacramento de la reconciliación. A Cristo se le encuentra en ese sacramento, cuando se ha aprendido a encontrarle habitualmente en el signo de la eucaristía, de la palabra viva, de los demás sacramentos, de la comunidad y de cada hermano.

 

      Los signos sacramentales de la Iglesia tienen unas características comunes: son signos pobres (débiles) y eficaces o portadores de vida nueva. Pero su relación con la comunión eclesial y con el signos del hermano, las hace más cercanas a nuestra misma pobreza radical.

 

      No sería posible captar el significado sencillo y profundo del sacramento de la reconciliación, sin vivir el sentido y amor de Iglesia misterio, comunión y misión. El ministro, que ha sido llamado a servir este signo eclesial, es un hermano que ha experimentado y sigue experimentando el encuentro con Cristo misericordioso escondido en la propia pobreza.

 

      La Iglesia aprende de María la experiencia y la actitud de misericordia. "María es Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad... María condivide nuestra condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre" (VS 120).

 

2. La salud para servir

 

      Jesús ha venido a salvar al ser humano en toda su integridad y unidad de cuerpo y alma (cfr. GS 14). Sólo él "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). Jesús "pasó haciendo el bien" (Act 10,38); de este modo "cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17).

 

      Vemos en el evangelio que Jesús perdonaba, sanaba, consolaba, resucitaba. Es que amaba a las personas en toda su integridad. Los enfermos buscaban tocarle para quedar curados (Mt 14,36). A veces les sanaba imponiéndoles las manos (Lc 4,40) o ungiéndolos con oleo (Mc 6,13). Se puede decir que se describe a sí mismo en la parábola del buen samaritano: "un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).

 

      La sanación forma parte de la misión confiada por Jesús a sus apóstoles: "sanad a los enfermos" (Mt 10,8). En la comunidad eclesial primitiva, según el testimonio de Santiago, ya encontramos este signo sacramental que alivia a los enfermos, como haciendo presente al mismo Jesús en medio de la comunidad: "¿está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).

 

      Hoy, en la Iglesia, el sacramento de la unción de los enfermos se celebra con estas palabras: "Por esta unción y su piadosísima misericordia, te ayude el Señor, con la gracia del Espíritu Santo, para que, liberado de los pecados, te salve y propicio te alivie". Es, pues, una oración eficaz, en la que se pide perdón y curación.

 

      La presencia activa de Cristo en su Iglesia continúa siendo la de un médico que ha venido para los enfermos: "no necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal" (Mt 9,12). La vida humana, en efecto, desde el pecado de los primeros padres (pecado original), ha quedado herida en su raíz, y esta herida se manifiesta en el pecado, la enfermedad, la muerte, las injusticias y el mal en general. La división interna del corazón se manifiesta también en las expresiones corporales (enfermedades) y sociales (cfr. GS 13).

 

      El Espíritu Santo se comunica en el sacramento de la unción de los enfermos por medio de gracias y dones especiales, para perdonar los pecados y para sanar o también dar fortaleza para afrontar la enfermedad cristianamente. La verdadera y más profunda sanación es la actitud de unirse a la voluntad salvífica de Dios. Esta paz del corazón es una gracia (no es conquista humana) y sana todas las raíces del pecado y de la enfermedad. La sanación física puede darse por medios extraordinarios (un milagro) o también por la acción ordinaria de la Providencia que orienta para encontrar los medios adecuados de curación. La oración debe ser humilde, sin exigencias, queriendo vivir, como Cristo, en sintonía con la voluntad del Padre.

 

      Por el perdón y por la sanación, del corazón o del cuerpo, el Espíritu une el creyente a Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección. En el dolor, la unión con Cristo doloroso hace que el creyente prolongue o "complete" a Cristo (Col 1,24). La unción, como comunicación de los dones del Espíritu Santo, hace de la vida cristiana una preparación para el último momento (la muerte), como participación e la donación sacrificial de Cristo.

 

      Es toda la comunidad eclesial la que acompaña al enfermo en la celebración del sacramento de la unción. Es celebración festiva en la esperanza: "si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su  gozo" (1Cor 12,26). "La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorifica­do, a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salva (cfr. Sant 5,14-16); más aún, los exhorta a que uniéndose libre­mente a la pasión y a la muerte de Cristo (cfr. Rom 8,17; Col 1 24; 2 Tim 2,11-12; 1Pe 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios" (LG 11).

 

      La enfermedad o la vejez son, pues, un momento especial para el encuentro con Cristo. Es entonces cuando se celebra el sacramento de la unción (SC 73). Cristo se hace sentir más cercano, a condición de que el creyente reconozca su propia debilidad y confíe en su amor.

 

      La vida humana, en su caminar de peregrinación, se encuentra con la sorpresa de la presencia del buen samaritano, que unge con óleo, como indicando la participación en su misma unción. El precio de la curación lo paga él con su donación pascual. Con su unción, ya se puede seguir caminando y afrontando otras vicisitudes y sorpresas de la vida terrena. El dejará sentir su presencia, como él quiera, en el momento oportuno.

 

      La celebración de la unción tiene lugar en ambiente de familia eclesial. Frecuentemente, en la propia familia, como "Iglesia doméstica" (LG 11), o también en la propia comunidad: catedral, parroquia, comunidad religiosa o apostólica. A veces, se celebra con el sucesor de Pedro, que "preside la caridad universal" (San Ignacio de Antioquía). Los acontecimientos del caminar eclesial se viven siempre en comunión de hermanos.

 

      La salud "corporal" o la falta de ella afecta a todo el ser humano. Se podría incluso decir que afecta a toda la humanidad y a todo el cosmos. Por esto, hay que cuidar el precioso don de la vida terrena, como un don irrepetible y, al mismo tiempo, preparatorio de una vida definitiva, que será transformación de la vida presente, sin aniquilarla, en vida eterna. Alabamos a Dios por sus dones en la creación, con el compromiso de conservar y de mejorar esos dones ("ecología"). Al celebrar los sacramentos, reconocemos a Cristo como centro del "cosmos", porque, gracias a él, "el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).

 

      La salud humana es un de estos dones que nos hacen descubrir que la vida merecer vivirse. En el tiempo en que una flor vive y comunica su fragancia, hay que cuidarla lo mejor posible; cuando se marchitará, habrá que descubrir un don mayor: Dios que se da a sí mismo, más allá de sus dones, y que nos comunica su misma vida eterna.

 

      Algunos santuarios marianos (como en Lourdes) acostumbran a ser lugar donde se celebra comunitariamente el sacramento de la unción. El aspecto mariano de la celebración indica el sentido de familia eclesial, que siente cercana y presente la ternura materna de María, como expresión de la ternura materna de Dios. Nadie como María de Nazaret, ha conocido tan profundamente el amor cariñoso de Cristo, que tenía la costumbre de visitar y curar a los enfermos el día de sábado (Mc 6,2-5; Lc 6,6-11; 13,10-17).

 

      En todo momento de nuestro caminar eclesial histórico, se están celebrando los sacramentos y, por tanto, también el de la unción. La celebración sacramental, siendo personal, es eminentemente comunitaria. Es siempre toda la Iglesia la que celebra y participa, como misterio de comunión fraterna. En este sentido, toda la vida del cristiano está impregnada por los sacramentos, que continuamente se celebran en la Iglesia universal. Vivimos unidos a quienes se bautizan, se confirman, comulgan, se reconcilian, celebran sus bodas o son ungidos en su enfermedad. El sacramento de la unción nos recuerda, pues, nuestra unión con quienes sufren, por enfermedad o ancianidad; con ellos "completamos" la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor (Col 1,24; Ef 1,23).

 

      El sentido cristiano de la vida es de amor al presente, para transformarlo en vida eterna del más allá: "la espera de una tierra nueva no debe amorti­guar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).

 

      La realidad de las enfermedades y de la muerte, a la luz de la fe, se convierte en mayor aprecio de la salud y de la vida terrena, para transformarla según el espíritu de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Entonces la vida y la salud recuperan su pleno sentido: el de servir amando a Dios y a los hermanos. Esa es la vida que, por medio de los sacramentos, pasa a ser complemento o prolongación de la misma vida de Cristo en su caminar hacia la Pascua.

 

      Por medio de cada uno de los sacramentos, nuestras acciones, actitudes y situaciones, se convierten en la "materia" para que la palabra de Cristo las transforme en suyas. Entonces, todo se hace "pan" y "vino", trabajo y vida, para ser "eucaristía" y para pasar al "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). El sacramento de la unción lleva a la eucaristía el sufrimiento humano, para hacerlo una sola oblación con la oblación de Cristo: "Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre" (Heb 13,15; cfr. 2Cor 1,20; 1Pe 2,5).

 

 

3. Compartir la Pascua de Cristo

 

      Todos los sacramentos y, de modo especial, la eucaristía, son signos eficaces del encuentro con Cristo muerto y resucitado. Son, pues, sacramentos del misterio pascual. Cada uno de ellos se concreta en relación con alguna situación humana particular: nacimiento, crecimiento, nutrición, reparación, servicio, desposorio, enfermedad, muerte. Todos ellos son una ayuda para compartir la Pascua del Señor.

 

      Hay una situación humana peculiar, que se encuentra en todo el proceso de la vida terrena: el dolor, en relación con la cruz de Cristo. Si fuera sólo la enfermedad o la ancianidad, sería el sacramento de la unción el destinado a santificar este momento trascendental del hombre, que camina hacia la muerte y hacia el más allá. En cuanto al "tránsito" o muerte, el sacramento del "viático" es el de la eucaristía, recibido en aquellos momentos para completar la muerte del Señor.

 

      Pero la situación del dolor no se ciñe a esas circunstancias de enfermedad y de muerte. Hay dolores más profundos: humillación, incomprensión, marginación, soledad, abandono, separación de seres queridos, fracasos, persecución, injusticia, ingratitud... A veces, es el aparente silencio y ausencia de Dios. Todos los sacramentos ayudarán al cristiano a transformar el dolor en "cruz", es decir, en hacer de la vida la misma oblación amorosa de Jesús. La vida es hermosa porque, aún en el dolor, si se transforma en donación, podemos correr la misma suerte de Cristo. El encuentro con él, gracias a los sacramentos, se convierte en encuentro "esponsal": "¿podéis beber el cáliz (la copa de alianza o de bodas) que yo he de beber?" (Mc 10,38).

 

      No existe una explicación satisfactoria sobre el dolor. Pero, en la realidad concreta, el creyente puede encontrar a Cristo que se le hace encontradizo y que le acompaña. Cristo no dio explicación teórica sobre el tema; pero calificó a su pasión como "copa de alianza" (o de bodas) preparada por el Padre (Jn 18,11; Lc 22,20): El cristiano que se habitúe al encuentro con Cristo en el evangelio, en su eucaristía y en los que sufren, aprenderá fácilmente que el camino del dolor es camino de Pascua, camino de bodas. La invitación de Jesús sigue siendo actual: "bebed todos de esta copa" (Mt 26,27; cfr. Mc 10,38).

 

      El misterio de la encarnación comienza a "entenderse", a la luz de la fe, cuando se aprende que Cristo comparte nuestro existir, para hacer de cada uno su "complemento" o prolongación (Col 1,24). A Cristo se le conoce amando (Jn 14,21). Y su amor llega hasta "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Para él, "dar la vida" es el misterio de Belén (pobreza), Nazaret (humildad) y Calvario (sufrimiento). Es siempre el misterio de vivir, sufrir y morir amando.

 

      En su cuerpo de resucitado, Jesús conserva las llagas de su pasión. Por esto, al aparecer a sus discípulos, "les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20), "las manos y los pies" (Lc 24,40). Aquellas "apariciones" siguen aconteciendo, de otro modo más profundo, por medio de los signos y huellas que él ha dejado en su Iglesia y en la vida de cada ser humano. Los sacramentos son los signos eficaces de esta manifestación de Jesús.

 

      Los momentos de sufrimiento son momentos privilegiados para mostrar que "la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo" (VS 87). Pero esta libertad sólo se aprende ante el crucifijo: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85). "La sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo" (EV 25).

 

      No existe cristianismo sin cruz. Pero la cruz no es el sufrimiento en sí mismo, sino una vida donada que, ordinariamente comporta el sufrimiento. La fe cristiana tiene estas exigencias de moral y de santidad, "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).

 

      El haber celebrado los sacramentos durante la vida no significa que la gracia recibida ya pasó. Todos ellos fueron un encuentro activo y salvífico con Cristo. Cuando en el camino de la vida se tropieza con el dolor, entonces reviven las gracias sacramentales recibidas, para saber descubrir a Cristo presente que nos invita a beber su misma copa de bodas, es decir, correr su misma suerte pascual. En esos momentos, más que nunca, se aprende el significado de la afirmación de Pablo: "estoy crucificado con CRisto, que me amó y se entregó por mí" (Gal 2,19-20).

 

      Si los sacramentos son la actualización de las acciones salvíficas de Cristo y, por tanto, la prolongación de su humanidad vivificante, el sufrimiento vivido con amor es la escuela para seguir encontrando a Cristo en todos los signos de la vida humana. "Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas en la humanidad de Cristo" (SD 23).

 

      Los signos sacramentales, por "pobres" que puedan parecer, son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado. En ellos se aprende que "los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana" (SD 27). Por esto, "la Iglesia siente necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo" (ibídem).

 

      El misterio pascual, actualizado y celebrado en los sacramentos, se concreta en el misterio de la cruz, como "humillación" y como "exaltación" de Cristo (Fil 2,5-11; Jn 12,32). En el sufrimiento, transformado en amor, aparece que "la cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (DM 8).

 

      En la acción apostólica, la cruz es señal de garantía. No ha existido nunca un verdadero apóstol que no haya sido crucificado con Cristo. El fracaso momentáneo o aparente, los malentendidos y la misma persecución de los buenos, están dentro de la lógica evangélica: "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). Por esto, "la cruz fecunda cuanto toca" (Concepción Cabrera de Armida).

 

      El encuentro con Cristo, escondido en sus signos sacramentales y eclesiales, se traduce en "comunión íntima" con él. Se trata de compartir su mismo estilo de vida para evangelizar el mundo. Su misterio de encarnación y redención es de "anonadamiento", como paso para llegar a la resurrección. Es el "despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

 

      Si la celebración litúrgica y sacramental no llevara a compartir la Pascua de Cristo, muerto y resucitado, la vida cristiana no sería signo creíble del evangelio. En cada sacramento y, de modo especial, en la eucaristía, Cristo mismo invita a un encuentro transformante: "venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,39).

 

      Después de la crucifixión de Jesús, Juan invita a "mirar" con ojos de fe el costado abierto del Señor, del que brota sangre y agua, como símbolo de la Iglesia y de sus sacramentos (Jn 19,33-37). A partir de esta mirada contemplativa y vivencial, el apóstol se afirma en la ciencia amorosa y fecunda de la cruz: "nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Apertura permanente al amor:

 

      "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).

 

      "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).

 

      "Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).

 

      "El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

      "El mismo, sobre el madero, cargó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

 

      "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).

 

      "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,11).

 

      "Han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Apoc 7,14).

 

 

- La unción que sana el corazón:

 

      "Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos" (Lc 6,19).

 

      "No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal" (Lc 5,31).

 

      "Todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba" (Lc 4,40).

 

      "Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).

 

      "Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).

 

      "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).

 

      "Vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos" (Mt 14,14).

 

 

- Sufrir amando:

 

      "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).

 

      "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?... Podemos" (Mc 10,38-39).

 

      "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

      "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 2,19).

 

      "Jesús, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario" (Jn 19, 17).

 

      "Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Heb 12,1-2).

 

      "Estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19).

 

      "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2); "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).

 

      "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo... que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2,5-9).

 

 

IV.

 

 

 

LOS SIGNOS DE LA MISION

 

 

 

      1. Iglesia, comunión misionera

      2. Familia cristiana en el mundo

      3. Los servidores del Pueblo de Dios

      Meditación bíblica


1. Iglesia, comunión misionera

 

      La comunidad eclesial, donde está presente Cristo resucitado, se debe construir como reflejo de la "comunión" trinitaria (cfr. LG 4). Esta fue la petición del Señor en la última cena: "que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). "Iglesia" significa comunidad "convocada" por Jesús, para ser su expresión en el mundo. Hay "comunión" donde se vive el mandato del amor, que hace presente a Jesús en medio de la comunidad.

 

      La fe de la Iglesia se expresa en la comunión: "Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Crsito: «que sean uno»" (UUS 9).

 

      Esta comunión de hermanos se construye en la celebración de cada sacramento y, de modo especial, en la celebración de la eucaristía como "signo de unidad, vínculo de caridad" (SC 47). Todo cristiano es servidor responsable de esta comunión. El sacramento del matrimonio construye la comunión en la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). El sacramento del orden instituye servidores (ministros) para construir la comunión en la Iglesia particular y universal. Todos los sacramentos han sido instituidos para crear servidores de la Iglesia misterio, comunión y misión.

 

      Toda comunidad eclesial se evangeliza a sí misma y, a su vez, se hace evangelizadora por la celebración de los sacramentos, en los que se anuncia y se hace presente el misterio pascual de Cristo. Entonces se construye la comunión, que es fruto principalmente de la participación en la eucaristía. "No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano" (PO 6).

 

      La comunión fraterna es un signo eficaz de evangelización. El mundo admitirá el evangelio, en la medida en que vea el signo de la comunión: "yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23). Por esto, la fraternidad apostólica, además de ser exigencia de los sacramentos, es ella misma "sacramental" (PO 8) a modo de "hecho evangelizador" (Puebla 663). "De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos... asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo" (UUS 75).

 

      En el grado en que la Iglesia sea signo comunitario de Cristo presente, se hará signo portador del evangelio. En este sentido, es Iglesia "misterio" (signo de Cristo presente), comunión (signo de fraternidad), misión (signo evangelizador). Por esto, la sacramentalidad de la Iglesia tiene como objetivo construir la comunión en la humanidad entera: "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano... se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal" (LG 1).

 

      La comunión eclesial es, pues, esencialmente misionera, como "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1). La presencia de Cristo resucitado en la comunión de hermanos (cfr. Mt 18,20) se hace comunicación a toda la humanidad, puesto que entonces "actúa sin cesar en el mundo, para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa, alimentándolos con su cuerpo y sangre" (LG 48).

 

      La "naturaleza misionera" de toda la Iglesia y de cada vocación cristiana en particular, se expresa en esta comunión fecunda, que "dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre" (AG 2). De la vivencia de esta comunión nace el compromiso de la misión universal. "Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (UUS 8).

 

      La renovación eclesial empieza por la unificación del corazón y de la comunidad. En este sentido, es renovación "interior". Los compromisos de misión sólo son posibles a partir de la comunión. La "inserción", a la luz del misterio de la encarnación, significa construcción de la comunidad de hermanos. Sólo a partir de la comunión, es posible asumir "la propia responsabilidad en la difusión del evangelio" (AG 35).

 

      Al vivir la comunión fraterna, se descubre mejor la presencia de Cristo en la Iglesia como fruto de los signos sacramentales. Entonces se aprende por experiencia que no puede haber evangelización sin apuntar al establecimiento permanente de esos signos instituidos por Jesús. "Cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio" (UUS 1).

 

      Oponer evangelización a sacramentalización, es un juego de palabras elaborado por teóricos no comprometidos. Si se anuncia a Cristo, hay que señalarlo como presente, celebrarlo y vivirlo en los signos establecidos por él. El anuncio o proclamación del evangelio lleva a "realizar la salvación mediante el sacrificio y los sacramentos" (SC 6).

 

      La misionariedad de la Iglesia encuentra su fuente en su sacramentalidad, como signo portador de Cristo, que es el sacramento "original". Esa sacramentalidad eclesial se expresa en la comunión de hermanos.

 

      Por ser "sacramentos de la fe", los sacramentos educan y ayudan a la comunidad y a cada uno de los fieles, a celebrar, vivir y anunciar esta misma fe. Pero este anuncio incluye el testimonio de comunión (cfr. Jn 13.35).

 

      Los sacramentos construyen esta comunión misionera universal en cada comunidad cristiana. Esa es la nota que garantiza una celebración auténtica. Si los sacramentos no contagian el deseo y la decisión de comunión, perfección y misión, es señal de que no se han celebrado bien.

 

      En la comunidad donde se vive la presencia de Cristo compartida con los hermanos, las palabras del Señor resuenan como recién salidas de su corazón: "id... a todos los pueblos" (Mt 28,19); "seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      A partir de la comunión fraterna, la misión se redescubre como encuentro con Cristo que envía, acompaña y espera: "Precisamente porque es «enviado», el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo... porque yo estoy contigo» (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

 

2. Familia cristiana en el mundo

 

      La comunión de hermanos se vive en el pequeño grupo de pertenencia y en la sociedad humana en general. El encuentro con Cristo en sus signos sacramentales capacita y compromete a construir esta comunión fraterna. El Señor dio la vida por esta unidad que refleja a Dios Amor: "por ellos me inmolo, para que ellos también sean santificados en la verdad... para que sea uno" (Jn 17,19-21).

 

      El ambiente normal en que se aprende a vivir esta comunión es la familia, donde cada uno de los componentes se hace donación generosa y gratuita a los demás. La presencia activa de Jesús en el sacramentodel matrimonio y a partir de él, hace posible esta donación desinteresada, que construye la comunión familiar y que es indispensable para construir la sociedad entera.

 

      Por el sacramento del matrimonio, los esposos se recuerdan continuamente la donación total de Cristo. Por esto, es una donación fiel, generosa y fecunda, que fundamenta una "íntima comunidad de vida y amor" (GS 48), "como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa" (FC 17; cfr. Ef 5,25ss). De este modo, "la Iglesia encuentra en la familia su causa" (FC 15), porque la familia "tiene la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor" (FC 17). Así aparece como "Iglesia doméstica" (LG 11).

 

      En la familia, la comunión se hace indisoluble, como indicando la "perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo" (FC 20). La presencia activa de Cristo, especialmente a partir del sacramento del matrimonio, hace posible la unidad, fidelidad, indisolubilidad y fecundidad. La familia se hace entonces "escuela de humanidad más completa y más rica" (GS 52).

 

      La familia cristiana, vivida en esta perspectiva de amor esponsal de Cristo presente, recuerda a toda la Iglesia su desposorio con el Señor y, de modo especial, deja entrever la posibilidad de vivir el desposorio con Cristo de manera radical en la vida sacerdotal y consagrada (cfr. FC 11). La vivencia de la Alianza, desde la encarnación del Verbo, tiene estas dos modalidades: el matrimonio como sacramento y el seguimiento evangélico radical (sacerdocio y vida consagrada).

 

      Las vocaciones al desposorio radical con Cristo nacen ordinariamente en la familia auténticamente cristiana, como fruto espontáneo y maduro. "En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada" (LG 11).

 

      Al mismo tiempo, la fidelidad matrimonial necesita el testimonio de amor generoso de quienes están llamados al seguimiento evangélico radical. Los carismas se complementan y postulan mutuamente. La fidelidad o infidelidad de un sector repercute en el otro. Los divorcios son correlativos a las secularizaciones. La santidad se contagia y comunica como por vasos comunicantes. Cristo Esposo se hace presente en la Iglesia, por medio del matrimonio cristiano y por medio de la vida consagrada y sacerdotal.

 

      La Alianza o pacto esponsal de Dios con los hombres, tiene este sentido matrimonial de acompañamiento amoroso y salvífico. La tienda de campaña (la "shekinah") y el templo indicaban una presencia de Dios "consorte" o esposo. La nueva Alianza, sellada con la sangre de Jesús, indica que el mismo Verbo hecho hombre es el Esposo desde el día de la encarnación (Jn 1,14). El desposorio de Cristo con toda la humanidad, como consorte, protagonista, mediador, hermano, hace posible que el matrimonio humano sea elevado a categoría de sacramento, es decir, signo eficaz del encuentro con él. Los esposos son mutuamente signo personal de Jesús, de su amor y de su presencia.

 

      Es el amor de Jesús y a Jesús el que está en juego desde la celebración del sacramento del matrimonio. Pablo recuerda a la comunidad que ha sido desposada con Cristo: "celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

      De hecho, la vida cristiana entera tiene este sentido de desposorio, es decir, de seguimiento de Cristo para compartir su misma suerte. El cristiano que no viviera este seguimiento, ni entendería ni sabría vivir la moral cristiana. "La moral cristiana... consiste principalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia... porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización" (VS 119).

 

      Este desposorio se convierte en signo radical y fuerte por medio de la vida consagrada y el seguimiento apostólico de los sacerdotes. Y este mismo desposorio se hace signo sacramental (signo eficaz y portador) por medio del sacramento del matrimonio.

 

      El amor entre esposo y esposa encuentra, pues, como modelo al mismo Cristo Esposo de la Iglesia: "maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27). Este es el "gran sacramento", que se inspira en el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32).

 

      El amor de Cristo, que es punto necesario de referencia, es amor de donación gratuita, perenne, irrepetible, fiel. Es la donación de verdadera amistad, por la que se busca el bien de la persona, amada por sí misma, sin utilizarla: "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      La donación implica todo el ser. En la vida matrimonial, todo el ser, cuerpo y alma, expresa esta donación fecunda. Por el sacramento del matrimonio, esta donación es camino de santidad, camino de configuración con Cristo. El amor de donación tiende siempre al olvido de sí mismo, para buscar el bien de la persona amada, sin condicionarla. El amor esponsal de San José respecto a María, fue todavía más profundo, porque amó a María tal como era, la siempre Virgen, según los planos salvíficos de Dios.

 

      El amor, cuando es verdadero, proviene siempre de un corazón unificado, "indiviso". El matrimonio es escuela de esta unidad de donación, dentro de la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). Para Pablo, la virginidad por el Reino, conserva el corazón "indiviso" para servir a toda la Iglesia (1Cor 7,34; cfr. PO 17).

 

      No hay que olvidar que el amor, en esta tierra, es una anticipación de un amor pleno y definitivo en el más allá. El sacramento del matrimonio hace posible este paso "escatológico" o final. El amor, sellado de modo indisoluble en el sacramento, queda custodiado para la eternidad. El amor que proviene de Dios tiende a ser eterno y definitivo. La muerte no puede romper este vínculo de amor. Unas eventuales segundas nupcias, siendo legítimas, se integran, gracias a Cristo, en esa unidad indisoluble del amor.

 

      El amor de Dios creador se comunica a la familia humana, para continuar y perfeccionar la creación. Por el sacramento, la familia es colaboradora también en la nueva creación, que es vida en Cristo. Los hijos se engendran para que puedan ser hijos adoptivos de Dios por el Espíritu (Gal 4,5-6), "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22). María, "la mujer", es modelo, intercesora y ayuda de esta nueva fecundidad (Gal 4,4).

 

      Si "toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia" (E 1617), el matrimonio es un signo transparente, cercano y eficaz de este amor. Los mismos esposos, con su consentimiento libre y consciente, son los ministros del sacramento y, por tanto, se dan el consentimiento mutuo en nombre de Cristo Esposo. El vínculo matrimonial indisoluble es una gracia indicadora de que "el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48).

 

      A la luz del amor de Cristo Esposo, el amor matrimonial , asumido con la propia responsabilidad, es siempre "apertura a la fecundidad" (CEC 1652). Es fecundidad responsable, donde ninguna autoridad humana puede intervenir. Esta apertura generosa a la fecundidad va acompañada de la propia responsabilidad y prudencia respecto al número de hijos, para hacer posible la educación integral de los mismos. "Como iglesia doméstica, la familia stá llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos... En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, si es fruto de una recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos, un don que brota del don" (EV 92).

 

      El deseo de santidad, que es connatural a toda vocación cristiana y que brota de la celebración sacramental, acentúa, en el matrimonio y en la vida consagrada, el tono de desposorio con Cristo: compartir la vida con él. El sacerdote, que representa a Cristo Esposo en la comunidad eclesial, realiza un servicio cualificado para que ambas vocaciones de desposorio se vivan con la peculiaridad propia de la generosidad evangélica.

 

3. Los servidores del Pueblo de Dios

 

      Una de las características más relevantes de la vida de Cristo, es su actitud de "servicio" (Mc 10,43-45; Lc 22,27; Jn 13,14). Los discípulos que recibieron el encargo de prolongar y de representar su persona y su acción salvífica, tendrán que caracterizarse por esta misma vida sin privilegios ni ventajas temporales. Entre los que le siguieron y dejaron todo (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27), Jesús escogió a doce, los "Apóstoles", cuyos sucesores se llamarían más tarde sacerdotes ministros.

 

      Para todo cristiano, el punto de referencia es el mismo Jesús, que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). El se hizo hermano, protagonista, consorte de nuestra historia. Esta realidad suya de "mediación" (como de Hijo de Dios y hermano nuestro) se expresó en una donación total, desde el día de la encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 19,30). Por esto, es Sacerdote y Víctima. De esta realidad sacerdotal de Cristo, participamos todos, porque "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1,16).

 

      Toda la Iglesia es "pueblo sacerdotal" (1Pe 2,9; Apoc 1,5). Por el bautismo y la confirmación, nos injertamos en el misterio sacerdotal y pascual de Cristo. Todo cristiano participa de la consagración y de la oblación sacerdotal de Cristo: "pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos, por él, «amén» a la gloria de Dios" (2Cor 1,20; cfr. Heb 13,15). Nuestra vida se hace un "sí" o "amén" unido al "sí" de Jesús al Padre (Lc 10,21). Toda la ilusión de Jesús es hacer de cada ser humano su prolongación, su misma oblación o donación al Padre en el Espíritu Santo (1Pe 3,18).

 

      A los que Cristo "escogió" (Jn 15,16) para ser su signo personal y sacramental (como fueron los Doce y sus sucesores), les comunicó la potestad de prolongar su misma palabra (Lc 10,16), su sacrificio redentor (Lc 22,19-20), su perdón (Jn 20,23), sus misma misión (Jn 20,21; Mt 28,19-20).

 

      Ya en el envío de los Doce y de los setenta y dos, les había dado el encargo de anunciar su mensaje y de transmitir su acción salvífica de sanación (Mt 10,3ss; Lc 10,1ss). Estos "elegidos" (Mc 3,13) le van a representar como pastor que guía a las ovejas y también que da la vida por ellas (Jn 10). Son los servidores que, como "expresión" personal de Cristo (Jn 16,14; 17,10), dan "gratuitamente" lo que gratuitamente han recibido (Mt 10,8). Por esto, la comunidad eclesial tendrá derecho a ver en ellos el signo de cómo amó el Buen Pastor. Serán ellos principalmente lo que, en su vida, serán transparencia de la donación sacerdotal de Cristo (Jn 17,19).

 

      Lo que los Apóstoles recibieron de Jesús, lo comunicaron a otros por "la imposición de manos" (2Tim 1,6; Act 6,6). Es el signo sacramental que, más tarde, se llamará sacramento del "Orden", por el que se reciben diversos grados del ministerio apostólico: episcopado, presbiterado, diaconado. Estos ministros "ordenados" participan de modo especial en la consagración y misión de Jesús. Por esto, son "sellados" con el don permanente del Espíritu (el "carácter"). De este modo, pueden representar a Cristo Sacerdote y Víctima (Cabeza, Pastor, Siervo, Esposo), obrando en su nombre y persona, para prolongar su palabra magisterial, su sacrificio redentor (en la eucaristía), sus signos salvíficos (en algunos sacramentos) y su acción pastoral de dirección, animación y servicio.

 

      Las gracias recibidas en el sacramento del Orden (carácter y gracia sacramental), no sólo capacitan para realizar válidamente los ministerios, sino que también hacen posible ejercerlos santamente. Los ministros ordenados han sido llamados a formar parte de la sucesión apostólica y, consiguientemente, a prolongar en el tiempo el seguimiento evangélico radical de los mismos Apóstoles.

 

      La característica principal de la vida sacerdotal es la caridad pastoral (cfr. Jn 10), que, como en Cristo, deriva hacia la obediencia, virginidad y pobreza (PO 15-17; PDV 28-29). Por el hecho de ser "instrumento vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12), los sacerdotes ministros se caracterizan por "la ascesis propia del pastoral de almas" (PO 13).

 

      Todos y cada uno de los ministerios tienen como objetivo guiar la comunidad eclesial hacia el Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. "Para el sacerdote, el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio, como de su vida espiritual, es la eucaristía" (PDV 26), porque en ella "se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo" (PO 5).

 

      El sacerdocio ministerial, en su triple grado (episcopado, presbiterado, diaconado), forma una fraternidad llamada Presbiterio, donde el Obispo es cabeza, hermano y amigo. Es una "verdadera familia" (PDV 74) y una "fraternidad sacramental" (PO 8), como exigencia del sacramento del Orden y como signo eficaz de santificación y de evangelización. "El Presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el 'lugar' de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, los presbíteros, mediante el sacramento del Orden... quedan insertos en la comunión del Presbiterio unido con el Obispo" (PDV 74).

 

      El servicio a la comunidad de la Iglesia particular tiene sentido esponsal de pertenencia a Cristo y a la Iglesia. La pertenencia a esa Iglesia por la "incardinación", es un hecho de gracia, que delinea la fisonomía espiritual del ministro. "En este sentido, la «incardinación» no se agota en su vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero" (PDV 31).

 

      La relación con el carisma episcopal tiene sentido de dependencia filial y fraternal, principalmente para trazar las líneas del seguimiento evangélico, de la vida fraterna y de la disponibilidad misionera local y universal. En todo Presbiterio debe reflejarse la "vida apostólica" de los primeros seguidores de Jesús.

 

      El servicio del sacerdote ministro tiene características de maternidad eclesial, puesto que se trata de "formar a Cristo" en los corazones (Gal 4,19). Concretamente es un servicio de anuncio, celebración y dirección o animación, gracias al cual "la comunidad eclesial ejerce, por la caridad, la oración, el ejemplo y las buenas obras de penitencia, una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo" (PO 6).

 

      Esa maternidad eclesial, en la que colabora el apóstol y, de modo especial, el sacerdote ministro, encuentra en María, "la mujer" (Gal 4,4), el modelo más acabado. "La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres" (LG 65).

 

      Si María ama a cada creyente con amor materno, al sacerdote le ama como signo personal y sacramental de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, como "viva imagen de su Jesús" (Pío XII). Por esto, "la espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa, si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado... Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal" (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros 68).

 

      El "carácter" (como signo y don permanente del Espíritu Santo) es una "potencia cultual", según Santo Tomás. El sacerdote ministro, por el carácter recibido en el sacramento del Orden, ayuda a desarrollar en los fieles el carácter del bautismo y de la confirmación.

 

      La distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, se convierte en servicio y dedicación para que todo creyente y toda la comunidad eclesial se haga oblación unida a la oblación de Cristo Sacerdote y Víctima. El objetivo final de este servicio sacerdotal es que la comunión trinitaria de Dios Amor se refleje en cada corazón y en toda la humanidad.

 

 

                              Meditación bíblica

 

- En la Iglesia, misterio de comunión y misión:

 

      "Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      "Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23).

 

      "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18).

 

      "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).

 

      "Id, haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28,19).

 

      "Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27).

 

- Familia cristiana, desposorio con Cristo:

 

      "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

      "Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo. Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor... Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia... Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo... Gran misterio es éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5,21-32).

 

      "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

 

      "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).

 

      "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gal 4,4-5).

 

- Amar y servir como el Buen Pastor:

 

      "Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14).

 

      "Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron (Lc 5,11).

 

      "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

      "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, porque tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,43-45).

 

      "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,13-16).

 

      "Yo he sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

      "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).

 

      "Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19-20).

 

      "Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados" (Jn 20,21-23).

 

      "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).

 

      "Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11).

 

      "Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita" (1Pe 5,2-4).

 

      "Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos (2Tim 1,6).

 

      "Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios... Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos" (Act 20,24.33).

 

      "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19).

 

 

V.

 

 

EL SIGNO LEVANTADO ANTE LOS PUEBLOS

 

 

 

      1. Iglesia sacramental y santa

      2. El evangelio escrito en la vida

      3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

      Meditación bíblica

 

1. Iglesia sacramental y santa

 

      Todo cristiano está llamado y potenciado para hacer de la vida una donación, como imagen de Dios amor. La vocación a la santidad y al apostolado corresponde a todo bautizado, sin excepción. "Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud ­de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano" (LG 40).

 

      La Iglesia, aunque esté constituida también por pecadores, es "santa" y redimida por el amor de Cristo Esposo, que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26). "La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, es santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8).

 

      La santidad de la Iglesia aparece en muchos creyentes de toda la historia, aunque ordinariamente queda oculta en el anonimato. La Iglesia es santa porque ha sido y sigue siendo santificada por el Señor, que le ha dado medios eficaces de santidad: los sacramentos, la palabra, los ministerios, los carismas del Espíritu Santo, las vocaciones...

 

      Al celebrar los sacramentos y, especialmente, a partir del bautismo, la vocación a la santidad es una exigencia, un compromiso y una posibilidad. Todo sacramento es un encuentro vivencial y eficaz con Cristo presente, que llama al seguimiento evangélico y, por tanto, a las bienaventuranzas y al mandato del amor.

 

      La realidad sacramental es, pues, una llamada y una potenciación para configurarse con Cristo. "El sacramento es un signo de una cosa sagrada, en cuanto que santifica a los hombres" (Sant Tomás). Significa y comunica la gracia que nos viene de Cristo Salvador. Cada sacramento comunica la vida en Cristo y los dones y gracias peculiares del Espíritu Santo.

 

      La gracia, como participación en la vida divina (que es vida e Cristo y en el Espíritu), es siempre una misma realidad, con efectos diferenciados. Se llama gracia "santificante", porque transforma al creyente en imagen de Dios Amor, el único "Santo". La "santidad" es la característica de Dios como primer principio, el que es y salva, Dios amor, uno y trino. En esta realidad "misteriosa" (que va más allá de nuestras perspectivas), participamos por la fe y los sacramentos.

 

      En los diversos sacramentos, la misma gracia santificante produce efectos especiales. Entonces se llama gracia "sacramental", como "vigor especial" o aplicación peculiar de la misma gracia. A veces, es un don o "sello" ("carácter") del Espíritu Santo, como en el caso del bautismo, confirmación y orden. Siempre es una comunicación peculiar del Espíritu, con sus dones y carismas. En todos los sacramentos se comunica la gracia santificante; pero en cada uno se comunica con efectos peculiares de la misma gracia.

 

      Por las gracias recibidas en los sacramentos, se participa de la vida y santidad divina. Esta santidad real (ontológica) debe manifestarse en la práctica de las virtudes (santidad moral). Los sacramentos insertan en el Cuerpo Místico de Cristo. "La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorifica­do, por medio de los sacramentos" (LG 7).

 

      Por el bautismo, se comienza un proceso o crecimiento de "vida nueva" (Rom 6,4), para transformarse o "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). El camino de santificación es "caminar en el amor" (Ef 5,2); por los sacramentos, se aspira a llegar a la plenitud o perfección de la caridad. A partir del amor de Cristo, que hizo de su vida una "oblación a Dios a favor nuestro" (Ef 5,2), es posible "vivir para él" (2Cor 5,15). La eficacia salvífica de los sacramentos (por su misma celebración o "ex opere operato") requiere y hace posible nuestra colaboración libre ("ex opere operante").

 

      Por los sacramentos, la Iglesia nace, crece, se santifica y se comunica a toda la humanidad. En ellos se realiza la presencia activa, iluminadora y santificadora del Espíritu Santo prometido por Jesús. El Señor resucitado continúa enviando su Espíritu, para que el corazón humano quede orientado hacia el amor por la efusión de sus "torrentes de agua viva", que brotan del costado de Cristo muerto en cruz (Jn 7.38; cfr. 19,34).

 

      El Espíritu Santo distribuye sus dones y carismas como quiere, y "santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos" (LG 12). Por esta efusión de gracia sacramental, todo cristiano es llamado a poner en práctica la perfección cristiana de las bienaventuranzas. "Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto" (LG 11).

 

      La santidad es un proceso de crecimiento en la "vida según el Espíritu" (Gal 5,25). "La existencia cristiana es vida espiritual, o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu Santo hacia la santidad o perfección de la caridad" (PDV 19).

 

      Esta vida en Cristo (cfr. Gal 2,20) se va concretando en la sintonía de criterios, de escala de valores y de actitudes, hasta pensar, sentir y amar como Cristo. La acción del Espíritu Santo en cada sacramento va modelando cada vez más el corazón y la vida según la fisonomía de Cristo. Es una acción que se ha hecho realidad desde la encarnación del Verbo en le seno de María, porque es la misma humanidad del Señor el sacramento fontal.

 

      Los signos sencillos de los sacramentos indican que el camino de la santidad pasa por las cosas ordinarias de todos los días. Los sacramentos ayudan a amar la vida como conjunto de signos del encuentro con Cristo, en el Espíritu Santo, hacia el Padre (Ef 2,18). "Nazaret" seguirá siendo la pauta preferida por el Espíritu Santo para hacernos entrar en "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      El "amén" del final de la plegaria eucarística indica la actitud de quien quiere encontrarse con Cristo en cada sacramento. El encuentro se resume en un "sí": "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21).

 

      Por esto, los santos acostumbraban a decir que la santidad consiste en estrenar cada jornada en sintonía con la voluntad de Dios. La experiencia del amor de Dios en el encuentro con Cristo, hace posible la decisión, renovada todos los días, de amarle del todo y hacerle amar de todos. Esta decisión se concreta en las cosas pequeñas y, de modo especial, en el amor y el servicio a los hermanos, que son parte integrante de la sacramentalidad de la Iglesia. Los sacramentos construyen la comunión, como reflejo de la comunión de Dios Amor, en el corazón y en la comunidad.

 

 

2. El evangelio escrito en la vida

 

      Por los sacramentos, aprendemos que la palabra de Dios está escrita en la vida. Efectivamente, al ofrecer al Señor nuestra colaboración (agua, óleo, vino, pan) y nuestras actitudes (penitencia, disponibilidad), el mismo Señor asume estas nuestras "cosas" (la "materia" del sacramento), como "símbolo" de nuestra vida. Entonces su palabra (la "forma" del sacramento) se inserta en nuestra realidad para transformala y hacerla instrumento de las gracias y dones del Espíritu Santo. "La palabra viene al elemento sensible y éste se hace un sacramento, como una palabra visible" (San Agustín).

 

      La palabra del Señor es salvífica y eficaz, entrando en acción al presentarle nuestro ser y nuestras situaciones humanas. La vida se va transformando en Cristo, por medio de la actitud de escucha de la palabra de Dios. En nuestras circunstancias, Dios nos da a su Hijo por amor (Jn 3,16). Cada sacramento se hace "transfiguración" de Cristo. El Padre nos dice también ahora: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). Nos manifiesta a su Hijo y nos lo da, y "con él nos da todas las cosas" (Rom 8,32).

 

      La vida es hermosa, porque el camino humano, con sus luces y sombras, se hace "Tabor" y transparencia de Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6). Ya no importa si el caminar es más de "Nazaret", de vida pública o de Calvario; lo que importa es la presencia activa de Cristo, "en quien se apoyan todas las cosas" (Col 1,17) y de quien todas ellas reciben su sentido más profundo. "Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).

 

      La palabra de Dios y nuestras realidades se complementan en los sacramentos. Se trata de la palabra aceptada con fe y oración, es decir, con actitud filial. Nuestros signos y realidades necesitan la interpretación por parte de la palabra de Dios. La realidad humana no sería salvífica sin la palabra creadora y redentora, que ahora es el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret. Por esto, el análisis de la verdad sólo es auténtico cuando se hace a partir del evangelio. Otro análisis de la realidad sería una alienación y la destrucción del mismo hombre.

 

      El signo "religioso" es una afirmación de las realidades humanas. Estas, concretadas en nuestras acciones, son como la parte determinante que se abre a la iniciativa divina. La palabra del Señor es la parte determinante que transforma nuestra realidad en participación de la vida divina. "En los sacramentos, la palabra se une a la materia sensible; de donde resulta que los sacramentos se asemejan a la causa primera de toda santificación, que es el Verbo encarnado, en el cual se unió la palabra de Dios a una carne sensible" (Sant Tomás).

 

      Toda la historia se hace signo de Dios viviente, gracias a la palabra ("dabar") que se inserta en los acontecimientos. Dios, ya presente con su inmensidad, se ha querido relacionar con nosotros con su palabra personal, creadora y redentora que es Jesús, el Verbo encarnado, el Emmanuel.

 

      Por medio de los sacramentos, instituidos por Jesús, la encarnación del Verbo se prolonga en nuestra historia concreta, para hacerse realidad "mística" (vivencial y salvífica) en nuestro corazón. La misma vida íntima de Dios (su "misterio") se hace nuestra vida por participación gratuita. Nuestro encuentro con Cristo se hace vital y transparente.

 

      Los sacramentos no son magia ni mito, porque en ellos la misma realidad humana (no la fantasía) queda salvada por Dios y convertida en instrumento de vida nueva. No conquistamos a Dios con nuestros ritos, sino que es él quien nos sale al encuentro, se acerca, se manifiesta, se comunica, se da a sí mismo. La revelación, que es comunicación de la palabra divina, encuentra en los sacramentos el momento culminante de su eficacia. Dios nos da su palabra, su Verbo, en nuestro camino histórico y circunstancial.

 

      El encuentro sacramental con Cristo es real. El signo y "símbolo" del encuentro (palabras y gestos o cosas) ha sido elegido por el mismo Cristo, para comunicarnos la vida nueva, que es la gracia significada y comunica por los signos sacramentales. Lo que no se ve (lo interior) se vislumbra por lo que se ve (los signos visibles).

 

      El signo exterior es materia y forma (gestos o cosas y palabras), como "sólo sacramento" ("sacramentum tantum"). La nueva vida que se nos comunica (la gracia) es la realidad profunda del sacramento ("res sacramenti"). En el momento en que se celebra el sacramento, encontramos a Cristo mismo que unifica en él todos los componentes del signo ("res et sacramentum").

 

      Cuando entra la palabra viva de Cristo en el signo, éste se convierte en portador del mismo Cristo. Las palabras realizan verdaderamente lo que expresan. Son palabras vivas y operantes. El ministro, con su servicio de representar a Cristo, hace posible que los signos sacramentales expresen lo que Cristo dijo y obró, para hacerlo realidad salvífica actual. Por este servicio sacramental, nuestro presente se une realmente al pasado de los dichos y hechos de Jesús.

 

      Ya podemos relacionarnos vivencialmente con Cristo en los momentos fundamentales de la vida, como personas y como miembros de la comunidad eclesial y humana. En cada sacramento se realiza un encuentro temporal y pasajero, pero que tiende a hacerse realidad permanente y a abarcar toda la existencia. El encuentro "final" o definitivo será en el más allá, en la "escatología".

 

      Desde la encarnación, la vida humana queda acompañada por "alguien". Ahora Cristo resucitado se hace protagonista y consorte ("esposo") de la vida de todo ser humano, sin excepción ni privilegios.

 

      Las etapas de la vida humana son ya etapas de la misma biografía de Cristo que vive en nosotros y en medio nuestro. Los inicios de la vida quedan santificados por el bautismo, confirmación y eucaristía. Los momentos de debilidad, enfermedad y pecado, quedan restaurados por la reconciliación y unción. La convivencia y responsabilidad humana quedan transformadas por la misión del matrimonio y del Orden. Siempre es Cristo resucitado presente, especialmente por su eucaristía, quien asume nuestro trabajo (el pan) y nuestra vida (el vino), para hacernos partícipes de su misma vida. El evangelio sigue aconteciendo.

 

 

3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

 

      En los signos sacramentales vivimos nuestra fe como actualización ("memoria") de los misterios de Cristo y como conocimiento vivencial de su persona y de su mensaje. Se trata de los "sacramentos de la fe" (SC 59), porque suponen la fe como aceptación de Cristo, y expresan la fe con gestos y palabras. Por esto, los sacramentos "alimentan y robustecen la fe" (ibídem).

 

      La celebración tiende a que "los fieles comprendan" los misterios de Cristo que se celebran y se comunican (SC 59). El lenguaje tiene que adaptarse a la mentalidad y a la cultura de los creyentes, para que comprendan, participen activamente y se comprometan a transformar su propia vida.

 

      Los sacramentos son "sacramentos de la fe" porque, en ellos, "la fe nace y se alimenta de la palabra" (PO 4). Efectivamente, "el sacramento es preparado por la palabra de Dios y por la fe, que es consentimiento a esta palabra" (CEC 1122). La fe se expresa por las palabras y los gestos sacramentales, se alimenta y se fortalece con los mismos signos.

 

      La fe que se alimenta de los sacramentos y que se presupone en su celebración, es la fe viva, como "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46). Es fidelidad al mensaje en sí mismo ("ortodoxia") y también disponibilidad para las exigencias de mismo ("ortopraxis"). Se trata de una vida coherente con el evangelio y comprometida en la comunidad y situación histórica, a partir del evangelio. "La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).

 

      En los sacramentos como en toda celebración litúrgica, la Iglesia expresa su fe orando. El modo de orar deja entrever los contenidos de la fe ("lex orandi, lex credendi"). Los efectos de los sacramentos dependen de esta fe eclesial, la cual forma parte, en cierto modo, del mismo signo sacramental. No habría sacramento si faltara la intención de hacer lo que hace y cree la Iglesia.

 

      La fe cristiana se va modelando en la celebración sacramental, como adhesión personal a Cristo resucitado presente bajo signos sacramentales. Los sacramentos, vividos con autenticidad, son una escuela privilegiada de fe. Por esto, "urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88). "Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo» (Fil 1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que es capacitan para ello" (CEC 1692).

 

      El diálogo de salvación entre Dios y el hombre se realiza de modo eficiente por medio de los signos eclesiales. Este diálogo sacramental tiene carácter de encuentro y de relación interpersonal. La escucha de fe y de amor por parte del hombre, se convierte en apertura a la autocomunicación de Dios. Los gestos y palabras sacramentales constituyen un diálogo eficaz que transforma el corazón.

 

      Los signos sacramentales son manifestativos y comunicativos de la fe y de la gracia. En esos signos se "recuerda" actualizándolo (memoria o "anámnesis"), el misterio pascual; entonces se comunican los frutos salvíficos de este mismo misterio y se anticipa el encuentro y comunicación plena y definitiva, que sólo tendrá lugar en el más allá (en la escatología). La invocación de la venida y acción del Espíritu Santo (la "epíclesis") es siempre eficaz, si el corazón humano se abre a esta acción salvífica.

 

      Precisamente por esta relación estrecha con la fe, los sacramentos son parte esencial de la acción evangelizadora. Sin ellos, el anuncio del misterio de Cristo quedaría sólo como teoría abstracta, y la acción pastoral carecería de fuerza vital. Así, pues, "la misión sacramental está implicada en la acción de evangelizar" (CEC 1122).

 

      La finalidad de la acción sacramental consiste en la santificación de la persona y de la comunión humana; para ello se necesita la instrucción en la fe, que tiene lugar en la celebración adecuada de los signos sacramentales. La acción santificadora de los sacramentos es precedida por el anuncio y por la celebración de la fe.

 

      En los signos sacramentales (y litúrgicos, en general) se expresa la actitud orante de la Iglesia, como respuesta a la palabra recibida. Precisamente esta oración manifiesta con autenticidad la fe de la Iglesia, porque ésta cree lo que ora. A veces, no se da el fortalecimiento de la fe a partir de los sacramentos. Entonces habrá que revisar las actitudes del ministro y de los participantes.

 

      La celebración sacramental forma a los evangelizadores para que anuncien aquella misma fe que celebran, puesto que el misterio pascual es para toda la humanidad. La misma comunidad eclesial, que celebra los sacramentos, se hace evangelizadora. Sin la nota de universalismo, se perdería el dinamismo interno de los sacramentos instituidos por Jesús. El "agua viva", ofrecida por Jesús y que brotó de su costado, es una invitación universalista (cfr. Jn 7,37-39; 19, 34). "La fe se fortalece donándola" (RMi 2).

 

      El anuncio evangélico perdería su punto de apoyo, si no partiera de la celebración sacramental en la comunidad evangelizada y evangelizadora. El anuncio parte de esta celebración y lleva a la misma. "El anuncio está animado por la fe" (RMi 45) y "tiende a la conversión cristiana, es decir a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe" (RMi 46). Se anuncia a Cristo, su persona y su mensaje, para invitar a un encuentro con él en los sacramentos (especialmente en el bautismo y en la eucaristía), y para transformar la vida según los contenidos evangélicos.

 

      La fe celebrada en los sacramentos da una orientación vital a los contenidos de la misma. El misterio de Cristo, celebrado en los signos sacramentales, es el mismo misterio escondido en Dios desde la eternidad, preparado y manifestado en el tiempo, presente en los signos eclesiales, comunicado a los corazones para hacerse vida propia y que un día será visión, encuentro y comunicación plena. Estos son los contenidos del dogma y de la moral cristiana.

 

      La fe vivida en la comunidad que celebra los sacramentos, es una llamada al compromiso de santificación, de comunión y de misión. La Iglesia, por los signos sacramentales (portadores de Cristo), es Iglesia misterio, que tiene el encargo o misión del Señor, de construir la comunión (reflejo de Dios Amor) en sí misma y en todos los pueblos. Por esto, en el tercer milenio, "deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «nos ha nacido el Salvador del mundo»" (TMA 38).

 

      Este anuncio misionero exige la comunión eclesial: "Una comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos" (UUS 99).

 

      El mensaje de la Navidad, de "gloria a Dios" y de "paz a los hombres, se actualiza continuamente por medio de los "pañales" o signos pobres de la Iglesia "sacramento": "os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,11-13).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Un camino de santidad:

 

      "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,1-2).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26).

 

      "Ofreced vuestros miembros ahora a la justicia para la santidad" (Rom 6,19).

 

      "Amad..., sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).

 

      "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).

 

      "Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).

 

      "Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gal 5,25).

 

      "Seréis santos, porque yo soy santo" (1Pe 1,16; Lev 11,44).

 

 

- La palabra de Dios en nuestra vida:

 

      "Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

      "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5).

 

      "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).

 

      "El existe con anterioridad a todo, y todo se fundamenta en él" (Col 1,17).

 

      "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí... el que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,6-9).

 

      "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

      "Mis palabras son espíritu y vida" (Jn 6,63).

 

      "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8,21).

 

 

- Fe sacramental comprometida:

 

      "Creed en el evangelio" (Mc 1,15).

 

      "Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,69),

 

      "La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).

 

      "El que crea en mí, no tendrá nunca sed" (Jn 6,35).

 

      "El que cree, tiene vida eterna" (Jn 6,47).

 

      "Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20,29).

 

      "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre" (Jn 1,12).

 

      "¿Tú crees en el Hijo del hombre? El respondió: ¿y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. El entonces dijo: Creo, Señor. Y se postró ante él (Jn 9,35-38).

 

      "Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo" (Jn 11,25-27).

 

      "El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,16).

 

      "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45).

 

                                  CONCLUSION:

                   Las huellas de Cristo en nuestro caminar

 

      Nuestro caminar histórico está jalonado de huellas de Cristo resucitado. Son como los pañales "pobres" de Belén o como el sudario y los lienzos humildes dejados en el sepulcro vacío. A veces son como el aliento de un amigo en nuestro camino de Emaús, cuando arde el corazón sin saber por qué (Lc 24,32).

 

      Cristo nos ha dejado su palabra viva, recién salida de su corazón, que ahora podemos encontrar en la escritura, predicada, celebrada y vivida en la comunidad eclesial. Pero esa misma palabra la ha dejado también injertada en nuestras realidades cotidianas, por medio de sus "sacramentos", que son signos portadores de su presencia activa y salvífica.

 

      Los signos sacramentales y eclesiales, que Cristo ha dejado en nuestro caminar, invitan a un encuentro de verdadera relación amistosa y transformante con él. Por la vivencia de este encuentro, le será posible al creyente dar una "respuesta a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de la comunidad salvífica" (VS 111).

 

      Los signos que Cristo nos ha dejado se entrecruzan con las etapas de nuestro crecimiento. Desde nuestro nacimiento hasta nuestro "paso" al más allá, Cristo se hace compañero, consorte y protagonista. Cada huella del presente es también un eco y una repetición de las huellas que ya encontramos en el pasado. Las gracias de Dios o dones del Espíritu, recibidas en los sacramentos, se pueden reestrenar, porque Cristo, en cada uno de sus signos, se nos da él tal como es.

 

      Cristo resucitado presente nos acompaña con su humanidad vivificante. Entrando en nuestros gestos y en nuestra realidad, sigue pronunciando su palabra, que hace renacer, que fortifica, alimenta, perdona, sana, transforma. Así continúa enviando su Espíritu a nuestros corazones, como brotando de su costado abierto (cfr. Jn 20,20-23).

 

      El evangelio sigue acontecimiento en nuestra vida. Jesús, todavía hoy, "pasa haciendo el bien" (Act 10,38). Los misterios de su vida se nos hace actuales y, en cierto modo, presentes. Los signos eficaces que nos ha dejado (sus sacramentos) siguen siendo suyos, como un regalo a su esposa la Iglesia y a cada uno de nosotros, como estímulo y ayuda para nuestra fe, como fuente de salvación y de vida eterna.

 

      Los sacramentos son "signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir... ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado" (EV 84).

 

      Son signos de un "paso" de Jesús, por los que llama a un encuentro aquí y ahora, para invitar a un encuentro definitivo. Porque mientras celebramos este encuentro sacramental, quedamos dinamizados hacia un encuentro sorprendente: "hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Los sacramentos son la garantía de que el Señor "vendrá" definitivamente (Act 1,11).

 

      Por las repetidas celebraciones sacramentales, las "huellas" vivas de Jesús, que ya hemos encontrado en nuestro caminar anterior, se nos hacen más cercanas y nuestras. Es la misma persona de Jesús que se nos comunica cada vez más. En cada encuentro sacramental, se renuevan y recuperan los anteriores encuentros. Pero él, al identificarse más con nosotros, parece como si borrara sus propias huellas, para sorprendernos con una presencia más honda y más allá de la sensibilidad humana.

 

      Los sacramentos son un camino y una escuela de fe: cuando Jesús parece más ausente, entonces está más presente en el corazón. Las huellas de su presencia se encuentran en nuestro dolor y en nuestra "queja" por su ausencia. Si le sentimos lejano, es que el amor quiere ya el encuentro definitivo. Esta búsqueda es ya un encuentro más auténtico.

 

      Por medio de los sacramentos, nos ensayamos para encontrar a Cristo en los signos más "pobres" de su presencia: los hermanos y los acontecimientos de todos los días. Ya podemos "comulgar" a Cristo en esos signos de nuestro Nazaret o de nuestro Calvario. Basta con decir "fiat". Cristo viene todas las veces que oye o intuye esta palabra, que hizo bajar el Verbo al seno de María. Como la Virgen y con ella, será posible recibir las palabras del Señor en nuestra vida, ya toda ella sacramental: "todo es gracia".

 

      Siempre es posible el encuentro con Cristo cuando el "camino" es él. En cada circunstancia de la vida, el Padre nos dice: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). "En El, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5; cfr. Apoc 1,8; 21,6).

 

                           ORIENTACION BIBLIOGRAFICA

 

 

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III- El ministerio apostólico al servicio del pueblo de Dios

Presentación

Jesús quiso prolongarse en su Iglesia por medio de servicios o ministerios (Mt 28,20). Todo creyente es llamado para ejercer un servicio a los hermanos, haciéndose de este modo complemento o instrumento vivo de Cristo (Col 1,24). Cada uno es otro Cristo según su propia vocación y misión. Las vocaciones y ministerios son, pues, signos de la presencia activa de Jesús resucitado en la Iglesia y en el mundo (ver el capítulo VIII).

Algunos seguidores de Cristo, los Apóstoles, fueron elegidos para ser expresión o signo personal de Cristo en cuanto Cabeza, Sacerdote y Buen Pastor (Lc 6,12-16; Mc 3,13-19; PO 1-3). Jesús quiso dejar, en medio de su Pueblo sacerdotal, este signo especial de su ser, de su obrar y de su vivencia, en la línea de servir en el último puesto, sin privilegios, ni ventajas humanas (Lc 22,28).

Los servicios que los Apóstoles (y sus sucesores e inmediatos colaboradores) prestan al Pueblo sacerdotal son una prolongación del obrar de Jesús, como enviados suyos que participan de su ser y de su misión de modo peculiar. Jesús les comunica (ahora por medio del sacramento del Orden) una gracia especial del Espíritu Santo (Jn 16, 14), para ser su gloria o transparencia (Jn 17,10), para garantizar el significado de su palabra (Lc 10,16; Jn 15,26-27), para prolongar su presencia (Mt 28,20), su sacrificio de Alianza nueva (Lc 22,19), su acción salvífico-sacramental (Jn 20,21; Mc 16,20) y su acción pastoral (Mt 28,19; Hch 1,8). Esta es la misión del ministerio apostólico de los doce Apóstoles y de sus sucesores e inmediatos colaboradores.

Esta elección y ministerio en su servicio o diaconía especial, que participa en la humillación (kenosis) de Cristo (Flp 2,5-8), para ser signo de cómo ama el Buen Pastor y para construir la Iglesia como comunión (Koinonía) con Cristo y con todos los hermanos (1 P 5,3; 1 Co 9,19; Mc 10,44).

La espiritualidad de esta vocación se concreta en el seguimiento, imitación y unión con el Buen Pastor (caridad pastoral), a ejemplo de la vida apostólica de los Doce, que se moldea en la fidelidad al Espíritu Santo como garante y agente de la consagración y de la misión recibida de Cristo (cf. Lc 4,18; Hch 1,4-8).

1- Elección, seguimiento y misión de los Apóstoles

La elección de los Apóstoles y de sus sucesores e inmediatos colaboradores fue y sigue siendo iniciativa de Cristo: «eligió a los que quiso» (Mc 3,13; cf. Jn 15,16). El Señor se acerca a la circunstancia en que vive cada uno para pronunciar el sígueme como declaración de amor (Jn 1,43; Mt 4,18-22; 9,9) 1.

1 Veremos un estudio sistemático sobre la vocación y la formación sacerdotal en el capítulo VIII, con su orientación bibliográfica. Ver: DEVYM, OSLAM, La formación sacerdotal, documentos, Bogotá, 1982; Pastoral de las vocaciones sacerdotales, Bogotá, 1978; AA. VV., Vocación común y vocaciones específicas, Madrid, Soc. Educación Atenas, 1984. Ver también: (Congregación para la Educación Católica), Directrices sobre la preparación de los formadores en los Seminarios, Lib. Edit. Vat. 1993. Documentos publicados en: La formación sacerdotal: Enchiridium, Madrid, Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades, 1999. Orientaciones básicas: M. MACIEL, La formación integral del sacerdote, Madrid, BAC, 1990.

El seguimiento apostólico equivale a compartir la vida con Cristo (Mc 3,14; cf. Jn 15,27), a modo de amistad profunda (Jn 15,9-15). Puesto que los Apóstoles iban a convertirse en signo del Buen Pastor, fueron llamados a imitar su modo de vivir, en pobreza, obediencia y castidad (Mt 8,21; 12,50; 19,12). La nota de desprendimiento radical está en relación estrecha con el seguimiento por amor (Mt 19,27), para correr la misma suerte de Cristo a modo de desposorio (Mc 10,38; Jn 11,16;21,18-19).

Jesús les quiso dar el nombre de apóstoles, enviados, para indicar su identidad misionera (Lc 6,13). Dar testimonio de Cristo suponía haber estado conviviendo con él (Jn 1,35-46; 1 Jn 1,1ss; Jn 15,26-27). De este modo participaban en la misma vida y misión de Cristo (Jn 17,18; 20,21) de predicar y sanar, anunciando la penitencia y el perdón (Mt 10,5-42; Mc 6,7-13; Lc 10,1-10). Esta misión se resume en una triple perspectiva: enseñar, bautizar (santificar) y guiar (Mt 28,19-20; Mc 16,15-20; Lc 24,45-49).

Según los textos que acabamos de citar, Jesús comunicó a los suyos esta realidad pastoral y sacerdotal de modo estable, a través de diversas etapas:

- elección,

- envío (antes y después de la resurrección),

- institución de la eucaristía (última cena)

- institución del sacramento del perdón (resurrección),

- comunicación del Espíritu Santo (Pentecostés).

El Concilio Vaticano II resume así estas etapas de la institución apostólica:

El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que él quiso, eligió a doce para que viviesen con él y para enviarlos a predicar el reino de Dios...; a estos Apóstoles los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro... Los envió primeramente a los hijos de Israel y después a todas las gentes... En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés... (LG19).

Conviene reconocer la estrecha relación que existe entre la eucaristía y la institución del sacramento del sacerdocio ministerial: «con las palabras haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1 Co 11,24), Cristo instituyó sacerdotes a sus Apóstoles» 2.

2 Sesión 22 del conc. de Trento, can. 2; D 949.

Efectivamente, la eucaristía es «la fuente y la culminación de toda la evangelización» (PO 5; cf. LG 11). De este modo, Cristo «dejó a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres» 3.

3 Sesión 22 del conc. de Trento, cap. I; D 938. Estudiaremos el tema de la eucaristía en el capítulo IV.

Es el misterio pascual, celebrado (y presencializado) en la eucaristía, que debe ser anunciado y vivido por toda la comunidad eclesial y para toda la comunidad humana.

Los Apóstoles, por encargo de Cristo, comunicaron esta realidad sacerdotal por medio de la imposición de las manos (sacramento del Orden):

El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12,4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. Así, pues, enviados los Apóstoles como él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fuesen cooperadores del Orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo (PO 2; cf. LG 28).

La misión sacerdotal, como participación en la función pastoral de Cristo, resultaría incompleta si se separa de la vocación y del seguimiento; se correría el riesgo de profesionalismo privilegiado sin exigencias evangélicas. Cristo confiere la misión sacerdotal a los que él ha llamado para compartir su misma vida de Buen Pastor. La caridad pastoral, como seguimiento e imitación de Cristo, es, la línea básica de la espiritualidad sacerdotal. Sin esta línea evangélica, el sacerdote, como persona no podría encontrar su propia identidad.

2- Los servidores del Pueblo sacerdotal:

sacerdotes ministros

Todo cristiano es servidor de los demás hermanos que forman la comunidad eclesial. Vocaciones y carismas se concretan en servicios y ministerios. En las comunidades fundadas por los Apóstoles había unos ministros (servidores) que ejercían cierta dirección o responsabilidad, siempre en dependencia de ellos: obispos (Act 20,28; 1 Tm 3,2), presbíteros (Hch 11,30; 15,2ss; 1 Tm 5,17), guías, presidentes, liturgos, diáconos (Hb 13,7ss; 1 Ts 5,12; Ef 4,11; 1 Co 1,2; Rm 15,6; 1 Tm 3,12; Flp 1,1) etc. Esta terminología, algo fluctuante, se estabilizó con significado preciso en el siglo II.

La diversidad de carismas y servicios de cada comunidad encontrará en estos ministros, establecidos por los Apóstoles, un principio de unidad, armonía y comunión eclesial. La autoridad apostólica les consideró colaboradores inmediatos. El rito de la imposición de manos, como transmisor de una gracia permanente del Espíritu Santo, era lo que después se llamaría el sacramento del Orden (cf. Hch 6,1-6; 13,1-3; 14,23; 1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6; Tt 1,5). Después de la muerte de los Apóstoles, encontramos en todas las Iglesias locales obispos, presbíteros y diáconos, que forman el Presbiterio en comunión estrecha con el obispo (cf. san Ignacio de Antioquia). Se trata, pues, de ministros que continuaban, cada uno según su grado, los ministerios apostólicos 4.

4 Sobre el sacramento del Orden: J. LECUYER, Le sacrement de l'ordination, recherche historique et théologique, París, Beauchesne, 1981; M. NICOLAU, Ministros de Cristo, sacerdocio y sacramento del Orden, Madrid, BAC, 1971; L. OTT, Le sacrement de l'Ordre, París, Cerf. 1971; Idem, El sacramento del Orden, en Historia de los dogmas, IV, 5, Madrid, BAC Major, 1976. Sobre la espiritualidad del rito de la ordenación; J. ESQUERDA, Espiritualidad sacerdotal según el nuevo rito de la ordenación, en «Teología del Sacerdocio» 4 (1972) 329-363; G. FERRARO, Ravviva il dono, catechesi liturgica sul sacerdocio ministeriale, Milano, Paoline, 1986.

Estos ministros no se llaman sacerdotes hasta el siglo III (con Tertuliano, san Cipriano, san Hipólito, etc.). Pero, a la luz de Cristo Sacerdote, los ritos y gestos ministeriales tuvieron siempre una terminología sacrificial y cultual. Son «ministros de la nueva Alianza» (2 Co 3,6) que tiene siempre carácter de sacrificio. Son servidores de Cristo Mediador (1 Tm 2,5), Sumo Sacerdote y Víctima (Hb 9,11-15). Son, pues, ministros o servidores del Pueblo sacerdotal (1 P 2,4-10; Ap 1,5-6; 5,9-10; 20,6).

El hecho de ejercer la presidencia en la celebración del sacrificio eucarístico en nombre del Cristo Sacerdote, será determinante para generalizar el título de sacerdote ministro. No obstante, habrá que recordar siempre que es un servicio polifacético, que incluye armónicamente el anuncio de la Palabra, al servicio de los sacramentos y la construcción de la comunidad en la comunión. Los sacerdotes ministros son testigos cualificados de la muerte y resurrección de Cristo con su propia vida y con la misión del anuncio, de la celebración y de la comunicación del misterio pascual.

Los Apóstoles recibieron esta realidad sacerdotal directamente del mismo Jesús, de su humanidad vivificante como sacramento fontal. Ahora los sacerdotes ministros (sacerdocio miniterial, por medio del sacramento del Orden, reciben esta realidad sacerdotal, que les hace participar en el ser, en el obrar y en la vivencia de Cristo Sacerdote y Buen Pastor. Por el sacramento del Orden se confiere la consagración sacerdotal (carácter y gracia) a los llamados por la Iglesia (por medio del obispo), para ejercer los ministerios apostólicos en el grado de obispo, presbítero o diácono.

Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, que por la sagrada ordenación, que se realiza por la Palabra y los signos externos, se confiere la gracia, nadie puede dudar que el Orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Santa Iglesia. Dice en efecto el Apóstol: «Te amonesto a que hagas revivir la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (D 959) 5.

5 Sesión 23 del conc. de Trento, cap. III; D 959.

Esta realidad sacerdotal, participada de Cristo, tiene tres aspectos principales:

- elección divina o vocación del Señor, manifestada por medio de la Iglesia,

- consagración o participación en el ser y en el obrar de Cristo, por medio del sacramento del Orden,

- misión o envío por parte de Cristo y mediante la Iglesia.

La elección o vocación al sacerdocio ministerial continúa siendo don e iniciativa del Señor. Es una gracia o carisma. La elección de todos en Cristo (cf. Ef 1,3ss) se concreta en el sacerdote ministro como signo de Cristo en cuanto Sacerdote, Cabeza y Buen Pastor para obrar en su nombre. Esta vo cación llega al elegido por medio de mediaciones eclesiales: familia, educadores, testimonios, doctrina, comunidad en general, jerarquía...

Sin embargo, esta voz del Señor que llama no ha de confiarse en modo alguno que llegue de forma extraordinaria a los oídos del futuro presbítero. Más bien ha de ser entendida y distinguida por los signos que cotidianamente dan a conocer a los cristianos prudentes la voluntad de Dios; signos que los presbíteros han de considerar con atención (PO 11; cf. OT 2).

La Iglesia, por medio del obispo y de sus colaboradores, garantizará la existencia de la vocación sacerdotal durante el período de formación y especialmente en el momento de recibir el sacramento del Orden (ver el capítulo VIII).

La consagración sacerdotal es participación en la unción de Cristo (Lc 4,18; Jn 10,36). La humanidad de Cristo es ungida en la encarnación por obra del Espíritu Santo, es decir, es unida hipostáticamente (o en unión de persona) al Verbo. El sacerdote ministro participa de esta unción o consagración por medio del carácter y de la gracia que confiere el sacramento del Orden.

Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia (PDV 70).

El carácter sacramental del Orden es una señal o cualidad indeleble (inamisible), que configura al sacerdote ordenado con Cristo Sacerdote para poder obrar en su nombre.

El sacerdocio (ministerial)... se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza (PO 2).

Todo cristiano ha recibido el carácter del bautismo (y de la confirmación), que configura a Cristo Sacerdote (ver el capítulo 2º, n. 3). El carácter del sacramento del Orden confiere una configuración para obrar en nombre de Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor (cf. PO 2,6,12; LG 28) 6.

6 Sesión 23 del conc. de Trento, cap. 4 y can. 4; D 960, 964.

Es una participación en el poder y misión sacerdotal y pastoral del Señor, que destina al servicio de Cristo presente en la eucaristía, en su Iglesia y en el mundo (santo Tomás, III, q. 63, a. 16).

La permanencia de esta realidad, que marca una huella para toda la vida (doctrina de fe, conocida en la tradición de la Iglesia con el nombre de carácter sacerdotal), demuestra que Cristo asoció a sí irrevocablemente la Iglesia para la salvación del mundo y que la misma Iglesia está consagrada definitivamente a Cristo para cumplimiento de su obra. El ministro, cuya vida lleva consigo el sello del don recibido por el sacramento del Orden, recuerda a la Iglesia que el don de Dios es definitivo. En medio de la comunidad cristiana que vive en el Espíritu, y no obstante sus deficiencias, es prenda de la presencia salvífica de Cristo (Sínodo Episcopal de 1971) 7.

7 Documento del Sínodo Episcopal de 1971: El sacerdocio ministerial parte 1ª n. 5. Sobre el carácter y la gracia sacramental, además de los estudios sobre el sacramento del Orden citados en la nota 4, ver: J. COPPENS, Le caractère des ministères selon les écrits du Nouveau Testament, «Teología del Sacerdocio» 4 (1972) 11-39; J. ESPEJA, Estructuras del sacerdocio según los caracteres sacramentales, en El sacerdocio de Cristo, Madrid, 1969, 273-294; J. ESQUERDA, Síntesis histórica de la teología sobre el carácter, líneas evolutivas e incidencias en la espiritualidad sacerdotal, en «Teología del Sacerdocio» 6 (1974) 211-226; J. L. LARRABE, Sentido salvífico y eclesial del carácter sacerdotal, «Estudios Eclesiásticos» 46 (1971) 5-33. Ver en la orientación bibliográfica de este capítulo los estudios sobre el sacerdocio ministerial.

La gracia especial recibida en el sacramento del Orden (distinta del carácter) ayuda a ejercer santamente la función y misión sacerdotal. De este modo nos hacemos «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote» (PO 12) en sintonía con su caridad de Buen Pastor. Es, pues, una gracia que delinea la fisonomía de sacerdote, para ayudarle a ser signo claro o expresión de Cristo. Tiene relación estrecha con el carácter, formando una cierta unidad, que hay que reavivar constantemente (2 Tm 1,6). Es un «vigor especial» (santo Tomás) 8.

8 De Viritate, q. 27, a. 5, ad. 2.

- un matiz de caridad pastoral a todas las virtudes sacerdotales,

- sintonía vivencial con los actos sacerdotales que se ejercen,

- unión con Cristo en cuanto Sacerdote y Víctima,

- ser instrumento consciente y voluntario (responsable) de Cristo en todos los momentos de la vida y del ministerio,

- santidad para ser «dispensador de los misterios de Dios» (1 Co 4,1).

Participar fiel y responsablemente en la misión de Cristo es una consecuencia de la vocación y de la consagración sacerdotal. La misión, que enraíza en la realidad sacerdotal, necesita explicitarse por el encargo de la Iglesia. Es, pues, la misión de Cristo confiada a los Apóstoles (Jn 17,18; 20,21), prolongada ahora en la Iglesia y recibida por medio de ella, según diversos grados y modos de participación. Es misión ejercida en la comunión eclesial.

Toda la misión de la Iglesia es profética, cultual y real, es decir, se ejerce por el anuncio de la Palabra, por la celebración litúrgica (especialmente eucarística y sacramental) y por los servicios de caridad y de dirección de la comunidad. El sacerdote ejerce esta misión en nombre de Cristo Cabeza y Buen Pastor, en comunión con la Iglesia y en un equilibrio armónico e integral de anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual de Cristo (PO 4-6; cf. capítulo 4º) 9.

9 Sobre el sacerdocio ministerial y la mujer, las orientaciones del magisterio actual siguen la tradición apostólica. Ver: Declaración Inter Insigniores (15 de octubre de 1976), de la Congregación para la Doctrina de la Fe; Carta Apostólica Mulieris Dignitatem (15 de agosto de 1988) de Juan Pablo II, n. 26; Exhor. Apos. Christifidelis Laici (30 de diciembre, 1988, n. 49); Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis (Juan Pablo II, 22 mayo 1994) n. 4. Ver estudios de la orientación bibliográfica.

3- Líneas de fuerza del seguimiento

evangélico de los Apóstoles

El seguimiento evangélico de los Apóstoles se ha venido llamando vida apostólica a modo de vivir de los Apóstoles (apostólica vivendi forma). Jesús dio poder de prolongar su Palabra, su sacrificio y su acción salvífico- pastoral a algunos de sus discípulos que habían dejado todo para seguirle. El servicio sacerdotal de los Apóstoles va estrechamente unido al seguimiento evangélico. La pauta de toda vida apostólica la resume san Pedro: «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27).

La vida apostólica es encuentro con Cristo, relación personal con él, opción fundamental por él, seguimiento e imitación, en vistas a la misión de prolongarle en el tiempo y en el espacio. Los textos básicos donde aparecen las líneas de fuerza de este seguimiento apostólico son las siguientes:

- La llamada para un seguimiento incondicional: Mt 4,18-22; Mc 3,13-19.

 

- El envío con las características de la vida misionera de Cristo: Mt 10,1-42 (4,23-25); Lc 9, 1-6; 10,1-12; Mc 6,7-13.

- La figura del Buen Pastor: Jn 10,2-1-21 (Lc 15,1-7).

- La última cena (eucaristía) y la oración sacerdotal: Jn 13-17 (Lc 22,1-39).

- La vida desprendida del Señor: Mt 8,21 (pobreza); Jn 10,18 (obediencia del Buen Pastor); Mt 18,12 (castidad por el Reino).

- El modo servicial de dirigir la comunidad: 1 P 5,1-5.

- El resumen de la vida apostólica de Pablo: Hch 20,17-38.

Estas líneas aparecen en san Pablo a través de sus escritos y en los Hechos de los Apóstoles:

- llamado por iniciativa divina: Ga 1,5 (Hch 9, 1-19),

- unión con Cristo: Ga 2,19-20; Flp 1,21; 2 Tm 1,12,

- ministerio de Cristo y de su Iglesia: 1 Co 4,1; 2 Co 5,20; Col 1,25ss,

- dispensador de los misterios de Dios y reconciliador de los hombres con Dios: 2 Co 5,18,

- instrumento de gracia: 2 Co 3,8,

- ministro de la eucaristía: 1 Co 11,23-34,

- custodio de la autenticidad de la Palabra: 1 Tm 6,20,

- servidor de la comunidad eclesial con humildad y pobreza: Hch 20,17-38; Flp 2,1-11,

- caridad evangelizadora y celo apostólico sin fronteras: 2 Co 5,14; 11,28 10.

10 Sobre la espiritualidad sacerdotal en San Pablo, ver la nota 3 del capítulo II.

El seguimiento evangélico y radical de Cristo es, principalmente en los Apóstoles, amistad profunda (Jn 13,1; 15,9-17.27). Sólo a partir de este amor pueden comprenderse las exigencias del seguimiento (Mt 8,18-22). Se trata de correr con la misma suerte de Cristo o de beber su copa de alianza (Mc 10,38; cf. Lc 22,19-20; Jn 18,11). En los momentos de dificultad es el amor el que puede salvar airosamente la situación (Jn 6,67-68; 16,20-22).

El seguimiento en relación a la misión apostólica tiene estas características:

- Caridad como la del Buen Pastor: donación, virtudes pastorales, servicio, cercanía...

- Misión totalizante y universal: bajo la acción del Espíritu Santo, para evangelizar a los hombres y a todos los pueblos.

- Fraternidad apostólica al servicio de la comunidad eclesial: unidad apostólica especialmente en el Presbiterio, para construir la comunión de la Iglesia local.

La vida apostólica o vida evangélica de los Apóstoles es sintonía vivencial y comprometida con la caridad y la misión del Buen Pastor, en su amor al Padre (Hb 10,5-7; Jn 4,34; 10,18; 17,4; Lc 23,46), en su amor a los hombres (Mt 11,28-30; 14,14; 15,32; Jn 10,14ss), hasta dar la vida en sacrificio por todos (Jn 10,11ss; Mt 20,28) (ver el capítulo II, n. 1). Es la caridad pastoral que enraíza en la consagración y orienta hacia la misión, para un servicio humilde y pobre de ser pan comido dándose a sí mismo a los demás (ver capítulo V).

De esta caridad fluye la misión totalizante y universal como participación y prolongación de la misma misión de Cristo (cf. Jn 17,18; 20,21), que se orienta hacia todos los pueblos porque no tiene fronteras históricas, geográficas, culturales y sectoriales (cf. Hch 1,8; Mt 28,18-20; MC 16,15-16; ver el capítulo IV).

La fraternidad apostólica es una consecuencia de ser prolongación de Cristo. La unidad o comunión de Cristo con el Padre y el Espíritu Santo se expresa en su propia unidad de vida, en armonía con los planes salvíficos de Dios Amor: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9; 12,45-46). Esa misma unidad de comunión se refleja en la comunidad eclesial, especialmente en los apóstoles: «que todos sean uno, como tú, Padre, están en mí y yo en ti,...y el mundo crea que tú me has enviado... y amaste a ellos como me amaste a mí» (Jn 17,21-23). En la Iglesia local, la comunión o unidad fraterna en el Presbiterio es portadora y signo eficaz de esta unidad eclesial (ver el capítulo VII).

En el camino histórico de la Iglesia, la vida evangélica de los Apóstoles (vida apostólica encuentra su fuerza en la celebración eucarística del misterio pascual (SC 7,10,47). El ministerio de hacer presente el sacrificio redentor de Cristo, muerto y resucitado, comporta no sólo el anuncio y la vivencia del mismo, sino también el construir el Presbiterio y la comunidad eclesial en la comunión o unidad de «un solo cuerpo» (Rm 12,5). A partir de la celebración eucarística (como anuncio, celebración y comunicación), la acción apostólica tiende a construir la humanidad entera como comunión, que es reflejo de la comunión en Dios Amor, uno y trino, será la realidad de comuni ón eclesial en el grupo apostólico y en la comunidad de los creyentes.

Estas líneas de fuerza del seguimiento evangélico de los Apóstoles se irán concretando, en cada época histórica, aportando el fundamento de la fisonomía espiritual del sacerdote. La aplicación acertada dependerá de la fidelidad a las nuevas gracias del Espíritu Santo en las circunstancias sociológicas, culturales e históricas. El sacerdote debe ser «olor de Cristo» (2 Co 2,15) o «transparencia» suyo (Jn 17,10) en la circunstancias de lugar y tiempo para el hombre concreto. 11.

11 Sobre la caridad pastoral y las virtudes del Buen Pastor, ver el capítulo 5º. Sobre la vida apostólica, ver el capítulo VII. C. GIAQUINTA, El presbítero «forma del rebaño» en la comunidad cristiana de América Latina, Medellín 10 (1984) 311-325; Cfr. PDV 15-16, 42, 60 (Vida sacerdotal en relación con los Apóstoles).

4- Fidelidad a la misión del Espíritu Santo

Todo bautizado (y confirmado) ha recibido el sello o marca (carácter) y prenda permanente del Espíritu Santo (Ef 1,13-14). Por medio del sacramento del Orden, el sacerdote ministro ha recibido un nuevo sello o nueva gracia permanente del mismo Espíritu (1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6-7), que le hace partícipe de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor (Lc 4,18; Jn 10,36). La vida y el ministerio sacerdotal será un continuo reavivar este don del Espíritu Santo con una actitud de discernimiento y de fidelidad. La vida espiritual es una «vida según el Espíritu» (Rm 8,4-9).

Jesús Sacerdote y Buen Pastor, fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-25; Lc 1,35), guiado por el Espíritu para adentrarse en el desierto (Lc 4,1) y para evangelizar a los pobres (Lc 4,14.18). El mismo Jesús se presentó como «ungido y enviado por el Espíritu» (Lc 4,18; cf Is 61,2ss y 11,1ss). El Espíritu de amor reposa siempre sobre Jesús (Jn 1,33) para guiarlo a la donación total de su vida por la redención del mundo (Hb 9,14).

 

La acción del Espíritu Santo en toda la historia de salvación concreta de modo especial en la vida y ministerio de Jesús: «Aquel a quien Dios ha enviado, habla palabras de Dios, pues Dios nos dio el Espíritu con medida» (Jn 3,34). El Espíritu en la Sagrada Escritura es misión (salah), mensaje o palabra (dabar) y fuerza espiritual (ruah).

El sacerdote ministro prolonga a Cristo que predica bajo la acción del Espíritu (Lc 4,14; Jn 3,34), anuncia el bautismo «en el Espíritu Santo» (Jn 1,33), se inmola en el amor del Espíritu (Hb 9,14) y comunica una vida nueva o nuevo nacimiento en el mismo Espíritu (Jn 3,5). La identidad sacerdotal de Cristo y de todos sus apóstoles se manifiesta en el «gozo» del Espíritu por secundar los designios salvíficos del Padre (Lc 10,21).

Jesús prometió el Espíritu Santo para todo creyente (Jn 7,37-39). En la promesa hecha a los Apóstoles, durante la última cena y el día de la Ascensión, el Señor habla de:

- presencia: Jn 14,15-17; 16,7,

- iluminación: Jn 16,13,

- acción santificadora: Jn 16,14; Hch 1,5,

- acción evangelizadora: Jn 15,26-27; Hch 1,8.

La acción del Espíritu Santo transforma a los apóstoles en gloria o signo de Cristo Sacerdote (Jn 16,14; 17,10). La misión que Cristo les confía lleva la fuerza del Espíritu (Jn 20,21). Reunidos en el cenáculo con María (Hch 1,14), los Apóstoles y la primera comunidad de discípulos el día de Pentecostés fueron «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). A partir de este momento, la comunidad eclesial recibirá con frecuencia nuevas gracias del Espíritu para «anunciar con audacia la Palabra de Dios» (Hch 4,31). Los momentos de cenáculo con María serán continuamente momentos de renovación y fecundidad apostólica (AG 4; EN 82; RH 22; DEV 25,66; RM 24).

La fidelidad al Espíritu Santo se concreta para el sacerdote ministro y para todo apóstol en:

- custodiar el depósito de la fe: 2 Tm 1,14,

- confianza audaz en su acción santificadora y evangelizadora: Rom 15,13-19,

- reavivar constantemente la gracia recibida en la ordenación: 2 Tm 1,6,

- vivir en relación con su presencia y en sintonía con su acción, como Pablo «prisionero del Espíritu»: Hch 20,22.

El Concilio Vaticano II describe la vida del apóstol en unión continua con el Espíritu Santo, puesto que es él quien «sin cesar acompaña la acción apostólica» (AG 4). El sacerdote ministro concretamente:

- edifica la Iglesia como templo del Espíritu, puesto que ha sido ungido por él para esta finalidad (PO 1),

- está atento a sus luces y mociones para evangelizar a los pobres, discernir y suscitar carismas y vocaciones, colaborar en la evangelización universal (PO 6,9,10),

- es dócil a su acción para santificarse en el ejercicio del buen ministerio (PO 12-13),

- se deja conducir por él para imitar y seguir el Buen Pastor en su vida de pobreza y caridad pastoral (PO 17) 12.

12 CL. DILLENSCHNEIDER, El Espíritu Santo y el sacerdote, Salamanca, Sígueme, 1965; J. ESQUERDA, Te hemos seguido, espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1986, cap. 5º (Prisionero del Espíritu); H. A. LOPERA, El poder del Espíritu Santo en el sacerdote, Bogotá, 1975. Algunos aspectos del sacerdocio ministerial en relación al Espíritu Santo: AA. VV., La pneumatología en los Padres de la Iglesia, en «Teología del sacerdocio» 17 (1983).

El discernimiento de la acción del Espíritu por parte del Sacerdote, supone un corazón contemplativo y una vida pobre (PO 17-18). Su propia fidelidad a la voluntad salvífica de Dios será la mejor regla de discernimiento:

Consciente de su propia flaqueza, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, indagando cuál sea el beneplácito de Dios y, cómo atado por el Espíritu, se guía en todo por la voluntad de aquel que quiere que todos los hombres se salven; voluntad que pueden descubrir y cumplir en todas las circunstancias cotidianas de la vida, sirviendo a todos los que le han sido encomendados por Dios en el cargo que se le ha confiado y en los múltiples acontecimientos de su vida (PO 15).

Las reglas del discernimiento personal y comunitario se aprenden en sintonía con el actuar de Cristo bajo la acción del Espíritu:

- hacia el desierto: oración, sacrificio, silencio contemplativo... (Lc 4,1),

- para evangelizar a los pobres: caridad, servicio, humildad, vida ordinaria de «Nazaret»... (Lc 4,14-19),

- viviendo en gozo pascual de Cristo resucitado: esperanza, transformar el sufrimiento en amor... (Lc 20,21; Jn 16,7.22).

El discernimiento y la fidelidad sacerdotal a la misión del Espíritu encuentran una aplicación especial en el campo de la dirección espiritual y consejo pastoral de personas y comunidades. El ministerio sacerdotal (ver el capítulo IV) abraza también el camino de la oración y de la perfección. La acción profética, santificadora y hodogética (orientadora) del sacerdote ministro, debe llegar también a estos campos de santidad y perfección cristiana. Es ahí donde tendrá lugar de modo especial el discernimiento personal y comunitario 13.

13 Sobre los carismas del Espíritu Santo, el discernimiento y la fidelidad a su acción: AA. VV., Vivir en el Espíritu, Madrid, CETE, 1980; Y. M. J. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder, 1983; F. X. DURWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, Sígueme, 1986; J. ESQUERDA, Prisionero del Espíritu, Salamanca, Sígueme, 1985; IDEM, Agua viva, discernimiento y fidelidad al Espíritu Santo, Barcelona, Balmes, 1985; A. FERMET, El Espíritu Santo en nuestra vida, Santander, Sal Terrae, 1985; H. MUHLEN, Catequesis para la renovación carismática, Salamanca, Secretario Trinitario, 1979; A. ROYO, El gran desconocido, Madrid, BAC, 1973; E. SCHWEISER, El Espíritu Santo, Salamanca, Sígueme, 1985; A. URIBE, Pastoral renovada, Rionegro, 1981.

El sacerdote ayuda a los fieles a discernir y seguir las luces del Espíritu Santo cuando anuncia y escucha (o medita) la palabra, cuando se celebra el misterio pascual de Cristo en la liturgia y cuando se insta a vivir profundamente la vida cristiana de caridad y de apostolado. Hay que educar a los fieles

para que alcancen la madurez cristiana; para promoverla, los presbíteros les ayudarán, a fin de que en los acontecimientos mismos, grandes o pequeños, puedan ver claramente qué exige la realidad y cuál es la voluntad de Dios (PO 6).

Para conocer los signos de los tiempos, el sacerdote necesita escuchar de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana (PO 9).

La fidelidad y el discernimiento del Espíritu, en la vida y en el ministerio del sacerdote, tendrá lugar de modo especial en la respuesta a la propia vocación, en el proceso de la vida espiritual y de la oración, en la acción apostólica y en la convivencia comunitaria. Los signos de la voluntad de Dios, manifestados en los acontecimientos, se descubren «con la ayuda del Espíritu Santo y se valoran a la luz de la Palabra divina» (GS 44).

Guía Pastoral

Reflexión bíblica

- Elección como iniciativa de Cristo y declaración de amor: Mc 3,13; Mt 4,18-22; 9,9; Jn 1,43; 15,16.

- Seguimiento de Cristo para compartir su vida: Mc 3,14; 10,38; Jn 15,9-15; Mt 19,27.

- Misión de anuncio y testimonio: Mt 10,5-42; Mc 6,7-13; Lc 9,1-6; 10,1-10.

- Anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual: Lc 22,19-20; 1 Co 11,23-26.

- Servidores del Pueblo sacerdotal: 1 P 2,4-10; 5,1-5; Ap 1,5-6; 5,9-10.

- Seguir a Cristo como los Apóstoles (vida apostólica): Mt 4,19-22; 19,27; Mt 8,21; 19,12; Jn 10,18.

- La fidelidad a la presencia, luz y acción del Espíritu Santo: Jn 14,15-17; 15,26-27; 16,7.13; Hch 1,5-8; 20,22; Rm 15,13-19; 2 Tm 1,6.

Estudio personal y revisión de vida en grupo

- El servicio armónico y responsable del anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual (PO 4-6; SC 7,10,47; PDV 16).

- El carácter sacerdotal del sacramento del Orden como signo permanente del amor de Cristo a su Iglesia (1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6; PO 2).

- Obrar en nombre de Cristo Cabeza y Buen Pastor (PO 2, 6,12; LG 28; PDV 13).

- Las líneas de la vida apostólica: caridad de Buen Pastor (PO 15-17), disponibilidad misionera (PO 10), fraternidad (PO 7-9). Ver también: PDV 23-24, 16-18, 17 y 74.

- Discernimiento y fidelidad al Espíritu Santo en la vida y en el ministerio sacerdotal (Lc 4,1-19; 10,21; PO 1,6,9,10,12,13,17; PDV 27 y 33. Puebla 198-219).

- Servidor de la comunidad eclesial: «Los ministerios ordenados, antes que para las personas que los reciben, son una gracia para la Iglesia entera» (Juan Pablo II, Christifideles Laici 22).

Orientación Bibliográfica

Ver algunos temas en las notas de este capítulo: sacramento del Orden (nota 4) carácter sacramental (nota 7), Espíritu Santo (notas 12 y 13). Sobre el sacerdocio común de los fieles, ver el capítulo II. Ver otras publicaciones en la orientación bibliográfica general del final de nuestro texto.

AA. VV. El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid, Cristiandad, 1975.

____, Sacerdocio y celibato, Madrid, BAC, 1971.

____, Il prete per gli uomini d'oggi, Roma, Ave, 1975.

BALDUCCI, E. Siervos inútiles, Salamanca, Sígueme, 1972.

CAPRIOLI, M. Il sacerdozio, teologia e spiritualità, Roma, Teresianum, 1992.

COLSON, J. Sacerdotes y pueblo sacerdotal, Bilbao, Mensajero, 1970.

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I- ESPIRITUALIDAD E IDENTIDAD SACERDOTAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Presentación

La espiritualidad es un camino y una «vida según el Espíritu» (Rm 8,4.9). Cristo vivió y actuó siempre «movido por el Espíritu» (Lc 4,1.14); por esto se presentó a Nazaret como «consagrado» y «enviado» por el Espíritu para «evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Pablo, ante los presbíteros de Efeso reunidos en Mileto, se llamó «prisionero del Espíritu» (Hch 20,22).

Cada creyente es o debe ser un signo transparente y portador de Cristo. El Señor quiso que sus «Apóstoles» fueran «bautizados» y renovados en el Espíritu para ser sus «testigos hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Cristo vive hoy resucitado entre nosotros: «estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).

El sacerdote ministro es «signo sacramental de Cristo» (PDV 16), Buen Pastor, porque participa de modo especial en su ser, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias. Esta realidad está encumbrada en una geografía y en una historia, aquí y ahora, también en una Iglesia entre dos milenios que comparte los gozos y las esperanzas de un mundo que cambia.

¿Cómo debe ser el apóstol de Cristo en nuestra época? ¿qué significado tiene la espiritualidad para el sacerdote ministro?

1. Tiempo de gracia en un mundo que cambia

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios indica que Cristo vive nuestras circunstancias históricas: «habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Es decir, ha establecido su tienda de caminante en medio nuestro para compartir nuestra vida. Todo creyente y especialmente el sacerdote ministro (ordenado), orienta su vida en sintonía con las vivencias de Cristo en cada período histórico y en toda situación humana. Porque «el Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS 22).

Nuestra sociedad humana entre dos milenios sufre cambios rápidos y profundos, que parecen forjar una nueva etapa histórica más técnica y pluralista. El hombre de hoy se siente impulsado hacia un progreso y unas conquistas que parecen ilimitadas: «El Espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar» (GS 5). Nace un profundo sentido de autonomía de las realidades terrenas.

Los cambios profundos sociológicos, psicológicos, morales y religiosos, parecen delinear una persona y una comunidad humana con rasgos y características en las que habrá que reinsertar el evangelio:

- Dominio sobre la naturaleza y progreso ilimitado en los campos de la manipulación de la materia, energía, genética, espacio, microcosmos...

- Elaboración, intercambio y comunicación de datos y noticias: medios de comunicación social (mass media), informática, telemática, ideologías que tienden a monopolizar la humanidad...

- Movilidad humana masiva y permanente: migraciones debidas al trabajo, guerra racismo, grandes ciudades, turismo, encuentros, calamidades naturales, presiones ideológicas, pobreza, centros de riqueza...

- Nace un concepto nuevo de unidad y responsabilidad universal dentro de la valoración y autonomía de las culturas y pueblos: los adelantos, los conflictos, los problemas y la paz son patrimonio de toda la familia humana; se reconoce que hay derechos fundamentales comunes a todos los hombres y a todos los pueblos (cf. GS 4-10).

Es necesario destacar la inversión de valores que pueden producirse cuando estos cambios y logros carecen de enfoque verdaderamente humano y cristiano: «el materialismo individualista... el consumismo... el deterioro de los valores familiares básicos... de la honradez pública y privada» (Puebla 54-58) 1.

1 La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (Sobre la Iglesia y el mundo moderno) resume los fenómenos sociológicos actuales: Proemio y exposición preliminar (GS 1-10). Puebla resume la situación en América Latina; ver especialmente la primera parte (Visión pastoral de la realidad latinoamericana). Ver también Medellín en la introducción y la primera parte (Promoción humana): "América Latina está evidentemente bajo el signo de la transformación y el desarrollo. Transformación que, además de producirse con una rapidez extraordinaria, llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el religioso. Esto indica que estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente" (Introducción, n. 4). Ver también Pastores dabo vobis, cap. I ("tomado de entre los hombres"); Vita consecrata 63,96-99; Santo Domingo, 2ª parte. Los documentos sinodales y postsinodales sobre cada Continente, ofrecen también datos abundantes; ver: Ecclesia in America, cap. II y VI.

Este hombre técnico y universalista siente más que nunca la necesidad de vivencia, experiencia y trascendencia. «A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, no obstante, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior» (GS 10). Es, pues, un hombre que pregunta sobre:

- El sentido de la vida, la dignidad de la persona (trabajo, cultura, convivencia), de la historia humana...

- El sentido del dolor, de las injusticias, de la pobreza, del mal, de la muerte...

- El sentido del progreso y de los adelantos, comunicación de bienes con toda la humanidad...

- El sentido de la trascendencia del más allá como base del misterio del hombre...

- El sentido del pensamiento humano que ha fraguado innumerables ideologías (muchas de ellas válidas, pero todas variables y pasajeras) sobre el misterio del hombre...

- El sentido de las normas morales (ética) para la conducta personal, familiar, social, política, económica, internacional...

Este hombre que quiere ver, pesar, medir, experimentar, no deja de pedir espiritualidad:

Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino (GS 14).

Mientras se pregunta por el silencio y ausencia de Dios, el hombre no deja de sentir sed de él, como si intuyera que sin Dios la vida sería un absurdo. Este hombre no deja de ser redimido por Cristo.

El espíritu del cristianismo sólo puede ser presentado por apóstoles auténticos que lo hayan experimentado en sus propias vidas como encuentro con Cristo. La sociedad moderna necesita ver signos claros del evangelio.

Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quienes ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (EN 76; cf. GS 7).

Estas realidades humanas deben ser analizadas objetivamente y a la luz del evangelio. El análisis cristiano de la realidad y de la historia se realiza a la luz del misterio pascual de Cristo (cf. GS 22, 32,28-39, 45). Este análisis señala unas pistas para descubrir en los acontecimientos un hecho o un tiempo de gracia (kairos), que transforma la vida humana en compromiso de donación a Dios y a los hermanos. Sólo es irreversible lo que nazca del amor. Todo lo que no nazca de la caridad es caduco, aunque produzca unos éxitos inmediatos.

Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto... El verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la civilización del amor de la que hablaba el Papa Pablo VI (SRS 33).

Este análisis cristiano de la realidad equivale a discernir los signos de los tiempos (cf. Mt 16,2-4). Los acontecimientos recobran su orientación a la luz de la hora de Jesús, es decir, de su muerte y resurrección (cf. Jn 13). La realidad aparece entonces en toda su hondura, como reclamando al hombre un compromiso de donación para liberarle integralmente haciéndole pasar a la actitud evangélica del amor universal. «La Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo, lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia» (SRS 1; cf. 4,11,44; DH 15) 2.

2 La frase "signos de los tiempos" (Mt 16,4) o equivalente, se encuentra frecuentemente en los documentos del Vaticano II, ya desde la Constitución Humanae salutis por la que Juan XXIII convocó el concilio. Ver: GS 4, 11, 44. Para la vida sacerdotal: PO 6, 9, 15, 17, 18. Tiene relación con la "hora del Padre" que apunta hacia el misterio pascual (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23; 13,1). Puebla 12, 15, 420, 473, 653, 847, 1115, 1128. Cf. L. GONZALEZ CARVAJAL, Los signos de los tiempos, el reino de Dios está entre vosotros, Santander, 1987; M. D. CHENU, Los signos de los tiempos, reflexión teológica en la Iglesia, en La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid, Taurus, 1970, II, 25-278; M. RUIZ, Los signos de los tiempos, Manresa 40 (1968) 5-18.

La fe sobre el misterio de la Encarnación salva todas las tensiones convirtiéndolas en armonía de humanismo integral.

Esta fe nos impulsa a discernir las interpelaciones de Dios en los signos de los tiempos, a dar testimonio, a anunciar y a promover los valores evangélicos de la comunión y la participación, a denunciar todo lo que en nuestra sociedad va contra la filiación que tiene su origen en Dios Padre y de la fraternidad en Cristo Jesús (Puebla 15).

No hay más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto... El hombre no se realiza en sí mismo, si no es superándose (Pablo VI, Populorum Progressio 42).

Vuélvete a ti mismo; en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo» (San Agustín, De Vera Religione 39, 72: PL 34, 154).

Nos encontramos en una «época hambrienta de Espíritu» (RH 18). Las realidades históricas sólo se pueden discernir y transformar en un compartir profundo de espiritualidad cristiana. Por esto, el objetivo principal de la doctrina social de la Iglesia es el de interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana (SRS 41).

El hombre que comienza a delinearse en nuestra historia es un ser profundamente relacionado con todos los hermanos, con todos los pueblos y con el universo entero. Este hombre encontrará su identidad si se abre a la trascendencia. Y esta apertura reclama testigos del Dios vivo y signos transparentes del Buen Pastor 3.

3 Documentos de la Conferencia Episcopal española: Testigos del Dios vivo, identidad y misión de la Iglesia, Madrid, PPC 1985; Los católicos en la vida pública, Instrucción pastoral, Madrid, PPC 1986. Ver PDV 6, 8, 39 ,41.

2- Una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas

La espiritualidad cristiana y sacerdotal es eminentemente eclesial. La Iglesia (ecclesia) es la comunidad humana convocada por la palabra o anuncio del evangelio para celebrar el misterio pascual de Cristo y transformar el mundo según el mandato del amor.

La Iglesia ha sido fundada y amada por Jesús como un conjunto de signos humanos (débiles) portadores de gracia.

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente y aquí en la tierra, formada por los hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor (GS 40) 4.

4 Cf. Algunos textos básicos sobre la fundación de la Iglesia: Mt 16, 18; 28, 19-20; Lc 24,47-49; Mc 16,15-20; Jn 20,21-23; 21,15-18; Hch 1,4-8; 2,41-47; 4,31-34; 20,28; Ef 2,20; 3,9-10; 5,25-33.

La Iglesia se llama misterio o sacramento porque es signo transparente y portador de la presencia de Cristo resucitado (Ef 3,9-10; 5,32). Se llama también comunión (koinoía) porque está constituida por hermanos que se aman en Cristo. Su objetivo es la misión, en cuanto que ha sido fundada para ser enviada a evangelizar o anunciar la buena nueva a todos los pueblos 5.

5 Con estos tres títulos resume la eclesiología conciliar del Vaticano II el documento final del Sínodo Episcopal extraordinario de 1985: Ecclesia sub Verbo Dei Mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Traduc. cast.: L'Osservatore Romano, 22.12.85, p. 11-14.

La comunidad eclesial de creyentes es, pues, expresión o cuerpo de Cristo, a modo de complemento o prolongación (Ef 1,23; Col 1,24). Cada persona ha sido llamada (según la propia vocación) y agraciada (según carismas o gracias especiales) para formar parte de la comunidad eclesial y ejercer diversos servicios o ministerios.

Esta Iglesia es esposa o consorte de Cristo, fiel y fecunda, virgen y madre (Ga 4,26), porque comparte esponsalmente la vida del Señor (Ef 5, 25-27; 2 Co 11, 2). Es pueblo de Dios, a modo de propiedad esponsal (1 P 2,9; Ap 1,5-6), como «signo levantado en medio de las naciones» (Is 11,12; cf. SC 2). Es «el germen y el principio del Reino» (LG 5), que un día será plenitud en Cristo.

La Iglesia está inserta en el mundo como:

- Cuerpo o expresión visible de Cristo resucitado (Col 1,24: Ef 1,23).

- Sacramento (misterio) o signo portador y eficaz de Cristo resucitado presente (Ef 3,9-10).

- Esposa o consorte, fiel y comprometida en la misma suerte de Cristo (Ef 5, 25-27; 2 Co 11,2).

- Madre como instrumento de vida en Cristo y vida en Espíritu (Ga 4,4.19.26).

- Pueblo como propiedad cariñosa de Dios y signo de lo que deben ser todos los pueblos (1 P 2,9; Ap 1,5-6).

- Inicio del Reino de Dios anunciado por Cristo, que ya habita en los corazones (dimensión carismática), que está presente en la Iglesia (dimensión institucional) y que un día será encuentro final o plenitud en el más allá (dimensión escatológica) (Lc 10,9; 11,2; 17,21; cf. LG 5).

Desde el día de la Encarnación, Cristo es protagonista de la vida de cada ser humano y de cada pueblo (cf. GS 22). La Iglesia ha sido fundada por Cristo para ser su signo visible que construya la unión o comunión humana en cada corazón y en toda la sociedad: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Por esto, «no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social», sino que sirve libremente a toda comunidad humana «bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común» (GS 42).

Esta Iglesia, fundada y amada por Cristo, es, por su misma naturaleza, solidaria de los gozos, de las angustias y de las esperanzas de toda la humanidad, como «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» (J. P. II Disc. 11.10.85).

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla atodos. La Iglesia por ellos se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).

La naturaleza misionera de la Iglesia (cf. AG 2,6,9) enraíza en su mismo ser de «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). Pues bien, esta realidad sacramental de la Iglesia la muestra ante el mundo como signo de la cercanía de Cristo a todo hombre y a todos los pueblos en su situación concreta:

Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre (GS 45).

La espiritualidad cristiana será, pues, vivencia de Iglesia, sentido y amor de Iglesia, que sintoniza con los sentimientos de Cristo en su misterio de Encarnación y redención para la salvación del mundo (cf. Flp 2,5-11; Jn 1,14; 3,16-17). A través del testimonio cristiano y eclesial, «Cristo... manifiesta el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). Por este mismo testimonio cristiano de las bienaventuranzas y del mandato del amor, aparece que «el hombre... no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Entonces se hace manifiesto que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35).

Si fallase el testimonio de la espiritualidad cristiana (por parte de los pastores y de los fieles) la Iglesia no sería signo creíble de su misión. Por la vivencia de la caridad o de las bienaventuranzas, «la Iglesia... puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia» (GS 40). Sólo con una auténtica espiritualidad se podrá evitar «el divorcio entre la fe y la vida diaria», que es «uno de los más grandes errores de nuestra época» (GS 43).

El hombre del tercer milenio cristiano necesita ver una Iglesia transparente de Cristo. Por esto, «el hombre se convierte siempre en el camino de la Iglesia» (DEV 58; cf. RH 14). «Una nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6) necesita presentar una comunidad eclesial que «avanza continuamente por la senda de la renovación» (LG 8). Así podrá la Iglesia «revelar al mundo su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo esplendor al final de los tiempos» (ibídem). Para responder a una nueva época de gracia, la Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II está empeñada en una profunda renovación espiritual, que la haga más signo transparente y portador del evangelio. Por esta renovación, «la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia» (LG 1). Cada cristiano según su propia vocación forma parte responsable de esta Iglesia que es, según los cuatro documentos (constituciones) principales del concilio, Lumen Gentium (LG), Dei Verbum (DV), Sacrosantum Concilium (SC), Gaudium et Spes (GS):

- Signo transparente y portador de Cristo: Iglesia, sacramento o misterio (LG I), Iglesia «comunión» o pueblo de hermanos y cuerpo de Cristo (LG II), Iglesia «misión y peregrina en la historia como inicio del Reino definitivo, «sacramento universal de salvación» (LG VII).

- Portadora del mensaje evangélico para el hombre concreto y para todos los pueblos: Iglesia de la Palabra (DV).

- Centrada en la muerte y resurrección de Cristo: Iglesia que hace presente en la historia humana el misterio pascual (SC).

- Insertada en las realidades humanas: Iglesia en el mundo y en la historia (GS).

Hacer realidad esta Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II, es «el fundamento y el comienzo de una gigantesca obra de evangelización» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85).

La espiritualidad cristiana y sacerdotal es, pues, camino de Iglesia sacramento y Pueblo de Dios (LG I, II, VII), por la fidelidad a la Palabra (DV), la vivencia y celebración del misterio pascual de Cristo (SC), al servicio del hombre en el mundo y en la historia (GS).

Los agentes de pastoral y especialmente los sacerdotes ministros están llamados a suscitar en las comunidades eclesiales una renovación espiritual que responda a la realidad concreta a la luz del evangelio.

Esta realidad exige conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a las legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social (Puebla 30) 6.

6 "Desde la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Río de Janeiro en 1955 y que dio origen al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y, más vigorosamente todavía, después del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín, la Iglesia ha ido adquiriendo conciencia cada vez más clara y más profunda de que la evangelización es su misión fundamental y de que no es posible su cumplimiento sin un esfuerzo permanente de conocimiento de la realidad y de adaptación dinámica, atractiva y convincente del Mensaje a los hombres de hoy" (Puebla 85; cf. nn. 72-92). Ver el Documento de Santo Domingo, 2ª parte.

La misión de la Iglesia, a la luz de la Encarnación, es la del llegar al hombre concreto para salvarlo o liberarlo en toda su integridad. La Iglesia relee la historia a la luz del evangelio (cf. SRS 1). Por esto la doctrina social cristiana ha reivindicado una vez más su carácter de aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres y de la sociedad, así como a las realidades terrenas, que con ellas se enlazan, ofreciendo `principios de reflexión', `criterios' y `directrices de acción' (SRS 8).

Esta doctrina no es una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial (SRS 41) 7.

7 La doctrina social de la Iglesia queda resumida principalmente en las encíclicas Rerum novarum de León XIII, Quadragesimo anno de Pío XI, y Mater et Magistra de Juan XXIII. El concilio resume esta doctrina en Gaudium et Spes (parte 2ª cap. III). Después del concilio, en las encíclicas Populorum progressio de Pablo VI, Laborem excercens, Sollicitudo rei socialis y Centessimus Annus de Juan Pablo II.

La solidaridad, de que es portadora la Iglesia (GS 1), nos ayuda a ver al otro; persona, pueblo o Nación; como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo o resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos (SRS 39).

La Iglesia, empezando por sí misma, se compromete a defender los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos.

De esta manera, el proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres (SRS 46).

La naturaleza de la Iglesia es esencialmente de comunión porque refleja la comunión de Dios Amor y construye la humanidad entera en comunión de hermanos (cf. SRS 40). Esta actitud de comunión koinonía y de caridad agapé es la base de la espiritualidad cristina y sacerdotal 8.

8 Ver el tema de Iglesia en los capítulos III y VI.

3- Hacia una nueva evangelización

Todo apóstol y especialmente el sacerdote ministro debe afianzar sus «actitudes interiores» (EN 74) para colaborar en una «evangelización renovada» (EN 82), en una nueva etapa de la historia humana. A veces habrá que reevangelizar sectores humanos cuyo cristianismo corre el riesgo de diluirse. Frecuentemente se tratará de emprender una nueva evangelización:

- Nueva en su ardor, por la disponibilidad misionera de los evangelizadores,

- en sus métodos, por un mejor aprovechamiento de los nuevos medios de apostolado,

- en sus expresiones, por la adaptación de la doctrina y de la práctica cristiana sin disminuir sus principios y exigencias evangélicas 9.

9 Juan Pablo II, Alocución al CELAM, 9 de marzo 1983 (Puerto Príncipe, Haití), y 12 octubre 1984 (Santo Domingo). Cf. Discurso inaugural del Papa en el CELAM, Puebla (28 enero 1979: verdad sobre Cristo, verdad sobre la misión de la Iglesia, verdad sobre el hombre). El tema se va repitiendo en todos los viajes del Papa a Latinoamérica. En la encíclica Redemptoris Missio nn. 2-3, 30, 33, 59. En el documento de Santo Domingo: 2ª parte, cap. 1 (la nueva evangelización). En la Exhortación Apostólica Ecclesia in América n. 66. En la carta Apostólica Novo Millennio Inneunte n. 58. Ver: CELAM, Nueva evangelización, génesis y líneas de un proyecto misionero, Bogotá 1990; CELAM, Instrumento preparatorio, Una nueva evangelización para una nueva cultura, Bogotá 1990; ESQUERDA BIFET J., Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n. 1, 135-147.

El momento actual puede hacer «el desafío más radical que ha conocido la historia» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85). La Iglesia está «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» evangelizando «en términos totalmente nuevos» para «proponer una nueva síntesis creativa entre evangelio y vida» (ibídem). Los evangelizadores deben ser «expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen en sus gozos y esperanzas... y, al mismo tiempo, sean contemplativos enamorados de Dios», capaces de «poner el mundo moderno en contacto con las energías vivificantes del evangelio» (ibídem) 10.

10 Citamos este discurso programático de Juan Pablo II al Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11 de octubre 1985.

La Iglesia «existe para evangelizar» (EN 14) porque «nacida de la misión de Jesucristo, la Iglesia es, a su vez, enviada por él» (EN 15). Ahora bien, evangelizar significa llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influencia, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad (EN 18),

alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación (EN 19).

Todo cristiano participa en esta misión evangelizadora, pero de modo especial los sacerdotes ministros 11.

11 Uno de los documentos postconciliares más citados es la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI (año 1975). Su contenido se concreta en la naturaleza de la evangelización, su contenido, medios, destinatarios, agentes y espiritualidad. Ver estudio y bibliografía en: Espiritualidad misionera, Madrid, BAC, 1982. Analizaremos el tema en el capítulo cuarto (sacerdotes para evangelizar).

La nueva evangelización debe llegar al hombre concreto en toda su hondura de criterios, escala de valores y actitudes, así como a la comunidad humana en su propia cultura y situación histórica y social.

A partir de la persona llamada a la comunión con Dios y con los hermanos, el evangelio debe penetrar en su corazón, en sus experiencias y modelos de vida, en su cultura y ambientes, para hacer una nueva humanidad con hombres nuevos y encaminar a todos hacia una nueva manera de ser, de juzgar, de vivir y de convivir. Todo esto es un servicio que nos urge (Puebla 350) 12.

12 La segunda parte del documento de Puebla (designios de Dios sobre la realidad de América Latina) presenta el contenido y la naturaleza de la evangelización, haciendo la aplicación a los temas concretos de: cultura religiosidad popular, liberación, promoción humana, ideologías y política. Cf. J. F. GORSKI, El desarrollo histórico de la misionología en América Latina, La Paz, 1985; J. A. VELA, Las grandes opciones de la pastoral en América Latina a partir del documento de Puebla, "Documenta Missionalia" 16 (1982) 159-179. Número monográfico Os avanços de Puebla en Revista Eclesiástica Brasileira 39 (1979) fasc. 153. Ver: (Secretariado General del CELAM, Medellín, reflexiones en el CELAM), Madrid, BAC, 1977. Documento de Santo Domingo, 2ª parte.

Así como la paz no puede construirse, si no es a escala universal, de modo semejante la misión de la Iglesia no puede ser realidad profunda en ninguna comunidad concreta, mientras no se colabore eficazmente en la evangelización a todos los pueblos (Ad Gentes), aunque sea «dando desde nuestra pobreza» (Puebla 368).

En una nueva evangelización, el problema más urgente es el de la renovación de los agentes de pastoral, y especialmente de los sacerdotes ministros. Las «actitudes interiores del apóstol» (EN 74), es decir, su espiritualidad, son garantía de la autenticidad de la evangelización. Se resumen todas ellas en la «fidelidad que crea comunión» (Puebla 384). Son, pues, actitudes de:

- Una vida de profunda comunión eclesial.

- La fidelidad a los signos de la presencia y la acción del Espíritu en los pueblos y en las culturas...

- La preocupación porque la Palabra de verdad llegue al corazón de los hombres y se vuelva vida.

- El aporte positivo a la edificación de la comunidad.

- El amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados.

- La santidad del evangelizador... la alegría de saberse ministro del evangelio (Puebla 378-383) 13.

13 Cf. AG 23-26; EN 74-82. Los temas del cap. VII de EN son todo un programa de espiritualidad misionera: actitudes interiores (n. 74), fidelidad al Espíritu Santo (n. 75), autenticidad o testimonio (n. 76), unidad (n. 77), servidores de la verdad (n. 78), caridad pastoral (nn. 79 y 80), María Estrella de la evangelización renovada (n. 81 y 82). Estos temas quedan ampliados en RMi cap. VIII, acentuando el valor de la santidad y de la contemplación.

Estas cualidades del apóstol son exigencia del dinamismo evangelizador de la Iglesia, que da testimonio de Dios revelado en Cristo por el Espíritu... anuncia la Buena Nueva... engendra la fe que es conversión del corazón, de la vida... conduce al ingreso en la comunidad de los fieles que perseveran en la oración, en la convivencia fraterna y celebran la fe y los sacramentos de la fe, cuya cumbre es la Eucaristía (Puebla 356-359).

A la nueva evangelización se le abren nuevos campos de evangelización, en cuanto que las circunstancias de los mismos han cambiado profundamente. De ahí que se pueda hablar de opción preferencial (no exclusiva ni excluyente) por los pobres y los jóvenes (cf. Puebla 1134-1205), y de atención particular a la familia, al campo del trabajo, de la justicia social, de la cultura, etc. 14.

14 La frase opción preferencial la aplica Puebla a los pobres (cuarta parte, cap. I) y a los jóvenes (cuarta parte, cap. II). "Los pobres y los jóvenes constituyen, pues, la riqueza y la esperanza de la Iglesia en América Latina y su evangelización es, por tanto, prioritaria" (Puebla 1132). En este mismo contexto se presenta la acción de la Iglesia en la construcción de una sociedad pluralista (cap. III) y a favor de la persona en la sociedad nacional e internacional (cap. IV). Ver RMi 59-60,83.

La Iglesia está llamada a hacer llegar el evangelio hasta el corazón de los pueblos y de las culturas. Los elementos fundamentales de toda situación humana tienen siempre una raíz cultural. La cultura es un conjunto de criterios, valores y actitudes del hombre frente a la realidad del cosmos sin olvidar la trascendencia humana. Hay que anunciar el misterio del Verbo encarnado (Jn 1,14) en las circunstancias humanas concretas, para valorarlas, purificarlas y llevarlas a la plenitud en Cristo. El apóstol necesita una actitud de fidelidad y de inculturación previa en el mismo evangelio para poder transmitirlo e insertarlo adecuadamente 15.

15 Sobre el proceso de inculturación (inserción del evangelio en una cultura), ver: LG 13,17; GS 53, 58, 62; AG 3,10-11, 22; EN 63-65; RH 12; Puebla 172-178; 385-443; RMi 52-56; Santo Domingo, 2ª parte, cap. 3; PDV 55; CEC 1204-1206; VC 79-80; EAf 62; EAm cap. II. Ver: (Congregación para el Culto Divino, Instrucción) La liturgia romana y la inculturación (25 enero 1994); G. BAENA, Fundamentos bíblicos de la inculturación del evangelio, "Theologia Xaveriana" n. 106 (1993) 125-161; R. BERZOSA, Evangelizar una nueva cultura; Madrid, San Pablo, 1998; (Comisión Teológica Internacional), La fe y la inculturación (Roma 1987); J. ESQUERDA BIFET, Hemos visto su estrella, Madrid, BAC, 1996, cap. IX.

Evangelizar al hombre en su situación concreta es un proceso de liberación, que no puede realizarse sin apóstoles impregnados de evangelio. La liberación integral cristiana está marcada por el signo de la esperanza. Es liberación que abarca todo el ser humano, «inclusive la dimensión política» (Puebla 515) y lo orienta hacia el «más allá del tiempo y de la historia..., más allá del hombre mismo» (EN 28). Es liberación inmanente y trascendente (EN 27) que hace de todo hombre y de toda la comunidad una imagen de Dios amor. «Se funda en tres grandes pilares...: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre» (Puebla 484). Los medios para conseguir esta liberación serán, pues, «evangélicos» (Puebla 486). Los evangelizadores necesitan una actitud contemplativa de fidelidad a la Palabra, y una vida de auténtica pobreza 16.

16 Cf. Puebla 470-562. Son ya conocidas las dos Instrucciones de la Congregación para la doctrina de la fe: Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (6 de agosto 1984) y Sobre la libertad cristiana y liberación (22 de marzo, 1986).

La nueva evangelización llega al hombre concreto para llamarle a conversión y bautismo. Cristo llama a un proceso de cambio de actitudes, a fin de que el hombre se realice en toda su integridad. «El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24). La evangelización confronta al hombre consigo mismo y con la comunidad, para revisar su vida y orientarla hacia el amor. La espiritualidad cristiana y sacerdotal consiste en esta dinámica que hace del apóstol un signo de Cristo. Los acontecimientos son una llamada para ver la realidad tal como es, juzgarla a la luz del evangelio y actuar según el mandamiento nuevo.

El anuncio de la fe en el misterio de la Encarnación, de la redención y de la resurrección de Cristo es el fundamento de la evangelización en cada época. Sólo «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (GS 22). Es él quien

ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva evangélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor... una nueva comunidad fraterna (GS 32).

Caminamos hacia «una nueva tierra donde habita la justicia» (GS 39; cf. 2 Co 5,2; 2 P 3,13).

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección (GS 39).

Se necesitan «nuevos santos para evangelizar el hombre de hoy» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85), puesto que los grandes evangelizadores de cada época histórica han sido los santos.

4- Ser sacerdote hoy. Identidad sacerdotal

Todo cristiano está llamado a compartir la vida con Cristo, que se prolonga en la Iglesia y que está presente, resucitado, en la vida de cada persona, en cada comunidad eclesial y en cada época histórica. El sacerdote ministro (consagrado por el sacramento del orden) es signo del Buen Pastor: comparte de modo especial su ser sacerdotal, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias de caridad pastoral.

El sacerdote es signo del Buen Pastor en las circunstancias sociológicas e históricas, también en el hoy de un tiempo de gracia y de un mundo que cambia (cf. n. 1), formando parte de una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas de la sociedad actual (n.2), comprometido en una nueva evangelización (n. 3). La espiritualidad o estilo de vida (n. 5) corresponderá a estas realidades concretas.

En una sociedad más estática del pasado, el sacerdote ministro, como todo seguidor de Cristo corría el riesgo de anquilosar las virtualidades de su carisma y vocación en unos cuadros sociológicos hechos y más o menos estables y rutinarios. Una época de cambios ideológicos y sociológicos ha cuestionado su vida sacerdotal preguntando por su razón de ser, por la validez de su metodología de acción pastoral y por su autenticidad de vida.

La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis (GS 5).

Estos cuestionamientos produjeron una crisis (alrededor de los años setenta) cuyos efectos fueron con frecuencia negativos: dudas sobre el sacerdocio, secularizaciones, descenso de vocaciones, desánimo... En realidad, toda situación sociológica nueva cuestiona al creyente para que sea más coherente con el evangelio. El cansancio, el desánimo, el abandono, así como la angustia o el entregarse a ideologías al margen del evangelio, son reacciones caducas y estériles. El análisis cristiano de la realidad (también sacerdotal) hace profundizar en el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y del mandato del amor. De una situación sociológica nueva debe salir un cristiano y un sacerdote renovado, gracias a la profundización de los datos evangélicos como encuentro con Cristo. El análisis de la realidad está bien hecho cuando deja traslucir un nuevo modo de transformar la vida en donación a ejemplo del Buen Pastor (cf. GS 24) 17.

17 El documento final del Sínodo Episcopal de 1971 (El sacerdocio ministerial) hace una descripción muy detallada de la situación: "Algunos sacerdotes se sienten extraños a los movimientos que afectan a los grupos humanos y al mismo tiempo impreparados para resolver los problemas de mayor preocupación para los hombres... En semejante situación se presentan graves problemas y muchos interrogantes"... Ver el documento publicado en: El sacerdocio hoy (Madrid, BAC 1983) 385-414. Ver PDV capítulo I.

Ahondar en el evangelio para iluminar unos acontecimientos nuevos significa, para el llamado a ser signo del Buen Pastor, reestrenar la vocación como declaración de amor: «llamó a los que quiso» (Mc 3,13); cf. Jn 13,18; 15,16). El «sígueme» es una llamada siempre reciente, renovada en cada circunstancia histórica personal y comunitaria (Jn 1,43; Mt 4,19; 9,9; Mc 10,21).

La vocación sacerdotal se renueva en toda circunstancia histórica si se vive como encuentro con Cristo y como misión: «los llamó para estar con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Sin esta renovación los acontecimientos y las situaciones sociológicas (que son también hechos indicativos de gracia) se convierten en ocasiones de deserción, de rutina, de ruptura o de desviación. Ningún acontecimiento y ninguna circunstancia sociológica puede disminuir las exigencias evangélicas del seguimiento radical de Cristo para ser signo personal de cómo ama él.

El hoy de una etapa histórica nueva es un hecho de gracia (kairós) sólo cuando se respetan las nuevas luces que el Espíritu Santo comunica a su Iglesia, para comprender mejor el contenido maravilloso de la palabra evangélica (cf. Lc 24,45; Jn 16,13). No es el hecho sociológico el que debe condicionar a la palabra de Dios, sino que es ésta la que ilumina el acontecimiento para convertir en «signo de los tiempos» (cf. n. 1). Si lo sociológico prevaleciera sobre las exigencias evangélicas, se produciría un proceso de secularismo que no sería más que un nuevo clericalismo camuflado.

Profundizando en la propia razón de ser como sacerdote, sin admitir dudas enfermizas, se entra en sintonía con las exigencias evangélicas, se renuevan métodos pastorales, se abren nuevos campos a la evangelización y se redescubre que la propia vida debe ser un trasunto más claro y auténtico de la caridad del Buen Pastor. Sólo así se puede responder evangélicamente a una nueva época de gracia y de cambios. «El sacerdocio, que tiene su principio en la última cena, nos permite participar en esta transformación esencial de la historia espiritual del hombre» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988, n. 7).

En cada época se plantean tensiones y antimonias que quieren oponer, según los casos, el apostolado a la espiritualidad, la inmanencia a la trascendencia, el carisma a la institución, la gracia a la naturaleza... Las rupturas se producen al faltar la referencia al misterio de Cristo, el Verbo encarnado. Los temas cristianos (como el tema del sacerdocio o del reino) tienen propiamente tres niveles que se postulan mutuamente: nivel de interioridad y carisma, nivel de institución y acción, nivel de plenitud y encuentro final en el más allá (escatológica). El sacerdote se ve siempre zarandeado por estas tensiones; su referencia a Cristo Sacerdote y Buen Pastor le ayuda a situarse en «unidad de vida» (PO 14), que es principio de unidad para la comunidad eclesial y humana de cada época.

La identidad sacerdotal está en la línea de sentirse amado y capacitado para amar. Esta identidad se reencuentra cuando se quiere vivir el sacerdocio en todas sus perspectivas o dimensiones. «Una visión de síntesis, en la que aparezca la convergencia de elementos, a veces presentados como contrapuestos, cobra gran interés» (Puebla 660):

- Consagración o dimensión sagrada: el sacerdote en su ser, en su obrar y en su vivencia, pertenece totalmente a Cristo y participa en su unción y misión.

- Misión o dimensión apostólica: el sacerdote ejerce una misión recibida de Cristo para servir incondicionalmente a los hermanos.

- Comunión o dimensión eclesial: el sacerdote ha sido enviado a servir a la comunidad eclesial construyéndola según el amor.

- Espiritualidad o dimensión ascético-mística: el sacerdote está llamado a vivir en sintonía con los amores de Cristo y a ser signo personal suyo como Buen Pastor 18.

18 PABLO VI, Mensaje a los sacerdotes al terminar el año de la fe (30 de junio 1968). Las dimensiones presentadas por el Papa (sagrada, apostólica, ascético-mística y eclesial) responden a una situación difícil: "en un sector del clero hay una inquietud y una inseguridad en su propia condición eclesiástica. Piensa que ha sido puesto al margen de la moderna evolución social". Ver el documento en: El sacerdocio hoy, o. c., 377-383. Pablo VI repitió las cuatro dimensiones en el Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá, durante la ordenación sacerdotal (22 de agosto 1968). Ver los documentos XI, XII y XIII de Medellín.

La clarificación sobre la identidad sacerdotal conduce «a una nueva afirmación de la vida espiritual del ministerio jerárquico y a un servicio preferencial por los pobres» (Puebla 670).

Las líneas espirituales y vivenciales del Buen Pastor serán siempre válidas. En nuestra época se requiere que estas líneas sean realidad y transparencia en quienes son su signo personal.

Recuerden todos los pastores que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficiencia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de qué tan necesitado anda el mundo de hoy (GS 43).

El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en la comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora (Puebla 659).

La respuesta de la Iglesia a los desafíos de nuestra época depende en gran parte de la espiritualidad o fidelidad generosa de los sacerdotes.

Por tanto, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio por el mundo entero, así como el diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios (PO 12).

Para vivir esta identidad sacerdotal se necesita una formación adecuada, es decir, una «formación de verdaderos pastores de almas» (OT 4), que incluye el estudio y la meditación de la palabra, así como la celebración del misterio pascual para vivirlo y anunciarlo. De este modo se preparan «para el ministerio del culto y de la santificación» (ibídem).

El sacerdote está llamado, hoy más que nunca, a ser:

- Signo del Buen Pastor en la Iglesia y en el mundo, participando de su ser sacerdotal (PO 1-3).

- Prolongación del actuar del Buen Pastor, obrando en su nombre en el anuncio del evangelio, en la celebración de los signos salvíficos (especialmente la Eucaristía) y en los servicios de caridad (PO 4-6).

- Transparencia de las actitudes y virtudes del Buen Pastor, presente en la Iglesia «comunión» y «misión» (PO 7-22).

Se trata, pues, de unas actitudes (o espiritualidad) de servicio, consagración, misión, comunión, autenticidad... En una palabra, ser signo transparente de Cristo Buen Pastor y de su evangelio, para un mundo que necesita testigos y que pide experiencias y coherencia.

5- Espiritualidad cristiana y espiritualidad sacerdotal

La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu. «Caminamos según el Espíritu» (Rm 8,4); «vivís según el Espíritu» (Rm 8,9). Propiamente es el camino o proceso de santidad que consiste en el amor o caridad: «caminar en el amor» (Ef 3,2) 19.

19 Nuestro tema recibe diversos títulos según los autores: espiritualidad, vida espiritual, perfección o teología cristiana, ascética y mística, etc. El tema se desarrolla explicando: naturaleza de la vida espiritual, itinerario, medios. Ver algunos manuales actuales: A. M. BESNARD, Una nueva espiritualidad, Barcelona, Estela 1966; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona, 1965; J. ESQUERDA, Caminar en el amor, Dinamismo de la vida espiritual, Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989; S. GALILEA, El camino de la espiritualidad, Buenos Aires, Paulinas, 1984; I, HAUSHERR, La perfección del cristiano, Bilbao, Mensajero 1971; C. GARCIA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium, 1971; S. GAMARRA, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994; J. GARRIDO, Una espiritualidad para hoy, Madir, Paulinas, 1988; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Palabra, 1980; A. GUERRA, Introducción a la teología Espiritual, Santo Domingo, Edit. Espiritualidad, 1994; F. JUBERIAS, La divinización del hombre, Madrid, Coculsa, 1972; B. JUANES, Espiritualidad cristiana hoy, Santander, Sal Terrae, 1967; J. RIVERA, J. Mª IRABURU, Espiritualidad católica, Madrid, CETE, 1982; A. ROYO, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968; F. RUIZ, Caminos del espíritu, compendio de teología espiritual, Madrid, EDE, 1988; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca, Sígueme, 1968.

La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor, se centra en la caridad y hace referencia a Cristo como «maestro, modelo... iniciador (autor) y consumador» de la esta santidad cristiana. Por esto, «todos son llamados a la santidad» (LG 39), en cualquier estado de vida y en cualquier circunstancia: todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena (LG 40).

 

 

De este modo, toda la Iglesia se hace transparencia de Cristo (Iglesia sacramento) en cada una de las vocaciones y estados de vida:

- Llamada a la santidad (LG V).

- Sacerdotes ministros (LG III): signo de Buen Pastor.

- Laicos (LG IV): signo de Cristo en medio del mundo.

- Vida consagrada (LG VI): signo fuerte de las bienaventuranzas.

Los caminos del Espíritu, a partir del bautismo, pasan por las bienaventuranzas (reaccionar amando en cada circunstancia) y por el mandato del amor (amar como Cristo):

Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe, de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo (LG 41).

Cada cristiano se santifica en su propio estado de vida y circunstancia por un proceso de sintonía con Cristo, en el Espíritu Santo, según los designios o voluntad del Padre (cf. Ef 2,18). Este proceso es de cambio o conversión (en criterios, escala de valores y actitudes) para bautizarse (esponjarse) en Cristo (pensar, sentir, amar como él). Es, pues: participación y configuración (Ga 3,27; 3ss); unión, intimidad, relación (Jn 6,56-57; 15,9ss); semejanza, imitación (Mt 11, 29); servicio, cumplimiento de la voluntad de Dios (Mc 3,35; 10,44-45; Jn 14,16); caridad, vida nueva (Jn 13,34-35; Rm 6,4; 13, 10).

Los matices de esta espiritualidad cristiana, común a todos, son muy variados. De suerte que se puede hablar de espiritualidades y escuelas diferentes. Hay también diversas dimensiones o perspectivas acentuadas por esas escuelas: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, misionera, contemplativa, sociológico-caritativa, etc. Veamos algunas concretizaciones, todas ellas enraizadas en la misma espiritualidad cristiana básica:

- Espiritualidad laical: a modo de fermento evangélico dentro de las estructuras humanas (LG 31).

- Espiritualidad de la familia: como «testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia» (LG 41); para «revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios, y del amor de Cristo por su esposa la Iglesia» (FC 17; cf. GS 48).

- Espiritualidad del trabajo: transformándolo en donación, puesto que de este modo «el hombre se realiza a sí mismo... se hace más hombre» (LE 9).

- Espiritualidad de vida consagrada por la práctica permanente de los consejos evangélicos: «como signo y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (LG 42).

- Espiritualidad del sacerdote ministro: como «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), signo personal de la caridad del Buen Pastor (cf. PO 13), «una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor» (PDV 15).

- Espiritualidad misionera: como disponibilidad permanente para la evangelización universal Ad Gentes (cf. AG 23,29).

Debe quedar claro que todo cristiano es llamado a la santidad sin rebajas y a la misión sin fronteras.

Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta (LG 42).

La espiritualidad sacerdotal es sintonía con las actitudes y vivencias de Cristo Sacerdote, Buen Pastor. Por el sacramento del Orden, se participa del ser sacerdotal en Cristo. Esta participación ontológica capacita para prolongar la acción sacerdotal del Buen Pastor. La sintonía con la caridad pastoral de Cristo es una consecuencia de la participación en su ser y en su función. La gracia recibida en el sacramento del orden hace posible cumplir con esta exigencia. «Imitad lo que hacéis» (rito de ordenación). Esta es la espiritualidad específica del sacerdote; para el sacerdote diocesano secular se concretará en las gracias de pertenencia permanente a una Iglesia local, en relación de dependencia respecto al carisma santificador de un sucesor de los Apóstoles y formando parte de un Presbiterio (también para su vida espiritual); para el sacerdote llamado religioso (o perteneciente a agrupaciones especiales) se concretará en el carisma fundacional y de grupo.

La fisonomía espiritual del sacerdote ministro es una transparencia de la caridad pastoral de Cristo; que cumple los designios salvíficos del Padre, haciendo suyos los problemas de los hombres, dando la vida en sacrificio.

La exigencia y la posibilidad de esta santidad y espiritualidad sacerdotal arrancan de la misma entraña del sacerdocio ministerial, como signo transparente y sacramental del Buen Pastor: por lo que es, por lo que hace, por su relación personal y amistad con Cristo.

La espiritualidad sacerdotal es una respuesta a la llamada de Cristo Sacerdote, que quiere a «los suyos» (Jn 13,1) como «gloria» o transparencia suya (Jn 16, 14; 17,10), en sintonía con su entrega total o inmolación (santificación) al Padre: «santifícalos en la verdad y me victimo (santifico) por ellos, para que ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,17-19) 20.

20 "Cristo es la gran túnica de los sacerdotes, es decir, que la vida del sacerdote debe estar toda ella penetrada de la santidad de Cristo" (Juan XXIII Disc. primera sesión Sínodo romano, 25 de enero de 1960). Ver el Sacerdocio hoy, documentos del magisterio eclesiástico, Madrid, BAC, 1983, donde se recogen los principales documentos sobre la espiritualidad sacerdotal, con notas introductorias, síntesis, índices, etc.: Haerent animo (San Pío X), Ad catholici sacerdotii (Pío XI), Menti nostrae (Pío XII). Sacerdotii nostri primordia (Juan XXIII), Summi Dei Verbum (Pablo VI), y documentos conciliares y posconciliares.

Se trata, pues, de una santidad o espiritualidad «según la imagen del sumo y eterno Sacerdote»; para ser «un testimonio vivo de Dios» (LG 41). El sacerdote es un «Jesús viviente» (san Juan Eudes), es decir, «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), puesto que: se hace signo viviente de Cristo en el ejercicio del ministerio (PO 12-13); se hace signo transparente de Cristo viviendo en sintonía o unidad de vida con él (PO 14); se hace signo del Buen Pastor imitando su caridad pastoral y todas las demás virtudes que derivan de ella (PO 15-17), sin olvidar los medios comunes a toda espiritualidad cristiana y los medios específicos de la espiritualidad sacerdotal (PO 18).

Viviendo la espiritualidad sacerdotal, el sacerdote ministro se hace signo creíble del Buen Pastor en un mundo que pide autenticidad (n. 1), en una Iglesia sacramento o transparencia e instrumento de Cristo (n, 2) y en una nueva etapa de evangelización (n. 3), que necesitan sacerdotes fieles a las nuevas gracias del Espíritu Santo (n. 4). La identidad sacerdotal enraíza en esta espiritualidad cristológica, eclesial y antropológica 21.

21 En la realidad latinoamericana, como hemos indicado en los apartados anteriores (citando Puebla y Medellín), hay que acentuar, a la luz del evan gelio, la cercanía a los que sufren (pobreza, injusticias, marginación), a los jóvenes, a la familia, al mundo del trabajo y de la cultura. En esta misma realidad aparecen signos de una espiritualidad especial: acogida, sensibilidad, sentido de Dios, compromiso... Ver: O. PEREZ MORALES, Desafíos actuales a los presbíteros en América Latina, "Medellín" 10 (1984) 427-448. Trabajos presentados en el tercer Congreso Nacional de Teología de Colombia: El ministerio del presbítero en la comunidad eclesial, Bogotá, SPEC, 1977. Cfr. Documento de Santo Domingo, 2ª parte, cap. 2; Pastores davo vobis (1992) y Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, Lib. Edit. Vaticana 1994 (31.1.94). Para la vida consagrada: Vita consecrata, cap. III.

Guía Pastoral

Reflexión bíblica:

- Ser coherente con el estreno de la vocación sacerdotal, como encuentro para la misión: Mc 3,13-14; Jn 1,35-51; Mt 4,18-22.

- Sintonía con la fidelidad de Cristo y de los Apóstoles al Espíritu Santo: Lc 4,1.14.18; 10,21; Hch 20,22.

- Vivir los signos de los tiempos siguiendo a Cristo hacia el misterio pascual: Mt 16,2-4; Jn 13,1; Lc 22,15; cf. GS 4.11.44.

Estudio personal y revisión de vida en grupo:

- Describir y motivar algunas líneas de espiritualidad cristiana y sacerdotal en un mundo que cambia: servicio, comunión, autenticidad, misión... (GS 1-10; EN 76; Puebla 356-359; 378-383; PDV capítulo I; RMi 87-92).

- Armonía entre las dimensiones de la vida sacerdotal para una mayor fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al hombre (Puebla 484; Medellín XI y XIII; Documento de Santo Domingo, 2ª parte; EAm capítulo II; Dir capítulo I).

- Necesidad actual de espiritualidad profunda para una nueva evangelización en el ardor, métodos y expresiones; Documento de Santo Domingo, 2ª parte capítulo I.

- Relación entre en ser, el obrar y la vivencia sacerdotal.

Orientación Bibliográfica

Ver bibliografía de los capítulos siguientes según el tema concreto.

ANTEWEILER, A. El sacerdote de hoy y del futuro, Santander, Sal Terrae, 1969 (estilo sacerdotal).

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BELLET, M. Crisis del sacerdote, análisis de la situación, Bilbao, Desclée, 1969 (describe las causas de las crisis y busca la solución en la «fe en Jesucristo, vivida y pensada en comunión con la Iglesia»).

(CONF. EPISC. ALEMANA). El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme, 1970 (síntesis teológica actual).

COPENS J., etc., Sacerdocio y celibato, Madrid, BAC, 1971 (en la primera parte analiza los puntos principales sobre el sacerdocio hoy y en la historia).

DORADO, G. El sacerdote hoy y aquí, Madrid, PS 1972.

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____, Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Madrid, EDICE, 1987 (temas de actualidad).

ESQUERDA, J. El sacerdocio hoy, Madrid, BAC, 1983 (después de presentar los documentos magisteriales, hace una síntesis de la situación actual).

____, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, cap I.

FLORES, J. A. Vivamos con gozo nuestro sacerdocio, La Vega, Santo Domingo, 1982 (resumen de espiritualidad presbiteral a nivel práctico y vivencial).

GALOT, J. Le visage nouveau du prêtre, Gembloux, Duculot Lethielleux, 1970 (recoge las principales publicaciones que originaron la crisis y hace una evaluación).

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RETIF, L. El sacerdote en la sociedad actual, Barcelona, Nova Terra, 1970 (aspectos sociológicos).

ROGE, J. Simple sacerdote, Madrid, FAX, 1967.

ROMANIUK, C. Sacerdotes para el mundo secular, Salamanca, Sígueme, 1978.

SALAUN, M. MARCUS, E. Nosotros los sacerdotes, Barcelona, Península, 1967 (los interrogantes sobre la identidad se resuelven a la luz de la fe).

SANTAGADA, O. Presbíteros para América Latina, Bogotá, OSLAM, 1986 (formación, actuación y espiritualidad sacerdotal).

 

 

 

 

 

 

                       SEMILLAS DE VOCACION MISIONERA

 

 

 

                                             "Le miró con amor" (Mc 10, 21)

 

 

 

 

 

 

 

                                                      (Juan Esquerda Bifet)

 

                       SEMILLAS DE VOCACION MISIONERA

 

 

 

                                   INDICE

 

PRESENTACION: "Le miró con amor" (Mc 10,21).

 

 

1º. VOCACION: DECLARACION DE AMOR

 

      1.- Llamada: "ven". 2.- Respuesta: "voy". 3.- Jesús camina siempre a nuestro lado.

 

2º. ME LLAMA TAL COMO SOY

 

      1.- Jesús me espera en mi pobreza. 2.- Jesús va de camino. 3.-Jesús me invita a abrirme a su amor.

 

3º. ENCUENTRO VIVENCIAL

 

      1.- Jesús habla al corazón. 2.- Aprender a escucharle. 3.- La unión con él.

 

4º. SEGUIMIENTO PARA COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

      1.- El me amó así. 2.- Me invita a compartir esponsalmente su vida. 3.- "Vivir de él y para él".

 

5º. DONACION TOTAL EN LA EUCARISTIA

 

      1. Jesús presente como Amigo y Esposo. 2.- Jesús inmolado por amor. 3.- Hacer de la vida una Eucaristía continuada.

 

6º. CON MARIA SER IGLESIA MADRE

 

      1.- El amor materno de María. 2.- Conocerla, amarla, imitarla. 3.- Ser Iglesia Madre con María y como ella.

 

7º. SED DE ALMAS, MISION SIN FRONTERAS

 

      1.- Los amores del Buen Pastor. 2.- "Que todos te conozcan y te amen". 3.- El precio de las almas.


PRESENTACION: "Le miró con amor" (Mc. 10,21)

 

      Hoy como ayer, Jesús sigue llamando e invitando a seguirle para compartir su misma vida. Su "sígueme" es siempre recién salido de su corazón, "mirando con amor" y llamando a cada uno por su nombre, de tú a tú, de corazón a corazón.

 

      Si se pudiera escribir un libro sobre los sentimientos de tantas personas que han respondido a esta llamada con un "sí" generoso, quedaríamos admirados. Desde el "sí" de la Virgen María en Nazaret, hasta hoy, en la Iglesia ha habido siempre almas generosas que se han decidido a seguir a Cristo dejándolo todo por él, para dedicarse a amarle y a hacerle amar.

 

      Una de estas almas decididas y generosas, ha sido sin duda la Sierva de Dios Madre María Inés-Teresa Arias, fundadora de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento y de los Misioneros de Cristo para la Iglesia universal.

 

      A mí me ha tocado en suerte frecuentemente tener que estudiar y presentar algunas de esas almas evangélicas que han dado origen a comunidades misioneras y contemplativas. La Iglesia es hermosa y siempre fecunda en santidad y apostolado.

 

      Respecto a Madre María Inés, ha sido para mía una gracia extraordinaria meditar sus escritos después de su tránsito a la casa del Padre. La había conocido en los retiros y cursos del Centro Internacional de Animación Misionera de Roma, desde finales de 1974. Al leer posteriormente sus escritos, me quedó grabada una fuerte impresión: es ella, tal como la conocí.

 

      Después de dirigir repetidamente conferencias y retiros a sus Misioneras y Misioneros, me decidí a hacer el esbozo de un posible librito, indicando las líneas maestras, a la luz de los textos evangélicos y del eco de esos textos en la doctrina de M. María Inés. Sé que este esbozo (que también titulé "semillas de vocación") ha corrido por todas sus casas de los cinco continentes. En algunos sitios los he explicado de viva voz. Y de todas partes han llegado ramilletes de frases de "nuestra Madre", a modo de selección preferencial. Yo esperaba sólo alguna referencia, pero ha llegado un verdadero bosque de textos selectos, todos ellos maravillosos... Leí y releí todo, como queriendo recoger todas las insinuaciones; pero me parece que es imposible decir todo lo que se querría y podría decir...

 

      Por esto, después de un tiempo prudencial de espera y reflexión (que a mí me ha hecho mucho bien), me he decidido a hacer "definitivo" (por ahora) el esbozo primitivo de este librito ampliándolo con las propuestas que me han llegado.

 

      Presento siete rasgos de la figura de un apóstol. En cada rasgo reflexiono brevemente sobre las frases evangélicas, intentando adivinar el eco en el corazón de M. María Inés, citando entre comillas sus mismas palabras. Al final de cada capítulo, recojo un ramillete adicional de frases de "nuestra Madre" y dejo un espacio para la reflexión personal y en grupo. Como el ramillete no es exhaustivo, cada uno y cada una podrá añadir otras afirmaciones suyas preferenciales. Y así nadie tendrá motivo para quejarse de omisiones...

 

      Este librito podrá servir especialmente en dos niveles: 1º) para la pastoral vocacional; 2º) para reestrenar cada día el propio "sí" de entrega incondicional a Cristo Esposo.

 

      Las afirmaciones de M. María Inés son como el eco del evangelio en las fibras de su corazón. Para el lector serán una invitación parecida a la que hicieron los primeros discípulos que encontraron al Señor: "lo llevó a Jesús... ven y verás" (Jn 1,42.46). Y donde está Jesús, allí está también María, su Madre y nuestra, porque ella no puede faltar para enseñarnos y ayudarnos a hacer de la vida un "sí".

 

      Vale la pena dar el paso y mantenerlo firme... Pero cada uno tiene la palabra, porque la historia de la vocación continúa en el Corazón de Cristo y en el corazón de todos. También en el tuyo y de modo irrepetible... Jesús sigue sembrando "SEMILLAS DE VOCACION MISIONERA"... La semilla es buena. El problema es la tierra, es decir, el corazón de cada uno. Pero tenemos una buena "jardinera"...

 

 

SIGLAS DE DOCUMENTOS USADOS:

 

NI                 Notas íntimas

EE                 Ejercicios espirituales

DF                 Directorio de Formación

DEVC               Directorio de Espiritualidad y Vida común

CGE                Consejo General Especial

CP                 Carta personal a alguna hija

CC          Carta colectiva

Cir         Circular


1º. VOCACION: DECLARACION DE AMOR

 

      1.- Llamada: "ven". 2.- Respuesta: "voy". 3.- Jesús camina siempre a nuestro lado.

 

 

      *"Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él...  para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14; cfr. Mc 10, 21; Jer 1,5; 31,3; Gal 1,15).

 

 

1. Llamada: "ven"

 

      La llamada de Jesús es una sorpresa, es un don suyo y una iniciativa suya. El llamó siempre "a los que quiso " (Mc 3,13). Ni el joven del evangelio ni los apóstoles hubieran podido soñar que Jesús un día les diría: "ven y sígueme" (Mc 10,21; Jn 1,43; Mt 4,19; 9,9). "Un día, cuando ella quizá menos lo pensaba... muy lejos de imaginarse que Jesús había puesto sobre ella sus divinos ojos, oye como un rumor lejano estas palabras jamás oídas: 'Oye, hija mía, mira, inclina tu oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre' (Salmo 44)".

 

      Esta llamada es una declaración de amor. Cuando llamó al joven, "le miró con amor" (Mc 10,21). "Me miró, me amó y me llamó", dice M. María Inés.

 

      Jesús, al final de su vida, durante la última cena, quiso dejar constancia de este amor de amistad: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15,9). Es que "amó a los suyos hasta el extremo" (Jn 13,1).

 

      "SIGUEME... me dijo un día, con ese su inefable acento, impregnado de amor y de ternura y acompañando estas palabras con la indescifrable expresión de su mirada. ¡Qué mirada!... al fin divina, de todo un Dios. Sígueme...No profirieron otra palabra sus labios, y ya el corazón se fue tras él".

 

      Efectivamente, "nuestra vocación ha nacido en el Corazón de Jesús". Cuando llamó a los Apóstoles, ya "nos tenía en la mente". Nos amó "con amor eterno" (Jer 31,3). Por eso el Señor es "el galán eterno, robador de corazones". Sentirse llamado por Cristo equivale a "encontrarnos con el Amor, con ese Amor único y siempre fiel del buen Dios que nos escogió por esposas... ¡para siempre!" La vida ya no tiene sentido, si no se encauza como "programa de amor". El alma llamada se goza "al sentirse amada de su Dios", "solicitada por el amor de Dios".

 

      La vocación es, pues, una mirada de amor de Jesús, que cautiva a los corazones todavía sensibles y dispuestos a responder a su amor. Es "una de esas miradas que tienen el poder de conmover, de transformar". Porque es el mismo Jesús quien, declarándonos su amor, nos capacita par amarle esponsalmente.

 

2. Respuesta: "voy"

 

      Cuando uno sigue una "vocación" humana, le basta adquirir una técnica profesional. La llamada de Jesús pide el "sí" de toda la persona. Su amor no es para menos: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Ya desde que se comienza a sentir la vocación, Jesús examina de amor: "¿qué buscáis?" (Jn 1,38).

 

      La respuesta a la vocación es una adhesión personal, una opción fundamental, una actitud del corazón. El nos ayuda en nuestra debilidad, pero no hace ninguna rebaja al amor. Porque el amor es así: darse uno mismo, sin medida, del todo y para siempre.

 

      Si él nos dice "ven", es que nos capacita para responder "voy". San Pedro dijo en nombre de los apóstoles de todos los tiempos: "nosotros hemos creído" (Jn 6,69); "te hemos seguido" (Mt 19,27). "Cuánto se simplifica la vida espiritual cuanto más se va ahondando en ella; cuanto más profundo va siendo el conocimiento de Dios y de sí misma, entonces se puede reducir a estas solas dos palabras: VEN, que es el llamado de Dios; y VOY, que es la respuesta del alma".

 

      El amor a Cristo se estrena así. Empezar a medias, sería convertir nuestra vida en un taller de reparaciones. El amor verdadero lo quiere dar todo y, cuando descubre la debilidad y las faltas, no se desanima, sino que se siente más amado por Jesús y capacitado para empezar de nuevo, con más confianza en él. Entonces se siente a la Santísima Virgen muy cercana, como una Madre tierna y cariñosa, que nos ayuda a balbucear su mismo "sí".

 

      La capacidad de responder al amor de Cristo nos la da él mismo: "¡Jesús mío, dame amor para que con él te ame según tus deseos!". Es en diálogo íntimo con él donde se recuperan las fuerzas: "Heme aquí, pues me han llamado. Me doy a ti con toda la intensidad de mi alma".

 

      Hay que aprender a empezar todos los días, reestrenar el primer amor. "Como si fuera el primer día de mi conversión, quiero empezar con todas mis fuerzas, con todo el ardor de mi alma, quiero darme toda a él, sin decirle basta, que haga de mí lo que quiera".

 

      Los enamorados de verdad quieren vivir así, el uno para el otro: "quisiera vivir sólo de él y para él como Magdalena". La vocación es un examen de amor: "¿Me amas más que todas tus amigas, más que todos los que hasta ahora han constituido tu familia, tu centro, tu sociedad?". La respuesta de M. María Inés era así: "sólo quería amar y darme toda a Dios".

 

      Al recordar el amor que nos tiene Jesús, ese amor contagia y hace posible amarle con su mismo amor. "Mis ojos no cesaban de buscar al divino amante que así se había obsesionado de mi ser. Y, embriagada de amor sobrena­tural, aborreciendo todo lo del mundo... se fue el alma tras él". "No quiero otra cosa sino lo que tú quieres. Mi Dios y mi todo". "Señor, yo no tengo más que darte que lo que tú mismo me has dado, pero tómalo todo entero, sin reservas y para siempre, ¡para siempre!"

 

      Hay que aprender a escuchar todos los días, desde el despertar por la mañana, el "ven y sígueme", como declaración de amor. Entonces ya se puede responder con un "sí" renovado como el estreno de la aurora. "Cuántas veces el Señor nos dice a nuestro corazón: ven, ven..., para que mi amor pueda verterse en tu alma".

 

3. Jesús camina siempre a nuestro lado

 

      La presencia de Jesús en nuestra vida es el punto de apoyo de nuestra respuesta gozosa y generosa. Porque él no nos deja solos en la estacada: "estaré con vosotros" (Mt 28,10); "soy yo, no temáis" (Jn 6,20).

 

      Desde el despertar de la vocación, se puede tener esta experiencia consoladora, que continuará toda la vida. Ya no se vive nunca sólo, sino siempre con él. Podrá faltar todo, pero él no faltará a la cita: "no tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 8,9-10).

 

      La vida es hermosa cuando se vive como respuesta a la llamada de Jesús. En la vida ya sólo se tiene a él por herencia. Ya todo suena a él. No se encontrará nunca un esposo mejor. "¿Podrías haber soñado con un esposo más amante que Cristo?"

 

      Ya se quiere "vivir sólo de él y para él". Es verdad que no faltarán momentos de oscuridad y de debilidad; pero entonces se hará más presente, como el Buen Pastor, y nos ayudará a decirle como Pedro: "¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

      No hay vocación más hermosa que la de seguir a Cristo del todo y para siempre. "Mi alma... vierte su corazón todo entero en el tuyo". Verdaderamente "¡es tan hermosa nuestra vida cuando se vive como se la prometimos al Señor!". Por esto "debemos amar mucho nuestra vocación".

 

      Jesús hace posible la perseverancia y el crecimiento en el amor. Poderle amar, llena el corazón de gozo: "desde que me atrajiste a ti, me has dado tu amor por herencia". Entonces vamos descubriendo que somos "un latido de su corazón".

 

      El gozo de saberse amado y acompañado por Cristo, hace posible la respuesta generosa. "El alma... no puede menos de contestar siempre al ven de Jesús, con ese voy pronto, alegre, delicioso". El amor se hace entonces atrevidamente confiado. "¡Dame que te ame, como tú mismo me amas! ¡Dame que te ame con el corazón de María, tu dulce Madre y mía!"

 

      Hasta las propias debilidades se convierten en una experiencia del amor misericordioso de Jesús: "el arrepentimiento de mis pecados sin cuento, venía a unirme más a él; ¡lo veía tan dulce, tan amante, que no podía menos que arrojarme en su corazón!". "Mi alma ardía en amor, hubiera querido incendiarme, hubiera querido que él me metiera por la herida de su adorable corazón y no salir más de allí; por eso mi entrega fue plena, absoluta, irrevocable".

 

      El secreto de la alegría por la propia vocación consiste en descubrir que Cristo nos ha elegido y amado en nuestra pobreza, tal como somos, para hacernos tal como él es. "¡Qué dulzura! ¡Qué paz! ¡Qué alegría! Sentirme toda de mi Dios, amada de él; sí, muy amada de él; no por mis dotes naturales o sobrenaturales, que no existen, y si algo bueno hay en mí, todo es de él; sino, precisamente, porque soy pobre".

 

      El desposorio con Cristo vale la pena porque es así: convivir siempre con él. "¿Puede haber dicha mayor en la tierra que habitar bajo el mismo techo que Jesús, ser no solamente su sierva, sino también su esposa, su esposa escogida?".

 

      La vocación se vive tal como ha comenzado: de corazón a corazón. "Y me arrojé en sus brazos llena de confianza, pegando mi corazón muy fuertemente contra el suyo, pidiéndole me quemara, me encendiera, me consumiera, hasta reducirme a cenizas, siendo así la felicísima víctima de su amor". Así ya se puede "caminar siempre adelante, con el alma llena de fe y amor, mirando siempre al Amor que jamás nos traiciona". "Sabemos de quién nos hemos fiado, sabemos que él jamás nos falla, sabemos que nos ama, hasta la muerte de cruz".


                          Frases de M. María Inés

 

      ..."A quien el amor misericordioso del Hijo de Dios la ha elegido para hacerla un día su esposa... La ha escogido para ser su esposa, para su misionera; la ha distinguido entre millares, llamándola su paloma, su amada, la toda suya... Dios tres veces santo, no desdeñándose de su bajeza y ruindad, la ha escogida para ser su esposa" (Lira, 1ª, I).

 

      "Yo seré para ti, Padre, Madre, hermanos, seres queridos... has llegado ya al agujero de la peña de mi Corazón" (Lira, 1ª, II).

 

      "Al darme el anillo de la fe... todo LO SUYO ES MIO" (Lira, 2ª, IV).

 

      "Si El es quien ha inspirado a mi alma este anhelo; si El lo sostiene en mi corazón, El lo llevará a su feliz realización" (Ejercicios 1944).

 

      "Cada alma que amas, Jesús, y que corresponde a tu amor es una historia delicada de tu misericordia, de tus ternuras; es la página más hermosa de tu misma vida" (14 marzo 1943).

 

      "Desde la eternidad... ya me veías, ya me amabas a mí" (18 octubre 1943).

 

      "SIGUEME... me dijo un día, con ese su inefable acento, impregnado de amor y de ternura, acompañando estas palabras con la indescifrable expresión de su mirada... El corazón se fue tras El" (Comentario a la Regla).

 

      "Heme aquí pues me has llamado. Me doy a ti con toda la intensidad de mi alma. ¿Para qué exponerte mis deseos? ¡Tú los ves! Ya sé que tú me amas, siento que tienes designios especiales sobre mi alma, confío en ti con inmensa confianza" (EE 1933).

 

      "El divino Maestro nos tenía en la mente a nosotras, a todo el elemento seglar femenino, cuando dirigió a sus apóstoles esta palabra suplicante: La mies es mucha mas los operarios, pocos; pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su viña'. Qué hermoso ¿verdad?" (NI 1/9).

 

      "Como si fuera el primer día de mi conversión, quiero empezar con todas mis fuerzas, con todo el ardor de mi alma, quiero darme toda a él, sin decirle basta, que haga de mí lo que quiera" (NI 17/1).

 

      "Pero a mí, en tu infinita bondad, desde que me atrajiste a ti, me has dado tu amor por herencia...  alimentas­te mi alma con el amor purísimo de tu corazón dándome por maestra a tu madrecita, a mi adorada Morenita" (NI 216).

 

      "Dios, el amor, me atraía con fuerza irresistible. Sólo quería amar y darme toda a Dios" (NI 14/3).

 

      "No quiero otra cosa sino lo que tú quieres. MI DIOS Y MI TODO" (CP 1971).

 

      "Date a Dios sin pensar en ti. En una palabra DATE SIN RESERVAS, como se te ha dado Dios, y él se te dará a ti sin MEDIDA" (CP 1966).

 

      "Cuando el dulce Jesús encuentra un alma generosa no se cansa de pedir, y pide tanto más cuanto más grande es el gozo con que SE LE DA" (EE 1941).

 

      "Señor, yo no tengo más que darte que lo que tú mismo me has dado, pero tómalo todo entero, sin reservas y para siempre, ¡para siempre...! ¡Dame que te ame, Dios mío, como tú mismo me amas! ¡Dame que te ame con el corazón de María, tu dulce Madre y mía! Que mi vida sea un programa de amor. Que mi vida sea un acto de continua oblación (EE 1943).

 

      "¡Lo veía tan dulce, tan amante, que no podía menos que arrojarme en su corazón!" (NI 15/4).

 

      "Mi alma ardía en amor, hubiera querido incendiarme, hubiera querido que él me metiera por la herida de su adorable corazón y no salir más de allí; por eso mi entrega fue plena, absoluta, irrevocable" (NI 57).

 

      "El alma solicitada por el amor de Dios... bajo la impresión indefinible del eco de esa voz, guarda silencio, un silencio que es respetado por Jesús... no quiere hacer presión... quiere un fiat voluntario, decidido, amoroso" (NI 4/4).

 

      "Caminar siempre adelante, con el alma llena de fe y amor, mirando siempre al Amor que jamás nos traiciona" (CC dic. 1977).

 

      "Sabemos de quién nos hemos fiado, sabemos que él jamás nos falla, sabemos que nos ama, hasta la muerte de cruz" (CC oct. 1979).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) A la luz del evangelio, descubrir en mi vida una llamada de Jesús (vocación cristiana, a la santidad, a la misión, al seguimiento evangélico)

 

2º) ¿Estoy convencido de que Jesús me llama porque me ama?

 

3º) ¿Cómo agradezco la vocación recibida?

 

4º) ¿Estoy dispuesto a responder con un corazón "indiviso" al amor que me tiene Jesús?

 

                         Para reflexionar en grupo

 

1º) Comentar alguna frase evangélica en relación con la vida y doctrina de M. María Inés.

 

2º) ¿Cómo ayudarse mutuamente a discernir y seguir la vocación?

 

3º) ¿Cómo crear un ambiente de gozo, serenidad y entrega generosa para vivir la vocación recibida?

 

4º) ¿Cómo descubrir a Cristo más presente cuando experimentamos la soledad y las dificultades?

 

5º) ¿Cómo colaborar a despertar vocaciones misioneras y de vida evangélica?


2º. ME LLAMA TAL COMO SOY

 

      1.- Jesús me espera en mi pobreza. 2.- Jesús va de camino. 3.-Jesús me invita a abrirme a su amor.

 

 

      * "Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le  dice: «Sígueme». El se levantó y le siguió... No he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt 9,9-13; cfr. Jn 15,16; Ef 3,8ss).

 

 

1. Jesús me espera en mi pobreza

 

      Aquella mujer de Samaría, que iba todos los días a buscar agua al pozo de Sicar, nunca se había imaginado la sorpresa del encuentro con Cristo, el Mesías. El Señor la esperó "sentado y cansado del camino" (Jn 4,6), allí mismo, en su pobreza y miseria, amándola tal como era.

 

      A Mateo, el publicano, le pasó otro tanto. Jesús se le hizo encontradizo y le llamó allí, en su despacho de cobrador de impuestos (Mt 9,9-13). Su sorpresa inicial se convirtió luego en una vida de seguimiento para siempre. Es fiesta en el corazón cuando se arroja de él todo lo que no sea amar a Jesús y hacerle amar.

 

      La lista de esas llamadas sorprendentes no ha terminado, porque habría que añadir el nombre de cada apóstol, Magdalena, Saulo, Agustín y cada uno de nosotros. La cuestión es saber encontrar las huellas de Cristo en mi vida, esperándome y llamándome. A él no le espanta mi debilidad, ni mis defectos, si de verdad le quiero amar y empezar con él un camino y una vida nueva.

 

      Lo importante es descubrir su amor misericordioso, para dejarse amar, perdonar y contagiar de sus amores. "¡Oh Dios mío! Yo sé, yo siento, que me amas con amor de predilección. Y esta predilección por tan ruin criatura no acierta mi alma a comprender. Es que eres Dios de amor, de misericordia. ¡Ahí está todo!".

 

      Podremos responder si nos apoyamos en su amor misericordioso, porque "son las miserias las que atraen su corazón divino". Entonces se aprende a amarle sin reservas: "Cuando tú me llamaste por vez primera, atraído por mi inmensa miseria, robaste mi corazón; me di a ti de verdad ¡tú lo sabes!"

 

      En el abismo de la propia miseria, reconocida con humildad y confianza, crecen las alas para volar hasta el corazón de Dios. "De la comprensión amada de mi miseria me nacen esas alas poderosas que no se cansan jamás de volar, hasta descansar en él, hasta sumergirme en el océano inmenso del corazón de mi Jesús". El Señor es especialista en moldear el barro de nuestra nada.

 

      Jesús nos viene a pedir nuestro corazón tal como es, para cambiarlo en el suyo. El secreto está en esa confianza ilimitada en su amor: "sólo tengo un pobre y pequeñito corazón, lleno de miserias e imperfec­ciones, incapaz para todo bien, y hábil para todo mal, si tú no lo tienes de tu mano". A nuestra Madre le entusiasmaba saber que, para conquistar el mundo para Cristo, bastaba con poner a su servicio nuestra debilidad: "Quisiera hacer a mi Dios y Señor una ofrenda de todas las naciones y para su conquista no tengo más que mi MISERIA PUESTA AL SERVICIO DE SU MISERICOR­DIA, pero se la doy de corazón, con la convicción plena de que él es poderoso para obrar maravillas".

 

      Las "manos vacías" ya se pueden llenar de amor, para repartirlo a todos sin tacañería. Jesús puede hacer "una santa de basura". Y la Santísima Virgen es la mejor maestra y guía. Confiando en ella, las mismas faltas, reconocidas, se convierten en "peldaños para ascender más". De ahí nace la actitud de un "corazón agradecido", que quiere "cantar eternamente las maravillas del Señor".

 

      En el corazón de Cristo se entra reconociendo la propia pobreza, porque "el corazón de Dios es para los pequeños y miserables que nada pueden, que nada tienen, pero que... todo lo esperan de su Padre Dios tan bueno, tan misericordioso".

 

2. Jesús va de camino

 

      Los primeros seguidores de Jesús, Juan y Andrés, le descubrieron "yendo de camino" (Jn 1,36ss). Los dos discípulos que iban a Emaús, recibieron la visita de Jesús en forma de caminante (Lc 24,15ss). Es un gesto frecuente de Jesús (Mc 10,32), como de quien no quiere molestar, haciendo ademán de "pasar adelante" (Lc 24,28).

 

      La vida de Jesús es un camino hacia el Padre. El mismo se hace nuestro "camino", para que le encontremos como "verdad y vida" (Jn 14,6). Zaqueo, el publicano, encontró a Jesús y le recibió en su casa, cuando "pasaba por Jericó" (Lc 19,1ss).

 

      Jesús invita a caminar con él, a transformar la vida en un camino de "pascua" (paso), para hacer de la vida una donación. La respuesta a la vocación equivale a querer caminar con él (Jn 11,16). Si le decimos que "sí", ya no nos sentiremos nunca solos. La vida será siempre hermosa, también en los momentos de dificultad, porque por donde vayamos, él dejará sus huellas de caminante junto a las nuestras.

 

      La vocación de seguir a Cristo no permite instalarse en la comodidad. Ya sólo se busca vivir en él, con él y en él: "mi deseo era hacer su voluntad", decía nuestra Madre. Es que Jesús, cuando pasa, roba el corazón. Y ya no se puede vivir sin él. Desde que uno se decide a seguirle, ya no existe la soledad: "él siempre y en todo momento tendrá que salir por nosotros".

 

      El camino es siempre una sorpresa. En cada recodo del camino nos espera Jesús con una nueva gracia. Lo importante es no dejar pasar esos momentos decisivos para nuestra vida futura. "Tanto te ama Dios que está, momento a momen­to, pendiente de ti para aprovechar el primer movimiento del corazón; no dejes pasar la gracia que pasa, que llama y quiere permanecer en tu corazón. Cuántas veces nuestro Señor dice a tu corazón: 'Ven, ven, apróntate para que mi amor pueda verterse en tu alma, dame ese consuelo; cuánto me duelen tus dudas sobre mi amor que es infinito, y sólo busca el arrepenti­miento sincero para volcarse de verdad y que puedes encontrar así la verdad y la vida'".

 

      A pesar de nuestros tropiezos, a él le gusta vernos "siempre en pie de lucha". Y no deja de ser él mismo nuestro "Cireneo" cuando "desfallecemos bajo el peso de la cruz amada". Vale la pena seguirle diciéndole: "aquí me tienes; yo quiero dejarme manejar por ti". Entonces él nos lo da todo porque se nos da él mismo; a nosotros sólo nos pide que le demos nuestra nada.

 

      En nuestro caminar, él es nuestra seguridad: "siento una seguridad en ti, bien sé en quien he depositado mi confianza". Ya es posible perseverar en el camino de la vocación. "Señor, mi fuerza, mi poder, mi confianza, mi fe ciega está en mi miseria puesta al servicio de tu misericordia. Con esto lo digo todo". Ya podemos "volar, sin detenernos, hasta el regazo de Dios". El "quiere que nos elevemos, en la humildad y la confianza, hasta su corazón".

 

3. Jesús me invita a abrirme a su amor

 

      Si Jesús me espera en mi pobreza y pasa junto a mí, es para invitarme a abrir mi corazón a sus planes de amor. Por esto llama humildemente a mi puerte: "estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

 

      Propiamente es él quien me invita a entrar en su corazón. Se mostró sediento a la Samaritana y le pidió de beber, para que ella se diera cuenta de su propia sed y pidiera a Cristo el agua viva: "dame de esta agua" (Jn 4,15). Jesús sabe que nuestro corazón tiene una sed tan grande, que sólo la puede saciar él. Por esto se muestra mendigo de nuestro amor, para que le encontremos a él como amigo y esposo. La vocación es el encuentro entre las ansias de amar de Jesús y nuestra sed de amor.

 

      Mi entrega ya es posible, porque me puedo apoyar en su amor. Si me siento amado por él, me sentiré capaz de amarle con un corazón indiviso. La confianza humilde se convierte en amor audaz, en actitud "dulcemente confiada y audazmente atrevida".

 

      Entrando en el corazón de Cristo, entro en el corazón de Dios, y allí encuentro a todos los hermanos para amarles con un amor totalmente nuevo: con el mismo amor de Jesús. "Heme aquí, Señor, envíame. Pronta estoy a hacer tu volun­tad. Señor, ¿Qué quieres que haga? Habla, Señor, que tu sierva escucha".

 

      No hay que olvidar nunca la miseria de donde nos ha sacado Jesús. "Tu vida en adelante debe ser un himno; un himno no inte­rrumpido de amor y gratitud hacia ese Dios tres veces santo que, no desdeñándose de tu bajeza y ruindad, te ha escogido para su esposa". "Desde tu eternidad ¡oh Jesús divino!... ya me veías a mí, ya me amabas ¡a mí! que tan mal he correspondido a tu dulce llamado". "Mi corazón se eleva hasta ti en raudo vuelo que nadie es capaz de detener".

 

      Hay que responder que "sí" a este examen de amor. No estaría bien hacer esperar, mientras está llamando a la puerta, a quien nos ama hasta dar su vida en sacrificio.


                          Frases de M. María Inés

 

      "Yo nada puedo, Señor. Pero si soy la fragilidad, tú eres el poder; si soy la miseria, tú eres la santidad" (EE 1933).

 

      "Los hijos de Dios viven así, enteramente confiados, y hasta de sus miserias y caídas hacen un puente para subir rápido a su corazón. Nada los detiene, porque precisamente son las miserias las que atraen su corazón divino" (CP 1965).

 

      "La miseria aceptada, y más aún, haciendo de ella un objeto de amor, precisamente porque nos humilla, es tan agradable a Dios que inmediatamente dirige su mirada al alma que así lo invoca...    El amor de la propia abyección es un acto de humildad tan grande y sublime, que hace gozar el corazón de Dios y colmar de bienes al alma dichosa que lo practica" (CP 1965).

 

      "¿Has comprendido el abismo de tu miseria y de ello tomas alas para volar hasta mi corazón? Pues te aseguro que abandono mi omnipotencia al servicio de tu fe. Haz de ella lo que quieras ¡Oh, mujer! porque grande, inmensa es tu fe" (NI 188/4).

 

      "Al ponerse en la presencia de Dios que la ve y la escucha, siente el anonadamiento de su ser, y sumergiéndose en ese abismo insondable, más llena de confianza y amor de Dios, atrae a sí ese otro ABISMO de infinita profundidad... Quiere que te conozcas miserable, incapaz para todo bien, para que El te inunde con sus gracias, y te llene de Sí mismo" (Lira, 1ª, II).

 

      "No encontrando más que miserias, caídas, faltas, lejos de desalentarme por verme ahora más imperfecta, amo el despre­cio propio que esto me produce, y el desprecio ajeno que esto me origina y, en posesión de estos tesoros, voy a mi Dios PENETRADA DE CONFIANZA, ENVUELTA EN CONFIANZA; adolo­rida, sí, por lo que he contristado su divino Corazón, pero amargamente arrepentida, dulcemente confiada y audazmente atrevida" (NI 27/4).

 

      "Sólo tengo grande, ¡muy grande!, mi confianza en su misericordia; ella hará una santa de basura. Estoy segura, no ha habido ni habrá religiosa más llena de defectos, más miserable que yo" (NI 16).

 

      "Adelante, hija, y sin desmayar jamás, tratando de sacar partido aun de las mismas caídas, que si somos humildes y sabemos confiar en Dios y en la santísima Virgen, se convertirán en peldaños para ascender más" (CP).

 

      "Sí, hija, él, mejor que nadie, nos conoce y sabe del barro que nos ha hecho, con tal de que nos vea siempre en pie de lucha; eso le agrada" (CP 1968).

 

      "Que tu alma siempre se deje alentar y vivificar por él, que nunca nos falta, y bien conoce la debilidad humana con que a veces desfallecemos bajo el peso de la cruz amada" (CP 1978).

 

      "Y para esto, no necesitas más que tomar instrumentos que quieran dejarse hacer EN TUS MANOS; por mí, aquí me tienes; yo quiero dejarme manejar por ti" (NI 89/8).

 

      "No tengo más que miseria que ofrecerte, porque esto sólo produce mi huerto, pero en medio de este huerto está mi corazón ardiente, QUE TE LO DOY POR ENTERO"... (NI 89/9).

 

      "¡Ah Jesús! Qué hermoso eres mostrándote a los infieles en todo el esplendor de tu misericordia. ¿Querrás servirte de  este granillo de arena, esta miseria que se te brinda, porque yo TODO LO ESPERO DE TU BONDAD? Sé que nada bueno hay en mí para que tú te inclines en mi favor" (NI 226/9).

 

      "Jesús mío, yo pongo toda mi miseria en tu misericordia para el bien de las almas. Heme aquí, Señor, envíame; pronta estoy a hacer tu voluntad. Señor ¿Qué quieres que haga? Habla, Señor, que tu sierva escucha" (NI 114/5).

 

      "A cada falta, encuentro el beso de perdón del Padre del hijo pródigo"... (NI 27/5).

 

      "A nuestro Señor no le importa el instrumento; él suele escoger lo más inepto para llevar a cabo sus grandes obras, para que nadie se atribuya a sí el propio éxito" (EE 1943).

 

      "Tus gracias, lejos de ensoberbecerme, me hacían sumergirme más y más en el profundo abismo de mi miseria, para de ahí elevarme a tus brazos" (Composi­ción, 14 de marzo de 1943).

 

      "¿No acostumbra Dios servirse siempre de los instrumentos más defectuosos, y llevar así a cabo grandes obras de su mayor gloria? ¡Yo quiero, Jesús mío, ser en tus manos poderosas un instrumento de tu gloria!" (NI p 46/2). 

 

      "Cuando (mi alma) se encuentra en tal estado de aridez que ni siquiera puede producir actos de esta virtud, presenta humildemente a Dios su impotencia, ama su miseria, se goza en verse buena para nada, hace a su Señor un don de su nada" (NI 7/32).

 

      "Sí, Dios mío; como San Pedro te diré: tú sabes que te amo, tú sabes que sólo busco tu gloria; tú sabes que anhelo extenderla, dilatarla por todos los ámbitos del globo, pero tú sabes también que soy demasiado pequeña, por eso todo lo espero de ti, y en esa esperanza descansa mi corazón y se dilata de amor" (EE/50/23).

 

      "No te espante tu miseria, hija. En un beso de amor a tu Esposo celestial, pídele perdón. En tus luchas, en tus trabajos apostólicos, en tus decaimientos, siempre, siempre: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío! Aun para el fruto de tu apostolado, Dios quiere que le ofrezcas tus miserias y caídas. Ofrécelas en la oración; ama verte ruin, pero trata con paz de ser mejor. ¡Cuenta con tu Madre santísima!... Entrégale tu miseria. Es tan provechoso al alma que se goza en su abyección y que de esa abyección forma un ramillete de virtudes que regocijan el corazón de Dios: humildad, confianza, paciencia consigo misma y con las demás; misericor­dia para todos, espíritu de fe para sus superioras, coronando todo esto la caridad como reina absoluta" (CP).

 

      "Es una grande gracia de Dios nuestro Señor el conocimiento propio, pero de allí, sintiendo en el fondo del alma nuestra nada e impotencia, debemos volar, ¡sí, volar! sin detenernos, hasta el regazo de Dios. Así como el niño pequeñito se refugia en su madre cuando teme un peligro, y peligro muy grande son nuestras miserias para nuestra santificación. Pero ellas serán un medio poderoso para la misma santificación si sabemos aprovecharlas con humildad, si sabemos reconocer sin descorazonarnos lo que somos realmente y lo que valemos" (CP).

 

      "Señor, que yo vea mis miserias para despreciarme... tu bondad, tu misericordia, tu amor, para tratar de amarte inmensamente, infinitamente" (CC junio 1974).

 

      "Tu alma es un erial, sólo cubierto de malezas; pero confía que El puede transformarlo en un hermoso jardín" (Lira, 1ª, VI).

 

      "Cuando la Misericordia y la miseria se encuentran y se comprenden y se funden, ya no queda más que la MISERICORDIA" (Lira, 2ª, III).

 

      "Es importante y meritorio que reconozcamos humildemente nuestras miserias. Pero después de haberle pedido perdón, estemos seguras de haber sido escuchadas. Luego, alegría inmensa sabiéndonos amadas de él. Si, hijas, amadas con amor infinito" (CC 15 oct. 1955).

 

      "Que el comprobar nuestra miseria nos lleve hasta los brazos de Dios y que allí esperemos todo. El corazón de Dios es para los pequeños y miserables que nada pueden, que nada tienen, pero que reconocen alegremente su necesidad y todo lo esperan de su padre Dios tan bueno, tan misericordioso" (CC 8 marzo 1956).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º ¿He aprendido a descubrir a Jesús esperándome en mi pobreza y debilidad, para perdonarme y ayudarme?

 

2º ¿Acepto sinceramente y con gratitud el hecho de que Jesús me ame tal como soy?

 

3º ¿Qué huellas hay en mi vida que indican el paso de Jesús y su llamada a la puerta de mi corazón?

 

4º ¿Tengo deseos sinceros de amar a Jesús del todo y para siempre?

 

                         Para le reflexión en grupo

 

1º Ver en los textos de nuestra Madre cómo su humildad se convertía en confianza, generosidad y audacia.

 

2º ¿Cómo podría nuestro grupo ayudar a otros a sentirse llamados y felices por la llamada?

 

3º ¿Cómo ayudarse mutuamente a no instalarse en la comodidad y dejadez?


3º. ENCUENTRO DE RELACION PERSONAL

 

      1.- Jesús habla al corazón. 2.- Aprender a escucharle. 3.- La unión con él.

 

 

      * "Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí ‑ que quiere decir, Maestro ‑ ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis» Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,38-39; cfr. Jn 1,45; Fil 1, 21)

 

1. Jesús habla al corazón

 

      Las palabras evangélicas de Jesús son siempre vivas, como recién salidas de su corazón. El nos las dice ahora y nos habla de corazón a corazón. Es él quien sigue diciendo: "dame de beber" (Jn 4,7); "venid y veréis" (Jn 1,39); "venid a mí todos" (Mt 11,28); "¿quieres curar?" (Jn 5,7)...

 

      La oración es siempre una actitud relacional, un diálogo, "una mirada del corazón" (Santa Teresa de Lisieux), un "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa de Jesús). La oración se nos hace posible porque es Jesús mismo quien tiene la iniciativa de acercarse, hacerse encontradizo, hablar, darse...

 

      A partir de esta cercanía e iniciativa de Jesús, ya es posible orar, estar con él, escucharle, darse. Decía nuestra Madre que orar es "amar y amando, entregarse, contemplar, conversar con el Amigo, llevar a su presencia las necesidades de los hermanos, la sed de salvación de almas".

 

      En la oración se aprende a conocer y escuchar a Jesús "por propia experiencia", porque es él quien habla al corazón, de tú a tú. "Cuando tú mismo eres quien hablas a mi corazón, cuando tú mismo te manifiestas a él en la plenitud de tu amor, de tu ternura, de tu compasión, de tu generosidad, de tu misericor­dia... enton­ces, Dios mío, no te conozco ya sólo por referencias, por lo que otras almas me cuentan; te conozco POR PROPIA EXPERIEN­CIA".

 

      Las palabras de Jesús son una declaración de amor. Esta experiencia no es siempre un entusiasmo o un fervor sensible; pero sí es una convicción honda de que él nos ama y nos perdona. Ya no se buscan sucedáneos, sino sólo a él, aunque sea en la sequedad y oscuridad. Nos basta él. "Cuando él me atrajo sobre su pecho, cuando dijo a mi oído las dulces palabras de su amor, vi que había encontra­do el único amor que podía saciarme, el único que podía hacerme feliz. No necesité más; se lo di por entero".

 

      A Jesús se le va conociendo cuando recibimos sus palabras sin autodefensas. Es él quien hablando se da y nos ayuda a responder dándonos a él, estando sin prisas con él. "Te conozco porque tú mismo has dicho a mi alma quién eres, con fuerza tal, que he caído humildemente, amorosamente rendida a tus pies sacrosantos". Basta con sentirse "sumergida en un mar de agradecimiento".

 

      En Jesús se aprende que todas las cosas son mensaje del Padre. "Dios mío y todas las cosas" (San Francisco de Asís). Jesús invita a encontrar este mensaje de Padre en las flores y los pájaros (Mt 6,26-28). A quien sabe escuchar y abrir los ojos al amor, ya todo le habla a gritos del amor de Dios. "La comprensión intensa de que todo es un regalo de su amor, me llena de una gratitud tal, de un reconocimiento tan grande que, sintiéndome anonadada y sumergida en ese mar de agradecimiento por la fuerza del amor, el pobre corazoncillo quiere estallar".

 

      Con María, tanto las palabras de Jesús como nuestra actitud de escucha y de respuesta, se hacen un "coloquio entre tres", porque "nunca puede estar la Madre sin el Hijo". Las palabras de Jesús, salidas de su corazón, nos hacen entrar en él: "Tú, Jesús mío, has establecido a mi alma en la paz, ella se ha encerrado dulcemente en tu corazón sagrado". "La vida de intimidad con María es mi única vida".

 

      Las palabras de Jesús nos quitan la sed de otras cosas y nos aumentan la sed de él. "En esta vida, entre más te gustamos y te conocemos, ¡oh Verbo de Dio! más intensa es la sed que tenemos de ti". Nos basta él, aceptado como es, en "contemplación callada y silenciosa". Entonces, ¡qué fácil es llegar a su corazón!. "Que tu espíritu se postre a los pies de Jesús... dile palabras de amor... vacía tu alma en la suya". Basta con tener la "mirada siempre fija en el sol de justicia, Cristo Jesús".

 

2. Aprender a escucharle

 

      Escuchar las palabras de Jesús, meditándolas en el corazón como María (Lc 2,19.51), es un proceso lento de toda la vida. Pero ya se puede empezar recibiéndolas tal como son, dejándose cuestionar por ellas, pidiendo a Jesús luz y fuerza para cumplirlas, deseando que su amor nos transforme en él. La Santísima Virgen nos indica el camino: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Las mismas palabras de Jesús son un camino.

 

      Escuchar no es dominar. Hay que recibir sus palabras como quien se deja mirar y amar en su propio pobreza (cf. Lc 1,48). Sus palabras valen más que todos los ruidos de esta tierra y de nuestras preocupaciones.

 

      No hay que tener prisas ni exigencias. "Dénos él lo que quisiere", decía Santa Teresa. Nuestra Madre comentaba: "No se necesita que la oración sea dulce y sabrosa; cuando él quiere regalar al alma con sus dones, a ésta no le toca más que aceptarlos humildemente agradeci­da, y negociar­los... en bien de sus hermanos y de sí misma... Aunque la oración sea árida, seca, dolorosa, mientras sea confiada y rendida a la voluntad de Dios, es buena y aun excelente oración, porque entonces el alma no va a ella para regalarse con las dulzuras divinas, sino solamente para regalar a su Dios".

 

      Para entrar en el silencio amoroso y sonoro de las palabras de Jesús, hay que hacer silencio en el corazón. "Dile a tu Esposo que aunque toques y no te conteste, aunque pidas y no te dé, aunque busques y no encuentres, en él confías; y que confías en él contra toda esperanza y que, aun cuando estuvieras sentada en sombras de muerte, en él esperarías". "Le pido a nuestro Señor que él hable en la soledad de tu corazón, y, para eso, no tienes más que hacer el vacío de tus pasiones, de tu yo, para que él llene por completo tu alma".

 

      Escuchar de verdad a Jesús compromete toda la vida, tanto los momentos de oración como los de acción. "Quisiera vivir sólo de él y para él, como Magdalena, a sus plantas, escuchando las divinas palabras que salen de su boca, pendiente de esos labios que sólo tienen palabras de vida eterna. Sí, lo siento muy mío, todo mío, yo toda fundida en él, una sola cosa con él y él dentro de mi ser".

 

      La escucha de las palabras de Jesús se convierte en "una vivencia de respuesta constante" a su llamada. De esta escucha contemplativa y vocacional, se pasa a una escucha de Dios "en toda circunstancia, en todo momento... siempre pendiente de su amorosa voluntad".

 

      Entonces la vida se hace unidad. Ya todo se puede convertir en oración, a condición de que se tengan momentos fuertes cotidianos de encuentro personal con Cristo en la Eucaristía y de escucha de su palabra. "La oración es para mí como el agua para el pez, como el elemento del aire para el pájaro. Sin oración no puedo vivir, elevándose mi alma a Dios de una manera facilísima, en los sucesos de la vida y en la obra maravi­llosa de la creación, cuando mis ojos se pueden detener en alguno de esos vestigios de Dios, que tan de manifiesto nos pone su omnipotencia y amor". Es "una comunicación no interrumpida".

 

      La escucha es una apertura del corazón "de par en par", un momento de "intimidad a solas con Jesús". Hay que aprender la actitud de María de Betania, "a sus plantas, escuchando las divinas palabras que salen de su boca, pendiente de esos labios que sólo tienen palabras de vida eterna". Entonces Jesús nos introduce en "la herida de su adorable Corazón", para "no salir más de allí".

 

      Al escuchar las palabras de Jesús, de corazón a corazón, él nos invita a entrar en el suyo, para que le expongamos con confianza todo lo que nos preocupa: "mi recurso habitual es tu divino Corazón y, derramando en él todas mis ansias, todas mis angustias, mis penas, mis amarguras, descanso amorosamente en tu AMOR INFINITO y de él lo espero todo".

 

      El consejo de nuestra Madre es asequible a todos: "Abrele tu alma de par en par con todas tus miserias y tus anhelos... pídele inflame tu corazón al contacto del suyo".

 

3. La unión con él

 

      El camino de la oración lleva a la unión con Jesús, hasta identificarse con su modo de pensar, de sentir y de querer. Escuchando su palabra y recibiendo el "pan de vida", ya se puede vivir de su misma vida (cf. Jn 6,48-57).

 

      El camino es siempre de purificación, iluminación y unión. El corazón, para identificarse con el de Cristo, debe orientarse hacia el amor, echando fuera desórdenes y tinieblas de egoísmo. Si recibimos la luz purificadora de Jesús, nos convertimos en "hijos de Dios" (Jn 1,12), "hijos en el Hijo" (Ef 1,5).

 

      Jesús mismo se hace nuestra oración y, con él, nuestra vida se hace un "Padre nuestro" de actitud filial, "un himno no interrumpido de amor y gratitud". Es como una "íntima adhesión al Señor".

 

      La unión con Jesús en la oración se demuestra en la caridad durante el día. Para el alma contemplativa, la oración se convierte en "el impulsor de los movimientos de todo su corazón y de cuántas acciones, por mínimas que sean, tenga que realizar".

 

      Esta unión es sencilla. Bastaría ofrecer a Jesús los latidos del corazón, desde la propia pobreza. "La contemplación es la oración del hijo de Dios, del pecador perdonado que consiente en acoger el amor con el que es amado y que quiere responder a él amando más todavía" (Catecismo de la Iglesia Católica 2712). "La contemplación es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza" (ibídem).

 

      La oración de que habla M. María Inés es así de sencilla. "La oración es el movimiento de nuestro corazón que se eleva a Dios entrando en contacto con él adhiriéndose a lo que él quiere". Es hacer "que tu corazón lata siempre al unísono con el de tu celestial Esposo". Se aspira a "perderse en el abrazo de Dios"... "yo toda fundida en él, una sola cosa con él y él dentro de mi ser".

 

      Esta oración es "desde el abismo de mi nada", pero sabiéndose amado por Dios en Cristo. El nos ve "en el corazón de su amado Hijo" y "siempre nos verá a través de su Hijo amado". Con Jesús viviendo en el corazón, ya podemos amar a Dios con el mismo amor con que él no ama. "El alma... retorna a Dios el don que de él ha recibido".

 

      La vida ya es hermosa porque, por Jesús y en el Espíritu Santo, se puede hacer donación al Padre y a los hermanos. "Quiero transformarme en amor, quiero vivir de amor, quiero morir de amor". La vida se hace un himno de comunión y un "fiat" como el de María.

 

      De esa unión con Dios, por Cristo y en el Espíritu, dimana la fuerza imparable de la evangelización. "Padre celestial, que me miras con miradas paternales, que me amas desde toda la eternidad, quiero renacer en el agua y en el Espíritu. Haz que descienda con sus siete dones el Espíritu de verdad y que me penetre, me transforme, me unifique, me convierta en ascuas ardientes por tu gloria, por las almas".

 

      Un consejo práctico de nuestra Madre: "enamórate de él aprendiendo a conocerlo en los santos Evangelios"... Así se harán "almas de oración, de fe, de confianza; almas que sólo busquen el amor y vivan para el amor".


                          Frases de M. María Inés

 

      "¡Qué bien se está, Jesús, cuando se vive en ti! Pero es que en ti vivo siempre, aunque haya momentos que no lo sienta, aunque las ocupacio­nes exterio­res tan múltiples y diversas me hagan sufrir" (NI 208).

 

      "Tendrás presente que la vocación es un diálogo amoroso entre Dios que llama y el hombre que responde; por lo tanto, no has de pensar en ella como un acontecimiento histórico terminado el día de tu ingreso, sino hacerlo una vivencia de respuesta constante al llamado continuo de Dios a tu alma. De este modo lograrás realizarte plenamente en tu vocación" (DF cap. II).

 

      "La oración es el movimiento de nuestro corazón que se eleva a Dios entrando en contacto con él y adhiriéndonos a lo que él quiere. Es la fe en ejercicio frecuente que va santifi­cando el alma, porque santo es aquél en quien toda acción, todo movimiento, se encuentra en dependencia de la adhesión constante a la voluntad de Dios, haciendo de eso una manera de vivir" (DF n. 30).

 

      "Mi primera vocación es la oración, a ella me siento incli­nada con toda la vehemencia de mi alma... Y, como punto de meditación, todo un magnífico panorama de montañas y de mar con sus puestas de sol, sus espléndidos crepúsculos, el romper de las olas, el estrellarse en las rocas, todos esos variantes de colores que presenta el océano en conformidad con el cielo. Es algo hermosísimo. Su solo recuerdo, ahora que no puedo contemplarlo, me lleva a Dios de una manera dulcísima" (NI 52, 5).

 

      "Abandónate a los excesos de su amor misericordioso. Recuerda siempre, pero sobre todo en esa hora de conversación a solas con El, que tienes todo poder sobre su Corazón, pues El mismo te lo ha dado... En esa dulce hora de intimidad a solas con Jesús... ábrele tu corazón de par en par; confía inmensamente, ama inmensamente... ruega a tu Madre María de Guadalupe interceda en unión contigo y pide a la misericordia suplicante, que te enseñe la hermosa ciencia de la intercesión al estilo de Ella... Acepta la aridez con humildad y gratitud; reconoce sencillamente que tú nada mereces, que demasiado hace El tolerándote en su presencia" (Lira, 1ª, V).

 

      "Haz tu oración tal como El quiere... escucha lo que Dios diga a tu alma, siguiendo las mociones del Espíritu Santo... Desde el abismo de tu nada, desde la profundidad de tu miseria, te levantarás llena de confianza, hasta el Corazón de Dios... Como huésped de amor y de dulzura, (el Esposo) vive en el fondo de tu alma" (Lira, 1ª, IX).

 

      "Cuando El quiere comunicarse con las almas, las lleva a la soledad; soledad en que debes continuamente vivir, aun cuando al correr del tiempo, tengas que desplegar una continua acción en favor del prójimo" (Lira, 1ª, XIV).

 

      "La contemplación te sostiene y te ayuda en la acción; y ésta te llevará continuamente a aquélla" (Lira, 1ª, XVI).

 

      "La Misionera Clarisa se entrega de pleno a la oración, a la contemplación, para poder entregarse de PLENO A LA ACCION y sea un apostolado fecundo" (Lira, 1ª, XVII).

 

      "El alma de todo apostolado es el alma de oración; que en la oración están vinculadas las gracias de conversión, de regeneración, de perdón, de santidad. Por eso la oración es la vocación esencial de toda Misionera Clarisa... la oración es la fuente en donde saciar su sed de ALMAS... que se apasionen por la oración... que sus almas de apóstol te encuentran en todas partes" (Lira, 2ª, VI).

 

      "Mi vocación a las almas se sumerge en esa otra vocación primordial que hace las delicias de mi vida, que me sostiene en las luchas, que me levanta en mis caídas, que me mantiene, tanto cuanto es posible, en el continuo trato con mi Dios y con mi Madre del cielo: LA ORACION" (Composición 12 septiembre 1943).

 

      "Todo lo que la creación encierra es la huella luminosa de Dios; y me parece, si no es muy atrevida la frase: COMO UN RETRATO SUYO... nos habla a gritos de su omnipotencia, de su amor sin límites, de su ternura de madre... en esa soledad, en ese silencio sentido, oído"... (Composición 12 septiembre 1943).

 

      "La oración es la vocación esencial de mi vida... es la fuente en donde se sacia mi sed de almas... Siempre me ha gustado hacer de mi vida un himno no interrumpido de amor y gratitud... Aún de mis miserias hago un himno de gratitud" (Composición 12 septiembre 1943).

 

      "El habla al corazón, porque su voz sólo se puede escuchar en el silencio... El alma enamorada de Dios... se retira a solas con Dios" (Comentario a la Regla, 22).

 

      "¡Qué bien se siente el alma que ama testificando a Dios su amor, con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas, sobre todas las cosas, desde el abismo de mi nada" (NI 32/2).

 

      "La vida de oración, de sacrificio oculto, de humildad, de negación, de obediencia, deberá hacer las delicias de su alma, vivificando sus actos todos EL AMOR, esa caridad, que es la única que da el mérito de nuestras obras, por pequeñas que sean en sí mismas" (NI 7/28).

 

      "Nada distraerá a las almas escogidas de la presencia de su Dios, de su amor, de su intimidad; con él trabajarán, sufrirán, orarán" (NI 5/12).

 

      "El Padre nos amó, nos revistió de su propio Hijo; o bien, nos tomó y nos encerró a todos juntitos en el mismo corazón de su amado Hijo. Allí siempre nos verá a través del Hijo amado, con grande complacencia, porque es a su Hijo a quien contempla" (EE/50/55).

 

      "No hay punto de meditación que más impresione el alma y la levante más allá de las regiones etéreas como la contemplación de la naturaleza... En cada una de las creaturas vemos a Dios, su sello, su huella, su amor, su ternura" (NI 73/14).

 

      "Tú, Señor, puedes también reducirme a cenizas, consumida por tu amor. Y me arrojo en sus brazos, llena de confianza, pegando mi corazón fuertemente contra el suyo, pidiéndole me quemara, me incendiara, me consumiera, hasta reducirme a cenizas, siendo así la felicísima víctima de su amor" (NI 36/5).

 

      "Que tu vida sea oración toda ella, aun en medio de tus ocupaciones, por las elevaciones de alma tranquila y en paz con Dios" (CP).

 

      "Seamos YA, intensamente almas de oración, de fe, de confianza; almas que sólo busquen el amor y vivan para el amor" (CC jun. 1978).

 

      "Nunca serás testigo de Cristo ante tus hermanas si no vives la vida de Cristo, y esto, superabundantemen­te" (CP).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) ¿Qué experiencias encuentras en tu vida de cómo Jesús habla al corazón?

 

2º) ¿Qué te ayuda más y qué te estorba más para escuchar las palabras de Jesús?

 

3º) ¿Qué etapas señalarías en el camino de la oración para llegar a la unión íntima con Jesús?

 

                         Para la reflexión en grupo

 

1º) ¿Qué notas características encuentras en la oración de nuestra Madre?

 

2º) ¿Cuáles son los rasgos más imitables de su oración contemplativa?

 

3º) Señalar frases de nuestra Madre en las que aparece un gran trasfondo evangélico.


4º. SEGUIMIENTO PARA COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

      1.- El me amó así. 2.- Me invita a compartir esponsalmente su vida. 3.- "Vivir de él y para él".

 

 

      * "Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron" (Mt 4,19-20; cfr. Mt 19,27; Mc 10,38; Gal 1,16)

 

 

1. El me amó así

 

      La vocación es un don de Jesús. El nos conquista para que le sigamos incondicionalmente, mostrándonos su amor de totalidad. Porque "nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      El nos amó hasta "dar la vida" (Jn 10,11). Esta donación no era de palabras, sino de hechos: vivió pobre para decirnos que, al no tener nada, se nos da él (Mt 8,20); nos amó sin buscar sus preferencias, sino siempre obediente a la voluntad salvífica del Padre (Jn 4,34); y en cada instante nos amó con amor virginal de Esposo que corre nuestra misma suerte (Mt 9,15).

 

      Este amor de Cristo a su Iglesia es para hacerla su esposa inmaculada: "amó a la Iglesia y se entregó por ella para consagrarla a Dios... sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). Importa mucho enterarse de este amor: "me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20).

 

       Es posible responder a este amor cuando uno se deja conquistar por él. Porque el amor de Cristo hace posible nuestro amor de retorno. "Cuando el alma se sabe amada y sabe que se la ama con amor INFINITO, trata de correspon­der, a la medida de sus fuerzas, a ese mismo amor infinito, amando al Padre con el corazón del Hijo". "¡Oh, Dios mío! Cuando contemplo lo mucho, lo infinito que tú has hecho por mi amor, quisiera ser otro dios para poder corresponder dignamente y, así, teniendo un corazón con capacidad para lo infinito, amarte tanto cuanto tú mereces, cuanto tú te amas". "Me amaste con amor eterno".

 

      Conocer el amor de Cristo no es como conocer ideas o cosas. Al amante se le conoce cuando se acepta su amor. Quien se entrega a Cristo para siempre, es que "ha conocido suficientemente su amor, el amor que Dios le tiene". Entonces ya es posible "dejarse hacer por un Dios que es amor".

 

      Algunos no entienden de entrega gozosa y generosa porque no entienden de amor. Las "obligaciones" de una vida consagrada no son un peso, sino una fuente de alegría, porque "en ella servimos a un Dios que es amor y se nos da por amor".

 

      Quien se ha dejado conquistar por el amor de Cristo, ya no mira tanto lo que deja, sino lo que encuentra: el mismo Jesús, que vale más que todo. Entonces resulta fácil "el abandono de todo lo que no sea él". Se busca a "Cristo pobre, obediente y casto". Se trata de vivir unidos a Cristo Esposo. En su testamento, nuestra Madre nos dejó la línea de conducta de una vida consagrada parecida a la de San Juan de la Cruz: "Ahora, sólo el amar es mi ejercicio".

 

      Cuando se estrena la vocación, se llega a experimentar que ya sólo el amor de Cristo puede llenar el corazón. Lo importante es reestrenar todos los días de la vida esta experiencia de su amor. "Vi que había encontrado el único amor que podía saciarme, el único que podía hacerme feliz". "En el amor me convertiste a ti, en el amor te encontré, en el amor te he vivido y en tu amor quiero morir. En tu amor quiero y te pido se desarrolle la obra que me has confiado, y que, siguiendo la ruta que me has señalado y que hoy me confirmas por San Pablo, no viva más que de amor a ti y a las almas".

 

      Al saberse amado por Cristo Esposo, uno descubre que también los demás son amados con un amor irrepetible. Es Cristo quien nos ama desde cada hermano, y es también él quien quiere ser en mi vida signo de amor para los demás hermanos. Este es el secreto de la vida comunitaria: "El primer elemento de la vida común, es la vocación de Cristo; Cristo llama y elige. La vocación es llamada gratuita a la convivencia con él y, lógicamente, con los hermanos en fraternidad".

 

      En esta experiencia del amor de Cristo, "aprendió el alma, con la ayuda divina, a abandonarse totalmente y sin reservas a su divino amor, con alegría llena de paz". En la vida de Jesús, que "amó hasta el extremo" (Jn 13,1), se descubre que él es "Esposo de sangre", porque hizo de su vida una donación total. Hay que pedirle al Señor que no olvidemos su amor, que "no nos deje salir de su adorable corazón".

 

2. Me invita a compartir esponsalmente su vida

 

      Cuando Jesús subía a Jerusalén para celebrar la Pascua dando su vida, invitó a sus discípulos a correr su misma suerte, a compartir su misma vida: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?" (Mc 10,38). Por declararnos su amor, nos invita a pertenecerle esponsalmente: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      Somos los "amigos del Esposo" (Mt 9,15), invitados a las bodas. Nos invita a "vivir familiarmente con él, para pertenecerle totalmente" (Juan Pablo II). Y si nos invita a este seguimiento, es para convertirnos en signos de cómo ama él. Su amor no admite recortes ni descuentos. Defectos los habrá siempre en nosotros, pero hay que desterrar la tacañería, para poder corregir los demás defectos.

 

      Si Cristo Esposo, por amor, vivió casto, obediente y pobre, así quiere que sean sus amigos íntimos, su esposa la Iglesia, especialmente por medio de una vida consagrada. Dice San Pablo: "os he desposado con Cristo, como una virgen casta" (2Cor 11,2).

 

      Por la vida consagrada, el corazón se estrena de verdad en el desposorio con Cristo. "Por una providencia amorosa suya pude entregarle un corazón virgen, que jamás había pertenecido a criatura alguna, y se lo entregué con esa donación total, absoluta e irrevocable, como a mi único dueño". Sólo el amor esponsal a Cristo da sentido a la vida de castidad o virginidad. "Ese corazón en adelante no querrá pertenecer más que a su amado". Ya se quiere "pertenecer por entero al Señor". Este encuentro esponsal con Cristo prepara "ese feliz encuentro con el Esposo amado" en el más allá.

 

      Quien ama así a Cristo, "es inmensamente feliz" y, a imitación suya, "le consagra sus horas sirviendo al prójimo". En quien se desposa con Cristo, los pobres, los enfermos, los no creyentes y todos los demás hermanos, ya pueden encontrar el signo claro de cómo amó el Señor. "El cuidado y atención a los enfermos es un campo de aposto­lado que proporcionará a las hermanas la oportunidad de ejercitar y manifestar el amor con que Cristo nos ama".

 

      Al seguir a Cristo esponsalmente, se comparte su misma vida, sus amores, sus preocupaciones, su donación, hasta "participar en su pasión, en su muerte y en su gloria". "Nuestra vida tiene que tener como ideal, como ejemplar, a Cristo, a Cristo resucitado; contemplarlo en la gloria de su resurrección, para animarse a seguirlo en su vida de trabajos, y afrentas, y menosprecios".

 

      La imitación de Cristo es ya una cuestión de amor. Los que se aman, o son iguales o se hacen iguales. Para "hacer las delicias de Jesús", especialmente "en las cosas pequeñas", hay que vivir en sintonía con él, que vivió obediente y pobre. Estas virtudes hacen "de la esposa de Cristo una imagen fiel de su divino Modelo, en el cual se contempla sin cesar, tratando de copiar sus divinos rasgos".

 

      El camino por recorrer se hace largo, a veces hasta muy difícil. Entones la Santísima Virgen se deja sentir presente como madre tierna y cercana. "Caminemos sin desmayos ni deficiencias por las sendas de perfección, como pequeñitos que somos, llevados en los brazos de la santísima Madre, hasta que podamos cantar, con el coro de las vírgenes, el cántico nuevo del amor, y seguirte, Cordero inmaculado, donde quiera que vayas".

 

      Vale la pena seguir al Señor, aunque sea "con el corazón sangrando", para "ser toda de Dios". Ya nada ni nadie nos podrá quitar este gozo sobre todo gozo de pertenecer solamente a él, de "ser toda y para siempre de Jesús". "Sí, Señor, tú sabes que te amo. Tú sabes que no tengo ya otro deseo que pertenecerte por entero, que ser tuya en absoluto".

 

      El corazón, en su afectividad más honda, ya sólo lo puede ocupar Jesús. Por él, se dejó todo. Ya no se necesitan sucedáneos ni compensaciones. "El es un Dios celoso que quiere habitar por entero el corazón que ha escogido por mansión".

 

      La vida consagrada, si no fuera a partir del desposorio o amistad profunda con Cristo, ya no tendría sentido. "La excelencia de la vida religiosa estriba en los desposorios del alma con Dios, en su unión más íntima con él, en que se abraza la vida de perfección, y en que el alma, asociada más con su Esposo divino y en unión de su Madre celestial, trabaja incansablemen­te por la extensión del Reino de Cristo".

 

3. "Vivir sólo de él y para él"

 

      Del amor esponsal a Cristo, por una vida de castidad o virginidad, se pasa a querer ser y vivir como Cristo Esposo. Si él fue pobre, humilde, sacrificado y obediente, la Iglesia esposa no puede desentonar de esta vida evangélica.

 

      Los Apóstoles "lo dejaron todo y le siguieron" (Lc 5,11; cf. Mt 19,27). El joven rico no se atrevió a seguir, sino que más bien se marchó triste, porque no captó el amor de Jesús que le indicaba que todas sus riquezas eran chatarra. Quien ama de verdad, entiende que el amor sólo tiene una regla: la totalidad.

 

      La obediencia es, en Jesús, una sintonía con los planes salvíficos del Padre, cuya voluntad se manifestó a través de signos pobres. Con un corazón y una vida desprendida de todo bien terreno y de toda preferencia, Jesús supo darse a sí mismo (pobreza) y sin pertenecerse (obediencia). Así mostró su amor al Padre y a nosotros.

 

      Nuestra debilidad es de categoría y de aplomo; pero Jesús nos ha amado y llamado tal como somos. Y él se nos hace "consorte" (Esposo), para compartir nuestras dificultades, perdonarnos, sanarnos, iluminarnos y unirnos a él. Porque él es el primer interesado en nuestra fidelidad generosa y perseverante respecto al desposorio de la vida consagrada. Amar a Jesús con corazón indiviso significa compartir sus amores y también su vida pobre y obediente. Se quiere "ser una imagen fiel, lo más posible, de ese Jesús manso y humilde de corazón, que se dejó abatir y humillar en un grado superlativo".

 

      El seguimiento evangélico de Jesús es "una vida de generosa entrega en la pobreza personal, real, y en la pobreza de espíritu más bella que la primera". Jesús quiso vivir así con María, su Madre y nuestra. Hay que aprender a "usar pobremente de las cosas, sin exigencias". Por esto, "hay que trabajar por adquirir la verdadera pobreza de espíritu, que consiste en estar desasidas de toda cosa creada, de todo afecto de la propia voluntad y aun de los regalos y consuelos de Dios; amar a Dios por Dios y no por sus regalos".

 

      La obediencia es fidelidad a cualquier signo de la voluntad de Dios. Para poder decir "mi Dios y mi todo" (como San Francisco), hay que aceptar plenamente la voluntad divina tal como se nos hace presente. "Dios lo quiere así y, por lo mismo, yo también". Así podremos "decir un FIAT profundo en todo lo que Dios quiere".

 

      Estas virtudes evangélicas son la expresión de una donación total, que "no conoce límites. Y esto por amor a Dios, en unión con mi Madre, y para comprar almas". Así podremos "vivir sólo de él y para él... "no vivir ya sino de Jesús en María, por las almas".

 

      Si Jesús en su vida mortal "no tiene como propio ni un lugarcito donde reclinar su augusta cabeza", a la persona consagrada la pobreza y la obediencia "la tiene despojada amorosamente de todo, absolutamente de todo", y especialmente de sí misma. "¡Dale todo, no dejes nada para ti, aun cuanto te pida mucho! El todo lo merece".


                          Frases de M. María Inés

 

      "Desde que mi alma se dio cuenta de ello, cuando él me atrajo sobre su pecho, cuando dijo a mi oído las dulces palabras de Jesús, vi que había encontrado el único amor que podía saciarme, el único que podía hacerme feliz" (NI 97).

 

      "El Instituto tiene un espíritu que le es muy peculiar; está basado ciertamente en la sencillez evangélica y en la alegría con que... se vive la consa­gración religiosa, puesto que en ella servimos a un Dios que es amor y se nos da por amor" (Nuestra Consagración, 3/2).

 

      "Ven conmigo a la soledad de tu corazón, pues en él quiero yo edificar una celda en donde... pueda YO vivir como Dueño absoluto" (Lira 1ª, II).

 

      "Aprovecha los pequeños sacrificios que se te presentarán durante el día, los cuales, además de perfeccionarla y hacerla crecer en la virtud, se convertirán en monedas por las almas" (Lira, 1ª, VI).

 

      "No abrirás tu boca más que para decir un alegre FIAT" (Lira, 1ª, VII).

 

      "Por amor de Dios, por agradar a El solo... escoge el último lugar, con esa sencillez encantadora... sembrar de rosas deshojadas el paso de Jesús invisible que recorre todos los días y a cada momento, la morada de sus esposas... Te complacerás en ser servicial UNIVERSALMENTE" (Lira, 1ª, XI).

 

      "Procurarás adherirte incondicionalmente a todos sus adorables quereres... Todos los acontecimientos, por penosos que sean, no serán capaces de desconcertarte... que tus labios y tu corazón prorrumpan, no sólo en un FIAT amoroso, sino en un alegre TE DEUM, impregnado de sentimientos filiales... que no se te escape un solo acto, que no esté conforme con el querer de Dios" (Lira, 1ª, XIII).

 

      "Llamada... VENI, no ha dudado en dejarlo todo por seguirlo a EL solo... Todo lo dejó, con el corazón sangrando, pero con entera generosidad... AUDI FILIA... no pensó en otra cosa que en ser toda de su Dios... No tiene otra preocupación que trabajar en los intereses de El, abandonándole por entero los de ella" (Lira, 2ª, I).

 

      "Me pongo en tus manos; me entrego a tu amor, a tu bondad, a tu generosidad; haz de mí lo que quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas... y yo te doy mi vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mí lo que quieras! Mas déjame vivir y morir en tu amante Corazón"... (Lira, 2ª, VI).

 

      "No tengo más que miseria que ofrecerte, porque esto solo produce mi huerto; pero en medio de mi huerto está mi corazón ardiente que te lo doy por entero. Tómalo, sacrifícalo, sírvete de él, haz con él lo que quieras, escóndelo en el Corazón Purísimo de tu Madre y ella lo hermoseará... Sé que el más pequeño acto de amor vale más que la conquista del mundo" (Lira, 2ª, VI).

 

      "Yo sólo anhelé hacerte amar de millones de almas... y amarte yo también con amor exclusivo... El será mi posesión y yo seré suya para siempre jamás" (Lira, 2ª, XII).

 

      "La misionera clarisa no cuenta los sacrificios que va a imponerse, no calcula, no hace reservas; LO DA TODO y para siempre... un corazón grande y generoso que quiere darse por entero, en aras de tu amor, y por manos de María" (Homenaje).

 

      "Yo no quiero otra cosa que agradarlo. Lo único que quiero, lo único que amo es: SU SANTISIMA VOLUNTAD, cualquiera que ella sea." (Ejercicios 1944).

 

      "Quiero amarte como te ama tu Madre Santísima; quiero amarte con tu mismo divino Corazón" (Composición 4 abril 1943).

 

      "El alma que vive olvidada de sí misma por darse Dios y con él a los hermanos, es inmensamente feliz. Esa felicidad nadie es capaz de arrebatár­sela, siempre que ella continúe en su vida de sacrificio e inmolación por amor" (Fecundidad en la Castidad 3/6).

 

      "Todas... estudiemos seriamente...si de verdad estamos siguiendo a Cristo, en el despojo de nuestra propia volun­tad, en el abandono de todo aquello que no sea él" (Conclusiones, 5)

 

      "Señor, que haga tu voluntad. Tu voluntad plena, absoluta, TOTAL, en mi alma... MI DIOS Y MI TODO" (NI 208/9).

 

      "La pobreza pone al alma en la dulce necesidad de recurrir a su Padre celestial en todo momento, para toda ocasión, puesto que esta excelsa virtud la tiene despojada amorosamente de todo, absolutamente de todo" (EE/50/106).

 

      "Hay que vivir en un ambiente de abnegación, saber vivir alegremente para los demás, saber ser EL ANGEL DE LAS PEQUEÑAS ATENCIONES, de los pequeños sacrificios, que se presentan continuamente en la vida religiosa y en la vida de familia" (EE).

 

      "No puede haber mayor gracia para un alma que ser esposa de Jesús; no olvidar que ese Jesús está crucificado y tenemos que crucificarnos con él. Lo que nos falta es darnos... totalmente" (CC 18 nov. 1963).

 

      "Jesús, contigo los desgarramientos del corazón serán alegrías; las humillaciones serán alegrías: las privaciones de toda clase, serán alegrías; la misma muerte, será alegría" (EE 1933).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) Recordar alguna escena o frase del evangelio, en la que he experimentado el amor de Jesús.

 

2º) ¿Por qué la vocación de vida consagrada es un desposorio con Cristo?

 

3º) ¿Qué necesitas quitar de tu corazón y de tu vida, a fin de que Jesús viva de verdad en ti y tú en él?

 

4º) ¿Cómo hacer para que las exigencias de la vida consagrada o del seguimiento de Cristo no sean un peso, sino una fuente de alegría?

 

                         Para la reflexión en grupo

 

1º) Concretar cómo, en nuestra Madre, la castidad, la obediencia y la pobreza arrancan del amor de Jesús y expresan nuestro amor a él.

 

2º) ¿Cómo ayudarse en la vida comunitaria para seguir a Jesús como los Apóstoles?

 

3º) ¿Por qué nuestra Madre da tanta importancia a la alegría de pertenecer totalmente a Cristo Esposo?

 

4º) ¿Cómo hacer para no perder el fervor inicial del "primer amor"?


5º. DONACION TOTAL EN LA EUCARISTIA

 

      1. Jesús presente como Amigo y Esposo. 2.- Jesús inmolado por amor. 3.- Hacer de la vida una Eucaristía continuada.

 

 

      * "El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 56-57; cf. Gal 2, 19-20).

 

 

1. Jesús presente como Amigo y Esposo.

 

      La presencia real de Jesús en la Eucaristía no es como una reliquia ni tampoco como un artículo de museo. Se ha quedado bajo signos eucarísticos porque nos ama, para declararnos su amor: "habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, les amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

 

      Al declararse "Amigo", nos declara su amor: "como mi Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor... vosotros sois mis amigos" (Jn 15,9-14). Su presencia real es, pues, la de una esposo enamorado, que reclama nuestra presencia y nuestro amor. Se queda presente en la Iglesia "hasta el fin de los tiempos" (Mt 28,20), especialmente en la Eucaristía. Así recuerda a la Iglesia, su esposa, las nuevas bodas o la "nueva Alianza" sellada con su sangre (Lc 22,20). Es "la más exquisita prueba de su amor", decía nuestra Madre.

 

      Quien ama a Cristo, quiere responder a su amor eucarístico, acompañándole lo más frecuentemente posible. "No quisiera se pasar un instante, sin que mi alma y mi corazón se encuentran ante el augusto altar". Madre María Inés procuraba acordarse de Jesús Eucaristía con frecuencia: "uno estos actos a mi Madre santísima, para que las dos juntas estemos en todos los sagrarios del mundo en perpetua adoración, para que Jesús reciba consuelo aun en sus sagrarios más abandonados".

 

      Hay que aprender a explayarse con Jesús presente en el sagrario. "Quiero ocultar siempre mis penas y mis íntimas alegrías a las criaturas; pero a ti, Jesús Eucaristía, muy por menudo te las referiré... En estas confidencias contigo, Bien mío, comprende el alma por experiencia propia que sólo tú eres capaz de asociarte a nuestras penas y alegrías". Y esto especialmente "en esa hora cotidiana de audiencia particular con Jesús", como es la visita o la comunión: "recréate con él, ábrele tu alma de par en par con todas tus miserias y anhelos; cuéntale tus luchas, tus dudas y alegrías y, en la dulce hora de intimidad a solas con Jesús, ámale por los que le odian, por los que le desconocen".

 

      Nuestra Madre se sentía unida a Jesús en todos los sagrarios del mundo: "quiero, para adorar a mi Dios en todas partes, hacer lo más frecuentemente posible intención de amarlo y adorarlo en todos los sagrarios del mundo, unirme a todas las personas que lo estén adorando, y adorarlo en unión de todas las criaturas". "Me quiero quedar en su sagrario, haciendo estos actos, y no sólo en este sagrario mío, sino también en todos los del mundo, especialmente los más abandonados".

 

      Para ella, el sagrario era su "refugio", no sólo para buscar legítimo consuelo, sino principalmente para darlo: "¡yo seré tu consuelo y mi consuelo serás tú". De este modo esponsal se entregaba "confiada y por entero al Corazón de Jesús Eucaristía".

 

      Cuando se ha experimentado el amor del Señor, uno ya no puede menos que arrojarse confiadamente en su corazón, para no salir más de él. "Mi único cielo es la Eucaristía", decía nuestra Madre. "Sin la Eucaristía (añadía) me sería imposible la vida". "Me entregaba confiada y por entero al Corazón de Jesús Eucaristía. Todo mi anhelo era la Eucaristía".

 

      Jesús se consuela con esos corazones que viven sólo para él. Entonces "salen por el mundo para difundir tu Eucaristía, y para hacerte amar, para darte a conocer". "Con este pan, nuestra alma no desfallecerá en sus empresas apostólicas, por arduas que sean".

 

      En la Eucaristía, Jesús se nos hace "nuestro inseparable compañero del destierro". La Eucaristía "es la cifra y compendio de todas las maravillas de Dios". En ella vemos "al dulce Jesús que pasó por el mundo haciendo el bien". Jesús, entonces y ahora, "como mendigo busca nuestro amor".

 

2. Jesús inmolado por amor

 

      En la Eucaristía, Jesús hace presente su donación total y sacrificial, que tuvo lugar desde la Encarnación hasta la cruz. Allí está su "cuerpo inmolado" y su "sangre derramada" en sacrificio por amor nuestro (Lc 22,19-20).

 

      Desde el seno de María, se ofreció en sacrificio por nosotros: "me has dado un cuerpo... entonces dije: aquí vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,5-7). El momento de su muerte fue la máxima expresión de este sacrificio: "todo lo he cumplido" (Jn 19,30); "en tus manos, Padre" (Lc 23,46). Siempre pensó en cada uno de nosotros, amándonos "hasta el extremo" (Jn 13,1). Se ha quedado en la Eucaristía para que nuestra vida sea una donación como la suya. "Toda una vida se redime, cuando se consuma en aras de la voluntad santísima de Dios en el altar del propio sacrificio, unido al sacrificio del Gólgota".

 

      Participar en el sacrificio eucarístico significa ofrecerse con Jesús. "Me he ofrecido víctima de amor", decía nuestra Madre. Ella vivía la Santa Misa de este modo: "al ofrecerme como víctima cada día en la santa Misa por las intenciones particulares que en este día tenga mi Jesús, le entrego particularmente también lo que en este día tenga yo que padecer; y así, cuando me sobreviene algo que me hiere más, me sostiene pensar que ese día ha tenido mi Dios alguna intención más apremiante, para cuya consecución necesitaba algo mas fuertecito de nuestra cooperación, ya que, en su misericordia, se digna asociar­nos a su obra salvadora".

 

      La vida consagrada es, de hecho, un holocausto unido al de Cristo. Por esto nuestra Madre describía a los misioneros y misioneras como "clavaditas en la cruz", convertidas en "una hermosa escultura de Jesús crucificado". Si el seguimiento evangélico no fuera "despojarse de todas las cosas materiales", entonces "no habría lugar para su cruz". El dolor, transformado en donación, es el camino para enamorarse de la cruz.

 

      Nuestra Madre pedía al Señor esta gracia: "Enamórame de tu cruz, de tus dolores, de tus desprecios, y mándame lo que quieras, pero que la confianza en ti crezca también hasta lo infinito". Esa era su arma para conquistar las almas. Por esto el sacrificio nos acerca a Cristo y "nos hace amar su cruz y las almas".

 

      La esposa de Cristo, especialmente el alma consagrada como "esposa del Crucificado", está llamada a compartir la misma suerte de su Esposo. "Con el fiat en el corazón" y "con la mira puesta en las almas por conquistar", se aprende a amar a Cristo en el dolor. Entonces "merece ser vivida esta vida".

 

      El apostolado se hace fecundo cuando la vida se ofrece juntamente con el sacrifico de Cristo. Nuestra Madre deseaba "morir de amor al pie del altar", siendo ella, "en unión con la Víctima sagrada", una "pequeña víctima". Ella se ofrecía como "víctima cada día en la Santa Misa". En "el sacrificio del Calvario renovado", se encuentra "la fuente a donde debemos ir a saciar nuestras almas". La vida es "testimonio" ("martirio") cuando transparenta al "Esposo Crucificado". Es "martirio" de una existencia gastada por amor.

 

3. Hacer de la vida una Eucaristía continuada

 

      La comunión no es un simple rito, sino un encuentro personal para entrar en sintonía con la vida y los amores de Jesús. Por comulgar, se vive de su misma vida: "el que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... el que me come vivirá por mí" (Jn 6,56-57).

 

      El pan y el vino que se han transformado en el cuerpo y la sangre del Señor, simbolizan nuestro trabajo y nuestra vida entera. Al recibirlos en la comunión, ya podemos transformar toda nuestra vida en Jesús, según el mandato del amor. La vida se hace Eucaristía ininterrumpida, "hasta que el Señor vuelva" (1Cor 11,26). La comunión supone un esfuerzo y un compromiso por santificarse y por anunciar a Cristo, para "recapitular todas las cosas en él" (Ef 1,10).

 

      La vida se va centrando en la Eucaristía, como preparando continuamente el pan y el vino que se transformará en Jesús. María, durante nueve meses, fue comunicando a Jesús su misma carne y sangre. Ella es modelo de nuestra vida eucarística. "¡La Eucaristía y María!; ¡María y la Eucaristía!. Estos dos amores fundidos en uno, son el centro donde gravita mi alma con todos sus anhelos".

 

      El consejo que daba nuestra Madre es un programa completo de santificación: "habiendo celebrado el sacrificio de Cristo y alimen­tado tu alma con su cuerpo y sangre, prolonga tu eucaristía durante el día, amando y sirviendo a Dios en tus hermanas". Es posible manifestar este amor, "conseguido ante Jesús sacramentado, modelo y espejo purísimo en el que nos podemos ver a todas horas".

 

      El mismo apostolado se puede resumir en hacer que haya creyentes y comunidades que vivan de la Eucaristía y de la palabra de Dios. Los apóstoles viven sólo para prolongar a Cristo, amarle y hacerle amar. Entonces "salen por el mundo para difundir tu Eucaristía, y para hacerte amar, para darte a conocer". Añadía nuestra Madre: "estoy dispuesta a ir hasta los últimos confines del mundo para llevar tu Eucaristía y tu Madre: no me importan los sacrificios, con tal que los dos vayan conmigo".

 

      La Eucaristía es "el acto central de la Liturgia" y, al mismo tiempo, el centro de la propia vida. Como sacrificio, "es la fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11). Como presencia permanente y comunión sacramental, transforma toda la vida en complemento del sacrificio de Jesús (cf. Col 1,24). Por esto, "la divina Eucaristía es el más sublime misterio de amor que pudo idear Jesús". En las Constituciones de las Misioneras Clarisas se dice: "El centro y cumbre de la vida litúrgica de las hermanas sea la Eucaristía. En el santo sacrificio de la Misa la misionera clarisa ofrece al Padre celestial, en unión de la divina Víctima, a todos y cada unos de los hombres.  Por todos ofrece los méritos infinitos del Redentor y a todos los baña con su sangre preciosísima".

 

      La maravilla de la Eucaristía consiste en que, por ser el sacrificio de Jesús prolongado en nuestra vida, se convierte en "gozo perenne de tantas y tantas almas que le buscan y aman". Presencia, sacrificio y comunión eucarística, nos hacen vivir transformados en Cristo y acompañados siempre por él. "¡Qué felicidad sentirme una sola cosa con Jesús! ¡Ser él mismo, vivir dentro de él y de él!"

 

      La vida se hace misión a partir de la Eucaristía. Se anhela ardientemente llevar la Eucaristía a toda la creación. "Las almas misioneras le queremos en la conquista de las almas, le queremos además en la Eucaristía para ser su consuelo y sus adoradoras, en el pesebre para ser sus imitadoras y en la cruz para ser sus compañeras de martirio".


                          Frases de M. María Inés

 

      "Ve, Señor, cómo mi alma sólo a ti desea; tu corazón divino será el centro y morada del mío; tu Eucaristía, el blanco de mis pensamientos y de los dardos de mi amor; mi refugio, tu sagrario. ¡Yo seré tu consuelo, y mi consuelo tú serás!" (NI 1932-34)).

 

      "¿Y será posible para la esposa dirigir sus ojos a otro lugar que no sea éste?... Su corazón miserable debe estar estrechando al de su amado; contarle sus deseos. Ahí le debe llevar a diario las almas todas que quiere salvar... ahí negociar por sus intereses, allí pedir instantemente perdón para el mundo entero... Y ojalá ¡Jesús mío! que después de haber vivido siempre en tu presencia, pudiese también morir de amor al pie de tu altar, entregan­do al eterno Padre, a mi amado Padre celestial, en unión con la Víctima sagrada, esta miserable y pequeña víctima" (NI 67-68).

 

      "Quiso dejar este necesario consuelo a las almas buenas; quiso quedarse con nosotros en la Eucaristía para ser nuestro alimento, nuestro sostén, nuestro guía, nuestro amor, nuestro inseparable compañero del destierro" (NI 31/5).

 

      "La oración litúrgica... es ante todo la oración de todo el cuerpo, unida y fundida en la suya. Para realizar a la perfección esta unidad, cuenta la Iglesia con el acto por excelencia de su religión, el santo sacrificio de la cruz, en el cual, por la institución del sacramento de la Eucaristía, el sacrificio redentor ha venido a ser para siempre el acto central de la Liturgia, el medio privile­giado de la acción sacramental de la Iglesia y el centro de la oración cristiana. No sólo ora Cristo, sino se ofrece y se inmola por su Iglesia" (DF nº 35).

 

      "Me entregaba confiada y por entero al corazón de Jesús Eucaristía. Todo mi anhelo era la Eucaristía. ¡Cómo se estrechaba mi corazón con el de Jesús al recibirlo! ¡Cuán infinita es su misericordia para con los pecadores! Sólo el pan eucarístico tiene virtud divina para alimentar nuestras almas. Es el único manjar que puede fortalecer el alma" (NI 10/1).

 

      "Debemos asistir a este santo sacrificio con grande fe; el altar es el Calvario, la sagrada hostia la Víctima inocente que se ofrece; en esa hostia, en ese cáliz, pongamos con entera confianza todos nuestros justos deseos, las obras que hemos emprendido para su gloria" (NI 12/1).

 

      "La divina Eucaristía: sostén, fuerza, calor, vida, dulzura, ternura, amor, inmolación, generosidad, porque la religiosa siente en su ser esos sublimes anhelos" (NI 6/18).

 

      "Incomprensiones, humillaciones, reprensiones sin cuento, tengo ahora que ofrecerte. Si tú no estuvieras en tu Eucaristía, si junto a tu corazón no encontrara la fuerza, ¿qué sería de mí?" (NI 40/6).

 

      "Y con la sagrada Eucaristía, pan de los ángeles, maná celestial, alimento que engendra vírgenes, recibimos el don de Dios por excelencia, la más exquisita prueba de su amor, el cielo todo, ya que el cielo es Dios, y todo él, con sus infinitas perfecciones, con sus divinos atributos, está contenido en esa pequeña hostia que hace la felicidad, la dicha, el gozo perenne de tantas y tantas almas que le buscan y le aman" (NI 74/4).

 

      "Cristo Jesús hace derroche de amor en su divina Eucaristía" (Lira, 1ª, I).

 

      "Ofrece tu corazón a Jesús para que le sirva de altar también, y venga a inmolarse en él" (Lira, 1ª, III).

 

      "Se quedó en la Eucaristía... para seguir desde allí siendo el sostén, el guía, el consuelo de todos aquellos que quieren como El, pasar por el mundo haciendo el bien" (Lira, 1ª, V).

 

      "Hacer de su vida una continua oblación" (Lira, 2ª, VII).

 

      "La Misionera Clarisa va a Misa, y ahí lleva consigo en espíritu, a esos millones de infieles que son, por así decir, el alma de su alma... y por ellos se inmola" (Lira, 2ª, IX).

 

      "He aquí esta pobre víctima que no quiere otra cosa que AMARTE Y DARTE GLORIA" (Ejercicios).

 

      "En unión con la Víctima Sagrada, esta miserable y pequeña víctima" (Composición 18 abril 1943).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) Mi encuentro diario con Jesús Eucaristía, ¿es el momento clave de mi vida?

 

2º) ¿Aprendo a vivir en sintonía con los amores de Cristo, especialmente en la celebración eucarística y en la adoración?

 

3º) ¿Qué falta en mi vida para que sea de verdad una prolongación de la Eucaristía?

 

                         Para la reflexión en grupo

 

1º) ¿Cuáles son las características principales de la vida eucarística en nuestra Madre?

 

2º) ¿Por qué y cómo aprendía el celo de las almas a partir de la Eucaristía?

 

3º) ¿Cómo encontraba el sentido del dolor a la luz de la Eucaristía?


6º. CON MARIA SER IGLESIA MADRE

 

      1.- El amor materno de María. 2.- Conocerla, amarla, imitarla. 3.- Ser Iglesia Madre con María y como ella.

 

 

      * "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19,27; cfr. Gal 4,4-19)

 

 

1.- El amor materno de María.

 

      María ve en nosotros un Jesús viviente por hacer. Su amor materno, su ternura de Madre, es prolongación de su amor a Jesús. "He aquí a tu hijo" (Jn 19,26), significa que Jesús se prolonga en nosotros y que, por tanto, ella continúa siendo su Madre. A María se le ha confiado nuestra vocación.

 

      Hay una "presencia activa y materna" de María en nuestra vida, según la expresión de Juan Pablo II (RMa 1 y 24). Al estar glorificada en Cristo ("Asunta"), ya puede seguir acompañando la vida de cada persona y la historia de cada comunidad.

 

      Toda vocación y toda institución y comunidad eclesial son una historia de amor de Jesús y María. Cuando hay alguna aparición (garantizada por la Iglesia), ello es un regalo para que vivamos lo más importante: María está siempre presente en nuestra vida, como "la Madre más ocupada" (decía el Santo Cura de Ars).

 

      En la historia de toda vocación está María: cuando se inicia (Jn 2,11-12), cuando se tropieza con dificultades (Jn 19,25-27; Apoc 12,1ss), cuando se reciben nuevas gracias del Espíritu Santo para renovarse (Act 1,14ss) y cuando se realiza el apostolado (Gal 4,19).

 

      Nuestra Madre repite con frecuencia la palabra "ternura" aplicada a María: "ternura de Madre", "tierna Madre", "dulce Madre"... Ella sentía continuamente la presencia de María en su corazón y en la institución, como una aplicación del mensaje de la Virgen de Guadalupe: "¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás en mi regazo y corres por mi cuenta?". Nuestra Madre comenta: "Quien dice Tepeyac, dice madre amorosísima y tierna, madre que arrulla y acaricia, madre que sonríe y pro­tege, madre que en la cima del cerro bendito, quiso manifestar toda la ternura que encierra su corazón, hacia un ser pequeñito e insig­nificante" (María, 1).

 

      Oigamos cómo vivía nuestra Madre esta presencia de María: "Sentía a la Virgen Santísima como viviendo en mí". Le parecía oír "con maternal ternura: no temas nada hija, yo seré siempre tu Madre". "Siempre presente mi dulce Madre la Virgen María, pues sin ella no podía orar, ni trabajar, ni nada".

 

      Al vivir continuamente la presencia de María en la propia vida, todo se orienta hacia Jesús. "Esta dulce presencia de María en mi corazón me es tan sentida como la del mismo Jesús". "María no sale de mi corazón porque ve que la necesita su Hijo".

 

      Un momento  especialmente mariano es el de recibir la comunión. Entonces María prepara el corazón y nos acompaña para amar a Jesús con su mismo amor. "Le rogarás... que ella misma espere en tu corazón a su querido Hijo... lo adorarás en los brazos de su santísima Madre". "Cuando empiezo, toda enamorada de María, en este arrebato de amor, es ella quien me lleva a Jesús, y entonces nuestro coloquio pasa a ser entre los tres".

 

      El apóstol vive la presencia de María "como Madre y Maestra y, a la vez, como compañera de viaje". Ella no distrae del Señor, sino que "lo único que desea es llevarnos a Jesús". Todo se hace con María "por los intereses de Jesús". "No nos olvidemos jamás de rogarle a la Virgen santísima que nos acompañe ella misma, que ponga en nuestros labios la palabra persuasiva que ablanda los corazones y en éstos la gracia que necesitan".

 

      El corazón materno de María es el lugar donde se moldean quienes han sentido la misma llamada de M. María Inés: "Por eso he puesto también este rebañito bajo la dirección de María; ella será la única, la verdadera maestra; ella modelará sus tiernos corazones dentro del suyo propio. Que el modelo en que se formen, el modelo inmaculado en que deben vaciarse es: EL CORAZON DE MARIA". Entonces se experimenta, como experimentó Jesús, "el amor de su maternal corazón". "Que nuestro corazón se encuentre con el de su Madre del cielo y en él se expansione".

 

2. Conocerla, amarla, imitarla

 

      Si Jesús nos ha dicho "he aquí a tu Madre" (Jn 19,27), es para que la recibamos como tal, en comunión de vida, dejándola "entrar en todo el espacio de la vida interior" (RMa 45). Cuando hablamos de "devoción" mariana, queremos decir "actitud" y "entrega", para dejarla ser nuestra Madre que nos transforma en Jesús.

 

      Nuestra vocación consiste en conocer, amar, imitar y seguir a Cristo, "como María y como ella" (RMa 92). Le queremos conocer, amar, imitar y seguir tal como es: nacido de María y que asocia a María. Por esto, Jesús nos invita a conocer, amar, imitar y orar a María, para conocerle y amarle más a él. Cuando vamos a ella, por indicación de Jesús ("he aquí a tu Madre"), ella nos invita y ayuda a enamorarnos de Jesús: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Es Jesús Eucaristía quien invita a ir a María, "como si el mismo Jesús pusiera este impulso en mí".

 

      La verdadera devoción mariana se concreta en el deseo sincero de amar a Jesús, de ser santos: "¡Oh Jesús! Quiero ser santa para ti, en María". Y es que "amando tiernamente a la Madre, llegaremos a conocer y amar ardientemente al Hijo". Decía también M. María Inés: "María me enseña todo: a amar a Jesús, a agradarle en el momento preciso en que me pide un sacrificio".

 

      En la vida consagrada, la devoción mariana posee un tinte especial, porque hay una sintonía especial con el amor que tiene Jesús a María: "él mismo deposita en ellas una partecita del filial amor con que amó a su Madre santísima". Al mismo tiempo, el amor a Jesús se hace más auténtico: "Señor, quiero amarte... como te ama tu Madre santísima; quiero amarte con tu mismo corazón". Al vivir "con ella en una continua y amorosa comunicación", uno esta dispuesto, como ella, a seguir plenamente al Señor: "¡Qué no quisiera hacer por ella!" "¡Mi Señor, te amo con el corazón de tu Madre!".

 

      En María se aprende a "desaparecer", transformándose en Jesús: "María, obra tú en mí, ama en mí, piensa en mí, infunde en mi alma los mismos sentimientos tuyos para que, al encontrarme con el amado de mi alma, me funda toda en él, para que desapareciendo Inés, no quede sino JESUS, para gloria de Dios Trino y Uno". Ya no se quiere "pensar más que en él, vivir con él, de él, por él, pero con María, de María y por María".

 

      La Eucaristía y María se postulan mutuamente: "25 de marzo y Jueves Santo: Jesús nace en el seno de su Madre y en la divina Eucaristía. Si mi alma no fuera un témpano de hielo, esto sería capaz de derretirla de amor". María le dice a Jesús "todo lo que yo le quiero decir". Al mismo tiempo, Jesús "en mi corazón encuentra el cielo de su Madre". Con María se aprende a unirse a "las Misas que se celebren el mundo entero". Basta con hacer de la vida un "fiat" como el de María.

 

      Por ser María Madre virginal de Dios, cuando ora por nosotros es "como omnipotencia suplicante", que nos alcanza las gracias necesarias para la santidad y el apostolado. Así, pues, "todo el fruto lo esperamos de su amor". "Ella ha hecho que el trabajo de sus hijas misioneras no fuera infructuoso". Por esto, nuestra Madre ponía en las manos maternales de María a todas sus hijas: "Virgen santísima de Guadalupe... guarda siempre en tus manecitas que se unen para orar, a todas y cada una de tus hijas".

 

      Se va a María para que ella nos transforme en un Jesús viviente: "Que tu Madre del cielo te enseñe lo que ella supo enseñar a Jesús". Uno se siente identificado con María para aprender a obrar como ella. "A Jesús por María, es el camino más corto, más dulce y más seguro... ¿Qué harías tú, Madre mía, si estuvieras en mi lugar?"... "Una misionera es cristocéntrica, vive enamorada de Dios, pero lo relaciona y ofrece primero a su Madre del cielo, para que lo purifique ella y lo presente a su divino Hijo. No sabe separar a María de su vida diaria, de su apostolado y de su fe".

 

      María "siempre vivió en ese continuo y alegre abandono en su Dios y Señor". Vamos, pues, a ella, por invitación de Jesús, para decirle: "¡Madre mía, haznos como tú!"

 

3. Ser Iglesia madre con María y como ella

 

      Estamos acostumbrados a oír y decir que la Iglesia es nuestra madre. Es una verdad consoladora. Pero si nosotros mismos somos Iglesia, cada uno según su vocación, esta maternidad eclesial es también nuestra, especialmente a través del apostolado. Dice el concilio: "La Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).

 

      De hecho, el apostolado es como una maternidad: comunicar a otros la vida en Cristo. Así lo da a entender San Pablo, cuando, comparándose a una madre que sufre, dice que es con el objetivo de "formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19). María hace nacer a Jesús en las almas por medio del apostolado, puesto que "es Madre por medio de la Iglesia" (RMa 24).

 

      La devoción mariana del apóstol debe, pues, traducirse en actitudes como las de María, imitando principalmente su amor materno, como dice el Concilio: "La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (LG 65; cf. RMi 92). Esta actitud mariana del apóstol se concretará, "con María y como María" (RMi 92), en fidelidad a la palabra de Dios y a la acción del Espíritu Santo, generosidad en la entrega y asociación esponsal a Cristo Esposo.

 

      Las orientaciones de M. María Inés van por estos mismos derroteros. El apóstol, además de alimentar en sí mismo una devoción profunda hacia María, procura "llevar a cada corazón, con el conocimiento de María, una confianza ilimitada hacia tan gran Madre". Se trata de "hacer amar a María intensamente... para mejor amar a Jesús". Y afirma nuestra Madre con audacia filial: "por ella, todos los corazones serán un día de Jesús".

 

      M. María Inés deseaba "hacer amar a nuestra divina Madre de todos los corazones". Por esto decía a Jesús: "Yo quiero ser misionera de María, quiero extender, para que tú puedas reinar, su dulce reinado de amor hasta los últimos confines del mundo". "Jesús, te pido, con todo el ardor de mi alma, me concedas amar y hacer amar a tu divina Madre, tanto como nadie lo haya logrado en la tierra. Ella sigue siendo mi Madre" (NI 71).

 

      El mismo celo apostólico sin fronteras, para hacer que Jesús sea conocido y amado de todos, lleva al apóstol a preocuparse para que ella entre en todos los corazones y en todos los pueblos. Los sacrificios misioneros se asumen "en el corazón de María, por las almas".

 

      El apostolado es como una maternidad en la que María sigue actuando como figura de la Iglesia madre: "queremos que este Instituto sea guadalupano, queremos que por sus venas circule tu sangre inmaculada capaz de concebir a Cristo en las almas". En armonía con la Iglesia madre, el apóstol se siente unido a la mediación materna de María: "así trabajaré con mi madre la Iglesia, como hija suya que soy, por el bien espiritual de sus otros hijos que se han apartado de su regazo". Y le pide a María su mismo amor materno: "dame tu amor de Madre y yo te conquistaré todas las naciones". Por esto hay que modelarse en el corazón de María: "Que todos te entreguen con filial amor sus trabajos apostólicos, que vayan a vaciar diariamente en tu corazón inmaculado, el suyo tan pequeñito... quiero sacrificarme en el corazón de María por la salvación de las almas".

 

      Los trabajos apostólicos de cada día los recoge la Santísima Virgen en su "amante corazón", y así, con ella, se negocia "la salvación de las almas". En los coloquios con María, el apóstol renueva su celo misionero: "yo quiero, Madre adorada, llevar tu cariño, tu amor, tu delicadeza a todos los pueblos de la tierra; quiero enamorar a todos de ti, quiero decirles cuánto los amas; quiero que te conozcan para que te amen". "¡Cómo quisiera que todos gozaran de tus encantos!". "Déjame, Madre, que te lleve por el mundo entero". "Esos pueblos te esperan... quieren poder llamarte: Madre".

 

      Cuando se anuncia a María en el apostolado, Jesús es "comprendido, saboreado en todos sus misterios de amor: la Encarnación, la Redención, la Eucaristía, la Trinidad".

 

      De María, recibió nuestra Madre esta inspiración: "me comprometo a poner en sus labios la palabra persuasiva que ablande los corazones, y en estos la gracia que necesiten; me comprometo, por los méritos de mi Hijo, a dar a todos aquellos con los que ella tuviere alguna relación, y aunque sea tan sólo en espíritu, la gracia santificante y la perseverancia final".

 

      Todo dependerá de nuestro "sí" ("fiat"), a imitación de María: "Nada cuesta si sabemos, como María, decir nuestro fíat desde el primer momento, porque es entonces que nuestro Señor toma la mayor parte de la cruz que él ha querido se nos imponga para la salvación de las almas". "Hay que decir con María un fíat pleno de fe y amor, en el que sin duda esperamos una cruz, pero será siempre una cruz santificadora, salvadora,... para muchas almas".


                          Frases de M. María Inés

 

      "En mis intenciones, es ésta una muy principal: hacer amar a María intensamente, hacerla amar con la docilidad e intimidad del niño, para mejor amar a Jesús... Te pido, Señor, que después de mi muerte me concedas hacer amar a nuestra divina Madre de todos los corazones; y mientras viva, que trabaje por hacerla amar cuanto pueda" (NI 1932-34).

 

      "Nuestro deber es llevar a cada corazón el conocimiento de María, una confianza ilimitada hacia tan gran Madre, para que ella, como lo fue con su Hijo divino, sea la Maestra, la guía, el consuelo" (DEVC 19).

 

      "Al comenzar las faenas diarias, si es posible una a una mientras te dispones a practicarlas, se las entregarás y, cuando ya estén concluidas, las dejarás en su regazo mater­nal, diciéndole: Por tu amor, por los intereses de Jesús, he hecho esto, Madre mía" (NI 20/6).

 

      "Nadie suponga que esta continua presencia de María lo apartará de su Dios, pues lo único que ella desea es llevarnos a Jesús, y así, con María, aprendere­mos a cumplir cada día mejor con nuestros deberes, a amar más a nuestro Señor y a sacrificarnos más por él. Ella será nuestra maestra" (NI 21/10).

 

      "¡Hay tantas necesidades qué encomendar a tan dulce Madre!: su Iglesia, sus sacerdotes, las almas consagradas, la niñez y la juventud, los enfermos, todo el que sufre, los pecado­res, los agonizantes, las almas del purgatorio, nuestro Instituto y a cada una de nuestras hermanas" (CP).

 

      "Dame, Madre, tu retrato guadalupano, dame tu sonrisa, dame tus juntas manecitas, dame tu sonrisa de cielo, dame la plegaria de tu corazón virginal, dame tu celo por las almas, dame tu amor de madre y yo te conquistaré todas las naciones" (NI 46/11).

 

      "Ella, María, será mi aliento, mi fuerza, mi escudo; ella será el timonel de la débil barquichuela que debe llevar a remotas tierras la fe de su Hijo y, con esa fe, todos los inefables consuelos de nuestra sacrosanta religión, siendo uno de los más dulces el amor y confianza en ella" (NI 149/6).

 

      "Tu Madre del Cielo... con maternal y arrobadora sonrisa te invita a que la acompañes a la presencia de su Divino Hijo, para entregarte Ella misma a El" (Lira, 1ª, I).

 

      "Encontrarás con frecuencia la dulce mirada de María que te alienta a proseguir por el camino elegido" (Lira, 1ª, IV).

 

      ... "Mi corazón ardiente que te lo doy por entero... escóndelo en el Corazón Purísimo de tu Madre y Ella lo hermoseará" (Lira, 2ª, VI).

 

      "Nuestra Madre la Santa Iglesia, como Madre amorosísima que es, quiere cobijar con su oración a todos los hijos diseminados por el mundo entero... (La misionera) es como madre amorosa y solícita que vigila, cuida y ama en todo momento al hijito de su corazón... son sus hijos...  en el orden espiritual puede decir que por sus venas corre la misma sangre" (Lira, 2ª, IX).

 

      "La Virgen Morenita... con su maternal solicitud, con su cariño y amor sólo comparable al de Jesús, ha hecho que el trabajo de sus hijas Misioneras no fuera infructuoso... La Misionera acude a Ella como a su Madre dulcísima, a su Refugio seguro, a su Maestra solícita, a su Confidente en donde deposita todas sus penas y esperanzas, todas sus alegrías y amarguras, sus anhelos y miserias. A Ella confía por entero la conversión y santificación de esas almas; está segura de su protección maternal, por eso se abandona por entero en sus manos purísimas, para que sea Ella Quien mueva y trabaje en las almas con ese pequeño y miserable instrumento... (Lira, 2ª, X).

 

      (Jesús) "hizo su corazón (de María) inmenso para que a todos pudiera abrigar; para que todos encontráramos un lugarcito privilegiado, especial, como si fuera el UNICO... Tú irás, Madre querida, en cada una de nosotras, a esos países remotos... Ellas, tus Misioneras... quieren morir esa vida callada y escondida, consumida en trabajos continuos en favor de las almas" (Lira, 2ª, X).

 

      (María) "No se desdeña de ser mi Madre... porque soy fruto de los Dolores de su Hijo y de sus propios dolores... Cuando todo me falte, MARIA SERA MI MADRE" (Composición 6ª).

 

      "Por sólo llevar a mi Madre por todas las partes del mundo... no rehusaría los mayores sacrificios" (Escritos íntimos).

 

      "Fuimos a ver de cerca la imagen de la Morenita. Las llevamos también a todas las ausentes... y las entregué y encerré en sus manos virginales. Después de haberle pedido muchas cosas, terminé por decirle con todas las veras de mi alma; ¡Madre mía, haznos como tú!" (CC 22 abril 1963).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) Mi conocimiento de María ¡es suficiente para fundamentar mi devoción a ella y mi apostolado?

 

2º) ¿En qué virtudes necesitaría imitarla más?

 

3º) ¿La siento cercana en todo el camino de mi vocación?

 

4º) Mi celo apostólico, ¿tiene la seriedad de un amor materno como el de María?

 

                         Para la reflexión en grupo

 

1º) ¿Cómo nuestra Madre bebía su celo misionero en el conocimiento, amor e imitación de María?

 

2º) ¿Qué relación veía ella entre la maternidad de María, la maternidad de la Iglesia y la misión universal a todos los pueblos?

 

3º) ¿Qué relación encontramos nosotros entre el amor a María y el amor a la Iglesia?

 

7º. SED DE ALMAS, MISION SIN FRONTERAS

 

      1.- Los amores del Buen Pastor. 2.- "Que todos te conozcan y te amen". 3.- El precio de las almas.

 

 

      "Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10,16; cfr. Jn 19,28; 2Cor 5,14).

 

 

1.- Los amores del Buen Pastor.

 

      La sed de alma o celo apostólico y misionero sólo se aprende en sintonía con los amores de Cristo Buen Pastor: "nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar" (RMi 88).

 

      Hay que acostumbrarse a escuchar los latidos del Corazón de Jesús. Sus palabras son tan actuales como hace veinte siglos: "tengo otras ovejas" (Jn 10,16); "venid a mí todos" (Mt 11,28); "vine a traer fuego sobre la tierra" (Lc 12,49); "tengo sed" (Jn 19,28).

 

      Quien ama de verdad a Jesús, no puede menos de sentir la urgencia de su amor por hacer de toda la humanidad su Reino, es decir, una familia de hijos de Dios. "Quien tiene el espíritu misionero, siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo" (RMi 89).

 

      Cuando se comprenden los amores de Jesús, entonces se vive de sus intereses. El deseo de amar al Señor del todo (que constituye la santidad) y el deseo de hacerle amar (que es el apostolado) van siempre juntos. Si el Señor nos quiere santos, es "para que colaboremos armónicamente procurando la extensión de su Reino".

 

      Ya no se tienen otros ideales que los de Jesús, como decía nuestra Madre: "son sus propios intereses; y con él me lamento y gimo de no ser santa para salvar muchas, todas las almas". "Lo que a mí me mueve... para trabajar de veras en mi santificación, es lo mucho que le debo a nuestro Señor, la sed que siento por salvarle almas".

 

      A la luz del evangelio, se descubre a Cristo con el amor de su corazón, esperando al apóstol en todos los rincones de la tierra: "quisiera envolver con los brazos de mi amor todos esos lugares en donde palpita el corazón más amante, el corazón divino de Jesús". De la fe en el amor de Cristo, deriva necesariamente el deseo de irradiarle: "que mi vida, al difundirse con la comunicación necesaria con las almas que has puesto a mi cuidado, te irradie con amor inefable ¡Dios mío! ¡Creo en tu amor infinito para mí!". Este es el amor que se traduce en celo misionero, en la aspiración de la voluntad de "asociarse a la obra de la redención universal".

 

      Al descubrir en el evangelio el amor de Cristo, se quiere anunciarlo a todo el mundo: "llevar a todas las almas tu santo Evangelio y con él la comprensión de tu bondad, de tu caridad, de tu ternura". Así son las "almas misioneras" que llevarán el amor de Cristo a todos los pueblos. Esas almas encuentran a Cristo en todas partes. Se desea ardientemente hacerle amar de los que no le conocen. Es el amor de Cristo el que llama a ser "misionera secreta por la oración y el sacrificio", en una "vida sencilla y obscura, trasunto de la vida de Nazaret, para... ser corredentora con Cristo Jesús", aunque sea como "un granito de trigo sepultado en la tierra, pisoteado, despreciado". Concluía nuestra Madre: "los intereses de Jesús son los míos".

 

      "En el corazón de Jesús Eucaristía", aprendía M. María Inés "las ansias de su divino corazón por salvar almas", aunque fuera en "el apostolado del sacrificio sencillo de la escoba y el trapeador, de la cocina y la lavandería, de la huerta y de la granja; todo eso realizado con grande amor".

 

      Es el mismo Jesús quien contagia de sus amores a los que le siguen. "Sí, Señor, tú eres quien ha puesto dentro de mi ser estas ansias que me devoran, este deseo irresistible de que te amen, este anhelo vehemente de llevar tu nombre sagrado, el estandarte de tu amor, a todas las naciones; María, la primogénita del Padre, la Madre de Dios Hijo, la esposa de Dios Espíritu Santo, precederá, como en la encarnación, la entrada triunfal de Jesús en estas naciones paganas".

 

      Así podremos llegar a "ser, por el apostolado, la palabra y los pies de Jesús". Para dar testimonio de Cristo con la propia vida, es necesario apasionarse por él: "misioneros que vivan el espíritu de Cristo, que se apasionen por él". Pero todo esto se aprende de corazón a corazón: "Si su corazón amante vela durmiendo, el de la esposa no debe ser menos vigilante; debe incendiarse en el fuego de su Esposo, para pegar ese fuego sagrado a cuantos corazones existen en el mundo".

 

2. "Que todos te conozcan y te amen"

 

      Cuando el corazón no hace descuentos para amar a Jesús, tampoco tiene fronteras para hacerle amar de todos. A San Pablo le movió siempre este ardor misionero sin fronteras: "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14).

 

      Si "Cristo murió por todos" (2Cor 5,14), sería ridículo que un misionero de Cristo hiciera de sus preferencias un freno para la misión. La "totalidad" es la única regla del amor que impulsa la misión "a todos los pueblos" (Mt 28,19; Mc 16,15).

 

      Solamente "el alma enamorada de Dios, el alma de apóstol" es la que "siente en sus entrañas las ansias inmensas de que todos le conozcan y le amen". Esta fuerza se enciende en el corazón cuando "se retira a solas con Dios", especialmente en el encuentro con Jesús Eucaristía.

 

      El amor a la Iglesia, esposa de Cristo, impulsa al misionero a hacer que todos y en todas partes entren a formar parte de la comunidad eclesial. El lema "oportet illum regnare" ("es urgente que él reine") traza la línea misionera de la Congregación, compartiendo el deber de evangelizar que tiene la Iglesia esposa. La entrega a este trabajo apostólico debe ser "siempre con amor y por amor". "Nuestra Congregación es, por naturaleza, misionera. La razón de ser de la misma, su existencia, sólo se debe al deseo de llevar la buena nueva del Evangelio a quienes no la conocen, de hacer que quienes la conocen, la vivan con plenitud, y de que quienes saben que Dios existe y que Cristo nos vino a mostrar ese amor del Padre, pero lo han olvida­do, lo recuerden".

 

      En nuestra Madre, la palabra "todos" y la frase "todas las almas", aparecen continuamente: "llevar a todos aquellos que aún no conocen a Dios, la semilla de la fe, el santo Evangelio". "Sólo busco tu gloria... dilatarla por todos los ámbitos del globo". "Dame almas, Señor, muchas almas, todas las almas del universo, para que te amen perpetuamente". Este sentido de totalidad en la entrega y en la misión, le hizo intuir el éxito de la misión, a pesar de las dificultades y apariencias contrarias: "Japón tiene que despertar a una gran fe. La Virgen santísima, como lo hizo con sus mexicanos, lo hará un día en estas tierras del sol naciente, y Japón será para Cristo".

 

      La vida es hermosa cuando se gasta por hacer conocer y amar a Jesús. El sufrimiento mayor es el del amor, porque, como San Francisco de Asís, nos damos cuenta de que "el Amor no es amado". Por esto decía nuestra Madre: "si no es por salvar almas, no vale la pena vivir... Que se conviertan todos, Señor, que todos te amen; ¡pero pron­to, Señor! Mi corazón no puede sufrir más que se robe a Dios toda la gloria que esas almas, hechas a imagen y semejanza suya, pudieran darle SI LE CONOCIERAN".

 

      M. María Inés aspiraba a contar con "una legión de vírgenes" para dedicarse plenamente a esa misión. Sus ansias tendían a "que no quedara una sola alma sin convertirse". "¡Señor, que todos te conozcan y te amen!". Y cuando pensaba en tantos pueblos todavía lejos del Evangelio, sentía bullir en su corazón los amores de Cristo: "Tú mismo inspiras a mi alma estos deseos, tú le das esta sed insaciable y sólo tú puedes satisfacerla. Que gocen todos de tus sacramentos, de tu perdón inefable, de las dulzuras de tu Eucaristía. Que, por el bautismo, habite en todos ellos la Santísima Trinidad. ¡Oh pueblos todos!".

 

      Quien quiere identificarse con Cristo, debe vivir de sus mismos ideales y amores: "Cómo debo trabajar para que mi unión con él sea tan estrecha que no pueda pensar, desear, querer, obrar sino en él y por él; que no tenga otras miras en mis intenciones que el acrecentamiento de su gloria y la salvación de las almas, pero en la amorosa intimidad de María".

 

      La palabra "almas" significa las personas humana en toda su integridad, tal como son amadas por Dios, según sus planes de salvación en Cristo. Este es el móvil del misionero. "Será porque las almas son el móvil de mi vida y este anhelo lo llevo muy clavado en el alma". Es el ideal de "trabajar por la extensión de su Reino, por la dilatación de su nombre, procurando por todos los medios que nos sea posible que él sea amado y conocido". "¡Si con el deseo, con el fervor de mi corazón pudiera multiplicarme en todas las naciones, en todos los hogares, en todas las almas y convertirlas todas a ti!".

 

      El celo de las almas tiene sentido esponsal: compartir los deseos de Cristo Esposo. Por esto se desea contar a todos el amor de Cristo: "quisiera tener mil voces y que éstas llegaran hasta los últimos confines del mundo para decir a todos qué dulce eres para los que te aman". "Señor ¡que todos te amen! Estas ansias me devoran, este deseo irresistible de que te amen, de llevar tu nombre a todas las naciones de la tierra". "Nuestro ser de misioneras consiste en amar intensamente a Cristo, imitarle y hacer que todos le conozcan, le amen y le imiten". "Este es el alegre anuncio que toda misionera clarisa debe llevar a todo el mundo: ¡Alegría porque Cristo ha venido!"

 

3. El precio de las almas

 

      Al Buen Pastor le ha costado su sangre la salvación de sus ovejas: "dar la vida" (Jn 10,17). Las frases "cuerpo entregado" y "sangre derramada" significan una vida donada por amor. Decía San Pablo al despedirse de los presbíteros de Efeso reunidos en Mileto: "el Espíritu Santo os ha constituido pastores vigilantes de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre" (Act 20,28).

 

      Las "almas", es decir, los seres humanos, han sido rescatadas no a precio de oro y plata, sino a precio de sangre: "sabed que no habéis sido liberados... con bienes caducos, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin mancha ni tacha" (1Pe 1,18-19). El apóstol que no esté dispuesto a arriesgarlo todo por seguir a Cristo y hacerle conocer y amar, no merece el título de apóstol. Ante cualquier dificultad, abandonaría el campo de apostolado o se instalaría en sus gustos y preferencias. El verdadero apóstol "prefiere los lugares más humildes y difíciles" (RMi 66).

 

      Para nuestra Madre, las almas tiene un precio: el sacrificio de sí mismo, a imitación del Redentor. No es tanto cuestión de dolor, cuanto de amor de donación. Las dificultades sólo se pueden superar sabiéndose amado por Cristo, queriéndole amar y hacerle amar. "¡Ah, Señor! Quisiera ser avara por las almas. Quisiera que ellas fueran mi obsesión. Quisiera que ellas me enamoraran de tal manera que sólo pensara en adquirir tesoros de virtudes y méritos para comprarlas todas a mi Señor, y ofrendárselas, como un homenaje de mi reconoci­mien­to, de mi amor, de mi adoración".

 

      El sufrimiento y la dificultad se superan cuando hay amor a Cristo y a las almas. "Será una gloria para nosotros, una alegría para el Señor y, por así decir: monedas de oro para comprar almas para el cielo, si de verdad, toda nuestra existencia nos hace participar en su pasión y en su muerte".

 

      Este amor a las almas ayuda a "hacerse todo para todos" como San Pablo (1Cor 9,22). Se quiere imitar el mismo modo de amar de Jesús: "enséñame a ser como tú, dulcísimo Jesús, que no piense en mí misma jamás, que mis atenciones, mis cuidados, mis amores, sean para las almas que me has encomendado. ¡Sálvalas!".

 

      El "martirio" puede ser, a veces, el precio de las almas. "Religiosa y mártir: he aquí la cumbre de nuestros deseos, salvarte almas". "Tú sabes, Jesús, hasta qué grado ha sido martirio para mí esta sed de almas".

 

      Con la ayuda y el ejemplo de la Virgen Santísima, el trabajo apostólico por las almas se hace fructuoso. "Ya, Señor, apiádate de ellos. Déjame que te diga como tu Madre y en unión de ella: Hijo, estas naciones que también son tuyas, que por ellas diste tu sangre, que son el precio de tus dolores, no tienen el vino de la caridad cristiana porque no tienen la fe, porque no han conocido la verdad, porque no saben que tú riges el universo con un solo acto de tu voluntad, porque no saben que tienen en el cielo el único Dios verdadero, que se hizo hombre para salvar­los".

 

      Nuestra ofrenda no es más que nuestra "miseria puesta al servicio de la misericordia". Pero el amor esponsal de Cristo hace fecunda nuestra entrega. "Yo soy la esposa, tú el Esposo: a ti te toca darme hijas e hijos que se extiendan por toda la tierra, que pueblen el cielo. Me entrego a tu voluntad, no rehuyo los sufrimien­tos, los dolores; quiero ALMAS solamente que te glorifiquen y te alaben eternamente".

 

      Ya no se quiere otra herencia ni otro premio que la extensión del Reino de Jesús. "¡Que todos te conozcan y te amen! Esta es la única recompensa que quiero". "Nuestra entrega a Dios en la virginidad no ha sido... por decepción... Nos hemos entregado a Dios... para ser creado­ras con el Padre celestial. Creadoras, sí, pero de almas que le glorifiquen y le amen en el tiempo y en la eterni­dad".

 

      Cualquier gracia recibida y, especialmente, todo cuanto Jesús ha dado a la Iglesia, se quiere compartir con toda la humanidad. A veces el precio de las almas no es más que el contagio de la sed del Señor. "Las almas tienen un precio muy alto, pero hay que comprarlas a su costo, pues el Señor tiene sed". "Las almas se compran con sacrificios". Para nuestra Madre, esa sed era su martirio. "Esta sed ardiente de almas la considero como una muy grande gracia de su bondad; esta sed viene a serme un martirio, pero un martirio delicioso".

 

      El precio de las almas es la maternidad espiritual del desposorio con Cristo. "Quiere que ames la cruz y que, con tus dolores, cualesquiera que ellos sean, le compres innumerables almas. La maternidad, aun la espiritual, se compra a base de sacrificios. Las almas cuestan mucho y ustedes allá tienen muchas qué salvar". "¡Te ha elegido! Déjate hacer, déjate modelar, déjate sacrificar. ¡Déjate!, déjate en manos del buen Dios y te aseguro que nunca te arrepentirás".

 

      Entonces cualquier circunstancia de nuestra vida ordinaria, aunque sea una "sonrisa", se hace realmente grande apostolado. "Es la predicación del sacrificio oculto". Los horizontes ya no tienen límites, porque el corazón se ha abierto al amor. "Lo importante, hijas, es que no estemos ni un momento pasivas, que recordemos siempre y en todo momento que 'Es Urgente que Él Reine' en los corazones, en las familias, en las comunidades religiosas, parroquiales, diocesanas, nacionales y mundiales" (CC junio 1977).

 

                          Frases de M. María Inés

 

      "Quisiera hacer a mi Dios y Señor una ofrenda de todas las naciones y, para su conquista, no tengo más que mi MISERIA PUESTA AL SERVICIO DE SU MISERICORDIA, pero se la doy de todo corazón, con la convicción plena de que él es po­deroso para obrar maravillas" (NI 96/7).

 

      "Me siento entonces dueña del mundo, porque los intereses de Jesús son los míos, y él lo que anhela es que todos tengamos una inmensa sed de almas y que negociemos incansables esos mismos méritos, que se multiplican en nuestras manos a la medida de nuestros anhelos por salvar esas almas que él ama más que a sí mismo, puesto que dió su vida por ellas" (NI 25/3).

 

      "Sí, que me purifique mi Dios cuando sea necesario; que me haga sufrir lo que quiera, pero que yo sepa sacar de estas cruces LAS MONEDAS de oro con que le compraré innumerables almas" (NI 34/7).

 

      "Sí, no quiero otra herencia, quiero nada menos que todas las naciones, porque quiero que todas ellas sean el trono de CRISTO REY" (NI 96/7).

 

      "Me pongo en tus manos, me abandono a tu amor, a tu bondad, a TU GENEROSI­DAD, haz de mí lo que tú quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas. Dame almas de sacer­dotes, de religiosos y religiosas, de jóvenes, de niños, de pecadores; dame todas las almas de los infieles... y yo te doy mi vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mí lo que quieras! Pero déjame vivir y morir en tu amante corazón para que ahí se caldee el mío y pueda a mi vez calentar a las almas que se acerquen a mí" (NI 88/1).

 

      "En mis ansias hubiera querido que no quedara una sola alma sin convertirse; que los infieles, los paganos, todos reconocieran a su Dios como su único dueño" (NI 80/1).

 

      "¡LAS ALMAS! Es una marcada vocación que tú, Jesús mío, has dado a mi alma; ¡sencillamente me enamoran!, ¡ellas te costa­ron tanto! Vale infinitamente una sola" (NI 80).

 

      "Todo lo que gano de monedas en el orden espiritual, al momento lo negocio con mi Madre santísima por todos los intereses de Jesús. Así lo he hecho siempre, desde mi conversión, con verdaderas ansias de comprar infinitas almas para Dios" (NI 105/5).

 

      "El galardón que la misionera clarisa quiere recibir de su Padre celestial es las almas, muchas almas que le glorifi­quen eternamente. Ella son el ideal de su vida, la fuerza de su constancia, el centro de sus aspiraciones; porque en su centro encuentra a Dios, al Dios humanado que se abajó hasta nosotros para sublimarnos hasta su divinidad" (NI 154/9.

 

      "Quiere que tú primero te inflames de él para que puedas después irradiarle en muchas otras almas" (Lira, 1ª, II).

 

      "¡Las almas! Si ellas son el centro de sus amores" (de Jesús) ... "A ti te ha elegido para que continúes el trabajo que El empezó" (cita Col 1, 24) ... "¡Qué hermoso ministerio! Hacer que Dios sea conocido y amado... Todo acéptalo con amor y conviértelo en monedas por las almas" (Lira, 1ª, V).

 

      ..."Actos ignorados de todas, pero... negociados en el Banco de las almas" (Lira, 1ª, IX).

 

      "Querer que todos se enamoren de un Dios tan bueno, tan Paternal" (Lira, 1ª, XII).

 

      "Que todas las almas se acerquen a Dios, para que todos gocen de sus bondades y su amor" (Lira, 1ª, XIII).

 

      "La misionera clarisa debe hacerse toda para todos a ejemplo de San Pablo, para ganarlos a todos para su Cristo" (Lira 1ª, XV).

 

      "No hay un alma que haya llegado a la unión con Dios, a la plenitud de la contemplación, que no sienta sus entrañas devoradas por el celo de la salvación de las almas" (Lira, 1ª, XVII).

 

      ... "Obediencia... quehaceres ocultos que... ESTAN CONQUISTANDO AL MUNDO, por el amor sobrenatural con que se ejecutan" (Lira, 1ª, XVIII).

 

      "La vida no merece vivirse, si no se emplea toda ella en conquistar vasallos para el Rey inmortal de los siglos" (Lira, 2ª, IV).

 

      "Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero. Que todos amen a tu Padre, al divino Consolador" (Lira, 2ª, VI).

 

      "Tú bien sabes, Señor, que yo sólo anhelé hacerte amar de millones de almas, que en todo el mundo fuese revelado tu augusto Nombre y amarte yo también con amor exclusivo" (Lira, 2ª, XII).

 

      "Quiero ser santa como Santa Teresita salvando muchas almas... Que te conozcan y te amen millones de infieles" (Crónicas).

 

      "Las almas son el móvil de mi vida y este anhelo lo llevo muy clavado en el alma" (Ejercicios 1944).

 

      "Deseo inmenso de que todos conozcan a Cristo... Amar intensamente a Cristo, imitarle y hacer que TODOS le conozcan, le amen y le imiten para que Cristo sea todo en todos... Darle a todo un valor universal" (Circular 1974).

 

      "Misionera secreta por la oración y el sacrificio, se entrega de lleno a esa vida sencilla y obscura, trasunto de la vida de Nazaret... Esta es la renuncia decisiva, alegre, deliberada, plena para no vivir sino de Jesús y en María, por las almas" (Recuerdos, 28 marzo 1943).

 

      "Si tú quieres, Dios mío, servirte de mí, pobre y miserables criatura, como de un instrumento para tu gloria, di solamente a mi alma ansiosa de hacerte conocer y amar... las palabras del salmista: Anuntiate inter gentes gloriam eius... Manejando Tú este inútil instrumento, que sólo se dejará llevar y traer, y no querrá poner ningún impedimento a tu voluntad santísima, las almas se rendirán a tu amor" (Composición 12 septiembre 1943).

 

      "Religiosa y mártir: he aquí la cumbre de nuestros anhelos. Salvarte muchas almas... Si quisieras que fuera sólo Misionera por la oración y el sacrificio, heme aquí" (Composición 12 septiembre 1943).

 

      "De lo poco que hago por Dios no quiero atesorar nada... Todo lo que gano de monedas, en el orden espiritual, al momento lo negocio con mi Madre Santísima por todos los intereses de Jesús. Así lo he hecho siempre, desde mi conversión, con verdaderas ansias de comprar infinitas almas para Dios... Señor, cuando logre, por tu infinita bondad, que millones de almas te amen A LO EXCLUSIVO, déjame que grite llena de gratitud: Venid, escuchad... y os contaré cuán grandes cosas ha hecho él por mi alma. Y ellos, al ver que en este manojo de miserias has hecho gala de misericordia, se animarán a amarte siempre" (Composición).

 

      "Para mí no había dicha mayor que la de poder sufrir y amar POR LAS ALMAS" (14 marzo 1943).

 

      "Jesús le pide, como un mendigo de amor, la moneda de sus sufrimientos... para comprar con ella esas almas" (Comentario a la Regla).

 

      "Acuérdate, Jesús, que todas las almas están vinculadas a la mía propia por el deseo de tu gloria, por mis ansias de salvarlas, por mi anhelo de que se enamoren de ti. Dámelas por herencia. Sí, Jesús, dame almas y quítame todo lo que quieras" (NI).

 

      "¡Qué dicha la tuya cuando al llegar a la eternidad te presente tu amado Esposo las almas que se salvaron con tus sacrificios ocultos, con tus vencimien­tos" (CP).

 

      "No basta el testimonio, es indispensable y urgente una predicación viva. La misionera clarisa se esforzará porque no pase un solo día sin que en alguna forma haya predicado a Cristo" (Cir. 10 mar 1977).

 

      "¡Cómo quisiera que llegáramos a ser, por el apostolado, la palabra y los pies de Jesús... La vida vale la pena vivirla cuando se vive por Dios y por el bien de los hermanos de todas las naciones, como misioneras que somos; y... ¡jamás límites en la entrega y en la lucha por la conquista de las almas!" (CC junio 1977).

 

                         Para la reflexión personal

 

1º) ¿Cómo resuena en mi corazón la sed de almas y los amores del Buen Pastor?

 

2º) ¿Qué obstáculos encuentro en mí para abrirme a la misión sin fronteras?

 

3º) Cuando encuentro dificultades, las sé aprovechar como "monedas" para ganar almas para Jesús?

 

                         Para la reflexión en grupo

 

1º) ¿De dónde nace en nuestra Madre su celo tan apasionado por las almas'

 

2º) Estudiar la dimensión misionera de las instituciones fundadas por ella: Misioneras, Misioneros, Vancalristas.

 

3º) ¿Cómo las dificultades y el sufrimiento eran en ella fuente de gozo y de maternidad, a imitación de María?

Malta, oct. 2004   SANTIDAD CRISTOCENTRICA DEL SACERDOTE

 

 

                                                        Juan Esquerda Bifet

 

Sumario:

 

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo,

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

Líneas conclusivas

 

                                   * * *

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

      El título de nuestra reflexión ("santidad cristológica del sacerdote") nos sitúan en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos "santidad", nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: "He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

 

      Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible.[1]

 

      La "santidad" hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el "tres veces Santo" (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 14,9). Los cristianos estamos llamados a ser "expresión" de Cristo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22).

 

      Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido "relacional", de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). El sacerdote ministro es "hombre de Dios" (1Tim 6,11).

 

      La "santidad" del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el "carácter" o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, consecuentemente, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

 

      Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos.[2]

 

      Decidirse a ser "santos" no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. "La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales" (PDV 12). Esta santidad es posible.[3]

 

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

      La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio "nombre", para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo.[4]

 

      Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

 

      La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

      Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el "encuentro" y la "misión". Nos ha llamado para "estar con él" y para enviarnos a "predicar" (Mc 3,14).

 

      Si se quiere hablar de la "identidad" o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su "identidad", no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: "Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis" (Jn 1,23.26).[5]

 

      Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones estériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: "Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

      Desde esta perspectiva vivencial, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra "santidad" pasa a ser una realidad de gracia que forma parte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión.[6]

 

      La decisión de ser "santos" es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 15,9), no anteponer nada a Cristo.[7]

 

      Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su "caridad pastoral", es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: "Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13).

 

      Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

 

      El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la "Vida Apostólica", es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica.[8]

 

      La "Vida Apostólica" o "Apostolica vivendi forma", que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 19,27), la fraternidad o vida comunitaria (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,19-20).[9]

 

      El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de S. Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: "El amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

      El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, "el Hijo de Dios" (Hech 9,20), "el Salvador" (Tit 1,3), quien "fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25). Cristo "vive" (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como "cuerpo" o expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), "esposa" o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11,2) y "madre" fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

 

      Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el "seguimiento" como encuentro y amistad. La "soledad llena de Dios" (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: "No tengas miedo ... porque yo estoy contigo" (Hech 18,9-10).[10]

 

      Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se descifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnación, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a "los suyos" (Jn 13,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: "los que tú me has dado" (Jn 17,2ss), "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

      La llamada apostólica ("venid", "sígueme") trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos "santidad" (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: "Los presbíteros nunca están solos en su trabajo" (PO 22).[11]

 

      La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. "Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).[12]

 

      Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un "Jesús viviente" (según la expresión de S. Juan Eudes), es decir, con palabras del concilio, "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" PO 12), que quieren vivir "en comunión de vida" con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica "en la escuela de María Santísima" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7).[13]

 

      La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). "Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (RMi 89).

 

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

 

      Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del "ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios" (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad" (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamenten en dimensión eclesiológica.

 

      En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: "Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).

 

      Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como "misterio", es decir, como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Es misterio de comunión misionera. "La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo" (NMi 7)

 

      La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

 

      Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

 

      A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone "el cuño eucarístico en su misión" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos.[14]

 

      La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de "completar" a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser "gloria" o expresión suya por una vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) y marcada con "el sello del Espíritu" (Ef 1,13). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, "hasta que vuelva" (cfr. 1Cor 11,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,19).[15]

 

      El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).

 

      Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y "madre", es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia "ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo" (PO 6).

 

      Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a "invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad" (PO 4).

 

      La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: "De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El" (PO 5).

 

      La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de "que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y dili­gente y a la libertad con que Cristo nos liberó" (PO 6).

 

      En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionarse con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19); "celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

      Nuestro ministerio consiste en ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación: existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39-42), que consiste en la "perfección de la caridad", y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).

 

      El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. "El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu" (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por "el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)" (NMi 31).

 

      La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

 

      El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: "Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo".[16]

 

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

      La santidad constituye el "fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio" (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

 

      En una sociedad "icónica", que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como "autorretrato de Cristo" (VS 16). Efectivamente, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión" (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan "el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido" (RMi 47).

 

      Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su "expresión" o su "gloria": "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser "prolongación visible y signo sacramental de Cristo" Sacerdote y Buen Pastor (PDV 16).[17]

 

      No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

 

      El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús.[18]

 

      El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

 

      Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversas latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto "un tesoro escondido", como es la "mística" de la propia espiritualidad sacerdotal específica.[19]

 

      El Papa Juan Pablo pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98).[20]

 

      Cuando Juan Pablo II nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: "La consagración es para la misión" (PDV 24).

 

      Se podría hablar del "carisma" apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando  dijo: "Abrid las puertas a Cristo". Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo.[21]

 

      Las cartas del Jueves Santo (desde 1979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide "Pastores según su Corazón" (Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

 

      Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodales continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral "inculturalizada", en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales.[22]

 

      Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: "Por el sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús" (Ecclesia in Europa 34)[23]. "Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas" (Ecclesia in Europa 37).[24]

 

      La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

 

      La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo.[25]

 

      Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados.[26]

 

      En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en "gozo pascual" (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi 91). Es el gozo de hacer "pasar" o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 15, 11; 17, 13).

 

 

Líneas conclusivas

 

      La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,18) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 10,1.14.18): "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

      La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraiza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

 

      Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencial, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

 

      La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del "martirio", como parte integrante del "kerigma" o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser "testigos" ("mártires") del crucificado y resucitado: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32), "y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa.[27]

 

      El "gozo pascual" (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las "bienaventuranzas" y del "Magníficat", por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Es el gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Apóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1,22). Es el gozo de Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4).

 

      La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

 

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

 

      "Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor" (Jn 15,9); "Yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16); "vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

 

      "Estuvieron con él" (Jn 1,39); "instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14); "vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14); "estaré con vosotros" (Mt 28,20); "mi vida es Cristo" (Fil 1,21).

 

- Relación de pertenencia:

 

      "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1); "Padre... los que tú me has dado"... (Jn 17,9ss); "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de transparencia y misión:

 

      "Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27); "el Espíritu... me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16,14); "Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)" (Jn 17,10); "Como el me envió, también yo os envío" (Jn 20,21)...; "el amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

      A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a "los suyos" (Jn 13,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

 

- No dudar del amor de Cristo:

 

      Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 13 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: "Te quiero a ti, no tus cosas".[28]

 

- No sentirse nunca solos:

 

      Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: "Cristo no abandona".[29]

 

- No poder prescindir de él:

 

      Pablo, en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas" (2Tim, 4,16-17).

 

- No anteponer nada a él

 

      "En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos" (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

 

      Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5).      Este encuentro vivencial y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en los hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un "asombro eucarístico" que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los jóvenes en nosotros "intuyen la llamada de un amor más grande" (ibídem, n.6).

 

      La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea "en comunión de vida" con María (cfr. RMa 45, nota 130). Es "comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre" (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,19.51).[30]

 

      María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. "Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don" de su maternidad espiritual (Ecclesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a "los sentimientos de María", cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración ("mi cuerpo... mi sangre") (cfr. ibidem, n.56).[31]



    [1]"Imitamini quod tractatis" (imitad lo que hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución durante la ordenación presbiteral, cuando el obispo explica "la función de santificar en nombre de Cristo". Según Santo Tomás de Aquino, "la Ordenación sagrada presupone la santidad" (cfr. II-II, q.189, a.1, ad 3), para poder servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr. Supl. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de la santidad.

    [2]El "carácter" sacerdotal del sacramento del Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser coherentes con lo que somos y hacemos.

    [3]Indicamos algunos estudios sobre santidad y espiritualidad sacerdotal: AA.VV., Espiritualidad sacerdotal, Congreso (Madrid, EDICE, 1989); C. BRUMEAU, Les éléments spécifiques de la vie spirituelle des prêtres d'après Vatican II: Le prêtre, hier, aujourd'hui, démain (Paris, Cerf, 1970) 196‑205; J. CAPMANY, Apóstol y testigos, reflexiones sobre la espiritualidad y la misión sacerdotales (Barcelona, Santandreu, 1992); M. CAPRIOLI, Il sacerdozio. Teologia e spiritualità (Roma, Teresianum, 1992); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Idem, Signos del Buen Pastor, Espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002); A. FAVALE, El ministerio presbiteral, aspectos doctrinales, pastorales y espirituales (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989); G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad del ministerio sacerdotal(Salamanca, Sígueme, 1995); J.L. ILLANES, Espiritualidad y sacerdocio (Madrid, Rialp, 1999); D. TETTAMANZI, La vita spirituale del prete (Casale Monferrato, PIEMME, 2002); R. SPIAZZI, Sacerdozio e santità. Fondamenti teologici della spiritualità sacerdo­tale (Roma 1963); K. WOJTYLA, La sainteté sacerdotale comme carte d'identité: Seminarium (1978) 167‑181; P. XARDEL, La flamme qui dévore le berger (Paris, Cerf, 1969).

    [4]Son los títulos bíblicos que usa y explica PO nn.1-3 y PDV cap.II (ver nn.20-22).

    [5]AA.VV., Identità e missione del sacerdote (Roma, Città Nuova, 1994); F. ARIZMENDI, Vale la pena ser hoy sacerdote? (México, Lib. Parroquial, 1988); M. THURIAN, L'identità del sacerdote (Casale Monferrato, PIEMME, 1993). Ver otros estudios en la nota 4.

    [6]Un brahmán convertido (que después fue sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era director, se encontró ante la imagen del crucifijo y oyó en su corazón: "Me amó". Enseguida sacó esta consecuencia: "Si él me ama, yo le quiero amar y hacerle amar"...

    [7]Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11.

    [8]Pastores dabo vobisindica la "Vida Apostólica" como punto de referencia de la santidad sacerdotal, siempre como imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles (cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco bibliografía, en: Signos del Buen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor) (trad. en italiano e inglés: Pontificia Universidad Urbaniana, Roma).

    [9]Las líneas de esta Vida Apostólica, eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1ª: Elección, vocación, por iniciativa de Cristo (cfr. Mt 10,1ss; Lc 6, 12ss; Mc 3,13ss; Jn 13,18; 15,14ss). 2ª: "Sequela Christi" o seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,19ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3ª: Caridad del Buen Pastor (cfr. Jn 10; Hech 20,17ss; 1Pe 5,1ss), 4ª: Misión de totalidad y de universalismo (cfr. Mt 28,18ss; Mc 16,15ss; Hech 1,8; Jn 20,21; PO 10). 5ª: Comunión fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). 6ª: Eucaristía, centro e fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,23ss; Jn 6,35ss). 7ª: Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11,25ss; Lc 10,21ss). 8ª: Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27; Jn 17,23; 1Tim 4,14: "gracia" permanente). 9ª: Con María, "la Madre de Jesús" (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).

    [10]Cabría reflexionar sobre la realidad virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno. Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo.

    [11]Puede aplicarse a todo apóstol y especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de Juan Pablo II: "Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

    [12]La dimensión eucarística de la santidad sacerdotal es objeto de otra conferencia en este Encuentro Internacional de Sacerdotes.

    [13]La dimensión mariana es también objeto de otra conferencia en el presente Encuentro Internacional. Sobre la espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en: María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria nella spiritualità sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1985, 1237-1242. Ver también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II: Compostellanum 33 (1988) 205-224.

    [14]"In persona Christi quiere decir más que «en nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote" (enc. Ecclesia de Eucharistia n.29).

    [15]Cfr. F. PASTOR RAMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino, 1993). El tema paulino queda tratado por otra conferencia en ese encuentro sacerdotal.

    [16]Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de toda la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía ("Cartas), San Juan Crisótomo ("Libro sobre el sacerdocio"), San Ambrosio ("Los oficios de los ministros"), San Gregorio Magno ("Regla pastoral"), San Isidoro de Sevilla ("Los miniterios eclesiásticos"); en época de Trento, San Juan de Avila ("Pláticas a sacerdiotes", "Tratado sobre el sacerdocio"), San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX (síntesis histórica); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y evolución histórica) (trad. italiano, inglés).

    [17]La expresión "signo" se repite con frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación de "sacramentalidad", en el contexto de Iglesia "sacramento": signo transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz de santificación y de evangelización.

    [18]"La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima " (RMi 24).

    [19]Son todavía pocos los que se ordenan sacerdotes habiendo estudiado (o leído) estos documentos. Es necesario hacer una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.). Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.II, Directorio cap.II), en comunión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9; PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad sacerdotal como "caridad pastoral" (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio 43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30; Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir la exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos (2004).

    [20]Presento las motivaciones y posibilidades de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995) 175-186. Ver también: J.T. SANCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para América Latina), Evangelizadores, Obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-110. Una buena base para un proyecto: Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).

    [21]Estudié y resumí los documentos del Papa, bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la experiencia de encuentro con Cristo a la misión: Osservatore Romano (esp.), 17.7.2001, pp.8-11. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.) n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.

    [22]"Hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Éste es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio" (EEu 49). "Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo" (Ecclesia in Europa 14). Ver llamados semejantes en: Ecclesia in America 30-31 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para la santidad); Ecclesia in Africa 136; Ecclesia in Oceania 30.

    [23]Ver también: Ecclesia in America 39; Ecclesia in Africa 97-98; Ecclesia in Asia 43; Ecclesia in Oceania 49.

    [24]Ver también: Ecclesia in America 43; Ecclesia in Africa 94; Ecclesia in Asia 44; Ecclesia in Oceania 51-52.

    [25]En la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis", se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos indica la mismas líneas: nn.75-83.

    [26]Los últimos documentos de Juan Pablo II trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles "les anima la esperanza" (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales, donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como "signo de genuina esperanza" (NMi 4). La historia de cada creyente es "una historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su camino de esperanza" (NMi 8). "Nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas" (NMi 12). "¡Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo" (NMi 58).

    [27]Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida), durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía estaba con vida y recitaba el "Credo"; al acercarse el verdugo para rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión de fe...

    [28]Ver algunas de sus testimonios de su tiempo de prisión, en: Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II (Madrid, San Pablo, 2000). Es la vivencia paulina: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8,35).

    [29]Santa Teresa invita a "traerle siempre consigo", porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir" (Vida, 22,6).

    [30]La oración sacerdotal de Jesús, pronunciada en la última cena, puede relacionarse fácilmente con el Corazón o interioridad de María, especialmente desde que recibió el encargo de ser nuestra Madre (cfr. Jn 19,25-27: "he aquí a tu hijo"): "Ellos son mi expresión... tú les amas como a mí... yo estoy en ellos" (Jn 17,10.23.26).

    [31]Con el correr de los años de nuestro sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con las "manos vacías"; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es entusiasmante, cuando dice al Señor: "Pon tus manos en las mías y ya no están vacías". Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta gastarse con gozo, para amar y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la impresión de ser "un estropajo" inútil. Pero el encuentro personal con Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho sentir en el corazón sus palabras alentadoras: "Este estropajo es mío", lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...

PROLONGAR Y VIVIR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

“Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18)

 

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INTRODUCCIÓN

 

I: EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

Selección bibliográfica sobre el Cura de Ars

 

* * *

 

INTRODUCCIÓN:

 

Las figuras sacerdotales de la historia son una herencia eclesial por redescubrir. Los santos se modelaron al unísono con los latidos del Corazón de Cristo. Y esas vidas son “memoria” y herencia por actualizar e imitar en cada período histórico de la Iglesia peregrina. La Palabra de Dios, revelada e inspirada por él, se celebra, se contempla, se anuncia y se vive, captando su eco en la comunidad eclesial y en el corazón y en la vida de los santos.

 

El temario de estos retiros, redactados con ocasión del año jubilar dedicado a San Juan María Bautista Vianney (2009-2010), se desarrolla en la perspectiva misionera que deriva de la configuración sacramental con Cristo Cabeza, Pastor, Sacerdote y Víctima, Servidor y Esposo.

 

La adhesión cordial y total a Cristo se concreta en vivir su mismo estilo de vida, como “vida nueva”, que, aplicada a los ministros ordenados, se ha llamado tradicionalmente “el modo de vivir de los Apóstoles” (“apostolica vivendi forma”).

 

Esta novedad de vida, hecha posible por la comunicación especial del Espíritu Santo a través de la imposición de manos del Obispo y la oración de la Iglesia, está íntimamente relacionada con los ministerios proféticos, litúrgicos y diaconales, ejercidos por los ministros ordenados, en comunión y al servicio de la realidad profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios. Estos ministerios son un don que fundamenta un oficio y son también una participación real y una prolongación eficaz de la misma misión de Cristo.

 

La llamada a la santidad sacerdotal, como configuración con Cristo Sacerdote y Buen Pastor y como posibilidad de compartir su misma vida, se integra, como prioridad pastoral, en la misma acción ministerial.

 

Queda en pie la eficacia sacramental de los signos ministeriales instituidos por el Señor y, al mismo tiempo, sigue vigente la urgencia de santidad de vida pedida por el mismo Cristo en la oración sacerdotal: “Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17,18.19).  La “fidelidad de Cristo” exige y hace posible la “fidelidad del sacerdote”. “Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Esta relación entre santidad y eficacia sacramental la describe así el concilio Vaticano II: “La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio -porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos-, sin embargo, por ley ordinaria, Dios prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal, 2,20)” (PO 12)

 

Los ocho temas que presentamos tienen una dinámica interna, que ayuda a comprender y vivir lo que acabamos de de decir. Se subraya la “sorpresa” o admiración, puesto que entramos en el mismo corazón de Dios, donde todo es “más allá” de lo que nosotros podríamos idear y proyectar. Dios no es una idea, sino “Alguien”, que se ha revelado como “Dios Amor” (1Jn 4,8).

 

Quien entra con realismo en ese proyecto de Dios Amor, sin querer manipularlo, se descubre a sí mismo (y a todos los hermanos, cada uno según su vocación específica) como llamado, amado, invitado a compartir la misma vida y misión de Cristo. Desde esa perspectiva interpersonal, ya no hay dificultad en aceptar con gozo el sacerdocio ministerial, tal como Cristo nos lo ha querido comunicar para el bien de todo el Pueblo Sacerdotal.

 

Para renovar la Iglesia y el mundo en que vivimos, bastaría presentar en nuestras vidas el “gozo pascual” (PO 11) de ser sacerdotes de Cristo, servidores suyos, su signo personal, comunitario y sacramental. Esta sorpresa comenzó en el seno de su Madre y nuestra, Madre de Cristo Sacerdote, como icono de la Iglesia de todos los tiempos. El “sí” de María, al dejarse sorprender, nos pertenece porque es parte de nuestra razón de ser, parte de nuestra respuesta a la consagración sacerdotal. Es el “sí”, vivido de modo especial por los santos sacerdotes, como Pablo, Juan de Ávila o el Cura de Ars, que ha transformado y sigue transformando la historia, porque es la única respuesta válida a la Palabra de Dios y a su proyecto de amor sobre toda la humanidad.

 

La renovación gozosa de la vida sacerdotal es el “nuevo areópago” por afrontar. Quizá el más urgente e importante. De esta renovación depende la renovación de toda la Iglesia y, consecuentemente, el número y la calidad de las nuevas vocaciones sacerdotales, de vida consagrada y de laicos comprometidos.

 

El año sacerdotal dedicado al Santo Cura de Ars, con ocasión del 150 aniversario de su muerte (1859-2009), intenta “contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Los ministros ordenados somos servidores del desarrollo integral de la persona y de la comunidad humana, que enraíza en los deseos más profundos que Dios ha puesto en todo corazón humano: “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

 

Las directrices de los concilios se han puesto en práctica en la medida en que hayan surgido los santos de postconcilio correspondiente. La renovación querida por el Vaticano II empezará a ser realidad cundo se cumpla la indicación del mismo concilio: “Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12).

 

El año dedicado al Santo Cura de Ars debe dejar una huella profunda en la vivencia sacerdotal: “Este año debe ser una ocasión para un período de intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología sobre el sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad” (Carta del Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los sacerdotes, con ocasión del año sacerdotal, 2009).

 

 

 

I. EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

Presentación

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación:

 

En cada ser humano se refleja, de algún modo, un proyecto de Dios sobre él y sobre toda la humanidad. La vida es una dinámica que encuentra su sentido sólo cuando miramos hacia el principio de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nuestra misma mirada, que pregunta los “por qué” de los acontecimientos y de las cosas, ya refleja una sed que sólo puede apagar el amor verdadero. Es la sed de verdad y de bien, es decir, del “agua viva” ofrecida por Dios a los “sedientos” (cfr. Is 55,1; Jn 7,37-39).

 

En el corazón humano se entrecruza la sed de Dios, que nos ha creado por amor, y la sed del hombre, que busca siempre la verdad y el bien. Las personas auténticas, los santos, son las que se han realizado amando: “El amor de Cristo nos urge” (2Cor 5,14). Es el amor verdadero que no antepone nada al proyecto de Dios Amor. “siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4,15).

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

 

Si Dios Amor nos ha elegido en Cristo, desde antes de nuestra existencia, entonces la vida tiene sentido como “biografía” complementaria del mismo Cristo, ahora presente en nuestra historia..

 

Sólo el ser humano puede tomar conciencia y descubrir en cada cosa, aunque sea una hojita seca recién caída del árbol, un reflejo de un amor eterno. Las cosas pasan, las flores se marchitan, dejando entrever a “alguien” trascendente que no pasa. Pero esas cosas que pasan transmiten un amor que no pasa. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).

 

Al abrir la ventana por la mañana para respirar el aire y recibir la luz de una nueva aurora, quien vive con autenticidad puede leer a Dios en todo y en todos: “Mil gracias derramando, pasó por esos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura” (San Juan de la Cruz). Así es la “lectura” vivencial de la creación y de la historia de salvación, en Cristo, “Palabra” personal e “imagen” viva de Dios Amor (cfr. Ef 1-2, Jo 1, Col 1).

La iniciativa es de Dios, porque “Él nos amó primero” (1Jn 4,19). Como también es iniciativa suya la llamada a la fe y a la vocación apostólica (cfr. Mc 3,13; Jn 15,16). En esta iniciativa y don de Dios se basa la posibilidad de responder al amor. “Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios” (Caritas in Veritate 57).

 

Dios es fiel al amor: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entraña” (Os 11, 8-9). Por Cristo sabemos que el Padre nos ama (cfr. Jn 16,27), al darnos cada día “su sol” (Mt 5,45) y especialmente al darnos a su Hijo como hermano y consorte de nuestra historia (cfr. Jn 3,16).

 

La actitud más auténtica es la de dejarse sorprender por el Amor: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cfr. Jn 8,22)… En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1).

 

El verdadero desarrollo del ser humano y de la humanidad necesita referirse continuamente y de modo vivencial a Cristo, quien, “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

 

El desarrollo humano integral sólo puede realizarse en un amor de gratuidad y de solidaridad o de compartir como miembros de una misma familia humana. “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don… El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente” (Caritas in Veritate 34).

 

“Convertirse” significa “abrir el corazón” al amor. Se descubre el misterio del ser humano y del universo, cuando se intuye un “más allá”. “Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende” (Caritas in Veritate 77). La investigación sobre el hombre es auténtica cuando se descubre que el ser humano es siempre reflejo de un amor eterno e infinito.

 

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

 

Dios es siempre sorprendente. Sus dones no son Él, pero dejan entrever que se nos da Él personalmente. Estamos invitados a entrar en su intimidad: “Por Cristo… tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

La presencia y cercanía de Dios tiene su máxima expresión en Cristo, el “Emmanuel”, Dios con nosotros. Por Él, nos hace partícipes de su misma vida. Y  Él asume responsablemente nuestra realidad limitada (que es también pecadora) para hacerla capaz de recibirle como “Alguien” íntimamente relacionado con nosotros: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él... propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10; cfr. Jn 3,16). En este sentido Jesús es el único Salvador, que no anula los destellos de salvación que Dios ha sembrado en todos los corazones y en las culturas religiosas de todos los pueblos.

 

La vida ya tiene sentido y recupera el tono de confianza inquebrantable. “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). “Nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8,24), porque “Cristo Jesús es nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

Esta realidad consoladora y salvífica ha sido posible gracias a la donación sacrificial (sacerdotal) de Jesús. “La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cfr. Heb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)” (Sacramentum caritatis 9).

 

El hombre puede realizarse amando, haciendo de su vida una donación, porque “la caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). Pero este itinerario de la libertad, que es la verdad de la donación, es una lucha continua, que da sentido al existir: “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande” (ibídem 8).

 

La historia humana se construye como reflejo de la misma vida de Dios, quien, en Cristo su Hijo, se ha hecho garante de un éxito definitivo. “Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo  Jesús” (Fil 1,6)

 

Gracias al amor del Padre y a la acción del Espíritu, somos hijos en el Hijo por iniciativa divina: “Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,5); “recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15).

 

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

 

Responder al proyecto de Dios Amor sobre toda la humanidad y sobre cada ser humano en particular, es una urgencia y también una posibilidad. Nos encontramos con un “hoy” salvífico (Heb 3,7), que nos recuerda que Cristo resucitado se nos hace encontradizo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15; cfr. Mt 10,7)

 

Llamamos “santos” a quienes se han dejado sorprender por el Amor, que es Dios, más allá de nuestros planes y esquemas. Decidirse a ser “santo” equivale a aceptar el itinerario permanente hacia el encuentro definitivo con Dios. “Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero” (Deus Caritas est 18).

 

Los santos se han abierto a la sorpresa de Dios, ensayando continuamente el hacer de la vida un “sí”, en las circunstancias de todos los días, empezando de nuevo en cada amanecer, queriéndolo dar todo, porque ”es chico nuestro todo por el gran Todo que es Dios” (San Juan de Ávila)..

 

Es necesaria y posible una actitud permanente de “conversión”, como escucha humilde del evangelio. Jesús basó su primer sermón en esta realidad de gracia que pide abrir el corazón(cfr. Mc 1,15). La vida auténticamente cristiana es actitud permanente de “cambio” hacia un “más allá”, cuyo programa está descrito en las bienaventuranzas: “Amad… sed perfectos (misericordiosos) como vuestro Padre” (Mt 5,44.48; cfr. Lc 6,36).

 

La vida de San Agustín fue siempre un proceso de “revestirse de Cristo” (Rom 13,14). Antes de su primera conversión, cuando iba a escuchar a San Ambrosio y empezaba a hacer caso a su madre Santa Mónica, había buscado continuamente una teoría sobre Jesús y un grupo donde se enseñara esa teoría. Después de decidirse a aceptar a Jesús tal como es (no una teoría sobre él), la vida se le convirtió en un camino de sorpresa en sorpresa. Casi al final de su vida, releyendo las bienaventuranzas evangélicas, tomó conciencia de cuán lejos estaba del amor perfecto. Su “penitencia” o “conversión” definitiva consistió en vivir en sintonía con los sentimientos de Jesús, orando con él y en él los salmos, especialmente los penitenciales (que hizo escribir en las paredes de su habitación).

 

Cuando Pablo estaba en la cárcel de Roma (tal vez unos treinta años después de su primera conversión), todavía describe así su actitud habitual: “Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio,  a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un  insolente. Pero encontré misericordia… Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús… Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1Tim 1,12-15).

 

Desde siempre, en cada corazón humano y en cada pueblo, Dios ama y pide amor: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Deut 6, 4-5; cfr. Mc 12, 29- 31).

 

Esta llamada es el toque de Dios en el corazón. Los santos, ante el proyecto de Dios Amor, reflexionan así: Esto es importante, es urgente y posible, acontece ahora. Dios es más allá de sus luces y mociones. Entonces aprenden a “admirar” y a dejarse sorprender (cfr. Lc 1,29; 2,33).

 

La Palabra de Dios Amor resuena en nuestra pobreza radical. “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona” (Deus Caritas est 10). Los santos tienen conciencia viva de este perdón, que les lleva a devolver amor por amor: “Sólo Dios basta… Todo va por amor” (Santa Teresa). “Ya sólo en amar es mi ejercicio” (San Juan de la Cruz).

 

El hombre y la historia se construyen amando con amor de gratuidad y de solidaridad. Es el “ordo amoris” que enseñaba Santo Tomás, y que San Francisco lo concretaba con su expresión típica: “Dios mío y todas las cosas”. Contemplando y experimentando el amor de Dios que se manifiesta en toda la creación y en toda la historia, se llega a esta conclusión: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio de Loyola).

 

Los santos son humildes, confiados y generosos, porque han aprendido la lógica de la entrega: “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Deus Caritas est 1).

 

Este itinerario de amor o de “perfección de la caridad”, sólo es posible a partir de un encuentro personal con Cristo: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est 1).

 

La vida es un examen de amor y nos examina quien es el Amor en persona: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40). El examen de amor empieza ya desde ahora: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo  que

 retiñe”(1Cor 13, 3).

 

Ante Cristo crucificado, el examen se hace más apremiante: “Lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo… viéndole colgado en la cruz” (S. Ignacio de Loyola).

 

La humildad, confianza, audacia y entrega de los santos nace de su experiencia de la misericordia divina. Han sabido releer la propia biografía desde los latidos del Corazón de Cristo, que busca a la oveja perdida, como algo que pertenece a su amor esponsal y como expresión de la ternura materna de Dios (cfr. Lc 15). Así han experimentado la “compasión” de Cristo y son portadores de esa compasión para todos los hermanos (cfr. Mt 9,36; Mc 8,2).

 

Por esto, “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia" (Dives in Misericordia 13). María, como figura de la Iglesia, es Madre de misericordia por ser Madre de “la” Misericordia personificada en Jesús. “María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia­ divina…Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz… Nadie como ella, María, la acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su "fiat" definitivo. María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio ­de la misericordia divina” (DM 9).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Elegido en Cristo, el Salvador:

 

“Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,  para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo,  según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia  con la que nos agració en el Amado” (Ef 1,4-6; cfr. Col 1).

 

“Él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador” (Tit 3,5-6),

 

Conquistado por amor:

 

Su encuentro con Cristo resucitado, en el camino de Damasco (cfr. Hech 9,1-19); 22,3-21; 26,9-20).

 

"Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

“El amor de Cristo nos premia” (2Cor 5,14).

“El amor de Cristo excede todo conocimiento” (Ef 3,19).

 

Abierto siempre al amor:

 

“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4)

 

“Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las  concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,21-24).

 

Vivir de la fe:

 

“Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones… arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3,14-17).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

"No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20; cfr. Fil 1,21).

 

"No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Diospara la salvación de todo el que cree" (Rom 1,16).

 

Con humildad y agradecimiento:

 

“El que crea estar en pie, mire no caiga” (1Cor 10,12).

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8).

 

“Nuestra capacidad viene de Dios” (2Cor 3,5). “La gracia de Dios conmigo” (1Cor 15,10).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Amados y escogidos en Cristo:

 

"Escogiónos Dios, y no como de rebaño; no nos escogió por nuestros merecimientos… sino escogiónos por su propia gracia, porque Él así lo quiso... Llamónos, escogiónos Dios, quiso que fuésemos santos por su propia gracia y voluntad, mas la ejecución de la elección, per Iesum Christum... No nos escogió porque éramos buenos, sino por que fuésemos buenos" (Sermón 15).

 

Dios nos ama dándose él:

 

"El mismo Dios se da a sí mismo a aquel que le ama" Sermón 23).

 

"Nunca Dios ama a nadie sin que le haga bien con su amor" (Juan I, lec. 3ª).

 

"Porque Dios es Dios, por eso nos ama libremente" (Carta 61). Es amor unitivo y transformante (cfr. Carta 26).

 

"Pon los ojos en todo este mundo, que para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él y todas cuantas cosas hay en él significan amor, y predican amor, y te mandan amor" (Tratado del Amor de Dios, 2). "Este amor prevaleció tanto en Dios, que lo tenéis hoy Dios y hombre; no procura el amor su descanso, sino el de los otros" (Sermón 65 -1-).

 

"No sólo nos convida a le amar, mas El nos infunde el amor"(Sermón 4).

 

Vivir amando para responder al amor de Dios:

 

"Dame este primer amor, porque es mío... No lo quiero por fuerza ni por temor, sino dame tu amor, y dámelo por amor" (Sermón 64).

 

Consejo para predicar bien: "Amar mucho a nuestro Señor" (Fr. Luís de Granada, Vida, 1ª parte, cap. 2).

 

La persona que camina hacia Dios "hácese una con él por amor" (Plática 3). "Como Dios sea amor, de sólo amor se deja cazar"(Carta 67).

 

"Amemos, y será nuestro Dios, porque sólo el amor lo posee" (Carta 74).

"¿Por qué no amamos a nuestro Señor, el cual creemos ser sumo bien, y habiéndonos Él amado primero, aun hasta morir por nosotros?" (Audi Filia cap. 48).

 

"Traer un querer perpetuo... con que siempre queráis que nuestro Señor Dios... sea en sí tan bueno, tan santo... Un querer, con que quisiéramos que el Señor fuese en sí quien es; porque caridad en este querer consiste... eso es fruto del Espíritu Santo" (Carta 26, 46ss; cita a Santo Tomás, II-II, q. 23, a. 1).

 

"El verdadero amor está escondido allí en lo profundo de las virtudes" (Carta 184). "Amémoste, pues, y conozcámoste por el conocimiento que del amor resulta" (Carta 64).

 

"Demos, pues, nuestro todo, que es chico todo, por el gran todo, que es Dios" (Carta 64).

 

"Aquel ama a Dios verdaderamente que no guarda nada de sí mismo para sí" (Sermón 5 -2-).

 

"No mira tanto Nuestro Señor al don cuanto a la voluntad y amor con que se da" (Sermón 8).

 

"El fuego de amor de ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas... lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste" (Audi Filia cap. 69).

 

"No consintáis que sea apartado de amaros" (Sermón 30).

 

Escribe a Santa Teresa: "Jesucristo sea amor único de vuestra merced" (Carta 185).

 

 

CURA DE ARS:

 

En la perspectiva del amor y misericordia de Dios, el proyecto sobre cada persona está en su corazóne:

 

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

"Oh, amigo mío – decía -, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos".

 

“La misericordia divina es poderosa como un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso".

 

Dios está "pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo”.

“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.

“Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

“Lloro porque vosotros no lloráis”. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.

 

Nota. Ver la fuente bibliográfica de estas frases del Cura de Ars (y de las de los capítulos siguientes) en: B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994). También se encuentran algunas de estas frases  en los documentos magisteriales, bibliografías y estudios de la selección bibliográfica del final de la presente publicación.

 

 

 

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación:

 

La vida es una “vocación”, una llamada a construir la historia para colaborar en la obra creadora y redentora. Se nos pide “cambiar” nuestro esquema para pensar, sentir y vivir como Jesús.

 

Cuando Juan nos describe el amor de Jesús a “los suyos” (Jn 13,1), se refiere a todos los redimidos, en el sentido de que cada uno ha recibido una mirada especial y un encargo peculiar. En la última cena Jesús se refiere especialmente a los que el Padre le ha encargado para ser su “expresión” o su “gloria” (Jn 17,10).

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

 

La fe, en su significado más profundo, es “un conocimiento de Cristo vivido personalmente” (Veritatis Splendor  88). Es una aceptación y adhesión de su persona y de su mensaje.

 

Quien cree en Jesús, se ha dejado sorprender por el Amor. La vocación cristiana es una elección gratuita, que deriva de una declaración de amor. Es siempre iniciativa divina: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto,

y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

 

Esta iniciativa divina sobre sus dones, hace posible nuestra respuesta libre y generosa. El creyente en Cristo ha sido llamado a recibirle para amarle y hacerle amar. Se trata de elección “en Cristo”, para ser “hijos en el Hijo”, expresión o “gloria” del Padre (cfr. Ef 1,4-6; GS 22).

 

La respuesta a la propia vocación humana y cristiana, por parte de personas y de pueblos, es la base del desarrollo integral de la humanidad. “La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana” (Caritas in Veritate 17),

La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cfr. Rom 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cfr. Efes 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»” (Caritas in Veritate 48).

 

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

 

La llamada a la fe cristiana y al bautismo, es, por su naturaleza, llamada a vivir en Cristo: “esponjarse” en Cristo o “revestirse” de él (Gal 3,27; Col 3,10), “injertarse” en él (Rm 6,5), para ser en él “una nueva criatura” (2Cor 5,17). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (Sacramentum Caritatis  6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

 

La vida “espiritual” es vida en el Espíritu Santo: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gal 5,25). La personalidad humana llega a su pleno desarrollo cuando se expresa como “gloria” de Dios Amor. “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

 

La santidad cristiana no es, pues, cuestión de poderes ni de fenómenos extraordinarios, sino que consiste en “la perfección de la caridad” (LG 40). Así es la “vida nueva” en Cristo (Rom 6,4) o simplemente “vida en Cristo” (Gal 2,20; cfr. Col 3,3; Jn 6,57; 1Jn 4,9).

 

La vida cristiana  se desarrolla como “biografía” complementaria  o “carta de Cristo escrita con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3,3). Entonces el testimonio de vida cristiana es instrumento de cambio profundo en la sociedad: “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros” (Caritas in Veritate 1).

 

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

 

Cada uno ha sido elegido en Cristo desde antes de la creación y existe según  un proyecto peculiar de Dios Amor. La comunidad del resucitado, la Iglesia o familia de Jesús, siempre es llamada la máxima santidad: las bienaventuranzas y el mandato del amor. Y también a una misión incondicional para hacer conocer y amar a Jesús.

 

El sacerdote (ministro ordenado) está llamado a participar del ser o consagración sacerdotal de Cristo de modo especial (por medio del sacramento del Orden), prolongar la misma misión de Cristo (para obrar en su nombre) y vivir en sintonía con su misma estilo de vida como signo personal, comunitario y sacramental del Buen Pastor.

 

Durante la última cena, Jesús, en su diálogo con el Padre, afirma repetidamente: “los que tú me has dado” (Jn 17,4 y ss). Son “los suyos” (Jn 13,1), como “expresión” o “gloria” suya (Jn 17,10), en los que se refleja el amor de Jesús para todos y cada uno de los redimidos.

 

Esta realidad vocacional “apostólica”, aparece desde el inicio de la predicación de Jesús, cuando “llamó a los que quiso, para estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14). La vida de los Apóstoles es constante de “encuentro” (contemplación) y “seguimiento”, en “comunión” de hermanos para la “misión”. En ellos se refleja la realidad de la Iglesia, como “misterio” (Jesús presente), “comunión” (Jesús en medio), “misión” (transparencia e instrumento de Jesús).

 

Los dones gratuitos de esta vocación apostólica y sacerdotal (como participación peculiar en el sacerdocio de Cristo), no reclaman ningún privilegio, sino que, por obrar “en nombre” o “en persona de Cristo Cabeza”, tienen que reflejar su “victimación” u “oblación” de “dar la vida” y de servir y “lavar los pies” a los hermanos. “Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo  y administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1).

 

En la historia humana y en cada uno de sus estamentos, también eclesiales, hay limitaciones y defectos. El Buen Pastor hace el milagro de que muchos sean fieles generosamente, apoyados en él: “Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de «amigos de Cristo», llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?” (Benedicto XVI, Carta 16 junio)

 

La “espiritualidad” sacerdotal no es más que la vivencia de lo que el ministro ordenado es y hace. Se concreta en “actitudes interiores” (fidelidad, disponibilidad, generosidad…). Nunca es subjetivismo ni menos un estamento de privilegios, porque el Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, tiene derecho a ver en el sacerdote cómo era y es la caridad del Buen Pastor, que vivió obediente a los designios del Padre, desprendido para darse él mismo, consorte como “esposo” que lleva a todos en su corazón.

 

En los documentos conciliares y postconciliares, especialmente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, al ministro ordenado se le describe como partícipe y configurado con Cristo Sacerdote y Víctima, Cabeza y Pastor (cfr. PO 1-3; PDV 20-22), Siervo (PDV 48), Esposo (PDV 22). Es una consagración por el Espíritu Santo (PDV 1, 10, 2, 33, 69; can. 1008). Su vida queda redimensionada con perspectiva trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica y antropológica, siempre para el bien de toda la humanidad.

 

La misión sacerdotal deriva de esta realidad ontológica de gracia (la “consagración” del mismo Cristo en nosotros) y se desarrolla en un equilibro de ministerios: anunciar, celebrar, hacer presente, comunicar a Cristo (cfrr. PO 4-6; PDV cap II; can 259, 273-275; Directorio, cap.II). Es siempre la prolongación de la misma misión de Cristo (ver el tema 6), que reclama vivir el mismo estilo de vida de Cristo Buen Pastor (ver el tema 4).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Llamado, sorprendido, amado, transformado por Cristo:

 

“Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto... fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco” (Gal 1,15-17; cfr. Hech 9,1-19).

 

”A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3,8-9).

 

Vocación apostólica, don e iniciativa de Dios:

 

“Yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios” (1Cor 15,9; cfr. 1Tim 1,15).

 

“Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1Cor 1,1-2).

 

“Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella  solemne profesión delante de muchos testigos” (1Tim 6,12).

 

 

JUAN DE ÁVLLA

 

Vocación, don e iniciativa de Dios, que pide y hace posible una respuesta generosa:

 

Comenta la vocación de San Mateo: "Sígueme. Levántase de su banco, dejado todo lo que tenía delante; deja los libros, deja las cuentas y deja los dineros. Vase tras Jesucristo" (Sermón 77).

 

"San Pablo ruega a Dios que dé a entender a los de Éfeso  el grande bien para que son llamados; y yo suplico lo mismo para vos, para que, conociendo el gran valor de vuestra esperanza, seáis más agradecida a quien os llamó" (Carta 94).

 

"¿Sabéis para qué os llama Dios? ¿Sabéis cuál es el fin del camino que habéis comenzado? ¿Sabéis cuál es la joya de vuestra pelea y la corona de vuestra victoria? Dios mismo es" (Carta 94).

 

"Y si los padres ven a sus hijos que quieren servir a Dios de alguna manera buena, que a ellos no es apacible, deben mirar lo que Dios quiere; y, aunque giman con amor de los hijos, vénzanse con el amor de Dios, y ofrezcan sus hijos a Dios, y serán semejantes a Abraham" (Audi Filia cap.98).

 

Vocación sacerdotal, selección,  formación, fidelidad:

 

"Los que hubieren de ser elegidos para estos colegios (Seminarios) sean de los mejores que hubiere en todo el pueblo, haciendo inquisición de ello muy de raíz el obispo y los que el concilio le señalare por acompañados. Y de esta manera vendrán llamados y no injeridos, y entrarán por la puerta de obediencia y llamamiento de Dios" (Memorial para Trento I, n.17).

 

"Todos éstos han de procurarse sea gente de la cual se entiende que vive Dios en ellos, amigos de virtud, aficionados a las cosas de la Iglesia, probados en la castidad" (Advertencias para el Sínodo Toledo I, n.39).

 

“El mismo Dios, que pide que sean sus ministros tales y derramó su sangre por tenerlos, ha puesto su Espíritu divino en muchos para poder serlo; y el parecer que no los hay es porque no los buscan los prelados, ministros del Señor, cuyo es este cuidado" (Advertencias Sínodo Toledo I, n.3).

 

 

CURA DE ARS:

 

El aprecio de la vocación sacerdotal:

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

“¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir (a causa del pecado), ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.

Ver otras frases doctrinales en el capítulo 8.

 

 

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

Presentación

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación

 

La vida humana, cuando es auténtica, acontece como “relación” interpersonal, que se concreta en la verdad de la donación. La gran sorpresa del cristiano es siempre la de un encuentro continuamente renovado con Cristo resucitado,  presente en la historia, en los signos de Iglesia y en los hermanos.

 

Es encuentro o relación personal que se traduce en sintonía vivencial con los “sentimientos” de Cristo (Fil 2,5), con sus amores, su compasión, su modo de mirar al mundo y a la humanidad entera. De esta relación vivencial nace una amistad incondicional: ya no se puede vivir sin Él. No hay ninguna página de Pablo que no haga referencia a Cristo como fuente de inspiración.

 

1. Relación interpersonal

 

Los primeros discípulos de Cristo iniciaron su vivencia apostólica como relación: “Dónde vives?... venid y veréis… estuvieron con él… hemos encontrado al Mesías (Cristo)… lo llevó a Jesús… hemos encontrado a Jesús de Nazaret… ven y verás” (Jn 1,38-48).

 

De hecho, al cabo de tres años de seguimiento y de amistad, el mismo Jesús describe la “identidad” de los apóstoles: “Habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Esta relación de amistad es fruto de una declaración de amor: “Como el Padre me amó, así también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

 

La oración cristiana es un trasunto de la oración de Jesús, no sólo por recitar sus mismas palabras, sino especialmente por orar con sus mismas actitudes, dejándole orar a él en nosotros. Es propiamente una actitud filial de humildad y de confianza filial, el “Padre nuestro” orado por Jesús desde nuestro corazón y desde nuestra vida (cfr. Mt 6,9-14).

 

De hecho, la actitud oracional de Jesús es de sintonía con el proyecto de Dios y la venida de su “reino” en todos los corazones. Es una actitud de “sí”, que en Jesús se expresa con el “gozo en el Espíritu Santo” por ver realizado el proyecto del amor del Padre Y es también el gozo de ver que sus discípulos han sabido continuar su misión: “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»(Lc 10,21; cfr. Mt 11,25-27). Esta actitud  oracional se traduce en deseo ardiente por la salvación de todos: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28; crf. Lc 10,22).

 

Esta oración cristiana es prioridad pastoral. Para el ministro ordenado es ministerio porque se trata de prolongar la misma oración de Jesús para el bien de toda su Iglesia y de toda la humanidad, “es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre” (Sacramentum Caritatis 84).

 

La oración cristiana, que necesita la guía ministerial en todo un proceso de actitud filial, se concreta, pues, en un “sí” que ya es simultáneamente proceso de contemplación y de perfección: “Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de  Dios” (2Cor 1,20). El “sí” de María, traducido en “estar de pie junto a la cruz”, es el “sí” pronunciado por quien es icono de la Iglesia de todos los tiempos; por esto, “el sí de María es en nombre de toda humanidad” (Santo Tomás de Aquino, III, 30,1c).

 

La prioridad pastoral de la oración se descubre de modo especial cuando uno toma conciencia de que la predicación de la Palabra presupone su contemplación:  “Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos... en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimen­tando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contempla­ción, para consuelo de toda la Iglesia de Dios” (LG 41).

 

Por esto, “el pastor bueno debe estar anclado en la contemplación” (S. Gregorio Magno; cfr. Deus Caritas est 7). “El tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello” (Deus Caritas est 36).

 

La actitud relacional de la oración, cristiana y ministerial, en los momentos más personales o en los momentos más comunitarios y litúrgicos, es siempre una actitud de escucha de la Palabra personal de Dios, que es el mismo Jesús: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle” (Mt 17,5).

 

Una sociedad técnica e icónica, que pide signos, necesita ver testigos de la presencia de Dios. “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor” (Caritas in Veritate 79)

 

El “ministerio” de guiar a los fieles por el camino de la unión e intimidad con Dios (“contemplación”), está relacionado estrechamente con el ministerio de guiar por el camino de construir la historia personal y comunitaria amando (“perfección”). El anuncio de la Palabra y su celebración especialmente en la Eucaristía, lleva intrínsecamente por el itinerario de la perfección de la caridad. Sólo la actitud filial del “Padre nuestro” puede transformar la vida en la perspectiva de reaccionar amando como Cristo, según las bienaventuranzas y el mandato del amor.

 

 

2. Sintonía de vivencias

 

La oración es un itinerario permanente de dejar entrar la Palabra del Señor (y su mirada amorosa) hasta el fondo (el centro) del corazón, sin “defensas” ni escondrijos. La vida cristiana es siempre un proceso continuo de contemplación, entrega y misión, como y con María (cfr. Lc 2,19.51).

 

En este sentido, la oración como encuentro con Cristo es una actitud de “silencio lleno” de su  “presencia adorada”, es decir, aceptada gozosamente y con amor . Su presencia “donada” hace posible nuestra presencia “donada”. Es atención o “advertencia amorosa” (San Juan de la Cruz).

 

“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. «Yo le miro y él me mira», decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715).


Tener “sed” equivale a saberse “pobre”, “como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62), ante la mirada de quien nos tiene en su corazón como una madre en su regazo. Por esto, la oración es “el encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre” (San Agustín).

 

La “buena semilla” (Mt 13,24) de la Palabra, necesita encontrar un “corazón bueno” (Lc 8,15). Entonces el creyente vive en sintonía con la actitud filial de Cristo, como actitud de humildad, confianza, agradecimiento, gozo,  mirada amorosa al Padre en el Espíritu Santo. Así es el “contacto vivo con Cristo” (Deus Caritas est 36). Es “un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo” (ibídem 34).

 

La misión cristiana, como participación en la misión de Cristo, equivale a sintonía con los profundos deseos de Cristo. Por esto el Espíritu Santo convierte a los apóstoles en testigos, “infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (Redemptoris Missio 24).

 

“Ver” o “contemplar” a Jesús equivale a entrar en sintonía con su realidad más profunda, por medio de los signos “pobres” donde él quiere mostrarse: “Hemos visto su gloria” (Jn 1,14). “Os anunciamos lo que hemos visto y oído… el Verbo de la vida” (1Jn 1,1ss), porque “hemos conocido el amor” (1Jn 4,16). Esta visión de fe contemplativa es obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 15,26), que capacita para “ver” a Jesús donde parece que no está, bajo los signos pobres de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,8) o de un hermanos necesitado (cfr. Mt 25,40).

 

La construcción de la humanidad como reflejo de la Trinidad de Dios Amor, necesita ver cristianos que vivan la realidad de Cristo presente en medio de los suyos, en su familia eclesial que refleja la unidad de Dios Uno y Trino (cfr. LG 4). “La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca” (Caritas in Veritate 34).

 

Quien ora de verdad, vive de los amores y grandes deseos de Jesús, basados en el deseo de ver a todos los hermanos unidos como reflejo de la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es “comunión” y “nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

La vida contemplativa de María es de sintonía y de asociación a Cristo: “Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1)” (Sacramentum Caritatis 33).

 

La comunidad eclesial aprende a meditar la Palabra en sintonía con el querer de Dios, como resonaba en el Corazón de María: “La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Deus Caritas est 41).

 

Esta sintonía de vivencias con Cristo da sentido a la vida cristiana y apostólica: “Era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jer 15,16).

 

 

3. Amistad incondicional

 

Santa Teresa hacía consistir la oración contemplativa en “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. En realidad, la contemplación cristiana es a modo de mirada o “noticia amorosa”, “advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (San Juan de la Cruz). También se describe como "conocimiento interno del Señor" para más amarle y seguirle (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales). Es "pensar en Dios Amándole" (Carlos de Foucauld).

 

Esta actitud de amor se basa en la amistad que Cristo ofrece a todos y especialmente a “los suyos”. “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,14-15).

 

Esta amistad, por parte de Cristo, tiene su máxima expresión en una donación total, porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). La amistad de Cristo, precisamente por ser exigente y don suyo, hace posible la respuesta generosa.

 

Desde el primer encuentro con Cristo, los discípulos se sintieron amados por Él (cfr. Mc 3,13). La “mira amorosa” de Jesús al joven que quería seguirle y que luego no se decidió, sino que se marchó “triste” (cfr. Mc 10,21-22), es una expresión de la relación íntima entre Jesús y los suyos.

 

Los textos de la última de la última cena, recogidos por el discípulo amado, indican una profunda amistad, que fundamenta la relación interpersonal. El hecho de que se describa a Cristo como “habiendo amado a los suyos, les amó hasta el extremo” (Jn 13,1), indica que cada gesto, cada palabra, cada momento de la vida del Señor, sólo se pueden entender de corazón a corazón. Todo era expresión de su amor.

 

La oración del apóstol consiste en auscultar los latidos del Corazón de Cristo, porque “ninguno puede percibir el significado (del evangelio), si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como madre” (Orígenes, citado en RMa nota 47 del n.24).

 

Cuando se asume con confianza esta amistad de Cristo, el encuentro con él como relación habitual es posible y fuente de gozo. Toda la “oración sacerdotal” de Jesús es una expresión de su amistad profunda e inédita: “Los que tú me has dado… son mi expresión… los amas como a mí… yo estoy en ellos” (Jn 17,4.10.23.26). A partir de esta amistad, por la que Cristo no antepone nada a nuestro amor, se hace posible el encontrar tiempo para estar con él con una presencia donada como la suya. Todos tienen tiempo para la persona amada.

 

Esta experiencia de encuentro con Cristo es de suma actualidad y es para todos los redimidos una expresión del modo de amar del mismo Cristo. Es lo que Madre Teresa de Calcuta, siguiendo una profunda inspiración del Señor, llamaba su carisma en el modo de servir a los más pobres entre los pobres: “Sé mi luz”.

 

El anuncio del evangelio a los creyentes de otras religiones sería estéril e incluso contraproducente si no vieran en los seguidores de Cristo una nueva experiencia de Dios y una expresión del mandato nuevo del amor.

 

La amistad que Cristo ofrece nunca falla. Por esto, el apóstol “experimenta la presencia de Cristo que lo acompaña en todo momento de la vida… y le espera en el corazón de cada hombre” (Redemptoris Missio  88; cfr. Hech 1810; 2Tim 4,10; Mt 20,20; Mc 16,20). Es amistad de quien comparte la vida como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15).

 

En todo el itinerario vocacional (inicial, de perseverancia y de renovación) se necesita “un encuentro personal y comunitario con Cristo que suscite discípulos misioneros” (Aparecida 11). El discípulo de Cristo, llamado a compartir su misma vida, tiene como proyecto de vida “dar mucho fruto”: “En esto es glorificado mi Padre,  en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos” (Jn 15,8). Ésta es la única verdad que crea corazones libres, porque no anteponen nada a su amor (cfr. Jn 8,31-32).

 

Sólo a partir de este encuentro vivencial con Cristo, se puede dar testimonio de él. “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr, Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1)

 

De esta actitud de oración filial, expresada en el “Padre nuestro” orado con Jesús, se pasa lógicamente a la misión de comunicar la filiación divina a toda la humanidad: “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro».” (Caritas in Veritate 79). “Y así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro" (AG 7).

 

Verdaderamente, “nada hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él… nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás” (Saccramentum Caritatis 84).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Relación y amistad con Cristo:

 

“Mi vida es Cristo” (Fil 1,21). “Jesús vive” (Hech 25,19)

 

“Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,3-4).

 

“ No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste  crucificado” (1Cor 2,2).

 

“Contemplar el rostro de Cristo” (2Cor 4,6).

 

La actitud filial de la oración cristiana en el Espíritu Santo:

 

“Por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

“La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,6).

 

“No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8,15-17).

 

“Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

La Palabra de Dios, anunciada, recibida y vivida:

 

“La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col 3,16).

 

“La Palabra de Dios siga propagándose y adquiriendo gloria” (2Tes 3,1).

 

“Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien, con sinceridad  y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo” (2Cor 2,17).

 

“Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6.17).

 

“LaIglesia... de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos” (Col 1,24-26).

 

“La Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9). “Palabra de vida” (Fil 2,16).

 

“No cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes” (1Tes 2,13).

 

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Oración cristiana de actitud filial y de intimidad:

 

"Cuando nosotros oramos, Él (Cristo) ora en nosotros" (Audi Filia cap. 84).

 

"Dios tuvo por bien de hacer a los mortales en tener de nosotros tan especial cuidado, que continuamente podamos gozar de su divino coloquio" (Opúsculo: De la oración).

 

La actitud filial como la  de "un niño o uno que oye órgano y gusta" (Plática 3ª); "con un afecto sencillo, como niño ignorante" o con "una sosegada atención para aprender de su maestro" (Audi Filia cap. 75).

 

"Por oración entendemos aquí una secreta e interior habla con que el ánima se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en aquella secreta habla se pasa con Dios… muy estrecha y familiar comunicación " (Audi Filia cap. 70).

 

“No tener algunos ratos de ella, sería yerro muy grande" (Audi Filia cap. 6).

 

"Y de ninguna manera presumáis en el acatamiento de Dios, de estribar en vuestras razones ni ahinco, mas en humillaros a Él con un afecto sencillo, como niño ignorante y discípulo humilde, que lleva una sosegada atención para aprender de su maestro, ayudándose él. Y sabed que este negocio más es de corazón que de cabeza, pues el amar es el fin del pensar" (Audi Filia cap.75).

 

"Y a muchos he visto llenos de reglas para la oración, y hablar de ella muchos secretos, y estar muy vacíos de la obra de ella" (Audi Filia, cap.75).

 

“Y tened por cierto que en este negocio aquél aprovecha más que más se humilla, y más persevera, y más gime al Señor; y no quien sabe más reglas" (Audi Filia, cap.75).

 

"Graciosa y muy agradable oración haréis si, dondequiera que os hallareis, alzareis vuestros corazones a Dios y lo tuviereis presente en vuestra memoria. ¿Quién os estorbará que no podáis hacer esto?... Comunicaos con Él, recogeos un poco a solas con Él en vuestro rinconcillo, si queréis sanar de vuestros males " (Sermón 10).

 

"Quédase allí solo, descansando. Por esto quien quisiere negociar con Él, vaya, que allí lo hallará solo, y el negocio que Él más quiere es que vais a regocijaros con Él; id, que allí lo hallaréis solo" (Sermón 11).

 

"La oración que no es inspirada del Espíritu Santo, poco vale; la que no se hace según Él, la que no inspira y ordena Él, de muy poco fruto es, poco aprovecha" (Sermón 30, 41).

 

"Si tuviereis callos en las rodillas de rezar y orar, si importunaseis mucho a Nuestro Señor y esperaseis de Él que os dijese la verdad, otro gallo cantaría. ¿Quieres que te dé su luz y te enseñe? Ten oración, pide, que darte ha. Todos los engaños vienen de no orar" (Sermón 13).

 

"No esperaréis horas ni lugares ni obras para recogeros a amar a Dios; mas todos los acontecimientos serán despertadores de amor. Todas las cosas que antes os distraían, agora os recogerán" (Carta 56).

 

"Perseveremos en mirar a Dios" (Sermón 129).

 

 

Su oración ministerial:

 

"Vivía de oración, en la que gastó la mayor parte de su vida" (Vida, lib. 3, cap. 14). "No predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le dirigiese… cuando había de predicar, su principal cuidado era ir al púlpito templado" (ibídem, lib. 1, cap. 8).

 

"Y aquél ha de tener por oficio orar, que tiene por oficio el sacrificar, pues es medianero entre Dios y los hombres, para pedirle misericordia" (Plática 2ª). Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muertos a sus espirituales hijos… Somos los ojos de la Iglesia, cuyo oficio es llorar los males todos que vienen al cuerpo” (ibídem).

 

El sacerdote está llamado a tener "tan gran fuerza en la oración, que aproveche a todo el mundo… a lo menos tiene sus ratos diputados para ello” (Plática 2ª).

 

"El sacerdote que no ora... darme ha por consejo de Dios consejo suyo" (Sermón 5 -2-). "¡Oh sacerdotes!... habíamos de andar siempre importunando a Nuestro Señor con oraciones" (Sermón 13).

 

La oración sacerdotal es también "un trato muy familiar con Dios, un admitirlos Dios a su conversación como amigos suyos" (Plática 3).

 

"Esto, padres, es ser sacerdote, que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él" (Plática 1ª).

 

"¿En qué los examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración, si saben bien orar y importunar a Dios por los prójimos y amansarlo y hacer amistades entre Dios y los hombres, y sentir males ajenos y llorarlos" (Sermón 10).

 

 

CURA DE ARS:

 

Oración ante la Eucaristía:

 

“El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía”(Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

“No hay necesidad de hablar mucho para orar bien. Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.

Los que asistían a la celebración eucarística decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.

 

Necesidad y eficacia de la oración:

 

 “El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios".

 

"¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oraciones!".

 

"La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra “.

 

 

Oración de permanente intimidad:

 

“Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.

 

"Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada".

 

"Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!".

 

“Os amo, Dios mío, y mi único deseo es amaros hasta el último aliento de mi vida… Prefiero morir amándoos, que vivir un solo instante sin amaros… concédeme la gracia de morir amándoos y sintiendo que os amo”.

 

 

LECTIO DIVINA:

 

Dinámica de la escucha de la Palabra:

 

“Nuestro Señor que es la misma Verdad no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo" (Cura de Ars).

 

Lectura: dejarse sorprender por el don de la Palabra, tal como es.

 

Meditación: dejarse cuestionar por la Palabra.

 

Petición: confianza humilde y filial.

 

Unión y servicio: intimidad, disponibilidad, caridad fraterna y apostólica.

 

“¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” (Benedicto XVI, Misa Crismal 9 abril 2009).

 

Proposiciones del Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia (2008):

 

 “El encuentro con Jesús, Palabra de Dios hecha carne, como evento de gracia que vuelve a acontecer en la lectura y la escucha de las sagradas Escrituras. Recuerda san Cipriano, recogiendo un pensamiento compartido por los Padres: «Asiste con asiduidad a la oración y a la Lectio divina. Cuando oras hablas con Dios, cuando lees es Dios el que habla contigo »(Ad Donatum, 15)” (Proposición 9).

 

“Acercarse a las Escrituras por medio de una «lectura orante » y asidua (cfr. DV 25), en modo tal que el diálogo con Dios llegue a ser una realidad cotidiana del pueblo de Dios. Por esto es importante: que se relacione profundamente la lectura orante con el ejemplo de María y los santos en la historia de la Iglesia, como realizadores de la lectura de la Palabra según el Espíritu; que se recurra a los maestros en la materia; que se asegure que los pastores, sacerdotes y diáconos, y de modo muy peculiar los futuros sacerdotes, tengan una formación adecuada para que puedan a su vez formar al pueblo de Dios en esta dinámica espiritual; que los fieles se inicien según las circunstancias, las categorías y las culturas en el método más apropiado de lectura orante, personal y/o comunitaria (Lectio divina, ejercicios espirituales en la vida cotidiana, 'Seven Steps' en África y en otros lugares, diversos métodos de oración, compartir en familia y en las comunidades eclesiales de base, etc.); que se anime la praxis de la lectura orante, hecha con los textos litúrgicos, que la Iglesia propone para la celebración eucarística dominical y diaria, para comprender mejor la relación entre Palabra y Eucaristía; que se vigile a fin que la lectura orante sobre todo comunitaria de las Escrituras tenga su desembocadura en un compromiso de caridad (cf. Lc 4, 18-19)”  (Proposición 22).

 

 

 

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

Presentación

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación:

 

El punto obligado de referencia para todo cristiano es siempre la persona de Jesús, su mensaje y su estilo de vida. A “los suyos” los llama a compartir su mismo estilo de vida, para ser su signo personal, comunitario y sacramental.

 

De este estilo de vida, la clave de interpretación (como urgencia y como posibilidad) es el amor, que se expresa en la donación incondicional continuamente ensayada. Es una gran sorpresa el constatar, día a día, que ese amor lo hace posible el mismo que nos llamó declarándonos su amor y que nos acompaña porque formamos parte de su biografía de Buen Pastor. Sin esta perspectiva de amor esponsal de Cristo, como invitados a correr su misma suerte, las preguntas que nosotros nos hacemos y las respuestas que nos damos sobre nuestra “identidad”, serían puras entelequias.

 

1.Él vivió así:

 

A luz de la Encarnación, se descubre todo el significado de la vida de Jesús: “El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdadera­mente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).

 

Las narraciones evangélicas aportan algo totalmente nuevo, que no se encuentra en ninguna literatura. El protagonista, Jesús de Nazaret, se hace encontradizo con cada persona como parte de su misma historia o como una fibra de su mismo corazón. Y su modo de amar es también totalmente nuevo: se da a sí mismo y nos hace partícipes de su misma vida divina.

 

Su vida era donación, como la del “Buen Pastor” que “da la vida” (Jn 10,11) y la del Amigo verdadero que nos ama con el mismo amor que existe entre el Padre y él (cfr. Jn 15,14-15). Es el Redentor (Esposo enamorado) que “da la vida en rescate por todos” (Mc 10,45).

 

Sólo a partir de este amor de donación, se comprenden todas sus “renuncias” en sentido positivo: se da él mismo y no sólo sus cosas (vida de pobreza: Mt 8,20), se da según el proyecto de amor del Padre hacia toda la humanidad (vida de obediencia: Jn 3,34; 18,11) y se da como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15)  y garante del nuevo pacto o Alianza de amor (vida de castidad virginal: Lc 22,20).

 

Él ama así y llama a sus Apóstoles a amar como él. Así lo ha querido vivir la Iglesia desde el principio, principalmente por parte de quienes presiden espiritualmente la comunidad eclesial, como son los sucesores de los Apóstoles.

 

La “unción del Espíritu”  da sentido a la “misión” de Cristo y así pudo “evangelizar a los pobres” y “pasar haciendo el bien” (Lc 4,18; Hech 10,38). Cristo es epifanía personal del Padre (cfr. Jn 14,9) y actualiza esta epifanía amando al estilo de Dios, quien ama dándose él, más allá de sus dones.

 

La caridad del Buen Pastor se muestra en amar a cada persona como un pedazo de sus entrañas, una fibra de su corazón, porque cada persona ha sido elegida en él, como “hijo en el Hijo” (cfr. Ef 1,4-5; cfr. GS 22). La vida de Cristo (prolongada en sus ministros) es toda ella actualización de un amor peculiar de Dios hecho hombre. Por esto el evangelio, cuando se lee o escucha y cuando se le descubre vivido en los discípulos de Cristo, sigue aconteciendo, llamando a todos al encuentro con Él.

 

La “sed” de Cristo (Jn 19,28) sólo se entiende a partir sus amores de Buen Pastor: “Venid a mí todos” (Mt 11,28), ”tengo compasión” (Mc 8,2), “vine a traer fuego” (Lc 12,49), “tengo otras ovejas que no son de este redil, también a éstas las tengo que conducir” (Jn 10,16), “con gran deseos he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15)… En la “sed” de Cristo, que cautivó a tantos apóstoles, se encuentra la resonancia de todo el evangelio, como deseo profundo de que el Padre sea conocido y amado (cfr. Jn 17,3-6; Lc 10,21).

 

 

2. Nos llama a vivir como él, para ser su expresión

 

Él amó así, dándose, según el proyecto de Dios Amor y como consorte. Y llamó a algunos (“los suyos”) a amar y vivir como Él, para representarle ante su esposa la Iglesia: “En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa” (GS 22). El estilo de vida de los Apóstoles y de sus sucesores es de “vida apostólica” (“apostolica vivendi forma”), en la que se han inspirado todas las formas de “vida consagrada” que han surgido durante la historia eclesial.

 

La razón de ser de los llamados, al modo de los Apóstoles, es la de ser signo de cómo ama Él, a modo de “gloria” o expresión suya (cfr. Jn 17,10), partícipes de su misma consagración sacerdotal por obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 16,13-15). Cristo llama a “los suyos” a ser signo transparente y portador de cómo ama Él.

 

En esta perspectiva, se hace transparente y recupera todo su sentido la vocación de “seguimiento” evangélico como adhesión personal a Cristo (cfr. Mt 4,19), que San Pedro la resumió con estas palabras: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27).  Esta totalidad de la entrega (que supone un itinerario continuo, recomenzando todos los días), es respuesta a una declaración de amor (cfr. Mc 10,21; Jn 15,9). Jesús hace una lista detallada de renuncias o de desprendimiento (propiedades, familia, matrimonio, etc.), por amor a él, en el contexto de correr su misma suerte o de “beber” su misma copa (cfr. Mc 10,38-45; Jn 18,11).

 

La “suerte” de los “amigos” de Cristo está trazada. Quienes creen en Cristo necesitan y tienen derecho a ver en los sucesores de los Apóstoles cómo era el amor del Buen Pastor. Se trata de impregnarse de los “sentimientos” de Cristo, que “se anonadó” para expresar su donación incondicional (cfr. Fil 2,5ss). La realidad de Cristo que se da para comunicar una nueva vida, continúa expresándose en la vida de los suyos: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

No se puede predicar el evangelio en nombre de Cristo, sino es presentando en la propia vida la vida pobre  de Cristo: “En el evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre... En la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio” (Aparecida 31).

 

El resurgir de las vocaciones sacerdotales (y apostólicas en general) necesita ver el testimonio evangélico de la “vida apostólica”: “Hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo” (Sacramentum Caritatis 25). La comunidad sacerdotal o de vida consagrada y apostólica,  que acoge a los nuevos llamados (en el Seminario, Noviciado, etc.) debe mostrar generosidad gozosa en la entrega, espíritu de familia y reflejo del amor de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5,25).

 

Al radicalismo evangélico, según el estilo del Buen Pastor y de la vida apostólica, están llamados los sucesores de los Apóstoles. “Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cfr. Mc 3,14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida»que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009; cita su Discurso en la Asamblea Plenaria del Clero, 16 marzo 2009).

 

“La «consagración» propia de los presbíteros los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico»” (PDV 20). Se trata de la práctica permanente de los “consejos evangélicos”, vividos en su radicalismo auténtico o (en el caso de la vida consagrada) profesados con compromisos especiales ante la Iglesia.

 

Vivir este radicalismo según unas directrices más reglamentadas o según un carisma específico (fundacional) y unos compromisos asumidos ante la Iglesia, es una gracia de “consagración”, que ayuda a vivir el mismo radicalismo evangélico, común a sacerdotes “diocesanos” y de “vida consagrada”. La terminología que usamos actualmente (y en cualquier época de la Iglesia) es imperfecta, pero hay que prestar atención a las realidades de gracia más allá de las palabras. El sacerdote “diocesano” vive el radicalismo evangélico en relación de dependencia espiritual respecto al carisma del propio obispo (cfr. ChD 15-16, 27-28; Pastores Gregis 37; Apostolorum Successores 63, 75-83). 

 

Un año dedicado a conmemorar la figura del santo Cura de Ars, en relación con otras figuras sacerdotales de la historia (que hay que redescubrir y valorar especialmente a nivel de Iglesias locales), es un momento de gracia para hacer realidad la renovación conciliar. “Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida”  (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

 

3. La clave es el amor

 

Sólo a partir del amor de Cristo, declarado por él y aceptado por “los suyos”, se pueden entender las exigencias concretas de este amor. La “caridad pastoral”, que es expresión repetida frecuentemente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, da sentido y matiza las virtudes concretas del Buen Pastor.

 

La “caridad pastoral” es elemento esencial de la espiritualidad sacerdotal. En esa caridad del Buen Pastor se encuentran las razones y motivaciones de la obediencia, pobreza y castidad. La “ascesis (o espiritualidad) propia del

Pastor de almas” se inspira en la realidad de ser “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” y se realiza en el ejercicio de los ministerios con una actitud de “unidad de vida” (PO 12-14).

 

Las virtudes del Buen Pastor, como expresión de su amor de totalidad (que “da la vida”) se concretan en la humildad-obediencia (PO 15; PDV 28), la virginidad o castidad (PO 16; PDV 22,29,44,50) y la pobreza evangélica (PO 17; PDV 30). Este conjunto y armónico de virtudes apostólicas (como expresión de cómo es la caridad del Buen Pastor), son “signo y estímulo de la caridad” cuando se viven en las perspectiva cristológica (unión con Cristo), eclesiológica (signo de Cristo Esposo ante la Iglesia), escatológica (signo de una nueva humanidad resucitada en Cristo), antropológica (el gozo de una amistad profunda con Cristo y de una fecundidad espiritual que comunica una vida nueva en Cristo).

 

Un signo de que se viven de verdad las virtudes del Buen Pastor, es “el verdadero gozo pascual” (PO 11) de saberse amado por Cristo y de querer gastar la vida en amarle y hacerle amar. El signo concreto de la pobreza evangélica es la alegría de haber encontrado el “tesoro escondido” (Mt 13,44), que es el mismo Cristo, a quien nada ni nadie puede suplir. Esta alegría evangélica se demuestra en la humildad de servir, en el espíritu de sacrificio y desprendimiento, y en la actitud de compartir generosamente con los hermanos los dones recibidos.

 

La obediencia evangélica, al estilo de Cristo, es actitud de escucha (ob-audire) y de fidelidad gozosa hacia todos los signos de la voluntad de Dios (hermanos, acontecimientos, inspiraciones). El gozo de compartir la vida con Cristo Esposo (que llamamos “castidad”, “virginidad” o “celibato”) nace de vivir en sintonía con sus amores más profundos; desde la Encarnación, Cristo lleva en su corazón a todo ser humano como parte de su misma biografía (cfr. GS 22). Se vive la castidad evangélica con “corazón indiviso” (cfr. 1Cor 7,32-34) cuando se tiene tiempo para el encuentro y amistad íntima con Cristo (especialmente presente en su Palabra y Eucaristía) y cuando uno es disponible para la misión de hacerle conocer y amar (fecundidad apostólica). No se puede vivir en sintonía con Cristo Esposo, si no se vive la pobreza como Él.

 

Para todo seguidor de Cristo, también y de modo especial para los sacerdotes, “esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad” (Deus Caritas est 18). Es la actitud inicial y permanente de Pablo: “¿Qué quieres de mí?” (Hech 22,10).

 

Compartir la misma vida  de Cristo o “beber” su copa (Mc 10,38), tiene sentido esponsal o de amistad profunda e íntima, porque se trata de aceptar vivencialmente su pacto de amor o “Alianza nueva” sellada con su “sangre” (su vida donada) (cfr. Lc 22,20). Sólo así el sacerdote puede compartir sus amores y ser “pan partido” como Él para todos los hermanos (Sacramentum Caritatis 88). Las palabras de la consagración eucarística tienen eficacia también en la vida evangélica del sacerdote ministro.

 

El “seguimiento” apostólico para “estar con él y ser enviados a evangelizar” (Mc 3,15), tiene como punto de partida el amor de Cristo (“llamó a los que quiso”: Mc 3,13) y tiende, por su naturaleza, a “dejarlo todo” para compartir su misma vida (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27). No se puede anteponer nada a su amor, como Él no antepone nada a nuestro amor.

 

Es muy significativo que este seguimiento apostólico se describa a partir de las bodas de Caná, como una consecuencia de una fe viva, que se comparte con “la Madre de Jesús” y los demás apóstoles (cfr. Jn 2,11-12). María forma parte integrante de esta “itinerancia” apostólica con Cristo.

 

También de la caridad pastoral se debe afirmar: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5).

 

Este amor, al estilo del amor de Cristo, es posible cuando se ponen los medios comunes y específicos de la espiritualidad sacerdotal (cfr. PO 18), especialmente respecto a la meditación de la Palabra, celebración y adoración de la Eucaristía, actitud mariana, liturgia de la horas, Reconciliación, retiros y Ejercicios, dirección o consejo espiritual, vida comunitaria o de grupo apostólico, etc.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sólo Jesús llena el corazón y da sentido a la vida:

 

“Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8).

 

“El amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Sintonía con las vivencias de Cristo:

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2,5).

 

“Cristo entre vosotros... al cual nosotros anunciamos... a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo” (Col 1,28).

 

Renuncias de la vida apostólica a partir del amor de Cristo:

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

“Oos tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta

 virgen a Cristo” (2Cor 11,2).

 

“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor” (1Cor 7,32).

 

Seguir y servir a Cristo pobre:

 

“Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

“Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros… Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hech 20,33-35).

 

 “No busco vuestras cosas, sino a vosotros” (2Cor 12,14; cfr. 2Tes 3,7-9).

 

“He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación” (Fil 4,11-12).

 

Una vida hecha oblación en la obediencia de Cristo:

 

Ha recibido "la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre entre todos los gentiles" (Rom 1,5).“Derramado en oblación” (2Tim 4,6).

 

“Cristo se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8).

 

“Por él, ofrezcamos una hostia de alabanza a Dios” (Heb 13,15; cfr. 10,5-7).

 

 “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como = oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2).

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Santidad cristiana como perfección de la caridad:

 

“Aquel es más santo... que… tiene mayor caridad, en la cual consiste la perfección de la vida cristiana y el cumplimiento de toda la ley" (Audi Filia, cap.76).

 

"La vida de perfección en dos cosas consiste: ... en desnudarnos de nosotros mismos, que llama San Pablo despojarnos del hombre viejo y vestirnos del nuevo y de Jesucristo" (Dialogus, n.21).

 

Los cristianos estamos llamados a ser "perfectos guardadores de la Ley, que tenemos, cuyo principal mandamiento es el de la caridad" (Audi Filia, cap.34).

 

Santidad sacerdotal:

 

Son "todos enteros consagrados al Señor con el trato y tocamiento del mesmo Señor" (Plática 1ª). Por hacer al Señor presente, "relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios" (ibídem).

 

Por el hecho de representar a Cristo Sacerdote, "es mucha razón que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos... En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote para conformarse con los deseos y oración de él" (Tratado del sacerdocio, n.10).

 

"¿Cómo puede un sacerdote ofender a Dios teniendo a Dios en sus manos?" (Sermón 64).

 

Pobre como Cristo pobre:

 

"Fue obrero sin estipendio... y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real" (L. Muñoz, Vida, Lib.3º, cap.4).

 

Comentado la pobreza de Cristo, según Mt 8,20, dice: "No tuvo renta, casa ni posesión. Santa Marta lo acogía como a pobre, y otros le ayudaban con sus haciendas, siendo Él Señor de todas las cosas del mundo, tanto que nace en casa ajena, que el día de su muerte en sábana y sepultura de otro le enterraron y celebraron sus exequias" (Sermón 16).

 

"¡Qué cosa tan pesada era la pobreza antes que Cristo viniese al mundo, qué aborrecida, qué menospreciada! Pero bajó el Rico del cielo y escogió madre pobre, y ayo pobre, y nace en portal pobre, toma por cuna un pesebre, fue envuelto en pobres mantillas, y después, cuando grande, amó tanto la pobreza, que no tenía dónde reclinar su cabeza" (Sermón 3).

 

"En cruz murió el Señor por las ánimas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas; y así quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

 

Si los sacerdotes no vivieran la pobreza, "no podrán vacar bien al oficio de almas, que pide a todo el hombre, y plega a Dios que baste" (Sermón 81).

 

"Bienaventurados eran aquellos tiempos, cuando no había en la Iglesia cosa temporal que buscar, mas adversidades y angustias que sufrir; y aquel solo entraba en ella que por amor del Crucificado se ofrecía a padecer estos males presentes con cierta esperanza de reinar con Él en el cielo" (Memorial para Trento I, n.7).

 

Casto como Cristo Virgen:

 

"Búsquese hombres que posean castidad y las otras virtudes; déseles aparejo y buenos ejercicios de virtudes y estudio" (Memorial para Trento I, n.7)

 

"El remedio de esto no entiendo que es casarlos; porque, si ahora, sin serlo, no pueden ser atraídos a que tengan cuidado a las cosas pertenecientes al bien de la Iglesia y de su propia oficio, ¿qué harían si cargasen de los cuidados de mantener mujer e hijos, y casarlos, y dejarles herencia? Mal podrían militar a Dios y a negocios seculares" (Memorial para Trento, n. 91).

 

"Por esto... la mayor seguridad que se puede tener para no errar en seguir los caminos antiguos de la Iglesia católica, sería cosa más conveniente, aunque en ello se pasase trabajo, procurar que haya en la Iglesia legítimos y limpios ministros de Dios, cuales la santa Iglesia los ha pintado y mandado, antes que, por condescender a flaqueza de flacos, disminuir la limpieza del trato de los ministros celestiales y hacer una novedad en la Iglesia, de la cual se ha de seguir mayor incentivo de codicia, y de vida derramada, y de mayor negligencia y descuido" (Memorial para Trento II, n.91).

 

 La castidad es su "virtud propia, muy propia y propísima" del sacerdote, puesto que "cuerpo y alma se nos pide limpia, para consagrar al Señor y recibirle con fruto... cuán justa y debida cosa es que se reciba y trate el purísimo cuerpo de Jesucristo por cuerpo de sacerdote limpio en todo y por todo" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

 

(Esta es la tradición apostólica) "Y como esto entendiesen los sumos pontífices pasados, alumbrados por el Espíritu del Señor... mandaron que el que hubiese de ser sacerdote fuese virgen" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

 

“¡Oh padres sacerdotes!... ¡Cuán grande ha de ser nuestra santidad y pureza para tratar a Jesucristo, que quiere ser tratado de brazos y corazones limpios, y por eso se puso en los brazos de la Virgen, y José fue también virgen limpísimo, para dar a entender que quiere ser tratado de vírgenes" (Sermón 4, Navidad).

 

Obediente como Cristo obediente:

 

“Procure de continuo traer a la memoria la profunda humildad de nuestro Salvador, el cual, siendo Dios, se sometió a la obediencia del hombre, conviene a saber, de la Virgen María, su Madre, y de San José" (Carta 224).

 

"Cristo, obediente fue a su Padre en vida y en muerte; y también obedeció a su santísima Madre, y al santo José, como cuenta San Lucas. Y no piense nadie de poder agradar sin obediencia al que tan amigo fue de ella, que, por no la perder, perdió la vida en la cruz… No os espantéis de que tanto os encomiende la obediencia… porque vuestra seguridad está en no querer libertad" (Audi Filia, cap. 101).

 

"¿Qué sacerdote, si profundamente considerase esta admirable obediencia que Cristo le tiene, mayor a menor, Rey a vasallo, Dios a criatura, tendría corazón para no obedecer a nuestro Señor en sus santos mandamientos y para perder antes la vida, aun en cruz, que perder su obediencia?" (Plática 1ª).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

 

CURA DE ARS:

 

La práctica de los consejos evangélicos según la “vida apostólica”:

“El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Vivir como Cristo pobre:

 

El “pobre Cura de Ars” era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo. “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.

 

Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “Estoy contentísimo, ya no tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.

 

 “¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!"

 

Vivir como Cristo casto:

"Cuando el corazón es puro, no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios".

 

 “La castidad brillaba en su mirada”, se decía de él, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.

“No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”.

 

"No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio, y es darse enteramente”.

 

"Si no hubiera algunas almas puras -suspiraba él - para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castigados".

 

"¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... y en este camino, lo que cuesta es sólo  el primer paso".

 

Vivir como Cristo obediente:

 

Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.

 

(Un testigo) "Vianney continuó siendo Cara de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

 

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

Presentación

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

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Presentación

 

Cristo resucitado vive en el corazón de cada ser humano, especialmente en los más pobres y en quienes ya le han encontrado. La comunidad de los que creen en él constituye su “cuerpo”, su expresión, su signo transparente y portador. Son siempre signos “pobres” de Jesús en medio.

 

Todos formamos la “familia” de Jesús. Los latidos de su Corazón se dejan entender cuando le escuchamos decir: “mi” Iglesia, “mis” hermanos, “mi” madre. La Iglesia es “misterio” donde Jesús está presente y se comunica, es “comunión” con Jesús “en medio”, es “misión” como continuadora del encargo misionero del Señor.

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

 

La palabra “Iglesia” indica una comunidad “convocada”, a modo de “familia”. Es la comunidad amada y convocada por Jesús, “mi Iglesia” (Mt 16,19), que vive en “comunión” de hermanos, con “un solo corazón y una sola alma”, compartiendo los bienes fraternalmente (Hech 4,32).

 

La gran sorpresa de Saulo, el perseguidor, fue encontrarse con la misma Iglesia que perseguía, pero personificada en Jesús que le hablaba con cariño: “Yo soy Jesús a quien tú persigue” (Hech 9,5). Jesús vive en cada uno de sus hermanos y se deja entender especialmente en los más necesitados, marginados y pobres: “Tuve hambre, tuve sed… a mí me lo hicisteis” (Mt 25,35.40).

 

Por ser parte de una humanidad resquebrajada por la propias tendencias egoístas y limitaciones, la Iglesia es un conjunto de hermanos que reflejan la misma realidad humana, pero ya asumida esponsalmente por Cristo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia” (GS 1).

 

Los “hermanos” que componen la comunidad eclesial reflejan estas misma limitaciones, pero cada uno es “el hermano por quien Cristo ha muerto” (Rom 4,15). La Iglesia es siempre peregrina, como conjunto de signos “pobres”, donde está presente y operante Jesús resucitado.

 

Los títulos bíblicos con que se califica o describe a la Iglesia, expresan su identidad (cfr. LG I-II). Es “cuerpo” o expresión del mismo Jesús (1Cor 12; Col 1,24). Es "pleroma" o complemento de Cristo (Ef 1,23). Es “templo” del Espíritu de amor (1Cor 3,16ss; 2Cor 6,16), en el que los fieles son “edificados sobre el fundamento de los Apóstoles” y donde “Cristo es la piedra angular” (Ef 2,20ss). Es “familia" de Jesús (cfr. Mc 3,33-35). Es “consorte” o “esposa” del Señor como “virgen” casta (Ef 5,25ss). Es el signo transparente y portador de Jesús, a modo de “sacramento” o “misterio”, donde Jesús se hace presente y se comunica (Ef 3,9-10; 5,32). Es la propiedad esponsal de Dios, es decir, su Pueblo amado (cfr. 1Pe 2,9; Apoc 1,5-6). Es “nuestra madre”, porque nos comunica la vida en Cristo (cfr. Gal 4,4.19.26).

 

Todos estos títulos bíblicos sobre la Iglesia hacen referencia a Jesús, quien personalmente y con sus dones salvíficos y su doctrina, es el ”Reino” de Dios ya iniciado en la tierra; por esto, la Iglesia es el “inicio” del Reino, como peregrina hacia una plenitud futura en Cristo resucitado (cfr. Mc 1,15; LG 5).

 

Estas realidades eclesiales urgen y hacen posible una vida de “comunión” fraterna, como Cuerpo del que  Cristo es su Cabeza: “Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo  hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor” (Ef 4,15-16).

 

Ser y realizarse como “comunión”, reflejo de Dios Amor, es fruto de la gracia: “El amor al prójimo… sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus Caritas est 18)

 

La Iglesia es “familia” de hermanos, es decir, comunidad de fe (que piensa como Cristo), esperanza (que siente y aprecia las cosas como Cristo), caridad (que ama y actúa como Cristo): “En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). La vida cristiana es un “bautismo” continuado, como vida en el Espíritu que nos configura con Cristo: “En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Cor 12,13)

 

Los ministerios sacerdotales son “servicio” de Iglesia, para amarla como Cristo y construirla como Cuerpo de Cristo. No sería posible vivir el sacerdocio ministerial sin un profundo “sentido” y amor de Iglesia. Los santos han amado a la Iglesia como Cristo la ha amado, sufriendo con ella, por ella y también de ella: Santa Catalina (“muero de pasión por la Iglesia”), Santa Teresa de Ávila (“al fin, muero hija de la Iglesia”), Santa Teresa de Lisieux (“en el corazón de mi madre la Iglesia, yo seré el amor”)… De Pablo, de Juan de Ávila y del Santo Cura de Ars, se puede decir que se contagiaron del amor de Cristo a su Iglesia: “Amó a la Iglesia hasta entregarse por ella” (Ef 5,25).

 

 

2. “Mi madre y mis hermanos”

 

Un señal de autenticidad de nuestro amor a Cristo es el apreciar a su “Iglesia” (“mi Iglesia”) con el mismo amor con que él la ama (cfr. Ef 5,25). Es su “familia”: “Mi madre y mis hermanos” (Mt 15,49).

 

La Iglesia como “madre” indica el aspecto familiar y fecundo de la comunidad eclesial donde Cristo está presente: “nuestra madre” (Gal 4,26). Pablo se siente insertado en esta realidad apostólica, afrontando sus dificultades como una madre afronta los “dolores de parto” (Gal 4,19). El gozo del apóstol deriva del objetivo al que apunta: “He de formar a Cristo en vosotros” (ibídem). Cuando Jesús profetizó las dificultades de sus discípulos, los comparó a una madre que da a luz para llegar al gozo de la fecundidad: “Vuestro gozo nadie os lo podrá quitar” (Jn 16,22).

 

Los ministerios sacerdotales tienden a hacer que la comunidad eclesial llegue a esta maternidad apostólica y espiritual: “La comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que, todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual” (PO 6).

 

El secreto del éxito apostólico es el de sufrir amando, haciendo de la vida una oblación unida a la oblación de Cristo muerto en cruz y resucitado. La vida de Cristo y la de sus apóstoles está teñida de “sangre”, es decir, es vida donada, pan partido. No existe maternidad eclesial sin la asociación a Cristo como María “de pie junto a la cruz” (Jn 19,25). María y la Iglesia son “la mujer” asociada a la obra redentora de Cristo (cfr. Gal 4,4.26). Por esto, “María es madre por medio de la Iglesia” (Redemptoris Mater 24; cfr. LG 65) y “la Iglesia aprende de María la propia maternidad” (Redemptoris Mater 43).

 

La Eucaristía construye la Iglesia a modo de comunión “espiritual”, con y como María, bajo la acción del Espíritu Santo: “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58). La “carne y sangre” de Jesús, presente e inmolada incruentamente en la Eucaristía, deriva del seno de María, donde el Señor comenzó su inmolación por nosotros (cfr. Heb 10,5-7).

 

María, Tipo o figura de la Iglesia, la precede en esta realidad materna, como modelo de virgen y de madre (cfr. LG 62-63). Al meditar el misterio de la Encarnación, la Iglesia descubre en María su propio misterio de maternidad. Los discípulos del Señor reciben su encargo (“he aquí a tu madre”) como herencia familiar de gracia, “en comunión de vida” (Redemptoris Mater 45; cfr. Jn 19,26-27).

 

 

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

 

La multiplicidad de vocaciones, ministerios y carismas, se refleja en las diversas comunidades que constituyen la única Iglesia de Jesús. El Espíritu Santo, que ha suscitado estos dones (vocacionales, ministeriales y carismáticos), los orienta a todos hacia la comunión que es reflejo de la Trinidad. Los dones auténticos del Espíritu Santo tienden a “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (Novo Millennio inneunte 43)

 

La autenticidad de la Iglesia, como transparencia e instrumento de Cristo, se demuestra en su realidad de “sacramento” (signo transparente y eficaz) de comunión: “LaIglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). “Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

 

Esta “unidad” o “comunión” es la que pidió Jesús en la última cena, indicando que esta realidad era un signo eficaz de evangelización: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

 

La misma identidad de la comunidad eclesial, de saberse amada y portadora de este amor para toda la humanidad, consiste en este misterio de comunión misionera: Jesús presente (“misterio”), en medio de los hermanos (“comunión”), para ser comunicado a todos los redimidos (“misión”). “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado  y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23).

 

Si la misión de la Iglesia no es otra que la misma de Jesús (cfr. Jn 17,18; 20,21), esta misión sólo tiene lugar de modo auténtico y eficaz cuando se vive la comunión eclesial. La calidad misionera no se mide por baremos sociológicos, sino por realidades de gracia.

 

Construir esta “comunión” misionera, supone el itinerario de la cruz, como fuerza de la debilidad (cfr. 1Cor 2,2-5). “La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico” (Sacramentum Caritatis 76).

 

Todos los contenidos del Vaticano II (algunos todavía sin aplicar adecuadamente) se sintetizan en la realidad del Misterio de Cristo presente y operante en la Iglesia. La Iglesia como “sacramento”, misterio de comunión (LumenGentium), es la Iglesia portadora de la Palabra (Dei Verbum) y del Misterio Pascual (Sacrosantum Concilium), insertada y solidaria en el mundo (Gaudium et Spes).

 

Estas cuatro Constituciones conciliares matizan y dinamizan todos los otros documentos (conciliares y postconciliares), también y especialmente los que se refieren a los tres modelos de “vocación” cristiana: sacerdotal (PO; cfr. PDV), laical (AA; cfr. ChL) y de vida religiosa o consagrada (PC; cfr. VC).

 

Hay siempre preferencias a intereses particulares (personales y de grupo) que retrasan la puesta en práctica de estos dones del Espíritu Santo. La “apertura” fiel y generosa a estos dones es una “conversión” difícil de realizar y que, a veces, produce traumas o también tensiones y divisiones insuperables humanamente. Bastaría con dejarse cuestionar por la oración de Jesús sobre la unidad (cita más arriba), en sintonía con la doctrina paulina: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo” (Ef 4,4-7). Hay poco amor a la Iglesia porque el amor a Cristo no es siempre auténtico.

 

Ni las vocaciones apostólicas ni la misión verdadera serían posibles sin un corazón y un ambiente comunitario de profundo amor a la Iglesia: “Quien

tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo” (Redemptoris Missio89).

 

Sentir con la Iglesia y amarla equivale a mirarla con ojos de fe, en sintonía con los sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2,5; Ef 5,25ss; Jn 19,26); apreciar la personas (vocaciones), los signos (ministerios, sacramentos) y los carismas; leer la vida de Cristo y su mensaje prolongado y viviente en la Iglesia (Escritura, magisterio, liturgia, vida de santos...). A veces decía Juan Pablo II que el cristianismo, después de veinte siglos, al menos respecto a la misión, “se halla todavía en los comienzos” (Redemptoris Missio 1).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Iglesia, expresión de Jesús:

 

“Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hech 9,5).

 

Su “cuerpo” (Col 1,24), su “complemento” (Ef 1,23), su esposa o consorte (cfr. Ef 5,25-27)

 

Amarla con el mismo amor de Cristo:

 

“Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga

mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e  inmaculada” (Efes 5,25-27).

 

Sufrir amando por la Iglesia:

 

“Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24)

 

Fruto del amor oblativo de Cristo:

 

“Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Hech 20,28).

 

La preocupación por todas las Iglesias:

 

“Mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

 

En la Iglesia “comunión”, comunidad fraterna y familiar:

 

“El amor es la plenitud de la ley” (Rom 13,10)..

 

“Para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,12-13).

 

“Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio...¿Esta dividido Cristo?” (1Cor 1,10-13).

 

“Vuestra caridad sea sin fingimiento... amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros” (Rom 12.9-10).

 

“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo... A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1Cor 12,4.7). “Todo para edificación” (1Cor 14,26).

 

“La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa... no busca su interés; no se irrita... Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca” (1Cor 13,4-8).

 

“Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados” (Ef 4,3-4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Somos miembros del Cuerpo y familia que es la Iglesia:

 

"Salgámonos nosotros de nosotros mismos y vámonos al campo de nuestra viña, que es la Iglesia, que cada uno de esta Iglesia miembro suyo es" (Sermón  8). Todos formamos "una Iglesia y una unión en Jesucristo" (Sermón 27).

 

"Este bendito Señor, siendo Cabeza... murió en la cruz por dar vida a su cuerpo, que somos nosotros" (Audi Filia, cap.84).

 

El desposorio de Cristo con su Iglesia:

 

(Cristo) “En el día de Viernes Santo casó por palabras de presente con esta su Iglesia... porque entonces le fue sacada de su costado, estando Él durmiendo el sueño de muerte" (Audi Filia, cap. 68).

 

"¿Qué te parecería un día de la cruz por desposarte con la Iglesia y hacerla tan hermosa, que no la quedase mancilla ni ruga?" (Tratado del Amor de Dios, n.8).

 

"Mas la Iglesia cristiana tanto más lo conoce por su verdadero Esposo y Ungido, cuanto más pobreza y desprecio y trabajos trae" (Carta 127).

 

Sentido de Iglesia, fidelidad y comunión fraterna:

 

"No tenemos los católicos… a una Escritura por infalible sino porque la Iglesia la aprobó por tal" (Memorial para Trento, II, n.19).

 

“Hay una compañía, la cual llamamos Iglesia, en la cual todos los bienes son comunes… ¡Cuántas veces habéis rezado el Credo, y llegando a aquel paso et sanctorum communionem, por ventura no lo habéis entendido! ¿Qué comunión es ésa? Compañía. Y ¿qué compañía? Como la del cuerpo, que el mal de un miembro es de todos" (Comentario carta de Juan, II, lec. 2).

 

"Para nuestro consuelo y satisfacción debemos decir algunas veces al día que creemos lo que cree nuestra madre la Iglesia... Porque la victoria de nuestra pelea no está colgada de menear nuestros brazos a solas" (Audi Filia, cap. 25).

 

"¡Oh Iglesia cristiana, cuán cara te cuesta la falta de aquellos tales enseñadores, pues por esta causa está tu faz tan desgfigurada y tan diferente de cuando estabas hermosa en el principio de tu nacimiento!" (Sermón 55).

 

 Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes" (Plática 2ª, 375s), que son "los ojos de la Iglesia" (ibídem, 449s) y sus "enseñadores" (Sermón 55, 784) y "guardas de la viña" (Sermón 8, 601s).

 

 

CURA DE ARS:

 

Servir y amar a la Iglesia:

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia 11).

 

Construir la comunidad eclesial en el amor y reconciliación:

 

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”.

 

“Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar".

 

 Con esta oración comenzó su misión: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”.

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

"Estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles".

 

Se decía que “prefería presentar la cara atractiva de la virtud más que la fealdad del vicio”.

 

 

 

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

Presentación

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La misión de Cristo, que se prolonga en la Iglesia y de modo especial por medio de sus Apóstoles y sucesores, consiste en el anuncio de la Buena Nueva, la cercanía salvífico-caritativa a todo ser humano en su circunstancia concreta y hacer presente al mismo Cristo, muerto y resucitado, bajo los signos sacramentales instituidos por Él.

 

El sacerdote ministro, en nombre de Cristo Pastor y Cabeza, realiza estos servicios proféticos, diaconales y litúrgico-sacramentales, en la misma dinámica y espíritu con que Cristo los realizó. Se trata de servir con humildad y sin privilegios, para hacer llegar a cada hermano el mensaje salvífico del Señor y su cercanía de caridad en la verdad.

 

1. Su Palabra hoy y aquí

 

Al final de Marcos se describen los inicios de la misión apostólica después de la resurrección y ascensión del Señor: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban” (Mc 16,20).

 

La predicación del mensaje de Cristo es consecuencia de haberlo recibido de Él vivencialmente (cfr. Jn 1,18; 1Jn 1,1ss). El mensaje evangélico se anuncia con la autenticidad y la urgencia de Jesús en Nazaret: “Se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Por esto, cuando se anuncia, escucha o lee el evangelio, acontece en los corazones y en la comunidad.

 

La Palabra vivida y celebrada urge a la acción de compartirla con amor. María, después de la Anunciación, fue “aprisa” a servir en la casa de Isabel y a comunicar el “gozo” salvífico (cfr. Lc 1,39-41). Ser “familiar” de Jesús comporta ser consecuente con la Palabra recibida:  “Mi madre y mis hermanos son quienes escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21).

 

Se anuncia, se celebra, se vive y se comparte al mismo Cristo. “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don… él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)” (Deus Caritas est 7).

 

La Palabra se predica en relación con el misterio pascual celebrado y vivido. “El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes… Los presbíteros, pues, se deben a todos en cuanto que a todos deben comunicar la verdad del Evangelio, que poseen en el Señor… Pero la predicación sacerdotal, difícil con frecuencia, en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio” (PO 4).

 

Es la Palabra que da sentido a la vida y misión de la Iglesia. “Es esta misma palabra la que es conservada e interpretada fielmente por el Magisterio (cfr. DV 10), celebrada en la sagrada Liturgia y se entrega a nosotros en la Eucaristía como pan de vida eterna (cfr. Juan 6)” (Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia, Proposición 3).


La relación y amistad con Dios se inicia y fundamenta en la escucha fiel y generosa de la Palabra del Señor: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2),

 

La Palabra de Dios se expresa principalmente en la “voz” de la revelación, por medio del “rostro” de Jesús, en la “casa” de la Iglesia y en los “caminos” de la misión. Por esto, “Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones»” (Mensaje del Sínodo 2008).

 

 

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

 

Los ministerios tienden a anunciar, hacer presente y comunicar el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. La celebración litúrgica es un momento privilegiado en armonía con el anuncio y la caridad. “La Liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra Redención, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el Misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia” (SC 2).

 

El año litúrgico (en torno a la Pascua) encuentra una expresión semanal en el “domingo”, día del Señor. El cristiano comienza a vivir como tal a partir del encuentro con Cristo resucitado, presente especialmente en la Eucaristía y también en su Palabra, sus sacramentos y la comunidad eclesial (cfr. SC 7).

 

La eficacia de las palabras de la consagración eucarística (“esto es mi cuerpo… mi sangre”), sin perder su peculiaridad de transubstanciación del pan y del vino, toca también a la persona del sacerdote para transformarlo en “un Jesús viviente” (San Juan Eudes), a toda la comunidad eclesial y a toda la humanidad. Llegar a ser “otro Cristo” es intrínseco a toda vocación cristiana, pero lo es especialmente a quien realiza el ministerio eucarístico, sin esperar otro premio ni otro privilegio que el de servir a Cristo en los demás.

 

Ejercer el ministerio eucarístico comporta entrar en una relación de presencia donada y comunicada, para que el cuerpo eucarístico de Cristo se haga realidad en su Iglesia como Cuerpo Místico. La clave de la celebración eucarística es la verdad de la caridad o la caridad practicada verdaderamente (cfr. 1Cor 10-13).

 

“Beber” la copa de Cristo (cfr. Mc 10,38), equivale a correr su misma suerte de hacer de la vida una donación, como “sangre” derramada en libación y sello de la Nueva Alianza. Por esto, la Eucaristía es el “sacramento del amor”. Efectivamente, “en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta el don de su cuerpo y de su sangre” (Sacr<mentumm Caritatis 1), para hacer de nuestra vida su misma oblación (cfr. Heb 13,15).

 

Prescindir de la celebración eucarística (aún cuando no sea obligatoria) indica una falta de identidad y la pérdida de la opción fundamental por Cristo. Quien ama a Cristo de verdad, ni puede dudar de su amor, ni puede prescindir de él. Está en juego la veracidad de nuestro amor. “En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística” (Sacramentum Caritatis 66). ). “La verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino” (ibídem 97).

 

Quien celebra y contempla a Cristo Eucaristía, aprende a no anteponer nada ni nadie a su amor. “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Sacramentum Caritatis 11; cita Deus Caritas est 13).

 

En la Eucaristía se aprende a auscultar los latidos del Corazón de Cristo, sus amores más profundos. “« El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). “Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona... Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero” (Sacramentum Caritatis 88).

 

No existe reduccionismo en la oblación eucarística y redentora de Cristo (“por todos”). La donación de Jesús en por todo el hombre y por todos los hombres. La expresión “por muchos” es un hebraísmo que significa por todos, por el mundo entero, por toda la humanidad. Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14).

 

La vida cristiana está centrada en la Eucaristia (cfr. LG 11), en sentido de convertirse en personificación del mandato del amor, como oblación cultual unida a la oblación del Buen Pastor. “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1-2)

 

Las expresiones conciliares del Vaticano II relacionan la identidad del ministerio sacerdotal con el misterio eucarístico: “En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascual y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización” (PO 5).

 

 

3. Servir a Cristo en los hermanos

 

El celo apostólico, desplegado en los ministerios proféticos (n.1) y litúrgicos (n.2), se actualiza de modo más concreto en todos los campos de caridad: pobres, enfermos, marginados, jóvenes, familia, nuevos “areópagos”… Es el “celo” que equivale a vivir en sintonía con sus grandes deseos, con su “sed” (Jn 19,28). Las motivaciones del apóstol, como en Jesús, no son principalmente sociológicas (las cuales tienen su valor), sino una prolongación de la “compasión” de Jesús (cfr. Mc 8,2) y de la “búsqueda” de “todos” los redimidos (cfr. Mc 10,45; Mt 11,28; Lc 15,4).

 

Las apariciones de Cristo son un examen de amor para la misión: “Ve a mis hermanos” (Jn 20,17). “Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cfr. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cfr. Jn 20,21)” (Sacramentum Caritatis 12).

 

Se trata de la misma misión de Cristo, en la que no existe la abstracción, sino la participación y la prolongación del mismo Cristo. La referencia al Padre, que ama y que envía, es muy significativa: “Como el Padre me amó, yo también os he amado” (Jn 15,9); “como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21); “como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18; “los has amado como a mí” (Jn 17,23). Amor y misión, en Cristo y en nosotros, son las dos caras de la misma medalla.

 

El examen de amor a Pedro (que representa a los demás Apóstoles en aquello que es común) tiene como trasfondo la oblación de Cristo (cfr. Jn 17,19), la caridad del Buen Pastor que da la vida (cfr. Jn 10) y el amor de una amistad verdadera al estilo del amor de Dios (cfr. Jn 15,13). A Pedro, para apacentar las ovejas por las que Cristo dio su sangre (cfr. Hech 20,28), se le pide tres veces su donación incondicional: “¿Me amas más, tú?... apacienta mis ovejas… sígueme” (Jn 21,15ss).

 

Quienes han experimentado el amor de Cristo, ya no pueden guardarse este amor sólo para sí mismos, porque Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14). Santa Josefina Bakhita  “sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo... La esperanza que en ella había nacido y la había « redimido » no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos” (Spe Salvi 3).

 

El celo apostólico verdadero sólo nace de la experiencia de encuentro con Cristo: “Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él... En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos... Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás... No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana” (Sacramentum Caritatis 84).

 

El discipulado evangélico indica relación íntima con Cristo, para compartir su misma vida y su misma misión. Es discipulado esencialmente misionero. El Señor llamó a los "apóstoles" y "discípulos" para que participaran en su misma misión evangelizadora. De hecho, la llamada tiene lugar mientras Jesús mismo estaba evangelizando por "todas las ciudades", "enseñando", "predicando el evangelio del Reino" y "curando" (Mt 9,35; cfr. Mc 6,6).

 

El documento de la V Conferencia General, CELAM, 2007) indica esta exigencia del discipulado: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo” (Aparecida 29). “Los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo... y necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero” (ibídem 41).

 

El apostolado cristiano no es una variante de un servicio social. “Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa” (Caritas in Veritate 78).

 

"La fe se fortalece dándola" (Redemptoris Missio 2) y también se agradece del mismo modo, con el gozo de compartirla con toda la humanidad. “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cfr. Mt 6,9-13)” (Caritas in Veritate 79).

 

Parece como si, desde un mundo “globalizado”, surgiera una llamada apremiante: "Ven a ayudarnos" (Hech 16,9). Los nuevos “areópagos” esperan una nueva actitud de los apóstoles: “Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cfr. Hech 17, 22-31)” (Redemptoris Missio37).

 

“Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio, los criterios de juicios, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (Evangelii Nuntiandi 19). Son los puntos neurálgicos o nuevos areópagos de nuestra sociedad.

 

Entre los “areópagos” de nuestro tiempo, la encíclica Redemptoris Missio señalaba: “el mundo de la comunicación” o medios de comunicación social en un mundo que es ya “una «aldea global”, “la evangelización de la cultura moderna” o de “la nueva cultura”, “la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos”, “los derechos del hombre y de los pueblos sobre todo los de las minorías”, “la promoción de la mujer y del niño”, “la salvaguardia de la creación”, “las relaciones internacionales”. Lo más importante es que éstos y otros areópagos “han de ser iluminados con la luz del Evangelio” Redemptoris Missio37).

 

A estas situaciones hay que añadir las nuevas realidades del inicio del tercer milenio: las crisis a nivel global, los espacios de guerra abierta o también suscitada desde todas partes, las migraciones masivas y multiculturales, la urgencia del diálogo intercultural e interreligioso, los pobres y nuevos tipos de pobreza y marginación, los enfermos y las nuevas enfermedades (medicinas inasequibles para los pobres), la falta de esperanza, las ideologías sin valores, la juventud que busca con autenticidad y no encuentra, la familia con todos sus valores deteriorados, la valor de la vida manipulada, la relación entre la razón y la fe, la importancia de la formación, la Iglesia perseguida y martirial en muchos sectores, los apóstoles cansados…  El gran areópago es que faltan santos.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sus actitudes apostólicas.

 

"La caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14). “Urge que él reine (1Cor 15,25).  “Os celo con el celo de Dios” (2Cor 11,2). “Como una madre” (1Tes 2,7; cfr. Gal 4,19). Como un “padre” (1Cor 4,15). “Amándoos, daros nuestra vida” (1Tes 1,8).

 

“Apóstol por vocación… segregado para el evangelio” (Rom 1,1);  “la preocupación por todas las iglesias” (2Cor 11,28); el precio de “la sangre del Hijo” (Hech 20,28); “encadenado en el Espíritu” (Hech 20,22).

 

“Por el evangelio yo estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9).

 

"Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Cor 12,15).

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la  desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

 

Objetivo de la misión:

 

“Recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10).

 

“He de formar a Cristo en vosotros” (Gal 4,19).

 

“A fin de presentar  a todos los hombres perfectos en Cristo” (Col 1,28; cfr. 2Cor 5,14).

 

 

La cooperación misionera de toda la comunidad eclesial:

 

“Orad por nosotros para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Tes 3,1).

 

Pablo pide oraciones (Ef 6,19-20; Rom 15,30) y ofrece oraciones (Fil 1,3.9-11; 1Cor 1,8; 1Tes 1,23).

 

En sus viajes misioneros pedía cooperación para los “pobres” de la Iglesia madre de Jerusalén (cfr. Rom 15,25; 2Cor 8-9).

 

(Ver otros textos paulinos sobre la Iglesia misionera, en el capítulo 8).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Celo apostólico:

 

"Si de veras nos quemase las entrañas el celo de la casa de Dios... ver las esposas de Cristo enajenadas de El y atadas con nudo de amor tan falso" (Carta 208).

 

"¡Qué lástima es perderse almas que tan caro costaron, tan de balde!" (Sermón 3).

 

"Quien bien quisiere pesar el alma, pésela con este peso, de que Dios humanado murió por ellas" (Sermón 81).

 

"En cruz murió el Señor por las almas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas" (Sermón 81).

 

"Si corazón hubiese de madres, ¡oh!, con qué dolor saldríamos dando voces" (Sermón 24).

 

 

Celo apostólico de los sacerdotes:

 

"Ha de arder en el corazón del eclesiástico un fuego de amor de Dios y celo de almas", a imitación del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Plática 7ª) y que "amó a la Iglesia hasta entregarse en sacrificio por ella" (Ef 5,25).

 

"El jornalero, que principalmente trabaja por el dinero, en viendo el lobo, salta por las tapias" (Plática 7ª, 72ss).

 

 "Cuando los quieren ordenar, examínanlos si saben cantar y leer, si tienen buen patrimonio; pues ya, si saben unas pocas de cánones y tienen buen patrimonio, ¡sus!, ordenar. ¿En qué examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración" (Sermón 10).

 

"Quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

"Que si hubiese en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muerto a sus espirituales hijos, el Señor, que es misericordioso, les diría lo que a la viuda de Naín: No quieras llorar. Y les daría resucitadas las almas de los pecadores" (Plática 2ª).

 

El sacerdote debe "tener verdadero amor a nuestro Señor Jesucristo, el cual le cause un tan ferviente celo, que le coma el corazón". Es amor de "verdadero padre y verdadera madre" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 39).

 

"A quien se le encomiendan las almas, le es encomendado el Cuerpo místico de Jesucristo para que lo cure y fortalezca, y lo hermosee con tantas virtudes que sea digno de ser llamado cuerpo de tal cabeza, como es Jesucristo" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 37).

 

El ministerio de la Palabra:

 

"El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar su palabra de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios. Porque si anda a contentar los hombres, no acabará; sino que a cada paso trocará el Evangelio y le dará contrarios sentidos o enseñará doctrina contraria a la voluntad de Dios: hará que diga Dios lo que no quiso decir" (Comentario a Gálatas, n.8).

 

Refiriéndose  a San Pablo: "Éste sí es buen predicador, que no los que son el día de hoy, que no hacen sino hablar. ¿Pensáis que no hay más sino leer en los libros y venir a vomitar aquí lo que habéis leído?" (Sermón 49).

 

"Restan los predicadores de la palabra de Dios, el cual oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin gran daño de la cristiandad. Porque como éste sea el medio para engendrar y criar hijos espirituales, faltando éste, ¿qué bien puede haber sino el que vemos, que, en las tierras do falta la palabra de Dios, apenas hay rastro de cristiandad?" (Memorial para Trento I, n.14, 345ss).

 

"No tengáis en poco la semilla si la espuerta es vil" (Sermón 28).

 

El ministerio de la Eucaristía y sacramentos:

 

“Cosa nunca oída ni vista, que hallase Dios manera cómo, subiéndose al cielo, se quedase acá su misma persona por presencia real, encerrada y abreviada debajo de unos accidentes de pan y de vino; y con inefable amor dio a los sacerdotes ordenados... que, diciendo las palabras que el Señor dijo sobre el pan y vino, hagan cada vez que quisieren lo mismo que el Señor hizo el Jueves Santo" (Sermón 35).

 

"El mismo Jesucristo se quedó por tu amor" (Sermón 38).

 

"En la primera venida padeció y fue sepultado; y aquí se llama ser sacrificado en la misa, porque es representación de su sagrada pasión" (Sermón 55).

 

La Eucaristía es "memoria" que actualiza lo que Cristo hizo el Jueves Santo (Memorial para Trento II, n.79), "para que la Iglesia tenga sacrifico precioso que ofrecer al Eterno Padre" (ibídem,  n.81).

 

"Pues eso que pasa de fuera, se ha de obrar allá dentro; que los sacramentos así son, que lo que muestran de fuera obran de dentro" (Sermón 57).

 

Los servicios de caridad, cuidado de los pobres:

 

"Y mire que lo trate y cure bien, que es Hijo de alto Rey; Hijo es de Virgen y en virginales corazones reposa de buena gana... Y porque tiene muchos parientes pobres, y quien a Él quiere, también ha de querer a ellos, tienda vuestra merced la mano para darles, porque son hermanos del Criador" (Carta 67).

 

"Los clérigos... son padres de los pobres" (Advertencias para el Sínodo de Toledo, n.99).

 

No debe ser una ayuda simbólica, sino eficiente. "Éstas son señales de verdadera caridad: compadecerse de todos y querer remediar a todos" (Comentario a Gálatas, n.18).

 

“Los flojos aquí os tengo, que tenéis por mayor pecado dejar de rezar vuestras devociones que dejar de remediar a un prójimo que está en necesidad" (Comentario a la carta de Juan I, lec.22ª).

 

"¿No tienes pobres en tu barrio? ¿No tienes desnudos a tu puerta? Pues si vistes al pobre, a Jesucristo vistes" (Sermón 2).

 

 

CURA DE ARS:

 

El ministerio de la Eucaristía:

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

“Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.

 

"Allí está aquel que tanto nos ama; ¿por qué, pues, no habremos de amarle nosotros?"

 

"No es necesario hablar mucho para orar bien. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, nos alegremos de su ¡presencia. Esta es la mejor oración".

“Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él… Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.

 

El celo apostólico como reflejo de la caridad del Buen Pastor:

 

"Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia”.

 

"Dios mío, concediendo la conversión de mi parroquia; acepto el sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida”.

 

"Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión".

 

Respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: "Habéis orado, habéis orado, gemido y suspirado?...  Mientras a ello no lleguéis, no creáis haberlo hecho todo".

 

Fue consejero de Paulina Jaricot en la obra misional de la Propagación de la fe, leía su boletín misionero y buscaba ayudas económicas…

 

Palabra y sacramentos:

 

“Nuestro Señor que es la misma Verdad; no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo".

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

Él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

 

 

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

Presentación

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando, de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La Iglesia vive en estado permanente de “Cenáculo”, donde se actualiza el misterio redentor y se reciben las nuevas gracias del Espíritu Santo, para afrontar las nuevas situaciones con actitudes apostólicas renovadas. Esto es posible con María y como ella, viviendo en sintonía con su pertenencia total y virginal a Cristo.

 

La vocación, la contemplación, la perfección, la comunión fraterna y la misión, se viven con autenticidad cuando ella está presente, como en Caná, en el Calvario y en el Cenáculo de Pentecostés. Cristo Sacerdote sigue comunicando su consagración y misión sacerdotal desde el seno de Maria.

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

 

La Eucaristía, como presencia sacrificial de Cristo que comunica su misma vida, se vive con las actitudes interiores de acogida, disponibilidad y entrega, bajo la acción del mismo Espíritu Santo que formó a Cristo en el seno de María. “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58.59; AG 4).

 

El “amén” (“sí”) de María en el momento de la Encarnación del Verbo (y al pie de la cruz) es el “amén” de la Iglesia cuando responde a la presencia sacrificial de Cristo en la celebración eucarística. Es el momento más mariano del caminar eclesial, como asociación al “amén” de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21; 2Cor 1,20).

 

El Cenáculo recuerda la Pascua de Jesús, quien quiso a María asociada a su inmolación al pie de la cruz: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva” (Spe Salvi 50). Y recuerda también la presencia de Jesús resucitado, que invitó a los suyos a creer (como su Madre y nuestra) sin esperar signos extraordinarios (cfr. Jn 20,29; Lc 1,45).

 

El “Cenáculo” antes de la venida del Espíritu Santo, recuerda la sintonía con la oración y actitudes de María. Por esto, “como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con «María, la madre de Jesús » (Hech 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu” (RMi 92).

 

Todos los fieles que participan en el cenáculo eucarístico, “esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre” (SCa 96). En esta tarea de comunión eclesial responsable se inserta especialmente el ministro ordenado.

 

La esperanza es confianza en la presencia de Cristo resucitado y está personifica en Él, “nuestra esperanza” (1Tim 1,1). Pero es también tensión de Iglesia peregrina que, en el itinerario hacia el encuentro definitivo con Cristo y en medio de las pruebas históricas,  sigue a “la mujer vestida de sol” (Apoc 12,1) y se siente identificada con ella. Las pruebas históricas producen, a veces, serias heridas, pero la “esposa” de Cristo sabe “blanquear su túnica en la sangre del Cordero” (Apoc 7,14) para hacerse transparencia del Señor.

 

La acción ministerial participa de la realidad de Cristo, “grano de trigo caído y muerto en tierra” (Jn 12,24). Se siembra y se hunde en el surco, sin lógica humana, a la sorpresa de Dios. El discipulado misionero, mientras participa de la suerte de Cristo, al pie de la cruz con María, comparte también su triunfo: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). María, por pertenecer virginal y esposalmente a Cristo (“Sponsa Verbi”), es la Madre más fecunda.

 

La acción apostólica, según la explicación de Jesús, es una “maternidad” que pasa por el sufrimiento, esperando llegar al gozo de la fecundidad. El secreto consiste en la actitud materna de sufrir amando. Este “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) nadie nos lo podrá arrebatar  (cfr. Jn 16,21-22). “Formar a Cristo” en los demás (Gal 4,19), es un proceso de “dolores de parto”, para transformar las dificultades en la verdad de la donación, “esperando contra toda humana esperanza” (Rom 4,18).

 

 

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

 

No sabemos si el Señor se apareció a su Madre en particular. Estaría en el Cenáculo del día de Pascua, como lo estuvo con los discípulos esperando Pentecostés (cfr. Hech 1,14).  Ella vivía de la fe en la persona y el mensaje pascual de Jesús, quien había dicho repetidamente que resucitaría. Las palabras de Jesús son vivas y llegan más al corazón cuando se vive en sintonía con él, sin necesidad de signos extardinadrios. Si al discípulo amado, le bastaron unos signos pobres (como el sepulcro vacío o los lienzos por el suelo y el sudario plegado) para suscitar su fe (cfr. Jn 20,8), a María le bastaba recordar y “contemplar en su corazón” (Lc 2,19.51) los gestos y las palabras de Jesús (cfrf. Lc 1,45; Jn 20,29).

 

María siempre se dejó sorprender por la acción salvífica de Dios. Escuchaba, miraba, recordaba, aceptaba el misterio de Jesús que se movía según el proyecto del Padre (cfr. Lc 2,49).  “La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cfr. Hech 1,14), que recibieron el día de Pentecostés” (Spe Salvi 50).

 

María vivió su “nueva misión” materna de acompañar a la Iglesia en el camino de la fe. Fue el encargo de Jesús: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo” (Spe Salvi 50).

 

La Iglesia camina por la historia entre luces y sombras, acompañada por una presencia de Jesús que parece ausencia y silencio (cfr. Mt 28,20). Compartir la vida con Cristo, significa caminar con él para que en cada corazón humano y en cada pueblo resuene el “Padre nuestro” (como actitud filial comunicada por Jesús), las bienaventuranzas y el mando del amor (como actitud de donación infundida por el Señor).

 

El discipulado evangélico incluye aceptar vivencialmente la invitación de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). Esta aceptación  se concreta en "contemplación" y aceptación del mensaje de Jesús ("haced lo que él les diga": Jn 2,5), en seguimiento evangélico ("con su Madre": Jn 2,12) y en cumplimiento del mandato misionero del Señor (de evangelizar a todos los pueblos). Siemnpre con la actitud y el "amor materno" de María, porque ella "es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (Redemptoris Missio 92; cfr. LG 65). Ella sigue siendo “icono” viviente de la Iglesia peregrina.

 

 

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

La historia se construye amando con la verdad de la caridad,  es decir, con la verdad de la donación. Sólo el amor construye la unidad del corazón, de la comunidad humana y eclesial. La “Ciudad de Dios”, según San Agustín, recuerda que la humanidad se construye  con “el amor de Dios” y el ordenar la propia vida según este amor que repercute en los hermanos. Otras construcciones terminan mal.

Cristo es el centro de la creación y de la historia (cfr. Ef 1; Col 1; Jn 1). “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto” (Caritas in Veritate 1).

Esta caridad que construye la historia es “don” y “gracia” de Dios Amor. “La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5)

En este caminar de construir la historia amando, María ejerce  (por su unión con Cristo resucitado presente) una presencia activa y materna (cfr. Redemptoris Mater 1y 24). Ella acompaña como Madre, modelo, intercesora, maestra, discípula… La historia humana, personal y comunitaria, es un camino donde Cristo resucitado se hace presente asociando a María, para indicarnos su “corazón bueno” (Lc 8,15) donde se recibe la Palabra (cfr. Lc 2,19.51).

María está presente en todas las facetas y etapas del caminar eclesial: camino de fe viva (cfr. Lc 1,45), de vocación aceptada con fidelidad (cfr. Lc 1,28ss; Jn 2,12), de entrega generosa en santidad (cfr. Lc 1,38), de contemplación comprometida (cfr. Lc 2,19.33.51; 11,28), de fraternidad y comunión eclesial (cfr. Hech 1,14), de misión (cfr. Jn 19,25-27; Apoc 12,1).

 

En el camino de la vida y del ministerio de los sacerdotes, María tiene un puesto singular: “En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad; ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó total­mente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio” (PO 18).

 

Los ministros ordenados participan de modo peculiar en la consagración de Cristo Sacerdote que tuvo inicio en el seno de María (cfr. Lc 1,35; 4,18), prolongan su misma misión a la que asoció a su Madre como “la mujer” que comparte su misma vida (cfr. Jn 2,4; 19,26; Gal 4,4; Apoc 12,1) y están llamados de modo especial a hacer de la vida un “amén” sacrificial en sintonía con los amores de Cristo Sacerdote y Buen Pastor (cfr. Lc 1,38; 10,21; Jn 19,25; 2Cor 1,20).

 

El camino vocacional tiene un inicio, una perseverancia y una renovación continua que recuerda Caná, el Calvario y el cenáculo de Pentecostés, donde María ocupaba su lugar de “Madre de Jesús” y, por tanto, nuestra. “En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios” (PDV 37).

 

La historia humana se programó en el Corazón de Dios y sólo puede construirse de corazón a corazón, en sintonía vivencial con su Palabra encarnada en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo. Ella lo vivió desde lo más hondo de su corazón, puesto que, “avanzó en la peregrina­ción de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cfr. Jn, 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma” (LG 58).

 

Cristo experimentó ese amor materno y oblativo, también y especialmente en el momento cumbre de su oblación como Sacerdote y Víctima: “Dio mío… Sí, tú del vientre me sacaste, me diste confianza a los pechos de mi madre” ( Sal 21,10; cfr. Mt 27,46). Nos ha encomendado a este regazo materno y sacerdotal (cfr. Jn 19,26-27). Como en su aparición del Tepeyac, “la Madre de Jesús” y nuestra,  nos dice: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?... Tú estás en mi regazo”. Por esto, el concilio Vaticano II nos invita a “amar y venerar con amor filial a la Santísima Virgen María, que al morir Cristo Jesús en la cruz fue entregada como madre al discípulo” (OT 8; cfr. LG 58; PO 18).

 

Ante los nuevos areópagos de sociedad actual, la fe en Cristo compromete a colaborar en la construcción de una humanidad según el proyecto de Dios Amor. “Que la Virgen María,proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae yRegina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»” (Caritas in Veritate 79).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

El primer texto mariano del Nuevo Testamento, síntesis del “Kerigma” (Jesús Dios, hombre, Salvador; María Virgen, madre, asociada, cooperadora):

 

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de la mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,5-7).

 

La maternidad apostólica en relación con la maternidad de María:

 

“¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ugal 4,19; cfr. Jn 16,21-22).

 

En el contexto de la maternidad de la Iglesia:

 

“La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre” (Gal 4,26; cfr. LG 65; RMa 24,43).

 

Camino de Iglesia, camino de esperanza en Cristo resucitado:

 

“Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato de Dios nuestro Salvador y de Cristo Jesús nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

El “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) se fundamenta en el mismo Cristo resucitado: "Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo" (Col 1,27-28).

“Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Rom 8,24-25). “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5).

 

“No me avergüenzo, porque yo sé bien en quien tengo puesta mi confianza” (2Tim 1,12). “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

María, Madre especial de los sacerdotes:

 

"Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hechos semejantes a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre… Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración " (Plática 1ª).

 

"Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas" (Ser 67, 743ss).

 

Devoción y espiritualidad mariana en dimensión cristológica:

 

“Señora, nuestro oficio será pensar en vos, hablar de vos, seguiros a vos en vuestra vida y mirar cómo hacíais y así hacer nosotros... gastarnos hemos todos en vuestro servicio" (Ser 61).

 

Honrarla a ella equivale a honrar a Cristo, "porque toda la honra que a su Madre hicieren, la recibe El como hecha a sí mismo" (Sermón 70).

 

"Por Señora tienen a la Virgen, y por muy obligados a sus servicios, los que han recibido la vida por el fruto de su vientre, que es Jesucristo" (Sermón 68).

 

"Más quisiera estar sin pellejo que sin devoción de María" (Sermón 63). "Cuando yo veo una imagen con su Niño en los brazos, pienso que he visto todas las cosas" (Sermón 4).

 

“Si la amamos, imitémosla; y si por Madre la tenemos, obedezcámosla. Y lo que nos manda es que hagamos todo aquello que su Hijo bendito nos manda" (Sermón 69).

 

 

"Aquel tiene a la Virgen que tiene a su Hijo o lo quiere tener; el que está en gracia le tiene" (Sermón 66).

 

"Quererla bien y no imitarla, poco aprovecha" (Sermón 63). "Que ésta es muy buena devoción de la Virgen, seguir sus virtudes" (Sermón 61). "¿Pensáis que es ser devotos de la Virgen, cuando nombran a María, quitaros el bonete no más? Más hondas raíces ha de tener su devoción" (Sermón 63).

 

"¡Oh si supiésemos qué bienes tiene quien a la Virgen tiene!... que no sólo la Virgen es Madre de los justos, mas también abogada para alcanzar perdón al pecador" (Sermón 66).

 

 

CURA DE ARS:

 

María, don de Cristo a su Iglesia:

 

El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo  más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.

 

Su amor a María, la Inmaculada:

 

“A la Santísima Virgen yo la he amado antes de conocerla, es mi amor más antiguo”. “Es la Madre más ocupada”.

 

Invocación mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:  “Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!"

 

El Corazón materno de María:

 

"El Corazón de la Santísima Virgen María es la fuente de la que Cristo tomó la sangre con que nos redimió... En el corazón de esta Madre no hay más que amor y misericordia. Su único deseo es vernos felices. Sólo hemos de volvernos hacia ella para ser atendidos... El hijo que más lágrimas ha costado a su madre, es el más querido de su corazón... El corazón de María es tan tierno para nosotros, que los de todas las madres reunidas no son más que un pedazo de hielo al lado suyo... El corazón de la Santísima Virgen es la fuente de la que Jesús tomó la sangre con que nos rescató".

 

En la iglesia de Ars está la imagen de María, en cuyo Corazón el santo Cura colocó los nombres de todos sus feligreses.

 

 

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

Presentación

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

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Presentación

 

El Presbiterio es un signo sacramental de la presencia de Cristo en su Iglesia particular, en comunión afectiva y efectiva con toda la Iglesia y con el sucesor de Pedro que preside “la caridad universal”. Es una realidad de gracia insertada en la comunión eclesial, como conjunto de gracias para compartir y servir.

 

A la luz de Cristo resucitado presente (“yo estoy en medio”: Mt 18,20), todo es resonancia de los latidos de su Corazón sacerdotal de Buen Pastor: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir  y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16).

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

 

La Iglesia, “sacramento universal de salvación” (LG 48, AG 1), se concreta en cada Iglesia particular presidida por un sucesor de los Apóstoles junto con su Presbiterio, en comunión con la Colegialidad Episcopal y con el sucesor de Pedro.  El Presbiterio está al servicio de todo el Pueblo de Dios en esa Iglesia, vitalizando y armonizando vocaciones, ministerios y carismas.

 

La puesta en práctica de la Iglesia “comunión”, también y especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular, es hoy una urgencia especial de la caridad que viene de Dios. “Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2Cor 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas” (Caritas in Veritate, 20). La construcción de la sociedad como comunión necesita ver el signo de esta comunión como reflejo de la comunión trinitaria (cfr. Jn 17,21-23).

 

Los ministros ordenados (obispo, presbíteros, diáconos) son un signo eclesial de comunión, una realidad sacramental, al servicio de la historia de gracia y de la herencia apostólica que está en la Iglesia particular. Su servicio consiste en construir la unidad entre personas vocacionadas, ministerios y carismas particulares.

 

El concilio da una definición sinténtica de la Iglesia particular o local que ordinariamente llamamos “diócesis”: "La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del Presbite­rio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espí­ritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica" (ChD 11; ver el mismo texto en can. 369).

 

La Iglesia es una sola, pero se concretiza en las diversas Iglesias particulares: "La Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (Evangelii Nuntiandi 62), ya que "en la cuales y desde las cuales existe la Iglesia católica una y única" (can. 368). "En las Iglesias particulares y a partir de ellas se constituye la Iglesia Católica una y única" (LG 23).

 

Esta Iglesia es presidida por un sucesor de los Apóstoles que es cabeza del Presbiterio, en comunión con el sucesor de Pedro y con la Colegialidad Episcopal. Allí se concentra una historia de gracia (casi siempre multisecular) y una herencia apostólica (intercomunicable entre las diversas Iglesias particulares). Este conjunto de “Iglesias” armónicamente unidas en una sola Iglesia, se puede constatar en los escritos del Nuevo Testamento, a modo de familias eclesiales donde se celebra en oración la Eucaristía, se predica la palabra y se construye la comunidad en la caridad, tomando como referencia la comunidad inicial de Jerusalén (cfr. Hech 2,42ss; 4,32ss).

 

La Iglesia "está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testa­mento (cfr. Hech 8,1; 14,22-23; 20,17)... En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad" (LG 26).

 

Los términos actuales que definen o describen a la Iglesia particular (“concretización”, “presencialización”, o "encarnación" e “imagen” de la Iglesia universal), indican el aquí y ahora de un lugar y un espacio, así como los valores culturales, donde se comunican y aplican los carismas del Espíritu. Siempre es la "Iglesia de Dios", de que habla San Pablo (1Tes 2,14). Todo Iglesia particular o local se fundamenta sobre la "piedra", que es Cristo, y sobre los Apóstoles (cfr. Ef 2,20). En esta Iglesia-familia todos somos "familiares de Dios" (Ef 2,19). Es la Iglesia amada por Cristo hasta dar la vida por ella (cfr. Ef 5,25).

 

La misión “a todas las gentes” es connatural a la Iglesia universal y a toda Iglesia particular: "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48). Con esto se llega a una consecuencia lógica: “Como la Iglesia particular debe representar lo mejor que pueda a la Iglesia universal, conozca muy bien que ha sido enviada también a aquellos que no creen en Cristo y que viven en el mismo territorio, para servirles de orientación hacia Cristo con el testimonio de la vida de cada uno de los fieles y de toda la comunidad” (AG 20).

 

Toda institución eclesial, pero especialmente la Iglesia particular con sus realidades de gracia,  está llamada a ser “escuela de comunión”: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (Novo Millennio Ineunte 43). La “comunión” es el "principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano... donde se construyen las familias y las comunidades" (ibídem).

 

La Iglesia particular no es principalmente un hecho sociológico, sino propiamente una historia de gracia y una herencia recibida de los Apóstoles, que verdaderamente se inserta en circunstancias culturales e históricas. Esta realidad de “encarnación” supone una comunión de caridad con las demás Iglesias particulares. La Iglesia en su realidad más profunda y universal, es la “caridad” universal que preside el obispo de Roma, como sucesor de Pedro, custodio de una herencia apostólica recibida de Pedro y Pablo, servidor de la “comunión” eclesial.

 

El concilio Vaticano II resume esta realidad de gracia recogiendo los aspectos más importantes: “El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa, repre­sentan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad... en cuanto miembros del Colegio Episcopal y como legíti­mos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solici­tud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen... Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de todas las Iglesias” (LG 23; cfr. ChD 2).

 

Dentro de la Iglesia particular y universal se encuadran armónicamente todas las comunidades cristianas que quieran vivir con autenticidad : "Cada comunidad debe vivir unida a la Iglesia particular y universal... comprometida en la irradiación misionera" (Redemptoris Missio 51). “En la Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria” (Sacramentum Caritatis, nota 39 del n.15).

 

Los sacerdotes ministros son servidores de esta comunión eclesial local y universal. Los privilegios humanos no tienen razón de ser, y no dejarían transparentar la realidad de “Jesús en medio” (Mt 18,20).

 

 

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

 

La fraternidad del Presbiterio es una realidad y un servicio eficaz de comunión eclesial. Desde el concilio Vaticano II se han ido recuperado paulatinamente los contenidos salvíficos del Presbiterio, ya delineados y vividos en los primeros tiempos de la Iglesia.

 

Es una "fraternidad sacramental" (PO 8), o "íntima fraternidad" exigida por el sacramento el Orden (LG 28), signo eficaz de santificación y evangelización. Por esto, el Presbiterio es "mysterium" y "realidad sobrenatural" (PDV 74), que matiza la espiritualidad de sus componentes, en el sentido de pertenecer a una "familia sacerdotal" (ChD 28; PDV 74). Consecuentemente, la fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27).

 

Estas realidades de gracia, juntamente con el hecho de pertenecer a la Iglesia particular, es parte integrante de la espiritualidad del sacerdote ministro y comporta la corresponsabilidad y ayuda mutua en la vida espiritual, pastoral, intelectual, económica y personal (cfr. LG 28; PO 8).

 

Cuando se vive esta fraternidad, pedida por el Señor en su oración sacerdotal (cfr. Jn 17,9ss), el Presbiterio es un signo eficaz de santificación y de evangelización para toda la Iglesia y para toda la humanidad: “Que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21.23). Entonces el Presbiterio es “un hecho evangelizador” (Puebla 663).

 

La comunión del Presbiterio fundamenta la interrelación sacerdotal: “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraterni­dad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de trabajo y de caridad” (LG 28).

 

La expresión conciliar “fraternidad sacramental” (PO 8) es inédita en la historia de la Iglesia. Pero la realidad es la misma de la oración sacerdotal de Jesús (cfr. Jn 17,21-23). En el contexto de la doctrina conciliar, hace patente y concreta la realidad de la misma Iglesia como “sacramento” (signo transparente y portador de Cristo): “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Así, pues, la definición descriptiva del Presbiterio se encuadra en el contexto de una Iglesia que es “sacramento”, es decir, misterio de comunión para la misión.

 

Esta “comunión” fraterna del Presbiterio es dialogal, responsable, solidaria, de convivencia compartida en todos sus niveles. El decreto Presbyterorum Ordinis indica esta interrelación entre todos los presbíteros, teniendo en cuenta su diversidad de función, edad y situación circunstancial (dificultades, enfermedad, soledad), sin olvidar su eventual inserción en grupos geográficos, funcionales o asociativos (cfr. PO 8). La espiritualidad específica del sacerdote diocesano (“diocesano” por incardinación o por servicio permanente) queda determinada por las realidades de gracia del Presbiterio.

 

Para construir la “verdadera familia” sacerdotal del Presbiterio en “comunión” (PDV 74), es necesario vivir la relación íntima con Cristo y el estilo apostólico del seguimiento evangélico. A Cristo, cuando es profundamente amado, se le descubre presente en medio de los hermanos (cfr. Mt 18,20; 28,20; Jn 17,21-23). La vivencia de esta presencia “sacramental” (es decir, bajo “signos” eficaces de Iglesia), hace posible la realidad eclesial de “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32), también y especialmente en el Presbiterio. Entonces el signo “sacramental” de la fraternidad en el Presbiterio, se convierte en medio privilegiado y necesario para la propia santificación y misión.

 

La fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27). Con la aportación de obispo y presbíteros, hay que "hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estruturar la formación permanente... como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas" PDV 79), para "sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes" (PDV 3).

 

La “renovación interior” que se pide para celebrar un año sacerdotal recordando al Santo Cura de Ars, reclama “el redescurimiento gozoso de la propia identidad, de la fraternidad del propio Presbiterio con el propio Obispo” (Carta del Prefecto de la Congregación del Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los Obispos, 3 abril 2009).

 

Comentando Pastores dabo vobis, afirma Benedicto XVI: “Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo (cfr. PDV 17). Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva (cfr. PDV 74). Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio” (Bededicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

En el Presbiterio de las Iglesias particulares se realiza un servicio sacerdotal como signo comunitario del Buen Pastor.La “Vida Apostólica” de los ministros ordenados tiene lugar especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular. Todos los elementos de esta realidad de gracia tienden a construir la fraternidad, es decir, el seguimiento evangélico y la misión en comunión fraterna, en relación de dependencia espiritual y pastoral respecto al propio obispos: “En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al obispo con quien están confiada y animosamente unidos” (LG 28; Cfr. SC 42; LG 28; PO 7).

 

El canon 245 actual (CIC de 1983) urge a los futuros sacerdotes (durante su período de formación en el Seminario) a prepararse para vivir la vida fraterna en el Presbiterio: "Los alumnos... mediante la vida en común en el Seminario, y los vínculos de amistad y compenetración con los demás, deben prepararse para una unión fraterna con el Presbiterio diocesano, del cual serán miembros para el servicio de la Iglesia" (can.245).

 

Estas realidades de gracia (Iglesia particular, Presbiterio) deben matizarse inspirándose en figuras sacerdotales de la historia antigua o reciente, especialmente en sacerdotes ya canonizados y en figuras sacerdotales que cada Iglesia particular debería conocer como una ”memoria histórica” de gracia. También hay que recordar y apreciar los carismas peculiares que el Espíritu Santo concede continuamente a su Iglesia. El Presbiterio diocesano se vive ayudándose de realidades complementarias de gracia, como puede ser una amistad, la dirección espiritual, una asociación y también la pertenencia a una institución de vida consagrada para el sacerdote ministro.

 

 

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

 

La Iglesia, local y universal, es misionera por su misma naturaleza. Las realidades de gracia que constituyen el Presbiterio, tienen el objetivo de construir la Iglesia local o particular en su dimensión misionera, “ad intra” y “ad extra”, más allá de las fronteras de la fe.

 

Cualquier institución de Iglesia tiene esta derivación de comunión misionera: “Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

Los Institutos e instituciones misioneras son un cauce privilegiado para suscitar, discernir, formar y sostener o potenciar  la misión y las vocaciones misioneras especialmente de dedicación “ad vitam” y “ad gentes”. La Iglesia particular con su Presbiterio ayuda a conseguir este objetivo, mientras ella misma procura llegar a ser verdaderamente “diócesis misionera”.

 

De esta realidad misionera son especiales servidores quienes, por “el don espiritual  que recibieron en la ordenación”, están llamados  “para una misión amplísima y universal de salva­ción «hasta los extremos de la tierra» (Hech 1,8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. Porque el sacerdo­cio de Cristo... se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos” (PO 10). Su servicio ministerial es de quienes están “preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procu­ran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia” (LG 28).

 

En los escritos paulinos, todo ser humano, sin excepción, es el hermano “por quien Cristo ha muerto” (Rom 14,15).  “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15). Toda la creación está  “gimiendo con dolores de parto” (Rom 8,22) y toda la humanidad está suspirando por “ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21).

 

En la “plantación” (enraizamiento o maduración) de la Iglesia (1Cor 3,7), para llegar a ser “edificio de Dios”, el Apóstol es sólo “colaborador de Dios” (1Cor 3,9). La obra apostólica se realiza entre todos los colaboradores, cada uno según la gracia recibida. Lo importante es crear comunidades eclesiales, en las que se predique la Palabra, se celebren los sacramentos (especialmente el bautismo y la Eucaristía), se ore bajo la acción del Espíritu Santo y se edifique en la caridad, que “nunca falla” (1Cor 13,8). Son comunidades que viven según el Espíritu Santo (cfr. 1Cor 3,16), en una dinámica trinitaria que refleja el proyecto de Dios sobre toda la humanidad: el Padre nos ha elegido en Cristo, para ser hijos en el Hijo, con la garantía del Espíritu (cfr. Ef 1-2; cfr. GS 22).

 

La doctrina paulina sobre la Iglesia esencialmente misionera, en cada una de sus comunidades locales, puede servir de clave para reinterpretar algunas afirmaciones fundamentales del concilio Vaticano II, que, al ser releídas hoy, abren nuevos horizontes a la Iglesia misionera: la Iglesia como “sacramento universal de salvación” (LG 48; AG 1), “es misionera por su naturaleza” (AG 2), como compendio del designio salvífico que tiene su origen en el "amor fontal" o “caridad de Dios Padre” (AG 2).

 

En la misma doctrina paulina se puede intuir que “el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia” (Tertio Millennio Adveniente 6). La esperanza misionera no se funda en constataciones sociológicas o en estadísticas (por válidas y necesarias que sean), sino en una realidad de fe, que ayuda a descubrir que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

 

Precisamente para hacer resaltar la perspectiva misionera, Pablo VI en Evangelii Nuntiandi recordaba que "la Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (EN 62). La presencialización de la Iglesia universal en la Iglesia particular ayuda a tomar conciencia de ser la concretización de la única Iglesia esparcida en todo el mundo y, por tanto, toda Iglesia particular queda invitada y urgida a asumir su propia  misionariedad universal. "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48).

 

La afirmación “diócesis misionera” es, pues, una consecuencia lógica de la realidad eclesial en su razón de ser, puesto que ella “existe para evangelizar” (EN 14), como continuadora de la misma misión de Cristo. Así, pues, “suscitando, promoviendo y dirigiendo el Obispo la obra misional en su diócesis, con la que forma una sola cosa, hace presente y como visible el espíritu y el celo misional del Pueblo de Dios, de suerte que toda la diócesis se hace misionera" (AG 38; cfr. AG 38.39; EN 62-64; RMi 48-49, 61-64, 67-68; CEC 832-835, 1560; CIC 368-374).

 

La naturaleza misionera de toda Iglesia particular no exime de esta derivación necesaria a las Iglesias que son “pobres” o relativamente “jóvenes”. Ya desde el inicio de la fundación eclesial (como aparece en las Iglesias fundadas por Pablo), la comunidad está llamada a vivir su responsabilidad misionera universal. Ello será señal de autenticidad y de madurez en cuanto al proceso de “implantación” de la Iglesia: “Para que este celo misional florezca entre los nativos del lugar es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. Porque la comunión con la Iglesia universal se completará de alguna forma cuando también ellas participen activamente del esfuerzo misional para con otros pueblos” (AG 20).

 

La responsabilidad misionera “ad gentes” (“universal”) emana de la misma naturaleza de la Iglesia, desde sus inicios: “Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve” (AG 6).

 

Las Iglesias más jóvenes o con menos recursos están, pues, ya desde el inicio, insertadas en esta dinámica misionera, como afirma la encíclica Redemptoris Missio, de suerte que con su actitud generosa podrán servir de estímulo para las Iglesias de antigua cristiandad: "Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad... Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas" (91). Así es la lógica evangélica de “dar desde la propia pobreza” (Lc 21,4; cfr. Puebla 368 , citado por Redemptoris Missio64).

 

La Iglesia particular con su Presbiterio, por razón de su sacramentalidad, su catolicidad y su apostolicidad, se abre a la universalidad de la misión, de dar y de recibir los dones que se han recibido gratuitamente y que son de todos. "Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes" (Redemptoris Missio 62). Hoy, en un mundo “globalizado”, esta realidad tiene su importancia, puesto que "solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre que es de hecho universal, puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero" (Evangelii Nuntiandi 63).

 

Si la comunidad eclesial está llamada a vivir la "comunión", en la que encuentra "el fundamento de la misión" (Redemptoris Missio 75), el Presbiterio, cuya naturaleza sacramental es para el servicio de la Iglesia particular, asume la responsabilidad misionera inherente a la mima Iglesia. La “incardinación” en este caso significa que se asume esponsalmente esta responsabilidad, puesto que “comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero” (PDV 31).

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO

 

En la naturaleza misionera de la Iglesia:

 

En las cartas paulinas es patente su cuidado “por todas las Iglesias” (2Cor 11,28), que el Apóstol intenta contagiar a todos, como miembros de “un solo cuerpo” (Rom 12,5), por el hecho de comer de “un solo pan” (1Cor 10,17). Invita a todos a abrirse más allá de las fronteras, “donde el nombre de Cristo no era aún conocido” (Rom 15,20).

 

Las motivaciones misioneras de Pablo no eran principalmente sociológicas, sino a partir del amor de Cristo: “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Llamado para la misión “ad gentes”:

 

Pablo fue el “instrumento escogido” para la evangelización “a las gentes” (Hech 9,15).

 

Le urgía el amor: "encadenado en el Espíritu" (Hech 20,22); "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14); "urge que él reine" (1Cor 15,25), porque “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15).

 

“Los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio” (Ef 3,6).

 

Su objetivo misionero era el de presentar a todos los seres humanos “perfectos en Cristo” (Col  1,28), para que cada uno fuera vivificado o “formado en Cristo” (Gal 4,19),  como “nueva criatura” (2Cor 5,17), para  “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10), de suerte que todos los pueblos llegaran a ser un “oblación” agradable a Dios (Rom 15,16).

 

"Desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo" (Rom 15,19).

 

"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Cor 9,16). Su razón de ser: “Evangelizar más allá de vosotros” (2Cor 10,16).

 

“Me debo a los griegos y a los bárbaros; a los sabios y a los ignorantes” (Rom 1,14). Quería "ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús" (Rom 15,15-16).

 

"Por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo" (2Cor 2,14-15).

 

Las Iglesias fundadas por Pablo, con su Presbiterio:

 

Pablo se preocupaba "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28), porque su vocación era la de “anunciar a las gentes la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios” (Ef 3,8-9).

 

“Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tim 1,6).

 

“No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del Presbiterio” (1Tim 4,14).

 

Invita a Timoteo, obispo en Éfeso, a compartir las dificultades de la misión: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos...  por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor;  pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,8-9).

 

A loa “presbíteros” (colegio de “ancianos” o “responsables”) de Éfeso les insta al cuidado pastoral: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para  pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo” (Hech 20,28).

 

 

JUAN DE ÁVILA

 

La Iglesia misionera en dimensión universal:

 

"¡Quién pudiese tener mil millones de lenguas para pregonar por todas partes quién es Jesucristo!" (Carta 207). Él es "el Deseado de todas las gentes" (Carta 42).

 

"No paró la salud del Padre, que es Cristo, en el pueblo de los judíos, mas salió, cuando fue predicado por los apóstoles en el mundo, y ahora lo es, acrecentándose cada día la predicación del nombre de Cristo a tierras más lejos para que así sea luz, no sólo de los judíos que creyeron en Él, a los cuales predicó en propia persona, mas también a los gentiles" (Audi Filia, cap.111).

 

El ejemplo de San Juan de Ávila: "Vivían sus discípulos apostólicamente... sacerdotes ejemplares, que, coadjutores de los obispos, acudiesen a cultivar las almas, enseñar a los niños la doctrina, criar santamente la juventud, ayudar a los fieles en el camino de la salvación, gobernar los más perfectos en la vida espiritual; finalmente, que predicasen por el mundo, dilatasen la verdad evangélica, manifestasen los tesoros que tenemos en Cristo crucificado" (L. Muñoz, Vida, lib. 2º, cap.1).

 

En la fraternidad del Presbiterio y con el propio obispo, según el modelo de la vida apostólica:

 

"Y, si cabeza y miembros nos juntamos a una en Dios, seremos tan poderosos, que venceremos al demonio en nosotros y libraremos al pueblo de sus pecados, porque... hizo Dios tan poderoso al estado eclesiástico, que, si es el que debe, influye en el pueblo toda virtud, como el cielo influye en la tierra" (Plática 1ª).

 

"Adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde principio con tal educación, que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido" (Memorial para Trento II, n.43).

 

Obispos y presbíteros son  "retrato de la escuela y colegio apostólico, y no de señores mundanos" (Advertencias para el Sínodo de Toledo I, n.4).

 

Los sacerdotes han de ser "sabios y santos, los más sabios y santos del pueblo... A los prelados manda San Pedro que hagan estas cosas con la clerecía, y a la clerecía manda que sea humilde y obediente a su prelado" (Plática 1ª; cfr. 1Pe 5,1-4).

 

"Y pues prelados con clérigos son como padres con hijos y no señores con esclavos, prevéase el Papa y los demás en criar a los clérigos como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir; y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros" (Memorial para Trento I, n.6).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

 

CURA DE ARS:

 

Su concepto sobre el sacerdocio ministerial:

Repetía con frecuencia: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

 

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

 

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

Su preocupación por la santidad de sus hermanos sacerdotes:

 

 (Decía a su Obispo:) "Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos".

 

“La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.

"Lo que nos impide a los sacerdotes ser santos es la falta de reflexión; no se entra en sí; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión la oración, la unión con Dios”.

 

 “La mayor desgracia para nosotros los párrocos es que el alma se endurezca”.

 

Entre su libros (todavía se conservan unos cuatrocientos) están las obras de San Juan de Ávila. Ver el tema de la misión en el capítulo 6. Otras afirmaciones sobre el sacerdote, en el capítulo 2, sobre la vocación.

 

 

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA SOBRE EL SANTO CURA DE ARS

 

Documentos magisteriales:

 

JUAN XXIII, Sacerdotii nostri primordia (encíclica con ocasión del primer centenario de su muerte).

 

JUAN PABLO II, Carta del Jueves santo (1986, segundo centenario de su nacimiento).

 

Idem, Homilía en la celebración eucarística (Ars, 6 octubre 1986).

 

BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars (16 junio 2009).

 

Idem, Homilía en la inauguración del año sacerdotal  (19 junio 2009).

 

Idem, Catequesis durante la Audiencia General, 2009: 24 junio, 1 julio, 5 agosto, etc.

 

 

Bibliografías y estudios:

 

F. DE FABREGUES, El Santo Cura de Ars (Edit. Patmos 1998).

 

R. FOURREY, El auténtico Cura de Ars (Madrid, Edit. Zyx; Barcelona, Hormiga de Oro); Jean Marie Vianney, Curé d'Ars. Vie authentique (Paris, Mappus, 1981).

 

J. IRIBARREN, San Juan María Vianney, el Cura de Ars (Madrid, BAC, 1986).

 

B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994).

 

F. TROCHU, El Cura de Ars (Madrid, Palabra, 2005).

 

 

RENOVACION EVANGELICA DE LA IGLESIA, CAMINO DE COMUNION Y MISION

 

                                                        Juan Esquerda-Bifet

 

Presentación: El discernimiento de una llamada eclesial

 

1. Significado y actualidad de la renovación evangélica eclesial

 

2. El camino de la comunión

 

3. El camino de la misión

 

Conclusión: Hacia la renovación evangélica por una eclesiología de comunión misionera

 

                                   * * *

 

Presentación: El discernimiento de una llamada eclesial

 

      En los documentos conciliares y postconciliares del Vaticano II aflora con frecuencia una llamada apremiante para la renovación evangélica de la Iglesia, en vistas a profundizar en su realidad de comunión y a desarrollar su dinamismo misionero. La carta apostólica Tertio Millennio Adveniente (10 noviembre 1994) es toda ella una invitación especial, en vistas al tercer milenio, para recordar y discernir el alcance de esa llamada.[1]

 

      A partir del Sínodo Episcopal extraordinario de 1985, tanto en los documentos magisteriales como en algunos estudios eclesiológicos, aparece frecuentemente la trilogía eclesial: misterio, comunión, misión. La Iglesia es signo portador de Cristo ("misterio") en la medida en que sea comunión y misión. Es esta misma trilogía la que se convierte en una llamada a la renovación evangélica de la misma Iglesia.[2]

 

      Una lectura atenta de esos documentos eclesiales conciliares y postconciliares, teniendo en cuenta su llamada a la renovación, pone en evidencia que se ha profundizado en la eclesiología de comunión misionera, la cual será auténtica en la medida en que favorezca la renovación evangélica de la misma Iglesia como "misterio" (transparencia e instrumento) de Cristo presente en ella.

 

      Las llamadas de la Iglesia a esa renovación tienen el tono de suscitar una gran generosidad para con los nuevos impulsos de la gracia. En los mismos textos conciliares se habla con cierta frecuencia de los objetivos del Concilio, indicando la necesidad de renovación personal y comunitaria para conseguir los objetivos trazados: "Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana" (SC 1). De este modo, al "anunciar el Evangelio con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia", podrá "presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal" (LG 1).

 

      A veces, esta llamada se concreta en un campo específico, como en el de la vida sacerdotal (con valor analógico para todas las demás vocaciones), afirmando que "los fines pastorales de renovación interna de la Iglesia y de difusión del Evangelio por el mundo entero", dependerán, en gran parte, del hecho de "esforzarse por alcanzar una santidad cada vez mayor" (PO 12).[3]

 

      La misma disponibilidad misionera de toda la Iglesia, en vistas a la evangelización de todos los pueblos, está condicionada a esa renovación interior. La doctrina misionera conciliar se convierte en una llamada urgente a la renovación: "El Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su cometido en la obra misional entre los gentiles" (AG 35).

 

      Al presentar la situación actual de la sociedad, el Concilio no deja de apuntar que tal situación "exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe" (GS 7). La responsabilidad de todo creyente se debe concretar en un examen sobre si "los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión" (GS 19).

 

      La referencia que los documentos hacen al concilio Vaticano II no tiene sólo sentido de llamada a un examen de conciencia, sino especialmente de una llamada a la esperanza: "El Concilio es como la puerta santa de la nueva primavera de la Iglesia" (TMA 18). Para que se dé esta nueva primavera, es imprescindible construir la "comunión misionera" en toda comunidad eclesial (VC 47).

 

      Por esto "el Concilio Vaticano II... tuvo como objetivo principal el de despertar la autoconciencia de la Iglesia y, mediante su renovación interior, darle un nuevo impulso misionero en el anuncio del eterno mensaje de salvación" (Slavorum Apostoli 16).

 

      La llamada a la renovación evangélica ha quedado estrechamente unida a la colaboración para una "nueva evangelización". Efectivamente, "la nueva evangelización exige la conversión pastoral de la Iglesia. Tal conversión debe ser coherente con el Concilio. Lo toca todo y a todos: en la conciencia y en la praxis personal y comunitaria, en las relaciones de igualdad y de autoridad; con estructuras y dinamismos que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia, en cuanto signo eficaz, sacramento de salvación universal" (Santo Domingo 30).[4]

 

      El camino del "Jubileo" del año 2.000 es también una llamada a emprender un itinerario de renovación evangélica. "Todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos" (TMA 42), a partir de "un fuerte deseo de conversión y de renovación personal" (ibídem). Por esto, "la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia" (TMA 20).[5]

 

      Siendo, pues, el Jubileo "un camino de auténtica conversión", la Iglesia tendrá que realizar "el anuncio de la conversión como exigencia imprescindible del amor cristiano en la sociedad actual" (TMA 50). El camino que se ha seguido después de Concilio ha sido "una significativa ayuda a la preparación de la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu" (TMA 18).[6]

 

      Las llamadas del Magisterio conciliar y postconciliar tienden, pues,  a recuperar el entusiasmo de los tiempos apostólicos. Por esto, la encíclica misionera de Juan Pablo II dice en su conclusión: "Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos... responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo" (RMi 92).[7]

 

 

1. Significado y actualidad de la renovación evangélica eclesial

 

      Hablar de "renovación" de la Iglesia no es tratar de un tema insólito, sino de una constante histórica, tanto a nivel de documentos magisteriales, como de estudios y actuaciones durante todo el decurso de la historia eclesial. Lo importante es acertar en los objetivos y en el tono con que se propone. La renovación es auténtica cuando corresponde a una época y situación concreta, como fidelidad a las nuevas gracias y luces del Espíritu.[8]

 

      La Iglesia de todos los siglos está habituada a esa llamada a la santidad y, consecuentemente, a "avanzar continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8). En la segunda plegaria eucarística se pide por esta santificación eclesial ("llévala a su perfección por la caridad"), como una respuesta al amor de Cristo que "amó a la Iglesia hasta entregarse en sacrificio por ella", y así la hizo "santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).

 

      Esta llamada permanente a la santidad tiende a la "perfección de la caridad", que es la meta de toda vocación cristiana (cfr. LG 39-42). Por esto. "la Iglesia no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes" (TMA 33).

 

      No sólo se trata de la santidad de la misma Iglesia, sino también de su realidad de transmisora de santidad: "Dado que la Iglesia es un misterio en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad".[9]

 

      La renovación de la Iglesia tiene siempre sentido de vivir con mayor fidelidad el evangelio: "Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación... La Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma, de la que ella, en cuanto institución terrena y humana, necesita permanentemente" (UR 6).

 

      La Iglesia se reforma desde dentro, amándola y renovándose personalmente para poder mejorar las estructuras. La renovación es una actitud esperanzadora que incluye la alegría de ser Iglesia y la "gratitud por el don de la Iglesia" (TMA 32). Un alejamiento afectivo de la Iglesia no será garantía de renovación. Algunas declaraciones de autosuficiencia, en las que se manifiesta un alejamiento afectivo y en las que se acusa a los demás sin reconocer las propias deficiencias, son un gran obstáculo para la verdadera renovación.

 

      El cristianismo "es un existir en vida nueva para alabanza de la gloria de Dios" (TMA 6; cita Ef 1,12). Todo lo que en él no refleje esa "gloria", por medio de las actitudes evangélicas de las bienaventuranzas, se convierte en obstáculo tanto para vivir la comunión como para el anuncio evangélico.[10]

 

      La Iglesia se renueva cuando aparece más claramente como "sacramento", es decir, "signo" transparente de Cristo (cfr. LG 1). Esa transparencia es siempre de "comunión" o fraternidad, según el mandato del amor y como reflejo de la comunión trinitaria (cfr. LG 1 y 4). Esa realidad "sacramental" (de transparencia, instrumentalidad y comunión) es un camino de fidelidad a la Palabra (DV), vivencia del misterio pascual (SC), práctica de la caridad y solidaridad (GS).[11]

 

      El testimonio forma parte de la visibilidad de la Iglesia, por ser Iglesia de los "signos". Esta realidad no es estática, aunque sí ontológica, pero que supone un dinamismo de continua revisión y renovación: "Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribu­la­ciones... persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso" (LG 9)

 

      El tema de la renovación evangélica ha tenido siempre un riesgo de extremismos, como ha sucedido en diversos períodos históricos (albigenses, movimiento pauperístico, cristianos de la "reforma", etc.). Pero sería también una visión reduccionista el pensar que, por el hecho de vivir en una honestidad eclesial, ya basta para el testimonio evangélico actual. Se necesita la sabiduría de la cruz y la mirada evangélica.[12]

 

      Existe un proceso histórico continuo de decantación, que es de purificación a la luz del evangelio. El "misterio de la iniquidad" (2Tes 2,17) está, de algún modo, en todo corazón y en toda institución humana, también en las instituciones de la Iglesia peregrina. Es verdad que el "misterio de la piedad" (1Tes 3,16) es capaz de ir neutralizando todo resultado defectuoso o pecaminoso. Pero, mientras tanto, todo defecto, por comprensible que sea, produce una reacción de sentido contrario y de parecida intensidad, que obliga a una corrección dolorosa, a veces incluso por la permisión providencial de persecuciones y de fracasos.

 

      En este proceso de purificación y de renovación habrá que contar con el factor "tiempo", en su significado salvífico y teológico. Se trata del caminar de Iglesia, que es siempre "escatológico", hacia la venida definitiva del Señor (su "parusía"). Pero gracias a la Encarnación del Verbo, el tiempo de la Iglesia tiene significado salvífico, a modo de biografía o "complemento" (Ef 1,23) de Jesús: "En Jesucristo, Verbo Encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios... Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento" (TMA 10).[13]

 

      Un punto básico de la renovación eclesial es la actitud "relacional" respecto al Verbo Encarnado. Se trata de relación, imitación, transformación, así como de sintonía de criterios, valores, actitudes. Los documentos magisteriales acentúan esta perspectiva, sin la cual perdería su fuerza la adhesión de la fe y el compromiso de honestidad moral o vocacional. Por esto, "la fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88).[14]

 

      Los documentos que se refieren a las diversas vocaciones o estados de vida (laical, sacerdotal y de vida consagrada) indican también esa pista relacional e incluso contemplativa, en vistas a una renovación del propio camino vocacional. En la práctica, la "clave" de toda renovación es la relación personal con Cristo (PDV 12), a modo de "amor apasionado" por él (VC 109), así como de sintonía con sus "sentimientos" (Fil 2,5; cfr. VC 65-66, 109; PDV 49; CFL 64). Sólo a partir de ahí se ama a la Iglesia como él la ha amado.[15]

 

      La naturaleza "evangélica" de la Iglesia refuerza su realidad de ser signo visible, también según las estructuras sacramentales y jerárquicas queridas por el Señor. La renovación interna llevará a la renovación de los signos externos, en vistas a la libertad evangélica de la Iglesia respecto a todo poder humano temporal. Para ello, la Iglesia actualiza, viviéndolos, los misterios de Cristo, para ser con autenticidad Iglesia "misterio" o "sacramento", signo transparente y portador de Cristo.[16]

 

      Uno de los puntos clave de la renovación eclesial será siempre la actitud de pobreza evangélica, a pesar del riesgo de extremismos. La Iglesia ha de ser siempre Iglesia pobre y de los pobres. "Ha llegado el momento de hacerse realmente hermanos de los pobres en la común conversión hacia el desarrollo integral, abierto al Absoluto" (RMi 59). Es necesario constatar en la práctica (no sólo en las afirmaciones orales o escritas) una "opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados", para poder "hacerse voz de todos los pobres del mundo" (TMA 51). "La Iglesia tiene una conciencia viva de ser pobre en medio de los pobres, como lo fue su fundador Jesucristo: pobre entre todos los pobres del mundo... para pasar, como Cristo, en medio de ellos «haciendo el bien» (Act 10,38)".[17]

 

      La pauta de esta renovación eclesial se encuentra en las bienaventuranzas. "La Iglesia quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y sobre todo  la verdad contenida en esta primera: «Bienaventurados los pobres de espíritu»... Fiel al espíritu de las bienaventuranzas, la Iglesia está llamada a compartir con los pobres y los oprimidos de todo tipo. Por esto exhorto a todos los discípulos de Cristo y a las comunidades cristianas, desde las familias a las diócesis, desde las parroquias a los Institutos religiosos, a hacer un sincera revisión de la propia vida en el sentido de solidaridad con los pobres" (RMi 60). Efectivamente, "el lenguaje del Evangelio, el lenguaje de las bienaventuranzas" (TMA 20).

 

      La verdadera renovación es eminentemente evangélica, puesto que debe inspirarse en las bienaventuranzas, es decir, en la caridad cristiana, en el mandato del amor, en una vida santa y en medios de santificación. Así lo resumía Juan Pablo II en la exhortación apostólica Christifideles laici: "El concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad... Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica" (CFL 16).

 

      Si la llamada a la renovación eclesial se encuentra en todos los períodos históricos, en el concilio Vaticano II la invitación se repite con términos muy expresivos, dentro de una eclesiología de Iglesia "sacramento". Para que "la claridad de Cristo resplandezca sobre la faz de la Iglesia" (LG 1), es necesario que la misma Iglesia se renueve continuamente: "La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).

 

      No siempre las personas y las instituciones eclesiales han sido transparentes de evangelio durante los dos primeros milenios del cristianismo. "Hijos suyos han desfigurado su rostro" (TMA 35). Aunque la acción y el resultado global han sido positivos, debido principalmente a santos y mártires, non han faltado momentos oscuros en los que la acción evangelizadora se ha querido realizar "con métodos de intolerancia e incluso de violencia" (TMA 35). La misma indiferencia religiosa de algunos sectores de la sociedad actual, puede haberse originado "por no haber manifestado el genuino rostro de Dios" (TMA 36; cfr. GS 19). Las directrices del concilio Vaticano II y del magisterio postconciliar, urgiendo a una fidelidad mayor a la nueva acción del Espíritu, no siempre han encontrado acogida filial y generosa.[18]

 

      Esta renovación evangélica significa, pues, un compromiso por recorrer el itinerario de santidad propuesto por el Evangelio: "Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana, a la perfección de la caridad" (LG 40).[19]

 

      Se trata siempre de renovación bajo la acción del Espíritu Santo, quien, "con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (LG 4). Para ello, habrá que proceder con discernimiento y fidelidad. En el camino eclesial hacia el tercer milenio, será necesaria una "particular sensibilidad a lo que el Espíritu Santo dice a la Iglesia", de suerte que verdaderamente todas las vocaciones, ministerios, instituciones y "carismas estén al servicio de toda la comunidad" (TMA 23).[20]

 

 

2. El camino de la comunión

 

      Para una recta aplicación de la renovación evangélica, con todas sus consecuencias, es necesario recorrer el camino de la comunión eclesial. En el cristianismo, toda actitud evangélica radical que careciera de esta dimensión eclesiológica de comunión, estaría abocada a extralimitarse y a salir de las coordenadas evangélicas de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Cristo está "en medio" de los suyos, en el medida en que vivan la fraternidad (Mt 18,20).

 

      De hecho, cuando el concilio Vaticano II sienta el principio básico de la renovación (Iglesia "sacramento"), no sólo indica que "la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia", sino que, al mismo tiempo, señala la línea de comunión, puesto que, por ser "sacramento", la Iglesia se convierte en "señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1).[21]

 

A) El misterio teologal y vital de la comunión:

 

      La Iglesia como "comunión" indica un misterio teologal y vital, por reflejar la comunión trinitaria. Su fuente, como "caridad fontal", es el Padre (AG 2). La dinámica interna es "circular": del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, comunicado a los creyentes para establecer la inhabitación trinitaria (cfr. Jn 14, 23-26); en la nueva vida del Espíritu, por Cristo, al Padre (cfr. Ef 2,18).

 

      La comunión eclesial es alimentada por Cristo "pan de vida" (Jn 16,35), es decir, por la Palabra (recibida con fe) y por los sacramentos, especialmente por la Eucaristía. Es comunión vital, de Alianza y amistad, "hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, casa en la que habite Dios" (Ef 2,22).

 

      Es comunión que se va edificando por medio de la celebración de los sacramentos, puesto que el bautismo "se ordena a la comunión integral eucarística" (UR 22), la Eucaristía es el "centro de la vida de la Iglesia" (LG 11; cfr. SC 10; PO 5) y cada uno de los demás sacramentos construye también la unidad del corazón y de la comunidad.

 

      Esa "vida según el Espíritu" (Rom 8,4), es un proceso de virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), como introductorias a la vida trinitaria. Sin ese anhelo de santificación sería impracticable la renovación evangélica de la Iglesia.

 

B) Apertura fraterna de comunión:

 

      La comunión se expresa en vida de fraternidad dentro de cada una de la comunidades eclesiales. La Iglesia es constructora de la comunión entre los hombres y entre los pueblos, en la medida en que ella misma sea comunión (cfr. SRS 40). En toda comunidad eclesial hay una unidad básica de fe y sacramentos (cfr. Ef 4,5-6). En las comunidades originadas por un carisma peculiar (de tipo laical, sacerdotal o de vida consagrada), la unidad cristiana básica, así como la fidelidad y sintonía con el propio carisma, es factor imprescindible para la fraternidad. Pero a partir de esa unidad, hay que contar con la diversidad de cualidades personales, de gracias específicas y de líneas comunitarias, tanto en la Iglesia particular como en la universal.

 

      La vida "comunitaria" o fraterna de cada grupo se basará en la actitud y posibilidad de encontrarse para compartir y ayudarse. La verdadera caridad se manifiesta en saber caminar juntos en el proceso de santificación y de evangelización.[22]

 

      La autoridad que preside y anima la vida comunitaria, también en la decisiones necesarias, es siempre de servicio, tanto para crear como garantizar la comunión (cfr. VC 43). La apertura universalista de toda comunidad, en la perspectiva de una sola Iglesia esparcida por todo el orbe (bajo el sucesor de Pedro) y concretada en cada Iglesia particular será garantía de la vitalidad interna del propio grupo (cfr. LG III).

 

C) El ministerio (servicio) de la comunión:

 

      Todo carisma, vocación y ministerio tiende a construir la comunión eclesial, puesto que los "carismas están al servicio de la comunidad" (TMA 23). Los ministerios ejercicios por la Jerarquía en general y por los ministro ordenados en particular, tienden, por su misma naturaleza, a construir la unidad.[23]

 

      Toda estructura eclesial, fundada por Jesús o concretada por la misma Iglesia, tiene sentido de comunión "diaconal" o de servicio. Ello se aplica tanto a nivel de Iglesia local como de Iglesia universal. La "koinonía" de la primera comunidad eclesial de Jerusalén era posible gracias a la Palabra predicada por Apóstoles (que unifica el corazón y comunidad), a la celebración eucarística (donde la vida se hace donación) y al hecho de compartir fraternalmente los bienes (cfr. Act 2,42-44; 4,32-35).

 

      El "pastoreo" local y universal tiene, pues, estas características de servicio diaconal y salvífico, porque "la salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia"[24]. "Esta diaconía tiende sobre todo al objetivo de que, en todo el organismo de la Iglesia, la comunión se instaure cada vez más... el misterio de la Iglesia se manifiesta en las múltiples expresiones de esta comunión".[25]

 

      Los defectos inherentes a cualquier estructura ministerial, no son debidos tanto a las mismas estructuras, cuanto a los "personalismos" o a acentuados intereses personalistas, que producen, en unos, la inhibición y el desánimo, mientras que en otros originan adulación y tendencias al carrierismo. La renovación evangélica de todo servicio ministerial pasa por la concientización de que ese servicio ha sido "conferido para cumplir un fin espiritual" (PO 20) dentro de la naturaleza misionera de la Iglesia.

 

D) Vida sacerdotal y consagrada, signo de comunión:

 

      En la perspectiva global de la renovación evangélica de la Iglesia, hay que destacar la importancia de la renovación de la vida sacerdotal y consagrada. El tema puede encontrarse fácilmente en los documentos conciliares y postconciliares, en los que se destaca la renovación a la luz de la "apostolica vivendi forma" (sequela evangélica, disponibilidad misionera y fraternidad). Para nuestro estudio, nos basta con sintetizar estas dos vocaciones como signo de comunión.[26]

 

      Respecto a la vida consagrada, la exhortación postsinodal ha dedicado al tema de la "comunión" el capítulo II: "Signum fraternitatis, la vida consagrada signo de comunión en la Iglesia". Se pone como punto de referencia la primitiva comunidad eclesial en Jerusalén (cfr. Act 4,32), indicando que se trata de reflejar la comunión trinitaria (cfr. VC 21).

 

      Para resumir los contenidos de la vida consagrada, se conjugan los tres elementos eclesiológicos de misterio, comunión y misión, puesto que "la vida comunitaria... debe mostrar la dimensión intrínsecamente misionera de la consagración" (VC 67). La fuerza misionera radica en la comunión trinitaria reflejada en la comunión fraterna; entonces "la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera" (VC 46).

 

      Respecto a la vida sacerdotal, se recuerda que todo sacerdote, además de ser signo personal de Cristo, es también signo comunitario (especialmente en el Presbiterio), dentro de la realidad de Iglesia comunión (Lc 10,1; Jn 17,21-13; PO 8; PDV 17, 31, 74-80; Dir 25-29). La vivencia de esta realidad de comunión se convierte también en signo eficaz de evangelización.

 

      El sacerdocio vivido en el Presbiterio tiene las características de una "íntima fraternidad" exigida por el sacramento del Orden (LG 28). Es, pues, "fraternidad sacramental" (PO 8) que equivale también a signo eficaz de santificación y evangelización. Por esto, el Presbiterio es "mysterium" y "realidad sobrenatural" (PDV 74), que matiza la espiritualidad del sacerdote en el sentido de pertenecer a una "familia sacerdotal" (CD 28; PDV 74), como "lugar privilegiado" donde el sacerdote "debería encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Dir 27). Por esto, "el ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y puede ser ejercido sólo como «una tarea colectiva»" (PDV 17; cfr. PO 7-9).

 

      Para hacer efectiva, en ambos estados de vida, la realidad de un seguimiento radical de Cristo y de una disponibilidad misionera incondicional, será necesario poner en práctica la "comunión" con expresiones de vida fraterna y comunitaria.[27]

 

E) Urgencias actuales ecuménicas:

 

      La "comunión" constituye la naturaleza misma de la Iglesia, como comunidad convocada por el Señor. La Iglesia es "una", aunque diferenciada por diversidad de "carismas", vocaciones y ministerios. Las Iglesias particulares, con toda su historia de gracia y herencia apostólica, son una concretización, en el espacio y en el tiempo, de la única Iglesia.

 

      La "ruptura" actual entre diversas "Iglesias" o comunidades eclesiales, es caduca y tiende a desaparecer por la misma fuerza de la "comunión" trinitaria, que es intrínseca a todas ellas. De ahí la necesidad de renovación evangélica de todas las comunidades para llegar al objetivo trazado por el movimiento "ecuménico". Las rupturas y divisiones se trascienden con una apertura más fiel a la Palabra y a la acción del Espíritu Santo. "Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (UUS 8).

 

      El regreso a la unidad será un proceso de intercambio de dones del Espíritu, que cada Iglesia particular ha recibido para compartirlos con las demás (cfr. LG 13; UUS 28). Hay que aprender a adoptar una "sosegada y limpia mirada a la verdad" (UUS 2) o "mirada contemplativa" (EV 83), como actitud de mutua estima y simpatía, para sanar heridas abiertas desde hace siglos y para superar principalmente un alejamiento psicológico que condiciona las discusiones teóricas y las aplicaciones prácticas.[28]

 

      Un gran estímulo y ayuda para este proceso ecuménico será "el valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales... son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio" (UUS 1). Esta realidad martirial señala "la comunión más auténtica que existe con Cristo" (UUS 84). Los mártires y los santos son "un patrimonio común" (UUS 84).

 

      El camino de comunión requiere una actitud de "convertirse más radicalmente al Evangelio" (UUS 15; cfr. UR 7), puesto que "creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: «que sean uno»" (UUS 9).

 

      La comunión a que se aspira y que, ciertamente llegará como fruto de la oración sacerdotal de Cristo en la última cena, tiene valor de eficacia misionera: "De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos... asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo" (UUS 75). Por esto el itinerario "hacia la unión plena y visible" (UUS 99; cfr. TMA 16), es "uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos" (UUS 99).

 

      La "koinonía" de la primera comunidad cristiana de Jerusalén era la base de la "audacia" en el Espíritu para la misión (Act 2,42-44; 4,32-33). "La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de rupturas. ¿No estará quizá ahí uno de los grandes males de la evangelización?" (EN 77).

 

      Las nuevas situaciones misioneras de la actualidad, como "oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos" (RMi 92), hacen más patente "la necesidad de la misión exige a todos los bautizados reunirse en una sola grey, para poder dar, de esta forma, testimonio unánime de Cristo, su Señor, delante de todas las gentes" (AG 6).

 

 

3. El camino de la misión

 

      El camino de la misión pasa por la comunión, como hemos visto en el apartado anterior, puesto que en toda vocación cristiana (laical, sacerdotal y religiosa) "la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta el punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión" (CFL 32).

 

      Al mismo tiempo, para llegar a esa comunión eclesial se necesita una conversión permanente y una actitud de adaptar la propia vida al seguimiento evangélico de Cristo. Todo obstáculo a la comunión y a la renovación evangélica, se convierte en obstáculo para la misión.

 

      La renovación evangélica necesita, para garantizar su autenticidad y perseverancia, el estímulo de la misión. La Iglesia "existe para evangelizar" (EN 14). La Iglesia es "pueblo de la vida" porque "ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y de salvación" (EV 78). "Jesús es el único Evangelio", que hay que "hacer llegar al corazón de cada hombre" (EV 80).[29]

 

      La renovación evangélica, por medio de una eclesiología de comunión y misión, purificará algunas reflexiones misionológicas inexactas, reductivas de la unicidad de Cristo Salvador, puesto que "no se puede comprender y vivir la misión, si no es con referencia a Cristo" (RMi 88). "La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana. ¡La fe se fortalece dándola!" (RMi 2).

 

      La eclesiología de comunión presenta a la Iglesia como "sacramento para la salvación del mundo"[30]. La "mirada" hacia los hermanos debe ser siempre "contemplativa", como de quien intuye un misterio de amor. La misión necesita esta "mirada contemplativa que... encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad" (EV 83).

 

      La misión se hace actualización de la comunión eclesial, como "servicio caridad", que es capaz de "instaurar una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional como nacional" (EV 91). Por esto, la conciencia misionera nace de la convicción de ser Iglesia comunión universal.

 

      Las posibilidades misioneras del final del segundo milenio y del inicio del tercero, parecen ser "horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica" (RMi 3). La Iglesia necesita ser, en su misma vida, el anuncio de que "el tiempo se ha cumplido... con la Encarnación" (TMA 9). Por esto, el año 2000 de la Encarnación viene a ser la confluencia de toda la acción de Dios en los diversos pueblos y religiones, e "invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia" (TMA 25). "En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «Ecce natus est nobis Salvator mundi»" (TMA 38).

 

      La acción misionera de la Iglesia es una urgencia de renovación por parte de la misma, puesto que, por ser evangelizadora, "la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma" (EN 15). El ritmo trinitario de la misión (Mt 28,19; cfr. AG 2-4) reclama el ritmo trinitario de la vida cristiana (Ef 1-2; 2,18), que es exigencia de perfección y comunión.

 

      El anuncio de evangelio, que comenzó hace veinte siglos, no siempre ha llegado a nivel de conciencia y de cultura. En este sentido, se puede decir que muchas personas y pueblos no han sido evangelizados, porque ha faltado la presentación de la sorpresa-misterio de Dios que ha enviado a su Hijo. Los retrasos en la aceptación del Evangelio no pueden achacarse solamente a la falta de receptividad por parte de los evangelizados, sino que también son debidos a la falta de cooperación misionera por parte de los ya creyentes en Cristo.

 

      No sería objetivo partir de ese retraso para afirmar que no es necesario el anuncio del Evangelio para la salvación universal. Sólo una verdadera renovación evangélica ayudará a la convicción de que "la Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter misionero forma parte de su naturaleza" (TMA 57). Pero hay que acentuar la necesidad de testimonio:

"El hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión" (RMi 42).

 

      La Iglesia necesita ser y presentarse como Evangelio viviente, en un proceso de renovación continua. "Cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella... Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día" (RMi 47).[31]

 

      La Iglesia presenta el Verbo encarnado, para que sus "semillas", esparcidas en toda cultura y religión, lleguen a su madurez[32]. Pero, para ello, se necesita la apertura de la misma Iglesia a esas "semillas" del Verbo, a modo de estímulo para vivir y presentar más inculturado el evangelio. La conversión a Cristo es siempre mutua: por parte del evangelizador y del evangelizado.

 

      Si en Cristo "es Dios quien viene en persona", y en él aparece que "el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6), los creyentes en Cristo tienen que vivir de la convicción de que "en El, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5). La vivencia de esta fe, como "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), hace de la Iglesia un signo transparente de la realidad de la Encarnación. Los no creyentes en Cristo no darán el paso a la fe sólo por aceptación de conceptos, sino principalmente por la gracia de Dios y el anuncio y testimonio de los cristianos.

 

      El cristianismo se presenta tal como es, cuando ofrece con propia experiencia la manifestación de la Palabra definitiva de Dios en su inserción histórica: el Verbo encarnado, Cristo muerto y resucitado. Los no cristianos ya tienen las "semillas del Verbo", pero necesitan ver en los signos de una vida de fe, cómo es la manifestación definitiva de Dios por medio de Jesucristo en "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4). Las "muchas maneras" de hablar de Dios, han llegado a su manifestación definitiva "en su Hijo" (Heb 1,1-2).

 

      La fidelidad a la misión es una realidad cuando existe la actitud de renovación evangélica. "La llamada a la misión deriva, de por sí, de la llamada a la santidad... La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión... El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos... Es necesario suscitar un nuevo «anhelo de santidad» entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana" (RMi 90). En este sentido, se puede decir que "la misión ad intra es signo creíble y estímulo para la misión ad extra y viceversa" (RMi 34).

 

      La misión es anuncio y testimonio de las bienaventuranzas. El misionero manifiesta, por medio de "la alegría interior que viene de la fe", que él "ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza". Por esto, "viviendo las bienaventuranzas, el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi 91).

 

      Para responder a esas exigencias misioneras, se necesita, por parte de todos, "una profunda renovación interior" (AG 35). Efectivamente, para poder ser "signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1), la Iglesia "avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8). La "predicación" eclesial va acompañada de la "presencia" de Cristo y del testimonio de los "signos" (Mc 16,20), que se concretan principalmente en el testimonio de una vida fraguada en las bienaventuranzas. Para que "la claridad de Cristo resplandezca sobre la faz de la Iglesia" (LG 1), es necesario que la misma Iglesia se renueve continuamente.

 

      El cristianismo se muestra como tal en la "personificación" de las bienaventuranzas. Esa personificación se convierte en actitud relacional con Cristo que se convierte en una vida semejante a la suya. Por esto, "la santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia" (RMi 77). La fuerza evangelizadora de la Iglesia consiste en la caridad, que es don de Dios (cfr. 1Jn 4,7). Es la capacidad de presentar las "bienaventuranzas" y el mandato del amor (cfr. RMi 59). Todos los signos eclesiales (vocaciones, sacramentos, ministerios...), cuando se viven con autenticidad, son signos portadores de la presencia eficaz de Jesús. Son, pues, signos eficaces del mismo Jesús y de su mensaje evangélico.

 

      Muchos problemas internos de las comunidades eclesiales o también de la Iglesia en general, no tendrán solución mientras la comunidad no se abra a la misión universalista: "Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe" (RMi 49). Lo que se dice en el campo ecuménico, puede aplicarse a la vida de interna de toda comunidad eclesial: "Es necesaria una sosegada y limpia mirada a la verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación" (UUS 2).

 

      Pablo VI, en Evangelii Nuntiandi, presentó "el espíritu de la evangelización", explicándolo como "actitudes interiores" del apóstol (EN 74), fidelidad al Espíritu Santo como "agente principal de la evangelización" (EN 75), "autenticidad" y testimonio (EN 76), unidad (EN 77), servicio de la verdad (EN 78), caridad apostólica (EN 79-80). Esta espiritualidad se adquiere viviendo en Cenáculo con María para afrontar una "renovada evangelización" (EN 81-82).

 

      Sin la docilidad al Espíritu no se acertará en el contenido evangélico de la misión o no habrá la fortaleza para actuarlo: "También la misión sigue siendo difícil y compleja, como en el pasado, y exige igualmente la valentía y la luz del Espíritu" (RMi 87). En la nueva situación de la Iglesia y de la sociedad, "conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa (cfr. Jn 16,13)" (ibídem).

 

      Es el sentido o "espíritu de la Iglesia", el que hace descubrir, amar y vivir la realidad misionera de la misma, puesto que "quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo" (RMi 89).

 

      Probablemente nos encontramos ante el mayor desafío histórico que ha tenido la Iglesia, en el sentido de reclamar una renovación eclesial que haga de personas y de comunidades un signo creíble de las bienaventuranzas. "Nuestro tiempo es dramático y, al mismo tiempo, fascinador" (RMi 38). La "nueva época misionera" (RMi 92) abre nuevos horizontes al anuncio del evangelio. Se necesitan "nuevos santos para evangelizar al hombre de hoy".[33]

 

      Es urgente hacer que la comunidad eclesial más evangelizadora en cada Iglesia particular. La sociedad actual se está delineando, en cada sector geográfico, como pluricultural y plurireligiosa. En medio de esa sociedad, la comunidad cristiana necesita convivir positivamente a partir de una fe vivida con autenticidad. El conocimiento respetuoso de los valores de otras religiones se convierte en una invitación a "dar testimonio del resucitado entre las gentes" (EN 66).

 

      Las nuevas situaciones sociológicas y culturales se pueden comparar a "nuevos areópagos": migraciones, juventud, culturas, medios de comunicación, desarrollo, liberación de los pueblos, derechos fundamentales, ecología, etc. Pero hay que destacar "la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración... se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización" (RMi 38). A esta fenómeno, que "no carece de ambigüedad", la Iglesia sólo puede responder ofreciendo "el patrimonio espiritual" evangélico recibido de Cristo, "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). Esta "es la vía cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubriendo del sentido de la vida" (RMi 38). Nunca como hoy, la sociedad humana se ha encontrado en una encrucijada semejante de contactos religiosos globales a nivel universal.

 

      Al cristianismo se le plantea la urgencia de presentar la fe cristiana, por medio de la proclamación y de la transparencia del evangelio en la propia vida, a partir de una experiencia peculiar de Dios. No se aceptará el cristianismo sólo por "conceptos", sino por el testimonio de haber encontrado en la propia vida la persona de Jesús resucitado.

 

      En vistas a la evangelización, los textos magisteriales cuestionan la renovación eclesial con términos muy claros y preciso. En la exhortación Evangelii Nuntiandi, Pablo VI ofrece unos puntos de examen de conciencia sobre la misionariedad de la Iglesia, para hacerla más apta en vistas a anunciar el Evangelio: "¿Qué es de la Iglesia, diez años después del concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es suficientemente libre e independiente para interpretar al mundo? ¿Da testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su empeño en el esfuerzo de buscar el restablecimiento de la plena unidad entre los cristianos, lo cual hace más eficaz el testimonio común, con el fin de que el mundo crea?" (EN 76).[34]

 

      En realidad, la asistencia de Cristo y de su Espíritu a la Iglesia, aseguran la vivencia y el anuncio del evangelio. "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual en enviada por él para anunciar el evangelio a toda criatura (cfr. Mc 16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones... ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio" (VS 2).

 

      Uno de los mayores desafíos de la actualidad consiste en la pregunta que se hace a los anunciadores del evangelio sobre la experiencia de Dios: "El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible" (EN 76; cfr. RMi 91). Se necesita actualizar la experiencia de Juan (1Jn 1,1ss) sobre el encuentro con el Verbo encarnado (Jn 1,14).[35]

 

      La experiencia del encuentro con Cristo resucitado, presente en la historia humana, se convierte siempre para los creyentes en misión, porque el Espíritu Santo infunde "una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24). La misión es esencialmente transparencia del encuentro explícito con Cristo: "El misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

      Habrá que conocer y apreciar las expresiones "contemplativas" de las diferentes religiones, para descubrir en ellas las semillas del mismo Verbo encarnado, Jesucristo el único Salvador, muerto y resucitado. "Cuanto de verdad y de gracia se encuentra ya entre las naciones, como por una quasi secreta presencia de Dios,... (la Iglesia) lo restituye a su autor, Cristo" (AG 9). El discernimiento y aprecio de los valores existentes en las diversas religiones incluye también la purificación de los mismos y la llamada a pasar a la plenitud en Cristo.

 

 

Conclusión: Hacia la renovación evangélica por una eclesiología de comunión misionera

 

      En nuestro estudio hemos intentado presentar la necesidad de profundizar en la eclesiología de comunión, en vistas a la renovación evangélica de la Iglesia (n.1), que se realiza por un camino de "comunión" (n.2) y de misión (n.3).

 

      Los datos a tener en cuenta para elaborar esta eclesiología, de suerte que sirva para construir una "comunión misionera", los hemos resumido en los diversos apartados: el alcance y la urgencia actual de la renovación evangélica, la vivencia de la comunión, la derivación misionera.

 

      Es ya una afirmación ampliamente aceptada la de que "la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio... constituye el fundamento para el orden en la Iglesia, y ante todo para la recta relación entre unidad y pluriformidad en la Iglesia".[36]

 

      Esa "clave" de los documentos conciliares se puede ampliar con la trilogía: Iglesia misterio-comunión-misión (según la terminología del Sínodo de 1985). Cristo resucitado está presente bajo "signos" eclesiales. Esta realidad cristológica y eclesial tiene diversas dimensiones: mistérico-teologal, fraterna-solidaria (comunión), carismática-espiritual, visible-institucional, misionera-materna...

 

      La Iglesia "comunión" es la "Iglesia de la Trinidad", en cuanto que todo ella es "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Esta realidad de comunión es un don gratuito que brota de la Trinidad y se consumará plenamente en la Trinidad.[37]

 

      Este "misterio" de comunión manifiesta que la Iglesia es "sacramento... instrumento de unión"(LG 1), "instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento universal de salvación" (LG 48 y AG 1). "De esta sacramentalidad se sigue que la Iglesia no es una realidad replegada en sí misma, sino permanentemente abierta la dinámica misionera y ecuménica".[38]

 

      De hecho, los títulos bíblicos aplicados a la Iglesia (cuerpo, templo, casa, familia, pueblo, esposa, madre, "pleroma"...) indican esta perspectiva de "comunión" o de casa y familia, a modo de "morada de Dios entre los hombres" (Apoc 21,3), puesto que los creyentes en Cristo somos "familiares de Dios" (Ef 2,19).[39]

 

      La base de una renovación evangélica de la Iglesia pasa, pues, por una recta eclesiología de comunión, que dinamizará el camino de santificación, de fraternidad, de ministerios, de vida consagrada, de ecumenismo y de misión.[40]

 

      En nuestra estudio hemos destacado principalmente estos elementos básicos, a tener en cuenta en el desarrollo de una eclesiología de comunión: la comunión como misterio vital (a partir de la vida trinitaria), la apertura fraterna en una vida comunitaria (de relacionarse, compartir y ayudarse), los ministerios como servicios de comunión (sin privilegios), la necesidad de subrayar la vida comunitaria de los sacerdotes (en el Presbiterio) y de las personas consagradas (según su carisma fundacional), la construcción de unas bases ecuménicas (para la unión de todos los cristianos), la apertura a la misión local y universal (como signo de la autenticidad y eficacia de la comunión).

 

      En una eclesiología de comunión, el tema mariano ocupa un lugar peculiar, puesto que María es la figura de la Iglesia esposa fiel y madre fecunda. María se encuentra en el camino de la renovación eclesial: "Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cfr. Ef., 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes" (LG 65)

 

      El estudio de la eclesiología de comunión tendrá un fuerte tono de discernimiento del Espíritu, puesto que "el Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de salvación definitiva que se dará al final de los tiempos" (TMA 45).

 

      La fidelidad de la Iglesia al Misterio de Cristo tiene sentido esponsal de compartir su misma vida (Iglesia esposa, virgen y madre). El modelo del Cenáculo (en relación con la Anunciación) indicará la "comunión" eclesial (cfr. Act 1,14). El camino eclesial hacia la celebración de segundo milenario del cristianismo será, pues, un camino de imitación de la fe, esperanza y caridad de María (figura de la Iglesia esposa): "La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contem­plándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo" (LG 65).[41]

 

      Toda renovación eclesial auténtica, bajo la acción del Espíritu Santo, se realizará en el paradigma de la "comunión" eclesial del Cenáculo: "Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo «con María la Madre de Jesús» (Act 1,14), para implorar el Espíritu Santo y obtener fuerza y ardor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu" (RMi 92; cfr. AG 4; LG 59; EN 82; RH 22; RMa 24).[42]



    [1]En mi estudio aprovecho los contenidos eclesiológicos de algunos documentos magisteriales actuales, especialmente las cuatro Constituciones del Vaticano II (Lumen Gentium, Dei Verbum, Sacrosantum Concilium, Gaudium et Spes), así como Evangelii Nuntiandi, Redemptoris Missio, Tertio Millenio Adveniente, Veritatis Splendor, Ut Unum Sint. Tengo en cuenta algunos estudios actuales que iré citando oportunamente. Con el presente estudio continuo una reflexión anterior: Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n.1, 135-147.

    [2]Ver el documento sinodal Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi, Relatio finalis, Lib. Edit. Vaticana 1985. La exhortación postsinodal sobre el laicado, Christifideles Laici (1988), distribye el tema a partir de esta trilogía: La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-misterio (cap.I), la participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-comunión (cap. II), la corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-misión (cap. III). Pastores dabo vobis(1992) se remite con frecuencia a esta misma trilogía (PDV 12, 59, 73-75). Los tres capítulo de Vita Consecrata (1996) siguen esa misma pauta, explicitando la relación con la Trinidad ("misterio"), con la Iglesia "comunión" y con los servicios de caridad ("misión").

    [3]Al final de Optatam totius, la llamada se dirigie a los responsables de los Seminarios, para que se dispongan a "formar a los futuros sacerdotes de Cristo en el espíritu de renovación promo­vido por este Santo Concilio", puesto que en ella se cifra "la esperanza de la Iglesia y la salvación de las almas" (OT, conclusión).

    [4]La frase "una nueva evangelización" es una invitación que Juan Pablo II ha repetido con frecuencia desde el año 1983, primero en Puerto Príncipe (Haití) (9 de marzo de 1983) y luego en Santo Domingo (11 y 12 de ocubre de 1984). Se trata de una "evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión"; cfr. Insegnamenti VI/1 (1983) 698; AAS 75 (1983) 777-780). Se espera una renovación de las personas y de las comunidades eclesiales ("nuevo fervor de los apóstoles"), para que se hagan efectivamente misioneras (cfr. RMi 2-3, 30, 33, 59, 63-64, 72, 86). "Hoy la Iglesia debe afrontar otros desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo" (RMi 30). Resumo ideas y bibliografía en: Rinnovamento ecclesiale per una nuova evangelizzazione, "UISG" (1990) 3-20 (en esp., it., fr., ing., al.: en sus respectivos boletines). Ver también artículo citado en la nota 1. Número especial de "Seminarium" (1991) n.1: De nova evangelizatione, "Seminarium" (1991) n.1.

    [5]Puesto que "Cristo es el corazón de la Iglesia", la preparación y celebracion del Jubileo será "una ocasión de conversión y verificación de su compromiso pastoral" (JUAN PABLO II, Disc. al Comité Central para la preparación del Jubileo: 16 feb. 1996: "L'Osservatore Romano" esp. 23 feb 1996, p.2.

    [6]A. ANTON, La Iglesia de Cristo, Madrid, BAC 1977 (cap. VIII,3: La Iglesia, equipada por el Espíritu y guiada por el Espíritu); G. COTTIER, La Chiesa davanti alla conversione. Il frutto più significativo dell'Anno Santo, en: Tertio Millennio Adveniente... Testo e commento teologico-pastorale, San Paolo 1995, 160-171; J. ESQUERDA BIFET, Il rinnovamento ecclesiale per una pastorale missionaria, en: Chiesa locale e inculturazione nella missione, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1987, 47-75; M. ZOVKIC, Conversio et renovatio Ecclesiae tamquam conditio et sequela evangelizationis, "Bogoslacka Smotra" 45 (1975) 221-234. Ver también: Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (Juan Pablo II, 1984): AAS 77 (1985) 185-275.

    [7]Por esto, "todos los cristianos deben reemprender el camino de la renovación evangélica" (CFL 16).

    [8]Hemos citado en la introducción numerosos textos del concilio Vaticano II y del postconcilio. Esta es también la llamada frecuente de los concilios anteriores, sobre la Iglesia "semper reformanda". Ver el concilio Lateranense V, sess. 12 (Mansi 32, 988, B-C).

    [9]Sínodo 1985, Relatio finalis, II, A, n.4. Este mismo documento señala defectos y retrasos en apliación del Concilio: ha habido "una desafección hacia la Iglesia" (ibídem, I, n.3); "hemos sido demasiado tímidos en aplicar la verdadera doctrina del Concilio... se ha hecho una presentación unilateral de la Iglesia, como una estructuda meramente institucional, privada de su misterio" (I, n.4); "una recepción más profunda del Concilio exige cuatro pasos sucesivos: conocer el Concilio más amplia y profundamente, asimilarlo internamente, afirmarlo con amor, llevarlo a la vida" (I, n.5). En el campo eclesiológico se deja constancia de una realidad que se intenta corregir: "No podemos sustituir una visión unilateral, falsa, meramente jerárquica de la Iglesia, por una nueva concepción sociológica también unilateral de la Iglesia" (II, A, n.3).

    [10]Así como se puede hablar de "la Iglesia de la Trinidad", también es posible presentar la Iglesia de la "gloria" de Dios por medio de una vida evangélica. H.U. VON BALTHASAR, La gloire et la croix, Aubier, 1965

    [11]TMA 36 presenta las Constituciones conciliares para hacer un examen eclesial sobre la "recepción del Concilio". Ver también Relatio finalis del Sínodo de 1985, I, 3-5.

    [12]La encíclica Veritatis Splendor ha encontrado dificultad en su aceptación por causa del capítulo II (que presenta la moral cristiana). A mi entender, se ha prestado poca atención a los presupuestos para comprender esa moral: el seguimiento evangélico (cap. I) y la cruz (cap. III). Sin esta disponibilidad evangélica, será imposible aceptar las exigencias de la moral cristiana, que es siempre "la verdad de la donación" (cfr. VS 85-87). "La moral cristiana... consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia" (VS 119).

    [13]La fuerza misionera de la Iglesia dependerá de su dinamismo escatológico (cfr. AG 9). Su "índole escatológica" (LG cap. VII) la constituye "sacramento universal de salvación" (LG 48).

    [14]Veritatis Splendores un llamado a "recuperar" el verdadero sentido de la fe: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88). "No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (VS 19).

    [15]A partir de esta actitud relacional, el camino de la renovación discurre por el camino del seguimiento evangélico. Si se trata de la vida sacerdotal y consagrada, la renovación es siempre en la línea de la práctica (o "profesión") de los Consejos evangélicos: PDV 27-30 (cfr. PO 15-17); VC 16, 20-22, 88-92 (PC 12-14).

    [16]En este contexto se comprende que "la característica principal de todos y cada uno de los dicasterios de la Curia Romana es la ministerial" (Const. Apost. Pastor Bonus, preámbulo, n. 7). "Este servicio no encuentra equivalente alguno en la sociedad civil y, por tanto, su trabajo debe ser prestado con espíritu de servicio a imitando la diaconía de Cristo mismo" (ibídem, n.9). Repetidas veces, Juan Pablo II, especialmente en el año de la familia (1995), ha aplicado la imagen familiar a las instituciones eclesiales.

    [17]JUAN PABLO II, Aloc. durante la oración mariana, domingo 14.4.91: "L'Osserv. Rom." 15-16 abril 1991, p.4.

    [18]  TMA 36 habla de "incertidumbre" en la comprensión del Concilio. El Sínodo de 1985 (Relatio finalis I,3-5) recuerda defectos y retrasos en aplicar el Concilio.

    [19]"Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente el más necesitado" (TMA 42).

    [20]Sería útil recordar algunos documentos y testimonios históricos sobre la verdadera renovación evangélica de la Iglesia. Hago referencia especialmente a tres. "Si el rostro de la Iglesia, por irrupción de abusos, ha sido manchado, Dios con su clemencia la purifique y la devuelva a la purísima blancura y candor que antiguamente poseyó, y otorgue a todos los ministros espíritu digno del ministerio de cada uno, para que cada cual sea lo que debe ser y cada uno busque no sus intereses, sino lo de Jesucristo" (BARTOLOME CARRANZA, Speculum Pastorum, n. 129; ver edic. por J.I. TELLECHEA, Salamanca 1992). Para San Juan de Avila, la reforma clerical era la base para la reforma de la Iglesia; cfr. J. ESQUERDA BIFET, Escuela sacerdotal española del siglo XVI: Juan de Avila, Roma, Instituto Español de Historia Eclesiástica 1969, pp.26-29 (Memoriales para el concilio de Trento). En otro contexto histórico, y teniendo en cuenta el género literario, habrá que tener en cuenta también al Bto. Raimundo Lull, que basaba la reforma en la aplicación concreta de las bienaventuranzas: Obres de Ramon Lull, Palma 1905; Obras literarias, Madrid, BAC 1948 (cfr. Blanquerna, lib. 3º).

    [21]"El concepto de comunión está en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia" Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, Lib. Edit. Vaticana 1992 (Congregación para la Doctrina de la Fe, 28 mayo 1992), n.3.

    [22]Ver estudios sobre la vida comunitaria posteriormente, en la nota 27.

    [23]Lunen Gentiumcap. III presenta al Papa y a los Obispos como principio (operativo) de la unidad eclesial: "El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la una y única Iglesia católica" (LG 23). Presbyterorum Ordinis resume el servicio de unidad por parte de los presbíteros: "Los presbíteros están puestos en medio de los seglares para conducirlos a todos a la unidad de la cari­dad... Deben, por consiguiente, los presbíteros asociar las diversas inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles" (PO 9).

    [24]Can. 1752, final del CIC.

    [25]Const. Apost. Pastor Bonus, preámbulo, n. 1. "La Curia Romana es el conjunto de los dicasterios y de los organismos que colaboran con el Romano Pontífice en el ejercicio de su supremo oficio pastoral para el bien y el servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, ejercicio con el que se refuerzan la unidad de fe y la comunión del pueblo de Dios y se fomenta la misión propia de la Iglesia en el mundo" (ibídem, art. 1). La invitación que Juan Pablo II ha dirigido para que se indique "una forma de ejercicio del Primado... que se abra a una situación nueva" (Ur Unum Sint 95), no comporta una infravaloración de ese don de Cristo a su Iglesia universal, sino que más bien desea una mejor aplicación.

    [26]La exhortación postsinodal Pastores dabo vobis (1992) indica estas líneas de renovación sacerdotal (siguiendo las indicaciones del decreto conciliar Presbyterorum Ordinis). La exhortación postsinodal Vita consecrata (1996) hace otro tanto, teniendo en cuenta el decreto conciliar Perfectae caritatis.

    [27]Sobre la vida consagrada: (Congregregación para los Institutos de vida consagrada y las sociedadesd de vida apostólica) La vida fraterna en comunidad, Congregavit nos in unum Christi amor (2 feb. 1994); M. ZAGO, La comunidad religiosa, factor de nueva evangelización, "Omnis Terra" n.231 (1993) 216-221. Sobre la vida sacerdotal: C. BERTOLA, La fraternità sacramentale dei presbiteri, Roma, Pont. Univ. Gregoriana 1994 (Tesis); P. CODA, La forma comunitaria del ministero presbiterale, "Lateranum" 56 (1990) 569-588; J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC 1991 (cap. 10: Espiritualidad y vida comunitaria en el Presbiterio); K. LECLERCQ, La fraternité sacerdotale. Réviser sa vie entre frères pour vivre l'évangile, "Bull. Saint‑Sulpice" 8 (1982) 152‑158; S. SPERA, Spiritualità del presbiterio diocesano e vita comune, "Rassegna di Teología" 23 (1982) 236‑249.

    [28]"Antes de discutir sobre los puntos de divergencia y, especialmente, antes de lograr un regreso a la unidad a través de negociaciones canónicas o diplomáticas, es necesario buscar un acercamiento psicológico y espiritual, y suscitar sentimientos de confianza, de simpatía real, actualizando al máximo y, si es necesario, recreando la afinidad mutua entre las partes" (Y. CONGAR, L'Église et les Églises, Chevetogne 1954, I, 93-94).

    [29]Con la misma base eclesiológica de LG 65, Evangelium Vitae presenta la relación entre la maternidad de María y de la Iglesia: "Por esto María, como la Iglesia de la que es figura, es Madre de todos los que renacen a la vida... Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla" (EV 102).

    [30]Sínodo de 1985, Relatio finalis, II, D, n.1.

    [31]Puede servir de pauta para toda institución y estructura eclesial, lo que se afirma de la Curia Romana: "La actividad de todos los que trabajan en la Curia Romana y en los demás organismos de la Santa Sede es un verdadero servicio eclesial, marcado por un carácter pastoral, en cuanto que es participación en la misión universal del Romano Pontifice, y todos deben cumplirlo con la máxima responsabilidad y con la disposición para servir" (Const. Apost. Pastor Bonus, art. 33). Naturalmente que esta disponibilidad misionera dependerá de la correspondiente renovación evangélica.

    [32]Ver el tema de las "semillas del Verbo", en el magisterio actual: AG 3,11; LG 16; EN 52; RMi 28; VS 94.

    [33]JUAN PABLO II, Alloc. al Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (11.10.85): Insegnamenti VIII, 2, pp.910ss.

    [34]El examen que Pablo VI hace a la Iglesia se amplía en otro lugar del mismo documento, como preguntando sobre la fidelidad al mensaje envangélico: "¿Qué eficacia tiene en nuestros días la energía escondida de la Buena Nueva, capaz de sacudir profundamente la conciencia del hombre? ¿Hasta dónde y cómo esta fuerza evangélica puede transformar verdaderamente al hombre de hoy? ¿Con qué medios hay que proclamar el Evangelio par que su poder sea eficaz?" (EN 4).

    [35]Juan Pablo II presenta la misma urgencia sobre la experiencia contemplativa: "El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles: «Lo que contemplamos... acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos» (1Jn 1,1-3)" (RMi 91).

    [36]Sínodo 1985: Relatio finalis, II, C,1. Ver también la Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, o.c., n.1: "El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica".

    [37]LG 4 cita a San Cipriano: De orat. dom. 23: PL 4, 553. Algunas publicaciones actuales han abierto nuevas perspectivas para el estudio de la Iglesia comunión: A. ANTON, La Iglesia de Cristo, Madrid, BAC 1977 (cap. VIII, 6: La Iglesia de Cristo es una "koinonía"); CL. GARCIA EXTREMEÑO, La actividad misionera de una Iglesia sacramento y desde una Iglesia comunión, "Estudios de Misionología" 2 (1977) 217-252; C. SCANZILLO, La Chiesa sacramento di comunione, Napoli, Dehoniane 1987.

    [38]Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, o.c., n.4. Cfr. A. ANTON, o.c., cap. XV, 4: La Iglesia, sacramento de salvación).

    [39]Ecclesia in Africann. 63 pide que la teología profundice en el tema de Iglesia-familia: "Es de desear que los teólogos elaboren la teología de la Iglesia-Familia con toda la riqueza contenida en este concepto".

    [40]Los estudios teológicos necesitan una renovacion, tanto en el enfoque cristológico y salvífico, como en la dimensión eclesiológica de comunión. "En la revisión de los estudios eclesiásticos hay que atender, sobre todo, a coordinar adecuadamente las disciplinas filosóficas y teológicas, y que juntas tiendan a descubrir más y más en las mentes de los alumnos el misterio de Cristo, que afecta a toda la historia del género humano, influye constantemente en la Iglesia y actúa, sobre todo, mediante el ministerio sacerdotal" (OT 14; cfr. n. 16). La señal de que los estudios eclesiásticos (o teológicos en general) se han renovado, consistirá en su capacidad de contagiar un deseo de mayor profundización científica, para dedicarse de verdad a la predicación, contemplación, perfección, misión y vida de comunión eclesial.

    [41]Tertio Millennio Advenienteseñala el aspecto mariano del caminar eclesial en cada uno de los años de la etapa preparatoria (1997-1999): TMA 43 (Jesucristo: "María modelo de fe vivida"), 48 (Espíritu Santo: "María mujer dócil a la voz del Espíritu"), 54 (Padre: "Maria ejemplo perfecto de amor").

    [42]El decreto Ad Gentes había señalado esta dimensión pneumatológica y mariana de la Iglesia misionera: "Fue en Pentecostés cuando empezaron «los hechos de los Apóstoles», como había sido concebido Cristo al venir al Espíritu Santo sobre la Virgen María, y Cristo había sido impulsado a la obra de su ministerio, bajando el mismo Espíritu Santo sobre El mientras oraba" (AG 4). Ver también LG 59. J. ESQUERDA BIFET, L'azione dello Spirito Santo nella maternità e missionarietà della Chiesa, en: Credo in Spiritum Sanctum, Lib. Edit. Vaticana 1983, 1293-1306.

Martes, 14 Marzo 2023 11:43

ESPIRITUALIDAD MARIANA DE LA IGLESIA

 

  

 

 

 

 

 

 

                    ESPIRITUALIDAD MARIANA DE LA IGLESIA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                        Juan Esquerda Bifet

      

     

Nota: Ver texto posterior renovado y actualizado en: Espiritualidad mariana en el corazón de la Iglesia (Valencia, EDICEP, 2009)

 

                                   INDICE

Introducción: Hacia una exposición sistemática de la "espiritualidad mariana" de la Iglesia.

Siglas

I.DIMENSION MARIANA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

 

1.Naturaleza de la espiritualidad cristiana y relación con el misterio de María

2.Dinamismo de la espiritualidad cristiana y puesto de María

3.Problemas actuales de la espiritualidad cristiana y relación con los temas marianos

 

II.NATURALEZA DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA.

 

1.El hecho y la terminología de la "espiritualidad mariana" de la Iglesia

2.Naturaleza y datos fundamentales de la espiritualidad mariana

3.Problemas de metodología científica

 

III.DIMENSIONES FUNDAMENTALES DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA

 

1.Dimensión bíblica: María en la historia de salvación y en el primer anuncio del evangelio

2.Dimensión trinitaria, cristológica, pnneumatológica

3.Dimensión eclesial: comunitaria, ecuménica, litúrgica, escatológica

 

IV.DIMENSION ESPIRITUAL DE LOS TITULOS MARIANOS

 

1. La espiritualidad que deriva de los títulos marianos

2. A partir de su función: Maternidad y mediación

3. A partir de su santidad y glorificación

 

 

V.DINAMISMO DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA: CONTEMPLACION, PERFECCION, EVANGELIZACION

 

1.María en el camino de la contemplación, dimensión contemplativa de la espiritualidad mariana de la Iglesia

2.María en el camino de la perfección y comunión

3.María en el camino de la misión, dimensión misionera de la espiritualidad mariana de la Iglesia

 

VI.ORACION MARIANA: DE MARIA Y A MARIA

 

1. Oración de María

2. Oración mariana de la Iglesia

3. "Magnificat": oración de María y de la Iglesia

 

VII.ESPIRITUALIDAD MARIANA DE LAS DIVERSAS VOCACIONES

 

1. María en el camino de la vocación

2. María y la vocación laical

3. María y la vocación de vida consagrada

4. María y la vocación sacerdotal

 

VIII.  ESPIRITUALIDAD MARIANA DEL APOSTOL

 

1. Dimensión mariana de la espiritualidad misionera de la Iglesia

2. María en la acción misionera del apóstol

3. María en la vida espiritual del apóstol

 

IX.ESPIRITUALIDAD MARIANA POPULAR

 

1. Devoción y prácticas de devoción mariana

2. Piedad o religiosidad mariana popular

3. Espiritualidad y evangelización en los santuarios marianos

 

X.ESPIRITUALIDAD MARIANA Y MISIONERA DE LA IGLESIA A LA LUZ DE LA FIGURA BIBLICA DE SAN JOSE

 

1.Significado salvífico de la figura bíblica de San José

2.La espiritualidad mariana y misionera de la Iglesia en relación con San José

3.Santidad y misión a la luz de la figura bíblica de San José

Indice de materias

                                INTRODUCCION

 

Hacia una exposición sistemática de la espiritualidad mariana de la Iglesia

      La espiritualidad cristiana, por su misma naturaleza, está centrada en el misterio de Cristo. Es la "vivencia" de los temas cristianos y la reflexión teológica sobre esta misma vivencia. Cualquier tema teológico puede analizarse especialmente desde tres funciones o puntos de vista: científico-sapiencial (buscando el significado profundo), kerigmático-pastoral (presentando los caminos para anunciarlo y hacerlo realidad en la comunidad), "vivencial" (estilo de vida, vivencia, vida "espiritual").

      La relación entre teología y espiritualidad, es analógica a la relación entre mariología y espiritualidad mariana. Si se estudia teológicamente la naturaleza de los temas mariológicos, ¿por qué no se pueden estudiar también para la función pastoral y la vivencial? La espiritualidad mariana sería, pues, el estudio teológico de la "vida de fe" en su dimensión mariana (RMa 48). Gracias a los estudios ya realizados en el campo de la mariología general, será posible dar un paso más: elaborar una reflexión teológica sobre la "espiritualidad" o vivencia mariana de los contenidos de la misma mariología.

      Al querer trazar unas líneas sintéticas para sistematizar la espiritualidad mariana de la Iglesia, nos encontramos con la misma dificultad característica de la espiritualidad general: ¿cuál es su punto de partida, su objetivo, sus etapas, medios...?

      Se puede partir de conceptos o también de un camino que hay que emprender: ¿una espiritualidad más estática o más dinámica?

      En su visita a la Facultad Teológica del "Marianum" (Roma), Juan Pablo II invitó a no desconectar la espiritualidad mariana de la espiritualidad cristiana: "En el campo de la espiritualidad, que hoy suscita un amplio interés, los estudiosos de la mariología deberán mostrar la necesidad de una inserción armónica de la 'dimensión mariana' en la única espiritualidad cristiana, porque ella enraíza en la voluntad de Cristo" (Alocución 10 diciembre 1988).

      Primero hay que delimitar la naturaleza de la espiritualidad mariana. Después se podría indicar un punto de partida o una dimensión: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, antropológica...

      Lo más importante sería no dejar olvidado ningún punto básico de espiritualidad: contemplación, vocación, perfección, comunidad, compromiso apostólico, discernimiento del Espíritu...

      Para evitar los doblajes innecesarios con la teología espiritual, hay que ceñirse al aspecto mariano, es decir, al puesto de María en la vida espiritual: oración, vocación, perfección, comunión, misión... Todavía podría profundizarse más, exponiendo estos temas como un proceso o un camino por recorrer, en el que María desempeña una presencia activa y materna: María en el camino de la contemplación, vocación, perfección, etc.

      La vida espiritual, como vida según el Espíritu Santo, tiene una dimensión mariana ineludible. Los estudios mariológicos han hecho mención explícita al hablar de la devoción mariana. Hay que dar un salto de calidad, como hizo en su tiempo la espiritualidad respecto a la teología moral, y la espiritualidad misionera respecto a la espiritualidad general (cfr. RMi cap. VIII: "Espiritualidad misionera").

      La espiritualidad mariana de la Iglesia es un hecho vivencial innegable. Es la "vida de fe" de la Iglesia en relación con María. Toca a la teología realizar la "reflexión sobre la fe" (o "fides quaerens intellectum"), como ha sucedido con otros contenidos de la fe cristiana.

      En cualquiera de la soluciones que se adopten, María debe aparecer como "Maestra de vida espiritual" (MC 21), "pedagoga del evangelio" (Puebla 29), educadora de la fe de la Iglesia, en su camino de configuración con Cristo y de anuncio del evangelio a todos los pueblos, hacia la visión definitiva.

                                   SIGLAS

AAApostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).

AGAd Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

CECCatechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

CFLChristifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

DMDives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

DEVDominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

DVDei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

ENEvangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

FCFamiliaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).

GSGaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LELaborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

LGLumen Gentium(C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

MCMarialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).

MDMulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).

OTOptatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

PCPerfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).

PDVPastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

POPresbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

RCRedemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).

RDRedemptoris Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).

RHRedemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

RMRedemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

RMiRedemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

SCSacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

SDSalvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

SDVSummi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).

SRSSollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).

 

 

 

 

 

                    ESPIRITUALIDAD MARIANA DE LA IGLESIA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                        Juan Esquerda Bifet

      

     

Nota: Ver texto posterior renovado y actualizado en: Espiritualidad mariana en el corazón de la Iglesia (Valencia, EDICEP, 2009)

 

                                   INDICE

Introducción: Hacia una exposición sistemática de la "espiritualidad mariana" de la Iglesia.

Siglas

I.DIMENSION MARIANA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

 

1.Naturaleza de la espiritualidad cristiana y relación con el misterio de María

2.Dinamismo de la espiritualidad cristiana y puesto de María

3.Problemas actuales de la espiritualidad cristiana y relación con los temas marianos

 

II.NATURALEZA DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA.

 

1.El hecho y la terminología de la "espiritualidad mariana" de la Iglesia

2.Naturaleza y datos fundamentales de la espiritualidad mariana

3.Problemas de metodología científica

 

III.DIMENSIONES FUNDAMENTALES DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA

 

1.Dimensión bíblica: María en la historia de salvación y en el primer anuncio del evangelio

2.Dimensión trinitaria, cristológica, pnneumatológica

3.Dimensión eclesial: comunitaria, ecuménica, litúrgica, escatológica

 

IV.DIMENSION ESPIRITUAL DE LOS TITULOS MARIANOS

 

1. La espiritualidad que deriva de los títulos marianos

2. A partir de su función: Maternidad y mediación

3. A partir de su santidad y glorificación

 

 

V.DINAMISMO DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA: CONTEMPLACION, PERFECCION, EVANGELIZACION

 

1.María en el camino de la contemplación, dimensión contemplativa de la espiritualidad mariana de la Iglesia

2.María en el camino de la perfección y comunión

3.María en el camino de la misión, dimensión misionera de la espiritualidad mariana de la Iglesia

 

VI.ORACION MARIANA: DE MARIA Y A MARIA

 

1. Oración de María

2. Oración mariana de la Iglesia

3. "Magnificat": oración de María y de la Iglesia

 

VII.ESPIRITUALIDAD MARIANA DE LAS DIVERSAS VOCACIONES

 

1. María en el camino de la vocación

2. María y la vocación laical

3. María y la vocación de vida consagrada

4. María y la vocación sacerdotal

 

VIII.  ESPIRITUALIDAD MARIANA DEL APOSTOL

 

1. Dimensión mariana de la espiritualidad misionera de la Iglesia

2. María en la acción misionera del apóstol

3. María en la vida espiritual del apóstol

 

IX.ESPIRITUALIDAD MARIANA POPULAR

 

1. Devoción y prácticas de devoción mariana

2. Piedad o religiosidad mariana popular

3. Espiritualidad y evangelización en los santuarios marianos

 

X.ESPIRITUALIDAD MARIANA Y MISIONERA DE LA IGLESIA A LA LUZ DE LA FIGURA BIBLICA DE SAN JOSE

 

1.Significado salvífico de la figura bíblica de San José

2.La espiritualidad mariana y misionera de la Iglesia en relación con San José

3.Santidad y misión a la luz de la figura bíblica de San José

Indice de materias

                                INTRODUCCION

 

Hacia una exposición sistemática de la espiritualidad mariana de la Iglesia

      La espiritualidad cristiana, por su misma naturaleza, está centrada en el misterio de Cristo. Es la "vivencia" de los temas cristianos y la reflexión teológica sobre esta misma vivencia. Cualquier tema teológico puede analizarse especialmente desde tres funciones o puntos de vista: científico-sapiencial (buscando el significado profundo), kerigmático-pastoral (presentando los caminos para anunciarlo y hacerlo realidad en la comunidad), "vivencial" (estilo de vida, vivencia, vida "espiritual").

      La relación entre teología y espiritualidad, es analógica a la relación entre mariología y espiritualidad mariana. Si se estudia teológicamente la naturaleza de los temas mariológicos, ¿por qué no se pueden estudiar también para la función pastoral y la vivencial? La espiritualidad mariana sería, pues, el estudio teológico de la "vida de fe" en su dimensión mariana (RMa 48). Gracias a los estudios ya realizados en el campo de la mariología general, será posible dar un paso más: elaborar una reflexión teológica sobre la "espiritualidad" o vivencia mariana de los contenidos de la misma mariología.

      Al querer trazar unas líneas sintéticas para sistematizar la espiritualidad mariana de la Iglesia, nos encontramos con la misma dificultad característica de la espiritualidad general: ¿cuál es su punto de partida, su objetivo, sus etapas, medios...?

      Se puede partir de conceptos o también de un camino que hay que emprender: ¿una espiritualidad más estática o más dinámica?

      En su visita a la Facultad Teológica del "Marianum" (Roma), Juan Pablo II invitó a no desconectar la espiritualidad mariana de la espiritualidad cristiana: "En el campo de la espiritualidad, que hoy suscita un amplio interés, los estudiosos de la mariología deberán mostrar la necesidad de una inserción armónica de la 'dimensión mariana' en la única espiritualidad cristiana, porque ella enraíza en la voluntad de Cristo" (Alocución 10 diciembre 1988).

      Primero hay que delimitar la naturaleza de la espiritualidad mariana. Después se podría indicar un punto de partida o una dimensión: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, antropológica...

      Lo más importante sería no dejar olvidado ningún punto básico de espiritualidad: contemplación, vocación, perfección, comunidad, compromiso apostólico, discernimiento del Espíritu...

      Para evitar los doblajes innecesarios con la teología espiritual, hay que ceñirse al aspecto mariano, es decir, al puesto de María en la vida espiritual: oración, vocación, perfección, comunión, misión... Todavía podría profundizarse más, exponiendo estos temas como un proceso o un camino por recorrer, en el que María desempeña una presencia activa y materna: María en el camino de la contemplación, vocación, perfección, etc.

      La vida espiritual, como vida según el Espíritu Santo, tiene una dimensión mariana ineludible. Los estudios mariológicos han hecho mención explícita al hablar de la devoción mariana. Hay que dar un salto de calidad, como hizo en su tiempo la espiritualidad respecto a la teología moral, y la espiritualidad misionera respecto a la espiritualidad general (cfr. RMi cap. VIII: "Espiritualidad misionera").

      La espiritualidad mariana de la Iglesia es un hecho vivencial innegable. Es la "vida de fe" de la Iglesia en relación con María. Toca a la teología realizar la "reflexión sobre la fe" (o "fides quaerens intellectum"), como ha sucedido con otros contenidos de la fe cristiana.

      En cualquiera de la soluciones que se adopten, María debe aparecer como "Maestra de vida espiritual" (MC 21), "pedagoga del evangelio" (Puebla 29), educadora de la fe de la Iglesia, en su camino de configuración con Cristo y de anuncio del evangelio a todos los pueblos, hacia la visión definitiva.

                                   SIGLAS

AAApostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).

AGAd Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

CECCatechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

CFLChristifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

DMDives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

DEVDominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

DVDei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

ENEvangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

FCFamiliaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).

GSGaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LELaborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

LGLumen Gentium(C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

MCMarialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).

MDMulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).

OTOptatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

PCPerfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).

PDVPastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

POPresbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

RCRedemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).

RDRedemptoris Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).

RHRedemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

RMRedemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

RMiRedemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

SCSacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

SDSalvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

SDVSummi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).

SRSSollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).

X.ESPIRITUALIDAD MARIANA Y MISIONERA DE LA IGLESIA A LA LUZ DE LA FIGURA BIBLICA DE SAN JOSE

 

1.Significado salvífico de la figura bíblica de San José

 

2.La espiritualidad mariana y misionera de la Iglesia en relación con San José

 

3.Santidad y misión a la luz de la figura bíblica de San José

 

1.Significado salvífico de la figura bíblica de San José

 

      Una figura bíblica sigue siendo actual en toda época histórica. Los textos bíblicos que la presentan son palabra de Dios, siempre viva y eficaz. El evangelio sigue aconteciendo. Los textos bíblicos siguen hablando.

      En cada texto escriturístico hay una llamada e invitación para cada ser humano y para cada pueblo. El mismo Espíritu que inspiró los textos sagrados y que hizo posibles las figuras bíblicas (como la de San José), anima a la comunidad eclesial a producir semejantes figuras que sean fieles a los designios salvíficos de Dios. La palabra escriturística invade todo el ser del hombre; por esto es "viva y eficaz" (Heb 4,12), como "la verdad" (Jn 17,17) que desvela la verdad del hombre y del mundo. Cada creyente puede encontrar su modo de colaborar a la propia vocación en las figuras bíblicas.[1]

      Cuando escuchamos, leemos o meditamos los textos bíblicos sobre San José, esta palabra de Dios (que describe la figura bíblica del esposo de María) es portadora de gracias especiales para quienes la escuchan con un corazón bien dispuesto. Son gracias similares a las que recibió San José.

      La "memoria" de la Iglesia sobre los misterios de Cristo tiene su punto culminante en la celebración eucarística (cf. SC 10). Allí el misterio pascual acontece como presencialización del sacrificio de Cristo, "memorial de su muerte y resurrección" (cf. SC 47). Análogamente, cuando la Iglesia (cada creyente y cada comunidad) "recuerda" la figura de San José, siempre en relación con María, entonces se realiza esta figura (de algún modo) en quienes son fieles al misterio de Cristo que se está celebrando.

      El hecho de que la comunidad eclesial siga viviendo y anunciando a Cristo por medio de los textos evangélicos que hablan de San José, tiene valor de llamada a la santidad y de  anuncio misionero. San José pertenece al mensaje evangélico y, más concretamente, a los textos del "primer anuncio". Asintiendo al mensaje del ángel, recibió a María como esposa. Esta actitud de fidelidad a los planes salvíficos de Dios, hace resaltar la realidad de Cristo como Salvador ("Jesús"), por el hecho de ser Dios ("Emmanuel") y hombre, nacido de María la Virgen (Mt 1,18-25).[2]

      Leyendo los textos bíblicos sobre San José, todo creyente se siente invitado a "ser José", es decir, a vivir y servir a la misión salvífica de Cristo: "Todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a San José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de participar en la economía de la salvación" (RC 1).[3]

      El mensaje bíblico sobre San José sólo se capta con una actitud de fidelidad y de contemplación, meditando la palabra en el corazón (Lc 2,19.51), que, en este caso, consiste en "tomar al niño y a su madre" (Mt 2,13), para vivir "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).[4]

      La Iglesia, meditando la figura bíblica de San José, se siente llamada a profundizar en su propia responsabilidad misionera de servir y anunciar a Cristo, Dios y hombre, Salvador, "luz de las gentes" (Lc 2,32), nacido de María la Virgen por obra del Espíritu Santo. Mirando a San José, la Iglesia encuentra en él un "aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización" (RC 29).

      La figura bíblica de San José queda enmarcada en unos trazos principales:

- Es un hombre "justo", dispuesto a escuchar la palabra de Dios y seguir sus designios salvíficos (Mt 1,19).

- Vive en el ambiente de esperanzas mesiánicas a la luz de las promesas (Mt 1,22-23).

- Responde inmediatamente a la voluntad divina (Mt 1,24), colaborando así a la obra salvífica y dando al niño el nombre de Jesús (Mt 1,21.25).

- Su matrimonio con María se encuadra en el marco de la Alianza (signo del desposorio de Dios con su pueblo) (Mt 1,20.24).

- Su vida ya sólo pertenece "al niño y a su madre" (Mt 2,13.19).[5]

 

      La figura bíblica de San José sigue "aconteciendo" en la Iglesia. Su significado salvífico es redescubierto constantemente por creyentes que meditan la palabra de Dios como María, para iluminar los acontecimientos históricos. La historia deja entrever su significado salvífico, con un dinamismo que proviene de Cristo Salvador y que culminará en la glorificación final, como "recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Entonces la Iglesia, como comunidad "convocada" ("Ecclesia"), personificada en María, será "la mujer vestida de sol"(Apoc 12,1), transformada plenamente en el Señor. Sintonizar con la figura bíblica de San José equivale también a "admirar" (Lc 2,33) el misterio de Cristo, en unión con María, para correr su misma suerte.

      Toda figura bíblica es tal porque participa en la historia de salvación, como instrumento de Dios y como "expresión" ("tipo") de toda la comunidad creyente. Cuando la comunidad mira a esta figura, aprende de ella a colaborar en los planes salvíficos. Al contemplar a San José, la comunidad eclesial reencuentra su "modo de servir, así como de participar en la economía de la salvación" (RC 1). La participación en la obra redentora tiene lugar por medio de una actitud de servicio humilde y responsable. Hay un cierto paralelismo, salvando siempre la diferencia, entre la realidad de la figura bíblica de San José, que personifica a la Iglesia, y María como "Tipo" de la misma Iglesia.[6]

      San José, por el hecho de ser hombre "justo" (Mt 1,19), vivía de las esperanzas mesiánicas plasmadas en la revelación del Antiguo Testamento. Todos los pueblos y culturas han tenido una actitud de espera acerca de un futuro mejor o de una salvación verdadera. El "justo" del Antiguo testamento vivía esta actitud apoyado en la palabra y en las promesas de Dios (Hab 2,4). De San José aprende el creyente a situarse en esta actitud de esperanza, "por encima de toda humana esperanza" (Rom 4,18). Esta confianza audaz, que se apoya en la revelación, capacita para mirar a los acontecimientos y a la comunidad humana con actitud constructiva, confiando en el valor definitivo y perenne de toda acción humana hecha por amor.[7]

      "Servir a la economía de salvación" como José (RC 32), tiene dimensión cristológica y mariológica. Se trata de "tomar al niño y a su madre" (Mt 2,13), en las circunstancias concretas de la Iglesia y de la sociedad en que se vive. La historia se construye y llega a su "plenitud" amando, apoyándose en Cristo "nacido de la mujer" (Gal 4,4). Ahora esta historia es eclesial o de la "nueva Jerusalén" (Gal 4,26), que vive y camina como fermento salvífico en medio de la sociedad humana, como solidaria de los gozos y esperanzas, es decir, "solidaria del género humano y de su historia" (GS 1).

      El "tipo" más perfecto de la comunidad creyente es María (Jn 2,5; Lc 8,21; cf. Ex 24,7). José, como consorte o esposo de María, forma parte de esta figura de la comunidad creyente: "Lo que hizo le unió en modo particularísimo a la fe de María" (RC 4). Se le pidió renovar el "sí" matrimonial a la luz del misterio de la encarnación. Su amor fue elevado a participar activamente en estos planes salvíficos; por esto fue "llamado nuevamente por Dios a este amor" (RC 19), como un "don esponsal de sí" (RC 20). Aceptó a María amándola tal como era en los designios de Dios.

      La figura bíblica de San José indica una paternidad nueva. Lo que parece esterilidad se convierte en máxima fecundidad. Por su "sí" a los planes salvíficos de Dios en el misterio de la Encarnación, su vida se ha convertido en instrumento para que Cristo Redentor naciera de María la Virgen por obra del Espíritu Santo. Dios quiso su "sí" expresado en amor esponsal a María y en donación total a Cristo. Por esto, "el hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que les une" (RC 7). "No es la suya una paternidad derivada de la generación; y, sin embargo, no es 'aparente' o solamente sustitutiva, sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de la Unión Hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona divina del Verbo-Hijo, Jesucristo... asumió todo lo que es humano... En este contexto está también 'asumida' la paternidad humana de José" (RC 21).[8]

      El hecho de dar el nombre a "Jesús" (Salvador) es también un ejercicio de su paternidad. Su vida queda íntimamente relacionada con Cristo Salvador: "Toda la vida, tanto 'privada' como 'escondida' de Jesús ha sido confiada a su custodia" (RC 8). La salvación obrada por Jesús se manifestó a través de esta cooperación de San José.

      El gesto silencioso de fidelidad de San José fue querido por Dios, y demostró el modo peculiar de la actuación divina salvífica. Efectivamente, Dios quiere salvar al hombre por medio del hombre. San José es figura de la vocación humana a colaborar activamente en los planes salvíficos de Dios. "Simplemente él 'hizo' como el ángel del Señor le había mandado (Mt 1,24)... El silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el 'justo' (Mt 1,19). Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de los testimonios más importantes acerca del hombre y de su vocación" (RC 17).

      La figura de San José es inexplicable sin su relación estrecha con la Santísima Virgen, su esposa. Su "sí" a los planes salvíficos de Dios se identifican con su "sí" matrimonial. En este "sí" se puede ver "una disponibilidad de voluntad semejante a la de María" (RC 3).

      Toda figura bíblica ayuda a decir el propio "sí" a la acción salvífica de Dios, a modo de respuesta libre y generosa a la Alianza: "Haremos lo que él nos diga" (Ex 24,7; cf. Lc 1,38). El aspecto mariano es básico para descubrir y vivir el mensaje cristológico que para nosotros encierra cada figura bíblica: "Haced lo que él (Cristo) os diga" (Jn 2,5).[9]

 

2.La espiritualidad mariana y misionera de la Iglesia en relación con San José

 

      En cada época histórica tiene lugar un despertar misionero de la Iglesia, en vistas a afrontar una situación nueva. "Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica" (RMi 1-3). La Iglesia profundiza su propia identidad tomando conciencia de su "naturaleza misionera" (AG 2), puesto que "ella existe para evangelizar" (EN 14). La misión de la Iglesia es siempre universalista.

      El punto de referencia de la misión de la Iglesia es el misterio de la Encarnación. El cristianismo ofrece a todo ser humano, a toda cultura y a toda religión, la experiencia de haber encontrado a Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, como único camino de salvación. La Iglesia aprende de la figura bíblica de San José esa "unión íntima" con Cristo y con María, que es garantía de su despertar espiritual y misionero. "Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión, si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar" (RMi 88).

      La figura de San José está orientada totalmente al misterio de Jesús, que "salva al mundo de sus pecados" (Mt 1,21). Los fragmentos bíblicos sobre el esposo de María, según el evangelio de San Mateo, indican que en Cristo se han  cumplido todas las promesas y esperanzas de salvación (Mt 1,23).

      La eficacia evangelizadora no radica en el poder de unos medios humanos, sino en la línea evangélica de "servicio". El modo peculiar de la cooperación de San José a la obra redentora, es el de un servicio humilde y oculto. Por esto, la Iglesia "tendrá siempre presente ante los ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de participar en la economía de la redención" (RC 1). San José es el esposo "la sierva del Señor" (Lc 1,38), que se reconoce siempre "pequeña" y amada por él (Lc 1,48).

      Esta actitud eclesial de servicio, a ejemplo de San José, equivale a "servir a la misión salvífica de Cristo" (RC 32). Los baremos humanos valen poco en el momento de calibrar los quilates de la misión. La eficacia evangélica y evangelizadora de cada época se ha demostrado a través de figuras misioneras, cuya vida ha sido de servicio humilde y oculto parecido al de San José.

      Este servicio y esta cooperación misionera son responsabilidad de todos y de cada uno de los miembros de la Iglesia. El sentido popular de la devoción a San José se podría convertir, con una buena catequesis, en una toma de conciencia respecto a la responsabilidad misionera de la Iglesia. La figura bíblica de San José hace descubrir que la tarea misionera es "tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado" (RC 32). Es "todo el pueblo cristiano" el que está llamado a "participar en la economía de la salvación" (RC 1).

      Una "nueva evangelización" y una "reevengelización" del mundo exigen un "nuevo ardor" en los evangelizadores. El despertar de un nuevo impulso misionero supone una actitud de generosidad apostólica, que prescinda de miras y ventajas temporalistas y egocéntricas. "La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal... ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos" (RMi 2-3).[10]

      La figura y el "patrocinio" de San José son un ejemplo de esta actitud de renuncia evangélica para servir a la misión evangelizadora de Cristo. Por esto, "este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia, no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización" (RC 29).

      El ejemplo de San José apunta más directamente a la vida y "renovación interior"; pero ésta es un elemento imprescindible para una toma de conciencia sobre la responsabilidad misionera de toda la Iglesia: "Como la Iglesia es toda ella misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios, el concilio invita a todos a una profunda renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del evangelio, acepten su participación en la obra misionera entre los gentiles" (AG 35).[11]

      El "silencio" activo de San José se convierte en un examen de conciencia para la misionariedad de la Iglesia. "La aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentra en él una superación ideal" (RC 27). Este equilibrio entre contemplación y misión sigue cuestionando al apóstol de hoy: "La Iglesia, ¿ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora?" (EN 76).[12]

      Este tema ha merecido el calificativo de "nuevo areópago", en el sentido de ser un gran desafío para la Iglesia misionera. "Nuestro tiempo es dramático y, al mismo tiempo, fascinador. Mientras por un lado los hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración... se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del 'retorno religioso' no carece de ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama 'el Camino, la Verdad y la Vida' (Jn 14,6). Es la vía cristiana para el encuentro con Dios para la oración, la ascesis, el descubriendo del sentido de la vida. También es un areópago que hay que evangelizar" (RMi 38).[13]

      La figura de San José indica un estilo de vida o una espiritualidad peculiar, en vistas a la misión. La eficacia apostólica deriva de la fidelidad a los planes salvíficos de Dios. Grandes cosas las puede haber, pero lo que más cuenta es el amor con que se hacen esas mismas cosas, aunque sea pequeñas: "San José es la prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo, no se necesitan 'grandes cosas', sino que se requieren solamente las virtudes humanas, sencillas, pero verdaderas y auténticas" (RC 24).[14]

      Al evangelizador, la figura bíblica de San José le hará descubrir que los trabajos concretos y los cargos tienen su importancia, pero es más importante la donación de la persona en cualquier trabajo y en cualquier cargo. "El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene" (GS 35) y "no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mimo a los demás" (GS 24).

      El trabajo apostólico tiene estas mismas características, que derivan del misterio redentor de Cristo. "Gracias a su banco de trabajo, sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la redención" (RC 22).[15]

      La vida oculta de Nazaret se prolonga en muchos apóstoles que han entregado sus vidas a una actuación oculta y sencilla, que no es noticia. Es la "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). La grandeza, eficacia y fecundidad de un apóstol no depende de la publicidad ni del reconocimiento humano, sino de la sintonía vivencial y efectiva con Cristo. "José estaba en contacto cotidiano con el misterio 'escondido desde siglos', que 'puso su morada' bajo el techo de su casa" (RC 25).

      Los grandes apóstoles de todos los tiempos han valorado la vida interior como conjunto de actitudes que unifican la vida según los criterios y la escala de valores de Cristo. La relación íntima con Cristo equivale a la capacidad de donación a los hermanos. Sólo Cristo puede infundir en el corazón del apóstol el amor verdadero a las almas, que es fuente de fecundidad apostólica. "Puesto que el amor 'paterno' de José no podía dejar de influir en el amor 'filial' de Jesús y, viceversa, el amor 'filial' de Jesús no podía dejar de influir en el amor 'paterno' de José... Las almas más sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José el luminoso ejemplo de vida interior" (RC 27).

      Descubrir en cada pueblo y en cada cultura unos destellos de esperanza de salvación, en armonía con las esperanzas mesiánicas de la revelación cristiana, sólo es posible cuando existe la actitud humilde de San José, que se traduce en fidelidad incondicional a Jesús, el Salvador, nacido de María. Los "justos", como José o Simeón, por ser fieles al Espíritu Santo, descubren a Cristo como "luz para la iluminación de los pueblos" (Lc 2,32; cf. Mt 1,19ss).[16]

      Cristo nace hoy en relación a los signos "pobres" de la Iglesia. Los servicios ocultos son los que construyen la verdadera historia de la misión. Decidirse a "tomar al niño y su madre" como José (Mt 2,13.20), equivale a servir a la Iglesia sin servirse de ella. La misión más eficaz y fecunda es la de vivir "a la sorpresa de Dios". Donde uno es enviado (tal vez zarandeado por la historia), allí le espera Cristo en cada hermano y circunstancia, como en Nazaret y Belén. Es siempre él, nacido de María y nacido de la Iglesia, que necesita de nuevos "José".

 

- A Cristo le encuentran los "pobres" (los pastores), con "María y José", escondido en los signos pobres de Belén y de la Iglesia (Lc 2,16).

- La comunidad eclesial mira a María y José para imitar su capacidad contemplativa de "admiración" (Lc 2,33) y de apertura a la palabra (Mt 1,24; Lc 2,19.51).

- La fecunidad apostólica va unida al hecho de compartir el dolor del seguimiento y de la misión (Lc 2,48).[17]

 

      Se puede hablar de una "memoria" de la Iglesia sobre San José, en el sentido de que, "recordando" su servicio y colaboración en la vida de Cristo, surgen en la Iglesia nuevos "José", que se deciden a servir a Cristo nacido de maría y de la Iglesia. El evangelio sigue aconteciendo cuando se le medita con un corazón fiel y generoso. La "memoria" de San José suscita en cada época nuevos santos y apóstoles. Por esto, "todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a San José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir"; la "reflexión" sobre San José "consentirá a la Iglesia encontrar continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor" (RC 1). Para la Iglesia que recuerda a San José, éste se convierte en "el depositario del misterio escondido desde los siglos en Dios (cf. Ef 3,9)" (RC 5).

      La Iglesia no es una estructura de poder humano, sino un conjunto de signos "pobres", que transparentan y comunican a Cristo. La actitud devocional hacia San José se traduce en actitud de fe, concretada en una vida "escondida" al servicio de estos signos pobres instituidos por el Señor. La figura de San José forma parte de estos mismos signos que nunca están de moda ni se cotizan en la publicidad.[18]

 

3.Santidad y misión a la luz de la figura bíblica de San José

 

      En el campo de la evangelización y de la santidad se puede hablar del "camino de José", es decir, del modo como él colaboró con los designios salvíficos de Dios. Es un modo "activo" y "contemplativo" a la vez. Su capacidad de silencio contemplativo era un índice de su capacidad de colaborar activamente en los planes de Dios: "Simplemente él 'hizo como el ángel del Señor le había mandado' (Mt 1,14). Y este primer 'hizo' es el comienzo del 'camino de José'... el silencio de José posee una especial elocuencia" (RC 17).[19]

      San José pertenece a la lista interminable y desconocida (muchas veces olvidada) de personas, que son eficazmente activas porque son profundamente contemplativas, convencidas de que "es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hacen nada, que todas esas otras obras juntas".[20]

      Esta actividad verdaderamente eficaz y contemplativa es unidad de vida sin dicotomías, que se manifiesta en una serenidad armoniosa ante los acontecimientos gozosos y dolorosos. A la luz del misterio de la encarnación, vivido en relación personal y amorosa con Cristo, es posible esta armonía entre contemplación y acción. "Según la conocida distinción entre el amor a la verdad (caritas veritatis) y la exigencia del amor (necessitas caritatis) podemos decir que José ha experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el puro amor de contemplación de la verdad divina que irradiaba de la humanidad de Cristo, como la exigencia del amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio, requerido por la tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad" (RC 27).[21]

      El amor a Cristo unifica el corazón y lo hace capaz de amar, tanto en el silencio contemplativo como en el servicio fraterno y apostólico. En San José encontramos estas líneas contemplativas con repercusión en la obra salvífica:

- Aceptación y adoración del misterio de la "salvación" realizado por la acción del Espíritu Santo en María (Mt 1,20ss).

- Sentido de admiración, conjuntamente con María, ante el anuncio de Jesús como  Salvador de todos los pueblos y luz de las naciones (Lc 2,30-33).

- Actitud de silencio activo de quien acepta colaborar con los planes salvíficos de Dios en armonía con el "fiat" de María (Mt 1,24; Lc 1,38).

 

      Este estilo de vida, tan contemplativo y activo, se podría concretar diciendo que San José vivió a la "sorpresa" de Dios, como hipotecado libre y generosamente por su voluntad salvífica. El hecho de aceptar a María como esposa y de seguir fielmente unos acontecimientos de marginación (Belén, Egipto, Nazaret), sólo tiene sentido a la luz de una relación estrecha con el misterio de Cristo, nacido de María y que ahora se prolonga en la Iglesia: "Toma al niño y a su madre" (Mt 2,13.20).

      Al recordar a los Apóstoles "en cenáculo con María" (RMi 92; cfr, Act 1,14), la encíclica  "Redemptoris Missio" anuncia el "amanecer de una nueva época misionera... si todos responden con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo" (RMi 92). En cada época histórica de profunda renovación y misionariedad, la Iglesia ha tomado conciencia de la relación entre la anunciación y Pentecostés, puesto que "fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María" (AG 4).

      Es un hecho que grandes santos, contemplativos y apóstoles, han tenido un gran aprecio por la figura bíblica de San José, siempre en relación con María y con la Iglesia (relación entre la anunciación y Pentecostés). Estas personas santas supieron "actualizar" la palabra de Dios, redescubriendo en San José la figura del creyente en momentos determinantes de la historia de la Iglesia. Algunos de estas personas santas y misioneras dieron origen a instituciones de perfección y de evangelización, con una línea marcadamente josefina.[22]

      Juan XXIII quiso hacer resaltar la figura de San José incluyéndolo en la plegaria eucarística[23]. El mismo Sumo Pontífice dejó entender que la renovación eclesial querida por el concilio dependía en gran parte del redescubrimiento de este santo: "El concilio ecuménico sólo exige para su realización y éxito luz de verdad y de gracia, disciplinado estudio y silencio, serena paz de las mentes y corazones... En el templo máximo de San Pedro, donde se veneran preciosos recuerdos de toda la cristiandad, también hay un altar para San José, y proponemos con fecha de hoy, 19 de marzo de 1961, que este altar de San José revista nuevo esplendor más amplio y solemne, y sea el punto de convergencia y piedad religiosa para cada alma e innumerables muchedumbres... ¡Oh San José! Aquí está tu puesto como 'Protector universalis Ecclesiae'. Hemos querido ofrecerte... una corona de honor como eco de las muestras de afectuosa veneración que ya surgen de todas las naciones católicas y de todos los países del mundo".[24]

      Estos signos sencillos de la Iglesia encontraron eco en los documentos conciliares del Vaticano II. Las alusiones explícitas son escasas, a la medida de la figura humilde de San José: "Al celebrar el sacrificio eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María, y también del bienaventurado José"... (LG 50; cf. SC 104).[25]

      La Exhortación Apostólica "Redemptoris Custos" ha tenido un eco aparentemente discreto, a juzgar por los comentarios posteriores. Pero muchas personas e instituciones han encontrado en estas indicaciones de Juan Pablo II unas pautas certeras para redescubrir su propio carisma espiritual y misionero, a nivel personal, comunitario e institucional.

      Al contemplar la palabra de Dios que nos describe la figura bíblica de San José, nos encontramos con un "hecho" eclesial de gracia, eminentemente evangélico: "Reflexionar sobre la participación del Esposo de María en el misterio divino, consentirá a la Iglesia... encontrar continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor, que tiene su fundamento en el misterio de la Encarnación" (RC 1).

      Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, puede ser un signo indicador de un despertar misionero de la Iglesia: "Mi devoción a San José, desde la infancia, era una misma cosa con mi amor a la Santísima Virgen"[26]. "¿San José bendito? ¡Cuánto le amo!... ¡Cuán sencilla me parece que debió ser su vida!"[27]. "Lo que más me edifica cuando medito el secreto de la Sagrada Familia, es la idea de una vida del todo ordinaria. La Santísima Virgen y San José sabían ciertamente que Jesús es Dios, y, sin embargo, muchos misterios les estaban ocultos, y, como nosotros, vivían de la fe".[28]

      La misión sigue necesitando personas e instituciones que, por el hecho de vivir "una profunda renovación interior", asumen "la propia responsabilidad en la difusión del evangelio y aceptan su participación en la obra misionera" (AG 35). "La llamada a la misión deriva, de por sí, de la llamada a la santidad... La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión... La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad. El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos... Es necesario suscitar un nuevo 'anhelo de santidad' entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana" (RMi 90).

      La fiesta litúrgica de San José presenta al esposo de María colaborando en la obra salvífica, como ejemplo y estímulo de la Iglesia llamada a la santidad y a la misión universal.[29]

      La misión de "tomar al niño y a su madre" (Mt 2,13), para comunicarlo al mundo, supone una vida de fidelidad y de silencio, al estilo de José, es decir, una "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Jesús será siempre considerado como "hijo de José" (Lc 4,22; cfr 2,48), en la perspectiva de la fe y de la salvación en Cristo (cfr. Rom 4,13-22). Esta "paternidad" es el soporte del celo apostólico al estilo de Pablo (1Cor 4,15), que tiene también matices de "amor materno" (cfr. Gal 4,19; 1Tes 2,7.11). La figura bíblica de San José ayuda a descubrir la figura bíblica de María, como modelo de consagración, santidad y misión: "María es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (RMi 92; cfr. LG 65).

 

                          Selección bibliográfica

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Nota: Ver otros estudios en el capítulo III (dimensión bíblica), especialmente los que se refieren a la infancia de Jesús.



    [1]Los textos inspirados siguen hablando, en cada una de sus expresiones, de los acontecimientos salvíficos y de las figuras bíblicas. La palabra evangélica urge tanto a la contemplación como a la misión. G. AUZOU, La Parole de Dieu, Approches du mystère des Saintes Ecritures, Paris, Edit. de l'Orante 1963; D. BARSOTTI, Misterio cristiano y palabra de Dios, Salamanca, Sígueme 1965;

J. ESQUERDA BIFET, Profetismo cristiano, profetismo misionero, Barcelona, Balmes 1986; Idem, Meditar en el corazón, Barcelona, Balmes 1987; V. MANNUCI, Bibbia come parola di Dio, Brescia, Queriniana 1984. Ver comentarios a la Constitución conciliar "Dei Verbum", del Vaticano II. Sobre figuras bíblicas concretas: Grande dizionario illustrato dei personaggi biblici, Casale Monferrato. PIEMME 1991. Sobre otras figuras: AA.VV., Spirito del Signore e libertà, Figure e momenti della spiritualità, Brescia, Morcelliana 1982. Ver otros estudios en la nota 1 del capítulo III.

    [2]La figura bíblica de José, como esposo de María, ayuda a comprender los datos fundamentales del "kerigma": Jesús Hijo de Dios (bajo la acción del Espíritu Santo), Jesús verdadero hombre (hijo de David), Jesús Salvador (según las promesas mesiánicas). María, Virgen y Madre, asociada a Cristo como figura de la comunidad eclesial, es parte integrante del "kerigma". Ver el tema de María en relación al primer anuncio, en el capítulo III, n.1.

    [3]La exhortación apostólica "Redemptoris Custos" (RC), de Juan Pablo II (15 agosto 1989), tiene esta línea salvífica: "servir" y "participar" en la economía de la salvación", a ejemplo de San José, esposo de María. Este documento no ha tenido mucho eco en las publicaciones, pero ha conseguido un gran impacto en muchas comunidades cristianas, especialmente de vida consagrada y misionera. Ver el texto en Insegnamenti XII/2 (1989) 197-248.

    [4]Es la actitud propia del evangelizador: "Precisamente porque es 'enviado', el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que le acompaña en todo momento de su vida. 'No tengas miedo... porque yo estoy contigo' (Act 18,9-10). Cristo le espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

    [5]Algunos estudios sobre San José dejan entender estos datos bíblicos: F. CANALS, San José patriarca del Pueblo de Dios, Valladolid 1982; J.A. CARRASCO, San José en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Valladolid 1980; E. CARRO, R. PALMERO, San José, Bilbao 1980; J.M. ESCRIVA', En el taller de San José, Madrid 1969;

J. ESQUERDA BIFET, José de Nazaret, Salamanca, Sígueme 1989; J. GALOT, Saint Joseph, Roma 1985; M. GASNIER, Los silencios de San José, Madrid 1980; E.S. GOBERT, San José, un hombre para Dios, Barcelona 1982; U. HOLSMEISTER, De Sancto Ioseph quaestiones biblicae, Roma 1945; J. JANTSCH, José de Nazaret, Madrid, Patmos 1954; JOSE A. DEL NIÑO JESUS, San José, su misión, su tiempo, su vida, Valladolid 1965; A.H.M. LEPICIER, Tractatus de Sancto Iosepho Sponso S. M. Virginis, Roma 1933; B. LLAMERA, Teología de San José, Madrid 1953; B. MARTELET, José de Nazaret, el hombre de confianza, Madrid 1981; J.A. MORAN, Nuestro padre San José, El Salvador 1966; T. STRAMARE, San Giuseppe nella Sacra Scrittura, nella teologia e nel culto, Roma, PIEMME 1983; Idem, San Giuseppe virgulto rigoglioso, rassegna storico. dottrinale, Casale Monferrato, PIEMME 1987; F. SUAREZ, José, esposo de María, Madrid 1982. Ver bibliografía histórica y actual en F. CANALS, T. STRAMARE (o.c.), y en: "Apostolado Sacerdotal" 22 (Barceona, 1966) nn.231-232. Ver tmabién los comentarios al evangelio de la infancia, especialmente según San Mateo.

    [6]Toda figura bíblica personifica a la comunidad, cada una según su propio cometido. L. DEISS, Marie, Fille de Sion, Bruges 1959; J. ESQUERDA BIFET, Significado salvífico de María como Tipo de la Iglesia, "Ephemerides Mariologicae" 17 (1967) 89-120; J. GALOT, Marie, Type et modèle de l'Église, en: L'Église du Vatican II, Paris, 1966, III; O. SEMMELROTH, Marie, Archétype de l'Église, Paris, Fleurs 1968; T. STRAMARE, San Giuseppe virgulto rigoglioso, rassegna storico. dottrinale, Casale Monferrato, PIEMME 1987; M. THURIAN, Maria, Madre del Signore, Immagine della Chiesa, Brescia, Morcelliana 1964.

    [7]"El contexto de 'justicia' es uno de los temas fundamentales del mensaje de Cristo según Mateo, y la palabra es una de las predilectas del evangelista... En el panorama doctrinal del primer Evangelio, la abstracción 'justicia' tiene relación íntima y casi podrá intercambiarse con la consigna dinámica de 'cumplir la Voluntad del Padre que está en los cielos'" (I. GOMA, El Evangelio según San Mateo, Madrid, Marova 1976, I, pp.33-34).

    [8]La familia cristiana tiene siempre como modelo la sagrada familia de Nazaret. Dice el documento de Santo Domingo: "Jesucristo es la Nueva Alianza, en El el matrimonio adquiere su verdadera dimensión. Por su Encarnación y por su vida en familia por María y José en el hogar de Nazaret se constituye un modelo de toda familia" (n.213).

    [9]Las palabras de María son un eco de la respuesta a la Alianza, como representando a la comunidad creyente y como resumen de toda figura bíblica. San José asumió responsablemente esta respuesta "haciendo" lo que el ángel le pidió de parte de Dios. A.M. SERRA, María a Cana e presso la Croce, Roma, Centro di Cultura Mariana "Mater Ecclesiae" 1978; Idem, María según el evangelio, Salamanca, Sígueme 1988, XIII ("Haced lo que él os diga"); Idem, E c'era la Madre di Gesù..., saggi di esegesi biblico-mariana (1978-1988), Roma, Marianum 1989; Idem, Nato da Donna..., ricerche bibliche su Maria di Nazaret (1989-1992), Roma, Marianum 1992.

    [10]Ver este tema en el capítulo IX, n.3. La encíclica "Redemptoris Missio" presenta la necesidad de una "nueva evangelización" o "reevangelización" de las comunidades ya cristianas, en vistas a hacerse responsables de lamisión universal, quie es tarea de todos. Ver RMi nn. 2, 3, 33, 59, 72, 73, 85, 86.

    [11]La renovación de personas y comunidades es condición indispensable para asumir las responsabilidades de la evangelización. Ver RMi nn. 47, 49, 52, 60. J. ESQUERDA BIFET, Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n.1, 135-147.

    [12]La verdadera "experiencia" de Dios se convierte en eficacia misionera: AA.VV., Contemplazione e missione, "Fede e Civiltà" 75 (1978) 3-34; E. ANCILLI, Fecondità missionaria della preghiera contemplativa, in: Spiritualità della missione, Roma, Teresianum 1986, 181-196; L. BORRIELLO, Una forte esperienza di Dio quale base di ogni promozione umana ed evangelizzazione, en: Portare Cristo all'uomo, III, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1985, 441-460; DINH DUC DAO, Preghiera e missione, en: Missiologia oggi, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1985, 233-251; J. ESQUERDA BIFET, Valor evangelizador y desafíos actuales de la "experiencia" religiosa, "Euntes Docete" 43 (1990) 37-56.

    [13]Juan Pablo II indica comunica tamibén su experiencia personal y una reflexión consecuente: "El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero ha de ser un contemplativo en la acción. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles: 'Lo que contemplamos... acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos' (1Jn 1,1-3)" (RMi 91).

    [14]Ver la espiritualidad mariana del apóstol en el capítulo VIII.

    [15]D. CHENU, Hacia una teología del trabajo, Barcelona, Estela 1965; A. MARTINEZ ALBIACH, Espiritualidad del trabajo, "Burgense" 28/2 (1987) 511-532; E. TESTA, Il lavoro nella Bibbia, nella Tradizione e nel Magistero della Chiesa, "Liber Annuus" (Studium Biblicum Franciscanum) 36   (1986) 183-210.

    [16]La esperanza cristiana se apoya sólo en Cristo, centro de la creación y de la historia; la cooperación del creyente es confiada, activa y responsable. J. GALOT, Le mystère de l'espérance, Paris, Lethielleux 1973; P. GRELOT, Espérance, liberté, engagement du chrétien, Paris, Paulines 1983; R. LAURENTIN, Nouvelles dimensions de l'espérance, Paris, Cerf 1972; B. MONDIN, I teologi della speranza, Bologna, Borla 1974.

 

    [17]Ver la relación entre la maternidad de María y de la Iglesia, en los capítulos V n.3 y VIII n.2.

    [18]La eclesiologia de "comunión" acentúa el valor de la fraternidad como signo eficaz de Cristo. La Iglesia "misterio", como signo de la presencia del Señor, se hace "misión" en la medida en que viva la "comunión". "La vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza... La comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión" (CFL 31). Ver: J. CAPMANY, Misión en la comunión, Madrid, PPC 1984; J. ESQUERDA BIFET, Compartir con los hermanos, la comunión de los santos, Barcelona, Balmes 1992; CL. GARCIA EXTREMEÑO, La actividad misionera de una Iglesia sacramento y desde una Iglesia comunión, "Estudios de Misionología" 2 (1977) 217-252; J.M.R. TILLARD, Eglise d'Eglises, écclésiologie de communion, Paris, Cerf 1987.

    [19]Ver: M. GASNIER, Los silencios de San José, Madrid 1980. Sobre la contemplación cristiana en relación a la no cristiana, resumo doctrina comparativa y bibliografía en: Contemplación cristiana y experiencias místicas no cristianas, en: Evangelizzazione e culture, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1976, I, 407-420; La experiencia cristiana de Dios, "más allá" de las culturas, de las religiones y de las técnicas contemplativos, en: Portare Cristo all'uomo, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1985, I, 351-368.

    [20]SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, anotación a la canción 29 (texto B). Se puede hablar de una "dimensión teologal" de la evangelización: hacer que las personas evangelizadas vivan la vida de fe, esperanza y caridad, dispuestas a seguir todo el camino de la santidad cristiana. En la vida y en los escritos de San Juan de la Cruz aparece "la fuerza teologal de la vida apostólica" (Carta Apostólica de Juan Pablo II, Maestro en la fe (14.12.90).

    [21]"Redemptoris Custos" cita a: S. TOMAS, Summa Theol., II-IIae, q. 182, a.1, ad 3.

    [22]Recojo testimonio de Papas y santos en: José de Nazaret, Salamanca, Sígueme 1989, cap. 6. Sobre D. Comboni: P. CHIOCCHETTA, A. GILLI, La preghiera in Comboni, Roma, Missionari Comboniani 1989 (appendice: S. Giuseppe nella tradizione comboniana). Sobre los Santos Padres: G.M. BERTRAND, G. PONTON, Textes Patristiques sur Saint Joseph, Montréal, CRD Oratoire S. Jospeh, 1966. Sobre documentos pontificios, Santos Padres en particular y sobre autores y santos de todas las épocas: F. CANALS VIDAL, San José, Patriarca del Pueblo de Dios, Valladolid 1982, apéndices documental y bibliográfico. Ver más bibliografía en la nota 5.

    [23]Decr. "Novis hisce temporibus" (S.C. de Ritos), 13 noviembre 1962: AAS 54 (1962) 873.

    [24]Carta Apostólica de Juan XXIII, sobre la devoción a San José, 19 de marzo de 1961: Discorsi, Messaggi... del Santo Padre Giovanni XXIII, Tip. Pol. Vaticana, III, 773-782.

    [25]Ver: S. BARTINA, San José en los documentos del Concilio Vaticano II, "Estudios Josefinos", 13 (1971) nn.49-50.

    [26]STA. TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, cap. VI. Ver en: Procès de béatification et canonisation de Sainte Thérèse de l'Enfant-Jésus et de la Sainte-Face, I, Procès informatif ordinaire, Roma, Teresianum 1973, Manuscrits autobiographiques "A". chap. VI.

    [27]STA TERESA DE LISIEUX, Novissima verba, 20 de agosto.

    [28]STA TERESA DE LISIEUX, Consejos y recuerdos, n.99.

    [29]Oración de la celebración eucarística y de la liturgia de la horas: "Dios todopoderoso, que, en los albores del Nuesto Testamento, encomendaste a San José los misterios de nuestra salvación, haz que ahora tu Iglesia, sostenida por la intercesión del esposo de María, lleve a su pleno cumplimento la obra de la salvación de los hombres".

Martes, 14 Marzo 2023 11:42

VIII. ESPIRITUALIDAD MARIANA DEL APOSTOL

                  VIII. ESPIRITUALIDAD MARIANA DEL APOSTOL

 

1. Dimensión mariana de la espiritualidad misionera de la Iglesia

 

2. María en la acción misionera del apóstol

 

3. María en la vida espiritual del apóstol

 

1. Dimensión mariana de la espiritualidad misionera de la Iglesia

 

      La "espiritualidad" cristiana, por ser "vida según el Espíritu" (Rom 8,9), es esencialmente misionera, que se concretiza en la fidelidad a la "misión" del Espíritu (Lc 4,18). Se conjugan, pues, dos palabras, que son dos realidades: espiritualidad y misión. Es la misma "espiritualidad" o estilo de vida de Jesús, "concebido por obra del Espíritu Santo" en el seno de María (cfr. Mt 1,20), "ungido y enviado" por el Espíritu "para evangelizar a los pobres" (Lc 4,18).

      La "espiritualidad misionera" (AG 29) o "espíritu de la evangelización" se concretiza en "actitudes interiores que deben animar a los evangelizadores" (EN 74), es decir, en las diversas virtudes apostólicas (AG 23-24). Por esto, "la actividad misionera exige una espiritualidad específica" (RMi 87). Esta actividad eclesial de anuncio y de servicio es eminentemente mariana, puesto que la Iglesia, en su "misión apostólica", mira a María como figura y modelo de toda actividad apostólica (LG 65).[1]

      Los datos básicos de la espiritualidad misionera forman parte también de la espiritualidad mariana:

- Fidelidad al Espíritu Santo; dimensión pneumatológica de la espiritualidad mariana (cap. III, n.2).

- Vocación misionera; espiritualidad mariana de las diversas vocaciones (cap. VII).

- La comunidad apostólica; María en el camino de perfección y comunión (cap. V, n.2; cap. III, n.3).

- Las virtudes concretas que derivan de la caridad pastoral; María en el camino de la perfección (cap. V, n.2).

- La oración (contemplación) en relación con la misión; oración mariana de la Iglesia (cap. VI).

- El sentido y amor de Iglesia misterio, comunión y misión; dimensión eclesial de la espiritualidad mariana (cap. III, n.3).

- La figura de María como Tipo de la Iglesia misionera; María en el camino de la misión (cap. V, n.3).

 

      La espiritualidad misionera es, pues, eminentemente mariana.     Cada uno de los puntos de la espiritualidad misionera (que acabamos de resumir) se puede individualizar en los temas de espiritualidad mariana que hemos estudiado en capítulos anteriores.

      La encíclica "Redemptoris Missio", en su capítulo sobre "la espiritualidad misionera", resume esta espiritualidad con unas líneas que pueden relacionarse fácilmente con la espiritualidad mariana. La "plena docilidad al Espíritu... compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 87). La "comunión íntima con Cristo" equivale a sintonía y asociación esponsal con él (RMi 88). El "ardor de Cristo por las almas", hasta convertirse en "el hombre de la caridad" y "hermano universal", impele a una disponibilidad eclesial, como "fidelidad a Cristo que no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (RMi 89). La respuesta generosa a la llamada a la santidad "está estrechamente unida a la vocación universal a la misión" (RMi 90). "El misionero es un contemplativo en acción... testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91). Estos rasgos característicos de la espiritualidad misionera se viven a partir del Cenáculo con María: "Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo 'con María la Madre de Jesús' (Act 1,14), para implorar el Espíritu Santo y obtener fuerza y ardor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu" (RMi 92).

      La dimensión mariana de la espiritualidad misionera hace redescubrir y vivir la naturaleza misionera y materna de la Iglesia (Gal 4,4, 4,19; 4,26). Afirma la encíclica "Redemptoris Missio", repitiendo la doctrina conciliar y después de resumir la espiritualidad misionera: "María es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (RMi 92; cf. LG 65).[2]

      La misión eclesial de maternidad consiste en la comunicación de la vida nueva por medio del anuncio, la celebración y los servicios de caridad. "La Iglesia aprende de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental... Al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio de la adopción de hijos mediante la gracia" (RMa 43). Contemplando el misterio de María e imitando sus virtudes, la Iglesia "se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo, engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG 64).

      La maternidad de María se actualiza por medio de la acción misionera de la Iglesia, puesto que "encuentra una nueva continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia" (RMa 24). La acción apostólica de la Iglesia tiene, pues, carácter mariano y materno. La Iglesia imita a María, "que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).[3]

      La Iglesia considera a María "Estrella de la evangelización", como ayuda y orientación para cumplir el mandato misionero del Señor (EN 82; RMi 92). Así como María "ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente", de igual modo sigue ayudando a la Iglesia para conseguir que "todas las familias de los pueblos... lleguen a reunirse felizmente en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios" (LG 69).[4]

 

2. María en la acción misionera del apóstol

 

      Por exigencia del bautismo, todo cristiano está llamado a la santidad y al apostolado. La participación en el ser de Cristo (configuración ontológica con él), hace posible la misión de prolongar su acción evangelizadora. La participación en el ser y en el obrar de Cristo comportan la necesidad de ser transparencia de su vida y de su mensaje (configuración moral y espiritual con él). "Los fieles, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo", quedan "integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo" (LG 31). Estas exigencias de santidad y de apostolado quedan matizadas por la vocación específica: laicado, vida consagrada y sacerdocio ministerial. María ocupa un puesto peculiar en el camino apostólico de cada vocación.[5]

      La "misión" o envío es la acción de enviar: "como mi Padre me envío, así os envío yo" (Jn 20,21). La "evangelización" es la puesta en práctica de la misión recibida (Lc 4,18; Mc 16,15). La palabra "apostolado" incluye, en la práctica, ambos aspectos. Los elementos básicos del apostolado quedan resumidos en este texto conciliar: "Para anunciar el evangelio, envió el Señor a sus discípulos a todo el mundo, a fin de que los hombres, renacidos por la palabra de Dios, ingresen por el bautismo en la Iglesia, la cual, como cuerpo del Verbo encarnado que es, se alimenta y vive de la palabra de Dios y del pan eucarístico" (AG 6).

      De los documentos conciliares y postconciliares, especialmente a partir de "Ad Gentes", "Evangelii nuntiandi" y "Redemptoris Missio", se desprende que la acción misionera del apóstol debe abarcar todos estos elementos:

- Anuncio y testimonio,

- Llamada a la conversión y al bautismo,

- Celebración de los sacramentos y, de modo especial, la eucaristía,

- Organización de los diversos servicios de caridad,

- Formación de la comunidad (vocaciones, servicios...).

- Anuncio del Reino a todos los pueblos.[6]

 

      La acción misionera del apóstol se desarrolla en todos estos campos, que pueden reducirse a tres dimensiones: profética, litúrgica y de animación de la comunidad. La presencia activa y materna de María aparece en todas estas dimensiones: se anuncia a Cristo nacido de María, se celebra a Cristo que asocia a María a la obra redentora, se comunica a Cristo para crear una comunidad eclesial como la que se reunió con María en el Cenáculo (Act 1,14) y que llegó a ser "un solo corazón y una sola alma" (Act 4, 32).

      La dimensión profética de la acción apostólica se realiza por el anuncio, que incluye el testimonio. El primer anuncio del evangelio ("kerigma") consiste en dar a conocer el misterio de Cristo: Dios, hombre, Salvador, muerto y resucitado. De los fragmentos neotestamentarios que mejor han resumido el "kerigma", podemos señalar: Act 2,15-41; Rom 1,1-6; Gal 4,4-7; 1Cor 15,3-5. En ellos aparecen los datos fundamentales: "las promesas" o profecías (la esperanza mesiánica) que anuncian "la plenitud de los tiempos", Jesús verdadero hombre por ser "hijo de David" y "nacido de la mujer", Jesús verdadero "hijo de Dios" con "la fuerza del Espíritu", Jesús "Salvador" de todos los hombres por medio de su muerte y de su resurrección.[7]

      La Iglesia, como los primeros evangelizadores (apóstoles y evangelistas), ha hecho siempre este primer anuncio conjuntamente con el anuncio de María Virgen y Madre, asociada al Redentor. La virginidad de María transparenta la divinidad de Cristo, quien es "el HIjo de Dios" (Lc 1,35), concebido "por obra del Espíritu Santo" (Mt 1,20). La maternidad verdadera de María deja entender la humanidad perfecta de Cristo, "nacido de la mujer" (Gal 4,4), "de la estirpe de David" (Mt 1,1; Rom 1,3). Así María es "la Madre del Señor" (Lc 1,43), es decir, de Cristo, el Salvador, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, "el Señor" resucitado.[8]

      La dimensión litúrgica de la acción apostólica tiene lugar principalmente en la celebración de los sacramentos (especialmente la eucaristía), así como en el itinerario del año litúrgico, en la liturgia de las horas y en los demás signos que "recuerdan" y hacen presente los misterios de Cristo en medio de su Iglesia[9]. La asociación de María a Cristo, "el que salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21), prefigura la cooperación de la Iglesia, por medio de la acción apostólica, en la obra redentora. En toda la celebración litúrgica, que es parte esencial de la acción apostólica, hay una presencia de María, análoga a la presencia junto a la cruz de Cristo (Jn 19,25), puesto que "se asoció con entrañas de madre a su sacrificio" (LG 58).

      La comunidad cristiana ha sentido y vivido siempre la presencia de María especialmente en la celebración eucarística. Ella es como la "memoria" de la Iglesia, que debe recibir a Cristo, la Palabra hecha carne, para transmitirlo al mundo, asociándose a su sacrificio redentor con el "fiat" y el "stabat" de María, actualizados ahora en el "amén" al final de la "epíclesis" eucarística. La acción apostólica educa a toda la comunidad a decir este "amén" a la acción del Espíritu Santo, quien hizo posible la encarnación del Verbo en el seno de María, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, y que hace de toda la comunidad y de cada fiel el "cuerpo" místico de Jesús.[10]

      La construcción de la comunidad ("plantatio Ecclesiae") consiste en establecer de modo permanente los signos de la presencia de Cristo resucitado. Son los signos de la palabra, eucaristía, sacramentos, caridad, misión... (cfr. RMi 51), como en la primera comunidad eclesial que "con María la Madre de Jesús" (Act 1,14), se reunía para escuchar "la doctrina de los Apóstoles, (celebrar) la fracción del pan, la oración... teniendo todas las cosas en común" (Act 2,42-45), y se disponía a "anunciar la Palabra de Dios con audacia" (Act 4,31). Esta "comunión eclesial" es capaz de construir la humanidad en la "comunión" de hermanos.[11]

      La misión comunicada por Cristo se concreta, pues, en una acción apostólica (profética, litúrgica y de servicios de caridad), que manifiesta la naturaleza materna y comunitaria de la Iglesia, la cual tiene a María como modelo y personificación. La acción materna de María se realiza por medio de la Iglesia y, de modo especial, por medio de la acción apostólica. "Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos" (LG 62). "Por esto también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).

 

3. María en la vida espiritual del apóstol

 

      La misión eclesial prolonga en el tiempo la misma misión de Cristo, que sigue asociando a María bajo la acción del Espíritu Santo. El apóstol participa de la unción y misión de Cristo por el Espíritu (Lc 4,18; Jn 20,21-23), que comenzó en el seno de María el día de la Encarnación.

      La vida "espiritual" del apóstol es la misma vida cristiana como "vida según el Espíritu" (Rom 8,9), pero matizada por la fidelidad a la misión del mismo Espíritu, a ejemplo de Cristo (Lc 4,1.14.18). Es siempre vida de "caridad". Precisamente por ello, la espiritualidad "apostólica" equivale a la caridad pastoral, que se puede concretar en estas líneas:

- Actitud relacional con Cristo, encuentro con él, a partir de una llamada o vocación: Jn 1,38-39; Mc 3,13-14; Mc 10,21; Jn 15,6.26.

- Seguimiento evangélico para vivir el mismo estilo de vida de Cristo Buen Pastor: Mt 4,19ss; Mt 19, 21-27; Mc 10,38; Jn 10.

- Vida fraterna con el grupo apostólico al que cada uno pertenece: Jn 13,34-35; 17,21-23; Act 4,32.

- Disponibilidad para la misión, que es siempre de línea universalista: Jn 20,21-23 (17,18); Mt 28,19-20; Mc 16,15s; Act 1,1-8.[12]

 

      María está presente en todos los momentos de la vida apostólica: en el anuncio, la celebración y la comunicación del misterio de Cristo. Y también está presente en la vida del apóstol:

- Momentos iniciales: Lc 1,39-45 (santificación del Precursor); Jn 2,1-12 (María en el seguimiento inicial).

- Momentos de dificultad: Jn 19,25-27 (perseverancia junto a la cruz); Gal 4,4.19 (fecundidad del dolor).

- Momentos de renovación y de gracias nuevas del Espíritu: Act 1,14; 2,3.[13]

 

      La tensión entre vida interior y acción apostólica se resuelve por medio de una actitud profunda de "unidad de vida" (PO 14). Efectivamente, todo apóstol se santifica "ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo" (PO 13). Esta actitud de equilibrio supone una orientación del corazón, como en María, hacia la voluntad salvífica de Dios: "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38); "haced lo que él os diga" (Jn 2,5). La sintonía con la caridad del Buen Pastor, que sigue siempre la voluntad del Padre (Jn 10,18), unifica la vida del apóstol.

      El celo apostólico tiene matices de "amor materno" (o paterno), según algunas afirmaciones de San Pablo (Gal 4,19; 1Tes 2,7.11; 1Cor 4,15). La imagen "materna" del apóstol se base en la doctrina de Jesús, al comparar el sufrimiento apostólico con el de una madre: fecundidad por medio del amor de donación dolorosa (Jn 16,21-23). Pablo VI, en "Evangelii nuntiandi", describe la caridad apostólica: "¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del evangelio, de cada constructor de la Iglesia" (EN 79).

      De ahí deriva la actitud espiritual del apóstol, a modo de "amor materno": "María es modelo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (LG 65; RMi 92).[14]

      La vida espiritual del apóstol se expresa en diversas actitudes que son eminentemente marianas. Por esto el apóstol vive "con Maria y como Maria" (RMi 92), en "comunión de vida" con ella (RMa 45), colaborando con su presencia activa y materna de intercesión y afecto e imitando sus actitudes de:

- Apertura a los planes de Dios: Lc 1,28-29.38.

- Fidelidad al Espíritu Santo: Lc 1,35.39.45; Act 1,14.

- Contemplación de la Palabra: Lc 1,46-55; 2,19.33.51.

- Asociación esponsal: Lc 2,35; Jn 2,4; 19,25.

- Donación sacrificial: Jn 19,25-27 (LG 58)

- Esperanza, tensión escatológica: Apoc 12,1; 21-22.

 

      La fe de María fue punto de referencia para la vivencia y la acción evangelizadora de la primitiva Iglesia (Lc 1,45; Jn 2,11). El influjo de María en la fe apostólica sigue teniendo su repercusión en toda la acción misionera de la Iglesia y, de modo más concreto, en todo evangelizador. "Esta fe de María... precede el testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia" (RMa 27). Entonces el apóstol es "el hombre de las bienaventuranzas... que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza" (RMi 91). El "Magnificat", por su armonía con los contenidos de las bienaventuranzas, será, para el apóstol, la escuela cotidiana para hacerse transparencia del evangelio.[15]

 

                          Selección bibliográfica

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ESQUERDA BIFET J.,Maternidad de la Iglesia y misión, "Euntes Docete" 30 (1977) 5-29; La maternidad de María y la sacramentalidad de la Iglesia, "Estudios Marianos" 26 (1965) 231-274; María en el "kerigma" o primera evangelización misionera, "Marianum" 42 (1980) 470-488; Dimensión misionera de los temas marianos, ibidem, 32 (1979) 87-101; L'azione dello Spirito Santo nella maternità e missionarietà della Chiesa, en: Credo in Spiritum Sanctum, Roma, Lib. Edit. Vaticana 1983, 1293-1306; Idem, María y la Iglesia, Madre y evangelizadora de los Pueblos, en: "Virgo Liber Verbi", Roma, Marianum 1991, 425-443.

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Nota: Ver otros estudios que relacionan la misión con el tema mariano, en el capítulo V, n.3.



    [1]AA.VV., Lecciones de espiritualidad misionera, Buenos Aires, Edit. Claretiana 1984; M. COLLINS REILLY, Spirituality for mission, Manila, Loyola Univ. 1976; J. ESQUERDA BIFET, La espiritualidad misionera, en: Misión para el tercer milenio, Curso básico de Misionología, Roma, PUM 1992, 188-208; Idem, Teologia della evangelizzazione, Spiritualità missionaria, Pontificia Università Urbaniana 1992; Idem, Espiritualidad misionera, Madrid, BAC 1982;

E. FARREL, A Spirituality of Evangelization, "Religious Life Review" 29 (1990) 183-189; S. GALILEA, Espiritualidad de la evangelización, según las bienaventuranzas, Bogotá, CLAR 1980; J. MONCHAMIN, Théologie et spiritualité missionnaires, Paris, Beauchesne 1985; Y. RAGUIN, Espíritu, hombre, mundo, Madrid, Narcea 1976; K. WOJTYLA, La evangelización y el hombre interior, "Scripta Theologica" 11 (1979) 39-57; F. ZALBA, Espiritualidad misionera, "Rev. Telógica Limense" 18 (1984) 371-382.

    [2]En tema de la maternidad eclesial (misionera) en relación a María, lo hemos resumido en el cap. V, n. 3, para presentar la dimensión misionera de la espiritualidad mariana. Este tema se complementa con el contenido del presente capítulo. Según el Abad Isaac de Stella, "María y la Iglesia son, a la vez, una madre y varias madres. Ambas son madres de Cristo, pero ninguna da a luz sin la otra" (PL 194, 1862-1866).

    [3]Además de la bibliografía citada en las notas posteriores, ver: J. ESQUERDA BIFET, Maternidad de la Iglesia y misión, "Euntes Docete" 30 (1977) 5-29; Idem, La maternidad de María y la sacramentalidad de la Iglesia, "Estudios Marianos" 26 (1965) 231-274; U. VANNI, Dalla maternità di Maria alla maternità della Chiesa, "Rassegna di Teologia" 26 (1985) 28-47.

    [4]Estudios sobre la relación de María con el proceso de evangelización: D. BERTETTO, Maria e l'attività missionaria di Cristo e della Chiesa, en: Portare Cristo all'uomo, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1985, I, dialogo, pp. 455-472; O. DOMINGUEZ, María, modelo de la espiritualidad misionera de la Iglesia, "Omnis Terra" n.86 (1979) 226-241; J. ESQUERDA BIFET, Maternidad de la Iglesia y misión, "Euntes Docete" 30 (1977) 5-29; Idem, Dimensión misionera de los temas marianos, ibidem, 32 (1979) 87-101; Idem, L'azione dello Spirito Santo nella maternità e missionarietà della Chiesa, en: Credo in Spiritum Sanctum, Congresso Teol. Internazionale di Pneumatologia, Roma, Lib. Edit. Vaticana 1983, 1293-1306; Idem, María y la Iglesia, Madre y evangelizadora de los Pueblos, en: "Virgo Liber Verbi", Roma, Marianum 1991, 425-443; S. MEO, Maria stella dell'evangelizzazione, en: L'Annuncio del Vangelo oggi, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1977, 763-778; L. MOREIRA, La estrella de la evangelización, "Omnis Terra" 10 (1977-1978) 167-170. Ver estudio sistemático sobre el tema y bibliografía más amplia:

J. ESQUERDA BIFET, Mariologia per una Chiesa missionaria, Roma, Pont.Univ. Urbaniana 1988.

    [5]Cada una de estas vocaciones tiene su dimensión mariana. Ver el capítulo VII.

    [6]Los estudios sobre la acción pastoral señalan también: agentes y responsables de la evangelización, finalidad, contenido, medios, destinatarios, situaciones, etc. AA.VV., La teologia pastorale, natura e compiti, Bologna, Dehoniane 1990; J. APAECHEA, Fundamentos bíblicos de la acción pastoral, Barcelona, Flors 1963; G. CARDAROPOLI, La pastorale come mediazione salvifica, Assisi, Cittadella Ed. 1991; Y.M. CONGAR, Principes doctrinaux, en: L'activité missionnaire de l'Eglise, Unam Sanctam 67 (1967) 185-221; J. ESQUERDA BIFET, Evangelizar hoy, Animadores de las comunidades, Madrid, Soc. Educ. Atenas 1987; C. FLORISTAN, M. USEROS, Teología de la acción pastoral, Madrid, BAC 1968; J.M. IRABURU, Acción apostólica, misterio de fe, Bilbao, Mensajero 1969; S. LANZA, Introduzione alla Teologia Pastorale, 1: Teologia dell'azione pastorale, Brescia, Queriniana 1989; M. MIDALI, Teologia pastorale pratica, Roma, LAS 1991; R. SPIAZZI, Los fundamentos teológicos del ministerio pastoral, Madrid, Studium 1962.

    [7]Ver este tema, con bibliografía, en el cap. III, n. 1, B: María en el primer anuncio ("kerigma") de la Iglesia primitiva. C.H. DODD, La predicación apostólica y sus desarrollos, Madrid, Fax 1974.

    [8]Sobre el "primer anuncio" ("kerigma") en relación con el tema mariano, ver: J. ESQUERDA BIFET, María en el "kerigma" o primera evangelización misionera, "Marianum" 42 (1980) 470-488.

    [9]Ver el capítulo III, n.3: Dimensión eclesial... litúrgica.

    [10]Ver el capítulo III, n.3: Dimensión eclesial... litúrgica. AA.VV., De B.V. Maria et Santissima Eucharistia, en: Alma Socia Christi, Romae, PAMI 1952; AA.VV., Marie et l'Eucharistie, "Etudes Mariales" 36-37 (1979-1980) 5-141; T.M. BARTOLOMEI, Le relazioni di Maria alla Eucaristia, considerata come sacramento e come sacrificio, "Ephemerides Mariologica" 17 (1967) 313-336; M. GARCIA MIRALLES, María y la Eucaristía, "Estudios Marianos" 13 (1963) 469-473; M.J. NICOLAS, Fondement théologique des rapports de Marie avec l'Eucharistie, "Etudes Mariales" 36-37 (1979-1980) 133-141.

    [11]  Se puede decir que toda la acción apostólica tiende a hacer de cada fiel un "Jesús viviente" (como transparencia suya) y de cada comunidad un reflejo de la comunión trinitaria. La comunidad eclesial consiste esencialmente en esta "comunión" o "unidad" (cfr. LG 4). María es instrumento materno para hacer posible, con su "intercesión", esta comunidad unida en la caridad de Cristo (LG 69). "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'" (SRS 40).

    [12]Ver la bibliografía de la nota 1, sobre la espiritualidad misionera. La encíclica "Redemptoris Missio" (cap. VIII) señala unas líneas más concretas: fidelidad al Espíritu Santo, intimidad con Cristo, amor a la Iglesia, celo apostólico, santidad, contemplación. Son concretizaciones parecidas a las de "Evangelii nuntiandi" cap. VII. El decreto conciliar "Ad Gentes" señala más bien algunas virtudes concretas (AG 24). Ver comentario al capítulo VIII de RMi (espiritualidad misionera): J. ESQUERDA BIFET, Espiritualidad misionera, en: Haced discípulos a todas las gentes, Valencia, EDICEP 1991, 249-270.

    [13]Ver la bibliografía de la nota 4 (María en la misión de la Iglesia). A. LAURAS, La Vierge Marie dans la vie de l'apôtre, "Cahiers Mariales" 5 (1961) 211-216. Resumo doctrina con bibliografía actual en: Mariologia per una Chiesa missionaria, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1988 (cap. VII: Spiritualità mariana dell'apostolo).

    [14]"Esta característica materna de la Iglesia ha sido expreada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía: Hjios míos, por quienes sufro dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gal 4,19). En estas palabras de san Pablo está contenido un indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)" (RM 43; cf. EN 79).

    [15]Sobre el "Magnificat", ver las notas 11 y 12 del capítulo VI.

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