Lunes, 11 Abril 2022 11:14

Juan Esquerda Bifet DAME DE BEBER Dios en el corazón del hombre

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                      Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

 

                         DAME DE BEBER

 

                  Dios en el corazón del hombre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     "Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

     aunque es de noche".

     (San Juan de la Cruz, cuarto centenario de su muerte: 1491-1991))

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                            INDICE

Introducción:Dios en el corazón del hombre

I.   Dios se da a sí mismo

     1. El modo de amar propio de Dios

     2. Todo es "gracia"

     3. "Si conocieras el don de Dios"

     Meditación bíblica

II.  Vida en Cristo

     1. Elegidos y amados en Cristo

     2. Somos hijos en el Hijo

     3. Una "vida escondida con Cristo en Dios"

     Meditación bíblica

III.Vida nueva en el Espíritu

     1. Agua viva, la prenda del Espíritu

     2. "Renacer por el agua y el Espíritu"

     3. Un camino hacia el infinito

     Meditación bíblica

IV.  El hogar de Dios

     1. Dios cercano

     2. Dios en su casa solariega

     3. Presencia reclama presencia

     Meditación bíblica

V.   Cristo en los hermanos

     1. Cristo en cada hermano

     2. Cristo en la comunidad de hermanos

     3. Cristo envía a los hermanos

     Meditación bíblica

VI.  Ver a Dios

     1. Somos caminantes

     2. "Lo veremos tal como es"

     3. "Cielo nuevo y tierra nueva"

     Meditación bíblica

Líneas conclusivas

Orientación bibliográfica

Documentos y siglas

 

     INTRODUCCION

     Dios en el corazón del hombre

 

     Dios es siempre sorprendente. Todo es don suyo; pero él es más allá de sus dones. Se da él mismo, por encima de nuestros deseos y de nuestros méritos. Está presente en nosotros, en nuestro corazón; pero es una presencia más honda que la experiencia que podamos tener de él.

     Nosotros podemos pensar en él y hablar de él y con él, hacer las cosas por él, amarle... Incluso podemos llegar a dudar de él y de su amor, a quejarnos de él y de su "silencio". No pocas veces intentamos olvidarlo e ignorarlo. Pero él responde siempre con una actitud inesperada: se nos da tal como es, él mismo, más allá de sus dones y más allá de nuestros cálculos y proyectos. Dios sigue amando tiernamente a todos, también a los que hoy hacen gala de "agnósticos", es decir, que quieren ocultar su relación con él, como si no lo hubieran conocido nunca. El amor de Dios es de infinita gratuidad. No hay "ateos" ni hay "agnósticos" propiamente dichos, sino que hay personas que dicen que lo son; pero Dios continúa haciéndose sentir en sus corazones.

     Los cristianos, desde la primera proclamación del Evangelio, hecha por los Apóstoles, hemos llamado "gracia" a esta realidad y actitud divina de donación. No es que nos "guste" mucho toparnos, de buenas a primeras, con una donación semejante. Porque Dios sigue siendo "gracia", don gratuito, personal y único, más allá de lo que "quisiéramos"... El amor exige todo. Dios, que se da del todo, desde nuestro corazón, pide todo nuestro corazón, sin rebajas ni condicionamientos.

     La vida está entrelazada de sorpresas. A veces nos parece hermosa y, a veces, nos resulta injusta y sin sentido. Un día me preguntó un joven: "Y Vd, ¿ha visto a Dios?". En un primer momento no supe contestar. Pero luego adiviné en esas palabras otra sorpresa de Dios: "Sí le he visto (le dije), en tu mirada y en tu misma pregunta, porque intuyo que brota de un corazón inquieto y sincero... No me hubieras hecho esta pregunta si Dios no te amara y no estuviera ya en tu corazón".

     A dios, que se nos da "gratuitamente", no se le descubre y no se le siente cercano, si no es a partir de nuestra realidad. En nuestro corazón y en nuestras circunstancias, nos aguarda Dios para dársenos tal como es y para que, con él, encontremos el sentido de nuestro existir. "El hombre... por su interioridad es superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

     Dios pone un "precio" a su donación "gratuita": tener "sed" de él. Es que Dios respeta la libertad del hombre; no quiere autómatas ni paniaguados, sino hijos y amigos. Al hombre no le suele gustar este "precio"; preferiría dar "cosas", organizar ceremonias, montar museos e incluso hacer grandes sacrificios... Sí, está bien, pero entonces habría el riesgo de que diéramos a Dios todo menos a nosotros mismos. Y Dios se da a sí mismo y del todo, para recibir de nosotros nuestra donación total.

     Sólo en Cristo descubrimos este misterio de "gracia" o de "gratuidad" del amor de Dios. Un día, "cansado del camino", Jesús se sentó junto al pozo de Sicar, esperando a una mujer samaritana de vida bastante desarreglada. Y precisamente a esa mujer le pidió agua para apagar su "sed": "dame de beber" (Jn 4,7).

     Esa es la pedagogía que Cristo usa con cada uno de nosotros. Los textos evangélicos, cuando los leemos, escuchamos o recordamos, acontecen. Cristo ha querido experimentar nuestra sed, para enseñarnos el camino de la salvación: reconocer la propia realidad limitada y pecadora, para trascenderla. A Dios le encuentro sólo quien tiene sed de algo más, sed de amor, de hacer de la vida una donación a Dios y a los hermanos, "en espíritu y en verdad" (Jn 4,24).

     La sed de Cristo es propiamente la nuestra. Para recibir el "don de Dios" de la "gracia" o del "agua viva" (Jn 4,10), sólo necesitamos tener sed. Empezaré a sentir esta sed de autenticidad y de amor, cuando descubra a Cristo esperándome en mi pobreza y en la de mis hermanos. Me espera en mi realidad para que, una vez encontrado, me convierta en anunciador de esta experiencia de "cristiana". Esta será la señal de que mi corazón ha comenzado a recibir la "gracia", "el don de Dios". "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos" (1In 3,13).

     Hoy se habla poco del tema de la "gracia". Es un tema que brilla por su ausencia en publicaciones, en conferencia y, tal vez, en el corazón. A algunos les parece una "cosa" o una quimera superada. A otros no les interesa. A muchos les parece imposible... Encontrar personas que deseen ardientemente y decididamente vivir, a pleno pulmón, la vida de Cristo (la vida de gracia, la santidad), no es frecuente, al menos en ambiente publicitario y de manifestaciones externas. Se habla mucho de "renovación", porque viste mucho hablar de ella; pero una vida renovada no aparece en el modo de pensar, sentir y actuar, sino que se reduce a un nivel superficial de exterioridades personales e institucionales, sin llegar al corazón. Dios está en el corazón para hablar y para darse de corazón a corazón.

     Es impresionante descubrir que los amores y las vivencias de Cristo están ausentes de nuestro modo de hablar y de vivir. Si Cristo pasó su Belén, su Nazaret, su vida de pobreza y su Calvario, fue precisamente para comunicar a toda la humanidad una "vida nueva" (Rom 6,4), la vida de la gracia: "he venido para que tegan vida" (Jn 10,10). Sólo así se explica su opción preferencial o se cercanía comprometida a los pobres, a los enfermos, a los marginados y a los pecadores.

     La vocación a la santidad y a la misión (que son las dos caras de una misma medalla) nace de un encuentro personal, vivencial y transformante con Cristo. "La llamada a la misión deriva, de por sí, de la llamada a la santidad... La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión... La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad. El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos... Es necesario suscitar un nuevo 'anhelo de santidad' entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana" (RMi 90).

     Los deseos de santidad y de apostolado, si son auténticos, sólo surgen por contagio o por sintonía con los amores de Cristo y con su sed de comunicar a todos el "agua viva" de la vida nueva en el Espíritu. Sólo esta agua viva, que Cristo ofrece, puede apagar la sed de ser amado y de poder amar. Al margen del "don de Dios", todo son drogas sofisticadas o camufladas, que obnubilan el sentido de la existencia.

     Cristo fue al desierto (después de su bautismo en el Jordán) y fue a la pasión (después de la transfiguración del Tabor), para poder comunicarnos la vida y la filiación divina, de suerte que el Padre nos pudiera decir, viendo en nosotros el mismo rostro y la misma vida de Cristo: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3,17; 17,5).

     Dios nos ha amado desde siempre, para hacernos "expresión" o imagen de su Hijo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5), por una transformación interna que se debe manifestar en el modo de pensar, sentir, hablar y obrar. Este "don de Dios" es el mismo Dios o su misma vida divina comunicada a nuestros corazones, que nos hace "esplendor de su gracia" (Ef 1,6). Esta vida es para todo ser humano, también para los hermanos que todavía no conocen a Cristo porque tal vez nosotros no nos hemos decidido de verdad a ser santos y apóstoles. "Nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles los admirables horizontes de la filiación divina" (RMi 11).

     María, la "llena de gracia" (Lc 1,28), es el modelo y la ayuda materna para que podamos pronunciar nuestro "sí" a la infusión del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35-38). Una madre quiere siempre lo mejor para sus hijos. En la Iglesia de hoy se nota un resurgir de vida litúrgica, de oración contemplativa y de caridad hacia los hermanos más necesitados. La Iglesia, personificada en María, quiere ver en cada uno de sus hijos un "Jesús viviente". "María es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (RMi 92; cf. LG 65).

     Mirar a los hermanos con los ojos de Jesús, para compartir con ellos la propia vida y, por tanto, los bienes materiales y espirituales, sólo será posible cuando dejemos que Cristo viva de verdad en nuestro corazón: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo el que vive en mí" (Gal 2,20). "Para que se ejercite la justicia y tengan éxito los esfuerzos de los hombre para establecerla, es necesario el don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de ella, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia" (CA 59).

     Cristo sigue esperándonos en nuestro "pozo" de Sicar, en nuestro corazón, donde buscamos ansiosamente una "agua viva" que apague nuestra sed. Esta agua es don de Dios, "gracia", que quiere una respuesta creativa y comprometida. Desde el evangelio, desde la eucaristía, desde cada hermano y desde nuestro corazón, Cristo sigue pronunciando, con el mismo amor, las mismas palabras que pronunció hace ya casi dos milenios: "DAME DE BEBER". Es la sed del Buen Pastor: "tengo otras ovejas" (Jn 10,16), "venid a mí todos" (Mt 11,28), "tengo sed" (Jn 19,28)...

     Diría San Agustín: "estabas dentro de mi corazón y yo te buscaba fuera de él; estabas conmigo y yo no estaba contigo". Sólo saciaremos nuestra sed de verdad y de felicidad, cuando vayamos a beber de esta agua que Dios hace brotar en nuestro corazón: "Bebe el agua de tu cisterna, los raudales de tu pozo" (Prov 5,15)). Ahí está el "pozo de aguas vivas" (Cant 4,15).  ¿Para qué empeñarse en ir a beber en "cisternas agrietadas"?...

 

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