Lunes, 11 Abril 2022 09:20

LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL

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     IV. LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL

 

     1. Los ojos de la fe

     2. El gozo pascual de la esperanza

     3. Cristo resucitado: el amor vence a la muerte

 

1. Los ojos de la fe

     "Creer quiere decir 'abandono' a la verdad misma de la palabra de Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos" (RMa 14; cfr. Rom 11,33). El modelo más acabado de esta fe fue María, que "mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn., 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma" (LG 58). De este modo, "María, guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres" (PO 18).

     El sufrimiento humano no tiene sentido si no es a la luz de la fe en Cristo crucificado. El hombre seguirá preguntando siempre sobre el sufrimiento: ¿por qué?. "Para poder percibir la verdadera respuesta al 'por qué' del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino... en la cruz de Jesucristo" (SD 13). Si Dios no existiera, la vida sería un absurdo. Si no se revelara el amor divino en la cruz de Cristo, el sufrimiento no tendría sentido.

     Hay que buscar en la fe cristiana las motivaciones suficientes para "asumir el propio sufrimiento por amor" (SD 25). La fe es adhesión personal a Cristo y a su mensaje. El significado del sufrimiento y de la cruz sólo aparecen a la luz de la "misión mesiánica de Cristo" (SD ibídem) y, por tanto, sólo tienen sentido como imitación de Cristo y unión con él, para compartir su misma vida. La Iglesia prolonga la misma misión salvífica del Señor.

     Es posible sufrir por Cristo cuando se ha aprendido a sufrir con él. Entonces se aprende el camino del "hombre nuevo" (Ef 4,24). La vida adquiere una nueva dimensión cuando se descubre que "Cristo, sufriendo, ha tocado con su cruz las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte" (SD 26).

     Al "por qué" del sufrimiento, Cristo responde con su propio sufrimiento asumido por amor. A partir del sufrimiento convertido en cruz de Cristo (suya y nuestra), se descubre una nueva dimensión de la existencia: "los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana" (SD 27). Por esto, "la Iglesia siente necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo" (ibídem).

     "La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más profundas de la existencia terrena del hombre" (DM 28). El amor verdadero purifica restaurando. "El amor que no crucifica no es amor" (Concepción Cabrera de Armida). La cruz, para Cristo y para nosotros, es el lugar del encuentro con el amor del Padre.

     La pedagogía de Dios es constructiva. Al permitir que experimentemos el dolor, entonces llegamos a tocar el límite propio de nuestro ser más hondo, donde nos espera Dios Amor. Uno ya no se siente capaz de dar "cosas", puesto que no las tiene; pero todavía puede hacer lo mejor: darse a sí mismo, desde su misma pobreza. Ese es el misterio de la cruz.

     La invitación profética de Juan, de "mirar al que traspasaron" (Jn 19,37; Zac 12,10), es la actitud del "discípulo amado", quien, "apoyando su cabeza sobre el pecho de Jesús" (Jn 13,23s), sabe descubrir "la gloria" de Cristo a través de su humillación (Jn 1,14) y de su sepulcro vacío (Jn 20,8). A Cristo se le descubre escondido y manifestado en la "nube luminosa" (Mt 17,5) y en la bruma del lago (Jn 21,7), cuando uno ha aprendido a compartir su cruz (Jn 19,25).

     No hay que olvidar que Jesús trata a sus amigos haciéndoles partícipes de su misma suerte, aunque la lógica humana se quede a oscuras. "Es ante todo consolador... notar que al lado de Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a él, está siempre su Madre Santísima" (SD 25).

     Esta actitud de fe ha hecho cambiar la historia del mundo y de la Iglesia. En el corazón de Cristo, clavado en cruz, muchos santos y misioneros (como Daniel Comboni) encontraron solución a dificultades que eran humanamente insolubles. Es la fe en la cruz y en el amor de Cristo la que traslada las montañas (Mt 17,20). Dar la vida como Jesús, que derramó su sangre por todos, es la donación que puede comunicar el "agua viva" de la gracia, que es vida nueva en el Espíritu. Nuestra santificación y nuestra misión participan de esta misma cualidad redentora de Cristo.

     La Iglesia se hace "sacramento", es decir, signo transparente y portador de Cristo para toda la humanidad, en la medida en que cada creyente y cada comunidad eclesial se decidan a caminar por el camino de la cruz (LG 42). "La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga" (LG 8). De este modo, "por la cruz llega a aquella luz que no conoce ocaso" (LG 9). En la celebración eucarística se perpetúa el sacrificio de la cruz, donde la Iglesia esposa aprende a compartir la misma suerte de Cristo (SC 47), haciéndose "realmente solidaria del género humano y de su historia" (GS 1).

     Algunos hindúes, que conocen y aprecian el cristianismo, dicen que los cristianos usamos con frecuencia el signo de la cruz, pero que no se ve a Cristo crucificado en nuestras vidas. La cruz, en sí misma, es contraria a las tendencias naturales de nuestro ser. A nosotros nos gusta más encontrar a Dios en sus dones. Nos movemos a nuestro aire. Pero Dios nos ama más de lo que queremos y sentimos. Se cumple también en nosotros la profecía que hizo Jesús a Pedro: "cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir" (Jn 21,18).

     Lo importante es que todo sufrimiento puede cambiarse en "cruz": sufrir amando, es decir, dándose. El proceso o camino de la cruz es proceso de purificación desde lo más profundo de nuestro ser, para iluminarlo con la luz de Dios y transformarlo según su amor. Es un proceso doloroso de "nadas" y renuncias, para llenarse del Todo que es Dios. Dios es especialista en moldear la nada de nuestro barro, hasta hacerlo trascender. Nuestra santificación y nuestra misión participan de esta misma cualidad redentora de Cristo.

     La cruz del Calvario y de nuestra vida es la máxima epifanía de la Trinidad. Cuando Jesús se entrega totalmente al amor del Padre, manifiesta que es "el Verbo vuelto hacia Dios" (Jn 1,1), en quien contemplamos al Padre (Jn 14,12). En él, crucificado por amor, el Padre nos dice: "éste es mi Hijo muy amado, en quien me complazco, escucharle" (Mt 17,5). La expresión del amor mutuo entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo, que es el "agua viva" comunicada por Jesús como fruto de su inmolación (Jn 7,38-39; 19,34). Compartir este amor de Cristo crucificado equivale a recibir la manifestación y comunicación (inhabitación) de Dios en el corazón Jn 14,23). Por esto, la vida cristiana es eminentemente crucificada y trinitaria: "gracias a Cristo, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre" (Ef 2,18). El amor, en Dios y en nosotros, es siempre oblativo.

     El sufrimiento ya tiene sentido cuanto se afronta con Cristo y como él: "uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al de Cristo en la Cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava" (CA 25).

     La victoria de Jesús sobre el sufrimiento se realiza continuamente a través de sus seguidores: "Gracias al sacrificio de Cristo en la Cruz, la victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal" (CA 25).

     En cada época histórica y en toda circunstancia, presentar la cruz y llamar a "tener los mismos sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), producirá, según los casos, un rechazo violento o una aceptación esponsal. En el misterio de la cruz, no se dan medias tintas. A veces, el mismo apóstol, que anuncia este misterio de amor, será crucificado. Es la suerte que espera a los amigos de Cristo. La fuerza divina de la cruz aparece en la resurrección: "nosotros predicamos a un Cristo crucificado... que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Cor 1,23-24).

 

2. El gozo pascual de la esperanza

     En el misterio de la cruz, ya comienza a clarear la resurrección. El "misterio pascual" de Cristo es un "paso" por la cruz hacia la glorificación (Jn 13,1; Lc 24,26). Ese es el fundamento de la esperanza cristiana. "Teniendo, pues, por cierto que los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros (Rom 8,18; cfr. 2Tim 2,11-12), con fe firme aguardamos la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo (Tit 2,13), quien transformará nuestro cuerpo corruptible en cuerpo glorioso semejante al suyo (Fil 3,21)" (LG 48).

     La vida cristiana está teñida de esperanza, que es tensión entre lo que ya se tiene y lo que todavía no se la alcanzado. Los deseos que Dios ha sembrado en el corazón del hombre, encuentran su cumplimiento no en el desorden egoísta ni en la simple negación, sino en la búsqueda de los bienes definitivos.

     La fe en Cristo crucificado se completa con la esperanza y se transforma en amor. Al Señor no le quitaron la vida, sino que él la entregó por propia iniciativa (Jn 10,17-18). Por esto, en la celebración del Viernes Santo se vislumbra una esperanza entrelazada de dolor y gozo:

 

     "Mirad el árbol de la cruz,

     donde estuvo clavada la salvación del mundo.

     ¡Oh cruz fiel, árbol único en belleza!

     Jamás el bosque dio mejor tributo

     en hoja, en flor y en fruto.

     ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida

     empieza con un peso tan dulce en su corteza".

 

     Los santos inspiraron su vida en la cruz de Cristo, como misterio pascual. Su vida era una tensión de peregrinos, apoyada con confianza en las huellas que ya se tienen de Dios Amor, y aspirando al encuentro definitivo. Esta esperanza cristiana se convierte en afirmación y compromiso del presente: gastar la vida para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

     Este gozo pascual de la esperanza da sentido al sufrimiento como participación en las bodas de Cristo con su Iglesia. Esto parecerá una "locura" (1Cor 1,18), pero es la locura de la cruz: "¡Oh cruz, hazme lugar, y recibe mi cuerpo, y deja el de mi Señor! ¡Ensánchate, corona, para que pueda yo ahí poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes, y atravesad mi corazón, y llagadlo de compasión y amor!... ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine aquí para curarme, ¡y me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, ¡y me haces loco! ¡Oh sapientísima locura: no me vea yo jamás sin ti!" (San Juan de Avila, Tratado del amor de Dios).

     La tensión dolorosa en el camino de la contemplación, de la perfección y de la misión, se apoya en esta esperanza como deseo profundo de encuentro definitivo, aunque sea a través del sufrimiento. Son las quejas de los amigos de Dios: "salí tras ti clamando, y eras ido... no saben decirme lo que quiero... ¡Oh llaga de amor viva, que tiernamente hieres, de mi alma en el más profundo centro!... rompe la tela de este dulce encuentro"... (San Juan de la Cruz, Cántico y Llama).

     La vida cristiana es siempre sintonía con los sentimientos de Cristo (cfr Fil 2,5). Por esto la cruz, vivida con Cristo, se convierte en confianza y decisión inquebrantables: "Jesús, autor y perfeccionador de la fe, animado por el gozo que le esperaba, sufrió pacientemente la cruz, no le acobardó la ignominia y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios" (Heb 12,2). Es la actitud que se refleja en las "bienaventuranzas".

     La fecundidad de la vida, en los momentos de dificultad, tiene lugar por un proceso de sufrir amando (cfr Jn 16,20-22; Gal 4,19). El "gozo pascual", en el que se fundamenta el "máximo testimonio del amor" (PO 11), sólo se experimenta a partir de la cruz. Es el gozo del Espíritu Santo, que nada ni nadie puede arrebatar (Jn 16,22).

     Sólo el que sabe sufrir con Cristo puede experimentar y comunicar este gozo de la presencia de Cristo resucitado en la propia vida. Pero este gozo no se puede contabilizar, ni siquiera por quien lo experimenta, porque es "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Los que han sido marcados por la señal de la cruz (cfr. Ez 9,4), ya sólo viven de la escala de valores de Cristo, quien es "nuestra esperanza" (1Tim 1,1). ¿Qué mayor gozo que el compartir la misma suerte de Cristo? "Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación" (2Cor 1,5).

     El gozo pascual, que proviene de la cruz compartida con Cristo, no tiene que ver nada con la actitud egoísta de buscarse a sí mismo. Ni el sufrimiento ni el gozo se buscan directamente, sino que se busca sólo el amor de donación a la persona amada. A Dios se le busca por sí mismo, más allá de sus dones, aunque no se sienta su gozo. La esperanza fundamenta la gratuidad de la donación.

     La lección básica de la esperanza es la de saber "perder", arriesgando todo por Cristo. Por amor "a la verdad en la caridad" (Ef 4,5), es posible desprenderse de todo para no hacer mal a los hermanos ni buscarse a sí mismo (Mt 5,39-48). La experiencia cristiana de la esperanza deja bien a la claras que la fuerza divina se hace sentir en la propia debilidad (cfr 2Cor 12,10).

     La alegría pascual nace en el corazón cuando se ha sabido transformar las dificultades en donación. La cruz de Jesús no tiene sentido, si no es a la luz del gozo salvífico de que él es portador. "La característica de toda vida misionera auténtica es el gozo interior que proviene de la fe" (RMi 91).

     La siembra en siempre laboriosa, como lo es también la siega. Pero ya desde el inicio, el corazón alienta la vida y el trabajo con la esperanza del fruto venidero: "Al ir, iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo las gavillas" (Sal 125,6).

     Cuando se desvanece la tempestad y vuelve la bonanza, el tiempo pasado aparece con nueva luz, como desentrañando su misterio. Todo se convierte en camino de bodas. "Beber el cáliz" de esas bodas fue muy doloroso, pero valía la pena. Hay que leer la historia personal y comunitaria apoyando la cabeza sobre el pecho abierto de Cristo Esposo: "No te llamarán más ya la 'desamparada'..., sino que te llamarán 'desposada', porque en ti se complacerá el Señor y tu tierra tendrá esposo... harás tú las delicias de tu Dios" (Is 62,4-5; cfr Is 66,10-14).

     Las obras de Dios tienen siempre sus "mártires" sin complejos de martirio. En la historia se pueden encontrar con cierta frecuencia fundadores e iniciadores de grandes obras, convertidos aparentemente en un trasto inútil o en una lamparita que se está consumiendo en un rincón. Pero difícilmente se encontrarán personas más felices que esas. No puedo olvidar la alegría de un misionero del norte de Sri Lanka, con su salud resquebrajada, inmerso en la pobreza más radical, feliz por poder todavía anunciar a Jesucristo, aunque sólo fuera en la sala común del hospital, con su rostro sereno y cu corazón soñando sobre el futuro de la evangelización del país. Esos "ilusos" han hecho cambiar la historia gracias a la esperanza que les animaba. A veces, pasados los años, nos acordamos de ellos para alabarlos, ahora que ya se fueron.

 

3. Cristo resucitado: el amor vence a la muerte

     Lo que no nace del amor es caduco. Sólo el amor supera la caducidad del tiempo: "el amor nunca pasa" (1Cor 13,8); "el amor es más fuerte que la muerte" (Cant 8,6). La victoria de Cristo sobre el dolor, el pecado y la muerte se muestra en todo su esplendor cuando, apareciendo a sus discípulos, les muestra sus manos, sus pies y su costado abierto (Jn 20,20; Lc 24,40). La paz, el perdón y la vida nueva en el Espíritu son fruto de su cruz: "la paz sea con vosotros; y les mostró las manos y el costado... y dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonarais los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,19-23).

     La presencia de Cristo resucitado entre nosotros es siempre bajo huellas y signos pobres, que, debido a su fragilidad, continúan siendo nuestra "cruz": el sepulcro vacío con la ausencia inexplicable de su cuerpo, la soledad, la búsqueda aparentemente infructuosa, la ineficacia inmediata de los trabajos... Se necesita la vista clara del discípulo amado para descubrir a Cristo resucitado en la soledad del sepulcro (Jn 20,8) o en un momento de fracaso humano (Jn 21,7). La búsqueda es ya un inicio del encuentro que se hace realidad cuando nos sentimos interpelados personalmente por la palabra de Cristo (Jn 20,16) o cuando experimentamos que "el corazón arde" por él durante un caminar doloroso (Lc 24,32).

     El camino doloroso de Emaús se convertirá en encuentro con Cristo resucitado, gracias a su palabra viva y a su pan eucarístico compartido con los hermanos. Valía la pena la fatiga y oscuridad de la búsqueda, para descubrir finalmente que, si no veíamos las huellas pobres de Cristo, era porque él unía sus pisadas a las nuestras. Pero, aún después de este encuentro, el camino no ha terminado, porque hay que "ir a los hermanos" (Jn 20,17; Lc 24,33-35) para transformar la convivencia en celebración eucarística donde se comparte el evangelio y la vida entera.

     El amor de Jesús, que murió perdonando, es preludio de su resurrección. "El amor viene de Dios" (1Jn 4,7) y, por tanto, manifiesta a Dios y vuelve a Dios. Todo el ser de Jesús es ya "el Verbo hecho carne" (Jn 1,14), que vuelve al Padre con todos nosotros, por el mismo camino de la cruz. A él no le han quitado la vida, sino que la ha dado en sacrificio; por esto (también viviendo en nosotros) tiene "el poder de darla y de volverla a tomar" (Jn 10,18).

     El mismo Espíritu de amor, que llevó a Cristo "al desierto" (Lc 4,1) y a "evangelizar a los pobres" (Lc 4,18), es el que le guió hasta derramar su sangre (Heb 9,14) y hasta la resurrección. Es siempre el Espíritu de amor que "ungió" y "envió" a Jesús (Lc 4,18), el que le llena del "gozo" de la Pascua (Lc 10,21). El "sí" de Jesús al Padre, en una donación total, es el preludio de su glorificación y de la nuestra (Jn 12,27-28; 17,1). "Esta obra de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida" (SC 5).

     Es, pues, a través de su pasión y muerte, transformada en donación, como Jesús llega a la resurrección: "Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que, por gracia de Dios, gustase la muerte por todos" (Heb 2,9). Si nosotros nos "injertamos" en el sufrimiento y muerte de Cristo, amando como él, llegaremos a cambiar la cruz en resurrección gloriosa: "porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección" (Rom 6,5).

     Su muerte y su resurrección nos pertenecen (Rom 4,25). Por el hecho de compartir su misma muerte de amor, pasamos a participar de la vida nueva: "murió por nuestros pecados, para que vivamos unidos a él" (1Tes 5,10). Por el hecho de injertarnos en su misma vida de amor, Cristo resucitado se nos hace "primicias" de nuestra resurrección futura (1Cor 15,20).

     La fatiga del trabajo, asumida con amor, se convierte en participación del misterio pascual de Cristo. Su muerte y resurrección, que transformaron el sufrimiento en amor, han hecho la vida plenamente humana. "Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz, nos mereció la justificación, enseña el concilio de Trento... y la Iglesia venera la cruz cantando: Salve, oh cruz, única esperanza" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.617).

     Jesús "pasó haciendo el bien" (Act 10,38), asumiendo el sufrimiento humano voluntariamente y por amor. De este modo, el mal ha quedado vencido por el amor. Por el hecho de llegar hasta las mismas raíces del sufrimiento, Jesús ha vencido el pecado y la muerte (cfr. SD 14-18).

     El rostro de Cristo crucificado, con expresiones de dolor y de confianza, siempre es la epifanía personal de Dios Amor. La cruz no es triunfalismo ni desesperación; pero abre el camino hacia la vida verdadera, porque es la manifestación de la verdad sobre el dolor. Desde hace veinte siglos, la cruz ya no es un simple concepto, sino un rostro concreto: el de Jesús de Nazaret.

     La fecundidad del amor se expresa en la cruz y en la resurrección. "Cristo resucitado, con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:  ¡Abba! ¡Padre!" (GS 22).

     El triunfo de Jesús resucitado se convierte en un examen de amor para los suyos. El caminar eclesial es caminar de hermanos que no elimina la oscuridad y el fracaso (Jn 21,1-3). Después de la resurrección, sigue el aparente silencio y ausencia de Dios. Se necesita una mirara de fe que rasgue el velo de la oscuridad, para descubrir a Cristo presente: "es el Señor" (Jn 21,7). Y aún entonces seguirá la fatiga del trabajo diferente y complementario de cada uno. Si hay amor, esa fatiga se convierte en acción comunitaria y constructiva: cada uno, olvidándose de sí mismo, pone al servicio de los demás los dones recibidos. Sólo entonces se hace realidad la presencia de Cristo entre los suyos (Jn 21,7-14; cfr Mt 18,20).

     El examen de amor se dirige a cada uno personalmente: "¿me amas más, tú?" (Jn 21,15ss). Todos los días ese examen es nuevo y sorprendente. El amor de Cristo quiere penetrar hasta lo más hondo de nuestro ser, para orientarlo hacia el amor. Lo que resulta más difícil y doloroso para el ser humano, es el tener que decir el "si" de donación cuando se ha experimentado la propia pobreza: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21,17).

     Vivir esa fe en Cristo, sin apoyarse en los propios méritos, es un salto de calidad, que sólo es posible confiando en él. "Bienaventurados los que sin ver, creen" (Jn 20,29). Esa fe, como la de María, modelo de la Iglesia, es la que hace posible tanto el perseverar junto a la cruz (Jn 19,25-27), como el recibir las nuevas gracias del Espíritu comunicado por Jesús resucitado (Act 1,14ss).

     En una charla a misioneras jóvenes sobre el tema de la fecundidad misionera de la cruz, estaba también presente una misionera anciana y enferma, quien dijo espontáneamente: "Pues yo, ahora, no puedo dar a Dios más que mi alegría de sentirme amada por él y de haber querido gastar mi vida por amarle y hacerle amar... ¿cómo puedo yo ahora seguir siendo misionera?"... Me dijeron luego que aquella ancianita era fuente de alegría para toda la comunidad misionera. Si "evangelizar" significa anunciar el "gozo" de Cristo resucitado, bastaría ese gozo para ser misionero. Es el "gozo pascual" (PO 11), que sólo nace de sufrir amando. "Ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo" (EN 80).

                             * * *

                         RECAPITULACION

 

- La "cruz", para los cristianos, es el sufrimiento mirado con fe, apreciado con esperanza y asumido con amor. La fe, como adhesión a la persona y al mensaje de Cristo, es capaz de descorrer el velo del sufrimiento, descubriéndolo como complemento de la cruz del Señor. "Completo lo que falta a los sufrimientos de Cristo"... (Col 1,24):  "Cristo crucificado... es fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Cor 1,23-24).

 

- Propiamente no se puede descifrar el "por qué" o la causa del sufrimiento. Podemos apuntar al pecado original, al pecado de cada persona, a los atropellos provenientes de estos pecados, etc. Pero inmediatamente surge la idea de que Dios es amor y de que muchas personas son inocentes. La reflexión teológica no llega a penetrar del todo el misterio de la historia de salvación. "Extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir" (Jn 21,18).

 

- Cuando uno ama la cruz de Cristo, comienza a "intuir" que hay una razón para sufrir: compartir la vida del Hijo de Dios, el Inocente, hecho hombre y redentor. La cruz se "comprender" en sintonía de vivencias con Cristo: "tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

-    El dolor nace de una tensión entre lo que ya se tiene (aunque no del todo ni definitivamente) y lo que todavía no se ha llegado a conseguir. Esta tensión se convierte en "gozo pascual" de esperanza: lo que ya se tiene, un día será plenitud en Cristo resucitado. El "paso" hacia esa plenitud es, a la vez, doloroso y gozoso.

 

- Mirando a la cruz de Cristo, el creyente queda impresionado por la confianza plena de Cristo en manos del Padre. El dolor no se aminora, pero la vida comienza a clarear como un camino de bodas o de "Alianza" (cfr Apoc 3,20; 21,1-2). "Los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom 8,18).

 

- El ser humano necesita un punto de apoyo básico: ser amado y poder amar. Mirando a Cristo "entregado" plenamente por nosotros, la convicción de ser amados y la decisión de amarle y de hacerle amar, se reafirman en el corazón. Si él, el Redentor, amó en el sufrimiento, ya no queda otro camino para sentirse realizado, si no es asumiendo el sufrimiento por amor. "Porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección" (Rom 6,5).

 

 

- El valor de una persona estriba en la donación. Es la "plenitud" de una "entrega sincera de sí mismo a los demás" (GS 24). Será difícil humanamente (tal vez imposible) saber el por qué el camino hacia esa plenitud pasa por la cruz; lo importante es decidirse a compartir la misma donación de Cristo. Entonces, con él, se vence el dolor y la muerte. La "paz" que Cristo resucitado comunica, es a través de las huellas de la pasión: "la paz sea con vosotros; y les mostró las manos y el costado"... (Jn 20,19-23).

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