Lunes, 11 Abril 2022 09:20

JESUCRISTO SIN PRIVILEGIOS HISTORICOS

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     III. JESUCRISTO SIN PRIVILEGIOS HISTORICOS

 

     1. Zarandeado por la historia

     2. Indefenso por amor

     3. Consorte y protagonista

 

 

1. Zarandeado por la historia

     Jesús se insertó plenamente en nuestra historia, hasta correr nuestros mismos riesgos. Insertarse en una cultura es más fácil que comprometerse en un mismo caminar. Establecer "su tienda" de caminante entre nosotros (cfr. Jn 1,14), comporta asumir nuestra historia con todas sus consecuencias de esperanzas, gozos y fatigas.

     En la vida de Jesús no existen privilegios. Vivió el "anonadamiento" ("kenosis") de Hijo de Dios hecho hombre, que "se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y en la condición de hombre se humilló" (Fil 2,7-8). Compartiendo nuestra realidad de sufrimiento y pobreza, nos enriqueció con sus dones divinos: "siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza" (2Cor 8,9).

     No es posible afrontar con esperanza y serenidad la propia historia, si no se aprende a convivir con Cristo penetrando el significado de los acontecimientos cotidianos de su vida terrena. La historia de Jesús no estaba prefabricada, sino que se construyó con amor día a día, sabiendo, no obstante, que había de ser la vida del "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" por medio de su inmolación (Jn 1,29.36; cfr. Lc 22,15; Jn 13,1).

     El misterio de su nacimiento en Belén, con todos sus detalles históricos y salvíficos, se encuadra en una decisión veleidosa de una autoridad romana que quería contabilizar el número de sus súbditos. La sagrada familia no gozó de ningún privilegio, ni durante el camino, ni en la llegada a la ciudad de David: "no hubo lugar para ellos en el mesón" (Lc 2,7). Los detalles del "pesebre", los "pañales" y los "pastores" (Lc 2,7-8) indican esta misma historia, hecha de retazos sencillos como la de cualquier mortal. Dios quiso mostrar la "gloria" del Hijo de Dios, "el Salvador", sin ahorrar ningún detalle de pobreza y marginación: "encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre" (Lc 2,12). El camino escogido por Dios al hacerse hombre, no fue el del poder, sino el de la pobreza, sufrimiento y compasión.

     El capricho de un tirano, que intentaba eliminar un posible contendiente de su trono, sembró el dolor en numerosas familias de Belén y exilió a la sagrada familia hacia Egipto. La providencia especial de Dios respecto a su Hijo, manifestada también con la venida de los "magos" de Oriente, no ahorró ninguna molestia: noches de insomnio, huida apresurada, aventuras y sacrificios de una migración forzada. María y José corrieron la misma suerte de Jesús: "toma al niño y a su Madre, y huye a Egipto" (Mt 2,13).

     Todo es providencial, en la vida de Cristo y en la nuestra. Hay que afrontar los imprevistos sin esperar más protección que la necesaria para seguir amando. El exilio de Egipto terminó para convertirse luego en marginación de Nazaret durante unos treinta años. Los condicionamientos históricos, que Dios no quiso cambiar milagrosamente, confinaron al Mesías en circunstancias anodinas que, para otros, podrían convertirse en frustración.

     Cristo no se consideró nunca frustrado, porque siempre se sintió amado por su Padre y capacitado para "ocuparse de sus cosas" (Lc 2,49), es decir, de la salvación de toda la humanidad. Se necesitaba la capacidad contemplativa de María (Lc 22,19.51) para entrever al "Salvador" en esas circunstancias de marginación y de atropello (Lc 1,31-32) y en los detalles de una vida ordinaria de crecimiento, obediencia y trabajo (Lc 2,40.51-52).

     Esta sencillez y ocultamiento de vida en la historia de Jesús no parecía ser la mejor preparación para que le aceptaran como Mesías: "¿no es éste el hijo de José?" (Lc 4,22-23); "el hijo del carpintero" (Mt 13,15); "¿no es éste el carpintero hijo de María?" (Mc 6,3)...

     Sus primeros discípulos se resintieron del escándalo de Nazaret: "¿de Nazaret puede salir cosa buena?" (Jn 1,46). Sus conciudadanos, después de un primer sentimiento de admiración, pasaron a la actitud de intentar "despeñarle" desde la cima del monte Nebisain (Lc 4,29-30). La firmeza de Jesús pudo más que aquel gesto inesperado y loco de quienes habían convivido con él durante casi treinta años.

     La vida de Jesús fue así, como la nuestra. Experimentó la incomprensión de sus parientes, el rechazo de las autoridades, los insultos, los malentendidos y las críticas, el abandono de algunos discípulos, la traición de un amigo, las debilidades de los suyos, la ingratitud de su ciudad querida Jerusalén... Quiso experimentar la debilidad de nuestra naturaleza: el cansancio de los caminos y del trabajo, el sueño, la sed, el agobio, la tristeza, el llanto, el miedo... Durante la pasión, sintió la "angustia" (Mt 26,37-38), el "pavor" (Mc 14,33), la "separación" de los suyos (Lc 22,46), la "agonía" (Lc 22,44)... Según él, era "la copa" preparada por el Padre para nuestra redención (Jn 18,11). Efectivamente, tenemos un hermano, "sacerdote (mediador) que puede compadecerse de nuestras flaquezas, porque las ha experimentado todas, excepto el pecado" (Heb 4,15).

     Esta experiencia es la que Jesús nos quiere comunicar, compartiendo nuestra vida y haciendo que sea complemento de la suya. Hasta el último "signo", el del costado abierto cuando ya estaba muerto en la cruz, es como un resumen de los aparentes absurdos de nuestra existencia. La lanzada del soldado no fue más que un abuso fuera de las ordenanzas; pero el Señor quiso mostrar así lo mejor de nuestra existencia humana cuando está unida a la suya: dando la vida (sangre), ya podemos recibir la vida nueva del Espíritu (agua). Hay que "mirar" con fe "al que traspasaron", para comprender el misterio de la cruz en la vida humana (Jn 19,33-37).

     Para Jesús, fue norma permanente vivir a la sorpresa de Dios. Desde el primer momento de la encarnación en el seno de María, era consciente de su filiación divina y de su condición de Redentor. La carta a los Hebreos nos describe ese primer momento: "al entrar en este mundo dice Cristo... aquí vengo ¡oh Dios! para hacer tu voluntad" (Heb 10,5-7; Sal 39,7-9). Sus palabras de niño de doce años indican una pertenencia a las cosas (o a la casa) de su Padre (Lc 2,49). Todos los momentos de su vida fueron una "sorpresa", como viviéndolos momento por momento, para "cumplir toda justicia" (Mt 3,15). En cada momento podría escuchar la voz del Padre: "éste es mi Hijo muy amado" (Mt 3,17; 17,5). Pero su vida quedó siempre entrelazada de gozo y de dolor, como la nuestra. El Padre y el Espíritu no se complacían en el sufrimientos del Hijo, sino en su amor de donación para salvarnos a todos.

     Getsemaní deja entrever un drama interno de Jesús, como experiencia profunda y única de sufrimiento. Durante la pasión habrá momentos difíciles de humillación, soledad, burlas, azotes, crucifixión, muerte. Todo es parecido a otras situaciones durante la historia de la humanidad. Lo original en el sufrimiento de Jesús es que su amor se convirtió en fuente de dolor, al ver que el Padre no era amado ("el Amor no es amado", diría San Francisco de Asís), al considerar a sus hermanos los hombres inmersos en el pecado, al constatar su debilidad e impotencia humana ante los planes maravillosos de salvación queridos por el Padre.

     Sólo a partir del amor e interioridad de Cristo se pueden comprender los detalles de su pasión y de la nuestra. La angustia de Getsemaní y el "abandono" ("silencio" de Dios) en la cruz, sólo tienen sentido a la luz de la actitud amorosa de Jesús: es la "copa de bodas" preparada por el Padre para salvar a la humanidad entera (su "esposa") (Jn 18,11; Lc 22,20). Lo que parecía "ausencia" de Dios se convertía en la máxima cercanía del Padre y en la máxima donación de Cristo por la salvación del mundo: "en tus manos, Padre"... (Lc 23,46).

     La actitud filial de Cristo ante el dolor nos comunica la vida nueva en el Espíritu que nos hace hijos de Dios (Rom 8,15). Dando su vida en sacrificio (=derramando su sangre), Cristo ya nos puede comunicar la vida nueva (=el agua viva) (Jn 19,34-37). Al resucitar, el Señor mostrará las llagas de sus manos, pies y costado (Jn 20,20; Lc 24,39), como indicando que la vida nueva del Espíritu es fruto de su sufrimiento transformado en amor de donación. "Cristo que había entre­gado el espíritu en la cruz como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para 'soplar sobre ellos'... Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, trae el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su 'partida'; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: 'Les mostró las manos y el costado'. En virtud de esta crucifixión les dice: 'Recibid el Espíritu Santo' " (DEV 24).

     Recién salido de la cárcel, donde había estado 23 años, el obispo de Cantón contó algo de sus innumerables sufrimientos. A la pregunta sobre cómo había podido perseverar, contestó: "Jesús no abandona"...

 

2. Indefenso por amor

     A Cristo no se le comprende si no es desde su donación interna, desde sus amores, viviendo en sintonía con "sus sentimientos" (Fil 2,5), escuchando los latidos de su corazón (Jn 13,23-25), "mirándole" con los ojos de la fe (Jn 19,37; 20,8; 21,7). El secreto de Jesús consiste en sufrir amando. Personalmente él "cargó con su cruz", que era la nuestra (Jn 19,17).

     En la canonización de Claudio La Colombière (31 de mayo de 1992), Juan Pablo II trazó las pistas para que "el Corazón de Cristo sea reconocido en el corazón de la Iglesia", resumiéndolas en una actitud de sentirse amado, perdonado y contagiado de sus amores: "Dejar que el amor de Cristo nos ame, nos perdone y nos arrebate en su deseo ardiente de abrir a todos los hermanos los caminos de la verdad y de la vida".

     El poder salvífico de Cristo estriba en su flaqueza transformada en donación. Jesús, "víctima" desde el seno de María hasta la cruz, es el mismo que quedó "atado" fuertemente en Getsemaní (Jn 18,12). Humanamente indefenso por amor, "se convierte para todos en causa de salvación eterna" (Heb 5,9). Por esto "fue escuchado" por Dios, a partir de sus "lágrimas" y su "grito" de dolor, que eran expresión de su plena donación en medio de la máxima debilidad y pobreza (Heb 5,7-8).

     La "inmolación" de Cristo (Heb 5,9) sirve de reparación o "propiciación por nuestros pecados y los de todo el mundo" (1Jn 2,2). Nos amó hasta hacerse responsable por nuestros pecados. La cruz, es decir, la inmolación de Jesús en ella, es la máxima expresión de su amor: "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

     Así es el amor del Buen Pastor, que "da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11; 1Pe 2,25). "En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él ha dado su vida por nosotros" (1Jn 3,16). Su amor, que es pura iniciativa suya ("él nos amó primero"), consiste principalmente en que "envió a su Hijo hecho víctima (propiciación) por nuestros pecados" (1Jn 4,10). En esto se ha mostrado Dios como "el Amor" (1Jn 4,8), es decir, el que se da con un amor totalmente gratuito.

     No existen privilegios en el sufrimiento de Jesús. Afrontó los acontecimientos y las actitudes adversas de los hermanos, como "signos de los tiempos" (Mt 16,3), es decir, signos de la voluntad salvífica del Padre, que es siempre providente. No necesitó excepciones, como podría haber sido el pedir protección especial por medio de "legiones de ángeles" (Mt 26,53), sino que le bastó asumir con amor la historia concreta, sin defensas armamentistas, como "copa de bodas" preparada por el Padre (Jn 18,11; Lc 20,22). Jesús afrontó "con decisión" el misterio pascual, como enamorado que camina apresurado hacia las bodas (Lc 9,51). Así amó a su Iglesia esposa, que debe ser la humanidad entera (Ef 25-27).

     Es el amor la clave del sufrimiento de Cristo. Vivió, sufrió y murió por amor. Su "sangre", es decir, su vida, fue derramada por nosotros llena de amor del Espíritu Santo: "la sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo se ofreció a Dios como víctima sin tacha, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para servir al Dios vivo" (Heb 9,14).

     El amor del Padre se expresa en el hecho de "dar" a su Hijo en sacrificio para la salvación del mundo: "de tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). La fuerza de la cruz, para "atraer todas las cosas" hacia Cristo (Jn 12,32), procede de la humillación y aniquilamiento, "como el granito de trigo que muere en el surco" para producir la espiga (Jn 12,24). Mirar con los ojos de la fe a Cristo, humillado y "exaltado" en la cruz, es el único camino para superar y trascender el sufrimiento. La vida humana, también en sus avatares de dolor y muerte, ya sabe a "vida eterna" (Jn 3,14-15).

     La actitud de Jesús de no huir del sufrimiento, sino de afrontarlo por amor al Padre y a la humanidad, es el resumen de las bienaventuranzas. En toda circunstancia, todavía se puede hacer lo mejor: amar. "Yo no me resistía ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba, mi rostro no hurté a los insultos y salivazos" (Is 50,5-6). Así es el sermón de la montaña pronunciado por Jesús: "no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra" (Mt 5,39).

     Esta es la actitud más constructiva ante la historia, que transformará, sin destruir, nuestro ser y el de los hermanos, abriéndolo totalmente al amor: "amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten... y seréis hijos del Altísimo" (Lc 6,27-28.35).

     Un joven que se declaraba ateo o, al menos, agnóstico, dijo que a él le impresionaban las bienaventuranzas, pero que no entendía por qué Jesús había "perdido" el tiempo trenta años en Nazaret... Olvidaba que Nazaret no fue más que la práctica concreta y comprometida de las bienaventuranzas.

     En su vida de Nazaret, Jesús, junto con María y José, escuchó y meditó frecuentemente las profecías sobre el siervo de Yavé: "varón de dolores y sabedor de dolencias... eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba... ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus heridas hemos sido curados" (Is 53,3-5; cfr Sab 2,12-22). Su secreto era vivir y morir amando.

     Esta realidad inmolativa y amorosa de Cristo se hace presente en el sacrificio eucarístico, como invitación a vivir en sintonía y comunión con él.

     La actitud interna de Jesús es siempre de confianza plena en el Padre. Los salmos describen detalladamente la pasión y muerte del Mesías (Sal 21 y 37). Cristo los hizo suyos pronunciando los primeros versículos del salmo veintiuno: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Sal 21,2; cfr Mt 27,46; Mc 15,34). Eran los salmos del sacrificio de la tarde, y en ellos se refleja la plena confianza en Dios conjuntamente con el sentimiento de "ausencia": "han taladrado mis manos y mis pies, cuentan todos mis huesos... Señor, no te estés lejos" (Sal 21,17-20);  "en ti, Señor, he esperado... No me abandones, Señor" (Sal 37,16-22). La actitud de confianza plena se refleja de modo especial en el salmo treinta, también recitado por Jesús: "en tus manos encomiendo mi espíritu" (Sal 30,6; Lc 23,46)..

     No caben explicaciones de la cruz al margen de los criterios del mismo Cristo: "era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria" (Lc 24,26). Así fue de sencilla la explicación que Jesús resucitado dio a los dos discípulos de Emaús.

     Si "uno de la Trinidad ha sido crucificado" (como afirma Proclo, Patriarca de Constantinopla), el dolor humano ya tiene sentido. Para Cristo, la "cruz" es la expresión máxima del amor, el sacrificio total de sí mismo. La explicación de este misterio la puede dar y captar sólo el amor: "Cristo nos amó y se entregó a sí mismo en sacrificio por nosotros" (Ef 5,2). "La cruz de Cristo es a medida de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor" (DM 7).

 

3. Consorte y protagonista

     Sólo a partir del misterio de la encarnación se comprende el misterio de la redención. Desde el seno de María, Jesús es el único Mediador, Dios hecho hombre, que asume la historia humana como hermano y "consorte" (esposo). Correr la suerte de sus hermanos, para Jesús comporta asumir su realidad de pecado y transformarla. "Toda la vida de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.517).

     El Verbo se hizo hombre para redimir al hombre, salvándole del pecado, del dolor y de la muerte. "Uno es el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos" (1Tim 2,5-6). "La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).

     Jesús es "nuestra esperanza" (1Tim 1,1). "En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de DIos con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdadera­mente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (GS 22).

     Cristo crucificado, el Verbo hecho nuestro hermano, muerto y resucitado, es el único Salvador. "Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad" (GS 22). Por esto, "la salvación no puede venir más que de Jesucristo" (RMi 5).

     Cuando Pablo presenta a Cristo como "esposo" o consorte, invita a compartir su misma suerte, así como él ha compartido nuestra existencia por amor: "os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,2). Es que Cristo ha amado esponsalmente a la Iglesia (Ef 5,25-27) y "ha muerto por todos", a fin de que "los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15). Por esto hay que "caminar en el amor" (Ef 5,2), a imitación del amor sacrificado de Cristo.

     "¿Cómo es el 'yoga' de Jesús crucificado?", preguntaba un "guru" a un misionero, mostrándole un crucifijo que llevaba consigo desde hacía años. No resulta fácil ni cómodo responder a esta pregunta, porque, en todo caso, las palabras deben corresponder a la vida del que se atreva a dar una explicación. Jesús hizo de su vida una donación total: vivió amando, gozó y sufrió amando, murió y resucitó amando y perdonando a todos y a cada uno como parte de su mismo ser, como una página irrepetible de su biografía continuada en el tiempo. El "camino" (o "yoga") de Jesús crucificado es siempre el del amor, que transforma todo (también el sufrimiento) en donación. Un "yoga" para dominar los deseos y encauzar las fuerzas de nuestro ser, nunca puede equipararse al "camino" de Jesús crucificado.

     Cada línea del evangelio describe la cercanía de Cristo a cada hermano. Es como si encontrara a alguien que formar parte de su mismo corazón y de su misma vida. La sintonía o "compasión" de Cristo (Mt 14,14; 15,32) se expresa en acogida, comprensión, curación, perdón. Podía ser una mujer divorciada (la samaritana) o una pecadora (la Magdalena), un fariseo que buscaba la verdad (Nicodemo) o un publicano que deseaba verle para cambiar de vida (Zaqueo), una multitud inmensa de pobres y enfermos o una persona convertida en un harapo por la enfermedad, el pecado o la desgracia...

     Jesús hizo siempre suyo el dolor de cada persona que se cruzó en su camino. Nunca miró a una persona como extraña o forastera. Ante una madre que había perdido a su hijo único, Jesús se conmovió y resucitó al muchacho (Lc 7,11-17). A un paralítico que colocaron ante él, descendiéndole desde el techo, Jesús le perdonó y sanó. Jesús siempre "mira amando" (Mc 10,21), descubriendo en cada persona, más allá del dolor y del pecado, un "hijo" amado (Lc 15,24). "El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; Is 53,4).

     El amor de Cristo a cada persona, especialmente en los momentos de sufrimiento, es amor esponsal. Nadie es extraño ni forastero en su corazón. Cada uno es como las "arras" de su boda (la "dracma") (Lc 15,8-10), y forma parte de "los amigos del esposo" (Mt 9,15). Por esto él se presenta como esposo o consorte (Mt 25,6). También los que le crucificaron y los malhechores que fueron crucificados con él, son parte de sus amores: "perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).

     Este amor esponsal de Cristo desde el día de la encarnación, es amor redentor: llegar hasta las raíces del pecado, de donde procede todo dolor y todo mal. Cristo es el "Redentor", el esposo enamorado que libera a la esposa con el precio de su propia sangre: "no habéis sido liberados con bienes caducos, el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo" (1Pe 1,18-19; cfr. Act 20,28).

     Sólo a la luz de este amor esponsal del Verbo encarnado y redentor, se comprenden las afirmaciones neotestamentarias, que presentan a Cristo como responsable que asume nuestros pecados como propios: "Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición" (Gal 3,13); "a quien no conoció pecado, Dios le trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios" (2Cor 5,21); "él fue quien en su cuerpo soportó nuestros pecados sobre el madero" (1Pe 2,24).

     Este es el significado de la "alianza", como pacto esponsal de Dios con los hombres. La nueva alianza se ha sellado con la sangre del Hijo de Dios hecho nuestro hermano y "consorte": "esta es la copa de la nueva alianza sellada con mi sangre" (Lc 22,20). El objetivo de la redención es salvar a toda la humanidad, como esposa amada de Cristo. Jesús dio la vida por todos "para que, muertos al pecado, vivamos para alcanzar la salvación" (1Pe 2,24).

     El camino de Cristo hacia la cruz es camino esponsal. Va decidido a dar su vida por toda la humanidad, su esposa. Cada ser humano ocupa en su corazón un lugar irrepetible. Por esto invita a todos a compartir la misma "copa (de bodas) preparada por el Padre" (Jn 18,11). Jesús invita a todos: "bebed todos de ella, porque ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para perdonar los pecados" (Mt 26,27-28). En su camino hacia Jerusalén, como camino de Pascua, había invitado a los suyos a compartir la misma suerte: "¿podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38).

     Nuestra capacidad de reflexión no llega a captar plenamente el misterio de Cristo Redentor. Viéndole a él hecho un harapo por nuestro amor, destruido por el sufrimiento (Is 53,2-3), nos quedamos con el interrogante en el corazón y en los labios: "Señor, ¿adónde vas?" (Jn 13,36).

     Cuando experimentamos el sufrimiento, las ideas se nos nublan y las motivaciones se nos hacen insuficientes. Entonces todavía queda por descubrir el secreto del sufrimiento: no estamos solos. "No temas... estoy contigo" (Act 18,9-10). En momentos difíciles de huida o desánimo, es el mismo Cristo quien se nos hace encontradizo, cargando con su cruz que es la nuestra, como indicándonos que él quiere ir con nosotros allí de donde nosotros intentábamos escapar. El Señor es sorprendente. Acontece como en la bella narración del "quo vadis" ("¿adónde vas?"), que intenta describir a Pedro huyendo del martirio y topándose con el Señor cargado con la cruz y entrando en Roma. Esta narración literaria se hace realidad todos los días en la vida de cada uno de nosotros.

 

                             * * *

                         RECAPITULACION

 

- El misterio del sufrimiento revela su secreto sólo a la luz de Cristo que "fue crucificado por nosotros" (Credo). El Hijo de Dios hecho hombre vivió sin privilegios, zarandeado por el dolor que proviene de los acontecimientos y de los hermanos. Jesús afrontó siempre la realidad "guiado por el Espíritu Santo" (Lc 4,1), con la mirada puesta en el amor del Padre y de los hombres.

 

- La reacción de Cristo ante el sufrimiento es siempre el amor de donación. Todo sufrimiento humano se puede ver reflejado en la vida, pasión y muerte de Cristo. Pero, en él, la fuente principal del dolor fue su amor: "el Amor no es amado" (San Francisco de Asís); "tengo otras ovejas" (Jn 10,16); "todo lo he cumplido" (Jn 19,30). Su dolor principal provenía de ver que el Padre no era amado, que sus hermanos estaban en pecado y que él estaba envuelto en debilidad. Si el sufrimiento viene, en cierto modo, del amor, sólo se puede superar amando.

 

- Jesús vivió unido a cada persona, asumiendo el gozo y el dolor de cada uno como parte de su misma existencia. Este amor esponsal (ahora sin dolor) continúa en él ya resucitado y presente siempre entre nosotros. "Estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20).

 

- Jesús afrontó su propio sufrimiento amando esponsalmente, para que un día quedaran destruidos definitivamente el dolor, el pecado y la muerte. Estas realidades continúan y continuarán existiendo en la historia humana, pero en cada momento de la historia quedarán destruidas o cambiadas por Cristo, que se prolonga en cada ser humano para transformar el sufrimiento en donación. Cada uno de nosotros participamos en la única mediación de Jesús; la Virgen Dolorosa participó y participa de modo especial, como Madre del Señor y nuestra. A ella le tocó correr la misma "suerte", como herida por la misma "espada" que hirió a Jesús (Lc 2,35).

 

- La eucaristía, que presencializa la donación sacrificial y esponsal de Cristo, hace posible que cada creyente afronte el sufrimiento como participación en la "copa de bodas" de Cristo Esposo. Al participar de la eucaristía, vivimos de "la misma vida" de Cristo (Jn 6,56-57).

 

- La cruz sólo se comienza a entender a partir del corazón abierto de Cristo muerto en el madero: derramó su sangre, es decir, dio su vida en sacrificio, para podernos comunicar el "agua viva" de la gracia, que es la vida nueva en el Espíritu Santo.

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