Lunes, 11 Abril 2022 09:15

Compartir la suerte de Cristo

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  1. Compartir la suerte de Cristo

 

A partir de la encarnación y de la redención, la vida humana adquiere sentido esponsal. Cristo ha compartido nuestra existencia y nuestro caminar. Desde entonces, nuestra vida es parte de la suya. La mejor suerte que le puede tocar a un ser humano es la de compartir con Cristo su misterio de Belén, Nazaret y Calvario. No se trata de simples palabras, sino de realidades, porque verdaderamente se puede compartir su pobreza, su marginación, su trabajo de cada día, su vida oculta, su sacrificio, su cruz y su glorificación.

       A Pablo le tocó en suerte compartir esta vida de Cristo para anunciarla a todos los pueblos: "A mí, el menor de todos los creyentes, se me ha concedido este don de anunciar a las naciones la insondable riqueza de Cristo" (Ef 3,8). Hay muchas cruces de adorno, porque tal vez son pocos los cristianos que pueden decir como Pablo: "estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19); "jamás presumo de algo que no sea la cruz de Cristo... ya tengo bastante con llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús" (Gal 6,17).

       Si se mira la cruz sólo como sufrimiento, no puede menos de espantarnos. Pero si se la considera como "alianza" o desposorio, entonces se descubre como una declaración de amor de Cristo Esposo que invita a compartir su misma suerte. La comunidad eclesial y todo creyente está invitado a reconocerse como esposa de Cristo que, por nacer de su costado, está llamada a compartir su misma vida. "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5, citando a San Agustín).

       El título de "Esposo" aplicado a Cristo no es de adorno, ni una simple metáfora. Jesús se presenta con este calificativo (Mt 8,15; 25,6). Toda la acción pastoral de Pablo tendía a que la comunidad cristiana fuera fiel esposa de Cristo Esposo: "mis celos por vosotros son celos a lo divino, pues os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,1-2).

       Esta línea esponsal cruza toda la Escritura, como antigua y nueva alianza (desposorio), sellada con sangre, como un pacto de amor definitivo. Cristo selló este desposorio con su propia sangre (Lc 22,20) y, por esto, invita a su esposa a beber su misma copa de bodas (Mt 26,27-28; Mc 10,38).

       Cuando no se quiere compartir la suerte de Cristo Esposo crucificado, nacen en el corazón ambiciones camufladas que impiden comprender el misterio pascual de Cristo y que intentan transformar a la Iglesia en un trampolín para escalar; fue también ésta la tentación de los primeros discípulos (Mc 9,31.41). La esterilidad espiritual y apostólica comienza a encubarse cuando no existe la cruz de Jesús.

       Toda vocación cristiana tiene sentido de desposorio: compartir la vida con Cristo. Por esto no admite rebajas en la entrega y en la misión. Cuando no se fomenta en los fieles este ideal cristiano de perfección, todos los demás deberes quedan cuestionados: compartir los bienes, vida familiar y matrimonial, evangelización, vida de oración... Los diversos modos de "vida apostólica" (sacerdotal, consagrada...) no tienen sentido si no es para compartir el mismo modo de vivir de Cristo, que fue humilde, obediente, casto, pobre...

       Sin la "mirada amorosa" de Cristo (Mc 10,21), que llama a un seguimiento esponsal, no se comprendería la doctrina evangélica sobre la cruz: "si alguno quiere seguirme, que renuncia a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34); "el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí" (Mt 10,38).

       "Estar con él" es el secreto de toda oración cristiana, especialmente cuando se trata de la vida apostólica: "estuvieron con él" (Jn 1,39); "llamó a los que quiso para estar con él" (Mc 3,13-14); "habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando se vive esta intimidad con Cristo, no se hacen tantas cábalas sobre el sufrimiento. Al discípulo le basta con "seguir" al Maestro que se declara esposo y amigo. Basta con mirarle, amarle y seguirle, siempre confiando en su presencia y su ayuda.

       Una joven apóstol, que sufrió persecución y cárcel, decía que aprendió a "comulgar" diciendo "fiat" a todos los sacrificios. En su corazón experimentaba la presencia consoladora de Cristo que nunca abandona. Después de fundar una institución apostólica y después de muchos años de trabajos, siguió la misma costumbre. En el momento de su muerte pronunció estas palabras: "de mí ya no queda nada... 'fiat', 'magnificat'" (Paquita Rovira Nebot).

       Los santos, precisamente por estar enamorados de Cristo, han usado expresiones que no tienen sentido fuera del contexto de desposorio. "Muerte mística" es una de estas expresiones (San Pablo de la Cruz). No hay ningún motivo sólido para abandonar esta terminología cristiana nacida del amor y que ha animado grandes obras de caridad. Hay que acostumbrarse a escuchar en el corazón lo que Cristo dice en realidad a los suyos: "si te envío la cruz es porque te amo".

       Un fervoroso hindú manifestó a un obispo indio su extrañeza de ver que los cristianos usamos mucho la cruz como signo externo, pero que no aparece en nuestras vidas como realidad del crucifixión con Cristo. En toda religión, especialmente en nuestros días, hay quienes buscan dos tendencias facilonas: hacer de la religión un adorno o una cosa útil. La religión, como relación personal con Dios, no es un "quita y pon", una conveniencia ocasional, una experiencia sentimental..., como tampoco es un poder político, económico, ideológico... Las sectas y los fundamentalismos actuales acostumbran a ir por estas desviaciones o por otros sucedáneos que no son auténtica religiosidad. A este fenómeno sólo se puede hacer frente y responder con un cristianismo que transparente a Cristo crucificado. Pero hay que reconocer que este estilo de vida está algo lejos de nuestras comunidades.

       No hay mucha diferencia entre una religión de adorno o de utilitarismo, y una actitud "secularizante" de buscar sólo la eficacia inmediata, el poseer, dominar, disfrutar. Las dos tendencias son caducas porque no pasan de ser una tempestad de verano. Sólo va a quedar para el futuro lo que nazca del amor. Acomodarse a estas tendencias ("religiosas" o secularizantes) sería construir un cristianismo sin cruz y, por tanto, sin el mandato del amor y sin las bienaventuranzas.

       Compartir la suerte de Cristo incluye cruz y resurrección. De momento, se experimenta y se palpa sólo el sufrimiento, pero en el corazón comienza a sentirse el gozo de la presencia y del amor de Cristo. La fe inquebrantable en la resurrección de Cristo y en la nuestra, es, a la vez, dolorosa y gozosa, oscura y luminosa: "si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17).

       Hay que decidirse a seguir esponsalmente a Cristo. No se trata de contabilizar el sufrimiento ni de hacer de él una tragedia. Basta con olvidarse de sí mismo, para vivir "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). La cruz se vive con la sonrisa en los labios, sirviendo a todos, fijándose en las necesidades y pequeñas circunstancias de los demás. Cuando llegue el momento del desprecio, de la humillación y del dolor, es Cristo quien nos hará experimentar el gozo de su presencia. Este gozo es un don exclusivamente suyo, que sólo él puede comunicar: "los apóstoles se fueron contentos... porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús" (Act 5,41).

       La Iglesia, esposa de Cristo, encuentra en esta realidad de fe, viviéndola con María, la "asociada" a Cristo Redentor (LG 58). Por esto imita de la Virgen "la fe prometida al Esposo" (LG 64). "La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contem­plándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo" (LG 65). María y la Iglesia comparten la misma "espada" o sufrimiento de Cristo (Lc 2,34.35), para mostrar en la propia vida la eficacia salvífica de su palabra y del escándalo de la cruz.

       Esta asociación esponsal con Cristo crucificado es un don suyo, que él da con largueza a todos los que le quieren seguir. Por esto hay que aprender a empezar diariamente, como estrenando un "sí" que lleva hasta la donación en la cruz. La Iglesia se siente identificada con María en el Calvario. "Junto a la cruz estaba su madre... Jesús, al ver a su madre y junto a ella, al discípulo que tanto amaba, dijo a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19,25-26). En los momentos de crucifixión, hay que aprender a vivir la presencia activa y materna de María, diciéndole como en la liturgia de la fiesta de la Virgen Dolorosa: "¡Oh Madre, fuente de amor! - hazme sentir tu dolor - para que llore contigo... Y porque a amarte me anime - en mi corazón imprime - las llagas que tuvo en sí... porque acompañar deseo - en la Cruz donde le veo - tu corazón compasivo"...

 

2. Tener los sentimientos de Cristo

 

       Ningún tema cristiano se entiende, si no es a partir de los amores de Cristo. La cruz, como "anonadamiento" de Cristo, asumido por amor, sólo se capta en sintonía con él: "tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Fil 2,5). La santificación es seguimiento de Cristo para compartir su misma suerte (Mc 10,38). "No se puede comprender y vivir la misión, si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar" (RMi 88).

       Los sentimientos o amores de Cristo son de donación esponsal a toda la humanidad y a cada ser humano. La "Iglesia" es la comunidad de creyentes, "convocada" y hecha partícipe de la misma vida de Cristo. El amor de Cristo a su Iglesia es de donación sacrificial: "amó a su Iglesia y se entregó en sacrificio por ella" (Ef 5,2. Por esto el apóstol y todo cristiano "siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo" (RMi 89).

       Las vivencias de Cristo son de sintonía con la voluntad del Padre y con el amor del Espíritu Santo, que le llevan al "desierto" (Lc 4,1), a "evangelizar a los pobres" (Lc 4,18) y al "gozo" de hacer de la vida una donación sacrificial por todos los hermanos (Lc 10,21ss; Mt 11,28). Estas son las reglas del discernimiento cristiano: "desierto", "pobres", "gozo". El sufrimiento personal de cada uno comienza a comprenderse y a hacerse "gozo" de Pascua, cuando se vive en esa misma dinámica de Cristo: entrar en los designios de Dios (oración) para poder servir y evangelizar a los hermanos (caridad).

       El "gozo pascual" nace en el corazón cuando, gracias a la presencia de Cristo, las dificultades se transforman en donación. Esa es la actitud de las bienaventuranzas, de reaccionar amando en toda circunstancia, sin lo cual no existe acción evangelizadora eficaz. "La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la 'Buena Nueva' ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza" (RMi 91).

       El sufrimiento personal se hace frustración y soledad absurda cuando no se vive en unión con Cristo. Uniéndose a él, la persona que sufre se convierte en "una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad" (SD 31), porque "sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad" (SD 23).

       Al experimentar la propia debilidad en el sufrimiento, hay que trascender esas limitaciones descubriendo a Cristo presente. En realidad es él quien se muestra cercano a nuestras llagas. en sus sentimientos de "compasión" por nosotros (Mt 15,32), comprendemos que la cruz es una declaración de amor, porque "nace del amor y se completa en el amor" (DM 7), como "toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (DM 8).

       Cristo nos contagia de su misma experiencia: el amor del Padre, tanto en el Tabor como en el Calvario. Nuestro amor a Cristo incluye el alegrarnos con él por ser el Hijo de Dios, amado por el Padre en el amor del Espíritu Santo. De esta vivencia, se pasa a descubrir nuestra existencia como prolongación de la suya. Ese "paso" es la "pascua": por la cruz, a la resurrección.

       A San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, encontraba la fuerza para afrontar el sufrimiento al pensar que podría imitar los padecimientos y la muerte de Cristo. Humanamente es inexplicable la audacia de los santos ante la cruz, puesto que sentían, como nosotros, el rechazo y la debilidad de la naturaleza ante el sufrimiento y ante la muerte. No son las ideas y los conceptos los que transforman su vida, sino "alguien" que primero murió por ellos (2Cor 5,15).

       Los sacrificios que Cristo afrontó en su vida y, especialmente, la muerte en cruz, tuvieron su significado de reparación: "el Hijo del hombre ha venido para dar la vida en rescate por todos" (Mc 10,45; Mt 20,28). Será siempre difícil (si no imposible) explicar teológicamente el por qué de este misterio; pero todos los días, al celebrar la eucaristía, se repiten las palabras del Señor, en las que aparece el motivo principal de su inmolación: "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). El misterio de la encarnación y el de la redención seguirán siendo misterios basados en el "excesivo amor" de Dios (Ef 2,4). "El 'amor hasta el extremo' (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).

       Quien está enamorado de Cristo no se preocupa tanto de las explicaciones teóricas, cuanto de vivir la realidad del misterio de Cristo. El amó así, dándose en reparación por nuestros pecados y para la salvación del mundo. Sufrir con Cristo y reparar los pecados con Cristo, para extender su Reino en todos los corazones, es un nota dominante de quien desea de verdad ser santo y apóstol. "El valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo Místico a unirse a sus padecimientos y completarlos en la propia carne (cfr Col 1,24)" (RMi 78).

       Tener los sentimientos de Cristo (Fil 2,5) incluye vivir de los amores de su Corazón. El deseo de compartir la cruz de Cristo nace del deseo de compartir sus amores. La sintonía con los "sentimientos" de Cristo comporta orientar hacia él toda la interioridad: convicciones, motivaciones, decisiones. Es un proceso permanente de purificación e iluminación, que unifica el corazón con Cristo crucificado: "los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5,24).

       Precisamente por sintonizar con los sentimientos de Cristo, el amor a la cruz nos hace participar en el "abandono" doloroso y en el gozo indecible de su entrega total al Padre en el amor del Espíritu. Es la "locura" de la cruz, que no tiene explicación humana, sino que es comunicación o "noticia amorosa" por parte de Dios, más allá de las ideas y reflexiones. Sencillamente se sigue la invitación de Cristo: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

       A la luz de las vivencias de Cristo, aparece el "carácter creador del sufrimiento" (SD 24). Sufrir con Cristo significa "hacerse particularmente receptivos" a los planes salvíficos de Dios en Cristo (SD 23). La vida humana, con sus "gozos y esperanzas, tristezas y angustias", se convierte en sintonía con los sentimientos de Cristo y, consecuentemente, en solidaridad afectiva y efectiva con todos los hermanos.

       Por el hecho de estar "injertados" en la muerte y en la resurrección de Cristo (Rom 6,5), el cristiano vive de los criterios, escala de valores y actitudes de Cristo, quien, desde su encarnación "se ha abierto y constantemente se abre a cada sufrimiento" (SD 24).

       En el corazón de Cristo encontramos solución también para nuestra cobardía y defecciones ante el misterio de la cruz. Nuestra cruz se hace más dolorosa cuando no hemos perseverado con fe, esperanza y amor. También entonces Cristo nos invita a experimentar sus sentimientos de compasión por nosotros y por todos. Su "carga" se nos hace "ligera" al escuchar y seguir su llamada: "venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28).

       La Iglesia vive con María estos sentimientos de Cristo: "Virgen de vírgenes santas, - llore yo con ansias tantas - que el llanto duce me sea... haz que su cruz me enamore; - y que en ella viva y more - de mi fe y amor indicio" (fiesta de la Virgen de los Dolores). La "nueva maternidad" de María y de la Iglesia pasan por la cruz, vivida conjuntamente como desposorio con Cristo. "El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos" (SD 26). Por esto, "cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convierte, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios" (ibídem).

 

3. Completar a Cristo

      

Compartir la misma vida de Cristo (Mc 10,38) y vivir en sintonía con sus sentimientos (Fil 2,5), es una realidad cristiana que transforma al creyente en "complemento" o prolongación de Cristo en el tiempo. La realidad eclesial de ser "pleroma" o complemento de Cristo (Ef 1,23) tiene lugar principalmente cuando se comparte su misma cruz (Col 1,24). "El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cfr Mc 10,39; Jn 21,18-19; Col 1,24). Eso lo realiza de forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cfr Lc 2,35)" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.618).

       El misterio de la encarnación tiene esta dimensión esponsal de hacernos consortes y complemento de Cristo. El Padre nos hace partícipes de la misma vida divina de su Hijo: "Dios envió a su Hijo nacido de mujer... para que recibiéramos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). Al mismo tiempo, nos transforma a nosotros en instrumentos de esta vida para "formar a Cristo" en los demás (Gal 4, 19). Este proceso de fecundidad eclesial pasa por el sufrimiento (Jn 16,20-22; Gal 4,19). María, "la mujer", es la figura de la Iglesia que, asociada a Cristo Redentor, se hace instrumento de filiación divina para todos (Gal 4,4-7.26; cfr Apoc 12,1).

       Poder completar a Cristo significaba, para Pablo, una vida hecho instrumento de gracia, precisamente por participar en la cruz de Cristo. Sus sufrimientos apostólicos eran fecundos (Gal 4,19) porque eran prolongación de los de Cristo: "ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

       La cruz es la "gloria" del apóstol (Gal 6,14), como "cooperador" de Cristo (1Cor 3,9). A partir de esta experiencia personal, el apóstol sabrá guiar a la Iglesia esposa por este camino de desposorio con Cristo crucificado: "alegraos porque compartís los padecimientos de Cristo, para que también en la manifestación de su gloria os regocijéis alborozados" (1Pe 4,13).

       Esta realidad de poder "completar" la pasión de Cristo se convierte en luz y en fuerza, especialmente en los momentos de sufrimiento por la Iglesia y también de parte de la Iglesia. Sólo la presencia amorosa de Cristo, profundamente sentida en la oscuridad de la fe, puede sostener la entrega en esos momentos de sufrimiento humanamente inexplicable. Siempre se encuentran personas e instituciones que, por ser fieles a la Iglesia, sufren, por una parte, la marginación causada por quienes no tienen "sentido" ni amor de Iglesia; pero, por otra parte, sufren también la incomprensión y la acusación de quienes dicen defender a la Iglesia. Así le pasó al Cardenal arzobispo de Milán, Andrés Carlos Ferrari, ahora ya beatificado por la Iglesia.

       Es sólo Cristo quien puede comunicar un amor entrañable a la Iglesia, precisamente cuando se sufre por ella y de ella: "muero de pasión por la Iglesia" (Santa Catalina de Siena); "al fin, muero hija de la Iglesia" (Santa Teresa de Avila); "vivo y viviré por la Iglesia, vivo y moriré por ella" (Bto. Francisco Palau). En la tumba del P. Kentenich se lee el mejor epitafio que le puede caer en suerte a un apóstol: "Amó a la Iglesia" (cfr. Ef 5,25).

       Por esta participación en los sufrimientos del Señor, los cristianos son "los brazos de la cruz" de Cristo prolongados en el tiempo (San Ignacio de Antioquía). Es él quien hizo suya nuestra cruz "cargándola" como propia (Jn 19,17). Decía un misionero en los últimos momentos de su vida: "Cristo no tuvo cáncer; en mí tiene cáncer". Un moribundo recién bautizado decía a Madre Teresa de Calcuta: "muero feliz porque así puedo completar la muerte de Jesús". Una misionera, en plena juventud y a las puertas de la muerte, comunicó dejó a su comunidad este testamento: "Jesús ha perferido mi vida a mis obras".

       Cristo continúa sufriendo en cada hermano necesitado. Los creyentes se convierten en su "humanidad complementaria" (Bta. Isabel de la Trinidad). Cuando se profundiza en esta fe, brotan del corazón expresiones parecidas a las de San Ignacio de Antioquía: "dejadme ser imitador de la pasión de mi Dios... mi amor está crucificado".

       San Pedro invitaba a todos los cristianos a convertirse en "piedras espirituales" del tempo donde se inmola Cristo (1Pe 2,5); de ahí nace el gozo de la esperanza: "habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo" (1Pe 4,13). Sufrir amando como Cristo es señal de que "el Espíritu de Dios reposa sobre nosotros" (1Pe 4,14). La imitación de Cristo es auténtica cuando incluye el asumir con él el sufrimiento por amor. Ser, con Cristo, "Sacerdote y Víctima... Estas palabras han sido mi vida en la tierra y espero que serán mi gloria en el cielo" (José María Lahiguera).

       San Pablo ni siquiera intentó esbozar una "teología" sobre el por qué podemos "completar" a Cristo. El sabía que esta realidad cristiana forma parte del misterio de la sabiduría de Dios, que se manifiesta en el amor de Cristo (1Cor 1,22-24). Por esto se dedicó a vivir y a anunciar "el misterio (de Cristo) escondido por los siglos en Dios" (Ef 3,9) y "la caridad de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). Lo importante es que Cristo viva en el corazón de todo creyente (Ef 3,17); es entonces cuando se vive en él (Gal 2,20) y se sabe sufrir por él (Col 1,24), para a llegar a triunfar con él (Rom 8,17).

       Por estar injertados en Cristo, nuestra existencia completa la suya, como una página adicional de su biografía. El asumió nuestro sufrimiento y nuestro gozo en el suyo. "Cristo, en cierto sentido, ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre... Ha obrado la redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar" (SD 24).

       En la conciencia de los santos, manifestada en sus escritos autobiográficos, había una convicción honda de completar a Cristo con la propia vida. No se trataba sólo de los grandes sufrimientos, sino también de los detalles pequeños de todos los días: una sonrisa, un servicio, un actitud de escucha y de perdón, una actitud constante de servicio y colaboración para hacer agradable la vida a los demás... Hay incluso un olvido del propio sufrimiento, para no hacerlo pesar sobre los otros. Ofrecer un rostro sereno es también fruto de este sacrificio de donación.

       San Ignacio de Loyola, en su autobiografía, pedía ser "puesto" en Cristo. En los "Ejercicios", invita a compartir el "dolor con Cristo doloroso" y el "gozo" de Cristo resucitado. La vida se hace oblación total a Cristo para poder "pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza" por su amor. La vida ya tiene sentido porque se vive como respuesta al amor de Dios en Cristo: "dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta".

       Es frecuente encontrar en Iglesias de misión, algunos misioneros ancianos y enfermos que van terminando sus días como una lamparita del sagrario que está para consumirse. Han hecho obras maravillosas, a veces un tanto olvidadas (o criticadas) por quienes las disfrutan. Ahora ya sólo les queda la paz en el corazón y la serenidad en el rostro. Su cruz, amasada de gozo y de dolor, continúa suscitando, sin grandes propagandas, vocaciones y conversiones.

 

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RECAPITULACION

 

- La vida cristiana consiste en compartir la misma vida de Cristo muerto y resucitado. La "Alianza" de Dios con la humanidad tiene sentido esponsal. La nueva Alianza está sellada con la sangre de Cristo. El cristiano le ha tocado en suerte beber la misma copa de Cristo, es decir, compartir su misma vida.

 

- Las exigencias del seguimiento de Cristo están enmarcados en el símbolo de la cruz: "si alguno quiere seguirme, que renuncia a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34). El sufrimiento de esta cruz sólo se comprende a partir de una declaración de amor, que es el punto de partida de la vocación cristiana. Sólo el amor entiende de donación sacrificial.

 

- Las obras apostólicas marcadas con la cruz no fracasan. El apóstol, como Pablo, quiere hacer de su vida una prolongación de la vida de Cristo crucificado: "estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19); "jamás presumo de algo que no sea la cruz de Cristo... ya tengo bastante con llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús" (Gal 6,17).

 

- María es el Tipo o figura de la Iglesia en esa asociación esponsal con Cristo crucificado. Ella sigue siendo modelo y ayuda materna junto a la cruz. La nueva maternidad de María y de la Iglesia está sellada con la cruz (Jn 19,25-27).

 

- La fuerza para afrontar la cruz deriva de la sintonía con los sentimientos o amores de Cristo (Fil 2,5). En unión con él, se comprende todo su mensaje salvífico iluminado por la cruz y la resurrección. "Si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17). Su pobreza, su obediencia, su sacrificio, su humillación y su muerte, con expresiones de sus actitudes internas de donación.

 

- Sintonizar con los amores de Cristo comporta unirse a sus sentimientos de alabanza, gratitud y reparación de los pecados del mundo. Una sociedad de consumo no entiende de sacrificios, de penitencia ni de reparación, porque tampoco entiende el amor de donación vivido por Cristo desde la encarnación hasta la cruz. "Cristo amó a su Iglesia y se entregó en sacrificio por ella" (Ef 5,2). "Sin cruz no tendrás llave para abrir las puertas del cielo... Dirige todas tus mortificaciones a humillar tu amor propio y hacerte dueño de ti mismo... Sufre por Dios... sufre en silencio, y nadie podrá quitarte el mérito" (Bto. Pedro Poveda).

 

- La fe cristiana en la encarnación del Verbo y en la redención, pone de manifiesto la dignidad del ser humano "injertado" en Cristo y redimido por él. Dios "salva al hombre por medio del hombre", decían los Santos Padres. Todo redimido por Cristo completa a Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección (Col 1,24; Ef 1,23). Por esto dice San Pedro: "habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo" (1Pe 4,13).

 

- Los cristianos prolongamos la cruz de Cristo en el espacio y en el tiempo. El sufrimiento de Cristo y el nuestro forman una sola cruz: la del "Cristo total". "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

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