Lunes, 11 Abril 2022 09:13

EL "MISTERIO" DE LAS LIMITACIONES HUMANAS

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        II. EL "MISTERIO" DE LAS LIMITACIONES HUMANAS

 

        1. El camino oscuro hacia la verdad y el bien

        2. Hermanos y acontecimientos: ¿silencio de Dios?

        3. El "misterio de la iniquidad"

 

1. El camino oscuro hacia la verdad y el bien

        La historia humana, de cada persona y de cada comunidad, es fascinadora y dramática a la vez. Siempre se busca la verdad y el bien, con aciertos y con errores, con éxitos y con fracasos. Ni el cosmos ni el corazón humano, por sí mismos, son malos. Pero hay mucha debilidad y desorden en el corazón y en la mente. El hombre es, para sí mismo, un misterio deslumbrante y doloroso. "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22).

        Se busca la verdad y el bien con los cinco sentidos, con el pensamiento, la imaginación, la fantasía, la memoria y la voluntad. Esa búsqueda se traduce muchas veces en esperanza de conseguir el objetivo y en gozo de haberlo conseguido; pero también se convierte en el dolor de no alcanzar el bien deseado o en el temor de que otros nos lo arrebaten o de que se nos escurra entre las manos.

        Con toda esta carga de buena intención y de buena voluntad, ¡cuántos disparates y opresiones se comenten en todas partes y en toda época histórica! El arte, la música, la poesía, la narrativa, las costumbres y la reflexión filosófica, han dejado en cada pueblo constancia de esta realidad gozosa y dolorosa. No hay persona, familia e institución, que no tenga en su historia retazos de esta vida amasada de luces y sombras. Olvidar esa historia y esas ciencias "humanistas" en nombre de la tecnología y de la ganancia, equivaldría a construir una sociedad suicida.

        Cuando se ha alcanzado una verdad, es decir, una partecita de la luz, uno se siente tentado a pensar que es toda la verdad. Y cuando se ha conseguido, o mejor, se ha recibido un bien, frecuentemente uno se imagina que es el único bien. A veces se quiere imponer a los demás aquella parte de verdad y aquel fragmento de bien, sin respetar la verdad y el bien que ya existe en los hermanos.

        Si sucede que la velita encendida se apaga o que la flor se marchita, surge en el corazón el desánimo, la agresividad o la indiferencia. Entonces, en algunas épocas e instituciones, se prefiere soslayar los principios permanentes y los compromisos duraderos, reduciéndolo todo a lo útil, lo inmediato, lo eficaz. A eso le llaman algunos la "modernidad", con la sequela de tantas vidas y pueblos jóvenes convertidos en estropajos de una nueva esclavitud.

        El hombre que busca la verdad y el bien tiene que luchar contra corriente. En primer lugar es su propia debilidad, cansancio, desorden y egoísmo, porque se quiere "conquistar" y "domesticar", olvidando que la verdad y el bien existen antes que nosotros.

        La libertad humana se va construyendo en el seguimiento de la propia conciencia iluminada  por esa luz oculta que "alguien" ha impreso en nuestro ser más profundo. Esa libertad se fragua en la fidelidad. "La verdad os hará libres" (Jn 8,32). Es la libertad del Espíritu (cfr. 2Cor 3,17), que se demuestra tanto en el respeto a la parte de verdad y de bien que hay en los demás, como en el compromiso de seguir y de anunciar fielmente la luz recibida en el propio corazón.

        Los "pluralismos" son sanos y constructivos cuando nacen de la unidad (no uniformidad) del corazón, y tienden a construir la comunidad humana en la diversidad de dones, según la "comunión", como reflejo de la comunión de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, "supremo modelo de unidad" (SRS 40). Lo que no nazca de esta comunión trinitaria, es caduco, dispersivo y virulento.

        La búsqueda de la verdad y del bien, en todos los niveles, se convierte frecuentemente en una serie de "preguntas angustiosas" sobre el sentido de la vida, del trabajo, de la historia, del dolor, de la muerte y del más allá. En medio de grandes adelantes técnicos, el hombre se pregunta sobre sí mismo, "quiere conocer su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo" (GS 4). "A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar" (GS 10).

        El hombre se experimenta a sí mismo como "una síntesis del universo" y, al mismo tiempo, superior a toda la creación. Es precisamente la búsqueda y el encuentro de la verdad, del bien y de la belleza lo que caracteriza al ser humano. "Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

        Esta "búsqueda y amor de la verdad y del bien" anidan en el corazón de cada ser humano (GS 15). El dolor nace de los errores y limitaciones en esta búsqueda, que, a veces, tienen consecuencias fatales para pueblos enteros. Sólo cuando el hombre se abre a Dios (no como adorno, sino como "alguien"), descubre la dignidad de todo ser humano si excepción. "Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventu­rada perfección" (GS 17).

        A la verdad y al bien, que tienen a Dios como fuente y que se reflejan en el hombre y en el universo entero, sólo se puede llegar a través del conocimiento de la propia realidad, tal como es, con sus luces y sombras: "que me conozca a mí, para que te conozca a ti" (San Agustín). En esta nuestra realidad, grandiosa y dolorosa, nos espera Cristo y nos repite hoy como hace veinte siglos: "quien me sigue no anda en tinieblas" (Jn 8,12). Por esto se puede decir que "el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios" (CA 24). "El punto culminante del desarrollo conlleva el ejercicio del derecho-deber de buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal conocimiento... A este derecho va unido, para su ejercicio y profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre" (CA 29).

        Todos sistemas políticos, sociales y culturales, dicen buscar la verdad y el bien. A nadie se le ocultan los grandes éxitos de esas instituciones, como tampoco los grandes fracasos con las consecuentes tragedias para innumerables seres inocentes, individuos y pueblos. Unos buscan preferentemente el bien de la persona humana dejándole amplia "libertad" en el trabajar, poseer y negociar. Otros subrayan la prioridad del grupo ("sociedad") como fuente de igualdad y bienestar para todos.

        Las dos líneas son buenas, consideradas en abstracto, pero al ser tiznadas por el egoísmo personal o colectivo, han ido construyendo en los últimos tiempos dos sistemas opuestos, que atropellan por igual a personas y colectividades. "La sociedad de consumo... al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en el reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales" (CA 19; cfr. DM 11; SRS 41).

        Sólo Cristo, con su persona y su mensaje ofrece la "respuesta existencialmente adecuada al deseo de bien, de verdad y de vida que hay en el corazón del hombre" (CA 24). Su vida es la pauta de todo ser humano: "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). "Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el con­cepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios" (CA 41). Por esto, la Iglesia, al anunciar y testimoniar este mensaje cristiano, se presenta como "experta en humanidad" (PP 13), y "esto la mueve a extender necesariamente su misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan sus actividades, en busca de la felicidad, aunque siempre relativa, que es posible en este mundo, de acuerdo con su dignidad de personas" (SRS 41).

        El gran error en la búsqueda de la verdad y del bien consiste en hacer de esa búsqueda una posesión cerrada de un individuo o de un grupo. La verdad y el bien se resisten siempre al egoísmo, al quiste y a la secta. "La paz y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano, de manera que no es posible gozar de ellos correcta y duraderamente, si son obtenidos y mantenidos en perjui­cio de otros pueblos y naciones, violando sus derechos o excluyéndo­los de las fuentes del bienestar" (CA 27; cfr. SRS 39 y 46).

        Es doloroso buscar la verdad y el bien, porque no siempre se encuentran con claridad y seguridad. Es doloroso poseerlos, porque hay que vivirlos a contracorriente. Es también difícil anunciarlos, porque no siempre se aceptan. Es siempre doloroso servir a la verdad y al bien, debido a nuestra debilidad y a la de los demás. A Cristo le condujo al Calvario el hecho de haber dado "testimonio de la verdad" (Jn 18,37). Ha habido y habrá siempre muchas vidas anónimas que han seguido el mismo camino. De la inmensa mayoría nadie sabe nada; pero sus vidas están escritas en el corazón de Dios Amor.

        Son muchas las lamparitas que se están consumiendo en hogares, escuelas, canteras, hospitales, misiones, servicios... A veces les azota dolorosamente el viento de la duda, de la incomprensión, de la contradicción, del aparente fracaso e incluso del escrúpulo y de la culpabilidad por los propios defectos. Pero es siempre hermoso "gastarse" para comunicar a otros la luz, la fuerza y el calor recibidos de Dios amor para compartirlos y para construir una familia de hermanos. Por esa fatiga del trabajo y del quehacer cotidiano, como expresión del amor, el hombre "se realiza a sí mismo... se hace más hombre" (LE 9).

 

2. Hermanos y acontecimientos: ¿silencio de Dios?

        Cada hermano que se cruza con nosotros en nuestro camino es una gracia. Cada acontecimiento de nuestra historia personal y comunitaria es una huella de Dios que viene a nuestro encuentro. En todo hermano y en todo acontecimiento, Dios nos da a su Hijo y se nos da a sí mismo: "Este es mi Hijo muy amado, escuchadle" (Mt 17,5). Pero esta realidad de gracia es "nube" oscura y "luminosa" a la vez. El gozo del encuentro va siempre acompañado de dolor y separación. El sufrimiento aflora a nivel personal, comunitario e histórico.

        Las cosas, los acontecimientos y los hermanos no son, en sí mismos, causa del dolor. Todo ello esconde un misterio más hondo que se nos quiere manifestar y comunicar. "El cristianismo proclama el esencial bien de la existencia y el bien de lo que existe; profesa la bondad del Creador y proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta, limitación y distorsión del bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado" (SD 7)

        Todo hermano se realiza a sí mismo dándose. Para ello necesita un ambiente sereno de donación mutua: convivencia, familia, trabajo, sociedad. "El hombre... no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24). Pero este ideal tropieza con continuas limitaciones que se convierten en aristas dolorosas para todos. No siempre se consigue la propia donación ni siempre se encuentra la correspondencia necesaria en los demás.

        Lo que nosotros llamamos defectos de los demás (que pueden ser una "paja" en comparación de la "viga" de nuestros defectos), ordinariamente no son más que dones o cualidades atrofiadas o desenfocadas, que todavía podrían reorientarse si encontraran "paciencia", comprensión y amor. En los momentos de atropello y de frialdad glacial, todavía cabe el dicho de San Juan de la Cruz: "A donde no hay amor, pon amor y sacarás amor". Porque, en cualquier circunstancia, siempre se trata del "hermano por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15).

        Incluso cuando todo marcha bien, los hermanos pueden ser fuente de dolor. Entonces el sufrimiento es más agudo, como cuando tiene lugar la desaparición de un ser querido. Este sufrimiento más personal ayuda a vislumbrar el drama desconocido de tantas familias, que se ocultan en el trasfondo de todo accidente y de toda "desgracia".

        Las estadísticas que transmiten los medios de comunicación sobre guerras, atropellos, hambre, nuevas enfermedades..., no son meras cifras, porque cada persona y cada familia es irrepetible. Un joven que muere por efecto de la droga, de suicidio o de accidente de fin se semana, es una historia de dolor indecible, por lo menos en el corazón de una madre.

        El dolor puede ser más fuerte cuando se trata de la muerte de un "inocente". Si Cristo asumió como propia la muerte de los inocentes (mártires) de Belén, ¿no podrá hacer lo mismo con los millones de inocentes que no llegan a la aurora de la vida, que mueren de hambre o de enfermedad en los primeros años de su existir? Todos estos ejemplos de dolor existen en el "tercer mundo" y también en el "primero".

        Acostumbramos a contabilizar el dolor a partir de unas manifestaciones más llamativas: enfermedad, injusticia, muerte... Pero resulta imposible detectar el dolor más hondo de tantos niños hijos de familias rotas, y el sufrimiento de tantos jóvenes que no encuentran en la sociedad (y en la escuela) una razón válida para vivir, además de no encontrar una seguridad en el trabajo y en la convivencia humana. Ese dolor se procura ocultar tras el ruido, la prisa y la fuga, o también tras las ganancias y el bienestar de unos pocos; pero sigue martilleando en innumerables corazones.

        Hay un dolor de tipo muy personal e inalienable. Es como el ocultamiento de Dios en la vida de Job. Hay también un dolor de tipo más comunitario y colectivo, como en los acontecimientos históricos que atropellan pueblos enteros. Todo dolor puede llegar a momentos límites, que parecen silencio y ausencia de Dios. Si los dones de Dios desaparecen, ¿será porque el mismo Dios retira su amor? Es muy difícil dar el salto a la fe, que es gracia y don, para descubrir que Dios retira sus dones para darse él. ¿Cómo poder dar este "paso" hacia el corazón de Dios Amor?

        El sufrimiento sólo puede ser vencido por el amor. La cruz de la propia donación vence y transforma el sufrimiento. Descubriendo a Dios Amor en todo, también cuando nos retira sus dones, será posible dar el paso a la oblación: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo distes, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta" (San Ignacio de Loyola, Contemplación para alcanzar amor).

        Esta actitud oblativa no significa huir del dolor, sino afrontarlo, como se debe afrontar cualquier realidad humana, para transformarla en donación. Este salto o "paso" cualificado sólo es posible en unión con Cristo, como inspirándose y apoyándose en su entrega al Padre: "en tus manos, Padre" (Lc 23,46). En esta oblación de Jesús se han inspirado todas las almas grandes: "Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre"... (Carlos de Foucauld). Otras alma grande añadía: "me entrego a tu amor, a tu bondad, a tu generosidad; has de mí lo que tú quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas. Dame almas de niños, de pecadores; dame todas las almas de los infieles... y yo te doy mi vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mi lo que quieras!, mas déjame vivir y morir en tu amante Corazón, para que ahí se caldee el mío y pueda a mi vez calentar las almas que se acerquen a mí. Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero.  Que todos amen a tu Padre, al divino Consolador; que las almas todas conozcan la Trinidad Beatísima, por medio de tu Madre Inmaculada, Santa María de Guadalupe" (M. María Inés-Teresa Arias).

        No resulta fácil esta actitud de confianza activa y constructiva en manos de Dios Amor y de su "providencia", cuando las cosas humanamente no andan bien: "ya conoce vuestro Padre las necesidades que tenéis antes de que se las pidáis "(Mt 6,8); "hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados" (Mt 10,30). Se necesita mucha fe y mucha confianza para saber decir con convicción: "La Providencia lo puede todo" (San José Benito Cottolengo).

        La actitud más constructiva ante el dolor es la de afrontarlo con amor. Esa disponibilidad es sólo posible con la confianza incondicional en el Señor: dispuestos a convertirse en un vaso nuevo en manos del "alfarero" divino (Jer 18,6). Es la actitud filial, "como la del niño en manos de su madre" (Sal 130,2). Con esta confianza, se puede afrontar la vida con serenidad.

        Los acontecimientos, gozosos y dolorosos, se convierten en "signos de los tiempos", manifestativos de una voluntad de Dios que nos confía la historia para que la transformemos desde dentro, corriendo el mismo riesgo que han corrido todos los hermanos que nos precedieron. El problema verdadero consiste en discernir por dónde nos guía el corazón de Dios. Se trata de "escrutar a fondo los signos de nuestra época e interpretarlos a la luz del evangelio" (GS 4; cfr. GS 11,44).

        Anualmente, el último domingo de agosto, una multitud inmensa de familias con sus niños y enfermos, se congrega en el santuario de Nuestra Señora de Lanka (Colombo, Sri Lanka). Es el día anual del enfermo. A veces pasan de doscientas mil personas. Cada uno busca la ternura materna de Dios, manifestada a través de María y aplicada a la propia realidad. El año 1992, un joven enfermo de cáncer, humanamente incurable, al terminar la jornada dijo a su madre: "Mamá, ya estoy contento, porque sé que Dios me ama tal como soy".

        La acción amorosa va más allá de la enfermedad y de la muerte. Cristo resucitó a Lázaro, pero no resucitó a Juan Bautista. El martirio de Juan era más importante y necesario que la curación de un enfermo o la resurrección de un muerto, que después volvería a morir.

        Parece que Dios calla y está ausente, pero cuando uno está abierto al amor, le descubre siempre presente: "El Señor no está lejos... ama y le descubrirás cercano, que habita en ti" (San Agustín, Sermón 21).

 

3. El "misterio de la iniquidad"

        A nosotros nos parece más fácil comprender a Cristo como hermano que como "Redentor". Es el Hijo de Dios hecho hombre por amor: "de tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Le podemos descubrir cercano a todo hombre que sufre, para sanar y también para perdonar. Cristo ha venido para destruir la raíz del dolor y de la muerte. Esa raíz es el pecado. Y ha venido como "Redentor", "para dar su vida en rescate por todos" (Mc 10,45; Mt 20,28).

        La fuente principal del sufrimiento es el pecado, es decir, la actitud negativa del hombre: encerrarse en sí mismo. De ahí provienen todos los males personales y comunitarios. Esa realidad negativa, como "misterio de iniquidad" (2Tes 2,7) anida en todo corazón humano, salvo en la Madre de Jesús, la Inmaculada (sin pecado original ni personal). Pero también ella, como Jesús, tuvo que sufrir las consecuencias del pecado de los otros.

        A Cristo no se le podría comprender como Verbo encarnado, hecho nuestro hermano, si no se le reconociera como Redentor. El "no tuvo ningún pecado" (1Pe 2,22), ni desorden alguno, pero asumió esponsalmente la realidad humana pecadora para transformarla desde la raíz: "cargó con nuestros pecados" (2Pe 2,24).

        Todo ser humano ha quedado envuelto en esta realidad pecaminosa de un corazón que, tendiendo siempre hacia la verdad y el bien, no obstante con frecuencia, se encierra en sí mismo por la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza... Todos nos vemos tiznados de ese alquitrán. "Todos fallamos en muchas cosas" (Sant 3,2). "Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros" (1Jn 1,10).

        Esta realidad de pecado, en nosotros y en los demás, es el origen de todos los atropellos. El sufrimiento principal no proviene de gente "mala", sino de hermanos que pueden ser mejores que nosotros y que se dejan llevar por algún brote de egoísmo. Muchos rechazos provienen de malentendidos y ofuscaciones debidas a "pequeños" defectos (crítica, difamación...). Nosotros mismos, con toda nuestra carga de buena intención, somos frecuentemente para los demás una fuente de sufrimiento.

        La historia humana es a veces triste debido a los atropellos de personas y de pueblos. Por más que cambiara el futuro de la humanidad, nadie podrá olvidar los horrores de tantas guerras y genocidios que han tenido lugar en todos los períodos históricos y en todas las "culturas". Se ha atropellado siempre al hermano más débil con la excusa de inutilidad, impotencia, incultura, imperfección racial... A veces es la venganza solapada que, bajo capa de castigar una injusticia del pasado, da origen a una cadena interminable de hechos violentos. "En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo" (GS 78).

        El origen de todos estos males es un corazón dividido. "El hombre, creado para la libertad, lleva dentro de sí la herida del pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta doctrina no sólo es parte integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad humana" (CA 25). El mismo ser humano "siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad" (GS 10). El atropello actual de tantos pueblos subdesarrollados nace de un concepto egoísta del propio bienestar personal o colectivo, que abandona a los otros cuando ya han sido estrujados.

        En los inicios de la humanidad hay un hecho que es el origen de todo mal: el pecado "original" de nuestros primeros padres. La palabra de Dios ("revelación") nos atestigua este hecho. Los efectos de tal pecado continúan en el corazón de todo ser humano: "El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprue­ba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con fre­cuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordena­ción tanto por lo que toca a su propia persona como a las relacio­nes con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas" (GS 13; cfr. RP 15-18).

        Este "misterio de iniquidad" o de pecado se encuentra, de algún modo, en toda persona e institución. Aunque nos encontremos entre personas santas e instituciones que son medios y servicios de santidad y de amor, nunca podrá evitarse totalmente el sufrimiento. Me decía un fiel colaborador al despedirme para un viaje: "si a su regreso encuentra todos los problemas solucionados, es que ya habrá llegado al cielo"...

        En toda comunidad humana hay grandes cualidades y grandes defectos. Es siempre una historia de gracia mezclada con una historia de pecado y de egoísmo. Frecuentemente "todos buscan su propio interés, no el de Jesucristo" (Fil 2,21). El origen de tantos dramas es siempre la poca correspondencia a un don de Dios o la utilización de este don para el propio provecho. Esta actitud egoísta y unilateral, que se procura justificar hasta con palabras de la Escritura, produce el atropello de los hermanos.

        En el roce de puntos de vista contrastantes, la verdadera solución no proviene de la defensa a ultranza del propio parecer, por honesto que sea, sino de la atención al problema de los demás. Cuando se intenta, por encima de todo, solucionar y comprender el dolor de los otros, entonces se encuentra la verdadera solución para todos.

        Lo más importante es siempre hacer de la vida una donación. Los dones de Dios, en esta tierra, son pasajeros e incompletos, precisamente para que todo ser humano se realice amando, dándose. La pobreza de Belén y de la cruz, siendo, al mismo tiempo, el mayor atropello de la historia, se convierte en la epifanía de Dios Amor. Su Hijo, para redimirnos, "se anonadó" (Fil 2,7), y así pudo mostrar la característica más importante del amor de Dios: no tiene nada, para darse él mismo del todo.

        El Bto. Andrés Carlos Ferrari, cardenal arzobispo de Milán, mostró siempre un gran amor a la Iglesia y al Papa. Alguien le acusó de "modernista" y, como consecuencia, el Papa San Pío X no le quiso recibir. Ahora ambos son "santos" en el cielo... Todo fue providencial, para acrisolar la caridad de uno y de otro.

        Los santos se hicieron y se hacen a fuerza de yunque y martillo. Lo importante es descubrir la mano amorosa que los fragua, asiéndolos fuertemente para que no se hundan en su propia debilidad.

                                                 * * *

                                        RECAPITULACION

 

- La búsqueda de la verdad y del bien es un camino laborioso. No siempre se ven las cosas con perfecta claridad, ni se busca el bien con plena decisión, ni se poseen los bienes con seguridad absoluta. Oscuridad, debilidad y contingencia se entrecruzan con la luz, la decisión generosa y el deseo de llegar a los bienes definitivos.

 

- Esta oscuridad y debilidad humana en la búsqueda de la verdad y el bien, origina el dolor de la duda, del desaliento y de la inseguridad. La parte de verdad y de bien que ya se posee, tampoco llena el corazón humano creado para el infinito. No son los deseos los que originan el dolor, sino las limitaciones y el egoísmo en la búsqueda y en la posesión de la verdad y del bien. "Todos buscan su propio interés, no el de Jesucristo" (Fil 2,21).

 

 

- La posesión egoísta de la verdad y del bien produce rupturas y violencias entre individuos y comunidades. El servicio desinteresado de la verdad y la voluntad de compartir los bienes, originan frecuentemente una reacción de desprecio y de atropello hacia quien ha tenido el valor de servir así. Jesús fue crucificado por dar "testimonio de la verdad" (Jn 18,37).

 

- El gozo de la convivencia con los hermanos se transforma con frecuencia en el dolor de la separación. Los seres más queridos también se van hacia el más allá. Y las personas más admiradas y poderosas no siempre comprenden y comparten.

 

- Los acontecimientos son un tejido maravilloso de la historia humana. Lo más hermoso permanece desconocido. En la vida de cada persona y de cada pueblo, y en toda época histórica, hay acontecimientos de dolor que no tienen explicación humana convincente. Los atropellos dejan entrever su misterio sólo a través del mensaje evangélico. "Quien me sigue no anda en tinieblas" (Jn 8,12).

 

- El origen del dolor es el pecado del hombre. Todos llevamos dentro este misterio. "Todos fallamos en muchas cosas" (Sant 3,2). Existe el pecado original, del inicio de la historia humana, y el pecado personal que amenaza en todo corazón humano que ha llegado al uso de razón. Esos pecados han dado origen al desorden del universo, al odio entre hermanos y al atropello de innumerables inocentes.

 

- Querer "posesionarse" de las personas y de las cosas, "utilizándolas" según el propio antojo, es el origen de todo sufrimiento, en nosotros y en los demás. Es el "misterio de la iniquidad" (2Tes 2,7), que se va superando sólo con la aceptación del "misterio de la piedad" (1Tim 3,16) o misericordia de Dios manifestada en Cristo Redentor, que "cargó con nuestros pecados" (2Pe 2,24), porque "el Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos" (Mc 10,45).

 

- La victoria sobre el sufrimiento sólo puede obtenerse a partir del amor a la verdad del misterio de todo hombre: "la verdad os hará libres" (Jn 8,32). Si el mundo salió de las manos y del corazón de Dios, como algo "muy bueno" (Gen 1,31), sólo podrá recuperarse volviendo a los planes salvíficos de Dios en Cristo, para reencontrar el primer rostro del hombre. El dolor se vence trascendiéndolo. Mientras queden en el corazón humano deseos de infinito y de trascendencia, el dolor tiene solución. La cruz de Cristo ha abierto un camino de Pascua.

 

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