LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA DEL SACERDOTE / MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

SAGRARIO DE MI SEMINARIO QUE TANTAS VECES VISITÉ Y DESDE DONDE CRISTO EUCARISTÍA TANTAS VERDADES ME ENSEÑÓ Y ME HIZO SENTIR

MEDITACIONES

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA DEL SACERDOTE

PARROQUIA DE SAN PEDRO.PLASENCIA.1966-2018

 ALGUNOS DE LOS LIBROS ESCRITOS POR EL AUTOR DESDE EL SAGRARIO DE SUS PARROQUIAS DE ROBLEDILLO DE LA VERA (1963) Y DE SAN PEDRO DE PLASENCIA (1966-2018)

Estas quieren ser MEDITACIONES EUCARÍSTICAS Y SACERDOTALES, aunque valederas para todo cristiano creyente, iniciadas ante EL SAGRARIO de mi Seminario de Plasencia, el mejor Formador, Amigo y Confidente de todos sus elegidos, donde empecé mi amistad personal con Él, rematadas y completadas luego en mis cincuenta y tres años de párroco ante el Sagrario de mi Parroquia de San Pedro, de Plasencia.

El Sagrario de todas Iglesias de la tierra es Presencia permanente de Jesucristo, Sacerdote único del Altísimo y Eucaristía Perfecta de obediencia y adoración al Padre,testigo de gozos, perdones, ayudas y abrazos de amor diarios de todos los creyentes, pan y alimento de amistad permanente para todos los hombres, ofrecida y vivida en misas y comuniones fervorosas y eucarísticas y perpetuadas, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, en ratos de oración y visita en todos los Sagrarios de la tierra. Por eso estas meditaciones valen para todos los creyentes, porque en el Sagrario está siempre el mismo Cristo del cielo y de Palestina,Dios Salvador y Amigo de todos los hombres, está esperándonos para abrazarnos y ayudarnos a todos los hombres.

PRIMERA MEDITACIÓN

LA COMUNIÓN   EUCARÍSTICA

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la ofrenda sacramental de su sacrificio, la de instituir la Eucaristía como misa y como comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...” El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida. La InstrucciónRedemptionis   Sacramentum nos recuerda que la Eucaristía no debe perder este carácter convivial y sacrificial (RS 38).

La Comunión Eucarística es comulgar con la vida y sentimientos de Cristo, no sólo comer su Cuerpo. Los  relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad  con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en las comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

       Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gn 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gn 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza, y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza. En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-  Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” (Is 25,6-9).

       La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch, cronológicamente más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán  parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, muy cercanos al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

       Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados. Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

       En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla san Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

       Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: “Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén... Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo... Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios” (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

MIRADA LITÚRGICA A LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que, si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida.

Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer”, es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

       La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida. La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía,  figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de la nueva alianza por su sangre. 

       “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”. Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos,  y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios.

       En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!>>.  La inmolación del cordero se convierte en  salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

       Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrificio y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos  injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica:“Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

       Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a la Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como dejarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es dejar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado.

       Si hemos dicho que sin Eucaristía-Eucaristía no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

       Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y es que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidas.

2ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA ES UN VERDADERO BANQUETE.

El misterio de la Eucaristía es, a la vez e inseparablemente sacrificio y “banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y en la Sangre del Señor”. Más todavía, “la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se entregó por nosotros”.

En la última Cena Jesús tomó el pan dio gracias, lo partió y lo dio a comer a sus discípulos; y tomó el vino dio gracias después de comer, y lo dio a beber a sus discípulos. Jesús se mantiene en le marco de la cena pascual judía. Lo que cambia es el contenido y el sentido del rito, expresándolo por las palabras que acompañan: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre”. Jesús renueva el contenido y sentido, que en adelante ya no remitirán a la antigua Pascua, sino a la nueva.

Así nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino”.

       Queridos hermanos, todos nosotros, todos los cristianos tenemos la invitación apremiante de Cristo y de la Iglesia a participar adecuadamente en este banquete. Por el santo evangelio vemos cómo el mismo Señor nos invita con fuerza a recibirle en la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Él es el pan de vida que ha bajado del cielo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Para acoger a esta apremiante invitación del Señor es necesario prepararnos adecuadamente. El mismo Apóstol llamaba la atención sobre este deber: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa”. Con la fuerza de su elocuencia y con toda claridad, S. Juan Crisóstomo exhortaba con estos términos a sus fieles: “También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo”. En este mismo sentido el Catecismo de la Iglesia Católica establece: “Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar”.

Juan Pablo II se hacía eco de todas estas advertencias y reiteraba la vigencia de la norma del Concilio de Trento que sostiene que para recibir dignamente la Eucaristía, “debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal”. Desde esta perspectiva se comprende la estrecha vinculación existente entre el sacramento de la Eucaristía y la Penitencia. Así pues, “La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2Cor.5,20)”.

Por la sagrada comunión participamos de los frutos del banquete eucarístico. Los frutos de la Eucaristía son decisivos para la vida de los creyentes. Ante todo la comunión nos une muy estrechamente a Cristo. El mismo Cristo lo había anunciado: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él”.

La comunión sacramental fundamenta nuestra vida en Cristo: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». La Eucaristía une a los fieles con Cristo en la mayor unión de intimidad y de amor. El pan eucarístico incorpora a los hombres a Cristo y hace así de ellos un único cuerpo espiritual.

S. Agustín describe esta unión íntima de forma magistral con estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes, ¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí». En las comidas habituales el hombre es el más fuerte y asimila los alimentos. Pero en nuestra relación con Cristo sucede a la inversa: el más fuerte es Él, Él es el protagonista. Al comulgar somos despojados de nosotros mismos y asimilados a Él. Somos hechos uno con Él.

Al llegar a la aldea de Emaús, adonde iban, el Caminante hizo ademán de seguir adelante. Los dos discípulos le rogaron que se quedase con ellos. El Caminante accedió “y entró para quedarse con ellos”. En el sacramento de la Eucaristía, el Resucitado encontró el modo de quedarse no sólo “con” ellos, sino también “en” ellos. La alegoría de la vid y los sarmientos evoca esta íntima unión entre Cristo y los cristianos.

En dicha alegoría se repite varias veces el verbo “permanecer”. Juan Pablo II, aplicando estas palabras a la Eucaristía, comentaba así esta permanencia: “Esta relación de íntima y recíproca ‘permanencia’ nos permite en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿No es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha puesto en el corazón del hombre el ‘hambre’ de su Palabra (cfr.Am.8, 11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para ‘saciarnos’ de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo”. 

No olvidemos nunca que la comunión nos separa del pecado. El pan de vida que recibimos en la Eucaristía es el Cuerpo entregado por nosotros y la Sangre derramada por muchos para remisión de los pecados. La Eucaristía nos une a Cristo, purificándonos de los pecados cometidos y preservándonos de futuros pecados.

En la vida normal el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas. De modo análogo, la Eucaristía robustece la caridad que, en el trato cotidiano, puede debilitarse. La caridad vivificada por la comunión “borra los pecados veniales”. Cristo, nuestro alimento, reaviva en nosotros el verdadero amor, nos capacita para romper los lazos desordenados que nos atan a las criaturas y nos arraiga más en su amor. En efecto, “cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal.

       La unión con Cristo conlleva la unidad del Cuerpo místico. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren y reconocen el rostro del Resucitado al partir el pan, “en aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás”.

El encuentro con el Resucitado impide la dispersión y los vuelve al lugar de la unidad. En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos presenta el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. No existe mayor amor que dar la vida por los amigos”.

No es posible estar unidos a la Vid verdadera, si no estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. Mediante el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. No me detengo en el análisis de este fruto concreto de la Eucaristía; lo haré en el capítulo siguiente, al tratar de la relación entre Eucaristía e Iglesia. 

En la Carta de convocación del año de la Eucaristía Juan Pablo II mencionaba con fuerza el carácter de compromiso con los más pobres que brota de la celebración de este sacramento. La viva tradición de la Iglesia recuerda desde siempre esta dimensión del misterio de la Eucaristía. De modo muy claro y preciso nos lo hace saber el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr. Mt.25,40)”. Como dice Juan Pablo II, “se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna”. En el último capítulo de esta Carta abordaré esta temática, al hablar de la espiritualidad de comunión. 

3ª MEDITACIÓN

ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

La Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué... Esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús...

       Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...”  Y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí…?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”

       Las crisis de fe, las “noches” de S. Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del evangelio, que pasan a ser nuestros y todos esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida... Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque creo en tu vida, en tu palabra, en tu persona, en tu evangelio, en tus palabras sacramentales aunque no te vea físicamente a Ti, te veo y te siento.

 Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde no jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma.

Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡Qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos “yo” en la liturgia eucarística de la vida,  eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con S. Pablo: “para mí la vida es Cristo”,  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”  

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio.

Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él.

 Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...” ; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

       Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos que se van identificando con Cristo más cada día por la oración y la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que es el Cristo entero y completo, que  nace y vive y predica y muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida, para que todos la tengamos eterna.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho: «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

4ª MEDITACIÓN

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN Y TRANSFORMACIÓN EN CRISTO.

       En la meditación de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 1391-1397.

       Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

       En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

       Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual.

La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

       Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

       La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

LA COMUNIÓN PERDONA LOS PECADOS  VENIALES Y PRESERVA DE LOS MORTALES.

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

       Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

       El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

       “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

       Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

       Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía.       Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal. El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

LA EUCARISTÍA-COMUNIÓN HACE IGLESIA: CARIDAD FRATERNA.

La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

       En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

       El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4,16).     

       Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

       «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 ).

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA COMPROMETE EN FAVOR  DE LOS POBRES.

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”. Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[1]

       Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[2].

EL BANQUETE DE LA EUCARISTÍA, PRENDA DE LA GLORIA FUTURA

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

       Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

       La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

       De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

 DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

       Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8,50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

       Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

       Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

5ª MEDITACIÓN

FRUTOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN

AL COMULGAR, ME ENCUENTRO EN VIVO  CON TODOS LOS  DICHOS Y HECHOS SALVADORES DEL SEÑOR.  

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

       «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

       Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.

       La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

       Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

       Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

PRESENCIA PERMANENTE.

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

       Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

PAN DE VIDA ETERNA

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

       La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

       La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

       Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémonos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

LA EUCARISTÍA, FUENTE Y LA CIMA DE TODO APOSTOLADO

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

       Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia. Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

6ª MEDITACIÓN

LA VIVENCIA DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA POR LA FE Y EL AMOR

La Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho, los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué; esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús...

       Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí..”  Y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí…?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”

       Las crisis de fe, las «noches» de san Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del evangelio, que pasan a ser nuestros y todo esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida. Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Ti, Señor, porque te veo y te siento, no porque otros me lo han dicho. Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde nos jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma.

       Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor!, ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos “yo” en la liturgia eucarística de la vida,  eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo”, “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata de estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio.

       Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos, si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón; ésta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado, a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos,  a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón,  es muy duro,  y sin Cristo es imposible.

       Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible.

       Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que sólo cuando uno a través de las comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es «llagado» vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: «¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaristía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

7ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA

La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

       En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

       El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4,16).     

       Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Co.10, 16-7).

       «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

       El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no hayr salvación» (LG 24).

LA EUCARISTÍA NOS DA LA  PRENDA DE LA GLORIA FUTURA

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: « ¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

       Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

       La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

       De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (San Ignacio de Antioquía, Eph.20,2).

       Ahora bien, la Iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una Iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Ap.21, 2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC. 8; 50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

       Asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11, 26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha». Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

       Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno: “El que come de esta pan vivirá eternamente”.

       Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO

8ª MEDITACIÓN

COMULGAR CON CRISTO ES TRATAR DE VIVIR SU MISMA VIDA: “EL QUE ME COME VIVIRÁ POR MÍ”.

He dicho que lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo, y esto es lo que busca más directamente el Señor. De hecho los Apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy van desapareciendo.

Lo importante es la fe, el fuego del corazón, el amor abrasado, el deseo infinito de Dios. Y si sacramentalmente de suyo solo puedo hacerlo una vez al día, por el amor puedo comulgar todas las veces que quiera, que tenga deseos de sentir cerca su presencia y ayuda, de comer sus sentimientos de humildad y entrega, de comer sus deseos de servir y amar  a los hermanos.

A esta comunión espiritual me tiene que llevar y conducir la corporal y viceversa. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin amor, sin  hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión vital con Él, para llenarnos de su pureza, generosidad y entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Y esto es lo que nos comunica y quiere alimentar por el sacramento de la Comunión. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos. Por eso, lo más importante para comulgar es tener hambre de Cristo.

Comulgar con una persona es querer vivir su vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria. Esto es comer pero no comulgar, o si queréis, podemos llamarla comunión, pero rutinaria, con la que nunca llegamos a encontrarnos con Él ni entrar en amistad con el que ha venido a nosotros en la hostia santa. Junto al sagrario se puede comulgar  muchas veces con más fervor y fruto que con comuniones puramente materiales. Los ratos de oración ante el sagrario son ratos de hacerme Eucaristía perfecta con Él.

Lo primero de todo es la fe, como lo fue en Palestina. Cuando le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tu crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...”. Y hoy sigue la misma táctica: los que quieren entrar en amistad con Él,  necesitamos la fe, una fe, que pase de fe rutinaria y heredada a fe personal; para eso no bastará saberla de memoria por el estudio, catequesis o teología sino por las obras de la fe y el amor a Él y para eso nos conviene tener ratos de oración junto al sagrario, celebrar y comulgar con fe personal más viva, que nos lleve a seguirle, pisando sus mismas huellas: “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...”.

Entonces, cada comunión  me irá vaciando de mí mismo, de mis criterios, de mis conocimientos, de mi misma vida por la de Cristo: “El que me  come vivirá por mí”, porque yo soy egoísta y mi amor no sabe de entrega total a Dios y a los hermanos;  si aguanto y cojo este camino, aunque me cueste y sufra, iré cada vez más“sintiendo con Cristo”; “para mí la vida es Cristo”; “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, y desde ese momento, ya no tengo que decirte nada, tú mismo comprobarás que el Señor existe y es verdad y está en el pan, que alimenta y fortalece, te habla y te alimenta con su fuerza  para las pruebas  necesarias que conlleva la muerte del yo, de mis afectos desordenados, soberbia, lujuria, mis seguridades, pruebas de todo tipo, internas y externas, que no hace falta que Dios nos las mande directamente porque las lleva consigo muchas veces la misma vida, sobre todo, si queremos vivirla evangélicamente, pero que tienen que ser vividas en Cristo y por Cristo, perdonando, reaccionando amando, sin ira, con humildad, confiando siempre en Dios y esperando contra toda esperanza.

Es que algunos se despistan, y piensan que amando más al Señor, todo les va a ir bien en la vida con éxitos, triunfos humanos, estimación de los demás, cargos, y como no es así, quiero advertirlo, para que nadie se sienta decepcionado.

Superada esta primera etapa de fe, que dura más o menos años, según los planes de Cristo y generosidad del alma, luego viene la conversión radical, quitar las mismas raíces del yo y del pecado original, y aquí ya sólo Dios puede hacerlo y lo hace como quiere y cuando quiere y hasta donde quiere.

 ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Y ya creo que estoy purificado, que no me busco, y nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y otra vez la purificación y la necesidad de Ti; así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo, sólo Tú sabes y puedes y entiendes; por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, solo Tu sabes y puedes. Y ya no quiero vivir sin Ti, porque quiero ser totalmente para Ti como Tú lo has sido todo para mí. 

Si queremos transformarnos  en el alimento  recibido por la comunión, que es Cristo, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su misma vida, si queremos construir en piedra firme y no sobre arena movediza del yo egoísta y voluble del edificio nuevo de la gracia, hay que implantar la cruz en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; para eso viene Él a nosotros, para eso quiere que comulguemos con sus actitudes y sentimientos. Él  quiere seguir salvando y ayudando por medio de nosotros, por una comunión permanente de vida a la que nos ha llevado la comunión de su cuerpo, que debe ser alimentada permanentemente por la comunión espiritual.

Y ahora me pregunto: Qué comunión puede hacer con el Señor el corazón que no perdona, aunque reciba todos los días el pan consagrado y sea sacerdote, apóstol o militante  seglar. ¡Dios mío! qué despiste en los mismos cristianos: “en esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...”.

Qué comunión de vida puede haber con Jesús en los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón, dándose todo el día culto idolátrico, y no se bajan del pedestal para que Dios sea colocado en el centro de su existencia: “Esto no es comulgar el cuerpo de Cristo, esto no es la cena del Señor”, gritaría San Pablo.

Las comuniones verdaderas nos hacen humildes. Este es el signo más claro, la señal más evidente de que vamos avanzando en la amistad con Él, en la oración, en la piedad eucarística, en la comunión con Él; si somos más humildes cada día esto indica que vamos avanzando en nuestra identificación con Cristo y que vamos muriendo a nosotros mismos. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado; a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos,  a pisar sus mismas huellas ensangrentadas por el dolor y el sacrificio de su entrega total a Dios y a los hombres. Esto es muy duro y  sin Cristo,  imposible.

 Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística, cuyo fruto principal debe ser la comunión permanente y espiritual: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre cantando su Canción Personal, su Verbo, Jesucristo Celeste, con  Amor de  Espíritu Santo y desde aquí, cargados con estos dones y salvación ir en busca de los hombres para llenarlos de Dios, de gracia, de perdón de los pecados, de evangelio, de conocimiento y seguimiento de Cristo.

Para eso instituyó Cristo la sagrada comunión y, sin estas ayudas y recompensas, que estimulan más el hambre y el deseo de Él, las almas buenas, que en todas las parroquias existen y que son verdaderamente santos, no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios en grados heroicos y  la purificación de los pecados y de salvación de los hermanos.

Cuando se comulga de verdad y el corazón humano ha sido <llagado> por su amor, entonces y solo entonces ya ha empezado la amistad eterna, que no se romperá nunca. Podríamos entonces expresar sus sentimientos con estos versos de San Juan de la Cruz: «Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacerlos, y véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos, y sólo para tí quiero tenerlos...» (C 10).  El alma ya solo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás, que hace o desea,  es por Él y solo para Él; ha llegado la unión total, ha llegado el desposorio espiritual del alma, han llegado las nostalgias infinitas del Amado y el alma  expresa sus enojos en esta tardanza de comunión total, con estos versos del doctor místico: «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» (C 11).

9ª MEDITACIÓN

FRUTOS Y EXIGENCIAS DE LA COMUNIÓN

LA COMUNIÓN NOS EXIGE Y NOS LLEVA AL AMOR Y PERDÓN DE LOS HERMANOS.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

       El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obediencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

       Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone notorios.

       San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

       La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillard y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto, finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna.

La hipótesis es interesante. Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico que junto con S. Pablo tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo; por eso, más que los hechos y dichos externos, nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios.

Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive. A Cristo como a su evangelio no se le comprende hasta que no se vive. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies podemos descubrir que para Juan el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

       Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros. Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

       ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia.

Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…” Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza.

Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

       Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13). Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

       Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”. Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

       La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

       En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado. El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

       Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos estén estrechamente unidos.

       La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

       Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

       En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa, pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo.

Sin el Espíritu de Cristo, sin el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres como Cristo quiere y lo hizo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

       Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo y digamos con amor y gratitud: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre, por medio de Cristo Eucaristía,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

CRISTO EUCARISTÍA NOS ENSEÑA  Y EMPUJA  AL  PERDÓN DE LOS  ENEMIGOS

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).

El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, “pecadores e impíos”, con amor extremo y Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento.

En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos y sentimientos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas las barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

       El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24).

Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando celebra o participa litúrgica y  conscientemente en la Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, “….en esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”.

Por eso San Juan no narra la institución de la Eucaristía según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

       La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

10ª MEDITACIÓN

LA  COMUNIÓN EUCARÍSTICA NOS AYUDA A VIVIR  CON LOS MISMOS SENTIMIENTOS DE CRISTO.

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia, sino al autor de todas las gracias y dones. No recibimos agua abundante sino  la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. 

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de su planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, no porque siento más o menos, no porque me lo paso mejor o peor, sino principalmente por Él, porque Él me lo ha dicho y lo creo y lo quiere, porque viene para eso, porque es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos criterios y opciones fundamentales, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos; porque si no, nunca entraré en el camino de la unión y de la identificación y de la amistad sincera con Él.

A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero. Yo soy simple criatura, invitada a este don tan grande de su amistad  esencial y trinitaria, criatura infinitamente elevada hasta Él, hasta su ser y existir trinitario por pura gratuidad, por pura benevolencia.

Dios es siempre Dios. Yo debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, fiarme y esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina. Te digo: tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad; ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.Y te lo digo bien claro: la causa ordinaria de todas estas sequedades son nuestros pecados, pero no necesariamente graves sino veniales, en los que nos instalamos y nos impiden la unión total con Él, el sentir vivencialmente su amor en nosotros, porque seguimos amándonos más  a nosotros mismos; por eso seguimos sintiéndonos más que a Dios mismo.

La comunión es para eso, para coger el pico y la pala y empezar a quitar pieza a pieza el ídolo que nos hemos construido dentro de nosotros mismos, cambiándolo por Jesús, nuestro ser y existir por el suyo. Esta la razón de la comunión eucarística instituida por Jesucristo y esta es su finalidad y debe ser la nuestra. Si no vamos por aquí, no llegaremos a vivir su misma vida, y por tanto, a sentir su vida y persona dentro de nosotros.    

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad, sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y que le impedían entrar a Él. Y esto es lo que tenemos que hacer nosotros: si no siento, si sólo siento lo mío, es que estoy tan lleno de mí mismo que no cabe Dios. Tengo que vaciarme, tengo que matar mi amor propio poco a poco, tengo que hacer la voluntad de Dios para  que poco a poco vaya entrando en mi corazón, en mi vida, en mis sentimientos y actitudes.

Lo importante de la religión, de mi relación con Dios,  no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo. Y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos. La comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados, no hay posibilidad de amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios por ser Dios y a los hombres por ser hijos suyos. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Jesucristo y en todo su misterio, en su doctrina, en el evangelio entero y completo; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que Él ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se encarnó por nosotros, que estuvo en Palestina, que murió y resucitó y está en el pan consagrado. Y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo: “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Le ofrecemos nuestra  fe y comulgamos por amor con sus palabras y nos alimentamos de Él.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y, por eso, comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... Si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...” Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre; queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos compadecernos de los hambrientos y necesitados como Tú, queremos acariciar y querer a los niños como Tú, queremos tener amigos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida; pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta esta vida y estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen  con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

 pues no te abrí! ¡que extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía!:

“Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía”.

¡Y cuántas, hermosura soberana!,

“mañana le abriremos”, respondía,

para lo mismo responder mañana.

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo. Así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe.

Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona y quiero que tu presencia salvadora llegue a todos los rincones de mi ser, de mi alma, de mi vida, de mi corazón; que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos. Que todo mi ser y existir viva unido a Tí. Que no se rompa por nada esta unión.

¡Qué alegría tenerte conmigo! Tengo el cielo en la tierra, porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado, que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora;  porque el cielo es Dios; eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección; que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya: la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa. ¡Señor! que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame.

¡Jesucristo, Eucaristia divina, canción de amor del Padre, revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con amor de Espíritu Santo!

¡Jesucristo Eucaristía, templo, sagrario y morada de mi Dios Trino y Uno!

¡Cuánto te deseo, cómo te busco, con qué hambre de Tí camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

¡Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la luz del camino, de la verdad y la vida.

¡Jesucristo Eucaristía, quiero adorarte, para cumplir la voluntad del Padre como Tú, con amor extremo, hasta dar la vida!

¡Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor!

Y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo, sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

 Quiero entrar así en el misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de amor del Espíritu Santo.

11ª MEDITACIÓN

LA COMUNIÓN EN SAN PABLO: “TENED VOSOTROS  LOS MISMOS SENTIMIENTOS QUE TUVO CRISTO JESÚS 

Tened vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz  (Fil 2,5-11).

“Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos (que «os» ofrezcáis)como hostia viva, santa, agradable a Dios. En esto consiste vuestro culto espiritual. No os acomodéis a este mundo, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo grato y lo perfecto” (Rom 12,1-2).

        “Por consiguiente, cualquiera que come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1Cor 11,27)

La máxima prueba del amor de Cristo a los hombres y al mundo entero es toda su vida por amor, desde la Encarnación hasta su resurrección. Pero este amor hasta el extremo, hasta dar la vida: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”, se manifestó especialmente en su pasión, muerte y resurrección. Y este misterio de amor se perpetúa “de una vez para siempre”, en la Eucaristía. La Eucaristía hace presente toda su vida, especialmente el sacrificio de la Nueva Alianza.

Nosotros participamos de su amor y de todas sus gracias y dones y sentimientos, mediante la Comunión Eucarística, que luego se prolonga con su presencia dinámica y sacrificial en el Sagrario.

El primer texto que nos sirve de título a esta meditación refleja perfectamente los sentimientos de Cristo en su vida, pasión y muerte, que se hacen presente en cada misa y de los que participamos nosotros por la comunión de su Cuerpo y Sangre: “El que me coma, vivirá por mí”.

       La celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas,  tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que, si el Señor se hace presente, es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.

Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

       Es a San Pablo a quien debemos el relato más antiguo de este acontecimiento; Pablo habla de ello en 1 Corintios 11,23-2. Ya en el capítulo anterior, había aludido a este sacramento, expresando su realidad de comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo (10,16-17).

El episodio que empujó al apóstol a recordar la última cena, como sabemos, era algo que no honraba precisamente a los corintios, antes bien, se trataba de un comportamiento censurable por su parte. Pablo empieza diciendo: “No puedo alabar el que vuestras reuniones os perjudiquen en lugar de aprovecharos” (11,17). Después declara: “cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor” (11,20).

Hay un refrán que dice: «No hay mal que por bien no venga»; es lo que se ha producido en este caso: gracias al mal que había en la comunidad de Corinto, tenemos la ventaja de poseer el relato históricamente más antiguo de este acontecimiento capital, tan importante para nuestra fe y para nuestra vida.

Los relatos de los evangelios sinópticos son, por supuesto, más antiguos que la primera carta a los Corintios, pero la redacción final de los evangelios es muy posterior; se supone que se remonta aproximadamente a los años 70. En cambio, la primera carta a los Corintios fue escrita hacia el año 55. En ella, Pablo afirma que había transmitido ya este relato a los corintios con anterioridad, es decir, tres o cuatro años antes, cuando fue a evangelizarlos. Precisa que se trata de una tradición que él ha recibido a su vez. Es una situación excepcionalmente buena para demostrar la historicidad del acontecimiento.

Gracias a Pablo, por tanto, sabemos que “Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias lo partió y dijo: <Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía>. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: <Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía>”. “Este cáliz es la nueva alianza”... La nueva alianza fundada por Jesús en la última cena es el centro de nuestra fe y de nuestra vida.

       Es impresionante observar que todos los relatos de la última cena relacionan esta institución con la traición. “La noche en que iba a ser entregado”, escribe San Pablo, “tomó pan”. Los evangelistas añaden que Jesús estaba al corriente de esta traición, y la anunció antes de instituir la eucaristía: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26,21 y paralelos). Por tanto, ya había comenzado la cadena de acontecimientos que llevarían a Jesús a una condena y  una muerte infames.

Todo eso empezaba a ponerse en marcha, y Jesús lo sabía, pero aún podía moverse libremente. Unas horas más tarde, sería detenido y atado, y ya no podría moverse con libertad, hasta llegar a morir clavado en la cruz. ¿Cómo utilizó Jesús los últimos momentos de su libertad, sabiendo que su ministerio de entrega generosísima a Dios y a los hermanos estaba a punto de ser brutalmente interrumpido por una traición, la culpa más odiosa, la más contraria a la alianza, la que hiere más cruelmente el corazón? ¿Cuál fue su reacción? ¿Cuál sería la reacción humana en una circunstancia tan terrible?

       Sabemos cuál fue la reacción de Jeremías ante el complot de sus enemigos contra él. Se dirige a Dios diciendo: “¿Oh Señor todopoderoso, que pruebas al justo... haz que yo vea cómo te vengas de ellos...!” (Jr 11,20). Es su grito espontáneo, que se encuentra también en otro pasaje (Jr 20,12). Es difícil superar una reacción de este tipo que surge en el corazón en circunstancias de gran injusticia. Jesús, en cambio, supera su tristeza, y en lugar de renunciar a su actitud generosa, la lleva hasta el extremo, anticipa todo el acontecimiento, incluso su propia muerte, la hace presente en el pan partido, en el vino derramado, y la transforma en sacrificio de alianza, en beneficio de todos.

       San Pablo no duda en decir que Jesús se ha hecho “por nosotros maldición” (Gal 3,13), porque ha sido condenado y colgado de un madero. Ahora bien, es este acontecimiento terrible el que Jesús ha anticipado, aprovechándolo para instituir la nueva alianza. Es una revolución increíble, tomar precisamente este acontecimiento de ruptura para fundar la nueva alianza, para poner en marcha una extraordinaria comunión con Dios y con los hermanos.

       Cuando comulgamos, recibimos en nosotros a Cristo entero y completo, esta fuerza de amor, que debería hacernos capaces de superar todas las dificultades, convirtiéndolas en otras tantas ocasiones de progresar en el amor, eso es comulgar, alimentarse de los mismos sentimientos de Cristo; es el amor que debería hacernos capaces de amar incluso a nuestros enemigos, como pide Jesús, y no digamos nada a las personas que nos han hecho una pequeña injusticia o alguna ofensa insignificante... Gracias a la fuerza y ejemplo y vitalidad de la Eucaristía, deberíamos siempre sobreabundar en el amor, y encontrar nuestra alegría en esta victoria constante del amor en nuestra vida.

       La dimensión horizontal de la eucaristía no se limita a una relación recíproca entre Jesús y cada uno de los discípulos en privado, sino que comprende también necesariamente la unión fraterna entre todos los discípulos. San Pablo lo dice claramente: “Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” (1 Cor 10,17). A los corintios el apóstol les recuerda que la eucaristía es completamente incompatible con el individualismo y el egoísmo: “Cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor, pues cada cual empieza comiendo su propia cena, y así resulta que, mientras uno pasa hambre, otro se emborracha” (1 Cor 11,20 21).

El egoísmo y la eucaristía no pueden de ninguna manera ir juntos. Las divisiones y los contrastes son directamente contrarios a la comunión, ya que la comunión eucarística es a la vez comunión con el cuerpo de Cristo y comunión con los miembros del cuerpo de Cristo, que somos todos nosotros. Así es como hay que entender la dimensión horizontal de la eucaristía.  La dimensión vertical es menos evidente y sin embargo, es fundamental, ya que condiciona la horizontal. No hay verdadera comunión fraterna, si no hay unión con Cristo: “Tened vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús…”, y con el Padre celestial: “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo”. Para Jesús, el primer aspecto de la Eucaristía no es el de ser un don suyo a los discípulos sino un don del Padre celestial: “Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo”.

Jesús es consciente de ello, porque al empezar la Última Cena “dio gracias al Padre”; no pretende tener Él la iniciativa de este don maravilloso, lo que hace es dar gracias: “Te doy gracias, Padre, porque por medio de este pan, que tengo en mis manos, yo mismo me convertiré en pan para la vida del mundo. Te doy gracias por haberme dado un cuerpo, que puedo transformar en alimento espiritual, por haberme dado mi sangre, que puedo transformar en bebida espiritual; por haberme dado un corazón lleno de amor, que desea ardientemente hacer esta donación completa de mí mismo para establecer la nueva alianza”.

Este es el sentido del agradecimiento de Jesús al Padre. Por eso se llama Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conceder en la nueva alianza sellada con la sangre del Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a  su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”.

Él dijo: “El pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo” (Jn 6,51); la Eucaristía es un don para la vida del mundo. Jesús no limita su mirada al pequeño grupo que está a su alrededor, sino que dice a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía”, pensando en todos los hombres. Y esta dimensión vertical, de unión plena y comunión con el Padre y el Hijo-hijo nos lleva a la dimensión horizontal de amor a todos los hombres como hermanos, hijos del mismo Padre; somos hermanos por el Hijo Jesús en el mismo Padre.

11ª MEDITACIÓN

SENTIMIENTOS Y VIVENCIAS DE LA COMUNIÓN EUCARISTÍCA

No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Para comulgar verdaderamente con Cristo, para que Cristo viva en nosotros y viva su misma vida tenemos que quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, tenemos que dejar de vivir nuestra vida; esto es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que obedeciendo y adorando la voluntad del Padre, se sometió a la muerte en cruz, sacrificando y entregando su vida por nosotros; los hizo con dolor, porque desde su humanidad abandonada del Padre en Getsemaní, no lo comprendía: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre si es posible...”. Y ese mismo Cristo, con esas mismas actitudes y sentimientos de amor al Padre y a los hombres, es el que permanece y está continuamente en la Presencia Eucarística, en el Sagrario, ofreciendo su vida por la salvación de todos y por amor al Padre.

Por lo tanto, la meta de la presencia real eucarística y de la consiguiente adoración y oración eucarística debe ser siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor, que es el Espíritu Santo que habita en nosotros también; sólo el Espíritu Santo, sólo la epíclesis, su invocación, puede convertir el pan y el vino en Cristo, y a nosotros trasformarnos en el Cristo que celebramos y comulgamos, dándonos su amor y sus mismos sentimientos y actitudes de adoración al Padre y entrega a los hermanos.

       Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecían abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

       Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores nocturnos en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa.

SENTIMIENTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

1º) La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

       Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

       Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

       Adorándole en  la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno.

Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así: Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y  por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio  y entrega en este sacramento... quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro.

2º) Un segundo sentimiento lo expresa así la LG.5: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad.

Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía.

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado. Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil...  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

12ª MEDITACIÓN

(CONTINUACIÓN)

SENTIMIENTOS Y VIVENCIAS DE LA COMUNIÓN EUCARISTÍCA

3º) Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...”  Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas...“Éste es mi  cuerpo… Ésta mi sangre derramada por vosotros...”.

 Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

4) En el “Acordaos de mí...”, debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres:  Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos. “Acordaos de mí”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Ti y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

       Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y  perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor..”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

       “Acordaos de mí...”  El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando decidieron esta presencia tan total y real en consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

       ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia Santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico:  “Acordaos de mí...”, ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o decir palabras.

       Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones, empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones para finalizar en las últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

       Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, en la Eucaristía reclinando mi cabeza en el corazón del Amado, de mi Cristo, sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y vida y oración, todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

       Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia, esta es la meta.

Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante, sino que las estudio y las ejecuto sin que me esclavicen, para que me lleven a lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

       En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...”, de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el  predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo, no sabéis todo lo que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu.

“Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

       Digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, “acordaos de mí”, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

       “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta... digo yo... que si no aprovecharía más a la Iglesia y a los hombres algunos despistes de estos... Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el «centro y culmen», la fuente que mana y corre, que es Cristo. 

5) No tengo espacio ni tiempo para indicar todos los posibles camino de diálogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias,  pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación... Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

       Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

TEXTOS DE MEDITACIÓN EUCARÍSTICOS

“Os hablo como a hombres inteligentes. Juzgad vosotros mismos lo que os digo. El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que hay un solo pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participarnos del pan único”.

 “Y cuando os reunís, no es para comer la cena del Señor. Porque cada uno se adelanta a tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro ya está cargado de vino”.

“Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido a vosotros: Que Jesús, el Señor, la noche en que fue entregado, tomó pan, después de dar gracias lo partió y dijo: Este es mi cuerpo, el que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Igualmente, después de haber cenado, tomando el cáliz, dijo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto en memoria mía siempre que lo bebáis. Porque cuantas veces coméis este pan y bebéis el cáliz anunciáis la muerte del Señor, hasta que él venga. Por consiguiente, cualquiera que come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y luego coma del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin distinguir el Cuerpo, se come y bebe su propia condenación” (1Cor 11,20-29).

13ª MEDITACIÓN

FRUTOS Y EXIGENCIAS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

LOS CRISTIANOS, TESTIGOS DEL AMOR EN ELMUNDO

Juan Pablo II señalaba que “el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano”. Todo el ministerio episcopal debe estar animado por la espiritualidad de comunión. Como sucesor de los apóstoles tengo el deber de promover y animar las diversas tareas diocesanas con una auténtica espiritualidad de comunión. En este sentido, las instituciones eclesiales han de actuar impregnadas por la comunión.

 Soy consciente de que “la comunión se manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica”. En el capítulo precedente he mostrado cómo la comunión es la forma de existencia, de vida y de misión de la Iglesia. El ser cristiano está radicalmente modelado por la fraternidad y la comunión.

El Concilio Vaticano II “insiste en la comunión, convirtiéndola en su idea inspiradora y en el eje central de todos sus documentos”. La comunión encarna y manifiesta la entraña misma del misterio de la Iglesia. La fidelidad al designio divino y el anhelo de responder a la profunda esperanza del mundo nos impelen en este comienzo de milenio a llevar a cabo un gran desafío: “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión”. Antes de exponer algunas consecuencias concretas que derivan de la espiritualidad de comunión, intentaré mostrar sus rasgos esenciales.

1) Rasgos esenciales de la espiritualidad de comunión.

 La espiritualidad de comunión está enraizada en el misterio de la Santísima Trinidad. De esta forma “la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” . La Iglesia procede del misterio trinitario. El designio salvífico universal del Padre, la misión del Hijo y la obra santificadora del Espíritu fundan la Iglesia como misterio de comunión. La espiritualidad de comunión significa también “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico”. Existe fraternidad porque Jesús, el Hijo, nos hace partícipes de la filiación divina y de la comunión con el Padre.

La condición filial del Primogénito se va ensanchando en una multitud de hermanos suyos e hijos del Padre. Dios nos llama a “reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos”.

Jesucristo es la piedra angular sobre la que se levanta el templo de Dios en el Espíritu. Él es también la Cabeza del cuerpo de la Iglesia 349. La puerta de entrada a la fraternidad eclesial es el bautismo, por el cual somos hijos de Dios. Un nuevo nacimiento nos introduce en el seno de una nueva familia. El cristiano es en realidad ‘co-cristiano’. Invocamos a nuestro Dios como ‘nuestro Padre’. La oración cristiana por excelencia expresa y ahonda la relación con Dios como Padre y la relación fraternal con sus hijos.

En el seno de la Iglesia no tienen sentido las barreras que impiden la existencia fraterna: “Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. San Pedro exhortaba a los primeros cristianos con estas palabras: “Amad a los hermanos”. La comunión, pues, “es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cfr.Gál.6,2) y rechazando las tentaciones egoístas”.

La Iglesia es en Cristo un cuerpo de hermanos que se alimenta y crece participando en el mismo Cuerpo eucarístico del Señor. El sacramento de la Eucaristía es fuente y expresión permanente de la fraternidad cristiana. Al recibir la Eucaristía, el cristiano no comulga solamente con Cristo; por Cristo recibe también a sus hermanos cristianos. La espiritualidad de comunión es como un principio educativo donde día a día se va formando la persona humana y el cristiano. Se extiende, por tanto, a todas las personas y actividades eclesiales. Esta espiritualidad ha de estar presente en los distintos espacios eclesiales. El entramado de la vida de cada Iglesia debe ser informado por la comunión.

Además, nos advertía Juan Pablo II que “no nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento”. El capítulo cuarto de la exhortación Apostólica “Novo Millennio Ineunte” lleva por título: “Testigos del amor”. Siguiendo de cerca su contenido, deseo exponer sintéticamente los aspectos básicos que configuran la espiritualidad de comunión. Cada uno de estos aspectos se relaciona estrechamente con el misterio eucarístico.

2) Variedad de vocaciones.

La Iglesia es una comunión orgánica, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En consecuencia, “está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades”.

Desde esta perspectiva cada fiel cristiano se encuentra en relación con todo el Cuerpo místico de Cristo y le brinda su propia colaboración. La comunidad cristiana ha de acoger todos los dones del Espíritu. En efecto, “la unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades”.

Es el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Los diversos ministerios y carismas son para la edificación de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo. “Servir al Evangelio de la esperanza mediante una caridad que evangeliza es un compromiso y una responsabilidad de todos”.

Para llevar a cabo la nueva evangelización es imprescindible seguir despertando el sentido de la corresponsabilidad de todos los bautizados. El momento actual nos está urgiendo un generoso esfuerzo en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. “No se puede pasar por alto la preocupante escasez de seminaristas y de aspirantes a la vida religiosa, sobre todo en Europa occidental”. Es necesario pedir con insistencia al Dueño de la mies que mande operarios a su mies. ´

La pastoral vocacional adquiere entre nosotros una dimensión dramática “debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo”. Como dije en la Carta “Un Seminario para la Nueva Evangelización”: “En este trabajo pastoral, marcado por esta urgencia eclesial, hemos de trabajar con ilusión, unidos todos como la familia del Señor”.

Si existe una respuesta positiva por parte de todos, será posible llevar a cabo una pastoral amplia y capilar que se haga presente en las familias, en las parroquias y en los centros educativos. Es imprescindible llevar el anuncio vocacional al terreno de la pastoral ordinaria.

a) El ministerio ordenado.

Entre los diversos ministerios que existen en la comunidad eclesial, hay uno que posee una característica especial: el ministerio ordenado. Los ministros ordenados reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden. De esta forma reciben la autoridad y el poder sagrado para servir a la Iglesia, personificando a Cristo Cabeza y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del anuncio del Evangelio y de la celebración de los sacramentos.

En el ejercicio de su ministerio están “llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado”. Considero que “el ejercicio del sagrado ministerio encuentra hoy muchas dificultades, bien debidas a la cultura imperante, bien debido por la disminución numérica de los presbíteros, con el aumento de la carga pastoral y de cansancio que esto puede comportar. Por eso son más dignos aún de estima, gratitud y cercanía los sacerdotes que viven con admirable dedicación y fidelidad el ministerio que se les ha confiado” 364. Los ministros ordenados son ante todo una gracia para la Iglesia entera. El sacerdocio ministerial está esencialmente finalizado al sacerdocio común de todos los bautizados y a éste ordenado.

b) La vida consagrada.

La vida consagrada no es fruto de la voluntad humana. Al contrario, “enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu”. A lo largo de la historia nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada divina, eligieron libremente un camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a él con corazón ‘indiviso’.

La vida consagrada es, pues, “una planta de muchas ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y produce copiosos frutos en toda estación de la Iglesia” 368. El bautismo es la tierra fértil de donde brotan ulteriores compromisos y consagraciones. Como se ha dicho más arriba, es el Espíritu el que establece la igual dignidad básica, pero también la pluriformidad de vocaciones, carismas y consagraciones 369. La consagración, como signo de las realidades definitivas, se convierte en profecía y en testimonio sobre todo por los desafíos lanzados por la vida consagrada al hedonismo, al materialismo y a la libertad exacerbada.

La práctica de la pobreza, castidad y obediencia va configurando a la persona consagrada con el Señor Jesús. Hay que reconocer que una Iglesia particular sin personas de vida consagrada, se encontraría fuertemente debilitada.

Toda familia de vida consagrada recibe sentido en cuanto edifica el Cuerpo de Cristo en la unidad de sus diversas funciones y actividades. La Iglesia particular constituye el espacio histórico en el que una vocación se expresa en la realidad y en el que se efectúa su comportamiento apostólico. La solicitud para con las personas de vida consagrada forma parte esencial de mi ministerio episcopal.

 En efecto, “el Obispo ha de estimar y promover la vocación y misión específicas de la vida consagrada, que pertenece estable y firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia”.

En efecto, “nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos’ (Mc.9,35)”.

 La Eucaristía es el momento más intenso de la vida de la Iglesia. Cada celebración eucarística ha de ser el signo más claro de la reconciliación en un mundo tan dividido y manifestación concreta del amor de Dios hacia los más necesitados.

CONCLUSIÓN. La hora de Jesús es la hora en que vence el amor. Ha de ser también nuestra hora. Lo será de verdad cuando la Eucaristía sea el centro de nuestra vida.

Desde esta profunda convicción, el Santo Padre, Benedicto XVI, les decía con toda claridad a los jóvenes: “No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla.

Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!”

La extraordinaria riqueza del misterio eucarístico nos alienta para seguir avanzando por la senda de la Nueva Evangelización. Os invito a contemplar, celebrar y vivir las dimensiones fundamentales del sacramento de la Eucaristía. En este misterio se halla la fuente inagotable de toda renovación cristiana.

En nuestra Diócesis, de honda tradición mariana, es necesario volver nuestra mirada hacia la Virgen María, mujer “eucarística” en todos los aspectos de su vida.

14ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA ES UN BANQUETE INSTITUIDO POR CRISTO

Queridos hermanos sacerdotes: Como todos sabemos el misterio de la Eucaristía es, a la vez e inseparablemente sacrificio y “banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y en la Sangre del Señor”. Más todavía, “la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se entregó por nosotros”.

En la última Cena Jesús tomó el pan dio gracias, lo partió y lo dio a comer a sus discípulos; y tomó el vino dio gracias después de comer, y lo dio a beber a sus discípulos. Jesús se mantiene en le marco de la cena pascual judía. Lo que cambia es el contenido y el sentido del rito, expresándolo por las palabras que acompañan: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre”. Jesús renueva el contenido y sentido, que en adelante ya no remitirán a la antigua Pascua, sino a la nueva.

Así nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino”

A) INVITACIÓN APREMIANTE DE CRISTO Y DE LA IGLESIA A PARTICIPAR ADECUADAMENTE EN ESTE BANQUETE.

El mismo Señor nos invita con fuerza a recibirle en la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Él es el pan de vida que ha bajado del cielo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Para acoger a esta apremiante invitación del Señor es necesario prepararnos adecuadamente. El mismo Apóstol llamaba la atención sobre este deber: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa”.

Con la fuerza de su elocuencia y con toda claridad, S. Juan Crisóstomo exhortaba con estos términos a sus fieles: “También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo”.

En este mismo sentido el Catecismo de la Iglesia Católica establece: “Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar”.

Juan Pablo II se hacía eco de todas estas advertencias y reiteraba la vigencia de la norma del Concilio de Trento que sostiene que para recibir dignamente la Eucaristía, “debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal”. Desde esta perspectiva se comprende la estrecha vinculación existente entre el sacramento de la Eucaristía y la Penitencia. Así pues, “La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: ‘En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios! (IICor.5,20).

Al tratarse de una valoración de conciencia, el juicio sobre el estado de gracia corresponde al propio interesado. En casos de un comportamiento externo grave, la Iglesia en su cuidado pastoral no debe, por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral alude la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a las personas que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. 

B) LOS FRUTOS DEL BANQUETE EUCARÍSTICO

       Los frutos de la Eucaristía son decisivos para la vida de los creyentes. Ante todo la comunión nos une muy estrechamente a Cristo. El mismo Cristo lo había anunciado: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él”. La comunión sacramental fundamenta nuestra vida en Cristo: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». La Eucaristía une a los fieles con Cristo en la mayor unión de intimidad y de amor. El pan eucarístico incorpora a los hombres a Cristo y hace así de ellos un único cuerpo espiritual.

       S. Agustín describe esta unión íntima de forma magistral con estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes, ¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí». 

En las comidas habituales el hombre es el más fuerte y asimila los alimentos. Pero en nuestra relación con Cristo sucede a la inversa: el más fuerte es Él, Él es el protagonista. Al comulgar somos despojados de nosotros mismos y asimilados a Él. Somos hechos uno con Él.

Al llegar a la aldea de Emaús, adonde iban, el Caminante hizo ademán de seguir adelante. Los dos discípulos le rogaron que se quedase con ellos. El Caminante accedió “y entró para quedarse con ellos”. En el sacramento de la Eucaristía, el Resucitado encontró el modo de quedarse no sólo “con” ellos, sino también “en” ellos. La alegoría de la vid y los sarmientos evoca esta íntima unión entre Cristo y los cristianos.

En dicha alegoría se repite varias veces el verbo “permanecer”. Juan Pablo II, aplicando estas palabras a la Eucaristía, comentaba así esta permanencia: “Esta relación de íntima y recíproca ‘permanencia’ nos permite en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿no es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha puesto en el corazón del hombre el ‘hambre’ de su Palabra (cfr.Am.8,11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para ‘saciarnos’ de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo”.

La comunión nos separa del pecado.

El pan de vida que recibimos en la Eucaristía es el Cuerpo entregado por nosotros y la Sangre derramada por muchos para remisión de los pecados. La Eucaristía nos une a Cristo, purificándonos de los pecados cometidos y preservándonos de futuros pecados.

En la vida normal el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas. De modo análogo, la Eucaristía robustece la caridad que, en el trato cotidiano, puede debilitarse. La caridad vivificada por la comunión “borra los pecados veniales”. Cristo, nuestro alimento, reaviva en nosotros el verdadero amor, nos capacita para romper los lazos desordenados que nos atan a las criaturas y nos arraiga más en su amor. En efecto, “cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal.

La unión con Cristo conlleva la unidad del Cuerpo místico. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren y reconocen el rostro del Resucitado al partir el pan, “en aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás”.

El encuentro con el Resucitado impide la dispersión y los vuelve al lugar de la unidad. En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos presenta el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. No existe mayor amor que dar la vida por los amigos”.

No es posible estar unidos a la Vid verdadera, si no estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. Mediante el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. No me detengo en el análisis de este fruto concreto de la Eucaristía; lo haré en el capítulo siguiente, al tratar de la relación entre Eucaristía e Iglesia. 

En la Carta de convocación del año de la Eucaristía Juan Pablo II mencionaba con fuerza el carácter de compromiso con los más pobres que brota de la celebración de este sacramento. La viva tradición de la Iglesia recuerda desde siempre esta dimensión del misterio de la Eucaristía. De modo muy claro y preciso nos lo hace saber el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr. Mt.25,40)”. Como dice Juan Pablo II, “se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna”. En el último capítulo de esta Carta abordaré esta temática, al hablar de la espiritualidad de comunión. 26.

C) LA EUCARISTÍA ES PRENDA DE LA GLORIA FUTURA.

“Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados ‘de gracia y bendición’, la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial”.

En nuestra economía sacramental tenemos un medio de salvación proporcionado a nuestra esperanza de resurrección. El mismo Señor nos garantizó que la Eucaristía es fuente auténtica de resurrección: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.

En este sentido la Eucaristía es “medicina de inmortalidad, alimento contra la muerte, alimento de eterna vida en Jesucristo”. En un mundo de múltiples contradicciones como el nuestro debe brillar con intensidad la esperanza cristiana. Ahora bien, Cristo fundamenta nuestra esperanza con su resurrección y con su promesa de su venida gloriosa a la tierra. Sin embargo, no puede haber mejor garantía de la segunda venida de Cristo que su venida continua en la Eucaristía.

Este sacramento anima desde dentro la esperanza que colma las aspiraciones del corazón del hombre. Al hacerse presente por el Espíritu Santo el cuerpo y la sangre de Cristo, anticipan ya la transformación gloriosa que esperamos: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y la sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial”.

CELEBRAMOS LA EUCARISTÍA, MIENTRAS ESPERAMOS LA GLORIOSA VENIDA DE NUESTRO SALVADOR JESUCRISTO.

Como se puede deducir de todo lo dicho, el misterio eucarístico encierra en sí mismo una pluralidad de aspectos que en esta ocasión os he querido señalar brevemente. Recojo un texto de la Instrucción “Eucharisticum mysterium” que nos ofrece una admirable síntesis de los aspectos centrales de la Eucaristía: “Por eso la Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: ‘Haced esto en memoria mía’ (Lc.22,19); banquete sagrado, en el que, por la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga”.

15ª MEDITACIÓN:

FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

“QUIEN ME COMA VIVIRÁ POR MÍ”

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

       Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

       Frutos de la comunión eucarística.       En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

       Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

       En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

       Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

       Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

       La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

ÍNDICE

MEDITACIONES

1ª LA COMUNIÓN   EUCARÍSTICA…………………………………………………….5

2ª LA EUCARISTÍA ES UN VERDADERO BANQUETE……………………...10

3ª ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN……..…13

4ª LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO..…19

5ª FRUTOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN………………………………………27

6ªLA VIVENCIA DE LA COMUNIÓN POR LA FE Y EL AMOR………….31

7ªLA UCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA…….…37

8ª COMULGAR CON CRISTO ES TRATAR DE VIVIR SU VIDA….... 41

9ªFRUTOS Y EXIGENCIAS DE LA COMUNIÓN………………………………45

10ª LA  COMUNIÓN NOS AYUDA A VIVIR  CON CRISTO………………..…52

11ª LA COMUNIÓN EN SAN PABLO: “TENED VOSOTROS  LOS MISMOS SENTIMIENTOS QUE TUVO CRISTO JESÚS”………………….56

12ª SENTIMIENTOS Y VIVENCIAS DE LA COMUNIÓN I………………..60

13ª SENTIMIENTOS Y VIVENCIAS DE LA COMUNIÓN II ……………..64

14ª LA EUCARISTÍA ES BANQUETE INSTITUIDO POR CRISTO….. 76

15ª “QUIEN ME COMA VIVIRÁ POR MÍ”…………………………………………81


[1] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[2]S. Juan Crisóstomo, homilía. in 1Cor,27,4.

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