RETIROS DE ESPIRITU SANTO A

7. RETIRO ESPIRITUAL DE PENTECOSTÉS: ¡VEN, ESPÍRITU SANTO, TE NECESITAMOS!  ¡TE NECESITA TU IGLESIA!     

       Queridos hermanos sacerdotes: Me alegró mucho me invitaran a dar este retiro de Pentecostés para prepararnos a su fiesta, porque el Espíritu Santo es el que nos ha consagrado sacerdotes para siempre para la gloria de Dios Uno y Trino y la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

En nuestro tiempo éramos consagrados sacerdotes en la Vigilia de Pentecostés y esto no lo olvidamos, porque cantábamos también  nuestra primera misa entre Pentecostés y Santísima Trinidad. Por otra parte, ahora, estamos en el tiempo de la Iglesia, en la economía salvadora del Santo Espíritu de Dios, y los sacramentos, acciones salvadoras de Cristo, mediante su Espíritu, no son posibles sin la epíclesis, sin la invocación y la presencia del Divino Espíritu.

El Espíritu Santo, Fuego y Vida de nuestro Dios Trinidad es también el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo, único Sacerdote, por el que fuimos consagrados todos nosotros, sacerdotes «in aeternum». Al celebrar la fiesta de Pentecostés en el próximo domingo, nosotros nos disponemos a pedirle que venga nuevamente sobre nosotros y renueve la consagración sacerdotal de la que nos hizo partícipes, el día de nuestra ordenación, del carácter sacerdotal, de sus gracias y dones abundantes.

Por eso, la oportunidad y la necesidad de este retiro, por la necesidad que tenemos del fuego del Espíritu, de la experiencia de Cristo y su misterio, como “los Apóstoles reunidos en oración con María, la madre de Jesús”.

Por el convencimiento que tengo de la necesidad del Espíritu Divino, por el respeto y amor que os tengo, he procurado todos estos días prepararme mediante el estudio y la oración; he pedido e invocado con ella para vosotros y para mí al Espíritu Divino, fuego de nuestro Dios y vida de nuestra vida sacerdotal.

He rezado así para todos, con esta oración que me sale así del corazón:

«¡Oh Espíritu Santo, Beso y Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro¡ Quémame, abrásame por dentro con tu fuego transformante, y conviérteme, por una nueva encarnación sacramental, en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve y prolongue en mí todo su misterio de salvación; quisiera hacer presente a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres como adorador del Padre, como salvador de los hombres, como redentor del mundo.

Inúndame, lléname, poséeme, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

¡Oh Espíritu Santo, Fuego y Beso de mi Dios! ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame, fúndeme en Amor Trinitario, para que sea amor creador de vida en el Padre, amor salvador de vida por el Hijo, amor santificador de vida con el Espíritu Santo, para alabanza de gloria de la Trinidad y bien de mis hermanos, los hombres”.

       Los sacerdotes de mi tiempo y quizás en general, aunque sea paradójico, teológicamente estamos un poco heridos en Pneumatología. Y digo que es paradójico, porque por designio de la Santísima Trinidad, nada más nacer, recibimos el bautismo del agua y del Espíritu y, por voluntad de Cristo, hemos sido llamados al sacerdocio, a propagar el reino de Dios en la tierra, para lo cual necesitamos el Espíritu de Cristo. Por eso debieron prepararnos mejor en esta materia teológica y apostólica.

Por curiosidad he mirado el texto de Lercher que estudiamos los de mi generación, y nosotros tenemos sólo dos tesis del Espíritu Santo, 14 páginas, que más bien son de Trinidad, como se titulaba el mismo tratado: «De Deo Uno et Trino, Creante et Elevante». La primera «thesis»: «S.Sanctus a Patre Filioque procedit» y la segunda: «per viam voluntatis». La verdad que el problema del «filioque», del Concilio de Constantinopla, año.381, sigue dominando en el subconsciente de la teología, incluso de autores modernos y consiguientemente en  la vida de la misma Iglesia y de los cristianos, quitando algunos movimientos concretos eclesiales, porque, aunque los libros de texto le dediquen más páginas actualmente, no sé si porque el Espíritu Santo no tiene rostro, no sé si porque hay que entrar dentro de nosotros por el amor para descubrirle como ya lo dijo el Señor: “ le conoceréis porque permanece en vosotros”, lo cierto que nuestra relación y nuestras predicaciones y nuestro conocimiento y vida es pobre ordinariamente de Espíritu Santo. Y si es pobre de Espíritu Santo…

En la religión cristiana actual, tanto en predicaciones como en actividades apostólicas, yo echo de menos una mayor presencia de las Personas divinas. Hablamos de verdades, sacramentos, mandamientos, pero en nuestras predicaciones y celebraciones faltan las personas divinas, sobre todo el Espíritu Santo; también el Padre; faltan homilías y meditaciones hechas no sobre verdades de la fe, sino sobre las personas divinas que las originan, sobre el Padre, sobre Jesucristo, sobre el Espíritu Santo en persona. Y a mí me parece que esto es debido a que nos falta experiencia de Dios, vivencia del Espíritu Santo, intimidad con Cristo Eucaristía.

Para hablar de las personas divinas, además de hablar, el corazón debe sentir, debe tener vivencia de amistad y para esto es necesario convertirse a Dios, mirar a Dios, estar limpios, porque sólo “los limpios de corazón verán a Dios”.

En concreto, al Espíritu de Amor, al Dios que “es amor” hay que conocerlo por vía de amor más que de inteligencia; y claro, si no se ama intensamente, no se conoce de verdad con el corazón, no baja de ser concepto teológico a ser vida y aliento espiritual, a sentirlo y experimentarlo dentro de nosotros.

       Todavía sigo recordando algunas pláticas de D. Eutimio sobre Trinidad, Espíritu Santo… y que a veces no era tanto lo que decía, porque a veces se hacía un lío o al menos a mí me lo parecía, sino el modo, el viento y fuego del corazón, con que respiraba.

       Queridos hermanos, el domingo celebraremos Pentecostés, ¿qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles reunidos en oración con María? Primero, reunirnos con ella en oración estos días y siempre, todos los días. Luego pedir con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó; y finalmente, esperar que el Padre responda, esperar siempre en oración, en diálogo, en espera activa, no de brazos cruzados, porque la esperanza, la oración verdaderamente cristiana es siempre acción por la contemplación, es suscitar diálogo con el Señor, deseos de Él, llenarse de pensamientos y fuerzas para seguir trabajando.

La oración, si es oración y no puro ejercicio mental, es siempre amor, encuentro, gracia eficaz de unión con Dios, fuerza de su Espíritu para nosotros, para nuestra parroquia, apostolado y  necesidades de todo tipo; la oración y la liturgia verdaderas  siempre son dinámicas, siempre es estar con Él para enviarnos a predicar, a bautizar, a pastorear las ovejas, pero desde el amor: “Pedro, ¿me amas? ... apacienta a mis ovejas”.

Observa, ante todo, que el Espíritu Santo viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Que por este retiro y por la oración que hacemos empiece a estar más intensamente en todos nosotros. Dice Santo Tomas de Aquino: «Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia… Cuando uno, impulsado por un amor ardiente se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida» (I, q 43, a6).

       Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

¿Qué hace falta, hermanos, para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha como Él nos encomendó. Y luego esperarlo todos estos días, reunidos con María y la Iglesia, en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica. Esperarlo y pedirlo, porque la iniciativa siempre es de Dios “y el viento nadie sabe de donde viene ni a dónde va...”

       Si queremos recibirlo, si queremos sentir su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora, tenemos que ser unánimes y perseverantes, como fueron los apóstoles con María en el Cenáculo, venciendo rutinas, cansancios, desesperanzas, experiencias vacías del pasado, de ahora mismo. Primero y siempre orar, orar, orar…

El Espíritu nos ama, es Dios en infinita ternura inclinado sobre el hombre, amándonos con amor gratuito, ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga? Me ama porque me ama, porque me quiere, porque me ha preferido y elegido; si existo es que me ha llamado a compartir una amistad y gozo eterno con Él, con los Tres; es más, aunque todavía no lo comprendo, me ama porque le hace feliz amarme, porque “Dios es Amor”,  algo que nunca comprenderemos hasta que no lleguemos al cielo, Dios es “abba, papá del alma”.

También tenemos que estar dispuestos a que algo cambie en nuestra vida. Ya lo dije antes: la oración en nosotros  siempre es conversión a Dios. En positivo, ser hijos en el Hijo amado, en su misma vida que Él nos da, con su mismo Espíritu, qué maravilla, a qué intimidad estamos llamados… Y luego en negativo, porque somos «carne», tienen que luchar espíritu y carne dentro de nosotros, esta es parte importante de la pneumatología paulina, hay que quitar todo lo que nos impida ser hijos en el Hijo, tener los mismos sentimientos de Cristo, vivir su misma entrega al Padre y a los hombres, purificar y quitar lo que nos impida tener su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes de amor y de vida.

       Hay que estar dispuestos a vaciarse para que Él nos llene; nos amamos mucho a nosotros mismos, nos tenemos un cariño muy grande y nos damos un culto idolátrico, de la  mañana a la noche, a veces estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni Dios en nuestro corazón. Digo ni Dios, porque suena más fuerte, como a blasfemia.

Queridos hermanos, la verdad es que ha habido temporadas en mi vida en que me he amado así “en la carne”, y por eso me he odiado “en el espíritu”; he sido hombre carnal, que se prefiere a hombre del espíritu, hombre según el Espíritu de Dios. Me duele por no haber amado a Dios con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser. Me he odiado por haberme pasado años y años buscándome a mí mismo como lo primero y a veces, único y lo digo alto y claro; cómo odio ese tiempo, esas conquistas, esos honores buscados, a veces sobre el amor a Dios, ese tiempo perdido para mi Dios, siempre pensando y viviendo para mí mismo, como punto permanente de referencia, tantas acciones, tantas cosas, incluso en las piadosas, hechas en nombre de Dios, pero que no llegaban hasta Dios, porque me buscaba a mi mismo en ellas, precisamente porque me faltaba su Espíritu; porque nunca podré  amar a Dios ni hacer las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo.

        Y aún en lo que hace referencia a Dios, en el apostolado, tengo que mirar más intensamente a Dios, tengo que trabajar en perspectiva de eternidad, somos sembradores y cultivadores de eternidades, tengo que estar más pendiente de lo eterno que de lo temporal y sociológico y externo de los mismos sacramentos, del apostolado, para llevar por ellos verdaderamente las almas hasta Dios, no bautizar por bautizar, confesar por confesar, casar por casar sin fe ni amor personal a Dios, sin esforzarme porque las personas se encuentren con la gracia y la vida de Dios.

Soy responsable de las eternidades de mis feligreses, si creo en la eternidad, tengo que vivir más preocupado por ella que por todo lo que pasa. Hasta allí, hasta la eternidad, hasta la salvación eterna y no puramente temporal, tiene que apuntar toda mi persona, todo mi apostolado, también todos mis bautizos, primeras comuniones, bodas, la liturgia, la palabra, tantas ceremonias y ritos para que terminen en sí mismos; tengo que hacer las acciones apostólicas y sagradas mirando a Dios en nuestra actividad con los hombres y haciendo que todos, con mi predicar y vivir, miren a Dios sobre todo lo creado.

Y para esto necesito revivir mi carácter sacerdotal en Cristo, ser bautizado como Él en el bautismo del Espíritu Santo, necesito más fuego y amor, más entrega a la voluntad de Dios: “¡con un bautismo tengo que ser bautizado!”…decía Cristo, obedeciendo al Padre, con amor extremo, hasta dar la vida. Así tengo que hacerlo yo. Necesito el bautismo de fuego del amor de Dios del Espíritu Santo.

       Hermanos, somos simples criaturas, sólo Dios es Dios. Qué grande vivir en la Santísima Trinidad que me habita; qué tesoro, qué regalo, qué don más grande; quiero que me habite y quiero vaciarme para eso hasta las raíces más profundas de mi ser para llenarlo todo de divinidad, de amor, de diálogo, de verdad y de vida: «¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro ayudadme a olvidarme enteramente de mí… para establecer en vos tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviera en la eternidad… que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de tu esencia… de tu Espíritu!».

       Lo que el Espíritu toca, el Espíritu cambia, decían los padres griegos. El que clama al Espíritu: Ven, visita, llena… le da la llave de su casa para que el Espíritu entre, cambie, ordene, lleve la dirección de su vida. No podemos con la voz de la Iglesia decir: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles», y luego en voz baja añadir: pero no me pidas que cambie mucho, no me pidas que renuncie a mis criterios, a mis gustos, a mis faltas de caridad, de soberbia; eso es una contradicción, la eterna contradicción o lucha de lo que somos: carne y espíritu, naturaleza y gracia, hombre viejo y hombre nuevo.

Si viene el Espíritu Santo debe ordenar nuestro espíritu según su Espíritu, según su amor, el amor del mismo Dios Trinitario; yo no puedo amar así si Él no me comunica esta forma de amar de Dios, si no me dejo amar por Él primero, y Dios se ama como primero y absoluto por ser quien es, por sí mismo y yo tengo que amar así a Dios como lo primero y absoluto de mi vida, el Espíritu tiene que implantar su amor de esta manera para que yo ame así y esto lleva el destronar a mi yo del centro de mi corazón y de mi vida, esta es la conversión permanente que debo realizar en mi vida; sólo puedo amar así si Él me lo comunica y mora en mí,  entonces Dios será lo primero y lo absoluto.

Para esto tengo que estar dispuesto a vaciarme  de mí mismo, de mi amor propio, de mis propios criterios, sentimientos y comportamientos motivados por mi yo en contra del Espíritu de mi Dios.

Guiados por el Espíritu de Cristo hay que seguir sus mociones y pisar sus mismas huellas, adorando al Padre en obediencia total guiados por su Espíritu, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, hasta la muerte del propio yo, del amor propio, del amor que me tengo a mí mismo; y esto cuesta, cuesta sangre y es para toda la vida.

       El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, de la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué es? preferirme a mí mismo más que a Dios; buscar honores, puestos, aplausos, poder ¿qué es?

El Espíritu de Dios viene en mi ayuda, me ilumina en mi interior para que vea claro las raíces de mi yo, me da fuerzas para decirle que sí; luego  empieza su obra, en la oración personal y la Eucaristía la voy realizando, y yo me siento acompañado en esta tarea y voy cooperando con el amor de Dios que mora en mí, a quien cada día voy conociendo mejor por el amor que obra en mí y me dice cosas y sentimientos que yo antes no tenía ni sabía fabricar y así voy entrando en el santuario de mi Dios y así le voy amando y conociendo de verdad.

       Y como veo que cada día Él lo hace mejor y yo no sé ni puedo ni se de qué va, no dejo por nada del mundo la oración y la Eucaristía por donde me viene todos los bienes, y observo mi vida y me esfuerzo en cooperar hasta que  encuentro hecho lo que quería porque Dios es grande y misericordioso y esto me anima y me da fuerzas para seguir, a pesar de mis despistes y  caídas, porque aquí nadie está confirmado en gracia, precisamente por eso, porque caigo, necesito de Él siempre para levantarme, de la oración, de la penitencia, de la Eucaristía, de seguir avanzando, amando y perdonando a los hermanos, porque quiero amar con el mismo amor de Dios, gratuitamente, con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser.

Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos y actitudes. Pero si mis labios profesan «ven, Espíritu Santo», y predican amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser,  pero luego no quiero cooperar y lo olvido en mi vida y comportamiento, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, de su venida santificadora a mi espíritu, y lógicamente desde ese momento, no le necesito, ni tengo necesidad de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivo me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive, como un animalito, se bastan a sí mismos.

       Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu, de su fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo. Soy un poco duro en describir este camino, pero lo hago perfectamente; es que me retrato a mí mismo y me lo sé muy bien; es que me da rabia y pena de tanto pecado original en mí, que estoy bautizado en agua, pero no todavía en Espíritu Santo, por la potencia y el fuego de amor del Espíritu Santo, necesario totalmente para vivir esta maravilla de vida a la que Dios me llama y para la que me ha pensado y creado y dado el Beso de Amor de  su mismo Espíritu.

       Queridos hermanos, siempre el amor de Dios, el Espíritu de Dios; necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo; necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces; necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque nuestra humanidad será humanidad prestada para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

       Queridos hermanos: La Biblia empieza diciéndonos que el Espíritu de Dios, el soplo de Dios,  “ruah” en hebreo, “pneuma” en griego, “spiritus” en latín, se cernía sobre las aguas. Sin aire, sin aspirar y respirar aire, no hay vida. Sin Espíritu Santo no hay vida de Dios en nosotros. Los científicos modernos van a dar la razón a la Biblia y la van a convertir de un libro religioso en científico. Porque parece ser que la vida empieza y viene del agua.

La “ruah” Yahve, como soplo o respiración de vida de Dios, indica lo más vital y secreto que hay en Dios, su vida más íntima;  y si lo referimos al hombre “ruah” significa su aliento, su principio de vida, su alma. En este sentido escribe San Pablo que nadie conoce lo íntimo del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él, y nadie conoce las cosas de Dios salvo el Espíritu de Dios (Cfr. 1Cor 2,11) De ahí la necesidad de recibir el Espíritu para conocer a Dios.

       Hermanos, ¿qué pasa si por cualquier circunstancia estamos tiempo sin respirar? Pues que morimos; y si respiramos mal y poco, no tenemos fuerzas para trabajar, tenemos asma que resta vitalidad a nuestra vida. Por eso, respiremos fuerte el Espíritu de Dios, el amor de Dios, no hay que morir, hay que aspirar y respirar a Dios, hay que vivir del Espíritu de Dios, de la vida de Dios. Respira hondo, decimos cuando alguno se marea o se desmaya; pues esto mismo es lo que os digo y me digo: respira, respira hondo, hermano,  en el Espíritu Santo mediante la oración, la eucaristía, el apostolado.

La oración es la fuente de este aire que respiramos en la vida cristiana, es como el jugo gástrico que debe asimilarlo todo en Espíritu Santo, en vida de amor a Dios y desde Dios, a los hermanos en el apostolado; si no respiramos, si no oramos, morimos, aunque digamos misa; la misa, los sacramentos, las actividades, los programas, todo hay que hacerlo respirando el Espíritu de Dios. Y podemos celebrar misa, y morir espiritualmente porque no la aspiramos,  no vivimos la Eucaristía “en Espíritu y Verdad”, en Cristo y en su Espíritu; comemos pero no comulgamos con Cristo, porque no comemos espiritualmente su carne y su sangre, es decir, no nos identificamos con su Espíritu, no comemos sus mismos sentimientos y actitudes. 

       Y esto es así porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios Trino, y Dios también, si no aspira y respira   su Espíritu,  se muere. Dios no puede existir sin aspirar su Espíritu, su Amor porque “Dios es amor”  y sin amor no hay vida en Dios y el Espíritu de Dios es el Amor Personal en la Trinidad.

Dios es amor, su esencia es amar, si dejara de amar dejaría de existir. Por eso no tiene más remedio que amar, que amarnos y lo digo, sobre todo, para que nos llenemos de esperanza, aunque seamos pecadores, Dios no tiene más remedio que amarnos, porque esa es su esencia, esa es su vida.

Para el Oriente, la Pneumatología, el Espíritu Santo es fundamentalmente luz; para Occidente, desde San Agustín, el Espíritu Santo es amor; para San Juan de la Cruz es «Llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en mi más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro». Es Llama de amor viva, y como toda lumbre, como todo fuego, a la vez que calienta, alumbra, dice el santo y místico que ha experimentado lo que dice y escribe. La mística es la oración hecha en el Espíritu Santo, una vez que Él ha purificado al alma de sus imperfecciones y limitaciones.

       Cuando San Agustín descubre en su oración este misterio, como un relámpago de luz y fuego caído sobre su corazón, ve iluminado todo el camino que ha venido haciendo hasta aquí y cae en la cuenta de que el Espíritu Santo es ese Dios del que habla la Escritura cuando dice: “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16).

       Sin duda, en Dios todo es amor; pero el Espíritu Santo es amor también en un sentido propio y personal (no sólo natural). Dice la Escritura que el amor “procede de Dios” (1 Jn 4,7) y, a continuación, afirma: “Dios es amor”. Pero es precisamente el Espíritu Santo el que “procede” de Dios como amor (el Padre no procede de nadie y el Hijo no «procede» sino que es «engendrado»).

En la mente de Agustín la luz se hace mediodía, y él exclama con entusiasmo: «¡Entonces el Dios Amor es el Espíritu Santo! Un poco después, tras haber repetido que Dios es amor, el evangelista añade: “El que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16), indicando la misma presencia mutua de la que antes había dicho: “En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu” (1 Jn 4,13).Es, por tanto, el Espíritu al que se alude en la afirmación: “Dios es amor”.

Por eso, el Espíritu Santo, Dios que procede de Dios, una vez que ha sido dado al hombre, lo enciende de amor por Dios y por el prójimo, siendo él mismo amor. El hombre, en efecto, no recibe sino de Dios el amor para amar a Dios. Por eso, poco después afirma: ‘El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros” (1 Jn 4,1019). También el apóstol Pablo dice “Al darnos el Espíritu Santo. Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5,5)».

Esta visión inspirada en la Escritura, arroja luz sobre la misma vida íntima de la Trinidad; es decir, nos ayuda a comprender algo del misterio del Dios uno y trino. ¡Dios es amor!; por eso --ésta es la conclusión a la que llega San Agustín-- ¡Dios es Trinidad! «Para amar se necesita una persona que ama, otra que es amada, y el amor mismo». En la Trinidad, el Padre es el que ama, la fuente y el principio de todo; el Hijo es el amado; el Espíritu Santo es el amor con el que se aman. Por supuesto, no es más que una analogía humana, pero sin duda es la que mejor nos ayuda a penetrar en las profundidades arcanas de Dios. Yo terminaría esta meditación  con un grito del corazón, con la misma súplica con que la empezábamos: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles…”

¡VEN, ESPIRITU SANTO, TE NECESITAMOS!

¡TE NECESITA TU IGLESIA, TUS SACERDOTES, TUS OBISPOS… TODA LA IGLESIA ES OBRA TUYA!

8.-¡QUEDARON TODOS LLENOS DEL ESPÍRITU SANTO!”

Terminábamos la meditación anterior hablando de la necesidad de recibir el Espíritu Santo, como los Apóstoles, en Pentecostés, para poder ser bautizados nuevamente en el fuego apostólico del Espíritu. Vamos ahora a fundamentar esta necesidad reflexionando sobre el Espíritu Santo en la vida y actividad de Cristo y  meditando también sobre el mismo hecho de Pentecostés, para terminar con el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia y vida de todo creyente y espíritu de todo apostolado: sin el Espíritu de Cristo no podemos realizar las acciones de Cristo. Por eso ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos!

       El Espíritu Santo encarnó a Cristo en el seno de María y dirigió toda su vida. Nosotros también le necesitamos. Vemos por los evangelios cómo en la Anunciación la persona y la vida de Jesús presuponen la acción del Espíritu Santo: el ángel dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc1, 26-38). En Mateo el ángel dice a José: “No temas tomar a María por esposa, porque lo que ha engendrado viene del Espíritu Santo”.

En la visita de María a Isabel, recuerdo siempre  palabras e ideas que aprendí de Sor Isabel de la Trinidad, que nos enseñaba que la Virgen caminó por aquellos parajes de Palestina muy recogida en su espíritu, sin mirar los paisajes externos; no fue, como el alma que empieza a buscar a Dios en la naturaleza,  contemplando «¡oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado! ¡oh prados de verduras, de flores esmaltado, decid si por vosotros ha pasado!»; ella fue muy recogida en su espíritu donde moraba ya el mismo autor de la belleza de las criaturas, el mismo Verbo de Dios, “la Palabra por la que todo fue hecho”, miraba sólo a su interior donde moraba la Santísima Trinidad, dando vida al Hijo “por el Espíritu Santo”.

Ante la visita del Niño que nacía en la Virgen, «por obra del Espíritu Santo», Juan y su madre sintieron su presencia:“Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo(Lc 1, 41). La voz dulce de la Virgen es para Isabel el medio por el que le viene comunicado el Espíritu Divino al Precursor y a su madre, que “llena de Espíritu Santo” proclama a María “bendita entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre… la madre de mi Señor”.

 El mismo Espíritu Santo que ha llenado a María y encarna en su seno al Verbo de Dios, es el que llena a Isabel  de inspiración divina y de  palabras de alabanzas a María, y a su hijo del gozo de su presencia.

Ana es para Lucas la profetisa y todos sabemos que la Pneumatología lucana es profecía, presencia del Espíritu en la voz del profeta y en la predicación de la Palabra, todo profeta está bajo la acción del Espíritu de Dios, y Simeón fue al templo “movido por el Espíritu Santo”, y Ana la “profetisa”.

En el Bautismo de Jesús es más  clara la alusión al Espíritu  en la paloma y por la voz del Padre que le proclama el Amado en su mismo Amor Personal, Espíritu Santo.

Jesús es conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado por el demonio que no logra alejarle del mesianismo servidor del Siervo de Yahvé al mesianismo político de poder y dominio,  como Él había anunciado en la sinagoga de Cafarnaún: “El Espíritu Santo está sobre mí... él me ha enviado para evangelizar a los pobres, dar la buena noticia…”.

Jesús, “lleno de Espíritu Santo” da gracias al Padre por todos los dichos y hechos salvadores que hace con la fuerza del  Espíritu Santo, especialmente con los pequeños. Por eso,  todo pecado será perdonado a los hombres, menos la blasfemia contra el Espíritu Santo, es decir, cerrarse a su venida y acción en nosotros.

Y en el discurso de la Última Cena especifica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre: “Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”. Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor:“El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él”; “Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

       Para Juan el morir de Cristo no es sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad y la sangre y el agua de su costado son la Eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

       La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aún por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

       Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo: desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús hombre ya totalmente «Verbalizado», sentado a la derecha del Padre: “cordero degollado ante el mismo trono de Dios”, y desde allí, desde el Padre, nos envía su Espíritu,  Espíritu de resurrección y de vida nueva.

Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”. No se pueden separar Pascua y Pentecostés, porque el envío del Espíritu Santo es la plenitud de la Pascua cristológica, es la pascua completa, la verdad completa con el envío del Espíritu Santo, fruto esencial y total de la Resurrección. En los comienzos de la Iglesia estas fiestas estuvieron unidas, luego se separaron como si fueran distintas, y ahora volvemos a los orígenes y Pentecostés es el fin de la Pascua de Resurrección.

Para esta meditación me voy a quedar con estos textos de Juan; no  toco el Pentecostés lucano que es principalmente espíritu de profecía y de unidad en la diversidad de Babel por ese espíritu de profecía, de la palabra; ni tampoco el concepto de Pablo para el que es principalmente caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

       Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”…

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres ¿es que Tú no nos lo has enseñado todo? pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión:“Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer.” ¿Para qué necesitamos el Espíritu para el conocimiento de la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad?       ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente?

Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven, qué más pueden pedir y tener…Y Tú erre que erre que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, pues qué más queda que aprender; que Él nos llevará hasta la verdad completa; ¿es que Tú no puedes? ¿No nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho? ¿No eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho y hecho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…” ¡A ver, qué más se puede hacer…!

       Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; vino hecho llama, hecho experiencia de amor; vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”, pero hecho llama de amor viva, no signo externo, hecho fuego apostólico, hecho experiencia de su mismo amor, del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, Espíritu Santo, Espíritu de Cristo Resucitado, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar por apariciones y conceptos recibidos desde fuera, aunque vengan del mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede meter en el espíritu, en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno, hecho experiencia viva de Dios ¡Experiencia de Dios! He aquí la mayor necesidad de la Iglesia de todos los tiempos. La pobreza mística, la pobreza de experiencia de Dios que nos convierte no en meros predicadores, sino en testigos de lo que predicamos y hacemos, he ahí la peor pobreza de la Iglesia.

       En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive, por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal a cada uno de nosotros en su mismo Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí mismo porque se sumerge por el Espíritu en el mismo Espíritu y Amor y Esplendores y Amaneceres eternos de luz y de gozo divinos,  y se pierde en Dios; allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, que nos quiere para toda la eternidad, mi vida es más que esta vida, yo soy eternidad y he sido creado por Dios para sumergirme eternamente en su eterna felicidad, y por eso envió al Hijo, y por eso le abandonó en la cruz, nos quiso más que a Él dejando que el Hijo –“me amó y se entrego por mí”-- muriera para que todos nosotros podamos tener la misma vida, el mismo Amor del Padre y del Hijo, su mismo Espíritu, que ya en esta vida por participación en su vida nos hace exclamar: “¡abba!”,papá del alma: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna”.

El Hijo amado que le vio triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la SS Trinidad: “Padre, no quieres ofrendas…aquí estoy yo para hacer tu voluntad”,  y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.     Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor al hombre. Dios existe, Dios existe, es verdad, Dios nos ama, es verdad. Cristo existe y nos ama locamente y está aquí bien cerca de nosotros y es el mismo Verbo del Padre, está en ti, «más íntimo a ti que tú mismo», como dice San Agustín, ahí lo experimentan vivo y amante los que le buscan.

LOS APÓSTOLES

       Habían escuchado a Cristo y su evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿Por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros?

Se lo dijo porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados,  no abren las puertas y predican desde el mismo balcón del Cenáculo, y todos entienden su mensaje, aunque hablan diversas lenguas y tienen culturas diversas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y llegamos ellos y todos a “la verdad completa” del cristianismo, a la experiencia de Dios.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos, pero no baja al corazón, a la experiencia; es el Espíritu, el don de “sapientia”, de Sabiduría, el «recta sápere», gustar y sentir y vivir, el que nos da “la verdad completa” de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive. Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de técnicas de oración, de respirar de una forma o de otra, nada de tratados y más tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía, teóricos; hay que convertirse y dejarse purificar por el Espíritu, dejarnos transformar en hombres de espíritu, espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino algo más, es vida según el Espíritu, para llegar llenarnos de su mismo amor, sentimientos y vivencias. Y para eso, y perdonad que me ponga un poco pesado, oración, oración y oración.

       Oración ciertamente por  etapas, avanzando en conversión, hasta llegar desde la oración meditativa y reflexiva y afectiva, a la oración contemplativa,  que es oración, pero un poco elevada, donde ya no entra la meditación discursiva de lo que yo pienso y descubro en Cristo y en el evangelio, sino la oración contemplativa, donde es el Espíritu de Cristo el que me dice directamente lo que quiere que aprenda dejándome contemplarle, sentirle, comunicarme por amor y en fuego de amor su Palabra. Hasta llegar aquí el camino de siempre: «Lectio», «Meditatio», «Oratio», «Contemplatio»; primero, como he dicho, la meditación, la  oración discursiva, con lectura o sin lectura del evangelio o de otras ayudas, pero siempre dirigida principalmente a la conversión. La oración, desde el primer kilómetro y para toda la vida, tiene que ser oración-conversión de mi vida en Cristo según voy viendo en la oración; y  luego, hay que seguir así ya toda la vida, porque orar, amar y convertirse se conjugan a la vez e igual.

Si me canso de orar, me canso también de convertirme y de amar a Dios sobre todas las cosas;  si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir más a Dios, y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo; ya no es el «Señor» lejano de otros tiempos que dijo, que hizo, sino  Jesús que estás en mí, mi Dios amigo, Tú que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús…, y la meditación se convierte en diálogo afectivo, y de aquí, si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar, en cuanto me siento delante de Él, ante el Sagrario, me está diciendo: esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio… y me convierto o no me convierto, que es lo mismo que decir: o amo o dejo de amar: que es lo mismo que decir: o dejo o no dejo la  oración como trato directo, diario y permanente, de tú a tú con el Señor y aquí está la razón última y primera de todas las distracciones y pesadez y cansancio y abandonos de la oración y meditación, y que muchos quieren resolver con recursos y técnicas.

Dejamos la oración personal y el trato directo con el Señor, porque no soporto verme siempre con los mismos defectos, que Cristo me señale con el dedo cuando estoy ante el Sagrario; sin embargo puedo seguir estudiando y conociéndole en el estudio teológico y predicando y haré ciertamente apostolado, pero profesional, porque no lo hago en el Espíritu de Cristo; y sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo; soy predicador de Cristo y su evangelio, pero no soy testigo de lo que predico o celebro.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro permanente, vivo y espiritual con Dios.  Y esta es la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta Sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirán. Leamos sus vidas y escritos.

En mi libro, La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado (Edibesa, Madrid 2000), hago precisamente un detallado tratado de oración viva, de vida cristiana, de apostolado, de ahí el título, pero vivo, no teórico. Me gustaría que lo leyerais. Es tercera edición, corregida y aumentada, como se dice vulgarmente.

       Necesitamos la venida del Espíritu sobre nosotros, necesitamos Pentecostés. Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive; es más, al no vivirse, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

       Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia, como ya he dicho, será siempre la pobreza de vida mística; es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta venida de Pentecostés para quedar curada, necesita del fuego y la unción del Espíritu Santo para perder los miedos, para amar a Dios total y plenamente.

Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno, pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu. Nos lo dice San Ireneo: «gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei» (LITURGIA DE LAS HORAS, Segunda Lectura, 28 junio, día de su fiesta). 

       Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. “Le conoceréis porque permanece en vosotros”, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

       La Carta Apostólica de Juan Pablo II Novo millennio ineunte, para mí de lo mejor que se ha escrito sobre el auténtico apostolado, es un reclamo, desde la primera línea de la necesidad de la oración. Es una carta dirigida al apostolado que la Iglesia tiene que hacer al empezar el nuevo milenio. Pero la carta va toda ella cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios: Meta de todo apostolado: la unión perfecta con Dios, es decir, la santidad; el camino, la oración, la oración, la oración; hagan escuelas de oración en las parroquias, oren antes todos los apóstoles, el programa ya está hecho, es el de siempre:

       «No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz».

«En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad... Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad?»

Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, no se trata de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de verdad completa, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el bautismo del Espíritu Santo.      

       En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va  a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos porque vive en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, padre, “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: «mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo».

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos el fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, “borrachos”, como admiten tranquilamente los Padres, pero borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

Y un autor moderno dice: «Es el momento más hermoso en la vida de una criatura: sentirse amada personalmente por Dios, sentirse como transportada en el seno de la Trinidad y hallarse en medio del vértice de amor que corre entre el Padre y el Hijo, involucrada en él,  partícipe de su «apasionado amor» por el mundo».

«Maravillosa condescendencia del creador hacia la criatura, gracia insigne, benevolencia inconcebible, motivo de confianza en el creador para la criatura, dulce cercanía, delicia de una buena conciencia: el hombre llega a encontrarse, de algún modo, cogido en el abrazo y el beso del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo; unido a Dios con el mismo amor que une entre sí al Padre y al Hijo, santificado en aquel que es la santidad misma de ambos. Gozar de un bien tan grande, tener la suave experiencia de Él, dentro de lo que cabe en esta miserable y falsa existencia: esto es conocer la verdadera vida».

       «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios,  la vivencia es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (Cfr.1 Jn 4,16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar» (ANTONIO LÓPEZ BAEZA, Un Dios locamente enamorado de ti, Sal Terrae, págs. 63-5).

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés y nos es tan necesaria una experiencia viva y transformadora del amor de Dios ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo.

El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz:

«En lo cual es de saber que, antes que este divino fuego de amor se introduzca y se una en la sustancia de el alma por acabada perfecta purgación y pureza, esta llama, que es el Espíritu Santo, está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de sus malos hábitos, y ésta es la operación de el Espíritu Santo en la cual la dispone para la divina unión y transformación de amor en Dios. Porque es de saber que el mismo fuego de amor que después se une con el alma glorificándola es el que antes la embiste purgándola; bien así como el mismo fuego que entra en el madero es el que primero le está embistiendo e hiriendo con su llama, enjugándole y desnudándole de sus feos accidentes, hasta disponerle con su calor, tanto, que pueda entrar en él y transformarle en sí» (Ll 1, 19).

9. LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA-ESPIRITUAL,  POBREZA DE EXPERIENCIA DE LO QUE CELEBRAMOS Y PREDICAMOS.

Y la razón ya la he dicho: Si Cristo les dice a los Apóstoles que es necesario que Él se marche para que el Espíritu Santo venga y remate y lleve a término la  tarea comenzada por su pasión, muerte y resurrección, y que, si el Espíritu no viene, no habrá “verdad completa”, la cosa está clara: sin Espíritu Santo, sin vida en el Espíritu, la Iglesia no puede  cumplir su misión y los cristianos no llegamos a lo que Dios ha soñado para cada uno de nosotros.

La mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, pobreza los misterios que celebramos y predicamos, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe purificándose hasta la experiencia de lo que contempla. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, de vida eucarística, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Más grave lógicamente en los seminarios y noviciados o casas de formación, porque de ahí tienen que salir los directores de apostolado y vida cristiana.

Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el mismo sacerdote, como para el apostolado y la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa, que así se lo recuerda en su liturgia de Ordenación y carta de nombramiento, y la responsabilidad  viene del Señor. Basta leer la Exhortación Pastoral Postsinodal de Juan Pablo II «Pastores dabo vobis».

Allí se nos dice que todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos. Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes.

Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato frecuente, personal y afectuoso con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son los obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Y luego se le nota, porque les sale del alma.

Aquí se lo juega todo la Iglesia, la diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del corazón, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor a Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo.

Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma, se olvida o no se acierta.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristiana, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Dios nos conceda, pidamos tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas del mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sacerdocio como profesión, no como misión, en lugar y en la persona de Cristo; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero sin Pentecostés, porque allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo.

 Y para todo esto, para hacer el apostolado de Cristo, hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para “enviarlos a predicar” para hacer el apostolado en el nombre y espíritu de Cristo.

10 -. EL ESPÍRITU SANTO VIENE DONDE ES AMADO,  ES INVITADO Y  ES ESPERADO

       Queridos hermanos, el domingo celebraremos Pentecostés, ¿qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles con María?

       Primero, orar reunidos con María y toda la Iglesia pidiendo con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó; y luego, esperar que el Padre responda; esperar siempre en oración, en diálogo, en espera activa, no de brazos cruzados, porque la esperanza, la oración verdaderamente cristiana es siempre acción por la contemplación, es suscitar diálogo con el Señor, deseos de Él, pedir y buscar fuerzas para seguir trabajando.

La oración, si es oración y no puro ejercicio mental, es siempre gracia eficaz de Dios, que necesitamos siempre para nosotros, para nuestra parroquia, apostolado y  necesidades de todo tipo; la oración y la liturgia verdaderas  siempre son dinámicas, siempre es estar con Él para enviarnos a predicar. Se preguntaba San Buenaventura: «¿sobre quién viene el Espíritu Santo?», y contestaba con su acostumbrada concisión--: «Viene donde es amado, donde es invitado, donde es esperado».

       ¿Qué significa decir ¡ven! a alguien que ya hemos recibido en el Bautismo, Confirmación, orden  sacerdotal, a quien tenemos presente dentro de nosotros…? Santo Tomás de Aquino nos da una explicación teológica de las nuevas «venidas» del Espíritu Santo en nosotros. Observa, ante todo, que el Espíritu Santo «viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia… Cuando uno, impulsado por un amor ardiente, se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida» (I, q 43, a6).

       Y Karl Rahner añade: « ¿Hemos tenido alguna vez y de veras la experiencia de la gracia? No nos referimos a cualquier sentimiento piadoso, a una elevación religiosa de día de fiesta o a una dulce consolación, sino a la experiencia de la gracia precisamente; a la visitación del Espíritu del Dios Trinitario, la cual se hizo realidad en Cristo, por su encarnación y muerte en cruz. ¿Pero es que se puede tener experiencia de la gracia en esta vida? Afirmarlo ¿no sería destruir la fe, la nube claro-oscura que nos cubre mientras peregrinamos por la vida? Los místicos, sin embargo, nos dicen --y estarían dispuestos a testificar con su vida la verdad de su afirmación-- que ellos han tenido experiencia de Dios y, por tanto, de la gracia. Pero el conocimiento experimental de Dios en la mística es una cosa oscura y misteriosa de la que no se puede hablar cuando no se ha tenido, y de la que no se hablará si se tiene. Nuestra pregunta, por tanto, no puede ser contestada sencillamente a priori. ¿Habrá tal vez grados en la experiencia de la gracia y serán accesibles los más bajos incluso para nosotros?».

«No podemos negar que el hombre puede hacer en esta vida ciertas experiencias de gracia, que le dan una sensación de liberación, le abren horizontes del todo nuevos, se graban profundamente en él y le transforman, moldeando, incluso durante mucho tiempo, su actitud cristiana más íntima. Nada impide llamar a esta experiencias “bautismo del Espíritu”».

«El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano” (K. RAHNER, Escritos de Teología III, Madrid 1968, p 103-123).

       Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

       ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha como Él nos encomendó. Y luego esperarlo reunidos con María y la Iglesia en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica. Esperarlo y pedirlo, porque la iniciativa siempre es de Dios “ y el viento nadie sabe de dónde viene ni a dónde va…”

        Queridos hermanos, si queremos recibir el Espíritu, si queremos sentir su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora, tenemos que ser unánimes y perseverantes, como fueron los apóstoles con María en el Cenáculo, venciendo rutinas, cansancios, desesperanzas, experiencias vacías del pasado, de ahora mismo. El Espíritu nos ama, es Dios en infinita ternura al hombre, amor gratuito, ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga?

       Me ama porque me ama, porque su esencia es amar, porque le ha dado la gana, gratuitamente; es más, aunque todavía no lo comprendo, me ama porque amar es su Ser infinito y Ser Amor Infinito le hace serse feliz en sí y por sí mismo, algo que nunca comprenderemos hasta que no lleguemos al cielo, donde Dios será verdaderamente “abba”, papá del alma.

       También tenemos que estar preparados para que algo cambie en nuestra vida. En positivo, ser más hijos en el Hijo Amado, en su misma vida que Él nos da, con su mismo Espíritu, qué maravilla, a qué intimidad estamos llamados… Y luego en negativo, porque somos «carne», tienen que luchar espíritu y carne dentro de nosotros, morir al hombre viejo de pecado para vivir la novedad de la vida en Cristo; esta es parte importante de la pneumatología paulina, hay que quitar todo lo que nos impida ser hijos en el Hijo, en  el Amado, lo que nos impida tener su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes de amor y de vida.

       En el conocimiento de Dios el Amor, el Espíritu Santo va por delante. De la vida espiritual al conocimiento: en relación con Dios, en la oración,  el amor va por delante, esto es, la vida espiritual. Puede haber mucha teología (conocimiento teórico), incluso meditación y reflexión, y poco amor (conocimiento espiritual, vivencial, en el Espíritu). Para los santos, para San Juan de la Cruz orar es amar, más que conocer, o si quieres, es conocer por amor.

       Porque no se trata sólo de conocer; tiene que ser conocer para amar. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor. Espero que estas páginas nos lleven a la comunión y al amor, a la experiencia del Espíritu Santo en nosotros. Y con el Espíritu, vivir una vida en la libertad de los hijos de Dios, en una doxología constante: vida en el Espíritu que es vida de alabanza y celebración de la vida según el Espíritu.

Rastrear en nuestra experiencia espiritual es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu. En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites.

“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena”(Jn 16,13). Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada.

Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito: «Que la prolijidad de mis palabras, carísimos, no os fatigue, y que el mismo de quien hablamos nos conceda fuerza, a mí que hablo y a vosotros que me escucháis... Es tarea del mismo Espíritu Santo perdonarme a mí por lo que he omitido y a vosotros, que me escucháis, concederos el conocimiento perfecto de lo que resta».

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración, pues como dice el Vaticano II: «Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra» (LG, n. 59).

11.- ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

       Y para terminar, vamos a hacerlo con la penúltima estrofa del Veni, Creator Spíritus: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore».

Que creamos siempre en Ti, Espíritu de Amor del Padre y del Hijo, y por Ti, creyendo siempre en Ti, lleguemos a conocer al Padre y al Hijo». Este «credamus» latino tiene más de confiarse, de creer a,  que creer en. De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

El objeto no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!».

«No sólo creer en la existencia de una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en la Iglesia, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor. Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  de todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.

Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, para cerrar este retiro en el que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor.

       Creer en el Espíritu Santo es leer las Escrituras espiritualmente, esto es, en el Espíritu de Dios, por el que fueron inspiradas y escritas, bajo su luz y sabiduría. Es interpretar y releer todos los dichos y hechos de Jesús, en cualquier tiempo y siglo, en el tiempo y en la eternidad, a la luz del Espíritu Santo, donado por Cristo resucitado y sentado a la derecha del Padre para conducir a su Iglesia a la “Verdad completa” de la fe, del amor y de la esperanza cristianas.

       Y considerando y meditando todo este misterio del Amor del Padre y el Hijo, que se nos comunica por su Espíritu, el Espíritu Santo, nos atrevemos a decir llenos de luz y de gozo:

«Gracias, Espíritu Creador, porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.

Gracias porque eres para nosotros el consolador, el don supremo del Padre, el agua viva, el fuego, el amor y la unción espiritual.

Gracias por los infinitos dones y carismas que, como dedo poderoso de Dios, has distribuido entre los hombres; tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.

Gracias por las palabras de fuego que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas, los pastores, los misioneros y los orantes.

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar en nuestras mentes, por su amor que has infundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo.

Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha, por habernos ayudado a vencer al enemigo, o a volver a levantarnos tras la derrota.

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal.

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar:¡Abba!

Gracias porque nos impulsas a proclamar: Jesús es Señor!».

Gracias por haberte manifestado a la Iglesia de los Padres y a la de nuestros días como el vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo,  amor, soplo vital y fragancia de unción divina que el Padre transmite al Hijo, engendrándolo antes de la aurora.

Simplemente porque existes, porque eres el Amor de Dios ahora y para toda la eternidad, porque nos amas…  Espíritu Santo,  ¡te damos gracias, Señor y Dador de vida!». (Cfr. R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, págs. 412-413).

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