Lunes, 11 Abril 2022 10:51

PROLONGAR Y VIVIR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

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PROLONGAR Y VIVIR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

“Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18)

 

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INTRODUCCIÓN

 

I: EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

Selección bibliográfica sobre el Cura de Ars

 

* * *

 

INTRODUCCIÓN:

 

Las figuras sacerdotales de la historia son una herencia eclesial por redescubrir. Los santos se modelaron al unísono con los latidos del Corazón de Cristo. Y esas vidas son “memoria” y herencia por actualizar e imitar en cada período histórico de la Iglesia peregrina. La Palabra de Dios, revelada e inspirada por él, se celebra, se contempla, se anuncia y se vive, captando su eco en la comunidad eclesial y en el corazón y en la vida de los santos.

 

El temario de estos retiros, redactados con ocasión del año jubilar dedicado a San Juan María Bautista Vianney (2009-2010), se desarrolla en la perspectiva misionera que deriva de la configuración sacramental con Cristo Cabeza, Pastor, Sacerdote y Víctima, Servidor y Esposo.

 

La adhesión cordial y total a Cristo se concreta en vivir su mismo estilo de vida, como “vida nueva”, que, aplicada a los ministros ordenados, se ha llamado tradicionalmente “el modo de vivir de los Apóstoles” (“apostolica vivendi forma”).

 

Esta novedad de vida, hecha posible por la comunicación especial del Espíritu Santo a través de la imposición de manos del Obispo y la oración de la Iglesia, está íntimamente relacionada con los ministerios proféticos, litúrgicos y diaconales, ejercidos por los ministros ordenados, en comunión y al servicio de la realidad profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios. Estos ministerios son un don que fundamenta un oficio y son también una participación real y una prolongación eficaz de la misma misión de Cristo.

 

La llamada a la santidad sacerdotal, como configuración con Cristo Sacerdote y Buen Pastor y como posibilidad de compartir su misma vida, se integra, como prioridad pastoral, en la misma acción ministerial.

 

Queda en pie la eficacia sacramental de los signos ministeriales instituidos por el Señor y, al mismo tiempo, sigue vigente la urgencia de santidad de vida pedida por el mismo Cristo en la oración sacerdotal: “Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17,18.19).  La “fidelidad de Cristo” exige y hace posible la “fidelidad del sacerdote”. “Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Esta relación entre santidad y eficacia sacramental la describe así el concilio Vaticano II: “La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio -porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos-, sin embargo, por ley ordinaria, Dios prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal, 2,20)” (PO 12)

 

Los ocho temas que presentamos tienen una dinámica interna, que ayuda a comprender y vivir lo que acabamos de de decir. Se subraya la “sorpresa” o admiración, puesto que entramos en el mismo corazón de Dios, donde todo es “más allá” de lo que nosotros podríamos idear y proyectar. Dios no es una idea, sino “Alguien”, que se ha revelado como “Dios Amor” (1Jn 4,8).

 

Quien entra con realismo en ese proyecto de Dios Amor, sin querer manipularlo, se descubre a sí mismo (y a todos los hermanos, cada uno según su vocación específica) como llamado, amado, invitado a compartir la misma vida y misión de Cristo. Desde esa perspectiva interpersonal, ya no hay dificultad en aceptar con gozo el sacerdocio ministerial, tal como Cristo nos lo ha querido comunicar para el bien de todo el Pueblo Sacerdotal.

 

Para renovar la Iglesia y el mundo en que vivimos, bastaría presentar en nuestras vidas el “gozo pascual” (PO 11) de ser sacerdotes de Cristo, servidores suyos, su signo personal, comunitario y sacramental. Esta sorpresa comenzó en el seno de su Madre y nuestra, Madre de Cristo Sacerdote, como icono de la Iglesia de todos los tiempos. El “sí” de María, al dejarse sorprender, nos pertenece porque es parte de nuestra razón de ser, parte de nuestra respuesta a la consagración sacerdotal. Es el “sí”, vivido de modo especial por los santos sacerdotes, como Pablo, Juan de Ávila o el Cura de Ars, que ha transformado y sigue transformando la historia, porque es la única respuesta válida a la Palabra de Dios y a su proyecto de amor sobre toda la humanidad.

 

La renovación gozosa de la vida sacerdotal es el “nuevo areópago” por afrontar. Quizá el más urgente e importante. De esta renovación depende la renovación de toda la Iglesia y, consecuentemente, el número y la calidad de las nuevas vocaciones sacerdotales, de vida consagrada y de laicos comprometidos.

 

El año sacerdotal dedicado al Santo Cura de Ars, con ocasión del 150 aniversario de su muerte (1859-2009), intenta “contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Los ministros ordenados somos servidores del desarrollo integral de la persona y de la comunidad humana, que enraíza en los deseos más profundos que Dios ha puesto en todo corazón humano: “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

 

Las directrices de los concilios se han puesto en práctica en la medida en que hayan surgido los santos de postconcilio correspondiente. La renovación querida por el Vaticano II empezará a ser realidad cundo se cumpla la indicación del mismo concilio: “Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12).

 

El año dedicado al Santo Cura de Ars debe dejar una huella profunda en la vivencia sacerdotal: “Este año debe ser una ocasión para un período de intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología sobre el sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad” (Carta del Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los sacerdotes, con ocasión del año sacerdotal, 2009).

 

 

 

I. EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

Presentación

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación:

 

En cada ser humano se refleja, de algún modo, un proyecto de Dios sobre él y sobre toda la humanidad. La vida es una dinámica que encuentra su sentido sólo cuando miramos hacia el principio de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nuestra misma mirada, que pregunta los “por qué” de los acontecimientos y de las cosas, ya refleja una sed que sólo puede apagar el amor verdadero. Es la sed de verdad y de bien, es decir, del “agua viva” ofrecida por Dios a los “sedientos” (cfr. Is 55,1; Jn 7,37-39).

 

En el corazón humano se entrecruza la sed de Dios, que nos ha creado por amor, y la sed del hombre, que busca siempre la verdad y el bien. Las personas auténticas, los santos, son las que se han realizado amando: “El amor de Cristo nos urge” (2Cor 5,14). Es el amor verdadero que no antepone nada al proyecto de Dios Amor. “siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4,15).

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

 

Si Dios Amor nos ha elegido en Cristo, desde antes de nuestra existencia, entonces la vida tiene sentido como “biografía” complementaria del mismo Cristo, ahora presente en nuestra historia..

 

Sólo el ser humano puede tomar conciencia y descubrir en cada cosa, aunque sea una hojita seca recién caída del árbol, un reflejo de un amor eterno. Las cosas pasan, las flores se marchitan, dejando entrever a “alguien” trascendente que no pasa. Pero esas cosas que pasan transmiten un amor que no pasa. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).

 

Al abrir la ventana por la mañana para respirar el aire y recibir la luz de una nueva aurora, quien vive con autenticidad puede leer a Dios en todo y en todos: “Mil gracias derramando, pasó por esos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura” (San Juan de la Cruz). Así es la “lectura” vivencial de la creación y de la historia de salvación, en Cristo, “Palabra” personal e “imagen” viva de Dios Amor (cfr. Ef 1-2, Jo 1, Col 1).

La iniciativa es de Dios, porque “Él nos amó primero” (1Jn 4,19). Como también es iniciativa suya la llamada a la fe y a la vocación apostólica (cfr. Mc 3,13; Jn 15,16). En esta iniciativa y don de Dios se basa la posibilidad de responder al amor. “Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios” (Caritas in Veritate 57).

 

Dios es fiel al amor: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entraña” (Os 11, 8-9). Por Cristo sabemos que el Padre nos ama (cfr. Jn 16,27), al darnos cada día “su sol” (Mt 5,45) y especialmente al darnos a su Hijo como hermano y consorte de nuestra historia (cfr. Jn 3,16).

 

La actitud más auténtica es la de dejarse sorprender por el Amor: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cfr. Jn 8,22)… En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1).

 

El verdadero desarrollo del ser humano y de la humanidad necesita referirse continuamente y de modo vivencial a Cristo, quien, “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

 

El desarrollo humano integral sólo puede realizarse en un amor de gratuidad y de solidaridad o de compartir como miembros de una misma familia humana. “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don… El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente” (Caritas in Veritate 34).

 

“Convertirse” significa “abrir el corazón” al amor. Se descubre el misterio del ser humano y del universo, cuando se intuye un “más allá”. “Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende” (Caritas in Veritate 77). La investigación sobre el hombre es auténtica cuando se descubre que el ser humano es siempre reflejo de un amor eterno e infinito.

 

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

 

Dios es siempre sorprendente. Sus dones no son Él, pero dejan entrever que se nos da Él personalmente. Estamos invitados a entrar en su intimidad: “Por Cristo… tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

La presencia y cercanía de Dios tiene su máxima expresión en Cristo, el “Emmanuel”, Dios con nosotros. Por Él, nos hace partícipes de su misma vida. Y  Él asume responsablemente nuestra realidad limitada (que es también pecadora) para hacerla capaz de recibirle como “Alguien” íntimamente relacionado con nosotros: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él... propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10; cfr. Jn 3,16). En este sentido Jesús es el único Salvador, que no anula los destellos de salvación que Dios ha sembrado en todos los corazones y en las culturas religiosas de todos los pueblos.

 

La vida ya tiene sentido y recupera el tono de confianza inquebrantable. “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). “Nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8,24), porque “Cristo Jesús es nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

Esta realidad consoladora y salvífica ha sido posible gracias a la donación sacrificial (sacerdotal) de Jesús. “La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cfr. Heb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)” (Sacramentum caritatis 9).

 

El hombre puede realizarse amando, haciendo de su vida una donación, porque “la caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). Pero este itinerario de la libertad, que es la verdad de la donación, es una lucha continua, que da sentido al existir: “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande” (ibídem 8).

 

La historia humana se construye como reflejo de la misma vida de Dios, quien, en Cristo su Hijo, se ha hecho garante de un éxito definitivo. “Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo  Jesús” (Fil 1,6)

 

Gracias al amor del Padre y a la acción del Espíritu, somos hijos en el Hijo por iniciativa divina: “Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,5); “recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15).

 

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

 

Responder al proyecto de Dios Amor sobre toda la humanidad y sobre cada ser humano en particular, es una urgencia y también una posibilidad. Nos encontramos con un “hoy” salvífico (Heb 3,7), que nos recuerda que Cristo resucitado se nos hace encontradizo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15; cfr. Mt 10,7)

 

Llamamos “santos” a quienes se han dejado sorprender por el Amor, que es Dios, más allá de nuestros planes y esquemas. Decidirse a ser “santo” equivale a aceptar el itinerario permanente hacia el encuentro definitivo con Dios. “Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero” (Deus Caritas est 18).

 

Los santos se han abierto a la sorpresa de Dios, ensayando continuamente el hacer de la vida un “sí”, en las circunstancias de todos los días, empezando de nuevo en cada amanecer, queriéndolo dar todo, porque ”es chico nuestro todo por el gran Todo que es Dios” (San Juan de Ávila)..

 

Es necesaria y posible una actitud permanente de “conversión”, como escucha humilde del evangelio. Jesús basó su primer sermón en esta realidad de gracia que pide abrir el corazón(cfr. Mc 1,15). La vida auténticamente cristiana es actitud permanente de “cambio” hacia un “más allá”, cuyo programa está descrito en las bienaventuranzas: “Amad… sed perfectos (misericordiosos) como vuestro Padre” (Mt 5,44.48; cfr. Lc 6,36).

 

La vida de San Agustín fue siempre un proceso de “revestirse de Cristo” (Rom 13,14). Antes de su primera conversión, cuando iba a escuchar a San Ambrosio y empezaba a hacer caso a su madre Santa Mónica, había buscado continuamente una teoría sobre Jesús y un grupo donde se enseñara esa teoría. Después de decidirse a aceptar a Jesús tal como es (no una teoría sobre él), la vida se le convirtió en un camino de sorpresa en sorpresa. Casi al final de su vida, releyendo las bienaventuranzas evangélicas, tomó conciencia de cuán lejos estaba del amor perfecto. Su “penitencia” o “conversión” definitiva consistió en vivir en sintonía con los sentimientos de Jesús, orando con él y en él los salmos, especialmente los penitenciales (que hizo escribir en las paredes de su habitación).

 

Cuando Pablo estaba en la cárcel de Roma (tal vez unos treinta años después de su primera conversión), todavía describe así su actitud habitual: “Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio,  a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un  insolente. Pero encontré misericordia… Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús… Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1Tim 1,12-15).

 

Desde siempre, en cada corazón humano y en cada pueblo, Dios ama y pide amor: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Deut 6, 4-5; cfr. Mc 12, 29- 31).

 

Esta llamada es el toque de Dios en el corazón. Los santos, ante el proyecto de Dios Amor, reflexionan así: Esto es importante, es urgente y posible, acontece ahora. Dios es más allá de sus luces y mociones. Entonces aprenden a “admirar” y a dejarse sorprender (cfr. Lc 1,29; 2,33).

 

La Palabra de Dios Amor resuena en nuestra pobreza radical. “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona” (Deus Caritas est 10). Los santos tienen conciencia viva de este perdón, que les lleva a devolver amor por amor: “Sólo Dios basta… Todo va por amor” (Santa Teresa). “Ya sólo en amar es mi ejercicio” (San Juan de la Cruz).

 

El hombre y la historia se construyen amando con amor de gratuidad y de solidaridad. Es el “ordo amoris” que enseñaba Santo Tomás, y que San Francisco lo concretaba con su expresión típica: “Dios mío y todas las cosas”. Contemplando y experimentando el amor de Dios que se manifiesta en toda la creación y en toda la historia, se llega a esta conclusión: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio de Loyola).

 

Los santos son humildes, confiados y generosos, porque han aprendido la lógica de la entrega: “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Deus Caritas est 1).

 

Este itinerario de amor o de “perfección de la caridad”, sólo es posible a partir de un encuentro personal con Cristo: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est 1).

 

La vida es un examen de amor y nos examina quien es el Amor en persona: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40). El examen de amor empieza ya desde ahora: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo  que

 retiñe”(1Cor 13, 3).

 

Ante Cristo crucificado, el examen se hace más apremiante: “Lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo… viéndole colgado en la cruz” (S. Ignacio de Loyola).

 

La humildad, confianza, audacia y entrega de los santos nace de su experiencia de la misericordia divina. Han sabido releer la propia biografía desde los latidos del Corazón de Cristo, que busca a la oveja perdida, como algo que pertenece a su amor esponsal y como expresión de la ternura materna de Dios (cfr. Lc 15). Así han experimentado la “compasión” de Cristo y son portadores de esa compasión para todos los hermanos (cfr. Mt 9,36; Mc 8,2).

 

Por esto, “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia" (Dives in Misericordia 13). María, como figura de la Iglesia, es Madre de misericordia por ser Madre de “la” Misericordia personificada en Jesús. “María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia­ divina…Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz… Nadie como ella, María, la acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su "fiat" definitivo. María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio ­de la misericordia divina” (DM 9).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Elegido en Cristo, el Salvador:

 

“Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,  para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo,  según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia  con la que nos agració en el Amado” (Ef 1,4-6; cfr. Col 1).

 

“Él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador” (Tit 3,5-6),

 

Conquistado por amor:

 

Su encuentro con Cristo resucitado, en el camino de Damasco (cfr. Hech 9,1-19); 22,3-21; 26,9-20).

 

"Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

“El amor de Cristo nos premia” (2Cor 5,14).

“El amor de Cristo excede todo conocimiento” (Ef 3,19).

 

Abierto siempre al amor:

 

“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4)

 

“Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las  concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,21-24).

 

Vivir de la fe:

 

“Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones… arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3,14-17).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

"No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20; cfr. Fil 1,21).

 

"No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Diospara la salvación de todo el que cree" (Rom 1,16).

 

Con humildad y agradecimiento:

 

“El que crea estar en pie, mire no caiga” (1Cor 10,12).

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8).

 

“Nuestra capacidad viene de Dios” (2Cor 3,5). “La gracia de Dios conmigo” (1Cor 15,10).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Amados y escogidos en Cristo:

 

"Escogiónos Dios, y no como de rebaño; no nos escogió por nuestros merecimientos… sino escogiónos por su propia gracia, porque Él así lo quiso... Llamónos, escogiónos Dios, quiso que fuésemos santos por su propia gracia y voluntad, mas la ejecución de la elección, per Iesum Christum... No nos escogió porque éramos buenos, sino por que fuésemos buenos" (Sermón 15).

 

Dios nos ama dándose él:

 

"El mismo Dios se da a sí mismo a aquel que le ama" Sermón 23).

 

"Nunca Dios ama a nadie sin que le haga bien con su amor" (Juan I, lec. 3ª).

 

"Porque Dios es Dios, por eso nos ama libremente" (Carta 61). Es amor unitivo y transformante (cfr. Carta 26).

 

"Pon los ojos en todo este mundo, que para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él y todas cuantas cosas hay en él significan amor, y predican amor, y te mandan amor" (Tratado del Amor de Dios, 2). "Este amor prevaleció tanto en Dios, que lo tenéis hoy Dios y hombre; no procura el amor su descanso, sino el de los otros" (Sermón 65 -1-).

 

"No sólo nos convida a le amar, mas El nos infunde el amor"(Sermón 4).

 

Vivir amando para responder al amor de Dios:

 

"Dame este primer amor, porque es mío... No lo quiero por fuerza ni por temor, sino dame tu amor, y dámelo por amor" (Sermón 64).

 

Consejo para predicar bien: "Amar mucho a nuestro Señor" (Fr. Luís de Granada, Vida, 1ª parte, cap. 2).

 

La persona que camina hacia Dios "hácese una con él por amor" (Plática 3). "Como Dios sea amor, de sólo amor se deja cazar"(Carta 67).

 

"Amemos, y será nuestro Dios, porque sólo el amor lo posee" (Carta 74).

"¿Por qué no amamos a nuestro Señor, el cual creemos ser sumo bien, y habiéndonos Él amado primero, aun hasta morir por nosotros?" (Audi Filia cap. 48).

 

"Traer un querer perpetuo... con que siempre queráis que nuestro Señor Dios... sea en sí tan bueno, tan santo... Un querer, con que quisiéramos que el Señor fuese en sí quien es; porque caridad en este querer consiste... eso es fruto del Espíritu Santo" (Carta 26, 46ss; cita a Santo Tomás, II-II, q. 23, a. 1).

 

"El verdadero amor está escondido allí en lo profundo de las virtudes" (Carta 184). "Amémoste, pues, y conozcámoste por el conocimiento que del amor resulta" (Carta 64).

 

"Demos, pues, nuestro todo, que es chico todo, por el gran todo, que es Dios" (Carta 64).

 

"Aquel ama a Dios verdaderamente que no guarda nada de sí mismo para sí" (Sermón 5 -2-).

 

"No mira tanto Nuestro Señor al don cuanto a la voluntad y amor con que se da" (Sermón 8).

 

"El fuego de amor de ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas... lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste" (Audi Filia cap. 69).

 

"No consintáis que sea apartado de amaros" (Sermón 30).

 

Escribe a Santa Teresa: "Jesucristo sea amor único de vuestra merced" (Carta 185).

 

 

CURA DE ARS:

 

En la perspectiva del amor y misericordia de Dios, el proyecto sobre cada persona está en su corazóne:

 

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

"Oh, amigo mío – decía -, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos".

 

“La misericordia divina es poderosa como un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso".

 

Dios está "pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo”.

“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.

“Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

“Lloro porque vosotros no lloráis”. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.

 

Nota. Ver la fuente bibliográfica de estas frases del Cura de Ars (y de las de los capítulos siguientes) en: B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994). También se encuentran algunas de estas frases  en los documentos magisteriales, bibliografías y estudios de la selección bibliográfica del final de la presente publicación.

 

 

 

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación:

 

La vida es una “vocación”, una llamada a construir la historia para colaborar en la obra creadora y redentora. Se nos pide “cambiar” nuestro esquema para pensar, sentir y vivir como Jesús.

 

Cuando Juan nos describe el amor de Jesús a “los suyos” (Jn 13,1), se refiere a todos los redimidos, en el sentido de que cada uno ha recibido una mirada especial y un encargo peculiar. En la última cena Jesús se refiere especialmente a los que el Padre le ha encargado para ser su “expresión” o su “gloria” (Jn 17,10).

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

 

La fe, en su significado más profundo, es “un conocimiento de Cristo vivido personalmente” (Veritatis Splendor  88). Es una aceptación y adhesión de su persona y de su mensaje.

 

Quien cree en Jesús, se ha dejado sorprender por el Amor. La vocación cristiana es una elección gratuita, que deriva de una declaración de amor. Es siempre iniciativa divina: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto,

y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

 

Esta iniciativa divina sobre sus dones, hace posible nuestra respuesta libre y generosa. El creyente en Cristo ha sido llamado a recibirle para amarle y hacerle amar. Se trata de elección “en Cristo”, para ser “hijos en el Hijo”, expresión o “gloria” del Padre (cfr. Ef 1,4-6; GS 22).

 

La respuesta a la propia vocación humana y cristiana, por parte de personas y de pueblos, es la base del desarrollo integral de la humanidad. “La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana” (Caritas in Veritate 17),

La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cfr. Rom 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cfr. Efes 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»” (Caritas in Veritate 48).

 

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

 

La llamada a la fe cristiana y al bautismo, es, por su naturaleza, llamada a vivir en Cristo: “esponjarse” en Cristo o “revestirse” de él (Gal 3,27; Col 3,10), “injertarse” en él (Rm 6,5), para ser en él “una nueva criatura” (2Cor 5,17). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (Sacramentum Caritatis  6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

 

La vida “espiritual” es vida en el Espíritu Santo: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gal 5,25). La personalidad humana llega a su pleno desarrollo cuando se expresa como “gloria” de Dios Amor. “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

 

La santidad cristiana no es, pues, cuestión de poderes ni de fenómenos extraordinarios, sino que consiste en “la perfección de la caridad” (LG 40). Así es la “vida nueva” en Cristo (Rom 6,4) o simplemente “vida en Cristo” (Gal 2,20; cfr. Col 3,3; Jn 6,57; 1Jn 4,9).

 

La vida cristiana  se desarrolla como “biografía” complementaria  o “carta de Cristo escrita con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3,3). Entonces el testimonio de vida cristiana es instrumento de cambio profundo en la sociedad: “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros” (Caritas in Veritate 1).

 

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

 

Cada uno ha sido elegido en Cristo desde antes de la creación y existe según  un proyecto peculiar de Dios Amor. La comunidad del resucitado, la Iglesia o familia de Jesús, siempre es llamada la máxima santidad: las bienaventuranzas y el mandato del amor. Y también a una misión incondicional para hacer conocer y amar a Jesús.

 

El sacerdote (ministro ordenado) está llamado a participar del ser o consagración sacerdotal de Cristo de modo especial (por medio del sacramento del Orden), prolongar la misma misión de Cristo (para obrar en su nombre) y vivir en sintonía con su misma estilo de vida como signo personal, comunitario y sacramental del Buen Pastor.

 

Durante la última cena, Jesús, en su diálogo con el Padre, afirma repetidamente: “los que tú me has dado” (Jn 17,4 y ss). Son “los suyos” (Jn 13,1), como “expresión” o “gloria” suya (Jn 17,10), en los que se refleja el amor de Jesús para todos y cada uno de los redimidos.

 

Esta realidad vocacional “apostólica”, aparece desde el inicio de la predicación de Jesús, cuando “llamó a los que quiso, para estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14). La vida de los Apóstoles es constante de “encuentro” (contemplación) y “seguimiento”, en “comunión” de hermanos para la “misión”. En ellos se refleja la realidad de la Iglesia, como “misterio” (Jesús presente), “comunión” (Jesús en medio), “misión” (transparencia e instrumento de Jesús).

 

Los dones gratuitos de esta vocación apostólica y sacerdotal (como participación peculiar en el sacerdocio de Cristo), no reclaman ningún privilegio, sino que, por obrar “en nombre” o “en persona de Cristo Cabeza”, tienen que reflejar su “victimación” u “oblación” de “dar la vida” y de servir y “lavar los pies” a los hermanos. “Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo  y administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1).

 

En la historia humana y en cada uno de sus estamentos, también eclesiales, hay limitaciones y defectos. El Buen Pastor hace el milagro de que muchos sean fieles generosamente, apoyados en él: “Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de «amigos de Cristo», llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?” (Benedicto XVI, Carta 16 junio)

 

La “espiritualidad” sacerdotal no es más que la vivencia de lo que el ministro ordenado es y hace. Se concreta en “actitudes interiores” (fidelidad, disponibilidad, generosidad…). Nunca es subjetivismo ni menos un estamento de privilegios, porque el Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, tiene derecho a ver en el sacerdote cómo era y es la caridad del Buen Pastor, que vivió obediente a los designios del Padre, desprendido para darse él mismo, consorte como “esposo” que lleva a todos en su corazón.

 

En los documentos conciliares y postconciliares, especialmente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, al ministro ordenado se le describe como partícipe y configurado con Cristo Sacerdote y Víctima, Cabeza y Pastor (cfr. PO 1-3; PDV 20-22), Siervo (PDV 48), Esposo (PDV 22). Es una consagración por el Espíritu Santo (PDV 1, 10, 2, 33, 69; can. 1008). Su vida queda redimensionada con perspectiva trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica y antropológica, siempre para el bien de toda la humanidad.

 

La misión sacerdotal deriva de esta realidad ontológica de gracia (la “consagración” del mismo Cristo en nosotros) y se desarrolla en un equilibro de ministerios: anunciar, celebrar, hacer presente, comunicar a Cristo (cfrr. PO 4-6; PDV cap II; can 259, 273-275; Directorio, cap.II). Es siempre la prolongación de la misma misión de Cristo (ver el tema 6), que reclama vivir el mismo estilo de vida de Cristo Buen Pastor (ver el tema 4).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Llamado, sorprendido, amado, transformado por Cristo:

 

“Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto... fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco” (Gal 1,15-17; cfr. Hech 9,1-19).

 

”A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3,8-9).

 

Vocación apostólica, don e iniciativa de Dios:

 

“Yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios” (1Cor 15,9; cfr. 1Tim 1,15).

 

“Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1Cor 1,1-2).

 

“Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella  solemne profesión delante de muchos testigos” (1Tim 6,12).

 

 

JUAN DE ÁVLLA

 

Vocación, don e iniciativa de Dios, que pide y hace posible una respuesta generosa:

 

Comenta la vocación de San Mateo: "Sígueme. Levántase de su banco, dejado todo lo que tenía delante; deja los libros, deja las cuentas y deja los dineros. Vase tras Jesucristo" (Sermón 77).

 

"San Pablo ruega a Dios que dé a entender a los de Éfeso  el grande bien para que son llamados; y yo suplico lo mismo para vos, para que, conociendo el gran valor de vuestra esperanza, seáis más agradecida a quien os llamó" (Carta 94).

 

"¿Sabéis para qué os llama Dios? ¿Sabéis cuál es el fin del camino que habéis comenzado? ¿Sabéis cuál es la joya de vuestra pelea y la corona de vuestra victoria? Dios mismo es" (Carta 94).

 

"Y si los padres ven a sus hijos que quieren servir a Dios de alguna manera buena, que a ellos no es apacible, deben mirar lo que Dios quiere; y, aunque giman con amor de los hijos, vénzanse con el amor de Dios, y ofrezcan sus hijos a Dios, y serán semejantes a Abraham" (Audi Filia cap.98).

 

Vocación sacerdotal, selección,  formación, fidelidad:

 

"Los que hubieren de ser elegidos para estos colegios (Seminarios) sean de los mejores que hubiere en todo el pueblo, haciendo inquisición de ello muy de raíz el obispo y los que el concilio le señalare por acompañados. Y de esta manera vendrán llamados y no injeridos, y entrarán por la puerta de obediencia y llamamiento de Dios" (Memorial para Trento I, n.17).

 

"Todos éstos han de procurarse sea gente de la cual se entiende que vive Dios en ellos, amigos de virtud, aficionados a las cosas de la Iglesia, probados en la castidad" (Advertencias para el Sínodo Toledo I, n.39).

 

“El mismo Dios, que pide que sean sus ministros tales y derramó su sangre por tenerlos, ha puesto su Espíritu divino en muchos para poder serlo; y el parecer que no los hay es porque no los buscan los prelados, ministros del Señor, cuyo es este cuidado" (Advertencias Sínodo Toledo I, n.3).

 

 

CURA DE ARS:

 

El aprecio de la vocación sacerdotal:

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

“¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir (a causa del pecado), ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.

Ver otras frases doctrinales en el capítulo 8.

 

 

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

Presentación

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación

 

La vida humana, cuando es auténtica, acontece como “relación” interpersonal, que se concreta en la verdad de la donación. La gran sorpresa del cristiano es siempre la de un encuentro continuamente renovado con Cristo resucitado,  presente en la historia, en los signos de Iglesia y en los hermanos.

 

Es encuentro o relación personal que se traduce en sintonía vivencial con los “sentimientos” de Cristo (Fil 2,5), con sus amores, su compasión, su modo de mirar al mundo y a la humanidad entera. De esta relación vivencial nace una amistad incondicional: ya no se puede vivir sin Él. No hay ninguna página de Pablo que no haga referencia a Cristo como fuente de inspiración.

 

1. Relación interpersonal

 

Los primeros discípulos de Cristo iniciaron su vivencia apostólica como relación: “Dónde vives?... venid y veréis… estuvieron con él… hemos encontrado al Mesías (Cristo)… lo llevó a Jesús… hemos encontrado a Jesús de Nazaret… ven y verás” (Jn 1,38-48).

 

De hecho, al cabo de tres años de seguimiento y de amistad, el mismo Jesús describe la “identidad” de los apóstoles: “Habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Esta relación de amistad es fruto de una declaración de amor: “Como el Padre me amó, así también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

 

La oración cristiana es un trasunto de la oración de Jesús, no sólo por recitar sus mismas palabras, sino especialmente por orar con sus mismas actitudes, dejándole orar a él en nosotros. Es propiamente una actitud filial de humildad y de confianza filial, el “Padre nuestro” orado por Jesús desde nuestro corazón y desde nuestra vida (cfr. Mt 6,9-14).

 

De hecho, la actitud oracional de Jesús es de sintonía con el proyecto de Dios y la venida de su “reino” en todos los corazones. Es una actitud de “sí”, que en Jesús se expresa con el “gozo en el Espíritu Santo” por ver realizado el proyecto del amor del Padre Y es también el gozo de ver que sus discípulos han sabido continuar su misión: “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»(Lc 10,21; cfr. Mt 11,25-27). Esta actitud  oracional se traduce en deseo ardiente por la salvación de todos: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28; crf. Lc 10,22).

 

Esta oración cristiana es prioridad pastoral. Para el ministro ordenado es ministerio porque se trata de prolongar la misma oración de Jesús para el bien de toda su Iglesia y de toda la humanidad, “es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre” (Sacramentum Caritatis 84).

 

La oración cristiana, que necesita la guía ministerial en todo un proceso de actitud filial, se concreta, pues, en un “sí” que ya es simultáneamente proceso de contemplación y de perfección: “Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de  Dios” (2Cor 1,20). El “sí” de María, traducido en “estar de pie junto a la cruz”, es el “sí” pronunciado por quien es icono de la Iglesia de todos los tiempos; por esto, “el sí de María es en nombre de toda humanidad” (Santo Tomás de Aquino, III, 30,1c).

 

La prioridad pastoral de la oración se descubre de modo especial cuando uno toma conciencia de que la predicación de la Palabra presupone su contemplación:  “Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos... en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimen­tando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contempla­ción, para consuelo de toda la Iglesia de Dios” (LG 41).

 

Por esto, “el pastor bueno debe estar anclado en la contemplación” (S. Gregorio Magno; cfr. Deus Caritas est 7). “El tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello” (Deus Caritas est 36).

 

La actitud relacional de la oración, cristiana y ministerial, en los momentos más personales o en los momentos más comunitarios y litúrgicos, es siempre una actitud de escucha de la Palabra personal de Dios, que es el mismo Jesús: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle” (Mt 17,5).

 

Una sociedad técnica e icónica, que pide signos, necesita ver testigos de la presencia de Dios. “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor” (Caritas in Veritate 79)

 

El “ministerio” de guiar a los fieles por el camino de la unión e intimidad con Dios (“contemplación”), está relacionado estrechamente con el ministerio de guiar por el camino de construir la historia personal y comunitaria amando (“perfección”). El anuncio de la Palabra y su celebración especialmente en la Eucaristía, lleva intrínsecamente por el itinerario de la perfección de la caridad. Sólo la actitud filial del “Padre nuestro” puede transformar la vida en la perspectiva de reaccionar amando como Cristo, según las bienaventuranzas y el mandato del amor.

 

 

2. Sintonía de vivencias

 

La oración es un itinerario permanente de dejar entrar la Palabra del Señor (y su mirada amorosa) hasta el fondo (el centro) del corazón, sin “defensas” ni escondrijos. La vida cristiana es siempre un proceso continuo de contemplación, entrega y misión, como y con María (cfr. Lc 2,19.51).

 

En este sentido, la oración como encuentro con Cristo es una actitud de “silencio lleno” de su  “presencia adorada”, es decir, aceptada gozosamente y con amor . Su presencia “donada” hace posible nuestra presencia “donada”. Es atención o “advertencia amorosa” (San Juan de la Cruz).

 

“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. «Yo le miro y él me mira», decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715).


Tener “sed” equivale a saberse “pobre”, “como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62), ante la mirada de quien nos tiene en su corazón como una madre en su regazo. Por esto, la oración es “el encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre” (San Agustín).

 

La “buena semilla” (Mt 13,24) de la Palabra, necesita encontrar un “corazón bueno” (Lc 8,15). Entonces el creyente vive en sintonía con la actitud filial de Cristo, como actitud de humildad, confianza, agradecimiento, gozo,  mirada amorosa al Padre en el Espíritu Santo. Así es el “contacto vivo con Cristo” (Deus Caritas est 36). Es “un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo” (ibídem 34).

 

La misión cristiana, como participación en la misión de Cristo, equivale a sintonía con los profundos deseos de Cristo. Por esto el Espíritu Santo convierte a los apóstoles en testigos, “infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (Redemptoris Missio 24).

 

“Ver” o “contemplar” a Jesús equivale a entrar en sintonía con su realidad más profunda, por medio de los signos “pobres” donde él quiere mostrarse: “Hemos visto su gloria” (Jn 1,14). “Os anunciamos lo que hemos visto y oído… el Verbo de la vida” (1Jn 1,1ss), porque “hemos conocido el amor” (1Jn 4,16). Esta visión de fe contemplativa es obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 15,26), que capacita para “ver” a Jesús donde parece que no está, bajo los signos pobres de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,8) o de un hermanos necesitado (cfr. Mt 25,40).

 

La construcción de la humanidad como reflejo de la Trinidad de Dios Amor, necesita ver cristianos que vivan la realidad de Cristo presente en medio de los suyos, en su familia eclesial que refleja la unidad de Dios Uno y Trino (cfr. LG 4). “La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca” (Caritas in Veritate 34).

 

Quien ora de verdad, vive de los amores y grandes deseos de Jesús, basados en el deseo de ver a todos los hermanos unidos como reflejo de la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es “comunión” y “nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

La vida contemplativa de María es de sintonía y de asociación a Cristo: “Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1)” (Sacramentum Caritatis 33).

 

La comunidad eclesial aprende a meditar la Palabra en sintonía con el querer de Dios, como resonaba en el Corazón de María: “La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Deus Caritas est 41).

 

Esta sintonía de vivencias con Cristo da sentido a la vida cristiana y apostólica: “Era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jer 15,16).

 

 

3. Amistad incondicional

 

Santa Teresa hacía consistir la oración contemplativa en “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. En realidad, la contemplación cristiana es a modo de mirada o “noticia amorosa”, “advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (San Juan de la Cruz). También se describe como "conocimiento interno del Señor" para más amarle y seguirle (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales). Es "pensar en Dios Amándole" (Carlos de Foucauld).

 

Esta actitud de amor se basa en la amistad que Cristo ofrece a todos y especialmente a “los suyos”. “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,14-15).

 

Esta amistad, por parte de Cristo, tiene su máxima expresión en una donación total, porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). La amistad de Cristo, precisamente por ser exigente y don suyo, hace posible la respuesta generosa.

 

Desde el primer encuentro con Cristo, los discípulos se sintieron amados por Él (cfr. Mc 3,13). La “mira amorosa” de Jesús al joven que quería seguirle y que luego no se decidió, sino que se marchó “triste” (cfr. Mc 10,21-22), es una expresión de la relación íntima entre Jesús y los suyos.

 

Los textos de la última de la última cena, recogidos por el discípulo amado, indican una profunda amistad, que fundamenta la relación interpersonal. El hecho de que se describa a Cristo como “habiendo amado a los suyos, les amó hasta el extremo” (Jn 13,1), indica que cada gesto, cada palabra, cada momento de la vida del Señor, sólo se pueden entender de corazón a corazón. Todo era expresión de su amor.

 

La oración del apóstol consiste en auscultar los latidos del Corazón de Cristo, porque “ninguno puede percibir el significado (del evangelio), si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como madre” (Orígenes, citado en RMa nota 47 del n.24).

 

Cuando se asume con confianza esta amistad de Cristo, el encuentro con él como relación habitual es posible y fuente de gozo. Toda la “oración sacerdotal” de Jesús es una expresión de su amistad profunda e inédita: “Los que tú me has dado… son mi expresión… los amas como a mí… yo estoy en ellos” (Jn 17,4.10.23.26). A partir de esta amistad, por la que Cristo no antepone nada a nuestro amor, se hace posible el encontrar tiempo para estar con él con una presencia donada como la suya. Todos tienen tiempo para la persona amada.

 

Esta experiencia de encuentro con Cristo es de suma actualidad y es para todos los redimidos una expresión del modo de amar del mismo Cristo. Es lo que Madre Teresa de Calcuta, siguiendo una profunda inspiración del Señor, llamaba su carisma en el modo de servir a los más pobres entre los pobres: “Sé mi luz”.

 

El anuncio del evangelio a los creyentes de otras religiones sería estéril e incluso contraproducente si no vieran en los seguidores de Cristo una nueva experiencia de Dios y una expresión del mandato nuevo del amor.

 

La amistad que Cristo ofrece nunca falla. Por esto, el apóstol “experimenta la presencia de Cristo que lo acompaña en todo momento de la vida… y le espera en el corazón de cada hombre” (Redemptoris Missio  88; cfr. Hech 1810; 2Tim 4,10; Mt 20,20; Mc 16,20). Es amistad de quien comparte la vida como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15).

 

En todo el itinerario vocacional (inicial, de perseverancia y de renovación) se necesita “un encuentro personal y comunitario con Cristo que suscite discípulos misioneros” (Aparecida 11). El discípulo de Cristo, llamado a compartir su misma vida, tiene como proyecto de vida “dar mucho fruto”: “En esto es glorificado mi Padre,  en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos” (Jn 15,8). Ésta es la única verdad que crea corazones libres, porque no anteponen nada a su amor (cfr. Jn 8,31-32).

 

Sólo a partir de este encuentro vivencial con Cristo, se puede dar testimonio de él. “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr, Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1)

 

De esta actitud de oración filial, expresada en el “Padre nuestro” orado con Jesús, se pasa lógicamente a la misión de comunicar la filiación divina a toda la humanidad: “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro».” (Caritas in Veritate 79). “Y así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro" (AG 7).

 

Verdaderamente, “nada hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él… nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás” (Saccramentum Caritatis 84).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Relación y amistad con Cristo:

 

“Mi vida es Cristo” (Fil 1,21). “Jesús vive” (Hech 25,19)

 

“Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,3-4).

 

“ No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste  crucificado” (1Cor 2,2).

 

“Contemplar el rostro de Cristo” (2Cor 4,6).

 

La actitud filial de la oración cristiana en el Espíritu Santo:

 

“Por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

“La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,6).

 

“No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8,15-17).

 

“Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

La Palabra de Dios, anunciada, recibida y vivida:

 

“La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col 3,16).

 

“La Palabra de Dios siga propagándose y adquiriendo gloria” (2Tes 3,1).

 

“Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien, con sinceridad  y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo” (2Cor 2,17).

 

“Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6.17).

 

“LaIglesia... de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos” (Col 1,24-26).

 

“La Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9). “Palabra de vida” (Fil 2,16).

 

“No cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes” (1Tes 2,13).

 

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Oración cristiana de actitud filial y de intimidad:

 

"Cuando nosotros oramos, Él (Cristo) ora en nosotros" (Audi Filia cap. 84).

 

"Dios tuvo por bien de hacer a los mortales en tener de nosotros tan especial cuidado, que continuamente podamos gozar de su divino coloquio" (Opúsculo: De la oración).

 

La actitud filial como la  de "un niño o uno que oye órgano y gusta" (Plática 3ª); "con un afecto sencillo, como niño ignorante" o con "una sosegada atención para aprender de su maestro" (Audi Filia cap. 75).

 

"Por oración entendemos aquí una secreta e interior habla con que el ánima se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en aquella secreta habla se pasa con Dios… muy estrecha y familiar comunicación " (Audi Filia cap. 70).

 

“No tener algunos ratos de ella, sería yerro muy grande" (Audi Filia cap. 6).

 

"Y de ninguna manera presumáis en el acatamiento de Dios, de estribar en vuestras razones ni ahinco, mas en humillaros a Él con un afecto sencillo, como niño ignorante y discípulo humilde, que lleva una sosegada atención para aprender de su maestro, ayudándose él. Y sabed que este negocio más es de corazón que de cabeza, pues el amar es el fin del pensar" (Audi Filia cap.75).

 

"Y a muchos he visto llenos de reglas para la oración, y hablar de ella muchos secretos, y estar muy vacíos de la obra de ella" (Audi Filia, cap.75).

 

“Y tened por cierto que en este negocio aquél aprovecha más que más se humilla, y más persevera, y más gime al Señor; y no quien sabe más reglas" (Audi Filia, cap.75).

 

"Graciosa y muy agradable oración haréis si, dondequiera que os hallareis, alzareis vuestros corazones a Dios y lo tuviereis presente en vuestra memoria. ¿Quién os estorbará que no podáis hacer esto?... Comunicaos con Él, recogeos un poco a solas con Él en vuestro rinconcillo, si queréis sanar de vuestros males " (Sermón 10).

 

"Quédase allí solo, descansando. Por esto quien quisiere negociar con Él, vaya, que allí lo hallará solo, y el negocio que Él más quiere es que vais a regocijaros con Él; id, que allí lo hallaréis solo" (Sermón 11).

 

"La oración que no es inspirada del Espíritu Santo, poco vale; la que no se hace según Él, la que no inspira y ordena Él, de muy poco fruto es, poco aprovecha" (Sermón 30, 41).

 

"Si tuviereis callos en las rodillas de rezar y orar, si importunaseis mucho a Nuestro Señor y esperaseis de Él que os dijese la verdad, otro gallo cantaría. ¿Quieres que te dé su luz y te enseñe? Ten oración, pide, que darte ha. Todos los engaños vienen de no orar" (Sermón 13).

 

"No esperaréis horas ni lugares ni obras para recogeros a amar a Dios; mas todos los acontecimientos serán despertadores de amor. Todas las cosas que antes os distraían, agora os recogerán" (Carta 56).

 

"Perseveremos en mirar a Dios" (Sermón 129).

 

 

Su oración ministerial:

 

"Vivía de oración, en la que gastó la mayor parte de su vida" (Vida, lib. 3, cap. 14). "No predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le dirigiese… cuando había de predicar, su principal cuidado era ir al púlpito templado" (ibídem, lib. 1, cap. 8).

 

"Y aquél ha de tener por oficio orar, que tiene por oficio el sacrificar, pues es medianero entre Dios y los hombres, para pedirle misericordia" (Plática 2ª). Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muertos a sus espirituales hijos… Somos los ojos de la Iglesia, cuyo oficio es llorar los males todos que vienen al cuerpo” (ibídem).

 

El sacerdote está llamado a tener "tan gran fuerza en la oración, que aproveche a todo el mundo… a lo menos tiene sus ratos diputados para ello” (Plática 2ª).

 

"El sacerdote que no ora... darme ha por consejo de Dios consejo suyo" (Sermón 5 -2-). "¡Oh sacerdotes!... habíamos de andar siempre importunando a Nuestro Señor con oraciones" (Sermón 13).

 

La oración sacerdotal es también "un trato muy familiar con Dios, un admitirlos Dios a su conversación como amigos suyos" (Plática 3).

 

"Esto, padres, es ser sacerdote, que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él" (Plática 1ª).

 

"¿En qué los examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración, si saben bien orar y importunar a Dios por los prójimos y amansarlo y hacer amistades entre Dios y los hombres, y sentir males ajenos y llorarlos" (Sermón 10).

 

 

CURA DE ARS:

 

Oración ante la Eucaristía:

 

“El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía”(Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

“No hay necesidad de hablar mucho para orar bien. Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.

Los que asistían a la celebración eucarística decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.

 

Necesidad y eficacia de la oración:

 

 “El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios".

 

"¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oraciones!".

 

"La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra “.

 

 

Oración de permanente intimidad:

 

“Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.

 

"Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada".

 

"Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!".

 

“Os amo, Dios mío, y mi único deseo es amaros hasta el último aliento de mi vida… Prefiero morir amándoos, que vivir un solo instante sin amaros… concédeme la gracia de morir amándoos y sintiendo que os amo”.

 

 

LECTIO DIVINA:

 

Dinámica de la escucha de la Palabra:

 

“Nuestro Señor que es la misma Verdad no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo" (Cura de Ars).

 

Lectura: dejarse sorprender por el don de la Palabra, tal como es.

 

Meditación: dejarse cuestionar por la Palabra.

 

Petición: confianza humilde y filial.

 

Unión y servicio: intimidad, disponibilidad, caridad fraterna y apostólica.

 

“¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” (Benedicto XVI, Misa Crismal 9 abril 2009).

 

Proposiciones del Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia (2008):

 

 “El encuentro con Jesús, Palabra de Dios hecha carne, como evento de gracia que vuelve a acontecer en la lectura y la escucha de las sagradas Escrituras. Recuerda san Cipriano, recogiendo un pensamiento compartido por los Padres: «Asiste con asiduidad a la oración y a la Lectio divina. Cuando oras hablas con Dios, cuando lees es Dios el que habla contigo »(Ad Donatum, 15)” (Proposición 9).

 

“Acercarse a las Escrituras por medio de una «lectura orante » y asidua (cfr. DV 25), en modo tal que el diálogo con Dios llegue a ser una realidad cotidiana del pueblo de Dios. Por esto es importante: que se relacione profundamente la lectura orante con el ejemplo de María y los santos en la historia de la Iglesia, como realizadores de la lectura de la Palabra según el Espíritu; que se recurra a los maestros en la materia; que se asegure que los pastores, sacerdotes y diáconos, y de modo muy peculiar los futuros sacerdotes, tengan una formación adecuada para que puedan a su vez formar al pueblo de Dios en esta dinámica espiritual; que los fieles se inicien según las circunstancias, las categorías y las culturas en el método más apropiado de lectura orante, personal y/o comunitaria (Lectio divina, ejercicios espirituales en la vida cotidiana, 'Seven Steps' en África y en otros lugares, diversos métodos de oración, compartir en familia y en las comunidades eclesiales de base, etc.); que se anime la praxis de la lectura orante, hecha con los textos litúrgicos, que la Iglesia propone para la celebración eucarística dominical y diaria, para comprender mejor la relación entre Palabra y Eucaristía; que se vigile a fin que la lectura orante sobre todo comunitaria de las Escrituras tenga su desembocadura en un compromiso de caridad (cf. Lc 4, 18-19)”  (Proposición 22).

 

 

 

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

Presentación

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación:

 

El punto obligado de referencia para todo cristiano es siempre la persona de Jesús, su mensaje y su estilo de vida. A “los suyos” los llama a compartir su mismo estilo de vida, para ser su signo personal, comunitario y sacramental.

 

De este estilo de vida, la clave de interpretación (como urgencia y como posibilidad) es el amor, que se expresa en la donación incondicional continuamente ensayada. Es una gran sorpresa el constatar, día a día, que ese amor lo hace posible el mismo que nos llamó declarándonos su amor y que nos acompaña porque formamos parte de su biografía de Buen Pastor. Sin esta perspectiva de amor esponsal de Cristo, como invitados a correr su misma suerte, las preguntas que nosotros nos hacemos y las respuestas que nos damos sobre nuestra “identidad”, serían puras entelequias.

 

1.Él vivió así:

 

A luz de la Encarnación, se descubre todo el significado de la vida de Jesús: “El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdadera­mente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).

 

Las narraciones evangélicas aportan algo totalmente nuevo, que no se encuentra en ninguna literatura. El protagonista, Jesús de Nazaret, se hace encontradizo con cada persona como parte de su misma historia o como una fibra de su mismo corazón. Y su modo de amar es también totalmente nuevo: se da a sí mismo y nos hace partícipes de su misma vida divina.

 

Su vida era donación, como la del “Buen Pastor” que “da la vida” (Jn 10,11) y la del Amigo verdadero que nos ama con el mismo amor que existe entre el Padre y él (cfr. Jn 15,14-15). Es el Redentor (Esposo enamorado) que “da la vida en rescate por todos” (Mc 10,45).

 

Sólo a partir de este amor de donación, se comprenden todas sus “renuncias” en sentido positivo: se da él mismo y no sólo sus cosas (vida de pobreza: Mt 8,20), se da según el proyecto de amor del Padre hacia toda la humanidad (vida de obediencia: Jn 3,34; 18,11) y se da como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15)  y garante del nuevo pacto o Alianza de amor (vida de castidad virginal: Lc 22,20).

 

Él ama así y llama a sus Apóstoles a amar como él. Así lo ha querido vivir la Iglesia desde el principio, principalmente por parte de quienes presiden espiritualmente la comunidad eclesial, como son los sucesores de los Apóstoles.

 

La “unción del Espíritu”  da sentido a la “misión” de Cristo y así pudo “evangelizar a los pobres” y “pasar haciendo el bien” (Lc 4,18; Hech 10,38). Cristo es epifanía personal del Padre (cfr. Jn 14,9) y actualiza esta epifanía amando al estilo de Dios, quien ama dándose él, más allá de sus dones.

 

La caridad del Buen Pastor se muestra en amar a cada persona como un pedazo de sus entrañas, una fibra de su corazón, porque cada persona ha sido elegida en él, como “hijo en el Hijo” (cfr. Ef 1,4-5; cfr. GS 22). La vida de Cristo (prolongada en sus ministros) es toda ella actualización de un amor peculiar de Dios hecho hombre. Por esto el evangelio, cuando se lee o escucha y cuando se le descubre vivido en los discípulos de Cristo, sigue aconteciendo, llamando a todos al encuentro con Él.

 

La “sed” de Cristo (Jn 19,28) sólo se entiende a partir sus amores de Buen Pastor: “Venid a mí todos” (Mt 11,28), ”tengo compasión” (Mc 8,2), “vine a traer fuego” (Lc 12,49), “tengo otras ovejas que no son de este redil, también a éstas las tengo que conducir” (Jn 10,16), “con gran deseos he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15)… En la “sed” de Cristo, que cautivó a tantos apóstoles, se encuentra la resonancia de todo el evangelio, como deseo profundo de que el Padre sea conocido y amado (cfr. Jn 17,3-6; Lc 10,21).

 

 

2. Nos llama a vivir como él, para ser su expresión

 

Él amó así, dándose, según el proyecto de Dios Amor y como consorte. Y llamó a algunos (“los suyos”) a amar y vivir como Él, para representarle ante su esposa la Iglesia: “En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa” (GS 22). El estilo de vida de los Apóstoles y de sus sucesores es de “vida apostólica” (“apostolica vivendi forma”), en la que se han inspirado todas las formas de “vida consagrada” que han surgido durante la historia eclesial.

 

La razón de ser de los llamados, al modo de los Apóstoles, es la de ser signo de cómo ama Él, a modo de “gloria” o expresión suya (cfr. Jn 17,10), partícipes de su misma consagración sacerdotal por obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 16,13-15). Cristo llama a “los suyos” a ser signo transparente y portador de cómo ama Él.

 

En esta perspectiva, se hace transparente y recupera todo su sentido la vocación de “seguimiento” evangélico como adhesión personal a Cristo (cfr. Mt 4,19), que San Pedro la resumió con estas palabras: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27).  Esta totalidad de la entrega (que supone un itinerario continuo, recomenzando todos los días), es respuesta a una declaración de amor (cfr. Mc 10,21; Jn 15,9). Jesús hace una lista detallada de renuncias o de desprendimiento (propiedades, familia, matrimonio, etc.), por amor a él, en el contexto de correr su misma suerte o de “beber” su misma copa (cfr. Mc 10,38-45; Jn 18,11).

 

La “suerte” de los “amigos” de Cristo está trazada. Quienes creen en Cristo necesitan y tienen derecho a ver en los sucesores de los Apóstoles cómo era el amor del Buen Pastor. Se trata de impregnarse de los “sentimientos” de Cristo, que “se anonadó” para expresar su donación incondicional (cfr. Fil 2,5ss). La realidad de Cristo que se da para comunicar una nueva vida, continúa expresándose en la vida de los suyos: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

No se puede predicar el evangelio en nombre de Cristo, sino es presentando en la propia vida la vida pobre  de Cristo: “En el evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre... En la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio” (Aparecida 31).

 

El resurgir de las vocaciones sacerdotales (y apostólicas en general) necesita ver el testimonio evangélico de la “vida apostólica”: “Hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo” (Sacramentum Caritatis 25). La comunidad sacerdotal o de vida consagrada y apostólica,  que acoge a los nuevos llamados (en el Seminario, Noviciado, etc.) debe mostrar generosidad gozosa en la entrega, espíritu de familia y reflejo del amor de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5,25).

 

Al radicalismo evangélico, según el estilo del Buen Pastor y de la vida apostólica, están llamados los sucesores de los Apóstoles. “Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cfr. Mc 3,14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida»que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009; cita su Discurso en la Asamblea Plenaria del Clero, 16 marzo 2009).

 

“La «consagración» propia de los presbíteros los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico»” (PDV 20). Se trata de la práctica permanente de los “consejos evangélicos”, vividos en su radicalismo auténtico o (en el caso de la vida consagrada) profesados con compromisos especiales ante la Iglesia.

 

Vivir este radicalismo según unas directrices más reglamentadas o según un carisma específico (fundacional) y unos compromisos asumidos ante la Iglesia, es una gracia de “consagración”, que ayuda a vivir el mismo radicalismo evangélico, común a sacerdotes “diocesanos” y de “vida consagrada”. La terminología que usamos actualmente (y en cualquier época de la Iglesia) es imperfecta, pero hay que prestar atención a las realidades de gracia más allá de las palabras. El sacerdote “diocesano” vive el radicalismo evangélico en relación de dependencia espiritual respecto al carisma del propio obispo (cfr. ChD 15-16, 27-28; Pastores Gregis 37; Apostolorum Successores 63, 75-83). 

 

Un año dedicado a conmemorar la figura del santo Cura de Ars, en relación con otras figuras sacerdotales de la historia (que hay que redescubrir y valorar especialmente a nivel de Iglesias locales), es un momento de gracia para hacer realidad la renovación conciliar. “Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida”  (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

 

3. La clave es el amor

 

Sólo a partir del amor de Cristo, declarado por él y aceptado por “los suyos”, se pueden entender las exigencias concretas de este amor. La “caridad pastoral”, que es expresión repetida frecuentemente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, da sentido y matiza las virtudes concretas del Buen Pastor.

 

La “caridad pastoral” es elemento esencial de la espiritualidad sacerdotal. En esa caridad del Buen Pastor se encuentran las razones y motivaciones de la obediencia, pobreza y castidad. La “ascesis (o espiritualidad) propia del

Pastor de almas” se inspira en la realidad de ser “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” y se realiza en el ejercicio de los ministerios con una actitud de “unidad de vida” (PO 12-14).

 

Las virtudes del Buen Pastor, como expresión de su amor de totalidad (que “da la vida”) se concretan en la humildad-obediencia (PO 15; PDV 28), la virginidad o castidad (PO 16; PDV 22,29,44,50) y la pobreza evangélica (PO 17; PDV 30). Este conjunto y armónico de virtudes apostólicas (como expresión de cómo es la caridad del Buen Pastor), son “signo y estímulo de la caridad” cuando se viven en las perspectiva cristológica (unión con Cristo), eclesiológica (signo de Cristo Esposo ante la Iglesia), escatológica (signo de una nueva humanidad resucitada en Cristo), antropológica (el gozo de una amistad profunda con Cristo y de una fecundidad espiritual que comunica una vida nueva en Cristo).

 

Un signo de que se viven de verdad las virtudes del Buen Pastor, es “el verdadero gozo pascual” (PO 11) de saberse amado por Cristo y de querer gastar la vida en amarle y hacerle amar. El signo concreto de la pobreza evangélica es la alegría de haber encontrado el “tesoro escondido” (Mt 13,44), que es el mismo Cristo, a quien nada ni nadie puede suplir. Esta alegría evangélica se demuestra en la humildad de servir, en el espíritu de sacrificio y desprendimiento, y en la actitud de compartir generosamente con los hermanos los dones recibidos.

 

La obediencia evangélica, al estilo de Cristo, es actitud de escucha (ob-audire) y de fidelidad gozosa hacia todos los signos de la voluntad de Dios (hermanos, acontecimientos, inspiraciones). El gozo de compartir la vida con Cristo Esposo (que llamamos “castidad”, “virginidad” o “celibato”) nace de vivir en sintonía con sus amores más profundos; desde la Encarnación, Cristo lleva en su corazón a todo ser humano como parte de su misma biografía (cfr. GS 22). Se vive la castidad evangélica con “corazón indiviso” (cfr. 1Cor 7,32-34) cuando se tiene tiempo para el encuentro y amistad íntima con Cristo (especialmente presente en su Palabra y Eucaristía) y cuando uno es disponible para la misión de hacerle conocer y amar (fecundidad apostólica). No se puede vivir en sintonía con Cristo Esposo, si no se vive la pobreza como Él.

 

Para todo seguidor de Cristo, también y de modo especial para los sacerdotes, “esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad” (Deus Caritas est 18). Es la actitud inicial y permanente de Pablo: “¿Qué quieres de mí?” (Hech 22,10).

 

Compartir la misma vida  de Cristo o “beber” su copa (Mc 10,38), tiene sentido esponsal o de amistad profunda e íntima, porque se trata de aceptar vivencialmente su pacto de amor o “Alianza nueva” sellada con su “sangre” (su vida donada) (cfr. Lc 22,20). Sólo así el sacerdote puede compartir sus amores y ser “pan partido” como Él para todos los hermanos (Sacramentum Caritatis 88). Las palabras de la consagración eucarística tienen eficacia también en la vida evangélica del sacerdote ministro.

 

El “seguimiento” apostólico para “estar con él y ser enviados a evangelizar” (Mc 3,15), tiene como punto de partida el amor de Cristo (“llamó a los que quiso”: Mc 3,13) y tiende, por su naturaleza, a “dejarlo todo” para compartir su misma vida (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27). No se puede anteponer nada a su amor, como Él no antepone nada a nuestro amor.

 

Es muy significativo que este seguimiento apostólico se describa a partir de las bodas de Caná, como una consecuencia de una fe viva, que se comparte con “la Madre de Jesús” y los demás apóstoles (cfr. Jn 2,11-12). María forma parte integrante de esta “itinerancia” apostólica con Cristo.

 

También de la caridad pastoral se debe afirmar: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5).

 

Este amor, al estilo del amor de Cristo, es posible cuando se ponen los medios comunes y específicos de la espiritualidad sacerdotal (cfr. PO 18), especialmente respecto a la meditación de la Palabra, celebración y adoración de la Eucaristía, actitud mariana, liturgia de la horas, Reconciliación, retiros y Ejercicios, dirección o consejo espiritual, vida comunitaria o de grupo apostólico, etc.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sólo Jesús llena el corazón y da sentido a la vida:

 

“Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8).

 

“El amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Sintonía con las vivencias de Cristo:

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2,5).

 

“Cristo entre vosotros... al cual nosotros anunciamos... a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo” (Col 1,28).

 

Renuncias de la vida apostólica a partir del amor de Cristo:

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

“Oos tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta

 virgen a Cristo” (2Cor 11,2).

 

“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor” (1Cor 7,32).

 

Seguir y servir a Cristo pobre:

 

“Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

“Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros… Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hech 20,33-35).

 

 “No busco vuestras cosas, sino a vosotros” (2Cor 12,14; cfr. 2Tes 3,7-9).

 

“He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación” (Fil 4,11-12).

 

Una vida hecha oblación en la obediencia de Cristo:

 

Ha recibido "la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre entre todos los gentiles" (Rom 1,5).“Derramado en oblación” (2Tim 4,6).

 

“Cristo se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8).

 

“Por él, ofrezcamos una hostia de alabanza a Dios” (Heb 13,15; cfr. 10,5-7).

 

 “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como = oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2).

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Santidad cristiana como perfección de la caridad:

 

“Aquel es más santo... que… tiene mayor caridad, en la cual consiste la perfección de la vida cristiana y el cumplimiento de toda la ley" (Audi Filia, cap.76).

 

"La vida de perfección en dos cosas consiste: ... en desnudarnos de nosotros mismos, que llama San Pablo despojarnos del hombre viejo y vestirnos del nuevo y de Jesucristo" (Dialogus, n.21).

 

Los cristianos estamos llamados a ser "perfectos guardadores de la Ley, que tenemos, cuyo principal mandamiento es el de la caridad" (Audi Filia, cap.34).

 

Santidad sacerdotal:

 

Son "todos enteros consagrados al Señor con el trato y tocamiento del mesmo Señor" (Plática 1ª). Por hacer al Señor presente, "relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios" (ibídem).

 

Por el hecho de representar a Cristo Sacerdote, "es mucha razón que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos... En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote para conformarse con los deseos y oración de él" (Tratado del sacerdocio, n.10).

 

"¿Cómo puede un sacerdote ofender a Dios teniendo a Dios en sus manos?" (Sermón 64).

 

Pobre como Cristo pobre:

 

"Fue obrero sin estipendio... y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real" (L. Muñoz, Vida, Lib.3º, cap.4).

 

Comentado la pobreza de Cristo, según Mt 8,20, dice: "No tuvo renta, casa ni posesión. Santa Marta lo acogía como a pobre, y otros le ayudaban con sus haciendas, siendo Él Señor de todas las cosas del mundo, tanto que nace en casa ajena, que el día de su muerte en sábana y sepultura de otro le enterraron y celebraron sus exequias" (Sermón 16).

 

"¡Qué cosa tan pesada era la pobreza antes que Cristo viniese al mundo, qué aborrecida, qué menospreciada! Pero bajó el Rico del cielo y escogió madre pobre, y ayo pobre, y nace en portal pobre, toma por cuna un pesebre, fue envuelto en pobres mantillas, y después, cuando grande, amó tanto la pobreza, que no tenía dónde reclinar su cabeza" (Sermón 3).

 

"En cruz murió el Señor por las ánimas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas; y así quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

 

Si los sacerdotes no vivieran la pobreza, "no podrán vacar bien al oficio de almas, que pide a todo el hombre, y plega a Dios que baste" (Sermón 81).

 

"Bienaventurados eran aquellos tiempos, cuando no había en la Iglesia cosa temporal que buscar, mas adversidades y angustias que sufrir; y aquel solo entraba en ella que por amor del Crucificado se ofrecía a padecer estos males presentes con cierta esperanza de reinar con Él en el cielo" (Memorial para Trento I, n.7).

 

Casto como Cristo Virgen:

 

"Búsquese hombres que posean castidad y las otras virtudes; déseles aparejo y buenos ejercicios de virtudes y estudio" (Memorial para Trento I, n.7)

 

"El remedio de esto no entiendo que es casarlos; porque, si ahora, sin serlo, no pueden ser atraídos a que tengan cuidado a las cosas pertenecientes al bien de la Iglesia y de su propia oficio, ¿qué harían si cargasen de los cuidados de mantener mujer e hijos, y casarlos, y dejarles herencia? Mal podrían militar a Dios y a negocios seculares" (Memorial para Trento, n. 91).

 

"Por esto... la mayor seguridad que se puede tener para no errar en seguir los caminos antiguos de la Iglesia católica, sería cosa más conveniente, aunque en ello se pasase trabajo, procurar que haya en la Iglesia legítimos y limpios ministros de Dios, cuales la santa Iglesia los ha pintado y mandado, antes que, por condescender a flaqueza de flacos, disminuir la limpieza del trato de los ministros celestiales y hacer una novedad en la Iglesia, de la cual se ha de seguir mayor incentivo de codicia, y de vida derramada, y de mayor negligencia y descuido" (Memorial para Trento II, n.91).

 

 La castidad es su "virtud propia, muy propia y propísima" del sacerdote, puesto que "cuerpo y alma se nos pide limpia, para consagrar al Señor y recibirle con fruto... cuán justa y debida cosa es que se reciba y trate el purísimo cuerpo de Jesucristo por cuerpo de sacerdote limpio en todo y por todo" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

 

(Esta es la tradición apostólica) "Y como esto entendiesen los sumos pontífices pasados, alumbrados por el Espíritu del Señor... mandaron que el que hubiese de ser sacerdote fuese virgen" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

 

“¡Oh padres sacerdotes!... ¡Cuán grande ha de ser nuestra santidad y pureza para tratar a Jesucristo, que quiere ser tratado de brazos y corazones limpios, y por eso se puso en los brazos de la Virgen, y José fue también virgen limpísimo, para dar a entender que quiere ser tratado de vírgenes" (Sermón 4, Navidad).

 

Obediente como Cristo obediente:

 

“Procure de continuo traer a la memoria la profunda humildad de nuestro Salvador, el cual, siendo Dios, se sometió a la obediencia del hombre, conviene a saber, de la Virgen María, su Madre, y de San José" (Carta 224).

 

"Cristo, obediente fue a su Padre en vida y en muerte; y también obedeció a su santísima Madre, y al santo José, como cuenta San Lucas. Y no piense nadie de poder agradar sin obediencia al que tan amigo fue de ella, que, por no la perder, perdió la vida en la cruz… No os espantéis de que tanto os encomiende la obediencia… porque vuestra seguridad está en no querer libertad" (Audi Filia, cap. 101).

 

"¿Qué sacerdote, si profundamente considerase esta admirable obediencia que Cristo le tiene, mayor a menor, Rey a vasallo, Dios a criatura, tendría corazón para no obedecer a nuestro Señor en sus santos mandamientos y para perder antes la vida, aun en cruz, que perder su obediencia?" (Plática 1ª).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

 

CURA DE ARS:

 

La práctica de los consejos evangélicos según la “vida apostólica”:

“El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Vivir como Cristo pobre:

 

El “pobre Cura de Ars” era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo. “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.

 

Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “Estoy contentísimo, ya no tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.

 

 “¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!"

 

Vivir como Cristo casto:

"Cuando el corazón es puro, no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios".

 

 “La castidad brillaba en su mirada”, se decía de él, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.

“No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”.

 

"No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio, y es darse enteramente”.

 

"Si no hubiera algunas almas puras -suspiraba él - para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castigados".

 

"¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... y en este camino, lo que cuesta es sólo  el primer paso".

 

Vivir como Cristo obediente:

 

Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.

 

(Un testigo) "Vianney continuó siendo Cara de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

 

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

Presentación

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación

 

Cristo resucitado vive en el corazón de cada ser humano, especialmente en los más pobres y en quienes ya le han encontrado. La comunidad de los que creen en él constituye su “cuerpo”, su expresión, su signo transparente y portador. Son siempre signos “pobres” de Jesús en medio.

 

Todos formamos la “familia” de Jesús. Los latidos de su Corazón se dejan entender cuando le escuchamos decir: “mi” Iglesia, “mis” hermanos, “mi” madre. La Iglesia es “misterio” donde Jesús está presente y se comunica, es “comunión” con Jesús “en medio”, es “misión” como continuadora del encargo misionero del Señor.

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

 

La palabra “Iglesia” indica una comunidad “convocada”, a modo de “familia”. Es la comunidad amada y convocada por Jesús, “mi Iglesia” (Mt 16,19), que vive en “comunión” de hermanos, con “un solo corazón y una sola alma”, compartiendo los bienes fraternalmente (Hech 4,32).

 

La gran sorpresa de Saulo, el perseguidor, fue encontrarse con la misma Iglesia que perseguía, pero personificada en Jesús que le hablaba con cariño: “Yo soy Jesús a quien tú persigue” (Hech 9,5). Jesús vive en cada uno de sus hermanos y se deja entender especialmente en los más necesitados, marginados y pobres: “Tuve hambre, tuve sed… a mí me lo hicisteis” (Mt 25,35.40).

 

Por ser parte de una humanidad resquebrajada por la propias tendencias egoístas y limitaciones, la Iglesia es un conjunto de hermanos que reflejan la misma realidad humana, pero ya asumida esponsalmente por Cristo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia” (GS 1).

 

Los “hermanos” que componen la comunidad eclesial reflejan estas misma limitaciones, pero cada uno es “el hermano por quien Cristo ha muerto” (Rom 4,15). La Iglesia es siempre peregrina, como conjunto de signos “pobres”, donde está presente y operante Jesús resucitado.

 

Los títulos bíblicos con que se califica o describe a la Iglesia, expresan su identidad (cfr. LG I-II). Es “cuerpo” o expresión del mismo Jesús (1Cor 12; Col 1,24). Es "pleroma" o complemento de Cristo (Ef 1,23). Es “templo” del Espíritu de amor (1Cor 3,16ss; 2Cor 6,16), en el que los fieles son “edificados sobre el fundamento de los Apóstoles” y donde “Cristo es la piedra angular” (Ef 2,20ss). Es “familia" de Jesús (cfr. Mc 3,33-35). Es “consorte” o “esposa” del Señor como “virgen” casta (Ef 5,25ss). Es el signo transparente y portador de Jesús, a modo de “sacramento” o “misterio”, donde Jesús se hace presente y se comunica (Ef 3,9-10; 5,32). Es la propiedad esponsal de Dios, es decir, su Pueblo amado (cfr. 1Pe 2,9; Apoc 1,5-6). Es “nuestra madre”, porque nos comunica la vida en Cristo (cfr. Gal 4,4.19.26).

 

Todos estos títulos bíblicos sobre la Iglesia hacen referencia a Jesús, quien personalmente y con sus dones salvíficos y su doctrina, es el ”Reino” de Dios ya iniciado en la tierra; por esto, la Iglesia es el “inicio” del Reino, como peregrina hacia una plenitud futura en Cristo resucitado (cfr. Mc 1,15; LG 5).

 

Estas realidades eclesiales urgen y hacen posible una vida de “comunión” fraterna, como Cuerpo del que  Cristo es su Cabeza: “Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo  hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor” (Ef 4,15-16).

 

Ser y realizarse como “comunión”, reflejo de Dios Amor, es fruto de la gracia: “El amor al prójimo… sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus Caritas est 18)

 

La Iglesia es “familia” de hermanos, es decir, comunidad de fe (que piensa como Cristo), esperanza (que siente y aprecia las cosas como Cristo), caridad (que ama y actúa como Cristo): “En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). La vida cristiana es un “bautismo” continuado, como vida en el Espíritu que nos configura con Cristo: “En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Cor 12,13)

 

Los ministerios sacerdotales son “servicio” de Iglesia, para amarla como Cristo y construirla como Cuerpo de Cristo. No sería posible vivir el sacerdocio ministerial sin un profundo “sentido” y amor de Iglesia. Los santos han amado a la Iglesia como Cristo la ha amado, sufriendo con ella, por ella y también de ella: Santa Catalina (“muero de pasión por la Iglesia”), Santa Teresa de Ávila (“al fin, muero hija de la Iglesia”), Santa Teresa de Lisieux (“en el corazón de mi madre la Iglesia, yo seré el amor”)… De Pablo, de Juan de Ávila y del Santo Cura de Ars, se puede decir que se contagiaron del amor de Cristo a su Iglesia: “Amó a la Iglesia hasta entregarse por ella” (Ef 5,25).

 

 

2. “Mi madre y mis hermanos”

 

Un señal de autenticidad de nuestro amor a Cristo es el apreciar a su “Iglesia” (“mi Iglesia”) con el mismo amor con que él la ama (cfr. Ef 5,25). Es su “familia”: “Mi madre y mis hermanos” (Mt 15,49).

 

La Iglesia como “madre” indica el aspecto familiar y fecundo de la comunidad eclesial donde Cristo está presente: “nuestra madre” (Gal 4,26). Pablo se siente insertado en esta realidad apostólica, afrontando sus dificultades como una madre afronta los “dolores de parto” (Gal 4,19). El gozo del apóstol deriva del objetivo al que apunta: “He de formar a Cristo en vosotros” (ibídem). Cuando Jesús profetizó las dificultades de sus discípulos, los comparó a una madre que da a luz para llegar al gozo de la fecundidad: “Vuestro gozo nadie os lo podrá quitar” (Jn 16,22).

 

Los ministerios sacerdotales tienden a hacer que la comunidad eclesial llegue a esta maternidad apostólica y espiritual: “La comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que, todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual” (PO 6).

 

El secreto del éxito apostólico es el de sufrir amando, haciendo de la vida una oblación unida a la oblación de Cristo muerto en cruz y resucitado. La vida de Cristo y la de sus apóstoles está teñida de “sangre”, es decir, es vida donada, pan partido. No existe maternidad eclesial sin la asociación a Cristo como María “de pie junto a la cruz” (Jn 19,25). María y la Iglesia son “la mujer” asociada a la obra redentora de Cristo (cfr. Gal 4,4.26). Por esto, “María es madre por medio de la Iglesia” (Redemptoris Mater 24; cfr. LG 65) y “la Iglesia aprende de María la propia maternidad” (Redemptoris Mater 43).

 

La Eucaristía construye la Iglesia a modo de comunión “espiritual”, con y como María, bajo la acción del Espíritu Santo: “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58). La “carne y sangre” de Jesús, presente e inmolada incruentamente en la Eucaristía, deriva del seno de María, donde el Señor comenzó su inmolación por nosotros (cfr. Heb 10,5-7).

 

María, Tipo o figura de la Iglesia, la precede en esta realidad materna, como modelo de virgen y de madre (cfr. LG 62-63). Al meditar el misterio de la Encarnación, la Iglesia descubre en María su propio misterio de maternidad. Los discípulos del Señor reciben su encargo (“he aquí a tu madre”) como herencia familiar de gracia, “en comunión de vida” (Redemptoris Mater 45; cfr. Jn 19,26-27).

 

 

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

 

La multiplicidad de vocaciones, ministerios y carismas, se refleja en las diversas comunidades que constituyen la única Iglesia de Jesús. El Espíritu Santo, que ha suscitado estos dones (vocacionales, ministeriales y carismáticos), los orienta a todos hacia la comunión que es reflejo de la Trinidad. Los dones auténticos del Espíritu Santo tienden a “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (Novo Millennio inneunte 43)

 

La autenticidad de la Iglesia, como transparencia e instrumento de Cristo, se demuestra en su realidad de “sacramento” (signo transparente y eficaz) de comunión: “LaIglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). “Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

 

Esta “unidad” o “comunión” es la que pidió Jesús en la última cena, indicando que esta realidad era un signo eficaz de evangelización: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

 

La misma identidad de la comunidad eclesial, de saberse amada y portadora de este amor para toda la humanidad, consiste en este misterio de comunión misionera: Jesús presente (“misterio”), en medio de los hermanos (“comunión”), para ser comunicado a todos los redimidos (“misión”). “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado  y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23).

 

Si la misión de la Iglesia no es otra que la misma de Jesús (cfr. Jn 17,18; 20,21), esta misión sólo tiene lugar de modo auténtico y eficaz cuando se vive la comunión eclesial. La calidad misionera no se mide por baremos sociológicos, sino por realidades de gracia.

 

Construir esta “comunión” misionera, supone el itinerario de la cruz, como fuerza de la debilidad (cfr. 1Cor 2,2-5). “La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico” (Sacramentum Caritatis 76).

 

Todos los contenidos del Vaticano II (algunos todavía sin aplicar adecuadamente) se sintetizan en la realidad del Misterio de Cristo presente y operante en la Iglesia. La Iglesia como “sacramento”, misterio de comunión (LumenGentium), es la Iglesia portadora de la Palabra (Dei Verbum) y del Misterio Pascual (Sacrosantum Concilium), insertada y solidaria en el mundo (Gaudium et Spes).

 

Estas cuatro Constituciones conciliares matizan y dinamizan todos los otros documentos (conciliares y postconciliares), también y especialmente los que se refieren a los tres modelos de “vocación” cristiana: sacerdotal (PO; cfr. PDV), laical (AA; cfr. ChL) y de vida religiosa o consagrada (PC; cfr. VC).

 

Hay siempre preferencias a intereses particulares (personales y de grupo) que retrasan la puesta en práctica de estos dones del Espíritu Santo. La “apertura” fiel y generosa a estos dones es una “conversión” difícil de realizar y que, a veces, produce traumas o también tensiones y divisiones insuperables humanamente. Bastaría con dejarse cuestionar por la oración de Jesús sobre la unidad (cita más arriba), en sintonía con la doctrina paulina: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo” (Ef 4,4-7). Hay poco amor a la Iglesia porque el amor a Cristo no es siempre auténtico.

 

Ni las vocaciones apostólicas ni la misión verdadera serían posibles sin un corazón y un ambiente comunitario de profundo amor a la Iglesia: “Quien

tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo” (Redemptoris Missio89).

 

Sentir con la Iglesia y amarla equivale a mirarla con ojos de fe, en sintonía con los sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2,5; Ef 5,25ss; Jn 19,26); apreciar la personas (vocaciones), los signos (ministerios, sacramentos) y los carismas; leer la vida de Cristo y su mensaje prolongado y viviente en la Iglesia (Escritura, magisterio, liturgia, vida de santos...). A veces decía Juan Pablo II que el cristianismo, después de veinte siglos, al menos respecto a la misión, “se halla todavía en los comienzos” (Redemptoris Missio 1).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Iglesia, expresión de Jesús:

 

“Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hech 9,5).

 

Su “cuerpo” (Col 1,24), su “complemento” (Ef 1,23), su esposa o consorte (cfr. Ef 5,25-27)

 

Amarla con el mismo amor de Cristo:

 

“Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga

mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e  inmaculada” (Efes 5,25-27).

 

Sufrir amando por la Iglesia:

 

“Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24)

 

Fruto del amor oblativo de Cristo:

 

“Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Hech 20,28).

 

La preocupación por todas las Iglesias:

 

“Mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

 

En la Iglesia “comunión”, comunidad fraterna y familiar:

 

“El amor es la plenitud de la ley” (Rom 13,10)..

 

“Para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,12-13).

 

“Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio...¿Esta dividido Cristo?” (1Cor 1,10-13).

 

“Vuestra caridad sea sin fingimiento... amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros” (Rom 12.9-10).

 

“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo... A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1Cor 12,4.7). “Todo para edificación” (1Cor 14,26).

 

“La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa... no busca su interés; no se irrita... Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca” (1Cor 13,4-8).

 

“Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados” (Ef 4,3-4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Somos miembros del Cuerpo y familia que es la Iglesia:

 

"Salgámonos nosotros de nosotros mismos y vámonos al campo de nuestra viña, que es la Iglesia, que cada uno de esta Iglesia miembro suyo es" (Sermón  8). Todos formamos "una Iglesia y una unión en Jesucristo" (Sermón 27).

 

"Este bendito Señor, siendo Cabeza... murió en la cruz por dar vida a su cuerpo, que somos nosotros" (Audi Filia, cap.84).

 

El desposorio de Cristo con su Iglesia:

 

(Cristo) “En el día de Viernes Santo casó por palabras de presente con esta su Iglesia... porque entonces le fue sacada de su costado, estando Él durmiendo el sueño de muerte" (Audi Filia, cap. 68).

 

"¿Qué te parecería un día de la cruz por desposarte con la Iglesia y hacerla tan hermosa, que no la quedase mancilla ni ruga?" (Tratado del Amor de Dios, n.8).

 

"Mas la Iglesia cristiana tanto más lo conoce por su verdadero Esposo y Ungido, cuanto más pobreza y desprecio y trabajos trae" (Carta 127).

 

Sentido de Iglesia, fidelidad y comunión fraterna:

 

"No tenemos los católicos… a una Escritura por infalible sino porque la Iglesia la aprobó por tal" (Memorial para Trento, II, n.19).

 

“Hay una compañía, la cual llamamos Iglesia, en la cual todos los bienes son comunes… ¡Cuántas veces habéis rezado el Credo, y llegando a aquel paso et sanctorum communionem, por ventura no lo habéis entendido! ¿Qué comunión es ésa? Compañía. Y ¿qué compañía? Como la del cuerpo, que el mal de un miembro es de todos" (Comentario carta de Juan, II, lec. 2).

 

"Para nuestro consuelo y satisfacción debemos decir algunas veces al día que creemos lo que cree nuestra madre la Iglesia... Porque la victoria de nuestra pelea no está colgada de menear nuestros brazos a solas" (Audi Filia, cap. 25).

 

"¡Oh Iglesia cristiana, cuán cara te cuesta la falta de aquellos tales enseñadores, pues por esta causa está tu faz tan desgfigurada y tan diferente de cuando estabas hermosa en el principio de tu nacimiento!" (Sermón 55).

 

 Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes" (Plática 2ª, 375s), que son "los ojos de la Iglesia" (ibídem, 449s) y sus "enseñadores" (Sermón 55, 784) y "guardas de la viña" (Sermón 8, 601s).

 

 

CURA DE ARS:

 

Servir y amar a la Iglesia:

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia 11).

 

Construir la comunidad eclesial en el amor y reconciliación:

 

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”.

 

“Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar".

 

 Con esta oración comenzó su misión: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”.

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

"Estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles".

 

Se decía que “prefería presentar la cara atractiva de la virtud más que la fealdad del vicio”.

 

 

 

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

Presentación

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La misión de Cristo, que se prolonga en la Iglesia y de modo especial por medio de sus Apóstoles y sucesores, consiste en el anuncio de la Buena Nueva, la cercanía salvífico-caritativa a todo ser humano en su circunstancia concreta y hacer presente al mismo Cristo, muerto y resucitado, bajo los signos sacramentales instituidos por Él.

 

El sacerdote ministro, en nombre de Cristo Pastor y Cabeza, realiza estos servicios proféticos, diaconales y litúrgico-sacramentales, en la misma dinámica y espíritu con que Cristo los realizó. Se trata de servir con humildad y sin privilegios, para hacer llegar a cada hermano el mensaje salvífico del Señor y su cercanía de caridad en la verdad.

 

1. Su Palabra hoy y aquí

 

Al final de Marcos se describen los inicios de la misión apostólica después de la resurrección y ascensión del Señor: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban” (Mc 16,20).

 

La predicación del mensaje de Cristo es consecuencia de haberlo recibido de Él vivencialmente (cfr. Jn 1,18; 1Jn 1,1ss). El mensaje evangélico se anuncia con la autenticidad y la urgencia de Jesús en Nazaret: “Se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Por esto, cuando se anuncia, escucha o lee el evangelio, acontece en los corazones y en la comunidad.

 

La Palabra vivida y celebrada urge a la acción de compartirla con amor. María, después de la Anunciación, fue “aprisa” a servir en la casa de Isabel y a comunicar el “gozo” salvífico (cfr. Lc 1,39-41). Ser “familiar” de Jesús comporta ser consecuente con la Palabra recibida:  “Mi madre y mis hermanos son quienes escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21).

 

Se anuncia, se celebra, se vive y se comparte al mismo Cristo. “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don… él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)” (Deus Caritas est 7).

 

La Palabra se predica en relación con el misterio pascual celebrado y vivido. “El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes… Los presbíteros, pues, se deben a todos en cuanto que a todos deben comunicar la verdad del Evangelio, que poseen en el Señor… Pero la predicación sacerdotal, difícil con frecuencia, en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio” (PO 4).

 

Es la Palabra que da sentido a la vida y misión de la Iglesia. “Es esta misma palabra la que es conservada e interpretada fielmente por el Magisterio (cfr. DV 10), celebrada en la sagrada Liturgia y se entrega a nosotros en la Eucaristía como pan de vida eterna (cfr. Juan 6)” (Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia, Proposición 3).


La relación y amistad con Dios se inicia y fundamenta en la escucha fiel y generosa de la Palabra del Señor: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2),

 

La Palabra de Dios se expresa principalmente en la “voz” de la revelación, por medio del “rostro” de Jesús, en la “casa” de la Iglesia y en los “caminos” de la misión. Por esto, “Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones»” (Mensaje del Sínodo 2008).

 

 

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

 

Los ministerios tienden a anunciar, hacer presente y comunicar el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. La celebración litúrgica es un momento privilegiado en armonía con el anuncio y la caridad. “La Liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra Redención, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el Misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia” (SC 2).

 

El año litúrgico (en torno a la Pascua) encuentra una expresión semanal en el “domingo”, día del Señor. El cristiano comienza a vivir como tal a partir del encuentro con Cristo resucitado, presente especialmente en la Eucaristía y también en su Palabra, sus sacramentos y la comunidad eclesial (cfr. SC 7).

 

La eficacia de las palabras de la consagración eucarística (“esto es mi cuerpo… mi sangre”), sin perder su peculiaridad de transubstanciación del pan y del vino, toca también a la persona del sacerdote para transformarlo en “un Jesús viviente” (San Juan Eudes), a toda la comunidad eclesial y a toda la humanidad. Llegar a ser “otro Cristo” es intrínseco a toda vocación cristiana, pero lo es especialmente a quien realiza el ministerio eucarístico, sin esperar otro premio ni otro privilegio que el de servir a Cristo en los demás.

 

Ejercer el ministerio eucarístico comporta entrar en una relación de presencia donada y comunicada, para que el cuerpo eucarístico de Cristo se haga realidad en su Iglesia como Cuerpo Místico. La clave de la celebración eucarística es la verdad de la caridad o la caridad practicada verdaderamente (cfr. 1Cor 10-13).

 

“Beber” la copa de Cristo (cfr. Mc 10,38), equivale a correr su misma suerte de hacer de la vida una donación, como “sangre” derramada en libación y sello de la Nueva Alianza. Por esto, la Eucaristía es el “sacramento del amor”. Efectivamente, “en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta el don de su cuerpo y de su sangre” (Sacr<mentumm Caritatis 1), para hacer de nuestra vida su misma oblación (cfr. Heb 13,15).

 

Prescindir de la celebración eucarística (aún cuando no sea obligatoria) indica una falta de identidad y la pérdida de la opción fundamental por Cristo. Quien ama a Cristo de verdad, ni puede dudar de su amor, ni puede prescindir de él. Está en juego la veracidad de nuestro amor. “En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística” (Sacramentum Caritatis 66). ). “La verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino” (ibídem 97).

 

Quien celebra y contempla a Cristo Eucaristía, aprende a no anteponer nada ni nadie a su amor. “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Sacramentum Caritatis 11; cita Deus Caritas est 13).

 

En la Eucaristía se aprende a auscultar los latidos del Corazón de Cristo, sus amores más profundos. “« El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). “Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona... Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero” (Sacramentum Caritatis 88).

 

No existe reduccionismo en la oblación eucarística y redentora de Cristo (“por todos”). La donación de Jesús en por todo el hombre y por todos los hombres. La expresión “por muchos” es un hebraísmo que significa por todos, por el mundo entero, por toda la humanidad. Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14).

 

La vida cristiana está centrada en la Eucaristia (cfr. LG 11), en sentido de convertirse en personificación del mandato del amor, como oblación cultual unida a la oblación del Buen Pastor. “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1-2)

 

Las expresiones conciliares del Vaticano II relacionan la identidad del ministerio sacerdotal con el misterio eucarístico: “En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascual y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización” (PO 5).

 

 

3. Servir a Cristo en los hermanos

 

El celo apostólico, desplegado en los ministerios proféticos (n.1) y litúrgicos (n.2), se actualiza de modo más concreto en todos los campos de caridad: pobres, enfermos, marginados, jóvenes, familia, nuevos “areópagos”… Es el “celo” que equivale a vivir en sintonía con sus grandes deseos, con su “sed” (Jn 19,28). Las motivaciones del apóstol, como en Jesús, no son principalmente sociológicas (las cuales tienen su valor), sino una prolongación de la “compasión” de Jesús (cfr. Mc 8,2) y de la “búsqueda” de “todos” los redimidos (cfr. Mc 10,45; Mt 11,28; Lc 15,4).

 

Las apariciones de Cristo son un examen de amor para la misión: “Ve a mis hermanos” (Jn 20,17). “Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cfr. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cfr. Jn 20,21)” (Sacramentum Caritatis 12).

 

Se trata de la misma misión de Cristo, en la que no existe la abstracción, sino la participación y la prolongación del mismo Cristo. La referencia al Padre, que ama y que envía, es muy significativa: “Como el Padre me amó, yo también os he amado” (Jn 15,9); “como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21); “como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18; “los has amado como a mí” (Jn 17,23). Amor y misión, en Cristo y en nosotros, son las dos caras de la misma medalla.

 

El examen de amor a Pedro (que representa a los demás Apóstoles en aquello que es común) tiene como trasfondo la oblación de Cristo (cfr. Jn 17,19), la caridad del Buen Pastor que da la vida (cfr. Jn 10) y el amor de una amistad verdadera al estilo del amor de Dios (cfr. Jn 15,13). A Pedro, para apacentar las ovejas por las que Cristo dio su sangre (cfr. Hech 20,28), se le pide tres veces su donación incondicional: “¿Me amas más, tú?... apacienta mis ovejas… sígueme” (Jn 21,15ss).

 

Quienes han experimentado el amor de Cristo, ya no pueden guardarse este amor sólo para sí mismos, porque Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14). Santa Josefina Bakhita  “sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo... La esperanza que en ella había nacido y la había « redimido » no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos” (Spe Salvi 3).

 

El celo apostólico verdadero sólo nace de la experiencia de encuentro con Cristo: “Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él... En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos... Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás... No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana” (Sacramentum Caritatis 84).

 

El discipulado evangélico indica relación íntima con Cristo, para compartir su misma vida y su misma misión. Es discipulado esencialmente misionero. El Señor llamó a los "apóstoles" y "discípulos" para que participaran en su misma misión evangelizadora. De hecho, la llamada tiene lugar mientras Jesús mismo estaba evangelizando por "todas las ciudades", "enseñando", "predicando el evangelio del Reino" y "curando" (Mt 9,35; cfr. Mc 6,6).

 

El documento de la V Conferencia General, CELAM, 2007) indica esta exigencia del discipulado: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo” (Aparecida 29). “Los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo... y necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero” (ibídem 41).

 

El apostolado cristiano no es una variante de un servicio social. “Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa” (Caritas in Veritate 78).

 

"La fe se fortalece dándola" (Redemptoris Missio 2) y también se agradece del mismo modo, con el gozo de compartirla con toda la humanidad. “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cfr. Mt 6,9-13)” (Caritas in Veritate 79).

 

Parece como si, desde un mundo “globalizado”, surgiera una llamada apremiante: "Ven a ayudarnos" (Hech 16,9). Los nuevos “areópagos” esperan una nueva actitud de los apóstoles: “Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cfr. Hech 17, 22-31)” (Redemptoris Missio37).

 

“Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio, los criterios de juicios, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (Evangelii Nuntiandi 19). Son los puntos neurálgicos o nuevos areópagos de nuestra sociedad.

 

Entre los “areópagos” de nuestro tiempo, la encíclica Redemptoris Missio señalaba: “el mundo de la comunicación” o medios de comunicación social en un mundo que es ya “una «aldea global”, “la evangelización de la cultura moderna” o de “la nueva cultura”, “la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos”, “los derechos del hombre y de los pueblos sobre todo los de las minorías”, “la promoción de la mujer y del niño”, “la salvaguardia de la creación”, “las relaciones internacionales”. Lo más importante es que éstos y otros areópagos “han de ser iluminados con la luz del Evangelio” Redemptoris Missio37).

 

A estas situaciones hay que añadir las nuevas realidades del inicio del tercer milenio: las crisis a nivel global, los espacios de guerra abierta o también suscitada desde todas partes, las migraciones masivas y multiculturales, la urgencia del diálogo intercultural e interreligioso, los pobres y nuevos tipos de pobreza y marginación, los enfermos y las nuevas enfermedades (medicinas inasequibles para los pobres), la falta de esperanza, las ideologías sin valores, la juventud que busca con autenticidad y no encuentra, la familia con todos sus valores deteriorados, la valor de la vida manipulada, la relación entre la razón y la fe, la importancia de la formación, la Iglesia perseguida y martirial en muchos sectores, los apóstoles cansados…  El gran areópago es que faltan santos.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sus actitudes apostólicas.

 

"La caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14). “Urge que él reine (1Cor 15,25).  “Os celo con el celo de Dios” (2Cor 11,2). “Como una madre” (1Tes 2,7; cfr. Gal 4,19). Como un “padre” (1Cor 4,15). “Amándoos, daros nuestra vida” (1Tes 1,8).

 

“Apóstol por vocación… segregado para el evangelio” (Rom 1,1);  “la preocupación por todas las iglesias” (2Cor 11,28); el precio de “la sangre del Hijo” (Hech 20,28); “encadenado en el Espíritu” (Hech 20,22).

 

“Por el evangelio yo estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9).

 

"Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Cor 12,15).

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la  desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

 

Objetivo de la misión:

 

“Recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10).

 

“He de formar a Cristo en vosotros” (Gal 4,19).

 

“A fin de presentar  a todos los hombres perfectos en Cristo” (Col 1,28; cfr. 2Cor 5,14).

 

 

La cooperación misionera de toda la comunidad eclesial:

 

“Orad por nosotros para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Tes 3,1).

 

Pablo pide oraciones (Ef 6,19-20; Rom 15,30) y ofrece oraciones (Fil 1,3.9-11; 1Cor 1,8; 1Tes 1,23).

 

En sus viajes misioneros pedía cooperación para los “pobres” de la Iglesia madre de Jerusalén (cfr. Rom 15,25; 2Cor 8-9).

 

(Ver otros textos paulinos sobre la Iglesia misionera, en el capítulo 8).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Celo apostólico:

 

"Si de veras nos quemase las entrañas el celo de la casa de Dios... ver las esposas de Cristo enajenadas de El y atadas con nudo de amor tan falso" (Carta 208).

 

"¡Qué lástima es perderse almas que tan caro costaron, tan de balde!" (Sermón 3).

 

"Quien bien quisiere pesar el alma, pésela con este peso, de que Dios humanado murió por ellas" (Sermón 81).

 

"En cruz murió el Señor por las almas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas" (Sermón 81).

 

"Si corazón hubiese de madres, ¡oh!, con qué dolor saldríamos dando voces" (Sermón 24).

 

 

Celo apostólico de los sacerdotes:

 

"Ha de arder en el corazón del eclesiástico un fuego de amor de Dios y celo de almas", a imitación del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Plática 7ª) y que "amó a la Iglesia hasta entregarse en sacrificio por ella" (Ef 5,25).

 

"El jornalero, que principalmente trabaja por el dinero, en viendo el lobo, salta por las tapias" (Plática 7ª, 72ss).

 

 "Cuando los quieren ordenar, examínanlos si saben cantar y leer, si tienen buen patrimonio; pues ya, si saben unas pocas de cánones y tienen buen patrimonio, ¡sus!, ordenar. ¿En qué examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración" (Sermón 10).

 

"Quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

"Que si hubiese en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muerto a sus espirituales hijos, el Señor, que es misericordioso, les diría lo que a la viuda de Naín: No quieras llorar. Y les daría resucitadas las almas de los pecadores" (Plática 2ª).

 

El sacerdote debe "tener verdadero amor a nuestro Señor Jesucristo, el cual le cause un tan ferviente celo, que le coma el corazón". Es amor de "verdadero padre y verdadera madre" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 39).

 

"A quien se le encomiendan las almas, le es encomendado el Cuerpo místico de Jesucristo para que lo cure y fortalezca, y lo hermosee con tantas virtudes que sea digno de ser llamado cuerpo de tal cabeza, como es Jesucristo" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 37).

 

El ministerio de la Palabra:

 

"El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar su palabra de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios. Porque si anda a contentar los hombres, no acabará; sino que a cada paso trocará el Evangelio y le dará contrarios sentidos o enseñará doctrina contraria a la voluntad de Dios: hará que diga Dios lo que no quiso decir" (Comentario a Gálatas, n.8).

 

Refiriéndose  a San Pablo: "Éste sí es buen predicador, que no los que son el día de hoy, que no hacen sino hablar. ¿Pensáis que no hay más sino leer en los libros y venir a vomitar aquí lo que habéis leído?" (Sermón 49).

 

"Restan los predicadores de la palabra de Dios, el cual oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin gran daño de la cristiandad. Porque como éste sea el medio para engendrar y criar hijos espirituales, faltando éste, ¿qué bien puede haber sino el que vemos, que, en las tierras do falta la palabra de Dios, apenas hay rastro de cristiandad?" (Memorial para Trento I, n.14, 345ss).

 

"No tengáis en poco la semilla si la espuerta es vil" (Sermón 28).

 

El ministerio de la Eucaristía y sacramentos:

 

“Cosa nunca oída ni vista, que hallase Dios manera cómo, subiéndose al cielo, se quedase acá su misma persona por presencia real, encerrada y abreviada debajo de unos accidentes de pan y de vino; y con inefable amor dio a los sacerdotes ordenados... que, diciendo las palabras que el Señor dijo sobre el pan y vino, hagan cada vez que quisieren lo mismo que el Señor hizo el Jueves Santo" (Sermón 35).

 

"El mismo Jesucristo se quedó por tu amor" (Sermón 38).

 

"En la primera venida padeció y fue sepultado; y aquí se llama ser sacrificado en la misa, porque es representación de su sagrada pasión" (Sermón 55).

 

La Eucaristía es "memoria" que actualiza lo que Cristo hizo el Jueves Santo (Memorial para Trento II, n.79), "para que la Iglesia tenga sacrifico precioso que ofrecer al Eterno Padre" (ibídem,  n.81).

 

"Pues eso que pasa de fuera, se ha de obrar allá dentro; que los sacramentos así son, que lo que muestran de fuera obran de dentro" (Sermón 57).

 

Los servicios de caridad, cuidado de los pobres:

 

"Y mire que lo trate y cure bien, que es Hijo de alto Rey; Hijo es de Virgen y en virginales corazones reposa de buena gana... Y porque tiene muchos parientes pobres, y quien a Él quiere, también ha de querer a ellos, tienda vuestra merced la mano para darles, porque son hermanos del Criador" (Carta 67).

 

"Los clérigos... son padres de los pobres" (Advertencias para el Sínodo de Toledo, n.99).

 

No debe ser una ayuda simbólica, sino eficiente. "Éstas son señales de verdadera caridad: compadecerse de todos y querer remediar a todos" (Comentario a Gálatas, n.18).

 

“Los flojos aquí os tengo, que tenéis por mayor pecado dejar de rezar vuestras devociones que dejar de remediar a un prójimo que está en necesidad" (Comentario a la carta de Juan I, lec.22ª).

 

"¿No tienes pobres en tu barrio? ¿No tienes desnudos a tu puerta? Pues si vistes al pobre, a Jesucristo vistes" (Sermón 2).

 

 

CURA DE ARS:

 

El ministerio de la Eucaristía:

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

“Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.

 

"Allí está aquel que tanto nos ama; ¿por qué, pues, no habremos de amarle nosotros?"

 

"No es necesario hablar mucho para orar bien. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, nos alegremos de su ¡presencia. Esta es la mejor oración".

“Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él… Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.

 

El celo apostólico como reflejo de la caridad del Buen Pastor:

 

"Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia”.

 

"Dios mío, concediendo la conversión de mi parroquia; acepto el sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida”.

 

"Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión".

 

Respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: "Habéis orado, habéis orado, gemido y suspirado?...  Mientras a ello no lleguéis, no creáis haberlo hecho todo".

 

Fue consejero de Paulina Jaricot en la obra misional de la Propagación de la fe, leía su boletín misionero y buscaba ayudas económicas…

 

Palabra y sacramentos:

 

“Nuestro Señor que es la misma Verdad; no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo".

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

Él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

 

 

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

Presentación

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando, de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La Iglesia vive en estado permanente de “Cenáculo”, donde se actualiza el misterio redentor y se reciben las nuevas gracias del Espíritu Santo, para afrontar las nuevas situaciones con actitudes apostólicas renovadas. Esto es posible con María y como ella, viviendo en sintonía con su pertenencia total y virginal a Cristo.

 

La vocación, la contemplación, la perfección, la comunión fraterna y la misión, se viven con autenticidad cuando ella está presente, como en Caná, en el Calvario y en el Cenáculo de Pentecostés. Cristo Sacerdote sigue comunicando su consagración y misión sacerdotal desde el seno de Maria.

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

 

La Eucaristía, como presencia sacrificial de Cristo que comunica su misma vida, se vive con las actitudes interiores de acogida, disponibilidad y entrega, bajo la acción del mismo Espíritu Santo que formó a Cristo en el seno de María. “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58.59; AG 4).

 

El “amén” (“sí”) de María en el momento de la Encarnación del Verbo (y al pie de la cruz) es el “amén” de la Iglesia cuando responde a la presencia sacrificial de Cristo en la celebración eucarística. Es el momento más mariano del caminar eclesial, como asociación al “amén” de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21; 2Cor 1,20).

 

El Cenáculo recuerda la Pascua de Jesús, quien quiso a María asociada a su inmolación al pie de la cruz: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva” (Spe Salvi 50). Y recuerda también la presencia de Jesús resucitado, que invitó a los suyos a creer (como su Madre y nuestra) sin esperar signos extraordinarios (cfr. Jn 20,29; Lc 1,45).

 

El “Cenáculo” antes de la venida del Espíritu Santo, recuerda la sintonía con la oración y actitudes de María. Por esto, “como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con «María, la madre de Jesús » (Hech 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu” (RMi 92).

 

Todos los fieles que participan en el cenáculo eucarístico, “esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre” (SCa 96). En esta tarea de comunión eclesial responsable se inserta especialmente el ministro ordenado.

 

La esperanza es confianza en la presencia de Cristo resucitado y está personifica en Él, “nuestra esperanza” (1Tim 1,1). Pero es también tensión de Iglesia peregrina que, en el itinerario hacia el encuentro definitivo con Cristo y en medio de las pruebas históricas,  sigue a “la mujer vestida de sol” (Apoc 12,1) y se siente identificada con ella. Las pruebas históricas producen, a veces, serias heridas, pero la “esposa” de Cristo sabe “blanquear su túnica en la sangre del Cordero” (Apoc 7,14) para hacerse transparencia del Señor.

 

La acción ministerial participa de la realidad de Cristo, “grano de trigo caído y muerto en tierra” (Jn 12,24). Se siembra y se hunde en el surco, sin lógica humana, a la sorpresa de Dios. El discipulado misionero, mientras participa de la suerte de Cristo, al pie de la cruz con María, comparte también su triunfo: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). María, por pertenecer virginal y esposalmente a Cristo (“Sponsa Verbi”), es la Madre más fecunda.

 

La acción apostólica, según la explicación de Jesús, es una “maternidad” que pasa por el sufrimiento, esperando llegar al gozo de la fecundidad. El secreto consiste en la actitud materna de sufrir amando. Este “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) nadie nos lo podrá arrebatar  (cfr. Jn 16,21-22). “Formar a Cristo” en los demás (Gal 4,19), es un proceso de “dolores de parto”, para transformar las dificultades en la verdad de la donación, “esperando contra toda humana esperanza” (Rom 4,18).

 

 

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

 

No sabemos si el Señor se apareció a su Madre en particular. Estaría en el Cenáculo del día de Pascua, como lo estuvo con los discípulos esperando Pentecostés (cfr. Hech 1,14).  Ella vivía de la fe en la persona y el mensaje pascual de Jesús, quien había dicho repetidamente que resucitaría. Las palabras de Jesús son vivas y llegan más al corazón cuando se vive en sintonía con él, sin necesidad de signos extardinadrios. Si al discípulo amado, le bastaron unos signos pobres (como el sepulcro vacío o los lienzos por el suelo y el sudario plegado) para suscitar su fe (cfr. Jn 20,8), a María le bastaba recordar y “contemplar en su corazón” (Lc 2,19.51) los gestos y las palabras de Jesús (cfrf. Lc 1,45; Jn 20,29).

 

María siempre se dejó sorprender por la acción salvífica de Dios. Escuchaba, miraba, recordaba, aceptaba el misterio de Jesús que se movía según el proyecto del Padre (cfr. Lc 2,49).  “La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cfr. Hech 1,14), que recibieron el día de Pentecostés” (Spe Salvi 50).

 

María vivió su “nueva misión” materna de acompañar a la Iglesia en el camino de la fe. Fue el encargo de Jesús: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo” (Spe Salvi 50).

 

La Iglesia camina por la historia entre luces y sombras, acompañada por una presencia de Jesús que parece ausencia y silencio (cfr. Mt 28,20). Compartir la vida con Cristo, significa caminar con él para que en cada corazón humano y en cada pueblo resuene el “Padre nuestro” (como actitud filial comunicada por Jesús), las bienaventuranzas y el mando del amor (como actitud de donación infundida por el Señor).

 

El discipulado evangélico incluye aceptar vivencialmente la invitación de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). Esta aceptación  se concreta en "contemplación" y aceptación del mensaje de Jesús ("haced lo que él les diga": Jn 2,5), en seguimiento evangélico ("con su Madre": Jn 2,12) y en cumplimiento del mandato misionero del Señor (de evangelizar a todos los pueblos). Siemnpre con la actitud y el "amor materno" de María, porque ella "es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (Redemptoris Missio 92; cfr. LG 65). Ella sigue siendo “icono” viviente de la Iglesia peregrina.

 

 

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

La historia se construye amando con la verdad de la caridad,  es decir, con la verdad de la donación. Sólo el amor construye la unidad del corazón, de la comunidad humana y eclesial. La “Ciudad de Dios”, según San Agustín, recuerda que la humanidad se construye  con “el amor de Dios” y el ordenar la propia vida según este amor que repercute en los hermanos. Otras construcciones terminan mal.

Cristo es el centro de la creación y de la historia (cfr. Ef 1; Col 1; Jn 1). “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto” (Caritas in Veritate 1).

Esta caridad que construye la historia es “don” y “gracia” de Dios Amor. “La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5)

En este caminar de construir la historia amando, María ejerce  (por su unión con Cristo resucitado presente) una presencia activa y materna (cfr. Redemptoris Mater 1y 24). Ella acompaña como Madre, modelo, intercesora, maestra, discípula… La historia humana, personal y comunitaria, es un camino donde Cristo resucitado se hace presente asociando a María, para indicarnos su “corazón bueno” (Lc 8,15) donde se recibe la Palabra (cfr. Lc 2,19.51).

María está presente en todas las facetas y etapas del caminar eclesial: camino de fe viva (cfr. Lc 1,45), de vocación aceptada con fidelidad (cfr. Lc 1,28ss; Jn 2,12), de entrega generosa en santidad (cfr. Lc 1,38), de contemplación comprometida (cfr. Lc 2,19.33.51; 11,28), de fraternidad y comunión eclesial (cfr. Hech 1,14), de misión (cfr. Jn 19,25-27; Apoc 12,1).

 

En el camino de la vida y del ministerio de los sacerdotes, María tiene un puesto singular: “En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad; ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó total­mente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio” (PO 18).

 

Los ministros ordenados participan de modo peculiar en la consagración de Cristo Sacerdote que tuvo inicio en el seno de María (cfr. Lc 1,35; 4,18), prolongan su misma misión a la que asoció a su Madre como “la mujer” que comparte su misma vida (cfr. Jn 2,4; 19,26; Gal 4,4; Apoc 12,1) y están llamados de modo especial a hacer de la vida un “amén” sacrificial en sintonía con los amores de Cristo Sacerdote y Buen Pastor (cfr. Lc 1,38; 10,21; Jn 19,25; 2Cor 1,20).

 

El camino vocacional tiene un inicio, una perseverancia y una renovación continua que recuerda Caná, el Calvario y el cenáculo de Pentecostés, donde María ocupaba su lugar de “Madre de Jesús” y, por tanto, nuestra. “En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios” (PDV 37).

 

La historia humana se programó en el Corazón de Dios y sólo puede construirse de corazón a corazón, en sintonía vivencial con su Palabra encarnada en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo. Ella lo vivió desde lo más hondo de su corazón, puesto que, “avanzó en la peregrina­ción de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cfr. Jn, 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma” (LG 58).

 

Cristo experimentó ese amor materno y oblativo, también y especialmente en el momento cumbre de su oblación como Sacerdote y Víctima: “Dio mío… Sí, tú del vientre me sacaste, me diste confianza a los pechos de mi madre” ( Sal 21,10; cfr. Mt 27,46). Nos ha encomendado a este regazo materno y sacerdotal (cfr. Jn 19,26-27). Como en su aparición del Tepeyac, “la Madre de Jesús” y nuestra,  nos dice: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?... Tú estás en mi regazo”. Por esto, el concilio Vaticano II nos invita a “amar y venerar con amor filial a la Santísima Virgen María, que al morir Cristo Jesús en la cruz fue entregada como madre al discípulo” (OT 8; cfr. LG 58; PO 18).

 

Ante los nuevos areópagos de sociedad actual, la fe en Cristo compromete a colaborar en la construcción de una humanidad según el proyecto de Dios Amor. “Que la Virgen María,proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae yRegina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»” (Caritas in Veritate 79).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

El primer texto mariano del Nuevo Testamento, síntesis del “Kerigma” (Jesús Dios, hombre, Salvador; María Virgen, madre, asociada, cooperadora):

 

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de la mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,5-7).

 

La maternidad apostólica en relación con la maternidad de María:

 

“¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ugal 4,19; cfr. Jn 16,21-22).

 

En el contexto de la maternidad de la Iglesia:

 

“La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre” (Gal 4,26; cfr. LG 65; RMa 24,43).

 

Camino de Iglesia, camino de esperanza en Cristo resucitado:

 

“Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato de Dios nuestro Salvador y de Cristo Jesús nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

El “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) se fundamenta en el mismo Cristo resucitado: "Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo" (Col 1,27-28).

“Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Rom 8,24-25). “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5).

 

“No me avergüenzo, porque yo sé bien en quien tengo puesta mi confianza” (2Tim 1,12). “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

María, Madre especial de los sacerdotes:

 

"Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hechos semejantes a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre… Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración " (Plática 1ª).

 

"Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas" (Ser 67, 743ss).

 

Devoción y espiritualidad mariana en dimensión cristológica:

 

“Señora, nuestro oficio será pensar en vos, hablar de vos, seguiros a vos en vuestra vida y mirar cómo hacíais y así hacer nosotros... gastarnos hemos todos en vuestro servicio" (Ser 61).

 

Honrarla a ella equivale a honrar a Cristo, "porque toda la honra que a su Madre hicieren, la recibe El como hecha a sí mismo" (Sermón 70).

 

"Por Señora tienen a la Virgen, y por muy obligados a sus servicios, los que han recibido la vida por el fruto de su vientre, que es Jesucristo" (Sermón 68).

 

"Más quisiera estar sin pellejo que sin devoción de María" (Sermón 63). "Cuando yo veo una imagen con su Niño en los brazos, pienso que he visto todas las cosas" (Sermón 4).

 

“Si la amamos, imitémosla; y si por Madre la tenemos, obedezcámosla. Y lo que nos manda es que hagamos todo aquello que su Hijo bendito nos manda" (Sermón 69).

 

 

"Aquel tiene a la Virgen que tiene a su Hijo o lo quiere tener; el que está en gracia le tiene" (Sermón 66).

 

"Quererla bien y no imitarla, poco aprovecha" (Sermón 63). "Que ésta es muy buena devoción de la Virgen, seguir sus virtudes" (Sermón 61). "¿Pensáis que es ser devotos de la Virgen, cuando nombran a María, quitaros el bonete no más? Más hondas raíces ha de tener su devoción" (Sermón 63).

 

"¡Oh si supiésemos qué bienes tiene quien a la Virgen tiene!... que no sólo la Virgen es Madre de los justos, mas también abogada para alcanzar perdón al pecador" (Sermón 66).

 

 

CURA DE ARS:

 

María, don de Cristo a su Iglesia:

 

El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo  más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.

 

Su amor a María, la Inmaculada:

 

“A la Santísima Virgen yo la he amado antes de conocerla, es mi amor más antiguo”. “Es la Madre más ocupada”.

 

Invocación mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:  “Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!"

 

El Corazón materno de María:

 

"El Corazón de la Santísima Virgen María es la fuente de la que Cristo tomó la sangre con que nos redimió... En el corazón de esta Madre no hay más que amor y misericordia. Su único deseo es vernos felices. Sólo hemos de volvernos hacia ella para ser atendidos... El hijo que más lágrimas ha costado a su madre, es el más querido de su corazón... El corazón de María es tan tierno para nosotros, que los de todas las madres reunidas no son más que un pedazo de hielo al lado suyo... El corazón de la Santísima Virgen es la fuente de la que Jesús tomó la sangre con que nos rescató".

 

En la iglesia de Ars está la imagen de María, en cuyo Corazón el santo Cura colocó los nombres de todos sus feligreses.

 

 

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

Presentación

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

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Presentación

 

El Presbiterio es un signo sacramental de la presencia de Cristo en su Iglesia particular, en comunión afectiva y efectiva con toda la Iglesia y con el sucesor de Pedro que preside “la caridad universal”. Es una realidad de gracia insertada en la comunión eclesial, como conjunto de gracias para compartir y servir.

 

A la luz de Cristo resucitado presente (“yo estoy en medio”: Mt 18,20), todo es resonancia de los latidos de su Corazón sacerdotal de Buen Pastor: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir  y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16).

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

 

La Iglesia, “sacramento universal de salvación” (LG 48, AG 1), se concreta en cada Iglesia particular presidida por un sucesor de los Apóstoles junto con su Presbiterio, en comunión con la Colegialidad Episcopal y con el sucesor de Pedro.  El Presbiterio está al servicio de todo el Pueblo de Dios en esa Iglesia, vitalizando y armonizando vocaciones, ministerios y carismas.

 

La puesta en práctica de la Iglesia “comunión”, también y especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular, es hoy una urgencia especial de la caridad que viene de Dios. “Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2Cor 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas” (Caritas in Veritate, 20). La construcción de la sociedad como comunión necesita ver el signo de esta comunión como reflejo de la comunión trinitaria (cfr. Jn 17,21-23).

 

Los ministros ordenados (obispo, presbíteros, diáconos) son un signo eclesial de comunión, una realidad sacramental, al servicio de la historia de gracia y de la herencia apostólica que está en la Iglesia particular. Su servicio consiste en construir la unidad entre personas vocacionadas, ministerios y carismas particulares.

 

El concilio da una definición sinténtica de la Iglesia particular o local que ordinariamente llamamos “diócesis”: "La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del Presbite­rio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espí­ritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica" (ChD 11; ver el mismo texto en can. 369).

 

La Iglesia es una sola, pero se concretiza en las diversas Iglesias particulares: "La Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (Evangelii Nuntiandi 62), ya que "en la cuales y desde las cuales existe la Iglesia católica una y única" (can. 368). "En las Iglesias particulares y a partir de ellas se constituye la Iglesia Católica una y única" (LG 23).

 

Esta Iglesia es presidida por un sucesor de los Apóstoles que es cabeza del Presbiterio, en comunión con el sucesor de Pedro y con la Colegialidad Episcopal. Allí se concentra una historia de gracia (casi siempre multisecular) y una herencia apostólica (intercomunicable entre las diversas Iglesias particulares). Este conjunto de “Iglesias” armónicamente unidas en una sola Iglesia, se puede constatar en los escritos del Nuevo Testamento, a modo de familias eclesiales donde se celebra en oración la Eucaristía, se predica la palabra y se construye la comunidad en la caridad, tomando como referencia la comunidad inicial de Jerusalén (cfr. Hech 2,42ss; 4,32ss).

 

La Iglesia "está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testa­mento (cfr. Hech 8,1; 14,22-23; 20,17)... En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad" (LG 26).

 

Los términos actuales que definen o describen a la Iglesia particular (“concretización”, “presencialización”, o "encarnación" e “imagen” de la Iglesia universal), indican el aquí y ahora de un lugar y un espacio, así como los valores culturales, donde se comunican y aplican los carismas del Espíritu. Siempre es la "Iglesia de Dios", de que habla San Pablo (1Tes 2,14). Todo Iglesia particular o local se fundamenta sobre la "piedra", que es Cristo, y sobre los Apóstoles (cfr. Ef 2,20). En esta Iglesia-familia todos somos "familiares de Dios" (Ef 2,19). Es la Iglesia amada por Cristo hasta dar la vida por ella (cfr. Ef 5,25).

 

La misión “a todas las gentes” es connatural a la Iglesia universal y a toda Iglesia particular: "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48). Con esto se llega a una consecuencia lógica: “Como la Iglesia particular debe representar lo mejor que pueda a la Iglesia universal, conozca muy bien que ha sido enviada también a aquellos que no creen en Cristo y que viven en el mismo territorio, para servirles de orientación hacia Cristo con el testimonio de la vida de cada uno de los fieles y de toda la comunidad” (AG 20).

 

Toda institución eclesial, pero especialmente la Iglesia particular con sus realidades de gracia,  está llamada a ser “escuela de comunión”: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (Novo Millennio Ineunte 43). La “comunión” es el "principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano... donde se construyen las familias y las comunidades" (ibídem).

 

La Iglesia particular no es principalmente un hecho sociológico, sino propiamente una historia de gracia y una herencia recibida de los Apóstoles, que verdaderamente se inserta en circunstancias culturales e históricas. Esta realidad de “encarnación” supone una comunión de caridad con las demás Iglesias particulares. La Iglesia en su realidad más profunda y universal, es la “caridad” universal que preside el obispo de Roma, como sucesor de Pedro, custodio de una herencia apostólica recibida de Pedro y Pablo, servidor de la “comunión” eclesial.

 

El concilio Vaticano II resume esta realidad de gracia recogiendo los aspectos más importantes: “El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa, repre­sentan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad... en cuanto miembros del Colegio Episcopal y como legíti­mos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solici­tud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen... Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de todas las Iglesias” (LG 23; cfr. ChD 2).

 

Dentro de la Iglesia particular y universal se encuadran armónicamente todas las comunidades cristianas que quieran vivir con autenticidad : "Cada comunidad debe vivir unida a la Iglesia particular y universal... comprometida en la irradiación misionera" (Redemptoris Missio 51). “En la Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria” (Sacramentum Caritatis, nota 39 del n.15).

 

Los sacerdotes ministros son servidores de esta comunión eclesial local y universal. Los privilegios humanos no tienen razón de ser, y no dejarían transparentar la realidad de “Jesús en medio” (Mt 18,20).

 

 

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

 

La fraternidad del Presbiterio es una realidad y un servicio eficaz de comunión eclesial. Desde el concilio Vaticano II se han ido recuperado paulatinamente los contenidos salvíficos del Presbiterio, ya delineados y vividos en los primeros tiempos de la Iglesia.

 

Es una "fraternidad sacramental" (PO 8), o "íntima fraternidad" exigida por el sacramento el Orden (LG 28), signo eficaz de santificación y evangelización. Por esto, el Presbiterio es "mysterium" y "realidad sobrenatural" (PDV 74), que matiza la espiritualidad de sus componentes, en el sentido de pertenecer a una "familia sacerdotal" (ChD 28; PDV 74). Consecuentemente, la fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27).

 

Estas realidades de gracia, juntamente con el hecho de pertenecer a la Iglesia particular, es parte integrante de la espiritualidad del sacerdote ministro y comporta la corresponsabilidad y ayuda mutua en la vida espiritual, pastoral, intelectual, económica y personal (cfr. LG 28; PO 8).

 

Cuando se vive esta fraternidad, pedida por el Señor en su oración sacerdotal (cfr. Jn 17,9ss), el Presbiterio es un signo eficaz de santificación y de evangelización para toda la Iglesia y para toda la humanidad: “Que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21.23). Entonces el Presbiterio es “un hecho evangelizador” (Puebla 663).

 

La comunión del Presbiterio fundamenta la interrelación sacerdotal: “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraterni­dad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de trabajo y de caridad” (LG 28).

 

La expresión conciliar “fraternidad sacramental” (PO 8) es inédita en la historia de la Iglesia. Pero la realidad es la misma de la oración sacerdotal de Jesús (cfr. Jn 17,21-23). En el contexto de la doctrina conciliar, hace patente y concreta la realidad de la misma Iglesia como “sacramento” (signo transparente y portador de Cristo): “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Así, pues, la definición descriptiva del Presbiterio se encuadra en el contexto de una Iglesia que es “sacramento”, es decir, misterio de comunión para la misión.

 

Esta “comunión” fraterna del Presbiterio es dialogal, responsable, solidaria, de convivencia compartida en todos sus niveles. El decreto Presbyterorum Ordinis indica esta interrelación entre todos los presbíteros, teniendo en cuenta su diversidad de función, edad y situación circunstancial (dificultades, enfermedad, soledad), sin olvidar su eventual inserción en grupos geográficos, funcionales o asociativos (cfr. PO 8). La espiritualidad específica del sacerdote diocesano (“diocesano” por incardinación o por servicio permanente) queda determinada por las realidades de gracia del Presbiterio.

 

Para construir la “verdadera familia” sacerdotal del Presbiterio en “comunión” (PDV 74), es necesario vivir la relación íntima con Cristo y el estilo apostólico del seguimiento evangélico. A Cristo, cuando es profundamente amado, se le descubre presente en medio de los hermanos (cfr. Mt 18,20; 28,20; Jn 17,21-23). La vivencia de esta presencia “sacramental” (es decir, bajo “signos” eficaces de Iglesia), hace posible la realidad eclesial de “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32), también y especialmente en el Presbiterio. Entonces el signo “sacramental” de la fraternidad en el Presbiterio, se convierte en medio privilegiado y necesario para la propia santificación y misión.

 

La fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27). Con la aportación de obispo y presbíteros, hay que "hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estruturar la formación permanente... como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas" PDV 79), para "sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes" (PDV 3).

 

La “renovación interior” que se pide para celebrar un año sacerdotal recordando al Santo Cura de Ars, reclama “el redescurimiento gozoso de la propia identidad, de la fraternidad del propio Presbiterio con el propio Obispo” (Carta del Prefecto de la Congregación del Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los Obispos, 3 abril 2009).

 

Comentando Pastores dabo vobis, afirma Benedicto XVI: “Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo (cfr. PDV 17). Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva (cfr. PDV 74). Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio” (Bededicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

En el Presbiterio de las Iglesias particulares se realiza un servicio sacerdotal como signo comunitario del Buen Pastor.La “Vida Apostólica” de los ministros ordenados tiene lugar especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular. Todos los elementos de esta realidad de gracia tienden a construir la fraternidad, es decir, el seguimiento evangélico y la misión en comunión fraterna, en relación de dependencia espiritual y pastoral respecto al propio obispos: “En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al obispo con quien están confiada y animosamente unidos” (LG 28; Cfr. SC 42; LG 28; PO 7).

 

El canon 245 actual (CIC de 1983) urge a los futuros sacerdotes (durante su período de formación en el Seminario) a prepararse para vivir la vida fraterna en el Presbiterio: "Los alumnos... mediante la vida en común en el Seminario, y los vínculos de amistad y compenetración con los demás, deben prepararse para una unión fraterna con el Presbiterio diocesano, del cual serán miembros para el servicio de la Iglesia" (can.245).

 

Estas realidades de gracia (Iglesia particular, Presbiterio) deben matizarse inspirándose en figuras sacerdotales de la historia antigua o reciente, especialmente en sacerdotes ya canonizados y en figuras sacerdotales que cada Iglesia particular debería conocer como una ”memoria histórica” de gracia. También hay que recordar y apreciar los carismas peculiares que el Espíritu Santo concede continuamente a su Iglesia. El Presbiterio diocesano se vive ayudándose de realidades complementarias de gracia, como puede ser una amistad, la dirección espiritual, una asociación y también la pertenencia a una institución de vida consagrada para el sacerdote ministro.

 

 

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

 

La Iglesia, local y universal, es misionera por su misma naturaleza. Las realidades de gracia que constituyen el Presbiterio, tienen el objetivo de construir la Iglesia local o particular en su dimensión misionera, “ad intra” y “ad extra”, más allá de las fronteras de la fe.

 

Cualquier institución de Iglesia tiene esta derivación de comunión misionera: “Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

Los Institutos e instituciones misioneras son un cauce privilegiado para suscitar, discernir, formar y sostener o potenciar  la misión y las vocaciones misioneras especialmente de dedicación “ad vitam” y “ad gentes”. La Iglesia particular con su Presbiterio ayuda a conseguir este objetivo, mientras ella misma procura llegar a ser verdaderamente “diócesis misionera”.

 

De esta realidad misionera son especiales servidores quienes, por “el don espiritual  que recibieron en la ordenación”, están llamados  “para una misión amplísima y universal de salva­ción «hasta los extremos de la tierra» (Hech 1,8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. Porque el sacerdo­cio de Cristo... se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos” (PO 10). Su servicio ministerial es de quienes están “preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procu­ran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia” (LG 28).

 

En los escritos paulinos, todo ser humano, sin excepción, es el hermano “por quien Cristo ha muerto” (Rom 14,15).  “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15). Toda la creación está  “gimiendo con dolores de parto” (Rom 8,22) y toda la humanidad está suspirando por “ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21).

 

En la “plantación” (enraizamiento o maduración) de la Iglesia (1Cor 3,7), para llegar a ser “edificio de Dios”, el Apóstol es sólo “colaborador de Dios” (1Cor 3,9). La obra apostólica se realiza entre todos los colaboradores, cada uno según la gracia recibida. Lo importante es crear comunidades eclesiales, en las que se predique la Palabra, se celebren los sacramentos (especialmente el bautismo y la Eucaristía), se ore bajo la acción del Espíritu Santo y se edifique en la caridad, que “nunca falla” (1Cor 13,8). Son comunidades que viven según el Espíritu Santo (cfr. 1Cor 3,16), en una dinámica trinitaria que refleja el proyecto de Dios sobre toda la humanidad: el Padre nos ha elegido en Cristo, para ser hijos en el Hijo, con la garantía del Espíritu (cfr. Ef 1-2; cfr. GS 22).

 

La doctrina paulina sobre la Iglesia esencialmente misionera, en cada una de sus comunidades locales, puede servir de clave para reinterpretar algunas afirmaciones fundamentales del concilio Vaticano II, que, al ser releídas hoy, abren nuevos horizontes a la Iglesia misionera: la Iglesia como “sacramento universal de salvación” (LG 48; AG 1), “es misionera por su naturaleza” (AG 2), como compendio del designio salvífico que tiene su origen en el "amor fontal" o “caridad de Dios Padre” (AG 2).

 

En la misma doctrina paulina se puede intuir que “el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia” (Tertio Millennio Adveniente 6). La esperanza misionera no se funda en constataciones sociológicas o en estadísticas (por válidas y necesarias que sean), sino en una realidad de fe, que ayuda a descubrir que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

 

Precisamente para hacer resaltar la perspectiva misionera, Pablo VI en Evangelii Nuntiandi recordaba que "la Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (EN 62). La presencialización de la Iglesia universal en la Iglesia particular ayuda a tomar conciencia de ser la concretización de la única Iglesia esparcida en todo el mundo y, por tanto, toda Iglesia particular queda invitada y urgida a asumir su propia  misionariedad universal. "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48).

 

La afirmación “diócesis misionera” es, pues, una consecuencia lógica de la realidad eclesial en su razón de ser, puesto que ella “existe para evangelizar” (EN 14), como continuadora de la misma misión de Cristo. Así, pues, “suscitando, promoviendo y dirigiendo el Obispo la obra misional en su diócesis, con la que forma una sola cosa, hace presente y como visible el espíritu y el celo misional del Pueblo de Dios, de suerte que toda la diócesis se hace misionera" (AG 38; cfr. AG 38.39; EN 62-64; RMi 48-49, 61-64, 67-68; CEC 832-835, 1560; CIC 368-374).

 

La naturaleza misionera de toda Iglesia particular no exime de esta derivación necesaria a las Iglesias que son “pobres” o relativamente “jóvenes”. Ya desde el inicio de la fundación eclesial (como aparece en las Iglesias fundadas por Pablo), la comunidad está llamada a vivir su responsabilidad misionera universal. Ello será señal de autenticidad y de madurez en cuanto al proceso de “implantación” de la Iglesia: “Para que este celo misional florezca entre los nativos del lugar es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. Porque la comunión con la Iglesia universal se completará de alguna forma cuando también ellas participen activamente del esfuerzo misional para con otros pueblos” (AG 20).

 

La responsabilidad misionera “ad gentes” (“universal”) emana de la misma naturaleza de la Iglesia, desde sus inicios: “Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve” (AG 6).

 

Las Iglesias más jóvenes o con menos recursos están, pues, ya desde el inicio, insertadas en esta dinámica misionera, como afirma la encíclica Redemptoris Missio, de suerte que con su actitud generosa podrán servir de estímulo para las Iglesias de antigua cristiandad: "Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad... Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas" (91). Así es la lógica evangélica de “dar desde la propia pobreza” (Lc 21,4; cfr. Puebla 368 , citado por Redemptoris Missio64).

 

La Iglesia particular con su Presbiterio, por razón de su sacramentalidad, su catolicidad y su apostolicidad, se abre a la universalidad de la misión, de dar y de recibir los dones que se han recibido gratuitamente y que son de todos. "Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes" (Redemptoris Missio 62). Hoy, en un mundo “globalizado”, esta realidad tiene su importancia, puesto que "solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre que es de hecho universal, puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero" (Evangelii Nuntiandi 63).

 

Si la comunidad eclesial está llamada a vivir la "comunión", en la que encuentra "el fundamento de la misión" (Redemptoris Missio 75), el Presbiterio, cuya naturaleza sacramental es para el servicio de la Iglesia particular, asume la responsabilidad misionera inherente a la mima Iglesia. La “incardinación” en este caso significa que se asume esponsalmente esta responsabilidad, puesto que “comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero” (PDV 31).

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO

 

En la naturaleza misionera de la Iglesia:

 

En las cartas paulinas es patente su cuidado “por todas las Iglesias” (2Cor 11,28), que el Apóstol intenta contagiar a todos, como miembros de “un solo cuerpo” (Rom 12,5), por el hecho de comer de “un solo pan” (1Cor 10,17). Invita a todos a abrirse más allá de las fronteras, “donde el nombre de Cristo no era aún conocido” (Rom 15,20).

 

Las motivaciones misioneras de Pablo no eran principalmente sociológicas, sino a partir del amor de Cristo: “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Llamado para la misión “ad gentes”:

 

Pablo fue el “instrumento escogido” para la evangelización “a las gentes” (Hech 9,15).

 

Le urgía el amor: "encadenado en el Espíritu" (Hech 20,22); "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14); "urge que él reine" (1Cor 15,25), porque “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15).

 

“Los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio” (Ef 3,6).

 

Su objetivo misionero era el de presentar a todos los seres humanos “perfectos en Cristo” (Col  1,28), para que cada uno fuera vivificado o “formado en Cristo” (Gal 4,19),  como “nueva criatura” (2Cor 5,17), para  “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10), de suerte que todos los pueblos llegaran a ser un “oblación” agradable a Dios (Rom 15,16).

 

"Desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo" (Rom 15,19).

 

"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Cor 9,16). Su razón de ser: “Evangelizar más allá de vosotros” (2Cor 10,16).

 

“Me debo a los griegos y a los bárbaros; a los sabios y a los ignorantes” (Rom 1,14). Quería "ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús" (Rom 15,15-16).

 

"Por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo" (2Cor 2,14-15).

 

Las Iglesias fundadas por Pablo, con su Presbiterio:

 

Pablo se preocupaba "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28), porque su vocación era la de “anunciar a las gentes la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios” (Ef 3,8-9).

 

“Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tim 1,6).

 

“No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del Presbiterio” (1Tim 4,14).

 

Invita a Timoteo, obispo en Éfeso, a compartir las dificultades de la misión: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos...  por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor;  pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,8-9).

 

A loa “presbíteros” (colegio de “ancianos” o “responsables”) de Éfeso les insta al cuidado pastoral: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para  pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo” (Hech 20,28).

 

 

JUAN DE ÁVILA

 

La Iglesia misionera en dimensión universal:

 

"¡Quién pudiese tener mil millones de lenguas para pregonar por todas partes quién es Jesucristo!" (Carta 207). Él es "el Deseado de todas las gentes" (Carta 42).

 

"No paró la salud del Padre, que es Cristo, en el pueblo de los judíos, mas salió, cuando fue predicado por los apóstoles en el mundo, y ahora lo es, acrecentándose cada día la predicación del nombre de Cristo a tierras más lejos para que así sea luz, no sólo de los judíos que creyeron en Él, a los cuales predicó en propia persona, mas también a los gentiles" (Audi Filia, cap.111).

 

El ejemplo de San Juan de Ávila: "Vivían sus discípulos apostólicamente... sacerdotes ejemplares, que, coadjutores de los obispos, acudiesen a cultivar las almas, enseñar a los niños la doctrina, criar santamente la juventud, ayudar a los fieles en el camino de la salvación, gobernar los más perfectos en la vida espiritual; finalmente, que predicasen por el mundo, dilatasen la verdad evangélica, manifestasen los tesoros que tenemos en Cristo crucificado" (L. Muñoz, Vida, lib. 2º, cap.1).

 

En la fraternidad del Presbiterio y con el propio obispo, según el modelo de la vida apostólica:

 

"Y, si cabeza y miembros nos juntamos a una en Dios, seremos tan poderosos, que venceremos al demonio en nosotros y libraremos al pueblo de sus pecados, porque... hizo Dios tan poderoso al estado eclesiástico, que, si es el que debe, influye en el pueblo toda virtud, como el cielo influye en la tierra" (Plática 1ª).

 

"Adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde principio con tal educación, que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido" (Memorial para Trento II, n.43).

 

Obispos y presbíteros son  "retrato de la escuela y colegio apostólico, y no de señores mundanos" (Advertencias para el Sínodo de Toledo I, n.4).

 

Los sacerdotes han de ser "sabios y santos, los más sabios y santos del pueblo... A los prelados manda San Pedro que hagan estas cosas con la clerecía, y a la clerecía manda que sea humilde y obediente a su prelado" (Plática 1ª; cfr. 1Pe 5,1-4).

 

"Y pues prelados con clérigos son como padres con hijos y no señores con esclavos, prevéase el Papa y los demás en criar a los clérigos como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir; y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros" (Memorial para Trento I, n.6).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

 

CURA DE ARS:

 

Su concepto sobre el sacerdocio ministerial:

Repetía con frecuencia: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

 

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

 

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

Su preocupación por la santidad de sus hermanos sacerdotes:

 

 (Decía a su Obispo:) "Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos".

 

“La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.

"Lo que nos impide a los sacerdotes ser santos es la falta de reflexión; no se entra en sí; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión la oración, la unión con Dios”.

 

 “La mayor desgracia para nosotros los párrocos es que el alma se endurezca”.

 

Entre su libros (todavía se conservan unos cuatrocientos) están las obras de San Juan de Ávila. Ver el tema de la misión en el capítulo 6. Otras afirmaciones sobre el sacerdote, en el capítulo 2, sobre la vocación.

 

 

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA SOBRE EL SANTO CURA DE ARS

 

Documentos magisteriales:

 

JUAN XXIII, Sacerdotii nostri primordia (encíclica con ocasión del primer centenario de su muerte).

 

JUAN PABLO II, Carta del Jueves santo (1986, segundo centenario de su nacimiento).

 

Idem, Homilía en la celebración eucarística (Ars, 6 octubre 1986).

 

BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars (16 junio 2009).

 

Idem, Homilía en la inauguración del año sacerdotal  (19 junio 2009).

 

Idem, Catequesis durante la Audiencia General, 2009: 24 junio, 1 julio, 5 agosto, etc.

 

 

Bibliografías y estudios:

 

F. DE FABREGUES, El Santo Cura de Ars (Edit. Patmos 1998).

 

R. FOURREY, El auténtico Cura de Ars (Madrid, Edit. Zyx; Barcelona, Hormiga de Oro); Jean Marie Vianney, Curé d'Ars. Vie authentique (Paris, Mappus, 1981).

 

J. IRIBARREN, San Juan María Vianney, el Cura de Ars (Madrid, BAC, 1986).

 

B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994).

 

F. TROCHU, El Cura de Ars (Madrid, Palabra, 2005).

 

 

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