HOMILÍAS Y MEDITACIONES MARIANAS DEL PAPA BENEDICTO XVI

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

BENEDICTO XVI

HOMILIAS MARIANAS 

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI SOBRE LA VIRGEN

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Lunes 15 de agosto de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

Ante todo, os saludo cordialmente a todos. Para mí es una gran alegría celebrar la misa en el día de la Asunción de la Virgen María en esta hermosa iglesia parroquial. Saludo al cardenal Sodano, al obispo de Albano, a todos los sacerdotes, al alcalde y a todos vosotros. Gracias por vuestra presencia. La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

María fue elevada al cielo en cuerpo y alma:  en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros:  "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.
En el evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat, esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra Magníficat:  mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.   

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho:  "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos:  tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.

Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios.

En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios.

Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.

Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras:  leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.

Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.

En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
Jueves 8 de diciembre de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas: 

     Hace cuarenta años, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro, junto a esta basílica, el Papa Pablo VI concluyó solemnemente el concilio Vaticano II. Había sido inaugurado, por decisión de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y concluyó el día de la Inmaculada. Un marco mariano rodea al Concilio.

En realidad, es mucho más que un marco: es una orientación de todo su camino. Nos remite, como remitía entonces a los padres del Concilio, a la imagen de la Virgen que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas (cf. Lc 2, 19. 51); nos remite a la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos huyen, está al pie de la cruz.

Pablo VI, en su discurso con ocasión de la promulgación de la constitución conciliar  sobre  la Iglesia, había calificado  a  María  como "tutrix huius Concilii", "protectora de este Concilio" (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1147), y, con una alusión inconfundible al relato de Pentecostés, transmitido por san Lucas (cf. Hch 1, 12-14), había dicho que los padres se habían reunido en la sala del Concilio "cum Maria, Matre Iesu", y que también en su nombre saldrían ahora (ib., p. 1038).

Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras:  "Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae", "declaramos a María santísima Madre de la Iglesia", los padres se pusieron espontáneamente de pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. De hecho, con este título el Papa resumía la doctrina mariana del Concilio y daba la clave para su comprensión.

María no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros. Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un "ser para nosotros".

Cristo, dicen los Padres, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo. La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.

El Concilio quería decirnos esto:  María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre nuestra alma.

El Papa Pablo VI, en el contexto de la promulgación de la constitución sobre la Iglesia, puso de relieve todo esto mediante un nuevo título profundamente arraigado en la Tradición, precisamente con el fin de iluminar la estructura interior de la enseñanza sobre la Iglesia desarrollada en el Concilio. El Vaticano II debía expresarse sobre los componentes institucionales de la Iglesia:  sobre los obispos y sobre el Pontífice, sobre los sacerdotes, los laicos y los religiosos en su comunión y en sus relaciones; debía describir a la Iglesia en camino, la cual, "abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación..." (Lumen gentium, 8).

Pero este aspecto "petrino" de la Iglesia está incluido en el "mariano". En María, la Inmaculada, encontramos  la  esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en "almas eclesiales" —así se  expresaban  los Padres—, para poder presentarnos también nosotros, según  la palabra de san Pablo, "inmaculados" delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).

Pero ahora debemos preguntarnos:  ¿Qué significa "María, la Inmaculada"? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías.

El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el "resto santo" de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.

Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo:  "La tierra ha dado su fruto" (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.

La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que "el linaje" de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.

¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.

El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades:  la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser,  es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.

Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.

Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.

Precisamente  en  la  fiesta  de  la  Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida:  la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.

Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien" (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.

Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.

Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.

En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.

Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo:  "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".

En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Amén.

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA DE NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACIÓN
Domingo 18 de diciembre de 2005

Queridos hermanos y hermanas:Para mí realmente es una gran alegría estar aquí con vosotros esta mañana y celebrar con vosotros y para vosotros la santa misa. En efecto, esta visita a Nuestra Señora de la Consolación, primera parroquia romana a la que acudo desde que el Señor quiso llamarme a ser Obispo de Roma, es para mí, en un sentido muy real y concreto, una vuelta a casa. Recuerdo muy bien aquel 15 de octubre de 1977, cuando tomé posesión de esta iglesia titular. Era párroco don Ennio Appignanesi; eran vicepárrocos don Enrico Pomili y don Franco Camaldo. El ceremoniero que me asignaron fue monseñor Piero Marini. Y aquí estamos de nuevo todos juntos. Para mí es realmente una gran alegría.

Desde entonces, nuestra relación recíproca se ha hecho cada vez más fuerte y profunda. Una relación en el Señor Jesucristo, cuyo sacrificio eucarístico he celebrado y cuyos sacramentos he administrado tantas veces en esta iglesia. Una relación de afecto y amistad, que realmente ha calentado mi corazón y lo sigue calentando también hoy. Una relación que me ha unido a todos vosotros, en particular a vuestro párroco y a los demás sacerdotes de la parroquia. Es una relación que no se debilitó cuando fui nombrado cardenal titular de la diócesis suburbicaria de Velletri y Segni. Esta relación ha cobrado una dimensión nueva y más profunda por el hecho de ser ya Obispo de Roma y vuestro obispo.

Asimismo, me alegra particularmente que esta visita mía —como ya ha dicho don Enrico— tenga lugar en el año en que celebráis el 60° aniversario de la erección de vuestra parroquia, el 50° de ordenación sacerdotal de nuestro querido párroco mons. Enrico Pomili, y además el 25° de episcopado de monseñor Ennio Appignanesi. Así pues, un año en el que tenemos motivos especiales para dar gracias al Señor.

Saludo ahora con afecto precisamente a monseñor Enrico, y le agradezco las palabras tan amables que me ha dirigido. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini; al cardenal Ricardo María Carles Gordó, titular de esta iglesia y, por consiguiente, sucesor mío en este título; al cardenal Giovanni Canestri, que fue vuestro amadísimo párroco; y al vicegerente, obispo del sector este de Roma, mons. Luigi Moretti. Ya hemos saludado a monseñor Ennio Appignanesi, que fue vuestro párroco, y a mons. Massimo Giustetti, que fue vuestro vicario parroquial.

Dirijo un saludo afectuoso a vuestros actuales vicarios parroquiales y a las Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación, presentes en Casal Bertone desde el año 1932, valiosas colaboradoras de la parroquia y verdaderas portadoras de misericordia y consuelo en este barrio, especialmente para los pobres y los niños. Con los mismos sentimientos os saludo a cada uno, a todas las familias de la parroquia y a los que de diversas maneras se prodigan en los servicios parroquiales.

Ahora queremos meditar brevemente el hermosísimo evangelio de este IV domingo de Adviento, que para mí es una de las páginas más hermosas de la sagrada Escritura. Y, para no alargarme mucho, quisiera reflexionar sólo sobre tres palabras de este rico evangelio. La primera palabra que quisiera meditar con vosotros es el saludo del ángel a María. En la traducción italiana el ángel dice:  "Te saludo, María". Pero la palabra griega original —"Kaire"— significa de por sí "alégrate", "regocíjate". Y aquí hay un primer aspecto sorprendente:  el saludo entre los judíos era "shalom", "paz", mientras que el saludo en el mundo griego era "Kaire", "alégrate". Es sorprendente que el ángel, al entrar en la casa de María, saludara con el saludo de los griegos:  "Kaire", "alégrate", "regocíjate". Y los griegos, cuando leyeron este evangelio cuarenta años después, pudieron ver aquí un mensaje importante:  pudieron comprender que con el inicio del Nuevo Testamento, al que se refería esta página de san Lucas, se había producido también la apertura al mundo de los pueblos, a la universalidad del pueblo de Dios, que ya no sólo incluía al pueblo judío, sino también al mundo en su totalidad, a todos los pueblos. En este saludo griego del ángel aparece la nueva universalidad del reino del verdadero Hijo de David.

Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos aquí casi literalmente ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a Israel:  "Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti" (cf. Sf 3, 14). Sabemos que María conocía bien las sagradas Escrituras. Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener la seguridad de que la Virgen santísima comprendió en seguida que estas eran las palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la "hija de Sión", considerada como morada de Dios.

Y ahora lo sorprendente, lo que hace reflexionar a María, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se las dirigen de modo particular a ella, María. Y así entiende con claridad que precisamente ella es la "hija de Sión", de la que habló el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella; que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación! Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particular intensidad sobre lo que significaba ese saludo.

Pero detengámonos ahora en la primera palabra:  "alégrate", "regocíjate". Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los dos Testamentos. Sólo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría:  "alégrate", "regocíjate". El Nuevo Testamento es realmente "Evangelio", "buena noticia" que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de "tú" a este Dios.

El mundo griego, sobre todo, percibió esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno, o un Dios malo, o simplemente un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy diversas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían temer que, si hacían algo en favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse.

Así, vivían en un mundo de miedo, rodeados de demonios peligrosos, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro. Y ahora escuchaban decir:  "Alégrate; esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne". Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo. Conocer a este Dios es realmente la "buena noticia", una palabra de redención.
    Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero si miramos al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él está dominado por los miedos, por las incertidumbres:  ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?, ¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para poder vivir.

Así, la palabra:  "alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros", es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos hermanos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora:  "alégrate".

Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla sólo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría.

Este es el verdadero compromiso del Adviento:  llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo:  con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios.

La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel:  "No temas, María", le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Pero el ángel le dice:  "No temas. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas".

Esta palabra, "No temas", seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice:  "Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón", en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior:  "No temas, Dios te lleva".

       Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen:  "Está loco", ella vuelve a escuchar:  "No temas" y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel:  "No temas". Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

"No temas". María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos:  miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado:  está bien que existan. Pero sabemos que en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros:  "No temas, yo estoy siempre contigo". Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos.

La  tercera  palabra:   al  final del coloquio, María responde al ángel:  "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". María anticipa así la tercera invocación del Padre nuestro:  "Hágase tu voluntad". Dice "sí" a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice "sí" a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran "sí" inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su "no" a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta.

"Hágase la voluntad de Dios":  María nos invita a decir también nosotros este "sí", que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice:  "¡Sé valiente!, di también tú:  "Hágase tu voluntad"", porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo "sí" a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad.

Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, que nos dé la valentía de pronunciar este "sí", que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 31 de diciembre de 2005

Queridos hermanos y hermanas: 

Al terminar este año, que para la Iglesia y para el mundo ha sido sumamente rico en acontecimientos, recordando el mandato del Apóstol:  "Vivid (...) apoyados en la fe, (...) rebosando en acción de gracias" (Col 2, 6-7), nos volvemos a reunir esta tarde para elevar un himno de acción de gracias a Dios, Señor del tiempo y de la historia. Mi pensamiento se remonta, con profundo sentimiento espiritual, a hace un año, cuando, una tarde como esta, el amado Papa Juan Pablo II, por última vez, se hizo portavoz  del  pueblo de Dios para dar gracias al Señor por los numerosos beneficios  concedidos a la Iglesia y a la humanidad.

En el mismo sugestivo marco de la basílica vaticana ahora me toca a mí recoger idealmente de todos los rincones de la tierra el cántico de alabanza y de acción de gracias que se eleva a Dios, al concluir el año 2005 y en la víspera del 2006. Sí, es un deber nuestro, además de una necesidad del corazón, alabar y dar gracias a Aquel que, siendo eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca y que siempre vela por la humanidad con la fidelidad de su amor misericordioso.

Podríamos decir con razón que la Iglesia vive para alabar y dar gracias a Dios. Ella misma es "acción de gracias", a lo largo de los siglos, testigo fiel de un amor que no muere, de un amor que abarca a los hombres de todas las razas y culturas, difundiendo de modo fecundo principios de auténtica vida.

Como recuerda el concilio ecuménico Vaticano II, "la Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que la totalidad del mundo se transforme en pueblo de Dios, cuerpo del Señor y templo del Espíritu  Santo, y para que en Cristo, cabeza de todos, se dé todo honor y toda gloria  al Creador y Padre de todos" (Lumen gentium,  17).  Sostenida  por el Espíritu Santo, "continúa su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (san  Agustín,  De civitate Dei, XVIII, 51, 2), sacando fuerza de la ayuda del Señor. De este modo, con paciencia y amor, supera "todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores", y revela "al mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz" (Lumen gentium, 8). La Iglesia vive de Cristo y con Cristo, el cual le ofrece su amor esponsal, guiándola a lo largo de los siglos, y ella, con la abundancia de sus dones, acompaña al hombre en su camino, para que los que acojan a Cristo tengan la vida y la tengan en abundancia.

Esta tarde me hago portavoz, ante todo, de la Iglesia de Roma, para elevar al cielo el cántico común de alabanza y acción de gracias. Nuestra Iglesia de Roma, en estos doce meses transcurridos, ha sido visitada por muchas otras Iglesias y comunidades eclesiales, para profundizar el diálogo de la verdad en la caridad, que une a todos los bautizados, y experimentar juntos el deseo más vivo de la comunión plena.

Pero también muchos creyentes de otras religiones han querido testimoniar su estima cordial y fraterna a esta Iglesia y a su Obispo, conscientes de que en el encuentro sereno y respetuoso se oculta el alma de una acción concorde en favor de la humanidad entera. Y ¿qué decir de las numerosas personas de buena voluntad que han dirigido su mirada a esta Sede para entablar un diálogo fructuoso sobre los grandes valores relativos a la verdad del hombre y de la vida, que es necesario defender y promover? La Iglesia quiere ser siempre acogedora, en la verdad y en la caridad.

Por lo que concierne al camino de la diócesis de Roma, me complace referirme brevemente al programa pastoral diocesano, que este año ha centrado su atención en la familia, escogiendo como tema:  "Familia y comunidad cristiana:  formación de la persona y transmisión de la fe". La familia siempre ha ocupado el centro de la atención de mis venerados predecesores, en particular de Juan Pablo II, que le dedicó muchas intervenciones. Como reafirmó en numerosas ocasiones, estaba convencido de que la crisis de la familia constituye un grave daño para nuestra misma civilización.
       Precisamente para subrayar la importancia que tiene en la vida de la Iglesia y de la sociedad la familia fundada en el matrimonio, también yo he querido dar mi contribución interviniendo, la tarde del 6 de junio pasado, en la asamblea diocesana en San Juan de Letrán. Me alegra que el programa de la diócesis se esté aplicando de forma positiva con una acción apostólica capilar, que se realiza en las parroquias, en las prefecturas y en las diversas asociaciones eclesiales. El Señor conceda que el compromiso común lleve a una auténtica renovación de las familias cristianas.

Aprovecho esta ocasión para saludar a los representantes de la comunidad religiosa y civil de Roma presentes en esta celebración de fin de año. Saludo en primer lugar al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles que han venido de diversas parroquias. Saludo, asimismo, al alcalde de la ciudad y a las demás autoridades. Extiendo mi saludo a toda la comunidad romana, de la que el Señor me ha llamado a ser Pastor, y renuevo a todos la expresión de mi cercanía espiritual.

Al inicio de esta celebración, iluminados por la palabra de Dios, hemos cantado todos con fe el "Te Deum". Son muchos los motivos que hacen intensa nuestra acción de gracias, convirtiéndola en una oración coral. A la vez que consideramos los múltiples acontecimientos que han marcado el curso de los meses en este año que está a punto de concluir, quiero recordar de modo especial a los que atraviesan dificultades:  a los más pobres y abandonados, a los que han perdido la esperanza en un sentido fundado de su existencia, o a los que son víctimas de intereses egoístas, sin que se les pida su adhesión o su opinión.

Haciendo nuestros sus sufrimientos, los encomendamos a todos a Dios, que hace que todo contribuya al bien; en sus manos ponemos nuestro deseo de que a toda persona se le reconozca su dignidad de hijo de Dios. Al Señor de la vida le pedimos que alivie con su gracia los sufrimientos provocados por el mal, y que siga fortaleciéndonos en nuestra existencia terrena, dándonos el Pan y el Vino de la salvación, para sostenernos en nuestro camino hacia la patria del cielo.

Al despedirnos del año que concluye y acercarnos al nuevo, la liturgia de estas primeras Vísperas nos introduce en la fiesta de Santa María, Madre de Dios, Theotókos. Ocho días después del nacimiento de Jesús, celebramos a la que "cuando llegó la plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4) fue elegida por Dios para ser la Madre del Salvador. Madre es la mujer que da la vida, pero también ayuda y enseña a vivir. María es Madre, Madre de Jesús, al que dio su sangre, su cuerpo. Y ella nos presenta al Verbo eterno del Padre, que vino a habitar en medio de nosotros. Pidamos a María que interceda por nosotros, que nos acompañe con su protección maternal hoy y siempre, para que Cristo nos acoja un día en su gloria, en la asamblea de los santos: Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari.  Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Martes 15 de agosto de 2006

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones". La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo "ajeno" a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.

Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: "Dichosa la que ha creído". Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: "Me felicitarán todas las generaciones". Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la "Santa" que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.

"Me felicitarán todas las generaciones". Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es "feliz", feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: "Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (cf. Jn 14, 2). María, al decir: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra", preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: "Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma". Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es "feliz" porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: "Dichosa la que ha creído". El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: "Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros", orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.

María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: "Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación". Con toda la Escritura, habla del "temor de Dios". Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el "temor de Dios" no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

"Me felicitarán todas las generaciones": esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: "Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!". Amén.

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE LA CASA DE MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Éfeso
Miércoles 29 de noviembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

En esta celebración eucarística queremos alabar al Señor por la divina maternidad de María, misterio que aquí, en Éfeso, en el concilio ecuménico del año 431, fue solemnemente confesado y proclamado. A este lugar, uno de los más amados por la comunidad cristiana, vinieron en  peregrinación mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, el cual visitó este santuario el 30 de noviembre de 1979, después de poco más de un año del inicio de su pontificado.

Pero hay otro predecesor mío que estuvo en este país, no como Papa, sino como representante pontificio desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, y cuyo recuerdo suscita todavía mucha devoción y simpatía:  el beato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Sentía gran estima y admiración por el pueblo turco. A este respecto, me complace recordar una frase de su "Diario del alma":  "Amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que tiene un puesto preparado en el camino de la civilización" (n. 741).

Además, dejó como don a la Iglesia y al mundo una actitud espiritual de optimismo cristiano, fundamentado en una fe profunda y en una constante unión con Dios. Animado por este espíritu, me dirijo a esta nación, y en particular al "pequeño rebaño" de Cristo, que vive en medio de ella, para alentarlo y manifestarle la cercanía de toda la Iglesia.

Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Esmirna, Mersin, Iskenderun y Antakia, y a otros venidos de diversas partes del mundo, así como a los que no han podido participar en esta celebración, pero que están unidos espiritualmente a nosotros. Saludo en particular a monseñor Ruggero Franceschini, arzobispo de Esmirna; a monseñor Giuseppe Bernardini, arzobispo emérito de Esmirna; a monseñor Luigi Padovese, a los sacerdotes y a las religiosas. Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio y por vuestro servicio a la Iglesia en esta tierra bendita, en la que, en sus orígenes, la comunidad cristiana experimentó un gran desarrollo, como lo atestiguan también los numerosos peregrinos que vienen a Turquía.

Madre de Dios - Madre de la Iglesia

Hemos escuchado el pasaje del evangelio de san Juan que invita a contemplar el momento de la Redención, cuando María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús.

El autor del cuarto Evangelio, san Juan, el único de los apóstoles que permaneció en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a otras mujeres, fue testigo privilegiado de ese acontecimiento. La maternidad de María, que comenzó con el fiat de Nazaret, culmina bajo la cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que "desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno", la vocación y misión materna de la Virgen con respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente cuando Cristo le dijo:  "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26).

Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por eso, se dirigió a María llamándola "mujer" y no "madre"; término que sin embargo utilizó al encomendarla al discípulo:  "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).
El Hijo de Dios cumplió así su misión:  nacido de la Virgen para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, en el momento de regresar al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1):  la familia "congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (san Cipriano, De Orat. Dom. 23:  PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.

Madre de Dios - Madre de la unidad

La primera lectura nos ha presentado lo que se puede definir como el "evangelio" del Apóstol de las gentes:  todos, incluso  los  paganos,  están  llamados en  Cristo  a  participar  plenamente en el misterio de la salvación. En particular, el texto  contiene la expresión que he escogido  como  lema de mi viaje apostólico: "Él, Cristo, es nuestra paz" (Ef 2, 14).

Inspirado por el Espíritu Santo, san Pablo no sólo afirma que Jesucristo nos ha traído la paz, sino también que él "es" nuestra paz. Y justifica esa afirmación refiriéndose al misterio de la cruz:  al derramar "su sangre", dice, ofreciendo en sacrificio "su carne", Jesús destruyó la enemistad "para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo" (Ef 2, 14-16).

El Apóstol explica de qué forma, realmente imprevisible, la paz mesiánica se realizó en la persona misma de Cristo y en su misterio salvífico. Lo explica escribiendo, mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana que vivía aquí, en Éfeso: "a los santos que están en Éfeso, fieles en Cristo Jesús" (Ef 1, 1), como afirma al inicio de la carta. El Apóstol les desea "gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ef 1, 2).

"Gracia" es la fuerza que transforma al hombre y al mundo; "paz" es el fruto maduro de esta transformación. Cristo es la gracia, Cristo es la paz. San Pablo es consciente de haber sido enviado a anunciar un "misterio", es decir, un designio divino que sólo se ha realizado y revelado en la plenitud de los tiempos en Cristo; es decir, "que los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (Ef 3, 6).

En el plan histórico-salvífico, este "misterio" se realiza "en la Iglesia", el pueblo nuevo en el que judíos y paganos, destruido el viejo muro de separación, se vuelven a encontrar unidos. Como Cristo, la Iglesia no sólo es un instrumento de la unidad; también es un signo eficaz. Y la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la Madre de ese misterio de unidad que Cristo y la Iglesia representan inseparablemente y construyen en el mundo y a lo largo de la historia.

Imploramos paz para Jerusalén y para todo el mundo

El Apóstol de los gentiles explica que Cristo es quien "de los dos pueblos hizo uno" (Ef 2, 14):esta afirmación se refiere propiamente a la relación entre judíos y  gentiles en orden al misterio de la salvación  eterna; sin embargo, la afirmación puede ampliarse, por analogía, a las relaciones entre los pueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo "vino a anunciar la paz" (Ef 2, 17), no sólo entre judíos y no judíos, sino también entre todas las naciones, porque todas proceden del mismo Dios, único Creador y Señor del universo.

Confortados por la palabra de Dios, desde aquí, desde Éfeso, ciudad bendecida por la presencia de María santísima —que, como sabemos, es amada y venerada también por los musulmanes—, elevamos al Señor una oración especial por la paz entre los pueblos.

Desde este extremo de la península de Anatolia, puente natural entre continentes, invocamos paz y reconciliación ante todo para quienes viven en la Tierra que llamamos "santa", y que así es considerada  por los cristianos, los judíos y los musulmanes:  es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob, destinada a albergar un pueblo que llegara a ser bendición para todas las naciones (cf. Gn 12, 1-3).

¡Paz para toda la humanidad! Ojalá que se cumpla pronto la profecía de Isaías:  "De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2, 4). Todos necesitamos esta paz universal; la Iglesia no sólo está llamada a anunciarla de modo profético; más aún, debe ser su "signo e instrumento".

Precisamente desde esta perspectiva universal de pacificación, se hace más profundo e intenso el anhelo hacia la plena comunión y concordia entre todos los cristianos.

En esta celebración se hallan presentes fieles católicos de varios ritos, y esto es motivo de alegría y alabanza a Dios. Esos ritos son expresión de la admirable variedad con la que está adornada la Esposa de Cristo, con tal de que converjan en la unidad y en el testimonio común. Para este fin debe ser ejemplar la unidad entre los Ordinarios en la Conferencia episcopal, en la comunión y compartiendo los esfuerzos pastorales.

Magníficat

La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como estribillo del salmo responsorial, el cántico de alabanza que la Virgen de Nazaret proclamó en el encuentro con su anciana pariente Isabel (cf. Lc 1, 39). También han sido consoladoras para nuestro corazón las palabras del salmista:  "La misericordia y la verdad se encuentran; la justicia y la paz se besan" (Sal 84, 11).

Queridos hermanos y hermanas, con esta visita he querido manifestar no sólo mi amor y mi cercanía espiritual, sino también los de la Iglesia universal, a la comunidad cristiana que aquí, en Turquía, es realmente una pequeña minoría y afronta cada día no pocos desafíos y dificultades.

Con firme confianza cantemos, junto con María, el "magníficat" de la alabanza y  la acción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva (cf. Lc 1, 47-48). Cantémoslo con alegría incluso cuando afrontamos dificultades y peligros, como lo atestigua el hermoso testimonio del sacerdote romano don Andrea Santoro, a quien me complace recordar también en nuestra celebración.

María nos enseña que la fuente de nuestra alegría y nuestro único apoyo firme es Cristo y nos repite sus palabras:  "No tengáis miedo" (Mc 6, 50), "Yo estoy con vosotros" (Mt 28, 20). Y tú, Madre de la Iglesia, acompaña siempre nuestro camino. Santa María, Madre de Dios, ¡ruega por nosotros! "Aziz Meryem Mesih'in Annesi bizim için Dua et". Amén.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 31 de diciembre de 2006

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
distinguidas autoridades;
queridos hermanos y hermanas:

Nos hallamos reunidos en la basílica vaticana para dar gracias al Señor al terminar el año y para cantar juntos el Te Deum. Os doy gracias a todos de corazón por haber querido uniros a mí en una circunstancia tan significativa. Saludo en primer lugar a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a los religiosos y las religiosas, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos que representan a toda la comunidad eclesial de Roma. Saludo en especial al alcalde de Roma y a las demás autoridades presentes.

En esta tarde del 31 de diciembre se entrecruzan dos perspectivas diversas:  la primera, vinculada al fin del año civil; la segunda, a la solemnidad litúrgica de María santísima Madre de Dios, que concluye la octava de la santa Navidad. El primer acontecimiento es común a todos; el segundo es propio de los cristianos. El entrecruzarse de las dos perspectivas confiere a esta celebración vespertina un carácter singular, en un clima espiritual particular que invita a la reflexión.

El primer tema, muy sugestivo, está vinculado a la dimensión del tiempo. En las última horas de cada año solar asistimos al repetirse de algunos "ritos" mundanos que, en el contexto actual, están marcados sobre todo por la diversión, con frecuencia vivida como evasión de la realidad, como para exorcizar los aspectos negativos y favorecer improbables golpes de suerte.

¡Cuán diversa debe ser la actitud de la comunidad cristiana! La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle "las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos" (Gaudium et spes, 1).

Así pues, se confrontan dos valoraciones de la dimensión "tiempo":  una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo.

El tiempo de las promesas se cumplió y, cuando el embarazo de María llegó a su fin, "la tierra —como dice un salmo— dio su fruto" (Sal 66, 7). La venida del Mesías, anunciada por los profetas, es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno. Las coordenadas histórico-políticas no condicionan las decisiones de Dios; el acontecimiento de la Encarnación es el que "llena" de valor y de sentido la historia.

Los que hemos nacido dos mil años después de ese acontecimiento podemos afirmarlo —por decirlo así— también a posteriori, después de haber conocido toda la vida de Jesús, hasta su muerte y su resurrección. Nosotros somos, a la vez, testigos de su gloria y de su humildad, del valor inmenso de su venida y del infinito respeto de Dios por los hombres y por nuestra historia. Él no ha llenado el tiempo entrando en él desde las alturas, sino "desde dentro", haciéndose una pequeña semilla para llevar a la humanidad hasta su plena maduración.

Este estilo de Dios hizo que fuera necesario un largo tiempo de preparación para llegar desde Abraham hasta Jesucristo, y que después de la venida del Mesías la historia no haya concluido, sino que haya continuado su curso, aparentemente igual, pero en realidad ya visitada por Dios y orientada hacia la segunda y definitiva venida del Señor al final de los tiempos. La maternidad de María, que es a la vez acontecimiento humano y divino, es símbolo real, y podríamos decir, sacramento de todo ello.

En el pasaje de la carta a los Gálatas que acabamos de escuchar san Pablo afirma:  "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Orígenes comenta:  "Mira bien que no dice:  nacido a través de una mujer; sino:  nacido de una mujer" (Comentario a la carta a los Gálatas:  PG 14, 1298).

Esta aguda observación del gran exegeta y escritor eclesiástico es importante porque, si el Hijo de Dios hubiera nacido solamente a través de una mujer, en realidad no habría asumido nuestra humanidad, y esto es precisamente lo que hizo al tomar carne de María.

Por consiguiente, la maternidad de María es verdadera y plenamente humana. En la frase "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer" se halla condensada la verdad fundamental sobre Jesús como Persona divina que asumió plenamente nuestra naturaleza humana. Él es el Hijo de Dios, fue engendrado por él; y al mismo tiempo es hijo de una mujer, de María. Viene de ella. Es de Dios y de María. Por eso la Madre de Jesús se puede y se debe llamar Madre de Dios.

Es probable que este título, que en griego se dice Theotókos, haya aparecido por primera vez precisamente en la región de Alejandría de Egipto, donde vivió Orígenes en la primera mitad del siglo III. Pero sólo fue definido dogmáticamente dos siglos después, en el año 431, por el concilio de Éfeso, ciudad a la que tuve la alegría de acudir en peregrinación hace un mes, durante el viaje apostólico a Turquía. Precisamente teniendo presente esta inolvidable visita, ¿cómo no expresar toda mi filial gratitud a la santa Madre de Dios por la especial protección que me concedió en esos días de gracia?

Theotókos, Madre de Dios:  cada vez que rezamos el Ave María nos dirigimos a la Virgen con este título, suplicándole que ruegue "por nosotros, pecadores". Al finalizar un año, sentimos la necesidad de invocar de modo muy especial la intercesión maternal de María santísima en favor de la ciudad de Roma, de Italia, de Europa y del mundo entero. A ella, que es la Madre de la Misericordia encarnada, le encomendamos sobre todo las situaciones a las que sólo la gracia del Señor puede llevar paz, consuelo y justicia.

"Para Dios nada es imposible", dijo el ángel  a  la  Virgen  cuando le anunció su maternidad divina (cf. Lc 1, 37). María creyó y por eso es bienaventurada (cf. Lc 1, 45). Lo que resulta imposible para el hombre, es posible para quien cree (cf. Mc 9, 23). Por eso, al terminar el año 2006, vislumbrando ya el alba del 2007, pidamos a la Madre de Dios que nos obtenga el don de una fe madura:  una fe que quisiéramos que se asemeje, en la medida de lo posible, a la suya; una fe nítida, genuina, humilde y a la vez valiente, impregnada de esperanza y entusiasmo por el reino de Dios; una fe que no admita el fatalismo y esté abierta a cooperar en la voluntad de Dios con obediencia plena  y gozosa, con la certeza  absoluta  de  que  lo único que Dios quiere siempre para todos es amor y vida.

Oh María, alcánzanos una fe auténtica y pura.

Te damos gracias y te bendecimos siempre, santa Madre de Dios. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XL JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Lunes 1 de enero de 2007

Queridos hermanos y hermanas

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra  de  modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre,  la Theotókos, la "Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos" (Antífona de entrada; cf. Sedulio).

La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del "pueblo nuevo" por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).

Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació "de una mujer" (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un acontecimiento histórico:  Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.

Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último, Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos  encomendó  a  sus  cuidados  maternos.

Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un "talento" precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar en esta solemne celebración.

Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda gratitud por el empeño con que promueven a diario estos valores tan fundamentales para la vida de la sociedad. Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema:  "La persona humana, corazón de la paz".

Estoy profundamente convencido de que "respetando a la persona se promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral" (Mensaje, n. 1:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado "a ser un incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables" (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, está revestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera un objeto.

Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es "al mismo tiempo un don y una tarea" (n. 3):  un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.

El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).

¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de toda persona.

El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos, sino "en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios" (Mensaje, n. 13).

En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de modos diversos. "Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos" (ib.).

"El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es "paz".

El término bíblico shalom, que traducimos por "paz", indica el conjunto de bienes en que consiste "la salvación" traída por Cristo, el Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad:  un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un "canal de paz".

Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz.

Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo
Miércoles 15 de agosto de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

En su gran obra "La ciudad de Dios", san Agustín dice una vez que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.

Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar, político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.

Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones. Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más fuerte que el odio.

También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y, de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.

También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el amor y no el egoísmo. Habiendo considerado así las diversas representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas. También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo superado la muerte, nos dice: "¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las amenazas del dragón".

Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La "mujer vestida de sol" es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia, el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo, vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.

Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo que ella misma dijo: "¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a disposición del Señor". Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra vida y no tomar la vida.

       Precisamente así estamos en el camino del amor, que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.

Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres". Te invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A AUSTRIA
CON OCASIÓN DEL 850 ANIVERSARIO
DE LA FUNDACIÓN DEL SANTUARIO DE MARIAZELL

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OMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE LA MISA CELEBRADA DELANTE EL SANTUARIO DE MARIAZELL

Sábado 8 de septiembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Con nuestra gran peregrinación a Mariazell celebramos la fiesta patronal de este santuario, la fiesta de la Natividad de María. Desde hace 850 años vienen aquí personas de diferentes pueblos y naciones, que oran trayendo consigo los deseos de su corazón y de sus países, así como sus preocupaciones y esperanzas más íntimas. De este modo, Mariazell se ha convertido para Austria, y mucho más allá de sus fronteras, en un lugar de paz y de unidad reconciliada.

Aquí experimentamos la bondad consoladora de la Madre; aquí encontramos a Jesucristo, en quien Dios está con nosotros como afirma el pasaje evangélico de hoy. Refiriéndose a Jesús, la lectura del profeta Miqueas dice:  "él será la paz" (cf. Mi 5, 4). Hoy nos insertamos en esta gran peregrinación de muchos siglos. Nos detenemos ante la Madre del Señor y le imploramos:  "Muéstranos a Jesús". Muéstranos a nosotros, peregrinos, a Aquel que es al mismo tiempo el camino y la meta:  la verdad y la vida.

El pasaje evangélico que acabamos de escuchar amplía nuestros horizontes. Presenta la historia de Israel desde Abraham como una peregrinación que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por caminos largos, conduce en definitiva a Cristo. La genealogía con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto en los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo.

Peregrinar significa estar orientados en cierta dirección, caminar hacia una meta. Esto confiere una belleza propia también al camino y al cansancio que implica. Entre los peregrinos de la genealogía de Jesús algunos habían olvidado la meta y querían ponerse a sí mismos como meta. Pero el Señor había suscitado siempre de nuevo personas que se habían dejado impulsar por la nostalgia de la meta, orientando hacia ella su vida. El impulso hacia la fe cristiana, el inicio de la Iglesia de Jesucristo fue posible porque existían en Israel personas con un corazón en búsqueda, personas que no se acomodaron en la rutina, sino que escrutaron a lo lejos en búsqueda de algo más grande:  Zacarías, Isabel, Simeón, Ana, María y José, los Doce y muchos otros. Al tener su corazón en actitud de espera, podían reconocer en Jesucristo a Aquel que Dios había mandado, llegando a ser así el inicio de su familia universal. La Iglesia de los gentiles pudo hacerse realidad porque tanto en el área del Mediterráneo como en las zonas de Asia más cercanas, a donde llegaban los mensajeros de Jesucristo, había personas en actitud de espera que no se conformaban con lo que todos hacían y pensaban, sino que buscaban la estrella que podía indicarles el camino hacia la Verdad misma, hacia el Dios vivo.

Necesitamos este corazón inquieto y abierto. Es el núcleo de la peregrinación. Tampoco hoy basta ser y pensar, en cierto modo, como todos los demás. El proyecto de nuestra vida va más allá. Tenemos necesidad de Dios, del Dios que  nos ha mostrado su rostro y abierto  su corazón:  Jesucristo. San Juan, con  razón, afirma que "él es el Hijo único, que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18); así sólo él, desde la intimidad de Dios mismo, podía revelarnos a Dios y también revelarnos quiénes somos nosotros, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Ciertamente ha habido en la historia muchas grandes personalidades que han hecho bellas y conmovedoras experiencias de Dios. Sin embargo, son sólo experiencias humanas, con su límite humano. Sólo él es Dios y por eso sólo él es el puente que pone realmente en contacto inmediato a Dios y al hombre. Así pues, aunque nosotros lo consideramos el único Mediador de la salvación válido para todos, que afecta a todos y del cual, en definitiva, todos tienen necesidad, esto no significa de ninguna manera que despreciemos a las otras religiones ni que radicalicemos con soberbia nuestro pensamiento, sino únicamente que hemos sido conquistados por Aquel que nos ha tocado interiormente y nos ha colmado de dones, para que podamos compartirlos con los demás.

De hecho, nuestra fe se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Estoy convencido de que esta resignación ante la verdad es el núcleo de la crisis de occidente, de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos:  pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero también, como vemos, pueden convertirse en una terrible amenaza, en la destrucción del hombre y del mundo.

Necesitamos la verdad. Pero ciertamente, a causa de nuestra historia, tenemos miedo de que la fe en la verdad conlleve intolerancia. Si nos asalta este miedo, que tiene sus buenas razones históricas, debemos contemplar a Jesús como lo vemos aquí, en el santuario de Mariazell. Lo vemos en dos imágenes:  como niño en brazos de su Madre y, sobre el altar principal de la basílica, crucificado. Estas dos imágenes de la basílica nos dicen:  la verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior:  por el hecho de ser verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el amor. No es nunca propiedad nuestra, un producto nuestro, del mismo modo que el amor no se puede producir, sino que sólo se puede recibir y transmitir como don. Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos fiamos de esta fuerza de la verdad. Somos testigos de ella. Tenemos que transmitir este don de la misma manera que lo hemos recibido, tal como nos ha sido entregado.

"Mirar a Cristo" es el lema de este día. Para el hombre que busca, esta invitación se transforma siempre en una petición espontánea, una petición dirigida en particular a María, que nos dio a Cristo como Hijo suyo:  "Muéstranos a Jesús". Rezamos hoy así de todo corazón; y rezamos, más allá de este momento, interiormente, buscando el rostro del Redentor. "Muéstranos a Jesús". María responde, presentándonoslo ante todo como niño. Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Dios no viene con la fuerza exterior, sino con la impotencia de su amor, que constituye su fuerza. Se pone en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos invita a hacernos pequeños, a bajar de nuestros altos tronos y aprender a ser niños ante Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de él y que así aprendamos a vivir en la verdad y en el amor.

Naturalmente, el niño Jesús nos recuerda también a todos los niños del mundo, en los cuales quiere salir a nuestro encuentro:  los niños que viven en la pobreza; los que son explotados como soldados; los que no han podido experimentar nunca el amor de sus padres; los niños enfermos y los que sufren, pero también los alegres y sanos. Europa se ha empobrecido de niños: lo queremos todo para nosotros mismos, y tal vez no confiamos demasiado en el futuro. Pero la tierra carecerá de futuro si se apagan las fuerzas del corazón humano y de la razón iluminada por el corazón, si el rostro de Dios deja de brillar sobre la tierra. Donde está Dios, hay futuro.

"Mirar a Cristo":  volvamos a dirigir brevemente la mirada al Crucifijo situado sobre el altar mayor. Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la cruz. Al morir, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la Pasión:  se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos:  Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en sus manos.

"Mirar a Cristo". Si lo hacemos, nos damos cuenta de que el cristianismo es algo más, algo distinto de un sistema moral, una serie de preceptos y leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte:  "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15, 15) dice el Señor a los suyos. Nos fiamos de esta amistad. Pero, precisamente por el hecho de que el cristianismo es más que una moral, de que es el don de la amistad, implica una gran fuerza moral, que necesitamos tanto ante los desafíos de nuestro tiempo. Si con Jesucristo y con su Iglesia volvemos a leer de manera siempre nueva el Decálogo del Sinaí, penetrando en sus profundidades, entonces se nos revela como una gran enseñanza, siempre válida.

El Decálogo es ante todo un "sí" a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía, que nos sostiene y que, sin embargo, nos deja nuestra libertad, más aún, la transforma en verdadera libertad (los primeros tres mandamientos). Es un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" a un amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); y un "sí" al respeto del prójimo y a lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios vivo, vivimos este múltiple "sí" y, al mismo tiempo, lo llevamos como señal del camino en esta hora del mundo.

"Muéstranos a Jesús". Con esta petición a la Madre del Señor nos hemos puesto en camino hacia este lugar. Esta misma petición nos acompañará en nuestra vida cotidiana. Y sabemos que María escucha nuestra oración:sí, en cualquier momento, cuando miramos a María, ella nos muestra a Jesús. Así podemos encontrar el camino recto, seguirlo paso a paso, con la alegre confianza de que ese camino lleva a la luz, al gozo del Amor eterno. Amén.* * *

Palabras de saludo del papa Benedicto XVI a los peregrinos de otros países, en Mariazell

Queridos hermanos y hermanas: 

Antes del encuentro con los consejos parroquiales y antes de entregaros el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, quiero repetir lo que ya se ha dicho en las intenciones de la oración. Son muchas las personas que aquí, en Austria, durante estos días están sufriendo a causa de las inundaciones y han sufrido daños. Quiero asegurar a todas estas personas mi oración, mi compasión y mi dolor, y estoy seguro de que todos los que puedan, serán solidarios con ellos y les ayudarán.

Asimismo, quiero recordar a los dos peregrinos que han muerto aquí, hoy. Los he encomendado en mi oración durante la santa misa. Podemos confiar en que la Madre de Dios los haya llevado directamente a la presencia de Dios, dado que habían venido en peregrinación para encontrarse con Jesús juntamente con ella.

Queridos peregrinos húngaros, conozco vuestra tradicional devoción a la Virgen de Mariazell. Invoco su protección sobre todos vosotros. ¡Alabado sea Jesucristo!

Queridos hermanos y hermanas que habéis venido de Eslovenia, la Virgen María proteja siempre a vuestro pueblo y a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!

También os saludo cordialmente a vosotros, queridos peregrinos croatas. Que os acompañen la poderosa intercesión y el auxilio de la santísima Virgen María, para que permanezcáis siempre fieles a Cristo y a su Iglesia. ¡Alabados sean Jesús y María!

Saludo cordialmente a los peregrinos de la República Checa. A todos os encomiendo a la protección materna de la santísima Virgen María. ¡Alabado sea Jesucristo!

Asimismo, dirijo un cordial saludo a los peregrinos eslovacos. Queridos amigos, que la Mater Gentium Slavorum os ayude a permanecer siempre fieles a Cristo y a la Iglesia.

Saludo a los polacos que han venido a Mariazell en una peregrinación de fe y de unión. Por intercesión de María, pido a Dios la bendición para vosotros y para vuestras familias.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 31 de diciembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

También al final de este año nos hemos reunido en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María santísima, Madre de Dios. La liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año solar. A la contemplación del misterio de la maternidad divina se une, por tanto, el cántico de nuestra acción de gracias por el año 2007, que está a punto de concluir, y por el año 2008, que ya vislumbramos. El tiempo pasa y su devenir inexorable nos impulsa a dirigir la mirada con profunda gratitud al Dios eterno, al Señor del tiempo.

       Juntos démosle gracias, queridos hermanos y hermanas, en nombre de toda la comunidad diocesana de Roma. A cada uno de vosotros dirijo mi saludo. En primer lugar, saludo al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo mi saludo a toda la población de Roma y, de modo especial, a quienes atraviesan situaciones de dificultad y de prueba. A todos aseguro mi cercanía cordial, así como un recuerdo constante en mi oración.

       En la breve lectura que hemos escuchado, tomada de la carta a los Gálatas, san Pablo, hablando de la liberación del hombre llevada a cabo por Dios con el misterio de la Encarnación, alude de manera muy discreta a la mujer por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo:  "Al llegar la plenitud de los tiempos -escribe-, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). En esa "mujer" la Iglesia contempla los rasgos de María de Nazaret, mujer singular por haber sido llamada a realizar una misión que la pone en una relación muy íntima con Cristo; más aún, en una relación absolutamente única, porque María es la Madre del Salvador.

Sin embargo, con la misma evidencia podemos y debemos afirmar que es madre nuestra, porque, viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Contemplándola, la Iglesia descubre en ella los rasgos de su propia fisonomía:  María vive la fe y la caridad; María es una criatura, también ella salvada por el único Salvador; María colabora en la iniciativa de la salvación de la humanidad entera. Así María constituye para la Iglesia su imagen más verdadera:  aquella en la que la comunidad eclesial debe descubrir continuamente el sentido auténtico de su vocación y de su misterio.

Este breve pero denso pasaje paulino prosigue luego mostrando cómo el hecho de que el Hijo haya asumido la naturaleza humana abre la perspectiva de un cambio radical de la misma condición del hombre. En él se dice que "envió Dios a su Hijo (...) para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). El Verbo encarnado transforma desde dentro la existencia humana, haciéndonos partícipes de su ser Hijo del Padre. Se hizo como nosotros para hacernos como él:  hijos en el Hijo y, por tanto, hombres libres de la ley del pecado.

¿No es este un motivo fundamental para elevar a Dios nuestra acción de gracias? Y nuestra gratitud tiene un motivo ulterior al final de un año, si tenemos en cuenta los numerosos beneficios y su constante asistencia que hemos experimentado a lo largo de los doce meses transcurridos. Precisamente por eso todas las comunidades cristianas se reúnen esta tarde para cantar el Te Deum, himno tradicional de alabanza y acción de gracias a la santísima Trinidad. Es lo que haremos también nosotros, al final de este encuentro litúrgico, delante del Santísimo Sacramento.

Cantando rezaremos:  "Te ergo, quaesumus tuis famulis subveni, quos pretioso sanguine redemisti", "Socorre, Señor, te rogamos, a tus hijos, a los que has redimido con tu sangre preciosa". Esta tarde rezaremos:  Socorre, Señor, con tu misericordia a los habitantes de nuestra ciudad, en la que, como en otros lugares, graves carencias y pobrezas pesan sobre la vida de las personas y de las familias, impidiéndoles mirar al futuro con confianza. No pocos, sobre todo jóvenes, se sienten atraídos por una falsa exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y por la trivialización de la sexualidad.

¿Cómo enumerar, luego, los múltiples desafíos que, vinculados al consumismo y al laicismo, interpelan a los creyentes y a los hombres de buena voluntad? Para decirlo en pocas palabras, también en Roma se percibe el déficit de esperanza y de confianza en la vida que constituye el mal "oscuro" de la sociedad occidental moderna.

Sin embargo, aunque son evidentes las deficiencias, no faltan las luces y los motivos de esperanza sobre los cuales implorar la bendición especial de Dios. Precisamente desde esta perspectiva, al cantar el Te Deum, rezaremos:  "Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae", "Salva a tu pueblo, Señor, mira y protege a tus hijos, que son tu heredad". Señor, mira y protege en particular a la comunidad diocesana comprometida, con creciente vigor, en el campo de la educación, para responder a la gran "emergencia educativa" de la que hablé el pasado 11 de junio durante el encuentro con los participantes en la Asamblea diocesana, es decir, la dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento (cf. Discurso en la inauguración de los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma, 11 de junio de 2007:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 11).

Sin clamores, con paciente confianza, tratemos de afrontar esa emergencia, ante todo en el ámbito de la familia. Sin duda, es consolador constatar que el trabajo emprendido durante estos últimos años por las parroquias, por los movimientos y por las asociaciones en la pastoral familiar sigue desarrollándose y dando sus frutos.

Además, Señor, protege las iniciativas misioneras que implican al mundo juvenil:  están aumentando y en ellas participa ya un número notable de jóvenes que asumen personalmente la responsabilidad y la alegría del anuncio y del testimonio del Evangelio. En este contexto, ¿cómo no dar gracias a Dios por el valioso servicio pastoral prestado en el mundo de las universidades romanas? Algo análogo conviene llevar a cabo, a pesar de las dificultades, también en las escuelas.

Bendice, Señor, a los numerosos jóvenes y adultos que en los últimos decenios se han consagrado en el sacerdocio para la diócesis de Roma:  actualmente son 28 los diáconos que esperan la ordenación presbiteral, prevista para el próximo mes de abril. Así rejuvenece la edad media del clero y se pueden afrontar las crecientes necesidades pastorales; además, así también se puede prestar ayuda a otras diócesis.

Aumenta, especialmente en las periferias, la necesidad de nuevos complejos parroquiales. Actualmente son ocho los que están en construcción. Recientemente yo mismo tuve la alegría de consagrar el último de los que ya se han terminado: la  parroquia de Santa María del Rosario en los Mártires Portuenses. Es hermoso palpar la alegría y la gratitud de los habitantes de un barrio que entran por primera vez a su nueva iglesia.

"In te, Domine, speravi:  non confundar in aeternum", "Señor, tú eres nuestra esperanza, no seremos confundidos para siempre". El majestuoso himno del Te Deum se concluye con esta exclamación de fe, de total confianza en Dios, con esta solemne proclamación de nuestra esperanza. Cristo es nuestra esperanza "segura". A este tema dediqué mi reciente encíclica, que lleva por título Spe salvi. Pero nuestra esperanza siempre es esencialmente también esperanza para los demás. Sólo así es verdaderamente esperanza también para cada uno de nosotros (cf. n. 48).

Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Roma, pidamos al Señor que haga de cada uno de nosotros un auténtico fermento de esperanza en los diversos ambientes, a fin de que se pueda construir un futuro mejor para toda la ciudad. Este es mi deseo para todos en la víspera de un nuevo año, un deseo que encomiendo a la intercesión maternal de María, Madre de Dios y Estrella de la esperanza. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS
XLI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Martes 1 de enero de 2008

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por intercesión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero.

Con este deseo os saludo a todos vosotros, aquí presentes, comenzando por los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han venido para participar en esta celebración con ocasión de la Jornada mundial de la paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por su compromiso de difundir el Mensaje para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema:  "Familia humana, comunidad de paz".

La paz. En la primera lectura, tomada del libro de los Números, hemos escuchado la invocación:  "El Señor te conceda la paz" (Nm 6, 26). El Señor conceda la paz a cada uno de vosotros, a vuestras familias y al mundo entero. Todos aspiramos a vivir en paz, pero la paz verdadera, la que anunciaron los ángeles en la noche de Navidad, no es conquista del hombre o fruto de acuerdos políticos; es ante todo don divino, que es preciso implorar constantemente y, al mismo tiempo, compromiso que es necesario realizar con paciencia, siempre dóciles a los mandatos del Señor.

Este año, en el Mensaje para esta Jornada mundial de la paz puse de relieve la íntima relación que existe entre la familia y la construcción de la paz en el mundo. La familia natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es "cuna de la vida y del amor" y "la primera e insustituible educadora de la paz". Precisamente por eso la familia es "la principal "agencia" de paz" y "la negación o restricción de los derechos de la familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los  fundamentos mismos de la paz" (cf. nn. 1-5). Dado que la humanidad es una "gran familia", si quiere vivir en paz, no puede por menos de inspirarse en esos valores, sobre los cuales se funda y se apoya la comunidad familiar.

La providencial coincidencia de varias celebraciones nos impulsa este año a un esfuerzo aún mayor para realizar la paz en el mundo.

Hace sesenta años, en 1948, la Asamblea general de las Naciones Unidas hizo pública la "Declaración universal de derechos humanos". Hace cuarenta años, mi venerado predecesor Pablo VI celebró la primera Jornada mundial de la paz. Este año, además, recordaremos el 25° aniversario de la adopción por parte de la Santa Sede de la "Carta de los derechos de la familia".

"A la luz de estas significativas efemérides —cito aquí lo que escribí precisamente al concluir el Mensaje—, invito a todos los hombres y mujeres a tomar una conciencia más clara de la pertenencia común a la única familia humana y a comprometerse para que la convivencia en la tierra refleje cada vez más esta convicción, de la cual depende la instauración de una paz verdadera y duradera" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).

Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento —como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido— y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús.

De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, "el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre" (Lc 2, 21). Por tanto, esta solemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley" (Ga 4, 4).

En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María:  el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.

Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando "dio a luz a su hijo primogénito" (Lc 2, 7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. "Una virgen concebirá y dará a luz un hijo", había anunciado Isaías (Is 7, 14). "Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo" (Lc 1, 31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor —narra el evangelista san Mateo—, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole:  "No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo" (Mt 1, 20-21).

El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así:  "Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius", "Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen".

Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios:  hijos en el Hijo. El Apóstol escribe:  "Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. "María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa "poner juntamente", y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.

El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente:  es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.

Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe:  "Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne" (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, "poniendo juntamente", los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.

Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor "ilumine su rostro sobre nosotros" y nos "sea propicio" (cf. Nm 6, 25) y nos bendiga.

Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.

VISITA PASTORAL A SANTA MARÍA DE LEUCA Y BRINDISI

MISA EN EL SANTUARIO DE SANTA MARÍA "DE FINIBUS TERRAE"
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Santa María de Leuca

Sábado 14 de junio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Mi visita a Puglia —la segunda, después del Congreso eucarístico de Bari— comienza como peregrinación mariana, en este borde extremo de Italia y de Europa, en el santuario de Santa María de finibus terrae. Con gran alegría os saludo afectuosamente a todos. Doy gracias con afecto al obispo, mons. Vito De Grisantis, por haberme invitado y por la cordial acogida. Saludo a los demás obispos de la región, en particular al arzobispo metropolitano de Lecce, mons. Cosmo Francesco Ruppi, así como a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles. También saludo con gratitud al ministro Raffaele Fitto, en representación del Gobierno italiano, y a las diversas autoridades civiles y militares presentes.

En este lugar de tanta importancia histórica para el culto de la santísima Virgen María, he querido que la liturgia estuviera dedicada a ella, Estrella del mar y Estrella de esperanza. "Ave maris stella, Dei Mater alma, atque semper virgo, felix caeli porta!". Las palabras de este antiguo himno son un saludo que recuerda de algún modo el del ángel en Nazaret. Todos los títulos marianos son como joyas y flores que han brotado del primer nombre con el que el mensajero celestial se dirigió a la Virgen: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28).

Lo hemos escuchado en el evangelio según san Lucas, muy apropiado porque este santuario —como lo atestigua la lápida situada sobre la puerta central del atrio— está dedicado a la Virgen santísima de la Anunciación. Cuando Dios llamó a María "llena de gracia", se encendió para el género humano la esperanza de salvación: una hija de nuestro pueblo encontró gracia a los ojos del Señor, que la escogió para ser Madre del Redentor. En la sencillez de la casa de María, en una pobre aldea de Galilea, comenzó a realizarse la solemne profecía de la salvación: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar" (Gn 3, 15).

Por eso, el pueblo cristiano ha hecho suyo el cántico de alabanza que los judíos elevaron a Judit y que nosotros acabamos de rezar como salmo responsorial: "¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo, más que todas las mujeres de la tierra!" (Jdt 13, 18). Sin violencia, pero con la dócil valentía de su "sí", la Virgen nos ha librado no de un enemigo terreno, sino del antiguo adversario, dando un cuerpo humano a Aquel que le aplastaría la cabeza una vez para siempre.

Precisamente por eso, en el mar de la vida y de la historia, María resplandece como Estrella de esperanza. No brilla con luz propia, sino que refleja la de Cristo, Sol que apareció en el horizonte de la humanidad; de este modo, siguiendo la Estrella de María, podemos orientarnos durante el viaje y mantener la ruta hacia Cristo, especialmente en los momentos oscuros y tempestuosos.

El apóstol Pedro conoció bien esta experiencia, pues la vivió personalmente. Una noche, mientras con los demás discípulos estaba atravesando el lago de Galilea, se vio sorprendido por una tempestad. Su barca, a merced de las olas, ya no lograba avanzar. Jesús se acercó en ese momento caminando sobre las aguas, e invitó a Pedro a bajar de la barca y a caminar hacia él. Pedro dio algunos pasos entre las olas, pero luego comenzó a hundirse y entonces gritó: "Señor, ¡sálvame!" (cf. Mt 14, 24-33).

Este episodio fue un signo de la prueba que Pedro debía afrontar en el momento de la pasión de Jesús. Cuando el Señor fue arrestado, tuvo miedo y lo negó tres veces. Fue vencido por la tempestad. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Cristo, la misericordia de Dios lo volvió a asir y, haciéndole derramar lágrimas, lo levantó de su caída.

He querido evocar la historia de san Pedro, porque sé que este lugar y toda vuestra Iglesia están particularmente vinculados al Príncipe de los Apóstoles. Como recordó al inicio el obispo, según la tradición, a él se remonta el primer anuncio del Evangelio en esta tierra. El Pescador, "pescado" por Jesús, echó las redes también aquí, y nosotros hoy damos gracias por haber sido objeto de esta "pesca milagrosa", que dura ya dos mil años, una pesca que, como escribe precisamente san Pedro, "nos ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (de Dios)" (1 P 2, 9).

Para convertirse en pescadores con Cristo es necesario antes ser "pescados" por él. San Pedro es testigo de esta realidad, al igual que san Pablo, gran convertido, de cuyo nacimiento dentro de pocos días inauguraremos el bimilenario. Como Sucesor de san Pedro y obispo de la Iglesia fundada sobre la sangre de estos dos eminentes Apóstoles, he venido a confirmaros en la fe en Jesucristo, único Salvador del hombre y del mundo.

La fe de san Pedro y la fe de María se unen en este santuario. Aquí se puede constatar el doble principio de la experiencia cristiana: el mariano y el petrino. Ambos, juntos, os ayudarán, queridos hermanos y hermanas, a "recomenzar desde Cristo", a renovar vuestra fe, para que responda a las exigencias de nuestro tiempo. María os enseña a permanecer siempre a la escucha del Señor en el silencio de la oración, a acoger con disponibilidad generosa su palabra con el profundo deseo de entregaros vosotros mismos a Dios, de entregarle vuestra vida concreta, para que su Verbo eterno, con la fuerza del Espíritu Santo, pueda "encarnarse" también hoy en nuestra historia.

María os ayudará a seguir a Jesús con fidelidad, a uniros a él en la ofrenda del sacrificio, a llevar en el corazón la alegría de su resurrección y a vivir con constante docilidad al Espíritu de Pentecostés. De modo complementario, también san Pedro os enseñará a sentir y a creer con la Iglesia, firmes en la fe católica; os llevará a gustar y sentir celo por la unidad, por la comunión; a tener la alegría de caminar juntamente con los pastores; y, al mismo tiempo, os comunicará el anhelo de la misión, de compartir el Evangelio con todos, de hacer que llegue hasta los últimos confines de la tierra.

"De finibus terrae": el nombre de este lugar santo es muy hermoso y sugestivo, porque evoca una de las últimas palabras de Jesús a sus discípulos. Situado entre Europa y el Mediterráneo, entre Occidente y Oriente, nos recuerda que la Iglesia no tiene confines, es universal. Y los confines geográficos, culturales y étnicos, como también los confines religiosos, son para la Iglesia una invitación a la evangelización en la perspectiva de la "comunión de las diversidades".

La Iglesia nació en Pentecostés; nació universal; y su vocación es hablar todas las lenguas del mundo. Según la vocación y misión originaria revelada a Abraham, la Iglesia existe para ser una bendición en beneficio de todos los pueblos de la tierra (cf. Gn 12, 1-3); para ser, como dice el concilio ecuménico Vaticano II, signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

La Iglesia que está en Puglia posee una marcada vocación a ser puente entre pueblos y culturas. En efecto, esta tierra y este santuario son una "avanzada" en esa dirección, y me ha alegrado mucho constatar, tanto en la carta de vuestro obispo como también hoy en sus palabras, cuán viva es entre vosotros esta sensibilidad y cómo la sentís de modo positivo, con genuino espíritu evangélico.

Queridos amigos, sabemos bien, porque el Señor Jesús fue muy claro al respecto, que la eficacia del testimonio depende de la intensidad del amor. De nada vale proyectarse hasta los confines de la tierra si antes no nos amamos y ayudamos los unos a los otros en el seno de la comunidad cristiana. Por eso, la exhortación del apóstol san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura (cf. Col 3, 12-17), es fundamental no sólo para vuestra vida de familia eclesial, sino también para vuestro compromiso de animación de la realidad social.

Efectivamente, en un contexto que tiende a fomentar cada vez más el individualismo, el primer servicio de la Iglesia consiste en educar en el sentido social, en la atención al prójimo, en la solidaridad, impulsando a compartir. La Iglesia, dotada como está por su Señor de una carga espiritual que se renueva continuamente, puede ejercer un influjo positivo también en el ámbito social, porque promueve una humanidad renovada y relaciones abiertas y constructivas, respetando y sirviendo en primer lugar a los últimos y a los más débiles.

Aquí, en Salento, como en todo el sur de Italia, las comunidades eclesiales son lugares donde las generaciones jóvenes pueden aprender la esperanza, no como utopía, sino como confianza tenaz en la fuerza del bien. El bien vence y, aunque a veces puede parecer derrotado por el atropello y la astucia, en realidad sigue actuando en el silencio y en la discreción, dando frutos a largo plazo.

Esta es la renovación social cristiana, basada en la transformación de las conciencias, en la formación moral, en la oración; sí, porque la oración da fuerza para creer y luchar por el bien, incluso cuando humanamente se siente la tentación del desaliento y de dar marcha atrás. Las iniciativas que el obispo citó al inicio —la de las religiosas Marcelinas y la de los padres Trinitarios—, y las demás que estáis llevando a cabo en vuestro territorio, son signos elocuentes de este estilo típicamente eclesial de promoción humana y social.

Al mismo tiempo, aprovechando la ocasión de la presencia de las autoridades civiles, me complace recordar que la comunidad cristiana no puede y no quiere nunca suplantar las legítimas y necesarias competencias de las instituciones; más aún, las estimula y las sostiene en sus tareas, y se propone siempre colaborar con ellas para el bien de todos, comenzando por las situaciones más problemáticas y difíciles.

Por último, mi pensamiento vuelve a la Virgen santísima. Desde este santuario de Santa María de finibus terrae deseo dirigirme en peregrinación espiritual a los diversos santuarios marianos de Salento, auténticas joyas engarzadas en esta península lanzada como un puente sobre el mar. La piedad mariana de las poblaciones se formó bajo el admirable influjo de la devoción basiliana a la Theotókos, una devoción cultivada después por los hijos de san Benito, de santo Domingo, de san Francisco, y expresada en hermosísimas iglesias y sencillas ermitas, que es preciso cuidar y conservar como signo de la rica herencia religiosa y civil de vuestro pueblo.

Así pues, nos dirigimos una vez más a ti, Virgen María, que permaneciste intrépida al pie de la cruz de tu Hijo. Tú eres modelo de fe y de esperanza en la fuerza de la verdad y del bien. Con palabras del antiguo himno, te invocamos: "Rompe los lazos de los oprimidos, devuelve la luz a los ciegos, aleja de nosotros todo mal, pide para nosotros todo bien". Y, ensanchando la mirada al horizonte donde el cielo y el mar se unen, queremos encomendarte a los pueblos que se asoman al Mediterráneo y a los del mundo entero, invocando para todos desarrollo y paz: "Danos días de paz, vela sobre nuestro camino, haz que veamos a tu Hijo, llenos de alegría en el cielo". Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Viernes 15 de agosto de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más antigua. Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad. El clima de la celebración de hoy está todo él penetrado de alegría pascual. "Hoy —canta la antífona del Magníficat— la Virgen María sube a los cielos; porque reina con Cristo para siempre. Aleluya".

Este anuncio nos habla de un acontecimiento totalmente único y extraordinario, pero destinado a colmar de esperanza y felicidad el corazón de todo ser humano. María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo —encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo— ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y de consolación (cf. Lumen gentium, 68). La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos.

San Germán, obispo de Constantinopla en el siglo VIII, en un discurso pronunciado en la fiesta de la Asunción, dirigiéndose a la celestial Madre de Dios, se expresaba así: "Tú eres la que, por medio de tu carne inmaculada, uniste a Cristo al pueblo cristiano... Como todo sediento corre a la fuente, así toda alma corre a ti, fuente de amor; y como cada hombre aspira a vivir, a ver la luz que no tramonta, así cada cristiano suspira por entrar en la luz de la Santísima Trinidad, donde tú ya has entrado". Estos mismos sentimientos nos animan hoy mientras contemplamos a María en la gloria de Dios. Cuando ella se durmió en este mundo para despertarse en el cielo, siguió simplemente por última vez al Hijo Jesús en su viaje más largo y decisivo, en su paso "de este mundo al Padre" (cf. Jn 13, 1).

Como él, junto con él, partió de este mundo para volver "a la casa del Padre" (cf. Jn 14, 2). Y todo esto no está lejos de nosotros, como quizá podría parecer en un primer momento, porque todos somos hijos del Padre, de Dios, todos somos hermanos de Jesús y todos somos también hijos de María, nuestra Madre. Todos tendemos a la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así todos estamos en camino hacia esa felicidad que llamamos cielo, que en realidad es Dios. Que María nos ayude, nos anime, a hacer que todo momento de nuestra existencia sea un paso en este éxodo, en este camino hacia Dios. Que nos ayude a hacer así presente también la realidad del cielo, la grandeza de Dios en la vida de nuestro mundo.

En el fondo, ¿no es éste el dinamismo pascual del hombre, de todo hombre, que quiere llegar a ser celestial, totalmente feliz, en virtud de la resurrección de Cristo? ¿Y no es tal vez este el comienzo y anticipación de un movimiento que se refiere a todo ser humano y al cosmos entero? Aquella de la que Dios había tomado su carne y cuya alma había sido traspasada por una espada en el Calvario fue la primera en ser asociada, y de modo singular, al misterio de esta transformación, a la que todos tendemos, traspasados a menudo también nosotros por la espada del sufrimiento en este mundo.

La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su Madre terrena, María, y en ella toda la humanidad está implicada en la Asunción hacia Dios, y con ella toda la creación, cuyos gemidos, cuyos sufrimientos, son —como dice san Pablo— los dolores de parto de la humanidad nueva. Nacen así los nuevos cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque ya no existirá la muerte (cf. Ap 21, 1-4).

¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra contemplación! Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor. Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por nosotros y así a vencer la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible, manteniendo abierto detrás de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy la invocamos: "Puerta del cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los pecadores". Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen comprender estas realidades tan sublimes, sino la fe sencilla, pura, y el silencio de la oración los que nos ponen en contacto con el misterio que nos supera infinitamente. La oración nos ayuda a hablar con Dios y a escuchar cómo el Señor habla a nuestro corazón.

Pidamos a María que nos haga hoy el don de su fe, la fe que nos hace vivir ya en esta dimensión entre finito e infinito, la fe que transforma incluso el sentimiento del tiempo y del paso de nuestra existencia, la fe en la que sentimos íntimamente que nuestra vida no está encerrada en el pasado, sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, allí donde Cristo nos ha precedido y detrás de él, María.
Mirando a la Virgen elevada al cielo comprendemos mejor que nuestra vida de cada día, aunque marcada por pruebas y dificultades, corre como un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz. Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino el ingreso en la vida que no conoce la muerte. Nuestro ocaso en el horizonte de este mundo es un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno.

"María, mientras nos acompañas en la fatiga de nuestro vivir y morir diario, mantennos constantemente orientados hacia la verdadera patria de las bienaventuranzas. Ayúdanos a hacer como tú has hecho".

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos que esta mañana participáis en esta celebración, hagamos juntos esta plegaria a María. Ante el triste espectáculo de tanta falsa alegría y, a la vez, de tanta angustia y dolor que se difunde en el mundo, debemos aprender de ella a ser signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar con nuestra vida la resurrección de Cristo.

"Ayúdanos tú, oh Madre, fúlgida Puerta del cielo, Madre de la Misericordia, fuente a través de la cual ha brotado nuestra vida y nuestra alegría, Jesucristo. Amén".

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL ATRIO DEL SANTUARIO
DE NUESTRA SEÑORA DE BONARIA 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domenica, 7 settembre 2008

Queridos hermanos y hermanas: 

El espectáculo más hermoso que un pueblo puede ofrecer es, sin duda, el de su fe. En este momento soy testigo de una conmovedora manifestación de la fe que os anima, y ante todo quiero expresaros mi admiración. Acogí de buen grado la invitación a venir a vuestra bellísima isla con ocasión del centenario de la proclamación de la Virgen de Bonaria como vuestra patrona principal. Hoy, juntamente con el espectáculo de la estupenda naturaleza que nos rodea, me ofrecéis el de la ferviente devoción que albergáis hacia la santísima Virgen. ¡Gracias por este hermoso testimonio!

Os saludo a todos con gran afecto, comenzando por el arzobispo de Cágliari, monseñor Giuseppe Mani, presidente de la Conferencia episcopal sarda, al que agradezco las amables palabras que ha pronunciado al inicio de la santa misa, también en nombre de los demás obispos, a los que saludo cordialmente, y de toda la comunidad eclesial que vive en Cerdeña. Os agradezco en especial el esmero con que habéis preparado mi visita pastoral. Y veo que efectivamente todo ha sido preparado perfectamente.

Saludo a las autoridades civiles, y en particular al alcalde, que me dirigirá su saludo y el de la ciudad. Saludo a las demás autoridades presentes y les expreso mi agradecimiento por la generosa colaboración que han prestado a la organización de mi visita a Cerdeña.

Asimismo, deseo saludar a los sacerdotes, de manera especial a la comunidad de los padres mercedarios, a los diáconos, a los religiosos y las religiosas, a los responsables de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, a los jóvenes y a todos los fieles, con un recuerdo cordial para los ancianos centenarios, a los que saludé al entrar en la iglesia, y para cuantos están unidos a nosotros espiritualmente o a través de la radio y la televisión. De modo muy especial saludo a los enfermos y a los que sufren, sobre todo a los más pequeños.

Estamos en el día del Señor, el domingo, pero, dada la circunstancia particular, la liturgia de la Palabra nos ha propuesto lecturas propias de las celebraciones dedicadas a la santísima Virgen. En concreto, se trata de los textos previstos para la fiesta de la Natividad de María, que desde hace siglos se ha fijado el 8 de septiembre, fecha en la que en Jerusalén fue consagrada la basílica construida sobre la casa de santa Ana, madre de la Virgen.

Son lecturas que contienen siempre una referencia al misterio del nacimiento. Ante todo, en la primera lectura, el estupendo oráculo del profeta Miqueas sobre Belén, en el que se anuncia el nacimiento del Mesías. El oráculo dice que será descendiente del rey David, procedente de Belén como él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues "sus orígenes son de antigüedad", se pierden en los tiempos más lejanos, confinan con la eternidad; su grandeza llegará "hasta los últimos confines de la tierra" y así serán también los confines de la paz (cf. Mi 5, 1-4).

Para definir la venida del "Consagrado del Señor", que marcará el inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión enigmática:  "Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5, 2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el del Mesías, Hijo de David.

El evangelio, una página del apóstol san Mateo, nos ha presentado precisamente el relato del nacimiento de Jesús. Ahora bien, antes el evangelista nos ha propuesto la lista de la genealogía, que pone al inicio de su evangelio como un prólogo. También aquí el papel de María en la historia de la salvación resalta con gran evidencia:  el ser de María es totalmente relativo a Cristo, en particular a su encarnación. "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1, 16).

Salta a la vista la discontinuidad que existe en el esquema de la genealogía:  no se lee "engendró", sino "María, de la que nació Jesús, llamado Cristo". Precisamente en esto se aprecia la belleza del plan de Dios que, respetando lo humano, lo fecunda desde dentro, haciendo brotar de la humilde Virgen de Nazaret el fruto más hermoso de su obra creadora y redentora.

El evangelista pone luego en escena la figura de san José, su drama interior, su fe robusta y su rectitud ejemplar. Tras sus pensamientos y sus deliberaciones está el amor a Dios y la firme voluntad de obedecerle. Pero ¿cómo no sentir que la turbación y, luego, la oración y la decisión de José están motivados, al mismo tiempo, por la estima y por el amor a su prometida? En el corazón de san José la belleza de Dios y la de María son inseparables; sabe que no puede haber contradicción entre ellas. Busca en Dios la respuesta y la encuentra en la luz de la Palabra y del Espíritu Santo:  "La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel", que significa "Dios con nosotros" (Mt 1, 23; cf. Is 7, 14).

Así, una vez más, podemos contemplar el lugar que ocupa María en el plan salvífico de Dios, el "plan" del que nos habla la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. Aquí, el apóstol san Pablo, en dos versículos de notable densidad, expresa la síntesis de lo que es la existencia humana desde un punto de vista meta-histórico:  una parábola de salvación que parte de Dios y vuelve de nuevo a él; una parábola totalmente impulsada y gobernada por su amor.

Se trata de un plan salvífico completamente penetrado por la libertad divina, la cual, sin embargo, espera que la libertad humana dé una contribución fundamental:  la correspondencia de la criatura al amor de su Creador. Y aquí, en este espacio de la libertad humana, percibimos la presencia de la Virgen María, aunque no se la nombre explícitamente. En efecto, ella es, en Cristo, la primicia y el modelo de "los que aman a Dios" (Rm 8, 28).

En la predestinación de Jesús está inscrita  la predestinación de María, al igual que la de toda persona humana. El "Heme aquí" del Hijo encuentra un eco fiel en el "Heme aquí" de la Madre (cf. Hb 10, 7), al igual que en el "Heme aquí" de todos los hijos adoptivos en el Hijo, es decir, de todos nosotros.

Queridos amigos de Cágliari y de Cerdeña, también vuestro pueblo, gracias a la fe en Cristo y mediante la maternidad espiritual de María y de la Iglesia, fue llamado a insertarse en la "genealogía" espiritual del Evangelio. En Cerdeña el cristianismo no llegó con las espadas de los conquistadores o por imposición extranjera, sino que brotó de la sangre de los mártires que aquí dieron su vida como acto de amor a Dios y a los hombres.

En vuestras minas resonó por primera vez la buena nueva que trajeron el Papa Ponciano, el presbítero Hipólito y muchos otros hermanos condenados ad metalla por su fe en Cristo. Así, también Saturnino, Gabino, Proto y Jenaro, Simplicio, Luxorio, Efisio y Antíoco fueron testigos de la entrega total a Cristo como verdadero Dios y Señor. El testimonio del martirio conquistó a un alma fiera como la de los sardos,  refractaria a todo lo que venía del mar.

El ejemplo de los mártires dio fuerzas al obispo Lucifero de Cágliari, que defendió la ortodoxia contra el arrianismo y, juntamente con san Eusebio de Vercelli, también él cagliaritano, se opuso a la condena de san Atanasio en el concilio de Milán, el año 335, y por eso ambos, Lucifero y Eusebio, fueron condenados  al destierro, un destierro muy duro.

Cerdeña nunca ha sido tierra de herejías. Su pueblo siempre ha dado muestras de fidelidad filial a Cristo y a la Sede de Pedro. Sí, queridos amigos, en medio de las sucesivas invasiones y dominaciones, la fe en Cristo ha permanecido en el alma de vuestras poblaciones como elemento constitutivo de vuestra identidad sarda.

Después de los mártires, en el siglo V llegaron del África romana numerosos obispos que, por no haberse adherido a la herejía arriana, se vieron obligados a sufrir el destierro. Al venir a la isla, trajeron consigo la riqueza de su fe. Fueron más de cien obispos que, encabezados por san Fulgencio de Ruspe, fundaron monasterios e intensificaron la evangelización. Juntamente con las reliquias gloriosas de san Agustín, trajeron la riqueza de su tradición litúrgica y espiritual, de la que vosotros conserváis aún huellas.

Así, la fe ha arraigado cada vez más en el corazón de los fieles hasta convertirse en cultura y producir frutos de santidad. Ignacio de Láconi y Nicolás de Gésturi son los santos en los que Cerdeña se reconoce. La mártir Antonia Mesina, la contemplativa Gabriela Sagheddu y la Hermana de la Caridad Josefina Nicoli son la expresión de una juventud capaz de perseguir grandes ideales.
Esta fe sencilla y valiente sigue viviendo en vuestras comunidades, en vuestras familias, en las que se respira el perfume evangélico de las virtudes propias de vuestra tierra:  la fidelidad, la dignidad, la discreción, la sobriedad y el sentido del deber.

Y, además, obviamente, está vuestro amor a la Virgen. En efecto, hoy conmemoramos el gran acto de fe que realizaron hace un siglo vuestros padres, encomendando su vida a la Madre de Cristo, cuando la eligieron como patrona principal de la isla. Entonces no podían saber que el siglo XX sería un siglo muy difícil, pero precisamente gracias a esa consagración a María encontraron luego la fuerza para afrontar las dificultades que sobrevinieron, especialmente con las dos guerras mundiales.

No podía ser de otra manera. Vuestra isla, queridos amigos de Cerdeña, no podía tener otra protectora que no fuera la Virgen. Ella es la Madre, la Hija y la Esposa por excelencia:  "Sa Mama, Fiza, Isposa de su Segnore", como soléis cantar. La Madre que ama, protege, aconseja, consuela, da la vida, para que la vida nazca y perdure. La Hija que honra a su familia, siempre atenta a las necesidades de los hermanos y las hermanas, solícita para hacer que su casa sea hermosa y acogedora. La Esposa capaz de amor fiel y paciente, de sacrificio y de esperanza. En Cerdeña están dedicadas a María 350 iglesias y santuarios. Un pueblo de madres se refleja en la humilde muchacha de Nazaret, que con su "sí" permitió al Verbo hacerse carne.

Sé bien que María está en vuestro corazón. Hoy, después de cien años, queremos darle gracias por su protección y renovarle nuestra confianza, reconociendo en ella la "Estrella de la nueva evangelización", en cuya escuela podemos aprender cómo llevar a Cristo Salvador a los hombres y a las mujeres contemporáneos. Que María os ayude a llevar a Cristo a las familias, pequeñas iglesias domésticas y células de la sociedad, hoy más que nunca necesitadas de confianza y de apoyo tanto en el ámbito espiritual como en el social.

Que ella os ayude a encontrar las estrategias pastorales más oportunas para hacer que encuentren a Cristo los jóvenes, por naturaleza portadores de nuevo impulso, pero con frecuencia víctimas del nihilismo generalizado, sedientos de verdad y de ideales precisamente cuando parecen negarlos.

Que ella os capacite para evangelizar al mundo del trabajo, de la economía, de la política, que necesita una nueva generación de laicos cristianos comprometidos, capaces de buscar con competencia y rigor moral soluciones de desarrollo sostenible. En todos estos aspectos del compromiso cristiano siempre podéis contar con la guía y el apoyo de la Virgen santísima. Encomendémonos, por tanto, a su intercesión maternal.

María es puerto, refugio y protección para el pueblo sardo, que tiene en sí la fuerza de la encina. Pasan las tempestades, pero la encina resiste; después de los incendios, brota nuevamente; sobreviene la sequía, pero la encina sale victoriosa. Así pues, renovemos con alegría nuestra consagración a una Madre tan solícita. Estoy seguro de que las generaciones de sardos seguirán subiendo hasta el santuario de Bonaria para invocar la protección de la Virgen. Nunca quedará defraudado quien se encomienda a Nuestra Señora de Bonaria, Madre misericordiosa y poderosa. ¡María, Reina de la paz y Estrella de la esperanza, intercede por nosotros! Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

PROCESIÓN CON ANTORCHAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lourdes, Plaza del Rosario


Sábado 13 de septiembre de 2008

Querido Monseñor Perrier, Obispo de Tarbes y Lourdes,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos peregrinos, queridos hermanos y hermanas:

Hace ciento cincuenta años, el 11 de febrero de 1858, en el lugar llamado la gruta de Massabielle, apartada del pueblo, una simple muchacha de Lourdes, Bernadette Soubirous, vio una luz y, en la luz, una mujer joven “hermosa, la más hermosa”. La mujer le habló con dulzura y bondad, respeto y confianza: Me hablaba de Usted (narra Bernadette)... ¿Querrá Usted venir aquí durante quince días? (le pregunta la Señora)... Me miró como una persona que habla a otra persona. En la conversación, en el diálogo impregnado de delicadeza, la Señora le encarga transmitir algunos mensajes muy simples sobre la oración, la penitencia y la conversión. No es de extrañar que María fuera hermosa, porque, en las apariciones del 25 de marzo de 1858, ella misma revela su nombre de este modo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

Contemplemos también nosotros a esta Mujer vestida de sol de la que nos habla la Escritura (cf. Ap 12,1). La Santísima Virgen María, la Mujer gloriosa del Apocalipsis, lleva sobre su cabeza una corona de doce estrellas que representan las doce tribus de Israel, todo el pueblo de Dios, toda la comunión de los santos, y a sus pies la Luna, imagen de la muerte y la mortalidad. María ha dejado atrás la muerte, está completamente revestida de vida, la vida de su Hijo, Cristo resucitado. Así es signo de la victoria del amor, de la bondad y de Dios, dando a nuestro mundo la esperanza que necesita. Volvamos esta noche la mirada hacia María, tan gloriosa y tan humana, dejándola que nos lleve a Dios que es el vencedor.

Muchos fueron testigos: el encuentro con el rostro luminoso de Bernadette conmovía los corazones y las miradas. Tanto durante las apariciones mismas como cuando las contaba, su rostro era radiante. Bernadette estaba transida ya por la luz de Massabielle. La vida cotidiana de la familia Soubirous estaba hecha de dolor y miseria, de enfermedad e incomprensión, de rechazo y pobreza. Aunque no faltara amor y calor en el trato familiar, era difícil vivir en aquella especie de mazmorra. Sin embargo, las sombras terrenas no impedían que la luz del cielo brillara. La luz brilla en la tiniebla (Jn 1, 5).

Lourdes es uno de los lugares que Dios ha elegido para reflejar un destello especial de su belleza, por ello la importancia aquí del símbolo de la luz. Desde la cuarta aparición, Bernadette, al llegar a la gruta, encendía cada mañana una vela bendecida y la tenía en la mano izquierda mientras se aparecía la Virgen. Muy pronto, la gente comenzó a dar a Bernadette una vela para que la pusiera en tierra al fondo de la gruta. Por eso muy pronto, algunos comenzaron a poner velas en este lugar de luz y de paz. La misma Madre de Dios hizo saber que le agradaba este homenaje de miles de antorchas que, desde entonces, mantienen iluminada sin cesar, para su gloria, la roca de la aparición. Desde entonces, ante la gruta, día y noche, verano e invierno, un enramado ardiente brilla rodeado de las oraciones de los peregrinos y enfermos, que expresan sus preocupaciones y necesidades, pero sobre todo su fe y su esperanza.

Al venir en peregrinación aquí, a Lourdes, queremos entrar, siguiendo a Bernadette, en esta extraordinaria cercanía entre el cielo y la tierra que nunca ha faltado y que se consolida sin cesar. Hay que destacar que, durante las apariciones, Bernadette reza el Rosario bajo la mirada de María, que se une a ella en el momento de la doxología. Este hecho confirma en realidad el carácter profundamente teocéntrico de la oración del Rosario. Cuando rezamos el Rosario, María nos ofrece su corazón y su mirada para contemplar la vida de su Hijo, Jesucristo.

Mi venerado Predecesor Juan Pablo II vino aquí, a Lourdes, en dos ocasiones. Sabemos cuánto se apoyaba su oración en la intercesión de la Virgen María, tanto en su vida como en su ministerio. Como muchos de sus Predecesores en la sede de Pedro, también él promovió vivamente la oración del Rosario; lo hizo, entre otras, de una forma muy singular, enriqueciendo el Santo Rosario con la meditación de los Misterios Luminosos.

Están representados en los nuevos mosaicos de la fachada de la Basílica inaugurados el año pasado. Como con todos los acontecimientos de la vida de Cristo que Ella conservaba meditándolos en su corazón” (cf. Lc 2,19), María nos hace comprender todas las etapas del ministerio público como parte integrante de la revelación de la gloria de Dios. Lourdes, tierra de luz, sigue siendo una escuela para aprender a rezar el Rosario, que inicia al discípulo de Jesús, bajo la mirada de su Madre, en un diálogo cordial y verdadero con su Maestro.

Por boca de Bernadette, oímos a la Virgen María que nos pide venir aquí en procesión para orar con fervor y sencillez. La procesión de las antorchas hace presente ante nuestros ojos de carne el misterio de la oración: en la comunión de la Iglesia, que une a los elegidos del cielo y a los peregrinos de la tierra, la luz brota del diálogo entre el hombre y su Señor, y se abre un camino luminoso en la historia humana, incluidos sus momentos más oscuros. Esta procesión es un momento de gran alegría eclesial, pero también de gravedad: las intenciones que presentamos subrayan nuestra profunda comunión con todos los que sufren.

Pensamos en las víctimas inocentes que padecen la violencia, la guerra, el terrorismo, la penuria, o que sufren las consecuencias de la injusticia, de las plagas, de las calamidades, del odio y de la opresión, de la violación de su dignidad humana y de sus derechos fundamentales, de su libertad de actuar y de pensar. Pensamos también en quienes tienen arduos problemas familiares o en quienes sufren por el desempleo, la enfermedad, la discapacidad, la soledad o por su situación de inmigrantes. No quiero olvidar a los que sufren a causa del nombre de Cristo y que mueren por Él.

María nos enseña a orar, a hacer de nuestra plegaria un acto de amor a Dios y de caridad fraterna. Al orar con María, nuestro corazón acoge a los que sufren. ¿Cómo es posible que nuestra vida no se transforme de inmediato? ¿Cómo nuestro ser y nuestra vida entera pueden dejar de convertirse en lugar de hospitalidad para nuestro prójimo? Lourdes es un lugar de luz, porque es un lugar de comunión, esperanza y conversión.

VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

SANTA MISA EN EL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Prairie,Lourdes
Domingo 14 de septiembre de 2008

Señores cardenales, querido Mons. Perrier,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos peregrinos,

hermanos y hermanas:

“Id y decid a los sacerdotes que vengan en procesión y que se construya aquí una capilla”. Éste es el mensaje que Bernadette recibió de la “Hermosa Señora” en las apariciones del 2 de marzo de 1858. Desde hace ciento cincuenta años, los peregrinos nunca han dejado de venir a la gruta de Massabielle para escuchar el mensaje de conversión y esperanza. Y también nosotros, estamos aquí esta mañana a los pies de María, la Virgen Inmaculada, para acudir a su escuela con la pequeña Bernadette.

Agradezco muy especialmente a Monseñor Jacques Perrier, Obispo de Tarbes y Lourdes, por la calurosa acogida que me ha brindado y por las amables palabras que me ha dirigido. Saludo a los Cardenales, a los Obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, así como a todos vosotros, queridos peregrinos de Lourdes, especialmente a los enfermos. Habéis venido aquí en gran número para realizar esta peregrinación jubilar conmigo y encomendar a Nuestra Señora vuestras familias, vuestros parientes y amigos y todas vuestras intenciones. Mi gratitud se dirige también a las Autoridades civiles y militares, presentes en esta celebración eucarística.

“¡Qué dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S. Andrés de Creta, Sermón 10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz: PG 97,1020). En este día en el que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar, nos recuerda el significado de este gran misterio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvar a los hombres (cf. Jn 3,16).

El Hijo de Dios se hizo vulnerable, tomando la condición de siervo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Fil 2,8). Por su Cruz hemos sido salvados. El instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo de reconciliación y de paz. “Para ser curados del pecado, miremos a Cristo crucificado”, decía san Agustín (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII, 11). Al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna.

 La Iglesia nos invita a levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos revela que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, Quien invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza.

Es el gran misterio que María nos confía también esta mañana invitándonos a volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en la primera aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la señal de la Cruz. Más que un simple signo, Bernadette recibe de María una iniciación a los misterios de la fe. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.

La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios, manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que, empañada por el pecado, nos fue devuelta? Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, presente al pie de la Cruz.

Para acoger en nuestras vidas la Cruz gloriosa, la celebración del jubileo de las apariciones de Nuestra Señora en Lourdes nos ha permitido entrar en una senda de fe y conversión. Hoy, María sale a nuestro encuentro para indicarnos los caminos de la renovación de la vida de nuestras comunidades y de cada uno de nosotros. Al acoger a su Hijo, que Ella nos muestra, nos sumergimos en una fuente viva en la que la fe puede encontrar un renovado vigor, en la que la Iglesia puede fortalecerse para proclamar cada vez con más audacia el misterio de Cristo. Jesús, nacido de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de todos los hombres, vivo y operante en su Iglesia y en el mundo.

La Iglesia ha sido enviada a todo el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los hombres a acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión, que fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de este jubileo, un nuevo impulso. Que siguiendo a los grandes evangelizadores de vuestro País, el espíritu misionero que animó tantos hombres y mujeres de Francia a lo largo de los siglos, sea todavía vuestro orgullo y compromiso.

Siguiendo el recorrido jubilar tras las huellas de Bernadette, se nos recuerda lo esencial del mensaje de Lourdes. Bernadette era la primogénita de una familia muy pobre, sin sabiduría ni poder, de salud frágil. María la eligió para transmitir su mensaje de conversión, de oración y penitencia, en total sintonía con la palabra de Jesús: “Porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). En su camino espiritual, también los cristianos están llamados a desarrollar la gracia de su Bautismo, a alimentarse de la Eucaristía, a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad (cf. Homenaje a la Inmaculada Concepción, Plaza de España, 8 diciembre 2007). Es, pues, una auténtica catequesis la que también a nosotros se nos propone, bajo la mirada de María. Dejémonos también nosotros instruir y guiar en el camino que conduce al Reino de su Hijo.

Continuando su catequesis, la “Hermosa Señora” revela su nombre a Bernadette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. María le desvela de este modo la gracia extraordinaria que Ella recibió de Dios, la de ser concebida sin pecado, porque “ha mirado la humillación de su esclava” (cf. Lc 1,48). María es la mujer de nuestra tierra que se entregó por completo a Dios y que recibió de Él el privilegio de dar la vida humana a su eterno Hijo. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Ella es la hermosura transfigurada, la imagen de la nueva humanidad. De esta forma, al presentarse en una dependencia total de Dios, María expresa en realidad una actitud de plena libertad, cimentada en el completo reconocimiento de su genuina dignidad. Este privilegio nos concierne también a nosotros, porque nos desvela nuestra propia dignidad de hombres y mujeres, marcados ciertamente por el pecado, pero salvados en la esperanza, una esperanza que nos permite afrontar nuestra vida cotidiana.

Es el camino que María abre también al hombre. Ponerse completamente en manos de Dios, es encontrar el camino de la verdadera libertad. Porque, volviéndose hacia Dios, el hombre llega a ser él mismo. Encuentra su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.

Queridos hermanos y hermanas, la vocación primera del santuario de Lourdes es ser un lugar de encuentro con Dios en la oración, y un lugar de servicio fraterno, especialmente por la acogida a los enfermos, a los pobres y a todos los que sufren. En este lugar, María sale a nuestro encuentro como la Madre, siempre disponible a las necesidades de sus hijos. Mediante la luz que brota de su rostro, se trasparenta la misericordia de Dios. Dejemos que su mirada nos acaricie y nos diga que Dios nos ama y nunca nos abandona. María nos recuerda aquí que la oración, intensa y humilde, confiada y perseverante debe tener un puesto central en nuestra vida cristiana. La oración es indispensable para acoger la fuerza de Cristo. “Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción” (Deus caritas est, n. 36). Dejarse absorber por las actividades entraña el riesgo de quitar de la plegaria su especificad cristiana y su verdadera eficacia. En el Rosario, tan querido para Bernadette y los peregrinos en Lourdes, se concentra la profundidad del mensaje evangélico. Nos introduce en la contemplación del rostro de Cristo. De esta oración de los humildes podemos sacar copiosas gracias.

La presencia de los jóvenes en Lourdes es también una realidad importante. Queridos amigos aquí presentes esta mañana alrededor de la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud, cuando María recibió la visita del ángel, era una jovencita en Nazaret, que llevaba la vida sencilla y animosa de las mujeres de su pueblo. Y si la mirada de Dios se posó especialmente en Ella, fiándose, María quiere deciros también que nadie es indiferente para Dios. Él os mira con amor a cada uno de vosotros y os llama a una vida dichosa y llena de sentido. No dejéis que las dificultades os descorazonen. María se turbó cuando el ángel le anunció que sería la Madre del Salvador. Ella conocía cuánta era su debilidad ante la omnipotencia de Dios. Sin embargo, dijo “sí” sin vacilar. Y gracias a su sí, la salvación entró en el mundo, cambiando así la historia de la humanidad.

Queridos jóvenes, por vuestra parte, no tengáis miedo de decir sí a las llamadas del Señor, cuando Él os invite a seguirlo. Responded generosamente al Señor. Sólo Él puede colmar los anhelos más profundos de vuestro corazón. Sois muchos los que venís a Lourdes para servir esmerada y generosamente a los enfermos o a otros peregrinos, imitando así a Cristo servidor. El servicio a los hermanos y a las hermanas ensancha el corazón y lo hace disponible.

En el silencio de la oración, que María sea vuestra confidente, Ella que supo hablar a Bernadette con respeto y confianza. Que María ayude a los llamados al matrimonio a descubrir la belleza de un amor auténtico y profundo, vivido como don recíproco y fiel. A aquellos, entre vosotros, que Él llama a seguirlo en la vocación sacerdotal o religiosa, quisiera decirles la felicidad que existe en entregar la propia vida al servicio de Dios y de los hombres. Que las familias y las comunidades cristianas sean lugares donde puedan nacer y crecer sólidas vocaciones al servicio de la Iglesia y del mundo.

El mensaje de María es un mensaje de esperanza para todos los hombres y para todas las mujeres de nuestro tiempo, sean del país que sean. Me gusta invocar a María como “Estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 50). En el camino de nuestras vidas, a menudo oscuro, Ella es una luz de esperanza, que nos ilumina y nos orienta en nuestro caminar. Por su sí, por el don generoso de sí misma, Ella abrió a Dios las puertas de nuestro mundo y nuestra historia. Nos invita a vivir como Ella en una esperanza inquebrantable, rechazando escuchar a los que pretenden que nos encerremos en el fatalismo. Nos acompaña con su presencia maternal en medio de las vicisitudes personales, familiares y nacionales. Dichosos los hombres y las mujeres que ponen su confianza en Aquel que, en el momento de ofrecer su vida por nuestra salvación, nos dio a su Madre para que fuera nuestra Madre.

Queridos hermanos y hermanas, en Francia, la Madre del Señor es venerada en innumerables santuarios, que manifiestan así la fe transmitida de generación en generación. Celebrada en su Asunción, Ella es la amada patrona de vuestro país.

Que Ella sea siempre venerada con fervor en cada una de vuestras familias, de vuestras comunidades religiosas y parroquiales. Que María vele sobre todos los habitantes de vuestro hermoso País y sobre todos los numerosos peregrinos que han venido de otros países a celebrar este jubileo.

Que Ella sea para todos la Madre que acompaña a sus hijos tanto en sus gozos como en sus pruebas. Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, enséñanos a creer, a esperar y a amar contigo. Muéstranos el camino hacia el Reino de tu Hijo Jesús. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino (cf. Spe salvi, n. 50). Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

SANTA MISA CON LOS ENFERMOS 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes
Lunes 15 de septiembre de 2008

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos enfermos, acompañantes, y quienes los acogen,
queridos hermanos y hermanas:

Ayer celebramos la Cruz de Cristo, instrumento de nuestra salvación, que nos revela en toda su plenitud la misericordia de nuestro Dios. En efecto, la Cruz es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión de Dios con nuestro mundo. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción).

Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27).

María está hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella; la oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! expresa bien este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; los ama simplemente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz.

El salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de Cristo con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que “los más ricos del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44,13). De este modo, movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente. Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que encuentren en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado como Madre.

Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858, Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como la Inmaculada Concepción, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.

En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo “no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros (cf. Hb 4,15). Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.

Qué acertada fue la intuición de esa hermosa figura espiritual francesa, Dom Jean-Baptiste Chautard, quien en El alma de todo apostolado, proponía al cristiano fervoroso encontrarse frecuentemente con la Virgen María con la mirada”. Sí, buscar la sonrisa de la Virgen María no es un infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que son “los más ricos del pueblo” (44,13). “Los más ricos” se entiende en el orden de la fe, los que tienen mayor madurez espiritual y saben reconocer precisamente su debilidad y su pobreza ante Dios. En una manifestación tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió a los sirvientes de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).

La sonrisa de María es una fuente de agua viva. “El que cree en mí -dice Jesús- de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn 7,38). María es la que ha creído, y, de su seno, han brotado ríos de agua viva para irrigar la historia de la humanidad. La fuente que María indicó a Bernadette aquí, en Lourdes, es un humilde signo de esta realidad espiritual. De su corazón de creyente y de Madre brota un agua viva que purifica y cura. Al sumergirse en las piscinas de Lourdes cuántos no han descubierto y experimentado la dulce maternidad de la Virgen María, juntándose a Ella par unirse más al Señor. En la secuencia litúrgica de esta memoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores, se honra a María con el título de Fons amoris, “Fuente de amor”. En efecto, del corazón de María brota un amor gratuito que suscita como respuesta un amor filial, llamado a acrisolarse constantemente. Como toda madre, y más que toda madre, María es la educadora del amor. Por eso tantos enfermos vienen aquí, a Lourdes, a beber en la “Fuente de amor” y para dejarse guiar hacia la única fuente de salvación, su Hijo, Jesús, el Salvador.

Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún -como lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo- acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha formulado Bernadette, aceptar “sufrir todo en silencio para agradar a Jesús”. Para poder decir esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús.

Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos. Bernadette misma, durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento en cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo médico.

Sin embargo, Cristo no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él no permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al nacimiento de la nueva creación.

Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza como ésta.

El Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se resume todo el misterio de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su trayectoria personal representa el camino de la Iglesia, invitada a estar completamente atenta a las personas que sufren. Dirijo un afectuoso saludo a los miembros del Cuerpo médico y de enfermería, así como a todos los que, de diverso modo, en los hospitales u otras instituciones, contribuyen al cuidado de los enfermos con competencia y generosidad.

Quisiera también decir a todos los encargados de la acogida, a los camilleros y acompañantes que, de todas las diócesis de Francia y de más lejos aún, acompañan durante todo el año a los enfermos que vienen en peregrinación a Lourdes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la Iglesia servidora. Deseo, en fin, animar a los que, en nombre de su fe, acogen y visitan a los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las parroquias o, como aquí, en los santuarios. Que, como portadores de la misericordia de Dios (cf. Mt 25, 39-40), sientan en esta misión tan delicada e importante el apoyo efectivo y fraterno de sus comunidades.

En este sentido, saludo de modo particular, y doy las gracias también, a mis hermanos en el Episcopado, los Obispos franceses, los Obispos de otros lugares y los sacerdotes, los cuales acompañan a los enfermos y a los hombres tocados por el sufrimiento en el mundo. Gracias por vuestro servicio al Señor que esta sufriendo.

El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano. María os confía su sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos, fieles a su Hijo, en fuente de agua viva. Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la Iglesia, de la que María es la imagen más pura. ¡Que llevéis a todos su sonrisa!

Al concluir, quiero sumarme a las oraciones de los peregrinos y de los enfermos y retomar con vosotros un fragmento de la oración a María propuesta para la celebración de este Jubileo:

“Porque eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del Espíritu Santo,
porque escogiste a Bernadette en su miseria,
porque eres la estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera criatura resucitada,
Nuestra Señora de Lourdes,
junto con nuestros hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te decimos: ruega por nosotros”.

VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

Al caer la noche, hoy Jesús nos dice: “Tened encendidas vuestras lámparas” (cf. Lc 12,35); la lámpara de la fe, de la oración, de la esperanza y del amor. El gesto de caminar de noche llevando la luz, habla con fuerza a nuestra intimidad más honda, toca nuestro corazón y es más elocuente que cualquier palabra dicha u oída. El gesto resume por sí solo nuestra condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la vez, estamos llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos, nos impide proponernos como guía para nuestros hermanos, y nos lleva a desconfiar de ellos para dejarnos guiar. Necesitamos ser iluminados y repetimos la súplica del ciego Bartimeo: Maestro, que pueda ver (Mc 10, 51). Haz que vea el pecado que me encadena, pero sobre todo, Señor, que vea tu gloria. Sabemos que nuestra oración ya ha sido escuchada y damos gracias porque, como dice San Pablo en su Carta a los Efesios, “Cristo será tu luz” (Ef 5,14), y San Pedro y añade: “[Dios] os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9).

A nosotros, que no somos la luz, Cristo puede decirnos a partir de ahora: Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5,14), encomendándonos la tarea de hacer brillar la luz de la caridad. Como escribe el Apóstol san Juan: El que ama a su hermano, permanece en la luz, y no hay nada que lo haga caer (1 Jn 2,10). Vivir el amor cristiano es al mismo tiempo hacer entrar en el mundo la luz de Dios e indicar su verdadero origen. Así lo dice San León Magno: “En efecto, todo el que vive pía y castamente en la Iglesia, que aspira a las cosas de lo alto y no a las de la tierra (cf. Col 3,2), es en cierto modo como la luz celeste; en cuanto observa él mismo el fulgor de una vida santa, muestra a muchos, como una estrella, el camino hacia Dios” (Sermón III, 5).

En este santuario de Lourdes al que vuelven sus ojos los cristianos de todo el mundo desde que la Virgen María hizo brillar la esperanza y el amor al dar el primer puesto a los enfermos, los pobres y los pequeños, se nos invita a descubrir la sencillez de nuestra vocación: Basta con amar.

Mañana, la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz nos hará entrar precisamente en el corazón de este misterio. En esta vigilia, nuestra mirada se dirige hacia el signo de la Nueva Alianza en la que converge toda la vida de Jesús. La Cruz constituye el supremo y perfecto acto de amor de Jesús, que da la vida por sus amigos. Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el cree en él tenga vida eterna (Jn 3, 14-15).

Anunciada ya en los Cantos del Siervo de Dios, la muerte de Jesús es una muerte que se convierte en luz para los pueblos; una muerte que, en relación con la liturgia de expiación, trae la reconciliación, la muerte que marca el fin de la muerte. Desde entonces, la Cruz es signo de esperanza, el estandarte de la victoria de Jesús Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna (Jn 3,16).Toda nuestra vida recibe luz, fuerza y esperanza por la Cruz. Por ella se revela toda la hondura de amor que encierra el designio original del Creador; por ella, todo es sanado y llevado a su plenitud. Por eso la vida en la fe en Cristo muerto y resucitado se convierte en luz.

Las apariciones estuvieron rodeadas por la luz y Dios ha querido encender en la mirada de Bernadette una llama que ha convertido innumerables corazones. ¿Cuántos vienen aquí para ver, esperando quizás secretamente recibir alguna gracia; después, en el camino de regreso, habiendo hecho una experiencia espiritual de vida auténticamente eclesial, vuelven su mirada a Dios, a los otros y a sí mismos. Les llena una pequeña llama con el nombre de esperanza, compasión, ternura. El encuentro discreto con Bernadette y la Virgen María puede cambiar una vida, pues están presentes en este lugar de Massabielle para llevarnos a Cristo que es nuestra vida, nuestra fuerza y nuestra luz. Que la Virgen María y Santa Bernadette os ayuden a vivir como hijos de la luz para ser testigos cada día en vuestra vida de que Cristo es nuestra luz, nuestra esperanza y nuestra vida.

VISITA PASTORAL AL PONTIFICIO SANTUARIO DE POMPEYA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza del Pontificio Santuario de Pompeya
Domingo 19 de octubre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo las huellas del siervo de Dios Juan Pablo II, he venido en peregrinación hoy a Pompeya para venerar, junto con vosotros, a la Virgen María, Reina del Santo Rosario. He venido, en particular, para encomendar a la Madre de Dios, en cuyo seno el Verbo se hizo carne, la Asamblea del Sínodo de los obispos que se está celebrando actualmente en el Vaticano, sobre el tema de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Mi visita coincide también con la Jornada mundial de las misiones: contemplando a María, que acogió en sí al Verbo de Dios y lo dio al mundo, rezaremos en esta misa por cuantos en la Iglesia dedican sus energías al servicio del anuncio del Evangelio a todas las naciones. ¡Gracias, queridos hermanos y hermanas, por vuestra acogida! Os abrazo a todos con afecto paterno y os agradezco las oraciones que desde aquí eleváis incesantemente al cielo por el Sucesor de Pedro y por las necesidades de la Iglesia universal.

Dirijo un cordial saludo, en primer lugar, al arzobispo Carlo Liberati, prelado de Pompeya y delegado pontificio para el santuario, y le agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Mi saludo se extiende a las autoridades civiles y militares presentes, de modo especial al representante del Gobierno, al ministro de Bienes culturales y al alcalde de Pompeya, que a mi llegada me dirigió deferentes palabras de bienvenida en nombre de todos los ciudadanos. Saludo a los sacerdotes de la prelatura, a los religiosos y religiosas que prestan su servicio cotidiano en el santuario, entre los cuales me complace mencionar a las Hermanas Dominicas Hijas del Santo Rosario de Pompeya y a los Hermanos de las Escuelas Cristianas; saludo a los voluntarios comprometidos en los diversos servicios y a los celosos apóstoles de la Virgen del Rosario de Pompeya.

Y ¿cómo olvidar, en este momento, a las personas que sufren, a los enfermos, a los ancianos solos, a los jóvenes en dificultad, a los encarcelados, a cuantos viven en duras condiciones de pobreza y malestar social y económico? A todos y a cada uno de ellos quiero asegurarles mi cercanía espiritual, haciéndoles llegar el testimonio de mi afecto. A cada uno de vosotros, queridos fieles y habitantes de esta tierra, y también a vosotros que estáis unidos espiritualmente a esta celebración a través de la radio y la televisión, os encomiendo a María y os invito a confiar siempre en su apoyo materno.

Dejemos ahora que sea ella, nuestra Madre y Maestra, quien nos guíe en la reflexión sobre la Palabra de Dios que hemos escuchado. La primera lectura y el salmo responsorial expresan la alegría del pueblo de Israel por la salvación dada por Dios, salvación que es liberación del mal y esperanza de vida nueva. El oráculo de Sofonías se dirige a Israel, que es designado con los apelativos de "hija de Sión" e "hija de Jerusalén", y se le invita a la alegría: "Alégrate (...). Lanza gritos de gozo (...) Exulta" (So 3, 14). Es el mismo saludo que el ángel Gabriel dirige a María, en Nazaret: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28). "No temas, Sión" (So 3, 16), dice el profeta; "No temas, María" (Lc 1, 30), dice el ángel. Y el motivo de la confianza es el mismo: "El Señor, tu Dios, en medio de ti es un salvador poderoso" (So 3, 17), dice el profeta; "el Señor está contigo" (Lc 1, 28), asegura el ángel a la Virgen.

También el cántico de Isaías concluye así: "Canta y exulta, tú que vives en Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel" (Is 12, 6). La presencia del Señor es fuente de gozo, porque donde está él, el mal es vencido, y triunfan la vida y la paz.

Quiero subrayar, en particular, la estupenda expresión de Sofonías que, dirigiéndose a Jerusalén, dice: el Señor "te renovará con su amor" (So 3, 17). Sí, el amor de Dios tiene este poder: de renovarlo todo, a partir del corazón humano, que es su obra maestra y donde el Espíritu Santo realiza mejor su acción transformadora.

Con su gracia, Dios renueva el corazón del hombre perdonando su pecado, lo reconcilia e infunde en él el impulso hacia el bien. Todo esto se manifiesta en la vida de los santos, y aquí lo vemos en particular en la obra apostólica del beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya. Y así en esta hora también abrimos nuestro corazón a este amor renovador del hombre y de todas las cosas.

Desde sus inicios, la comunidad cristiana vio en la personificación de Israel y de Jerusalén en una figura femenina una significativa y profética referencia a la Virgen María, a la que se reconoce precisamente como "hija de Sión" y arquetipo del pueblo que "ha encontrado gracia" a los ojos del Señor. Es una interpretación que volvemos a encontrar en el relato evangélico de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11). El evangelista san Juan pone de relieve simbólicamente que Jesús es el esposo de Israel, del nuevo Israel que somos todos nosotros en la fe, el esposo que vino a traer la gracia de la nueva Alianza, representada por el "vino bueno".

Al mismo tiempo, el Evangelio destaca también el papel de María, a la que al principio se la llama "la madre de Jesús", pero a quien después el Hijo mismo llama "mujer". Y esto tiene un significado muy profundo: implica de hecho que Jesús, para maravilla nuestra, antepone al parentesco el vínculo espiritual, según el cual María personifica a la esposa amada del Señor, es decir, al pueblo que él se eligió para irradiar su bendición sobre toda la familia humana.

El símbolo del vino, unido al del banquete, vuelve a proponer el tema de la alegría y de la fiesta. Además, el vino, como las otras imágenes bíblicas de la viña y de la vid, alude metafóricamente al amor: Dios es el viñador, Israel es la viña, una viña que encontrará su realización perfecta en Cristo, del cual nosotros somos los sarmientos; el vino es el fruto, es decir, el amor, porque precisamente el amor es lo que Dios espera de sus hijos. Y oremos al Señor, que concedió a Bartolo Longo la gracia de traer el amor a esta tierra, para que también nuestra vida y nuestro corazón den este fruto de amor y así renueven la tierra.

Al amor exhorta también el apóstol san Pablo en la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. En esta página encontramos delineado el programa de vida de una comunidad cristiana, cuyos miembros han sido renovados por el amor y se esfuerzan por renovarse continuamente, para discernir siempre la voluntad de Dios y no volver a caer en el conformismo de la mentalidad mundana (cf. Rm 12, 1-2). La nueva Pompeya, aun con los límites de toda realidad humana, es un ejemplo de esta nueva civilización, que ha surgido y se ha desarrollado bajo la mirada maternal de María. Y la característica de la civilización cristiana es precisamente la caridad: el amor de Dios que se traduce en amor al prójimo.

Ahora bien, cuando san Pablo escribe a los cristianos de Roma: "Sed diligentes sin flojedad; fervorosos de espíritu, como quien sirve al Señor" (Rm 12, 11), nuestro pensamiento se dirige a Bartolo Longo y a las numerosas iniciativas de caridad puestas en marcha por él en favor de los hermanos más necesitados. Impulsado por el amor, fue capaz de proyectar una nueva ciudad, que surgió luego en torno al santuario mariano, casi como irradiación de la luz de su fe y esperanza. Una ciudadela de María y de la caridad, pero no aislada del mundo; no es, como suele decirse, una "catedral en el desierto", sino insertada en el territorio de este valle para rescatarlo y promoverlo.      

La historia de la Iglesia, gracias a Dios, está llena de experiencias de este tipo, y también hoy se realizan muchas en todas las partes del mundo. Son experiencias de fraternidad, que muestran el rostro de una sociedad diversa, puesta como fermento dentro del contexto civil. La fuerza de la caridad es irresistible: el amor es lo que verdaderamente hace avanzar el mundo.

¿Quién habría podido pensar que aquí, junto a los restos de la antigua Pompeya, surgiría un santuario mariano de alcance mundial? ¿Y tantas obras sociales para traducir el Evangelio en servicio concreto a las personas que atraviesan más dificultades? Donde Dios llega, el desierto florece. También el beato Bartolo Longo, con su conversión personal, dio testimonio de esta fuerza espiritual que transforma al hombre interiormente y lo capacita para hacer grandes cosas según el designio de Dios. Las circunstancias de su crisis espiritual y de su conversión son de grandísima actualidad. En el período de sus estudios universitarios en Nápoles, influenciado por filósofos inmanentistas y positivistas, se había alejado de la fe cristiana convirtiéndose en un anticlerical militante y dándose también a prácticas espiritistas y supersticiosas. Su conversión, con el descubrimiento del verdadero rostro de Dios, contiene un mensaje muy elocuente para nosotros, porque por desgracia estas tendencias no faltan en nuestros días. En este Año paulino me complace subrayar que también Bartolo Longo, como san Pablo, fue transformado de perseguidor en apóstol: apóstol de la fe cristiana, del culto mariano, y en particular del rosario, en el que encontró una síntesis de todo el Evangelio.

Esta ciudad que él volvió a fundar es, por tanto, una demostración histórica de cómo Dios transforma el mundo: colmando nuevamente de caridad el corazón de un hombre y haciendo de él un "motor" de renovación religiosa y social. Pompeya es un ejemplo de cómo la fe puede actuar en la ciudad del hombre, suscitando apóstoles de caridad que se ponen al servicio de los pequeños y de los pobres, y que trabajan para que también a los últimos se les respete su dignidad y encuentren acogida y promoción.

Aquí en Pompeya se entiende que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Aquí el genuino pueblo cristiano, la gente que afronta la vida con sacrificio cada día, encuentra la fuerza para perseverar en el bien sin ceder a componendas. Aquí, a los pies de María, las familias encuentran o refuerzan la alegría del amor que las mantiene unidas. Así pues, hace exactamente un mes, tuvo lugar oportunamente, en preparación de mi visita, una "peregrinación de las familias para la familia", a fin de encomendar a la Virgen esta célula fundamental de la sociedad. Que la Virgen santísima vele sobre cada familia y sobre todo el pueblo italiano.

Que este santuario y esta ciudad sigan siempre vinculados sobre todo a un don singular de María: la oración del rosario. Cuando, en el célebre cuadro de la Virgen de Pompeya, vemos a la Virgen Madre y al Niño Jesús que entregan los rosarios respectivamente a santa Catalina de Siena y a santo Domingo, comprendemos enseguida que esta oración nos conduce, a través de María, a Jesús, como nos enseñó también el querido Papa Juan Pablo II en la carta Rosarium Virginis Mariae, en la que se refiere explícitamente al beato Bartolo Longo y al carisma de Pompeya.

El rosario es una oración contemplativa accesible a todos: grandes y pequeños, laicos y clérigos, cultos y poco instruidos. Es un vínculo espiritual con María para permanecer unidos a Jesús, para configurarse a él, asimilar sus sentimientos y comportarse como él se comportó. El rosario es un "arma" espiritual en la lucha contra el mal, contra toda violencia, por la paz en los corazones, en las familias, en la sociedad y en el mundo.

Queridos hermanos y hermanas, en esta Eucaristía, fuente inagotable de vida y de esperanza, de renovación personal y social, demos gracias a Dios porque en Bartolo Longo nos dio un testigo luminoso de esta verdad evangélica. Y volvamos una vez más nuestro corazón a María con las palabras de la súplica, que dentro de poco rezaremos juntos: "Tú, Madre nuestra, eres nuestra Abogada, nuestra esperanza. Ten piedad de nosotros... Misericordia para todos, oh Madre de misericordia". Amén.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
Y CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
31 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

El año que termina y el que se anuncia en el horizonte están puestos bajo la mirada y la bendición de la santísima Madre de Dios. También la escultura artística de madera polícroma situada aquí, junto al altar, que la representa en el trono con el Niño que bendice, nos recuerda su presencia maternal. Celebramos las primeras Vísperas de esta solemnidad mariana, y en ellas son numerosas las referencias litúrgicas al misterio de la maternidad divina de la Virgen.

"O admirabile commercium! ¡Qué admirable intercambio!". Así comienza la antífona del primer salmo, y luego prosigue: "El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen". "Cuando naciste inefablemente de la Virgen, se cumplieron las Escrituras", proclama la antífona del segundo salmo, del que se hacen eco las palabras de la tercera antífona, que nos ha introducido en el cántico tomado de la carta de san Pablo a los Efesios: "Reconocemos tu virginidad admirablemente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros".

La maternidad divina de María también se pone de relieve en la lectura breve que se acaba de proclamar y que vuelve a proponer los conocidos versículos de la carta a los Gálatas: "Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (...), para que recibiéramos el ser hijos por adopción" (Ga 4, 4-5). Y también en el tradicional Te Deum, que elevaremos al final de nuestra celebración ante el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto a nuestra adoración, cantaremos: "Tu, ad liberandum suscepturus hominem, non horruisti Virginis uterum", en español: "Tú, oh Cristo, naciste de la Virgen Madre por la salvación del hombre".

Así pues, esta tarde todo nos invita a dirigir la mirada hacia la mujer que "acogió en su corazón y en su cuerpo al Verbo de Dios y dio la Vida al mundo"; y precisamente por esto —recuerda el concilio Vaticano II— "es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios" (Lumen gentium53).

El Nacimiento de Cristo, que conmemoramos en estos días, está totalmente iluminado por la luz de María y, mientras nos detenemos en el belén a contemplar al Niño, la mirada no puede dejar de dirigirse también hacia la Madre, que con su "sí" hizo posible el don de la Redención.

Por eso, el tiempo de Navidad conlleva una profunda connotación mariana; el nacimiento de Jesús, hombre-Dios y la maternidad divina de María son realidades inseparables entre sí; el misterio de María y el misterio del Hijo unigénito de Dios que se hace hombre forman un único misterio, donde uno ayuda a comprender mejor el otro.

María, Madre de Dios Theotókos, Dei Genetrix.

Desde la antigüedad, la Virgen ha sido honrada con este título. En Occidente, sin embargo, durante muchos siglos no se encuentra una fiesta específica dedicada a la maternidad divina de María. La introdujo en la Iglesia latina el Papa Pío xi en 1931, con ocasión del XV centenario del concilio de Éfeso, y la estableció el 11 de octubre. En esta fecha comenzó, en 1962, el concilio ecuménico Vaticano II.

Fue después el siervo de Dios Pablo VI, en 1969, retomando una antigua tradición, quien fijó esta solemnidad el 1 de enero. Y en la exhortación apostólica Marialis cultusdel 2 de febrero de 1974, explicó el motivo de esta elección y su conexión con la Jornada mundial de la paz. "En la nueva ordenación del período navideño nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María, (...) que está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa (...), y es, asimismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de marzo de 1974, p.2).

Esta tarde queremos poner en las manos de la Madre celestial de Dios nuestro himno coral de acción de gracias al Señor por los beneficios que nos ha concedido abundantemente en los últimos doce meses. El primer sentimiento que nace espontáneamente esta tarde en el corazón es precisamente el de alabanza y acción de gracias a Aquel que nos hace el don del tiempo, oportunidad preciosa de hacer el bien; añadamos la petición de perdón por no haberlo quizás empleado siempre útilmente. Me alegra compartir esta acción de gracias con vosotros, queridos hermanos y hermanas, que representáis a toda nuestra comunidad diocesana, a la que dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a todos los habitantes de Roma. Dirijo un saludo particular al cardenal vicario y al alcalde, que han comenzado este año sus diversas misiones —el primero, espiritual y religiosa; el segundo, civil y administrativa— al servicio de esta ciudad nuestra. Mi saludo se extiende a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos congregados aquí, así como a las autoridades presentes.

Al venir al mundo, el Verbo eterno del Padre nos reveló la cercanía de Dios y la verdad última sobre el hombre y sobre su destino eterno; vino a quedarse con nosotros para ser nuestro apoyo insustituible, especialmente en las inevitables dificultades de cada día. Y esta tarde la Virgen misma nos recuerda qué gran regalo nos ha hecho Jesús con su nacimiento, qué precioso "tesoro" constituye para nosotros su Encarnación. En su Nacimiento Jesús viene a ofrecer su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo; y en nuestra existencia cotidiana debemos saber dar razón de él, nuestra esperanza cierta, conscientes de que "el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes22).

La presencia de Cristo es un don que debemos compartir con todos. A esto se dirige el esfuerzo que la comunidad diocesana está llevando a cabo para la formación de los agentes pastorales, a fin de que sean capaces de responder a los desafíos que la cultura moderna plantea a la fe cristiana. La presencia de numerosas y cualificadas instituciones académicas en Roma y las numerosas iniciativas promovidas por las parroquias nos hacen mirar con confianza al futuro del cristianismo en esta ciudad. Como sabéis bien, el encuentro con Cristo renueva la existencia personal y nos ayuda a contribuir a la construcción de una sociedad justa y fraterna.

Como creyentes, podemos dar una gran contribución también para superar la actual emergencia educativa. Por eso, es sumamente útil que crezca la sinergia entre las familias, la escuela y las parroquias para una evangelización profunda y para una valiente promoción humana, capaces de comunicar al mayor número posible de personas la riqueza que brota del encuentro con Cristo. Así pues, animo a todos los componentes de nuestra diócesis a proseguir el camino emprendido, realizando juntos el programa del año pastoral actual, que mira precisamente a "educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento".

En nuestro tiempo, marcado por la inseguridad y la preocupación por el futuro, es necesario experimentar la presencia viva de Cristo. María, Estrella de la esperanza, es quien nos conduce a él. Ella, con su amor materno, es quien puede guiar a Jesús especialmente a los jóvenes, los cuales llevan imborrable en su corazón el interrogante sobre el sentido de la existencia humana. Sé que diversos grupos de padres, reuniéndose para profundizar en su vocación, buscan nuevos caminos para ayudar a sus hijos a responder a los grandes interrogantes existenciales. Les exhorto cordialmente, al igual que a toda la comunidad cristiana, a dar testimonio a las nuevas generaciones de la alegría que brota del encuentro con Jesús, el cual, al nacer en Belén, no vino a quitarnos algo, sino a dárnoslo todo.

En la Noche de Navidad tuve un recuerdo especial para los niños; esta tarde, en cambio, quiero dedicar mi atención sobre todo a los jóvenes. Queridos jóvenes, responsables del futuro de esta ciudad nuestra, no tengáis miedo de la tarea apostólica que el Señor os confía; no dudéis en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad hedonista actual. El Espíritu Santo os asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la alegría de la fe y de la belleza de ser cristianos.

Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudéis en responderle con prontitud si os llama. La sociedad necesita ciudadanos que no se preocupen sólo de sus propios intereses, porque, como recordé el día de Navidad, "si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo se encamina a la ruina" (Mensaje "Urbi et orbi"L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de diciembre de 2008, p. 20).

Queridos hermanos y hermanas, este año se cierra con la conciencia de una crisis económica y social creciente, que ya afecta al mundo entero; una crisis que requiere de todos más sobriedad y solidaridad para ayudar especialmente a las personas y las familias con dificultades más graves. La comunidad cristiana se está ya comprometiendo, y sé que la Cáritas diocesana y las demás organizaciones benéficas hacen lo posible, pero es necesaria la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en construir por sí solo su propia felicidad.

Aunque en el horizonte se ciernen no pocas sombras sobre nuestro futuro, no debemos tener miedo. Nuestra gran esperanza como creyentes es la vida eterna en la comunión de Cristo y de toda la familia de Dios. Esta gran esperanza nos da la fuerza para afrontar y superar las dificultades de la vida en este mundo. Esta tarde, la presencia maternal de María nos asegura que Dios no nos abandona nunca, si nos entregamos a él y seguimos sus enseñanzas.

Así pues, con filial afecto y confianza encomendemos a María las esperanzas y los anhelos, así como los temores y las dificultades que llevamos en el corazón, mientras despedimos el año 2008 y nos preparamos para acoger el 2009. Ella, la Virgen Madre, nos ofrece al Niño que yace en el pesebre como nuestra esperanza segura. Llenos de confianza, podremos entonces cantar al concluir el Te Deum: "In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum", "Tú, Señor, eres nuestra esperanza, no quedaremos confundidos eternamente". Sí, Señor, en ti esperamos, hoy y siempre; tú eres nuestra esperanza. Amén.

CAPILLA PAPAL PARA LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE CINCO 

SACERDOTES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Fiesta litúrgica del Dulce Nombre de María
Sábado 12 de septiembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:Saludamos con afecto y nos unimos cordialmente a la alegría de estos cinco hermanos nuestros presbíteros a quienes el Señor ha llamado a ser sucesores de los Apóstoles: monseñor Gabriele Giordano Caccia, monseñor Franco Coppola, monseñor Pietro Parolin, monseñor Raffaello Martinelli y monseñor Giorgio Corbellini. Doy las gracias a cada uno de ellos por el servicio fiel que han prestado a la Iglesia trabajando en la Secretaría de Estado, en la Congregación para la doctrina de la fe o en la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, y estoy seguro de que, con el mismo amor a Cristo y con el mismo celo por las almas, desempeñarán en los nuevos campos de acción pastoral el ministerio que hoy se les confía con la ordenación episcopal. Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos se realiza en silencio. La palabra humana enmudece. El alma se abre en silencio a Dios, cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para sí y, a la vez, lo cubre para protegerlo, a fin de que, a continuación, sea totalmente propiedad de Dios, le pertenezca del todo e introduzca a los hombres en las manos de Dios.

Pero, como segundo elemento fundamental del acto de consagración, sigue después la oración. La ordenación episcopal es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote u obispo. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, asume a ese hombre totalmente a su servicio, lo atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a los elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, le concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.

Por esta conexión entre la oración y la actuación de Cristo sobre el hombre, la Iglesia en su liturgia ha desarrollado un signo elocuente. Durante la oración de ordenación se abre sobre el candidato el Evangeliario, el libro de la Palabra de Dios. El Evangelio debe penetrar en él; la Palabra viva de Dios debe, por así decirlo, invadirlo.

El Evangelio, en el fondo, no es sólo palabra; Cristo mismo es el Evangelio. Con la Palabra, la vida misma de Cristo debe invadir a aquel hombre, de manera que se convierta totalmente en una sola cosa con él, que Cristo viva en él y dé a su vida forma y contenido. De esta manera debe realizarse en él lo que en las lecturas de la liturgia de hoy se presenta como la esencia del ministerio sacerdotal de Cristo.

El consagrado debe ser colmado del Espíritu de Dios y vivir a partir de él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la verdadera libertad y la esperanza que permite vivir al hombre y lo sana. Debe establecer el sacerdocio de Cristo en medio de los hombres, el sacerdocio según el modo de Melquisedec, esto es, el reino de la justicia y de la paz. Como los setenta y dos discípulos enviados por el Señor, debe llevar sanación, ayudar a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El bien primero y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mismo. El reino de Dios, del que se habla en el pasaje evangélico de hoy, no es algo "junto" a Dios, alguna condición del mundo: es sencillamente la presencia de Dios mismo, que es la fuerza verdaderamente sanadora.

Jesús sintetizó todos estos múltiples aspectos de su sacerdocio en la única frase: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Servir y en ello donarse uno mismo; ser no para uno mismo, sino para los demás, de parte de Dios y con vista a Dios: este es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo y, a la vez, la verdadera esencia de su sacerdocio.

Así, él hizo del término "siervo" su más elevado título de honor. Con ello llevó a cabo un vuelco de los valores; nos donó una nueva imagen de Dios y del hombre. Jesús no viene como uno de los señores de este mundo, sino que él, que es el verdadero Señor, viene como siervo. Su sacerdocio no es dominio, sino servicio: este es el nuevo sacerdocio de Jesucristo al modo de Melquisedec.

San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico y sacerdotal de forma muy clara. Ante los conflictos que existían en la Iglesia de Corinto entre corrientes distintas que se referían a apóstoles diversos, pregunta: ¿Pero qué es un apóstol? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Son siervos; cada uno según lo que el Señor le dio (cf. 1 Co 3, 5). "Es preciso que los hombres vean en nosotros a siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles" (1 Co 4, 1-2).

En Jerusalén, en la última semana de su vida, Jesús mismo habló en dos parábolas de los siervos a quienes el Señor encomienda sus bienes en el tiempo del mundo, y subrayó tres características del modo en que se debe servir, en las que se concreta también la imagen del ministerio sacerdotal. Demos ahora una breve mirada sobre estas características para contemplar, con los ojos de Jesús mismo, la tarea que vosotros, queridos amigos, estáis llamados a asumir en esta hora.

La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad. Le ha sido confiado un gran bien, que no le pertenece. La Iglesia no es la Iglesia nuestra, sino su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe dar cuentas sobre la gestión del bien que se le ha encomendado. No atamos a los hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios vivo. Con ello los introducimos en la verdad y en la libertad, que deriva de la verdad.

 La fidelidad es altruismo, y precisamente así es liberadora para el ministro mismo y para cuantos le son confiados. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad, por el bien común. El Señor traza con pocas líneas una imagen del siervo malvado que se pone a comer y beber con borrachos y a golpear a los criados traicionando así la esencia de su encargo. En griego la palabra que indica "fidelidad" coincide con la que indica "fe".

La fidelidad del siervo de Jesucristo consiste precisamente también en el hecho de que no busca adecuar la fe a las modas del tiempo. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna, y debemos llevar estas palabras a la gente. Son el bien más precioso que se nos ha confiado. Esta fidelidad no tiene nada de estéril ni de estático; es creativa. El dueño reprocha al siervo que había escondido bajo tierra el bien que se le había entregado, para evitar todo riesgo. Con esta aparente fidelidad, el siervo en realidad dejó de lado el bien del dueño para poderse dedicar exclusivamente a sus propios asuntos.

Fidelidad no es temor, sino que está inspirada por el amor y por su dinamismo. El dueño alaba al siervo que ha hecho fructificar sus bienes. La fe requiere que sea transmitida: no se nos ha entregado sólo para nosotros mismos, para la salvación personal de nuestra alma, sino para los demás, para este mundo y para nuestro tiempo. Debemos situarla en este mundo, para que en él se transforme en una fuerza viva; para que aumente en él la presencia de Dios.

La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia. Aquí es necesario eliminar inmediatamente un malentendido. La prudencia es algo distinto de la astucia. Prudencia, según la tradición filosófica griega, es la primera de las virtudes cardinales; indica el primado de la verdad, que mediante la "prudencia" se convierte en criterio de nuestra actuación.

La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja ofuscar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad, también la verdad incómoda. Prudencia significa ponerse en busca de la verdad y actuar conforme a ella.

El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de la razón sincera. Dios, a través de Jesucristo, nos ha abierto de par en par la ventana de la verdad que, ante nuestras solas fuerzas, se queda con frecuencia estrecha y sólo en parte transparente. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de la Iglesia la verdad esencial del hombre, que imprime la dirección justa a nuestra actuación. Así, la primera virtud cardinal del sacerdote ministro de Jesucristo consiste en dejarse plasmar por la verdad que Cristo nos muestra. De esta manera nos transformamos en hombres verdaderamente razonables, que juzgan según el conjunto y no a partir de detalles casuales. No nos dejamos guiar por la pequeña ventana de nuestra astucia personal, sino que, desde la gran ventana que Cristo nos ha abierto sobre toda la verdad, contemplamos el mundo y a los hombres y reconocemos así qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.

La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: "Siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25, 21.23). Se nos puede aclarar lo que se entiende con la característica de la "bondad" si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico. Este hombre se dirigió a Jesús llamándolo "Maestro bueno" y recibió la sorprendente respuesta: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 17 s). Bueno, en sentido pleno, es sólo Dios. Él es el Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. Por lo tanto, en una criatura —en el hombre— el ser bueno se basa necesariamente en una profunda orientación interior hacia Dios.

La bondad crece uniéndose interiormente al Dios vivo. La bondad presupone sobre todo una viva comunión con Dios, el Bueno, una creciente unión interior con él. En efecto: ¿de quién más se podría aprender la bondad sino de Aquel que nos ha amado hasta el final, hasta el extremo? (cf. Jn 13, 1). Nos convertimos en siervos buenos mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Sólo si nuestra vida se desarrolla en el diálogo con él; sólo si su ser, sus características, penetran en nosotros y nos plasman, podemos transformarnos en siervos verdaderamente buenos.

En el calendario de la Iglesia se recuerda hoy el Nombre de María. En ella, que estaba y está totalmente unida al Hijo, a Cristo, los hombres han encontrado en las tinieblas y en los sufrimientos de este mundo el rostro de la Madre, que nos da valentía para seguir adelante. En la tradición occidental el nombre "María" se ha traducido como "Estrella del Mar". Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida!

A veces la noche parece impenetrable. Con frecuencia puede crearse la impresión de que sólo el mal tiene poder y Dios está infinitamente lejos. A menudo entrevemos sólo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: "He aquí la sierva del Señor". Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella. En la bondad con la que ella acogió y siempre sale de nuevo al encuentro de las grandes y pequeñas aspiraciones de muchos hombres, reconocemos de manera muy humana la bondad de Dios mismo. Con su bondad trae siempre de nuevo a Jesucristo, y así la gran Luz de Dios, al mundo. Él nos dio a su Madre como Madre nuestra, para que aprendamos de ella a pronunciar el "sí" que nos hace ser buenos.

Queridos amigos, en esta hora rogamos por vosotros a la Madre del Señor, a fin de que os conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y oramos para que os convirtáis en siervos fieles, prudentes y buenos, y así podáis oír un día del Señor de la historia las palabras: Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor. Amén.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
Y CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
31 de diciembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:Al término de un año rico en acontecimientos para la Iglesia y para el mundo, esta tarde nos encontramos en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios, y para elevar un himno de acción de gracias al Señor del tiempo y de la historia.

Ante todo, las palabras del Apóstol san Pablo, que acabamos de escuchar, arrojan una luz especial sobre la conclusión del año: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

El denso pasaje paulino nos habla de la "plenitud de los tiempos" y nos ilumina sobre el contenido de esta expresión. En la historia de la familia humana, Dios quiso introducir su Verbo eterno, haciendo que asumiera una humanidad como la nuestra.

Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió al cumplimiento en el absoluto de Dios. El tiempo ha sido —por decirlo así— "tocado" por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y de él ha recibido significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en tiempo de salvación y de gracia. Precisamente desde esta perspectiva debemos considerar el tiempo del año que concluye y del que comienza, para poner las distintas vicisitudes de nuestra vida —importantes o pequeñas, sencillas o indescifrables, alegres o tristes— bajo el signo de la salvación y acoger la llamada que Dios nos hace para conducirnos hacia una meta que está más allá del tiempo: la eternidad.

El texto paulino también quiere subrayar el misterio de la cercanía de Dios a toda la humanidad. Es la cercanía propia del misterio de la Navidad: Dios se hace hombre y al hombre se le da la inaudita posibilidad de ser hijo de Dios. Todo esto nos llena de gran alegría y nos lleva a alabar a Dios. Estamos llamados a decir con la voz, el corazón y la vida nuestro "gracias" a Dios por el don del Hijo, fuente y cumplimiento de todos los demás dones con los cuales el amor divino colma la existencia de cada uno de nosotros, de las familias, de las comunidades, de la Iglesia y del mundo. El canto del Te Deum, que hoy resuena en las Iglesias de todos los lugares de la tierra, quiere ser un signo de la gozosa gratitud que manifestamos a Dios por todo lo que nos ha dado en Cristo. Verdaderamente "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).

Siguiendo una feliz costumbre, esta tarde quiero agradecer junto con vosotros al Señor, especialmente, las gracias sobreabundantes que ha concedido a nuestra comunidad diocesana de Roma a lo largo de este año que llega a su fin. Deseo dirigir, ante todo, un saludo especial al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, al igual que a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo, asimismo, con deferente cordialidad al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo también mi saludo a todos los que viven en nuestra ciudad, especialmente a los que pasan por situaciones de dificultad y de malestar: a todos y cada uno aseguro mi cercanía espiritual, avalorada por el constante recuerdo en la oración.

En cuanto al camino de la diócesis de Roma, renuevo mi aprecio por la elección pastoral de dedicar tiempo a una verificación del itinerario recorrido, a fin de aumentar el sentido de pertenencia a la Iglesia y favorecer la corresponsabilidad pastoral. Para subrayar la importancia de esta verificación, también yo he querido dar mi contribución, interviniendo, el 26 de mayo pasado por la tarde, en la Asamblea diocesana en San Juan de Letrán. Me alegra que el programa de la diócesis esté avanzando positivamente con una acción apostólica capilar, que se lleva a cabo en las parroquias, en las prefecturas y en las varias asociaciones eclesiales sobre dos ámbitos esenciales para la vida y la misión de la Iglesia, como son la celebración de la Eucaristía dominical y el testimonio de la caridad. Aliento a los fieles a participar en gran número en las asambleas que se realizarán en las distintas parroquias, para poder dar una contribución eficaz a la edificación de la Iglesia. También hoy el Señor quiere dar a conocer a los habitantes de Roma su amor por la humanidad y confía a cada uno, en la diversidad de los ministerios y las responsabilidades, la misión de anunciar su palabra de verdad y de testimoniar la caridad y la solidaridad.

Sólo contemplando el misterio del Verbo encarnado el hombre puede encontrar la respuesta a los grandes interrogantes de la existencia humana y descubrir así la verdad sobre su identidad. Por esto la Iglesia, en todo el mundo y también aquí, en la Urbe, está comprometida en promover el desarrollo integral de la persona humana. Por lo tanto, he acogido favorablemente la programación de una serie de "encuentros culturales en la catedral", que tendrán por tema mi reciente encíclica Caritas in veritate.

Desde hace algunos años muchas familias, numerosos educadores y las comunidades parroquiales se dedican a ayudar a los jóvenes a construir su futuro sobre bases sólidas, especialmente sobre la roca que es Jesucristo. Deseo que este renovado compromiso educativo realice cada vez más una fecunda sinergia entre la comunidad eclesial y la ciudad para ayudar a los jóvenes a planear su vida. Asimismo, espero que el congreso organizado por el Vicariato, que tendrá lugar el próximo mes de marzo, dé también una valiosa contribución en este importante ámbito.

Para ser testigos autorizados de la verdad sobre el hombre es necesaria una escucha orante de la Palabra de Dios. Al respecto, deseo recomendar sobre todo la antigua tradición de la lectio divina. Las parroquias y las distintas realidades eclesiales, también gracias al material que el Vicariato ha preparado, podrán promover útilmente esta antigua práctica, de manera que se convierta en parte esencial de la pastoral ordinaria.

La Palabra, creída, anunciada y vivida nos impulsa a comportamientos de solidaridad y a compartir. A la vez que alabo al Señor por la ayuda que las comunidades cristianas han sabido dar con generosidad a cuantos han llamado a sus puertas, deseo alentar a todos a proseguir el compromiso de aliviar las dificultades por las que pasan, todavía hoy, tantas familias probadas por la crisis económica y el desempleo.

 Que el Nacimiento del Señor, que nos recuerda la gratuidad con la que Dios ha venido a salvarnos, haciéndose cargo de nuestra humanidad y dándonos su vida divina, ayude a todos los hombres de buena voluntad a comprender que el comportamiento humano sólo cambia y se transforma si se abre al amor de Dios, convirtiéndose en levadura de un futuro mejor para todos.

Queridos hermanos y hermanas, Roma necesita sacerdotes que sean anunciadores valientes del Evangelio y, al mismo tiempo, revelen el rostro misericordioso del Padre. Invito a los jóvenes a no tener miedo de responder con el don total de su vida a la llamada que el Señor les dirige a seguirlo por el camino del sacerdocio o de la vida consagrada.

Deseo, desde ahora, que el encuentro del 25 de marzo próximo, 25° aniversario de la institución de la Jornada mundial de la juventud y 10° aniversario de la inolvidable que se celebró en Tor Vergata, constituya para todas las comunidades parroquiales y religiosas, los movimientos y las asociaciones, un momento fuerte de reflexión y de invocación para obtener del Señor el don de numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Al despedirnos del año que concluye y comenzar uno nuevo, la liturgia de hoy nos introduce en la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios. La Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Pidámosle a ella que nos acompañe con su solícita protección, hoy y siempre, para que Cristo nos acoja un día en su gloria, en la asamblea de los santos: Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari. ¡Aleluya! Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Viernes 1 de enero de 2010

Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de celebrar a la santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada mundial de la paz. En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz. A todos vosotros, que estáis aquí reunidos: representantes de los pueblos del mundo, de la Iglesia romana y universal, sacerdotes y fieles; y a todos los que están conectados mediante la radio y la televisión, repito las palabras de la antigua bendición: el Señor os muestre su rostro y os conceda la paz (cf. Nm 6, 26). Precisamente hoy quiero desarrollar el tema del Rostro y de los rostros a la luz de la Palabra de Dios —Rostro de Dios y rostros de los hombres—, un tema que nos ofrece también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.

Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: "El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor" (Nm 6, 25); "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación" (Sal 66, 2-3).

El rostro es la expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo, la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación.

 El Libro del Éxodo dice que "el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11), y también a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: "Mi rostro caminará contigo y te daré descanso" (Ex 33, 14). Los Salmos nos presentan a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Sal 26, 8; 104, 4) y que en el culto aspiran a verlo (cf. Sal 42, 3), y nos dicen que "los buenos verán su rostro" (Sal 10, 7).

Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. "Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un "hijo de paz" (Lc 10, 6). Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos.

En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Ga 4, 7), como leemos también en san Pablo.

Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores, queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la "profundidad" del rostro del hombre?

En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes, depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.

Es una especie de "resonancia": quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores.

Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos... Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno del hombre.

Mi Mensaje para la XLIII Jornada mundial de la paz de hoy: "Si quieres promover la paz, protege la creación", se sitúa dentro de la perspectiva del Rostro de Dios y de los rostros humanos. De hecho, podemos afirmar que el hombre es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su espíritu un sentido pleno de la vida; de otro modo se despreciará a sí mismo y lo que lo rodea, no respetará el entorno en el que vive, la creación. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad hacia su valor simbólico. Especialmente el Libro de los Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las colinas, los ríos, los animales... "¡Cuántas son tus obras, Señor! —exclama el salmista—. Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de tus criaturas" (Sal 103, 24).

La perspectiva del "rostro" invita en particular a reflexionar en lo que, también en este Mensaje, llamé "ecología humana". Existe un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguardia de la creación. "Los deberes respecto al medio ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás (ib., 12). Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no podrá menos de pagar las consecuencias. De hecho, se puede constatar un influjo recíproco entre el rostro del hombre y el "rostro" del medio ambiente: "cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia" (ib.; cf. Caritas in veritate51).

Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda "responsabilidad ecológica", basada en el respeto al hombre y a sus derechos y deberes fundamentales. Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación para la paz y en construcción de la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en el tiempo de Navidad se repite un Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de cómo la venida de Dios transfigura la creación y provoca una especie de fiesta cósmica. Este himno comienza con una invitación universal a la alabanza: "Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre" (Sal 95, 1).

Pero en cierto momento este llamamiento al júbilo se extiende a toda la creación: "Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque" (ib. 11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta del hombre y de la creación: la fiesta que en Navidad se expresa también mediante los adornos en los árboles, en las calles y en las casas. Todo vuelve a florecer porque Dios ha venido a nosotros.

La Virgen Madre muestra al Niño Jesús a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf. Lc 2, 20); la Iglesia renueva el misterio para los hombres de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz.

MEMORIA LITÚRGICA DE LA VIRGEN DE LOURDES
XVIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Jueves 11 de febrero de 2010

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Los Evangelios, en las sintéticas descripciones de la breve pero intensa vida pública de Jesús, atestiguan que él anuncia la Palabra y obra curaciones de enfermos, signo por excelencia de la cercanía del reino de Dios. Por ejemplo, san Mateo escribe: "Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4, 23; cf. 9, 35).

La Iglesia, a la que se ha confiado la tarea de prolongar en el espacio y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras esenciales: evangelización y cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. De hecho, Dios quiere curar a todo el hombre y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la sanación más profunda que es la remisión de los pecados (cf. Mc 2, 1-12). No sorprende, por lo tanto, que María, Madre y modelo de la Iglesia, sea invocada y venerada como "Salus infirmorum", "Salud de los enfermos".

Como primera y perfecta discípula de su Hijo, siempre ha mostrado, acompañando el camino de la Iglesia, una especial solicitud por los que sufren. De ello dan testimonio los miles de personas que se acercan a los santuarios marianos para invocar a la Madre de Cristo y encuentran en ella fuerza y alivio.

El relato evangélico de la Visitación (cf. Lc 1, 39-56) nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su familiar que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados.

El Consejo pontificio para la pastoral de la salud, instituido hace 25 años por el venerable Juan Pablo II, es indudablemente una expresión privilegiada de esa solicitud. Nuestro pensamiento se dirige con agradecimiento al cardenal Fiorenzo Angelini, primer presidente del dicasterio y desde siempre apasionado animador de este ámbito de actividad eclesial; así como al cardenal Javier Lozano Barragán, quien hasta hace pocos meses ha dado continuidad y crecimiento a ese servicio. Con viva cordialidad dirijo, además, al actual presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, que ha asumido esta significativa e importante herencia, mi saludo, que extiendo a todos los oficiales y al personal que en este cuarto de siglo han colaborado encomiablemente en ese oficio de la Santa Sede. Deseo saludar, asimismo, a las asociaciones y a los organismos que se encargan de la organización de la Jornada del enfermo, en particular la UNITALSI y la Obra Romana de Peregrinaciones.

Naturalmente, la bienvenida más afectuosa se dirige a vosotros, queridos enfermos. Gracias por haber venido y sobre todo por vuestra oración, enriquecida con el ofrecimiento de vuestras pruebas y sufrimientos. Y el saludo se dirige además a los enfermos y a los voluntarios unidos a nosotros desde Lourdes, Fátima, Czestochowa y otros santuarios marianos, a cuantos están en conexión con nosotros mediante la radio y la televisión, especialmente desde los centros de atención o desde su casa. El Señor Dios, que vela constantemente por sus hijos, dé a todos alivio y consuelo.

Dos son los temas principales que presenta hoy la liturgia de la Palabra: el primero es de carácter mariano y une el Evangelio y la primera lectura, tomada del capítulo final del libro de Isaías, así como el Salmo responsorial, parte del antiguo canto de alabanza de Judit. El otro tema, que encontramos en el pasaje de la carta de Santiago, es el de la oración de la Iglesia por los enfermos y, en particular, del sacramento reservado a ellos.

En la memoria de las apariciones en Lourdes, lugar elegido por María para manifestar su solicitud materna por los enfermos, la liturgia se hace eco oportunamente del Magníficat, el cántico de la Virgen que exalta las maravilla de Dios en la historia de la salvación: los humildes y los indigentes, así como todos los que temen a Dios, experimentan su misericordia, que da un vuelco al destino terreno y demuestra así la santidad del Creador y Redentor.

El Magníficat no es el cántico de aquellos a quienes les sonríe la suerte, de los que siempre van "viento en popa"; es más bien la gratitud de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, para ayudar a los hermanos necesitados.

En el Magníficat escuchamos la voz de tantos santos y santas de la caridad; pienso en particular en los que consagraron su vida a los enfermos y los que sufren, como Camilo de Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni. Quien permanece por largo tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro del gozo, fruto del amor.

La maternidad de la Iglesia es reflejo del amor solícito de Dios, del que habla el profeta Isaías: "Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré; en Jerusalén seréis consolados" (Is 66, 13). Una maternidad que habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría íntima, un gozo que paradójicamente convive con el dolor, con el sufrimiento.

La Iglesia, como María, custodia dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los mantiene unidos a lo largo de la peregrinación de la historia. A través de los siglos, la Iglesia muestra los signos del amor de Dios, que sigue obrando maravillas en las personas humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincera y gratuitamente, ¿no son acaso milagros del amor? La valentía de afrontar el mal desarmados —como Judit—, únicamente con la fuerza de la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios suscita continuamente en tantas personas que dedican tiempo y energías en ayudar a quienes sufren? Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, sino que lo comprende. De esta forma, en la Iglesia, los enfermos y cuantos sufren no sólo son destinatarios de atención y de cuidado, sino antes aún y sobre todo protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la cruz y de la Resurrección de Cristo.

En el pasaje de la carta de Santiago, recién proclamado, el Apóstol invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor y, en ese contexto, dirige una exhortación particular relativa a los enfermos. Esta ubicación es muy interesante, porque refleja la acción de Jesús que, curando a los enfermos, mostraba la cercanía del reino de Dios.

La enfermedad se contempla en la perspectiva de los últimos tiempos, con el realismo de la esperanza típicamente cristiano. "¿Sufre alguno entre vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos"(St 5, 13). Parecen escucharse palabras semejantes de san Pablo, cuando invita a vivir cada cosa en relación con la novedad radical de Cristo, su muerte y resurrección (cf. 1 Co 7, 29-31). "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo" (St 5, 14-15). Aquí es evidente la prolongación de Cristo en su Iglesia: sigue siendo él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu quien obra a través del signo sacramental del óleo; es a él a quien se dirige la fe, expresada en la oración; y, como ocurría con las personas curadas por Jesús, a todo enfermo se puede decir: tu fe, sostenida por la fe de los hermanos y de las hermanas, te ha salvado.De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento de la Unción de los enfermos, se desprende al mismo tiempo una visión del papel de los enfermos en la Iglesia. Un papel activo para "provocar", por así decirlo, la oración realizada con fe. "El que esté enfermo, llame a los presbíteros".

En este Año sacerdotal me complace subrayar el vínculo entre los enfermos y los sacerdotes, una especie de alianza, de "complicidad" evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe "llamar" a los presbíteros, y estos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable por el bien inmenso que hace, en primer lugar al enfermo y al sacerdote mismo, pero también a los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, por caminos desconocidos y misteriosos, a toda la Iglesia y al mundo. En efecto, cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sentido integral, sin separar nunca alma y cuerpo: un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de vida eterna.

Queridos amigos, como escribí en la encíclica Spe salvi, "la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad" (n. 38). Al instituir un dicasterio dedicado a la pastoral sanitaria, la Santa Sede quiso ofrecer su propia contribución también para promover un mundo más capaz de acoger y atender a los enfermos como personas. De hecho, quiso ayudarles a vivir la experiencia de la enfermedad de manera humana, no renegando de ella, sino dándole un sentido.

Deseo concluir estas reflexiones con un pensamiento del venerable Papa Juan Pablo II, que testimonió con su propia vida. En la carta apostólica Salvifici doloris escribió: "Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento" (n. 30). Que nos ayude la Virgen María a vivir plenamente esta misión.

VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA (11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Avenida de los Aliados, Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas:“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro». Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos. La “desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús.

 Desde las orillas del lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo o casi solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos mostrándoles la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.

Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos que presentaron, y el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles” (Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa memoria en esta “Ciudad invicta”, que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al altar.

Os saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y diócesis de Porto, así como a los que habéis venido de la provincia eclesiástica del norte de Portugal y también de la vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión física o espiritual con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al Obispo de Porto, Mons. Manuel Clemente, que deseaba con mucha solicitud mi visita, y me ha recibido con gran afecto, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos al comienzo de esta Eucaristía. Saludo a sus predecesores y a los demás hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, especialmente a todos aquellos que están comprometidos activamente en la Misión diocesana y, más en concreto, en la preparación de mi visita. Sé que han podido contar con la colaboración efectiva del Alcalde de Porto y de otras autoridades públicas, muchas de las cuales me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento para saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y sirven, los mejores éxitos para el bien de todos.

“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.

Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es.

Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)” (Enc. Caritas in veritate, 78).

Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía no lo conocen.

En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios.

Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección” (Decr. Ad gentes, 5).

Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.

Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Vandoma. El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”, significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.

VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA (11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Explanada del Santuario de Fátima
Jueves 13 de mayo de 2010

Queridos peregrinos

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9). Así comenzaba la primera lectura de esta Eucaristía, cuyas palabras encuentran un admirable cumplimiento en esta asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen de Fátima. Hermanas y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino, a esta “casa” que María ha elegido para hablarnos en estos tiempos modernos. He venido a Fátima para gozar de la presencia de María y de su protección materna. He venido a Fátima, porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia peregrina, querida por su Hijo como instrumento de evangelización y sacramento de salvación.

He venido a Fátima a rezar, con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por tantas miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los mismos sentimientos de los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de Dios Lucía, para hacer ante la Virgen una profunda confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús y desean fijar sus ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner bajo la protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas, misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen de la Casa de Dios un lugar acogedor y benéfico.

Ellos son la estirpe que el Señor ha bendecido... Estirpe que el Señor ha bendecido eres tú, amada diócesis de Leiría-Fátima, con tu Pastor, Mons. Antonio Marto, al que agradezco el saludo que me ha dirigido al inicio y que me ha colmado de atenciones, a través también de sus colaboradores, durante mi estancia en este santuario.

Saludo al Señor Presidente de la República y a las demás autoridades que sirven a esta gloriosa Nación. Envío un abrazo a todas las diócesis de Portugal, representadas aquí por sus obispos, y confío al cielo a todos los pueblos y naciones de la tierra. En Dios, abrazo de corazón a sus hijos e hijas, en particular a los que padecen cualquier tribulación o abandono, deseando transmitirles la gran esperanza que arde en mi corazón y que aquí, en Fátima, se hace más palpable. Nuestra gran esperanza hunde sus raíces en la vida de cada uno de vosotros, queridos peregrinos presentes aquí, y también en la de los que se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social.

Sí, el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor misericordioso, ofrece un futuro a su pueblo: un futuro de comunión con él. Tras haber experimentado la misericordia y el consuelo de Dios, que no lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta del exilio de Babilonia, el pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Is 61,10).

La Virgen Madre de Nazaret es la hija excelsa de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y sorprendida dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”. Pero ella no se ve como una privilegiada en medio de un pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable alegría de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1, 47. 50).

Este bendito lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis aquí para celebrar el centenario de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”, como Maestra que introduce a los pequeños videntes en el conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce a saborear al mismo Dios como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una experiencia de gracia que los ha enamorado de Dios en Jesús, hasta el punto de que Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da Irmā Lúcia, I, 40 e 127).

Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas tan inocentes y profundas de los Pastorcillos, alguno podría mirarlos con una cierta envidia porque ellos han visto, o con la desalentada resignación de quien no ha tenido la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el Papa les dice lo mismo que Jesús: “Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios” (Mc 12,24).

 Las Escrituras nos invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29), pero Dios —más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín, Confesiones, III, 6, 11)— tiene el poder para llegar a nosotros, en particular mediante los sentidos interiores, de manera que el alma es tocada suavemente por una realidad que va más allá de lo sensible y que nos capacita para alcanzar lo no sensible, lo invisible a los sentidos. Por esta razón, se pide una vigilancia interior del corazón que muchas veces no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades externas y de las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario teológico del Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar, ofreciéndose a nuestra mirada interior.

Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de los Pastorcillos, que proviene del futuro de Dios, es la misma que se ha manifestado en la plenitud de los tiempos y que ha venido para todos: el Hijo de Dios hecho hombre. Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes, lo vemos en el pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32).

Por lo tanto, nuestra esperanza tiene un fundamento real, se basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús de Nazaret. Y el entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su poder salvador en la gente de su tiempo era tal que una mujer en medio de la multitud —como hemos oído en el Evangelio— exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27.28).

Pero, ¿quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse fascinar por su amor? ¿Quién permanece, en la noche de las dudas y de las incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba de un nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre al hombre un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un sólido fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el abandono, lleno de confianza, en las manos del Amor que sostiene el mundo.

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9), con una esperanza inquebrantable y que fructifica en un amor que se sacrifica por los otros, pero que no sacrifica a los otros; más aún —como hemos escuchado en la segunda lectura—, “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,7).

Los Pastorcillos son un ejemplo de esto; han hecho de su vida una ofrenda a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de la Paz.

Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias da Irmā Lúcia, I, 162).

Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el Cielo ofreciendo la posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el Amor de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el ejemplo de sus vidas se ha difundido y multiplicado en numerosos grupos por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la solidaridad fraterna, en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad.


Saludo a los enfermos

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de acercarme hasta vosotros, llevando en las manos la custodia con Jesús Eucaristía, quisiera dirigiros unas palabras de aliento y de esperanza, que hago extensivas a todos los enfermos que nos acompañan a través de la radio y la televisión y a quienes, aun sin tener esa posibilidad, se unen a nosotros mediante los vínculos más profundos del espíritu, es decir, mediante la fe y la oración.

Hermano mío y hermana mía, tú tienes “un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Enc. Spe salvi, 39).

 Con esta esperanza en el corazón, podrás salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, y permanecer de pie sobre la roca firme del amor divino. En otras palabras, podrás superar la sensación de la inutilidad del sufrimiento que consume interiormente a las personas y las hace sentirse un peso para los otros, cuando, en realidad, vivido con Jesús, el sufrimiento sirve para la salvación de los hermanos.

¿Cómo es posible esto? Las fuentes de la fuerza divina manan precisamente en medio de la debilidad humana. Es la paradoja del Evangelio. Por eso, el divino Maestro, más que detenerse en explicar las razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada uno a seguirlo con estas palabras: “El que quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me siga” (cf. Mc 8, 34). Ven conmigo. Participa con tu sufrimiento en esta obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi sufrimiento, por medio de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote espiritualmente a la mía, se desvelará a tus ojos el significado salvífico del sufrimiento. Encontrarás en medio del sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.

Queridos enfermos, acoged esta llamada de Jesús que pasará junto a vosotros en el Santísimo Sacramento y confiadle todas las contrariedades y penas que afrontáis, para que se conviertan —según sus designios— en medio de redención para todo el mundo. Vosotros seréis redentores en el Redentor, como sois hijos en el Hijo. Junto a la cruz… está la Madre de Jesús, nuestra Madre.

* * *

Queridos peregrinos de língua portuguesa, sob o olhar materno de Nossa Senhora de Fátima, saúdo a todos vós que aqui viestes dos vários países lusófonos à procura de conforto e de esperança. Dando-nos Jesus, Maria é a verdadeira fonte da esperança. A Ela vos entrego e acompanho com a minha Bênção.

 VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA (11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Avenida de los Aliados, Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro». Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos.

 La “desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús. Desde las orillas del lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo o casi solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos mostrándoles la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.

Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos que presentaron, y el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles” (Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa memoria en esta “Ciudad invicta”, que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al altar.

Os saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y diócesis de Porto, así como a los que habéis venido de la provincia eclesiástica del norte de Portugal y también de la vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión física o espiritual con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al Obispo de Porto, Mons. Manuel Clemente, que deseaba con mucha solicitud mi visita, y me ha recibido con gran afecto, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos al comienzo de esta Eucaristía.

Saludo a sus predecesores y a los demás hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, especialmente a todos aquellos que están comprometidos activamente en la Misión diocesana y, más en concreto, en la preparación de mi visita. Sé que han podido contar con la colaboración efectiva del Alcalde de Porto y de otras autoridades públicas, muchas de las cuales me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento para saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y sirven, los mejores éxitos para el bien de todos.

“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.

Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)” (Enc. Caritas in veritate, 78).

Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía no lo conocen.

En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios.

Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16).

¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.

Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Vandoma. El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”, significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Domingo 15 de agosto de 2010

Eminencia; excelencia; autoridades;

queridos hermanos y hermanas:Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año litúrgico dedicadas a María santísima: la Asunción. Al terminar su vida terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, a la comunión plena y perfecta con Dios.

Este año se celebra el sexagésimo aniversario desde que el venerable Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma, y quiero leer —aunque es un poco complicada— la forma de la dogmatización. Dice el Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus DeusAAS 42 [1950] 768-769).

Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María, como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la gloria celestial en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».

San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco de luz sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia humana y de nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que es «la primicia de los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual, hemos sido hechos partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Aquí está el secreto sorprendente y la realidad clave de toda la historia humana. San Pablo nos dice que todos fuimos «incorporados» en Adán, el primer hombre, el hombre viejo; todos tenemos la misma herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la muerte y el pecado. Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día añade algo nuevo: no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que comenzó con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente en nosotros.

Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es incorporación en la muerte, incorporación que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos da en el Bautismo, es «incorporación» que da la vida. Cito de nuevo la segunda lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Co 15, 21-23)».

Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos: la Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26); ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».

Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 1, 39-56): una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total a la iniciativa y a la acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por tanto, es la grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es «bendita entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la madre del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su alegría y en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. 45).

Queridos amigos, no nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy lejana de nosotros. No. Estamos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir por la fe en la comunión perfecta de amor con él y así vivir verdaderamente.

A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación dogmática, donde se habla de asunción a la gloria celestial. Hoy todos somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos.

Con este término «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros. Para comprender un poco más esta realidad miremos nuestra propia vida: todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor.

Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.

Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor lo que llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para nosotros. Y el hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir eternamente uno en el otro.

 Esto quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte que, por así decirlo, nos es arrancada, mientras las demás se corrompen; quiere decir, más bien, que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que somos. Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y se va transformando. Todo el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la eternidad.

Queridos amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10, 30).

El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra, como afirma san Pablo: «La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Se comprende, entonces, que el cristianismo dé una esperanza fuerte en un futuro luminoso y abra el camino hacia la realización de este futuro. Estamos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir. En María elevada al cielo, plenamente partícipe de la resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el «mundo de Dios».

Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan.

VISITA PASTORAL A CARPINETO ROMANO

 SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de los Montes Lepinos
Domingo 5 de septiembre de 2010

Queridos hermanos y hermanas:  Ante todo, permitidme expresar la alegría de encontrarme entre vosotros en Carpineto Romano, siguiendo los pasos de mis amados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Y la circunstancia que me ha traído aquí también es feliz: el bicentenario del nacimiento del Papa León XIII, Vincenzo Gioacchino Pecci, acaecido el 2 de marzo de 1810 en esta hermosa localidad. Os agradezco a todos vuestra acogida. En particular, saludo con reconocimiento al obispo de Anagni-Alatri, monseñor Lorenzo Loppa, y al alcalde de Carpineto, que me han dado la bienvenida al inicio de la celebración, así como a las demás autoridades presentes.

Dirijo un saludo especial a los jóvenes, en particular a los que han realizado la peregrinación diocesana. Mi visita, por desgracia, es muy breve y concentrada exclusivamente en esta celebración eucarística; pero aquí lo encontramos todo: la Palabra y el Pan de vida, que alimentan la fe, la esperanza y la caridad; y renovamos el vínculo de comunión que nos convierte en la única Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.

Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, recordando la figura del Papa León XIII y la herencia que nos ha dejado. El tema principal de las lecturas bíblicas es el primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, tomado de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: amarlo a él más que a nadie y más que la vida misma; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones.

 Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es arduo, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse a conciencia: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente «el Señor»? ¿Ocupa el primer lugar, como el sol en torno al cual giran todos los planetas?

Y la primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero él mismo quiso revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se manifestó plenamente a sí mismo y su voluntad.

Aunque siga siendo siempre verdad que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18), ahora nosotros conocemos su «nombre», su «rostro», y también su voluntad, porque nos lo reveló Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. «Así —escribe el autor sagrado de la primera lectura— aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron» (Sb 9, 18).

Este punto fundamental de la Palabra de Dios hace pensar en dos aspectos de la vida y del ministerio de vuestro venerado conciudadano al que hoy conmemoramos, el Sumo Pontífice León XIII. En primer lugar, cabe señalar que fue hombre de gran fe y de profunda devoción. Esto sigue siendo siempre la base de todo, para cada cristiano, incluido el Papa. Sin la oración, es decir, sin la unión interior con Dios, no podemos hacer nada, como dice claramente Jesús a sus discípulos durante la última Cena (cf. Jn 15, 5).

Las palabras y las obras del Papa Pecci transparentaban su íntima religiosidad; y esto encontró correspondencia también en su magisterio: entre sus numerosísimas encíclicas y cartas apostólicas, como el hilo en un collar, están las de carácter propiamente espiritual, dedicadas sobre todo al incremento de la devoción mariana, especialmente mediante el santo rosario.

Se trata de una verdadera «catequesis», que marca de principio a fin los 25 años de su Pontificado. Pero encontramos también los documentos sobre Cristo redentor, sobre el Espíritu Santo, sobre la consagración al Sagrado Corazón, sobre la devoción a san José y sobre san Francisco de Asís.

León XIII estuvo particularmente vinculado a la familia franciscana, y él mismo pertenecía a la Tercera Orden. Me complace considerar todos estos elementos distintos como facetas de una única realidad: el amor a Dios y a Cristo, al que no se debe anteponer absolutamente nada. Y esta primera y principal cualidad suya Vincenzo Gioacchino Pecci la asimiló aquí, en su pueblo natal, de sus padres, en su parroquia.

Pero hay también un segundo aspecto, que deriva asimismo del primado de Dios y de Cristo, y se encuentra en la acción pública de todo pastor de la Iglesia, en particular de todo Sumo Pontífice, con las características propias de la personalidad de cada uno. Diría que precisamente el concepto de «sabiduría cristiana», que ya encontramos en la primera lectura y en el Evangelio, nos ofrece la síntesis de este planteamiento según León XIII, y no es casualidad que sea también el inicio de una de sus encíclicas.

Todo pastor está llamado a transmitir al pueblo de Dios no verdades abstractas, sino una «sabiduría», es decir, un mensaje que conjuga fe y vida, verdad y realidad concreta. El Papa León XIII, con la asistencia del Espíritu Santo, fue capaz de hacer esto en uno de los períodos históricos más difíciles para la Iglesia, permaneciendo fiel a la tradición y, al mismo tiempo, afrontando las grandes cuestiones abiertas. Y lo logró precisamente basándose en la «sabiduría cristiana», fundada en las Sagradas Escrituras, en el inmenso patrimonio teológico y espiritual de la Iglesia católica y también en la sólida y límpida filosofía de santo Tomás de Aquino, que él apreció en sumo grado y promovió en toda la Iglesia.

En este punto, tras haber considerado el fundamento, es decir, la fe y la vida espiritual y, por tanto, el marco general del mensaje de León XIII, puedo mencionar su magisterio social, que la encíclica Rerum novarum hizo famoso e imperecedero, pero rico en otras muchas intervenciones que constituyen un cuerpo orgánico, el primer núcleo de la doctrina social de la Iglesia.

Tomemos el ejemplo de la carta a Filemón de san Pablo, que felizmente la liturgia nos hace leer precisamente hoy. Es el texto más breve de todo el epistolario paulino. Durante un período de encarcelamiento, el Apóstol transmitió la fe a Onésimo, un esclavo originario de Colosas que había huido de su amo Filemón, rico habitante de esa ciudad, convertido al cristianismo junto a sus familiares gracias a la predicación de san Pablo. Ahora el Apóstol escribe a Filemón invitándolo a acoger a Onésimo ya no como esclavo, sino como hermano en Cristo. La nueva fraternidad cristiana supera la separación entre esclavos y libres, y desencadena en la historia un principio de promoción de la persona que llevará a la abolición de la esclavitud, pero también a rebasar otras barreras que todavía existen. El Papa León XIII dedicó precisamente al tema de la esclavitud la encíclica Catholicae Ecclesiae, de 1890.

Esta particular experiencia de san Pablo con Onésimo puede dar pie a una amplia reflexión sobre el impulso de promoción humana aportado por el cristianismo en el camino de la civilización, y también sobre el método y el estilo de esa aportación, conforme a las imágenes evangélicas de la semilla y la levadura: en el interior de la realidad histórica los cristianos, actuando como ciudadanos, aisladamente o de manera asociada, constituyen una fuerza beneficiosa y pacífica de cambio profundo, favoreciendo el desarrollo de las potencialidades que existen dentro de la realidad. Esta es la forma de presencia y de acción en el mundo que propone la doctrina social de la Iglesia, que apunta siempre a la maduración de las conciencias como condición para transformaciones eficaces y duraderas.

Ahora debemos preguntarnos: ¿En qué contexto nació, hace dos siglos, el que se convertiría, 68 años después, en el Papa León XIII? Europa sufría entonces la gran tempestad napoleónica, seguida de la Revolución francesa. La Iglesia y numerosas expresiones de la cultura cristiana se ponían radicalmente en tela de juicio (piénsese, por ejemplo, en el hecho de no contar ya los años desde el nacimiento de Cristo, sino desde el inicio de la nueva era revolucionaria, o de quitar los nombres de los santos del calendario, de las calles, de los pueblos...). Evidentemente las poblaciones del campo no eran favorables a estos cambios, y seguían vinculadas a las tradiciones religiosas. La vida cotidiana era dura y difícil: las condiciones sanitarias y alimentarias eran muy apuradas. Mientras tanto, se iba desarrollando la industria y con ella el movimiento obrero, cada vez más organizado políticamente.

       Las reflexiones y las experiencias locales impulsaron y ayudaron al magisterio de la Iglesia, en su más alto nivel, a elaborar una interpretación global y con perspectiva de la nueva sociedad y de su bien común. Así, cuando, en 1878, fue elegido Papa, León XIII se sintió llamado a ponerla en práctica, a la luz de sus vastos conocimientos de alcance internacional, pero también de numerosas iniciativas realizadas «sobre el terreno» por parte de comunidades cristianas, y de hombres y mujeres de la Iglesia.

De hecho, desde finales del siglo XVIII hasta principios del xx, fueron decenas y decenas de santos y beatos quienes buscaron y experimentaron, con la creatividad de la caridad, múltiples caminos para poner en práctica el mensaje evangélico en las nuevas realidades sociales. Sin duda, estas iniciativas, con los sacrificios y las reflexiones de estos hombres y mujeres, prepararon el terreno de la Rerum novarum y de los demás documentos sociales del Papa Pecci. Ya desde que era nuncio apostólico en Bélgica había comprendido que la cuestión social se podía afrontar de manera positiva y eficaz con el diálogo y la mediación.

En una época de duro anticlericalismo y de encendidas manifestaciones contra el Papa, León XIII supo guiar y sostener a los católicos en una participación constructiva, rica en contenidos, firme en los principios y con capacidad de apertura. Inmediatamente después de la Rerum novarum se verificó en Italia y en otros países una auténtica explosión de iniciativas: asociaciones, cajas rurales y artesanas, periódicos... un amplio «movimiento» cuyo luminoso animador fue el siervo de Dios Giuseppe Toniolo. Un Papa muy anciano, pero sabio y clarividente, pudo así introducir en el siglo XX a una Iglesia rejuvenecida, con la actitud correcta para afrontar los nuevos desafíos. Era un Papa todavía política y físicamente «prisionero» en el Vaticano, pero en realidad, con su magisterio, representaba a una Iglesia capaz de afrontar sin complejos las grandes cuestiones de la contemporaneidad.

Queridos amigos de Carpineto Romano, no tenemos tiempo para profundizar en estas cuestiones. La Eucaristía que estamos celebrando, el sacramento del amor, nos impulsa a lo esencial: la caridad, el amor a Cristo que renueva a los hombres y al mundo; esto es lo esencial, y lo vemos bien, casi lo percibimos en las expresiones de san Pablo en la carta a Filemón. En esta breve nota, de hecho, se percibe toda la dulzura y al mismo tiempo el poder revolucionario del Evangelio; se advierte el estilo discreto y a la vez irresistible de la caridad, que, como he escrito en mi encíclica social Caritas in veritate, «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (n. 1).

Con alegría y con afecto os dejo, por tanto, el mandamiento antiguo y siempre nuevo: amaos como Cristo nos ha amado, y con este amor sed sal y luz del mundo. Así seréis fieles a la herencia de vuestro gran y venerado conciudadano, el Papa León XIII. Y que así sea en toda la Iglesia. Amén.

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
Y CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Viernes 31 de diciembre de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Al finalizar el año, nos encontramos esta tarde en la basílica vaticana para celebrar las primeras vísperas de la solemnidad de María Santísima Madre de Dios y elevar un himno de acción de gracias al Señor por las innumerables gracias que nos ha dado, pero además y sobre todo por la Gracia en persona, es decir, por el Don viviente y personal del Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo.

Precisamente esta gratitud por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo: marcado en sus ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor de Dios, por sus dones de gracia; es tiempo de salvación. Sí, el Dios eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Entró en él y permanece en él con la persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del mundo. Es lo que nos ha recordado el apóstol san Pablo en la lectura breve que acabamos de proclamar: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo... para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).

Por tanto, el Eterno entra en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Ya «al principio», o sea, con la creación del mundo y del hombre en el mundo, la eternidad de Dios hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su redención, estamos «en la plenitud» del tiempo. Como pone de relieve san Pablo, con Jesús el tiempo llega a su plenitud, a su cumplimiento, adquiriendo el significado de salvación y de gracia por el que fue querido por Dios antes de la creación del mundo.

La Navidad nos remite a esta «plenitud» del tiempo, es decir, a la salvación renovadora traída por Jesús a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la da siempre de nuevo. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de sufrimientos, de dramas de todo tipo —desde los provocados por la maldad de los hombres hasta los derivados de las catástrofes naturales—, pero encierra ya, y de forma definitiva e imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo salvador. Precisamente en el Niño de Belén podemos contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de la eternidad con el tiempo, como suele expresar la liturgia de la Iglesia.

La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a reencontrar la presencia de Dios y de su amor que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de nuestra vida cotidiana? ¿No es una invitación a descubrir que nuestro tiempo humano —también en los momentos difíciles y duros— está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más, por la Gracia que es el Señor mismo?

Al final de este año 2010, antes de entregar sus días y horas a Dios y a su juicio justo y misericordioso, siento muy viva en el corazón la necesidad de elevar nuestro «gracias» a él y a su amor por nosotros. En este clima de agradecimiento, deseo dirigir un saludo particular al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Un recuerdo especial va a cuantos atraviesan dificultades y pasan estos días de fiesta entre problemas y sufrimientos. A todos y a cada uno aseguro mi pensamiento afectuoso, que acompaño con la oración.

Queridos hermanos y hermanas, nuestra Iglesia de Roma está comprometida en ayudar a todos los bautizados a vivir fielmente la vocación que han recibido y a dar testimonio de la belleza de la fe. Para poder ser auténticos discípulos de Cristo, una ayuda esencial nos viene de la meditación diaria de la Palabra de Dios que, como escribí en la reciente exhortación apostólica Verbum Domini«está en la base de toda auténtica espiritualidad cristiana» (n. 86).

Por esto deseo animar a todos a cultivar una intensa relación con ella, en particular a través de la lectio divina, para tener la luz necesaria para discernir los signos de Dios en el tiempo presente y a proclamar eficazmente el Evangelio.

De hecho, también en Roma hay cada vez más necesidad de un renovado anuncio del Evangelio, para que el corazón de los habitantes de nuestra ciudad se abra al encuentro con ese Niño, que nació por nosotros, con Cristo, Redentor del hombre. Dado que, como recuerda el apóstol san Pablo, «la fe nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17), una ayuda útil en esta acción evangelizadora puede venir —como ya se experimentó durante la Misión ciudadana de preparación para el gran jubileo del año 2000— de los «Centros de escucha del Evangelio», que animo a hacer renacer o a revitalizar no sólo en las vecindades, sino también en los hospitales, en los lugares de trabajo y en aquellos donde se forman las nuevas generaciones y se elabora la cultura.

 El Verbo de Dios, de hecho, se hizo carne por todos y su verdad es accesible a todo hombre y a toda cultura. Me ha complacido constatar el ulterior empeño del Vicariato en la organización de los «Diálogos en la catedral», que tendrán lugar en la basílica de San Juan de Letrán: estas significativas citas expresan el deseo de la Iglesia de salir al encuentro de todos aquellos que buscan respuestas a los grandes interrogantes de la existencia humana.

El lugar privilegiado de la escucha de la Palabra de Dios es la celebración de la Eucaristía. La Asamblea diocesana del pasado mes de junio, en la que participé, quiso poner de manifiesto la centralidad de la santa misa dominical en la vida de toda comunidad cristiana y ofreció indicaciones para que la belleza de los divinos misterios pueda resplandecer más en el acto celebrativo y en los frutos espirituales que derivan de ellos. Animo a los párrocos y a los sacerdotes a cumplir lo indicado en el programa pastoral: la formación de un grupo litúrgico que anime la celebración, y una catequesis que ayude a todos a conocer más el misterio eucarístico, del que brota el testimonio de la caridad.

Alimentados por Cristo, también nosotros somos atraídos en el mismo acto de ofrenda total, que impulsó al Señor a dar su propia vida, revelando de ese modo el inmenso amor del Padre. El testimonio de la caridad posee, por tanto, una esencial dimensión teologal y está profundamente unido al anuncio de la Palabra. En esta celebración de acción de gracias a Dios por los dones recibidos en el curso del año, recuerdo en particular la visita que realicé al albergue de Cáritas en la estación Termini donde, a través del servicio y la entrega generosa de numerosos voluntarios, muchos hombres y mujeres pueden palpar el amor de Dios.

El momento presente genera aún preocupación por la precariedad en la que se encuentran tantas familias y pide a toda la comunidad diocesana que esté cerca de aquellos que viven en condiciones de pobreza y dificultad. Que Dios, amor infinito, inflame el corazón de cada uno de nosotros con la caridad que lo impulsó a darnos a su Hijo unigénito.

Queridos hermanos y hermanas, se nos invita a mirar al futuro, y a mirarlo con la esperanza que es la palabra final del Te Deum: «In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!», «Señor, tú eres nuestra esperanza, no quedaremos defraudados eternamente». Quien nos entrega a Cristo, nuestra esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios: María santísima. Como hizo con los pastores y a los magos, sus brazos y aún más su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro Salvador. En él está toda nuestra esperanza, porque de él han venido para todo hombre la salvación y la paz. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS XLIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 1 de enero de 2011

Queridos hermanos y hermanas:Todavía inmersos en el clima espiritual de la Navidad, en la que hemos contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, con los mismos sentimientos celebramos hoy a la Virgen María, a quien la Iglesia venera como Madre de Dios, porque dio carne al Hijo del Padre eterno.

Las lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente en el Hijo de Dios hecho hombre y en el «nombre» del Señor. La primera lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto, este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia nosotros.

La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad. De hecho, ya es una tradición consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un emprendiendo decididamente la senda de la paz.

Hoy, queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Hoy rezamos a fin de que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, llegue a todos los rincones del mundo: «Super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2, 14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidades de gobierno, a avanzar de modo cada vez más decidido por el camino de la paz.

En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de salvación realizada por Cristo, en la cual está como engarzada la figura de María. Gracias a ella el Hijo de Dios, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), pudo venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos.

Ese cumplimiento, esa plenitud, atañe al pasado y a las esperas mesiánicas, que se realizan, pero, al mismo tiempo, también se refiere a la plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho carne Dios dijo su Palabra última y definitiva. En el umbral de un año nuevo, resuena así la invitación a caminar con alegría hacia la luz del «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), puesto que en la perspectiva cristiana todo el tiempo está habitado por Dios, no hay futuro que no sea en la dirección de Cristo y no existe plenitud fuera de la de Cristo.

El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón sobre el misterio de su Hijo, que de modo completamente singular es don de Dios. Pero el pasaje evangélico que hemos escuchado hace hincapié especialmente en los pastores, que se volvieron «glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20). El ángel les había anunciado que en la ciudad de David, es decir, en Belén había nacido el Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 11-12).

Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en pañales», porque es él —el Verbo de Dios (Jn 1, 14)— el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él quien hace que la maternidad de María se califique como «divina».

Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo», a Jesús, no reduce el papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total con Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de «Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa.

En efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (cf. Oración Colecta). Y María ofrece continuamente su mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad, como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la Iglesia.

En el nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, desde el 1 de enero de 1968 se celebra en todo el mundo la Jornada mundial de la paz. La paz es don de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor (…) te conceda la paz» (Nm 6, 26). Es el don mesiánico por excelencia, el primer fruto de la caridad que Jesús nos ha dado; es nuestra reconciliación y pacificación con Dios. La paz también es un valor humano que se ha de realizar en el ámbito social y político, pero hunde sus raíces en el misterio de Cristo (cf. Gaudium et spes, 77-90).

En esta celebración solemne, con ocasión de la 44ª Jornada mundial de la paz, me alegra dirigir mi deferente saludo a los ilustres embajadores ante la Santa Sede, con mis mejores deseos para su misión. Asimismo, dirijo un saludo cordial y fraterno a mi secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia romana, con un pensamiento particular para el presidente del Consejo pontificio «Justicia y paz» y sus colaboradores.

Deseo manifestarles mi vivo reconocimiento por su compromiso diario en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos y de la formación cada vez más sólida de una conciencia de paz en la Iglesia y en el mundo. Desde esta perspectiva, la comunidad eclesial está cada vez más comprometida a actuar, según las indicaciones del Magisterio, para ofrecer un patrimonio espiritual seguro de valores y de principios, en la búsqueda continua de la paz.

En mi Mensaje para la Jornada de hoy, que lleva por título «Libertad religiosa, camino para la paz» he querido recordar que: «El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social e internacional justo y pacífico» (n. 15). Por tanto, he subrayado que «la libertad religiosa (...) es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre» (n. 5).

La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del egoísmo y de la violencia; no debe acostumbrarse a conflictos que provoquen víctimas y pongan en peligro el futuro de los pueblos. Frente a las amenazadoras tensiones del momento, especialmente frente a las discriminaciones, los abusos y las intolerancias religiosas, que hoy golpean de modo particular a los cristianos (cf. ib., 1), dirijo una vez más una apremiante invitación a no ceder al desaliento y a la resignación.

Os exhorto a todos a rezar a fin de que lleguen a buen fin los esfuerzos emprendidos desde diversas partes para promover y construir la paz en el mundo. Para esta difícil tarea no bastan las palabras; es preciso el compromiso concreto y constante de los responsables de las naciones, pero sobre todo es necesario que todas las personas actúen animadas por el auténtico espíritu de paz, que siempre hay que implorar de nuevo en la oración y vivir en las relaciones cotidianas, en cada ambiente.

En esta celebración eucarística tenemos delante de nuestros ojos, para nuestra veneración, la imagen de la Virgen del «Sacro Monte di Viggiano», tan querida para los habitantes de Basilicata. La Virgen María nos da a su Hijo, nos muestra el rostro de su Hijo, Príncipe de la paz: que ella nos ayude a permanecer en la luz de este rostro, que brilla sobre nosotros (cf. Nm 6, 25), para redescubrir toda la ternura de Dios Padre; que ella nos sostenga al invocar al Espíritu Santo, para que renueve la faz de la tierra y transforme los corazones, ablandando su dureza ante la bondad desarmante del Niño, que ha nacido por nosotros. Que la Madre de Dios nos acompañe en este nuevo año; que obtenga para nosotros y para todo el mundo el deseado don de la paz. Am

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA A LOS CIELOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo 
Lunes 15 de agosto de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta de su asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.

Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. Quiero reflexionar, en particular, sobre una imagen que encontramos en la primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la que se hace eco el Evangelio de san Lucas: la del arca.

En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el cielo el santuario de Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál es el significado del arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera arca de la alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios no habita en un mueble, Dios habita en una persona, en un corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el arca —como sabemos— se conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda.

María es el arca de la alianza, porque acogió en sí a Jesús; acogió en sí la Palabra viva, todo el contenido de la voluntad de Dios, de la verdad de Dios; acogió en sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre recibidos de María. Con razón, por consiguiente, la piedad cristiana, en las letanías en honor de la Virgen, se dirige a ella invocándola como Foederis Arca, «Arca de la alianza», arca de la presencia de Dios, arca de la alianza de amor que Dios quiso establecer de modo definitivo con toda la humanidad en Cristo.

El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo, a quien acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su gloria del cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el cielo de Dios con todo su ser, alma y cuerpo.

San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, no construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la Dormición, 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que aquella que había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los tabernáculos de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido habitara en la estancia nupcial del cielo» (ib., 14: PG 96, 742).

Hoy la Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya: la eligió como verdadera «arca de la alianza», como Aquella que sigue engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que en el cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma de Dios y, al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro modo modesto, «arca» en la que está presente la Palabra de Dios, que es transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios, para que los hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del cielo.

El Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39-56) nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel.

Me parece importante subrayar la expresión «de prisa»: las cosas de Dios merecen prisa; más aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son precisamente las de Dios, que tienen la verdadera urgencia para nuestra vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre.

Ciertamente, en aquella casa la esperaban a ella y su ayuda, pero el evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza, aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla. Así, la pariente anciana la acoge diciéndole «a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43).

Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista san Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16).

Juan Bautista en el seno de su madre danza ante el arca de la Alianza, como David; y así reconoce: María es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el «arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.

Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros: también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó —ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a María. En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 1 de enero de 2012

Queridos hermanos y hermanas

En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Dios, por medio de Moisés, confió esta bendición a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir su Nombre y permanecer bajo el haz de luz que procede de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.

Los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy, tuvieron esta misma experiencia. La experiencia de estar en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, ante un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16).

De ese niño proviene una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).

María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella, según el saludo de santa Isabel, es «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está iluminada por el Señor, bajo el radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51).

El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y quien porta la bendición; es la mujer que ha acogido a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).

María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que siembra por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina.

La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo por sí mismo no se puede dar y que necesita tanto o más que el pan.

Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, al igual que la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos.

Así pues, con este deseo profundo en el corazón, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: a los Señores Cardenales; los Embajadores de tantos países amigos que, más que nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; al Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz» que, junto con el Secretario y los colaboradores, trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; a los representantes de las Asociaciones y Movimientos eclesiales y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como bien sabéis, mi Mensaje de este año sigue una perspectiva educativa.

«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más conciencia de ello, como lo demuestra, por una parte las declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación entre los mismos jóvenes, en los últimos decenios, de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Educar en la paz forma parte de la misión que la Comunidad eclesial ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz.

Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar es algo que no se puede dar por descontado sino que supone una elección; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, al fin y al cabo, ¿para qué educar?

Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad, en los valores y en las virtudes fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. La formación en la justicia y la paz tiene que ver también con este compromiso por una educación integral.

Hoy, los jóvenes crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, y en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no sean siempre inmediatos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión.

Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar contando siempre y solo con la fuerza de la verdad y el bien.

Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando comporta un sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.

En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una responsabilidad particular corresponde también a las comunidades religiosas. Todo itinerario de formación religiosa auténtica acompaña a la persona, desde su más tierna edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su voluntad. Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiera honrarlo debe comportarse sobre todo como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8).

Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En Jesús «la misericordia y la fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9). Jesús es un camino transitable, abierto a todos. La Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y A LA REPÚBLICA DE CUBA
(23-29 DE MARZO DE 2012)

SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 400° ANIVERSARIO DEL HALLAZGO DE LA VIRGEN DE LA CARIDAD DEL COBRE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba
Solemnidad de la Anunciación del Señor
Lunes 26 de marzo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Doy gracias a Dios que me ha permitido venir hasta ustedes y realizar este tan deseado viaje. Saludo a Monseñor Dionisio García Ibáñez, Arzobispo de Santiago de Cuba, agradeciéndole sus amables palabras de acogida en nombre de todos; saludo asimismo a los obispos cubanos y a los venidos de otros lugares, así como a los sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles laicos presentes en esta celebración. No puedo olvidar a los que por enfermedad, avanzada edad u otros motivos, no han podido estar aquí con nosotros. Saludo también a las autoridades que han querido gentilmente acompañarnos.

Esta santa Misa, que tengo la alegría de presidir por primera vez en mi visita pastoral a este país, se inserta en el contexto del Año Jubilar mariano, convocado para honrar y venerar a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, en el cuatrocientos aniversario del hallazgo y presencia de su venerada imagen en estas tierras benditas. No ignoro el sacrificio y dedicación con que se ha preparado este jubileo, especialmente en lo espiritual. Me ha llenado de emoción conocer el fervor con el que María ha sido saludada e invocada por tantos cubanos, en su peregrinación por todos los rincones y lugares de la Isla.

Estos acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven iluminados con inusitado resplandor por la fiesta que hoy celebra la Iglesia universal: la anunciación del Señor a la Virgen María. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida concreta?

Veamos ante todo qué significa la encarnación. En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Is 7,14).

Sí, Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).

La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.

Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios, al entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura suya.

Sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación.

En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad divina (cf. Lectio divina con el clero de Roma, 18 febrero 2010).

Queridos hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y con santa Isabel le decimos también nosotros: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín, María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre; María creyó y se cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074).

Pidamos nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el amor. Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la palabra de Dios y llevarla a la práctica con docilidad y constancia. La Virgen María, por su papel insustituible en el misterio de Cristo, representa la imagen y el modelo de la Iglesia. También la Iglesia, al igual que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella.

Queridos hermanos, sé con cuánto esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia, la Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica de Dios, de abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios.

Vale la pena, queridos hermanos, dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada día en su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su vida a todos los hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de sembrar el mundo con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la convicción de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal que todo lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad de su entrega.

El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de ser célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. Cuba tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada.

Queridos hermanos, ante la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, deseo hacer un llamado para que den nuevo vigor a su fe, para que vivan de Cristo y para Cristo, y con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de Dios.

Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS XLVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Martes 1 de enero de 2013

Queridos hermanos y hermanas

«Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros». Así, con estas palabras del Salmo 66, hemos aclamado, después de haber escuchado en la primera lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la alianza.

Es particularmente significativo que al comienzo de cada año Dios proyecte sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el Nombre que viene pronunciado tres veces en la solemne fórmula de la bendición bíblica. Resulta también muy significativo que al Verbo de Dios, que «se hizo carne y habitó entre nosotros» como la «luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9.14), se le dé, ocho días después de su nacimiento – como nos narra el evangelio de hoy – el nombre de Jesús (cf. Lc 2,21).

Estamos aquí reunidos en este nombre. Saludo de corazón a todos los presentes, en primer lugar a los ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al Cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, junto a todos los miembros del Pontificio Consejo Justicia y Paz; a ellos les agradezco particularmente su esfuerzo por difundir el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema «Bienaventurados los que trabajan por la paz».

A pesar de que el mundo está todavía lamentablemente marcado por «focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado», así como por distintas formas de terrorismo y criminalidad, estoy persuadido de que «las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz.

El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda… El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9)» (Mensaje, 1).

Esta bienaventuranza «dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana …Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación» (ibíd., 2 y 3). Sí, la paz es el bien por excelencia que hay que pedir como don de Dios y, al mismo tiempo, construir con todas las fuerzas.

Podemos preguntarnos: ¿Cuál es el fundamento, el origen, la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos sentir la paz en nosotros, a pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta la tenemos en las lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobre todo el evangelio de san Lucas que se ha proclamado hace poco, nos proponen contemplar la paz interior de María, la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores.

En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan.

El texto evangélico termina con una mención a la circuncisión de Jesús. Según la ley de Moisés, un niño tenía que ser circuncidado ocho días después de su nacimiento, y en ese momento se le imponía el nombre. Dios mismo, mediante su mensajero, había dicho a María –y también a José– que el nombre del Niño era «Jesús» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31); y así sucedió.

El nombre que Dios había ya establecido aún antes de que el Niño fuera concebido se le impone oficialmente en el momento de la circuncisión. Y esto marca también definitivamente la identidad de María: ella es «la madre de Jesús», es decir la madre del Salvador, del Cristo, del Señor. Jesús no es un hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las Personas divinas, el Hijo de Dios: por eso la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos, es decir «Madre de Dios».

La primera lectura nos recuerda que la paz es un don de Dios y que está unida al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números, que transmite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que repite tres veces el santo nombre de Dios, el nombre impronunciable, y uniéndolo cada vez a dos verbos que indican una acción favorable al hombre: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine el Señor su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (6,24-26). La paz es por tanto la culminación de estas seis acciones de Dios en favor nuestro, en las que vuelve el esplendor de su rostro sobre nosotros.

Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de Dios es la máxima felicidad: «lo colmas de gozo delante de tu rostro», dice el salmista (Sal 21,7). Alegría, seguridad y paz, nacen de la contemplación del rostro de Dios. Pero, ¿qué significa concretamente contemplar el rostro del Señor, tal y como lo entiende el Nuevo Testamento? Quiere decir conocerlo directamente, en la medida en que es posible en esta vida, mediante Jesucristo, en el que se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios quiere decir penetrar en el misterio de su Nombre que Jesús nos ha manifestado, comprender algo de su vida íntima y de su voluntad, para que vivamos de acuerdo con su designio de amor sobre la humanidad.

Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Gálatas (4,4-7), al hablar del Espíritu que grita en lo más profundo de nuestros corazones: «¡Abba Padre!». Es el grito que brota de la contemplación del rostro verdadero de Dios, de la revelación del misterio de su Nombre. Jesús afirma: «He manifestado tu nombre a los hombres» (Jn 17,6).

El Hijo de Dios que se hizo carne nos ha dado a conocer al Padre, nos ha hecho percibir en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través del don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho conocer que en él también nosotros somos hijos de Dios, como afirma san Pablo en el texto que hemos escuchado: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba Padre!”» (Ga 4,6).

Queridos hermanos, aquí está el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y de tener así, en el camino de nuestra vida, la misma seguridad que el niño experimenta en los brazos de un padre bueno y omnipotente.

El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos da paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor vuelve su rostro sobre nosotros, se manifiesta como Padre y nos da paz. Aquí está el principio de esa paz profunda –«paz con Dios»– que está unida indisolublemente a la fe y a la gracia, como escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cf. Rm 5,2).

No hay nada que pueda quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y sufrimientos de la vida. En efecto, los sufrimientos, las pruebas y las oscuridades no debilitan sino que fortalecen nuestra esperanza, una esperanza que no defrauda porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

Que la Virgen María, a la que hoy veneramos con el título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la Paz. Que nos sostenga y acompañe en este año nuevo; que obtenga para nosotros y el mundo entero el don de la paz. Amén.

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