MARÍA, HERMOSA NAZARENA VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL III. HOMILÍAS Y MEDITACIONES MARIANAS. FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

HOMILIAS Y MEDITACIONES

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

Portada: La coronación de la Virgen,

GRECO (SigloXV). El Prado, Madrid

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

III

MARÍA, VIRGEN BELLA, MADRE DE DIOS Y DE LOS HOMBRES

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HOMILIAS Y MEDITACIONES

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

 

 

 

¡SALVE,

 

MARÍA,

 

HERMOSA NAZARENA,

 

VIRGEN BELLA,

 

MADRE SACERDOTAL,

 

MADRE DEL ALMA

 

CUÁNTO ME QUIERES,

 

CUÁNTO TE QUIERO

 

GRACIAS POR HABERME DADO A JESÚS

 

SACERDOTE ÚNICO, SALVADOR DEL MUNDO 

 

ENCARNADO EN TU SENO.

 

GRACIAS POR HABERME LLEVADO HASTA ÉL,

 

Y GRACIAS TAMBIÉN POR QUERER SER MI MADRE,

 

MI MADRE SACERDOTAL Y MI MODELO

 

¡GRACIAS!

ÍNDICE

Introducción.....................................................................       9

No lo puedo olvidar……………….15

Capítulo Primero

María en la doctrina de la Iglesia del Vaticano II

 

I Capítulo VIII de la Lumen gentium del Vaticano II:

La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia  ...............................................................      15

II. Oficio de la bienaventurada Virgen en la economía

     de la salvación  .........................................................................17

III La bienaventurada Virgen y la Iglesia...............................,,,,,,, 21   

IV  Culto de la bienaventurada Virgen en la Iglesia.................,    24

V   María, signo de esperanza cierta y consuelo,.......................    26

Capítulo Segundo

María en el Misterio de Cristo

 

Predestinación de María....................................................      28

A) Homilía .............................................................................      28

B) Madre del Redentor .........................................................        32

 2  María en el Misterio de la Iglesia ...................  ……..…. ..      35 

2. 1 María, Madre de la Iglesia ............................................         36

2. 2 María, Modelo de la Iglesia  ........................................          37

2. 3 María, Madre y Modelo por la Palabra ..............................    40

2. 4 María, Madre y Modelo en la    Liturgia  .............................  41

Capítulo Tercero

La oración de María

 

 1 La oración de María, modelo de oracion……………….........47

 2 María, en la Anunciación, es virgen orante de Nazaret.….…51

 3  María pronuncia el “fiat”  en oración-diálogo con el.ángel..54

 4 María “lo meditaba en su corazón”……………………..……. 56

5 María, maestra y modelo de oración……………………….... 59

6.María  en el Memorial Eucarístico del hijo-Hijo…………….60

Capitulo Cuarto

María,  modelo de vida espiritual

 

1. Orar con María: intercesión: los apóstoles: Pentecostés…......68

2. Orar a María: Fátima: Sor Lucia………………………….… 71

3. “¡he ahí a  tu madre!”:fundamento del culto mariano……. 73

4.  Carácter filial del culto a  María…………......................….  75

a) el amor filial de los hijos……………………….………..….. 76

b) la confianza filial de los hijos …….……………............……79

c) la oración filial de los cristianos……………….….….…..… 89

Capítulo Quinto

Maria maestra de oración

 

Desde la Anunciación la Virgen es una ofrenda a Dios………..87

María, modelo de ofrenda a Dios  ....................................... 91

Capítulo Sexto

Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre la Virgen

 

1 La llena de gracia ..........................................................94

2 La santidad perfecta de María  ……………..................... 97

3 El propósito de Virginidad ..........................................  100

4 María, modelo de Virginidad  ....................................   104

5  La unión virginal de María y José ..............................  107

6 María siempre Virgen  ................................................ 109

7 La esclava del Señor ...................................................112

8 María, nueva Eva .......................................................714

Capítulo Séptimo

Las dimensiones del Sí Mariano

 

Introducción  .....................................................................11 7

1 Las dimensiones del Sí mariano..............................               119

2 Preparación de María para la maternidad eclesial……,……. ..121

3. María, prototipo de la Iglesia........................................     124

4. El credo de María de Fr. M. Flanagan... ……………….      126

Capítulo Octavo

El santo Rosario

 

Carta de Juan Pablo II: El rosario de la Virgen María,,,,,,,,….,,, 130

1 El rosario, dulce cadena que nos une a Dios.....................    130

2 Capt. I:Contemplando con María el rostro de Cristo..,,,,,,......  134

3 Capt. II: Misterios de Cristo, Misterios de María……,,…….138

5 Resumiendo: El Rosario nos lleva a:

a) Cristo   .....................................................................................142

b) con María y como María..................................................   143

c) Jesús es Luz, rezando el rosario María es la Madre de la Luz.144

d) es una forma sencilla de hacer oración todos los días……… .144

Capítulo Noveno

Anotaciones e improvisaciones sobre la Virgen

 

1.- No lo puedo olvidar………………………………………..147

2.- La Virgen me llevó a Cristo………………………….…..150

3.- Por el Hijo-hijo me vino conocer a la Virgen…………...161

4.- Y se completó por el Hijo-hijo, pan de Eucaristía……….169

5.- E caliz de mi primera misa……………………………….177

6.- El testimonio de Sor Lucía…………………………….…193

 

BIBLIOGRAFÍA ............................................,,,,,,,,,,,,....        196

INTRODUCCIÓN

Queridos amigos y amigas, en este libro dedicado a la Madre, quiero poner por escrito todo lo más bello y hermoso, tanto bíblico-teológico como espiritual, que yo he  leído,  meditado, vivido y predicado sobre nuestra Madre. Y cada uno de estos verbos tiene su importancia y significado, porque a veces lo meditado y vivido y predicado por mí sobre ella me gusta tanto que lo pongo tal cual, aunque sea de tiempos lejanos; y lo mismo lo que he leído en otros hijos de la Virgen, lo pongo tal cual, procurando modificarlo muy poco, para no hacerlo mío propio, porque me gusta respetar la forma de decir de los otros, auque tengamos las mismas ideas, pero podemos expresarlas de forma diversa.

Por lo tanto, teniendo presente toda la teología Mariana, toda la Mariología  que he meditado atenta y amorosamente, este libro quiere ser una especie de «lectio divina», de lectura espiritual, meditativa, para conocer y amar más a la Virgen Bella, a la Hermosa Nazarena, teniendo en cuenta lo que los evangelios dicen de ella, y algo de lo que la Tradición y los Padres de la Iglesia y los hijos devotos han dicho o escrito sobre ella; también algo de lo que la teología ha reflexionado sobre ella,.            

Ya dije en algún libro mío, que estoy maravillado de la Tradición, de lo que los Padres de la Iglesia, sobre todo, orientales, han dicho de la Virgen.

            Por eso, hace años, hice propósito de leerlos más despacio. Y aquí está algo de su fruto, en la abundancia de sus citas, que pudieron ser más. Pero todo hecho y escrito no especulativa o racionalmente, sino con método y andadura de  teología y sabiduría de amor.

No pongo notas ni tengo metodología  científica, como cuando uno hace una tesis doctoral o trabajo científico-teológico, pero los que me conocen bien, saben que detrás de cada afirmación o texto de este libro, hay una densa lectura y bibliografía, atentamente examinada y leída y revisada. Y para eso me ayudo de todo lo bueno que  he encontrado sobre la Virgen, de la cual «nunquam satis».

Ya he dicho cual fue y es mi camino y ruta para llegar a María. Primero fue ella, y desde ella a Cristo. Ahora miro a la Virgen con los ojos y el corazón del Hijo hacia la Trinidad, en camino de entrada y salida del proyecto de Amor de Dios sobre el hombre. Desde entonces, desde su advertencia en el Santuario del Puerto, todo lo que yo he dicho y predicado y escrito y realizado, todo, absolutamente todo, ha sido desde Cristo, especialmente desde Jesucristo Eucaristía que tanto sabor tiene mariano, porque es carne de María, y beso y amor de Maria sobre ese cuerpo bendito del Hijo, y que tantas cosas bellas nos dice y recuerda y realiza por y desde su Madre, que Él quiso también que fuera nuestra. La quiso compartir, la quiso Madre de todos los hombres.

Él es el Verbo de Dios, la única Palabra de la Salvación pronunciada por el Padre con Amor de Espíritu Santo, y escuchada y encarnada primero en María, y por ella y desde ella, pronunciada como Canto de Amor y Palabra de Salvación para toda la humanidad: El Hijo de María es la Palabra “que estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se  hizo nada de cuanto ha sido hecho”: también María fue hecha Madre por esta Palabra pronunciada sobre ella desde el Padre y el Hijo por el Amor del Espíritu Santo, Espíritu de Amor de Dios Trino y Uno: “En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María...El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios... Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel” (Lc 1, 26-38).

He querido poner este texto de San Lucas porque sin la raíz de la carne que es el cuerpo de esta Mujer, todo el misterio de la Encarnación, toda la Mariología termina perdiendo su indispensable materialidad para convertirse en puro espiritualismo o narración de cosas extraordinarias o moralismos ideológicos.

La mariología no es el «tumor  del catolicismo», como sostienen algunos profesores protestantes, sino que es el desarrollo lógico y orgánico de los postulados evangélicos; no es una «excrecencia» injustificada de la teología, sino que es un capítulo fundamental, sin el cual faltaría un apoyo para su estabilidad.

Es más, como dije antes y la historia y la experiencia de los pueblos y personas ha confirmado, María es la mejor guardiana de la fe católica y el mejor camino para llegar a Cristo, porque Cristo es Dios, pero María está junto a nosotros, es humana como nosotros, pero al ser madre del Hijo, es casi divina, es casi infinita, y esto le ha llevado a un conocimiento y amor que son únicos.

María es «la destructora de toda herejía» y su función maternal de proteger al Hijo y a los hijos, al dárnosla como madre, continúa y continuará hasta la Manifestación última y gloriosa del Hijo. Hoy, más que en otros tiempos, necesitamos de esta protección materna, que no le faltará a la Iglesia: Lourdes, Fátima, Siracusa..., siempre que escuchemos sus consejos, dándole el puesto que le corresponde: Consagración del mundo a su Corazón Inmaculado, como signo de la protección que Dios quiere para su Iglesia y sus hijos por medio  de María.

Lo único que pretendo es que María sea más conocida y amada. Pero sin caer en un estilo beato o dulzarrón; no es mi estilo, porque tampoco ha sido mi vida. Respeto todo, pero nada de cosas extraordinarias y manifestaciones  paranormales. Todo natural y normal, como es el amor de los hijos a su madre.

            Este libro quiere ser una meditación fundada en la lectura y  seguimiento de los textos evangélicos. Muchos santos, sobre todo mujeres santas, jamás cursaron teología, y hablan profunda y teológicamente desde la teología espiritual de la vivencia de amor de aquella “mujer fuerte” que entonó el Magnificat, --canto de adoración y de sentirse criatura ante el Dios infinito--,  y de la Madre solícita de Caná: “haced lo que Él os diga”, más atenta a las necesidades de los demás que a las suyas propias y que supo adelantar la “hora” del Hijo con el signo de su divinidad, convirtiendo el agua en vino. 

Y todo, porque ella nos ama de verdad, se preocupa de verdad de sus hijos y se aparece en algunos lugares, a

veces triste, porque no puede aguantar más la ignorancia o desprecio que muchos hombres tienen y manifiestan de la salvación de su Hijo y de los bienes eternos, dado que ella vive siempre inclinada sobre la universalidad de sus hijos y se da cuenta de lo que es lo fundamental y la razón de su existencia en el mundo, de lo que nos dijo su Hijo y por lo que vino a este mundo y murió por todos nosotros y que muchos de sus hijos ignoran: “ De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”.

Hay que ver lo que ella insiste en sus apariciones en la vida eterna, en la condenación, en el infierno. Le duele infinito. Esta verdad debiera estar más presente en nosotros, en nuestras vidas y predicaciones, somos sembradores y cultivadores de eternidades. De otra forma, el cristianismo, el sacerdocio, sin vida eterna, no tendría sentido, lo perdería todo, si no hay vida con Dios después de esta vida. Pero la resurrección de Cristo es el fundamento y la garantía de la Verdad y Vida de la vida eterna en Dios Trino y Uno. No oigo, en homilías y meditaciones, con la frecuencia que otras veces, especialmente en mis años juveniles, hablar de las verdades eternas. Especialmente a mis superiores. Resulta antipático. Sin embargo, es lo único necesario.

            La Madre de Caná es la síntesis del papel que el Hijo quiere que ejerza sobre los creyentes, es la manifestación de lo que lleva en su corazón de madre, es el sentido de la misión que el Hijo le confió en la cruz, lo que ella misma nos manifiesta en todas sus apariciones: “Haced lo que Él os diga”.

            ¡Lo haremos, Madre! Y  te digo ahora lo que tantas veces te rezo y digo cuando tengo problemas personales o pastorales: «Madre, díselo, díselo, como en las Bodas de Caná». No le digo más. Porque sé que de todo lo demás se encarga ella. Y el Hijo obedeció, porque Él mismo, por su Espíritu Santo, se lo había inspirado a su madre, y porque Él mismo estaba impaciente de manifestarse como Mesías, con el primero de sus signos, a sus discípulos y al mundo entero; para eso vino y se encarnó, para venir en nuestra búsqueda y abrirnos las puertas de la eternidad gozosa con Dios Trino y Uno. Eso es así,  y así me ha parecido escuchárselo en diálogos de amor con la Madre, que sabe de estas cosas más de lo que aparece y está escrito en los evangelios

            Por eso, como el Hijo sabe que voy a hablar de su madre en este libro, y como la Virgen es la que mejor le conoce, espero que ya habrá recibido el recado que le ha dado su madre «Madre, díselo, díselo, como en las Bodas de Caná». Así que espero su intervención, y que me inspire o me diga lo que Él piensa de su madre y yo, con su ayuda, «benedicere», la bendiga, esto es, diga cosas bellas al Hijo por su Madre, y a la Madre, por el Hijo, que esto significa bene-dicere. Es obligado al Hijo; se lo merece la Madre ¡Es tan buena madre! ¡Me ha ayudado tanto! ¡Nos quiere tanto a todos los hombres sus hijos!

            El camino para conocer mejor a María y quedar cautivos de su vida y amor, es aplicarnos a conseguir con relación a ella un triple conocimiento:

 

-- Un conocimiento histórico desde los evangelios.    Son pocos los textos bíblicos que hacen alusión a María, por lo que no es difícil acceder a ese conocimiento de una forma

exhaustiva. Esto es fundamento y base para acceder a los otros. Lucas es el evangelista de María: a él le debemos los relatos de la infancia de Jesús, que faltan en los otros tres. Pero también en otros puntos también el tercer evangelista se caracteriza por su atención especial a la Madre de Cristo.

            Según tradición antigua, Lucas era pintor; de hecho se le atribuyen varias imágenes de la Virgen. ¿Será realmente esta la causa de que nos haya pintado en su evangelio la belleza y fascinación de aquella que habría de convertirse, durante los milenios, en la mayor inspiradora del arte?

 

-- Un conocimiento teológico-sapiencial. Es necesario conocer, con todo esmero y dedicación, la doctrina de la Iglesia acerca de los dogmas Marianos y

de la sencilla y, a la vez, extraordinaria vida de la Madre de Dios. Como doctrina de la Iglesia me encanta el capítulo VIII de la LG  para conocer y amar a María: LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA.

            Leer a los Santos Padres, las catequesis de los Papas, y la mariología de  buenos teólogos, desde la teología espiritual, es necesario para saborear la riquísima tradición de la Iglesia. Desde luego los Santos Padres son alucinantes, te alucinan, te llenan de esplendores y luces divinas. Daos cuenta de lo que cito a los Padres en mis últimos libros. Eran sabios por ser santos.

 

-- Un conocimiento vivencial y pentecostal de María,  hecho por el Espíritu Santo en nosotros. Para ello es imprescindible orar y contemplar en oración personal toda la Mariología; hay que orar y contemplar lo que otros han vivido y experimentado, desde una devoción de buenos hijos de la Virgen, especialmente de los más santos y místicos.

            Porque ante esta Madre, toda llena de gracia de Dios, llena de sin igual santidad y belleza, de María, los conceptos teológicos se quedan a veces demasiado cortos y periféricos y no expresan ni contienen  suficiente y adecuadamente esta realidad sobrenatural de María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Y todo programado y querido por Dios.

 

 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

MARÍA EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA DEL CONCILIO VATICANO II

 

            Me ha gustado mucho siempre, desde su promulgación, toda la Mariología del Concilio Vaticano II, en el Capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium. Es una síntesis bíblica-teológica-espiritual   insuperada, incluso por otros escritos papales o eclesiales. Por eso, para facilitar su lectura, me ha parecido oportuno, ponerla completa, para hacer una lectura piadosa y teológica sobre la santísima Virgen y su misión junto al Hijo.

            No me atrevía, lo consulté incluso con un amigo, porque yo no había visto publicado entero el Capítulo VIII en ningún libro de los leídos por mí. Hasta que me topé en mi propia biblioteca con la ENCICLOPEDIA MARÍANA POSTCONCILIAR, Madrid 1975, pag 61-65, que transcribe íntegro el documento.   Por eso me he ido al Vaticano II y he hecho lo mismo. Es una «lectio divina» estupenda sosegada, profunda, completa para unos días de meditación y estudio sobre la Virgen, sobre la elección  del Padre, sobre la pasión de Hijo, sobre  el fuego creador, la potencia de Amor del Espíritu Santo.

 

CAPÍTULO VIII

 

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

 

1. PROEMIO

(La bienaventurada Virgen María en el Misterio de Cristo)

 

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer, para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5) «El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen» (Credo de la misa: Símbolo Niceno- Constantinopolitano).

            Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria «en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo» (Canon de la misa romana)

 

(La bienaventurada Virgen y la Iglesia)

 

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con a todas las criaturas celestiales y terrenas.

            Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor  a que naciesen en la Iglesia los fieles, que «son miembros de aquella cabeza» (San Agustín, De s. virginitate 6: PL 40,399), por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

 

(Intención del Concilio)

 

54. Por eso, el sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el divino Redentor realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo místico como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. «Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquella que en la santa Iglesia ocupa después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros».

 

II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

 

(La Madre de Dios en el Antiguo Testamento)

 

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Venerable Tradición muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación, y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos.

            Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15).

             Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (cf. Is 7,14; Mich 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

 

(María en la anunciación)

 

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que difundió en el mundo la vida misma que renueva todas las cosas.

            Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura .

            Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

            Así, María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente.

            Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero» (San Ireneo, Adv. haer. III 22,4: PG 7,959; HARVEY, 2,123). 

            Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (San Ireneo, ibid.; HARVEY, 2,124); y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» (San Epifanio, Haer. 78,18:PG 42,728CD-729AB), y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, por María la vida» (San Jerónimo, Epis. 22,21 PL 22,408) .

 

(La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús)

 

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal (Cf. Conc. Lateralense, año 649, can. 3: MANSI 10,11-51). Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. LC 2,45-58).

 

 

(La Bienaventurada Virgen en el ministerio público de Jesús)

 

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente: ya al principio, durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de la predicación de su Hijo recibió las palabras con las que (cf. Lc 2,19 y 51), elevando el Reino de Dios por sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35 par.; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19,25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la Cruz, con estas palabras: “¡Mujer, he ahí a tu hijo”    (Jn 19,26-27) (Cf Pío XII, encl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AA 35(1943) 247-248).

 

(La Bienaventurada Virgen después de la ascensión)

 

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés “perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este” (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación.

            Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original (Cf Pío IX, bula Ineffabilis, 8 dic. 1845: Acta Pío IX, P.616, DENZ. 1641(2803), terminado el curso de la vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte(Cf Pío XII, const. apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950).

 

III. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

 

(María, esclava del Señor, en la obra de la redención

y de la santificación)

60. Único es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: “Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos” (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

 

(Maternidad espiritual)

 

61. La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda eternidad cual Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo por designio de la divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

            Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

 

(Mediadora)

 

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación (San Juan Damasceno, In dorm. B.V. Maríae hom. I: PG 96, 712 BC-713A).

            Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz.

            Por eso la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos (Cf León XIII, enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AA 15 (1895-96) de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite, ni agregue (San Ambrosio, Epit. 63: PL 16,1218)  a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras, tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.

            La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

(María como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia)

 

63. La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia.

            La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (San Ambrosio, Expos. Lc. II 7. PL 15,1555). Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre(Cf PS.-PEDRO DAM., Serm. 63: PL 144, 861AB), pues creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

 

(Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia)

 

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad (San Ambrosio, Expo. Lc II 7: PL 15, 1555)

(Virtudes de María que han de ser imitadas por la Iglesia)

 

65. Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes.

            La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo.

            Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre.

            La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.

                        Por lo cual, también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles.

            La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

 

IV CULTO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA IGLESIA.

 

            66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por sobre todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas (Sub tuum praesidium).

            Especialmente desde el Sínodo de Éfeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de ella misma: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1,48).

            Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración que se rinde al Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1, 19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

 

Espíritu de la predicación y del culto

 

67. El sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los santos (CONC. NICENO II, año 787: Mansi, 13, 378-379).

            Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios (Pío XII, mens. Radiof. 24 oct. 1954). Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las liturgias de la Iglesia, bajo la dirección del Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad; eviten celosamente todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia.

            Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

 

 

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO

PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

 

(Antecede con su luz al pueblo de Dios)

 

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y en alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Petr 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.

 

(Que nos alcance formar un solo pueblo)

 

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos (Cf Pío XI. Enc. Ecclesiam Dei, 22 nov. 1923: AA 15(1923) 581); Pío XII, fulgens corona, 8 sep. 1953) con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios.

            Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre de cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisa Trinidad.

            Todas y cada una de las cosas que en esta constitución dogmática han sido consignadas, han obtenido el placet de los Padres. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos, decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo establecido por el Sínodo se promulgue para gloria de Dios.

 

Roma, en San Pedro, día 21 de noviembre de 1964.

 

Yo, PABLO, obispo de la Iglesia católica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

 

Ya he dicho muchas veces que la grandeza y el misterio de María sólo puede ser comprendido desde el misterio de Cristo. Como esa ha sido mi vivencia, así también quiero que sea mi exposición teológica y espiritual sobre la Madre de Dios y de los hombres desde una Mariología muy sencilla, tomada principalmente del Catecismo de la Iglesia Católica. No se puede decir más sencillo y más claro.

 

2. 1. PREDESTINACIÓN DE MARÍA: “Desde la eternidad fui yo establecida”

 

A) La predestinación de María:

 

            Sobre la predestinación de la Virgen  prediqué la siguiente homilía en mayo del 1973 inspirada en  Proverbios 8, 22-35):

 

            QUERIDOS HERMANOS:

 

            1 Una historia redonda, acabada de la Virgen, tenía que empezar por la predestinación, que es el principio siempre. Y en este principio está Dios, que es el principio de todo. También de la Virgen, porque la Virgen tuvo principio, lo tuvo en su Hijo, porque aquí el Hijo es antes que la Madre en todo, pero Ella estuvo junto siempre a Él, por eso es casi divina, pero humana, porque es criatura, es de los nuestros. La Virgen tuvo principio, aunque distinto al de todos los hombres.

 

            2 Oigamos a Dios en la Biblia, al Espíritu de Dios que nos habla de la Sabiduría de Dios en el Antiguo Testamento, Palabra de Dios en el Nuevo:

            “Yahvé me poseyó al principio de sus caminos, antes de sus obras, desde antiguo. Desde la eternidad fui yo establecida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese.

            Antes que los abismos, fui engendrada yo;  antes que fuesen las fuentes de abundantes aguas.

            Antes que los montes fuesen cimentados; antes que los collados yo fui  concebida.

            Cuando afirmó los cielos, allí estaba yo; cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo.

            Cuando condensó las nubes en lo alto; cuando daba fuerza a las fuentes del abismo.

            Cuando fijó sus términos  para que las aguas no traspasasen linderos. Cuando echó los cimientos  de la tierra.

            Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome Él en todo tiempo

            Recreándome en el orbe la tierra, siendo mis delicias las de los hombres.

            Oídme, pues, hijos míos; aventurado el que sigue mis caminos.

            Escuchad la instrucción y sed sabios, y no lo menospreciéis.

            Bienaventurado quien me escucha, y vela a mi puerta cada día, guardando las jambas de mis puertas.Porque el que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yahvé.

            Y al contrario, el que ofende, a sí mismo se daña, y el que me odia, ama la muerte”(Pr 8, 22-35).

 

            Este texto explica y la Tradición lo aplica a los orígenes de la Sabiduría de Dios. Ella existió con Dios antes de todas las cosas porque es eterna con Dios. El prólogo de San Juan  y otros pasajes paralelos de San Pablo son explicaciones plenas de este texto al hablarnos del Verbo, por quien todo fue creado y todo subsiste (Jn 1,3; Col 1, 15). Por lo tanto, es texto, aplicado a la Virgen, entraría en la categoría de los «Textos mariológicos por sola acomodación», que diría Cándido Pozo.

            “Dios es Amor”, dice San Juan. Su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. No existía nada, y ese Dios infinito, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de amor y sabiduría y belleza quiso crear a otros seres para hacerlo partícipes de su felicidad. Si existimos, es que Dios nos ha amado, nos ama. Entre los seres que vio en su Sabiduría y creó en su Verbo, María ocupa el primer lugar.

            La liturgia de la Iglesia pone en los labios de la Virgen algunos versículos de este texto: “Yahvé me poseyó al principio...”

            El amor de Dios contemplando en su mente divina todos los seres posibles y por donde fuimos pasando antes de ser creados, se estrenó en María: “al principio fue creada...” Por ser la primera en el amor de Dios entre sus criaturas, lo es también en grandezas y favores y privilegios y hermosura y belleza divinas. Dios ha puesto a María la primera en el orden de todos los seres pensados, amados y creados.

 

3 Meditemos el texto: “Antes que los abismos, fui engendrada yo.

            Antes que fuesen las fuentes de abundantes aguas; antes que los montes fuesen cimentados; antes que los collados yo fui concebida. Antes que hiciese la tierra, ni campos, ni el polvo primero tierra”.

            Quien pudiera ahora, por una contemplación de la eternidad divina y trinitaria, trasladarse a ese momento del Ser, cuando el tiempo no existía, sólo el Dios Amor en abrazo eterno del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el mismo Amor de Espíritu Santo. Quien pudiera entrar en la mente divina y yendo hacia atrás entrar en ese momento en que piensa y ama y plasma en su amor a la Virgen María.

            Cuando antes de plasmar la creación, fueron pasando delante de la Santísima Trinidad todos los seres posibles, los ojos de Dios se detuvieron en una criatura tan bella, tan radiante que la amó más que a todas las demás y porque la amó, como Dios, al amar, crea, la creó más llena de su hermosura que ninguna otra. Participó más que todas de su amor, de su belleza, de su santidad, de su Verdad porque la predestinó para encarnar el Verbo de Dios en su seno por obra del Amor del Espíritu Santo.

            El Padre dijo: ésta será mi Hija predilecta. El Hijo: ésta será mi Madre inmaculada. El Espíritu Santo: será mi posesión, mi esposa amada. La llenaron de gracias y regalos y dones. Y cuando la reina estuvo vestida de belleza, llena de luz y fulgores, colocaron sobre sus sienes una corona. En el centro decía: Inmaculada. María fue siempre, desde la predestinación de Dios en su mente, tierra limpia, impoluta, incontaminada, huerto cerrado sólo

para Dios, que se paseaba por ella en su mente divina llena de amor desde toda la eternidad.

            Es dulce pensar en aquellas tareas preparatorias, vividas desde la mente creadora de la Trinidad, antes de existir María en el mundo. Con qué temblor el Hijo la fue adornando de todas las prerrogativas posibles a su madre. Para el azul de su Concepción Inmaculada cogería el azul de los mares, de estas mañanas limpias, limpísimas de mayo, mes de las flores, de María; para el rojo de la caridad y del amor, los claveles más rojos, manchados al final de sangre, de su misma sangre encarnada...

 

4 “Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome Él en todo tiempo”

            Dios también pensó en nosotros. Para su gloria, para su amor, para su gozo. Pero Ella antes y superior a todos, antes, primero estaba con Él como arquitecto de la nueva creación, de la recreación por  el Verbo nacido de ella, por la Palabra eterna hecha carne. Somos obra de Cristo Redentor, pero también de María. Lo ha dicho sin miedo el Vaticano en la Lumen gentium.        

            Hermoso pensar en esos momentos en que Dios Trino y Uno nos pensó y luego nos recreó por el Verbo en su Sabiduría eterna, nacido en el tiempo luego de María, a ti, a mi, a cada hombre, porque todos hemos sido pensados y amados y recreados por Dios en su Verbo con María: “he ahí a tu hijo”.

B) MADRE DEL REDENTOR

 

            “Dios envió a su Hijo”(Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (cf Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27):

            «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyo a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (LG 56: cf 61)» CEC 587-588).

            «La Virgen María, que, según el anuncio del ángel, recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor (LG 53) Por lo tanto la Virgen es conocida y honrada porque es la MADRE DEL REDENTOR.

            La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque“al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, (Padre!” (Gal 4, 4 6).

            Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María (LG 52). María sólo puede ser comprendida a la luz de Cristo, su Hijo. Pero el misterio de Cristo, «misterio divino de salvación, se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo» (LG 62)

            El misterio de María queda inserto en la totalidad del misterio de Cristo y de la Iglesia, sin perder de vista su relación singular de Madre con el Hijo, pero sin separarse de la comunidad eclesial, de la que es un miembro excelente y, al mismo tiempo, figura y madre. María se halla presente en los tres momentos fundamentales del misterio de la redención: en la Encarnación de Cristo, en su Misterio Pascual y en Pentecostés.

            La Encarnación es el momento en que es constituida la persona del Redentor, Dios y hombre. María está presente en la Encarnación, pues ésta se realiza en ella; en su seno se ha encarnado el Redentor; tomando su carne, el Hijo de Dios se ha hecho hombre.

            El seno de María, en expresión de los Padres, ha sido el «telar» en el que el Espíritu Santo ha tejido al Verbo el vestido humano, el «tálamo» en el que Dios se ha unido al hombre.

            «“Hágase en mí según tu palabra...“ Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf Lc 1, 28-37), María respondió por “la obediencia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38).

            Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con Él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cf LG 56): María estuvo siempre unida al misterio de  Cristo  Redentor: Llamada en los evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; cf Mt 13, 55), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquel que Ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo

según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios <Theotokos> (cf DS 251)» (CEC 494-495).

            María está presente en el Misterio pascual, cuando Cristo ha realizado la obra de nuestra redención destruyendo, con su muerte, el pecado y renovando, con su resurrección, nuestra vida. Entonces “junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre” (Jn 19, 25).

            Y María estaba presente en Pentecostés, cuando, con el don del Espíritu Santo, se hizo operante la redención en la Iglesia. Con los apóstoles “asiduos y concordes en la oración estaba María, la madre de Jesús” (Hch 1,14). Esta presencia de María junto a Jesús en estos momentos claves, aseguran a María un lugar único en la obra de la redención.

            Según la antigua y vital intuición de la Iglesia, María, sin ser el centro, está en el corazón del misterio cristiano. En el mismo designio del Padre, aceptado voluntariamente por Cristo, María se halla situada en el centro de la Encarnación, marcando la ‘hora” del cumplimiento de la historia de la salvación. Para esta “hora” la ha plasmado el Espíritu Santo, llenándola de la gracia de Dios.

 

2. 2 MARÍA, EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA

 

«Después de haber hablado del papel de la Virgen María en el Misterio de Cristo y del Espíritu, conviene considerar ahora su lugar en el Misterio de la Iglesia. <Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor... más aún, es verdaderamente la madre de los miembros (de Cristo) porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza> (S. Agustín, virg. 6)» (LG 53). «María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia» (Pablo VI, discurso 21 de noviembre 1964) (CEC 963).

 

 

 

 

 

 

2. 2. 1  MARÍA, MADRE  DE LA IGLESIA

 

            El capítulo VIII de la Lumen gentium lleva como titulo «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». El Catecismo de la Iglesia nos dice: «Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos... Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

            «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna... Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62).

            «La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la

única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres... brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (LG 60).

            «Ninguna criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente (LG 62)» (CEC 967-970).

            «Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

            María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (cf LG 63): «La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo (LG 64)» (CEC 507).

            Uno de los iconos Marianos más repetido de la Iglesia de Oriente es el de la Odigitria, es decir, «La que indica la vía» a Cristo. María no suplanta o sustituye a Cristo; sino que lo presenta a quienes se acercan a ella, nos guía a todos hacia Él y, luego, escondiéndose en el silencio, nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Como dice San Ambrosio, «María es el templo de Dios, no el Dios del templo».  

            Por eso, toda devoción Mariana conduce a Cristo y, por Cristo, al Padre en el Espíritu Santo. Por ello, como Moisés, nos acercamos a ella con los pies descalzos porque en su seno se nos revela Dios en la forma más cercana y transparente, revistiéndolo la carne humana.

            El fiat de María se integra en el amén de Cristo al Padre: “He aquí que yo vengo para hacer, oh Padre, tu voluntad” (Heb 10, 7), “porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha mandado” (Jn 6, 38). El fiat de María y el amén de Cristo se compenetran totalmente.

            No es posible una oposición entre Cristo y María. Como son inseparables Cristo cabeza y la Iglesia, su cuerpo. Quienes temen que la devoción Mariana prive de algo a Cristo, como quienes dicen «Cristo sí, pero no la Iglesia», pierden la concreción histórica de la encarnación de Cristo.

            María tiene su lugar en el acontecimiento central del misterio de Cristo, pero de Cristo considerado como Cristo total, cabeza y cuerpo; y, en consecuencia, juntamente con la Iglesia. En ambos aspectos de este único misterio, María ocupa un puesto único y desempeña una misión singular.

            Para que Cristo obtuviese la reconciliación de los hombres con el Padre, se encarnó en María, de la que tomó cuerpo para que fuese posible la ofrenda y la víctima digna de un hombre, Dios, en igualdad en cuanto a la divinidad del Padre.

            Satisfacción plena, que ningún hombre podría ofrecer con plenitud ante la Justicia de Dios. Si Dios es amor, no por ello puede dejar, por su propia esencia, de ser justo. De aquí lo que llamamos santo temor de Dios.

            Pero es en María donde se ha concebido la vida sobrenatural de la gracia cuando concibió a Cristo, cabeza de la humanidad, puesto que en aquel momento comenzó la regeneración sobrenatural. Y María en el Calvario, tuvo su plenitud de dar a luz redentora a la humanidad sacrificada de Cristo, representante de todos nosotros, porque fue esa humanidad engendrada en ella y cumplida la total regeneración por Cristo, en la Cruz.

            Y así como María concibe en su seno a Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico, concibe en él, por una maternidad espiritual, la vida sobrenatural para el resto de su Cuerpo. Resultando que tanto la Cabeza como sus místicos miembros, son fruto de la misma concepción en María, y ella es constituida Madre del Cristo total, siendo nosotros sus hijos en el Hijo.

 

2. 2. 2  MARÍA, MODELO DE LA IGLESIA

 

            «Ella es nuestra Madre en el orden de la gracia. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es <miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia> (LG 53), incluso constituye <la figura> <typus> de la Iglesia (LG 63)» (CEC 967).

            El culto de la Madre de Dios está incluido en el culto de Cristo en la Iglesia. Se trata de volver a lo que era

tan familiar para la Iglesia primitiva: ver a la Iglesia en María y a María en la Iglesia. María, según la Iglesia primitiva, es el tipo de la Iglesia, el modelo, el compendio y como el resumen de todo lo que luego iba a desenvolverse en la Iglesia, en su ser y en su destino.

            Sobre todo la Iglesia y María coinciden en una misma imagen, ya que las dos son madres y vírgenes en virtud del amor y de la integridad de la fe: «Hay también una, que es Madre y Virgen, y mi alegría es nombrarla: la Iglesia» (CLEMENTE DE  ALEJANDRÍA, Pedagogo, 1,6, 42)

            San Pablo ve a la Iglesia como “carta escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 Cor 3, 3). Carta de Dios es, de un modo particular, María, figura de la Iglesia. María es realmente una carta escrita con el Espíritu del Dios vivo en su corazón de creyente y de madre.

            La Tradición, por ello, ha dicho de María que es «una tablilla encerada», sobre la que Dios ha podido escribir libremente cuanto ha querido (Orígenes);  como «un libro grande y nuevo» en el que sólo el Espíritu Santo ha escrito (San Epifanio); como «el volumen en el que el Padre escribió su Palabra» (Liturgia bizantina).

            En María aparece la realización del hombre que, en la fe, escucha la apelación de Dios, y, libremente, en el amor, responde a Dios, poniéndose en sus manos para que realice su plan de salvación. Así, en el amor, el hombre pierde su vida y la halla plenamente. María, en cuanto mujer, es la representante del hombre salvado, del hombre libre, María se halla íntimamente unida a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad (CEC 963ss). María revela a la Iglesia su misterio genuino. María es la imagen de la Iglesia sierva y pobre, madre de los fieles, esposa del Señor, que camina en la fe, medita la palabra, proclama la salvación, unifica en el Espíritu y peregrina en espera de la glorificación final:

            «Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio encuentra su verdadera luz el misterio del hombre (GS 22), como prenda y garantía de que en una pura criatura, es decir, en ella se ha realizado ya el designio de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre.

            Al hombre moderno, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin término, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de nausea y de hastío, la Virgen, contemplada en su trayectoria evangélica y en la realidad que ya posee en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra confortante: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la nausea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte» (MC 57).

            La única afirmación que María nos ha dejado sobre sí misma une los dos aspectos de toda su vida: “Porque ha mirado la pequeñez de su sierva, desde ahora me dirán dichosa todas las generaciones” (Lc 1, 48). María, en su pequeñez, anuncia que jamás cesarán las alabanzas que se la tributarán por las grandes obras que Dios ha realizado en ella.

            Es lo mismo que confesara Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). Este es el camino del cristiano “cuya luz resplandece ante los hombres... para gloria de Dios” (cf Mt 5, 14-16). El cristiano, como Pablo, es primero cegado de su propia luz, para que en él se encienda la luz de Cristo e ilumine el mundo.

            Todos nosotros proclamamos bienaventurada a María en su canto de alabanza a Dios, porque sobre ella se posó la mirada del Señor y en ella Dios depositó plenamente el plan de redención, proyectado para todos nosotros. De este modo la reflexión de fe sobre María, la Madre del Señor, es una forma de doxología, una forma de dar gloria a Dios por el Hijo Salvador engendrado en Ella.

 

2. 2. 3 MARÍA, MADRE Y MODELO LA IGLESIA, POR LA “PALABRA” ENCARNADA

 

            María es la “Mujer” que compendia en sí el antiguo Israel. La fe y esperanza del pueblo de Dios desemboca en María, la excelsa “Hija de Sión”.En la Escritura, el Espíritu Santo, nos ha diseñado el icono de la Madre de Jesús, para ofrecerlo a la Iglesia de todos los tiempos. La Lumen gentium presenta en la primera parte (52-54) la mariología bíblica, en la que se subraya la unión progresiva y plena de María con Cristo dentro de la perspectiva de la historia de la salvación. Y en la segunda parte (55- 59) presenta la relación entre María y la Iglesia y entre la Iglesia y María.

            La Redemptoris Mater se estructura según el esquema conciliar con una fuerte impregnación bíblica, presentando primero a María en el misterio de Cristo (7-24) y luego en el centro de la Iglesia en camino (28-38), para subrayar finalmente su mediación maternal (38-50). La novedad respecto al Concilio está en la insistencia en la dimensión histórica: presenta a María en su itinerario de fe, señalando su carácter de «noche espiritual»  y «kénosis».

            «El Verbo inefable del Padre se ha hecho describible encarnándose de ti, oh Theotókos; y habiendo restablecido la imagen desfigurada en su antiguo esplendor, él la ha unido a la belleza divina» (cf Kondakion del domingo de la Ortodoxia).

            «Visto que Cristo como Hijo del Padre es indescriptible, Él no puede ser representado en una imagen... Pero desde el momento en que Cristo ha nacido de una madre describible, Él tiene naturalmente una imagen que corresponde a la de la madre. Por tanto si no se le puede representar por la pintura, significa que Él ha nacido sólo del Padre y que no se ha encarnado. Pero esto es contrario a toda la economía de la salvación» (TEODORO ESTUDITA: PG 99, 417 C).

            Los iconos, en su lenguaje figurativo, nos revelan una realidad interior, que los creyentes de todos los tiempos nos han transmitido como voz de la presencia de María en la Iglesia.

            Es un rostro que siendo el mismo y diciendo lo mismo sobre él, siempre es nuevo y eterno, porque de eso se encarga el amor. La escucha atenta de la Palabra de Dios lleva a la «sapientia», a gustar la dulzura de María, de su verdad y amor, a la sabiduría de la Palabra hecha carne, pues miramos a Cristo para dibujar a la Madre.

            Sólo quien escucha y medita en su corazón, como María,  percibe la honda riqueza del pan de la Palabra de Dios, en su cumplimiento mesiánico en la Virgen de Nazaret, convirtiendo a la Escritura en una fuente perenne de vida, amor y gozo.

             Se trata de seguir el método de María misma, que “guardaba todas las palabras en su corazón y las daba vueltas”. María compara y relaciona unas palabras con otras, unos hechos con otros, busca una interpretación, explicarse los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo Testamento, como se ve en el Magnificat.

            El Papa Juan Pablo II, en una oración,  invoca a María, diciéndole: «¡Tú eres la memoria de la Iglesia La Iglesia aprende de ti, Madre, que ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el corazón!».

            El misterio de la Virgen Madre, Arca de la Nueva Alianza y Eterna Alianza, templo y primer sagrario de Cristo en la tierra, la convierte en icono de todo el misterio cristiano.

 

2. 2. 4 MARÍA, MADRE Y MODELO DE LA IGLESIA EN LA LITURGIA

 

Y desde aquí, porque ya lo he insinuado, quiero acercarme ahora a María en la liturgia, donde la comunidad cristiana expresa y alimenta su relación con María. La liturgia tiene su estilo propio de afirmar y testimoniar la fe. La liturgia, en su forma celebrativa, nos da una visión interior de fe, basada en la revelación y enriquecida con toda la sensibilidad  secular de la Iglesia (lex orandi, lex credendi, lex vivendi). Es, sin duda, el lenguaje más apto para entrar en comunión con el misterio de Cristo, reflejado en su Madre, la Virgen María.

            La memoria de María en la liturgia va íntimamente unida a la celebración de los misterios del Hijo (MC 2-15) y así aparece como modelo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios (MC 16-23). De esto ya he hablado ampliamente en las primeras páginas del libro.

            «En la celebración del ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a María santísima, Madre de Dios, unida indisolublemente a la obra salvífica de su Hijo; en María admira y exalta el fruto más excelso de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, lo que ella desea y espera ser» (SC 103).

            Y lo que Dios ha unido en la Encarnación y en  la Vida de Cristo y en su muerte y resurrección, hechos principalmente presentes en la Eucaristía, que no lo separe ni la teología ni la liturgia. No se puede separar a María de Jesús, no solo por su maternidad humana, unida a ella la Persona divina del Verbo, sino en el destino real de la redención y de la ofrenda a Dios que está concretada en la Persona del Verbo engendrado como hombre, en María.

            Nosotros ofrecemos en la Eucaristía, a Cristo, el Cuerpo de Cristo que se hizo humano en María. María tiene la grandeza de ser medio, Mediadora de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Esto se desprende del hecho real de que Dios la usa como medio entre él y los hombres, y así como por ser Madre de Dios no puede estar más cerca de Él, por el mismo hecho, por ser mujer, persona humana en sí misma Dios se acerca al hombre, a la naturaleza humana, hasta hacerla divina en su Hijo y a través de María, humana y casi divina a la vez, el hombre puede llegar hasta Dios.

            María es medio, puente; esta es su mediación real innegable. A través de ella viene El Verbo y a través de ella encontramos a Dios. Es su cualidad de Medianera, pero no sólo físicamente, sino espiritualmente, porque al engendrar a la Cabeza del Cuerpo Místico, necesariamente engendra místicamente a todos los miembros de este Cuerpo que es la Iglesia, no sólo en la Encarnación, sino “junto a la cruz” y en Pentecostés.

            El Concilio Vaticano II, dice de María: «Es verdadera madre de los miembros (de Cristo)...por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza... Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte».

            Y de la misma forma que el Sagrario no es presencia meramente pasiva de Cristo, sino presencia celebrativa y continuadora de la ofrenda eucarística que se acaba de hacer en la misa y luego continúa en el Sagrario con las actitudes sacerdotales de Cristo, el Cristo resucitado “cordero degollado ante el trono de Dios”, de la misma forma, María desde la Encarnación es no solo un sagrario viviente, sino que está siendo, con su oración y grandeza como Madre de Dios, oferente de su hijo al Padre, para la redención. Y toda su vida, desde el pesebre, ha estado totalmente unida ayudando y cuidando al Redentor para que cumpla la obra que le encomienda el Padre, siendo así colaboradora de Dios en la redención.

            María con su hijo en brazos, mimándolo con amor materno, siempre ofrecía al Padre, ella, la madre, aquella victima formada de su misma carne. Sus brazos fueron el primer altar, idea que inspiró esta canción que todos los sábados dedico a la Madre del Puerto en mi visita: «Virgen sacerdotal, Madre querida, Tú que diste a mi vida tan dulce ideal; alárgame tus manos maternales, ellas mis blancos corporales, tu corazón, mi altar sacrificial».

            Ella es la primera oferente del Hijo al Padre. Cumple con la máxima perfección la misión posterior Sacerdotal de la Iglesia. Es ejemplo de ofrenda y oferente. Por eso es nuestra Madre sacerdotal perfecta.

            Lo dice también la Congregación para el Culto Divino en los dos libros publicados en castellano por la Conferencia Episcopal Española, mediante la Comisión Episcopal de Liturgia: en el primero I, están la misas, y, en el segundo II, el Leccionario. En las primeras palabras del Decreto de la publicación de estas Misas, (Prot. N. 309/86) dice:

            «Al celebrar el misterio de Cristo, la Iglesia conmemora muchas veces con veneración a la bienaventurada Virgen María, unida íntimamente a su Hijo: porque recuerda a la mujer nueva que, en previsión de la muerte de Cristo, fue redimida del modo más sublime en su misma concepción; a la madre que, por la fuerza del Espíritu Santo, engendró virginalmente al Hijo; a la discípula que guardó cuidadosa en su corazón las palabras del Maestro; a la socia del Redentor que, por designio divino, se entregó generosamente por entero a la obra del Hijo.

            En la bienaventurada Virgen reconoce también la Iglesia a su miembro más excelso y singular, adornado con toda la abundancia de las virtudes; a ella, que Cristo le confió como madre en el ara de la cruz, colma de piadoso amor y continuamente solicita su patrocinio; a ella profesa como compañera y hermana en el camino de la fe y en las aflicciones de la vida; en ella, instalada ya junto a su Hijo en el reino celestial, contempla gozosa la imagen de su gloria futura».

            LAS MISAS DE LA VIRGEN, que así titulan en su versión castellana a estos dos libros, nos ofrecen 46 títulos diferentes para honrar a María, con oraciones y prefacios propios. En el primer libro vienen UNAS ORIENTACIONES GENERALES, que son todo un tratado de Mariología desde la liturgia, de Mariología Litúrgica, con matices distintos a una Mariología Teológica: lex orando, lex credendi. Me han parecido muy interesantes, por eso voy a transcribir algunas; pongo su enumeración:

«6. Las misas de la bienaventurada Virgen María encuentran su razón de ser y su valor en esta íntima participación de la Madre de Cristo en la historia de la salvación. La Iglesia, conmemorando el papel de la Madre del Señor en la obra de la redención o sus privilegios, celebra ante todo los acontecimientos salvadores en los que, según el designio de Dios, intervino la Virgen María con vistas al misterio de Cristo.

 

11. Después de la gloriosa ascensión de Cristo al cielo, la obra de la salvación  continúa realizándose sobre todo en la celebración de la liturgia, la cual es considerada no sin razón el momento último de la historia de la salvación. Pues en la liturgia Cristo está presente de varios modos...

 

12. De manera semejante, la bienaventurada Virgen, asunta gloriosamente al cielo y ensalzada junto a su Hijo, Rey de reyes y Señor de señores (cf. Ap 19. 16), no ha abandonado la misión salvadora que el Padre le confió, <sino que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la salud eterna>. La Iglesia, que <quiere vivir el misterio de Cristo> con María y como María, a causa de los vínculos que la unen a ella, experimenta continuamente que la bienaventurada Virgen está a su lado siempre, pero sobre todo en la sagrada liturgia, como madre y como auxiliadora.

 

13. En íntima comunión con la Virgen María, e imitando sus sentimientos de piedad, la Iglesia celebra los divinos misterios, en los cuales <Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados>:

— asociándose a la voz de la Madre del Señor, bendice a Dios Padre y lo glorifica con su mismo cántico de alabanza.

— con ella quiere escuchar la palabra de Dios y meditarla asiduamente en su corazón.

— con ella desea participar en el misterio pascual de Cristo y asociarse a la obra de la redención.

— imitándola a ella, que oraba en el Cenáculo con los apóstoles, pide sin cesar el don del Espíritu Santo.

— apelando a su intercesión, se acoge bajo su amparo, y la invoca para que visite al pueblo cristiano y lo llene de sus beneficios.

— con ella, que protege benignamente sus pasos, se dirige confiadamente al encuentro de Cristo.

Valor ejemplar de la Virgen María en las celebraciones litúrgicas

 

14. La liturgia, que tiene el poder admirable de evocar el pasado y hacerlo presente, pone con frecuencia ante los ojos de los fieles la figura de la Virgen de Nazaret, que <se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él>.

            Por esto la Madre de Cristo resplandece, sobre todo en las celebraciones litúrgicas, como modelo de virtudes y de fiel cooperación a la obra de salvación».

            También es importante ver la presencia de María en la Liturgia de las Horas, con sus himnos, antífonas, responsorios, preces, además de las lecturas bíblicas y patrísticas. Cada día, en las Vísperas, la comunidad cristiana se une al canto de María, al Magníficat, alabando a Dios por su actuación en la historia de la salvación.Y de la liturgia, como prolongación, brota la piedad Mariana, que la Maríalis cultus ofrece a los fieles, resaltando la nota trinitaria, cristológica y eclesial del culto a María (25-28).

            La fe de la Iglesia permanece en su viva integridad, imperturbablemente celebrada en la liturgia. La mariología, pues, no puede considerarse como un tratado separado de los demás, sino en un contexto más amplio y orgánico, explicitando sus conexiones con la cristología, la eclesiología y el conjunto del misterio de la salvación.

CAPÍTULO TERCERO

 

LA ORACIÓN DE MARÍA

(María,  Virgen orante)

 

            María es «la Virgen orante», dice la exhortación Marialis Cultus. La oración de María en los evangelios está hecha toda ella de meditación de las palabras de Dios por el arcangel Gabriel y por el silencio contemplativo. Hay que descubrirla en la docilidad con que, según el testimonio de los evangelios, se somete activamente a la voluntad de Dios que le pide su colaboración, como en el episodio de la Anunciación.

            Una docilidad que hay que leer también en profundidad a la luz de Lc 11, 27s (Mc 3,20s; Mt 12,46-50; y Lc 8,21), donde Jesús exalta, no la maternidad física de su madre, sino “más bien” la maternidad espiritual de “los que escuchan a palabra de Dios y la cumplen”.

 

 

4. 1 LA ORACIÓN DE MARÍA, MODELO DE ORACION

 

1. El único texto del Nuevo Testamento que nos presenta a María orando es el de Hch 1,14: “Todos ellos, con algunas mujeres, la madre de Jesús y sus parientes, perseveraban unánimes en la oración”. El Magnificat que la Virgen dirige a Dios en presencia de Isabel (Lc 1,46-55) constituye sin duda alguna su gran oración, pero también la única explícita que conocemos. Fuera de estos dos textos, a los que se puede añadir su petición en Caná (Jn 2,3), del Hijo, que no acaba de entender, María “lo conservaba y lo meditaba todo en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,33.51).

            A la luz de esa constante actitud del corazón, los pasajes bíblicos en que aparece María nos revelan más o menos explícitamente su oración a través de su disponibilidad en el anuncio del ángel (Lc 1,26-38), de su fe en el encuentro con Isabel (1,39-45), de su alabanza, su acción de gracias y su solidaridad en el Magnificat (1,46-55), de su silencio contemplativo en Belén (2,1-19), de su aceptación del sufrimiento en el exilio y en la vida oculta de Nazaret (Mt 2,13s), de su ofrenda en la Presentación (Lc 2,22-5),  de su confianza en Caná (Jn 2,1-5), de su dolor junto a la cruz (Jn 19,25-27) y de su comunión con la Iglesia en Pentecostés (Hch 1,12-14). Ahora trataremos de sacar de estos textos cuanto nos dicen o sugieren a propósito de la oración de María

            Empecemos por el hecho de la Anunciación (Lc 1,26 38). Desconocemos las circunstancias exactas en que María recibió el mensaje de la Anunciación. Pero hay motivos para creer que en el momento en que el ángel le hizo oír su voz, ella estaba en oración.

            Resulta esto de modo especial del paralelo con Zacarías. El anuncio del nacimiento de Juan Bautista tuvo lugar en un momento de oración solemne, en el santuario donde por primera y única vez en su vida hacía Zacarías la ofrenda del incienso, mientras toda la asamblea de Israel estaba afuera orando (Le 1,9-10). Se comprende cómo la oración que asegura un contacto más íntimo con Dios constituya el momento más adecuado para la comunicación de un mensaje divino.

Ahora bien, en la confrontación con Zacarías, el evangelista hace sentir la superioridad del anuncio hecho a María. La Virgen de Nazaret debía, con mayor razón, hallarse en oración, para acoger el mensaje que debía cambiar el destino de la humanidad. Esta suposición adquiere mucha más fuerza cuanto que los Evangelios, y en especial el de Lucas, nos muestra a Jesús en oración en los momentos importantes de su vida pública: con ocasión del bautismo, antes de la pregunta sobre su identidad y de invitar a la confesión de fe, en el momento de la transfiguración, en la preparación de la pasión. En tales momentos, se sumerge, por decirlo así, en la intimidad con el Padre, en forma de recibir de sus manos paternales el cumplimiento de la propia misión. En el instante en que estaba para realizarse el misterio de la encarnación no era Él quien podía estar en oración: era su madre, destinada a acoger el acontecimiento en la oración.

            Una afirmación de Lucas en el relato del bautismo de Jesús es iluminadora: “Mientras oraba (Jesús), se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma...” (Lc 3,2 1- 22). El cielo se abre en el momento de la oración: es precisamente lo que se verifica en el caso de María. En el instante de la Anunciación, el cielo se abre como no se había abierto nunca antes: el Padre abre las puertas del cielo para dar a la humanidad lo más precioso que él tiene, su propio Hijo.

Abrirse el cielo significa que el Espíritu Santo está para descender sobre María en forma de paloma, o sea, como signo del amor divino, para realizar la concepción del niño. Lo que tuvo lugar para Jesús en el momento del bautismo nos ayuda a comprender lo que aconteció en secreto para María en el comienzo de la nueva Alianza. Se podrían utilizar los mismos términos de la expresión evangélica: “Mientras María oraba, se abrió el cielo”.

El paralelo con Zacarías, recordado antes, presenta también un contraste. En el primer caso se trata de un acto solemne de culto, al que se asocia todo el pueblo; en el segundo, la oración no tiene nada de público ni de solemne. Así se explica el silencio del relato evangélico sobre la oración de María, que no ofrecía aspectos exteriores dignos de mencionarse.

 A diferencia del sacerdote, que cumplía en el templo funciones oficiales de culto e intercesión, la joven de Nazaret oraba sencillamente, bajo la inspiración de la gracia de que estaba llena. Era una oración menos vinculada a formas exteriores, más interior y también más libre, que expresaba con mayor vitalidad la personal espontaneidad de María, las relaciones que ella deseaba desarrollar con Dios.

            Sería erróneo sacar la conclusión de que la oración de María era menos abierta a los demás que la de Zacarías. El sacerdote era consciente de poner un acto de culto a nombre del pueblo, de asociar este pueblo a su oración. La oración de María, mediante el “fiat”  al mensaje, se transformó en oración de adhesión a la voluntad divina para la salvación de todos los hombres. Al decir: “He aquí la esclava del Señor” María expresa la disposición fundamental de toda oración, mejor dicho, el fruto de la oración que es conformarse con la voluntad del Padre.

La misma disposición manifestará Jesús en la oración más comprometida de su existencia terrena: “Padre... no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36). Es igualmente la disposición de ánimo que inculcará a sus discípulos al enseñarles el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). En el consentimiento que expresa al mensaje del ángel, aparece la actitud esencial de María en sus relaciones con Dios: el consentimiento implica una oración de abandono total en las manos del Padre. El episodio de la Anunciación comienza en la oración y culmina en la oración.

            Ésta debe ser también nuestra oración: Acogida de los designios divinos sobre la vida personal de cada uno y conformarla a la voluntad de Dios, como María.

            Reflexionando sobre el papel de la oración en este episodio, podemos comprender mejor algunos aspectos referentes a nuestra vida personal, sobre todo, de sacerdotes y almas consagradas.

            Hallamos ante todo el principio de la necesidad de la oración. Es necesaria para recibir los mensajes divinos. Para los hombres apostólicos es demasiado importante colocarse a la escucha de Dios, oír las palabras que vienen de lo alto, y aplicarlas a su vida. Tienen necesidad de la oración para dejarse conducir, en toda su existencia, por los designios misteriosos del Padre. La oración asegura un contacto que les permite realizar el ideal del sacerdocio o consagración a que están llamados.

            El ejemplo de la oración de María en el momento de la Anunciación refuerza la convicción de los apóstoles de que la oración está íntimamente ligada a su misión. Si el relato evangélico no nos dice que la Virgen de Nazaret estaba en oración, en un momento tan importante de su vida, en el que debía realizarse el contacto más íntimo con Dios, se debe a que esto resultaba evidente.

            En María, la oración ha sostenido el desarrollo de la persona. En concreto, le ha permitido responder perfectamente al mensaje, en el sentido de una existencia en la que todas las cualidades y actitudes alcanzarían plena eficacia. En todo cristiano, sobre todo sacerdotes y consagrados, el verdadero desarrollo de la persona sólo puede ser asegurado cuando se le da a la oración un sitio importante. No se trata de un simple desarrollo natural, sino de un crecimiento sobrenatural bajo el influjo de la gracia: cuanto más penetra la gracia en la vida, tanto más suscita el impulso de la oración. La persona realiza así su verdadero destino, una unión cada vez más íntima con Dios.

            Al observar que según el designio divino, María se encuentra en oración a nombre de la humanidad para acoger la venida del Salvador, descubrimos la resonancia universal de la plegaria. Los sacerdotes y consagrados quedan más en particular encargados de una misión de oración a nombre de la Iglesia. Su empeño en la oración no apunta sólo a las necesidades personales de contacto con Dios, sino también a las necesidades más amplias del mundo que debe recibir los frutos de su intercesión. Deben pues, tomar conciencia de ser conducidos a la oración en virtud de un designio que los supera y les asigna una parte de cooperación a la salvación del universo.

En su oración están siempre invitados a expresar la disposición  que inspiraba la oración de María y que ha comunicado tanto valor a su respuesta al mensaje. Al dirigirse a Cristo y al Padre, quieren abrirse a la voluntad divina, y comprometerse con todas sus fuerzas en la senda de su realización y que es indispensable para que cada uno de sus miembros desarrolle la oración  en el clima de comunión que le es propio (cfr Encíclica marialis cultus).

 

 

4. 2  MARÍA, EN LA ANUNCIACIÓN, ES VIRGEN ORANTE

 

            « La Virgen estaba orando. Adorando al Padre “en espíritu y en verdad”. Estrenando ese estilo de oración que no precisa ser realizada en el templo de Jerusalén ni en el monte Garizím, sino que puede efectuarse en cualquier parte, porque en todo lugar está Dios y a toda hora subsiste la obligación de orar.

            La Virgen, pues, estaba orando. Orando mientras hacía cualquier otra cosa o, sencillamente, orando sin hacer nada más que orar, el cuerpo tan extático como el alma. Esto es lo de menos. El cronista, San Lucas, no especifica. El arte, sin embargo, de todos los tiempos, nos ha habituado a figurárnosla en reposo y entornada, sumida en estricta oración.

            De rodillas, porque adoraba al Señor profundamente. Sentada, porque no estaba bien que el Ángel hablase a su Señora de pie mientras Ella estaba arrodillada...» (Cf  José María Cabodevilla, SEÑORA NUESTRA, BAC, pag 91)       

            El ángel viene a visitar a esta joven en un pueblo perdido del que nadie espera que salga nada bueno (Jn 1,46), y a ella ha dirigido y seguirán dirigiendo los ojos generaciones y generaciones de cristianos.

            No era Nazaret una ciudad, como puede dar a entender la traducción frecuente del Evangelio de San Lucas: “En el sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, cuyo nombre era Nazaret” (Lc 1, 26). Calculan hoy los peritos que Nazaret tendría entonces unos 150 habitantes. Era una aldea pequeña al fondo de un valle en la región de Galilea. Desconocido totalmente en la literatura del pueblo de Israel hace su entrada en la historia en el Nuevo Testamento.

            Cuando a Natanael le dice Felipe: “Hemos encontrado a aquel del que escribió Moisés y los profetas: Jesús, hijo de José, el de Nazaret”, profundamente extrañado preguntó Natanael: “¿De Nazaret puede haber algo bueno?” (Jn 1, 45, 46). No hay acuerdo entre los intérpretes a la hora de fijar el sentido de la expresión de Natanael. ¿Indica que Nazaret era un pueblo de mala fama o sencillamente una aldea perdida en un valle? Parece que al menos habrá que aceptar la segunda interpretación.

            Era Nazaret una aldea de montaña, lejos de las grandes rutas de comunicación. Estaba formada por una veintena de casas cúbicas construidas en piedra sobre una gruta o adosadas a ella y cubiertas con terrazas de tierra. Todavía hoy en la basílica de la Anunciación de Nazaret se venera la gruta.

            A pesar de todo Nazaret ha sido escogido por Dios para realizar en él su obra más grande: el misterio de la Encarnación. No cabe duda que la elección de Nazaret, por quien no estaba obligado a ello, es un auténtico misterio. Y como todo misterio suscita un interrogante: «¿Por qué?».

            Nadie ha sabido dar con la respuesta. Pertenece al querer de Dios, que siempre permanece oculto a la sabiduría humana. Pero es propio de la razón, llevando en la mano la antorcha de la fe, intentar escudriñar el misterio. Dios ha hablado al hombre sobre todo por hechos, más que por palabras. Esto nos permite sospechar que hay una verdad que Dios quiere darnos a conocer con la elección de Nazaret.

            Ya en el Antiguo Testamento se había hecho proverbio que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres. Nosotros hubiéramos escogido Roma, Atenas, Alejandría, etc., y en ellas una familia de gran relieve en la sociedad. Las predilecciones de Dios tienen otras rutas. Dios se esconde en las capas más bajas de la sociedad, porque ahí está cerca de todo hombre. La puerta de la casa del pobre está siempre abierta y entra quien llega. No así en el palacio de los ricos o poderosos. Dios ha escogido Nazaret y en él una joven aldeana, pueblerina, de escasa cultura, para vivir más cerca de los hombres.

            San Pablo afirma que en la debilidad aparece más claramente la fuerza de Dios. No podemos dudar de que María no sea en lo humano una garantía del triunfo de Dios. En su pequeñez y debilidad se muestra poderosa la acción de Dios. Es lo que ella misma expresó en un momento de exaltación en el Espíritu, cuando ante la admiración de su prima Isabel exclamó “hizo en mi las cosas grandes el que es todo poderoso”.

            María, mujer del pueblo, es también al lado de Jesús lugar de revelación para nosotros. En su pequeño ser Dios nos ha manifestado que la encarnación es obra exclusiva suya y que tiene su origen en el amor de su corazón por el hombre. Nada había en nosotros que le hiciera a Dios acreedor de este don. Como le decía Jesús a Nicodemo. Pero “Así amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito para que el mundo se salve por él” (Jn 3, l6s).

 

 

4.  3.-  MARÍA PRONUNCIA EL “FIAT”  EN DIÁLOGO DE ORACIÓN CON EL ÁNGEL

 

            Antes de abordar el “fiat” de María desde el punto de vista de la oración, queremos señalar dos cosas. En primer lugar, que, aunque el contenido del relato sea ante todo cristológico, el papel de María es insustituible, ya que si el anuncio del nacimiento del Mesías se tradujo efectivamente en encarnación, fue porque, de manera misteriosa, encontró eco en la disponibilidad de aquella joven de Nazaret, prometida a un hombre llamado José (v. 27). Además, si es justo subrayar la docilidad de María, lista de antemano para la cita con Dios, no hay que olvidar por ello que la Anunciación la sorprende, y que no sabe en absoluto cómo conciliar las palabras del ángel con su sentimiento de ineptitud, aun cuando la virginidad haya podido prepararla para ese acontecimiento, como nos sugiere la piedad.

            Del ángel podemos aprender a felicitar a María (1,48), pero también podemos aprender de la misma nazarena a pronunciar el “fiat” con que aceptó entrar tan íntimamente en el misterio de los misterios, como mujer de oración completamente dócil, que no renuncia a entender cómo puede ocurrir en ella lo que le garantiza el ángel. El “fiat” de María a la voluntad de Dios (v. 38) marca el final de todo el diálogo, que recuerda la lucha de Jacob (Gn 32,25) y la de todos los hombres “seducidos” por Dios, como Abrahán, e implicados en su obra. Se trata, ante todo y sobretodo, de admitir, en fe, que “nada es imposible para Dios” (v. 37), como se dice en la historia de Sara, a quien Dios hizo fecunda aunque ya se le había pasado la edad (Gn 18,14). Su respuesta: “Aquí tienes a la esclava del Señor (cfr Rt 3,9; 1 S 25,41) no es tanto un acto de humildad cuanto un acto de fe, como lo confesará Isabel (Lc 1,45), y un acto que expresa su voluntad de cooperar a la gloria de Dios.

            Una vez que se fue el ángel (v. 38), María se queda sola, pero a la vez “llena de gracia” y segura de que Dios la ha convertido en objeto de su amor (v. 28) y que sobre ella descansa la sombra de su poder (v. 35). Por eso, sale de su encuentro extraordinario con Dios deseosa de ser su esclava. Los momentos esenciales de este encuentro con Dios los cuenta así san Lucas:  

            a) La turbación. Ante el imprevisto anuncio del ángel, María se turbó y se preguntaba sobre el sentido de un tal saludo. La palabra que Lucas utiliza indica una fuerte turbación. María se queda pensativa ante el mensaje del ángel, como se quedará en el momento de la adoración de los pastores (2,19).

            b) La palabra de lo alto. El ángel invita a María a no temer porque goza del favor de Dios (v. 30). El saludo es extraño y desproporcionado: con él se invita a María a no fijarse en su realidad humana, sino en el favor de Dios que quiere acercarse a ella. El saludo del ángel es mucho menos una alabanza a María que el anuncio de lo que Dios quiere hacer en ella.

            c) El deseo de entender. Precisamente porque Dios quiere convertirla en objeto de su gracia y su favor, María debe y quiere saber cómo puede cooperar en el nacimiento del Mesías, ella que no convive con ningún varón.

            No teme, ¿pero cómo traducirá en realidad, ella que es virgen, esa maternidad? ¿Cómo ser esclava sin saber cómo, en esa situación que es la suya? La oración de María no se mueve en lo irreal o en lo fabuloso, sino entre las mallas de su realidad más íntima.

            d) El poder del Espíritu. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35a). Es el Espíritu vivificante de Dios, el poder eficaz del Altísimo, que engendrará al Mesías en el seno de María, y “por eso el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios” (v. 35b).    Pero, en definitiva, ese Espíritu está apelando a la disponibilidad de María. Y esa fuerza del Espíritu Santo, según la promesa de Jesús descenderá también de lo alto sobre los discípulos (cf Hch 1,8) y María lo esperará con ellos en oración (cf Hch 1,12-14).

            e) La señal. María, fortalecida por las solemnes palabras del ángel que le ha recordado todo el poder de Dios, se ve ahora invitada a comprobar también la acción de Dios en otra parte, fuera de sí misma: “Mira, también tu pariente Isabel ha concebido” (v. 36). María sale, pues, de la oración fortalecida y totalmente decidida a ponerse por entero al servicio del plan de Dios. “Respondió María: Aquí está la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra “.

            Esos son los componentes principales de su oración en ese gran momento de la Anunciación. Y esa oración continuará en el silencio y en el encuentro con otra gran favorecida de la gracia, Isabel. Cada una de ellas aporta su testimonio, ambas en la espera de una confirmación que se están dando una a otra. Por todo esto es conveniente analizar la oración de María en las diversas etapas y formas de orar. (Cfr ORAR,  Nº146, MONTE CARMELO).

 

 

4. 4  MARÍA “LO MEDITABA EN SU CORAZÓN”

 

ORACIÓN MEDITATIVA

 

            El cántico de alabanza del Magnificat nos es transmitido en el Evangelio por un motivo excepcional, el del encuentro de María con Isabel. Dos afirmaciones de Lucas nos permiten reconocer en María una actitud meditativa que constituía una forma de oración y no se limitaba a breves momentos.

            Al final del relato del nacimiento de Jesús, el evangelista anota: “María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior” (2,19). Después del episodio de la pérdida de Jesús en el templo y la mención del regreso a Nazaret, hace una observación análoga: “Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello” (2,51). Con esto indica, al parecer, la fuente primaria de los recuerdos que nos transmite: provenían de María misma, y ello garantiza su valor. Todavía, Lucas deja entender que no se trataba, de parte de la madre de Jesús, de un simple ejercicio de memoria: María pensaba en los acontecimientos de lo que era testigo, reflexionando sobre su significado.

            Tras la visita de los pastores al niño, la actitud meditativa de María contrasta con el estupor superficial de aquellos que escuchan las circunstancias extraordinarias de aquella visita. María no se limita a registrar lo que acontece: trata de penetrar en un misterio y, con esta finalidad, “meditaba en su corazón”, según la palabra utilizada por el evangelista, todo cuanto ve y escucha. Confronta unos con otros los elementos significativos de la experiencia única que le ha sido concedido vivir.

            “Meditar en su interior” significa que los pensamientos íntimos están empeñados en este esfuerzo. Ahora bien, los pensamientos y sentimientos de María se dirigen sobre todo hacia el niño. Precisamente en el momento del nacimiento de Jesús, el evangelista nos habla de la meditación de la madre. María contemplaba a su hijo y mientras se interroga sobre el misterio que lo rodea, se sirve de cuanto ve y escucha respecto de él. Esta contemplación ha comenzado en el acontecimiento de Belén y es la que provoca confrontación y meditación.

            El nacimiento de Jesús, desde su Encarnación,  ha suscitado en María una oración de nuevo estilo. La oración es mirada dirigida a Dios. Y María, dirigiendo su mirada a Jesús, trata de llegar hasta Dios; ella busca en el rostro de su niño lo que Dios quiere decirle.

            Esta oración contemplativa proseguirá en los largos años de Nazaret. No se limita a una actitud pasiva, porque conlleva una búsqueda intelectual por entender mejor quién es este niño concebido por obra del Espíritu Santo. Pero hecha siempre por amor y desde el amor para amar más. Por eso esta búsqueda no es simple ejercicio de pensamiento personal de la Virgen.

María quiere esencialmente acoger con sus brazos extendidos por amor hacia el niño que va nacer o que lo toma en ellos y lo contempla, una vez nacido. Siempre por amor y desde el amor. La oración como nos dicen los entendidos, los míticos, siempre es ejercicio de amor. Nunca olvidar que orar es amar y contemplar es amar. Porque amo quiero conocer y porque conozco, amo. Todas las actitudes en relación con su hijo son fruto del amor. No es conocer teóricamente quién es, conocer por conocer su personalidad más profundamente.

            Lo mismo en nosotros. Todos nuestros pensamientos y actitudes de cara a Dios son fruto de la caridad que es la virtud que da la trabazón a todo lo cristiano. Cuando uno ama a Dios está pendiente de Él como se está pendiente de la persona amada; y como sucede en toda auténtica amistad, el estar pendiente procede del amor y conduce a un mayor amor; por eso la oración procede de la caridad y conduce a una mayor caridad, hasta llegar, como sucede con toda auténtica amistad, a la identificación de voluntades; en nuestro caso, hasta no querer otra cosa que lo que quiere Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado; cesó todo, y dejéme mi cuidado, entre las azucenas olvidado»

            Por cuanto conocemos de María, podemos decir que no hubo nunca contemplación tan pura y perspicaz y amorosa de Jesús. Es madre. Y la madre ha sido la primera en contemplar a su hijo; no ha puesto en ello solamente su cariño materno, sino todo el fervor de su fe. No deseaba descubrir únicamente los rasgos humanos del rostro de Jesús, sino el misterio oculto en él.

            Tras el episodio del hallazgo de Jesús en el templo, el esfuerzo de meditación se desarrolló ulteriormente, como lo sugiere la segunda afirmación de que María guardaba en su interior el recuerdo de todo aquello. El misterio se había expresado en forma más impresionante en las palabras de Jesús en la Pascua de los doce años: “¿No sabíais que debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49). Ni María ni José comprendieron esas palabras. Era una invitación a profundizar en su significado.

            La palabra “Padre”, “Abbá”, planteaba más vivamente el problema de la identidad personal de Jesús. Era la palabra clave de la declaración, la que había impedido a María comprender, porque parecía confundirse con el nombre que calificaba a José. La que en un primer momento no había comprendido, se esforzaba por interpretar el enigma. Debió intuir quién era aquel a quien Jesús aludía y, contemplando a su hijo, trataba de descubrir en el reflejo de Dios como se escrutan en un niño los rasgos de semejanza con su padre.

            La verdad que proclamará Jesús más tarde, durante la última cena: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9), se presentó a María en su contemplación. Para saber quién era Jesús, debía subir hasta Dios Padre, y descubrir en el rostro de su hijo la imagen fiel del rostro de Dios.

4. 5.-  MARÍA, MAESTRA Y MODELO DE ORACIÓN

 

            La mirada meditativa de María, que ha captado la luz puesta a su disposición durante los años de Nazaret y que ha descubierto cada vez más las secretas profundidades del rostro de Jesús, se comunicó a la Iglesia. En su misión de propagar la fe, la Iglesia debe tratar de conocer siempre mejor a Cristo cuya revelación transmite. La Iglesia necesita contemplar a aquel que presenta al mundo, esforzándose por comprender cada vez mejor el sentido de lo que refiere el Evangelio. No puede limitarse a conservar como un tesoro lo que ha recibido. Como María, debe «meditar en su interior» todos los acontecimientos que han marcado la presencia de Jesús en el mundo.

            Los sacerdotes y los consagrados están llamados de modo especial, en virtud de su vocación, a participar de esta oración meditativa de la Iglesia. Invitados a seguir a Cristo, a vivir en su intimidad, no pueden alcanzar la finalidad de su existencia sino volviendo su mirada hacia aquel a quien se han consagrado totalmente. En su vida hay un aspecto necesariamente contemplativo: si quieren dar a esa parte de contemplación todo su significado evangélico, deben esforzarse por asociarse a María para mirar a su Señor con amor contemplativo.

            María nos recuerda  a todos la importancia capital de la mirada contemplativa. Mirada que llenó toda su vida materna en Nazaret. Si no hubiera existido esta mirada, su existencia de cada día habría sido bastante pobre. María vivía en una relación de intimidad con Jesús: era el motor esencial de su pensamiento y de su vida.

            Ella nos ayuda a todos, pero especialmente a los consagrados a vivir también ellos en la intimidad con Cristo y a dirigir hacia él una mirada contemplativa en la que se fundan la fe y el amor: «Gonzalo, pasa a mi Hijo». Ella sabe y puede y quiere ayudarnos en este camino de encuentro con Cristo. Ella, cuanto decía y hacía se revestía de un valor superior gracias a su adhesión a Jesús. Y esta adhesión necesitaba expresarse en momentos de contemplación.

            Lejos de sacrificar esos momentos a la acción, María los buscaba para hacer más válida su propia acción. Ella sostiene, pues, a las almas consagradas en la elección que deben hacer y rehacer incesantemente, dando a la oración todo el tiempo que le pertenece. Ella desea hacerles gustar un gozo semejante al que experimentaba cuando se encontraba frente a Jesús y podía mirarlo libremente, abandonarse a una contemplación que le permitía entrar en su misterio.

            En la oración meditativa tratamos de descubrir el sentido de los textos inspirados, recogiendo el fruto de ciertos comentarios exegéticos y tratando de apropiarse personalmente del pensamiento de estos textos. Este esfuerzo puede extender su alcance, apoyándose en escritos diferentes de la Biblia, o también reflexionando sobre ciertos acontecimientos. Su objetivo es conocer mejor la persona del Salvador y su obra para amar y hacerle amar a Jesús.  

            María no había hecho estudios especiales de Biblia, pero no renunciaba a captar en plenitud los libros sapienciales, sobre todo, las profecías. Tampoco los consagrados pueden renunciar a este esfuerzo de profundización, aun si no han podido dedicarse a estudios exegéticos particulares. Están invitados a dirigir a Cristo una mirada meditativa, a descubrir con mayor claridad a aquel a quien han consagrado el amor más completo, para rendirle así el homenaje de su inteligencia junto con el del corazón.

            Con un esfuerzo intelectual, su oración meditativa-contemplativa podrá penetrar más en el abismo infinito que se esconde en la persona de Cristo. Podrán avanzar así en la fe y en el amor; acogiendo siempre mejor la grandeza y la bondad de Cristo, serán llevados a admirarlo y amarlo más intensamente.

 

 

4.6.-MARÍA CONTEMPLADA Y VIVIDA DESDE EL MEMORIAL EUCARÍSTICO DEL HIJO

 

He repetido varias veces que mi camino de oración o encuentro con Cristo empezó en María; primero fue Ella,en mi infancia y adolescencia, y Ella,después de algunos años, en que me sentí muy a gusto con su diálogo, encuentro, protección y ayuda, y me llevó al Hijo.

Sin embargo, y lodiré siempre altoy claro, ha sido el Hijo el que  me ha llevado y me está llevando a descubrir una María maravillosa y confidente de Dios, que goza de una confianza absoluta del Hijo y del Padre por el mismo Espíritu Santo, unidísima y llena de misterios y gracias divinas, que a veces nos asustan, como el llamarla corredentora, que pide a los niños de Fátima consagrar el mundo entero a su Sagrado Corazón, el no sea Madre sacerdotal, sino Madre sacerdote de Cristo, de su Hijo... etc.

La Iglesia la veneró siempre como Madre de Dios, pero esta luz, a través de los siglos, nos ha ido descubriendo nuevos matices nacidos de esta luz, y la Iglesia, a medida que avanza, sin perder esta luz, va proclamando nuevas gracias y dones de Dios en María, siempre humana pero casi divina, porque está tocando el mismo límite de lo infinito, y siempre desde el Hijo y por la potencia de Amor del Padre al Hijo, que nos hizo hijos, y del Hijo-hijos al Padre, que es el Espíritu Santo, que la “cubrió con su sombra". Entre todos estos hijos Ella fue única y especial, fue hija y Madre de Dios.

Este conocimiento de fulgores divinos y cavernas y minas

de tesoros marianos sin explorar todavía, de la belleza y hermosura

depositadas por la Santísima Trinidad en María, me viene y me inunda en la oración personal, sobre todo, durante la celebración litúrgica del Misterio de Dios, de la irrupción de la Trinidad en el tiempo y en el espacio, de una forma metahitórica, por medio de la Liturgia Sagrada, especialmente por la Eucaristía, memorial de Cristo entero y completo.

Todo esto lo veo, contemplo y gozo y siento por la oración litúrgica-memorial y personal unidas e interinfluenciadas, unas veces empezaba la litúrgica y me provocaba la personal, otras veces desde la personal me uno y concelebro la litúrgica, pero siempre unidas las dos, y así es como descubro a María, especialmente en la liturgia eucarística, que en el Misterio memorial del Hijo, entero y completo, que me está llevando a descubrir las grandezas y seguridad y confianza del Hijo en la Madre.

Precisamente en la celebración de la Eucaristía memorialla he preguntado y le sigo preguntando muchas veces a la Virgen: ¿Pero realmente, queridísima María, Madre sacerdotal del Ser y Existir sacerdotal de tu Hijo, Él te quiso sólo madre sacerdotal, o más bien te quiso también madre sacerdote y víctima con Él, en su ser y existir sacerdotal, por una Unción y Consagración única y singularísima de la potencia de Amor del Espíritu Santo, que te "cubrió con su sombra': consagración no institucional-extensiva al género femenino, sino especial y creada para ti sola, como la maternidad divina, desde

el primer instante del ser y existir sacerdotal del Hijo de Dios en tu seno -¡qué grandeza y misterio inaudito que merece para ti todas las gracias posibles porque tocas al mismo Dios infinito!-; una consagración que te hacía sacerdote a la vez que engendraba (Espíritu Santo) y engendrabas (tú, María) en tu seno, al Único Sacerdote, al cual te unías por esa misma unción del Espíritu de Amor que a Él le hacía Hijo sacerdote   único del Altísimo y a ti, madre sacerdote de y por tu hijo, a quien tú dabas por obra del Espíritu Santo su ser y existir

sacerdotal? ¿No era esa misma Unción especial y única del Espíritu

Santo la que a Él le hacía Sacerdote Único del Altísimo ya ti, madre de su sacerdocio en tu seno, haciéndote con Él madre sacerdote en su mismo Serse y hacerse Sacerdote por obra del Espíritu Santo?

Desde la Sagrada Liturgia, realizada por la potencia de Amor del mismo y único Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que "cubrió con su sombra" a María y la hizo Madre del Único Sacerdote, en el cual y por el cual María fue consagrada y ungida sacerdote del Hijo de una forma única, y todos nosotros, de una forma especial pero no única, puesto que todos somos sacerdotes de la misma forma y grado.

Humildemente afirmo lo que siento desde esa Liturgia Sagrada, especialmente del Memorial Eucarístico, siento el perfume y aroma de María, junto a mi, madre sacerdotal y ¿sacerdote? del Hijo, una Madre junto al Hijo de sus entrañas, sacerdote y víctima, siento el "he ahí a tu hijo, a tu madre': descubro y veo y gozo estas grandezas de la Madre del Sacerdote que la quiso tener junto a sí desde el primer fiat de la Encarnación, hasta el última fiat encomendando y ofreciendo al Hijo al Padre para la Salvación de los hombres.

Es el Hijo el que tiene la «culpa» de todo esto, porque Él me lo provoca por su Espíritu, el Espíritu de Pentecostés, que inflamó a los Apóstoles "reunidos con María" y les hizo perder los miedos y abrir las puertas y predicar a Cristo resucitado. Realmente el Espíritu de Pentecostés, es el mismo Cristo resucitado, pero hecho Espíritu, hecho Fuego y Llama de Amor Viva, metida en el corazón y no quedándose en apariciones y palabras externas, que se quedan en los sentidos, pero no llegan al interior.

Para sentir y vivir esto hay que llegar al corazón de los ritos, de

las palabras y acciones sagradas, vivir pendiente y unidos a los Misterios de la Trinidad que traen del cielo a la tierra. En la celebración de la Eucaristía, es decir, desde la Liturgia, que hace presente todo el misterio de Cristo al que fue asociada María desde la Encarnación, desde el primer momento, hasta el último, en la cruz, donde «no sin designio divino» quiso asociar a su Madre que se unió totalmente como madre sacerdotal y víctima, hasta consumar el misterio de la redención, y hasta Pentecostés, donde el fruto del misterio pascual, la efusión del Espíritu, halla a María activa en la oración con los discípulos; para convertirse en presencia permanente en una total conformación al Hijo Resucitado en la gloria de su Asunción.

Una vez más, el paralelismo entre historia de la salvación en la que María está presente y celebración de la historia de la salvación en la que María se hace presente y es evocada por y en el memorial del Hijo, fundamenta ese misterio de comunión indisoluble con la obra del Hijo.

Y es lo que se afirma en el número 65 de la LG, cuando se dice: «María, en efecto, ha entrado profundamente en la historia de la salvación y en cierta manera reúne en sí y refleja las exigencias más radicales de la fe. Al hontarla en la predicación y en el culto, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre».

Ello sucede en esa síntesis maravillosa de la confesión y de la celebración de la fe que es la liturgia, donde el recuerdo de María reverbera los datos de la fe y su condición de Sierva del Señor orienta, como en Can á, hacia el misterio del Hijo y, como en el Cenáculo, a la acción del Espíritu.

Precisamente por eso, cuando en LG 66 se habla de la naturaleza y del fundamento del culto de la Virgen María se alude ante todo a su condición de Theotokos, síntesis de sus privilegios, su específica vocación en la historia de la salvación; pero en seguida se añade: «que participó en los misterios de Cristo». Una vez más es esta la clave del culto litúrgico tributado a la Virgen María, el fundamento de su presencia en la liturgia de la Iglesia.

Por eso, «la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios ... unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo». Es la comunión activa de María en la obra de la Redención, que se hace presente en el memorial eucarístico de su Hijo. De aquí que «en María la Iglesia admira nsalza el fruto más espléndido de la redención» y «La contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera ansía y espera ser> (SC 8)

Esta doctrina de las presencias de María en la liturgia de Iglesia se ha enriquecido notablemente con la publicación de Uectio Missarum» o Misas de la Virgen María. Y en particular se tendría que recordar que algunos «vacíos» detectados en la Marialis cultus han sido colmados con este nuevo libro de la Iglesia, donde formularios especiales de Misas ponen de relieve tanto la presencia como la ejemplaridad de María para la Iglesia en dichos tiempos de gracia, hasta Pentecostés, donde se recuerda a la Virgen del Cenáculo. Y en lo referente a Adviento y Navidad, nuevos formularios de Misas celebran presencias importantes de María en el misterio de Cristo, como el misterio de Nazaret y el de Caná de Galilea.

El segundo significado que puede tener la palabra presencia

es precisamente el que podríamos llamar más teológico:  mistérico: el hecho de la misteriosa persona de María en la Iglesia cuando esta celebra los divinos misterios. Aquí tenemos afirmaciones significativas pero sobrias. Sobre la base de SC 8, y recordando la doctrina de la Comunión de los Santos, la Lumen gentium, afirmaba: «Nuestra unión con la Iglesia del cielo se realiza de la manera más noble cuando celebramos las alabanzas de la grandeza de Dios con alegría compartida, sobre todo en la sagrada liturgia, en la que la fuerza del Espíritu Santo actúa en nosotros por medio de los sacramentos ... Por tanto, al celebrar el sacrificio eucarístico, nos unimos de la manera más perfecta al culto de la Iglesia del cielo: reunidos en comunión, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María (LG 50)>>.

Un texto particularmente significativo sobre el tema de la presencia mistérica de María en la liturgia es una alocución de Juan Pablo II en el Ángelus del 12 de febrero de 1984, que merece la pena reproducir en las afirmaciones centrales: «Ahora, la bienaventurada Virgen es íntima tanto a Cristo como a la Iglesia, e inseparable de uno y otra. Ella les está unida en lo que constituye la misma esencia de la liturgia: la celebra ción sacramental de la salvación para gloria de Dios y para la santificación del hombre.

María está presente en el memorial -la acción litúrgica- porque estuvo presente en el acontecimiento salvífico. Está junto a toda fuente bautismal, donde en la fe y en el Espíritu Santo nacen a la vida divina los miembros del Cuerpo místico, porque con la fe y con la energía del Espíritu, concibió a su divina Cabeza, Cristo; está junto a

todo altar, donde se celebra el memorial de la Pasión-Resurrección,

porque estuvo presente, adhiriéndose con todo su ser al designio del Padre, en el hecho histórico-salvífico de la muerte de Cristo; está junto a todo cenáculo, donde con la imposición de las manos y la santa unción se da el Espíritu a los fieles, porque con Pedro y los demás apóstoles, con la Iglesia naciente, estuvo presente en la efusión

pentecostal del Espíritu. Cristo, sumo sacerdote; la Iglesia, la comunidad de culto; con uno y otra María, está incesantemente unida, en el acontecimiento salvífico y en su memoria litúrgica».

A quien quisiera ir más allá, para preguntar también el cómo de dicha presencia, los Praenotanda de la «Collectio Missarum » ofrece ésta: «La Iglesia, que por los vínculos que la unen a María «quiere vivir el misterio de Cristo» con ella y como ella, experimenta continuamente que la bienaventurada Virgen está siempre a su lado, pero sobre todo en la. sagrada liturgia, como madre y como auxiliadora». En realidad allí donde la Iglesia siente más próxima en la fe la presenciade Cristo Señor (cf SC 7), allí también experimenta

la comunión más intensa con aquella que está unida a Cristo en la gloria.

No me resisto a poner una larga cita de esta «Collectio Missarum», que prueba todo lo dicho sobre la presencia de María en la liturgia de la Iglesia:

 

«11. Después de la gloriosa ascensión de Cristo al cielo, la obra de la salvación continúa realizándose sobre todo en la celebración de la liturgia, la cual es considerada no sin razón el momento último de la historia de la salvación. Pues en la liturgia Cristo está presente de varios modos: es la cabeza que preside la asamblea cultual, cuyos miembros están revestidos de dignidad real; el maestro, que continúa anunciando el Evangelio de salvación; el sacerdote, que ofrece el sacrificio de la nueva ley y actúa eficazmente en los sacramentos; el mediador, que intercede sin cesar ante el Padre en favor de los hombres (cf. Hb 7, 25); el hermano primogénito (cf. Rm 8, 29), que une su voz a la de innumerables hermanos.

Los fieles, adhiriéndose a la palabra de la fe y participando «en el Espíritu» en las celebraciones litúrgicas, se encuentran con el Salvador y se insertan vitalmente en el acontecimiento salvífico.

 

12. De manera semejante, la bienaventurada Virgen, as unta gloriosamente al cielo y ensalzada junto a su Hijo, Rey de reyes y Señor de señores (cf. Ap 19, 16), no ha abandonado la misión salvadora que el Padre le confió, «sino que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la salud eterna». La Iglesia, que «quiere vivir el misterio de Cristo» con María y como María, a causa de los vínculos que la unen a ella, experimenta continuamente que la bienaventurada Virgen está a su lado siempre, pero sobre todo en la sagrada liturgia, como madre y como auxiliadora.

 

13. La liturgia, por su misma naturaleza, favorece, realiza y expresa maravillosamente la comunión no sólo con las Iglesias diseminadas por toda la tierra, sino también con los bienaventurados del cielo, con los ángeles y los santos, y, en primer lugar, con la gloriosa Madre de Dios.

En íntima comunión con la Virgen María, e imitando su sentimientos de piedad, la Iglesia celebra los divinos misterios, en los cuales «Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados»: - asociándose a la voz de la Madre del Señor, bendice a Dios Padre y lo glorifica con su mismo cántico de alabanza - con ella quiere escuchar la palabra de Dios y meditarla asiduamente en su corazón - con ella desea participar en el misterio pascual de Cristo y

asociarse a la obra de la redención - imitándola a ella, que oraba en el Cenáculo con los apóstoles, pide sin cesar el don del Espíritu Santo

- apelando a su intercesión, se acoge bajo su amparo, y la invoca para que visite al pueblo cristiano y lo llene de sus beneficios - con ella, que protege benignamente sus pasos, se dirige confiadamente al encuentro de Cristo

 

Valor ejemplar de la Virgen María en las celebraciones litúrgicas

 

14.- La liturgia, que tiene el poder admirable de evocar el pasado y hacerlo presente, pone con frecuencia ante los ojos de los fieles la figura de la Virgen de Nazaret, que «se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él».

Por esto la Madre de Cristo resplandece, sobre todo en las celebraciones litúrgicas, «como modelo de virtudes» y <<de fiel cooperación a la obra de salvación».

 

 

 

 

 

CAPITULO CUARTO

 

MARÍA, MAESTRA Y MODELO DE VIDA ESPIRITUAL

 

            Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV San Ambrosio de Milán, hablando a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: «Que el alma de María esté en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en Dios».

Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical “Hágase tu voluntad” (Mt 6, 10), respondió al mensajero de Dios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. (Lc 1, 38). Y el «Sí»de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y medio de santificación propia.

            Las relaciones del cristiano con María en la oración pueden especificarse en una triple actitud: orar con María, orar a María, orar como María.

 

5.1. ORAR CON MARÍA: LOS APÓSTOLES EN PENTECOSTÉS: ORACIÓN DE INTERCESIÓN

 

            Tratando de descubrir en el Evangelio la oración de María, hemos considerado la primera de estas relaciones: orar como María. En la Virgen de Nazaret encontramos un modelo de oración que nos impulsa a la imitación. En efecto, no es sencillamente un objeto de imitación, sino un modelo activo, porque María nos ayuda a orar con ella. Y esto es lo que vamos a meditar ahora. Para vivir la unión con Dios y cumplir con su voluntad, los cristianos, en fuerza de su vocación de seguir y amar a Cristo, están más empeñados en la senda de la oración, teniendo a María como modelo y ejemplo singular.

            Orar con María, como lo vemos reflejado en el evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, es un rasgo característico de la oración de la comunidad primitiva, en espera de Pentecostés. Los apóstoles, reunidos en el cenáculo, “eran asiduos y concordes en la oración, con algunas mujeres y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hch 1,14). Entre las mujeres, se nombra sólo a María, en razón de su cualidad única de “madre de Jesús”. Esta mención hace suponer que la veneración de la comunidad para con Jesús se reflejó en su madre y que después de la partida de Cristo de este mundo la presencia de María fue la señal visible que recuerda más fielmente el rostro del Salvador.

            Lucas se preocupa por resaltar esa presencia, porque en su Evangelio había descrito el papel de María en los orígenes de la vida de Jesús. Ahora atrae la atención sobre su papel en los orígenes de la Iglesia, porque en la perspectiva en que se pone, el progreso de la Iglesia se realiza a imagen de lo que se había realizado para Cristo.

            Ese progreso es obra del Espíritu Santo con el concurso de María. En este paralelo se puede reconocer una primera apertura hacia la afirmación de que la madre de Cristo es la madre de la Iglesia. Ciertamente, se llama a María con su título más evidente de “Madre de Jesús”. Pero su presencia en la comunidad indica una maternidad que permanece viva y cuyos beneficios reciben todos. Siendo madre de Jesús, aparece dotada de una calidad materna en relación a todos aquellos que se han reunido en torno a su hijo.

            Su título único de Madre de Jesús confiere un valor único a su oración. Valor que no procede sencillamente del vínculo de maternidad considerado en sí mismo, sino de la forma excepcional con que se estableció esa maternidad. María se convirtió en madre por intervención del Espíritu Santo y ello estableció la relación más íntima entre ella y el Espíritu.

            Su oración para implorar la venida del Espíritu sobre la comunidad, tiene, gracias a esto, una eficacia singular. El Espíritu Santo se complace desde ahora en actuar con la colaboración de María, en la prolongación de lo que él realizó en el misterio de la encarnación. Las súplicas de María han ejercido el influjo más fuerte para obtener la efusión del Espíritu con la abundancia de sus dones.

            Orar con María es, pues, compartir la eficacia superior de su oración. La primera comunidad ha podido alcanzar con mayor amplitud los beneficios divinos, porque unía su plegaria a la de la Madre de Jesús. Es ciertamente verdadero que la oración de los apóstoles tenía su propio valor. Pero ha tenido un efecto más amplio en razón de la presencia de María en la oración comunitaria.

            En esto hay una verdad que sigue siendo aplicación actual. La Iglesia sigue uniendo su oración a la celeste plegaria de María: cuenta con la intercesión de la madre de Jesús para alcanzar con mayor abundancia los dones del Espíritu Santo.

            Por su parte, los cristianos quedan invitados a adoptar en su oración una disposición de comunión con María, para que sus súplicas vayan siempre acompañadas y reforzadas por las de ella. Se trata de una comunión de consagración, porque María es la primera consagrada. Es una comunión de don total a Cristo y esto hace la comunión de oración tanto más profunda.

            De la actitud que consiste en orar con María, se pasa fácilmente a aquello que consiste en orar a María. En efecto, orar con María significa reconocer la excelencia de la intercesión de la Madre de Jesús. Desde el momento en que se reconoce el valor único de esta intercesión, el creyente es llevado a implorar a María para obtener su concurso en las súplicas dirigidas a Cristo y al Padre. María se convierte así, para todos los cristianos, en aquella a quien se ora con ardor, para llegar mejor hasta Dios.

 

 

 

 

 

 

 

5. 2.-   ORAR A MARÍA: FÁTIMA: SOR LUCÍA.

 

            No tenemos informaciones sobre la forma en que se realizó, al comienzo de la Iglesia, el paso de la oración con María a la oración a María. Cuando ella estaba presente en la comunidad, los primeros cristianos se complacían en orar con ella, como acontecía ya en la asamblea que esperaba Pentecostés. Podemos igualmente imaginar la oración de Juan, el discípulo predilecto, en compañía de aquella a quien había acogido en su propia casa.

            Después de la muerte de María, se debe pensar que los primeros cristianos se han dirigido espontáneamente a aquella a quien ya no podían ver, empezando a invocarla. Así se fue formando la costumbre de orar a María, de pedir su intercesión junto a su hijo, de acudir a ella en las dificultades, de llamarla en ayuda en las pruebas.

            El cántico del magníficat atribuido a María testifica, como ya hemos observado, un comienzo de culto mariano. Las palabras “me felicitarán todas las generaciones” demuestran que aquellos cristianos comprendían la bienaventuranza especial concedida a María.

            Semejante homenaje conllevaba como consecuencia el deseo de hablar a María e invocar su socorro; consecuencia que no podía expresarse en el magníficat, pero era inevitable. Venerar a María como la mujer más dichosa de todos los tiempos, significa esperar de ella protección y solicitud, porque la felicidad le ha sido otorgada en vista de la obra de la salvación.

            La primera oración a María que se nos ha conservado, se remonta al siglo III y fue escrita en un papiro egipcio. No obstante las mutilaciones del texto, debido al estado precario del papiro, ha sido posible reconstruir su contenido: «Bajo el amparo de tu misericordia, nos refugiamos, Santa Madre de Dios. No desoigas nuestras plegarias, cuando nos hallemos en la prueba; antes bien líbranos del peligro, tú, la única pura y bendita» (Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei genitrix...).

            Esta oración nos ofrece el primer testimonio de la invocación «Madre de Dios» (Theotokos). Invocación ésta que parece justificar las expresiones del conjunto de la oración. Son expresiones que antes se utilizaban para súplicas dirigidas a Dios: al refugiarse bajo el amparo de la misericordia divina, se pedía a Dios la liberación de los peligros y acoger benévolamente las plegarias. Lejos de dirigirse al Señor glorioso, estas súplicas se dirigen ahora a la «única bendita»: en su calidad de Madre de Dios ella es la persona humana más cercana a Dios, la que refleja más fielmente la misericordia divina. En razón de esta cercanía a Dios, se puede obtener de ella la liberación de las situaciones peligrosas.

            Para hallar la forma de orar a María, el autor de esta oración escogió la vía más sencilla: invocar a la Madre de Dios con los mismos términos con que se invocaba a Dios. Esta semejanza no significa que se desconozca la diferencia. La Madre de Dios no es Dios; es una creatura, a la cual no se atribuye la excelencia única que pertenece a Dios. Ella es sólo una mediadora. Si no se recuerda explícitamente su intercesión, esa mención está implícita en su calidad de Madre.

            En esta oración se advierte una característica que se hallará luego en buen número de oraciones a María: en la prueba, el cristiano busca refugio en el corazón compasivo de María. En el peligro, lanza hacia ella un grito de socorro. Es reconocible la reacción espontánea del niño que grita a su madre. Pero aquí no se invoca a María bajo el título que se le atribuirá más tarde: «madre nuestra», pero con un sentido sobreentendido: quien es madre a nivel tan alto, debe tener un corazón materno sensible para cuantos la invocan.

            Es igualmente importante observar que la oración es colectiva. Aunque pruebas y peligros hacen pensar ante todo en un caso individual, es una comunidad la que ora e implora liberación. Se diría que la apertura universal de la Madre de Dios favorece la apertura comunitaria de la oración.

            Los cristianos de hoy siguen recitando esta oración: señal de que responde a sus aspiraciones. También los consagrados encuentran en ella lo que desean decir a María, porque en su vida no faltan pruebas y peligros. Con las pruebas se asocian más íntimamente al sufrimiento de Cristo y piden a la Corredentora que sostenga su valor y ofrenda.

            Ante los peligros que amenazan su vida enteramente entregada al Señor, de modo especial frente a las tentaciones, solicitan un poder maternal que los ponga al abrigo de las caídas y bajezas. Se complacen en invocar a la «santa Madre de Dios» como a quien posee una santidad que debe reflejarse en su vida consagrada.

 

 

5. 3.- FUNDAMENTO Y FUENTE DEL CULTO MARIANO: “¡HE AHÍ A  TU MADRE!”:

 

            La oración a María se desarrolló en la Iglesia bajo la inspiración del Espíritu Santo: “Los Apóstoles estaban en oración con María, la madre de Jesús”,  y también en razón de la voluntad del Salvador manifestada en el Calvario. Al decir a su madre “Mujer, ése es tu hijo” le asignaba una maternidad de orden espiritual para con cada uno de sus discípulos y le pedía velar con solicitud sobre el itinerario de cada uno de ellos.

            Al decir al discípulo predilecto: “Esa es tu madre”, lo invitaba a profesar a María un amor filial; amor que Juan manifestó en seguida tomando consigo a María.

            En estas palabras se puede reconocer el deseo de Cristo en establecer el culto mariano. El crucificado no se limitó a conferir a María una nueva maternidad. Le pidió expresamente a Juan una repuesta a esa maternidad y con ello quiso que los cristianos rindieran culto a María. Si cada uno recibe a María como madre, cada uno queda invitado a “tomarla consigo”, es decir, a acogerla y darle cabida en la propia vida.

            No debemos olvidar que estas palabras: “Esa es tu madre” fueron pronunciadas poco después de que Jesús hubiera formulado su mandamiento: “Amaos los unos otros como yo os he amado” (Jn 13, 34; 15,12) Y expresan una voluntad análoga: «Ama a mi madre como yo la he amado».

            Las relaciones del discípulo predilecto con María han sido señal y prefiguración de las relaciones de todo cristiano con aquella que le ha sido dada por madre. Podemos sólo intuir el ardor con que el discípulo ofreció a María una adhesión cariñosa que prolongaba la intimidad que había tenido con Jesús. Mejor que otros, comprendió que no podía abrirse totalmente al amor de Cristo, sino amando a su madre. Al recibirla en su casa, pudo captar en ella una semejanza viva con Cristo. Él, que en ciertos episodios del Evangelio manifestaba la sutileza de sus intuiciones, encontró en María muchos rasgos del carácter y comportamiento que había admirado en el Maestro. Se dio así cuenta del parentesco espiritual que unía a la madre con el hijo e intuyó toda la riqueza que brindaba a la vida de la Iglesia.

            Los cristianos no pueden rehacer la experiencia de Juan en la materialidad histórica. Están empeñados en relaciones filiales con María, en las cuales debe reproducirse lo más profundo que había en ella; están llamados a vivir una intimidad real con María, que se une a la intimidad de ellos con Cristo.

            Quien ha sido elegido por Jesús para acoger a María como madre era un sacerdote, uno de aquellos a propósito de los cuales Jesús había declarado en el curso de la última cena: “por ellos me consagro a ti, para que también ellos te queden consagrados de verdad” (Jn 17,19). De lo cual pueden deducir los sacerdotes que están invitados de modo especial a acoger a María en su vida y estrechar con ella relaciones de intenso cariño filial.

            Deben seguir la senda que abrió Juan, quien después del drama del Calvario, vivió en diálogo con María; un diálogo que no necesitaba palabras y conllevaba muchos silencios; un diálogo en el que Cristo ausente estaba continuamente presente y los recuerdos de María se encontraban con los del discípulo predilecto para hacer reaparecer el retrato inolvidable de Jesús.

            El verdadero diálogo con María no tiende nunca a sustituir el diálogo con Cristo; tiende más bien a esclarecer más al único Salvador. Es verosímil que a través de sus coloquios con María y una vida más cercana a ella, Juan haya enriquecido su conocimiento de Jesús y captado con más claridad el sentido de las palabras y gestos cuya importancia no había comprendido suficientemente.

            Al descubrir el alma admirable de María, le invadió una admiración más luminosa del Maestro. Y al amar y vivir junto a la Madre, pudo profundizar en su amor al hijo Jesucristo.

            Del mismo modo, para los cristianos, especialmente los sacerdotes y las almas consagradas,  la presencia de María no hace nunca de pantalla, no puede esconder el rostro de Cristo ni relegarlo a un segundo plano. La presencia de la madre los introduce en un mejor conocimiento de Jesús y en amor y adhesión más absoluta a él.

            Los sacerdotes no pueden vivir el gran amor de que han hecho profesión a Cristo sino tratando de entablar un diálogo filial con María aprendiendo de ella a conocer y amar a Jesús.

En el plan divino, María se halla tan estrechamente vinculada a la venida de Cristo al mundo y a su misterio de salvación universal de todos los hombres que debe completarse de parte de quienes quieren tener acceso más completo a este misterio de la encarnación y salvación mediante una unión muy estrecha de amor con ella, siguiendo con María para llegar más profundamente al conocimiento y unión con Jesús por el mismo Espíritu Santo que vino a ella en la Encarnación y a nosotros, sacerdotes, especialmente en Ordenación sacerdotal y todos los días en la consagración y conversión del pan en Jesucristo siempre que celebramos la santa misa.

            Por eso, no es ciertamente un lujo fijar la mirada en María, venerarla e invocarla: es una necesidad para todos, cristianos y sacerdotes. Es también un deseo de Cristo en la persona de Juan.

 

 

 

5. 4.  CARÁCTER FILIAL DEL CULTO A  MARÍA

 

            Las palabras que pronuncia Jesús en la cruz manifiestan el carácter único que va a asumir la oración a María. Todos los días, los cristianos acuden espontáneamente a gran número de santos para invocar su intercesión y obtener los favores divinos. La oración a María no es una cualquiera de estas oraciones, pues se encuadra en relaciones filiales que contribuyen al desarrollo espiritual del culto, de la oración y de la vida cristiana.

 

A) AMOR FILIAL DE LOS HIJOS

 

            Jesús vino a suprimir la distancia que impedía a los hombres dirigirse a Dios con familiaridad. Él mismo, con el misterio de la encarnación, había superado esa distancia, acercando a Dios a la humanidad.   Con su sacrificio redentor hizo desaparecer los obstáculos del pecado, reconciliando a los hombres con el Padre. Al consumar su sacrificio, confiaba a su madre una misión que completa ese acercamiento: la que es Madre de Dios no queda ciertamente ubicada a distancia de los demás seres humanos; al convertirse en madre de los discípulos, tiene la misión de permanecer muy cerca de cada uno de ellos y de introducirlos en la familiaridad divina.

            Para comprender la intención de Cristo al dar su propia madre a la Iglesia es necesario recordar el objetivo esencial al cual miraba toda la acción del Salvador en el mundo. Jesús vino a revelar el Padre a los hombres para suscitar en ellos un amor filial y conducirlos al Padre. Su vida había consistido en venir del Padre al mundo, y luego en dejar el mundo para volver al Padre (Cfr Jn 16,28).

            En este movimiento de regreso al Padre deseaba llevar consigo a toda la humanidad. Cuando, desde el comienzo de su predicación exige una conversión en vista del ingreso al reino de Dios, quiere decir una renuncia al pecado acompañada de una apertura tal al Padre que permita pertenecer a su reino. Su finalidad es, pues, instaurar en los corazones humanos una disposición esencialmente filial. Jesús hace idónea toda la existencia humana para orientarse al Padre.

            La instauración de la maternidad espiritual de María queda iluminada por este designio. Con su afecto materno, María está destinada a representar la bondad del Padre. Jesús sabe que los hombres son más sensibles a la ternura del amor materno y comprenden más instintivamente lo que significa la presencia de una madre en su vida. En efecto, toda la bondad del corazón materno de María viene del Padre; es la imagen más conmovedora del amor que el Padre profesa a la humanidad. El rostro de la madre está destinado a reflejar mejor el rostro del Padre.

            Del mismo modo, el amor filial que responde a la maternidad de María está destinado a reflejar el amor filial al Padre. El amor que se expresa en el culto mariano no queda, pues, fuera de la perspectiva esencial de las relaciones del hombre con Dios, sino que le ayuda en sus primeros pasos del amor total al Padre.

            En sus relaciones de intimidad con María, los cristianos comprenderán mejor la bondad soberana que debe dirigir todos los acontecimientos de su vida y descubren más fácilmente la solicitud de la providencia paterna que vela sobre sus pasos. Al profesar un cariño profundo a su madre, su corazón comprende y se abre más al Padre-Madre de todos los hombres y se dispone a amarlo más.

            El vínculo existente entre el amor filial a María y el amor filial al Padre da sentido a la asociación de las dos oraciones en el rosario: el Padrenuestro y el Ave María. Se podría pensar que son apenas dos oraciones yuxtapuestas, sin parentesco mutuo. En realidad, el Ave María ayuda a recitar el Padrenuestro con sentimientos filiales más vivos.

            La mirada que se posa en el rostro materno de María se vuelve inmediatamente al rostro misterioso del Padre con mayor familiaridad. Mientras se corre a menudo el riesgo de invocar al Padre en forma más distante, se lo siente más cercano a través de la proximidad de la madre a quien se saluda y se invoca con gran abandono filial.

            La llamada de Cristo ha introducido a los sacerdotes en un estilo de vida que moviliza todas sus energías personales por la senda hacia el Padre. Ellos se consagran a Cristo, pero en forma de dejarse conducir por él más seguramente hacia el Padre, compartiendo el fervor de su amor filial.

            La vida consagrada es esencialmente una vida orientada hacia el Padre en forma más total, en virginidad, que significa amor total y exclusivo, y desde el Padre por María madre, a todos los hombres, sus hijos. Por este motivo está más fundamentalmente unida a María y requiere una adhesión filial más especial de parte de los consagrados.

            No hay por qué extrañarse, pues, de la piedad mariana que se desarrolló en los seminarios, --recordad nuestras fiestas de la Inmaculada y de la Presentación,  de la Navidad, con la fiesta de la Madre de Dios, en el día primero del año, para empezar con buen pié en manos de la Madre, así como otros títulos e invocaciones marianas--, en los monasterios y en las comunidades religiosas. Responde a una necesidad esencial de la vida consagrada y a su finalidad más fundamental.

            Se puede añadir que para las comunidades de hombres el amor que profesan a María contribuye a garantizar el equilibrio de las disposiciones afectivas. El papel importante de la mujer en el misterio de la Encarnación tiende a compensar lo que favorece al hombre por el hecho de que el Hijo de Dios se hizo hombre.

            La presencia de una madre en la vida espiritual tiende igualmente a compensar el desequilibrio que podría provenir del celibato consagrado: es una presencia femenina, con todo lo que tiene de seductor, pero en armonía con la pureza virginal.

            Para las comunidades de mujeres, la presencia de María ofrece la posibilidad de reconocer mejor la contribución de la mujer en la obra divina de la salvación y de animar así la generosidad de la vida religiosa.

            Esa presencia es fuente de equilibrio, en otro sentido: permite a las religiosas superar las impresiones de inferioridad del destino femenino y apreciar los valores propios de la mujer, ignorados con demasiada frecuencia o a veces menospreciados en la sociedad.

            La veneración que tienen por la madre de Jesús las compromete a una mayor intrepidez en el logro del ideal femenino de vida consagrada. El calor del amor materno de María está en grado de hacer nacer una respuesta de cálido amor filial. Contribuye así al desarrollo de la riqueza afectiva en la vida consagrada.

Las renuncias que conlleva esta vida podrían, en efecto, exponer a la persona a cierta aridez del corazón. El empeño en el celibato y la separación de la familia están destinados a favorecer una apertura más universal del corazón a todos, pero exigen una ascesis interior que puede correr el peligro de una frialdad afectiva.

            Jesús sabía que su discípulo predilecto necesitaba un calor afectivo en su consagración sacerdotal y le pidió que recibiera a María por madre. Los consagrados encuentran en sus relaciones con María un calor afectivo que les ayuda a asumir correctamente todas las exigencias de su consagración.

               

 

B) CONFIANZA FILIAL DE LOS HIJOS

 

            La confianza es una disposición que pertenece a la sinceridad de todo amor, pero que debe sobre todo manifestarse en el caso de que aquel que ama tiene conciencia de recibir más de lo que da. Es éste el caso de las relaciones con María: el cristiano recibe del amor maternal de María mucho más de lo que su amor filial puede darle.

            Cuando a los pies de la cruz oyó Juan las palabras de Jesús, comprendió que el Salvador le ofrecía su don más precioso. Ofreciendo a María su propia casa, era consciente de darle muy poco frente a lo que recibía de ella: acogía a una persona de valor inestimable y disfrutaba del más perfecto amor materno.

            Para Juan era una demostración suprema del amor con que Jesús lo había escogido como confidente y amigo. Ya antes había sido colmado de testimonios de ese amor; ahora se daba cuenta de que el amor del Maestro había llegado al extremo de su generosidad. Así sus nuevas relaciones con María se unieron a una confianza más indestructible en la bondad de su Señor.

            A esta confianza en el amor de Cristo se une la confianza en María. Viviendo con ella, el discípulo experimentó su bondad. Ningún temor podía sentir ante una benevolencia cuya generosidad y delicadeza experimentaba cada día más y más.

            Habiendo recogido las palabras de Jesús con total devoción y como testamento: “Mujer, ése es tu hijo”, María ponía toda su alma en su misión maternal y tenía para con Juan las mismas atenciones que había tenido para con su único hijo. No quería sustraer nada de su corazón maternal a aquel que le había sido confiado como hijo.

            Toda la entrega que había caracterizado su vida en Nazaret, reaparecía ahora sin limitación alguna. La solicitud con que rodeaba al discípulo predilecto, tendía a hacerle sentir, en cuanto era posible, hasta qué punto lo amaba. Juan no podía responder a ese amor sino con una confianza filial sin reservas.

            Aunque sin poder hacer una experiencia idéntica a la del discípulo predilecto, que conoció a María en su vida terrena, los cristianos están invitados a una intimidad análoga con su madre del cielo. También ellos disfrutan de su bondad y en múltiples ocasiones experimentan las manifestaciones discretas de su solicitud. Una madre inspira confianza; una madre perfecta no puede menos de suscitar una confianza mucho más firme.

            Es la confianza que se expresa en la más antigua oración mariana: decir a la Madre de Dios que se busca refugio en su misericordia, significa testimoniarle una confianza total. Llamarla en ayuda en el momento del peligro, quiere decir esperar de ella la ayuda más eficaz. Semejante confianza no se funda sólo en la simpatía maternal de María, sino también en su poder como Madre de Dios.

            Los cristianos cuentan con el poder de intercesión de María; su invocación parte de una doble convicción: su madre no puede resistirse a sus súplicas y el Señor no puede resistir a los requerimientos de su madre. La confianza se funda, pues, en las prerrogativas de María: Madre de Cristo y Madre de los hombres.

            Se puede observar que la confianza filial en María va destinada a reforzar, en fin de cuentas, la confianza filial en el amor del Padre. La maternidad universal de María es un invento admirable del amor divino para sentir su amor y cariño y llevarnos así, cogidos de la mano, hasta su Hijo y el Padre por el amor del Espíritu Santo que mora en ella.

            Jesús la proclamó madre de todos los hombres en la cruz, en forma simbólica, para llevar a término la obra que el Padre le había confiado. En efecto, según el Evangelio de  Juan, después de haber constituido a María madre del discípulo predilecto, Jesús sabía “que todo quedaba terminado” (Jn 19,28), con lo cual manifestaba ser consciente de que su muerte era inminente y que su obra estaba terminada y rematada, con la entrega de la Madre a los hijos, y de los hijos en Juan a la Madre “desde aquella hora”.

            Al entregar su Hijo en sacrificio, el Padre ha brindado a la humanidad una madre en el orden de la gracia. La confianza que los cristianos están llamados a demostrar a la madre que les ha sido dada en este momento de generosidad suprema, no puede desligarse de la confianza en el amor sublime del Padre.

            En efecto, en este amor, el Padre ha resuelto no resistir a las instancias de la oración; pero esta característica de su bondad es ignorada con frecuencia y la confianza humana es atraída más fácilmente por el amor materno de María.

            La vida consagrada sólo puede desarrollarse en la confianza, porque ha sido con confianza como han respondido los «llamados» por Cristo a seguirlo. Han tenido la osadía de aceptar el modo de vida que les proponía, porque confiaban en quien los invitaba. La misma confianza les permite perseverar en la vocación, contando con la ayuda divina para superar todas las dificultades.

            La confianza les ayuda a vivir serenamente, sin dejarse impresionar por las amenazas de las tentaciones ni las incertidumbres de su debilidad. La confianza en la omnipotencia de Cristo les hace caminar con paso seguro por la senda en que se han empeñado.

            Se comprende, por tanto, qué les aporta la confianza filial en María. Saben que tienen en ella a una madre que les acompaña con fidelidad; su mirada no se equivoca jamás sobre su verdadera situación. Ella los acompaña en su itinerario, sosteniéndolos en sus esfuerzos. Vela por ellos, aunque no tengan de ello la menor conciencia o cuando se hallan expuestos a peligros que ni siquiera sospechan.

            La confianza de los consagrados en la asistencia maternal de María, los sustrae a cierto sentido de soledad que a veces podría resultar deprimente. Cada vez que encuentran una prueba, les basta levantar la mirada hacia María para recibir el aliento que ella brinda.

            Cuando se sienten abandonados o incomprendidos, encuentran en su madre celestial una presencia y una comprensión que no disminuyen nunca. Las contrariedades que deben afrontar en la vida personal o en la actividad apostólica no los asustan, si conservan la confianza en aquella que nunca, en ningún momento de su vida, se dejó abatir por las tempestades.

            Su confianza filial no puede quedar frustrada. Les ofrece un punto de apoyo que permite no sólo conservar la paz en la hora de las turbaciones o de las sacudidas, sino proseguir con energía en sus esfuerzos para cumplir todos sus compromisos. Abre sus corazones a la entrega más completa y los pone en grado de gustar más vivamente el gozo de su don a Jesucristo. Por último les hace comprender el sentido profundo de la consagración, fundada sobre la roca inexpugnable del amor divino, amor que se hace concretamente apreciar a través de la bondad de una madre.

 

C) ORACIÓN FILIAL DE LOS CRISTIANOS

 

            La devoción a María ocupa un puesto notable tanto en la piedad católica como en la ortodoxa. Para gran parte del pueblo cristiano, el Ave María es una oración muy utilizada; el rosario ha entrado en las costumbres de muchos cristianos. Aquellos a quienes el Evangelio llama “los pequeños” se complacen de modo especial en invocar a María.

            En la importancia que ha asumido la oración mariana, se debe reconocer el signo de una inspiración del Espíritu Santo. Quien hace comprender a muchos cristianos la importancia de la recomendación suprema de Jesús: “Esa es tu madre”, les hace tomar en serio la función maternal confiada a María y la respuesta que exige de quienes disfrutan de ella. Cristo Jesús, desde la cruz, a punto de partir de este mundo, nos hizo a todos los hombres hijos de su madre, en la persona de Juan y a María, madre de todos. Esto no impulsa a una relación y amistad tierna y confiada en la que Jesús quiere que sea nuestra madre de la fe en Él y a nosotros, hijos confiados a su madre y nuestra madre. Por algo lo haría Jesús que la eligió como madre para él y nosotros.

            El carácter de sencillez que revela la oración mariana, se explica por el hecho de que en las relaciones de un hijo con su madre sería inútil complicar las expresiones, buscar complejas consideraciones, alargar los discursos. La oración filial se expresa de la forma más libre, y cuenta menos sobre el valor de las palabras pronunciadas que sobre el impulso afectivo que toca el corazón de la madre. La sencillez de la oración mariana de los cristianos refleja la sencillez de la oración misma de María. Se puede recordar la petición del milagro en las bodas de Caná, petición que constituye un modelo de sencillez.

            La recitación del rosario es una forma de oración en la que la repetición de una fórmula no permite pensar en todo lo que murmuran los labios. Sería prácticamente imposible prestar atención a cada una de las palabras que se pronuncian. Si se quisiera intentarlo, se correría el riesgo de fatigar el espíritu con un pobre resultado. Y sin embargo, las palabras no son inútiles. Orientan el espíritu hacia la persona de la Virgen y sostienen con su ritmo cierto vuelo del corazón.

            Para conservar o renovar la contemplación, se propone la evocación de diversos misterios. De esa manera se estimula un esfuerzo del pensamiento, que ayuda a mirar a María en los episodios más salientes de su existencia. Se puede lamentar que el episodio de Caná no sea mencionado habitualmente, no obstante su riqueza de significado y la forma como pone en evidencia la persona de María. Por eso, me ha parecido muy oportuna su inclusión en los misterios de luz añadidos por Juan Pablo II, cinco nuevos misterios del rosario que se añaden a los tradicionales gozosos, dolorosos y gloriosos. En general, el Rosarium Mariae es un documento pleno para entender y practicar el rezo del santo rosario en oración contemplativa, donde uno no se fija en las fórmulas, sino en la contemplación del misterio y nuestra vida en relación con el misterio sin particularismos.

            Varios ensayos se están haciendo para darle al rosario mayor vitalidad, para introducirle mayor variedad y sustraerlo al riesgo de la monotonía. No soy partidario. Las modificaciones propuestas, aunque parecen más llenas de contenidos doctrinales y meditativos, le privan al rosario de la monotonía propia de la oración contemplativa en la que uno se pierde más mirando al fondo que a las formulaciones y reflexiones. Por eso la piedad mariana popular sigue prefiriendo la forma sencilla y corriente del rosario. Los ensayos de renovación demuestran no obstante, en cierto número de cristianos, el deseo de una oración mariana más sentida y razonada.

            En mi parroquia, donde se reza el rosario todos los días, antes de la misa de la tarde, en los dos templos: San Pedro y Cristo de las Batallas, hemos tratado alguna vez de introducir novedades, sobre todo, con una breve meditación sobre cada misterio, Pero hemos terminado por abandonarla. Además, a mí me parece que rompe el ritmo de la continuidad de la oración, en la que uno se sumerge por la repetición aparentemente monótona de las avemarías.

            Últimamente se han hecho grupos de señoras, de madres que rezan el rosario y ofrecen la misa un día determinado por la fe de sus hijos. Es algo que me emociona verlas rezar. Pero en definitiva se trata de la intención del santo rosario de ese día, que se dice al comenzarlo, pero luego no hace falta repetirlo de diversas formas. Porque es mejor que cada madre se pierda con la Virgen pensando y rezando por el hijo, pensando y pidiendo en las circunstancias particulares en que cada uno se encuentre al nivel de la fe y de la vida cristiana.

            Otra forma de oración tradicional, el Ángelus, tiende a imprimir un sello mariano a ciertos momentos del día. Personalmente lo rezo todos los días en la oración de la mañana y de las 12 del mediodía. En esta hora me recojo en oración, bajando mi cabeza y cerrando los ojos y meditando en la Virgen. Luego, por la tarde, como rezo el rosario y la letanía después de la cabezada de la comida, la verdad que mi mirada a la Virgen queda plena y colmada.

            El Ángelus pone de nuevo al cristiano frente al misterio de la Encarnación, tal como lo vivió María. Al dirigirlo a María, lo dirige al mismo tiempo hacia Cristo. La orientación cristocéntrica que se vuelve a encontrar en el rosario a través de la meditación de los misterios de la encarnación redentora, manifiesta el verdadero sentido de la oración mariana.

            Aunque la estructura del Angelus no refleja exactamente el cumplimiento del gran misterio de la venida del Salvador, por que la concepción del Hijo se reza antes que el sí de María, esta oración tiene el mérito de volvernos a llevar al acontecimiento capital que,  con el concurso de María cambió el destino de la humanidad.

Cuando el rezo del Ángelus se convierte en “Regina coeli laetare” por razón de la Pascua, lo hago cantado y en latín. Es la costumbre desde el seminario. Cuando digo cantado, quiero decir que el ritmo y la entonación es como se cantan, pero lo hago en mis adentros, sin que se oiga. Fuera del rosario y del Ángelus, la oración mariana ha asumido muchas otras formas, tanto colectivas como individuales. Hay que subrayar que lo que importa sobre todo es la sinceridad personal de la oración.

            En las relaciones con María, lo mismo que en las actitudes hacia Cristo y hacia Dios, la oración del corazón debe animar la oración de los labios. Los cristianos están invitados al diálogo, cada uno a su manera, con aquella a quien veneran y aman como madre suya. Hay un lenguaje filial secreto que nace espontáneamente en aquellos que acogen a María en su vida.     Este lenguaje se desarrolla normalmente en la vida de los cristianos. Pero a los sacerdotes y consagrados no les basta rezar el rosario. Su recitación cotidiana es ciertamente una forma de garantizar el contacto con María: pero está destinada sobre todo a favorecer un diálogo más amplio con ella. Los que han hecho profesión de su vida a Jesucristo saben que no pueden entrar plenamente en su intimidad sino alimentando un cariño de hijos hacia María. Toda su vida consagrada se hace más profunda cuando se impregna de clima mariano.

            Su amor a María los lleva a amar más vivamente a Cristo. Es lógico que, sintiéndose hijos, expresen con espontaneidad y libertad su oración a María: cada uno, bajo la inspiración del Espíritu Santo, debe buscar la forma de oración mariana que le conviene. Y desde allí, Ella se encargará de llevarle hasta su Hijo.

            En muchas vidas consagradas se da un canto interior que sube hacia María: canto de admiración y de alabanza, que se alegra con la pureza virginal y la bondad misericordiosa de la Madre de Dios. En las circunstancias más dolorosas, este canto se convierte en petición de socorro, pero luego —una vez alcanzado el favor— se cambia en acción de gracias. Los consagrados están llamados a vivir la poesía del don total al Señor en unión con el incomparable impulso del alma generosa de María.

            Están llamados también a brindar en la Iglesia un testimonio de piedad mariana: reciben la misión de conducir al pueblo de Dios en la plegaria y especialmente en la oración mariana. Sacerdote, religiosos y religiosas deben demostrar, con su adhesión a María, el valor del culto mariano y el beneficio que la vida cristiana puede recibir de él.

            Algunos organizan y desarrollan manifestaciones de culto, a través de asociaciones, reuniones, peregrinaciones, asumiendo así una misión mariana en la vida de la Iglesia. Todo esto es laudable, y hay que prepararlos bien para que sean viajes de María a Cristo, esto es, camino y testimonio de un amor sincero hacia aquella a quien veneran como a madre de Cristo y a quien aman como a su madre propia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO QUINTO

 

MARÍA, LA VIRGEN OFERENTE

 

“He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”.María se ofrece totalmente, ya no quiere tener voluntad propia, renuncia a sí misma para ofrecerse toda entera al Señor, renuncia a sus planes para vivirlos en Dios, se hace esclava...

           

3. 1 DESDE LA ANUNCIACIÓN TODA LA VIDA DE LA VIRGEN ES UNA OFRENDA A DIOS

 

Voy a decir ahora cosas que tengo meditadas y escritas desde mi vida de seminarista, cuando estudiaba Mariología. Pero siempre, como en todos mis textos de Teología y todos los libros que tengo en mi biblioteca: subrayando, para aprendérmelo de memoria, lo que me gustaba. Y quiero advertir a mis lectores, que debo muchísimo en esta materia que voy a desarrollar ahora, a un querido profesor mío de Roma, JEAN GALOT, a quien admiro y escuché muchas veces, y del que he tomado, con pequeñas aportaciones mías, las reflexiones que  siguen hasta el final del capítulo.

            Y después de esta larga advertencia, empiezo. Desde la Anunciación toda la vida de la Virgen es una ofrenda a Dios y a su plan de Salvación por el Hijo. En el episodio de la presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (Hb 10, 5- 7); ha visto proclamada la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño “luz que ilumina las gentes y  gloria de Israel” Lc 2, 32), reconocía en Él al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la Pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, “Signo de contradicción” (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (Lc 2, 35), se cumplieron sobre el Calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la Cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito.

            Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención alcanza su culminación en el Calvario, donde Cristo “a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14) y donde, «no sin designio divino», María estuvo “junto a la Cruz” (Jn 19, 15) sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por ella engendrada y ofreciéndola ella misma al Padre Eterno (Cfr LG ).

            Para perpetuar en los siglos el sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio eucarístico. Memoria de su Muerte y Resurrección, y lo confió a la Iglesia, su Esposa, la cual, sobre todo el Domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga: lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen, de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.

            Como vemos en la vida de María hay un itinerario de oración trazado por Dios. Después de la Anunciación, la oración de aquella que se había convertido en madre del Salvador se desarrolló en respuesta al mensaje del ángel. En el momento de la presentación de Jesús, esta revelación del sacrificio exige de María una forma más dolorosa de oración de ofrenda.

            El episodio muestra que María está animada del espíritu de ofrenda, porque llega a presentar su niño en el templo, mientras que hubiera bastado, según los términos de la ley, pagar una cantidad a un sacerdote para el rescate de su “primogénito”. Ella deseaba expresamente realizar un gesto de ofrenda, que dé al rescate todo su valor. La ofrenda es la oración en la cual la persona se empeña más a fondo. Más que una palabra, es un gesto en el que se expresa el homenaje del amor con el don de sí mismo.

            Con la luz que brinda la profecía de Simeón, el compromiso va más allá de lo que María había previsto. Ella pone la espada del dolor en el centro de su ofrenda. No sabe exactamente en qué consistirá, pero comprende que se trata de un sufrimiento maternal vinculado a las pruebas que herirán a su hijo en su misión salvadora. Está suficientemente iluminada para que su gesto realice la primera ofrenda del sacrificio del Calvario, más de treinta años antes de que se realice.

            Este sacrificio todavía lejano forma ahora parte del horizonte espiritual de María. Entró en su oración y en ella permanece. Mirando a su hijo, María no puede olvidar lo que le han anunciado acerca de él. Pero lejos de dejarse deprimir por la perspectiva de un drama al que no podrá escapar, manifiesta el impulso de su ofrenda preparándose en la serenidad y generosidad a la prueba suprema.

            Durante los treinta años de Nazaret, nada le hace temer en especial esa prueba, fuera del episodio excepcional del muchacho de doce años que se queda en el templo. La angustia que experimenta en esa ocasión culmina en el gozo de encontrar a Jesús al tercer día, pero las palabras pronunciadas por el muchacho la preparan para una angustia futura, que florecerá en el gozo del encuentro con el Resucitado.

            En el mismo templo donde lo había presentado al Señor, María ofrece una vez más a su hijo por toda la pena que ello causaría a su corazón de madre. A partir de este momento, la ofrenda no se fundaba ya sólo en el anuncio de Simeón, sino también en las palabras de Jesús.

            Orientada hacia la perspectiva del sacrificio final, María ha comprendido mejor el desarrollo del ministerio de su hijo. A sus ojos, la contradicción que el Salvador encontraba de parte de adversarios encarnizados, no era un sencillo incidente. El multiplicarse de los actos de hostilidad no procedía de una tempestad momentánea que hubiera podido calmarse rápidamente. Eran los primeros pasos hacia un trágico final. Podemos intuir que en María la oración de ofrenda adquiría una intensidad cada vez mayor.

            Cuando la madre de Jesús vio que perseguían a su hijo, fuera de la sinagoga de Nazaret, aquellos que hubieran deseado hacerlo caer en un precipicio, experimentó un gran espanto, pero no dejó de reforzar su intención de ofrenda.

            En el Calvario, fue una vez más la voluntad de ofrenda la que ayudó a María a unirse plenamente a la oblación única de la cruz. Su ofrenda, animada por la fe y la esperanza, la hizo sin rencor o desaliento mantenerse en pie al lado del crucificado. Esa voluntad la preservaba de sentimientos de desconsuelo o de acritud.

            La carta a los Hebreos describe el sacrificio de Jesús como la oración o súplica suprema (5, 7 ). La ofrenda se eleva, en efecto, hacia el cielo como la oración de intercesión más eficaz, fundada en el homenaje más completo del ser. En forma análoga, podemos reconocer en la ofrenda de María su oración suprema. Aceptando la espada del dolor y convirtiéndola con todo su corazón materno en homenaje a aquel que recogía a su hijo, elevaba la súplica más fecunda para la salvación de la humanidad.

            María había orado siempre con toda su alma, pero en el sufrimiento más cruel que se le imponía, su oración superaba todo aquello que había sido anteriormente. Era la oración de la ofrenda perfecta en la que se pierde todo a fin de producir, según el misterioso designio divino, el fruto más abundante.

 

 

 

3. 2 MARÍA, MODELO DE OFRENDA A DIOS

 

            En el itinerario de oración de la vida cristiana, especialmente de los sacerdotes y consagrados, la ofrenda ocupa puesto muy importante, como vivencia de su ordenación y consagración. Deben ser con Cristo, sacerdotes y víctimas. Por eso, la ofrenda confiere a la oración toda su densidad y permite a la generosidad expresarse más ampliamente. Los llamados por Cristo a seguirlo quedan invitados a ofrecerse en forma más completa, de manera que la ofrenda guíe toda su existencia. Toda su vida debe ser un ofrenda agradable a Dios, quitando todo aquello que manche la ofrenda y desagrade a Dios.

            María enseña a los llamados a seguir a Cristo en una vocación específica a pisar las mismas huellas de Cristo, como ella, a seguir sus pasos hasta la cruz, en las exigencias concretas de su vida ofrecida y consagrada.

            Ella, que tenía el espíritu de ofrenda, busca comunicarles ese espíritu: les ayuda a reaccionar ante los acontecimientos, ofreciendo todo el esfuerzo que conllevan, la paciencia que ejercitan, o el gozo que acogen. Muestra cómo puede transformarse en ofrenda la vida de cada día; en particular, las contrariedades se hacen más ligeras de cargar, desde el momento en que se las ofrece.

            María nos aparta a todos de la ilusión de pensar que la cruz debería tener un puesto mucho más restringido en su existencia. En realidad, hay una cruz de todos los días: la que Jesús mismo recordó cuando anunciaba una condición esencial para seguirlo: “Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). María no había necesitado escuchar una palabra de este género para saber que no se puede vivir cerca de Cristo sin compartir su cruz: la predicción de la espada de dolor la había asociado a esa cruz mucho tiempo antes de que fuera elevada en Gólgota.

 

Ella nos ayuda a todos los cristianos a entrar en esta perspectiva, a no extrañarse ante las dificultades y dolores cuyo peso experimentan.

            En los momentos más penosos, María se hace presente para sostener el valor, ayudar a aquellos a quienes sacude violentamente la prueba a no dejarse derrotar. Mirando el ejemplo de María, los creyentes verdaderos, seguidores de su Hijo, pueden transformar más fácilmente sus penas en ofrendas con Cristo. Al contemplarla llorosa pero erguida junto a la cruz, comprenderán que su deber es el de cargar con valor sus sufrimientos y unirlos a los de Cristo con una fidelidad total.

            María nos estimula a todos a hacer de sus pruebas una oración de intercesión en la que se empeña toda el alma. Con esta oración se mantiene el contacto con Dios y el sufrimiento asume el sentido que le atribuye el designio divino. Los dolores, vistos bajo la luz que procede de lo alto, parecen otra cosa y evocan el rostro de Cristo crucificado.

            María que un día miró con tanta insistencia y compasión al que sufría y moría en la cruz trata de atraer la atención sobre el rostro de Jesús. Recuerda a todos los cristianos que las pruebas de la vida se pueden convertir para todos en una posibilidad de amor más grande.

            «Cargar con la propia cruz» es ciertamente una alusión al suplicio de la cruz, que entonces estaba bastante difundido y se aplicaba a los rebeldes y a los grandes criminales. Después del Calvario, a la luz de la cruz del Señor comprenderán todos los creyentes y seguidores de Cristo la necesidad de cargar con su cruz. María les hace comprender mejor la fecundidad de todo dolor que se trasforma en ofrenda.

            Como los demás cristianos, los consagrados se encuentran con las objeciones al valor del sufrimiento y pueden experimentar la tentación de considerarlo inútil o nocivo. Habiendo vivido la experiencia terrible del Calvario, que parecía llegar al fracaso completo de Cristo, María puede mostrar a todos la fecundidad de su ofrenda materna. Esta ofrenda parecía pura pérdida, pero ha sido la fuente de una nueva maternidad. Toda asociación a la cruz del Salvador participa en sus frutos y la fecundidad prometida por Jesús a todo sacrificio no puede dejar de verificarse.

            Por último, María anima a todos sus hijos a la ofrenda recordándoles que el sufrimiento es el paso a un gozo más grande. Ella gustó tanto más el gozo de la resurrección cuanto que se empeñó con una generosidad sin reservas en el drama de la pasión.

            A nosotros nos sucede lo mismo: cuanto más generosa sea la ofrenda, tanto mejor desemboca en gozo intenso. La madre del Resucitado se hace garante de ese gozo, acompañando la ofrenda de todos sus hijos, especialmente de los que siguen al Hijo en el sacerdocio y en la vida religiosa; a ellos especialmente, a través de todas las vicisitudes de una vida colocada bajo la cruz de Cristo, les abre el camino del gozo más profundo.

            Si los cristianos, especialmente los sacerdotes y religiosos, abren su corazón a la Virgen por la oración,  María se hará presente en su espíritu y en su corazón; y la ofrenda y la unión con ella, junto a la cruz del Hijo, se desarrollará recibiendo fuerza y consuelo en el dolor, que, como el suyo, luego producirá las flores de la alegría y los frutos de la irradiación apostólica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO SEXTO

 

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II SOBRE LA VIRGEN

 

4. 1   LA LLENA DE GRACIA

       (Audiencia general 8-V-1996)

 

1. En el relato de la Anunciación, la primera palabra del saludo del ángel “Alégrate” constituye una invitación a la alegría que remite a los oráculos del Antiguo Testamento dirigidos a la hija de Sión. Lo hemos puesto de relieve en la catequesis anterior, explicando también los motivos en los que se funda esa invitación: la presencia de Dios en medio de su pueblo, la venida del rey mesiánico y la fecundidad materna. Estos motivos encuentran en María su pleno cumplimiento.

            El ángel Gabriel, dirigiéndose a la Virgen de Nazaret, después del saludo “jaire” (alégrate) la llama “kejaritomene” “llena de gracia”. Esas palabras del texto griego: “jaire y kejaritomene” tienen entre sí una profunda conexión: María es invitada a alegrarse sobre todo porque Dios la ama y la ha colmado de gracia con vistas a la maternidad divina.

            La fe de la Iglesia y la experiencia de los santos enseñan que la gracia es la fuente de alegría y que la verdadera alegría viene de Dios. En María, como en los cristianos, el don divino es causa de un profundo gozo.

 

2. “Kejaritomene”: esta palabra dirigida a María se presenta como una calificación propia de la mujer destinada a convertirse en la madre de Jesús. Lo recuerda oportunamente la constitución Lumen gentium, cuando afirma: «La Virgen de Nazaret es saludada por el ángel de la Anunciación por encargo de Dios, como “llena de gracia”» (n. 56).

            El hecho de que el mensajero celestial la llame así confiere al saludo angélico un valor más alto: es manifestación del poder salvífico de Dios con relación a María. Como escribí en la encíclica Redemptoris Mater: «La plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo» (n. 9).

            Llena de gracia es el nombre que María tiene a los ojos de Dios. En efecto, el ángel, según la narración del evangelista san Lucas, lo usa incluso antes de pronunciar el nombre de María, poniendo así de relieve el aspecto principal que el Señor ve en la personalidad de la Virgen de Nazaret.

            La expresión «llena de gozo» traduce la palabra griega, kejaritomene, la cual es un participio pasivo. Así pues, para expresar con más exactitud el matiz del término griego, no se debería decir simplemente “llena de gracia”, sino “hecha llena (llenada) de gracia” o “colmada de gracia”, lo cual indicaría claramente que se trata de un don hecho por Dios a la Virgen. El término, en forma de participio perfecto, expresa la imagen de una gracia perfecta y duradera que implica plenitud. El mismo verbo, en el significado de «colmar de gracia», es usado en la Carta a los Efesios para indicar la abundancia de gracia que nos concede el Padre en su Hijo amado (cfr Ef 1, 6). María la recibe como primicia de la Redención (cfr Redemptoris Mater, 10).

 

3. En el caso de la Virgen, la acción de Dios resulta ciertamente sorprendente. María no posee ningún título humano para recibir el anuncio de la venida del Mesías. Ella no es el sumo sacerdote, representante oficial de la religión judía, y ni siquiera un hombre, sino una joven sin influjo en la sociedad de su tiempo. Además, es originaria de Nazaret, aldea que nunca cita el Antiguo Testamento y que no debía gozar de buena fama, como lo dan a entender las palabras de Natanael que refiere el evangelio de san Juan: “De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46).

            El carácter extraordinario y gratuito de la intervención de Dios resulta aún más evidente si se compara con el texto del evangelio de san Lucas que refiere el episodio de Zacarías. Ese pasaje pone de relieve la condición sacerdotal de Zacarías, así como la ejemplaridad de vida, que hace de él y de su mujer Isabel modelos de los justos del Antiguo Testamento: “Caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor” (Lc 1, 6).

            En cambio, ni siquiera se alude al origen de María. En efecto, la expresión “de la casa de David” (Lc 1, 27) se refiere sólo a José. No se dice nada de la conducta de María. Con esa elección literaria, San Lucas destaca que en ella todo deriva de una gracia soberana. Cuanto le ha sido concedido no proviene de ningún título de mérito, sino únicamente de la libre y gratuita predilección divina.

 

4. Al actuar así, el evangelista ciertamente no desea poner en duda el excelso valor personal de la Virgen santa. Más bien, quiere presentar a María como puro fruto de la benevolencia de Dios, quien tomó de tal manera posesión de ella, que la hizo, como dice el ángel, llena de gracia.Precisamente la abundancia de gracia funda la riqueza espiritual oculta en María.

            En María, en los albores del Nuevo Testamento, la gratuidad de la misericordia divina alcanza su grado supremo. En ella la predilección de Dios, manifestada al pueblo elegido y en particular a los humildes y a los pobres,  llega a su culmen.

            La iglesia, alimentada por la palabra del Señor y por la experiencia de los santos, exhorta a los creyentes a dirigir su mirada hacia la Madre del Redentor y a sentirse como ella amados por Dios. Los invita a imitar su humildad y su pobreza, para que, siguiendo su ejemplo y gracias a su intercesión, puedan perseverar en la gracia divina que santifica y transforma los corazones.

 

 

 

 

 

 

4. 2  LA SANTIDAD PERFECTA DE MARIA

   (Audiencia general 15-V-1996)

 

1. En María, “llena de gracia”, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).

            Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción. El término “hecha llena de gracia” que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo “kejaritomene” tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

 

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.

            El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium, 56).

            La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.

            A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha), alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).

            Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.

            La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (San Gregorio Nacianceno, Oratio 38, 16) como en el momento mismo de la Encarnación (San Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

 

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (...) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón 1, sobre el nacimiento de María).

            Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón 1, sobre la dormición de María).

            La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.

            Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por San Germán de Constantinopla y por San Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.

            De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la Carta a los Efesios (Ef 1, 6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.

 

 

 

 

 

 

4. 3  EL PROPÓSITO DE VIRGINIDAD

(Audiencia general, 24-VII-1996)

 

MARÍA DIJO: “¿CÓMO SERÁ ESO PUES NO CONOZCO VARON?”

 

1. Al ángel, que le anuncia la concepción y el nacimiento de Jesús, María dirige una pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34). Esa pregunta resulta, por lo menos, sorprendente si recordamos los relatos bíblicos que refieren el anuncio de un nacimiento extraordinario a una mujer estéril. En esos casos se trata de mujeres casadas, naturalmente estériles, a las que Dios ofrece el don del hijo a través de la vida conyugal normal (cfr 1 S 1, 19-20), como respuesta a oraciones de súplicas conmovedoras (cfr Gn 15, 2; 30, 22-23; 1 S 1, 10; Lc 1, 13).

            Es diversa la situación en que María recibe el anuncio del ángel. No es una mujer casada que tenga problemas de esterilidad; por elección voluntaria quiere permanecer virgen. Por consiguiente, su propósito de virginidad, fruto de amor al Señor, constituye, al parecer, un obstáculo a la maternidad anunciada.

            A primera vista, las palabras de María parecen expresar solamente su estado actual de virginidad: María afirmaría que no «conoce» varón, es decir, que es virgen. Sin embargo, el contexto en que plantea la pregunta “¿cómo será eso?” y la afirmación siguiente “no conozco varón” ponen de relieve tanto la virginidad actual de María como su propósito de permanecer virgen. La expresión que usa, con la forma verbal en presente, deja traslucir la permanencia y la continuidad de su estado.

 

2. María, al presentar esta dificultad, lejos de oponerse al proyecto divino, manifiesta la intención de aceptarlo totalmente. Por lo demás, la joven de Nazaret vivió siempre en plena sintonía con la voluntad divina y optó por una vida virginal con el deseo de agradar al Señor. En realidad, su propósito de virginidad la disponía a acoger la voluntad divina «con todo su yo, humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo» (Redemptoris Mater, 13).

            A algunos, las palabras e intenciones de María les parecen inverosímiles, teniendo presente que en el ambiente judío la virginidad no se consideraba un valor ni un ideal. Los mismos escritos del Antiguo Testamento lo confirman en varios episodios y expresiones conocidos. El libro de los Jueces refiere, por ejemplo, que la hija de Jefté, teniendo que afrontar la muerte siendo aún joven núbil, llora su virginidad, es decir, se lamenta de no haber podido casarse (cfr fc 11, 38). Además, en virtud del mandato divino “sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1, 28), el matrimonio es considerado la vocación natural de la mujer, que conlleva las alegrías y los sufrimientos propios de la maternidad.

 

3. Para comprender mejor el contexto en que madura la decisión de María, es preciso tener presente que, en el tiempo que precede inmediatamente el inicio de la era cristiana, en algunos ambientes judíos se comienza a manifestar una orientación positiva hacia la virginidad. Por ejemplo, los esenios, de los que se han encontrado numerosos e importantes testimonios históricos en Qumrán, vivían en el celibato o limitaban el uso del matrimonio, a causa de la vida común y para buscar una mayor intimidad con Dios.

            Además, en Egipto existía una comunidad de mujeres que, siguiendo la espiritualidad esenia, vivían en continencia. Esas mujeres, las terapeutas, pertenecientes a una secta descrita por Filón de Alejandría (cfr De vita contemplativa, 2 1-90), se dedicaban a la contemplación y buscaban la sabiduría.

            Tal vez María no conoció esos grupos religiosos judíos que seguían el ideal del celibato y de la virginidad. Pero el hecho de que Juan Bautista viviera probablemente una vida de celibato, y que la comunidad de sus discípulos la tuviera en gran estima, podría dar a entender que también el propósito de virginidad de María entraba en ese nuevo contexto cultural y religioso.

 

4. La extraordinaria historia de la Virgen de Nazaret no debe, sin embargo, hacernos caer en el error de vincular completamente sus disposiciones íntimas a la mentalidad del ambiente, subestimando la unicidad del misterio acontecido en ella. En particular, no debemos olvidar que María había recibido, desde el inicio de su vida, una gracia sorprendente, que el ángel le reconoció en el momento de la Anunciación. María, “llena de gracia” (Lc 1, 28), fue enriquecida con una perfección de santidad que, según la interpretación de la Iglesia, se remonta al primer instante de su existencia: el privilegio único de la Inmaculada Concepción influyó en todo el desarrollo de la vida espiritual de la joven de Nazaret.

            Así pues, se debe afirmar que lo que guió a María hacia el ideal de la virginidad fue una inspiración excepcional del mismo Espíritu Santo que, en el decurso de la historia de la Iglesia, impulsaría a tantas mujeres a seguir el camino de la consagración virginal.

            La presencia singular de la gracia en la vida de María lleva a la conclusión de que la joven tenía un compromiso de virginidad. Colmada de dones excepcionales del Señor desde el inicio de su existencia, está orientada a una entrega total, en alma y cuerpo, a Dios con el ofrecimiento de su virginidad.

            Además, la aspiración a la vida virginal estaba en armonía con aquella «pobreza» ante Dios, a la que el Antiguo Testamento atribuye gran valor. María, al comprometerse plenamente en este camino, renuncia también a la maternidad, riqueza personal de la mujer, tan apreciada en Israel. De ese modo, «ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen» (Lumen gentium, 55).

            Pero, presentándose como pobre ante Dios, y buscando una fecundidad sólo espiritual, fruto del amor divino, en el momento de la Anunciación.  María descubre que el Señor ha transformado su pobreza en riqueza: será la Madre virgen del Hijo del Altísimo. Más tarde descubrirá también que su maternidad está destinada a extenderse a toda la Iglesia Católica: «Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, porque él es el nuevo Adán que inaugura la nueva creación» (n. 504).

            En el misterio de esta nueva creación resplandece el papel de la maternidad virginal de María. San Ireneo, llamando a Cristo «primogénito de la Virgen» (Adv. Haer. 3, 16, 4), recuerda que, después de Jesús, muchos otros

nacen de la Virgen, en el sentido de que reciben la vida nueva de Cristo. «Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende a todos los hombres a los cuales él vino a salvar: Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 501).

 

4. La comunicación de la vida nueva es transmisión de la filiación divina. Podemos recordar aquí la perspectiva abierta por San Juan en el Prólogo de su evangelio: aquel a quien Dios engendró, da a los creyentes el poder de hacerse hijos de Dios (cfrJn 1, 12-13). La generación virginal permite la extensión de la paternidad divina: a los hombres se les hace hijos adoptivos de Dios en aquel que es Hijo de la Virgen y del Padre.

            Así pues, la contemplación del misterio de la generación virginal nos permite intuir que Dios ha elegido para su Hijo una Madre virgen, para dar más ampliamente a la humanidad su amor de Padre.

 

 

 

 

 

 

4. 4   MARIA, MODELO DE VIRGINIDAD

    (Audiencia general, 7-VIII-l996)

 

1. El propósito de virginidad, que se vislumbra en las palabras de María en el momento de la Anunciación, ha sido considerado tradicionalmente como el comienzo y el acontecimiento inspirador de la virginidad cristiana en la Iglesia.

            San Agustín no reconoce en ese propósito el cumplimiento de un precepto divino, sino un voto emitido libremente. De ese modo, se ha podido presentar a María como ejemplo a las santas vírgenes en el curso de toda la historia de la Iglesia. María «consagró su virginidad a Dios, cuando aún no sabía lo que debía concebir, para que la imitación de la vida celestial en el cuerpo terrenal y mortal se haga por voto, no por precepto, por elección de amor, no por necesidad de servicio» (De Sancta Vitg., IV, 4; PL 40, 398).

            El ángel no pide a María que permanezca virgen; es María quien revela libremente su propósito de virginidad. En este compromiso se sitúa su elección de amor, que la lleva a consagrarse totalmente al Señor mediante una vida virginal.

            Al subrayar la espontaneidad de la decisión de María, no debemos olvidar que en el origen de cada vocación está la iniciativa de Dios. La doncella de Nazaret, al orientarse hacia la vida virginal, respondía a una vocación interior, es decir, a una inspiración del Espíritu Santo que la iluminaba sobre el significado y el valor de la entrega virginal de la misma. Nadie puede acoger este don sin sentirse llamado y sin recibir del Espíritu Santo la luz y la fuerza necesarias.

 

2. Aunque San Agustín utiliza la palabra voto para mostrar a quienes llama santas vírgenes el primer modelo de su estado de vida, el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente un voto, que es la forma de consagración y entrega de la propia vida a Dios, en uso ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio nos da a entender que María tomó la decisión personal de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al Señor. Desea ser su esposa fiel, realizando la vocación de la «hija de Sión».

            Sin embargo, con su decisión se convierte en el arquetipo de todos los que en la Iglesia han elegido servir al Señor con corazón indiviso en la virginidad. Ni los evangelios, ni otros escritos del Nuevo Testamento, nos informan acerca del momento en el que María tomó la decisión de permanecer virgen. Con todo, de la pregunta que hace el ángel se deduce con claridad que, en el momento de la Anunciación, dicho propósito era ya muy firme. María no duda en expresar su deseo de conservar la virginidad también en la perspectiva de la maternidad que se le propone, mostrando que había madurado largamente su propósito.

            En efecto, María no eligió la virginidad en la perspectiva, imprevisible, de llegar a ser Madre de Dios, sino que maduró su elección en su conciencia antes del momento de la Anunciación. Podemos suponer que esa orientación siempre estuvo presente en su corazón: la gracia que la preparaba para la maternidad virginal influyó ciertamente en todo el desarrollo de su personalidad, mientras que el Espíritu Santo no dejó de inspirarle, ya desde sus primeros años, el deseo de la unión más completa con Dios.

 

3. Las maravillas que Dios hace, también hoy, en el corazón y en la vida de tantos muchachos y muchachas, las hizo, ante todo, en el alma de María. También en nuestro mundo, aunque esté tan distraído por la fascinación de una cultura a menudo superficial y consumista, muchos adolescentes aceptan la invitación que proviene del ejemplo de María y consagran su juventud al Señor y al servicio de sus hermanos.

            Esta decisión, más que renuncia a valores humanos, es elección de valores más grandes. A este respecto, mi venerado predecesor Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, subrayaba cómo quien mira con espíritu abierto el testimonio del Evangelio «se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María (...) no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios» (n. 37),

            En definitiva, la elección del estado virginal está motivada por la plena adhesión a Cristo. Esto es particularmente evidente en María. Aunque antes de la Anunciación no era consciente de ella, el Espíritu Santo le inspira su consagración virginal con vistas a Cristo: permanece virgen para acoger con todo su ser al Mesías Salvador. La virginidad comenzada en María muestra así su propia dimensión cristocéntrica, esencial también para la virginidad vivida en la Iglesia, que halla en la Madre de Cristo su modelo sublime. Aunque su virginidad personal, vinculada a la maternidad divina, es un hecho excepcional, ilumina y da sentido a todo don virginal.

 

4. ¡Cuántas mujeres jóvenes, en la historia de la Iglesia, contemplando la belleza y la nobleza del corazón virginal de la Madre del Señor, se han sentido alentadas a responder generosamente a la llamada de Dios, abrazando el ideal de la virginidad!

            «Precisamente esta virginidad --como he recordado en la encíclica Redentoris Mater, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret--, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo» (n. 43).

            La vida virginal de María suscita en todo el pueblo cristiano la estima por el don de la virginidad y el deseo de que se multiplique en la Iglesia como signo del primado de Dios sobre toda realidad y como anticipación profética de la vida futura. Demos gracias juntos al Señor por quienes aún hoy consagran generosamente su vida mediante la virginidad, al servicio del reino de Dios.

            Al mismo tiempo, mientras en diversas zonas de antigua evangelización el hedonismo y el consumismo parecen disuadir a los jóvenes de abrazar la vida consagrada, es preciso pedir incesantemente a Dios, por intercesión de María, un nuevo florecimiento de vocaciones religiosas. Así, el rostro de la Madre de Cristo, reflejado en muchas vírgenes que se esfuerzan por seguir al divino Maestro, seguirá siendo para la humanidad el signo de la misericordia y de la ternura divinas.

 

 

 

4. 5   LA UNIÓN VIRGINAL DE MARIA Y JOSÉ

     (Audiencia general, 21-VIII-1996)

 

1. El evangelio de Lucas, al presentar a María como virgen, añade que estaba “desposada con un hombre llamado José, de la casa de David” (Lc 1, 27). Estas informaciones parecen, a primera vista, contrarias.

            Hay que notar que el término griego utilizado en este pasaje no indica la situación de una mujer que ha contraído el matrimonio y por tanto vive en el estado matrimonial, sino la del noviazgo. Pero, a diferencia de cuanto ocurre en las culturas modernas, en la costumbre judaica antigua la institución del noviazgo preveía un contrato y tenía normalmente valor definitivo: efectivamente, introducía a los novios en el estado matrimonial, si bien el matrimonio se cumplía plenamente cuando el joven conducía a la muchacha a su casa.

            En el momento de la Anunciación, María se halla, pues, en la situación de esposa prometida. Nos podemos preguntar por qué había aceptado el noviazgo, desde el momento en que tenía el propósito de permanecer virgen para siempre. Lucas es consciente de esta dificultad, pero se limita a registrar la situación sin aportar explicaciones. El hecho de que el evangelista, aun poniendo de relieve el propósito de virginidad de María, la presente igualmente como esposa de José constituye un signo de que ambas noticias son históricamente dignas de crédito.

2. Se puede suponer que entre José y María, en el momento de comprometerse, existiese un entendimiento sobre el proyecto de vida virginal. Por lo demás, el Espíritu Santo, que había inspirado en María la opción de la virginidad con miras al misterio de la Encarnación y quería que ésta acaeciese en un contexto familiar idóneo para el crecimiento del Niño, pudo muy bien suscitar también en José el ideal de la virginidad.

            El ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le dice: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). De esta forma recibe la confirmación de estar llamado a vivir de modo totalmente especial el camino del matrimonio. A través de la comunión virginal con la mujer predestinada para dar a luz a Jesús, Dios lo llama a cooperar en la realización de su designio de salvación.

            El tipo de matrimonio hacia el que el Espíritu Santo orienta a María y a José es comprensible sólo en el contexto del plan salvífico y en el ámbito de una elevada espiritualidad. La realización concreta del misterio de la Encarnación exigía un nacimiento virginal que pusiese de relieve la filiación divina y, al mismo tiempo, una familia que pudiese asegurar el desarrollo normal de la personalidad del Niño.

            José y María, precisamente en vista de su contribución al misterio de la Encarnación del Verbo, recibieron la gracia de vivir juntos el carisma de la virginidad y el don del matrimonio. La comunión de amor virginal de María y José, aun constituyendo un caso especialísimo, vinculado a la realización concreta del misterio de la Encarnación, sin embargo fue un verdadero matrimonio (cfr Exhortación apostólica Redemptoris custos, 7).

            La dificultad de acercarse al misterio sublime de su comunión esponsal ha inducido a algunos, ya desde el siglo II, a atribuir a José una edad avanzada y a considerarlo el custodio de María, más que su esposo. Es el caso de suponer, en cambio, que no fuese entonces un hombre anciano, sino que su perfección interior, fruto de la gracia, lo llevase a vivir con afecto virginal la relación esponsal con María.

3. La cooperación de José en el misterio de la Encarnación comprende también el ejercicio del papel paterno respecto de Jesús. Dicha función le es reconocida por el ángel que, apareciéndosele en sueños le invita a poner el nombre al Niño: “Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).

            Aun excluyendo la generación física, la paternidad de José fue una paternidad real, no aparente. Distinguiendo entre padre y progenitor, una antigua monografía sobre la virginidad de María --el De Margarita (siglo IV) afirma que «los compromisos adquiridos por la Virgen y José como esposos hicieron que él pudiese ser llamado con este nombre (de padre); un padre, sin embargo, que no ha engendrado». José, pues, ejerció en relación con Jesús la función de padre, gozando de una autoridad a la que el Redentor libremente se «sometió» (Le 2, 51), contribuyendo a su educación y transmitiéndole el oficio de carpintero.

            Los cristianos han reconocido siempre en José a aquel que vivió una comunión íntima con María y Jesús, deduciendo que también en la muerte gozó de su presencia consoladora y afectuosa. De esta constante tradición cristiana se ha desarrollado en muchos lugares una especial devoción a la santa Familia y en ella a san José. Custodio del Redentor. El Papa León XIII, como es sabido, le encomendó el patrocinio de toda la Iglesia.

 

 

4. 6     MARÍA SIEMPRE VIRGEN          

      (Audiencia general, 28-VII1-1996)

 

1. La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe en la virginidad perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se refieren a la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, pero dando a entender que consideraban esa cualidad como un hecho permanente, referido a toda su vida.

            Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa convicción de fe mediante el término griego <á eí      parzenos>, «siempre virgen», creado para calificar de modo único y eficaz la persona de María, y expresar en una sola palabra la fe de la Iglesia en su virginidad perpetua. Lo encontramos ya en el segundo símbolo de fe de san Epifanio, en el año 374, con relación a la Encarnación: el Hijo Dios «se encarnó, es decir, fue engendrado de modo perfecto por santa María, la siempre virgen, por obra del Espíritu Santo» (Ancoratus, 119, 5: DS 44).

           

            La expresión siempre virgen fue recogida por el segundo Concilio de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó de la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella» (DS 422). Esta doctrina fue confirmada por otros dos concilios ecuménicos, el cuarto de Letrán, año 1215 (DS 801) y el segundo de Lyon, año 1274 (DS 852), y por el texto de la definición del dogma de la Asunción, año 1950 (DS 3.903), en el que la virginidad perpetua de María es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma a la gloria celeste.

 

2. Usando una fórmula sintética, la tradición de la Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto», afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen. De las tres, la afirmación de la virginidad antes del parto es, sin duda, la más importante, ya que se refiere a la concepción de Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación. Esta verdad ha estado presente desde el principio y de forma constante en la fe de la Iglesia.

            La virginidad durante el parto y después del parto, aunque se halla contenida implícitamente en el título de virgen atribuido a María ya en los orígenes de la Iglesia, se convierte en objeto de profundización doctrinal cuando algunos comienzan explícitamente a ponerla en duda. El Papa Hormisdas precisa que «el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre y nació en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el seno de su madre (cfr Lc 2, 23) y, por el poder de Dios, sin romper la virginidad de su madre» (DS 368). Esta doctrina fue confirmada por el Concilio Vaticano II, en el que se afirma que el Hijo primogénito de María «no menoscabó su integridad virginal, sino que la santificó» (Lumen gentium, 57).

            Por lo que se refiere a la virginidad después del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos para pensar que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en el momento de la Anunciación (cfr Lc 1, 34), haya cambiado posteriormente. Además, el sentido inmediato de las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo predilecto, hace suponer una situación que excluye la presencia de otros hijos nacidos de María.

            Los que niegan la virginidad después del parto han pensado encontrar un argumento probatorio en el término «primogénito», que el Evangelio atribuye a Jesús (cfr Le 2, 7), como si esa expresión diera a entender que María engendró otros hijos después de Jesús. Pero la palabra «primogénito» significa literalmente «hijo no precedido por otro» y, de por sí, prescinde de la existencia de otros hijos. Además, el evangelista subraya esta característica del Niño, pues con el nacimiento del primogénito estaban vinculadas algunas prescripciones de la ley judaica, independientemente del hecho de que la madre hubiera dado a luz otros hijos. A cada hijo único se aplicaban, por consiguiente, esas prescripciones por ser «el primogénito» (cfr Lc 2, 23).

 

3. Según algunos, contra la virginidad de María después del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan la existencia de cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, José, Simón y Judas (cfr Mt 13, 55-56; Mc 6, 3), y de varias hermanas. Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco.

            En realidad, con el término hermanos de Jesús se indican los hijos de una María discípula de Cristo (cfr Mt 27, 56), que es designada de modo significativo como “la otra María” (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 500).

            Así pues, María santísima es la siempre Virgen. Esta prerrogativa suya es consecuencia de la maternidad divina, que la consagró totalmente a la misión redentora de Cristo.

 

 

4.     LA ESCLAVA DEL SEÑOR

      (Audiencia general 4-IX-1996)

 

1. María la “llena de gracia”, al proclamarse “esclava del Señor”, desea comprometerse a realizar personalmente de modo perfecto el servicio que Dios espera de todo su pueblo. Las palabras: “He aquí la esclava del Señor” anuncian a Aquel que dirá de sí mismo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45; cfr Mt 20, 28). Así, el Espíritu Santo realiza entre la Madre y el Hijo una armonía de isposiciones íntimas, que permitirá a María asumir plenamente su función materna con respecto a Jesús, acompañándolo en su misión de Siervo.

            En la vida de Jesús, la voluntad de servir es constante y sorprendente. En efecto, como Hijo de Dios, hubiera podido con razón hacer que le sirvieran. Al atribuirse el título de “Hijo del hombre”, a propósito del cual el libro de Daniel afirma: “todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán” (Dn 7, 14), hubiera podido exigir el dominio sobre los demás. Por el contrario, al rechazar la mentalidad de su tiempo manifestada mediante la aspiración de los discípulos a ocupar los primeros lugares (cfr Mc 9, 34) y mediante la protesta de Pedro durante el lavatorio de los pies (cfr Jn 13, 6), Jesús no quiere ser servido, sino que desea servir hasta el punto de entregar totalmente su vida en la obra de la redención.

 

2. También María, aun teniendo conciencia de la altísima dignidad que se le había concedido, ante el anuncio del ángel se declara de forma espontánea "esclava del Señor”. En este compromiso de servicio ella incluye también su propósito de servir al prójimo, como lo demuestra la relación que guardan el episodio de la Anunciación y el de la Visitación: Cuando el ángel le informa de que Isabel espera el nacimiento de un hijo, María se pone en camino y “de prisa” (Lc 1, 39) acude a Galilea para ayudar a su prima en los preparativos del nacimiento del niño, con plena disponibilidad. Así brinda a los cristianos de todos los tiempos un modelo sublime de servicio.

            Las palabras “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) manifiestan en María, que se declara esclava del Señor, una obediencia total a la voluntad de Dios. El optativo “hágase”, que usa san Lucas, no sólo expresa aceptación, sino también acogida convencida del proyecto divino, hecho propio con el compromiso de todos sus recursos personales.

 

3. María, acogiendo plenamente la voluntad divina, anticipa y hace suya la voluntad de Cristo que, según la Carta a los Hebreos, al entrar en el mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.... Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9).

            Además, la docilidad de María anuncia y prefigura la que manifestará Jesús durante su vida pública hasta el calvario. Cristo dirá: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). En esta misma línea, María hace de la voluntad del Padre el principio inspirador de toda su vida, buscando en ella la fuerza necesaria para el cumplimiento de la misión que se le confió.

            Aunque era el momento de la Anunciación María no conoce aún el sacrificio que caracterizará la misión de

Cristo, la profecía de Simeón le hará vislumbrar el trágico destino de su Hijo (cfr Lc 2, 34-35). La Virgen se asociará a Él con íntima participación. Con su obediencia plena a la voluntad de Dios, María está dispuesta a vivir todo 1o que

el amor divino tiene previsto para su vida, hasta la “espada” que atravesará su alma.

 

 

4. 8    MARIA, NUEVA EVA

     (Audiencia general 18-IX-1996)

 

1. El Concilio Vaticano II, comentando el episodio de la Anunciación, subraya de modo especial el valor del consentimiento de María a las palabras del mensajero divino. A diferencia de cuanto sucede en otras narraciones bíblicas semejantes, el ángel lo espera expresamente: «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a su muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen gentium, 56).

            La Lumen gentium recuerda el contraste entre el modo de actuar de Eva y el de María, que san Ireneo ilustra así: «De la misma manera que aquella --es decir, Eva-- había sido seducida por el discurso de un ángel, hasta el punto de alejarse de Dios desobedeciendo a su palabra; y como aquella había sido seducida para desobedecer a Dios, ésta se dejó convencer a obedecer a Dios; por ello, la Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma que el género humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen, fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una virgen fue contrarrestada por la obediencia de una Virgen...» (Adv. Haer., 5, 19, 1).

 

2. Al pronunciar su «sí» total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta.Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó para la salvación del mundo.

            El Catecismo de la Iglesia Católica resume de modo sintético y eficaz el valor decisivo para toda la humanidad del consentimiento libre de María al plan divino de la salvación: «La Virgen María colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella pronunció su “fiat” «loco totius humanae naturae» («ocupando el lugar de toda la naturaleza humana»). Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes» (n. 511).

 

3. Así pues, María, con su modo de actuar, nos recuerda la grave responsabilidad que cada uno tiene de acoger el plan divino sobre la propia vida. Obedeciendo sin reservas a la voluntad salvífica de Dios que se le manifestó a través de las palabras del ángel, se presenta como modelo para aquellos a quienes el Señor proclama bienaventurados, porque “oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). Jesús, respondiendo a la mujer que, en medio de la multitud, proclama bienaventurada a su madre, muestra la verdadera razón de ser de la bienaventuranza de María: su adhesión a la voluntad de Dios, que la llevó a aceptar la maternidad divina.

            En la encíclica Redemptoris Mater puse de manifiesto que la nueva maternidad espiritual, de la que habla Jesús, se refiere ante todo precisamente a ella. En efecto, «¿no es tal vez María la primera entre “aquellas que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”? Y por consiguiente, ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima?» (n. 20). Así, en cierto sentido, a María se la proclama la primera discípula de su Hijo (cfr ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes a responder generosamente a la gracia del Señor.

 

4. El Concilio Vaticano II destaca la entrega total de María a la persona y a la obra de Cristo: «Se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).

            Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra de salvación.

            María realiza este último aspecto de su entrega a Jesús en dependencia de él, es decir, en una condición de subordinación, que es fruto de la gracia. Pero se trata de una verdadera cooperación, porque se realiza con él e implica, a partir de la anunciación, una participación activa en la obra redentora. «Con razón, pues —afirma el Concilio Vaticano II—, creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, en efecto, como dice San Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano» (Adv. Haer., 3, 22, 4)» (ib.).  

Su maternidad, aceptada 1ibremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera. María asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» (ib.).

 

 

CAPÍTULO SÉPTIMO

 

LAS DIMENSIONES DEL SI MARIANO

 

Quiero exponer ahora en este capítulo algunas ideas de un teólogo de este siglo que habla muy bellamente de la Virgen. Se trata HANS URS von BALTHASAR, en un libro titulado MARÍA, IGLESIA NACIENTE, donde escribe artículos sobre la Virgen juntamente con JOSEPH RATZINGER, luego Benedicto XVI.

           

INTRODUCCIÓN

 

            «Resulta innegable que precisamente esta abundancia de aspectos de los misterios marianos dificulta el hablar sobre María y provoca el peligro de formulaciones unilaterales; pero, ¿acaso no sucede lo mismo en el misterio aún mayor de su Hijo? Si María puede ser llamada la Reina del cielo, de los ángeles, de la Iglesia, es ciertamente en virtud del hecho de que, en su calidad de esclava humilde del Señor, encontró gracia ante Dios. Pero ¿acaso ambos aspectos no están ya unidos de forma germinal en la única auto-declaración que poseemos de ella: “ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48)? Nadie que reconozca la autoridad de la Escritura se puede sustraer a la pretensión de esta afirmación (de los ojos puestos en la esclava humilde) y esta promesa (de la alabanza que no cesará nunca)»

            Me gusta ver en un autor tan autorizado esta afirmación que repito varias veces. Qué difícil ser original sobre la Virgen. Trata un aspecto y ya está tratado; mira una particularidad y ya la han visto mejores autores que tú. Así que me gusta citar al pié de la letra, para decir: Es lo que he dicho en otra parte de este libro, pero a mi modo, porque de Maria «nunquam satis». «Tampoco en el ámbito del pensamiento cristiano resulta incomprensible una paradoja así: pues también el Cordero de Dios, que está victorioso sobre el trono de su Padre, será eternamente el Cordero como degollado (Ap 13,8), y, después de todo, también el Apóstol expone detalladamente que su fuerza apostólica descansa en su configuración con el Crucificado: “Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10).

            De esta tensión aparente de las verdades mariológicas podemos decir aún más profundamente: cuanto más entregado está un hombre a Dios y más abismado se encuentra en él, tanto más puede Dios, cuando quiera, ponerlo de relieve en su independencia.

Si Jesús dice de sí mismo “Yo soy la luz (Jn 8,12), y lo hace con una exclusividad sublime, nada le impide, sin embargo, designar a su vez a sus discípulos, que le están completamente entregados, diciendo: “Vosotros sois la luz del mundo... Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,14.16). De nuevo habría que recordar a Pablo, cuya luz propia quedó completamente extinguida primero, a las puertas de Damasco, para que Cristo encendiera en él su luz y ésta iluminara grandemente el orbe».

            En esta primera parte queremos intentar profundizar en las leyes de esas relaciones; por tanto, en la doctrina cristiana sobre María, para a partir de allí, en una segunda parte, poder deducir la forma correcta de la veneración y piedad marianas de la Iglesia. Ambas cosas, doctrina y piedad, deben poseer, conforme al carácter definitivo y escatológico de la misma revelación neotestamentaria, un núcleo definitivo, cuya existencia se ve plenamente confirmada por la historia de la mariología y de la piedad mariana.

            Por otro lado, la Iglesia, junto con su interpretación de la revelación, camina a lo largo de los períodos de la Historia universal en constante cambio; surgen nuevos aspectos,  mientras que otros se desvanecen, se busca compensar las perspectivas parciales, pero éstas no rara vez son sustituidas por extremos contrapuestos; así, también hoy existe el deber de expresar lo válido de forma nueva y acorde con los tiempos, y de incluir además lo permanente, pero de la forma más mesurada posible.

 

5. 1 LAS DIMENSIONES DEL SÍ MARIANO

 

            Dice nuestro autor:

            «Existe acuerdo en afirmar que la respuesta final de María al ángel, y a través de él a Dios, “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”, fue la expresión plena de la fe de Abraham y de todo Israel.

            Ya a Abraham se le había reclamado una obediencia entusiasta de fe cuando se le exigió devolver a Dios en el monte Mona precisamente el don que Dios le había hecho por su fe, el hijo de la promesa, en un sacrificio espiritualmente completo, sólo interrumpido en su materialidad.

            En el caso de María, Dios irá hasta el final de esa fe cuando, en la cruz, junto a la cual está ella de pie, no interviene ningún ángel rescatador, y ella debe devolver a Dios a su Hijo, el hijo del cumplimiento, en una oscuridad de fe incomprensible e impenetrable para ella.

            Pero ya en la concepción de Jesús se exige un acto de fe que supera infinitamente al de Abraham (y con mayor razón el de Sara, que se rió incrédula). La Palabra de Dios, que quiere tomar carne en María, necesita un sí receptivo que sea pronunciado con la persona entera, espíritu y cuerpo, sencillamente sin restricción alguna (ni siquiera inconsciente), y que ofrezca la totalidad de la naturaleza humana como lugar de la humanación.

            Recibir y consentir no tienen por qué ser algo pasivo; respecto a Dios son siempre, cuando se realizan en la fe, suprema actividad. Si en el SÍ de María hubiera habido siquiera la sombra de un reparo, «de un hasta aquí, pero no más lejos», a su fe se habría adherido una mácula, y el Hijo no habría podido tomar posesión de toda la naturaleza humana.           Esta carencia de reparos del si de María se revela quizás más claramente allí donde María aprueba también su matrimonio con José y deja en manos de Dios su compatibilidad con su nueva tarea. Lo mismo que esta cualidad del sí de María está condicionada totalmente desde la cristología, también lo están las dos declaraciones dogmáticas conectadas con ella, acerca de su virginidad y su condición libre del pecado original común.

            La virginidad, por el contrario, asegura el hecho cristológico de que Jesús sólo reconoce como suyo a un Padre, el del cielo, como resulta visible claramente por la respuesta que da con doce años “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando... ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49).

            Es imposible que un hombre tenga dos padres, dice ya con precisa brevedad Tertuliano, por eso la Madre debe ser virgen. Esta virginidad motivada cristológicamente tiene su sentido fundamental, no en una integridad sólo corpórea, hostil al sexo, que poseería importancia religiosa tomada en sí misma, sino en la maternidad de María; para poder ser la madre del Hijo mesiánico de Dios, que no puede tener ningún otro padre salvo Dios, ella debe ser cubierta por la sombra del Espíritu Santo, y además esto significaba pronunciar su sí que abarcaba la totalidad de su persona, alma y cuerpo.

            También la virginidad dentro de la Iglesia será oportuna más tarde sólo con ese mismo sentido, para, en un seguimiento lejano de María, poder ocuparnos «sin división», como dice Pablo, “con cuerpo y alma santos” (es decir, consagrados a Dios), “de las cosas del Señor” (1 Cor 7,34), en una especie de maternidad espiritual que Jesús mismo prometió a los que escuchan y cumplen la palabra de Dios con fe pura (Lc 8,21).

            Hay otra cosa digna de consideración en la escena de la anunciación: ésta no es sólo una escena cristológica en su conjunto, sino además una escena trinitaria. Su estructura es, de forma totalmente espectacular, la primera revelación de la Trinidad de Dios. Las primeras palabras del ángel a María la llaman la agraciada por antonomasia, le traen el saludo del “Señor”, Yahvé, el Padre, al que como creyente judía conoce.

            Ante su reflexión sobre lo que podía significar este saludo, el ángel le revela en una segunda intervención que de ella nacerá el “Hijo del Altísimo”, que al mismo tiempo será el Mesías para la casa de Jacob. Ya la pregunta acerca de lo que se espera de ella, el ángel le desvela en una tercera explicación que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de manera que su Hijo se habrá de llamar con razón “Santo e Hijo de Dios”. A lo cual María responde que se cumpla todo en ella, la esclava.

            Por ese motivo, paralelamente a la vida de Jesús, existe también una vida de María en la que, desde la intimidad del aposento de Nazaret, ella va siendo preparada para el papel que le habrá de tocar en suerte junto a la cruz: ser prototipo de la Iglesia».

                                     

5. 2 Preparación de María para la maternidad eclesial

 

            «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

            Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

            María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

            Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

            Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

            Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

            ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

            Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

            El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”.

            Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

            En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

5. 3. María, prototipo de la Iglesia

 

            Las ideas acerca de este tema, incansablemente meditadas y ahondadas por la tradición católica, son tan ricas, que aquí sólo podemos aludir a ella brevemente. Pero no se pueden tildar de insignificantes y superadas, como desgraciadamente se hace con frecuencia en la reflexión actual sobre la Iglesia.

            Maria es encomendada por su Hijo a la protección de uno de los apóstoles, por consiguiente a la Iglesia apostólica. Con ello Jesús regala a la Iglesia ese centro o cima que encarna de forma inimitable, pero a la que siempre hay que aspirar, la fe de la nueva comunidad: el sí inmaculado, ilimitado, a todo el plan divino de salvación para el mundo. En este centro y cima, la Iglesia es, no sólo en la eternidad venidera, sino ya ahora, la “esposa sin mancha ni arruga”, la “inmaculada”, como la llama Pablo explícitamente (Ef 5,27).

            Pero este miembro preeminente de la Iglesia no posee sus cualidades especiales a título privado, para sí mismo, sino, con una fecundidad nueva derivada de la gracia de la cruz. Cuanto con mayor pureza recibe un hombre la gracia de Dios, más evidente es su disposición a no retenerla para sí, sino a hacer participar de ella a todos los demás.

            Por eso la madre de Jesús, que gracias a su hijo pudo recibir la suprema disponibilidad creyente y amorosa, es a la vez el prototipo preeminente y el modelo que se ha de imitar y que presta su ayuda en esta empresa: la representación popular del manto de gracia de la madre de Jesús, que se extiende en torno a todos los miembros de la Iglesia, expresa a la vez las dos caras de una misma verdad.

            Por lo cual, siempre se ha de tener presente que esta imagen no descansa en sí misma; María no es la remodelación de una diosa protectora pagana, sino que da su perfecto sí eclesial a la persona y a la obra del hijo, el cual sólo puede ser comprendido como uno de la Trinidad de Dios. Por consiguiente, como habrá que indicar después, no puede haber una piedad eclesial que se detenga en María; si dicha piedad es eclesial  y es mariana, inmediata y necesariamente continuará por María a Jesús, y por éste en el Espíritu Santo al Padre.

            En el carácter modélico de María dentro de la Iglesia se encuentran ocultos varios conceptos y consecuencias importantes para nuestro tiempo. En primer lugar, el de que la Iglesia en su núcleo perfecto se ha de considerar femenina, cosa que no puede sorprender a nadie que conozca la Biblia del Antiguo y Nuevo Testamento.

            Ya la Sinagoga era descrita respecto a Yhaveh ante todo como femenina, como novia o esposa, igual que la Iglesia de la Nueva Alianza en su relación con Cristo (cf. sólo 2 Cor 11, 1s.), llegando hasta la boda escatológica entre el Cordero y su esposa engalanada para la unión.

            Esta feminidad de la Iglesia es la denominación, mientras que el ministerio de servicio desempeñado por los apóstoles y sus seguidores varones es una pura función dentro de esa marca dominante. Esta relación se debería tener mucho más presente cuando hoy en día se entablan discusiones sobre la eventual participación de la mujer en el ministerio de servicio. Visto con mayor profundidad, con tal cambio la mujer entregaría más por menos.

            Y así, en este punto, la imagen del manto de gracia de María puede ser también trasladada, en cierto sentido, a la fecundidad virginal y materna de la Iglesia: ese manto se extiende sobre toda la Humanidad, hasta donde llega la voluntad salvífica de Dios, y con este manto se significa, tanto la acción apostólica exigida categóricamente de la Iglesia, como también la oración que incluye a todos los hombres y el sufrimiento de la Iglesia ofrecido por el mundo en su conjunto.

            Si en este momento volvemos con el pensamiento a la escena de Caná, donde Maria, pese al rechazo de Jesús, habla a los criados con una fe firme: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5), queda patente con qué certeza de ser escuchada puede presentar su súplica y sacrificio la Iglesia que ora y sufre por la redención del mundo.

 (Cfr HANS URS VON BALTHASAR, María en la doctrina y la piedad de la Iglesia, en MARÍA, IGLESIA NACIENTE, Madrid 199, pag 81-88)

 

 

5.4. CREDO MARÍANO (Fr. NEAL M. FLANAGAN, de los Siervos de María)

 

1.-  “Creo que el “Fiat” de María señaló el inicio de la era cristiana, fue el ejemplar original de todo cristiano que cree, de todo cristiano que se abre a Dios.

            En un tiempo como el nuestro, invadido por movimientos de liberación, es hermoso y conmovedor descubrir que Dios dio principio a la era cristiana escogiendo a una mujer, una mujer hebrea.

            En el evangelio de Lucas—y también en sus Hechos de los Apóstoles— el iniciador es el Espíritu Santo; Él es el guía divino que traza el camino de Jesús en el mundo, sobre la cruz.

            El “Fiat” de María es fe que se expresa y, a la vez, fe que se concibe. Creyendo en el Espíritu, ella se hizo Madre del Hijo de Dios, viviendo por Él y para Él. Mejor noble meta no se nos pudo ofrecer.

 

2.- Creo que el “Fiat” de María la introdujo en lo más vivo de la obra salvadora de Cristo. Madre del Siervo doliente de Yahvé, también ella fue implicada en el dolor, en el sufrir y en la gloria que acompañan al amor que se entrega.

                        “He aquí la Sierva del Señor” —dijo María—. La criada, la sierva que engendró al hijo siervo, el siervo doliente de Yahvé llamado a sacrificar la propia vida por los pecados de muchos.

           

           

            El anciano Simeón, “el hombre justo y dócil a Dios”, habló abiertamente del hijo siervo que el profeta Isaías (42, 6) había llamado “luz reveladora para los gentiles y gloria para su pueblo, Israel” (Lc. 2, 32).

            Sin embargo, Simeón no habló de la pasión del siervo de Yahvé sino de María doliente con Él. Asociada a la misión del Hijo, fue conducida por el mismo camino de la Cruz y, como Él, anonadada en completa entrega.

            El camino de la Cruz del siervo de Yahvé fue también el camino recorrido por la Madre. Es nuestro mismo camino, pues somos hermanas y hermanos suyos.

 

3- Creo, que a la disponibilidad de María para con Dios le acompañó su apertura a las necesidades del prójimo: aquella de Isabel, de los jóvenes esposos de Caná, de Cristo sobre la Cruz, de la Iglesia naciente.

            El Siervo, hijo de María, “no había venido —como Él dijo— para ser servido, sino para servir, para dar su vida en rescate por muchos” (Mc. 10, 45).

            También María ha venido para servir. Su “Fiat” a Dios encontró respuesta en el “Fiat” al prójimo. Su “hágase” fue oído por las voces que repetían con lágrimas su petición de ayuda. ¿Tenía Isabel necesidad de ella? Vedla llegar, sola, ansiosa, veloz en sus pasos. ¿Tenían necesidad de ella los jóvenes esposos de Caná? Fue la primera en darse cuenta de su situación e intervino. ¿La buscaba su hijo en el Calvario? Allí estaba. En el miedo, en la alegría, en la confusión que siguieron al viernes santo y al domingo de pascua ella estaba junto a los demás: para condividir, para ayudar, para ser ayudada.

 

4.- Creo que el sí continuo de María a Dios y al prójimo es la expresión viviente de la radical ausencia de pecado en ella. Por eso es y la llamamos Inmaculada Concepción.

            Si el pecado es romper la comunión, es separación del hombre de Dios su Padre, y es división de los propios semejantes: indisponibilidad a aceptar a Dios como padre, a aceptar al prójimo como hermana o hermano.

            La ausencia de pecado en María no es un atributo negativo, ni la separa de la condición humana, sino más bien lo contrario. Ausencia de pecado es apertura ilimitada a Dios, a su amor, a sus designios, a sus solicitudes, y es también disponibilidad para advertir las laceraciones y necesidades de cuantos sufren y piden ayuda.

            La ausencia total de pecado, la Inmaculada Concepción de María, no es un foso abierto entre ella y su prójimo, sino un puente echado entre María y cuantos viven en la necesidad.

 

 5 - Creo que la Asunción de María, como la resurrección de Cristo, nos es garantía y esperanza de que el amor es de verdad más fuerte que la muerte.

            «El amor es más fuerte que la muerte». ¿Es acaso un sueño de los poetas o el sentido evangélico de la realidad? El amor de los padres engendra vida; el amor modela la vida en su nacer y la hace crecer y madurar. El amor llega a empujar la vida más allá de la rendición declarada de la ciencia médica. Según el evangelista Juan, el amor es vivir, no morir nunca. Jesús murió amando porque había amado, para amar más aún. Por eso pasó a vida más intensa.

            María participó de la vida del Hijo. También para ella la muerte fue tránsito hacia una vida en plenitud. Vivir, para ella, era amar; su morir era ya un encontrarse en la vida. Su condición será la nuestra.

6 - Creo que María, en cuanto Madre de Cristo, plasmó largamente la personalidad y el ambiente en que creció Cristo. “¿No es él el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3). ¿No posee, acaso, la dulzura de su Madre? Su sensibilidad, su solicitud por los otros, su imaginación poética, su intuición diríamos son dotes femeninas.

            Su disponibilidad en el servir --¿no tenía quizá un modelo delante de los ojos?-- ¿Qué decir del empuje de su amor, de sus atenciones? ¿Es tal vez sólo un don recibido de lo alto? ¿Y la sencillez con que sabía acercarse a la mujer, a toda tipo de mujer, y cómo era capaz de amarlas? ¿Lo aprendió por caso en la Sinagoga? ¿No fue una mujer en cambio su primera y mejor maestra, una mamá, su Madre?

 

7 Creo que María no es solamente un modelo, un ideal lejano, sino una persona viva, viva y resucitada para siempre, amable de forma extraordia.

            “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá...” (Jn 2, 25). Jesús vive, sus apóstoles viven, sus discípulos viven. María vive, de vida humana, gloriosa, en la plenitud de la vida.

            María no es sólo un modelo, un simple ideal, una meta lejana, una cosa, sino una mujer resplandeciente en la gloría del Hijo del Padre, de un Hijo —parece cosa imposible de creer— que es también su Hijo, por el Amor del Espíritu Santo.

¡Esto, oh Señor, creo; socorre Tú mi incredulidad!

FR. NEAL M. FLANAGAN, de los Siervos de María

 

CAPÍTULO OCTAVO

CARTA DEL PAPA JUAN PABLO II SOBRE EL ROSARIO

EL ROSARIO, DULCE CADENA QUE NOS UNE A DIOS.

            El Papa Juan Pablo II publicó una Carta Apostólica sobre el santo rosario y proclamó año del rosario desde octubre del 2002 hasta octubre del 2003. Es una carta interesantísima. Ha coincidido, además,  con la llegada a nuestra parroquia, – estuvo primero en el Cristo dos meses y ahora ya definitivamente en San Pedro– , de la imagen de la Stma. Virgen del Rosario, perteneciente a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de la Pasión. Es una gracia más de Dios que tenemos que aprovechar.

            Secundando este llamamiento de Juan Pablo II, quiero brevemente  ofreceros las ideas principales de este documento, con el deseo expresado por el Papa de que «tomen de nuevo entre las manos el rosario» redescubriendo esta oración mariana que ha ido perdiendo tristemente práctica entre las familias y los fieles cristianos y que si se comprende bien y se reza, «conduce al corazón mismo de la vida cristiana».

INTRODUCCIÓN

1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y

fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (¡duc in altum!), para anunciar, más aún, «proclamar» a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».

            El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.

          Los romanos pontífices y el rosario

            Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano

II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.         Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria.

            El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo.

El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».

            Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: ¡Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!

Vía de contemplación

5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y propia 'pedagogía de la santidad': «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración». Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de oración».

El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.

“¡Ahí tienes a tu madre!”(Jn 19, 27)

7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy, precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo predilecto:

«¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima, cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.

CAPÍTULO 1

Contemplar a Cristo con María

Un rostro brillante como el sol

9. “Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol” (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada «como icono de la contemplación cristiana». Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: “Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3, 18).

María modelo de contemplación

10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande

aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

            Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la 'parturienta', ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Los recuerdos de María

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han

acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

            Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.

El Rosario, oración contemplativa

12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza». Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica.

Recordar a Cristo con María

13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin embargo entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también el 'hoy' de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.   

            Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza», también es necesario recordar que la vida espiritual « no se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar en común, debe no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».

            El Rosario, con su carácter específico, pertenece a este variado panorama de la oración 'incesante', y si la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia. 

Comprender a Cristo desde María

14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio.

            El primero de los “signos” llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.

            Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe», en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).

CAPÍTULO II

MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE

El Rosario «compendio del Evangelio»

18. Ala contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio»

            El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa Pablo VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica del "Dios te salve, María"– se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».

De los «misterios» al «Misterio»: el camino de María

24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio». El “duc in altum” de la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (3, 17-19).

            El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).

Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre

25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana ».

            A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración antropológica del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».

             El Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del hombre, desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la familia según el designio de Dios, escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio del hombre.

CONCLUSIÓN

«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con Dios»

39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero también la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación más intensa.

La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación.

RESUMIENDO: EL ROSARIO NOS LLEVA:

a)  A CRISTO:

— RECORDAR A CRISTO CON MARÍA. Se trata de penetrar de misterio en misterio en la vida del Redentor, asimilarlo profundamente, para que forje nuestra existencia humana y cristiana.

— COMPRENDER A CRISTO CON MARÍA. Nadie como María puede introducirnos en un conocimiento profundo de la realidad y del misterio de Cristo. Nadie conoce a Cristo mejor que María. Nadie puede hacernos vivir mejor su vida de amor y de entrega a los hombres.

— IMITAR A CRISTO CON MARÍA. Todo cristiano está llamado a tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo. El santo rosario lo consigue por doble camino: primero, porque es oración sobre la persona y la vida de Cristo y segundo, porque lo hacemos con María. La Virgen, que ayudó a Cristo en su crecimiento humano en Nazaret, nos ayuda ahora también a nosotros en su seguimiento e imitación.

— PEDIR Y ROGAR A CRISTO CON MARÍA. “Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá,” nos dice Jesús insistentemente en el evangelio. Cuando nosotros pedimos y suplicamos al Señor, María interviene con su intercesión maternal, ayudándonos en nuestras peticiones y necesidades. Se hace nuestra portavoz ante el Padre y el  Hijo. Y Ella es omnipotente suplicando con nosotros y por nosotros.

— A PREDICAR A CRISTO CON MARÍA. Toda oración cristiana es diálogo con Cristo. Este diálogo nos

hace conocer y amar más  a Cristo; al conocerlo y sentir su amor, nos capacita para  anunciar a Cristo a los demás con palabras y obras llenas de fuego apostólico. POR ESO:

— LOS MISTERIOS DE GOZO nos ayudan a comprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es, ante todo, buena noticia, que se centra en Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.          

— LOS MISTERIOS DE LUZ, añadidos por el Papa en esta carta, nos ayudan a comprender que Cristo es la LUZ del mundo y la vida de los hombres: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

— LOS MISTERIOS DE DOLOR nos ayudan a vivir con María la pasión de Cristo, uniéndonos con nuestros sufrimientos y siendo corredentores con Ella, la única que permaneció de pié junto a la cruz.

— LOS MISTERIOS DE GLORIA nos ayudan a encontrarnos con  Cristo vivo y resucitado, que vive con nosotros en la Eucaristía y nos espera en la gloria.

b) CON MARÍA Y COMO MARÍA:

– “salve, llena de gracia, el señor está contigo”

–  “no temas, maría, porque has hallado gracia ante dios.”

– “he aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra.”

– “maría se puso en camino y con presteza fue a la montaña.”

– “bendita tú entre la mujeres y bendito el fruto de tu vientre.”

– ¿de dónde a mí que la madre de mi señor venga a visitarme?

– “mi alma glorifica al señor, se alegra mi espíritu en dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava.”

– “no tienen vino”

– “haced lo que el os diga.”

– “maría conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”

– “dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el señor se cumplirá.”

– “mujer, he ahí a tu hijo” y al discípulo: “he ahí a tu madre.”

c) POR EO, REZANDO EL ROSARIO, NO OLVIDAREMOS QUE

-- Si Jesús es la Luz, María es la madre de la luz;

-- Si Jesús es la vida, María es la madre de la vida;

-- Si Jesús es el amor, María es la madre del amor;

-- Si Jesús es nuestra  esperanza, María es la madre de la   esperanza;

-- Si Jesús es la paz, María es la madre de la paz;

-- Si María está junto a nosotros, tendremos siempre la luz, la vida, el amor, la esperanza y la paz.

d)  EL ROSARIO ES UNA FORMA SENCILLA Y EFICAZ DE HACER ORACIÓN TODOS LOS DÍAS

            «Nos lo enseña magistralmente Lumen gentium: <Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda lo comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes>» (LG 65).

            El rosario es como la oración del corazón, que sintoniza con el corazón de María en la contemplación de los misterios de Jesús: nacimiento e infancia (gozosos), vida pública (luminosos), pasión y muerte en cruz (dolorosos), gloriosa resurrección (gloriosos). El centro del rosario es Jesucristo. El rosario es una oración cristocéntrica. Y a Él nos acercamos desde el corazón de María, balcón privilegiado para contemplar el precioso paisaje de la vida de Cristo en todos sus misterios.

            María, que guarda en su corazón todas las enseñanzas de su Hijo, nos enseña a imitarle, a compartir los sentimientos de Cristo. El rosario es una escuela de vida cristiana. Y está al alcance de todos, de los sencillos y de los cultos, de los avanzados en la vida espiritual y de los que comienzan. No olvidar el mensaje del Arzobispo Norteamericano FultonSheen en su campaña del rosario en familia: «Familias, rezad el rosario. Familia que reza unida, permanece unida».

            El mismo Vaticano II, en la Presbyterorum Ordinis, aconseja a los sacerdotes la devoción mariana, cuyo santo y seña principal es el rezo del santo Rosario: «En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio”.

            Don Demetrio FERNÁNDEZ, Obispo de Tarazona, nos decía en una carta pastoral: «Es lo primero que hago todos los días. Después del aseo, un rosario. Es el momento de estrenar el día abriéndose al amor de Dios, que cuida de nosotros continuamente. Después vienen otras oraciones. Y luego, también durante la jornada, otros rosarios. Pero ése de la mañana me sabe a gloria.

            Iniciad a vuestros hijos en esta oración, tan sencilla como eficaz. Sacerdotes, invitad al rezo del rosario, y que os vean los fieles que lo rezáis. Es una buena preparación inmediata para la misa, es un medio para iniciar y progresar en la oración.

            Que en la pastoral de los jóvenes no falte el rosario, que alimenta la devoción a la Virgen. Conozco a muchos jóvenes que han aprendido a rezar, rezando el rosario. Ya sé que es más importante la Eucaristía, pero no siempre está a mano, o porque no podemos acudir, o porque no tenemos limpio el corazón. Sin embargo, siempre podemos rezar el rosario, que nos llevará al sacramento del perdón y a la comunión eucarística.

            Algunos dicen que el rosario es una oración monótona. La oración siempre es aburrida, cuando se reduce a un monólogo. Pero eso no es oración. En la oración es esencial la apertura a Dios. La oración es primeramente escucha, y por eso puede ser respuesta.    En el rosario escuchamos a Dios, que en los misterios de la vida de Cristo nos habla hoy. Y nosotros respondemos con María y como María, la mejor discípula de la escuela de Jesús.

            En el rosario hay escucha de la Palabra de Dios, contemplación, alabanza y petición, comunión con toda la Iglesia orante, con todos los que sufren. Pero todo esto es imposible, si no hay amor. Para rezar el rosario, hay que amar, y el mismo rosario se convierte en alimento de ese amor a Dios y a los hombres. Siempre es ocasión propicia para rezar el rosario. Niños, jóvenes, adultos, familias, enfermos, obispos sacerdotes, consagrados. Recemos e invitemos a rezar el rosario.

CAPÍTULO NOVENO

NO LO PUEDO OLVIDAR

1.- NO LO PUEDO OLVIDAR, no lo olvidaré nunca… no puedo olvidar  esas palabras que salieron del corazón maternal de la Virgen y yo las escuché en mi interior y mi corazón las sintió sin necesidad de palabras y signos externos, esa palabras y emociones no se olvidan nunca y mira que ya han pasado años y años... Estas palabras se quedan para siempre en ti, grabadas en tu corazón, en tu vida. Todos tenemos experiencias maravillosas de nuestra relación con Cristo Eucaristía y con María.

            Era un día de vacación; habíamos subido al Santuario del Puerto los seminaristas del Mayor. En el camino, algunos de los últimos cursos de Teología, subidos a una peña muy grande, que hay a la izquierda, estaban cantando cantos Marianos y todos aplaudíamos al pasar; me estoy refiriendo a Timón, Sánchez Nieto, Emilio Mateos... Es que les hicimos una foto y yo la conservo en mi álbum particular; lógicamente, para recordar a todos los que estaban subidos a la peña, he tenido que ir a verlos en esta foto en blanco y negro. 

            Llegados al Santuario, después de un breve descanso, teníamos un rato de oración, cantos y preces a Nuestra Madre del Puerto en su ermita; al salir, comíamos de prisa el bocadillo, y ese día empezamos a caminar rápidos por el camino que pasa junto al Santuario, dirigiéndonos hasta Villar de Plasencia, para volver luego caminando por la carretera nacional 630 hasta el Seminario, tal y como lo hacíamos alguna vez durante el año.

            Perdonad esta introducción; lo hago más que nada para probaros que estas cosas no se olvidan. Pues bien, estando en la oración con todos los seminaristas en el Santuario, en el silencio de mi oración personal oía perfectamente una y otra vez a la Virgen que me decía: «Gonzalo, pasa a mi Hijo, tienes que pasar a mi Hijo, tienes que llegar hasta Él».

Al principio no entendía muy bien lo que esto quería decir. Porque por teología y por práctica todos teníamos muy asimilado que Cristo era el primero, era Dios, la razón y el motivo último de todo nuestro ser y vivir cristiano y sacerdotal; así lo habíamos aprendido de nuestros padres en el hogar y así estaba muy claro en las enseñanzas y pláticas que recibíamos en el seminario.Tal era la insistencia que yo, espontáneamente le dije oracionalmente a la Virgen: «¡Madre, si ya lo sé, pero a mi me va muy bien contigo, contigo tengo bastante, lo tengo todo»; a seguidas pensé que esta espontaneidad me había traicionado, porque era lo que yo realmente vivía; pero no era lo correcto, y añadí: «Contigo lo  tengo todo bien ordenado, tú eres mi camino hacia Cristo».

            Luego empecé a pensar qué me querría decir la Virgen con esta insistencia, porque yo los conceptos, en este aspecto, repito, los tenía muy claros. Con esta comunicación interior de la Virgen empecé a pensar que algo no estaría bien, que por algo me insistía en esto. María era todo para mí, pero de verdad; reconozco que ella lo abarcaba todo; a ella rezaba, pedía, dialogaba, era mi gozo, me dirigía para todo.

Antes de nada, quiero aclarar, por si alguno pudiera interpretar este diálogo oracional como una aparición de la Virgen, que nada de eso; en mi vida no ha habido ni pido nada de revelaciones y apariciones externas; lo he dicho y escrito muchas veces. Aquí todo es por el diálogo oracional interno, de alma… pero que lo sientes más que todo lo exterior.

Yo lo que quiero y pido es sentir y vivir a Cristo, a mi Dios Trino y Uno, a María, en mi alma, en mi oración, como los Apóstoles en Pentecostés; de nada les habían servido las apariciones del Resucitado, porque seguían con miedo y con las puertas cerradas; cuando lo vieron dentro de sí en Pentecostés, reunidos con María en oración,  pero no en «carne resucitada» sino hecho Espíritu, llama de amor viva, Amor y Fuego de Espíritu Santo en sus corazones, no en sus ojos, se acabaron los miedos, abrieron las puertas y empezaron a predicar sin temor de perder la vida; de hecho la dieron todos por este Cristo, visto y sentido en Pentecostés, mientras que antes, en su vida, sobre todo, en su pasión y muerte, a pesar de haber visto sus milagros y escuchado sus palabras, lo habían abandonado.

Esta es la experiencia que tengo con frecuencia y pido siempre. Y es que el fuego de Espíritu supera todas las expresiones y manifestaciones externas, de los ojos de la carne; de ahí el éxtasis, que la carne no puede soportar ni sufrir sin salir de sí mismo para vivir en Dios su misma vida, su mismo gozo, su misma experiencia de amor.

Y esto todo es por el Espíritu Santo. Lo tengo bien comprobado y visto en la vida de los místicos y en algunas personas de mi parroquia, con las que el Espíritu ha obrado cosas maravillosas en sus vivencias y me ha permitido encontrarme con ellas. No son cosas de un momento. Ya son años y años en este camino. La experiencia de Dios, por la oración unitiva o contemplativa en el Espíritu Santo, vale más que todas las palabras y apariciones externas.

            De todas formas, repito, que estas palabras de la Virgen me cogieron por sorpresa; nunca se lo había escuchado en mi relación con ella. O quizá me lo hubiera manifestado en otras ocasiones, pero yo no me había dado por enterado, no me había dado cuenta, no las había entendido tan claramente como en esta ocasión, porque se me quedaron grabadas para toda la vida. Las tengo todavía, resuenan en mi interior, fue en el segundo banco último de la derecha mirando a la Virgen.

             Yo pensaba que, desde mi primera comunión, Cristo era lo primero: fui siempre eucarístico, y por tanto, cristocéntrico. Pero la Virgen no estaba contenta con este cristocentrismo de su hijo Gonzalo. Así que, durante el camino, impresionado por estas palabras, seguí pensando en lo que la Virgen me habría querido comunicar en ese diálogo tan impactante que había sentido en mi corazón. Ahora, al cabo de los años, sí que lo he entendido y vivido con gozo, pero porque fui hijo obediente.

Porque ya he dicho que no lo capté en ese momento en toda su plenitud, simplemente barrunté lo que me quería decir, por donde tenía que ir el camino. Luego, con la oración y la experiencia espiritual de los años, poco a poco, he ido comprendiendo el significado de sus palabras, desde la oración hecha vida y desde la vida hecha oración.

2. LA VIRGEN ME LLEVÓ A CRISTO

            Por eso, si alguna vez alguno de vosotros vino a verme a la parroquia y entró donde he vivido mis primeros treinta años o donde vivo ahora desde hace cinco años, en la misma parroquia, lo primero que te encuentras es una Virgen bella y hermosa, una talla de madera, copia  de la Inmaculada de Melchor Cano, sobre un pedestal de madera, y junto a ella, en el mismo pedestal, un pequeño Copón de plata, preparado para  morada de su Hijo hecho pan de Eucaristía. Ella vivió para ser primer sagrario de Cristo en la tierra, madre de la Eucaristía. Son mis amores y los dos para mí están siempre unidos. Y junto a ellos, en un recipiente de cristal, rosarios de todo tipo.

            Igualmente digo que desde que llegué a San Pedro, 1966, la Vigilia de la Inmaculada se celebró para toda Plasencia, primero en el templo parroquial y luego, en el Cristo de las Batallas, durante más de treinta años, hasta que pasó a celebrarse bajo la dirección del arciprestazgo en los templos parroquiales del centro de la ciudad, para terminar  definitivamente en la Catedral, con la presencia del Sr. Obipo.

            La Virgen ha estado muy presente en mi vida desde la infancia. Mi madre, con el «Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar y la pura y limpia Concepción de María Santísima, Madre de Dios y Señora Nuestra, concebida en gracia sin pecado original, desde el primer instante de su ser  y...», nos obligaba a cerrar los ojos mientras nos «remuaba» de ropa, porque había que ser puros y castos, como la Virgen.

            Ingenuamente y por inercia, recé esta oración hasta mi juventud, pero muy avanzada, donde ya apareció  el «Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea». Eso igual que las tres avemarías al acostarnos. Ahora rezo la Salve, y no fallo nunca, porque si alguna vez me descuido, y se me olvida, la Virgen, un poco celosa, como madre que ha abierto los brazos para abrazarme y besarme, no quiere que duerma sin rezarla y besarla antes de dormir; así que me despierta, de mi primer sueño, y ya sabes, Gonzalo, a rezar la Salve y besarla. Y ya se queda tranquila y ya yo duermo tranquilo. Podéis creerme que es verdad. La Salve es mi beso de despedida; todas las noches, me doy media vuelta hacia la izquierda, siempre a la izquierda, pero desde luego sin connotaciones políticas, bajo un poco la cabeza, y Dios te Salve, reina y madre...; es el santo y seña; mi último beso, y a dormir.

            Y desde luego que se nota y cómo influye luego en toda tu vida. Siempre he terminado y empezado la jornada con un beso a la Virgen; siempre la he rezado con mucho amor para parecerme a ella en la pureza y en todo, en cuerpo y alma. Y puedo confesar que ella me protegió totalmente en mi juventud seminarística, hasta el punto de que como he dicho muchas veces, los chistes de Manolo Tovar y de Carlos Díaz, condiscípulos míos, ya en el cielo, no los entendí ni los capté, hasta después de salir del Seminario...

¿Y sabéis lo que pasa?  Que al rezar a la Virgen y hablar con ella, poco a poco te vas haciendo tus propias oraciones o palabras, unas veces corrigiendo, otras añadiendo cosas. Por ejemplo: en las letanías del santo rosario, que yo empecé a rezar en mi casa, con mi tía Fabia que lo rezaba todas las tardes en el patio común de la entrada, yo añadí, hace como veinte años, tres nuevas letanías referidas a la Virgen; y la rezo: «Sagrario de Cristo en la tierra»; «Madre de la Eucaristía»; «Arca de la Alianza nueva y eterna».

Podéis creerme que nunca las olvido, amén también, de que hace años cambié las letanías «lauretanas» por otras que me gustaron más y que vienen, me parece, en la liturgia de la Coronación de la Virgen: «Santa María, Santa Madre de Dios, Santa Virgen de las Vírgenes, Hija predilecta del Padre, Madre de Cristo Rey, Gloria del Espíritu Santo,  (añadidas por mi: Sagrario de Cristo en la tierra; Madre de la Eucaristía; Arca de la Alianza nueva y eterna),Virgen Hija de Sión, Virgen pobre y humilde, Virgen sencilla y obediente, Esclava del Señor, Madre del Salvador, Colaboradora del Redentor, Llena de gracia, Fuente de Hermosura, Conjunto de todas las virtudes, Fruto escogido de la Redención, Discípula perfecta de Cristo, Imagen purísima de la Iglesia, Mujer nueva, Mujer vestida de sol,  Mujer coronada de estrellas, Señora llena de benignidad, Señora llena de clemencia, Señora nuestra, Alegría de Israel, Esplendor de la Iglesia, Honor del género humano, Abogada de  gracia, Distribuidora de la piedad, Auxiliadora del pueblo de Dios, Reina de la caridad, Reina de la misericordia, Reina de la paz, Reina de los Ángeles, Reina de los Profetas y desde aquí como en las lauretanas.

Y bueno, ya que he tocado el tema de las letanías y éstas se rezan en el santo Rosario, os diré que siempre lo recé, algunas temporadas completo con los quince misterios de entonces, ahora hay que añadir los luminosos, pero la costumbre es la costumbre, y algunos sábados, si tengo tiempo, lo rezo completo, pero los quince misterios de siempre.

Quisiera añadir que el rosario también es la forma más sencilla que yo he encontrado para hacer oración, sobre todo en tiempos agitados o de sequedad,  y para relajarme cuando estoy tenso o no duermo por la noche. Me levanto de la cama, a la hora que sea, lo rezo paseando por la habitación, y a dormir otra vez.

También, algunos días, sobre todo en tiempos pasados, empezaba por las mañanas con el rezo del rosario. Y me ha ido y me va muy bien; me relaja, me da tranquilidad, me encuentro con la mirada y sonrisa y palabras de afectos y serenidad de la Madre.

Desde mi juventud, el santo rosario siempre camina conmigo en mi bolsillo, y  como, desde que salí del Seminario, estoy convencido de que el problema o el fundamento de la santidad de la Iglesia, es la santidad de los obispos, sacerdotes y seminaristas y la necesidad de vocaciones,  para terminar  mi rosario, las tres Avemarías añadidas al final y que eran por la pureza de la Virgen, en realidad las rezábamos por la nuestra, al menos así yo lo interpretaba, las he cambiado, pero hace ya más de cuarenta  años y así la rezan públicamente en el rosario de la parroquia, mejor, antes de la misa de la tarde: «por la santidad de la Iglesia, especialmente la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los seminaristas; por nuestro seminario y sus vocaciones». Así todos los días y todas las tardes; siempre que rezo el rosario o lo rezan públicamente en la parroquia. Bueno, si quiero ser sincero, actualmente mis intenciones son estas: pido porque Dios sea reconocido , amado y santificado en el mundo entero; por el Papa Francisco y la santidad de la Iglesia, especialmente de los obispos y sacerdotes, religisos y consagrados; por mi amada diócesis de Plasencia: por su obispo, sus sacerdotes, seminaristas, diocesanos y msioneros; por mi amada parroquia de San Pedro: niños, jóvenes, adultos y por sus sacerdotes; por la fe de España y del mundo entero y por el matrimonio y la familia, fundamento de la vida y del amor, que no haya tantas sepaciones, divorcios, crímenes de esposos entre sí… Todos los días lo rezo así.

Esto ha contagiado a unas señoras de mi parroquia y han formado un grupo de madres que dos días de la semana, desde luego siempre el sábado, rezan el rosario y ofrecen la misa «POR LA FE DE NUESTROS HIJOS». Las reúno dos o tres veces al año, una vez por trimestre. A mí me emociona ver escrito en la hojita de las misas que ponen sobre el altar: «POR LA FE DE NUESTROS HIJOS». Es que acostumbrado a ver sólo nombres de difuntos... y muchas veces ponen: en acción de gracias, para que el nombre de Dios no sea blasfemado... Y me gustan mucho y me emocionan estas intenciones.

Para terminar este apartado  parroquial, advierto que todos los sábados de mi vida, después de la bendición final de la misa de víspera del Domingo, les deseo buen domingo a todos y rezamos  la Salve, como despedida. Empecé a cantarla: «Salve, Regina...», pero se hacía largo. Aunque alguna vez me descuido, y, en vísperas de fiestas de la Virgen, la cantamos antes del «podéis ir en paz».

En el Seminario Menor, como otros muchos de aquellos tiempos, rezaba el «Oficio Parvo». En el Mayor, lo cambié por otras oraciones y devociones Marianas; creo que, como algún devoto más, los años de Teología llegué a rezar los quince misterios del rosario en algunas temporadas; por ejemplo, en el mes de mayo, en la novena de la Inmaculada, lo hacían más seminaristas: uno, en la Capilla, con la comunidad; otro, en las filas, aprovechando el silencio y como ayuda para no hablar; y el otro, en un recreo cualquiera, paseando en torno a los patios interiores.

Sin embargo, sobre todas las devociones que aprendí o practiqué en mis seminarios, estaba la Novena de la Inmaculada en el Mayor. En mis tiempos la vivíamos con mucha intensidad; personalmente la vivía en plenitud de amor y dedicación a Ella; era la Novena de la Inmaculada todo un estímulo para la oración, las renuncias a las faltas de caridad, de soberbia, egoísmo... etc.

Las Vísperas de la Inmaculada eran solemnísimas, todas cantadas y en gregoriano,  con las antífonas y los cinco salmos, todo en latín; las antífonas me las sé de memoria, porque las sigo rezando en la fiesta, esté donde esté. Podéis creerme que no he dejado de cantarlas todos los años de mi vida desde que salí del Seminario. Es más, os voy a contar una travesura: durante los años que estuve en Roma estudiando, bajaba a la capilla para cantarlas, y si había alguno rezando, le pedía permiso para hacerlo. Yo soy así, ésta es mi manera, las hay mejores de amar y alabar a la Virgen, pero esta ha sido la mía. Reconozco que soy muy apasionado por Ella, en público y en privado, en piropos que la digo a veces ante la gente, que me miran sorprendidas, pero a mí me salen espontáneos del alma.

Me encantaban aquellas antífonas. Me gustaban tanto aquellos himnos y antífonas, que como he dicho,  las sigo cantando en las vísperas y en la fiesta de la Inmaculada, porque son bellas, porque me recuerdan cosas hermosas y siempre me emocionan y me acuerdo y rezo por «mi seminario», por mis compañeros y mis superiores, y sin querer y al cantarlas, recuerdo con gozo y agradecido el Seminario, los compañeros, los superiores: D. Avelino, D. Benjamín, D. Jerónimo, profesor de griego y luego Rector del Menor, cuando D. Avelino pasó al Mayor,  para suceder a D. Ceferino, me parece, que pasó a ser Director espiritual del Menor,  Buenaventura,  Juan de Andrés... y por mis hermanos sacerdotes: «Tota pulchra es, María, et mácula originalis no est in te... Vestimentum tuum, cándidum quasi nix...Tu, gloria Jerusalem, Tu laetitia, Israel... Benedicta es tu, Virgo María... Trahe nos Virgo Inmaculata... Aquella antífona in I vesperis: Beatam me dicent omnes generationes, quia fecit mihi magna qui potens est, alleluia.

¡Y los himnos! Los canto todas las semanas; los distribuyo por días y  por orden alfabético teniendo en cuenta las primeras palabras, porque si no, me hago un lío. Por eso, los que empiezan por Ave tienen la preferencia; además, de esta manera, no se me olvidan.

Lunes, en la oración de la mañana, después de mirada y oración a mi Dios Trino y Uno, después del Espíritu Santo y Cristo Eucaristía, me dirijo a Ella, primero, con la oración personal que he compuesto a través de los años y que he rezado al principio de este prólogo y analizaré al final; sigo, después de haberla hablado, pedido, besado... con los himnos o cantos empezando por la letra A: «Ave Regina coelorum», Ave Domina Angelorum...», luego, «Ave maris stella, Dei mater alma», y termino el lunes con «Alma Redemptoris mater...».

El martes es el más corto: sólo recito «¡O gloriosa Vírginum, sublimis inter sídera...!» El miércoles es una gozada: «Salve Mater misericordiae, Mater Dei y mater veniae, mater spei y mater gratiae, mater plena santae letitiae, oh María». Los jueves, siguiendo con la letra s, canto dos himnos que empiezan por s: «Salve Sancta Parens» y esta otra oración que ya se rezaba en el siglo III y que todos hemos cantado muchas veces: «Sub tuum proesidium confugimus, Sancta Dei Genitrix, nostras deprecationes «clementer exaudi» in necesitatibus...» si, ya sé, paro aquí, porque ya estoy viendo que muchos me estáis señalando con el dedo. Ya sé que la antífona es «nostras deprecationes nec despicias in necesitatibus»; pero este «despicias», para los que aprendimos latín de aquellos tiempos, a los de mi tiempo, nos resulta muy duro, suena a «no desprecies»,  y así me resigno a cantarlo cuando lo hago con otros; pero cuando lo hago solo, como la oración tiene que ser personal y a gusto del cliente, yo la cambio por «clementer exaudi in necesitatibus».

Pasamos ya al viernes; en ese día rezo dos himnos: «Tota pulchra es, María, et mácula originales non es in te», y en segundo lugar «Virgo Dei Genitrix, quem totus non capit orbis: in tua se clausit víscera factus homo».

Los sábados, día de la Virgen,  es un día especial, y en ese día, subo todas las mañanas al Santuario del Puerto para saludarla, estar con ella, pedirle luz y fuerza para el Domingo, el Día del Señor; en ese día hago un resumen de la semana hablando con ella, pidiendo luz y perdón por lo pasado y preparo la semana que empieza cantándole, después de esta conversación,  todos los himnos.

Nada más entrar en el Santuario, hecha la genuflexión y en el Nombre del Padre que me soñó y creó, y del Hijo que me salvó y del Espíritu Santo que me transforma en vida y amor Trinitario, un beso a la Virgen y este suspiro del alma, hecho canción: «A ti va mi canturia, dulce Señora, que soy la noche triste, Tú eres mi Aurora; Señora de mi alma, Santa María, haz que arribe a buen puerto el alma mía, haz que arribe a buen puerto, el alma miiiia». Mi buen puerto es María, la Virgen del Puerto. Es una canción de nuestros tiempos de Seminario. Con otras muchas, las conservo en un bloc con su música que hizo Don Florindo: cantos eucarísticos, comunión, himnos... 

            Después viene una canción a dos voces, todo en la memoria, pero cantando y echando aire por los labios; es una que todavía me emociona y me hace llorar ¡Me recuerda tantas cosas, tantos amigos, amigos de verdad, tantas emociones! Es también del Seminario. Todos la sabemos: «Dulce Madre, Virgen pura, Tú eres siempre mi ilusión. Yo Te amo con ternura y Te doy mi corazón; siempre quiero venerarte, quiero siempre a Ti cantar, oye, Madre, la plegaria, que te entono con afán, que- teen-to-no- con- a-fan (lo escribo así y separo estas letras porque en el bis, cuando lo cantábamos con D. Florindo, siempre nos hacía aumentar el tono y disminuirlo en cada palabra; pasa igual que en la anterior, «...alma miiiia»); Madre, cuando yo muera, acógeme; ay, en el trance fiero, defiéndeme; Madre mía, no me dejes, que mi alma en ti confía; Virgen mía, sálvame; Virgen mía, sálvame».

Finalmente, y para terminar este saludo inicial, le entono a la Virgen otra más solemne, más teológica, que los de mi curso aprendimos de los hermanos Bravo en los últimos años del Seminario y que la cantábamos siempre que nos reuníamos por cualquier motivo, sobre todo, en las reuniones que teníamos en  los años posteriores al seminario, porque era ya nuestro santo y seña ya antes de ordenarnos: «Virgen sacerdotal, Madre querida; Tú que diste a mi vida tan dulce ideal, alárgame tus manos maternales, ellas serán mis blancos corporales, tu corazón mi altar sacrificial».

Alguno puede pensar que es mucho cantar, pero es que lo siento así y así me sale del alma, mirando a la Señora, y así lo aprendí porque no conviene olvidar que empecé siendo tiple en el Menor con D. Florindo, y, en el Mayor, tenor segundo, y además perteneciente a la «escolilla», que era lo más selecto de la escola del Seminario.

Bien, y para terminar con mi subida al Puerto los sábados, diré que finalmente en ese día, antes de darle el beso de despedida, le canto la Salve, bien en tono ordinario, la que todos sabemos, bien en tono «sollemniore», que aprendimos en el Menor con mi profesor de Griego y Rector después de Don Avelino, Don Jerónimo, al pasar aquel de  rector al Mayor. Todo lo canto, lógicamente,  sin que se oiga, sólo la Virgen, quiero decir, que lo canto con la respiración, excepto en la Inmaculada, que esté donde esté, todo es en voz alta de tenor segundo, como en mis buenos tiempos, para que todos lo oigan y alaben a la Virgen.

Perdonad estos desahogos y confianza. Pero le estoy muy agradecido a María. La verdad es que Ella fue siempre muy buena madre y amiga, hizo verdaderos milagros conmigo, porque uno es débil y pecador... Gracias a ella siempre me fue muy bien en el Seminario, me dio amor y perseverancia a lo que recibí en el Seminario, quiero decir al Sacerdocio y a los sacerdotes, aunque por ello haya tenido que sufrir. Es un capítulo de mi vida del que no he hablado, pero que explica muchas cosas de mi vida apostólica. El Seminario y los seminaristas han estado muy presentes, y he hablado muy claro de sus necesidades en años pasados a mis superiores, aunque he tenido que sufrir por ello.

En mis primeros años de sacerdocio todavía fue un gran Seminario en todo, como en toda España y Europa,  una institución muy querida en todos los ambientes, excelente en superiores, profesores; esta Diócesis tuvo un plantel de licenciados y doctorados no común ni en Diócesis muy importantes, y sobre todo, hubo un ambiente de santidad y fraternidad muy acentuado, especialmente de espiritualidad sacerdotal, por Don Eutimio, entre otros, pero no sólo él. Hubo buenos superiores. Pero  bien, cierro ahora este paréntesis y desahogo emocional de recuerdos de mi seminario, y sigo con el asunto que estábamos tratando ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, que la Virgen me decía: «pasa a mi Hijo».

En concreto, aquí lo que la Virgen me quiso decir es que sí, que teórica y teológicamente su Hijo  era lo primero para mí; sin embargo,  realmente, en la vida, en mis deseos, programación, oración, ideales y dedicación, en la práctica, yo todo lo tenía centrado en ella, y no acababa de pasar por ella y desde ella a Cristo, único “camino, verdad y vida”, o, al menos, María no estaba de acuerdo como lo hacía.

Porque en aquellos años de juventud, por aquello de la Inmaculada y los problemas afectivos de la edad, era tal mi conversación permanente con la Virgen, que no la dejaba en paz. Tal vez la razón de esta atracción por Ella, estaba en que María me transformaba en limpio y puro todo lo femenino a lo que tenía que renunciar por mi celibato sacerdotal, para el que me preparaba.    

Además en cualquier tema o pasaje evangélico relacionado con ella, lo que hacía, como joven curioso, era preguntarle cómo lo había vivido, qué sintió cuando el ángel la habló en Nazaret, cuando el niño empezó a nacer en su seno, que si le decía algo, que si el Hijo le hacía sentir su presencia, que si dijo algo a los suyos del embarazo, que si la gente o en vida exterior notó cosas, que si pensaron mal de ella por aquello de San José... etc,  y otras preguntas similares sobre las bodas de Caná..., o cuando Jesús dijo aquello de “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”, que a mí entonces me sonaba como a desprecio, poca estima por ella, por su madre...; en fin, que yo me ponía de su parte, porque a mi con ella me iba muy bien y que me salió espontáneo el «a mí contigo me basta».

Por lo tanto y lo digo claro y alto, el mejor camino que yo he encontrado para llegar a Cristo, al Hijo, es su madre. Y como luego voy a decir y tratar de explicar, el mejor camino que yo he encontrado para conocer a María en totalidad y plenitud del misterio, es su Hijo; desde Él es como más y mejor y más ardientemente la he conocido y amado.

Al escribir de mi infancia y de la Virgen, habréis notado que he sacado a relucir mi amor a la Virgen en sus títulos de Inmaculada y Virgen del Puerto, pero no me ha salido ni una sola vez el nombre de mi Patrona de Jaraiz de la Vera, la Virgen del Salobral. No lo he hecho intencionadamente. Me sale así espontáneamente, pero ello tiene una explicación. Yo era de la iglesia de abajo, y la Patrona, la Virgen del Salobral, pertenecía a la iglesia de arriba, quiero decir, que la novena y procesiones, todo dependía de Santa María.

Los de San Miguel, la iglesia de abajo, teníamos al Corazón de Jesús, que no faltaba su entronización en nuestras casas, y la novena era de lo más solemne que se podía uno imaginar, con la Exposición Mayor del Santísimo Sacramento y Bendición final. Para predicar muchas veces venían sacerdotes de fuera, y los cantos, en mi tiempo, fueron dirigidos tanto en la coral de los seminaristas que llegamos a ser hasta 24 en el pueblo, como el coro de chicas del pueblo, dirigidas por D. José Luis Rubio Pulido, de Casatejada, que luego fue coadjutor de la parroquia, y desde allí, pasó a Cáceres, como Prefecto de Música de la concatedral. Murió joven.

Durante la novena, siempre tuvimos disgustos en casa, porque mi padre, que tenía el taller y la fábrica de maderas cerca, se acercaba a la novena tal y como estaba en el taller, es decir, que no iba a casa antes para cambiarse de ropa y esto le ponía enferma a mi madre, pues toda la gente iba muy arreglada.

Sin embargo, qué manera de comulgar mi padre todos los días, con qué devoción, y mi madre y mis cuatro hermanas y yo, después de hacer la Primera Comunión, que en mi casa y familia y para los niños y  niñas que así lo querían, la hacíamos el día de la fiesta del Corazón de Jesús, que también y no sé por qué motivo, Don Marcelo siempre la celebraba el 29 de junio.

Y a lo que iba, que, como era de la iglesia de abajo, y como para remate me vine a los diez años al Seminario y entonces no había vacaciones de Semana Santa y la Patrona se celebraba  la Semana de Pascua, desde el mismo domingo de Resurrección, que se baja a por ella, se la pasea por el pueblo y luego permanecía en la iglesia de arriba toda la novena, total, que no cultivé la devoción a mi patrona. Los de la Iglesia de abajo estábamos centrados en el Corazón de Jesús y la Exposición del Santísimo durante toda la novena. Por tanto, desde los diez años, las  <Vírgenes> que más traté fueron la Inmaculada del Seminario y la Virgen del Puerto, patrona de Plasencia, que visitábamos con frecuencia los seminaristas y ahora llevo cuarenta y dos años visitándola. De mi patrona de Jaraiz de la Vera, la Virgen del Salobrar, lo que más recuerdo y el mayor trato que tuve con Ella fue el tiempo de preparación de mi primera misa, porque me ordené el 11-6-60 y no pude cantar mi primera misa hasta el 1 de julio por razón de los estudios de mis cuatro hermanas. Así que me dieron las llaves de la ermita y todas las mañanas, muy temprano, sin que nadie me viese, celebraba la santa misa. También tengo que decir en honor de mi patrona, que la imagen de la Virgen del Salobrar es la primera foto que tengo en el álbum de fotos de mi infancia y ordenación sacerdotal y primera misa y ahora preside mi habitación, esté donde esté.

3. EL CONOCIMIENTO Y AMOR A MARÍA ME VINO POR EL HIJO ENCARNADO EN SU SENO

El misterio de María es ininteligible si no se hace desde Cristo, desde la relación al misterio de Cristo. Me alegró muchísimo verlo descrito en el Vaticano II,  que lo dijo muy claro en el Capítulo VIII de la Lumen gentium: LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA.

Os digo una cosa: Le tengo tanto afecto a este Capítulo VIII, porque me cogió estando en Roma estudiando y estando al día de sus discusiones y diatribas, porque nos las contaban algunos alumnos que iban a las sesiones, y, por otra parte, me ha gustado tanto al releerlo y meditarlo otra vez despacio, para ver lo que la Iglesia dijo de la Virgen, porque no son pensamientos y amores de Gonzalo sino de toda la Iglesia y por eso me he decidido a ponerlo entero en este libro sobre la Virgen, para que todos tengan la oportunidad de meditarlo.

Es que es lo mejor o de lo mejor que se ha dicho de la Virgen desde un Concilio; es la Mariología más completa y profunda que he oído sobre la Bella Doncella; es una reflexión y meditación bíblico-teológica-espiritual de los padres conciliares, promulgada oficialmente por la Iglesia, para que todos alabemos a la Virgen por su belleza y cooperación, por voluntad del Hijo, en el misterio de la  salvación del mundo y en el origen y desarrollo de la Iglesia. 

Estuve dudando, porque no lo había visto en ninguno de los libros que tengo o he leído sobre María, hasta que me topé en mi biblioteca con la ENCICLOPEDIA MARÍANA POSTCONCILIAR, publicada por la SOCIEDAD MARIOLÓGICA ESPAÑOLA, Coculsa, Madrid 1975, pág 61-66). Así que me decidí. Es la Virgen quien se «apareció» para decirme que lo hiciera. Y obedezco como buen hijo.

Poco a poco, en mi oración, fui entendiendo que no podía quedarme instalado en María, como si hubiera llegado al final del “camino, la verdad y la  vida”, que es Cristo, pero que también es el principio único de todo el misterio cristiano, sino que tenía que seguir avanzando en el conocimiento y amor al Hijo; debía intensificar más y con mayor frecuencia el trato y la amistad y la referencia a Él, a tenerlo más en cuenta, seguirlo, imitarlo, volcarme en Él como en el todo, en el Hijo amado y enviado por el Padre para sumergirnos eternamente en el Misterio Trinitario;  y así empecé a visitar más largo y despacio al Señor en el Sagrario durante diez minutos de oración eucarística en el recreo que teníamos después de comer, que era el más largo, y luego esta visita se fue alargando hasta los quince, veinte, treinta minutos... Y así empezó esta historia de amor y amistad intensa con Cristo Eucaristía en la oración, en la misa, en mi vida, que no terminará ya nunca y llena de plenitud de sentido mi  vida sacerdotal,  y de gozo  de encuentro permanente  de amistad con Él desde la Misa, la Comunión eucarística y el Sagrario.

            En el comienzo de su homilía cuarta sobre las excelencias de la Virgen María dice San Bernardo: « No hay duda que cuanto proferimos en las alabanzas de la Virgen Madre pertenece al Hijo; y que igualmente cuando honramos al Hijo no nos apartamos de la gloria de la Madre».

Y esta es la razón de que en mi oración matinal dirigida a ella, siempre le diga: «gracias por haberme dado a tu Hijo; gracias por haberme llevado hasta Él; y gracias también por querer ser mi madre, mi madre y mi modelo», porque realmente ella me ha llevado a Cristo, ha sido mi madre espiritual que me ha dirigido perfectamente, verdadera madre, a la que he querido y quiero con todas mis fuerzas, porque ella sabe llevarlo todo hasta su Hijo y por Él, con el Espíritu de Amor, hasta el Padre, hasta el misterio de mi Dios Trino y Uno, que me invade y me llena de su mismo amor y vida,  en un eterno amanecer de resplandores  siempre nuevos de luz, belleza y  felicidad.

Y todo esto, repito, por María. Así que les recomiendo a los hermanos protestantes, que nada de tener miedo a que los católicos nos pasemos en nuestro amor a la Virgen y le dediquemos y honremos como si fuera el Hijo, nada de «mariolatría», nada de dar a la Virgen lo que pertenece a Dios, porque ella sabe educar muy bien a sus hijos. Y si hay algún desvío o error, ya se encargará ella de arreglarlo todo.

Si amaran a la Virgen en plenitud, si no tuvieran ningún recelo y prevención en relación con ella, la Madre los llevaría, cogidos de la mano, con mayor dedicación y plenitud a Cristo, a su Hijo, porque ese es su oficio de madre espiritual y  discípula aventajada y educadora de la fe y vida cristiana de todos sus hijos, y el mejor modelo y camino para llegar a Cristo; ella es “la humilde esclava del Señor”, y sólo desea en nosotros cumplir su palabra: “Hágase en mí según tu palabra”;  y esta Palabra es Cristo.

Y esto nos lo confirma la misma historia religiosa de las personas y de los pueblos: Las personas, parroquias, los pueblos verdaderamente Marianos, devotos auténticos de María, son pueblos piadosos y cristianos y eucarísticos y cristocéntricos; pero siempre que se trate de verdadero amor y piedad a María,  nada de ¡Viva la patrona! ¡Viva la Virgen de...! (poned aquí todos los títulos patronales) y luego, si te he visto, no me acuerdo.

Y ¿qué más cosas fui descubriendo y viviendo con esta nueva orientación que la Virgen dio a mi vida? Pues que, al despertarme por la mañana, en vez de dirigirle mi primera mirada a la imagen que tenía en mi habitación y decirla: ¿qué vamos a hacer juntos hoy?, y pensar que, con rezarla el rosario completo, todo estaba ordenado, empecé a tener esos ratos de diálogo personal y directo con su Hijo en el Sagrario, que luego me llevó a practicar y vivir verdaderas comuniones eucarísticas donde tenía que vivir su vida en la mía, cambiando mis criterios y actitudes de amor y rencor y soberbia y pasiones por las suyas de “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, lo cual me llevó a vivir la misa “en espíritu y verdad”, esto es, a retorcerme y hacerme víctima agradable con Él al Padre, sacrificando y muriendo a mis pasiones y soberbias, ofreciéndome como víctima de caridad y perdón con Él en el sacrifico de la cruz que hacía presente en cada celebración, y tener que decir: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”, cuando alguno conscientemente te odiaba o perseguía o te hacía la puñeta (Este es el «taco» más gordo que oía a mi padre; cuando lo decía, había que andarse con cuidado, aunque nunca pegó o dio bofetadas a sus hijos; mi madre ya era otra cosa. Que conste que a mí me pasa lo mismo; no he echado un taco en mi vida).

De esta forma y, nuevamente, en orden teológico inverso al que tenía que haber sido: misa, comunión, presencia eucarística, mi vida se fue realmente centrando en Cristo, no sólo teológicamente, sino vitalmente; y la Eucaristía, que es el misterio total de Cristo, hecho presente en cada misa y perpetuado en cada Sagrario, esta vida «por Cristo, con Él y en Él» paradójicamente me fue llevando a conocer mejor a María, su oficio de madre en la Iglesia y amarla más, pero no sólo como un hijo, sino desde el Hijo, esto es, como el Hijo la soñó y la eligió y la amó y confió totalmente en ella como madre ideal y consuelo que quiso tener junto a sí en el momento más importante y doloroso de su vida, al morir por todos nosotros en la cruz y así nos la quiso entregar.

Me llevó a amarla y mirarla con los ojos del Hijo ¡A ver si era esto lo que Ella quería! Claro que sí;  es que el Hijo es el Hijo, y los demás somos hijos, pero, como nos quiere tanto a los hijos, quiere que seamos hijos en el Hijo, porque así nos vendrán todas las gracias y dones. Realmente lo que me dijo la Virgen se parece mucho a lo que dijo a los criados en la boda de Caná: “haced lo que Él os diga”. Es decir, que desde Cristo, es como mejor la he conocido y amado y comprendido a María y su relación conmigo y su misión en la Iglesia. Y esto era lo que ella me decía y me pedía desde muy joven, pero que yo no entendía del todo. Eso sí, me fié de ella  y el agua de mi vida se convirtió en vino de consagración, en vino sacerdotal.

Y esto es lo que quiero deciros ahora: Que esta petición de la Virgen, de que pasara a su Hijo, tenía ya en mi juventud sabor sacerdotal, tenía ya olor de Cristo Eucaristía, que me iba metiendo en ese misterio infinito que nunca se abarca y se comprende del todo, ni se vive y se llega hasta el fin, porque nos mete en esa mina eucarística, donde, como diría San Juan de la Cruz, pero referido al misterio de Dios Trino y Uno, hay miles y miles de cavernas y vericuetos y nuevos descubrimientos, que nunca se acaban. Así quería prepararme ella para que fuera presencia sacramental de Cristo sacerdote, prolongación de su palabra y salvación, con su mismo amor y sentimientos.

Y esto lo tenía que hacer el Hijo con Amor del Espíritu Santo. Ella lo sabía muy bien porque Ella sintió y palpitó y educó al Único Sacerdote. Por eso si el Padre le confió esta misión, es lógico que si Dios se fió de Ella, se fiara también y le confiara que forme a todos los que van a ser como su Hijo al encarnarse en su seno, hombres sacerdotes, presencias sacramentales de Cristo y de su misterio de Salvación, «otros cristos».

Y lo hace muy bien. Por eso, yo ya sacerdote de Cristo, recomiendo total y plenamente, con confianza cierta y segura, la devoción a la Virgen a todos los seminaristas del mundo, a todas las madres sacerdotales, a todos los superiores de seminarios.

Uno de estos vericuetos y novedades, que he descubierto con los años, es el siguiente: Cristo, desde el mismo momento de nacer en María hasta su Ascensión a los cielos, es el Sacerdote Único del Altísimo. Esto quiere decir que, desde Cristo, desde la vivencia de los misterios de Cristo, es como mejor un cristiano, pero, sobre todo, un seminarista y un sacerdote tiene que comprender y vivir la misión de María, Madre sacerdotal por excelencia, es como mejor he comprendido: “haced lo que Él os diga”, que tiene mucho parecido a lo que dijo el Señor en la Última Cena: “haced esto en conmemoración mía”.

            Por eso, en María, por su maternidad y ejercicio de fe y trabajo por Cristo y en Cristo, encontré el mejor modelo de prepararme para el sacerdocio, para su vivencia y comprensión, y para el apostolado. Porque yo veía que María, desde seminarista, me empujaba a trabajar para Cristo y como Cristo a semejanza suya, de su misión de madre: «La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres» (LG 65).

            Me alegró mucho ver confirmada toda mi devoción y mariología con lo que se decía en el Vaticano II y de lo cual yo estaba al día porque nos dejaron ir a algunas de esas sesiones a varios sacerdotes de los que entonces estudíabamos en Roma. Cuánto me alegraba al oir o leer por la noche las noticias del desarrollo del Cap. VIII, que había escuchado por la mañana o por la tarde.

            Fijaos qué belleza: «Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre.

            La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles» (LG 65).

            Y como toda la vida de María, desde “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, hasta tenerlo en sus brazos muerto, desde la Encarnación  hasta el Gólgota, fue una vida en unión con Cristo, ofrecida con su Hijo en la cruz al Padre y a los hombres tal y como su Hijo la ofrecía, porque estaba totalmente unida a Él en todo por voluntad del Hijo, y amándole y amándonos a todos hasta el extremo, especialmente participando “estando de pie” junto al sacrificio de su Hijo, resulta que, en la misa, donde se hace presente mistéricamente toda la vida de Cristo, todo el misterio de Cristo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, también se hace presente este “estando de pié” de la Virgen, con todos sus sentimientos y ofrenda, y es donde nosotros, si  estamos muy atentos y nos acercamos por la celebración litúrgica al Hijo, a esta presencia eterna y metahistórica del misterio de Cristo hecho presente por la Eucaristía, todos los cristianos, no sólo los sacerdotes, sentiremos y viviremos los sentimientos y actitudes de la que “estando de pié” junto a su Hijo, se ofrece con Él por todos los otros hijos del mundo.

Si nos acercamos con amor y piedad, en cada misa podremos sentir su respiración fatigosa de  madre dolorida, sentir su mismos sentimientos de dolor y salvación de todos sus hijos, comprender todo su misterio de entrega por amor, unida a su Hijo, a quien le dolió ciertamente no tener junto a sí en su pasión y muerte a sus discípulos, pero no pudo, no tuvo fuerzas, para prescindir de su madre; amén de que quiso que colaborase con Él en la Redención de todos sus hijos. La necesitaba. La quiso tener muy cerca y todo eso se hace ahora presente en la Eucaristía.

Fue allí, donde con su mismo amor y certeza y seguridad de Hijo, nos la entregó como Madre en la persona de Juan y ella recibió este encargo: “he ahí a tu madre... “He ahí a tu hijo”, “Y el discípulo la recibió en su casa”, que es lo que nos corresponde hacer también a nosotros, como lo hizo emocionado Juan, que se vio favorecido con esta gracia singular, donada a todos los creyentes, pero de forma especial a nosotros, los sacerdotes, porque Juan había sido ordenado sacerdote hacía unas horas. Yo también quiero tener siempre a María en mi casa, en mi vida, en mi corazón.

            Sin embargo, a pesar de ser Madre de los Dolores, Dolorosa, de las Cruces...cuando contemplo y venero, incluso sufro en mi vida, por cualquier causa,  yo siempre he visto a mi Madre María, sonriente, de la eterna sonrisa.Yo siempre he buscado la sonrisa de la Virgen. La ayuda de su mirada y del amor que me refleja y comunica por ella. Esos ojos... esa sonrisa, cómo me han ayudado en los tiempos difíciles, en los momentos de soledad, angustia, incomprensión. En Ella siempre encuentro esos ojos que me sonríen, que me dicen: estoy aquí, te veo, estoy contigo, sufriremos juntos como lo hice junto a la cruz de mi Hijo.

            Ella ya no puede menos de sonreir, de ayudarnos a sonreir y aceptarlo todo, sabiendo que nos espera y todo termina en resurrección y vida. Por eso, cuando me dicen que la Virgen se ha aparecido llorando, se me parte el alma. Menos mal que teológicamente ya no puede sufrir, porque está en la  infinita felicidad de nuestro Dios Trino y Uno, pero algo muy fuerte tiene que suceder para que Ella se aparezca así; algo de más amor y entrega y sufrimiento en mi conversión me pide para que otros hermanos dejen de hacer y decir cosas que a su Hijo le ofenden. Porque Ella siempre está junto a su Hijo, bien llevándolo en su seno, bien buscándolo en el Templo y de fiesta en Caná, bien junto a la Cruz, bien en el cielo asunta por el Amor del Hijo que no podía soportar estar sin su Madre en el cielo, no podía se totalmente feliz como Hijo.

4.  EL CONOCIMIENTO Y AMOR  PLENO A MARÍA SE COMPLETA POR  EL HIJO HECHO PAN DE EUCARISTÍA

Lo que quiero decir con esto, es que mi verdadera y auténtica devoción a nuestra Señora y Madre Maria, me la ha descubierto y enseñado el Hijo, especialmente en la Eucaristía, donde María es invocada varias veces en el canon, y es el Hijo quien la hace presente, juntamente con sus sentimientos de Madre y el “ahí tienes a tu hijo” y “el ahí tienes a tu madre”,  por hacer presente su pasión y muerte, y que, si estoy muy atento, me la va comunicando y aumentando en cada misa. Y así voy  mirando y amando cada vez más a María desde el Hijo, porque la voy viendo con los ojos del Hijo y amando con el corazón y entrega del Hijo: “ahí tienes a tu madre”.

Desde aquí he sentido y palpado cómo quiere el Hijo a su madre ¡Qué pasión siente por ella! Lo he sentido y palpado muchas veces. Y así he visto la razón de las apariciones de Lourdes, Fátima y tantas otras, porque la Madre siente las ofensas y desprecios del Hijo como propios y no se puede contener y por eso se aparece a los hijos; pero a la vez siente desde el Hijo, desde la Verdad y la Vida del Hijo, la condenación y el infierno de los hijos... y nosotros no le damos importancia, siendo, sin embargo, lo único que importa y la razón esencial de nuestro sacerdocio, porque lo fue de Cristo Sacerdote y Víctima.

Nosotros, muchas veces, nos entretenemos con actividades temporales, aunque sean caritativas, pero que tienen el peligro de instalarnos en puro horizontalismo porque no se buscan en ellas las eternidades de los que socorremos, su auténtica vida, la que tiene recibida de Cristo por el bautismo y que es la única razón de nuestro sacerdocio. Todo lo demás es relativo, es decir, tiene que decir relación a la vida eterna. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, Dios debe ser siempre el único horizonte de nuestro sacerdocio, somos sacerdotes del Altísimo.

El sacerdote, todo cristiano, como Cristo, tiene que curar a los enfermos y dar de comer a los hambrientos, es una nota esencial de la Iglesia; pero el orden y la orientación debe ser la que acabo de decir: Cristo curó y dio de comer el pan material, pero no fue esto para lo que vino; bien claro lo dijo en el cap. VI de San Juan sobre el pan de la vida: “me buscáis porque habéis comido... procuraros no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que os da el Hijo del hombre... el pan de Dios es el que bajó del cielo... dijéronle: danos siempre ese pan.  Contestó Jesús: Yo soy el pan de vida; el que viene a mi ya no tendrá más hambre...” (cf. Jn 6, 27-35).

Repito: que hay que trabajar en caridad, pero la verdadera, la que se hace para llevar a la gente hacia Cristo, hacia la fe, hacia el descubrimiento y al amor de Cristo, y para esto, predicar la Palabra, celebrar los sacramentos y enseñar a rezar al Padre Dios que cuida de los pájaros y de los lirios del campo. Esta fue la razón fundamental de la venida de Cristo, para esto vino Cristo y se encarnó y murió en la cruz, para que fuéramos hijos de Dios por el bautismo, viviéramos ya por gracia la vida sobrenatural, que lógicamente se vive en la humana, pero debe estar siempre presente y hacia ella debe orientarse todo lo humano.

Cristo vino para ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, y eso es ser sacerdote, y eso está bastante olvidado en los tiempos actuales por falta de vivencia de Cristo Eucaristía, por falta de fe que se queda sólo en  temporalismo y horizontalismo que pierden el sentido sobrenatural y trascendente de la vida, siendo verdad de Cristo: “...que de nada le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”. Es el laicismo, el ateísmo práctico, cultivar lo humano sin referencia a Dios, con lo cual ha de tener cuidado la misma Iglesia.

Por eso se aparece la Virgen, y nos lo recuerda en todos sus mensajes, porque no puede soportar que sus hijos no vivan ni  piensen que son más que esta vida y este espacio, que son eternidades soñadas en Dios y para Dios, y que sembrar y cultivar estas eternidades es la razón esencial de mi sacerdocio y de todas mis actividades, de los sacramentos de vida eterna,  es lo que más me tiene que interesar cuando celebro Bautizos, Primeras Comuniones, Confirmaciones, funerales ¡Señor, que estos niños, que estos jóvenes se encuentren contigo por la fe y la gracia, que realmente sean sacramentos de salvación,  que lleguen a amarte y conocerte; no sólo ni principalmente que salga todo bonito y bien... sino que no se separen ni en vida ni en muerte de Ti, ni en tiempo ni en eternidad!

Y este es el sentido y la orientación que hay que dar a la vida cristiana, a todo apostolado, esto es el verdadero apostolado en el Espíritu de Cristo, no en el nuestro y según nuestros criterios, pero todo desde el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todo orientado hacia el encuentro eterno y definitivo con Dios, que es lo único que importa y a lo que todo se va a reducir y para lo que hemos sido creados y para lo que Cristo vino y para lo que la Virgen se aparece en Fátima y en otros lugares.        

Y este tiene que ser el sentido esencial y mirada y orientación última que quiero dar a mi vida sacerdotal; si tengo que hacer obras humanas, las hago; si tengo que hacer hospitales, hogares de ancianos, de drogadictos... de lo que sea, lo hago, pero predicando allí mismo el Evangelio y el sentido último de nuestra vida, buscando a Cristo siempre, sin quedarme en esas obras como fin y término, sino buscando a Cristo, la salvación eterna, el sentido cristiano de la vida, que es más que este espacio y que este tiempo, es la eternidad con Él, somos eternidades, nuestra vida es más que esta vida.

En las manifestaciones o apariciones de Lourdes y Fátima siempre he visto la preocupación de Cristo por medio de su Madre por todos los hombres en relación de su eternidad y el camino que lleva a ella, el cumplimiento de la voluntad de Dios, los mandamientos. Y el mismo Dios pone su confianza en nuestro amor a María; y lo quiere cultivar mediante estas apariciones. 

No tenemos que olvidar que el Hijo la quiso corredentora, mediadora, aunque este término no guste a los teólogos y fuera rechazado en un principio; lógicamente por voluntad y siempre unida al Hijo, ya que la quiso “junto a la cruz”, «en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la Cruz, con estas palabras: “¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (LG 58).

Esta es la razón de que la Virgen en Fátima pidiera la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de la Madre, en lugar del Hijo. Parecía un poco atrevido teológicamente. De hecho los Papas dudaron en un principio, luego lo hicieron, pero no como la Virgen quería, según Lucía; hasta que Juan Pablo II lo hizo como ella quería.

Y así me ha pasado a mí. Poco a poco esta consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, cosa que yo no entendía muy bien desde la teología, lo he comprendiendo desde Cristo, desde la importancia que Cristo ha dado a su Madre, como Madre de la Iglesia y educadora de la fe de sus hijos.

Es que la unión entre Cristo y María es más de lo que parece y es total y sin límites el poder de santificación y gracia y confianza que el Hijo ha puesto en la Madre, o, que para que algunos teólogos no sufran, nos pasa por mediación y por las manos de la Madre.

De todas formas, la Virgen se ha ganado toda nuestra confianza porque lo que nadie esperaba, porque todos creíamos que tendríamos comunismo y marxismo para rato, para siglos, rezando el rosario, se vencieron ejércitos de millones de combatientes, se cayeron los muros y desapareció el comunismo de Europa y del mundo, porque lo de Cuba es para confirmarnos más en sus errores y dar la razón a la Virgen. Cuba es una manifestación del despotismo de unos marxistas, que lleva a la pobreza y al hambre, a la pérdida de libertades y desarrollo de la personalidad e iniciativas humanas, y precisamente junto a un país defensor de la democracia y el más desarrollado y rico del mundo.

Y la razón es evidente: No podemos olvidar, hermanos, que el respirar de aquella joven nazarena, virgen guapa de catorce años, tan joven y tan bella, María, no podemos olvidar que los latidos de su corazón fueron los del mismo Hijo de Dios al hacerse hombre; y fue el Hijo quien la escogió como madre; y es que no pudieron conocerse y amarse más que siendo madre e hijo.

Por eso, si en la Eucaristía se hace presente el Hijo con todos sus dichos y hechos salvadores, aquel cuerpo nacido de María con todos sus sentimientos de ofrenda al Padre y salvación de los hombres, es lógico también que se hagan presentes María con su vida y sentimientos, junto y unidos a todos los acontecimientos de la vida de Cristo, especialmente su pasión, muerte y resurrección. Y lógicamente María “junto a la cruz” de su Hijo.

            Lo tengo escrito hace tiempo, porque lo he meditado y vivido durante toda mi vida sacerdotal. Y no he olvidado lo que leí en un libro de GARRIGOU-LAGRANGE en mi último año de Seminario y que prediqué en mis primeros sermones:

            Bossuet, en su sermón sobre la Compasión de la Santísima Virgen, dice maravillosamente:

            «Fue voluntad del Padre Eterno que María no sólo fuese inmolada con esta víctima inocente, y clavada en la Cruz del Salvador con los mismos clavos, sino que fuese asociada a todos los misterios que por su muerte se iban a cumplir...

            María está cerca de la Cruz; con qué ojos mira a su Hijo ensangrentado, cubierto de heridas y que ni figura tiene de hombre. Esta vista le causa la muerte; si se aproxima al altar; es que quiere ser inmolada también, y allí, en efecto, siente el golpe de la espada tajante, que, según la profecía del buen Simeón, debía...abrir su corazón maternal con heridas tan crueles.

            Pero ¿la abatió el dolor, la postró por tierra por desfallecimiento? Al contrario, “Stabat juxta crucem”: “estaba de pie junto a la cruz”. No, la espada que atravesó su corazón, no pudo disminuir sus fuerzas: la constancia y la aflicción van al unísono, y su constancia testifica que no estaba menos sumisa que afligida.

Qué queda, pues, caros cristianos, sino que su Hijo predilecto que le hizo sentir sus sufrimientos e imitar su resignación, le comunique también su fecundidad. Con este pensamiento le dió a San Juan como hijo suyo: “Mulier, ecce filius tuus” (Jn 19, 26): “Mujer —dijo—, he aquí a tu hijo”.

Oh mujer, que sufrís conmigo, sed fecunda también conmigo, sed la madre de mis hijos, os los entrego sin reserva en la persona de este discípulo; yo los engendro con mis dolores, y como gustáis de las penas, también seréis capaz, y vuestra aflicción os hará fecunda» (GARRIGOU-LAGRANGE, La Madre del Salvador y nuestra vida interior, Desclée, Buenos Aires 1955, págs.192-193).

Vamos a desarrollar este pensamiento en un silogismo; pero al estilo antiguo, como lo estudiábamos en la LÓGICA, del primer curso de Filosofía. En la mayor del silogismo ponemos la verdad teológica,  expresaremos que la Eucaristía hace presente todo el misterio de Cristo en la tierra; en la menor, diremos, como en nuestros años de filosofía: en la menor...«es así que» la Virgen estuvo presente durante toda su vida; luego... está también presente en la Eucaristía con todos sus sentimientos: los del Hijo para con la Madre: “he ahí a tu hijo” y los de la Madre para con el Hijo.

Proposición mayor:

            «La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: «lex orandi, lex credendi». Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida y sentimientos en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica.

            Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de lo que yo he vivido y amado, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas de emoción por todos los hombres...

            Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:“Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy”. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel” (Ez 3,1-3).

            La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse, llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el  teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

            La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin. Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado» (Cfr. F. X. DURRWELL, La Eucaristía, sacramento Pascual, Sígueme 1981, pág 13-14).

El sacerdote no sólo hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados.

En la misa nos encontramos con los sentimientos de Cristo en la Cena, en Getsemaní, en la Cruz, ahora en el cielo. En la Eucaristía nos encontramos con los sentimientos de Cristo que nos llevan a la Madre que estuvo, por voluntad del Hijo, «no sin designio divino» “junto a la cruz” del Hijo (CELEBRAR LA EUCARISTÍA EN ESPÍRITU Y VERDAD, Edibesa, págs 177-179).

Vamos a detenernos en estas palabras de la cruz. Primero, tenemos que decir de estas palabras que María «está de pie». Estaban Ella y esas mujeres que la acompañaban, pero pongamos la atención en María, porque Ella es la que tiene aquí un puesto central. Se dice de Ella que “estaba de pie junto a la cruz”. Ahora bien, ese estar de pie es postura sacerdotal del que ofrece. En la Carta a los Hebreos expresamente se dice: “Los sacerdotes estaban cada día de pie ofreciendo”. “María estaba de pie”, no simplemente estaba ahí arrodillada o cohibida o caída: “Estaba de pie junto a la cruz”, es postura sacerdotal: Jesucristo está ofreciendo su sacrificio y María junto a Él. En María no hay un mínimo signo de pretensión o voluntad de que Cristo baje de la cruz. Se podrían oír gritos que decían: ¡Baja de la cruz y creeremos en ti! La postura de María es de aceptación de ofrecimiento, está ahí asociada a la Pasión.

Ahora,  la menor:

Es así que» la Virgen estuvo presente en la vida y en el corazón de su Hijo durante toda su vida, hasta el punto que quiso tenerla presente en el momento cumbre de su vida, especialmente en su pasión, muerte y resurrección que se hacen presentes en la Eucaristía y todo por elección, iniciativa y voluntad del Hijo...

Luego

en la Eucaristía se hacen presentes toda la vida y todos los sentimientos de Cristo con su madre María, desde la Encarnación hasta su Ascensión, especialmente su pasión, muerte y resurrección,  en su mismo respirar y sus mismos latidos del corazón de hijo en la madre y de toda madre en el hijo, hasta  engendrarlo por obra del Espíritu Santo, hasta verlo morir “junto a la cruz” habiendo escuchado antes su encargo: “he ahí a tu madre”,“he ahí a tu hijo”, y tenerlo muerto y abrazado y besado con sus manos y labios de madre.

Todo es cuestión de saber que la Eucaristía no es mera memoria sino memorial que hace presente toda la vida y todo el misterio de Cristo. Por eso, la devoción a la Virgen, en definitiva, es cuestión del Hijo, de la celebración de la Eucaristía, del memorial de Cristo con María, que hace presente la relación y sentimientos del Hijo con la Madre y a la vez de la Madre con el Hijo.

Por todo esto, María me lleva a Cristo, pero es desde su Hijo, Cristo Jesús, especialmente en la celebración de la Eucaristía, desde donde siento muy cerca su respirar y latidos de la madre sacerdotal. Y si esto ya lo tenía muy presente antes de mi Ordenación, con mucha más razón después. Y me explico.

Ella está presente todos los días en el momento de celebrar al Eucaristía porque en el cáliz consagro la sangre de su Hijo, que es sangre que estuvo unida a la de la Madre durante nueve meses y luego separada, pero recibida de Ella, y que en la cruz llegaron a identificarse en la manos de la Madre ensangrentadas por la sangre del Hijo a quien tuvo en su regazo, y que sufrió  la misma pasión que la de su Hijo, cumpliendo su voluntad que era la del Padre para la salvación de los hombres sus hermanos, adorando y obedeciendo, con amor extremo, hasta dar la vida.

5. EL CÁLIZ DE MI PRIMERA MISA

            Por eso el Hijo quiso que María, su madre, estuviera “junto a la cruz”, junto a Él en el sacrificio de su pasión y muerte, que el Sacerdote Único hace presente todos los días por medio de la humanidad supletoria y prestada de los sacerdotes.

Digo que la Madre sacerdotal está en mi cáliz singularmente por esta verdad bíblica y teológica, que viene muchas veces a mi mente en esos momentos, grabada también a fuego y cincel materialmente en el mismo cáliz de mi primera misa y de siempre, porque es con el que celebro todos los días, donde hay grabada una inscripción que me lo recuerda diariamente.         

Es el cáliz, que todavía seminarista, juntamente con la sotana y el manteo amplio y ligero, como entonces nos lo hacíamos la mayoría de los ordenandos,  encargué hacer por medio del célebre catalán Sr. Hons, que visitaba nuestro seminario y también nos tomaba las medidas de las sotanas.

Al encargárselo, le expliqué que en el cáliz,   entre la copa y la base, en la parte central,  por donde tomamos el cáliz con nuestras manos, pusiera un anagrama referente a María, y puso una M grande, atravesada en la parte central de dicha letra por una azucena, signo de la virginidad y pureza de la Virgen, y debajo una media luna que abarcaba la base de la M, en alusión a la mujer del Apocalipsis “coronada de estrellas y la luna bajo los pies”.

Luego, desde la M, a derecha e izquierda de la misma y en posición vertical, por la derecha, encontramos un sarmiento de vid con racimos de uvas y una palmera, clara alusión al vino que se convertirá en la sangre de Cristo y un ramo de palmera, entrada triunfal en Jerusalén, domingo de Ramos, inicio de la Pasión; por la izquierda de la M encontramos una espiga, materia del pan que se ha de consagrar y un ramo de rosas rojas, que no sé bien su significado, pero pueden ser rosas rojas de la sangre de Cristo, hasta llegar hasta el centro, pero en posición opuesta a la M, donde está el anagrama de PX, pero superpuestas las dos letras; dicho cáliz, en la base plana que toca los manteles tiene una inscripción: (Regalo de mis padres y hermanas en mi Ordenación sacerdotal 11 de junio 1960).

Y ahora quiero deciros a todos, que, al tomarlo en mis manos para consagrar el vino, lo hago con la Virgen porque realmente Ella puede decir también con toda verdad: Esto es mi cuerpo, Esta es mi sangre...; pero sobre todo, porque, al decir el Hijo esas palabras de la Última Cena, que no se repiten por el sacerdote, sino que el mismo Cristo las hace presentes como aquella y única vez que las dijo y para siempre y ahora se hacen presentes con toda su vida y sentimientos, desde que nace en el seno de su Madre hasta que sube ante el Trono del Padre para darle gracias y entregarle la humanidad redimida; todo se hace presente: Acordaos de mi... de mi emoción, entrega de amor, de mis sentimientos, amor extremo por vosotros, hasta dar la vida... no te olvidamos, Señor.

Pues bien, al decir Cristo, su Hijo, esas palabras, todos los días, por medio de mi humanidad supletoria, ni un solo día he dejado de mirar antes esa bendita M, sin que esa bendita M de Madre me toque y abrace mis manos consagrantes y me anime y me esté ayudando a inmolarme e identificarme más con el Hijo, haciéndome con Él una ofrenda agradable al Padre, adorando y cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, sobre todo en esas etapas duras de la vida, en las que las humillaciones, las persecuciones, mis errores y pecados, las calumnias me han hecho derramar sangre de vida y dolor profundos; ni un solo día de mi  vida he celebrado ni consagrado sin que esa dulce M  esté mirándome, porque la necesito.

Así que muchas veces, al echar el vino y la gota de agua, le tengo que dar la vuelta al cáliz, porque lógicamente las que ponen los vasos sagrados sobre el altar nada saben de estos secretos con la Señora y a veces me ponen la parte contraria. Pero yo, sin que nadie se perciba de ello, al echar el vino, le doy la vuelta para que M, María, me mire y me ayude a ofrecerme y consagrarme con su Hijo,  ya que me he acostumbrado a darle ese beso con mi mirada de amor, a tener ese recuerdo para la Madre, en petición de que me ayude a transformarme como el pan y el vino en Cristo, que me ayude a consagrar ese Cuerpo del Hijo y  con su corazón y sentimientos de Madre expresados a través de sus manos junto a las mías apretando el cáliz, me vaya identificando con su Hijo, hasta el punto que me vea hijo en el Hijo, plenamente transformado, por el amor del Espíritu Santo, que le formó en su seno y que a los sacerdotes nos consagra y transforma en Cristo, su Hijo.

Este es el título que puse en mis estampas de primera misa, de las que todavía guardo algunas en el cajón central de la mesa de madera de castaño, que me hizo mi padre, como regalo de primera misa: «Reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres». Es un eco de Sor Isabel de la Trinidad, que tanto influyó en mi vida y sacerdocio, en la devoción a la Virgen, al Espíritu Santo y, sobre todo,  a la Santísima Trinidad.

Sin embargo, desde hace años, ya no digo «reproducir», como puso el traductor del francés de la oración de Sor Isabel,  porque me suena a producir un producto más veces, por ejemplo, una obra de teatro, que es la misma pero totalmente; sino <hacer presente>, que me parece más teológico y exacto conceptualmente, porque es la misma realidad siempre hecha presente en la única y la misma vez, no una representación, pero de forma litúrgica, metahistórica, más allá del tiempo y del espacio,  mistéricamente. 

            Necesito mirar y sentir en mí a María oferente también del sacrifico de su Hijo. Mirar a María en mi cáliz en el momento de la ofrenda porque es la primera y más cualificada y digna Oferente ante el Padre como Madre  del Cuerpo real y Místico de Cristo.

            Si, sí, es que el sacerdocio es un  ministerio para ofrecer a Dios alabanza, acción de gracias, petición de perdón y ofrendas dignas ante Él, para implorar su amor y bendiciones, todos sabemos que sin Cristo no hay Ministerio Sacerdotal. Por ello Pablo dice: “se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios en fragancia de suavidad” (Ef 5,2).Pero el Verbo, para ser oferente entre nosotros, “se hizo carne, y habitó entre nosotros: y contemplamos su gloria, gloria cual del Unigénito procedente del Padre, lleno de gracia y de verdad.”(Jn. 1.14).

            Y todo con el fin así expresado por Pablo: “Bienaventurados aquellos a quienes fueron perdonadas las iniquidades y a quienes fueron encubiertos los pecados, bienaventurado el hombre a quien el Señor no le toma a cuenta el pecado” (Rm 4,7). Porque, aunque la redención es universal, es cierto que “vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios” (Jn1, 11-12).

            Para que Cristo obtuviese la reconciliación de los hombres con el Padre, se encarnó en María, y de Ella tomó cuerpo para que fuese posible la ofrenda y la víctima digna de un hombre Dios, en igualdad en cuanto a la divinidad del Padre.     Pero es en María donde se ha concebido la vida sobrenatural de la gracia cuando concibió a Cristo, cabeza de la Iglesia, puesto que en aquel momento comenzó la salvación y la redención y la regeneración sobrenatural. Y María en el Calvario, “junto a la cruz de su Hijo” <<no sin designio divino>> fue Madre oferente y sacerdotal del Hijo, llevando unida a Él a plenitud redentora la  humanidad sacrificada de Cristo.

Y así como María concibe en su seno a Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico, concibe en Él, por una maternidad espiritual, la vida sobrenatural para el resto de su Cuerpo. Resultando que tanto la Cabeza como sus místicos miembros, son fruto de la misma concepción en María, y ella es constituida Madre del Cristo total, siendo nosotros sus hijos en el Hijo.

Y ya, para terminar, añadir una nota referente a la casulla y alba de mi primera misa, bordadas primorosamente por una señora de Don Benito, conocida a través de alguno de mis compañeros. Como yo era el que la había soñado y el que la encargaba, quise que en la casulla estuvieran muy presentes mis amores predilectos y más importantes: mi Dios Trino y Uno y mi Dios Amor, Espíritu Santo, que me consagraría sacerdote eternamente y es, en definitiva, al que le debo todo, aunque tardé años en conocerlo personalmente y entregarme totalmente a Él, como Dios Amor, aunque ese Amor y Gracia de Dios en mí, estuvo siempre presente en todos nosotros desde nuestro bautismo, donde nos hizo sacerdotes, profetas y reyes, y templos de la Santísima Trinidad.

Realmente Él es el que dirigía y alimentaba todo mi ser y existir en Cristo hasta María y de María hasta Cristo, porque todo era en el Espíritu de Cristo, y el Espíritu de Cristo, el Amor de Cristo al Padre y del Padre al Hijo, es el Espíritu de Amor, el Espíritu Santo.

Y yo quería que todo en mi sacerdocio fuera, como en Sor Isabel de la Trinidad, para alabanza y gloria de la Santísima Trinidad: “In laudem gloriae ejus”. Sor Isabel de la Trinidad quiso llamarse así al final de su vida. Las Tres Divinas Personas están representadas por tres líneas que salen del centro de la casulla, en su parte delantera, precisamente la que está junto a mi pecho y corazón y vuelven a juntarse en la parte posterior de la casulla, la que cubre la espalda del celebrante.

En la parte de la casulla que cubre la espalda del sacerdote, está el mismo círculo grande, pero en el centro, un pelícano dando de comer a sus polluelos con su misma sangre. Es clara la alusión al misterio que celebramos.

Mi buena Isabel, buenísima sacristana y alma profundamente eucarística, orante permanente por la santidad de la Iglesia, especialmente de los obispos, de los sacerdotes y de los seminaristas, por el seminario y sus vocaciones, me sorprende con frecuencia con esta ropa y entonces yo celebro y recuerdo con emoción todo lo vivido en mi vida y lo uno al presente, esto es, a lo que en la misa Cristo, el Amigo y Confidente realiza y a quien he entregado mi vida y me hace feliz y me ha conquistado totalmente, y que junto con su Madre, la hermosa nazarena, no olvidan de recordarme en cada misa. Los tengo muy presentes en la celebración de la Eucaristía y en mi vida posterior.

Es una <contemplación> llena de amor, que empieza yacuando llego para vestirme y prepararme y me sirve de oración contemplativa durante el misterio que celebro.

Puedo decir que así he celebrado todos los días las santa Eucaristía hasta mi jubilación de la parroquia, donde al no  tener que revestirme con esas ropas, no ver sus signos, voy olvidando su significado; también influyen los años, sesenta y tres desde mi primera misa y estreno de estas vestiduras sagradas.

6. EL TESTIMONIO: SOR LUCÍA

He visto reflejado todo este pensamiento teológico y vivencia en un libro escrito  por Sor Lucía, la vidente de Fátima, publicado hace siete años, como resumen de todo lo dicho y meditado por ella sobre lo que oyó de la Virgen, de los mensajes recibidos de Nuestra Señora de Fátima. Ha sido como su despedida de esta tierra, su testamento para todos los hijos de María,  porque a los tres años de publicarlo, murió.

Y ahora que ha salido el nombre de Fátima, recuerdo que, siendo seminarista y prefecto del curso de Gaspar, del Río, José Luís, Jacinto, José Antonio Esteban, Felipe Sánchez, Eduardo Martín... --no quisiera olvidar a ninguno de los que  fueron—hicimos una peregrinación a Fátima  en bici, juntamente con Roberto Martín, mi condiscípulo que ya está eternamente con Jesucristo, sacerdote único y eterno, cantando con la Virgen y todos los santos ante el Trono de Dios. ¡Qué epopeya! No puedo olvidar aquella mañana que, por ahorrarnos unos diez kms atajamos por un camino y allí nos tiramos casi todo el día con los pinchazos.

Desde entonces, jamás miraré los kilómetros para hacer un viaje, sino el estado y situación de las carreteras. No lo he olvidado. Ni las veintitantas horas que me tiré durmiendo en la cama cuando regresamos. Algunos estuvieron dos días. Pero sobre todo, no olvidaré los rosarios que rezamos durante el camino y las cosas bellas que nos dijo y dije a la Virgen en su Capilla.

Y ya doy paso al testimonio de la vidente de Fátima. Pero antes quisiera decir una cosa, ya que han salido a relucir las bicis y las carreteras. La Virgen ha hecho conmigo verdaderos milagros de locomoción, tanto de bici: Me caí en una carrera de las ferias de mi pueblo, junto con Marino, y nos llevaron a los dos a camas de mi casa que estaba en la carretera;  milagros de motos: estando en Plasencia, además de la Vespa común que tenía, un amigo me dejaba su Guzzi, de siete caballos  y medio, roja, y puedes imaginarte, llegué a poner hasta 200 kms en aquellas carreteras de tercera; milagros de todo tipo de coches que he manejado por toda España y Europa, incluso en países comunistas.

Durante los dos años que manejé la Guzzi de siete  caballos y medio, nadie lo supo, porque tenía un casco imponente, que me lo compré para el caso y que precisamente me lo pidió un seminarista polaco que estudiaba en Toledo, y que, al venir a Plasencia, para preparar el viaje de vacaciones de verano que, juntamente con otro polaco y Juan Pedro, seminarista diocesano que estudió en Toledo, hicimos a Polonia, lo vio, me lo pidió y se lo llevó para un hermano suyo que luego vi tenía una motocicleta, y dejé de montar en motos grandes.

Llevé a estos dos polacos a sus casas, que estaban precisamente al norte de Polonia, en el puerto de DANSK (Danzing) y allí estuve una semana, siendo Polonia país comunista, pero vamos, un comunismo sui géneris; la madre de uno era dirigente comunista; quiero decir que aquello era un comunismo especial.

Recorrimos toda Polonia y parte de Rusia; algunas veces me decían: estamos en terreno ruso, si vienen los soldados hay que decir que no lo sabíamos. En Polonia todo el panorama es igual: lago, bosque y praderas verdes, muy verdes; y luego, otra vez empezar: otro lago, otros bosques y más bosques, todos muy verdes, y otros lagos de aguas claras. Mucho frío pasé y era verano. Por cierto, que el último día hicimos 800 kms. desde Hamburgo, Alemania. Cuando llegamos en la madrugada del día siguiente, yo ya no sabía donde estaba el cambio de marchas, ni luces ni nada. Por eso, os digo, que la Virgen ha hecho verdaderos milagros en la carretera conmigo.

No olvidaré que al pasar de la Alemania del Oeste a la del Este, fue un cambio tan radical, vi tal pobreza en la misma frontera, en el supermercado en el que entramos para comprar las cosas de comer, y en las mismas carreteras, todas antiguas, no tocadas desde la guerra europea, que no me explicaba cómo se podía decir que el comunismo era progreso y desarrollo económico y social.

Bueno, podía contar más cosas, lo único que quiero decir a este respecto es que, a pesar de que en mis tiempos buenos solía hacer cada año sobre cuarenta mil kilómetros, ahora no hago ni la mitad; y nunca tuve un accidente: Todo se lo debo a la Virgen.          

Siempre diré que la Virgen, la Señora del buen Camino, la Estrella de los mares, estuvo conmigo en mi caminar por la carretera. Es que la invito a que se monte en el coche. Siempre comienzo el viaje invocándola con un avemaría y Santa María del buen camino, ruega por nosotros.

Luego en carretera, si voy solo y el camino es largo, me encanta rezarle el rosario completo; bueno, el orden es el siguiente, porque es todo un rito sagrado y siempre igual: la invoco, pongo un disco con la misa rociera, ¡me encanta la salve rociera! y cuando acaba, empiezo a rezarle el rosario. Ese rosario que rezamos tres seminaristas, que un día de vacación, por la carretera de Jaraiz hasta el Km. 10 donde había que descansar y comer, no quisimos pararnos y nos fuimos andando a mi pueblo.

Estos tres seminaristas fueron Ángel Martín, que luego marchó a Misiones, Emilio Bravo, con el que hablé esta mañana para asegurarme y me dijo que no olvidara poner que la media fue de ocho minutos cada Km. en los 37 que había hasta mi pueblo y que paraban camiones que me conocían, porque íbamos con sotana y nos invitaban a subir y no quisimos montar.

Esta hazaña no hizo salir en el célebre «martirologio» de la Inmaculada, ante de la quema del »Bicho» donde en poesía jocosa salían los hechos relevantes del año. Nos dijeron que no nos pasó nada con el Rector porque fuimos protegidos por un «ángel» y es que de todos era sabido lo enchufado que estaba Ángel Martín con D. Avelino, rector.

Pasando ya a mis viajes actuales, si el viaje es largo, rezo el rosario completo. Y lo dicho, ya no corro, pero conduciendo tan rápido como lo hacía antes, he conducido a velocidades que no puedo decir, tuve “peligros de tierra, peligros de mar, peligros...”  por distracciones, cambios de rasantes, carreteras que no tienen 300 mts. de recta para adelantar, peligros de otros conductores, otros coches, peligros de conejos, zorros, ciervos...algunos he matado... en la carretera antigua de Trujillo, en la de Jaraiz y en la de Serradilla, así que no me atribuyo ningún mérito y todo se la debo a Ella.

Si voy acompañado, ordinariamente con Pepe, mi compañero, rezamos un Avemaría al empezar y el rosario al regreso, después de la cabezada reglamentaria que da Pepe, si comemos en el camino. Y desde luego, al finalizar los viajes, en cuanto se divisa el Puerto, la salve.

Y perdona, Sor Lucía, ya te dejo hablar, porque me gusta mucho tu testimonio y al ser de una de las que viste en la tierra a la Virgen y conoces tan bien a la Señora, Nuestra Señora de Fátima, con la que ya estás en el cielo juntamente con Francisco y Jacinta, mereces toda la confianza y credibilidad.

Te digo, Lucía, que este libro tuyo, últimamente publicado, me ha dado mucha luz sobre la verdad de Fátima, porque tiene mucho sabor y olor de Cristo “Camino, Verdad y  Vida” y consigientemente sabor y olor  de su Madre, la Virgen; quiero decir, más sabor de Cristo a María, o si quieres, de María en y por Cristo.

Por cierto que hablas de Ella con sumo respeto; es que Ella te ha enseñado y hablado del infierno, y la viste a veces muy triste, muy triste, y es que era para estarlo porque seguimos sin hacerla mucho caso, pensando que lo de Fátima son cosas de niños y mujeres; estaba muy triste la Virgen porque le ofenden la ofensas y pecados contra Dios más que las propias, lo de siempre, lo del Hijo en la Madre y la Madre en el Hijo. ¿Recuerdas, Lucía? Esta oración, que es profundísima, nos la enseñaste tú, porque a ti te la enseñó el ángel en la primera aparición. Lo describes así:

«Al acercarse más pudimos discernir y distinguir los rasgos. Estábamos sorprendidos y asombrados. Al llegar junto a nosotros dijo:

—No temáis. Soy el Ángel de la Paz. ¡Orad conmigo!

Y arrodillado en tierra inclinó la frente hasta el suelo. Le imitamos llevados por un movimiento sobrenatural y repetimos las palabras que le oímos decir.

--Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman--.

Después de repetir esto tres veces se levantó y dijo: Orad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.

Y desapareció. La atmósfera sobrenatural que nos envolvió era tan densa que casi no nos dábamos cuenta durante un largo espacio de tiempo de nuestra propia existencia permaneciendo en la posición en que el Ángel nos había dejado repitiendo siempre la misma oración. Tan íntima e intensa era la conciencia de la presencia de Dios, que ni siquiera intentamos hablar el uno con el otro. Al día siguiente todavía sentimos la influencia de esa santa atmósfera que iba desapareciendo sólo poco a poco.

No decíamos nada de esta aparición, ni recomendamos tampoco el uno al otro guardar el secreto. La misma aparición parecía imponernos silencio. Era de una naturaleza tan íntima, que no era nada fácil hablar de ella. Tal vez por ser la primera manifestación de esta clase su impresión sobre nosotros era mayor».

Querido lector amigo, repite y medita esta oración que la Virgen dijo a los niños de Fátima; es profundísima, cada día me descubre nuevos matices; es bíblica: adorar al Dios supremo; es teológica: creer, esperar, amar: virtudes teológicas que nos unen directamente a Dios; es espiritual, en esa oración no se habla más que de peticiones sobrenaturales, aunque luego todos los santuarios son un refugio de enfermos, de necesitados y pobres de todo tipo.

Bueno, que no se me olvide: la rezamos todos los días dos veces. La empezamos a rezar  por indicación de  una feligresa que ama y tiene una intimidad con la Virgen como yo no he visto a  nadie en este mundo, no digo que no las haya, pero que no he tenido la suerte de encontrarme con ellas, y mira que tengo Marianas en mi parroquia; pues bien, la rezamos por la tarde, en el santo rosario antes de la misa; pero la primera vez es por la mañana, y la rezo yo, cuando a las 9 expongo al Señor para la Adoración Eucarística en el Cristo de las Batallas, que permanece hasta las 12,30 en que celebramos la Eucaristía.

Rezo tres Padre-nuestros y Ave-marías, en honor de la Santísima Trinidad, y después del último, en el que antes de hacerlo, digo en voz alta: --por la santidad de la Iglesia, cimentada en la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los seminaristas; por nuestro seminario y sus vocaciones; por la santidad de la familia, que no haya tantas separaciones, divorcios, abortos, eutanasias, uniones homosexuales, crímenes de esposos y esposas entre sí y matanzas de inocentes por selección de embriones; por nuestra Parroquia, por nuestros hijos y nietos y por nosotros mismos y por la fe de España y del mundo entero, como pidió la Virgen a los niños…; rezo el Padre-nuestro, digo ¡Viva Jesús Sacramentado! Y todos a continuación rezamos: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman». Me levanto de la Presencia del Señor, y me voy al ambón para rezar Laudes.

Y rezo todos los días y varias veces por la santidad de los obispos y sacerdotes, porque este es el fundamento puesto por Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”; rezo para que seamos hombres de oración verdadadera, de oración transformativa en Cristo, sarmientos unidos a la vid, pastores que guiados por una oración no meramente meditativa-reflexiva, sino contemplativa, hayamos llegado a una unión transformativa con Jesucristo Eucaristía.

Y perdonad este paréntesis. Ahora ya pongo el texto anunciado de Sor Lucía en que nos habla de la unión de la Madre con el Hijo y del Hijo con la Madre, que dice así: «La obra de nuestra redención comenzó en el momento en el que el Verbo descendió del Cielo para tomar un cuerpo humano en el seno de María. Desde aquel instante y durante nueve meses, la sangre de Cristo era la sangre de María, cogida en la fuente de su Corazón Inmaculado, las palpitaciones del corazón de Cristo golpeaban al unísono con las palpitaciones del corazón de María.

Podemos pensar que las aspiraciones del corazón de María se identificaban absolutamente con las aspiraciones del corazón de Cristo. El ideal de María se volvía el mismo de Cristo, y el amor del corazón de María era el amor del corazón de Cristo al Padre y a los hombres. Toda la obra redentora, en su principio, pasa por el Corazón Inmaculado de María, por el vínculo de su unión íntima y estrecha con el Verbo Divino.

Desde que el Padre confió a María su Hijo, encerrándole nueve meses en su seno casto y virginal  --“Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros” (Mt 1, 22-23; Is 7, 14)--, y desde que María, por su «sí» libre, se puso como esclava a disposición de la voluntad de Dios para todo lo que Él quisiese operar en ella, ésta fue su respuesta: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), desde entonces y por disposición de Dios, María vino a ser con Cristo, la corredentora del género humano.

Es el cuerpo recibido de María que, en Cristo, se torna víctima inmolada por la salvación de los hombres, es sangre recibida de María que circula en las venas de Cristo y que surge de su corazón divino. Son ese mismo cuerpo y esa misma sangre, recibidos de María que, bajo las especies de pan y vino consagrados, nos son dados en alimento cotidiano para robustecer en nosotros la vida de la gracia y así continuar en nosotros, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, su obra redentora para la salvación de todos y cada uno, en la medida en que cada uno se adhiera a Cristo y coopere con Cristo.

Así, después de llevarnos a ofrecer a la Santísima Trinidad los méritos de Cristo y del Corazón Inmaculado de María, que es la madre de Cristo y de su Cuerpo Místico, el mensaje pide que le sean asociados también la oración y los sacrificios de todos nosotros, miembros de aquel mismo y único cuerpo de Cristo, recibido de María, divinizado en el Verbo, inmolado en la cruz, presente en la Eucaristía, en crecimiento incesante en los miembros de la Iglesia. En cuanto madre de Cristo y de su Cuerpo Místico, el corazón de María es de algún modo el corazón de la Iglesia, y es aquí, en el corazón de la Iglesia, que ella, siempre en unión con Cristo, vela por los miembros de la Iglesia, dispensándoles su protección maternal»

(Hermana Lucía, LLAMADAS DEL MENSAJE DE FÁTIMA, Planeta, Madrid 2001, págs 124-125).

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LG= Lumen gentium. Constitución sobre la Iglesia.

DV= Dei Verbum. Constitución sobre la revelación

        divina.

SC= Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia.

GS= Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo.

MC= Maríalis cultus, Exhortación de Pablo VI.

RM= Redemptoris Mater, Carta A. de Juan Pablo II

CEC = Catecismo de la Iglesia Católica

DS = Denzinger-Schonnet. Enchiridium Symbolorum

PG = Patrología griega, Migne.

PL=  Patrología latina, Migne

NDM=Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988.

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