HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS DEL PAPA JUAN PABLO II

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

JUAN PABLO II

HOMILIAS EUCARÍSTICAS 

 

HOMILÍAS EUCARÍSTICAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II EN EL COMIENZO DE SU PONTIFICADO

Plaza de San Pedro
Domingo 22 de octubre de 1978

1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Estas palabras fueron pronunciadas por Simón, hijo de Jonás, en la región de Cesarea de Filipo. Las dijo, sí, en la propia lengua, con una convicción profunda, vivida, sentida; pero no tenían dentro de él su fuente, su manantial: «...porque no es la carne, ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Eran palabras de fe.

Ellas marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. Desde entonces, desde esa confesión de fe, la historia sagrada de la salvación y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la histórica dimensión de la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes, nace de hecho, de estas palabras de fe y sigue vinculada al hombre que las pronunció: «Tú eres Pedro —roca, piedra— y sobre ti, como sobre una piedra, edificaré mi Iglesia».

2. Hoy y aquí, en este lugar, es necesario pronunciar y escuchar de nuevo las mismas palabras: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Sí, hermanos e hijos, ante todo estas palabras.

Su contenido revela a nuestros ojos el misterio de Dios vivo, misterio que el Hijo conoce y que nos ha acercado. En efecto, nadie ha acercado el Dios vivo a los hombres, ninguno lo ha revelado como lo ha hecho el Hijo mismo. En nuestro conocimiento de Dios, en nuestro camino hacia Dios estamos totalmente ligados a la potencia de estas palabras: «Quien me ve a mí, ve también al Padre». El que es infinito, inescrutable, inefable, se ha acercado a nosotros en Cristo Jesús, el Hijo unigénito, nacido de María Virgen en el portal de Belén.

Vosotros todos, los que tenéis ya la inestimable suerte de creer, vosotros todos, los que todavía buscáis a Dios, y también vosotros, los que estáis atormentados por la duda: acoged de buen grado una vez más —hoy y en este sagrado lugar— las palabras pronunciadas por Simón Pedro. En esas palabras está la fe de la Iglesia. En ellas está la nueva verdad, es más, la verdad última y definitiva sobre el hombre: el Hijo de Dios vivo. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

3. El nuevo Obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. Efectivamente, en esta ciudad desplegó y cumplió Pedro la misión que le había confiado el Señor.

El Señor se dirigió a él diciendo: «...Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras« (Jn 21, 18).

¡Pedro vino a Roma!

¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.

Según una antigua tradición (que ha tenido magnífica expresión literaria en una novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.

Sí, hermanos e hijos, Roma es la Sede de Pedro. A lo largo de los siglos le han sucedido siempre en esta sede nuevos Obispos. Hoy, un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la misión universal de esta Sede Romana!

A la Sede de Pedro en Roma sube hoy un Obispo que no es romano. Un Obispo que es hijo de Polonia. Pero desde este momento, también él se hace romano. Si, ¡romano! También porque es hijo de una nación cuya historia, desde sus primeros albores, y cuyas milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo, fuerte, jamás interrumpido, sentido y siempre vivido, con la Sede de Pedro; una nación que ha permanecido siempre fiel a esta Sede de Roma. ¡Oh, el designio de la Divina Providencia es inescrutable!

4. En los siglos pasados, cuando el Sucesor de Pedro tomaba posesión de su Sede, se colocaba sobre su cabeza la tiara. El último Papa coronado fue Pablo VI en 1963, el cual, sin embargo, después del solemne rito de la coronación, no volvió a usar la tiara, dejando a sus sucesores libertad para decidir al respecto.

El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no quiso la tiara, y hoy no la quiere su sucesor. No es tiempo, realmente, de volver a un rito que ha sido considerado, quizás injustamente, como símbolo del poder temporal de los Papas.

Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.

El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero —como se le consideraba—, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».

El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.

La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.

El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potes­tad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.

5. ¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!

Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!

Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene pala­bras de vida, sí, de vida eterna!

6. Precisamente hoy toda la Iglesia celebra su "Jornada Misionera mundial": es decir, ora, medita, trabaja para que las palabras de vida de Cristo lleguen a todos los hombres y sean escuchadas como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación total.

Doy las gracias a todas los aquí presentes que han querido participar en esta solemne inauguración del ministerio del nuevo Sucesor de Pedro.

Doy las gracias de corazón a los Jefes de Estado, a los Representantes de las Autoridades, a las Delegaciones de los Gobiernos por su presencia que tanto me honra.

¡Gracias a vosotros, eminentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana!

¡Os doy las gracias, amados hermanos en el Episcopado!

¡Gracias a vosotros, sacerdotes!

¡A vosotros, hermanas y hermanos, religiosas y religiosos de las órdenes y de las congregaciones! ¡Gracias!

¡Gracias a vosotros, romanos! ¡Gracias a los peregrinos que han venido de todo el mundo!

¡Gracias a cuantos seguís este sagrado rito a través de la radio y de la televisión!

7. Me dirijo a vosotros, queridos compatriotas, peregrinos de Polonia, hermanos obispos presididos por vuestro magnífico primado, sacerdotes, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones polacas, y a vosotros representantes de esa "Polonia" esparcida por todo el mundo.

¿Y qué os diré a vosotros que habéis venido de mi Cracovia, la sede de San Estanislao, de quien he sido indigno sucesor durante 14 años? ¿Qué os puedo decir? Todo lo que pudiera deciros sería un pálido reflejo de lo que siento en estos momentos en mi corazón y de lo que sienten vuestros corazones.

Dejemos pues a un lado las palabras. Quede sólo un gran silencio ante Dios, el silencio que se convierte en plegaria.Una cosa os pido: estad cercanos a mí. En Jasna Gora y en todas partes. No dejéis de estar con el Papa, que hoy reza con las palabras del poeta: «Madre de Dios, que defiendes la Blanca Czestochowa y resplandeces en la "Puerta Aguda"». Esas son las palabras que dirijo a vosotros en este momento particular.

Con las palabras pronunciadas en lengua polaca, he querido hacer una llamada e invitación a la plegaria por el nuevo Papa. Con la misma llamada me dirijo a todos los hijos e hijas de la Iglesia católica. Recordadme hoy y siempre en vuestra ora­ción.

8. A los católicos de los países de lengua francesa manifiesto todo mi afecto y simpatía. Y me permito contar con vuestro apoyo filial y sin reservas.

A quienes no participan de nuestra fe dirijo también un saludo respetuoso y cordial. Espero que sus sentimientos de benevolencia facilitarán la misión espiritual que me incumbe y que no se lleva a cabo sin repercusión en la felicidad y la paz del mundo.

A todos los que habláis inglés ofrezco mi saludo cordial en el nombre de Cristo.

Cuento con la ayuda de vuestras oraciones y de vuestra buena voluntad para desempeñar mi misión al servicio de la Iglesia y de la hu­manidad.

Que Cristo os dé su gracia y su paz, derribando las barreras de división y haciendo de todas las cosas una en El.

Dirijo un cordial saludo a los representantes y a todas las personas de los países de habla alemana.

Repetidas veces, e incluso recientemente durante mi visita a la República Federal de Alemania, he tenido oportunidad de conocer y apreciar personalmente la gran obra de la Iglesia y de sus fieles.

Que vuestra acción abnegada en favor de Cristo resulte fructífera también en el futuro de cara a todos los grandes problemas y a todas las necesidades de la Iglesia en el mundo entero. Por eso encomiendo espiritualmente a vuestra oración mi servicio apostólico.

Mi pensamiento se dirige ahora hacia el mundo de lengua española, una porción tan considerable de la Iglesia de Cristo.

A vosotros, hermanos e hijos queridos, llegue en este momento solemne el afectuoso saludo del nuevo Papa. Unidos por los vínculos de una común fe católica, sed fieles a vuestra tradición cristiana, hecha vida en un clima cada vez más justo y solidario, mantened vuestra conocida cercanía al Vicario de Cristo y cultivad intensamente la devoción a nuestra Madre, María Santísima.

Hermanos e hijos de lengua portuguesa: Os saludo afectuosamente en el Señor en cuanto "siervo de los siervos de Dios". Al bendeciros confío en la caridad de vuestras oraciones y en vuestra fidelidad para vivir siempre el mensaje de este día y de esta ceremonia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Que el Señor esté con vosotros con su gracia y su misericordioso amor hacia la humanidad.

Cordialmente saludo y bendigo a los checos y eslovacos, a los que siento tan cercanos.

De todo corazón doy la bienvenida y bendigo a todos los ucranios y rutenos del mundo.

Mi afectuoso saludo a los hermanos lituanos. Sed siempre felices y fieles a Cristo.

Abro mi corazón a todos los hermanos de las Iglesias y comunidades cristianas, saludando de manera particular a los que estáis aquí presentes, en espera de un próximo encuentro personal; pero ya desde ahora os expreso mi sincero aprecio por haber querido asistir a este solemne rito.

Y me dirijo una vez más a todos los hombres, a cada uno de los hombres, (¡y con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!).

¡Rogad por mí!

¡Ayudadme para que pueda serviros! Amén.

TOMA DE POSESIÓN DE LA CÁTEDRA DE OBISPO DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN SAN JUAN DE LETRÁN


Domingo 12 de noviembre de 1978

Queridos hermanos y hermanas:

1. Ha llegado el día en que el Papa Juan Pablo II viene a la basílica de San Juan de Letrán a tomar posesión de la cátedra de Obispo de Roma. Deseo arrodillarme en este lugar y besar el umbral de este templo que desde hace tantos siglos es «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3), Dios Salvador con el Pueblo de la Ciudad Eterna, Roma. Con todos los aquí presentes repito las palabras del Salmo:

«Alegreme cuando me dijeron: / "Vamos a la casa de Yavé". / Estuvieron nuestros pies / en tus puertas, ¡oh Jerusalén! / Jerusalén, edificada como ciudad, / bien unida y compacta; / adonde suben las tribus, / las tribus de Yavé. / según la norma (dada) a Israel / para celebrar el nombre de Yavé» (Sal 122/121).

¿No es ésta una imagen del acontecimiento de hoy?

Las generaciones antiguas llegaban a este lugar; generaciones de romanos y generaciones de Obispos de Roma, Sucesores de San Pedro; y cantaban este himno de gozo que repito hoy aquí con vosotros. Me uno a estas generaciones yo, nuevo Obispo de Roma Juan Pablo II, polaco de origen. Me detengo en el umbral de este templo y os pido que me acojáis en el nombre del Señor. Os ruego que me acojáis como habéis acogido a mis predecesores a lo largo de todos los siglos; como habéis acogido apenas hace unas semanas a Juan Pablo I, tan amado del mundo entero. Os ruego que me acojáis también a mí.

Dice el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). Esto es todo lo que puedo apelar: no estoy aquí por mi voluntad. El Señor me ha elegido. Por tanto, en el nombre del Señor os pido: ¡acogedme!

2. Al mismo tiempo dirijo un saludo cordial a todos. Saludo a los señores cardenales y a los hermanos en el Episcopado que han querido tomar parte en esta ceremonia; y deseo saludar en particular a ti, querido hermano cardenal Vicario, a mons. vicegerente, a los obispos auxiliares de Roma; a vosotros, queridos sacerdotes de esta diócesis mía; a vosotros, hermanas y hermanos de tantas órdenes y congregaciones religiosas. Dirijo un saludo respetuoso a las autoridades gubernativas y civiles, con agradecimiento especial a las delegaciones aquí presentes. Os saludo a todos, y este "todos". quiere decir "a cada uno en particular". Aunque no pronuncie vuestros nombres uno por uno, quiero saludar a cada uno llamándole por su nombre. ¡Vosotros, romanos! ¿A cuántos siglos se remonta este saludo? Es un saludo que nos lleva a los difíciles comienzos de la fe y de la Iglesia, la cual precisamente aquí, en la capital del antiguo Imperio, durante tres siglos superó su prueba de fuego: prueba de vida. Y de ella salió victoriosa. ¡Gloria a los mártires y confesores! ¡Gloria a Roma santa! ¡Gloria a los Apóstoles del Señor! ¡Gloria a las catacumbas y a las basílicas de la Ciudad Eterna!

3. Entrando hoy en la basílica de San Juan de Letrán se me presenta ante los ojos el momento en que María traspasa el umbral de la casa de Zacarías para saludar a Isabel, madre de Juan. Escribe el Evangelista que ante este saludo «el niño... exultó en su seno» (Lc 1, 41); y ya desde los tiempos más remotos, muchos Padres y escritores añaden que en aquel instante. Juan recibió la gracia del Salvador. Y por ello, él mismo lo anunció el primero. El, el primero con todo el pueblo de Israel, le esperó a orillas del Jordán. Y ha sido él quien lo ha mostrado al pueblo con las palabras: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Cordero de Dios significa Redentor, significa ¡Salvador del mundo!

Es muy acertado que esta basílica dedicada a San Juan Bautista, además de a San Juan Evangelista, esté consagrada al Santísimo Salvador. Es como si también hoy oyéramos resonar esta voz a orillas del Jordán, al igual que a través de los siglos. La voz del Precursor, la voz del Profeta, la voz del Amigo, del Esposo. Así dijo Juan: «Preciso es que El crezca y yo mengüe» (Jn 3, 30). Esta primera confesión de la fe en Cristo Salvador fue como la llave que cerró la Antigua Alianza, tiempo de esperanza, y abrió la Alianza Nueva, tiempo de cumplimiento.

Esta primera confesión fundamental de la fe en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la habían oído ya a orillas del Jordán los futuros Apóstoles de Cristo. También la oyó probablemente Simón Pedro. Ello le ayudó a proclamar más tarde en los comienzos de la Nueva Alianza: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Es justo, por tanto, que los Sucesores de Pedro se lleguen a este lugar para recibir la confesión de Juan, como una vez la recibió Pedro: «He aquí el Cordero de Dios», y transmitirla a la nueva era de la Iglesia proclamando: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

4. En el marco de este maravilloso encuentro de lo antiguo con lo nuevo, hoy, como nuevo Obispo de Roma, deseo dar comienzo a mi ministerio para con el Pueblo de Dios de esta Ciudad y de esta diócesis, que por la misión de Pedro ha llegado a ser la primera en la gran familia de la Iglesia, en la familia de las diócesis hermanas. El contenido esencial de este ministerio es el mandamiento de la caridad: este mandamiento que hace de nosotros los hombres, los amigos de Cristo: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14). «Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).

¡Oh Ciudad Eterna, oh queridos hermanos y hermanas, oh ciudadanos de Roma! Vuestro nuevo Obispo desea sobre todo que permanezcamos en el amor de Cristo y que este amor sea siempre más fuerte que nuestras debilidades. Que este amor nos ayude a modelar el rostro espiritual de nuestra comunidad para que ante él desaparezcan los odios y envidias, toda malicia y perversidad, en las cosas grandes y en las pequeñas, en las cuestiones sociales y en las interpersonales.

Que lo más fuerte sea el amor. Con qué alegría y cuánto agradecimiento a la vez, he seguido estos últimos días los muchos episodios (la televisión me los ha hecho cercanos) en los que a consecuencia de falta de personal en los hospitales, muchos se ofrecieron voluntarios, adultos y jóvenes en especial, para servir con generosidad a los enfermos. Si tiene su valor la búsqueda de la justicia en la vida profesional, tanto más atento debe estar el amor social. Por tanto, deseo para esta nueva diócesis mía, para Roma, este amor que Cristo ha querido para sus discípulos.

El amor construye, ¡sólo el amor construye!

El odio destruye. El odio no construye nada. Lo único que puede hacer es disgregar. Puede desorganizar la vida social: a lo más. puede hacer presión en los débiles, pero sin edificar nada.

Para Roma, para mi nueva diócesis y, al mismo tiempo, para toda la Iglesia y para el mundo, deseo amor y justicia. Justicia y amor para que podamos construir.

En relación con esta construcción, en la segunda lectura de hoy San Pablo nos enseña, como enseñó hace tiempo a los cristianos de Efeso cuando escribía: «(Cristo) constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores... para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). Y continuando este pensamiento a la luz del Concilio Vaticano II, con referencia en particular al Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, yo añadiría que Cristo nos llama para que lleguemos a ser padres, madres de familia, hijos e hijas. ingenieros, abogados, técnicos, científicos, educadores, estudiantes, alumnos. ¡Lo que sea! Cada uno tiene su puesto en esta construcción del Cuerpo de Cristo, del mismo modo que cada uno tiene su puesto y su tarea en la construcción del bien común de los hombres, de la sociedad, la nación, la humanidad. La Iglesia se construye en el mundo. Se construye con hombres vivos. Al dar comienzo a mi servicio episcopal, pido a cada uno de vosotros que encuentre y defina su propio puesto en la empresa de esta construcción.

Y pido además a todos vosotros romanos, sin excepción, a cuantos estáis aquí presentes hoy, y a todos aquellos a quienes llegará la voz de vuestro nuevo Obispo: Acudid en espíritu a orillas del Jordán, allí donde Juan Bautista enseñaba; Juan, Patrono precisamente de esta basílica, catedral de Roma. Escuchad una vez más lo que dijo señalando a Cristo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».

¡He aquí el Salvador!

Creed en El con fe renovada, con una fe tan ardiente como la de los primeros cristianos romanos que aquí han perseverado durante tres siglos de pruebas y persecuciones.

Creed con fe renovada, como es necesario que creamos nosotros, cris­tianos del segundo milenio que está para terminar; creed en Cristo Salvador del mundo. Amén.

ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo 19 de noviembre de 1978

1. Nuestro encuentro de hoy tiene el carácter de una audiencia especial. Es —si se puede decir así— una audiencia eucarística. No la "damos", pero la "celebramos". Esta es una sagrada liturgia. Concelebran conmigo, nuevo Obispo de Roma, y con el señor cardenal Vicario, los superiores de los seminarios de esta diócesis y participan en esta Eucaristía los alumnos del Seminario Romano, del Seminario Capránica y del Seminario Menor.

El Obispo de Roma desea visitar sus seminarios; pero, mientras tanto, hoy habéis venido vosotros a él para esta sagrada audiencia.

La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado "humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que constituimos esta asamblea.

2. Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos.

En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente. Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a celebrar.

Celebrando el sacrificio eucarístico, somos introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo nuevo y como esperanza final.

Es Cristo mismo el que habla, y nosotros no cesamos jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.

Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6. 68).

3. Lo que nosotros queremos decirle a Él es siempre nuestro, porque brota de nuestras experiencias humanas, de nuestros deseos; pero también de nuestras penas. Es frecuentemente un lenguaje de sufrimiento, pero también de esperanza. Le hablamos de nosotros mismos, de todos los que esperan de nosotros que los recordemos ante el Señor.

Esto que decimos se inspira en la Palabra de Dios. La liturgia de la palabra precede a la liturgia eucarística. En relación a la palabra escuchada hoy, tendremos muchísimas cosas que decir a Cristo, durante esta sagrada audiencia.

Queremos, pues, hablarle ante todo del talento singular —y quizá no uno solo, sino cinco— que hemos recibido: la vocación sacerdotal, la llamada a encaminarnos hacia el sacerdocio, entrando en el seminario. Todo talento es una obligación. ¡Cuánto más nos sentiremos obligados por este talento, para no echarlo a perder, no "esconderlo bajo tierra", sino hacerlo fructificar! Mediante una seria preparación, el estudio, el trabajo sobre el propio yo, y una sabia formación del "hombre nuevo" que, dándose a Cristo sin reserva en el servicio sacerdotal, vivido en el celibato, podrá llegar a ser de modo particular "un hombre nuevo para los demás".

Queremos hablar también a Cristo del camino que nos conduce a cada uno al sacerdocio, hablarle cada uno de su propia vida. En ella buscamos perseverar con temor de Dios, como nos invita a hacer el Salmista. Este es el camino que nos hace salir de las tinieblas para llevarnos hacia la luz, como escribe San Pablo. Queremos ser "hijos de la luz". Queremos velar, queremos ser moderados, sobrios y responsables para nosotros y para los demás.

Ciertamente cada uno de nosotros tendrá todavía muchas cosas que decir durante esta audiencia —cada uno de vosotros, superiores, y cada uno de vosotros, queridísimos alumnos—.

Y, ¿qué diré a Cristo yo, vuestro Obispo?

Antes de nada, quiero decirle: Te doy gracias por todos los que me has dado.

Quiero decirle una vez más (se lo repito continuamente): ¡La mies es mucha! ¡Envía obreros a tu mies!

Y además quiero decirle: Guárdalos en la verdad y concédeles que maduren en la gracia del sacramento del sacerdocio, para el que se preparan.

Todo esto quiero decírselo por medio de su Madre, a la que veneráis en el Seminario Romano, contemplando la imagen de la "Virgen de la Confianza", de la cual el siervo de Dios Juan XXIII era especialmente devoto.

Os confío, pues, a esta Madre: a cada uno de vosotros y a todos y a los tres Seminarios de mi nueva diócesis. Amén.

FESTIVIDAD DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Viernes 2 de febrero de 1979

1. «Lumen ad revelationem gentium: Luz para iluminación de las gentes».

La liturgia de la fiesta de hoy nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que entrará en su templo el Señor a quien buscáis..., he aquí que viene». De hecho estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo. El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es, por así decirlo; la razón de su existencia.

Y he aquí que entra. Llevado por las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus absconditus: Dios escondido» (cf. Is 45, 15). Oculto en su carne humana. nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación.

Aunque todo parezca indicar que nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32; cf. Is 2, 2-5; 25, 7).

Estas palabras son la síntesis de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo.

2. La luz.

Hoy la Iglesia bendice las candelas que dan luz. Estas candelas son al mismo tiempo símbolo de otra luz, de la luz que es precisamente Cristo. Comenzó a serlo desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, y el período de su enseñanza fue breve. Dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «se extendieron las tinieblas sobre la tierra» (Mt 27, 45 y par.), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección.

¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina?

Ilumina las tinieblas de las almas humanas, las tinieblas de la existencia. Es perenne e inmenso el esfuerzo del hombre para abrirse camino y llegar a la luz; luz de la conciencia y de la existencia. Cuántos años, a veces, dedica el hombre para aclararse a sí mismo cualquier hecho, para encontrar respuesta a una pregunta determinada. Y cuánto trabajo pesa sobre nosotros mismos, sobre cada uno de nosotros, para poder desvelar, a través de lo que hay en nosotros de "oscuro", tenebroso, a través de nuestro "yo peor", a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2, 16), lo que es luminoso: el hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado; los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter. «Las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera», escribe San Juan (1Jn 2, 8).

Si preguntarnos qué es lo que ilumina esta luz reconocida por Simeón en el Niño de 40 días, he aquí la respuesta. Es la respuesta de la experiencia interior de tantos hombres que han decidido seguir esta luz. Es la respuesta de vuestra vida, mis queridos hermanos y hermanas, religiosos y religiosas, que participáis en la liturgia de esta festividad, teniendo en vuestras manos las velas encendidas. Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela encendida cruzará los umbrales del templo cantando «Lumen Christi: Luz de Cristo».

Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre. Individualmente y profundamente. y a la vez con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. Es el Maestro de nuestras vocaciones. Sin embrago, El, precisamente El, el único, ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo» (cf. Lc 17, 33; Gaudium et spes, 24).

Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

3. Por fin, Simeón dice a María. primero mirando a su Hijo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción». Después, mirando a Ella misma: «Y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).

Este día es su fiesta: la fiesta de Jesucristo, a los 40 días de su vida, en el templo de Jerusalén según las prescripciones de la ley de Moisés (cf. Lc 2. 22-24). Y es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos El es la luz de nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas de la conciencia y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.

Los pensamientos de muchos corazones se descubren cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la acercan al hombre.

¡Ave, Tú que has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

4. Finalmente, séame permitido hoy, al día siguiente de mi regreso de México, darte gracias, oh Virgen de Guadalupe, por esta Luz que es tu Hijo para los hijos e hijas de aquel país y también de toda América Latina. La III Conferencia General del Episcopado de aquel continente, iniciada solemnemente a tus pies, oh María, en el santuario de Guadalupe, está desarrollando sus trabajos en Puebla sobre el tema de la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, desde el 28 de enero, y se esfuerza para mostrar caminos por los que la luz de Cristo deba alcanzar a la generación contemporánea en aquel continente grande y prometedor.

Encomendamos a la oración tales trabajos, mirando hoy a Cristo en brazos de su Madre y escuchando las palabras de Simeón: Lumen ad revelationem gentium.

MISA «IN CENA DOMINI»

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 12 de abril de 1979

1. Ha llegado la "hora" de Jesús. Hora de su paso de este mundo al Padre. Comienza el triduo sacro. El misterio pascual, como cada año, se reviste de su aspecto litúrgico, comenzando por esta Misa, única durante el año, que lleva el nombre de "Cena del Señor".

Después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, "los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). La última Cena es precisamente testimonio del amor con que Cristo, Cordero de Dios, nos ha amado hasta el fin.

En esta tarde los hijos de Israel comían el cordero, según la prescripción antigua dada por Moisés en la víspera de la salida de la esclavitud de Egipto. Jesús hace lo mismo con los discípulos, fiel a la tradición, que era sólo la "sombra de los bienes futuros" (Heb 10, 1), sólo la "figura" de la Nueva Alianza, de la nueva Ley.

2. ¿Qué significa "los amó hasta el fin"? Significa: hasta el cumplimiento que debía realizarse mañana, Viernes Santo. En este día se debía manifestar cuánto amó Dios al mundo, y cómo, en el amor, se ha llegado al límite extremo de la donación, esto es, al punto de "dar a su unigénito Hijo" (Jn 3, 16). En ese día Cristo ha mostrado que no hay "amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El amor del Padre se reveló en la donación del Hijo. En la donación mediante la muerte.

El Jueves Santo, el día de la última Cena, es, en cierto sentido, el prólogo de esta donación; es la preparación última. Y en cierto modo lo que se cumplía en este día va ya más allá de tal donación. Precisamente el Jueves Santo, durante la última Cena, se manifestaba lo que quiere decir: "Amó hasta el fin".

En efecto, pensamos justamente que amar hasta el fin signifique hasta la muerte, hasta el último aliento. Sin embargo, la última Cena nos muestra que, para Jesús, "hasta el fin" significa más allá del último aliento. Mas allá de la muerte.

3. Este es precisamente el significado de la Eucaristía. La muerte no es su fin, sino su comienzo. La Eucaristía comienza en la muerte, como enseña San Pablo: "Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El venga" (1 Cor 11, 26).

La Eucaristía es fruto de esta muerte. La recuerda constantemente. La renueva de continuo. La significa siempre. La proclama. La muerte, que ha venido a ser principio de la nueva venida: de la resurrección a la parusía, "hasta que El venga". La muerte, que es "sustrato" de una nueva vida.

Amar "hasta el fin" significa, pues, para Cristo, amar mediante la muerte y más allá de la barrera de la muerte: ¡Amar hasta los extremos de la Eucaristía!

4. Precisamente Jesús ha amado así en esta última Cena. Ha amado a los "suyos" —a los que entonces estaban con El— y a todos los que debían heredar de ellos el misterio:

— Las palabras que ha pronunciado sobre el 'pan,

— las palabras que ha pronunciado sobre el cáliz, lleno de vino,

— las palabras que nosotros repetimos hoy con particular emoción y que repetimos siempre cuando celebramos la Eucaristía, ¡son precisamente la revelación del amor a través del cual, de una vez para siempre, para todos los tiempos y hasta el fin de los siglos, se ha repartido a Sí mismo!

Antes aún de darse a Sí mismo en la cruz, como "Cordero que quita los pecados del mundo", se ha repartido a Sí mismo como comida y bebida: pan y vino para que "tengamos vida y la tengamos en abundancia" (Jn 10, 10).

Así El "amó hasta el fin".

5. Por lo tanto, Jesús no dudó en arrodillarse delante de los Apóstoles para lavar sus pies. Cuando Simón Pedro se opone a ello, El le convenció para que le dejara hacer. Efectivamente, era una exigencia particular de la grandeza del momento Era necesario este lavatorio de los pies, esta purificación en orden a la comunión de la que habrían de participar desde aquel momento.

Era necesario. Cristo mismo sintió la necesidad de humillarse a los pies de sus discípulos: una humillación que nos dice tanto de El en ese momento. De ahora en adelante, distribuyéndose a Sí mismo en la comunión eucarística, ¿no se abajará continuamente al nivel de tantos corazones humanos? ¿No los servirá siempre de este modo?

"Eucaristía" significa "agradecimiento".

`"Eucaristía" significa también "servicio", el tenderse hacia el hombre: el servir a tantos corazones humanos."Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho" (Jn 13, 15).

¡No podemos ser dispensadores de la Eucaristía, sino sirviendo!

6. Así, pues, es la última Cena. Cristo se prepara a irse a través de la

muerte, y a través de la misma muerte se prepara a permanecer.

De esta forma la muerte se ha convertido en el fruto maduro del amor: nos amó "hasta el fin".

¿No bastaría aun sólo el contexto de la última Cena para dar a Jesús el "derecho" de decirnos a todos: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15, 12)?

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI EN EL VATICANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA PARA LOS NIÑOS DE PRIMERA COMUNIÓN


Basílica de San Pedro
Jueves 14 de junio de 1979

Queridísimos niños y niñas:

¡Grande es mi alegría al versos aquí tan numerosos y tan llenos de fervor para celebrar con el Papa la solemnidad litúrgica del Cuerpo y de la Sangre de Señor!

Os saludo a todos y a cada uno en particular con la ternura más profunda, y os agradezco de corazón que hayáis venido a renovar vuestra comunión con el Papa y por el Papa, y asimismo agradezco a vuestros párrocos, siempre dinámicos y celosos, y a vuestros padres y familiares que os han preparado acompañado.

¡Todavía tengo ante los ojos el espectáculo impresionante de las multitudes inmensas que he encontrado durante ni viaje a Polonia; y he aquí ahora el espectáculo de los niños de Roma, he aquí vuestra maravillosa inocencia, vuestros ojos centelleantes, vuestras inquietas sonrisas!

Vosotros sois los predilectos de Jesús: "Dejad que los niños vengan mí —decía el divino Maestro— y no se lo prohibáis" (Lc 18, 16).

¡Vosotros sois también mis predilectos

Queridos niños y niñas: Os habéis preparado para la primera comunión con mucho interés y mucha diligencia, y vuestro primer encuentro con Jesús ha sido un momento de intensa emoción y de profunda felicidad. ¡Recordad siempre este día bendito de la primera comunión ¡Recordad siempre vuestro fervor y vuestra alegría purísima!

Ahora habéis venido aquí para renovar vuestro encuentro con Jesús. ¡No podíais hacerme un regalo más bello y precioso!

Muchos niños habían manifestado el deseo de recibir la primera comunión de manos del Papa. Ciertamente habría sido para mí un gran consuelo pastoral dar a Jesús por vez primera a los niños y niñas de Roma. Pero esto no es posible, y, además, es mejor que cada niño reciba su primera comunión en la propia parroquia, del propio párroco. ¡Pero al mero; me es posible dar hoy la sagrada comunión a una representación vuestra, teniendo presente en mi amor a todos los demás, en este amplio y magnífico cenáculo! ¡Y ésta es una alegría inmensa para mí y para vosotros, que no la olvidaremos jamás! Al mismo tiempo quiero dejaros algunos pensamientos que os puedan servir para mantener siempre límpida vuestra fe, fervoroso vuestro amor a Jesús Eucaristía, inocente vuestra vida.

1. Jesús está presente con nosotros.

He aquí el primer pensamiento.

Jesús ha resucitado y subido al cielo; pero ha querido permanecer con nosotros y para nosotros, en todos los lugares de la tierra. ¡La Eucaristía es verdaderamente una invención divina!

Antes de morir en la cruz, ofreciendo su vida al Padre en sacrificio de adoración y de amor, Jesús instituyó la Eucaristía, transformando el pan y el vino en su misma Persona y dando a los Apóstoles y a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes, el poder de hacerlo presente en la Santa Misa.

¡Jesús, pues, ha querido permanecer con nosotros para siempre! Jesús ha querido unirse íntimamente a nosotros en la santa comunión, para demostrarnos su amor directa y personalmente. Cada uno puede decir: "¡Jesús me ama! ¡Yo amo a Jesús!".

Santa Teresa del Niño Jesús, recordando el día de su primera comunión, escribía: «¡Oh, qué dulce fue el primer beso que Jesús dio a mi alma!... Fue un beso de amor, yo me sentía amada y decía a mi vez: Os amo, me entrego a Vos para siempre... Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en el seno del océano. Quedaba sólo Jesús: el Maestro, el Rey» (Teresa de Lisieux, Storia di un'anima; edic. Queriniana, 1974, Man. A, cap. IV, pág. 75).Y se puso a llorar de alegría y consuelo, entre el estupor de las compañeras.

Jesús está presente en la Eucaristía para ser encontrado, amado, recibido, consolado. Dondequiera esté el sacerdote, allí está presente Jesús, porque la misión y la grandeza del sacerdote es precisamente la celebración de la Santa Misa.

Jesús está presente en las grandes ciudades y en las pequeñas aldeas, en las iglesias de montaña y en las lejanas cabañas de África y de Asia, en los hospitales y en las cárceles, ¡incluso en los campos de concentración estaba presente Jesús en la Eucaristía!

Queridos niños: ¡Recibid frecuentemente a Jesús! ¡Permaneced en El: dejaos transformar por El!

2. Jesús es vuestro mayor amigo.

He aquí el segundo pensamiento.

¡No lo olvidéis jamás! Jesús quiere ser nuestro amigo más íntimo, nuestro compañero de camino.

Ciertamente tenéis muchos amigos; pero no podéis estar siempre con ellos, y ellos no pueden ayudaros siempre, escucharos, consolaros.

En cambio, Jesús es el amigo que nunca os abandona; Jesús os conoce uno por uno, personalmente; sabe vuestro nombre, os sigue, os acompaña, camina con vosotros cada día; participa de vuestras alegrías y os consuela en los momentos de dolor y de tristeza. Jesús es el amigo del que no se puede prescindir ya más cuando se le ha encontrado y se ha comprendido que nos ama y quiere nuestro amor.

Con El podéis hablar, hacerle confidencias; podéis dirigiros a El con afecto y confianza. ¡Jesús murió incluso en una cruz por nuestro amor! Haced un pacto de amistad con Jesús y no lo rompáis jamás! En todas las situaciones de vuestra vida, dirigíos al Amigo divino, presente en nosotros con su "Gracia", presente con nosotros y en nosotros en la Eucaristía.

Y sed también los mensajeros y testigos gozosos del Amigo Jesús en vuestras familias, entre vuestros compañeros, en los lugares de vuestros juegos y de vuestras vacaciones, en esta sociedad moderna, muchas veces tan triste e insatisfecha.

3. Jesús os espera.

He aquí el último pensamiento.

La vida, larga o breve, es un viaje hacia el paraíso: ¡Allí está nuestra patria, allí está nuestra verdadera casa; allí está nuestra cita!

¡Jesús nos espera en el paraíso! No olvidéis nunca esta verdad suprema y confortadora. ¿Y qué es la santa comunión sino un paraíso anticipado? Efectivamente, en la Eucaristía está el mismo Jesús que nos espera y a quien encontraremos un día abiertamente en el cielo.

¡Recibid frecuentemente a Jesús para no olvidar nunca el paraíso, para estar siempre en marcha hacia la casa del Padre celestial, para gustar ya un poco el paraíso!

Esto lo había entendido Domingo Savio que, a los 7 años, tuvo permiso para recibir la primera comunión, y ese día escribió sus propósitos: «Primero: me confesaré muy frecuentemente y haré la comunión todas las veces que me dé permiso el confesor. Segundo: quiero santificar los días festivos. Tercero: mis amigos serán Jesús y María. Cuarto: la muerte, pero no el pecado».

Esto que el pequeño Domingo escribía hace tantos años, 1849, vale todavía ahora y valdrá para siempre.

Queridísimos, termino diciéndoos, niños y niñas, ¡manteneos dignos de Jesús a quien recibís! ¡Sed inocentes y generosos! ¡Comprometeos para hacer hermosa la vida a todos con la obediencia, con la amabilidad, con la buena educación! ¡El secreto de la alegría es la bondad!

Y a vosotros, padres y familiares, os digo con preocupación y confianza: ¡Amad a vuestros niños, respetadlos, edificadlos! ¡Sed dignos de su inocencia y del misterio encerrado en su alma, creada directamente por Dios! ¡Ellos tienen necesidad de amor, delicadeza, buen ejemplo, madurez! ¡No los desatendáis! ¡No los traicionéis!

Os confío a todos a María Santísima, nuestra Madre del cielo, la Estrella en el mar de nuestra vida: ¡Rezadle cada día vosotros, niños! Dad a María Santísima vuestra mano para que os lleve a recibir santamente a Jesús.

Y dirijamos también un pensamiento de afecto y solidaridad a todos los muchachos que sufren, a todos los niños que no pueden recibir a Jesús, porque no lo conocen, a todos los padres que se han visto dolorosamente privados de sus hijos, o están desilusionados y amargados en sus expectativas.

¡En vuestro encuentro con Jesús rezad por todos, encomendad a todos, pedid gracias y ayudas para todos!

¡Y rezad también por mí. vosotros que sois mis predilectos!

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Plaza de San Juan de Letrán
Domingo 17 de junio de 1979

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Sean breves hoy mis palabras. Nos hable, en cambio, la fiesta misma, la Eucaristía misma en la plenitud de su expresión litúrgica.

Nos encontramos para celebrar ante la basílica de San Juan de Letrán, cátedra del Obispo de Roma, el Santísimo Sacrificio, para ir luego, al terminar, en procesión a la basílica de Santa María la Mayor sobre el Esquilmo.

De este modo queremos juntar en un solo acto litúrgico el culto del sacrificio y el culto de la adoración, tal como nos lo exige la solemnidad de hoy y la tradición secular de la Iglesia.

2. Queremos anunciar a la Urbe y al Orbe la Eucaristía, esto es, la gratitud. Este sacramento es él signo de la gratitud de todo lo creado por la visita del Creador. Este sacramento es el signo de la gratitud del hombre, porque el Creador se ha hecho criatura; porque Dios se ha hecho hombre, porque "ha tomado el cuerpo humano de la Madre Virgen Inmaculada", para elevarnos de nuevo a los hombres hasta el Padre, para hacer de nosotros los hijos de Dios.

Queremos, pues, anunciar y cantar con la boca y más aún confesar con nuestro corazón humano la gratitud por el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Dios, con el que El alimenta nuestras almas y renueva nuestros corazones humanos.

3. Queremos además anunciar a la Urbe y al Orbe la Eucaristía como el signo de la alianza que Dios ha establecido irreversiblemente con el hombre, mediante el Cuerpo y la Sangre de su Hijo.

Este Cuerpo estuvo sometido a la pasión y a la muerte. Ha compartido la suerte terrena del hombre después del pecado original. Esta Sangre fue derramada para sellar la Nueva Alianza de Dios con el hombre; la alianza de gracia y de amor, la alianza de santidad y de verdad. Nosotros participamos de esta alianza más aún que el Pueblo de Dios de la Ley Antigua. Hoy queremos, pues, dar un testimonio ante todos los hombres.

Realmente, Dios se ha hecho hombre para todos los hombres. Cristo ha muerto y resucitado por todos. Todos al fin están llamados al banquete de la eternidad. Y aquí en la tierra el Dios Señor invita a cada uno diciendo: "¡Tomad y comed... Tomad y bebed..., para no pararos en el camino! ".

4. Queremos, finalmente, anunciar a la Urbe y al Orbe la Eucaristía como signo de la adoración debida sólo a Dios. ¡Cuán admirable es nuestro Dios! Aquel a quien ningún entendimiento es capaz de abrazar y adorar en la medida de su santidad. Aquel a quien ningún corazón es capaz de amar en la medida de su amor.

¡Cuán admirable es al querer que lo abracemos, lo amemos, lo adoremos, según la dimensión humana de nuestra fe, bajo las especies del pan y del vino!

5. Acepta, Cristo Eucarístico, esta expresión de la adoración y del amor que la Iglesia te tributa mediante el ministerio del Obispo de Roma, Sucesor de Pedro. Acéptala en memoria de todos mis predecesores, que te han adorado ante la Urbe y el Orbe.

Al final de la liturgia de hoy, te reciba de nuestras manos, ante su templo, tu Madre Santísima que te ha dado cuerpo humano, a Ti, Eterno Hijo del Padre.

«Ave, verum Corpus, / natum ex Maria Virgine, / vere passum immolatum / in cruce pro homine. / Esto nobis praegustatum / mortis in examine!: ¡Salve, Cuerpo verdadero, ¡ nacido de la Virgen María, / que realmente has padecido y has sido inmolado / en cruz por la humanidad. / Haz que te gustemos por anticipado / cuando llegue la prueba de la muerte!».

Amén.

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Castelgandolfo
Jueves 5 de junio de 1980

¡Alabado sea Jesucristo!

"Tu alabanza y gloria". Queridos hermanos, hermanas, connacionales y peregrinos:Muchas son las canciones polacas en las que adoramos la Eucaristía, el Santísimo Sacramento y el Sagrado Corazón. Estas dos ideas están enlazadas entre sí. Entre todas las canciones que, sobre todo hoy, resuenan por las calles de nuestras ciudades, en Cracovia y en otras, precisamente ésta alaba a Dios, le rinde gloria, declara que esta alabanza llena todo el universo. La alabanza de Dios. "Tu alabanza y gloria, eterno Señor nuestro, no cesará por toda la eternidad. A Ti hoy rendimos adoración y elevamos hacia Ti, nosotros tus siervos, el cántico junto con las milicias celestiales". Así cantamos caminando con la custodia, llevada por el cardenal, el obispo o un sacerdote. Caminamos dando gracias a la omnipotencia de Dios por el don "grandioso" de su "grandeza". Se trata de una canción antigua. Basta leer las palabras que la componen para comprenderla. Pero, como tantas canciones antiguas polacas, está llena de contenido teológico. Y quizá ésta sea la más llena de ese contenido que inunda la fiesta que hoy celebramos: la fiesta del Corpus Domini.

En este día adoramos a Dios por aquel don que penetra toda la creación. Adoramos a Dios porque se ha dado a todo lo creado y, sobre todo, porque ha llamado a la existencia a todo cuanto existe. Damos gracias también a Dios por el don de la existencia, el primero que nos ha dado; le damos gracias por el misterio de la creación. Damos gracias a Dios por el don de la redención que realizó por medio de su Hijo; y se las damos muy especialmente porque su redención se perpetúa y se renueva. Esto es la Eucaristía; esto es el Corpus Domini.

Cantando esta canción, que contiene en sí tan excelente sentido teológico, salimos hoy del Wawel, de la catedral, por las calles de Cracovia, en una procesión que ya desde el año pasado sale de nuevo sobre Rynek y vuelve nuevamente a la catedral. Así ocurre también en otras ciudades: en Varsovia. en Gniezno, en Postdam, en Wroclaw y por todas partes. Este es nuestro Corpus Domini polaco.

El Corpus Domini es la fiesta de la Iglesia universal; es la fiesta de todas las Iglesias en la Iglesia universal. El Corpus Domini, entre nosotros en Polonia, contiene una riqueza especial. Alguien diría que la riqueza de la tradición. Es justo. Pero se trata de una tradición escrita con la riqueza de los corazones polacos. Por ahí comienza. Los corazones polacos están agradecidos a Dios desde hace muchas generaciones por todos sus dones: por el don de la creación, de la redención, de la Eucaristía.

Están agradecidos a Dios por la Eucaristía, por el Cuerpo del Señor. En este don se expresa la redención y la creación. Es precisamente ésta la tradición interior del corazón polaco. Por eso los polacos están tan apegados a la fiesta del Corpus Domini, celebrada precisamente este día, el jueves después de la Santísima Trinidad, en que fue instituida la fiesta por la Iglesia hace muchos siglos y enriquecida después en la vida de cada una de las Iglesias y de cada nación, por la tradición de los corazones.

Deseo agradeceros el que hayáis venido aquí precisamente en este día y porque me dais la posibilidad, al menos en parte, de vivir esta fiesta cracoviana del Corpus Domini polaco aquí en Roma e incluso fuera de Roma, en Castelgandolfo.

Me alegra mucho vuestra presencia, que me recuerda la mía en Polonia hace ahora justamente un año, en Mogila, en Nowa Huta, en Kalwaria Zebrzydowska y también en otros sitios. Este encuentro es para mí una especie de nueva visita, densa de un significado profundo y personal, porque viéndoos aquí, encontrándome con vosotros, celebrando con vosotros este maravilloso Corpus Domini en Castelgandolfo, pero en polaco, mi pensamiento y mi corazón vuelven hacia atrás, al año pasado, a tantos y tantos años de mi vida, llenos de la tradición polaca del Corpus Domini, desde los tiempos de mi juventud, en mi ciudad natal, en Wadowice. Y me doy cuenta, precisamente hoy, precisamente gracias a vuestra presencia, de cómo mi corazón, primero de adolescente, después de joven, de sacerdote, de obispo, participaba en esta maravillosa tradición del "corazón polaco" el cual, desde siglos, siente que a Dios hay que darle gracias por la Eucaristía. Y celebrando la Eucaristía le agradecemos el don que hay en nosotros y para nosotros. Por todo. Por la creación, por la redención, por nuestra existencia y por nuestra participación en el misterio de la salvación, por Cristo y por la Iglesia. Es precisamente ésta la gratitud de la gente que vive sistemáticamente de la vida eucarística, pero también de todos los que se dan cuenta de ello. Por eso, en el transcurso del año hay un día en que cantamos esta gratitud con el corazón rebosante, saliendo de nuestra intimidad. En efecto, esa gratitud es algo íntimo, profundo y, en cierto modo, es justo que permanezca sobre todo en nuestro interior. Pero se trata de un día, uno al año, en el que deseamos exteriorizar esa gratitud y llevarla por las calles de nuestras ciudades y hacer de esta gratitud culto público; y todos deberían reconocer este culto público. Este es precisamente el Corpus Domini; tal es su significado para nosotros; y este significado lo ha tenido, lo tiene y lo debería tener para toda la Iglesia.

Me alegra que, gracias a vuestra presencia, pueda darme cuenta nuevamente de todo esto. Por vuestra presencia, puedo prepararme mejor todavía al servicio del Corpus Domini en Roma, ante la Iglesia romana, ante toda la Iglesia.

¡Que Dios sea vuestra recompensa!

VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

MISA INAUGURAL DEL X CONGRESO EUCARÍSTICO DE BRASIL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Explanada del Estadio Castelão, Fortaleza
Miércoles 9 de julio de 1980

Señor cardenal Aloísio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza,mis amados hermanos en el Episcopado, en el sacerdocio,
hijos e hijas carísimos:

1. "Banquete sagrado en el cual Cristo es el pan, en el cual su pasión es por nosotros revivida: nuestra alma se llena de gracia y se nos ofrece en prenda la eternidad".

A partir de este momento, y durante varios días, Fortaleza se convierte, de modo especialísimo, en el cenáculo donde se celebra ese banquete de que habla la liturgia, cantando y afirmando la fe de la Iglesia en el Santísimo Sacramento.

Esta celebración nos recuerda nuevamente que el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contemple con indiferencia la suerte de los hombres, sus afanes, sus luchas y sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos, hasta el punto de enviarles a su Hijo, a su Verbo, "para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

Es ese Padre amoroso, que ahora nos atrae suavemente, por la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

¡Cuántas veces en nuestra vida hemos visto separarse a dos personas que se aman! Durante la horrenda y dura guerra, en mi juventud, vi partir a jóvenes sin esperanza de volver, a padres arrancados de casa sin saber si volverían algún día a encontrar a los suyos. Y en la hora de la partida, un gesto, una fotografía, un objeto que pasa de una mano a otra para prolongar de algún modo la presencia en la ausencia., Y nada más. El amor humano sólo es capaz de estos símbolos.

En testimonio y como lección de amor, en el momento de la despedida, "viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn13, 1). Y así. en las vísperas de aquella última Pascua pasada en este mundo con sus amigos, Jesús "tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 23-25).

Así, al despedirse, el Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no deja a sus amigos un símbolo, sino la realidad de Sí mismo. Va junto al Padre, pero permanece entre nosotros los hombres. No deja un simple objeto para evocar su memoria. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente, con su Cuerpo y su Sangre, su alma y divinidad. Así, como decía un clásico de vuestra lengua (fray Antonio das Chagas, Sermões, 1764, pág. 220, San Cayetano): "juntándose un infinito poder con un infinito amor, ¿qué había de conseguirse sino el mayor milagro y la mayor maravilla?".

Cada vez que nos congregamos para celebrar, como Iglesia pascual que somos, la fiesta del Cordero inmolado y vuelto a la vida, del Resucitado presente en medio de nosotros, por fuerza hay que tener bien vivo en la mente el significado del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo (cf. Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y culto de la Sagrada Eucaristía, 24 febrero, 1980, núm. 4).

2. De esta conciencia, madura en la fe, brota la respuesta más profunda y agradecida a la pregunta que orienta a la reflexión en este Congreso Eucarístico Nacional: "¿Dónde vas?". ¿Hacia qué horizontes se dirigen los esfuerzos con los que construyes fatigosamente tu mañana? ¿Cuáles son las metas que esperas alcanzar a través de las luchas, del trabajo, de los sacrificios, a que te sometes en tu vivir cotidiano? Sí; ¿hacia dónde va el hombre peregrino por el camino del mundo y de la historia? Creo que, si prestásemos atención a la respuestas, decididas o vacilantes, esperanzadas o dolorosas, que tales preguntas suscitan en cada persona —no solamente en este país, sino también en otras regiones de la tierra—, quedaríamos sorprendidos con la identidad sustancial que hay entre ellas.

 Los caminos de los hombres son, frecuentemente, muy diferentes entre sí, los objetivos inmediatos que se proponen, presentan normalmente características no sólo divergentes, sino a veces hasta contrarias. Y sin embargo, la meta última hacia la que todos indistintamente se dirigen es siempre la misma: todos buscan la plena felicidad personal en el contexto de una verdadera comunión de amor. Si tratarais de penetrar hasta en lo más profundo de vuestros anhelos y de los anhelos de quienes pasan por vuestro lado, descubriríais que es ésta la aspiración común de todos, ésta la esperanza que, después de los fracasos, resurge siempre en el corazón humano, de las cenizas de toda desilusión.

Nuestro corazón busca la felicidad y quiere experimentarla en un contexto de amor verdadero. Pues bien; el cristiano sabe que la satisfacción auténtica de esta aspiración sólo se puede encontrar en Dios, a cuya imagen el hombre fue creado (cf. Gén 1, 27). "Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti" (Confes. 1, 1). Cuando Agustín, de vuelta de una tortuosa e inútil búsqueda de la felicidad en toda clase de placer y de vanidad, escribía en la primera página de sus Confesiones estas famosas palabras, no hacía sino dar expresión a la exigencia esencial que surge de lo más profundo de nuestro ser.

3. Es una exigencia que no está destinada a la decepción y a la frustración: la fe nos asegura que Dios vino al encuentro del hombre en la persona de Cristo, en el cual "habita toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9). Así, pues, si el hombre desea encontrar satisfacción para la sed de felicidad que le abrasa el corazón, debe orientar sus pasos hacia Cristo. Cristo no está lejos de él. Nuestra vida aquí, en la tierra, es en realidad un continuo sucederse de encuentros con Cristo; con Cristo presente en la Sagrada Escritura, como Palabra de Dios; con Cristo, presente en sus ministros, como Maestro, sacerdote y Pastor; con Cristo presente en el prójimo, especialmente en los pobres, en los enfermos, en los marginados, que constituyen sus miembros dolientes; con Cristo presente en los sacramentos, que son canales de su acción salvadora; con Cristo, huésped silencioso de nuestros corazones, donde habita comunicando su vida divina.

Todo encuentro con Cristo deja marcas profundas. Sean encuentros nocturnos, como el de Nicodemus; encuentros casuales, como el de la samaritana; encuentros buscados, como el de la pecadora arrepentida; encuentros suplicantes como el del ciego a las puertas de Jericó; o encuentros por curiosidad, como el de Zaqueo; o también, encuentros de intimidad, como los de los Apóstoles llamados para seguirlo; encuentros fulgurantes, como el de Pablo en el camino de Damasco.

Pero el encuentro más íntimo y transformador, hacia el cual se ordenan todos los otros encuentros, es el encuentro en la "mesa del misterio eucarístico, esto es, en la mesa del pan del Señor" (Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y culto de la Sagrada Eucaristía11)Aquí es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: "Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar —al menos como participación y pregustación— en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística.

4. Una mesa. No fue casualidad que el Señor, deseando darse por entero a nosotros, eligiera la forma de comida en familia. El encuentro en torno a una mesa dice relación interpersonal y posibilidad de conocimiento recíproco, de cambios mutuos, de diálogo enriquecedor. El convite eucarístico se hace así signo expresivo de comunión, de perdón y de amor.

¿No son estas las realidades de las que se siente necesitado nuestro corazón peregrino? No puede pensarse en una felicidad humana auténtica, fuera de este contexto de conciliación y de amistad sincera. Pues bien, la Eucaristía no sólo significa esta realidad, sino que la promueve eficazmente. San Pablo tiene una frase sumamente clara a este respecto: "Nosotros —observa— somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 10, 17).

El alimento eucarístico, haciéndonos "consanguíneos" de Cristo, nos hace hermanos y hermanas entre nosotros. San Juan Crisóstomo sintetiza así, con estilo incisivo, los efectos de la participación en la Eucaristía: "Nosotros somos ese mismo cuerpo. ¿Qué es en realidad el pan? El Cuerpo de Cristo. ¿Qué se hacen los que comulgan? Cuerpo de Cristo. De hecho, como el pan es el resultado de muchos granos que, aunque sigan siendo ellos mismos, sin embargo no se distinguen porque están unidos, así también nosotros nos unimos mutuamente con Cristo. No se alimenta uno de un cuerpo y otro de otro cuerpo distinto, sino todos del mismo cuerpo" (Comentario a la Primera Carta a los Corintios).

La comunión eucarística constituye, pues, el signo de reunión de todos los fieles. Signo verdaderamente sugestivo porque en la sagrada mesa desaparece toda diferencia de raza o de clase social permaneciendo solamente la participación de todos en el mismo alimento sagrado. Esa participación, idéntica en todos, significa y realiza la supresión de todo lo que divide a los hombres y efectúa el encuentro de todos a un nivel superior, donde toda oposición queda eliminada. La Eucaristía se hace de ese modo el gran instrumento de aproximación de los hombres entre si. Siempre que los fieles participan de ella con corazón sincero, no pueden dejar de recibir un nuevo impulso para una mejor relación entre sí, con el reconocimiento recíproco de los propios derechos y también de los correspondientes deberes. De esa forma, se facilita el cumplimiento de las exigencias pedidas por la justicia, debido precisamente al clima particular de relaciones interpersonales que la caridad fraterna va creando dentro de la propia comunidad.

Es instructivo recordar, a este respecto, lo que sucedía entre los cristianos de los primeros tiempos, a quienes los Hechos de los Apóstoles los describen "asiduos... en la fracción del pan" (Act 2, 42). De ellos se decía que "vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno" (ib., vv. 44-45). Con tal procedimiento, los primeros cristianos ponían en práctica espontáneamente "el principio, según el cual los bienes de este mundo están destinados por el Creador para atender las necesidades de todos, sin excepción" (cf. Pablo VI, Mensaje de Cuaresma de 1978). La caridad, alimentada en la común "fracción del pan", se expresaba con natural continuidad en la alegría de gozar juntos de los bienes que Dios generosamente había puesto a disposición de todos. De la Eucaristía brota, como actitud cristiana, fundamental, la repartición fraterna.

5. A este respecto y bajo esta luz, me viene espontáneamente al alma la difícil condición de aquellos que, por razones diversas, deben abandonar su tierra de origen y trasladarse a otras regiones: los emigrantes. La pregunta: "¿Dónde vas?" adquiere en su caso una dimensión especialmente realista: la dimensión de malestar y de soledad y, a menudo, la dimensión de incomprensión y de repulsa.

El cuadro de la movilidad humana, en este vuestro país, es amplio y complejo. Amplio, porque abarca millones de personas de todas las categorías. Complejo, por las causas que supone, por las consecuencias que provoca, por las decisiones que exige. El número de los que emigran dentro de esta inmensa nación alcanza, por lo que he podido saber, alturas que preocupan a los responsables; una buena parte de esos emigrantes va en busca de mejores condiciones de vida, saliendo de ambientes saturados de población, hacia lugares más deshabitados, o de mejores condiciones de clima, que ofrecen, por eso mismo, la posibilidad de un progreso económico y social más fácil. Y no son pocos también los brasileños que traviesan la frontera.

Pero Brasil, como también los otros países del continente americano, es una nación que ya dio mucho y debe mucho a la inmigración; quiero recordar aquí a los portugueses, los españoles, los polacos, los italianos, los alemanes, los franceses, los holandeses y tantos otros de África, del Medio y del Extremo Oriente, prácticamente del mundo entero, que aquí encontraron vida y bienestar. Y todavía hoy, no son pocos los extranjeros que piden trabajo y casa a este siempre generoso Brasil. En esta compleja situación, ¿cómo no pensar, por tanto, en el desarraigo cultural y tal vez lingüístico, en la separación, temporal o definitiva, de la familia, en las dificultades de inserción y de integración en el nuevo ambiente, en el desequilibrio socio-político, en los dramas sicológicos y en tantas otras consecuencias, especialmente, de carácter interior y espiritual?

La Iglesia en Brasil ha querido unir la celebración de este Congreso Eucarístico con el problema de las migraciones. "¿Dónde vas?". Es una pregunta a la cual cada uno debe dar su respuesta, que respete las legítimas aspiraciones de los demás. La Iglesia nunca se cansó ni se cansará de proclamar los derechos fundamentales del hombre: "el derecho a habitar libremente en el propio país, a tener una patria, a emigrar por el interior y hacia el extranjero y establecerse por motivos legítimos; o convivir en cualquier lugar con la propia familia; a disponer de los bienes necesarios para la vida; a conservar y desarrollar el propio patrimonio étnico, cultural, lingüístico; a profesar públicamente la propia religión, a ser reconocido y tratado en conformidad con la dignidad de persona en cualquier circunstancia" (Iglesia y movilidad humana, 1978, II, 3; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de junio, 1978, pág. 9). Por ese motivo la Iglesia no puede eximirse de denunciar las situaciones que obligan a muchos a la emigración como lo hizo en Puebla (cf. Documento, núms. 29 y 71).

Es, sin embargo, necesario, que esta denuncia de la Iglesia sea confirmada con una acción pastoral concreta, que empeñe todas sus energías. Las de las Iglesias del punto de procedencia, a través de una preparación adecuada de quienes se disponen a emigrar. Las de las Iglesias del lugar de llegada, que deberán sentirse responsables de una buena acogida, que deberá traducirse en gestos fraternos para con los emigrantes.

Que esta fraternidad, la cual encuentra en la Eucaristía su punto más alto, se haga aquí una realidad cada día más vigorosa. Al lado de los indios, primeros moradores de estas tierras, los emigrantes, procedentes de todas las partes del mundo, formaron un pueblo sólido y dinámico que, amalgamado por la Eucaristía, supo afrontar y superar en el pasado grandes dificultades. Mi deseo es que la fe cristiana, alimentada en la mesa eucarística, continúe siendo el fermento unificador de las nuevas generaciones, de tal modo que Brasil pueda mirar serenamente su futuro y avanzar por el camino de un progreso humano auténtico.

6. Al comienzo de esta celebración cantasteis con entusiasmo: "Reuniste en un solo pueblo / emigrantes, nordestinos / extranjeros y nativos: / somos todos peregrinos".

Es una verificación plenamente ligada a la realidad. Sí; todos somos peregrinos; perseguidos por el tiempo que pasa, errantes por las veredas de la tierra, caminamos en las sombras de lo temporal en busca de la paz verdadera, de esa alegría segura que tanto necesita nuestro corazón cansado. En el banquete eucarístico, Cristo viene a nuestro encuentro para ofrecernos, bajo las humildes apariencias de pan y de vino, la prenda de aquellos bienes supremos hacia los cuales tiende nuestra esperanza. Digámosle, pues, con fe renovada:"Nosotros formamos tu pueblo / que es santo y pecador: / crea en nosotros corazones nuevos / transformados por el amor".

Hombres de corazón nuevo, un corazón transformado por el amor: esto es lo que necesita Brasil para caminar confiado al encuentro de su futuro. Por eso, mi petición, mi deseo es que esta nación pueda prosperar siempre espiritual, moral y materialmente, animada con ese espíritu fraterno, que Cristo vino a traer al mundo. Que desaparézcanlo se reduzcan progresivamente al mínimo, en su interior, las diferencias entre regiones dotadas de especial bienestar material y regiones menos afortunadas. ¡Que desaparezcan la pobreza, la miseria moral y espiritual, la marginación, y que todos los ciudadanos se reconozcan y se abracen como auténticos hermanos en Cristo!

Todo eso será ciertamente posible si una nueva era de vida eucarística vuelve a animar la vida de la Iglesia en Brasil. ¡Que el amor y la adoración de Jesús Sacramentado sean, pues, la señal más luminosa de vuestra fe, de la fe del pueblo brasileño!

¡Oh Jesús Eucaristía, bendice a tu Iglesia, bendice a esta gran nación, y concédele la prosperidad tranquila y la paz auténtica! ¡Amén!* * *

(Antes de rezar la oración final, el Santo Padre recordó la desgracia ocurrida al alba de ese mismo día cuando la multitud que esperaba junto al estadio de Castelão forzó una de las verjas, y tres personas resultaron muertas, quince heridas levemente y otras quince de mayor gravedad.)

Queridos hermanos y hermanas: Me acaban de informar sobre el triste accidente ocurrido esta mañana en el estadio. Me ha impresionado fuertemente, pues estos hermanos nuestros habían venido a participar en el Congreso Eucarístico. El hecho me ha causado inmenso dolor. Quiero expresar aquí mi pésame y condolencia. Deseo decir una palabra de consuelo a los heridos y a las familias afectadas. Os invito a rezar conmigo en sufragio del alma de las personas fallecidas. Dales, Señor, el descanso eterno. Descansen en paz en los esplendores de la luz perdurable.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
Y DE LOS MÁRTIRES CANADIENSES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo XXXI del tiempo ordinario
2 de noviembre de 1980

1. "Que todas tus criaturas te den gracias. Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado;, que hablen de tus hazañas" (Sal 144 [145] 10-11).

Con estas palabras tomadas de la liturgia del domingo siguiente a la solemnidad de Todos los Santos, deseo venerar a los Santos Mártires Canadienses. Patronos de vuestra parroquia. Y, al mismo tiempo, mientras tributo veneración a los que protegen vuestra comunidad desde el año 1955, deseo saludar a esta comunidad en la unión de la Iglesia romana.

Efectivamente, hoy vengo a vosotros como Obispo de esta Iglesia para poner de relieve la unión de vuestra parroquia con la Iglesia, que es la primera entre todas, de la que fueron fundadores los Apóstoles Pedro y Pablo, y su primer Pastor fue Pedro, corifeo de los Doce Apóstoles.

2. Grande es mi alegría al encontrarme con vosotros, en esta magnífica iglesia, y precisamente en el 25º año de vida de vuestra parroquia.

Deseo, ante lodo, presentaros mi saludo: es el saludo de vuestro Obispo que os ama, os sigue, y siempre está cercano a vosotros con su oración y su ansia de Padre, Pastor y amigo. Es el saludo cordial y afectuoso que dirijo al cardenal Roy, arzobispo de Quebec, en Canadá, titular de esta iglesia, al cardenal Vicario y al obispo auxiliar, mons. Oscar Zanera, agradeciéndoles su trabajo asiduo y diligente; es el saludo a los representantes del Estado canadiense; es el saludo que hago extensivo al párroco y a los sacerdotes sacramentinos, sus colaboradores, los cuales con atención constante y amorosa rigen la parroquia, con el único estímulo de formaros como auténticos cristianos; es el saludo que deseo presentar también al superior general de la congregación de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, padre Enrico Verhoeven, y a todos los miembros de la curia generalicia, que tiene aquí su sede.

Pero de modo especial quiero saludaros a vosotros, fieles, que juntamente con la comunidad de religiosos javerianos, con los miembros del Movimiento de los Focolares y las hermanas de las 7 comunidades religiosas, formáis el "Pueblo de Dios" de esta parroquia, testigo de Cristo resucitado, peregrino entre las vicisitudes de la historia hacia la Jerusalén celestial. Cada uno de vosotros, niños, jóvenes, adultos, ancianos, enfermos, pacientes, cercanos y lejanos, se sienta en este momento cercano al corazón del Papa. He venido a haceros una visita, una visita tan deseada, para deciros que estoy contento de vuestro trabajo y de vuestro compromiso, para manifestaros a vosotros y a vuestros sacerdotes mi más viva complacencia.

Vuestra parroquia cumple 25 años de vida, y puesto que la iglesia se erigió en gran parte con los fondos recaudados por los padres sacramentinos en Canadá. fue dedicada a los Santos Mártires Canadienses, y por esto se convirtió en el templo nacional de ese país en Roma.

Conocéis la dramática y gloriosa odisea de estos 8 mártires jesuitas que, acompañando a San Juan Brebeuf, partieron intrépidos desde Francia y desembarcaron en aquella gran nación para catequizar a los "Hurones". Su misión fue un duro y largo "vía crucis", coronado por muchas conversiones al Evangelio de Cristo. Y, sobre todo, sabéis cómo su testimonio de amor concluyó con el martirio. Su fe valiente y decidida ha sido para vosotros un gran ejemplo en este período; su intercesión ha sido para esta parroquia una gran fuerza espiritual.

Efectivamente, ¡cuánto trabajo se ha realizado en estos 25 años! Demos gracias al Señor por la abundancia de sus dones y demos gracias también a los Santos Mártires, que juntamente con la Virgen, Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, os han protegido e inspirado en todas vuestras actividades.

3. El fragmento del Evangelio de San Lucas, que la liturgia de hoy propone para meditar en el trigésimo primer domingo durante el año, recuerda el episodio que tuvo lugar, mientras Jesús estaba atravesando la ciudad de Jericó. Fue un acontecimiento tan significativo que, aunque ya lo sabemos de memoria, es preciso meditar otra vez con atención en cada uno de sus elementos. Zaqueo era no sólo un publicano (igual que lo había sido Leví, después el Apóstol Mateo), sino un "jefe de publícanos", y era muy "rico". Cuando Jesús pasaba cerca de su casa. Zaqueo, a toda costa, "hacía por ver a Jesús" (Lc 19, 3), y para ello —por ser pequeño de estatura— ese día se subió a un árbol (el Evangelista dice "a un sicómoro"), "para verle" (Lc 19, 4).

Cristo vio de este modo a Zaqueo y se dirigió a él con las palabras que nos hacen pensar tanto. Efectivamente, Cristo no sólo le dio a entender que le había visto (a él, jefe de publicanos, por lo tanto, hombre de una cierta posición) sobre el árbol, sino que además manifestó ante todos que quería "hospedarse en su casa" (cf. Lc 19, 5). Lo que suscitó alegría en Zaqueo y, a la vez, murmuraciones entre aquellos a quienes evidentemente no agradaban estas manifestaciones de las relaciones del Maestro de Nazaret con "los publícanos y pecadores".

4. Esta es la primera parte de la perícopa, que merece una reflexión. Sobre todo, es necesario detenerse en la afirmación de que Zaqueo "hacía por ver a Jesús" (Lc 19, 3). Se trata de una frase muy importante que debemos referir a cada uno de nosotros aquí presentes, más aún. indirectamente, a cada uno de los hombres. ¿Quiero yo "ver a Cristo"? ¿Hago todo para "poder verlo"? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno de nosotros personalmente: ¿Quiero?, ¿quiero verdaderamente? O, quizá más bien, ¿evito el encuentro con El? ¿Prefiero no verlo o prefiero que El no me vea (al menos a mi modo de pensar y de sentir)? Y si ya lo veo de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado..., para no tener que aceptar toda la verdad que hay en El, que proviene de El, de Cristo?

Esta es una dimensión del problema que encierran las palabras del Evangelio de hoy sobre Zaqueo.

Pero hay también otra dimensión social. Tiene muchos círculos, pero quiero situar esta dimensión en el círculo concreto de vuestra parroquia. Efectivamente, la parroquia, es decir, una comunidad viva cristiana, existe para que Jesucristo sea visto constantemente en los caminos de cada uno de los hombres, de las personas, de las familias, de los ambientes, de la sociedad. Y vuestra parroquia, dedicada a los Mártires Canadienses, ¿hace todo lo posible para que el mayor número de hombres "quiera ver a Cristo Jesús"? ¿Como Zaqueo?

Y además: ¿qué más podría hacer para esto?

Detengámonos en estas preguntas. Más aún, completémoslas con las palabras de la oración, que encontramos en la segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta de San Pablo a los Tesalonicenses: Hermanos... "sin cesar rogamos por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de su vocación y con toda eficacia cumpla todo su bondadoso beneplácito y la obra de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros y vosotros en El, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo" (2 Tes 1, 11-12). Es decir —hablando con el lenguaje del pasaje evangélico de hoy—, oremos para que vosotros tratéis de ver a Cristo (cf. Lc 19, 3), para que vayáis a su encuentro, como Zaqueo... y que, si sois pequeños de estatura, subáis, por este motivo, a un árbol.

Y Pablo continúa desarrollando su oración. pidiendo a los destinatarios de su carta que no se dejen demasiado fácilmente confundir y turbar, por supuestas inspiraciones... (cf. 2 Tes 2, 2). ¿Por qué "inspiraciones"? Acaso sencillamente por las "inspiraciones de este mundo". Digámoslo con lenguaje de hoy: por una oleada de secularización e indiferencia respecto a los mayores valores divinos y humanos. Después dice Pablo: "ni por palabras". Efectivamente, no faltan hoy las palabras que tienden a "confundir" o a "turbar" a los cristianos.

6. Zaqueo no se dejó confundir ni turbar. No se asustó de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional o hacerle difíciles algunas acciones, ligadas con su actividad de jefe de publícanos. Acogió a Cristo en su casa y dijo: "Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo el cuádruplo" (Lc 19, 8).

En este punto se hace evidente que no sólo Zaqueo "ha visto a Cristo", sino que al mismo tiempo, Cristo ha escrutado su corazón y su conciencia; lo ha radiografiado hasta el fondo. Y he aquí que se realiza lo que constituye el fruto propio de "ver" a Cristo, del encuentro con El en la verdad plena: se realiza la apertura del corazón, se realiza la conversión. Se realiza la obra de la salvación. Lo manifiesta el mismo Cristo cuando dice: "Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 9-10).

Y ésta es una de las expresiones más bellas del Evangelio.

Estas últimas palabras tienen una importancia particular. Descubren el universalismo de la misión salvífica de Cristo. De la misión que permanece en la Iglesia. Sin estas palabras sería difícil comprender la enseñanza del Vaticano II y en particular sería difícil comprender la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium.

7. También vuestra parroquia debe tratar de acoger cada vez más a Jesús entre sus miembros, debe mejorar cada vez más, tanto en el espíritu y en la formación, como en las varias actividades.

Son muchos los grupos organizados: la Acción Católica, las Comunidades neo-catecumenales, la Asociación del Santísimo Sacramento, el Apostolado de la Oración, la Conferencia de San Vicente, la "Legio Mariae", el Grupo Familia y el Movimiento Tercera Edad. A la vez que os expreso mi aplauso sincero, os exhorto también a ser cada vez más fervorosos y ampliar vuestras filas, para que, otros muchos puedan respirar esta atmósfera de espiritualidad intensa.

Vuestra parroquia me parece que se caracteriza por dos actividades particulares: la catequesis ordenada y metódica y la adoración al Santísimo. Me satisface saber que más de 100 catequistas, preparados aquí, prestan su trabajo en Roma, en Italia e incluso en el extranjero; y que cada día, durante nada menos que seis horas, se tiene la Adoración pública, qué se prolonga a veces también de noche. Continuad por este magnífico camino de fe, de amor, de testimonio. Ampliad la catequesis especialmente a los adultos, lo mismo en la parroquia para los varios grupos organizados y para las distintas clases de personas, como en las casas y en los barrios. Orad también por las vocaciones sacerdotales y por su perseverancia. Que vuestra parroquia "vea" cada vez más a Cristo, y haga encontrar a Cristo en un radio cada vez más amplio.

8. Hoy escuchamos con una emoción especial las palabras del Evangelio de San Juan:. "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).

Pensemos en los Mártires Canadienses, pensemos en Todos los Santos, cuya solemnidad hemos celebrado ayer. Al mismo tiempo a recordemos a nuestros difuntos, cuya conmemoración se hace hoy en toda la Iglesia. Sintámonos unidos a ellos que ya "ven" al Señor cara a cara, o esperan en la misteriosa purificación de llegar a ver su rostro. Ayudémosles con nuestros sufragios, con nuestro recuerdo afectuoso y piadoso. Oremos por ellos, con confianza, a este Dios que ha amado tanto al mundo, que le dio a su Hijo, para que todo el que crea en El tenga la vida eterna

Renovemos en nosotros la fe y la esperanza de la vida eterna: porque "el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10).

 SANTA MISA DEL "CORPUS CHRISTI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 10 de junio de 1982

1. «Después de cantar el Salmo, salieron para el monte de los Olivos» (Mc 14, 261.

Con esta frase termina la lectura de hoy del Evangelio de San Marcos. Contiene la descripción de la última Cena, en primer lugar los preparativos y luego la institución de la Eucaristía.

«Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron» (Mc 14, 22-23).

Todo se desenvuelve en grandísimo recogimiento y silencio. En el Sacramento que instituye Jesús en la última Cena, se da a Sí mismo a los discípulos, da su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino. Realiza lo que había anunciado un día junto a Cafarnaúm y que entonces había provocado la defección de muchos. Tan difíciles de aceptar eran las palabras «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51).

Hoy lo realiza. Y los Apóstoles reciben, comen el pan-Cuerpo y beben el vino-Sangre.Sobre el cáliz Jesús dice: «Esta es mi sangre, sangre de la Alianza derramada por todos» (Mc 14, 24).Reciben el Cuerpo y la Sangre como el alimento y bebida de esta última Cena. Y pasan a participar de la Alianza, de la Alianza nueva y eterna que se concluye mediante este Cuerpo entregado a la muerte en la cruz y la Sangre derramada durante la pasión.

Cristo añade todavía: «Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 251.

Por tanto esta es verbalmente la última Cena.El reino de Dios, reino del tiempo futuro, comenzó en la Eucaristía y, a partir de Ella, se desarrollará hasta el fin del mundo.

2. Cuando salen los Apóstoles hacia el monte de los Olivos después de la última Cena, todos llevan en sí este gran misterio verificado en el Cenáculo.Les acompaña Cristo: el Cristo vivo en la tierra. Y al mismo tiempo ellos llevan en sí a Cristo, a Cristo Eucaristía.Son los primeros de aquellos que más tarde serán llamados «christoforoi» (Theo-foroi).

Precisamente así se llamaba a los que participaban en la Eucaristía. Salían de la participación en este Sacramento llevando en sí al Dios encarnado. Con El en el corazón iban hacia los hombres, hacia la vida diaria. La Eucaristía es el Sacramento de la ocultación más profunda de Dios: se esconde bajo las especies de la comida y la bebida, y así se esconde en el hombre. Y al mismo tiempo y por este hecho de la ocultación en el hombre, la misma Eucaristía es el Sacramento de una particular salida al mundo y entrada entre los hombres y entre todo cuanto constituye la vida diaria.

Esta es la génesis de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.Sabemos que esta fiesta surgió en su forma histórica en el siglo XIII y se desarrolló profusamente en las comunidades católicas de todo el mundo. Sin embargo, puede verse ya el comienzo de esta fiesta en aquella primera «procesión» formada por los Apóstoles que salieron del Cenáculo hacia el monte de los Olivos, rodeando a Cristo y llevándolo al mismo tiempo en su corazón como Eucaristía.

Hoy corroboramos nosotros la misma tradición antigua. Celebramos la Eucaristía sobre el altar, la acogemos en nuestro corazón para llevarla como «Christo-foroi» por las calles de Roma en procesión hacia cuanto nos rodea, a fin de testimoniar la Alianza Nueva y Antigua ante todo y ante todos.

3. «¿Qué podré yo dar a Yavé / por todos los beneficios que me ha hecho? / Levantaré el cáliz de la salvación / e invocaré el nombre de Yavé (Sal 115 (116), 12, 13). Son palabras del Salmista. Deseamos poner en práctica lo que expresan. Deseamos todos nosotros que llevamos a Cristo en nuestro corazón, incluso diariamente a lo mejor, nosotros todos: «Christo-foroi» deseamos pagar al Señor todo cuanto nos ha hecho y nos hace siempre a cada uno y a todos.

Deseamos alzar el cáliz de la salvación, el cáliz de la Eucaristía, e invocar públicamente el nombre del Señor ante todos los hombres, ante toda la ciudad y ante el mundo.¿Acaso no se cumplen en esta ciudad de Roma precisamente de manera particularmente textual, las palabras siguientes del Salmo «es cosa preciosa a los ojos de Yavé / la muerte de sus piadosos» (Sal 115 (116), 15)?

La Roma de los apóstoles, de los mártires y de los santos rinde honor a la Eucaristía que se ha hecho para todos el Pan de la vida y la Sangre de la libertad espiritual:«Yo soy tu siervo, hijo de tu esclava, rompiste mis cadenas» (Sal 115 (116), 16).

Así dice de sí el Salmista. Y así piensa cada «Christo-foros», sabedor de que por la Penitencia y la Eucaristía el camino lleva desde el pecado y la esclavitud del diablo y del mundo a la libertad en el Espíritu.

Caminando en la procesión del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, deseamos dar testimonio de esto a la Urbe y al mundo. Es ésta nuestra liturgia de alabanza y acción de gracias que no podemos omitir ante Dios y los hombres.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza, / invocando tu nombre, Señor. / Cumpliré al Señor mis votos, / en presencia de todo el pueblo» (Sal 115 (116), 17-18).

¡Cristo!, ¡Dios escondido! ¡Acoge este nuestro sacrificio de alabanza! ¡Acoge la acción de gracias y el gozo de este pueblo que al cabo de tantos siglos y generaciones lleva en su corazón el misterio de la Alianza Nueva y Eterna! 

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA EN HONOR DE SAN JUAN DE LA CRUZ

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Segovia, 4 de noviembre de 1982

1. “En la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original . . . Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su plasmador...; si fueron seducidos por su hermosura, ... debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas” (Sb 13, 5. 4. 3).

Hemos proclamado estas palabras del libro de la Sabiduría, queridos hermanos y hermanas, en el curso de esta celebración en honor de San Juan de la Cruz, junto a su sepulcro. El libro de la Sabiduría habla del conocimiento de Dios por medio de las criaturas; del conocimiento de los bienes visibles que muestran a su Artífice; de la noticia que lleva hasta el Creador a partir de sus obras.

Bien podemos poner estas palabras en labios de Juan de la Cruz y comprender el sentido profundo que les ha dado el autor sagrado. Son palabras de sabio y de poeta que ha conocido, amado y cantado la hermosura de las obras de Dios; pero sobre todo, palabras de teólogo y de místico que ha conocido a su Hacedor; y que apunta con sorprendente radicalidad a la fuente de la bondad y de la hermosura, dolido por el espectáculo del pecado que rompe el equilibrio primitivo, ofusca la razón, paraliza la voluntad, impide la contemplación y el amor al Artífice de la creación.

2. Doy gracias a la Providencia que me ha concedido venir a venerar las reliquias, y a evocar la figura y doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto debo en mi formación espiritual. Aprendí a conocerlo en mi juventud y pude entrar en un diálogo íntimo con este maestro de la fe, con su lenguaje y su pensamiento, hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral sobre La fe en San Juan de la Cruz. Desde entonces he encontrado en él un amigo y maestro, que me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad, para caminar siempre hacia Dios, “sin otra luz ni guía / que la que en el corazón ardía. / Aquesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía” (S. Juan de la Cruz, Noche oscura del alma, 3-4).

En esta ocasión saludo cordialmente a los miembros de la provincia y diócesis de Segovia, a su Pastor, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a las autoridades y a todo el Pueblo de Dios que vive aquí, bajo el cielo limpio de Castilla, así como a los venidos de las zonas cercanas y de otras partes de España.

3. El Santo de Fontiveros es el gran maestro de los senderos que conducen a la unión con Dios. Sus escritos siguen siendo actuales, y en cierto modo explican y complementan los libros de Santa Teresa de Jesús. El indica los caminos del conocimiento mediante la fe, porque sólo tal conocimiento en la fe dispone el entendimiento a la unión con el Dios vivo.

¡Cuántas veces, con una convicción que brota de la experiencia, nos dice que la fe es el medio propio y acomodado para la unión con Dios! Es suficiente citar un célebre texto del libro segundo de la “Subida del Monte Carmelo”: “La fe es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios... Porque así como Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito; y así como es Trino y Uno, nos le propone Trino y Uno... Y así, por este solo medio, se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y por tanto cuanto más fe tiene el alma, más unida está con Dios” (Idem, Subida del Monte Carmelo, II, 9, 1).

Con esta insistencia en la pureza de la fe, Juan de la Cruz no quiere negar que el conocimiento de Dios se alcance gradualmente desde el de las criaturas; como enseña el libro de la Sabiduría y repite San Pablo en la Carta a los Romanos (cf. Rm 1, 18-21; cf. S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1). El Doctor Místico enseña que en la fe es también necesario desasirse de las criaturas, tanto de las que se perciben por los sentidos como de las que se alcanzan con el entendimiento, para unirse de una manera cognoscitiva con el mismo Dios. Ese camino que conduce a la unión, pasa a través de la noche oscura de la fe.

4. El acto de fe se concentra, según el Santo, en Jesucristo; el cual, como ha afirmado el Vaticano II, a es a la vez el mediador y la plenitud de toda la revelación” (Dei Verbum, 2). Todos conocen la maravillosa página del Doctor Místico acerca de Cristo como Palabra definitiva del Padre y totalidad de la revelación, en ese diálogo entre Dios y los hombres: “El es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 5).

Y así, recogiendo conocidos textos bíblicos (cf. Mt 17, 5; Hb 1,1), resume: “Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que hablar” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 3). Por eso la fe es la búsqueda amorosa del Dios escondido que se revela en Cristo, el Amado (Cántico espiritual, I, 1-3. 11).

Sin embargo, el Doctor de la fe no se olvida de puntualizar que a Cristo lo encontramos en la Iglesia, Esposa y Madre; y que en su magisterio encontramos la norma próxima y segura de la fe, la medicina de nuestras heridas, la fuente de la gracia: “Y así, escribe el Santo, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de la Iglesia y sus ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales; que para todo hallaremos abundante medicina por esta vía”  (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 7).

5. En estas palabras del Doctor Místico encontramos una doctrina de absoluta coherencia y modernidad.

Al hombre de hoy angustiado por el sentido de la existencia, indiferente a veces ante la predicación de la Iglesia, escéptico quizá ante las mediaciones de la revelación de Dios, Juan de la Cruz invita a una búsqueda honesta, que lo conduzca hasta la fuente misma de la revelación que es Cristo, la Palabra y el Don del Padre. Lo persuade a prescindir de todo aquello que podría ser un obstáculo para la fe, y lo coloca ante Cristo. Ante El que revela y ofrece la verdad y la vida divinas en la Iglesia, que en su visibilidad y en su humanidad es siempre Esposa de Cristo, su Cuerpo Místico, garantía absoluta de la verdad de la fe (cf. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Prol., 1).

Por eso exhorta a emprender una búsqueda de Dios en la oración, para que el hombre caiga en la cuenta de su finitud temporal y de su vocación de eternidad (Cántico espiritual, 1, 1) . En el silencio de la oración se realiza el encuentro con Dios y se escucha esa Palabra que Dios dice en eterno silencio y en silencio tiene que ser oída (cf. Dichos de luz y amor, 104). Un grande recogimiento y un desasimiento interior, unidos al fervor de la oración, abren las profundidades del alma al poder purificador del amor divino.

6. Juan de la Cruz siguió las huellas del Maestro, que se retiraba a orar en parajes solitarios (Subida del Monte Carmelo, III, 44, 4). Amó la soledad sonora donde se escucha la música callada, el rumor de la fuente que mana y corre aunque es de noche. Lo hizo en largas vigilias de oración al pie de la Eucaristía, ese “vivo pan” que da la vida, y que lleva hasta el manantial primero del amor trinitario.

No se pueden olvidar las inmensas soledades de Duruelo, la oscuridad y desnudez de la cárcel de Toledo, los paisajes andaluces de la Peñuela, del Calvario, de los Mártires, en Granada. Hermosa y sonora soledad segoviana la de la ermita-cueva, en las peñas grajeras de este convento fundado por el Santo. Aquí se han consumado diálogos de amor y de fe; hasta ese último, conmovedor, que el Santo confiaba con estas palabras dichas al Señor que le ofrecía el premio de sus trabajos: “Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco”. Así hasta la consumación de su identificación con Cristo Crucificado y su pascua gozosa en Úbeda, cuando anunció que iba a cantar maitines al cielo.

7. Una de las cosas que más llaman la atención en los escritos de San Juan de la Cruz es la lucidez con que ha descrito el sufrimiento humano, cuando el alma es embestida por la tiniebla luminosa y purificadora de la fe.

Sus análisis asombran al filósofo, al teólogo y hasta al psicólogo. El Doctor Místico nos enseña la necesidad de una purificación pasiva, de una noche oscura que Dios provoca en el creyente, para que más pura sea su adhesión en fe, esperanza y amor. Sí, así es. La fuerza purificadora del alma humana viene de Dios mismo. Y Juan de la Cruz fue consciente, como pocos, de esta fuerza purificadora. Dios mismo purifica el alma hasta en los más profundos abismos de su ser, encendiendo en el hombre la llama de amor viva: su Espíritu.

El ha contemplado con una admirable hondura de fe, y desde su propia experiencia de la purificación de la fe, el misterio de Cristo Crucificado; hasta el vértice de su desamparo en la cruz, donde se nos ofrece, como él dice, como ejemplo y luz del hombre espiritual. Allí, el Hijo amado del Padre “fue necesitado de clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! por qué me has desamparado? (Mt 27, 46). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (Subida del Monte Carmelo, II, 7, 11).

8. El hombre moderno, no obstante sus conquistas, roza también en su experiencia personal y colectiva el abismo del abandono, la tentación del nihilismo, lo absurdo de tantos sufrimientos físicos, morales y espirituales. La noche oscura, la prueba que hace tocar el misterio del mal y exige la apertura de la fe, adquiere a veces dimensiones de época y proporciones colectivas.

También el cristiano y la misma Iglesia pueden sentirse identificados con el Cristo de San Juan de la Cruz, en el culmen de su dolor y de su abandono. Todos estos sufrimientos han sido asumidos por Cristo en su grito de dolor y en su confiada entrega al Padre. En la fe, la esperanza y el amor, la noche se convierte en día, el sufrimiento en gozo, la muerte en vida.

Juan de la Cruz, con su propia experiencia, nos invita a la confianza, a dejarnos purificar por Dios; en la fe esperanzada y amorosa, la noche empieza a conocer “los levantes de la aurora”; se hace luminosa como una noche de Pascua —“O vere beata nox!”, “¡Oh noche amable más que la alborada!”— y anuncia la resurrección y la victoria, la venida del Esposo que junta consigo y transforma al cristiano: “Amada en el Amado transformada”.

¡Ojalá las noches oscuras que se ciernen sobre las conciencias individuales y sobre las colectividades de nuestro tiempo, sean vividas en fe pura; en esperanza “que tanto alcanza cuanto espera”; en amor llameante de la fuerza del Espíritu, para que se conviertan en jornadas luminosas para nuestra humanidad dolorida, en victoria del Resucitado que libera con el poder de su cruz!

9. Hemos recordado en la lectura del Evangelio las palabras del profeta Isaías, asumidas por Cristo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18).

También el “santico de Fray Juan” —como decía la madre Teresa— fue, como Cristo, un pobre que evangelizó con inmenso gozo y amor a los pobres; y su doctrina es como una explicación de ese evangelio de la liberación de esclavitudes y opresiones del pecado, de la luminosidad de la fe que cura toda ceguera. Si la Iglesia lo venera como Doctor Místico desde el año 1926, es porque reconoce en él al gran maestro de la verdad viva acerca de Dios y del hombre.

La Subida del Monte y la Noche oscura culminan en la gozosa libertad de los hijos de Dios en la participación en la vida de Dios y en la comunión con la vida trinitaria (cf. Cántico espiritual, 39, 3-6). Sólo Dios puede liberar al hombre; éste sólo adquiere totalmente su dignidad y libertad, cuando experimenta en profundidad, como Juan de la Cruz indica, la gracia redentora y transformante de Cristo. La verdadera libertad del hombre es la comunión con Dios.

10. El texto del libro de la Sabiduría nos advertía: “Si pueden alcanzar tanta ciencia y son capaces de investigar el universo, ¿cómo no conocen más fácilmente al Señor de él?” (Sb 13, 9). He aquí un noble desafío para el hombre contemporáneo que ha explorado los caminos del universo. Y he aquí la respuesta del místico, que desde la altura de Dios descubre la huella amorosa del Creador en sus criaturas y contempla anticipada la liberación de la creación (cf. Rm 8, 19-21.

Toda la creación, dice San Juan de la Cruz, está como bañada por la luz de la encarnación y de la resurrección: “En este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (Cántico espiritual, 39, 5.4). El Dios que es “Hermosura” se refleja en sus criaturas.

En un abrazo cósmico que en Cristo une el cielo y la tierra, Juan de la Cruz ha podido expresar la plenitud de la vida cristiana: “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo en quien me diste todo lo que quiero... Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes; los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí” (Dichos de luz y amor, 29-31).

11. Hermanos y hermanas: He querido rendir con mis palabras un homenaje de gratitud a San Juan de la Cruz, teólogo y místico, poeta y artista, “hombre celestial y divino” —como lo llamó Santa Teresa de Jesús—, amigo de los pobres y sabio director espiritual de las almas. El es el padre y maestro espiritual de todo el Carmelo Teresiano, el forjador de esa fe viva que brilla en los hijos más eximios del Carmelo: Teresa de Lisieux, Isabel de la Trinidad, Rafael Kalinowski, Edith Stein.

Pido a las hijas de Juan de la Cruz, las carmelitas descalzas, que sepan vivir las esencias contemplativas de ese amor puro que es eminentemente fecundo para la Iglesia (cf. Cántico espiritual, 29, 2-3). Recomiendo a sus hijos, los carmelitas descalzos, fieles custodios de este convento y animadores del Centro de Espiritualidad dedicado al Santo, la fidelidad a su doctrina y la dedicación a la dirección espiritual de las almas, así como al estudio y profundización de la teología espiritual.

Para todos los hijos de España y de esta noble tierra segoviana, como garantía de revitalización eclesial, dejo estas hermosas consignas de San Juan de la Cruz que tienen alcance universal: clarividencia en la inteligencia para vivir la fe: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él” (Dichos de luz y amor, 32). Valentía en la voluntad para ejercitar la caridad: “Donde no hay amor, ponga amor y sacará amor” (Carta 26, a la M. María de la Encaranción). Una fe sólida e ilusionada, que mueva constantemente a amar de veras a Dios y al hombre; porque al final de la vida, “a la tarde te examinarán en el amor” (Dichos de luz y amor, 64). Con mi Bendición Apostólica para todos.

VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL II, COSTA RICA, NICARAGUA I,
PANAMÁ, EL SALVADOR I, GUATEMALA I, HONDURAS, BELICE, HAITÍ

CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Puerto Príncipe (Haití), 9 de marzo de 1983

Queridos hermanos y hermanas.

1. Aquí estoy con ustedes en Puerto Príncipe, en esta tierra de Haití a la que tanto he deseado llegar; Esta gracia me fue finalmente concedida a mí, a mí y a ti, para que juntos podamos alabar y adorar a la Santísima Trinidad, celebrar el culto eucarístico de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, en el misterio de su Eucaristía, y venera también a su Santísima Madre y Madre nuestra, Madre de la Iglesia, a quienes invocas bajo el nombre de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

En realidad estamos celebrando la clausura del gran Congreso Eucarístico, que ahora continuarás y aplicarás en tu vida diaria, personal, familiar y social.

Juntos y con alegría participamos en esta fiesta, yo, sucesor de san Pedro y pastor de todos los fieles, principio visible de la unidad de la Iglesia (cf. Lumen gentium , 18), vosotros, obispos, ahora todos viniendo de su mundo, y de ustedes mismos, hombres y mujeres, niños y niñas, niños y ancianos, hijos e hijas de este noble pueblo haitiano. Sé muy bien lo vivo que es su sentido de celebración, celebración y oración. Y aquí mismo lo veo, gracias a sus canciones y sus respuestas entusiastas. Estoy feliz de ser la oportunidad y agradezco a Dios por ello.

Pero hay más. Por primera vez, durante mis visitas a América Latina, me encuentro presente en un país cuya población está compuesta principalmente por personas de color, especialmente negros. Veo en esto un signo de gran importancia, porque de esta manera se me permite entrar directamente en relación con el tercer componente de la cultura y civilización de estos pueblos de América Latina y Centroamérica: gente que vino de África, profundamente integrada con las otras civilizaciones originarias de la propia América o procedentes de Europa para formar, a partir de todas estas riquezas, una realidad típica.

Este país fue el primero de América Latina en declararse independiente. Por tanto, está llamado, de manera particular, a desarrollar en sí mismo, en un clima de libertad, y en relación con sus medios y el esfuerzo de todos, una obra de verdadera promoción humana y social para que sus hijos y sus hijas puedan trabajar. allí a sus anchas, sin verse obligados a buscar en otra parte, ya menudo en condiciones dolorosas, lo que deberían encontrar en casa.

En este punto me gustaría recordar un episodio bastante dramático, que de alguna manera unió la historia de Haití con la del pueblo polaco. Hace ciento setenta años, tres mil soldados polacos desembarcaron en esta isla, enviados por las fuerzas de ocupación para reprimir la revuelta del pueblo que luchaba por su independencia política. Estos soldados, en lugar de luchar contra las legítimas aspiraciones de libertad, simpatizaron con el pueblo de Haití. Aproximadamente trescientos de ellos sobrevivieron. Sin duda, sus descendientes contribuyeron al desarrollo de este país. Han conservado y cultivado las tradiciones católicas. Entre otras cosas, construyeron capillas con imágenes que reproducían la Virgen polaca de Czestochowa.Por tanto, os saludo a todos y os invito a rezar y reflexionar juntos sobre los dos misterios que celebramos hoy: la Eucaristía y María.

2. Has escuchado las lecturas bíblicas que se han proclamado. El del libro del Éxodo nos habla de la "Pascua", de la liberación que los hijos de Israel recibieron entonces y de la que nuestra fiesta pascual garantiza la conmemoración. Aquella fue también una fiesta de la libertad, en la que el cordero ofrecido y comido recordó la renovada comunión con el Señor y con los hermanos y también "el paso, para asistir, acompañar y liberar a su pueblo, prisioneros del Egipto faraónico, para luego enviarlo". a la tierra prometida.

En el Evangelio de Juan, leído en esta Misa, es la misma Pascua que estamos a punto de celebrar. Pero el "pasaje" del que se habla es el del mismo Jesús, para quien "había llegado la hora de este mundo al Padre" ( Jn 13, 1). Para él, para sus discípulos y para nosotros, no se trata de salir de Egipto, de un éxodo en el tiempo y el espacio. En cambio, como dice admirablemente el evangelista Lucas en el escenario de la Transfiguración (cf. Lc 9,31 ), se trata de su éxodo, de su partida para ir hacia el Padre, que iba a suceder en Jerusalén y que tuvo lugar en la "hora de su Pasión, su muerte y su Resurrección".

Este éxodo y esta partida están marcados por el amor: "Habiendo amado a los que estaban en el mundo, los amó hasta el signo supremo" ( Jn 13, 1). Es el amor lo que empujó a Jesús a la muerte en la cruz: "Me amó y se sacrificó por mí" ( Gal 2, 20 ). Y es siempre el amor lo que le inspiró a dejarnos la Eucaristía.

3. La Eucaristía, como bien sabemos por nuestra catequesis, es el sacramento de su cuerpo y sangre, que él mismo ofreció de una vez por todas (cf. Hb 9, 26-28), para liberarnos del pecado y de la muerte. y que confió a su Iglesia para hacer su propia ofrenda, bajo las especies del pan y del vino, y alimentar para siempre a sus fieles, a nosotros mismos, que estamos alrededor de este altar.

La Eucaristía es, por tanto, el sacrificio por excelencia, el de Cristo en la cruz, ofrecido cada vez por los obispos y sacerdotes en favor de todos los cristianos, vivos y difuntos.

La Eucaristía es al mismo tiempo alimento espiritual, a través del cual recibimos a Cristo mismo, en su totalidad, Dios y hombre, que nos nutre con su misma sustancia y nos hace semejantes a él, cada uno de nosotros y todos juntos. De hecho, es la Eucaristía la que crea la unidad de la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo: “Y puesto que hay un solo pan, nosotros, aunque muchos, formamos un solo cuerpo; de hecho, todos compartimos el mismo pan ( 1 Cor 10, 17 ).

Adoramos y reconocemos esta presencia de Cristo bajo las especies del pan y del vino, cuando se guarda en el tabernáculo, para permitir que los cristianos vengan y oren al Señor contemplándolo en su Santísimo Sacramento, a lo largo de los días, y también para que lleven la comunión a los enfermos y moribundos. Rendimos culto público a la Eucaristía cuando se celebra, durante un Congreso Eucarístico o con motivo del Corpus Domini. Esta presencia real entre nosotros, en la celebración de la Eucaristía, y siempre en relación con ella, es para los cristianos uno de los signos del Emmanuel, Dios-con-nosotros, como Israel llamó al futuro Mesías (cf. Is 7; Mt 1, 23).

4. Juan Evangelista, que nos transmitió la promesa de esta Eucaristía (cf. Jn 6, 51-59), y nos mostró su importancia para la fe de los discípulos y para la nuestra ( Jn 6, 60-71), también nos describe, con ocasión de la Última Cena de Jesús, el lavamiento de los pies (cf. Jn 13,1-16).

¿Por qué quiso sustituir el relato de la institución de la Eucaristía, que se encuentra entre los demás evangelistas y también en san Pablo (cf. 1 Co 11, 17-34), el relato del lavamiento de los pies? Él mismo nos da la explicación, enmarcando la historia, como habéis oído, con la referencia al amor supremo de Jesús: "Los amó hasta el fin" ( Jn 13,1 ), y con la exhortación a seguir el ejemplo que el Maestro acababa de decir: "Si, pues, os he lavado los pies, yo, el Señor y el Maestro, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" ( Jn 13,14 ).

Estoy seguro de que lo comprenden bien, queridos hermanos y hermanas de Haití. Quien participa de la Eucaristía está llamado a seguir el ejemplo de Jesús que recibió en sí mismo; está llamado a imitar su amor y a servir al prójimo hasta el punto de lavarle los pies. Y como nosotros, también lo es la Iglesia, toda la Iglesia, la Iglesia de Haití, que debe estar plenamente comprometida con el bien de sus hermanos y hermanas, de todos, pero sobre todo de los más pobres, precisamente porque acaba de celebrar una Eucaristía. Congreso. En realidad, siempre celebra la Eucaristía. Y la Eucaristía es el sacramento del amor y el servicio.

Habéis elegido como lema de vuestro Congreso: “Algo debe cambiar aquí”. Bueno, en la Eucaristía encuentras la inspiración, la fuerza y ​​la perseverancia para participar en este proceso de cambio.

Las cosas realmente necesitan cambiar. Al preparar el Congreso, la Iglesia tuvo el valor de afrontar la dura realidad de hoy, y estoy seguro de que lo mismo ocurre con todos los hombres de buena voluntad, con todos los que aman profundamente a su Patria. El suyo es un país hermoso, rico en recursos humanos. Y se puede hablar entre vosotros de un sentimiento religioso innato y generoso, de la vitalidad y carácter popular de la Iglesia. 

Pero los cristianos también han tenido que notar la división, la injusticia, la desigualdad excesiva, la degradación de la calidad de vida, la miseria, el hambre, el miedo de tanta gente. Pensaron en los campesinos incapaces de vivir de los frutos de su tierra, en las multitudes que acuden a las ciudades sin trabajo, en las familias desplazadas, en las víctimas de diversas frustraciones. Y, sin embargo, están convencidos de que hay soluciones en la solidaridad. 

Es necesario que los "pobres" de todo tipo reanuden la esperanza. La Iglesia mantiene una misión profética en este campo, inseparable de su misión religiosa, y pide libertad para cumplirla, no para acusar y no solo para concienciar a las personas del mal, sino para contribuir positivamente a corregir situaciones, comprometiendo todas las conciencias y en particular, la conciencia de quienes tienen la responsabilidad, en los pueblos, ciudades o en el ámbito nacional, de actuar según el Evangelio y la doctrina social de la Iglesia.

Ciertamente, existe una profunda necesidad de justicia, de una mejor distribución de los bienes, de una organización más equitativa de la sociedad, con mayor participación, una concepción más desinteresada del servicio por parte de todos los que tienen responsabilidades; existe un legítimo deseo, por los medios de comunicación y la política, por una libre expresión que respete las opiniones de los demás y el bien común; existe la necesidad de un acceso más libre y fácil a bienes y servicios que no pueden seguir siendo prerrogativa de alguien: por ejemplo, la posibilidad de comer lo suficiente y ser tratado, vivienda, secularización, la victoria sobre el analfabetismo, trabajo honesto y digno, seguridad social, respeto por las responsabilidades familiares y los derechos humanos fundamentales. En fin, todo lo que causa al hombre y a la mujer, los niños y los ancianos llevan una vida verdaderamente humana. No se trata de soñar con la riqueza o una sociedad de consumo, sino que se trata, para todos, de un nivel de vida digno de la persona humana, de los hijos e hijas de Dios.

Y todo esto no es imposible si todo las fuerzas vivas del país se unen en un mismo esfuerzo, contando también con la solidaridad internacional que siempre es deseable. Los cristianos quieren ser personas de esperanza, amor, acción responsable. contando también con la solidaridad internacional que siempre es deseable. Los cristianos quieren ser personas de esperanza, amor, acción responsable. contando también con la solidaridad internacional que siempre es deseable. Los cristianos quieren ser personas de esperanza, amor, acción responsable.

El hecho de ser miembros del cuerpo de Cristo y participar en su banquete eucarístico los compromete a promover estos cambios. Será su forma de lavarse los pies unos a otros, según el ejemplo de Cristo. Lo harás sin violencia, sin matar, sin luchas internas, lo que a menudo no trae más que nuevas opresiones. Lo harás con respeto y amor a la libertad.

Estoy encantado con todos los que trabajan en esta línea, que defienden los derechos de los pobres, muchas veces con escasos recursos, me atrevería a decir "con las manos desnudas". Hago un llamamiento a todos los que ostentan el poder, la riqueza, la cultura, para que comprendan su grave y urgente responsabilidad frente a todos los hermanos y hermanas. Es el honor de su cargo; También les digo que confío y oro por ellos.

5. Sentimos la misma necesidad de conversión cuando nos dirigimos a la Santísima Virgen, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que fue objeto de tu primera devoción y luego, a lo largo de tu historia. Esta devoción es y debe ser liberadora. Recordamos las palabras de la carta a los Gálatas, que acabamos de escuchar: “Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los sujetos de la ley, para recibir la adopción de Hijos ”( Gal 4, 4-5).

A esta mujer, bendita de todos (cf. Lc 1, 42), la conoces bien. Gracias a su libre aceptación, su fe y su obediencia, “nuestra liberación se pagó con la muerte de su Hijo. Es gracias a su colaboración en su obra redentora que “se nos ha permitido ser niños adoptados”.

Por eso la amamos y veneramos como Madre nuestra. Por eso estamos obligados a imitarla en la fe, en su obediencia y en el compromiso de colaborar en la misión de su Hijo, en la situación concreta en la que nos encontramos, o ustedes en Haití.

Entonces, cuando recen con su Rosario, meditando los misterios de la vida, muerte y resurrección de Cristo, uniéndose de corazón a la presencia de María en cada uno de ellos, sean conscientes de que esto los compromete a vivir y trabajar como discípulos fieles. que participan de los mismos misterios y reciben sus frutos.

Que tu devoción sea inteligente y activa, digna de hombres y mujeres que han recibido en su corazón “el Espíritu del Hijo de Dios clamando: ¡Abba, Padre! ( Gal 4, 7). No es una nueva forma de sumisión "a los elementos del mundo ( Gal 4, 3), una nueva" esclavitud "( Gal 4, 3) como ciertas prácticas sincréticas, inspiradas por el miedo y la angustia frente a fuerzas que están no entendido!

No, sois hijos e hijas de Dios, liberados por Jesucristo, nacido de la Virgen María. ¡Sed dignos de vuestra filiación divina y de aquello que os une a María! Habiendo aceptado renunciar al pecado y entregar la fe a Cristo, con María, levanta la cabeza y reconoce con ella la predilección de Dios por los humildes, los enfermos, los que viven en el amor (cf. Lc 1, 46-55).

Le encomiendo, todos juntos y cada uno individualmente, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, originarios del país o que vienen aquí como misioneros, los seminaristas tan numerosos, fieles y probados pueblos de esta hermosa tierra de Haití, que tanto ha muchos jóvenes., y también tus compatriotas que han emigrado o exiliado. Le pido que interceda por ti ante su Hijo para que puedas llevar una vida pacífica y verdaderamente digna.

Invoco también sobre ti la protección de San Pedro Claver, el gran santo negro, gloria de tu raza, de la que toda la Iglesia te debe.

[Idioma local:] Haitianos de todas partes, estoy con ustedes. Te bendigo con todo mi corazón. ¡Coraje! ¡Mantenerse firmes! Dios está contigo. Jesucristo es tu hermano. ¡El Espíritu Santo es tu luz! ¡María tu madre!

Le ruego a Dios que los bendiga, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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SANTA MISA CONCLUSIVA DEL XX CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Milán - domingo 22 de mayo de 1983 

“¡Envía, Señor, tu Espíritu para renovar la tierra!”.

1. Así clama la Iglesia en la liturgia de la solemnidad de Pentecostés. Así clama la Iglesia que está en Milán, la Iglesia que guarda asiduamente el patrimonio de San Ambrosio, San Carlos y de muchas generaciones del Pueblo de Dios, reunido en torno a sus grandes Pastores.

Envía tu Espíritu, Señor, para renovar la tierra.

Así clama hoy la Iglesia en toda Italia, reunida aquí para celebrar su Congreso Eucarístico. Es, de hecho, el XX Congreso Eucarístico Nacional de Italia, que encuentra su manifestación definitiva en este Santo Sacrificio, celebrado en la fiesta de Pentecostés.

Doy gracias a Dios Todopoderoso por tener la alegría de realizar, como Obispo de Roma, junto con vosotros, venerables y queridos hermanos y hermanas, al concluir el Congreso, este acto de alabanza y adoración de la Santísima Trinidad: del Padre. , del Hijo y del Espíritu Santo.

2. Poderoso es el aliento de Pentecostés. Levanta, en el poder del Espíritu Santo, la tierra y todo el mundo creado a Dios, a través de quien existe todo lo que existe. Por eso cantamos junto con el salmista: “¡Cuán grandes son tus obras, Señor! / La tierra está llena de tus criaturas ”( Sal 104, 24).

Miramos el orbe terrenal, abrazamos la inmensidad de la creación y seguimos proclamando con el salmista: “Si. . . les quita el aliento, mueren / y vuelven a su polvo. / Envía tu espíritu, se crean / y renuevas la faz de la tierra ”( Sal 104: 29-30).

Profesamos el poder del Espíritu en la obra de la creación: el mundo visible tiene su comienzo en la Sabiduría, la Omnipotencia y el Amor invisibles. Y por eso deseamos hablar a las criaturas con la palabra que escucharon de su Creador al principio, cuando vio que eran "cosa buena", "muy buena". Y por eso cantamos: “Bendice al Señor, alma mía: / ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! . . . / La gloria del Señor sea para siempre; Alégrese el Señor en sus obras ”( Sal 104, 1,31).

3. En el gran e inmenso templo de la creación queremos celebrar hoy el nacimiento de la Iglesia. Precisamente por eso repetimos: "¡Envía tu Espíritu, Señor, para renovar la faz de la tierra!".

Y repetimos estas palabras cuando nos reunimos en el Cenáculo en Pentecostés: allí, de hecho, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, reunidos con la Madre de Cristo, y allí nació la Iglesia para servir a la renovación del rostro de Cristo. la tierra.

Al mismo tiempo, entre todas las criaturas, que se convierten en obra de manos humanas, elegimos el Pan y el Vino. Los llevamos al altar. De hecho, la Iglesia, nacida el día de Pentecostés del poder del Espíritu Santo, nace constantemente de la Eucaristía, en la que el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre del Redentor. Y esto también sucede gracias al poder del Espíritu Santo.

4. Estamos en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Pero al mismo tiempo la liturgia de esta solemnidad nos conduce al mismo Cenáculo "en la tarde del día de la Resurrección". Allí mismo, aunque las puertas estaban cerradas, Jesús vino entre los discípulos reunidos y aún temerosos.

Después de mostrarles las manos y el costado, como prueba de que era el mismo que había sido crucificado, les dijo: “¡La paz sea con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes. Después de decir esto, sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pecados, les serán perdonados, y a los que no perdonéis, no serán perdonados "( Jn 20, 21-23).

Así, pues, en la tarde del día de la Resurrección, los apóstoles, encerrados en el silencio del Cenáculo, habían recibido el mismo Espíritu Santo, que descendió sobre ellos después de cincuenta días, de modo que, inspirados por su poder, ellos se convertiría en testigos del nacimiento de la Iglesia: "Nadie puede decir que Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo" ( 1 Co 12, 3).

En la tarde del día de la Resurrección, los apóstoles, por el poder del Espíritu Santo, confesaron con todo su corazón: "Jesús es el Señor"; y es la misma verdad que, desde el día de Pentecostés, proclamaron a todo el pueblo, hasta el derramamiento de sangre.

5. Cuando los apóstoles creyeron y confesaron de corazón que "Jesús es el Señor", el poder del Espíritu Santo entregó la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor, en sus manos; aquella Eucaristía que Cristo les había confiado en el mismo Cenáculo, durante la Última Cena, antes de su Pasión.

Luego, mientras les estaba dando pan, dijo: "Tomen y coman de todo: esto es mi cuerpo, ofrecido en sacrificio por ustedes".

Y después, dándoles la copa de vino, dijo: “Tomen y beban todos de él: esta es la copa de mi sangre para la alianza nueva y eterna, derramada por ustedes y por todos en remisión de los pecados”. Y, después de decir esto, agregó: "Hagan esto en memoria mía".

Cuando llegó el día del Viernes Santo, y luego el sábado, las misteriosas palabras de la Última Cena se cumplieron a través de la Pasión de Cristo. He aquí, su Cuerpo había sido dado. He aquí, su Sangre había sido derramada. Y cuando Cristo resucitado estuvo entre los apóstoles en la noche de Pascua, sus corazones latían, bajo el soplo del Espíritu Santo, con un nuevo ritmo de fe.

¡He aquí, el Resucitado está ante ellos!

He aquí, Jesús es el Señor.

He aquí, Jesús el Señor les dio su Cuerpo como pan y su Sangre como vino, "para la remisión de los pecados".

Les dio la Eucaristía.

He aquí, el Resucitado dice ahora: "Como el Padre me envió, también yo os envío". He aquí, los envía en la fuerza del Espíritu Santo con la palabra de la Eucaristía y con el signo de la Eucaristía, ya que realmente dijo: "Haced esto en memoria mía".

"Jesucristo es el Señor". He aquí, él los envía, los apóstoles, con el recuerdo eterno de su Cuerpo y su Sangre, con el Sacramento de su Muerte y Resurrección: él, Jesucristo, Señor y Pastor de su rebaño por todos los tiempos.

6. La Iglesia nació el día de Pentecostés. Nace bajo el poderoso soplo del Espíritu Santo, que ordena a los apóstoles que abandonen el Cenáculo y emprendan su misión.

La noche de la Resurrección, Cristo les dijo: "Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes". En la mañana de Pentecostés, el Espíritu Santo les impulsa a emprender esta misión. Así fueron entre los hombres y partieron para el mundo.

Antes de que esto sucediera, el mundo, el mundo humano, había entrado en el aposento alto. Porque he aquí: “Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, cuando el Espíritu les dio el poder de hablar ( Hechos 2: 4). Con este don de lenguas, el mundo de los hombres, que hablan varios idiomas, y a quienes es necesario hablar en varios idiomas para ser comprendidos en el anuncio de las "grandes obras de Dios" ( Hch 2, 11), entraron juntos en el cenáculo .

Por tanto, en el día de Pentecostés nació la Iglesia, bajo el poderoso soplo del Espíritu Santo. Nació, en cierto sentido, en todo el mundo habitado por hombres, que hablan diferentes idiomas. Ella nació para ir por todo el mundo enseñando a todas las naciones con diferentes idiomas. Nació para que, enseñando a los hombres ya las naciones, nazca siempre de nuevo a través de la palabra del Evangelio; para que nazca en ellos de nuevo en el Espíritu Santo, de la fuerza sacramental de la Eucaristía.

Todos los que acogen la palabra del Evangelio, todos los que se nutren del Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía bajo el soplo del Espíritu Santo profesan: "Jesús es el Señor" ( 1 Co 12, 3).

7. Y así, bajo el soplo del Espíritu Santo, a partir de Pentecostés en Jerusalén, la Iglesia crece. En él hay diversidad "de carismas", y diversidad "de ministerios", y diversidad "de operaciones", pero "solo uno es el Espíritu", pero "solo uno es el Señor", pero "solo uno es Dios", "Que obra todo en todos" ( 1 Cor 12, 4-6).

En cada hombre, en cada comunidad humana, en cada país, lengua y nación, en cada generación, la Iglesia se concibe de nuevo y vuelve a crecer. Y crece como un cuerpo, porque así como el cuerpo une a muchos miembros, muchos órganos, muchas células en uno, la Iglesia une a muchos hombres en uno con Cristo.

La multiplicidad se manifiesta, por obra del Espíritu Santo, en la unidad, y la unidad contiene la multiplicidad en sí misma: “En realidad, todos hemos sido bautizados en un Espíritu para formar un cuerpo. . ., y todos bebimos de un mismo Espíritu ”( 1 Cor 12, 13 ).

Y en la base de esta unidad espiritual, que nace y se manifiesta cada día siempre de nuevo, está el Sacramento del Cuerpo y la Sangre, el gran memorial de la Cruz y la Resurrección, el Signo de la nueva y eterna alianza, que Cristo mismo ha puesto en manos de los apóstoles y ha sentado las bases de su misión.

En el poder del Espíritu Santo, la Iglesia se construye como un Cuerpo a través del Sacramento del Cuerpo. En el poder del Espíritu Santo, la Iglesia se edifica como pueblo del nuevo pacto a través de la Sangre del nuevo y eterno pacto.

El poder vivificante de este sacramento es inagotable en el Espíritu Santo. La Iglesia vive de ella, en el Espíritu Santo, con la vida misma de su Señor. "Jesus es el Señor".

8. Hoy, en esta solemnidad de Pentecostés, en el año jubilar de la redención 1983, el cenáculo de nuestra fe se encuentra reunido en la ilustre ciudad de Milán. Es el Cenáculo de Pentecostés, pero es, al mismo tiempo, el mismo Cenáculo del encuentro pascual de Cristo con los apóstoles, es el mismo Cenáculo del Jueves Santo.

Por lo tanto, nos reunimos en el Cenáculo para recibir nuevamente el testimonio de todos los grandes misterios divinos que comenzaron en el Cenáculo. Acoger el testimonio y dar testimonio de la Eucaristía y del nacimiento de la Iglesia. Dar unidad, a través del Cenáculo, a este testimonio.

Un día el mundo entero vino al Cenáculo en Pentecostés a través del don de lenguas: fue como un gran desafío para la Iglesia, un grito de la Eucaristía y una petición de la Eucaristía.

Hoy en el Cenáculo del Congreso Eucarístico, en la noble ciudad de Milán, Italia es lo primero: viene toda Italia. No solo Lombardía, sino también Piamonte, los tres venecianos y Liguria; también Romagna y Emilia; también Umbría y Toscana, Lazio y las Marcas; también todo el Sur: Campania, Abruzzi y Molise, Puglia, Calabria, Basilicata. Por último, están las islas: Sicilia y Cerdeña, y las otras más pequeñas esparcidas por los mares. Toda Italia desde las costas del Adriático y el Mar Tirreno pasando por el Golfo de Génova y Venecia, toda Italia a lo largo de los Apeninos, pasando por el valle del Po hasta las altas cordilleras de los Dolomitas y los Alpes, se recoge espiritualmente aquí.

Animada por el poderoso soplo de Pentecostés, esta tierra italiana anuncia desde hace generaciones y generaciones, casi dos mil años, las grandes obras de Dios, anuncia la Eucaristía, de la que nace la Iglesia.

Lo anuncia con particular solemnidad en este día en el que, reunido en torno al Sacramento del Altar en esta celebración final del Congreso Nacional, presenta a los fieles el Documento sobre la Eucaristía elaborado por sus Obispos y publicado por ellos hoy mismo. con el deseo de que toda comunidad cristiana "acoja desde la Eucaristía la revelación del amor de Dios, la alegría de la unidad fraterna, la valentía de la esperanza de ser con Cristo el pan partido para la vida del mundo".

La Iglesia se convierte, a través de la Eucaristía, en medida de vida y fuente de la misión de todo el Pueblo de Dios, que hoy ha venido al Cenáculo hablando en el lenguaje de los hombres contemporáneos.

En la Eucaristía lo más profundo está inscrito en la vida de cada hombre: la vida del padre, la madre, el niño y el anciano, el niño y la niña, el profesor y el estudiante, el agricultor y el trabajador, el el hombre culto y el hombre sencillo, el religioso y el sacerdote. De cada uno sin excepción. He aquí, la vida del hombre está inscrita, a través de la Eucaristía, en el misterio del Dios vivo. En este misterio -como en el eterno Libro de la Vida- el hombre traspasa los límites de la contemporaneidad, avanzando hacia la esperanza de la vida eterna. He aquí, la Iglesia del Verbo Encarnado da a luz, a través de la Eucaristía, a los habitantes de la Jerusalén eterna.

9. ¡Te damos gracias, Cristo!

Te damos gracias, porque en la Eucaristía nos acoges, indignos, por la fuerza del Espíritu Santo en la unidad de tu Cuerpo y tu Sangre, en la unidad de tu Muerte y tu Resurrección.

“Gratias agamus Domino Deo Nostro!”.

¡Te damos gracias, Cristo! Te damos gracias porque permites que la Iglesia nazca una y otra vez en esta tierra y porque le permites engendrar hijos e hijas de esta tierra como hijos de adopción divina y herederos de destinos eternos.

“Gratias agamus Domino Deo Nostro!”.

Todos os damos las gracias, reunidos de toda Italia, a través de este Congreso Eucarístico. Bienvenidos a nuestra comunidad gracias. ¡Oh Cristo! Quédate entre nosotros, como la noche de Pascua te encontraste entre los apóstoles del cenáculo; por favor, di una vez más: "Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes" ( Jn 20, 21 ).

¡Y da a estas palabras el poderoso aliento de Pentecostés!

¡Haz arreglos para que permanezcamos fieles a estas palabras!

Déjanos estar donde nos envíes. . ., porque el Padre te ha enviado.


Al final de la Santa Misa, el Papa se despidió de la siguiente manera:

Queridos hermanos y hermanas, he rezado con ustedes; Participé de tu fe; Admiré tu fe, también al ver en qué condiciones te encuentras. Fue una prueba de nuestra fe y esperamos que dé frutos. Les agradezco esta profunda experiencia de fe eucarística que fue el XX Congreso Eucarístico Nacional Italiano. Os saludo cordialmente antes de volver a Roma y saludo una vez más a mis hermanos cardenales y obispos, a los sacerdotes ya todos mis queridos hermanos y hermanas, especialmente a los enfermos.  

Respondiendo a quienes pidieron regresar a Milán nuevamente:

Solo los que ya se han ido pueden regresar y yo todavía no me he ido y ustedes no saben si me iré. Luego intentaremos resolver este problema entre regresar, irse y quedarse. Intentaremos solucionarlo con la gracia de Dios. . . Una vez más agradezco a vuestro arzobispo el cardenal Carlo Maria Martini por invitarme a este Congreso Eucarístico Nacional italiano y agradezco a todos por darme la bienvenida y, ahora, por dejarme volver a Roma. Alabado sea Jesucristo.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 2 de junio de 1983

1. «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido» (1 Cor 11, 231.

El testimonio de Pablo, que acabamos de escuchar, es el testimonio de los otros Apóstoles: transmitieron lo que habían recibido. Y como ellos, también sus sucesores han continuado transmitiendo fielmente lo que recibieron. De generación en generación, de siglo en siglo, sin solución de continuidad, hasta hoy.

Y así, esta tarde, en la emocionante atmósfera de la celebración que reúne en plegaria a los diversos miembros de la Iglesia en Roma, el Sucesor de Pedro, que os habla, se hace eco fiel de ese mismo testimonio: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido».

Y lo que los Apóstoles nos han transmitido es Cristo mismo y su mandamiento de repetir y entregar a todas las gentes lo que El, el Divino Maestro, dijo e hizo en la última Cena: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (1 Cor 11, 24).

2. Al insertarnos en una tradición que dura desde hace casi dos mil años, también nosotros repetimos hoy el gesto de «partir el pan». Lo repetimos en el 1950 aniversario de aquel momento inefable, en que Dios se halló muy cerca del hombre, testimoniando en el don total de Sí la dimensión «increíble» de un amor sin límites.

«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Cómo no experimentar en el espíritu una profunda vibración pensando que, al pronunciar ese «vosotros», Cristo quería referirse también a cada uno de nosotros y se entregaba a Sí mismo a la muerte por cada uno de nosotros:

¿Y cómo no sentirnos íntimamente conmovidos, pensando que esa «ofrenda del propio cuerpo» por nosotros no es un hecho lejano, consignado en las páginas frías de la crónica histórica, sino un acontecimiento que revive también ahora, aunque de modo incruento, en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, colocados en la mesa del altar? Cristo vuelve a ofrecer, ahora, por nosotros su Cuerpo y su sangre, para que sobre la miseria de nuestra realidad de pecadores se vuelque una vez más la ola purificadora de la misericordia divina, y en la fragilidad de nuestra carne mortal sea echado el germen de la vida inmortal.

3. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Aclamación antes del Evangelio). ¿Quien no desea vivir eternamente? ¿Acaso no es ésta la aspiración más profunda que late en el corazón de cada ser humano? Pero es aspiración que desmiente de modo brutal e inapelable la experiencia cotidiana.

¿Por qué? Se nos da la respuesta en la palabra de la Escritura: «EL pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte» (Rom 5, 12), ¿No hay, pues, esperanza para nosotros? No hay esperanza desde que domina el pecado; pero puede renacer la esperanza una vez que el pecado sea vencido. Y esto es precisamente lo que sucedió con la redención de Cristo. En efecto, está escrito: «Si por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (ib., v. 17).

He aquí por qué dice Jesús: «Quien coma de este pan vivirá para siempre». Bajo las apariencias de ese pan está presente El en persona, el vencedor del pecado y de la muerte, el Resucitado! Quien se alimenta de ese pan divino, además de encontrar la fuerza para derrotar en sí mismo las sugestiones del mal a lo largo del camino de la vida, recibirá con él también la prenda de la victoria definitiva sobre la muerte —«el último enemigo destruido será la muerte» como dice el Apóstol Pablo (1 Cor 15, 26)—, de tal manera que Dios pueda ser «todo en todos» (ib., v. 28).

4. ¡Cómo se comprende, al reflexionar sobre el misterio, el amor celoso con que la Iglesia guarda este tesoro de valor inestimable! ¡Y cómo parece lógico y natural que los cristianos, en el curso de su historia, hayan sentido la necesidad de manifestar, inclusa exteriormente, la alegría y la gratitud por la realidad de un don tan grande! Han tomado conciencia del hecho de que la celebración de este misterio divino, no podía quedar encerrada dentro de los muros de un templo, por muy grande y artístico que fuera, sino que había que llevarlo por los caminos del mundo, porque Aquel a quien velan las frágiles especies de la Hostia, ha venido a la tierra para ser la «vida del mundo» (Jn 6, 51).

Así nació la procesión del Corpus Domini que la Iglesia celebra, desde hace ya muchos siglos, con solemnidad y alegría totalmente especial. También nosotros dentro de poco comenzaremos la procesión por las calles de nuestra ciudad. Iremos entre cantos y plegarias llevando con nosotros el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pasaremos entre las casas, las escuelas, los talleres, los comercios; pasaremos por donde hierve la vida de los hombres, por donde se agitan sus pasiones, donde explotan sus conflictos, donde se consuman sus sufrimientos y florecen sus esperanzas. Iremos a testimoniar con humilde alegría que en esa pequeña Hostia blanca está la respuesta a los interrogantes más apremiantes, está el consuelo al dolor más dilacerante, está, en prenda, la satisfacción de la sed abrasadora de felicidad y de amor que cada uno lleva dentro de sí, en el secreto del corazón.

Recorreremos la ciudad, pasaremos entre la gente apremiada por los mil problemas de cada día, saldremos al encuentro de estos hermanos y hermanas nuestros y mostraremos a todos el sacramento de la presencia de Cristo:«He aquí el pan de los ángeles, / pan de los peregrinos, / verdadero pan de los hijos.»

He aquí: el pan que el hombre gana con el propio trabajo, pan sin el cual el hombre no puede vivir ni mantenerse con fuerzas, he aquí que este pan se ha convertido en testimonio vivo y real de la presencia amorosa de Dios que nos salva. En este Pan el Omnipotente, el Eterno, el tres veces Santo, se ha hecho cercano a nosotros, se ha convertido en el «Dios con nosotros», el Emmanuel. Comiendo de este Pan, cada uno puede tener la prenda de la vida inmortal.

Nuestro deseo, más aún, la oración apasionada, es que en los corazones de todos los que nos encontremos pueda florecer el sentimiento maravillosamente expresado en la secuencia de la liturgia de hoy:«Buen Pastor, pan verdadero, / oh Jesús, ten piedad de nosotros: / nútrenos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos / en la tierra de los vivientes.Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / llévanos a tus hermanos / a la mesa del cielo / en la gloria de tus santos». Amén.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA "EN CENA DOMINI"
EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves, 19 de abril de 1984

1. "Habiendo tomado de la sangre del Cordero , la pondrán en los dos postes de las puertas y en el arquitrabe de las casas, donde la comerán" ( Ex 12, 7).

La primera lectura de la liturgia contiene las prescripciones detalladas del Libro del Éxodo, que se refieren a la cena pascual del Antiguo Testamento.La muerte del cordero siguió siendo la señal del poder de Dios , que liberó a su pueblo de la esclavitud egipcia.

Su cuerpo - "la carne asada al fuego" ( Ex 12, 8) - tenía que consumirlo rápidamente, listo para partir inmediatamente cuando el Señor "pasara por la tierra de Egipto " (cf. Ex 12, 12). De ahí: las caderas ceñidas, las sandalias en los pies y el bastón en la mano.

Colocarán la sangre del cordero "en los dos postes de las puertas y en el arquitrabe de las casas, donde tendrán que comerla".

Esta sangre se convirtió en una señal de salvación de la muerte del primogénito de Israel, cuando la muerte golpeó a todos los primogénitos en la tierra de Egipto.

En la tradición de la antigua alianza, la liberación de la esclavitud estaba firmemente ligada al rito del banquete de Pascua . Era la fiesta del cordero: por la muerte de este cordero, los hijos de Israel fueron salvados de la muerte.

2. “ Triduo sacro ”: hoy comienza el Sagrado triduo. En el horizonte de la nueva alianza apareció " el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo ". Juan lo indicó por primera vez en el bautismo en el Jordán (cf. Jn 1, 29 ). Al mismo tiempo, fue el comienzo de la misión mesiánica de Jesús de Nazaret en medio de Israel.

Triduo sagrado . Aquí, el tiempo se ha acercado cuando la figura del Antiguo Testamento de la pascual cordero alcanza su plenitud en un nuevo y definitivo realidad. Esta es la realidad que Juan el Bautista había anunciado en el Jordán: el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

Jesús ve "que el Padre le había entregado todo en sus manos" ( Jn 13, 3). Jesús sabe que "el diablo ya lo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, para que lo traicionara" ( Jn 13, 2).

Jesús “se levanta de la mesa, se quita la ropa. . . y comienza a lavar los pies de los discípulos ”, como un siervo (cf. Jn 13, 4.5).

Con este servicio del Jueves Santo se prepara para realizar el sacrificio de la cruz. En el sacrificio de la cruz, el misterio del Cordero de Dios debe cumplirse hasta el final: debe cumplirse con todo el contenido del misterio de la Redención.El cordero pascual fue el anuncio de esto.

3. El misterio de la redención realizado en la realidad del Cordero de Dios debe permanecer como sacramento de la Iglesia : sacramento del amor.

Este es el sacramento vinculado al rito de la cena, al banquete de Pascua. La liberación de la arrogancia del mal , de la esclavitud del pecado y de la muerte, debe realizarse al precio de la muerte del Cordero de Dios. Esta liberación en el misterio de la redención se une una vez más al banquete pascual .

El Señor Jesús toma el pan “y después de dar gracias”, lo parte y dice: “Este es mi cuerpo que es para vosotros; haced esto en memoria mía ”( 1 Co 11, 24 ).

Luego toma la copa de vino y dice: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre ; haced esto, cada vez que lo bebáis, en memoria mía ”(según anota san Pablo en la primera carta a los Corintios) ( 1 Co 11, 25 ).

"De hecho, cuando coman este pan y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que venga" ( 1 Co 11, 26 ).

De esta manera, el sacramento del pan y del vino abrazó de una vez por todas la realidad del Cordero de Dios.

O, mejor dicho, la realidad del Cordero de Dios , que completa la redención del mundo en la muerte de Cristo, abraza para todos los tiempos el sacramento del pan y del vino instituido durante la última cena: el banquete pascual.

4. Aquí, pues, la Iglesia, día a día, de generación en generación, encuentra siempre de nuevo el mismo poder redentor en el sacramento de la Cena del Señor bajo las especies del pan y del vino. Y celebrando este Santísimo Sacramento la Iglesia confiesa una y otra vez: "He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo".

Mediante el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, la Iglesia está constantemente en el centro mismo del misterio de la Redención.

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 21 de junio de 1984

1. «Iglesia santa, glorifica a tu Señor» (cf. Sal 147, 121.

Esta exhortación, que resuena en la liturgia de hoy, responde casi como un eco lejano a la invitación que el salmista dirigió a Jerusalén:

«Glorifica al Señor, Jerusalén; / alaba a tu Dios, Sión, / que ha reforzado los cerrojos de tus puertas / y ha bendecido a tus hijos dentro de ti» (Sal 147, 12-13).

La Iglesia creció desde Jerusalén y en lo más profundo de su corazón trae esta invitación a glorificar al Dios viviente. Hoy desea responder a esta invitación de modo particular. Este día —jueves después del domingo de la Santísima Trinidad — se celebra la solemnidad del Corpus Domini: del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

2. La Iglesia creció desde la Jerusalén de la Antigua Alianza como Cuerpo bien compacto en unidad mediante la Eucaristía. «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 17).«Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).«El cáliz de nuestra acción de gracias, ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo?» (1 Cor 10, 16).

Hoy queremos glorificar de modo particular, queremos adorar con un acto público y solemne a este pan y a este cáliz, por medio de los cuales participamos del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo.Todo lo que hacemos: este santísimo Sacrificio, que celebramos ahora, y esta procesión eucarística que luego recorrerá algunas calles de Roma (desde la basílica en Letrán a la basílica de la Madre de Dios en el Esquilino): todo esto sólo tiene como finalidad:glorificar este Pan y este Cáliz, mediante los cuales la Iglesia participa en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo: «Jerusalén, alaba a tu Dios».

3. Jesucristo dice:

«El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 56-57).

Esta es la vida de la Iglesia. Se desarrolla en el ocultamiento eucarístico. Lo indica la lámpara que arde día y noche ante el tabernáculo. Esta vida se desarrolla también en el ocultamiento de las almas humanas, en el intimo del tabernáculo del hombre.

La Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, rodeando de la máxima veneración este misterio, que Cristo ha establecido en su Cuerpo y en su Sangre; este misterio que es la vida interior de almas humanas.

Lo hace con toda la sagrada discreción que merece este Sacramento.

Pero hay un día, en el que la Iglesia quiere hablar a todo el mundo de este gran misterio suyo. Proclamarlo por las calles y las plazas. Cantar en alta voz la gloria de su Dios. De este Dios admirable, que se ha hecho Cuerpo y Sangre: comida y bebida de las almas humanas.«...y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).

Es necesario, pues, que «el mundo» lo sepa. Es necesario que «el mundo» acoja este día solemne el mensaje eucarístico: el mensaje del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

4. Deseamos, pues, rodear con un cortejo solemne a este «pan», por medio del cual nosotros —muchos— formamos un solo «Cuerpo».

Queremos caminar y proclamar, cantar, confesar: / He aquí a Cristo —Eucaristía— enviado por el Padre. / He aquí a Cristo, que vive por el Padre. / He aquí a nosotros, en Cristo: / a nosotros, que comemos su Cuerpo y su Sangre, / a nosotros, que vivimos por El: por medio de Cristo-Eucaristía. / Por Cristo, Hijo Eterno de Dios.

«El que come su Carne y bebe su Sangre tiene la vida eterna... El: Cristo lo resucitará el último día» (cf. Jn 6, 54). A este mundo que pasa, / a esta ciudad, que también pasa, aunque se la llame «ciudad eterna», / queremos anunciarles la vida eterna, que está, mediante Cristo, en Dios: / la vida eterna, cuyo comienzo y signo evangélico es la Resurrección de Cristo; / la vida eterna, que acogemos como Eucaristía: sacramento de vida eterna.

¡Jerusalén!

¡Iglesia santa! ¡Alaba a tu Dios! Amén. 

ADORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA VATICANA

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Sábado, 24 de noviembre de 1984

Quédate con nosotros, Señor, que es de noche " ( Lc 24, 29 ).

1. Ésta es la invocación que surge espontáneamente del alma ante Cristo, presente en el sacramento de la Eucaristía, mientras estamos aquí reunidos ante él, al final de una jornada dedicada por vosotros al gran y maravilloso tema de la oración.

Es con un alma feliz y agradecida que quise unirme a ustedes en este momento de adoración antes de la Eucaristía, para orar y ser iluminado una vez más por la gracia de Cristo y por la luz del Espíritu Santo sobre la oración misma, el soplo. de vida cristiana, consuelo diario en esta peregrinación terrena, don vital de participación, a través de Jesús, en la vida de gracia de la Trinidad.

2. Al comienzo de mi pontificado dije que la oración es para mí la primera tarea y casi el primer anuncio, así como es la primera condición de mi servicio en la Iglesia y en el mundo (cf. Insegnamenti di Giovanni Paolo II , I [1978] 78). Hay que reafirmar que toda persona consagrada al ministerio sacerdotal o a la vida religiosa, así como todo creyente, debe considerar siempre la oración como obra esencial e insustituible de la propia vocación, el " opus divinum " que precede, casi en la cima de la todo su vida y su trabajo, cualquiera de sus otros compromisos. Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son prueba de la vitalidad o decadencia de la vida religiosa, del apostolado, de la fidelidad cristiana (cf. Ioannis Pauli PP. II, Allocutio ad Religiosas , muere el 7 de oct. 1979: Enseñanzas de Juan Pablo II , II / 2 [1979] 680).

Quien conoce la alegría de rezar sabe también que hay algo inefable en esta experiencia y que la única forma de comprender su íntima riqueza es viviéndola: lo que es la oración se puede entender rezando. Con palabras sólo se puede intentar balbucear algo: rezar significa entrar en el misterio de la comunión con Dios, que se revela al alma en la riqueza de su amor infinito; significa entrar en el corazón de Jesús para comprender sus sentimientos; rezar significa también anticipar en cierta medida en esta tierra, en el misterio, la contemplación transfiguradora de Dios, que se hará visible más allá del tiempo, en la eternidad.

Por tanto, la oración es un tema infinito en su sustancia, y es igualmente infinito en nuestra experiencia, ya que el don de la oración se multiplica en quienes rezan, según la multiforme, irrepetible e impredecible riqueza de la gracia divina que nos llega en el acto. . de nuestra oración.

3. En la oración es el Espíritu de Dios quien nos conduce al conocimiento de nuestra verdad interior más profunda y nos revela nuestra pertenencia al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Y la Iglesia sabe que una de sus tareas fundamentales consiste en comunicar al mundo su experiencia de la oración: comunicarla tanto al hombre sencillo como al sabio, al hombre meditativo como a quien se siente casi abrumado por el activismo.

La Iglesia vive en la oración su vocación de ser guía de toda persona humana que, ante el misterio de Dios, se encuentra necesitada de iluminación y apoyo, encontrándose pobre y humilde, pero también sinceramente fascinada por el deseo de encontrar a Dios por hablale.

4. Jesús es nuestra oración. Este es el primer pensamiento de fe cuando queremos orar. Al hacerse hombre, la Palabra de Dios asumió nuestra humanidad para llevarla a Dios Padre como una nueva criatura, capaz de dialogar con Él, de contemplarlo, de vivir con Dios una comunión sobrenatural de vida por la gracia.

La unión con el Padre, que Jesús revela en su oración, es un signo para nosotros. Jesús nos asocia a su oración, es el modelo fundamental y la fuente del don de adoración en el que involucra a toda su Iglesia como cabeza.

Jesús continúa en nosotros el don de su oración, casi pidiéndonos que tomemos prestada nuestra mente, nuestro corazón y nuestros labios, para que en el tiempo de los hombres la oración que comenzó encarnándose y continúe eternamente, con su humanidad misma, en el cielo. (cf. Pío XII, Mediator Dei : AAS 39 [1947] 573).

5. Sabemos, sin embargo, que en las condiciones terrenales en las que nos encontramos siempre hay que hacer algún esfuerzo para orar bien, algún obstáculo que superar. La pregunta sobre las condiciones de la oración surge espontáneamente. En este sentido, los clásicos de la espiritualidad ofrecen algunas sugerencias útiles, que tienen en cuenta la concreción de nuestra condición humana.

En primer lugar, la oración requiere de nosotros el ejercicio de la presencia de Dios . Por eso los maestros espirituales llamaron a ese acto profundo de fe que nos hace conscientes de que cuando oramos, Dios está con nosotros, nos inspira y nos escucha, se toma en serio nuestras palabras. Sin este acto previo de fe, nuestra oración podría distraerse más fácilmente de su propósito principal, el de ser un momento de verdadero diálogo con el Señor.

Para rezar es necesario también realizar en nosotros un profundo silencio interior . La oración es verdadera si no nos buscamos a nosotros mismos en la oración, sino solo al Señor. Es necesario identificarse con la voluntad de Dios con el alma desnuda, dispuesta a estar totalmente dedicados a Dios. Entonces nos daremos cuenta de que cada una de nuestras oraciones converge, por su naturaleza, hacia la oración que Jesús nos enseñó y que se convirtió en su única oración. en Getsemaní: "No la mía, sino que se haga tu voluntad" (cf. Mt 6,10; Lc 22,42).

Finalmente, tengamos presente que en la oración somos, con Jesús, embajadores del mundo ante el Padre . Toda la humanidad necesita encontrar su propia voz en nuestra oración: es una humanidad que necesita redención, perdón, purificación. Además, lo que nos agrava, de lo que nos avergonzamos, debe entrar también en nuestra oración; aquello que por su naturaleza nos separa de Dios, pero que pertenece a nuestra fragilidad o a la pobreza de nuestras personas individuales (cf. Insegnamenti di Giovanni Paolo II , II [1979] 543). 

Entonces Pedro oró después de la pesca milagrosa, diciendo a Jesús: "Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5,8).

Esta oración, que nace de la humildad de la experiencia del pecado y que se siente solidaria con la pobreza moral de toda la humanidad, toca el corazón misericordioso de Dios y renueva en la conciencia de quienes rezan la actitud del hijo pródigo, que estremeció el corazón del Padre.

6. Queridos hermanos y hermanas, reunidos ante el sacramento de la presencia real de Cristo, inclinamos la frente, conscientes de nuestra pequeñez, pero al mismo tiempo orgullosos de la inmensa dignidad que nos aporta esta presencia: "¡Qué gran nación tiene tanta divinidad! cerca de él, como el Señor nuestro Dios está cerca de nosotros cada vez que lo invocamos? " ( Dt 4, 7). Podemos reunirnos a su alrededor, podemos hablar con él de manera confidencial, sobre todo podemos escucharlo, permaneciendo en silencio frente a él, con el corazón alerta, dispuestos a escuchar el misterioso susurro de su palabra.

Rezar no es una imposición, es un regalo; no es una restricción, es una posibilidad; no es una carga, es una alegría. Pero para disfrutar de este gozo, uno debe crear las disposiciones correctas en su espíritu.

Por eso, también esta noche, encontramos en nuestros labios la invocación de los apóstoles: "¡Señor, enséñanos a orar!" ( Lc 11, 1). Sí, Señor Jesús, enséñanos en esta ciencia singular, la única necesaria (cf. Lc 10, 42), la única al alcance de todos, la única que traspasará los límites del tiempo para seguirte a la casa de tu Padre, cuando también nosotros "seremos como él, porque lo veremos como es" ( 1 Jn 3, 2). Enséñanos, Señor, esta ciencia divina; ¡es suficiente para nosotros!

 CELEBRACIÓN DEL TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS POR FIN DE AÑO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Lunes, 31 de diciembre de 1984

1. “En el principio era la Palabra. . . / todo se hizo por él , / y sin él nada se hizo / de todo lo que existe ”( Jn 1, 2-3).

Venimos hoy, último día del año, a la iglesia del Gesù para concentrarnos una vez más en esas maravillosas palabras de la liturgia del nacimiento divino, en las palabras del Prólogo del Evangelio de Juan.

Precisamente hoy, cuando acaba el año , cuando una determinada etapa del tiempo humano está por llegar a su fin, ese testimonio del "comienzo" nos habla de una manera particular. Y no habla sólo del "principio" que llega a "un final" - como este año que transcurrió entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 1984 - sino del "principio" (principio) que no tiene principio y que no conoce término . Este principio está en Dios, él mismo, sin principio, es "alfa y omega", "principio y fin" de todo.

Cada tiempo creado está inscrito en su eternidad . Luego se inscribió en nuestro tiempo humano , y por lo tanto también se está poniendo el año 1984 y ese es un metro del tiempo humano en la dimensión universal del terreno que pasa.

Dios es la eternidad . En esta eternidad "el Verbo está con Dios y el Verbo es Dios". Él es el único Dios en la insondable comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

2. La liturgia de la octava del Nacimiento del Señor nos permite referir nuestro tiempo humano a la eternidad divina . Nos permite encontrar en la Palabra eterna todo lo que constituye este tiempo, porque: “Todo se hizo por él, y sin él nada se hizo de todo lo que existe. En él estaba la vida. . . ".

Al escuchar el Evangelio, nuestro pensamiento entra en la dimensión "cósmica" ; " Todo " significa el universo entero . Nuestro tiempo humano pasa junto con el tiempo del universo. Cosmólogos y físicos meditan sobre su desarrollo y se preguntan: ¿en qué dirección se encuentra este mundo visible , cuyos límites, en el tiempo y en el espacio, intentamos llegar con la ayuda de los telescopios más modernos?

Y el evangelista dice: "Todo fue hecho por él": "por él" significa por el "Verbo", de la misma sustancia que el Padre y el Espíritu Santo. Y así todo estaba en él , antes de que se convirtiera en nuestro mundo visible, nuestro universo.

3. Al escuchar el Evangelio, nuestro pensamiento entra al mismo tiempo - y sobre todo - en la dimensión "antropológica" . El hombre es el centro del universo visible, es la corona de la creación. . . La Palabra eterna se refleja sobre todo en el hombre. La Palabra misma, como luz eterna, "ilumina a todo hombre que viene al mundo". El Verbo mismo - Hijo de la misma sustancia que el Padre - en la plenitud de los tiempos "vino entre su pueblo"; "Se hizo carne y vino a vivir entre nosotros".Este divino "Kairos" permanece. Persiste el tiempo del Verbo Encarnado , persiste en la humanidad a través de la Iglesia .

Somos la Iglesia. ¿Cómo está Cristo, Verbo Encarnado, presente a través de nosotros en la gran familia humana? ¿Vemos "su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad"? ¿Extraemos "gracia sobre gracia" de su plenitud? (según las palabras del Evangelio). De hecho, el Verbo, que es el Hijo eterno, " nos dio el poder de ser hijos de Dios" ( Jn 1, 12).

4. Estas son las preguntas que la Iglesia siempre se hace a sí misma. Estas son las preguntas que surgen en particular en esta circunstancia, porque hoy también es un día propicio para un "examen de conciencia", el día de las preguntas más fundamentales. De hecho nos encontramos, con el paso del tiempo, frente a la eternidad divina. Nos enfrentamos al Verbo que se hizo carne.

La Iglesia también hace las mismas preguntas a la humanidad y al mundo, ya que la Iglesia del Verbo Encarnado es al mismo tiempo la Iglesia de la historia y, por tanto, la Iglesia del año 1984.

Incluso la Iglesia , que está en Roma , la Iglesia de los apóstoles Pedro y Pablo, hace las mismas preguntas y las hace a la comunidad de esta ciudad en particular.

5. En el transcurso del año que está a punto de finalizar, un acontecimiento de especial importancia fue la clausura del Jubileo de la Redención el domingo de Pascua. Para este acontecimiento extraordinario, Roma se abrió a los peregrinos de todo el mundo, aunque al mismo tiempo se celebraba el Jubileo en las distintas diócesis de todas las naciones. Grandes multitudes acudían todos los días a la Basílica de San Pedro y otras basílicas designadas para la compra de la Indulgencia. Roma ha participado intensamente en estas manifestaciones de fe y devoción. Roma vivió con especial compromiso dos momentos fuertes del Año Santo: el Jubileo de las familias, que tuvo lugar el domingo 25 de marzo, y el Jubileo de los jóvenes, que finalizó el Domingo de Ramos.

El Jubileo Internacional de la Juventud fue preparado por el Jubileo de la Juventud de Roma en las Catacumbas de San Calisto el Miércoles de Ceniza y luego fue intensamente vivido por las parroquias y familias, que acogieron a los jóvenes venidos de todo el mundo. Roma fue un espectador conmovido de las interminables multitudes de jóvenes que pasaban por ella en esos días, dando un espectáculo singular de oración, alegría y entusiasmo.

6. El acto de encomienda al Inmaculado Corazón de María, que realicé en unión con todos los obispos del mundo, está íntimamente ligado al Año Jubilar de la Redención.

Ya había realizado este acto de encomienda y consagración, relativo a los dos actos realizados por Pío XII en 1942 y en 1952, el 13 de mayo de 1982 durante mi peregrinación a Fátima. El 25 de marzo de este año, el mismo acto de encomienda y consagración tuvo carácter colegiado, porque fue realizado simultáneamente por todos los obispos de la Iglesia: se llevó a cabo en Roma y al mismo tiempo en toda la tierra.

Este acto de consagración debía acercar al mundo, a través de la Madre de Cristo y nuestra Madre, a la fuente de la vida, que brotó en el Gólgota: era traer al mundo de vuelta a la fuente misma de la redención, y, en el Al mismo tiempo, recibir ayuda de Nuestra Señora para ofrecer hombres y pueblos al infinitamente santo (cf. Ioannis Pauli PP. II, Homilia in area Templi Sanctuarii Fatimensis habita , 8, die 13 maii 1982: Enseñanzas de Juan Pablo II , V / 2 [1982] 1573).

Frente a la venerada estatua de Nuestra Señora de Fátima, traída a Roma para la ocasión, quise ofrecer las esperanzas y ansiedades de la Iglesia y del mundo, invocando la ayuda de María en la lucha contra el mal y en la preparación del segundo milenio.

Ahora es necesario que cada uno se esfuerce por vivir fielmente este acto de entrega a María.

7. Paralelamente a estos acontecimientos extraordinarios, la Iglesia de Roma continuó desarrollando su misión diaria a través del trabajo complejo y articulado de las 320 parroquias, divididas en las treinta y cinco prefecturas de los cinco sectores. Este año tuve la oportunidad de realizar una visita pastoral a once parroquias, y precisamente en las parroquias de San Giovanni Battista al Collatino, de Santa Rita en Torbellamonica, de San Marco in Agro Laurentino, de Sant'Ippolito en Villa Massimo, de Santa Maria in Portico en Campitelli, de Santa Maria Ausiliatrice al Tuscolano, de la Gran Madre de Dios, de Santa Maria del Popolo, de Sant'Anna in Casal Morena, de la Reina de los Apóstoles en Montagnola y de Santa Maria delle Grazie, en el Trionfale. Creo que cada una de estas visitas es un evento de especial importancia,Sermo 340, 1: PL38, 1483). 

De hecho, como obispo de la ciudad de Roma, pude acercarme a muchos fieles, de todas las categorías; traer mi enseñanza, mi oración, mi aliento para las muchas actividades pastorales, particularmente en lo que respecta a la catequesis y la liturgia; ver las necesidades y escuchar directamente a los fieles, asociaciones y grupos. Y como cristiano pude vivir la misma fe católica con ustedes fieles.

 Quisiera agradecer cordialmente al cardenal vicario, a los obispos auxiliares y a los sacerdotes por la dedicación con la que hacen todo lo posible por el crecimiento de la fe y por hacer de la diócesis de Roma una Iglesia viva. También les agradezco a ellos ya todos los fieles la preparación de mis visitas dominicales y su cálida acogida, y les deseo abundantes frutos de una intensa vida cristiana.

Durante el año pasado también pude ir a varios otros lugares de Roma: a algunos colegios y monasterios, al policlínico Gemelli, a la basílica de Santa Cecilia y recientemente al hospital de San Pietro, para mantener siempre los vínculos entre los varios sectores vivos de la ciudad y su obispo.

Siento el deber de agradecer el trabajo realizado en la diócesis de Roma por los religiosos y religiosas. En particular, expreso mi agradecimiento por el compromiso que han asumido en el programa papal diocesano de renovación en la dimensión evangélica, esforzándose por estar presentes en todos los entornos, especialmente donde hay pobres, refugiados y marginados.

8. Recientemente, se han impartido lecciones para los consejos escolares en las escuelas, tanto para padres como para alumnos. En Roma, la armonía de todas las asociaciones, movimientos y organizaciones de inspiración católica fue significativa en este sentido. Si bien me complace este compromiso unánime, me gustaría recordar una vez más a las familias e instituciones el deber de prestar especial atención a las escuelas.

De hecho, la educación cristiana de los jóvenes es garantía de futuro. De ahí también la importancia que tiene la enseñanza religiosa en la escuela. Los acuerdos con el Estado italiano prevén la posibilidad de aprovechar la enseñanza de la religión católica en el ámbito escolar: confío en que las familias y los propios jóvenes se esforzarán por hacer uso de este derecho, dando a los valores cristianos el aprecio que tienen. merecen y viven su propia fe con coherencia.

Ante este mundo concreto que lleva el nombre de Roma, la Ciudad Eterna, la Iglesia cumple su ministerio dando testimonio de Cristo, Hijo de Dios, y dando en Cristo el testimonio de la vida eterna, a la que todo hombre está llamado. En esta perspectiva, la Iglesia cumple el servicio de anunciar y defender ciertos valores que son fundamentales tanto para el hombre como para la sociedad.

Hoy queremos agradecer todo esto. Deseo cantar el " Te Deum ", al mismo tiempo pidiendo perdón por nuestras transgresiones y faltas. “Salvum fac populum tuum, Domine”.

9. A todo esto nos referimos al Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros".

En él vemos el principio y el fin de todo bien, a través del cual se forma la historia de la salvación en el alma de los hombres, en las comunidades y en las sociedades .

En él y para él y con él vamos al encuentro de Dios, al encuentro " del Señor que viene ". . . Él "juzgará al mundo con justicia y con verdad a todas las naciones" ( Sal 96, 13).

En el corazón de Jesucristo inscribimos este año que está por transcurrir: " Haga de nosotros un sacrificio perenne, agradable al Padre ". Porque el principio llama al término y el término llama al principio. Tal es el ritmo de nuestra existencia junto con todo el cosmos .

El Verbo que está con Dios lleva este ritmo a la dimensión misericordiosa de la eternidad. De hecho, Dios es la eternidad. "Dios es amor"; "El que ama permanece en Dios y Dios permanece en él" ( 1 Jn 4,16 ).

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA "EN CENA DOMINI"
EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 4 de abril de 1985

1. "¡Nunca me lavarás los pies!" Jn 13,8 ).

Hoy, reunidos en esta basílica de Letrán para la liturgia de la Cena del Señor, escuchamos estas palabras de rechazo de Pedro.

Sin embargo, Jesús convence al apóstol. El lavamiento de los pies es ciertamente una función de servicio, pero también es expresión y signo de participación en toda la obra mesiánica de Cristo . Pietro aún no lo ve. "Si no te lavo, no tendrás parte conmigo" ( Jn 13, 8).

Pedro todavía no comprende; pero su corazón ya está completamente volcado a la obra mesiánica de Cristo : a lo que Cristo quiere. Por eso dice: "¡No solo los pies, sino también las manos y la cabeza!" ( Jn 13 : 9).

2. Cristo lava los pies de Pedro y de todos los apóstoles. Pronto, en recuerdo e imitación de ese gesto del Señor, lavaré los pies a doce sacerdotes que concelebran conmigo en la liturgia eucarística de esta noche. El lavatorio de los pies por Jesús a los apóstoles fue una introducción a la Cena de Pascua . Esta función de servicio debe confirmar una vez más que Jesús no vino al mundo para ser servido, sino para ser él mismo un servidor: es el Maestro y el Señor. Los apóstoles deben pensar y actuar de la misma manera: “Yo les he dado. . . el ejemplo "( Jn 13:15 ).

La función de servicio al comienzo de esta noche de Pascua manifiesta la presencia del "siervo" . Es el "siervo de Yahvé" de la profecía de Isaías. Jesús quiere indicar así que la Cena Pascual inicia el cumplimiento de las palabras de Isaías. De hecho, la misma Cena se convertirá en el sacramento del siervo :

"Soy tu siervo, hijo de tu sierva" ( Sal 116, 16).

3. Durante la Cena de Pascua, todos los participantes dirigen su recuerdo al cordero pascual , cuya sangre en los postes de las casas salvó de la muerte al primogénito de Israel y abrió el camino para el éxodo de Egipto.

También Jesús dirige la mirada de su alma hacia el cordero pascual, recuerda la liberación de la esclavitud en Egipto.

Y al mismo tiempo tiene en sus oídos la voz de Juan el Bautista , que a orillas del Jordán le señaló y proclamó: "He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo" ( Jn. 1:29 ).

Ahora viene la Última Cena. Jesús sabe que ha llegado el momento del cumplimiento de las palabras de Juan cerca del Jordán. La sangre del cordero debe quitar los pecados del mundo.

4. De esta manera la Cena Pascual alcanza su cenit. Jesús toma primero el pan, lo parte y, habiendo pronunciado la oración de acción de gracias, lo da a los apóstoles para que lo coman: “ Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros ; haced esto en memoria de mí ”( Lc 22, 19 ).

Luego toma el cáliz lleno de vino. Y dice (según el texto de Pablo): “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre ; haced esto cada vez que lo bebáis en memoria de mí ”( 1 Co 11, 25 ).

El profeta Isaías compara al siervo que sufre con un cordero. Juan el Bautista dice expresamente: el cordero de Dios.

Jesús, teniendo que cumplir las palabras del profeta y de Juan, instituye la nueva y eterna alianza en su sangre en la Eucaristía .

En la Eucaristía todo lo que pronto comenzará a realizarse está ya contenido místicamente. La Escritura dice: "Porque todas las veces que coman este pan y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que Él venga" ( 1 Co 11, 26 ).

De esta manera, la Eucaristía de la Última Cena anticipa la realidad de la que es signo. Y al mismo tiempo, a través de la Eucaristía, también se anuncia otra realidad: la redención del mundo, la nueva alianza en la sangre del Cordero de Dios, una realidad que continúa.

A través de la Eucaristía, esta realidad vuelve constantemente y se renueva de manera sacramental : "Anuncian la muerte del Señor hasta que venga".

5. Esta realidad se explica por el amor : la cruz y la muerte del Cordero de Dios se explican por el amor. La redención del mundo se explica por el amor. El pacto nuevo y sempiterno en la sangre de Cristo se explica por el amor.

“De hecho, Dios amó tanto al mundo. . . " Jn 3,16 ).

Y Jesús "sabiendo que su tiempo había llegado a pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin " ( Jn 13, 1).

Esta es precisamente la Eucaristía. La Eucaristía se explica a través del amor.

La Eucaristía nace del amor y da a luz al amor. El mandamiento del amor también está inscrito y enraizado definitivamente en él .

"Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros como yo os he amado " ( Jn 13, 34).

Aquí está la Última Cena: el misterio de la Pascua. A partir de ahora , el amor y la muerte caminarán juntos por la historia del hombre, hasta que vendrá de nuevo, quien los unió con un vínculo inquebrantable y nos los dejó en la Eucaristía, para que hagamos lo mismo en memoria de él.

VISITA PASTORAL EN ABRUZZO SANTA MISA DE CONCLUSIÓN DEL CONGRESO EUCARÍSTICO DE LA DIÓCESIS DE TERAMO Y ATRI

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Piazza dei Martiri della Libertà - Teramo
Domingo, 30 de junio de 1985

1. "¿A dónde quieres que vayamos a prepararte para comer la Pascua?" Mc 14, 12).

Así preguntan los discípulos a Jesús, cuando haya llegado el "día de los Panes sin Levadura", tiempo de la inmolación de la Pascua, según la tradición de la antigua alianza .

Entonces Cristo les indica adónde deben ir y qué preparativos hacer, para que la cena pascual pueda tener lugar en el tiempo señalado.

Precisamente esta cena pascual de Cristo con los apóstoles se convierte en la última cena y al mismo tiempo en la primera . Lo último que comió con sus discípulos antes de la pasión: y también la última Pascua del antiguo pacto. Al mismo tiempo, es la primera Pascua de la nueva alianza: la primera Eucaristía.

Y vosotros también, queridos hermanos y hermanas de Teramo y Atri, habéis preparado en la comunidad de vuestra Iglesia diocesana, durante la semana que acaba de pasar, y especialmente este domingo, vuestra particularmente solemne Pascua de Cristo: el Congreso Eucarístico .

2. Me da una gran alegría poder participar en el momento culminante de este Congreso Eucarístico.

Saludo cordialmente al obispo, monseñor Abele Conigli, y le expreso mi agradecimiento por el ministerio que desempeña con dedicación sacerdotal. Con él doy gracias al Señor por el primer fruto de esta asamblea litúrgica: la unidad de espíritu y de corazón en la celebración de la fe.

Saludo a los sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos responsablemente en parroquias, asociaciones y movimientos eclesiales.

El Congreso, que hoy concluye solemnemente, fue querido con motivo del 50 aniversario del nacional, que tuvo lugar en esta ciudad en 1935 y tuvo como tema: "La Eucaristía y la Sagrada Escritura". Sé que ha sido cuidadosamente preparado. En primer lugar con la visita pastoral, que, iniciada hace tres años, permitió múltiples encuentros espirituales con adolescentes, jóvenes y familias y reunió en torno al obispo, especialmente durante la celebración del santo sacrificio, los fieles de las parroquias individuales. Luego las misiones predicadas por los celosos padres pasionistas en Atri, Teramo e Isola del Gran Sasso. Luego la preparación inmediata, con la “Peregrinatio Mariae” dirigida con celo por el prelado arzobispo de Loreto. Durante una semana, la efigie de Laureta del que fue el primer hogar del Hijo de Dios,Cristiano es el templo y tabernáculo del Señor (cf. San Jerónimo, Adv. Iov. , 1, 33: PL 23, 267), que espera el " fiat " del hombre para quedarse con él y apoyarlo en el camino de la vida.

3. Cuando el Señor Jesús se encontró con los apóstoles en el salón donde iban a comer la Pascua durante la cena, “tomó el pan y, habiendo dicho la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: este es mi cuerpo . Luego tomó la copa y dio gracias , se la dio y todos bebieron de ella ”( Mc 14, 23).

Cada Eucaristía que celebramos en la Iglesia es una acción de gracias . En él damos gracias, junto con Cristo, por "las grandes obras de Dios" (cf. Hch 2 , 11 ), que este sacramento en cierto sentido integra y sintetiza. 

Damos gracias por los beneficios de la creación y la redención . Damos gracias a Dios porque es nuestro Padre, y porque en Jesucristo se convirtió en "Emmanuel: Dios con nosotros" (cf. Mt 1,23 ) para todos los tiempos. Estamos agradecidos por el Espíritu de verdad, el Consolador, a quien continúa enviándonos en "el nombre de Cristo".

El Congreso Eucarístico es una acción de gracias particular, muy extendida y prolongada. Esta acción de gracias expresa la vitalidad espiritual de todos los invitados al banquete pascual, a la mesa de la palabra de Dios y del pan que es el cuerpo de Cristo.

4. Vuestro Congreso se organizó en torno al tema: “Reconciliados y unidos en la fracción del pan”.

Cuando el Señor Jesús, tras la transubstanciación del pan pascual en su cuerpo eucarístico, tomó el cáliz lleno de vino, dijo a los discípulos: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza , derramada por muchos" ( Mc 14: 24 ). Esta es la fórmula recogida por el evangelista Marcos. En otra parte, las palabras de la transubstanciación del vino en la Sangre del Señor suenan así: "Esta copa es la nueva alianza en mi sangre " ( Lc 22,20; cf. 1 Co 11,25 ).

El texto litúrgico de la santa misa dice: "Este es el cáliz de mi sangre para la alianza nueva y eterna". La alianza es fruto de la reconciliación con Dios , o más bien de la reconciliación de Dios con los hombres .

Dios se reconcilió con su pueblo, Israel, a través de Moisés , como recuerda la primera lectura de la liturgia de hoy. El fruto de esta reconciliación había sido el antiguo pacto del monte Sinaí, y la señal de esto era la sangre de los animales sacrificados. "He aquí la sangre del pacto que el Señor hizo contigo" ( Ex 24: 8), declaró Moisés después de haber rociado al pueblo con esa sangre.

La nueva y eterna alianza , que Dios concluyó con la humanidad en Jesucristo, encuentra su expresión sacramental en la Eucaristía. El precio de la alianza es el cuerpo y la sangre ofrecidos en el sacrificio de la cruz, en el que Dios reconcilió consigo al mundo, como anunció san Pablo (cf. 2 Co 5, 19 ).

5. Vuestro Congreso Eucarístico ha elegido como tema esta reconciliación , que es iniciativa de la Santísima Trinidad. Es el don particular de Dios para nosotros, y la Eucaristía de Cristo es el signo incesante e inmutable de este don. Es el sacramento de la reconciliación , con el que el Padre eterno reconcilió al mundo consigo mismo en Jesucristo, de una vez por todas: la alianza nueva y eterna.

Al mismo tiempo, al ofrecernos esta reconciliación como don bendito, Dios nos la asigna como tarea a los hombres. Al principio nos lo hace posible, a través del sacramento de la reconciliación. Y al mismo tiempo desafía constantemente las conciencias y los corazones, para que sean susceptibles de reconciliación : de reconciliación con Dios , y al mismo tiempo de reconciliación con los hombres , de reconciliación recíproca. "Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado", dice Jesús ( Jn 15,12 ).

6. El tema de este Congreso corresponde al que se ha convertido en los últimos tiempos en el tema central del trabajo de la Iglesia , que, junto con toda la humanidad, se prepara para la transición del segundo al tercer milenio.

Escuchando el grito del hombre y viendo cómo en las circunstancias de la vida manifiesta la nostalgia de la unidad con Dios, consigo mismo y con el prójimo , sentí, por gracia e inspiración del Señor, proponer con fuerza ese don original de Iglesia que es la reconciliación. .

Por eso, en el otoño de 1983, reuní la VI Asamblea General del Sínodo de los Obispos, cuyas aportaciones fueron propuestas en la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia . Por la misma razón anuncié el Año Jubilar de la Redención, cuyo propósito, como bien sabéis, era celebrar el 1950 aniversario del sacrificio salvífico del Hijo de Dios y así fomentar "un nuevo compromiso de todos y cada uno al servicio de la reconciliación no sólo entre los discípulos de Cristo, sino también entre todos los hombres ”(Juan Pablo II, Aperite portas Redemptori , 3).

Este compromiso será cada vez más constante y generoso si los creyentes acogen a Cristo en su corazón, con profunda fe, dejándose impregnar por el misterio de la infinita piedad de Dios hacia el hombre.

7. En plena comunión de intenciones y acciones, la Iglesia en Italia ha perseguido y desarrollado las dos iniciativas mencionadas en la Convención: “Reconciliación cristiana y comunidad de hombres”. Mientras esa asamblea, durante la octava de Pascua, estaba reunida en Loreto, fui a participar y, sobre todo, a celebrar "con los representantes de los diversos componentes del pueblo de Dios, que viven su fe en Italia, Cristo Resucitado, Redentor de la humanidad. Con ellos me coloqué al pie de la cruz, signo siempre paradójico pero insustituible de nuestra reconciliación, de este gran don que manifiesta la gratuidad y eficacia del amor inagotable de Dios ”(Juan Pablo II, Allocutio in urbe" Loreto "Habita , 11 de abril de 1985 ).

Queriendo entonces apoyar la consolidación de la reconciliación como don de Dios y como tarea encomendada a su cuerpo místico, indiqué como resultado deseable de la Conferencia "una renovada conciencia de la Iglesia, gracias a la cual, en la participación de uno don y en la colaboración de la única misión, todos aprendan a comprenderse y estimarse fraternalmente, a esperarse y anticiparse, a escucharse e instruirse incansablemente, para que la casa de Dios, es decir, la Iglesia, pueda construirse con el aporte de cada uno y para que el mundo vea y crea ”(Juan Pablo II, Allocutio in urbe“ Loreto ”habita , 11 de abril de 1985).

8. El presente Congreso Eucarístico también sigue la línea de estas iniciativas. Para las diócesis de Teramo y Atri fue, y espero que sea durante mucho tiempo en el futuro, una ocasión solemne y exigente para reavivar la fe y la vida cristiana, señalando la Eucaristía como misterio de amor reconciliador, como fuente. de fuerza de paz y alegría.

El cuerpo de Cristo es alimento vital para nosotros, sus hermanos, que, acercándose a la mesa sagrada, no sólo se incorporan a él, sino que se hacen partícipes de su poder de intercesión. En Jesús, con él y para él, nos ofrecemos como regalo al Padre como sacrificio de alabanza y expiación, como hostia agradable a Dios, que se quebranta en favor de toda la humanidad .

Alimentaos del alimento eucarístico, que os inserta en la nueva alianza y os hace permanecer en el amor reconciliador y misericordioso del Redentor. De este modo vuestras comunidades parroquiales se convertirán cada vez más en un signo de la presencia divina en el mundo, necesitadas de esa fuerza unificadora y reconciliadora que se realiza en el amor (cf. ibid .).

9. Cuando Moisés, trabajando en el nombre de Dios, informó, después de su regreso del monte Sinaí, "al pueblo todas las palabras del Señor y todas las reglas", entonces "todo el pueblo respondió al mismo tiempo y dijo: todos los mandamientos que han dado al Señor, los ejecutaremos! " ( Éx 24, 3).

Llevaremos a cabo : tal disponibilidad debe penetrar también en vuestro corazón ahora que, con la obra del Congreso Eucarístico, "las palabras del Señor" sobre la reconciliación en Jesucristo se han acercado a vosotros. Ahora que una vez más, y más aún, se ha revelado el misterio de este sacramento , que es la nueva y eterna alianza en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, ofrecida por la salvación del mundo.

Es necesario que todos ustedes se conviertan , aún más, en discípulos del divino Maestro y de sus apóstoles , conforme a la "medida del don" ( Ef 4, 7) que comparten cada uno de ustedes.

10. Volvamos una vez más al Cenáculo .

He aquí, después de instituir el sacramento de su cuerpo y sangre, el sacramento del amor, Jesús dice a sus discípulos así: "De cierto os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo. en el reino de Dios ”( Mc 14, 25).

La Eucaristía es el sacramento que anuncia y predice el reino de los cielos. Proclama y predice a los hombres la vida eterna con Dios.

¡Queridos participantes en el Congreso Eucarístico! Espero que las palabras de la promesa pronunciada por Cristo en el Cenáculo se cumplan en ustedes , en todos y cada uno de ustedes: que se les dé de comer y beber del fruto de la Eucaristía en el reino de Dios ; ¡Que se convierta en todos y cada uno de ustedes en prenda de vida eterna!

VIAJE APOSTÓLICO A TOGO, COSTA DE MARFIL II, CAMERÚN I,
REPÚBLICA CENTROAFRICANA, ZAIRE II, KENIA II, MARRUECOS

SANTA MISA "STATIO ORBIS" EN LA CONCLUSIÓN DEL 43 ° CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL EN NAIROBI

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Parque Uhuru - Nairobi (Kenia)
Domingo 18 de agosto de 1985

Su Excelencia el Presidente de la República de Kenia, el
Cardenal Otunga y todos los hermanos en el episcopado,
queridos esposos y esposas que renuevan sus votos matrimoniales,
queridos hermanos y hermanas en Cristo,
amados peregrinos de todos los continentes del mundo.

1. “Si el grano de trigo que cayó en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto ”( Jn 12, 24 ). Estas palabras fueron dichas por el Señor Jesús mientras pensaba en su muerte. Él es en primer lugar ese "grano de trigo" que "cae a la tierra y muere" El Hijo de Dios , de la misma sustancia que el Padre, Dios de Dios, luz de luz, se hizo hombre. Entró en la vida de hombres y mujeres comunes como el Hijo de la Virgen María de Nazaret. Y finalmente aceptó la muerte en la cruz como sacrificio por los pecados del mundo. Precisamente de esta manera el grano de trigo muere y da mucho fruto. Es fruto de la redención del mundo , fruto de la salvación de las almas, poder de la verdad y del amor como principio de la vida eterna en Dios. En este sentido, la parábola del grano de trigo nos ayuda a comprender el verdadero misterio de Cristo .

2. Al mismo tiempo, el grano de trigo que "cae a la tierra y muere" se convierte en la promesa del pan . Un hombre recoge de sus campos las espigas de trigo que han brotado del grano simple y, transformando el trigo cosechado en harina, con él hace pan que es alimento para su cuerpo. De esta manera, la parábola de Cristo sobre el grano de trigo nos ayuda a comprender el misterio de la Eucaristía .

De hecho, en la Última Cena, Cristo tomó el pan en sus manos, lo bendijo y pronunció estas palabras: "Tomen todos y coman: este es mi cuerpo ofrecido por ustedes". Y distribuyó a los apóstoles el pan partido que se había convertido en su propio cuerpo de manera sacramental.

De manera similar realizó la transubstanciación del vino en su propia sangre y, distribuyéndola a los apóstoles, dijo: “Tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre, la sangre del nuevo y sempiterno pacto. Será derramado por vosotros y por todos en remisión de vuestros pecados ”. Y añadió: "Haced esto en memoria mía".

3. Así nos fue transmitido el misterio de Cristo a través del sacramento de la Eucaristía.

El misterio del Redentor del mundo que se sacrificó por todos nosotros, ofreciendo su cuerpo y sangre en el sacrificio de la cruz. Gracias a la Eucaristía se cumplen las palabras de nuestro Redentor: "No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros" ( Jn 14, 18 ).

Por este sacramento siempre vuelve a nosotros.

No somos huérfanos. ¡Él está con nosotros! En la Eucaristía también nos trae su paz y nos ayuda a superar nuestras debilidades y miedos. Es tal como lo había anunciado:

“La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo lo da, yo te lo doy. No se turbe en su corazón y no tenga miedo ”( Jn 14, 27 ).

Por eso, desde el principio, los discípulos y testigos de nuestro Señor crucificado y resucitado "fueron asiduos en la escucha de la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en el partimiento del pan y en la oración" ( Hch 2, 42).

Permanecieron fieles "en la fracción del pan". En otras palabras, la Eucaristía constituyó el verdadero centro de su vida, el centro de la vida de la comunidad cristiana, el centro de la vida de la Iglesia.

Así ha sido desde el principio en Jerusalén . Así ha sido donde se ha introducido la fe en el evangelio y la enseñanza de los apóstoles. De generación en generación ha sido así, entre diferentes pueblos y naciones. Así ha sido también en el continente africano , desde el primer momento en que el Evangelio llegó a estas tierras a través del trabajo de los misioneros, y produjo sus primeros frutos en una comunidad reunida para celebrar la Eucaristía.

4. Hoy esta comunidad unida en Cristo se extiende por casi todo el continente. Esta comunidad de setenta millones de personas es un gran signo de la fecundidad de la Eucaristía; el poder del Evangelio de Cristo se ha revelado a África. Desde el amanecer hasta el atardecer, el nombre del Señor se invoca en suelo africano. Los hijos e hijas de África transmiten fielmente las enseñanzas de los apóstoles, y la Eucaristía continúa ofreciéndose para la gloria de Dios y para el bienestar de todos los seres humanos de este continente. La gran exuberancia de la vida religiosa y la existencia de millones de familias cristianas son prueba de que el grano de trigo ha producido mucho fruto para la gloria de la sangre de Jesús y para el honor de toda África.

5. Otra expresión de la madurez de la comunidad cristiana y del crecimiento de la Iglesia es el hecho de que por primera vez se está celebrando un Congreso Eucarístico Internacional en el corazón del continente africano: el mundo entero da gracias a Dios por la 43ª Eucaristía Internacional. Congreso de Nairobi.

Hoy este Congreso alcanza su apogeo. Desde esta "Statio Orbis" África, unida a través de sus obispos, reunida en torno al sucesor de Pedro, proclama la verdad salvífica de la Eucaristía al mundo entero .

Este Congreso es como un gran reflejo de aquella primera comunidad cristiana de Jerusalén que fue "asidua en la escucha de la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en el partimiento del pan y en la oración" ( Hch 2, 42).

El misterio de la Eucaristía es anunciado con alegría por el Congreso Eucarístico ante toda la Iglesia y el mundo entero.

En el mensaje que este Congreso anuncia al mundo hay un eco fuerte y claro de las palabras de Cristo : “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre ”( Jn 6, 51).

6. El mensaje del Congreso Eucarístico contiene el misterio mismo de la Eucaristía, una invitación al amor . Durante la primera Eucaristía, la noche antes de darnos su vida en la cruz, nuestro Salvador dijo a sus discípulos: “Un mandamiento nuevo les doy, que se amen los unos a los otros; como yo os he amado, así también vosotros os améis unos a otros. En esto todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros ”( Jn 13, 34-35).

El amor de Cristo, que se recibe como don, debe a su vez entregarse como don. El amor de Cristo, que se nos prodigó en abundancia en el pan y en la copa, debe ser compartido con nuestros semejantes: con nuestro prójimo pobre o sin hogar, con nuestro prójimo enfermo o en la cárcel, con nuestro prójimo que está nuestro vecino que pertenece a una tribu o raza diferente o que no cree en Cristo.

7. La invitación de Cristo a amarnos, que nos vuelve a dirigir en este Congreso Eucarístico, se dirige en primer lugar a la familia cristiana .

Es como si el Señor le estuviera hablando a cada uno de los miembros de la familia. Esposas , amen a su esposo como Cristo las amó. Esposos , amen a sus esposas "como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla" ( Ef 5, 25 ). “ Hijos , obedezcan a sus padres en el Señor, porque esto es correcto. . . Y ustedes, padres, no amarguen a sus hijos, sino críenlos en la educación y disciplina del Señor ”( Efesios 6: 1, 4). 

Tomemos como modelo la Sagrada Familia de Nazaret: la pureza y la ternura amorosa de María, la fidelidad y honestidad de José, y su dedicación al trabajo diario, la humildad y la obediencia de Jesús.

Y la invitación de Cristo al amor adquiere especial importancia en el campo del amor conyugal . La unión plena e indisoluble de marido y mujer se expresa mejor en la entrega mutua de uno mismo. Las parejas que buscan constantemente amarse y ayudarse mutuamente participan de manera especial en la vida de la Santísima Trinidad. Reflejan como un espejo el amor siempre fiel de Dios por su pueblo. El amor conyugal es fecundo y esta fecundidad se muestra ejemplar en los hijos. Y cada niño trae consigo una renovada invitación a amarse con una generosidad aún mayor.

8. Alimentar, vestir y cuidar a cada niño requiere mucho sacrificio y trabajo duro. Más allá de eso, los padres tienen el deber de educar a sus hijos . Como dice el Concilio Vaticano II: “Esta función educativa suya es tan importante que, si falta, difícilmente podrá ser suplida. En efecto, corresponde a los padres crear en la familia ese clima vivificado de amor y piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación integral de sus hijos en el sentido personal y social. La familia es, por tanto, la primera escuela de virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan precisamente ”( Gravissimum educationis , 3).

Si bien el amor conyugal es único en su expresión más íntima de entrega de uno mismo, también se caracteriza por la capacidad de acoger generosamente a los niños y de extender el cuidado y la dedicación a los miembros de la familia extendida, a la comunidad local y a la sociedad en su conjunto. . La familia cristiana cumple un papel clave en las pequeñas comunidades cristianas y en la vida y misión de la Iglesia. Si bien ninguna familia es inmune al pecado y al egoísmo, y las tensiones que estos dos causan, esto puede ser perdonado y superado por la intercesión del Espíritu Santo, y la familia puede contribuir al compromiso de la Iglesia con la reconciliación, la unidad y la paz .

9. La invitación de Cristo al amor, dirigida a la familia cristiana, puede verse desde una nueva perspectiva cuando se la considera a la luz de la primera lectura de la liturgia de hoy. El Señor le dice a su pueblo por medio del profeta Oseas: “Te haré mi esposa para siempre, te haré mi esposa en justicia y ley, en bondad y amor; Te desposaré conmigo en fidelidad ”( Os 2, 21-22).

La familia cristiana está llamada a ser un signo en el mundo del amor fiel de Dios por su pueblo. Pero para ello, la familia cristiana está invitada en primer lugar a recibir y a llenarse de Dios. Porque la familia está destinada por la providencia a ser una comunidad en diálogo con Dios. Por eso la oración y los sacramentos deben tener un papel fundamental en la familia. la vida.

Lo más importante de todo es la Eucaristía , en la que se conmemora y renueva la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, y en la que marido y mujer encuentran fuerza y ​​alimento para su propia alianza matrimonial.

El Sacramento de la Penitencia ofrece a los miembros de la familia la gracia necesaria para la conversión y para superar cualquier división que el pecado haya producido en el hogar. "Mientras que en la fe descubren cómo el pecado contradice no solo la alianza con Dios, sino también la alianza de los esposos y la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de la familia son conducidos a un encuentro con Dios" rico en misericordia ", quien , derramando su amor, más poderoso que el pecado, reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar ”(Juan Pablo II, Familiaris consortio , 58).

La oración es esencial en la vida de todo cristiano, pero la oración familiar tiene un lugar especial. Al ser una forma de oración participativa, debe modelarse y adaptarse a las particularidades y composición de cada familia. Pocas actividades afectan tanto a la familia como la oración juntos. La oración fomenta el respeto por Dios y el respeto mutuo. Coloca las alegrías y las tristezas, las esperanzas y las decepciones, cada acontecimiento y cada situación, en la perspectiva de la misericordia y la providencia divinas. La oración familiar abre el corazón de todos al Sagrado Corazón de Jesús y ayuda a la familia a estar más unida y aún más preparada para servir a la iglesia y la sociedad.

10. La Eucaristía es el sacramento de la vida . Llena el alma humana de vida divina y es prenda de la vida eterna. A través de la Eucaristía, Cristo nos repite continuamente las mismas palabras que pronunció durante su pasión y muerte: “En la casa de mi Padre hay muchos lugares. . . Te voy a preparar un lugar; cuando haya ido y te haya preparado un lugar, volveré y te llevaré conmigo, para que tú también estés donde yo estoy ”( Jn 14, 2-3).

La celebración eucarística nos eleva de la rutina de la vida diaria. Se orienta y espiritualmente eleva la mirada. La Eucaristía nos ayuda aquí y ahora "manteniendo la mirada fija en Jesús, autor y perfeccionador de la fe" ( Hb 12, 2). También nos ayuda a tener presente la última meta de la carrera que iniciamos en el Bautismo, el auténtico propósito de nuestra vida, nuestro destino final. Cristo nos quiere con él para siempre en la eternidad; nos quiere para siempre en la casa del Padre, donde nos ha preparado un lugar. La Eucaristía aumenta nuestro deseo por la plenitud de vida y la unidad en Cristo, que solo encontraremos en el cielo. Y la Eucaristía es una promesa segura de conseguirlo.

11. Queridos hermanos y hermanas, cardenal Otunga y hermanos obispos y sacerdotes, amados religiosos y religiosas, padres, niños y jóvenes, solitarios y ancianos, todos ustedes que participan en este Congreso Eucarístico con su presencia física o espiritual: La Iglesia de Jesucristo, que se ha arraigado en todas partes de la tierra, ofrece al mundo con alegría y gratitud , a través de mi ministerio como Obispo de Roma y sucesor de Pedro, el mensaje eucarístico de este Congreso.

La Iglesia ve en este Congreso un resultado importante de toda la labor misionera y pastoral realizada desde los primeros días de la evangelización del continente africano, y por este resultado alaba y agradece al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Al mismo tiempo, basándose en la fe joven y genuina de África, toda la Iglesia desea renovar su celo misionero tal como lo manifestó el Vaticano II hace veinte años; ¡porque la Iglesia es misionera por su propia naturaleza! ¡Que Cristo en la Eucaristía, como "el grano de trigo" caído en la tierra de África, produzca en su cuerpo, la Iglesia, mucho fruto de vida eterna!

Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A TOGO, COSTA DE MARFIL, CAMERÚN,
REPÚBLICA CENTROAFRICANA, ZAIRE, KENIA Y MARRUECOS

SANTA MISA EN EL INSTITUTO «CHARLES DE FOUCAULD»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Casablanca, Marruecos
Lunes, 19 de agosto de 1985

¡Alabado sea Jesucristo!

Saludo cordialmente a mis compatriotas que viven en esta comunidad eucarística y que me han recibido con el canto: “Bajo tu amparo, Padre celestial”.

Deseo poneros a todos, queridos hermanos y hermanas aquí en Marruecos, “bajo el amparo del Padre celestial”. «Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).

1. Estas palabras de Jesús constituyen el núcleo del mensaje evangélico. Ellas nos dicen con qué espíritu se reúnen los cristianos, y son una permanente invitación a acoger el amor que Dios nos tiene en su Hijo Jesús, a compartirlo con nuestra comunidad, y a vivirlo con todos los hermanos que nos rodean. Es para mí una alegría encontrarme con vosotros para celebrar la Eucaristía, y meditar la palabra de Dios. Doy gracias al Señor por este encuentro con la Iglesia católica de Marruecos, formada por personas que viven aquí desde hace varias generaciones, y por gentes que han venido aquí a trabajar colaborando en proyectos de desarrollo y en la enseñanza. En vosotros saludo a la comunidad que hace siglos es huésped de este país de reconocida hospitalidad y tolerancia. Saludo fraternalmente a Mons. Hubert Michon, Arzobispo de Rabat, y a Mons. José Antonio Peteiro Freire, Arzobispo de Tánger. También saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosas y seglares, tanto los aquí presentes como a los que viven en otras regiones o están temporalmente ausentes de Marruecos.

2. Vosotros formáis una pequeña comunidad de discípulos de Jesús en un país donde la gran mayoría de los ciudadanos profesan la religión del Islam. Como nos ha enseñado el Vaticano II, y como, después de mi predecesor Pablo VI, he dicho en repetidas ocasiones, hay muchos aspectos buenos y santos en la vida del musulmán. Vosotros sois respetuosos testigos del ejemplo que dan con su plegaria de adoración a Dios. Sabéis cómo se esfuerzan en llevar a la práctica las orientaciones que de Él proceden, tratando de acatar y obedecer su Ley. Observáis la sencillez de vida, así como la generosidad hacia los pobres, en los musulmanes fieles. Es el vivo testimonio de su fe.

Animados por el espíritu de amor, médula del Evangelio, los cristianos pueden comprobar las ventajas del trato cotidiano con los hermanos y hermanas del Islam. Conocéis la cultura y el espíritu religioso de este pueblo, conocimiento adquirido en las relaciones fraternas del mundo del trabajo y de la vida social con gentes de distinta religión. Y esto os permite promover una más amplia comprensión también en los países de Occidente donde residen estudiantes y trabajadores musulmanes. Esto que se vive aquí de manera natural, está llamado a prolongarse en otras partes, tendiendo puentes entre diferentes tradiciones, y aquí precisamente está una de las formas de servicio de los cristianos en Marruecos, en un mundo donde no siempre es fácil el diálogo.

3. Y a vosotros que formáis la comunidad de la Iglesia presente en este país, me gustaría pediros que reflexionarais sobre lo que es específico en nuestra fe cristiana. ¿Qué es lo que debe caracterizar nuestra vida personal y nuestra vida de Iglesia? «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Estas palabras del evangelista Juan nos sugieren la orientación esencial de nuestra existencia cristiana. Siguiendo a Cristo, estamos llamados a «pasar de este mundo al Padre» y a amar a nuestros hermanos de todo corazón y en todo momento.

Sed aquí el cuerpo vivo de Cristo: Vivid con Él y por Él la gran ofrenda de la humanidad al Padre en la asamblea eucarística, que es el centro de la vida de la Iglesia. Dejaos penetrar de la presencia de Jesús e iluminar por su Palabra, pues es en Él donde el hombre adquiere plenamente la condición de hijo y en Él están también unidos sus hermanos a quienes amó hasta el fin. Por Él, Dios nos colma de su gracia, cuando celebramos los sacramentos de la salvación en que el hombre es santificado y reconciliado.

A fin de recibir con claridad los dones de la fe y de poder dar razón de vuestra esperanza (cf. 1P 3, 15), profundizad juntos en le mensaje evangélico. Bien sé que formáis ya grupos de oración y de estudio de la Escritura, que reflexionáis a la luz de la fe acerca del sentido de la vida, donde contribuís a la formación cristiana de los jóvenes y os preocupáis de los hermanos y hermanas especialmente necesitados de ayuda. Con toda mi alma os exhorto a proseguir estas actividades en torno a los sacerdotes, religiosos y religiosas, en calidad de animadores y catequistas laicos. En común, mediante la oración, la reflexión, el cumplimiento de las obligaciones eclesiales, constituís verdaderamente la familia de los discípulos de Cristo y os ayudáis mutuamente a ser testigos del Maestro que, en medio de los hombres vivió el verdadero amor y se hizo servidor de sus hermanos.

4. ¿Qué es lo específico del testimonio cotidiano que damos a Jesucristo? San Pablo dice: «Os voy a mostrar un camino más excelente» (1Co 12, 31). Y describe el amor según hemos escuchado en la primera lectura. Para vosotros, cristianos en Marruecos, podríamos parafrasear así a san Pablo: si estamos bien preparados, si llevamos a cabo y competentemente programas de desarrollo, si tenemos proyectos bien concebidos en materia de sanidad, si alcanzamos a comprender el misterio de la salvación y hacemos un cabal análisis teológico del plan de Dios, si poseemos una fe tan robusta que sea capaz de vencer todos los obstáculos, hasta si llegamos a dar la vida por nuestras creencias, pero no tenemos amor, nuestra esperanza será vana, nuestro testimonio será estéril. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Este es el primer testimonio que ha de caracterizar nuestra vida de cristianos.

Y no se trata de que el amor venga a quedar en un palabra vacía de significado a fuerza de repetirla muchas veces. Es preciso que toda nuestra vida quede impregnada por el mayor de los dones divinos. San Pablo describe las cualidades del amor (cf. 1Co 3, 4-7): es paciente y bueno con todos, aun cuando las relaciones no son fáciles; el cristiano fiel al amor rechaza la vanidad y la jactancia, la arrogancia y el egoísmo, se opone a la intolerancia contra las costumbres o usos diferentes de los suyos. No se goza con las debilidades o faltas de sus hermanos; es comprensivo; es confiado. Es respetuoso con las opiniones ajenas y se alegra con la verdad. Cuando la vida se hace pesada, el amor lo soporta todo y todo lo espera. Sabe descubrir los signos de esperanza y está siempre dispuesto a servir.

5. Todos los demás dones y talentos que hemos recibido tienen su límite. Llegará el tiempo donde aparezca su fragilidad. La obra realizada continuará, o puede ser que no continúe. Pero lo que permanece siempre es ese testimonio de amor que habréis podido dar en nombre de Cristo. El Espíritu de Dios arraiga en el corazón de aquellos con los que ejercitáis la caridad en los actos concretos de cada día; ese amor que os anima a trabajar en todas las obras humanas de este país.

Jesús nos pregunta hoy: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 12-14). Jesús el Maestro se ha hecho Él mismo servidor.

Esta es también nuestra vocación, si queremos ser sus discípulos. Si queréis vivir como los que llevan su nombre en este país, debéis poseer mucho amor para ser capaces de servir. Trabajad por el bien de todos. Trabajad en una obra que sea esencialmente común, en un clima de respeto a todos. Trabajad en una obra si esperar alguna recompensa, porque «es al Señor a quien servís», y vuestro Padre que está en los cielos ve lo que hacéis. Trabajad con esperanza, pero sin pedir ver los resultados de vuestra labor: «Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1Co 3,7).

Queridos hermanos y hermanas,  habéis traído la imagen de San Maximiliano Kolbe, patrono de nuestros tiempos. Este santo, que contemplaba siempre la imagen de la Señora de Jasna Gora (también habéis traído su imagen), representa esta verdad de la que habla la liturgia de hoy. Es la verdad del amor por el que todos comprenderán que somos los discípulos de Cristo. Precisamente este amor demostró San Maximiliano, cuando en Auschwitz dio su vida por un hermano. Este amor injertó Cristo, mediante el corazón de su Madre, en el corazón de este hijo de nuestra tierra. Quiera injertar este amor también en todos los hijos de nuestra tierra, de la tierra polaca, de nuestra nación, en cualquier parte se hallen. Este es el mensaje evangélico que quiero transmitir hoy aquí, en Marruecos, donde estáis como hijos de nuestra nación polaca y como miembros de la esta comunidad cristiana.

6. Queridos amigos que deseáis ser captados por Cristo, que estáis deseosos de amar y servir, a imitación suya, tenéis entre los antepasados de vuestra comunidad insignes inspiradores y modelos. Estoy pensando en todos aquellos que han vivido aquí la tradición franciscana. Estoy pensando igualmente en aquellos contemplativos pobres y desinteresados, amigos del pueblo marroquí, tales como Carlos de Foucauld y Alberto Périguère.

Quisiera agradeceros a vosotros, que sois la Iglesia católica en Marruecos, porque vuestra presencia en este país da testimonio de la universalidad de la Iglesia. Y también pone de manifiesto las diversas situaciones en que se encuentra la Iglesia en las diferentes partes del mundo. Os exhorto a que continuéis viviendo con  alegría vuestra vocación cristiana, y pongáis de manifiesto que el cristiano es una persona de oración, que el Evangelio es un llamamiento a practicar la caridad, la fraternidad universal y que contribuye a la promoción integral del hombre.

Que la Virgen María interceda por vosotros, ella fue la gran servidora de Señor, ella conservaba en su corazón el anuncio de las maravillan del amor que se difunde por Jesucristo, nuestro Salvador, a través de los siglos. Amén.

LITURGIA EUCARÍSTICA EN LA PLAZA DE SAN JUAN DE LETRÁN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo
Jueves 29 de mayo de 1986

1. «Tú eres Sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109/110, 4).

Hoy la Iglesia escucha las palabras del Eterno Padre que habla al Hijo: «Oráculo de Yavé a mi Señor: “Siéntate a mi diestra”... Tu pueblo (se ofrecerá) espontáneamente en el día de tu poder» (Sal 109/110, 1, 3).

¿De qué poder habla el Padre al Hijo? ¿Qué gloria proclama con las palabras del Salmo mesiánico?

He aquí que proclama sobre todo la gloria del Unigénito, la gloria del que fue eternamente engendrado y que es siempre engendrado; El es de la misma naturaleza del Padre.

«Yo mismo te engendré corno rocío antes de la aurora —dice el Salmista— (Sal 109/110, 3). (Bella metáfora, aunque imperfecta; ninguna imagen tomada del mundo de las criaturas puede reflejar la realidad de Dios, el misterio del Padre y del Hijo, el misterio de la generación que está eternamente en Dios).

2. Y sin embargo, a través de la imperfección de las metáforas humanas, la Iglesia escucha las palabras del Padre y contempla la gloria del Hijo. La gloria que El tiene eternamente en Dios-Trinidad y, al mismo tiempo, la que El, como Hijo eterno, da al Padre.

El Hijo de Dios (Verbum Patris), el Hijo del Hombre Sacerdote para siempre.

3. Este es el día de su poder en la historia de la creación. El día de su victoria en la historia del hombre.

El, eternamente engendrado por el Padre y de la misma substancia del Padre, sube al Padre, entra en su gloria como Redentor del mundo. Y el Padre le dice: «Siéntate a mi derecha» (Sal 109/110, 11.

De este modo enlaza al que le es igual (igual al Padre): pero que como verdadero hombre «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8).

Y precisamente por esta muerte El ha alcanzado la victoria: la victoria sobre la muerte del cuerpo y sobre la muerte del espíritu, es decir sobre el pecado.

Precisamente por esta muerte El domina. Es el Señor en el reino de la vida.Y el Padre le dice: «Desde Sión extenderé el poder de tu cetro, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies» (cf. Sal 109/110, 2, 1).

4. El que mediante la muerte ha obtenido el dominio sobre la muerte y sobre el pecado es Sacerdote para siempre. En efecto, ha obtenido ese dominio, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio. Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre. Ha triunfado mediante la Cruz.

En su dominio en el reino de la vida está inscrito su sacerdocio. El que ofrece el sacrificio, sirve: cumple el servicio de Dios. Da testimonio del hecho de que todo lo creado pertenece a Dios y está sometido a Dios.

En el dominio de Cristo está ciertamente inscrito el servicio: la restitución de todas las criaturas a Dios como Creador y Padre.

Cristo se sienta a la derecha del Padre, Cristo reina sometiendo todas las criaturas a Dios como Creador y Padre. Sometiéndolas, las restituye al que pertenecen sobre todo.

Devuelve todas las criaturas y antes que nada al hombre, porque El mismo es Hijo del hombre. En el hombre lo restituye todo, porque todo lo que ha sido creado en el mundo visible, ha sido creado para el hombre.

5. «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec”» (Sal 109/110, 4).

Cristo Sacerdote, «entró... en el santuario... por su propia sangre» (Heb 9, 12).

Instituyó la Nueva Alianza de Dios con el hombre en su Cuerpo y en su Sangre. Derramó esta Sangre en la cruz, ofreciendo su Cuerpo en la pasión y en la muerte.

No obstante, El ofreció este sacrificio cruento una sola vez para siempre. Y ninguno puede repetirlo así como ninguno pudo anticiparlo.

A su vez, el día antes de Pascua, el mismo Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre —Sacrificio de la nueva y eterna Alianza con Dios— lo consumó para la Iglesia bajo las especies del pan y del vino.

Lo instituyó como sacramento del que vive la Iglesia. Del que se alimenta la Iglesia.

De este modo Cristo se hizo Sacerdote «según el orden de Melquisedec».

En efecto, Melquisedec, contemporáneo de Abraham, que es el padre de nuestra fe, ofreció el sacrificio del pan y del vino: un sacrificio incruento (cf. Gén 14, 18). Cristo, eterno Sacerdote, permanece para siempre con la Iglesia mediante el sacrificio que ha ofrecido «según el orden de Melquisedec».

6. La Iglesia vive cotidianamente de este sacrificio, y de él cotidianamente se alimenta. Por obra de este sacrificio Cristo estápresente constantemente  en ella. Cristo, Eterno Sacerdote. En efecto, no hay sacrificio sin sacerdote.

Por obra de este sacrificio, Cristo vuelve a confirmar diariamente «la nueva y eterna Alianza en su Cuerpo y en su Sangre». Diaria e incesantemente, estando «a la derecha del Padre», somete a Dios todas las criaturas, pero especialmente a todo hombre creado a imagen de Dios.

Por obra de este sacrificio, por obra de la Eucaristía, Cristo «sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec», da testimonio de Dios que es no sólo Creador y Señor de toda la creación, sino que es, al mismo tiempo, Padre. Y el Padre alimenta y nutre a sus hijos.

Así, pues, alimenta y nutre al hombre con la comida y con la bebida de la Vida Eterna. Con el pan y el vino de la Santísima Eucaristía.

7. La Iglesia vive cotidianamente de la Eucaristía. Vive de ella siempre.

Pero hoy —en este día particular— desea escuchar con especial atención las palabras que el Padre dice al Hijo («Oráculo de Yavé a mi Señor»); y desea meditar las palabras del Salmo mesiánico. Meditar y contemplar su elocuencia eucarística.

En efecto, ésta es la fiesta de la Eucaristía.

La Iglesia desea salir por los caminos, anunciando a todo el mundo aquello de lo cual vive cada día.

Desea hacer ver a todos que Cristo vive en ella. El que era, es y ha de venir (cf. Ap 1, 4).

«Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas».

¡Cristo, Sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec!

VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN PARAY-LE MONIAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Paray-le-Monial (Francia)
Domingo 5 de octubre de 1986

1. «Os daré un corazón nuevo ... » (Ez 36, 26).

Nos encontramos en un lugar donde estas palabras del Profeta Ezequiel resuenan con fuerza. Fueron confirmadas aquí por una sierva pobre y escondida del Corazón divino de Nuestro Señor: Santa Margarita María. Cuántas veces, en el curso de la historia, la verdad de esta promesa ha sido confirmada por la Revelación, en la Iglesia, a través de la experiencia de los santos, de los místicos, de las almas consagradas a Dios. Toda la historia de la espiritualidad cristiana lo atestigua: la vida del hombre creyente en Dios, en tensión hacia el futuro por la esperanza, llamado a la comunión del amor, esta vida es la del corazón, la del hombre «interior», Ella está iluminada por la verdad admirable del Corazón de Jesús que se ofrece a Sí mismo por el mundo.

¿Por qué la verdad sobre el Corazón de Jesús nos ha sido confirmada de modo especial aquí, en el siglo XVII, en el umbral de los tiempos modernos?

Me alegra meditar sobre este mensaje en la tierra de Borgoña, tierra de santidad , marcada por Citeaux y Cluny, donde el evangelio ha dado forma a la vida y obra de los hombres. Me complace repetir el mensaje de Dios, rico en misericordia, en la diócesis de Autun, que me recibe. Saludo cordialmente a monseñor Armand Bourgeois, pastor de esta Iglesia, y a su obispo auxiliar. Maurice Gaidon. Saludo a los representantes de las autoridades civiles, locales y regionales. Saludo a todo el pueblo de Dios aquí reunido, a los trabajadores de la tierra y a los de la industria, a las familias, en particular a las asociaciones que animan su vida cristiana, a los seminaristas que están comenzando su viaje hacia el sacerdocio, a los peregrinos del Sagrado Corazón, especialmente a la Comunidad del Emmanuel muy vinculada a este lugar, y a todos los que vienen aquí a fortalecer su fe, su espíritu de oración y su sentido de la Iglesia, en las reuniones de verano o en otras iniciativas comunitarias . Y me gustaría estar cerca de todas las personas que, gracias a la televisión, siguen desde sus casas esta celebración

2. «Os daré un corazón»: Dios nos lo ha dicho por el Profeta. y el sentido se aclara por el contexto. «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará» (Ez 36, 251. Sí, Dios purifica el corazón humano. El corazón, creado para ser hogar del amor, ha lle- gado a ser el hogar central del rechazo de Dios, del pecado del hombre que se desvía de Dios para unirse a toda suerte de «ídolos». Es entonces cuando el corazón se hace impuro». Pero cuando el mismo interior del hombre se abre Dios, encuentra la «pureza» de la imagen y de la semejanza impresas en él por el Creador desde el principio.

El corazón es también el hogar central de la conversión que Dios desea de parte del hombre para el hombre, con el fin de entrar en su intimidad, en su amor. Dios ha creado al hombre para que éste no sea ni indiferente ni frío, sino que esté abierto Dios. ¡Qué bellas son las Palabras del Profeta: «Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» ( Ez 36, 26)! El corazón de carne, un corazón que tiene una sensibilidad humana y un corazón capaz de dejarse captar por el soplo del Espíritu Santo.

Es lo que dice Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo ... »; mi espíritu (Ez 36, 26-27).

Hermanos y hermanas: ¡Que cada uno de vosotros se deje purificar y convertir por el Espíritu del Señor! ¡[Que cada uno de vosotros encuentre en El una inspiración para su vida, una luz para su futuro, una claridad para purificar sus deseos!

Hoy yo querría anunciar particularmente a las familias la buena nueva del don admirable: ¡Dios da la pureza de corazón, Dios permite vivir un amor verdadero!

3. Las palabras del Profeta prefiguran la profundidad de la experiencia evangélica. La salvación que debe venir está ya presente.

¿Pero cómo vendrá el Espíritu al corazón de los hombres? ¿Cuál será la transformación tan deseada por el Dios de Israel?

Será la obra de Jesucristo: el Hijo eterno que Dios no se ha reservado, sino que lo ha entregado por todos nosotros, para darnos toda gracia con El (cf. Rom 8, 32), para ofrecemos todo con El.

Será la obra admirable de Jesús. Para que ella sea revelada, es preciso esperar hasta el fin, hasta su muerte en la cruz. Y cuando Cristo «entrega» su Espíritu en manos del Padre (cf. Lc 23,46), entonces se produce este acontecimiento: «Fueron los soldados ... , pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto ... uno de los soldados con una lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19, 32-34).

El acontecimiento parecía «ordinario». En el Gólgota este es el último gesto en una ejecución romana: la constatación de la muerte del condenado. ¡Sí, está muerto, está realmente muerto!

Y en su muerte se revela a Sí mismo hasta el fin. El corazón traspasado es su último testimonio. Juan, el Apóstol que está al pie de la cruz, lo ha comprendido; a través de los siglos, los discípulos de Cristo y los maestros de la fe lo han comprendido. En el siglo XVIII, una religiosa de la Visitación recibió de nuevo este testimonio en Paray-le-Monial; Margarita María lo transmite a toda la Iglesia en el umbral de los tiempos modernos.

A través del Corazón de su Hijo traspasado en la cruz, el Padre nos lo ha dado todo gratuitamente. La Iglesia y el mundo reciben el Consolador: el Espíritu Santo. Jesús había dicho: «Si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Su Corazón traspasado testimonia que El «ha partido». El envía en adelante el Espíritu de verdad. El agua que brota de su costado traspasado es el signo del Espíritu Santo: Jesús había anunciado a Nicodemo el nuevo nacimiento «del agua y del Espíritu» (cf. Jn 3,5). Las palabras del Profeta se cumplen: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo».

4. Santa Margarita María conoció este misterio admirable, el misterio transformante del Amor divino. Ella conoció toda la profundidad de las palabras de Ezequiel: «Os daré un corazón».

A lo largo de toda su vida escondida en Cristo, estuvo marcada por el don de este Corazón que se ofrece sin límites a todos los corazones humanos. Ella fue captada enteramente por este misterio divino, como lo expresa la admirable oración del Salmo de este día:

«Bendice alma mia al Señor, / y todo mi ser a su santo nombre» (Sal 102/103, 1).

¡«Todo mi ser»; es decir, «todo mi corazón»!

¡Bendice al Señor! ... ¡No olvides sus beneficios! El perdona. El «cura». El «rescata tu vida de la fosa». El «te colma de gracia y de ternura».

El es bueno y lleno de amor. Lento a la cólera. Lleno de amor: de amor misericordioso, El se acuerda «de que somos de barro» (cf. Sal 102/103, 2-4; 8; 14).

El, verdaderamente El, Cristo.

5. Santa Margarita María estuvo toda su vida inflamada de la llama viva de este amor que Cristo había venido a alumbrar en la historia del hombre.

Aquí, en este lugar de Paray-le-Monial, como en otro tiempo el Apóstol Pablo, la humilde sierva de Dios parecía gritar al mundo entero: ¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).

Pablo se dirigía a la primera generación de cristianos. Ellos sabían lo que eran «la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, e incluso la desnudez» (en los circos, bajo los dientes de las bestias), ellos sabían lo que son el peligro y la espada.

En el siglo XVII resonaba la misma pregunta, planteada por Margarita María a los cristianos de entonces, en Palay-le-Monial.

En nuestro tiempo resuena la misma pregunta, dirigida a cada uno de nosotros. A cada uno en particular, cuando mira su experiencia de la vida familiar.

¿Quién rompe los lazos del amor? ¿Quién apaga el amor que abrasa los hogares?

6. Lo sabemos, las familias de hoy día conocen demasiado a menudo la prueba y la ruptura. Muchas parejas se preparan mal al matrimonio. Muchas parejas se separan, y no saben guardar la fidelidad prometida, aceptar al otro tal como es, amarlo a pesar de sus límites y de su debilidad. Por eso muchos niños están privados del apoyo equilibrado que deberían encontrar en la armonía complementaria de sus padres.

¡Y también, cuántas contradicciones a la verdad humana del amor cuando se rehúsa dar la vida de manera responsable, y cuando se hace morir al niño ya concebido!

¡Estos son los signos de una verdadera enfermedad que alcanza a las personas, a las parejas, a los niños, a la misma sociedad!

Las condiciones económicas, las influencias de la sociedad, las incertidumbres del futuro, se citan para explicar las alteraciones de la institución familiar. Ellas pesan, ciertamente, y es necesario remediarlas. Pero esto no puede justificar que se renuncie a un bien fundamental, el de la unidad estable de la familia en la libre y hermosa responsabilidad de aquellos que unen su amor con el apoyo de la fidelidad incansable del Creador y Salvador.

¿Acaso no se ha reducido demasiado a menudo el amor a los vértigos del deseo individual o a la precariedad de los sentimientos? De ese modo, ¿no se ha alejado de la verdadera felicidad que se encuentra en la entrega de sí sin reservas y en lo que el Concilio llama «el noble ministerio de la vida» (cf. Gaudium et spes51)? ¿No es preciso decir claramente que buscarse a sí mismo por egoísmo en vez de buscar el bien del otro, a eso se llama pecado? Y eso es ofender al Creador, fuente de todo amor, y a Cristo Salvador que ofreció su Corazón herido para que sus hermanos encuentren su vocación de seres que unen libremente su amor.

Sí, la cuestión esencial es siempre la misma.

La realidad es siempre la misma. El peligro es siempre el mismo: ¡Que el hombre se separe del amor!El hombre desenraizado del terreno más profundo de su existencia espiritual. El hombre condenado a tener de nuevo un «corazón de piedra». Privado del «corazón de carne» que sea capaz de reaccionar con justicia ante el bien y el mal. El corazón sensible a la verdad del hombre y a la verdad de Dios. El corazón capaz de acoger el soplo del Espíritu Santo. El corazón fortalecido por la fuerza de Dios.Los problemas esenciales del hombre —ayer, hoy y mañana— se sitúan a este nivel. Aquel que dice «os daré un corazón» puede incluir en esta palabra todo lo que hace falta para que el hombre «llegue a ser más».

7. El testimonio de muchas familias enseña abundantemente que las virtudes de la fidelidad hacen feliz, que la generosidad de los cónyuges, del uno para el otro, y juntos de cara a sus hijos, es una verdadera fuente de felicidad. El esfuerzo del dominio de sí, la superación de los límites de cada uno, la perseverancia en los diversos momentos de la existencia, todo esto lleva a un florecimiento por el que se pueden dar gracias.

Entonces se hace posible soportar la prueba que llega, saber perdonar una ofensa, acoger a un niño que sufre, iluminar la vida del otro, incluso débil o disminuido, por la belleza del amor.

También quisiera pedir a los Pastores y a los animadores que ayudan a las familias a orientarse, que les presenten claramente el apoyo positivo que constituye para ellas la enseñanza moral de la Iglesia. En la situación confusa y contradictoria de hoy, es necesario aceptar el análisis y las reglas de vida que, como fruto del Sínodo de los Obispos, han sido expuestas particularmente en la Exhortación Apostólica Familiaris consortiola cual expresa el conjunto de la doctrina del Concilio y del Magisterio pontificio.

El Concilio Vaticano II recordaba que «la ley divina manifiesta el pleno significado del amor conyugal, lo protege y lo conduce a su realización plenamente humana» (Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes50).

8. Sí, gracias al sacramento del matrimonio, en la Alianza con la Sabiduría divina, en la Alianza con el Amor infinito del Corazón de Cristo, a vosotras, familias, os es dado desarrollar en cada uno de vuestros miembros la riqueza de la persona humana, su vocación al amor de Dios y de los hombres.

Sabed acoger la presencia del Corazón de Cristo confiándole vuestro hogar. ¡Que El inspire vuestra generosidad, vuestra fidelidad al sacramento con el que vuestra alianza fue sellada ante Dios! Y que la caridad de Cristo os ayude a acoger y a ayudar a vuestros hermanos y hermanas heridos por las rupturas, y que se encuentran solos; vuestro testimonio fraterno les hará descubrir mejor que el Señor no cesa de amar a los que sufren.

Animados por la fe que os ha sido transmitida, sabed despertar a vuestros hijos al mensaje del Evangelio, y a su función de artífices de la justicia y de la paz. Ayudadles a entrar activamente en la vida de la Iglesia. No descarguéis vuestras responsabilidades en otros, cooperad con los Pastores y los otros educadores en la formación de la fe, en las obras de solidaridad fraterna en la animación de la comunidad. En vuestra vida de hogar, dad abiertamente su lugar al Señor, rezad juntos. Sed fieles a la escucha de la palabra de Dios, a los sacramentos y sobre todo a la comunión del Cuerpo de Cristo entregado por nosotros.

Participad regularmente en la Misa dominical, que es la reunión necesaria de los cristianos en la Iglesia: en ella, dais gracias por vuestro amor conyugal unido «a la caridad de Cristo que se da a Sí mismo en la cruz» (cfr. Familiaris consortio13); ofreced así mismo vuestras penas con su sacrificio salvador; cada uno, consciente de ser pecador; interceda también por aquellos hermanos suyos que, de muchas maneras, se alejan de su vocación y renuncian a cumplir la voluntad de amor del Padre; recibid de su misericordia la purificación y la fuerza de perdonaros mutuamente; afirmad vuestra esperanza; sellad vuestra comunión fraterna fundándola en la comunión eucarística.

9. Con Pablo de Tarso, con Margarita María, proclamamos la misma certeza: ni la muerte ni la vida, ni el presente ni el futuro, ni las potencias, ni criatura alguna, nada nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.

¡Tengo la certeza de ello ... nada lo podrá jamás!Hoy nos encontramos en este lugar de Paray-le-Monial para renovar en nosotros mismos esta certeza: «Yo os daré un corazón ... ». Ante el Corazón abierto de Cristo, tratemos de sacar de El el amor verdadero que necesitan nuestras familias.La célula familiar es fundamental para edificar la civilización del amor. En todas partes, en la sociedad, en nuestros pueblos, en las barriadas, en las fábricas y oficinas, en nuestros encuentros entre pueblos y razas, el «corazón de piedra», el corazón árido, debe cambiarse en «corazón de carne», abierto a los hermanos, abierto a Dios. De ello depende la paz. De ello depende la supervivencia de la humanidad. Esto supera nuestras fuerzas. Es un don de Dios. Un don de su amor. ¡Tenemos la certeza de su amor!

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA "EN CENA DOMINI"
EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 16 de abril de 1987

1. “ ¿Qué devolveré al Señor / por lo que me ha dado? "( Sal 116, 12).

Esta es la noche de la institución de la Eucaristía. Eucaristía significa acción de gracias. La gratitud surge de la conciencia del don. Y el regalo manifiesta amor.“ ¿Qué devolveré al Señor / por lo que me ha dado? ".

2. " Antes de la fiesta de Pascua " ( Jn 13, 1). En esta noche, los hijos de Israel conmemoraron con gratitud todo lo que Yahvé, el Dios del pacto, les había hecho. Sobre todo, conmemoraron y meditaron en sus corazones esa noche, que les había traído la liberación de Egipto . La lectura del Libro del Éxodo recuerda todos los eventos de esa noche. Dios los liberó de Egipto, de donde salieron bajo el mando de Moisés.

Dios los liberó por medio del cordero pascual . El cordero sacrificado para ser comido esa noche se convirtió en una señal de la elección de Israel. Su sangre, colocada en las jambas y en el arquitrabe de las casas, hizo que no sufrieran el "azote del exterminio" que, esa noche, golpeó a todo Egipto.

De esta manera, todos los hijos primogénitos de Israel fueron salvados, mientras que “todo primogénito en la tierra de Egipto, hombre y bestia”, es golpeado por la muerte esa noche.

Ante esta dura señal, los egipcios cedieron. Israel salió de la casa de servidumbre.

El antiguo pacto está íntimamente ligado a esta señal , que el pueblo recibió esa noche. Esta fue la noche del éxodo, es decir, Pascua. La sangre del cordero que salvó a los hijos de Israel esa noche les recordó de generación en generación que ellos eran el pueblo elegido. Dios los amó con un amor especial y los eligió de entre todos los pueblos.

3. “ ¿Qué devolveré al Señor / por lo que me ha dado? ".

Los hijos de Israel, de generación en generación, conmemoran esta noche con oración y la comida pascual. Y alaban en el nombre del Señor. Se regocijan en los sacrificios de alabanza, en cumplimiento de las promesas y votos hechos al Dios del pacto.

4. Con el mismo espíritu, aquellos hijos de Israel, a quienes él había hecho sus apóstoles, se reunieron con Jesús.

“ Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre , después de haber amado a los suyos. . . Los amó hasta el fin ”( Jn 13, 1).

Y aquí, durante la cena pascual, que fue la última, antes de su partida al Padre, se revela un nuevo signo: el signo de la nueva alianza .

Alzaré la copa de la salvación / e invocaré el nombre del Señor " ( Sal 116, 13).

Jesús toma la copa ; “Después de cenar, tomó. . . la copa, diciendo: " Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre " "( 1 Co 11, 25 ).

¿Por qué esta sangre?

Jesús previamente "tomó un poco de pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo:" Esto es mi cuerpo, que es para vosotros "( 1 Co 11, 23-24). La sangre confirma el don del cuerpo en la pasión y muerte en la cruz. Jesús habla del futuro, habla del mañana y todo su " mañana " pascual constituye el "hoy" sacramental .

Aquí está el nuevo pacto en su sangre. He aquí el cumplimiento de la figura del cordero pascual.

El signo de la redención , de la liberación de la esclavitud del pecado y la muerte. El signo escatológico . De hecho, Jesús dice: "Haced esto en memoria de mí" ( 1 Co 11, 24 ). Y San Pablo comenta: “Cada vez. . . que coman este pan y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que venga ”( 1 Co 11, 26 ).

5. Esto es precisamente lo que significan las palabras: “ los amó hasta el fin ”. "Hasta el final" significa: hasta el punto de entregarse por ellos. Para nosotros. Para todo el mundo. "Hasta el fin" significa: hasta el fin de los tiempos . Hasta que él mismo venga en otro momento.En la noche de Pascua, los hijos de Israel conmemoraron la liberación de la esclavitud en Egipto a través de la sangre del cordero. Y así renació la gratitud hacia Yahvé : "¿Qué devolveré al Señor por lo que me ha dado?".Desde aquella noche de la Última Cena, todos, hijos e hijas del nuevo pacto en la sangre de Cristo, recordamos su Pascua , su partida por la muerte en la cruz. Pero no solo recordamos.El sacramento del cuerpo y la sangre hace presente su sacrificio. Nos hace participar una y otra vez. En este sacramento, Cristo crucificado y resucitado está constantemente con nosotros , regresando a nosotros constantemente bajo las especies del pan y del vino, hasta que regresa, para que el signo dé lugar a la realidad última y definitiva.

6. “ ¿Qué devolveré al Señor por lo que me ha dado?”.

La pregunta del salmo expresa, en cierto sentido, el misterio de este sacramento. En esta pregunta está la Eucaristía .¿Qué devolveré por el regalo del nuevo pacto en la sangre del Redentor?¿Qué devolveré por la comunión de su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino en el Cenáculo? ¿Qué haré por toda esta realidad salvadora y liberadora cuyo nombre es: el misterio de la redención? ¿Qué voy a devolver por amor "hasta el final?". “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. ¿Qué voy a devolver?

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA (8-14 DE JUNIO DE 1987)

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON ORDENACIONES SACERDOTALES EN LUBLIN

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Martes, 9 de junio de 1987

1. " Os he llamado amigos " ( Jn 15, 15).

Hoy, en la ruta de mi peregrinaje a mi tierra natal, se encuentra Lublin. Me alegra poder estar nuevamente en esta histórica ciudad, a la que estuve vinculado durante varios años de trabajo en la Universidad Católica.

Saludo cordialmente a Lublin: saludo a la ciudad ya la Iglesia, que cumple su misión en Lublin. Saludo al obispo de Lublin, a los obispos auxiliares, a los demás obispos presentes, a los capítulos, a todo el clero de la diócesis y a las familias religiosas masculinas y femeninas. Saludo a los peregrinos de las diócesis vecinas: de Podlasie, Sandomierz-Radom, Kielce, Przemysl, la archidiócesis de Lubaczow ya todos los que han venido aquí desde el extranjero. El día de las ordenaciones sacerdotales saludo de manera particular a los candidatos al sacerdocio de los cuatro seminarios de Lublin (el de la diócesis de Lublin, el de la archidiócesis de Lubaczow, de los padres capuchinos y de los clérigos marianos) y de todos los seminarios diocesanos y religiosos de Polonia y los seminaristas de rito greco-católico que se preparan para el sacerdocio en Lublin

Cuántos recuerdos históricos me vienen a la mente mientras estoy en la ciudad, donde el cristianismo tiene mil años de tradición (el asentamiento en "Czwartek" y el de "Dziesiata"), en la ciudad que fue sede de la unión de Polonia con Lituania en 1569, que experimentó muchas guerras, incursiones y destrucción. Su símbolo es el Majdanek donde tuve la oportunidad de detenerme con profunda emoción. Expreso mi alegría al saber que esta ciudad vive y se desarrolla; que en ella surgen nuevos distritos y nuevas iglesias y que es una ciudad de cinco universidades: la Universidad Católica de Lublin, la Universidad Estatal Maria Curie-Sklodowska, la Academia Médica, la Academia Agrícola y la Politécnica.

Y cómo no mencionar aquí los vínculos de la Iglesia de Lublin con el antiguo obispado de Cracovia a través del archidiaconado de Lublin, a través de Kazimierz y Piotrawin, que recuerdan al obispo y mártir de San Estanislao. Visito espiritualmente las reliquias del bosque de la santa cruz en la basílica de los padres dominicos, donde a menudo he ido a rezar.

2. En el contexto del Congreso Eucarístico, mi servicio de hoy se sitúa en una relación especialmente estrecha con el misterio de la Eucaristía. Aquí, los diáconos diocesanos y religiosos de toda Polonia deben recibir la ordenación sacerdotal.

Por eso me dirijo de manera especial a todos los que se han reunido aquí con motivo de esta ordenación: a los padres y familias, a las parroquias de las que proceden los nuevos sacerdotes de hoy, a los entornos a los que hasta ahora estaban conectados - y a los que han a quienes unirán en el futuro a través de su vida y servicio sacerdotal.

"Sacerdote - elegido de entre los hombres - designado para el bien de los hombres", como leemos en la Carta a los Hebreos (cf. Jn 5, 1). Por tanto, expreso mi alegría por el hecho de que en este momento en el que los hijos de la Iglesia de esta tierra reciben el sacramento del sacerdocio, todo el Pueblo de Dios esté aquí reunido en tan gran número en medio del cual la vocación sacerdotal de los nuevos sacerdotes de hoy ha madurado. Es particularmente elocuente la presencia de muchos jóvenes, compañeros y compañeras, con los que te unen lazos de solidaridad, amistad e intereses comunes. Por esto dan gracias a Cristo, quien: “después de haber amado a los suyos. . . los amó hasta el fin ”( Jn 13, 1), como nos recuerda el Congreso Eucarístico en su pensamiento rector.

3. Hoy, Cristo está presente entre nosotros. Cristo, es decir, consagrado con la unción, el Mesías. El que en las palabras del libro de Isaías dice de sí mismo: "El Espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque el Señor me ha ungido" ( Is 61, 1). Recordamos que fue con estas palabras que Jesús de Nazaret inició su propia misión mesiánica en su ciudad.

Todos nosotros, todo el Pueblo de Dios, participamos en esta "unción" del Mesías, que significa el poder del Espíritu Santo. El sacramento del bautismo nos hace partícipes de la misión de Cristo, como nos recordó el Concilio Vaticano II. También sabemos que los catecúmenos ya están ungidos en el bautismo. De esta manera se convierten en partícipes del sacerdocio de Cristo, que es "universal": todos los bautizados están llamados a ofrecer "sacrificios espirituales" ( 1 P 2, 5). Cristo sacerdote quiere unir a todos en su sacrificio redentor, para hacer de nosotros "un sacrificio perenne, agradable al Padre", como proclamamos en la tercera oración eucarística.

Al convertirnos en discípulos de Cristo, todos estamos llamados a ser "la sal de la tierra" y también "la luz del mundo" (cf. Mt 5, 13-14). En el Evangelio de hoy escuchamos estas dos magníficas comparaciones, que hablan del sentido profundo de la vocación cristiana.

4. ¿No son esas familias cristianas "la sal de la tierra" entre las que crecen estas vocaciones sacerdotales y religiosas? ¡Estas familias sanas, donde los jóvenes sienten "el sabor" de la verdad evangélica y de la vida en el espíritu de esta verdad!

No son "luz del mundo" aquellas comunidades del Pueblo de Dios - parroquias y otros lugares - donde "no se enciende una lámpara y se la pone debajo de un celemín, sino sobre un candelero y alumbra a todos" (cf. Mt 5, 15): ¿a los vecinos pero también a los lejanos? Porque Cristo dice: “. . . que brille tu luz delante de los hombres ”( Mt 5, 16). Y esta luz son las "buenas obras" ( Mt 5, 16): la vida conforme a la fe.

¿No son "la luz y la sal de la tierra" aquellos fieles que en todos los ámbitos de la vida, especialmente en el ámbito laboral, buscan poner en práctica los principios del Evangelio, la solidaridad, la justicia y el amor?

Vuestro cometido, queridos nuevos sacerdotes, será la colaboración con laicos conscientes de su responsabilidad por la Iglesia, por la forma de vida cristiana. Tienes que confiar en ellos. Como enseña el Concilio Vaticano II, tienen su lugar y su tarea en la realización de la triple misión de Cristo en la Iglesia. Hay un gran potencial en ellos para la buena voluntad, la competencia y la voluntad de servir.

La formación de una correcta conciencia tanto de los laicos como de los sacerdotes dependerá en gran medida de ustedes, de los sacerdotes que entrarán en el año dos mil, para que cada cristiano sea una pequeña parte viva de la Iglesia-cuerpo de Cristo, lo que hace el aporte de los suyos. fatiga de la vida, llena de sacrificios por el bien común.

El próximo Sínodo de los Obispos traerá mucha luz a la Iglesia en esta área.

5. ¡Queridos nuevos sacerdotes! Hoy os acercáis al altar de la Eucaristía en la Iglesia del Pueblo de Dios en Lublin para que este sacerdocio "común", que lleváis dentro como depósito de bautismo y confirmación, se convierta - a través del servicio apostólico del Obispo - en un nuevo sacramento.

Para que el sacramento del orden imprima en vuestras jóvenes almas un nuevo signo indeleble: el sello del Espíritu Santo. ". . . sacerdote elegido entre los hombres, constituido para el bien de los hombres ”.

En su misión mesiánica, Cristo, mediante su propio sacrificio, se convirtió en sacerdote de la nueva y eterna alianza con Dios. Ofreció al Padre este sacrificio de sí mismo, de su vida y de su muerte. Del cuerpo "entregado" por nosotros en la cruz, de la sangre "derramada por los pecados del mundo" (cf. Lc 22, 19-20).

Precisamente en este mundo se cumplieron las palabras del evangelista “nos amó hasta el fin”.Este sacrificio suyo, Cristo, el día antes de la Pasión, durante la Última Cena, lo instituyó como sacramento, el sacramento más santo de la Iglesia.

Y ha confiado el ministerio de este sacramento a los apóstoles ya todos aquellos a quienes los apóstoles lo transmiten de generación en generación. "¡Haz esto en memoria mía!" ( Lc 22,19 ).

Hoy os es transmitido el ministerio de la Eucaristía: queridos nuevos sacerdotes. "Haced esto en memoria mía".

6. Ahora estamos en la Iglesia que está en Lublin, en suelo polaco, y al mismo tiempo estamos en el Cenáculo.

Recibes el mismo sacramento que los apóstoles recibieron en la Última Cena en unión con la Eucaristía, luego instituida.

Convertirse en sacerdotes, es decir, "administradores de los misterios de Dios" ( 1 Co 4, 1), y especialmente de ese misterio sacramental que es la Eucaristía.

De ahora en adelante debéis pensar y hablar de vosotros mismos como lo hizo el apóstol Pablo: "Considérenos todos como ministros de Cristo" ( 1 Co 4, 1). Sobre el terreno preparado en vuestras almas por el sacerdocio común que pertenece a todos los bautizados, el sacerdocio ministerial se injerta como sacramento íntimamente ligado a la Eucaristía. Aquí, debes asumir el mismo servicio que Cristo transmitió a los apóstoles en el Cenáculo. Al celebrar la Eucaristía con el sacramento del Orden, es necesario reavivar constantemente, en las diversas comunidades del Pueblo de Dios, la conciencia de ese "sacerdocio común", que es también el real sacerdocio. En efecto, se expresa en el ofrecimiento de "sacrificios espirituales" a Dios, "servir" que significa "reinar" (cf. Lumen gentium , 36).

7. Servir a Dios - servir a los hombres: liberar en ellos la conciencia del real sacerdocio, de esa dignidad propia del hombre como hijo o hija de Dios mismo. Al hombre, al cristiano de quien se dice que es "otro Cristo".

El Primado del Milenio dice en sus “Notas de la prisión”: “. . . Cumplo mi misión sacerdotal. Por la gracia de Dios, mi miseria no me impide servir a los hombres dándoles lo más precioso del mundo.

Así caminó Cristo, la burla del pueblo hasta el día de hoy. Desgarrado, golpeado, sucio con el barro del camino, cubierto de escupitajos. Pero salvó al mundo. . . Y lo salvó a pesar de que el mundo se burló de su Salvador. Estos dos caminos son paralelos. La gracia del sacramento sostiene mi incapacidad; la divinidad de Jesús apoyó su incapacidad. . . Que el mundo se ría también, mientras se cumpla la obra de la salvación ”(Cardenal S. Wyszy ń ski, Cartas desde la prisión , Bolonia 1983, p. 63).

¡Sí, queridos nuevos sacerdotes! ¡Sirve a los hombres! Servir a los hombres y mujeres en esta tierra polaca, donde hay una gran necesidad del servicio de la verdad evangélica: la verdad que libera a todo hombre. Como escribe san Pablo: "no falseando las palabras de Dios, sino proclamando abiertamente la verdad, nos presentamos ante toda conciencia, ante Dios" (cf. 2 Co 4, 2).

¡Esta es una enseñanza sólida! Enseñanza apostólica. Con su poder la Iglesia crece, se extiende, dando testimonio de la verdad. ¡Y al mismo tiempo, el hombre crece! De hecho, el hombre crece a través del juicio de la "conciencia", crece "ante los ojos de Dios". Cuán presente es esto en una época amenazada por la muerte de las conciencias y por el alejamiento del hombre de la "presencia de Dios" que libera por doquier su verdadera dignidad.

¡Pero, queridos hijos! Para ser educadores de conciencia, para guiar a los demás, para ayudarlos a salir de los pecados y los vicios, para levantar "al pueblo que se desanima", nosotros mismos debemos estar siempre dispuestos a presentarnos "ante Dios" y "ante toda conciencia". Tenemos que exigirnos a nosotros mismos. El sacerdocio es exigente. Es exigente. Exige, y por eso libera.

Mire los ejemplos, que son tan numerosos en todas las diócesis. Sólo nombraré mártir en Dachau a San Maximiliano M. Kolbe, Obispo Michal Kozal, que durante este Congreso Eucarístico se me dará a elevar a la gloria de los altares, el P. Wojciec Blaszyns, el P. Jan Balicki, el P. Aleksander Fedorowicz, P. Wladyslaw Kornilowicz, quien fue director del internado estudiante-sacerdote de la Universidad Católica de Lublin y cofundador de la obra de Laski para ciegos en cuerpo y alma, finalmente el joven Don Jerzy Popieluszko, que estaba dispuesto a sacrificarse hasta la muerte .

8. “ Imitamini, quod tractatis! ”- nos exhorta el Obispo en la santa liturgia. Y: " quod tractatis "? Quod tractatis ? ¿No es precisamente ese "amor con el que Cristo, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin"?

Tu servicio es exactamente eso. Debes servir a la dignidad del hombre, a su liberación, debes levantar a los hombres y ambientes de las caídas, de las crisis, con el testimonio de ese amor que está en Cristo: que viene de Cristo.

“De hecho, no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús el Señor; en cuanto a nosotros, somos tus siervos por amor de Jesús ”( 2 Co 4: 5). Por tanto, es necesario que Dios "haga brillar en vuestros corazones" esa luz que es Cristo, para que esta luz pueda "reflejarse" en otros corazones (cf. 2 Co 4, 6).

9. El sacerdocio es un sacramento social. Es fuente de energías apostólicas particulares y posibilidades apostólicas.

Todo esto se convierte hoy en su parte, nuevos sacerdotes. Como un regalo para ti y en ti como un regalo para la Iglesia. Por esta Iglesia en suelo polaco y en toda la tierra. De hecho, la Iglesia en todos los lugares es misionera, permanece "en estado de misión", y esta característica misionera está inscrita de manera muy particular en la vocación sacerdotal.

¡Así que ponte de rodillas! Al contrario: postraos ante la grandeza del sacramento; que debes recibir hoy "por la imposición de las manos del Obispo".

Y si lo que debe lograrse a los ojos de la Iglesia en Lublin va acompañado de un miedo interior, de la inquietud del corazón joven, es bueno que este miedo exprese el sentido de la responsabilidad. Esta bien.

En efecto, una verdad profunda la expresan las palabras del Apóstol: "Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, de modo que parece que un poder extraordinario viene de Dios y no de nosotros" ( 2 Co 4, 7).

Sí. De Dios, no de nosotros. ¡De Dios!

Al final del rito de ordenación, el Papa saludó a la asamblea con estos parol y

“Agradezco a la Iglesia de Lublin por la visita de hoy; Agradezco al Obispo, a los cohermanos del episcopado, a los sacerdotes, a las órdenes masculinas y femeninas, a todo el Pueblo de Dios, a todos los peregrinos, a los participantes de la Santísima Eucaristía, así como a los que están delante y detrás de mí. de espaldas a la mía, a derecha e izquierda, ya que de hecho fuisteis tan numerosos aquí para rodear al Papa para esta extraordinaria Eucaristía, durante la cual los niños de la nación polaca de las diversas diócesis y congregaciones recibieron órdenes sacerdotales. Saludando a todos los peregrinos, también quiero dirigir mi saludo a nuestros hermanos eslavos cuyo estandarte está frente al altar y que lamentablemente no puedo leer. Deseamos que todos los nuevos presbíteros vayan - como nuestro Señor Jesucristo dijo a los apóstoles - y den fruto y que su fruto sea duradero, que pueda durar en tierra polaca, donde nuestro Señor Jesús los llame para el servicio sacerdotal. Me regocijo hoy con la Iglesia de Lublin, madre de todas las Iglesias de esta tierra, de esta muy antigua tierra jagellónica de Polonia. Tierra probada, tierra fiel. De todas las Iglesias que son cada vez más numerosas, a medida que crece el Pueblo de Dios, crece la necesidad de iglesias. Me regocijo por el creciente número de iglesias en la Diócesis de Lublin y les deseo a todos, queridos hermanos y hermanas, que Cristo tenga un techo sobre su cabeza entre ustedes, siempre y en todas partes. 

Finalmente, les agradezco su participación en este sacrificio, por su participación expresada en la oración, el canto y el silencio. El profundo silencio religioso de la gran muchedumbre. Creo que nuestro Señor Jesucristo ha escuchado y aceptado tanto la palabra, tanto el canto como nuestro elocuente silencio, con el que tanto hemos hablado de nosotros. Que nuestra palabra, nuestro canto y nuestro silencio lleguen a su corazón y él, fuerza para un milenio del Pueblo de Dios en toda la tierra, esté siempre con nosotros, sea siempre nuestra fuerza. Alabado sea Jesucristo. Gracias de nuevo. Quiero agradecer a la lluvia, que recién empezó a caer al final del partido. Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Creo que nuestro Señor Jesucristo ha escuchado y aceptado tanto la palabra, tanto el canto como nuestro elocuente silencio, con el que tanto hemos hablado de nosotros. Que nuestra palabra, nuestro canto y nuestro silencio lleguen a su corazón y él, fuerza para un milenio del Pueblo de Dios en toda la tierra, esté siempre con nosotros, sea siempre nuestra fuerza. Alabado sea Jesucristo. Gracias de nuevo. Quiero agradecer a la lluvia, que recién empezó a caer al final del partido. Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Creo que nuestro Señor Jesucristo ha escuchado y aceptado tanto la palabra, tanto el canto como nuestro elocuente silencio, con el que tanto hemos hablado de nosotros. Que nuestra palabra, nuestro canto y nuestro silencio lleguen a su corazón y él, fuerza para un milenio del Pueblo de Dios en toda la tierra, esté siempre con nosotros, sea siempre nuestra fuerza. Alabado sea Jesucristo. Gracias de nuevo. 

Quiero agradecer a la lluvia, que recién empezó a caer al final del partido. Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Que nuestro canto y nuestro silencio lleguen a su corazón y que Él, fuerza para un milenio del Pueblo de Dios en toda la tierra, esté siempre con nosotros, sea siempre nuestra fuerza. Alabado sea Jesucristo. Gracias de nuevo. Quiero agradecer a la lluvia, que recién empezó a caer al final del partido. 

Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Que nuestro canto y nuestro silencio lleguen a su corazón y que Él, fuerza para un milenio del Pueblo de Dios en toda la tierra, esté siempre con nosotros, sea siempre nuestra fuerza. Alabado sea Jesucristo. Gracias de nuevo. Quiero agradecer a la lluvia, que recién empezó a caer al final del partido. Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! " Esta mañana el obispo de Lublin me dijo: "No lloverá". Estoy encantado de que esta profecía, aunque no del todo, se haya cumplido de una manera que nos beneficia. ¡Dios los ayude a todos! "

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 18 de junio de  1987

1. «No... te olvides del Señor tu Dios... que te alimentó en el desierto con un maná» (Dt 8, 14. 16).

Hoy, mientras caminamos por las calles de Roma en procesión, desde la basílica de Letrán hasta la que se alza sobre el Esquilino, intentemos tener ante los ojos también aquel camino:

«No... te olvides del Señor tu Dios que te sacó de Egipto, de la esclavitud» (Dt 8, 14). Dice Moisés: «Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para ponerte a prueba y conocer tus intenciones» (Dt 8, 2).

Es el camino del pueblo de la Antigua Alianza a través del desierto, hacia la tierra prometida.

Mientras atravesamos las calles de Roma en procesión eucarística, nos manifestamos ante el mundo como pueblo «en camino», que Dios mismo alimenta con el Pan de Vida, así como en el desierto alimentaba con maná a los hijos e hijas de Israel. El desierto no permite encontrar alimento, Dios mismo alimentaba a su pueblo.

No olvidemos aquel camino y aquel alimento que era preanuncio del Alimento eucarístico.

Cristo mismo alude a esta figura, contenida en la historia del pueblo de la Antigua Alianza, mientras anunciaba la institución de la Eucaristía. Habla a aquellos que lo escuchan en las cercanías de Cafarnaún del pan que ha bajado del cielo (cfr. Jn 6, 51). También el maná en el desierto bajaba del cielo. Era el pan que Dios ofrecía a Israel: «Vuestros padre comieron del maná —dice Jesús— ...y murieron» (Jn 6, 49). El pan que Dios ofrecía en el desierto saciaba el hambre del cuerpo, pero no preservaba de la muerte.

Cristo anuncia a sus discípulos un Pan, distinto: «El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58).

Así, pues, junto con la institución de la Eucaristía, entramos en el centro mismo del drama del hombre: ¿La vida orientada hacia la muerte, o, por el contrario, la vida abierta hacia la eternidad?

Mientras marchamos en procesión eucarística, recogidos en torno al Pan bajado del cielo, junto con el Verbo Encarnado, anunciamos la verdad de la vida eterna. A nuestro alrededor palpita la vida de la gran ciudad y, sin embargo, esta vida pasa. Esta ciudad, Roma, como cualquier otra ciudad del globo terrestre, es un lugar de paso. Palpita de vida hasta umbral de la muerte. Y en su historia, en el curso de las generaciones y de los siglos, ella ha vivido profundamente la realidad de la muerte humana.

2. Así, pues, lo que Cristo dijo en los alrededores de Cafarnaún adquiere siempre de nuevo actualidad. También hoy. También aquí, en Roma: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 53).

Para anunciar la Eucaristía, Cristo parte de la realidad de la muerte, que es la herencia de todo hombre sobre la tierra, así como fue la herencia de todos los que comieron el maná en el desierto.

Nos encontramos así en el centro mismo del eterno problema del hombre, de su historia, de su misterio.

Cristo nos pone ante la alternativa de «tener la vida» o «no tener vida en nosotros».

3. Nos encontramos aquí con el núcleo mismo de la Buena Noticia. Es el cénit de la esperanza que va más allá de la necesidad de morir: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).

El Evangelio —la Buena Noticia— conduce de la muerte temporal a la Vida eterna. Y, sin embargo, los que escuchaban dirán: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede entenderlo?» (Jn 6, 60). Así reaccionaron los oyentes de entonces, en las cercanías de Cafarnaún, ¿Y los oyentes de hoy?

Hasta los Apóstoles fueron sometidos a prueba. Al final, sin embargo, venció la fe: «Señor, ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Mientras celebramos hoy la Eucaristía en medio de la ciudad de Roma, mientras hacemos la procesión del Corpus Christi, intentemos tener ante los ojos aquel episodio en las cercanías de Cafarnaún. Así como tenemos en la memoria el camino de Israel a través del desierto y el «maná». La liturgia nos hace seguir estas huellas.

4. ¿Quiénes somos hoy?

Somos los herederos. Somos herederos en el gran misterio de la fe, que gradualmente se hacía camino en la historia del pueblo elegido de Dios.

Somos los herederos de esta fe, que, durante la última Cena, tomó definitivamente forma en las almas de los Apóstoles.

Entonces, las palabras del anuncio hecho en las cercanías de Cafarnaún llegaron a ser institución: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56).

Somos, pues, los «Christo-foros». Llevamos a Cristo en nosotros. Su Cuerpo y su Sangre. Su muerte y resurrección. La victoria de la vida sobre la muerte.

«Christo-foros»: esto somos constantemente, cada día. Hoy deseamos darle una expresión particular, pública.

«Christo-foros»: los que viven «por medio de Cristo». Así como El vive «por medio del Padre».

He aquí el misterio que llevamos en nosotros. Misterio de vida eterna en Dios. Por medio de Cristo. «El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6. 51).

5. Intentemos crecer día tras día en el misterio pascual de Cristo. Y crezcamos, sobre todo, en una particular manifestación suya, la de la unidad: «El pan es uno —escribe el Apóstol—, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 10, 17).

La Eucaristía nos engendra en la comunidad como Iglesia, en el Cuerpo de Cristo.

A través de todos los continentes del globo terrestre camina el pueblo mesiánico, el pueblo de la Nueva Alianza, la Iglesia que se alimenta de la Eucaristía y, mediante la Eucaristía, como Cuerpo de Cristo participa en la realidad de la vida eterna: la lleva en sí gracias a esta divina comida y bebida: el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡He aquí el gran misterio de la fe!

Acojámoslo con alegría y gratitud renovadas. En la Eucaristía está la prenda de nuestra esperanza. Digamos, pues, también nosotros con el Apóstol Pedro:

«Tú solo tienes palabras de vida eterna».

¡Tú solo, Señor! Amén.

MISA « EN CENA DOMINI » EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo , 31 de marzo de 1988

1. "No me lavarás los pies jamás" ( Jn 13, 8).

Así dice Simón Pedro en el Cenáculo, cuando Cristo, antes de la cena pascual, decide lavar los pies de sus apóstoles.

Cristo sabía que "había llegado su hora" ( Jn 13, 1). Es Pascua.

Pero Simón Pedro todavía no lo sabía.

Cerca de Cesarea de Filipo fue el primero en confesar: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" ( Mt 16,16 ).

Sin embargo, no sabía que en esta definición de "Cristo-Mesías" también estaba oculto el significado de "siervo", el siervo de Yahvé. ¡No sabía! En cierto sentido no quiso tomar conciencia de la verdad que, según la interpretación del Maestro, tenía "su hora", es decir, "la hora de pasar de este mundo al Padre" (cf. Jn 13, 1). ).

No aceptó que Cristo fuera un siervo, como lo había visto el profeta Isaías muchos siglos antes: el siervo de Jehová, el siervo sufriente de Dios.

2. Sin embargo, en el horizonte de la historia el papel de la sangre se ha definido ahora de forma definitiva: la sangre del cordero pascual tenía que encontrar su cumplimiento en la sangre de Cristo que selló la nueva y eterna alianza.

Para aquellos que se estaban preparando para la cena pascual en el Cenáculo de Jerusalén, la sangre del cordero estaba relacionada con la memoria del Éxodo. Recordó la liberación de la esclavitud egipcia, que había iniciado el pacto de Yahweh con Israel, en el tiempo de Moisés.

“Habiendo tomado un poco de su sangre, la colocarán en los dos postes de las puertas y en el arquitrabe de las casas, donde tendrán que comerla. . . ¡Es la Pascua del Señor! . . . Veré la sangre y pasaré, no habrá azote de exterminio para ustedes cuando golpee la tierra de Egipto ”( Ex 12, 7. 11. 13).

La sangre del cordero constituyó un umbral ante el cual cesó la ira castigadora de Yahvé. Los que se preparaban para la cena pascual, en el Cenáculo, guardaban en su memoria la liberación de Israel a través de esta sangre.

3. Todos ellos, y Simón Pedro junto con ellos, no eran plenamente conscientes de que esa liberación por la sangre del cordero pascual era al mismo tiempo un anticipo. Era una "figura" que esperaba su realización en Cristo.

Cuando los apóstoles se reúnan en el aposento alto para la última cena, este cumplimiento está ahora cerca. Cristo sabe que "ha llegado su hora", la hora en que él mismo cumplirá la predicación y revelará plenamente la realidad, que durante siglos ha sido indicada por la "figura" del cordero pascual: la liberación por su sangre.

Cristo va al encuentro de esta "plenitud", entra en esta realidad. Él es consciente de lo que traerán consigo la noche siguiente y el día siguiente.

4. Y he aquí, toma el pan en sus manos y, dando gracias, dice: "Esto es mi cuerpo, que es para vosotros" ( 1 Co 11, 24 ). Y al final de la cena (como leemos en la primera carta a los Corintios) toma el cáliz y dice: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" ( 1 Co 11, 25 ).

Cuando el cuerpo de Cristo sea ofrecido en la cruz, entonces esta sangre, derramada en la pasión, se convertirá en el comienzo de la nueva alianza de Dios con la humanidad.

El antiguo pacto, en la sangre del cordero pascual, la sangre de la liberación de la esclavitud de Egipto.

El pacto nuevo y sempiterno, en la sangre de Cristo.

Cristo va al sacrificio, que tiene el poder redentor: el poder de liberar al hombre de la esclavitud del pecado y la muerte. El poder de sacar al hombre del abismo de la muerte espiritual y la condenación.

Jesús pasa a los discípulos el cáliz de la salvación, la sangre de la nueva alianza, y dice: "Hagan esto cada vez que lo beban en memoria de mí" ( 1 Co 11, 25 ).

5. "Habiendo amado a los suyos que están en el mundo, los amó hasta el fin" ( Jn 13, 1).

Aquí está la verdad más profunda de la Última Cena. El cuerpo y la sangre, la pasión en la cruz y la muerte significan precisamente esto: “los amó hasta el fin”.

La sangre del cordero en el dintel de las casas en Egipto no tenía, en sí misma, un poder liberador. El poder vino de Dios y durante mucho tiempo no se atrevió a llamar a este poder por su nombre.

Cristo la llamó por su nombre. El cuerpo y la sangre, la pasión y la muerte, el sacrificio, son el amor que vuelve a los límites de su poder salvador.

Cristo la llamó por su nombre. Cristo hizo que sucediera. Cristo nos dejó este poder en la Eucaristía. Aquí está "su hora":
- pasa del mundo al Padre por la sangre del nuevo pacto;
- pasa del mundo al Padre por el amor, que vuelve a los límites de su poder salvífico.

6. Él dice: "Hagan esto en memoria de mí".

E incluso antes de eso, dice: "Os he dado un ejemplo, porque como yo he hecho, vosotros también podéis hacerlo" ( Jn 13,15 ).

 "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" ( Jn 13, 34). Ultima Cena. El comienzo del nuevo pacto en la sangre de Cristo.

¡Revivámoslo con un corazón lleno de fe y amor!

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL ESTADIO «CENTENARIO»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Montevideo (Uruguay)
Sábado 7 de mayo de 1988

Queridos hermanos en el Episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas de Montevideo
y de todo el Uruguay:

1. Hemos alabado a Dios proclamando con el Salmo: “¡Qué bueno es el Señor!” (Sal 34 [33], 9) .  Quiero repetirlo fuertemente y desde lo más hondo del corazón: ¡qué bueno es el Señor, Dios Nuestro, que me ha permitido cumplir el propósito de volver al Uruguay! A El y a su Santísima Madre, la Virgen de los Treinta y Tres, debo agradecer el estar nuevamente en esta querida tierra uruguaya en la que me recibís con tanto cariño del que se ha hecho intérprete con sus amables palabras Monseñor José Gottardi, arzobispo de Montevideo y Presidente de la Conferencia Episcopal. Saludo a los fieles de cada una de las diez diócesis del Uruguay, así como del exarcado apostólico armenio y de las demás comunidades católicas del país. De una manera especial, en esta ocasión, quiero dirigirme a los de la arquidiócesis de Montevideo y de las diócesis vecinas de San José de Mayo y de Maldonado.

2. He vuelto al Uruguay para compartir con vosotros el gozo de sentirnos miembros del único Pueblo de Dios, para orar juntos, para celebrar comunitariamente nuestra fe, y meditar en común el mensaje de Jesús. Sé que en este estadio “Centenario”, donde han tenido lugar memorables eventos deportivos, recibieron hace cincuenta años la primera Comunión miles de niños uruguayos en el marco del Congreso Eucarístico de 1938. Más tarde, durante el Año Mariano de 1954, los niños volvieron a ser protagonistas de un magno encuentro en este mismo estadio, recibiendo igualmente su primera Comunión. Los obispos uruguayos, deseosos de recordar aquellos acontecimientos históricos, y en este Año Mariano que celebra la Iglesia universal, han querido proclamar un Año Eucarístico. ¡La Iglesia entera en vuestro país va a vibrar de amor a Jesucristo en la Eucaristía, e invita a todos a reforzar los lazos de hermandad para que el Uruguay sea una nación pacífica, fraterna y acogedora!

Seguramente no pocos de los que ahora estáis aquí presentes recibisteis por primera vez a Jesús Sacramentado en este lugar, hace cincuenta años. Permitidme que os pregunte: ¿habéis sido fieles durante este largo período al Señor, que se dio a vosotros para ser compañero y amigo vuestro en el camino de la vida?

También quienes lo recibisteis por vez primera como alimento del alma durante el Año Mariano de hace treinta y cuatro años, habéis de preguntaros si la gracia que se os entregó como don en aquel sacramento ha fructificado en obras de amor.

A todos los aquí presentes, a todos los uruguayos, Jesús dice esta tarde: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Después de veinte siglos de historia, la Iglesia sigue y siempre seguirá custodiando el tesoro de la Eucaristía como su don más precioso, como la fuente de donde brota toda su vida y su proyección en la historia humana. Con estas palabras pronunciadas en Cafarnaum, Jesús promete a quien coma su pan que vivirá para siempre.

Quienes escuchaban a Jesús –agrega el evangelista– “discutían entre sí, diciendo: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Ibíd. 6, 52). Y el Señor, reafirmando sus palabras de manera que nadie pudiera dudar de que era El mismo quien se daba como alimento del alma, contestó: “En verdad, en verdad os digo, que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53). 

3. Al llegar la última Cena, antes de su pasión y muerte por los pecados de los hombres, Jesús cumplió su promesa. “Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20). 

De este modo, Jesús anticipó sacramentalmente la entrega de su vida, que haría al día siguiente en la cruz, y, además, quiso que ese sacrificio, ofrecido bajo las especies de pan y vino, fuera renovado perpetuamente en la Iglesia. Y es en la Santa Misa donde se renueva, donde vuelve a hacerse presente el sacrificio único de Jesús por todos los hombres.

Por ello, debemos meditar con amor y gratitud cada vez mayores en la entrega del Hijo de Dios por nosotros, por ti, por mí. El está realmente presente en la Eucaristía y en todos los sagrarios de nuestras iglesias. Hace unos años, con ocasión del Jueves Santo, escribí a los sacerdotes del mundo entero una carta en la que, entre otras cosas les decía: “Pensad en los lugares donde esperan con ansia al sacerdote, y donde desde hace años, sintiendo su ausencia, no cesan de desear su presencia.

Y sucede alguna vez que se reúnen en un santuario abandonado y ponen sobre el altar la estola aún conservada y recitan todas las oraciones de la liturgia eucarística; y he aquí que en el momento que corresponde a la transubstanciación desciende en medio de ellos un profundo silencio, alguna vez interrumpido por sollozos... ¡con tanto ardor desean escuchar las palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar eficazmente! ¡Tan vivamente desean la comunión eucarística, de la que únicamente en virtud del ministerio sacerdotal pueden participar!” (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979, 8 de abril de 1979). 

Vosotros, queridos hermanos y hermanas uruguayos, que contáis con la presencia del sacerdote y tenéis la posibilidad de participar de la comunión eucarística, no debéis renunciar a ella. Cada domingo la Iglesia celebra el acontecimiento fundamental de nuestra fe: la resurrección de Cristo. En cada Misa, como reza la liturgia, “anunciamos la muerte y proclamamos la resurrección” del Señor.

Para todo fiel católico, la participación de la Santa Misa dominical es, al mismo tiempo, un deber y un privilegio; una dulce obligación de corresponder al amor de Dios por nosotros, para dar después testimonio de ese amor en nuestra vida diaria. Por eso, si no es por graves motivos, ninguno puede sentirse dispensado de ella.

La Santa Misa es el acto de culto más excelente que la Iglesia entera tributa a Dios; es la fuente de la vida cristiana; es el encuentro que Cristo quiere tener con sus hermanos los hombres para nutrirlos con el alimento que no perece, para bendecirlos y fortalecerlos en sus pruebas. ¡Buscad a Cristo en la Sagrada Eucaristía! ¡Amadlo de corazón! Y para recibirlo de manera digna y como El lo merece, no dejéis de prepararos, cuando sea preciso, mediante el sacramento de la Penitencia.

4. Padres y madres de familia: vosotros que amáis a vuestros hijos, que cuidáis de ellos con verdadera abnegación, tened presente que también debéis cuidar la vida que Cristo les ha dado en el Bautismo. Atendiendo a su preparación para la primera Comunión, debéis acompañarlos a la Santa Misa dominical y preocuparos después para que continúen su formación de cristianos. Para una familia cristiana, el cumplimiento del precepto dominical tiene que ser motivo fundamental de alegría y de unidad. En la Santa Misa del domingo, que encuentra en la asistencia a la parroquia su expresión más genuina, cada familia hallará la fortaleza interior necesaria para afrontar con renovada fe y esperanza las dificultades inevitables, propias de nuestra condición de criaturas. Yo quisiera que éste fuera un fruto de mi visita pastoral a vuestro país: que todas las familias uruguayas sean fieles en acudir a la fuente de gracia que es la Santa Misa.

Queridos jóvenes, muchachos y muchachas del Uruguay: a vosotros, que sois fuertes y queréis hacer de vuestras vidas un servicio a Dios y al prójimo, colaborando en la construcción de una sociedad más justa y fraterna, no olvidéis que ello será posible si os empeñáis en construir un mundo que sea mejor según la voluntad y el plan de Dios. La noche en la que Jesús instituyó la Eucaristía, dijo a los discípulos reunidos en torno a El en Cenáculo: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Jesucristo, Nuestro Señor, que prometió que se quedaría con nosotros, permanece en la Eucaristía desde hace veinte siglos y te espera; es necesario que vayas a su encuentro y le confíes los nobles ideales que llevas en tu corazón.

Cada domingo, todos y cada uno de vosotros, jóvenes católicos, tenéis una cita con el amor de Dios. No podéis fallarle por pereza o por darle mayor importancia a otras actividades. Jesús os ha prometido que daréis mucho fruto en vuestras vidas si permanecéis con El. Os invito, pues, a que hagáis vuestra propia experiencia de acercaros a esta fuente de la vida cristiana. Veréis que se realiza también en vosotros aquella confesión de San Pablo: “Lo puedo todo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13).  Jesucristo, como el mejor de los amigos, quiere ayudaros a que vuestros grandes ideales se hagan realidad.

Niñas y niños uruguayos, que os estáis preparando para hacer la primera Comunión o que ya habéis recibido a Jesús. ¡Queredlo mucho! Los niños saben mejor que nadie que “amor con amor se paga”, y tienen una gran facilidad para tratar y amar a Jesús en la Eucaristía. ¡No lo dejéis solo! El os espera en las iglesias y en las capillas de vuestros colegios, para ayudaros a crecer en la fe y para haceros fuertes, generosos y valientes. ¡Pedidle a la Virgen Santísima que nunca os separéis de Jesús! Yo se lo pido ahora por vosotros. Y vosotros no os olvidéis de rezar por mí.

5. La noche en que Jesús instituyó la Eucaristía, banquete y sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, dio también a los Apóstoles un “mandamiento nuevo”: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado; que os améis mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros” (Jn 13, 34-35). 

El Señor, en la vigilia de aquel Viernes Santo en que moriría en la cruz para dar la vida por los hombres, enseñó este mandamiento con una última lección de amor: lavó los pies a sus Apóstoles, les dio el ejemplo que debemos imitar todos los que nos llamamos sus discípulos.

Durante muchos siglos, la comunidad cristiana ha celebrado a Dios, presente en la Eucaristía, cantando: “El amor de Cristo nos ha congregado en la unidad” (Hymnus «Ubi Caritas»).  Esta unidad y este amor, que encuentran su plenitud en la Eucaristía, tienen una forma particular de expresión en el matrimonio y en la familia. Siempre ha enseñado la Iglesia que el matrimonio cristiano es signo del amor indisoluble con el que Cristo ama a su Iglesia (cf. Ef 5, 22ss.).  Así como Jesucristo la ama y ha dado y da continuamente su vida por ella, así los esposos cristianos, alimentados con la Eucaristía, deben ser ejemplo de amor indisoluble.

Este amor ha de llevaros a la generosa comunicación de la vida, porque es de esta forma como el amor de los cónyuges se despliega y hace fecundo. ¡No tengáis miedo a los hijos que puedan venir; ellos son el don más precioso del matrimonio! Si queréis hacer de vuestro matrimonio un testimonio de verdadero amor y construir una nación próspera, no os neguéis a traer muchos invitados al banquete de la vida.

De la realización del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia sólo pueden seguirse beneficios y bendiciones para la sociedad. Por eso, es necesario que, también la legislación civil relativa al matrimonio y la familia no ponga obstáculos, sino que tutele los derechos de los individuos y de las familias, potenciando una política familiar que no penalice la fecundidad sino que la proteja.

Las circunstancias nada fáciles del momento actual podrían provocar un cierto temor o escepticismo en los jóvenes que se preparan para el matrimonio: las dificultades del momento presente y la incidencia de opiniones equivocadas sembradoras de confusión y desorientación, les llevan a dudar si lograrán mantenerse mutuamente fieles durante toda la vida; las dificultades laborales y económicas les hacen ver el futuro con ansiedad; tienen miedo del mundo al que se verán enfrentados sus hijos.

Ante este cuadro de preocupaciones y incertidumbres el hombre y la mujer cristianos han de buscar fortaleza y seguridad en la Palabra de Dios y en los sacramentos.

En el matrimonio cristiano, es Dios mismo quien bendice vuestra unión y os concede las gracias que necesitáis para realizar vuestro matrimonio según el plan divino. Corresponded ilusionada y generosamente a este plan de amor, que es el único capaz de daros la genuina felicidad que satisface las aspiraciones del corazón humano.

Es cierto que en el camino de la vida conyugal y familiar se presentan dificultades. ¡Siempre las ha habido! Pero estad seguros de que no os faltará nunca la necesaria ayuda del cielo para superarlas. ¡Sed fieles a Cristo y seréis felices! ¡Sed fieles a la enseñanza de la Iglesia y estaréis unidos por un amor siempre mayor! ¡La fidelidad no se ha pasado de moda! Podéis estar seguros de que son las familias verdaderamente cristianas las que harán que nuestro mundo vuelva a sonreír.

6. Queridísimos hermanos y hermanas uruguayos: a lo largo del año transcurrido, desde la primera vez que vine a veros, os he recordado muchas veces. En mi anterior breve visita supisteis manifestar vuestro cariño por el Sucesor de Pedro. Un afecto que guardo como gran tesoro en mi corazón y que sentí particularmente vivo por parte de los sacerdotes, religiosos y religiosas con quienes estuve en la catedral de Montevideo.

La alegría del Año Eucarístico que ya estaba programado, se hace ahora una realidad que, con la gracia de Dios, producirá abundantes frutos pastorales. Juntos vamos a adorar al Señor, realmente presente en la Hostia santa, y renovaremos nuestra fe.

Debemos dar gracias a Dios, porque cada día renueva el sacrificio del Calvario en la Santa Misa. Debemos pedirle perdón por los pecados personales y de todos los hombres. Debemos rogarle que nos mantenga fieles a la vocación con que nos llamó a ser sus hijos.

La bendición con el Santísimo Sacramento, que os impartiré, será testimonio y proclamación pública de nuestra fe en Jesucristo. También lo serán la procesión del Corpus Christi y otras devociones eucarísticas que, a lo largo de este año, vivirá con gozo la Iglesia en el Uruguay.

Que las familias se encuentren comunitariamente unidas en Cristo, cada domingo, al celebrar el día del Señor. Que la Santísima Virgen María, que fue la primera “custodia” que llevó en sí al Verbo encarnado, os introduzca en el misterio del amor de Cristo. Que así sea.

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA DEL 5° CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO DE LOS PAÍSES BOLIVARIANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Campo «San Miguel» de Lima (Perú)
Domingo 15 de mayo de 1988

1. “El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11).  Toda la Iglesia escucha hoy estas palabras que los Apóstoles oyeron el día de la marcha de Cristo al Padre.

“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mando y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Este anuncio se cumplió a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Hch 1, 2; cf. ibíd. 1, 11).  Subió a los cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe.

Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios” (Hch 1, 3). Ahora estos días han llegado a su fin. Cristo ha concluido el tiempo de su misión terrena; proclamando el reino de Dios ha revelado el misterio del Emmanuel, el misterio del Dios con nosotros.

Jesús deja esta tierra. Sin embargo, el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros– permanece. Cristo no vino a la tierra para luego abandonarnos volviendo al Padre. El ha venido para quedarse con nosotros para siempre.

2. La Iglesia extendida por los países bolivarianos celebra solemnemente hoy, en la capital del Perú, la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano.

En esta ciudad de Lima, punto central de este encuentro continental en la fe, y antigua sede de los Concilios limenses, entre ellos, el tercero, uno de los convocados por Santo Toribio, se reúnen hoy obispos y representantes de diversas Iglesias locales en torno a la Eucaristía y a la Madre del Señor.

¿Qué es esto sino confirmar la verdad de que Cristo, que se ha ido al Padre, continúa estando presente entre nosotros?

Está en medio de nosotros el mismo Cristo crucificado y resucitado. Está con nosotros Aquel que en el Cenáculo «tomó el pan... y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros...”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”» (1Co 11, 23-25).  El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús crucificado que se ofrece en sacrificio por los pecados del mundo. Jesús que, en la agonía, entrega al Padre su espíritu (cf Lc 23, 46). Cristo, el gran Sacerdote, el Sacerdote del sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia Sangre que ofrece al Padre.

Cristo crucificado y Cristo resucitado. Tanto este Sacrificio como este Sacerdote son perennes. Perduran en este mundo aún después de la Ascensión del Señor. “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26),  nos recuerda el Apóstol San Pablo.

Proclamáis la muerte del Señor en todas partes, en todos los lugares de la tierra, en todos los países bolivarianos, en toda la América Latina. Y la muerte del Señor quiere decir precisamente esto: la verdad del Emmanuel. Dios está con nosotros mediante el sacrificio de su Hijo hecho obediente hasta la muerte. El está presente en medio de nosotros de modo salvífico. Está con nosotros como Redentor del mundo.

Habéis querido que este Congreso Eucarístico fuera al mismo tiempo Mariano. ¿Cómo no ver en este deseo una manifestación más de la estrecha unión entre María y el misterio del Emmanuel? En ella se cumple la profecía de Isaías (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23) y se inicia la realización del designio redentor del Padre en Cristo. Dios se encarna en sus entrañas; es Emmanuel, Dios con nosotros. María, para asombro de la naturaleza, genera a su Creador, como proclama la Iglesia (cf. Ant. «Alma Redemptoris Mater»). Se convierte así, como ha sabido repetir la piedad popular, en “templo y sagrario de la Santísima Trinidad”.

3. Mientras estamos en presencia de Jesús Sacramentado, aquí en Lima, la capital del Perú, reunimos en torno a Cristo-Eucaristía todo este continente, las costas inmensas de los océanos, los nevados que se alzan al cielo, las selvas y los llanos tropicales, los ríos y los lagos, los altiplanos y las pampas.

Dando voz a todas las criaturas, cantemos al Señor el Salmo de la liturgia de la Ascensión:“Porque Dios es el Rey del mundo... / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 47 [46], 8-9). 

Sí, todas las criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor.

Y sin embargo su trono sobre la tierra es la cruz en el Calvario, donde su Cuerpo ha sido entregado a la muerte y su Sangre ha sido derramada por los pecados del mundo.

su trono es la Eucaristía: el pan y el vino como especies del sacrificio redentor de la presencia salvífica del Emmanuel.

4. Por eso, estamos alrededor de este sacramento admirable.

Venimos a él en esta gran peregrinación de los pueblos bolivarianos. Traemos todo lo que forma parte de la vida de estos pueblos y de la Iglesia en toda América Latina. A la Eucaristía hemos de asociar toda nuestra vida y la vida de los hombres del mundo entero.

El pan, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, y el vino, “fruto de la vid y del trabajo del hombre”, simbolizan que todo lo bueno que llevamos en nosotros mismos y todo nuestro trabajo pueden convertirse en ofrenda y en alabanza a Dios.

De esta manera, la instauración del reino de los cielos comienza a hacerse realidad ya en la tierra. Dios quiere contar con nuestra colaboración unida a estas ofrendas. Mediante la Eucaristía, Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, los bienes de esta tierra sirven para instaurar el reino definitivo. El pan y el vino “son transformados misteriosa aunque real y sustancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Hijo de María” (Sollicitudo rei socialis, 48).  El Señor asume en Sí mismo todo lo que nosotros hemos aportado y se ofrece y nos ofrece al Padre “en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el reino de Dios y anuncia su venida final” (Ibíd.). 

5. Cristo se queda en medio de vosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!

El amor a la Eucaristía ha sido ocasión para que se manifestara aquí –como en tantas partes del mundo–, el genio de vuestro pueblo, dejando en las naciones bolivarianas un patrimonio eucarístico singular, digno de ser conservado cuidadosamente (cf. Sacrosanctum Concilium, 22). El alivio de la miseria de los que sufren nunca podrá ser una disculpa para descuidar o incluso menospreciar a Jesús en la Eucaristía; pues no hay que olvidar que la dignidad y el decoro en los objetos de culto y en las ceremonias litúrgicas, es una prueba de fe y de amor a Cristo en la Eucaristía.

6. Pero Jesús no sólo quiere permanecer con nosotros; quiere darnos la fuerza para entrar en su reino. “No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”(Mt 7, 21). Cristo, que ha cumplido la voluntad de su Padre “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8),  nos hace partícipes, de su fidelidad, mediante la Eucaristía. A través de ella nos da la fuerza que hace posible cumplir la voluntad de Dios, por la que entramos en el reino de los cielos.

Cristo quiere ser nuestro alimento. “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo” (Mt 26, 26),  nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos el día de Jueves Santo. Es el misterio del amor, que exige de nuestra parte una respuesta de amor. Por eso hemos de recibirlo siempre dignamente, con el alma en gracia, habiéndonos purificado antes, cuando lo necesitemos, mediante el sacramento de la penitencia. “Quien como el Pan o beba el Cáliz del Señor indignamente –nos dice el Apóstol San Pablo– será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11, 27).  Y lo recibiremos con la mayor frecuencia posible como manifestación de nuestro amor, de nuestro deseo de asemejarnos a El y ser verdaderos discípulos suyos en el servicio a nuestros hermanos.

Emmanuel, Dios con nosotros, Dios dentro de nosotros es como un anticipo de la unión con Dios que tendremos en el cielo. Cuando lo recibimos con las debidas disposiciones se refuerza, por así decir, la inhabitación de la Trinidad en nuestra alma, la percibimos más íntimamente. Al comulgar podemos escuchar de nuevo a Cristo que nos dice “el reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc 17, 21). 

Recordamos, al mismo tiempo, que su reino, aunque ya incoado en el tiempo presente, no es de este mundo (cf. Jn 18, 36). Su reino es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” («Praefatio» in sollemnitate Domini Nostri Iesu Christi Universorum Regis). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3),  si le hemos sido fieles. De esta manera, sabremos rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal.

“La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63).  Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22). 

7. “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este cáliz, –acabamos de escuchar en la liturgia– proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26). 

Cada vez que participamos de la Eucaristía nos unimos más a Cristo y, en El, a todos los hombres, con un vinculo más perfecto que toda unión natural. Y, unidos, nos envía al mundo entero para dar testimonio del amor de Dios mediante la fe y las obras de servicio a los demás, preparando la venida de su reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente. Descubrimos, también, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo a favor del desarrollo y de la paz, y recibimos de El las energías para empeñarnos en esa misión cada vez con más generosidad (Sollicitudo rei socialis, 48). 

Construimos así una nueva civilización: la civilización del amor. Una civilización que, aquí en el Perú, han contribuido a forjar almas escogidas como Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano, San Juan Macías, la beata Ana de los Ángeles y tantos otros cristianos ejemplares, que mediante el testimonio de sus vidas y con sus obras de caridad nos han dejado un camino luminoso de auténtico amor preferencial a los pobres desde el Evangelio. Una civilización que, sobre esa base de amor a la persona que está cerca de nosotros –nuestro prójimo–, transformará las estructuras y el mundo entero.

8. ¡Iglesia de esta tierra peruana! ¡Iglesia en los países bolivarianos! ¡Iglesia en todo este continente que se prepara a celebrar los 500 años de su evangelización! Este es el día en que Cristo, antes de subir al cielo, manda a los Apóstoles por todo el mundo.Precisamente hoy –antes de ir de este mundo al Padre–, Jesús les dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). 

Pero, ¿qué representa un reducido número de Doce para ir a todo el mundo, para predicar a toda criatura?

Los mismos Apóstoles podrían haberse hecho esta pregunta: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo podremos hacer frente a esta misión? ¿Cómo conseguiremos cambiar esta civilización de muerte en una civilización de amor y de vida? Son preguntas que también hoy nosotros nos hacemos; interrogantes que pueden asaltarnos ante la magnitud de la tarea que nos aguarda.

Y es el mismo Señor el que contesta. Jesús dice a sus discípulos y, en ellos, a nosotros: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). 

¡Los confines de la tierra! Ya entonces había sido previsto el tiempo en que, a estos “confines de la tierra”, desconocidos, entre el Océano Atlántico y el Pacífico, vendrían los Apóstoles de la Buena Nueva en la persona de sus lejanos sucesores y continuadores.

9. ¡Iglesia del Perú! ¡Iglesia de los países bolivarianos! ¡Iglesia de América Latina! Cristo te habla con las mismas palabras con las que habló entonces y te envía a predicar la Buena Nueva a toda creatura lo mismo que envió a los Apóstoles el día de la Ascensión.

La Eucaristía es el sacramento de esta misión. En la Eucaristía se perpetúa la muerte y resurrección del Señor. En ella se hace presente la potencia del Espíritu Santo que nos impulsa a ser testigos de Cristo para anunciar su mensaje salvador a todas las naciones.

La Eucaristía que hoy celebramos aquí es sacramento de la misión, del envío. De ella nace la misión de todos: de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los laicos, de todo el Pueblo de Dios.

¡Caminad, por tanto, alimentados y sostenidos por la Eucaristía! ¡Caminad con María, la Madre de Jesús! Permaneced con Ella en oración perseverante (cf Hch 1, 14).  Ella es la Madre de la Iglesia naciente y, después de la Ascensión del Hijo, su condición maternal permanece en la Iglesia para sostenernos con su amor (Redemptoris Mater, 40).  ¡Caminad!, y que no os falte coraje ni paciencia, que no os falte humanidad y constancia. ¡Que no os falte la caridad!

Hijos y hijas de América Latina: También yo os repito estas palabras que hemos escuchado del libro de los Hechos de los Apóstoles: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11). 

Todos nosotros estamos en este mundo, en medio de las realidades terrenas, pero con nuestra mirada puesta en lo alto, sabiendo que el Señor ha de venir de nuevo.

Con gran amor y confianza estamos “en la espera de tu venida”.

Maranà tha. ¡Ven Señor Jesús!

MISA DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO EN EL ATRIO
DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Roma, jueves 2 de junio de 1988

1. "La Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz" (Lumen gentium, 58).

2. En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia también realiza cada año su particular peregrinación de la fe, expresada simbólicamente en la procesión eucarística.

Esta peregrinación nos conduce en primer lugar al Cenáculo: Allí donde Cristo fue a comer la Pascua con sus Apóstoles.

Era la Pascua de Israel, que recordaba el éxodo de la esclavitud de Egipto.Aquella noche —el primer día de la pasión de Cristo— la Pascua de la Antigua Alianza se convirtió en sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo: Pascua de la Nueva y Eterna Alianza.

Se convirtió en Eucaristía. Se inscribió en ella y se hizo presente de una vez para siempre el Éxodo definitivo al que toda la humanidad está llamada en Cristo y en su sacrificio.

3. Siguiendo la dirección en que Cristo pronuncia las palabras de la institución, la peregrinación de la fe nos lleva del Cenáculo a la cruz, al Gólgota. En efecto, las palabras de la institución de la Eucaristía encuentran allí su cumplimiento. Cristo da a los Apóstoles el pan pascual, y al mismo tiempo instituye el sacramento de su Cuerpo que se entregará a la muerte de cruz.Cristo da a los Apóstoles el cáliz con el vino pascual, y al mismo tiempo instituye el sacramento de su Sangre, que será derramada en sacrificio "por todos" (cf. Mt 26, 28).

Así, pues, en la peregrinación de la fe, es necesario llegar hasta la cruz, en el Gólgota, y volver nuevamente al Cenáculo.

Los primeros llamados a ese "camino" en la fe fueron los Apóstoles; y con ellos, toda la Iglesia.

El sacramento del Cenáculo se refiere a la nueva Realidad pascual, creada totalmente por. Cristo en su Cuerpo y Sangre. El Sacramento-Eucaristía expresa esta Realidad. La contiene. Y la hace siempre nuevamente presente.

4. En esta peregrinación de la fe, a la que nos llama la. última Cena, ¿podemos caminar con la Madre de Dios?

No nos consta que la Virgen Santa estuviera presente en el Cenáculo; que fuera testigo y partícipe de la institución dé la Eucaristía-Sacramento.

Pero Ella se convirtió en testigo particular de la Realidad que la Eucaristía-Sacramento recuerda, hace presente, contiene y realiza siempre nuevamente.

Enseña el Concilio:"La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo en pie..., asociándose con entrañas de madre a su sacrificio consintiendo (fiat!) amorosamente en la inmolación de la víctima que Ella misma había engendrado" (Lumen gentium, 58). "Ave verum Corpus / natum de Maria Virgine / vere passum, immolatum / in Cruce pro homine".

5. ¡La Realidad del sacrificio —"res sacramenti"— y el corazón de la Madre "traspasado por la espada de dolor" al pie de la cruz! La Iglesia ha sentido siempre este vínculo profundo y ha querido a su lado a la Madre de Dios por los caminos de su peregrinación eucarística por medio de la fe.

Esta fe nos une a cada uno de nosotros con Cristo y nos introduce en el centro mismo de su amor redentor.

¿Y quién está más cerca de este centro, quién más unido al Redentor si no la Madre? ¿El Corazón de la Madre?

6. La peregrinación eucarística de la fe también nos hace salir del Cenáculo.

Al pie de la cruz, en el Calvario, hemos de tomar conciencia de toda la realidad de la Nueva y Eterna Alianza, tal como se expresa en la Carta a los . Hebreos: "Cristo... como sumo Sacerdote de los bienes definitivos... no usa sino su propia sangre; y así entró en el santuario de una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna" (9, 11-12).

En efecto: "En virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha" (Heb 9, 14). "Por eso él es mediador de una Alianza Nueva... y así... los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna" (Heb 9, 15).

Esa es la Realidad que corresponde al sacramento instituido el Jueves Santo. La peregrinación eucarística de la fe nos lleva hacia la eterna Alianza. Hacia la nueva creación. Hacia el cosmos que llegará a su cumplimiento cuando Dios sea "todo en todos" (cf. 1 Cor 15, 28).

7. ¡Hoy hace falta que hablemos de ello al mundo! La procesión eucarística que se desarrolla por las calles de Roma (así corno por otras ciudades, pueblos y aldeas) indica esta realización del mundo en Dios, que comenzó con la encarnación.

"Ave verum Corpus natum de Maria Virgine".

Es necesario que en esta procesión eucarística anual del Corpus Christi caminemos con la fe no sólo por las calles de la vieja Roma. Es necesario que caminemos guiados por la elocuencia de la Eucaristía hasta los confines de la esperanza eucarística del hombre y de la creación, hasta estas perspectivas que el misterio de Cristo abre ante nosotros.

En efecto, somos llamados a recibir "la herencia eterna que se nos ha prometida" (cf. Heb 9, 15), y que en El se ha hecho realidad.

La Madre de Dios esté con nosotros, en todos los caminos que llevan a la unión con su Hijo.

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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Piacenza
Domingo 5 de junio de 1988

1. "Alzaré la copa de la salvación" (Sal 115/116, 13).

Estamos reunidos, queridos hermanos y hermanas, para levantar la copa de la salvación e invocar el Nombre del Señor, como proclama el Salmista en la liturgia de este día.

La copa de la salvación...

Hoy, mientras la Iglesia en Italia celebra la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos acercamos juntos al Cenáculo. Toda la Iglesia retorna allí incesantemente. Este es el lugar de la cotidiana peregrinación del Pueblo de Dios a las fuentes del misterio Eucarístico. Este día es un momento especial de esta peregrinación. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido participar en la peregrinación eucarística, dentro de la Iglesia, aquí, en Plasencia, junto con todos vosotros que formáis la Iglesia del Dios vivo. La Iglesia de la Eucaristía.

Me agrada saludar a mons. Antonio Mazza, el cual, con genuina caridad de Pastor os guía, reúne en unidad y os fortifica, queridos hermanos y hermanas de la diócesis placentina, con la Palabra de Dios y con el Cuerpo de Cristo. Saludo con gran alegría a los cardenales originarios de esta diócesis de Plasencia y aquí presentes: el cardenal Secretario de Estado, Agostino Casaroli, el cardenal Opilio Rossi, y el cardenal Silvio Oddi. Saludo a otro placentino, el Nuncio Apostólico en Italia, mons. Poggi. Saludo junto a los placentinos a los demás obispos invitados, en primer lugar al arzobispo de Rávena, que nos honra con su presencia. Os saludo muy cordialmente a vosotros, sacerdotes, que cooperáis con el ministerio apostólico de vuestro obispo, conduciendo a la amistad fraterna de Cristo las comunidades que os están encomendadas.

Llegue también mi palabra de saludo a vosotros, religiosos y religiosas que, con vuestra vida consagrada y vuestras actividades, testimoniáis el amor redentor del Hijo de Dios.

Os saludo a vosotros, laicos comprometidos en las diversas asociaciones y movimientos. Carísimos, os exhorto a perseverar en el camino de la santidad y a contribuir a la edificación de la Iglesia.

A todos alcance mi saludo afectuoso, acompañado de mi deseo de serenidad y la llamada a participar con frecuencia y asiduamente en la Eucaristía, sacramento que comunica en plenitud el espíritu de caridad del Redentor.

2. "Alzaré la copa de la salvación", como lo hizo Cristo.

El Evangelista recuerda que durante la última Cena, Cristo "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio (a los discípulos) diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos" (Mc 14, 22-24).

La copa de la salvación, la Sangre de la Alianza.

3. La liturgia, en la primera lectura tomada de libro del Éxodo, recuerda la Antigua Alianza, que también sé estableció mediante la sangre.

Fue ésta "la sangre de machos cabríos y de toros", según leemos en la Carta a los Hebreos (Heb 9, 13). Con la sangre de los novillos, Moisés "roció al pueblo y dijo: Esta es la sangre de la Alianza eme Yahveh ha hecho con vosotros" (Ex 24. 8).

La Nueva Alianza es distinta, La sangre de los machos cabríos y de los toros podía significar la reconciliación, pero no podía realizarla.

Y por eso Cristo, "no con sangre de machos cabríos y de novillos, sino con su propia sangre penetró en el santuario consiguiendo una redención eterna" (Heb 9. 12). No a través de un santuario hecho por mano del hombre, sino a través del santuario de su Cuerpo, a través de la humanidad del Hijo de Dios.

Y entrando así, como sacerdote, el único Sacerdote, de la nueva y eterna Alianza con Dios, ha procurado con su sacrificio "una redención eterna" (ib.).

4. Cristo durante la última Cena prepara a los Apóstoles y a la Iglesia precisamente para este sacrificio. Por eso habla del cuerpo y de la sangre que será derramada.

En la última Cena estaba ya contenida la realidad del sacrificio de la cruz. La Eucaristía es el sacramento de este sacrificio. Es el sacramento de la redención eterna en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.

Cada vez que volvemos al Cenáculo celebrando este admirable sacramento de nuestra fe: "anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús" (cf. Plegarias eucarísticas).

La Eucaristía es el sacramento de esta vía que Cristo ha atravesado viniendo del Padre a nosotros y por la cual retorna al Padre, conduciéndonos consigo como participantes de la redención eterna.

Cada vez que nos reunimos para participar en la Eucaristía de Cristo, nos encaminamos por esta vía junto con El.

5. Esta es la vía del sacrificio que sella la Nueva y Eterna Alianza de Dios con el hombre y del hombre con Dios.

La Antigua Alianza, estipulada por Moisés con el signo de la sangre sacrificial, estaba ya unida con la obediencia a las palabras de Dios y a sus mandamientos. «Moisés tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: "obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh"» (Ex 24, 7).

Entonces Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros según todas estas palabras'' (Ex 24, 8). Eran las palabras de los mandamientos divinos, el decálogo. La sangre debía ser el signo de la obediencia interior de las conciencias.

¡Cuánto más esto tiene lugar en la Nueva Alianza de la Eucaristía! "Cuánto más la Sangre de Cristo que, por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo" (Heb 9, 14).

La Sangre de Cristo permanece siempre como el signo eficaz de la conversión de las conciencias humanas. Permanece como signo de la obediencia al Dios Vivo. El signo del servicio, el servir al Dios Vivo quiere decir reinar.

Esta es la vida, la Vida nueva que nace del sacrificio de Cristo, que nace en cada uno de nosotros. La Eucaristía nos llama incesantemente a este renacimiento. Las "obras muertas" deben ceder su puesto a los actos de la fe viva. Y éstos son las obras de caridad que nos permiten participar de la vida de Dios, ya que Dios es amor.

6. "Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor .

La Eucaristía y la vida...: no se puede pronunciar en vano el nombre del Señor.

No se puede escuchar en vano su mandamiento nuevo: "Amaos los unos a los otros. Que como yo os he amado así os améis también vosotros" (Jn 13, 34). Tan cargado está de vida nueva para nosotros.

Y ¿cuál es la novedad de este mandamiento? Es la suprema exigencia de la Nueva Alianza, cuya ley está escrita en el corazón (cf. Jer 31, 33); su novedad consiste en el hecho de que antes de ser un precepto externo, es el don que Cristo nos hace de vivir con El y en El.

El Pan eucarístico es el Cuerpo que Jesús nos da. Como El se ha ofrecido a Sí mismo al Padre y a los hermanos, así hemos de hacer nosotros. Esta es la alegre exigencia de la caridad.

Debemos por ello vivir la donación a Dios por medio de la práctica de la virtud de la religión, que la oración personal y el culto eucarístico alimentan y acrecientan. Debemos desarrollar esta donación en el trabajo, permitiendo de este modo que las realidades materiales, mediante el ofrecimiento de nuestro esfuerzo, se transformen en elementos para el reino (cf. Gaudium et spes, 38).Debemos vivir esta donación en la familia, creciendo así en el amor recíproco, que Dios ha purificado y santificado, y en la responsable apertura a la vida.

He aquí cómo todos estos problemas de la vida moral de cada día, que exigen un renacimiento general de las conciencias, brotan de la Eucaristía, de la Sangre y del sacrificio de Cristo, y a ella hacen una referencia precisa.

7. "¿Qué daré al Señor, por todo lo que me ha dado?" (Sal 115/116, 12).

Escuchemos una vez más al Salmista para volver a evocar a todos aquellos que el Señor ha llamado aquí durante generaciones a su servicio y que sigue llamando en nuestro tiempo.

Podemos hacer aquí referencia a los versículos siguientes del Salmo responsorial: "Te ofreceré un sacrificio de alabanza... cumpliré mis votos al Señor en presencia de todo el pueblo" (Sal 115/116, 17-18).

Este culto espiritual lo ejercita todo creyente que, unido a Cristo y a los hermanos, constituye una comunidad de sacerdotes, la cual se edifica mediante la práctica de los sacramentos y de las virtudes morales (cf. Lumen gentium, 10).

Por esto el Concilio Vaticano II enseña que el sacerdocio común de los, fieles y el ministerial, diferenciándose esencialmente y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro (cf. ib.). El presbítero educa y rige el Pueblo de Dios, preside la Eucaristía, administra el sacramento de la reconciliación; por su parte, los fieles, concurren a la ofrenda eucarística y ejercen el sacerdocio común, sobre todo con el testimonio de la vida cristiana y la solicitud por el bien de toda la Iglesia y por la redención de toda la humanidad, con el asiduo compromiso para lograr que el orden temporal se vaya haciendo conforme con el plan providencial de Dios.

8. Volvamos todavía al Cenáculo.

Cristo dice: "Esta es mi sangre de la Alianza que es derramada por muchos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios" (Mc 14, 24-25).

El cáliz de la salvación...

Cristo nos guía hacia el término de esta vía, en medio de la cual se encuentran la cruz en el Calvario y la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén. La Eucaristía en la vida diaria de la Iglesia.

La meta está en el reino de Dios. Allí nos conduce a todos Cristo: El, "Mediador de la Nueva Alianza", nos permite entrar en él mediante su muerte, mediante el Cuerpo entregado en la cruz, mediante la Sangre derramada para el perdón de los pecados.

Nos conduce a todos...

Porque todos estamos llamados a recibir "la herencia eterna prometida" (Heb 9, 15).

El era esta promesa, y El es su realización.

Y todos nosotros —en El, con El y por El— para gloria del Padre en la unidad del Espíritu Santo.

Amén.

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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE REGGIO EMILIA

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Guastalla (Reggio Emilia) - Domingo 5 de junio de 1988

1. "Dáoslo vosotros de comer" ( Lc 9,13 ).

En este domingo posterior a la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la que la Iglesia en Italia adora el misterio del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, escuchamos - en el Evangelio de Lucas - la descripción del evento, que contiene en sí mismo la predicción de este santísimo sacramento.

Jesús proclama la enseñanza sobre el Reino de Dios a las multitudes, sana a los enfermos, a medida que el día comienza a declinar. Luego, los apóstoles tratan de persuadir al maestro para que despida a sus oyentes. De hecho, era necesario pensar en la alimentación y el alojamiento. Y es precisamente en este punto donde cae esta inesperada respuesta de Jesús: "Dadle vosotros de comer".

Los apóstoles explican que esto es imposible. No pueden alimentarlos, ya que cinco panes y dos pescados ciertamente no bastan para los miles de presentes: "eran unos cinco mil hombres" ( Lc 9,14 ); entonces Jesús multiplicó milagrosamente lo que tenían (cinco panes y dos pescados), de modo que no sólo se saciaron todos, sino que "les quitaron doce cestas de lo que sobró" (cf. Lc 9,17 ).

2. Leemos en la descripción de este evento que Jesús “tomó los cinco panes y los dos pescados. . . los bendijo, los partió y los dio ”(cf. Lc 9,16 ), y estas palabras nos trasladan simultáneamente al Cenáculo. Durante la última cena (como leemos en la primera carta de San Pablo a los Corintios - segunda lectura de esta liturgia -) “el Señor Jesús. . . tomó un poco de pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo (a los apóstoles): Este es mi cuerpo, que es para ustedes; haced esto en memoria de mí ”( 1 Co 11, 23-24).

Lo dijo, porque era el comienzo de la "noche en que fue traicionado" (cf. 1 Co 11, 23 ).

“Asimismo, después de cenar, tomó también el cáliz” y pronunció sobre él las palabras de la institución de la Eucaristía: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis en memoria mía ”(cf. 1 Co 11, 25 ).

Y Cristo añadió de nuevo: “Cada vez. . . que coman este pan y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que venga ”(cf. 1 Co 11, 26 ).

3. Ciertamente, los apóstoles no se dieron cuenta de inmediato de que en esta institución del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo había cierta semejanza con esa multiplicación de alimentos - de pan y pescado - en la que entonces habían participado.

Quizás recordaron las palabras que Cristo les había dicho en ese momento: "Denles de comer ustedes mismos". Palabras incomprensibles, misteriosas y al mismo tiempo confirmadas por el "signo" de la multiplicación de los alimentos.

Ahora, durante la última cena, fue otra comida y otra bebida. Sin embargo, Jesús, en todo lo que dijo a los apóstoles, al instituir el sacramento de su Pascua, repitió en cierto sentido las palabras pronunciadas con motivo de la multiplicación de los panes: "Denle ustedes de comer". Los repitió en un nuevo sentido: un sentido eucarístico.

4. Quizás los apóstoles no descubrieron de inmediato que el salmo mesiánico (que leemos en la liturgia de hoy) se cumplió en lo que se cumplió durante la Última Cena.

Este salmo habla del sacerdocio "para el mundo de Melquisedec" ( Sal 11 0 [109], 4).

Quién era Melquisedec, lo sabemos solo por el libro de Génesis, por la historia de Abraham. Es decir, se sabe que Melquisedec, rey de Salem, era sacerdote del Dios Altísimo. Fue al encuentro de Abraham y le ofreció pan y vino, y a través de estos dones de la tierra, y junto con los frutos del trabajo del hombre, pronunció la bendición sobre el patriarca en el nombre del "Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra". . "Abraham le dio el diezmo de todo" (cf. Gn 14, 18-20).

Cuando el salmo de la liturgia de hoy habla del sacerdocio de Melquisedec como "sacerdote para siempre" ( Sal 110 [109], 4), al mismo tiempo nos hace conscientes de que este rey-sacerdote ofrecía pan y vino.

Cristo, que en la Última Cena instituyó el sacramento de su cuerpo y sangre bajo la apariencia de pan y vino, cumple el anuncio profético vinculado al sacerdocio de Melquisedec.

5. En realidad, solo él es verdaderamente un "sacerdote para siempre".

Y aunque los apóstoles y la Iglesia al celebrar la Eucaristía bajo las especies del pan y del vino anuncian "la muerte del Señor, esta muerte es, al mismo tiempo, el comienzo de una nueva vida, que se revelará al tercer día". después de la muerte, en la cruz, mediante la resurrección de Cristo ”.

De hecho, quien hizo el sacrificio en la cruz y quien, "en memoria" de este sacrificio, instituyó el sacramento de su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino, es el Señor.

Es el mismo Señor de quien habla el salmo mesiánico: "Oráculo del Señor a mi Señor:Siéntate a mi diestra" ( Sal 110 [109], 1).

En el sacrificio del despojo mortal de Cristo está el comienzo de su exaltación. Porque él es el Hijo de la misma sustancia que el Padre. A él se refiere el Padre en palabras del salmista: "Del seno del alba, como rocío, te engendré" ( Sal 110 [109], 3). Y con las mismas palabras predice "el principado en el día de (su) poder entre santos esplendores" ( Sal 110 [109], 3). Este principado del Hijo, cuando se sienta a la diestra del Padre en la gloria, también revelará su sacerdocio al máximo: "El Señor ha jurado y no se arrepiente:" Tú eres sacerdote para siempre "a la manera de Melquisedec. "( Sal 110 [109], 4).

6. Los apóstoles entendieron que precisamente este sacerdocio de Cristo, Hijo y Redentor del mundo, el sacerdocio estrechamente unido al sacrificio de su cuerpo y sangre en la cruz, era el cumplimiento de los planes y promesas eternos de Dios.

Jesucristo dejó este sacerdocio suyo a la Iglesia, el único sacerdocio en la medida de la nueva y eterna alianza de Dios con la humanidad. Una extensa discusión sobre este tema está contenida en la carta a los Hebreos.

Los apóstoles también recordaron el hecho de que, durante la Última Cena, Cristo les dijo: "Hagan esto en memoria mía".

De aquí nació lo que es la cumbre y el corazón de toda la vida de la Iglesia, hasta el final de los siglos: la Eucaristía, el mayor tesoro de la Iglesia.

7. Mientras escuchamos hoy las palabras de Cristo dirigidas a los apóstoles: "Dáoslo vosotros de comer", nos damos cuenta de que el ámbito de preocupación de la Iglesia pertenece también a lo relacionado con el "alimento" para los hombres y con la petición. del “Pan de cada día”, que nos enseñó el Señor.

¡Sí, la solicitud de "pan de cada día"! Es una petición siempre presente, porque las brechas sociales aún no se han superado, y la dramática situación de quienes aún no tienen suficiente pan para ellos y sus familias es una triste realidad que nos desafía. El problema del pan para todos los hombres, sea cual sea la nación, raza y religión a la que pertenezcan, no puede dejarnos indiferentes; apela - como decía en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis - "a nuestras responsabilidades sociales y, por tanto, a nuestra vida, a las decisiones que se deben tomar de forma consecuente en cuanto a la propiedad y uso de los bienes" ( Sollicitudo Rei Socialis , 42). 

La Iglesia que siempre ha tenido un amor preferencial por los pobres “no puede dejar de acoger a la inmensa multitud de hambrientos, mendigos, sin techo, sin asistencia médica y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor; no puede dejar de reconocer la existencia de estas realidades. Ignorarlos significaría asimilarnos al "rico" que pretendía no conocer al mendigo Lázaro, que yacía fuera de su puerta "(cf. Lc 16, 19-31) ( Sollicitudo Rei Socialis , 42).

Queremos esperar que nuestra preocupación por los hambrientos multiplique, a través de una economía sensible a este problema, los panes necesarios para alimentar a los necesitados. En este sentido, expreso mi satisfacción por las iniciativas impulsadas por la Iglesia en Emilia para atender las necesidades materiales de muchos de nuestros hermanos menos afortunados, que en muchas partes del mundo viven en condiciones desfavorecidas, carentes de medios de subsistencia. .

8. Sin embargo, las palabras de Cristo pronunciadas con motivo de la multiplicación de los alimentos también tienen, como hemos visto en la liturgia de hoy, un significado profético. Soy el anticipo de la última cena. "No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" ( Mt 4, 4). Y esta palabra alcanza su expresión sacramental culminante en la Eucaristía: cuando el pan y el vino se convierten en un velo de la comida y la bebida que Cristo nos ha preparado mediante su sacrificio redentor.

Debemos ir a la Eucaristía llevando toda nuestra vida; de la Eucaristía debemos salir con la riqueza del amor que hemos encontrado en Cristo.

Todos ustedes, queridos hermanos, estén atentos a los efectos auténticos de la Eucaristía en las realizaciones de la caridad cristiana. Aquí me gusta recordar las "Casas de la Caridad" fundadas por Monseñor Mario Prandi y que traducen el amor cristiano en un servicio solidario y sincero a los pobres; su difusión no solo en Italia, sino en India y Madagascar, ya habla del equilibrio de una fórmula de servicio tan ligada a las comunidades cristianas como para hacer de estas casas tantas familias entre otras, familias que apoyan a los demás y por los otros se apoyan para realizar el amor que necesariamente surge de la Eucaristía. Pienso también en los “Siervos de la Iglesia”, fundado por Monseñor Dino Torreggiani para la pastoral de ex-prisioneros, nómadas, gitanos, staff de espectáculos itinerantes; una familia al servicio de los más pequeños, de aquellos en quienes nadie se preocupa y por quienes nadie sabe qué hacer. 

Pienso también en la Acción Católica de esta diócesis, que tiene una gran y viva tradición de fidelidad eclesial y testimonio civil y social, orientada a plasmar los valores del Evangelio en la realidad de vuestras situaciones. Son frutos preciosos que la Eucaristía ha suscitado aquí, en vuestra Iglesia, símbolo de esos frutos que la Eucaristía debe suscitar y generar siempre en todos. Pienso en las propias comunidades cristianas, en todas las parroquias en las que se articula el tejido pastoral de vuestra Iglesia. Son comunidades auténticas en las que la caridad, vínculo de unidad que brota del Dios uno y trino, debe convertirse en la lógica sobre la que se rigen las relaciones: Jesús oró para que todos los creyentes sean uno,Hch 4, 2). 

Todo esto me lleva a hacer un fuerte llamamiento a todos vosotros, que habéis venido en gran número a este encuentro, un llamamiento especialmente a vosotros, jóvenes, a que os toméis en serio el Evangelio con sus exigencias y sus promesas, a aceptar la ley de la Eucaristía y haz de tu vida un verdadero regalo al Señor. Como dije, en el pan y en el vino nos entregamos al Señor; no tiene por qué ser un gesto puramente ritual. El rito debe expresar la verdad de la vida, la actitud sincera del corazón. A Cristo debemos entregarnos toda nuestra vida para que él, el Señor, la use para su plan de salvación.

El mundo en el que vivimos se ve sacudido por diversas crisis, una de las más peligrosas es la pérdida del sentido de la vida. Muchos de nuestros contemporáneos han perdido el verdadero sentido de la vida y buscan sustitutos en el consumismo desenfrenado, las drogas, el alcohol y el erotismo. Buscan la felicidad pero el resultado es siempre una profunda tristeza, un vacío en el corazón y muchas veces desesperación. ¿Cómo vivir tu vida para no perderla? ¿Sobre qué base construir tu propio proyecto de existencia? 

Jesucristo se nos presenta como la respuesta de Dios a nuestra búsqueda, a nuestras ansiedades. Dice: “Yo soy el pan de vida capaz de saciar todo hambre; Soy la luz del mundo capaz de guiar el camino de todo hombre; Soy la resurrección y la vida capaz de abrir la esperanza del hombre en la eternidad ”. Ciertamente no es fácil seguir a Cristo, no es fácil arriesgar toda la vida por él; sin embargo, es precisamente en esta capacidad de correr riesgos donde reside la nobleza y la grandeza del hombre. No nos arriesgamos al vacío; en nada; arriesgamos por Jesucristo y su Evangelio; nos arriesgamos por el amor desinteresado de los hermanos.

 Que el Señor suscite a muchos jóvenes capaces de correr riesgos de esta manera, capaces de considerar la propia vida como un desafío a vencer contra la injusticia y el egoísmo, como un don para entregar a Jesucristo y con él a todos los hermanos; en particular, inspiren entre ustedes muchas y generosas vocaciones al sacerdocio, al diaconado, a la vida religiosa, al compromiso misionero. Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; el egoísmo anterior se acaba, nace algo nuevo. sin embargo, es precisamente en esta capacidad de correr riesgos donde reside la nobleza y la grandeza del hombre. No nos arriesgamos al vacío; en nada; arriesgamos por Jesucristo y su Evangelio; nos arriesgamos por el amor desinteresado de los hermanos. 

Queridos hermanos y hermanas de Reggio Emilia, me es dado hoy estar con ustedes y meditar en la comunidad de su Iglesia sobre la verdad de estas palabras de Cristo.

Este encuentro nuestro, como manifestación particular de nuestra fe en el misterio de Cristo convertido en "pan vivo", despierta en nosotros el deseo de esta vida que nos da la Eucaristía.

¿Cómo agradecer este regalo? ¿Cómo devolverlo?

¡Sed asiduos en la fracción del pan! Sea asiduo en la escucha de la enseñanza de los apóstoles (cf. Hch 2, 42).

Que no cese entre vosotros la obra eucarística de Cristo. ¡Que no cese esta "multiplicación" de su cuerpo y de su sangre, de alimentos y bebidas que "dura para la vida eterna" (cf. Jn 6, 27 )!


Al final de la celebración eucarística de los fieles de la diócesis de Reggio Emilia-Guastalla, el Santo Padre, despidiéndose de la ciudad, pronuncia las siguientes palabras. 

Me gustaría añadir unas palabras de agradecimiento. Durante esta celebración eucarística hubo varios niños para su Primera Comunión. A estos niños que han recibido a Cristo Eucarístico por primera vez, deseo sinceramente que sea un buen comienzo en un largo viaje. A todos nosotros esta circunstancia de los niños que por primera vez reciben la Santísima Comunión Eucarística, nos recuerda a todos nuestra Primera Comunión. Y luego la continuación: agradecemos la continuación, rezamos por todos aquellos por quienes esta continuación se ha interrumpido. pero sobre todo tratemos de vivir cada vez más profundamente el don que se recibe en la comida, en el pan eucarístico: el don infinito, el don inconmensurable, el don del que falta la palabra para expresar su grandeza, el don de la caridad que es Dios mismo. Gracias a todos los presentes y a todos los que colaboraron en la preparación de esta celebración eucarística. Alabado sea Jesucristo.

VISITA PASTORAL A MESSINA Y REGGIO CALABRIA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA DEL XXI CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Reggio Calabria - Domingo 12 de junio de 1988

1. "Puesto que el pan es uno, nosotros, aunque muchos, somos un solo cuerpo" ( 1 Co 10, 17 ).

Las palabras de la primera carta de San Pablo a los Corintios son el hilo conductor del Congreso Eucarístico Nacional en Reggio Calabria: ¡somos un solo cuerpo gracias a la Eucaristía! Así, la Iglesia en Italia, en toda la península, que se extiende desde los Alpes a través de los Apeninos hasta Sicilia, desea manifestar su devoción al santísimo sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo y, al mismo tiempo, expresar una verdad sustancial sobre sí misma. : ¡somos un cuerpo, somos una unidad!

En nombre de esta verdad eucarística sobre la Iglesia, os saludo a todos vosotros, reunidos física y espiritualmente en Reggio Calabria: saludo a la Iglesia que está en suelo italiano -en el continente y en las islas-, en todas las diócesis y en todas las parroquias; en todas las comunidades que viven y crecen gracias a este sacramento del sacrificio de Cristo, su cruz y su resurrección, y que - en la Eucaristía y para la Eucaristía - son "un cuerpo".

Os saludo en particular, la Iglesia de Reggio Calabria, que bajo la dirección de vuestro celoso pastor, el arzobispo Aurelio Sorrentino, han promovido esta gran manifestación de fe y amor por el sacramento eucarístico. Saludo a vuestro clero, a los religiosos y religiosas ya todos los consagrados; Saludo a los miembros de asociaciones católicas y movimientos eclesiales, a los laicos comprometidos en la pastoral evangelizadora y caritativa; Saludo a todo el pueblo fiel, que conserva en sí el riquísimo patrimonio de valores cristianos acumulado a lo largo de los siglos por generaciones de creyentes. ¡Que la bondad divina derrame sus favores sobre ti y te lleve por caminos de prosperidad y paz!

2. El Evangelio que escuchamos hace poco llama a nuestra conciencia al desarrollo de la vida tal como se desarrolla en la naturaleza. Se sabe que Jesús se alegró de referirse a fenómenos y procesos similares en su enseñanza sobre el Reino de Dios. Si bien hay una diferencia entre este Reino y el orden de la naturaleza, al mismo tiempo también hay una similitud entre ellos. Es precisamente esta similitud, una similitud que es fácil de descubrir, que explica de manera convincente el poder de la enseñanza de Cristo en las parábolas.

¿Por qué el Reino de Dios es como el trigo, la semilla arrojada a la tierra? Cristo lleva a sus oyentes a considerar cómo crece esta semilla sembrada en la tierra. Pues "la tierra produce espontáneamente, primero el tallo, luego la espiga, luego el grano lleno en la espiga" ( Mc 4, 28). Esto sucede sin la participación del hombre. Después de sembrar trigo, la tierra trabaja “espontáneamente”: “duerme (el sembrador) o vele, de noche o de día, la semilla brota y crece; él mismo no sabe cómo ”( Mc 4, 27). Sólo cuando la espiga está madura, cuando "el fruto está listo", el hombre, que primero sembró el trigo en la tierra, debe reanudar su actividad. Y luego "la mano está puesta sobre la hoz, porque ha llegado la siega" (cf. Mc 4,29 ).

Cristo habla de la productividad espontánea de la tierra: "La tierra produce espontáneamente". Sin embargo, se sabe que, detrás de esta actividad espontánea de la tierra, está el poder vivificante que el Creador ha dado a toda criatura viviente.

3. Desde el momento de la cosecha, comienza como una nueva etapa en la historia de la cosecha. El grano es, por obra del hombre, "transformado" en pan y así adaptado a las necesidades humanas. Se convierte en alimento para hombres.

Y he aquí, entramos en la vida cotidiana del hombre, a quien el Hijo de Dios recomendó pedir en el "Padre Nuestro": "Danos hoy nuestro pan de cada día" ( Mt 6, 11 ). 

El pan es un don del Creador y, al mismo tiempo, es fruto de la diligencia humana: “fruto. . . de la obra del hombre ”, como recordamos cada día en la presentación de las ofrendas en la Santa Misa.

El pan también estuvo presente en el Cenáculo de Jerusalén durante la Última Cena. Cristo tomó en sus manos el pan del banquete pascual, lo partió y se lo dio a los apóstoles, diciendo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo" ( Mt 26,26 ).

San Pablo lo atestigua en el pasaje de la carta que hemos escuchado, cuando pregunta a sus destinatarios en Corinto: "Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?" ( 1 Corintios 10:16 ).

Sí lo es. Cristo dijo: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros" ( Lc 22,19 ). Y luego, entregando la copa llena de vino a los apóstoles, después de haberla bendecido con la bendición pascual, dijo: "Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre que por vosotros es derramada" ( Lc 22,20 ).

Por tanto, el Apóstol pregunta a los corintios: "¿La copa de bendición que bendecimos no es comunión con la sangre de Cristo?" ( 1 Corintios 10:16 ). Sí lo es. En efecto, después de haber instituido el sacramento de su cuerpo y sangre en el pan y el vino de la cena pascual, Cristo finalmente dijo a los apóstoles: "Hagan esto en memoria de mí" ( 1 Co 11, 25 ).

4. Y así lo ha hecho la Iglesia desde el principio, desde los tiempos apostólicos; Seguiremos haciéndolo hoy y lo volveré a hacer hasta el final de la historia, hasta la venida definitiva de Cristo. “Proclamas la muerte del Señor hasta que venga ( 1 Corintios 11:26 ). Lo mismo ocurre con la Iglesia en todos los lugares de la tierra. Lo hace desde hace dos mil años aquí, en esta tierra, que es tu patria.

La Iglesia anuncia la muerte y resurrección de Cristo con las palabras del Evangelio, sin embargo, una palabra particularmente elocuente rica en contenido divino y humano es la Eucaristía; el sacramento que la Iglesia celebra y mediante el cual se construye constantemente (cf. Dominicae Cenae , 4); fuente, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y su mayor tesoro (cf. Lumen gentium , 11; Christus Dominus , 30; Ad Gentes , 9). El sacramento que contiene todo el bien espiritual que la Iglesia ha recibido directamente de Cristo (cf. Presbyterorum ordinis , 5); el sacramento en el que el misterio pascual persiste sin interrupción: el sacramento en el que la Iglesia pronuncia sin cesar su agradecimiento por "las grandes obras de Dios" (cf. Hch 2, 11 ).

“Es hermoso alabar al Señory cantar tu nombre, oh Altísimo, para
proclamar tu amor por la mañana,tu fidelidad durante la noche” ( Sal 92 [91], 2-3).

También la Iglesia. La Iglesia en Italia lo hace en particular, que expresa su agradecimiento por "las grandes obras de Dios" a través de este Congreso Eucarístico Nacional en Reggio Calabria, que hoy alcanza su

apogeo.

5. "Como hay un solo pan, aunque somos muchos, somos un solo cuerpo" ( 1 Co 10, 17 ): estas palabras de San Pablo, sobre la relación entre la Eucaristía y la Iglesia, representan el tema de este XXI Congreso Eucarístico Nacional.

La Eucaristía, como sacrificio y banquete, tiene una referencia esencial a la Iglesia, que se desarrolló en las comunidades individuales en torno a los apóstoles y los primeros mensajeros de la fe; Estas comunidades fueron conscientes de ser células de una sola Iglesia, por la unicidad del sacrificio de Cristo en la cruz que cada Eucaristía reactualizaba y por la eficacia unificadora que la participación en el mismo pan y en el mismo cáliz desarrolló en la multitud de creyentes. .

Esto también es válido para las comunidades eclesiales de hoy. El camino para lograr la unidad con Cristo es la Eucaristía, de la cual Jesús había dicho en el sermón sobre la promesa: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como me envió el Padre que tiene la vida, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él también vivirá por mí ”( Jn 6, 56).

Es conocida la oración que los primeros cristianos dirigieron al Señor en la celebración eucarística: "Así como este pan partido se esparció por los montes y, recogido, se hizo uno, así vuestra Iglesia se reúna desde los confines de la tierra en vuestro Reino". ("Didache", IX, 4).

Y san Cipriano, obispo mártir de Cartago, profundizando en este tema, afirmó: “Los mismos gestos sacrificiales del Señor resaltan la unanimidad cristiana, concentrada en la caridad sólida e indivisible. De hecho, cuando el Señor llama al pan compuesto de muchos granos su cuerpo, indica a nuestro pueblo reunido, a quien sostiene; y cuando llama al vino exprimido de muchos racimos y bayas y derritió su sangre, también indica nuestro rebaño formado por una multitud unida ”(S. Cypriani“ Epist. ad Magnum ”, VI: PL 3, 1189).

Esta unidad de los cristianos con Cristo y entre ellos se manifiesta particularmente en la unidad de la fe y la unidad de la caridad; una fe que, de manera clara y franca, se vive en la propia familia, en el ámbito de la profesión, de la sociedad civil y política. Una caridad trabajadora, activa, abierta a las necesidades de los hermanos, víctimas de muchas nuevas formas de pobreza y marginación.

Por esta unidad de fe y caridad, que encuentra su fuerza y ​​apoyo en la Eucaristía, el cristiano no puede comprometerse en la defensa del hombre, de su dignidad, de sus derechos fundamentales, en primer lugar el derecho a la vida desde su concepción; no puede dejar de rechazar los métodos del odio y la violencia abierta o sutil: no puede dejar de dar prueba de generosidad hacia los demás, todos hermanos en Cristo e hijos de Dios.

6. "¿A qué podemos comparar el Reino de Dios o con qué parábola podemos describirlo?" ( Mc 4, 30).

La liturgia nos invita a reflexionar sobre la parábola del trigo sembrado en la tierra. De este grano crecen las espigas en los campos hasta el momento de la cosecha. De otra semilla, la semilla de mostaza, crece un árbol espléndido. La parábola de la semilla de mostaza se refiere a las palabras del profeta Ezequiel, escuchadas en la primera lectura, que habla de la forma en que la ramita de cedro plantada en la tierra echa raíces y ramas, da fruto y se convierte en un cedro magnífico. Todos los pájaros viven allí, cada pájaro descansa a la sombra de sus ramas (cf. Ez 17, 23 ).

El Concilio Vaticano II, refiriéndose a estas analogías, muestra cómo, a través de la Eucaristía, el Reino de Dios crece y madura en la historia terrena de la humanidad. Aquí "el Verbo de Dios, por quien todo fue creado, se hizo carne y vino a morar en la tierra de los hombres, entró en la historia del mundo como el hombre perfecto, asumiendo esto y recapitulándolo en sí mismo" ( Gaudium et Spes , 38).

Llama a unos a dar testimonio de fe en su entorno, a otros a consagrarse al servicio de los hombres. En todos ellos Cristo "produce una liberación, en la medida en que en la negación del egoísmo y asumiendo todas las fuerzas terrenales en la vida humana, se proyectan hacia el futuro cuando la humanidad misma se convierte en una oblación aceptante a Dios" ( Gaudium et Spes , 38). ); y "prenda de esta esperanza y viático para el camino que el Señor dejó a sus seguidores en ese sacramento de la fe en el que los elementos naturales cultivados por el hombre se transforman en su glorioso cuerpo y sangre, en un banquete de comunión fraterna que es un anticipo de la fiesta del cielo "( Gaudium et Spes , 38)

7. “Por la Eucaristía somos un solo cuerpo”, así lo proclama la Iglesia en Italia en este congreso.

¿No significa esto que, también a través de esta unidad del cuerpo de Cristo, trabajamos por el crecimiento del Reino de Dios en nuestra tierra y en el mundo entero?

Esto no significa que, a través de la Eucaristía, vivamos del misterio de esa maduración del Reino de Dios, cuya imagen evangélica es la maduración del trigo sembrado en la tierra "hasta la siega", o la maduración de la semilla de mostaza y su transformación en un magnífico árbol frondoso?

La Eucaristía nos dice que este crecimiento, esta maduración es un don de Dios mismo. También nos dice que el hombre y toda la Iglesia en el momento oportuno deben aceptar la llamada del dador divino a sembrar, cultivar, cosechar.

8. La Eucaristía.

El sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo.
El sacramento del crecimiento y maduración del Reino de Dios en la tierra y en todos nosotros.Después de todo, ¿el lenguaje humano tiene suficientes palabras para expresar lo que es la Eucaristía?
¡Un misterio verdaderamente inescrutable! ¡Simple de la máxima simplicidad! ¡Rico en riqueza suprema!Entonces, quizás, al final de esta asamblea eucarística de toda la Iglesia en Italia, solo hay una cosa que podamos hacer. Podemos tomar de la Madre de Dios las conocidas palabras del "Magnificat" y repetirlas desde el fondo de nuestro corazón:
"Grandes cosas ha hecho en mí el Todopoderoso y santo es su nombre" ( Lc 1,49).
Sí. "Grandes cosas" que hizo en nosotros, en todos y cada uno.
¡Santo es su nombre!

MISA « EN CENA DOMINI » EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo , 31 de marzo de 1988

1. "No me lavarás los pies jamás" ( Jn 13, 8).

Así dice Simón Pedro en el Cenáculo, cuando Cristo, antes de la cena pascual, decide lavar los pies de sus apóstoles. Cristo sabía que "había llegado su hora" ( Jn 13, 1). Es Pascua. Pero Simón Pedro todavía no lo sabía. Cerca de Cesarea de Filipo fue el primero en confesar: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" ( Mt 16,16 ).

Sin embargo, no sabía que en esta definición de "Cristo-Mesías" también estaba oculto el significado de "siervo", el siervo de Yahvé. ¡No sabía! En cierto sentido no quiso tomar conciencia de la verdad que, según la interpretación del Maestro, tenía "su hora", es decir, "la hora de pasar de este mundo al Padre" (cf. Jn 13, 1). ). No aceptó que Cristo fuera un siervo, como lo había visto el profeta Isaías muchos siglos antes: el siervo de Jehová, el siervo sufriente de Dios.

2. Sin embargo, en el horizonte de la historia el papel de la sangre se ha definido ahora de forma definitiva: la sangre del cordero pascual tenía que encontrar su cumplimiento en la sangre de Cristo que selló la nueva y eterna alianza.

Para aquellos que se estaban preparando para la cena pascual en el Cenáculo de Jerusalén, la sangre del cordero estaba relacionada con la memoria del Éxodo. Recordó la liberación de la esclavitud egipcia, que había iniciado el pacto de Yahweh con Israel, en el tiempo de Moisés.

“Habiendo tomado un poco de su sangre, la colocarán en los dos postes de las puertas y en el arquitrabe de las casas, donde tendrán que comerla. . . ¡Es la Pascua del Señor! . . . Veré la sangre y pasaré, no habrá azote de exterminio para ustedes cuando golpee la tierra de Egipto ”( Ex 12, 7. 11. 13).

La sangre del cordero constituyó un umbral ante el cual cesó la ira castigadora de Yahvé. Los que se preparaban para la cena pascual, en el Cenáculo, guardaban en su memoria la liberación de Israel a través de esta sangre.

3. Todos ellos, y Simón Pedro junto con ellos, no eran plenamente conscientes de que esa liberación por la sangre del cordero pascual era al mismo tiempo un anticipo. Era una "figura" que esperaba su realización en Cristo.

Cuando los apóstoles se reúnan en el aposento alto para la última cena, este cumplimiento está ahora cerca. Cristo sabe que "ha llegado su hora", la hora en que él mismo cumplirá la predicación y revelará plenamente la realidad, que durante siglos ha sido indicada por la "figura" del cordero pascual: la liberación por su sangre. Cristo va al encuentro de esta "plenitud", entra en esta realidad. Él es consciente de lo que traerán consigo la noche siguiente y el día siguiente.

4. Y he aquí, toma el pan en sus manos y, dando gracias, dice: "Esto es mi cuerpo, que es para vosotros" ( 1 Co 11, 24 ). Y al final de la cena (como leemos en la primera carta a los Corintios) toma el cáliz y dice: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" ( 1 Co 11, 25 ).

Cuando el cuerpo de Cristo sea ofrecido en la cruz, entonces esta sangre, derramada en la pasión, se convertirá en el comienzo de la nueva alianza de Dios con la humanidad.

El antiguo pacto, en la sangre del cordero pascual, la sangre de la liberación de la esclavitud de Egipto. El pacto nuevo y sempiterno, en la sangre de Cristo.

Cristo va al sacrificio, que tiene el poder redentor: el poder de liberar al hombre de la esclavitud del pecado y la muerte. El poder de sacar al hombre del abismo de la muerte espiritual y la condenación. Jesús pasa a los discípulos el cáliz de la salvación, la sangre de la nueva alianza, y dice: "Hagan esto cada vez que lo beban en memoria de mí" ( 1 Co 11, 25 ).

5. "Habiendo amado a los suyos que están en el mundo, los amó hasta el fin" ( Jn 13, 1).

Aquí está la verdad más profunda de la Última Cena. El cuerpo y la sangre, la pasión en la cruz y la muerte significan precisamente esto: “los amó hasta el fin”.

La sangre del cordero en el dintel de las casas en Egipto no tenía, en sí misma, un poder liberador. El poder vino de Dios y durante mucho tiempo no se atrevió a llamar a este poder por su nombre.

Cristo la llamó por su nombre. El cuerpo y la sangre, la pasión y la muerte, el sacrificio, son el amor que vuelve a los límites de su poder salvador.

Cristo la llamó por su nombre. Cristo hizo que sucediera. Cristo nos dejó este poder en la Eucaristía. Aquí está "su hora":

- pasa del mundo al Padre por la sangre del nuevo pacto;
- pasa del mundo al Padre por el amor, que vuelve a los límites de su poder salvífico.

6. Él dice "Hagan esto en memoria de mí".

E incluso antes de eso, dice: "Os he dado un ejemplo, porque como yo he hecho, vosotros también podéis hacerlo" ( Jn 13,15 ).

 "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" ( Jn 13, 34). Ultima Cena. El comienzo del nuevo pacto en la sangre de Cristo.

¡Revivámoslo con un corazón lleno de fe y amor!

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 25 de mayo de 1989

1. Lauda Sion Salvatorem...

Hoy la Iglesia da las gracias por el don de la Eucaristía. Hoy la Iglesia adora el Misterio Eucarístico. No sólo lo hace hoy. Ciertamente, la Eucaristía decide la vida de la Iglesia cada día. Sin embargo la Iglesia desea dedicar de un modo particular este día a la acción de gracias y a la adoración pública.

Lauda Sion Salvatorem...

Saldremos en procesión con el Santísimo Sacramento desde la Basílica de Letrán, que es "madre" de todas las iglesias de Roma y de fuera de Roma, a la basílica mariana del Esquilino: Ave verum Corpus natum de Maria Virgine.

 Caminando en procesión, tendremos ante los ojos a la muchedumbre que seguía a Jesús, cuando El la instruía acerca del reino de Dios. El Evangelista Lucas escribe que curó "a los que lo necesitaban" (Lc 9, 11). Aquella vez, sin embargo —además de los enfermos— todos los presentes tuvieron necesidad de alimento, puesto que "caía la tarde" (Lc 9, 12). Jesús no sigue el consejo de los Doce de despedir a la muchedumbre y mandarla a las aldeas y poblados de los alrededores, sino que dice: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13).

Los Apóstoles no tenían nada más que cinco panes y dos peces (cf. Lc 9, 13). Jesús los tomó y "alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente" (Lc 9, 16). El Evangelista constata que "comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos" (Lc 9, 17).

3. El milagro de la multiplicación de los panes es un signo que preanuncia de modo particular la Eucaristía.

La liturgia. por tanto, nos remite á la tarde del Cenáculo, en que Cristo fue traicionado. La tarde de la institución de la Eucaristía, que celebramos cada año el Jueves Santo.

Aquella tarde, después de las palabras sacramentales pronunciadas sobre el pan pascual y sobre el cáliz del vino, Cristo, dijo: "cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).

"Cada vez": en la Eucaristía la sacramental "multiplicación de los panes" se extiende a todos los tiempos. Llega a muchos lugares de toda la tierra. Permanece a lo largo de las generaciones.

Hoy deseamos "reunir" en la vía de la procesión eucarística romana a todas las generaciones, que desde los tiempos apostólicos se han nutrido, en esta ciudad, de la Eucaristía.

Nosotros, que en la generación actual vivimos de este Sacramento, deseamos dar las gracias y adorar por todos.

Lauda Sion Salvatorem...

4. La procesión eucarística es imagen de la peregrinación del Pueblo de Dios. Seguimos a Cristo que es Pastor de las almas inmortales.

Nos conduce la modesta especie del Pan: la Hostia blanca, en la que se expresa sacramentalmente el misterio del único sacerdocio. He aquí el sacerdote que "penetró los cielos" (cf. Hb 4, 14). He aquí, el "Sacerdote por siempre" (cf. Sal 109/110, 4). Mediante el sacrificio de la cruz El ha superado todos los sacrificios de la Antigua Alianza. Su sacerdocio conoce sólo una sola figura en los tiempos de Abraham: Melquisedec. El sacrificio cruento de nuestra redención ha sido revestido por Cristo con las especies del pan y del vino. Igualmente Melquisedec ofreció el pan y el vino. Un signo profético.

5. Mediante su Sacrificio mesiánico Cristo ha realizado todo cuanto ha sido pronunciado por el Salmista en relación a Melquisedec.

Precisamente a El el Señor le ha jurado: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (Sal 109/110, 4).

Precisamente a El le ha dicho: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha... Yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora"» (Sal 109/110, 1. 3).

"Oráculo del Señor a mi Señor" así habla el Padre al Hijo de la misma sustancia, el cual está sentado "a su derecha" en virtud del Sacrificio redentor de la cruz; del Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre.

Precisamente mediante dicho Sacrificio El es Pastor de todos.  Es Pastor eterno, al que el Padre le ha confiado a todos los hombres. Porque, por El y en El, el hombre puede reencontrar la Vida, la Vida eterna que está en Dios mismo.

Lauda Sion Salvatorem...

Lauda Ducem et Pastorem, in hymnis et canticis.

6. Sigamos, pues, en procesión a Cristo. Nos conduce la blanca especie del Pan por los caminos de la ciudad, a la que se encuentra unido un particular testimonio apostólico, y la herencia apostólica de la Eucaristía.

Caminemos, cantando y adorando el Misterio.

Sabemos que no hay palabras capaces de expresarlo adecuadamente ni capaces de adorarlo.

“Quantum potes, tantum aude, / quia maior omni laude...”. / Sí. “Maior omni laude”! / “Quia maior omni laude, / nec laudare sufficis”.Amén.

VIAJE APOSTÓLICO AL LEJANO ORIENTE Y A MAURICIO

ADORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA IGLESIA PARROQUIAL DE SEÚL DE NONYONG-DONG

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Seúl (Corea) - Sábado 7 de octubre de 1989

1. ¡Alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar!

Con gran alegría alabo a nuestro Señor junto con ustedes. A todos ustedes, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, les digo: “¡Alabado sea Jesús! ¡Alabemos al Señor! ”.

Mi saludo especial va a la parroquia de Nonhyon - dong: a los sacerdotes y monjas, al consejo parroquial ya todos los feligreses que me han acogido aquí con tanto amor y entusiasmo. También deseo agradecer a todos aquellos hombres y mujeres comprometidos que prestan su servicio como ministros extraordinarios de la Eucaristía. 

Es muy apropiado que mi primera parada entre el pueblo coreano tenga lugar en una iglesia como esta, donde la mente y el corazón de los fieles se elevan constantemente en adoración ante Cristo en la santísima Eucaristía,a Cristo que se ofrece en sacrificio a el Padre por nuestra salvación;
- a Cristo que se entrega a nosotros para alimentarnos como pan de vida, para que también nosotros podamos ofrecernos por la vida de los demás;
- a Cristo que nos consuela y fortalece en nuestra peregrinación terrena con su constante presencia y amistad.

Al contemplar el Verbo hecho carne, ahora sacramentalmente presente en la Eucaristía, los ojos de nuestro cuerpo se unen a los de la fe al contemplar la presencia "por excelencia" de Emmanuel, "Dios con nosotros", hasta el día en que el velo sacramental será elevado al reino de los cielos.

Si queremos experimentar la Eucaristía como "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" ( Lumen gentium , 11), debemos celebrarla con fe, recibirla con respeto y dejar que transforme nuestra mente y nuestro corazón a través de la oración de 'adoración. Solo profundizando nuestra comunión eucarística con el Señor a través de la oración personal podremos descubrir lo que Él nos pide en la vida diaria. Sólo extrayendo profundamente de la fuente del agua de la vida "que brota en nuestro interior" (cf. Jn.4, 14), podemos crecer en la fe, la esperanza y la caridad. La imagen de la Iglesia en adoración ante el Santísimo Sacramento nos recuerda la necesidad de entrar en diálogo con nuestro Redentor, responder a su amor y amarnos unos a otros.

2. Queridos hermanos sacerdotes, reunidos hoy aquí junto con el Papa en tan gran número: este gran sacramento del amor, tan rico en significado para la vida cristiana de todos los fieles, tiene un valor particular para todos los que tenemos el privilegio de celebrar "In persona Christi". El Concilio Vaticano II habla de "caridad pastoral" que brota sobre todo de la Eucaristía. “El centro y raíz de toda la vida del presbítero” Presbyterorum Ordinis , 14). El Concilio continúa diciendo que el sacerdote debe intentar hacer suyo lo que se hace en el sacrificio eucarístico, pero que “esto no es posible si los sacerdotes no profundizan cada vez más en el misterio de Cristo con la oración. . . " Presbyterorum ordinis , 14). Y por eso deben “buscar e implorar a Dios. . . el auténtico espíritu de adoración ” Presbyterorum Ordinis , 19).

Queridos hermanos, ¿qué es esta caridad pastoral que brota del sacrificio eucarístico y que se perfecciona con la oración y la adoración? Para responder a esta pregunta debemos adentrarnos en el misterio de Cristo. Él “se desnudó, asumiendo la condición de sirviente. . . apareciendo en forma humana, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y la muerte de cruz ”( Fil 2, 6-8). Este es el sacerdote eterno presente en la Eucaristía: el Hijo de Dios que "se despojó de sí mismo" y al que Dios resucitó para nuestra salvación, el Hijo del hombre "que no vino para ser servido, sino para servir" ( Mc 10, 45). .

La caridad pastoral es esa virtud con la que imitamos a Cristo en su entrega y en su servicio. No es solo lo que hacemos, sino nuestro don de nosotros mismos, lo que muestra el amor de Cristo por su rebaño. La caridad pastoral determina nuestra forma de pensar y actuar, nuestra forma de relacionarnos con las personas. Y es particularmente exigente para nosotros, porque, como pastores, debemos ser muy sensibles a la verdad contenida en las palabras de san Pablo: “Todo es lícito. Pero no todo es útil. . . Pero no todo edifica ”( 1 Co 10, 23 ).

3. Si estamos llamados a imitar el don de sí mismo de Cristo, los sacerdotes debemos vivir y actuar de una manera que nos permita estar cerca de todos los miembros del rebaño, desde el más grande hasta el más pequeño. Queremos vivir entre ellos, ya sean ricos o pobres, educados o necesitados de educación. Estaremos dispuestos a compartir sus alegrías y tristezas, no solo en nuestros pensamientos y oraciones, sino también con ellos, para que a través de nuestra presencia y nuestro ministerio puedan experimentar el amor de Dios.

Queremos abrazar un estilo de vida sencillo. , a imitación de Cristo que se hizo pobre por nosotros. Si un sacerdote se ve privado de la pobreza de espíritu, le será difícil comprender los problemas de los débiles y marginados. Si no se siente disponible para todos, la caridad pastoral también nos hace ansiosos por servir al bien común de toda la Iglesia y por construir el Cuerpo de Cristo, evitando toda forma de escándalo o división. En palabras del Concilio: “La fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a su Iglesia. La caridad pastoral exige que los sacerdotes, si no quieren correr en vano, trabajen siempre en estrecha unión con los obispos y otros hermanos en el sacerdocio. Si proceden con este criterio, encontrarán la unidad de su vida en la unidad misma de la misión de la Iglesia "( Presbiterorum Ordinis, 14). Cristo no dudó en ofrecer su vida para obedecer al Padre. Siguiendo su ejemplo, los sacerdotes deben tener la prudencia, madurez y humildad para trabajar en armonía y bajo la autoridad legítima por el bien del Cuerpo de Cristo, y no arbitrariamente por sí mismos.

La caridad pastoral se extiende también al campo misionero dentro de la Iglesia universal. Como les dije a sacerdotes y religiosos durante mi primera visita a su país en 1984, el desafío solemne de sus vidas es el de "mostrar a Jesús al mundo, compartir a Jesús con el mundo" (cf. Allocutio Seuli ad Presbyteros et Religiosos habita, die 5 de mayo de 1984 : Enseñanzas de Juan Pablo II , VII, 1 [1984] 1259 y siguientes). 

Hoy más que nunca somos conscientes de las necesidades espirituales y materiales de los pueblos, incluso de los que están muy lejos de nosotros. Os exhorto a cooperar generosamente con vuestros obispos para ayudar a llevar a cabo la misión universal de la Iglesia, que es predicar el Evangelio. Que continúe promoviendo una auténtica conciencia misionera entre todos los católicos mientras ora y trabaja por el aumento de las vocaciones coreanas al sacerdocio y la vida religiosa destinada a misiones en el extranjero.

4. Queridos hermanos, sé que su ministerio generoso y celoso es una parte importante de la vida vigorosa de la Iglesia en Corea. Están muy ocupados en sus parroquias, en sus numerosos apostolados y asociaciones organizadas, y en muchos cursos para el catecumenado. Precisamente porque lo que se les pide es tanto, es cada vez más importante que sean hombres de oración ante el Santísimo Sacramento, que "imploren de Dios el auténtico espíritu de adoración" ( Presbyterorum Ordinis , 19), para que puedan ser lleno del amor de Cristo. Sólo así podrás esperar crecer en esa caridad pastoral que hace fecunda tu vida y tu ministerio.

A la oración hay que sumar la formación espiritual e intelectual continua, tan imprescindible si queremos seguir entregándonos en la imitación de Cristo. Nuestra vida interior debe renovarse y nutrirse a través de ejercicios espirituales, lectura y estudio. Como el maestro que Jesús menciona en el Evangelio, el sacerdote es el que "saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo" ( Mt 13,52).

Por último, a los laicos aquí presentes ya todos los laicos de Corea les hago este llamamiento: recen por sus sacerdotes. Ore por las vocaciones al sacerdocio. Precisamente en presencia de la Eucaristía entendemos y apreciamos mejor el don del sacerdocio, porque los dos son inseparables. Su participación en la vida de la Iglesia y su compromiso de vivir el Evangelio son una gran fuente de aliento para los sacerdotes. No solo los inspiras a una caridad pastoral aún mayor, sino que también creas un campo fértil en el que las vocaciones al sacerdocio pueden crecer en respuesta a la llamada de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, queridos hermanos obispos, queridos hermanos en el sacerdocio. ¡Alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del altar! ¡Alabado sea nuestro Salvador, cuya presencia en la Eucaristía nos acompaña en nuestra peregrinación terrena!

A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO AL LEJANO ORIENTE Y A MAURICIO

CONCLUSIÓN DEL 44 ° CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Youido Plaza en Seúl (Corea) - Domingo 8 de octubre de 1989

"De hecho, cuando coman este pan y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que venga" ( 1 Co 11, 26 ).

Hermanos y hermanas de la Iglesia en Corea, hermanos y hermanas de todas partes del mundo reunidos para honrar a Jesucristo en la Eucaristía.

¡Alabado sea el Señor! Regresé a tu Seúl, es bueno verte de nuevo. Demos gracias juntos al Señor.

1. Hace cinco años, aquí en Youido Plaza, celebramos el bicentenario de la presencia de la Iglesia en esta tierra junto con la canonización solemne de ciento tres santos mártires de Corea. Son los testigos brillantes de cuán profundamente los hijos e hijas de esta tierra están unidos en Cristo. Hoy nuestro Padre celestial me da la gracia de celebrar esta solemne Eucaristía al finalizar el cuadragésimo cuarto Congreso Eucarístico Internacional. El sacrificio de la Misa profundiza maravillosamente nuestra comunión con esos valientes mártires y con todos los santos, en primer lugar con María, madre del Redentor, para que todos los que comparten el Cuerpo y la Sangre de Cristo en todo lugar y en todo momento puedan estar unidos por el Espíritu Santo (cf. Prex Eucharistica II).

La comunión de los santos tiene su fuente más profunda en Cristo y su plena expresión sacramental en la Eucaristía: "Puesto que hay un solo pan, nosotros, aunque muchos, somos un solo cuerpo" ( 1 Co 10, 17 ). De hecho, cada vez que celebramos la Eucaristía, regresamos al Cenáculo de Jerusalén, la noche antes de Pascua. La celebración de la Eucaristía por parte de la Iglesia no puede separarse de ese momento. Allí, Jesús les habló a los apóstoles sobre su muerte redentora. Allí instituyó el sacramento de su Cuerpo y Sangre en forma de pan y vino, siguiendo el rito tradicional judío de la comida pascual.

Dándoles pan, Jesús dijo que era su cuerpo lo que estaba a punto de ofrecer en la Cruz. Dándoles la copa de vino, dijo que era su sangre la que derramaría como sacrificio en el Calvario. Entonces Jesús dijo: “Este es mi cuerpo, que es para ti; haced esto en memoria mía ”( 1 Co 11, 24 ). Los apóstoles recibieron el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Redentor, como la Pascua que verdaderamente salva.

2. Mientras todo esto sucedía en el Cenáculo de Jerusalén, los apóstoles quizás recordaron esas palabras pronunciadas un día en Capernaum, donde Jesús había multiplicado milagrosamente el pan para la multitud que escuchaba su enseñanza: “De cierto os digo , si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día ”( Jn 6, 53-54).

Capernaum había preparado a los apóstoles para el Cenáculo. Lo prometido en Capernaum se hizo realidad en Jerusalén. "Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida, el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" ( Jn 6, 55-56).

Sí, Jesucristo es "nuestra Vida y Resurrección". Los hijos e hijas de Israel comieron el maná que Dios les envió al desierto, pero murieron. Jesús dio el pan eucarístico como fuente de vida más fuerte que la muerte. A través de la Eucaristía, sigue dando la vida, es decir, la vida que está en Dios y viene de Dios. Este es el sentido de las palabras de Jesús: "Como el Padre que tiene la vida, me envió y yo vivo para el Padre, el que me come, vivirá para mí ”( Jn 6, 57).

3. Todo esto está en el centro del 44º Congreso Eucarístico Internacional. Esta reunión del pueblo santo de Dios revela claramente la verdadera naturaleza de la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium , 41), la comunidad de los que han renacido a una nueva vida. Unida en oración y dando gracias alrededor del altar, toda la Iglesia es una con Cristo, su cabeza, su salvador y su vida. Porque de hecho la Iglesia vive - a través de la Eucaristía - el recuerdo de la Pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Toda la Iglesia está aquí para honrar a Cristo en la Eucaristía; escuchar las palabras de vida eterna que Jesús nos ha dado; y profundizar la experiencia de la Iglesia al compartir el pan de vida que satisface la necesidad más profunda de nuestro ser inmortal: el hambre del mundo por la "vida" que solo Dios puede satisfacer.

En la "Statio Orbis" toda la comunidad cristiana renueva su determinación de compartir el "Pan de vida" con todos aquellos que tienen sed de verdad, justicia, paz y la vida misma. La comunidad cristiana sólo puede hacerlo si se convierte en un instrumento eficaz de reconciliación entre la humanidad pecadora y el Dios de la santidad, y entre los propios miembros de la familia humana. La Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia. La Iglesia, a través de su relación con Cristo, es un tipo de sacramento o signo de la unidad de toda la humanidad, así como un medio para lograr esta unidad (cf. Lumen gentium , 1).

4. Las palabras "Cristo, nuestra Paz" han sido elegidas como tema de este congreso. Hemos escuchado lo que proclama el Apóstol: “Ahora, en cambio, en Cristo Jesús, ustedes que antes estaban distantes, se han convertido en prójimos por la sangre de Cristo. En efecto, él es nuestra paz, el que nos hizo a los dos un solo pueblo, derribando el muro de separación que era el framezzo, es decir, la enemistad ”( Ef 2, 13-14).

El Apóstol quizás esté pensando en el muro del templo de Jerusalén que separaba a los judíos de los gentiles. ¿Pero cuántos muros y cuántas barreras dividen hoy a la gran familia humana? ¿Cuántas formas de conflicto? ¿Cuántos signos de desconfianza y hostilidad son visibles en países de todo el mundo?

Oriente está dividido de Occidente; el Norte del Sur Estas divisiones son el legado de la historia y de los conflictos ideológicos que tantas veces dividen a pueblos que de otro modo desearían vivir en paz y fraternidad unos con otros. Corea también está marcada por una trágica división que penetra cada vez más profundamente en la vida y el carácter de su pueblo. La nación coreana es el símbolo de un mundo dividido que aún no es capaz de unirse en paz y justicia.

Sin embargo, hay un camino por recorrer. La verdadera paz, el "shalom" que el mundo necesita con urgencia, surge siempre del misterio infinitamente rico del amor de Dios, el "mysterium pietatis" (cf. 1 Tim 3 , 16 ), del que San Pablo escribe: "En efecto, fue Dios quien reconcilió al mundo consigo mismo en Cristo ( 2 Corintios 5:19 ).

Como cristianos estamos convencidos de que el misterio pascual de Cristo hace presente y disponible la fuerza de la vida y del amor que vence el mal y toda separación. Sus antepasados, admirables en la fe, sabían que "en Cristo" todos son iguales en dignidad y todos merecen igualmente una atención y una preocupación amorosas. Al igual que los primeros cristianos descrita en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hechos2, 42 ss.), Abolieron valientemente las inviolables barreras entre las clases existentes en ese momento para vivir como hermanos y hermanas. Los nobles amos y los humildes sirvientes se sentaron juntos a la misma mesa. Compartieron las riquezas de su nuevo conocimiento de Cristo componiendo catecismos y bellos poemas de oración en el idioma de la gente común. Compartieron propiedades para ayudar a los más necesitados. Cuidaron con amor de los huérfanos y las viudas, los que fueron encarcelados y torturados. Día y noche perseveraron en la oración, dando gracias y confraternizando. Y estaban felices de dar su vida por los demás y en lugar de los demás. Perdonaron y oraron por quienes los perseguían. La suya fue una vida verdaderamente eucarística, ¡un verdadero partimiento del pan que da vida!

5. En esta asamblea de la "Statio Orbis" proclamamos ante el mundo que Cristo, el único Hijo del Padre. continúa reconciliando a los pueblos "con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz, destruyendo en él la enemistad" ( Ef 2, 16 ).

"Jesucristo es nuestra paz" (cf. Ef 2, 14 ).

De la Eucaristía nace la misión y la capacidad de la Iglesia para ofrecer su contribución específica a la familia humana. La Eucaristía transmite eficazmente al mundo el don de Cristo en el momento de la separación "La paz os dejo, mi paz os doy" ( Jn 14, 27 ). 

La Eucaristía es el sacramento de la "paz" de Cristo porque recuerda el sacrificio salvífico de la Redención de la Cruz. La Eucaristía es el sacramento de la victoria sobre las divisiones que van del pecado personal al egoísmo colectivo. La comunidad eucarística, sin embargo, está llamada a ser modelo e instrumento de una humanidad reconciliada. En la comunidad cristiana no puede haber divisiones, discriminaciones, separaciones entre quienes parten el pan de vida en torno al único altar del sacrificio.

6. A medida que se acerca el tercer milenio cristiano, el desafío urgente que deben afrontar los cristianos en este período histórico es el de introducir esta plenitud de vida, esta "paz" en la estructura y tejido de la vida cotidiana, en la familia, en la sociedad, en relaciones Internacionales. Pero hay que escuchar con atención las palabras de Cristo: "Yo no os la doy como el mundo da" (cf. Jn 14, 27 ). 

La paz de Cristo no es simplemente la ausencia de guerras, el silencio de las armas, no es más que la transmisión del "amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" ( Rom.5, 5). Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre del Señor resucitado no puede separarse de nuestros continuos esfuerzos por compartir este amor vigorizante a través del servicio. "Haced esto en memoria mía" ( Lc 22,19 ): hacedlo por cada uno de vosotros, como yo lo hice por vosotros y por todos. Sí, no solo debemos celebrar la liturgia, sino vivir verdaderamente la Eucaristía. 

La Eucaristía nos obliga a dar gracias por el mundo, respetarlo y compartirlo con los demás con sabiduría y responsabilidad. a estimar y amar el gran don de la vida, especialmente de toda vida humana creada, desde su comienzo, a imagen de Dios y redimida por Cristo;
- cuidar y promover la dignidad inalienable de todo ser humano a través de la justicia, la libertad y la armonía;

- ofrecerse generosamente como pan de vida para los demás, como se explica en el “Movimiento Un Corazón, Un Cuerpo”, para que todos puedan estar unidos en el amor de Cristo.

7. Cada Congreso Eucarístico Internacional, cada "Statio Orbis" es una profesión solemne de fe de la Iglesia en la Buena Nueva proclamada y realizada en la Eucaristía: "Señor, con tu Muerte y Resurrección nos has hecho libres".

En la gran asamblea del Congreso Eucarístico, aquí en Seúl, en esta tierra del continente asiático, profesamos la vida que compartimos a través de la muerte del Redentor. Y oremos por todos, por Corea, por Asia, por el mundo: para que todos tengan vida en sí mismos y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10 ).

Seamos semilla de vida para todos.¡Convertámonos en instrumentos de la verdadera paz!Alabado sea Jesucristo. Amén.

Después de impartir la Bendición Apostólica, el Papa, hablando en italiano, añade las siguientes expresiones. 

Quiero agradecer este 44º Congreso Eucarístico Internacional en Seúl. Quiero agradecer a la Iglesia de Seúl y Corea, al cardenal Kim y a todos los obispos de su tierra natal, así como a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas, a todos los laicos y a todo el pueblo de Dios: familias, jóvenes, el Ancianos, niños, enfermos, todos ellos, con su fe y su trabajo, han contribuido a este espléndido Congreso Eucarístico en Seúl. Agradezco a la divina Providencia, porque hoy podemos concluir este Congreso aquí en Corea, en esta parte del mundo, en este Oriente. El lugar donde se introdujo la tradición de los Congresos Eucarísticos Internacionales es muy significativo. Muchas gracias.

Una vez más quiero saludar a todos los presentes, no solo a los coreanos, sino también a los que han venido de diferentes partes del mundo, especialmente del mundo asiático, de la zona del Océano Pacífico. Deseo a todos que este Congreso Eucarístico, que Cristo Eucaristía, dé frutos abundantes en sus corazones y en sus entornos. Nos unimos, como ya hemos señalado, con nuestros hermanos norcoreanos, en esta unidad llevamos a cabo el trabajo y la misión de la Iglesia universal de Cristo formada por todos los pueblos de todas partes del mundo, diferentes en sus idiomas, en sus culturas y tradiciones, pero idénticas en el misterio íntimo de su fe, en su esperanza, en su caridad. Gracias Jesús Eucarístico, gracias Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por esta manifestación terrenal de la Iglesia aquí en Seúl, Corea.

Lo he dicho todo, pero el cardenal dice que el trabajo aún no ha concluido, porque no hay palabras dirigidas a una categoría especial: la masa - los medios de comunicación. Son la masa - medios de comunicación que llevar el trabajo de este Congreso Eucarístico en el mundo dentro de sus posibilidades. Gracias también a quienes se ocuparon de la seguridad del Congreso y de los congresistas. Gracias a estas personas que representan a las autoridades de su patria. En conclusión, agradezco a las propias autoridades. Ya lo he hecho esta mañana hablando con el Presidente de Corea y reitero mi agradecimiento junto con todos los aquí reunidos.

MISA « EN CENA DOMINI » EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 12 de abril de 1990

“En este día, víspera de su pasión”.

1. Sólo una vez al año, al celebrar la Eucaristía, el ministro sagrado pronuncia las palabras: "En este día (es decir, hoy), víspera de su pasión".

"Cada vez que comemos de este pan y bebemos de esta copa, anunciamos tu muerte, Señor". Anunciamos la muerte del Señor de manera sacramental, la renovamos y la celebramos.

Pero solo esta vez, esta vez damos testimonio del día en que se originó el Santísimo Sacramento. La Eucaristía vespertina del Jueves Santo hace presente de manera particular la Última Cena.

Aunque, por tanto, este "hoy" eucarístico, establecido entonces, está destinado a durar hasta el fin del mundo, sin embargo, en el ritmo anual de la liturgia, sólo hay un "hoy" en el que se celebra la institución de la Eucaristía. .

2. Toda la Iglesia se reúne en este "hoy". Toda la Iglesia vive de ello continuamente. Nace de él y renace en él.

En este "hoy" la Iglesia toma siempre una renovada conciencia de la plenitud, que solo está en Dios, y que solo de Dios puede descender a la dimensión de nuestra realidad para revelar en ella las perspectivas definitivas de reconciliación y unión con Dios.

3. La Última Cena. “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre” ( Jn 13, 1), en este día, víspera de su dolorosa pasión por la salvación. . . del mundo entero. . . y alzando los ojos al cielo hacia ti Dios, su Padre todopoderoso, dio gracias con la oración de bendición, partió el pan, se lo dio a sus discípulos y dijo: "Tomen y coman de todo: esto es mi cuerpo ofrecido como sacrificio por ti ". Después de la cena, tomó el cáliz de la misma forma. . . Tómelo y bébalo. . . esta es la copa de mi sangre, derramada por vosotros y por todos en remisión de los pecados ”. El cáliz de la nueva y eterna alianza. . .

4. Cristo es absolutamente consciente de su acto - de su acto redentor - del acto mesiánico definitivo. Por este acto vino al mundo. Mediante este acto pasa al Padre. Este acto debe permanecer presente, debe perdurar en la historia del hombre, en la historia de toda la creación. Constituye el perenne "hoy" de la redención del mundo. El perenne "hoy" de la Iglesia. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.

5. La institución precedió al mismo acto redentor, el sacrificio pascual del Cuerpo y la Sangre. La institución ha fijado ese sacrificio, ese acto redentor de Cristo en el "hoy" sacramental de la Eucaristía. El "hoy" del Jueves Santo. El "hoy" de la última cena.

6. Toda la Iglesia, comunidad de discípulos y creyentes de todo el mundo, participa con profunda emoción en este "hoy" eucarístico de la Última Cena. En verdad, "nos amó hasta el final".

7. Y todos nosotros, que hemos heredado - junto con los apóstoles y después de ellos - el mandamiento: "Haced esto en mi memoria", todos nosotros, "administradores de los misterios de Dios", obispos y sacerdotes, ¿qué ¿Deseamos más en este "hoy" de Jueves Santo, si no sólo y únicamente lo que el Maestro mismo ha manifestado a través del lavamiento de los pies?

"Ustedes saben lo que les he hecho" ( Jn 13,12 ). ¿Sabemos lo que nos hizo? Frente al "hoy" eucarístico de la Última Cena sólo podemos desear una cosa, aquello en lo que podamos expresarnos y realizarnos plenamente; esto: “Ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. De hecho, les he dado el ejemplo ”( Jn 13, 14-15).

8. Jueves Santo. Sagrado Triduo de 1990. Momento de oración particular por el sacerdocio ministerial por parte de todo el pueblo de Dios. “La mies. . . Es mucho ”( Mt 9,37). “Tenemos este tesoro en vasijas de barro”. ¡“La mies es mucha”! Envía, Señor, obreros a tu mies. Enviar. . . ¡Amén!

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 14 de junio de 1990

1. El desierto es un espacio en el que al hombre le falta la comida y la bebida. Es el espacio en el que la vida se halla en peligro. En efecto, cuando falta la comida y la bebida, la persona humana está amenazada por la muerte.

El pueblo del Antiguo Testamento, guiado por Moisés, camina en el desierto. En este camino Dios lo conduce, durante cuarenta años, desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Lo conduce para ponerlo a prueba, para conocer lo que hay en su corazón (cf. Dt 8, 2).

Dice Moisés: el Dios de la Alianza "te hizo pasar hambre, después te dio a comer el maná..., para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh" (Dt 8, 3).

El desierto y el maná nos introducen en el misterio de la Eucaristía.

2. De la boca de Dios proviene la Palabra, la Palabra de Vida que "se hizo carne y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), la Palabra de Vida que ha entrado en todos los desiertos en los que el hombre camina: allá donde falta la comida y la bebida.

Sin embargo, no vivimos sólo de pan sino también de la Palabra de Dios. Entonces el desierto está en cualquier parte en que el hombre —aun estando en la más grande abundancia de pan y de todo tipo de bien temporal— no se alimenta de la Palabra del Dios Viviente.

El hombre, por tanto, puede convertirse en desierto y, según sea lo que hay en él, puede convertirse en desierto la familia, la sociedad. También una ciudad e incluso un entero país pueden transformarse en un desierto semejante.

La liturgia de hoy en la solemnidad del Corpus Domini coloca delante de nuestros ojos la imagen del desierto para que comprendamos mejor el sentido de nuestro camino en el mundo y a través de la historia; para que captemos mejor la responsabilidad de nuestra vida en nuestra ciudad.

3. La Palabra, que proviene de Dios, alcanza su plenitud en El mismo.

Es el Verbo de la misma sustancia del Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Es la Palabra de Vida Eterna porque Dios es la Vida y la Eternidad.

El Verbo se hizo carne por nosotros, los hombres, que estamos en camino, a través del desierto, de la morada de los esclavos a la Tierra de la Eterna Alianza.

El Verbo, que se hizo Carne, habla así: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53).

Esta vida, esta vida terrenal que pasáis aquí, se convertirá en desierto y fructificará en vosotros con la muerte.Agrega Jesucristo: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día" (Jn 6, 54).Por lo tanto, la vida humana —también en el desierto— puede ir más allá del horizonte de la muerte.El hombre puede tener su morada en la Palabra que da la vida eterna: "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él" (Jn 6, 56).

¡Qué vivificante es esa morada de Cristo, Palabra de Vida! Cristo es la Vida misma que vence la muerte, inevitable fruto del desierto. He aquí que se abre en la Palabra de Vida, para cada uno de nosotros, la esperanza de la Vida, la certeza de la Vida. Cristo, que ha pasado a través de la muerte, proclama: "yo lo resucitaré el último día" (Jn 6, 54). Lo proclama Aquel que es la "resurrección y la vida" (cf. Jn 11, 25).

4. He aquí "el pan que baja del cielo" (cf. Jn 6, 50. 51. 58). En el desierto el maná, si bien no es este mismo pan, lo preanunciaba y lo prefiguraba. Nuestros padres se nutrieron con el maná y murieron (cf. Jn 6, 58), como perecen toda las generaciones humanas, incluso cuando están saciadas con el pan material y gozan de toda la abundancia de los bienes temporales.

Esta abundancia, en efecto, no sólo no logra por sí sola transformar el desierto del mundo en la tierra de la Eterna Alianza, sino que a veces incluso puede ensanchar el desierto, ampliando el espacio de la muerte espiritual.

Hoy la Iglesia que está en Roma desea mostrar esta Eucaristía a todos: a la Urbe y al Orbe.

Por esta razón, al concluir la misa, caminaremos en procesión eucarística por las calles de Roma.

"Pange lingua gloriosi Corporis mysterium!".

VISITA PASTORAL A ORVIETO

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DEL «CORPUS CHRISTI» EN LA CATEDRAL DE ORVIETO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Orvieto
Domingo 17 de junio de 1990

1. “¡Celebra a Yahveh, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión!” (Sal 147, 12).

Toda la Iglesia exalta a Jerusalén porque allí, en la ciudad santa, Dios ha realizado lo que había preparado para el pueblo elegido, y a través del pueblo de la Antigua Alianza, para todos los hombres.

Allí —en el Cenáculo de Jerusalén— ha sucedido lo que el Apóstol describe en su primera carta a los Corintios: “La copa de bendición qué bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16).

¡Ciertamente! En el Cenáculo de Jerusalén, en la víspera de su muerte redentora en la cruz, Jesucristo cumplió lo que había predicho:

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 51. 56).

2. “¡Iglesia santa, alaba a tu Señor!”.

El Cenáculo de Jerusalén —donde fue instituido el santísimo sacramento: el Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies del pan y del vino— se ha extendido por toda la tierra. Ahora está presente en cada lugar en que se reúne la comunidad cristiana: tanto en una espléndida construcción arquitectónica, como en una modesta capilla en tierra de misión, allí está presente el Cenáculo.

Y en todas partes la Iglesia alaba a su Señor por el don de la Eucaristía, por medio de la cual El se ha quedado con nosotros: se ha hecho comida de los hombres para la vida eterna.

La solemnidad que hoy celebramos constituye una expresión particular de esta alabanza.

3. Dirijo un fraterno saludo al pastor de la diócesis, mons. Decio Lucio Grandoni y le agradezco las cordiales palabras que ha querido dirigirme en nombre de todos vosotros. Con él deseo saludar a los prelados de Umbría aquí presentes; a las autoridades que participan en esta celebración; a los sacerdotes, religiosos y religiosas; a los enfermos, que mediante el sufrimiento se asocian de modo especial al sacrificio eucarístico; a los jóvenes, y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas.

Con este encuentro queremos expresar juntos nuestro reconocimiento al Señor, recordando el VII centenario de la fundación de la catedral de vuestra ciudad, cuya primera piedra bendijo mi predecesor, el Papa Nicolás IV, el 13 de noviembre de 1290.

Si bien su construcción no tiene relación directa con la solemnidad del Corpus Domini, instituida por el Papa Urbano IV mediante la bula Transiturus, en el año 1264, ni con el milagro de Bolsena del año precedente, es indudable que el misterio eucarístico se halla aquí manifiestamente evocado por el corporal de Bolsena, para el cual se hizo construir especialmente la capilla que ahora lo custodia celosamente.

Desde entonces la ciudad de Orvieto es conocida en el mundo entero por ese signo milagroso, que a todos nos recuerda el amor misericordioso de Dios que se ha hecho comida y bebida de salvación para la humanidad peregrina en la tierra. Vuestra ciudad conserva y alimenta la llama inextinguible del culto hacia un misterio tan grande.

4. ¡Iglesia de Orvieto, alaba a tu Señor!

Nos hallamos frente a Cristo realmente presente bajo los velos de simples y materiales apariencias. Cristo-Pan, Cristo-Vino: verdadera comida y verdadera bebida para el hombre que tiene hambre y sed de lo infinito. Sólo El, Cristo puede colmar la necesidad de eternidad del corazón humano; sólo El, Cristo, es total realización de todas sus aspiraciones y prenda segura de inmortalidad. Sólo Cristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6) para los que comen su carne y beben su sangre.

Como los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, también nosotros hoy compartimos este pan de vida eterna, mientras exultantes unimos nuestra alabanza a la de los fieles de toda la tierra. Permanecemos atónitos, recogidos en adoración, ante el gran misterio de nuestra fe y proclamarnos con alegría nuestro reconocimiento por el don sublime con el que el Redentor ha enriquecido a su Iglesia.

5. ¡Cuán urgente es la necesidad que el hombre experimenta de un pan verdadero! ¡Pero cuán confusas son las indicaciones que al respecto le llegan de todas partes!

Junto a quien pretende ofrecerle un pan semejante con una u otra ideología, hay quien incluso querría disuadirle de tal búsqueda, juzgándola inútil y vana. Uno y otro, de todas formas, concuerdan en el hecho de sostener que el hombre está llamado a construir su propio destino sólo dentro del horizonte de los valores terrenales.

Cristo, en cambio, ha querido esconderse bajo las apariencias del pan y del vino para recordarnos que este alimento existe y que, aun estando situado en el espacio y en el tiempo, trasciende esas dimensiones para alcanzar la eternidad: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre”. Por lo tanto, sólo la Eucaristía puede dar a la existencia sentido pleno y valor auténtico. Jesús se ha convertido en nuestro alimento espiritual para proclamar la soberana dignidad del hombre, para reivindicar sus derechos y sus justas exigencias, para transmitirle el secreto de la victoria definitiva sobre el mal y la comunión eterna con Dios.

Así, en su sugestiva solemnidad, la celebración de hoy evoca este mensaje exultante que nos impulsa a acoger la invitación íntima a la conversión y al servicio, al amor y al perdón. Nos estimula a ser auténticos imitadores, con nuestra vida, de lo que celebramos en la liturgia.

No lo olvidéis jamás: Cristo, que nos nutre bajo las especies consagradas, es el mismo que viene a nuestro encuentro en los acontecimientos cotidianos; está en el pobre que tiende la mano, está en el que sufre e implora ayuda, está en el hermano que pide nuestra disponibilidad y espera que le acojamos. Está en el hombre: está en todo ser humano, incluso en el más pequeño e indefenso.

¡Misterio profundo de vida! ¡Impenetrable misterio de amor!

6. Cuantos nos alimentamos del mismo pan “somos un solo cuerpo” (cf. 1 Co 10, 17) y de tantas personas diversas se forma una sola familia.

La liturgia del Corpus Domini nos recuerda el compromiso de profesar en la vida la común pertenencia al mismo Señor, ya que todos nos alimentamos del mismo manantial místico de vida inmortal.

La Eucaristía nace del amor y sirve al amor, definitivo mandamiento de la Nueva Alianza.

Que todo esto, queridos hermanos y hermanas, esté ante vuestro ojos para que podáis celebrar adecuadamente el VII centenario de vuestra basílica catedral. Os exhorto vivamente a aprovechar este aniversario jubilar para favorecer el crecimiento de la vida cristiana de todas las diócesis y para renovar efectivamente la catequesis, la liturgia y el espíritu misionero y apostólico. Recordad siempre el deber peculiar de vuestra comunidad eclesial de testimoniar el culto a la santísima Eucaristía y mostrar sus efectos en la comunión de sentimientos y de vida.

Confío este empeño a toda vuestra diócesis de Orvieto-Todi, dos antiguas sedes episcopales reunidas hoy bajo la guía de un único pastor. Os invito a hacer confluir los múltiples dones, que os ha prodigado el Espíritu Santo, en la unidad de un solo cuerpo eclesial: sacerdotes, religiosos y laicos, unidos en torno a aquel que es signo y ministro de comunión, el obispo diocesano.

Que cada sector de vuestra Iglesia particular, resistiendo a la posible tentación del individualismo y de la división, tenga como meta propia la construcción, bajo la guía del obispo, de una Iglesia compacta, sólidamente fundada en la verdad y en la caridad.

¡Y que la Eucaristía que Jesús os dona sea el pan cotidiano de esta indispensable adhesión, el sostén de este camino solidario!

7. Pero “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

Es lo que se preguntaban las numerosas personas que escuchaban a Jesús aquel día en que, en Cafarnaúm, él les prometió la Eucaristía. Así discutían y se preguntaban entre ellos. Muchos entonces abandonaron a Cristo, a pesar de haber sido testigos del milagro de la multiplicación de los panes y de otros signos.

Jesús dijo a los Apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67).

Le respondió Simón Pedro:“Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 69).

En toda la tierra la Iglesia vive de la Eucaristía. En este sacramento encuentran su síntesis salvífica todas las palabras de la vida eterna. Se convierte en comida para las almas y, precisamente gracias a este alimento, el hombre peregrino por los múltiples desiertos del tiempo se encamina a la Jerusalén eterna.

Por tanto, cuando el “ser mortal se revista de inmortalidad” (cf. 1 Co 15, 53), se manifestará plenamente la potencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

¡Es verdad! En el Cuerpo y en la Sangre de Cristo ya se halla el principio de la gloria y de la vida. Gloria y vida que serán nuestra herencia futura. ¡Para siempre!

Porque “el hombre viviente es la gloria dé Dios” (San Ireneo, Adv. haer. IV, 20, 7).

¡Amén!

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y PROCESIÓN DE «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 30 de mayo de 1991

1. «Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).

Durante la cena pascual, en el Cenáculo, los Apóstoles comían el pan y bebían el vino del cáliz: ¡la comida y la bebida!

Cristo les dio esta comida y esta bebida diciendo: «Tomad, éste es mi cuerpo (...). Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22-24).

Cada año, el Jueves Santo, in Coena Domini, hacemos presente el acontecimiento pascual del Cenáculo de modo particular.

Hoy nos reunimos una vez más. Las lecturas de la liturgia de la santa misa nos preparan para la procesión eucarística a lo largo de las calles de la ciudad.

La procesión es una imagen del camino con el que Dios conduce al hombre en la comunidad del pueblo redimido. Cristo ha adquirido este pueblo con la sangre de su sacrificio en la cruz. Es la sangre derramada en el momento en que se le dio muerte al cuerpo del Hijo de Dios.

2. El acontecimiento del Cenáculo, «in Coena Domini», es el punto central del proceso que se perpetúa a través de las generaciones, penetrando la historia de la Alianza entre Dios y el hombre.

Las lecturas litúrgicas nos conducen primero a los pies del monte Sinaí, donde el holocausto corona la Alianza de Dios con Israel. Ofreciendo los animales, el sacerdote derrama su sangre; después, con esta misma sangre, rocía el altar y el pueblo reunido (...). «Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24, 8). Es sabido que en los fundamentos de esta alianza ha estado la palabra de la ley divina: la palabra del Decálogo.

3. Con su venida, Cristo concluyó la tradición de aquellos sacrificios «de machos cabrios y de novillos» (Hb 9, 12); pero confirmó y conservó la sangre como signo de holocausto. Por lo tanto, él, «como sumo sacerdote de los bienes futuros (...) penetró en el santuario una vez para siempre». Penetró en él «consiguiendo una redención eterna (...) con su propia sangre» (cf. Hb 9, 11-14).

La sangre de Cristo es signo de la Nueva Alianza. Es ésta la Alianza «en el Espíritu y en la verdad», porque Cristo, «(...) por el Espíritu Eterno, se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14), realizando así el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

Este sacrificio está en el centro mismo del camino, a lo largo del cual las generaciones humanas, marcadas por la dignidad de la semejanza con Dios y, al mismo tiempo, abrumadas por la herencia del pecado, se acercan al Dios viviente.

La procesión del Corpus Domini es la imagen de este camino, del cortejo de las generaciones humanas, que han sido redimidas por la sangre del Cordero inmaculado.

Por este camino las conduce el mismo Espíritu eterno, que está presente en el mundo y obra en la potencia del sacrificio redentor de Cristo.

4. Durante la Última Cena, Cristo, al instituir la Eucaristía, dijo: «Yo ya no beberé del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).

En Cristo comenzó para el hombre el tiempo del destino definitivo. La comida y la bebida eucarísticas sirven a los peregrinos para poder avanzar hacia esta meta final. El Espíritu eterno guía a cada uno y a todos hacia la meta, que es la Alianza eterna.

La Nueva Alianza, sancionada en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, es también la Alianza eterna. «El cáliz de la salvación que elevamos», como signo sacramental del sacrificio de nuestra redención, ¿no es un anuncio del día de la eternidad, que nos ha preparado el Señor?

Allí nos espera el «cáliz nuevo» de la eterna Alianza: de la Eucaristía eterna, con quien estaremos en comunión «cara a cara» (1 Co 13, 12).

5. ¡Que se abran los caminos de la ciudad y de las aldeas!

¡Que se abran las calles de la Roma antigua! En vosotros está escrito espléndidamente el recorrido de la historia terrenal del hombre.

¡Dejad que Cristo-Eucaristía pase en medio de vosotros como signo de la nueva y eterna Alianza! ¡Haced lugar al Príncipe del siglo futuro (cf. Is 9, 5)!

Vayamos junto con él por el camino de nuestra fe y de nuestra esperanza. Esta es «la esperanza que no falla» (cf. Rm 5, 5). Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA  (1-9 DE JUNIO DE 1991)

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Iglesia del Sagrado Corazón (Rzeszów) - Domingo 2 de junio de 1991

1. "No el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos " ( Mt 7, 21 ).

En este día solemne, la Iglesia de Roma, y ​​la ciudad de Rzeszów en particular, se enfrentan al misterio del reino de los cielos, de ese reino que el Hijo de Dios, Jesucristo, preparó para sus apóstoles y discípulos. La Iglesia , en peregrinación por esta tierra de Podkarpacie, vive de la esperanza del reino de los cielos . Hoy, sin embargo, se alegra de manera particular mientras la elevación a los altares del Beato Giuseppe Sebastiano Pelczar renueva y consolida esta esperanza en todos.

Aquí hay un hombre que "hizo la voluntad del Padre" ; no solo dijo: "Señor, Señor", sino que hizo la voluntad del Padre tal como nos fue revelada por Jesucristo. Como lo demostró con su vida y con su Evangelio.

2. Este hombre, el beato Giuseppe Sebastiano Pelczar , era vuestro obispo. E incluso antes de eso, él era un hijo de esta tierra. Aquí, en su familia y parroquia de Korczyn, escuchó la voz del llamado al sacerdocio. Como sacerdote realizó sus estudios en Roma, luego estuvo en Cracovia para asistir a la Universidad Jagellónica, - también fue rector de esa venerada institución - y luego regresó a usted. Fue su obispo de Przemysl en el período anterior a la Primera Guerra Mundial y durante esta guerra, quien también dejó sus huellas aquí. Y después de la guerra, en la recién independizada Polonia, desde 1918 hasta su muerte en 1924.

3. Sin embargo, la peregrinación de un hombre que no sólo dice: "Señor, Señor", sino que hace la voluntad del Padre, lleva más allá de la cátedra, más allá del trono episcopal, conduce a ese " reino de los cielos " que Cristo, Hijo del Padre, nos mostró como destino de la peregrinación terrena. El fin último en el que se cumple hasta el final la vocación de una persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios mismo.

Cuán grande es mi alegría de poder hoy , visitando la Diócesis de Przemysl, proclamar beato al Siervo de Dios Joseph Sebastiano Pelczar, hijo de esta tierra y Obispo de Przemysl.

4. Este acto solemne tiene una elocuencia relevante para todos nosotros.

Los santos y los bienaventurados constituyen un vivo argumento a favor del camino que conduce al reino de los cielos. Son hombres , como cada uno de nosotros, que han practicado este camino en el transcurso de su vida terrena y que han llegado. Hombres que construyeron su vida sobre la roca , como anuncia el Salmo de la liturgia de hoy: sobre la roca y no sobre la arena movediza (cf. Sal 31, 3-4). ¿Qué es este acantilado? Es la voluntad del Padre la que se expresa en el Antiguo y el Nuevo Pacto. Está expresado en los mandamientos del Decálogo. Se expresa en todo el Evangelio, especialmente en el Sermón de la Montaña, en las ocho Bienaventuranzas.

Los santos y los bienaventurados son cristianos en el pleno sentido de la palabra. Todos los cristianos nos llamamos a nosotros mismos que estamos bautizados y creemos en Cristo el Señor. La invocación del Nombre del Señor ya está contenida en el nombre mismo. El segundo mandamiento de Dios dice: "No tomes el nombre de Dios en vano". Entonces, si eres cristiano, ¡no permitas que esto sea una vana invocación del nombre del Señor! Sea realmente cristiano, no solo de nombre, ¡no sea cualquier cristiano! “No el que me dice: Señor, Señor. . . pero el que hace la voluntad de mi Padre ”. Echemos un vistazo al segundo mandamiento de Dios desde un lado aún más positivo: "Así que brille tu luz delante de los hombres - nos dice Cristo el Señor - para que vean tus buenas obras y den gloria a tu Padre que está en los cielos" ( Mt 5, 16).

Ésta es la base firme sobre la que un hombre prudente construye la casa de toda su vida. Cristo habla de una casa así: "Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y golpearon esa casa, y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca " ( Mt 7, 25 ).

Sin embargo "la roca" - no es solo la palabra de Dios, no solo el Decálogo o el Sermón de la Montaña, los mandamientos y las bienaventuranzas. " La roca " - es sobre todo Cristo mismo . Giuseppe Sebastiano Pelczar construyó la casa de su vida y vocación terrena, especialmente en Cristo. Sobre él solo, en él, de hecho, se manifestó plenamente la justicia divina, de la que el Apóstol dice que aunque sea "testificada por la ley y por los profetas" ( Rm 3, 21 ), es sin embargo "independiente" (cf. ibid. ) por esta ley.

Esta justicia divina , que justifica al hombre ante Dios, que, ante los ojos de Dios, hace al hombre definitivamente "justo", es el mismo Cristo . El hombre edifica sobre él la casa de su vida terrena: la edifica sobre la redención que es en Cristo, la edifica sobre la cruz, en la cual, mediante su muerte redentora, Cristo con su sangre quitó los pecados de todos. mundo: con su propia muerte destruyó la muerte del pecado. Por lo tanto, el hombre construye esa "casa del reino de los cielos" en su existencia terrenal mediante la fe.

Así es exactamente como construyó Giuseppe Sebastiano . Y por esto la casa de su vida terrenal resistió todas las tormentas y pruebas. Maduró a esa gloria que el hombre-criatura solo puede encontrar en el Dios viviente. Esta es precisamente la plenitud a la que todos hemos sido llamados en Jesucristo.

5. La diócesis de Przemysl tiene una larga historia . Más de seis siglos. La fiesta de hoy es casi la coronación de esta larga historia. Es la gloria suprema porque la Iglesia, como Pueblo vivo de Dios, redimido al precio de la sangre de Cristo, está llamada a la santidad. ¡La participación en la santidad de Dios mismo es vocación de todos, de cada uno y de cada uno! Esta vocación pasó a ser parte del obispo Joseph Pelczar, pero junto a él también hay otros Siervos de Dios de los últimos tiempos, que se han distinguido con una particular santidad de vida. Por ejemplo, citemos al beato Raffaele Kalinowski, que pronto será canonizado en Roma, y ​​también al religioso Boleslawa Lament, o al franciscano Raffaele Chylinski, a quien tendré la suerte de elevar a los altares durante esta peregrinación a mi tierra natal. .

También nombramos a los hijos e hijas vinculados a esta tierra de Rzeszów: Don Giovanni Balicki, Bronislao Markiewicz, Leonia Nastala Colomba Bialecka, Venanzio Katarzyniec, Augusto Czartoryski. También nombramos a Hermana Faustina Kowalska, Aniela Salawa, Stanislaa Leszczynska de Lodz, Padre Giovanni Beyzym, Giorgio Ciesielski, Arzobispo Antonio Nowowiejski, Obispo Szczesny Felinski, Giuseppe Bilczewski, Sigismondo Lozinski, Vincenzo Ladislao Kornilowki. Estos son solo algunos de los que esperan la solemne confirmación de su santidad por parte de la Iglesia, y en cualquier caso cada uno de nosotros conocía y ahora piensa en alguien que le es querido, que cumplió heroicamente su vocación cristiana. Y en los siglos pasados, en esos seis siglos de historia, ciertamente ha habido no pocas personas entre el Pueblo de Dios de su diócesis,

Hoy tenemos vívidos recuerdos de todos esos Hijos e Hijas de la antigua Iglesia de Przemysl : al oeste y al este de San, a lo largo de las sierras de Bieszczady al sur, a lo largo de los valles fluviales hacia el Vístula hacia el norte. Damos gracias a Dios por todos ellos.

6. ¡ Venerable monseñor Ignazio , querido hermano en el servicio apostólico! Lo sé bien, y todos en Polonia (y también fuera de sus fronteras) saben que, desde que se ocupó de esta Iglesia, toda su ardiente actividad se ha concentrado en esa "casa", que un discípulo de Cristo debe construir sobre la roca.

Verdaderamente te devoró el "celo por la casa de Dios". No escatimaste esfuerzos, no conociste los obstáculos si se trataba de multiplicar los lugares de culto y los hogares de la vida divina en el extenso territorio de tu diócesis. ¿Sabías que una " Iglesia visible ", hogar de la familia parroquial, es el testimonio y al mismo tiempo la llamada a construir la vida humana sobre esa roca que es Cristo? Yo mismo tuve la oportunidad de admirar de cerca su actividad episcopal.

Después de todo, fui invitado aquí varias veces desde Cracovia, por ejemplo, con motivo de la consagración del templo monumental de Stalowa Wola. Hoy, con motivo de esta visita y de la beatificación de vuestro predecesor en la sede episcopal de Przemysl, deseo renovar estos lazos particulares que me unían a esta tierra, con su rica naturaleza, con su ferviente sacerdote y con la población.

En tu tierra hay muchos lugares que llevo constantemente en mi memoria y en mi corazón, a los que vuelvo en oración. Quisiera que todo esto encontrara una nueva expresión en la visita del Papa de hoy ¡Querido obispo Ignacio!

En los años de tu servicio te has convertido, frente a la Iglesia y la sociedad que luchan por sus derechos soberanos, en portavoz, testigo y persona de prestigio. Espero que incluso ahora, en la nueva situación, este testimonio suyo sea indispensable. Hoy se necesita una nueva fe, una nueva esperanza y una nueva caridad. Es necesario renovar la conciencia de la ley de Dios y la redención en Cristo.

Al mismo tiempo, quisiera saludar a todos los obispos auxiliares de Przemysl, recordando en primer lugar la memoria del arzobispo Stanislaw de venerable memoria que recuerdo muy bien; Saludo a dos obispos con los que fuimos colegas en el episcopado polaco, ya los nuevos que vinieron después porque la diócesis es muy grande y necesita un gran trabajo episcopal. ¡Dios los bendiga a todos! Sí, queridos hermanos y hermanas, es necesario renovar la conciencia de la ley de Dios y de la redención en Cristo, es necesario invocar, como la liturgia de hoy: " Enséñanos, Dios, a caminar por tus caminos, guíanos en el verdad ”(cf. Sal 25, 4-5). Para que la casa de nuestra vida - de las personas, de las familias, de la nación y de la sociedad - quede "cimentada sobre la roca" (cf. Mt 7, 25 ). Para que no esté construido sobre arenas movedizas, sino sobre roca. Sobre la roca de los mandamientos de Dios, sobre la roca del Evangelio. Sobre la roca que es Cristo. El mismo ayer, hoy y siempre "! ( Hebreos 13, 8).

Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

MISA DE CONCLUSIÓN DEL XII CONGRESO
EUCARÍSTICO NACIONAL BRASILEÑO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

«Praça do Congresso» (Natal) - Domingo 13 de octubre de 1991

1. " Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida " ( Jn 6, 55).

Confieso junto a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas, esta verdad de nuestra fe y de nuestra vida de fe. Lo profesamos juntos durante este Congreso , que se ha convertido en el gran altar donde todo Brasil está venerando y celebrando el Misterio Eucarístico.

Es una feliz ocasión que el Congreso se lleve a cabo en Natal. Aquí mismo, en 1645, un hombre sencillo y profundamente religioso, Matías Moreira , entregó, con sus compañeros en la región conocida como Cunhaú y Uruacú, un hermoso testimonio que recuerda al de los mártires de la Iglesia. Cuando fue insultado y herido por los herejes por su negativa a negar la fe en la Eucaristía y la fidelidad a la Iglesia del Papa, cuando le desgarraron el pecho para desgarrarle el corazón, exclamó: "¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!".

Hermanos y hermanas, esta magnífica profesión de fe regó con sangre generosa la tierra donde todo Brasil vino a reafirmar su devoción a la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Al renovar, en este momento, con todos ustedes aquí presentes, esta misma profesión de fe, deseo abarcar todas las regiones de este inmenso país , que en cierto sentido es un continente del continente sudamericano. Hoy comienzo la visita a la Iglesia en suelo brasileño. Aunque el camino de mi peregrinaje sea necesariamente limitado, sin embargo, en mi corazón y en mi oración, me siento unido a todos . Invito a brasileños de todas las regiones a este banquete eucarístico preparado para nosotros por el Señor: de la remota Amazonia y de todo el norte y noreste, de la costa atlántica y del sur, de las montañas y vastas llanuras del centro, y también de las fronteras de Occidente.

Todos nos unimos en una sola afirmación de la fe eucarística y en la adoración del misterio: " Ave verum Corpus natum de Maria Virgine ".

2. "Recuerda todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho viajar" ( Dt 8, 2). Leemos estas palabras en el Libro de Deuteronomio que le recuerda a Israel los cuarenta años de su peregrinaje en el desierto cuando, con el poder de Dios, lo liberó de la esclavitud de Egipto: "No se enorgullezca tu corazón para olvidar el Señor tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto de la servidumbre ”( Dt 8, 14).

Ese desierto es una imagen de la vida de los hombres y los pueblos . ¿Qué caminos ha guiado el Señor Dios a los habitantes de esta tierra brasileña a lo largo de los siglos? ¿De cuántos lugares vienes de aquí? Y sigue caminando. Brasil es escenario de grandes migraciones en busca de trabajo, pan y hogar.

El desierto es una imagen de la vida humana en la tierra , en cualquier lugar, incluso si esta tierra era la más fértil y poseía toda la riqueza de la civilización moderna. En cualquier lugar: el hombre es un peregrino del Absoluto. Es un peregrino hacia la casa del Padre , donde tiene su verdadera morada.

Así como el cuerpo humano necesariamente tiene hambre de pan y sed de agua para no caer en el agotamiento, el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene sed de Dios: " Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo ". ( Sal 42: 2).

3. La Eucaristía es la respuesta de Dios a la sed de los hombres que caminan en este mundo hacia la patria celestial. En el desierto, Dios alimentó a su pueblo con maná que cayó del cielo. El maná era la imagen de la Eucaristía. Cristo dijo: “ Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo ”( Jn 6, 51-52).

Jesús de Nazaret pronunció estas palabras después de la milagrosa multiplicación de los panes cerca de Capernaum . Muchos de los presentes no pudieron entenderlo. Decían: "Este lenguaje es duro" ( Jn 6, 60). Y se fueron para no escuchar más lo que Jesús estaba diciendo, tan improbables les parecían esas palabras. Era necesario llegar a la última cena en Jerusalén.

Era necesario que al día siguiente el Cuerpo de Cristo fuera entregado a la muerte en la Cruz , que su Sangre fuera derramada como sacrificio propiciatorio por los pecados del mundo, para que la Eucaristía se convirtiera en el alimento y bebida sacramental de la Iglesia desde el primeros días hasta en nuestros tiempos. . . hasta el fin del mundo.

4. Los apóstoles que, el día de Pentecostés, saliendo del Cenáculo de Jerusalén, fueron al mundo entero para anunciar que "Jesús es el Señor" ( Rm 10, 9), nos transmitieron el Evangelio y la Eucaristía. . El Evangelio es el testimonio del Hijo de Dios crucificado y resucitado. La Eucaristía es el sacramento de su sacrificio redentor por la vida del mundo.

5. Cuando el Señor instituyó la Sagrada Eucaristía en la Última Cena, era de noche, lo que significó - como comenta San Juan Crisóstomo - que los tiempos se cumplieron (San Ioannis Chrysostomi, In Matthaeum homiliae , 82,1 : PG 58,700) . Se abrió así el camino para un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía se instituyó durante la noche, en preparación para la mañana de la Resurrección. Nos muestra que no volveremos a alimentarnos con el maná del desierto, los que tenemos el Pan de hoy y de siempre.

Queridos hermanos y hermanas, el Papa quiere comenzar su peregrinación a tierra brasileña precisamente en el contexto de la celebración eucarística, porque es portador del mensaje del Altísimo, del "Verbo hecho carne" (cf. Jn 1 , 14) para anunciar este nuevo amanecer que se eleva en el horizonte. El XII Congreso Eucarístico Nacional, que tiene como tema "Eucaristía y Evangelización", fue como el soplo del Espíritu Santo que hace germinar las "semillas de la Palabra en iniciativas también religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana orientada a la verdad, bueno, a Dios ”(Ioannis Pauli PP. II, Redemptoris missio , 28).

 Agradezco a mi querido hermano en el Episcopado Alair Vilar Fernandes de Melo y a toda la Comisión organizadora de este Congreso por el amor y dedicación que han puesto en su preparación y realización y aprovecho para saludar al Cardenal Nicolás López Rodríguez, formulando mis mejores deseos. de felicidad al comienzo de su mandato como presidente de Celam.

Pido a Dios que la vigilia de oración, que contó con la participación de muchos de ustedes que están aquí para preparar esta solemne Eucaristía, reavive la gracia de Dios que ya está presente en el pueblo de esta tierra, en el pueblo brasileño. Cristo nuestro Señor es el divino sembrador que tiene el trigo en sus manos heridas, lo baña con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja al surco del mundo. Siembre las semillas una a una, para que cada cristiano, en su propio entorno, sea testigo de la fecundidad de la Muerte y Resurrección del Señor.No olvidemos lo que afirmé en la encíclica Redemptoris missio : "La primera beneficiaria de la salvación es la Iglesia: Cristo la compró con su sangre (cf. Hch 20, 28 ) y la hizo su colaboradora en la obra de la salvación. Universal". (Ioannis Pauli PP. II, Redemptoris missio , n. 9).

La salvación, que es un don del Espíritu, requiere la colaboración del hombre para salvarse a sí mismo y a los demás. Por tanto, es necesario difundir con generosidad la palabra de Dios, hacer que las personas conozcan a Cristo y, conociéndole, tengan hambre de él. “Ahora - dijo San Pablo - ¿cómo pueden invocarlo sin haber creído primero en él? ¿Y cómo pueden creer sin haber oído hablar de ello? ¿Y cómo podrán escucharlo sin que alguien lo anuncie? " ( Rm10, 14). 

Por eso es significativo que la introducción al texto básico de este Congreso anime a todos a “hacer un mayor esfuerzo por la dimensión evangelizadora. . . que puede iniciar toda una obra misionera, no solo de forma masiva, sino también a nivel de pequeños grupos o sectores especializados ”. “Servirá -se añade más adelante- para preparar y formar agentes de pastoral: sacerdotes, religiosos y laicos que, por su parte, llevarán este mensaje a sus cimientos”. Por tanto, es urgente reflexionar y poner en práctica sus conclusiones de cara a una nueva evangelización que represente una penetración de la fe "en el corazón de todos los hombres y mujeres, en las estructuras sociales y políticas, en las familias, especialmente en los jóvenes, en conocimiento y trabajo, en grupos étnicos e indígenas,

6. Este clima de fervor apostólico, que es la base de la IV Conferencia General de Obispos Latinoamericanos, convocada para 1992 en Santo Domingo, es también la luz que ha iluminado a todos los participantes en los trabajos de este Congreso, que he el placer de hoy, para concluir, en esta solemne celebración eucarística. 

Que el Espíritu Santo derrame sobre todos, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos, gracias abundantes de acción evangelizadora, para que de aquí nazcan los frutos de paz, amor y santidad que la Iglesia espera en Brasil y Brasil.

7. " Por tanto, la fe depende de la predicación - nos dice San Pablo - y la predicación, a su vez, se realiza mediante la palabra de Cristo" ( Rm 10, 17 ).

En Capernaum, los apóstoles escucharon el anuncio de la Eucaristía de Cristo. Aunque muchos de los que estaban allí se habían retirado, los apóstoles no se fueron. A la pregunta de Cristo respondieron: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna ”( Jn 6,68).

La verdad eucarística es palabra de vida eterna . Jesús dice: “En verdad, en verdad os digo que a menos que comáis la carne del Hijo del Hombre y no bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día ”( Jn 6, 53-54). 

Y continúa: “El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él. Como me envió el Padre que tiene la vida, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él también vivirá por mí ”( Jn 6, 56-57).

Queridos hermanos y hermanas, ¡Iglesia que estáis en Brasil, pueblo del Dios vivo!¿A quién iremos?Él, el Cristo, solo él tiene palabras de vida eterna .

VISITA PASTORAL EN FRIULI-VENECIA GIULIA

CONCLUSIÓN DEL IV CONGRESO EUCARÍSTICO DE LA DIÓCESIS DE UDINE

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Udine - Domingo, 3 de mayo de 1992

1. “Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. . . " ( Hechos 5:29). Así respondieron Pedro y los Apóstoles a los representantes del Sanedrín, que querían prohibirles enseñar en el nombre de Jesús. La Iglesia, en la liturgia de hoy, no solo recuerda estos hechos de los Hechos de los Apóstoles, que conciernen a la comienzo del anuncio del Evangelio., pero los revive. Se han convertido en la clave de nuestro anuncio y constituyen para nosotros, así como para los Apóstoles, la razón de ser de la misión de los testigos de Cristo.

 La Iglesia medita sobre la actitud de Pedro y de los demás Apóstoles que, ante el Sanedrín, entendieron que solo podían responder con una negativa valiente: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" ( Hch.5, 29); debemos dar testimonio de la verdad. Y la verdad acerca de Jesucristo era y es esta: "El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien mataste colgándolo en la cruz" ( Hechos 5:30). Aquí está Cristo: es "el Cordero que fue sacrificado" ( Ap 5, 12 ), como escribe Juan en el Apocalipsis; el Cordero de Dios "que quita el pecado del mundo", como ya había profetizado Juan el Bautista cerca del Jordán ( Jn 1, 29 ). Este Cristo "Dios lo levantó con su diestra, haciéndolo cabeza y salvador, para dar a Israel la gracia de conversión y el perdón de los pecados" ( Hechos5, 31). 

¡Sí, Dios lo resucitó! El levantamiento en la cruz fue el comienzo del levantamiento querido por Dios como expresión definitiva de la verdad sobre el Mesías-Salvador y sobre la salvación. Por eso toda la creación anuncia la gloria del Cordero, la gloria del Redentor del mundo. Así lo entiende el autor del Apocalipsis, cuando oye la gran voz cósmica de gloria proclamar: "Alabanza, honra, gloria y poder al Cordero por los siglos de los siglos" ( Ap 5, 13 ).

2. "Y de estos hechos somos testigos - continúan los Apóstoles hablando al Sanedrín - nosotros y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que se someten a él" ( Hechos5, 32). El testimonio es la obediencia a la verdad; es la obediencia a Dios, que en verdad se reveló al hombre. El testimonio de los hombres que han visto, oído e incluso tocado el misterio de Dios con sus propias manos adquiere fuerza definitiva gracias al Espíritu Santo, que desde el día de Pentecostés obra en la Iglesia, fundada en los Apóstoles. 

Las lecturas bíblicas de este domingo nos recuerdan, de manera particular, la fuerza de este testimonio, que justifica y fundamenta la misión de la Iglesia en todos los tiempos, a lo largo de todas las generaciones. En nuestro siglo, en muchos puntos de la vieja Europa y del resto de la tierra, se ha intentado sofocar la voz de este testimonio: “Te teníamos. . . ordenó no enseñar más "( Hechos5, 28). Se han aplicado métodos de los que recién ahora estamos obteniendo información más precisa. En otros lugares, en cambio, con el pretexto de respetar la letra de la libertad de religión, se sigue haciendo todo para que cualquier anuncio de fe se vuelva irrelevante y superfluo. Se impone un sistema de vida "como si Dios no existiera". . ., como si Cristo no hubiera resucitado, como si Cristo no hubiera redimido al hombre.

3. La larga tradición religiosa de su tierra, por otro lado, queridos hermanos y hermanas de la Archidiócesis de Udine, se caracteriza por el deseo de dar testimonio de la verdad, en obediencia "a Dios más que a los hombres". De hecho, este ha sido en el pasado el orgullo y el apoyo de la gente de Friuli. En momentos de prueba -como, por ejemplo, durante el terremoto de 1976, que causó víctimas humanas y enormes daños materiales- encontraste la energía necesaria para no sucumbir precisamente en el sincero apego a los valores morales. Nunca has sofocado la voz de este testimonio. Queridos amigos, que la fe cristiana siga siendo vuestro recurso espiritual fundamental. Frente a los desafíos del momento histórico actual, sientes la necesidad de salvaguardar la rica herencia evangélica que es la base de tu tradición friulana. El desastre del terremoto les ha dado la oportunidad de experimentar lo importante que es trabajar juntos, como en una familia, y crecer en el espíritu del compartir efectivo y la solidaridad cristiana.

4. Con estos sentimientos espirituales, me complace ofrecer, en el transcurso de esta solemne concelebración eucarística, un cordial saludo a cada uno de vosotros, comenzando por los prelados presentes y especialmente por vuestro pastor, el querido monseñor Alfredo Battisti, a quien agradezco las corteses expresiones de bienvenida pronunciadas al comienzo de la Santa Misa. Saludo al cardenal Eduardo Pironio, cuya familia tiene sus orígenes en esta tierra. Saludo a los arzobispos y obispos presentes, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a los laicos trabajadores y comprometidos en las múltiples actividades catequéticas, educativas y caritativas de la diócesis. Dirijo un pensamiento respetuoso a las autoridades administrativas, políticas y militares, que han querido compartir con nosotros este momento de oración. También recuerdo a los enfermos, los sufrimientos en cuerpo y espíritu, los que no pudieron estar físicamente presentes en este estadio y que nos siguen en radio y televisión. Pienso también, con cariño, en los jóvenes, la esperanza de vuestra ferviente comunidad y de los friulanos que viven fuera de la Región. ¿Y cómo olvidar a los inmigrantes, que vinieron aquí de países a veces muy pobres con la esperanza de obtener los medios necesarios para una vida menos difícil y precaria? En algún momento, algunos de ustedes también experimentaron la incomodidad de vivir fuera de casa, en un contexto humano diferente y no siempre totalmente acogedor. Ahora te toca a ti intentar comprender las necesidades de estos hermanos y ofrecerles una ayuda concreta. Os saludo en particular, queridas familias, que constituyen la columna vertebral de la sociedad y de la Iglesia. La atención pastoral de la Diócesis está dirigida a ti,

5. Durante siglos, la familia cristiana ha sido guardiana y vehículo de los valores religiosos que han marcado su cultura, contribuyendo a templar el carácter del pueblo friulano y a defender su existencia en las alternancias de la historia. La fe que sostuvo a sus antepasados ​​nos reúne esta noche alrededor del altar. “Una familia, una Iglesia”, ¿no es este el lema del IV Congreso Eucarístico Diocesano, que finaliza hoy? Han pasado veinte años desde que mi predecesor, el Papa Pablo VI, llegó a Udine, con motivo del Congreso Eucarístico Nacional, que tuvo como tema: “Eucaristía e Iglesia local”. Hay una continuidad providencial entre estos dos solemnes congresos eclesiales. El Sacramento Eucarístico que construye la unidad de la Iglesia, "Cuerpo Místico de Cristo", también construye la unidad de la familia,Mt 19,6). Por lo tanto, con razón, el tema de la familia fue elegido para el plan pastoral diocesano, después del quinto Sínodo de Udinese, que terminó después de un viaje sinodal de cinco años desde 1983 hasta 1988.

6. Familias friulanas, ¡no temáis ser cristianas! Al contrario, siéntete orgulloso de tus raíces religiosas, de tu coherencia cristiana. Mantente firme en la fe que has heredado de tus padres y que subyace en los valores típicos de Friuli: amor por el hogar, crianza de los hijos, cuidado de los ancianos, compromiso con el trabajo, amor por tu tierra, tu cultura, tu idioma. , tus tradiciones. Solo Dios puede garantizar un futuro para las familias: "Si el Señor nol tire su le cjase, a lavorin dibant i muradors" ( Sal.127, 1). No estando seguro de mi friulano, lo repito de nuevo en italiano: "Si el Señor no construye la casa, los constructores trabajan en vano". Vuelvan a descubrir lo que Dios dice de ustedes, queridas familias friulanas, lo que son para Él.

Aprendan escuchando su Palabra. Redescubran el don de amarse a sí mismos en el vínculo sagrado del matrimonio. No prive a Friuli del inmenso potencial para el bien, del que son custodios. Ama tu hogar; tenga celos del "fogolar furlan", para que Friuli esté vivo. Ustedes son las primeras células vivificadoras a partir de las cuales comenzar a re-tejer relaciones de auténtica humanidad en la vida social. Familias friulanas, vuelvan a la Eucaristía, para redescubrir en este misterio del amor la fuente y el modelo del amor conyugal y familiar y el valor de la vida. A la luz de la Eucaristía y con la fuerza de este sacramento podréis realizar el proyecto evangélico de la familia: una familia que haga suya la "lógica del don", de la fidelidad conyugal, la solidaridad y la sobriedad y sobre todo que permanece abierto a la vida. 

Friulanos, regresen a la vida, amen la vida, abran sus hogares a la vida. Crecer en ellos como en las "iglesias pequeñas", en las "iglesias domésticas", donde rezamos juntos, donde los niños se forman en la vida cristiana con la palabra y el ejemplo de sus padres, donde nos educamos en la auténtica libertad, en el sacrificio, al servicio mutuo. Si estás animado por este espíritu de fe, caridad, piedad, tus hijos podrán vivir una verdadera experiencia vocacional y abrirse a la vida con confianza y esperanza. También florecerán entre vosotros numerosas vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio. 

Friulanos, construyan su comunidad eclesial y social como una "familia de familias": crezcan en la solidaridad mutua, especialmente para apoyar a los cónyuges en dificultades. Asumir sus responsabilidades dentro de la comunidad parroquial, como protagonistas de la acción pastoral. Realiza tu misión en la comunidad de los hombres: guarda, revela y comunica el amor que te ha sido dado como don, "como reflejo vivo y real del amor de Dios a la humanidad y del amor de Cristo a su Iglesia"

( Asumir sus responsabilidades dentro de la comunidad parroquial, como protagonistas de la acción pastoral. Realiza tu misión en la comunidad de los hombres: guarda, revela y comunica el amor que te ha sido dado como don, "como reflejo vivo y real del amor de Dios a la humanidad y del amor de Cristo a su Iglesia" ( Asumir sus responsabilidades dentro de la comunidad parroquial, como protagonistas de la acción pastoral. Realiza tu misión en la comunidad de los hombres: guarda, revela y comunica el amor que te ha sido dado como don, "como reflejo vivo y real del amor de Dios a la humanidad y del amor de Cristo a su Iglesia" (Familiaris consortio , 17).

7. Hermanos y hermanas de la Arquidiócesis de Udine, el Señor todavía les pide hoy que arrojen la red con confianza para una abundante pesca espiritual. ¡Es él, es el Señor! Reconócelo presente en la Eucaristía, como habéis tenido ocasión de hacer solemnemente durante vuestro Congreso Eucarístico. Reconózcanlo en sus familias, santificados por el sacramento del matrimonio. Las reflexiones que ha desarrollado sobre el significado, el valor y la gracia de su presencia en la "Iglesia doméstica" no deben dejar de dar frutos. 

Que el misterio de la caridad divina sustente el bien incalculable del amor, lo santifique, lo disponga para el reconocimiento de la vocación conyugal, don de Dios y misión que compromete la existencia humana. La Eucaristía sostiene el sacramento conyugal, lo genera y lo nutre, asumiendo en el amor divino la riqueza del amor humano. Amaos unos a otros "como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 27 ): este es el programa y el don del Señor. Así vuestra comunidad eclesial, en virtud del Espíritu de la verdad, podrá permanecer firme en el testimonio de los Apóstoles, continuando anunciando la verdad que salva: Cristo, Redentor del hombre, siempre presente en su Iglesia. Esta noche, al concluir el Congreso Eucarístico Diocesano, Cristo nos repite lo que les dijo a los Apóstoles en la orilla del lago: “Venid y comed”. Vayamos, pues, y, como los discípulos entonces, también nosotros confesamos que él "es el Señor". Abrimos nuestros corazones, nuestras familias, toda la sociedad a Cristo. El es el Señor de la vida. ¡Que viva en nosotros! ¡Amén!

Al final de la celebración eucarística, el Papa saluda a los numerosos fieles presentes en italiano, friulano y esloveno. Estas son sus palabras.

En italiano:

Hermanos y hermanas friulanos, al concluir el Congreso Eucarístico Diocesano de Udine con esta celebración eucarística, también concluyo mi visita pastoral a su tierra. Quiero, junto a ustedes, agradecer a la Providencia que nos ha conducido, guiado por estas tierras durante los últimos días, empezando por Aquileia, porque Aquileia es la Iglesia Madre de todas estas Iglesias de su tierra. Hice una visita a las diferentes diócesis, después de Aquileia en Concordia-Pordenone, en Trieste, en Gorizia, en Udine, pero permaneciendo siempre dentro de la Casa de la Madre común, que era el Patriarcado de Aquileia, la Iglesia Madre que se refleja en sí de manera especial esta maternidad de la Iglesia, que es la maternidad universal de todo el Pueblo de Dios. Agradecemos a todos los que nos han invitado,

Agradecemos a los Hermanos en el Episcopado, agradecemos a todos los sacerdotes, agradecemos de manera especial a las hermanas, a los religiosos de cada diócesis, y especialmente aquí en la Arquidiócesis de Udine. Me quedo con un nuevo tesoro en mi corazón, porque la Iglesia en todas sus dimensiones, en todas partes y en todas partes es un tesoro, es un misterio: un misterio de Dios que quiere estar entre nosotros y con nosotros y para nosotros, su misterio que vivimos juntos sobre todo, celebrando la Eucaristía pero también fuera de la Eucaristía, celebrando la Iglesia en sus diferentes dimensiones de Iglesia universal, a través de la Iglesia diocesana a la Iglesia doméstica, y luego descendiendo a esta Iglesia íntima que es cada uno de nosotros, en su corazón, en su ser espiritual habitado y santificado por el Espíritu Santo. ¡Aquí está la Iglesia! 

Doy las gracias a la Santísima Trinidad por habernos acercado de nuevo al misterio de la Iglesia en esta dimensión friulana específica. Y luego todavía tenemos que agradecer las circunstancias atmosféricas: las previsiones eran bastante malas, pesimistas, pero la realidad ha sido diferente, hasta ahora. . . Agradeciendo las condiciones climáticas, también agradecemos a la Providencia. Y mientras nos agradecemos juntos, agradecemos al mismo Señor que obra en nosotros y por todos nosotros el bien, también este bien del Congreso Eucarístico, también este bien de la visita pastoral del Papa. Agradeciendo las condiciones climáticas, también agradecemos a la Providencia. 

Y mientras nos agradecemos juntos, agradecemos al mismo Señor que obra en nosotros y por todos nosotros el bien, también este bien del Congreso Eucarístico, también este bien de la visita pastoral del Papa. Agradeciendo las condiciones climáticas, también agradecemos a la Providencia. Y mientras nos agradecemos juntos, agradecemos al mismo Señor que obra en nosotros y por todos nosotros el bien, también este bien del Congreso Eucarístico, también este bien de la visita pastoral del Papa.

En friulano:

Hermanos friulanos, los saludo en su lengua materna y los invito a conservar, con las tradiciones, la fe cristiana y los valores de su hogar y hacerlos crecer en el corazón de sus hijos.

En esloveno:

Saludo cordialmente a los fieles de habla eslovena de esta Arquidiócesis. Me regocijo con ustedes porque han guardado en sus corazones la fe que les fue anunciada en los tiempos antiguos del Patriarcado de Aquileia.

Al final de la Santa Misa en el Friuli Stadium, Juan Pablo II saluda a los numerosos concelebrantes en la sacristía. El Papa les dirige las siguientes palabras.

Os doy las gracias por esta concelebración, que extendió a la dimensión friulana lo que cada Jueves Santo es para nosotros en Roma y en toda la Iglesia, en cada Iglesia regional, en cada Iglesia diocesana.

Deseo que continúen con alegría esta misión friulana, pero también universal, porque así enseña el Concilio Vaticano II. No solo todo obispo tiene su misión universal, sino también todo sacerdote. Significa que lo que hace en una comunidad determinada lo hace al mismo tiempo para toda la Iglesia; y lo que hace un sacerdote en su parroquia, en su entorno, repercute en toda la Iglesia. Y a veces tiene un efecto maravilloso: basta con recordar a un sacerdote como el Cura de Ars. Pero hay muchos otros, incluso aquí no faltan ustedes también: he visto esta Casa de la Inmaculada Concepción. . .

Deseo que encuentres y ofrezcas esta alegría pascual en tu vida sacerdotal, este "Aleluya" que es la palabra corta; los ortodoxos rusos tienen. . . [dos palabras en cirílico]! Nuestros hermanos eslovenos probablemente también tengan una palabra similar.

Por eso les deseo esta alegría pascual, porque todos los días es Pascua cuando celebramos la Eucaristía, cuando celebramos la Iglesia que nace de esta Eucaristía y vuelve a esta Eucaristía. Todos los días son Semana Santa, aunque a veces el mismo día es Viernes Santo. Repite estos deseos míos, este abrazo a todos tus cohermanos.

MISA «EN CENA DOMINI» EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 8 de abril de 1993

1. "Esta copa, la nueva alianza en mi sangre" ( 1 Co 11, 25 ).

El banquete de Pascua de esta noche recuerda al preparado la noche de la salida de Egipto, como escuchamos en la primera lectura del libro del Éxodo. La liberación de la esclavitud se logró mediante la sangre del cordero inmolado en sacrificio, que se convirtió así en el signo de la Alianza concluida una vez por Dios con Abraham y renovada esa noche. Los descendientes de Abraham, hijos del pueblo oprimido de Egipto, fueron liberados de la esclavitud gracias a la fuerza de Dios, por lo que la sangre del cordero es signo de la voluntad salvífica del Dios de la Alianza. La inmolación del cordero salva a los hijos de Israel de la muerte que afecta al primogénito de Egipto, permitiendo a los hijos de Israel salir de la casa de servidumbre y caminar por el desierto, donde, al pie del Sinaí, Yahweh-Dios renovará el Pacto con ellos. Todo esto ha quedado grabado para siempre en la memoria de los pueblos de la Antigua Alianza, se ha convertido en el contenido de la celebración más importante del año litúrgico: la Fiesta de la Pascua, es decir, de la Pasaje.

2. Cristo es el hijo de su pueblo. Él también celebra la Pascua junto a los Apóstoles. Rodeado de ellos, toma la comida prescrita y, ofreciendo la tradicional copa con vino, dice: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre" ( 1 Co 11, 25 ). Así, por tanto, en el corazón mismo de la Antigua Alianza nace la Nueva. En esta noche de Pascua, Jesús introduce a sus discípulos en el misterio de la Nueva Alianza. Sus palabras ya anuncian el Viernes Santo. Mañana, las palabras sobre la sangre derramada por los pecados del mundo se convertirán en una realidad redentora. Se cumplirá el anuncio que resonó cerca del Jordán desde el comienzo mismo de la actividad pública de Jesús: "¡He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo!" ( Jn1, 29). También se cumplirán las palabras escuchadas en el momento de la Transfiguración: “Este es mi Hijo, el escogido; escúchalo ”( Lc 9,35). ¡Oírlo! Escuchemos lo que dice. Haciendo eco de las palabras pronunciadas por Cristo en el Cenáculo, San Pablo afirma: "De hecho, cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, proclamas la muerte del Señor hasta que Él venga" ( 1 Cor.11, 26). Las palabras de Cristo, a través de los acontecimientos del Viernes Santo, invierten el futuro de la humanidad, hasta el fin del mundo. Lo que se cumplirá mañana y que pronto encontrará su inicio al pie del Monte de los Olivos, todo lo que significa la Pascua de la Nueva Alianza acompaña a la humanidad, camina con ella hasta el final de su destino terrenal, cuando Cristo regrese. para dar pleno cumplimiento a la historia de la salvación.

3. ¿Qué pasará mañana, Viernes Santo? ¿Qué significa la copa del Nuevo Pacto en la sangre de Cristo? Significa muerte en la cruz. Significa su corazón atravesado por la lanza. Significa la hora del paso de Cristo de este mundo al Padre: significa el amor con que amó a los suyos que estaban en el mundo: "los amó hasta el fin" ( Jn 13, 1). La Copa de la Nueva Alianza significa, por tanto, Vida "porque el amor es fuerte como la muerte" ( Ct 8, 6). El amor que lleva a Cristo a aceptar la Cruz revelará su fuerza plena y definitiva en la resurrección: "Yo soy la resurrección y la vida" ( Jn 11, 25 ).

4. Los hijos e hijas del Antiguo Pacto comieron la cena de Pascua en la noche del éxodo de la esclavitud en Egipto.

En el Cenáculo, en la noche de Pascua, estaban los Apóstoles con Cristo. Como ellos, nosotros también nos reunimos ahora alrededor de la Mesa Eucarística, recordando lo que el Señor ha dicho y logrado.

Aquel que nos ama, que "nos libró de nuestros pecados con su sangre" ( Ap 1, 5) está con nosotros. Revivimos la Pascua de la Alianza Nueva y Eterna en su sangre.

“Porque el amor es fuerte como la muerte”.

Él, el Único, el que nunca muere.

¡Dios es amor!                                                   

 SOLEMNIDAD DE «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 10 de junio de 1993

1.«Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar» (Dt 8, 2).

Hoy nos reunimos para tomar parte en una liturgia del camino. La Eucaristía que celebramos debe convertirse en el camino que la Iglesia que está en Roma ha de recorrer día a día, tal como lo ha recorrido desde los tiempos de los apóstoles. Este camino constituye el recuerdo de todos los caminos por los que Dios conducía a su pueblo en el desierto.

«Que tu corazón no se engría de forma que olvides al Señor tu Dios que te sacó del país de Egipto... Te hizo pasar hambre, te dio a comer él maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 14. 3).

La procesión del Corpus Christi, nuestra liturgia del camino, debe ser un recuerdo de esos caminos. Esos cuarenta años de viaje por el desierto hicieron que aquellos caminos quedaran vinculados al recuerdo del maná, el alimento que Dios enviaba cada día a los hijos e hijas de Israel.

La comida y la bebida son indispensables para el hombre en todos los caminos de su existencia terrena.

2. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron» (Jn 6, 49).

Aquel pan-maná, alimento cotidiano de los peregrinos, era solamente un anuncio. Confirmaba la verdad de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

De la boca de Dios sale la Palabra. La Palabra eterna, consustancial al Padre, se hizo carne (cf. Jn 1, 14). En ella alcanzó su ápice la verdad acerca del hombre. En ella también se reveló la verdad divina acerca del Pan de la vida eterna, acerca del alimento y la bebida que la Palabra de Dios destinó al hombre peregrino por los caminos de la historia y por los desiertos del mundo.

Cristo dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51).

3. Caminando por las calles de la Ciudad Eterna, conservamos vivo el recuerdo de aquellos caminos por los que el Dios de la alianza conducía a su pueble a través del desierto. Conservamos vivo el recuerdo de cuanto el Señor realizó y continúa realizando en nuestra diócesis, que hace algunos días concluyó su asamblea sinodal. Nuestra vocación de creyentes es comunión en la fe. Estamos llamados a caminar en la comunión testimoniando, ante todo, a Cristo. Ser testigos de Jesucristo, de la Palabra que se hizo carne. Testigos de Jesucristo, que en su carne aceptó la muerte y, después de haber hecho morir a la muerte, vive.

4. Os saludo a todos con afecto, queridos hermanos y hermanas. Saludo al cardenal vicario y a los demás cardenales presentes, a los obispos auxiliares y a los demás obispos que se encuentran aquí, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a los representantes de las parroquias, de las asociaciones y de los movimientos apostólicos. Os saludo a todos vosotros, que con vuestra presencia habéis querido rendir homenaje al sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, tesoro inestimable que la Iglesia custodia con gratitud siempre nueva y amor ardiente.

El patriarca de la Iglesia de Etiopía, Su Santidad Abuna Paulos, se ha unido a nuestra celebración. Su participación manifiesta la fe común de nuestras Iglesias en la Eucaristía, como presencia viva de Jesucristo en medio de sus discípulos.

En nuestra oración al Señor común incluyamos al Patriarca y a toda su Iglesia. Invoquemos con fervor a Jesucristo, presente en el Sacramento del altar, a fin de que nos sostenga a todos, católicos y ortodoxos, en el camino hacia la unidad plena.

Esta celebración tiene un significado especial para la diócesis de Roma, pues con la santa misa y la procesión del Corpus Christi se concluye el itinerario de preparación a la VIII Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en Denver el próximo mes de agosto.

A vosotros, jóvenes, que tendréis la alegría de participar en esa cita eclesial tan importante, os confío el «mandato» de dar testimonio con alegría de vuestra fe ante cuantos encontréis en vuestro camino.

El símbolo eucarístico del pelícano, distintivo que ostentaréis en Denver, y que dentro de poco será llevado al altar durante la procesión de las ofertas, expresa el sentido de este testimonio evangélico que se os pide. En efecto, alude muy bien al tema de la Jornada mundial de la juventud, que para nuestra diócesis es también el tema del día del Corpus Christi: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Queridos jóvenes, con la palabra y el ejemplo sed testigos de la vida nueva que Cristo trajo al mundo.

5. El misterio de la Eucaristía, el mensaje eucarístico es verdad de vida: «Si uno come de este pan, vivirá para siempre».

Todos debemos ser testigos ante el mundo: tanto nosotros, los que participamos en la Eucaristía y que en esta solemnidad caminamos en la procesión del Corpus Christi, como vosotros, los jóvenes que iréis a Denver.

Testigos de la vida, que está en nosotros mediante Cristo: en el poder de ese Cuerpo que entregó en la cruz para la vida del mundo, y en el poder de esa sangre, que derramó para el perdón de los pecados.

Seamos testigos de Cristo.

6. A través de nosotros Cristo quiere proclamar hoy: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56).

Por medio de nosotros Cristo repite a nuestra generación: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).

Todo el misterio de la vida se expresa aquí hasta el fin, hasta la plenitud escatológica: el hombre se hace partícipe de la vida eterna mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Vida eterna significa la vida de Cristo en nosotros, nuestra vida por Cristo en Dios.

«Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).

Somos testigos: Theo-fori, Christo-fori, Pneumato-fori.

Nuestra boca humana pronuncia palabras de alabanza, expresa la fe de la Iglesia, da testimonio de la Palabra que se hizo carne «para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

Verbum caro, vita in aeternum!

Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

ADORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DE SEVILLA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sábado 12 de junio de 1993

Adoremus in aeternum Sanctissimum Sacramentum!

Unidos a los ángeles y a los santos de la Iglesia celestial, adoremos al Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Postrados, adoremos tan grande Misterio, que encierra la nueva y definitiva Alianza de Dios con los hombres en Cristo.

Queridos hermanos obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Es para mí motivo de particular gozo postrarme con vosotros ante Jesús Sacramentado, en un acto de humilde y fervorosa adoración, de alabanza al Dios misericordioso, de acción de gracias al Dador de todo bien, de súplica a Quien está “siempre vivo para interceder por nosotros” (cf. Hb 7, 25). “Permaneced en Mí y Yo en vosotros” (Jn 15, 4) acabamos de escuchar en la lectura evangélica sobre la alegoría de la vid y los sarmientos: ¡Qué bien se entiende esa página desde el misterio de la presencia viva y vivificante de Cristo en la Eucaristía!

Cristo es la vid, plantada en la viña elegida, que es el Pueblo de Dios, la Iglesia. Por el misterio del Pan eucarístico el Señor puede decirnos a cada uno: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56). Su vida pasa a nosotros como la savia vivificante de la vid pasa a los sarmientos para que estén vivos y produzcan frutos. Sin verdadera unión con Cristo –en quien creemos y de quien nos alimentamos– no puede haber vida sobrenatural en nosotros ni frutos fecundos.

2. La Adoración permanente de Jesús Sacramentado ha sido como un hilo conductor de todos los actos de este Congreso Eucarístico Internacional. Expreso, por ello, mi felicitación y mi agradecimiento a quienes, con tanta solicitud pastoral y empeño apostólico, han llevado la responsabilidad del Congreso. Efectivamente, la Adoración permanente –tenida en tantas iglesias de la ciudad, en varias de ellas incluso durante la noche– ha sido un rasgo enriquecedor y característico de este Congreso. Ojalá esta forma de adoración, que se clausurará con una solemne vigilia eucarística esta noche, continúe también en el futuro, a fin de que en todas las Parroquias y comunidades cristianas se instaure de modo habitual alguna forma de adoración a la Santísima Eucaristía.

Aquí en Sevilla es obligado recordar a quien fue sacerdote de esta Archidiócesis, arcipreste de Huelva, y más tarde Obispo de Málaga y de Palencia sucesivamente: Don Manuel González, el Obispo de los sagrarios abandonados. Él se esforzó en recordar a todos la presencia de Jesús en los sagrarios, a la que a veces tan insuficientemente correspondemos. Con su palabra y con su ejemplo no cesaba de repetir que en el sagrario de cada iglesia poseemos un faro de luz, en contacto con el cual nuestras vidas pueden iluminarse y transformarse.

3. Sí, amados hermanos y hermanas, es importante que vivamos y enseñemos a vivir el misterio total de la Eucaristía: Sacramento del Sacrificio del Banquete y de la Presencia permanente de Jesucristo Salvador. Y sabéis bien que las varias formas de culto a la Santísima Eucaristía son prolongación y, a su vez, preparación del Sacrificio y de la Comunión. Será necesario insistir nuevamente en las profundas motivaciones teológicas y espirituales del culto al Santísimo Sacramento fuera de la celebración de la Misa?

Es verdad que la reserva del Sacramento se hizo, desde el principio, para poderlo llevar en Comunión a los enfermos y ausentes de la celebración. Pero, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, “por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1379).

4. “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Son palabras de Cristo Resucitado antes de subir al cielo el día de su Ascensión. Jesucristo es verdaderamente el Emmanuel, Dios–con–nosotros, desde su Encarnación hasta el fin de los tiempos. Y lo es de modo especialmente intenso y cercano en el misterio de su presencia permanente en la Eucaristía. ¡Qué fuerza, qué consuelo, qué firme esperanza produce la contemplación del misterio eucarístico! ¡Es Dios con nosotros que nos hace partícipes de su vida y nos lanza al mundo para evangelizarlo, para santificarlo!

Eucaristía y Evangelización ha sido el tema del XLV Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla. Sobre ello habéis reflexionado intensamente en estos días y durante su larga preparación. La Eucaristía es verdaderamente “fuente y culmen de toda evangelización” (Presbyterorum ordinis, n. 5); es horizonte y meta de toda la proclamación del Evangelio de Cristo. Hacia ella somos encaminados siempre por la palabra de la Verdad, por la proclamación del mensaje de salvación. Por lo tanto, toda celebración litúrgica de la Eucaristía, vivida según el espíritu y las normas de la Iglesia, tiene una gran fuerza evangelizadora.

En efecto, la celebración eucarística desarrolla una esencial y eficaz pedagogía del misterio cristiano: la comunidad creyente es convocada y reunida como familia y Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo; es alimentada en la doble mesa de la Palabra y del Banquete sacrificial eucarístico; es enviada como instrumento de salvación en medio del mundo. Todo ello para alabanza y acción de gracias al Padre.

Pedid conmigo a Jesucristo, el Señor, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, que, después de este Congreso Eucarístico, toda la Iglesia salga fortalecida para la nueva evangelización que el mundo entero necesita: nueva, también por la referencia explícita y profunda a la Eucaristía, como centro y raíz de la vida cristiana, como siembra y exigencia de fraternidad, de justicia, de servicio a todos los hombres, empezando por los más necesitados en su cuerpo y en su espíritu. Evangelización para la Eucaristía, en la Eucaristía y desde la Eucaristía: son tres aspectos inseparables de cómo la Iglesia vive el misterio de Cristo y cumple su misión de comunicarlo a todos los hombres.

5. Quiera Dios que de la intimidad con Cristo Eucaristía surjan muchas vocaciones de apóstoles, de misioneros, para llevar este evangelio de salvación hasta los confines del mundo. Estando aún recientes las conmemoraciones del V Centenario de la Evangelización de América, pido a los sacerdotes y religiosos españoles que –según las necesidades y circunstancias de los momentos actuales– estén dispuestos, como en otras épocas, a servir fraternalmente a las Iglesias hermanas de Latinoamérica en el empeño urgente de evangelización, a tenor del espíritu y las reflexiones de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada el pasado mes de octubre en Santo Domingo. Hoy toda la Iglesia está reclamando un nuevo talante misionero, un vibrante espíritu de evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones”.

6. “Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4, 23), había dicho Jesús a la samaritana junto al pozo de Sicar. La adoración de la Eucaristía “ es la contemplación y reconocimiento de la presencia real de Cristo, en las sagradas especies, fuera de la celebración de la Misa... Es un verdadero encuentro dialogal por el que... nos abrimos a la experiencia de Dios... Es igualmente un gesto de solidaridad con las necesidades y los necesitados del mundo entero” (“Documento-base” Eucharistici coetus ab omnibus nationibus, 25). Y esta adoración eucarística, por su propia dinámica espiritual, debe llevar al servicio de amor y de justicia para con los hermanos.

Ante la presencia real y misteriosa de Cristo en la Eucaristía –presencia “ velada ”, pues no se ve sino con los ojos de la fe– entendemos con nueva luz la palabra del Apóstol Juan, que tanto sabía del amor de Cristo: “Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20). Por ello, se ha querido que este Congreso tenga una clara proyección evangelizadora y testimonial, que se haga presente en todos los ámbitos de la vida y de la sociedad. Tengo la firme esperanza de que el afán evangelizador suscitará en los cristianos una sincera coherencia entre fe y vida, y llevará a un mayor compromiso de justicia y caridad, a la promoción de unas relaciones más equitativas entre los hombres y entre los pueblos.

De este Congreso debe nacer –especialmente para la Iglesia en España– un fortalecimiento de la vida cristiana, sobre la base de una renovada educación en la fe. ¡Qué importante es, en medio del actual ambiente social progresivamente secularizado, promover la renovación de la celebración eucarística dominical y de la vivencia cristiana del domingo! La conmemoración de la Resurrección del Señor y la celebración de la Eucaristía deben llenar de contenido religioso, verdaderamente humanizador, el domingo. El descanso laboral dominical, el cuidado de la familia, el cultivo de los valores espirituales, la participación en la vida de la comunidad cristiana, contribuirán a hacer un mundo mejor, más rico en valores morales, más solidario y menos consumista.

7. Quiera el Señor, Luz de los pueblos –que estos días está sembrando a manos llenas la semilla de la Verdad en tantos corazones– multiplicar con su fecundidad divina los frutos de este Congreso. Y uno de ellos, quizá el más importante, será el resurgir de vocaciones. Pidamos al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies (cf. Mt 9, 38): hacen falta muchas vocaciones sacerdotales y religiosas. Y cada uno de nosotros, con su palabra y con su ejemplo de entrega generosa, debe convertirse en un “apóstol de apóstoles”, en un promotor de vocaciones. Desde la Eucaristía Cristo llama hoy insistentemente a muchos jóvenes: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres” (Ibíd., 4, 19): sed vosotras y vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, los portavoces, gozosos y convincentes, de esa llamada del Señor.

Que la Virgen María, que en Sevilla y en esta Santa Iglesia Catedral es honrada con la advocación de Nuestra Señora de los Reyes, nos impulse y guíe al encuentro con su Hijo en el misterio eucarístico. Ella, que fue la verdadera Arca de la Nueva Alianza, Sagrario vivo del Dios Encarnado, nos enseñe a tratar con pureza, humildad y devoción ferviente a Jesucristo, su Hijo, presente en el Tabernáculo. Ella, que es la “ Estrella de la Evangelización ”, nos sostenga en nuestra peregrinación de fe para llevar la Luz de Cristo a todos los hombres, a todos los pueblos.

Así sea.

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CLAUSURA DEL XLV CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Sevilla, domingo 13 de junio de 1993

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

1. Con esta bella jaculatoria, con la que el pueblo fiel de España rinde homenaje al misterio de la Eucaristía, me uno espiritualmente a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, congregados en torno a este altar, que es hoy como el corazón de toda la Iglesia: Statio orbis, la Estación del orbe entero, el lugar de reunión de la asamblea cristiana, que hoy hace de Sevilla el centro privilegiado de adoración y culto en esta Santa Misa de clausura del XLV Congreso Eucarístico Internacional.

Y como testimonio de esta universalidad, que quiere abarcar a todo el orbe, participan en nuestra celebración numerosos pastores y fieles de muchos países de los cinco continentes: Cardenales, Arzobispos y Obispos. A todos ellos dirijo mi saludo lleno de afecto, comenzando por mi Legado en el Congreso, el Señor Cardenal Arzobispo de Santo Domingo, quien, como Presidente del Celam, representa también a las Iglesias de América Latina, particularmente vinculadas a la Iglesia de España. Mi saludo se hace abrazo fraterno a todos mis Hermanos en el Episcopado, en especial al Arzobispo de Sevilla, a los Obispos de Andalucía y de España entera.

Viva gratitud deseo expresar a sus Majestades los Reyes, que nos honran con su presencia y participación en este rito sagrado, así como a las Autoridades civiles y militares que nos acompañan.

2. Hoy vuelvo a tener la dicha de encontrarme bajo el cielo luminoso de Sevilla, ciudad de larga y profunda devoción eucarística y mariana, precisamente en la solemnidad del Corpus Christi, que tanto arraigo tiene en la religiosidad popular. Hace once años, en mi primera visita apostólica a España, vine a esta hermosa ciudad del Guadalquivir para beatificar a Sor Ángela de la Cruz, cuya vida, hecha evangelio y eucaristía al servicio de los más pobres y abandonados, se elevó como una luz que sigue iluminando al mundo. En este día, el Señor me concede la gracia de volver a estar reunido con vosotros y con los numerosos hermanos y hermanas provenientes de los cuatro puntos cardinales; todos juntos formamos una gran familia en la fe de la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica. Se realiza así el misterio de la unidad de la Iglesia que tiene como centro y culmen la Eucaristía: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Co 10, 17).

Statio orbis!

Aquí, en Sevilla, la Iglesia entera quiere postrarse en recogimiento ante el misterio eucarístico. De modo particular, desea testimoniar con todas sus fuerzas aquel anuncio que repite incesantemente: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Proclama así la verdad de la Eucaristía, en la que se ve identificada la Iglesia universal, de oriente a occidente, de norte a sur: todos los pueblos, lenguas y culturas. Y en nuestra celebración de hoy ella quiere poner ante los ojos de todos las cuestiones que el apóstol Pablo dirige a los fieles de Corinto: “El cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo? ” (1Co 10, 16).

Estas preguntas las dirige hoy el Apóstol de las gentes, por boca del Obispo de Roma, a toda la Iglesia, a todos los presentes y a cuantos escuchan la profesión de la fe apostólica: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”.

3. Statio orbis, la estación que abarca al orbe entero. Aquí, en la sede hispalense, hemos hecho un alto en el camino, una estación para celebrar y adorar la Eucaristía, a Jesús Sacramentado. Hemos hecho un alto porque estamos en camino, somos viandantes, peregrinos, como nos lo recuerda Moisés, en la primera lectura del libro del Deuteronomio: “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... el Señor Dios tuyo que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre... y te alimentó en el desierto con el maná” (Dt 8, 2. 14. 16).

El maná, con que el Señor alimentó al pueblo elegido durante la peregrinación por el desierto, era símbolo de aquel Pan que nutre para la vida eterna. El peregrinar del pueblo de Dios lleva hasta Jerusalén, hasta el Cenáculo, que es la primera Statio orbis, donde fue instituida la Eucaristía. Allí se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Estas palabras se verifican con la institución de la Eucaristía durante la Ultima Cena. Por eso, las preguntas de san Pablo, “el cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo?” (1Co 19, 16), tienen su respuesta en la misma lectura evangélica que hemos escuchado: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Jn 6, 54)”.

4. Statio orbis. Hagamos un alto, una estación en el camino. Parémonos a pensar por un momento hacia dónde vamos, cuál es el final que nos espera. “Este es el pan que ha bajado del cielo –dice Jesús–; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron...” (Jn 6, 59). Esta celebración nos invita, queridos hermanos y hermanas, a hacer un alto para considerar que Cristo, crucificado por nuestros pecados en el altar de la cruz y resucitado para nuestra redención, ha vencido a la muerte y “vive para siempre” (cf. Ap 1, 18).

En ésta la gran verdad que anima a todos los creyentes en Cristo. En esta solemne celebración del Congreso Eucarístico tengo presentes de modo especial a tantos hermanos de otras Iglesias cristianas, que aspiran a recibir la sagrada Eucaristía. La Iglesia conoce bien todo lo que nos une con estos amados hermanos en virtud del bautismo, pero sabe también que la comunión eucarística es signo de la plena unidad eclesial en la fe. Ella ora intensamente al Señor para que llegue el día tan anhelado en el que, concordes en la fe, se pueda participar todos juntos en el banquete eucarístico.

5. El lema del Congreso Eucarístico que clausuramos hoy, pone ante nuestros ojos la íntima relación que existe entre la Eucaristía y la evangelización, y proclama el anhelo misionero que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia de nuestro tiempo. La relación entre Eucaristía y evangelización se hace también, ahora entre nosotros, memoria de un acontecimiento histórico de especial significación y trascendencia para la Iglesia Católica: el V Centenario de la Evangelización de América, en cuya conmemoración se ha puesto de relieve una vez más el papel primordial de los misioneros españoles en la implantación de la Iglesia en el Nuevo Mundo. A ello les movía no “intereses personales, sino el urgente llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo” (Discurso inaugural de la IV Conferencia del episcopado latinoamericano, n. 3, 12 de octubre de 1992).

Eucaristía y Evangelización. Del altar eucarístico, corazón pulsante de la Iglesia, nace constantemente el flujo evangelizador de la palabra y de la caridad. Por ello, el contacto con la Eucaristía ha de llevar a un mayor compromiso por hacer presente la obra redentora de Cristo en todas las realidades humanas. El amor a la Eucaristía ha de impulsar a poner en práctica las exigencias de justicia, de fraternidad, de servicio, de igualdad entre los hombres.

6. Si echamos una mirada en derredor, nuestro mundo, aunque sienta una innegable aspiración a la unidad y pregone más que nunca la necesidad de justicia (cf. Sollicitudo rei socialis, 14), aparece marcado por tantas injusticias, quebrado por las diferencias. Esta situación se opone al ideal de “koinonía” o comunión de vida y amor, de fe y de bienes, de pan eucarístico y de pan material, de la que nos habla el Nuevo Testamento, precisamente en relación con la Eucaristía. Como exhortaba san Pablo a los fieles de Corinto, es una contradicción inaceptable comer indignamente el Cuerpo de Cristo desde la división y la discriminación (1Co 18-21). El sacramento de la Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede recibir el cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos (cf. Mt 25, 41-44). Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1397).

De la comunión eucarística ha de surgir en nosotros tal fuerza de fe y amor que vivamos abiertos a los demás, con entrañas de misericordia hacia todas sus necesidades, como lo hacía de modo ejemplar aquí en Sevilla aquel caballero del siglo XVII, Don Miguel de Mañara, que dio todo su esplendor al Hospital de la Santa Caridad. Qué bellamente describía él la actitud cristiana frente al pobre, cuando ordenaba a los hermanos de la Santa Caridad: al encontrarse un enfermo en la calle, “¡acuérdese que debajo de aquellos trapos está Cristo pobre, su Dios y Señor! ” (Don Miguel de Mañara, Renovación de la Regla).

7. Statio orbis. La Iglesia, en su peregrinar, hace hoy su estación en Sevilla para anunciar al mundo que sólo en Cristo, en el misterio de su cuerpo y de su sangre, está la vida eterna. “El que come este pan –dice el Señor– vivirá para siempre” (Jn 6, 58). La Iglesia se congrega para proclamar que el camino que conduce hasta aquí pasa por el Cenáculo de Jerusalén, pasa por el Gólgota. Es camino de cruz y de resurrección. “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer” (Dt 8, 2), nos dice Moisés en la primera lectura. Él te alimentó con maná en el desierto prefigurando a aquel que, al llegar la plenitud de los tiempos, proclamaría: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51).

Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne para ser nuestra luz. Pan bajado del cielo para ser la vida de todos. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Ibíd., 12, 32). Cristo, elevado en la cruz entre el cielo y la tierra, exaltado a la derecha del Padre, levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes en gesto de ofrenda al Padre y de adoración, es la luz de los pueblos, faro luminoso para nuestro camino, viático y meta de nuestro caminar.

Statio orbis. El mundo ha de hacer un alto para meditar que, entre tantos caminos que conducen a la muerte, uno sólo lleva a la vida. Es el camino de la Vida eterna. Es Cristo. Es Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne. Pan bajado del cielo. Es Cristo, elevado en la Cruz entre el cielo y la tierra. Levantado sobre el mundo por las manos de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, en gesto de ofrenda al Padre y de adoración. Cristo. Él es camino de vida eterna. Amén.

MISA «EN CENA DOMINI»
EN LA BASÍLICA DE SAN GIOVANNI EN LATERANO

HOMILIA DE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 13 de abril de 1995

1. "Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui ...".

“Adoramos el Sacramento que Dios Padre nos dio.
Se cumplió el nuevo pacto, el nuevo rito en la fe.
La palabra de Jesús es el fundamento del misterio ”.

Las palabras del himno de Santo Tomás de Aquino resumen bien la liturgia de la Eucaristía vespertina de hoy. Lo celebramos con la aguda conciencia de que lo que la Iglesia revive a diario en la Santa Misa en muchos lugares del mundo tuvo lugar el Jueves Santo. Precisamente hoy vivimos de una manera particular lo que podríamos llamar el "hoy" eucarístico. En la liturgia, el celebrante subraya claramente esto: "En vísperas de su pasión, sufrió por nuestra salvación y el mundo entero, es decir, hoy, tomó el pan en sus santas y venerables manos, y alzó los ojos al cielo para usted, su Padre Todopoderoso, dio gracias con la oración de bendición, partió el pan, se lo dio a sus discípulos y dijo: "Tomen y coman de todo: este es mi Cuerpo ofrecido en sacrificio por ustedes". Conscientes de que hoy tuvo lugar la Última Cena , nos inclinamos sobre el pan que la comunidad trae al altar todos los días. Hoy, Jueves Santo, día calificado por la liturgia como "Eucaristía hoy", Cristo tomó el pan en sus manos, lo partió y lo repartió entre los discípulos diciendo: "Tomen y coman todo: este es mi Cuerpo". ofrecido como sacrificio por ti ”.

Con la misma conciencia de la "Eucaristía hoy", también nos inclinamos sobre el cáliz de vino, repitiendo las palabras que pronunció el Señor en la Última Cena: "Tomen y beban todos: este es el cáliz de mi Sangre para los nuevos y el pacto eterno, derramado por vosotros y por todos en la remisión de los pecados. Haced esto en memoria mía ".

2. En virtud de las palabras de Cristo: "Haced esto en memoria mía" , los sacerdotes actúan "in persona Christi". Es Cristo quien pronuncia las palabras de la consagración; es él quien celebra la Eucaristía, quien ofrece su Cuerpo y Sangre bajo las especies del pan y del vino. Y nosotros, que compartimos indignamente su sacerdocio ministerial, hacemos todo esto "in persona Christi", no sólo representándolo, sino, en cierto modo, identificándonos con él , único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza.

La segunda lectura nos habla de este, el escrito más antiguo que nos ha llegado sobre la institución de la Eucaristía. En él, San Pablo afirma que la Eucaristía es el memorial de la Última Cena y es, al mismo tiempo, el anuncio de la venida escatológica de Cristo : "De hecho, cada vez que coman este pan y beban esta copa, anunciar la muerte del Señor hasta que venga ”( 1 Co 11, 26 ).

3. “Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui, et antiquum documentum novo cedat ritui; praestet fides Supplementum sensuum defectui ”.

Al final de la Santa Misa nos trasladaremos en procesión llevando el Santísimo Sacramento a una capilla lateral, que, en la tradición litúrgica, a menudo lleva el nombre de "lugar oscuro". Esta procesión eucarística recuerda ese momento particular en el que Cristo, junto con los Apóstoles, abandonaron el Cenáculo después de haber comido la Cena Pascual. La noche ahora había sumergido a la Ciudad Santa, Jerusalén.

Los Apóstoles habían escuchado poco antes que el Antiguo Pacto había dado paso a un Pacto Nuevo y Eterno. El contenido de la Antigua Alianza se recuerda en la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo. Describe la noche en que se produjo la liberación de Egipto para los israelitas a través de la sangre del cordero pascual , con el que los hijos de Israel habían marcado los postes y arquitrabes de sus casas. El ángel de la muerte, que pasó por Egipto esa noche, hirió a todos los primogénitos de los egipcios, perdonando a los judíos, cuyas casas tenían las jambas y los dinteles marcados con la sangre del cordero. Esta, que fue la última de las llamadas plagas de Egipto, provocó la liberación de Israel de la esclavitud del faraón. Los israelitas fueron liberadosal precio de la sangre del cordero . Fue precisamente este evento que los hijos e hijas de Israel tuvieron en su memoria cuando se reunieron anualmente para celebrar la

Pascua.

4. Incluso los Apóstoles, al comer la Pascua junto con Cristo, mantuvieron viva la memoria de esos acontecimientos en sus mentes. Sin embargo, sabían que el Antiguo Pacto tenía que dar paso al Nuevo. Lo habían aprendido de labios del Maestro, quien, saliendo del Cenáculo y dirigiéndose hacia la Pasión, se dio cuenta de que estaba conduciendo a sus discípulos hacia la Nueva Alianza que se cumpliría, como la primera, por la sangre: esta vez, sin embargo, la sangre habría sido la del Cordero de Dios . ¿No fue Jesús una vez llamado así por Juan el Bautista, en el Jordán? "He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo" ( Jn 1, 29 ).

Con esta conciencia, Cristo, saliendo del Cenáculo, se dirige en primer lugar al lugar de captura: Getsemaní. Allí comienza para él la noche de la pasiónmarcado, primero, por el juicio ante Ana y ante Caifás; posteriormente, por la pena de muerte dictada por los líderes del pueblo; y finalmente, aquí está el "lugar de las tinieblas". Jesús arrestado espera hasta la mañana la decisión del Sanedrín, de entregarlo a Pilato, para la condenación a muerte en la cruz. De esta manera se cumplirá la Nueva Alianza, sancionada en la sangre del Cordero. Por eso, durante la Última Cena, Jesús entrega por separado su Cuerpo bajo las especies del pan y su Sangre bajo las especies del vino a los Apóstoles, diciendo: "Esta es la copa de mi Sangre para la Alianza nueva y eterna, derramada para ti y para todos ".

5. Eucaristía significa acción de gracias. Cristo, al instituir este sacramento, encierra la gran y universal acción de gracias de toda la creación . "¿Qué devolveré al Señor por lo que me ha dado?", Pregunta el salmista en la liturgia de hoy ( Sal 116, 12). Cristo restituye a la humanidad, que la había perdido debido al pecado, la capacidad de dar gracias a Dios por todos los bienes de la naturaleza y la gracia, otorgados al hombre desde la creación; hay necesidad del Sacrificio ofrecido en el Calvario de forma sangrienta. 

Se necesita la Eucaristía, que de manera incruenta haga presente el Sacrificio mismo, para que el hombre pueda dar gracias a Dios y permanecer en acción de gracias. Acción de gracias que es una palabra esencial de la Nueva y Eterna Alianza, sancionado con la Sangre de Cristo al comienzo del Triduo Pascual. La Última Cena es la primera palabra de este Triduo, la palabra sacramental , que debe penetrar una vez más en la historia de la creación y del hombre. En todo momento.¡Amén!

SOLEMNIDAD DE «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 15 de junio de 1995

1. «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).

Hoy, reunidos aquí, ante la basílica de San Juan de Letrán, catedral del Obispo de Roma, anunciamos de modo especial la muerte de Cristo. En este mismo templo cada año celebramos la liturgia del Jueves santo. La solemnidad de hoy es, en cierto sentido, el complemento de la liturgia del Jueves santo, como la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que se celebrará la próxima semana, constituye un complemento significativo de la liturgia del Viernes santo.

El Jueves santo nos recuerda la cena del Señor y la institución de la Eucaristía en el contexto de la Semana santa, semana de la pasión del Señor. Ese contexto no nos permite expresar hasta el fondo todo lo que significa para nosotros la Eucaristía. Al final de la liturgia del Jueves santo, después de la santa misa in coena Domini, el santísimo Sacramento es depositado en una capilla preparada para ese fin.

Se trata de una procesión eucarística que reviste un significado característico: acompañamos a Cristo al inicio de los acontecimientos de su pasión. En efecto, sabemos que después de la última cena tuvo lugar la oración en Getsemani, el prendimiento y el juicio, primero ante Anás y luego ante Caifás, que por entonces era sumo sacerdote. Por eso, el Jueves santo acompañamos a Jesús en el camino que lo conduce hacia las horas terribles de la pasión, pocas horas antes de su condena a muerte y de su crucifixión. En la tradición polaca, al lugar donde se deposita la Eucaristía después de la liturgia de la cena del Señor se le suele llamar la capilla oscura, porque la piedad popular asocia su recuerdo al de la prisión en la que el Señor Jesús pasó la noche del jueves al. viernes, una noche que ciertamente no fue de descanso, sino una etapa ulterior de sufrimiento físico y espiritual.

2. Muy diverso es el clima que rodea la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Fue instituida relativamente tarde, en el periodo de la Edad Media, y responde a la profunda necesidad de manifestar, de modo diverso y más completo, todo lo que la Eucaristía es para la Iglesia.

«Pange, lingua, gloriosi corporis mysterittin, sanguinisque pretiosi...». En las palabras de ese famoso himno, santo Tomás de Aquino expresó de modo elocuente esa necesidad del pueblo de Dios. «Pange, lingua». La lengua de los hombres debe cantar el misterio de la Eucaristía. Debe cantarlo no sólo como mysterium passionis, sino también como mysterium gloriae. De allí nace la tradición de las procesiones eucarísticas, especialmente la tradición de la procesión del Corpus Christi, que constituye una expresión singular de la viva emoción que experimenta el creyente ante el «mysterium» del Cuerpo y la Sangre del Señor, del que la Iglesia vive a diario. También la procesión de esta tarde, que desde la basílica de San Juan de Letrán, por las calles de la ciudad eterna, llega hasta la basílica de Santa María la Mayor en el Esquilino, reviste un significado semejante.

Recuerdo muchas procesiones de este tipo, en las que participé desde mi niñez. Luego las he presidido yo mismo como sacerdote y obispo. La procesión del Corpus Christi constituía siempre un gran acontecimiento para las comunidades a las que pertenecía. Y así también en Roma; o, mejor, aquí más que en otras partes, dado que aquí dio su testimonio una de los testigos directos de la última cena: el apóstol Pedro. Llevando por las calles de la ciudad el santísimo Sacramento, asumimos, de la manera característica del segundo milenio, el patrimonio de fe que fue también suyo.

La lectura de hoy, tomada de la carta de san Pablo a los Corintios, pone muy bien de relieve esta fe. Se trata probablemente del relato escriturístico más antiguo de la institución de la Eucaristía. El Apóstol escribe: «el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebiereis, hacedlo en recuerda mío". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 23-26).

La Iglesia, al repetir en cada santa misa las palabras: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús», es como si las tomara de labios del Apóstol de los gentiles para hacerlas suyas y repetirlas ante el mundo.

3. La liturgia del Corpus Christi nos recuerda el sacerdocio de Cristo. Habla de él tanto el salmo responsorial como la primera lectura, tomada del libro del Génesis: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Melquisedec, que vivió en tiempos de Abraham, era rey de Salem, la ciudad que más tarde tomaría el nombre de Jerusalén. Ofreció a Dios pan y vino. Abraham honró a ese extraordinario rey-sacerdote, casi presagiando en él la futura vocación de ese pueblo de Dios, del que debía convertirse en padre en la fe: vocación que, por consiguiente, no se limitaba a la antigua alianza, sino que se extendía también a la nueva y eterna.

Es extraordinario este salmo que habla del sacerdocio de Cristo según el modelo del de Melquisedec, poniendo de relieve que se trata de un sacerdocio eterno: «Tú eres sacerdote eterno». A la luz de la fe pascual, resulta claro que este sacerdote de la alianza nueva y eterna es el Hijo consustancial con el Padre.

Detengámonos a reflexionar sobre las palabras: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies". Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: "somete en la batalla a tus enemigos"» (Sal 110, 1-2); y, por último, «yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora» (Sal 110, 3). ¿Qué puede significar esta metáfora poética? Leída a la luz de la plena revelación del Nuevo Testamento, habla de la generación del Verbo, Hijo del eterno Padre. Este Hijo, en virtud del juramento de Dios mismo, se convirtió mediante su propio sacrificio en «sacerdote eterno». Ofreció el sacrificio como sacerdote; ofreció el sacrificio de su Cuerpo y Sangre. Y, al mismo tiempo, dejó a la Iglesia el único e irrepetible sacrifico bajo las especies del pan y el vino, es decir, los mismos alimentos que, en tiempos de Abraham, ofrecía en sacrificio Melquisedec.

De ese modo, el sacrificio de Cristo, como Eucaristía, se convierte en banquete: el banquete del Cordero. Y la Iglesia, exhortándonos a participar en la Eucaristía, nos invita a ese banquete. Lo hace todos los días y de modo particular hoy. Además, tiene la conciencia, fundada en la fe, de que esta comida y esta bebida, que es la Eucaristía, nunca se agotarán y nunca faltarán. Están destinadas a todos, como indica el pasaje del evangelio de hoy, tomado de san Lucas: «Comieron todos hasta saciarse» (Lc 9, 17). El día del Corpus Christi queremos agradecer esta singular abundancia del don eucarístico, con el que el pueblo de Dios en toda la tierra se alimenta incesantemente.

4. Sí. En toda la tierra. Hoy, día del Corpus Christi, celebrando la liturgia y sobre todo realizando la procesión eucarística, nos sentimos unidos a cuantos la celebran, en las diversas partes del mundo, «desde la salida del sol hasta eI ocaso». Es la Eucaristía de Roma, pero al mismo tiempo la Eucaristía de Italia y de las islas del Mediterráneo; la Eucaristía de tantas Iglesias en el continente europeo; la Eucaristía de América del norte, del centro y del sur; la Eucaristía de África y de las innumerables comunidades que en ese continente han 'acogido el mensaje del Evangelio; la Eucaristía de las islas del océano Atlántico, así como del Indico y del Pacífico; de las Iglesias de Asia y de Australia.

Comencemos, pues, la procesión eucarística, que recorre las calles de Roma y, al mismo tiempo, pronunciemos con fervor esta única palabra: Eucaristía, Eucaristía, Eucaristía. Ante los ojos del alma se hacen presentes las Iglesias esparcidas por todo el orbe de la tierra, del este al oeste, del sur al norte.

Junto con nosotros, esas Iglesias confiesan, celebran y reciben la misma Eucaristía. Con nosotros repiten las palabras del Apóstol: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús».Nuestra esperanza no quedará defraudada. Amén.

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 2 de febrero de 1997
I Jornada de la Vida Consagrada

1. Lumen ad revelationem gentium: luz para alumbrar a las naciones (cf. Lc 2, 32).

Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús fue llevado por María y José al templo para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), según lo que está escrito en la ley de Moisés: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor» (Lc 2, 23), y para ofrecer en sacrificio «un par de tórtolas o dos pichones, como dice la ley del Señor» (Lc 2, 24).

Al recordar estos eventos, la liturgia sigue intencionalmente y con precisión el ritmo de los acontecimientos evangélicos: el plazo de los cuarenta días del nacimiento de Cristo. Hará lo mismo después con el período que va de la resurrección a la ascensión al cielo.

En el evento evangélico que se celebra hoy destacan tres elementos fundamentales: el misterio de la venida, la realidad del encuentro y la proclamación de la profecía.

2. Ante todo, el misterio de la venida. Las lecturas bíblicas, que hemos escuchado, subrayan el carácter extraordinario de esta venida de Dios: lo anuncia con entusiasmo y alegría el profeta Malaquías, lo canta el Salmo responsorial, lo describe el texto del evangelio según san Lucas. Basta, por ejemplo, escuchar el Salmo responsorial: «¡Portones!, alzad los dinteles (...): va a entrar el rey de la gloria (...). ¿Quién es ese rey de la gloria? (...). El Señor, héroe de la guerra (...). El Señor, Dios de los ejércitos. Él es el rey de la gloria» (Sal 23, 7-8.10).

Entra en el templo de Jerusalén el esperado durante siglos, aquel que es el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza: el Mesías anunciado. El salmista lo llama «Rey de la gloria». Sólo más tarde se aclarará que su reino no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), y que cuantos pertenecen a este mundo están preparando para él, no una corona real, sino una corona de espinas.

Sin embargo, la liturgia mira más allá. Ve en ese niño de cuarenta días la «luz» destinada a iluminar a las naciones, y lo presenta como la «gloria» del pueblo de Israel (cf. Lc 2, 32). Él es quien deberá vencer la muerte, como anuncia la carta a los Hebreos, explicando el misterio de la Encarnación y de la Redención: «Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús» (Hb 2, 14), habiendo asumido la naturaleza humana.

Después de haber descrito el misterio de la Encarnación, el autor de la carta a los Hebreos presenta el de la Redención: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2, 17-18). Se trata de una profunda y conmovedora presentación del misterio de Cristo. Ese pasaje de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender mejor por qué esta ida a Jerusalén del recién nacido hijo de María es un evento decisivo para la historia de la salvación. El templo, desde su construcción, esperaba de una manera completamente singular a aquel que había sido prometido. Su presentación reviste, por tanto, un significado sacerdotal: «Ecce sacerdos magnus»; el sumo Sacerdote verdadero y eterno entra en el templo.

3. El segundo elemento característico de la celebración de hoy es la realidad del encuentro. Aunque nadie está esperando la llegada de José y María con el niño Jesús, que acuden entre la gente, en el templo de Jerusalén sucede algo muy singular. Allí se encuentran algunas personas guiadas por el Espíritu Santo: el anciano Simeón, de quien san Lucas escribe: «Hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor» (Lc 2, 25-26), y la profetisa Ana, que «de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (Lc 2, 36-37). El evangelista prosigue: «Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38).

Simeón y Ana: un hombre y una mujer, representantes de la antigua alianza que, en cierto sentido, habían vivido toda su vida con vistas al momento en que el Mesías esperado visitaría el templo de Jerusalén. Simeón y Ana comprenden que finalmente ha llegado el momento y, confortados por ese encuentro, pueden afrontar con paz en el corazón la última parte de su vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 29-30).

En este encuentro discreto las palabras y los gestos expresan eficazmente la realidad del acontecimiento que se está realizando. La llegada del Mesías no ha pasado desapercibida. Ha sido reconocida por la mirada penetrante de la fe, que el anciano Simeón manifiesta en sus conmovedoras palabras.

4. El tercer elemento que destaca en esta fiesta es la profecía: hoy resuenan palabras verdaderamente proféticas. La liturgia de las Horas concluye cada día la jornada con el cántico inspirado de Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador (...), luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).

El anciano Simeón, dirigiéndose a María, añade: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; signo de contradicción, para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). Así pues, mientras todavía nos encontramos al comienzo de la vida de Jesús, ya estamos orientados hacia el Calvario. En la cruz Jesús se confirmará de modo definitivo como signo de contradicción, y allí el corazón de su Madre será traspasado por la espada del dolor. Se nos dice todo esto ya desde el inicio, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, en la fiesta de la presentación de Jesús en el templo, tan importante en la liturgia de la Iglesia.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, la celebración de hoy se enriquece este año con un significado nuevo. En efecto, por primera vez celebramos la Jornada de la vida consagrada.

A todos vosotros, queridos religiosos y religiosas, y a vosotros, queridos hermanos y hermanas miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, se os ha encomendado la tarea de proclamar con la palabra y el ejemplo el primado de lo absoluto sobre toda realidad humana. Se trata de un compromiso urgente en nuestro tiempo que, con frecuencia, parece haber perdido el sentido auténtico de Dios. Como he recordado en el mensaje que os he dirigido para esta primera Jornada de la vida consagrada, en nuestros días «existe realmente una gran necesidad de que la vida consagrada se muestre cada vez más "llena de alegría y de Espíritu Santo", se lance con brío por los caminos de la misión, se acredite por la fuerza del testimonio vivido, ya que "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos"» (n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de enero de 1997, p. 7). Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea luz y fuente de esperanza.

Como el anciano Simeón y la profetisa Ana, salgamos al encuentro del Señor en su templo. Acojamos la luz de su revelación, esforzándonos por difundirla entre nuestros hermanos, con vistas al ya próximo gran jubileo del año 2000.

Que nos acompañe la Virgen santísima, Madre de la esperanza y de la alegría, y obtenga a todos los creyentes la gracia de ser testigos de la salvación, que Dios ha preparado para todos los pueblos en su Hijo encarnado, Jesucristo, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A SARAJEVO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS EN LA CATEDRAL

Sábado 12 de abril de 1997

Señor cardenal;
venerados obispos de Bosnia-Herzegovina;
venerados hermanos en el episcopado aquí reunidos;
amadísimos sacerdotes,
religiosos, religiosas y seminaristas:

1. «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada» (1 P 2, 9). Me dirijo a vosotros con estas palabras del apóstol Pedro a los cristianos, para saludaros cordialmente: a vosotros, a quienes Dios «llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa»; a vosotros, a quienes corresponde la tarea de proclamar ante el mundo «sus hazañas» (1 P 2, 9).

¿Cuáles «hazañas»? Son innumerables las «hazañas» que Dios ha realizado en la historia de los hombres. Pero la «hazaña » más grande de todas es, ciertamente, la resurrección de Jesucristo, de la que nació el pueblo nuevo al que pertenecemos.

En el misterio pascual se han superado las antiguas enemistades: quienes antes no eran «pueblo», porque «no habían alcanzado misericordia», ahora se han convertido o han sido llamados a ser el único «pueblo de Dios», que en la sangre de Cristo «han conseguido misericordia » (1 P 2, 10).

Este es el gozoso mensaje que la Iglesia revive y anuncia en este tiempo pascual, elevando su canto de alabanza y acción de gracias a Cristo Jesús, «quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4, 25).

2. Amadísimos hermanos y hermanas, doy las gracias al Señor desde lo profundo de mi corazón, porque me ha permitido realizar esta peregrinación, que durante tanto tiempo he deseado y esperado. Me alegra estar aquí, en esta catedral, junto a vosotros, para unirme a vuestra oración a Aquel que «es nuestra paz» (Ef 2, 14).

Os saludo con afecto a todos y, en particular, al señor cardenal Vinko Pulji a, a quien agradezco los sentimientos que ha expresado en nombre de todos los presentes. Mi pensamiento va, en este momento, a los sacerdotes y a las personas consagradas, que más han sufrido durante estos años difíciles. No me olvido de quienes han desaparecido, como los sacerdotes Grgia y Matanovia, cuyo paradero pido que se esclarezca. De modo especial, recuerdo a quienes han pagado con la sangre su testimonio de amor a Cristo y a sus hermanos. Ojalá que la sangre que derramaron infunda nuevo vigor a la Iglesia, que sólo pide poder predicar libremente en Bosnia- Herzegovina el evangelio de la salvación eterna, en el respeto a todo ser humano, de cualquier cultura y de cualquier religión.

He venido a Sarajevo para repetir en esta tierra martirizada el mensaje del apóstol Pablo: «Cristo es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad » (Ef 2, 14). En el alto «muro de separación», ante el cual el mundo se sentía casi impotente, se ha abierto finalmente «la brecha de la paz».

Ha sido escuchada la plegaria insistente y apremiante, cuyo símbolo era la lámpara encendida en la basílica de San Pedro durante los terribles días de la guerra. Ahora se os entrega a vosotros, para que desde esta catedral siga alimentando la confianza en el auxilio maternal de la Virgen santísima, recordando a cada uno el deber de trabajar incansablemente al servicio de la paz.

3. Aquí, en esta «ciudad mártir», y en toda Bosnia-Herzegovina, marcadas por el encarnizamiento de una insensata «lógica » de muerte, división y aniquilamiento, había personas que luchaban para «derribar el muro de separación». Estabais vosotros que, en medio de sufrimientos y peligros de todo tipo, habéis trabajado activamente para abrir el camino de la paz. De modo especial, pienso en vosotros, sacerdotes, que durante el triste período de la guerra habéis permanecido al lado de vuestros fieles y habéis sufrido con ellos, ejerciendo con valentía y fidelidad vuestro ministerio. ¡Gracias por este signo de amor a Cristo y a su Iglesia! Durante estos años habéis escrito páginas de auténtico heroísmo, que no podrán olvidarse.

Hoy he venido a deciros: ¡Ánimo!, no dejéis de hacer progresar la paz anhelada durante tanto tiempo. La aurora de Dios ya está presente en medio de vosotros; la luz del nuevo día ya ilumina vuestro camino.

Queridos hermanos, os recomiendo que, incluso a costa de grandes sacrificios, permanezcáis entre las ovejas de la grey que se os ha confiado, como portadores de esperanza y límpidos testigos de la paz de Cristo. Conservad firmemente en vuestra misión el sentido de vuestra vocación y de vuestra identidad de sacerdotes de Cristo. Sentíos orgullosos de poder repetir con san Pablo: «Nos acreditamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones (...), en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera» (2 Co 6, 4-6).

4. También a vosotros, queridos religiosos y religiosas, quiero expresaros la gratitud de la Iglesia por la valiosa obra que habéis realizado y realizáis al servicio del pueblo de Dios, dando testimonio del Evangelio en la profesión de los consejos evangélicos y en múltiples formas de apostolado. Sabed reavivar el carisma genuino que os han confiado vuestros fundadores y fundadoras, redescubriendo continuamente su riqueza y viviéndolo cada vez con mayor convicción e intensidad.

¿Cómo no recordar en esta catedral a monseñor Josip Stadler, primer arzobispo de la sede renovada de la antigua Vrhbosna, la actual Sarajevo, y fundador de la congregación de las Esclavas del Niño Jesús, la única congregación que ha nacido en Bosnia-Herzegovina? Que el recuerdo vivo de este gran prelado, fidelísimo a la Sede apostólica y siempre dispuesto a servir a sus hermanos, aliente y sostenga el esfuerzo misio nero de todas las personas consagradas que trabajan en esta región, que tanto amo.

Quiero dirigir unas palabras en particular a vosotros, queridos Frailes Menores, a quienes saludo, y en especial a vuestro ministro general, presente esta tarde con nosotros. A lo largo de los siglos habéis trabajado mucho para difundir y preservar la fe cristiana en Bosnia- Herzegovina, contribuyendo eficazmente a la predicación del Evangelio entre estas poblaciones. Vuestro pasado glorioso os compromete a una generosidad a toda prueba en el momento actual, siguiendo las huellas de san Francisco que, según su primer biógrafo, «en el corazón, en los labios, en los oídos, en los ojos, en las manos y en todos los demás miembros», tenía el recuerdo apasionado de Jesús crucificado (I Cel.115), llevando sus estigmas en el corazón antes que en sus miembros (II Cel. 11).

Muy actual es la invitación que dirigía a sus frailes: «Aconsejo, amonesto y exhorto a mis frailes en el Señor Jesucristo a que, cuando vayan por el mundo, no riñan, eviten las disputas de palabras, y no juzguen a los demás; por el contrario, sean bondadosos, pacíficos y modestos, mansos y humildes, hablando honradamente con todos, tal como conviene » (Regla, cap. III). ¡Cuánto bien producirá este testimonio de mansedumbre franciscana a la unidad de la Iglesia, a la acción apostólica y a la causa de la paz!

5. Unas palabras también para vosotros, queridos seminaristas, esperanza de la Iglesia en esta tierra. Siguiendo el ejemplo del siervo de Dios Petar Barbaric, dejaos fascinar por Cristo. Descubrid la belleza de entregarle vuestra vida, para llevar a vuestros hermanos su Evangelio de salvación. La vocación es una aventura que vale la pena vivir hasta el fondo. En la respuesta generosa y perseverante a la llamada del Señor radica el secreto de una vida plenamente realizada.

A todos vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, quisiera daros dos recomendaciones: vivid entre vosotros la solidaridad, «concordes en el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Co 1, 10), que es un signo inequívoco de la presencia operante de Cristo.

Cultivad con espíritu de humildad y obediencia la comunión y la activa colaboración pastoral con vuestros obispos, según la exhortación de san Ignacio de Antioquía: «Os insto a esmeraros por hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la guía del obispo» (Ad Magn. 6, 1). Por lo demás, esta es la enseñanza que transmite el concilio Vaticano II, que afirma: «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado» (Lumen gentium, 27).

En consecuencia, el Concilio precisa que, en virtud de esta potestad, «los obispos tienen el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo lo referente al culto y al apostolado» (ib.). Por eso, concluye, los fieles «deben estar unidos a su obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios» (ib.).

6. Queridos hermanos, ha llegado para todos la hora de un profundo examen de conciencia: ha llegado la hora de un decisivo compromiso en favor de la reconciliación y la paz.

Como ministros del amor de Dios, habéis sido enviados a enjugar las lágrimas de muchas personas que lloran a sus familiares asesinados, y a escuchar el grito impotente de quienes han visto pisoteados sus derechos y destruidos sus afectos. Como hermanos y hermanas de todos, estad cercanos a los prófugos y a los desplazados, a quienes han sido expulsados de sus casas y han sido privados de las cosas con las que pensaban construir su futuro. Sostened a los ancianos, a los huérfanos y a las viudas. Alentad a los jóvenes, obligados a menudo a renunciar a una inserción serena en la vida, y forzados por la dureza del conflicto a convertirse precozmente en adultos.

Es necesario decir en voz alta y fuerte: ¡Nunca más la guerra! Es preciso renovar todos los días el esfuerzo del encuentro, interrogando la propia conciencia no sólo sobre las culpas, sino también sobre las energías que cada uno está dispuesto a emplear para edificar la paz. Hay que reconocer el primado de los valores éticos, morales y espirituales, defendiendo el derecho de todo hombre a vivir con serenidad y concordia, y condenando toda forma de intolerancia y persecución, arraigada en ideologías que desprecian a la persona en su dignidad inviolable.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, el Sucesor de Pedro está aquí, entre vosotros, como peregrino de paz, de reconciliación y de comunión. Está aquí para recordar a todos que Dios perdona sólo a quienes tienen, a su vez, la valentía de perdonar. Es necesario abrir la propia mente a la lógica de Dios, para entrar a formar parte de su pueblo y poder proclamar «las hazañas de su amor» (cf. 1 P 2, 9). La fuerza de vuestro ejemplo y de vuestra oración obtendrá del Señor, para quienes aún no la han encontrado, la valentía de pedir perdón y perdonar.

Pidamos a María, venerada aquí en tantos santuarios, que nos lleve de la mano y nos enseñe que precisamente la valentía de pedir perdón y perdonar es el comienzo del camino hacia la verdadera paz. Encomendémosle a ella el compromiso arduo, pero necesario, de construir con tenacidad la «civilización del amor».

¡María, Reina de la paz, ruega por nosotros!

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 29 de mayo de 1997

1. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros (...). Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; (...) haced esto en conmemoración mía» (1 Co 11, 24-25).

La liturgia de hoy conmemora el gran misterio de la Eucaristía con una clara referencia al Jueves santo. El pasado Jueves santo nos encontrábamos aquí, en la basílica lateranense, como todos los años, para conmemorar la cena del Señor. Al final de la santa misa in Coena Domini tuvo lugar la breve procesión que acompañó al santísimo Sacramento a la capilla de la reserva, donde permaneció hasta la solemne Vigilia pascual. Hoy vamos a realizar una procesión mucho más solemne, por las calles de la ciudad.

En la fiesta de hoy, nos ayudan a revivir los mismos sentimientos del Jueves santo las palabras que Jesús pronunció en el cenáculo: «Tomad; esto es mi cuerpo», «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos» (Mc 14, 22.24). Estas palabras, que acabamos de proclamar, nos ayudan a penetrar aún más en el misterio del Verbo de Dios encarnado que, bajo las especies del pan y del vino, se entrega a todo hombre, como alimento y bebida de salvación.

2. San Juan, en la antífona del Aleluya, nos brinda una significativa clave de lectura de las palabras del divino Maestro, refiriendo lo que él mismo dijo cerca de Cafarnaúm: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51).

Encontramos, así, en las lecturas de hoy el sentido pleno del misterio de la salvación. La primera, tomada del Éxodo (cf. Ex 24, 3-8), nos remite a la antigua alianza establecida entre Dios y Moisés, mediante la sangre de animales sacrificados; la carta a los Hebreos nos recuerda que Cristo «no usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre» (Hb 9, 12).

Por consiguiente, la solemnidad de hoy nos ayuda a dar a Cristo el lugar central que le corresponde en el plan divino para la humanidad, y nos impulsa a configurar cada vez más nuestra vida a él, sumo y eterno Sacerdote.

3. ¡Misterio de la fe! La solemnidad de hoy ha sido, durante los siglos, objeto de atención particular en las diversas tradiciones del pueblo cristiano. ¡Cuántas manifestaciones religiosas han surgido en torno al culto eucarístico! Teólogos y pastores se han esforzado por hacer comprender con la lengua de los hombres el misterio inefable del amor divino.

Entre estas voces autorizadas, ocupa un lugar especial el gran doctor de la Iglesia santo Tomás de Aquino, que, en sus composiciones poéticas, canta con gran inspiración los sentimientos de adoración y amor del creyente frente al misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor. Basta pensar en el conocido himno Pange, lingua, que constituye una profunda meditación sobre el misterio eucarístico, misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor: gloriosi Corporis mysterium, Sanguinisque pretiosi.

Y también el cántico Adoro te, devote, que es una invitación a adorar al Dios oculto bajo las especies eucarísticas: Latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas: Tibi se cor meum totum subjicit! Sí, nuestro corazón se abandona totalmente a ti, Cristo, porque quien acoge tu palabra descubre el sentido pleno de la vida y encuentra la verdadera paz: quia te contemplans totum deficit.

 

4. Brota espontáneamente del corazón la acción de gracias por un don tan extraordinario. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Quid retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi?» (Sal 116, 2). Cada uno de nosotros puede pronunciar las palabras del salmista, conscientes del inestimable don que el Señor nos ha hecho con el Sacramento eucarístico.

«Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre»: esta actitud de acción de gracias y adoración resuena hoy en las plegarias y en los cantos de la Iglesia en todos los rincones de la tierra.

Y esta tarde resuena aquí, en Roma, donde se halla viva la herencia espiritual de los apóstoles Pedro y Pablo. Dentro de poco, entonaremos una vez más el antiguo cántico de adoración y acción de gracias, caminando por las calles de la ciudad, mientras nos dirigimos desde esta basílica hacia la de Santa María la Mayor. Repetiremos con devoción:

Pange, lingua, gloriosi...
Pueblos todos, ¡proclamad el misterio del Señor!

Y también:

Nobis datus, nobis natus ex intacta Vergine...
Dado a nosotros de Madre pura por todos nosotros se encarnó...
In supremae nocte coenae recumbens cum fratribus...
En la noche de la cena con los hermanos se reunió...
Cibum turbae duodenae se dat suis manibus.
A los Apóstoles sorprendidos como alimento se entregó.

5. Sacramento del don, sacramento del amor de Cristo llevado hasta el extremo: «in finem dilexit» (Jn 13, 1). El Hijo de Dios se entrega a sí mismo. Bajo las especies del pan y del vino, da el Cuerpo y la Sangre, recibidos de María, madre virginal. Da su divinidad y su humanidad, para enriquecernos de modo inefable.

Tantum ergo sacramentum veneremur cernui...

Adoremos el Sacramento que Dios Padre nos regaló.

Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

CLAUSURA DEL 46º CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Wrocław, domingo 1 de junio de 1997

«Statio orbis»

1. El 46 Congreso eucarístico internacional está llegando a su momento culminante: la «Statio orbis» En torno a este altar se reúne hoy espiritualmente la Iglesia de todos los continentes del globo terrestre. Desea hacer una vez más, delante del mundo entero, la solemne profesión de fe en la Eucaristía y cantar el himno de acción de gracias por este inefable don del amor divino. En verdad, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).

La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 10). La Iglesia vive de la Eucaristía; en ella encuentra las energías espirituales para cumplir su misión. La Eucaristía le da el vigor para crecer y mantenerse unida. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia.

Este congreso se inserta, de modo orgánico, en el marco del gran jubileo del año 2000. En el programa de preparación espiritual para el jubileo, este año está dedicado a una particular contemplación de la persona de Jesucristo: «Jesucristo, único salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8). ¿Podía faltar, acaso, en este año esta profesión de fe eucarística de toda la Iglesia?

En el itinerario de los congresos eucarísticos, que pasa por todos los continentes, ha llegado el turno de Wrocław, de Polonia, de la Europa centro-oriental. Los cambios producidos aquí han dado inicio a una nueva época en la historia del mundo contemporáneo. De este modo, la Iglesia quiere dar gracias a Cristo por el don de la libertad reconquistada por todas estas naciones, que han sufrido tanto en los años de la opresión totalitaria. El congreso se está llevando a cabo en Wrocław, ciudad rica en historia y en tradiciones de vida cristiana.

La archidiócesis de Wrocław se está preparando para celebrar su milenio. Wrocław es una ciudad situada casi en la encrucijada de tres países que, por su historia, están muy profundamente unidos entre sí. En cierto sentido, es una ciudad de encuentro, la ciudad que une. Aquí se hallan, de alguna manera, las tradiciones espirituales de Oriente y de Occidente. Todo esto confiere una elocuencia particular a este congreso eucarístico y, especialmente a esta Statio orbis.

Abrazo con la mirada y con el corazón a toda nuestra gran comunidad eucarística, cuya índole es auténticamente internacional, mundial. A través de sus representantes, hoy está presente en Wrocław la Iglesia universal. Dirijo un saludo particular a todos los cardenales, arzobispos y obispos aquí presentes, comenzando por mi legado al congreso, el señor cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado. Saludo al Episcopado polaco, presidido por el señor cardenal primado. Saludo al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, pastor de la Iglesia de Wrocław, que ha asumido con tanta magnanimidad la tarea de acoger un acontecimiento tan grande como este congreso. Esta magnanimidad se manifiesta muy claramente ahora, cuando le toca celebrar la Statio orbis bajo la lluvia.

La alegría de esta celebración resulta aún más grande por la participación de otros de nuestros hermanos cristianos. Les agradezco que hayan venido a unirse a nuestra alabanza y a nuestra súplica. Agradezco a las Iglesias ortodoxas que hayan decidido enviar sus representantes y, entre ellos, doy las gracias en especial al querido metropolita Damaskinos, que representa aquí a mi amado hermano el patriarca ecuménico Bartolomé I. Su presencia es testimonio de nuestra fe y afirma nuestra esperanza de que llegue el día en que, con plena fidelidad a la voluntad de nuestro único Señor, podremos comulgar juntos del mismo cáliz. Expreso también mi gratitud al metropolita Teófano, que representa al querido patriarca de Moscú Alexis II.

Doy la bienvenida y saludo a los presbíteros, a las familias religiosas masculinas y femeninas. Os saludo a todos, queridos peregrinos, que habéis venido tal vez de lugares muy distantes. Os saludo a vosotros, queridos compatriotas de toda Polonia. Saludo también a todos los que, en este momento, se unen a nosotros espiritualmente mediante la radio o la televisión en todo el mundo. En verdad, se trata de una auténtica Statio orbis. Ante esta asamblea eucarística de dimensiones mundiales, que en este instante rodea el altar, es difícil resistir a una emoción profunda.

«¡Misterio de la fe!»

2. Para escrutar a fondo el misterio de la Eucaristía, es preciso volver siempre de nuevo al cenáculo, en el que, la tarde del Jueves santo, tuvo lugar la última cena. En la liturgia de hoy, san Pablo habla precisamente de la institución de la Eucaristía. Al parecer, se trata del texto más antiguo relativo a la Eucaristía, incluso anterior al relato de los evangelistas.

En la carta a los Corintios, san Pablo escribe: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también el cáliz después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en conmemoración mía". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 23-26). Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

Estas palabras contienen la esencia del misterio eucarístico. En ellas encontramos lo que a diario testimoniamos y participamos, al celebrar y recibir la Eucaristía. En el cenáculo, Jesús realiza la consagración. En virtud de sus palabras, el pan, conservando la forma exterior de pan, se transforma en su Cuerpo, y el vino, manteniendo la forma exterior de vino, se transforma en su Sangre. ¡Este es el gran misterio de la fe!

Al celebrar este misterio, no sólo renovamos lo que Cristo hizo en el cenáculo, sino que, además, entramos en el misterio de su muerte. «Anunciamos tu muerte», una muerte redentora. «Proclamamos tu resurrección». Somos partícipes del Triduo sacro y de la noche de Pascua. Somos partícipes del misterio salvífico de Cristo y esperamos su venida en la gloria. Con la institución de la Eucaristía, hemos entrado en el último tiempo, en el tiempo de la espera de la segunda y definitiva venida de Cristo, cuando se llevará a cabo el juicio en el mundo, y al mismo tiempo llegará a plenitud la obra de la redención. La Eucaristía no sólo habla de esto; en ella todo esto se celebra, se cumple. En verdad, la Eucaristía es el gran sacramento de la Iglesia. La Iglesia celebra la Eucaristía y, a la vez, la Eucaristía hace a la Iglesia.

«Yo soy el pan vivo» (Jn 6, 51)

3. El mensaje del evangelio de san Juan completa el cuadro litúrgico de este gran misterio eucarístico que estamos celebrando hoy, en el culmen del Congreso eucarístico internacional, en Wrocław. Las palabras del evangelio de san Juan son el gran anuncio de la Eucaristía, después de la milagrosa multiplicación del pan, cerca de Cafarnaúm. Anticipando de alguna manera el tiempo, mucho antes de que fuera instituida la Eucaristía, Cristo reveló lo que era. Dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Y cuando esas palabras provocaron la protesta de muchos de los que lo escuchaban, Jesús dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 53-56).

Son palabras que atañen a la esencia misma de la Eucaristía. Cristo vino al mundo para comunicar al hombre la vida divina. No sólo anunció la buena nueva, sino que, además, instituyó la Eucaristía, que debe hacer presente hasta el final de los tiempos su misterio redentor. Y, como medio de expresión, escogió los elementos de la naturaleza: el pan y el vino, la comida y la bebida que el hombre debe tomar para mantenerse en vida.

La Eucaristía es precisamente esta comida y esta bebida. Este alimento contiene en sí todo el poder de la Redención realizada por Cristo. Para vivir, el hombre necesita la comida y la bebida. Para alcanzar la vida eterna, el hombre necesita la Eucaristía. Esta es la comida y la bebida que transforma la vida del hombre y le abre el horizonte de la vida eterna. Al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el hombre lleva en sí mismo, ya aquí en la tierra, la semilla de la vida eterna, pues la Eucaristía es el sacramento de la vida en Dios. Cristo dice: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).

«Los ojos de todos te están aguardando;tú les das la comida a su tiempo» (Sal 145, 15)

4. En la primera lectura de la liturgia de hoy, Moisés nos habla de Dios que da de comer a su pueblo durante el camino por el desierto hacia la tierra prometida: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón (...). Te alimentó en el desierto con el maná, que no habían conocido tus padres, a fin de humillarte y ponerte a prueba para después hacerte feliz» (Dt 8, 2.16). La imagen de un pueblo que peregrina por el desierto, como la presentan esas palabras, nos habla también a nosotros, que nos estamos acercando al final del segundo milenio del nacimiento de Cristo. En esa imagen se ven reflejados todos los pueblos y las naciones de toda la tierra, y especialmente los que sufren hambre.

Durante esta Statio orbis es necesario repasar toda la «geografía del hambre», que abarca muchas zonas de la tierra. En este momento millones de hermanos y hermanas nuestros sufren hambre, y muchos de ellos mueren a causa de ella, especialmente niños. En la época de un desarrollo jamás alcanzado, de la técnica y la tecnología más avanzadas, el drama del hambre es un gran desafío y una gran acusación. La tierra es capaz de alimentar a todos. ¿Por qué, entonces, hoy, al final del siglo XX, miles de hombres mueren de hambre? Es necesario hacer aquí un serio examen de conciencia, a escala mundial: un examen de conciencia sobre la justicia social, sobre la elemental solidaridad interhumana.

Conviene recordar aquí la verdad fundamental según la cual la tierra pertenece a Dios, y todas las riquezas que contiene Dios las ha puesto en manos del hombre, para que las use de modo justo, para que contribuyan al bien de todos. Ese es el destino de los bienes creados. En favor de ese destino se pronuncia también la ley de la naturaleza. Durante este congreso eucarístico no puede faltar una invocación solidaria para pedir pan en nombre de todos los que sufren hambre. La dirigimos ante todo a Dios, que es Padre de todos: «Danos hoy nuestro pan de cada día».

 Pero también la dirigimos a los hombres de la política y de la economía, sobre los que pesa la responsabilidad de una justa distribución de los bienes a escala mundial y nacional: Es necesario, finalmente, acabar con el azote del hambre. Que la solidaridad prevalezca sobre la desenfrenada búsqueda del lucro y sobre las aplicaciones de las leyes del mercado que no tienen en cuenta derechos humanos inviolables.

Sobre cada uno de nosotros pesa una pequeña parte de responsabilidad por esta injusticia. A cada uno de nosotros, de algún modo, nos afecta de cerca el hambre y la miseria de nuestros hermanos. Sepamos compartir el pan con los que no tienen, o tienen menos que nosotros. Sepamos abrir nuestro corazón a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas que sufren a causa de la miseria y la indigencia. A veces les da vergüenza admitirlo, y ocultan su angustia. Hacia ellos es preciso tender, con discreción, una mano fraternal. Esta es también la lección que nos da la Eucaristía, pan de vida. La había resumido, de modo muy elocuente, el santo hermano Alberto, poverello de Cracovia, que entregó su vida al servicio de los más necesitados. A menudo decía: «Es necesario ser buenos como el pan, que para todos está en la mesa, del que cada uno puede tomar un pedazo y alimentarse, si tiene hambre».

«Para ser libres, nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)

5. El tema de este 46 Congreso eucarístico internacional de Wrocław es la libertad. La libertad tiene un sabor particular especialmente aquí, en esta parte de Europa que, durante muchos años, sufrió la dolorosa prueba de ser privada de ella por el totalitarismo nazi y comunista. Ya la palabra misma «libertad» provoca un latido más fuerte del corazón. Y lo hace, ciertamente, porque durante los decenios pasados era preciso pagar por ella un precio muy elevado. Son profundas las heridas que dejó esa época en los espíritus. Pasará aún mucho tiempo antes de que puedan cicatrizar.

El congreso nos invita a mirar la libertad del hombre en la perspectiva de la Eucaristía. En el himno del congreso cantamos: «Nos has dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior ».

Es una afirmación esencial. Se habla aquí del «orden de la libertad». Sí, la verdadera libertad exige orden. Pero, ¿de qué orden se trata aquí? Se trata, ante todo, del orden moral, del orden de la esfera de los valores, del orden de la verdad y del bien. Cuando se produce un vacío en el campo de los valores y en la esfera moral reina el caos y la confusión, la libertad muere, el hombre, en vez de ser libre, se convierte en esclavo, esclavo de los instintos, de las pasiones y de los pseudovalores.

Es verdad que el orden de la libertad se ha de construir con esfuerzo. La verdadera libertad cuesta siempre. Cada uno de nosotros debe realizar continuamente este esfuerzo. Y aquí nace la pregunta sucesiva: ¿Puede el hombre construir el orden de la libertad por sí solo, sin Cristo, o incluso contra Cristo? Se trata de una pregunta extraordinariamente dramática, pero muy actual en un contexto social dominado por concepciones de la democracia inspiradas en la ideología liberal. En efecto, se pretende persuadir al hombre y a sociedades enteras de que Dios es un obstáculo en el camino hacia la plena libertad, de que la Iglesia es enemiga de la libertad, no comprende la libertad y tiene miedo de ella. En este punto reina una increíble confusión de ideas.

La Iglesia no deja de anunciar en el mundo el evangelio de la libertad. Esta es su misión. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1). Por eso, un cristiano no tiene miedo de la libertad, no huye ante ella. La asume de modo creativo y responsable, como tarea de su vida. En efecto, la libertad no es sólo un don de Dios; también se nos ha dado como una tarea. Es nuestra vocación: «Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad » (Ga 5, 13), nos recuerda el Apóstol.

La afirmación según la cual la Iglesia es enemiga de la libertad es particularmente absurda aquí, en este país, en esta tierra, en este pueblo, donde la Iglesia ha demostrado tantas veces que es un verdadero paladín de la libertad, tanto en el siglo pasado como en éste, y en los últimos cincuenta años. La Iglesia es el paladín de la libertad, porque cree que para ser libres Cristo nos ha libertado.

«Nos ha dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior». ¿En qué consiste este orden de la libertad, según el modelo de la Eucaristía? En la Eucaristía Cristo se halla presente como quien hace el don de sí mismo al hombre, como quien sirve al hombre: «habiendo amado a los suyos (...) los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a entregarse a sí mismo. Sólo la libertad así entendida es realmente creativa, edifica nuestra humanidad y construye vínculos interhumanos. Construye y no divide. ¡Cuánta necesidad tienen el mundo, Europa y Polonia de esta libertad que une!

Cristo Eucaristía seguirá siendo siempre un modelo inalcanzable de la actitud de «pro-existencia», que quiere decir de la actitud de quien vive para el otro. Él era todo para su Padre celestial y, en el Padre, para cada hombre. El concilio Vaticano II explica que el hombre se encuentra a sí mismo y, por tanto, encuentra el pleno sentido de su libertad, precisamente «en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24). Hoy, durante esta Statio orbis, la Iglesia nos invita a entrar en esta escuela eucarística de libertad, para que contemplando la Eucaristía con los ojos de la fe nos convirtamos en constructores de un nuevo orden evangélico de la libertad, en nuestro interior y en las sociedades en que nos toque vivir y trabajar. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,el hijo del hombre, para que de él te cuides?» (Sal 8, 5)

6. Al contemplar la Eucaristía nos invade el asombro de la fe, no sólo con respecto al misterio de Dios y de su infinito amor, sino también con respecto al misterio del hombre. Ante la Eucaristía vienen espontáneamente a nuestros labios las palabras del Salmista: «¿Qué es el hombre, para que de él te cuides tanto?». ¡Qué gran valor tiene el hombre a los ojos de Dios, si Dios mismo lo alimenta con su Cuerpo! ¡Qué gran espacio encierra en sí el corazón del hombre, si sólo puede ser colmado por Dios! «Nos hiciste, Señor, para ti —confesamos con san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confessiones, I, 1. 1).

Statio orbis del 46 Congreso eucarístico internacional... Toda la Iglesia te rinde hoy homenaje y gloria particular a ti, Cristo, Redentor del hombre, oculto en la Eucaristía. Confiesa públicamente su fe en ti, que te convertiste para nosotros en Pan de vida. Y te da gracias porque eres el «Dios con nosotros», porque eres el Emmanuel.

Tuyo el poder y la gloria...

A ti, para siempre, el honor y la gloria, nuestro Señor eterno. A ti, junto con tu pueblo, ofrecemos nuestra adoración y nuestros cantos, nosotros, tus siervos. Te damos gracias por tu generosidad al hacernos este gran regalo de tu omnipotencia. Te entregaste a nosotros, indignos, aquí presentes, en este Sacramento. Amén.

VISITA PASTORAL A BOLONIA
(27-28 DE SEPTIEMBRE DE 1997)

MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 28 de septiembre de 1997

 1. «¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?» (Mc 14, 14).

Esa pregunta la hace Jesús el Jueves santo en Jerusalén. Los discípulos, cuando encontraron el lugar donde comerían la cena pascual, van y preparan todo como lo había establecido el Maestro y allí, en esa sala privilegiada, tiene lugar la última Cena, la cena pascual, durante la cual Cristo instituye la Eucaristía, el supremo sacramento de la nueva alianza.

Después de tomar el pan, lo bendice y lo entrega a sus discípulos, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Lo mismo hace con el cáliz del vino: después de bendecirlo, se lo da a los discípulos, diciendo: «Tomad y bebed. Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por todos; haced esto en conmemoración mía» (cf. Mc 14, 22-24).

Entramos hoy idealmente en Jerusalén, en la sala veneranda donde tuvo lugar la última Cena y donde se llevó a cabo la institución de la Eucaristía. Al mismo tiempo, entramos en muchos otros lugares de todo el mundo, en otros innumerables «cenáculos». En el decurso de la historia, durante los períodos de persecución, fue necesario muchas veces preparar esas salas en las catacumbas. También hoy, por desgracia, se dan circunstancias en que los cristianos deben celebrar la Eucaristía a escondidas, como en tiempos de las catacumbas. Pero dondequiera que se celebre la Cena, en las estupendas catedrales ricas de historia o en las capillitas de los países de misión, siempre se reproduce el cenáculo de Jerusalén.

2. Son numerosísimos los lugares en los que se renueva la Cena pascual, especialmente en Italia. De manera simbólica, hoy sería necesario citar aquí todas las «salas eucarísticas», todos los cenáculos de esta tierra de antiguas tradiciones cristianas. En efecto, este es el sentido del Congreso eucarístico nacional, que constituye, en la maravillosa coreografía de esta celebración, una especial «sala pascual», un nuevo «cenáculo », donde se hace presente de modo solemne el gran Misterio de la fe. Se celebra la Eucaristía de la Iglesia como don y misterio, se eleva al cielo la gran oración de acción de gracias del pueblo italiano, que desde hace casi dos mil años participa en el banquete eucarístico.

Pienso aquí en los inicios de la Iglesia, en los apóstoles Pedro y Pablo, en los mártires de los primeros siglos y, después del edicto de Constantino, en la época de los santos Padres, de los doctores, de los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas hasta nuestros tiempos. Es incesante el memorial de la gran Eucaristía, que entraña la acción de gracias de la historia, porque Cristo «con su santa cruz ha redimido el mundo».

Para el pueblo italiano este Congreso es el último del siglo: un siglo en el que se han perpetrado, a escala mundial, graves atentados contra el hombre en la verdad de su ser. En nombre de ideologías totalitarias y engañosas, este siglo ha sacrificado millones de vidas humanas. En nombre del arbitrio, llamado libertad, se siguen suprimiendo seres humanos por nacer e inocentes. En nombre de un bienestar que no sabe mantener las perspectivas de felicidad que promete, muchos han pensado que era posible prescindir de Dios. Por consiguiente, un siglo marcado por sombras oscuras, pero también un siglo que ha conservado la fe transmitida por los Apóstoles, enriqueciéndola con el resplandor de la santidad.

En la peregrinación espiritual que lleva al gran jubileo del año 2000, este Congreso eucarístico constituye una etapa importante para las Iglesias que están en Italia. Lo atestigua también el gran número de obispos que hoy están aquí para celebrar conmigo la Eucaristía y los muchos fieles que han venido de todo el país. A cada uno de ellos le saludo cordialmente. En particular, a mi venerado hermano el señor cardenal Giacomo Biffi, arzobispo de Bolonia, que me acoge en esta circunstancia extraordinaria; y al cardenal Camillo Ruini, mi legado en este Congreso. Saludo, asimismo, a los numerosos cardenales, arzobispos y obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes. Un saludo va también a los jóvenes, con los que me reuní ayer por la tarde, aquí, en esta plaza, a las familias y a los enfermos, unidos de modo especial al misterio eucarístico mediante su sufrimiento físico y moral. Saludo al presidente del Gobierno, hon. Romano Prodi, boloñés, y a las demás autoridades civiles y militares que han querido participar en nuestra celebración.

Congregados todos en esta asamblea litúrgica, que representa a la entera comunidad cristiana de Italia, aclamamos: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús».

3. «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto » (Dt 8, 2).

En la primera lectura, la liturgia de hoy se refiere a la historia de Israel, pueblo elegido, que Dios hizo salir de Egipto, de la situación de esclavitud, y durante cuarenta años guió en el desierto hacia la tierra prometida. Ese camino de cuarenta años no es sólo un dato histórico; es también un gran símbolo, que tiene un significado, en cierto modo, universal. Toda la humanidad, todos los pueblos y las naciones están en camino, como Israel, en el desierto de este mundo. Ciertamente, cada región del planeta tiene sus características de cultura y civilización, que la hacen interesante y grata. Pero eso no quita que cada tierra siga siendo siempre, desde un punto de vista más profundo, un desierto por el que el hombre avanza hacia la patria prometida, hacia la casa del Padre.

En esta peregrinación, nuestro guía es Cristo crucificado y resucitado que, mediante su muerte y su resurrección, confirma constantemente la orientación última del camino humano en la historia. De por sí, el desierto de este mundo es lugar de muerte: en él el ser humano nace, crece y muere. ¡Cuántas generaciones, a lo largo de los siglos, han encontrado la muerte en este desierto! La única excepción es Cristo. Sólo él ha vencido la muerte y ha revelado la vida. Sólo gracias a él los que han muerto podrán resucitar, porque sólo él puede introducir al hombre, a través del desierto del tiempo, en la tierra prometida de la eternidad. Ya lo ha hecho con su Madre; y lo hará con todos los que creen en él y forman parte del nuevo pueblo en camino hacia la patria del cielo.

4. Durante los cuarenta años pasados en el desierto, el pueblo necesitó el maná para sobrevivir. En efecto, el desierto no se podía cultivar y, por consiguiente, no podía dar de comer al pueblo en su camino: era preciso el maná, el pan que bajaba del cielo. Cristo, nuevo Moisés, alimenta al pueblo de la nueva alianza con un maná totalmente particular. Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. Nos mantiene en vida este alimento y esta bebida eucarísticos.

En el misterio de la Sangre nos introduce la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos. El Apóstol escribe: «Presentóse Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros, (...) penetró en el santuario una vez para siempre, (...) con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. (...) Por eso es mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 11-12.15).

El Apóstol reserva un lugar particular al misterio de la Sangre de Cristo, de la que un canto eucarístico proclama: «Sangre santísima, Sangre de la redención, tú curas las heridas del pecado». Esta es precisamente la verdad que afirma el Autor inspirado: «La sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia» (Hb 9, 14).

5. Se trata de dos significados de la Eucaristía, que van unidos de un modo estrecho y peculiar en nuestra reflexión de hoy. La Eucaristía nos nutre; es alimento y bebida. Al mismo tiempo, la Eucaristía, en cuanto «Cuerpo entregado » y «Sangre derramada», es fuente de nuestra purificación. Mediante la Eucaristía, Jesucristo, Redentor del hombre, único Salvador del mundo, no sólo permanece entre nosotros, sino también dentro de nosotros. Con su gracia permanece en nosotros «ayer, hoy y siempre » (Hb 13, 8).

Este Congreso eucarístico quiere expresar todo eso de modo global y significativo para gloria de Dios, para la renovación de la conciencia de los hombres y para consuelo del pueblo de Dios. Quiere poner de relieve que la Eucaristía es el don supremo de Dios al hombre. Como tal, es el arquetipo de todo verdadero don del hombre al hombre, el fundamento de toda auténtica solidaridad.

Como conclusión del Congreso, tan bien preparado por la Iglesia en que se ha llevado a cabo y por la ciudad que lo ha acogido, quisiera decir a todos los creyentes de este amado país: mirad con confianza a Cristo, renovad vuestro amor a él, presente en el Sacramento eucarístico. Él es el Huésped divino del alma, el apoyo en toda debilidad, la fuerza en toda prueba, el consuelo en todo dolor, el Pan de vida, el destino supremo de todo ser humano.De la Eucaristía brota la fuerza para afrontar siempre, en cualquier circunstancia, las exigencias de la verdad y el deber de la coherencia. Los Congresos eucarísticos nacionales han constituido una ya larga tradición de servicio al hombre; tradición que Bolonia entrega hoy a la cristiandad del tercer milenio.Con la mirada fija en la Eucaristía, misterio central de nuestra fe, imploramos: Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado en el seno de la Virgen María, acompaña los pasos del pueblo italiano por las sendas de la justicia y la solidaridad, de la reconciliación y la paz.Haz que Italia conserve intacto el patrimonio de valores humanos y cristianos que la ha hecho grande a lo largo de los siglos. Que de los innumerables tabernáculos que hay en todo el país se irradie la luz de esa verdad y el calor del amor en que radica la esperanza del futuro para este pueblo, al igual que para todos los demás pueblos de la tierra. Amén.

SANTA MISA IN CENA DOMINI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo, 9 de abril de 1998

1. «Verbum caro, panem verum, Verbo carnem efficit...».

«Con su palabra, el Verbo, hecho carne, convierte el pan en su cuerpo y el vino en su propia sangre; aunque fallen los sentidos, es suficiente la fe».

Estas poéticas palabras de santo Tomás de Aquino convienen perfectamente a esta liturgia vespertina «in cena Domini», y nos ayudan a entrar en el núcleo del misterio que celebramos. En el evangelio leemos: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Hoy es el día en el que recordamos la institución de la Eucaristía, don del amor y manantial inagotable de amor. En ella está escrito y enraizado el mandamiento nuevo: «Mandatum novum do vobis...»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34).

2. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y a sus hermanos. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud de servicio: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 13-14). Con este gesto, Jesús revela un rasgo característico de su misión: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27).

Así pues, solamente es verdadero discípulo de Cristo quien lo imita en su vida, haciéndose como él solícito en el servicio a los demás, también con sacrificio personal. En efecto, el servicio, es decir, la solicitud por las necesidades del prójimo, constituye la esencia de todo poder bien ordenado: reinar significa servir. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos, supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender plenamente el acontecimiento de la última cena, que estamos conmemorando.

3. La liturgia define el Jueves santo como «el hoy eucarístico», el día en que «nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Canon romano para el Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo, instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo «la víspera de su pasión», y repite sobre el pan: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11, 24) y luego sobre el cáliz: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (1 Co 11, 25). Desde aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde, Jueves santo de 1998, la Iglesia vive mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor.

Aceptemos, esta tarde, la invitación de san Agustín: ¡Oh Iglesia amadísima, «manduca vitam, bibe vitam: habebis vitam, et integra est vita!»: «come la vida, bebe la vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra» (Sermón 131, I, 1).

4. «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi...». Adoremos este «mysterium fidei», del que se alimenta incesantemente la Iglesia. Avivemos en nuestro corazón el profundo y ardiente sentido del inmenso don que constituye para nosotros la Eucaristía.

Y avivemos también la gratitud, vinculada al reconocimiento del hecho de que nada hay en nosotros que no nos haya dado el Padre de toda misericordia (cf. 2 Co 1, 3). La Eucaristía, el gran «misterio de la fe», sigue siendo ante todo y sobre todo un don, algo que hemos «recibido». Lo reafirma san Pablo, al introducir el relato de la última cena con estas palabras: «Yo recibí del Señor lo que os he transmitido» (1 Co 11, 23). La Iglesia lo ha recibido de Cristo y al celebrar este sacramento da gracias al Padre celestial por lo que él, en Jesús, su Hijo, ha hecho por nosotros.

Acojamos en cada celebración eucarística este don, siempre nuevo; dejemos que su fuerza divina penetre en nuestro corazón y lo haga capaz de anunciar la muerte del Señor hasta que vuelva. «Mysterium fidei» canta el sacerdote después de la consagración, y los fieles responden: «Mortem tuam annuntiamus, Domine...»: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». La Eucaristía contiene en sí la suma de la fe pascual de la Iglesia.

También esta tarde damos gracias al Señor por haber instituido este gran sacramento. Lo celebramos y lo recibimos a fin de encontrar en él la fuerza para avanzar por el camino de la existencia esperando el día del Señor. Entonces seremos introducidos también nosotros en la morada donde Cristo, sumo sacerdote, ya ha entrado mediante el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

5. «Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine»: «Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen»; así reza hoy la Iglesia. En esta «espera de su venida», nos acompañe María, de la que Jesús tomó el cuerpo, el mismo cuerpo que esta tarde compartimos fraternalmente en el banquete eucarístico.

«Esto nobis praegustatum mortis in examine»: «Concédenos pregustarte en el momento decisivo de la muerte». Sí, tómanos de la mano, oh Jesús eucarístico, en esa hora suprema que nos introducirá en la luz de tu eternidad: «O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!».

SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

San Juan de Letrán, jueves 11 de junio de 1998

1. «Tú caminas a lo largo de los siglos » (canto eucarístico polaco).

La solemnidad del Corpus Christi nos invita a meditar en el singular camino que es el itinerario salvífico de Cristo a lo largo de la historia, una historia escrita desde los orígenes, de modo simultáneo, por Dios y por el hombre. A través de los acontecimientos humanos, la mano divina traza la historia de la salvación.

Es un camino que empieza en el Edén, cuando, después del pecado del primer hombre, Adán, Dios interviene para orientar la historia hacia la venida del «segundo» Adán. En el libro del Génesis se encuentra el primer anuncio del Mesías y, desde entonces, a lo largo de las generaciones, como atestiguan las páginas del Antiguo Testamento, se recorre el camino de los hombres hacia Cristo.

Después, cuando en la plenitud de los tiempos el Hijo de Dios encarnado derrama en la cruz la sangre por nuestra salvación y resucita de entre los muertos, la historia entra, por decirlo así, en una dimensión nueva y definitiva: se sella entonces la nueva y eterna alianza, cuyo principio y cumplimiento es Cristo crucificado y resucitado. En el Calvario el camino de la humanidad, según los designios divinos, llega a su momento decisivo: Cristo se pone a la cabeza del nuevo pueblo para guiarlo hacia la meta definitiva. La Eucaristía, sacramento de la muerte y de la resurrección del Señor, constituye el corazón de este itinerario espiritual escatológico.

2. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51).

Acabamos de proclamar estas palabras en esta solemne liturgia. Jesús las pronunció después de la multiplicación milagrosa de los panes junto al lago de Galilea. Según el evangelista san Juan, anuncian el don salvífico de la Eucaristía. No faltan en la antigua Alianza prefiguraciones significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se refiere al sacerdocio de Melquisedec, cuya misteriosa figura y cuyo sacerdocio singular evoca la liturgia de hoy. El discurso de Cristo en la sinagoga de Cafarnaum representa la culminación de las profecías veterotestamentarias y, al mismo tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la última cena. Sabemos que en esa circunstancia las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes las escucharon, e incluso para los Apóstoles.

Pero no podemos olvidar la clara y ardiente profesión de fe de Simón Pedro, que proclamó: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

Estos mismos sentimientos nos animan a todos hoy, mientras, reunidos en torno a la Eucaristía, volvemos idealmente al cenáculo, donde el Jueves santo la Iglesia se congrega espiritualmente para conmemorar la institución de la Eucaristía.

3. «In supremae nocte cenae, recumbens cum fratribus...».

«La noche de la última cena, recostado a la mesa con los Apóstoles, cumplidas las reglas sobre la comida legal, se da, con sus propias manos, a sí mismo, como alimento para los Doce».

Con estas palabras, santo Tomás de Aquino resume el acontecimiento extraordinario de la última cena, ante el cual la Iglesia permanece en contemplación silenciosa y, en cierto modo, se sumerge en el silencio del huerto de los Olivos y del Gólgota.El doctor Angélico exhorta: «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium...».«Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey de las naciones, fruto de un vientre generoso, derramó como rescate del mundo».

El profundo silencio del Jueves santo envuelve al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Parece que el canto de los fieles no puede desplegarse en toda su intensidad ni tampoco, con mayor razón, las demás manifestaciones públicas de la piedad eucarística popular.

4. Por eso, la Iglesia sintió la necesidad de una fiesta adecuada, en la que se pudiera expresar más intensamente la alegría por la institución de la Eucaristía: nació así, hace más de siete siglos, la solemnidad del Corpus Christi, con grandes procesiones eucarísticas, que ponen de relieve el itinerario del Redentor del mundo en el tiempo: «Tú caminas a lo largo de los siglos». También la procesión que realizaremos hoy al término de la santa misa evoca con elocuencia el camino de Cristo solidario con la historia de los hombres. Significativamente a Roma se la suele llamar «ciudad eterna», porque en ella se reflejan admirablemente diversas épocas de la historia. De modo especial, conserva las huellas de dos mil años de cristianismo.

En la procesión, que nos llevará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor, estará presente idealmente toda la comunidad cristiana de Roma congregada alrededor de su Pastor, con sus obispos colaboradores, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los numerosos representantes de las parroquias, de los movimientos, de las asociaciones y de las cofradías. A todos dirijo un cordial saludo.

Quisiera saludar en particular a los obispos cubanos que, presentes en Roma desde hace algunos días, han querido unirse a nosotros hoy, a fin de dar una vez más gracias al Señor por el don de mi reciente visita e implorar la luz y la ayuda del Espíritu para el camino de la nueva evangelización. Los acompañamos con nuestro afecto y nuestra comunión fraterna.

5. Al celebrar hoy la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo, el pensamiento va también al 18 de junio del año 2000, cuando aquí, en esta basílica, se inaugurar á el 47° Congreso eucarístico internacional. El jueves siguiente, 22 de junio, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, partirá desde esta plaza la gran procesión eucarística. Además, congregados en asamblea litúrgica para la Statio orbis, el domingo 25 celebraremos la solemne eucaristía unidos a los numerosos peregrinos que, acompañados por sus pastores, vendrán a Roma desde todos los continentes para el Congreso y para venerar las tumbas de los Apóstoles.

Durante los dos años que nos separan del gran jubileo, preparémonos, tanto individual como comunitariamente, para profundizar el gran don del Pan partido para nosotros en la celebración eucarística. Vivamos en espíritu y en verdad el misterio profundo de la presencia de Cristo en nuestros tabernáculos: el Señor permanece entre nosotros para consolar a los enfermos, para ser viático de los moribundos, y para que todas las almas que lo buscan en la adoración, en la alabanza y en la oración, experimenten su dulzura. Cristo, que nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, nos conceda entrar en el tercer milenio con nuevo entusiasmo espiritual y misionero.

6. Jesús está con nosotros, camina con nosotros y sostiene nuestra esperanza. «Tú caminas a lo largo de los siglos », le decimos, recordando y abrazando en la oración a cuantos lo siguen con fidelidad y confianza.

Ya en el ocaso de este siglo, esperando el alba del nuevo milenio, también nosotros queremos unirnos a esta inmensa procesión de creyentes.

Con fervor e íntima fe proclamamos: «Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui...».

«Adoremos el Sacramento que el Padre nos dio. La antigua figura ceda el puesto al nuevo rito. La fe supla la incapacidad de los sentidos». «Genitori Genitoque laus et iubilatio... ».

«Al Padre y al Hijo, gloria y alabanza, salud, honor, poder y bendición. Gloria igual a quien de ambos procede». Amén.

HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CRISMAL


Jueves Santo, 1 de abril de 1999

1. «Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5-6).

Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, ha entrado por medio de su sangre en el santuario celestial, después de realizar, de una vez para siempre, el perdón de los pecados de toda la humanidad.

En el umbral del Triduo santo, los sacerdotes de todas las Iglesias particulares del mundo se reúnen con sus obispos para la solemne Misa crismal, durante la cual renuevan las promesas sacerdotales. También el presbiterio de la Iglesia que está en Roma se congrega en torno a su Obispo, antes del gran día, en el que la liturgia recuerda cómo Cristo se convirtió, con su sangre, en el único y eterno sacerdote.

Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio, y en particular al cardenal vicario, a los cardenales concelebrantes, a los obispos auxiliares y a los demás prelados presentes. Es grande mi alegría al volver a encontrarme con vosotros en este día que, para nosotros, ministros ordenados, tiene el aroma de la unción sagrada con que hemos sido consagrados a imagen de aquel que es el Consagrado del Padre.

«Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron» (Ap 1, 7). Mañana, la liturgia del Viernes santo actualizará para nosotros lo que dice el autor del Apocalipsis, con las palabras que acabamos de proclamar. En este día santísimo de la pasión y muerte de Cristo, todos los altares se despojarán y quedarán envueltos en un gran silencio: ninguna misa se celebrará en el momento en que haremos la memoria anual del único sacrificio, ofrecido de modo cruento por Cristo sacerdote en el altar de la cruz.

2. «Nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes» (Ap 1, 6). Cristo no sólo realizó personalmente el sacrificio redentor, que quita el pecado del mundo y glorifica de forma perfecta al Padre. También instituyó el sacerdocio como sacramento de la nueva alianza, para que el único sacrificio ofrecido por él al Padre de modo cruento pudiera renovarse continuamente en la Iglesia de modo incruento, bajo las especies del pan y del vino. El Jueves santo es, precisamente, el día en que conmemoramos de modo especial el sacerdocio que Cristo instituyó en la última cena, uniéndolo indisolublemente al sacrificio eucarístico.

«Nos ha (...) hecho sacerdotes». Nos ha hecho partícipes de su único sacerdocio, para que pudiera renovarse en todos los altares del mundo y en todas las épocas de la historia el sacrificio cruento e irrepetible del Calvario. El Jueves santo es la gran fiesta de los presbíteros. Esta tarde renovaremos el memorial de la institución del sacrificio eucarístico, según la cronología de los acontecimientos pascuales, tal como nos los transmiten los evangelios. En cambio, la liturgia solemne de esta mañana es una singular acción de gracias a Dios por parte de todos nosotros que, por un don que es a la vez misterio, participamos íntimamente en el sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros hace suyas las palabras del salmo: «Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88, 2).

3. Queremos renovar en nosotros la certeza de ese don. En cierto sentido, queremos recibirlo de nuevo, para orientarlo hacia un ulterior servicio. En efecto, nuestro sacerdocio sacramental es un ministerio, un servicio singular y específico. Servimos a Cristo, a fin de que su sacerdocio único e irrepetible pueda vivir y actuar siempre en la Iglesia para el bien de los fieles. Servimos al pueblo cristiano, a nuestros hermanos y hermanas, quienes, mediante nuestro ministerio sacramental, participan de manera cada vez más profunda en la redención de Cristo.

Hoy, con especial intensidad, cada uno de nosotros puede repetir con Cristo las palabras del profeta Isaías proclamadas en el evangelio: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

4. «Un año de gracia del Señor». Queridos hermanos, ya nos encontramos cerca del umbral de un extraordinario año de gracia, el gran jubileo, en el que celebraremos el bimilenario de la Encarnación. Éste es el último Jueves santo antes del año 2000.

Me alegra entregar idealmente a los presbíteros del todo el mundo la Carta que les he dirigido para esta circunstancia. En el año dedicado al Padre, la paternidad de todo sacerdote, reflejo de la del Padre celestial, debe ser cada vez más evidente, para que el pueblo cristiano y los hombres de toda raza y cultura experimenten el amor que Dios les tiene y lo sigan con fidelidad. Que el próximo jubileo sea para todos ocasión propicia para experimentar el amor misericordioso de Dios, poderosa energía espiritual que renueva el corazón del hombre.

Durante esta solemne celebración eucarística pidamos al Señor que la gracia del gran jubileo madure plenamente en todos los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y, de modo particular, en los sacerdotes.

El Año santo ya cercano nos llama a todos nosotros, ministros ordenados, a estar completamente disponibles al don misericordioso que Dios Padre quiere dispensar con abundancia a todo ser humano. El Padre busca este tipo de sacerdotes (cf. Jn 4, 23). ¡Ojalá que los encuentre rebosantes de su santa unción, para difundir entre los pobres la buena nueva de la salvación! Amén.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

San Juan de Letrán
Jueves, 3 de junio de  1999

1. «Lauda, Sion, Salvatorem». Alaba, Sión, al Salvador.

Alaba a tu Salvador, comunidad cristiana de Roma, reunida delante de esta basílica catedral, dedicada a Cristo Salvador y a su precursor, san Juan Bautista. Alábalo, porque «ha puesto paz en tus fronteras; te sacia con flor de harina» (Sal 147, 14).

La solemnidad del Corpus Christi es fiesta de alabanza y acción de gracias. En ella el pueblo cristiano se congrega en torno al altar para contemplar y adorar el misterio eucarístico, memorial del sacrificio de Cristo, que ha donado a todos los hombres la salvación y la paz. Este año, nuestra solemne celebración y, dentro de poco, la tradicional procesión, que nos llevará de esta plaza hasta la de Santa María la Mayor, tienen una finalidad particular: quieren ser una súplica unánime y apremiante por la paz.

Mientras adoramos el Cuerpo de aquel que es nuestra Cabeza, no podemos por menos de hacernos solidarios con sus miembros que sufren a causa de la guerra. Sí, amadísimos hermanos y hermanas, romanos y peregrinos, esta tarde queremos orar juntos por la paz; queremos orar, de modo particular, por la paz en los Balcanes. Nos ilumina y guía la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

2. En la primera lectura ha resonado el mandato del Señor: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» (Dt 8, 2). «Recuerda» es la primera palabra. No se trata de una invitación, sino de un mandato que el Señor dirige a su pueblo, antes de introducirlo en la tierra prometida. Le ordena que no olvide.

Para tener la paz, que es la síntesis de todos los bienes prometidos por Dios, es preciso ante todo no olvidar, sino atesorar la experiencia pasada. Se puede aprender mucho, incluso de los errores, para orientar mejor el camino.

Contemplando este siglo y el milenio que está a punto de concluir, no podemos menos de traer a la memoria las terribles pruebas que la humanidad ha debido soportar. No podemos olvidar; más aún, debemos recordar. Ayúdanos, Dios, Padre nuestro, a sacar las debidas lecciones de nuestras vicisitudes y de las de los que nos han precedido.

3. La historia habla de grandes aspiraciones a la paz, pero también de recurrentes desilusiones, que la humanidad ha debido sufrir entre lágrimas y sangre. Precisamente en este día, el 3 de junio de hace treinta y seis años, moría Juan XXIII, el Papa de la encíclica Pacem in terris. ¡Qué coro unánime de alabanzas acogió ese documento, en el que se trazaban las grandes líneas para la edificación de una verdadera paz en el mundo! Pero, ¡cuántas veces en estos años se ha tenido que asistir al estallido de la violencia bélica en diferentes partes del mundo!

Con todo, el creyente no se rinde. Sabe que puede contar siempre con la ayuda de Dios. Son muy elocuentes, al respecto, las palabras que pronunció Jesús durante la última cena: «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27). Hoy queremos una vez más acogerlas y comprenderlas a fondo. Entremos espiritualmente en el cenáculo para contemplar a Cristo que dona, bajo las especies del pan y del vino, su cuerpo y su sangre, anticipando el Calvario en el sacramento. De este modo nos dio su paz. San Pablo comenta: «él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad (...) por medio de la cruz» (Ef 2, 14. 16).

Entregándose a sí mismo, Cristo nos dio su paz. Su paz no es como la del mundo, hecha a menudo de astucias y componendas, cuando no también de atropellos y violencias. La paz de Cristo es fruto de su Pascua: es decir, es fruto de su sacrificio, que arranca la raíz del odio y de la violencia y reconcilia a los hombres con Dios y entre sí; es el trofeo de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, de su pacífica guerra contra el mal del mundo, librada y vencida con las armas de la verdad y el amor.

4. No por casualidad es precisamente ése el saludo que dirige Cristo resucitado. Al aparecerse a los Apóstoles, primero les muestra en las manos y en el costado las huellas de la dura lucha librada y luego les desea: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20, 19. 21. 26). Esta paz la da a sus discípulos como regalo preciosísimo, no para que lo tengan celosamente escondido, sino para que lo difundan mediante el testimonio.

       Esta tarde, amadísimos hermanos, al llevar en procesión la Eucaristía, sacramento de Cristo, nuestra Pascua, difundiremos por los caminos de la ciudad el anuncio de la paz que él nos ha dejado y que el mundo no puede dar. Caminaremos interrogándonos sobre nuestro testimonio personal en favor de la paz, pues no basta hablar de paz si no nos comprometemos luego a cultivar en el corazón sentimientos de paz y a manifestarlos en nuestras relaciones diarias con los que viven en nuestro entorno.

Llevaremos en procesión la Eucaristía y elevaremos nuestra apremiante súplica al «Príncipe de la paz» por la cercana tierra de los Balcanes, donde ya se ha derramado demasiada sangre inocente y se han realizado demasiadas ofensas contra la dignidad y los derechos de los hombres y de los pueblos.

Nuestra oración, esta tarde, se ve confortada por las perspectivas de esperanza, que por fin parecen haberse abierto.

5. «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Estas palabras de Jesús, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos ayudan a comprender cuál es la fuente de la verdadera paz. Cristo es nuestra paz, «pan» entregado por la vida del mundo. Él es el «pan» que Dios Padre ha preparado para que la humanidad tenga la vida y la tenga en abundancia (cf. Jn 10, 10).

Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo dio como salvación para todos, como Pan que constituye el alimento para tener la vida. El lenguaje de Cristo es muy claro: para tener la vida no basta creer en Dios; es preciso vivir de él (cf. St 2, 14).

Por eso el Verbo se encarnó, murió, resucitó y nos dio su Espíritu; por eso nos dejó la Eucaristía, para que podamos vivir de él como él vive del Padre. La Eucaristía es el sacramento del don que Cristo nos hizo de sí mismo: es el sacramento del amor y de la paz, que es plenitud de vida.

6. «Pan vivo, que da la vida».

Señor Jesús, ante ti, nuestra Pascua y nuestra paz, nos comprometemos a oponernos sin violencia a las violencias del hombre sobre el hombre.

Postrados a tus pies, oh Cristo, queremos hoy compartir el pan de la esperanza con nuestros hermanos desesperados; el pan de la paz, con nuestros hermanos martirizados por la limpieza étnica y por la guerra; el pan de la vida, con nuestros hermanos amenazados cada día por las armas de destrucción y muerte.

Con la víctimas inocentes y más indefensas, oh Cristo, queremos compartir el Pan vivo de tu paz.

«Por ellos (...) te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (Canon romano), para que tú, oh Cristo, nacido de la Virgen María, Reina de la paz, seas para nosotros, con el Padre y el Espíritu Santo, fuente de vida, de amor y de paz.

Amén.

MISA "IN CENA DOMINI"
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica Vaticana
Jueves Santo, 20 de abril de 2000

1. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22, 15).

Cristo da a conocer, con estas palabras, el significado profético de la cena pascual, que está a punto de celebrar con los discípulos en el Cenáculo de Jerusalén.

Con la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, la liturgia ha puesto de relieve cómo la Pascua de Jesús se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza. Con ella, los israelitas conmemoraban la cena consumada por sus padres en el momento del éxodo de Egipto, de la liberación de la esclavitud. El texto sagrado prescribía que se untara con un poco de sangre del cordero las dos jambas y el dintel de las casas. Y añadía cómo había que comer el cordero: "Ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; (...) de prisa. (...) Yo pasaré esa noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos. (...) La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (Ex 12, 11-13).

Con la sangre del cordero los hijos e hijas de Israel obtienen la liberación de la esclavitud de Egipto, bajo la guía de Moisés. El recuerdo de un acontecimiento tan extraordinario se convirtió en una ocasión de fiesta para el pueblo, agradecido al Señor por la libertad recuperada, don divino y compromiso humano siempre actual. "Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor" (Ex 12, 14). ¡Es la Pascua del Señor! ¡La Pascua de la antigua Alianza!

2. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22, 15). En el Cenáculo, Cristo, cumpliendo las prescripciones de la antigua Alianza, celebra la cena pascual con los Apóstoles, pero da a este rito un contenido nuevo. Hemos escuchado lo que dice de él san Pablo en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. En este texto, que se suele considerar como la más antigua descripción de la cena del Señor, se recuerda que Jesús, "la noche en que iban a entregarle, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía". Por eso, cada que vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 23-26).

Con estas palabras solemnes se entrega, para todos los siglos, la memoria de la institución de la Eucaristía. Cada año, en este día, las recordamos volviendo espiritualmente al Cenáculo. Esta tarde las revivo con emoción particular, porque conservo en mis ojos y en mi corazón las imágenes del Cenáculo, donde tuve la alegría de celebrar la Eucaristía, con ocasión de mi reciente peregrinación jubilar a Tierra Santa.

La emoción es más fuerte aún porque este es el año del jubileo bimilenario de la Encarnación. Desde esta perspectiva, la celebración que estamos viviendo adquiere una profundidad especial, pues en el Cenáculo Jesús infundió un nuevo contenido a las antiguas tradiciones y anticipó los acontecimientos del día siguiente, cuando su cuerpo, cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, sería inmolado y su sangre sería derramada para la redención del mundo. La Encarnación se había realizado precisamente con vistas a este acontecimiento: ¡la Pascua de Cristo, la Pascua de la nueva Alianza!

3. "Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26). El Apóstol nos exhorta a hacer constantemente memoria de este misterio. Al mismo tiempo, nos invita a vivir diariamente nuestra misión de testigos y heraldos del amor del Crucificado, en espera de su vuelta gloriosa.

Pero ¿cómo hacer memoria de este acontecimiento salvífico? ¿Cómo vivir en espera de que Cristo vuelva? Antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cristo, inclinado y arrodillado, como un esclavo, lava en el Cenáculo los pies a sus discípulos. Lo vemos de nuevo mientras realiza este gesto, que en la cultura judía es propio de los siervos y de las personas más humildes de la familia.

Pedro, al inicio, se opone, pero el Maestro lo convence, y al final también él se deja lavar los pies, como los demás discípulos. Pero, inmediatamente después, vestido y sentado nuevamente a la mesa, Jesús explica el sentido de su gesto: "Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 12-14). Estas palabras, que unen el misterio eucarístico al servicio del amor, pueden considerarse propedéuticas de la institución del sacerdocio ministerial.

Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.

La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que "sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

La Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos en el Jueves santo!

"Haced esto en memoria mía": ¡esta es la Pascua de la Iglesia, nuestra Pascua!

APERTURA DEL XLVII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL
VÍSPERAS SOLEMNES DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 18 de junio de 2000

1. "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4, 4).

¡Un solo cuerpo! En estas palabras del apóstol san Pablo se concentra esta tarde de modo particular nuestra atención, durante estas Vísperas solemnes, con las que inauguramos el Congreso eucarístico internacional. Un solo cuerpo: nuestro pensamiento va, ante todo, al Cuerpo de Cristo, ¡Pan de vida!

Jesús, que nació hace dos mil años de María Virgen, quiso dejarnos durante la última Cena su cuerpo y su sangre, inmolados por toda la humanidad. En torno a la Eucaristía, sacramento de su amor a nosotros, se reúne la Iglesia, su Cuerpo místico. Cristo y la Iglesia, un solo cuerpo, un único y gran misterio. Mysterium fidei!

2. Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine! ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen! Nacido en la plenitud de los tiempos, nacido de mujer, nacido bajo la ley (cf. Ga 4, 4).

En el corazón del gran jubileo y al comienzo de esta semana dedicada al Congreso eucarístico, volvemos a aquel acontecimiento histórico que marcó el pleno cumplimiento de nuestra salvación. Nos arrodillamos como los pastores ante la cuna de Belén; como los magos que llegaron de Oriente, adoramos a Cristo, Salvador del mundo. Como el anciano Simeón, lo estrechamos entre los brazos, bendiciendo a Dios porque nuestros ojos han visto la salvación que ha preparado ante todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria del pueblo de Israel (cf. Lc 2, 30-32).

Recorremos las etapas de su existencia terrena hasta el Calvario, hasta la gloria de su resurrección. Durante los próximos días, iremos espiritualmente sobre todo al Cenáculo para volver a meditar en cuanto Jesucristo hizo y sufrió por nosotros.

3. "In supremae nocte cenae... se dat suis manibus". Durante la última cena, celebrando la Pascua con sus discípulos, Cristo se entregó a sí mismo por nosotros. Sí, la Iglesia, convocada para el Congreso eucarístico internacional, vuelve durante estos días al Cenáculo y permanece allí en adoración. Revive el gran misterio de la Encarnación, fijando su mirada en el sacramento en que Cristo nos dejó el memorial de su pasión: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros. (...) Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20).

Ave, verum corpus... vere passum, immolatum!

Te adoramos, verdadero Cuerpo de Cristo, presente en el Sacramento de la nueva y eterna Alianza, memorial vivo del sacrificio redentor. ¡Tú, Señor, eres el Pan vivo bajado del cielo, que da vida al hombre! En la cruz diste tu carne para la vida del mundo (cf. Jn 6, 51): in cruce pro homine!

Ante un misterio tan sublime la mente humana queda desconcertada. Pero, confortada por la gracia divina, se atreve a repetir con fe: Adoro te devote, latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas. Te adoro, oh Dios escondido, que bajo las sagradas especies te ocultas realmente.

4. "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4, 4).

En estas palabras, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo habla de la Iglesia, comunidad de los creyentes congregados en la unidad de un solo cuerpo, animados por el mismo Espíritu y sostenidos por la participación en la misma esperanza. San Pablo piensa en la realidad del Cuerpo místico de Cristo, que en su Cuerpo eucarístico encuentra el propio centro vital, del que fluye la energía de la gracia hacia cada uno de sus miembros.

El Apóstol afirma: "El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo" (1 Co 10, 16-17). Así, todos los bautizados nos convertimos en miembros de ese cuerpo y, por consiguiente, en miembros unos de otros (cf. 1 Co 12, 27; Rm 12, 5). Con íntimo reconocimiento, demos gracias a Dios, que ha hecho de la Eucaristía el sacramento de nuestra plena comunión con él y con nuestros hermanos.

5. Esta tarde, con las Vísperas solemnes de la Santísima Trinidad, comenzamos una semana singularmente densa, durante la cual se reunirán en torno a la Eucaristía obispos y sacerdotes, religiosos y laicos de todas partes del mundo. Será una extraordinaria experiencia de fe y un testimonio elocuente de comunión eclesial.

Os saludo a vosotros, queridos hermanos y hermanas que participáis en este acontecimiento jubilar, que se puede considerar el corazón de todo el Año santo. Mi saludo se dirige, en particular, a los fieles de la diócesis de Roma, nuestra diócesis, que, bajo la guía del señor cardenal vicario y de los obispos auxiliares, y con la colaboración del clero, de los religiosos y las religiosas, así como de tantos laicos generosos, ha preparado en sus diversos aspectos este Congreso eucarístico. La diócesis de Roma se dispone a asegurar su desarrollo ordenado en los próximos días, consciente del honor que tiene al acoger este acontecimiento central del gran jubileo.

También deseo dirigir un saludo especial a las numerosas Hermandades, reunidas en Roma para un significativo "camino de fraternidad". Su presencia, más sugestiva aún por sus artísticas cruces y notables imágenes sagradas transportadas hasta aquí en majestuosas andas, es un marco digno de la celebración eucarística para la que nos hemos congregado aquí.

En esta plaza confluyen la mente y el corazón de numerosos fieles del mundo entero. Invito a los creyentes y a las comunidades eclesiales de todos los rincones de la tierra a compartir con nosotros estos momentos de profunda espiritualidad eucarística. Pido especialmente a los niños y a los enfermos, así como a las comunidades contemplativas, que ofrezcan su oración por la feliz y fructuosa realización de este encuentro eucarístico mundial.

6. El Congreso eucarístico nos invita a renovar nuestra fe en la presencia real de Cristo en el sacramento del altar: Ave, verum corpus!

Al mismo tiempo, nos dirige una apremiante exhortación a la reconciliación y a la unidad de todos los creyentes: "Un solo cuerpo... una sola fe... un solo bautismo". Por desgracia, divisiones y contrastes desgarran aún el cuerpo de Cristo e impiden a los cristianos de diversas confesiones compartir el único Pan eucarístico. Por eso, invoquemos unidos la fuerza sanante de la misericordia divina, sobreabundante en este año jubilar.Y tú, oh Cristo, única Cabeza y Salvador, atrae hacia ti a todos tus miembros. Únelos y transfórmalos con tu amor, para que la Iglesia resplandezca con la belleza sobrenatural que brilla en los santos de todas las épocas y naciones, en los mártires, en los confesores, en las vírgenes y en los innumerables testigos del Evangelio.

O Iesu dulcis, o Iesu pie, o Iesu, fili Mariae!Amén.

 SANTA MISA CRISMAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 12 de abril de 2001

1. "Spiritus Domini super me, eo quod unxerit Dominus me  El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido" (Is 61, 1).

En estos versículos, tomados del libro de Isaías, se halla contenido el tema central de la misa Crismal. Nuestra atención se concentra en la unción, dado que dentro de poco bendeciremos el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el crisma.Esta mañana vivimos una fiesta singular "con óleo de alegría" (Sal 45, 8). Es fiesta del pueblo de Dios, el cual contempla hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano, desde el día de su bautismo.

Es fiesta, de manera especial, de todos nosotros, amadísimos y venerados hermanos en el sacerdocio, ordenados presbíteros para el servicio del pueblo cristiano. Os doy gracias cordialmente por vuestra numerosa presencia en torno al altar de la Confesión de San Pedro. Representáis al presbiterio romano y, en cierto sentido, al presbiterio de todo el mundo.

Celebramos la misa Crismal en el umbral del Triduo pascual, centro y cumbre del Año litúrgico. Este sugestivo rito recibe su luz, por decirlo así, del Cenáculo, es decir, del misterio de Cristo sacerdote, que en la última Cena se consagra a sí mismo, anticipando el sacrificio cruento del Gólgota. De la Mesa eucarística desciende la unción sagrada. El Espíritu divino difunde su místico perfume en toda la casa (cf. Jn 12, 3), es decir, en la Iglesia, y a los sacerdotes en especial los hace partícipes de la misma consagración de Jesús (cf. Oración Colecta).

2. "Misericordias Domini in aeternum cantabo  Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (estribillo del Salmo responsorial).

Íntimamente renovados por la experiencia jubilar, concluida hace poco, hemos entrado en el tercer milenio llevando en el corazón y en los labios las palabras del Salmo:  "Cantaré eternamente las misericordias del Señor". Todo bautizado está llamado a alabar y dar testimonio del amor misericordioso de Dios con una vida santa, y lo mismo se puede decir de toda comunidad cristiana. "Esta es la voluntad de Dios —escribe san Pablo—:  vuestra santificación" (1 Ts 4, 3). Y el concilio Vaticano II precisa:  "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen gentium, 40).

Esta verdad fundamental, que es preciso traducir en prioridades pastorales, nos atañe ante todo a nosotros, los obispos, y a vosotros, amadísimos sacerdotes. Antes que a nuestro "obrar", interpela a nuestro "ser". "Sed santos —dice el Señor— porque yo soy santo" (Lv 19, 2); pero se podría añadir:  sed santos, para que el pueblo de Dios que os ha sido confiado sea santo. Ciertamente, la santidad de la grey no deriva de la del pastor, pero no cabe duda de que la favorece, la estimula y la alimenta.

En la Carta que, como todos los años, he dirigido a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo, he escrito:  este "día especial de nuestra vocación, nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestro "ser" y, en particular, sobre nuestro camino de santidad. De esto es de lo que surge después también  el  impulso  apostólico" (n. 6).

Asimismo, quise destacar el hecho de que la vocación sacerdotal es "misterio de misericordia" (ib., 7). Como Pedro y Pablo, sabemos que somos indignos de un don tan grande. Por eso, ante Dios no cesamos de experimentar asombro y agradecimiento por la gratuidad con que nos ha escogido, por la confianza que deposita en nosotros y por el perdón que nunca nos niega (cf. ib., 6).

3. Con este espíritu, amadísimos hermanos, renovaremos dentro de poco las promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio. Es un camino que cada uno recorre de manera personalísima, sólo conocida por Dios, el cual escruta y penetra los corazones. Con todo, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros en el momento en que repetimos todos a una:  "Sí, quiero". Esta solidaridad fraterna no puede por menos de transformarse en un compromiso concreto de llevar los unos la carga de los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. En efecto, aunque es verdad que nadie puede hacerse santo en lugar de otro, también es verdad que cada uno puede y debe llegar a serlo con y para los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo.

¿Acaso la santidad personal no se alimenta de la espiritualidad de comunión, que debe preceder y acompañar las iniciativas concretas de caridad? (cf. Novo millennio ineunte43). Para educar en ella a los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente. En este sentido, la misa Crismal tiene una elocuencia extraordinaria. En efecto, entre las celebraciones del Año litúrgico, esta manifiesta mejor el vínculo de comunión que existe entre el obispo y los presbíteros, y de los presbíteros

entre sí:  es un signo que el pueblo cristiano espera y aprecia con fe y afecto.

4. "Vos autem sacerdotes Domini vocabimini, ministri Dei nostri, dicetur vobis  Vosotros seréis llamados "sacerdotes del Señor", "ministros de nuestro Dios" se os llamará" (Is 61, 6).

Así se dirige el profeta Isaías a los israelitas, profetizando los tiempos mesiánicos, cuando todos los miembros del pueblo de Dios recibirían la dignidad sacerdotal, profética y real por obra del Espíritu Santo. Todo ello se ha realizado en Cristo con la nueva Alianza. Jesús transmite a sus discípulos la unción recibida del Padre, es decir, el "bautismo en el Espíritu Santo" que lo constituye Mesías y Señor. Les comunica el mismo Espíritu; así su misterio de salvación extiende su eficacia hasta los confines de la tierra.

Hoy, amadísimos hermanos en el sacerdocio, recordamos de buen grado la unción sacramental que hemos recibido y, al mismo tiempo, renovamos nuestro compromiso de difundir siempre y por doquier el perfume de Cristo (cf. oración después de la comunión).

Nos sostenga la Madre de Cristo, Madre de los sacerdotes, a la que las letanías se dirigen con el título de "Vaso espiritual". María nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Nos ayude a no olvidar nunca que el Espíritu del Señor nos "ha enviado para anunciar a los pueblos la buena nueva". Dóciles al Espíritu de Cristo, seremos ministros fieles de su Evangelio. Siempre. Amén.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 14 de junio de 2001

1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum:  vere panis filiorum":  "Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia).

Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo:  Venite, adoremus, Venid, adoremos.

La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo:  cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo:  el "santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos:  fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y  lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).

La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui":  "Adoremos, postrados, tan gran sacramento".

En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando:  "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).

En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos:  "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús:  parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum":  "He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos".

Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios:  "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.

Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.

5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.

Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.

Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir:  con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad.

Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.

Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén.

MISA CRISMAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 28 de marzo de 2002

1. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido" (Is 61, 1).

Estas palabras del profeta Isaías representan el motivo dominante de la misa Crismal, missa Chrismatis, para la cual, esta mañana del Jueves santo, se reúne en cada diócesis todo el presbiterio en torno a su Pastor. Durante este solemne rito, que tiene lugar antes del inicio del Triduo pascual, se bendicen los óleos, que llevarán el bálsamo de la gracia divina al pueblo cristiano.

"El Señor me ha ungido". Estas palabras se refieren, ante todo, a la misión mesiánica de Jesús, consagrado por virtud del Espíritu Santo y convertido en sumo y eterno Sacerdote de la nueva Alianza, sellada con su sangre. Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en él, único y definitivo mediador entre Dios y los hombres.

2. "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4, 21). Así comenta Jesús, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías. Afirma que él es el ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para traer a los hombres la liberación de sus pecados y anunciar la buena nueva a los pobres y a los afligidos. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia. El Apóstol, en la carta a los Colosenses, afirma que Cristo, "primogénito de toda la creación" (Col 1, 15) es "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18). Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, trae consigo el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en él.

3. "Todos los ojos estaban fijos en él" (Lc 4, 20).
También nosotros, como las personas presentes en la sinagoga de Nazaret, tenemos  la  mirada  fija  en  el Redentor, que "ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6). Si cada bautizado participa de su sacerdocio real y profético "para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios" (1 P 2, 5), los presbíteros están llamados a compartir su oblación de modo especial. Están llamados a vivirla en el servicio al sacerdocio común de los fieles. Así pues, gracias al sacramento del Orden, la misión encomendada por el Maestro a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Por consiguiente, es el sacramento del ministerio apostólico, que conlleva los grados del episcopado, del presbiterado y del diaconado.

Amadísimos hermanos, hoy tomamos conciencia particular de este ministerio peculiar que se nos ha conferido. El Maestro divino nos ha encomendado, en la Eucaristía, la celebración de su sacrificio, llamándonos así a su especial seguimiento. Por eso, a lo largo de esta celebración, le reafirmamos todos juntos nuestra fidelidad y nuestro amor, y, confiando en el poder de su gracia, renovamos las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación.

4. ¡Qué grande es para nosotros este día! El Jueves santo, Jesús nos convirtió en ministros de su presencia sacramental entre los hombres. Puso en nuestras manos su perdón y su misericordia, y nos hizo el regalo de su sacerdocio para siempre.

Tu es sacerdos in aeternum! Resuena en nuestra alma esta llamada, que nos hace percibir que nuestra vida está vinculada indisolublemente a la suya. ¡Para siempre!

Además de dar gracias por este don misterioso, no podemos por menos de confesar nuestras infidelidades. En la carta que, como todos los años, quise enviar a los sacerdotes para esta ocasión especial, recordé que "todos nosotros -conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina- estamos llamados a abrazar el "mysterium crucis" y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad" (n. 11). Amadísimos hermanos, no olvidemos el valor y la importancia del sacramento de la Penitencia en nuestra existencia. Está íntimamente unido a la Eucaristía y nos transforma en dispensadores de la misericordia divina. Si recurrimos a esta fuente de perdón y reconciliación, podremos ser auténticos ministros de Cristo e irradiar en nuestro entorno su paz y su amor.

5. "Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (Estribillo del Salmo responsorial).

Congregados en torno al altar, ante la tumba del apóstol san Pedro, a la vez que damos gracias por el don de nuestro sacerdocio ministerial, oremos por los que han sido instrumentos valiosos de la llamada divina con respecto a nosotros.

Pienso, ante todo, en nuestros padres, los cuales, al darnos la vida y al pedir para nosotros la gracia del bautismo, nos insertaron en el pueblo de la salvación y, con su fe, nos enseñaron a estar atentos y disponibles a la voz del Señor. Además, recordemos a los que, con su testimonio y su sabios consejos, nos han guiado en el discernimiento de nuestra vocación. Y ¿qué decir de los numerosos fieles laicos que nos han acompañado en nuestro camino hacia el sacerdocio y siguen estando cerca de nosotros en el ministerio pastoral? A todos les recompense el Señor.

Oremos por todos los presbíteros; de modo singular, por los que trabajan en medio de grandes dificultades o sufren persecuciones, y tengamos un recuerdo especial por los que han pagado con la sangre su fidelidad a Cristo.

Oremos por aquellos hermanos nuestros que no han cumplido los compromisos asumidos con su ordenación sacerdotal o que atraviesan un período de dificultad y de crisis. Cristo, que nos ha elegido para una misión tan sublime, no permitirá que nos falte su gracia y la alegría de seguirlo, tanto en el Tabor como en el camino de la cruz.

Nos acompañe y sostenga María, la Madre del sumo y eterno Sacerdote, que no llamó a sus Apóstoles "siervos", sino "amigos". A Jesús, nuestro Maestro y hermano, gloria y poder por los siglos de los siglos (cf. Ap 1, 6). Amén.

SANTA MISA "IN CENA DOMINI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 Jueves Santo, 28 de marzo de 2002

1. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

Estas palabras, recogidas  en  el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, subrayan muy bien el clima del Jueves santo. Nos permiten intuir los sentimientos  que  experimentó Cristo "la noche en que iba a ser entregado" (1 Co 11, 23) y nos estimulan a participar con intensa e íntima gratitud en el solemne rito que estamos realizando.

Esta tarde entramos en la Pascua de Cristo, que constituye el momento dramático y conclusivo, durante mucho tiempo preparado y esperado, de la existencia terrena del Verbo de Dios. Jesús vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos. Anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, en el Cenáculo quiso quedarse con nosotros bajo las especies del pan y del vino, y encomendó a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar la memoria viva y eficaz del rito eucarístico.

Por consiguiente, esta celebración nos implica místicamente a todos y nos introduce en el Triduo sacro, durante el cual también nosotros aprenderemos del único "Maestro y Señor" a "tender las manos" para ir a donde nos llama el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.

2. "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, que nos compromete a repetir su gesto, Jesús concluye la institución del Sacramento del altar. También al terminar el lavatorio de los pies, nos invita a imitarlo:  "Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros" (Jn 13, 15). De este modo establece una íntima correlación entre la Eucaristía, sacramento del don de su sacrificio, y el mandamiento del amor, que nos compromete a acoger y a servir a nuestros hermanos.

No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, también nosotros pronunciamos nuestro "Amén" ante el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, "lavar los pies" de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta y transparente de Aquel que "se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" (Flp 2, 7).

El amor es la herencia más valiosa que él deja a los que llama a su seguimiento. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera.

3. "Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo" (1 Co 11, 29). La Eucaristía es un gran don, pero también una gran responsabilidad para quien la recibe. Jesús, ante Pedro que se resiste a dejarse lavar los pies, insiste en la necesidad de estar limpios para participar en el banquete y sacrificio de la Eucaristía.

La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve el vínculo existente entre la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Quise reafirmarlo también yo en la Carta a los sacerdotes para el Jueves santo de este año, invitando ante todo a los presbíteros a considerar con renovado asombro la belleza del sacramento del perdón. Sólo así podrán luego ayudar a descubrirlo a los fieles encomendados a su solicitud pastoral.

El sacramento de la Penitencia devuelve a los bautizados la gracia divina perdida con el pecado mortal, y los dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Además, en el coloquio directo que implica su celebración ordinaria, el Sacramento puede responder a la exigencia de comunicación personal, que hoy resulta cada vez más difícil a causa del ritmo frenético de la sociedad tecnológica. Con su labor iluminada y paciente, el confesor puede introducir al penitente en la comunión profunda con Cristo que el Sacramento devuelve y la Eucaristía lleva a plenitud.

Ojalá que el redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación ayude a todos los creyentes a acercarse con respeto y devoción a la mesa del Cuerpo y la Sangre del Señor.

4. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Volvemos espiritualmente al Cenáculo. Nos reunimos con fe en torno al altar del Señor, haciendo memoria de la última Cena. Repitiendo los gestos de Cristo, proclamamos que su muerte ha redimido del pecado a la humanidad, y sigue abriendo la esperanza de un futuro de salvación para los hombres de todas las épocas.

A los sacerdotes corresponde perpetuar el rito que, bajo las especies del pan y del vino, hace presente el sacrificio de Cristo de un modo verdadero, real y sustancial, hasta el fin de los tiempos. Todos los cristianos están llamados a servir con humildad y solicitud a sus hermanos para colaborar en su salvación. Todo creyente tiene el deber de proclamar con su vida que el Hijo de Dios ha amado a los suyos "hasta el extremo". Esta tarde, en un silencio lleno de misterio, se alimenta nuestra fe.

En unión con toda la Iglesia, anunciamos tu muerte, Señor. Llenos de gratitud, gustamos ya la alegría de tu resurrección. Rebosantes de confianza, nos comprometemos a vivir en la espera de tu vuelta gloriosa. Hoy y siempre, oh Cristo, nuestro Redentor. Amén.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 30 de mayo de 2002

1. "Lauda, Sion, Salvatorem, lauda ducem et pastorem  in  hymnis et canticis":  "Alaba, Sión, al  Salvador, tu guía y tu pastor, con himnos y cánticos".
Acabamos de cantar con fe y devoción estas palabras de la tradicional Secuencia, que forma parte de la liturgia del Corpus Christi.
Hoy es fiesta solemne, fiesta en la que revivimos la primera Cena sagrada. Mediante un acto público y solemne, glorificamos y adoramos el Pan y el Vino que se han convertido en verdadero Cuerpo y en verdadera Sangre del Redentor. "Es un signo lo que aparece" -subraya la secuencia-, pero "encierra en el misterio realidades sublimes".

2. "Pan vivo que da la vida:  este es el tema de tu canto, objeto de tu alabanza".
Celebramos hoy una fiesta solemne, que expresa el asombro del pueblo de Dios:  un asombro lleno de gratitud por el don de la Eucaristía. En el sacramento del altar Jesús quiso perpetuar su presencia viva en medio de nosotros, en la forma misma en que se entregó a los  Apóstoles en el cenáculo. Nos deja lo que hizo en la última Cena, y  nosotros, fielmente, lo renovamos.

Según tradiciones locales consolidadas, la solemnidad del Corpus Christi comprende dos momentos:  la santa misa, en la que se realiza la ofrenda del Sacrificio, y la procesión, que manifiesta públicamente la adoración del santísimo Sacramento.

3. "Obedientes a su mandato, consagramos el pan y el vino, hostia de salvación". Se renueva, ante todo, el memorial de la Pascua de Cristo.
Pasan los días, los años, los siglos, pero no pasa este gesto santísimo en el que Jesús condensó todo su evangelio de amor. No deja de ofrecerse a sí mismo, Cordero inmolado y resucitado, por la salvación del mundo. Con este memorial la Iglesia responde al mandato de la palabra de Dios, que hemos escuchado también hoy en la primera lectura:  "Recuerda... No te olvides" (Dt 8, 2. 14).

La Eucaristía es nuestra Memoria viva. La Eucaristía, como recuerda el Concilio, "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su carne vivificada por el Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo" (Presbyterorum ordinis, 5).

De la Eucaristía, "fuente y cumbre de toda evangelización" (ib.), también nuestra Iglesia de Roma debe tomar diariamente fuerza e impulso para su acción misionera y para toda forma de testimonio cristiano en la ciudad de los hombres.

4. "Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros:  aliméntanos y defiéndenos". Tú, buen Pastor, recorrerás dentro de poco las calles de nuestra ciudad. En esta fiesta, toda ciudad, tanto la metrópoli como la más pequeña aldea del mundo, se transforman espiritualmente en la Sión, la Jerusalén que alaba al Salvador:  el nuevo pueblo de Dios, congregado de todas las naciones y alimentado con el único Pan de vida.

Este pueblo necesita la Eucaristía. En efecto, es la Eucaristía la que lo convierte en Iglesia misionera. Pero, ¿es posible esto sin sacerdotes que renueven el misterio eucarístico? Por eso, en este día solemne, os invito a rezar por el éxito de la Asamblea eclesial diocesana, que se celebrará en la basílica de San Juan de Letrán a partir del lunes próximo, y que prestará particular atención al tema de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Muchachos romanos, os repito las palabras que dirigí, durante la Jornada mundial de la Juventud de 2000, a los jóvenes reunidos en Tor Vergata:  "Si alguno de vosotros (...) siente en su interior la llamada del

Señor a entregarse totalmente a él para amarlo "con corazón indiviso" (cf. 1 Co 7, 34), no se deje paralizar por la duda o el miedo. Pronuncie con valentía su  sin reservas, fiándose de Aquel que es fiel en todas sus promesas" (Homilía, 20 de agosto de 2000, n. 6:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de agosto de 2000, p. 12).

5. "Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine".
"Te adoramos, oh verdadero Cuerpo nacido de la Virgen María".
Te adoramos, santo Redentor nuestro, que te encarnaste en el seno purísimo de la Virgen María.Dentro de poco la solemne procesión nos conducirá al más insigne templo mariano de Occidente, la basílica de Santa María la Mayor. Te damos gracias, Señor, por tu presencia  eucarística en el mundo.Por nosotros aceptaste padecer, y en la cruz manifestaste hasta el extremo tu amor a toda la humanidad. ¡Te adoramos, viático diario de todos nosotros, peregrinos en la tierra!
"Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, conduce a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves santo, 17 de abril de 2003 

1. "Constituiste a Cristo, tu Hijo, Pontífice de la alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo".

Estas palabras, que escucharemos dentro de poco en el Prefacio, representan una adecuada catequesis sobre el sacerdocio de Cristo. Él es el sumo Pontífice de los bienes futuros, que ha querido perpetuar su sacerdocio en la Iglesia a través del servicio de los ministros ordenados, a los que ha encomendado la tarea de predicar el Evangelio y celebrar los sacramentos de la salvación.

Esta sugestiva celebración, en la que, la mañana del Jueves santo, se reúnen los presbíteros con su obispo en torno al altar, en cierto sentido constituye la "introducción" al santo Triduo pascual. En ella se bendicen los óleos y el crisma, que servirán para ungir a los catecúmenos, para consolar a los enfermos y para conferir la Confirmación y el Orden sagrado.

Los óleos y el crisma, íntimamente unidos al Misterio pascual, contribuyen de forma eficaz a la renovación de la vida de la Iglesia a través de los sacramentos. El Espíritu Santo, mediante estos signos sacramentales, no cesa de santificar al pueblo cristiano.

2. "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4, 21). El pasaje evangélico que se acaba de proclamar en nuestra asamblea nos remonta a la sinagoga de Nazaret, donde Jesús, después de desenrollar el libro del profeta Isaías, comienza a leer:  "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido" (Lc 4, 18). Se aplica a sí mismo el oráculo del profeta, concluyendo:  "Hoy se cumple esta Escritura" (v. 21).

Cada vez que la asamblea litúrgica se congrega para celebrar la Eucaristía, se actualiza este "hoy". Se hace presente y eficaz el misterio de Cristo único y sumo Sacerdote de la alianza nueva y eterna.
A esta luz comprendemos mejor el valor de nuestro ministerio sacerdotal. El Apóstol nos invita a reavivar incesantemente el don de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tm 1, 6), sostenidos por la consoladora certeza de que Aquel que inició en nosotros esta obra la llevará a término hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6).

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado, amadísimos sacerdotes, os saludo con afecto. Hoy, con la santa misa Crismal, conmemoramos esta gran verdad que nos atañe directamente. Cristo nos ha llamado, de una manera peculiar, a participar en su sacerdocio. Toda vocación al ministerio sacerdotal es un don extraordinario del amor de Dios y, al mismo tiempo, un misterio profundo, que concierne a los inescrutables designios divinos y a los abismos de la conciencia humana.

3. "Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (Estribillo del salmo responsorial). Con el alma llena de gratitud, renovaremos dentro de poco las promesas sacerdotales. Este rito nos hace remontarnos, con la mente y el corazón, al día inolvidable en el que asumimos el compromiso de unirnos íntimamente a Cristo, modelo de nuestro sacerdocio, y de ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, movidos no por intereses humanos, sino sólo por el amor a Dios y al prójimo.

Queridos hermanos en el sacerdocio, ¿hemos permanecido fieles a estas promesas? Que no se apague en nosotros el entusiasmo espiritual de la ordenación sacerdotal. Y vosotros, amadísimos fieles, orad por los sacerdotes, para que sean atentos dispensadores de los dones de la gracia divina, especialmente de la misericordia de Dios en el sacramento de la confesión y del pan de vida en la Eucaristía, memorial vivo de la muerte y resurrección de Cristo.

4. "Anunciaré tu fidelidad por todas las edades" (Antífona de comunión). Cada vez que en la asamblea litúrgica se celebra el sacrificio

eucarístico, se renueva la "verdad" de la muerte y resurrección de Cristo. Es lo que haremos, con especial emoción, esta tarde reviviendo la última Cena del Señor. Para subrayar la actualidad del gran memorial de la redención, en la misa in Cena Domini firmaré la encíclica titulada:  Ecclesia de Eucharistia, que he querido dirigiros en particular a vosotros, queridos sacerdotes, en lugar de la tradicional Carta del Jueves santo. Acogedla como un don particular con ocasión del vigésimo quinto año de mi ministerio petrino y dadla a conocer a las almas encomendadas a vuestra solicitud pastoral.

La Virgen María, mujer "eucarística", que llevó en su seno al Verbo encarnado e hizo de sí una ofrenda incesante al Señor, nos conduzca a todos a una comprensión cada vez más profunda del inmenso don y misterio que es el sacerdocio, y nos haga dignos de su Hijo Jesús, sumo y eterno Sacerdote. Amén.

SANTA MISA "IN CENA DOMINI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro, 
Jueves santo, 17 de abril de 2003

 "Los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

1. En la víspera de su pasión y muerte, el Señor Jesús quiso reunir en torno a sí, una vez más, a sus Apóstoles para dejarles las últimas consignas y darles el testimonio supremo de su amor.

Entremos también nosotros en la "sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes" (Mc 14, 15) y dispongámonos a escuchar los pensamientos más íntimos que quiere comunicarnos; dispongámonos, en particular, a acoger el gesto y el don que ha preparado para esta última cita.

2. Mientras están cenando, Jesús se levanta de la mesa y comienza a lavar los pies a los discípulos. Pedro, al principio, se resiste; luego, comprende y acepta. También a nosotros se nos invita a comprender:  lo primero que el discípulo debe hacer es ponerse a la escucha de su Señor, abriendo el corazón para acoger la iniciativa de su amor. Sólo después será invitado a reproducir a su vez lo que ha hecho el Maestro. También él deberá "lavar los pies" a sus hermanos, traduciendo en gestos de servicio mutuo ese amor, que constituye la síntesis de todo el Evangelio (cf. Jn 13, 1-20).

También durante la Cena, sabiendo que ya había llegado su "hora", Jesús bendice y parte el pan, luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo:  "Esto es mi cuerpo"; lo mismo hace con el cáliz:  "Esta es mi sangre". Y les manda:  "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24-25). Realmente aquí se manifiesta el testimonio de un amor llevado "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Jesús se da como alimento a los discípulos para llegar a ser uno con ellos. Una vez más se pone de relieve la "lección" que debemos aprender:  lo primero que hemos de hacer es abrir el corazón a la acogida del amor de Cristo. La iniciativa es suya:  su amor es lo que nos hace capaces de amar también nosotros a nuestros hermanos.

Así pues, el lavatorio de los pies y el sacramento de la Eucaristía son dos manifestaciones de un mismo misterio de amor confiado a los discípulos "para que -dice Jesús- lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13, 15).

3. "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24). La "memoria" que el Señor nos dejó aquella noche se refiere al momento culminante de su existencia terrena, es decir, el momento de su ofrenda sacrificial al Padre por amor a la humanidad. Y es una "memoria" que se sitúa en el marco de una cena, la cena pascual, en la que Jesús se da a sus Apóstoles bajo las especies del pan y del vino, como su alimento en el camino hacia la patria del cielo.

Mysterium fidei! Así proclama el celebrante después de pronunciar las palabras de la consagración. Y la asamblea litúrgica responde expresando con alegría su fe y su adhesión, llena de esperanza. ¡Misterio realmente grande es la Eucaristía! Misterio "incomprensible" para la razón humana, pero sumamente luminoso para los ojos de la fe. La mesa del Señor en la sencillez de los símbolos eucarísticos -el pan y el vino compartidos- es también la mesa de la fraternidad concreta. El mensaje que brota de ella es demasiado claro como para ignorarlo:  todos los que participan en la celebración eucarística no pueden quedar insensibles ante las expectativas de los pobres y los necesitados.

4. Precisamente desde esta perspectiva deseo que los donativos que se recojan durante esta celebración sirvan para aliviar las urgentes necesidades de los que sufren en Irak por las consecuencias de la guerra. Un corazón que ha experimentado el amor del Señor se abre espontáneamente a la caridad hacia sus hermanos.

"O sacrum convivium, in quo Christus sumitur".
Hoy estamos todos invitados a celebrar y adorar, hasta muy entrada la noche, al Señor que se hizo alimento para nosotros, peregrinos en el tiempo, dándonos su carne y su sangre.

La Eucaristía es un gran don para la Iglesia y para el mundo. Precisamente para que se preste una atención cada vez más profunda al sacramento de la Eucaristía, he querido entregar a toda la comunidad de los creyentes una encíclica, cuyo tema central es el misterio eucarístico:  Ecclesia de Eucharistia. Dentro de poco tendré la alegría de firmarla durante esta celebración, que evoca la última Cena, cuando Jesús nos dejó a sí mismo como supremo testamento de amor. La encomiendo desde ahora, en primer lugar, a los sacerdotes, para que ellos, a su vez, la difundan para bien de todo el pueblo cristiano.

5. Adoro te devote, latens Deitas! Te adoramos, oh admirable sacramento de la presencia de Aquel que amó a los suyos "hasta el extremo". Te damos gracias, Señor, que en la Eucaristía edificas, congregas y vivificas a la Iglesia.

¡Oh divina Eucaristía, llama del amor de Cristo, que ardes en el altar del mundo, haz que la Iglesia, confortada por ti, sea cada vez más solícita para enjugar las lágrimas de los que sufren y sostener los esfuerzos de los que anhelan la justicia y la paz!

Y tú, María, mujer "eucarística", que ofreciste tu seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios, ayúdanos a vivir el misterio eucarístico con el espíritu del Magníficat. Que nuestra vida sea una alabanza sin fin al Todopoderoso, que se ocultó bajo la humildad de los signos eucarísticos.

Adoro te devote, latens Deitas...
Adoro te..., adiuva me!

SANTA MISA Y PROCESIÓN EN LA SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 19 de junio de 2003

1. "Ecclesia de Eucharistia vivit":  La Iglesia vive de la Eucaristía. Con estas palabras comienza la carta encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la misa in Cena Domini. Esta solemnidad del Corpus Christi recuerda aquella sugestiva celebración,  haciéndonos  revivir,  al  mismo tiempo, el intenso clima de la última Cena.
"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre" (Mt 14, 22-24). Escuchamos nuevamente las palabras de Jesús mientras ofrece a los discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su Sangre. Así inaugura el nuevo rito pascual:  la Eucaristía es el sacramento de la alianza nueva y eterna.

Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga pedagogía de los ritos antiguos, que acaba de evocar la primera lectura (cf. Ex 24, 3-8).

2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. Vuelve allí porque el don eucarístico establece una misteriosa "contemporaneidad" entre la Pascua del Señor y el devenir del mundo y de las generaciones (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5).

También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio ante el misterio de la fe, mysterium fidei. Lo contemplamos con el íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el "asombro eucarístico" (ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el  que Cristo quiso "concentrar" para siempre todo su misterio de amor (cf. ib., 5).

Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los Apóstoles y, después, los santos de todos los siglos. Lo  contemplamos, sobre todo, imitando a María, "mujer "eucarística" con toda su vida" (ib., 53), que fue el "primer "tabernáculo" de la historia" (ib., 55).

3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus Christi, que se renueva esta tarde. Con ella también la Iglesia que está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía, profesa con alegría que "vive de la Eucaristía".

De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; de la Eucaristía viven los religiosos y las religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.

De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a las que se dedicó hace algunos días la Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas familias de Roma:  que la viva presencia eucarística de Cristo alimente en vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de la santidad conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y de vuestro amor, imitando el ejemplo de los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose al banquete eucarístico.

4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la basílica de Santa María la Mayor. Con esta procesión queremos expresar simbólicamente que somos peregrinos, "viatores", hacia la patria celestial.
No estamos solos en nuestra peregrinación:  con nosotros camina Cristo, pan de vida, "panis angelorum, factus cibus viatorum", "pan de los ángeles, pan de los peregrinos" (Secuencia).

Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos sostiene en este itinerario hacia el cielo y refuerza nuestra comunión con la Iglesia celestial.

La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra, penetra las nubes de nuestra historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia de Eucharistia, 19).

5. "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine":  ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen!

El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime.
"Vere passum, immolatum in cruce pro homine". De tu muerte en la cruz, oh Señor, brota para nosotros la vida que no muere.

"Esto nobis praegustatum mortis in examine". Haz, Señor, que cada uno de nosotros, alimentado de ti, afronte con confiada esperanza todas las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último viaje, hacia la casa del Padre.

"O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!", "¡Oh dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de María!". Amén.

SANTA MISA "IN CENA DOMINI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro, Jueves santo 8 de abril de 2004

1. "Los  amó  hasta  el  extremo" (Jn 13, 1).

Antes de celebrar la última Pascua con sus discípulos, Jesús les lavó los pies. Con un gesto que normalmente correspondía a los esclavos, quiso grabar en la mente de los Apóstoles el sentido de lo que sucedería poco después.

En efecto, la pasión y la muerte constituyen el servicio de amor fundamental con el que el Hijo de Dios libró a la humanidad del pecado. Al mismo tiempo, la pasión y la muerte de Cristo revelan el sentido profundo del nuevo mandamiento que dio a los Apóstoles:  "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34).

2. "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24. 25), dijo dos veces, distribuyendo el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido en su Sangre. "Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13, 15), había recomendado poco antes, tras haber lavado los pies a los Apóstoles. Así pues, los cristianos saben que deben "hacer memoria" de su Maestro prestándose recíprocamente el servicio de la caridad:  "lavarse los pies unos a otros". En particular, saben que deben recordar a Jesús repitiendo el "memorial" de la Cena con el pan y el vino consagrados por el ministro, el cual repite sobre ellos las palabras pronunciadas en aquella ocasión por Cristo.

Esto lo comenzó a hacer la comunidad cristiana desde los inicios, como hemos escuchado en el testimonio de san Pablo:  "Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).

3. Por consiguiente, la Eucaristía es memorial en sentido pleno:  el pan y el vino, por la acción del Espíritu Santo, se convierten realmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se entrega para ser alimento del hombre en su peregrinación terrena. La misma lógica de amor motiva la encarnación del Verbo en el seno de María y su presencia en la Eucaristía. Es el ágape, la cáritas, el amor, en el sentido más hermoso y puro. Jesús pidió insistentemente a sus discípulos que permanecieran en este amor suyo (cf. Jn 15, 9).

Para mantenerse fieles a esta consigna, para permanecer en él como sarmientos unidos a la vid, para amar como él amó, es necesario alimentarse de su Cuerpo y de su Sangre. Al decir a los Apóstoles:  "Haced esto en conmemoración mía", el Señor unió la Iglesia al memorial vivo de su Pascua. Aun siendo el único sacerdote de la nueva alianza, quiso tener necesidad de hombres que, consagrados por el Espíritu Santo, actuaran en íntima unión con su Persona, distribuyendo el Pan de vida.

4. Por eso, a la vez que fijamos nuestra mirada en Cristo que instituye la Eucaristía, tomemos nuevamente conciencia de la importancia de los presbíteros en la Iglesia y de su unión con el Sacramento eucarístico. En la Carta que he escrito a los sacerdotes para este día santo he querido repetir que el Sacramento del altar es don y misterio, que el sacerdocio es don y misterio, pues ambos brotaron del Corazón de Cristo durante la última Cena.

Sólo una Iglesia enamorada de la Eucaristía engendra, a su vez, santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Y lo hace mediante la oración y el testimonio de santidad, dado especialmente a las nuevas generaciones.

5. En la escuela de María, "mujer eucarística", adoremos a Jesús realmente presente en las humildes especies del pan y del vino. Supliquémosle que no cese de llamar al servicio del altar a sacerdotes según su corazón.

Pidamos al Señor que nunca falte al pueblo de Dios el Pan que lo sostenga a lo largo de su peregrinación terrena. Que  la  Virgen santísima nos ayude a redescubrir con asombro que toda la vida cristiana está unida al mysterium fidei, que celebramos solemnemente esta tarde.

SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 10 de junio de 2004

1. "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).

Con estas palabras, san Pablo recuerda a los cristianos de Corinto que la "cena del Señor" no es sólo un encuentro convival, sino también, y sobre todo, el memorial del sacrificio redentor de Cristo. Quien participa en él -explica el Apóstol- se une al misterio de la muerte del Señor; más aún, lo "anuncia".

Por tanto, existe una relación muy estrecha entre "hacer la Eucaristía" y "anunciar a Cristo". Entrar en comunión con él en el memorial de la Pascua significa, al mismo tiempo, convertirse en misioneros del acontecimiento que ese rito actualiza; en cierto sentido, significa hacerlo contemporáneo de toda época, hasta que el Señor vuelva.

2. Amadísimos hermanos y hermanas, revivimos esta estupenda realidad en la actual solemnidad del Corpus Christi, en la que la Iglesia no sólo celebra la Eucaristía, sino que también la lleva solemnemente en procesión, anunciando públicamente que el Sacrificio de Cristo es para la salvación del mundo entero.

La Iglesia, agradecida por este inmenso don, se reúne en torno al santísimo Sacramento, porque en él se encuentra la fuente y la cumbre de su ser y su actuar. Ecclesia de Eucharistia vivit! La Iglesia vive de la Eucaristía y sabe que esta verdad no sólo expresa una experiencia diaria de fe, sino que también encierra de manera sintética el núcleo del misterio que es ella misma (cf. Ecclesia de Eucharistia, 1).

3. Desde que, en Pentecostés, el pueblo de la nueva Alianza "empezó su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza" (ib.). Precisamente pensando en esto, quise dedicar a la Eucaristía la primera encíclica del nuevo milenio, y me alegra anunciar ahora un Año especial de la Eucaristía. Comenzará con el Congreso eucarístico internacional, que se celebrará del 10 al 17 de octubre de 2004 en Guadalajara (México), y concluirá con la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, que tendrá lugar en el Vaticano del 2 al 29 de octubre de 2005, y cuyo tema será:  "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia".

Mediante la Eucaristía, la comunidad eclesial se edifica como nueva Jerusalén, principio de unidad en Cristo entre personas y pueblos diversos.

4. "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13).

La página evangélica que acabamos de escuchar ofrece una imagen eficaz del íntimo vínculo que existe entre la Eucaristía y esta misión universal de la Iglesia. Cristo, "pan vivo, bajado del cielo" (Jn 6, 51; cf. Aleluya), es el único que puede saciar el hambre del hombre en todo tiempo y lugar de la tierra.

Sin embargo, no quiere hacerlo solo, y así, al igual que en la multiplicación de los panes, implica a los discípulos:  "Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente" (Lc 9, 16). Este signo prodigioso es figura del mayor misterio de amor, que se renueva cada día en la santa misa:  mediante los ministros ordenados, Cristo da su Cuerpo y su Sangre para la vida de la humanidad. Y quienes se alimentan dignamente en su mesa, se convierten en instrumentos vivos de su presencia de amor, de misericordia y de paz.

5. "Lauda, Sion, Salvatorem...!". "Alaba, Sión, al Salvador, tu guía, tu pastor, con himnos y cantos".

Con íntima emoción sentimos resonar en nuestro corazón esta invitación a la alabanza y a la alegría.Al final de la santa misa llevaremos en procesión el santísimo Sacramento hasta la basílica de Santa María la Mayor. Contemplando a María, comprenderemos mejor la fuerza transformadora que posee la Eucaristía. Al escucharla a ella, encontraremos en el misterio eucarístico la valentía y el vigor para seguir a Cristo, buen Pastor, y para servirle en los hermanos

 CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA, ADORACIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DEL COMIENZO DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro
Domingo 17 de octubre de 2004

1. "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

Reunidos ante la Eucaristía, experimentamos con particular intensidad en este momento la verdad de la promesa de Cristo: ¡Él está con nosotros!

Os saludo a todos los que estáis en Guadalajara para participar en la conclusión del Congreso Eucarístico Internacional. En particular, al Cardenal Jozef Tomko, Legado mío, al Cardenal Juan Sandoval Íñiguez, Arzobispo de Guadalajara, a los Señores Cardenales, Arzobispos, Obispos y Sacerdotes de México y de otros muchos Países que están presentes.

Saludo también a todos los fieles de Guadalajara, de México y de otras partes del mundo, unidos a nosotros en la adoración del Misterio eucarístico.

2. La conexión televisiva entre la Basílica de San Pedro, corazón de la cristiandad, y Guadalajara, sede del Congreso, es como un puente tendido entre los continentes y hace que nuestro encuentro de oración sea como una "Statio Orbis" ideal, a la cual se unen los creyentes de todo el orbe. El punto de encuentro es Jesús mismo, realmente presente en la Santísima Eucaristía con su misterio de muerte y resurrección, en el cual se unen el cielo y la tierra, y se encuentran los pueblos y culturas diversas. Cristo es "nuestra paz, haciendo de los dos un sólo pueblo" (Ef 2,14).

3. "La Eucaristía, Luz y Vida del Nuevo Milenio". El tema del Congreso nos invita a considerar el Misterio eucarístico, no sólo en sí mismo, sino también en relación a los problemas de nuestro tiempo.

¡Misterio de luz! De luz tiene necesidad el corazón del hombre, oprimido por el pecado, a veces desorientado y cansado, probado por sufrimientos de todo tipo. El mundo tiene necesidad de luz, en la búsqueda difícil de una paz que parece lejana al comienzo de un milenio perturbado y humillado por la violencia, el terrorismo y la guerra.

¡La Eucaristía es luz! En la Palabra de Dios constantemente proclamada, en el pan y en el vino convertidos en Cuerpo y Sangre de Cristo, es precisamente Él, el Señor Resucitado, quien abre la mente y el corazón y se deja reconocer, como sucedió a los dos discípulos de Emaús "al partir el pan" (cf Lc 24,25). En este gesto convivial revivimos el sacrificio de la Cruz, experimentamos el amor infinito de Dios y sentimos la llamada a difundir la luz de Cristo entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

4. ¡Misterio de vida! ¿Qué aspiración puede ser más grande que la vida? Y sin embargo sobre este anhelo humano universal se ciernen sombras amenazadoras: la sombra de una cultura que niega el respeto de la vida en cada una de sus fases; la sombra de una indiferencia que condena a tantas personas a un destino de hambre y subdesarrollo; la sombra de una búsqueda científica que a veces está al servicio del egoísmo del más fuerte.

Queridos hermanos y hermanas: debemos sentirnos interpelados por las necesidades de tantos hermanos. No podemos cerrar el corazón a sus peticiones de ayuda. Y tampoco podemos olvidar que "no sólo de pan vive el hombre" (cf Mt 4,4). Necesitamos el "pan vivo bajado del cielo" ( Jn 6,51). Este pan es Jesús. Alimentarnos de él significa recibir la vida misma de Dios (cf. Jn 10,10), abriéndonos a la lógica del amor y del compartir.

5. He querido que este Año estuviera dedicado particularmente a la Eucaristía. En realidad, todos los días, y especialmente el domingo, día de la resurrección de Cristo, la Iglesia vive de este misterio. Pero en este Año de la Eucaristía se invita a la comunidad cristiana a tomar conciencia más viva del mismo con una celebración más sentida, con una adoración prolongada y fervorosa, con un mayor compromiso de fraternidad y de servicio a los más necesitados. La Eucaristía es fuente y epifanía de comunión. Es principio y proyecto de misión (cf. Mane nobiscum Domine, cap. III y IV).

Siguiendo el ejemplo de María, "mujer eucarística" (Ecclesia de Eucharistia, cap. VI), la comunidad cristiana ha de vivir de este misterio. Consolidada por el "pan de vida eterna", ha de ser presencia de luz y de vida, fermento de evangelización y de solidaridad.

6. Mane nobiscum, Domine! Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos, Señor Jesús: quédate con nosotros!

Tú, divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche.

Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien.

Bendice a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las personas consagradas. Bendice a toda la humanidad.

En la Eucaristía te has hecho "remedio de inmortalidad": danos el gusto de una vida plena, que nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres, mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin.

Quédate con nosotros, Señor! Quédate con nosotros! Amén.

* * *

Al final de la homilía, Juan Pablo II pronunció las siguientes palabras:

Tengo ahora el gozo de comunicar que el próximo Congreso Eucarístico Internacional se celebrará en Québec en el año dos mil ocho.

Que este anuncio suscite en los fieles un fuerte empeño e vivir más intensamente el presente Año de la Eucaristía.

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