AYUDAS PASTORALES PARA LAS EXEQUIAS II

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

AYUDAS PASTORALES PARA LA EXEQUIAS CRISTIANAS

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA.1966-2018

LAS EXEQUIAS CRISTIANAS

INTRODUCCIÓN

         Dios me ha concedido la gracia de tener un amigo, pero amigo de verdad, que además es Doctor en Sagrada Liturgia, un gran liturgista y liturgo; tanto, que es Presidente de todos los profesores de Liturgia de España, profesor de esta materia en varias Universidades, asesor de la Conferencia Episcopal Española...etc. Es Don Aurelio García Macias.

         Este verano quería rematar, para ayuda de mis hermanos sacerdotes de mi querida Diócesis de Plasencia, mayoritariamente párrocos y pastores, las Ayudas Pastorales que he publicado para el Bautismo, el Matrimonio y la Primera Comunión; y quería hacerlo con Ayudas Pastorales para las Exequias; total que recurrí a él, a mi amigo Yeyo, y me dejó estas notas de Liturgia de Exequias que había redactado él para una publicación. Una verdadero tratado teológico-pastoral-litúrgico sobre las exequias. Como debe ser toda obra y acción litúrgica verdadera para no quedarse en puros ritos y ceremonias exteriores, vacías de espiritualidad, de vida según el espíritu.

         Muchas veces le había oído decir a mi amigo Yeyo que la celebración de las exequias es una ocasión privilegiada para expresar a través de la belleza de la liturgia nuestra fe teológica en la vida eterna por muerte cristiana, cimentada  en la muerte y resurrección de Jesucristo, interpretación pascual de la existencia cristiana a la luz del misterio de Jesucristo, del sentido esperanzador de nuestra oración y un consuelo para quienes lamentan la muerte del difunto, como expresión de caridad cristiana.

         La celebración de los funerales no se puede improvisar; ha de ser una de las celebraciones mejor cuidadas de todas las iglesias y parroquias. Tenemos que aprovechar la receptividad de la asamblea para dirigir unas cercanas y consoladoras palabras de acogida; para realizar bellamente los signos propuestos para esta celebración que expresan la fe en la resurrección; y preparar muy bien la homilía, que debería ser siempre una gran catequesis sobre el misterio pascual de Jesucristo, más que entretenerse en elogiar al difunto; amén de cuidar el canto y la música para infundir un clima de paz en los presentes, etc. Efectivamente, la pastoral eclesial actual debe considerar y cuidar mucho más la celebración de las exequias cristianas.

         Esto es lo que he pretendido con estas Ayudas Pastorales para la Exequias. El texto sobre las exequias, repito, es de mi amigo Aurelio; las homilías son personales, en su mayor parte; son homilías que he predicado a lo largo de mis cincuenta años de sacerdocio, que por algo tengo el privilegio de estar celebrando mis bodas de oro sacerdotales. Otras, no llegan a la quincena, han sido seleccionadas entre las que he encontrado publicadas en el Ritual  de Exequias o en otros libros o revistas.

         Cuando publico ahora en el año 2021 estas Ayudas para la Exequias mi amigo Yeyo lleva años en Roma donde fue llamado a la S.C. de Liturgia y ocupa un cargo muy importante.

LAS EXEQUIAS CRISTIANAS

PRESENTACIÓN

Hace años, cuando cursaba mis estudios de liturgia en Roma, el profesor que impartía la asignatura de Exequias, un venerable benedictino francés, nos sorprendió una tarde en clase con la siguiente reflexión: «Si algún día me nombraran obispo de alguna diócesis francesa, designaría al mejor sacerdote de la diócesis para atender los tanatorios». Yo me quedé extrañado ante tal observación.

Comprendí, al observar las caras de mis compañeros, que ellos participaban también de mi estupor. Su opinión contrastaba con la praxis habitual de nuestras iglesias, en las que la pastoral de los tanatorios no suele ser precisamente el ámbito más cuidado.

Uno de mis compañeros se atrevió a romper el silencio e increpó al profesor: «¿Por qué nos dice Usted eso?» Y entonces, aprovechó su respuesta para convencernos de que la liturgia exequial sigue siendo uno de los momentos privilegiados en la pastoral eclesial actual.

          En primer lugar, porque todavía hoy, por motivos religiosos o sociales, acude un gran número de personas a la celebración exequial de los difuntos o a los sucesivos funerales que se celebran por él. En segundo lugar, porque es un ámbito en el que los presentes son proclives a la escucha, tal como manifiesta el habitual silencio de estas celebraciones. No en así en otras celebraciones litúrgicas familiares, como la primera comunión o el matrimonio, que se van convirtiendo progresivamente en espectáculos. Y, en tercer lugar, porque a este tipo de asambleas acuden personas de variada condición religiosa: agnósticos, ateos, creyentes de otras confesiones cristianas o religiones, cristianos no practicantes, etc.

         Luego, mi buen profesor concluía afirmando que la celebración es una ocasión privilegiada para expresar a través de la belleza de la liturgia nuestra fe cristiana en la muerte y resurrección de Jesucristo, la interpretación pascual de la existencia cristiana a la luz del misterio de Jesucristo, el sentido esperanzador de nuestra oración y el consuelo para quienes lamentan la muerte del difunto, como expresión de caridad cristiana.

         La celebración de los funerales no se puede improvisar; ha de ser una de las celebraciones mejor cuidadas de todas las iglesias y parroquias. Nos instaba a aprovechar la receptividad de la asamblea para dirigir unas cercanas y consoladoras palabras de acogida; para realizar bellamente los signos propuestos para esta celebración; y preparar muy bien la homilía, que debería ser siempre una gran catequesis sobre el misterio pascual de Jesucristo, más que entretenerse en elogiar al difunto; amén de cuidar el canto y la música para infundir un clima de paz en los presentes, etc. En fin, una sarta de recomendaciones que en aquel momento lo recibía con un cierto escepticismo, pero que tras algo más de un quinquenio de vida sacerdotal suscribo y valoro en alto grado. Efectivamente, la pastoral eclesial actual debe considerar y cuidar mucho más la celebración de las exequias cristianas.

         En el presente escrito trato de reflexionar sobre este  momento habitual en la vida de todos: las exequias. Tarde o temprano nos sentimos involucrados en la celebración de la muerte de algún ser querido o algún amigo cercano. Para los cristianos es un momento de trascendental importancia que, -como podrás comprobar en el contenido de estas páginas-, ilumina incluso el sentido de nuestro actual existir.   Por eso trato de explicar y ayudarnos a comprender el sentido y el proceso de las exequias cristianas. A veces realizamos signos y ritos sin comprender su porqué; otras veces nos limitamos a seguir la costumbre de siempre por mera imitación; y, en ocasiones, no sabemos qué hacer en algunos momentos del proceso funerario. Como cristianos, podemos enriquecer este itinerario fúnebre siguiendo las orientaciones que propone la Iglesia desde el momento de la muerte hasta su colocación en el sepulcro. Deseo vivamente que la lectura de estas páginas nos aliente y anime a vivir con sentido cristiano la realidad humana de la muerte.

1.- EL SENTIDO DE LA MUERTE

Los filósofos y sociólogos actuales advierten que nos encontramos en una sociedad que «no sabe qué hacer» con la muerte. El hombre moderno instalado en la sociedad del bienestar, no quiere herir su sensibilidad con el trauma del sufrimiento o de la muerte. Todos nos desconcertamos cuando contemplamos en las siniestras noticias televisivas las imágenes que ponen ante nuestros ojos la cruda realidad de la muerte; o cuando golpea a un ser cercano y nos enfrenta literalmente «ante la muerte». Aparece como una dolorosa realidad frente a la cual no ofrecen respuesta ni los esfuerzos de la técnica ni el progreso de la ciencia.

La verdad de la existencia se impone a todo ser humano y no tiene más remedio que asumir su propia realidad. La enfermedad y la muerte forman parte de nuestra existencia humana y social. El hombre y la cultura contemporánea no pueden ignorar u ocultar este aspecto connatural a sí mismos, porque sería una forma de alienación engañosa y un síntoma de debilidad e inmadurez enfermiza. El hombre y la sociedad de todos los tiempos han de asumir la finitud humana para ser libres y responsables. Como dice el filósofo francés contemporáneo Jacques Derrida: «Cada uno debe asumir, y esto es la libertad, la responsabilidad, su propia muerte, a saber, la única cosa del mundo que nadie puede dar ni quitar».

         En el último cuarto del siglo XX, la sociedad europea ha variado el comportamiento tradicional. Algunos han advertido un proceso de secularización o desacralización de la muerte desvinculada de toda religiosidad, sobre todo, en las áreas urbanas más tecnificadas; mientras que en los ambientes rurales perduran más los valores religiosos, aunque siguiendo con más lentitud el mismo proceso de la sociedad urbana.

         La pérdida de los antiguos cortejos fúnebres, que exponían la muerte públicamente ante los viandantes; la asociación masiva de los vecinos junto a las familias en duelo… ha desaparecido. La muerte ha pasado de ser un rito a ser un espectáculo; ya no ocupa una función social y se relega la esfera de lo privado. El ritmo laboral y el urbanismo de las ciudades relegan las exequias al ámbito de lo privado y pierde su característica de acontecimiento público. Este proceso actual es visto no sólo como desacralización de la muerte, sino también como deshumanización de la muerte. La sociedad del bienestar no sabe qué hacer con sus muertos. Incluso el cadáver es considerado por algunas mentalidades material de deshecho, contaminante y antiecológico, destinado a desaparecer cuanto antes.

Los Tanatorios

         Al morir una persona hay que sacarla cuanto antes de la casa familiar. Y no es la razón del espacio la causa principal. Por otra parte, en nuestro entorno social o familiar actual, se confía a las funerarias lo que en otro tiempo gestionaba la familia. Desde ese momento, los «profesionales de la muerte» se encargan de facilitar todos los trámites médicos y jurídicos, de trasladar el cuerpo desde la casa u hospital hasta el tanatorio, de ofertar los modelos de ataúd o ramos de flores… hasta, a veces, gestionar los servicios religiosos conforme a las creencias del finado o de de sus familiares.

         Cuando uno analiza esta respuesta social ante la muerte, resulta curioso descubrir algunas actitudes que, cuanto menos, resultan paradójicas en el ceremonial funerario. Por un lado, hay una preocupación casi enfermiza por conservar el cuerpo del difunto: este es el objeto de la tanatopraxia. Por otro lado, aumenta el interés por destruir quam primum el cuerpo del difunto: este es el objeto de la incineración.

         Cuando el cuerpo del difunto va a ser expuesto tras el cristal de una sala frigorífica en el tanatorio necesita un proceso de trasformación estética para borrar en ello el rictus de la muerte, o cualquier tipo de deformación. Como van a ser expuestos públicamente, han de aparecer estéticamente bellos, como si no hubiera pasado nada o estuvieran dormidos. Todos somos testigos de expresiones que tienden a resaltar «la belleza de la muerte»: ¡Qué bien está! ¡Parece el mismo de siempre! Este afán de recomponer los cuerpos muertos para ocultar la apariencia trágica de la muerte es algo ficticio. No podemos evitar la descomposición natural del cuerpo difunto. Esta obsesión por maquillar la realidad misma de la muerte es un autoengaño, porque oculta un aspecto esencial del ser humano.

         El proceso contrario es la incineración de la que hablaremos más adelante. Extraña a la tradición cristiana, su práctica se impone progresivamente en la sociedad urbana actual por una serie de razonamientos de tipo urbanístico, económico, etc.  

         Y sin embargo el difunto no es simplemente alguien que muere, es un “tú”, con una personalidad única e irrepetible, con una dignidad humana que respetar. En él podemos vernos nosotros y apreciar el valor de nuestra propia vida. Nos recuerda la ley inexorable de nuestra existencia, a saber, que la muerte nos espera a todos; nos iguala y nos unifica a todos. Pero desatendemos este dato de la existencia, porque la concepción hedonista de la civilización actual pretende honrar sólo la vida y silencia la muerte. Reconocerla y asumirla significaría poner en cuestión la imprescindible felicidad. Sin embargo, este intento de censurar socialmente la muerte non tiene éxito: La muerte permanece como una amenaza para el hombre y como un dato de nuestra existencia mortal, aunque resulte inconfesable. Al final se impone la realidad: Todo hombre pasa por la experiencia de la muerte.

El sentido cristiano de la muerte

Ante la tendencia generalizada a marginar cualquier signo público de la muerte, la Iglesia propone un testimonio alternativo: recuperar la conciencia de que la muerte y su celebración deben tener su espacio y dignidad en la sociedad actual. Ante el enigma de la muerte, sólo la Iglesia es capaz de pronunciar una palabra de consuelo, anunciando la alegre noticia de la resurrección y restauración universal de la humanidad, iniciada ya en Cristo, “primogénito de los que han de resucitar de entre los muertos” (Ap 1,5).

         La tradición bíblica del Antiguo Testamento afirma desde el inicio de la historia de la salvación que la muerte no es un aniquilamiento total. Mientras el cuerpo del difunto se deposita en una fosa subterránea, algo del difunto subsiste en el seol. Podíamos sintetizar esquemáticamente la visión veterotestamentaria de la muerte.

- En primer lugar, la muerte es la suerte común y el destino obligatorio de los hombres, que hace de la vida un bien frágil y fugitivo. La verdadera sabiduría del hombre consiste en aceptar la muerte como un decreto divino (Eclo 41,4) y comprender la humildad de la condición humana frente al Dios inmortal: el que es polvo vuelve al polvo (Gn 3,19).

         - En segundo lugar, el hombre que vive interpreta la muerte como una fuerza enemiga. Pesa sobre nosotros como un castigo. Por eso, instintivamente ve en ella la sanción del pecado. Manifiesta la presencia del pecado en la tierra. Se establece por tanto un nexo entre la muerte y el pecado. El pecado no es sólo un mal sino también el camino de la muerte: “quien persigue el mal, camina hacia la muerte” (Prov 11,19).

         - En tercer lugar, Dios salva al hombre de la muerte. No está en manos del hombre salvarse a sí mismo de la muerte; necesita la gracia de Dios, que es el único viviente. Sólo Dios libra al hombre de la muerte, pero con su cooperación. La revelación anuncia el triunfo de Dios sobre la muerte. Destruirá para siempre el reinado de la muerte. Y este hecho nos abre a la esperanza de la vida eterna, hasta el punto de contar más que la vida presente (2 Mac 12,43ss).

El Nuevo Testamento aporta una absoluta novedad. Continua la convicción de que por el pecado entró la muerte en el mundo; y la fuerza de la muerte es el pecado. Por eso se afirma que sin Cristo, la humanidad estaba en la “sombra de la muerte” (Mt 4,16; Lc 1,79). De ahí el carácter trágico de la condición humana: por sus propias fuerzas está abocada al dominio de la muerte.

Sin embargo, el misterio de Jesucristo ilumina el misterio del hombre y de la humanidad ante el enigma de la muerte.

         Por un lado, Cristo asume nuestra muerte. Por medio de su encarnación, quiso hacer suya nuestra condición mortal. El castigo merecido por el pecado humano debía recaer sobre él. Por eso, su muerte no fue un accidente, sino “una muerte al pecado” (Rm 6,10), un sacrificio expiatorio (Hb 9) en nuestro provecho. Como dice la escritura: Murió por todos (1Tes 5,10); muriendo por nuestros pecados nos reconcilió con Dios por su muerte (Rm 5,10).

         Por otro lado, Cristo triunfa de la muerte. La resurrección de Jesucristo manifiesta la victoria de Dios sobre el mayor enemigo humano: la muerte; que ya está destruida para siempre, y será absorbida en la victoria de Cristo al final de los tiempos (1Cor 15,26).

         Esta doble realidad del misterio pascual de Jesucristo, -su muerte y su resurrección-, ilumina la realidad de la existencia humana. El cristiano sabe que está llamado a morir y resucitar con Cristo.

Cristo al morir en la cruz asumió a todos en sí, hasta el punto de afirmar que en su muerte murieron todos (Rm 6,8). Sin embargo, es preciso que todos experimenten la realidad efectiva de la muerte. La muerte es para el cristiano una participación en la misma muerte de Cristo. Tal es el sentido del bautismo, cuya eficacia sacramental nos une a Cristo: somos sepultados con él en la muerte. Es una muerte a la muerte. Sin embargo, nuestra unión con la muerte de Cristo, realizada sacramentalmente en el bautismo, se actualiza en nuestra vida de cada día por medio de la “mortificación”. Nos mortificamos para hacer que muera en nosotros el pecado; porque Cristo ha hecho que la muerte se convierta en instrumento de salvación. La muerte corporal es para el cristiano no sólo un destino inevitable al que uno se resigna, sino un paso para experimentar la resurrección.

No sólo nos unimos en la muerte de Jesucristo sino también a su resurrección. Por el bautismo, tal como dice san Pablo, somos con- sepultados con Cristo y con-resucitados con Él. La resurrección de Jesucristo nos da la seguridad de que el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11). La resurrección de Jesucristo asegura y garantiza nuestra propia resurrección, por la que entraremos en un reino nuevo donde no habrá ya muerte ni llanto ni dolor (Ap 21,4). El cristiano que ha vivido para el Señor, muere también para el Señor; y su morir es considerado una ganancia, puesto que Cristo es su vida (Flp 2,21) y su destino es estar con Cristo (Flp 1,23).

2.- LA ÚLTIMA PASCUA DEL CRISTIANO.

         Dios ha revelado progresivamente el significado de la muerte hasta llegar a la revelación definitiva en y por la muerte/resurrección de Jesucristo. Por tanto, para explicar la muerte del cristiano hemos de referirnos siempre al misterio pascual de Jesucristo. Si, como ya hemos indicado, por el sacramento del bautismo, el cristiano se une místicamente al misterio de Jesucristo, está llamado a vivir y recorrer su mismo camino.

         Al igual que Cristo, experimentará la muerte, y el paso de la muerte a la resurrección. Por eso podemos hablar de la muerte como Pascua del cristiano. La muerte es el último viaje para el cristiano, el pasaje de este mundo al Reino. El sentido cristiano de este paso es comprendido a la luz del Misterio pascual de Cristo, en quien radica nuestra única esperanza (CCE 1681). La muerte puede ser objeto de celebración litúrgica por estar entroncada con el misterio pascual de Jesucristo.

         Este es el llamamiento central que hace el Concilio Vaticano II al tratar el tema de las exequias: «La liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana» (SC 81); y posteriormente reafirmado por muchos otros documentos del magisterio eclesial actual, entre otros el Ritual de Exequias: «En las exequias de sus hijos, la Iglesia celebra con fe el misterio pascual de Cristo a fin de que todos los que, mediante el Bautismo, pasaron a formar un solo Cuerpo con Cristo muerto y resucitado, pasen también con Él a la vida eterna con cuerpo y alma” (RE, Praenotanda 1); y el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los diferentes ritos de las exequias expresan el carácter pascual de la muerte cristiana» (CCE 1685). La Iglesia considera necesario que los cristianos recuperen el sentido pascual de la celebración cristiana de la muerte y que, a través de las exequias, afirmen su fe y esperanza en la vida eterna y en la resurrección.

         Así se ha reflejado en la revisión y enriquecimiento de la eucología (oraciones) del actual Ritual de Exequias. Se han suprimido los textos en los que la angustia ante el terrible juicio de Dios oscurecía la intensidad de la fe en la resurrección, que no se mencionaba. Se ha rescatado la inevitable muerte del hombre de las categorías de la angustia, de la desaparición en la nada, de la disolución de la comunión con los hombres y con el mundo. Y se subraya, sobre todo, la fe en Cristo resucitado, que fundamenta la esperanza en la resurrección futura; y el carácter pascual del sufragio cristiano, porque pedimos a Dios que los hermanos difuntos puedan llegar a la mansión de luz y paz. Es lógica la renuncia a la tradicional secuencia Dies irae, no suficientemente en consonancia con esta perspectiva.

“El enigma de la condición humana alcanza su vértice en presencia de la muerte, pues lo que tortura al hombre no es solamente el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también, y mucho más, el temor de un definitivo aniquilamiento. Piensa, por consiguiente, muy bien cuando, guiado por un instinto de su razón, detesta y rechaza la hipótesis de una total ruina y de una definitiva desaparición de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte, y todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no logran acallar la ansiedad del hombre, pues la prolongación de una longevidad biológica no puede satisfacer ese hambre de vida ulterior que, ineluctablemente, lleva enraizada en el corazón.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, enseñada por la divina Revelación afirma que el hombre ha sido creado para un destino feliz, que sobrepasa las fronteras de la mísera vida terrestre. Y la fe cristiana enseña que la misma suerte corporal, de la que el hombre se hubiera librado si no hubiera cometido el pecado, terminará por ser vencida cuando al hombre le restituya su omnipotente y misericordioso Salvador la salvación que había perdido por su culpa. Dios llamó y llama al hombre para que, en una perpetua asociación de incorruptible vida divina, se adhiera a él con la totalidad de su naturaleza. Y esa victoria la consiguió Cristo, resucitado a la vida, liberando al hombre de la muerte con su propia muerte. La fe, por consiguiente, apoyada en sólidas razones, está en condiciones de dar a todo hombre reflexivo la respuesta al angustioso interrogante sobre su porvenir. Más aún, le ofrece la posibilidad de una comunión en Cristo con los seres queridos, arrebatados por la muerte, dilatando la esperanza de que ellos han alcanzado ya en Dios la vida eterna” (Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, nº 18)

 3.- LAS EXEQUIAS CRISTIANAS

El término exequias procede del latín ex-sequi que significa seguir, acompañar, encaminar; y el sustantivo exequias significa funeral, entierro, honras fúnebres. Actualmente se emplea este término para designar la serie de ritos y oraciones con las que la comunidad cristiana acompaña a sus difuntos y los encomienda a la bondad de Dios. Así nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Iglesia que, como Madre, ha llevado sacramentalmente en su seno al cristiano durante su peregrinación terrena, lo acompaña al término de su caminar para entregarlo “en las manos del Padre”. La Iglesia ofrece al Padre, en Cristo, al hijo de su gracia y deposita en tierra con esperanza, el germen del cuerpo que resucitará en la gloria…” (CCE 1683).

Un poco de historia

En todas las épocas los hombres han acompañado este último viaje de sus difuntos con ciertos ritos fúnebres; de tal forma que es un dato universal desde la prehistoria: gestos de luto que traducen el dolor de los vivos, entierro ritual, cuidado de las tumbas, comidas funerarias, ofrendas a las tumbas de los difuntos, etc. Existían prácticas y creencias supersticiosas que afirmaban mantener contacto con los muertos, tal como se acostumbraba entre los egipcios y muchas culturas antiguas. La revelación bíblica del Antiguo Testamento prohíbe el culto a los muertos e impone ciertos límites a estas creencias supersticiosas, entre otras, las incisiones rituales y la nigromancia, usadas en la praxis de evocar a los muertos.

         Los primeros cristianos enterraban a sus muertos según las costumbres de su cultura. Sin  embargo, la fe cristiana corrigió y completó algunos usos locales por dos razones fundamentales. Por un lado, para evitar las prácticas asociadas al paganismo; por otro, para expresar la esperanza en la resurrección. Aunque se parte de prácticas comunes a los no creyentes; poco a poco surge un proceso de diferenciación.

Por ejemplo, mientras san Agustín afirma que la Iglesia conserva en el entierro de los difuntos la costumbre de cada pueblo; san Jerónimo constata cómo el lamento fúnebre de los paganos fue sustituido por el canto de los salmos, la lectura de textos bíblicos y la oración entre los cristianos. El triste dolor y la desesperación de los paganos se transforma en los cristianos en esperanza y alegría fraterna por su fe en la resurrección y la certeza de su salvación por Cristo.

Los cristianos adoptaron la costumbre del banquete fúnebre sobre el sepulcro, tal como se hacía al tercer, séptimo, trigésimo y cuadragésimo día conmemorativo después de la fecha de defunción entre los paganos. Pero, desde el s.II, estas celebraciones de conmemoración de los muertos, en las que el banquete expresaba el sentimiento de unión al muerto, se unieron a una celebración eucarística en la familia. Se celebran sobre la tumba de los mártires como un servicio divino de la comunidad cristiana; para lo que se erigirá posteriormente una basílica.

Se constata también el progresivo paso de la oración de acción de gracias y bendición propias de los orígenes a la plegaria de intercesión por el difunto. A medida que pasan los siglos disminuye la espera de la parusía y crece en importancia la escatología individual (alma separada del cuerpo). Poco a poco prevalece la preocupación del perdón de los pecados y la salvación del alma en el otro mundo. La idea del Dios bueno y acogedor que está a la espera del hombre que vuelve a él, propia de la época patrística, da paso a una preocupación por la oración de intercesión por el «futuro del difunto».

Entre los siglos VII-VIII la liturgia fúnebre abarca también la administración del viático ante la muerte inminente y la lectura de la pasión del Señor a cargo de un sacerdote o diácono hasta el momento de su fallecimiento. El momento de la defunción se acompaña con oraciones fúnebres, la última de las cuales era la Comendatioanimae (Recomendación del alma): la primera oración de intercesión por el difunto dirigida a Dios. Se rezan salmos con la antífona Requiem aeternam. El cuerpo se traslada a la iglesia para celebrar la misa, y desde allí en procesión hasta el sepulcro. Es importante subrayar el protagonismo de los salmos en todo el itinerario fúnebre desde la expiación hasta la inhumación. Aumenta el interés por la plegaria de intercesión y su sentido propiciatorio por los muertos ante el juicio de Dios. Por eso es importante el ministerio del sacerdote que, no sólo absuelve los pecados de los vivos, intercede también eficazmente por la remisión de la pena de los difuntos. Es el motivo por el que se encargan responsos al sacerdote para alcanzar la misericordia de Dios para el difunto.

Con la publicación del Rituale Romanum de 1614, la «extremaunción» y el viático aparecen como sacramentos de los moribundos y desaparecen de la liturgia exequial. Las exequias comienzan cuando se recoge el cuerpo en la casa del difunto para conducirlo en procesión hasta la iglesia, donde se celebra la misa exequial y la absolución (oración que pedía la revocación de los castigos correspondientes a los pecados del difunto), procesión al cementerio y sepultura. Es una liturgia determinada fuertemente por el miedo y el espanto ante el juicio divino. Las vestiduras negras, la absolución, los salmos expiatorios, la secuencia del Dies irae, etc. confirieron a esta liturgia un carácter tenebroso, que subraya el sentido expiatorio y deprecativo de esta liturgia.

         La progresiva secularización de la sociedad contribuye a desarrollar la pompa y el ornato de las exequias, hasta determinar diversas clases de sepelio. La celebración litúrgica de la muerte aparece más como un espectáculo social que como un rito religioso. La fastuosidad con la que se rodea la muerte (féretros, flores, tumbas, velas, número de sacerdotes, etc.) distingue a los muertos con el fin de distinguir a los vivos.

         El Concilio Vaticano II encomienda la revisión del rito de las exequias que para que exprese «más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana» (SC 81) y no debe haber «acepción alguna de personas y rangos ni en el rito ni en el ornato externo» (SC 32). El 15 de agosto de 1969 se publicó el Ordo exsequiarum como modelo para los rituales en lenguas vernáculas. Su contenido ha sido enriquecido con la recuperación de algunos elementos de la tradición antigua; otros elementos son de nueva creación; y algunos han sido introducidos por influencia de otras tradiciones ecuménicas. Por ejemplo, inspirados en la tradición bizantina, se han introducido formularios distintos para laicos, clérigos, monjes, hombres o mujeres, etc. Inspirados en la reforma anglicana se ha añadido una fórmula de oración ante el sepulcro.

Al hablar de las exequias en otras iglesias y confesiones cristianas habría que destacar la tradición bizantina, prototípica del oriente cristiano. Como acabamos de decir tiene formularios distintos para laicos, clérigos, monjes, hombres o mujeres, etc. El cuerpo es trasladado a la iglesia donde se celebra una larga liturgia de la palabra, -no la Divina Liturgia-, cuya conclusión es el beso de despedida de todos los presentes al cuerpo del difunto. Posteriormente se le lleva a la sepultura donde se vierte óleo bendecido y las cenizas del incensario junto al féretro.

En las Iglesias protestantes, la liturgia de las exequias está dirigida exclusivamente a los presentes como una gran proclamación del Evangelio, ya que los reformadores adoptaron una postura muy escéptica respecto a la oración de intercesión por los difuntos.

El Ritual de Exequias

         Quisiera destacar algunas de las valiosas características del actual Ritual de Exequias revisado según la voluntad del Concilio Vaticano II.

- En primer lugar, concibe las exequias como celebración litúrgica de la Iglesia. Eldifunto no recibe ya ningún sacramento ni sacramental, puesto que ha pasado más allá de la economía sacramental. Pero no dejan de ser una celebración litúrgica de la Iglesia, en la que se celebra el misterio pascual de Jesucristo, se expresa la comunión eficaz con el difunto, se hace partícipe de esta comunión a la asamblea, y se anuncia la vida eterna (CCE 1684). Es importante penetrar en el auténtico sentido de los ritos y las plegarias previstos por la Iglesia con ocasión de la muerte de un cristiano desde la expiración hasta depositar su cuerpo en el sepulcro. A cada difunto le corresponde una celebración distinta, personalizada.

Servirá de gran ayuda la presidencia del ministro. El que va a presidir conviene que conozca la personalidad del difunto; y, si es desconocido, debería preocuparse por conseguir algunos datos sobre él antes de la celebración exequial. Es importante que seleccione los textos y prepare la celebración según el tipo de difunto y muerte. Depende de él en gran medida el buen resultado y la belleza de la celebración, la coordinación de los diversos ministerios (lectores, músicos, etc.) y la creación de un ambiente de oración y de paz. Es importante no dejar nada a la improvisación; y, sobre todo, cuidar el contenido y la forma de las moniciones y homilía. Cuando las exequias se celebran con la debida expresividad litúrgica, los cristianos practicantes encuentran consuelo en su dolor, y los alejados motivos de reflexión y acicate para un despertar espiritual.

- Las exequias son una celebración eclesial. El cristiano no muere solo, sino rodeado de la comunidad de los creyentes, que lo encomienda a la comunidad celestial. «Las exequias cristianas son una celebración litúrgica de la Iglesia. El ministerio de la Iglesia pretende expresar la comunión eficaz con el difunto, y hacer participar en esa comunión a la asamblea reunida para las exequias y anunciarle la vida eterna» (CCE 1684). Las exequias no son cuestión sólo de los allegados al difunto, sino de toda la comunidad cristiana, que debe hacerse presente en las exequias de todos. Quienes preparan la celebración exequial han de estar atento a los diferentes componentes de la asamblea, entre los que se pueden encontrar cristianos y no cristianos.

- Por eso, las exequias tienen también un componente evangelizador, porque cuando son celebradas con piedad y dignidad manifiestan la fe de la Iglesia y se convierten en testimonio esperanzador  ante los presentes.

Itinerario de las celebraciones

         Las exequias cristianas pueden desarrollarse según las tres estaciones o paradas tradicionales: en la casa del difunto, en la iglesia y en el cementerio; en medio de las cuales se ubican dos procesiones: de la casa a la iglesia y de la iglesia al cementerio.

         Sin embargo estas tres estaciones tradicionales son difíciles de realizar en el ambiente urbano actual, por lo que suelen modificarse y reducirse a la mayor simplicidad en la mayoría de los casos. El Ritual de Exequias propone varios tipos de celebraciones acomodadas a las diversas situaciones posibles.

         - Primera forma de celebración eclesial. Tres estaciones:

+ en la casa mortuoria,

+ misa exequial en la iglesia

+ y junto al sepulcro.

- Segunda forma de celebración. Dos estaciones:

+ en la capilla del cementerio

+y junto al sepulcro.

-  Tercera forma de celebración. Una estación:

+junto al sepulcro, o en la capilla del cementerio, incluso en el crematorio.

         Vamos a seguir las diversas etapas de este itinerario, explicando la riqueza de cada una de sus partes y aportando algunas sugerencias pastorales para la digna y bella celebración de las exequias cristianas.

3.1.- EL MOMENTO DE LA MUERTE

La Iglesiarecomienda que, cuando las circunstancias lo permitan, al llegar el enfermo a su última agonía sea asistido por algunos fieles que lo acompañen en su tránsito con la plegaria. Pueden recitarse algunas oraciones conocidas en su vida por el moribundo. La tradición eclesial acostumbra a rezar en este momento la recomendación del alma (Ritual de la unción y de la pastoral de enfermos nn. 242-245).

- En el momento de expirar

Cuando el agonizante ha expirado es importante crear un clima de presencia caritativa, amistosa y de esperanza cristiana junto a quienes lamentan la muerte del difunto. A veces no son necesarias muchas palabras; basta con el silencio elocuente y el gesto fraterno de quien sabe acompañar al que sufre. Si son familias cristianas, conviene crear también un ambiente de oración para acentuar la fe y el consuelo de los presentes.

         Hoy día, tanto si muere en casa como en el hospital, se suele llamar a los servicios funerarios para arreglar el cuerpo del difunto, colocarlo en el féretro y trasladarlo al tanatorio. Donde se conserve la costumbre de hacerlo en casa conviene vestir y adornar de forma sencilla el cadáver con una clara significación sacramental y escatológica. En algunas comunidades monásticas y religiosas se viste al cadáver con el hábito propio y se le adorna con flores. Como se recordará a lo largo de todo el itinerario exequial, el cuerpo del cristiano difunto ha recibido los sacramentos a lo largo de su vida y espera la resurrección.

ORACIÓN AL CERRAR LOS OJOS DEL DIFUNTO

Cuando la persona ha muerto, al cerrarle los ojos se puede decir:

Concede, Señor, a nuestro hermano/a N.,

cuyos ojos no verán más la luz de este mundo,

contemplar eternamente tu belleza

y gozar de tu presencia por los siglos de los siglos.

Amén.

Posteriormente puede trazarse sobre su frente la señal de la cruz. Y pueden orar junto al cadáver:

Este primer mundo ha pasado definitivamente para nuestro hermano/a N.

pidamos al Señor que le conceda gozar ahora del cielo nuevo y de la tierra nueva

que él ha dispuesto para sus elegidos.

V. Venid en su ayuda, santos de Dios;

salid a su encuentro, ángeles el Señor.

R. Recibid su alma y presentadla ante el Altísimo

V. Cristo, que te llamó, te reciba,

y los ángeles te conduzcan al regazo de Abrahán.

R. Recibid su alma y presentadla ante el Altísimo

V. Dale, Señor, el descanso eterno

y brille para él (ella) la luz perpetua.

R. Recibid su alma y presentadla ante el Altísimo

Y se concluye con esta oración:

Te pedimos, Señor, que tu siervo/a N.,

que ha muerto ya para este mundo, viva ahora para ti

y que tu amor misericordioso borre los pecados

que cometió por fragilidad humana.

Por Jesucristo, nuestro Señor.

Colocación del cadáver en el ataúd

         Generalmente el cadáver, colocado en su féretro, se expone a la vista de los familiares y allegados bien en casa o en otro lugar adecuado: capilla ardiente o tanatorio. Su presencia muda aparece como el último mensaje que deja a los suyos: la caducidad de la vida y la presencia de la muerte. En algunos casos se opta porque permanezca abierto a la vista de todos; en otros casos, sin embargo, se prefiere que permanezca cerrado. El cierre del ataúd y la salida del ámbito familiar son momentos cargados de emoción para los allegados, porque es un rostro familiar y querido que desaparece. Por eso la Iglesia acompaña este emotivo momento con una oración que puede hacer cualquiera de los presentes. La salida del féretro de la casa o del lugar familiar del difunto recuerda que ya no vuelve más. Nos recuerda a todos la partida de la casa de los hombres hacia la casa de Dios.

ORACIÓN AL CERRAR EL FÉRETRO

Al cerrar el féretro, alguno de los presentes puede hacer la siguiente oración:

  Señor, en este momento en que va a desaparecer para siempre de nuestros ojos este rostro que nos ha sido tan querido, levantamos hacia ti nuestra mirada; haz que este hermano/a nuestro/a pueda contemplarte cara a cara en tu reino, y aviva en nosotros la esperanza de que volveremos a ver este mismo rostro junto a ti y gozaremos de él en tu presencia por los siglos de los siglos.

R. Amén

  Señor, escucha nuestra oración por tu fiel N.

R. señor, ten piedad.

  Ilumina sus ojos con la luz de tu gloria

R. señor, ten piedad.

  Perdónale sus pecados, concédele la vida eterna

R. señor, ten piedad.

  Atiende a los que te suplican y escucha la voz de los que lloran

R. señor, ten piedad.

Consuélanos en nuestro dolor

R. señor, ten piedad.

3.2.- EN LA CAPILLA ARDIENTE

         Por motivos prácticos, la mayoría de las familias optan por trasladar el féretro a un  tanatorio y allí acompañar al cadáver en las horas previas al sepelio.

Lo primero que urgen los servicios funerarios son los datos para redactar la esquela funeraria, con el fin de informar sobre el fallecimiento de tal persona. Es importante tener claro que, incluso en la elaboración del texto de la esquela, debería quedar bien patente, que se trata de una “esquela cristiana” en su contenido y en su forma. Estamos acostumbrados a ver en los periódicos y en las funerarias la misma plantilla de esquelas para todos, bien se trate de un cristiano o de un no cristiano. Deberíamos redactar nosotros mismos el texto de la esquela e incluir alguna expresión o frase que manifestara nuestra fe cristiana ante el misterio de la muerte. Hay frases bíblicas espléndidas, que enriquecen la noticia concisa de la muerte de un ser querido y se convierten en un testimonio cristiano público ante la sociedad. El texto puede ir acompañado de algún símbolo cristiano como la cruz, el cirio pascual, el crismón, etc., sobre todo, cuando se proponen esquelas y textos absolutamente paganos.

         Esta actitud cristiana ha de reflejarse también en la redacción de los recordatorios del difunto o en las inscripciones sepulcrales.

Los vivos nos empeñamos en distinguir a los muertos para distinguirnos nosotros. Fastuosidad con la que rodeamos la muerte: esquelas de diferente tamaño, féretros, flores y tumbas. Desterrar los alardes sociales ante la muerte.

La capilla ardiente es un lugar y momento para el encuentro de diferentes personas que quieren mostrar sus condolencias a los familiares por la muerte del difunto. Es importante crear un clima de acogida y atención a todos. Han hecho un esfuerzo por venir y es importante que se sientan acogidos. A veces, son momentos de tensión o de reconciliación entre familiares. Es importante mostrar a todos un verdadero ambiente cristiano, en el que los velatorios fúnebres, caracterizados por las vanas conversaciones y el lamento desesperanzado, se convierten en verdaderas reuniones de plegaria personal y comunitaria.

Uno de los objetivos de este tiempo de vela ante el cadáver es facilitar la oración de los presentes por el difunto y con el difunto. Por un lado, los creyentes interceden piadosamente por el difunto para que alcance la felicidad junto a Dios. Por otro lado, la oración aporta el apoyo y el consuelo de la fe a los creyentes.

         Junto a las oraciones personales de cada uno, pueden proponerse algunas oraciones comunitarias para todos los allí presentes. Es común el rezo del rosario. Sería aconsejable rezar los misterios dolorosos y gloriosos, porque meditan la muerte y resurrección de Jesucristo. Se recomienda conservar, donde sea posible, la costumbre de rezar la Liturgia de las Horas del Oficio de difuntos fuera de las solemnidades, domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, miércoles de ceniza, Semana Santa, octava de Pascua y día 2 de noviembre. Y es oportuno también hacer una vigilia de oración como liturgia de la palabra, sobre todo cuando participa el pueblo (RE, pp. 82-90).

 

       ESQUEMA

PARA UNA VIGILIA COMUNITARIA DE ORACIÓN

POR EL DIFUNTO

(Dirigida por un asistente laico)

Ritos iniciales

  Bendigamos al Señor, que, por la resurrección de su Hijo, nos ha hecho nacer para una esperanza viva.

R. Amén

Hermanos: Si bien el dolor por la pérdida, aún tan reciente, de un ser querido llena de dolor nuestros corazones y ensombrece nuestros ojos, avivemos en nosotros la llama de la fe, para que la esperanza que Cristo ha hecho habitar en nuestros corazones conduzca ahora nuestra oración para encomendar a nuestro/a hermano/a N. en las manos del Señor, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo.

 

Se recita un salmo a dos coros o por un salmista, y el resto responde con la antífona.

 

Antífona:Mi alma esperan en el Señor

 

Salmo 129

 

Desde lo hondo a ti grito, Señor;

Señor, escucha mi voz;

estén tus oídos atentos

a la voz de mi súplica.

 

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,

¿quién podrá resistir?

pero de ti procede el perdón,

y así infundes respeto.

 

Mi alma espera en el Señor,

espera en su palabra;

mi alma aguarda al Señor,

más que el centinela la aurora.

 

 

Aguarde Israel al Señor,

como el centinela la aurora;

porque del Señor viene la misericordia,

la redención copiosa;

y él redimirá a Israel

de todos sus delitos.

 

Antífona:Mi alma esperan en el Señor

 

Oremos

 

Escucha, Señor, la oración de tus fieles; desde el abismo de la muerte, nuestro/a hermano/a N. espera tu redención copiosa; redímelo/a de todos sus delitos y haz que en tu reino vea realizada toda su esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

R. Amén

 

Liturgia de la Palabra

 

Lectura del libro de la Sabiduría (2,1-5. 21-23; 3,1-6)

 

Se dijeron los impíos, razonando equivocadamente:

“La vida es corta y triste,

y el trance final del hombre, irremediable;

y no consta de nadie que haya regresado del abismo.

Nacimos casualmente

y luego pasaremos como quien no existió;

nuestro respiro es humo,

y el pensamiento, chispa del corazón que late;

cuando ésta se apague, el cuerpo se volverá ceniza,

y el espíritu se desvanecerá como aire tenue.

Nuestro nombre caerá en el olvido con el tiempo,

y nadie se acordará de nuestras obras;

pasará nuestra vida como rastro de nube,

se disipará como neblina

acosada por los rayos del sol

y abrumada por su calor.

Nuestra vida es el paso de una sombra,

y nuestro fin, irreversible;

está aplicado el sello, no hay retorno.”

Así discurren, y se engañan,

porque los ciega su maldad:

no conocen los secretos de Dios,

no esperan el premio de la virtud

ni valoran el galardón de una vida intachable.

Dios creó al hombre para la inmortalidad

y lo hizo a imagen de su propio ser.

La vida de los justos está en manos de Dios,

y no los tocará el tormento.

La gente insensata pensaba que morían,

consideraba su tránsito como una desgracia,

y su partida de entre nosotros como una destrucción;

pero ellos están en paz.

La gente pensaba que cumplían una pena,

pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad;

sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores,

porque Dios los puso a prueba

y los halló dignos de sí;

los probó como oro en crisol,

los recibió como sacrificio de holocausto.

 

Palabra de Dios

 

Pueden hacerse más lecturas. Después se invita a los presentes a recitar juntos la profesión de fe.

 

  Con la esperanza puesta en la resurrección y en la vida eterna que en Cristo nos ha sido prometida, profesemos ahora nuestra fe, luz de nuestra vida cristiana.

 

Creo en Dios, Padre todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,

nació de santa María Virgen,

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado,

descendió a los infiernos,

al tercer día resucitó de entre los muertos,

subió a los cielos

y está sentado a la derecha de Dios,

Padre todopoderoso.

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos.

Creo en el Espíritu Santo,

la santa Iglesia católica,

la comunión de los santos,

el perdón de los pecados,

la resurrección de la carne

y la vida eterna.

Amén.

 

Preces finales

 

Oremos, hermanos, a Cristo, el Señor, esperanza de loa que vivimos aún en este mundo, vida y resurrección de los que ya han muerto; llenos de confianza, digámosle:

 

R. Tú que eres la resurrección y la vida, escúchanos.

 

Para que Dios acoja a este hijo/a suyo/a y le de la felicidad eterna.

 

Para que acepte el bien que nuestro/a hermano/a hizo mientras peregrinó en este mundo.

 

Para que perdone sus pecados y debilidades.

 

Para que consuele a los familiares y amigos que lloran su ausencia.

 

Para que de fortaleza y esperanza a los que sufren.

 

Para que nos ayude a crecer en la fe y madurar en el amor a todos los aquí presentes.

 

Para que reciba en la felicidad de su Reino a todos los fieles difuntos.

 

  El mismo Señor, que lloró junto al sepulcro de Lázaro y que, en su propia agonía, acudió conmovido al Padre, nos ayude a decir: Padre nuestro…

 

La oración puede terminar con esta súplica final

 

  Dale, Señor, el descanso eterno

 

R. Y brille sobre él (ella) la luz eterna.

 


3.3. - EN LA IGLESIA

Tras el tiempo oportuno en la capilla ardiente, se traslada el féretro a la iglesia para celebrar la misa exequias. En otras ocasiones, y por motivos diversos, se opta por celebrar una misa en el tanatorio para todos los difuntos que hay en él y se prosigue con la conducción del cadáver al cementerio. Aunque la Iglesia comprende esta situación, sin embargo insta a que se celebre la misa exequial por el difunto otro día próximo a su entierro. La tradición cristiana recomienda trasladar el féretro con el cuerpo del difunto a su iglesia parroquial, donde ha vivido su fe, para celebrar la misa exequias con la comunidad cristiana a la que ha pertenecido.

ESQUEMA DE LA MISA EXEQUIAL

 

Ritos iniciales

- Recibimiento del cadáver

- Procesión hacia el altar

- Iluminación del Cirio pascual

- Oración colecta

 

Liturgia de la Palabra

- Primera lectura

- Salmo

- (Segunda lectura)

- Aleluya (o Tracto)

- Evangelio

- Homilía

- Oración universal

 

Liturgia eucarística

- Presentación de ofrendas

- Plegaria eucarística

- Rito de comunión

- Oración después de la comunión

 

Último adiós al cuerpo del difunto

- Monición

- Aspersión con el agua bendita

- Incensación

- Oración

- (Breve biografía del difunto)

- Bendición


- Recibimiento del difunto a la entrada de la Iglesia

El ministro puede salir a la puerta de la iglesia a recibir el cadáver o bien acogerlo dentro del templo. Si lo recibe a la entrada, saluda a los presentes y los invita a participar en la acción litúrgica. En este momento no hay aspersión de agua bendita sobre el féretro. El sacerdote precede al féretro y encabeza la procesión hacia el altar cantando algún canto apropiado.

Es importante fomentar el uso de la música y el canto en este tipo de celebración. Curiosamente los primeros cristianos sustituyeron el llanto fúnebre pagano por el canto esperanzador de los salmos. El canto manifiesta nuestra alegría pascual ante la muerte de un hermano. Deberíamos seleccionar aquellos cantos penetrados de genuino espíritu bíblico y litúrgico. El canto procesional típico de este momento es el salmo 113.

         El gesto de introducir procesionalmente por última vez el cadáver en la iglesia recuerda las sucesivas entradas del difunto en la asamblea cristiana y su acogida definitiva en la asamblea de los santos. Se coloca ante el altar según la orientación que habitualmente adoptaba en las asambleas litúrgicas. Si es laico, mirando al altar; si es un ministro ordenado (obispo, presbítero, diácono), mirando al pueblo.

         El presidente saluda a la comunidad reunida con palabras de fe y de consuelo. Las exequias pueden ser presididas por un ministro ordenado: sacerdote, si hay misa, o un diácono, cuando es una celebración de la Palabra. En este último caso puede dirigirla también un laico autorizado por el obispo.

         Es importante advertir al inicio de la celebración que, como ya señalaba el Concilio Vaticano II, aparte de los honores debidos a las autoridades civiles, de acuerdo con las leyes litúrgicas, no se hará acepción alguna de personas o de clases sociales, ni en las ceremonias ni en el ornato externo (SC 23).

REPERTORIO DE CANTOS PARA LA CELEBRACIÓN EXEQUIAL

 

Los cantos propuestos están tomados del Cancionero Litúrgico Nacional (CLN) y del Ritual de Exequias (RE). Conviene conocer los cantos propuestos en el Apéndice VII del Ritual de Exequias (pp. 1485-1530).

 

Procesión de entrada

- Hacia ti morada santa (CLN O16)

- ¡Que alegría cuando me dijeron! (CLN 525)

- Caminaré en presencia del Señor (CLN 520)

 

Iluminación del Cirio pascual

 

- ¡Oh luz gozosa (RE, p.1528; CLN 760)

- El Señor es mi luz (CLN 505)

 

Presentación de las ofrendas

- Bendito seas, Señor (CLN H5)

- Te ofrecemos, Señor (CLN H8)

 

Canto de comunión

- Yo soy el pan de vida (RE, p. 1515; CLN O38)

- Tú eres, Señor, el pan de vida (CLN O41)

- En la fracción del pan (CLN O5)

 

Último adiós

- Acuérdate de Jesucristo (CLN 202)

- Resucitó (CLN 208)

 

Procesión de salida

- La muerte no es el final (RE, p. 1526; CLN 454)

- Guarda mi alma en la paz (RE, p. 1528)

- Al atardecer de la vida (CLN 739)


- Signos y Gestos en torno al féretro

Inmediatamente después de colocar el féretro según la posición que le corresponde, la Iglesia honra por razones de fe el cuerpo del difunto a través de una serie de signos, que subrayan el sentido pascual de este momento. 

- Sobre el féretro está el signo de la Cruz, que recuerda el dolor y la muerte de Jesucristo. Es el signo glorioso del que primero atravesó la muerte para iluminar el sentido último del sufrimiento y de la muerte de los hombres.

         - El rito de la iluminación del Cirio Pascual es optativo, pero resulta muy expresivo para simbolizar la presencia de Cristo Resucitado. Se enciende el Cirio Pascual colocado junto al féretro mientras se canta un canto apropiado, por ejemplo, el antiquísimo himno oriental «¡Oh luz gozosa!». La llama de Cristo Resucitado es la luz que ilumina la muerte de los que creyeron en Él; es la luz que brilla en la tinieblas de la muerte; la luz que ilumina el paso por el valle de la muerte: “Aunque camino por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo” (Sal 22); la luz de la fe que recuerda la llama del bautismo: «Recibid la luz de Cristo… Que vuestro hijo, iluminado por Cristo camine siempre como hijo de la luz. Y perseverando en la fe, pueda salir con todos los Santos al encuentro del Señor» (Ritual de Bautismo, nº 131); la luz eterna que brilla para nuestro hermano difunto, como  cantamos en la antífona de comunión: Lux aeterna luceat eis, Domine.

 

Mientras se enciende el cirio pascual, el presidente dice:

 

Junto al cuerpo, ahora sin vida,

de nuestro hermano/a N.,

encendemos, oh Cristo Jesús, esta llama,

símbolo de tu cuerpo glorioso y resucitado;

que el resplandor de esta luz ilumine nuestras tinieblas

y alumbre nuestro camino de esperanza,

hasta que lleguemos a ti, oh Claridad eterna,

que vives y reinas, inmortal y glorioso,

por los siglos de los siglos.

 

La presencia de la luz y de las flores junto al féretro ponen una nota de color y alegría en medio de la tristeza.

Pude ponerse también sobre el féretro el libro de la Sagrada Escritura, el Evangeliario u otro signo cristiano (RE 78). Cuando se trata de un ministro ordenado se ponen sobre el féretro los distintivos propios de su ministerio. Cuando es obispo se coloca sobre el féretro la casulla y la mitra, como vestidura de fiesta de quien presidía la Iglesia en nombre de Cristo; su báculo pastoral, como signo del pastor que cuida la grey del Señor; y el evangeliario, como recuerdo del anuncio del Evangelio al que consagró su vida. Al presbítero, la estola y la casulla para significar su condición sacerdotal; y el evangeliario como anunciador del Evangelio. Al diácono la estola y la dalmática, como vestidura de su servicio en la Iglesia; y el evangeliario, para significar la proclamación litúrgica del Evangelio, característico de su misión.

OBISPO

PRESBÍTERO

DIÁCONO

 

Mientras se coloca la casulla y la mitra:

 

Mira, Señor, con misericordia, a tu siervo N., nuestro obispo que, mientras nos presidía en tu nombre, llevaba esta vestidura y este ornamento de fiesta; y concédele que ahora, revestido de gloria en tu presencia, te celebre con tus santos eternamente.

 

Mientras se coloca su báculo pastoral:

 

Que el obispo de esta Iglesia, que al cuidar de la grey del Señor, llevaba este báculo, signo de pastor, sea reconocido ahora por Cristo, el supremo Pastor y reciba de él el premio de sus trabajos pastorales y la corona perenne de gloria.

 

Mientras se coloca el evangeliario:

 

Que el obispo de esta Iglesia, que consagro su vida a anunciar el Evangelio de Cristo, goce ahora contemplando, cara  a cara, aquella misma verdad que, ya cuando vivía en la luz limitada de este mundo, vislumbró en la palabra de Dios y predicó a sus hermanos.

 

 

Mientras se coloca la estola y la casulla:

 

Mira, señor, con misericordia, a tu siervo N., que, mientras presidía en tu nombre la asamblea de los fieles, llevaba estas vestiduras de fiesta; y concédele que ahora, revestido de gloria en tu presencia, te celebre con tus santos eternamente.

 

Mientras se coloca el evangeliario:

 

Que el presbítero N., que tuvo en este mundo la misión de anunciar el Evangelio de Cristo, goce ahora contemplando, cara a cara, aquella misma verdad que, ya cuando vivía en la luz limitada de este mundo, vislumbró en la palabra de Dios y predicó con celo.

 

 

Mientras se coloca la estola y la dalmática:

 

Mira, Señor, con misericordia, a tu siervo N., que, mientras servía a tu Iglesia, llevaba estas vestiduras de fiesta; y concédele que ahora, revestido de gloria en tu presencia, te celebre con tus santos eternamente.

 

Mientras se coloca el evangeliario:

 

Que el diácono N., que tuvo en este mundo la misión de anunciar el Evangelio de Cristo, goce ahora contemplando, cara a cara, aquella misma verdad que, ya cuando vivía en la luz limitada de este mundo, anunció solemnemente a sus hermanos


Otro signo ligado a la celebración exequial es el color litúrgico de las vestiduras. Antes del Concilio Vaticano II se usaba el color negro para las exequias de los adultos y los ornamentos blancos para las exequias de los párvulos, es decir, aquellos niños fallecidos antes del uso de razón, que no habían cometido un pecado persona. El color negro simboliza el dolor causado por la muerte. Sin embargo, el Ritual de Exequias propone el color morado como el típico de las exequias cristianas en el rito romano. Es un color que suaviza el luto del negro, y recuerda que nuestra súplica por el difunto está acompañada por un espíritu de humildad. No están permitidos otros colores. Las exequias del Papa se celebran con ornamentos rojos, como en las fiestas de los apóstoles y en comunión con el color fúnebre de algunas iglesias orientales, entre ellas la Iglesia bizantina.

         Es importante subrayar que, tras estos ritos iniciales, se omite el acto penitencial. Suele ser un fallo repetido en muchas celebraciones, que hemos de evitar.

- Proclamación de la Palabra de Dios

         Toda celebración litúrgica proclama la Palabra de Dios, que anuncia e ilumina el gesto sacramental subsiguiente. La Liturgia de la Palabra es parte importante en la celebración de las exequias. Así se afirma desde el inicio del Ritual de exequias: «En cualquier celebración por los difuntos, tanto exequial como común, se considera como parte muy importante del rito, la lectura de la palabra de Dios. En efecto, ésta proclama el misterio pascual, afianza la esperanza de una vida nueva en el reino de Dios, exhorta a la piedad hacia los difuntos y a dar un testimonio de vida cristiana» (RE, Praenotanda n.10).Constituye la mejor lección cristiana sobre el significado de la muerte.

         La riqueza de textos bíblicos seleccionados en el Leccionario (más de 60) permite elegir los textos según las circunstancias, y usar un gran número de lecturas, salmos y antífonas.

         El Ritual de Exequias propone un rico elenco de lecturas bíblicas, tanto para las exequias de adultos como de los niños no bautizados (RE, pp. 1191-1311); varios esquemas de lecturas para celebraciones comunes y para algunas circunstancias especiales (RE, pp. 1428-1467) y de homilías exequiales (RE, pp. 1468-1484).

Primera lectura

         La primera lectura puede ser tomada del Antiguo o del Nuevo Testamento. Los textos del Antiguo Testamento subrayan el dolor del ser humano ante la experiencia de la muerte, la reflexión sobre el pecado y la fragilidad humana, que invoca la ayuda y misericordia de Dios.

Salmo

En las exequias, la Iglesia recurre especialmente a los salmos para expresar el dolor humano y reafirmar la confianza en Dios. Este es el contenido que ha de explicar en las debidas catequesis para que el pueblo cristiano comprenda el verdadero sentido cristiano de estos textos. Convendría que fueran cantados, bien en forma responsorial por un salmista, bien por toda la asamblea.

Segunda lectura

         Si hay segunda lectura, siempre ha de ser un texto del Nuevo Testamento. Todos ellos interpretan la muerte del cristiano a la luz del misterio de Jesucristo.

Aleluya

         Para significar el carácter pascual de las exequias cristianas convendría cantar el aleluya antes de la proclamación del Evangelio. Hay muchas antífonas seleccionadas en el Leccionario, en sintonía con los evangelios, que pueden cantarse en la celebración.

Evangelio

         La selección de evangelios privilegia también el sentido pascual de la muerte de Jesucristo. Hay numerosos textos relacionados con la pasión del Señor y su entrega voluntaria para salvar a los hombres; el milagro de la resurrección de Lázaro; algunas parábolas escatológicas, etc. Se ha procurado una pequeña representación de los cuatro evangelios.

Homilía

Conviene que la homilía del presidente parta del contenido de las lecturas bíblicas proclamadas o de las oraciones de la misa para iluminar el misterio de la muerte cristiana a la luz del misterio pascual de Jesucristo. No se debe aprovechar este momento para evangelizar o convertir a los asistentes, ni hacer propaganda de la Iglesia o lanzar acusaciones contra los remisos y reticentes. Debe evitar siempre el «elogio fúnebre» del difunto. La homilía ha de exhortar a la esperanza cristiana; comunicar el amor santo de la madre iglesia; y expresar el consuelo de la fe cristiana, para aliviar a los presentes y no herir su dolor.

- «Con misa» o «sin misa». La Liturgia eucarística.

La celebración cristiana de la muerte puede ser con misa o sin misa exequial. Si por razones pastorales se celebran sin misa –la cual en lo posible ha de celebrarse otro día- es obligatoria la liturgia de la palabra y el último adiós al difunto. Esta decisión se tomará en diálogo con la familia y respetando los días litúrgicos.

La forma ideal para la celebración cristiana de la muerte es la misa exequial, porque expresa muy bien la vinculación entre la muerte/resurrección de Cristo y la muerte del fiel que acaba de fallecer. La resurrección de Cristo es la prenda de nuestra resurrección. La misa exequias es el más excelente sufragio por el difunto, ya que la Iglesia, al ofrecer el sacrificio pascual, pide a Dios que el cristiano difunto, que fue alimentado por la eucaristía, prenda de vida eterna, sea admitido en la plenitud pascual de la mesa del Reino. Así nos lo recuerda el catecismo de la Iglesia Católica: «Cuando la celebración de las exequias tiene lugar en la iglesia, la Eucaristía es el corazón de la realidad pascual de la muerte cristiana. La Iglesia expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus consecuencias y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del reino. Así celebrada la Eucaristía, la comunidad de fieles, especialmente la familia del difunto, aprende a vivir en comunión con quien «se durmió en el Señor», comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él” (CCE 1689).

         En la eucaristía se encuentra la oración más antigua por los difuntos. En el corazón de la plegaria eucarística pedimos que los frutos de la redención se extiendan a toda la Iglesia, a los vivos y a los difuntos, a los presentes y a los ausentes…. En las intercesiones o dípticos se hace un sencillo memento (recuerdo) por los difuntos, mencionando su nombre, para presentarlos a Dios. Es una expresión que insinúa el recuerdo que Dios tiene de los difuntos, vinculado al recuerdo que de ellos conservamos los fieles vivos a través de nuestras oraciones y sufragios. En estas oraciones confesamos nuestra fe en la vida eterna e intercedemos piadosamente por nuestros hermanos fallecidos para que alcancen la felicidad eterna.

«La Iglesia ofrece por los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de Cristo y reza y ofrece sufragios por ellos de modo que, comunicándose entre sí todos los miembros de Cristo, éstos impetran para los difuntos el auxilio espiritual y para los demás el consuelo de la esperanza» (RE, Praenotanda 1).

Plegaria eucarística I o Canon Romano

Plegaria eucarística II

Plegaria eucarística III

Plegaria eucarística IV

 

Acuérdate también, señor, de tus hijos N. y N., que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz.

A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz.

 

 

Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro.

 

Recuerda a tu hijo/a a quien llamaste (hoy) de este mundo a tu presencia: concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección, cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo. Y a todos nuestros hermanos difuntos y a cuantos murieron en tu amistad recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes.

 

Acuérdate también de los que murieron en la paz de Cristo y de todos los difuntos cuya fe sólo tú conociste.


- Último adiós

Después de la misa exequial o de la celebración de la palabra tiene lugar el último adiós al cuerpo del difunto, que sólo se puede hacer estando presente el cadáver. El antiguo rito de la absolución ha sido sustituido por el rito de despedida. Los signos de la aspersión e  incensación, más que ser oraciones de intercesión por el muerto ante el juicio final, son una expresión más adecuada de la despedida temporal que toda la comunidad presenta al miembro difunto en el momento de su partida y con el que los fieles permanecen en conexión por medio de Cristo. Como dice el Ritual: «Este rito no significa una purificación que se realiza en todo caso por el sacrificio eucarístico, sino el último saludo de la comunidad cristiana a uno de sus miembros, antes de que el cuerpo sea sepultado. Pues, si bien en la muerte hay siempre una separación, a los cristianos que como miembros de Cristo son una sola cosa en Cristo, ni siquiera la misma muerte puede separarlos» (RE, Praenotanda 14).

Es el adiós que la comunidad cristiana de la tierra da a uno de sus miembros que desde ahora pasará a formar parte de la Iglesia del cielo. Y lo hace con la oración que confía el difunto a Dios para que lo acoja;  y los gestos que expresan la veneración del cuerpo que ha sido cuidado sacramentalmente en vida. La comunidad cristiana venera el cuerpo del difunto porque ha sido templo del Espíritu Santo y está llamado a la resurrección. Los ritos exequiales expresan la veneración cristiana por el cuerpo. Es el mismo cuerpo que fue bañado por el bautismo, crismado con el óleo santo, eucaristizado con el Cuerpo y Sangre de Cristo, marcado con el signo de la salvación, protegido con la imposición de manos… convertido en cadáver continua siendo objeto del cuidado solícito y amoroso de la madre Iglesia. No son vana ostentación. Expresan la convicción cristiana de que todo el hombre, alma y cuerpo formando unidad vital, es objeto de la salvación en Cristo.

         - La aspersión con agua bendita en torno al féretro recuerda el bautismo, por el que el cristiano es inscrito ya en la vida eterna y participa en el misterio pascual de Jesucristo. Relaciona el final de la vida del cristiano con el inicio de su vida sacramental, que lo incorporó a la muerte y resurrección de Cristo. Tiene una evidente simbología pascual. El cristiano, por su bautismo, está llamado a una vida santa para gloria de Dios y destinado a la resurrección. En la Alta Edad Media se echaba agua bendita sobre el cadáver; tal costumbre fue atacada por Lutero y los protestantes.

 

- La incensación con el incienso perfumado honrar el cuerpo del difunto como templo del Espíritu Santo (1Cor 6,19-20) y está llamado a la resurrección. El humo perfumado del incienso es signo sagrado en muchas religiones. Los primeros cristianos quisieron diferenciarse de los usos paganos y aborrecían el incienso. A partir del s. IV, cuando ya no hay peligro de confusión con el paganismo, se toma este elemento del protocolo civil y entra en la liturgia cristiana, posiblemente en las exequias, por su valor simbólico, apoyado por el salmo 140: “Suba mi oración como incienso en tu presencia”, y algunas citas bíblicas: “los perfumes del incienso son las plegarias de los santos” (Ap 5,9). Para marcar el contraste con la aflicción de los paganos ante la muerte, los cristianos hicieron de los funerales un cortejo triunfal con cantos de alegría, palmas e incienso, que manifestaba su actitud de alegría y esperanza en la resurrección.

         Mientras el presidente realiza estos signos, conviene cantar un canto apropiado a los ritos que acompaña. Un canto de alegría por la resurrección de Jesucristo y la esperanza de la resurrección del cristiano.

Tras estos ritos, algún familiar o conocido puede dirigir una breve alocución a los presentes haciendo una breve biografía del finado, excluyendo todo panegírico y elogio fúnebre, y aprovechando para dar testimonio cristiano del difunto, y concluir con unas palabras de gratitud a Dios.

- Bendición final

         Seguidamente el presidente da la triple bendición característica de las celebraciones solemnes de la liturgia con la que despide a la asamblea. Puede hacer una breve despedida final dirigiéndose a los familiares y a todos los presentes. Pero no deberíamos abusar de la palabra y de las intervenciones en este tipo de celebración. A veces resultan demasiado densas y cansinas por el exceso de palabras. Es necesario buscar el armonioso equilibrio entre las palabras y los gestos para no empañar la belleza de esta celebración litúrgica.

 

 

BENDICIÓN FINAL

 

El Dios de todo consuelo,

que con inefable amor creó al hombre

y, en la resurrección de su Hijo,

ha dado a los creyentes la esperanza de resucitar,

derrame sobre vosotros su bendición.

 

R. Amén

 

 

Él conceda el perdón de toda culpa

a los que vivís aún en este mundo,

y otorgue a los que han muerto

el lugar de la luz y de la paz.

 

R. Amén

 

Y a todos os conceda

vivir eternamente felices con Cristo,

al que proclamamos resucitado de entre los muertos.

R. Amén

 

Y bendición de Dios todopoderoso,

Padre, Hijo + y Espíritu Santo,

descienda sobre vosotros.

 

R. Amén

 

O bien

 

Señor, dale el descanso eterno.

 

R. Y brille sobre él (ella) la luz eterna.

 

Descanse en paz.

R. Amén

 

Su alma y las almas de todos los fieles difuntos,

por la misericordia de Dios, descansen en paz.

 

R. Amén


Mientras sale procesionalmente el cuerpo de la iglesia puede cantarse la antigua antífona gregoriana: “In paradisum deducant te Angeli, in tuo adventu suscipiant te Martyres, et perducant te in civitatem sanctam Ierusalem”, cuya traducción castellana es: «Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén». Es una antífona que ha sido musicalizada también por otros autores modernos.

         Si hay procesión al cementerio puede cantarse el Salmo 117. Como toda procesión, expresa el simbolismo de la Iglesia como pueblo peregrino, en marcha, hacia la gloria. Al acompañar a un miembro difunto en su último trayecto hasta el cementerio, la comunidad eclesial experimenta la condición nómada de su existencia hacia la futura morada. Donde sea posible, es bueno conservar el sentido procesional de las exequias cristianas. No se trata de llevar al difunto a su «última morada», porque nuestra morada definitiva no es el sepulcro, sino Dios.

DOS SALMOS PROCESIONALES: 113 Y 11

Los salmos 113 y 117 constituyen desde la antigüedad el núcleo de la celebración exequias cristiana, pero dejaron de usarse en los siglos XIII y XIV, aunque fueron conservados en España hasta el siglo XVI. Son los textos sálmicos mayores de la celebración cristiana de la muerte y típicos de las exequias cristianas porque dan a esta celebran su más claro sentido pascual. El salmo 113 se canta en la procesión a la iglesia o en la entrada a la iglesia; mientras que el canto 117 se canta en la procesión de salida de la iglesia o hacia el cementerio.

Salmo 113

Cuando Israel salió de Egipto,

Los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,

Judá fue su santuario,

Israel fue su dominio.

 

El mar al verlos huyó,

El Jordán se echó atrás;

Los montes saltaron como carneros;

Las colinas como corderos.

 

¿Qué te pasa, mar, que huyes,

Y a ti, Jordán, que te echas atrás?

¿Y vosotros, montes, que saltáis como carneros;

Colinas, que saltáis como corderos?

 

En presencia del Señor se estremece la tierra,

En presencia del Dios de Jacob;

Que transforma las peñas en estanques,

El pedernal en manantiales de agua.

 

Israel confía en el Señor:

Él es su auxilio y su escudo.

La casa de Aarón confía en el Señor:

Él es su auxilio y su escudo.

Los fieles del Señor confían en el Señor:

Él es su auxilio y su escudo.

 

Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,

Bendiga a la casa de Israel,

Bendiga a la casa de Aarón;

Bendiga a los fieles del Señor, pequeños y grandes.

 

Que el Señor os acreciente,

A vosotros y a vuestros hijos;

Benditos seáis del Señor,

Que hizo el cielo y la tierra.

El cielo pertenece al Señor,

La tierra se la ha dado a los hombres.

 

Los muertos ya no alaban al Señor,

Ni los que bajan al silencio.

Nosotros, sí, bendeciremos al Señor

Ahora y por siempre.

 

Salmo 117

 

Diga la casa de Aarón:

Eterna es su misericordia.

Digan los fieles del Señor:

Eterna es su misericordia.

 

En el peligro grité al Señor,

Y me escuchó, poniéndome a salvo.

El Señor está conmigo: no temo;

¿qué podrá hacerme el hombre?

El Señor está conmigo y me auxilia,

Veré la derrota de mis adversarios.

 

Mejor es refugiarse en el Señor

Que fiarse de lso hombres,

Mejor es refugiarse en el Señor

Que fiarse de los jefes.

 

Todos los pueblos me rodeaban,

En el nombre del Señor los rechacé;

Me rodeaban cerrando el cerco,

En el nombre del Señor los rechacé;

Me rodeaban como avispas,

Ardiendo como fuego en las zarzas,

En el nombre del Señor los rechacé.

 

Empujaban y empujaban para derribarme,

pero el Señor me ayudó;

El Señor es mi fuerza y mi energía,

Él es mi salvación.

 

Escuchad: hay cantos de victoria

En las tiendas de los justos:

“La diestra del Señor es poderosa,

La diestra del Señor es excelsa,

La diestra del Señor es poderosa”.

 

No he de morir, viviré

Para contar las hazañas del Señor.

Me castigó, me castigó el Señor,

Pero no me entregó a la muerte.

 

 

Abridme las puertas del triunfo,

Y entraré para dar gracias al Señor.

-Ésta es la puerta del Señor:

Los vencedores entrarán por ella.

-Te doy gracias porque me escuchaste

Y fuiste mi salvación.

 

La piedra que desecharon los arquitectos

Es ahora la piedra angular.

Es el Señor quien lo ha hecho,

Ha sido un milagro patente.

 

Éste es el día en que actuó el Señor:

Sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Señor, danos la salvación;

Señor, danos prosperidad.

 

-Bendito el que viene en el nombre del Señor,

Os bendecimos desde la casa del Señor;

El Señor es Dios,

Él nos ilumina.

 

-Ordenad una procesión con ramos

Hasta los ángulos del altar.

Tú eres mi Dios, te doy gracias;

Dios mío, yo te ensalzo.

Dad gracias al Señor porque es bueno,

Porque es eterna su misericordia.


3.4. - EN EL CEMENTERIO

Los paganos denominaban a los lugares donde enterraban sus muertos necrópolis, es decir, lugar o ciudad de los muertos. Los cristianos emplearon el término griego cementerio que significa dormitorio, es decir, lugar donde los restos mortales descansan en espera de la resurrección de la carne. Esta es la razón por la que los cristianos tratan con sumo respeto los lugares donde duermen aguardando la resurrección. Por esta razón se bendicen los cementerios o los sepulcros, y se cuida el orden y la limpieza de estos recintos para favorecer un clima de oración, de silencio y de paz.

         - Bendición del sepulcro.

Tanto la procesión desde la iglesia como el traslado del féretro en coche finalizan junto al sepulcro. Si no se ha hecho en la iglesia, puede hacerse en este momento el último adiós al cuerpo del difunto, la alocución biográfica del finado y la bendición final. El Ritual de Exequias, inspirándose en la tradición de la Iglesia anglicana/reformada, completa este momento con una fórmula sepulcral para manifestar la concepción cristiana de la sepultura y expresar la espera de la parusía por parte del difunto. Si es un sepulcro nuevo, sirve para bendecirlo. Son unas bellas plegarias de nueva composición, con un lenguaje poético inspirado en las imágenes bíblicas y un fuerte sentido esperanzador.

ORACIONES ANTE EL SEPULCRO

(Si el sepulcro está bendecido, se omite el texto entre corchetes)

I

(RE, p. 131)

 

Señor Jesucristo,

que al descansar tres días en el sepulcro

santificaste la tumba de los que creen en ti,

de tal forma que la sepultura

no sólo sirviera para enterrar el cuerpo,

sino también para acrecentar

nuestra esperanza en la resurrección,

(dígnate ben+decir esta tumba y)

concede a nuestro/a hermano/a N.

descansar aquí de sus fatigas,

durmiendo en la paz de este sepulcro,

hasta el día en que tú, que eres la resurrección y la Vida,

lo (la) resucites y lo (la) ilumines

con la contemplación de tu rostro glorioso.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

 

II

(RE, p. 163)

Dueño de la vida y Señor de los que han muerto,

acuérdate de nuestro/a hermano/a N.,

que, mientras vivió en este mundo,

fue bautizado/a en tu muerte

y asociado/a a tu resurrección

y que ahora, confiando en ti,

ha salido ya de este mundo;

cuando vuelvas en el último día,

acompañado de tus ángeles,

concédeles resucitar del sepulcro;

sácalo/a del polvo de la muerte,

revístelo/a de honor

y colócalo/a a tu derecha,

para que, junto a ti, tenga su morada

entre los santos y elegidos

y con ellos alabe tu bondad

por los siglos de los siglos.

Amén.

 

III

(RE, p. 187)

Señor Jesucristo, redentor del género humano,

te pedimos que des entrada en tu paraíso

a nuestro(a hermano/a N.,

que acaba de cerrar sus ojos a la luz de este mundo

y los ha abierto para contemplarte a ti, Luz verdadera;

líbralo/a, Señor, de la oscuridad de la muerte

y haz que contigo goce en el festín de las bodas eternas;

que se alegre en tu reino, su verdadera patria,

donde no hay ni tristeza ni muerte,

donde todo es vida y alegría sin fin,

y contemple tu rostro glorioso por los siglos de los siglos.

Amén

 

IV

(RE, p. 205)

 

Señor Dios,

que, por medio del agua del bautismo,

recreaste al hombre,

a quien la muerte retenía cautivo;

tú que quisiste que tu Hijo Jesucristo, Señor nuestro,

venciendo el poder de la muerte,

resucitara, como primicia de los muertos

y salvación de los que creen en ti;

tú que has querido que los creyentes,

como miembros del cuerpo de Jesucristo,

participaran de su resurrección,

(dígnate ben+decir este sepulcro)

haz que nuestro/a hermano/a

repose en la paz de esta tumba

hasta que, en el día del juicio,

pueda participar de la resurrección gloriosa de tu Hijo,

que vive y reina por los siglos de los siglos.

Amén.

 


         - Inhumación o incineración

         La tradición cristiana primó la inhumación como forma de enterramiento para los bautizados en Cristo por influencia de la tradición judía e imitación de la forma funeraria del mismo Jesús. Por los hallazgos arqueológicos de los primeros siglos  sabemos que en algunos lugares de connivencia con el paganismo, hay cristianos que son incinerados, pero esta práctica supuso una excepción. La inhumación es una praxis diferente al paganismo. Posteriormente la Iglesia prohibirá la incineración de los bautizados, aunque no faltaron excepciones a esta regla general (por ejemplo, en tiempo de peste e infecciones públicas para evitar el contagio general).

         La deposición del cadáver en la tierra imitaba la espera silenciosa del cuerpo de Cristo hasta su resurrección. Además de otros simbolismos bíblicos: el cuerpo creado por Dios del barro de la tierra es devuelto al Creador,  si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, etc. Estas explicaciones justificaron la praxis de la inhumación como forma funeraria de identidad cristiana frente a la incineración asumida por los cultos paganos. El cristianismo extendió la inhumación por su sentido bíblico, cristológico y escatológico

         A finales del s.XX se advirtió un incremento de la incineración en culturas tradicionalmente cristianas y, más en concreto, en Europa (mayor en los países escandinavos que en los mediterráneos) por motivos diversos. El crecimiento de las ciudades y la especulación del terreno no permiten dedicar espacios muy extensos para cementerios, amén del alto precio de las sepulturas en estas áreas cementeriales. La incineración se propone como una solución para evitar espacios extensos para la conservación de las cenizas; y además como una solución más económica.

          Otras razones obedecen a motivos antropológicos. En una cultura de tanta movilidad y migraciones hay personas apátridas que viven en absoluta soledad. La elección de la incineración obedece también a una forma de desaparecer de la historia, un sentimiento de huida como protesta póstuma.

Hay motivos religiosos que buscan la incineración como forma de liberar al espíritu cuanto antes de la lacra negativa de la material corporal. Suelen ser creencias inspiradas en la filosofía de las antiguas religiones orientales.

         Sin embargo, aunque la Iglesia prefiere la costumbre de sepultar los cuerpos, a partir del Ritual de Exequias de 1969 y del Código de Derecho Canónico de 1984 permite la incineración entre los cristianos católicos siempre que no sea por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida, haya escándalo para los fieles o sea por indiferentismo religioso.

         Por tanto, se pueden celebrar las exequias ante la urna que contiene las cenizas. La celebración sigue el mismo esquema. Los momentos rituales comienzan con una acogida y saludo de los familiares a la entrada de la iglesia. Se introduce la urna con las cenizas del difunto y se pone ante el altar en un lugar visible, y junto a ella puede encenderse el cirio pascual. Se celebra la misa exequias y finalmente se procede al último adiós. El presidente se coloca junto a la urna para orar, asperjar con el agua bendita e incensar. Y la celebración concluye como es habitual.

         Tras la celebración exequial, la Iglesia recomienda un destino digno de las cenizas. Aconseja depositar la urna cineraria en el cementerio o en un columbario destinado a esta finalidad. Siempre en un lugar definitivo, diferente de un domicilio particular. La familia no es la propietaria de las cenizas del difunto, sino la depositaria. Y hemos de recordar que la dispersión de las cenizas no tiene ningún sentido cristiano.

CARTA DE PASCAL A SU HERMANA POR LA MUERTE DE SU PADRE

«Sabemos que la vida, la vida del cristiano, es un sacrificio continuo que sólo puede culminar en la muerte. Sabemos que, de igual modo que Jesucristo, al entrar en el mundo, se consideró y ofreció a Dios como holocausto y verdadera víctima…, así también, lo que se realizó en Cristo Jesús ha de realizarse en todos sus miembros…

         Puesto que Dios ve a los hombres sólo a través de su Mediador Jesucristo, los hombres han de verse a sí mismos y a los demás hombres sólo a través de Jesucristo…

         Consideremos, pues, la muerte de Jesucristo y no sin Jesucristo. Sin El, la muerte es terrible, espantosa, horror de la naturaleza. En Jesucristo viene a ser completamente distinta: amable, santa, alegría del creyente. En Jesucristo todo es dulce, incluso la muerte. Para ello sufrió y murió, para santificar a la muerte y a sus dolores. Para esto, Él, como Dios y como hombre, fue todo lo que hay de grande y de abyecto, para santificar en sí todas las cosas, excepto el pecado.

         Así son las cosas por lo que se refiere a nuestro Señor. Veamos ahora qué es lo que sucede en nosotros. Desde el momento de nuestra entrada en la Iglesia…, quedamos ofrecidos y santificados. Esta ofrenda como sacrificio perdura toda nuestra vida y se consuma en la muerte. Entonces el alma se desprende verdaderamente de todos los vicios y de todo amor a lo terreno, cuyo contagio la mancha siempre en esta vida, consumando así su inmolación y siendo acogida en el seno de Dios.

         ¡No nos aflijamos, pues, como los paganos que no tienen esperanza! No hemos perdido al padre en el momento de su muerte: le habíamos perdido ya, por decirlo así, cuando entró en la Iglesia por el Bautismo. Desde entonces pertenecía a Dios; su vida estaba consagrada a Dios; sus acciones pertenecían al mundo sólo en cuanto ordenadas a Dios. En su muerte se desprendió totalmente del pecado, y en ese momento Dios lo acogió y su sacrificio alcanzó culminación y coronamiento…».

 

4.- LA MEMORIA DE LOS DIFUNTOS

         Hace años, cuando visitaba una famosa basílica, encontré en una de las innumerables capillas, un monumento funerario de mármol blanco con una inmensa escultura y la siguiente inscripción: Bonum et salutare pro defunctis exorare; es decir, es cosa buena y saludable orar por los difuntos. Recordé las palabras del Concilio Vaticano II, en la Constitución LumenGentium, cuando recomendaba la memoria y la oración por los difuntos como algo santo y laudable en los cristianos: «La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2 Mac 12,46)» (LG 50).

- La oración por los difuntos

Los ritos funerarios expresan los vínculos de comunión entre todos los miembros de la Iglesia. Desde los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia tuvo perfecto conocimiento de la comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo (comunión de los santos), y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos. A lo largo de los siglos dichos sufragios se han concretado en oraciones, obras de caridad… especialmente el ofrecimiento de la misa. Así lo explicita el Ritual de Exequias: «La Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra el misterio pascual, para que quienes por el bautismo fueron incorporados a Cristo, muerto y resucitado, pasen también con él a la vida eterna, primero con el alma, que tendrá que purificarse para entrar en el cielo con los santos y elegidos, después con el cuerpo, que deberá aguardar la bienaventurada esperanza del advenimiento de Cristo y la resurrección de los muertos» (RE, Praenotanda, nº 1).

         Es importante destacar la doble explicación que hace este texto. Por un lado, habla del alma del difunto que ha de purificarse para entrar en el cielo. Se trata de la doctrina clásica cristiana del purgatorio. La oración litúrgica de la Iglesia manifiesta la incertidumbre inherente a la situación concreta del difunto ante Dios. Pedimos que el Señor perdone los pecados del difunto, lo purifique totalmente, lo haga participar de la eterna felicidad y lo resucite gloriosamente al final de los tiempos. Los santos ya resplandecen de gloria; sin embargo, recomendamos a los difuntos, según el uso bíblico de 2 Mac 12,45, cuya entrada definitiva en el cielo desconocemos. Por otro lado, habla del cuerpo, que aguarda en el sepulcro la llegada de Jesucristo y la resurrección.

Los cristianos de la Iglesia terrestre podemos orar e interceder a Dios Padre por nuestros hermanos difuntos para mostrar nuestra comunión y caridad para con ellos; expresar nuestra fe en la victoria de Cristo; y buscar el consuelo de la esperanza para todos nosotros: «La Iglesia ofrece por los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de Cristo, y reza y celebra sufragios por ellos, de modo que, comunicándose entre sí todos los miembros de Cristo, éstos impetran para los difuntos el auxilio espiritual y, para los demás, el consuelo de la esperanza» (RE, Praenotanda 1). Nuestra oración es una ayuda eficaz para nuestros difuntos, no por el número de sufragios y beneficios obtenidos en su favor, sino en virtud de los méritos de Jesucristo. En las exequias se subraya también el aspecto de intercesión por los parientes y allegados del difunto, para que encuentren el consuelo de la fe en medio del dolor.

Y la mejor oración es la eucaristía. Por eso, hemos de asegurar que al menos se celebra la misa exequial por cada uno de los difuntos antes o después del entierro. Es un gesto de caridad cristiana para con él. Sin embargo, la oración por los difuntos no se limita al funeral y al entierro. Es una preocupación general y constante de la Iglesia, que intercede ante Dios por todos los cristianos “que durmieron en la esperanza de la resurrección” y por los que sin ser cristianos “han muerto en su misericordia” (PE II).

Muchas de las oraciones privadas y familiares concluyen con una petición especial «por el eterno descanso de todos los fieles difuntos».

         - Visita al cementerio.

Otra costumbre loable entre el pueblo cristiano es la visita al cementerio para orar ante la tumba de nuestros difuntos o llevar algunas flores como muestra de nuestro aprecio hacia él. La Iglesia rodeó esta práctica de especiales privilegios e indulgencias, especialmente para fomentar la visita al cementerio del 1 al 8 de noviembre.

- Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.

Precisamente el día 2 de noviembre se conmemora el recuerdo de todos los fieles difuntos. Esta celebración se remonta al s.IX en continuidad con una antigua costumbre monástica de consagrar un día a la oración por los difuntos. Se ubicó el día 2 de noviembre por el abad san Odilón de Cluny. Llega a Roma en el s. XIV y en el s.XV los dominicos de Valencia la completan con el uso de celebrar tres misas en este día para satisfacer las demandas de sufragios; tradición que extiende a la Iglesia universal el Papa Benedicto XV en 1915 en consideración de los muertos de la primera guerra mundial.

La liturgia de este día conmemora a todos los fieles difuntos, miembros del Cuerpo de Cristo por el bautismo, que han muerto ya en el Señor y no están entre nosotros. Algunos cercanos, otros lejanos; muchos conocidos, otros desconocidos... pero todos hijos del mismo Padre Dios. Podríamos decir que es una celebración que nos invita a «mirar a la tierra» para recordar a los hermanos queridos enterrados, pero con una ardiente fe y esperanza en la resurrección.

Cristo Resucitado, esperanza de todos los creyentes

Cristo, esperanza de todos los creyentes, a los que se van de este mundo los llama durmientes, no muertos, ya que dice: Nuestro amigo Lázaro duerme.  Y el apóstol Pablo no quiere que nos entristezcamos por los que se han dormido, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según nos asegura el Evangelio, no dormirán para siempre, ya que sabemos, por la luz de esta misma fe, que ni él murió, ni nosotros moriremos.

  Porque el Señor mismo “a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo y los que murieron en Cristo resucitarán”.

  Así, pues, debe animarnos esta esperanza de la resurrección, porque volveremos a ver más tarde a los que ahora hemos perdido; basta sólo con que creamos en Cristo de verdad, es decir, obedeciendo sus mandatos, ya que en él reside el máximo poder de resucitar a los muertos con más facilidad que nosotros despertamos a los que duermen. Más he aquí que, por una parte, afirmamos esta creencia y, por otra, por no se qué impresión de ánimo, volvemos a nuestras lágrimas, y el deseo de nuestra sensibilidad hace vacilar la fe de nuestro espíritu. ¡Oh miserable condición humana y vanidad de toda nuestra vida sin Cristo!

  ¡Oh muerte, que separas a los que vivían juntos, que, dura y cruel, arrancas de nosotros a los que nos unía la amistad! Tus poderes han sido ya aniquilados. Tu yugo implacable ha sido roto por aquel que te amenazaba por boca del profeta Oseas: “¡Oh muerte, yo seré tu muerte!”. Por esto podemos apostrofarla con las palabras del Apóstol: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”.

  El mismo que te venció nos ha redimido a nosotros, entregando su vida muy amada en poder de los malvados, para convertir a estos malvados en amados de él. Son ciertamente muy abundantes y variadas las enseñanzas que podemos hallar en las escrituras Santas, para consuelo de todos. Pero bástenos por ahora la esperanza de la resurrección y el fijar nuestros ojos en la gloria de nuestro Redentor, en el cual, por la fe, nos consideramos ya resucitados, según dice el Apóstol: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él”.

  No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a aquel que nos rescató, a cuya voluntad ha de estar siempre sometida la nuestra, tal como decimos en la oración: “Hágase tu voluntad”.

  Por esto, con ocasión de la muerte hemos de decir como Job: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Repitamos ahora estas palabras de Job y así este trance por el que ahora pasamos hará que alcancemos después un premio semejante al suyo.” (Carta de San Braulio, obispo de Zaragoza)

 

5.- PROFESAR LA ESPERANZA CRISTIANA: Creo en la resurrección de los muertos.

         Al sondear en los diversos textos bíblicos, litúrgicos y magisteriales hemos observado en todos ellos la llamada incesante a mostrar en las exequias cristianas nuestra esperanza en la vida más allá de la muerte, en la vida eterna. Es una advertencia que se hace especialmente a los sacerdotes, para que asuman como deber «avivar la esperanza de los presentes y afianzar su fe en el misterio pascual y en la resurrección de los muertos…» (RE, Praentanda 17). El cristiano se resiste a la radical tentación de vivir sin esperanza e interpreta la muerte como paso hacia una vida sin fin, hacia la vida en Dios, que en la Sagrada Escritura se identifica con la imagen futura de la Jerusalén celestial.

         En las oraciones y cantos de las exequias hay invocaciones a la Virgen María, a los ángeles y a los santos. La liturgia no sólo los invoca como intercesores en favor del difunto, sino también los convoca como miembros de la Iglesia celestial para que reciban en su compañía al que hasta ahora formaba parte de la comunidad terrena: Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén. La muerte de los justos es una entrada en la ciudad celesta, en la ciudad de la paz, en el reposo eterno y la luz sin fin, como canta también la preciosa antífona de la liturgia de difuntos:Réquiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis,es decir, Dale, Señor, el descanso eterno, y brille para él la luz perpetua.

         La imagen celestial de la Jerusalén gloriosa representa la meta de esta historia de salvación que, al final de los tiempos, congregará a todos en Cristo para entrar en la plenitud del reino de Dios. Allí estaremos todos unidos en Cristo. Todos recorreremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar, como dice sabiamente Simeón de Tesalónica: «Una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia Él… estaremos todos juntos en Cristo».

         Por eso, aunque la presencia de la muerte nos causa dolor y tristeza, sin embargo, la fe cristiana anuncia, en el misterio pascual de Jesucristo, la esperanza de la vida eterna. Así lo expresa un hermoso prefacio de difuntos cuando afirma que: la certeza de morir nos entristece, pero nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Seguramente todos lo hemos escuchado alguna vez cuando hemos asistido al entierro o funeral de algún ser querido. Esta expresión litúrgica es una original síntesis teológica sobre la comprensión cristiana de la muerte. En breves palabras expresa el dolor humano por la pérdida de cualquier hermano nuestro, pero también recuerda que nuestra fe confiesa la vida tras la muerte. Como muy bien han señalado algunos de los filósofos de este siglo, el hombre nace con la certeza de que su vida se acaba, su existencia es muerte también. Y la muerte supone separación, por tanto, dolor y sufrimiento. Por eso la sociedad actual quiere ocultar la muerte, o disimularla con maquillajes ridículos para que parezca un sueño y no traumatice nuestras hipersensibilidades postmodernas.

Sin embargo la fe del cristiano se apoya en la promesa hecha por Cristo a sus discípulos: "Yo soy la resurrección y la vida, el que crea en mí aunque haya muerto, vivirá" (Jn 11,12). Esta es la fe de la Iglesia. «Porque la vida de los que creemos en Dios no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Y así lo profesamos solemnemente todos los cristianos en el Credo de la Iglesia, cuando finalizamos diciendo: «Espero en la resurrección de los muertos, en la vida del mundo futuro. Amén».

 

Alegría final

Cuando la muerte sea vencida

y estemos libres en el Reino,

cuando la Nueva Tierra nazca

en la gloria del Nuevo Cielo,

cuando tengamos la alegría

con un seguro entendimiento

y el aire sea como una luz

para las almas y los cuerpos,

entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

 

Cuando veamos cara a cara

lo que hemos visto en un espejo

y sepamos que la bondad

y la belleza están de acuerdo;

cuando sintamos la unidad

de lo que aquí vimos disperso;

cuando las rosas no se mueran,

cuando el amor sea verdadero;

cuando al mirar lo que quisimos

lo veamos claro y perfecto

y sepamos que ha de durar,

sin pasión, sin aburrimiento,

entonces, sólo entonces estaremos contentos.

 

Cuando vivamos en la plena

satisfacción de los deseos

y comprendamos que aquí abajo

sólo apetecimos lo incierto;

cuando el Rey nos ame y nos mire

para que nosotros lo amemos,

y podamos hablar con él

sin palabras; cuando gocemos

de la compañía feliz

de los que aquí tuvimos lejos,

entonces, sólo entonces estaremos contentos.

 

Cuando aprendamos a reír

sin hacer muecas ni aspavientos,

cuando aprendamos a llorar

sin que el rostro se ponga feo,

y cuando lo tengamos todo

y de nada necesitemos,

y si no hay mar –que sí lo habrá-

nos dé los mismo, por superfluo,

entonces, sólo entonces estaremos contentos.

 

Cuando un suspiro de alegría

nos llene sin cesar el pecho,

entonces –siempre, siempre- entonces

seremos bien lo que seremos.

 

(J. Mª Souvirón, El solitario y la tierra)


6.- BIBLIOGRAFÍA

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HOMILÍAS DE EXEQUIAS Y ANIVERSARIOS

INTRODUCCIÓN

Quiero advertir, como siempre lo hago cuando trato de homilías y meditaciones, que yo doy ideas; luego, cada uno escoge lo que más le guste, y hace su homilía o meditación. Por eso las publico en carpetas, y no en libros, como hice con las homilías y charlas de bodas, primeras comuniones, bautizos... Porque de esta forma, puedes sacar el folio de la homilía de la carpeta y lo pones en el ambón y  predicas  teniéndola a la vista o leyendo despacio, como si no leyeras; puedes también llevarla al scanner del ordenador, y sacas una copia, seleccionando o tachando y añadiendo lo que te guste

El esquema de una homilía de difuntos tiene tres momentos principales:

  • Saludo y acogida afectuosa, pero cristiana, desde la fe, a los familiares y participantes. En este aspecto no soy muy digno de imitar, porque hasta hace unos años, fui muy escueto. Luego he cambiado. Creo que, sin pasarse, como veo con frecuencia, hay que simpatizar-sunpathos- sentir con-, tener los mismos sentimientos y sentir las motivaciones de dolor de la familia para poder acompañarlos y manifestar el afecto y dolor por la muerte del difunto.
  • Segundo, y es lo esencial: anuncio del kerigma: Cristo resucitado. Esto es lo que hemos venido a celebrar y a pedir por nuestro hermano en la fe N.: la resurrección en Cristo y la vida eterna. Las exequias son celebraciones de vida, no de muerte. Y por favor, las apologías del difunto están prohibidas por la liturgia de exequias. Lo podéis leer en el Ritual. A veces se habla más y mejor del difunto que de Cristo. He sido testigo. Nos salva Cristo y el Padre nos da la vida eterna por los méritos del Hijo, muerto y resucitado para que todos tengamos vida eterna. Los méritos de  Cristo, no los nuestros. Por eso celebramos la Eucaristía, que hace presentes para nuestro hermano difunto los méritos, toda la vida de Cristo, especialmente su muerte y resurrección, no los nuestros. Nosotros rezamos para conseguirlos y aplicarlos por el hermano muerto ya y resucitado con Cristo.
  • Finalmente, la invitación a rezar, a pedir por el hermano difunto, a ofrecer la Eucaristía y comulgar (depende de las circunstancias, porque hoy se comulga con frecuencia sin valorar el cuerpo de Cristo); y al final, siempre, una palabra de esperanza y consuelo en el amor de Cristo que vino en nuestra búsqueda y murió por todos para abrirnos las puertas de la eternidad.

            Publico homilías para las diversas circunstancias en que pueda ocurrir la muerte. Las últimas pueden servir para aniversarios, aunque valen también para las exequias. La última página es una despedida hecha por una madre joven en Escorial para nuestro hermano sacerdote José Casado, en cuyo funeral estuve presente y que me gustó mucho por su sencillez y cariño, y se la pedí a la autora. Quiere ser un homenaje a todos mis hermanos sacerdotes difuntos, por los que rezo todos los días, incluso muchas veces celebro la Eucaristía, y en el memento de difuntos digo sus nombres.

1ª HOMILÍA

         Queridos hermanos: Nos hemos reunido esta mañana en el templo parroquial, casa de Dios y de los creyentes, para dar la despedida cristiana a nuestro hermano en la fe N, acompañando a su familia, esposa, hijos...(hacer aquí referencia a datos personales afectivos, parroquiales, familiares...)

         Como nos dice la misma liturgia, tres son los motivos principales que nos han movido a venir a esta iglesia ante el cadáver de nuestro hermano N:

         1º.- Para acompañar a esta familia en su dolor. (Hacer alguna alusión concreta al amor y atención que ha recibido de su esposa o hijos, alguna palabra, hecho...).

         2º.-  Para rezar y celebrar la santa misa, la Eucaristía por nuestro hermano en la fe N.; la Eucaristía es la acción de gracias que Cristo da al Padre por todos los beneficios de la Salvación, especialmente, por su muerte y resurrección, que es la nuestra. Por eso, en este momento de despedida y separación dolorosa por la muerte de N., quiero deciros con san Pablo, en la primera lectura, para consuelo de familiares y todos los presentes: “No queremos que ignoréis la suerte de los  difuntos para que nos os aflijáis como los hombres sin esperanza, pues si creemos que Cristo ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Cristo, Dios los llevará con Él” (1 Tel. 4,13-14). (Simplemente leer y comentar  Epístola 12 del Ritual).

         Nosotros no ignoramos la vida después de la muerte. Por lo tanto, nuestra despedida debe estar llena de esperanza: para un cristiano, la muerte no es caer en el vacío o en la nada, sino en los brazos de Dios. Mi vida es más que esta vida, este tiempo y este espacio. Yo soy eternidad en Cristo. Para eso murió y resucitó el Señor, para que todos tengamos vida eterna en Él y por Él.

         Nosotros, los que creemos en Cristo, sabemos que Él vino del cielo a la tierra en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad, que habían sido cerradas por el pecado de Adán. Nosotros, no sólo creemos en la vida eterna, sino que tenemos la esperanza firme de que Él inauguró nuestra resurrección con su propia resurrección, como lo había prometido: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí,  aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mi, no morirá para siempre”. Y esa vida empezó en nosotros en el santo bautismo, que nos hizo hijos de Dios y por tanto herederos del cielo, de su misma vida y felicidad.

         3º.- Y estamos aquí para rezar, para ofrecer oraciones y sufragios por nuestro hermano que ya ha resucitado y ha pasado a la eternidad; lo rezaremos en el prefacio de esta misa de exequias; por eso es tan importante la misa y la comunión y las oraciones en sufragio de los que mueren: «porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»; nosotros, nos hemos reunido aquí, esta mañana, para ofrecer nuestras oraciones, sacrificios y ofrendas, principalmente la muerte y resurrección de Cristo, los méritos de Cristo por nuestro hermano, para que sea purificado de sus pecados y entre ya en el reino de la gloria. Hagámoslo en silencio, con fe y piedad, participando atentos en la sagrada liturgia.

         Querida esposa, hijos..., sentimos vuestro dolor y queremos consolaros. Pero es Cristo quien mejor os consuela y os llena de esperanza con sus palabras y con la santa misa, que es su pasión, sufrimientos, muerte y resurrección por vuestro esposo... hermano... (lo que sea). Roto por el pecado de nuestros primeros padres el primer proyecto del Padre, el Hijo, viéndole entristecido, vino a repararlo y le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.        

 

4.- Hemos proclamado el santo Evangelio. Según las palabras de Cristo, la voluntad y el proyecto del Padre no termina con la muerte; para los que creemos en Él como creyó nuestro hermano N. y vosotros también, la muerte no es caer en el vacío o en la nada, sino en la misma vida y felicidad de Dios.

         Cristo vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas del cielo. Este es el sentido de la Encarnación y de la pasión, muerte y resurrección del Señor que hacemos presente ahora en la santa misa. Mirad cómo nos lo dice el mismo Cristo en el evangelio que hemos proclamado (12. del Ritual): “Todo lo que da el Padre vendrá a mi y al que venga a mí no lo echaré fuera porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado... esta es la voluntad del que me he enviado que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día”.

         Todo esto lo creemos, lo celebramos y lo conseguimos en la santa misa. Qué gozo tener fe, qué consuelo, la pido para todos los presentes, tal vez alguno se haya alejado, así se vive sin esperanza de vida más allá de la muerte. Qué riqueza de eternidad y vida encierra la santa misa, el pan consagrado. “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.Nuestro hermano participó y comió muchas veces este pan de la vida eterna. Por eso está ya con Cristo vivo y resucitado. 

Os invito a todos a vivir la fe en Cristo vivo y resucitado.

         La Eucaristía es la pascua del Señor y en esta pascua, paso de la muerte a la vida, ella celebramos hoy la pascua de nuestro hermano N. «que ha pasado de los hombre a la casa de Dios...». Por eso, en medio de la tristeza por la muerte de nuestro hermano N., tenemos la seguridad de la vida eterna por el amor del Padre y la muerte y resurrección del Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen el Él...”        

         Hermano N. descansa en paz. Se lo pedimos ahora todos juntos y unidos en esta asamblea santa a nuestro Padre Dios: «Dale, Señor, el descanso eterno, y brille para él la luz perpetua... viva con tus santos por siempre, porque Tú eres piadoso». Amén. Así sea

2ª HOMILÍA

MUERTE ESPERADA Y PREPARADA

         Queridos hijos de N., (decir nombres si recuerda), familiares y amigos todos: Nos juntamos esta mañana en torno al altar santo y al cadáver de nuestro hermano/a en la fe N. para darle la despedida cristiana en la iglesia, su iglesia, su parroquia que tanto amó y visitó y en la que tanto ayudó en sus tareas de caridad y servicio. Nuestro hermano ha sido un creyente fiel al Señor y ha vivido con esperanza cristiana sus últimos días.

         La suya ha sido una muerte esperada y preparada, ha sido pasar con suavidad de la casa de los hombres a la casa de Dios. Como la gota de que en estas tardes lluviosas, cae sobre el mar, sobre el océano, se funde con él y se abisma así en profundidad, así el espíritu, el alma de nuestro hermanos Manuel, gota de vida y luz divina por la gracia de Dios recibida en el bautismo que permanecía en su cuerpo ya muy frágil y débil, se ha sumergido para siempre en el océano puro y eterno de Dios.

         Lentamente, mansamente, como el arroyuelo penetra en el mar, como la mínima sacudida desprende del árbol el fruto ya maduro, así Manuel, fruto maduro de humanidad y vida cristiana, se ha desprendido del tronco y árbol familiar.

         Los que hemos seguido sus últimos pasos, podemos decir que ha vivido esta oración del Charles de Foucauld, que algunos de vosotros habrá rezado alguna vez:

Ha bastado una leve sacudida amorosa de Dios y Él se lo llevó consigo. A todos nosotros, especialmente a vosotros queridos hijos (familiares, esposa) nos queda la oración, el amor y el recuerdo de una vida consagrada a los suyos; y a mí, como sacerdote de Cristo, me deja la satisfacción de haberle servido de puente hasta la orilla de Dios, hasta la eternidad. Puedo decir que ha pasado a la orilla de Dios sin temores, sin desasosiegos, con tranquilidad y esperanza total.

         Y lo digo no solo porque es verdad y nos puede servir como ejemplo a todos nosotros, sino porque siempre, pero, sobre todo, en estos tiempos, la muerte es y ha sido el gran problema del hombre: no nos acostumbramos a la muerte, queremos vivir por encima de todo.

         Por qué no queremos morir, aunque seamos cristianos? Porque hemos sido creados para la eternidad, para vivir siempre, siempre; nadie quiere la muerte, a no ser que haya llegado a la vida eterna, a la unión con Dios y su gozo eterno en esta vida por la oración y la vida transformada en Él. Sólo entonces, y con toda verdad,  puede decir con los místicos, de los que han experimentado aquí abajo el gozo del cielo: «que muero porque no muero... sácame de aquesta vida, mi Dios y dame la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuere, mira que peno por verte y mi mal es tan entero, que muerto porque no muerto».

         El proyecto de Dios al crear al hombre fue para vivir eternamente en su amistad y felicidad.... pero el pecado de nuestros primeros padres destruyó este proyecto y entonces el Hijo, viendo al Padre, entristecido por esto, se ofreció para rescatarnos y abrirnos las puerta de la eternidad, y le dijo: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y ante este ofrecimiento del Hijo “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo unigénito para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan la vida eterna”. Así que si Dios nos amó al crearnos, mucho más al redimirnos por la muerte  y resurrección del Hijo que nos mereció la resurrección y la vida eterna del hombre caído: “Si Cristo ha resucitado, todos nosotros resucitaremos”, no dice san Pablo. Cristo ha resucitado; esta verdad es el fundamento del Cristianismo, de Cristo. Y el mismo san Pablo añade: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe... nosotros tampoco resucitamos y somos los hombres más necios del mundo”.

          Por la muerte y resurrección de Cristo este impulso de eternidad dado por Dios desde el principio se potenció en el hombre: “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí tiene la vida eterna”. El Hijo murió con dolor y en obediencia total al Padre para rescatarnos y abrirnos las puertas de la eternidad: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”, y aceptó esa voluntad del Padre que le hacía pasar por la muerte para llevarnos a todos a la resurrección y la vida.

         Y todo esto lo hemos recibido en el santo bautismo, donde fuimos injertados o sepultados y resucitados en Cristo Señor de la vida. Él nos hizo hijos de su mismo Padre y, por tanto, herederos del cielo, de la misma vida y felicidad de Dios participada ya en el santo bautismo que se manifiesta en plenitud en su gloria. Mirad cómo lo dice san Pedro en su primera carta: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que los bautizados tenemos reservada en el cielo. Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final”.

         Esto es lo que pedimos y esperamos para nuestro hermano Manuel. Esto es lo que un día se realizará en todos nosotros. Oremos y pidamos y esperemos el encuentro con el Dios que nos soñó y nos creó para vida de felicidad eterna en su misma vida y felicidad trinitaria.

3ª HOMILÍA

(Evangelio de la viuda de Naín: Lc 7, 11.17)

         No llores, decía Jesús a la madre viuda de Naín que iba tras el cadáver de su hijo único. No llores, es el grito que también os dice a vosotros el mismo Cristo esta mañana; no llores, porque vuestro padre (hijo...) está vivo y resucitado. Yo he muerto y resucitado para que todos tengáis vida eterna.

         No lloréis, querida madre... esposa (la relación que exista de sangre o amistad), queridos familiares, nos lo dice el mismo Cristo que libró de la amargura de la muerte el corazón de aquella pobre madre. Y os lo dice por medio del sacerdote, que eso es ser sacerdote, prestar la humanidad a Cristo, único sacerdote, para que Él siga predicando y salvando a los hombres.

         Aquellas palabras del Señor no fueron una reprensión por las lágrimas que vertían quemadas por la pena del ser querido. Querían ser palabras de suprema consolación, porque las palabras de Cristo tienen poder sobre la misma muerte, son palabras eficaces, que hacen lo que dicen, lo que significan.

         Aquella tarde la muerte encontró la vida en su camino. Como hoy, nuestro hermano ha encontrado la vida prometida por Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”. Nuestro hermano... amiga...etc... creyó y esperó en Cristo, por eso estas palabras, esta promesa se ha cumplido en ella.

         Todos nosotros estamos llamados a la resurrección y a la vida eterna. Él es Dios y cumplirá su palabra como la cumplió resucitando a este hijo de la viuda de Naín, y a la hija del centurión romano y a su amigo Lázaro y se resucitó a si mismo, que es la prueba máxima de que podemos fiarnos de Él y de sus promesas.  

         La Resurrección es la gran antorcha que ilumina nuestra vida de peregrinos por esta vida; Ella llena de consuelo y desesperanza toda nuestra existencia humana. La llena de sentido, sabemos de donde venimos y a don vamos y toda nuestra vida moral y ética, humana y espiritual debe estar orientada y guiada por esta verdad: Cristo ha  resucitado. Para esto hemos sido soñados y creados por Dios y redimidos por Cristo, para vivir eternamente felices con Dios en el cielo. Mi vida es más que esta vida y este tiempo y este espacio; mi vida es eternidad. Y esta vida es preparación para la eterna y esta muerte la preparo yo con mi propia vida.

         Estamos aquí reunidos esta mañana para que escuchando las palabras de Cristo, pidamos que se cumplan en nuestro hermano... Hermanos, dice S. Pablo, “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte, somos del Señor. Para esto murió y resucitó  Cristo; para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14,7-9)

 

         Recemos, oremos, ofrezcamos la santa misa para que nuestro hermano viva ya en el Señor y pidamos el perdón de sus culpas, si las hubiera, y comulguemos por el etern descanso de nuestro amigo, con confianza en la promesa del Señor. Dale, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz perpetua, viva con tus santos por siempre..

4ª. HOMILIA: Persona muy religiosa y cristiana

         Lecturas: 1 Jn 3, 14-16; Evangelio: Jn 6, 37- 40: Veremos a Dios, poseeremos          a Dios, amaremos a Dios y alabaremos a Dios

         Nos hemos reunido una vez más para celebrar el paso de nuestro/a hermano/a N. a la Casa del Padre. Nuestra reunión esta tarde tiene un doble motivo: Por un lado, es una reunión de amistad. Hemos venido a testimoniaros a los familiares nuestro sentimiento en estos momentos en que la muerte se ha llevado al ser querido de vuestra familia. Os acompañamos en estos momentos.

         Pero además, para muchos de nosotros es una asamblea cristiana de oración

y de celebración de la fe. El dolor por la muerte de los nuestros no puede hacernos

olvidar que la muerte no tiene la última palabra, sino que la última palabra la tiene

Dios. Y es una palabra de victoria, de triunfo, porque es el Paso a la Vida Definitiva

y Plena.

         Nosotros los cristianos no celebramos la muerte, sino la victoria sobre la muerte. Celebramos la Vida. Y ¿por qué afirmamos estas cosas? Pues, porque tenemos como referencia la Palabra de Dios, que nos habla de Vida y de Resurrección. Y en esta palabra confiamos nosotros. Podemos parecer ilusos cuando en el momento de la muerte hablamos de vida, cuando queremos vivir el gozo y la alegría de la fe.

         En la 1ª Lectura que hemos escuchado, San Juan ha recordado una verdad fundamental: “¡Cuánto amor nos ha tenido el Padre Dios que nos ha hecho sus hijos! Pues lo somos. Y si somos hijos, también herederos...” Es decir, somos hijos de Dios. Estamos en sus manos. Y con esta confianza hemos de vivir. No somos el resultado de una culminación de elementos, producto del azar. Somos hijos de Dios. Hemos sido pensados por Él. Somos un latido de su corazón. Y Dios nunca abandona la obra que ha salido de sus manos, mucho menos a sus hijos queridos.

         Y en el Evangelio hemos oído otra Palabra de Vida. Jesús, el que murió en la Cruz y después resucitó, nos ha prometido Vida Eterna con Él. Una vida para siempre que ya ha comenzado en nuestro hermano en la fe N. Jesús nos ha dicho: “Esta es la voluntad de mi Padre que el que cree en el Hijo, tenga Vida Eterna”. Y es que la meta de toda vida humana es la Nueva Vida. No es quedar aniquilado. No es chocar contra el muro de la muerte. Nos espera después, una nueva realidad. Una hermosa realidad.

         Creo que hablamos poco del Cielo. Miramos poco al cielo y esperamos poco el cielo. No ejercemos la virtud teologal de la esperanza. Para San Benito el Cielo fue uno de sus temas de reflexión preferidos. En la visita que le hizo a su hermana, otra Santa, Santa Escolástica, ésta le dijo: «Por favor, hermano querido, no me dejes sola esta noche. Quédate en mi compañía y háblame hasta que amanezca de los gozos inefables de la Gloria». Esta petición que le hizo su hermana parece indicar que era un tema del que le oía hablar con frecuencia a su hermano Benito. Más tarde, éste, quiso para sus monjes «que tengan grandes deseos del Cielo». Suspirar con todo el corazón por la Vida Eterna”

         San Agustín cuando habla del Cielo dice que allí haremos 4 cosas:

         1. VEREMOS A DIOS. Será nuestra principal ocupación. ¿Qué será ver a Dios? Verdad de todo, mar de hermosura. Lo revemos todo sin rodeos, como a pleno día. Veremos a Dios fuente inagotable de felicidad, de luz: “Le veremos tal cual es”, nos dice San Pablo. Veremos a Dios en sus obras. Conoceremos las leyes de la naturaleza. Veremos a los ángeles y los demás bienaventurados. Veremos a aquellos de los que nos despedimos con lágrimas dolorosas.

         2. POSEEREMOS A DIOS. Dios nos envolverá como una esponja que en lo profundo del mar se ve rodeada por todas partes empapada en agua. Si Dios me envuelve, se cumplirán todos mis deseos, se realizarán todas las alegrías que la tierra me negó.

         3. AMAREMOS A DIOS y para siempre. El amor suspira por la presencia del amado. Nuestro amor se sentirá satisfecho. Nadaremos en felicidad. En el Cielo El será nuestro único amor. No podremos dejar de ver a Dios y por tanto, de amarle. Su visión nos cautivará. Y amaremos a todos : a la Virgen, los Santos, los parientes, los amigos y conocidos.

         4. ALABAREMOS A DIOS sin interrupción y para siempre. ¿No nos aburriremos durante toda la eternidad? Hay una LEYENDA de San Agustín que dice así: «Trescientos años después de morir San Agustín, se encontraba arrodillado un monje ante la tumba del Santo y mientras oraba tuvo esta visión. Le parecía ver a San Agustín en la puerta del Cielo con OJOS que expresaban sorpresa, sin pasar por el umbral. - Pero, Padre, - exclamó el monje - ya hace 300 años que has muerto ¿ y todavía sigues a la puerta del Cielo? San Agustín contestó: - Sí, hace ya 300 años que estoy aquí y admiro la felicidad de los bienaventurados. Pero ahora voy a dejar esta admiración y voy a entrar en el Cielo. ¡Cuánta sabiduría en las palabras ingenuas de esta Leyenda!. Sin entrar, en la puerta se pasa 300 años aquel genio, uno de los hombres más inteligentes que ha pasado por este mundo, que vivió en el siglo V y de cuyo pensamiento todavía estamos viviendo en el siglo XX. Naturalmente que es una Leyenda. El Cielo no tiene puerta, ni escalera, ni torre. Pero la esencia de la leyenda es bellísima y la pura verdad: la alegría y la hermosura de la vida eterna son tan admirables, que la más brillante inteligencia no puede ni siquiera barruntar. ¿Cómo se va a cansar de estarlas contemplando? Todo el tesoro reunido de las bellezas del mundo no es más que una sombra de la belleza de Dios.

Estamos despidiendo a nuestro/a hermano/a N. Pedimos al Señor que esté ya haciendo las 4 cosas de las que nos habla San Agustín: Le vea a Dios, le posea, le ame y le alabe por toda la eternidad.

         Cada vez que celebramos la Eucaristía vivimos la victoria de Jesús sobre la muerte. Hoy unimos la vida de N. a la victoria de Jesús pidiéndole que participe de la Vida gloriosa del Cielo. Y que nosotros vivamos también con este mismo deseo.

5ª. HOMILIA: muerte repentina

         Lecturas: Rom. 14,7- 9.10; 12 Evangelio: Jn. 14,1-6: Vivimos y morimos para          el Señor

 

         De nuevo nos reúne la muerte de un hermano/a N. que deja un hueco más en nuestra comunidad parroquial y en su propia familia.

         La muerte, esta vez, se ha presentado de improviso, como el ladrón que actúa en la noche, mientras todos duermen, (cf. Mt 24,43). N. hacía días que no se encontraba bien, y todo parecía que se trataba de una crisis similar a otras que había padecido y superado.

         Él había tratado de sobreponerse, de manera que hasta en su semblante se notaba el optimismo. Sin embargo, la muerte ha llegado a su puerta y lo ha arrebatado en el silencio de la noche. Después la noticia nos ha sorprendido a todos. Y sin duda hemos pensado en lo frágil que es la vida humana, en lo inesperado que puede ser el final, en la soledad de los que se van de este mundo o en el dolor de los que pierden a un ser querido.

         Por eso todos los que nos encontramos aquí, la familia, los amigos y vecinos queremos en esta tarde acompañar con nuestro afecto y nuestra oración especialmente a su esposo/a N., a sus hijos, a sus hermanos, que con tanta solicitud lo ha atendido siempre.

         Todas estas muestras de condolencia cristiana reciben un sentido aún más profundo cuando se apoyan y se impregnan de esa luz y de ese consuelo que brotan de la Palabra del Señor.

         Esta Palabra, proclamada en medio del dolor que ha causado entre todos nosotros la muerte de N., desvela el significado de esta muerte y contribuye de manera decisiva a afianzar en los creyentes la esperanza.

         En efecto, ya la Primera Lectura nos advierte que existe entre todos los mortales una misteriosa solidaridad que nos vincula a un destino común, propiciado por Dios y manifestado en la muerte y en la resurrección de su Hijo Jesucristo.

         Frente al individualismo y al afán de libertad del hombre y de la mujer de hoy, que parecen entenderlo todo bajo el prisma de la independencia de todo vínculo y de la ausencia de compromisos, la Palabra divina nos advierte que nadie se pertenece totalmente a sí mismo, y que si posee la libertad, ésta ha sido una conquista de Cristo para todos los redimidos.

         Por eso “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo”. Esto quiere decir que el bautizado pertenece ante todo al Señor, que lo rescató con el precio de su sangre preciosa (cf. 1 Pe 1,18-1 9; 1Cor 6,20). Por eso, “si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor, en la vida y en la muerte somos del Señor”.

         A primera vista esto puede parecer una forma de esclavitud, intolerable para la mentalidad de hoy, de manera que muchos contemporáneos nuestros no entienden por qué el cristiano debe abandonarse confiado en las manos de Dios. Sin embargo, aquí está el origen de la verdadera libertad y de la profunda solidaridad que nos une a todos los creyentes.

         Y es que, aunque no podemos disponer de nosotros mismos, ni de nuestra vida ni de nuestra muerte, en realidad no estamos solos. El Señor está siempre con nosotros, y no nos deja nunca, y menos aún a la hora de dejar este mundo.

         Después de habernos hecho suyos en el bautismo y de habernos acompañado en esta vida a través de la Iglesia, en el amor de nuestros padres y hermanos, en la educación en la fe, en los sacramentos y en la oración de la Iglesia, cuando sobreviene la muerte, El se hace aún más presente, para que estemos siempre con El, en la morada eterna.

         Por eso no es a esta muerte a la que debemos temer, sino a la «muerte segunda» (Ap 2,11; cf. 1 Jn 5,16), la que supone el alejamiento total y definitivo de Dios y de Jesucristo. El mismo Señor lo promete en el Evangelio: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias... Voy a prepararos sitio... Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros”.

         Con su Muerte y Resurrección Jesucristo ha ganado, para él y para todos nosotros, no sólo el “lugar de la luz y de la paz” en la Gloria que él tenía ya antes de la creación del mundo y de la que ha querido que participen también sus discípulos (cf. Jn 17,24). Ha ganado también para todos nosotros la libertad interior en esta vida, una libertad que no se detiene ni siquiera ante el temor de la misma muerte, sea cual sea la causa que pueda producirla.

         El temor a la muerte física atenaza no pocas veces el corazón humano y le impide ser feliz y desarrollar su actividad con alegría y confianza. Las manifestaciones de esta pérdida de libertad son, a veces, la angustia y la ansiedad, y en no pocas ocasiones el abandono y la evasión.

         “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí”, nos ha dicho el Señor. La fe y la confianza en que el Señor está a nuestro lado en todo momento, es una actitud capaz de movilizar todas nuestras energías y mantenernos esperanzados y firmes en cualquier prueba o dificultad.

         Quiera el Señor nos fortalezca a todos en la fe y en la seguridad de su presencia, y acoja las oraciones y súplicas que el (ella) dirigimos en esta Eucaristía que estamos celebrando, en favor de nuestro/a hermano/a N.

         Que el Padre de las misericordias lo reconozca entre los fieles servidores de su Reino y premie sus buenas obras y actitudes. Que así sea.

6ª. HOMILÍA

(Funeral  de  persona o esposo o cristiano muy querido)

(QUERIDA ESPOSA... ESPOSO.... HIJOS...) ¡NO LLORES, NO LLORÉIS, NO LLORES, SI ME AMAS, SI ME AMAIS!

¡SI CONOCIERAS COMO YO CONOZCO AHORA EL DON DE DIOS Y LO QUE ES EL CIELO!  ¡SI PUDIERAS OIR EL CANTO DE LOS ÁNGELES Y VERME  EN MEDIO DE ELLOS!  ¡SI POR UN INSTANTE PUDIERAS CONTEMPLAR COMO YO AHORA LA BELLEZA DE DIOS ANTE LA CUAL TODAS LAS BELLEZAS PALIDECEN!

(CHENCHA, MARY, JUAN) ¿ME HAS AMADO EN EL PAIS DE LAS SOMBRAS Y NO VAS A RESIGNARTE A VERME EN EL PAIS DE LAS REALIDADES ETERNAS E INMUTALES?

CRÉEME QUE CUANDO LLEGUE EL DIA QUE DIOS HA FIJADO Y TU ALMA VENGA A ESTE CIELO EN EL QUE TE HA PRECEDIDO LA MÍA, VOLVERÁS A VER  A AQUEL (AQUELLA) QUE SIEMPRE TE AMÓ Y VOLVERÁS A ENCONTRAR SU CORAZÓN CON TODAS LAS TERNURAS PURIFICADAS...

DESDE AHORA, TIENES QUE ACOSTUMBRARTE A VIVIR Y VERME A TRAVÉS DE LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS POR LA CUAL EL CIELO Y LOS CREYENTES DE LA TIERRA EN EL MISMO PADRE NOS VEMOS Y NOS AYUDAMOS Y SEGUIMOS UNIDOS POR LA COMUNIÓN DE AMOR  EN EL MISMO DIOS PORQUE LA FE Y LA ESPERANZA YA HAN PASADO PARA MI PORQUE TODO LO VEO AHORA DESDE LA MISMA VISION DE DIOS TRINO Y UNO.

¡SI ME PUDIERAS TU VER AHORA COMO YO TE VEO!  ME VERÍAS TRANSFIRGURADO POR LA LUZ DEL MISMO DIOS, CANTANDO JUNTO AL TRONO DEL CORDERO DEGOLLADO EN LA CRUZ, QUE VIVE POR LA FE EN TU CORAZÓN Y CARA A CARA AQUÍ EN LA VISIÓN DE LA VIDA ETERNA QUE NO SE ACABA.

UNÁMONOS NUEVAMENTE POR EL AMOR QUE VIENE DEL MISMO DIOS NUESTRO PADRE Y ME VERÁS TOTALMENTE TRANSFIGURADO, PLENAMENTE FELIZ, NO ESPERANDO YA MUERTE ALGUNA... SIGAMOS UNIDOS Y PARA SIEMRE YA EN LA ETERNIDAD QUE NO ACABA NUNCA, UNAMOS NUESTRA MANOS Y CORAZONES Y AVANCEMOS JUNTOS POR LOS SENDEROS DE LA LUZ DIVINA GOZOSA Y TRANSFIGURANTE.

CUANDO VENGAS YA AL CIELO, ENTONCES, TRANSFIGURADOS LOS DOS Y FELICES, SIN ESPERAR NUEVAS SEPARACIÓNES Y MUERTES.. COGIDOS DE LA MANO, AVANZAREMOS POR LA ETERNIDAD DEL DIOS TRINO Y UNO QUE NO EMPIEZA NI ACABA, ES INFINITA DE SER, HERMOSURA, BELLEZA, FELICIDAD, AMOR. PARA ESTA FELICIDAD FUIMOS CREADOS Y CUANDO LA PERDIMOS POR EL PECADO DE NUESTROS PRIMEROS PADRES, EL HIJO VINO EN NUESTRA BÚSQUEDA PARA ABRIRNOS LAS PUERTAS DE LA ETERNIDAD DIVINA. ASÍ LO AFIRMA SAN JUAN EN SU PRIMERA CARTA: “TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO PARA QUE NO PEREZCA NINGUNO DE LOS QUE CREEN EN ÉL SINO QUE TENGAN VIDA ETERNA”..

(INÉS... MARU, JUAN), DEJAD  EL LLANTO Y NO LLOREIS, SI ME AMAIS.

HIJOS, ESPOSA, ESPOSO, AMIGOS... NO LLOREIS, SI ME AMAIS. DEJAD VUESTRO LLANTO. ESTOY EN DIOS. DIOS ES AMOR. SU ESENCIA ES AMAR Y NO PUEDE DEJAR DE AMAR PORQUE DEJARÍA DE EXISTIR. SOY TOTALMENTE FELIZ. NO ME IMAGINABA LO QUE ESPERA Y EN LO QUE CREÍA. HE LLEGADO A LA META. CRISTO ES VERDAD, DIOS ES VERDAD, TODO ES VERDAD.

NO LLOREIS SI ME AMAIS

7ª. HOMILIA

         Lecturas: Ap 7, 2 - 4. 9; 14 Evangelio: Jn 6, 37-40: La fe nos ayuda a ver más          allá de la muerte.


         No podemos hacer las cosas rutinariamente, sino conscientemente y así darles sentido. En apariencia lo que le ha sucedido a N. es un desastre, y para la familia un drama y desde luego, una pérdida y un decir «lo hemos perdido para siempre».
Pero yo os invito a que no os quedéis en las apariencias, sino a que tengáis una visión más profunda. Y esa visión la da la fe.

         También con la vista vemos a distancia los objetos, los paisajes, o las personas, pero eso mismo que vemos con los ojos lo podemos observar con unos prismáticos y así lo de lejos lo vemos cerca y aumentado, y aún podemos mirar eso mismo con un telescopio y la visión es inmensa.

         Pues algo parecido nos sucede con la fe. Nos hace ver las cosas, los acontecimientos y las personas en otra dimensión. Esa visión de fe es la que deseo tengáis para lo que estamos viviendo y realizando ahora.

         Habéis venido aquí con lágrimas en los ojos, con el corazón destrozado, con  disgusto, por haber perdido a un ser querido como es un padre, un esposo, como es un hermano, como es un familiar. Al romperse el hilo de la vida deja un yació en la familia.
         Y los que estamos haciendo este homenaje de despedida a N. lo sentimos, pero decimos: «Todos tenemos que morir un día. Todavía no es mi hora». Porque —
siempre asistimos a la despedida de otro.

         Hemos venido a una Iglesia. Lo primero que hemos hecho ha sido entrar en el  Templo. Y eso nos habla de la presencia del Señor en medio de su pueblo. “Somos del Señor y formamos su Pueblo Santo reunido para alabarle, escucharle y entrar en comunión con El”. Pertenecemos a El.

         El Señor es nuestro vecino que comparte con nosotros todo. Es el vigía de la noche, el que nos espera. Con El tenemos muchos encuentros y hoy para nuestro hermano N. ha llegado el encuentro definitivo.

         Y ¿qué es preciso llevar a ese encuentro definitivo? Pues es preciso llevar el traje de fiesta. Con otras palabras: Llevar el pasaporte en regla. Tener encendidas las lámparas de la fe y de las obras buenas, que serán nuestros abogados ante el Señor. Por si esto no se cumpliera en nuestro hermano N., ofrecemos por él al Señor su Palabra que salva y cura sus faltas.

         Después que hemos entrado en este Templo ¿qué es lo que hemos seguido haciendo en esta Eucaristía? Pues lo que hemos hecho ha sido ponernos ante el Señor en actitud humilde. Le hemos pedido perdón de nuestros pecados. Reconocemos con sinceridad que todos fallamos. Sólo con esto ya empezamos a arreglar algo la vida. Al vernos perdonados, nos disponemos mejor para perdonar a los demás. De modo que hacemos un recorrido de ida y vuelta: perdonando al otro, se me perdona a mí.

         2°.- Luego hemos presentado una oración al Señor. Nuestra palabra sirve de poco. Las personas valemos poco. No nos salvamos por nosotros mismos, por nuestros méritos, porque para méritos los de Jesucristo. Por eso nos dirigimos a El y ¡entonces sí!, unidos a Él, valemos tanto como Él. Y nuestra oración es agradable al Padre.

         3°.- Hemos escuchado la Palabra de Dios. La luz para nuestros pasos nos viene de la Palabra de Dios. La fuerza y el alimento de nuestra fe y de nuestra esperanza está en la Palabra de Dios. Y hoy hemos leído un trozo del Apocalipsis. Todo el Libro se escribió en tiempos de crisis y de dificultad para los cristianos porque empezaron las persecuciones al final del siglo I. Habían muerto los Apóstoles Pedro y Pablo. Este Libro lo escribió San Juan para alentar la esperanza de los creyentes. Se habla en él de hombres y mujeres de todos los tiempos, razas y lugares, que siguieron al Señor y gozan ahora con Él en el Reino. Le acompañan con palmas en las manos y están revestidos con túnicas blancas, porque se purificaron en la sangre del Cordero. Su número es incalculable. Esperamos que nuestro hermano N. haya sido agregado al número de los Santos.

         En este mundo no nos faltan fatigas, esfuerzos, trabajos y sinsabores. En el otro, como se nos dice en el Apocalipsis todo será alegría, paz y vida sin fin y Dios estará como un padre con sus hijos. En otro lugar se nos dice que será un encuentro que hemos de ir preparando como los esposos que se ilusionan esperando el momento del encuentro.

         4.- Dentro de muy poco renovaremos la entrega de Jesús al Padre y a nosotros a través de su Muerte y Resurrección. Sin Pascua no hay vida. Fruto de la Vida, Muerte y Resurrección de Jesús es el Cielo que nos aguarda a todos nosotros.
Con esta fe hoy ponemos en los brazos de Dios a nuestro hermano N. Y le pedimos que le purifique de sus faltas. Pedimos también por su familia. Que reciba del Señor la paz y la serenidad que necesitan.

         Y para todos los que aún estamos de camino y no sabemos el día de nuestra llamada, pedimos al Señor la gracia de vivir haciendo siempre el bien, de vivir dando todo el amor de que somos capaces, tanto al Padre por darnos a su Hijo, como a los hermanos que tenemos cerca.

8ª. HOMILÍA

         Es importante que los cristianos, los que nos llamamos cristianos vayamos descubriendo la importancia que tiene el abrir el oído a la Palabra de Dios. ¿Por qué?  Porque es importante que descubramos que la vivencia cristiana no es una invención que hemos hecho los hombres. Los cristianos no somos un grupo de personas que recurrimos a Dios y por eso ya nos creemos buenos. Ni somos un grupo de personas que buscamos a Dios para encontrar consuelo cuando se nos muere un ser querido.
Nosotros no atraemos la atención de Dios creyendo que El se acuerda de nosotros si recurrimos a Él y si no le llamamos, no nos escucha. Hay quien piensa que Dios no nos ama, que no merecemos su amor.

         Muchos de estos sentimientos están anidados en muchos corazones de gente que se llama cristiana. Y esto es así, porque no han escuchado la Palabra de Dios. A veces tenemos una religión inventada por nosotros, que usamos según nuestros sentimientos. Yo me enfado cuando se portan mal conmigo o me hacen daño, pues Dios lo mismo, se enfada conmigo cuando he pecado. En la vida cuando se unta el eje del carro, anda suave. Pues a Dios también cuando hacemos limosna, rezamos, vencemos una tentación, somos buenos... nos atiende.

         Pues todo esto no es verdad. La Iglesia nace de una experiencia de unos pocos, al principio unos pocos. Tuvieron la experiencia de que en su camino hubo Uno que vivió con ellos. Pero que murió abandonado de todos, insultado, eliminado por la gente importante de la sociedad, rechazado por los dirigentes del Gobierno y de los grupos religiosos de entonces. Jesús murió en el mayor de los fracasos.
Aquellos primeros hombres experimentaron que aquel que habían visto morir, bueno, ni eso, porque habían escapado llenos de miedo..., había sido reconocido por Dios como Aquel que acertó en su manera de vivir. Eso es lo que viene a decir todo el Libro de los Hechos de los Apóstoles: “Jesús es Aquel a quien el Padre Dios lo proclamó Señor”.

         Jesús acertó en la forma de vivir, haciendo de Dios la razón de su vida y haciendo del hombre la razón de su dedicación hasta dar la vida por él.
De esta experiencia nace la Iglesia y ahora tendría que ser así. De hecho la Iglesia se alimenta, crece y experimenta que Dios está entre nosotros ofreciéndose como Salvador.
         Somos hijos de Dios. Todo es puro don suyo. Incluso Dios nos ama anteriormente a todo comportamiento tuyo y mío. Como una madre ama al hijo, porque es su hijo. Más aún, antes de verlo y de abrazarlo ya le amaba. Antes de tener al hijo ya se le ama.

         Pues nosotros existimos porque Dios nos ama. No nos ama más tarde porque somos buenos, sino que nos ama y por eso existimos. Y no nos ama más, porque seamos mejores. Nos quiere igual y antes de que se vean nuestras obras... Y esto no es un invento nuestro. Esto lo sabemos porque nos lo dice El. ¿Cuál es nuestro valor? Ponernos a la escucha. Oírle a El. Cuando Jesús nos dice “no perdáis la calma”, no dice que al morir la madre nos quedemos tan tranquilos, no.

         El mismo dio muestras de tener un corazón sensible a la muerte de sus amigos y se compadecía de las desgracias de los hombres como buena persona que era. Jesús sabe lo que es el dolor por la pérdida de los amigos. Cuando dice “no perdáis la calma”, no nos dice “no sufráis”, sino “no perdáis la Esperanza”. La muerte no tiene última palabra. Es dolorosa, pero no es lo último. No se hunde el mundo con la muerte. Eso lo puede decir Jesús que también murió.

         Ahora que estamos muy avanzados en asuntos de turismo, la gente busca dónde alojarse. Jesús nos asegura que Él se preocupa de que haya sitio. Bueno, más que un sitio, una forma de vida. Porque el Cielo no es un lugar. Es una forma de vida.
Ser feliz no es un lugar. Es una forma de vida. Se puede vivir en una chabola, y ser muy feliz; y se puede vivir en un Palacio y ser un desgraciado. El lugar importa poco. Lo que importa es la paz interior, la felicidad interior. ¡Qué distinta visión!, ¿verdad?          La muerte es dolorosa, porque nos deja un vacío, pero la Palabra de Dios nos sitúa a nosotros ante ella y ante la vida. Porque éste Jesús no está solo allí para prepararnos sitio. Está también en la comunidad eclesial, en tu propio corazón y está aquí hablándonos Y ¿qué nos dice? Nos está diciendo: La muerte no es el acontecimiento más importante. Lo más importante es el estilo de vida. Lo importante no es que uno se muera a los 80 años o a los 20. Lo importante tampoco es dónde se muere, ni cómo se muere. Lo importante es como se vive.
Lo más grave que le puede pasar a uno es el vacío de la vida. No la muerte biológica, sino el vacío de la vida: vivir para el dinero, para pasarlo bien, para disfrutar, olvidado de la gente «yo voy a lo mío». Esa es la muerte temible.

         Vamos a seguir la Eucaristía. Jesús está con nosotros para que en nuestra vida no nos suceda esa muerte. El nos habla en la comunidad cristiana.
Nos habla también por las personas buenas, por las familias buenas que muchas veces son una critica, una denuncia a nuestra vida cómoda y un anuncio de que se puede vivir de otra manera.

         Hacemos un poco de silencio y hablemos con el Señor. ¿En qué situación me encuentra esta Palabra de Dios proclamada aquí con ocasión de la muerte de N.
¿Qué motivos tengo para vivir otra vida más fecunda, más generosa, de más confianza en el Señor, de ver a Dios de otra manera? Porque a lo mejor mi fe es un cuarto de trastos viejos que ya no sirven.

         A lo mejor tengo que renovar todo el ajuar. Puede ser que en este funeral Dios me quiera poner en un camino de conversión. Pensémoslo un momento.

9ª. HOMILIA: poco practicante

         Lecturas: 2M 12, 43;  46 Evangelio: Jn 6, 51 – 59: Dios nos promete Vida          Eterna

         Sintamos en esta Eucaristía la presencia de nuestro/a hermano/a N. Es un acto de fe. Estos momentos son oportunos para recordar aspectos importantes.
La primera Lectura nos ha dicho que los judíos no sólo reconocieron la inmortalidad de los que habían fallecido. Se trataba de aquellos que habían muerto en la guerra porque habían cometido un robo. Se habían quedado con el dinero y joyas de los enemigos muertos. Consideraban su muerte como un castigo. Pues aún así, Judas mandó que ofrecieran un sacrificio por ellos pensando en la Resurrección.

         Y dice que el texto que no sólo pensaba sabiamente así sino que nos lleva a pensar que ellos también admitían el valor de la oración. Hacen un sacrificio para que el Señor perdone los pecados. Es la comunidad la que va a rezar. Han pecado. Ha cometido un error. Pero el Señor les ayudará y atenderá la oración de la comunidad.
Nosotros estamos aquí con esta misma idea. La idea de la Resurrección.

         La muerte a veces nos asusta. Es un golpe fuerte sobre todo si se presenta de repente, como es el caso de N. Nos sorprende y nos paraliza. Sin embargo hemos de reaccionar con sentido de fe, con sentido sobrenatural. La muerte no acaba aquí.
Estamos hechos por Dios y para Dios. Y Dios nos ha metido en nuestro corazón un deseo profundo de felicidad. Es un deseo de inmortalidad. Y ese deseo acompaña a todos los hombres, niños y mayores, en gente culta e inculta, del tipo que sea...

         Todos, sin excepción, buscamos la felicidad. La felicidad completa no la podemos encontrar aquí. Nunca encontraremos esa felicidad que deseamos. Si por un imposible, un hombre tuviera toda la salud que quisiera y todo el dinero que quisiera y el todo el amor que quisiera y alcanzara todo que pidiera, aún así no conseguiría una felicidad perfecta. ¿Por qué? Pues porque todo el pensamiento de que eso un día se a va a acabar ya es suficiente como para que le causara desasosiego y no pudiera ser plenamente feliz.

         Por eso nosotros nos acogemos al Evangelio que nos dice cosas tan sabrosas como las que hemos leído. Esa felicidad Dios nos la va a dar. Dios nos ha hecho con sus manos. Y Dios nos ha hecho para Él. Nos ha metido ese ansia, esa necesidad de nuestro encuentro con El. Y si aquí nadie nunca, por mucho que soñemos, vamos a alcanzar la plena felicidad que buscamos, hay que escuchar la voz del Señor que nos promete la Vida Eterna.

         ¿Qué significa Vida Eterna? Significa Vida Total, Vida Completa. Es decir, aquella vida que no tiene nada de muerte, nada de limitación. Aquella vida que es para siempre. Aquella felicidad que es total. Esta es al respuesta del Señor.
Nos cuesta imaginar esa Vida Eterna. Somos tan limitados que nos parece que esto es imposible. Pero si nos damos cuenta de que Dios ha puesto en nuestro corazón este deseo, si ha hecho tantas y tantas maravillas en este mundo, ha hecho tantos millones y millones de cosas para nuestros disfrute y así demostrarnos lo que nos quiere entonces la respuesta es no tendréis la felicidad total, cabal y completa. Pero yo os la daré. Ese hueco yo os lo llenaré.

         No nos lo podemos imaginar. Confundimos la felicidad con el placer y pensamos que la felicidad es algo así como lo que aquí tenemos pero un poco ampliado; como las cosas que tenemos aquí pero aseguradas para siempre.
Y no es así. La eternidad no es un tiempo que va pasando y que no se acaba. No. Es una cosa completa.

         Es una especie de bola de las dimensiones que queráis, pero que se apoya en un punto. Toda esa felicidad la tendremos completa y total al poseer a Dios. Dios se nos dará: “Yo soy el pan de vida, el que come de este pan vivirá eternamente...” Os daré a comer mi carne y a beber mi sangre como garantía de esa otra dimensión que un día poseeréis”. Esta es nuestra fe.

         Caminamos por este mundo en medio de dificultades. A veces sangra el corazón. La muerte nos coge siempre por sorpresa, no sólo cuando es una muerte repentina. Aunque sea una muerte esperada, de meses o años, siempre nos coge un poco de sorpresa. Pero, hermanos, por detrás está el Padre. Por detrás está Dios con los brazos abiertos. Por detrás está esta promesa que es el Padre Bueno que nos dice: “tened calma...no tengáis miedo... en la casa de mi padre hay muchas estancias... me voy a prepararos sitio. Contad conmigo”. Esta es nuestra fe. Esto es lo que vamos a pedir al Señor para nuestro hermano N. Que le conceda el descanso junto a El, que sea feliz por completo y que la intercesión de esta comunidad le sirva para que el Señor le perdone sus fallos y sea recibido en los brazos del Padre.

10ª. HOMILÍA

(FUNERAL POR UNA PERSONA MUY QUERIDA Y CRISTIANA)

            Queridos familiares y amigos: ante la muerte tan santa y ejemplar de nuestro hermano N., es tal mi confianza y certeza en las palabras de Cristo “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”... que esta mañana, cuando me puse a meditar sobre lo que quería predicaros en esta misa de despedida cristiana a nuestro hermano en la fe N., me pareció oír desde algún móvil del cielo, que quería explicarme como era aquel misterio del que san Pablo dijo que “ni el ojo vio ni el oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

         Desde el móvil del cielo, nuestro hermano N me dijo«queridos padres, hermanas, familiares y amigos: Soy N, vuestro hijo (esposo, padre, amigo). Desde el cielo veo que me estáis despidiendo cristianamente en la iglesia junto a mi cadáver, no junto a mi persona, porque lo que yo soy, mi persona, mi amor, mi vida e inteligencia, mi espíritu completo, mi alma y mi vida, todo N. completo, está aquí en el cielo  ya definitivamente amando y gozando en Dios, menos mi carne, que en la tierra nos sirve de corporeidad externa pero aquí, como Dios no es visible a los ojos de la carne y es Espíritu Purísimo, como cuando pensamos y amamos en la tierra sin necesidad de mirar o tocar corporalmente, no necesito mi cuerpo para amar y conocer y vivir en Dios y unidos a todos los hermanos celestiales. Es igual que hizo el Señor, en la cruz muriendo ya resucitó y bajó a liberar a los que estaban todavía en sombra  de muerte.

         Mi cuerpo muerto, cadáver, que tenéis ahí y que estará en la tierra, como el de todos, hasta el día de la Parusía y fiesta universal en que se convertirán en cuerpos gloriosos como está ahora mi alma, es signo de mi presencia y persona, porque mi persona, lo que yo soy, amo y pienso está ya en la eternidad. Y esto os lo puedo comunicar a todos con verdad, sin fantasías de ningún tipo, especialmente a los que me recen y quieran estar unidos a mí, porque en la Iglesia existe del dogma de  la comunión de los santos, bastante olvidado y menos practicado, menos por aquella viuda a la que llamé así pero ella me dijo que seguía casada con su marido que estaba y se comunicaba desde el cielo,  por la cual podemos estar unidos y hablarnos todos los miembros en Cristo cabeza de todo el cuerpo místico. Yo no lo sabía hasta que he subido al cielo. Había oído hablar de ello alguna vez, cuando rezaba el credo, «creo en la comunión de los santos», pero creí que era cosa de beatos o teología, pura idea.

         Os he llamado, nada más llegar al cielo, porque os veo tristes, no conocéis la riqueza de la fe y del misterio cristiano, y  tenéis dudas a veces, sobre todo porque quiero explicaros un poco, sólo un poco, porque esto es eterno, infinito, no tiene ni principio ni fin, hay que venir para saberlo, no se puede saber si no se vive este  encuentro con Dios Uno y Trino en su felicidad y majestad infinita. Y desde luego una cosa es creerlo, otra vivirlo, y lo que es imposible es explicarlo. No olvidéis que he entrado en el siempre, siempre, siempre vivir y existir feliz en Dios sin principio y fín. Por eso os ruego, por favor, que todo lo de la tierra se pasa en una milésima de segundo, y esto es ya para siempre. Amad a Dios, servid a Dios, todo lo demás pasa, no existirá, sólo Dios, sólo ese siempre, siempre en el que os espero.

         Por eso ahora que estoy en el cielo, como aquí no corren las horas y yo estoy ya  en la misma eternidad del Dios infinito, aunque no lo podáis comprender, yo soy eternidad, yo, como vosotros, por la vida de gracia, que es participación en la mismísima vida y amor y pensamiento y gozo divinos, comulgad todos los días, yo tengo ya la plenitud de esa participación en Dios Trino y Uno, en su misma vida, que vosotros ahora sólo tenéis por participación y por las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y amor que son las únicas virtudes que nos unen a Dios y aquí la fe y esperanza desaparecen, porque ya tengo y veo lo que he esperado y amado en mis misas, comuniones, visitas, trabajos  y vida cristiana.

         Esto no se puede comprender hasta que no se vive. Algunos santos y místicos lo vivieron ya en la tierra. Porque Dios supera todo lo que nosotros podamos imaginar y pensar. Por lo tanto, creed en Dios, un Dios todo amor que nos ha creado para ser felices en su misma esencia y felicidad. Cuando vengáis, lo comprenderéis  mejor hasta ser plenamente felices en Dios, aunque esto no sabe uno donde empieza y menos donde acaba, porque no tiene principio ni fin, es Dios mismo en su misma vida, amor, belleza, dicha y felicidad infinitas sin principio ni fin

         Lo primero que quiero deciros es que todo es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe, es Verdad, Felicidad, Océano eterno de fuego y amor, gozo, gozo, gozo eterno, los años y siglos no existen, esto es infinito. Dios existe, porque todo tiene un principio y un fin, y Dios es el principio y fin de todo. Y Dios es verdad, Dios es Amor y Felicidad, Dios existe, es lo único que existe.

         Dios es maravilloso. Es verdad. Como nos enseñó Jesús, su corazón no tiene límites para regalarnos, primero, su amor y después gozo infinito. Os aseguro que, aunque creamos, es imposible imaginar lo que Dios nos tiene preparado.

Cuando ayer por la tarde llegué a las puertas del cielo, llamé. Desde dentro alguien me preguntó: ¿quién es?

         Solamente tuve que contestar: soy N. Fue suficiente. Se abrieron y, allí, estaba Cristo vivo y resucitado, con la Virgen, que tanto quiero, qué bella es en la realidad, allí todos los santos, los ángeles, los ancianos... una multitud que nadie podía contar como dice S. Juan en el Apocalipsis.

         Yo, la verdad, estaba un poco nerviosillo, por aquello del juicio, que es verdad, pero nada abrirse la puerta escuché a Cristo resucitado decir: “Ven, bendito de mi Padre, a poseer el reino que te prometí...” Y entré en el cielo, en el corazón de Dios Trino y Uno, en su misma esencia divina, inabarcable, infinita.

En aquella sonrisa de Jesús sólo había amor y misericordia. Os digo que llevaba preparado el discurso del Hijo Pródigo, por si acaso, porque no siempre hice la voluntad de Dios y cumplí los mandamientos. Pero no hizo falta. Jesús me daba a entender que me estaba esperando y que todo estaba reparado para la fiesta de mí llegada.

         Allí, al lado de Jesús, estaba su madre, María, con el traje y la figura de la Virgen del Puerto. Y aquello me llenó de gozo y confianza. Podía seguir viendo a la Virgen como siempre la había visto, en mis, años por la tierra. Como la quiero tanto, a mi Virgen del alma, me lancé a sus brazos y sentí sus pechos maternales.

         Cogido de la mano de la Virgen, que sólo tuvo que mirar a su hijo para que Él accediera, nos fuimos hasta el trono del Padre. Y, allí, el mismo discurso de presentación, que lo hizo María. Señor, éste es N. Y otra vez la sonrisa de Dios: Que seas feliz. Este es mi premio.

         Yo quise hablar. Sobre todo de aquellos que había dejado, ahí, en la tierra. Mi padres, mis hermanas, mi familia y mis amigos. No hizo falta.

         No te preocupes, me dijo Dios. Cada vez que trabajen, cada vez que recen, cada vez que duerman, cada vez que... te sentirán a su lado echándoles una mano, como lo hiciste en vida, porque todos ellos, igual que tú, también son hijos míos y me quieren.

Después me dio permiso para hacer una excursión por el cielo.

Allí había mucha gente conocida y a los que no había visto nunca, como si hubieran jugado conmigo desde niños.

         Como mi curiosidad era la misma que la del que llega por primera vez a un sitio, empecé a preguntar cosas. Y todos me contestaban lo mismo, y los había que llevaban miles de años: nuestra, felicidad consiste en ver a Dios, en sentimos amados por El. Y no te preocupes, que no corre el tiempo.

         Hasta Adán, que andaba por allí poniendo nombre a las cosas, me dijo: Acabo de llegar y estoy clasificando las flores. Ni se daba cuenta, con el contento de estar ante Dios, del tiempo que había pasado desde que andaba por el paraíso.

         En el jardín de infancia, adonde iban llegando, a cada rato, tantos niños abortados por sus madres o a los que los hombres dejaban morir de hambre, los encargados de darles alegría eran los ángeles de la guarda. Y no veáis que caritas de felicidad, multiplicada por el infinito, toda la que les habían negado en la tierra.

         Creedme. Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue el día que Dios ha fijado y conoce, y vuestra alma venga a este cielo en el que os ha precedido la mía... Ese día volveréis a verme.

         Sentiréis que os sigo amando, que os amé, y encontraréis mi corazón con todas sus ternuras purificadas.

         Sólo os pido que me recordéis ante el altar del Señor. Sabed que estoy junto al Padre para lo que queráis de mí. Que ofrezcáis misas en acción y petición de  gracias para que nadie falte a esta cita de amor y felicidad eterna en Dios, para la cual fuimos soñados y creados por el Padre y rescatados del pecado y de la muerte por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad. Por piedad, no faltéis a esta cita, la única que importa de la vida, porque sería terrible, terrible, lo peor que existe.        

         Y para terminar, quiero dar GRACIAS,

> A Dios, que me amó y me dio la vida eterna. ¡GRACIAS!

> A mis padres, hermanas y familia, entre quienes crecí y amé a Dios. ¡GRACIAS!.

> A los que me tratasteis, reconocisteis y pude ofenderos alguna vez, ¡GRACIAS!. a los que rezáis por mí... ¡GRACIAS!

11ª HOMILÍA: para casos de poca vida cristiana

QUERIDOS HERMANOS:

Por la muerte y resurrección de Cristo, somos eternos. Mi existencia, mi vida humana es más que esta vida. La muerte para los creyentes no es caer en el vacío o en la nada. Viviremos siempre. Somos eternos, hemos sido soñados y creados por Dios para vivir siempre en su misma vida y felicidad. Es el mismo S. Juan quien nos da la razón de todo este misterio, cuando nos revela: “Dios es amor”.  Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza, inteligencia infinita, porque lo es, y la necesita para crearnos y redimirnos, pero no, cuando quiere definirlo en una palabra, nos dice que Dios es amor, su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir. Y este Dios, que es Padre e Hijo amándose eternamente en Amor Personal de Espíritu Santo, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros  seres posibles para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, felicidad. Se vio tan infinito en su Ser y Amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a  impulsos de ese Amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.  El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios.

Por eso, el hombre es más que hombre, es más que este tiempo y este espacio, el hombre es eternidad, ha sido creado para ser feliz eternamente en la misma felicidad de Dios. El hombre es un misterio que sólo Dios puede descubrirnos,  porque lo ha soñado y creado, el hombre es un proyecto de Dios.

La Biblialo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn.1, 26-27). 

San Pablo ve así la creación del hombre en el himno cristológico de la Carta a los Filipenses: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante El por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con El, 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ ETERNAMENTE. , a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo, y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que florece en eternidad anticipada, y son tan felices y el cielo comienza en la tierra: “que muero porque no muero”.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

"¿Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tu hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla." (Oración V)

Por eso, quienes han llegado a conocer al Padre y su proyecto de amor ya en esta vida, se fían totalmente de él y lo ponen todo en sus manos, porque se fían de su amor. Nosotros ayudemos a nuestro hermano N., recemos y ofrezcamos los méritos de la muerte y resurrección por él y comulguemos el pan de la vida eterna, para que nuestro hermano entre en la gloria de Dios, del Dios que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad, Cristo muerto y resucitado que nos dice a todos: “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi tiene la vida eterna”.

12ª HOMILÍA

(Muerte no esperada, dolorosa, por accidente)

         Muy queridos J. y N, queridos familiares y amigos, que lloráis la muerte inesperada de N; todos estamos impresionados por este acontecimiento que nos ha arrebatado la presencia del hijo y del amigo; todavía no hemos tenido tiempo de asimilar esta triste realidad que nos aplasta y nos impide razonar. Hemos venido a esta Iglesia para acompañaros en vuestro intenso dolor y para rezar por el amigo que ha partido a la eternidad, a la casa del Padre.

         Nosotros somos creyentes en Cristo; creemos en Cristo muerto y resucitado; pero la fe no nos quita el llanto y el dolor, y no tenemos en estos momentos la calma para percibir la luz y certeza que nos da. Sin embargo, hemos de proclamar ahora lo que creemos y siempre hemos profesado: Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna.

         Lo vamos a expresar también en el prefacio de esta misa de difuntos: «Porque la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Nosotros los creyente tenemos la certeza de que Jesús entregó su vida para recuperarla para él y para todos nosotros, él ha muerto y resucitado para que todos tengamos vida eterna; nos lo dice él mismo: «yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá».

         Por eso, ante la muerte, sobre todo, ante esta muerte más dolorosa por inesperada, tenemos que responder con San Pablo: “Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que lo aman, de los que según sus designios son elegidos” (Rm 8, 28). Por eso, aunque no comprendamos las cosas que nos pasan, unas dependen de nosotros, otras de diversas circunstancias, pero nunca de Dios, que puede permitirlas pero no quererlas, tenemos que reafirmar nuestra fe y esperanza en Dios que hace concurrir todas las cosas para el bien de los que ama y tiene la última palabra sobre la vida y la muerte. No lo comprendo, Señor, pero  creemos y nos fiamos de ti; sobre todo, nos fiamos de tu palabra sobre la misma muerte, que ha sido vencida por tu resurrección: 

         “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11, 25-26). Lo creemos, Señor.

         “Yo soy el pan de vida que ha bajado de los cielos; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). Lo creemos, Señor.

         “Cuando yo me vaya, os prepararé sitio, y cuando vuelva os tomaré de nuevo conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros” (Jn. 14, 3). Lo creemos, Señor.

         Sí, lo creemos, Señor, pero lo decimos llorando, sufriendo la separación. No es desconfianza, es la herida de nuestro amor, de nuestra misma carne. Pero es un llanto esperanzado, como el tuyo ante la tumba de Lázaro, tu amigo, el hermano de Marta y María. Como a Marta, nos dices: tu hermano resucitará. Señor, sabemos que nuestro amigo vive en Ti ya para siempre y nos espera. Por eso acepta nuestra oración llena de fe y de llanto. Señor, nosotros creemos, pero aumenta nuestra fe, como te lo pidió aquel ciego de nacimiento. Porque por la fe nosotros sabemos “que esto corruptible tiene que revestirse de incorrupción y esto, mortal, tiene que revestirse de inmortalidad... que no tenemos aquí morada permanente y que pasamos de la casa de los hombres a la casa de Dios”.

         Por la fe sabemos que lo que “sembramos en cuerpo mortal, resucita en cuerpo espiritual”. Señor, nosotros creemos, queremos creer, necesitamos creer, pero aumenta nuestra fe, porque somos débiles y estas desgracias nos aplastan. Ayúdanos a creer. Y sobre todo, gracias, Señor, porque podemos rezarte y confiar en Ti y pedirte por nuestro hermano: «Dále, Señor, el descanso eterno, y brille para él la luz perpetua, viva con tus santos por siempre, porque tú eres piadoso», Tú eres Padre y nos quieres y nos soñado para una eternidad contigo. Amen».        

 

13ª. HOMILIA: muerte repentina de una madre: “Le veremos tal cual es”

 
         Querida madre de N., hijos N. N. N. y hermanos todos: Hemos sido convocados esta tarde para celebrar la despedida de N. Es posible que en este momento estéis más cerca de ella que nunca y que os sintáis más arropados que nunca por tantas personas que os quieren. Esta reunión tiene dos sentidos:
En primer lugar, es una reunión en la que queremos expresar nuestro afecto a N. y a sus familiares. Muchos la conocíais y la apreciabais. Sus familiares están viviendo unos momentos dolorosos. Todos lo que estamos aquí, deseamos expresarles nuestra solidaridad. La muerte de N. ha sido inesperada. Nadie podía sospechar que pudiera morir ayer. Os ha impactado. La veíais llena de ilusión, con ganas de vivir, con proyectos de futuro. De verdad que todos sentimos su muerte, porque su ausencia se dejará sentir en su familia y en otros ámbitos. Quede constancia, pues, del dolor que sentimos y que compartimos con vosotros, los más íntimos, para que no os sintáis solos.
         Pero en segundo lugar, se trata de una reunión de oración. Yo os invito a todos, sea cual sea vuestra situación, tanto si sois creyentes o no, indiferentes o comprometidos, a que os pongáis con humildad ante el Señor Jesús, que ha dado la vida por todos y que nos quiere a todos. Le pedimos que acoja a N. en su nueva situación y reciba ese abrazo que El reserva para sus hijos. Oramos también por esta familia, para que se apoye en estos momentos en la Esperanza cristiana.

         Nuestra vida tiene como dos tiempos. Uno, comprende los años de vida aquí, entretejidos de luchas y trabajos, de luces y sombras, de logros y fracasos. El segundo tiempo comienza cuando nos vamos. N. ha comenzado ahora el segundo tiempo, la segunda parte, donde va a saber lo que es vivir de verdad. Ella ha llegado ya a la Meta, al Reino de la Felicidad. Y porque creemos en ese destino feliz, es por lo que rezamos por ella, pidiendo al Señor que siga viviendo ahora de otra manera en los Nuevos Cielos y en la Nueva tierra.

         Celebramos, por tanto, el nuevo nacimiento de N. Los cristianos no celebramos la muerte. Celebramos la Vida, el triunfo de la vida sobre la muerte. También Jesús nuestra Cabeza, pasó por esta aduana. Murió joven en la Cruz. Pero el Padre lo levantó de la muerte, de una vez y para siempre, para nunca más morir. Porque a una vida sacrificada, y a una vida entregada por amor, le espera Resurrección. A una vida de fidelidad a Dios y a los hombres, le espera el triunfo y el premio definitivo.

         Todas las personas tenemos que pasar por esta aduana. No hay quien nos 
quite dar este paso. Es algo que se nos impone como consecuencia del pecado.
Hoy, aquí y ahora, una vez más, celebramos la Vida Nueva de N. Y estas no
son palabras huecas, dichas para consolar. Nuestro lenguaje es el de Jesús, que
nos habla muchas veces de que esto es así.

         Hoy mismo hemos leído estas palabras suyas: Dios quiere que experimentemos que es nuestro Padre y nos da todos los derechos reservados a los hijos. Dios nos concede vivir junto a El, nos ama, nos comprende, nos recibe, nos abraza, nos perdona.      En esta vida, aún sintiéndonos sus hijos no le vemos más que por la fe, pero llegará un momento en que le veremos “tal cual es” y nos haremos semejantes a El, (no iguales), porque no podemos ser como Dios, pero sí semejantes a El. Y Dios es la dicha, la felicidad, la fiesta, el banquete, la luz, la paz, el descanso. Y como hijos de Dios gozaremos de toda dicha, de la claridad de su Luz, del descanso y de la paz definitiva.

El Evangelio nos habla de que Jesús vino a salvar, nunca a condenar. La miSión de Jesús consistió en que no se pierda nada de lo que le dio el Padre y en que todos alcancemos la Salvación. Claro que esa Salvación hay que desearla, acogerla, abrirse a ella, tener sed de ella. Y aquí aparece nuestra responsabilidad personal y nuestra libertad para abrirnos a su amor o darle la espalda. Porque somos libres (esa es nuestra gloria y miseria) y podemos decir SI o NO a la Salvación que Jesucristo nos ofrece gratis.

         Tenemos que leer y meditar más el evangelio, lo que Jesús nos dice:“El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. “Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste porque me amabas, antes de la fundación del mundo.” “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí aunque haya vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”. “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados y Yo os aliviaré. “Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande el Cielo”.

         N. fue una mujer creyente. En ella se cumplen las palabras de Jesús: “El que cree en mí, no morirá para siempre”. Hemos de terminar. Si a ti o a mí nos llegara una muerte repentina, sin el previo aviso de la enfermedad o de los años ¿te pillaría con el pasaporte en regla? esto es, ¿con Jesucristo en tu corazón? ¿Llevas encendida la lámpara de la fe? ¿Estás almacenando obras que un día serán tus abogados defensores?
         Hay una cosa clara, hermanos: Dios no es ningún estorbo para que el hombre
viva feliz, al revés. ¿No os parece que fácilmente nos entretenemos en mil queha ceres, y que vivimos, a veces, ofuscados en mil distracciones? Pues, recapacitemos un poco. ¿Qué estas almacenando? ¿Qué Luz guía tus pasos?  Jesús nos dice: “El que me sigue, no camina a oscuras, sino que tiene la Luz de la Vida”.
Pidamos por N., por su familia. Hagamos un esfuerzo por acercarnos al Señor a fin de que sea El nuestro amigo, nuestra Luz, nuestro consuelo, nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida.

14ª. HOMILIA: muerte repentina: “Reinaremos con Él”

 
         Estamos reunidos con motivo de la muerte de nuestro hermano N. Familiares, amigos y conocidos hemos sido convocados esta tarde para celebrar esta despedida. Es posible que en estos momentos estemos más cerca de él que cuando vivió, trabajó y pasó largas horas con nosotros. Y eso porque la muerte tiene estos efectos extraños nos acercan a las personas precisamente cuando se nos van.

         El sentido de este encuentro es doble. Por un lado expresamos nuestra cercanía. Todos los que conocisteis a N. y los que aprecias a su familia estáis aquí compartiendo al unísono el mismo sentimiento legítimo de pena. La muerte de N. nos ha sorprendido porque le ha llegado de improviso. De manera totalmente inesperada. ¿Quién iba a pensar ayer mismo que íbamos a estar lamentando su muerte? Nadie.      Pero así es la vida. Pasan los días, todo pasa. Acabamos pasando todos. Nos ha impactado más, porque lo veíamos lleno de vida, con ganas de vivir, con proyectos para el futuro. Pensábamos que en su etapa de jubilado podría seguir haciendo muchas cosas. Pero, claro, los planes del Señor no coinciden con los nuestros y nos superan. N. por la edad en que ha muerto estaba más de acuerdo con la vida y se nos ha ido de repente. No ha tenido tiempo ni de despedirse. Por tanto, compartimos con vosotros el dolor de esta separación y estad seguros de que no estáis solos.
         Pero además y, sobre todo, estamos aquí para rezar por él. Es lo único que le puede ayudar. La oración nunca se pierde. Decía San Agustín que «una flor se marchita, una lágrima se evapora, la oración la recoge el Padre». Oremos también por su familia para que en estos momentos se apoye en la esperanza cristiana. Nuestra vida tiene salida tras este paso penoso. El hombre tiene futuro. El hombre se puede salvar. Esos deseos de vivir que llevamos todos se ven cumplidos en el plan del Señor que nos concede seguir viviendo junto a El.

         Nuestra vida tiene como dos etapas: Una es corta. Es el tiempo vivido aquí entre trabajos, fracasos, aciertos alegrías, noches y días, claros y oscuros. Pero hay otra etapa: Es muchos más larga. Es llegar a la meta. Recibir el abrazo de Dios. N. ha comenzado ahora esta segunda etapa.

         Nosotros, así lo creemos. Y lo expresamos en el Credo: «Creo en la Resurrección de los muertos y en la vida eterna». Sí. Todos nosotros nos vamos acercarnos a la culminación de nuestro destierro. Después de las luces y sombras de este mundo, nos aguarda la luz imperecedera, que no viene del sol ni de la luna, que brota de la cara de Dios. Allí está la paz, la plenitud, el gozo inacabable. Hemos venido a la tierra para alcanzar el Cielo. Cristo nos ha comprado al precio de sangre, la infinita Salvación. Viviremos con Él y como Él. Reinaremos con Él.
Pasan los días. Se nos termina la vida temporal. Es verdad. Pero otra vida amanece. Cada día que pasa estamos más cerca de las Bodas y nos aproximamos a la aduana de la Jerusalén celestial. Y porque creemos en este feliz destino es por lo que rezamos por N.
         Jesús también pasó por esta aduana. Murió en la Cruz para abrirnos las puertas de la Nueva Ciudad. Derribó el muro que nos separaba del amor del Padre, porque fue fiel al Padre y a los hombres. Al final fue levantado de la muerte para nunca más morir. Es nuestro adelantado, nuestra Cabeza. Estamos destinados a ir con El, si nos sentimos y somos de verdad miembros de su mismo Cuerpo. A la Cabeza le sigue el cuerpo. No va la cabeza por un lado y el cuerpo por otro.

         Si nosotros llevamos como El una vida de fidelidad a Dios cumpliendo sus mandamientos, viviremos con El. Porque gracias a Jesús sabemos que a una vida de fidelidad le espera Resurrección. A una vida de amor y de entrega, le espera el triunfo definitivo.
         Hay un himno precioso de las Vísperas del Domingo IV de la liturgia de las Horas que dice así: «Cuando la muerte sea vencida y estemos libres en el Reino; cuando la Nueva Tierra nazca en la gloria del nuevo cielo, entonces estaremos contentos. Cuando tengamos la alegría con un seguro entendimiento y el aire sea como una luz para las almas y los cuerpos, entonces, sólo entonces, estaremos contentos. Cuando veamos cara a cara lo que hemos visto en un espejo y sepamos que la bondad y la belleza están de acuerdo, cuando al mirar lo que quisimos lo veamos claro y perfecto, y sepamos que ha de durar, sin pasión, sin aburrimiento, entonces, sólo entonces estaremos contentos. Cuando vivamos en la plena satisfacción de los deseos, cuando el Rey nos ame y nos mire para que nosotros le amemos y podamos hablar con El sin palabras; cuando gocemos de la compañía feliz de los que aquí tuvimos lejos, entonces, sólo entonces, estaremos contentos. Cuando un suspiro de alegría nos llene sin cesar el pecho, entonces, siempre, siempre, estaremos contentos».

         Qué consoladoras son estas palabras. Fijaos si la muerte tiene sentido. Yo os invito a todos, pero especialmente a los familiares de N. a que pongáis en medio de vuestra pena este himno de la Iglesia y también las palabras de San Pablo: “Si vivimos para el Señor vivimos. Si morimos con El, viviremos con EL, si con El sufrimos, reinaremos con El”.

         N. fue un hombre creyente que vivió y murió con el Señor. Esa fe la manifestaba acudiendo cada Domingo a la Eucaristía, rezando en casa, participando de los Sacramentos, con la devoción a la Virgen. La fe que le animó la alimentó con la Palabra de Dios. Y luego esa fe era el motor para su vida de amor a los demás, para sus gestos de solidaridad, para su entrega a todo lo que consideraba noble y que merecía la pena. Estad seguros de que en él se cumple la Palabra de Jesús: “El que cree en mi, no morirá para siempre”.

         Es posible que la muerte de este familiar o amigo os haga repensar sobre vuestra propia vida. Estos acontecimientos nos deben sacudir en nuestro interior.
Hoy es fácil vivir como si Dios no existiera. Hoy es muy fácil distraerse con las cosas de este mundo. Hoy puede resultar difícil abrirse a la fe, a lo gratuito, pero esa es la verdadera chispa de la vida. ¿Si ahora mismo te llegara a ti la muerte, ¿te pillarla con el pasaporte en regla? ¿Está Dios en tu vida? ¿Tienes encendida la lámpara de la fe en tu corazón? ¿Podrías decir ¡qué suerte la mía! que he acertado en vivir como he vivido? ¿Qué estas almacenando? Sólo dinero, poderes, ambiciones, placeres de todo tipo, apariencias...? ¿Eres rico delante de Dios? Porque si no es así vas a hacer el ridículo. Dios es el mejor amigo del hombre. Piensa un poco ¿qué luz guía tus pasos o, tal vez, estás a oscuras? Jesús nos dice: “El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Pidamos en esta Eucaristía por N. por sus familiares. Hagamos un esfuerzo de reflexión y acerquémonos al Señor.

15ª. HOMILIA: muerte repentina

         Todavía no nos hemos rehecho del impacto tan doloroso que nos ha producido la muerte de N. de una manera tan súbita. Siempre, pero cuando la muerte nos toca de cerca, cuando toca a un allegado tan querido, a un hermano, a un esposo, a un familiar, la muerte se constituye en maestra de la vida y nos hace reflexionar sobre el sentido de la vida.

         Si quitamos de la perspectiva de nuestra vida la fe cristiana que alienta y que nos sostiene y que fundamenta nuestra esperanza, la vida puede parecer absurda. Puede parecer la historia imbécil contada por un idiota porque se convierte en un túnel sin salida, en un hundirse, en una noche de nieblas y de nada: Nacer, vivir y
morir. Sufrir, luchar, gozar, morir. Soñar, fracasar, triunfar y al fin, morir.
Sabemos que la muerte nos va a venir a todos. Y es difícil no incurrir en el tópico, en lo que no hay más remedio que decir en estas ocasiones. Es difícil porque
también la muerte, con una insistencia machacona nos va diciendo lo mismo. Al fín y al cabo es el hecho más común y más corriente de la vida.

         Sin embargo, no nos acostumbramos. Y la muerte nos sorprende siempre cuando se produce con unas características tan particulares como la que ha hecho reunirnos hoy aquí. Y no debiera sorprendernos. El Señor nos dice que vendrá “como un ladrón”. Es un hecho universal y cotidiano, pero nos asaltará sin avisar. Y aún cuando nos avise, nos sorprenderá “como un ladrón”. Además nos va a arrebatar todo. Todo se lo va a llevar por delante. Es un ladrón de ilusiones, de sueños, de esperanzas, de la vida misma, que es el bien supremo del hombre. No quisiéramos que el ladrón nos visitara nunca, como no quisiéramos que la muerte nos llegara; pero vendrá a quitarnos todo: los bienes materiales y todo lo que más amamos, la vida misma.
         La muerte es la victoria provisional, provisional sólo, sobre el instinto más poderoso del hombre que es el instinto de la propia conservación. Y porque el instinto de la vida, de conservarnos, de vivir siempre, de no extinguirnos, de no hundirnos en ese pozo sin fondo de la nada. Por eso la muerte es algo que se repudia con todas las fuerzas del corazón humano. Porque viene a robarnos todo, “como un ladrón”. Viene a robarnos los proyectos, las ilusiones, la vida misma.

         N. tenía muchas ganas de vivir. Era un optimista nato. Se apuntaba a todo. Era un hombre lleno de pequeñas ilusiones y de pequeños proyectos Y la muerte “como un ladrón se los llevó”.

         Pero N. que fue siempre creyente, sabía que la muerte es sólo el paso, la aduana, dolorosa de verdad, para el encuentro definitivo con Dios en la vida que no se acaba. Encuentro amoroso con el Dios del Evangelio, con ese al que muchas veces hemos desfigurado, con ese Dios que a fuerza de olvidar el Evangelio lo hemos pintado con trazos de caricatura, como un Dios malhumorado, tirano, que más se impone por el temor que por el amor.

         Y no es así. Si Dios fuera así, si la vida fuera así, fuera derrotada definitivamente por la muerte, si la muerte ganara definitivamente la partida a la vida, la existencia humana sería absurda, como un túnel sin salida. ¿Para qué luchar? ¿Para qué vivir, para qué amar, para qué sufrir si todo va a acabar en la nada? La vida sería una triste pasión inútil y podríamos quejamos de Dios que puso en el fondo del corazón humano ese ansia de vivir, esa ansia de perfeccionarse, ese ansia de no acabar nunca...

         Si eso fuera verdad, tendría derecho a pensar que Dios es un Dios cruel que se complace destruyendo a las mismas esperanzas que El mismo depositó en el corazón del hombre. Pero ¡ no! El Dios del Evangelio, el Dios que nos ha enseñado Jesús no es así. Es el Dios de la vida, no el Dios de la muerte. Es el Dios que es Padre y Padre que ama a sus hijos. Si vosotros que tenéis hijos los amáis entrañablemente ¿cómo no nos va a amar el Padre Dios aunque seamos unos malvados?

          A Dios, Juan, el Apóstol que más caló en su esencia, lo definió diciendo: Dios es Amor. La definición más exacta y más concisa. Dios es el Padre que nos aguarda tras el trance doloroso de la muerte nos espera con los brazos abiertos para introducirnos en el Reino de la Dios es el Padre de Jesús a quien ha resucitado, el primero de todos, una vida gloriosa, para que con El resucitemos los que en El creemos.
         Por eso Jesús nos ha dicho: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí aunque haya muerto, vivirá”. Y esto es Palabra que nunca pasará. El Cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra del Señor no pasará”. Y esta es también la Palabra del Señor. La fe y la esperanza cristiana no suprimen el sufrimiento, pero lo interpretan, lo iluminan, lo vuelven “bálsamo” para nuestros sinsabores. La fe y la esperanza cristiana no eliminan la muerte temporal, porque es ley de Dios y las leyes de Dios se cumplen siempre. Nos llegará a todos la hora, pero está vencida con la Resurrección de Jesús. A los creyentes nos sostiene esta fe, y aún en la muerte nos anima la esperanza en Cristo Resucitado que nos arrastra a los Cielos Nuevos y a la Nueva tierra.
         A todos vosotros, pero especialmente a los familiares más cercanos yo os digo: “No os aflijáis como los hombres que no tienen esperanza”. Hubo un hombre, procónsul romano, llamado Plinio el Joven, que recibió la a orden del Emperador de perseguir aquella doctrina que cada día cundía más era la
cristiana. Le preguntaba ¿quiénes son esos?- “Son unos hombres extra que creen en un tal Cristo, al que aman de verdad, y van serenos a la muerte a la muerte”.
Recemos también nosotros y ofrezcamos por N. al Padre de las misericordias nuestra oración y al mismo tiempo ofrezcamos con el Señor esta Eucaristía para que perdonadas las culpas y fallos propios de su condición humana, como la de cualquiera de nosotros, sean perdonados por la infinita misericordia de Dios. Y perdonadas sus culpas sea recibido para siempre en la mansión eterna de la Vida sin fin.

16ª HOMILIA: Persona muy piadosa: “Señor, auméntanos la fe”

 
         Hay sucesos que no por esperados dejan de producirnos pena. Es el caso de N. que contaba X. La muerte es un hecho que se registra una sola vez y es algo que alcanza a todo ser viviente. Este es el hecho.

         Y ante este hecho lo primero que quiero es daros la condolencia más entrañable, más familiar y más cristiana a vosotros los familiares de N. de parte de todos y cada uno de los que están aquí acompañándoos. Compartimos con vosotros vuestro pesar.

         En la vida hay de todo: luces y sombras, algunos momentos tristes y muchos alegres. Hoy nos solidarizamos con vosotros. Todos los que os habéis reunido aquí, estáis demostrando vuestra calidad de personas, acudiendo a donde se ha de ir en actitud de cariño, ayuda y comprensión.

         Expresamos también nuestra Esperanza. A los cristianos nos sostiene esta virtud. El Apóstol Pablo nos dice que “la Esperanza nunca defrauda”. A El no le defraudó, a nosotros tampoco. Estoy seguro de que a N. tampoco, porque ahora recoge toda la cosecha de bondad almacenada a lo largo de sus X años de aquí.
En la primera Lectura que hemos leído San Pablo le dice a su discípulo Timoteo (que está en la cárcel por anunciar a Jesucristo), lleno de miedo: “Dios nos ha dado un espíritu de energía y buen juicio. Vive con fe y amor cristiano”. Son palabras que se han cumplido en N. porque el (ella) ha sido una persona enérgica y de buen criterio. Ha vivido con fe en Jesús y con amor a Dios. La fe ha sido su mejor adorno, su mayor tesoro. Y como ha vivido con Jesucristo, ahora sigue viviendo con El.
Hizo mucha oración, le pidió muchas veces perdón, le trató amistosamente aquí en la Parroquia y últimamente en casa (¡cuántas comuniones se lleva N.!). le ofreció sus trabajos, le sirvió en los demás, a los que siempre trató con dulzura, con una delicadeza exquisita, con una sonrisa siempre a flor de labios, siempre con buen talante, con amabilidad.

         N. ha sido de esas personas que dan paz, para las que todo está bien, que se conforman con muy poco. Ahora, él (ella) pertenece a esa comunidad de los Bienaventurados. Desde allí seguirá intercediendo por todos nosotros, unida a su hermano N., otro hombre estupendo que dejó un rastro tan señalado en unos hijos trabajadores, sanos, honrados y religiosos (aunque en esto no hay meta).

         No me extraña que ante una mujer tan buena, os hayáis volcado en atenciones hacia ella. Le habéis tratado con ternura, le habéis hecho compartir vuestras nutridas reuniones de familia. Qué bien ha recogido ella lo que sembró en su vida. Ojalá hagan con vosotros vuestros hijos lo mismo que habéis hecho con ella. Hay un adagio que se puede aplicar en este caso: «Cuántos sean los pimpollos de tu rosal, tantas serán las rosas de tu corona».

         A una vida sencilla como la suya, siempre de frágil salud, no le hacen falta pedestales. Se impone por sí misma, como se impone la luz indirecta, que todo lo llena sin que se sepa dónde está o como se percibe el perfume de una violeta escondida entre los arbustos.

         La Palabra de Dios nos dice algo que se aplica a este/a hermano/a: “Dichosos los que mueren en el Señor. Que descansen de sus trabajos”. La vida es esfuerzo, lucha, trabajo, superación de problemas, servicio, fatiga. Tengo entendido que N. fue una persona muy trabajadora. Al final, aunque su cuerpo se fue desmoronando por dentro, en su interior, se mantenía lozano/a, porque estaba plantado/a junto a la acequia del amor de Dios.

         Seguramente cuando se haya presentado ante el Señor le habrá ido mostrando su sencillez, sus sacrificios; todas esas atenciones que almacenan las personas sencillas y buenas que van pasando por este mundo calladamente, pero haciendo el bien a manos llenas.

         En una larga vida pasan muchas cosas. Queda lo fundamental: el amor a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María, el amor puesto en circulación esparcido en mil detalles. Todo eso que sembró lo recoge ahora y se lo presenta al Señor como si se tratara de un ramillete.

         Demos gracias a Dios por la obra que realizó en N.: llamándolo/a a la vida, llamándolo/a a la fe y porque ahora le concede una vida sin limitaciones y para siempre. Qué cierto es que Dios se manifiesta a los humildes y sencillos. Los sabios y orgullosos se quedan con su ciencia y no llegan a descubrirlo.

         Para todos nosotros pidamos al Señor cómo los apóstoles a Jesús, que escuchábamos hoy en el Evangelio: “Señor, auméntanos la fe”. En la fe se crece, como crece una plata o un árbol. Pero para crecer en la fe, hay que alimentarla. Y ¿cómo se alimenta? Pues con la escucha de la Palabra de Dios, con la Eucaristía de cada Domingo, con la oración, dejando buen rastro por donde pasamos. Fiándonos de Jesucristo. ¿Quién te quiere más que Jesucristo? Y tú ¿ya le quieres a El? ¿Ya te fías de El?


EJEMPLO.- Un barco en altar mar estaba a punto de naufragar. Había allí una niña que jugaba tan tranquila mientras toda la gente gritaba espantada. Un pasajero se acercó a la niña y le dijo: ¿Es que tú no tienes miedo de que se hunda el barco? Y la niña le contestó tan tranquila. Es imposible, si yo voy en Él. Mi padre es el capitán, y me quiere muchísimo». Aquella niña era modelo de fe en el amor de su padre. Le daba seguridad y confianza.

         Que esta Eucaristía aumente en todos nosotros el deseo de vivir la vida con sentido de fe. Y que a nuestro/a hermano/a N. le conceda el Señor disfrutar de la claridad de su rostro, de su descanso y de su paz.

17ª. HOMILIA.Madre ejemplar: ¡Yo os aliviaré ¡

         Queridos familiares, sacerdotes concelebrantes, amigos y comunidad X: Estamos reunidos por el hecho doloroso de la muerte de N. Muchos de vosotros habéis comunicado sentidas palabras de condolencia a los familiares y todos las manifestáis ahora con vuestra presencia en este acto. Sus familiares os las agradecen profundamente. En estos momentos les conforta vuestra amistad y les llena de paz vuestra oración compartida.

         La Palabra de Dios que se nos ha proclamado nos muestra los caminos de la fe y de la esperanza cristianas. Esta palabra, que con frecuencia escuchaba y meditaba N. le ha servido para vivir como cristiana convencida. Hoy esta palabra tiene un tono diferente para nosotros y para ella. No nos causa tristeza, ni pena. Al contrario, nos recuerda que la tierra no es nuestra morada última. Que el cuerpo, la salud y todo lo que tenemos desaparecerá un día para disfrutar de la morada definitiva en la Casa del Padre.
         Esto lo creía de verdad N. con fe sencilla y profunda de la que a menudo nos dan ejemplo nuestros mayores. La oración (el rezo diario del Rosario) fue para ella
un gran consuelo, que la llevó a descubrir en todo lo que formaba parte de su vida: la voluntad de Dios.

         Para ella, que se ha pasado la vida trabajando, la muerte es un descanso merecido y cuando se ha sufrido tanto, la muerte es alivio y paz para después de la lucha. Así ella ha hecho realidad en su vida el Misterio Pascual de Cristo: misterio de Cruz y de Muerte y también misterio de Vida y Resurrección.

         Todo esto ha sido posible para ella y para nosotros, porque Cristo ha resucitado. Ha vencido para siempre a la muerte y nos ha introducido en la Vida que no se acaba. Hermanos, estamos ya en la “Vida Eterna”. Desde el día de nuestro Bautismo fuimos incorporados a la Muerte y a la Resurrección de Jesucristo.

         San Pablo nos dice: “Por el Bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.
El cristiano es un hombre nuevo que vive una Vida Nueva: la vida del Reino que se hace realidad en las Bienaventuranzas y en el cumplimiento del mandato nuevo de Jesús.

         Todo nos ha venido con el santo bautismo, entrada en la misma vida de Dios por participación que se manifestará en plenitud en la vida eterna recibida en él; lo dice san Pedro en su primera carta: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que los bautizados tenemos reservada en el cielo.  Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final”. 

         Así se abren caminos de esperanza para nuestras angustiadas vidas. Cuando a los hombres se nos han cerrado todos los caminos y las soluciones parecen imposibles, Dios en su amor infinito nos brinda una solución maravillosa: la de la fe.

         Nos dice Jesús: “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.
“Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste porque me amabas, antes de la fundación del mundo.” “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí aunque haya vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”. “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados y Yo os aliviaré. “Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande el Cielo”.

 

         Estas palabras de Jesús son el fundamento de nuestra fe y esperanza cristianas.
La Eucaristía que celebramos, es prenda segura de que todo esto se ha cumplido en Jesucristo y se está cumpliendo en cada uno de nosotros. Espero por la misericordia de Dios y nuestra oración que se cumplan ahora haciéndose realidad gozosa para N.

18ª HOMILÍA

(MUERTE POR ACCIDENTE O ENFERMEDAD DE UNA PERSONA NO PRACTICANTE, PERO BUENA PERSONA)

QUERIDOS PADRES, HERMANOS, FAMILIARES Y AMIGOS:

         Todas las lágrimas tienen un sabor amargo ante la muerte, pero ciertos hechos y circunstancias las hacen a veces más amargas por lo inesperado y por truncar la vida en plena juventud, como en el caso de nuestro amigo N. Porque incluso la fe y la esperanza en Dios no es un seguro contra esta clase de muertes, porque hay leyes y normas de vida que Dios debe respetar para que el orden natural se cumpla. Puede hacer milagros, pero tenía que estar haciéndolos por miles en cada segundo. Todas las muertes son tristes y todos sabemos que tenemos que morir, pero algunas formas de morir nos entristecen y nos inquietan más.

         Queridos padres/hijos/ esposa...Todas las lágrimas, digo, son amargas, pero las de la muerte de un hijo/esposo... deben ser las más amargas de todas. Por ese trance tan amargo pasó también María, la Madre de Jesús, que, muy dolorida al lado de la cruz, donde moría su Hijo, estaba de pie, dándonos ejemplo de fortaleza. Difícil trance.

         Hay momentos en que todos los proyectos se caen hechos trizas. El río de la vida se desborda y se sale de madre. Este es el caso, hoy con la muerte de N. Sentimos el dolor y con él impotencia. Una vida joven, rebosante de futuro se esfuma. Esta es la realidad a la que no hay que añadir demasiadas palabras. La realidad habla por si misma. Vuestra numerosa asistencia solidaria y vuestra emoción y vuestro silencio indican la densidad de esta hora y nuestra incapacidad para encontrar explicaciones satisfactorias.

         No obstante, ante la muerte, cualquier muerte que sea, hay una palabras que deben ser dichas y escuchadas. Son las Palabras del que ha vencido la muerte, las Palabras de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en quien creemos en vida y esperamos más allá de la muerte.

         Algunos de nosotros en estos momentos podemos tener en nuestro corazón las dudas y lamentaciones del profeta Jeremías: “Mi alma vive lejos de la felicidad y pienso que ya no puedo confiar en el Señor”. La Escritura no disimula el dolor intenso y la aspereza de una queja ante Dios.. Pero en la misma lectura se repone el profeta y recupera su esperanza, fruto de la fe, diciendo: “Otros pensamientos me mantendrán viva la esperanza. No, no se han extinguido los favores del Señor. Su fidelidad es inmensa y su piedad se renueva todas las mañanas”.

         El consuelo del Señor es tan real y fuerte como nuestro dolor. La ayuda del Señor, queridos padres, será tan abundante como vuestras lágrimas. Cierto que los caminos del Señor son, a menudo, inescrutables, pero siempre Dios proyecta en ellos un poco de luz. No sabemos qué es lo que Dios ha querido ahorrar a nuestro querido N. en este mundo que le abría sus puertas. Pero sí sabemos lo que hasta ahora le había dado. Una vida pletórica de amor y de sentido, a pesar de su brevedad. Ya dice la Escritura que no son los años los que indican la plenitud de una vida. Podemos aplicar a N. lo que añade la palabra de Dios: “En poco tiempo había llegado a la madurez de una larga vida. Su alma era agradable al Señor” (Sabiduría 4). Él se sentía amado profundamente y realizado y hasta se consideraba tocado por la suerte.
         Todos tenemos deseo innato de inmortalidad. Experimentamos como bello el hecho de existir y quisiéramos que durase siempre. Sabemos que la muerte es inevitable y, aún sin ser conscientes de ello, nos afanamos en llegar a ser, de una forma u otra, inmortales dejando huellas en este mundo. Olvidamos que, por designio bondadoso de Dios, somos realmente inmortales, pero pasando por la muerte, como Cristo Jesús.

         Es lo que en el evangelio nos ha proclamado el Señor: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el vive y cree en mí no morirá para siempre”. La muerte, en clave cristiana, es un misterio de resurrección y de vida. Es un misterio porque está más allá de la experiencia palpable, pero tiene la certeza del testimonio de Jesucristo y por tanto de la fe. Aquel niño que os fue confiado por Dios, padres de N., es alumbrado en una nueva vida que ya no se acaba. Nos faltan neuronas para entenderlo, condicionado como está nuestro cerebro por las coordenadas del tiempo y del espacio en que estamos inmersos. Lo dice bien San Ignacio de Antioquía: “es cosa bella que el sol de mi vida llegue a su ocaso en el mundo de Dios, para que yo resplandezca, con Dios, en nuevo alumbramiento”.

         La muerte es siempre una lección sabia para los que quedamos aquí. La vida que parece tan segura no lo es. Es incierta. “No sabéis ni el día ni la hora”nos avisa el Evangelio. Tendríamos que ser lo suficientemente cuerdos para apostar por los valores que siguen teniendo vigencia más allá de la muerte y que, de hecho, son los mismos que hacen nuestro mundo un poco mejor, más fraternal, más habitable y más feliz para todos.

         Todos hemos optado por Cristo por el santo bautismo, donde se nos dio la semilla de la vida eterna, donde somos sepultados con Cristo para resucitar en Cristo. Fijaos cómo los expresa san Pedro en su primera carta: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que los bautizados tenemos reservada en el cielo. 
 Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final”.

Pidamos a Dios consuelo y fortaleza para los padres de N; oremos, sobre todo, por nuestro amigo N;  y también oremos unos por otros para que todos vivamos la fe y esperanza cristianas e incorporemos en nuestras vidas los valores que perduran más allá de la muerte.

         Amigo N, descansa en paz. Señor, brille sobre él la luz perpetua y viva por siempre con tus santos, porque tu eres piadoso y misericordioso. Así sea por tu amor.

19ª. HOMILÍA

(MUY BUEN CRISTIANO Y APÓSTOL PARROQUIAL)

         QUERIDA ESPOSA, HIJOS, AMIGOS TODOS: El grupo parroquial de los hombres del martes al que N pertenecía y con el que ha colaborado con su palabra y ejemplo durante más de cuarenta años, nos ha convocado esta tarde para celebrar esta Eucaristía; queremos dar gracias a Dios por medio de su Hijo Jesucristo por su testimonio cristiano de esposo, padre, amigo y feligrés apostólico.

         Realmente los que hemos seguido sus pasos ciertos y lentos hacia su muerte, podemos decir que ha vivido la oración de Charles de Faucould: «Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo. Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, y porque para mí amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre».

         Como era profundamente eucarístico, sin salirnos lo más mínimo de la liturgia, hemos escogido las lecturas y oraciones de la misa del Corpus Christi, como a él le gustaba. Queremos dar gracias a Dios por su pasión, muerte y resurrección unido a Cristo Eucaristía, toda su vida y muerte fue eucaristía permanente, vivió eucaristizado, en acción de gracias al Padre, unido a la muerte y resurrección de Cristo que se hace presente sobre el altar. Con ese mismo fervor queremos celebrar esta acción de gracias por su triunfo con Cristo sobre la muerte.

         Mis palabras quieren ser sencillas y austeras, como era él, castellano bueno. Y queremos que sean eucarísticas, de acción de gracias; damos gracias a Dios:

-- Por su fe cristiana cultivada mediante la diaria lectura espiritual y oración. Era un gran lector de San Juan de la Cruz. Hablamos muchas veces de estos temas.

-- Por su vida eucarística: Eucaristía diaria, adorador nocturno, colaborador permanente en todo lo referente a Cristo Eucaristía en Vigilias y adoración eucarística.

-- amigo fiel y bueno que supo perdonar siempre los fallos de los amigos. Todo el mundo habla de él como hombre bueno, creyente verdadero, tolerante, compasivo.

-- Lógicamente fue esposo y familiar, amante y preocupado por los suyos.

-- Trabajó en la parroquia, en la Conferencia de San Vicente, era miembro de Caritas Diocesana, contribuyó mucho a la realización del Hogar de Nazaret.

         Por eso quiero terminar con la recomendación de san Pablo ante los que lloran la muerte de los suyos: “Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él.Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras”.Ha esperado la muerte con paz y sosiego. Ha recibido el Viático y la Unción de enfermos con plena consciencia. Realmente sentimos mucho su muerte. Era un gran amigo. Querido N descansa en la paz del Cristo, a quien amaste y seguiste y adoraste en la Tierra. Que ese amor y adoración continúe eternamente en el cielo.

20ª. HOMILÍA

         Querida madre, hermanas, familiares, amigos: En la liturgia de difuntos hay una oración breve y sencilla, que rezamos todos los días y que tiene un profundo sentido bíblico y teológico: «Concédeles, Señor, el descanso eterno y brille sobre ellos la luz eterna»

         ¿Qué queremos decir en esta oración por nuestros difuntos, qué descanso pedimos para ellos en esta súplica al Señor?

         No pedimos el descanso puramente humano que sigue al trabajo y a la fatiga de cada jornada, porque este descanso puramente humano, que sigue al trabajo y a la fatiga de cada jornada, es interrupción de vida de actividad, de acción, para volver luego a la misma; y después de la muerte no se vuelve nuevamente a la actividad humana.

No pedimos el descanso del sueño nocturno, aunque nos devuelve las fuerzas y nos conforta, porque este descanso no es definitivo, hay que repetirlo cada jornada; y la muerte es irrepetible.      

Ni siquiera pedimos el descanso de la tumba, si por ella entendemos la inactividad o la nada, el final de las fatigas de la vida o de los dolores de la existencia. Porque nuestros difuntos y nosotros, viviremos para siempre en el Señor resucitado.

Cuando pedimos a Dios el descanso para nuestros difuntos, pedimos el descanso eterno, es decir, el descanso propio de Dios, porque la eternidad es propia de Dios.

Y si lo pedimos, quiere decir que nosotros no podemos conseguirlo con nuestras propias fuerzas. No es nuestro. Es don de Dios. Por eso, lo pedimos, lo suplicamos para nuestros difuntos, no lo podemos hacer nosotros.

El descanso humano es nuestro, nos pertenece y cada uno pude procurárselo cuando quiera. El descanso eterno es un don de Dios, una iniciativa divina, una  gracia conseguida por Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, por su muerte y resurrección. Por eso, hay que pedirla, implorarla.

Al pedir el descanso eterno para nuestros difuntos, pedimos este descanso propio de Dios. ¿Y cómo descansa Dios?  La Biblia nos dice cómo descansa y en qué consiste este descanso.

Al describir la creación del mundo, después de haber descrito la obra realizada y su belleza, la Biblia especifica lo que fue creando Dios cada día, y después de haber creado el mundo, los astros, los animales y el hombre, la Biblia dice que “al séptimo día descansó”.

Bien sabemos que Dios no trabaja al modo humano ni se cansa al modo humano, y consiguientemente no necesita descansar al modo humano. ¿ Qué secreto nos quiere revelar y enseñar la Biblia?

Nos quiere revelar y enseñar la Biblia que Dios dejó de hacer y trabajar y se paró a contemplar lo que había hecho y se recreó en su obra: vio Dios que todas las obras eran buenas; nos quiere decir que Dios se gozó de la creación, que pasó de la creación a la contemplación, y empezó una nueva creación para Él y a la que ha destinado al hombre: a recrearse en su obra por toda la eternidad; se extasió y sigue en esta contemplación de su obra en su esencia divina revelada por su Palabra revelada, cantada a los hombres con Amor de Espíritu Santo. Pasó de la creación visible a la invisible, pasó de la creación a la recreación por la contemplación. Y a esta contemplación nos ha invitado por el Hijo a todos los hombres. Y algunos la comienzan en esta vida; son los místicos, los contemplativos.

Y esto es lo que pedimos para nuestros difuntos.

1. Pedimos que cuando ha cesado su actividad, su creatividad terrena, tengan el éxtasis y la contemplación de su ser y existir en la esencia divina y trinitaria, que contemplen a Dios en su misma felicidad y visión eterna, que contemplen todos sus misterios infinitos de belleza y verdad y amor, de ternura al hombre y amor extremo e incomprensible, que contemplen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde no hay muerte ni llanto,

2. En segundo lugar pedimos que comience la contemplación de su obra realizada en este mundo; que contemplen en el mismo amor de Dios a su esposa, hijos, amigos, que contemplen la obra creada por cada uno de ellos, lo bueno y hermoso creado por ellos, el fruto de sus desvelos y trabajos.

Al decir y orar «dales, Señor, el descanso eterno», pedimos la entrada en la tierra prometida por la pascua de Cristo que celebramos en la Eucaristía, y la posesión de la heredad sagrada del Reino propio de Dios.

«Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellos la luz eterna». La luz eterna es Jesucristo, el Verbo, reflejo de la gloria del Padre, Luz gozosa de la santa gloria del Padre, celeste e inmortal, santo y feliz Jesucristo, que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad; Jesucristo vivo y resucitado, Dios de Dios, luz de luz, Yo soy la luz.

Pedir para nuestros difuntos que brille la luz perpetua, es pedir la misma luz de Dios, la misma gloria de Dios participada por la gracia en su esplendor eterno, pedimos que queden transformados en la luz de Cristo resucitado y glorioso, resplandor de la gloria del Padre, por la potencia de Amor del Espíritu, del amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo.

Este es el descanso y la luz trinitaria a la que hemos sido invitados por la creación del Padre, por la recreación del Hijo y por el amor del Espíritu Divino. En este descanso eterno entraremos todos porque hemos sido soñados y creados por Dios Trino y Uno. Y eso es lo que pedimos para nuestro hermano/a esta mañana:

DALE, SEÑOR, EL DESCANSO ETERNO Y BRILLE PARA ÉL LA LUZ ETERNA

21ª. HOMILÍA

POR UN AMIGO ÍNTIMO Y CRISTIANO

         Manolo, Manolo amigo, tú no has muerto, tú vives, sobrevives a tu muerte física y asistes desde la casa del Padre a esta Eucaristía, a la Acción de Gracias de Cristo por tu vida, muerte y resurrección por la suya. También él murió, pero para que todos resucitásemos y tuviéramos vida eterna. Y por eso, Él hoy da gracias al Padre por tu resurrección, y nosotros todos los que estamos en la Iglesia esta mañana, también damos gracias por tu vida y tu fe cristiana, y tus trabajos y testimonios de amor y servicio a los hermanos. Como tú también, querido Manolo, no por fe como nosotros, sino desde la luz y visión de lo eterno, ofrecerás con el Cordero degollado ante el trono del Padre este sacrificio de alabanza y gloria, junto con nuestra Cabeza, Cristo Jesús, ofreciendo ante el Padre el misterio de su muerte y resurrección por todos nosotros. Tú también supiste ofrecer tu vida y sufrir tu pasión de enfermedad dolorosa en unión con Cristo obediente hasta la muerte para salvarnos y darnos vida eterna.

         Como Marta, en el evangelio que hemos leído, todos nosotros no quisiéramos morir, pasar por la muerte. Y le decimos a Cristo, Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero no fue esta la misión que el Padre le había encomendado. Sino pasar por la muerte para llevarnos a todos a la vida: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna... Esta es la voluntad del que me ha enviado que no perezca ninguno de los que creen en mí sino que tengan vida eterna y yo los resucitaré en el último día”. Que es lo que vamos a rezar en el prefacio de esta misa: «porque la vida de los creemos en ti no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo».

         Cristo Jesús, muriendo y resucitando, por obediencia al Padre, fue hacer de la muerte el momento de mayor confianza y esperanza en Dios también de todos los hombres. Cristo quiso hacer de la muerte el rito, el modo definitivo de expresar nuestra fe y esperanza, nuestra obediencia filial al Padre. Y por eso murió en soledad terrible, en confianza total sin apoyos afectivos ni físicos de ningún tipo, excepto María, su madre amantísima, porque el amor de las madres siempre está junto al hijo que sufre, junto al lecho del fruto de su amor.

         Por eso la muerte de Cristo ha quedado entre nosotros sus seguidores como ejemplo, signo y expresión de nuestra confianza total al Padre, en su Amor total y gratuito. Porque la muerte es un salto al vacío de la razón sólo apoyados en el rayo de luz que nos viene de este ejemplo de Cristo, de su muerte y resurrección. Y soy testigo de que muchas personas han sentido esta luz, estos brazos del Padre abiertos para recibirlo, y han podido exclamar confiados: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús lo hizo no evitando la muerte sino muriendo para resucitar en su naturaleza humana igual a la nuestra. Y quiso empezar con Lázaro, su amigo, aunque esa no fue una resurrección para la vida eterna sino para continuar la terrena que tenía, pero demostró que tiene el poder sobre la muerte. Por eso, ante la salida de Marta: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”, expresión del dolor por la ausencia y separación física que provoca la muerte, contrasta con la reacción de Jesús, dándonos la seguridad de una salvación definitiva y eterna: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí aunque haya muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.

         Cristo, muriendo para resucitar, transformó la muerte en vida de gloria, en el principio de la vida eterna y del encuentro definitivo con el Padre. Y para llegar a este encuentro Cristo solo necesita la fe en Él: “Crees esto”, le pregunta a Marta, y nosotros con ella respondemos: “si, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

         Esta respuesta la dio nuestro hermano N. en su vida, con manifestaciones de su fe, con los sacramentos del Viático y Unción recibidos con plena consciencia.

         Amigo N., descansa en paz: Brille, Señor, sobre él la luz perpetua y viva con tus santos por siempre porque Tú eres piadoso y misericordioso. Así sea.

22ª. HOMILÍA

POR UNA MADRE MUY CRISTIANA

         Permitidme, queridos hermanos, que mis primeras palabras de esta homilía vayan dirigidas a los hijos de esta cristianísima madre N, que ayer, plenamente consciente y gozosa, ha partido a la casa del Padre. Y al hacerlo, quiero quedar claro que no trato de suscitar sentimentalismos superficiales, ni trato tampoco de quedar bien ante su familia, haciendo una apología fácil de la difunta. Quiero exponer ante todos vosotros, pero especialmente ante ellos, sus hijos, algo que ellos mismos han visto y han vivido, para que demos gracias a Dios por su testimonio y tratemos de imitarlo:

-- Ha ido de cara a la enfermedad y a la muerte sin tapujos ni engaños de ninguna clase. Se ha puesto totalmente en las manos del Señor. Consciente ha pedido el viático y la Unción.

-- Ha sido fuerte en el sufrimiento y lo ha ofrecido por sus hijos y por la Iglesia en unión con Cristo, a quien amaba y amará ya eternamente con todo su corazón. Ha tenido el valor de llamaros uno por uno, a todos sus hijos, para daros sus últimos consejos.

-- Ha sido heróica  y ha estado muy unida a la pasión de Cristo en la aceptación de la enfermedad y dolores intensos, que han tenido el premio de una muerte dulce y sonriente.

         Ha tenido muy presente esta recomendación de san Pablo a los romanos 6, 3-4, 6-9): “Hermanos, los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados  a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él”.

         Por eso, tengo el atrevimiento de proponeros a todos, pero especialmente a sus hijos

-- el ejemplo de su vida y muerte. Que aceptéis con paz la voluntad del Señor. Y sobre todo, en el momento de morir, que imitéis su ejemplo, para que tengáis una muerte como la suya.

-- que tengáis la seguridad de que está con el Señor, de que sigue siendo madre que se preocupa por sus hijos, que reza y pide por vosotros. Que la invoquéis y recéis cuando estéis en familia. Es una santa sin altar.

3ª. HOMILÍA

FUNERAL POR ADOLESCENTE DE PADRES MUY CRISTIANOS

         Muy queridos padres N. y N.: Después de un camino corto pero intenso, tanto en lo humano como en lo religioso, habéis llegado al final de este recorrido todavía vuestro, porque se realiza en vosotros y en vuestro hogar y que se puede contar, porque tiene márgenes de espacio y mojones de fechas y acontecimientos que permanecerán imborrables en vosotros porque están grabados con dolor y con sangre vuestra.
         Esta es la última etapa que recorréis juntos con vuestra hija N. en el tiempo. Es la estación de despedida. Aquí,  junto a Cristo, mejor dicho, unidos a Cristo Eucaristía, íntima y profundísimamente amado y adorado y respetado por vosotros, queridos padres, como todos hemos podido admirar y comprobar esto días, se va a realizar el cambio y la custodia de vuestra joven hija Inmaculada, de trece años.

         Aquí, en la Iglesia, donde nada más nacer quisisteis que Cristo la sellara y marcara con el signo de los elegidos por medio del Bautismo, como cosa y posesión suya, aquí, digo, se la volvéis a entregar. Me acuerdo ahora, Serafín, de tus palabras: Señor Jesucristo, Tú nos la diste, su vida nos viene de tí, te pertenecemos. Tú nos diste a esta hija, Inmaculada; como cosa tuya la recibimos; trece años hemos disfrutado de su presencia. Ahora te la llevas, Gracias, Señor, por estos trece años que hemos vivido con ella. ¿Me invento algo? Nada, porque muchos de vosotros habéis sido testigos.

         Queridos N. Y N.,, vuestra hija se ha dado prisa en montar en este tren de la resurrección, en el tren de la vida eterna, que nos lleva hasta el mismo corazón y vida de Dios Trino y Uno, hasta el principio de la Luz y del Ser, a la Verdad Absoluta, al Amor absoluto, la dicha Absoluta. Creedme que he visto que para vosotros Dios no es un Ser desconocido, algo impersonal o abstracto. He visto que no os da miedo de Dios, ni de ponerlo todo en sus manos. No os da miedo del más allá porque allí creéís firmemente en Jesucristo vivo y resucitado, sentado a la derecha del Padre, donde ha sido recibida vuestra hija, en un Padre a quién confiáis con total seguridad a vuestra hija porque le conocéis y le amáis.

         En el ofertorio de la santa misa, vosotros tenéis la fe y el amor para ofrecer con Cristo al Padre a vuestra hija y luego en la consagración, en la Eucaristía, vosotros vais a agradecer con Cristo al Padre el don de vuestra hija, sus caricias y su amor, el tiempo que ha pasado con vosotros hasta que podáis gozar con ella en la misma eternidad de Dios. Ciertamente con fe pero con dolor, con pena por la separación,

         Y desde aquí, vosotros y nosotros, todos los que os queremos y la queremos a vuestra hija, Inmaculada, vamos a elevar nuestros brazos y vamos a mover nuestros pañuelos, pañuelos blancos de esperanza de resurrección y de confianza en Cristo resucitado, pero a la vez pañuelos mojados, empapados en lágrimas de humanidad que se resiente del golpe, de la ruptura y  de la despedida desgarradora.

         Y aupados y apoyados en Cristo amigo, glorioso y vencedor de la muerte, en un último esfuerzo de fe y confianza, mientras aun movemos nuestras manos, por la fe, la vamos viendo entrar en el cielo y echarse retozona, pletórica de juventud y de vida y de amor, trece años, en el regazo del Padre.

         Y sabes quien no faltará a la cita, quien saldrá también a su encuentro, nuestra Virgen bella, la hermosa nazarena, madre del alma, nuestra Virgen de Guadalupe, de la que sois tan  devotos toda la familia. Ella no falla nunca. Ella cuidará de ella y la mimará como hija predilecta, como vosotros la habéis rezado tanta veces: «y después de este destierro, muéstranos a Jesús fruto bendito de tu vientre»..

         Queridos hermanos que estáis aquí en esta iglesia, no puedo terminar sin deciros la gran alegría, la gran paradoja que me ha tocado vivir. En lugar de consolarlos yo a ellos, han sido ellos lo que me han consolado. Tanta es su fe y confianza en Dios. Por eso, en nombre mío, de don José y creo que de todos los sacerdotes y familiares y amigos, os damos las gracias:

         Porque cristianos, como vosotros, confortan y confirman en la fe y esperanza cristianas, son testimonio vivo de Cristo resucitado y  prestigian y estimulan a la Iglesia, a las comunidades parroquiales, y a los mismos sacerdotes.

         Es la vuestra una fe vivida, compartida, real, familiar. Fe conyugal, familiar, grupal, parroquial. Y todo lo que habéis dicho, vivido y compartido no se improvisa, ni siquiera se le ocurre a los que no vivan en ese clima y ambiente de amor y unión con Dios. Es el fruto de larga sementera, de largos ratos de oración, de profundo y sincero cultivo, de sacrificio por Cristo.

         Hoy será un día de fiesta y gozo parroquial, porque añadimos un santo más a los santos sin altar de nuestra parroquia. Y de vuestra hija, qué? Nos hemos olvidado de ella, O quizá ella de nosotros. Ya estará extasiada, con eso ojos tan grandes que tenía, contemplando la belleza infinita de Dios. Cuántas sorpresas, infinitas que ya no acabarán nunca: “Y vi, dice el Apocalipsis, una multitud de jóvenes, ancianos y santos con antorchas encendidas ante el trono de Dios junto al Cordero degollado y que nadie podía contar” y entre ellos va ya vuestra hija Inmaculada, y nosotros nos unimos a ellos en el canto del sanctus de la misa que es el momento en que se juntan el coro de la tierra y del cielo en la alabanza a Dios. En ese coro está ya vuestra hija.  Con ella daremos gracias a Dios por su resurrección. Y en su nombre, un beso agradecido y cariñoso a todos.

24ª. HOMILÍA

(EL CIELO, LA ESPERANZA CRISTIANA)

         QUERIDOS HERMANOS:

         La muerte de nuestro hermano en la fe, Isidro, nos ha reunido esta tarde para ofrecer la Eucaristía, la acción de gracias que Cristo da al Padre el Jueves Santo por todos los beneficios que nos iban a venir por el Viernes Santo, esto es, por su muerte y resurrección que era y es también la nuestra.

         La Eucaristía es por eso la Pascua de Cristo y la nuestra, el paso de la muerte a la vida eterna. Nosotros en esta pascua de Cristo celebramos esta mañana la pascua de nuestro hermano N., su paso de la muerte a la vida en la Pascua de Cristo. Este es el sentido y la realidad que estamos celebrando. Nosotros somos la iglesia peregrina por este mundo, que da gracias a Dios Padre porque un hombre, hombre bueno y cristiano, hecho hijo suyo por el santo bautismo, ha conseguido la herencia del Padre realizada por Cristo con su muerte y resurrección. Esa herencia, por lo méritos de Cristo, nos pertenece. Y esa herencia es el cielo prometido.

         Por eso, esta mañana, la muerte de un hombre bueno, creyente, practicante, de misa y comunión diarias, como Isidro, nos invita a pensar en el cielo, a meditar en el premio eterno que Cristo nos ha merecido con su pasión y muerte.

         El cielo es Dios, su misma felicidad, vida y belleza y gozo. Es la felicidad infinita que todos deseamos, aunque no tengamos fe, porque el hombre desea una vida sin muerte, una felicidad eterna, sin llanto, una vida sin obscuridades y ocaso. Es Dios. Su misterio infinito.

         Y son tres las virtudes teologales, es decir, que nos unen directamente con Dios. La fe, la esperanza y la caridad. El cielo es objeto de nuestra esperanza. No basta creer, hay que desear a Dios, el cielo. El cristiano es el hombre de la esperanza, porque espera y aspira a lo que cree, espera el cielo, la vida en Dios.

         Hemos sido creados para Dios, para vivir su misma vida y felicidad, para el cielo. Dios nos soñó y nos creó para vivir su misma vida y felicidad. Roto este proyecto por el pecado de Adán Dios envió a su Hijo, y Cristo vino a la tierra para buscarnos, para salvarnos, para abrirnos las puertas de la eternidad. Y el amor de Dios, el Espíritu Santo es el que nos da la fuerza y el amor para conseguirlo.

         Los cristianos tenemos que hablar más del cielo, porque el cristiano es el hombre  no solo de la fe, sino de la esperanza cristiana, del cielo. Hay que pensar y amar más el cielo, esperar más el cielo, vivir más esta virtud de la espera del cielo.

         La esperanza es una virtud teologal; es teologal porque nos lleva y une con Dios; y me hacer esperar, trabajar y aspirar y “tender hacia los bienes de allá arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre”. Es dinámica y no meramente estática. Es también terrena y meramente escatológica, porque el reino de Dios empieza a realizarse y desearse y conseguirse aquí abajo con el cumplimiento de la voluntad del Padre, donde Dios sea el bien supremo y por Dios todos hermanos y juntos construyamos la fraternidad universal de los hijos de Dios.

         La esperanza es el culmen, el entusiasmo de la fe y del amor. Necesitamos de la esperanza como de la fe y del amor a Dios, y ella nos dice hasta donde llega nuestra fe y amor a Dios; poca es nuestra fe y amor, si no deseamos la unión con Dios. Debiéramos repetir más el salmo: espera en el Señor tu Dios con todas tus fuerzas. Esperar el cielo hace que seamos mejores hijos de Dios y hermanos de los hombres, porque todos estamos destinados al mismo cielo y allí nos veremos y amaremos en Dios. Esperando el cielo soportamos mejor las enfermedades, fracasos, persecuciones, dificultades de la vida, suscitando  en nosotros generosidad, paciencia, austeridad de vida. Pensemos más en el cielo, esperemos el cielo, hagamos actos de esperanza teologal en Dios.

         San Pablo nos dirá refiriéndose al cielo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó ni la mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para los que le aman”, y San Pablo llegará a decir: “deseo morir para estar con Cristo, para mí la vida es Cristo”. Podemos recordar a nuestros místicos, que al llegar a estas alturas de la unión con Dios, llegaban a decir: «Sácame de aquesta vida mi Dios y dame la muerte, no me tengas impedida por este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es tan entero que muero porque no muero».

         Resumiendo:

-- Damos gracias a Dios por esta eucaristía por la pascua de Cristo en la que estamos celebrando la pascua, el paso de la muerte a la vida de nuestro hermano...

-- la muerte de esta hermano santo nos invita a hablar y pensar en el cielo y hacer un acto de esperanza sobrenatural.

-- El cielo es Dios

-- El cristiano es el hombre del cielo

-- la esperanza es la virtud que nos hace mirar y aspirar al cielo.

Pidámosla para todos nosotros, menos que para nuestro hermano N, que ya no tiene fe ni esperanza, porque ha llegado a la visión de Dios cara a cara.

«Señor, brille sobre él la luz perpetua, viva con tus santos por siempre, porque Tú eres piadoso». Amén.

25ª. HOMILÍA

(Misa por un amigo muy cristiano y perteneciente a un grupo de parroquia, celebrada con su esposa e hijos, en el Cenáculo)            

Saludo       

         El recuerdo de N, nos ha reunido esta tarde en asamblea santa en torno al altar del Señor; para juntamente con Cristo, celebrar su paso de la muerte a la Vida, es la Pascua del Señor Resucitado, en la que celebramos la pascua de nuestro hermano N., el paso de este mundo a la casa del Padre. Y lo hacemos llenos de fe y esperanza en el Señor Resucitado, confiando totalmente en su amor a nuestro hermano y amigo N., profundo creyente y alimentado con mucha frecuencia con el pan de la Eucaristía, de la vida eterna. Estamos aquí reunidos porque le queremos a Román, le recordamos y le encomendamos al Padre bueno, al Padre Dios, de quien viene todo el amor que hay en nosotros. Y para que sea más perfecto este amor a Dios y a los hermanos, pedimos perdón de nuestros pecados.

Homilía:

         Querida esposa N., queridos hijos, amigos del grupo de los martes, amigos todos. Hay dentro de mí, desde esta mañana temprano, un sentido de fiesta que me trasciende, que no depende de mí. Hay un sonido de música celestial, con estribillo de gloria que se me impone desde fuera. Lo percibí muy claramente en la oración de la mañana, y desde entonces me ha acompañado todo el día. Y por eso, como no soy yo quien la armoniza y la compone, sino que soy puro eco de lo que el Dios del cielo y de la gloria me inspira, yo me dejo llevar por ella, porque en esa música, va el canto de amor glorioso y de gloria de nuestro amigo Román; percibo su gloria y siento el coro de los santos y de los ancianos y de los ángeles que cantan jubilosos ante el trono de Dios el triunfo de la fe y de la esperanza lograda ya eternamente en Román.

         La Santa Misa es la Pascua de Cristo; su paso de la muerte a la Vida. En esta misa hoy, nosotros, celebraremos también la Pascua de Román, su triunfo, su paso de la muerte a la Vida, su victoria sobre el pecado, la muerte, la materia y lo finito del tiempo y del espacio. A través del mar Rojo – con Cristo, Pascua Cristiana – Román ha llegado a la tierra prometida; ha triunfado definitivamente sobre lo caduco, lo perecedero y lo mortal; se ha revestido de inmortalidad y de gloria.  Román, su persona, su amor, su espíritu ha subido a la presencia del Padre. Nos queda su cuerpo que se revestirá de resurrección el último día. Pero él, lo que él ama y es, ya está en el Señor.

         Y nosotros no vamos a poner su triunfo sobre la columnata de Bernini, ni vamos a colocar su imagen sobre el patio central de la Basílica de San Pedro; pero nosotros; yo, al menos, y desde lo más profundo de mi fe convencida, proclamo santo a Román, un santo más sin altar en nuestras iglesias, pero lleno ya de gloria ante el Señor; y le encomiendo mis súplicas y oraciones para que las presente ante Dios.

         Si lo que he aprendido en mis estudios de Espiritualidad y sobre las causas de los santos vale algo, yo, sin dejarme llevar por el afecto, sino desde el evangelio y la objetividad de lo concreto, creo firmemente en el triunfo y en las virtudes de Román, practicadas en forma evangélica, sobre todo, la pobreza, la generosidad y el perdón de las ofensas, que disculpaba y olvidaba.

Dos cosas quiero decir:

 - Estamos en misa con amigos y quiero  proclamar la Palabra de Dios, el evangelio vivido por nuestro amigo. Quiero hacer una pequeña alusión a sus virtudes y desde allí a la tesis: Jesús es la Resurrección y la Vida, nuestro único Salvador. Cómo amaba y creía profundamente Román en nuestro Cristo. Los funerales no deben ser oraciones fúnebres y celebración de la muerte, sino de la gloria y de la resurrección, de la vida eterna alcanzada ya por nuestros difuntos.

- Lo primero que quiero deciros es que vuestro esposo y padre y amigo Román vivió lo ordinario, la vida ordinaria con un amor extraordinario, con una delicadeza totalmente santa. Es mi criterio, no lo impongo, pero yo lo percibo claramente así. Había situaciones de trabajo o de relación, en que yo le decía que en justicia debía proceder de una forma determinada y él perdonaba y escogía el camino más suave, aunque esto le supusiera millones de pts. No dudaría en ponerlo como ejemplo de amor afectivo – efectivo a todos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, era amigo del pueblo. Tenía el carisma del afecto. Todos, los de arriba y los de abajo, le lloraron en su muerte. Yo he visto llorar a muchos hombres, a obreros, a gente no conocida, a personas de todos los niveles.

         No es fácil ver esto. No digo que no exista alguna persona más querida de ricos y pobres, empresarios y obreros, habitantes del centro o de barrios, pero yo no los conozco en esta ciudad. Yo no he visto tanta gente en un funeral.

         Amigo de amigos. Con los amigos, con los que le tratábamos con frecuencia, era excepcional. Disfrutaba, se le llenaban los ojos y el corazón cuando entrabas en su casa. Gozaba con que te quedaras, comieras…Hasta la última noche estuvo presente en él este sentimiento de amistad; no lo puedo olvidar, la última noche, cuando su esposa no acertaba con el vino que quería que tomásemos, se levantó él, se le caían por delgadez los pantalones, y fue a por la botella. Así era Román. Nunca le oí quejarse, en medio de la fiebre y dolores sin fin. Siempre hablando bien de la gente, siempre perdonando, incluso de los que les causaron gravísimos perjuicios económicos.  Que pocas veces le he oído hablar mal de alguien. No exagero. No recuerdo. Nunca con odio, con acritud.

2.- Trabajo. Que capacidad. Antes de dividir parcelas, después de hacerlo, lo de tres o cuatro directores de empresa, con buen talante. Poco agobiado. Siempre durmiendo a tope con problemas y preocupaciones graves.  Y los domingos – descanso – como Dios: a contemplar lo creado.

a) Amigo del campo, de la naturaleza. Aquí volvería a decir lo mismo: no conozco personas con esa capacidad. Hasta el último momento bajó a la oficina. Luego ya se despidió para el cielo.

b) Emprendedor de negocios. Cuántas empresas creadas por él. Cuántos obreros y todos, amigos. He visto llorar a muchos. Cuántas ayudas sin que nadie lo supiera.

c) Amigo del grupo. No faltaba al compromiso y si alguna vez me ponía serio con él, claramente y en jocoso me decía que aunque le echase del grupo él no se iría.

3.- Honradez.

Me acerqué con precaución en este aspecto; porque yo vengo de tierra de medieros, y Román tenía muchos en sus fincas en razón del tabaco y pimiento. Nunca oí una queja de él. En torno a Román, se han enriquecido  muchos y me alegro y se alegraba. Para mi ha sido heroico en este sentido, porque amando el dinero, como todos, perdió por ser como era muchísimos millones, pero muchísimos, y lo llevó con paz.

4.- Resaltaría el carisma de la sencillez y humildad, por eso era popular. El pueblo, la gente sencilla, le quería. Sencillez: Nada de ostentación y faroles…

5.- Amigo de la vida: Familia numerosa, valoraba los dones de Dios con alegría: buen comer, buen vino, picaresco siempre, sin pasarse.

Todo ello le daba un encanto personal especial que te atraía y te hacía ir junto a él. Con agrado, esperando siempre la palabra y el gesto amable y amigo.

Y juntamente con esto, que podría alargar, merece nuestra alabanza y reconocimiento por sus virtudes teologales vividas en grado heroico, virtudes heroicas propias de la santidad conseguidas especialmente en los últimos meses de su existencia terrena.

Martirio físico: dolores, molestias, síntomas de la muerte que iba avanzando. Amaba la vida, no quería morir, pero totalmente esperando al Señor.

Martirio moral: consciente, sabía que se moría.

Martirio espiritual: Noche del espíritu,  de fe seca, a solas con  Dios y hombre.

Román, eres gloria de tu esposa, de tus hijos, de tu grupo, de mi sacerdocio, de la iglesia de nuestra fe.

No estamos ante una vida y muerte ordinaria. Si tuviera más tiempo lo explicaría mejor. Yo no quiero convenceros, quiero que reflexionéis conmigo.

Amigo N., que estás en el cielo con Dios, ruega por tu familia, por el grupo, por nosotros. Amén.

Amigo N.,, que estás en el cielo….

- Aquí tienes tu asiento,

- Estamos tristes,

- La gente te quería,

- Nos has dado un testimonio maravilloso de santidad, en vida y en muerte.   Bendito seas.

- Ya eres santo, porque estás con el Padre Dios en el cielo, ese Dios al que tanto querías y rezabas. Serás un santo sin altar, sin canonizar. Pero santo. Ruega por nosotros a Cristo. Que nos juntemos todos en la morada del Padre. Amén.

26ª HOMILÍA

MUERTE MUY DOLOROSA

         Querida esposa, queridos hijos, familiares, amigos todos: Todas las muertes son tristes y provocan lágrimas amargas; pero algunas muertes, por sus circunstancias, como la de nuestro amigo Francisco, persona joven, esposo y padre, con hijos jóvenes, hace que las lágrimas de esta muerte sean más amargas, más sentidas, más profundas. Esta es la realidad a la que no hay que añadir más palabras ni motivos de llanto porque no queremos ser simples plañideras sino amigos que rezan, consuelan y alivian y comparten el dolor.

         No obstante ante esta y ante todas las muertes hay palabras que deben ser escuchadas, porque son palabras del que pasó por ella para llevarnos a todos a la vida: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Estas palabras del Señor, deben llenar de esperanza el momento presente de esta despedida: “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Aquí están las palabras de mayor consuelo que podemos escuchar, porque son de Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, que quiso venir en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad; y para que no tuviéramos dudas, pasó él mismo por la muerte, para llevarnos con su resurrección a la nuestra, a la de todos los hombres que crean en su amor y en su poder. Nuestro hermano en la fe se alimentó muchas veces de este pan de la vida eterna, que es Cristo Eucaristía.

         Por eso los cristianos tenemos que saber lo que celebramos en la iglesia en la liturgia de las exequias, que no es liturgia de muerte sino de vida, o si preferís, de muertos vivos, porque han pasado ya a la vida eterna, a estar ya siempre con Cristo Resucitado. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza, por los méritos de Cristo y no por los nuestros; por eso en los funerales, la liturgia de exequias prohibe que se haga apología de los difuntos, aunque admite decir datos personales de su identidad cristiana en reconocimiento y verdad.

         Queridos hermanos: Nos salva Cristo, estamos sa1vados por Cristo; en cada misa Cristo, al venir al pan eucarístico, nos dice a cada uno: te amo, doy mi vida por ti, estáis salvados, uniros a mi y recibidme con fe y amor por la comunión eucarística que es el pan de vida eterna que yo amaso para vosotros por medio del sacerdote. Por eso es tan importante la misa del domingo. Y esto, si uno lo hace bien, no sólo se puede creer, sino sentir y vivir desearlo ardientemente, si uno llega a vivir en plenitud el amor a Cristo en vida cristiana.

         En esta misa por nuestro hermano, celebramos que la vida eterna de nuestro hermano ya ha comenzado porque ha llegado el último día para él, como otro día llegará para nosotros; esto es lo que nos recuerda y celebramos en estos momentos, que nuestra vida no termina con la muerte, que nuestra vida es más que este espacio y este tiempo, que hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios, nuestro Padre. Lo que tantas veces os digo: si existimos es que Dios nos ama, nos ha preferido a millones de seres que no existirán jamás y nos ha llamado a ser eternamente felices con El.

         Queridas esposa, hijos, la muerte de  vuestro esposo y padre es dolorosa, muy triste, como todas. La muerte siempre es inoportuna, muchas veces ingrata y cruel, o siempre es así, pero unas veces nos lo parece más que otras por las circunstancias que la acompañan. Pero es que la muerte no tiene amigos, y tampoco mira el rostro y la cara de los que hiere con su veneno mortal, no mira si son jóvenes o mayores, no mira a esposas o hijos, ni tiene en cuenta necesidades ni soledades ni pobreza ni riqueza, ni cultura ni incultura... La muerte siempre es inoportuna, no deseada.

         La muerte temporal sigue su marcha motivada por miles de causas puramente humanas, unas conocidas otras desconocidas, y no le echemos a Dios la culpa de esto, porque Dios no quiere la muerte, Dios respeta su marcha, podía hacer milagros, y los hace, pero no tantos como los hombres quisieran, porque entonces nadie moriría y porque El tiene un proyecto de vida eterna que está por encima de todo lo presente y creado

         Nosotros, como católicos sólo sabemos que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna; porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvarlo”.

         Estamos en torno al Altar para celebrar entre nosotros la presencia del Señor Resucitado, para vivir la Eucaristía, la Resurrección de Cristo que nos hace a todos partícipes de su resurrección, como rezaremos en el Canon. Tenemos aquí el Cirio encendido, símbolo de Cristo Resucitado.

         Este  Cristo,(en el Apocalipsis,)nos dice: “No temas nada, yo soy el Primero y el Ultimo, el Viviente, estuve entre los muertos, pero ahora vivo para siempre.” Querida esposa e hijos, esta mañana, vuestro padre se despide de todos nosotros, diciéndonos con S. Juan, en el Apocalipsis: “Vi un Cielo Nuevo y una Tierra Nueva porque el primer cielo y la primera tierra han pasado. Vi la ciudad santa... Y esta visión de la nueva Jerusalén, visión de Dios en el cielo: “enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”.

         Así lo pedimos y esperamos total y confiadamente del Padre del cielo que nos creó para estar siempre con Él. Así sea.

 27ª. HOMILÍA

AL CIELO POR CRISTO MUERTO Y RESUCITADO

         Queridos hermanos: Nos hemos reunido en torno al cuerpo difunto de nuestro hermano N., para expresar a la familia nuestro condolencia, para expresar nuestra fe la resurrección de los que mueren en Cristo, y, sobre todo, para rezar y pedir a Dios la vida eterna en la que fue introducido por medio del santo bautismo.

         Nuestro hermano y amigo N.era un cristiano.... (datos personales...)

 

         Las palabras del Señor que hemos leído en el evangelio deben darnos seguridad y certeza de la vida eterna prometida y conseguida por su muerte y resurrección: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi aunque haya muerto vivirá y todo el que vive y cree en mi no morirá para siempre”.

         Los creyentes en Cristo vivo y resucitado, por el poder su gracia, somos transformados por el Padre con amor de Espíritu Santo en ciudadanos del cielo. Vale la pena escuchar lo que el apóstol Pablo al respecto en un texto lleno de honda intensidad: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor can que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecha vivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bandad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2, 4-7).

         La participación en la plena intimidad con el Padre tras el camino de nuestra vida terrenal, pasa pues por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con poderosa imagen espacial este caminar nuestro hacia Cristo en el cielo al final de los tiempos: “Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con [los muertos resucitados] en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos pues mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).        

         El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza la doctrina eclesial acerca de esta verdad cuando afirma que «por su muerte y su resurrección Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

         Somos conscientes de que, mientras caminamos en este mundo, estamos llamados a buscar “los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios” (Col 3, 1), para estar con él en la consumación escatológica, cuando en el Espíritu reconcilie totalmente con el Padre “los [seres] del cielo y los de la tierra” (Col 1,20)

28ª. HOMILIA

Padre bueno y cristiano

         Muy queridas hijas, queridos familiares y amigos: Todos hemos sido sorprendidos por una muerte tan inesperada; todos sabemos el amor que teníais a vuestro padre.... palabras de consuelo... Qué cariño os tenía, con cuánto desvelo se preocupaba de vosotras... fue un hombre bueno, creyente, cristiano de misa y comunión frecuente, amigo del pueblo, todos lo querían...

         Queridas hijas y amigos todos: La muerte de un hermano en la fe, de un buen creyente, es una ocasión propicia para que meditemos en la palabras del Señor que nos hablan de la vida más allá de la muerte, para encontrar en ellas sentido y explicación a la vida presente y futura. Y esto por varias razones:

Porque las palabras del Señor son palabras veraces que hacen lo que dicen; porque son palabras definitivas: el cielo y la tierra pasarán, más mis palabras no pasarán. Las humanas son transitorias y, sobre todo, porque las palabras de Jesús son las de un Dios que nos ama, que nos ha revelados el proyecto de salvación del Padre y que, por tanto, nos llenan de consuelo y esperanza.

De hecho, cuando algo importante pasa en nuestra vida, nuestro corazón se orienta y se dirige hacia Él. Es el suspiro íntimo que sale de lo más profundo del ser: gracias,     Dios mío, ayúdame, Dios mío, perdóname Señor.

Por eso, cuando sufrimos la muerte de un ser querido, los católicos, que gozamos de la presencia de Jesucristo vivo y resucitado aquí en el sagrario, que gran don, hermanos, venimos instintivamente a Él en busca de ayuda y de consuelo. Y Jesús nos dice: Lázaro no ha muerto, está dormido,… y esto lo dijo Cristo para todos. 

         “Todo el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Dios es Dios de vivos, no de muertos. Dios crea la vida del hombre y la quiere junto a sí, porque Él es la vida. Este es su proyecto sobre el hombre. Y todo esto, ¿Por qué?  Porque Dios ama al hombre gratuitamente. Lo ha sacado de la nada para que viva. Le saca del no ser, le hace contemplar la vida; y sería absurdo que le dijera: Todo esto que deseas te lo he puesto yo en el corazón pero volverás a la nada. Sería un Dios malo. Y nuestro Dios revelado por su Hijo es un Dios Padre bueno: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo...” es un Dios que nos ha soñado para una eternidad con Él y cuando este proyecto se perdió por el pecado de Adán envió a su Hijo para recuperarlo mediante su muerte y resurrección.

                   Nosotros, los creyentes, debemos sentirnos gozosos de haber recibido este don, y las palabras de Jesús en el evangelio nos llenan de consuelo en las horas amargas que nos trae la muerte como ruptura, la muerte como separación, pero no definitiva de los que amamos. Nos dan consuelo, seguridad, confianza de lo que esperamos.

                   Nosotros los creyentes, tenemos la certeza de que Jesús entregó su vida para recuperarla, ha vencido a la muerte, ha resucitado.

Confiamos totalmente en Jesús, que ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en Mi, aunque muera, vivirá”. “Yo soy el pan que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre”. “Cuando yo me haya ido y os haya preparado el otro lugar, de nuevo volveré y os tendré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros”. Nuestro hermano N. fue un cristiano de Eucaristía, comió con frecuencia el pan de la vida eterna, que es Cristo.

                  Sabemos por Jesús que “esto es corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto, mortal, de inmortalidad”. Que no tenemos aquí morada permanente y pasamos de la casa de los hombres a la casa de Dios.

         Nuestro hermano N. ha pasado plácidamente, mansamente al océano eterno y quieto de Dios como un riachuelo entra en el océano. Verdaderamente ha sido un sueño. Porque ha sido en un sueño donde Dios le ha llamado. Que descanse en paz.

29ª. HOMILIA: Madre piadosa ¡El Señor nunca nos abandona!


         Estamos celebrando la despedida creyente de nuestra hermana N. Es hermoso que las personas nos reunamos para rezar al Padre común por otro hermano. Es reconfortante para los hijos y familiares de N. que todos vosotros sus amigos, vecinos, conocidos, les manifestéis vuestra solidaridad. Es una familia muy extensa. Aquí estáis los que habéis tenido con ella o con sus familiares relaciones de amistad, con tantas ramificaciones, con tantos matices...

         Yo creo que el funeral de N. da paz. Pocas personas llegan a contar tantos años como ella... Y digo que esta despedida da paz... Porque hay otras muertes que producen angustia y a uno le dejan inquieto. Por ejemplo cuando alguien muere en la carretera de un choque frontal o cuando muere la madre dejando unos hijos pequeños. Eso es penoso. O cuando suceden muertes violentas. Pero, una muerte como la de N., sobre todo, por su vida, da mucha paz.

         Hagamos, pues, una oración sincera por N., mujer sencilla, mujer religiosa. mujer de fe, mujer cristiana, esposa y madre. Esperamos que el Señor en quien siempre creyó habrá tenido en cuenta todo el bien que hizo a sus hijos, a sus vecinos, su vida de servicio callado y sacrificado su entrega día a día a sus tareas Hoy pedimos con toda la Iglesia al Señor que “así como ha compartido la muerte de Jesucristo, comparta también con El la gloria de la Resurrección”.

         En el Evangelio, Jesús nos presenta un horizonte lleno de vida. Nos habla de una vida nueva que aún no podemos descubrir ni comprender. Sólo nos la dejó entrever: Es esa vida de Dios manifestada en Jesús Resucitado. Una vida que no acabará nunca. Y que ya empieza aquí Todos nosotros estamos ahora haciendo la experiencia de la vida. Un día pasaremos como ha pasado ya esta hermana por la experiencia de la muerte. Porque nos llega a todos. Siempre nos parece demasiado pronto.
         A todos nos gusta contemplar la vida y disfrutar de ella. Por ejemplo nos alegra la llegada de un niño al mundo y cuando sonríe por primera vez. Lo pasamos bien viendo a los hombres trabajar contentos y cuando viven en armonía y paz.

         Pero tenemos otra experiencia. Es de todos los días. Muere el hombre. Se marchitan las flores. El pájaro deja de cantar y cae sin vida. El bosque muere por el paso del tiempo, el hombre y la mujer envejecen, merman sus fuerzas y terminan ... Es la primera etapa. Porque hay una segunda etapa... Esa es la diferencia del resto de la creación

         Nunca olvidaré la serenidad y la alegría contenida que había en los Monjes de Cóbreces en Santander, cuando murió uno de ellos y tocó la suerte de ser testigo. Había vivido muchos años y con aquella comunidad le unían lazos profundos de compañerismo y fraternidad. Después de celebrar la Eucaristía y sepultarlo, fueron todos los monjes al comedor a celebrar un banquete. Uno de ellos nos dijo: «Es que para nosotros es el día mas grande. Es nuestro nacimiento».

         Desde luego que la Iglesia así lo ha entendido. Sólo celebra como fiesta el día del nacimiento de Jesús, de la Virgen María y de Juan el Bautista. De todos los demás Santos se hace fiesta el día de su muerte. Porque es el día en que nacemos a la Vida de Dios: dies natalis. Una Vida grande, sin limitaciones y para siempre, donde sabremos lo que es vivir de verdad.

         Los cristianos vivimos con esta esperanza. Y todo lo que es humano es motivo para nosotros de celebración, incluso la muerte. Y no es que tengamos muchas razones para responder a todos los por qués. Tenemos, eso sí una razón, una muy buena razón, basada no en palabras que se las lleva el viento. Tenemos una razón basada en una Vida. Una Vida que es la de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado para que todos tengamos vida eterna, para que todos resucitemos con Él.

         En Jesús, encontramos los cristianos, sus seguidores, una razón para vivir y una razón para morir. En Jesús, Dios sabe lo que es vivir como hombre. En Jesús, Dios sabe lo que es sufrir y lo que es morir. En Jesús, a pesar del egoísmo de los hombres y de la injusticia que cometieron con El, quitando de medio al mejor de los hombres, Dios Padre le estaba esperando para darle toda la razón.

         Cuando el Padre resucita a Jesús nos está diciendo que todo el que viva con las actitudes de Jesús acierta en la vida. La Resurrección nos está diciendo a los hombres de todos los tiempos, que a una vida vivida con amor y vivida con Dios le espera futuro. Dios va a hacer suyo todo el bien que hemos hecho a lo largo de la vida. Todo lo que ahora vamos haciendo al estilo de Jesús va a ser asumido por Dios, va a ser consultado por Dios.

         Ahí nace nuestra esperanza. Porque la vida que Dios te ha dado a ti y a mí, el que hayas nacido hombre o mujer te lo han dado tus padres, pero el que seas «tal»hombre o «tal»mujer, llamado a cumplir tal misión o tal otra, eso te lo ha dado Dios. Esa vida que Dios te ha dado no es para que te la guardes. La vida es para darla. La cuestión está en plantearnos a quién la vamos entregando... Porque podemos entregarla a los egoísmos personales, a los caprichos, al dinero, a lo superficial, al orgullo... Pero puedes entregarla a los demás. La puedes entregar a la familia, al marido, a los hijos, a un servicio dentro de la Iglesia, para bien de tus hermanos, a una obra apostólica. Esta es la brecha que Cristo Jesús nos ha abierto a los hombres.
Todos hemos sido llamados a dar la vida, a entregarla, no a que nos quedemos con ella, sólo para nosotros. Y así entre todos vamos a construir el Reino.
         Nuestra hermana N. quiso también seguir a Jesús. Esa fue su riqueza. Vivió piadosamente. Cuántos rosarios rezados a María. Cuánto amor y entrega a los suyos. Cuántas bendiciones del Señor en su larga vida Si para los que aman a Dios todas las cosas son un don suyo, un regalo, gran bendición es que Dios se haya fijado en una de sus hijas para que esté más cerca del Señor en la vocación consagrada.
Hoy, Jesús os dice a vosotros, los familiares más directos: “Venid a mi. Yo os aliviaré”. Sabed que el Señor no nos abandona nunca. Estamos todos en muy buenas manos. Que El os anime y os consuele.

         La Eucaristía que ofrecemos es germen de Vida y de Resurrección. Nuestra
hermana la recibió muchas veces, como la recibimos nosotros. Que para ella y para todos nosotros el Cuerpo del Señor, sea semilla de vida nueva y paso seguro hacia las manos del Padre. Que así sea.

30ª. HOMILIA: Joven muerto en Accidente


         Lecturas: Lm 3, 17; Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo”.

 
         Es ésta una de las ocasiones en que tenemos derecho a lamentarnos, como lo hacía el autor de la primera Lectura: “Me han arrancado la paz, ni me acuerdo de la dicha. Me digo: Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor. Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena. No hago más que pensar en ello y estoy abatido”.

         Con estas o parecidas expresiones también nosotros nos desahogamos y reproducimos la sorpresa y la impotencia. Hoy tenemos la impresión de que todo se hunde, se esfuma y como que la vida pierde toda perspectiva de felicidad y de bien- estar. Los recuerdos de N., sus X años recién estrenados y truncados por ese accidente fatal, llenarían un libro de lamentaciones. Todo esto es cierto.
Pero junto a ello, ¿no podremos traer a la memoria nada que nos dé esperanza? Por eso el autor del Libro de la primera lectura también nos decía: “Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza”. ¿Tendremos nosotros “algo” que traer a la memoria, y que nos regale esa esperanza? ¡SI! Sí que podremos volver a encontrar el ánimo y la esperanza perdida. Sí que podremos encontrar el sentido de vivir y levantar el corazón. Sí somos capaces de salir de nuestro propio replegamiento, de nuestro propio sinsabor cerrado. Casi de una manera heroica, pero con fuerza de voluntad, haciendo un esfuerzo, un acto de libertad decidida, podemos poner nuestro pensamiento en positivo. En dos direcciones: La primera, mirándole al propio N. y la segunda, mirándole a otro joven que murió, mejor, que le mataron, Jesucristo.


1°.- Miremos a N. y recordemos su vida llena de bondad. Esto, sin duda, nos dará ánimo y esperanza. La bondad de este chaval. Recordemos cómo a lo largo de sus años jóvenes nos ha permitido experimentar las cosas mejores de toda existencia humana: el amor, la amistad, la alegría, la generosidad. Recordad su presencia abierta a los demás. No olvidemos toda su actividad, hecha vida compartida, en los distintos grupos humanos en los que ha participado desde niño hasta ahora. Todos sabemos de su talante cariñoso y sencillo, juguetón e ilusionado. Todos sabemos de las ganas de vivir que le daba su nuevo trabajo. De una manera más íntima y certera, vosotros los padres y hermanos, que habéis disfrutado de él, sabéis de sus valores. El os ha donado sus cualidades. El se ha donado a vosotros, y vosotros, al final, habéis donado sus órganos para que otros receptores vivan. Tanta generosidad y tanto amor ¿cómo no se va a mantener siempre vivo en la bondad de nuestro Dios? Y todavía más. Y por si fuera poco quien puede recordar toda su bondad es el que todavía sabe más, el que todavía quiere más: nuestro buen Padre Dios que sabe todo el valor de la vida, todo el valor de esta vida, que es más que esta vida, porque nos amó para toda una eternidad. Por tanto, sin duda, si sabéis mirar bien en la vida de este joven, hay s motivos para el ánimo y la esperanza.

2°.- Pero todavía más. Que no se nos olvide dirigir nuestra mirada a Jesucristo, quien también siendo joven fue arrebatado de esta vida violentamente. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo para que no se pierda ninguno de los que creen en El, sino que tengan Vida Eterna”. San Juan así entendía la muerte de Jesucristo. Un exceso de amor de Dios que entrega a su Hijo, para que todos nosotros tengamos Vida Eterna. Esta mirada nos llena de ánimo, porque nos recuerda la vida y la muerte de Jesús, que ha sido un latido del Amor de Dios. Ha sido un latido que no se ha dejado de oír. Gracias a que Dios Padre resucitó a Jesús ese latido continúa y perdurará por siempre. Aquí está la garantía de que nuestro hermano N. también es resucitado por el poder de Dios.

         Jesús nos lo explicó con el claro símil del grano de trigo que caído en tierra, engendra vida sin fin. O con aquella casa paterna donde hay estancia para todos: “Me voy a prepararos sitio... si no fuera así, no os lo habría dicho...”. Y Jesucristo ha ido por delante para prepararnos sitio. Hoy para N., mañana para ti y para mí.
Así pues, además de las palabras de condolencia que os podamos decir, querida familia, y podáis deciros unos a otros, además de esas palabras que están bien y que ayudan, esta otra Gran Palabra, la del Padre Dios, que es la que más consuela “YO SOY la resurrección y la vida el que cree en mi aunque haya muerto, vivirá”.

         La fe viene en nuestra ayuda para que en este momento tan duro nos proporcione el gran regalo de la paz, del consuelo, del ánimo para vivir, del plantar cara a la vida porque como terminaba la 1a Lectura: “Es bueno esperar en silencio la Salvación de Dios”. No lo dudéis. “Es bueno esperar en silencio la Salvación de Dios”.

31ª. HOMILIA: Funeral de un hombre joven muerto en accidente

Lecturas: Lm 3, 17-26; Evangelio: Los de Emaús.

         Estimados familiares, amigos y conocidos de N.: Hay momentos en la vida en que sobran las palabras o son demasiado pobres y limitadas. Quizás, este momento que ahora estamos viviendo sea uno de ellos... Uno se siente impotente ante semejante pena, ante la muerte de un hombre jóven, deX años. Quisiera no tener que decir nada, y poder contentarme con el silencio. Lo dice la Escritura: “Es bueno esperar en silencio la Salvación de Dios”.

         El accidente mortal sufrido por N. nos ha dejado como dislocados. Nada encontramos en su sitio. La muerte fulminante de un hombre joven, lleno de vida, de ilusión y de proyectos, rompe todos nuestros esquemas mentales, y hace que aflore en nuestro interior la pregunta del sentido, del por qué... Lo malo es que no podemos responder sosegadamente a ninguna de las múltiples preguntas que nos hacemos.
         El mayor bien que tenemos es la vida, porque con ella nos viene todo lo demás Aspiramos con todas nuestras fuerzas a vivir. No hay más que ver los esfuerzos que se hacen en todo el mundo para mejorar las condiciones de vida y alargarla un poco más.
         Tal vez por ser la vida un bien tan grande, es por lo que está expuesta a tantos y tan graves peligros. Es como si lleváramos en las manos un tesoro inmenso en un vaso de cristal. En un descuido sé puede caer al suelo y hacerse añicos. Pues mirado, este tesoro frágil es nuestro cuerpo. Basta una enfermedad, un accidente para que se rompa y salte hecho añicos...

         Hoy nos encontramos reunidos compartiendo el dolor por la muerte inesperada de N. La muerte de vuestro familiar o amigo nos ha congregado en numerosa concurrencia en torno a vosotros. Deseamos trasmitiros nuestra amistad, nuestra solidaridad. Queremos ayudar a hacer por N. lo mejor que podemos hacer esta tarde: rezar al Señor por él y por vosotros, para que recibáis un poco de consuelo y de esperanza.
         La fe nos ha reunido aquí esta tarde: una fe grande o pequeña, una fe resignada o en dura protesta. Esta fe nos invita esta tarde a orar y a tener confianza. Orar por N. para que Dios le dé la Vida plena y definitiva. La Vida Eterna que Jesús nos ha prometido. Orar para que Dios os dé confianza en medio de vuestro dolor, queridos familiares de N. Nosotros también creemos, aunque no lo entendamos todo. No entendemos el por qué del dolor, de la enfermedad y de la muerte. Sobre todo de un hombre joven.

         El texto que hemos escuchado como primera lectura de la Celebración nos ha mostrado la esperanza en la inmortalidad y la confianza en el premio Nos ha dicho: “La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. Consideraban su partida de entre nosotros como una destrucción, pero ellos están en paz. Recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí.”
 
         Que estas palabras consoladoras levanten vuestro corazón, queridos familiares de N. y os reafirmen en vuestra esperanza cristiana. Y que sea también un motivo de consuelo humanos para todos...

         En el Evangelio hemos escuchado el relato de encuentro de Jesús con
los discípulos de Emaús. Ellos no podían entender como Jesús, que hacía el bien, que era un hombre bueno, que predicaba el amor y la justicia, que hablaba de un mundo nuevo, tuviese que morir en la cruz. Jesús Resucitado se hizo el encontradizo con estos dos discípulos y les hizo entender que era con su muerte como había de dar fruto, que la muerte es el paso hacia la Vida.

         Jesús nos promete un mundo que nos habla de Vida, de Salvación, y de confianza, por encima de sufrimiento y de la muerte... Dios promete un Mundo Nuevo, en el que El vivirá con nosotros y secará todas las lágrimas y no existirá ya más la muerte.

         Al final de la historia, Dios nos promete algo que en el fondo todos los hombres anhelamos y deseamos desde el fondo de nuestro corazón. Una vida que ya nadie nunca le podrá ya arrebatar. Esta tiene que ser nuestra confianza esta tarde.
Pidamos al Señor Jesús, como los discípulos de Emaús, nos enseñe a ver que Dios, de la muerte puede sacar Vida. Nosotros, lo creemos pero no lo sabemos explicar. Confiamos que un día, como aquellos discípulos cuando se sentaron a la Mesa y reconocieron a Jesús, y su tristeza se convirtió en alegría, se nos hará la Luz y entenderemos que Dios es la Vida, solo Vida, y es más fuerte que la muerte.
Ciertamente lo único que sabemos es que un día, todos nuestros deseos de felicidad, tendrán su cumplimiento. Todo lo bueno que ha habido en la vida de N., todo lo justo, todo eso por lo que luchó y se esforzó en este mundo, todo lo que en esta vida quedó a medias, lo que no pudo ser, todo eso alcanzará un día su plenitud. Las horas alegres que pasó en esta vida, y también, las experiencias amargas, sus sufrimientos, alcanzarán la vida en plenitud.

         Que nuestra oración sea esta tarde: «Señor, quédate, con nosotros que estamos oprimidos y todo nos parece noche. Acompáñanos en el viaje de la vida. Sé nuestro compañero de camino. Cuando todo parece que ha terminado, danos confianza. Háblanos de tu Vida y de tu Luz. Sí, quédate con nosotros, Señor, que el día va de caída. Dale tu Vida y tu Luz a N. Que en tu Reino, su vida sea una Eterna Primavera. Amen. Así sea».

         Además en la Resurrección de Jesucristo se nos ha manifestado abiertamente que Dios está a favor de los sencillos, de los humildes, de los pobres, de los limpios de corazón, de los justos. Estos son los que triunfan por encima de los orgullosos, de los soberbios, de los insolidarios, de los mentirosos, de los injustos. No os quepa la menor duda de que al final Dios hará justicia.

32ª. HOMILIA: Funeral por un hombre fallecido en accidente


         Querida esposa, hijos, familiares, amigos todos: El sentimiento que embarga nuestro corazón en estos momentos no es solo la tristeza. Es también consternación por la muerte inesperada de este esposo, padre, hermano, amigo. Por eso no tenemos palabras. Tal vez lo mejor hubiera sido escuchar la Palabra de Dios y guardar silencio.
         Lo que ocurre es que la Iglesia nos invita a los sacerdotes que digamos una palabras no de elogio, en este caso de N., sino de esperanza. Se trata de que nos adentremos en cómo procedería Jesús si estuviera El ahora aquí en persona como tú y como yo. El sólo tenía palabras de Vida Eterna. El único que se ha atrevido a decir palabras que hoy las seguimos diciendo y no se han desgastado: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá”. Jesús hoy se hace cargo de nuestra situación, como se hizo cargo en situaciones parecidas a ésta nuestra. Se hizo cargo del dolor que producía la pérdida de un ser querido:


1.- Así cuando Marta y María lloraban por la muerte de su hermano Lázaro. Jesús se conmovió hasta derramar lágrimas.

2.- Como se conmovió también ante el llanto de una viuda cuyo hijo único se acababan de enterrar cuando Jesús entraba en la aldea de Naím. Se acerca a la madre y le dice de corazón, sintonizando con ella: “No llores”.

3.- Como también se conmovió por los ruegos y los llantos de un funcionario llamado Jairo, porque la hija de éste estaba en las últimas. Aún está hablando con Jesús y llegan familiares para traer la noticia: Ya ha muerto, para qué molestar más al Maestro. Y Jesús se le acerca y le dice: No tengas miedo. Cree y basta. Jesús supo hacerse cargo del dolor de quienes lloraban la muerte de un ser querido, un hermano, un hijo único, una niña de 12 años.

         Jesús hoy por nuestro medio os dice a vosotros familiares de N. “Estamos con vosotros. Os acompañamos en el sentimiento de pena que os embarga. Jesús se mete en vuestro corazón para estar en consonancia con el vuestro. Os dice palabras de consuelo, que salen de dentro. Al fin y al cabo Jesús no hace otra cosa que cumplir la misión que había recibido del Padre: tomar sobre sí nuestras dolencias, nuestra frágil condición humana, como tomó totalmente nuestra vida y nuestra muerte. También su muerte fue injusta, en la flor de la vida, pero como Señor de la vida, que es derrotó al señor de la muerte (el diablo) con su Resurrección.

         Por eso ahora el Señor dice a la esposa, a los hijos, a los nietos, hermanos y amigos: “No perdáis la calma. Tenéis dolor, sí, pero no perdáis la calma. ¿Creéis en Dios? Creed también en mí, en la casa de mi Padre hay muchas estancias y me voy a prepararos sitio”. Como si os dijera: ¿Sois creyentes? ¿Tenéis fe?. Atizad ese fuego. Descubrid la brasa... vuestro padre vive ya en la eternidad.

         La vida tiene más profundidad de lo que parece. La vida no es sólo para acaparar dinero, adquirir fama, tener éxito y disfrutar...Habrá alguno que piense que ese es el secreto de la vida. Otros pensamos que la vida tiene pleno sentido desde la fe en Jesucristo:“Yo soy la Vida”. Las demás cosas tienen apariencia de vida. Son sucedáneos... Vuestro padre, vuestro esposo, vuestro hermano, vuestro abuelo creyó en mi y ya ha resucitado para la vida eterna, la definitiva, para la que todos habéis sido soñados y creados por el Padre, y roto este proyecto, yo he muerto y resucitado para que todos tengáis vida eterna. Yo he bajado del cielo a la tierra para buscaros y abriros la puerta de la eternidad.

         Y como el Señor sabe de nuestras debilidades y olvidos y pecados, va más lejos y no se conforma el Señor con que escuchemos estas palabras que son consoladoras: “El que cree en mi, vivirá”, sino que va a hacer mucho más. Va a orar con nosotros. Está con nosotros. Hace que se cumplan en nuestro hermano N. las palabras que hemos escuchado en el Evangelio: «Padre, quiero que éste que tú me entregaste como hijo, como hermano en el Bautismo que recibió en X hace X años, esté conmigo, donde yo estoy y viva conmigo para siempre».

         En la Eucaristía celebramos la entrega de la vida de Jesucristo que culminó en la Cruz. Sobre este altar ahora nos entrega su Cuerpo y su Sangre.
Y nosotros nos unimos a esta entrega y oramos al Padre: Te ofrecemos Padre el Cuerpo y la Sangre de su Hijo Jesucristo, su Cuerpo que se entrega por N. su Sangre que se derramó para el perdón de sus pecados. A tus manos encomendamos su Espíritu, esto es, su vida.

         Y el corazón de Dios que es ante todo Padre se conmueve al oír la oración de su Hijo y al oír la oración de sus hermanos y que le reciba en sus brazos de Padre, pues este hijo viene deshecho y cansado del duro bregar por la vida.
Luego nos acercaremos a comulgar y al entrar en comunión con el Señor entramos en comunión con quienes con Jesús viven en Dios para siempre. Y cuando salgamos de aquí que prolonguemos estos gestos de solidaridad en la vida diaria, de puertas afuera.
         Así la Eucaristía se prolongará a lo largo de la vida. Este es el sentido del funeral que hoy celebramos por N. : Poner un signo, expresar nuestra fe y nuestra esperanza y también expresar nuestra caridad luego en la vida.
Queridos amigos, citando a Pedro os digo que N. contempla ahora la misma Gloria que El contempló en el Monte Tabor. Que descanse de sus trabajos en la Paz del Señor.

33ª. HOMILÍA

FUNERAL DE MUERTE INESPERADA Y DURA DE UN BUEN CRISTIANO

 (Boda: 06-01-1979: muerte por accidente 05-11-1979).

Saludo antes de la misa

         Muy queridos todos, padres, hermanos, tíos, amigos todos. La oración al Señor Jesús por N., que comenzó el sábado con la triste noticia de su muerte, tendrá ahora su momento culminante en la celebración de la Eucaristía, signo anticipado del banquete del Reino eterno, al que ha sido llamado nuestro hermano en la fe.

         Como todos le queríamos y le queremos, esta presencialización de la muerte y resurrección de Cristo, nos llenará de confianza y de consuelo. Esta reunión nuestra, iglesia de Jesucristo peregrina que ora y recomienda al hermano ante la Iglesia gloriosa, no puede estar marcada por la pesadumbre de lo fatal, ni por el llanto desesperanzado por el que ya no existe, sino por la confianza cierta de que vive en el Señor.

         Por eso, como hermano que preside esta asamblea santa en la fe, pido y deseo que el amor del Padre manifestado en los dichos y hechos de Jesús de Nazareth, os den seguridad y confianza y que el Espíritu de Cristo resucitado os llene de consuelo y fortaleza a todos vosotros, especialmente a sus padres y hermanos. .

Pidamos perdón de nuestros pecados: Yo confieso...

HOMILÍA:

         Señor, quisiera empezar esta homilía con una oración. Señor, en este momento de dolor, no sabemos que decirte, nuestra oración por N, es la misma pena honda que sentimos. El camino de su vida por este mundo ha llegado a su fin. Señor, nos cuesta trabajo; sí, nos cuesta mucho trabajo aceptar su muerte en plena juventud. Pero sabemos que Tú le amas y nos amas. Tú eres Dios. Recíbelo en tu reino, ábrele las puertas de la casa del Padre, y guía nuestros pasos para que un día nos reunamos con él en tu presencia.

         Muy queridos todos, esposa N., padres N., y N., hermanos, amigos todos. Mañana hará exactamente un mes que nos reuníamos con gozo grande para celebrar el amor cristiano de N., y N.. Hoy, cuando todavía no han llegado todos los regalos de boda, ni habéis tenido tiempo de ordenar las fotos del feliz acontecimiento, en concreto yo no he recibido las mías, otras impresiones han aplastado brutalmente las primeras.

         En ambos acontecimientos, Cristo ha sido nuestro centro y nuestra fuerza. Se realiza así el consejo de San Pablo a los cristianos de Roma: “Hermanos, ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, viviremos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en vida y en muerte somos del Señor”. Qué perfectamente se ha cumplido este proyecto cristiano en N. Ha vivido para el Señor, ha muerto para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. Que gran don ser creyente. Todos nosotros somos creyentes. Debemos sentirnos gozosos de haber recibido este don. Hoy en día es un privilegio el creer; cuanta fuerza, que consuelo y esperanza nos da la fe.

         Nosotros creyentes, tenemos la certeza de que Jesús entregó su vida para recuperarla; que ha muerto y ha resucitado; ha vencido la muerte. Lo creemos Señor.

¿Dónde está el sentido de la muerte? Un joven malogrado. Y viene San Pablo en nuestra ayuda: “Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que aman, de los que según sus designios son llamados” (Rom. 8,28)”. Lo creemos Señor.

“Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11,25-6). Lo creemos Señor.

“Yo soy el pan que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre”.(Jn. 6,58). Lo creemos Señor.

“Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis vosotros” (J. 1 Lc, 3). Lo creemos Señor.

Si, lo creemos, pero te lo decimos llorando. No es desconfianza de ti, y mucho menos rebeldía. Es un llanto como el tuyo ante tu amigo Lázaro. Es llanto de amor. Nos cuesta la separación de nuestro esposo, de nuestro hijo, de nuestro amigo. Por eso, Señor, acepta nuestra fe, creemos, si, aunque creamos llorando.

Y es tal nuestra confianza, nuestra seguridad en Ti, que te damos gracias por haberte conocido, por haber creído en tu amor y tu poder, en tu resurrección.

Gracias, Señor, porque nos consuelas con tu espíritu y tus palabras de vida eterna.

Gracias, Señor, porque has muerto por nosotros para que todos tengamos vida eterna.

Gracias, Señor, porque en este momento nosotros, como Marta, ante tus palabras de resurrección y vida, te dijo: no entiendo nada, Señor, pero confío totalmente en ti, Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Nosotros esperamos y confiamos en ti, en tu amor, en tu palabra, en tu poder.

Nosotros creemos, Señor, pero ayuda nuestra fe.

 

 

34ª. HOMILÍA

FUNERAL POR RELIGIOSO/A LAICO COMPROMETIDO O CONSAGRADA
(Sab. 3, 1-9: Sal. 22. 3h-4. 5.6: Jn. 14. 1-6)

         “La vida de los justos está en las manos de Dios”, acabamos de escuchar en el libro de la Sabiduría. Con vosotros/as estuvo muy bien N.N.: con sus padres, sus hermanos, su familia, su comunidad cristiana y religiosa, sus amigos. Pero si con vosotros estuvo bien, ahora ya está en las manos de Dios, donde se ve “libre de todo tormento “. En sus manos está mejor: “Las almas de los justos están en las manos de Dios y nos les tocará ningún tormento”.

         Si hemos caído en la tentación de los que no tienen fe en Cristo, de los que no creen, de pensar por un momento, que su muerte, “su tránsito ha sido una desgracia y su partida de entre vosotros como una destrucción”, como dice el libro sagrado de los paganos, debemos saber que él/ella N.N., “está ahora en paz” está ahora en la intimidad de Dios y ya habrá sentido en su vuelo hacia a lo alto, lo que Santa Teresa decía: «Aquesta divina unión / del amor con que yo vivo, / hace a Dios ser mi cautivo, / y libre mi corazón; / mas causa en mí tal pasión / ver a Dios mi prisionero, / que muero porque no muero// Vida, ¿qué puedo yo darle / a mi Dios que vive en mí. / si no es perderte a ti,/ para mejor a él gozarle? / Quiero muriendo alcanzarle, / pues a él solo es el que quiero, / que muero, porque no muero».

         Enamorado/a de Dios, por eso le dio y consagró su vida, su corazón, sus trabajos, sus fatigas, pero no soñando, sino entregándose en cuerpo y alma al bien del prójimo, a los más necesitados de su carisma: a los enfermos para acompañarlos, evangelizarlos, amándolos y sirviéndolos a los niños/as y jóvenes para hacerlos hombres/mujeres muy felices en el presente y para el futuro. Como vosotros/as lo estáis haciendo ahora y aprendiendo el camino del amor auténtico de Dios: amor a las criaturas, sin quedarse apresado en ellas, y para enamorarse de Dios, en vuestros ministerios y apostolados, como lo decía y vivía San Juan de la Cruz, que enamorado de Dios le grita, porque parece que se le ha ido lejos.

         Le busca con ansia y desasosiego y le interroga: «A dónde te escondiste. / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, /Y ya eras ido. Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas. / ni cogeré las flores, /ni temeré las fieras, / y pasaré los frentes y fronteras. ¿Por qué, pues has llagado / a aqueste corazón, no lo sanaste? / Y pues me lo has robado, / ¿por qué así lo dejaste / y no tomas el robo que robaste?».

         Hoy, pues, nos hemos reunido para despedir cristianamente a un creyente, a un redimido y salvado por Cristo por el bautismo y los sacramentos de vida divina, para celebrar en este funeral con la Iglesia y su Liturgia una liturgia de vida y no de muerte; son las dos caras del misterio de la muerte: una, el dolor y la tristeza, el miedo y la desconfianza. La otra, con la Palabra de Cristo y la Eucaristía, el pan de vida eterna, la cara de la esperanza y el gozo por la feliz llegada al término de nuestra existencia.

         Estos dos sentimientos que tan bien describía nuestro poeta Gustavo Adolfo Bécquer ante la tragedia de la muerte. Razonaba con su sentimiento dolorido y sus sensaciones descontroladas. Se preguntaba y se respondía: «¿Vuelve el polvo al polvo? / ¿Vuela el alma al cielo? / ¿Todo es vil materia, / podredumbre y cieno? / No sé pero hay algo / que explicar no puedo, / que al par nos infunde / repugnancia y miedo, / al dejar tan tristes, / tan solos, ¡los muertos!

         Martín Descalzo, ese sacerdote ejemplar, escribía poco antes de su muerte, esto versos tan llenos de fe y esperanza: “Morir, sólo es morir; morir se acaba. / Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva, / y encontrar lo que tanto se buscaba”.

         Por eso, nosotros, en este día de la despedida de nuestro hermano, hombre de fe y vida profunda, fervorosa en Cristo... contentos y gozosos tenemos que sentirnos y hasta con una cierta santa envidia, porque nuestro hermano/a N.N. está en las mejores manos en que la criatura humana puede estar, en las manos de su Señor y su Dios.

         Nos hemos reunido para ofrecer hermanados esta Eucaristía por él/ella, por lo que pueda necesitar para una purificación total y esplendorosa y lo alcance por esta redención del sacrificio de la Misa; porque todos, aún los santos, somos pecadores y necesitados de la gracia de Dios. A veces podemos errar el camino por los engaños del mundo y del yo que se busca siempre a sí mismo y a veces nos hace desviarnos del camino recto y olvidarnos de Dios.

         Así lo expresa Jorge Manrique: «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar. Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos; / así que cuando morimos / arribamos».

         N.N. está de arribada, que esto es morir: arribar a la casa del Padre. Nos lo acaba de decir San Juan en el Evangelio proclamado, donde Jesús, lleno de ternura y amor, les dio ánimo, les dio fuerzas, les llenó de esperanza. Jesucristo, antes de pasar de este mundo al Padre, decía a sus apóstoles: “No se turbe vuestro corazón”. Los apóstoles estaban inquietos, estaban turbados por la atmósfera trágica de muerte, que se respiraba aquel jueves, que después se dijo, santo. Y: “No se turbe vuestro corazón”. Es lo que nos está diciendo ahora mismo a todos y cada uno de nosotros: “No perdáis la calma. Creed en Dios y creed también en mi. En la casa de mi Padre hay muchas moradas y me voy a prepararos sitio”.

         Morir es, pues, ir a la casa del Padre. Y él parte el primero para prepararnos sitio. Y nos llevará consigo “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”.Por eso, queridos hermanos, no lloréis, no estéis apenado, ni tristes. Es un Dios amigo. Nos invita en este momento a comprometer nuestra vida con la fe para que nuestra turbación y dolor de hoy, se llene de paz profunda y de esperanza: ¿Quién tiene miedo de ir a su casa?. Cuando estamos fuera de casa, lo que tememos es no llegar a ella. En esta vida sólo tenemos posadas, lugares de paso. Estamos deseando llegar, como dice la autora de Las Moradas: «Ay, qué larga es esta vida, / qué duros estos destierros, / esta cárcel, estos hierros / en que el alma está metida! / Sólo esperar la salida / me causa un dolor tan fiero! que muero porque no muero».

         Y aún nos revela algo más prodigioso y asombroso San Juan. Presupone una hipótesis: si al volver a nuestra casa pudiéramos tener un dolor oculto y contenido por encontrarla vacía de algunos amores, de una silla, que estará vacía, en esta otra casa a la que arribamos, está llena de amores, de amores de un Padre enamorado. “No llaméis a nadie Padre en la tierra “, nos dirá en otra ocasión Jesucristo, “que sólo tenéis un Padre: el del cielo”. Nos aguarda todo un Padre en esta mansión, el único y verdadero Padre. Eso es morir. Es hermoso morir con fe y esperanza cristianos. Morir sólo es morir, morir se acaba, morir es abrir ese portalón, que nos decía Martín Descalzo, «para encontrar lo que tanto se buscaba».

         ¿Cómo estar tristes porque N.N. ha triunfado’? ¿Cómo estar apenados porque N.N. ha dejado una posada por una mansión, porque ha dejado cariños y amores nuestros por los amores de Dios, por los amores de un Padre enamorado?

         Juntos, esperanzados, con gozo le decimos a Dios, gracias, muchas gracias te damos de todo corazón en este día en que N.N. ha triunfado. La Eucaristía, es la mayor acción de gracias que podemos ofrecer a Dios, porque es la acción de gracias que Cristo tributa al Padre por todos los beneficios que nos van a venir por su pasión y muerte, esto es, la resurrección y la vida eterna de los hombres. Celebremos, entonces, gozosos esta Eucaristía, porque en todos ella encontraremos ese Pan que nos dé fuerzas en nuestro caminar y ese vino que nos llena de alegría en nuestro vivir para llegar a la casa del Padre, mientras nuestro hermano/a nos señala y nos muestra con su vida, el camino de su triunfo: Jesucristo, él es camino, verdad y vida: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. JESUCRITO EUCARISTIA, NOSOTROS CREEMOS EN TI, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS. AMEN.

35ª. HOMILÍA

         QUERIDOS HERMANOS:

         Estamos reunidos esta mañana para dar la despedida cristiana a nuestro hermano en la fe N. Queremos expresar con ello nuestra condolencia a estos hermanos, amigos de corazón, que han perdido a su padre, madre (quien sea). Nuestro N fue un hombre bueno y cristiano.... Y su muerte nos llena de esperanza cristiana que debe ayudarnos a esperar este encuentro con Dios al que todos caminamos.  Todos entendemos lo que significa tener fe o amor a Dios, pero no entendemos igual lo que es esperar a Dios, se entiende poco y se ejercita menos entre los creyentes la virtud teologal de la esperanza que nos une a Dios esperando su encuentro eterno y caminando hacia la consecución de sus promesas. Sin embargo, la esperanza es el culmen y la cima y el gozo de la fe y del amor. Está por encima de la fe, porque poca es nuestra fe, si no esperamos o dudamos de lo que creemos; y orienta al amor, porque le hace vivir y buscar ya desde la tierra el amor total y la unión perfecta con Dios.

         San Pablo en su primera carta a los Corintios escribe: “... y si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida somos los hombres más desgraciados ¡Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren!”

         Por la virtud de la esperanza cristiana creemos y esperamos todo lo que Cristo nos ha dicho y prometido, especialmente la vida eterna, el encuentro con Cristo vivo y resucitado, esperamos el cielo, que es Dios mismo en su eterna esencia y felicidad. Esta virtud tenemos que ejercitarla y potenciarla en los momentos de dolor y de muerte, porque ilumina estas realidades con claridad eterna y las llena de luz y sentido. Hay que esperar siempre, contra toda esperanza humana, nos dirá s. Pablo.

         La esperanza cristiana llena de paz el corazón del hombre, porque le asegura que más allá de la muerte, del fracaso o del dolor, está la vida, la vida eterna que no acaba, la unión con Dios, el gozo de la herencia ganada para todos por Cristo resucitado.

         Dice san Pablo en su carta a los romanos 15, 13: “Que el Dios de la esperanza llene de alegría y de paz vuestra fe, y que la fuerza del Espíritu Santo os colme de esperanza”.

         Y añade en la carta a los Efesios 1,18-20: “Que ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendáis cual es la esperanza de su llamada, cuál la riqueza de la gloria de su herencia otorgada a su pueblo y cuál es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, la que ejerció en Cristo resucitándolo de entre los muerto”. (Explicar el texto).

         Y san Pedro, en su primera carta, 11,21, nos dice: “Los que por él creéis en Dios, el cual (Cristo) habiendo resucitado de entre los muertos y coronado de gloria, viene a ser por lo mismo el objeto de vuestra fe y vuestra esperanza”.

         Cómo nos llenan de esperanza estas palabras reveladas. Cómo debieran resonar en nuestros oídos y corazón estas promesas, que Dios nos ha hecho por el Hijo. Todas estas han salido del corazón de Dios, es su proyecto, es su amor infinito e incomprendido por los hombres. Estas promesas nos dicen:

-- Que Dios es un Dios de fe, pero si creemos de verdad en Él y sus promesas, se convierte automáticamente en un Dios de amor y de esperanza, porque estamos llamados al encuentro y amor y felicidad eterna con Dios Trino y Uno, ya  su proyecto de amor que comienza en esta vida, se realizará y consumará en la vida eterna. Es un Dios en quien debo creer y amar, pero sobre todo estar siempre esperando, mientras camino por este valle de lágrimas, sin perder el camino y cumpliendo sus mandamientos.

--  Que examinemos nuestra fe y amor, porque la plenitud de la fe y del amor cristianos nos hará vivir mirando y esperando el cielo, para encontrarnos con Él en su gloria, en contemplarle como él se contempla en gozo y felicidad. Creer en cristiano es esta esperando a Dios cumpliendo su voluntad, sus mandamientos. De forma que si no lo cumplo, no estoy esperándole, sino alejándome de Él.

-- Este cielo, esta herencia no la merecemos nosotros, es gratuita, fruto de su amor, que reparó el pecado de Adán mediante la muerte y la resurrección del Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna... porque Dios mandó a su Hijo al mundano  para condenar al mundo, sino para salvar al mundo...”

         Por eso dirá San Pablo: “Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe: todavía estáis en vuestros pecados... si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados ¡Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren” (1Cor 15,17-20). Por lo tanto nuestra esperanza se funda en el cielo, en la eternidad, en Dios, en su amor, en su poder y fidelidad. Dios no falla nunca. El Dios de las promesas no cambia jamás, es inmutable y mantiene eternamente su palabra.

         Por eso, debemos pensar más en el cielo, mirar más el cielo, esperemos más el cielo por encima de todo lo creado y no temamos perder cosas que pasan por aquello que no pasa nunca y que dura siempre, siempre, siempre.

         ¿Qué hay más allá de la muerte? Ya nos lo ha dicho el Señor: Un Dios que es Padre, con los brazos abiertos para abrazar a todos sus hijos en los que soñó, creó y les eligió para vivir su misma vida y felicidad.

         «Oh Dios infinito, reino de la bienaventuranza eterna, donde la juventud nunca envejece, donde la belleza nunca se mancha, donde el amor nunca se apaga, donde la salud nunca se debilita, donde el gozo nunca decrece, donde la vida no conoce término»

(S. Agustín, Soliloquio 35)

36ª. HOMILÍA

HOMILÍA  PARA CASOS DIFÍCILES

         Querido esposo, queridos hijos, familiares, amigos todos: estamos aquí para testimoniaros nuestro afecto y unirnos a vuestro dolor. Ha sido una larga enfermedad, un trance muy duro, habéis sufrido y... acompañado... qué amor y entrega habéis manifestado... (describirlo un poco)

         Nosotros también lo sentimos muy dentro y queremos acompañaros en vuestro llanto. Pero como sacerdote oficiante de esta eucaristía, desde este mismo dolor de la separación y de la muerte, en nombre de todos los presentes, de todos los creyentes, apoyado en los dichos y hechos salvadores del Señor Jesucristo, que ahora hacemos presentes en esta Eucaristía, os digo: confiad en Dios, en vida y en muerte, confiad siempre en Dios, que es amor, y si se lo pedimos con fe, ni en vida ni en muerte permitirá que nos separemos de Él.

         Nos lo dice S. Juan en su primera carta, Dios es amor, su esencia es amar, y si dejara de amar, dejaría de existir. Dios no puede dejar de amar porque dejaría de existir. Y como existe siempre y para siempre, existe siempre amando, siempre amando y perdonando, en cualquier circunstancia y situación, en vida o en muerte, en tiempo y en eternidad;  Este es el Dios que nos ha revelado su Hijo Jesucristo, este es el Dios en que creemos los católicos, en el creemos mientras vivimos, en el que seguimos creyendo cuando morimos, y en el que viviremos felices en su misma vida de eternidad y de cielo.

         Y lo mismo que os he dicho en positivo: confiad en Dios, os lo digo también en negativo a todos, especialmente a vosotros, queridos familiares y amigos de Ilumi: no desconfiéis, no desesperéis de Dios, ni en vida ni en muerte, nos lo dice, nos lo asegura su Hijo Amado, que le conoce total y eternamente, porque le conoce en un conocimiento de amor de Padre a Hijo y de Hijo a Padre, Amor Personal, que es y llamamos el Espíritu Santo.

         Los católicos debemos profesar más nuestra fe trinitaria, es decir, no creemos en un Dios solitario, de los filósofos, en un Dios que es poder infinito y omnipotente, pero sin entrañas de Padre...  sino en un Dios que es familia, que es amor, que son tres personas en un mismo amor y vida, que es amor, persona divina, que se entrega en el Padre y se recibe en el Hijo, que sabe entregarse totalmente como Padre, que sabe recibirse totalmente como Hijo, no es un ser solitario sin experiencia de amor y de entrega, sino beso de amor trinitario en su  Espíritu Santo. Que nos ha soñado y creado para ser familia eterna con Él en su misma felicidad.

         Dios es Amor, y entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de hermosura, de gozo, de felicidad, crea al hombre para hacerle partícipe de su misma felicidad. Y todo esto nos lo dice S. Juan en su primera carta: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

         Y este Hijo nos dice precisamente cuál es el mandato que ha recibido del Padre: “Esta es la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.

         Por eso, ahora en esta misa, en todas las misas, cada uno de nosotros, guiado por su mismo amor, tiene que entrar dentro de este pan,  por fuera pan, por dentro Cristo vivo, vivo y resucitado que nos dice en el Apocalipsis: “No temas nada, yo soy el primero y el último, el Viviente,  estuve entre los muertos pero vivo para siempre”.

         Nuestra hermana creyó siempre en Jesucristo, le adoró en el sacramento de su amor, en el sagrario, como adoradora nocturna, la ví rezar muchas veces en el Cristo de las Batallas, comulgó muchas veces a este Cristo que nos ha dicho: “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá eternamente…”. Queridos hermanos, no podemos dudar de Cristo, de sus palabras de vida, de su amor…

         Que estas palabras del Señor nos sirvan de luz y consuelo y esperemos plenamente todo del Amor misericordioso del Señor: recemos todos juntos con la Iglesia: «Dale, Señor, el descanso eterno y brille para ella la luz eterna». Hermana N., descansa en paz.

37ª. HOMILÍA

                                      QUERIDOS HERMANOS

La muerte de nuestro hermano en la fe N., nos ha reunido esta mañana para darle la despedida cristiana. Queremos en primer lugar decir a su esposa... hijos que sentimos la muerte, la separación del que tanto querían y cuidaron.(Insistir en el aspecto humano, familiar, afectivo de todos los presentes, pararse un poco en esto y decir algo consolador)

Ante la muerte de cualquier ser querido quisiera que tuviéramos presentes las palabra que acabamos de proclamar en la carta de San Pablo: “No queremos, hermanos, que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza, pues si creemos que Cristo ha muerto.... (comentar el texto)

La muerte para los cristianos, para los que creemos en Cristo, no es caer en la nada o en el vacío; nuestra vida es más que esta vida; que este tiempo y este espacio; nosotros somos eternidad; hemos sido creados por Dios para vivir eternamente en su misma felicidad.

Lo proclamamos cuando nos santiguamos en el nombre del Padre, del Padre que me soñó, que me creó, que me llamó a compartir su misma esencia y eternidad. En el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó, que me abrió las puertas de la eternidad. Y en el nombre del Espíritu Santo que me amó, me santificó, me transformó en la misma vida y felicidad trinitaria.

Debiéramos meditar con más frecuencia la Sagrada Biblia, la Palabra del Señor, para que la certeza, la Palabra de Dios nos llenase de consuelo en las horas amargas que nos trae la muerte-ruptura, la muerte-separación de los seres que amamos. Hay en la Palabra de Dios, en la promesa del Padre tanta seguridad de que nos ama y nos ha llamado a compartir la eternidad con Él, que nos ayudaría mucho en estos momentos tristes y amargos. El corazón se hincha de esperanza y hasta el cuerpo se conforta con las palabras de la Biblia. Leed y meditad más el Evangelio:

“Esta es la voluntad de mi Padre, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad del Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna...”(Leer y comentar sencillamente el evangelio)

San Juan en el Apocalipsis: “Vi una muchedumbre inmensa que nadie podía contar...” Nos habla claramente del gran número de los que se salvan.

San Pablo: “ni el ojo vio, ni el oído oyó ni hombre alguno puede pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman...” “Deseo morir para estar con Cristo... para mí el morir es una ganancia...”.

En esta Eucaristía pidamos a Cristo Resucitado que se hace presente para ofrecer su muerte y resurrección por nuestro hermano N. la resurrección y la vida eterna que Él nos ganó, y para todos nosotros la fe y la esperanza en que nos encontraremos con Él porque hemos sido bautizados en su muerte y resurrección. Tenemos ya el germen de la vida eterna en nosotros.

38ª. HOMILÍA

         QUERIDOS HERMANOS:

         Cuando nos reunimos para orar y ofrecer la Eucaristía por un ser querido que ha muerto no resulta fácil hablar. Sin embargo, el consuelo de la presencia  afectuosa de vosotros, (su esposo e hijos,) que la habéis acompañado con cariño siempre y, muy en especial, en la crisis de estos dos últimos años haciendo mucho más llevadero este tramo final de su vida terrena,          me anima a evocar tantos recuerdos como de pronto se agolpan en la memoria  y orar por N.

         Las exequias, la despedida cristiana de nuestro difunto es un momento muy oportuno para confesar nuestra fe en la resurrección. Confesarla con esperanza y hasta con gozo interior. Confesarla sin  otro fin que el de agradecer a Dios el don de la fe que, a través de nuestros padres y de la comunidad cristiana, Él nos trasmitió.  Esa fe que a N. le ha ayudado tanto a vivir, a luchar con esfuerzo y tesón contra el mal que le venía aquejando estos años y a aceptar con serenidad una muerte que le ha llegado antes de lo razonablemente previsible.

         La realidad y el pensamiento de la muerte nos ayuda a centrarnos mejor en la vida y a vivir con ilusión y gozar de las muchas cosas bellas  que Dios ha creado para nosotros; vivir la esperanza cristiana, saber que somos eternos, es la mejor forma de creer en Dios Creador y Padre, es un modo de agradecer al Creador el don de la vida.  La experiencia de la amistad, del amor, de la familia, de la relación humana, de la solidaridad, de la entrega generosa…, la vivencia de los más nobles valores humanos y éticos,  el empeño por hacer una convivencia mejor entre todos y para todos…son vistos desde la fe cristiana, como reflejos del rostro mismo de Dios…, como expresiones, en frágil versión humana, de la infinita plenitud de Dios que, de múltiples formas,  ha dejado impresa su huella en nosotros al llamarnos a la vida y al hacernos a su propia imagen.

         Ahora bien, para todos llega un momento en que toda esta secuencia se interrumpe con la muerte.  Y la muerte siempre es dura sobre todo cuando, como en este caso, acaece en una mujer todavía joven y llena de ganas de vivir.  La muerte siempre nos arranca… siempre nos separa de lo que más queremos….

          Por eso, junto a estos sentimientos es bueno y cristiano pensar en la muerte, en que esta vida termina, pero no es el final del camino como cantaremos luego; ante la muerte el cristiano tiene la certeza de la vida eterna y debe confesar  siempre la fe en la resurrección. Nuestra fe en que nuestra hermana ha pasado de la muerte a la vida, que, aunque ha dejado esta vida  terrena, no ha caído en el vacío o en la nada, sino que vive para siempre en Dios, porque Dios no nos creó para morir sino para vivir… Y vive  de un modo nuevo al haber sido transformada y resucitada por Cristo y con Cristo. En ella se han hecho ya realidad aquellas palabras de Jesús  “el que crea en mí aunque haya muerto vivirá”…”Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

         Nuestra hermana, en su Eucaristía diaria, se alimentó del pan de la vida eterna, comió el pan de la inmortalidad, que es Cristo. Y confesó el credo: «Yo creo en al resurrección de los muertos y en la vida eterna» y comió a Cristo vivo y resucitado bajado del cielo en cada misa al pan consagrado. Este pan es Cristo vivo y resucitado, la vida eterna iniciada ya en la tierra.

         No olvidar, hermanos, la riqueza del santo bautismo, ignorada por muchos católicos, incluso creyentes. El santo bautismo nos hizo hijos de Dios y por tanto herederos del cielo. Desde el bautismo estamos llamados a compartir la misma vida y felicidad de Dios. Mirad cómo lo dice san Pedro en primera carta: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que los bautizados tenemos reservada en el cielo.  Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final.

          Al traspasar el umbral de la muerte habrá descubierto a Cristo tal como es de verdad, glorioso, amigo, triunfante de mal y de la muerte. Mientras tanto, los que quedáis y fuisteis tan cercanos a ella os quedáis con su recuerdo y su ejemplo, también con su oración, por el dogma de la comunión de los santos, por el cual los miembros de Cristo de la tierra no comunicamos y pedimos y nos ayudamos con nuestras oraciones y limosnas y sacrificios con los miembros del cuerpo místico del cielo, porque tenemos la misma Cabeza, que es el Señor de cielo y tierra.

         Hermana N., descansa en la paz de Cristo; que brille sobre tu rostro la luz eterna, Cristo Amigo, Abrazo y beso de amor eterno. Amén

40ª. HOMILÍA

También viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya n muere más, la muerte no tiene dominio sobre él”.

         Por todo esto celebramos su muerte cristianamente, sabiendo que muriendo con Cristo ha resucitado con Él. Esto es lo que creemos, esperamos y celebramos en Cristo resucitado por nuestros difuntos.

41ª. HOMILÍA

QUERIDOS HERMANOS: Siempre son tristes las despedidas; pero cuando la despedida es la de la muerte, entonces la tristeza se hace más profunda y angustiosa. Y eso es lo que nos sucede hoy. Aumenta nuestra tristeza el considerar las circunstancias en que su muerte se ha producido: su buena edad, su vigorosa salud, su valer, su ayuda tan grande y necesaria, en todos los sentidos, a su hogar...Es lógico que nos entristezcamos. Sin embargo cristianos como somos, hemos de sentir aliviada nuestra tristeza con los motivos que la fe nos suministra apoyados en las Palabras del Señor que hemos proclamado.

         1) Nuestros queridos difuntos más que separarse de nosotros, lo que hacen es precedernos. En realidad nos despedimos de ellos para corto tiempo. Podemos pasar  a la casa del Padre en cualquier momento, morir en cualquier momento; la muerte más que un adiós definitivo es un hasta luego». Debiéramos meditar con más frecuencia en que somos eternidad y hemos sido creados para vivir con Dios eternamente.

         2) Sabemos que nuestro morir no es un morir para siempre, la muerte en Cristo, la muerte cristiana es vida eterna y resurrección. Lo dice el Señor: “El que cree en mi tiene vida eterna”. Y San Pablo llegará a decir: “Para mi el morir es una ganancia”. (Filip. 1, 21). Desde la fe en Cristo la muerte no termina en la nada o en vacío, sino en Dios, en vida y felicidad eterna. Para eso vino Cristo en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad. Este es el proyecto del Padre recreado en Cristo Jesús.

         Ahora se va a descansar de su trabajo, a recibir el premio de su victoriosa pelea. El premio que recibirá ser tan grande que no admite parangón con todos los tesoros de la tierra. Nos lo asegura san Pablo que místicamente llegó a experimentar parte del cielo en la tierra: “Estoy persuadido que ni los sufrimientos de la vida presente no son comparables con la gloria venidera, que se ha de manifestar en nosotros” (Rom. 8,18); “ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que tiene Dios preparado para aquellos que le aman” (1 Cor.2, 9).

         3) Una tercera causa, que debe endulzar esta triste despedida de la muerte, es la ayuda que mutuamente vivos y muertos nos podemos dar por la comunión de los santos. Aún separados por la muralla de la tumba, puede seguir entre nosotros una constante, y mutua comunicación: Nosotros creemos y profesamos en el Credo de la Iglesia el dogma de la comunicación de los Santos, por el cual los miembros del cuerpo de Cristo estamos unidos, los del cielo y purgatorio a los de la tierra y los de la tierra a los del cielo. Desde el cielo, desde el purgatorio, nuestros fieles difuntos siguen unidos y rogando por nosotros, y nosotros podemos encomendarnos a ellos y ayudarles con nuestras oraciones y sacrificios, sobre todo, a los que están en el purgatorio con el sufragio de la santa misa.

         Todo cristiano, al morir en la fe y esperanza de Cristo, puede decir con San Pablo: “He combatido con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me queda sino aguardar la corona de justicia que me está reservada y  que me dará en aquel día el justo juez y no sólo a mi, sino a todos los que desean su venida” (2Tim 4,7-8).

         Esta es la corona que pedimos ahora para nuestro hermano N. Fue un hombre bueno, esposo fiel y entregado a sus hijos (dar algunos testimonios de su vida cristiana)

42ª. HOMILÍA

HOMILÍA EXEQUIAL  por un sacerdote o religioso

         Queridos hermanos y hermanas: Nos reunimos esta tarde para celebrar la pascua del sacerdote N.; queremos celebrar y agradecer su vida, su entrega, su consagración. Su muerte nos convoca y nos permite agradecer lo mucho que Dios nos regalo en este gran hombre. Celebramos su partida con dolor, lo echaremos de menos, pero al mismo tiempo celebramos con gratitud y paz, con gratitud por lo mucho que recibimos de él, con paz porque tenemos la certeza de que así como ha compartido la muerte de Jesús compartirá con él la Resurrección. 

         Queremos alabar a Dios que tantas veces nos mostró su rostro en las actitudes, los gestos y las palabras de este compañero sacerdote que ha partido a la casa del Padre. Para N todo estaba cumplido, este era un buen momento para partir y compartir la vida plena que Dios nos ofrece. 

         En este último tiempo N. había estado enfermo, estaba más limitado y débil. Pasó vacaciones con nosotros, durante esos días compartió con gratuidad, visitó amistades y siguió llamando por su móvil a personas queridas, incansable y dispuesto como siempre. Y en estos días todos somos testigos agradecidos del cariño y la gratitud de tantas personas. Esto nos conmueve profundamente.

         Su muerte nos pone ante una verdad muy profunda, somos hombres y mujeres de paso, estamos en camino, somos peregrinos, somos frágiles. La muerte es un paso más en ese caminar, un momento de profunda verdad, de verdad con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Esta tarde queremos mirar a Dios con sencillez y agradecer por la vida de este hombre, por su vocación sacerdotal, por su entrega, por su amor a la Iglesia, por su deseo de solidaridad, por la pasión que tenía por mostrarnos su amor a la Virgen, a Cristo Eucaristía. 

         Hoy venimos a agradecer la vida de un hombre delicado y cariñoso. Venimos a celebrar la vida de un hermano que pasó parte importante de su niñez y adolescencia en ... que terminó sus estudios en ... que se especializó luego en ... Su pasión era el seminario y las vocaciones. Un hombre de iglesia, que por muchos años sirvió a esta diócesis de...

         En el caminar de N. que hoy recogemos, así como en el nuestro, hay lugar para aciertos y errores, amor y miedo, alegría y sufrimiento, fragilidad y fortaleza, lágrimas y sonrisas... Es a ese hombre amistoso, que a cada uno de nosotros tocó en lo propio, que se acercaba con simpatía, que siempre rezaba por personas concretas -sus amigos, los enfermos, los benefactores-, a quién Jesús toma con toda su humanidad y su historia. 

         Hace unos meses cuando al padre N. le dieron el premio... él lo agradeció con sencillas palabras. «Con mucha humildad y sencillez, acojo y agradezco esta distinción, pues estoy consciente de que la recibo en nombre de muchos hombres que, en el Hogar de Cristo y en otras obras de servicio, anónimamente continúan el trabajo que el Padre nos dejó como legado».

         En el Hogar de Cristo encontró una escuela que le enseñó a estar más cerca de los pobres, tomó «contacto directo con el dolor humano y las estrecheces de muchas personas para subsistir», experimentó en «innumerables oportunidades cómo ellas pueden sentirse derrotadas por la miseria y marginadas». Y al igual que el Padre Hurtado reconoció en sus rostros a Cristo que padece. 

         Hoy queremos celebrar la Pascua de N., la vida de un hombre que consagró su vida a ser puente en una sociedad fracturada, uno que decía de sí mismo «siempre he luchado para romper los muros que torpemente nos dividen y nos aíslan. He tratado de crear unidad, sin desconocer nuestras diferencias y nuestras heridas. Y espero que mi vida hasta el fin sea factor de unión y reencuentro entre los hombres». Lo suyo era reconciliar, acercar mundos, cercano a los hermanos evangélicos,  a los no creyentes, a los trabajadores y a los empresarios.

         Dios le mostró de muchas maneras su rostro. En ocasiones decía que Dios había tenido mucha clemencia y misericordia con él, la misma que él quiso tener con todos a quienes encontraba en su camino. Cuántas veces tocaban el timbre de la casa preguntando por él sabiendo que iba a tender la mano, a cuántos enfermos visitó en su dolor dando una palabra de aliento, a cuántos animó a acercarse a Dios, a cuántos encomendó al Padre. Cuántos de los que estamos acá recibimos algún gesto de cariño, de amistad y cercanía de su parte. 

         Las palabras de San Pablo son una buena noticia para nosotros como lo fueron para N.: “Ninguno de nosotros vive para sí y ninguno muere para sí. Que si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, para el Señor morimos. Tanto en la vida como en la muerte somos del Señor”. Esta verdad profunda es la que queremos celebrar hoy, es una verdad de fe y también para muchos de nosotros es un deseo que nos mueve a vivir comprometiendo la vida por los demás.

         Hermano N., ya era tiempo de volver al Padre, viviste y moriste en Cristo, descansa en paz y goza de la paz de tu Señor y que seamos otros los que tomemos la bandera de tus luchas por el reino de Dios, por la salvación de todos los hombres, por el bien de los más pobres y la unidad de la Iglesia.

Amén

43ª.

HOMILÍA

         Jesús nos ha dicho en el evangelio, antes de su Ascensión a los cielos: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio”. Así es como Jesús entiende, comprende y manifiesta lo que es la muerte. Morir es ir, entrar en mi verdadera casa y volver a ver a mi Padre, el que me dio la vida y me constituyó en mi ser y existir. Morir es para Jesús, la alegría de un retomo a la casa del Padre donde nos está esperando eternamente.

         Jesús, el primero en entrar en el cielo, va hacia el Padre para prepararnos allí sitio: “Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde

estoy yo, estéis también vosotros”. En la muerte de cada uno Cristo viene a buscarnos y este es el valor de la santa misa de funeral y las que aplicamos por nuestros difuntos. La misa es hacer presente la muerte y resurrección de Cristo para pasar  también nosotros de la muerte a la resurrección ganada por la muerte de Cristo que hacemos presente y al comulgar el pan de vida eterna nos hace estar preparados ya para la resurrección eterna. Lo ha dicho el Señor: “Yo soy el pan de vida eterna, el que come de este pan vivirá eternamente.

         No debemos hacer, pues, de esta morada terrenal, mansión eterna, como nos dice el poeta Jorge Manrique: «porque eso es locura. Nosotros también partiremos, como él/ella ha partido: no gastemos tiempo ya / en esta vida mezquina / por tal modo, / que mi voluntad está conforme con la divina / para todo; y consiento en mi morir / con voluntad placentera, / clara, pura, / que querer hombre vivir, / cuando Dios quiere que muera / es locura.

         Hoy, hagámosle al Señor esta oración de cordura, para que con su misericordia

y perdón lleguemos todos a la gloria, al triunfo, a la nueva vida, a la felicidad para la que fuimos soñados y creados por Dios nuestro Padre.

         Que en esta Eucaristía sintamos el consuelo, la paz y el amor, porque en la santa misa siempre muere y entrega su vida al Padre para que nosotros la tengamos eterna. Para eso vino, para eso se hizo hombre, para eso murió y para eso amasó este pan de Eucaristía y derrama su sangre por todos, vivos y difuntos para el perdón de los pecados. Por eso es tan importante y tan gloriosa la misa funeral, la misa de la exequias. Es vida eterna para nuestros hermanos.

Querido hermano N. descansa ya en la paz eterna. AMEN  

44ª. HOMILIA

         Estamos ofreciendo esta Eucaristía por nuestro hermano N. Los familiares. Los amigos, los conocidos estáis aquí para darle la despedida cristiana con vuestro afecto, presencia y para interceder ante el Señor por él. La vida humana que disfrutamos es el mejor regalo que Dios nos da. Así pensamos y así actuamos todos cuando en unos momentos determinados, por ejemplo, cuando ocurre un accidente, lo primero que preguntamos es: ¿ha habido algún fallecido? Si te dicen “no”, parece que todo lo demás no importa tanto. Y es que si se pierde la vida, se pierde todo. Porque la vida es el mayor don, el mayor regalo que Dios ha hecho al hombre.

         Sin embargo tenemos que decir que la vida, esta vida humana no es en sí misma un valor absoluto. Algo que hace que no haya nada por encima de él. Porque sí hay algo que es superior todavía a la vida humana. Es el espíritu del hombre. Superior al dinero, al poder, a la ambición. Lo que le da al espíritu humano categoría es saberse inmortal. Porque el espíritu del hombre es más fuerte que la materia. El cuerpo se corrompe, mientras que el espíritu permanece para siempre.

         Todas las palabras de Jesús en el Evangelio son enormemente consoladoras. Recordad, por ejemplo, aquellas palabras de Jesús a los Apóstoles: “Yo os aseguro que el Padre os ama”. Y aquellas otras palabras dichas a un pecador: “confía, hijo
tus pecados están perdonados”
. Y en cualquier página por la que abramos el Evangelio encontraremos palabras que son un bálsamo grande de consuelo. Pero de una manera especial, son palabras consoladoras las que pronunció el Señor en la Ultima Cena. En aquellos momentos emotivos y entrañables por tantas razones, principalmente porque iba a morir y se despedía, Jesús transmite un consuelo y una esperanza, Entre otras palabras dice éstas que acabamos de proclamar en el Evangelio de hoy: “No perdáis la calma, creed en Dios creed también en Mí”.

         ¡Qué bien nos viene oírlas hoy de nuevo, acogerlas en nuestro corazón, sobre todo, en estos momentos en que sentimos la tristeza por la separación de una persona querida, de un familiar que se nos fue. La fe y la esperanza que nosotros debemos tener en Dios nuestro Padre debe manifestarse también en una fe y en una esperanza segura en Jesucristo, que nosotros, sabemos que es el verdadero Hijo de Dios. Y Fe también en todo lo que el nos enseñó sobre «el Más Allá»de la muerte, que fue muchísimo. Porque de las cosas que están en “el más Acá” los hombres ya sabemos algo, no mucho, pero algo si sabemos.

         Ahora bien de las cosas que están más allá de las barreras de la muerte sabemos muy poco. Y entonces una de dos: O esperamos ese más allá a ciegas. O nos fiamos de lo que Jesús nos ha dicho. Jesús nos ha dicho que hay Otra Vida. Que existe el Más Allá hacia el que todos nos encaminamos. Lo queramos o no. Creamos en él o no. Pensemos en él, o no. Y Él con su vida, con sus milagros sobre los muertos, la naturaleza, sobre las cosas, pero sobre todo, con su resurrección nos ha demostrado que es Dios y que todo lo que ha dicho y hecho es verdad. Todos invariablemente vamos al Más Allá. De la misma manera que el agua de los ríos, desemboca en el mar, aunque no quieran seguir la corriente, así también nuestra vida va a dar en la Otra Orilla en que nos esperan los brazos, inmensos como el mar, de Dios nuestro Padre. Esta tarde pedimos al Señor para él TRES COSAS: Vida, Descanso Y Luz.

1°.- PEDIMOS VIDA. «Dale Señor a N. la Vida, la Vida Definitiva, la Vida Verdadera, la Vida Eterna, la Vida Feliz... viva con tus santos por siempre, porque Tú eres piados». N. ha vivido aquí entre nosotros X años. Al mismo tiempo El ha ido viviendo Otra Vida. Desde el Bautismo ha vivido con Jesucristo. Creció unido a El. Fue madurando en la fe y así se fue gestando como cristiano y como hijo de Dios. Y hoy empieza un nuevo nacimiento. El “Dies Natalis”, que es para el cristiano el día de la muerte. Ha llegado a la Vida de Dios donde no más que paz y alegría sin fin. Por eso, como los primeros cristianos pedimos para N. la Vida. Que viva con Dios y con los Santos, nuestros hermanos. Que viva con Jesucristo, nuestro amigo fiel, el Señor Resucitado, el Salvador. Que viva con María, la madre a la que tantas veces rezó, que viva, en fin, con su (marido), con sus familiares que están gozando de la dicha del Señor. Que viva feliz en la Vida Verdadera.

2°.- PEDIMOS QUE DESCANSE.- «Dale, Señor, el descanso eterno», decimos con la liturgia. Merece ese descanso. Lo esperaba, lo deseaba. Porque la vida es trabajo, es esfuerzo, lucha, fatiga. La vida es entrega, es servicio, es amar. Amar a Dios y amar al prójimo. Y le habrá ido presentando todo su cariño, todo el amor dado y recibido, todo aquello que ha formado parte de sus deberes de padre y esposo. Le habrá ido presentado todas esas pequeñas atenciones que almacenan las gentes sencillas y buenas que van pasando por este mundo calladamente, pero haciendo el bien a manos llenas. Por eso, porque N. ha sido una de estas personas, es por lo que merece el descanso eterno.

3°.- Y PEDIMOS TAMBIEN LA LUZ. «Y brille para él, Señor, la luz eterna claridad de tu Luz. Brille, Señor, para él la Luz Eterna». Nosotros mientras tanto seguimos viviendo en medio de sombras, a veces entre oscuridades. El mismo San Pablo nos dice: “Ahora vemos como en un espejo, vivimos guiados por la fe”. Ahora nuestro hermano descubre todo el plan de Dios. Nosotros pedimos al Señor para él 1a la luz eterna, la claridad del rostro de Dios, el resplandor de su gloria. Para nosotros pedimos al Señor que nos guíe siempre la luz de su Palabra, que sigamos los caminos por los que El caminó y que le llevaron al éxito más grande. Sigamos ahora rezando por N. bendiciendo a Dios por lo que hizo bien y por el bien que hizo. Que le dé una corona de gracia y bendición. Que lo purifique de todo aquello que no acertó a hacer bien. Y que a todos nosotros nos renueve el Señor en la fe y en la Esperanza, para que vayamos poco a poco caminando hacia el encuentro definitivo con el Padre, donde deseamos que esté ya disfrutando nuestro hermano N.45ª. HOMILIA

         Como decíamos al comienzo de esta celebración, nos reúne esta tarde la celebración de la muerte cristiana de N. A diario nos encontramos con esta realidad de la muerte. Hoy el ambiente que nos rodea quiere ignorar, silenciar y ocultar este hecho. Existe, incluso, un interés especial en ocultarla a los niños y adolescentes, que sólo conocen la falsa muerte de las películas. Hasta no hace mucho casi todas las personas morían en su casa, rodeados del afecto de la familia. Hoy, sin embargo, el 70 % de las muertes ocurren en los Hospitales, con buena asistencia sanitaria, sí; pero, a veces con pocos cuidados afectivos. Hay como un empeño en que el propio enfermo no se dé cuenta de que muere. A toda costa se quiere que el enfermo no sea consciente de que su vida termina.

         Pero lo cierto es que la muerte forma parte de nuestra vida. Es la otra cara de la vida, su cara oculta. Y antes o después, todos nos vamos a encontrar con ella.
Los cristianos miramos con Fe y con Esperanza a Jesucristo, porque El pasó por nuestras mismas experiencias humanas. Jesús, como nosotros, amaba la vida y no le dejaba indiferente la muerte. Por eso le vemos conmoverse ante la viuda de Naím, que desolada, llevaba a enterrar a su único hijo. Como le vemos llorar a su amigo Lázaro. Y se desvivía con todas las personas y en especial con los más desvalidos para que pudieran llevar una vida digna.

         Jesús tampoco esquivó su propia muerte, sino que la afrontó de una manera
consciente y libre. San Juan nos recuerda estas palabras de Jesús: “A Mí, nadie me  quita la vida. Soy yo quien la da. Tengo poder para darla y poder para quitarla”.
Con todo, no le fue fácil aceptar la muerte. A la hora de la verdad, en aquel trance tan decisivo, sintió miedo y rechazo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Se vio rechazado por el pueblo al que tanto amó e incluso se vio abandonado de los suyos. Experimentó el fracaso, la angustia y hasta el abandono del Padre. Pero en aquel momento tan terrible fue capaz de confiar en el Padre y ponerse en sus manos. Y la señal de que el Padre estaba con El, es que lo resucitó, demostrándonos que hacía suyas las actitudes de su Hijo y aplaudiendo toda su obra anterior.

         Es este hecho de la Resurrección de Jesús el que da sentido a la muerte de nuestro hermano N. Ahora sabemos que la vida de toda persona no desemboca en el vacío, ni en la nada. Ahora sabemos que la muerte tiene salida. Desemboca en una Vida Nueva. La Resurrección de Jesús nos descubre que Dios, lo mismo que estuvo presente en el origen creador de la vida, lo estará al final en el momento salvador.
         Este hecho de la Resurrección de Jesucristo da sentido a nuestra vida porque en ella se nos descubre que todo sufrimiento, toda injusticia, todo mal termina. La muerte no es el final. La última palabra la tiene Dios, que cambia el dolor en gozo, la fe en visión, la esperanza en posesión gozosa y la muerte en vida para siempre.

         ¿Quién da más? A la luz de este hecho vemos que a una vida de entrega, de sacrificio, de fidelidad a Dios y en servicio a los demás le espera Resurrección.
El grano de trigo por un lado hoy es Jesucristo y por otro es nuestro hermano N. Todo el amor que ha ido poniendo este hermano a lo largo de su vida, toda su capacidad de entrega, su trabajo, su oración, su responsabilidad, su cariño no han quedado infecundos. Al revés: son su fruto granado. Lo que sembró, lo recoge ahora en espléndida cosecha.

         Por eso, hermanos, hemos de preparar ese acontecimiento definitivo de nuestra vida. Porque no se puede improvisar. Toda nuestra vida ha de ser una preparación al encuentro con el Señor. Y es que hemos de alentar nuestra Esperanza dando signos de vida, combatiendo tantos signos de destrucción y muerte como tenemos a nuestro lado, en forma de violencia, odio, injusticias, falta de solidaridad y toda clase de egoísmos.
         La muerte de nuestro hermano N. ha sido el final de una etapa. Al mismo
tiempo es el comienzo de una vida feliz con el Señor Resucitado. Oremos por él. Y
que el recuerdo de su presencia entre nosotros nos ayude a ajustar nuestra vida a
los criterios del Evangelio. Así encontremos consuelo y paz.

46ª HOMILIA

         Estamos dando a nuestro hermano N. un adiós cristiano. Todos los que estamos aquí nos unimos a vuestro dolor. Porque la muerte de un ser querido siempre produce sufrimiento. Y es normal que os duela el corazón y que os duela hasta el alma.
Pero también deseamos que viváis este acontecimiento desde la serenidad que nos da la fe, desde la esperanza que nos sostiene. Os queremos acompañar, por tanto, desde el Señor, para que esta muerte y toda muerte vaya formando entre nosotros un estilo, un estilo de vivir y un estilo de morir.

         Porque este acontecimiento de la muerte no lo hemos de vivir como si fuera el fracaso o el límite de hasta dónde puede llegar el hombre. No es que hasta aquí llegó y ahora todo desaparece. Es al revés, ahora es cuando todo vuelve a empezar, porque comienza entra en un mundo sin injusticias, sin egoísmos, sin maldad...
         La Palabra de Dios nos introduce hoy en una de las experiencias centrales de nuestra vida cristiana. Estamos destinados a la vida eterna, una vida sin fin. La más honda aspiración del hombre, el más profundo deseo de toda persona es VIVIR.
Vivir siempre, vivir en paz, vivir felices. Vivir rodeados de personas que nos quieren y a las que nosotros podemos querer. Vivir libres de miedos, de sobresaltos...

         Por eso todo lo que supone amenaza a esta aspiración y a este deseo vital nos paraliza y entristece. Todo atisbo de sufrimiento y dolor lo queremos alejar de nosotros. Lo constatamos en nosotros mismos y en los miembros de nuestra comunidad y en todas las personas. Nos hace sufrir todo lo que va restando vigor a nuestra persona, como puede ser el paso normal de los años y, desde luego, que el hecho de la muerte nos desconcierta.

         La muerte ha sido siempre, es y será un paso doloroso y un paso misterioso. Quién no se ha preguntado alguna vez: ¿qué será después de esta vida? Aunque estamos en un mundo que parece tener respuesta para todo, sin embargo ante este misterio, calla. No tiene respuesta. El hombre de hoy se ha vuelto, nos hemos vuelto, orgullosos, arrogantes, incrédulos, prácticos. Sólo esta realidad de la muerte nos hace humildes, pequeños, impotentes. La muerte nos pone en la realidad.

         Y ¿sabéis cuál es la realidad ? Que tú te vas a morir. Esta es la única verdad.
Podemos confundir la «posada»con el «hogar». Hogar es el sitio de vivir, el sitio de estar. La posada es para pasar unos días cuando uno va de camino. Nos detenemos allí, pero hay que seguir. Esta vida de unos cuantos años es la posada. La Casa, el hogar es lo que Dios nos ofrece. Lo decía Santa Teresa: esta vida es como pasar unos cuantos días en una mala posada. Los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra es el lugar de estar, el lugar de vivir...

         Este acontecimiento hemos de vivirlo desde la fe. En el corazón del misterio cristiano está lo que es el núcleo, lo más importante de nuestra fe: Jesucristo resucitado. Cristo vivo para siempre. De tal manera que San Pablo llega a decir: “Si Cristo no hubiera resucitado somos los más necios, los más insensatos de los hombres, pero no, Cristo ha resucitado... y nosotros resucitaremos con El”.


         Y resucitaremos con Él, porque este es el proyecto del Padre: “Esta es la voluntad de mi Padre que todo el que ve al Hijo y cree en Él, tenga la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. La voluntad del Padre fue que Cristo pasara por la muerte para así entrar en la gloria. “Esta es la voluntad del Padre, hemos escuchado en el Evangelio de hoy, que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite”.
Por eso os estoy diciendo que este acontecimiento hemos de vivirlo desde la fe. Con el convencimiento de que Cristo está Resucitado, no sólo como persona, sino como primicia de todos los que han muerto.

         Cristo ha venido para hacer una labor de puente, para unir las dos orillas,
la nuestra y la de más allá. Por Jesús tenemos paso libre al Padre a través de ese Puente, podemos llegar a Dios. Me agradaría que vivierais este momento con serenidad, desde la pena por esta separación de la madre o esposa, pero al mismo tiempo con la paz profunda que puede convivir con ese sentimiento de dolor.        Nosotros, los creyentes, vivimos esto con esperanza, como quien esta aquí en la posada, de camino hacia la casa hogar del Padre. Es nuestro estilo, el estilo de los hijos de Dios, porque sabemos que Dios es Padre de todos...

         En la Eucaristía Cristo se nos pone en medio ofreciendo al Padre su Sacrificio Redentor. Nosotros estamos a este lado de la frontera. Ellos al otro lado de la frontera. Jesús en medio, vivo, presente... Hay una comunión de vida entre nosotros, una comunión de amor.

         Pedimos al Señor que nuestro/a hermano/a N. entregado/a al Señor desde el amor a los suyos, cargado/a de méritos, fiel al Señor, reciba el premio de su virtud y alcance de Dios el galardón que El reserva para los hijos que vivieron una vida intachable.
         Como el (ella) hay tanta gente sencilla, gente anónima, sin nombre, que no subirá a los altares, pero que en su casa, en el trabajo, en sus relaciones con Dios y con las personas han dejado un buen rastro. Aliviaron a los demás y la esperanza de llegar a ser un día plenamente hijos de Dios se convirtió en gozosa posesión para ellas.

47ª.HOMILIA: Suicidio de un hombre de 41 años

                            Lecturas: Sab. 3, 1 – 9;

                            Evangelio: Los de Emaús


         Queridos familiares, amigos y conocidos de N: Hay momentos en la vida en que sobran las palabras o son demasiado pobres. Quizás, este momento que ahora estamos viviendo, sea uno de ellos. Uno se siente impotente por la pena que sentís los familiares ante la pérdida de N. Un hombre aún joven, de 41 años. Quisiera guardar silencio, pues como dice la Escritura: “Es bueno esperar en silencio la Salvación de Dios”, pero tengo que arriesgar unas palabras.

         El final de N. nos ha dejado como dislocados, como si nada encontráramos en su sitio. La desaparición de este hombre lleno de vida, de ilusiones y proyectos rompe nuestros esquemas mentales y hace que aflore en nuestro interior la pregunta del por qué. Lo malo es que no tenemos respuesta sosegada a las preguntas que nos podemos hacer.
         El mayor bien que tenemos es la vida, porque con ella nos viene todo. Por eso aspiramos con todas nuestras fuerzas a vivir. No hay más que ver los esfuerzos continuos que se hacen en todo el mundo para mejorar las condiciones de vida y para alargarla cada vez un poco más. Tal vez por ser la vida un bien tan grande, es por lo que está expuesta a tantos peligros.

         Es como cuando llevamos en las manos un vaso de cristal que contiene un 
tesoro incalculable. Si en un descuido ese vaso cae al suelo, se hace mil pedazos.  Ese tesoro tan valioso, pero al mismo tiempo tan frágil, es nuestro cuerpo. A veces
basta una enfermedad, o un fallo cardíaco para que se rompa y salte hecho añicos. 
Hoy nos encontramos reunidos, en numerosa concurrencia, compartiendo con su familia el dolor de esta desaparición inesperada. Deseamos transmitiros nuestra amistad y nuestra solidaridad. Queremos ayudaros. Y estamos aquí para pedir al Señor que tenga misericordia de N., le perdone sus fallos y sus limitaciones y le dé la Vida plena y definitiva junto a El. Y para vosotros, pedimos al Señor que os dé consuelo, esperanza y paz en medio de vuestro dolor.

         Tal vez, N., como nos pasa a todos alguna vez, no ha visto cumplidas muchas cosas. Quizás, proyectos que acarició se le vinieron abajo: ilusiones que ideó no llegaron a realizarse, trabajos en los que estaba metido no recibieron recompensa. Confiamos en que ahora habrá encontrado en Dios, que es la Verdad y la Luz, la solución a todas sus ilusiones y proyectos.

         El texto que hemos escuchado en la Primera Lectura nos da la clave para tener confianza cuando dice: “La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. Ellos están en paz. Recibirán grandes favores...” Que estas palabras tan consoladoras levanten vuestro ánimo, queridos familiares de N. y os reafirmen en vuestra esperanza cristiana. Y que sean también un motivo de consuelo humano para todos.
         En el evangeliohemos escuchado el relato del encuentro de Jesús con los dos discípulos de Emaús. Tampoco aquellos entendieron cómo Jesús que pasó haciendo el bien, que fue el mejor hombre que había pasado por este mundo, que anunciaba la justicia, el perdón y el amor, que hablaba de un mundo nuevo.., tuviese que morir clavado en una Cruz. No lo podían entender. El mismo Jesús Resucitado se les hizo el encontradizo y les hizo comprender que la Muerte es el secreto para dar fruto y que es el paso a la Vida. Tampoco nosotros entendemos muchas cosas que nos pasan.

         Pero la verdad es que hay Alguien, Jesús, que nos promete un Mundo Nuevo donde se secarán todas nuestras lágrimas y ya no sufriremos más. Al final alcanzaremos eso que en el fondo todos anhelamos ser felices, completamente felices.
Nuestros mejores deseos tendrán su cumplimiento. Todo lo bueno que ha habido en la vida de N., que ha sido mucho, todo lo justo, todo eso por lo que lucho y se esforzó en este mundo, todo el amor que dio y recibió, incluso aquello que quedó a medias, lo que no pudo ser... todo eso alcanza ahora su plenitud. Sus horas alegres y sus experiencias amargas, todo llega ahora a su plenitud.

         Confiamos en que, como los discípulos de Emaús al sentarse a la mesa con el Señor, nuestros ánimos se serenen. Que nuestra oración sea esta tarde. «Señor, acompáñanos en el viaje. Sé nuestro compañero de camino. Dale a nuestro hermano N. tu Vida y tu Luz. Que en tu Reino, su espíritu viva una Eterna Primavera.
Ya sabemos no todo en la vida de N. habrá sido positivo, (que levante el dedo quien crea que todo lo hace bien)... pero el juicio sobre su vida lo remitimos al perdón y la misericordia de Dios, que siempre es mucho más benévolo que nosotros.
         Hoy todos nosotros tenemos que preguntarnos ¿cómo estoy viviendo yo la vida? ¿Qué estoy sembrando? ¿Mantengo un trato amistoso con el Señor? ¿Me siento cerca o lejos de El? ¿Qué estoy acumulando yo? Hermanos: Es el momento de fiarnos del Amor del Padre Dios. El es la única salida. Estamos en un clima de fe    Vamos a seguir unidos en la oración por N. por su familia y por todos nosotros. El Señor camina a nuestro lado y nos da fuerza para superar el mal que a veces nos trae la vida, y nos da aliento para seguir llenando nuestra vida de obras de amor.
Que esta Eucaristía aumente en todos nosotros el deseo de vivir la vida llenándola de contenido. Dé consuelo a los que sienten de forma especial la partida de N., y este hermano sea acogido en el Reino preparado por el Padre para todos sus hijos.

48ª. HOMILIA

                                      Evangelio: Jn. 11, 32- 45

 
         Estamos congregados en esta celebración eucarística para orar por nuestro/a hermano/a N., que nos ha dejado a los X años. Su recuerdo se nos hace vivo para encomendarlo al Padre. No lo olvidamos. Le debemos tanto... Fue padre sacrificado, esposo fiel, hermano entrañable. El dolor que produce su separación lo compartimos hoy en comunidad. Es dolor de todos. Y es que cuando se experimenta la fragilidad o la impotencia se siente la necesidad del gesto fraterno que ofrezca acogida y amor solidario.
         Hoy renovamos nuestra esperanza cristiana. Cristo ha muerto y ha resucitado para que nosotros podamos participar de su Muerte y de su Resurrección gloriosa. Cristo ha vencido a la muerte y nos la da vencida a nosotros. Y así, todos estamos llamados por Dios a participar de la victoria de Cristo. La Esperanza cristiana presupone la fe viva en el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. La esperanza existe únicamente donde se da el amor. El hombre puede esperar porque en Cristo Crucificado y Resucitado se ha manifestado un  amor que está más allá y por encima de la muerte. La esperanza cristiana se funda en el Dios de la Vida tal como El se ha manifestado en la historia del Pueblo de  Dios, y de manera suprema en Jesús, el Hijo de Dios.

         Jesús nos ha mostrado el rostro de Dios Padre en sus palabras, en sus milagros, en su modo de tratar a los pecadores, a los marginados, a los enfermos, a las mujeres y a los niños, en sus plegarias, en su pasión y Muerte. Los escritores del Nuevo Testamento, especialmente Pablo y Juan nos presentan el rostro de Dios. Nos hablan del Dios que consuela a los humildes, que tiene paciencia y consuela. Es el Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo, que nos conforta en todas nuestras tribulaciones. Es el Dios del amor y de la paz. El Dios de la Esperanza que llena de cumplida alegría y paz en la fe: “Todo cuando está escrito, añade San Pablo, lo está para nuestra enseñanza, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, estemos firmes en la esperanza”.

         Ante la muerte de Lázaro Jesús consuela a Maria, la hermana de Lázaro, con esta interpelación: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá. ¿Crees esto? Ella contestó: - Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. Esta ha de ser hoy nuestra respuesta a la interpelación de Jesús: “Sí, Señor, yo creo que Tú eres nuestro Salvador, el Hijo de Dios Vivo”.

         En el relato que el evangelista nos ofrece de la Resurrección de Lázaro, nos conmueve contemplar a Jesús llorando por su amigo muerto. Estas lágrimas revelan el amor divino y humano de Jesús, y son ya como una plegaria ante Dios Padre. El corazón del Padre tiene ternura de madre.

         Dice el profeta Isaías: “Sión decía: Yahvé me ha abandonado y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una madre olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré, dice el Señor”.
Este consuelo del Señor manifestado en la Resurrección de Jesús, como en su punto cumbre, y en su significado definitivo es el cumplimiento de una promesa aparecida en los Profetas del A. Testamento, y al mismo tiempo una proclamación universal para todos los hombres: “Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Al verlo se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado”, dice Isaías.

         De esta esperanza nace la posibilidad de la oración. La oración interpreta la esperanza, la actualiza, la sostiene y la alimenta. Nuestra oración por nuestros familiares es expresión de nuestra solidaridad que no queda limitada por la muerte. Y es reconocimiento de la soberanía de Dios sobre todos los hombres a los que ha creado como hermanos y a los que ha querido hacernos depender unos de otros.
Para quienes peregrinamos en esta tierra, el destino de los muertos queda abierto, mientras otros hombres y mujeres sigan vivos o los recuerden en el amor y eleven súplicas por ellos.

         Dios que crea el tiempo del hombre, está más allá del tiempo. Para El todo es un eterno presente. Prevé nuestras acciones y nuestras oraciones y las tiene en
cuenta a la hora del juicio. Cada uno de nosotros es responsable de sí mismo y en alguna medida, cada uno es responsable de los otros. Mientras vivimos estamos a
merced del amor y desamor del prójimo, pero cuando morimos ya sólo nos alcanza
su amor, su oración y su ofrenda.

         Pero no solo podemos orar por nuestros hermanos difuntos. También ellos pueden interceder por nosotros en unión con Cristo Resucitado. Hay una unión de los miembros de la Iglesia Peregrina con los hermanos que ya disfrutan de la Vida Nueva. Esa unión no se interrumpe. Más bien, según la constante fe de la Iglesia se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.

         En esta celebración se hace presente Jesucristo Resucitado, en la asamblea reunida en su nombre, en la proclamación de la Palabra de Dios, y especialmente
bajo las especies del pan y el vino. A este Cristo Jesús Resucitado estamos unidos todos nosotros que tratamos de seguirle en la tierra: están unidos nuestros hermanos de los que hoy hacemos memoria y que tal vez necesitan llenarse de más amor, y están también unidos los bienaventurados del Cielo. Todos somos una misma Iglesia del Señor.

         Que la Virgen Madre de Jesús y madre nuestra, interceda por nuestro/a amigo/a N. para que el Señor le conceda el descanso eterno y a nosotros nos ayude también a vivir con Esperanza.

49ª.HOMILIA

                            Evangelio: Jn. 6, 37 - 40


         Queridos familiares, parientes y amigos de nuestro hermano N.
La muerte de un ser querido siempre produce dolor. Pero este sentimiento humano tan legítimo se puede transformar en gozo cristiano a la luz de la fe en Jesús Resucitado. Lo expresa el Prefacio de la Misa cuando dice: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad».
         Los cristianos nos distinguimos de otros creyentes principalmente por la fe en la Resurrección. Pero esta fe no nos ahorra pasar por la amarga experiencia de la muerte. Pero, precisamente porque creemos y esperamos en la Resurrección del Señor y en nuestra propia Resurrección, es por lo que nos hemos congregado aquí, como asamblea santa, para rezar y pedir por el alma de nuestro hermano.

         Nuestra reunión es ante todo una celebración de la fe que profesamos. El corazón de la fe cristiana está en una sola palabra: RESUCITO. Jesús, el que pasó por la muerte igual que nosotros, está vivo y resucitado para siempre. De lo contrario nuestra fe sería yana. No serviría para nada. Y esto, “que Cristo ha resucitado”, sólo lo creemos los cristianos. Y no se puede ser verdadero seguidor de Jesús si no se cree en esta verdad.

         Pero hay algo más que nos enseña San Pablo: “Cristo ha resucitado como primicia de todos los que creyentes”. Jesús ha sido la primera espiga que ha granado y ha madurado. Después viene el resto de la cosecha. Esa primera espiga es anuncio de todo lo que viene detrás. Igual que la Resurrección de Jesús es anuncio y garantía segura de la Resurrección de todos los que vienen detrás de El. Afianzados en esta verdad, que profesamos brota nuestra Esperanza en el más allá, la seguridad del encuentro definitivo con Dios nuestro Padre. “Al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo.

         Esta vida nos hace estar siempre de camino... Nos levantamos y nos ponemos en marcha. Buscamos sentido para nuestro trabajo, para nuestras relaciones.
A veces hemos de cambiar de vivienda y plantar de nuevo nuestra tienda en otro lugar. Al final nuestro peregrinaje se acaba y llegamos a la morada definitiva y eterna junto a Dios la que Jesús nos ha preparado. Un lugar donde Dios lo es TODO.

         Nuestra incansable vida llega a su Meta y se ve completada.
Por eso decimos que la muerte no tiene la última palabra. La última palabra la tiene la Vida. La muerte no es el final del camino. Al contrario, no es más que el paso a la nueva vida mejor. De ahí nuestra esperanza y nuestro gozo. La esperanza de la Iglesia es ciertamente gozosa, pues la gloria que esperamos es tan grande que hace pregustar ya las alegrías del Cielo.

         La Esperanza suscita, además, la oración y el amor fraterno. Nuestra presencia aquí tiene también como finalidad, ejercer la caridad. Rezar por los difuntos es un acto de caridad cristiana. La Iglesia a lo largo de los siglos siempre ha pedido oraciones por los difuntos. Los sacrificios, las obras buenas y las plegarias que nosotros hagamos por ellos, tienen un valor expiatorio, es decir, pueden purificarlos de sus faltas y pecados. Esta es la enseñanza de la Iglesia que arranca de la misma Sagrada Escritura.

         La Iglesia confiesa así mismo la Comunión de los Santos. Todos los que creemos en Cristo formamos un solo cuerpo. Entre todos existe una solidaridad, una unión. De este misterio arranca nuestra oración. Nuestro hermano N. a quien estamos dando nuestro adiós desde la fe en esta Eucaristía, también ha creído en Cristo, en su Resurrección y ha tratado mientras ha vivido en esta vida de seguirle lo mejor que ha podido. Se ha entregado con generosidad al Señor y a todos los que han vivido junto a el, principalmente a vosotros los más cercanos, como sois los familiares.
Con su temperamento alegre, bondadoso y comunicativo, ha tratado de hacer el bien y de hacer felices a todos aquellos con los que él ha convivido. El ha vivido su fe cristiana en profundidad y con autenticidad. El ha tratado de seguir a Cristo haciendo todo el bien que ha podido. Ha alimentado su fe cristiana con la práctica de los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía.

         En estos momentos la constatación de estos hechos os debe dar una gran satisfacción, porque la Eucaristía es garantía de Resurrección y de Vida Eterna. Lo escuchábamos al final del Evangelio: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que cree en Mi, tenga la Vida Eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
Nuestro hermano N. está ya participando de esa Vida Eterna. Es la confianza que tenemos de que ya está junto al Padre. Esto os debe consolar en medio del dolor que sentís por esta separación. Y porque es posible que aún tenga que purificarse de las deficiencias propias de su condición humana, es por lo que presentamos ahora al Señor algunas peticiones en su favor.

50ª. HOMILÍA

HOMILÍA  DE DIFUNTOS

         Queridos hermanos, en estos momentos somos iglesia que peregrina todavía por este mundo, despide al hermano N. y lo recomienda a la Iglesia gloriosa del cielo. No somos pura reunión de condolencia, de presencia social; somos Iglesia de Jesús vivo, vivo y resucitado: creyentes en su muerte y resurrección que hemos venido a darle la despedida cristiana, esto es, a rezar, a comulgar si estamos preparados, a celebrar la santa misa. Quiere decir esto, que sobre esta base humana de reunión, está la fe. Sabemos que Cristo vive y ha resucitado; y esta fe, junto con el afecto al hermano muerto, nos ha congregado para encomendarle a Dios, para orar por él a Cristo Resucitado, para pedir para él el descanso eterno.

Nosotros, los cristianos, creemos  que si morimos con Él, viviremos y reinaremos con Él, como nos dice san Pablo. Por eso, no estamos abrumados por la pesadumbre de lo fatal e inevitable de la muerte, ni por el llanto de la separación, sino confortados por la esperanza firme y segura en la promesa y en la resurrección de Cristo, compatible con el dolor de la separación, esperamos el encuentro con Cristo glorioso en el cielo.

Nuestra reunión eclesial, tiene su momento culminante en la celebración de la Eucaristía. La Eucaristía es sacramento de salvación, porque presencializa la muerte y la resurrección de Cristo, que es nuestra muerte y resurrección en Él y con Él. Jesucristo nos salva por su vida, principalmente: pasión, muerte y resurrección. La santa misa, la Eucaristía, hace presente todo este misterio que es nuestro triunfo sobre la muerte y nuestra participación en la victoria de Cristo.

La Eucaristíano es sólo recuerdo presencializado del pasado: muerte y resurrección de Cristo. Es anticipo y prenda de la gloria futura, como rezamos en la liturgia eucarística,  porque es signo anticipado del banquete del cielo eterno al que ha sido llamado definitivamente nuestro/a hermano/a difunto/a.

Lo que nosotros vemos y celebramos en la fe, él lo ve y celebra ya en la visión de Dios, cara a cara, ante el Cordero degollado ante el trono de Dios por nuestra salvación. Nos lo asegura el mismo Cristo: “Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan muerto vivirán”.

Por eso, el creyente sabe que la muerte no tiene dominio sobre él. Cierto que la fe no nos quita el dolor de la muerte y de la separación, pero nos dan consuele y certeza si dejamos que su luz nos llene e ilumine. Encontramos apoyos y seguridades que mitigan nuestro llanto.

El creyente sabe:

Que no acaba todo con la muerte

Que no sólo es cuestión de inmortalidad, sino de resucitar en Cristo

El creyente tiene la certeza de que Jesús: Entregó su vida para recuperarla para Él y para todos nosotros.

Que Cristo murió y resucitó y así ha vencido a la muerte para los que creen en él. Y porque el creyente se fía de su promesa y de la palabra de Jesús que dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque muera, vivirá. Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día.”

7. Nosotros, los creyentes en Cristo, tenemos la firme esperanza de que el Señor del mundo, del tiempo y de la historia transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa. Y es tan firme y segura esta esperanza que algunos hermanos pregustan ya el mundo futuro y pueden decir con San Pablo: Deseo partir para estar con Cristo. O como Santa Teresa: «Vivo sin vivir en mi, y tan alta vida espero, que muero porque no muero».

Porque estamos convencidos de que “Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad... De que no tenemos aquí ciudad permanente, pasamos de la casa de los hombres, a la casa de Dios. “De que se siembra un cuerpo natural, y resucita un cuerpo Espiritual.”

Así, debe transformarse definitivamente el hombre creyente y cristiano, en un hombre resucitado y nuevo en Cristo, por haber sido bañado por el agua del bautismo, marcado con el signo de la salvación, ungido con el óleo santo de la fe, alimentado con el pan y vino eucarístico. Desde el santo bautismo estamos llamados a la resurrección y a la vida eterna. Puesto que el santo bautismo nos hizo hijos de Dios y por tanto herederos del cielo. Hermano N. recibe la herencia eterna, merecida por Cristo y recibida en el santo bautismo; premio merecido también por tu fe y esperanza y por tus obras. Descansa en paz.

51ª. HOMILÍA

HOMILÍA DE EXEQUIAS

         Queridos amigos:

         Gustosos cumplimos esta mañana el deber cristiano de dar sepultura el cuerpo de nuestra querida hermana N. Lo hacemos como creyentes e iglesia peregrina de Cristo desde la fe, la esperanza y el amor.

         En primer lugar, celebramos con vosotros y proclamamos nuestra fe en la resurrección de Cristo; y proclamamos victoriosa a nuestra hermana N. sobre la muerte y finitud humana, apoyados en las palabras de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”; y es tal nuestra certeza y seguridad en la resurrección de nuestra amiga N. que aún ante su cadáver la celebramos, es decir, la proclamamos públicamente, la significamos en el cirio de Pascua de Resurrección de Cristo encendido, y la expresamos con palabras y gestos y canto; es más, damos gracias a Dios porque en esta Pascua de Cristo, que es la Santa Misa, paso de su pasión y muerte a la vida y resurrección que hacemos presentes, celebramos también la pascua de nuestra herman N. , su tránsito de este mundo a la gloria del Padre.

         Con San Pablo sabemos que esto mortal se viste de inmortalidad y esto corruptible, de incorrupción. La liturgia que mediante sus oraciones expresa la fe de la iglesia, lo canta en el prefacio: «Porque la vida de los que en Ti creemos, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».

         Sabemos ciertamente, que nuestra hermana ha pasado a mejor vida, a la mejor vida, que es la misma vida de Dios, nuestro Dios, Padre y Señor.

         En la Eucaristía, la asamblea cristiana reunida para celebrar la muerte y resurrección de Cristo, expresa también la esperanza de la vida futura, puesto que la Eucaristía es prenda de la gloria futura. Estamos celebrando a Cristo, muerto y resucitado, primicia de resurrección, primero entre los hermanos.

         La Eucaristía, a la vez que proclama y celebra la resurrección de Cristo como cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia, que somos nosotros, la alimenta con el pan y la palabra: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre...”“Si los muertos no resucitan, vana es nuestra fe”, dice San Pablo, pero no, todos resucitaremos, para esto vivió y murió Cristo, concluye el apóstol. Cristo ha muerto para salvarnos a todos. Celebramos su muerte, nos salvamos para la vida eterna. Por eso, el cristiano que cree en Cristo muerto y resucitado por Él, espera en Él, espera su salvación plena y definitiva, espera vivir y estar con Él, espera el cielo.

         El cristiano es el hombre del cielo. Por la esperanza, virtud teologal que le hace esperar a Dios como el Absoluto plenificante de su finitud humana, el cristiano piensa, vive, trabaja para el cielo. Piensa en el cielo en las alegrías y penas, que las vive como más llevaderas y se esfuerza por cumplir la voluntad de Dios, por conseguirlo.

         Finalmente, la Eucaristía expresa y celebra el amor de Dios a los hombres, que sacrificó a su Hijo, por salvarnos a nosotros. Y como su muerte provoca y alimenta nuestro amor a Él y a nuestra hermana, por quien ofrecemos lo mejor que tenemos a Cristo, sus méritos y oraciones y su muerte y resurrección. Al celebrarla manifestamos nuestro amor a N., por que nos reunimos para rezar por ella, y ofrecemos lo mejor que tenemos: el sacrificio de Cristo. Y por ella, los que estén preparados, también comulgaremos, como ella lo hizo tantas veces por los hermanos. Era asidua a la Eucaristía y comunión diaria. Ella ha muerto como quería, como todos deseamos morir: en su casa, en su cama, rodeada del afecto de los suyos, en gracia de Dios y en paz con la familia. Descanse en paz.

Nuestra hermana N. fue creyente, fervorosa, comió el pan de la eternidad. Cuidó de sus hijos y familia, fue amiga fiel. Quiso mucho y trabajó por sus sobrinos...(datos personales de su vida). Hermana N., descansa en paz, «Señor, dale el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua». Amén.

52ª. HOMILÍA

Queridos hermanos:

         El hombre lucha por conseguir una vida más rica y feliz. Pero la muerte sigue estando ahí. La muerte nos mata y acaba con nuestras ilusiones; al menos, para los que no tienen el privilegio de creer en Jesucristo o en Dios.

         Sin embargo, para los creyentes en cualquier religión, el cielo existe; casi todas las religiones del mundo, aunque no sean cristianas, afirman la inmortalidad de una forma o de otra. Es una gracia, una riqueza el creer.

         El Dios de los católicos, el Dios del que nos habla Jesucristo, es un Dios de vida que nos crea por amor: yo he sido pensado por Dios, he sido creado y soñado por Él para vivir su misma felicidad; otros seres no vivirán nunca. No soy planta, arbol… soy hombre con capacidad de Dios, porque él me hizo a su imagen y semejanza: de conocerlo y amarlo como él se conoce y se ama, participo de esa gracia. Me ha creado para la eternidad, para vivir con Él.

         Una vez caídos por el pecado de nuestros primeros padres, Dios me sigue amando y deja morir a su Hijo porque yo tenga vida eterna; Dios envió a su Hijo único que vino en nuestra búsqueda y mediante su muerte nos abrió las puertas de la  eternidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”.

         En la cruz de Cristo hemos muerto todos, la muerte ha sido vencida y  en la resurrección de Cristo todos hemos resucitado. Lo dijo el Señor: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”. De aquella tumba removida hemos salido todos. “No busquéis entre los muertos al que vive”, dicen los ángeles a las mujeres que van a embalsamar el cuerpo de Cristo. “No le busquéis en el sepulcro, porque allí no puede estar el que es la vida”.

         Muerte, ¿Dónde está tu victoria, donde está tu aguijón?Pisabas y matabas como una serpiente; introducías tu veneno en el cuerpo de los hombres y terminabas con su vida y con sus esperanzas. Tu llegada ponía fin a todos los sueños. Tu llegada daba por concluida tu peregrinación. Pero, ahora, ¿dónde está tu victoria?

Alguien ha roto tu cetro, tu mando sobre el hombre. La serpiente ha sido pisoteada; el pecado ha sido vencido. Ya hay remedio a tu picadura mortal, hay medicina contra tu veneno, hay esperanza para todos los hombres: Cristo resucitado. Este es el grito de la Pascua, el Kerigma, el hecho y la palabra que cimienta y fundamente toda la fe y esperanza cristiana, todo el cristianismo, el kerigma y la base de la predicación de Pablo:”Cristo resucitó”.

         Dice San Pablo en Cor. 15, 17-20: “Y si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe: todavía estais en vuestros pecados y, por tanto, los cristianos que han muerto están perdidos. Si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados. Pero cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que creen”.

         Este ha sido el proyecto del Padre, como nos dice San Pedro en su Primera Carta 3-5: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que llevado de su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, reservada en el cielo para vosotros…”

         Hermanos: La muerte de un hermano es siempre una ocasión propicia para renovar nuestra fe, nuestra esperanza en el Dios de las promesas: Me ha soñado y creado por amor y para siempre.

         Renovemos nuestra fe y esperanza en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que ha muerto y resucitado por nosotros, para que tengamos su misma vida divina y eterna. Él ha vencido a la muerte, y nos ha ganado la vida eterna para todos, para que vivamos siempre en su misma felicidad y gozo con el Padre y el Espíritu Santo, y todos los santos.

         Señor, yo creo y espero en ti. Te pido por todos los que no creen o no esperan, que todos se salven. Para esto viniste a la tierra y moriste en la cruz.

Para eso, Señor, Tú lo sabes, yo soy tu sacerdote y quiero que todos los hombres se salven. No hagas inútil tanto empeño, tantos deseos de salvación.

         Querido hermano N., descansa en la paz de Cristo. Por esto nos hemos reunido esta mañana en la iglesia. Pedimos todos unidos: «Dale, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz eterna»

53ª. HOMILÍA

HOMILÍAS EXEQUIALES DEL RITUAL

I

EL MISTERIO DE LA MUERTE

lTs 4, 13-14. 17b-18 Jn 11, 17-25

         «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá» (Jn 11, 21). En estas palabras de la hermana de Lázaro se expresan los dos sentimientos que nos embargan en estos momentos: dolor por la separación de un ser querido y, a la vez, esperanza firme de que se trata efectivamente de una separación, pero no de una pérdida. La vida humana, y de esto somos muy conscientes cuando se trata de la muerte de alguien a quien amamos, es demasiado valiosa para desaparecer sin dejar rastro. Los cristianos creemos que la muerte no es término, sino tránsito; no es ruptura, sino transformación. Creemos además que, cuando nuestra existencia temporal llega al límite extremo de sus posibilidades, en ese límite se encuentra no con el vacío de la nada, sino con las manos del Dios vivo, que acoge esa realidad entregada y convierte esa muerte en semilla de resurrección.

         La muerte es ciertamente la crisis radical del hombre; alguien ha dicho irónicamente que ella es la expropiación forzosa de todo el ser y todo el haber de los humanos. Es además una crisis irrefutable, a la que el hombre no puede responder; quitándole el ser, la muerte le quita también la palabra; es muda y hace mudos. Sólo Dios puede responder a esa interpelación, que también le toca a él; si realmente es el Dios fiel y veraz, el Padre misericordioso, el amigo y aliado del hombre, no puede contemplar indiferente lo que le ha ocurrido a su hijo. Dios está ahí para responder por él; y su respuesta es el cumplimiento de la promesa de vida y de resurrección.

         Pablo decía a sus fieles de Tesalónica, en un trance parecido al que ahora estamos viviendo: «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (lTs 4, 13). El Apóstol no prohíbe a sus cristianos la tristeza; pero les advierte que la suya no tiene por qué ser una tristeza desesperada. A la separación sucederá el reencuentro, en un plazo más o menos próximo, pero en todo caso seguro y ya a salvo de toda contingencia. El cristiano, como Cristo, no muere para quedar muerto, sino para resucitar; no entrega la vida a fondo perdido; la devuelve a su Creador y en él alcanza esa plenitud de ser y de sentido que es la vida verdadera y que llamamos vida eterna. Porque, notémoslo bien, no hay dos vidas, ésta y la otra; lo que se suele designar como «la otra vida» no es, en realidad, sino ésta plenificada, la que había comenzado con el bautismo y la fe («quien cree posee la vida eterna», cf. Jn 5, 24) y que ahora se consuma en la comunión inmediata con el ser mismo de Dios.

         Por otra parte, estamos reunidos aquí también para rezar por nuestro hermano (nuestra hermana). La separación que la muerte representa no significa que el difunto queda fuera del alcance de nuestro amor. Nuestro amor le llega, en la medida en que lo necesite, en forma de oración. Y es toda la Iglesia la que ahora se une a nosotros, avalando, con su intercesión, a este hijo suyo (esta hija suya) en el momento crítico de su comparecencia ante Dios. No comparece en solitario; nosotros estamos con él (ella), la Iglesia entera está con él (ella) y evoca para él (ella) las palabras consoladoras del evangelio: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; pasa al banquete de tu Señor» (Mt 25, 21).

         Con estos sentimientos de dolor esperanzado, de amor solidario, participemos en la Eucaristía que ofrecemos ahora en sufragio de nuestro hermano (nuestra hermana) una Eucaristía que es, a la vez, celebración de su encuentro con Cristo y expresión de nuestra fe en la resurrección.

54ª. HOMILÍA

II

ES UNA IDEA PIADOSA Y SANTA REZAR POR LOS DIFUNTOS

Lecturas: 2M 12, 43-46; Mt 11,25-30

         Queridos hermanos: Siempre que celebramos la muerte de un hermano difunto (una hermana difunta), la lectura del segundo libro de los Macabeos nos facilita la reflexión sobre la condición de aquellos que ya han partido de este mundo, camino de la casa del Padre. El pasaje leído nos sitúa en los albores de la oración por los difuntos. Y, más concretamente, de la oración bíblica por los que, muriendo en el Señor, por falta de una completa purificación, no pueden gozar plenamente de su felicidad. El texto al que nos referimos es testimonio fehaciente de la vivencia de la «comunión de los santos».

         Judas y sus compañeros viven más de siglo y medio antes de la venida de Jesucristo. Se defienden valerosamente frente a los que los persiguen por causa de su fe y costumbres piadosas. Algunos caen en la defensa por estos valores. Al retirar los cadáveres, sus compañeros descubren que habían guardado objetos preciosos, ofrecidos a los dioses, y joyas que adornaban los templos paganos. A este pecado, atribuyen los compañeros vivos su muerte en la batalla. En realidad, no habían sido del todo fieles a Dios (Dt 7, 25). Pero no habían caído en la idolatría, sino en la codicia. Su pecado no los aparta definitivamente de Dios; es un pecado expiable. Judas y sus compañeros creen en la resurrección, y por eso hacen una colecta para que se ofrezca en Jerusalén un sacrificio por los pecados de los caídos.

         El segundo libro de los Macabeos alaba la conducta de Judas, que ofrece sufragios por los compañeros difuntos. El motivo que lo impulsa a actuar así es la fe en la resurrección: «Si no hubiera esperado la resurrección..., habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos» (2M 12, 44).

         La Iglesia de hoy, como lo hizo desde los primeros siglos, ora por los difuntos. De este modo, expresa su fe en que éstos viven más allá de la muerte. Luego, pone en práctica su convicción en la comunión de los santos. La oración, limosnas y sacrificios de los que peregrinamos en este mundo tienen un efecto saludable para quienes se purifican en la otra vida. De este modo, se hace concreta y eficaz la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Cristo.’

         En este clima ha de entenderse la piedad y oración por los difuntos. Para la Iglesia y los cristianos, sigue siendo «una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado» (cf. 2M 12, 46).

         La Iglesia, apoyándose en la Escritura y en la tradición orante, cree que el cristiano que no muere separado de Dios por el pecado mortal tiene la posibilidad todavía de purificarse más allá de la muerte. Aunque él no puede contribuir con sus obras a la purificación propia, puede hacerlo mediante la aceptación del sufrimiento, al sentirse impedido de disfrutar plenamente de Dios. Y es en este contexto donde se sitúan los sufragios de los vivos: oraciones, limosnas, penitencias, buenas obras y, de modo especial, la Eucaristía.

         Este actuar de la Iglesia, ofreciendo sufragios y sobre todo la santa misa en favor de los difuntos, da testimonio de su fe en el purgatorio, como el estado en que se encuentran quienes aún no están en disposición de gozar cara a cara de Dios.2 Pero éstos tienen la plena certeza de que, una vez acrisolados, Dios será su descanso y felicidad.

         Cuando celebramos la muerte o el aniversario del tránsito de un hermano difunto (una hermana difunta), nos mueve el deseo de orar por él (ella). Nuestra plegaria es testimonio de que vive. Pero, mientras deseamos que goce plenamente de la compañía del Dios uno y trino, nos queda la sospecha razonable de que no haya colmado la medida de su respuesta a Dios. En este caso, creemos, con la Iglesia, que el encuentro con el Dios santo y misericordioso acontece en el fuego de amor. Un amor que transforma, limpia, ordena, cura y completa lo que es necesario a la persona. A esta acción purificadora contribuyen la oración y sufragios de los hermanos.

         Al confesar nuestra fe en la resurrección, pedimos para nuestro hermano (nuestra hermana) el descanso eterno y la liberación de sus posibles sufrimientos. Queremos suplicar al Padre el descanso que ofrece Jesús en el evangelio proclamado (cf. Mt 11, 29). Este descanso nace de la pobreza personal y la apertura al Dios de la misericordia. Es el descanso que coima toda aspiración y deseo en la paz gozosa de quien llega al puerto. La Iglesia lo pide para este hermano (esta hermana) mientras profesa su fe, viviendo la caridad fraterna. Al mismo tiempo, da gracias al Padre «porque ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla» (cf. Mt 11,26).

         Con esta fe, alimentada en la palabra de Dios, nos disponemos a participar en el sacrificio de la Eucaristía. que se ofrece siempre por los vivos y difuntos. 

55ª. HOMILIA: “No perdáis la calma...”

                            Lecturas.- la. Sabiduría Evangelio.- Jn. 14, 1 - 6


         A lo largo de la vida hay muchos acontecimientos que nos reúnen a las personas para celebrar algún hecho puntual y compartirlo en amistad. Hoy nos reúne este acontecimiento de la despedida de N. Nuestro hermano N. nos ha congregado en torno a la Palabra de Dios, en torno a la Mesa del Altar para hacer memoria del Señor Jesús Resucitado. Es posible que haya entre vosotros alguno que no comparta esta fe, pero con todo os reunís con nosotros participando del dolor de esta familia y haciéndole a N. este último homenaje.

         Acontecimiento como éste nos hace preguntarnos sobre el por qué de la vida, el por qué del sufrimiento, de la enfermedad, el por qué de tantas frustraciones. ¿Por qué nuestros proyectos, anhelos e ilusiones se ven cortados de manera definitiva?
Jesús en su vida, según consta en el Evangelio, no se dedicó a explicar el sentido del dolor. Jesús no dio explicaciones a este problema, sino que se comprometió con la gente que sufría. Hizo lo que pudo para disminuir las causas que producían el sufrimiento. Se acercó a los pecadores y les perdonó dándoles paz y consuelo.
Se acercó, por ejemplo, a los leprosos, los tocó, con grave riesgo ante la ley, y a los enfermos les trasmitía esperanza. Se acercó a las viudas, símbolo de desamparo y abandono total y no tuvo reparo en poner sobre sus rodillas a los niños, a quienes nadie entonces tenía en cuenta. Y todo eso fue una constante en toda su vida. La mayor parte de su tiempo lo dedicaba a los enfermos. Yo estoy seguro de que los familiares más cercanos a N. más que pregunta- ros sobre el por qué de su enfermedad, lo que habéis hecho es estar cerca de él, día a día, noche tras noche, con vuestro cariño, con vuestros cuidados, para que tuviera más vida, más alivio, menos sufrimiento.
         Y hoy el Señor le ha llamado a N a su casa para cuidarle El mismo. Y en ese lugar ya no habrá, como dice Pablo, dolor, ni enfermedad, ni muerte, sino alegría y felicidad sin fin. Y ahora el Señor le ha puesto él más cerca de vosotros que nunca. Lo ha dejado en vuestro recuerdo y sobre todo en vuestro corazón. Junto a él habéis compartido muchos momentos agradables y habéis aprendido de él cosas importantes y bonitas como el amor dado y recibido, la entrega desinteresada, el esfuerzo consagrado para que la familia esté unida., tantas cosas... Por todo ello, estad serenos: “No perdáis la calma”, nos acaba de decir el Evangelio. En ocasiones como ésta a veces tenemos demasiadas palabras que nos suenan a tópicos, pero sin duda que todas esas frases expresan nuestros sentimientos que quieren tratar de entender la situación por la que está pasando la familia.

         Que una vida quede truncada suena a fracaso, si es que la vida la reducimos a unos números, a unos años tras de los cuales deja el corazón de funcionar. Pero es que también podemos fijarnos en lo que nos ha dicho Jesús.
Y Jesús nos ha dicho: “Voy a prepararos un lugar”. Nuestra vida se proyecta al más allá. Todas nuestras más profundas aspiraciones encontrarán su realización plena.

         Por eso podemos pedir a Dios por el eterno descanso de nuestro hermano N. Podemos pedirle a Dios que le acoja en su compañía, que le purifique y perfeccione su debilidad humana. No sería malo que en estos momentos todos y cada uno de nosotros confrontáramos nuestra vida con Jesús, Camino, Verdad y Vida, porque tenemos la tendencia a diseñar nuestros propios caminos y hacer de nuestra vida lo que nos venga en gana, pero eso es peligroso.

         Jesús nos dijo en una ocasión que el que le sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida. El camina con nosotros, nos orienta, nos alimenta con su Palabra, nos conforta en nuestras dificultades. Nunca nos deja solos. Luchemos para que  no le dejemos nosotros a El.

         Celebremos la muerte de N. no como fin, no como destrucción, sino como paso, como camino que conduce al triunfo final. Tengamos en esta Eucaristía un recuerdo agradecido hacia N. No olvidéis las lecciones, valores y consejos que habéis vivido junto a él y trasmitirlos a los demás para seguir así comunicando vida y esperanza.

56ª.HOMILIA

         Lo primero que quiero es daros la condolencia más entrañable, más familiar y más cristiana a vosotros N. N., nietos y demás familiares y amigos de N. El dolor cuando se comparte se hace menos pesado. Parece como que se difumina un poco.
Ya veis. La muerte nos separa de los seres queridos. Pero a la vez, nos congrega en numerosa concurrencia. La solidaridad y la amistad nos ha reunido en asamblea. Queremos también para dar gracias a Dios. (Todos los días tenemos muchos motivos para hacerlo). Desde la fe, esta reunión es motivo para dar gracias a Dios por todo lo que hizo N., al mismo tiempo que le pedimos al Señor que le con- ceda su paz y el descanso junto a El.

         Yo os invito a que viváis esta celebración en actitud de fe y de esperanza. N. contaba con X años. Hoy le despedimos. Un día fue consagrado a Jesucristo por el Bautismo en la Parroquia de... donde nació y vivió hasta que vino a... Andando el tiempo formó una familia a la que amó entrañablemente. Durante muchos años vivió como buen vecino en... El Señor le dio X hijos, todos apreciados y queridos.
También le concedió disfrutar de los nietos, testigos de tantos paseos con el abuelo.    (Los padres se cobran lo que hacen con los hijos en los nietos).

         Luego ha podido vivir largos años de jubilación siendo atendido y mimado con mucha paciencia por sus familiares más allegados. Al final, sin apenas darnos cuenta, en pocas semanas de enfermedad nos ha dejado. Pero esto aunque se vea venir, siempre causa pena. Siempre estaremos en deuda con nuestros padres que dejaron en nosotros una huella y con los que compartimos las mejores experiencias de nuestra vida... y como nunca nos viene bien que se nos vayan, cuando se van, lo sentimos mucho y lloramos.

         ¿Dónde encontrar consuelo? ¿Es que no habrá una palabra que nos levante el ánimo? Claro que la hay. Es la Palabra de Jesús. Cualquier día es bueno para entrar en la Vida con mayúscula. Cualquier día es bueno para morir si el Señor nos encuentra con el pasaporte en regla. Cualquier día es bueno si el Señor nos encuentra en vela, con la lámpara de la fe encendida porque hay una buena reserva de aceite, símbolo de nuestras buenas obras.

         Es verdad que Dios no necesita nuestros méritos, porque para méritos los de Jesús y basta. Pero de algún modo tenemos que expresarnos para estimular nuestra generosidad. Allí (ante el Señor) no valen las recomendaciones. Allí lo que se cotiza son las obras buenas: el amor puesto en circulación, el cumplimiento del deber, el haber vivido con las actitudes de Jesús.

         Allí no vale el dinero. Para muchos aquí lo es todo. Pues ¡cuidado!. Aquí valoramos a personas por su cartera. Pues Dios no mira eso, sino que mira lo que está detrás de la cartera, el corazón. Allí el dinero está devaluado. Es algo pasado de moda, no se estila, ni tiene valor. Es más, se hace el ridículo con él.
         Allí tampoco vale el saber mucho. No nos van a preguntar lo que hayamos sido, sino cómo hicimos las cosas; si bien, regular, mal o peor imposible. A una vida y a una muerte como la de N. no le hacen falta pedestales ni discursos. Porque a una vida sencilla le sobran monumentos. Se impone por su sencillez. Se impone por si misma, como se impone la luz, que todo lo llena de color y de luz, sin que se vea el foco; o como se percibe el perfume de la violeta que está escondida entre los
arbustos sin que a ella se la vea. N. que habrá tenido sus defectos, como los tenemos todos, ha tenido un adorno: la Fe en Jesús, el amor a Dios, el aprecio a la Eucaristía, el amor a la Virgen. La Palabra de Dios nos dice que “es preciosa la muerte del justo”.

1°.- Es preciosa MIRANDO AL PASADO. La muerte es el momento en que recogemos lo que hemos sembrado: lo bueno que hicimos, lo noble por lo que trabajamos, lo justo por lo que luchamos. Por eso interesa tanto que ahora nos entusiasmemos por causas justas, por ideales grandes, porque un día eso lo vamos a conocer. El que no se afana por nada, tampoco va a conocer nada. El que vive sólo para sí, al final se encontrará con las manos vacías, porque el egoísmo es estéril, no produce nada.

2°.- La muerte es preciosa MIRANDO AL FUTURO. “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre jamás ha experimentado lo que Dios tiene reservado para sus hijos fieles”. Nosotros, los cristianos, sabemos que al final Dios será nuestro lugar. Y esta certeza es aliciente para vivir desde ahora con El. Esta certeza es fuerza para superar cualquier dificultad. Esta certeza es responsabilidad para aprovechar el tiempo, que es siempre corto.

3°.- La muerte es preciosa MIRANDO AL PRESENTE, porque aunque parece que nos roba todo, la verdad es que os lo devuelve todo. Aunque nos roba el cuerpo, nos lo devuelve glorificado. Aunque nos roba los bienes materiales, que tanto atesoramos, nos los devuelve en bienes espirituales de Vida Nueva, que duran para siempre. Aunque nos roba la vida social, nos hace entrar en relación con los Santos donde las relaciones son de puro amor. Aunque nos roba los pequeños placeres, Dios nos devuelve la Fiesta, el Banquete, el Festín de manjares suculentos... Así lo han entendido los Santos. Un San Francisco de Asís, cuando el médico le anunció, estando él tendido en el suelo de la Porciúncula, que iba a morir muy pronto, exclamó: «Bendita seas hermana muerte». Convocó a los frailes y les hizo cantar Salmos sin parar, tanto que tenían que turnarse... Los hermanos creían que deliraba, pero no era un delirio, era la disposición de un corazón repleto de amor. San Francisco recibió la muerte cantando. La venció, como Jesús. Y quiso morir desnudo. Tanto le insistieron en que se cubriera que consintió que le pusieran por encima un trapillo, y porque no era suyo.

         Por eso la Iglesia celebra el Nacimiento de sus hijos a la Vida Definitiva. Todo esto se ha cumplido en N. Pero quedamos nosotros. Queda su familia, dolida, lo entendemos, pero esperanzada y consolada por todo lo que hicieron por él. Estad seguros de que el Señor ha recogido a este hombre y premiará también un día vuestros desvelos. Abrid con fe vuestro corazón al Señor y habladle:
“Señor, que N. siga viviendo, ahora que está lejos de nosotros y más cerca de Ti. Perdona sus limitaciones y pecados. Y a nosotros danos espíritu de superación. Que caigamos en la cuenta de que Tú haces con cada uno de nosotros una historia de amor, bien hecha. Que nuestra vida discurra en tu presencia, y podamos un día contemplar con nuestros seres queridos tu rostro radiante de misericordia y de luz”.

57ª. HOMILIA


                   LECTURAS: 1Co, 15, 20 - 24; 25-28; Evangelio: Jn. 14, 1-6

         Queridos familiares, parientes y amigos de nuestro hermano N: Una vez mas nos encontramos ante el hecho ineludible de la muerte. Por ella pasamos todos: jóvenes, adultos, ancianos (como es el caso de hoy). Y pasan por ella los de distintas clases sociales: ricos, famosos, pobres, ignorados. La muerte tanto más nos azota cuanto más se acerca a nosotros. Cuando nos arrebata a un ser querido, miembro de nuestra familia nos afecta más, porque nos quita a una persona a quien amamos, con la que convivíamos y nos priva de su cariño y de su compañía y esto nos produce pena.
         Ante la muerte caben distintas actitudes bastante definidas:

1.- La primera es de REBELDÍA y protesta. ¿Por qué la vida tiene que acabar con un sabor tan amargo? Si Dios existe ¿ por qué permite la muerte?. Para acabar así ¿no sería mejor no haber nacido?

 
2.- La otra actitud es de RESIGNACIÓN y de derrota. ¡Qué se le va a hacer! Las cosas hay que aceptarlas según vienen. Y si algunas, como la muerte de un ser querido, nos producen mucho dolor, habrá que sobrellevarlas lo mejor que se pueda para superarlas y encontrar motivos para seguir viviendo con cierta ilusión.


3.- La tercera actitud es la que nace de nuestra FE CRISTIANA. Desde esta certeza la muerte tiene otro sentido y es motivo de consuelo, de esperanza e incluso de alegría. Ojalá en estos momentos todos nosotros adoptemos esta actitud de fe y de esperanza porque nuestra fe en Cristo nos ha convocado a todos nosotros en este lugar. Nos hemos reunido para dar nuestro adiós a nuestro/a hermano/a N. desde nuestra fe en Cristo Jesús. No es un adiós definitivo sino un «hasta luego».

         Todo esto nos lo garantizan las lecturas que hemos escuchado. En la 1a nos ha dicho el Apóstol San Pablo: “Si creemos que Cristo ha muerto y ha resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con El”. Nosotros creemos en Cristo Muerto y Resucitado. Por medio de esta Eucaristía actualizamos este misterio. Cristo nos salva con su Muerte y Resurrección, pero también con su vida. Durante su predicación se presentó a los que le escuchaban como el Camino, la Verdad y la Vida. “Nadie va al Padre sino por mí”. Y a los que le han elegido como Camino, Verdad y Vida Jesús les dirige estas otras no menos consoladoras palabras: “No perdáis la calma. Creed en Dios y creed también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas estancias y voy a prepararos sitio”.

         En estos momentos de dolor en que sentís la muerte de vuestro ser querido, vosotros sus familiares más cercanos, debéis encontrar motivos de esperanza y de consuelo porque nuestro hermano N. también ha creído en Cristo Muerto y Resucitado. Ha tratado de seguir a pesar de sus limitaciones, el camino de la fe que la ha propuesto la vida auténtica y verdadera y ha intentado según sus posibilidades de dar, como El, su vida por vosotros sus familiares más cercanos, preocupándose de todos especialmente de los que han convivido con ella. Y por eso mismo, porque ha creído en Cristo, su muerte no ha sido un final sin sentido, sino el complemento más satisfactorio en la auténtica vida: el paso a la vida nueva de la Resurrección llena de gozo y de felicidad.

         Para ella se habrá cumplido la promesa de que también Él le habrá introducido en la morada del Cielo, que con tanto cariño le ha estado preparando. Por si esto fuera poca cosa, muy devoto/a de la Virgen María. A Ella se dirigía con frecuencia y Ella le ha habrá socorrido a la hora de su muerte. Como buena Madre habrá intercedido por su hijo/a para que pase a disfrutar definitivamente de su compañía.
         Todos estos motivos os deben servir para afrontar este momento difícil de la separación de vuestro/a familiar con fe y esperanza, seguros de que está en las mejores manos y mucho más feliz que cuando vivió junto a nosotros.
Es posible que este/a hermano/a haya acumulado algunas deficiencias en su paso por este mundo, de las que se debe purificar para pasar a la Gloria Eterna.
         Por eso ahora llega el momento de dirigir al Señor una oración especial para que sea misericordioso con el (ella), le perdone todo lo que de imperfecto ha podido llevar de esta vida y le (la) admita en su Reino cuanto antes, donde un día nos encontremos con ella y con todos los que dejaron en nosotros huellas de vida.

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58ª. HOMILIA: “No os aflijáis: Yo soy la Vida” ( Muy creyente)

 
                   Lecturas: 1Ts 4, 12—17; Evangelio: Jn. 11,32-45

 
         La Palabra de Dios siempre motiva en nosotros alguna reflexión. Hay un tema que instintivamente tratamos de rehuir. Es el tema de la muerte. La vida nos mantiene en una preocupación continua y según sea en invierno o en verano estamos ocupados en nuestros quehaceres. Es la rutina de la casa, la rutina del trabajo, de la vecindad o la preocupación de hoy o del mañana, la inquietud del futuro sea para nosotros o para nuestros seres queridos.

         En una palabra: vivimos totalmente preocupados por la multiplicidad de ocupaciones que nos atañen dependiendo de nuestra responsabilidad. Y lógicamente este tema de la muerte lo tenemos orillado, un poco ladeado. Y cuando llega el fallecimiento de un familiar o una persona amiga, nos movilizamos para expresar desde la oración, la fe en el Mas Allá, como lo estamos haciendo ahora. El hecho de que Dios haya llamado a nuestro/a hermano/a N. nos habla de a que estamos en un camino, más o menos largo. Y ese camino nos lleva a una Meta. Y esto nos ha de llevar a preguntarnos cómo tenemos que vivir para llegar a esa meta, qué pasos hemos de dar para alcanzar ese objetivo.

         Ante todo tiene que funcionar en nuestra vida el sentido de la fe. Por eso el Apóstol San Pablo dice bien claramente: “No os aflijáis como aquellos que no tienen ni fe ni esperanza”. O sea, nos considera sabedores de cuál es la suerte de los a difuntos. Dios nos llamará. Y esa fe se fundamenta en que Cristo ha muerto y ha a resucitado. Vino a salvarnos. Murió y resucitó y nos ha garantizado a nosotros llegar a esa Meta, a ese destino, en condiciones favorables y sobre todo garantiza nuestra Resurrección. Esa es nuestra Fe y nuestra Esperanza.

         En el Evangelio hemos escuchado aquella situación que le plantea Maria a a Jesús por la muerte de su hermano Lázaro. Cristo le lleva a una conclusión clara. válida también para nosotros, cuando dice. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi aunque haya muerto vivirá y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”. Y provoca en ella una actitud de fe: Si, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”.

         Y nosotros tenemos que vivir también con este convencimiento. Hemos sido llamados por el Bautismo a la fe cristiana. También nosotros hemos de proclamar:
“Sí, Señor, yo creo en ti. Tú has dado la vida por mí”. Y también voy caminando hacia un objetivo, hacia una Meta. Si es que me he trazado ese objetivo claro, iluminado por la fe y confianza en Dios, que nos va a dar sus promesas. Aquello que esperamos al final de nuestra vida, aquello que deseamos y esperamos para los demás, aquello que a través de nuestra oración le manifestamos a Dios.
         La fe nos dice que nuestra relación con Dios y la esperanza que motiva nuestro quehacer cristiano es relación con Dios y proyección a la vida, en la solidaridad. en la familia, en el trabajo, en la atención a los pobres... La fe cristiana nos motiva. Así la han asumido los que nos han precedido en la fe. Así la hemos de asumir nosotros para vivir la fe y la esperanza.


         También nosotros esperamos alcanzar del Señor ese final feliz. Eso es lo que pedimos hoy para nuestro hermano N. El Señor que le ha llamado a su Gloria, le conceda esa plenitud de vida en los Cielos. Y a los familiares que les dé serenidad en el espíritu, paz en el Señor. En Él creemos. En Él esperamos. Y por eso como nos dice San Pablo “En Él nos movemos y existimos, sabiendo lo que esperamos la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo”.

         Esta es la gracia que pedimos para nuestro hermano N. y por eso nos hemos reunido esta tarde en esta iglesia para ofrecer la santa misa, los méritos de la muerte y resurrección de Cristo por él.

59ª. HOMILIA: “Vi un Cielo Nuevo y una tierra Nueva”

                   Lecturas: Ap. 20, 11 -21,1; Evangelio: Mt 11,25-30


         Nos ha hablado Juan. Aquel discípulo que era el más joven de todos. Que tal vez entendía a Jesús con más fogosidad que los demás, cuya cabeza había tenido reclinada sobre el pecho del Señor. Que había estado acompañando a Jesús en los momentos más decisivos. Este es el Juan que se pone a soñar. Y sueña en un mundo nuevo, en un Cielo Nuevo y en una Tierra Nueva. Tiene derecho a soñar porque Jesús le da pié para ello. Como podemos soñar también nosotros. Que vemos que en este mundo hay muchas cosas que cambiar. Que en este mundo hay lágrimas, dolor, y muerte. Tendremos que esforzarnos y comprometernos con otros para construir otro mundo posible. El ha venido a ayudarnos, a darnos gozo y vida. Por eso Juan sueña en un mundo totalmente nuevo y distinto.

         Nosotros hoy estamos celebrando la muerte de un padre, de un esposo, de un familiar cercano, de un amigo, de alguien a quien queríamos, con quien hemos compartido muchos momentos en nuestra vida. Hoy hemos venido a poner en manos del Señor la vida de aquel que tanto nos ha amado y a quien tanto hemos amado, con quien hemos compartido muchas alegrías y penas. Y todos nosotros podemos soñar como Juan en un Mundo Nuevo y en una Tierra Nueva.

         Y es que mientras vamos viviendo en el mundo, nos paramos pocas veces a pensar. Vamos viviendo, vamos trabajando cada uno en sus cosas. Estamos metidos en nuestros quehaceres, en nuestros negocios. Vamos y venimos. Y todo esto que hago con tanto afán ¿para qué sirve?

         Uno de vosotros me ha querido resumir la vida de N. y me ha dicho: «N. fue un buen hombre, un hombre sencillo». Hemos visto en el Evangelio cómo Jesús ora al Padre diciéndole: “Padre, te doy gracias porque te has rebelado a la gente sencilla, si, Padre, así te ha parecido mejor”, a la gente que cada día quiere aprender algo, a aquellos que no se quedan en las cáscaras, en lo superficial de las cosas, en lo exterior, sino que se meten dentro, calan en lo hondo. Son profundos. Gracias, Padre, porque hay mucha gente que se abre a Ti por la Fe, que confía y descansa en Ti.
Y luego añade unas palabras que vienen de perlas para momentos como éste: “Venid, vosotros que estáis agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi que soy humilde de corazón, porque mi carga es ligera”.

         Y es que cada vez que nos enfrentamos con la muerte tenemos que avivar nuestra Esperanza. La muerte es lo más normal de la vida y sin embargo cómo nos cuesta aceptarla. Cómo nos cuesta ver que esto tiene que ser así. Es una parte de la vida. La cara oculta. Y Jesucristo nos invita a vivirla pensando en la Vida Nueva, en ese Cielo Nuevo y en esa Tierra Nueva que el Señor nos ha preparado.
Quiero pensar que nos hemos reunido porque creemos en las Palabras de Jesús dichas para todos nosotros: “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que vive y cree en mi aunque parezca otra cosa, vivirá”. Por eso os invito a dar gracias al Señor por la vida de N. Por todo el bien que ha hecho y al mismo tiempo que le pedimos al Señor perdón para sus pecados y los nuestros. Que viva, Señor, en tu paz, en esos Cielos Nuevos y en esa Tierra Nueva que Tú has creado para tus hijos fieles.

60ª. HOMILIA

            Todas las personas, tengamos una u otra creencia, sentimos la conmoción que nos produce la muerte del que amamos. Nuestro adiós a N. se convierte en un “hasta luego”, es decir, hasta que también a cada uno de nosotros nos llegue la hora. Cada fin de semana y no digamos cuando hay un puente o al comienzo o final de vacaciones son días en que somos bombardeados por una serie de noticias referidas a los muertos en carretera por accidentes de tráfico. Otras veces son accidentes de avión, inundaciones, incendios.

         Y ante un misterio así, que se repite una y otra vez, nos hacemos preguntas. Pero ¿será verdad esto de Dios? Si Dios existe y lo puede todo ¿puede permitir todo esto? ¿Es que no lo podía evitar? ¿Por qué tanto sufrimiento? Son preguntas que nos hacemos y que se hace la gente. Y la respuesta se da con otras preguntas. ¿Cómo permitió Dios Padre que a su Hijo Jesús terminara como terminó y se le quitara la vida en el peor suplicio que se conoce? No había hecho más que el bien, curar, hacer milagros y lo matan como un indeseable.

         Y ¿qué hace el Padre? Sostener al que está sufriendo. Sufrir con El, llorar  con el que sufre y llora. Pero es que el Padre no puede anular la libertad humana. No puede violentar lo más grande de nuestra condición humana. De no ser así nos volveríamos animales. La libertad es uno de los regalos más grandes de Dios a los hombres. El concilio dice: «Gloria y miseria del hombre es su libertad». Dios es un  caballero y respeta hasta límites extremos la libertad humana. Hasta un fallo del piloto de avión.

         Lo importante es tener en cuenta esto: Como en la Muerte de Jesús la última palabra no la tuvo Pilatos, que dictó su sentencia de muerte, ni tuvo la última palabra Herodes, que le hizo pasear por las calles de Jerusalén vestido de payaso con una túnica de colores para que la gente le silbara y le insultara, sino que la última palabra la tuvo Dios Padre, que a su Hijo Jesús lo levantó de la muerte, lo coronó de gloria y le constituyó Señor. Es como si le hubiera dicho: «Arriba. La muerte no puede ser para ti. La tumba es para los que están muertos en vida». Y por eso para la Iglesia y los cristianos la fiesta más grande es la Noche Pascual y la mañana radiante de luz del Domingo de Pascua. Porque seguimos a uno que está vivo y vivo para siempre.

         Los seguidores de Jesús no creemos en bobadas. Creemos en hechos históricos que han cambiado por completo el sentido de los acontecimientos, por penosos que sean, y han cambiado el corazón de millones y millones de personas que han vivido y siguen viviendo hoy con el talante de Jesús y con sus mismas actitudes. Por eso, todo tiene sentido. Nosotros creemos en una persona que demostró ser más que hombre, que demostró ser lo que decía y hacía, con su vida, su palabra, sus milagros y sobre todo, con su resurrección. Pero lo más grande de todo, es que eso no sólo se puede creer, sino que se puede vivir y sentir.

         La mayoría de los cristianos tienen fe creída, pero muchos llegan por los sacramentos, por la oración y por la santidad de vida, a vivir y experimentar ya el cielo en la tierra, y hablar y vivir con Cristo Resucitado, hasta el punto de poder desear morir para estar con Él. Que muero porque no muero. Nuestro miles de santos y místicos. Y yo conozco personas que están en esa vida y disposición. NO miento.        Hay un libro que se titula así: «Amenazados de resurrección». Pues eso es de lo que estamos: amenazados, no de muerte, sino de resurrección. Por eso tenemos aquí dos signos claves: El signo de la Cruz y el signo del Cirio Pascual, que encendimos en la Vigilia Pascual, significando la muerte y resurrección de Cristo. De este modo mostramos la verdadera fe en Cristo Resucitado. Pero sobre todo tenemos la Eucaristía que hace presente todo este misterio, a Cristo completo y total. Y yo lo siento muchas veces y me gozo. Y muchos cristianos también.

         Pues, hermanos, a los familiares de N. os digo: Animo ¡Arriba los corazones! No habéis perdido a N, vuestro padre. No habéis perdido a vuestro abuelo, a vuestro amigo. El os espera. En un momento así, cuando ya vuestros corazones están mejor predispuestos, un propósito: Por lo mucho que nos quisiste, por lo mucho que te quisimos y te seguimos queriendo, te prometemos ir por el buen camino, el camino que lleva hasta el cielo. Nos ha dicho Jesús: “Yo soy el Camino”. Para entrar en la Vida Eterna no hay puertas de madera ni de hierro. Hay una puerta: Jesucristo. “Yo soy la puerta. Yo soy el Camino”.  Entremos por Cristo. Y la mejor forma: la misa del domingo, día en que Cristo resucitó, cumplir los mandamientos y confesar cuando erramos el camino. Que nuestro hermano N. nos ayude desde el cielo.

61ª. HOMILIA:En el hogar del Padre

                                      Evangelio: Jn 14, 1 -6


         Queridos familiares de N. amigos y cuantos os habéis reunido esta tarde para dar este adiós a N. a quien apreciabais y querías. Es muy sugerente el texto que hemos escogido y que acabamos de leer para esta celebración. Este pasaje recoge la situación concreta que vivió la primera comunidad cristiana. Ya no vivía Jesús en medio de ella. Y se preguntaban cómo seguir siendo cristiano ahora que Jesús de Nazaret ya no estaba con ellos. ¿Dónde encontrar apoyos para los momentos fuertes? ¿La fe ofrece alguna salida? Y la respuesta que se dieron fue ésta:

1.- En primer lugar hemos aprendido de Jesús que el Padre tiene un Hogar para nosotros. No nos cierra la puerta, sino al revés es como un miembro de nuestra propia familia y le podemos tratar con el mismo cariño que damos a nuestros familiares. Aquellos primeros cristianos sabían que Dios es de nuestra propia familia y podemos tener con Él una relación hogareña. Por tanto, fuera miedos y temores.

 2.- En segundo lugar, aquellos creyentes dicen: Hemos descubierto que en el Hogar del Padre todos tenemos cabida. Nadie se queda fuera. No hay razón para el olvido o para el rechazo. Lo dejaron por escrito y lo acabamos de escuchar de los mismos labios de Jesús: “En la Casa de mi Padre hay estancias para todos”.

3.- Y en tercer lugar, aquellos creyentes lúcidos han visto que Jesús muere, que se va y dicen ellos, “pero se va a prepararnos sitio”. Un lugar donde uno será acogido totalmente. Donde a uno se le atenderá desde su verdad profunda, desde las raíces del corazón. No es de extrañar que termine el texto con esta certeza: “Donde estoy yo, estaréis también vosotros”. Es decir, llegaremos a una total identificación, llegaremos al más completo de los intercambios, a la entrega sin límite de la persona. Estos descubrimientos de aquellos creyentes de la primera hora nos vienen estupendamente en esta tarde en que celebramos el funeral de nuestro hermano N.

         Cuando despedimos a alguien estamos diciendo en el fondo que ha encontrado ese increíble Hogar donde uno es acogido y considerado del todo. Estamos diciendo que no hay ninguna causa de rescisión de esa hermosa relación de amor con el Padre. Estamos diciendo que justamente la cruz de Jesús nos posibilita un sitio donde viviremos en plenitud y para siempre.

         La celebración de la muerte cristiana es el momento estupendo para reavivar a esta certeza de la fe que es un firme apoyo en nuestra caminar. Nuestro hermano N. a con su vida entregada a los hijos y a los nietos, con su trabajo, con su manera de a entender la fe, llegó a vivirla con alegría. Su honradez, su estilo de vida, su misma
rectitud moral reciben ahora el reconocimiento y la recompensa.

         En el corazón del Padre Dios cabemos todos y naturalmente tiene sitio nuestro hermano N. ¿No va a ser todo esto causa de aliento y ánimo?. Yo creo que sí. Demos gracias a Dios porque la muerte de N. es Luz brillante en nuestro camino. Demos gracias a Jesús el Salvador que vive entre nosotros y sostiene nuestra existencia.
Pedimos hoy fortaleza y ánimo, en primer lugar para su esposa, para sus hijos y nietos a quienes él dedicó sus esfuerzos, su empeño y su tiempo. Que esta Eucaristía que celebramos al caer la tarde, sea como una ofrenda que hacemos al Señor de la vida y obras de nuestro hermano N., y reciba de El la felicidad, el descanso y la paz en el Hogar del Reino.

62ª.HOMILIA: Quiero que estéis conmigo

                                      Evangelio: Jn 14, 1 -6

         El Señor ya sabía que este problema de la muerte nos iba a hacer daño. Que íbamos a vivir pendientes y a veces hasta con miedo a este problema. Por eso nos dice “que no tiemble vuestro corazón. Creed en mi Padre y creed en mi. En la Casa de mi Padre hay sitio para todos. Quiero que estéis conmigo”. Los cristianos no temblamos. Es verdad que todos tenemos miedo a la muerte, pero cuando llega ese momento no perdemos la serenidad. Estamos tranquilos. De hecho nos hemos reunido hoy para «celebrar»la muerte de nuestro hermano N.          Para celebrar. La Iglesia se reúne muchas veces para celebrar el nacimiento a la fe de un niño, para celebrar el proyecto de amor de dos personas y también para celebrar la muerte de un hermano que ha ido a la Casa del Padre. Creemos en ese Padre de Jesús resucitado y estamos serenos. Creemos que este hombre ha llegado a la meta y vive con Dios. Él ha sido creyente sincero. El vive con Dios, no es un desaparecido. Esto es lo que celebramos: la llegada al Cielo de este hermano, su entrada en el Cielo.

         Esto ciertamente es un consuelo para los que tenemos fe. Hoy también hay muchas personas que no tienen fe y pueden decir: pues nosotros que no tenemos fe estamos hechos polvo. Estamos muy tristes y dolidos. Ciertamente tienen derecho a estar tristes y dolidos. La muerte es separación y ruptura y eso siempre es penoso.

         Entonces, los que no tienen fe ¿qué? Yo os digo, amigos, que la fe es algo maravilloso. La fe es un don que Dios da. No se trata de poner argumentos, razones, pruebas, evidencias... Porque no es este el camino. Se apoya en una vida, en hu hecho fudamental: en Cristo muerto y resucitado, que ha dicho y ha demostrado: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Yo soy sacerdote, si no tuviera experiencia de Cristo vivo y resucitado, vosotros creéis que hubiera tenido fuerzas para renunciar a esta vida, a esposa, hijos, placeres, si Cristo no estuviera vivo y me hubiera dado fuerzas, amor, compañía?

         La Palabra de Dios, la Vida y Obra de Jesús de Nazaret que quedó consignada en el Evangelio, nos dice que murió y fue resucitado por el poder del Padre, como ese primer grano maduro que anuncia que tras él viene el resto de la cosecha. Tenemos que apostar por una de las dos cosas: Creo o no creo. No se trata de convencer a nadie. Pero sí damos razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. Por eso estamos serenos. Creemos que nuestro hermano N. vive y lo celebramos.

         Lo malo es que el Evangelio de hoy tiene una segunda parte. Dice el Señor
que se va al Cielo por el Camino que ya conocemos: “Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida. Nadie va al Padre si no es por mí”.
¿Cómo estamos viviendo? ¿De cara a Dios que es Padre? ¿De espaldas a su amor y mandamientos? El camino de Jesús está claro. Jesús dijo: “Venid, benditos de mi padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo... Nadie va al Padre sino por mí”.

Leed el Evangelio de Jesús, veréis cómo os ayuda, como os ilumina el camino. Pido al Padre que escojamos todos el camino del Hijo, el único que conduce a la vida verdadera, a la de la tierra y a la del cielo.

63ª. HOMILIA: Qué es encomendar


Nos hemos reunido para estar junto a Cristo, que por la santa misa encomienda y ofrece su vida al Padre por  nuestro hermano N. Estamos aquí porque todos nosotros por Cristo encomendamos a las manos del Padre a N. Y yo me pregunto: Qué es eso de encomendar?

         ENCOMENDAR ES poner en manos de Dios a la persona del difunto. Y hoy ponemos en sus manos a este amigo nuestro, a este familiar vuestro. La Biblia acuñó esta frase tan lograda: “los muertos están en las manos de Dios”. Y están en las mejores manos. En esas manos paternales y suaves que un día crearon su persona con mimo de artista y entrañas de Padre Creador.  Las manos que trazaron su dibujo para esta vida. Las manos que le han acompañado en su caminar por este mundo. Las mismas manos que han hecho todo lo que  han podido para que sea feliz en este mundo. Por eso Dios no puede hacer por nosotros más de lo que hace. Y si lo pudiera,  porque está de por medio nuestra libertad, estad seguros de que lo haría.

         ENCOMENDAR NO ES precisamente recomendar al modo humano, que es como si hiciéramos algún sacrificio en su honor, como si hiciéramos algún regalito a Dios para que El hiciera la vista gorda sobre los defectos del difunto. La Salvación no se vende. Tampoco se compra con méritos. Dios no necesita ser camelado. La Salvación se recibe. Dios se nos entrega. Se nos da espontánea y generosamente. Y además es tan delicado que para no dejarnos la impresión de que nos avasalla con su gracia y su generosidad, para no quitarnos libertad, exige nuestro amor y nuestras obras. Así que la Salvación es toda obra suya y es todo obra nuestra.
         De ahí que un funeral como éste, es venir a contar sobre todo, la gran misericordia de Dios, su absoluto amor, su pasión por los seres humanos, su decidida voluntad de que nadie se pierda, ni se malogre. Este es el anuncio que tenemos que hacer siempre que celebramos estas reuniones entre tristes y esperanzados.
         ENCOMENDAR ES además un acto de familia. Dios ha tomado de este grupo de peregrinos que somos los seres humanos, a uno de sus hijos y es como si nuestro hermano N. se adelantara en la fila común y fuera hasta Dios un poco en nombre de todos, un poco dejándose llevar de nuestra confianza de hijos, de nuestros miedos y esperanzas, de nuestro reconocimiento y nuestras peticiones.

         ENCOMENDAR ES como decir: «Padre, en tus manos generosas dejamos este hermano. Creemos que ahí es donde mejor ha de estar. Tenemos una enorme pena de que se nos vaya, pero sabemos que tu amor, Señor, es más fuerte que el nuestro. Que le amas mucho más que nosotros y por eso estamos contentos de que haya llegado hasta Ti. Recíbelo amorosamente. Es uno de los tuyos, Es uno de los nuestros. De los que caminamos a trancas y barrancas por este mundo. Pero estamos seguros de tus promesas, de tu amor sin medida. Reconócelo, Padre. Tiene la marca de Jesús. Ha amado un poco. Ha sufrido un poco. Ha hecho un poco la vida de Jesús».
         Y el Padre, estamos seguros de que en este día le habrá reconocido, lo mismo que reconoció a Jesús, porque llevó la vida que el Padre le marcó y decidió obedecer a Dios antes que a los hombres, así también a nuestro hermano N. lo ha reconocido ya porque él ha ido muriendo y resucitando muchas veces en su vida, renunciando a lo malo y prefiriendo lo bueno.

         Jesús nos había dicho “que quien no se avergüence de mi delante de los hombres, yo tampoco me avergonzaré de él delante del Padre del Cielo”. Veamos, pues, si ahora nosotros nos avergonzamos de ser y llamarnos cristianos, si nos avergonzamos ante los hombres de vivir los valores de Jesús, si tenemos vergüenza de meter en el mundo un poco sus criterios, los valores y las bienaventuranzas de Jesús, de defender el evangelio, hoy tan perseguido y ridiculizado públicamente por teles y demás medios.

         Veamos si estamos metiendo un poco de justicia y de amor, de humanidad y de pasión por el hombre y de servicio a los más necesitados, porque entonces sí que tenemos derecho a decirle al Padre que ahí se adelanta y se le acerca uno de nosotros y uno de los suyos y que lo acepte y que le reciba con piedad y que no se avergüence de él, ni tampoco de nosotros.

         Los que están haciendo un mundo nuevo, dice San Agustín, son los que llevan en su frente la marca de Jesucristo, la marca que reconocerá el Padre Dios. Todos los que aman llevan la sangre derramada del prójimo como señal en sus frentes, señal de salvación. Si alguno vive en el egoísmo, quizás lleva las marcas de las bestias del mundo.
         Al celebrar esta Eucaristía, vamos a dejar a nuestro hermano N. en las manos del Padre. Vamos a encomendarle con la confianza de que vive ya entre aquellos que hicieron del amor su ley principal. Y vamos también, ¡cómo no!, a encomendarnos nosotros mismos. Vamos a dejarnos en sus manos para que nos remodele un poco. Para que nos mate lo malo que se resiste en nosotros y nos resucite a esa vida suya que no es más que la vida de un amor absoluto y apasionado.

         Que la confianza en Dios Padre nos lleve al convencimiento de que N. goza ya de la alegría, de la plenitud del amor en el Cielo y de que algún día todos los que le amáis y le seguís amando os encontraréis todos con él en el Paraíso del Padre.

HOMILÍAS DEL RITUAL DE EXEQUIAS

64ª. HOMILIA

III

EN LA MUERTE DE UN CRISTIANO PRACTICANTE

                                      Lecturas: Is 25, 6a. 7-9

                                      Sal 41,2. 3bcd; 42, 3. 4. 5

                                      Rm 8, 31-35. 37-39

                                      Mt 11,25-30

         Hermanos y hermanas: Nosotros experimentamos muchas veces la bondad de Dios: en cualquier detalle de la naturaleza, en las delicadezas de muchas personas, en cada uno de nosotros. Dios Padre es la fuente de toda bondad, y se va mostrando a través de todas las cosas y de las personas buenas que conocemos. Y hoy, ahora, también quiere el Señor que experimentemos su bondad.

         Con motivo de la muerte de nuestro hermano (nuestra hermana), nos hemos reunido aquí en comunidad, y es el Espíritu Santo quien nos ha congregado para que celebremos y experimentemos que Dios es bueno.

         Dios quiere a los hombres, nos quiere, y por eso nos ha comunicado su Palabra cariñosa, que es su Hijo amado. De ahí, la ilusión y la alegría, y las ganas que hemos de tener, y ya tenemos, de escuchar la palabra de Dios y celebrar que, hoy y aquí, nos habla para comunicarnos la Buena Noticia de que Dios es Padre y quiere a todos los hombres.

         Y, por eso, la necesidad de que escuchemos la palabra de Dios con un corazón bien dispuesto, sencillo, humilde, y la palabra de Dios penetrará hasta el fondo de cada uno de nosotros y nos transformará.

         Se habla y se vive poco la alegría profunda de Jesús, esa alegría que nada ni nadie nos puede robar. Y Jesús, profundamente gozoso, desbordante de alegría, da gracias al Padre porque hay personas que lo entienden, lo quieren y lo siguen. Personas que quizá no son los que más brillan y aparentan en la sociedad, sino personas que saben sonreír sin fingir, que saben ayudar y servir sin hacer propaganda. que siembran y reparten bondad e ilusión. Que aman profundamente a Dios, sin saber quizá hablar mucho de él, que saben rezar y han enseñado a rezar, que aman a la Iglesia con sus luces y sus sombras y que se han sentido siempre, sin avergonzarse, hijos fieles de la Iglesia.

         Es ese misterio de la gracia de Dios, que se revela manifiesta a la «gente sencilla», porque Jesús, el Hijo de Dios, por medio de su Espíritu, quiere. Y hoy lo estamos viendo y celebrando en nuestro hermano (nuestra hermana).

         Cada uno de nosotros, también hoy, ahora, podemos sentir experimentar ese gozo indecible de Jesús. Nosotros, que también queremos tener un corazón sencillo y que queremos seguir a Jesús de verdad.

         Este gozo es fruto de la muerte y resurrección de Jesús, y nada ni nadie nos lo puede quitar. Cierto que vivimos y pasamos por problemas y dificultades grandes, problemas familiares, económicos o de otras clases. Pero la experiencia de Dios, su bondad, su fuerza, su presencia, la experimentamos. Y eso es para nosotros un gran tesoro, nuestra riqueza.

         Por eso, ahora, como tantas veces lo ha hecho a lo largo de su vida nuestro hermano (nuestra hermana), conociendo nuestra pobreza y pequeñez, con la fuerza del Espíritu Santo, también decimos: «Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?» (Rm 8, 35).

         En nuestro caminar, también nosotros «tenemos sed del Dios vivo» (cf. Sal 41, 3), del que ya habrá participado nuestro hermano (nuestra hermana), y nos dejamos guiar por su luz y su verdad hasta el encuentro definitivo con él.

El banquete definitivo y la lucha contra el mal

         La Eucaristía es ya la participación de ese banquete que Dios Padre hace con su Hijo y al que todos estamos invitados, en el que el manjar suculento es la palabra gratuita y sobreabundante de Jesucristo, palabra que se hace pan para ser comido. Nuestro hermano (nuestra hermana) se preparó para este banquete definitivo con la fuerza del sacramento de la santa unción y con el viático, el pan de la Eucaristía que le dio fuerza para el paso, la Pascua definitiva, el abrazo para siempre con el Señor. Nosotros también comemos del pan de la palabra que se hace Cuerpo de Cristo, y los que comamos de él viviremos para siempre, nos dice Jesús resucitado.

         Pero el comer y beber en el banquete de Jesucristo resucitado nos compromete a trabajar y luchar contra toda clase de mal, a saber «enjugar las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8), precisamente porque creemos y seguimos a Jesucristo resucitado que, muriendo y resucitando, venció el mal.

         El Señor, que nos ha reunido con motivo de la muerte de nuestro hermano (nuestra hermana), nos ha hablado, nos ha hecho experimentar su amor y su alegría, amor y alegría que nuestro hermano (nuestra hermana) habrá experimentado ya en plenitud. Vamos ahora a hacer «memoria» de lo que hizo Jesús. Aquello que «hizo», hace ahora: su palabra es la misma, su Cuerpo y su Sangre gloriosos también son lo mismo. Estamos invitados y participamos ya del banquete de bodas del Cordero, y cadi uno de nosotros somos la esposa.

         La muerte y la resurrección de Jesús han fructificado en las buenas obras de nuestro hermano (nuestra hermana). Y nuestra participación en esta Eucaristía y el amor \ amistad hacia nuestro hermano (nuestra hermana) nos comprometen a luchar sinceramente contra toda clase de mal, en nosotros y a nuestro alrededor. De esta manera, manifestamos con claridad que creemos en Jesucristo resucitado, y nos preparamos, también nosotros, para el encuentro definitivo con Él.

65ª. HOMILÍA

FE, ESPERANZA Y ORACIÓN POR LOS DIFUNTOS

                            Lecturas: 2M 14, 43-46;         1Co 15, 20-23; Jn 11, 21-27

         La muerte de un ser querido siempre produce dolor. Pero el sufrimiento humano se puede transformar en gozo cristiano a la luz de la resurrección del Señor. «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad». Porque creemos y esperamos en la resurrección del Señor y en nuestra propia resurrección, por eso, precisamente, nos hemos congregado aquí, como asamblea santa, para rezar por el alma de nuestro hermano (nuestra hermana) N.

         Nuestra reunión es, ante todo, una afirmación de la fe que profesamos. El corazón del misterio cristiano está en una sola palabra: « el Señor resucitó». Jesús ha resucitado de entre los muertos. De lo contrario, nuestra fe sería vana. Como muy bien nos dice san Agustín: «La fe de los cristianos es la resurrección del Señor. »

         Que Cristo haya muerto, todos lo creen: incluso los paganos. Es más, sus mismos enemigos estaban completamente persuadidos de ello. Que Cristo haya resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no se es verdadero cristiano sin creerlo. Pero hay algo más, como nos enseña san Pablo: Cristo ha resucitado como primicia de todos los creyentes (cf. 1Co 15, 23). Por eso, su resurrección es la prenda segura de nuestra propia resurrección.

         Apoyados en esta fe que profesamos, brota la esperanza en el más allá, la seguridad en el encuentro definitivo con Dios. «Al deshacerse nuestra morada terrenal —rezamos en el prefacio de la liturgia de difuntos—, adquirimos una mansión eterna en el cielo.» La muerte no es el final del camino. Al contrario, no es más que un paso hacia una vida mejor. De ahí, nuestra esperanza y nuestro gozo. La esperanza de la Iglesia es ciertamente gozosa, pues la gloria que se espera es tan grande que hace pregustar ya al cielo.

         La esperanza, además, suscita la oración y el amor fraterno. Nuestra presencia aquí tiene también como finalidad ejercer la caridad. Rezar por los difuntos es un acto de caridad cristiana. La Iglesia, a lo largo de los siglos, siempre ha pedido oraciones por los difuntos. Los sacrificios y las plegarias que por ellos hagamos tienen un valor expiatorio, es decir, pueden purificarlos de sus pecados. Ésta es la enseñanza de la Iglesia, que arranca de las mismas Escrituras Sagradas.

         La Iglesia confiesa, asimismo la comunión de los santos. Todos los que creemos en Cristo formamos un solo cuerpo. Entre todos existe una solidaridad y una comunión. De este misterio arranca la oración.

         La Eucaristía que estamos celebrando es misterio de comunión. Comunión con Cristo, que nos une a la vez con el Padre y con todos los hermanos. La Eucaristía es, además, la prenda de la futura resurrección. Pidamos, pues, al Señor resucitado que acoja benignamente en su gloria a nuestro hermano (nuestra hermana) N.

66ª. HOMILÍA

Queridos amigos:

         Nos reunimos esta mañana en el templo parroquial de San Pedro, para dar despedida cristiana a nuestro hermano en la fe N., celebrando la Eucaristía, la Pascua del Señor. La Eucaristía, es la acción de gracias que Cristo ofrece al Padre por el misterio de su pasión, muerte y resurrección a favor de los hombres. Aunque sea una despedida dolorosa, por la muerte de nuestro hermano en la fe N. los creyentes siempre damos gracias a Dios, porque en la Pascua de Cristo, en el tránsito de su muerte a la vida que ahora presenciamos, esta mañana celebramos también la Pascua de N., su tránsito de la tierra y de la muerte, a la vida y la resurrección. “Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él”, nos dice San Pablo. Y nuestro hermano ha muerto cristianamente, con todos los sacramentos de Viático y Unción recibidos con fervor y consciencia.

         Nosotros somos iglesia de Cristo, que todavía peregrina por este mundo; en la misma celebración de la muerte, de la despedida, damos gracias a Dios Padre, porque un hermano nuestro, hijo de Dios por el bautismo, alimentado con el pan de la vida eterna, ha pasado definitivamente de este mundo a la plena posesión del Reino en Cristo, y nosotros celebramos la muerte, porque es una verdadera liberación del sufrimiento y de lo temporal y por ella pasamos a la tierra prometida.

         Celebramos la Eucaristía, porque en ella y por ella, Cristo nos hace partícipes de su victoria sobre la muerte, y nos abre la puerta al Absoluto de Dios que buscamos desde la esencia de nuestro espíritu finito. Por los méritos de Cristo, somos hechos hijos de Dios por la vida de la gracia. Si somos hijos, como rezamos en el Padrenuestro, tenemos como todo hijo, derecho a la herencia del Padre, a la herencia del reino eterno de Dios. El cielo nos pertenece. Y este es el sentido y la necesidad y la gracia de la misa exequial, del funeral por los hermanos muertos para este mundo y resucitados para la eternidad.

         Por eso, la muerte de un hombre bueno, creyente y piadoso como N. nos invita a hablar del cielo. Esta es la grandeza de nuestra fe y esperanza cristianas. Qué privilegio, qué maravilla tener fe, creer, ser cristiano, ser católico, haber conocido a Cristo. Por ella sabemos que Cristo ha muerto y resucitado. Creo que esta es la mejor noticia que  puedo daros. Cristo vive, ha resucitado, y si morimos con Él, viviremos con Él. Teníamos que pensar más en estas cosas de nuestra fe, y esperar  de verdad lo que creemos.

         El cristiano es el hombre del cielo. El pensamiento de cielo debiera estar más presente en nuestra vida, esperar más el cielo, sin miedos, sin complejos. La virtud de la esperanza nos hace desear amar el cielo por encima de todo y sobre todo. Es dinámica, no estática; es terrena también y no puramente escatológica, porque el Reino de Dios, empieza aquí abajo; nos hace ser mejores más justos, más fraternos; preferir el cielo al poder, al dinero; soportar mejor los fracasos y pruebas de la vida.

         La virtud de la esperanza es el entusiasmo de la fe y del amor. Esperar el cielo, nos hace ir ligeros de equipaje. Porque sabemos que no tenemos aquí ciudad permanente. Pensemos más en el cielo, esperemos más en el cielo. San Pablo “deseaba morir para estar con Cristo”, y el morir lo consideraba una ganancia, porque había experimentado aquí abajo ya algo del cielo: “Ni el ojo vio ni el oído oyó ni en la mente humana cabe ni puede sospechar lo que Dios tiene preparado para los que ama…”

         Por eso, ante la muerte de un ser querido, de cualquier creyente, el cristiano no se desespera, porque esperando lo que cree puede decir con San Pablo: “para mí, la muerte es una ganancia”. Está convencido de lo que vamos a rezar en el prefacio: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, y la deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Que el Señor nos conceda a todos vivir más y mejor la virtud de la esperanza, de la espera del cielo.

Y a nuestro hermano N., concédele el fruto de su fe y esperanza cristiana, encontrarse con Cristo vivo y resucitado en tu gloria. Rezamos todos unidos como Iglesia de Cristo: «dale, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz eterna»

67ª. HOMILÍA

(Evangelio de la resurrección de la hija de Jairo)

         Queridos hermanos y familiares de N. Nos hemos reunido para expresaros nuestros sentimientos de condolencia y acompañaros en estas horas amargas de la separación del que tanto amabais... (biografía cristiana y datos personales del difunto).

         Hemos leído el evangelio de la resurrección de la hija de Jairo. Jesús ha querido reunir a muy pocas personas en torno a a niña. A los padres y a tres hombres de su equipo apostólico. Dos seres se encuentran frente a frente. Uno, que ya no es un ser humano, sino un despojo de muerte. Otro, que siendo hombre, también está a la vez sobre la misma naturaleza humana y tiene poder para penetrar en el profundo misterio de la muerte y deshacer su acción destructora con dos palabras dichas con sencillez extrema: “Niña, levántate” (Mc. 5,  7). Es lo mismo que ha dicho a nuestro hermano N en el mismo momento de su muerte: N. levántate, y su alma se ha ido con Él al cielo ganado por su muerte y resurrección, mientras nuestro cuerpo ha de esperar hasta el último día.

         Para Jesús, la muerte no es final, es un sueño para los que quedamos y un despertar a la vida, para los que marchan. En este evangelio de Jesús se nos revela como el vencedor de la muerte: levántate. Por la resurrección de la hija de Jairo, afirma su poder sobre la muerte.

         Sin embargo, el camino elegido por Cristo para su victoria sobre la muerte y nuestra muerte no ha sido así de fácil, ha sido largo y doloroso: muerte en cruz por nuestros pecados y salvación de la muerte eterna.

  1. Para librarnos del poder de la muerte, Cristo ha tenido que encarnarse en una naturaleza mortal. Ha querido, ha aceptado la muerte en su carne. Sin embargo, para Él, la muerte ha sido un hecho previsto y conocido de antemano: la anunció a sus apóstoles para prevenir el escándalo; la deseó como un bautismo de sangre; aunque la amargura de la muerte no le dejó impasible, se impuso a toda repugnancia y la aceptó para cumplir la voluntad del Padre hasta la muerte, y muerte de cruz.
  2. Cristo muere por nosotros. En apariencia, la muerte de Cristo fue un castigo por el pecado, pero en realidad, fue un sacrificio expiatorio. Murió por todos nosotros. No en el sentido de ahorrarnos el paso por la muerte, sino en el sentido de que lo hizo por nosotros y en beneficio nuestro: su muerte fue fecunda como el grano de trigo sembrado, ya que por ella fuimos reconciliados con el Padre y tenemos la posibilidad de recibir la herencia divina.
  3. Cristo triunfa de la muerte. Los presagios de tal victoria se percibían ya durante la vida de Cristo: las curaciones de la enfermedad – ese mensajero de la muerte – y, en particular, las resurrecciones de los muertos, eran signos de la victoria final. Porque Cristo entró en el reino de la muerte por amor al Padre y para realizar la salvación de los hombres, el Padre le resucitó, como primogénito de entre los muertos. Desde entonces, y por el mismo hecho, nuestro destino a la resurrección entra en la lógica de los hechos de Dios: “Si el espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Jesús de entre los muertos, dará también vida a vuestros cuerpos mortales, por virtud de su Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8,11). La resurrección de Cristo es el primer acto de un proceso destinado a coronarse con la destrucción total de la muerte al final de los tiempos. Entonces, habrá desaparecido la angustia ante la muerte, que no será ya un enemigo.
  4. Nosotros hemos de adoptar una actitud positiva ante todos los esfuerzos por vencer la muerte. Pero sabemos que la muerte no es el final del camino, como cantamos en las exequias. El final es el principio de nuestra vida cristiana: Cristo resucitado. Cristo resucitó para que todos tengamos vida eterna. Es el proyecto original del Padre.

68ª. HOMILÍA

QUERIDOS HERMANOS:

Somos eternos, hemos sido soñados y creados por Dios para vivir siempre en su misma vida y felicidad. Es el mismo S. Juan quien nos da la razón de todo este misterio, cuando nos revela: “Dios es amor”.  Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza, inteligencia infinita, porque lo es, y la necesita para crearnos y redimirnos, pero no, cuando quiere definirlo en una palabra, nos dice que Dios es amor, su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir. Y este Dios, que es Padre e Hijo amándose eternamente en Amor Personal de Espíritu Santo, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros  seres posibles para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, felicidad. Se vio tan infinito en su Ser y Amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a  impulsos de ese Amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.  El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios.

Por eso, el hombre es más que hombre, es más que este tiempo y este espacio, el hombre es eternidad, ha sido creado para ser feliz eternamente en la misma felicidad de Dios. El hombre es un misterio que sólo Dios puede descubrirnos,  porque lo ha soñado y creado, el hombre es un proyecto de Dios.

Fijaos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  nos ha hecho hombres con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn.1,26-27). 

San Pablo ve así la creación del hombre en el himno cristológico de la Carta a los Filipenses: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante El por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con El, 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ ETERNAMENTE. , a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo, y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que florece en eternidad anticipada, y son tan felices y el cielo comienza en la tierra: “que muero porque no muero”.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

"¿Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tu hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla." (Oración V)

Por eso, quien ha llegado a conocer al Padre y su proyecto de amor, no tiene nada de particular que todo lo ponga confiando en su amor:

Padre, me pongo en tus manos, 
haz de mí lo que quieras, 
sea lo que sea, te doy las gracias.

Estoy dispuesto a todo, 
lo acepto todo, 
con tal que tu voluntad se cumpla en mí, 
y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Padre.

Te confío mi alma, 
te la doy con todo el amor 
de que soy capaz, 
porque te amo.Y necesito darme, 
ponerme en tus manos sin medida, 
con una infinita confianza, 
porque Tú eres mi Padre.

69ª. HOMILÍA

CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA

        Queridos hermanos:

         Aquí nadie muere para siempre. Todos viviremos eternamente. Para esto murió y resucitó Cristo, a quien nosotros, los cristianos, confesamos Hijo de Dios y Señor de la vida y de la muerte: Él dominó la naturaleza, como Dios y Señor, calmó tempestades, resucitó a muertos durante su vida y sobre todo, se resucitó a sí mismo como lo había prometido como principio de resurrección de todos los hombres; bien claro lo afirmó:"Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mi, no morirá para siempre”.

          El ambiente materialista reinante está destruyendo en muchos cristianos su identidad cristiana, consistente en la fe y en la esperanza en Dios, principio y fin de todo, y en la vida eterna para la que nos ha soñado y creado. Con la cultura consumista de sólo lo presente y aquí y ahora,  se destruye el sentido de la vida cristiana, que es transcendente y eterna y que S. Ignacio lo expresa perfectamente en el principio y fundamento de sus Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma».

         Esto es lo que creemos, pedimos y celebramos los católicos en la misa, principalmente el domingo, día en que Cristo resucitó y nos hizo a todos partícipes de su resurrección. La santa misa es el misterio que hace presente a Cristo resucitado, para que todos tengamos vida eterna. Cada domingo es la fiesta de nuestra resurrección y eternidad anticipada, celebrada en Cristo ya glorioso, que se hace presente en el pan y en el vino para alimentarnos de esa vida nueva y  nos dice a todos y a cada uno: "no temas nada. Yo soy el Primero y el Último. El Viviente. Estuve entre los muertos, pero ahora vivo por los siglos" (Ap 3, 4).

Los cristianos sabemos muy bien, cuál es el proyecto de Dios Padre sobre el hombre, porque nos lo ha revelado su Hijo amado. San Juan, en su primera Carta, nos lo dice muy claro: " En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10) .

Este texto tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó primero”. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creado y caído el hombre, Dios nos amó en la segunda creación, en la “recreación”, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para rescatarnos del pecado y de la muerte:  “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”.  Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre necesitado de redención.

         Y este proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a «blasfemar» en los días de la Semana Santa, exclamando: «Oh felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal Salvador y una salvación tan maravillosa.  

Queridos hermanos, confesemos nuestra fe en la resurrección de los muertos por la muerte y resurrección de Cristo y creamos que somos eternos, que nuestra vida es más que esta vida,  creamos en la resurrección de los que mueren y esperemos con plena confianza el encuentro con Dios que nos soñó y creó para estar siempre con Él. Esta es la voluntad de Dios, y si es su voluntad se cumplirá en todos nosotros.

Ha sido por esto por lo que ha venido el Hijo en nuestra búsqueda, para salvarnos de la muerte y el pecado mediante su muerte en la cruz y abrirnos así las puertas de la eternidad.

Lo hemos proclamado en el Evangelio. Creamos y confiemos totalmente en el proyecto del Padre. Escuchemos al mismo Hijo que nos dice: “Todo lo que me da el Padre vendrá a mi, y el que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la volunta del que me ha enviado...Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”.

70ª. HOMILÍA

                                  Queridos hermanos:

(Saludo a la esposa/o, hijos, alguna alusión al difunto en su vida cristiana...etc)

         La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven. Dios crea al hombre para hacerle eternamente feliz con él en el cielo. Esto hay que afirmarlo con toda claridad, con toda verdad. Porque a la hora de considerar el destino del hombre, parece como si Dios, como si la religión estuvieran en contra, pusieran obstáculos a la salvación de los hombres.

         Quizá esto esté más bien motivado por la incertidumbre, por el misterio que envuelve este paso tan trascendental de la existencia humana. Por eso, es saludable que en la duda ante la suerte de los hermanos que mueren, tengamos muy presentes estas palabras del evangelio de hoy, que deben animarnos en nuestra esperanza: la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven:“He venido al mundo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado...Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, (Cristo considera una pérdida suya el que alguno se condene), sino que le resucite en el último día”.

         Esta es una revelación que hace Jesucristo de lo que está oculto para nosotros, pero que lo manifiesta para que nos preparemos y creamos y esperemos. Es un descubrimiento que vale más la pena que todos los tesoros del mundo. Porque cuando estos pasan, sólo esta voluntad salvífica de Dios permanece. Y no debe asustarnos o hacernos dudar el hecho de que la historia de Dios no coincida con la historia humana. El modo más o menos trágico de nuestras muertes, más o menos repentinas, ni siquiera que el proyecto de salvación de Dios no coincida con el nuestro, que la historia humana aparezca como truncada, como no consumada.

  1. Porque quien nos salva es Dios, Él lleva la iniciativa, marca el proyecto; no somos nosotros, es un don de Dios. Ese proyecto, esa voluntad la manifiesta y realiza Dios enviándonos a su propio Hijo al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo. Lo dice Jesucristo que “ha bajado del cielo no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” Enviando a su Hijo, Dios Padre nos dice a todos los hombres: “Yo os amo”.San Juan expresará esta verdad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna. Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero y a tu enviado  Jesucristo”. 
  2. Dios nos ama enviándonos a su propio Hijo, lo que más quiere. Os lo envío como garantía de voluntad y pacto. Esto nos habla del amor extremo de Dios. Mucho se compromete por nosotros. Es seria esta verdad. Porque nos dice la verdad: Dios es Padre, quiere ser Padre de todos, en la tierra y en la eternidad: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”.
  3. Porque nos asegura el proyecto del Padre, la voluntad del Padre: “Todo lo que me da el padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.
  4. Porque el Hijo vino en nuestra búsqueda para vencer nuestra muerte y abrirnos las puertas de la eternidad y esto se hace presente en esta Eucaristía que estamos celebrando donde Cristo hace presente su muerte y resurrección que es también la nuestra, como rezaremos en el prefacio: «porque la vida de los que en ti creemos, no termina, se trasforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». O con las palabras del mismo Cristo: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan, vivirá para siempre. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. Nuestro hermano, nosotros comemos de este pan que es Cristo resucitado, luego viviremos para siempre”.
  5.  Creer esto, es la salvación. Es salvarse. Esta la gran noticia, la mejor noticia que puede recibir el mundo: “Todo el que venga a mi, no le echaré afuera”. Hermanos, creamos en el amor de Dios, creamos en la gran revelación que nos hace Jesucristo, y nos salvaremos. Aceptemos a Dios en nuestras vidas, tengámosle como Padre de nuestra existencia, vivamos la fraternidad con su Hijo ya salvados. Dios me ama.

HOMILÍAS DE ANIVERSARIO, QUE PUEDEN SERVIR PARA EXEQUIAS

71ª. HOMILIA

 

         QUERIDA ESPOSA... HIJOS... HERMANOS...

         Hace poco más o menos un año, nos reuníamos para despedir a este hermano en la fe N., a quien hoy recordamos con especial afecto. El acontecimiento de la muerte se registra una sola vez en la vida para cada una de las personas. Después del nacimiento a este mundo la salida de él es el hecho más importante. Lo ha sido ya para este hermano cuyo aniversario celebramos hoy.

         Vosotros lo seguís queriendo. Habéis rezado mucho por él y hoy de manera especial lo encomendamos a la misericordia del Señor, para que reciban de Él el premio a sus buenas obras y actitudes. Deseamos que sigan viviendo junto a Dios al que conocieron por la fe y al que contemplan ahora cara a cara. Hasta nos alegramos de que él esté ya gozando del Amor de Dios en la Vida Nueva que Él reserva para sus hijos fieles. Se lo pedimos sinceramente al Padre: «Dales el descanso eterno... Concédeles participar de tu Luz».

         Es muy bueno recordar a los familiares, a los amigos, a todos aquellos con quienes hemos trabajado o convivido. Es bueno recordar a todas esas personas con quienes hemos compartido toda la vida o una parte de ella y que ahora no están entre nosotros. Al fin y al cabo, si somos lo que somos, es porque hemos tenido en nuestro caminar por la vida mucha gente que ha ido dejando su huella, a veces profunda, otras veces más superficial, en nuestra educación y en nuestro modo de
concebir la vida.

         Por eso yo creo que siempre estaremos en deuda con nuestros padres, abuelos, hermanos, seres queridos.., porque siempre tendremos que agradecerles el amor que nos tuvieron, las cosas que nos enseñaron, los trabajos que se tomaron por nosotros, el ambiente familiar y social que crearon para nuestro bien. Hoy nos solidarizamos con todos ellos y hacemos por ellos lo mejor que podemos hacer:
orar, rezar por ellos unidos a Jesús, el primero que pasó de la Muerte de la Vida.

         A veces no encontramos sentido a las cosas que nos pasan y nos cuesta descifrar lo que hay detrás de cada acontecimiento.

         Anécdota.- Así le paso a un hombre que recibió una Carta de un amigo. En aquella Carta el amigo le decía que recibiría pronto un regalo de su parte. Le enviaba un precioso tapiz bordado todo él oro, con bellísimas escenas de cacería y con unos vivos colores perfectamente logrados.

         Efectivamente a los pocos días le llegó el regalo. Lo desembaló. Y al abrirlo ¡qué desengaño!. Aquello no era más un amasijo de hilos mal distribuidos. Allí no aparecía para nada, ni la silueta de un mal dibujo. Nudos empalmados de cualquier manera. Hilos y más hilos sin orden alguno. Por ningún sitio aparecían aquellas maravillosas escenas de cacería de las que le había hablado su amigo en la Carta.

         Aquello no tenía ningún sentido. Y de repente, casi sin darse cuenta, le dio media vuelta al lienzo y ¡oh maravilla!, sus ojos veían la obra maestra. Era cierto. Desgraciadamente lo había estado mirando del revés. Ahora sí podía admirar los riquísimos matices de los colores, las bellas escenas de caza allí plasmadas... En fin, le pareció que su amigo en la descripción que le había hecho en la Carta se había quedado corto en las alabanzas...

         Y es la que la vida la podemos leer del derecho o del revés. ¡Cuantas veces vemos las cosas pro el revés, sólo lo negativo, lo feo, lo que no nos gusta. Aprendamos a ver las cosas en positivo, del derecho. También los espinos florecen. No hay rosas sin espinas.

         La Vida Nueva de la que gozan nuestros familiares que se fueron son el otro lado del tapiz, el sentido positivo. Atrás quedaron sus trabajos, sus sufrimientos, sus desazones. Ahora todo es luz. Todo tiene sentido y es hermoso. San Pablo hemos leído que le decía a su discípulo Timoteo y en él a nosotros: “Haz memoria de Jesucristo resucitado de entre los muertos”. ¿Qué es hacer memoria de Jesucristo?.- No es refrescar la memoria, recordar. Hacer memoria de Jesucristo es lo que estamos haciendo ahora aquí en la Eucaristía. Es hacer presente su Obra, su Muerte y Resurrección. No es recordar algo que ocurrió hace 2.000 años. La memoria que hacemos de Jesucristo es algo vivo, actual.

         Y hacer memoria de Jesucristo es también terminar su obra. ¿Cómo? Pues haciendo que nuestras relaciones sean propias de hermanos. Decía M. Lutter King:
«Es curioso: Los hombres hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces y todavía no hemos aprendido a vivir como hermanos». Se trata de seguir la Obra de Jesús. ¿Cómo? Ayudándonos a ser felices, queriéndonos, perdonándonos, animándonos... haciendo que el amor vaya coloreando nuestros actos, porque el amor es lo único importante. Sólo el amor nos hace felices.

         De modo que en esta Eucaristía hacemos esta doble memoria. Por un lado, memoria de Jesús que se entrega para darnos Vida y Vida para siempre. Y por otro lado, memoria de este hermano N., a quien despedíamos hace un año. Ellos nos alientan a vivir en la fe y en la esperanza cristiana. Ellos nos hablan y nos dicen que la vida no la vivamos de cualquier manera, sino con sentido. Ellos nos dan energía para que llevemos adelante la obra que dejaron sin acabar.

         Ahora viven junto a Dios y por eso mismo están más cerca de nosotros. No han perdido sus nombres, por eso los encomendamos con su nombre y apellido tal y como figuraba en su carnet de Identidad.

         Ellos están en el Hogar del Padre. Nosotros estamos de camino, en la posada. Para ellos, pedimos al Señor su Paz, su Descanso y su Luz. Y para nosotros, que nos ayuden a mantenernos en la fe de la Iglesia, en la esperanza de la Vida Nueva y en el amor a Jesucristo.

72ª. HOMILÍA

         Estamos teniendo un recuerdo agradecido, convertido en oración, hacia un miembro de nuestra Comunidad Parroquial, familiar de algunos de vosotros, que pasó de este mundo al Padre hace un año a lo largo del mes de Abril. Es verdad que sólo el recuerdo no devuelve a la vida a nuestros difuntos, pero estoy seguro de que vosotros no los habéis olvidado. Al contrario, los habéis tenido muy presentes en vuestra mente y en vuestro corazón, como los tenéis esta tarde, para encomendarlos a la misericordia del Señor.

         Es lo que queremos hacer en esta Eucaristía: rezar por ellos. El hecho de la muerte nos aflige a todos. Es siempre doloroso. Decía Gabriel Marcel que «el verdadero problema de la muerte nunca es tanto para el que se va, cuanto para los que se quedan, que pierden a sus seres queridos».

         Estamos celebrando la santa misa, la pascua del Señor. La Eucaristía hace presente la muerte y resurrección de Cristo de la que ya ha participado nuestro hermano N. Es la fiesta de la esperanza que nos dice una cosa: que todos estamos amenazados de vida y de vida para siempre. Que estamos amenazados de esperanza y de amor. Y es que no hemos nacido para vivir sólo en este mundo más o menos tiempo. Hemos nacido para vivir con Dios y para siempre. Morir es comenzar a vivir de otra manera...

         San Pablo decía a los cristianos de Tesalónica que estaban sufriendo persecución a causa de la fe en Jesús: “No os aflijáis como los hombres que lo tienen Esperanza”. Muere el cuerpo, muere el hombre. El cristiano no muere. Seguimos viviendo en otra dimensión distinta a la que ahora estamos experimentando. A la vuelta de la esquina, al otro lado del tapiz hay Uno que nos espera: “Voy a prepara- ros sitio para que donde yo estoy, estéis también un día vosotros”. Cuando se termina este mundo terreno, Dios será nuestro lugar. Nos acogerá en sus manos de Padre.

         San Agustín, aquel hombre que después de llevar una vida disipada se convirtió radicalmente a Jesucristo, ante el cuerpo sin vida de su madre Santa Mónica, aquella mujer que tanto oró para que su hijo llegara a abrirse a la fe en Jesús, decía a la gente: «Nada de lamentos. Nada de lágrimas. Mi madre no ha muerto. Mi madre vive».

         A nosotros nos pasa algo parecido. A veces nos entramos con personas tan buenas, tan entregadas, tan olvidadas de sí mismas, tan llenas de amor a Dios, tan identificadas con el Espíritu de Jesús que solemos decir que si no hubiera Cielo había que crearlo para estas personas. Pero no hace falta. Porque nos dice la Escritura que existen “los Cielos Nuevos y la Nueva tierra” en la que habita la Justicia y donde sabremos lo que es vivir de verdad.

         Climatológicamente estamos en esta estación de primavera y vemos cómo los árboles están brotando con fuerza y cómo las flores empiezan a abrirse radiantes de belleza. Todo en esta estación se llena de vida. Pero antes, en el invierno, todo ha tenido que estar como muerto soportando el frío y las heladas. El grano de triunfará en la espiga, a la noche le sucede el día, de oruga nacerá una preciosa mariposa y así en toda la naturaleza viva... Pues si esto ocurre en el trigo, con el día y en el capullo ¿qué cosas tan maravillosas no hará Señor con nosotros? ¡Pues las hace!.

         Por eso, tenemos la seguridad de que nuestros padres, esposos, hermanos, hijos, abuelos, compañeros... a los que un día la muerte arrebató de nuestro son fantasmas, no son «muertos desaparecidos», son «muertos vivos y resucitados» en Cristo gloriso y triunfante de la muerte. Están en la dimensión de lo definitivo. Están en Dios y por ello siguen estando más cerca de nosotros.

         Ahora no podemos verlos, ni tocarlos. Sí podemos oír lo que nos dicen. No han perdido sus nombres. Por eso, los nombramos con su nombre y apellido, el mismo que les pusieron el día de su Bautismo o que figuraba en su carnet de identidad. Ellos nos siguen queriendo. Nos aguardan. Nos miran, mientras ruegan al Padre para que nos mantengamos firmes en la fe y en la Esperanza.

         Esta tarde oramos nosotros por nuestro hermano en la fe N. La oración, las limosnas, los sacrificios que nosotros hacemos por ellos, tienen un efecto saludable sobre los que aún no han colmado la medida de su respuesta al amor de Dios. Al confesar nuestra fe en la Resurrección, pedimos para que este hermano, objeto de nuestro recuerdo en este día de aniversario, pedimos digo... al Señor que los purifique de sus pecados, les dé el descanso, les conceda la paz gozosa, propia del que llega al final del viaje, al puerto de llegada.

         Al mismo tiempo les pedimos a ellos que nos ayuden a nosotros a hacer un mundo más conforme a lo que Dios quiere: más justo, más solidario, más fraterno. Que nos ayuden a vivir apoyándonos en Jesucristo, escuchando su Palabra, creciendo en la fe y dando testimonio de ella allí donde estemos.

         Con estas intenciones seguimos esta Eucaristía que ofrecemos por él y también para nuestro consuelo, para fortalece vuestra esperanza de encuentro en el Señor.

73. HOMILIA: Hombre bueno y creyente

 
         Hace un año, queridos familiares, estabais pasando por un trance duro, difícil, triste, al experimentar la pérdida de un ser querido. Hoy nos hemos reunido para hacer memoria del él. Han pasado 12 meses. El tiempo cura las heridas. Aquella herida entonces sangrante se ha ido cicatrizando. Ya no sangra. Queda la cicatriz, la marca. Eso si.

         De lo que estoy convencido es de que nuestro hermano no ha caído en vuestro olvido. Sigue presentes en vuestro pensamiento. Lo lleváis en vuestro corazón. Seguís estando vinculados a ellos.

         Cuando hace un año tuvisteis que dar sepultura a vuestro ser querido, lo que enterrasteis fue su cuerpo, «los restos» solemos decir, la materia, el andamiaje, el envoltorio podíamos decir. Pero lo más íntimo de ser, su yo, su espíritu, sigue vivo; Eso no se puede corromper. Pasaron por la aduana de la muerte y llegaron a la meta, estación terminal.

         Seguramente todos llevaron imperfecciones, borrones, sombras, pecados, consecuencia de sus limitaciones humanas. Hoy a través de nuestras oraciones y sobre todo, de la Eucaristía, le estamos ayudando. Es lógico que lo hagamos. ¿Qué va hacer una esposa, un esposo, unos hijos ante el marido o la mujer o los padres que se fueron, sino ser agradecidos con los que compartieron tantas ilusiones, trabajos, y tantos sacrificios. Es lógico que ante tantos recuerdos haya también mucha oración, que es, con mucho, lo más les puede ayudar.

         Ellos se fueron. Y ahora están en la presencia de Dios, en las manos de Dios. 
Dios es una persona encantadora. Los que no le conocen a fondo le retratan como si fuera poco menos que un ogro o un policía con ganas de fastidiar o un juez sin entrañas. Los que le conocemos un poco, sabemos que es un padrazo y una madraza. Nos puede parecer que levanta la mano con intención de darnos un cachete, pero nunca la baja. Nos puede parecer que amenaza, pero, nunca castiga. A Dios le puede el corazón. Su corazón es todo misericordia. Oro puro. Dios hace horas extraordinarias todos los días. Trabaja hasta los domingos, haciendo caso omiso de la norma que él mismo estableciera en el Génesis. La culpa no es suya, sino nuestra que no sabemos dar un paso sin él. No le permitimos que se ausente de nuestro lado, como si no tuviera que atender a más gente. Nos ponemos pesados cuando queremos conseguir algo de él. Otro Dios, que no fuera un Padre y una Madre, ya se habría hartado de nosotros. Dios tiene más paciencia que Job.

         Se cuenta que un poeta tuvo un sueño. Soñó que caminaba por una playa acompañado del Señor. El poeta observó que en la arena, junto con sus huellas, quedaban también marcadas las huellas del Señor. Unas eran suyas y otras del Se- flor. El Señor concedió al poeta tener una visión retrospectiva de su vida,( miró hacia atrás en su vida) descubriendo con sorpresa que en muchos momentos, justamente en los momentos más difíciles de la vida, sólo habla un par de huellas en la arena. El poeta le dijo al Señor: «Señor, tú me dijiste, cuando decidí seguirte, que andarías conmigo, pero durante los peores momentos de mi vida, sobre la arena sólo había un par de pisadas. No entiendo por qué, cuando más te necesitaba tú me abandonaste»
Entonces el Señor, clavando en mi su mirada, me respondió: «Mi querido hijo, yo te he amado siempre y nunca te abandoné en los momentos más difíciles. Cuando pasabas por tiempos de prueba y de sufrimiento yo te llevaba en mis brazos, por eso sólo viste en la arena un par de pisadas, las mías».

         El sueño del poeta es una magnífica radiografía del buen Padre - Dios. Mirando hacia atrás, descubrimos todos que Dios nos ha llevado y nos sigue llevando en volandas muchas veces, porque vemos dos huellas en largos tramos de nuestra vida.
A simple vista, en pocos momentos de la niñez, en algunos más en la adolescencia, en bastantes más en la juventud y en incontables, de la madurez. Aunque no lo entendamos el Señor Dios ha estado grande con nosotros. Es así con todos y no tiene acepción de personas, si acaso una cierta debilidad por los más desvalidos, como todas las madres.

         Que esta Eucaristía nos ayude a confiar en el Señor. Al confesar nuestra fe en la Resurrección de Jesús, pedimos en este día de aniversario, que lo purifique de sus pecados, le conceda la paz y le dé el descanso. Al mismo tiempo les pedimos a él que nos ayude a nosotros a hacer un mundo más conforme a lo que Dios quiere: más justo, más solidario, más fraterno. Que nos ayuden a vivir con el oído atento a la Palabra de Dios para que crezcamos en la fe y demos testimonio de ella allí donde nos encontremos. Con estas intenciones seguimos esta Eucaristía.

74ª. HOMILÍA

         QUERIDOS HERMANOS, FAMILIARES Y AMIGOS TODOS:

         Cuando los creyentes nos reunimos para celebrar un primer Aniversario lo hacemos para orar al Señor por el eterno descanso de los que queremos poner en su presencia. Así hoy pedimos al Señor de la Vida que conduzca a este hermano que terminó hace un año su curso por este mundo, para que sea conducido al lugar del consuelo, de la luz y de la paz. Esto es lo más importante.

         Pero junto a la oración, también hemos de recordar algunas verdades fundamentales que nos ayuden a caminar por la vida con esperanza. Cuando alguien muy cercano a nosotros se nos va de nuestro lado, es cuando más necesitamos la Luz que brota del Evangelio y de la Palabra de Dios.

         Los cristianos desde el Evangelio reconocemos que Dios es el Señor de la Vida no de la muerte ni del sufrimiento. Y por otra parte descubrimos que la vida es algo a lo que todos aspiramos con mayor intensidad. No hay ningún bien que el hombre aprecie tanto como la vida. Por ella estamos dispuestos a darlo todo.
Sin embargo, todos sentimos en nuestro corazón un mayor afán. Y es que no nos conformamos con vivir aquí más o menos años. Y por eso nos aterra pensar que después de esta vida terrena no nos esperase otra cosa que la nada, el olvido definitivo. Es una interrogante que ha amenazado al hombre a lo largo de los siglos y de las culturas. El miedo a la desaparición total.

         ¡Si!. Nos sobrecoge el pensamiento de que no volviéramos a ver a aquellos a quienes amamos en este mundo. Nos quedaríamos profundamente frustrados si supiéramos que no florecería, después de nuestra muerte, el fruto de nuestras buenas obras, hechas con nuestro esfuerzo y con nuestra buena voluntad y también, claro está, con la ayuda el Señor.

         Sería triste y trágico pensar que más allá de la muerte, no hay una Esperanza, de que no habrá para nosotros una vida que ya aquí presentimos. Una vida en la paz y el gozo del Señor, en el amor sin límite, una vida sin lágrimas ni penas. Todos aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser a una vida en plenitud.
Y cuando anhelamos esa vida futura no nos equivocamos, porque esa tendencia natural a la inmortalidad y a la Resurrección la puesto en nosotros el mismo Dios. El nos ha dotado de ese afán de supervivencia. Nos ha dado una vida espiritual que busca incansablemente la Tierra Nueva y el Mundo Nuevo en que habita el Señor Resucitado, el primer nacido a esa Vida Definitiva.

         Él es el protagonista de esta Celebración. Lo simbolizamos con el Cirio Pascual encendido, signo de la Vida que el Resucitado da a todos los que han muerto.
Él viene a confirmar esos deseos, esas ansias de vida, esa tendencia natural que
llevemos todos a la plenitud. Su Resurrección es ya la Resurrección de nuestros seres queridos fallecidos. Él ha ido por delante para prepararnos un lugar.
Incluso nos ha anunciado ya las palabras con las que seremos recibidos allí
y con las que fue recibido hace un año este hermano de los que hoy hacemos memoria y también nos ayuda a pensar que nuestros ser querido fallecido no está en la nada, ni en el vacío ni en el silencio de la muerte, sino que están
con Dios, están descansado en sus brazos.

         Ahí están seguros y nosotros, aún en medio del dolor, nos sentimos con ánimo, consolados y con esperanza: “Yo soy la resurrección y la vida eterna, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mi, no morirá para siempre” “Ven, siervo bueno y fiel. Entra en el gozo de tu Señor”, O esas otras palabras de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.

         Vamos a seguir pidiendo por el y también por nosotros para que con ocasión de esta celebración del primer aniversario se acreciente nuestra fe, se fortalezca nuestra esperanza que va más allá del sufrimiento y de la muerte. Que así sea.

75ª. HOMILÍA

         Es hermoso comprobar que el recuerdo de quienes partieron de entre nosotros no se ha desvanecido con el paso del tiempo. Nuestra mente los mantiene vivos en la memoria y nuestro corazón los sigue venerando con amor. Pero sería una pena que todo se redujera a la visita al cementerio y al homenaje de unas flores. Está muy bien, pero para un creyente y para un cristiano no es suficiente. Un creyente confía en la vida tras la muerte y desea y ora para que esa vida sea en paz y en felicidad. Un cristiano cree en la resurrección futura, espera en la vida gloriosa y celebra que esa resurrección y esa gloria ya han sido conquistadas por Cristo para él y para toda la humanidad.
         Por eso, como creyentes cristianos, hemos venido a participar de esta eucaristía, porque en ella celebramos el triunfo de Cristo, porque en ella ofrecemos el sacrificio redentor de Cristo y unimos nuestra oración a sus infinitos méritos, y porque en ella proclamamos nuestra fe en la resurrección del Señor. Como en toda eucaristía, recordamos que «este es el misterio de nuestra fe». Como en toda eucaristía confesamos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».

         De eso se trata. Es el resumen de la fe y el resumen de la vida cristiana. Es la garantía de que, tras la muerte, Dios rescatará esa vida y le dará con Cristo la Resurrección y la gloria. Cristo la resurrección y la gloria. San Pablo lo recordaba con su mensaje de ánimo: “No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con El”.

         Desde el nacimiento a la vida de Dios por el bautismo, hasta su muerte, la existencia de un cristiano transcurre a la sombra de la cruz. Tan es así que decimos con el catecismo que «la señal del cristiano es la santa cruz». Una cruz que es signo del morir cada día al pecado y del luchar cada día por liberar al mundo de los efectos del pecado: el mal y el sufrimiento en todas sus dimensiones de hambre, de enfermedad, de marginación, de violencia, etc.

         Pero una cruz que es, a la vez, signo de vida nueva y resurrección: del hombre nuevo que se va consiguiendo desde el amor, la paz y la justicia.
Los seres queridos a quienes hoy recordamos ¡cuánto trabajaron por dejarnos un mundo mejor que el que ellos recibieron! ¡Cuánto debemos a su vida cristiana! ¡Cuántos valores nos transmitieron que deben constituir la mejor herencia:
honradez, espíritu de sacrificio, respeto y convivencia, fe, esperanza y amor cristianos! ¡Cuántas necesidades atendieron, cuánta esperanza despertaron, cuánto amor sembraron!. Con sus vidas de fe anunciaron la muerte y proclamaron la resurrección del Señor.

         Ellos se fueron. Y están en las manos de Dios. Pero nosotros seguimos aquí. Y la Palabra de Dios que hemos escuchado nos puede poner en la realidad. Y conviene meditar en cosas que vienen en nuestra ayuda.

EJEMPLO.- En la última guerra sucedió que en un pueblo los bombardeos destruyeron la Iglesia. Al terminar la guerra encontraron el “Cristo” que presidía el altar mayor literalmente destrozado. Los habitantes de aquel pueblo fueron pegando trozo a trozo el Cristo hasta formar todo su cuerpo. Todo ... menos los brazos. de los que no había quedado ni rastro. Y ¿qué hacer?. ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo, mutilado como estaba, en el trastero? ¿Sabéis lo que hicieron? Lo devolvieron al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía: Desde ahora, Dios no tiene mas brazos que los tuyos”. Y allí sigue, invitando a todos a ser sus brazos.

         Nuestro recuerdo es oración por ellos, con la confianza puesta en el Dios misericordioso, que perdona sus culpas y deficiencias humanas, y con la fe apoyada en el portentoso anuncio que el Señor ha manifestado en el evangelio: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”.

         Nuestro recuerdo es compromiso con el legado que nos dejaron y con los valores que nos enseñaron. Ahora nos corresponde a nosotros cumplir con la tarea cristiana de llevar hacia adelante este mundo que ellos pusieron en nuestras manos.
Y nuestro recuerdo es, además, celebración de la eucaristía. Acción de gracias a Dios por el regalo de sus vidas y por la obra realizada a través de su existencia. Y memorial de la muerte y resurrección del Señor. Con fe y con esperanza en la vida eterna que nos aguarda tras la muerte, reconocemos la salvación de Dios, realizada en Cristo: «Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor».

         Que nos sintamos hoy muy unidos a nuestro hermano que hace un año partió a la casa del Padre y que en su momento fueron prolongación de los brazos de Cristo para hacer el bien en el mundo. Y que nosotros aprendamos la doble lección: rezar por él y ser los brazos de Cristo en el mundo actual.

76ª. HOMILÍA

         La Eucaristía que estamos celebrando no es mero recuerdo sino memorial que hace presente la pascua de Cristo, es decir, la muerte y resurrección de Cristo, muerto por nosotros y resucitado para que todos resucitemos. Así en cada misa no solo celebramos su muerte y resurrección ya realizadas, sino que anticipamos la nuestra, la de todos los bautizados.

         La comunidad cristiana ha de recuperar el «sentido pascual de la  muerte cristiana» (SC 81) Como la muerte de Jesús (cf. Jn 13,1f) la del cristiano es un paso,  tránsito de este mundo a la casa del Padre, a la tierra prometida. Y por eso la santa misa es la forma más real y litúrgica de celebrarla porque en ella hacemos presente la muerte y la resurrección de Cristo que es su paso de este mundo al Padre y en ese paso o pascua de Cristo vamos celebrando las nuestras en cada misa.

         En este sentido, la Eucaristía es el anticipo del banquete celeste que tendrá lugar en el cielo. La eucaristía, en celebración terrena y de fe, anticipa los bienes del reino futuro, hace presente lo último que nos acontecerá plenamente en el cielo. (1Cor 11,26). A esta aclamación del apóstol, corresponde la Iglesia, diciendo en la liturgia: “Cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelva.” O claramente todos vosotros dentro de breves momentos, inmediatamente después de la consagración, cuando el sacerdote dice: «Este es el sacramento de nuestra fe», responde la asamblea: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

         Si la Eucaristía es verdadera proclamación de la resurrección de Cristo, lo es, sin duda, porque su humanidad glorificada se hace presente aquí, entre nosotros, bajo el velo de los signos del pan y del vino consagrados.

         Por eso, en cada eucaristía viene a nosotros la eternidad, Cristo glorioso, Hijo de Dios exaltado a la derecha del Padre y con Él vienen todos los bienes futuros que veremos y gozaremos en gloria, todos los vienes últimos y escatológicos. A través del cuerpo nacido en el seno de la Virgen, muerto y resucitado por el Padre, glorioso y celeste para los bienaventurados en el cielo, hecho presente en el pan y en el vino por la consagración, por su presencia y comida en la comunión eucarística, vienen a nosotros la eternidad y la gloria que disfrutan ya en el cielo los bienaventurados y nosotros en fe y esperanza y amor, sin tener todavía el descubrimiento total del velo. Ya lo había dicho El:

         “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. El último día como liberación, pascua, pacto definitivo y alianza y abrazo eterno de salvación con Dios se anticipa en cada misa, lo podemos experimentar si nuestra fe esta despierta y el amor vigilante.

         Si la Eucaristía es la carne resucitada de Cristo y nosotros comemos su carne ahora ya gloriosa y resucitada, también nuestra carne, nuestra persona, nuestra vida resucitará. Él ha repetido hasta la saciedad: “Este es mi cuerpo y esta es mi sangre, el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Yo soy la resurreción y la vida, el cree en mí aunque haya muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.

77ª. HOMILÍA

se levanta. Este es el Cristo resucitado que salió al encuentro de san Pablo y le cambió toda la vida y le hacia sentir y decir: “para mí la vida es Cristo... no quiero saber más que de mi Cristo... vivo yo pero no soy yo e Cristo quien vive en mí y todo su apostolado consistió en predicar el kerigma: “Cristo ha resucitado y está vivo”.

         Porque en la resurrección de Cristo, todos hemos resucitado. Porque en la muerte de Cristo todos hemos resucitado, la muerte ha sido vencida: lo rezamos hoy en el prefacio: «porque la vida de los que en ti creemos, no termina y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.., así lo creemos, así lo esperamos y lo pedimos en esta santa misa, en esta pascua del Señor que es la misa, paso del pecado a la gracia de la vida nueva, de la muerte a la resurrección en Cristo glorioso.

         Es la gracia que estamos pidiendo y mereciendo por los méritos de Cristo y la intercesión de los santos, y de nosotros,  la Iglesia peregrina para nuestro hermano N. Te pedimos Señor «que brille para él la luz eterna y viva con tus santos por siempre porque Tu eres piadoso» Amén.

78ª. HOMILÍA

(Vaticano II)

QUERIDOS HERMANOS: Quiero citar unos textos del Vaticano II, que nos ayuden a reflexionar y comprender este misterio de la muerte cristiana revelado por Cristo Jesús resucitado: (La homilía consiste en ir leyendo y explicando el texto)

«El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte» (GS18).

 «… son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsiste todavía? (GS10).

 «La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS!18).

«Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: “Abba!, Padre!”» (GS 22)

«Consituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (GS 38).

Normas de vida espiritual que surgen de la resurrección a la vida nueva de Cristo Resucitado:

«…el nuevo convertido emprende un camino espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la muerte y de la resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto en Cristo» (AG 13).

« [La Iglesia] está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas...» (GS8).

«… la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas...» (AG 37 ).

79ª. HOMILÍA

80ª. HOMILÍA

81ª. HOMILÍA

(Carta de San Braulio, obispo de Zaragoza)

Cristo Resucitado, esperanza de todos los creyentes

         Cristo, esperanza de todos los creyentes, a los que se van de este mundo los llama durmientes, no muertos, ya que dice: Nuestro amigo Lázaro duerme.  Y el apóstol Pablo no quiere que nos entristezcamos por los que se han dormido, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según nos asegura el Evangelio, no dormirán para siempre, ya que sabemos, por la luz de esta misma fe, que ni él murió, ni nosotros moriremos.

         Porque el Señor mismo “a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo y los que murieron en Cristo resucitarán”.  Así, pues, debe animarnos esta esperanza de la resurrección, porque volveremos a ver más tarde a los que ahora hemos perdido; basta sólo con que creamos en Cristo de verdad, es decir, obedeciendo sus mandatos, ya que en él reside el máximo poder de resucitar a los muertos con más facilidad que nosotros despertamos a los que duermen. Más he aquí que, por una parte, afirmamos esta creencia y, por otra, por no se qué impresión de ánimo, volvemos a nuestras lágrimas, y el deseo de nuestra sensibilidad hace vacilar la fe de nuestro espíritu. ¡Oh miserable condición humana y vanidad de toda nuestra vida sin Cristo!

         ¡Oh muerte, que separas a los que vivían juntos, que, dura y cruel, arrancas de nosotros a los que nos unía la amistad! Tus poderes han sido ya aniquilados. Tu yugo implacable ha sido roto por aquel que te amenazaba por boca del profeta Oseas: “¡Oh muerte, yo seré tu muerte!”. Por esto podemos apostrofarla con las palabras del Apóstol: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu guijón?”.

         El mismo que te venció nos ha redimido a nosotros, entregando su vida muy amada en poder de los malvados, para convertir a estos malvados en amados de él. Son ciertamente muy abundantes y variadas las enseñanzas que podemos hallar en las escrituras Santas, para consuelo de todos. Pero bástenos por ahora la esperanza de la resurrección y el fijar nuestros ojos en la gloria de nuestro Redentor, en el cual, por la fe, nos consideramos ya resucitados, según dice el Apóstol: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él”.

         No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a aquel que nos rescató, a cuya voluntad ha de estar siempre sometida la nuestra, tal como decimos en la oración: “Hágase tu voluntad”.

         Por esto, con ocasión de la muerte hemos de decir como Job: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Repitamos ahora estas palabras de Job y así este trance por el que ahora pasamos hará que alcancemos después un premio semejante al suyo.”

82ª. HOMILÍA

CARTA DE PASCAL A SU HERMANA POR LA MUERTE DE SU PADRE

         «Sabemos que la vida, la vida del cristiano, es un sacrificio continuo que sólo puede culminar en la muerte. Sabemos que, de igual modo que Jesucristo, al entrar en el mundo, se consideró y ofreció a Dios como holocausto y verdadera víctima…, así también, lo que se realizó en Cristo Jesús ha de realizarse en todos sus miembros…

         Puesto que Dios ve a los hombres sólo a través de su Mediador Jesucristo, los hombres han de verse a sí mismos y a los demás hombres sólo a través de Jesucristo…

         Consideremos, pues, la muerte de Jesucristo y no sin Jesucristo. Sin El, la muerte es terrible, espantosa, horror de la naturaleza. En Jesucristo viene a ser completamente distinta: amable, santa, alegría del creyente. En Jesucristo todo es dulce, incluso la muerte. Para ello sufrió y murió, para santificar a la muerte y a sus dolores. Para esto, Él, como Dios y como hombre, fue todo lo que hay de grande y de abyecto, para santificar en sí todas las cosas, excepto el pecado.

         Así son las cosas por lo que se refiere a nuestro Señor. Veamos ahora qué es lo que sucede en nosotros. Desde el momento de nuestra entrada en la Iglesia…, quedamos ofrecidos y santificados. Esta ofrenda como sacrificio perdura toda nuestra vida y se consuma en la muerte. Entonces el alma se desprende verdaderamente de todos los vicios y de todo amor a lo terreno, cuyo contagio la mancha siempre en esta vida, consumando así su inmolación y siendo acogida en el seno de Dios.

         ¡No nos aflijamos, pues, como los paganos que no tienen esperanza! No hemos perdido al padre en el momento de su muerte: le habíamos perdido ya, por decirlo así, cuando entró en la Iglesia por el Bautismo. Desde entonces pertenecía a Dios; su vida estaba consagrada a Dios; sus acciones pertenecían al mundo sólo en cuanto ordenadas a Dios. En su muerte se desprendió totalmente del pecado, y en ese momento Dios lo acogió y su sacrificio alcanzó culminación y coronamiento…».

83ª. HOMILÏA

                            Lecturas: Flp 3, 20 – 21; Evangelio: Bienaventuranzas

         Estamos celebrando esta Misa Funeral por el eterno descanso de nuestro hermano N. que nos ha dejado. Y hemos venido para pedir a Dios que lo acoja en el Reino de sus misericordias.

         Siempre la muerte de una persona querida nos llena de tristeza y añoranza. Sentimos como un desgarrón por dentro, en nuestro corazón. Y es normal que así sea, porque la ausencia de nuestros mejores amigos nos deja un vacío que nada ni nadie podrá llenarlo.

         Sabemos que el mismo Jesús vivió también la muerte. Recordad aquel pasaje del Evangelio de Lucas, cuando nos dice que Jesús en una de sus caminatas por tierras de Palestina llegó a Betania y se acercó a la casa de unos amigos y resultó que uno de ellos, Lázaro, había muerto. Dice el Evangelio que “Jesús se echó a llorar”.

Por tanto, Él comprende, incluso se hace solidario de nuestro dolor y se identifica especialmente con vosotros, la familia más directa de N. su esposa N., sus hijos N. N...

         Para los cristianos, aunque sintamos profundamente este dolor, siempre tenemos la firme certeza de que no todo acaba con la muerte. Y esto es lo único que nos puede mantener en la Esperanza.

         En la primera lectura, muy corta, que hemos leído, de la Carta de Pablo a los Corintios se nos decía que “somos ciudadanos del Cielo” Que de allí aguardamos un Salvador, que es Jesucristo. Efectivamente, creemos que la vida puede más que la muerte. Nuestra fe confiesa que la vida de Jesús no terminó en el madero de la Cruz, sino que acabó en el triunfo de la Resurrección. Y por eso, nosotros, que estamos injertados en la vida de Jesús creemos que cuando nos llegue el día de nuestra muerte, Dios no nos va a abandonar, sino todo lo contrario. Nos llenará de una Nueva vida, de una vida que llamamos plena.

         Nos lo decía San Pablo: “El Señor trasformará nuestro cuerpo humilde en modelo de su cuerpo glorioso”. Son palabras que nos pueden sorprender un poco. San Pablo a esto que llama “nuestro cuerpo humilde, sencillo, de poco valor”, el Señor lo cambiará en cuerpo glorioso, resucitado. A nosotros nos cuesta entender este lenguaje.

         Estamos dominados por una cultura que valora tanto el cuerpo que llegamos a pensar que el cuerpo es lo más importante de una persona. De ahí el slogan: «Cuerpos Danone». Y para ello: Dietas, gimnasios, deporte, cremas, masajes, estheticien. ¡Cuánto dinero se mueve en torno al culto al cuerpo. Estamos inmersos en una cultura que nos lleva a pensar que lo más importante es la imagen que ofrecemos, no lo que somos de verdad por dentro. Vivimos en un mundo de apariencias, de fachada, superficial..

         San Pablo cuando nos ha hablado de nuestro “pobre cuerpo”, nos dice que no es lo más importante. No nos engañemos. El cuerpo de nuestro/a hermano/a N. se ha ido deteriorando con los años. Le llegó la enfermedad, los achaques...

         Pero lo más importante de N. no es lo que queda de él : sus despojos, sus restos. Lo más importante es todo lo que haya amado, el talante con el que ha vivido, la fe que ha informado su vida. Eso sí es importante.

         En el Evangelio hemos visto el estilo de la vida de Jesús. Las Bienaventuranzas nos ofrecen unos criterios totalmente opuestos a los que nos ofrece el mundo. ¿Qué es lo que de verdad cuenta en la persona humana? ¿ Qué podemos recordar de nuestro hermano N.?. Recordamos los ejemplos que nos ha dado. Su simpatía, su amistad, la alegría que dio, su sencillez de vida, su fe

         Por eso, Jesús llama dichosos a los limpios de corazón, a los fuertes ante las contrariedades, a los transparentes en su relación con los demás. Y luego Jesús nos ha dicho que “será dichoso el que haya sabido compadecerse de los demás”, es decir, quien haya sufrido con los demás y haya sabido sonreír con los que sonreían y llorar con los que lloraban. Será dichoso el que ha estado al lado de aquel que sufre ... ese tal, será dichoso ya en este mundo.

         También dice Jesús que será dichoso el que es pacífico. Quien sabe llevar la paz allí donde hay discordia. Quien en vez de echar leña al fuego, procura apaciguar los ánimos y pone un poco de sosiego donde los ánimos están exaltados. Aquel que tiene capacidad de perdón, dice Jesús, será dichoso.. y así podíamos seguir repasando el resto de las Bienaventuranzas...

         Que el Señor Jesús nos ayude esta tarde a valorar todo lo que de bueno tenía nuestro hermano N. Que lo que hayáis aprendido de él os estimule a seguir con fidelidad el camino de las Bienaventuranzas de Jesús. Que el Señor os consuele y os dé fuerza a vosotros, sus familiares.

         Para N. pedimos al Señor que le perdone sus pecados y lo tenga en su gloria participando de la Fiesta del Amor de Dios y desde allí interceda por nosotros, para que demos a nuestra vida de cada día su verdadero sentido.

84ª. HOMILÍA

         Lecturas: Sab: “Dios creó al hombre inmortal”; Evangelio: Mt 11, 25 -30

         Rodeada de cariño y de atenciones de sus dos hijos y de su hermano, se nos ha ido N. casi de puntillas, empujada fuertemente por una grave enfermedad que la

acompañaba desde hace ya más de dos años. N. ha sido esa mujer nacida en X . Desde que se casó pasó a vivir a X donde ha pasado la mayor parte de su vida, dedicada de lleno a su familia y al trabajo de cada día.

         Brevemente nos vamos a acercar a esta Palabra de Dios que siempre nos comunica algo importante que como cristianos nos debe servir de pauta de comportamiento.

         Y así la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría hemos leído y escuchado que “Dios creó inmortal al hombre y lo formó a su imagen y semejanza”. Y creo que es oportuno recordar estas cosas que toda persona ha recibido, que hemos recibido una vida que ya es inmortal para siempre y que tenemos algo cuasi-divino, porque hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza.

         Y está bien recordar esto, cuando estamos celebrando la muerte de nuestra hermana N. Es verdad que la muerte pone las cosas en su sitio. Pone a las personas en su sitio. A pesar de nuestra grandeza somos muy limitados, sin olvidar que Dios nos ha creado para siempre.

         Y en el Evangelio nos encontramos con una alabanza a las personas humildes que son fieles a sus ideas y a sus comportamientos familiares y sociales. Y recordamos estas palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.

         Es la alabanza de Jesús a las gentes sencillas, a los que no están todos los días en los Medios de Comunicación, que no llaman la atención, pero que en el fondo son profundamente religiosas, que cumplen diariamente con su trabajo, con su papel en la familia, allá donde están.

         Y a estas personas y en concreto a vosotros, os dice: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. Creo que N. estaría ya cansada y agobiada por el peso de la enfermedad. Y Jesús quiere ser el alivio para ella. Dios quiere ser la paz, la felicidad, el descanso, la plenitud para nuestros difuntos. Saber esto nos debe aportar serenidad ante la muerte de nuestros familiares y también cuando pensemos en nuestra propia muerte.

         Toda muerte cercana es para nosotros como una llamada: En primer lugar, una llamada a asumir con serenidad, con naturalidad la muerte que nos va llegando poco a poco a todos.

         En este sentido es todo un ejemplo la abuela de Navarra, llamada Honoria que el día de su cumpleaños (cumplía 105 años) le decía a un periodista: «Yo rezo mucho. Unos dicen que Dios existe y otros dicen que no. A mi me da igual. Sigo fiel a la doctrina que aprendí de niña. Si es verdad que existe, muy bien y si no, tampoco pierdo nada. Pero existe y el amo porque a mi me ayuda y a mi me da mucha paz y me siento bien. Cada día le digo al Señor: llévame cuando quieras y como quieras. Pero de momento parece que me pide que tenga paciencia».

         Y también la muerte es una llamada a todos, para que mientras vivamos, aprovechemos para llenar nuestra vida de todo aquello que es un servicio a Dios y a las personas, que es lo que en definitiva nos va a valer para el más allá. Eso se llama esperanza cristiana, estar esperando a Dios en esta vida. No haciendo nada o pidiendo perdón de lo que nos impida el encuentro con Dios.

85ª. HOMILÍA

         Hay cosas que a uno le gustaría que no llegaran nunca, pero ahí están. Es lo pasa con la muerte de una persona querida. La muerte de N. nos está recordando que toda vida humana termina, como terminará, más pronto o más tarde, la de todos los que estamos aquí.

         A todos nosotros Dios nos ha hecho el regalo de la vida, que es el mayor y el mejor de los regalos que tenemos y muchas veces no lo sabemos ni reconocer ni agradecer, aún sabiendo que esa vida que hemos recibido es inmortal.

         Por eso los cristianos, ante la muerte normalmente nos encontramos serenos, aún en medio del dolor, porque sabemos y creemos que Dios nuestro Padre acoge nuestra vida en sus manos porque sabemos que esa vida no se pierde en la nada.

         La actitud del cristiano arranca de su fe en Cristo Resucitado. Quien cree en la Resurrección adopta una postura nueva ante la muerte y en esa línea escribía un famoso teólogo: “No morimos para caer en una oscuridad, un vacío, una nada, sino que morimos para adoptar un nuevo ser, para ir hacia una plenitud, hacia la luz de un día del todo distinto”.

         Y entre este venir a la vida y ese llegar a la muerte, tenemos un espacio. Hay un tiempo que hemos de aprovechar, que tenemos que llenar. N. nuestro hermano difunto, tuvo un espacio y un tiempo de X años de vida. Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo de vida le espera. Una persona muy importante escribió esta frase: «Hace ya mucho tiempo que me muero un poco cada día».

         Y ¿sabéis lo que hizo este hombre? Cuando se dio cuenta de que estaba muriendo poco a poco ¿se dejaría llevar por la desesperación, se daría a la buena vida según aquello de “comamos y bebamos que mañana moriremos? Jesús de Nazaret, a sus seguidores, nos ha propuesto un programa que viene en nuestra ayuda para llenar el tiempo entre venir a esta vida y marcharse a la Otra. Ese programa es el de las Bienaventuranzas.

         Son unos criterios que nos llevarán a ser felices. Son las famosas Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Dios quiere que seamos felices aquí, y en el más allá de la muerte.

         Y en el Evangelio de hoy hasta nueve veces llama “dichosos”: a los pobres de espíritu, a los sufridos, a los que lloran, a los que ansían la justicia, a los misericordiosos, a los que tienen el corazón limpio, a los trabajadores por la paz.

Y termina diciendo: “Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el Cielo”.

         Y termino leyendo la letra de una canción que tiene mucho sentido y muchas veces se ha cantado en esta Iglesia, que dice: «Cuando la pena nos alcanza por un hermano perdido, Tu nos dijiste que la muerte no es el final del camino. Que aunque morimos, no somos carne de un ciego destino. Tú nos hiciste, tuyos somos, nuestro destino es vivir, siendo felices contigo sin padecer ni morir».

         Nos hemos reunido esta mañana en al iglesia para pedir que todo esto se haga realidad en nuestro hermano N. Descansa en paz, en la paz eterna, en Dios, tu Padre y creador, que soñó contigo y te creó para vivir su misma felicidad y eternidad.

86ª. HOMILÍA

                  Lecturas: Ap 21, 1 5aa. 6b-7;  Evangelio: Jn 17, 24 -26

         Estamos ofreciendo esta Eucaristía por nuestro/a hermano/a N. Los familiares, los amigos, los conocidos estáis aquí para rendirle el último homenaje. Y para interceder ante el Señor por él.

         La vida, esta vida humana de que disfrutamos es el mejor regalo que Dios nos da. Así pensamos y así actuamos todos cuando en unos momentos determinados, por ejemplo cuando ocurre un accidente, lo primero que preguntamos es ¿ha habido algún fallecido? Si te dicen «no»,parece que todo lo demás no importa tanto. Y es que si se pierde la vida se pierde todo. Porque la vida es el mayor don, el mayor regalo que Dios ha hecho al hombre.

         Sin embargo, tenemos que decir que la vida, esta vida humana no es en sí misma un valor absoluto. Un valor que hace que no haya nada por encima de él. Porque Si hay algo que es superior todavía a la vida humana. Es el Espíritu del hombre. Superior al dinero, al poder, a la ambición. Lo que le da al espíritu humano categoría importante es saberse inmortal. Porque el espíritu del hombre es más fuerte que la materia. Esta se corrompe, mientras que el espíritu permanece para siempre.

         Además, todos sabemos que en el primer contacto que Dios tiene con el hombre en el momento mismo del Bautismo quedamos injertados a su misma vida. Vida de Dios que no se mide por años. Vida que es inmortal, que no perece. Hay en el Bautismo como una siembra de semillas de inmortalidad, que a la hora de la muerte en virtud de la fuerza de Cristo Resucitado, se ponen en movimiento para llenarnos de la auténtica vida.

         Todo esto lo sabemos por los textos sagrados y por el Concilio que nos ponen en condiciones de afirmar que la muerte no es una cosa totalmente negativa, sino que es un valor en si misma, pues nos pone en contacto directo con la vida de Dios que deseamos disfrutar.

         Es cierto que nos cuesta atravesar esa puerta, pero una vez abierta nos pasará a una gran sala de comensales en la que el mismo Señor nos irá sirviendo. Nos lo acaban de decir las lecturas de hoy: Iremos a unos “Cielos Nuevos y a una Tierra Nueva donde Dios mismo será nuestro lugar”. Allí, añadirá San Pablo, “no habrá luto ni llanto ni dolor, sin paz y alegría sin fin”. Todo allí será redondo.

         En esta esperanza vivimos. Nos ha proclamado el Salmo: “El Señor es mi Luz y mi Salvación, a quien temeré. Una cosa pido al Señor, lo demás no me importa: habitar en la Casa del Señor por años sin término”. La esperanza en la que vivimos es como el oxígeno para el enfermo que tiene dificultades para respirar. Todos necesitamos esta virtud de la esperanza. En especial hoy vosotros los familiares de N., que os veis sumergidos en el dolor.

         Si nos hemos reunido en torno a la mesa de la Eucaristía es para despertar y revivir esta esperanza que no se basa, como veis, en palabras humanas, sino en la Palabra de Dios y en la fe de la Iglesia.

         Para Jesús la dignidad de la persona no está en la cartera, ni en ningún título

de propiedad, ni en el aplauso, sino en la capacidad de amar y de servir. Para Jesús

son importantes aquellos hombres y mujeres que saben poner la vida, las cualidades y el tiempo al servicio de los demás. Y nosotros sabemos que todo hombre y mujer que procura por lo que tiene y ha recibido al servicio de los demás, vivirá para siempre.

         Os invito a recordar lo que cada uno sepa del amor que este hermano nuestro haya dado a sus familiares, esposa, padres, hijos, amigos... porque todo ese caudal de bondad todas esos actos de amor salen ahora en su defensa y le van a llevar a las manos de Dios.

         Hoy estamos aquí diciendo el último adiós a N. y al mismo tiempo acompañando a una familia dolorida. Esto es un gesto de solidaridad humana, y un gesto de amor al prójimo. Es también un gesto de amor a Dios, porque en la medida que amamos al prójimo, estamos amando a Dios. Pero luego, cuando salgamos de la Iglesia, este gesto tiene que seguir cumpliéndose. Ese amor al prójimo y ese amor a Dios tienen que llegar a donde nos movemos cada uno de nosotros.

         Que esta celebración nos ayude a todos a amarnos un poco más, a amar al prójimo y amar a Dios. Actuando así estamos honrando a quien hoy recordamos en nuestra oración.

         Que esta oración sea señal de que no olvidamos a las personas que han ido delante de nosotros y que nos han comunicado lo que ahora somos y tenemos. Presentemos al Señor ahora nuestras plegarias por nuestro/a hermano/a N.

87ª. HOMILÍA

                  Lecturas: Rm 6, 3 -4. 8 - 9; Evangelio: Lc. 24, 13 -35

         Estamos aquí reunidos para celebrar la muerte de este hermano nuestro. A veces, sobre todo para aquellos que no tienen fe, se cree que la muerte es el mayor fracaso. Sin embargo, para los creyentes, es distinto. Sabemos que en medio del dolor que sentimos  --porque la muerte de un ser querido siempre produce una herida, una tristeza, un dolor; es normal esto--, queremos encontrar un sentido a este misterio de la muerte. Y ese sentido lo recibimos de la Palabra de Dios.

         Para nuestra hermana pedimos a Dios que le haga participar de esa Vida Eterna de que gustó desde sus comienzos. Las personas tenemos nuestras flaquezas, tenemos nuestras miserias, pero tenemos sobre todo la certeza enorme de que Dios nos quiere.

Hemos escuchado en el Evangelio, la escena del encuentro de Jesús con aquellos discípulos que iban a Emaús. También a nosotros nos ocurre como a los dos discípulos desilusionados. Ellos esperaban que el Maestro Jesús daría cumplimiento a todas sus esperanzas.

         Pero tienen la sensación de que todo ha sido un fracaso. Han perdido la ilusión. Y en aquella situación el mismo Jesús les sale al encuentro y se pone a su lado a caminar con ellos. Mirad, esto es lo que hace ahora Jesús con nosotros. Estamos abatidos, tristes por la situación que estamos viviendo. Y su Palabra es Luz, y es consuelo

         Si aquellos discípulos de Emaús luego se dan cuenta de que sus corazones ardían mientras Jesús les hablaba y llegan a entender que todo aquello tenía que suceder, también a nosotros esta tarde la Palabra del Señor nos tiene que llenar de esperanza “el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá”.

         Y nosotros estamos seguros de que esta hermana nuestra ha creído y por ello ha participado ya de la Vida de Dios. Es lo que pedimos hoy en este encuentro. Pedimos que ella que participó por la fe de la Vida y del Amor de Dios lo guste ahora plenamente.

         Pero hay más. Jesús también nos dice “Y el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. Es decir: Nuestra muerte no será el final, como no lo es tampoco para esta hermana nuestra. Será un paso amargo, costoso siempre, un paso para encontrarnos con la Luz, con la Vida Nueva, el Evangelio. Y termina el relato con una palabra que se cumple en nosotros: “Le reconocieron a Jesús en el partir el pan”.

         Qué hermoso sería que nosotros también le reconociéramos a Jesús aquí en la Eucaristía, que es la expresión de una vida entregada y repartida. El está en medio de nosotros exactamente igual que en la tarde aquella para entregarnos su propio Cuerpo, su alimento de vida eterna, pues El que come mí carne y bebe mi Sangre tiene Vida eterna.

         Nosotros somos capaces también de reconocerle a El y eso es lo que supone celebrar la Eucaristía. Todos nosotros llevamos en nuestro cuerpo la semilla de (a inmortalidad, esa semilla que se convertirá en una hermosa realidad.

         Que esta Eucaristía de hoy al celebrar el misterio de la Muerte de Cristo y su Resurrección en la que ha participado nuestra hermana tantas veces, sea para nosotros hoy un anuncio gozoso, como lo fue para los discípulos de Emaús, de que Cristo está vivo y Resucitado.

         Y esa es la mejor garantía, la mejor seguridad de que lo mismo que un día participaremos de su Muerte también participaremos de una Resurrección como la suya.

         Para ello hemos de alimentarnos del Pan de su palabra y de la Eucaristía.

88ª. HOMILÍA

                  Lectura: Lam 3, 17-26; Evangelio: Mt 11, 25-30

         Nosotros creemos que la vida es más fuerte que la muerte. En el Credo decimos: «Creo en la Resurrección de la carne». Se entiende, no en sentido literal, sino en el sentido de que recuperaremos nuestro compañero de fatigas --el cuerpo-- en estado glorioso.

         Los cristianos nos atrevemos a creer que no quedamos huérfanos, pues lo mismo que resucitó Jesús a una Vida distinta, gloriosa, resucitarán también nuestros seres queridos y nosotros mismos. La fe y la esperanza van unidas. Decía Unamuno: «Sólo el que cree de verdad, puede esperar». Y sólo el que espera de verdad puede creer. Porque no creemos, sino lo que esperamos y no esperamos, sino lo que creemos.

         La esperanza es el otro lado de la fe, que nos certifica que Dios quiere a los hombres y al mundo, que los cuida, los ama y los salva. Nos hace mucha falta la fe, pero nos hace también mucha falta la esperanza. Hoy hay muchas personas que no encuentran sentido a la vida. No creen que el mundo ni el hombre pueda mejorar. Viven como resignados, arrastrando sus vidas sin ilusión. O buscan alegrías baratas que taponen la desazón que muchos llevan dentro.

         Pero lo más asombroso es que haya cristianos que parecen vivir sin esperanza. Hace la impresión de que no esperan cosas buenas. Los niños, en la noche de Reyes, se acuestan con los ojos brillantes, están como expectantes. Saben que el regalo vendrá, que llegará sin fallo y gozan más esperándolo que poseyéndolo.

         A los cristianos se nos nota poco que creemos en la Resurrección, en la Vida Eterna. No se nos ve como viajeros en camino hacia la felicidad eterna. Tenemos, me parece, las mismas caras aburridas que el resto de la gente. Y la verdad es que nuestra historia termina bien, muy bien. Al otro lado de la muerte nos espera Dios, como esperan los padres a los hijos, con los brazos abiertos.

         Y tenemos que convencernos de que Dios no quiere la enfermedad, ni el dolor ni la muerte. El proyecto de Dios es que el hombre viva feliz, en paz completa, Y hacia eso, seamos conscientes o no, nos orienta y hacia eso nos estimula.

         Como también acompaña nuestra debilidad y nuestras dificultades y está cerca de nosotros sosteniéndonos en los momentos especialmente difíciles de nuestra vida.

Me gustaría que todos pudiéramos experimentar como el autor de la V lectura: “Que la misericordia del Señor no se termina”. Es más, se renueva cada mañana: “Su fidelidad es grande como el mar”.

         Ayúdanos, Señor, a sentir tu amor en esta situación. Sabemos, porque la vida así nos lo está enseñando, que muchas veces los gestos de amor no son entendidos. Incluso algunas veces hay gestos de amor que son costosos de recibir. Quisiéramos, Señor, confiar en tu fidelidad, en que tu amor no se termina, que se renueva cada mañana.

         N. con su vida nos deja este testimonio: el de la sencillez, el de la humildad y el del servicio callado. Seguro que siendo bueno, sencillo y servicial tampoco siempre habrá sido entendido por los suyos y por los demás.

         N. y tantas otras personas, transparentan con su vida esta realidad, esta pasta de la que todos estamos hechos. En definitiva, transparentan el rostro de Dios, el gran secreto de la vida.

         A nosotros que nos duele la muerte de N. y que valoramos su vida por lo que tuvo de entrega, de sencillez y de servicio nos queda una cosa: el deseo de vivir con esas mismas actitudes, que por otra parte están al alcance de todos.

         Hay cosas que no están al alcance de todos. Pero ser atentos, cordiales, serviciales, sencillos, bondadosos, «buena gente»... eso está al alcance de todos. Todos tenemos  la materia, la pasta para condimentar la existencia con estos valores.

         Seguimos la Eucaristía para pedir al Señor que nos acompañe, que nos ayude en este momento y en los demás momentos en que hemos de ser hombres y mujeres que se sienten hijos de Dios y hermanos de todos.

89ª. HOMILÍA

                  HOMILIA: Ap 14, 13: “Dichosos los que mueren en el Señor”

         Hay sucesos que no por esperados dejan de producirnos pena. Es el caso de la muerte de este familiar vuestro N. de X años. Un desenlace obligado, esperado y obvio. Pero sin duda que para vosotros los hijos, nietos y familiares más o menos lejanos, ha llegado la hora de reconocer esta pérdida como algo, íntimo, que pertenecía a vuestra propia identidad. Hoy sentís la muerte de vuestro bisabuelo, abuelo, padre, que hasta el final de sus días ha mantenido su memoria y su lucidez.

         N. era también miembro de nuestra Comunidad Parroquial de X. Aquí ha venido acudiendo con fidelidad a alimentar su fe con la Palabra de Dios y a entrar en comunión con el Cuerpo del Señor, llenándose de la Vida que ahora será Vida para siempre y Vida plena.

         La muerte es siempre ingrata e inesperada. Dice Jesús que llega como un ladrón, aunque uno haya pasado cerca un siglo de años, como en el caso de N. Es el fin de esta vida temporal y de la administración de los bienes que nos ha confiado el Señor. Es el día en que hemos de comparecer en el juicio para dar cuenta de lo hecho o no hecho

         Por encima de todo, la muerte de un cristiano, como es el caso de este hermano, es el encuentro con el Señor. Es la llegada a la plenitud de una realidad vivida en fe y en esperanza. Porque nuestro hermano N. tuvo fe. Fue su tesoro. Su mejor adorno. Procuró cumplir con los Mandamientos de Dios y de la Santa madre Iglesia. Tuvo contacto con los Sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía y estuvo abierto a las necesidades de los vecinos. Vivió y ha muerto en la fe de la Iglesia. Estoy seguro de que en su última enfermedad no perdió la calma.

         Hoy, en esta Eucaristía de homenaje y despedida elevamos al Padre a través de Hijo una oración por él. Una oración que brota de lo más profundo de nuestro corazón, para pedir al Señor que le perdone sus infidelidades, sus deficiencias, sus pecados.

         La Palabra de Dios que hemos escuchado, más allá de nuestras personales ideas, nos ha dicho cómo hemos de valorar el futuro que nos aguarda desde el presente. Dejémonos penetrar por lo que nos ha dicho la Palabra de Dios, para que nos ilumine el camino que hemos hecho hasta ahora junto a N. y que quisiéramos seguir haciendo con el espíritu de disponibilidad con que él lo recorrió.

         Nos ha dicho: “Dichosos los que mueren el Señor”. Por tanto, no es un agravio ni para la familia, ni para nadie, decir: «Dichoso N. que ha alcanzado la meta tras haber vívido con el espíritu de Jesús». Terminó su morada terrenal, como dice la liturgia, y ha adquirido una mansión eterna en el Cielo donde no hay angustia, ni duda ni dolor. El día de su Bautismo recibió el derecho a heredar el Cielo y ahora se ha encontrado cara a cara con el Señor. Si, dichosos los que viven y mueren en el Señor, con el Señor.

         Y además la breve, muy breve lectura del Apocalipsis que hemos hecho, nos ha dicho otra cosa: “Ellos descansan de sus trabajos” La vida es trabajo, esfuerzo. lucha continua, fatiga. La vida es servicio, entrega, amor. Seguramente cuando este hermano nuestro se ha presentado ante el Señor le habrá ido mostrando su cariño, su amor, su ternura, sus sacrificios, todo aquello que fue formando sus deberes de padre, esposo. Le habrá presentado tantas atenciones como almacenan las gentes sencillas y buenas que van pasando calladamente, pero haciendo el bien a manos llenas.

         Acabaron sus trabajos, sus fatigas, sus achaques. La vida ofrece muchas posibilidades. Permanece lo fundamental: la justicia obrada, el bien hecho, el amor dado y recibido, el servicio desinteresado, el amor a Dios puesto en práctica. Todo este fruto granado puesto como en un ramillete, lo recogen las manos amorosas del Padre.

         Al despedir a este hermano, os invito a recordar el ejemplo de tantos hombres mujeres que han seguido con fidelidad el camino de Jesucristo. No es lo mismo vivir con el estilo de vida de Jesús, que vivir sin él. La vida de hoy, es el fruto del mañana. Cada día vamos escribiendo una página del libro de nuestra vida. Al final, son nuestras Obras Completas. El ofrecimiento a Dios de toda la vida en su conjunto, de golpe.

         En esas Obras Completas hay letras de todos los colores, unas páginas estarán escritas con letras rojas --son los sacrificios, los esfuerzos, los sinsabores--. Habrá muchas líneas subrayadas ¿serán las cosas buenas que hicimos. Habrá también tachaduras, borrones, correcciones, expresión de lo que no acertamos a hacer bien. Habrá también trozos en blanco, como señal de lo que dejamos de hacer por comodidad por pereza o cobardía.

         Todos nosotros estamos aún a tiempo de seguir escribiendo páginas hermosas en el libro de nuestra vida. Nosotros seguimos caminando. Pero hemos de caminar con fe, como hijos de Dios, sin distraernos con las cosas que nos pueden apartar del camino que conduce a Vida. Construyendo el Reino de Dios, que es Re- ¡no de justicia, de amor de gracia y de paz. Porque es difícil llevar paz a los demás, si no la tenemos en el corazón; es difícil contagiar alegría, cuando estamos agobiados en nuestro interior por la tristeza, es difícil que llevemos amor y comprensión, cuando almacenamos indiferencia o desamor.

         Vamos a continuar esta Celebración. Junto a la entrega del Señor Jesús al Padre, queremos celebrar la vida de N. como esposa, madre, abuela y amiga. Sintonizando con todo el cariño que ofreció a las personas que habéis estado cerca de ella y con el afecto que le habéis dedicado

         Todo esto lo hacemos dándole gracias a Dios por todo lo que a través de Jesús nos ha aportado y le damos gracias también por la Esperanza que nos produce saber que El nos quiere, nos acompaña y nos espera y saber que un día podremos disfrutar junto a N. del amor entrañable que El nos tiene.

HOMILIA 90ª.

         Estamos celebrando esta realidad consoladora que hace posible el Señor. El

unir nuestra vida y la vida de N. a la vida de Jesús. Es el Señor el que nos toma de

la mano y nos hace pasar a la vida que no acaba, a la vida trasformada en algo nuevo.

         Jesús en sus comentarios comunicaba esta visión de la vida, como un tiempo

de convivencia, de fraternidad pero que no acaba al chocar contra el muro de la muerte, sino que lo trasciende y cambia en vida plena para los hijos de Dios.

         Este encuentro con Jesucristo, con los que estamos aquí y con vosotros, familiares si nos ha de ayudar a algo ha de ser para meter en nuestros corazones esta certeza: Somos creyentes en una persona que está viva. La muerte no es el fin de todo. Es el fin de una primera parte, pero el comienzo de una nueva vida que nos hace entrar en el gozo pleno que todos anhelamos y que comenzamos a experimentar por este paso.

         Nos acaba de decir el Señor en el Evangelio. “No perdáis la calma”. Y lo dice Jesús que sabe muy bien el dolor que produce la separación de una madre, la muerte de un ser querido. Fijaos que dice Jesús estas palabras en una Cena de despedida cuando a El se le venía encima el final. Cuando sentía sobre sí la realidad dolorosa de la muerte. “No perdáis la calma. Creed. Tened confianza. Tened seguridad. Creed en Dios y creed también en mi”.

         Estas palabras de Jesús dichas en aquellas circunstancias nos las dice a cada uno de nosotros cuando nos llega esta realidad dura, dolorosa de la separación, pero es bueno oírlas, porque nos dan seguridad, confianza, nos abren a la fe y es cuando más las necesitamos.

         Jesús las dice porque las vive. Jesús tiene la seguridad del más allá. Sabe que ese es el destino del hombre. Y habla muchas veces de ello. Somos de Dios. Venimos de El. Y volvemos a El.

         Dios nos acompaña en nuestro caminar. El Padre nos recibe en la otra orilla, con los brazos abiertos, porque nos quiere hacer participes de su misma Vida.

         Si seguimos leyendo el Evangelio nos dice Jesús que en la Casa de su Padre hay sitio para todos. Que El ha vivido nuestra vida y ha pasado por nuestra misma muerte para asegurarnos ese sitio. Tú y yo tenemos sitio junto al corazón de Dios, participando de su misma vida y de la misma felicidad de Dios. “Vuelvo al Padre para que donde yo estoy estéis también vosotros”. Creed esto dice Jesús en aquella despedida.

         Queridos amigos: La inmensa mayoría de los que estamos aquí somos cristianos. Nos llamamos cristianos. Pero yo me pregunto muchas veces hasta donde esta verdad, esta seguridad orienta nuestra vida y anima nuestro vivir...¿Seguimos a Jesús que es el Camino, la Verdad y la Vida o nos dejamos deslumbrar por otras luces que nos ofuscan el camino y nos llevan a donde no queremos ir? ¿Seguimos el Camino de Jesús? ¿Vivimos en esa esperanza, en esa seguridad? La vida de que disfrutamos ahora es un regalo de Dios --porque la vida no te la das tú, la vida te la dan-- pero es una parte pequeña de ese Gran Regalo que es la Vida con Mayúscula

         “Yo soy la vida”,Jesús es Vida, no sólo durante los 33 años que vivió sino que es Vida hoy, después de 2000 mil años. Si no ¿qué sentido tiene que estemos aquí? ¿Qué sentido tiene que estemos recordando y rezando por N.? ¿Para qué proclamar este evangelio? Sólo si Él es a Vida con mayúscula todo se ilumina para nosotros.

         Ser cristiano es creer esto. Tener esta seguridad, no porque se pueda demostrar materialmente, sino porque no fiamos de Él. No olvidéis que lo más necesario para la vida es invisible. El amor, la amistad, el aire, el calor, el perfume... así es la seguridad del creyente: “Dichosos los que crean sin haber visto”, dijo el Señor.

         Vamos a continuar  esta celebración encomendando a nuestro hermano N. Ponemos sobre el altar junto al pan y al vino este largo camino recorrido de tantos años, hecho de entrega, de cariño, de donaciones silenciosas a sus hijos, y a tantas personas...

         Y pedimos al Señor que interceda por todos nosotros, por sus familiares, para que un día alcancemos lo que ahora «en vigilante espera confiamos alcanza». Que el Señor nos conceda esta gracia y a él le la vida eterna.

91ª. DESPEDIDA A UN SACERDOTE

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